(44 ABY) Watson, Jude - Star Wars - El Alzamiento Del Imperio - Aprendiz de Jedi 03 - El Pasado Oculto
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STAR WARS
Aprendiz de Jedi 3
EL PASADO OCULTO
Jude Watson
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Capítulo 1
El mercado de la ciudad de Bandor estaba abarrotado cuando pasó Obi-Wan
Kenobi. Le habría gustado detenerse a comprar algo de fruta muja, pero Qui-Gon
Jinn no aflojaba el paso. Este se desplazaba por las abarrotadas calles
moviéndose con la fluidez de un río, creando un sendero a su paso, sin esfuerzo,
sin que pareciera apartarse o esquivar a los demás. El muchacho se sentía como
si fuera un torpe tractor de arena desplazándose junto a un elegante caza estelar.
Se esforzó por no aminorar el paso, ya que salía en su primera misión oficial
con un Caballero Jedi que se había mostrado reticente a aceptarlo como aprendiz.
El Maestro seguía dubitativo pese a las batallas y conflictos vividos juntos, y sólo
lo había aceptado tras su última aventura, donde se enfrentaron a la muerte en las
profundidades de los túneles mineros de Bandor.
El joven seguía sin estar seguro de la opinión que tendría de él. Era un hombre
callado que sólo compartía sus pensamientos cuando era necesario. Obi-Wan no
sabía nada sobre la misión a la que se encaminaban, debía tener paciencia y
esperar a que él le contara los detalles.
Mientras no llegase ese momento, sólo había una pregunta crucial quemándole
los labios, una que no se había atrevido a formular:
¿Sabría Qui-Gon que ése era el día de su cumpleaños?
Cumplía trece años. Ese cumpleaños es una fecha importante para un aprendiz
de Jedi. En ella se convertía oficialmente en un padawan. La tradición dictaba que
dicho cumpleaños no diera lugar a celebraciones, sino que debía observarse en
silencio, reflexionando y meditando. La tradición también dictaba que el aprendiz
recibiese un regalo significativo de manos de su Maestro.
Qui-Gon no había dicho nada cuando se levantaron. Tampoco mientras comían,
o se preparaban para el viaje, o caminaban hacia la plataforma de despegue.
Apenas había pronunciado tres palabras en lo que llevaban de día. ¿Se le habría
olvidado? ¿Lo sabía acaso? El joven ansiaba recordárselo, pero su relación era
demasiado reciente y no quería que le considerara avaricioso o ególatra o, lo que
era peor, un incordio.
Seguro que Yoda se lo habría dicho. El muchacho sabía que los dos Maestros
Jedi estaban en permanente contacto. Aunque era posible que la misión a la que
se encaminaban fuera tan importante que también a Yoda se le hubiera olvidado
esa fecha.
Esquivaron al último vendedor, atajaron por una callejuela y finalmente llegaron
a la plataforma de aterrizaje. La gobernadora de Bandomeer había arreglado un
transporte en agradecimiento por su labor. Les había encontrado una pequeña
nave mercante dispuesta a llevarlos al planeta Gala. Obi-Wan sabía que en cuanto
subieran a la nave, su conversación se centraría en la misión a realizar. ¿Debía
decirle ya a Qui-Gon que era su cumpleaños?
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Capítulo 2
Dos minutos —les dijo el piloto cuando se acercaron—. Debo terminar de
cargar. —Yo soy Qui-Gon Jinn y éste es Obi-Wan Kenobi.
—Sí, qué sorpresa; los Jedi son fáciles de identificar —farfulló el piloto cogiendo
una caja.
—Y tú eres...
—Piloto. Soy lo que hago.
Tenía los ojos amarillos con listas rojas de un phindiano, además de unas
manos que colgaban junto a sus tobillos.
—Eres un phindiano —dijo Obi-Wan—. Tengo un amigo... un conocido que es
phindiano. Se llama Guerra.
Guerra era un compañero esclavo en la plataforma minera donde habían tenido
cautivo al aprendiz de Jedi, y que casi había perdido la vida por ayudarle.
— ¿Y por eso debo conocerlo? —repuso Piloto con aspereza—. ¿Es que se
supone que debo conocer a todos los phindianos de la galaxia?
—No, claro que no —dijo el joven, confuso.
La rudeza del piloto le sorprendió. Era casi como si le hubiese ofendido de
algún modo.
—Entonces deja que termine de cargar, mientras subís a bordo —repuso Piloto
con brusquedad.
—Vamos, Obi-Wan —indicó Qui-Gon.
El discípulo siguió al Maestro hasta la cabina, donde ocuparon sus asientos.
—Para nuestra primera misión juntos, Yoda ha elegido algo que cree será
simple rutina —dijo el Caballero Jedi—. Por supuesto, Yoda también dijo "si con la
rutina cuentas, frustradas tus esperanzas se verán".
—Es preferible no esperar nada y dejar que el momento te sorprenda —
comentó el aprendiz con una sonrisa. Era algo que le habían enseñado en el
Templo.
Qui-Gon asintió.
—El planeta Gala lleva muchos años gobernado por la dinastía de Beju-Tallah.
Consiguió unir a un mundo dividido por profundos odios tribales. Gala tiene tres
tribus: el pueblo de las ciudades, el de las colinas y el del mar. Los gobernantes
tallan se volvieron corruptos con los años. Saquearon las riquezas del planeta y
ahora el pueblo está al borde de la revuelta. La anciana reina se ha dado cuenta
de ello y ha aceptado convocar elecciones en vez de cederle el trono a su hijo, el
príncipe Beju. El pueblo deberá elegir entre tres candidatos, y el príncipe es uno
de ellos. Ha pasado gran parte de su vida recluido, ya que la reina temía por su
seguridad. Pero fue educado para ser gobernante y está impaciente por acceder al
trono.
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Capítulo 3
Piloto realizó una acción evasiva cuando los cazas se lanzaron aullantes contra
ellos. Obi-Wan se vio arrojado contra la consola.
—¡Creo que puedo perderlos! —gritó Piloto cuando la nave tembló por el fuego
de los láseres.
—¡Para! —rugió Qui-Gon. Se lanzó hacia adelante y apartó a Piloto de los
mandos—. ¿Eres idiota? ¡Este transporte no puede esquivar a dos cazas!
—¡Soy un buen piloto! ¿No puedes usar esa Fuerza vuestra?
El Caballero Jedi clavó en él una mirada cortante y negó con la cabeza.
—No podemos hacer milagros —repuso con firmeza—. Los cazas nos
escoltarán hasta aterrizar. Si no los sigues, nos harán pedazos en pleno espacio.
Piloto volvió a hacerse cargo de los controles de mala gana. Los cazas giraron
para situarse a los flancos y conducirles hasta la superficie del planeta. Cuando
avistaron la plataforma de aterrizaje, los cazas esperaron hasta asegurarse de que
la nave de transporte aterrizaba, alejándose a continuación.
Piloto aterrizó lentamente su nave. El Maestro Jedi miró por las videopantallas
para tener una visión completa de la plataforma de aterrizaje.
—La nave está rodeada por androides asesinos —informó.
—Eso no suena bien —repuso Piloto con nerviosismo—. Tengo un par de
pistolas láser y una granada de protones...
—No —le interrumpió Qui-Gon—. No lucharemos. Están aquí para vigilarnos
hasta que llegue alguien. No nos atacarán.
—Yo no estaría tan seguro —comentó el phindiano, mirándolos de reojo.
—Yo estoy preparado, Maestro —dijo Obi-Wan.
—Vamos, entonces —fue todo lo que dijo el Caballero mientras accionaba el
interruptor que bajaba la rampa de salida.
Salió a ella seguido por su discípulo, mientras Piloto se demoraba en la
escotilla.
Los androides asesinos se volvieron para mirarlos, pero no dispararon sus
láseres incorporados.
—Como veis, han venido sólo a escoltarnos —comentó el Jedi—. No hagáis
movimientos bruscos.
Obi-Wan bajó por la rampa, con los ojos clavados en los androides. Eran
máquinas de matar, diseñadas y programadas para luchar sin problemas de
conciencia y sin miedo a las consecuencias. ¿En qué clase de mundo habían
aterrizado?
Cuando llegaron al final de la rampa, Qui-Gon alzó las manos con lentitud.
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—Somos Jedi... —empezó a decir, pero sus palabras fueron interrumpidas por
el fuego de las pistolas láser.
¡Los androides asesinos les atacaban!
Obi-Wan oyó el revoloteo de la capa de su Maestro cuando éste saltó y dio una
voltereta en el aire, aterrizando sobre una pila cercana de viejas cajas metálicas.
El joven también se movió, sin pensar, saltando sobre las cabezas de la primera
fila de androides, con el sable láser ya en la mano. Lo activó y vio extenderse el
reconfortante brillo azul.
Pudo oír los chasquidos y zumbidos de las juntas de los androides cuando
éstos giraron para poder apuntar mejor. El aprendiz de Jedi tenía la ventaja de su
rapidez y su mayor maniobrabilidad. Además, había descubierto que sus propias
percepciones acentuadas por la Fuerza le permitían predecir en qué dirección se
movería un androide.
Qui-Gon bajó de un salto de la pila de cajas, cortando a tres androides de un
solo tajo. Sus cabezas metálicas rebotaron en el suelo y rodaron. Sus cuerpos se
retorcieron y agitaron antes de derrumbarse.
Obi-Wan cortó en dos al primer androide de su derecha, aprovechando su
propio impulso para encogerse y rodar hasta las piernas del segundo. Éste se
tambaleó al intentar corregir la puntería, mientras el muchacho le cercenaba las
flacas piernas con el sable láser. Apenas el androide tocó el suelo, el aspirante a
Jedi atacó el panel de control de su pecho, dejándolo inoperativo.
Pero no se quedó quieto, moviéndose ya por el siguiente y por el otro. Sentía a
su Maestro a su espalda y supo que éste empujaba a los androides hacia el
derruido muro exterior de la plataforma de aterrizaje. Obi-Wan continuó luchando,
cortando, moviéndose constantemente, y situándose en el flanco exterior de los
androides, para así poder empujarlos hacia el mismo lugar que Qui-Gon.
Para cuando los Jedi consiguieron finalmente arrinconarlos contra la pared, sólo
quedaban cuatro en pie. Trabajando en equipo, Maestro y discípulo evitaron el
constante fuego láser y, con un movimiento repentino, apelotonaron a los
androides, cortándoles las junturas de las piernas. Los cuatro se derrumbaron en
confuso montón y el Caballero Jedi atacó nuevamente, asegurándose así que
estaban definitivamente fuera de combate.
Se volvió para mirar a su alumno. Sus ojos azules brillaban.
—Al final resulta que no eran escoltas. Me equivoqué. A veces pasa.
Obi-Wan se enjugó el sudor con la manga de la túnica. Devolvió el sable láser a
su cinto.
—Lo recordaré —dijo con una sonrisa.
Qui-Gon se volvió, examinando el hangar con ceño fruncido.
—¿Dónde está ese maldito Piloto?
El phindiano había desaparecido.
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Capítulo 4
Abandonaron la plataforma de aterrizaje y tomaron por una calle estrecha y
serpenteante que les condujo al centro de la ciudad. El Maestro Jedi ordenó a su
discípulo que se pusiera la capucha para ocultar el rostro.
—Debemos estar en Phindar. Sólo nos hemos cruzado con phindianos, y sé
que debimos desviarnos cerca de Gala. Debemos estar en Laressa, la capital. No
creo que haya muchos alienígenas en este mundo y hay que procurar no llamar la
atención. Oculta tus brazos con la capa.
Obi-Wan le obedeció.
—Pero, Maestro, ¿por qué dices que será Piloto quien nos encuentre? ¿Cómo
lo sabes?
—No fue accidental que aterrizáramos aquí.
Al muchacho le había parecido un completo accidente, pero sabía que no debía
decirlo. En vez de eso, se concentró en lo que le rodeaba. Ya no estaba distraído.
Había olvidado que era su cumpleaños, había olvidado todo lo que no fuera fijarse
en la manera en que Qui-Gon se desplazaba por las calles. Había ido cambiando
su actitud a medida que se acercaban al centro de la ciudad y las calles se iban
llenando de gente. El porte del Caballero Jedi llamaba normalmente la atención;
era un hombre alto, de poderosa constitución y que se movía con gracia.
Pero en este planeta se movía de otro modo. Había perdido aquello que lo
distinguía de los demás y procuraba mezclarse con la multitud. Obi-Wan observó y
aprendió, y equiparó su paso al de los que le rodeaban, miró a donde ellos
miraban, apartaba los ojos para fijarlos en el camino, y mantuvo el mismo ritmo
que los transeúntes. Se dio cuenta de que su Maestro hacía lo mismo, y que se
estaba fijando en todo lo que le rodeaba, aunque no tuviera su habitual mirada
feroz y escrutadora.
Phindar era un mundo extraño. La gente vestía con sencillez, y el joven se dio
cuenta de que llevaban ropas varias veces remendadas. Los carteles de las
tiendas anunciaban "Hoy no hay nada" o "Cerrado hasta nuevo reparto". Los
phindianos miraban a los carteles, suspiraban y proseguían su camino, llevando
las cestas de la compra vacías. Ante las tiendas cerradas había muchas colas,
como si los phindianos esperasen una pronta apertura.
Había androides asesinos por todas partes, sus juntas chasqueaban, sus
cabezas rotaban. Por las calles sin pavimentar y llenas de barro circulaban
brillantes deslizadores plateados sin prestar atención a las normas de tráfico o a
los transeúntes que intentaban cruzarlas.
Entre la gente parecía dominar un sentimiento común y el aprendiz Jedi intentó
identificarlo con la Fuerza. ¿Cuál era ese sentimiento?
—Miedo —comentó Qui-Gon en voz queda—. Está por todas partes.
Tres phindianos vestidos con plateadas túnicas metálicas aparecieron de pronto
en la acera. Caminaban hombro con hombro, con el rostro tapado por oscuros
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visores que se tragaban la luz del sol. Los demás phindianos se apartaron a toda
prisa de la acera para pisar la embarrada calzada. Sorprendido, Obi-Wan dio un
traspié. La gente se había movido con mucha rapidez, sin pensar, pisando el barro
en una reacción nacida del hábito. Los phindianos vestidos de plata no titubearon,
tomando posesión de la acera como si tuvieran ese derecho.
El Caballero Jedi tiró de la capa de su alumno y los dos dejaron enseguida la
acera pavimentada para pisar la embarrada calzada. Los hombres cubiertos de
plata pasaron desfilando junto a ellos.
Apenas pasaron, los demás phindianos volvieron a la acera pavimentada sin
que mediase palabra alguna. Una vez más reanudaron el proceso de mirar en las
tiendas y de apartarse de ellas en cuanto comprobaban que no había nada a la
venta.
—¿Has notado algo raro en alguno de ellos? —murmuró Qui-Gon—. Mírales a
la cara.
El joven Kenobi miró a los viandantes a la cara. Vio resignación y
desesperación, pero no tardó en darse cuenta de que en algunos de esos rostros
veía... nada. Había un extraño vacío en sus ojos.
—Hay algo que va mal aquí —comentó su Maestro en voz baja—. Es algo más
que miedo.
De pronto, un gran deslizador dorado apareció por una esquina. Los phindianos
de la calle corrieron a ponerse a salvo, mientras los que estaban en la acera se
pegaban contra los edificios.
Obi-Wan sintió que el Lado Oscuro de la Fuerza envolvía al deslizador dorado.
Qui-Gon le tocó suavemente en el hombro, incitándole a apartarse silenciosa y
rápidamente. Se metieron en un callejón desde donde vieron pasar a la nave.
A los controles iba un conductor enteramente vestido de plata. En el asiento de
atrás iban dos figuras. Vestían largas túnicas doradas. La mujer phindiana tenía
hermosos ojos anaranjados con vetas del color de su túnica. El hombre que iba
con ella era más alto que la mayoría de sus congéneres, y tenía los brazos largos
y fuertes del pueblo de Phindar. Tampoco llevaba un visor espejado y sus
pequeños y broncíneos ojos exploraban la calle con arrogancia.
Obi-Wan no necesitaba que una lección del Templo le dijera que debía prestar
atención. Tenía todos los sentidos alerta. Su Maestro tenía razón. Algo iba muy
mal en ese lugar. Hasta el último detalle de lo que había visto así se lo decía. Aquí
actuaba la maldad.
El deslizador dorado dobló una esquina, casi atropellando a un niño que fue
apartado frenéticamente por su madre. El aprendiz de Jedi miró incrédulo cómo se
alejaba.
—Vamos, Obi-Wan —repuso el Caballero Jedi—. Vamos al mercado.
Cruzaron la calle hasta llegar a una gran plaza. Era un mercado al aire libre
semejante a los que el joven había visto en Bandomeer y Coruscant. Se
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diferenciaba de ellos que si bien también había muchos puestos en él, no tenían
nada a la venta. Apenas unas piezas metálicas inútiles o unos vegetales podridos.
Aun así, el mercado estaba abarrotado de gente yendo de un lado a otro. El
muchacho no tenía ni idea de lo que podían estar comprando. Al otro lado de la
plaza había un escaparate donde podía verse a un trabajador encendiendo su
cartel luminoso. La palabra brilló roja: "Pan". De pronto, la masa de gente empezó
a moverse y a empujar y a apresurarse hacia esa tienda. En pocos segundos se
formó una cola que serpenteó por todo el perímetro de la plaza.
Los dos Jedi estuvieron a punto de separarse en medio de la confusión. Pero,
entonces, una figura apareció de pronto junto a Qui-Gon.
—Me alegro de volver a ver a los Jedi —recalcó Piloto en tono placentero, como
si estuviera hablando del buen tiempo—. Seguidme, por favor.
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Capítulo 5
Qui-Gon desapareció tras Piloto. Su alumno les siguió, desconcertado, sin
imaginar cómo había podido saber su Maestro que Piloto los encontraría o por qué
se fiaba ahora de él para que les sirviera de guía.
El phindiano galopó entre serpenteantes callejas y estrechas calles laterales. Se
movía con rapidez, mirando a menudo a derecha y a izquierda, o a los tejados de
las casas, como si temiera que alguien les siguiera. El muchacho estuvo seguro
de que habían pasado varias veces por el mismo sitio. Por fin, Piloto se detuvo
ante un pequeño café con un escaparate tan salpicado de suciedad que Obi-Wan
no conseguía atisbar el interior.
Piloto abrió la puerta y les hizo entrar. Los ojos del joven Kenobi necesitaron un
momento para ajustarse al cambio de luz. Había unas cuantas halo-lámparas en
las paredes, pero que apenas conseguían iluminar la penumbra. Media docena de
mesas vacías estaban dispersas por el local. Una desvaída cortina verde colgaba
de una puerta.
Piloto apartó la cortina y condujo a los Jedi por un pasillo, a través de una
pequeña y abarrotada cocina hasta llegar a una sala más pequeña situada al
fondo. Esa sala estaba vacía a excepción de un único cliente sentado dando la
espalda a la pared, en el lado más alejado de la entrada.
El cliente se levantó y abrió sus largos brazos de phindiano.
—¡Obawan! —gritó.
¡Era Guerra, el amigo de Obi-Wan!
Los ojos anaranjados de Guerra se clavaron en Obi-Wan.
—¡Por fin has venido, amigo! ¡Cuánto me alegro de verte, y no es mentira!
—Yo también me alegro de verte, Guerra. Y me sorprende verte.
—¡Era una sorpresa, ja! Pero yo no he tenido nada que ver. ¡Qué va, es
mentira! Creo que conoces a mi hermano Paxxi Derida.
Piloto les sonrió.
—Ha sido un honor haberos traído hasta aquí. Ha sido un buen viaje, ¿eh?
Qui-Gon enarcó una ceja y miró a su discípulo. Los dos alegres hermanos
actuaban como si los Jedi hubieran aceptado una invitación para una visita
amistosa, cuando en realidad les habían secuestrado, disparado y abandonado.
El Caballero Jedi se colocó en el centro de la habitación.
—Así que Piloto soltó deliberadamente ese combustible, ¿verdad?
—Llámame Paxxi, por favor, Jedi-Gon —repuso con amabilidad—. Claro que
solté el combustible. No esperábamos que dijerais que sí a un viaje a Phindar.
—¿Tú sabías todo esto? —le preguntó Obi-Wan a Guerra.
—No, yo no estaba al tanto —respondió éste con gesto serio.
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Capítulo 6
Guerra sonrió a Qui-Gon. —Espera, amigo. Pareces insinuar que te
engañamos, ¿eh? ¿Yo? ¿Engañar a mi amigo Obawan? ¿Cómo voy a hacer algo
así?
Qui-Gon esperó.
—Oh, vaya, igual sí que lo hice. ¡Pero fue con un buen motivo!
— ¿Cuál es ese motivo, Guerra? —preguntó Obi-Wan—. Y esta vez dinos toda
la verdad.
—Yo siempre le digo toda la verdad a Obawan. No, que va. Pero ahora lo haré
por vosotros, hombres Jedi de honor. ¿Por dónde podría empezar?
— ¿Por qué no nos dices por qué hay una sentencia de muerte a tu nombre? —
sugirió el Caballero Jedi—. Parece buen sitio por donde empezar.
— ¡Cierto, lo es! Bueno, supongo que el Sindicato me considera un ladrón. Y
también otros.
— ¡No eres un ladrón, hermano! —le interrumpió Paxxi—. ¡Eres un luchador por
la libertad que roba!
—Cierto; gracias, hermano. Eso es lo que soy. Igual que mi hermano. El
Sindicato lo controla todo. Comida y materiales, y medicinas y combustible, todo lo
que necesita un phindiano para sobrevivir. Por supuesto, en situaciones así, uno
debe buscar otros sistemas, no controlados por el Sindicato, de comprar y vender
cosas.
—Un mercado negro —sugirió Qui-Gon.
—Sí, eso es, puedes llamarlo así, mercado negro. Robamos un poco aquí,
vendemos un poco allí. ¡Pero todo por el bien del pueblo!
—Y en beneficio propio —añadió el Jedi.
—Eso también, sí —repuso Paxxi—. ¿Acaso debemos sufrir más de lo que ya
sufrimos? Pero eso al Sindicato no le gusta nada. Si robamos, debemos robar
para ellos. Y nos negamos a eso.
—¿Por qué debemos usar nuestro talento para una banda de ladrones? —
preguntó Guerra, golpeando la mesa—. Es cierto que nosotros también somos
ladrones. ¡Pero somos ladrones honrados!
—¡Así es, hermano! Y no somos asesinos ni dictadores.
—¡Así es, hermano! Por eso debemos liberar a nuestro amado planeta de las
garras de esos monstruos. El jefe del Sindicato es Baftu, un gángster sin
conciencia. ¡Disfruta haciendo sufrir a la gente! —Sus ojos anaranjados se
entristecieron—. Y siento decir que su ayudante Terra no es mucho mejor que él.
Su corazón es negro y frío, pese a su belleza.
—Deben ser los phindianos que vimos en el deslizador dorado —dijo Obi-Wan.
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Obi-Wan estaba callado. Estaba de acuerdo con su Maestro. No era una misión
propia de un Jedi. Yoda no lo aprobaría nunca. Y se alegraba de que Qui-Gon
hubiera manifestado esa objeción por muy bien que le cayese el phindiano.
—¡Sí, justo! —dijo éste, todavía alegre ante la irritación de Qui-Gon.
—Espera, hermano, debemos explicarnos mejor —repuso Paxxi—. Debemos
asegurar al Jedi que estamos más interesados en liberar a nuestro pueblo que en
robar tesoros.
—¡Pues, claro! Aunque debo decir que nunca viene mal conseguir un pequeño
tesoro...
Y se interrumpió por la conmoción que se oía procedente del café. Paxxi salió
del cuarto con rapidez para investigarlo. Momentos después estaba de vuelta.
—Lo siento mucho —anunció—. ¡Me temo que es hora de irse! ¡Hay muchos
androides buscándonos!
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Capítulo 7
Qui-Gon se puso en pie de un salto. No tenía ninguna gana de volver a
enfrentarse con esas letales máquinas de muerte.
—¿Hay puerta de atrás?
—Mejor que eso, Jedi-Gon —respondió Guerra—. Seguidme, por favor.
El phindiano se acercó a la chimenea. Presionó algo que el Jedi no pudo ver y
la pared se desplazó mostrando una abertura.
Oyeron que algo se rompía en el café.
—Es momento de correr, creo —comentó Guerra alegre—. Tú primero, Paxxi.
Muestra el camino a Obawan.
Paxxi entró en la abertura, y los dos Jedi le siguieron. El último en entrar fue
Guerra, el cual cerró la abertura tras de sí. Los ascendentes escalones eran de
piedra, con una depresión en el centro por la presión de cientos de años de
pisadas. Paxxi se movía con rapidez, con Obi-Wan pisándole los talones. Al llegar
a lo alto de las escaleras empujó una rejilla y los dos desaparecieron de la vista.
Qui-Gon le imitó y salió para descubrir que estaban en el tejado de la casa, tal y
como había supuesto. La salida de la escalera secreta estaba disimulada como si
fuera una rejilla parte del sistema de ventilación. Guerra volvió a poner la reja en
su sitio.
El Caballero Jedi se acercó al borde del tejado y se puso de rodillas. A
continuación se tumbó y se arrastró unos centímetros para mirar por el borde.
La calle estaba llena de androides asesinos que la patrullaban con sus
movimientos espasmódicos. Los dirigían los plateados guardias del Sindicato,
armados con pistolas láser. Los androides entraban por enjambres en una tienda
tras otra, en un negocio tras otro, y a medida que se desplazaban arrojaban a la
calle sillas, mesas, estantes y objetos personales. Parecían una tribu de insectos
limpiando la zona. Cualquier phindiano que tuviera la desgracia de encontrarse en
ese momento en la calle echaba a correr antes de que androides o guardias
pudieran golpearlo con la culata de una pistola láser o atacarlo con una pica de
fuerza.
—No parece que registren buscando algo concreto —le dijo Qui-Gon en voz
baja a Guerra, que se había tumbado a su lado—. Más bien parece que sólo
quieren propagar el terror.
—¡Sí, así es, Jedi-Gon! —concedió el otro nervioso—. Y su plan está
funcionando.
El Jedi se tensó un momento.
—Pasos —dijo al oído del phindiano—. Vienen del otro lado de la escalera.
—Momento de irse —dijo Guerra, levantándose y desapareciendo de la vista.
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—Es lo que he dicho —asintió Guerra—. El padre de Kaadi es el dueño del café
donde casi nos capturan. Hace mucho que sirve de lugar de encuentro para los
rebeldes. Ella también lucha contra el Sindicato.
Kaadi sonrió. Era una hembra pequeña, con el pelo negro azabache y ojos
amarillos con vetas verdes.
—Yo trabajo de transportista. ¿Necesitáis alguna pieza para un deslizador?
¿Una batería energética, quizá?
—No, gracias —dijo Qui-Gon educadamente. Le daba la impresión de que en
este planeta estaba constantemente rodeado de ladrones.
—¿Hay alguna noticia de tu buen padre Nuuta? —preguntó Paxxi, agachando
la cabeza para poder mirarla a los ojos.
La sonrisa desapareció del rostro de Kaadi, y ella negó con la cabeza.
—Pero sabremos si deja de existir, supongo. Tendremos noticias de ello.
Guerra y Paxxi guardaron un momento de silencio. Los dos alargaron un brazo
para rodear el esbelto cuerpo de Kaadi.
—Su padre es uno de los renovados —explicó Guerra a los dos Jedi—. Lo
enviaron a Alba.
El Caballero asintió comprensivo. Alba era un mundo que estaba padeciendo
una sangrienta y caótica guerra civil.
Ella le miró con sus claros ojos amarillo-verdosos.
—Sí, es mal lugar. Pero ser phindiano significa tener esperanzas.
—Sí. Nunca se debe perder la esperanza —asintió el Jedi.
—Pero dejad que os diga por qué he venido. Debía decirle a los hermanos
Derida que os habían localizado. El Sindicato conoce vuestro regreso. Han
redoblado los esfuerzos para capturaros.
—No tenemos miedo —dijo Guerra—. ¡Qué va, es mentira!
—¿Quieres decir que toda esa actividad de abajo es por Guerra y Paxxi? —
preguntó Qui-Gon.
Kaadi negó con la cabeza.
—No sólo por ellos. También buscan a los Jedi y a cualquier sospechoso de ser
un rebelde. Terra y Baftu están haciendo detenciones en masa. Esperan una visita
importante y quieren asegurarse de que no haya problemas. Han proclamado que
cualquier acto de sabotaje o alteración del orden será castigado con la muerte o la
renovación. Y que bastará con que sea sospechoso.
—¿Quién va a llegar? —preguntó el Caballero Jedi.
—El príncipe Beju del planeta Gala —respondió Kaadi.
Maestro y discípulo se miraron.
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—Nuestros espías dicen que pretenden formar una alianza. El Sindicato piensa
financiar al príncipe para que pueda recuperar el control de su planeta. El príncipe
ya ha creado una falsa escasez de bacía en su planeta.
—Eso es horrible —-dijo Obi-Wan.
Qui-Gon tuvo que estar de acuerdo. El bacta era un milagro médico que curaba
hasta la más grave de las heridas.
—Los enfermos de Gala sufrirán innecesariamente —comentó.
—Sí… el príncipe carece de conciencia. Es como Baftu y Terra —dijo Kaadi,
presionando a continuación la mano de Guerra por un momento—. Siento tener
que decir esto. El príncipe piensa volver a Gala con el bacta que le proporcione
Phindar. Así se convertirá en un héroe para su pueblo, y será entonces cuando el
Sindicato llegue a su planeta. Controlará Gala como ya controla Phindar. Ése es
su plan.
—Y después se apoderarán del resto del sistema solar, planeta a planeta, ¿eh?
—comentó Guerra en voz baja—. Haciendo que escasee aquello que necesita la
gente, borrando sus recuerdos y usando androides asesinos que matarán a
cualquier oposición que no sea renovada. —Parpadeó mirando a Qui-Gon—.
Hemos visto lo deprisa que funciona ese método.
Era un plan cruel y meditado. El Caballero Jedi sabía que el phindiano tenía
razón al decir que Gala sólo sería el primer paso.
Había procurado no comprometerse con los planes de los hermanos Derida,
pero estaba viendo que había mucho más en juego de lo que suponía. Si
conseguían acabar con el control del Sindicato sobre Phindar, su misión en Gala
les resultaría mucho más sencilla. Obi-Wan y él estaban encargados de que las
elecciones allí fueran libres, y honestas.
Pero no era sólo eso. Sentía que le embargaba una profunda ira. Le había
conmovido la valentía de Kaadi ante la situación de su padre. Incluso Guerra y
Paxxi le habían conmovido. Bajo ese comportamiento de payasos había un
profundo sufrimiento. Lo notaba. La Fuerza resonaba en esos hermanos con
fuerza y pureza. No sabía si podría confiar completamente en ellos, pero sí sabía
que se merecían su ayuda.
A veces es el destino quien te encuentra a ti, recordó el Jedi.
—Os ayudaremos —dijo a los hermanos Derida, alzando una mano para
callarlos antes de que pudieran decir nada—. Pero debéis prometerme una cosa.
—Lo que sea, Jedi-Gon —juró Guerra.
—Me contaréis siempre toda la verdad —ordenó con gesto severo—. No me
ocultaréis información, ni la disimularéis, ni la retorceréis. Obedeceréis la regla
Jedi de decir siempre la verdad de forma clara y veraz.
—¡Sí, así será, Jedi-Gon! —se apresuró a decir
Guerra mientras Paxxi asentía enérgicamente—. ¡Por lis cien lunas que no
volveré a mentiros!
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Capítulo 8
El cuartel general del Sindicato estaba en una mansión en tiempos majestuosa
pero ya medio derruida, aunque con un fuerte sistema de seguridad. Para poder
entrar en el complejo había que atravesar unas enormes puertas, y todas las
puertas y ventanas estaban cubiertas por rayos láser de seguridad.
—Sólo tendréis que hacernos pasar ante dos guardias —le susurró Guerra a
Qui-Gon—. Nosotros haremos el resto.
El Caballero odiaba tener que depender de la honestidad de Guerra, pero ya
había ido demasiado lejos para retroceder. Asintió con la cabeza.
Los hermanos guiaron a los Jedi alrededor del complejo hasta una entrada en la
parte de atrás. Ante ella se encontraba un guardia con la acostumbrada túnica
plateada, el visor oscuro y la mano en un rifle láser que llevaba en una cartuchera
que le cruzaba el pecho.
No había más remedio que ir directamente hacia él.
—Buenas tardes —dijo Qui-Gon—. Tenemos una cita.
El guardia movió la cabeza para fijarse en los dos Jedi y los dos phindianos.
Éstos no podían verle los ojos.
—Sigue tu camino, gusano.
El Caballero Jedi llamó a la Fuerza. Rodeó al hombre del Sindicato con su
propia voluntad.
—Por supuesto, podemos entrar —-dijo.
—Por supuesto, pueden entrar —repitió el guardia, bajando el láser.
— ¡Lo ves, hermano Paxxi! —exclamó Guerra exultante—. Los Jedi son
poderosos. ¡No era mentira!
—Ya lo veo, hermano Guerra. ¡Es verdad!
Cruzaron a paso vivo un pequeño patio lleno de deslizadores plateados, de
motojets y unos cuantos gravitrineos. Había otro guardia ante una amplia escalera
de piedra que conducía a la parte trasera de la mansión.
Éste avanzó hacia ellos alzando el láser.
— ¿Quiénes sois y qué os trae por aquí? —les preguntó retador.
Qui-Gon volvió a usar la Fuerza. Con guardias como éstos era fácil dominar sus
pequeñas mentes. Estaban acostumbrados a obedecer órdenes y rara vez
pensaban por su cuenta.
—Somos bienvenidos a echar un vistazo —dijo.
—Sois bienvenidos a echar un vistazo —repitió monótonamente el guardia,
bajando el rifle láser.
Pasaron por su lado y subieron las escaleras. Los rayos láser de seguridad
trazaban una cuadrícula en el umbral.
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Finalmente llegaron a una sala donde los disruptores eran más abundantes y se
entrecruzaban por todos lados formando una espesa red. A los Jedi les sería
imposible evadirlos.
Ya tenían detrás el zumbido de los dos deslizadores y en cualquier momento
llegarían a la habitación. Qui-Gon retrocedió unos pasos, alejándose del umbral de
la sala hasta casi llegar a la esquina de la misma. Indicó a su discípulo que hiciera
lo mismo en la otra esquina, y éste asintió con gravedad a su Maestro, haciéndole
saber que adivinaba el plan desesperado que se había trazado.
Tendrían que calcular la velocidad y la altura exacta a la que se desplazaban
los vehículos, y un segundo antes de que aparecieran. Entonces echarían a
correr, usando su impulso y el poder de la Fuerza para poder saltar en el aire.
Atacarían al primero que apareciera, chocando con él en pleno aire, esperando
desalojar así tanto al piloto como al androide. Después tendrían que aterrizar
sanos y salvos.
No había tiempo para repasar el plan, y Qui-Gon esperaba que su aprendiz
pudiera seguirle.
El zumbido del deslizador se acercó más. El Caballero Jedi inició la carga, y su
alumno lo hizo casi en el mismo momento. Acumularon velocidad al correr por la
enorme habitación y saltaron dejando el suelo en el mismo instante en que
entraba el vehículo.
Qui-Gon pudo ver la cara sorprendida del hombre del Sindicato justo antes de
acertarlo de lleno en el pecho. El hombre salió volando y el Jedi consiguió
golpearle en el cuello con el sable láser en su caída. El androide asesino sólo tuvo
tiempo de disparar una descarga rápida antes de que Obi-Wan le alcanzara, con
los pies por delante, y le hiciera volar por los aires.
La fuerza de su salto los mantuvo en el aire. Obi-Wan dio una voltereta antes de
aterrizar.
Entonces entró en la sala la segunda nave, que chocó con la primera. El
encontronazo envió por los aires al segundo guardia y al androide. Los dos
deslizadores continuaron su camino y acabaron por ser alcanzados por un rayo
disruptor proveniente del otro lado de la sala, y que les hizo dar vueltas sin control.
El lugar tembló cuando se estrellaron contra la pared.
De pronto, una parte de la enorme pared se desplazó con un gemido, revelando
una abertura en la misma. Los rayos disruptores chisporrotearon y se apagaron.
Los guardias del Sindicato se quedaron tan sorprendidos como los Jedi. Los
únicos que se movieron fueron los androides, que estaban dañados pero no
destruidos. Uno había perdido un brazo, otro parte del panel de control. Sus
láseres seguían operativos. Los disparos fallaron a los Jedi por un margen tan
escaso que sonaron como susurros en sus oídos.
La Fuerza indicó a Maestro y discípulo que saltasen, y así lo hicieron, dando
una voltereta sobre los guardias para atacar primero a los androides. Qui-Gon
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partió a uno por la mitad, dejándolo inutilizado. Obi-Wan buscó el panel de control
del otro, convirtiéndolo en un montón de chatarra con un golpe de su sable láser.
Los hombres del Sindicato, que ya se habían recobrado de la sorpresa de verse
derribados de sus vehículos y de descubrir una sala oculta y desconocida, sacaron
las picas de fuerza y avanzaron hacia los Jedi.
Éstos aguantaron terreno, con los sables láser apuntando al suelo. Qui-Gon
contaba mentalmente los segundos, esperando a que su padawan tuviera su
mismo ritmo de combate. Tendrían que mantener la cabeza despejada, hacer que
sus golpes fueran metódicos, impedir que les dominara el cansancio. Buscó la
Fuerza. Ya rodeaba todo su ser; sólo tenía que usarla.
Sus enemigos seguían estando a unos pasos de distancia cuando el joven
Kenobi saltó hacia adelante. ¡Demasiado pronto!, gritó mentalmente su Maestro,
pero aun así saltó para cubrirle el naneo. Obi-Wan atacaba con furia, su sable
láser era un borrón azul en la penumbra. Qui-Gon debía equiparar su velocidad a
la de él si quería protegerlo. Intentó reducir el ritmo del muchacho, pero éste había
dejado que el agotamiento forzara su control al límite. El Caballero se dio cuenta
de que no siempre podría contar con que su aprendiz se moviera a su ritmo.
Tendrían que trabajar más tarde en eso, cuando tuvieran tiempo. Si es que lo
tenían.
Los Jedi atacaron a la vez, cortando y golpeando, moviéndose siempre,
esquivando, rodando, fintando hasta derrotar a sus contrincantes. Los oponentes
cayeron pesadamente al suelo.
Qui-Gon pasó sobre ellos, sorteándolos al tiempo que envainaba el sable láser.
Se acercó a la abertura y miró dentro.
—Creo que hemos encontrado la bóveda —le dijo a Obi-Wan.
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Capítulo 9
Oyeron una voz tras ellos. —¡Buen trabajo, Jedi! —aprobó Guerra en tono
quedo y reverente.
—Sabíamos que ganaríais incluso aunque os superaran en gran número —
aseguró Paxxi.
—¿Qué va? —comentó Qui-Gon alzando una ceja.
—¡Así es! —contestaron los hermanos a coro.
Obi-Wan intentó controlar su respiración. El último envite contra los guardias le
había dejado agotado. Sabía que había llevado su control al límite, mientras que
su Maestro se había mantenido frío y metódico, cubriendo con golpes rápidos
cualquier torpeza suya. Habían derrotado a los guardias, pero Kenobi se sentía
decepcionado consigo mismo. Era consciente de haber cedido a su impaciencia y
perdido la concentración. Había sido una lucha difícil.
—Gracias por vuestra ayuda —dijo con irritación, desactivando el sable láser.
—Oh, nosotros ayudamos al escondernos, Obawan —le aseguró Guerra—. Los
hermanos Derida no son buenos en combate. Sólo estorbaríamos.
—¡Sí, vosotros sois mucho mejores luchando! —dijo Paxxi con mirada alegre.
El joven Jedi se secó el sudor de la frente con la manga. Deseó poder sentir
tanto entusiasmo por sus habilidades como el que mostraban los Deridas.
Se volvió para descubrir a Qui-Gon estudiándolo.
—Has luchado bien, padawan —le dijo con calma—. La próxima vez lo harás
mejor. Es hora de que nos centremos en el presente. Ya hemos alcanzado nuestro
objetivo.
—¡Sí, encontrasteis la bóveda! ¡Excelente! —exclamó Guerra antes de fruncir el
ceño y dedicarse a recoger a guardias y androides asesinos—. Esto no es bueno.
Debemos irnos de aquí sin que el Sindicato sepa que estuvimos. Es lo mejor.
—Buscaré un lugar donde esconderlos —repuso Paxxi.
—Paxxi es bueno en eso —dijo su hermano.
—No preguntaremos por qué —comentó el Caballero Jedi con un suspiro.
—No, es mejor así. Pero antes debemos quitarles las túnicas blindadas.
Podrían sernos útiles. El fuego de las pistolas láser parece seguir a los Jedi.
—¡Fuiste tú quien nos trajo aquí! —exclamó Obi-Wan. No podía evitar sentirse
irritado por Guerra. Empezaba a darse cuenta de la manera en que su amigo
alteraba los hechos a su conveniencia.
—¡Cierto, Obawan! —respondió éste, alegre— ¡Un buen argumento!
Paxxi encontró una sala de equipo abarrotada de viejos circuitos y piezas de
repuesto para deslizadores. Una capa de polvo de medio centímetro cubría las
piezas y el suelo.
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—Siento decíroslo ahora —repuso Duenna, caminando con ellos por el pasillo
—. Pero lo descubrí en cuanto os dejé. Han trasladado las mercancías al almacén
del espaciopuerto. La mayoría se cargarán en la nave del príncipe Beju para que
éste las lleve a Gala —hizo una pausa cerca de la puerta—. Ahora debéis iros.
¡Deprisa! Terra y Baftu han vuelto. Dentro de unos minutos será la hora del cierre.
—¡Duenna!
La voz era cortante y con tono de mando. Se oyeron pasos provenientes del
ramal de pasillo situado a la derecha.
—¡Duenna!
El rostro de Duenna palideció.
—¡Es Terra! —dijo en un susurro.
Capítulo 10
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Se pusieron las túnicas blindadas y los visores de espejo, y con ellos les fue
fácil confundirse con el resto de los guardias del Sindicato mientras dejaban el
edificio.
En cuanto llegaron a las oscuras calles, el phindiano les guió por una calleja
estrecha donde se quitaron túnicas y visores, que guardaron en la bolsa que
llevaba consigo.
—¿Por qué sospecha Terra que Duenna contactará con vosotros? —preguntó
Obi-Wan a los hermanos—. ¿Acaso sabe que simpatiza con los rebeldes? ¿No es
muy peligroso utilizarla?
—Qué va —contestó Guerra con voz queda—. Terra no está segura de nada.
Teme que Duenna contacte con nosotros porque es nuestra madre.
El joven Kenobi miró sorprendido a su Maestro.
—¿Y por qué trabaja para el Sindicato? —preguntó éste, deseoso de conocer la
respuesta de los phindianos.
Éstos intercambiaron una mirada de tristeza y Paxxi asintió a Guerra.
—El Jedi debe saberlo.
—Sí, así es —dijo Guerra con pesar—. Duenna trabaja para Terra porque ella
es su hija.
—Entonces Terra es...
—Nuestra hermana —repuso Paxxi.
—No es la misma hermana que tuvimos una vez. No es la que conocimos. La
renovaron cuando sólo tenía once años. Fue criada por el Sindicato. No recuerda
a la niña que fue. Creció en este lugar, rodeada de poder y crueldad.
—Sin amor —dijo Paxxi.
—Por eso sacrifica su vida nuestra madre. Pensó que así podría dar amor a
Terra, aunque sólo fuera como sirvienta. Y quizá hacerle recordar parte de la niña
que fue una vez. Pero no ha pasado. Terra no ha cambiado, y Duenna sigue aquí.
Se queda para cuidar a su hija, sin importarle lo que ella sea. Sin importarle en lo
que se ha convertido.
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Capítulo 11
Esa noche, Guerra y Paxxi compartieron con los Jedi sus abarrotados
aposentos. Era una pequeña habitación en la casa que Kaadi compartía con su
familia. Desde el mismo momento en que los encontró, había insistido para que
los hermanos se quedaran con ella y recibió a sus acompañantes con la misma
calidez.
Pasaron la noche acostados en unas mantas extendidas en el suelo. Paxxi se
durmió de inmediato, y Qui-Gon se sumió en el estado que los Jedi llaman reposo-
en-peligro, con los ojos cerrados y manteniendo la mente en constante alerta.
Obi-Wan no podía dormir. No podía dejar de pensar en lo horrible que sería
perder la memoria. No se imaginaba nada que fuera más terrible. Se había
esforzado tanto en el Templo, había hecho tantas amistades y había aprendido
tanto de Yoda y de los demás Maestros. ¿Y si le quitaban todo eso?
—¿Estás despierto, Obawan? —susurró Guerra desde la manta que tenía al
lado.
—Sí.
—Sí, claro, eso pensaba. Te he oído pensar. ¿Sigues enfadado conmigo?
—No estoy enfadado contigo, Guerra. Pero puede que sí algo impaciente.
Nunca cuentas toda la verdad.
—Qué va. Oh, es mentira. Tienes razón, Obawan, como siempre. Siento que no
estás de acuerdo con la decisión de Jedi-Gon de ayudarnos.
—Qué va... O sí. Igual es mentira.
—Ah, te burlas de mí. Y me merezco tus burlas
—¿Por qué no me hablaste de tu hermana?
—Terra —murmuró, lanzando un suspiro— es mi enemiga, y también lo es
tuya, ¿verdad? Pero no siempre fue así. Debes creerme. Ah, ¡si la hubieras
conocido de niña! ¡Era tan alegre y lista y curiosa! ¡Y divertida! Nos seguía a todas
partes. Baftu cogió todo lo que había de bueno en ella y lo borró para llenarla de
odio. ¿Entiendes por qué debemos acabar con él, Obawan? Por eso se arriesga
tanto Duenna... Paxxi y ella creen que podrán recuperar Terra una vez el Sindicato
haya dejado de existir.
—¿Y tú crees eso?
—No, amigo mío —contestó con otro suspiro—. No lo creo. Pero sí que lo
deseo. Como mi familia. Ha habido personas de gran fortaleza mental que han
podido resistir algunos efectos del borrado de memoria. Conservan fogonazos de
recuerdos. Sólo retazos de cosas, un rostro, un olor, un sentimiento. Me temo que
eso no será posible para Terra. Lleva demasiado tiempo así. No tengo la misma fe
que mi buen hermano. En mi corazón sólo tengo una esperanza muy pequeña.
—Es algo a lo que poder aferrarse.
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—Sí, así es. Por eso fue por lo que engañé a mi amigo, y no se lo conté todo
desde el principio. Puede que mi buen amigo Obawan me comprenda y me vuelva
a dar su ayuda.
Reinó una larga pausa. La irritación que sentía Obi-Wan por Guerra le
abandonó al instante. Vio el dolor y el terror en que había vivido su amigo, y que
en Phindar estaba haciendo lo mismo que había hecho en la plataforma minera,
disimulando con sonrisas y bromas su miedo a una muerte segura. Qui-Gon había
hecho bien en querer ayudarlos, y ahora lo sabía.
—Pues claro que te ayudaré —susurró, pero Guerra ya estaba dormido.
***
A la noche siguiente, los cuatro se pusieron las túnicas blindadas encima de sus
ropajes y se colocaron los visores. Observaron la actividad en los almacenes del
espaciopuerto ocultos bajo un saledizo.
No parecía haber mucha seguridad. Los miembros del Sindicato entraban y
salían de los edificios sin mostrar pase alguno. Sólo tendrían que simular que iban
a entregar un cargamento. O al menos eso esperaban.
Paxxi y Guerra se habían pasado todo el día preparando unos suministros que
parecieran auténticos. Aunque sus contenedores tenían carteles de "Bacta" y
"Botiquín", en realidad estaban llenos de circuitos viejos. Pero al menos tendrían
algo que llevar al espaciopuerto.
—En cuanto entremos nos dividiremos en dos grupos —dijo Qui-Gon—. Guerra
irá con Obi-Wan, Paxxi conmigo. Empezaremos cada uno por un extremo y nos
encontraremos en el centro, si podemos. Si localizáis vuestras mercancías y
encontráis el aparato anti-registrador, salid de aquí. Y dentro de veinte minutos
dejaremos el edificio, lo hayamos encontrado o no. No podemos correr ningún
riesgo.
—¿Y si no lo encontramos? —preguntó Paxxi.
—Volveremos a intentarlo. No podemos arriesgarnos a que nos descubran.
Cuanto antes salgamos de aquí, mejor —repuso, antes de volverse hacia su
discípulo—. No olvides mantener las manos dentro de los bolsillos para que nadie
se dé cuenta de la longitud de tus brazos. Debemos parecer phindianos.
El joven Kenobi asintió, y los cuatro caminaron con viveza por el patio.
—Entrega de bacta —ladró Qui-Gon al guardia de la puerta cuando llegaron a
la puerta del almacén. El guardia les dejó pasar.
Entraron a un enorme espacio de altos techos. Hilera tras hilera, las
transparentes unidades de almacenaje corrían de un extremo al otro del edificio.
Cada unidad estaba llena de cajas y contenedores. Miembros del Sindicato con
plateadas túnicas cargaban suministros en deslizadores antes de dirigirse al gran
muelle de carga situado en la parte de atrás.
Los hermanos Derida se pararon de golpe, con la sorpresa pintada en el rostro.
Obi-Wan supo por qué. Aquí había hilera tras hilera de todo aquello por lo que los
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Capítulo 12
Obi-Wan observaba esperando una oportunidad de escapar, pero eso era
imposible. Una parte de su entrenamiento en el Templo se había centrado en la
paciencia, pero ésa había sido su peor asignatura.
El cuartel estaba plagado de guardias. Lo primero que le hicieron fue quitarle la
túnica acorazada y el visor.
—No es un phindiano —dijo sorprendido uno de los guardias. El aprendiz de
Jedi no dijo nada.
El otro guardia le cogió el sable láser. Intentó activarlo, pero no pudo hacerlo.
—¿Qué es esto? ¿Un arma primitiva?
Obi-Wan continuó callado.
Los dos guardias se miraron nerviosos.
—Será mejor llevarlo con Weutta.
Weutta resultó ser el jefe de seguridad. Escanearon el iris del muchacho para
compararlo con el del auténtico guardia K23M9. En la pantalla aparecieron las
palabras "No hay equivalencia". No apareció nada más.
—No tenemos ningún registro tuyo, rebelde —dijo el jefe de seguridad,
acercando su rostro al del prisionero—. ¿Quiénes son tus contactos? ¿Por qué
has venido a Phindar? ¿Qué le ha pasado al guardia K23M9.
Obi-Wan siguió sin decir nada. Weutta le dio un suave golpe con una pica de
fuerza. Ese toque bastó para hacerle caer de rodillas. La cabeza le daba vueltas y
tenía el costado ardiendo por la descarga eléctrica.
—Se lo llevaré a Baftu. Se ha declarado el estado de máxima seguridad. Quiere
ver personalmente a todos los rebeldes —dijo Weutta, procediendo a empujar
bruscamente al debilitado muchacho por lo que le parecieron kilómetros de
pasillos.
Finalmente llegaron hasta unas enormes puertas laboriosamente talladas. Un
guardia les hizo pasar a una sala grande y completamente vacía con pesados
tapices tapando las ventanas. En el otro extremo había otras dos enormes
puertas.
Weutta caminó hacia ellas y se detuvo. Obligó a su prisionero a arrodillarse y le
empujó la cabeza hacia abajo.
—Espera aquí, gusano —gruñó—. Y no alces la mirada.
Mientras mantenía la cabeza baja, el joven Kenobi movió los ojos para ver
cómo el gordo phindiano se ajustaba el visor, se alisaba la túnica y se aclaraba la
garganta antes de apretar un botón situado a un lado de la puerta. Era obvio que
Baftu ponía nervioso hasta al jefe de seguridad.
La puerta se abrió un instante después para descubrir a un molesto Baftu en el
umbral de su despacho.
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Capítulo 13
La voz de Qui-Gon era tan cortante como el filo de un vibrocuchillo. —¡Lo has
abandonado!
— ¡Qué va, Jedi-Gon! ¡Él insistió! —exclamó Guerra—. Y todo pasó muy
deprisa. ¡No supe qué hacer!
— ¡Pudiste quedarte con él! —replicó bruscamente.
—Pero Obawan me dijo que me llevara el anti-registrador. Dijo que eso era lo
más importante —lloró el phindiano desesperado.
Qui-Gon profirió un suspiro de exasperación. Obi-Wan tenía razón. Su misión
era conseguir ese aparato. Eso debía ser lo importante.
Le dio la espalda a Guerra e intentó recuperar la compostura. Estaban ocultos
en las sombras, fuera del enorme almacén. Quería atacar a Guerra, atacar al
primer guardia del Sindicato que viera, atacar el cuartel general. La ira le
inundaba, cruda, pulsante, irracional. Le sorprendió lo fuerte que era. Guerra ya
había traicionado a su padawan en aquella plataforma minera. ¿Lo habría vuelto a
hacer?
—No supe qué hacer, Jedi-Gon. Obawan insistió. Dame tu túnica, me dijo. Dijo
que la Fuerza le ayudaría.
Ahora me doy cuenta de que sólo quería que le obedeciera. De saber yo que se
lo habrían llevado, bien me habría puesto en su lugar.
El Caballero Jedi se volvió para mirar a los apesadumbrados ojos de Guerra.
Sus instintos le dijeron que confiara en el phindiano. Y todo lo que decía sobre
Obi-Wan parecía auténtico. Su aprendiz se había sacrificado para que pudieran
sacar el aparato anti-registrador del edificio. Él habría hecho lo mismo.
Paxxi habló en voz queda.
—Tenemos una señal para llamar a Duenna en caso de emergencia. Podemos
activarla y mañana se reunirá con nosotros en el mercado. Nos dirá cómo está
Obawan y lo que planean para él. Entonces podremos planear su rescate.
—Mañana sería demasiado tarde. Tiene que ser esta noche. Ahora mismo. No
dejaré a Obi-Wan tanto tiempo encerrado.
Paxxi y Guerra intercambiaron miradas.
—Sentimos decirte que no, Jedi-Gon —dijo el segundo—. El cuartel general se
cierra por las noches. Nadie puede entrar o salir de él. Ni siquiera Terra y Baftu.
—¿Qué pasa con el aparato anti-registrador? Dijiste que podría hacerte entrar
en cualquier parte.
—Así es. En cualquier parte. Salvo en el cuartel general tras el cierre. Duenna
cuidará de Obawan. Le protegerá lo mejor que pueda.
Qui-Gon volvió a apartarse. La rabia de la impotencia volvía a desbordarlo. Pero
esta vez no iba dirigida contra Guerra, sino contra sí mismo. Debía haber
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acompañado a Obi-Wan y dejar que los hermanos Derida se las arreglaran solos.
Pero temió que no fueran capaces de sacar el aparato anti-registrador del edificio.
—Toma una decisión, y después otra —decía siempre Yoda—. Rehacer el
pasado no puedes.
Sí, sólo podía seguir adelante. Y el corazón apesadumbrado del Jedi sabía que
esa noche no podría rescatar a su discípulo. No podía comprometer el éxito de la
misión intentando un rescate condenado a fracasar.
***
Obi-Wan se sentaba en una celda apenas lo bastante grande para contenerle.
Tenía las piernas recogidas, con las rodillas bajo la barbilla, y hacía frío. El aire
que rozaba su piel era como el miedo gélido que atenazaba su corazón.
Cualquier cosa menos esto, pensaba. Puedo soportarlo todo, menos esto. ¡No
quiero perder la memoria!
Perdería todo su entrenamiento Jedi, todos sus conocimientos. Cualquier
sabiduría que tanto se había esforzado por obtener. ¿Perdería también la Fuerza?
Perdería los recuerdos que le decían cómo dominarla.
¿Qué más perdería? Las amistades. Todas las que había hecho en el Templo.
Las de la gentil Bant de ojos plateados. La de Garen, con quien había peleado y
reído y que era casi tan bueno como él en la clase de manejo del sable láser. La
de Reeft, que nunca tenía bastante comida y que solía mirar con tristeza el plato
vacío hasta que Obi-Wan le pasaba algo de su comida. Había forjado estrechos
lazos con ellos, y los echaba de menos. Si perdía los recuerdos de ellos, morirían
para él.
Pensó en su decimotercer cumpleaños. Parecía haber tenido lugar mucho
tiempo antes. Nunca había realizado su ejercicio de reflexión. Recordaba el aviso
que le había dado su Maestro. Sí, el tiempo es algo escurridizo, pero siempre
conviene buscarlo.
Obi-Wan no lo había buscado. No había hecho tiempo. Ahora tendría todo el
tiempo del mundo, y nada que recordar.
Apretó la frente contra las rodillas, sintiendo que el miedo le abrumaba, le
llenaba la mente de tinieblas. Por primera vez en su vida supo ¡o que era perder
toda esperanza.
Y entonces, en medio de todo ese miedo y ese frío, sintió una calidez dentro de
su túnica. Buscó en el bolsillo oculto del pecho. Sus dedos se cerraron alrededor
de la piedra de río que le regaló su Maestro. ¡Estaba caliente!
La sacó. La oscura piedra brillaba en la oscuridad con un destello casi cristalino.
Volvió a cerrar los dedos sobre ella y sintió que vibraba contra las yemas de sus
dedos. La piedra debe ser sensible a la Fuerza, pensó.
Eso envió un rayo de luz pura a la oscuridad de su mente. Nada está perdido
allí donde está la Fuerza, recordó del Templo. Y la Fuerza está en todas partes.
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que volver al cuartel general, así que habían vuelto directamente a casa de Kaadi.
Resultaba peligroso quedarse de día en la calle.
Apenas entraron en la casa, el Caballero Jedi se dirigió a la habitación donde
dormían. Allí se sentó en el suelo, sin decir nada. Llevaba una hora así. Los
hermanos le habían dejado solo por un tiempo, pero él podía sentir sus ojos
impacientes clavados en él.
—No me he rendido. Estoy trazando un plan —dijo sin abrir los ojos.
—Por supuesto, Jedi-Gon —dijo Guerra, con una nota de alivio vibrando en su
voz—. Lo sabemos.
—Sí, así es —añadió Paxxi—. Sabemos que los Jedi no se rinden. Aunque
debemos admitir que nos preocupamos un poco. Las noticias sobre nuestro amigo
Obawan son muy malas.
Qui-Gon abrió los ojos para ver en los ojos de los hermanos Derida la misma
desesperación atormentadora que sentía en su propio corazón. Había tenido que
luchar para superar la ira que sentía contra sí mismo. Le había llevado tiempo
calmar la mente. Una y otra vez había intentado formular algún plan, sólo para
sentirse angustiado ante el aprieto en que se encontraba Obi-Wan. Le había
afectado hasta lo más hondo. Le resultaba insoportable la mera idea de que
pudiera estar ahora sin sus recuerdos, sin su entrenamiento.
Había fallado a su padawan. Debió suponer que el Sindicato actuaría con
rapidez. Debió intentar su rescate la noche anterior. Y ahora su discípulo estaba
condenado a llevar una vida tan vacía que sentía escalofríos cada vez que se la
intentaba imaginar.
¿Y qué pasaba con el entrenamiento Jedi de Obi-Wan? Se habría perdido.
¿Qué sería del muchacho? Aún sería sensible a la Fuerza, pues la Fuerza no
dependía de la memoria. Pero ¿cómo podría emplearla sin las lecciones del
Templo como guía? Si descubría que poseía ese poder, lo usaría sin establecer
alianza alguna. ¿Se convertiría entonces en un guerrero neutral, perdido, que
vendiese sus servicios al mejor postor? ¿Emplearía la Fuerza para el Lado
Oscuro, como su antiguo aprendiz Xánatos?
No creía que eso pudiera llegar a pasar. No quería creerlo. Si había perdido la
memoria, seguro que aún conservaba su bondad.
Sí, Qui-Gon estaba lleno de preocupaciones. Pero también tenía el corazón
roto. Ya no existía ese muchacho al que había conocido. Ese chico diligente, tan
lleno de curiosidad y sed de conocimientos. El buen estudiante. El niño que quería
aprender.
Se negaba a creer que todo eso hubiera desaparecido. No. Aún tenía
esperanzas de poder invertir el borrado de memoria si conseguía encontrar a Obi-
Wan.
—¿En qué estás pensando, Jedi-Gon? —preguntó Guerra con precaución.
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Capítulo 15
El zumbido de los motores situados, bajo Obi-Wan latía contra su cráneo. Lo
habían arrojado al suelo de una nave, encerrándolo en la bodega de carga.
Mantuvo los ojos cerrados. Tenía que mantener la concentración. Se sentía
completamente vacío. Agotado. Enfermo.
Pero podía recordar.
No habían podido con él. No habían ganado.
Ellos habían entrado en la celda y él ni los había mirado, ni siquiera cuando se
rieron de él. Había devuelto la piedra de río al bolsillo de su túnica para que no
pudieran verla y se la quitaran. La piedra mantenía un brillo y un calor constante
contra su corazón. Había sacado fuerzas de ella. Era la prueba tangible de que la
Fuerza estaba con él.
Mientras preparaban el androide borrador de memoria, él había edificado
paredes de Fuerza en su interior. Había puesto cada recuerdo, hasta el más
borroso, dentro de una vitrina. Y los había aceptado todos, tanto los dolorosos
como los alegres.
Era tan joven en su primer día en el Templo, había tenido tanto miedo.
Recordaba su primera visión de Yoda, acudiendo a recibirle, con sus ojos de
pesados párpados y mirada somnolienta.
—Lejos has venido, lejos para viajar estamos —le había dicho—. Frío y cálido,
es. Lo que tú buscas, hallarás. Aquí lo encontrarás. Escucha.
El sonido de las fuentes, del río que corría tras el Templo. Las campanas que el
cocinero había colgado de un árbol en los jardines de la cocina. Se fijó en esas
cosas, y algo en él se relajó. Por primera vez pensó que allí podría sentirse como
en su casa.
Era un buen recuerdo.
Dos varillas de metal se clavaron en sus sienes. Los electro-pulsadores.
La piedra brilló contra su corazón.
Una visita a casa. Su madre. Luz y suavidad. Su padre. Su risa generosa. La de
su madre uniéndose a la de él, igual de libre, igual de sonora. Su hermano
compartiendo una pieza de fruta con él. La explosión en su boca del dulce sabor
del jugo. La suavidad de la hierba bajo sus pies desnudos.
El androide activó el borrado de memoria mientras los guardias observaban la
operación. Notó en las sienes una sensación extraña que se movió hacia dentro.
No era dolor, no mucho...
Owen. El nombre de su hermano era Owen.
Reeft nunca tenía bastante comida. Los ojos de Bant eran plateados.
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La primera vez que empuño el sable láser. Brilló al activarlo. La mayoría de los
estudiantes del Templo eran torpes. Él nunca fue torpe. No con ese arma. Siempre
se sintió cómodo con el sable láser en la mano.
Ahora sentía dolor. Mucho dolor.
La Fuerza era luz. La imaginó, dorada, fuerte, brillante, formando una barrera
en torno a sus recuerdos.
Son míos. No tuyos. Los conservaré.
Los hombres del Sindicato se sorprendieron al verle sonreír.
—Debe alegrarle perder ese recuerdo, supongo —le dijo uno al otro.
—No, no lo pierdo. Lo tengo. Me aferró a él...
Una tela basta contra sus manos. Un abrazo a su madre. El final de la visita. Sí,
había querido volver al Templo. Era un gran honor. Sabían que no podían quitarle
eso. El lo deseaba tanto. Pero, aun así, el adiós era doloroso, muy duro. Una
mejilla suave presionaba la suya.
Lo conservaré siempre.
La forma en que caía el crepúsculo en el Templo. Lentamente, por todas las
luces y edificios blancos de Coruscant. La luz siempre tardaba en irse. A esa hora
solía ir al río con Bant. A Bant le encantaba el río. La muchacha se había criado en
un mundo húmedo. Su cuarto siempre estaba lleno de vapor. Nadaba en el río
como un pez. Al atardecer, el color del agua era como el de sus ojos.
Dolor. Se sentía mal. Estaba perdiendo la conciencia. Le vencerían si se
desmayaba.
Yoda. No perdería a Yoda. Fortaleza tienes, Obi-Wan. Paciencia también
tienes, pero encontrarla debes. En tu interior está. Buscarla debes hasta
encontrarla y retenerla entonces. Aprender a usarla debes. Que puede salvarte
descubrirás.
No perdería las lecciones de Yoda. Creó una barrera de Fuerza alrededor de
ellas. El dolor volvió a aumentar, provocándole náuseas por todo el cuerpo. No
podría aguantar mucho más.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el guardia con dureza.
Obi-Wan clavó en el guardia unos ojos enfermos y en blanco.
—¿Cómo te llamas? —repitió el guardia.
Obi-Wan simuló pensarlo, simuló asustarse.
—Está cocido —dijo el guardia con una carcajada.
El androide retrajo los electro-pulsadores. El Jedi se desplomó en el suelo.
—Ahora dormirá —dijo un guardia.
—No creo que sueñe —añadió el otro.
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Avanzó un poco, todavía a la sombra del saledizo, para ver cómo aterrizaba la
nave. Bajaron la rampa y por ella salió un piloto. Alguien avanzó para saludarle.
Era un joven que llevaba una capa larga y un turbante.
—Hace ya tres minutos que espero —soltó el chico en cuanto se acercó el
piloto.
—Disculpas, mi príncipe. La comprobación del equipo nos llevó más tiempo de
lo habitual, pero ya estamos listos para despegar.
Obi-Wan se tensó; debía ser el príncipe Beju.
—No me aburras con obviedades. ¿Han cargado ya mis suministros?
—Sí, mi príncipe. ¿Está la guardia real lista para subir a bordo?
—No me aburras con preguntas, ¡limítate a obedecerme! Espero que podamos
despegar en dos minutos. Pienso descansar durante el vuelo, así que no me
molestéis.
El príncipe Beju se echó la capa por encima de un hombro y echó a andar. Era
evidente que el príncipe debía dirigirse a Phindar para su reunión con el Sindicato.
¿Debía impedir que fuera a ella?
No, pensó Obi-Wan. Si intervenía sólo conseguiría volver a prisión, pero a una
de Gala. Lo mejor sería colarse a bordo y ver si conseguía regresar a Phindar.
Observó cómo el príncipe Beju desaparecía por la rampa. Le sorprendió
descubrir que Beju no era mucho mayor que él. También tenía su misma altura, y
su misma constitución...
Una idea brilló en la mente del aprendiz de Jedi como la luz de un sable láser
extendido. ¿No sería demasiado arriesgado? ¿Debía intentarlo? Sólo tenía unos
segundos para decidirse. Entró en la nave con cuidado. No se veía al príncipe por
ninguna parte. Se dio cuenta de que la nave era un pequeño crucero modificado
para su uso personal. Tenía toda clase de lujos. El príncipe Beju debía estar en su
camarote, tras la puerta dorada situada a la derecha.
Obi-Wan entró en la cabina de control. Se sentó un momento para familiarizarse
con los mandos. Ya había pilotado coches nube y deslizadores aéreos y, en una
ocasión, una enorme nave de transporte. No debería serle muy difícil pilotar ésta.
Volvió al camarote y abrió la puerta de una cabina. Contenía suministros de
todo tipo, pero encontró lo que buscaba en el otro... una hilera de turbantes
similares al; que llevaba el príncipe. Se puso uno en la cabeza, envolviéndose a
continuación los hombros en una capa de color púrpura de lujosa tela.
Regresó a la cabina de control y se sentó a los mandos. Vio que el piloto se
dirigía a la nave acompañado de tres guardias reales, así que subió enseguida la
rampa de salida y conectó los motores iónicos. El piloto alzó la mirada,
sorprendido.
El padawan vio cómo el desconcierto se pintaba en su rostro. Había contado
con que el turbante y la capa confundirían a piloto y a guardias. Supondrían que el
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príncipe Beju pilotaba la nave. Puede que no por mucho tiempo, pero, con suerte,
bastaría para permitirle despegar.
El intercomunicador cobró vida.
—¡Ya han pasado dos minutos! —ladró el príncipe Beju—. ¿Por qué no hemos
despegado ya?
—De inmediato, mi príncipe —replicó cortante Obi-Wan.
Inició los preparativos del despegue. Los motores iónicos revivieron. El piloto y
los guardias se acercaron más, intentando ver mejor. Uno de los guardias movió la
mano en dirección a su láser.
—Ahora —murmuró el aprendiz de Jedi, y la nave salió disparada del hangar.
Las coordenadas de Phindar ya habían sido introducidas en el ordenador de
navegación, y el muchacho pilotó la nave con seguridad fuera de la atmósfera de
Gala. Esperó a estar en pleno espacio antes de quitarse momentáneamente
turbante y capa.
En un mamparo de la cabina había un armarito con armas. Eligió una pistola
láser y se dirigió al camarote del príncipe.
Éste estaba reclinado en un sofá.
—¡Dije que no quería que me molestaran! —exclamó sin levantar la mirada.
Obi-Wan se acercó un poco más y puso el láser bajo la barbilla del príncipe.
—Lo siento mucho.
El príncipe se incorporó para mirar a su agresor.
—¡Guardias! —gritó.
—Decidieron quedarse en Gala.
—¡Fuera de mi nave! ¡Haré que te maten! ¿Quién eres tú? ¿Cómo te atreves?
—No me aburras con preguntas —dijo Obi-Wan, poniendo al príncipe en pie—.
Limítate a obedecerme.
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Capítulo 16
Qui-Gon, Guerra y Paxxi encontraron un escondite tras una pila de equipos
reparadores situada en el hangar del Sindicato. Duenna les había informado de la
hora prevista de llegada del príncipe. En la plataforma de aterrizaje esperaba
Baftu, acompañado por una tropa de guardias y androides asesinos.
Los hermanos Derida y el Jedi vestían las túnicas blindadas del Sindicato que
habían robado dos días antes. Y si bien las túnicas les otorgaban cierta
protección, siempre era mejor no ser vistos.
Kaadi había aceptado el plan con entusiasmo. También creía que la visita del
príncipe sería el momento ideal para realizar el ataque. Había contactado con
todos sus colegas rebeldes y éstos sólo esperaban una señal suya que les
indicara la apertura de los almacenes. Había designado a los encargados de
buscar armas y distribuirlas, así como a quienes se ocuparían de hacer lo mismo
con la comida y los suministros. Y además procuraría que todos los phindianos
vieran que se estaba cargando el bacta en la nave del príncipe.
Qui-Gon no podía imaginar cómo sería la furia de un pueblo que se había visto
privado durante tanto tiempo de todo lo que necesitaba para subsistir. Seguro que
la capital explotaría en mil pedazos. Eso proporcionaría distracción suficiente
como para robar el tesoro de Baftu. Esto causaría la caída del Sindicato y haría
que la paz volviera por fin a Phindar.
¿Por qué se sentía entonces tan incómodo?, se preguntó. Quizá fuera porque el
plan parecía demasiado simple, y estaba lleno de incógnitas. ¿Y si el príncipe iba
primero al Cuartel General? ¿Y si Baftu planeaba traicionarlo y quedarse con el
bacta? ¿Y si no funcionaba el aparato anti-registrador de Paxxi? Ya lo habían
probado con un cierre de seguridad de Kaadi, pero ¿y si el cierre del almacén era
de otro tipo? Habría sido peligroso probarlo primero ahí, pero igual debieron
intentarlo.
Igual dejaba que la preocupación por Obi-Wan interfiriera en su juicio. Estaba
impaciente por hundir al Sindicato y ponerse a buscar a su padawan cuanto antes,
pero ¿estaba siendo imprudente?
—Te preocupas mucho, Jedi-Gon —susurró Guerra—. No deberías. Todo
saldrá bien. Paxxi y yo siempre hemos tenido suerte.
Qui-Gon no había visto nada que pudiera sustentar esa afirmación, pero el
phindiano sólo intentaba ser una ayuda, así que asintió en gesto de gracias.
—Sí, así es, lo garantizamos —añadió Paxxi con un susurro—. El Sindicato se
debilitará, y puede que se hunda, y el príncipe Beju se irá sin bacta y sin alianza.
¡Y ya está!
—¡Ya llega la nave! —siseó Guerra.
La nave del príncipe apareció en las alturas, blanca y esbelta. Descendió hasta
realizar un aterrizaje perfecto. La rampa se bajó lentamente. Qui-Gon se puso en
tensión. Iba a empezar todo.
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Capítulo 17
Paxxi y Guerra usaron la señal de emergencia para pedir ayuda a Duenna, pero
tras varios minutos de espera, Qui-Gon decidió que deberían prescindir de ella
para entrar en el cuartel general del Sindicato.
— ¿Cómo, Jedi-Gon? —preguntó Guerra—.. ¿Volando la entrada? ¿Creando
una distracción?
—Es de esperar que la presencia del príncipe provoque cierta confusión. No
todas las cosas se atendrán a la rutina. Nos limitaremos a entrar —dijo el
Caballero Jedi, bajando el oscuro visor.
Pasaron junto al primer guardia con un movimiento de cabeza. El segundo fue
más difícil. Les pidió el número de orden.
—El príncipe Beju ha cambiado los planes. Quiere cargar primero el bacta.
Baftu nos ha enviado aquí.
—¿Sin número de orden? —preguntó el guardia escéptico.
—Sí, podemos entrar —dijo Qui-Gon, usando la Fuerza con el phindiano.
—Sí, pueden entrar —repitió el guardia, haciéndoles una señal para que
pasaran.
Los rayos láser de seguridad de la parte de atrás estaban desconectados,
seguramente por la gran cantidad de hombres que entraban y salían. Nadie les
dijo nada cuando cruzaron las salas en dirección a la escalera que conducía al
piso inferior.
Qui-Gon y sus compañeros llegaron hasta la sala secreta y activaron el
mecanismo de apertura de la pared. Se dirigieron rápidamente hacia la puerta de
seguridad del tesoro.
—Ahora te toca a ti —le dijo Qui-Gon a Paxxi. Esperaba fervientemente que el
aparato funcionase.
Paxxi lo conectó al panel de seguridad. Se escuchó una serie de pitidos
electrónicos y, a continuación, presionó el pulgar contra el registro de
transferencias. Le siguió un pitido. Entonces la luz se tornó verde y la puerta se
abrió.
—¡Ha funcionado, mi buen hermano! —exclamó Guerra. Qui-Gon deseó que su
aliado no estuviera tan sorprendido.
La habitación estaba llena de tesoros. Piedras preciosas, especias, monedas,
metales raros.
—Necesitamos un transporte —dijo el Jedi—. No podemos sacar todo esto del
edificio, así que habrá que esconderlo.
Los hermanos Derida corrieron hasta la escalera para coger los deslizadores
que habían aparcado allí. Mientras tanto, Qui-Gon lo colocaba todo en montones.
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Capítulo 18
La mente de Obi-Wan trabajó con rapidez. Terra le había reconocido, pero
seguía siendo su palabra contra la de él. Tendría que marcarse un farol.
—¿Quién es ésta que se atreve a desafiarme así? —dijo, volviéndose hacia
Baftu.
—Mi asociada, Terra —respondió Baftu, antes de volverse hacia la mujer—.
¿Qué estás diciendo? Tú nunca has visto al príncipe.
—Este hombre es un rebelde —insistió Terra, sacando el láser—. Yo misma
ordené su borrado de memoria.
Escondido en las sombras, Qui-Gon se llevó la mano al sable. Paxxi y Guerra
sacaron las pistolas láser, dispuestos a luchar. Siguieron el ejemplo del Caballero
Jedi, y esperaron a ver lo que hacía Obi-Wan.
—A mí no me incumbe si tengo algún parecido con algún vulgar criminal de
vuestro mundo —dijo el joven Kenobi con desdén, antes de mirar con el ceño
fruncido a Baftu—. ¿Es un truco para impedirme inspeccionar el tesoro? Ya estoy
muy inseguro de esta alianza y...
—No, no —repuso Baftu conciliador—. No escuche a mi asociada. Vamos a la
bóveda.
Obi-Wan asintió.
—Os acompañaré —dijo Terra con gesto huraño.
—¿Qué debemos hacer, Jedi-Gon? —susurró Guerra—. Obawan continúa en
peligro.
El Caballero Jedi había tomado ya una decisión.
—Paxxi, ve a los almacenes con tu aparato y ábrelos. Debemos seguir con el
plan. Contacta con Kaadi y empezad a distribuir armas y comida. Sé que quieres
quedarte y ayudar a Obi-Wan, pero esa distracción le será de mucha más ayuda
que tu presencia aquí —terminó diciendo, posando una mano en el hombro del
phindiano.
Paxxi asintió y se fue.
—Guerra, tú conmigo —dijo Qui-Gon.
Se unieron a la trasera del grupo de guardias y androides que acompañaba a
Baftu y Obi-Wan.
—Terra es muy excitable —iba diciendo Baftu a su invitado—. No le haga caso.
—Así que tiene un socio excitable a quien no se le debe hacer caso —dijo Obi-
Wan—. Eso no me parece inteligente.
Terra se acercó a ellos. Cuando Baftu se volvió para darle una orden a un
androide, ella murmuró al oído de Obi-Wan:
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—Me da igual lo que crea Baftu, sé que eres un impostor. No sé cómo pudiste
resistir el borrado de memoria, pero lo descubriré. Y te mataré en un abrir y cerrar
de ojos.
—Que abajo sólo nos acompañen androides —ordenó Baftu con viveza a
medida que se acercaban a las escaleras que conducían a los almacenes—.
Guardias, quedaos aquí.
Qui-Gon y Guerra esperaron a que hubiera bajado el grupo entero antes de ir
tras ellos, procurando siempre mantenerse lejos de su vista.
Baftu activó la pared secreta y entraron en el santuario. Sus perseguidores se
quedaron fuera, esperando, mirando por la rendija de la puerta cómo Baftu
presionaba la palma de la mano contra el registro de transferencia. La puerta de
seguridad se abrió.
Oyeron el grito de asombro de Baftu. Terra entró enseguida.
— ¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Dónde está el tesoro?
Baftu se volvió para mirarla. Su rostro tenía los rasgos deformados por la rabia.
—Ya entiendo por qué estabas contra esta reunión. Y por qué acusaste al
príncipe de ser un impostor. ¡Habías robado mi tesoro!
— ¡Tu tesoro! ¡Es tan mío como tuyo! —dijo Terra furiosa.
—Así que admites que lo has robado —dijo Baftu, con un tono de voz que se
había vuelto amenazadoramente grave.
— ¡Pues claro que no lo he robado yo! —exclamó Terra exasperada—. Aquí
está pasando algo, Baftu. Este príncipe es un impostor. Alguien intenta
desacreditarme, o desacreditarte a ti... ¡escúchame!
Baftu se volvió e hizo un gesto a los androides asesinos.
Todo sucedió antes de que nadie pudiera moverse, o parpadear siquiera. Los
androides asesinos dispararon contra Terra sus láseres incorporados. Ella se
quedó un momento inmóvil, con expresión ausente, sin comprender nada.
—Idiota —le dijo a Baftu, antes de caer al suelo.
Baftu pasó por encima de su cuerpo como si fuera una basura tirada en la calle.
Posó la mano en el codo de Obi-Wan.
—Vamos, príncipe Beju. Ya me he ocupado de esa traidora. Sólo es cuestión
de tiempo que descubra el sitio dónde escondió el tesoro. No pasa nada. No
interferirá en nuestros planes.
Qui-Gon tuvo que empujar a un trastornado Guerra a la habitación contigua. En
ella esperaron a que Baftu se fuera con Obi-Wan y su séquito de androides.
Pudieron oír cómo se alejaba asegurando a su invitado que no había pasado
nada.
Apenas desaparecieron de la vista, el Caballero Jedi y su amigo phindiano
corrieron a la cámara secreta. Terra estaba en el umbral de la sala del tesoro.
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Guerra se arrodilló junto a ella. Puso con mucha ternura uno de sus largos
brazos debajo de ella y la levantó para acunarla.
Terra le miró. La luz de sus brillantes ojos se apagaba.
—No me recuerdas —dijo Guerra con voz rota.
Los ojos de Terra se aclararon. Brillaron por un momento, la memoria volvía a
ellos.
—Qué va, hermano —dijo con voz queda. Alzó una mano temblorosa y tocó a
Guerra en la mejilla—. Qué va.
Sus párpados se cerraron en un aleteo. Rodeó el cuello de su hermano con un
brazo, descansó la cabeza contra él y murió.
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Capítulo 19
Oyeron un grito detrás de ellos. Qui-Gon se giró para ver a Duenna en el
umbral, con la mano en el corazón.
—Mi querida madre —dijo Guerra, con los ojos anaranjados llenos de lágrimas
—. Nuestra Terra ha muerto.
La mujer se arrodilló junto a su hija. Guerra puso a Terra en sus brazos.
Qui-Gon tocó el hombro de su compañero phindiano.
—Debemos irnos, mi buen amigo. Obi-Wan correrá un gran peligro si empieza
la batalla. Tu pueblo pensará que se lleva todo el bacta.
Duenna miró a su hijo mientras acunaba a Terra.
—Sí, así es, hijo mío —dijo con mirada clara—. Debes ir. Tu hermana no debe
morir en vano.
***
El Caballero Jedi sólo se detuvo para coger el sable láser de su discípulo del
mueble de armas que había junto a la puerta. Echaron a correr por las calles en
dirección a los almacenes.
Oyeron el tumulto a varias manzanas de distancia. Disparos láser y gritos
realzados por lo que parecía un chillido de rabia continuado. Los dos aceleraron el
paso.
A medida que se iban acercando se cruzaban con más y más phindianos
llevando víveres a manos llenas. Qui-Gon conocía los planes de Kaadi de
encargar a algunos hombres que repartiesen comida y medicinas a los enfermos,
además de avituallar los hospitales con suministros médicos.
Doblaron la última esquina que conducía a los almacenes y el Jedi vio con un
rápido vistazo que tanto Paxxi como Kaadi habían hecho bien su trabajo. Habían
entregado armas a los rebeldes, estableciendo una línea de resistencia contra los
guardias del Sindicato. Al otro lado de esa línea, los phindianos se pasaban de
mano en mano las vituallas que acababan en poder de los hombres encargados
de salir corriendo con ellas.
Vio a Paxxi lanzar una granada de protones a un mar de hombres del Sindicato.
Kaadi corrió con un electropunzón para atacar a un guardia que intentaba disparar
a un corredor cargado de equipos médicos.
Qui-Gon se abrió paso hasta Paxxi.
—¿Has visto a Obi-Wan?
—Igual está junto a la nave —contestó negando con la cabeza.
Fue en ese momento cuando Qui-Gon le vio rodeado de guardias. Baftu estaba
a su lado, observando la batalla. El Maestro Jedi se fijó en que su alumno cogía un
láser de la cartuchera de un guardia sin que éste lo notara. Envió la Fuerza a su
padawan que le miró directamente por encima de la multitud, asintiendo.
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El Caballero Jedi conectó los dos sables láser. Se extendieron verdes y azules,
brillando en el aire gris. El joven Kenobi saltó sobre los hombres del Sindicato y
Qui-Gon lanzó al aire el sable láser de su padawan, el cual giró lentamente en el
aire, trazando un elegante arco. Obi-Wan alargó el brazo y el pomo del arma cayó
en la palma de su mano. Al aterrizar, trazó un círculo cortante contra la primera fila
de guardias. Baftu se quedó mirando la escena, congelado por la sorpresa de ver
atacar así a los suyos al muchacho que creía el príncipe Beju.
—¡Matadlo! —gritó.
Qui-Gon avanzaba ya para reforzar el ataque de su aprendiz con su propia
ofensiva frontal. Conocían los puntos débiles de los guardias y no perdieron el
tiempo dirigiendo sus golpes a las túnicas. En vez de eso atacaron cuellos y
tobillos, consiguiendo además voltearles los visores blindados para conseguir un
blanco más claro que les permitiese inutilizarlos.
La Fuerza les rodeaba, guiándolos, y Obi-Wan sintió su poder mientras
combatía el Lado Oscuro de los crueles guardias del Sindicato. Sentía detrás de él
la energía buena de los phindianos, apoyándolo. Se aferró a ésta y dejó que le
guiara. Sus golpes caían allí donde pretendía que cayeran, mientras evadía el
fuego láser con ayuda de la Fuerza, que le decía cuándo debía agacharse,
moverse, saltar o bloquear.
El éxito en el combate de los Jedi dio fuerzas a los phindianos que se lanzaron
al ataque lanzando gritos de rabia. Qui-Gon vio palidecer a Baftu cuando sus
guardias rompieron filas. Guerra fue el primero en llegar, con un láser en una
mano y una ballesta de luz en la otra. Tiró de la ballesta y de ella surgió el rayo
láser, directo hacia Baftu.
Éste profirió un grito y cogió a uno de sus hombres para usarlo de escudo
contra la descarga. A continuación dio media vuelta y echó a correr, perseguido
por Guerra.
Obi-Wan saltó sobre un montón de hombres del Sindicato y salió tras Baftu y
Guerra. El Maestro Jedi esquivó fácilmente la embestida de una pica de fuerza y
giró sobre los talones, buscando a Paxxi con la mirada.
Estaba a su derecha, al lado de Kaadi, rodeados los dos por enemigos armados
con electropunzones. Decidió acudir en su ayuda y tras acabar con un guardia que
le atacaba, saltó por encima de quien pudiera interponerse en su camino. Al tocar
el suelo, empleó su impulso para saltar a un muro medio derruido.
Pero ya era tarde. Un guardia había alcanzado a Paxxi, inutilizándole el brazo y
forzándole a soltar el láser. Kaadi acudió en su ayuda justo cuando otro guardia la
disparaba.
La descarga alcanzó a Kaadi, derribándola. Paxxi empleó el brazo sano para
tirar al guardia el aparato antiregistrador que aún llevaba encima. El disparo láser
alcanzó al aparato, haciéndole rebotar y dando al guardia. Qui-Gon entró entonces
en el conflicto, sable láser en mano, rematando al guardia antes de enfrentarse al
siguiente. Entre Paxxi y él acabaron con el resto de los contrincantes.
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Capítulo 20
Una semana después, los cuatro amigos se encontraban en el mercado del
pueblo. Estaban rodeados de los mismos tenderetes que habían estado vacíos
durante tanto tiempo, pero que ahora estaban llenos en abundancia. Medicinas,
fruta fresca, circuitos para ordenadores, mantas, sábanas. Los phindianos iban de
un lado a otro cargados con cestas llenas a rebosar de flores y de comida fresca.
Yoda había pedido a los Jedi que se quedasen en Phindar hasta que el
gobierno provisional estuviera en marcha. Se habían necesitado unos días para
arreglar el proceso. Los asuntos del planeta los llevaba una coalición de antiguos
miembros del Consejo y del último gobernador de Phindar. Las elecciones para
elegir al siguiente gobernador estaban previstas para el mes siguiente.
Baftu y sus principales lugartenientes estaban retenidos en una prisión de
máxima seguridad, esperando a ser juzgados. La mayoría de los guardias del
Sindicato tenían la mente borrada por Baftu, y a algunos se los había devuelto a
sus familias originales con la esperanza de que el amor y los cuidados pudieran
ayudarle a restaurar cualquier posible recuerdo que les quedara.
Obi-Wan y Qui-Gon se habían encontrado en el mercado con los hermanos
Derida para poder ver el monumento de Paxxi. Había destruido al androide
encargado de borrar la memoria, y colocado sus restos en un pedestal para que
pudiera verlo todo Phindar. Sintieron un escalofrío al verlo, y se alegraron
fervientemente de que lo hubieran desmantelado para siempre.
—Fue una idea excelente, mi buen hermano —le dijo Guerra a Paxxi—. Hay
que afrontar el mal para poder conquistarlo.
—Sí, así es, mi buen hermano —repuso Paxxi.
—¿Cómo está Kaadi? —peguntó Qui-Gon—. Espero que mejor.
Paxxi sonrió.
—Ya está dando órdenes a sus médicos. Volverá a casa al acabar la semana.
Guerra miró al mercado que le rodeaba, con una repentina tristeza en la mirada.
—Estoy satisfecho —dijo—. Qué va, es mentira. Hemos conquistado mucho
mal, sí. Pero quisiera que hoy tuviéramos a Terra con nosotros tal y como era
antes.
—Murió tal y como fue en el pasado, mi buen hermano —repuso Paxxi, cuyo
rostro reflejaba la tristeza de Guerra. Pasó su largo brazo alrededor de su
hermano y éste hizo lo propio. Se miraron el uno al otro y lanzaron un suspiro.
—Estamos tristes, pero no mucho —dijo Guerra.
—Sí, no mucho —añadió Paxxi—. Nuestro mundo es libre, y eso debemos
agradecérselo al sabio Jedi-Gon y el sabio Obawan.
—Sólo hay un problema —dijo Obi-Wan—. Ahora que en Phindar vuelve a
haber abundancia para todos, ha dejado de haber mercado negro. ¿Qué es lo que
vais a hacer?
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—Me temo que nuestra siguiente misión será mucho más difícil. Pero la
estabilidad de Gala resulta crucial para todo este sistema solar. Nos necesitan allí
más que nunca.
—No me apetece nada volver a ver al príncipe Beju —admitió el aprendiz—.
espero que no gane las elecciones.
—Vamos a ir sólo como observadores.
—Sí, siempre es así. Pero parece que al final siempre acabamos metidos en
medio de todo.
Entraron en el espaciopuerto donde les esperaba su transporte.
—Hay una cosa de la que me alegro, padawan. De que aún conserves la
memoria.
—Tu piedra de río me ayudó —dijo Obi-Wan, llevándose la mano al bolsillo—.
No me había dado cuenta de que la piedra fuera sensible a la Fuerza. Debí
imaginar que me regalarías algo de gran valor.
—¿Sensible a la Fuerza? —comentó Qui-Gon frunciendo el ceño—. Qué
casualidad. Yo creía que sólo era una piedra bonita.
Obi-Wan le miró sorprendido. El rostro de su Maestro se mantuvo impasible
mientras caminaba a zancadas hacia el transporte. ¿Estaría bromeando, o
hablaba en serio? No lo sabía.
Empezaron a subir por la rampa de entrada. Asomó una sonrisa al rostro del
muchacho. Les esperaba otra misión. Puede que después pudiera comprender al
Caballero Jedi. Pero, de algún modo, lo dudaba. Seguro que le llevaría toda una
vida poder comprender a su Maestro.
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