Espanto en Las Alturas - Arthur Conan Doyle

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ESPANTO EN LAS ALTURAS

Sir Arthur Conan Doyle

En el que se transcribe el manuscrito


conocido con el nombre de Notas
Fragmentarias de Joyce-Armstrong.

Ha quedado descartada por cuantos han


entrado a fondo en el estudio del caso la
idea de que el relato extraordinario
conocido con el nombre de Notas
fragmentarias de Joyce-Armstrong, sea
una complicada y macabra broma
tramada por un desconocido que poseía
un sentido perverso del humorismo.
Hasta el maquinador más fantástico y
tortuoso vacilaría ante la perspectiva de
ligar sus morbosas alucinaciones con
sucesos trágicos y fehacientes para
darles una mayor credibilidad. A pesar
de que las afirmaciones hechas en esas
notas sean asombrosas y lleguen incluso
hasta la monstruosidad, lo cierto es que
la opinión general se está viendo
obligada a darlas por auténticas, y
resulta imprescindible que reajustemos
nuestras ideas de acuerdo con la nueva
situación. Según parece, este mundo
nuestro se encuentra ante un peligro por
demás extraño e inesperado, del que
únicamente lo separa un margen de
seguridad muy ligero y precario. En este
relato, en el que se transcribe el
documento original en su forma, que es
por fuerza algo fragmentaria, trataré de
exponer ante el lector el conjunto de los
hechos hasta el día de hoy, y como
prefacio a lo que voy a narrar, diré que
si alguien duda de lo que cuenta
JoyceArmstrong, no puede ponerse ni
por un momento en tela de juicio todo
cuanto se refiere al teniente Myrtle, R.N.
y a mister Harry Connor, que halló su
fin, sin ninguna duda posible, de la
manera que en el documento se describe.
Las Notas fragmentarias de Joyce-
Armstrong fueron encontradas en el
campo conocido con el nombre de
Lower Haycook, que queda a una milla
al oeste de la aldea de Withyham, en la
divisoria de los condados de Kent y de
Sussex. El día 15 del pasado mes de
septiembre, James Flynn, un peón de
labranza que trabaja con el agricultor
Mathew Dodd, de la granja Chanutry, de
Withyham, vio una pipa de palo de rosa,
cerca del sendero que rodea el cierre de
arbustos de Lower Haycook. A pocos
pasos de distancia recogió unos
prismáticos rotos. Por último, distinguió
entre algunas ortigas que había en el
canal lateral un libro poco abultado, con
tapas de lona, que resultó ser un
cuaderno de hojas desprendibles,
algunas de las cuales se habían soltado y
se movían aquí y allá por la base de la
cerca. El campesino las recogió, pero
algunas de esas hojas, y entre ellas la
que debía ser la primera del cuaderno,
no se encontraron por más que se las
buscó, y esas páginas perdidas dejan un
vacío lamentable en este importantísimo
relato. El peón entregó el cuaderno a su
amo, y éste, a su vez, se lo mostró al
doctor H.M. Atherton, de Hartfield. Este
caballero comprendió en el acto la
necesidad de que tal documento fuese
sometido al examen de un técnico, y con
ese objeto lo hizo llegar al Club Aéreo
de Londres, donde se encuentra
actualmente.

Faltan las dos primeras páginas del


manuscrito, y también ha sido arrancada
la página final en que termina el relato:
sin embargo, su pérdida no le hace
perder coherencia. Se supone que las
primeras exponían en detalle los títulos
que como aeronauta poseía mister
Joyce-Armstrong, pero esos títulos
pueden buscarse en otras fuentes, siendo
cosa reconocida por todos que nadie le
superaba entre los muchos pilotos
aéreos de Inglaterra. mister Joyce-
Armstrong gozó durante muchos años la
reputación de ser el más audaz y el más
cerebral de los aviadores. Esa
combinación de cualidades lo puso en
condiciones de inventar y de poner a
prueba varios dispositivos nuevos entre
los que está incluido el hoy corriente
mecanismo giroscópico bautizado con su
apellido. La parte principal del
manuscrito está escrita con tinta y buena
letra, pero, unas cuantas líneas del final
lo están a lápiz y con letra tan confusa,
que resultan difíciles de leer. Para ser
exactos, diríamos que están escritas
como si hubiesen sido garrapateadas
apresuradamente desde el asiento de un
aeroplano en vuelo. Conviene que
digamos también que hay varias
manchas, tanto en la última página como
en la tapa exterior, y que los técnicos
del Ministerio del Interior han
dictaminado que se trata de manchas de
sangre, sangre humana probablemente y,
sin duda alguna, de animal mamífero.
Como en esas manchas de sangre se
descubrió algo que se parece

extraordinariamente al microbio de la
malaria, y como se sabe que
JoyceArmstrong padecía de fiebres
intermitentes, podemos presentar el caso
como un ejemplo notable de las nuevas
armas que la ciencia moderna ha puesto
en manos de nuestros detectives.

Digamos ahora algunas palabras acerca


de la personalidad del autor de este
relato que hará época. Según lo que
afirman los pocos amigos que sabían en
verdad algo de Joyce-Armstrong, era
éste un poeta y un soñador, además de
mecánico e inventor. Disponía de una
fortuna importante, y había invertido
buena parte de ella en su afición al
vuelo. En sus cobertizos de las
proximidades de Devizes tenía cuatro
aeroplanos particulares, y se asegura
que en el transcurso del año pasado
realizó no menos de ciento setenta
vuelos. Era hombre reservado y sufría
de accesos de misantropía. En esos
accesos esquivaba el trato con los
demás. El capitán Dangerfield, que era
quien más a fondo le trataba, afirma que
en ciertos momentos la excentricidad de
su amigo amenazaba con adquirir
contornos de algo más grave. Una
manifestación de esa excentricidad era
su costumbre de llevar una escopeta en
su aeroplano. Otro detalle característico
era la impresión morbosa que produjo
en sus facultades el accidente del
teniente Myrtle. Éste había caído desde
una altura aproximada de treinta mil
pies, cuando intentaba superar la marca.
Aunque su cuerpo conservó su
apariencia de tal, la verdad horrible fue
que no quedó el menor rastro de su
cabeza. Joyce-Armstrong, según cuenta
Dangerfield, planteaba en toda reunión
de aviadores la siguiente pregunta,
subrayada con una enigmática sonrisa:
¿Quieren decirme adónde fue a parar la
cabeza de Myrtle?

En otra ocasión, estando de sobremesa


en el comedor común de la Escuela de
Aviación de Salisbury Plain, planteó un
debate acerca de cuál sería el mayor
peligro permanente con el que tendrían
que enfrentarse los aviadores. Después
de escuchar las opiniones que allí se
fueron exponiendo acerca de los baches
aéreos, la construcción defectuosa y la
pérdida de velocidad, al llegarle el
turno para exponer su opinión, se
encogió de hombros y rehusó hacerlo,
dejando la impresión de que no estaba
conforme con ninguna de las expuestas
por sus compañeros.

No estará de más que digamos que, al


examinar sus asuntos particulares,
después de la total desaparición de este
aviador, se vio que lo tenía todo
arreglado con tal exactitud que parece
indicar que había tenido una fuerte
premonición de la catástrofe. Hechas
estas advertencias esenciales, paso a
copiar la narración al pie de la letra,
empezando en la página tercera del
ensangrentado cuaderno:

« ...sin embargo, durante mi cena en


Reims con Coselli y con Gustavo
Raymond, pude convencerme de que ni
el uno ni el otro habían percibido ningún
peligro especial en las capas más altas
de la atmósfera. No les expuse lo que
pensaba; pero como estuve tan próximo
a ese peligro, tengo la seguridad de que
si ellos lo hubiesen percibido de una
manera parecida, habrían expuesto, sin
duda alguna, lo que les había ocurrido.
Ahora bien; esos dos aviadores son
hombres vanidosos que sólo piensan en
ver sus nombres en los periódicos. Es
interesante hacer constar que ni el uno ni
el otro pasaron nunca mucho más allá de
los veinte mil pies de altura. Todos
sabemos que en algunas ascensiones en
globo y en la escalada de montañas se
ha llegado a cifras más elevadas. Tiene
que ser bastante más allá de esa altura
cuando el aeroplano penetra en la zona
de peligro, dando siempre por bueno el
que mis barruntos y corazonadas sean
exactos.

La aviación se practica entre nosotros


desde hace más de veinte años, y surge
en el acto la siguiente pregunta: ¿Por qué
este peligro no se ha descubierto hasta
el día de hoy? La respuesta es evidente.
Antaño, cuando se pensaba que un motor
de cien caballos de las marcas Gnome o
Green bastaba y sobraba para todas las
necesidades, los vuelos eran muy
limitados. En la actualidad, cuando el
motor de trescientos caballos es la regla
y no la excepción, el vuelo hasta las
capas superiores de la atmósfera se ha
hecho fácil y es más corriente. Algunos
de nosotros podemos recordar que,
siendo jóvenes, Garros conquistó
celebridad mundial alcanzando los mil
novecientos pies de altura y que
sobrevolar los Alpes fue juzgado hazaña
extraordinaria. En la actualidad, la
norma corriente es
inconmensurablemente más elevada, y se
hacen veinte vuelos de altura al año por
cada uno de los que se hacían en épocas
pasadas. Muchos de esos vuelos de
altura se han acometido sin daño alguno.
Los treinta mil pies han sido alcanzados
una y otra vez sin más molestias que el
frío y la dificultad de respirar. ¿Qué
demuestra esto? Un visitante ajeno a
nuestro planeta podría realizar mil
descensos en éste sin ver jamás un tigre.
Sin embargo, los tigres existen, y si ese
visitante descendiera en el interior de
una selva, quizá fuese devorado por
ellos. Pues bien: en las regiones
superiores del aire existen selvas y
habitan en ellas cosas peores que los
tigres. Yo creo que se llegará, andando
el tiempo, a trazar mapas exactos de
esas selvas y junglas. Hoy mismo podría
yo citar los nombres de dos de ellas.
Una se extiende sobre el distrito Pau-
Biarritz, en Francia: la otra queda
exactamente sobre mi cabeza en este
momento, cuando escribo estas líneas en
mi casa de Wiltshire. Y estoy por creer
que existe otra en el distrito de
Homburg-Wiesbaden.

Empecé a pensar en el problema al ver


cómo desaparecían algunos

aviadores. Claro está que todo el mundo


aseguraba que habían caído en el mar;
pero yo no me quedé en modo alguno
satisfecho con esa explicación. Por
ejemplo, el caso de Verrier en Francia:
su aparato fue encontrado en las
proximidades de Bayona, pero nunca se
descubrió el paradero de su cadáver.
Vino después el caso de Baxter, que
desapareció, aunque su motor y una
parte de la armazón de hierro fueron
descubiertos en un bosque de
Leicestershire. El doctor Middleton, de
Amesbury, que seguía el vuelo de ese
aviador por medio de un telescopio,
declara que un momento antes de que las
nubes ocultasen el campo visual, vio
cómo el aparato, que se encontraba a
enorme altura, picó

súbitamente en línea perpendicular hacia


arriba, y dio una serie de respingos
sucesivos de que él jamás habría creído
capaz a un aeroplano. Esa fue la última
visión que se tuvo de Baxter. Se
publicaron en los periódicos cartas,
pero no se llegó a nada concreto.
Ocurrieron otros casos similares, y de
pronto se produjo la muerte de Harry
Connor. ¡Qué cacareo se armó a
propósito del misterio sin resolver que
se encerraba en los aires, y cuántas
columnas se imprimieron a ese respecto
en los periódicos populares; pero qué
poco se hizo para llegar hasta el fondo
mismo del problema! Harry Connor
descendió desde una altura ignorada y lo
hizo en un fantástico planeo. No salió
del aparato y murió en su asiento de
piloto. ¿De qué murió? Enfermedad
cardíaca, dijeron los médicos.
¡Tonterías! El corazón de Connor
funcionaba tan a la perfección como
funciona el mío. ¿Qué fue lo que dijo
Venables? Venables fue el único que
estaba a su lado cuando Connor murió.
Dijo que el piloto temblaba y daba la
impresión de un hombre que ha sufrido
un susto terrible. Murió de miedo,
afirmó Venables; pero no podía
imaginarse qué fue lo que le asustó. Una
sola palabra pronunció el muerto delante
de Venables; una palabra que sonó algo
así como monstruoso. En la
investigación judicial no consiguieron
sacar nada en limpio. Pero yo sí que
pude sacar. ¡Monstruos! Esa fue la
última palabra que pronunció el pobre
Harry Connor. Y, en efecto, murió de
miedo, tal y como opinó Venables.
Tenemos luego el caso de la cabeza de
Myrtle. ¿Creen ustedes -cree en realidad
nadie-que la fuerza de la caída desde lo
alto puede arrancar limpiamente a una
persona la cabeza del resto del cuerpo?
Bien; quizá eso sea posible pero yo al
menos no he creído nunca que a Myrtle
le ocurriese una cosa semejante.
Tenemos, además, la grasa con que
estaban manchadas sus ropas; alguien
declaró en la investigación que estaban
pegajosas de grasa. ¡Y pensar que esas
palabras no intrigaron a nadie! A mí sí

que me hicieron meditar, aunque, a decir


verdad, ya pensaba en eso hace bastante
tiempo. He llevado a cabo tres vuelos
de altura, pero nunca llegué a la
suficiente ¡cuántas bromas me dirigía
Dangerfield a propósito de mi escopeta!

En la actualidad, disponiendo como


dispongo de este aparato ligero de Paul
Veroner, con su motor Robur de ciento
setenta caballos, podría alcanzar
fácilmente mañana mismo los treinta mil
pies. Llevaré mi escopeta al tratar de
superar esa marca, y quizá al mismo
tiempo de apuntar a otra cosa. Es
peligroso, sin duda alguna. Quien no
quiera correr peligros es mejor que
renuncie por completo a volar y que se
acoja a las zapatillas de franela y al
batín. Pero yo haré mañana una visita a
la selva de la atmósfera, y si hay algo
oculto en ella lo descubriré. Si vuelvo
de la escalada, me habré convertido en
hombre bastante célebre. Si no regreso
este cuaderno podrá servir de
explicación de lo que intento hacer, y de
cómo perdí mi vida al intentarlo. Pero,
por favor, señores: nada de chácharas
tontas acerca de accidentes ni de
misterios.
Para realizar mi tarea he elegido mi
monoplano Paul Veroner. Cuando se
trata de hacer algo práctico, no hay nada
como el monoplano. Ya Beaumont lo
descubrió en los primeros días de la
aviación. Empezando porque no le
perjudica la humedad, y se tiene la
impresión en todo momento de que se
vuela entre nubes, este aparato mío es un
pequeño y simpático modelo, que me
responde lo mismo que responde a las
riendas un caballo de boca blanda. El
motor es un Robur de seis cilindros, que
desarrolla una potencia de ciento setenta
y cinco caballos. Dispone de todos los
adelantos modernos: fuselaje cerrado,
buen tren de aterrizaje, frenos,
estabilizadores giroscópicos y tres
velocidades, se timonea mediante la
alteración del ángulo de los planos, de
acuerdo con el principio de las
persianas de Venecia. Llevo conmigo
una escopeta y una docena de cartuchos
cargados con postas de caza mayor.

¡Qué cara puso Perkins, mi buen


mecánico, cuando le ordené que pusiese
esas cosas dentro del aparato! Me vestí
con la indumentaria de un explorador
del Polo Ártico, con dos elásticos
debajo de mi traje especial, y con
gruesos calcetines dentro de botas
acolchadas, un pasamontañas con
orejeras, y mis anteojeras de talco.
Dentro del cobertizo me ahogaba de
calor, pero yo pretendía subir a alturas
de Himalayas y tenía que ataviarme en
consecuencia. Perkins se dio cuenta de
que yo me traía entre manos algo
importante, y me suplicó que lo dejara
acompañarme. Quizá lo habría hecho si
el aparato hubiese sido un biplano, pero
el monoplano es cosa de un solo
hombre, si de veras se quiere
aprovechar toda su capacidad de
ascensión. Metí, como es lógico, una
bolsa de oxígeno; quien intente superar
la marca de altura y no la lleve se
quedará helado o se hará pedazos, si no
le ocurren ambas cosas a la vez.

Revisé cuidadosamente los planos del


timón, la dirección y la palanca
elevadora. Hecho eso, me metí en el
aparato. Todo, por lo que pude ver,
estaba en condiciones. Entonces puse en
marcha el motor y comprobé que
funcionaba con toda suavidad. Cuando
soltaron el aparato, éste se elevó casi
instantáneamente en su velocidad
mínima. Tracé un par de círculos por
encima de mi campo de aviación para
que el motor se calentase; saludé
entonces a Perkins y a los demás con la
mano, horizontalicé los planos y puse el
motor en la máxima velocidad. El
aparato se deslizó igual que una
golondrina a favor del viento por
espacio de ocho o diez millas; luego lo
levanté un poco de cabeza y empezó a
subir trazando una enorme espiral, en
dirección al banco de nubes que tenía
por encima de mí. Es de la máxima
importancia ir ganando altura lentamente
para adaptar el organismo a la presión
atmosférica conforme se sube.

El día era sofocante y caluroso para lo


que suele ser un mes de septiembre en
Inglaterra, y se advertían el silencio y la
pesadez de la lluvia inminente. De
cuando en cuando llegaban por el
Sudoeste súbitas ráfagas de viento. Una
de ellas fue tan violenta e inesperada
que me sorprendió distraído y casi me
hizo cambiar de dirección por un
instante. Recuerdo los tiempos en que
bastaba una ráfaga, un súbito torbellino
o un bache en el aire para poner en
peligro a un aparato; eso ocurría antes
de que aprendiésemos a dotar a nuestros
aeroplanos de motores potentes capaces
de dominarlo todo. En el momento en
que yo alcanzaba los bancos de nubes y
el altímetro señalaba los tres mil pies,
empezó a caer la lluvia. ¡Qué manera de
diluviar! El agua tamborileaba sobre las
alas del aparato y me azotaba en la cara,
empañando mis anteojos de manera que
apenas podía distinguir nada. Puse la
máquina a la velocidad mínima, porque
resultaba difícil avanzar a contralluvia.
Al ganar altura, la lluvia se convirtió en
granizo, y no tuve más remedio que
volverle la espalda. Uno de los
cilindros dejó de funcionar; creo que
por culpa de una bujía sucia; pero yo
seguía subiendo, a pesar de todo, y a la
máquina le sobraba fuerza. Todas esas
molestias del cilindro, obedeciesen a la
causa que fuere, pasaron al cabo de un
rato, y pude oír el runruneo pleno y
profundo de la máquina, los diez
cilindros cantaban al unísono. Ahí es
donde se advierte la belleza de nuestros
modernos silenciadores. Nos permiten
por lo menos el control de nuestros
motores por el oído. ¡Cómo chillan,
berrean y sollozan cuando funcionan
defectuosamente! Antaño se perdían
todos esos gritos con que piden socorro,
porque el estruendo monstruoso del
aparato se lo tragaba todo. ¡Qué lástima
que los aviadores primitivos no puedan
resucitar para ver la belleza y la
perfección del mecanismo, conseguidas
al precio de sus vidas!

A eso de las nueve y media me estaba yo


aproximando a las nubes. Allá

abajo, convertida en borrón oscuro por


la lluvia, se extendía la gran llanura de
Salisbury. Media docena de aparatos
volaban llevando pasajeros a una altura
de dos mil pies, y parecían negras
golondrinas sobre el fondo verde.
Supongo que se preguntaban qué diablos
hacía yo tan arriba, en la región de las
nubes. De pronto se extendió por debajo
de mí una cortina gris y sentí que los
pliegues húmedos del vapor formaban
torbellinos alrededor de mi cara.
Experimenté una sensación desagradable
de frío y de viscosidad. Pero me
encontraba sobre la tormenta de granizo,
y eso era una ventaja. La nube era tan
negra y espesa como las nieblas
londinenses. Anhelando salir de ella,
dirigí el aparato hacia arriba hasta que
resonó la campanilla de alarma, y
advertí que me estaba deslizando hacia
atrás. Las alas de mi aparato,
empapadas de agua, le habían dado un
peso mayor que el que yo pensaba; pero
entré en una nube menos espesa y no
tardé en superar la primera capa nubosa.
Surgió una segunda capa, de color
opalino y como deshilachada, a gran
altura por encima de mi cabeza; me
encontré, pues, con un techo igualmente
blanco por encima mío y con un suelo
negro e ininterrumpido por debajo,
mientras el monoplano ascendía
trazando una espiral enorme entre los
dos estratos de nubes. En esos espacios
de nube a nube se experimenta una
mortal sensación de soledad. En cierta
ocasión, se me adelantó una gran
bandada de pequeñas aves acuáticas,
que volaban rapidísimas hacia
Occidente. El rápido revuelo de sus alas
y sus chillidos sonoros fueron una
delicia para mis oídos. Creo que se
trataba de cercetas, pero valgo poco
como zoólogo. Ahora que nosotros los
hombres nos hemos convertido en
pájaros, sería preciso que
aprendiésemos a conocer a fondo y de
una sola ojeada a nuestras hermanas las
aves. Por debajo de mí, el viento
soplaba con fuerza e imprimía balanceos
a la inmensa llanura de nubes. En un
momento dado se formó una gran marea,
un torbellino de vapores, y a través de
su centro, que tomó la configuración de
una chimenea, distinguí un trozo del
mundo lejano. Un gran biplano blanco
cruzó a enorme profundidad por debajo
de mí. Me imagino que sería el
encargado del servicio matutino de
correos entre Bristol y Londres. El
agujero provocado por el torbellino de
nubes volvió a cerrarse y entonces nada
alteró la inmensa soledad en que me
encontraba.

Poco después de las diez alcancé el


borde inferior del estrato de nubes sobre
mí. Estaban formadas por finos vapores
diáfanos que se deslizaban rápidamente
desde el Oeste. Durante todo ese tiempo
había ido subiendo de manera constante
la fuerza del viento hasta convertirse en
una fuerte brisa de veintiocho millas por
hora, según mi aparato. La temperatura
era ya muy fría, a pesar de que mi
altímetro sólo señalaba los nueve mil
pies. El motor funcionaba
admirablemente, y nos lanzamos hacia
arriba con firme runruneo. El banco de
nubes era de mayor espesor que lo
calculado por mí, pero pude salir de él,
poco después, descubriendo un cielo sin
nubes y un sol brillante, es decir, todo
azul y oro por encima; y todo plata
brillante por debajo, formando una
llanura inmensa y luminosa hasta
perderse de vista. Eran ya más de las
diez y cuarto, y la aguja del barógrafo
señalaba los doce mil ochocientos pies.
Seguí subiendo y subiendo, con el oído
puesto en el profundo runruneo de mi
motor y los ojos clavados tan pronto en
el indicador de revoluciones, como en el
marcador del combustible y en la bomba
de aceite. Con razón se afirma que los
aviadores son gente que no conoce el
miedo. La verdad es que tienen que
pensar en tantas cosas, que no les queda
tiempo para preocuparse de sí

mismos. Fue en ese momento cuando


advertí la poca confianza que se podía
tener en la brújula al alcanzar
determinadas alturas. A los quince mil
pies, la mía señalaba hacia Occidente,
con un punto de desviación hacia el Sur;
pero el sol y el viento me
proporcionaron la orientación exacta.

Esperaba encontrar en semejantes


alturas una inmovilidad absoluta; pero a
cada mil pies de nueva elevación, el
viento adquiría mayor fuerza. Mi
aparato gruñía y se estremecía en todas
sus junturas y remaches cuando se ponía
de cara al viento, y era arrastrado lo
mismo que una hoja de papel cuando yo
lo frenaba para hacer un viraje,
resbalando a favor del viento a una
velocidad superior quizá a la que ha
viajado mortal alguno. Sin embargo,
tenía que seguir haciendo virajes a
sotavento, porque lo que me proponía no
era únicamente superar la marca de
altura. Según todos mis cálculos mi
selva aérea quedaba por encima del
pequeño Wiltshire, y todo mi esfuerzo
resultaría perdido si saliese a la
superficie superior del estrato de nubes
más allá de ese punto. Cuando alcancé
los diecinueve mil pies de altura, a eso
del mediodía, el viento soplaba con tal
fuerza que no pude menos que observar
con algo de preocupación los sostenes
de mis alas, temiendo que de un
momento a otro estallasen, o se
aflojasen. Llegué incluso a soltar el
paracaídas que llevaba detrás y aseguré
su gancho en la argolla de mi cinturón de
cuero, para estar preparado por si
ocurría lo peor. Había llegado el
momento en que la más pequeña
chapucería en la tarea del mecánico se
paga con la vida del aviador. El aparato,
sin embargo, resistió valerosamente.
Todas las fibras y tirantes zumbaban y
vibraban lo mismo que cuerdas de arpa
bien templada; pero resultaba magnífico
ver cómo el aparato seguía
imponiéndose a la naturaleza y
enseñoreándose del firmamento, a pesar
de todos los golpes y sacudidas. Algo
hay, sin duda alguna, de divino en el
hombre mismo para que haya podido
superar las limitaciones que parecían
serle impuestas por la creación; para
superarlas, además, con el
desprendimiento, el heroísmo y la
abnegación que ha demostrado en esta
conquista del aire. ¡Que se callen los
que hablan de que el hombre degenera!
¿En qué época de los anales de nuestra
raza se ha escrito hazaña como la de la
aviación?

Éstos eran los pensamientos que


circulaban por mi cerebro mientras
trepaba por aquel monstruoso plano
inclinado, y el viento me azotaba unas
veces en la cara y otras me silbaba
detrás de las orejas, y el país de nubes
que quedaba por debajo de mí se hundía
a distancia tal, que los pliegues y
montículos de plata habían quedado
alisados y convertidos en una llanura
resplandeciente. Pero tuve de pronto la
sensación de algo horrible y sin
precedentes. Antes había tenido
conciencia práctica de lo que suponía
encontrarse metido dentro de un
torbellino, pero jamás en un torbellino
de semejante magnitud. Aquella enorme
y arrebatadora riada de viento de que he
hablado ya, tenía, según parece dentro
de su corriente, unos remolinos tan
monstruosos como ella. Me vi
arrastrado súbitamente y sin un segundo
de advertencia hasta el corazón de uno
de ellos. Giré sobre mí mismo por
espacio de un par de minutos con tal
velocidad que perdí casi el sentido, y de
pronto caí a plomo, sobre el ala
izquierda, dentro de la hueca chimenea
que formaba el eje de aquél. Caí lo
mismo que una piedra, y perdí casi mil
pies de altura. Sólo gracias a mi
cinturón permanecí en mi asiento, y el
golpe de la sorpresa y la falta de
respiración me dejaron tirado y casi
insensible, de bruces sobre el costado
del fuselaje. Pero yo he sido siempre
capaz de realizar un esfuerzo supremo;
ése es mi único gran mérito como
aviador. Tuve la sensación de que el
descenso se retardaba. El torbellino
tenía más bien forma de cono que de
túnel vertical, y yo me había metido
durante mi ascensión en el vértice
mismo. Con un tirón terrorífico, echando
todo mi peso a un lado, enderecé los
planos del timón y me zafé del viento.
Un instante después salí como una bala
de aquel oleaje y me deslizaba
suavemente por el firmamento abajo.
Después, zarandeado, pero victorioso,
dirigí la cabeza del aparato hacia arriba
y reanudé mi firme esfuerzo por la
espiral hacia lo alto. Di un gran rodeo
para evitar el punto de peligro del
torbellino, y no tardé en hallarme a
salvo por encima suyo. Muy poco
después de la una me encontraba a
veintiún mil pies sobre el nivel del mar.
Vi jubiloso que había salido por encima
del huracán, y que el aire se iba
calmando más y más a cada cien metros
que subía.

Por otro lado, la temperatura era muy


fría, y sentí las nauseas características
que se producen por el enrarecimiento
del aire. Desatornillé por vez primera la
boca de mi bolsa de oxígeno y aspiré de
cuando en cuando una bocanada del gas
reconfortante. Lo sentía correr por mis
venas igual que una bebida cordial, y me
sentí jubiloso casi hasta el punto de la
borrachera. Me puse a gritar y cantar a
medida que me remontaba cada vez más
arriba, dentro de un mundo exterior
helado y silencioso.

Para mí es cosa completamente clara


que la insensibilidad que se apoderó

de Glaisher, y en menor grado de


Coxwell, cuando, en 1862, llegaron en
su ascensión en globo hasta la altura de
treinta mil pies, fue causada por la
extraordinaria velocidad con que se
realiza una subida perpendicular. No se
producen esos síntomas tan espantosos
cuando la ascensión se lleva a cabo
siguiendo una suave cuesta arriba,
acostumbrándose de ese modo, por una
graduación lenta, a la menor presión
barométrica. A esa misma altura de los
treinta mil pies no necesité ni inhalador
de oxígeno, y pude respirar sin
exagerada fatiga. Sin embargo, el frío
era crudísimo, y mi termómetro estaba a
cero grado Fahrenheit. A la una y media
me hallaba yo casi a siete millas por
encima de la superficie de la tierra, y
seguía elevándome más y más.
Comprobé, sin embargo, que el aire
rarificado presentaba un apoyo mucho
menos sensible a mis planos, y en
consecuencia fue necesario rebajar
mucho mi ángulo de ascenso. Era
evidente que a pesar de lo ligero de mi
peso y de la gran fuerza de mi motor,
llegaría a un punto del que no podría
pasar. Para empeorar la situación aún
más, una de las bujías, empezó a fallar
otra vez, y el motor producía
explosiones intermitentes a destiempo.
Se me angustió el corazón temiendo que
iba a fracasar.

Fue en esos momentos cuando me


ocurrió una cosa extraordinaria. Sentí

que pasaba por mi lado y que se me


adelantaba algo sibilante que dejaba un
reguero de humo y que estalló con un
ruido estrepitoso y siseante, despidiendo
una nube de vapor. De momento no pude
imaginarme lo que había ocurrido.
Luego, recordé que la Tierra sufre un
constante bombardeo de piedras
meteóricas, y que apenas sería habitable
si ésas piedras no se convirtiesen casi
siempre en vapor al entrar en las capas
exteriores de la atmósfera. He ahí

un peligro más para el aviador de las


grandes alturas; lo digo porque pasaron
por mi lado otras dos cuando estaba
acercándome a la marca de los cuarenta
mil pies. No me cabe la menor duda de
que ese peligro ha de ser muy grande en
el borde de la envoltura de la Tierra.
La aguja de mi barógrafo marcaba
cuarenta y un mil trescientos pies,
cuando me di cuenta de que ya no podía
seguir subiendo. Físicamente, el
esfuerzo no era todavía tan grande que
me resultase insoportable; pero mi
aparato sí que había llegado a su límite.
El aire rarificado no presentaba seguro
apoyo a las alas, y el menor movimiento
se convertía en un deslizamiento lateral;
también sus controles respondían como
con pereza. Quizá si el motor hubiese
funcionado de una manera perfecta,
habríamos podido subir otro millar de
pies, pero seguía teniendo fallos, y dos
de los diez cilindros parecían estar
inutilizados. Si yo no había alcanzado
aún la zona del espacio que venía
buscando, era evidente que ya no
tropezaría con ella en este viaje. ¿Y no
sería posible que la hubiese alcanzado
ya? Cerniéndome en círculo, lo mismo
que un colosal halcón, al nivel de los
cuarenta mil pies, dejé que el
monoplano marchase libre, y me
dediqué a observar con cuidado los
alrededores con mis prismáticos
Mannheim. El firmamento estaba
absolutamente limpio sin indicio alguno
de los peligros que yo había supuesto.

He dicho que me cernía trazando


círculos. Se me ocurrió de pronto que
haría bien en dar una mayor amplitud a
esos círculos, trazando una nueva ruta
aérea. El cazador que penetra en una
selva terrestre, la atraviesa cuando
busca levantar caza. Mis razonamientos
me llevaron a pensar que la selva aérea
cuya existencia yo había supuesto tenía
que caer más o menos por encima del
Wiltshire. En ese caso, debía de estar
hacia el Sur y el Oeste de donde yo me
encontraba. Me orienté por el sol,
puesto que la brújula de nada me servía,
y tampoco era visible punto alguno de la
Tierra. Únicamente se distinguía la
lejana llanura plateada de nubes. Sin
embargo, obtuve mi dirección hacia el
punto señalado. Calculé que mi
provisión de gasolina no duraría sino
otra hora más o menos; pero podía
permitirme gastarla hasta la última gota,
ya que me era posible en cualquier
momento lanzarme en un planeo
ininterrumpido y magnífico que me
condujese hasta la superficie de la
Tierra.

De pronto tuve la sensación de algo


nuevo para mí. La atmósfera que tenía
delante había perdido su transparencia
cristalina. Estaba cubierta de manojitos
alargados y desflecados de una cosa que
yo podría comparar únicamente con las
volutas finísimas del humo de
cigarrillos. Flotaba formando roscas y
guirnaldas, y se retorcía y giraba
lentamente a la luz del sol. Cuando el
monoplano los atravesó como una
flecha, percibí en mis labios un regusto
débil de aceite, y en las partes de
madera del aparato apareció una espuma
grasienta. Se habría dicho que una
materia orgánica infinitamente tenue
flotaba en la atmósfera. Orgánica, pero
sin vida, como algo difuso y en
iniciación, que se extendía por muchos
acres cuadrados y que se iba
desflecando hasta penetrar en el vacío.
No; aquello no tenía vida. ¿Y no podrían
ser unos restos de vida? Y, sobre todo,
¿no podría ser el alimento de una vida,
de una vida monstruosa, de la misma
manera que la pobre grasa del océano
sirve de alimento a la enorme ballena?
Eso iba pensando cuando alcé los ojos y
distinguí la más asombrosa visión que se
ofreció nunca a los ojos de un hombre.
¿Podré describírsela al lector tal como
yo mismo la vi el jueves pasado?

Imagínese el lector una medusa de mar


como las que cruzan por nuestros mares
en verano, en forma de campana y de un
tamaño enorme; mucho más voluminosa,
por lo que a mí me pareció, que la
cúpula de la iglesia de San Pablo. Su
color era ligeramente sonrosado con
venas de un fino color verde; pero el
conjunto de aquella colosal construcción
era tan tenue que apenas se vislumbraba
su silueta sobre el fondo azul oscuro del
firmamento. Un ritmo suave y regular
marcaba sus pulsaciones. De ese cuerpo
enorme colgaban dos tentáculos verdes y
fláccidos que se balanceaban con
lentitud hacia atrás y hacia adelante. Esa
visión magnífica cruzó suavemente, con
silenciosa majestad, por encima de mi
cabeza; era tan ingrávida y frágil como
una pompa de jabón, y se deslizó
majestuosa por su ruta.

Yo había impreso un medio viraje a mi


monoplano, a fin de poder seguir
contemplando aquel ser grandioso; de
pronto, y de una manera instantánea, me
encontré en medio de una verdadera
escuadra de otros iguales, de todos los
tamaños, aunque ninguno de la magnitud
del primero. Algunos eran
pequeñísimos, pero la mayoría tenía más
o menos el volumen de un globo
corriente, con idéntica curvatura en la
parte superior. Se observaba en ellos
una finura de grano y de color que me
trajo a la memoria los espejos
venecianos de mejor calidad. Los
matices predominantes eran el rosa y el
verde, pero todos mostraban
encantadoras iridiscencias allí donde el
sol brillaba a través de sus formas
delicadas. Cruzaron, dejándome atrás,
algunos centenares de esos seres,
formando una escuadra fantástica y
maravillosa de bajeles sorprendentes y
desconocidos del océano del
firmamento. Eran unas criaturas cuyas
formas y sustancia se hallaban tan a tono
con aquellas alturas serenas que no
podía concebirse cosa tan delicada
dentro del radio visual y de sonido de
nuestra tierra.
Pero un nuevo fenómeno atrajo casi en
seguida mi atención: el de las serpientes
de las regiones exteriores de la
atmósfera. Eran éstas unas espirales
largas, delgadas y fantásticas de una
materia vaporosa, que giraban y se
enroscaban con gran rapidez, volando y
retorciéndose sobre sí mismas con tal
velocidad que apenas mis ojos podían
seguirlas. Algunos de esos seres
fantasmales tenían veinte o treinta pies
de largura, y era difícil calcular su
grosor, porque sus diluidos perfiles
parecían esfumarse en la atmósfera que
las circundaba. Esas serpientes aéreas
eran de un color gris muy claro, del
color del humo, advirtiéndose en su
interior algunas líneas más oscuras, que
producían la impresión de un auténtico
organismo. Una de esas serpientes pasó
rozándome casi la cara. Tuve la
sensación de un contacto frío y viscoso;
pero la composición era tan impalpable,
que no me sugirió la idea de ninguna
clase de peligro físico, como tampoco
me lo sugirieron los bellos seres
acompañados que los habían precedido.
Su contextura no ofrecía solidez mayor
que la espuma flotante que deja una ola
al romperse.

Pero me esperaba otra experiencia más


terrible. Dejándose caer ingrávida desde
una gran altura, vino hacia mí una
mancha vaporosa y purpúrea. Cuando la
vi por vez primera, me pareció pequeña;
pero se fue agrandando rápidamente a
medida que se me aproximaba, hasta
llegar a ser de centenares de pies
cuadrados de volumen. Aunque
moldeada en alguna sustancia
transparente y como gelatinosa, tenía
contornos mucho más marcados y una
consistencia más sólida que todo lo que
había visto anteriormente. Se advertían
también más detalles de que poseía una
organización física; destacaban de una
manera especial dos láminas circulares,
enormes y sombreadas, a uno y otro
lado, que podían ser sus ojos, y entre las
dos láminas un saliente blanco
perfectamente sólido, que presentaba la
curvatura y la crueldad del pico de un
buitre.
El aspecto total de aquel monstruo era
terrible y amenazador; cambiaba
constantemente de colores, pasando
desde un malva muy claro hasta un
púrpura sombrío e irritado, tan espeso,
que, al interponerse entre mi monoplano
y el sol, proyectó una sombra. En la
curva superior de su cuerpo inmenso se
distinguían tres grandes salientes que
sólo se me ocurre comparar con
enormes burbujas, y al contemplarlas
quedé convencido de que estaban
repletas de algún gas
extraordinariamente ligero, con el fin de
sostener la masa informe y semisólida
que flota en el aire rarificado. Aquel ser
avanzó rápido, manteniéndose paralelo
al monoplano y siguiendo fácilmente su
misma velocidad: me dio escolta
horrible en un trecho de más de veinte
millas, cerniéndose sobre mí como ave
de presa que espera el instante de
lanzarse sobre su víctima. Su sistema de
avance -tan rápido que no era fácil
seguirlo-consistía en proyectar delante
de él un saliente largo y gelatinoso que,
a su vez, parecía tirar hacia sí el resto
de aquel cuerpo contorsionante. Era tan
elástico y gelatinoso, que no ofrecía en
dos momentos sucesivos idéntica
conformación, y, sin embargo, a cada
nuevo cambio parecía más amenazador y
repugnante.

Me di cuenta de que traía malas


intenciones. Lo pregonaba con los
sucesivos aflujos purpúreos de su
repugnante cuerpo. Aquellos ojos
difusos y salientes, vueltos siempre
hacia mí, eran fríos e implacables dentro
de su glutinosidad rencorosa. Lancé mi
monoplano en picada hacia abajo para
huir de aquello. Al hacer yo esa
maniobra, con la rapidez de un
relámpago se disparó desde aquella
masa de burbuja flotante un largo
tentáculo y cayó tan rápido y sinuoso
como un trallazo sobre la parte delantera
de mi aparato. Al apoyarse por un
instante sobre el motor caldeado, se oyó
un ruidoso silbido, y el tentáculo se
retiró con la misma rapidez, mientras
que el cuerpo enorme y sin relieve se
encogió como acometido de un dolor
súbito. Yo me dejé caer en picada; pero
el tentáculo volvió a descargarse sobre
mi monoplano, y la hélice lo cortó con
la misma facilidad que habría cortado
una voluta de humo. Una espiral larga,
reptante, pegajosa, parecida al anillo de
una serpiente, me agarró

por detrás, rodeó mi cintura y comenzó a


arrastrarme fuera del fuselaje. Yo pugné
por libertarme; mis dedos se hundieron
en la superficie viscosa, gelatinosa, y
logré desembarazarme por un instante de
aquella presión; sólo por un instante,
porque otro anillo me aferró por una de
mis botas y me dio tal tirón, que casi me
hizo caer de espaldas.

En ese momento disparé los dos cañones


de mi escopeta, aunque era lo mismo
que atacar a un elefante con un tirador,
pues no se podía suponer que ningún
arma humana dejara lisiado a aquel
volumen gigantesco. Sin embargo, mi
puntería fue mejor de lo que yo podía
imaginar; una de las grandes ampollas o
burbujas que aquel ser tenía en lo alto
de la espalda estalló con una tremenda
explosión al ser perforada por las postas
de mi escopeta. Había acertado en mi
suposición: aquellas vejigas enormes y
transparentes encerraban un gas que las
distendía con su fuerza elevadora; el
cuerpo enorme y de aspecto de nube
cayó instantáneamente de costado, en
medio de retorcimientos desesperados
para volver a encontrar el equilibrio, y
mientras tanto el pico blanco
castañeteaba y jadeaba, presa de una
furia espantosa. Pero yo había huido,
lanzándome por el plano más escarpado
que me atreví

a buscar; mi motor a toda marcha y la


hélice en plena propulsión, unidos a la
fuerza de gravedad, me lanzaron hacia la
tierra lo mismo que un aerolito. Al
volver la vista, vi que la mancha
informe y purpúrea se empequeñecía
rápidamente hasta fundirse en el azul del
firmamento que tenía detrás. Yo me
encontraba fuera de la selva mortal de la
región exterior de la atmósfera. Cuando
me vi fuera de peligro, cerré la válvula
del combustible del motor, porque no
hay nada que destroce tan rápidamente a
un avión como el lanzarse con toda la
potencia del motor en marcha desde gran
altura. Fue el mío un vuelo planeado
magnífico, en espiral, desde casi ocho
millas de altura primero, hasta el nivel
del banco de nubes de plata; después,
hasta la nube tormentosa del estrato
inferior, y, por último, atravesando los
goterones de lluvia, hasta la superficie
de la tierra. Al salir de las nubes,
distinguí por debajo de mí el canal de
Bristol; pero como aún me quedaba en
el depósito algo de gasolina, me metí
veinte millas tierra adentro antes de
aterrizar en un campo que quedaba a
media milla de la aldea de Ashcombe.
Un automóvil que pasaba por allí me
cedió tres latas de gasolina, y a las seis
y diez minutos de aquella tarde logré

posarme suavemente en un prado de mi


propia casa, en Devizes, después de una
excursión que ningún ser humano ha
realizado jamás, quedando con vida
para contarlo. He visto la belleza y he
visto también el espanto de las alturas;
una belleza mayor y un espanto mayor
que ésos no están al alcance del hombre.

Pues bien: tengo el proyecto de volver a


esas alturas antes de anunciar al mundo
lo que he descubierto. Me mueve a ello
el que necesito poder mostrar algo
tangible, a manera de prueba, antes de
dar a conocer a los hombres lo que llevo
relatado. Es cierto que no tardarán otros
en seguir mi camino y traerán la
confirmación de lo que yo he afirmado;
pero quisiera convencer a todos desde
el primer momento. No creo que resulte
difícil la captura de aquellas burbujas
iridiscentes y encantadoras del aire. Se
dejan arrastrar tan lentamente en su
carrera, que un monoplano rápido no
tendría dificultad alguna en cortarles el
paso. Es muy probable que se
disolverían en las capas más densas de
la atmósfera, en cuyo caso todo lo que
yo podría traerme a la tierra sería un
montoncito de jalea amorfa. Sin
embargo, no dejaría de ser algo que
proporcionaría consistencia a mi relato.
Sí, volveré a subir, aunque con ello
corra un peligro. No parece que esos
espantables seres purpúreos abunden. Es
probable que no tropiece con ninguno;
pero si tropiezo, me zambulliré en el
acto hacia la tierra. En el peor de los
casos, dispongo siempre de mi escopeta
y sé que debo apuntar...»

Aquí falta, por desgracia, una página del


manuscrito. En la siguiente, con letras
grandes e inseguras, aparecen estas
líneas:

« ...cuarenta y tres mil pies. No volveré


ya a ver de nuevo la tierra. Por debajo
de mí hay tres de esos seres. ¡Que Dios
me valga, porque será morir de muerte
espantosa!»

Tal es, al pie de la letra, el relato de


Joyce-Armstrong. De su autor nada ha
vuelto a saberse. En el coto de mister
Budd-Lushington, en los límites de Kent
y de Sussex, a pocas millas del lugar en
que fue encontrado el cuaderno, han sido
recogidas algunas piezas de su
monoplano destrozado. Si la hipótesis
del desdichado aviador sobre la
existencia de lo que él llama la selva
aérea en un espacio limitado de las
regiones atmosféricas que quedan
encima del Sudoeste de Inglaterra
resulta exacta, se deduciría de ello que
Joyce-Armstrong lanzó su monoplano a
toda velocidad para salir de la misma,
pero que fue alcanzado y devorado por
aquellos seres espantosos en algún lugar
por debajo de la atmósfera exterior y
por encima del sitio en el que fueron
encontrados esos restos dolorosos. Una
persona que apreciase su equilibrio
cerebral preferiría no hacer hincapié en
el cuadro de aquel monoplano
resbalando a toda velocidad cielo abajo,
perseguido por los seres espantosos e
innominados que se deslizaban con igual
rapidez por debajo de él, cortándole
siempre el camino de la tierra y
estrechando el cerco de su víctima
gradualmente. Sé muy bien que son
muchos los que todavía toman a chacota
los hechos que acabo de relatar; pero
incluso quienes se mofan tendrán que
reconocer por fuerza que
JoyceArmstrong ha desaparecido, y yo
les recomendaría que hiciesen caso de
las palabras que él escribió: «Este
cuaderno puede servir de explicación de
lo que estoy intentando y de cómo perdí
mi vida en el intento. Pero, por favor,
que se dejen de chácharas y no hablen
de accidentes y de misterios».

FIN

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