Detectives Buenos

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DETECTIVES BUENOS

He tomado coñac y cigarros. Ya casi anochece y el coche no arranca, espero que


Ignacio logre repararlo. Este caso me está desquiciando, pero esta tarde he rellenado mi
petaca con una mezcla de vermut y café, y eso me ayudará a sobrellevar la jornada. Sé
que debería ser al revés, pero me huele mal el aliento y eso me provoca la sensación de
tener mal sabor de boca. En cualquier caso, no es así, porque también he tomado
Juanola.
—¡Ignacio! ¿Todo bien ahí detrás?
—Sí...
Ignacio no sabe mentir. El coche no arranca porque está totalmente podrido. Ya hemos
llamado a una grúa porque ni siquiera podemos sacarlo de aquí. La idea era perseguir al
sospechoso, pero el coche nos ha dejado tirados. Qué mal.
—Déjame un trago de la petaca, Marc.
—Ten —le acerco la petaca—.
—He llamado a la grúa, está de camino. No habrá modo de expurgar la podredumbre
sin una grúa.
—Está bien. ¿Pillamos el metro entonces?
—Sí, vamos.
Fluctuamos por hormigueros hasta llegar a la vagoneta. Todo esto sin picar. Nos
cambiamos de línea. Seguimos fluctuando, cada vez más cansados. Ahora ya estamos
en el centro de Barcelona.
—Adiós Ignacio, que vaya bien.
—Igualmente. Espero que tengamos más suerte mañana...
—Y yo, adiós.
Vago un poco por el barrio y me dan ganas de mear y náuseas y cefalea. Tanto vermut
me nubla los sentidos, mejor voy al despacho a descansar. Seguro que Ignacio está
yendo al suyo a seguir trabajando. Yo también puedo mover los papeles realmente
fuerte, pero no todo el rato, necesito estar inspirado. Creo que fue una buena decisión
alquilar el local de Lesseps; es más barato que un piso y allí la inspiración me llega a
menudo, y cada vez que llega me convierto en el mejor detective de Barcelona durante
toda una noche. Mientras tanto, espero y bebo llorando por una mujer que jamás volveré
a ver.

CUARTA PARTE:
El hombre que dijo "no".
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—La verdad es que no sé cómo te las apañas para soportarme.
A veces, mi amigo y socio Ignacio me dice eso y me sonríe. Una vez, hace años, me
dijo: «Buen detective no es el que encuentra la solución más fácil, sino el que sabe
cómo encontrarla». Es una frase que me ha acompañado durante toda mi vida y que, sin
duda, está escrita en algún lugar, en lo más profundo de mi despacho.
Ignacio no necesita mi ayuda para encontrar la solución más fácil. Además, sabe que no
tengo ningún interés en eso; prefiero andarme con cuidado, con mucho cuidado, y que
las soluciones lleguen a mí. En mi oficina, en el barrio de Lesseps, tengo todos los
mapas de Barcelona a mano y, a veces, me gusta mirarlos y pensar en todas las posibles
soluciones. Yo no necesito pensar en la más fácil. Lo que me importa es encontrar una
solución.
—¿Sabes qué te pasa, Marc? —me dice Ignacio—. Que eres un estirado.
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En el fondo, sé que no me quiere decir eso, pero si él lo dice, yo no soy más que un
estirado. Y no es fácil ser detective, estirado o no. A veces lo mejor que puedes hacer es
tomar un café y fumar un cigarrillo. Tengo muchos cigarrillos, y sé que a Ignacio le
gustaría fumar uno, pero no le doy nunca, porque sabe que yo no fumo. El cigarrillo está
en mi mesa, junto a la cafetera. Lo cogí el otro día, en un bar de la calle Paral·lel, y no
he podido resistirme a fumarlo. Lo he dejado ahí, para que se consuma lentamente.
—Marc, tienes que dejar de fumar.
—No fumo, Ignacio.
—Pues deja de hacerlo.
—No fumo, te lo repito.
—Pues entonces, ¿qué hace ese cigarrillo consumiéndose en tu mesa?
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—No lo sé, quizá un fantasma lo esté fumando.
—No seas tonto.
—No soy tonto, pero tampoco fumo.
—Ya. Bueno, deja de hacerlo, por favor. No es bueno de cara a la clientela que tu
despacho huela a tabaco.
—No fumo, te lo repito.
—Está bien, está bien. No te enfades.
—No me enfado, pero no fumo.
A veces, cuando estoy cansado o frustrado, me da por fumar. No fumo mucho, pero lo
suficiente para que Ignacio se queje. No le hago caso, porque sé que en el fondo le
gustaría fumar un cigarrillo. A mí me gustaría fumar un cigarrillo, pero no fumo. No me
gusta el tabaco. Lo único que me gusta del cigarrillo es el olor. A veces, me gusta oler el
humo.
—Marc, ¿te has fumado un cigarrillo?

—No, Ignacio. No fumo.

—Pues entonces, ¿por qué huele a tabaco en tu despacho?

Fumo un cigarrillo de vez en cuando, cuando estoy solo en mi despacho. Lo hago


porque me gusta el olor. No me gusta fumar, pero me gusta el olor.

—Lo siento, Ignacio.

—No pavo, esto es tocho, no me sirve una disculpa. No quiero que tu despacho huela a
tabaco.

—Lo siento, de verdad. No volverá a suceder.

—Está bien. Pero deja de hacerlo, por favor.

—No fumo, te lo repito.

—Ya. Bueno, déjalo así.

—No fumo, Ignacio. No fumo.


No sé por qué insiste tanto en el tema del tabaco, cuando tenemos casos importantes
entre manos, como el del asesino del jarillo de lata o el embrión con malas ideas. Ahora
mismo, nuestro cliente más importante es la familia Romero, que está muy preocupada
por la misteriosa desaparición de su hija María. No tenemos muchos indicios, pero
estamos siguiendo una pista que podría llevarnos a ella.

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—Marc, ¿te has fumado un cigarrillo?

—Déjalo ya Ignacio, ¿tienes alguna novedad sobre la niña muerta?

—Qué crudo eres Marc, a veces hasta me asustas.

—¿Tienes algo o no?

—Sí, mira esta fotografía, me la dio ayer la madre de María —me acerca la fotografía
—.

—¿Qué es?

—¿Tú qué crees?

—Creo que es una fotografía, Ignacio.

—Sí, bueno, ya sabes a lo que me refiero.

—No, no lo sé.

—¿No ves que es una fotografía de la niña muerta?

—¿Cómo sabes que está muerta?

—Porque la madre de María me dijo que la niña había muerto.

—Pero si no huele a descomposición.


—¿Y tú qué sabes de eso?
—No mucho, pero sé que si un cuerpo está descomponiéndose, huele mal.
—Pues en este caso no parece que huela a descomposición —olfatea la fotografía de
cerca—¿tal vez sea una pista?
Ignacio está obsesionado con este caso y yo no sé qué hacer. No quiero perder mi
tiempo con un caso que no tiene solución, pero tampoco quiero decepcionar a nuestro
cliente.

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—¿Qué vamos a hacer, Marc?

—No lo sé, Ignacio.


—¿Por qué eres tan pesimista?

—No soy pesimista, simplemente no veo la solución.

—¿Y si María está viva?

—¿Cómo sabes que está viva?

—Porque su madre me lo ha dicho.

—No Ignacio, no lo creo.

—¿Y si la fotografía es una falsificación?

—¿Por qué iba a ser una falsificación?

—No lo sé, pero es posible.

Estoy cansado de este caso. No quiero seguir perdiendo el tiempo con él. Mañana iré al
Mercadona y verás tú la que monto con el whisky barato y el café.

Fin de la cuarta parte.


QUINTA PARTE:
El caso de la niña muerta.
Por Marc Roca.
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Tras darle vueltas toda la noche decido que lo mejor es ir al Mercadona y comprar un
whisky barato y un café. Llego y lo primero que hago es coger un whisky barato y un
café soluble, no quiero gastar mucho dinero en esto. Luego voy a la sección de
embarazadas y me pillo un par de llaveros para embarazadas; no sé por qué, pero me
parecen monos.

Después de pagar me dirijo a casa de los Romero como por instinto. Llamo a la puerta y
me abre la señora Romero.

—Hola Marc, ¿qué tal estás?

—Muy bien, señora Romero, ¿y usted?

—Bien, gracias. ¿Qué tal va el caso?

—Bien, señora Romero, muy bien.

—¿Y has encontrado algo?

—Sí, señora Romero, he encontrado esto.

Le enseño los llaveros para embarazadas.


—¿Y qué son?

—Son llaveros para embarazadas, señora Romero.

—¿Y para qué sirven?

—Pues... no lo sé, señora Romero, pero me parecieron muy cucos.


—¿Y qué tienen que ver los llaveros con mi hija?

—Nada, señora Romero, pero...

—¿Pero qué, Marc?

—Pero... me parecieron muy cucos.

—Marc, por favor, dígame qué ha encontrado.

—Señora Romero, lo siento, pero aún no he encontrado nada.

—¿Y por qué ha venido?

—Pues... no lo sé, señora Romero, pero...

—¿Pero qué, Marc?

—Pero... me parecieron muy cucos.

La señora Romero me cierra la puerta en las narices. No sé qué ha pasado, pero algo no
ha ido bien. Voy al local de Ignacio.

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—¿Marc, qué haces aquí?

—Hola Ignacio, vengo a hablar contigo.

—¿Sobre qué?

—Sobre el caso.

—Vale.

Ignacio me lleva a su despacho.

—¿Qué quieres hablar?

—Ignacio, quiero dejar el caso.


—¿Por qué?

—Porque no veo la solución.

—Marc, no te rindas, tenemos que encontrar a María.

—Ignacio, no quiero perder el tiempo con un caso que no tiene solución.

—Marc, no te rindas, tenemos que encontrar a María.

—Ignacio, por favor, déjame en paz.

—Vale, Marc, si eso es lo que quieres.

—Sí, Ignacio, es lo que quiero.

—Pero antes de irte, quiero enseñarte una fotografía.

—¿Qué fotografía?

—Esta fotografía.

Ignacio me enseña una fotografía en la que aparezco yo muerto.


—¿Hostias, no? ¿Y esto?
Ignacio me enseña otra fotografía en la que aparezco enterrado vivo.

—¿Qué coño es esto?

—No lo sé, Marc, pero me da miedo.

—¿Y tú qué sabes de miedo, Ignacio?

—No lo sé, pero me da miedo.

—Pues a mí me da igual, Ignacio, yo me voy a casa.

—¿Y qué vas a hacer?

—No lo sé, Ignacio, pero me da igual.

—¿Y si te matan?

—¿Y si me matan?

—Sí, ¿y si te matan?

—Pues me matarán, Ignacio, y punto.

—Ah.
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Llego a casa y no sé qué hacer. Cierro los ojos y me quedo dormido de pie en el
recibidor.

Algo me despierta. Abro los ojos y veo a un hombre junto a mí.

—¿Quién eres?

—Soy Ignacio.

—¿Ignacio? ¿Qué haces aquí?

—Vengo a verte.

—¿Por qué?

—Porque no quiero que te maten.

—¿Y por qué iba a matarme?

—No lo sé, pero me da miedo.

—Ignacio, déjame en paz.

—Marc, por favor, no me dejes solo.

—Ignacio, déjame, ¿vale?


—¿Qué te pasa, Marc?

—¿Qué me pasa? Me pasa que estoy cansado, Ignacio, muy cansado.

—¿Y por qué estás cansado?

—Porque no he dormido en toda la noche, Ignacio, y estoy muy cansado.

—¿Y por qué no has dormido en toda la noche?

—Porque no he podido, Ignacio, porque no he podido.

—Eso seguro que es de fumar tantos cigarrillos de esos...


—Ignacio, déjame en paz.

Ignacio se va de mi casa y yo me vuelvo a dormir.

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Me levanto tarde. No sé qué hacer. No quiero seguir con este caso, pero tampoco quiero
decepcionar a la familia Romero. Voy a casa de los Romero.

—Hola Marc, ¿qué tal estás?

—Muy bien, señora Romero, ¿y usted?

—Bien, gracias. ¿Qué tal va el caso?

—Bien, señora Romero, muy bien.

—¿Y has encontrado algo?

—Sí, señora Romero, he encontrado una relación evidente entra la muerte de su hija y la
mía.
—¡¿Cómo?! ¿Su hija también ha muerto?

—No, no... no me he expresado bien. O estoy muerto, o voy a morir. Como mínimo han
fotografiado mi cuerpo inerte. Mire esto —le entrego la fotografía de su hija muerta y la
de mi propia muerte—. Esto está bastante claro, ¿no cree?

—¿Está seguro de que es usted?


—Sí, señora Romero, estoy seguro de que es mi cuerpo, pero no sé quién lo ha
fotografiado.
—¿Y qué podemos hacer?
—Pues por lo que veo, la única posibilidad que le queda es que la policía investigue las
fotografías.
—¿Y usted qué va a hacer?
—Yo, señora Romero, me voy a casa, que estoy muy cansado.
—¿Y no vas a seguir con el caso?
—No, señora Romero. El caso está resuelto, ahora es cosa de la policía.
—¿Y cuándo te vas a ir de mi casa?
—Ahora mismo, señora Romero.
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Llego a mi apartamento. Duermo. Sueño con comprimidos y edulcorantes y me siento
sinusoidal y los huevos me tiemblan y la cara se me camufla con una máscara de
estupefacción, pero de repente la foto de una mujer bonita me despierta.

La mujer es bonita y su nombre es Natalia y había empezado a fumar y en una ocasión


me había llamado y le había dicho que podía llamarme a cualquier hora y que si quería
podía venir a casa y ella me dijo que no, que no podía, que tenía que ir a comprar
cigarrillos. La llamo.

CAPÍTULO 22

Me despierto. La llamo en la vida real.


—¿Estás bien? —le pregunto.

—Sí, ¿y tú?

—Sí, ¿por qué?

—No sé, me has llamado y parecías... distinto.

—¿Yo? No, no, no... Estoy bien, tranquila. ¿Qué tal tu día?

—Bien, bien. ¿Y tú?

—Bien, bien. ¿Qué tal con los cigarrillos?

—Pues no muy bien, de tanto fumar me ha salido una moneda del pulmón.

—No fumes tanto, cariño, es muy malo para ti.

—Ya, ya lo sé.

—¿Y qué haces?

—Pues nada, estoy acostada en la cama, viendo la televisión.

—¿Qué ves?

—Pues no sé, una película, un programa de cocina.

—Ah, vale.

—¿Y tú qué haces?

—Pues nada, estoy en el despacho, en mi nuevo despacho.

—Ah, ¿ya has cambiado de despacho?

—Sí, estoy en Lesseps.

—¿Y por qué?

—Porque me inspira.

—¿Puedo ir a verte?

—Claro, cuando quieras.

—Bueno, pues iré mañana.

—Vale, hasta mañana.


—Hasta mañana.

Cuelgo. Me levanto de la cama. Voy al cuarto de baño. Me lavo la cara. Me cepillo los
dientes. Me miro al espejo. No me reconozco. Vuelvo al despacho. Enciendo un
cigarrillo. Tomo un trago de la petaca. Abro la ventana. Salgo al balcón. Miro hacia
abajo. Hay un hombre muerto en la calle. No sé por qué. No sé quién es. No sé nada. No
sé nada. Llega la chica, ya debe de ser mañana.

CAPÍTULO 23

—Hola, Marc.

—Hola, Natalia.

—¿Cómo estás?

—Muerto. ¿Me resucitarías?

—No, no creo.

—Vale. Entonces prefiero estar muerto.

—Bueno, pues hasta luego, Marc.

—Sí, hasta luego.

Se va. Me siento en la silla. Encima de la mesa hay una petaca y una pistola. ¿Por qué?
No lo sé. No tengo ni idea. No me acuerdo de nada. No sé nada. No sé nada. No
recuerdo nada. No me acuerdo de nada.

CAPÍTULO 24

No sé qué estoy haciendo aquí. No sé por qué tengo esta pistola. No sé nada. No sé
nada. No sé nada. No sé nada. No sé nada. No sé nada. No sé nada. No sé nada.

Oigo ruidos. No sé de dónde vienen. Me levanto. Salgo al balcón. Miro hacia abajo.
Hay un hombre muerto en la calle. No sé por qué. No sé quién es. No sé nada. No sé
nada. No sé nada.

Oigo ruidos. No sé de dónde vienen. Me asomo al balcón. Veo a la chica. Está llorando.
No sé por qué. Me da pena. No sé qué hacer. No sé nada.

La chica viene hacia mí. Me abraza. Me da un beso. Me dice que me quiere. No sé qué
decir. No sé nada. No sé nada.
FIN.

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