Lobo U Oveja
Lobo U Oveja
Lobo U Oveja
]
Ser, en apariencia, un buen miembro de la iglesia no quiere decir estar salvo. Es posible, en cierto
modo, obedecer todo y estar completamente perdido.
(ENTRÓ EN MI OFICINA) sin llamar y se sentó en la silla que había frente a mi escritorio. Sudaba
abundantemente. Era evidente que estaba nervioso.
« ¡Pastor, estoy perdido!»>, Dijo sin rodeos. Apenas tres palabras. Ciertamente, no es necesario
decir más palabras para describir la tragedia de una persona que está inmersa en un conflicto.
Conocía bien a aquel joven. Habíamos trabajado juntos muchas veces ideando programas para los
jóvenes. Ahora, allí, con los ojos lagrimosos, repetía: « ¡Créame, pastor, estoy perdido!». Y
entonces, con voz entrecortada por la emoción me contó su drama: «Soy cristiano de nacimiento.
Todos creen que soy un buen cristiano. Mis padres creen que soy un hijo maravilloso. Los hermanos
de la iglesia piensan que soy un joven consagrado. Y hasta me nombraron dirigente juvenil. Muchas
veces oigo a los padres decir a sus hijos: "Me gustaría que fueses como aquel joven". Todos creen
que soy un cristiano modelo, pero no es verdad, pastor, soy un miserable. Acabo de hacer algo
horrible, y no es la primera vez que lo hago. Hasta tuve ganas de morir. Yo no soy lo que todos
piensan que soy».
Traté de decir algo, pero él me interrumpió: «Yo no quiero ser así, pastor. Quiero ser un cristiano
de verdad, pero no lo consigo. He luchado muchas veces, me he esforzado, pero siempre termino
derrotado».
¿Decepcionado? Lo que sentía era un nudo en la garganta. Traté de esconder mi tristeza, mi dolor,
porque en realidad ese drama no le afectaba solamente a aquel joven. En ese momento, tenía en
mente a muchos otros jóvenes de mi iglesia, y hasta es posible que tú hubieras podido ser el que
estaba sentado en aquella silla, aquella tarde.
"¡Pastor, estoy perdido!». ¿Perdido? Sí, dentro de la iglesia y, sin embargo, perdido.
¿Es posible estar dentro de la iglesia y estar, al mismo tiempo, perdido? Lamentablemente, sí.
Existen los que, como en el caso de aquel joven, están perdidos haciendo lo que no deben cuando
nadie los ve, pero existe también; otra clase de perdidos: Aquellos que hacen todo correctamente,
que cumplen aparentemente todo lo que la iglesia demanda; que viven preocupados solamente por
los detalles externos de los reglamentos y las normas, pero que están igualmente perdidos.
Me viene a la mente el joven rico. Era un joven como cualquier otro de la iglesia de nuestros días.
Quizá los líderes de su congregación estaban demasiado preocupados con las normas, las leyes y los
reglamentos. <<No puedes hacer esto», «No puedes hacer aquello», «Hacer eso es pecado»>,
<<Hacer aquello también es pecado»... Quizás aquel joven creció con un concepto equivocado de
Dios, imaginándolo sentado en su trono de justicia, dictando reglas, con rostro serio y la vara en la
mano, listo para castigar al desobediente.
Desde pequeño, sus padres y maestros le habían enseñado a cumplir fielmente todas las normas.
Eran personas preocupadas solo con la imagen de la iglesia; es decir, si, por ejemplo, una señorita
apareciera vestida en forma no apropiada, llevarían el problema a la junta de la iglesia; la joven,
como ama a su iglesia, dejaría de usar esa ropa y todos en la iglesia quedarían contentos, sin
preocuparse por lo que sucede en el fondo del corazón de la joven. Lo que les importa es que ella
cumpla la norma, que sea un buen miembro de iglesia. Y el joven rico aprendió, de ese modo, a
cumplir externamente todas las normas y leyes. Aparentemente, era un joven de buen
comportamiento, activo en su comunidad, participaba de los programas y servicios religiosos, podía
ser señalado como un joven ejemplar, pero allá en el fondo, alguna cosa no andaba bien. No era
feliz, tenía la sensación de que estaba perdido a pesar de cumplir todo.
El joven rico se emocionó al ver aquella escena. Nunca se había imaginado que Jesús pudiera ser
capaz de besar y hacer un cariño. Esa no era la imagen que se había formado acerca del Hijo de
Dios. Por primera vez en su vida sintió el deseo de abrirle su corazón a alguien. Cuando Jesús
estaba saliendo ya de la ciudad, corrió, se arrodilló delante de él y dijo: «Maestro bueno, ¿qué
debo hacer para heredar la vida eterna?». En realidad, lo que estaba diciendo era: «< ¿Qué tengo
que hacer para ser salvo? Siento que estoy perdido. No tengo la seguridad de la salvación». ¿Por
qué se sentía así? ¿No era, acaso, un buen miembro de iglesia? ¿No cumplía todas las normas? ¡Ah,
amigo mío!, cumplir solo externamente los mandamientos no es sinónimo de salvación. Ser, en
apariencia, un buen miembro de la iglesia no quiere decir estar salvo. Es posible, en cierto modo,
obedecer todo y estar completamente perdido. ¡Dentro de la iglesia, y perdido!
El Señor Jesús trató de llevar a aquel joven de lo conocido a lo desconocido. El joven conocía la
letra de la ley, de modo que Jesús le dijo: «Ya conoces los mandamientos>> Eso era un tratamiento
de choque. «Señor -dijo el joven confuso, todo esto lo he cumplido desde mi niñez, pero la
angustia no desaparece, la desesperación aumenta, la sensación de estar perdido es cada día
mayor».
Jesús lo miró con ternura y con amor. ¿Sabes? Jesús también te ama a ti. No importa si eres pobre
o rico, si eres negro o blanco, si eres feo o guapo. Él te ama. Él te comprende. Eso es lo que dice la
Biblia. En este momento, tú eres lo más importante para Dios. Tú, con tus luchas, con tus fracasos,
con tus conflictos, con tus dudas e incertidumbres; tú con tus deformaciones de carácter, con tu
temperamento irascible, eres el objeto de todo su amor y cariño. Puede ser que en algún momento
de tu vida sientas que nadie te quiere, que tus padres no te comprenden, que no te aprecian, que
la vida te negó las oportunidades que les dio a otros, que el mundo entero no te acepta. Incluso
puede ser que ni te quieras a ti mismo, ni te aceptes. Todo eso puede ser verdad, pero Dios siente
afecto por ti y te comprende. En este momento, mientras lees estas líneas, él está muy cerca de ti,
listo para ayudarte, socorrerte y valorarte.
Hace siglos, allá en Judea, más allá del Jordán, Cristo miró con amor al joven rico. Vio sus
conflictos internos, sus luchas, sus angustias. Vio su desesperada situación: dentro de la religión,
pero perdido al cumplir tan solo la letra de los mandamientos; perdido, obedeciendo en apariencia
todas las normas. << ¿Sabes cuál es tu problema, hijo mío?-le dijo Jesús, tan solo uno: Tú no me
amas. En tu corazón no hay lugar para mí, en tu corazón solo hay lugar para el dinero. Es verdad
que estás dispuesto a guardar mis mandamientos, pero no me amas. De nada vale en ese caso
guardar los mandamientos, cumplir las normas, obedecer las reglas; si no me amas, nada de eso
tiene sentido, continuarás sintiendo esa horrible sensación, ese vacío interior. Vamos a hacer una
cosa, mi querido hijo, vete ahora a tu casa, saca del corazón el amor a las cosas de este mundo,
colócame en el centro de tu vida, y entonces ven y sígueme».
La Biblia dice que el joven «contrariado con estas palabras, se retiró triste». ¡Qué desgracia!
Estaba más dispuesto a guardar externamente los mandamientos que a amar al Señor Jesús. ¿Por
qué? Porque, tal vez, es más fácil aparentar que se es bueno que entregar el corazón a Dios.
Es posible que estés pensando: «Afortunadamente, yo no tengo riquezas». Puede ser. Pero, a
veces, no necesitamos tener riquezas para destronar a Jesús del corazón.
¿Quizás amas más a un artista que a Jesús? ¿Podrían, un deporte, una novia, una profesión, los
estudios u otras cosas buenas en sí mismas, ocupar el lugar de Cristo en tu corazón? ¿Podría ser
que, incluso, ames a la iglesia, a la doctrina de la iglesia, al nombre de la iglesia, más que al Señor
Jesús? ¿Cuál debería ser nuestra primera preocupación, amar a Jesús o solo guardar los
mandamientos? A veces, estamos más preocupados por obedecer las normas que por obedecer a
Jesús. Pero el interés de Jesús es diferente: «Hijo mío, entrégame tu corazón», dice él mientras
llama a la puerta del corazón humano.
Nunca deberíamos olvidar que es posible cumplir las normas sin amar a Jesús, pero que es
imposible amar a Cristo y no obedecer sus normas. Entonces, ¿cuál debería ser nuestro primer
interés, nuestro gran objetivo? Si el ser humano amara a Jesús con todo su corazón, sería incapaz
de hacer algo que lastimara a su Redentor. Es decir, que en consecuencia, su vida sería una vida de
obediencia.
¿Sabes cuál es un gran conflicto en nuestra vida espiritual? ¿Sabes por qué a veces nos sentimos
infelices en la iglesia? Porque nos falta amor por Cristo. Algunos estamos en la iglesia porque nos
gusta, porque la doctrina nos convenció, porque el pastor nos hizo una invitación que no pudimos
rechazar; o porque nuestros padres lo quieren, o quizá para agradar a los hijos, o a la esposa, o
simplemente porque todo ser humano tiene que tener una religión, pero no porque amemos a Jesús
al punto de decirle: «Yo no puedo vivir sin ti».
-Pastor-me dijo una ancianita cierto día-, llevo casi sesenta años casada. Puede preguntarle a mi
marido y él le dirá que siempre fui una esposa perfecta. Hice todo lo que una buena esposa debe
hacer, actué siempre del modo correcto, pero nunca fui feliz.
-¿Por qué?
-En mis tiempos una no escogía al marido. Eran los padres los que lo escogían. Un día mi padre
dijo: «Hija, dentro de dos meses vas a casarte con el hijo de mi compadre». Así que preparamos el
ajuar. Los detalles para la fiesta quedaron todos arreglados y faltando dos días para el casamiento,
conocí a mi novio. No me gustó. Nunca logré quererlo, pero me casé porque tenía que obedecer.
Fui una esposa perfecta, pero nunca fui feliz.
¿Cómo ser feliz al lado de alguien a quien no se ama? El bautismo es una especie de matrimonio con
Cristo. Muchos cristianos tal vez puedan decir: «Señor, estoy en la iglesia, bautizado hace cinco,
diez o quince años. En todo ese tiempo cumplí, de alguna manera, lo que la iglesia pide, pero
nunca fui feliz». ¿Por qué? Porque no es posible ser feliz al lado de alguien a quien no se ama.
Convivir con una persona a quien se ama es ya una tarea difícil, así que, imaginen qué será cuando
no hay amor. Nunca podremos ser felices estando en la iglesia solamente porque nacimos en ella, o
debido a la presión social, religiosa o familiar. Todos esos motivos solo tienen algún sentido cuando
el gran motivo es el amor por Cristo. Si no es así, la vida cristiana llega a ser un infierno, una
horrible carga que sobrellevar. Hacer las cosas solo porque estamos bautizados, solo para cumplir,
solo para agradar a los hombres, es lo peor que puede acontecernos. Siempre estaremos pensando
en salir, en abandonar todo o, quizá, cuando nadie nos ve, estaremos haciendo las cosas que no
debemos hacer.
Todas las normas de la iglesia, todas las cosas que tengamos que abandonar, todo lo que tengamos
que aprender, tendrá algún significado únicamente cuando el amor de Cristo motive e impulse
nuestro ser. Nuestra oración no debiera ser: «Señor, ayúdame a guardar tus mandamientos», sino:
«Señor, ayúdame a amarte con todo mi ser»
El joven rico se fue triste y no regresó. Estaba listo para ser en apariencia un buen miembro del
grupo de seguidores de Cristo, pero no para entregar su corazón al Maestro.
1. Marcos 10: 17.
2. Marcos 10: 19.
3. Proverbios 23: 26.
-Porque tú me quieres a mí. ¿Lo entiendes, amigo mío? El amor tiene el extraño poder de cautivar.
El amor engendra amor. Nadie se resiste al magnetismo del amor, y una de las grandes verdades
bíblicas es que Cristo nos amó de tal manera que lo mínimo que podemos hacer es amarlo también.
Pero ¿por qué el ser humano no consigue amar a Dios? ¿Sabes lo que sucede?
A veces, no entendemos lo que él hizo por nosotros. Constantemente decimos que él murió en la
cruz para salvamos, pero me temo que no entendemos plenamente lo que eso significa. Hemos oído
tantas veces esa frase desde niños, que es posible que nos hayamos familiarizado con ella hasta el
punto de perder su verdadero significado.
Hace años, en el seminario donde estudié, fui testigo de una hermosa historia de amor. Uno de los
jóvenes menos apuestos del seminario se casó con una de las señoritas más hermosas. Ella era una
de las jóvenes que habían llegado aquel año a la institución.
Los muchachos más apuestos, más guapos, inteligentes y comunicativos fueron desfilando, uno a
uno, intentando conquistarla, sin éxito. Un día, un colega me buscó y me dijo:
-¡Felicitaciones! Eso es fabuloso, eso no es un problema. Espera un minuto -dijo él-, es que me
estoy refiriendo a aquella muchacha.
-Bueno, ahí sí, eso es ciertamente un problema. Tú sabes que los muchachos más apuestos del
colegio no consiguieron conquistarla. ¿Crees que te va a hacer caso a ti? -Creo que no-dijo el
muchacho, triste, lo sé muy bien, pero, ¿qué puedo hacer si la amo? Los meses fueron pasando, y el
amor fue creciendo en silencio dentro del corazón de aquel joven.
A mitad del año escolar, corrió el rumor de que ella abandonaría el colegio porque no podía pagar
las mensualidades.
Nuestro amigo se presentó al administrador del colegio y se ofreció para pagar la cuenta de la
joven con el dinero que él había ganado vendiendo libros. Naturalmente, eso significaba para él la
pérdida de un año de estudios.
El administrador trató de disuadirlo. Pero no lo consiguió. <<El dinero es mío, y yo quiero pagar la
cuenta de ella. Y por favor, no quisiera que ella sepa quién fue el que pagó».
De modo que él tuvo que abandonar el colegio aquel año para vender más libros y continuar
estudiando al año siguiente.
Unos meses más tarde, me escribió una carta conmovedora. «Dices que no vale la pena el sacrificio
que estoy haciendo, que ella nunca me hará caso. Lo que tú no sabes es que yo la amo y no puedo
permitir que ella pierda un año de estudios. Yo la amo. No importa si ella nunca llega a mirarme.
Al año siguiente, regresó al colegio. Su amor estaba más maduro. Tenía la certeza de lo que sentía,
y un día se armó de coraje y le habló a la chica.
Le abrió su corazón y le declaró sus sentimientos. Fue un momento muy triste. Ella, no solo
rechazó la propuesta, sino que además, lo trató mal. Alguien buscó entonces a la joven, y le dijo:
<Oye, tienes el derecho de rechazar a ese joven, pero podías haber sido más delicada con él. No
necesitabas herirlo. Es verdad que es un muchacho simple, casi insignificante, sin ningún atributo
físico, sin facilidad de palabra, pero él te ama tanto que el año sado perdió el año de estudios para
que tú no tuvieras que abandonar el colegio; y todo eso lo hizo sin que tú lo supieras, sin esperar
nada, solamente porque te ama>
La joven quedó anonadada. Lloró. Le preguntó al administrador si eso era verdad, y al recibir la
confirmación, se sintió herida y humillada.
Unos meses después, aquel muchacho les dijo a sus compañeros: «Es mi novia>>.
Todo el mundo comenzó a pensar: «Es por lástima». «Es por compasión»>. Pero un día ella me
confesó algo muy hermoso. «Al principio, cuando descubrí lo que había hecho por mí me sentí
perturbada, fastidiada, ofendida. Pero a medida que el tiempo pasaba, comencé a pensar con más
calma y me pregunté a mí misma: “¿Acaso podré encontrar en este mundo a un joven que me ame
tanto, hasta el punto de sacrificar en silencio un año de estudios sin esperar nada, incluso sin
querer que yo supiera el sacrificio que estaba haciendo?". Entonces llegué a una conclusión: ¿Cómo
no amar a alguien que me ama tanto?». Esa frase merece ser colocada en un marco de oro: «
¿Cómo no amar a alguien que me ama tanto?». El día que comprendamos lo que realmente sucedió
aquella tarde en la cruz del Calvario, nos haremos, sin duda, la misma pregunta.
Pero ¿qué fue lo que aconteció allí? Retrocedamos al Jardín del Edén. Al crear Dios al ser humano,
le dio una orden: «Puedes comer de todo árbol del huerto, pero no debes comer del árbol del
conocimiento del bien y del mal, porque el día que comas de él ciertamente morirás». Esa orden
contenía el principio de la retribución; en otras palabras, la obediencia merece vida y la
desobediencia implica muerte. El hombre pecó. Todos nosotros pecamos y, en consecuencia,
nuestra recompensa debía ser la muerte.
Teníamos que morir. «Porque la paga del pecado es muerte», pero sucede que el ser humano no
quiere morir. Clama y pide perdón. «Padre, perdóname>>.
¿Acaso sabe él lo que está diciendo? «Padre, yo pequé, merezco morir pero, por favor, no quiero
morir»>. Esta súplica del hombre le crea un conflicto a Dios, porque él es Dios, y su palabra no
cambia. Si el hombre pecó, tiene que morir, pero él ama al ser humano y no puede permitir tiene
que el hombre muera. ¿Qué hacer? Si hubo pecado, que haber muerte, y «sin derramamiento de
sangre no hay perdón».
El hombre no quiere morir, en ese caso, algún otro tiene que morir. Alguien tiene que pagar el
precio del pecado en lugar del ser humano. Y ahí aparece la figura majestuosa del Hijo. Él dice:
«Padre, el hombre merece la muerte porque pecó, pero antes de cumplir la sentencia quiero ir a la
Tierra como hombre y vivir con él; quiero asumir su naturaleza, experimentar sus conflictos, sus
tristezas, sus alegrías y sus tentaciones> Por eso fue que Cristo vino a este mundo como un niño.
Él no solamente parecía humano. Él era humano de verdad. Como tú y como yo. Tuvo las mismas
luchas que tienes tú y, a veces, se sintió solo e incomprendido como tú. Experimentó tus
tentaciones y es por eso, y no simplemente porque es Dios, que él está más dispuesto a amarte y
comprenderte que a juzgarte y condenarte.
El Señor Jesús vivió en este mundo durante treinta y tres años. La Biblia dice que «fue tentado en
todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado». Ahora bien, si vivió en este mundo
como hombre, y como hombre fue tentado y no pecó, por el principio de la retribución merece la
vida.
Ahora vamos a imaginar un diálogo entre Cristo y su Padre. «Padre-dice Cristo después de haber
vivido en este mundo-, yo viví en la tierra como un ser humano y fui tentado en todo, pero no
pequé. Como ser humano gané el derecho a la vida. El hombre, por el contrario, peco y merece la
muerte. No obstante, Padre, el principio de la retribución no impide que haya una sustitución, una
permuta. Siendo así, la muerte que el hombre merece, deseo sufrirla yo, y la vida que yo merezco,
porque no peque, quiero ofrecérsela a él».
Eso fue lo que sucedió en la cruz del Calvario. Un intercambio de amor. Alguien murió en nuestro
Lugar. Alguien murió para salvarnos.
Unos días antes de la muerte de Cristo la "policía» de Jerusalén había apresado a un malhechor
llamado Barrabás. El delincuente fue juzgado y condenado a la pena de muerte. Debía ser clavado
en una cruz. Aquella forma de muerte era una muerte cruel. No morían por las heridas en las
manos y en los pies. La muerte en la cruz es lenta y cruel. La sangre se va escapando, gota a gota.
A veces, el malhechor permanecía clavado en la cruz durante varios días; y el sol del día y el frío
de la noche, así como el hambre, la sed y la pérdida paulatina de sangre iban acabando poco a
poco con su vida.
Después del juicio y la condena, las autoridades llamaron a un carpintero para que preparara la
cruz de Barrabás. Allí estaba el delincuente, y allí estaba su cruz. Preparada especialmente para
él, con sus medidas y con su nombre. Pero aquel día los judíos prendieron a Jesús. Él también fue
juzgado y condenado. La historia cuenta que un oficial romano llamado Pilato, intentando
defenderlo, presentó delante del pueblo a Jesús y a Barrabás, y dijo:
-En ocasión de las presentes fiestas tenemos la costumbre de soltar a un prisionero. ¿A quién
desean ustedes que libere esta vez, a Jesús o a Barrabás?
Me parece que si alguien entendió alguna vez en toda su plenitud el sentido de la expresión:
«Cristo murió en mi lugar», fue Barrabás. Sencillamente, no podía creerlo. Tal vez se pellizcaba
para saber si realmente estaba despierto. Él, el malhechor, el delincuente, estaba libre. Y aquel
Jesús, manso y sin malicia, que vivió sembrando amor, devolviendo la salud a los enfermos y la vida
a los muertos, estaba allí para morir en su lugar. Yo me imagino que Barrabás pensó: «Nunca
tendré palabras suficientes para agradecerle a Cristo el haberse cruzado en mi camino. Si él no
hubiera venido, yo estaría condenado irremediablemente».
Ya no había tiempo para llamar al carpintero y pedirle que preparara una cruz para Cristo. De
hecho había una cruz disponible con las medidas de otro, con el nombre de otro, preparada para
otro. Y aquel día, mi querido joven, cuando Cristo ascendió al monte Calvario cargando una pesada
cruz-me gustaría que entendieras bien esto-, aquel día triste, Jesús estaba cargando una cruz
ajena, porque para él nadie jamás preparó una cruz. ¿Sabes por qué? Simplemente porque él no
merecía una cruz. Cristo estaba cargando mi cruz. Era yo quien merecía morir, pero él me amó
tanto que decidió morir en mi lugar y ofrecerme el derecho a la vida; el derecho que él, como
hombre, había conquistado.
Finalmente, los hombres llegaron a la cima del monte. Depositaron la cruz en el suelo y con
enormes clavos le atravesaron las manos y los pies. Entonces levantaron la cruz y con el peso del
cuerpo sus músculos se rasgaron. Un soldado le había colocado en la frente una corona de espinas.
La sangre le corría lentamente por el rostro. Otro soldado lo hirió en el costado con una lanza. Allí
estaba el Dios-Hombre muriendo por amor. El sol ocultó su rostro para no ver la miseria de los
hombres; el cielo lloró en un torrente de lluvia. Hasta las aves de los cielos y las bestias de los
campos corrieron de un lado a otro, intuyendo en su irracionalidad que alguna cosa extraña había
acontecido. Solo el hombre, la más bella e inteligente de las criaturas, parecía ignorar que en
aquel instante estaba en juego su destino eterno.
Horas después, cuando los judíos volvieron a sus casas, allá en aquella montaña solitaria, en medio
de los ladrones, pendía agonizante el maravilloso Jesús, entregando su vida por la humanidad.
¿Te has detenido alguna vez a pensar en el significado de aquel acto de amor? No fue un loco
suicida el que murió en la cruz. No fue un revolucionario social el que pagó allí con su vida. Era un
Dios hecho hombre, y como hombre tenía miedo de morir. Poseía el instinto de conservación. La
noche anterior, en el Getsemaní, le dijo a su Padre:
-Padre, tengo miedo de morir. Si tuvieras otro medio de salvar al mundo. Si me quitaras esta
prueba, yo te lo agradecería. Tengo la impresión de que Dios dijo:
El destino de la humanidad estaba en sus manos. Él sentía temor de morir, pero su amor era mayor
que el miedo, mayor que la vida. ¿Cómo abandonar al hombre en un mundo de desesperanza y de
muerte? Eso es lo que tal vez yo nunca consiga entender. ¿Por qué me amó tanto?
¿Entiendes el significado de tu vida? Eres lo más importante que tiene Cristo. Él te ama de tal
manera que, aun temiendo a la muerte, la aceptó para que seas feliz. No solo para que llegues a
ser miembro de la iglesia, sino para que seas salvo y feliz.
Volvamos ahora al razonamiento inicial. El hombre pecó y merece morir. Pero él acude a Dios, y le
dice:
-Hijo, yo no puedo cambiar las normas. La paga del pecado es la muerte. No hay otra salida.
-Sí, mamá.
-Si vuelves a tomar una manzana del vecino voy a castigarte cinco veces con esta vara, ¿los has
entendido?
-Sí, mamá.
Los días pasaron. Las manzanas estaban cada vez más rojas y el muchacho no consiguió resistir la
tentación. Saltó la cerca y comió todas las manzanas que pudo hasta quedar satisfecho. Lo que no
esperaba era que al volver a su casa, su madre estuviera aguardándolo con la vara verde en la
mano. Tembló. Sabía lo que iba a suceder.
-No, hijo -dijo la madre-, yo dije una cosa y tengo que cumplirla.
-Mamá, por favor, te prometo que nunca más volveré a hacer eso.
-¡No, mamá!
<<Hasta aquel momento, yo había llorado con los ojos -contó Richards-, pero entonces comencé a
llorar con el corazón. ¿Cómo tendría el coraje de golpear a mi madre por algo que no había
cometido?»>.
-Hijo mío, pecaste y mereces la muerte, pero no quieres morir. Entonces solo hay una solución,
hijo mío.
-En lugar de que tú mueras por el pecado que cometiste, estoy dispuesto a sufrir las consecuencias
de tu error-responde él con voz mansa.
Richards no tuvo el valor de castigar a su madre por una falta que él había cometido. Pero nosotros
tuvimos el coraje de crucificar al Señor Jesús en la cruz del Calvario. Continuamos crucificándolo
cada día con nuestras actitudes. Y él no dice nada. Como cordero es llevado al matadero y como
oveja enmudece delante de sus trasquiladores, no abre la boca, no reclama, no exige derechos, no
piensa en justicia. Solamente muere, muere lentamente, consumido por un amor misterioso,
incomprensible, infinito. No, yo nunca tendré palabras suficientes para agradecer lo que él hizo por
mí. Nunca podré entender la plenitud de su amor por mí. Pero, al levantar los ojos hacia aquella
montaña solitaria, y ver colgado en la cruz a un Dios de amor, mi corazón se enternece y exclama
como aquella joven: « ¿Cómo no amar a alguien que me ama tanto?».
Este hombre cumplía, aparentemente, todas las normas, se esforzaba cada día por ser un buen
miembro de iglesia, e incluso tenía un cargo o directivo en la misma, pero no era feliz.
Experimentaba una sensación de vacío interior, sentía que algo le faltaba. Lo peor de todo era que
ni él mismo sabía definir qué era.
Es posible que Nicodemo acostumbrara a estar despierto hasta altas horas de la noche, sin poder
dormir.
Acostado en la cama, muchas veces tal vez se habría preguntado: « ¿Dios mío, qué es lo que me
está pasando? Devuelvo mis diezmos, guardo el día de reposo, hago trabajo misionero, canto en la
sinagoga, o siento que algo no está bien pero dentro de mí, tengo la impresión de que nada valen
todos mis esfuerzos. ¿Qué es lo que me sucede?».
Tal vez fue una de aquellas noches cuando se levantó y buscó a Jesús. Sabía dónde encontrarlo.
Estudiaba las profecías y todo señalaba que Cristo era el Mesías que había de venir. Su problema no
era falto de conocimiento. La tragedia de Nicodemo consistía en el hecho de que nunca había
tenido un encuentro personal con Cristo.
Amparado por las sombras de la noche, se dirigió al lugar donde estaba Jesús. En el fondo, tenía
vergüenza de que otros lo vieran procurando ayuda. Después de todo, era un dirigente de la
nación. Los hombres suponen que los dirigentes deben ayudar y no pedir ayuda. ¿Se dan cuenta del
drama de aquel hombre? Lleno de teorías, lleno de doctrinas, lleno de profecías. Se sentía solo,
necesitaba ayuda, angustiado y, sin embargo, impedido de correr como el joven rico y caer a los
pies de Cristo diciendo: « ¡Señor, estoy perdido! ¿Qué debo hacer para tener la vida eterna?»,
No fue difícil para Nicodemo encontrar a Jesús. Cristo estaba en el Monte de los Olivos esperándolo
con los brazos abiertos. Sus miradas se encontraron. Era el encuentro de la paz y la desesperanza,
de la calma y la angustia, de la plenitud y el vacío, de la certeza y la incertidumbre. Los ojos de
Cristo, que irradiaban amor, paz y perdón, penetraron su corazón. Nicodemo trató de abrir el
corazón, contar sus tristezas, hablar de sus fracasos, de la confusión que lo inquietaba, pero no
pudo. Su orgullo habló más alto.
-Rabí-dijo-, sabemos que eres un Maestro venido de Dios, porque nadie puede hacer estas señales
que haces si Dios no estuviere con él.
Tengo la impresión de que, en realidad, él quiso decir: Te reconozco como maestro, y vine para
hablar contigo de maestro a maestro. Vamos a estudiar un poco las profecías relacionadas con las
cosas que haces».
Jesús miró a Nicodemo y vio a una persona angustiada. No eran profecías lo que estaba
necesitando, ni teología, ni doctrinas. A veces nosotros, los humanos, vivimos preocupados en
buscar conocimientos teológicos, cuando en realidad nuestra necesidad es otra.
-Un momento, hijo mío. Tú entendiste perfectamente lo que quise decirte. Estoy hablando de la
conversión, porque este es el punto de partida para una vida feliz. Tú vives angustiado y triste
porque tu cabeza solo está llena de doctrinas, leyes, normas y reglamentos. Te sientes frustrado
porque siempre has intentado hacer las cosas de la manera correcta y nunca lo has conseguido.
Hoy, querido hijo, quiero transformar tu ser completamente; y tú, en lugar de aceptar, ¿intentas
esconderte a través del prejuicio y la ironía?
La historia de Nicodemo queda sin conclusión en el capítulo 3 del libro de Juan, porque aquella
noche no aceptó la invitación de Cristo. Era demasiado difícil reconocer que él, Nicodemo, el
teólogo y líder, el buen miembro del Sanedrín, no estuviera convertido. Se retiró triste y frustrado
como había venido.
¿Me creerías si te dijera que el problema de Nicodemo puede ser también nuestro? Corremos tal
vez hoy el riesgo de pensar que, porque estamos en la iglesia, bautizados, estamos convertidos.
Pero no siempre es así. No podemos confundir «conversión» con «convicción». Las palabras son
parecidas, pero tienen significados completamente diferentes. La primera tiene que ver con el
corazón y la vida, la segunda se limita tan solo a lo que se almacena en la mente.
Un día, recibí una serie de estudios bíblicos. Acepté las doctrinas que me enseñaron y, finalmente,
decidí bautizarme. Al salir del bautisterio pensé: «Ahora estoy convertido». Y así debiera ser por lo
general. Estamos convencidos de la doctrina, la creemos de todo corazón. Pero estar «convencido»
no significa estar convertido». Y ahí comienza toda la confusión. Caemos en la misma situación que
Nicodemo: llenos de teorías y de doctrinas, sabiendo muchas veces todo eso desde la niñez, porque
nacimos en un hogar cristiano. Sin embargo, vivimos con esa permanente sensación de vacío, de
impotencia, de fracaso. Queremos amar a Dios y no lo conseguimos. ¿Por qué?
Vamos a tratar de entender mejor este asunto de la conversión. Para eso tenemos que remontarnos
nuevamente al Edén. Allá encontraremos a Adán y a Eva, recién salidos de las manos del Creador.
Eran seres perfectos, habían sido creados sin propensión al pecado, con la capacidad de obedecer.
Se deleitaban en la obediencia. Obedecer era para ellos tan fácil como lo es para ti respirar. No
necesitaban esforzarse para eso. Tenían una naturaleza perfecta.
El problema comenzó cuando pecaron, porque en aquel instante perdieron su naturaleza perfecta y
adquirieron una naturaleza extraña, incapaz de obedecer, y que se deleita en las cosas impropias
de la vida. Llamaremos a eso «naturaleza pecaminosa».
Pues bien, con esa naturaleza pecaminosa, el hombre ya no consigue obedecer. Ahora,
desobedecer y pecar es para él tan simple como respirar. Lamentablemente, esa naturaleza
pecaminosa fue pasando de padres a hijos hasta el día en que nosotros llegamos a este mundo. Al
nacer, lo hacemos con esa naturaleza y con ella es imposible obedecer.
Eso es lo que la Biblia dice: « ¿Acaso pueden los etíopes cambiar de piel, o los leopardos cambiar
sus manchas? ¡Pues tampoco ustedes pueden hacer el bien, ya que están habituados a hacer el
mal!», « El corazón engañoso y perverso, más que todas las cosas. ¿Quién se puede decir que lo
conoce?». «Porque del corazón salen los malos deseos, los homicidios, los adulterios, las
fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias»,9
-Pastor -seguramente te estarás preguntando ¿quiere decir entonces que nunca conseguiré
obedecer?
-En la condición en que naciste-te respondo-, con la naturaleza que recibiste de tus padres, no.
Eso fue lo que Cristo quería aclararle a Nicodemo cuando le dijo: «El que no naciere de nuevo, no
puede ver el reino de Dios».
George E. Bandean, en su libro Hoy te Live with a Tiger (Cómo convivir con un tigre), presenta una
interesante ilustración:
*Supongamos-dice él-, que un día un lobo comienza a observar la vida de las ovejas y, después de
cierto tiempo, llega a la conclusión de que el mejor modo de vida es el de las ovejas, y decide
unirse al rebaño. Para ello, se recubre con una piel de oveja y se va a convivir con ellas. ¿Cómo
piensas que se sentirá el lobo cuando llegue la hora de comer y vea a las ovejas comer
gustosamente la hierba verde? ¿Piensas que disfrutará comiendo hierba? Supongamos, además, que
es un lobo íntegro y no quiera, por tanto, volver atrás en la decisión que tomó, ¿crees que pasados
cinco o diez años habrá finalmente aprendido a comer hierba? No, claro que no, porque él es un
lobo, con paladar de lobo y con naturaleza de lobo>>. Continuemos imaginando la vida del lobo en
medio
de las ovejas. Al principio, tal vez se esfuerce por vivir exactamente cómo viven las ovejas, aunque
todo eso sea contrario a su naturaleza. Pero el tiempo va pasando, el entusiasmo de la decisión va
disminuyendo y, finalmente, después de uno o dos años, ya no le es posible continuar observando
un tipo de vida ajeno a su naturaleza. Entonces, un día, mientras las ovejas duermen, se levanta en
silencio y se va.
Lejos del rebaño, se despoja de la piel de oveja y vuelve a vivir como lobo, a comer como lobo y a
hacer, en fin, todo lo que los lobos hacen. Después de haber dado rienda suelta a sus instintos y
gustos de lobo, regresa al redil y se coloca nuevamente la piel de oveja, como si nada hubiera
pasado.
¿No sucedió nada? Claro que sí, y él lo sabe y llora en silencio por eso.
Un día, no pudiendo soportar más ese tipo de vida, clama desde el fondo de su corazón: «Oh, Dios,
tú sabes que quiero ser una oveja de verdad, pero tú conoces mi verdadera naturaleza, soy un
lobo, nací lobo, no
Deberíamos entender que no todas las conversiones son iguales. Algunas suceden en un instante.
Un hombre puede ser transformado en dos segundos, pero otras veces ese proceso es gradual y
lleva su tiempo.
Tengo la culpa de haber nacido así; pero Dios mío, por favor, no quiero continuar siendo un lobo,
quiero transformarme en una oveja de verdad. Haz algo por mí». Y Dios hace el milagro de la
transformación. Con un toque milagroso, convierte a aquel lobo en una oveja de verdad, con
corazón de oveja, con paladar de oveja, con mente de oveja.
Eso es, exactamente, lo que Dios promete hacer. «Esparciré agua limpia sobre ustedes, y ustedes
quedarán limpios de todas sus impurezas, pues los limpiaré de todos sus ídolos. Les daré un corazón
nuevo, y pondré en ustedes un espíritu nuevo». El apóstol Pedro añade «Por medio de ellas nos ha
dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas ustedes lleguen a ser partícipes de la
naturaleza divina, puesto que han huido de la corrupción que hay en el mundo por causa de los
malos deseos».5
¿Entiendes, amigo mío? Dios promete darnos una nueva naturaleza, la naturaleza de Cristo, que se
complace en amar a Jesús y se deleita en la obediencia.
En eso consiste la conversión. Elena White lo explica así: «Por nosotros mismos somos tan incapaces
de vivir una vida santa como aquel lisiado lo era de caminar. Son muchos los que comprenden su
impotencia y anhelan esa vida espiritual que los pondría en armonía con Dios; luchan en vano para
obtenerla. En su desesperación claman: "¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará del cuerpo de
esta muerte?". Alcen la mirada estas almas que luchan presas de la desesperación». «Nadie ve la
mano que alza la carga, ni contempla la luz que desciende de los atrios celestiales. La bendición
viene cuando por la fe el alma se entrega a Dios. Entonces ese poder que ningún ojo humano puede
ver, crea un nuevo ser a la imagen de Dios>>7
Un nuevo ser, ¿lo comprendes? Un ser capaz de amar, un ser que desea obedecer, un ser que se
deleita en hacer la voluntad de Dios. ¿No es una promesa maravillosa? Nadie lo ve; sin embargo, el
milagro sucede porque la promesa no es humana, sino divina.
Hay una cosa que deberíamos entender antes de continuar. Deberíamos entender que no todas las
conversiones son iguales. Algunas suceden en un instante. Un hombre puede ser transformado en
dos segundos, pero otras veces ese proceso es gradual y lleva su tiempo. Algunas conversiones
están acompañadas por una gran emoción. Otras, no. Esto no significa que la primera sea,
necesariamente, más auténtica que la segunda.
Algunos cristianos pueden recordar el momento exacto de su conversión, otros no pueden hacerlo.
Saulo de Tarso cayó del caballo y se convirtió. Sin embargo, no pienses que todo el mundo debe
caer de un caballo para convertirse. Lo que realmente importa es que ocurra un cambio en la
naturaleza. Entonces la transformación es una realidad: de repente, el lobo se transforma en una
oveja genuina.
Durante el primer año de mi ministerio, trabajé en una villa llena de miseria, en la capital de mi
país. Era un cerro habitado mayormente por gente necesitada, pero llegó a ser el escenario de
maravillosas conversiones que el Espíritu de Dios realizó.
Cierto día, andando por las estrechas callejuelas de aquel cerro, fui sorprendido por un perro que
comenzó a ladrar. Cometí la imprudencia de correr, y en pocos segundos no era uno, sino todos los
perros del barrio los que corrían detrás de mí. Asustado, tuve que empujar la
La promesa de Dios es que «él nos libertará de las concupiscencias de este mundo», que «él nos
mantendrá sin caída», que «él nos dará una nueva naturaleza», que «él transformará nuestro ser».
Puerta de una casa y esconderme de los perros enfurecidos; pero cuando me di cuenta de dónde
estaba, hubiera preferido que los perros me alcanzaran. Era un cuarto oscuro y poco ventilado,
iluminado por dos velas grandes en el centro de la mesa. Había un olor horrible. Encima de la mesa
se podía ver un pequeño montón de ceniza de cigarros y hojas de coca. Alrededor de la mesa había
mujeres borrachas y en el suelo, botellas vacías de bebidas alcohólicas.
Repentinamente, me vi rodeado por las mujeres. Les pedí disculpas. Les expliqué que había
entrado por causa de los perros, pero no valieron de nada ni la cortesía ni las buenas maneras.
Tuve que actuar de cierto modo, como alguien mal educado y, a la fuerza conseguí salir. Algunos
días después, una de aquellas mujeres me
Abordó en la calle.
-¿Fue usted el que entró en casa el otro día, perseguido por los perros?
-Sí-le dije-, y le pido disculpas una vez más. -¿Disculpas?-dijo sorprendida, y añadió. No, señor, me
parece que somos nosotras las que tenemos que disculparnos. Le expliqué que era pastor, y que
estaba predicando todas las noches en un salón, en la parte alta del cerro, y la invité a asistir a
nuestras conferencias.
Aquella noche, para sorpresa mía, estaba allí. Había bebido bastante y durmió durante toda la
predicación. La siguiente noche regresó, y también las noches sucesivas. Siempre embriagada,
dormía mientras yo hablaba.
Un día, angustiada y oliendo a alcohol me buscó y me dijo: «Pastor, necesito hablar con usted. Mi
vida es una tragedia. Usted puede pensar que yo no entiendo nada de lo que habla, porque siempre
estoy bebida, pero lamentablemente lo entiendo todo, pastor, y estoy desesperada».
La miré con compasión. Era fácil ver en su rostro, en sus ojos, en las lágrimas que pugnaban por
salir, la tragedia de una vida sin Cristo. Era una pobre alcohólica. «Pastor-continuó-, yo tenía una
hermosa familia, unos hijos maravillosos, y un marido fiel y trabajador. No vivíamos en la
abundancia, pero nunca faltó el pan de cada día, hasta que me envicié en la bebida. No sé cómo
sucedió. Llegué a un punto tal que la bebida era lo más importante en mi vida. A veces mi marido
llegaba por la noche, cansado de trabajar, y me encontraba ebria, ya mis hijos con hambre y
abandonados. Ese fue el principio de todas las desgracias. Él comenzó a golpearme, pero ni con eso
dejaba de beber. La vida en nuestra casa se hizo insoportable. Un día, mientras él estaba en el
trabajo, tuve el valor de recoger mi ropa y abandonar el hogar, a mi marido y a mis hijos, el menor
de los cuales tenía apenas dos años. Entonces vine a vivir a este cerro donde, para sobrevivir, me
entregué a una vida de promiscuidad y abandono». Dolía, dolía mucho ver cómo el pecado arruina
completamente la vida de una persona y la lleva muchas veces a hacer cosas que la propia persona
no entiende después. «Durante todo este tiempo en que estuve asistiendo a las conferencias-siguió
diciendo la mujer-, he sentido que mi vida no puede continuar así, tengo que dejar de beber. Pero
pastor, cuando estoy lúcida me acuerdo de mis hijos y de mi marido, y la angustia se apodera de
mí; entonces, para olvidar, vuelvo a beber y así mi vida entra en un círculo vicioso>>
La promesa de Dios es que «él nos libertará de las concupiscencias de este mundo», que «<él nos
mantendrá sin caída», que «él nos dará una nueva naturaleza», que «él transformará nuestro ser».
Y eso fue lo que sucedió con aquella mujer. Desde el fondo del pozo de la desesperación y la
culpabilidad. Desde las profundidades de la sombra de miseria y angustia, ella clamó a Dios: « ¡Oh,
Señor!, transforma mi ser, cambia el rumbo de mi vida, líbrame de la esclavitud del vicio que me
domina, dame una nueva naturaleza». Y Dios la oyó. Nadie lo vio, pero el poder de Dios hizo de ella
una nueva criatura.
Ella dejó la bebida, pero continuó conviviendo con la tristeza de sentirse alejada de su marido y de
sus hijos. Era una realidad lacerante, hería el cuerpo y hacía sangrar el corazón. Me dolía verla
sufrir, y fue por eso que busqué al marido. Era un hombre bueno. Se levantaba todas las mañanas
de madrugada, preparaba la comida para los chicos, y salía para el trabajo. El hijo mayor, doce
años, calentaba después los alimentos para de manos menores. El hombre regresaba a su casa de
noche, cansado, y todavía tenía que arreglar la casa y lavar la ropa. Era una vida sacrificada. Fue
difícil llegar al tema viendo un cuadro semejante. Finalmente, después de algunas visitas, le dije
que venía en nombre de su esposa. El cambió de actitud. Casi lanzando fuego por los ojos, dijo:
«No me hable de esa mujer, ella arruinó mi vida y la vida de mis hijos; en verdad, ella acabó con
nuestra vida porque lo que hoy vivimos no es vida»>
Los días fueron pasando, y con el tiempo nos hicimos amigos. Le dije que la esposa que lo había
abandonado había muerto, que hoy aquella mujer era otra, que ya no bebía y que estaba sufriendo
por haber abandonado a su familia.
¡El Espíritu de Dios consigue cosas que para el hombre son imposibles!
Meses después, aceptó ver a su esposa. Fijamos una fecha para el encuentro. Aquella noche oré a
Dios y le pedí que hiciera un milagro más en la vida de aquella mujer, que tocara el corazón de
aquel hombre, que reconstruyera el hogar deshecho por el pecado. No sé si lo sabes, pero existen
momentos que marcan la vida de uno para siempre. Aquel fue uno de esos momentos en mi vida.
Allí estaba el marido rodeado por sus hijos. La mujer se acercó y cayó a los pies de ellos.
Hábito de beber.
De repente, el hombre levantó a la mujer, y le preguntó: -No, hace meses que Cristo me ayudó a
dejar el
-¡Eso es increíble! -dijo el marido emocionado Cuando el pastor me dijo que ya no bebías, no le
creí, quise comprobarlo con mis propios ojos, pero es verdad, ya no bebes. ¿Dices que fue Cristo
quien te quitó el deseo de beber? Entonces, quiero conocer al Cristo que fue capaz de hacer ese
milagro.
En ese momento, me di media vuelta y, enjugando dos lágrimas, me marché de aquel lugar.
Meses después, tuve la alegría de ver bautizarse a aquel hombre, a su mujer y al hijo mayor de
doce años.
¿Cómo logra Dios esa transformación? No lo sé. Pero sé que es capaz de producir el cambio. A lo
largo de mi ministerio he visto muchas vidas transformadas. Malhechores, delincuentes, jóvenes
drogadictos, borrachos, hombres y mujeres que parecían no tener ya más esperanza de
recuperación. Y si Dios fue capaz de transformarlos a todos ellos, ¿no podrá transformar también
nuestro ser?
«Pastor-me dirás tú, yo no soy como esos hombres». Eso ya lo sé. Pero Nicodemo tampoco era
como ellos y, sin embargo, Cristo le dijo: «Tienes que nacer de nuevo, necesitas que yo cambie tu
vida, precisas de una nueva naturaleza». Y Nicodemo pensó que, porque conocía las doctrinas ya
había sido convertido. Pensó que aquella declaración de Cristo era una ofensa y se marchó.
Durante tres años, continuó viviendo en el mismo entorno. Pensando siempre que algo no andaba
bien dentro de él. Continuó asistiendo a los servicios religiosos, desempeñando sus
responsabilidades como dirigente, pero vacío y triste por dentro. Hasta que un día los judíos
apresaron a Jesús y lo llevaron al Calvario. Allí su cuerpo fue levantado. Abajo, entre la multitud,
estaba Nicodemo, temblando. Y al ver la silueta de Cristo proyectarse en el horizonte, recordó
aquella noche tres años atrás, cuando Jesús le dijo: «Así como Moisés levantó la serpiente en el
desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea le ventado, para que todo aquel que en él
cree, no se pierda, mas tenga vida eterna»>,8
Nicodemo no pudo resistir más. Me imagino que se acercó a la cruz. Tal vez, la mirada agonizante
de Cristo lo alcanzó. Asimismo, es posible que Nicodemo clamara: «Por favor, Jesús, no te vayas.
No sin antes transformar mi ser. Dame la nueva naturaleza que me mencionaste aquella noche». El
clamor de Nicodemo fue escuchado. Cristo transformó su ser. Y aquel hombre que un día buscó a
Jesús amparado en las sombras de la noche, no tuvo miedo de confesar públicamente a Cristo como
su Salvador. Y en unión a José de Arimatea reclamó el cuerpo de Cristo para darle sepultura.
¿No es maravilloso? El milagro de la conversión puede suceder contigo, conmigo, con cualquiera
que desee aceptarlo. Tan solo es necesario correr a la cruz de Cristo y reconocer tres hechos.
El primero: «Yo soy pecador». No existe nada más Difícil para el orgulloso corazón humano que
reconocer, no una flaqueza sino el pecado. Nada de echar la culpa al factor hereditario, no un
problema de personalidad, o al ambiente en que fuimos criados, o a la falta de oportunidades que
tuvimos. Tenemos que acudir a Cristo, y clamar: «Señor, ayúdame, soy pecador. Soy el único
responsable, no tengo explicación, solamente quiero ser perdonado>>.
El segundo es un hecho doloroso: «Yo no puedo>>. De nada vale querer ser bueno por nuestros
propios esfuerzos. La humanidad está enloqueciendo porque habla de «autodisciplina», de «energía
interna», de «fuerza mental». La humanidad se ha olvidado de contemplar a Cristo y está buscando
dentro de sí, tratando de encontrar soluciones; pero únicamente encuentra fracaso y frustración.
¡Nada de eso! Miremos a Cristo y digamos: «¡Oh, Señor, ya lo intenté todo y no conseguí nada!
Llevo dentro de mí una extraña naturaleza que me conduce al pecado. Por favor, ayúdame, porque
yo no puedo».
El tercero es el hecho más extraordinario: «¡Dios puede!». Sí, amigo mío. Él puede. Miremos a lo
alto de la montaña y, como Nicodemo, caigamos a los pies de la cruz, clamando en el silencio del
corazón: <<Dios mío, por favor, cambia el rumbo de mi vida, dame una nueva naturaleza».
La Palabra de Dios dice que el milagro puede ocurrir. Puede ser ahora, en este momento, mientras
este libro está en tus manos. Puede ser que no estés sintiendo al Espíritu de Dios obrar en tu
corazón. Puede ser que de repente sientas deseos de cerrar el libro y desecharlo, porque existe
algo que se rebela dentro de ti. Es la naturaleza pecaminosa que no gusta de las cosas verdaderas.
Pero la voz de Dios continúa llamando a tu corazón. Tú lo sientes y preguntas: «¿Cómo puede ser
esto?,¿cómo puede Dios cambiar mi vida en un segundo?». No lo sé, los milagros no tienen
explicación, y la conversión es un milagro.
Yo no puedo explicar cómo fue que el agua pura, por el toque maravilloso de Cristo, un segundo
después se convirtió en vino de primera calidad. Ningún químico del mundo lo puede explicar. Los
milagros no se explican, se aceptan.
¿Cómo fue posible que un ciego de nacimiento viviera en la oscuridad años y años, y un segundo
después del toque divino pudiera ver? Ningún oftalmólogo lo puede explicar. Los milagros no se
explican... se aceptan.
En este momento, ahora mismo, Dios quiere hacer un milagro contigo: El milagro de la conversión.
Estoy orando mientras escribo las últimas líneas de este capítulo, orando por ti sin conocerte, pero
con la certeza de que dirás en tu corazón: «Señor, acepto el milagro>>.
Esta pregunta vino de un joven sencillo, de veinte años, natural de una zona agreste del interior
del estado de Pernambuco, Brasil. Aunque podría también haber salido de los labios de un
empresario de éxito al dirigir su coche descapotable por la Alameda en Santiago de Chile. El
problema es el mismo para hombres o mujeres, jóvenes o adultos, ricos o pobres.
Por alguna razón, tenemos la idea de que en el momento de la conversión nuestra lucha acaba y
que, a partir de ese momento, no pecaremos más; seremos perfectos, en el sentido de ser un
ejemplo de vida para los demás.
Pero ¿por qué a partir del momento en que nos entregamos a Cristo nuestra lucha se hace más
fuerte y el conflicto aumenta?
Lamentablemente, las cosas no suceden así. Al convertirnos, Dios coloca dentro de nosotros una
nueva naturaleza, la naturaleza de Cristo. Pero ¿qué es lo que sucede con la vieja naturaleza
pecaminosa, la naturaleza del lobo? No se esfuma, no desaparece como muchos piensan.
Permanece allí, agonizante. «Sabemos que nuestro antiguo yo fue crucificado juntamente con él,
para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado», afirma el
apóstol Pablo. ¿Y ahora? Ahora pasamos a ser personas con dos naturalezas: la naturaleza de Cristo,
nueva, recién instalada; y la vieja naturaleza pecaminosa «aplastada y mortalmente herida», que
continúa dentro de nosotros.
El ideal sería que la vieja naturaleza permaneciese siempre «mortalmente herida». Pero esa
situación no es definitiva, es circunstancial. En la primera oportunidad en que reciba alimento,
resucitará, y si continúa siendo alimentada, recuperará completamente las fuerzas y luchará para
expulsar de nuestra vida a la nueva naturaleza.
Es por eso que después de la conversión la lucha aumenta. Hay muchos más conflictos en una
persona después de su conversión que los que existían antes de la misma. ¿Te sorprende? Intenta
entender lo que estoy diciendo. Después de aceptar a Jesús puedes esperar una lucha mayor en tu
corazón, un conflicto interno, que muchas veces te llevará a la desesperación, si es que no haces
un alto para entender el problema.
El asunto es sencillo. El hombre sin Cristo tiene una sola naturaleza, la naturaleza con que nació, y
esa naturaleza hace las cosas equivocadas en el momento que quiere. No existe nadie para
oponérsele. No existe lucha, no hay conflicto.
Pero tú le entregaste tu vida a Cristo, experimentaste el milagro de la conversión, tienes ahora una
nueva puede naturaleza que se opone a la vieja. ¿Entiendes ahora por qué la vida de una persona
no convertida parecer más fácil? Esa persona tiene una sola naturaleza y ella asume el control de
su vida, sin oposición. Pero inmediatamente después de la conversión, cuando el hombre piensa
que la vieja naturaleza desapareció, descubre que permanece viva en su interior y el conflicto
comienza.
¿Conoces la historia del apóstol Pablo? Hubo un momento en su vida en que llegó al borde de la
locura. En su carta a los cristianos de Roma, les dice: «< No entiendo qué me pasa, pues no hago lo
que quiero, sino lo que aborrezco. [...] De modo que no soy yo quien hace aquello, sino el pecado
que habita en mí. [...] Entonces, aunque quiero hacer el bien, [...] encuentro que hay otra ley en
mis miembros, la cual se rebela contra la ley de mi mente y me tiene cautivo a la ley del pecado
que está en mis miembros>>.
¿Entiendes, amigo mío? Dos naturalezas, dos fuerzas que luchaban dentro del apóstol Pablo. Un
conflicto que lo llevó a la desesperación, porque en el versículo siguiente clamó: «¡Desdichado de
mí! ¿Quién me librará del poder de la muerte que está en mi cuerpo?».
Ahora pregunto, ¿en el momento en que Pablo escribió la carta a los Romanos estaba o no
convertido? Claro que lo estaba. Había sido convertido allá en el camino a Damasco, cuando se
encontró con Jesús y cayó del caballo. Sin embargo, aquí está la experiencia de un hombre
convertido que experimentaba dentro de sí el conflicto que produce la lucha de las dos
naturalezas.
No te preocupes, amigo, a causa de la tensión y del conflicto que surgen después de tu conversión.
Tienes dos naturalezas, ¿entiendes? Tú y yo somos humanos con dos naturalezas, y ellas no se
gustan. El apóstol Pablo consiguió un día entender este conflicto, y entonces escribió: «Por lo
tanto, digo: Vivan según el Espíritu, y no busquen satisfacer sus propios malos deseos. Porque los
malos deseos están en contra del Espíritu, y el Espíritu está en contra de los malos deseos. El uno
está en contra de los otros, y por eso ustedes no pueden hacer lo que quisieran».
<<Pastor-dirás tú, ¿quiere decir que toda mi vida va a ser una vida de conflicto?». No
necesariamente. Eso va a depender de tu decisión. Las dos naturalezas están luchando hoy, pero
finalmente una de ellas vencerá. Una de ellas asumirá el control completo de tu vida. Una de ellas
sobrevivirá y la otra morirá. ¿Cuál de ellas será la victoriosa? También eso va a depender de tu
decisión.
Vamos a ilustrar este asunto de la siguiente manera. Supongamos que en la pista de un circo están
sueltas dos fieras, enfrascadas en una lucha a muerte. Los empresarios del circo las separan y las
colocan en diferentes jaulas. Una de ellas es bien alimentada, recibe comida y agua en
abundancia. La otra es dejada en el olvido casi total. Alguna que otra vez alguien le da un bocado
de alimento, lo suficiente para que no muera. Cuando llegue el momento de la confrontación, ¿cuál
de ellas vencerá?
Sabes bien que será la que fue mejor alimentada, ¿no es así?
Eso es lo que acontece en la lucha que tienen las dos naturalezas para obtener el control de
nuestra vida. Solamente una de ellas asumirá, finalmente, el dominio por completo. Y sin duda
será la que haya sido mejor alimentada.
Ocurre que los seres humanos, generalmente, alimentan más la naturaleza pecaminosa y esa es la
causa de nuestro fracaso constante, y eso sucede aun después de nuestra entrega a Cristo.
¿Cómo se hace para alimentar las naturalezas? A través de los cinco sentidos. Todo lo que entra en
nuestra mente a través de los sentidos es alimento para una u otra naturaleza.
Especialmente aquello que nos llega a través de la visión y de la audición. Por eso necesitamos ser
cuidadosos en la elección de los programas a los que asistimos, de lo que vemos, de las revistas y
los libros que leemos, de las conversaciones en las cuales participamos, y de la música que
escuchamos.
Es verdad que mientras estemos en este mundo, incluso sin quererlo, siempre le estará llegando
algún tipo de alimento a la naturaleza mala. Yo no puedo evitar oír una música que inspira
sentimientos negativos mientras estoy en el autobús, o en el lugar de mi trabajo, por las
circunstancias que me rodean. Tampoco puedo evitar que aparezca una imagen negativa mientras
leo o veo las noticias. Es imposible dejar de oír conversaciones poco edificantes en la escuela o en
la calle. Pero puedo evitar colocar voluntariamente ese tipo de alimentos» en mi mente. Es
inevitable que de vez en cuando se filtren «migajas» para la naturaleza mala. Pero puedo evitar
que entren en ella alimentos sólidos. Puedo evitar alimentarla consciente y voluntariamente.
En los tiempos de Cristo, cuando un hombre era crucificado, era legalmente declarado ejecutado y
muerto, aunque en realidad continuaba vivo en la cruz, sufriendo y agonizando. A veces, los
parientes o los amigos venían de noche y rescataban al ejecutado, cuidaban de él y el hombre se
recuperaba, y muchas veces reincidían en su vida de delincuencia y crimen.
Lo que el apóstol Pablo está queriendo decir es que debemos mantener nuestra vieja naturaleza
clavada en la cruz. No dejar que descienda, y mucho menos cuidar de ella y alimentarla.
«Bien, pastor-dirás tú, ¿hasta cuándo tendré que convivir con esa lucha de las dos naturalezas?».
Mientras estemos en este mundo no hay modo de libramos de ella completamente. Aunque
podemos hacer que la lucha sea más fácil dejando de alimentar a la naturaleza mala. Podemos
mantenerla «mortalmente herida y agonizante»; pero arrojarla fuera de nuestro ser, no. Hasta una
cristiana victoriosa como la escritora Elena White declaró: «No podemos decir "Yo no tengo pecado"
mientras este cuerpo vil no sea mudado y transformado a la imagen del cuerpo glorioso de Cristo>>
¿No es esto maravilloso? Un nuevo cuerpo. Sin naturaleza pecaminosa. Por fin Dios arrancará la
vieja naturaleza que tenemos y la arrojará afuera, para siempre. Ahí sí ya no habrá más lucha, más
conflicto interior, más deseos de pecar. Volveremos a ser hombres con una sola naturaleza, la de
Cristo, perfecta y que se deleita en amar, en obedecer y andar en los caminos de Dios. Mientras
ese día no llegue, vamos a tener que aprender a convivir con la vieja naturaleza, matándola de
hambre, desnutriéndola, asfixiándola y alimentando constantemente la nueva naturaleza. Ese fue
el secreto que descubrió un día el apóstol Pablo.
Algunos años después de escribir el desesperado capítulo siete de la epístola a los Romanos, Pablo
escribió a los Filipenses y les dijo: <<Por último, hermanos, piensen en todo lo verdadero, en todo
lo que es digno de respeto, en todo lo recto, en todo lo puro, en todo lo agradable, en todo lo que
tiene buena fama. Piensen en toda clase de virtudes, en todo lo que merece alabanza»>.
Pablo está hablando del alimento que debemos dar a la nueva naturaleza, ¿te das cuenta? El
apóstol había descubierto el secreto de la vida victoriosa. No alimentaba ya a la naturaleza vieja.
La naturaleza de Cristo había asumido ahora el control de su vida. «Y ya no soy yo quien vive, sino
que es Cristo quien vive en mí»>.
Y a medida que los años pasaron, su vieja naturaleza quedó cada vez más débil, de tal modo que
cuando llegó el momento de su muerte, exclamó: «He peleado la buena batalla, he acabado la
carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de justicia, que en aquel día
me dará el Señor, el juez justo; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida».
¡Ah! mi querido lector, ¡Cuán bueno es ver el final de la vida de Pablo! Él venció. Me emociono al
pensar en tales palabras. ¿Quiere decir que yo también puedo vencer? ¿Yo también puedo ser
victorioso? Sí, así es, amigo mío. Tú y yo también podemos. Cristo garantizó nuestra victoria en la
cruz. Él está más cerca de ti en las horas de la lucha. Cuando pienses que todo el mundo te
abandonó, que nunca lo conseguirás, que eres un fracaso completo, acuérdate de que él está ahí,
amándote, perdonándote, sustentándote. «Porque Dios es el que produce en ustedes lo mismo el
querer como el hacer, por su buena voluntad». Todo es una cuestión de tiempo. Él vendrá y no
tardará, y entonces la victoria será definitiva y eterna.
«Señor, quiero agradecerte por la promesa de que un día la lucha acabará. Ayúdame, mientras esté
en este mundo, a alimentar la naturaleza de Cristo y a matar de hambre la naturaleza carnal. Esa
es mi parte, Señor, lo sé, pero no siempre lo consigo. Por favor, ven y haz por mí lo que yo soy
incapaz de hacer por mí mismo. Amén».
(Romanos 6: 6) (Romanos 7: 15-23) (Romanos 7: 24) (Gálatas 5: 16, 17) (Gálatas 5: 24)
(Signs of the Times, 23 de marzo de 1888) (1 Corintios 15: 50-54) (Filipenses 4: 8) (Gálatas 2: 20)
(2 Timoteo 4: 7, 8) (Filipenses 2: 13)
[Capitulo 6 ¿Quieres a tu vencer a enemigo?]
(EN EL CAPÍTULO ANTERIOR) vimos que dentro de nosotros existen dos naturalezas que luchan
entre sí para obtener el control de nuestra vida. El enemigo hará todo lo que pueda para que la
naturaleza pecaminosa triunfe y nos empuje al pecado. El blanco al que apunta es nuestra mente,
porque ella constituye y representa nuestra voluntad. El territorio de nuestra mente es el campo
de batalla. Si logra conquistar nuestra mente, conquistará nuestra vida. Por eso hará todo lo
posible y lo imposible para capturarla. Usará drogas, alcohol, cigarrillos, sexo, teorías, filosofías...
No importa el método, no importa la hora, no importa el precio. Su lema es «vencer, derrotar y
arruinar». Tú mismo descubrirás que la lucha no es fácil, que hay momentos en tu vida en que te
sientes como una pequeña planta en medio del desierto intentando resistir el huracán que te
llevará a la destrucción.
¿Qué hacer? ¿Tiene Dios alguna solución? Claro que la tiene. El apóstol Pablo dice: «Busquen su
fuerza en el Señor, en su poder irresistible. Protéjanse con toda la armadura que Dios les ha dado,
para que puedan estar firmes contra los engaños del diablo. Porque no estamos luchando contra
poderes humanos, sino contra malignas fuerzas espirituales del cielo, las cuales tienen mando,
autoridad y dominio sobre el mundo de tinieblas que nos rodea».
¿Lo ves? Podemos ser revestidos del poder de Dios. Pero la lucha no cesará porque nuestro enemigo
es invisible, astuto, cobarde y persistente. También es traicionero. Nunca muestra la cara. Se
disfraza, se esconde y usa como instrumento para llegar a controlar nuestra vida algo muy sutil
llamado "<tentación».
¿Qué es la tentación? Es todo esfuerzo que el enemigo hace para llevarnos a pecar. Pero la
tentación no es pecado. Nadie debe sentirse pecador por el hecho de experimentar alguna
tentación. Si estás acostado en la cama y repentinamente aparece un pensamiento pecaminoso en
tu mente, no tienes que pensar que estás perdido o perdida ni que te vas a condenar. Martín Lutero
menciona una ilustración muy sencilla al respecto: «No puedes impedir que los pájaros vuelen
sobre tu cabeza, pero sí puedes evitar que hagan nido en ella».
Existen muchos y variados tipos o formas de tentaciones. Satanás tiene una fábrica en la que
prepara tentaciones personalizadas. Cada una está especialmente diseñada para un individuo, y el
enemigo conoce muy bien el lado débil de cada ser humano. Para alguien puede ser el alcohol,
para otro la envidia, para otros las drogas, para algunos la deformación del sexo. En fin, nuestra
lucha es contra un ser inteligente. Un ser que conoce nuestros orígenes, el ambiente en que
crecimos, la herencia que recibimos de nuestros padres. Hará todo lo posible para engañamos. Se
esconderá detrás de una música sensual, detrás de una mujer bonita, de un joven maravilloso, de
una teoría fascinante... Si es necesario se vestirá de luz. Para sus propósitos, vale todo. El fin
justifica los medios.
Pero todo lo que haga para engañarte es tan solo una tentación, y la tentación no es pecado.
El enemigo nunca podrá vencer a menos que cuente con la colaboración del ser humano. Puede
hacer lo que quiera. Puede rodear nuestra vida de tentaciones, de voces, muchas voces. Dinero,
gloria, fama, placer, luces, muchas luces. Lo que quiera. Todo eso no pasa de ser una tentación. Él
no puede obligarnos a pecar. Si caemos es porque aceptamos caer. Es porque cedemos
voluntariamente a los hechizos de la tentación. «Por intensa que sea la presión que reciba sobre el
alma, la transgresión es siempre un acto nuestro. No puede la tierra ni el infierno obligar a nadie a
que haga el mal. Satanás nos ataca en nuestros puntos débiles, pero no es preciso que nos venza.
Por severo o inesperado que sea el asalto, Dios ha provisto ayuda para nosotros, y mediante su
poder podemos ser vencedores»>,
Podemos ilustrar la diferencia entre la tentación y el pecado con el teléfono. El teléfono puede
sonar. La tentación es como un teléfono que suena y suena. El pecado se hace efectivo si contestas
la llamada. Si no contestas, no habrá pecado. Pero el teléfono continúa llamando. ¿Molesta? Claro
que incomoda, pero no deja de ser una simple tentación.
Consideremos ahora algunas sugerencias que pueden ser útiles al enfrentamos a la tentación:
Cuando la tentación te asalte, trata de pensar en otra cosa. Ya explicamos que la batalla se libra
para ocupar el territorio de la mente, por lo tanto, coloca en tu mente promesas bíblicas. Hay una
ley física que dice que un espacio vacío únicamente puede ser ocupado por un cuerpo al mismo
tiempo. El espacio es nuestra mente, y esta nunca puede estar en blanco. Cada vez que la
tentación llegue, reclama el socorro divino, repite un salmo de memoria, canta un himno, repite
un versículo de la Biblia, coloca sus pensamientos y promesas en tu mente. De acuerdo con la ley
física, la tentación no encontrará ningún espacio que ocupar.
Otro asunto que debemos recordar es que el período crítico de la tentación no dura más de tres
minutos. Toda tentación tiene un proceso. Comienza poquito a poco y va atacando y atacando cada
vez con más fuerza la puerta de la ciudadela de nuestra mente. Hay un momento en que parece
que va a ser imposible resistir. Pero toda tentación llega al punto máximo de su intensidad en un
período de tres minutos. ¿Recuerdas el ejemplo del teléfono? Suena y suena, y si no lo contestas,
deja de sonar. Lo bueno de todo esto es que después de pasar la embestida de la tentación, serás
mucho más fuerte. Cada vez que somos tentados, vencemos o fracasamos, conquistamos o somos
conquistados. La respuesta que demos a la tentación puede dejarnos más fuertes o más débiles. Si
nos entregamos en los brazos de Cristo y vencemos, estaremos mejor preparados para la próxima
tentación. Si luchamos solos y fracasamos, seremos más débiles y vulnerables cuando llegue la
próxima tentación.
Y ahora, he aquí la sugerencia más importante: No te mires a ti mismo, mira a Cristo. Esto es
básico, porque el resultado final dependerá de quién ocupa nuestros pensamientos. Mirarnos a
nosotros mismos solo traerá fracasos y frustración. En eso consiste la tragedia de la humanidad. El
mundo dice: "Mírese a usted mismo», «Descubra su potencial», «Concéntrese para conseguir la
fuerza mental», «Descúbrase a sí mismo», «Aproveche su energía interna>>. Pero dentro de
nosotros únicamente existe angustia, vacío, desequilibrio y, muchas veces, desesperación.
Dios tiene un camino mejor. Él nos pide que miremos a Cristo. Este es un camino sencillo, pero
seguro.
Se cuenta la historia de cierto faquir de la India, que llegó un día a una aldea declarando que podía
fabricar oro. Las personas corrieron a ver al extraño visitante. El hombre colocó un poco de agua
en un plato grande, añadió algunas gotas de tinta y comenzó a mover el plato en círculos,
repitiendo algunas palabras mágicas.
En un momento en el que el público estaba distraído, el faquir dejó caer de su manga un pedazo de
oro dentro del plato, después sacó el agua y mostró a todos el pedazo de oro. Todo el mundo
miraba con incredulidad. Un comerciante de la ciudad quiso comprar la fórmula por quinientos
dólares y el faquir se la vendió. «Pero-le explicó-, usted no puede pensar en un mono de cara roja
cuando esté moviendo el plato, porque si usted piensa en ese momento en él, el oro nunca
aparecerá>>.
El comerciante prometió que «recordaría siempre que debía olvidar al mono», pero cuanto más se
esforzaba por olvidarlo tanto más fuerte quedaba en su mente la imagen de un macaco de rostro
rojo. Y así nunca consiguió el ambicionado oro.
¿No te parece familiar este hecho? ¿No te has dado cuenta de que cuando más queremos olvidar
nuestros errores, cuando más queremos echar fuera la tentación, más se aferra? Mira a Cristo. Que
él ocupe la totalidad de tu mente mediante las promesas bíblicas.
Hay un incidente que marcó mi vida de niño. Debía tener seis o siete años en aquella época. En la
escuela todos los chicos tenían más o menos mi edad. Solo había dos que eran mayores, de
dieciséis años. Uno de ellos era muy malo, nos pegaba y nos quitaba las cosas por la fuerza.
Mi madre acostumbraba a darme cada día veinte centavos para la merienda. Veinte centavos en
aquella época alcanzaba para comprar un helado de frutilla, y aún quedaba algo para comprar
maní tostado. Tengo la impresión de que cada día me levantaba con una tremenda ansiedad de ir a
la escuela ante la perspectiva del helado y del maní, y no por el deseo de aprender. Un helado era
algo grandioso para un niño de seis años.
Un día, mientras iba a la escuela, aquel muchacho malo me salió al encuentro y me pidió el dinero.
Me resistí, pero él me dobló el brazo y a la fuerza me quitó mi monedita.
«¿Estás viendo a aquel joven con un solo brazo?», me dijo señalando a un muchacho manco que
vivía en el barrio. «¿Sabes por qué no tiene brazo? Yo se lo corté. Y si tú le cuentas a tu mamá o a
la maestra que te quité la moneda, te lo corto también a ti».
Allí comenzó mi tragedia. Día tras día le entregaba la monedita. Eso producía una rebelión dentro
de mí. Lo peor de todo era que no podía avisarle a nadie pues no quería perder el brazo. Me
transformé en un niño triste, lloraba por la noche sintiéndome desamparado. No tenía motivación
para ir a la escuela. A veces, a la hora del recreo, aquel grandullón compraba un helado con mi
dinero y lo disfrutaba cerca de mí, riéndose y haciéndome sufrir. ¿Qué podía hacer un niño de seis
años contra un muchacho de dieciséis?
Cierto día, a la hora del recreo, estaba contemplando cómo jugaban los demás niños, cuando aquel
matón le pegó a uno de ellos. En aquel momento apareció el otro muchacho mayor que asistía a la
escuela y le dio una bofetada. Para mi sorpresa, el matón no tuvo el valor de enfrentarlo.
En ese momento una idea brilló en mi mente. Busqué al otro chico y le dije: «¿Te gustaría ganar
diez centavos?». Y le conté toda la historia. El chico prometió protegerme. Convinimos en que al
día siguiente él me esperaría en el lugar donde el matón me aguardaba diariamente.
Aquella noche casi no dormí. «Mañana- pensaba- será mi gran día. Jamás nadie va a quitarme lo
que es mío>>.
Al día siguiente me levanté temprano. Recibí la moneda que me dio mi madre y me dirigí a la
escuela. Allí, en el lugar de siempre, estaba el muchacho malvado esperándome. Esta vez no lo
miré. Seguí el camino, pero él me alcanzó y me pidió la moneda. «¡Nunca más! ¿Lo oíste? Nunca
más voy a darte mi dinero», le dije, mirándolo a los ojos.
Mi verdugo casi no podía creer lo que oía. Comenzó a doblarme el brazo. Pero en aquel instante,
desde el otro lado de la calle, salió mi amigo y entre los dos le dimos una zurra al matón.
¿Te estás riendo? También yo me río hoy, pero tiemblo todavía cuando pienso en las horas de
angustia e impotencia que un niño de seis años vivió.
Todos nosotros somos como niños, y el diablo es aquel grandullón de dieciséis años. A veces él
viene y nos arrebata, no la ilusión de un helado, sino la alegría de la vida. Derrumba nuestros
castillos, nuestros sueños, hace trizas nuestros planes. Nos roba los valores morales, el respeto
propio, nos quita la paz y el equilibrio interno y se ríe, se ríe porque se considera victorioso. Y su
carcajada es como una bofetada en el rostro de Cristo.
A veces juega con nosotros, como el gato con el ratón. Nos deja escapar un poco, nos deja pensar
que estamos libres, para después atacar con fuerza y herir, magullar y humillar.
¿Por qué? ¿Por qué eso tiene que ser así? Al otro lado de la calle, allí en una montaña solitaria, fue
colgado un Dios-Hombre, no solo para darnos perdón, sino también para pensó que darnos poder.
Cuando él murió, el enemigo había vencido, pero al tercer día resurgió de las entrañas de la tierra
un Cristo victorioso. Resucitó. Hoy vive. Vive para dar poder. Mira la tumba vacía. Mira hacia el
cielo y contempla al gigante de la historia dispuesto a vencer en tu favor. ¡Cristo venció! Venció a
su enemigo en el desierto. Lo venció en la cruz. Lo venció en la muerte. Solo le queda vencerlo en
nuestro corazón. Y esa es una decisión nuestra. Él no puede vencerlo en nuestro corazón si no se lo
permitimos.
Nuestro enemigo es un enemigo vencido. Está luchando desesperadamente, «como león rugiente
buscando a quien devorar, sabiendo que le queda poco tiempo>>, porque él reconoce que está
vencido.
Cuenta una antigua leyenda que un guerrero estaba luchando en medio de una batalla desprovisto
de su cabeza, decapitado.
Estaba tan lleno de fervor que incluso sin cabeza estaba venciendo a todos sus enemigos. Hasta que
alguien lo miró y le dijo: «Tú no tienes cabeza. Tú estás muerto». Entonces el guerrero cayó y dejó
de luchar
Y es exactamente así, amigo mío. Estamos luchando contra un enemigo sin cabeza. Cristo ya lo
venció.
¿Vencerá también en tu corazón? Tú no estás solo. «Satanás no puede soportar que se apele a su
poderoso rival, pues teme y tiembla ante su fuerza y majestad [la de Cristo). Toda la hueste de
Satanás tiembla al sonido de la oración ferviente [...]. Y cuando los ángeles todopoderosos,
vestidos con la toda la armadura del cielo, acuden en ayuda del ser desfalleciente, perseguido,
Satanás y su hueste retroceden, pues saben bien que su batalla está perdida».
Joven tentado, clama a Jehová. Arrójate indefenso e indigno sobre Jesús y reclama su promesa
pura. El Señor escuchará. Él sabe cuán fuertes son las inclinaciones del corazón natural, y brindará
su ayuda en todo momento de tentación»>
1. Efesios 6: 10-12.
2. Patriarcas y profetas (Doral, Florida: IADPA, 2008), cap. 37, p. 395.
3. Mensajes para los jóvenes (Doral, Florida: IADPA, 2017), cap. 2, p. 37. 4. Ibíd., p. 47.
«Pastor-me dijo, pienso que en cierto modo Dios es injusto al pedirnos la perfección. Él sabe que
nacemos con una naturaleza pecaminosa y que eso es lo que nos lleva constantemente a pecar. ¡He
hecho demasiadas cosas impropias en la vida! No encuentro la manera de ser perfecto». Para
entender este asunto de la perfección es preciso analizar la vida de algunos hombres que Dios
consideró perfectos.
De Enoc, por ejemplo, la Biblia dice: «Enoc anduvo siempre con Dios, y un día desapareció porque
Dios se lo llevó». Si Dios decide llevar a alguien al cielo debe ser porque era perfecto. ¿No te
parece? Pero ¿cuál fue el motivo por el que Dios llevó a Enoc consigo? La Biblia responde: «Caminó
Enoc con Dios>>.
Analicemos el caso de Noé. Las Escrituras afirman que "Noé era un hombre justo »?
¿No sería maravilloso si un día Dios dijese de ti: «<Este es un joven justo e íntegro», o «Esta es una
joven integra»? ¿No es eso lo que te gustaría ser? Pero ¿por qué fue Noé considerado un hombre
justo e íntegro? La Biblia responde: «En sus acciones fue perfecto, pues siempre anduvo con Dios».
¿Te acuerdas de Abraham? Se lo llama «el padre de la fe». ¿Sabías que un día Dios se le apareció y
le dijo: «Yo soy el Dios Todopoderoso. Anda siempre delante de mí y sé perfecto? ¿Comprendiste?
Todo lo que Dios esperaba de Abraham era que anduviera con él. El resultado de eso sería una vida
de perfección.
¿Y qué decir de David? La Biblia afirma que David fue un hombre conforme el corazón de Dios.
¡Ojalá que un día él pudiera decir eso de nosotros! ¿Qué más podríamos esperar? Pero ¿por qué se
transformó David en «un hombre conforme el corazón de Dios»?
¿Cuál era la mayor obsesión de la vida de David? "Andaré delante de Jehová en la tierra de los
vivientes>>>
¿Te das cuenta de que existe una frase que es el común denominador en la vida de todos los
hombres mencionados? «Anduvo con Dios». Todos ellos fueron perfectos porque anduvieron con
Dios. Existía una relación maravillosa de amor entre Dios y ellos. En su experiencia habían llegado
al punto de no poder vivir separados de Dios. Por eso Dios los consideró perfectos, santos, justos,
íntegros y rectos.
Lo interesante es que siempre hay algo curioso en la vida de todos ellos. Noé quedó un día
embriagado a tal punto que se quitó las ropas y se quedó desnudo, avergonzando a toda su familia.
¿Hiciste eso alguna vez? Noé lo hizo y Dios dice que era justo e íntegro entre sus
contemporáneos>>.
Abraham un día fue tan cobarde que tuvo miedo de decir que Sara era su mujer y, afirmando que
era su hermana, casi hace que el Faraón cometiera adulterio con Sara. Los resultados habrían sido
terribles si Dios aquella noche no hubiera intervenido milagrosamente. Fue una actitud cobarde la
de Abraham. Pero ¿sabes lo que l dice de él?: «Abraham era perfecto». El apóstol Pablo hasta lo
llama el «padre de la fe». Dios
¿Y qué decir de David? Cayó profundamente en el pecado. Se sumergió en las turbias aguas del
asesinato, de la intriga y del adulterio. ¿Hiciste alguna vez lo que hizo David? ¿Nunca? David lo hizo
y ¿sabes lo que la Biblia dice de él?: David era un hombre «conforme el corazón de Dios.
Hay algo maravilloso que Dios está queriendo decirnos a través de la experiencia de todos estos
hombres. Algo grandioso que revolucionará nuestra vida y nos mostrará un horizonte infinito de
esperanza.
Para los seres humanos, una persona es perfecta, santa, justa e íntegra cuando nunca comete un
pecado, cuando hace todo acertadamente, cuando cumple todas las normas, las leyes y los
reglamentos.
Para Dios, una persona es perfecta cuando se dispone a andar con él. Cuando hace de Cristo lo más
importante de su vida. Cuando comprende todo lo que Cristo hizo en la cruz por él y clama
pidiendo un nuevo corazón, capaz de amar. Cuando siente dolor por todo el sufrimiento que causó
a Cristo con sus errores pasados, y al mirar a la cruz se enamora de él al punto de decir: «Oh, Señor
Jesús, te amo. Te amo tanto que sin ti la vida no tendría sentido. ¡Ayúdame a andar contigo!». En
ese momento, el maravilloso Dios de amor derrama lágrimas de alegría y toma firmemente la débil
mano del hombre con su mano poderosa. Y en el instante de ese toque, nuestro pasado queda
borrado para siempre; no importa si fuimos borrachos o cobardes, adúlteros o asesinos, todo queda
enterrado. Porque en aquel momento pasamos a ocupar el lugar de Cristo. Él nos ofrece sus
méritos, su vida victoriosa, su carácter perfecto y al mismo tiempo toma sobre sí los pecados y
sufre el castigo que merecemos por causa de ellos.
Dios mide nuestra perfección, principalmente, en razón del tipo de relación que tenemos con él.
Al iniciar nuestra caminata con Cristo descubriremos inmediatamente que existen muchas cosas
que a él le agradan, pero que no nos gustan a nosotros. Y otras cosas que nos gustan a nosotros,
pero que no le agradan a él. ¿Qué hacer en tal caso? Estamos en un atolladero. ¿Qué podemos
hacer?
Al día siguiente, al salir del dormitorio, quedé paralizado. Allí en el centro de la mesa había de
nuevo una papaya. Miré a mi esposa y le dije: «Parece que te gusta mucho la papaya». Y ella, con
la mayor naturalidad del mundo, respondió: «Para mí prácticamente no existe desayuno sin
papaya, querido».
En fracción de segundos me imaginé toda mi vida comiendo papaya. Pero al mirar al rostro de mi
esposa y ver su sonrisa de satisfacción, sentí una alegría íntima en el corazón. Yo amaba a mi
esposa.
¿Qué importancia tenía el hecho de comer papaya, comparada con la alegría de verla feliz?
¿Entiendes lo que estoy queriendo decirte? El día que nos enamoremos de Cristo, el día en el que
lleguemos a amarlo con todo nuestro corazón, lo que más desearemos será verlo sonreír. Sin duda
habrá cosas que lo harán feliz a él. Cosas que a nosotros, con nuestra naturaleza pecaminosa, no
nos gusta hacer. No estoy diciendo que sea fácil perder el gusto por las cosas que estábamos
acostumbrados a hacer, o aprender a hacer aquellas cosas que no nos gustan. Habrá un precio que
tendremos que pagar y prácticas que tendremos que olvidar. Muchas veces exigirá esfuerzo,
sacrificio y sufrimiento, pero todo eso tendrá sentido si lo hacemos por amor a Jesús.
Un día, el profeta Miqueas explicó la manera correcta de andar con Dios: «El Señor te ha dado a
conocer lo que es bueno, y lo que él espera de ti, y que no es otra cosa que hacer justicia, amar la
misericordia, y humillarte ante tu Dios»
Todo esto tiene sentido únicamente cuando media el amor. Cuando todo es motivado por el amor
de Cristo. Si no existe una relación de amor entre Cristo y nosotros, la vida se torna vacía. El
cristianismo se transforma entonces en un fardo, en una pesada carga de prohibiciones y deberes.
Podremos cargarla uno, dos o veinte años, pero un día llegaremos al límite y la desecharemos; o
quizá nos transformaremos en zombis, hombres sin vida, máquinas que cargan el fardo, seres que
cumplen, que obedecen como máquinas. Personas sin alegría, sin entusiasmo, incapaces de saber
lo que es la felicidad.
Un día, alguien nos pregunta: «¿Por qué no bebes?». Y casi con vergüenza respondemos: <<Porque
mi religión me lo prohíbe, es una norma de mi iglesia». A veces, toda la existencia es vivida de esa
manera. Es únicamente la religión, la iglesia lo que importa. ¿Y Cristo? ¿Dónde queda Cristo en todo
eso?
¿Nos importa si está sonriendo o llorando? ¿Has pensado alguna vez en él como una persona que
ama, que sonríe, que siente dolor y que incluso llora?
Vamos a analizar, por ejemplo, el caso de una joven que va a comprar una prenda de ropa. Recorre
las tiendas, mira las vidrieras, hasta que encuentra algo adecuado a su presupuesto. ¿Cómo hace,
entonces, para comprar esa ropa? Se la pone, se la prueba, se mira en el espejo, observa si le
queda bien, si combina con su tez, con su cuerpo.... y finalmente paga y se la lleva. ¿Podríamos
decir que eso es «andar con Dios»?
En una ocasión salí con mi esposa para comprar zapatos. Después de probarse varios modelos entró
en un período de indecisión. Había dos que le gustaban. Volvió a probarse uno y luego el otro. De
repente, me miró y me preguntó:
-Mira-le respondí-, no importa mucho cuál es el que me gusta a mí. Quien va a usar los zapatos eres
tú, compra el que te parezca que te queda mejor.
-Porque yo te quiero y me voy a sentir feliz usando los zapatos que tú escojas para mí.
Eso es justamente lo que tiene que suceder en nuestra relación con Cristo. Él tiene que ser tan
amado y tan real para nosotros hasta que lleguemos al punto de antes de comprar una prenda de
ropa, mirarlo y preguntarle: «¿Te gusta? Oh, Señor Jesús, te amo tanto que me sentiré feliz usando
la ropa que tú escogiste para mí».
<<Andar con Dios» es tenerlo presente en nuestro diario vivir. Consultarlo antes de tomar una
decisión, antes de iniciar un noviazgo, antes de maquillamos el rostro, antes de entrar en algún
lugar, antes de salir para cualquier actividad.
¿Lo ves claro? Nuestra vida no se limita a la iglesia, ni debe girar en razón de «lo que dice la
iglesia». Ni nuestros actos deben estar determinados porque lo dice la religión. Esa no es la
motivación correcta. Debemos hacer o dejar de hacer, comer o dejar de comer, vestir o dejar de
vestir, por amor a Cristo. Si vemos una sonrisa en su rostro, sigamos adelante. Si, por el contrario,
percibimos un aire de tristeza en su mirada, o dos lágrimas rodando por sus mejillas, es hora de
parar, no porque la iglesia lo prohíba, sino porque lo amamos y no tenemos corazón para verlo
sufrir.
Ahora volvamos al título de este capítulo: «¿Qué significa ser «perfecto»?». Si piensas que ser
«perfecto» significa «no cometer nunca un error», no, no es posible. Pero gracias a Dios que el
concepto bíblico de «perfección es diferente. Para Dios, ser «perfecto» es «andar con él», como
Enoc, como Noé, como Abraham, como David.
¿Observaste a un padre llevando de la mano a su hijito de cuatro años? Los pasos del padre son más
largos y el niño no consigue mantenerse al ritmo del papá, pero se aferra a ese brazo poderoso y
sigue adelante. Puede de repente tropezar, tal vez puede resbalar, pero mientras su manita se
afirme del brazo del padre, el niño nunca se va a caer.
¿Cuál es el secreto para no caerse al suelo? El brazo del Padre. Él es tu sustento y la única garantía
de que un día llegarás a la Tierra Nueva, a pesar de los posibles deslices o tropiezos.
Por eso Enoc, Noé, Abraham y David fueron «perfectos». El primero se aferró firmemente del brazo
del Padre, anduvo con él y no tenemos noticias de que haya caído. Los tres últimos anduvieron con
Dios, resbalaron, tropezaron, pero se asieron del brazo del Padre, continuaron la caminata y Dios
los consideró tan «perfectos>> como a Enoc.
¿Has cometido errores alguna vez en tu vida? No necesitas vivir atormentado por esa. Mira la cruz
de Cristo. Él ya pagó por el error que cometiste. Él te perdona y te acepta. ¿Estás lastimado? ¿La
caída fue tan grande que no te quedan fuerzas para extender la mano pidiendo ayuda? No te
preocupes. No temas. Apenas mira la cruz. Sobre la montaña contempla a un Dios de amor que
muere lentamente. ¿Por qué crees que sufrió tanto? Fue por amor a ti. Fue porque tú vales mucho
para él.
<<Pastor-dirás tú, no es verdad. Él no me puede perdonar. Usted dice eso porque no me conoce».
Tienes razón. Yo no te conozco, pero conozco el amor de Cristo. Un día experimenté la rebelión, el
vacío y la desesperación interior y él me amó, me perdonó y me aceptó. Por eso puedo decirte:
Mira a Cristo, mira «a aquel que es poderoso para cuidar de que no caigan, y presentarlos
intachables delante de su gloria con gran alegría»
1. Génesis 5:24.
2. Génesis 6: 9.
3. Génesis 17: 1.
4. Hechos 13: 22 (versión RV95). 5. Salmo 116: 9 (versión RV95).
6. Miqueas 6: 8.
7. Judas 24.
¿Has sentido alguna vez algo parecido? La verdad es que, durante todos estos años trabajando con
jóvenes, descubrí que el problema del joven no consiste en que no sepa que necesita orar. Todo el
mundo sabe que es necesario orar y que la oración es el alimento de la nueva naturaleza. Todo el
mundo sabe que el poder llega a través de la oración. La angustia del joven se hace patente en la
carta que mencionamos arriba. «Pastor, no tengo deseos de orar. Sé que tengo que orar pero no
consigo hacerlo. ¿Qué puedo hacer?».
Es preciso entender, en primer lugar, en qué consiste la oración. Elena White dice: «Orar es el acto
de abrir el corazón a Dios como a un amigo». Según esta declaración, orar no es nada más ni nada
menos que conversar con un amigo. A los amigos les gusta conversar. Eso es lo que más hacen. Si
alguien no tiene deseos de conversar con su amigo no es porque ignore el hecho de que los amigos
necesitan conversar. El problema está en su relación con el amigo. Alguna cosa anda mal. Alguna
barrera ha sido creada. La amistad se ha alterado y la solución no consiste en leer libros o escuchar
sermones que señalen el deber de conversar con un amigo. Es preciso que le enseñen a uno cómo
resolver el problema con el amigo. Se necesita ayuda para que la amistad vuelva a ser lo que era
anteriormente. Una vez que el problema ha sido resuelto, el diálogo con el amigo reaparece
espontáneamente.
En segundo lugar, es necesario saber que la base de una conversación entre amigos debe estar
cimentada en la sinceridad. En una relación de amigos verdaderos no hay lugar para el fingimiento
o la hipocresía. Descubrir que alguien es hipócrita contigo, duele. Pero descubrir que alguien a
quien quieres mucho está siendo hipócrita contigo, duele mucho más.
Cristo nos ama y espera que en nuestra relación haya, sobre todo, sinceridad. Eso es lo que dijo en
el Sermón del Monte: «Cuando ores, no seas como los hipócritas [...]. Cuando ustedes oren no sean
repetitivos>>
No debemos hablar como el papagayo o el borracho, es decir, hablar por hablar, sin pensar en lo
que se está diciendo, hablar por el mero hecho de hablar.
Lo que el Señor Jesús quiere decirnos es que cuando conversamos con él tenemos que hacerlo
sinceramente, sintiendo realmente lo que decimos. Lo que nos pide es que nuestra oración salga
del corazón y no simplemente de la boca.
Cuando el menor de mis hijos tenía cinco años no le gustaba comer verduras. A todo lo que era de
color verde lo llamaba <<hierba». Siempre decía: «No me gustan las hierbas». Un día, en la hora
del almuerzo, la mesa estaba repleta de alimentos de color verde. Inmediatamente, la sonrisa
desapareció de su rostro. Le pedimos que hiciera la oración y él oró así: «Padre, estoy triste, hoy
solo hay hierbas para comer».
¿Saben cómo habría orado él si hubiera sido mayor? Habría agradecido la «nutritiva comida que
había en la mesa»
Ahí está nuestro problema. No somos sinceros. Decimos siempre lo mismo porque estamos
acostumbrad a hablar así.
Cuando nos levantamos por la mañana le agradecemos a Dios la «<buena noche de descanso»,
aunque hayamos dado vueltas en la cama durante toda la noche o nos hayamos despertado con
dolor de espalda; pero le agradecemos «la buena noche de descanso>>.
Tenemos casi memorizada una oración para las mañanas y otra para las noches. Siempre utilizamos
el mismo tema. Podemos estar sin la más mínima voluntad de orar, pero nos arrodillamos por
disciplina y repetimos la oración acostumbrada que, generalmente, no dura más de dos minutos. Y
al acostarnos, experimentamos la extraña sensación de que nuestra oración no pasó del techo.
¿Por qué no considerar la oración como la maravillosa experiencia de conversar con Jesucristo, en
lugar de considerarla como nuestro deber de cada día?
¿Tienes amigos? ¿De qué hablas con ellos? ¿Hablas siempre las mismas cosas o cambias el tema del
diálogo cada día?
¿Ya pensaste en la posibilidad de charlar así con Cristo? ¿Conversar con él simplemente por el
placer de conversar? ¿Orar sin pedir nada, solamente contar cosas, compartir secretos, abrir el
corazón y decirle todo lo que hiciste durante el día, aunque parezcan cosas sin importancia?
El día en que descubramos la alegría de hablar así con Dios, habremos descubierto el secreto de
una vida poderosa. Eso es «andar con Dios >>.
«Pero pastor-dirás tú-, yo no siento deseos de conversar con Dios». Entonces, cuéntale eso a él.
Dile que no tienes ganas de orar, pregúntale por qué te está sucediendo eso. Por qué, sabiendo que
debes orar, no tienes deseos de hacerlo. Va a ocurrir un milagro, puedes estar seguro. De repente,
sin querer, vas a descubrir que estás conversando con Dios, no un minuto, ni cinco, sino veinte o
treinta. Y lo más importante, aquella sensación de que tu oración no pasaba del techo va a
desaparecer, y en su lugar vas a experimentar las delicias de conversar con Jesucristo como se
conversa con un amigo.
Otra cosa que sería bueno recordar es que no debemos acudir a Dios únicamente para asuntos
espirituales. Tenemos que permitirle que participe de nuestra vida diaria, de nuestro noviazgo, de
nuestro trabajo, de las tareas del colegio que llevamos para casa, de aquello que va dentro del
corazón y que no tenemos el valor de contarle a nadie.
¿Por qué no contarle la lucha que entablamos antes de ceder a la tentación, cómo nos sentimos
después, qué lecciones pudimos sacar de todo ello, qué aspectos de nuestra vida necesitamos que
él restaure? En fin, tantas cosas. Utilicemos el tiempo que sea necesario. No necesitamos
apresurarnos porque no estamos cumpliendo un «penoso deber», estamos solamente conversando
con el más compasivo y maravilloso amigo que un ser humano pueda tener.
A medida que el tiempo pasa y la amistad con Cristo va profundizándose, el período que
dediquemos a la oración se hará seguramente más placentero y prolongado.
Nuestra confianza en él será cada vez mayor, al punto de llegar a tener una experiencia tan
particular con él que, posiblemente los demás no puedan comprenderla.
¿Conoces la historia de Gedeón? Era un hombre de oración. Conocía a su amigo y dialogaba con él.
Un día se encontró en una situación de conflicto, un momento que exigía una decisión. Y no sabía
qué actitud tomar. Salió al campo y conversó con su amigo. Nunca le había fallado y no le fallaría
ahora. «Entonces Gedeón le dijo a Dios: "Si vas a salvar a Israel por medio de mí, como lo has
prometido, déjame poner en la era un vellón de lana. Si al amanecer hay rocío sobre el vellón,
pero a su alrededor el suelo está seco, con eso entenderé que tú salvarás a Israel por medio de mí,
como lo has prometido"».
Y Dios, su amigo, respondió al pedido.
Pero Gedeón no estaba todavía convencido. Probó a Dios una vez más: «Pero Gedeón volvió a
decirle al Señor: "No te enojes conmigo, Señor, si insisto, pero quiero hacer otra prueba con el
vellón. Te ruego que esta vez solo el vellón quede seco, y que alrededor de él haya rocío en el
suelo"». Y así fue. Podemos pensar que Gedeón estaba jugando con Dios, pero no lo estaba. Gedeón
tenía una relación personal con Dios. Eran amigos. En aquella ocasión Gedeón era tan solo un ser
humano asustado, indeciso. Necesitaba una señal porque no quería errar en la decisión que iba a
tomar. Pidió la señal y su maravilloso amigo respondió.
«Pastor-dirás tú-, eso ya no sucede en nuestros días. Eso es parte de la historia bíblica >>.
¿Por qué debe ser así? Desde entonces y hasta ahora nuestro Dios no ha cambiado. Continúa siendo
el mismo, continúa deseando una relación de amigo a amigo con cada ser humano. Todo lo que se
necesita es aprender a conversar y a convivir con él. Tan solo amarlo y abandonarse en sus brazos.
Cuando era un estudiante escuché una historia interesante que nunca pude olvidar. Es el relato de
un joven cuyo mayor sueño era ser misionero en África. Faltaban cinco días para la graduación
cuando el director del seminario anunció que la Asociación General estaba invitando a dos jóvenes
para que fueran como misioneros a África. Nuestro joven no sabía si estaba dormido o si estaba
despierto, porque aquel era su mayor sueño. Se apresuró a pedir más información:
-Pastor, me gustaría ser uno de los misioneros que van a África. Ser misionero siempre fue mi
mayor sueño.
-Muy bien, hijo mío -respondió calmadamente el director. La Asociación General ya tiene los cuatro
pasajes comprados.
-Son dos matrimonios, hijo mío. No se puede enviar misioneros solteros a África. El joven
enmudeció. No tenía novia, ni siquiera se había interesado en una señorita. El plan de la Asociación
General era que los misioneros debían viajar inmediatamente después de la graduación.
-¿No hay manera de hacer una excepción?-preguntó el muchacho-. Es imposible conseguir a alguien
con quien casarme en tan poco tiempo. -No, hijo mío. Es mejor que comiences a buscar una
Pasaron tres días y nuestro amigo agotó todos los argumentos posibles con el fin de viajar en su
condición de soltero. Cuando se dio cuenta de que no lo conseguiría, fue a su cuarto y oró. Él y
Jesús eran amigos. Acostumbraban a conversar. Y en ese momento decisivo de su vida,
seguramente su amigo no le fallaría.
«Señor Jesús –-oró--, tú sabes que toda mi vida he querido ser misionero en África. Y ahora, Señor,
tengo esa gran oportunidad, pero estoy soltero. Necesito casarme. Si hago la elección empujado
por la prisa es posible que cometa un error. Por eso voy a pedirte algo diferente, Señor, pero haré
este pedido confiando en nuestra amistad, en tu amor maravilloso y en la seguridad de que tú
nunca fallas. Cuando suene la campana para el almuerzo, correré al comedor, tomaré mi bandeja y
me sentaré en la mesa más alejada. La primera señorita que venga a sentarse a mi mesa será la
que tú has elegido para que sea mi esposa. Me casaré con ella y viajaremos a África».
La campana sonó. Corrió hacia el comedor, se sentó en la mesa más alejada y oro en su corazón:
«Señor, ahora te toca a ti, envíame exactamente a la señorita que necesito»>. Los alumnos fueron
entrando. Uno a uno, jóvenes y señoritas se fueron sentando en diferentes mesas. De repente, una
señorita tomó su bandeja, miró para todos lados, vio la mesa del joven y, con paso firme, comenzó
a dirigirse a ella. Nuestro amigo bajó la cabeza y comenzó a orar, <<Señor, por favor, envía
cualquier otra chica menos a esa que viene por ahí». Todavía no había acabado de hablar cuando la
joven pidió permiso y se sentó. Después llegaron más alumnos.
Aquel fue el peor almuerzo en la vida de aquel joven. No podía entender lo que estaba sucediendo.
Conocía a aquella chica. Siempre pensó que era presumida y orgullosa, y en los cuatro años que
ambos habían pasado estudiando en el colegio, no habían intercambiado más de cinco palabras.
-Me gustaría que me respondieras tan solo una pregunta. Tú sabes que nosotros no simpatizamos,
no somos amigos y en estos cuatro años nunca nos hemos sentado en la misma mesa. ¿Por qué hoy,
precisamente hoy, tuviste que venir a mi mesa?
La joven respondió:
-No lo sé, me ha sucedido algo extraño. Me estaba arreglando en mi dormitorio, esperando que la
campana tocara para el almuerzo, cuando sentí dentro de mí una sensación, una especie de
convicción, una voz que me decía: «Ve al comedor, busca una mesa donde esté un joven solo y
siéntate allí». Yo no hice caso, pero mientras me dirigía al comedor, la voz continuaba: «El joven
que está solo, el joven que está solo». Y cuando entré en el comedor y tomé mi bandeja, la
sensación todavía estaba allí y el único joven que estaba solo eras tú, y allí fui.
-¿Casamos...? -se asustó la joven-. Yo no tengo que casarme con nadie, mucho menos contigo, y
mucho menos después de la graduación.
Pero después de que el muchacho le contara toda la historia, la señorita llegó a la conclusión de
que Dios estaba dirigiendo su vida y aceptó: «Está bien. Entonces... nos casaremos»>.
Parece una novela, ¿verdad? Pero ahí está el secreto de una vida poderosa. En el tipo de relación
que tenemos con Cristo. Si él es para nosotros solamente una teoría, un nombre, una doctrina, o si
es una persona, un amigo, un hermano.
«Pastor -preguntas, ¿quiere decir que yo puedo pedir sin temor una señal a Dios?». Depende. Si él
ya dejó instrucciones precisas y definidas sobre el asunto en su Palabra, y si estás dispuesto a
aceptar humildemente su consejo y eres amigo de Jesús hasta el punto de confiar así en él,
entonces puedes.
En cierta ocasión, después de oír un sermón sobre este asunto, una joven me buscó y me dijo:
«<Pastor, estoy casada con un joven que no es creyente, porque cuando él quiso que fuera su novia
le pedí a Dios una señal y él me respondió positivamente». Un momento... en la Palabra de Dios ya
existe una indicación clara de cómo proceder en ese caso: «No se unan con los incrédulos en un
yugo desigual». En este caso no se necesita pedir una señal. ¿Cómo verías el caso de un hombre que
quiere asaltar un banco y le pide una señal a Dios para saber si lo asalta o no? En la Biblia está
claramente expresado: «No robarás». No es necesaria otra señal además de esa clara advertencia.
Orar, ¡qué privilegio para el ser humano! Abrir el corazón a Dios como a un amigo y decirle con
franqueza lo que se siente o piensa; conversar, pedir consejo. Ese tipo de oración es el «alimento
del alma, el alimento de la nueva naturaleza».
Cuentan que en una de las guerras en Europa encontraron en las manos de un soldado muerto un
papel escrito en los momentos de agonía. Decía más o menos así: <<¡Oh!, Señor, yo nunca hablé
contigo. Hoy, por primera vez, al oír los disparos de las armas, al ver los cadáveres de mis
compañeros, al sentir que dentro de poco yo también voy a morir, tengo deseos de hablar contigo.
Es una pena que sea demasiado tarde>>.
No será que, como aquel soldado, tal vez tengamos que decir: «<¡Oh!, Señor, yo nunca hablé
contigo, porque lo que hacía no era orar. Era simplemente repetir una oración sin sentido, la
misma monótona oración de costumbre, pero hoy quiero hablar de verdad, abrirte el corazón y
sentir que eres mi amigo>>.
1. Mateo 6: 5,7.
2. Jueces 6: 36-37.
3. Jueces 6: 39.
4. 2 Corintios 6: 14.
<<Pastor-debes estar pensando-, ya sé, va a hablar del estudio de la Biblia. Ya sé que tengo que
estudiarla, pero no tengo ganas, no siento placer en su lectura>>.
En primer lugar, amigo mío, no debes encarar la lectura de la Biblia como un deber; tienes que
considerar la Palabra de Dios como una carta de amor.
de amor. ¿Qué hace un joven cuando recibe una carta de su enamorada? ¿Piensa: «Oh, qué fastidio,
no tengo ganas de leer esta carta, estoy cansado, pero voy a echarle un vistazo porque tengo que
hacerlo»? No, claro que no. Sucede todo lo contrario. El joven recibe la carta con gran entusiasmo,
la abre rápidamente y devora con ansiedad cada una de las palabras.
¿Y qué más hace? ¿La tira a la basura? No. La guarda en el bolsillo. Dos minutos después saca la
carta, vuelve a leerla y la guarda nuevamente. Antes de que pasen cinco minutos, la busca de
nuevo y la lee con la misma ansiedad que la primera vez. Una, otra y diez veces. De repente, ya no
necesita leerla, la memorizó completamente, con puntos y comas. Pero, aún así, continúa
leyéndola.
¿Dónde está el secreto? ¿Por qué tanta ansiedad para leer una carta? ¿Por qué no se cansa de
hacerlo? La palabra clave es <AMOR>. El joven ama a la persona que escribió esa carta. La Biblia,
mi querido joven, no es un código de normas y prohibiciones. No es un compendio de la historia de
un pueblo errante. No es un libro que trate de medidas, nombres y colores. No es un libro de
animales extraños y simbolismos proféticos. La Biblia, aunque contiene un poco de todo eso, es la
más hermosa carta de amor que haya sido escrita. Es la historia de un amor loco e incomprendido.
Es la historia de un amor que no se cansa de esperar. Es una declaración de amor escrita con la
tinta roja de la sangre del Cordero. Hay un hilo escarlata que atraviesa cada una de sus páginas,
desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Es la sangre del Cordero gritando desde el Calvario: «Hijo, te
amo a ti, tú eres lo más hermoso que tengo».
En la Biblia puedes encontrar también la historia de la vida de otros hombres y mujeres semejantes
a ti. Hombres y mujeres que sufrieron conflictos y tentaciones. Hombres y mujeres que a veces
resbalaron y que cayeron. Hombres y mujeres que lucharon en contra de su temperamento, sus
complejos y sus pasiones, pero que vencieron por la sangre del Cordero. A través de esas historias,
Dios te estará diciendo: «Hijo, tú también lo conseguirás, no te desanimes, mira hacia delante y
continúa»,
Pero, como en todas las cosas, también en la vida cristiana el gran enemigo es el formalismo. La
lectura mecánica de la Biblia no tiene mucho valor como alimento para la nueva naturaleza. La
lectura de la Biblia tiene que transformarse en un momento de compañerismo y diálogo con su
autor. Lee un versículo y medita en él. Trata de aplicar el mensaje de ese texto a tu vida.
Pregúntate a ti mismo: «¿Qué me está queriendo decir este versículo?». Después de eso, te toca
responder. Dile a Dios lo que piensas. Cuéntale cómo está marchando tu vida en relación con el
mensaje que acabas de leer. No tengas prisa. Trata de «saborear» cada minuto de tu diálogo con
Jesús. No interpretes eso como un deber o como una pesada carga que hay que llevar, sino como el
encuentro con las maravillosas promesas de Dios para ti.
Otra idea interesante para aprender a apreciar el estudio de la Biblia es leer la Sagrada Escritura
en primera persona del singular. Cada vez que encuentres la palabra «nosotros», o un verbo en
tercera persona, sustitúyelas por la palabra «yo>> o la primera persona del singular. Coloca tu vida
en las páginas de la Biblia. Piensa que Dios te está hablando a ti en particular, no a la humanidad
en general. Personaliza y aplícate cada expresión. Por ejemplo, en el versículo de Romanos 8:31,
que dice: "¿Qué más podemos decir? Que si Dios está a nuestro favor, nadie podrá estar en contra
de nosotros». Tú puedes leerlo así: «¿Qué más puedo decir? » «¿Que si Dios está a mi favor, nadie
podrá estar en contra mía?». Entonces puedes contarle a Dios qué está contra ti. Puedes hablarle
de tus temores, de tus dudas, de tus incertidumbres y terminar diciéndole que a pesar de todo eso,
crees que si él está contigo nada podrá atemorizarte.
Con estas ideas en mente, quiero compartir contigo algunas sugerencias prácticas que el pastor
Tercio Sarli nos recomienda al dedicar un período diario de meditación, oración y estudio de la
Palabra de Dios.
1. Escoge una hora: Así como tienes una determinada hora cada día para tus comidas, elige
también una hora para estar a solas con Dios, para meditar, orar y leer las Escrituras. ¿Sabes que
cada día de 24 horas tienes a tu disposición 96 períodos de 15 minutos? ¿Por qué no reservar
entonces dos o tres de esos períodos para la comunicación diaria con Dios?
2. Escoge un lugar: El lugar para tu hora de meditación debe ser silencioso, y donde otras personas
no puedan interrumpir tu concentración y atención. Puede ser en la sala, en el dormitorio, en el
escritorio o en medio de la naturaleza, debajo de un árbol o a orillas de un río, como
frecuentemente hacía Jesús. Lo importante es que el lugar sea, preferentemente, el mismo cada
día, y que tú te sientas cómodo.
3. Procura tranquilizarte: Olvida, en esa hora, tus preocupaciones; y emplea los primeros minutos
en total silencio, preparando así el corazón para la comunión con Dios. Si mientras transcurre la
hora de meditación te viene a la mente algo importante, anótalo en un papel, y así dejará de
molestarte.
4. Ten en mente el objetivo de esa hora: Estás allí para meditar, para hablar con Dios, para oír su
voz, para orar. No permitas que ninguna otra cosa te desvíe de ese plan. No uses ese tiempo para
pensar en programas de la iglesia, o cosas semejantes. Esa es la hora dedicada a la comunión con
Dios, no es para ningún otro compromiso.
5. Comienza con una invitación: Habla con Dios con toda naturalidad. Invítalo a estar contigo y
pídele que te bendiga en los momentos de meditación, lectura de la Biblia y oración.
6. Usa la Biblia: Escoge una porción de la Palabra de Dios y léela tranquilamente, meditando en
cada frase, en cada punto allí expuesto, procurando oír la voz de Dios a través de esa lectura. El
Espíritu Santo podrá revelarte maravillosas verdades para tu vida cristiana. Si lo prefieres, puedes
comenzar por los Evangelios, leyendo un capítulo cada día. Te sorprenderás con la cantidad de
nuevas gemas preciosas que descubrirás. Ten a mano un cuaderno para anotar tus nuevos
descubrimientos del Libro Sagrado.
7. Otros libros devocionales: Además de la Biblia, puedes leer otros buenos libros para meditar,
tales como El camino a Cristo, El Deseado de todas las gentes, Palabras de vida del gran Maestro, El
discurso maestro de Jesucristo, y tantos otros. Lo importante no es leer mucho, sino leer y meditar
en un pasaje o párrafo que sea suficiente para tu alimentación espiritual. Medita y digiere
serenamente lo que lees.
8. Momentos de oración: Ahora estás preparado para hablar más detenidamente con Dios como
con un amigo. Cuéntale todo lo que desees. Preséntale tus preocupaciones. Elena White dice:
«Presenta a Dios tus necesidades, gozo, tristeza, cuidados y temores. No puedes agobiarlo ni
cansarlo [...]. Su amoroso corazón se conmueve por nuestras tristezas, y aún por nuestra
presentación de ellas. Llévale todo lo que confunda tu mente. Ninguna cosa es demasiado grande
para que él no la pueda soportar, él sostiene los mundos y gobierna todos los asuntos del universo.
Ninguna cosa que de alguna manera afecte nuestra paz es tan pequeña que él no la note». Ora todo
el tiempo que desees, tanto como Dios te inspire a hacerlo.
9. ¿Cuánto tiempo se debe emplear en la comunión?: No se puede prescribir un tiempo igual para
todos los creyentes. Algunos se inician con quince minutos diarios, y después van aumentando a
medida que crece la capacidad de meditación y comunión. La alegría de esa hora es progresiva.
Dice la misma autora que haríamos bien en pasar una hora, cada día, meditando acerca de la vida
de Jesús y sus enseñanzas.
Ahora solamente te resta comenzar y perseverar. No te desanimes si algún día surge algún
impedimento. Vuelve a intentarlo y procura hacer cada vez más regular tu hora de comunión.
Como resultado de eso, disfrutarás más y más de la alegría de la salvación y tendrás el placer de
testificar acerca de tu fe y tu felicidad, porque con ellas... «el corazón que más plenamente
descansa en Cristo es el más ardiente y activo en el trabajo para él».6
1. Mateo 4:4.
2. Tercio Sarli, «A Hora Tranquila da Comunhão: O que é, e Como Realiza», Revista Adventista,
mayo de 1987, Casa Publicadora Brasileira.
3. Libros de nuestro sello editorial.
4. El camino a Cristo, edición joven (Doral, Florida: IADPA, 2017), p. 116. 5. El Deseado de todas
las gentes. (Doral, Florida: IADPA, 2007), cap. 8, p. 66. 6. El camino a Cristo, edición joven (Doral,
Florida: IADPA, 2017), p. 83.
¿No fue así? Nunca podrás olvidar aquellos días llenos de expectativas.
Especialmente el día en el que ella te dio la respuesta. Tú no sabías si estabas soñando o estabas
despierto. Tenías ganas de salir corriendo, de gritarle a todo el mundo: «¡Estoy feliz porque ella
me aceptó!». Al llegar a casa tomaste el teléfono y comenzaste a contárselo a tus amigos: «Tengo
buenas noticias. ¡Ella me ama!». Tomaste papel y pluma, y escribiste a tus parientes: <<¿Saben
algo? ¡Tengo novia!». En la calle, no podías quedarte callado, tenías que contarles a todos que
estabas enamorado. La felicidad que ese amor te proporcionaba era tan grande que si no se lo
contabas a los demás, explotaría dentro de tu corazón.
¿Pero qué sucede cuando un joven comienza una relación con una chica sin sentir amor por ella?
¿Sentiría las mismas ganas de contarle a todo el mundo que tiene novia? ¿O preferiría mantenerlo
en secreto para que nadie se entere de su relación con ella?
Eso es más o menos lo que sucede con nuestra amistad con Cristo. El día en que lleguemos a amar a
nuestro Señor Jesús con todo nuestro corazón, lo que más desearemos hacer será salir afuera y
contarle a los demás que encontramos el amor de nuestra vida. No nos será posible quedarnos
callados. Anunciar, testificar, contarle a los demás las maravillas de la salvación, será una
necesidad.
En la Biblia hay dos experiencias que no pueden estar separadas: la salvación y el testimonio.
La experiencia de la salvación nos lleva necesariamente a testificar. Es imposible que una persona
esté realmente salva y se quede callada, sin testificar. El gozo de la salvación es tan grande que
produce en nosotros la necesidad de contarles a los demás lo que estamos experimentando.
Comentemos el caso de uno de los primeros cristianos: Andrés. Era un joven sencillo que había
aceptado el mensaje del «Cordero» a través de Juan el Bautista.
Simón era hermano de Andrés. Además de hermanos, eran pescadores y trabajaban juntos. Esto
revela un elemento importante en la dinámica del testimonio: Es mucho más positivo y eficaz
testificar ante las personas con quienes nos relacionamos en nuestras actividades diarias. Con
seguridad, el testimonio de alguien es mucho más poderoso y efectivo en el caso de un amigo que
en el de un extraño.
Así que, mi querido joven, puedes buscar a un amigo en tu barrio, en tu lugar de trabajo o en la
universidad; y con la naturalidad propia de tu juventud, sin complicaciones y sin fingimiento,
puedes contarle lo que Cristo significa para ti, lo que Cristo ha aportado a tu vida, de qué manera
te ayuda en tus quehaceres cotidianos, cómo te bendice cada día y te proporciona paz y
tranquilidad. No te preocupes demasiado por la forma. Sencillamente actúa como un buen amigo y
preséntale a Cristo como tu gran amigo. Habla de cosas prácticas, de aquello que estás viviendo,
de tu vida diaria, de cómo Jesús te auxilia y orienta en tus estudios, en tu noviazgo y en tus
actividades deportivas. Cuéntale también la experiencia de otros jóvenes de la iglesia que
conozcas. Jóvenes que no eran felices, que vivían tristes, desesperados, quizá prisioneros de las
drogas y de otros vicios. Cuéntale cómo Jesús cambió la vida de esos jóvenes, y les dio la alegría y
la felicidad que necesitaban.
En algunas iglesias existen grupos de jóvenes a cuyas reuniones dan el nombre de «koinonías». Esos
núcleos se reúnen una vez por semana en la casa de uno de sus miembros. Los jóvenes llevan a sus
amigos, conversan, oran y estudian la Biblia juntos.
Como ves, mi querido joven, todo lo que se necesita para testificar o realizar una obra misionera,
como quieras llamarlo, es estar apasionado por Cristo. Tener el corazón rebosante de un amor tan
puro y tan maravilloso al punto que sea imposible guardarlo en secreto, que sea necesario contarlo,
anunciarlo y testificar de él.
Nunca consideres la labor misionera como una «carga». Acéptala como un privilegio, como un modo
de alimentar mejor la naturaleza de Cristo, porque cada vez que les cuentes a los demás tu amor
por Cristo, él mismo se profundizará más y más en tu corazón. Cada vez que presentes las verdades
bíblicas a tus amigos, esas verdades se harán más reales en tu propia vida.
La obra de testificar es uno de los secretos para ayudar a mantener viva la experiencia de la
conversión. En el libro El ministerio de la bondad, Elena White relata la siguiente historia: <<En
cierta ocasión un hombre, mientras viajaba en un día de invierno por lugares en donde la nieve se
había amontonado en grandes cantidades, quedó entumecido por el frío que le estaba quitando
imperceptiblemente toda fuerza vital. Estaba casi congelado, y a punto de renunciar a la lucha por
la existencia, cuando oyó los gemidos de un compañero de viaje, que también perecía de frío. Su
simpatía se despertó y decidió salvarlo. Restregó los helados miembros del desdichado, y después
de muchos esfuerzos logró ponerlo de pie. Como el recién hallado no podía mantenerse en pie, lo
llevó en brazos, con simpatía, a través de amontonamientos de nieve que él nunca hubiese pensado
poder pasar solo. Cuando hubo llevado a su compañero de viaje a un lugar de refugio, comprendió
repentinamente que al salvar a su prójimo, se había salvado a sí mismo. Sus ardorosos esfuerzos
para ayudar a otro, habían vivificado la sangre que se estaba helando en sus propias venas, y
habían hecho llegar un sano calor a sus extremidades».
Ella termina la historia diciendo: «La lección de que al ayudar a otros, nosotros mismos recibimos
ayuda, debe ser presentada continuamente a los nuevos creyentes, por precepto y por ejemplo, a
fin de que en su experiencia cristiana obtengan los mejores resultados>>.
Hace años leí la historia de un médico que encontró en la calle a un perro flaco, lleno de heridas y
con una pata quebrada. Sintiendo compasión por el infeliz animal, el médico lo llevó a su casa, le
curó las heridas, entablilló la pata quebrada y lo alimentó bien. Algunas semanas después estaba
completamente restablecido, pero fue suficiente que un día se quedara la puerta abierta para que
el perro desapareciera.
Al día siguiente, bien temprano por la mañana, el médico oyó que alguien arañaba la puerta. Salió
y se encontró con una escena increíble. El perro estaba de vuelta y traía con él a otro perro flaco
que tenía una pata quebrada. Esto es, precisamente, lo que ocurre en la vida del hombre que
encuentra a Jesús y se apasiona por él. ¿Cómo es posible quedarse callado? ¿Por qué guardarnos la
belleza del evangelio solo para nosotros? La felicidad es tan grande, que el único camino que queda
es salir y contar a los amigos lo que Cristo ha hecho por nosotros. ¿Estás listo para salir a testificar?
1. Juan 1: 40.
2. Mario Velloso, Comentario del Evangelio de Juan, p. 61.
3. El ministerio de la bondad, (Doral, Florida: IADPA, 2012), cap. 41, p. 270.
4. Ibíd., cap. 41, p. 271.
Es verdad que Cristo no está físicamente en nuestro medio. Está en el santuario celestial
intercediendo por nosotros. La intercesión y el juicio son obras que necesitan ser realizadas. Pero
él quiere al mismo tiempo andar con nosotros aquí en este mundo. Quiere tomar nuestra mano y
llevarnos por los caminos de la vida.
Sabe que en este mundo la vida es muy difícil, que necesitamos de un consolador, de alguien que
nos conforte, de alguien que nos sustente y nos dé el poder para vencer. ¿Cómo conseguir eso?
Aquí, en este punto, es donde aparece en el horizonte la persona maravillosa del Espíritu Santo. Al
aproximarse la fecha de su muerte, Cristo reunió a sus discípulos y les dijo: «Es mejor para ustedes
que yo me vaya. Porque si no me voy, el Defensor no vendrá [...]. Cuando venga el Espíritu de la
verdad, él los guiará a toda verdad».
¿Te das cuenta? El Espíritu Santo es el representante de Cristo hoy y aquí. Viene a consolamos, a
sustentamos y a guiarnos. «Andar con Dios», en realidad significa «andar con el Espíritu Santo».
Andar con Cristo cada día en una relación de amor no es otra cosa que permitir que el Espíritu de
Dios nos guíe.
¿Has pensado en como una fuerza, una especie de viento, o algo sin vida y sin cuerpo flotando por
el aire? Esta era la impresión que alguna ocasión en el Espíritu Santo yo tenía cuando era niño, Mi
madre oraba: «Oh, Dios, llénanos de tu Espíritu», y yo pensaba que una especie de bola de aire
entraría dentro de mí. Tardé años en entender que el Espíritu Santo es una persona. Él es Dios, al
igual que Dios el Padre y el Hijo, Jesucristo. Es una persona que conoce, que tiene voluntad, que
ama, que se entristece,'
Cuando Cristo ascendió al cielo envió al Espíritu Santo, no tan solo para que anduviera con
nosotros, sino para que viviera en nosotros. «¿Acaso no saben ustedes que son templo de Dios, y
que el Espíritu de Dios vive en ustedes?». Aquí se habla de una relación íntima.
No puede existir separación entre el Espíritu y nosotros. Él no quiere estar únicamente a nuestro
lado. Quiere estar en nosotros, dentro de nosotros, de manera que ninguna partícula de aire nos
pueda separar.
Aceptar su presencia en nuestro corazón nos permitirá *andar con Dios». Dejando que él ocupe
cada espacio de nuestro ser, podremos caminar con Cristo. Porque el Espíritu es su representante.
El Espíritu es Cristo en nosotros.
¿No es esto maravilloso? Lo máximo que Cristo podría hacer mediante su naturaleza humana sería
vivir a nuestro lado. Pero al ser representado por su Espíritu, trasciende la materia y habita en
nosotros.
El Espíritu Santo, mi querido joven, es hoy nuestra más urgente necesidad. El día en que él llene
nuestra vida, el día en que le entreguemos las llaves de nuestro corazón y le permitamos tomar
posesión de cada parte de nuestro ser, nuestra vida será transformada así como la vida del desierto
se transforma después de una lluvia abundante. Las vidas secas florecerán. Las vidas fracasadas se
tornarán victoriosas. Las improductivas producirán. Los corazones tristes y desanimados tendrán el
brillo de la alegría y la esperanza. Los vicios serán vencidos, las cadenas de los hábitos que nos
esclavizan serán quebradas. La voz del Espíritu es el grito de la libertad, es el canto de la victoria,
es el toque de clarín de un mañana glorioso.
Si fuéramos sensibles a los constantes llamados del Espíritu Santo, no correríamos el riesgo de
errar... «Y si te desvías a la derecha o a la izquierda, oirás una voz detrás de ti, que te dirá: "Por
aquí es el camino, vayan por aquí"»
El éxito de nuestra vida dependerá de nuestra sensibilidad para prestar oídos a esa voz. Ella estará
siempre hablándonos al corazón. Consolándonos cuando estemos tristes, confortándonos cuando
estemos desalentados, animándonos cuando estemos temerosos, iluminándonos cuando estemos en
duda, aconsejándonos cuando nos estemos desviando del camino.
Así es como se <«anda con Dios». Así es como se es «perfecto», justo y bueno. Oír la voz del
Espíritu de Dios, que nos habla la mayoría de las veces a través de aquello que llamamos
«conciencia», es la forma de asimos del brazo poderoso de Cristo y «andar con él»>.
Hablemos ahora de algo muy delicado: El pecado contra el Espíritu. ¿Oíste hablar de esto con
anterioridad? ¿En qué consiste el pecado contra el Espíritu Santo? Una de las doctrinas maravillosas
de la Biblia es la doctrina del perdón. Cristo murió por nosotros y con su muerte pagó el precio de
nuestros pecados. Si caemos a sus pies y lo reconocemos como nuestro Salvador, él borra nuestras
transgresiones. No importa el tipo de vida que hayamos vivido en el pasado. No importa cuán bajo
hayamos caído en el pecado. La Palabra de Dios dice que «si confesamos nuestros pecados, él es
fiel y justo para perdonar nuestros pecados>>.
Pero hay un pecado que, según la Biblia, no tiene perdón." ¿En qué consiste el pecado contra el
Espíritu Santo? ¿Cuál es la razón por la que Dios no lo perdona? ¿Cómo puede alguien saber si llegó a
cometer ese terrible pecado?
Vamos a ilustrar este asunto en forma práctica. Luis es un joven que nació en la iglesia. Es un
miembro que participa, activo, dedicado. Como todo joven, Luis tiene amigos en la universidad. Un
día los amigos lo invitan a una fiesta de cumpleaños que se celebrará en ocasión de una festividad
religiosa. La primera respuesta de Luis es «no». Pero los días pasan y los amigos insisten: «No tiene
nada de malo. Es tan solo una fiesta de cumpleaños». Lo peor de todo es que entre los amigos que
insisten está la joven que le gusta a Luis. Finalmente, llega el día de la fiesta. Luis asiste por la
mañana a su iglesia. En la tarde, después del almuerzo, siente con más intensidad la lucha de las
dos voces en el corazón. Una de ellas le dice: «Ve»; la otra: «No vayas». Luis no sabe qué hacer. En
ese momento suena el teléfono. Es la joven de la cual hablamos. <<Hola, Luis. Vas a ir al
cumpleaños, ¿verdad? No me vas a dejar ir sola, ¿no?». Luis se dirige al lugar del encuentro.
En el trayecto siente una voz que le habla muy fuerte al corazón: «<Luis, no puedes hacer eso, hoy
no es el día para eso. Este es un día dedicado al Señor. Donde realmente tienes que estar es en la
reunión de los jóvenes>>. Pero Luis sigue adelante. La voz no lo deja. Casi lo atormenta, es
insoportable. Esa voz es la voz del Espíritu Santo hablando al corazón.
Finalmente, Luis llega al lugar de la fiesta. Hay mucha alegría y música para el agrado de todos
excepto para él. La voz continúa, hablando y hablando. Él se siente mal y no logra quedarse allí
mucho tiempo. Vuelve a su casa corriendo. Se echa en la cama muy angustiado. La voz continúa:
«¿Por qué Luis? ¿Por qué? Lastimaste el corazón de tu amigo». Luis promete no hacer eso nunca
más.
El tiempo pasa. Otro día los amigos aparecen y lo invitan a una actividad en un parque.
Nuevamente la lucha comienza en su corazón. Hay una voz que le dice: «Puedes ir, Luis. Tú ya
fuiste una vez». Otra voz le dice: «<Luis, por favor, acuérdate de cuán triste fue la vez anterior»>.
Esta última voz es la del Espíritu Santo, pero Luis trata de silenciarla y no oírla.
En el autobús, mientras se dirige al paseo, la voz continúa hablando: «Luis, hoy deberías estar en la
iglesia>>. Pero Luis trata de distraerse para no escucharla. Allá en el pícnic, los muchachos y las
chicas tocan la guitarra, cantan, juegan, y después comienza la música, el baile, la cerveza. Luis
no llega a tanto. Por lo menos esta vez, no bebe cerveza.
Pero la vida continúa y los paseos, las fiestas y las salidas en los días dedicados al culto y a la
adoración a Dios se repiten con mayor frecuencia. La voz del Espíritu Santo continúa hablándole,
suplicándole, aconsejándole; y Luis siempre continúa tratando de olvidarla, distrayéndose para no
oírla. Pero no se da cuenta de que la voz lentamente, con el correr de los días, se va silenciando.
Se va silenciando... silenciando... hasta que un día no le habla más.
Cada vez que aparecía una nueva invitación, Luis iba con mayor facilidad. La voz le hablaba cada
vez más bajito. Ahora Luis no solamente va, sino que participa en todo: baila, fuma, bebe. Ya no
hay nada que lo intimide, hay nada que le duela. Y ya no espera una nueva ya no invitación, sino
que busca las invitaciones. Los principios y las normas ya no existen para él.
Ya no existe más su «amigo Jesús». Ni existe más la iglesia. Comienza a justificar sus actitudes.
Piensa que todo el mundo está equivocado. Que la iglesia es muy rígida y fanática, que todo
depende del juicio de cada uno, y así comienza a defender el error.
¿Dónde está la voz que le habló tan fuertemente a su corazón al punto de empujarlo a abandonar la
reunión y correr a la cama y llorar en aquella primera vez cuando los colegas de la universidad lo
invitaron a una fiesta de cumpleaños? ¿Dónde está aquella voz del Espíritu Santo que tantas otras
veces le habló, le suplicó y le imploró?
El dolor que sentimos en el corazón cuando comenzamos a recorrer caminos equivocados es la voz
del Espíritu Santo. Pero si no le hacemos caso, el dolor irá disminuyendo poco a poco hasta que el
corazón esté encallecido. Entonces ya no habrá más dolor. No hay más sensibilidad. Esto es lo que
la Biblia llama «el pecado contra el Espíritu Santo>>.
¿Y por qué no puede Dios perdonar ese pecado? ¿Será quizá porque lo ofendimos tanto que él ya no
quiere saber nada más de nosotros? No. No es por eso. El amor de Dios es un amor infinito,
misterioso e incomprensible. A pesar de nuestros errores, de nuestra obstinación, de nuestra
rebeldía contra la voz de su Espíritu, él nos continúa amando. Pero ¿por qué no se perdona
entonces el pecado contra el Espíritu Santo? No porque no se lo quiera perdonar, sino porque el ser
humano que llegó a cometer ese pecado ya no siente que es pecador. Le parece que todo está bien
para él. No hay nada ya que le duela. Nada que lo afecte. Ya no siente la voz de Dios suplicando a
su corazón. En consecuencia, vive anestesiado en su pecado. No necesita arrepentirse. ¿Para qué?
Piensa que no ha pecado. Ya no pide perdón, porque no siente necesidad de él. Y Dios no puede
obligar al ser humano a aceptar el perdón. El pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable. No
porque Dios no lo quiera perdonar, sino porque el hombre no acepta su perdón.
Tal vez estés pensando en este momento: ¿Habré ofendido alguna vez al Espíritu Santo de Dios? ¿No
será que muchas veces, cuando una voz me llamaba, continué haciendo cosas incorrectas? ¿Qué
debo hacer si me estoy distanciando de la voz de Dios? ¿Qué hacer si hoy, por no haber prestado
oído tantas veces a la voz del Espíritu, ella ya no me habla al corazón con la misma intensidad con
que me hablaba antes?
Cuando era misionero entre los indios campas, en la región amazónica peruana, viví una
experiencia que me enseñó una gran lección. Debía pasar una noche en el bosque y decidí hacer
una fogata. El fuego es vida para el indio. Con él prepara sus alimentos durante el día, y en la
noche le da luz, protección y calor.
«Pastor-me habían dicho los indios-, si alguna vez tiene que pasar la noche en la selva, haga una
fogata. El fuego lo calentará, y ahuyentará los animales y los insectos nocturnos».
Al acordarme de eso, busqué leña seca y preparé una fogata para cocinar, y proveer luz y calor.
Había aprendido todo eso en las clases para dirigentes juveniles. Busqué los fósforos en mi mochila
y para sorpresa mía la caja estaba completamente húmeda. Los palitos se fueron acabando uno a
uno sin conseguir nada más que algunas chispas. Me asusté. Me quedaban solamente cinco o seis
fósforos y si no conseguía prenderlos tendría que pasar la noche en medio de la oscuridad de una
selva desconocida. Temblé con solo pensarlo. Sabía lo que eso significaba. Traté de acordarme de
todo lo que había aprendido en la especialidad de fuegos y fogatas. Busqué un nido de pájaro
abandonado. Los nidos de pájaro generalmente tienen material que se enciende fácilmente. Lo
rodeé con pequeños palitos y hojas secas. ¡Listo! Estaba en la recta final. Utilicé dos fósforos más.
La chispa brotó y desapareció como las otras veces. Me saqué la camisa y la coloqué a un lado para
evitar la corriente de aire.
«Ahora sí-pensé, tiene que ser ahora». Pero solo obtuve una chispa. Casi corrí tras ella, soplando
levemente para ver si recobraba la vida. Nada.
La chispa brotó al frotar otro fósforo y cayó exactamente en medio del material inflamable del
nido. Soplé. La pequeña chispa se hizo mayor. Coloqué un poco de paja. Continué soplando. Una
hojita seca. Otra hojita más. Pronto apareció el fuego. Pequeñito al principio. Continué soplando.
Otra hoja seca más. Otra ramita. Una ramita mayor. Otra hoja y en poco tiempo el fuego llegó a su
plenitud. Estaba a salvo. Gracias a Dios no pasaría la noche en la oscuridad y en el frío. Tenía luz.
Tenía calor. Tenía fuego. Estaba a salvo.
¿Ves? A veces, por esas cosas que la vida tiene, nos vamos distanciando de Dios, nos alejamos
lentamente hacia una tierra distante. Lejos del Padre, lejos de la iglesia, lejos de los hermanos,
lejos hasta de nosotros mismos. Allá en la tierra de la angustia, de la desesperación, de la soledad,
quedamos solos, perdidos y tristes. Y clamamos en nuestro corazón: «¿Hay esperanza para mí?». El
Señor Jesús responde: «Sí, querido hijo, la hay. Yo nunca te dejé de amar, mi Espíritu siempre
estuvo contigo. Ven, ahora, a mis brazos de amor».
En este momento es posible que la voz de Dios esté ardiendo en tu corazón como una gran fogata.
Si es así, agradécele al Padre y continúa siendo iluminado y dirigido por el Espíritu. Es también
posible que la voz de Dios haya llegado a ser tan solo un pequeño fuego en tu vida. Por favor, no
dejes que ese fuego se apague. ¿Pero qué sucederá si la voz del Espíritu en tu vida es apenas una
pequeña chispa? Por favor, aférrate a ella desesperadamente. No permitas que desaparezca.
Obedécela, déjate guiar por ella, escúchala. Al principio no será más que una chispa, pero luego se
transformará en fuego, y si continúas oyéndola y obedeciéndola, se transformará en una gran
hoguera de vida.
El fuego del Espíritu es nuestra garantía de victoria. Él terminará en nuestra vida la obra redentora
de Cristo. Estar llenos del Espíritu significa dejarnos guiar por su voz, seguir su consejo, obedecer
sus orientaciones. ¿Estamos dispuestos a hacerlo?
1. Juan 16: 7, 13.
2. Ver 1 Corintios 2: 11.
3. Ibíd.
4. Ver Romanos 15: 30. 5. Ver Efesios 4: 30.
6. 1 Corintios 3: 16.
7. Isaías 30:21..
8. 1 Juan 1:9.
9. Mateo 12: 32,
LA PREGUNTA DEL JOVEN rico «¿Qué haré para tener la vida eterna?» es la pregunta que palpita en
el corazón de la humanidad. El hombre fue creado para vivir. Lo que más quiere es vivir. La vida
puede ser la más miserable de las vidas, pero cuando llega la hora de la muerte el hombre se
aferra desesperadamente a la vida. La muerte es un intruso en la experiencia humana y por eso no
es aceptada. El mayor deseo del hombre es vivir. Para tener vida, el hombre es capaz de hacer
cualquier cosa, pagar cualquier precio, realizar cualquier sacrificio. «¿Qué haré para tener la vida
eterna?»> es el grito desesperado del corazón humano. La respuesta de Cristo es sencilla: «Y esta
es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has
enviado».
La razón para creer que el verdadero cristianismo es una relación personal entre Cristo y el
hombre, surge del hecho de que la justicia y el pecado solo pueden existir entre personas. Una
estrella, un gato, una mesa o una piedra no pueden pecar ni ser justos. Solamente las personas
pecan. Por esto el pecado es más que la violación de la ley, es la interrupción de la relación de
amor entre Cristo y el ser humano. Esa es la verdadera desgracia del pecado. Cuando peco, estoy
lastimando a mi Jesús, hiriéndome a mí mismo y produciendo separación entre ambos.
La maldad del pecado del Edén consistió en algo más profundo que el simple hecho de comer el
fruto prohibido. Su verdadera dimensión reside en el hecho de que Adán se escondió de Dios. Esto
es, precisamente, lo peor del pecado. El ser humano que antes corría y se arrojaba en los brazos
del Padre amante, después de pecar se escondió de miedo y le causó un profundo sufrimiento al
corazón de Dios.
¿Estaba el Padre triste solamente porque alguien había quebrantado la ley? ¿O estaba sufriendo
debido a la separación?
Esto nos lleva a la conclusión de que la salvación, la vida eterna, consiste en una reconciliación, o
una nueva relación personal con el Señor de la salvación. Somos salvos cuando creemos en Jesús,
cuando amamos la persona de Jesús, no cuando solamente amamos su nombre, sus doctrinas o su
iglesia.
No podemos, sin embargo, amar a una persona sin conocerla. Por eso el enemigo hará todo lo
posible para distanciamos más y más de Dios o, por el contrario, para llevamos falsamente al Señor
a través de una concepción equivocada del Padre. El enemigo no quiere que conozcamos a Jesús o,
en la peor de las hipótesis, quiere que lo conozcamos como un Dios tirano, dictador, preocupado
más por sus normas que por sus hijos. Esa imagen de Dios no inspira amor, inspira miedo; no inspira
deseos de servirle, produce la obligación de servirle. Y la consecuencia es una religión triste, un
cristianismo formal. Es el miedo al castigo lo que nos lleva a obedecer. Y el enemigo se siente feliz
con eso. Consiguió lo que quería. Si no consiguió apartarnos del Padre, al menos nos acercó a él
con motivaciones equivocadas.
Conocer a Jesús es todo, ¿sabes por qué? Porque al conocerlo tal como es, al conocer lo que hizo
por nosotros en la cruz del Calvario, al saber cuánto nos amó y nos ama a pesar de nuestras
actitudes o de nuestra rebeldía, no podremos hacer otra cosa sino apasionamos por él, amarlo con
todas las fuerzas de nuestro ser. Y porque lo amamos, desearemos ser como él es, vivir como él
quiere, ver siempre una sonrisa de felicidad en su rostro. Consecuentemente, dejaremos de hacer
todo aquello que lo entristece y haremos, por el contrario, todo aquello que lo hace feliz.
Conocer a Jesús es todo, porque la salvación no proviene del esfuerzo humano, es un regalo de
Dios, y ese regalo es la persona de Jesucristo. La salvación no viene de Jesucristo. La salvación es
Jesucristo. Aceptar la salvación es aceptar a Jesucristo. Conocer a Jesús es tener la salvación y por
tanto tener la vida eterna.
Cuando el apóstol Juan habla de «conocer a Jesús», no está hablando tan solo de un conocimiento
teórico. Juan vivía en una época en que predominaba el pensamiento helenístico. Los griegos
endiosaban el conocimiento teórico. Antes de que un griego dijera que conocía una flor, estudiaba
todo lo que las enciclopedias y los libros decían sobre ella, y entonces afirmaba: «Conozco esa
flor>>. Pero Juan, iba aún más allá. Antes de poder decir que conocía esa flor, además de leer lo
que los libros decían sobre ella, tenía que ir al campo, verla, tocarla, sentir en sus manos su
belleza, olerla, acariciarla y entonces podía decir: «Conozco esa flor».
«Conocer», para los griegos que vivían en el tiempo de Juan, era acumular conocimientos teóricos.
«Conocer»>, para el discípulo amado, era una experiencia de vida. El conocimiento teórico puede
funcionar mientras las cosas andan bien. Pero en cambio, el conocimiento experimental es la única
solución para los momentos de crisis.
La mayoría de los discípulos se limitaban a oír las palabras de Jesús. Juan iba más allá: Se acercaba
al Maestro y reclinaba la cabeza sobre Jesús. La diferencia se reveló cuando llegó la crisis. Cuando
los judíos prendieron a Jesús y lo llevaron al Calvario, todo el mundo lo abandonó. El único que
permaneció cerca fue aquel que no se había contentado con oírlo o apenas saber acerca de él, sino
que había tratado de adquirir un conocimiento experimental.
«Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has
enviado>>. Tan simple como una flor, como un niño, como una sonrisa, como todas las cosas de
Dios. Los seres humanos somos los que a veces complicamos las cosas. Las hacemos difíciles y les
robamos la belleza natural.
Esta breve obra, mi querido lector, ha pretendido presentarte de manera sencilla todo el proceso
de la conversión y de la vida cristiana. Los teólogos le dan los siguientes nombres: justificación,
justicia imputada, justicia impartida o comunicada, santificación y glorificación.
«Pero yo no encontré esas palabras a lo largo de la lectura», estarás pensando. Y tienes razón. No
las mencioné ni siquiera una vez. Tú ya las has escuchado otras veces en tu vida, aunque el solo
oírlas no te ayudó mucho en la práctica. Yo quise mostrarte esos asuntos de una manera diferente.
En el primer capítulo, por ejemplo, mencioné la historia del joven rico. Triste ejemplo del hombre
que busca la justicia por sus vida vacía y sin sentido. Mi experiencia propia, cuando propios
esfuerzos. El resultado es una era joven, fue muy parecida a la del joven rico. En el capítulo tres
intenté explicarte de la manera más sencilla posible el profundo tema del perdón, de la expiación y
de la justificación. Lo que Cristo hizo por nosotros en la cruz no fue tan solo liberarnos de nuestra
culpa, sino una sustitución. Alguien pagó por nuestros pecados. Él fue tratado como nosotros
merecíamos ser tratados para que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece. Él ocupó
nuestro lugar. Ahora nosotros podemos ocupar el suyo. Él nos ofrece sus méritos, sus obras, su
justicia, toma sobre sí nuestros pecados y paga el precio de los mismos en la cruz. Al verlo clavado
en la cruz nos sentimos atraídos por él. Somos reconciliados por él, y por él somos justificados y
recibimos una nueva naturaleza. Esto es lo que llamamos <<justicia imputada».
Pero ¿por qué después de justificados y reconciliados continuamos teniendo deseos de pecar? Ahí
surge el asunto de las dos naturalezas: ¿eres lobo u oveja? Tenemos que alimentar nuestra relación
con Cristo a través de la oración, del estudio de la Biblia y del trabajo de la testificación, y
tenemos que matar de hambre a la naturaleza mala. En otras palabras, tenemos que andar con
Dios, tal como Enoc, Noé, Abraham y David, en una relación de amor. Esto es lo que llamamos
«santificación». La lucha, sin embargo, continuará hasta el regreso de Cristo. Solo entonces
sucederá el otro milagro: Dios eliminará nuestra naturaleza pecaminosa para siempre y la
destruirá. Esto es lo que llamamos «glorificación». Entonces la lucha habrá acabado.
Pero mientras Cristo no regrese, la caminata continuará y en esa experiencia el Señor Jesús nos
asiste cada día con la presencia de su Santo Espíritu, dándonos su justicia permanente. Esto es lo
que llamamos «justicia impartida o comunicada»
Como ves, en esta obra no estuve preocupado tanto con la terminología, sino con el hecho de que
me entendieras. Traté de mostrarte asuntos prácticos en vez de hablar de conceptos teóricos. En
vez de tratar del «qué», me preocupé de mostrarte el «cómo>> Nada de esto, sin embargo, tiene
valor sin el maravilloso «quién». Él es el personaje central de este libro y él tendrá que ser el
personaje central de nuestra vida si queremos disfrutar una experiencia cristiana exitosa y feliz.
Nunca podré olvidar la emoción que me produjo la lectura de un incidente ocurrido hace mucho en
los Estados Unidos.
Treinta y seis niños estaban atrapados en el corazón de Chicago, en un aula de clases en el segundo
piso de una escuela que estaba en llamas. Todos los que pudieron salir ya lo habían hecho. Las
escaleras habían sido invadidas por las llamas y el humo. Las salidas de emergencia estaban
atascadas. No había otra salida. Treinta y seis caritas de niños asustados estaban pegadas a los
vidrios de las ventanas. Los bomberos todavía no habían llegado. No había policías por allí cerca. El
rescate parecía imposible.
Mark Spencer vivía a dos cuadras, calle abajo. Cuando vio el fuego, corrió a la escuela. Su misión,
en aquella mañana, no era una misión de rutina como la de un policía o un bombero. Mark fue
impulsado por otro sentimiento. Al llegar al lugar les gritó a los niños que rompieran los vidrios. Los
pedazos de vidrio cayeron al suelo.
Mark era un hombre alto, musculoso y fuerte. Todos podían ver un brillo de confianza en sus ojos,
la seguridad de sus brazos y el amor en su voz cuando a gritos les dijo a los niños: «<Salten, que yo
los tomaré en mis brazos». Uno a uno aquellos niñitos comenzaron a saltar. Los poderosos brazos
de Mark los agarraba y los depositaba en el suelo. Finalmente, todos estuvieron a salvo. Quiero
decir, todos menos uno. El pequeño Mike miraba hacia abajo y daba un paso atrás con miedo. Mark,
le gritó, suplicó, pidió y ordenó: «Salta, nada te va a suceder, yo te voy a tomar en mis brazos>>.
Sus treinta y cinco compañeros gritaban: «Salta, Mike, salta. Nosotros pudimos saltar, tú también
vas a poder>>. El chico quedó allí helado de miedo. Al día siguiente, encontraron su cuerpecito
carbonizado. Era el cuerpo de Mike, hijo de Mark Spencer.
¿Qué fue lo que sucedió? ¿Qué es lo que salió mal? No lo sabemos. Nadie lo sabrá nunca. El era un
padre amoroso. Le había dado a su hijo todo lo que el chico necesitaba, había jugado con él, le
había dado cariño, había dividido con él parte de su corazón. En el momento en que la vida de Mike
estaba en el péndulo, entre la esperanza y el desastre, entre el triunfo y la tragedia, entre la vida
y la muerte, Mark estuvo allí con los brazos abiertos, pidiendo, suplicando, implorando, llorando
para que el hijo saltara no al frío, cruel y asesino cemento de la calle, sino a sus seguros y
acogedores brazos de padre.
Pero algo falló, y Mike murió. ¿Seremos diferentes? ¿Correremos con alegría a los brazos amantes
de nuestro bondadoso Padre y mantendremos con él una relación de amor mutuo, o
permaneceremos impávidos como el pequeño Mike; temerosos, porque las llamas del formalismo
nos llevan a ver la imagen distorsionada de un Dios tirano y justiciero?
«<Hay mucha gente amable en este mundo, que quiere colaborar de alguna forma. Anhela dar la
vida por otros, y amar a quien precisa de atención. Pero ¿cómo podremos amar a los hombres, si
todavía no sabemos amar a Jesús? ¿Y cómo amaremos a quien nos ama, si no lo conocemos allá en
la cruz? Conocer a Jesús es todo lo que necesito conocer. Entender el amor es todo lo que preciso
comprender, para tener poder para vivir».
1. Juan 17: 3
2. Ver Juan 19: 26, 27.
3. Juan 17: 3.
4. Himno Conocer a Jesús. Letra y música de Williams Costa (Jr.).