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La Iglesia

La Iglesia ha estado marcada por tensiones que amenazan su unidad desde sus inicios, pero los líderes de la Iglesia siempre han llamado a la unidad basada en el Espíritu Santo. Aunque la Iglesia está formada por personas pecadoras, es santa por su origen divino, sus enseñanzas y sacramentos, y por la santificación continua obra del Espíritu Santo. La Iglesia también es católica o universal por mandato de Cristo para llevar el evangelio a todas las naciones, y es apostólic

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La Iglesia

La Iglesia ha estado marcada por tensiones que amenazan su unidad desde sus inicios, pero los líderes de la Iglesia siempre han llamado a la unidad basada en el Espíritu Santo. Aunque la Iglesia está formada por personas pecadoras, es santa por su origen divino, sus enseñanzas y sacramentos, y por la santificación continua obra del Espíritu Santo. La Iglesia también es católica o universal por mandato de Cristo para llevar el evangelio a todas las naciones, y es apostólic

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LA IGLESIA

La historia de la Iglesia, sin embargo, se ha desarrollado ya desde los comienzos entre


tensiones e impulsos que comprometían su unidad, hasta el punto de que suscitó
llamamientos y amonestaciones por parte de los Apóstoles y, en particular, de Pablo,
quien llegó a exclamar: «¿Está dividido Cristo?» (1 Co 1, 13). Ha sido y sigue siendo la
manifestación de la inclinación de los hombres a enfrentarse unos a otros. Es como si se
debiera, y quisiera, desempeñar el propio papel en la economía de la dispersión,
representada eficazmente en las páginas bíblicas sobre Babel.

Pero los padres y pastores de la Iglesia siempre han hecho llamamientos a la unidad, a
la luz de Pentecostés, que ha sido contrapuesto a Babel. El Concilio Vaticano II observa:
«El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna toda la Iglesia, realiza
esa admirable unión de los fieles y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el
Principio de la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio, 2). El hecho de reconocer,
sobre todo hoy, que del Espíritu Santo brotan todos los esfuerzos leales por superar
todas las divisiones y reunificar a los cristianos (ecumenismo) no puede menos de ser
fuente de gozo, de esperanza y de oración para la Iglesia.

4. En la profesión de fe que hacemos en el Símbolo se dice, asimismo, que la Iglesia es


«santa». Hay que precisar enseguida que lo es en virtud de su origen e institución divina.
Santo es Cristo, quien instituyó a su Iglesia mereciendo para ella, por medio del sacrificio
de la cruz, el don del Espíritu Santo, fuente inagotable de su santidad, y principio y
fundamento de su unidad. La Iglesia es santa por su fin: la gloria de Dios y la salvación
de los hombres; es santa por los medios que emplea para lograr ese fin, medios
que encierran en sí mismos la santidad de Cristo y del Espíritu Santo. Son: la enseñanza
de Cristo, resumida en la revelación del amor de Dios hacia nosotros y en el doble
mandamiento de la caridad; los siete sacramentos y todo el culto ―la liturgia―,
especialmente la Eucaristía, y la vida de oración. Todo esto es un ordenamiento divino
de vida, en el que el Espíritu Santo obra por medio de la gracia infundida y alimentada
en los creyentes y enriquecida por carismas multiformes para el bien de toda la Iglesia.

También ésta es una verdad fundamental, confesada en el Credo y ya afirmada en


la carta a los Efesios, en la que se explica la razón de esa santidad: «Cristo amó a la
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (5, 25-26). La santificó con la
efusión de su Espíritu, como dice el Concilio Vaticano II: «Fue enviado el Espíritu Santo
el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia» (Lumen gentium, 4).
Aquí está el fundamento ontológico de nuestra fe en la santidad de la Iglesia. Los
numerosos modos como dicha santidad se manifiesta en la vida de los cristianos y en el
desarrollo de los acontecimientos religiosos y sociales de la historia, son una
confirmación continua de la verdad encerrada en el Credo; es un modo empírico de
descubrirla y, en cierta medida, de constatar una presencia en la que creemos. Sí,
constatamos de hecho que muchos miembros de la Iglesia son santos. Muchos poseen,
por lo menos, esa santidad ordinaria que deriva del estado de gracia santificante en que
viven. Pero cada vez es mayor el número de quienes presentan los signos de la santidad
en grado heroico. La Iglesia se alegra de poder reconocer y exaltar esa santidad de
tantos siervos y siervas de Dios, que se mantuvieron fieles hasta la muerte. Es como una
compensación sociológica por la presencia de los pobres pecadores, una invitación que
se les dirige a ellos .y, por tanto, también a todos nosotros, para que nos pongamos en
el camino de los santos.
Pero sigue siendo verdad que la santidad pertenece a la Iglesia por su institución divina
y por la efusión continua de dones que el Espíritu Santo derrama entre los fieles y en
todo el conjunto del «cuerpo de Cristo» desde Pentecostés. Esto no excluye que, según
el Concilio, sea un objetivo que todos y cada uno deben lograr siguiendo las huellas de
Cristo (cf. Lumen gentium, 40).

5. Otra nota de la Iglesia en la que confesamos nuestra fe es la «catolicidad». En


realidad, la Iglesia es por institución divina «católica», o sea «universal» (En
griego kath'hólon: que comprende todo). Por lo que se sabe, san Ignacio de Antioquía
fue el primero que usó este término escribiendo a los fieles de Esmirna: «Donde está
Jesucristo, allí está la Iglesia católica» (Ad Smirn., 8). Toda la tradición de los Padres y
Doctores de la Iglesia repite esta definición de origen evangélico, hasta el Concilio
Vaticano II, que enseña: «Este carácter de universalidad que distingue al pueblo de Dios
es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tienda, eficaz y perpetuamente
a recapitular toda la humanidad (...) bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu»
(Lumen gentium, 13).

Esta catolicidad es una dimensión profunda, fundada en el poder universal de Cristo


resucitado (cf. Mt 28, 18) y en la extensión universal de la acción del Espíritu Santo
(cf. Sb 1, 7), y fue comunicada a la Iglesia por institución divina. Efectivamente, la
Iglesia era católica ya desde el primer día de su existencia histórica, la mañana de
Pentecostés. «Universalidad» significa estar abierta a toda la humanidad, a todos los
hombres y todas las culturas, por encima de los estrechos límites espaciales, culturales
y religiosos a los que podía estar ligada la mentalidad de algunos de sus miembros,
llamados judaizantes. Jesús dió a los Apóstoles el supremo mandato: «Id (...) y haced
discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19). Antes les había prometido: «Seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,
8). También aquí nos hallamos frente a una forma constitutiva de la misión y no frente
al simple hecho empírico de la difusión de la Iglesia en medio de personas que
pertenecían a «todas las gentes»; es decir, a todos los hombres. La universalidad es otra
propiedad que la Iglesia posee por su misma naturaleza, en virtud de su institución
divina. Es una dimensión constitutiva, que posee desde el principio como Iglesia una y
santa, y que no se puede concebir como el resultado de una «suma» de todas las Iglesias
particulares. Precisamente por su dimensión de origen divino es objeto de la fe que
profesamos en el Credo.

6. Por último, con la misma fe confesamos que la Iglesia de Cristo es «apostólica», esto
es, edificada ―por Cristo y en Cristo― sobre los Apóstoles, de quienes recibió la verdad
divina revelada. La Iglesia es apostólica, puesto que conserva esta tradición apostólica
y la custodia como su depósito más precioso.

Los custodios designados y autorizados de este depósito son los sucesores de los
Apóstoles, asistidos por el Espíritu Santo. Pero no cabe duda de que todos los creyentes,
unidos a sus pastores legítimos y, por tanto, a la totalidad de la Iglesia, participan en la
apostolicidad de la Iglesia; en otras palabras, participan en su vínculo con los Apóstoles
y, por medio de ellos, con Cristo. Por esta razón, la Iglesia no se puede reducir a la sola
jerarquía eclesiástica que es, ciertamente, su quicio institucional. Pero todos los
miembros de la Iglesia ―pastores y fieles― pertenecen y están llamados a desempeñar
un papel activo en el único pueblo de Dios, que recibe de él el don del vínculo con los
Apóstoles y con Cristo, en el Espíritu Santo. Como leemos en la carta a los Efesios:
«Edificados sobre el cimiento de los Apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo
(...), estáis siendo edificados juntamente, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (2,
20. 22).

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