La Luz de Mi Corazon - Aretxa Tabar
La Luz de Mi Corazon - Aretxa Tabar
La Luz de Mi Corazon - Aretxa Tabar
LA LUZ DE MI CORAZÓN
ÍNDICE
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Veintidós
Veintitrés
Veinticuatro
Veinticinco
Veintiséis
Veintisiete
Veintiocho
Veintinueve
Treinta
Treinta y uno
Treinta y dos
Treinta y tres
Treinta y cuatro
Treinta y cinco
Treinta y seis
Treinta y siete
Treinta y ocho
Treinta y nueve
Cuarenta
Epílogo
Créditos
LA LUZ DE MI CORAZÓN
Aretxa Tabar
UNO
Un año atrás
Un hombre alto de pelo oscuro se plantó en lo alto de las escaleras del pub.
Desde allí desplazó una impasible mirada por el local, y después bajó los
escalones con una abstraída indiferencia que no supe si obedecía a una
calculada estrategia o si formaba parte de su naturaleza. Una vez junto a la
barra, se acomodó en uno de sus extremos y llamó la atención de la
camarera.
La mía ya la tenía. Estudié de forma furtiva al atractivo desconocido. No
parecía ser de los de tipo «cazador», aquellos que se dedicaban a escanear
el local en busca de un ligue puntual. Paseó, sí, de nuevo, la mirada a su
alrededor, pero lo hizo sin mostrar un excesivo interés. O tal vez fuera esa,
precisamente, su estrategia.
Si así era, le funcionaba de maravilla. Al menos, conmigo. No había
pasado ni un minuto desde su aparición y ya me tenía hipnotizado.
Intensifiqué mi escrutinio, pero la semipenumbra del local dificultaba la
tarea. Lo único que acerté a distinguir es que parecía rondar la treintena, y
que su cabello era oscuro.
Estaba tan abstraído en mi particular ejercicio de observación que no
pude reaccionar a tiempo cuando miró hacia mí, y así, nuestras miradas se
cruzaron. Aparté la cara bruscamente, abochornado por haber sido pillado
in fraganti, pero no antes de detectar en la suya un gesto de sorpresa. Fue
una reacción tan intrigante que volví a mirarle enseguida. Él seguía
observándome, y me dio la sensación de que lo hacía con un destello de
reconocimiento.
Aquello me sorprendió y, olvidándome de toda discreción, entorné los
ojos en un esfuerzo por identificar sus rasgos. ¿Le conocía, acaso? Y si así
era, ¿de qué, cuándo, cómo, dónde? Era imposible que, de haber coincidido
previamente con él, hubiese escapado a mi atención.
No pude ahondar en mi pesquisa, porque, en ese momento, una
susurrante voz en mi oído requirió mi atención.
—Hola, guapo.
Me giré para sonreír a Juanepi, nuestra tercera pata en la tríada de muy
mejores amigos. Menudo, de pelo castaño y encrespado y con una
prominente barriguita, tenía que soportar la sufrida —pero, pese a todo,
cariñosa— etiqueta de «hetero defectuoso» con la que Ana lo catalogaba.
Según ella, si no lucía la preceptiva tableta de chocolate por abdomen ni
una descuidada barba de tres días, nuestro querido amigo era carne de
Tinder, el purgatorio al que estaban condenados los heteros «no estándar».
—Hola, ¿cómo estás? —pregunté distraído, más pendiente del recién
llegado.
—Mal —se lamentó él con un rictus—. Vicenta me ha dejado.
Oh, sí, se me olvidaba: al anterior listado de carencias había que añadir
que padeciera una recurrente incapacidad para mantener una pareja más allá
de los dos primeros meses de relación.
—Vaya, lo siento —me solidaricé—. Pero, ¡eh!, Número Ocho era una
flaquita gruñona que no te merecía. —Juanepi sonrió, triste como un perrito
abandonado. La tal Vicenta era el octavo intento en su cuenta de parejas
malogradas. Le di un pequeño empujón con el hombro y levanté mi cerveza
en un brindis—. ¡Que le den! —Juanepi suspiró, infeliz—. Oye, venga, no
te vengas abajo.
—¿Y cómo no? —Se acodó, desalentado, sobre la barra—. Un día de
estos me tocará ir a recoger mi autoestima a Nueva Zelanda, joder.
Le di unos toquecitos con el dedo en el mentón.
—Eh, quiero ver esa barbilla bien alta, ¿entendido? Eres una joyita, y
algún día aparecerá la orfebre que sabrá apreciarte.
—Mientras no sea una usurera… —Echó un largo trago a su copa y
escudriñó el local—. ¿Y Ana de las bragas verdes? Necesito de su
incombustible optimismo o, en su defecto, de su inagotable capacidad para
beber sin perder el conocimiento.
Hice un gesto vago hacia la pista de baile.
—Por ahí. Pero antes de que te dejes arrastrar a un infierno de tristeza y
desesperación… —Señalé con disimulo al desconocido—. ¿Te suena ese de
ahí?
Juanepi miró hacia donde le indicaba.
—No.
—¿Seguro?
Achicó los ojos.
—Seguro —se reafirmó—. No lo he visto nunca por aquí. —Se pegó
más a mí y adoptó un tono confidencial—. Uy, ¿sabes que de vez en cuando
te echa miraditas?
Asentí en silencio. ¡Y tanto que lo había notado! Era justo lo que estaba
convirtiendo mi estómago en una noria.
Juanepi lo estudió unos segundos con atención, y al cabo, chasqueó la
lengua.
—Pues siento decirte que parece uno de los de rollo fin de semana y
adiós —sentenció—. No es tu tipo.
—¿Y tú qué sabes cuál es mi tipo? —contraataqué, contrariado.
Una ceja marcada por la obviedad se dibujó en su frente.
—Querido Brunete —empezó a decir—, tú buscas cenas a la luz de la
luna, criatura. Paseos a la orilla del mar, velas, luces atenuadas... ¡Eres un
romántico incurable! Te van las relaciones rollo siglo XVIII, y ese mozo de
ahí parece más del XXI, de los de tipo habitación de hotel sin derecho a
desayuno. ¿Comprendes?
—Oye, que a mí también me gusta follar de vez en cuando, ¿eh? —me
revolví, molesto.
Él lució de nuevo una cuestionadora ceja.
—Por mucho que sepas pronunciar ese verbo, no cuela. Que te conozco,
y me sé de memoria la secuencia. —Fue enumerando con los dedos—: Os
acostáis, y te enamoras. Si no os acostáis, te enamoras el doble. Si no
consigues ni siquiera hablar con él, te enamoras vía intravenosa.
—Joder, Juanito, no ayudas nada, ¿eh?
Esa era, con todo, la peor de sus carencias: no ser el George Downes que
toda mujer, fuese o no la Julianne Potter de La boda de mi mejor amigo,
necesitaba en su vida. Alguien que le dijera que, ¡qué demonios!, pese a que
faltara todo lo demás, el baile estaba asegurado.
—Vale, pues si estás tan decidida —dijo—, ¿por qué no le pides a Ana
que te lo presente?
—¡Sí, hombre! ¡Para que se lo quede ella!
Él arrugó los labios en un gesto de consenso.
—Cierto, es lo que haría esa cabeza huec… Oh, oh.
—¿Oh, oh, qué?
—Cabezahueca en persona —anunció, agitando la barbilla hacia la pista
de baile—. Te está haciendo señas, creo que quiere que te unas a ella en lo
de desencajarse los huesos.
—Paso.
—No deberías… —canturreó en tono de advertencia.
Su aviso estaba más que justificado. Ignorarla —y, sobre todo, centrar mi
atención en el desconocido— provocó que lo situara, a su vez, en su punto
de mira. Con las mejillas encendidas por el baile, Ana se acercó a nosotros.
Apenas dedicó un par de segundos a evaluar la situación y, sin mediar
palabra, y por lo que fuese que tuviese en ese cerebro suyo de corchopán,
engarfió mi barbilla con los dedos y, ni corta ni perezosa, me encajó un
beso en los labios que ríete tú del de Ingrid Bergman y Cary Grant en
Encadenados.
Una vez me liberó, colocó sus manos sobre mis hombros y esbozó una
sonrisa de reconocimiento.
—Hermanito, ese tiene un polvazo. ¡Sí, señor!
—Lárgate —mascullé entre dientes, forzando una sonrisa.
—¿Por qué? —Arqueó las cejas, vanidosa—. ¿Tienes miedo de que yo le
guste más?
Desvió la mirada hacia el desconocido, que nos observaba a su vez, y,
sonriéndole de forma provocadora, le guiñó un ojo.
Cinco segundos después, aquel, con un gesto de decepción pintado en su
rostro, recogió sus cosas y salió del Muschel sin mirar atrás.
CUATRO
A esa primera cita le sucedieron varias más durante los dos meses
siguientes, pese a las dificultades. El trabajo mantenía muy ocupado a Mael,
y aunque siempre sacaba tiempo para un café, una comida o una cena, en
más de una ocasión nuestros encuentros se vieron interrumpidos por
llamadas de su oficina, cuando no directamente anulados o aplazados a
causa de viajes imprevistos o porque debía ocuparse de algún problema.
Debido al carácter internacional de su empresa, tenía que estar accesible las
veinticuatro horas, atento a husos horarios de cualquier rincón del planeta,
algo que convertía en una ardua carrera de obstáculos cualquier intento de
socializar. Cuando le señalé cómo podía aguantar ese ritmo, incluso en fin
de semana, me miró como si estuviera planteándose una respuesta distinta a
la que finalmente me dio: que los negocios no esperaban, y que, al fin y al
cabo, él había solicitado ese puesto.
Tal y como lo dijo, sonó más a castigo que a recompensa, pero no pude
indagar más allá. En sus palabras se intuía el muro que siempre levantaba
cuando la conversación se adentraba en terrenos más personales, y que me
obligaba a refrenar mi curiosidad. Su reserva me descolocaba, pues si por
una parte parecía esgrimirla a modo de escudo emocional, por otra nunca
rechazaba ninguno de los planes que le proponía, como tampoco dejaba de
sugerirlos él.
¡Y qué escasas me parecían esas citas! Las horas a su lado se me hacían
demasiado cortas, tanto como neutras. Me frustraba no avanzar en el rumbo
que anhelaba para nuestra relación, pero al mismo tiempo me atenazaba el
miedo a presionarlo o a equivocarme. ¿Y si solo buscaba amistad? Parecía
sentirse muy solo, y lo comprendía, pero la posibilidad de que acabáramos
siendo tan solo amigos me generaba emociones encontradas.
Y es que Ana tenía razón: ya era demasiado tarde, y lo había sido desde
el primer momento. Todo en Mael me fascinaba: su inteligencia, la fuerza
que irradiaba, su velada vulnerabilidad, y el hecho de que representara el
polo opuesto de todo lo que yo era —hombre de mundo con los pies en la
tierra versus introvertido ratón de biblioteca con la cabeza en Marte— no
hacía sino reforzar ese atractivo. Por todo ello, y pese a ser consciente del
riesgo de acabar quemándome, no podía evitar gravitar a su alrededor, como
un cuerpo celeste atraído por su planeta madre.
No obstante su circunspección, la primera señal de que no estaba solo en
aquel viaje me la dio el propio Mael en el transcurso de uno de esos
encuentros. Habíamos pasado la tarde visitando tiendas de muebles —debía
acondicionar la casa que había adquirido, un luminoso apartamento en
primera línea de mar en Los Arenales del Sol—, y más tarde, mientras
cenábamos en un italiano, la conversación, que se había iniciado de forma
casual, derivó en algo muy distinto… ¿y esperanzador?
—Creo que acabas de batir todos los récords de velocidad en lo que a
compras se refiere —comenté, risueño, elevando en un mudo brindis de
reconocimiento mi copa—. ¡En menos de dos horas has comprado casi
todos los muebles! ¿Siempre eres así, tan...?
—¿Resolutivo? —acabó él por mí. Se encogió de hombros—. Supongo
que sí. Digamos que desenvolverte en el ámbito de los negocios te fortalece
el carácter. Además, no me gusta perder el tiempo.
—Ya me he dado cuenta, sí.
Me miró con un destello interrogante.
—Entiendo que pueda resultar molesto…
—Todo lo contrario —me apresuré a tranquilizarlo—. Estoy
acostumbrado a la enervante cachaza de Ana, así que tu diligencia me
parece maravillosa.
Él esbozó un gesto en el que se leía el remordimiento.
—Pero te he arrastrado a una tarde de compras —se lamentó—, y
bastante haces ya con ejercer de cicerone para que conozca la ciudad y sus
alrededores. Creo que estoy abusando de tu amabilidad.
—Lo hago con mucho gusto.
—Y te lo agradezco, pero si alguna vez algo no te apetece, por favor,
dímelo con toda confianza, ¿de acuerdo?
—Lo haré, tranquilo. Pero te aseguro que hacer planes con alguien tan
decidido es un lujo.
Él cabeceó de forma negativa, rechazando el cumplido.
—En realidad es deformación profesional —señaló—. En mi trabajo no
puedo dudar, no solo por su naturaleza, sino porque siempre hay alguien
acechando, dispuesto a hacerse con mi puesto.
—Creo que prefiero mi trabajo en la silenciosa y tranquila Leibovitz und
Hensel and DeGeneres i Cía.
—Si no tienes que mentir para obtener resultados, como a veces debo
hacer yo, lo secundo. —Abanicó el aire con sus manos—. Pero dejemos de
hablar de trabajo y disfrutemos de la cena, por favor. Tengo que
compensarte por la maratón de esta tarde.
—Ha sido divertido. Por cierto, ¿dormías en el suelo y cocinabas en un
hornillo, o qué? ¡Has adquirido el lote completo!
—He estado alojado en un hotel hasta ahora. —Sonrió ante mi gesto de
sorpresa. Le habían entregado las llaves del piso hacía ya dos semanas—.
Digamos que me cuesta instalarme —explicó, encogiéndose de hombros.
Creí captar un leve matiz de tristeza en su tono, así que inquirí con
delicadeza:
—¿Echas de menos Madrid?
Antes de responder, desvió la mirada hacia una de las ventanas. Cuando
volvió a mirarme, un velo matizaba sus pupilas.
—No. Es solo que, a veces, no quieres construir el castillo de arena cerca
de la orilla, por miedo a que el agua se lo lleve.
Sus palabras delataban una lectura oculta, pero no sabía si me estaba
permitido acceder a su significado. Hasta ahora, Mael nunca había dicho
nada que me permitiera asomarme a la muralla tras la que parecía
protegerse, y puede que me considerara su amigo, pero desconocía qué
límites de su intimidad podía traspasar. La pregunta —«¿Qué quieres decir
con eso?»— me quemó en la lengua durante un par de segundos, pero mi
indecisión acabó con la oportunidad de formularla. Preguntándome si
quería otra copa, Mael llamó la atención del camarero, en un gesto que
interpreté como un deseo de dar por zanjada la cuestión.
Sin embargo, para mí no lo estaba. Su reserva en todo lo concerniente a
su vida privada había hecho que de él tan solo supiera dónde y en qué
trabajaba, y que se había trasladado desde la capital, pero no los motivos de
hacerlo. En su momento asumí que fueron profesionales, pero esa brecha
que acababa de dejar al descubierto me hizo replantearme la idea. ¿Y si
hubo otra razón? Ni siquiera estaba seguro de que no mantuviera una
relación en esos momentos, y cabía la posibilidad de que su mudanza
obedeciera a una dolorosa ruptura —ese castillo de arena llevado por el mar
—, o que se estuviera dando un respiro en esa hipotética relación.
—¿Ocurre algo? —preguntó, mirándome inquisitivo. Me había abstraído
en mis pensamientos—. ¿Todo bien?
En mi cabeza se perfiló un claro «Sí», pero mis cuerdas vocales, al
parecer, decidieron optar por una alternativa diferente.
—¿Estás con alguien? —preguntaron a bocajarro.
Mi requerimiento lo cogió desprevenido, aunque se rehízo con prontitud.
Esbozando una tenue sonrisa, replicó:
—En estos momentos, contigo.
—Quiero decir... —empecé a decir. Pero me callé de golpe, ruborizado
hasta las pestañas, cuando me asaltó la idea de que sus palabras pudieran
encerrar un doble significado.
—Sé lo que quieres decir, Bruno —replicó él con suavidad—. No, no
estoy saliendo con nadie. Creí que era algo obvio.
—Es solo que...
Enmudecí de nuevo, incapaz de decirle lo que realmente deseaba, y él,
inclinándose hacia mí, dijo:
—Por mi trabajo, estoy acostumbrado a tomar decisiones, y algunas de
ellas implican riesgos. Unas veces salen bien y otras no, pero se trata tan
solo de dinero, y cualquier resultado es asumible a un nivel profesional y
personal. —Con un tenue suspiro, y en un tono más grave, añadió—: Pero
hace tiempo que dejé de tomarlas en lo referente a otras personas.
Hizo una pequeña pausa, y cuando retomó la palabra, el hombre seguro
parecía haberse replegado a un rincón.
—Solía conducirme en mis relaciones personales del mismo modo que
en los negocios, ¿sabes? —continuó con voz frágil—. Si conseguía un
beneficio que merecía la pena, seguía adelante; si no, las descartaba. Y aun
así, en el primer caso, las rompía en cuanto dejaba de obtener esa
recompensa, sin importarme a quién dañaba y de qué modo.
Pese a la aparente asepsia emocional con la que hablaba, un nítido
tormento entreveraba sus palabras.
—Hubo, sin embargo, un par de ocasiones en las que podría haber tenido
una relación seria, pero… —Apartó la mirada y una línea de tensión se
marcó en la orilla de su mandíbula. Cuando volvió a mirarme, lo hizo con
un destello de amargura en su voz y en sus ojos—. Los engañé. —Su boca
se curvó con disgusto—. Soy muy bueno en eso.
El desprecio hacia sí mismo que rezumaba su discurso era palpable.
Puede que en el pasado tuviera ese comportamiento que acababa de revelar,
pero estaba claro que el Mael del presente se avergonzaba de ello.
—¿Amabas a esas personas? —pregunté con suavidad.
Se encogió de hombros con pesar.
—No lo sé —musitó—. No me quedé el tiempo suficiente para
averiguarlo.
—Hay mucha gente que tiene miedo al compromiso, o a la pérdida de
control que conlleva enamorarse —observé—. Puede que, de un modo
inconsciente, sabotearas esas relaciones.
Me dedicó una sonrisa infeliz.
—Eres muy amable, pero no hay excusa alguna para lo que hice.
Entonces me comporté de un modo horrible.
—¿Y ahora? —pregunté con cautela.
Un velo opaco nubló sus ojos color azabache.
—Ahora —respondió, despacio— ya no quiero ser responsable del dolor
ajeno.
Por un instante, un quebradizo anhelo revoloteó en el fondo de sus
pupilas, elevándose sobre el férreo control que siempre parecía interponer
entre su interior y el mundo, e intuí, con un sobresalto, que estaba
planteándose dejarme entrar tras el muro.
Sin embargo, por la razón que fuera, no lo hizo. Tan súbitamente como
apareció, el brillo se apagó.
Dejando escapar un hondo suspiro, dijo:
—¿Te importa que lo dejemos aquí? Estoy un poco cansado.
Asentí con una sonrisa que encubría mi frustración. Era la primera vez
que se abría a mí, pero había sido de forma fugaz y no podía evitar sentirme
como el marinero varado en la orilla que observa, impotente, cómo el barco
zarpa sin él. No sabía si se trataba de mí o si era un acto reflejo que Mael
activaba para interponer esa distancia emocional que tanto parecía necesitar,
pero una vez fuera del local tuvo un gesto que contradijo la primera
suposición —o, al menos, así lo interpreté—: antes de inclinarse hacia mí
para materializar el beso de despedida, me dedicó una mirada expectante,
como si me concediera la posibilidad de elegir —¿mejilla?, ¿labios?—,
pero me cogió tan desprevenido que dejé pasar la oportunidad y todo acabó
en un casto beso y un adiós susurrado de forma apresurada.
Una vez en casa, repasé la velada para tratar de descifrar qué era lo que
había —o no— pasado, y si ello significaba algo. De las palabras de Mael
podía deducirse que los acontecimientos del pasado marcaban las reglas por
las que se regía en sus relaciones presentes, y que en esa tesitura había
escogido no tomar la iniciativa. Pero ¿había o no una segunda lectura, una
intencionalidad, en lo que había dicho? ¿Dejaba, acaso, caer sobre mí todo
el peso de la decisión de ir más allá? Es más: ¿había razones para pensar
que existía la posibilidad de ese «algo más»?
Esa noche no obtuve ninguna respuesta, pero sí hubo algo que se abrió
paso entre la maraña de dudas que escoltaron mi atribulado descanso: lo
que sentía por él. Si ese amor acababa huérfano, solo el tiempo lo diría.
Me sentía al borde del abismo, y tan solo deseaba que alguien me
empujara.
SIETE
Esa señal llegó bajo el designio de una tormenta de verano. Estaba solo en
casa, y alguien llamó a la puerta. Cuando abrí, un Mael empapado de los
pies a la cabeza me saludó desde el umbral.
—¡Madre mía! —Lo miré de arriba abajo—. ¿Te has caído en un charco
o qué?
—Lo siento. —Bajó la vista hacia sus pies, a cuyo alrededor empezaba a
expandirse una fina lámina de agua—. Voy a mojártelo todo.
—No te preocupes por eso. —Le insté a que entrara y se dirigiera el
salón, al tiempo que me desviaba hacia una de las habitaciones—. ¡Ahora
vuelvo!
Regresé con una toalla, y Mael empezó a secarse el pelo.
—Pensaba que los asistentes de importación y exportación erais más
listos y no salíais sin paraguas en días de tormenta —observé, risueño.
—Hay tantas leyendas acerca de nosotros… —suspiró, sonriente.
—Has terminado pronto hoy —señalé.
Emitió un quedo suspiro.
—Estaba harto del despacho y no me apetecía volver a casa. —Me miró,
vacilante—. Espero que no te importe que me haya presentado sin avisar…
—En absoluto.
Esa inseguridad de la que acababa de hacer gala era el tercer vértice de
su personalidad, junto a su actitud resolutiva y su carácter contenido. Podría
resultar sorprendente aventurar esa faceta en alguien con una sólida fachada
externa como la que desplegaba, pero yo había logrado detectar sus
destellos, pese a que casi siempre lograba ocultarlos muy bien. Cuando
empezamos a salir, Mael parecía tener sus reservas en lo referente a mi
tiempo, algo que en un primer momento confundí con miedo al
compromiso. Pero no podía estar más equivocado. Lo que hacía era
concederme ventaja, espacio para maniobrar si decidía echarme atrás.
Cuando lo comprendí, y esa insólita mezcla de fortaleza y fragilidad
completó el cuadro, lo amé infinitamente más.
Y ahora, esa vulnerabilidad volvía a hacer acto de presencia. Sin perder
la sonrisa, me acerqué a él y lo besé —una técnica tan buena como
cualquier otra para disipar dudas acerca de la conveniencia de visitas
inesperadas—. Su piel estaba húmeda y fría, pero sus labios reaccionaron
de inmediato con calidez. Las gotas de lluvia que humedecían su boca se
trasvasaron a la mía y, como el sediento caminante en el que Mael me había
convertido, bebí de ellas con avidez. El beso se prolongó hasta que tuvimos
que detenernos para recuperar el aliento. Cuando lo miré a los ojos, en ellos
chispeaba ese particular brillo que, despojado del escudo de contención que
siempre anteponía, convertía en titánico mi esfuerzo por conservar el
precario equilibrio de mi anhelo. Porque si de ese destello dependiese la
interpretación de sus sentimientos hacia mí, estaría seguro. Mael me amaba.
Pero no tenía certezas, y no me atrevía a forzarlas, por lo que, una vez
más, callé.
—Pareces cansado —observé, recorriendo el camino de su brazo con
mis dedos.
Él esbozó un mohín de contrariedad.
—Lo cierto es que me duele un poco la espalda —dejó caer, no muy
sutilmente.
—Quizás, con un buen masaje… —ofrecí, sonriente.
Cogí su mano para conducirlo al sofá, pero me retuvo enroscando la
suya alrededor de mi muñeca. Cuando le miré, interrogante, la inédita
intensidad que brillaba en sus pupilas, la misma que sentía en los dedos que
tocaban mi piel, hizo que mi corazón empezara a vibrar con la cadencia de
un arpa.
—En realidad —susurró, con una inflexión que parecía obrar el prodigio
de crear nuevos mundos a cada sílaba—, creo que solo necesito que me
beses una vez más.
Me atrajo hacia él para materializar su deseo, y conforme su boca
recorría el linde de mis labios, algo etéreo, como un rayo de luz sobre
partículas de polvo, inundó mi pecho. Este beso estaba siendo diferente.
Nos habíamos besado decenas de veces, y en cada una de esas ocasiones
sentí que mi sangre se convertía en miel y promesa, pero ahora estaba
siendo todo eso y más: era sendero de estrellas, y mar en calma, y tormenta
solar, y guijarro en arroyo, y colosal, y microscópico. Mael me besaba
como si bordara sobre un lienzo el primer segundo de una nueva vida, y el
deseo, descarnado y urgente, se reflejaba sin tapujos en el azabache de sus
ojos.
Saber que por fin iba a tenerlo al alcance de las caricias que siempre
había soñado hizo de mis latidos tempestad, pero, a la vez, desasosiego. ¿Y
si yo no era lo que esperaba? ¿Y si el sueño se materializaba tan solo para
convertirse en una pesadilla?
Mael, percibiendo mi temor, calmó sus besos y se echó ligeramente
hacia atrás para ofrecerme una sonrisa tranquilizadora. Después, haciéndose
con mis manos, las guio sobre su cuerpo. Sus labios, ligeramente
entreabiertos, y su mirada, oscurecida por el deseo, fueron su silenciosa
invitación a explorarlo sin temor.
Con un tembloroso suspiro, deslicé unos expedicionarios dedos por
debajo de su camisa, y en cuanto posé la palma de la mano sobre su piel
cálida como un día de primavera, las dudas desaparecieron como por
ensalmo. Él, sin dejar de sonreír, se inclinó hacia mí y me besó como nunca
antes. En ese instante fui consciente de que ni la tarde que languidecía ni la
noche que prometía iban a ser suficientes para expresar todo lo que estaba
sintiendo; que iba a necesitar otra vida y otra realidad, una nueva
dimensión, para concebir límites inéditos que traspasar.
Le miré una última vez. Su respiración agitada elevaba su pecho a
bocanadas, y su labio superior estaba fruncido en un gesto que, con el
tiempo, identifiqué como preludio de su excitación. Creo que temió que me
echara atrás, porque el brillo de la duda se agitó en su mirada, pero no sabía
lo que había hecho dándome su boca de esa manera, entregándose así. Nada
lo iba a detener.
Enganchando con un dedo la cinturilla de su pantalón, lo atraje hacia mí.
El pulso de su garganta latió con celeridad y sentí un latigazo de deseo tan
poderoso que llegó a dolerme. Adelantando mi mano, ceñí su garganta y
acaricié con mi pulgar la base de su barbilla. Nuestra intimidad, ahora lo sé,
estuvo siempre guiada por el imperativo del tacto de nuestras manos, como
si solo nos reconociéramos con, a través y por ellas.
Tomé sus labios y los recorrí, ávido, con mi lengua.
—Fresas con nata… —farfullé.
Ya le explicaría después que era en nuestro primer beso en lo que
pensaba mientras devoraba su boca, desabrochaba los botones de su camisa
y hundía mi mano en su cintura, camino de la frontera de su vientre. Un
débil temblor agitaba mi cuerpo, mímesis del que sentía cimbrear en el
suyo, al tiempo que un núcleo de calor crecía dentro de mí, debilitándome
y, paradójicamente, fortaleciéndome.
Él, al parecer, sentía lo mismo. Cuando le miré a los ojos, mis rodillas
flaquearon. El Mael que se ofrecía ante mí exponía abiertamente su deseo,
idéntico al que colmaba mi piel y orillaba mis huesos, y ese instante de
mutuo reconocimiento fue toda la tregua que me otorgó, porque, haciendo
presa en la curva de mi espalda, atrapó mi boca en un beso que inició
premioso y que intensificó gradualmente hasta elevar las cotas de mi pasión
a límites enloquecedores. Cuando mi cuerpo fue ya únicamente melodía,
me colocó de espaldas a él, ciñendo mi cintura con la palma de una de sus
manos, mientras con la otra acariciaba mi costado.
Empecé a temblar. Sus manos se movían con indolencia, y cerré los ojos
y recliné mi cabeza sobre su hombro para concentrarme tan solo en su tacto.
El dorso de su mano, con un toque exquisitamente delicado, seguía
acariciándome, y los dedos de la que rodeaba mi cintura se desplazaban
morosamente hacia mi cadera. Sin urgencia, pero sin tregua, fue dejando
caer suaves besos en mi nuca, como pétalos deshojados de una margarita,
en un camino de suspiros que continuó por mi cuello y recaló en el
nacimiento de mi garganta.
Supe entonces que me había equivocado en cuanto a mis límites. No
existían, no había lugar para ellos en esta nueva tierra. El deseo se
enroscaba en todo mi ser, se hacía uno conmigo, convirtiendo en aurora mi
carne y en rocío mi piel. Jadeé, debilitado, y temí caer, pero él me sujetó
con firmeza y me instó a mirarlo. Cuando lo hice, solo necesitó mi
silenciosa confirmación para apresar mi boca en un ávido beso y, con una
suave presión en mis hombros, conducirme hasta el dormitorio. Pese a que
tan solo se encontraba a unos metros, tardamos en llegar una deliciosa
eternidad. Por el camino, Mael me quitó la camiseta, y se tomó su tiempo
para mirarme sin pudor. Con una descarada sonrisa, mientras sus ojos
hablaban de fuego, pasión y eternidad, trazó una erótica ruta con sus dedos
sobre mi pecho, que concluyó con la palma reposando sobre mi desatinado
corazón.
Esa caricia, esa mirada, fueron el detonante final. Con gestos
apremiantes, le insté a que se desprendiera de la camisa, mientras
entrábamos en la habitación beso a beso, trastabillando como un par de
adolescentes en su primera vez. Y así era, en realidad, pues nuestros
cuerpos eran continentes inéditos, y pronto nos convertimos en ávidos
exploradores consagrados a recorrer sus desconocidos territorios. Él se
dejaba hacer, ocupado en la tarea de terminar de desnudarnos, pero cuando
la última prenda cayó al suelo, se apartó ligeramente y, muy despacio, sin
apartar sus ojos de los míos, bajó una de sus manos hasta mi sexo y lo
circundó en un movimiento provocador que convirtió mi cuerpo en fuego.
—Mael… —susurré, irracional, mientras el mundo empezaba a
desdibujarse tras mis párpados.
No me hizo esperar. Con delicadeza, me tumbó sobre la cama, se reclinó
sobre mí y me susurró al oído.
—Eres muy guapo.
Solo pude gemir, y mi pecho se elevó en oleadas urgentes mientras él me
tocaba con delicadeza. El incipiente orgasmo fue extendiendo sus ondas
hacia cada rincón de mi cuerpo, en una miríada de placer que duró una
exquisita eternidad. Tras remansarse, y abrir los ojos, la entregada mirada
de Mael, despojada de toda barrera, parecía franquearme el paso hacia su
corazón. Atrapé su barbilla con una temblorosa mano y le insté a inclinarse
para besarle. Lo hice, en principio, con sosiego, pero la fugaz tregua fue
pronto sustituida por una enardecida urgencia cuando el deseo volvió a
enroscarse en mi vientre.
Me moví para encajar nuestros cuerpos y, sin demora, bajé mi mano,
provocando que su respiración se acrecentara y que de sus labios empezaran
a brotar leves gemidos. Sin dejar de acariciarlo, cambié nuestras posiciones
y me coloqué sobre él a horcajadas. Mael ahogó un gemido, y cuando
empezó a retorcerse ante el inminente orgasmo, le pedí que no cerrara los
ojos. Obediente, lo hizo, regalándome así la sinfonía más hermosa, las
líneas mejor declamadas y el color más intenso que nadie afín al arte y a la
belleza podría desear.
Cuando la ola de deseo se disipó, me tumbé a su lado y él me cobijó
entre sus brazos. Permanecimos en silencio unos segundos, hasta que
acompasar nuestra respiración.
—¿Cariño? —susurró.
Me sentí absurdamente emocionado por que hubiera utilizado esa
expresión, hasta ahora inédita en sus labios, pero me preocupó captar un
matiz de duda en su tono.
—¿Sí? —inquirí con aprensión—. Todo está bien, ¿verdad?
Me moví para mirarle a los ojos. Mael sonreía con una desarmante
timidez.
—Espero que sí —replicó a su vez.
—Por mi parte, absolutamente —le aseguré, depositando un beso en su
barbilla.
—Pues has tardado —dijo. Ante mi gesto interrogante, aclaró—: En
decidir que esto pasara.
—¿Era mi decisión? —me sorprendí.
—Toda tuya, te lo aseguro —rio con suavidad.
Dejé descansar de nuevo la cabeza sobre su pecho y acaricié el dorso de
su mano, que reposaba sobre mi estómago.
—No lo sabía. Parecías tener tus reservas…
—Solo quería que fuese realmente lo que tú deseabas, y cuando tú lo
desearas.
—Pues lo he deseado desde hace mucho.
Noté su sonrisa prendida en mi pelo.
—Es una lástima no haberlo sabido antes —observó, mordaz.
—Lo siento. Me dabas miedo.
Ahora fue él el que se desplazó para mirarme.
—¿Miedo? —Su gesto era de desconcierto—. ¿Por qué?
—Porque te quiero —solté de golpe.
Su única reacción fue un leve jadeo que se descolgó de sus labios,
mientras una mirada atónita se dibujaba en sus ojos. Me arrepentí de haber
pronunciado esas palabras. Ahora se iría, se escurriría bajo cualquier
excusa, asustado por mi exigencia. Acababa de arrinconarlo entre la espada
y la pared, atrapado por la obligación de responder.
—Lo siento, sí que lo he hecho mal —musitó al cabo de unos segundos.
—¿Mal?
No me atrevía a mirarle.
—¿Mis ojos no te dijeron eso hace ya tiempo? —le escuché decir con
infinita dulzura.
—¿Tus ojos no me dijeron hace tiempo qué?
—Mis ojos te dijeron hace tiempo que te querían.
—¿Tus ojos me quieren?
—Yo te quiero. Bruno, mírame.
Lo hice.
—Te quiero —repitió, mirándome a los ojos.
Lo dijo con sus labios, que me besaron; con sus manos, que me
acariciaron; con el latido acelerado y profundo de su corazón, que se
acompasó con el mío.
Acurrucándome entre sus brazos suspiré, feliz, lejos de imaginar el dolor
y la desolación que ese recién declarado amor traería con él.
DIEZ
En la actualidad
montreal_mch: hola
TOGUANDA ♥ : ni hola ni holo, joder. Solo he aceptado para decirte Q
DEJES DE ENVIARME CORREOS
montreal_mch: no has contestado a ninguno
TOGUANDA ♥ : eso era, en sí mismo, una contestación, NO CREES?
montreal_mch: podemos hablar, por favor?
TOGUANDA ♥ : para…?
montreal_mch: me gustaría hablar con Bruno
montreal_mch: muchas gracias por aceptar otra vez hablar conmigo. Solo
pido una oportunidad para explicarme. He dejado pasar demasiado tiempo
y es hora ya de aclararlo
TOGUANDA ♥ : tuviste esa oportunidad y la jodiste. PUNTO PELOTA
montreal_mch: no harías lo que fuese por él?
TOGUANDA ♥ : tú lo has dicho. Por él, no por ti
montreal_mch: y sería por él, Ana. Se merece saber la verdad. Por eso he
querido hablar primero contigo. Tú lo conoces mejor que nadie y confía en
ti. Podrías interceder entre nosotros. Solo quiero tener un minuto con él
para explicarle qué pasó. Si hay algo de lo que me arrepiento es de no
haberle contado toda la verdad
TOGUANDA ♥ : me encantará oírla. Suena a “Cariño, me follo a otra,
pero no dudes que te quiero”?
montreal_mch: le oculté cosas, lo reconozco, pero lo que dices nunca
sucedió
TOGUANDA ♥ : NO TE CREO. Y él tampoco. Le hiciste mucho daño. Y
ahora me pides q haga de intermediaria? ANDA YA. Y pq ahora? Ha
pasado medio año!
montreal_mch: llevo planteándomelo desde el primer día, desde que subí
al maldito avión y me vine aquí. He tratado de luchar contra ello,
intentando convencerme de que era mejor que no supiera la verdad, pero
no es justo
TOGUANDA ♥ : para ti
montreal_mch: para él. Si tiene que tomar una decisión, que sea
sabiéndolo todo
TOGUANDA ♥ : pero para ti también, no? Vamos, digo yo
montreal_mch: sí, no lo voy a negar. No puedo olvidarle. De verdad que le
quiero, Ana
TOGUANDA ♥ : amar no es joder a la persona q dices querer
montreal_mch: lo sé, pero el miedo puede ser un mal consejero
TOGUANDA ♥ : miedo es ver cómo mi mejor amigo se ha convertido en
un puto fantasma, joder. POR TU CULPA
montreal_mch: déjame intentar arreglarlo
TOGUANDA ♥ : demasiado tarde
Voy a ayudarte. Pero no lo haré por ti, sino por él. El otro día, cuando
chateábamos, llegó más temprano de lo habitual y estuvo a punto de
pillarme. Leyó parte del nombre, y no es tan tonto como para no adivinar
quién podría estar tras el seudónimo de montreal_mch, pero lo confundió
con otra persona y pude librarme. Después salimos por el Muschel, y por
eso voy a hacerlo. Por lo q me dijo esa noche, pero, sobre todo, POR LO Q
NO.
—¿Bruno?
La voz se abrió paso a través del enmarañado manto de la resaca. Abrí
un ojo con dificultad. El techo giraba, orbitando en una perfecta
sincronización alrededor de mi cabeza. Gimiendo quedamente, volví a
cerrarlo.
Una mano me zarandeó con suavidad.
—Bruno, eh. Despierta.
Accedí a regañadientes, parpadeando para aclarar la vista. Reconocía
vagamente las oscuras vigas que atravesaban el techo, pero no podía
ubicarlas con precisión. Traté de incorporarme, pero desistí ante el acre
asalto de las náuseas, así que me limité a estirar el cuello.
Estaba echado sobre un sofá y el rubicundo rostro de Juanepi me
observaba con preocupación desde uno de sus extremos.
—¿Dónde estoy? —susurré, notando la lengua áspera como un trapo
andrajoso.
—Para ti, en el campo de mis padres. Para el resto del mundo (y en
especial, Ana), en un hostal. —Arqueó las cejas en un gesto de reproche—.
Me pediste que le mintiera.
—¿Eso hice?
—Eso, mandarla a la mierda en repetidas ocasiones y jurar que no
querías saber nada de ella durante el resto de tu vida. Y ahora que por fin
has resucitado, explícame la razón de la borrachera del quince que te has
metido y la del monumental cabreo con tu hermana del alma. Está muy
preocupada, ¿sabes?, y no me ha gustado nada mentirle.
—Como esté me importa tanto como averiguar la velocidad de
dispersión de las esporas del musgo —barboteé, arrancando las palabras de
unas cuerdas vocales grumosas como sebo de buey—. ¿Cómo he llegado
hasta aquí?
—Al parecer, en un momento de lucidez durante tu larga y etílica noche,
cuando ya no podías beber ni autocompadecerte más, me llamaste.
—No lo recuerdo.
—Ni eso ni, probablemente, el día de tu comunión. Te debes de haber
cargado como un billón de neuronas, chato. Menuda curda llevabas.
—Lo siento. ¿Fui muy pesado?
Se acercó para sentarse junto a mí.
—Esa no es la cuestión, sino que te emborracharas del modo en que lo
hiciste, y sobre todo, la razón de hacerlo. —Cruzó los brazos sobre el pecho
y la línea de sus cejas se convirtió en una preocupada virgulilla—. ¿Qué ha
pasado, si puede saberse? Ana me dijo que te habías enfadado con ella, pero
no el motivo, y tú tampoco me quisiste explicar mucho anoche. En fin,
tampoco es como si estuvieras en condiciones de hacerlo, la verdad… Eso
sí —añadió con un gruñido—, para soltar sapos y culebras por esa preciosa
boquita que tienes sí te llegó la cosa.
—Por favor, no estoy ahora para sermones, ¿vale? ¿Qué hora es?
—Las cuatro de la tarde, has dormido como un ceporro. ¿En qué
momento olvidaste que el alcohol es tu kriptonita? ¿Entre la decimocuarta y
la vigesimotercera copa? No eres hombre de borracheras, y lo sabes. La
próxima vez que quieras superar mierdas, vuélcate en el macramé, por
favor. —Se agachó para coger una bolsa de deporte, que depositó sobre mis
rodillas—. Ropa limpia —anunció—. Hueles a fritanga, a cerco húmedo en
mesa vieja de madera y a un par de cosas más que no me atrevo a averiguar
qué son. Ya he llamado a Tomás para decirle que no irás a trabajar en un par
de días, que estabas con gripe.
Hice una mueca al echar un vistazo al contenido de la mochila.
—Esta ropa es tuya...
—Me alegra comprobar que el alcohol no ha acabado con tu agudeza
visual. No podía pasarme por el piso, Ana me habría acribillado a
preguntas. Si quieres tus propios calzoncillos, vas tú a por ellos.
—No pienso acercarme por casa mientras esté ella.
—Pues vive allí, así que tú dirás. Puedo ofrecerte asilo en mi piso, si
quieres.
—¿Ana sigue teniendo copias de las llaves de tu casa en el llavero
comunitario?
—Sabes que sí.
—Entonces, no voy.
Suspiró, armándose de paciencia.
—¿Te busco un hostal? —propuso.
—¿Ana...?
—¡Oh, basta! —exclamó, exasperado—. Quédate aquí. Mis padres están
de viaje y a mis hermanos les entra sarna tan solo con oler una brizna de
hierba. Yo tengo que volver a la city, así que nadie te molestará y podrás
revolcarte a placer en tu miseria. Avisaré de que no eres un okupa, para que
no se líen a perdigonazos contigo.
—Gracias.
—No me las des. —Me dedicó una preocupada mirada—. Ayer me
asustaste, ¿sabes? Estabas hecho un asco.
—Lo siento.
—¿Vas a contármelo?
No me apetecía nada, pero había acudido en mi rescate, me había dado
cobijo y había mentido por mí, así que tenía derecho a saberlo.
Le hice un resumen apresurado, y cuando terminé, silbó por lo bajo.
—Pedazo culebrón. Y comprendo tu enfado y tu decepción, pero, no
sé… ¿Hablando se entiende la gente? —sugirió—. Tío, llama a Ana y…
—No.
—Pero…
—¡Que no, joder! —Ahogué un quejido y me tapé los ojos con el brazo
—. Y no me hagas chillar, por favor, que se me va a destornillar algo ahí
arriba.
—De acuerdo, vayamos por partes. Intentemos primero restituirte a un
estado mínimamente humano. ¿Qué tal si te das una ducha, y mientras, te
preparo algo de comer?
—Podría hacer lo primero, pero no lo segundo. En estos momentos hay
un cuarteto de percusión en mi estómago dándolo todo, y mi cabeza no
parece tener problemas en seguir su ritmo.
—Pues entonces, marchando una de aspirinas.
Menos de media hora después estaba sumido de nuevo en un profundo
sueño, del que amanecí entumecido y sediento. Pese a ello, comprobé que el
malestar parecía haber rebajado un tanto su exigencia. También descubrí
que había dormido de un tirón el resto de la tarde del día anterior y toda la
noche, y que estaba solo.
Juanepi me había dejado preparado el desayuno, y junto a él había una
nota.
Si estás leyendo esto es que has sobrevivido a la madre de
todas las resacas. ¡Enhorabuena! Tardaré un rato en volver,
así que cómetelo todo, date una vuelta, airéate y piensa.
(Sobre todo, esto último).
(En fin, si ha quedado viva alguna neurona funcional).
Pasé los siguientes días inmerso en una agotadora montaña rusa. Estaba
enfadado con Mael por llevar mi nombre en sus ojos y después echarme a
los lobos de su ausencia, y lo estaba conmigo porque sabía que podía acabar
con ese dolor que me partía en dos. ¿Por qué no perdonar e intentarlo de
nuevo?
Había ocasiones en que me acercaba a la línea que separaba el no del sí,
pero entonces renacía con fuerza el sentimiento que se imponía sobre todos
los demás: el miedo. No era despecho lo que me detenía, sino el temor a
otorgarle tanto poder. Sin embargo, a la vez, también temía no poder
quererle como debía ser, que la desconfianza me impidiera amarlo por
entero, sin restricciones. ¿Qué clase de amor sería ese?
Me encontraba atrapado en la indecisión, enjaulado junto a ese amor
perdido que buscaba con desesperación su destino. Ana, una vez
reconciliados, trató de hacerme entrar en razón, pero yo me obstinaba en mi
negativa, sordo y ciego al sentimiento que escarbaba en mi pecho.
Y por eso, de nuevo, hizo lo que hizo. Recibí el primer correo dos
semanas después del encuentro con Mael.
Todavía mido por semanas el tiempo que hace que ya no estamos juntos, y
hasta hace poco lo hacía por días, e incluso por horas. Me da miedo que su
paso me aparte definitivamente de ti, y como un idiota, lo desmenuzo en
pequeñas porciones, para que así te quedes un poco más conmigo.
Siento no haber sido para ti lo que tú fuiste para mí, siento no haber
echado a volar a tu lado cuando tuve ocasión.
Hoy estoy cansado, como lo estuve ayer y como espero estarlo mañana.
Justo lo que busco.
Hay días en que paso doce horas en el trabajo, y ni siquiera me doy cuenta.
Por las noches vuelvo a casa agotado, y lo agradezco, porque me permite
seguir viviendo en el dique seco en el que he querido embarrancar. He
vuelto a la vida en sombras en la que me refugié antanyo, y por la misma
razón: el sentimiento de culpa.
Pero tenía que escribirlos. Sigo amándote, Bruno. Lo hago pese a luchar
contra ese desconsolado amor, pese a desear el olvido, el adiós definitivo
que arranque tu nombre de mi corazón.
Bruno23: hola
montreal_mch: hola. Qué tal Ana?
Bruno23: en su línea: absolutamente insoportable. Solo hace un mes que
salió del hospital y ya se las ha apañado para volverme loco ocho de cada
diez veces. Estoy deseando que le quiten la escayola para que recupere su
independencia!!
montreal_mch: tienes que tener paciencia con ella
Bruno23: más todavía?
montreal_mch: ya queda menos ;)
montreal_mch: y Juan? No te echa una mano?
Bruno23: hace lo que puede, pero tiene una nueva novia y están en plena
fase de absorción. Además, cuando esos dos están juntos, la casa parece un
campo de batalla. Van a acabar conmigo!!
Bruno23: creo que voy a pedirle a Tomás que se la lleve un tiempo a su
casa, porque si no, Ana va a volver al hospital por la vía rápida ¬_¬
montreal_mch: dales recuerdos a todos de mi parte
Bruno23: lo haré. Qué tal tú por allí?
montreal_mch: bueno, ya sabes, de tópico en tópico: hockey sobre hielo,
munyecos de nieve, bocadillos de carne ahumada y sirope de arce por litros
Bruno23: parece que alguien quiere sacar matrícula de honor en
“canadienismo” ;OD
montreal_mch: si por mí fuera, suspendía todas las asignaturas a la de ya
Bruno23: Y eso? Algún problema por allí?
montreal_mch: no, ninguno. Un simple ataque de morriña, eso es todo
montreal_mch: oye, quería pedirte algo…
montreal_mch: si a ti te parece bien, me gustaría hacer algo más que
chatear
Bruno23: espero que no me estés proponiendo sexo por Internet!! ;O)
montreal_mch: no
montreal_mch: bueno, a no ser que quieras... ;)
montreal_mch: no, es broma. Lo que te quería pedir era si podíamos
hablar por teléfono de vez en cuando. Te llamaría yo, por supuesto
Bruno23: te saldría bastante caro
montreal_mch: no importa
montreal_mch: pero si no te apetece, no pasa nada
Bruno23: sí, claro que podemos hablar. Solo espero que no me llames a las
5 de la mañana!!
montreal_mch: 4’30, entonces ;)
Bruno23: mucho mejor :OD
montreal_mch: gracias
Bruno23: no es necesario que me las des por algo así
montreal_mch: pues lo hago. Quiero seguir en contacto contigo
Bruno23: ya lo hacemos
montreal_mch: los chats son demasiado impersonales. Me apetece oír tu
voz
Bruno23: ah
montreal_mch: eso te ha incomodado?
Bruno23: no
montreal_mch: bien
Bruno23: mi móvil está sonando. En la pantalla dice “fuera de área”
montreal_mch: soy yo
Bruno23: me estás llamando??¡¡
montreal_mch: no me habías dado permiso?
Bruno23: pero no esperaba que lo hicieras tan pronto!!!
montreal_mch: no lo cojas, si no quieres
Bruno23: ha dejado de sonar
montreal_mch: he colgado. Te llamo otra vez?
Bruno23: sí
—Hola de nuevo.
—Hola. ¡Madre mía, parece que estés justo aquí al lado!
—Bendita fibra óptica submarina. —Hizo una pequeña pausa antes de
añadir, titubeante—: En realidad, eran dos las cosas que quería pedirte…
—Ahora es cuando viene lo del sexo online —reí.
Él me imitó al otro lado de la línea.
—No es eso. Voy a ir a España —anunció.
Mi corazón empezó a lanzar latidos al aire como un malabarista un
puñado de mazas.
—Ah, qué bien —fue mi torpe réplica.
Me mordí el labio con reproche, al tiempo que cerraba los ojos,
disgustado. ¡Menudo horror de respuesta!
—Por cuestiones de trabajo —continuó—. Y he pensado que… —Volvió
a mostrarse vacilante—. Que podríamos vernos, si te apetece.
—¡Claro! —Traté de contrarrestar mi más que evidente entusiasmo
atemperando el tono en mi siguiente pregunta—. ¿Cuándo vienes?
—Mañana.
—¡¿Mañana?! Desde luego, lo tuyo son los viajes ipso facto, ¿eh?
—Pero no te molesta, ¿verdad?
—En absoluto. —Revolcándose en la arena, eso es lo que estaba
haciendo ahora el muy puñetero de mi corazón—. ¿Cuándo quieres quedar?
—Pues, si puedes, mañana mismo. ¿Te parece bien? Me gustaría ver a
Ana. Sería por la tarde, llego a primera hora de la mañana.
—Claro, perfecto. Aquí estaremos.
—Estupendo. Gracias.
—¿Qué habíamos dicho acerca de no agradecer según qué cosas?
—Es que soy un chico muy educado.
Adiviné la sonrisa en su voz.
—Ya veo —dije, sonriendo a mi vez.
—Bueno, pues mañana nos vemos.
—¿Ya vas a colgar?
—Pues sí. Pero si quieres hablar de algo más… —Dejó la conclusión en
el aire.
—No, no. Nada —repliqué apresuradamente.
—Bien. Pues te llamo en cuanto aterrice.
—De acuerdo. ¡Hasta mañana!
Colgué, contrariado, porque sí quería algo, joder. ¡Que mi corazón dejara
de hacer el saltimbanqui, por ejemplo! Desde que había vuelto a mi vida,
sentía sobredimensionado todo lo concerniente a Mael. ¡Ni siquiera sabía
qué nombre ponerle a nuestra relación! ¿Amigos? ¿Expareja con buen
rollo? ¿Protoalgo? En nuestras cada vez más numerosas y frecuentes
conversaciones no hablábamos nunca de sentimientos, ni de qué rumbo
deseábamos para lo que sea que estuviera pasando entre nosotros, y eso
hacía que me moviera en una suerte de limbo emocional que mantenía
aceleradas las revoluciones de mi corazón.
¡Porque sí pasaba algo! En formato subtexto, pero ahí estaba. Cada vez
tenía más claro que quería más, pero no sabía lo que pensaba Mael. Parecía
andarse con pies de plomo, y puede que esa fuese su estrategia, no lo sé.
Desde luego, si su plan era cocerme a fuego lento, ¡maldita sea si le
funcionaba!
De todas formas, él seguía en Canadá, y yo, aquí. ¿Qué futuro podríamos
tener? Tal vez solo quisiera mantener la amistad, aunque yo no podía
olvidar lo que me dijo en el campo de Juanepi, cuando me confesó que
seguía enamorado de mí. ¿Seguía sintiendo a día de hoy lo mismo, o mi
frialdad había acabado contagiando a su corazón?
Maldita otra vez si tenía una respuesta a esa pregunta.
VEINTISIETE
Las gotas de lluvia golpeaban con furia los cristales, haciendo que una
cascada de agua resbalara por ellos como si fuera miel derramada. La tarde
se había extinguido de forma anticipada, acortada por los plomizos
nubarrones que velaban la luz del mortecino Sol. El resplandor de los
relámpagos iluminaba intermitentemente la casa, a oscuras por el corte de
electricidad provocado por la tormenta.
Me dejé llevar por una punzada de melancolía. La lluvia me recordaba a
Mael, a aquella ocasión en la que nos acostamos por primera vez.
El móvil sonó en ese momento, sobresaltándome, y lo cogí sin mirar la
pantalla.
—¿Sí?
—Hola.
—¡Mael! Justo ahora estaba pensando en ti.
—¿Por qué crees que llamo? —Adiviné la sonrisa en su voz.
—¿Percepción extrasensorial?
—Ajá. ¿Qué tal todo por ahí?
—En estos momentos está cayendo uno de esos aguaceros que justifica
el enorme cauce que canaliza al escuchimizado del Vinalopó a su paso por
el casco urbano.
—¿Tan grande?
—Descomunal. ¿Qué tal el tiempo por allí? ¿Has levantado ya tu primer
iglú en el jardín?
Mael había regresado a Canadá dos semanas atrás. Ambos nos sentíamos
cada vez más cómodos en el intento de rehacer nuestra relación, que
progresaba a un ritmo que unas veces me parecía exasperantemente
pausado, y otras, agónicamente lento. La distancia que nos separaba podría
parecer un obstáculo, pero en realidad nos venía bien. Servía para ponderar
etapas, cuánto y de qué modo avanzábamos y cómo nos sentíamos ante
cada nuevo paso. Ninguno quería precipitarse.
—Donde estoy llueve también.
—Mira qué casualidad. Aquí se ha ido la luz.
—¿Estás a oscuras?
—Ahora sí. Ahora no. Ahora sí otra vez. Relámpagos.
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—Claro que no. Sabes que solo lo fingía para que me cobijaras entre tus
brazos.
—Siempre lo sospeché.
—Y yo siempre sospeché que lo sospechabas —reí—. ¿Qué tal estás? —
Su prolongado silencio me puso en alerta—. ¿Mael?
—En estos momentos, indeciso.
—¿Por qué?
—Debo hacer algo, y no me atrevo.
—¿De qué se trata? ¿Prevaricación administrativa? ¿Malversación de
caudales públicos? ¿Tráfico de influencias? ¿Cohecho, fraude, falsedad,
blanqueo de capitales? Si tienes pensado dar el salto a la política española,
todos esos delitos no solo te serán obviados, sino que hasta podrías llegar a
ser un buen presidenciable.
Se rio con suavidad.
—No es nada de eso.
—Ah, pues entonces, mátalo. Seguro que se lo merece, sea quien sea.
—Quizás sea mejor que aplace esa opción, de momento. —Titubeó al
añadir—: Estoy a punto de hacer algo que no sé cómo será recibido.
—¿Se lo harás a alguien?
—Sí. A alguien que me importa mucho.
—Ah, pues no lo mates. Con dejarlo malherido será suficiente.
—Tendré en cuenta tu consejo, gracias.
—En serio, ¿de qué se trata? ¿Puedo ayudarte?
—Sí, pero no sé si te enfadarás.
—Prueba.
—De acuerdo. Abre la puerta.
—¿Qué puerta?
—La de tu casa.
Giré la cabeza hacia la entrada.
—¿Para…?
—Recoger un paquete.
—¿Has enviado algo?
—Sí. Un «algo» voluminoso.
Fruncí el ceño.
—¿Qué voy a encontrarme al otro lado?
—Ve a comprobarlo.
—No serás tú en persona, ¿verdad? Que tú eres como el doctor Who,
atraviesas el Tiempo con la misma naturalidad con la que se unta de
mantequilla una galleta.
—¿Y eso es malo?
—Depende de si eres mantequilla o galleta.
—Pero ¿vas o no vas hacia la puerta?
—Voy —contesté, sintiendo un cosquilleo en el estómago.
Intenté recordar si en la pantalla del móvil había aparecido la leyenda de
fuera de área que antecedía a sus llamadas, pero no había prestado atención.
—Solo es un gran paquete —dijo—. O yo en persona.
El hormigueo se elevó a la enésima potencia. Me detuve a poca distancia
de la puerta.
—Tu pasillo no es tan largo —observó Mael después de unos segundos
de silencio—. No puedes tardar tanto.
—Estoy a un par de metros.
—¿Y por qué no te acercas más?
—No puedes ser tú, ¿verdad?
—Sea lo que sea, no te hará nada, te lo prometo.
—Te aconsejé que lo mataras, así que no sé.
Se rio, nervioso.
—Te aseguro que solo yo correré riesgo de muerte.
—De acuerdo. Voy.
—No oigo tus pasos.
—Tu móvil no es tan bueno. ¿O es que de verdad estás al otro lado? —
Me aparté el teléfono de la oreja y lo miré, tontamente, con sospecha—.
¿Lo estás?
Joder, ¿lo estaba?
—Tú abre —se limitó a decir.
—Ya estoy.
—Pues abre —insistió.
Escudriñé a través de la mirilla. Al otro lado, distorsionado por la lente y
empapado de los pies a la cabeza, Mael sonreía, inseguro.
—¡Estás aquí! —chillé, de nuevo estúpidamente, al teléfono.
—Era una posibilidad, ¿no? Señor del Tiempo, y tal.
—No estás en Canadá.
«Obvio, so idiota», saltó una vocecilla en mi interior.
—¿Te confieso algo? —dijo—. Hace quince días, cuando regresé, lo hice
para esto.
—¿Para ahora plantarte ante mi puerta?
—Para pedir el traslado. Vuelvo a trabajar aquí. Llegué ayer para
quedarme definitivamente.
El hormigueo pasó a fase vértigo.
—No me has dicho nada.
Absurdamente, seguíamos hablando a través del teléfono.
—No quería que pensaras que te estaba presionando —replicó con
suavidad—. Lo hubiésemos intentado o no, yo ya había tomado la decisión
de volver.
—Aquí. A Elche. No a Madrid. Aquí.
El vértigo viró a vahído Mach 1.
—Es que en Madrid no tienen dunas de infinita arena dorada ni guapos
ilicitanos caminando sobre ellas, ¿sabes? ¿Estás enfadado?
—Descolocado. —Hice una pausa—. Y contento.
—¿Solo contento? Tal vez querías decir «entusiasmado».
—No tiente su suerte, señor Hayanes —le advertí con fingida severidad.
—No lo haré. Hum… ¿No abres? Me está entrando frío.
—Espera un momento —salté, recordando algo—. Ayer chateamos.
¿Estabas ya aquí?
—Sí —confesó—. Pensé que te darías cuenta porque usé un par de eñes.
—Emitió un sordo quejido—. Vas a matarme, ¿verdad?
—Aún no.
—¿Y a abrir la puerta?
—Tampoco.
—Se me acaba la batería.
—¡Me engañaste!
—Una mentirijilla de nada, hombre.
—Cambiarse de país y de continente no es «nada», Mael. Es una gran
decisión.
—Por eso estoy aquí ahora, para decírtelo en persona. —Escuché una
voz de fondo que daba las buenas tardes—. Acaba de pasar un vecino —me
informó Mael—, y ha puesto cara rara al verme.
—Somos feministas, apóstatas y rojos. Están acostumbrados.
—Vale.
—Voy a colgar.
—¿Y a abrir la puerta? —preguntó, esperanzado.
—Eso tengo que pensármelo.
—De acuerdo. Esperaré empapado, muerto de frío, al borde de la
neumonía y rozando el colapso cardíaco. Pero tú a tu ritmo, tranquilo.
Corté la llamada, apoyé la espalda contra la puerta y me dejé resbalar
hasta el suelo, donde flexioné las rodillas para, abrazándolas, apoyar sobre
ellas la barbilla.
Después, ya no supe qué más hacer.
—Has colgado. —La voz de Mael me llegó amortiguada a través de la
madera.
—Te he dicho que iba a hacerlo.
—Pero pensé que abrirías.
—Dijiste que esperarías.
—Al borde de la neumonía y rozando el colapso cardíaco —me recordó.
—Aguanta un poquito más, machote.
—Acaba de pasar Chonín, la del 6.º —me avisó ahora.
—No pasa nada. Es tan feminista, apóstata y roja como nosotros.
—Pues será por eso por lo que me ha sonreído. ¿Tengo que esperar
mucho más? Es por hacerme una idea.
—Hasta que se congele el infierno, si sigues preguntando.
—¿Y si no lo hago?
—¡Chist! Necesito pensar.
Y es que, por mucho cosquilleo, hormigueo, vértigo y velocidad del
sonido que experimentara, sí que sentía la presión. Ya no se trataba tan solo
de intentarlo de forma virtual, nada de caritas sonrientes al final de una
frase en una sesión de chateo, ni asépticas llamadas, ni océanos por medio.
Mael estaba aquí. AQUÍ. A dos centímetros de mi casa y de mi vida.
Me incorporé. Abrí. Él esbozó una dubitativa sonrisa.
—¿Ya has pensado?
—No puedes hacerlo por mí, Mael. No debes.
—Y no lo hago. Ya te he dicho que hacía tiempo que había tomad…
—«Guapo ilicitano caminando sobre dunas», ¿recuerdas?
Se encogió de hombros.
—Hombre, entre los más de doscientos mil habitantes de la ciudad, más
de uno habrá, ¿no? No tienes por qué ser tú.
Puse los ojos en blanco.
—Anda, pasa —claudiqué con un suspiro, haciéndome a un lado.
Él procuró no rozarme cuando pasó junto a mí. Esperó a que cerrara la
puerta y lo adelantara. Tiritaba.
—Estás enfadado, te lo leo en los ojos —dijo, castañeando los dientes.
—Que no. —Señalé el salón—. Te traeré algo para que te cambies.
Le llevé un pantalón de chándal, una sudadera, unos calcetines, una
toalla, diez kilos de incertidumbre y cinco y pico de consternación. No
estaba enfadado, pero sí, y no era exactamente enojo, sino turbación. ¡Es
que estaba aquí, a dos centímetros de mi vida!
Mael se cambió en un tiempo récord. La cosa erótica, si eso, la
dejábamos para otro día.
—No tienes que pedirme permiso para hacer algo así —dije.
—En realidad no lo he hecho. Pero tenías que saberlo.
—Por las traicioneras eñes, ¿no?
—Y porque, si me veías por la calle, no iba a colar lo de apabullante
entorno sensorial tridimensional artificial.
—¿Y el secretismo?
—Como he dicho, no quería que pensaras que te obligaba a nada.
—Entiendo. —Aspiré hondo y solté el aire lentamente—. Mael…
—¿Sí?
—No lo haces. Quiero intentarlo de verdad, y esto lo facilita.
Sonrió ampliamente.
—¿Sí?
—Sí.
—Estupendo. Estaba un poquito aterrado. No sabía cómo ibas a
reaccionar.
—Pues ya lo sabes.
—Sí. —Miró a su alrededor. Seguíamos a oscuras, iluminados
ocasionalmente por los relámpagos—. ¿Y Ana?
—En rehabilitación.
—¿Cómo va?
—Mejor.
—Me alegro. ¿Y Juanepi?
—Metiéndole mano a su Manuela, o viceversa. Y, aunque no lo parezca,
no vive aquí. Solo frecuenta en exceso esta casa.
—Parece que va en serio con la enfermera, ¿no?
—Mael...
—¿Sí?
—Bésame de una puñetera vez.
TREINTA Y DOS
El timbre sonó mientras cerraba una de las cajas. Cuando abrí la puerta, una
chica bajita, con gafas de sol y la cabeza cubierta con un gorro de lana color
rosa me saludó con una titubeante sonrisa. Unos mechones rojizos
asomaban, desmadejados, bajo la línea de su frente, y en una de sus manos
sostenía una caja envuelta en papel de regalo, coronada por una rosa fresca.
—Hola —saludó, cohibida—. ¿Está Ana?
—No, lo siento. Está en rehabilitación.
Había algo familiar en ella, en el tono de su voz, pero no podía ubicarla
con exactitud. La opacidad de los cristales de sus gafas no me permitió ver
la expresión de sus ojos, pero parecía nerviosa.
—Me llamo María.
Sonreí, cayendo súbitamente en la cuenta.
—¿Eres Pequeña...?
Me detuve a tiempo. Quizás no le hiciera ninguna gracia descubrir que
Ana catalogaba a sus parejas con motes alusivos a su físico.
—Soy amiga de Ana —explicó—. Me he enterado hace poco de su
accidente y, bueno, te preguntarás por qué no había intentado saber nada de
ella antes...
Parecía avergonzada, así que intenté echarle una mano.
—No te preocupes, le encantará saber de ti. —Me hice a un lado para
invitarle a entrar—. Pasa, por favor. Todavía tardará un poco.
La conduje hasta el comedor, ocultando una sonrisa de satisfacción.
Juanepi se iba a poner verde de envidia cuando supiera que yo había sido el
primero en conocerla.
—Intentamos dar contigo para contarte lo que había pasado —le
expliqué—, pero nos fue imposible. Ana preguntó por ti, pero el móvil se
estropeó en el accidente, y ella... Bueno, digamos que tiene muy mala
memoria para los números.
—He estado fuera —explicó—. Pensarás que soy una insensible por no
haberme preocupado al no saber nada de ella durante tanto tiempo, pero es
que nuestra relación no era... O sea, era…
«Esporádica, basada en el sexo y sin compromiso», completé
mentalmente. No hacía falta que se disculpara por ello. Era justo lo que Ana
daba y buscaba.
María desvió la mirada hacia las cajas a medio embalar.
—Ay, lo siento. ¿Llego en mal momento?
—No te preocupes, no estaba haciendo nada urgente.
—¿Alguien se muda?
—Sí, yo —contesté con una sonrisa en la que brillaba la felicidad. Y a
continuación añadí, sin ninguna sutileza—: Ana vuelve a tener la casa para
ella sola.
Si esta iba a ser la chica que hiciera que esa atolondrada sentara la
cabeza, ¿por qué no echar una mano?
María sonrió. No, no lo hizo. Más bien, su boca se deformó en una
mueca cruel, justo un segundo antes de echar el brazo hacia atrás y
golpearme en la cara con el paquete que sostenía en ella. La explosión de
dolor fue tan brutal como atroz, y mi nariz emitió un espeluznante crujido al
tiempo que la sangre, caliente y espesa, empezaba a deslizarse a borbotones
por ella. El segundo golpe me partió el labio y me hizo trastabillar, aturdido.
El tercero me dejó inconsciente.
TREINTA Y CINCO
—Cariño...
La voz se abrió paso a través del velo de confusión que enmarañaba mi
consciencia, pero mis párpados pesaban como un puñado de onzas de
plomo y no pude abrir los ojos. Un dolor sordo y persistente se extendía
como una telaraña por cada rincón de mi cuerpo.
Gemí quedamente. Una mano se enroscó con delicadeza en torno a mi
muñeca.
—Bruno, cariño. —Era la misma voz de antes, entumecida pero
reconocible—. Estás a salvo, en el hospital —dijo Mael—. Ya ha pasado
todo, te pondrás bien.
Sonaba tan infeliz que me entristeció a mí. Quise hablar, mirarle, pero la
inconsciencia tiraba tentadoramente de mí y lo último que percibí, antes de
sumergirme en su dulce nada, fue un suave beso depositado sobre los
nudillos de mi mano.
Regresé a la consciencia, no supe si minutos, horas o días después. El
dolor era la única certidumbre.
—Me duele —me quejé, todavía con los ojos cerrados.
Escuché a Mael dirigirse a alguien.
—¿Puede darle algo?
—Ya lo lleva en el gotero —fue la respuesta de una voz desconocida de
mujer.
Casi en el mismo momento, el roce de una puerta que se abría y unos
pasos que se acercaban anunciaron la llegada de una tercera persona.
—¿Ha despertado? —Era la preocupada voz de Juanepi.
—No del todo —respondió Mael.
—Estará desorientado un buen rato —explicó la voz femenina.
Abrí los ojos. La imagen, en principio borrosa, fue aclarándose
gradualmente. Mael, con expresión cansada y angustiada, se inclinaba sobre
mí. La sonrisa que esbozó al percatarse de que le miraba no ocultaba el
sesgo de ansiedad que la teñía. Detrás de él estaba Juanepi, con semblante
igualmente consternado.
Quise hablar, pero el recuerdo de lo ocurrido asaltó repentinamente mi
memoria y di un respingo, aterrado. Jadeé con angustia, me costaba hacer
llegar aire a mis pulmones. Era como si todavía estuviera inmovilizado y a
merced de aquella horrible mujer.
Mael colocó la palma de su mano sobre mi frente y dirigió una
apremiante mirada hacia el otro lado de la cama.
—¿Doctora? —inquirió con preocupación.
Una mujer ataviada con una bata blanca entró en mi campo de visión.
Acercándose a la cabecera de la cama, presionó con delicadeza mi hombro
sano.
—Hola, Bruno. Soy la doctora Irnán.
—¿Está teniendo un ataque? —La voz de Mael estaba preñada de
urgencia.
—Es una reacción emocional. —La doctora comprobó mis pupilas y el
pulso de mi muñeca—. ¿Sabes dónde estás, Bruno?
—¿Hospital? —respondí con voz pastosa. Parte de mi boca parecía no
obedecerme.
—Muy bien. —La mano de la doctora acarició mi brazo—. Tienes varias
heridas y magulladuras. La más grave es la del costado, pero no tienes que
preocuparte, está evolucionando bien. La del esternón se infectó y nos ha
dado un poco la lata, pero está mejor. La de la pierna es más aparatosa que
grave; los cortes fueron superficiales y no hay nada vital afectado. Te
sentirás incómodo y dolorido unos cuantos días, pero pasará.
Levanté débilmente la mano para tocarme la cara, pero me lo impidió.
—Sé que te duele, pero tranquilo. Tienes una fractura en el pómulo, con
herida abierta, y hemos tenido que darte varios puntos. —Me agité,
inquieto, pero ella sonrió—. No te preocupes, quedará bien. También tienes
la nariz rota, pero todo en proceso de sanar; quédate con eso. En cuanto
baje la inflamación, todo mejorará. —Señaló el sillón junto a la cama—.
Mañana mismo quiero verte ahí sentado, ¿de acuerdo? —Palmeó mi mano
—. Venga, mucho ánimo. Pasaré a verte más tarde.
Cuando abandonó la habitación, miré a Mael. Estaba demacrado y sus
rasgos se veían afilados, como si algo hubiera consumido la energía que los
mantenía en funcionamiento. Unas finas líneas de tensión se marcaban en la
comisura de sus labios.
Intenté llevar de nuevo la mano la cara, pero Mael me la cogió.
—Es mejor que no te toques, cariño. Pero ya has oído a la doctora, te
pondrás bien. —Se mordió el labio con gesto atormentado—. Lo siento
tanto… —musitó con lágrimas en los ojos.
Quise hablar, pero un abrumador cansancio cerraba con pesadez mis
ojos, y mi consciencia empezó a deslizarse hacia una fosa oscura y
silenciosa.
Cuando desperté, Juanepi ocupaba el lugar de Mael.
—Hola, guapetona. —Se inclinó y besó mi frente—. ¿Cómo estás?
—¿Mael? —farfullé.
Pese a que seguía teniendo dificultades, vocalizaba mejor. El dolor era
ahora tan solo un rumor desleído al fondo.
—Le he convencido para que se fuera a casa a descansar —dijo—, pero
seguramente se dará una ducha rápida y estará aquí en menos que canta un
gallo.
Intenté inspirar hondo, pero el costado me avisó de que no era una buena
idea y en su lugar dejé escapar con cuidado el aire por la boca.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Durmiendo? Siglos.
—No. Aquí. Cuánto tiempo aquí.
—¿En el hospital? Tres días. Has estado algo grogui a causa de la fiebre
provocada por la infección.
—¿Esa mujer…? ¿Franca?
El semblante de Juanepi se ensombreció.
—No te preocupes por eso ahora.
—¿Era Franca? —insistí.
—Sí. —Suspiró—. Pero no pienses en eso ahora, ¿vale? Tú solo céntrate
en ponerte bien.
—Nunca volveré a estar bien —resollé con desaliento.
Me sentía más lúcido, pero eso no era algo necesariamente positivo.
Junto a la consciencia regresaba también el recuerdo del horror que había
vivido.
—Venga, Brunete. —Juanepi se hizo con mi mano—. Sé que ha sido un
asco, pero lo superarás, todos te ayudaremos. Mael, sobre todo. No se ha
separado de ti ni un segundo, ¿sabes? Apenas ha pegado ojo, y lo de comer,
porque le obligábamos, que si no…
Amagué un gesto de miedo.
—Intentó matarme —musité.
—Pero no lo consiguió.
—¿Qué ha pasado con ella? ¿Dónde está?
Juanepi apretó la mandíbula.
—No tendrás que preocuparte por esa mujer nunca más.
—¿Detenida?
Dudó un instante, pero finalmente lo dijo.
—Muerta.
Me llevé una mano al pecho. De pronto, respirar era un problema.
—No puedo… —Boqueé, desesperado—. Me ahogo.
Él cogió con más fuerza mi mano.
—Vale, calma. Es un ataque de pánico, la doctora nos avisó que podía
pasar. —Colocó la mano libre sobre mi frente—. Respira hondo, venga.
Toma aire, suéltalo. Toma aire…
La puerta de la habitación se abrió en ese momento. En dos zancadas,
Mael, con expresión sobresaltada, se plantó ante la cama.
—¿Qué ha pasado? —Miró a Juanepi—. ¿Has avisado?
—No le pasa nada. Solo está empezando a asimilar lo que ha ocurrido.
Mael llevó su mano hasta mi nuca y la frotó con suavidad. Su pulgar
trazó pequeños círculos en mi mejilla.
—No volveré a irme de tu lado nunca más. —Su mirada estaba velada
por la angustia.
Por un fugaz instante, deseé que me abrazara, pero me encontré
sintiendo alivio por el hecho de que no lo hiciera, porque, probablemente, le
habría rechazado.
Algo no iba bien, y no se trataba de mis heridas físicas o del miedo que
todavía sentía. Las palabras de Mael me habían provocado un alud de
sentimientos encontrados. Por un lado, me empujaban a aferrarme a él, al
consuelo que me orilla su amor, pero por otro, instigaban la idea de que él
era el culpable de lo que había pasado. Sabía que era irracional e injusto,
pero no podía evitar el ovillo de repudio que, como la diminuta onda
primaria de una gota salpicando en el agua, replicaba sus anillos en círculos
cada vez más amplios.
—Bueno, como estás en buena compañía —anunció Juanepi, ajeno a mi
turbación—, voy a echar un bocado. ¿Necesitáis que os traiga algo?
Habría querido gritarle que no nos dejara a solas, que no sabía qué hacer
con ese perturbador pensamiento que partía en dos mi corazón, pero no fui
capaz, y tampoco me dio tiempo a lidiar con el incómodo silencio que
siguió a su marcha, porque en ese momento caí en la cuenta de una ausencia
en la que no había reparado.
—¿Dónde está Ana? —pregunté, alarmado. Sentí un pinchazo de
aprensión cuando los hombros de Mael se tensaron—. ¿Qué pasa? ¿Está
bien? ¿Le ha hecho algo esa mujer?
—Ana está bien, no te preocupes.
—¿Y por qué no está aquí?
—Le está costando un poco asimilar lo que ha pasado —explicó con
suavidad—. El hecho de que María y Franca fuesen la misma persona... Ha
sido terrible para ella.
—Joder… —gimoteé. Había albergado la irracional esperanza de que
Franca me hubiese mentido para entrar en el piso—. Necesito hablar con
Ana. ¡Quiero verla!
—Y lo harás, pero ten un poco de paciencia. Está muy afectada, se siente
culpable. Franca la usó para llegar hasta mí, y después, hasta ti.
—¡Ella no tiene la culpa de nada!
Agitado, hice ademán de incorporarme, pero Mael me lo impidió
colocando una mano sobre mi pecho.
—Por favor, cariño, vas a hacerte daño. Claro que Ana no tiene culpa de
nada, y ella misma llegará a esa conclusión. Solo necesita un poco de
tiempo. —Intentó acariciar mi frente, pero aparté la cara con gesto arisco—.
Todo se arreglará. Ella estará bien, y tú también. Todos lo estaremos. Lo
superaremos.
«No, no lo haremos», pensé, desesperado. «Yo no podré».
Agotado, dejé caer la cabeza sobre la almohada y cerré los ojos. El sueño
empezó a tirar de mí, en un duermevela acosado por la inquietud, y no fui
consciente del momento en que me dormí.
Desperté al escuchar unos discretos murmullos. Al fondo de la
habitación, junto a la puerta, dos figuras hablaban en voz baja. Una de ellas
era Mael. La otra, una mujer alta, de pelo corto.
Tipo flacucha de gimnasio.
TREINTA Y SIETE
—¿Mael? —le llamé, alarmado. ¡Esa mujer era la que me había estado
acechando!
Ambos se giraron hacia mí, y la desconocida, tras un breve intercambio,
abandonó la habitación.
—Ella… ¡Ella! —barboté, nervioso, señalando la puerta por la que había
desaparecido—. Me ha estado siguiendo. En la librería, por la calle, en…
—No te seguía —me interrumpió Mael con gesto serio, acercándose—.
Te protegía. Se llama Jana, es una escolta. La contraté antes de irme a
Canadá.
Le miré, atónito.
—¿Qué?
Mael se sentó en el sillón junto a la cama.
—Será mejor que empiece por el principio —empezó a decir, mojándose
los labios—. Pero antes de nada, quiero que sepas que Franca era una mujer
muy enferma. Nunca le contó nada a Diego, pero estaba en tratamiento
psiquiátrico. Sus ausencias no se debían a motivos de trabajo, sino a que
sufría crisis puntuales. Al parecer, era capaz de anticipar un brote, y pasaba
breves períodos de tiempo ingresada, hasta que se estabilizaba. Su
enfermedad no la incapacitaba para llevar una vida normal, al menos por
esa época, pero debía estar bajo control, medicándose y sometiéndose a
revisiones periódicas.
»Ese control se desbordó cuando yo aparecí en sus vidas. A partir de ahí,
su salud mental fue deteriorándose. —Su rostro se descompuso en un gesto
atormentado—. Las pastillas con las que Diego se intoxicó… Eran de
Franca. Tal vez llevara tiempo tomándolas, en un intento de superar la
presión por... Por estar conmigo, por engañarla.
La voz le falló y tuvo que carraspear.
»El día que hablamos debajo de tu casa y Franca me llamó
amenazándote con hacerte daño… Supe que debía irme. Creí que
alejándome te dejaría en paz. —Se frotó la frente—. Pero no podía dejar las
cosas así, no me fiaba. Todo aquello escapaba a mi control. Si había sido
capaz de encontrarme después de mudarme aquí, de seguirme, de acceder al
ático... —Su barbilla se agitó en un movimiento tembloroso—. Contraté a
una agencia de detectives. Averiguaron su pasado, sus antecedentes
médicos, pero no su paradero. El rastreo de sus llamadas tampoco dio
ningún resultado. Franca, como tal, había desaparecido. Les trasladé
entonces mi temor a que pudiera hacerte daño, y ellos me derivaron a la
agencia de escoltas. Jana es una de las personas que te protegían.
Le miré con una mezcla de incredulidad y cólera.
—¿Hace más de medio año que esa gente me espía?
Mael parpadeó, desconcertado por la crudeza de mi tono.
—Te protegía —me corrigió con suavidad—. Tenía miedo por ti, Bruno.
Los antecedentes médicos hablaban de brotes psicóticos con tendencias
violent...
—¿Lo sabías todo de mí? —le interrumpí con tono acusador.
—No, claro que no. —Intentó coger mi mano, pero la aparté—. Cariño,
por favor —suplicó—. Solo quería que estuvieras a salvo. Nunca les pedí
que me informaran de nada más, tan solo debían evitar que esa mujer se
acercara a ti.
—Pero pagabas para que me espiaran. —Sabía que se trataba de una
acusación absurda, que esa no era la cuestión, pero era incapaz de parar—.
Y han seguido haciéndolo todo este tiempo —añadí con rencor—, y no me
has dicho nada.
—Quise hacerlo, pero nunca encontraba el momento. Cuando volví de
Canadá, no estaba claro que esa mujer hubiera desaparecido, así que
mantuve la protección como prevenci…
—¡Podrías haber ido a la policía, joder!
Me miró, consternado.
—Recuerda que ya intenté conseguir una orden de alejamiento —replicó
con suavidad—. Pero, sin pruebas, solo me quedó esa salida. —Su gesto se
ensombreció—. En Madrid, alguien entró en mi apartamento cuando estaba
de viaje. Fue justo después de la muerte de Diego. Quien fuera lo destrozó
todo: muebles, ropa, libros… Perdí casi todos mis recuerdos. Quise
convencerme de que había sido un intento de robo, pero en el fondo sabía
que tenía relación con ella. No lo denuncié, ni hice nada, porque pensaba
que me lo merecía. —Bajó la barbilla—. Si lo hubiera hecho, si lo hubiesen
investigado... Pero, en su lugar, hui.
Le miré, horrorizado. Todo lo que había ocurrido no era más que el
infeliz resultado de una serie de malas decisiones y peores
comportamientos, y quizás nadie podría haberlo impedido, pero en esos
momentos no podía detener el torbellino de rencor que asolaba mi corazón.
Ni siquiera importaba que mis últimos pensamientos hubiesen sido para
Mael.
La gota se había convertido en tormenta.
—Vete —dije entre dientes.
—Bruno, cariño…
—Que te vayas, joder —repetí de malos modos.
—Comprendo que estés enfadado, y soy muy consciente de que lo he
hecho todo mal y que…
—¿Es que dos personas muertas y una malherida no son suficientes? —
El dolor se reflejó con tanta nitidez en su rostro que llegó a acusarlo
físicamente. Se encogió como si le hubiera golpeado—. ¡Ojalá no te hubiera
conocido!
Cerré los ojos, pero no antes de ver cómo todo rastro de vida se apagaba
en su mirada. La sangre se agolpaba atronadora en mis oídos, pero alcancé a
escuchar su devastado susurro antes de que el roce de los pasos y el cierre
amortiguado de la puerta certificaran su partida:
—Te quiero.
TREINTA Y OCHO
—Lleva así más de una hora. —El apagado murmullo de Juanepi apenas
logró traspasar la nube de dolor que me envolvía. Con la cara enterrada
entre las manos, lloraba desconsolado, como lo haría un crío que hubiese
roto la Luna—. Siento haberte llamado, pero no sabía qué hacer.
—Tranquilo. —Escuché la calmada voz de Tomás—. Dame unos
minutos. Ana está fuera, he pasado a recogerla. Me ha costado traerla, así
que procura que no se escape, ¿de acuerdo?
Escuché cómo la puerta de la habitación se abría y se cerraba, y que
Tomás se acercaba.
—¿Tan mal, bichito? —le oí preguntar.
Lo miré, cegado por las lágrimas. Plantado ante mí, me observaba con
sus serenos ojos color chocolate.
—Peor —sollocé.
—Normal.
Lo dijo con el mismo tono sosegado con el que narraba los cuentos en el
club de lectura y con el que, ya en mi adolescencia, aceptó que entrara a
trabajar en la Leibovitz.
Probablemente, fue también el que empleó para declararse a mi madre,
pocos años después.
—De acuerdo, lo que ha pasado ha sido terrible, pero —me miró,
inquisitivo— ¿no habíamos aprendido ya la lección de lo inevitable? ¿De lo
que no podemos controlar? ¿De las cosas que no nos merecemos que nos
pasen, pero nos pasan, y cómo hay que hacerles frente?
Mi llanto arreció, y mi padrastro se levantó para abrazarme. Lo hizo
hasta que las convulsiones provocadas por el llanto remitieron.
—¿Y bien? —volvió a la carga, sentándose en la cama—. ¿Vas a
contármelo?
Desvié la mirada hacia la ventana. Él interpretó a su modo mi silencio.
—Esa mujer ya no puede hacerte daño, bichito.
—No estoy tan segura —repliqué, congestionado.
—Está en tu mano impedirlo.
—Es fácil decirlo.
—Pero no tan difícil hacerlo. No se lo permitas. Ya no está, se acabó.
Continué mirando, terco, hacia el exterior.
—Pero no estás así por ella, ¿verdad? —prosiguió—. Juan Epifanio me
ha llamado para contarme algo que no me ha gustado mucho. ¿Quieres que
te diga qué es? —No esperó mi respuesta—. Mael fue a buscarle a la
cafetería, pálido como un cirio, y le dijo que iba a estar alejado de ti un
tiempo. La única explicación que le dio fue que era porque lo que había
pasado te había afectado mucho, y que era mejor así.
»Pero ese chico es listo, así que intuyó que ocultaba algo. Tal vez fuera
por su aspecto desolado, tal vez porque parecía tener que arrancarse las
palabras del fondo de su garganta, o porque lo que decía era absurdo. Así
que fue tirando del hilo hasta que él se lo contó todo.
Chasqueó la lengua contra el paladar repetidas veces, tal y como hacía
en el club para llamarle la atención a un niño alborotador.
—Por supuesto —continuó—, yo no daba crédito a lo que me contaba,
porque sé que mi hijo es una persona cabal y sensata, que tal vez se vea
arrastrado por la tensión lógica de la situación, pero al que jamás se le
ocurriría apartar de su lado al hombre que ama, menos aun conociendo el
profundo amor que este siente, a su vez, por él.
Me dio unos golpecitos en el brazo.
—¿Vas a mirarme o le doy la charla del siglo al gotero? —Giré la cabeza
hacia él—. Mejor así —sonrió—. Tú sabes que para él también ha sido
terrible, ¿verdad? Tanto como que no tiene la culpa de nada de lo que ha
ocurrido.
—Pero lo que le hizo a ese chico, a Diego... Cómo se comportó con él…
—¿Y por qué te detienes ahí? —argumentó—. Culpa a sus padres
también, por haberlo criado como lo hicieron. Castígalo por todas y cada
una de las decisiones erróneas que tomó a lo largo de su vida, tú que, al
parecer, tan libre estás de ellas. Y, por supuesto, no olvides echarle la culpa
a esa mujer trastornada. Es lo lógico, ¿no? Al fin y al cabo, fue ella la que te
atacó. —Me dedicó una interrogadora mirada—. Porque es culpable de su
enfermedad, ¿verdad?
—No, claro que no —repuse con voz apagada—, pero…
Tomás colocó su mano sobre mi antebrazo, que apretó con cariño.
—Lo que te ha ocurrido es terrible, pero no te ha pasado solo a ti, Bruno.
Sí, te has llevado la peor parte, y no soy capaz de imaginar el miedo que has
debido de pasar, y el dolor, pero a los demás también nos ha afectado, y
mucho, ¿comprendes? Cuando me avisaron… —Sus ojos se extraviaron en
una constelación de angustia—. Mi vida se detuvo en ese momento, ¿sabes?
Todo se fue a negro, todo.
»Y si yo sentí eso, ¿cómo crees que tuvo que ser para Mael? Su
comportamiento con ese pobre chico fue horrible, cierto, pero trata de
ponerte en su lugar, lo que debe suponer vivir con algo así sobre tu
conciencia. Primero tuvo que perdonarse a sí mismo, y dudo que le
resultara fácil (tal vez, incluso, ni siquiera lo haya logrado del todo), y
después llegaste tú. La vida le da una segunda oportunidad, y ocurre esto.
Para él debe de haber sido devastador.
—Si no hubiera…
—Si no hubiera ido a tanta velocidad, si hubiera girado a la izquierda y
no a la derecha, si hubiese escogido esto y no aquello… Las decisiones que
tomamos nos definen, pero solo en el momento de su ejecución y según
cómo reaccionemos a sus consecuencias. Te saltas el límite de velocidad y
atropellas a un niño. Si huyes, te defines. Si te quedas, lo auxilias, asumes
tu error e intentas subsanarlo y aprender de él, también. Ambas reacciones
te determinan como persona, pero no creo que tenga que explicarte la
diferencia entre una y otra, ¿verdad?
»No nacemos perfectos ni sabios, bichito, y algunos errores son triviales
y se pueden solucionar, y otros, lamentablemente, no. Pero lo que haces a
partir de ellos, y cómo, importa, y mucho. Y ahora te pregunto: ¿qué clase
de persona crees que es Mael? ¿De la que huiría del lugar del atropello o de
la que se quedaría?
Empecé a sollozar en silencio, rendido a una evidencia de la que había
sido consciente desde el mismo instante en que había echado a Mael de mi
lado, pero contra la que no había hecho nada más que dedicarme a llorar
como un crío. Me había comportado, de nuevo, como un estúpido, me había
escudado en una ciega y egoísta postura de agravio.
—¿Y qué hago con el miedo, con el dolor? —musité, con los ojos
arrasados por el llanto.
—Ya has pasado por eso antes. El miedo y el dolor son los mismos,
aunque lo que los haya provocado sea distinto. Entonces lo superaste, y
puedes volver a hacerlo. —Sacó un pañuelo de tela de su bolsillo y me lo
tendió para que me enjugara las lágrimas—. Ojalá pudiera haber hecho algo
para evitarlo.
—¿Y qué podrías haber hecho tú?
—¿Y qué podría haber hecho Mael? —replicó él con suavidad—. Pese a
todo lo que hizo mal, trató de protegerte, y hasta eso le reprochas. Sé que no
fue el mejor modo de hacerlo, pero solo quería que estuvieras a salvo. Y
¿sabes qué te digo? Que me alegro de que lo hiciera.
Volví a apartar la mirada. No sabía cómo desenredar la madeja de
emociones que se retorcía en mi interior como un nido de culebras.
—¿Le quieres? —preguntó Tomás.
Lo miré.
—¿Qué?
—Es una pregunta muy sencilla. ¿Quieres a Mael?
—Ahora no puedo pensar en eso. No es lo más importante.
—Sí lo es. De hecho, probablemente será lo único que importe a partir
de ahora. —Se acercó a mí hasta que tuve sus ojos tan cerca que distinguí
las motitas marrones que pigmentaban sus pupilas—. Te curarás, bichito. Te
quedarán un par de cicatrices y el recuerdo, pero eso será todo.
—¿Te parece poco?
—Me parece un mundo, pero sé que lo superarás. ¿Recuerdas lo que
dijiste cuando murió tu madre?
Hice una mueca de contrariedad.
—No sé adónde quieres…
—¿Lo recuerdas? —insistió.
—Que la vida se había acabado —susurré.
—Y así fue. La que hasta ese momento habías conocido —puntualizó—.
¿Y qué pasó después? Pues que hubo otra, y esa otra vida continuó.
—No me consuela.
—Porque no hay consuelo —concedió—. Siempre echaremos de menos
a tu madre, pero ella se fue para siempre, mientras que Mael sigue aquí.
¿Quieres también que en esta nueva vida le eches de menos hasta ese
punto? —Se echó hacia atrás—. Piensa en ello, imagínate fuera de aquí,
lejos de estos días, cuando la conmoción y el dolor hayan pasado. Piensa si
querrías tener a Mael junto a ti.
Se levantó y depositó un beso en mi frente.
—Tengo que volver a la librería, pero prométeme que vas a pensar en lo
que te he dicho.
—Lo intentaré.
Sonriente, palmeó con suavidad mi mejilla.
—Buen chico.
A los pocos segundos de abandonar la habitación, una silenciosa y
cabizbaja Ana, seguida por Juanepi, entró en ella.
No sé cuál de los dos empezó a llorar antes.
TREINTA Y NUEVE
El hotel está en las afueras, en plena sierra, con la línea del mar dibujada en
la lejanía. El pueblo, colorido y pintoresco bajo la escasa luz de un día
cargado de nubes, se desparrama monte abajo como un puñado de dados
lanzados al azar. El silencio y la quietud que reinan son absolutos.
Nos merecíamos estos días de descanso. Pese a nuestra disposición, ha
costado superarlo, y en muchas ocasiones ha supuesto un esfuerzo agotador.
Pero jamás volveré a dudar. Durante toda mi vida antepuse mis deseos a los
de los demás, pero la vida acabó por alcanzarme y derribarme, y no puedo
más que estar agradecido por ello.
Me sobresalto cuando siento la calidez de su mano posada en mi espalda.
Absorto en mis pensamientos, no le he oído acercarse. Me giro, y me
reciben su sonrisa, luminosa y limpia, y su mirada, que tira de mí para
atraerme hacia su hipnótica estela. Él siempre habla de la noche de mis
ojos, pero los suyos son la aurora para mí. En ellos leo su ternura, su fuerza,
la solidez de su amor. Jamás antes vi unos iguales, o tal vez mi alma,
perdida en su laberinto de dolor y remordimiento, nunca se dio la
oportunidad de buscarlos.
Inclinando la cabeza, la deja reposar sobre mi hombro. Ojalá pudiera
detener el universo así, aquí, ahora. Sentiría eternamente su corazón
latiendo al unísono con el mío y nadie podría hacerle daño.
Pero sé que no debo anticipar el dolor solo porque sea una posibilidad.
Estoy aprendiendo a aceptar la felicidad del tiempo de una sonrisa, y la paz
contenida en ella.
Justo lo que tengo, justo lo que deseo.
—¿En qué piensas? —me susurra sin abandonar el refugio de mi abrazo.
—Básicamente, en ti.
—Eso está bien —dice, sonriente.
Le miro. No hay rastro de tormenta en su mirada, y siento una enorme
gratitud por ello. Tampoco lo hay del fuego que me devoraba por dentro.
Por primera vez en mucho tiempo, me siento en paz.
—¿Tienes hambre? —me pregunta.
La tengo. De sus besos y caricias, del roce de sus labios y del tacto de las
yemas de sus dedos. Entrelazo su mano con la mía. Pese a todo en lo que
difieren, encajan a la perfección, se complementan.
Bruno levanta la mirada y sonríe. La luz de su sonrisa, la luz de mi
corazón.
CRÉDITOS
La luz de mi corazón
© Aretxa Tabar, 2021