El Conde de Montecristo - Alexandre Dumas
El Conde de Montecristo - Alexandre Dumas
El Conde de Montecristo - Alexandre Dumas
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Marsella. La llegada
El padre y el hijo
Los catalanes
Acien pasos del lugar en que los dos amigos, con los ojos fijos en el horizonte y
el oído atento, paladeaban el vino de Lamalgue, detrás de un promontorio
desnudo y agostado por el sol y por el viento nordeste, se encontraba el modesto
barrio de los Catalanes.
Una colonia misteriosa abandonó en cierto tiempo España, y endo a
establecerse en la lengua de tierra en que permanece aún. Nadie supo de dónde
venía, y hasta hablaba un dialecto desconocido. Uno de sus jefes, el único que se
hacía entender un poco en lengua provenzal, pidió a la municipalidad de Marsella
que les concediese aquel árido promontorio, en el cual, a fuer de marinos
antiguos, acababan de dejar sus barcos. Su petición les fue aceptada, y tres
meses después aquellos gitanos del mar habían edificado un pueblecito en torno a
sus quince o veinte barcas.
Construido en el día de hoy de una manera extraña y pintoresca, medio
árabe, medio española, es el mismo que se ve hoy habitado por los descendientes
de aquellos hombres que hasta conservan el idioma de sus padres. Tres o cuatro
siglos han pasado, y aún permanecen fieles al promontorio en que se dejaron
caer como una bandada de aves marinas. No sólo no se mezclan con la población
de Marsella, sino que se casan entre sí, conservando los hábitos y costumbres de
la madre patria, del mismo modo que su idioma.
Es preciso que nuestros lectores nos sigan a través de la única calle de este
pueblecito, y entren con nosotros en una de aquellas casas, a cuy o exterior ha
dado el sol el bello colorido de las hojas secas, común a todos los edificios del
país, y cuy o interior pule una capa de cal, esa tinta blanca, único adorno de las
posadas españolas.
Una bella joven de pelo negro como el ébano y ojos dulcísimos como los de
la gacela, estaba de pie, apoy ada en una silla, oprimiendo entre sus dedos
afilados una inocente rosa cuy as hojas arrancaba, y los pedazos se veían y a
esparcidos por el suelo. Sus brazos desnudos hasta el codo, brazos árabes, pero
que parecían modelados por los de la Venus de Arlés, temblaban con
impaciencia febril, y golpeaba de tal modo la tierra con su diminuto pie, que se
entreveían las formas puras de su pierna, ceñida por una media de algodón
encarnado a cuadros azules.
A tres pasos de ella, sentado en una silla, balanceándose a compás y
apoy ando su codo en un mueble antiguo, hallábase un mocetón de veinte a
veintidós años que la miraba con un aire en que se traslucía inquietud y despecho:
sus miradas parecían interrogadoras; pero la mirada firme y fija de la joven le
dominaba enteramente.
—Vamos, Mercedes —decía el joven—, las pascuas se acercan, es el tiempo
mejor para casarse. ¿No lo crees?
—Ya te dije cien veces lo que pensaba, Fernando, y en poco lo estimas, pues
aún sigues preguntándome.
—Repítemelo, te lo suplico, repítemelo por centésima vez para que y o pueda
creerlo. Dime que desprecias mi amor, el amor que aprobaba tu madre. Haz que
comprenda que te burlas de mi felicidad; que mi vida o mi muerte no son nada
para ti… ¡Ah, Dios mío, Dios mío!, haber soñado diez años con la dicha de ser tu
esposo, y perder esta esperanza, la única de mi vida.
—No soy y o por cierto quien ha alimentado en ti esa esperanza con mis
coqueterías, Fernando —respondió Mercedes—. Siempre lo he dicho: « Te amo
como hermano; pero no exijas de mí otra cosa, porque mi corazón pertenece a
otro» . ¿No te he dicho siempre esto?
—Sí, y a lo sé, Mercedes —respondió Fernando—; hasta el horrible atractivo
de la franqueza tienes conmigo. Pero ¿olvidas que es ley sagrada entre los
nuestros el casarse catalanes con catalanes?
—Te equivocas, Fernando, no es una ley, sino una costumbre; y, créeme, no
debes de invocar esta costumbre en tu favor. Has entrado en quintas. La libertad
de que gozas la debes únicamente a la tolerancia. De un momento a otro pueden
reclamarte tus banderas, y una vez seas soldado, ¿qué harías de mí, pobre
huérfana, sin otra fortuna que una mísera cabaña casi arruinada y unas malas
redes, herencia única de mis padres? Hace un año que murió mi madre, y desde
entonces, bien lo sabes, vivo casi a expensas de la caridad pública. Tal vez me
dices que te soy útil, para partir conmigo tu pesca, y y o la acepto, Fernando,
porque eres hijo del hermano de mi padre, porque nos hemos criado juntos, y
porque además sé que te disgustarías si la rehusase. Pero sé muy bien que ese
pescado que y o vendo, y ese dinero que me dan por él, y con el cual compro el
estambre que luego hilo, no es más que una limosna, y como tal la recibo.
—¿Y eso qué importa, Mercedes? Pobre y sola como vives, me convienes
más que la hija del naviero más rico de Marsella. Yo quiero una mujer honrada
y hacendosa, y ninguna como tú posee esas cualidades.
—Fernando —respondió Mercedes con un movimiento de cabeza—, no
puede responder de ser siempre honrada y hacendosa, la que ama a otro hombre
que no sea su marido. Confórmate con mi amistad, porque te repito que esto es
todo lo que y o puedo prometerte. Yo no ofrezco sino lo que estoy segura de poder
dar.
—Sí, sí, y a lo comprendo —dijo Fernando—; soportas con resignación tu
miseria, pero te asusta la mía. Pero, oy e, Mercedes, si me amas probaré fortuna
y llegaré a ser rico. Puedo dejar el oficio de pescador; puedo entrar de
dependiente en alguna casa de comercio, y llegar a ser comerciante.
—Tú no puedes hacer nada de eso, Fernando. Eres soldado, y si permaneces
en los Catalanes todavía es porque no hay guerra; sigue con tu oficio de pescador,
no hagas castillos en el aire, y confórmate con mi amistad, pues no puedo dar
otra cosa.
—Pues bien, tienes razón, Mercedes, me haré marinero, dejaré el trabajo de
nuestros padres que tú tanto desprecias, y me pondré un sombrero de suela, una
camisa ray ada y una chaqueta azul con anclas en los botones. ¿No es así como
hay que vestirse para agradarte?
—¿Qué quieres decir con eso? No lo comprendo…
—Quiero decir que no serías tan cruel conmigo, si no esperaras a uno que usa
el traje consabido. Pero quizás él no te es fiel, y aunque lo fuera, el mar no lo
habrá sido con él.
—¡Fernando! —exclamó Mercedes—, ¡te creía bueno, pero me engañaba!
Eso es prueba de mal corazón. Sí, no te lo oculto, espero y amo a ese que dices, y
si no volviese, en lugar de acusarle de inconstancia, creería que ha muerto
adorándome.
Fernando hizo un gesto de rabia.
—Adivino tus pensamientos, Fernando, querrás vengar en él los desdenes
míos… querrás desafiarle… Pero ¿qué conseguirás con esto? Perder mi amistad
si eres vencido, ganar mi odio si vencedor. Créeme, Fernando: no es batirse con
un hombre el medio de agradar a la mujer que le ama. Convencido de que te es
imposible tenerme por esposa, no, Fernando, no lo harás, te contentarás con que
sea tu amiga y tu hermana. Por otra parte —añadió con los ojos preñados de
lágrimas—, tú lo has dicho hace poco, el mar es pérfido: espera, Fernando,
espera. Han pasado cuatro meses desde que partió… ¡cuatro meses, y durante
ellos he contado tantas tempestades!…
Permaneció Fernando impasible sin cuidarse de enjugar las lágrimas que
resbalaban por las mejillas de Mercedes, aunque a decir verdad, por cada una de
aquellas lágrimas hubiera dado mil gotas de su sangre…, pero aquellas lágrimas
las derramaba por otro. Púsose en pie, dio una vuelta por la cabaña, volvió,
detúvose delante de Mercedes, y con una mirada sombría y los puños crispados
exclamó:
—Mercedes, te lo repito, responde, ¿estás resuelta?
—¡Amo a Edmundo Dantés —dijo fríamente Mercedes—, y ningún otro que
Edmundo será mi esposo!
—¿Y le amarás siempre?
—Hasta la muerte.
Fernando bajó la cabeza desalentado; exhaló un suspiro que más bien parecía
un gemido, y levantando de repente la cabeza y rechinando los dientes de cólera
exclamó:
—Pero, ¿y si hubiese muerto?
—Si hubiese muerto… ¡Entonces y o también me moriría!
—¿Y si te olvidase?
—¡Mercedes! —gritó una voz jovial y sonora desde fuera—. ¡Mercedes!
—¡Ah! —exclamó la joven sonrojándose de alegría y de amor—; bien ves
que no me ha olvidado, pues y a ha llegado.
Y lanzándose a la puerta la abrió exclamando:
—¡Aquí, Edmundo, aquí estoy !
Fernando, lívido y furioso, retrocedió como un caminante al ver una
serpiente, cay endo anonadado sobre una silla, mientras que Edmundo y
Mercedes se abrazaban. El ardiente sol de Marsella penetrando a través de la
puerta, los inundaba de sus dorados reflejos. Nada veían en torno suy o: una
inmensa felicidad los separaba del mundo y solamente pronunciaban palabras
entrecortadas que revelaban la alegría de su corazón.
De pronto Edmundo vislumbró la cara sombría de Fernando, que se dibujaba
en la sombra, pálida y amenazadora, y quizá, sin que él mismo comprendiese la
razón, el joven catalán tenía apoy ada la mano sobre el cuchillo que llevaba en la
cintura.
—¡Ah! —dijo Edmundo frunciendo las cejas a su vez—; no había reparado
en que somos tres.
Volviéndose en seguida a Mercedes:
—¿Quién es ese hombre? —le preguntó.
—Un hombre que será de aquí en adelante tu mejor amigo, Dantés, porque lo
es mío, es mi primo, mi hermano Fernando, es decir, el hombre a quien después
de ti amo más en la tierra.
—Está bien —respondió Edmundo.
Y sin soltar a Mercedes, cuy as manos estrechaba con la izquierda, presentó
con un movimiento cordialísimo la diestra al catalán. Pero lejos de responder
Fernando a este ademán amistoso, permaneció mudo e inmóvil como una
estatua. Entonces dirigió Edmundo miradas interrogadoras a Mercedes, que
estaba temblando, y al sombrío y amenazador catalán alternativamente. Estas
miradas le revelaron todo el misterio, y la cólera se apoderó de su corazón.
—Al darme tanta prisa en venir a vuestra casa, no creía encontrar en ella un
enemigo.
—¡Un enemigo! —exclamó Mercedes dirigiendo una mirada de odio a su
primo—; ¿un enemigo en mi casa? A ser cierto, y o te cogería del brazo y me iría
a Marsella, abandonando esta casa para no volver a pisar sus umbrales.
La mirada de Fernando centelleó.
—Y si te sucediese alguna desgracia, Edmundo mío —continuó con aquella
calma implacable que daba a conocer a Fernando cuán bien leía en su siniestra
mente—, si te aconteciese alguna desgracia, treparía al cabo del Morgión para
arrojarme de cabeza contra las rocas.
Fernando se puso lívido.
—Pero te engañas, Edmundo —prosiguió Mercedes—. Aquí no hay enemigo
alguno, sino mi primo Fernando, que va a darte la mano como a su más íntimo
amigo.
Y la joven fijó, al decir estas palabras, su imperiosa mirada en el catalán,
quien, como fascinado por ella, se acercó lentamente a Edmundo y le tendió la
mano.
Su odio desaparecía ante el ascendiente de Mercedes. Pero apenas hubo
tocado la mano de Edmundo, conoció que había y a hecho todo lo que podía
hacer, y se lanzó fuera de la casa.
—¡Oh! —exclamaba corriendo como un insensato, y mesándose los cabellos
—. ¡Oh! ¿Quién me librará de ese hombre? ¡Desgraciado de mí!
—¡Eh!, catalán, ¡eh! ¡Fernando! ¿Adónde vas? —dijo una voz.
El joven se detuvo para mirar en torno y vio a Caderousse sentado con
Danglars bajo el emparrado.
—¡Eh! —le dijo Caderousse—. ¿Por qué no te acercas? ¿Tanta prisa tienes
que no te queda tiempo para dar los buenos días a tus amigos?
—Especialmente cuando tienen delante una botella casi llena —añadió
Danglars.
Fernando miró a los dos hombres como atontado y sin responderles.
—Afligido parece —dijo Danglars tocando a Caderousse con la rodilla—.
¿Nos habremos engañado, y se saldrá Dantés con su tema contra todas nuestras
previsiones?
—¡Diantre! Es preciso averiguar esto —contestó Caderousse; y volviéndose
hacia el joven le gritó—: Catalán, ¿te decides?
Fernando enjugóse el sudor que corría por su frente, y entró a paso lento bajo
el emparrado, cuy a sombra puso un tanto de calma en sus sentidos, y la frescura,
vigor en sus cansados miembros.
—Buenos días: me habéis llamado, ¿verdad? —dijo desplomándose sobre uno
de los bancos que rodeaban la mesa.
—Corrías como loco, y temí que te arrojases al mar —respondió Caderousse
riendo—. ¡Qué demonio! A los amigos no solamente se les debe ofrecer un vaso
de vino, sino también impedirles que se beban tres o cuatro vasos de agua.
Fernando exhaló un suspiro que pareció un sollozo, y hundió la cabeza entre
las manos.
—¡Hum! ¿Quieres que te hable con franqueza, Fernando? —dijo Caderousse,
entablando la conversación con esa brutalidad grosera de la gente del pueblo, que
con la curiosidad olvidan toda clase de diplomacia—, pues tienes todo el aire de
un amante desdeñado.
Y acompañó esta broma con una estrepitosa carcajada.
—¡Bah! —replicó Danglars—; un muchacho como éste no ha nacido para ser
desgraciado en amores: tú te burlas, Caderousse.
—No —replicó éste—, fíjate, ¡qué suspiros!… Vamos, vamos, Fernando,
levanta la cabeza y respóndenos. No está bien que calles a las preguntas de quien
se interesa por tu salud.
—Estoy bien —murmuró Fernando apretando los puños, aunque sin levantar
la cabeza.
—¡Ah!, y a lo ves, Danglars —repuso Caderousse guiñando el ojo a su amigo
—. Lo que pasa es esto: que Fernando, catalán valiente, como todos los catalanes,
y uno de los mejores pescadores de Marsella, está enamorado de una linda
muchacha llamada Mercedes; pero desgraciadamente, a lo que creo, la
muchacha ama por su parte al segundo de El Faraón; y como El Faraón ha
entrado hoy mismo en el puerto… ¿Me comprendes?
—Que me muera, si lo entiendo —respondió Danglars.
—El pobre Fernando habrá recibido el pasaporte.
—¡Y bien! ¿Qué más? —dijo Fernando levantando la cabeza y mirando a
Caderousse como aquel que busca en quién descargar su cólera—. Mercedes no
depende de nadie, ¿no es así? ¿No puede amar a quien se le antoje?
—¡Ah!, ¡si lo tomas de ese modo —dijo Caderousse—, eso es otra cosa! Yo
te tenía por catalán. Me han dicho que los catalanes no son hombres para dejarse
vencer por un rival, y también me han asegurado que Fernando, sobre todo, es
temible en la venganza.
—Un enamorado nunca es temible —repuso Fernando sonriendo.
—¡Pobre muchacho! —replicó Danglars fingiendo compadecer al joven—.
¿Qué quieres? No esperaba, sin duda, que volviese Dantés tan pronto. Quizá le
creería muerto, quizás infiel, ¡quién sabe! Esas cosas son tanto más sensibles
cuanto que nos están sucediendo a cada paso.
—Seguramente que no dices más que la verdad —respondió Caderousse, que
bebía al compás que hablaba, y a quien el espumoso vino de Lamalgue
comenzaba a hacer efecto—. Fernando no es el único que siente la llegada de
Dantés, ¿no es así, Danglars?
—Sí, y casi puedo asegurarte que eso le ha de traer alguna desgracia.
—Pero no importa —añadió Caderousse llenando un vaso de vino para el
joven, y haciendo lo mismo por duodécima vez con el suy o—; no importa,
mientras tanto se casa con Mercedes, con la bella Mercedes… se sale con la
suy a.
Durante este coloquio, Danglars observaba con mirada escudriñadora al
joven. Las palabras de Caderousse caían como plomo derretido sobre su corazón.
—¿Y cuándo es la boda? —preguntó.
—¡Oh!, todavía no ha sido fijada —murmuró Fernando.
—No, pero lo será —dijo Caderousse—; lo será, tan cierto como que Dantés
será capitán de El Faraón. ¿No opinas tú lo mismo, Danglars?
Danglars se estremeció al oír esta salida inesperada, volviéndose a
Caderousse, en cuy a fisonomía estudió a su vez si el golpe estaba premeditado;
pero sólo ley ó la envidia en aquel rostro casi trastornado por la borrachera.
—¡Ea! —dijo llenando los vasos—. ¡Bebamos a la salud del capitán Edmundo
Dantés, marido de la bella catalana!
Caderousse llevó el vaso a sus labios con mano temblorosa, y lo apuró de un
sorbo. Fernando tomó el suy o y lo arrojó con furia al suelo.
—¡Vay a! —exclamó Caderousse—. ¿Qué es lo que veo allá abajo en
dirección a los Catalanes? Mira, Fernando, tú tienes mejores ojos que y o: me
parece que empiezo a ver demasiado, y bien sabes que el vino engaña mucho…
Diríase que se trata de dos amantes que van agarrados de la mano… ¡Dios me
perdone! ¡No presumen que les estamos viendo, y mira cómo se abrazan!
Danglars no dejaba de observar a Fernando, cuy o rostro se contraía
horriblemente.
—¡Calle! ¿Los conocéis, señor Fernando? —dijo.
—Sí —respondió éste con voz sorda—. ¡Son Edmundo y Mercedes!
—¡Digo! —exclamó Caderousse—. ¡Y y o no los conocía! ¡Dantés!
¡Muchacha! Venid aquí, y decidnos cuándo es la boda, porque el testarudo de
Fernando no nos lo quiere decir.
—¿Quieres callarte? —dijo Danglars, fingiendo detener a Caderousse, que
tenaz como todos los que han bebido mucho se disponía a interrumpirles—. Haz
por tenerte en pie, y deja tranquilos a los enamorados. Mira, mira a Fernando, y
toma ejemplo de él.
Acaso éste, incitado por Danglars, como el toro por los toreros, iba al fin a
arrojarse sobre su rival, pues y a de pie tomaba una actitud siniestra, cuando
Mercedes, risueña y gozosa, levantó su linda cabeza y clavó en Fernando su
brillante mirada. Entonces el catalán se acordó de que le había prometido morir
si Edmundo moría, y volvió a caer desesperado sobre su asiento.
Danglars miró sucesivamente a los dos hombres, el uno embrutecido por la
embriaguez y el otro dominado por los celos.
—¡Oh! Ningún partido sacaré de estos dos hombres —murmuró—, y casi
tengo miedo de estar en su compañía. Este bellaco se embriaga de vino, cuando
sólo debía embriagarse de odio; el otro es un imbécil que le acaban de quitar la
novia en sus mismas narices, y se contenta solamente con llorar y quejarse
como un chiquillo. Sin embargo, tiene la mirada torva como los españoles, los
sicilianos y los calabreses que saben vengarse muy bien; tiene unos puños
capaces de estrujar la cabeza de un buey tan pronto como la cuchilla del
carnicero… Decididamente el destino le favorece; se casará con Mercedes, será
capitán y se burlará de nosotros como no… (una sonrisa siniestra apareció en los
labios de Danglars ), como no tercie y o en el asunto.
—¡Hola! —seguía llamando Caderousse a medio levantar de su asiento—.
¡Hola!, Edmundo, ¿no ves a los amigos, o lo has vuelto y a tan orgulloso que no
quieres siquiera dirigirles la palabra?
—No, mi querido Caderousse —respondió Dantés—; no soy orgulloso, sino
feliz, y la felicidad ciega algunas veces más que el orgullo.
—Enhorabuena, y a eso es decir algo —replicó Caderousse—. ¡Buenos días,
señora Dantés!
Mercedes saludó gravemente.
—Todavía no es ése mi apellido —dijo—, y en mi país es de mal agüero
algunas veces el llamar a las muchachas con el nombre de su prometido antes
que se casen. Llamadme Mercedes.
—Es menester perdonar a este buen vecino —añadió Dantés—. Falta tan
poco tiempo…
—¿Conque, es decir, que la boda se efectuará pronto, señor Dantés? —dijo
Danglars saludando a los dos jóvenes.
—Lo más pronto que se pueda, señor Danglars: nos toman hoy los dichos en
casa de mi padre, y mañana o pasado mañana a más tardar será la comida de
boda, aquí, en La Reserva; los amigos asistirán a ella; lo que quiere decir que
estáis invitados desde ahora, señor Danglars, y tú también, Caderousse.
—¿Y Fernando? —dijo Caderousse sonriendo con malicia—; ¿Fernando lo
está también?
—El hermano de mi mujer lo es también mío —respondió Edmundo—, y
con muchísima pena le veríamos lejos de nosotros en semejante momento.
Fernando abrió la boca para contestar; pero la voz se apagó en sus labios y no
pudo articular una sola palabra.
—¡Hoy los dichos, mañana o pasado la boda!… ¡Diablo!, mucha prisa os
dais, capitán.
—Danglars —repuso Edmundo sonriendo—, digo lo que Mercedes decía
hace poco a Caderousse: no me deis ese título que aún no poseo, que podría ser
de mal agüero para mí.
—Dispensadme —respondió Danglars—. Decía, pues, que os dais demasiada
prisa. ¡Qué diablo!, tiempo sobra: El Faraón no se volverá a dar a la mar hasta
dentro de tres meses.
—Siempre tiene uno prisa por ser feliz, señor Danglars; porque quien ha
sufrido mucho, apenas puede creer en la dicha. Pero no es sólo el egoísmo el que
me hace obrar de esta manera; tengo que ir a París.
—¡Ah! ¿A París? ¿Y es la primera vez que vais allí, Dantés?
—Sí.
—Algún negocio, ¿no es así?
—No mío; es una comisión de nuestro pobre capitán Leclerc. Ya
comprenderéis que esto es sagrado. Sin embargo, tranquilizaos, no gastaré más
tiempo que el de ida y vuelta.
—Sí, sí, y a entiendo —dijo Danglars. Y después añadió en voz sumamente
baja—: A París… Sin duda, para llevar alguna carta que el capitán le ha
entregado. ¡Ah!, ¡diantre! Esa carta me acaba de sugerir una idea… una
excelente idea. ¡Ah! ¡Dantés!, amigo mío, aún no tienes el número 1 en el
registro de El Faraón. —Y volviéndose enseguida hacia Edmundo, que se alejaba
—. ¡Buen viaje! —le gritó.
—Gracias —respondió Edmundo volviendo la cabeza, y acompañando este
movimiento con cierto ademán amistoso. Y los dos enamorados prosiguieron su
camino, tranquilos y alborozados como dos ángeles que se elevan al cielo.
Capítulo IV
Complot
El banquete de boda
El interrogatorio
El castillo de If
Algendarmes,
atravesar la antecámara, el comisario de policía hizo una seña a dos
que en seguida se colocaron a la derecha y a la izquierda de
Dantés. Abrióse una puerta que conducía desde la habitación del procurador del
rey al tribunal de Justicia, y echaron por uno de esos pasadizos sombríos que
hacen temblar a los que por ellos pasan, aunque no tengan por qué temblar.
Así como el despacho de Villefort comunicaba con el tribunal de Justicia, éste
comunicaba con la cárcel, edificio sombrío pegado al palacio. Por todas sus
ventanas y balcones se ve el famoso campanario de los Acoules, que se eleva
enfrente.
Tras haber andado un sinnúmero de corredores, vio Dantés abrirse una puerta
con un candado de hierro, como en respuesta a tres golpes que dio el comisario
con un martillo de hierro, y que sonaron lúgubremente en el corazón del preso.
Recelaba éste en entrar; pero los dos gendarmes le empujaron ligeramente, y la
puerta volvió a cerrarse. Ya respiraba otro aire, pesado y mefítico: y a estaba en
los calabozos.
Se le condujo a uno, aunque decente, bien guardado de barrotes y cerrojos;
pero su aspecto no era para infundir serios temores. Por otra parte, las palabras
del sustituto del procurador del rey, que habían parecido tan sinceras a Dantés,
resonaban en sus oídos todavía como una promesa de esperanza.
Eran las cuatro cuando Dantés entró en su prisión, de manera que la noche
llegó muy pronto. Corría, como hemos dicho, el primero de marzo.
Falto de empleo el sentido de la vista, se le aumentó grandemente el del oído.
Crey endo que venían a ponerle en libertad al rumor más leve, se levantaba al
punto encaminándose a la puerta; pero bien pronto el rumor se perdía en otra
dirección, y el preso volvía a caer desesperado sobre su banquillo.
A las diez de la noche, en fin, cuando iba y a perdiendo toda esperanza le
pareció que un nuevo ruido se acercaba en efecto a su prisión. Y así fue.
Oy éronse en el corredor unos pasos, que junto a su puerta cesaron; giró una
llave, rechinaron los cerrojos, la pesada puerta de encina se abrió, inundando de
luz deslumbradora la estancia.
Al resplandor veía Edmundo brillar los sables y las alabardas de cuatro
gendarmes.
Había dado y a un paso hacia la puerta; pero se detuvo al ver aquel inusitado
aparato militar.
—¿Venís a buscarme? —inquirió.
—Sí —respondió uno de los gendarmes.
—¿De parte del sustituto del procurador del rey ?
—Eso es lo que creo.
—Estoy pronto a seguiros —dijo entonces Dantés.
Persuadido de que le buscaban de parte de Villefort, no tenía ningún recelo.
Adelantóse, pues, con rostro tranquilo y paso firme, y se colocó él mismo en
medio de su escolta.
En la puerta de la calle esperaba un coche. Junto al cochero estaba sentado un
guardia municipal.
—¿Es para mí ese carruaje? —preguntó Dantés.
—Para vos —respondió un gendarme—, subid.
Quiso Dantés hacer algunas observaciones; pero la portezuela se abrió,
sintiéndose empujado para que subiese, y como no tenía ni posibilidad ni
intención de resistirse, hallóse al punto en el fondo del carruaje, sentado entre dos
gendarmes. Ocuparon los otros dos el asiento de la delantera, y el pesado
vehículo se puso en marcha, causando un ruido sordo y siniestro.
El preso dirigió sus ojos a las ventanillas, pero todas tenían rejas: no había
hecho sino mudar de prisión; solamente que ésta se movía, transportándole a un
sitio de él ignorado. A través de los barrotes, tan espesos que apenas cabía la
mano entre ellos, reconoció Dantés que pasaban por la calle de la Tesorería, y
que bajaban al muelle por la calle de San Lorenzo y la de Taramis.
Luego, a través de la reja del coche, vio brillar las luces de la Consigna.
El carruaje se paró, apeóse el municipal y se acercó al cuerpo de guardia, de
donde salió al punto una docena de soldados que se pusieron en fila, viendo
Dantés relucir sus fusiles al resplandor de los reverberos del muelle.
—¿Se desplegará para mí ese aparato de fuerza militar? —murmuró para sus
adentros.
Al abrir el municipal la portezuela, que estaba cerrada con llave, respondió a
la pregunta de Dantés sin pronunciar una sola palabra, porque pudo ver entonces
entre las dos filas de soldados un como camino preparado para él desde el
carruaje al puerto.
Los dos gendarmes que ocupaban el asiento delantero bajaron los primeros,
haciéndole a su vez apearse, en lo que le imitaron luego los dos que llevaba al
lado. Dirigiéronse hacia una lancha que un aduanero de la marina sujetaba a la
orilla con una cadena, mientras los soldados contemplaban al preso con aire de
estúpida curiosidad. Inmediatamente encontróse instalado en la popa, siempre
entre los cuatro gendarmes, y el municipal a la proa. Una violenta sacudida
separó el barco de la orilla, y cuatro remeros vigorosos lo enderezaron hacia el
Pillón. A un grito de los remeros bajó la cadena que cierra el puente, y se
encontró Edmundo en lo que se llama el freón, es decir, fuera del puerto.
Al salir al aire libre el primer impulso del preso fue de alborozo, porque el
aire significa libertad. Así, pues, respiró a sus anchas esa brisa ligera que lleva en
sus alas los dulcísimos e incomprensibles misterios de la noche y del mar. Pronto,
sin embargo, exhaló un suspiro, porque pasaba por delante de La Reserva donde
tan feliz había sido aquella misma mañana, antes de su prisión. Para may or
dolor, a través de las luminosas rendijas de dos ventanas, los alegres rumores de
un baile llegaban a sus oídos.
Dantés, con las manos puestas en actitud de orar, levantó los ojos al cielo.
El bote proseguía su camino, y pasada y a la Téte-de-More, hallábase
enfrente de la columna del Faro, donde dobló. Esta maniobra era incomprensible
para Dantés.
—Pero ¿adónde me lleváis? —preguntó a uno de los gendarmes.
—Ahora lo sabréis.
—Pero…
—Nos está prohibido dar ninguna explicación.
Tenía Dantés mucho de soldado, y calló por parecerle cosa absurda el
preguntar a hombres a quienes estaba prohibido responder, y entonces las más
bizarras fantasías cruzaron por su imaginación. Como en tal barco era
humanamente imposible hacer una larga travesía, y como no se veía ningún otro
buque anclado por aquellos alrededores, se imaginó que le iban a desembarcar
en algún punto lejano de la costa, diciéndole que estaba libre. Todo contribuía a
reforzar con buenos agüeros esta imaginación. Ni estaba atado, ni intentaron
siquiera ponerle grillos. Luego, el sustituto, que tan bien le tratara, ¿no le había
dicho que con tal de que nunca pronunciase aquel nombre fatal de Noirtier nada
le sucedería? Ante sus mismos ojos, ¿no había quemado Villefort aquella carta
peligrosa, única prueba que había contra él?
Decidióse, pues, a esperar mudo y pensativo. Sus ojos, acostumbrados a las
tinieblas como los de todo marino, devoraban la oscuridad y el espacio.
Habían dejado a la derecha la isla de Ratonmeau con su faro, y bordeando la
costa llegaban a la sazón a la altura de los Catalanes. Aquí fueron dobles y
devoradoras las miradas del preso; porque estaba cerca de Mercedes, y a cada
instante creía ver dibujarse entre las tinieblas de la orilla la forma indecisa y
vaga de una mujer.
¿Cómo el corazón no decía a Mercedes que pasaba su amado a trescientos
pasos de ella?
Una luz solamente brillaba en los Catalanes. Al buscar Dantés la posición de
esta luz, llegó a comprender que alumbraba a su novia: Mercedes era, a no
dudar, la única que velaba en la colonia. Con un solo grito que él diera podía oírle
y reconocerle.
Un falso amor propio le detuvo, sin embargo. ¿Qué dirían los gendarmes
oy éndole gritar como un demente?
Silencioso y con los ojos clavados en la luz quedó, mientras el barco
proseguía su camino, sin pensar ni en el barco ni en el camino, sino sólo en
Mercedes.
Un accidente topográfico hizo que la luz se perdiese de vista. Volvióse Dantés
al punto, y conoció que la embarcación entraba en alta mar.
A pesar de la repugnancia que experimentaba Dantés en dirigir nuevas
preguntas al gendarme, acercándose a él, y tomándole una mano:
—Camarada —le dijo—, suplícoos por vuestra conciencia y a fuer de
soldado que tengáis piedad de mí y me respondáis. Yo soy el capitán Edmundo
Dantés, francés bueno y leal, aunque acusado de no sé qué traición. ¿Adónde me
lleváis? Decídmelo, que os doy mi palabra de marino de resignarme a mi suerte.
El gendarme se rascó la oreja mirando a su camarada, que hizo un ademán
como si dijese:
—A la altura en que nos hallamos creo que y a no hay peligro.
Y volviéndose el primero a Edmundo:
—¡Siendo marino y marsellés preguntáis adónde vamos! —le dijo.
—Sí, puesto que lo ignoro, palabra de honor.
—¿No sospecháis nada?
—No lo sospecho.
—Es imposible.
—Os lo juro por lo más sagrado. Contestadme en nombre del cielo.
—Pero la consigna…
—La consigna no os prohíbe decirme lo que y o sabré dentro de diez minutos,
o tal vez antes. Con decírmelo me ahorráis siglos de incertidumbre. Os lo
pregunto como si fueseis mi amigo. Mirad: ni puedo ni quiero moverme ni huir.
¿Adónde vamos?
—Si no estáis ciego, como hay áis salido alguna vez por mar de Marsella,
podréis adivinarlo.
—Pues no acierto.
—Mirad a vuestro alrededor.
Púsose Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse,
distinguió en la oscuridad, a cien toesas, la negra y descarnada roca en que
campea como una esfinge el sombrío castillo de If.
Esta mole informe, esta prisión terrorífica que provee a Marsella de consejas
y tradiciones lúgubres, como Dantés no pensaba en ella, le hizo al distinguirla
aquel efecto que el cadalso hace al que va a morir.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡El castillo de If! ¿Qué vamos a hacer allí?
El gendarme se sonrió.
—No se me conducirá allí para dejarme preso —prosiguió Dantés—, porque
el castillo de If es una prisión de Estado donde entran sólo los grandes criminales
políticos. ¿Hay allí quizá jueces o magistrado?
—Yo supongo —dijo el gendarme— que no hay sino murallas de piedra,
gobernador, carceleros y guarnición. Ea, ea, amiguito, no os hagáis el
sorprendido, que no parece sino que me agradecéis con burlas mi complacencia.
Dantés apretó la mano del gendarme.
—¿Sospecháis que me llevan a encerrar al castillo de If?
—Es probable, camarada; pero no sé a qué viene el apretarme tanto la mano.
—¿Sin más formalidades? ¿Sin más averiguaciones?
—Las formalidades están cumplidas, y las averiguaciones hechas.
—¿De modo que a pesar de la promesa del señor de Villefort…?
—Ignoro si el señor de Villefort os ha prometido algo —dijo el gendarme—,
pero sé que vamos al castillo de If. ¡Eh! ¿Qué hacéis? ¡Camaradas, a mí!
Rápido como el ray o, Dantés había querido arrojarse al mar; pero los ojos
infatigables y peritos del gendarme lo habían adivinado, y cuatro brazos
vigorosos le sujetaron cuando y a sus pies iban a abandonar el suelo de la barca,
después de lo cual volvió a caer en el fondo de ésta, rugiendo de cólera.
—¡Muy bien! —exclamó el gendarme poniéndole sobre el pecho una rodilla
—. ¡Muy bien! ¡Así cumplís vuestras palabras de marino! ¡Quién se fía de
moscas muertas! Ahora, amiguito, si os movéis tan siquiera, os soplo una bala en
el cráneo. Falté a la primera parte de mi consigna, pero os juro que no faltaré a
la segunda.
Y Dantés sintió, en efecto, apoy ado en su sien el cañón del mosquetón.
De momento estuvo tentado de hacer el movimiento que se le prohibía para
acabar de una vez con aquella serie de inesperadas desgracias; pero por lo
mismo que eran inesperadas, no pudo creerlas duraderas, y con esto, y con
recordar las promesas de Villefort, y con parecerle indigna, preciso es decirlo,
aquella muerte a manos de un gendarme en el fondo de una lancha, volvió a su
sitio primero, sollozando de ira y retorciéndose las manos con furor.
Casi en el mismo instante hizo temblar el barco un choque violentísimo. Saltó
uno de los remeros a la roca en que acababa de tocar la proa; crujió una
maroma enroscándose en una polea, y pudo comprender Edmundo que había
llegado al término del viaje y amarraban el bote.
En efecto, sus guardias, que le sujetaban a la vez por los brazos y por el
cuello, obligáronle a levantarse y a saltar a tierra, impeliéndole hacia los
escalones que conducían a la ciudadela, mientras que el municipal los seguía
detrás con la bay oneta calada.
Ya no hizo Dantés vanas resistencias. Su lentitud en el andar más le producía
la inercia que la resistencia, y daba traspiés como un borracho. Veía escalonarse
soldados por el camino; conoció que subía una escalera que le obligaba a alzar los
pies, y que entraba por una puerta, y que esta puerta se cerraba detrás de él; pero
todo maquinalmente, como a través de una nube, sin distinguir nada con claridad.
Ya ni siquiera veía el mar, esa fuente de dolores para los presos, que contemplan
su espacio afligidos por no poderlo salvar.
En un momento que hicieron alto, procuró Edmundo recogerse en sí mismo,
y darse cuenta de su situación. Miró en derredor, y vio que se encontraba en un
patio cuadrado de altísimas paredes; oíase a lo lejos el paso acompasado de los
centinelas, y tal vez cuando pasaban al resplandor proy ectado en los muros por
dos o tres luces que había dentro del castillo, veía brillar el cañón de sus fusiles.
Aguardaron allí como por espacio de diez minutos. Seguros de que y a no
podría escapárseles, los gendarmes habían abandonado a Dantés. Parecía que
esperasen órdenes, órdenes que al fin llegaron.
—¿Dónde está el preso? —preguntó una voz.
—Aquí —respondieron los gendarmes.
—Que venga conmigo, voy a llevarle a su departamento.
—Id —dijeron los gendarmes a Dantés.
Siguió el preso a su guía, que, en efecto, le condujo a una sala casi
subterránea, cuy as paredes negras y húmedas parecía que sudasen lágrimas.
Una especie de lámpara, de fétida grasa en vez de aceite, ardía sobre un banco
iluminando aquella mansión horrible. Con su luz pudo reconocer Dantés a su
conductor, carcelero subalterno, mal vestido y de mala facha.
—He aquí vuestro cuarto para esta noche —le dijo—. Es y a tarde y el señor
gobernador está acostado. Cuando mañana se levante, según las órdenes que
tenga, acaso os mudarán de domicilio. Mientras tanto, aquí tenéis pan, agua en
ese cántaro, y paja allí en un rincón. Es cuanto puede un preso desear. Buenas
noches.
Y antes de que Dantés hubiera pensado en contestar, antes que reparase
dónde ponía el pan el carcelero, antes que comprendiese dónde estaba el cántaro
ni en qué rincón la paja, había el carcelero cogido la lamparilla, y cerrando la
puerta, le había robado aquella mezquina luz, que como la de un relámpago hizo
distinguir al preso las grasientas paredes de su calabozo.
Por consiguiente, encontróse solo, en silencio y oscuridad, mudo y triste
como aquellas paredes cuy o frío glacial helaba el sudor de su frente.
Cuando el primer albor de la aurora envió a aquel antro un poco de claridad,
volvió el carcelero con orden de dejarle en el mismo calabozo. Dantés ni siquiera
había mudado de sitio, cual si una mano de hierro le hubiese clavado en él la
víspera. Inmóvil y con la cabeza baja, notábasele una alteración solamente: casi
cubiertos los ojos por una hinchazón producida por la humedad.
Así había pasado toda la noche: de pie, sin dormir un solo instante.
Acercósele el carcelero, y aún dio en torno suy o algunas vueltas: pero
parecía que Dantés no le veía. Al fin le dio un golpecito en la espalda, que le hizo
estremecer.
—¿Habéis dormido? —le preguntó el carcelero.
—No lo sé —respondió Dantés.
El carcelero le miró sorprendido.
—¿Tenéis hambre? —prosiguió.
—No lo sé —respondió de nuevo Dantés.
—¿Queréis algo?
—Quisiera ver al gobernador.
El carcelero se encogió de hombros y se marchó.
Siguióle Dantés con la vista, extendiendo los brazos a la puerta entreabierta,
pero ésta se cerró de repente.
Entonces su pecho se desgarró, por decirlo así, en un interminable sollozo.
Corrieron a torrentes las lágrimas que hinchaban sus pupilas; púsose de hinojos
con la frente pegada al suelo, y a rezar por largo rato, repasando en su
imaginación toda su vida pasada, y preguntándose qué crimen había cometido en
aquella vida tan corta aún para merecer tan duro castigo, y así pasó todo el día.
Algunos bocados de pan y algunas gotas de agua fueron todo su alimento. Ora
se sentaba absorto en sus meditaciones, ora giraba en torno de su cuarto como
una fiera enjaulada.
Una idea le atormentaba sobre todas. Durante la travesía, ignorando su
destino, permaneció tranquilo e inmóvil, cuando pudo muchas veces arrojarse al
mar, donde gracias a que era gran nadador y buzo de los más célebres de
Marsella, hubiera escapado por debajo del agua a la persecución de los
gendarmes, y ganada la costa, huido a una isla desierta, con la esperanza de que
algún navío genovés o catalán le llevase a Italia o a España. Desde allí escribiría
a Mercedes que viniera a reunirse con él. Ni por asomo le inquietaba la miseria
en ninguna parte del mundo a que fuese, pues los buenos marinos en todas son
raros, sin contar que hablaba el italiano como un toscano, y el español como un
castellano viejo. De este modo, pues, habría vivido libre y feliz con Mercedes y
con su padre, que también se les juntaría, mientras en la presente situación,
encerrado en el castillo de If, sin esperanzas, ni aun el consuelo tendría de saber
de su padre y de Mercedes. ¡Y todo por haberse fiado de las palabras de
Villefort! Motivo era para perder el juicio.
A la misma hora de la mañana siguiente volvió el carcelero.
—¿Seréis y a más razonable? —le preguntó.
Dantés no le respondía.
—Vamos, valor —prosiguió aquél—. ¿Deseáis algo que y o pueda
proporcionaros? Decidlo.
—Deseo ver al gobernador.
—¡Ea!, y a os dije que es imposible —repuso el carcelero con impaciencia.
—¿Por qué?
—Porque el reglamento no lo permite a los presos.
—¿Qué es lo que les permite, entonces?
—Que coman mejor, si lo pagan, que salgan a pasear y tal vez lean.
—Ni quiero leer, ni pasear, ni comer mejor. Sólo quiero ver al gobernador.
—Si me fastidiáis repitiéndome lo mismo —prosiguió el carcelero—, no os
traeré de comer.
—Pues me moriré de hambre, no me importa —dijo Dantés.
El acento de estas palabras dio a entender al carcelero que no sería el morir
desagradable a Edmundo; y como por cada preso tenía diez cuartos diarios sobre
poco más o menos, calculando el déficit que su falta le ocasionaría, respondió en
tono más dulce:
—Escuchad: ese deseo es imposible; desechadlo, porque no hay ejemplo de
que hay a bajado una sola vez el gobernador al calabozo de un preso; pero si os
portáis cuerdamente se os concederá pasear, con lo que acaso algún día veáis al
gobernador, y entonces podréis hablar con él.
—Pero ¿cuánto tiempo —dijo Edmundo— tendré que esperar a que se
presente esa ocasión?
—¡Diantre! —respondió el carcelero—: Un mes, tres meses, medio año o
quizás un año entero.
—Eso es mucho —exclamó Dantés—. Quiero verle en seguida.
—No seáis terco; no os empeñéis en ese imposible, o antes de quince días os
habréis vuelto loco.
—¿Lo creéis así? —dijo Dantés.
—Sí, loco; así es como empieza la locura. Aquí tenemos un ejemplar. Con el
tema de ofrecer un millón al gobernador si le ponía en libertad, ha perdido el seso
un abate que antes que vinierais ocupaba este calabozo.
—¿Y cuánto tiempo hace que salió de aquí?
—Dos años.
—¿En libertad?
—No, se le ha trasladado al subterráneo.
—Escucha —dijo Dantés—; y o no soy abate ni loco, que por desdicha tengo
aún completo mi juicio…; voy a hacerte una proposición.
—¿Cuál?
—No voy a ofrecerte un millón, porque no podría dártelo, pero sí cien
escudos, como quieras el primer día que vay as a Marsella llegar a los Catalanes
con una carta mía, para una joven que se llama Mercedes… ¿Qué digo carta?
Cuatro letras.
—Si se descubriera que había llevado esas cuatro letras, perdería mi destino,
que vale mil libras anuales, sin contar las propinas y la comida. ¿No será
imbecilidad que y o aventure mil libras por trescientas?
—Pues oy e, y tenlo presente —dijo Edmundo—. Si te niegas a avisar al
gobernador de que deseo hablarle; si te niegas a llevar mi carta a Mercedes, o
siquiera a notificarle que estoy preso aquí, te esperaré el día menos pensado
detrás de la puerta, y cuando entres te romperé el alma con ese banco.
—¡Amenazas a mí! —exclamó el carcelero retrocediendo y poniéndose en
guardia—. Por lo visto se os trastorna el juicio. Como vos principió el abate:
dentro de tres días estaréis como él, loco de atar. Por fortuna hay subterráneos en
el castillo de If.
Dantés cogió el banco y lo hizo girar en ademán amenazador.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo el carcelero—; vos lo habéis querido. Voy a
prevenir al gobernador.
—¡Enhorabuena! —respondió Dantés colocando el banco en su sitio, y
sentándose con la cabeza baja y la mirada vaga, como si realmente se hubiera
vuelto loco.
Salió el carcelero, y un momento después volvió con cuatro soldados y un
cabo.
—De orden del gobernador —les dijo—, llevad a este hombre a los calabozos
del piso bajo.
—¿Al subterráneo? —preguntó el cabo.
—Al subterráneo: los locos deben estar con los locos.
Los cuatro soldados se apoderaron de Dantés, que los seguía sin ofrecer
resistencia.
Bajaron quince escalones, y se abrió la puerta de un subterráneo, en el que
entró murmurando:
—Tienen razón: los locos, con los locos.
La puerta se cerró y Dantés caminó hacia delante hasta tropezar con la
pared: entonces se acurrucó inmóvil en un ángulo, mientras sus ojos,
acostumbrados a la oscuridad, comenzaban a distinguir los objetos.
El carcelero tenía razón. Poco le faltaba a Dantés para perder el juicio.
Capítulo IX
La noche de bodas
El ogro de Córcega
Alviolentamente
contemplar aquel rostro tan alterado,
la mesa a que estaba sentado.
el rey Luis XVIII rechazó
Padre a hijo
Ellaseñor Noirtier, porque, en efecto, era él quien acababa de llegar, siguió con
vista al criado hasta que cerró la puerta, y luego, sin duda receloso de que
se quedase a escuchar en la antecámara, la volvió a abrir por su propia mano. No
fue inútil esta precaución, y la presteza con que salía Germán de la antecámara
dio a entender que no estaba puro del pecado que perdió a nuestro primer padre.
El señor Noirtier se tomó entonces el trabajo de cerrar por sí mismo la puerta de
la antecámara, y echando el cerrojo a la de la alcoba, acercóse, tendiéndole la
mano, a Villefort, que aún no había dominado la sorpresa que le causaban
aquellas operaciones.
—¿Sabes, querido Gerardo —le dijo mirándole de una manera indefinible—,
sabes que me parece que no lo alegras mucho de verme?
—Padre mío —respondió Villefort—, me alegro con toda el alma; pero no
esperaba vuestra visita y me ha sorprendido.
—Mas ahora que caigo en ello —respondió el señor Noirtier—, que y o os
podría decir otro tanto. Me anunciáis desde Marsella vuestra boda para el 28 de
febrero, ¡y estáis en París el 3 de marzo!
—No os quejéis, padre mío, de mi estancia en París —dijo Gerardo
acercándose al señor Noirtier—. He venido por vos, y mi viaje puede salvaros.
—¿De veras? —dijo el señor Noirtier acomodándose en un sillón—; ¿de
veras? Contadme eso, señor magistrado, que debe de ser cosa curiosa.
—¿Habéis oído hablar, padre mío, de cierto club bonapartista de la calle de
Santiago?
—¿Número 53? ¡Ya lo creo! Como que soy su vicepresidente.
—Vuestra sangre fría me hace temblar, padre.
—¿Qué quieres? Quien ha sido proscrito por la Montaña, quien ha huido de
París en un carro de heno, quien ha corrido por las Landas de Burdeos perseguido
por los sabuesos de Robespierre, se acostumbra a todo en esta vida. Sigue. ¿Qué
ha pasado en ese club de la calle de Santiago?
—Lo que ha pasado es que han citado a él al general Quesnel, y éste, que
salió a las nueve de la noche de su casa, ha sido hallado muerto en el Sena.
—¿Y quién os contó esa historia?
—El mismo rey, señor.
—Pues a cambio de ella voy a daros una noticia —prosiguió Noirtier.
—Supongo que y a sé de qué se trata.
—¡Ah! ¿Sabéis el desembarco de S. M.jestad el emperador?
—¡Silencio, padre! Os lo suplico por vos y por mí. Ya sabía y o esa noticia, y
aún antes que vos, porque hace tres días que bebo los vientos desde Marsella a
París, rabioso por no poder apartar de mi imaginación esa idea que me la
trastorna.
—¡Hace tres días! ¿Estáis loco? Hace tres días no se había embarcado todavía
el emperador.
—No importa. Yo sabía su intento.
—¿Cómo?
—Por una carta que os dirigían a vos desde la isla de Elba.
—¿A mí?
—A vos: la he sorprendido, así como al mensajero. Si aquella carta hubiera
caído en otras manos, quizás estaríais fusilado a estas horas, padre mío.
El señor Noirtier se echó a reír.
—No parece —dijo— sino que la restauración hay a aprendido del imperio el
modo de dar remate pronto a los asuntos. ¡Fusilado! ¿Adónde vamos a parar? ¿Y
qué es de esa carta? Os conozco bastante bien para temer que hay áis dejado de
destruirla.
—La quemé, temeroso de que hubiese en el mundo un solo fragmento;
porque aquella carta era vuestra perdición.
—Y la pérdida de vuestra carrera —repuso fríamente Noirtier—. Ya lo
comprendo todo; pero no hay por qué temer, pues me protegéis por vuestro
interés.
—Más que eso aún: os salvo.
—¡Vay a, vay a! El interés dramático sube de punto. Explicaos.
—Volvamos a hablar del club de la calle de Santiago.
—Parece que el tal club ocupa mucho a la policía. Si lo buscasen mejor y a
darían con él.
—Ya han dado con la pista.
—Esa es la frase sacramental. Cuando la policía no ve más allá de sus narices
en un asunto, asegura que ha dado con la pista; y con esto espera el gobierno
tranquilamente a que venga a decirle con las orejas gachas: he perdido la pista.
—Sí, pero encontró un cadáver. El general ha sido muerto: en todas partes del
mundo se llama eso un asesinato.
—¿Un asesinato decís? ¿Quién prueba que el general ha sido víctima de un
asesinato? Todos los días se encuentran en el Sena cadáveres de desesperados o
de personas que no saben nadar.
—Sabéis muy bien, padre mío, que el general no se ha suicidado, así como
que en el mes de enero nadie se baña. No, no, no os engañéis a vos mismo. Su
muerte está bien calificada de asesinato.
—¿Y quién la califica así?
—El propio rey.
—¿El rey ? Lo tenía por filósofo: ¿cómo cree que en política hay a asesinatos?
En política, querido mío, y vos lo sabéis tan bien como y o, no hay hombres, sino
ideas; no sentimientos, sino intereses; en política no se mata a un hombre, sino se
allana un obstáculo. ¿Queréis que os diga cómo ha acaecido lo del general
Quesnel? Pues voy a decíroslo. Creíamos poder contar con él, y aun nos lo
habían recomendado de la isla de Elba. Uno de nosotros fue a su casa a invitarle
para que asistiera a una reunión de amigos en la calle de Santiago. Accede a ello,
se le descubre el plan, la fuga de la isla de Elba, el desembarco, todo en fin; y
cuando lo sabe, cuando y a nada le queda por saber, nos declara que es realista.
Entonces nos miramos unos a otros; le hacemos jurar, pero jura de tan mala
gana que parecía como si tentase a Dios… Pues oy e, a pesar de esto, se le deja
salir en libertad, en libertad absoluta… Si no ha vuelto a su casa…, ¿qué sé y o?
Habrá errado el camino, porque él se separó de nosotros sano y salvo. ¡Asesinato
decís! Me sorprende en verdad, Villefort, que vos, sustituto del procurador del
rey, baséis una acusación en tan malas pruebas. ¿Me ha ocurrido nunca a mí,
cuando cumpliendo vuestro deber de realista cortáis la cabeza a uno de los míos,
me ha ocurrido nunca el iros a decir: habéis cometido un asesinato? No, sino que
os he dicho: bien, muy bien; mañana tomaremos el desquite.
—Pero tened en cuenta, padre mío, que cuando nosotros la tomemos será
terrible.
—No os comprendo.
—¿Vos contáis con la vuelta del usurpador?
—Confieso que sí.
—Pues os engañáis. No avanzará diez leguas al corazón de Francia sin verse
perseguido y acosado como un animal feroz.
—Mi querido amigo, el emperador está ahora camino de Grenoble; el día 10
ó 12 llegará a Ly on y el 20 ó 25, a París.
—Los pueblos van a sublevarse en masa.
—En su favor.
—Sólo trae algunos hombres y se enviarán ejércitos numerosos contra él.
—Que le escoltarán el día de su entrada en la capital. En verdad, querido
Gerardo, que sois un niño todavía, pues os creéis bien informado porque el
telégrafo dice con tres días de atraso: « El usurpador ha desembarcado en Cannes
con algunos hombres. Ya se le persigue» . Sin embargo, ignoráis lo que hace y la
posición que ocupa. Ya se le persigue, es el non plus de vuestras noticias. Si son
ciertas se le perseguirá hasta París sin quemar un cartucho.
—Grenoble y Ly on son dos ciudades fieles que le opondrán una barrera
infranqueable.
—Grenoble le abrirá sus puertas con entusiasmo, y Ly on le saldrá al
encuentro en masa. Creedme: estamos tan bien informados como vosotros, y
nuestra policía vale tanto como la vuestra… ¿Queréis que os lo pruebe?
Intentabais ocultarme vuestra llegada y sin embargo la he sabido a la media
hora. A nadie sino al cochero disteis las señas de vuestra casa, y no obstante y o
las sé, pues que llego precisamente cuando os ibais a sentar a la mesa. A
propósito, pedid otro cubierto y almorzaremos juntos.
—En efecto —respondió Villefort mirando a su padre con asombro—; en
efecto estáis bien informado.
—Es muy natural. Vosotros estáis en el poder, no disponéis de otros recursos
que los que procura el oro, mientras nosotros, que esperamos el poder,
disponemos de los que proporciona la adhesión.
—¿La adhesión? —repuso riendo Villefort.
—Sí, la adhesión, que así en términos decorosos se llama a la ambición que
espera.
Y esto diciendo Noirtier alargó la mano al cordón de la campanilla para
llamar al criado, viendo que su hijo no le llamaba; pero éste le detuvo, diciéndole:
—Esperad, padre mío, oíd una palabra.
—Decidla.
—A pesar de su torpeza, la policía realista sabe una cosa terrible.
—¿Cuál?
—Las señas del hombre que se presentó en casa del general Qiesnel la
mañana del día en que desapareció.
—¡Ah! ¿Conque sabe eso? ¡Miren la policía! ¿Y cuáles son sus señas?
—Tez morena, cabellos, ojos y patillas negros, levitón azul abotonado hasta la
barba, roseta de oficial de la Legión de Honor, sombrero de alas anchas y bastón
de junco.
—¡Vay a! ¿Conque se sabe eso? —dijo Noirtier—. ¿Y por qué no le ha echado
la mano?
—Porque ay er le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq-Heron.
—¡Cuando y o os digo que es estúpida la policía!
—Sí, pero de un momento a otro puede dar con él.
—Sí, si no estuviese sobre aviso —dijo Noirtier mirando a su alrededor con la
may or calma—; pero como lo está, va a cambiar de rostro y de traje.
Y levantándose al decirlo, se quitó el levitón y la corbata, tomó del neceser de
su hijo, que estaba sobre una mesa, una navaja de afeitar, se enjabonó la cara, y
con mano firme quitóse aquellas patillas negras que tanto le comprometían.
Su hijo le miraba con un terror que tenía algo de admiración.
Cortadas las patillas, peinóse Noirtier de modo diferente, cambió su corbata
negra por otra de color que había en una maleta abierta, su gabán azul cerrado,
por otro de su hijo de color claro, observó ante el espejo si le caería bien el
sombrero de alas estrechas de Villefort, y dejando el bastón de junco en el rincón
de la chimenea donde lo había puesto agitó en su nerviosa mano un ligerísimo
junco del cual Villefort se servía para presentarse y andar con desenvoltura, que
era una de sus principales cualidades distintivas.
—¿Y ahora crees que me reconocerá la policía? —preguntó volviéndose
hacia su estupefacto hijo.
—No, señor —balbuceó el sustituto—. A lo menos, así lo espero.
—Encomiendo a la prudencia —prosiguió Noirtier— estos trastos que dejo
aquí.
—¡Oh! Id tranquilo, padre mío —respondió Villefort.
—Ya lo creo. Oy e: empiezo a comprender que en efecto puedes haberme
salvado la vida; pero, anda, que muy pronto te lo pagaré.
Villefort inclinó la cabeza.
—Creo que os engañáis, padre mío.
—¿Volverás a ver al rey ?
—¿Quieres pasar a sus ojos por profeta?
—Los profetas de desgracias no son en la corte bien recibidos, padre.
—Pero a la corta o a la larga se les hace justicia. En el caso de una segunda
restauración pasarás por un gran hombre.
—¿Y qué he de decir al rey ?
—« Señor, os engañan acerca del espíritu reinante en Francia, y en las
ciudades y en el ejército. El que en París llamáis el ogro de Córcega, el que se
llama todavía en Nevers el usurpador, se llama y a en Ly on Bonaparte, y el
emperador en Grenoble. Os lo imagináis fugitivo, acosado, y en realidad vuela
como el águila de sus banderas. Sus soldados, que creéis muertos de hambre y de
fatiga, dispuestos a desertar, multiplícanse como los copos de nieve en torno del
alud que cae. Partid, señor, abandonad Francia a su verdadero dueño, al que no la
ha comprado, sino conquistado; partid, señor, y no porque estéis en peligro, que él
es bastante poderoso para no tocaros el pelo de la ropa; sino porque sería una
mengua para un nieto de San Luis, deber la vida al hombre de Arcolea, de
Marengo de Austerlitz» . Dile esto, Gerardo…, o mejor será que no le digas nada.
Disimula tu viaje a todo el mundo; no te vanaglories de lo que has venido a hacer,
ni de lo que hiciste en París; si has bebido los vientos a la venida, devóralos a la
vuelta, entra en tu casa de modo que nadie lo sospeche y en particular sé desde
ahora humilde, inofensivo, astuto; porque te juro que obraremos como aquel que
conoce a sus enemigos y es fuerte de suy o. Andad, andad, mi querido Gerardo,
que con obedecer las órdenes paternales, o mejor dicho, si queréis, con atender a
los consejos de un amigo, os sostendremos en vuestro destino. Así podréis —
añadió Noirtier sonriendo—, salvarme por segunda vez si la rueda de la fortuna
política vuelve a levantaros y a bajarme a mí. Adiós, mi querido Gerardo: en el
primer viaje que hagáis, venid a parar en mi casa.
Y con esto se marchó tranquilo, como no había dejado de estarlo un solo
momento durante esta conversación, mientras que Villefort, pálido y agitado,
corrió a la ventana, desde donde le pudo ver pasar impasible entre dos o tres
hombres de mala traza, que emboscados detrás de la esquina, y en los portales,
esperaban quizás al de las patillas negras, el gabán azul y el sombrero de alas
anchas, para echarle el guante.
Villefort permaneció de pie y lleno de ansiedad, hasta que, viéndole
desaparecer en la encrucijada de Bussy, se precipitó sobre el malhadado traje,
ocultó en el fondo de su maleta el levitón azul y la corbata negra, aplastó el
sombrero escondiéndolo debajo de un armario, hizo pedazos el bastón
arrojándolos al fuego, y poniéndose la gorra de viaje llamó al ay uda de cámara,
vedándole con un gesto las mil preguntas que éste ansiaba hacer; pagóle la cuenta
y se precipitó al carruaje que y a le estaba aguardando. En Ly on supo que
Bonaparte acababa de entrar en Grenoble, y participando de la agitación que
reinaba en los pueblos del tránsito llegó a Marsella henchida el alma con las
angustias con que la ambición y los primeros medros suelen envenenarla.
Capítulo XIII
Elsucesos.
señor Noirtier resultó un profeta verídico. Tal cual los auguró pasaron los
Todo el mundo conoce lo de la vuelta de la isla de Elba, suceso
extraño, milagroso, que no tiene ejemplo en lo pasado ni tendrá imitadores en lo
porvenir probablemente.
Luis XVIII no trató parar golpe tan duro sino con mucha parsimonia. Su
desconfianza de los hombres le hacía desconfiar de los acontecimientos. El
realismo, o mejor dicho, la monarquía restaurada por él vaciló en sus cimientos
mal afirmados aún; un solo gesto del emperador acabó de demoler el caduco
edificio, mezcla heterogénea de preocupaciones y de nuevas ideas. Villefort no
alcanzó de su rey sino aquella gratitud inútil a la sazón y hasta peligrosa, y
aquella cruz de la Legión de Honor, que tuvo la prudencia de no enseñar a nadie,
aunque el señor de Blacas le envió el diploma a vuelta de correo, cumpliendo la
orden de S. M.jestad.
Napoleón hubiera destituido a Villefort, de no protegerle Noirtier, que gozaba
de mucha influencia en la corte de los Cien Días, tanto por los peligros que había
corrido, como por los servicios que había prestado. El girondino del 93, el senador
de 1806, protegió pues a su protector de la víspera; tal como se lo había
prometido.
Durante la resurrección del imperio, resurrección que hasta a los menos
avisados se alcanzaba poco duradera, se limitó Villefort a ahogar el terrible
secreto que Dantés había estado en trance de divulgar.
El procurador del rey fue destituido de su cargo por sospechas de tibieza en
sus opiniones bonapartistas. Sin embargo, restablecido apenas el imperio, es
decir, apenas habitó Napoleón en las Tullerías que acababa de abandonar Luis
XVIII, apenas lanzó sus numerosas y diferentes órdenes desde aquel gabinete
que conocemos, donde encontró abierta aún y casi llena sobre la mesa de nogal
la caja de tabaco del rey Luis XVIII, Marsella, a pesar del vigor de sus
magistrados, empezó a dejar traslucir en su seno las chispas de la guerra civil,
nunca apagadas enteramente en el Mediodía. Muy poco faltó para que las
represalias fuesen algo más que cencerradas a los realistas metidos en su concha,
los cuales se vieron obligados a no poder salir de su casa, porque en las calles los
perseguían cruelmente si se dejaban ver.
Por un cambio natural, el naviero, que como dijimos pertenecía al partido del
pueblo, llegó a ser en esta ocasión, si no muy poderoso, porque Morrel era
prudente y algo tímido, como aquel que con su laborioso trabajo va amasando
lentamente una fortuna, por lo menos, alentado por los bonapartistas furibundos
que criticaban su moderación, hallóse, repetimos, bastante fuerte para levantar la
voz y hacer una reclamación, que como y a se adivinará, fue en favor de Dantés.
Villefort continuaba siendo sustituto, a pesar de la caída del procurador: su
boda, aunque resuelta, habíase aplazado para mejores tiempos. Si el emperador
se afianzaba en el trono, necesitaba Gerardo de otra alianza, que su padre
buscaría y ajustaría; pero como una segunda restauración devolviese Francia al
rey Luis XVIII, crecería la influencia del marqués de Saint-Meran, y la suy a
propia, con lo que llegara a ser la proy ectada unión más ventajosa que nunca.
El sustituto del procurador del rey era el primer magistrado de Marsella,
cuando una mañana se abrió la puerta de su despacho y le anunciaron al señor
Morrel.
Otro cualquiera se hubiera alarmado con el solo anuncio de semejante visita;
pero el sustituto era un hombre superior, que tenía, si no la práctica, el instinto de
todas las cosas. Hizo aguardar al señor Morrel en la antecámara, tal como había
hecho en otro tiempo, y no porque estuviera ocupado con alguien, sino porque es
costumbre que se haga antesala al sustituto del procurador del rey. Hasta después
de un cuarto de hora, pasado en leer tres o cuatro periódicos de diferentes colores
políticos, no dio orden de que entrase el naviero, que esperaba encontrar a
Villefort abatido, y le halló como seis semanas antes, firme, grave, y con esa
ceremoniosa política que es la más alta de todas las barreras que separan al
hombre vulgar del hombre encumbrado.
Había entrado en el despacho de Villefort convencido de que el magistrado
iba a temblar a su vista, y como sucedió al revés, él fue quien se vio tembloroso
y conmovido ante aquel personaje interrogador, que le esperaba con el codo
apoy ado en la mesa y la barba en la palma de la mano.
El señor Morrel se detuvo a la puerta. Miróle Villefort como si le costase
trabajo reconocerle, y después de una larga pausa, durante la cual no hacía el
digno naviero sino darle vueltas y más vueltas a su sombrero entre las manos, el
sustituto dijo:
—Si no me engaño…, sois… el señor Morrel.
—Sí, señor; el mismo —respondió Morrel.
—Acercaos, pues —prosiguió el juez, haciéndole con la mano un signo
protector—; acercaos y decidme a qué debo el honor de esta visita.
—¿No lo sospecháis, caballero? —le preguntó el señor Morrel.
—No, ni remotamente; aunque eso no impide que esté dispuesto a serviros en
cuanto de mí dependa.
—Todo depende de vos —repuso el naviero.
—Explicaos, pues.
—Señor —prosiguió Morrel animándose a medida que iba hablando y
conociendo así lo fuerte de su posición, como la justicia de su causa—; señor, y a
recordaréis que pocos días antes de saberse el desembarco de S. M.jestad el
emperador, vine a recomendar a vuestra indulgencia a un desdichado joven,
segundo de mi barco, a quien se acusaba, como seguramente recordaréis, se
acusaba de mantener relaciones en la isla de Elba. Aquellas relaciones, entonces
criminales, son hoy títulos de favor. Entonces servíais a Luis XVIII y le
castigasteis, caballero…, fue vuestro deber. Hoy servís a Napoleón, debéis
protegerle, porque también es vuestro deber. Vengo a preguntaros qué ha sido de
aquel joven.
Villefort hizo un violento esfuerzo para decir:
—¿Cuál es su nombre? Tened la bondad de decírmelo.
—Edmundo Dantés.
De seguro Villefort hubiera preferido batirse en duelo a veinticinco pasos, que
oír pronunciar este nombre así a boca de jarro; pero ni pestañeó.
« Con esto —dijo para sí—, nadie me podrá acusar de haber hecho una
cuestión personal de la prisión de ese hombre» .
—¿Dantés? —repitió—: ¿Decís Edmundo Dantés?
—Sí, señor.
Abrió entonces Villefort un grueso libro que y acía en un cajón de su mesa, y
después de hojearlo mil y mil veces, se volvió a decir al naviero, con el aire más
natural del mundo:
—¿Estáis bien seguro de no engañaros?
S. M.rrel hubiese sido un hombre más versado en estas materias, le chocara
que el sustituto del procurador del rey se dignase responderle en cosas ajenas de
todo en todo a su jurisdicción. Entonces se hubiera preguntado por qué no le hacía
Villefort recurrir al registro general de cárceles, a los gobernadores de las
prisiones, o al prefecto del departamento.
Pero Morrel, que había esperado encontrar a Villefort temeroso, creía
hallarle condescendiente. El sustituto lo había comprendido.
—No, caballero, no me equivoco —respondió Morrel—. Conozco hace diez
años a ese joven, y hace cuatro que le tengo a mi servicio. Hace seis semanas,
¿no os acordáis?, vine a rogaros que fuerais con él clemente, así como hoy vengo
a rogaros que seáis justo. ¡Harto mal me recibisteis entonces, y aún me
contestasteis peor; que los realistas entonces trataban a la baqueta a los
bonapartistas!
—¡Caballero! —respondió Villefort parando el golpe con su acostumbrada
sangre fría—, y o era entonces realista porque creía ver en los Borbones no
solamente los herederos legítimos del trono, sino los electos del pueblo; pero las
jornadas milagrosas de que hemos sido testigos pruébanme que me engañaba. El
genio de Bonaparte sale vencedor. El monarca legítimo es el monarca amado.
—Enhorabuena —exclamó Morrel con su natural franqueza—; me da gusto
oíros hablar así, y y a pronostico buenas cosas al pobre Edmundo.
—Aguardad —repuso Villefort hojeando otro registro—: y a caigo…, ¿no es
un marino que se iba a casar con una catalana? Sí…, sí…, y a recuerdo. Era un
asunto muy grave.
—¿Cómo?
—¿No sabéis que desde mi casa se le llevó a las prisiones del Palacio de
Justicia?
—Sí; ¿y bien?
—Di cuenta a París, enviando los papeles que le hallé…, ¿qué queréis? Mi
deber lo exigía. Ocho días después de su prisión me arrebataron al reo.
—¿Os lo arrebataron? —exclamó Morrel—; ¿y qué han hecho con él?
—¡Oh, tranquilizaos! Seguramente habrá sido transportado a Fenestrelles, a
Pignerol o a las islas de Santa Margarita…, lo que se llama deportación en
lenguaje jurídico, y el día menos pensado le veréis volver a tomar el mando de
su buque.
—Que venga cuando quiera, le reservo su puesto. Pero ¿cómo no ha venido
y a? Paréceme que el primer cuidado de la policía debió de ser poner en libertad
a los presos de la justicia realista.
—Mi querido señor Morrel, ésa es una acusación temeraria —respondió
Villefort—. Para todo hay una fórmula legal. La orden de prisión vino de arriba y
de arriba ha de venir la de ponerle en libertad.
Ahora bien, como apenas hace quince días de la vuelta de Napoleón, todavía
no es tarde.
—Pero habrá algún medio de activar el asunto, ahora que nosotros
mandamos, ¿verdad? Tengo amigos y alguna influencia: puedo lograr que se
eche tierra a la sentencia.
—No ha sido sentencia.
—Pues que le borren del registro general de cárceles.
—En materia de política tampoco hay registros. Muchas veces importa a los
gobiernos que un hombre desaparezca sin dejar rastro alguno. Las anotaciones
del registro general podrían servir de hilo conductor al que le buscara.
—Eso sucedería quizás en tiempo de los Borbones; pero ahora…
—En todos tiempos sucede lo mismo, mi querido señor Morrel. Los gobiernos
se suceden unos a otros imitándose siempre. La máquina penitenciaria inventada
por Luis XIV sigue hoy en uso, y es muy parecida a la Bastilla. El emperador ha
sido más severo al reglamentar sus prisiones que el gran rey mismo, y el número
de los presos que no constan en el registro general de cárceles es incalculable.
Tanta benevolencia hubiese borrado hasta las sospechas más evidentes, que
Morrel no tenía por otra parte.
—Pero, en fin, señor de Villefort —le dijo—, ¿qué os parece que haga para
apresurar la vuelta del pobre Dantés?
—Una sola cosa: haced una solicitud al ministro de Justicia.
—¡Oh!, caballero, y a sabemos el destino de las solicitudes; el ministro recibe
doscientas cada día y no lee cuatro.
—Sí —respondió Villefort—, pero leería una dirigida por mi conducto,
recomendada al margen por mí, y remitida directamente por mí.
—¿De modo que os encargaríais de que llegara a sus manos esa solicitud?
—Con mucho gusto. Dantés podía ser entonces culpable; pero ahora es
inocente, y es mi deber el devolverle la libertad, como entonces lo fue quitársela.
Villefort evitaba así una requisitoria, aunque poco probable, posible;
requisitoria que sin remedio le perdería.
—¿Cómo se escribe al ministro?
—Sentaos ahí, señor Morrel —dijo Villefort levantándose y cediéndole su
asiento—. Voy a dictaros.
—¿Tendríais tanta bondad?
—Desde luego. No perdamos tiempo, que y a hemos perdido demasiado.
—Sí, caballero. Pensemos en que el pobre muchacho aguarda, sufre y quizá
se desespera.
Villefort tembló al recuerdo de aquel desgraciado que le maldeciría desde el
fondo de su prisión; pero había y a avanzado mucho para retroceder. Dantés debía
desaparecer ante su ambición.
—Dictad —dijo el naviero sentado en la silla de Villefort y con la pluma en la
mano.
Villefort dictó entonces una instancia, en la que exageraba el patriotismo de
Dantés, sus servicios a la causa bonapartista, y pintándole, en fin, como uno de
los agentes más activos de la vuelta de Napoleón. Era evidente que a tal solicitud
el ministro haría al punto justicia, si y a no la había hecho.
Terminada la solicitud, Villefort la volvió a leer en voz alta.
—Así está bien —dijo—. Ahora confiad en mí.
—¿Y partirá pronto esta solicitud, caballero?
—Hoy mismo.
—¿Recomendada por vos?
—La mejor recomendación que y o podría ponerle es certificar que es cierto
cuanto decís en la solicitud.
Y sentándose a su vez, escribió Villefort al margen su certificado.
—Y ahora ¿qué hay que hacer, caballero? —le preguntó el armador.
—Esperar —repuso Villefort—; y o me encargo de todo.
Esta seguridad volvió las esperanzas a Morrel; de modo que cuando dejó al
sustituto le había ganado enteramente. El naviero fue en seguida a anunciar al
padre de Edmundo que no tardaría en volver a ver a su hijo.
En cuanto a Villefort, guardó cuidadosamente aquella solicitud que para
salvar en lo presente a Dantés le comprometía tanto en lo futuro, caso de que
sucediese una cosa que y a los sucesos y el aspecto de Europa dejaban entrever:
otra restauración.
Por lo tanto, Edmundo continuó en la cárcel. Aletargado en su calabozo no
oy ó el rumor espantoso de la caída del trono de Luis XVIII, ni el más espantoso
aún de la del trono del emperador.
Sin embargo, el sustituto lo había observado todo con ojo avizor. Durante esta
corta aparición imperial llamada los Cien Días, Morrel había vuelto a la carga
insistiendo siempre por la libertad de Dantés; pero Villefort le había tranquilizado
con promesas y esperanzas. AI fin llegó el día de Waterloo.
Morrel había hecho por su joven amigo cuanto humanamente le había sido
posible. Ensay ar nuevos medios durante la segunda restauración hubiese sido
comprometerse en vano.
Luis XVIII volvió a subir al trono. Villefort, para quien Marsella estaba llena
de recuerdos que eran para él otros tantos remordimientos, solicitó y obtuvo la
plaza de procurador del rey en Tolosa.
Quince días después de su instalación en esta ciudad se verificó su
matrimonio con la señorita Renata de Saint-Meran, cuy o padre tenía más
influencia que nunca.
Y con esto Dantés permaneció preso, así durante los Cien Días como después
de Waterloo, y olvidado, si no de los hombres, de Dios a lo menos.
Danglars comprendió toda la extensión del golpe con que había perdido a
Dantés, al ver volver a Francia a Napoleón. Su denuncia acertó por casualidad, y
como aquellos hombres que tienen cierta aptitud para el crimen y un mediano
arte de saber vivir, llamó a esta rara casualidad decreto de la Providencia.
Pero cuando Napoleón volvió a París, y al resonar su voz imperiosa y
potente, Danglars tuvo miedo, y a que esperaba a cada instante ver aparecer a
Dantés, a su víctima, enterado de todo, y amenazador y terrible en la venganza.
Manifestó entonces al señor Morrel su deseo de abandonar la vida marítima,
logrando que el naviero le recomendase a un comerciante español, a cuy o
servicio entró a fin de marzo, es decir, diez o doce días después de la vuelta de
Napoleón a las Tullerías.
Partió, pues, para Madrid, y ninguno de sus amigos volvió a saber de su
paradero.
Fernando no comprendió nada de lo sucedido. Dantés estaba ausente. Con
esto se contentaba.
¿Qué le había sucedido?
No trató de averiguarlo; sólo con el respiro que le dejaba su ausencia se
ingenió como pudo, ora para engañar a Mercedes sobre las causas de la
desaparición de Edmundo, ora para meditar planes de emigración y robo.
Quizás, y eran estos momentos los más tristes de su vida, se sentaba a la punta del
cabo Pharo, desde donde se distinguen a la par Marsella y los Catalanes,
contemplándolos triste e inmóvil como un ave de rapiña, y soñando a cada
instante ver venir a su rival vivo y erguido, y para él también nuncio de terribles
venganzas. Para entonces estaba tomada su decisión: mataba a Edmundo de un
tiro, y después se suicidaba; pero esto se lo decía a sí mismo para disculpar su
asesinato.
Fernando se engañaba a sí mismo. Nunca se hubiera él suicidado, porque
tenía esperanzas aún.
En medio de estos tristes y dolorosos acontecimientos, el imperio llamó a sus
banderas la última quinta, y todos cuantos podían empuñar las armas se lanzaron
fuera del territorio francés a la voz del emperador. Fernando fue de éstos;
abandonó a Mercedes y su cabaña con doble dolor, pues temía que en su
ausencia volviese su rival y se casase con la que adoraba. Si alguna vez debió
Fernando matarse fue al abandonar a su amada Mercedes. Sus atenciones con
ella, la compasión que demostraba a su desdicha, el cuidado con que adivinaba
sus menores deseos, habían producido el efecto que producen siempre las
apariencias de adhesión en los corazones generosos. Mercedes había querido
mucho a Fernando como amigo; y su amistad creció con el agradecimiento.
—Hermano mío —le dijo atando a la espalda del catalán la mochila del
quinto— hermano mío, mi único amigo, no lo dejes matar, no me dejes sola en
este mundo en que lloro, y en el que estaré enteramente abandonada si tú me
faltas.
Estas palabras, dichas por despedida, fueron para Fernando un ray o de
esperanza. Si Dantés no regresaba, quizá Mercedes llegaría a ser suy a.
Esta se quedó, pues, enteramente sola en aquella tierra árida, que nunca se lo
había parecido tanto, con el mar inmenso por único horizonte. Bañada en
lágrimas, como aquella loca cuy a doliente vida cuenta el pueblo, veíasela de
continuo errante en torno a los Catalanes; ora quedándose muda e inmóvil como
una estatua bajo el ardiente sol del Mediodía, para contemplar a Marsella; ora
sentándose a la orilla del mar, como si escuchara sus gemidos, eternos como su
dolor, y preguntándose al propio tiempo a sí misma si no le fuera mejor que
esperar sin esperanza, inclinarse hacia delante y dejarse caer por su propio peso
en aquel abismo que la tragaría. Mas no fue valor lo que le faltó, sino que vino en
su ay uda la religión a salvarla del suicidio.
Caderousse fue, como Fernando, llamado por la patria; pero tenía ocho años
más y era casado, con lo que se le destinó a las costas. El viejo Dantés, a quien
sólo la esperanza sostenía, la perdió con la caída del imperio, y cinco meses más
tarde, día por día de la ausencia de su hijo, y a la misma hora en que Edmundo
fue preso, expiró en brazos de Mercedes. El señor Morrel cubrió todos los gastos
del entierro y las mezquinas deudas que el pobre viejo había contraído durante su
enfermedad. Esto, más que filantropía, era valor, porque el país estaba en llamas,
y socorrer, aunque moribundo, al padre de un bonapartista tan peligroso como
Dantés, podía ser tomado por un verdadero crimen político.
Capítulo XIV
Alinspector
cabo de un año aproximadamente después de la vuelta de Luis XVIII, el
general de cárceles efectuó una visita a las del reino.
Desde su calabozo, Dantés percibía el rumor de los preparativos que se
hacían en el castillo, y no por el alboroto que ocasionaban, aunque no era grande,
sino porque los presos oy en en el silencio de la noche hasta la araña que teje su
tela, hasta la caída periódica de la gota de agua que tarda una hora en filtrarse
por el techo de su calabozo, y adivinó que algo nuevo sucedía en el mundo de los
vivos: hacía tanto tiempo que le habían encerrado en una tumba, que podía muy
bien tenerse por muerto.
En efecto, el inspector iba visitando una tras otra las prisiones, calabozos y
subterráneos. A muchos presos interrogaba, particularmente a aquellos cuy a
dulzura o estupidez los hacía recomendables a la benevolencia de la
administración: sus preguntas se redujeron a cómo estaban alimentados y qué
reclamaciones tenían que hacer a su autoridad. Todos convinieron unánimemente
en que la comida era detestable, y pedían la libertad. El inspector les preguntó
entonces si tenían otra cosa que decirle. Su respuesta fue un ademán de cabeza.
¿Qué otra cosa que la libertad pueden pedir los presos?
El inspector se volvió sonriendo, y dijo al gobernador del castillo:
—No sé para qué nos obligan a estas visitas inútiles. Quien ve a un preso los
ve a todos. ¡Siempre lo mismo! Todos están mal alimentados y son inocentes por
añadidura. ¿Hay algunos más?
—Sí, tenemos los peligrosos y los dementes, que están en los subterráneos.
—Vamos —dijo el inspector con aire de aburrimiento—. Cumplamos nuestra
obligación en regla. Bajemos a los subterráneos.
—Aguardad por lo menos a que vay an a buscar dos hombres —respondió el
gobernador—, que los presos, sea por hastío de la vida, sea para hacerse
condenar a muerte, intentan tal vez crímenes desesperados, y podríais ser
víctima de alguno.
—Tomad, pues, precauciones —dijo el inspector.
En efecto, enviaron a buscar dos soldados, y comenzaron a bajar una
escalera, tan empinada, tan infecta y tan húmeda, que el olfato y la respiración
se lastimaban a la par.
—¡Oh! ¿Quién diablos habita este calabozo? —dijo el inspector a la mitad del
camino.
—Un conspirador de los más temibles: nos lo han recomendado
particularmente como hombre capaz de cualquier cosa.
—¿Está solo?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo hace?
—Un año, con corta diferencia.
—¿Y desde su entrada en el castillo está en el subterráneo?
—No, señor, sino desde que quiso matar al llavero encargado de traerle la
comida.
—¿Ha querido matar al llavero?
—Sí, señor: a ese mismo que nos viene alumbrando. ¿No es cierto, Antonio?
—le preguntó el gobernador.
—Como lo oy e, señor —respondió el llavero.
—¿Está loco este hombre?
—Peor que loco, es el diablo.
—¿Queréis que demos cuenta a la superioridad? —preguntó el inspector al
gobernador.
—Es inútil. Bastante castigado está. Ya ray a en la locura, y según la
experiencia que nuestras observaciones nos dan, dentro de un año estará
completamente loco.
—Mejor para él —dijo el inspector—, pues sufrirá menos.
Como se ve, era este inspector un hombre muy humano, y digno del
filantrópico empleo que gozaba.
—Tenéis razón, caballero —repuso el gobernador— y vuestra reflexión da a
entender que habéis estudiado la materia a fondo. En otro subterráneo que está
separado de éste unos veinte pies y al cual se desciende por otra escalera,
tenemos un viejo abate, jefe del partido de Italia in illo tempore, preso aquí desde
1811. Desde fines de 1813 se le ha trastornado la cabeza, y y a nadie le podría
reconocer físicamente. Antes lloraba, ahora ríe; antes enflaquecía, ahora
engorda. ¿Queréis verle antes que a éste? Su locura es divertida y os aseguro que
no os entristecerá.
—A uno y otro veré —respondió el inspector—. Hagamos las cosas como se
deben hacer.
Era ésta la primera vez que el inspector hacía una visita de cárceles, por lo
que deseaba dar a sus jefes buena idea de sí.
—Entremos, pues, en éste —dijo.
—Bien —respondió el gobernador, haciendo una seña al llavero, el cual abrió
la puerta.
Al rechinar de las macizas cerraduras; al rumor de los pesados cerrojos,
Dantés, que estaba acurrucado en un rincón del calabozo recreándose
deleitosamente en el exiguo ray o de luz que penetraba por un tragaluz con
gruesísimos barrotes, Dantés, repetimos, levantó la cabeza. Viendo a un
desconocido alumbrado por dos llaveros que llevaban antorchas encendidas,
custodiado por dos soldados y respetado por el gobernador de tal manera que le
hablaba con el sombrero en la mano, comprendió Dantés el objeto de su visita, y
viendo en fin que se le presentaba coy untura de hablar a una autoridad superior,
saltó hacia él con las manos en actitud de súplica. Los soldados calaron bay oneta,
temiendo que el preso se dirigiese al inspector con malas intenciones; éste
retrocedió un paso, asustado. Dantés comprendió que le habían pintado a sus ojos
como un hombre temible. Procuró entonces poner en su mirada cuanto de
humildad y mansedumbre hay en el corazón humano, y con una elocuencia
piadosa que admiró a todos los circunstantes trató de conmover al recién llegado.
Escuchó hasta el fin el inspector el discurso de Dantés, y volviéndose al
gobernador le dijo en voz baja:
—Ya va haciéndose humano, y los sentimientos dulces empiezan a
dominarle. Observad cómo el temor obra en él su efecto; retrocedió ante las
bay onetas, y el loco no retrocede ante peligro alguno. Sobre este síntoma he
hecho y a en Charentón observaciones muy curiosas. Después, volviéndose al
preso:
—En resumen —le dijo—, ¿qué pedís?
—Pido que me digan el crimen que he cometido; que se me nombren jueces;
que se me juzgue; que se me fusile si soy culpable, pero que me pongan en
libertad si soy inocente.
—¿Coméis bien? —le preguntó el inspector.
—Sí, y o lo creo…, no lo sé; pero eso importa poco. Lo que debe importar, no
solamente a mí, pobre preso, sino a todos los que se ocupan en hacer justicia, y
sobre todo al rey que nos manda, es que el inocente no sea víctima de una
delación infame, y no muera entre cerrojos maldiciendo a sus verdugos.
—¡Qué humilde estáis hoy ! —le dijo el gobernador—. No siempre sucede lo
mismo, de otra manera hablabais el día que quisisteis asesinar a vuestro guardián.
—Es verdad, señor —respondió Dantés—, y por ello pido humildemente
perdón a este hombre, que ha sido siempre bondadoso conmigo. Pero ¿qué
queréis? Yo estaba loco, y o estaba furioso.
—¿Y ahora, y a no lo estáis?
—No, señor; porque la prisión me doma, me anonada. ¡Hace tanto tiempo
que estoy aquí!
—¡Mucho tiempo! ¿En qué época os detuvieron? —le preguntó el inspector.
—El 28 de febrero de 1815, a las dos de la tarde.
El inspector se puso a calcular.
—Estamos a 30 de julio de 1816; no hace más que diecisiete meses que estáis
preso.
—¿No hace más? —repuso Dantés—. ¿Os parecen pocos diecisiete meses?
¡Ah!, señor, ignoráis lo que son diecisiete meses de cárcel; diecisiete años,
diecisiete siglos, sobre todo para un hombre como y o, que estaba próximo a ser
feliz; para un hombre que vela abierta una carrera honrosa, y que todo lo pierde
en aquel mismo instante, que del día más claro y hermoso pasa a la noche más
profunda, que ve su carrera destruida, que no sabe si le ama aún la mujer que
antes le amaba, que ignora en fin si su anciano padre está muerto o vivo.
Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado al aire del mar, a la
independencia del marino, al espacio, a la inmensidad, a lo infinito; caballero,
diecisiete meses de cárcel es el may or castigo que pueden merecer los crímenes
más horribles del vocabulario humano. Compadeceos de mí, caballero, y pedid
para mí no indulgencia, sino rigor, no indulto, sino justicia. Justicia, señor, y o no
pido más que justicia. ¿Quién se la niega a un preso?
—Está bien, y a veremos —dijo el inspector.
Y volviéndose hacia su acompañante añadió:
—En verdad me da lástima este pobre diablo. Luego me enseñaréis en el
libro de registro su partida.
—Con mucho gusto —respondió el gobernador—, pero creo que hallaréis
notas tremendas contra él.
—Caballero —prosiguió Edmundo—, bien sé que vos no podéis hacerme salir
de aquí por vuestra propia decisión, pero podéis transmitir mi súplica a la
autoridad, provocar una requisitoria, hacer en fin que se me juzgue. ¡Justicia es
todo lo que pido! Sepa y o al menos de qué crimen se me acusa, y a qué castigo
se me sentencia. La incertidumbre es el peor de todos los suplicios.
—Contadme, pues, detalles del asunto —dijo el inspector.
—Señor —exclamó Dantés—, por vuestra voz comprendo que estáis
conmovido. ¡Señor! ¡Decidme que tenga esperanza!
—No puedo decíroslo —respondió el inspector—, sino solamente prometeros
examinar vuestra causa.
—¡Oh! Entonces, caballero, estoy libre, ¡me he salvado!
—¿Quién os mandó detener? —preguntó el inspector.
—El señor de Villefort —respondió Edmundo Dantés—. Vedle y entendeos
con él.
—Desde hace un año que el señor de Villefort no está en Marsella, sino en
Tolosa.
—¡Ah!, no me extraña —balbuceó Dantés—. ¡He perdido a mi único
protector!
—¿Tenía el señor de Villefort algún motivo para estar resentido con vos?
—Ninguno, señor; antes al contrario, fue muy bondadoso conmigo.
—¿Podré fiarme de las notas que hay a dejado escritas sobre vos, o que me
proporcione él mismo?
—Sí, señor.
—Pues bien: tened esperanza.
Dantés cay ó de rodillas levantando las manos al cielo, y recomendándole en
una oración aquel hombre que había bajado a su calabozo como el Salvador a
sacar almas del infierno. La puerta se volvió a cerrar, pero la esperanza que
acompañaba al inspector se quedó encerrada en el calabozo de Dantés.
—¿Queréis ver ahora el libro de registro —dijo el gobernador—, o bajamos
antes al calabozo del abate?
—Acabemos la visita —respondió el inspector—. Si volviese a salir al aire
libre quizá no tendría valor para acabarla.
—Este preso no es por el estilo del otro, que su locura entristece menos que la
razón de su vecino.
—¿Cuál es su locura?
—¡Oh!, muy extraña. Se cree poseedor de un tesoro inmenso. El primer año
ofreció al gobierno un millón si le ponía en libertad; el segundo año le ofreció dos
millones; el tercero, tres, y así progresivamente. Ahora está en el quinto año: es
probable que os pida una entrevista, y os ofrezca cinco millones.
—Manía rara es, en efecto —dijo el inspector—. ¿Y cómo se llama ese
millonario?
—El abate Faria.
—Número 27 —dijo el inspector.
—Aquí es. Abrid, Antonio.
El llavero obedeció, con lo que pudo el inspector pasear su mirada curiosa por
el calabozo del abate loco, que así solían llamar a aquel preso.
En mitad de la estancia, dentro de un círculo trazado en el suelo con un
pedazo de y eso de la pared, veíase agazapado un hombre casi desnudo, tan roto
estaba su traje. Ocupábase en aquellos momentos en hacer dentro del círculo
líneas geométricas muy bien trazadas, y parecía tan preocupado con su
problema como Arquímedes cuando le mató el soldado de Marcelo. Ni siquiera
pestañeó al rumor de la puerta que se abría, ni dio muestra alguna de sorpresa
cuando el resplandor de las antorchas iluminó con desusado brillo el húmedo
suelo en que trabajaba. Volvióse entonces y vio con gran sorpresa la numerosa
comitiva que acababa de entrar en su calabozo.
Acto continuo se puso en pie y cogió un cobertor que y acía a los pies de su
miserable lecho para envolverse y recibir con may or decencia a los recién
venidos.
—¿Qué es lo que pedís? —le dijo el inspector sin alterar la fórmula.
—¿Yo, caballero…? No pido nada —respondió el abate como admirado.
—Sin duda no me comprendéis —dijo el inspector—. Yo soy un delegado del
gobierno para visitar las cárceles y atender las reclamaciones de los presos.
—¡Oh!, entonces es otra cosa, caballero —exclamó vivamente el abate—.
Espero que vamos a entendernos.
—¿Lo veis? —dijo el gobernador por lo bajo—. El principio, ¿no os indica que
va a parar a lo que y o os decía?
—Caballero —prosiguió el preso—, y o soy el abate Faria, natural de Roma. A
los veinte años era secretario del cardenal Rospigliossi. Sin saber por qué, me
detuvieron a principios de 1811, y desde entonces suplico vanamente mi libertad
a las autoridades italianas y francesas.
—¿Y por qué a las francesas? —le preguntó el gobernador.
—Porque me prendieron en Piombino, y supongo que, como Milán y
Florencia, Piombino será actualmente capital de un departamento francés.
El inspector y el gobernador se miraron sonriendo.
—¿Sabéis, amigo mío —le dijo el inspector—, que no son muy frescas
vuestras noticias de Italia?
—Datan del día en que fui preso, caballero —repuso el abate Faria— y como
S. M.jestad el emperador había creado el reino de Roma para el hijo que el cielo
acababa de darle, supongo que, siguiendo el curso de sus conquistas, hay a
realizado el sueño de Maquiavelo y de César Borgia, que era hacer de Italia
entera un solo y único reino.
—Caballero —dijo el inspector—, la Providencia, por fortuna, ha modificado
ese gigantesco plan de que parecéis partidario tan ardiente.
—Ese es el único medio de hacer de Italia un Estado fuerte, independiente y
feliz —respondió el abate.
—Puede ser —repuso el inspector—; pero y o no he venido a estudiar un
curso de política ultramontana, sino a preguntaros, como y a lo hice, si tenéis algo
que reclamar sobre vuestra habitación, trato y comida.
—La comida es igual a la de todas las cárceles, quiero decir, malísima —
respondió el abate— la habitación y a lo veis, húmeda e insalubre, aunque muy
buena para calabozo. Pero no tratemos de eso sino de revelaciones de la más alta
importancia que tengo que hacer al gobierno.
—Ya va a su negocio —dijo en voz baja el gobernador al inspector.
—Me felicito, pues, de veros —prosiguió el abate—, aunque me habéis
interrumpido un cálculo excelente que a no fallarme cambiaría quizás el sistema
de Newton. ¿Podéis concederme una entrevista secreta?
—¿Eh? ¿Qué decía y o? —dijo el gobernador al inspector.
—Bien conocéis a vuestra gente —respondió este último sonriéndose, y
volviéndose a Faria le dijo:
—Caballero, lo que me pedís es imposible.
—Sin embargo, ¿y si se tratase, caballero —repuso el abate—, de hacer
ganar al gobierno una suma enorme, una suma de cinco millones?
—A fe mía que hasta la cantidad adivinasteis —dijo el inspector volviéndose
otra vez hacia el gobernador.
—Vamos —prosiguió el abate, conociendo que el inspector iba a marcharse
—, no hay necesidad de que estemos absolutamente solos. El señor gobernador
puede asistir a nuestra entrevista.
—Amigo mío —dijo el gobernador—, sabemos por desgracia de antemano lo
que queréis decirnos. De vuestros tesoros, ¿no es verdad?
Miró Faria a este hombre burlón con ojos en que un observador desinteresado
hubiera leído la razón y la verdad.
—Sin duda alguna —le respondió—. ¿De qué queréis que y o os hable, sino de
mis tesoros?
—Señor inspector —repuso el gobernador—, puedo contaros esa historia tan
bien como el abate, porque hace cuatro o cinco años que no me habla de otra
cosa.
—Eso demuestra, señor gobernador —dijo Faria—, que sois como aquellos
de que habla la Escritura, que tienen ojos y no ven, oídos y no oy en.
—Amigo —añadió el inspector—, el gobierno es rico, y a Dios gracias no
necesita de vuestro dinero. Guardadlo, pues, para cuando salgáis de vuestro
encierro.
Dilatáronse los ojos del abate, y asiendo de la mano al inspector, le dijo:
—Pero, ¿y si no salgo nunca? ¿Y si contra toda justicia permanezco siempre
en este calabozo? ¿Y si muero sin haber legado a nadie mi secreto? ¡El tesoro se
perderá! ¿No es preferible que lo poseamos el gobierno y y o? Daré hasta seis
millones, caballero, sí, le daré hasta seis millones, y me contentaré con el resto si
se me pone en libertad.
—A fe mía —dijo a media voz el inspector—, habla con tal acento de
convicción, que se le creería a no saber que está loco.
—No estoy loco, caballero, digo la verdad —repuso Faria, que con ese oído
finísimo de los presos no perdió una sola palabra—. El tesoro de que hablo existe
ciertamente, y me comprometo a firmar con vos un tratado por el cual me
llevaréis adonde y o designe, se cavará en la tierra, y si y o miento, si no se
encuentra nada, si estoy loco como decís, consentiré en volver al calabozo, y en
permanecer toda mi vida, y en esperar la muerte sin volver a pedir nada ni a vos
ni a nadie.
El gobernador se echó a reír.
—¿Y está muy lejos el lugar de vuestro tesoro?
—A cien leguas de aquí, sobre poco más o menos.
—No está mal imaginado —dijo el gobernador—. Si todos los presos se
divirtiesen en pasear a sus guardias por un espacio de cien leguas, y si los
guardias consintiesen en tales paseos, sería un magnífico motivo para que los
presos tomaran las de Villadiego a la primera ocasión, que no dejaría de
presentarse, ciertamente, en tan larga correría.
—Es un ardid muy gastado —dijo el inspector—. Ni siquiera tiene el mérito
de la invención.
Después, volviéndose al abate, le dijo:
—Ya os he preguntado si os dan bien de comer.
—Caballero —respondió Faria—, juradme por Cristo nuestro Señor que me
pondréis en libertad si no miento, y os diré dónde está el tesoro.
—¿Os dan buen alimento? —repitió el inspector.
—Nada aventuráis, caballero, y no será un truco para escaparme, pero
consiento en permanecer aquí mientras vos vay áis…
—¿No contestáis a mi pregunta? —repuso impaciente el inspector.
—¡Ni vos a mi solicitud! —respondió el abate—. ¡Maldito seáis como los
insensatos que no han querido creerme! ¿No queréis mi oro? Para mí será. ¿Me
negáis la libertad? Dios me la dará. Idos. Ya nada tengo que decir.
Y el abate tiró el cobertor sobre la cama, recogió su pedazo de y eso, y fue a
sentarse en medio de su círculo, donde continuó trazando sus figuras.
—¿Qué hace? —decía el inspector al irse.
—Cuenta sus tesoros —le contestó el gobernador.
Faria respondió a este sarcasmo con una mirada sublime de desprecio.
Salieron y el llavero cerró la puerta.
—¿Si habrá poseído, en efecto, algún tesoro? —decía el inspector subiendo la
escalera.
—O habrá soñado que lo poseía, y despertó demente —repuso el gobernador.
—Si realmente fuera tan rico, no estaría preso —añadió el inspector con la
sencillez del hombre corrompido.
Así concluy ó para el abate Faria esta aventura. Siguió preso sin que lograse
con la visita otra cosa que afirmar su fama de loco.
Calígula o Nerón, aquellos célebres rebuscadores de tesoros, que se dieron de
cabezadas por todo lo imposible, hubiesen atendido a este pobre hombre, le
hubiesen concedido el aire que deseaba, el espacio que en tanto tenía, la libertad
que tan cara quería pagar; pero los rey es de ahora, encerrados en los límites de
lo probable, no tienen la audacia de la voluntad, temen el oído que escucha las
órdenes que ellos mismos dan, el ojo que ve sus acciones; no sienten en sí lo
superior de la esencia divina, son hombres coronados, en una palabra. En otro
tiempo se creían o a lo menos se decían hijos de Júpiter, y conservaban algo del
ser de su padre; que no se plagian fácilmente las cosas de ultra-nubes. Ahora los
rey es se hacen muy a menudo vulgares. Sin embargo, como ha repugnado
siempre al gobierno despótico que se vean a la luz pública los efectos de la prisión
y de la tortura; como hay pocos ejemplos de que una víctima de la inquisición
hay a podido pasear por el mundo sus huesos triturados y sus sangrientas llagas,
así la locura, esta úlcera causada por el fango de los calabozos, se esconde casi
siempre cuidadosamente en el sitio en que ha nacido, o si sale de él es para
enterrarse en un hospital sombrío, donde el médico no puede distinguir ni al
hombre ni al pensamiento entre las informes ruinas que el carcelero le entrega.
Vuelto loco en la prisión el abate Faria, por su misma locura, estaba
condenado a no salir nunca de ella. En cuanto a Dantés, el inspector le cumplió su
palabra, examinando el libro de registro cuando volvió a los aposentos del
gobernador. Así decía la nota referente a él:
Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en
la vuelta de Napoleón. Téngase muy vigilado y con el may or secreto. Esta nota
era de otra letra y de otra tinta que las demás del registro, lo que prueba que no
ha sido anotada de la prisión de Edmundo. La acusación era bastante positiva
para dudar de ella. El inspector escribió, pues, debajo:
« Nada se puede hacer por él» .
Esta visita había hecho revivir a Dantés. Desde su entrada en el calabozo se
había olvidado de contar los días; pero el inspector le había dado una fecha
nueva, y no la olvidó esta vez, sino que arrancando de la pared un pedazo de y eso
escribió en el muro: « 30 de julio de 1816» . Desde este momento señaló con una
ray a cada día que pasaba para poder calcular el tiempo.
Transcurrieron días, semanas y meses, y Dantés seguía confiado. Empezó
por fijar para su salida de la cárcel un término de quince días, pues suponiendo
que el inspector no tuviese en su asunto sino la mitad del interés que él mismo
tenía, le bastaba con ese plazo. Transcurrido también éste, pensó que era absurdo
creer que el inspector se ocupase en tal cosa antes de su regreso a París, y como
su vuelta era imposible sin terminar la visita, que debía durar lo menos un mes o
dos, alargó Edmundo su plazo hasta tres meses. Pasados éstos hizo otro cálculo,
prolongándolos hasta seis; pero cuando éstos pasaron también, halló que juntos los
primeros días con los meses había esperado diez y medio.
Durante dicho tiempo en nada había mudado su situación; ninguna nueva de
consuelo había tenido, y seguía como siempre mudo su carcelero. Dantés
empezó a dudar de sus sentidos, a creer que lo que tomaba por un recuerdo no
era sino una visión de su fantasía, y que aquel ángel consolador solamente había
bajado a su calabozo en alas de un sueño.
Al cabo de un año trasladaron al gobernador del castillo, obteniendo el antiguo
el mando de la fortaleza de Ham, a la que se llevó muchos de sus dependientes,
entre ellos el carcelero de Edmundo. Llegó el nuevo gobernador, y como le
costase mucho trabajo recordar los nombres de los presos, se los hizo representar
por números. Este horrible hotel tenía unas cincuenta habitaciones, cuy os
números respectivos tomaron sus habitantes. ¡El desgraciado marino dejó de
llamarse Edmundo Dantés, conociéndose tan sólo por el número 34!
Capítulo XV
El número 34 y el número 27
Dantés pasó por todos los grados de desventura que experimentan los presos
olvidados en el fondo de sus calabozos. Comenzó por recurrir al orgullo, que
es una consecuencia de la esperanza y un íntimo convencimiento de la propia
inocencia; después dudó de su inocencia, lo que no dejaba de justificar un tanto
las suposiciones de locura del gobernador, y por último cay ó del pedestal de su
orgullo, y no para implorar a Dios, sino a los hombres. Dios es el último recurso.
El desgraciado que debería comenzar por él, no llega a implorarle sino después
de haber agotado todas sus esperanzas.
Pidió, pues, que le sacasen de su calabozo para ponerle en otro, aunque fuese
más negro y más oscuro. Un cambio, aunque perdiendo, era siempre un cambio,
y le proporcionaría por algún tiempo distracción. Pidió asimismo que le
concediesen el pasear, y el tomar el aire, y libros e instrumentos. Nada le fue
concedido; pero no por eso dejó de pedir, pues se había acostumbrado a hablar
con su carcelero, que era más mudo que el anterior si es posible. Hablar con un
hombre, aunque no le respondiese, había llegado a parecerle una gran felicidad.
Hablaba para escuchar su propia voz, pues cierta vez que ensay ó en hablar a
solas, su voz le dio miedo.
Muchas veces, cuando estaba en libertad, se había horrorizado Dantés al
recuerdo de esas cárceles comunes de las poblaciones, donde los vagabundos
están mezclados con los bandoleros y con los asesinos, que con innoble placer
contraen horribles lazos, haciendo de la vida de la cárcel una orgía espantosa.
Pues, a pesar de todo, llegó incluso a sentir deseos de encontrarse en uno de estos
antros, por ver otras caras que la de aquel carcelero impasible y mudo; llegó a
echar de menos el presidio con su infamante traje, su cadena asida al pie, y la
marca en la espalda. Los presidiarios al menos viven en sociedad con sus
semejantes, respiran el aire libre y ven el cielo: los presidiarios deben ser muy
dichosos.
Un día suplicó a su guardián que pidiese para él un compañero, aunque fuese
el abate loco de que había oído hablar. Bajo la corteza de un carcelero, por más
que sea muy ruda, queda siempre algo de humanidad, y éste, a pesar de que
nunca lo había demostrado ostensiblemente, en lo íntimo de su alma compadeció
muchas veces a aquel desgraciado joven, sujeto a tan dura cautividad, por lo que
transmitió al gobernador la solicitud del número 34; pero el gobernador,
prudentísimo como si fuera un hombre político, se figuró que Dantés quería
insurreccionar a los presos, fraguar una conspiración, contar con algún amigo
para alguna tentativa; y le negó lo que pedía.
Habiendo agotado todos los recursos humanos, y no encontrando remedio de
ninguna clase para sus males, fue cuando se dirigió a Dios. Vinieron entonces a
vivificar su alma todos esos pensamientos piadosos que baten sus alas sobre los
desgraciados. Recordó las oraciones que le enseñaba su madre, hallándoles una
significación entonces de él desconocida, porque las oraciones para el hombre
que es dichoso son a veces palabras vacías de sentido, hasta que el dolor viene a
explicar al infortunio ese lenguaje sublime con que nos habla Dios.
Oró, pues, mas no con fervor sino con rabia. Rezando en alta voz no le
asustaban sus palabras: caía en una especie de éxtasis; a cada palabra que
pronunciaba se le aparecía Dios; sacaba lecciones de todos los hechos de su vida
humilde y oscura, atribuy éndolos a Dios, imponiéndose deberes para el porvenir,
y al final de cada rezo intercalaba ese deseo egoísta que los hombres dirigen a
sus semejantes más a menudo que a Dios:
« … Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores…»
Y esto le puso sombrío, y un velo cubrió sus ojos. Dantés era un hombre
sencillo y sin educación. Lo pasado permanecía para él envuelto en ese misterio
que la ciencia desvanece. En la soledad de un calabozo, en el desierto de su
imaginación, no le era posible resucitar los tiempos pasados, reanimar los pueblos
muertos, restaurar las antiguas ciudades, que el pensamiento poetiza y agiganta,
y que pasan delante de los ojos alumbradas por el fuego del cielo, como los
cuadros babilónicos de Martin. Dantés no conocía más que su pasado, tan breve;
su presente, tan sombrío, y su futuro tan dudoso. ¡A la luz de los diecinueve años
ver la oscuridad de una noche eterna! Como ninguna distracción le entretenía, su
espíritu enérgico, a cuy as aspiraciones bastara solamente el tender su vuelo a
través de las edades, se veía obligado a ceñirse a su calabozo como un águila
encerrada en una jaula. Entonces se aferraba, por decirlo así, a una idea, a la de
su ventura, desvanecida sin causa aparente por una fatalidad inconcebible;
aferrábase, pues, a este pensamiento, le daba mil vueltas examinándolo bajo
todas sus fases, devorándolo como el implacable Ugolino devora el cráneo del
arzobispo Roger en el Infierno del Dante. Edmundo, que sólo tenía una fe
pasajera en el poder, la perdió como la pierden otros después del triunfo, con la
única diferencia de que él no había sabido aprovecharla.
La rabia sucedió al ascetismo. Tales blasfemias decía Edmundo, que el
carcelero retrocedía espantado: se daba golpes contra las paredes, y con cuanto
tenía a la mano, principalmente en sí mismo se vengaba de las contrariedades
que le hacía sufrir un grano de arena, una paja o una ráfaga de viento. Entonces
aquella carta acusadora que él había visto, que él había tocado, que le enseñó
Villefort, volvía a clavársele en el magín y cada línea brillaba en la pared como
el Mane Thécel Pharés, de Baltasar. Decía para sí que era el odio de los hombres,
no la venganza de Dios el que lo hundió en aquella sima; entregaba aquellos
hombres desconocidos a todos los suplicios que inventaba su exaltada
imaginación, y aún le parecían dulces los más tremendos, y sobre todo livianos
para ellos, porque tras el suplicio viene la muerte, y la muerte es, si no el reposo,
la insensibilidad, que se le parece mucho.
A fuerza de repetirse a sí mismo, a propósito de sus enemigos, que la calma
es la muerte, y el que desea castigar con crueldad necesita de otros recursos que
no son los de la muerte, cay ó en el horrible ensimismamiento que ocasiona la
idea del suicidio. ¡Pobre de aquel a quien detienen en la pendiente de la desgracia
estas tristes ideas! ¡Son como uno de esos mares muertos que reflejan el
purísimo azul del cielo; pero que si el nadador se arroja a ellos, siente hundirse
sus pies en un suelo fangoso, que le atrae, le aspira y le traga! En esta situación,
sin auxilio divino, no hay remedio para él, y cada esfuerzo que hace le hunde
más, y le arrastra más y más a la muerte.
Esta agonía moral es, sin embargo, menos terrible que el dolor que la precede
y el castigo que acaso la sigue; es una especie de consuelo vertiginoso, que nos
muestra la profundidad del abismo, pero que también en su fondo nos muestra la
nada. Edmundo se consoló, pues, un tanto con esta idea. Todos sus dolores, todos
sus sufrimientos, con su lúgubre cortejo de fantasmas, huy eron hacia aquel
rincón del calabozo, donde parecía que el ángel de la muerte pudiese fijar su
silenciosa planta. Contempló y a con tranquilidad su vida pasada, con terror su
vida futura, y eligió ese término medio que le ofrecía un asilo.
—Tal vez en mis lejanas correrías, cuando y o era aún hombre, y cuando este
hombre libre y potente daba a otros hombres órdenes que eran ejecutadas en el
acto, tal vez (decía para sí) he visto nublarse el cielo, bramar las olas y
encresparse, nacer la tempestad en un extremo del espacio, y como un águila
gigantesca venir llenando con sus alas los dos horizontes. Quizá conocía y a
entonces que mi barco era un refugio despreciable, puesto que parecía temblar y
estremecerse, ligero como una pluma en la mano de un gigante. Después el
terrible mugido de las olas, la vista de los escollos me anunciaban la muerte, y la
muerte me espantaba, y hacía inauditos esfuerzos para librarme de ella, y reunía
en un punto todas las energías del hombre y toda la inteligencia del marino para
luchar con Dios. Y esto, porque y o entonces era feliz; porque volver a la vida era
para mí volver a la felicidad; porque aquella muerte y o no la había llamado ni la
había elegido; porque el sueño, en fin, me parecía intolerable en aquel lecho de
algas y de légamo…, era que me indignaba a mí, criatura, imagen de Dios, el
servir de pasto a los albatros o a los tiburones. Pero hoy y a es otra cosa: he
perdido cuanto me encariñaba con la existencia; hoy la muerte me sonríe como
una nodriza al niño que va a amamantar; hoy muero como se me antoja; muero
cansado, como dormía en aquellas noches de desesperación y rabia después de
haber dado tres mil vueltas en mi camarote; es decir, treinta mil pasos; es decir,
diez leguas sobre poco más o menos.
En cuanto esta idea germinó en la imaginación del joven, púsose un tanto más
alegre, más risueño, se conformó más con su pan negro y con su dura cama,
comió menos, dejó de dormir, y comenzó a parecerle soportable aquel resto de
existencia, que podría dejar cuando quisiese, como se deja un vestido viejo.
Dos maneras tenía de morir; una era sencilla: atar su pañuelo a un hierro de
la ventana y ahorcarse; otra era dejarse morir de hambre, sin que su carcelero
se diera cuenta de ello. La primera repugnaba mucho a Dantés, porque
recordaba a los piratas que mueren ahorcados en las vergas de los navíos que los
apresan: tenía pues a la horca por un suplicio infamante y no quería aplicárselo a
sí mismo, por lo que adoptó el segundo medio, empezando desde aquel día a
ponerlo en práctica.
Cerca de cuatro años habían transcurrido en las alternativas que hemos
referido. A fines del segundo dejó de contar los días, y había vuelto a esa
ignorancia del tiempo, de que le sacara en otra época el inspector.
Habiendo dicho Dantés « quiero morir» , y habiendo elegido hasta la muerte
que se daría, lo calculó bien todo, y por temor de arrepentirse hizo juramento
consigo mismo de morir de aquella manera. « Cuando me traigan las provisiones
las tiraré por la ventana —decíase—, y aparentaré que las he comido» .
Hízolo como se lo había prometido. Dos veces cada día tiraba su comida por
la ventanilla con reja, que apenas le dejaba ver el cielo, primeramente con
alegría, después con reflexión, y por último con pesar. Para fortalecerse en tan
horrible lucha, necesitaba recordarse a cada instante el juramento que se había
hecho. Aquella comida que otras veces le repugnaba, gracias al aguijón del
hambre, le parecía tentadora a la vista, exquisita al olfato, y más de una vez pasó
horas enteras con la cazuela en las manos contemplando fijamente iba a cesar
para él, hízole figurarse que Dios se compadecía al fin de aquella carne
nauseabunda, aquel pescado podrido, y aquel pan negro sus sufrimientos.
Dominaban aún en él los postreros instintos de la vida. Su calabozo de sus amigos,
alguno de esos seres amados, en quien tantas veces le parecía entonces menos
sombrío, y su situación menos desesperada. Pensó, siempre que pensaba, no se
ocuparía de él en aquellos momentos. Todavía era joven, puesto que debía contar
veinticinco o veintiséis años, y le quedaban con corta diferencia cincuenta que
vivir, o sea el doble de lo que había vivido. Pero no, sin duda Edmundo se
engañaba; aquello no era más que una de esas visiones fantásticas que se forjan a
las puertas de lamentos, y no trataría de disminuir la distancia que los separaba.
Durante este tiempo, ¡cuántos acontecimientos podrían abrir las murallas del
castillo de If, y romper las puertas, y volverle a la libertad! Entonces aproximaba
a su boca aquella comida que, Tántalo voluntario, apartaba al punto con mano
firme, pues con el recuerdo de su juramento, esta generosa naturaleza temía
despreciarse a sí mismo si lo quebrantaba. Riguroso e implacable consigo mismo,
gastó, pues, el asomo de existencia que le quedaba, llegando un día en que no
tuvo fuerzas para levantarse a arrojar la comida. Al día siguiente y a no veía, y
oía con mucha dificultad. El carcelero crey ó que estaba enfermo de gravedad, y
Edmundo confió y a en su muerte próxima. Así pasó todo el día. Cierto
aturdimiento vago y un si es no es agradable, empezaba a apoderarse de él.
Ya se habían adormecido las convulsiones nerviosas de su estómago; se
habían calmado los ardores de su sed. Al cerrar los ojos veía una multitud de
resplandores brillantes, como esos fuegos fatuos que oscilan por la noche a flor
de los terrenos fangosos: era el crepúsculo de ese ignoto país que se llama la
muerte.
De repente, a las nueve de aquella misma noche, oy ó en la pared en que se
apoy aba su cama un ruido sordo y lento. Venían tantos animales inmundos a
hacer ruido por aquel lado, que poco a poco se había acostumbrado Dantés a no
despertar siquiera de sus sueños por cosa tan común allí; pero esta vez, y a que la
abstinencia tuviese exaltados sus sentidos, y a que fuese el ruido, en efecto,
extraordinario, o y a porque en los momentos supremos todo tiene importancia,
Edmundo levantó la cabeza para oír mejor. Era una especie de frotamiento
acompasado, que parecía provenir, o de unas enormes uñas o de unos dientes
fortísimos, o en fin, de un instrumento que chocara con la piedra. Aunque
debilitada, en la imaginación del joven bulló al punto esta idea falaz, fija
constantemente en la de todo preso: ¡La libertad! La ocasión en que escuchaba
aquel ruido, justamente cuando todo ruido muere. El ruido seguía oy éndose, sin
embargo, y duró hasta tres horas sobre por más o menos, terminando en una
especie de roce, como al arrastrar una cosa.
Horas más tarde se repitió más fuerte y más cercano. Empezaba Edmundo a
interesarse en aquel trabajo que le hacía compañía, cuando entró el carcelero.
Habían pasado ocho días desde que decidió morir, y cuatro desde que
empezó a poner en práctica su proy ecto, y en todo este tiempo no había
Edmundo dirigido la palabra a aquel hombre, ni respondido a las que él le dirigía
preguntándole por su enfermedad, sino que por el contrario, siempre se volvía del
otro lado cuando el carcelero le contemplaba atentamente. Mas hoy podía el
carcelero oír aquel sordo ruido y alarmarse, y destruir acaso aquel y o no sé qué
de esperanza, cuy a idea deleitaba los últimos momentos de Dantés.
El carcelero le traía el almuerzo y Edmundo se incorporó en su cama, y
ahuecando la voz se puso a hablar de todas las cosas posibles, de la mala calidad
de su alimento, del frío que reinaba en el calabozo, maldiciendo y gruñendo, para
tener el derecho de gritar más fuertemente, y agotando la paciencia del
carcelero, que precisamente aquel día había pedido para el preso enfermo caldo
y pan tierno, y le llevaba ambas cosas. Por fortuna crey ó que Dantés deliraba, y
salió del calabozo, poniendo el almuerzo en la mesilla coja donde lo solía dejar.
Libre entonces Edmundo, volvió a escuchar con deleite. El ruido era y a tan claro
que el joven lo escuchaba sin trabajo alguno.
—¡No hay dada! —exclamó para sí—; puesto que, a pesar de la luz del día
prosigue este ruido, lo ocasiona algún desdichado preso para escaparse. ¡Oh! ¡Si
y o estuviera con él, cómo le ay udaría!
De pronto, una nube sombría pasó eclipsando esta aurora de esperanza por
aquella mente, sólo habituada a la desgracia, y que no podía sin macho trabajo
volver a concebir la felicidad. Era, pues, la idea de que quizás aquel rumor lo
ocasionaban algunos albañiles que se ocupasen por orden del gobernador, en
arreglar el calabozo inmediato.
Fácil era cerciorarse; pero ¿cómo se atrevía a preguntarlo? Nada más fácil,
repetimos, que esperar la llegada del carcelero, hacerle darse cuenta del ruido, y
observar la impresión que le causaba; pero con esta nimia satisfacción de su
curiosidad, ¿no podría arriesgar intereses muy altos? Por desgracia, la cabeza de
Edmundo, como una campana vacía, estaba aturdida, y tan débil, que su cerebro,
flotante como un vapor, no podía condensarse para concebir una idea. No vio
más que un medio para dar fuerza a su reflexión y lucidez a su juicio; volvió los
ojos hacia el caldo, humeante aún, que el carcelero acababa de poner sobre la
mesa, y levantándose como pudo tomó la taza y bebió de un sorbo, sintiendo al
punto un indecible bienestar. Y tuvo fuerzas para contenerse, aunque había y a
cogido el pan para comerlo; pero el recuerdo de que muchos náufragos,
extenuados de hambre, habían muerto por comer mucho de repente, hízole dejar
el pan sobre la mesa y volver a acostarse. Edmundo y a no quería morir.
Pronto sintió penetrar la luz en su cerebro. Sus ideas vagas e incomprensibles
empezaban a reflejarse en ese espejo maravilloso cuy a lucidez distingue al
hombre del animal. Pudo, pues, pensar, fortificando su pensamiento con el
raciocinio.
—Puedo hacer una prueba —dijo entonces para sí—, pero sin comprometer
a nadie. Si el ruido procede de un albañil, en cuanto y o golpee la pared, cesará,
porque él intentará saber quién llama y por qué llama; pero como será su trabajo
no solamente lícito sino obligatorio, al punto lo proseguirá. Si, por lo contrario, es
un preso, el ruido que y o haga debe sobresaltarle, y temiendo ser descubierto
abandonará su trabajo hasta la noche cuando todos duerman en el castillo.
Acto seguido volvió a levantarse Edmundo, y esta vez, ni sus piernas
vacilaban ni sus ojos se desvanecían. Dirigióse a un rincón del calabozo, arrancó
una piedra, que con la humedad iba y a desprendiéndose, y con ella dio tres
golpes en la pared, donde parecía sentirse más cercano el ruido. Al primer golpe,
el ruido cesó como por ensalmo. Púsose a escuchar Edmundo con toda su alma,
y pasó una hora, y pasaron dos, sin que el ruido prosiguiese. Del otro lado de la
pared respondía a sus golpes un silencio absoluto. Lleno de esperanza, comió
algunos bocados de pan, bebió unos sorbos de agua, y gracias a la poderosa
constitución de que le dotara la naturaleza, hallóse poco más o menos como
antes. Llegó la noche y no se oy ó el ruido.
—¡Es un preso! —exclamó Dantés con indecible júbilo.
Desde entonces su cabeza fue un volcán, y se hizo su vida violenta a fuerza de
ser activa. Pasó la noche sin que él cerrara los ojos ni se oy era el más leve ruido.
Con el alba llegó el carcelero a traer las provisiones. Edmundo había agotado las
del día anterior, y agotó también las nuevas, escuchando incesantemente aquel
ruido que no continuaba, temiendo que no volviese a repetirse, andando al día
diez o doce leguas en su calabozo, asiéndose a la reja de hierro de la ventanilla
para recobrar la elasticidad de sus miembros, y disponiéndose, en fin, a luchar
cuerpo a cuerpo con el porvenir, al igual que los gladiadores, que ejercitaban su
cuerpo y lo frotaban con aceite antes de bajar a la arena. En los intervalos de
esta febril actividad, escuchaba por si volvía el ruido, impacientándose con la
prudencia de aquel preso, que no adivinaba que quien le había interrumpido en
sus tareas de libertad era otro preso que deseaba recobrarla tanto como él.
Transcurrieron tres días… setenta y dos horas mortales contadas minuto por
minuto. Al fin una noche, cuando el carcelero acababa de hacerle su última
visita, tenía Edmundo por centésima vez pegado el oído a la pared, y le pareció
que un rumor imperceptible vibraba sordamente en su cabeza, puesta en contacto
con la pared. Apartóse un poco para refrescar su cerebro exaltado, dio algunas
vueltas por la habitación, y volvió a colocarse en el mismo sitio. No había duda:
algo pasaba en el otro lado. El preso había reconocido lo arriesgado de su
empresa y la proseguía de otro modo. Sin duda había sustituido el cincel por la
palanca. Animado por este descubrimiento, Edmundo decidió ay udar a aquel
obrero infatigable. Empezando por apartar su cama, pues detrás de ella creía que
sonaba el rumor, buscó con los ojos un objeto que le sirviese para rascar la pared
y arrancar una piedra de sus húmedos cimientos. No tenía cuchillo ni instrumento
cortante alguno, sino sólo los barrotes de la reja, y como más de una vez se había
convencido de que era imposible arrancarlos, ni siquiera lo intentó. Todos sus
muebles reducíanse a la cama, una silla, una mesa, un jarro y un cántaro. La
cama tenía los pies de hierro; pero los tenía unidos a las tablas con tornillos. Para
poder arrancarlos necesitaba de un destornillador.
Sólo le quedaba un recurso: romper el cántaro, y emprender su tarea con uno
de los pedazos que tuviesen forma puntiaguda. Dicho y hecho: dejó caer el
cántaro al suelo, con lo que se hizo mil pedazos. Eligió dos o tres de los más
agudos y los ocultó en su jergón, dejando los otros en el suelo. El romperse el
cántaro era una cosa tan natural, que no le daba cuidado alguno. Edmundo tenía
toda la noche para trabajar; pero con la oscuridad no se daba mucha maña, pues
tenía que trabajar a tientas, y conoció bien pronto que su primitiva herramienta
se embotaba contra un cuerpo más duro. Volvió, pues, a acostarse y esperó que
amaneciera con la esperanza había recobrado la paciencia, y durante toda la
noche no dejó de oír al zapador anónimo que continuaba su trabajo subterráneo.
Al amanecer entró el carcelero. Díjole el joven que bebiendo, la víspera, con
el cántaro, se le había caído de las manos, rompiéndose. El carcelero,
refunfuñando, fue a traer otra vasija nueva, sin tomarse el trabajo de llevarse los
restos de la rota. Volvió con ella un instante después, encargando al preso que
tuviese más cuidado, y se marchó.
Dantés escuchó con alegría inexplicable rechinar la cerradura, que en otros
tiempos cada vez que se cerraba le oprimía el corazón. Oy ó alejarse el ruido de
los pasos, y cuando se extinguieron enteramente corrió a retirar la cama de su
sitio, con lo que pudo ver, al débil ray o de luz que penetraba en el calabozo, lo
inútil de su tarea de la noche anterior, y a que había rascado la piedra y no la cal
que por sus extremos la rodeaba y que la humedad había reblandecido bastante.
Latiéndole con fuerza el corazón observó Dantés que se caía a pedazos, y que
aunque los pedazos eran átomos, en realidad, en media hora arrancó un puñado
poco más o menos. Un matemático hubiera podido calcular que con dos años de
este trabajo, si no se tropezaba con piedra viva, podría practicarse un boquete de
dos pies cuadrados y veinte de profundidad. Entonces el preso se reprendió a sí
mismo por no haber ocupado en aquella manera las largas horas que había
perdido esperando, rezando y desesperándose. Eran cerca de seis años que
llevaba en el calabozo. ¿Qué trabajo no hubiera podido acabar por lento que
fuese? Esta idea le infundió alientos.
A los tres días logró, con infinitas precauciones, arrancar todo el cimiento,
dejando la piedra al aire. La pared se componía de morrillos interpolados de
piedras para may or solidez. Una de estas piedras era la que había casi
desprendido y que ahora anhelaba arrancar de su base. Recurrió Dantés a sus
dedos, pero fueron insuficientes, y los pedazos del cántaro, introducidos a manera
de palanca en los huecos, se rompían cuando él apretaba. Después de una hora
de inútiles tentativas se levantó con la frente bañada en sudor, lleno de angustia el
corazón, preguntándose si tendría que renunciar al principio de su empresa.
¿Tendría que esperar, inerte y pasivo, a que su compañero, que quizá se cansaría,
lo hiciese todo por su parte?
Pasó entonces por su imaginación una idea que le hizo quedarse parado y
sonriendo. Su frente húmeda de sudor se secó al punto. El carcelero le llevaba
todos los días la sopa en una cacerola de cinc. Además de su sopa, contenía esta
cacerola seguramente la de otro preso, puesto que había observado Dantés que
unas veces estaba enteramente llena y otras hasta la mitad únicamente, según
que su conductor empezaba a distribuir por él o por su compañero.
La cacerola tenía un mango de hierro, que era justamente lo que Edmundo
necesitaba, y lo que hubiera pagado con diez años de su vida. El carcelero solía
vaciar la cacerola en la cazuela de Dantés, quien después de comerse la sopa con
una cuchara de palo, lavaba la cazuela para que le sirviera al siguiente día.
Aquella noche Edmundo colocó la cazuela en el suelo entre la puerta y la
mesilla, de modo que al entrar el carcelero la pisó y la hizo mil pedazos sin que
pudiese decir nada a Dantés: si éste había cometido la torpeza de dejarla en el
suelo, el carcelero había cometido la de no mirar dónde ponía los pies; por lo que
tuvo que contentarse con refunfuñar. Miró luego a su alrededor para hallar donde
dejarle la comida; pero Dantés no tenía más vasija que la cazuela.
—Dejadme la cacerola —dijo Edmundo—, mañana podréis recogerla
cuando me traigáis el desay uno.
Este consejo convenía tanto a la pereza del carcelero, como que así no
necesitaba subir y bajar otra vez la escalera. Dejó pues la cacerola. Edmundo
tembló de alegría, y comiendo esta vez a toda prisa la sopa y el resto de sus
provisiones, que, según costumbre de las cárceles, se juntaban en una sola vasija,
esperó más de una hora para cerciorarse de que el carcelero no volvería; separó
la cama de la pared, cogió la cacerola, e introduciendo el mango por la junta de
piedra, sirvióse de él como de una palanca.
Una ligera oscilación de la piedra le probó que su ensay o tenía buen
resultado; al cabo de una hora, la piedra había salido de la pared, dejando un
hueco como de un pie de diámetro. Recogió con cuidado toda la cal, y la
esparció en los rincones del calabozo. Luego raspó el suelo con uno de los
pedazos del cántaro y mezcló aquella cal con tierra negruzca. Queriendo después
aprovechar aquella noche, en que la casualidad, o mejor dicho, su sabia
combinación le provey era de tan precioso instrumento, siguió cavando con
mucho afán. Al amanecer volvió a colocar la piedra en su agujero, colocó
también la cama en su sitio y se acostó. Su almuerzo consistía en un pedazo de
pan, que poco después vino a traerle el carcelero.
—¡Cómo! ¿No me bajáis otra cazuela? —le preguntó Edmundo.
—No, porque todo lo rompéis —respondió aquél—. Habéis roto a un cántaro,
y tenido la culpa de que y o rompiese la cazuela. Si todos los presos hiciesen tanto
gasto como vos, el gobierno no podría soportarlo. Os dejaré la cacerola, y en ella
os echaré la sopa de hoy en adelante: acaso no la romperéis.
Dantés levantó los ojos al cielo y cruzó las manos debajo de su cobertor
porque aquel pedazo de hierro, de que dispondría y a a todas horas, le inspiraba
una gratitud al cielo, más viva que la que le habían inspirado todas las venturas de
su vida anterior. Había observado solamente que su compañero no trabajaba
desde que él había comenzado su tarea. Pero ni esto importaba, ni era razón para
desmay ar: si su compañero no llegaba hasta él, él llegaría hasta su compañero.
Todo el día trabajó sin descanso, de manera que por la noche, gracias a su nuevo
instrumento, había arrancado de la pared sobre diez puñados, entre morrillos, cal
y piedra del cimiento.
A la hora de la visita enderezó lo mejor que pudo el mango de su cacerola,
colocándola en su sitio. Vertió en ella el llavero su ordinaria ración de sopa y de
provisiones, o por mejor decir de pescado, porque aquel día, así como tres veces
por semana, hacían comer de viernes a los presos. Este habría sido un medio de
calcular el tiempo, si Edmundo no hubiera renunciado a él desde hacía mucho.
Fuese el carcelero y esta vez quiso Dantés asegurarse de si su vecino había en
efecto renunciado o no a su empresa, y se puso a escuchar atentamente. Todo
permaneció en silencio como durante aquellos tres días en que los trabajos se
habían interrumpido. Suspiró, convencido de que el preso desconfiaba de él. Con
todo, no por esto dejó de trabajar toda la noche; pero a las dos o tres horas
tropezó con un obstáculo. El hierro no se hundía, sino que resbalaba sobre una
superficie plana. Metió la mano, y pudo cerciorarse de que había tropezado con
una viga que atravesaba, o, mejor dicho, cubría enteramente el agujero
comenzado por él. Era preciso cavar por debajo de ella o por encima. El
desgraciado no había pensado en este obstáculo.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó—, tanto os recé, que confié que me
oy eseis. ¡Dios mío!, después de haberme quitado la libertad en vida… ¡Dios
mío!, después de haber hecho renunciar al reposo de la muerte… ¡Dios mío!,
que me habéis devuelto al mundo… ¡Dios mío! ¡Apiadaos de mí, no me dejéis
morir entregado a la desesperación!
—¿Quién es el que habla de Dios y se desespera? —murmuró una voz, que
como salida del centro de la tierra, llegaba a Edmundo opaca, por decirlo así, y
con un acento sepulcral.
Erizáronsele los cabellos y retrocedió, aunque estaba de rodillas.
—¡Ah! —dijo—, oigo la voz de un hombre.
Ya hacía cuatro o cinco años que Edmundo no hablaba sino con el carcelero,
y para los presos el carcelero no es un hombre, es una puerta viva que se
aumenta a la puerta de encina, es una barra de carne sujetada a los hierros de su
ventana.
—En nombre del cielo, quienquiera que seáis el que habló, imploro que sigáis
hablando, aunque vuestra voz me asuste: ¿quién sois?
—¿Y vos, quién sois? —le preguntó la voz.
—Un preso desdichado —respondió Edmundo, que no tenía ningún
inconveniente en responder.
—¿De dónde sois?
—Francés.
—¿Os llamáis?
—Edmundo Dantés.
—¿Vuestra profesión?
—Marino.
—¿Cuánto tiempo hace que estáis preso?
—Desde el 28 de febrero de 1815.
—¿Cuál es vuestro delito?
—Soy inocente.
—Pero ¿de qué os acusan?
—De haber conspirado para que volviera el emperador.
—¿El emperador no está y a en el trono?
—Abdicó en Fontainebleau en 1814, y fue desterrado a la isla de Elba. Pero
¿desde cuándo estáis vos aquí que ignoráis todo esto?
—Desde 1811.
Dantés se estremeció; aquel hombre estaba preso cuatro años antes que él.
—Está bien: no cavéis más —dijo la voz muy aprisa—. Decidme solamente:
¿a qué altura está vuestra excavación?
—Al nivel del suelo.
—¿Y cómo puede ocultarse?
—Con mi cama.
—¿No os han mudado la cama desde que estáis preso?
Nunca.
—¿Adónde cae vuestro calabozo?
—A un corredor.
—¿Y el corredor?
—Al patio.
—¡Ay ! —murmuró la voz.
—¡Dios mío! ¿Qué ocurre? —preguntó Dantés.
—Que me equivoqué; que lo imperfecto de mi croquis me engañó; que la
falta de compás me ha perdido, pues una línea equivocada en mi croquis
equivale en realidad a quince pies. He creído que esta pared que nos separa era
la muralla.
—Pero entonces hubierais salido al mar.
—Era lo que y o quería.
—¿Y si lo hubieseis logrado?
—Nadaría hasta llegar a una de esas islas que rodean al castillo de If, la isla
de Daume o la de Tiboulen, o la costa, y me hubiera salvado.
—¿Habríais podido nadar tanto?
—Dios me habría dado fuerzas. Ahora todo está perdido.
—¿Todo?
—Sí, tapad muy bien ese agujero, no trabajéis más, no os ocupéis en nada, y
esperad que y o os avise…
—¿Quién sois? Decidme quién sois, por lo menos.
—Soy … soy el número 27.
—¿Desconfiáis de mí? —le preguntó Dantés.
Y crey ó oír por toda respuesta una risa amarga.
—¡Oh! Soy buen cristiano —exclamó enseguida, adivinando instintivamente
que aquel hombre pensaba abandonarle—. Os juro por Cristo que primero
consentiré que me maten, que dejar entrever a vuestros verdugos y a los míos un
átomo de la verdad; pero, en nombre del cielo, no me privéis de vuestra
presencia, no me privéis de vuestra voz, porque, os lo juro, me van abandonando
y a las fuerzas… porque me estrellaría contra la pared y tendríais que
reprocharos mi muerte.
—¿Qué edad tenéis? Vuestra voz parece la de un joven.
—No sé mi edad a punto fijo, como no sé el tiempo que he pasado aquí.
Solamente sé que iba a cumplir diecinueve años cuando me prendieron en 1815.
—No ha cumplido aún veintiséis años —murmuró la voz—. A esa edad el
hombre no es traidor todavía.
—¡Oh! No, no, os lo juro —repitió Dantés—. Os lo dije, consentiré que me
despedacen antes que haceros traición.
—Hicisteis bien en hablarme, hicisteis bien en rogarme, porque y a iba y o a
trazar otro plan y a separarme de vos. Pero vuestra edad me tranquiliza;
esperadme, que me reuniré con vos.
—¿Cuándo?
—Antes calcularé nuestros recursos: dejad a mi cargo el avisaros.
—Pero no me abandonaréis, no me dejaréis solo, ¿verdad? Os vendréis a
reunir conmigo o consentiréis en que vay a a reunirme con vos. Huiremos juntos,
y si no podemos huir, hablaremos, vos de las personas a quienes améis, y o de
aquellas a quienes amo. Vos debéis de amar a alguien.
—Estoy solo en el mundo.
—Entonces me amaréis a mí. Si sois joven seré vuestro amigo; si viejo,
vuestro hijo. Mi padre debe de contar ahora setenta años, si aún vive; y o sólo
amaba a él y a una joven llamada Mercedes. Estoy seguro de que mi padre no
me ha olvidado; pero ella… sabe Dios si aún piensa en mí. Os amaré como
amaba a mi padre.
—Está bien —dijo el preso—. Hasta mañana.
Aunque pocas, el acento de estas palabras convenció a Dantés, que sin hacer
ninguna pregunta más se levantó, y tomando para ocultar los escombros las
mismas precauciones de otros días, volvió a arrimar su cama a la pared. Desde
aquel instante se entregó en cuerpo y alma a su felicidad: y a no estaría solo,
quizás iba a ser libre; y lo peor que podría sucederle, si seguía preso, era tener un
compañero, y como es sabido, la prisión en compañía es sólo media prisión. Las
quejas exhaladas en común son casi oraciones; las oraciones en común son casi
himnos de gratitud.
Dantés no hizo en todo el día más que pasear de un extremo al otro de su
calabozo, saltándosele el corazón de júbilo, júbilo que en algunos intervalos le
ahogaba. Sentábase en la cama, apretándose el pecho con las manos, y al menor
ruido que se oía en el corredor lanzábase hacia la puerta; porque una o dos veces
le pasó por su imaginación la idea horrible de que le separasen de aquel hombre,
a quien y a amaba aún sin conocerle. Entonces tomó una resolución: si el
carcelero separaba su cama de la pared, y veía la excavación, y se inclinaba
para examinarla, él le asesinaría al punto con la baldosa en que colocaba el
cántaro de agua.
Le condenarían a muerte, bien lo sabía; pero ¿no iba él a morir de fastidio y
desesperación cuando aquel ruido milagroso le volvió a la vida?
A la noche volvió el carcelero. Dantés estaba acostado, porque le parecía que
así ocultaba mejor la excavación. Con ojos muy extrañados debió de mirar sin
duda al inoportuno carcelero, porque éste le dijo:
—Vamos, ¿vais a volveros loco otra vez?
Dantés no respondió, porque temía que lo conmovido de su acento le delatase.
El carcelero se fue, moviendo la cabeza. Al llegar la noche crey ó Dantés que su
vecino se aprovecharía del silencio y de la oscuridad para reanudar la
conversación; pero nada menos que eso: transcurrió la noche sin que ningún ruido
respondiese a su febril ansiedad; pero, por la mañana, después de la visita de
costumbre, cuando y a él había separado su cama de la pared, sonaron tres
golpecitos acompasados, que le hicieron ponerse apresuradamente de radillas.
—¿Sois vos? —dijo—. ¡Aquí estoy !
—¿Se ha marchado y a el carcelero? —preguntó la voz.
—Sí, y no volverá hasta la noche —contestó Dantés—. Tenemos doce horas a
nuestra disposición.
—¿Puedo, pues, trabajar? —preguntó la voz.
—Sí, sí, ¡al instante! ¡Al instante! Yo os lo suplico.
Y en el mismo momento la tierra en que apoy aba Dantés ambas manos, pues
tenía la mitad del cuerpo metido en el agujero, vaciló como si le faltara la base.
Echóse hacia atrás Dantés, y una porción de tierra y piedras se precipitó por otro
agujero que acababa de abrirse debajo del que había abierto él. Entonces, en el
fondo de aquel lóbrego antro, cuy a profundidad no podía calcularse a primera
vista, apareció una cabeza, unos hombros, y un hombre, por último, que salía con
bastante agilidad.
Capítulo XVI
Un sabio italiano
Dantés recibió en sus brazos a aquel nuevo amigo, por tanto tiempo esperado, y
lo llevó junto a su ventana para que le alumbrase por entero la tenue luz del
calabozo.
Era un hombre pequeño de estatura, encanecido más por las penas que por
los años, ojos de mirada penetrante ocultos por espesas cejas, también un tanto
canas, y de larguísima barba que todavía se conservaba negra. Lo demacrado de
su rostro, que surcaban arrugas profundísimas, la línea atrevida de sus facciones,
todo en él, en fin, revelaba al hombre más acostumbrado a ejercer las facultades
del alma que las del cuerpo. La frente del recién llegado estaba bañada en sudor
y en cuanto al traje, era imposible distinguir la forma primitiva, porque se le caía
a pedazos. Lo menos representaba sesenta y cinco años, aunque cierto vigor en
las acciones demostraba que tal vez tenía menos edad que la que le hacía
representar su prolongado encierro.
Acogió el recién llegado las entusiastas protestas del joven con una especie de
agrado, y parecía como si su alma helada reviviese por un instante para
confundirse con aquella alma ardiente. Agradecióle, pues, efusivamente su
cordialidad, aunque le había causado una impresión muy terrible hallar un
segundo calabozo donde crey ó encontrar la libertad.
—Veamos primeramente —le dijo— si hay medio de que los carceleros no
den con el quid de nuestras entrevistas. Nuestra tranquilidad futura consiste en
que ellos ignoren lo que ha pasado.
Y, al decir esto, se inclinó hacia la excavación, y alzando la piedra en vilo,
aunque era grande su peso, la volvió a colocar en su sitio.
—Esta piedra ha sido arrancada con poca precaución —dijo al inclinarse—.
¿Tenéis herramientas?
—¿Y vos —le respondió Dantés admirado—, las tenéis acaso?
—He construido algunas. A excepción de lima, tengo todas las que necesito:
escoplo, tenazas y palanca.
—¡Oh! Cuánta curiosidad tengo de ver esos productos de vuestra paciencia y
de vuestra industria —dijo Dantés.
—Mirad, aquí traigo el escoplo.
Y diciendo esto, le enseñó una hoja de hierro fuerte y aguda: el mango era de
madera.
—¿Cómo habéis hecho esto? —le dijo Dantés.
—Con uno de los goznes de mi cama. Con esta herramienta he abierto todo el
camino que me condujo aquí: cerca de cincuenta pies.
—¡Cincuenta pies! —exclamó el preso con una especie de terror.
—Hablad más quedo, joven, hablad más quedo. Muchas veces hay detrás de
las puertas quien escucha a los presos.
—Saben que estoy solo.
—No importa.
—¿Y decís que habéis cavado cincuenta pies para llegar hasta aquí?
—Tal es, poco más o menos, la distancia que separa mi calabozo del vuestro.
Empero, como me faltaban instrumentos de geometría para tirar la escala de
proporción, he trazado mal una curva, de modo que en vez de cuarenta pies de
elipse he hallado cincuenta. Mi intención, como y a os dije, era salir a la muralla
exterior, horadarla también y arrojarme al mar. En vez de pasar por debajo de
vuestro calabozo, he costeado el corredor a que sale, lo que hace que todo mi
trabajo sea inútil, pues el corredor cae a un patio lleno de centinelas.
—Es verdad —dijo Dantés—, pero ese corredor sólo pertenece a una de las
paredes de este calabozo, y éste, como veis, tiene cuatro.
—Desde luego; pero esta pared primera está edificada en la piedra viva:
necesitarían para horadarla diez mineros con buenas herramientas diez años: esta
otra debe empalmar con los cimientos de las habitaciones del gobernador;
saldríamos a las cuevas, que están cerradas con llave: allí nos atraparían. La
pared cae…, esperad, esperad…, ¿adónde cae la otra pared?
Esta pared era la del tragaluz por donde entraba la luz. A imitación de las
troneras, este respiradero iba estrechándose hasta el fin de un modo tal, que sin
contar las tres hileras de hierros, capaces de hacer dormir tranquilo al
gobernador más pusilánime, no hubiera podido escaparse ni un niño por allí. Al
hacer esta pregunta el recién llegado, arrastró la mesa hasta colocarla debajo del
tragaluz.
—Subid —dijo a Dantés.
Dantés obedeció, subió sobre la mesa, y adivinando el intento de su
compañero apoy ó la espalda en la pared y le alargó ambas manos desde encima
de la mesa. Entonces el hombre que se había llamado a sí mismo con el número
de su calabozo, y cuy o verdadero nombre ignoraba Dantés aún, con más ligereza
que la que su edad hacía presumir, subió del suelo a la mesa, y luego, flexible
como un gato o un reptil, de la mesa a las manos de Dantés, y de las manos a las
espaldas. De este modo, doblándose extremadamente, porque no le permitía otra
cosa el techo del calabozo, pudo meter la cabeza entre la primera fila de hierros
y mirar arriba y abajo, retirando al momento la cabeza con mucha prima a la
vez que exclamaba:
—¡Oh!, ¡oh! ¡Ya lo sospechaba y o!
Y volvió a bajar a la mesa, y de la mesa saltó al suelo.
—¿Qué sospechabais? —le preguntó ansioso el joven, saltando también.
El anciano se quedó meditabundo.
—Sí —dijo—, eso es… la cuarta pared del calabozo da a una galería exterior,
a una especie de ronda por donde pasan patrullas y donde hay centinelas.
—¿Estáis seguro de ello?
—He visto el morrión de un soldado y la boca de su fusil. Me retiré tan pronto
por miedo de que él también me viese.
—En resumen… —dijo Dantés.
—Ya veis que es imposible huir por vuestro calabozo.
—¿De modo que…? —preguntó el joven con acento interrogador.
—Conque ¡hágase la voluntad de Dios! —contestó. Y las facciones del
anciano se cubrieron de un aspecto de resignación.
Dantés no pudo menos de mirar con extrañeza que ray aba en admiración, a
un hombre que con tanta filosofía renunciaba a una esperanza alimentada tantos
años.
—¿Queréis decirme ahora quién sois? —le preguntó.
—¡Oh!, sí, como os interese todavía, aunque no pueda y a serviros para nada.
—Podéis servirme de consuelo y de sostén, puesto que me parece sin igual
vuestra fortaleza de espíritu.
—Yo soy —dijo el anciano sonriendo tristemente— el abate Faria, preso,
como y a sabéis, desde 1811 en el castillo de If; pero antes de esa fecha llevaba
y a tres años en la fortaleza de Fenestrelle. En esa fecha me trasladaron del
Piamonte a Francia. Supe entonces que el destino, hasta allí su vasallo, había dado
un hijo al emperador Napoleón, hijo que en la misma cuna se llamaba y a rey de
Roma. Estaba y o entonces muy lejos de sospechar lo que me habéis dicho, a
saber: que cuatro años más tarde el coloso se haría pedazos. ¿Quién reina ahora
en Francia? ¿Es acaso Napoleón II?
—No; Luis XVIII.
—¿El hermano de Luis XVI? ¡Extraños y misteriosos decretos del Altísimo!
¿Cuál es el objeto de la Providencia haciendo caer al hombre que había elevado,
y elevar al que había hecho caer?
Dantés seguía con la vista a aquel hombre que olvidaba un momento su
propio destino para ocuparse de tal del mundo.
—Sí, sí —prosiguió—, lo mismo que en Inglaterra. Después de Carlos I,
Cromwell; después de Cromwell, Carlos II, y quizá después de Jacobo II, algún
pariente, algún príncipe de Orange, algún Statuder que se corone rey, y con él
nuevas concesiones al pueblo, y ¡constitución y libertad! Vos lo veréis, joven —
dijo volviéndose hacia Dantés, y mirándole con ojos brillantes y profundos,
como debían de tenerlos los profetas. Vos lo veréis, puesto que todavía tenéis
edad para verlo.
—¡Ay !, si salgo de aquí.
—Justamente —respondió el abate Faria—. Estamos presos aunque hay
momentos en que lo olvido y que me creo libre, atravesando mi vista por entre
los muros que me encierran.
—Pero ¿por qué estáis preso?
—Por haber soñado en 1807 lo que Napoleón quiso realizar en 1811; porque
como él, quise formar con todos esos principados que hacen de Italia un nido de
rey ezuelos tiránicos y débiles, un imperio compacto y fortísimo; porque creí
hallar mi César Borgia en un bobo coronado que aparentó comprenderme para
engañarme mejor. Mi proy ecto era el de Alejandro VI y el de Clemente VII;
siempre fracasará, puesto que ellos lo emprendieron inútilmente, y Napoleón no
pudo acabar de realizarlo. No hay duda: ¡Italia está maldita!
El anciano inclinó la cabeza… Dantés no comprendía cómo un hombre puede
arriesgar su existencia por semejantes intereses; bien que a decir verdad, si
conocía a Napoleón por haberle visto y haberle hablado, en cambio, ignoraba
completamente quiénes fuesen Clemente VII y Alejandro VI. Con lo cual fue
contagiándose de la creencia de su carcelero, creencia general en el castillo de
If, y dijo al anciano:
—¿No sois vos el eclesiástico a quien se cree… enfermo?
—A quien se cree loco, queréis decir, ¿no es verdad?
—No me atrevía —dijo sonriendo Dantés.
—Sí, sí —prosiguió el abate con amarga sonrisa— y o soy el que pasa por
loco, soy el que divierte hace tanto tiempo a los huéspedes de este castillo, y el
que divertiría a los niños, si los hubiera en esta mansión del duelo sin esperanza.
Quedóse Dantés un momento inmóvil y mudo.
—¿Conque renunciáis a huir? —dijo al cabo.
—Lo reconozco imposible. Es volverse contra Dios intentar lo que Dios no
quiere.
—¿Por qué os desanimáis? También es pedir mucho a la Providencia querer a
la primera tentativa, de manera que ¿no podéis volver a la excavación por otro
lado?
—Pero ¿así habláis de volver? ¿No sabéis lo que y a he hecho? ¿Ignoráis que
he necesitado cuatro años para construir las herramientas que poseo? ¿No sabéis
que hace diez años que pico y cavo una tierra tan dura como el granito? ¿Sabéis
que he necesitado desencajar piedras que en otro tiempo hubiera y o creído
imposible mover; que he pasado días enteros en esa empresa titánica,
crey éndome dichoso por la noche con haber minado una pulgada en cuadro de
ese vetusto cimiento, que hoy está y a tan duro como la misma piedra? ¿Ignoráis
acaso que para ocultar los escombros que sacaba, he necesitado horadar la
bóveda de una escalera, y que en ella los he ido depositando hasta el punto de que
hoy no puede y a contener un puñado de polvo más? ¿No sabéis, por último, que
y a creía tocar al fin de mi trabajo, que no me quedaban más fuerzas que las
precisas para esto, cuando Dios no solamente lo aleja sino que lo alarga
indefinidamente? Así, os repito lo que os dije: nada haré desde ahora para
alcanzar mi libertad, puesto que Dios quiere que por siempre la hay a perdido.
Edmundo bajó la cabeza para no revelar a aquel hombre que la alegría de
tener un compañero le impedía compartir como debiera el dolor que
experimentaba el preso, de no haber podido salvarse. El abate se dejó caer sobre
la cama de Edmundo, que permaneció de pie. Jamás había pensado en la fuga el
joven. Tienen algunas cosas tal aire de imposibles, que no se nos ocurre la idea
de intentarlas, y hasta las evitamos instintivamente. Efectuar una mina de
cincuenta pies, empleando tres años para salir por todo triunfo a un precipicio que
cae al mar; arrojarse desde cincuenta, sesenta, setenta o acaso cien pies de
altura, para hacerse pedazos en una roca, si antes la bala del centinela no ha
hecho su oficio; verse obligado, si se escape de tantos peligros, nada menos que a
nadar una legua, era lo bastante para que cualquiera se resignara, y y a hemos
visto que a Dantés le faltó poco para llevar esta resignación hasta el suicidio.
Pero ahora que el joven había visto a un anciano agarrarse a su vida con tanta
energía, dándole ejemplo de resoluciones desesperadas, se puso a reflexionar y
hacer cuentas con su valor. Otro hombre había intentado lo que él no se imaginó
siquiera; otro, menos joven, menos fuerte, menos atrevido que él, a fuerza de
astucia y de paciencia, se había procurado cuantas herramientas necesitaba para
esta operación increíble, que sólo pudo fracasar por una línea mal trazada; todo
esto lo había hecho otro hombre, conque nada era imposible a Dantés; Faria
había minado cincuenta pies; él minaría ciento; Faria, con cincuenta años de
edad, había consagrado tres a su obra; él, que sólo tenía la mitad de los años de
Faria, consagraría seis; Faria, hombre de iglesia, abate y sabio, no había temido
aventurarse a ir nadando desde el castillo de If a la isla de Daume, de Ratonneau,
o de Lamaire; ¿cómo él, Edmundo el marino, el hábil nadador que tantas veces
había bajado al fondo del mar a coger una rama de coral, vacilaría para pasar
una legua a nado? ¿Una hora solamente, cuando él había estado horas enteras en
el mar sin hacer pie ni descanso alguno? No, no, Dantés no tenía necesidad más
que de ser estimulado por un ejemplo. Todo lo que pudiese hacer otro hombre lo
haría él. Se quedó pensativo diciendo al cabo al anciano:
—Ya encontré lo que buscabais.
Faria se conmovió.
—¿Vos? —exclamó levantando la cabeza, como si diera a entender a
Edmundo que a decir verdad, su desaliento no sería de gran duración—. Veamos,
¿qué encontrasteis?
—El túnel que hicisteis para llegar hasta aquí tiene la misma dirección que la
galería exterior, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Debe de estar a una distancia de cincuenta pasos?
—A lo sumo.
—Pues bien, hacia la mitad del túnel abrimos otro que forme como los brazos
de una cruz. Esta vez tomáis mejor vuestras medidas; salimos a la galería
exterior, matamos al centinela y nos escapamos. Sólo dos cosas se necesitan para
llevar adelante este plan: ánimo, vos le tenéis; fuerzas, no me faltan a mí. No
hablo de paciencia, vos me habéis probado y a la vuestra, y y o os probaré la mía.
—Aguardad, que aún no sabéis, mi querido compañero, de qué especie son
mis ánimos —respondió el abate—, y qué use puedo hacer de mis fuerzas. En
cuanto a la paciencia, creo que demostré bastante al volver a empezar por la
mañana la tarea de la noche, y por la noche la tarea del día. Pero cuando lo hice,
me imaginaba servir a Dios dando libertad a una de sus criaturas, que por ser
inocente no podía ser condenado.
—Y ¿no sucede lo mismo ahora que entonces? —le preguntó Dantés—. ¿O es
que os reconocéis culpable desde que me habéis encontrado?
—No; pero no quiero llegar a serlo. Hasta ahora no creí tener que habérmelas
sino con las cosas, pero según vuestro plan, tendré que habérmelas con los
hombres. Yo he podido muy bien atravesar una pared y destruir una escalera,
pero no atravesaré un pecho ni destruiré una existencia.
—¡Cómo! —le dijo Dantés haciendo un leve ademán de sorpresa—
¡pudiendo escaparos, renunciaríais por semejante escrúpulo!
—Y vos —repuso Faria—, ¿por qué no habéis asesinado a vuestro carcelero y
habéis huido disfrazado con su traje?
—Porque nunca se me ocurrió tal cosa.
—No; no lo hicisteis porque el crimen os inspira horror instintivo, por eso no
se os ocurrió tal cosa —replicó el anciano—. Nuestro mismo instinto nos advierte
que lo natural y lo sencillo es no apartarnos de la línea del deber. El tigre que se
alimenta de sangre, y cuy o destino es bañarse en sangre, sólo necesita que le
indique su olfato dónde hay una presa que devorar. Al punto se abalanza contra
ella y la destroza. Este es su instinto, obedece a él, pero al hombre, por el
contrario, le repugna la sangre, y no creáis que son las ley es sociales las que le
prohíben el asesinato, no, que son las ley es de la Naturaleza.
Dantés se quedó confundido. Aquellas palabras eran en efecto la explicación
de las ideas que habían pasado por su cerebro, o dicho mejor, por su alma,
porque hay ideas que brotan del cerebro e ideas que brotan del corazón.
—Además —añadió Faria—, en los doce años que llevo de calabozo, he
recordado las fugas célebres, y aunque pocas, las que ha coronado el éxito
fueron las meditadas a sangre fría y preparadas lentamente. Así huy ó de
Vincennes el duque de Beaufort, así de Fort Peveque el abate de Buquoi, y así
Latude de la Bastilla. Ha habido además otras fugas deparadas por la casualidad,
y ésas son las mejores. Creedme, esperemos una ocasión, y si se presenta
aprovechémosla.
—A vos os ha sido fácil esperar —dijo Dantés suspirando—. Vuestra continua
tarea os ocupaba todos los instantes, y cuando no, teníais esperanza para
consolaros.
—Tened presente que no me ocupaba sólo en eso —dijo el abate.
—Pues ¿qué hacíais?
—Escribir o estudiar.
—¿Os dan papel, tinta y plumas?
—No, pero y o me lo he hecho.
—¡Vos hacéis papel, tinta y plumas! —exclamó Dantés.
—Sí.
Dantés, admirado, miró a aquel hombre, aunque costándole trabajo creer lo
que le decía. Faria notó esta ligera duda y le dijo:
—Cuando vengáis a mí cuarto, os enseñaré una obra completa, resultado de
todos los pensamientos, reflexiones e indagaciones de toda mi vida. La había
imaginado a la sombra del Coliseo, en Roma, al pie de la columna de San
Marcos, en Venecia, y a orillas del Arno, en Florencia. Entonces y o no
sospechaba siquiera que mis verdugos me obligarían a escribirla en un calabozo
del castillo de If. Intitúlase mi libro Tratado sobre la posibilidad de una sola
monarquía italiana. Formará un volumen en cuarto muy abultado.
—¿Y la habéis escrito…?
—En dos camisas. He inventado una preparación que pone al lienzo liso y
compacto como el pergamino.
—¿Sois también químico?
—Poca cosa. He conocido a Lavoisier, y tratado amistosamente a Cabanis.
—Pero para esa obra habréis necesitado algunos apuntes históricos. ¿Tenéis
libros?
—En Roma tenía una biblioteca de cerca de cinco mil volúmenes, y a fuerza
de leerlos y releerlos comprendí que con ciento cincuenta obras elegidas con
inteligencia, se posee, si no el resumen completo del saber humano, lo más útil
tan siquiera. Dediqué tres años de mi vida a leer y releer esas ciento cincuenta
obras, de modo que cuando me prendieron las sabía casi de memoria, y con un
leve esfuerzo las he ido recordando todas en mi prisión. De cabo a rabo podría
recitaros a Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandés,
Dante, Montaigne, Shakespeare, Espinosa, Maquiavelo y Bossuet. Solamente os
cito los más importantes.
—¿Sabéis muchos idiomas?
—Hablo cinco lenguas: el alemán, el francés, el italiano, el inglés y el
español. Con ay uda del griego antiguo comprendo el griego moderno; aunque lo
hablo mal, lo estoy al presente estudiando.
—¿Lo estáis estudiando? —dijo Dantés.
—Sí, ciertamente. He hecho un vocabulario de las palabras que sé,
combinándolas de todas las maneras para que puedan expresar lo que pienso. Sé
cerca de mil palabras, y en rigor no necesito de más, aunque hay a cien mil en
los diccionarios, si no me equivoco. No seré quizás elocuente, pero me daré a
entender, y con esto me basta.
Cada vez más asombrado, Edmundo empezaba a juzgar sobrenaturales las
facultades de aquel hombre. Puso empeño en cogerle en descubierto en algún
punto y continuó:
—Pero si no os han dado plumas, ¿cómo habéis podido escribir esta obra tan
voluminosa?
—He hecho plumas excelentes que, a ser conocidas, las preferiría todo el
mundo, con los cartílagos de la cabeza de esas enormes pescadillas que algunas
veces nos dan a comer los días de vigilia. Por lo cual, veo con mucho placer
llegar los miércoles, los viernes y los sábados, porque espero aumentar mi
provisión de plumas, y porque son mi tarea más dulce los trabajos históricos, y o
lo confieso. Absorbiéndome en el pasado me olvido del presente, volando libre y
a mis anchas por la historia, me olvido de que no tengo libertad.
—Pero ¿y la tinta? ¿Con qué hacéis la tinta? —dijo Dantés.
—En otro tiempo —contestó Faria— había en mi calabozo una chimenea, que
sin duda estuvo tapiada antes de mi venida, pero por espacio de muchos años han
encendido en ella lumbre, puesto que todo el cañón está cubierto de hollín. He
disuelto este hollín en el vino que me dan todos los domingos, y he ahí una tinta
magnífica. Para las notas, y para aquellos pasajes que han de atraer
poderosamente la atención de los lectores, me pico los dedos con un alfiler y los
escribo con mi sangre.
—Y ¿cuándo podré y o ver todo eso? —le preguntó Dantés.
—Cuando queráis —respondió Faria.
—¡Oh! ¡Ahora! ¡Ahora mismo! —exclamó el joven.
—Pues seguidme —dijo Faria, y se metió en el camino subterráneo. Dantés
le siguió.
Capítulo XVII
Después de haber pasado encorvado, pero con bastante facilidad, por el camino
subterráneo, llegó Dantés al extremo opuesto, que lindaba con el calabozo del
abate. Allí el paso era más difícil, y tan estrecho, que apenas bastaba a un
hombre.
El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas
del rincón más oscuro fue como empezó la maravillosa empresa cuy o término
vio Dantés, y de pie todavía, púsose a examinar el cuarto con suma atención. A
primera vista no presentaba nada de particular.
—Bueno —dijo el abate—, no son más que las doce y cuarto, podemos
disponer aún de algunas horas.
Dantés miró en torno suy o buscando el reloj, en que el abate había podido ver
la hora con tanta seguridad.
—Observad —le dijo Faria— ese ray o de luz que entra por mi ventana, y
reparad en la pared las líneas que y o he trazado. Gracias a esas líneas,
combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella describe
en derredor del Sol, sé con más exactitud la hora que si tuviese reloj, porque el
reloj se descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.
Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol
detrás de las montañas y ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que
era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble movimiento del globo que
habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi
imposible, conque en cada una de las palabras de su interlocutor entreveía
misterios profundos de ciencia tan admirables, como las minas de oro y de
diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a Guzarate y Golconda.
—Veamos —dijo al abate—. Estoy impaciente por examinar vuestros
tesoros.
Dirigióse Faria a la chimenea, y levantó, con ay uda del cincel que tenía
siempre en la mano, la piedra que en otro tiempo sirvió de hogar, que ocultaba un
hoy o bastante profundo. En este hoy o estaban guardados todos los objetos de que
habló a Dantés.
El abate le preguntó:
—¿Qué queréis ver primero?
—Enseñadme vuestra obra sobre Italia.
Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a
hojas de papiro. Eran retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos
de ancho, por dieciocho de largo. Estaban todos numerados y llenos de un texto
que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate, y que
Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.
—Ved, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo
sexagesimoctavo. Me he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero
si algún día salgo de aquí, y si logro encontrar en Italia un impresor que se atreva
a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.
—Sí —respondió Dantés—, bien lo veo. Enseñadme ahora, y o os lo suplico,
las plumas con que habéis escrito esta obra.
—Vedlas —dijo Faria.
Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y como el
mango de un pincel de grueso, a cuy o extremo había puesto y atado con un hilo
uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que habló a Dantés. Era
picudo y tenía puntos como una pluma ordinaria. Dantés lo examinó buscando
con la mirada por el cuarto el instrumento con que había sido cortado.
—¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto? —le preguntó Faria—. Esa es
mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero
viejo.
El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo,
reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.
Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que
en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las
chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por
marinos aventureros.
—En cuanto a la tinta —dijo Faria—, y a sabéis cómo me la proporciono;
sabed además que la voy haciendo a medida que la necesito.
—Pero lo que más me admira —dijo Dantés— es que los días os hay an
bastado para trabajos tan grandes.
—Disponía también de las noches —respondió el abate.
—¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?
—No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza
de sus sentidos; la luz me la procuré.
—¿De qué modo?
—De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie
de aceite muy espeso; mirad mi luz.
Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que
suelen emplear en los festejos públicos.
—Pero ¿y el fuego?
—He aquí dos pedernales con su correspondiente y esca. Con pretexto de una
enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me concedieron.
Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e inclinó la
cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.
—Y esto no es todo —prosiguió Faria—, porque nadie debe ocultar sus tesoros
en un mismo sitio; vamos a otra cosa.
En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por
encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de
continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.
Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi
herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de
veinticinco a treinta pies de largo.
Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.
—¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?
—Al principio algunas camisas que y o tenía, y después la ropa de mi cama
que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me
transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué
mi trabajo.
—Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin
dobladillos?
—No, que y o las cosía.
—¿Con qué?
—Con esta aguja.
Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que
llevaba consigo.
—Sí —prosiguió Faria—, tuve primeramente intenciones de limar los hierros
y huir por esa ventana, que como veis, es más grande que la vuestra, y aún la
hubiese agrandado para escaparme, pero descubrí que caía a un patio interior y
renuncié a mi proy ecto por aventurado. Conservo, sin embargo, la escala para
cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad,
como antes os decía.
Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en realidad en otra
cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio,
tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia,
que él nunca había podido penetrar.
—¿En qué pensáis? —le preguntó el abate con una sonrisa, crey endo que el
ensimismamiento de Dantés procedía de su admiración.
—Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado
para llegar a esta situación. ¿Qué no habríais hecho gozando de libertad?
—Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas
pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora, así el
infortunio es necesario también para descubrir ciertas minas misteriosas ocultas
en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades
intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas
choquen unas con otras. Como y a sabéis, del choque de las nubes resulta la
electricidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.
—Yo no sé nada —contestó Dantés humillado por su ignorancia—, casi todas
las palabras que pronunciáis carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois
sabiendo tanto!
El abate se sonrió.
—¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?
—Sí.
—Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?
—La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y y o no os he
referido la mía.
—Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de
importancia.
—Sin embargo —repuso Dantés—, contiene una desgracia inmensa, una
desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho
hartas veces, poder quejarme de los hombres.
—¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?
—Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi corazón, por
mi padre y por Mercedes.
—Veamos, contadme vuestra historia —dijo Faria, cerrando su escondrijo y
volviendo a poner la cama en su lugar.
Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a
un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la
muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su
plática con éste, a la misiva que le confió para un tal señor Noirtier, a su llegada a
Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con
Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su
interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación
definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo
que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar
profundamente. Después de un corto espacio, dijo:
—Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco
y o os decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización
mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la
civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuy a influencia
llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De
aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del
crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra desaparición?
—A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!
—No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filosofía. Todo es
relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el
empleado, que estorba a su supernumerario. Si el rey muere, el sucesor hereda
una corona; si el empleado muere, el supernumerario hereda su sueldo y sus
gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como
el rey precisa de sus millones.
» En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la
escala social, se agrupa constantemente un mundo entero de intereses, con sus
torbellinos y sus átomos, como los mundos de Descartes.
» Volvamos, pues, a vuestro mundo. ¿Decís que ibais a ser nombrado capitán
del Faraón?
—Sí.
—¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón? ¿Podía
interesar a alguno que no os casaseis con Mercedes? Contestad ante todo a mi
primera pregunta, porque el orden es la clave de los problemas. ¿Podía interesar
a alguno que no fueseis capitán del Faraón?
—No, porque y o era muy querido a bordo. Si los marineros hubiesen podido
elegir su jefe, estoy seguro de que lo habría sido y o. Un solo hombre estaba algo
picado conmigo, porque cierto día tuvimos una disputa, le desafié, y él no aceptó.
—Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?
—Danglars.
—¿Cuál era su empleo a bordo?
—Sobrecargo.
—Si hubieseis llegado a ser capitán, ¿le conservaríais en su empleo?
—No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas alguna
inexactitud.
—Bien. Decidme ahora ¿presenció alguien vuestra última entrevista con el
capitán Leclerc?
—No, porque estábamos solos.
—¿Pudo oír alguien la conversación?
—Sí, porque la puerta estaba abierta y aún… esperad… sí… sí… Danglars
pasó precisamente en el instante en que el capitán Leclerc me entregaba el
paquete para el gran mariscal.
—Bien —murmuró el abate—, y a dimos con la pista. Cuando
desembarcasteis en la isla de Elba ¿os acompañó alguien?
—Nadie.
—¿Y os entregaron una misiva?
—Sí, el gran mariscal.
—¿Qué hicisteis con ella?
—La guardé en mi cartera.
—¿Llevabais vuestra cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de contener una
carta oficial podía caber en un bolsillo?
—Tenéis razón. Mi cartera estaba a bordo.
—Luego fue a bordo donde colocasteis la carta en la cartera.
—Sí.
—Desde Porto-Ferrajo a bordo, ¿qué hicisteis de la carta?
—La tuve en la mano.
—Cuando abordasteis de nuevo al Faraón, ¿pudieron ver todos que llevabais
una carta?
—Sí.
—¿Y Danglars también lo vio?
—También.
—Poco a poco. Escuchad bien: refrescad vuestra memoria. ¿Os acordáis de
los términos en que estaba concebida la denuncia?
—¡Oh!, sí, sí: la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy
presentes.
—Repetídmelas.
Dantés reflexionó un instante y repuso:
—Así decía textualmente:
Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que
un tal Edmundo Dantés, segundo del Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna,
después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat
una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de
París.
Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen prendiéndole, porque la carta se
hallará en su poder, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo del Faraón.
El tesoro
Lego a mi muy amado sobrino mis baúles y mis libros, entre los cuales se
halla mi hermoso breviario con cantos de oro, que deseo conserve en memoria
de su querido tío.
8 me ha convidado a con-
que me presumo que no
ho pagar el capelo quiera
a suerte de los cardenales
e han muerto envenena-
ino Guido Spada, mi he
ondido en un sitio que él
en mi compañía, en las
lo, cuanto poseo en ba-
pedrería, diamantes y
xistencia de este tesoro,
millones de escudos ro-
a, y se encontrará levan-
ontar desde el ancón del
aberturas hay en estas
el ángulo más lejano de la
co heredero, le dejo en ex-
rido tesoro.
98.
AR SPADA.
El tercer ataque
Eseasegurar
tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía
la dicha futura del que amaba en realidad como a un hijo, había
ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el día más que de
aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés cuánto puede servir a sus amigos
en los tiempos modernos el hombre que posee trece o catorce millones. Estas
palabras hicieron que el rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que
había hecho de vengarse cruzó por su imaginación, haciéndole pensar también
cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre que
posee un caudal de trece o catorce millones.
El abate no conocía la isla de Montecristo, pero sí la conocía Dantés, que
había pasado muchas veces por delante y una hizo escala en ella; está situada a
veinticinco millas de la Pianosa, entre Córcega y la isla de Elba. Montecristo, que
ha estado siempre y está todavía enteramente desierta, es una peña de forma
casi cónica, que parece lanzada por un cataclismo volcánico desde el fondo del
mar a la superficie.
Dantés le hizo a Faria el plano de la isla, y Faria dio consejos a Dantés sobre
los medios que había de emplear para apoderarse del tesoro.
Pero estaba muy lejos de participar del entusiasmo y sobre todo de la
confianza del anciano. Aunque y a se hubiese convencido de que no estaba loco,
y la manera con que adquirió este convencimiento contribuy era a admirarle más
y más, no podía creer humanamente que aquel tesoro, aún suponiendo que en
efecto hubiera existido, existiese todavía, y cuando no lo mirase como cosa
quimérica, lo miraba a lo menos como dudosa.
Parecía como si el destino se empeñase en quitar a los presos su última
esperanza y darles a entender que estaban condenados a prisión eterna. Una
nueva desgracia les sobrevino por entonces. La galería que daba al mar, ruinosa
desde mucho tiempo antes, había sido reparada. Reforzáronse los cimientos, y se
rellenó con enormes bloques de granito la excavación que a medias había cegado
Dantés. Sin esta precaución, que el abate sugirió al joven, como se recordará, su
desgracia hubiera sido may or aún, porque descubierta su tentativa de evasión los
hubieran separado inevitablemente. Una nueva puerta, más maciza y más
inexorable que las otras, se había cerrado para ellos.
—Ya veis —decía Dantés con tristeza—, y a veis que Dios quiere quitarme
hasta el mérito de lo que vos llamáis adhesión. Os prometo permanecer aquí
eternamente, y ahora ni aún libre soy para cumplir mi promesa. Me quedaré sin
el tesoro, como vos, y ni uno ni otro saldremos de este castillo. Por lo demás, mi
verdadero tesoro, amigo mío, no es el que esperaba hallar en los antros lúgubres
de Montecristo, sino vuestra presencia, nuestra unión de cinco o seis horas cada
día, a pesar de nuestros carceleros, y sobre todo estos torrentes de inteligencia
que habéis derramado en la mía, estos idiomas que me habéis dado a conocer
con todas sus ramificaciones filológicas, estas ciencias que tan fácilmente me
comunicasteis gracias a la profundidad con que las conocéis y los sencillos
principios a que las habéis reducido. Este es mi verdadero tesoro, amigo mío, con
esto sí que me habéis dado riqueza y felicidad. Creedme y consolaos, esto vale
más para mí que montes de oro y de diamantes, aunque no fuesen tan
problemáticos como esas nubes que en las alboradas se ven flotar sobre el mar,
que a primera vista las cree uno tierra firme, y a medida que se va acercando a
ellas se evaporan, se volatilizan y se esfuman. Teneros a mi lado el tiempo
may or posible, oír vuestra elocuente voz, adornar mi inteligencia, fortalecer mi
alma, predisponer mi organización entera a grandes y terribles cosas para
cuando goce de libertad, ejecutarlas de manera que no vuelva a dominarme la
desesperación, de que y a estaba casi poseído cuando os conocí; ésta es la fortuna
que os debo, y no quimérica, sino tan verdadera, que todos los soberanos del
mundo, aunque fuesen como César Borgia, no podrían arrebatármela.
Esto hizo que para los dos infelices fuesen los días, si no venturosos, menos
largos y más tranquilos. Faria, que en tantos años ni una palabra había dicho de su
tesoro, hablaba de él a cada instante.
Según había previsto, se quedó enteramente paralítico del brazo derecho y la
pierna izquierda, y casi perdió toda esperanza de poder servirse de ellos, pero
soñaba siempre con la libertad o la fuga de su compañero, y gozaba por él con
esta idea.
Temeroso de que el papel se perdiese o se extraviase algún día, obligó a
Dantés a aprenderlo de memoria, y lo aprendió en efecto desde la primera
palabra hasta la última. Seguros entonces de que nadie por el primer trozo podría
adivinar su contenido completo, hicieron pedazos el segundo.
A veces pasaba Faria horas enteras dando instrucciones a Edmundo,
instrucciones que debían servirle al hallarse en libertad.
Desde el mismo día, desde la misma hora, desde el mismo instante que se
viera libre, su único y exclusivo pensamiento debía ser el de ir a Montecristo, de
cualquier modo, idear un puesto que no despertase sospechas para quedarse allí
solo, y una vez solo, enteramente solo, buscar las maravillosas grutas, y cavar en
el sitio indicado.
El sitio indicado, como recordará el lector, era el ángulo más lejano de la
segunda abertura.
Con esta esperanza se pasaban las horas, si no rápidas, a lo menos soportables.
Como y a hemos dicho, Faria, aunque sin volver al use de su pie y de su
mano, había vuelto completamente al de su inteligencia, enseñando poco a poco
a su joven compañero, además de las nociones morales que hemos dicho, ese
calmoso oficio de preso, que consiste en hacer algo de lo que no es nada en el
fondo. Así, pues, estaban constantemente ocupados, Faria por temor de
envejecer y Edmundo por temor de recordar su pasado, y a casi olvidado, y que
no quedaba en su memoria sino como una luz lejana, perdida en las tinieblas de
la noche. Tal era su vida, semejante a la de esos hombres a quienes la desgracia
no ha herido nunca, y que vegetan tranquila y maquinalmente bajo la mano de la
Providencia.
Pero bajo esa calma aparente, había en el corazón del joven y en el del
anciano tal vez, muchos ímpetus reprimidos, muchos suspiros ahogados, que
estallaban cuando Faria se quedaba solo y Edmundo volvía a su prisión.
Una noche se despertó este último sobresaltado, figurándose haber oído que le
llamaban. Abrió los ojos y procuró saber de dónde procedía aquel sonido. Su
nombre, o más bien una voz doliente que se esforzaba en pronunciarlo, llegó
hasta sus oídos. Incorporóse en la cama lleno de angustia y sudoroso, y escuchó
atentamente. No había duda. La voz venía del calabozo de su compañero.
—¡Gran Dios! —murmuró Edmundo—. Si será que…
Y separando su cama de la pared, retiró la piedra, lanzóse al subterráneo y
llegó al extremo opuesto. La baldosa estaba levantada.
Al vacilante resplandor de aquella lámpara tosca de que y a hemos hablado,
vio Dantés al abate pálido en extremo, y aunque en pie, agarrado a su cama para
poder sostenerse. Sus facciones estaban trastornadas por aquellos horribles
síntomas que Dantés y a conocía y que tanto le asustaran anteriormente.
—¿Comprendéis…, amigo mío? ¿No es verdad? —le dijo Faria resignado—.
Nada tengo que deciros.
Edmundo lanzó un grito de dolor, y perdiendo completamente la cabeza se
dirigió a la puerta gritando:
—¡Socorro!¡Socorro!
Faria tuvo suficientes fuerzas aún para detenerle.
—¡Silencio o estáis perdido! —le dijo—. No pensemos sino en vos, amigo
mío, en haceros soportable la prisión y posible la fuga. Años enteros necesitaríais
para volver a hacer lo que y o hasta aquí hice, y sería vano en cuanto nuestros
carceleros conociesen que estamos de acuerdo. Por otra parte, tranquilizaos,
amigo, que no estará vacío mucho tiempo este calabozo que y o voy a abandonar.
Otro desgraciado vendrá a ocupar mi puesto. Acaso él será joven, y fuerte, y
sufrido como vos, y podrá ay udaros en vuestra fuga, que y o impedía. Ya no
tendréis un semicadávér adherido a vos, que paralizará todos vuestros esfuerzos.
Decididamente Dios se acuerda de vos, os da más que os quita, pues y a es
tiempo de que y o muera.
Edmundo no pudo hacer otra cosa más que cruzar las manos y exclamar:
—¡Oh, amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Callad!
Luego, recobrando su fortaleza, que le abandonó un instante por aquel golpe
imprevisto, y su valor, vencido por las palabras del viejo, repuso:
—¡Oh! Ya os salvé una vez, bien puedo salvaros otra.
Y levantó el pie de la cama, y sacó el frasco, que contenía aún una tercera
parte del licor rojo.
—Mirad —le dijo—, aún nos queda esta medicina salvadora. Pronto, pronto,
decidme lo que necesito hacer. ¿Se toman esta vez otras precauciones? Hablad,
amigo mío, que y a os escucho.
—No hay esperanza —respondió el abate inclinando la cabeza—, pero no
importa, la voluntad de Dios es que el hombre que ha creado y en cuy o corazón
ha puesto con tantas raíces el amor a la vida, haga cuanto pueda por conservar
esta vida, tan trabajosa algunas veces y siempre tan amada.
—¡Sí, sí! —exclamó Dantés—, os salvaré, sí, os lo repito.
—Pues ea, procuradlo, el frío me acomete, siento que la sangre se agolpa a
mi cerebro, este horrible temblor que hace rechinar mis dientes, y parece que
disloca todos mis huesos, este espantoso temblor invade mi cuerpo, dentro de
cinco minutos me dará el ataque, dentro de un cuarto de hora no os quedará de
mí más que un cadáver.
—¡Oh! —exclamó Dantés con desesperado acento.
—Haced lo que la otra vez, con la diferencia de no esperar tanto tiempo.
Todos los resortes de mi vida están ahora muy gastados, y la muerte —prosiguió
mostrándole su brazo y su pierna paralíticos—, la muerte recorrió y a la mitad de
su camino. Si después de haberme echado en la boca doce gotas, en lugar de
diez, vieseis que no vuelvo en mí, me echáis el resto. Ahora, llevadme a la cama,
porque apenas puedo sostenerme.
Edmundo cogió en sus brazos al viejo y lo puso en la cama.
—Ahora acercaos, amigo mío, único consuelo de mi triste vida —le dijo
Faria— don del cielo, aunque algo tardío, pero, en fin, don del cielo, y don
inapreciable, de que le doy infinitas gracias…, en este momento en que me
separo de vos para siempre, os deseo todas las dichas, toda la prosperidad que
merecéis. ¡Hijo mío! ¡Yo os bendigo!
El joven se arrodilló, apoy ando la cabeza en la cama de Faria.
—Sobre todo, hijo mío, escuchad bien lo que os digo en este instante supremo:
el tesoro de los Spada existe efectivamente. Dios me concede que en este
momento no hay a para mí ni obstáculo ni distancias. Lo estoy viendo en el fondo
de la segunda gruta, mis ojos penetran en las entrañas de la tierra y se
deslumbran con tantas riquezas. Si conseguís evadiros, recordad que el pobre
abate, a quien todo el mundo creía loco, no lo estaba. ¡Corred a Montecristo,
apoderaos de nuestra fortuna, y gozadla, que bastante sufristeis!
Una violenta sacudida interrumpió al anciano. Edmundo levantó la cabeza y
vio que sus ojos se enrojecían, parecía que una ola de sangre le subía desde el
pecho a la frente.
—¡Adiós! ¡Adiós! —murmuró Faria, apretando convulsivamente la mano del
joven—. ¡Adiós!
—¡Oh! ¡Todavía no! ¡Todavía no! —exclamaba éste—. No me abandonéis…
¡Oh, Dios mío! ¡Socorredle…! ¡Socorro! ¡Acudid…!
—¡Silencio! —murmuró el moribundo—. ¡Silencio!, que luego nos separarán
si me salváis.
—Es cierto. ¡Oh! Sí, sí, confianza; os salvaré. Además, aunque parece que
sufrís mucho, no es tanto como la otra vez.
—Desengañaos…, sufro menos porque tengo menos fuerzas para sufrir. A
vuestra edad se tiene fe en la vida; que es el privilegio de la juventud creer y
esperar; pero los viejos ven la muerte con más claridad… ¡Oh…!, y a está
aquí…, y a se aproxima… todo se acaba… pierdo la vista… ¡y la razón! Dadme
la mano, Dantés… ¡Adiós! ¡Adiós!
E incorporándose por un esfuerzo supremo, repuso:
—¡Montecristo…! ¡No os olvidéis de Montecristo!
Y volvió a caer en la cama.
La crisis fue terrible. Un cuerpo con los miembros retorcidos, las pupilas
hinchadas, una espuma sanguinolenta en la boca, fue lo que en aquel lecho de
dolor ocupó el puesto del ser tan inteligente que se había acostado pocos minutos
antes.
Dantés tomó la lámpara, la colocó en la cabecera de la cama, sobre una
piedra que sobresalía de la pared, de modo que su trémula luz alumbraba con
reflejos extraños y fantásticos aquella fisonomía desencajada, aquel cuerpo
inerte y aniquilado.
Con la mirada fija en él esperó valerosamente la ocasión de administrarle la
medicina salvadora. Cuando crey ó que había llegado esta ocasión, cogió el
cuchillo, separó los dientes, que le ofrecieron menos resistencia que la vez
anterior, contó las doce gotas y esperó. El frasco podría tener otro tanto de licor
que el gastado.
Esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, ¡y nada! Tembloroso,
con los cabellos lacios y la frente inundada de sudor, contó los minutos por los
latidos de su corazón. Entonces pensó que era y a tiempo de arriesgar la última
prueba, acercó el frasco a los labios sanguinolentos de Faria, y sin necesidad de
separarle las mandíbulas, que no habían vuelto a juntarse, echó en la boca el
resto del líquido. El efecto fue galvánico y una violenta contracción sacudió todos
los miembros de Faria, sus ojos volvieron a abrirse con una expresión horrorosa,
exhaló un suspiro que parecía un grito, y fue luego, poco a poco, quedándose
inmóvil; únicamente los ojos le quedaron abiertos.
Media hora, una y hasta hora y media pasaron, siendo de agonía para
Edmundo. Inclinado hacia su amigo con la mano sobre su pecho, sintió
sucesivamente irse el cuerpo enfriando, y el latido del corazón hacerse sordo y
profundo. Todo acabó bien pronto, apagóse el último latido, la cara se puso lívida
y aunque los ojos seguían abiertos, y a no miraban.
Ya eran las seis de la mañana, y ray aba el día; su luz indecisa, penetrando en
el calabozo, amenguaba la de la lamparilla moribunda. Sus ráfagas extrañas y
fantásticas daban tal vez al cadáver apariencias de vida. En tanto duró la lucha
del día con la noche, Dantés pudo dudar aún, pero cuando se hizo enteramente de
día llegó a comprender que se hallaba solo con un cadáver. Entonces se apoderó
de él un terror profundo e invencible. No osaba estrechar aquella mano que caía
fuera de la cama, ni menos fijar sus ojos en aquellos ojos blancos e inmóviles,
que en vano trató de cerrar muchas veces. Apagó la lamparilla, ocultóla con
mucho cuidado, y desapareció, colocando como pudo la baldosa sobre su cabeza.
Por otra parte, y a era hora; el carcelero iba a venir de un momento a otro.
Nada indicó en el carcelero que tuviese y a conocimiento de la desgracia.
Cuando salió, sintióse Edmundo impaciente por saber lo que iba a pasar en el
calabozo de su desgraciado amigo, y para saberlo penetró en el subterráneo,
llegando a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero pidiendo auxilio.
Pronto acudieron los otros carceleros, se oy ó después ese paso regular y
sordo que usan los soldados, aunque no estén de servicio. Tras los soldados se
presentó el gobernador.
Edmundo oy ó rechinar la cama, como si diesen vuelta al cadáver, y la voz
del gobernador que ordenaba que le echasen agua a la cara y que viendo que
ésta no le causaba efecto alguno, mandó a buscar al médico.
El gobernador salió, y algunas frases compasivas llegaron a oídos de Dantés,
mezcladas con risas burlonas.
—Vamos, vamos, el loco ha ido a reunirse con su tesoro —decía uno—.
¡Buen viaje!
—Con todos sus millones no tendrá para pagar la mortaja —añadía otro.
—¡Oh!, las mortajas del castillo de If no cuestan muy caras —respondía un
tercero.
—Quizá como eclesiástico, hagan algunos gastos más por él —dijo uno de los
primeros interlocutores.
—Este irá al saco.
Edmundo no perdió una sola palabra, pero apenas comprendía lo que decían.
A poco dejaron de oírse las voces, y juzgó que habían salido del calabozo. Sin
embargo, no se atrevió a entrar en él, porque era fácil que alguno se hubiera
quedado a velar al muerto. Conteniendo su respiración, permaneció mudo e
inmóvil.
Transcurrida una hora, sobre poco más o menos, interrumpió el silencio un
leve ruido que iba aumentándose. Era el gobernador, que volvía acompañado del
médico y de algunos oficiales. Hubo un momento de silencio. Era evidente que el
médico se acercaba a la cama y examinaba el cadáver. Pronto comenzó la
discusión.
El médico analizó la enfermedad de que había sido atacado el preso y
declaró que estaba muerto. La conversación tenía un tono de indiferencia que
indignó a Dantés, pareciéndole que todo el mundo debía profesar al pobre abate
una parte de la afección que le profesaba él.
—Lo siento mucho —dijo el gobernador respondiendo a la declaración del
médico—, mucho lo siento, porque era un preso amable, inofensivo, que nos
divertía con su locura, y sobre todo fácil de guardar.
—¡Oh! —repuso el llavero—, aunque no le hubiéramos guardado tan bien,
hubiera permanecido aquí cincuenta años, sin intentar una sola vez escaparse, y o
lo aseguro.
—No obstante —indicó el gobernador—, creo que sería oportuno, a pesar de
vuestra declaración, y no porque y o dude de vuestra ciencia, sino para poner a
cubierto mi responsabilidad, sería conveniente que nos asegurásemos de que está
efectivamente muerto.
Hubo otro intervalo de silencio absoluto, durante el cual Dantés, que seguía
acechando, crey ó que el médico examinaba y tocaba el cadáver por segunda
vez.
—Podéis estar tranquilo —dijo al gobernador—. Está bien muerto, os
respondo de ello.
—Ya sabéis, caballero —repuso el gobernador con insistencia—, que en estos
casos no nos contentamos con un simple examen, conque dejando a un lado las
apariencias, servíos cumplir las formalidades prescritas por la ley.
—Que calienten los hierros —ordenó el doctor—, aunque es en verdad una
precaución inútil.
Esta orden de calentar los hierros hizo estremecer a Dantés.
Oy éronse pasos precipitados, el rechinar la puerta, idas y venidas, y después
entró un mozo diciendo:
—Aquí tenéis el brasero con un hierro.
Hubo otro instante de silencio, oy óse después un chirrido como de carne
quemada, y un olor nauseabundo llegó hasta el horrorizado Dantés a través de la
baldosa. Aquel olor de carne humana carbonizada hizo que Edmundo estuviera a
punto de desmay arse.
—Bien veis, caballero, que está muerto efectivamente —dijo el doctor—,
esta quemadura en el talón es la última prueba que podíamos hacer. Ya el pobre
loco se curó de su locura, y se libró de su cautividad.
—¿No se llamaba Faria? —inquirió uno de los oficiales que acompañaban al
gobernador.
—Sí, señor, y pretendía que su nombre era muy aristocrático. Por lo demás,
le creía hombre muy entendido y muy razonable en todas las cosas que no
fuesen su tesoro, pero en esto debo confesar que era intratable.
—Nosotros llamamos monomanía a esa enfermedad —observó el médico.
—¿No habéis tenido nunca queja de él? —preguntó el gobernador al
carcelero encargado de llevar la comida al abate.
—Nunca, señor gobernador —respondió el carcelero—. Al contrario, muchas
veces me divertía contándome historietas, y hasta una vez que mi mujer estuvo
enferma me dio una receta que la hizo sanar al momento.
—¡Vay a, vay a! ¡Y y o que ignoraba que me las había con un colega! —dijo
el médico—. Espero, señor gobernador —añadió sonriendo—, que le trataréis
como a tal.
—Sí, sí, desde luego. Le meteremos decentemente en el saco más nuevo que
se encuentre. ¿Estáis contento?
—¿Tenemos que cumplir esa formalidad en vuestra presencia? —le preguntó
el mozo.
—Sin duda alguna, pero daos prisa, que no pienso estar aquí todo el día.
Dantés volvió a oír nuevas idas y venidas, y poco después roce como de una
tela, giró la cama sobre sus goznes, y un pie pesado, como de un hombre que
levanta una carga, conmovió la baldosa que ocultaba a Dantés. Luego volvió a
rechinar la cama como si el cadáver tornase a su sitio.
—Esta noche… —dijo el gobernador.
—¿Se le dirá misa? —preguntó uno de los oficiales.
—¡Imposible! —respondió el gobernador—. Precisamente ay er me pidió el
capellán del castillo permiso para ir a Hy eres por ocho días, y se lo concedí
respondiéndole de todos mis presos. Si el pobre abate se hubiera dado menos
prisa, no se quedara sin su requiem.
—Bah, bah —dijo el médico con esa impiedad familiar a los de su profesión
—, es sacerdote y Dios se lo tomará en cuenta, por no dar al infierno el gusto de
enviarle un sacerdote.
Una carcajada general acogió esta horrible burla. Entretanto seguían
amortajando al abate.
—Esta noche… —dijo el gobernador, viendo la tarea acabada.
—¿A qué hora? —le preguntó el mozo.
—A eso de las diez o las once.
—¿Y se ha de velar al muerto?
—¿Para qué? Se cierra el calabozo como si estuviese vivo.
Las voces se fueron perdiendo y los pasos alejándose, crujió la cerradura de
la puerta y sus pesados cerrojos, y un silencio más medroso que el de la soledad,
el de la muerte, invadió el calabozo y hasta el alma petrificada del joven.
Entonces levantó lentamente la baldosa con la cabeza, y echó una mirada
investigadora por el calabozo. Estaba desierto.
Edmundo salió de la galería.
Capítulo XX
La isla de Tiboulen
Los contrabandistas
La isla de Montecristo
P orfortuna
uno de esos azares inesperados, que tal vez suceden a aquellos que la
se ha cansado de perseguir, iba Dantés al fin a realizar sus ilusiones de
una manera sencilla y natural, arribando a la isla sin inspirar sospechas a nadie.
Una noche le separa solamente del viaje tan esperado.
Esta fue una de las noches más agitadas que Dantés pasó en su vida. Todas las
probabilidades buenas y malas, todas las dudas y todas las certidumbres, se
disputaban el dominio de su fantasía. Si cerraba los ojos, veía en la pared, escrita
con letras de fuego, la carta del cardenal Spada; si un instante se rendía al sueño,
las más insensatas visiones trastornaban su imaginación.
Ora se creía andando por grutas cuy o suelo eran esmeraldas, las paredes
rubíes y las estalactitas diamantes. Como se filtra por lo común el agua
subterránea, caían las perlas gota a gota. Absorto y maravillado, se llenaba los
bolsillos de piedras preciosas, que al salir fuera se convertían en pedernales.
Intentaba volver entonces a las maravillosas grutas, que apenas había registrado,
pero perdía el camino en un dédalo de espirales infinitas. La entrada se había
hecho invisible. En vano revolvía su fatigada memoria para recordar aquella
palabra mágica y misteriosa que abría al pescador árabe las espléndidas
cavernas de Alí Babá. Todo en vano. El tesoro desaparecía, el tesoro había vuelto
a ser propiedad de los seres de la tierra, a quienes tuvo esperanzas de quitárselo.
El amanecer le sorprendió tan febril como había estado la noche entera, pero
le hizo pensar con lógica y arreglar su proy ecto, que hasta entonces vagaba en su
cerebro.
Con la llegada de la noche comenzaron los preparativos del viaje,
proporcionando a Dantés un medio de ocultar su turbación.
Poco a poco había ido adquiriendo sobre sus compañeros el derecho de
mandar como jefe, y como sus órdenes eran siempre claras y facilísimas de
ejecutar, le obedecían, no sólo con prontitud, sino hasta con alegría.
El patrón le dejaba obrar a su antojo, porque también había reconocido la
superioridad de Dantés sobre los marineros, y aun sobre él mismo. Miraba a
aquel joven como a su natural sucesor, y sentía no tener una hija para casarla
con él.
Los preparativos terminaron a las siete de la noche; a las siete y media
doblaba la tartana el faro, en el momento en que se encendía.
El mar estaba tranquilo. Navegaban con un vientecillo fresco de Sudeste, bajo
un cielo azul, tachonado de estrellas. Dantés declaró que todos los marineros
podían acostarse, puesto que él se encargaba del timón. Semejante declaración
del Maltés (así le llamaban a Edmundo Dantés los marineros) era suficiente para
que todos se acostaran tranquilos.
Había y a sucedido esto algunas veces. Lanzado el joven desde la soledad al
mundo, sentía de cuando en cuando deseos de estar solo. Ahora bien, ¿qué
soledad más inmensa y más poética que la de un buque que boga aislado en alta
mar, entre las tinieblas de la noche, en el silencio de lo infinito, bajo la mano de
Dios?
Y entonces la soledad se poblaba con sus pensamientos, las tinieblas se
desvanecían ante sus ilusiones, y el silencio se turbaba con sus votos y sus
proy ectos.
Cuando despertó el patrón, el navío navegaba a toda vela, parecía que tuviese
alas; más de dos leguas y media avanzaba por hora. La isla de Montecristo se
dibujaba en el horizonte.
Dantés entregó al patrón el mando de su barco, y fue a su vez a reclinarse en
la hamaca, pero a pesar del insomnio de la noche anterior no pudo cerrar los ojos
ni un instante.
Dos horas después volvió a subir al puente. El barco iba a doblar la isla de
Elba, y hallábase a la altura de la Mareciana, por encima de la verde y llana
Pianosa. En el azul del cielo se recortaban los contornos del pico brillante de
Montecristo.
Con el objeto de dejar la Pianosa a la derecha, mandó Dantés al timonero
que pusiese el mástil a babor, porque calculaba que con esta maniobra se
abreviaría un tanto el camino.
A las cinco de la tarde se veía y a la isla clara y distintamente. Hasta sus
menores detalles saltaban a la vista, gracias a esa limpidez atmosférica que
produce la luz poco antes del crepúsculo de la noche.
Edmundo devoraba con sus miradas aquella mole de rocas áridas y secas que
iba tiñéndose con todos los colores crepusculares, desde el rosa más vivo hasta el
azul más oscuro. Tal vez un fuego incomprensible le subía en llamaradas a su
semblante y se enrojecía su frente, y una nube purpúrea pasaba por sus ojos.
Nunca jugador que arriesga a un golpe todo su caudal, ha sentido las angustias
que Edmundo experimentaba en aquel momento.
Llegó la noche. A las diez abordó a la isla la tartana, siendo la primera en
acudir a la cita. A pesar del dominio que tenía sobre sí mismo, Dantés no pudo
contenerse. Saltó el primero a tierra, y a no faltarle valor la hubiera besado cual
otro Bruto.
La noche estaba bastante oscura, pero hacia las once la luna surgió de en
medio del mar, plateando sus olas, y a medida que subía por el cielo sus ray os
caían en cascadas de luz sobre los informes peñascos de aquella segunda Pelión.
La tripulación de La Joven Amelia conocía muy bien la isla de Montecristo,
que era una de sus estaciones ordinarias, pero Dantés, aunque la había visto en
cada uno de sus viajes a Levante, nunca había desembarcado en ella.
Esto le decidió a sonsacar a Jacobo.
—¿Dónde pasaremos la noche? —le preguntó.
—¡Toma!, a bordo —respondió el marinero.
—¿No estaríamos mejor en las grutas?
—¿En qué grutas?
—En las de la isla.
—No sé y o que tenga gruta alguna —dijo Jacobo.
Un sudor frío inundó la frente de Dantés.
—¿Pues no hay en Montecristo unas grutas? —le volvió a preguntar.
—No.
Dantés quedó por un momento aturdido, mas después se le ocurrió la idea de
que cualquier accidente podía haberlas cegado, o el mismo cardenal Spada para
may or precaución.
Todo cuanto tendría que hacer en este caso era encontrar la abertura tapada,
y pareciéndole vano el buscarla por la noche, lo dejó para el día siguiente.
Además, una señal hecha como media legua mar adentro, señal a la que La
Joven Amelia respondió con otra semejante, indicaba que había llegado el
momento de poner manos a la obra.
El barco, que se había retardado, convencido por la señal de que no había
temor ni peligro alguno, se deslizó silencioso como un fantasma, viniendo a echar
el ancla a unas ciento veinte brazas de la ribera.
En seguida empezó el transporte.
En medio de su trabajo, pensaba Dantés en el hurra de júbilo que podría
levantar entre aquellas gentes, sólo con manifestar en alta voz el pensamiento que
sin cesar bullía en su cabeza y resonaba en sus oídos. Pero en lugar de revelar el
grandioso secreto, temía haber dicho y a demasiado y haber despertado
sospechas con sus idas y venidas, sus numerosas preguntas y sus observaciones
minuciosas. Por fortuna (que en esta ocasión era fortuna), su doloroso pasado
reflejaba en su fisonomía una tristeza indeleble, y los arranques de su alegría,
envueltos en esta nube de tristeza, no eran en verdad sino relámpagos.
Por consiguiente, nadie sospechó nada, y cuando a la mañana siguiente
Dantés, tomando su fusil, pólvora y balas, manifestó que quería matar una de las
numerosas cabras salvajes que se veían saltar de roca en roca, no se atribuy ó su
deseo sino a afición a la caza o amor a la soledad. Sólo Jacobo se empeñó en
acompañarle, y Dantés no quiso oponerse, temiendo inspirar sospechas con esta
repugnancia en ir acompañado, pero apenas recorrieron como un cuarto de
legua, cuando disparó y mató una cabra, y ocurriósele enviarla con Jacobo a sus
compañeros, invitándoles a cocerla y rogándoles que cuando estuviese cocida le
avisaran con un tiro de fusil para ir a comerla. Algunas frutas secas y una botella
de vino de Monte-Pulciano debían completar el festín.
Dantés prosiguió su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza. En el pico
de una peña se paró a contemplar a mil pies debajo de él a sus compañeros,
ocupados en preparar el desay uno, aumentado, gracias a su destreza, con la
cabra que acababa de llevarles Jacobo. Edmundo los contempló un instante con
esa sonrisa dulce y melancólica del hombre superior.
—Dentro de dos horas —dijo—, esas gentes se volverán a hacer a la vela,
ricas con cincuenta piastras, para ir a ganar otras cincuenta exponiendo su vida.
Luego, con seiscientas libras por toda riqueza, irán a derrocharlas en cualquier
población, con el orgullo de los sultanes y la arrogancia de los nababs. La
esperanza me obliga hoy a despreciar su riqueza y a tenerla por miseria, pero
quizá mañana el desengaño me obligue a tener esa misma miseria por la
suprema felicidad. ¡Oh, no! —exclamó para sí—. No puede ser. El sabio, el
infalible Faria, no se habrá engañado. No, sería preferible para mí la muerte a
esta vida miserable y humillada.
Así aquel hombre, que tres meses antes sólo aspiraba a la libertad, no tenía y a
bastante con la libertad, y ambicionaba las riquezas. La culpa no era de Dantés,
sino de la naturaleza, que haciendo tan limitado el poder del hombre, le ha puesto
deseos infinitos.
Entretanto se acercaba al sitio donde suponía que debían de estar las grutas,
siguiendo una vereda perdida entre rocas y cortada por un torrente. Según todas
las probabilidades, nunca planta humana había hollado aquellos parajes.
Siguiendo la orilla del mar, y examinando minuciosamente todos los objetos,
crey ó advertir en algunas rocas señales hechas por la mano del hombre.
El tiempo, que cubre con su pátina todas las cosas físicas, así como las cosas
morales con su manto de olvido, parecía que hubiese respetado estas señales,
trazadas con cierta regularidad y con el objeto evidente de indicar una especie de
camino. Sin embargo, desaparecían a intervalos bajo el follaje de los mirtos, que
extendían sobre las rocas sus ramas cargadas de flores, o bajo parásitas matas de
líquenes. A cada paso, Edmundo tenía que apartar las ramas o levantar el musgo,
para encontrar las señales indicadoras que le guiaban en aquel nuevo laberinto.
Pero estas señales le habían llenado de esperanza. ¿Por qué no había de ser el
cardenal Spada quien las hubiese trazado, para que sirviesen de guía a su sobrino,
en caso de una catástrofe que no pudo prever tan completa? Aquel lugar solitario
era sin duda el conveniente a un hombre que iba a ocultar su tesoro. Sólo tenía
una duda: ¿Aquellas señales no habrían llamado la atención de otros ojos que de
aquellos para quien se grabaron? La isla maravillosa ¿habría guardado fielmente
su magnífico secreto?
A sesenta pasos del puerto, más o menos, figurósele a Dantés, siempre oculto
a sus amigos por las vueltas y revueltas de las rocas, parecióle que las señales
terminaban sin que guiasen a gruta alguna. Un gran peñasco redondo, asentado
en una base sólida, era el único objeto a que al parecer conducían. Con esto se
imaginó que en vez de haber llegado al término, estaba quizás al principio de sus
pesquisas, lo que le obligó a volverse por el mismo camino por el que había
venido.
Y durante este intervalo, los marineros preparaban la merienda llevando
agua, pan y fruta del barco, y cocían la cabra. En el momento en que la sacaban
de su improvisado asador, vieron a Dantés saltando de roca en roca, ligero como
un gamo y dispararon un tiro para indicarle que viniera a comer. En el mismo
momento cambió el cazador de dirección, viniendo corriendo hacia ellos, pero
cuando todos contemplaban asombrados la especie de vuelo que tendía sobre sus
cabezas, tachándole de temerario, se le fue a Edmundo un pie, viósele vacilar en
la punta de una peña y desaparecer exhalando un grito de espanto. Todos
corrieron en su auxilio como un solo hombre, porque todos le apreciaban. Jacobo
fue, sin embargo, el primero que llegó.
Hallábase Edmundo tendido en el suelo, ensangrentado y casi sin
conocimiento; debió haber rodado una altura de doce a quince pies. Hiciéronle
tragar algunas gotas de ron, y este remedio, tan eficaz en él anteriormente, ahora
le produjo el mismo efecto.
Abrió los ojos, quejándose de un dolor muy vivo en la rodilla, de pesadez
muy grande en la cabeza, y punzadas horribles en los riñones. Intentaron llevarlo
a la orilla, pero aunque fue Jacobo el director de la operación, declaró Edmundo
con dolorosos gemidos que no se sentía con fuerzas para soportar el traqueteo del
transporte.
Ya se comprenderá con esto que Dantés no pudo almorzar, pero exigió que
sus camaradas, que no estaban en el mismo caso, volviesen a su puesto. En
cuanto a él, dijo que sólo necesitaba reposo, y que a su vuelta le encontrarían
mejorado. No se hicieron mucho de rogar los marineros; tenían hambre, y
llegaba hasta allí el olor de la cabra; la gente de mar no suele gastar cumplidos.
Una hora después volvieron. Todo lo que, había podido hacer Edmundo era
arrastrarse como cosa de diez pasos para buscar apoy o en una roca cubierta de
musgo.
Pero lejos de calmarse sus dolores, eran al parecer más violentos. El viejo
patrón, que tenía que salir aquella mañana a desembarcar su contrabando en las
fronteras del Piamonte y de Francia, entre Niza y Frejus, insistió en que Dantés
probara de levantarse, pero los esfuerzos del joven para conseguirlo fueron
infructuosos. A cada esfuerzo caía más pálido, profiriendo gemidos.
—¡Se ha roto el espinazo! —dijo el patrón en voz baja—. No importa, es un
buen compañero, y no debemos abandonarle. Procuremos llevarle a la tartana.
Pero Edmundo declaró que prefería exponerse a la muerte que a los atroces
dolores que le ocasionaría cualquier movimiento, por pequeño que fuese.
—Pues bien, suceda lo que suceda —repuso el patrón—, no se dirá que
hemos dejado de socorrer a un compañero tan valeroso como tú. Hasta la noche
no partiremos.
Esta decisión sorprendió mucho a los marineros, aunque ninguno la
combatiese, sino todo lo contrario, pero el patrón era un hombre tan rígido, que
era aquélla la primera vez que se le veía renunciar a una empresa o retardar su
ejecución. Por lo mismo, Dantés se opuso a que por su causa se faltara a la
disciplina establecida a bordo.
—No, no —le dijo al patrón—. He sido torpe, y es justo que sufra el resultado
de mi torpeza. Dejadme provisión de galleta, un fusil, pólvora y balas, para
matar cabras o para defenderme en caso de apuro, y una azada para
construirme una choza, si tardáis mucho en volver por mí.
—Pero vas a morirte de hambre —le dijo el patrón.
—Lo prefiero al horrible dolor que me produce cualquier movimiento —
respondió Edmundo.
El patrón a cada instante se volvía a contemplar su tartana y a medio
aparejada, que se mecía graciosamente en el puerto, pronta a lanzarse al mar
cuando su toilette estuviese concluida.
—¿Qué quieres que hagamos, Maltés? —le dijo—. No podemos abandonarte
así, y no podemos tampoco permanecer en la isla.
—Que os vay áis —respondió Dantés.
—Mira que vamos a tardar ocho días por lo menos, y que luego tendremos
que apartarnos de nuestro camino para venir a buscarte.
—Escuchad —repuso Dantés—, si dentro de dos o tres días os topáis con
algún barquichuelo pescador que se dirigiese hacia aquí, recomendadme a él. Le
daré veinticinco piastras para que me lleve a Liorna. Si no le encontráis, volved
vos mismo.
El patrón movió la cabeza.
—Existe un medio que todo lo concilia, patrón Baldi —dijo Jacobo—.
Marchaos, y y o me quedaré a cuidar el herido.
—¿Renunciarás por mí a lo parte en las ganancias, Jacobo? —le dijo
Edmundo.
—Sin duda alguna.
—Eres un excelente muchacho, Jacobo, y Dios lo tendrá en cuenta, pero
gracias…, gracias…, no necesito a nadie. Con un día o dos de reposo me aliviaré,
y espero además hallar entre estas rocas ciertas hierbas excelentes para
contusiones.
Una sonrisa extraña asomó a los labios de Dantés, mientras apretaba con
efusión la mano de Jacobo, pero seguía tenaz en su intento de quedarse solo.
Dejáronle sus compañeros lo que les había pedido, y se separaron de él, no
sin volver la cara muchas veces, haciéndole signos de cordial despedida, que
contestaba Edmundo con la mano solamente como si no pudiera mover el resto
del cuerpo. Así que hubieron desaparecido, murmuró sonriéndose:
—Es extraño que sólo se encuentre la amistad y el desinterés entre hombres
semejantes.
Arrastrándose con precaución hasta el pico de una peña que le ocultaba el
mar, vio a la tartana acabarse de disponer, levar anclas, balancearse
graciosamente como una gaviota que tiende su vuelo y partir.
A la hora y a había desaparecido completamente, o por lo menos resultaba
imposible verla desde el sitio en que y acía el herido.
Entonces se levantó más ágil que las cabras que moraban en aquellos bosques
agrestes, cogió con una mano su fusil, su azada con la otra, y corrió a la peña en
que remataban las señales o hendiduras que con tanta alegría había advertido.
—Ahora —exclamó, recordando la historia del pescador árabe que Faria le
había contado—, ahora… ¡Sésamo, ábrete!
Segunda parte
Simbad el marino
Capítulo I
La cueva secreta
Elrocas,
sol casi había alcanzado su cenit y sus ardientes ray os quebrábanse en las
que parecían sentir su calor. Miles de cigarras ocultas entre el ramaje
producían su monótono chirrido; las hojas de los mirtos y de los acebuches se
mecían temblorosas, produciendo un sonido casi metálico. Cada paso que daba
Edmundo en la roca calcinada ahuy entaba una turba de lagartos, verdes como la
esmeralda; las cabras salvajes, que atraen tal vez cazadores a Montecristo, se
veían a lo lejos saltar por los despeñaderos; la isla, en resumen, estaba habitada y
viva, y Dantés sin embargo se sentía solo bajo la mano de Dios.
Sentía una extraña emoción, muy parecida al miedo: era esa desconfianza
que inspira la luz del día, haciéndonos creer, aun en medio del desierto, que nos
miran atentamente unos ojos escrutadores.
Era tan fuerte esta emoción, que al ir a emprender Edmundo su tarea, soltó la
azada, cogió su fusil y subió por última vez a la roca más elevada de la isla, para
examinar con nuevo cuidado sus contornos.
Pero lo que más le llamó su atención no fue ni la poética Córcega, ni esa
Cerdeña, casi desconocida, que a continuación la sigue, ni la isla de Elba, con sus
grandes recuerdos, ni aquella línea imperceptible, en fin, que se distribuía en el
horizonte, y que al ojo experto de un marinero hubiera revelado la soberbia
Génova y la comercial Liorna. No, lo que llamó la atención de Dantés fue el
bergantín que había salido de Montecristo al amanecer, y la tartana que acababa
de hacerse a la mar:
El bergantín estaba a punto de perderse de vista en el estrecho de Bonifacio;
la tartana, con opuesto rumbo, costeaba la isa de Córcega, que se disponía a
doblar.
Edmundo se tranquilizó, volviéndose para contemplar los objetos que más de
cerca le rodeaban, vióse en el punto más elevado de la isla cónica, estatua
puntiaguda de aquel inmenso zócalo, ni un hombre, ni una barca en torno suy o,
nada más que el mar azulado que batía la base de la isla, adornándola con un
cinturón de plata.
Entonces bajó con paso rápido, aunque precavido. En tal ocasión temía que le
sucediera un accidente como el que con tanta habilidad había fingido.
Como hemos dicho, Dantés había retrocedido en el camino indicado por las
señales hechas en las rocas, y había visto que este camino guiaba a una especie
de ancón oculto como el baño de una ninfa de la antigüedad. La entrada era
bastante ancha, y por el centro tenía bastante profundidad para que pudiese
anclar en él un pequeño buque de guerra y permanecer oculto. De este modo,
siguiendo el hilo de las inducciones, ese hilo, que en manos del abate Faria era un
guía tan seguro y tan ingenioso en el dédalo de las probabilidades, se le ocurrió
que el cardenal Spada, conviniéndole no ser visto, había abordado a este ancón, y
ocultando allí su barco había tomado luego el camino que las señales indicaban,
para esconder su tesoro en el extremo de esa línea. Esta suposición era la que
llevaba a Dantés junto a la roca circular. Solamente una cosa le inquietaba, por
ser opuesta a sus conocimientos sobre dinámica. ¿Cómo habían podido, sin
emplear fuerzas considerables, levantar aquella enorme roca? De repente se le
ocurrió una idea.
—En vez de subirla —dijo—, la habrán hecho bajar.
Y acto seguido trepó por encima del peñasco, en busca del sitio que antes
ocupara.
En efecto, pronto reparó en una leve pendiente, hecha sin duda alguna
intencionadamente. La roca había caído de su base al sitio que ahora ocupaba;
otra piedra, del tamaño común a las que suelen emplearse en las paredes, le
había servido de cala, y pedruscos y pedernales aquí y allí sembrados
cuidadosamente ocultaban toda solución de continuidad, habiendo sembrado en
las inmediaciones hierbas y musgo, de manera que entrelazándose con los mirtos
y los lentiscos, parecía la nueva roca nacida en aquel mismo lugar. Dantés
arrancó con precaución algunos terrones y crey ó descubrir, o descubrió
efectivamente, todo este magnífico artificio. Y se puso inmediatamente a destruir
con su azada esta pared intermediaria, endurecida por el tiempo.
Al cabo de diez minutos de estar trabajando, la pared se desmoronó,
abriéndose un agujero en que cabía el brazo. Corrió en seguida Edmundo a cortar
el olivo más grueso de los alrededores, y despojándole de las ramas, lo introdujo
a guisa de palanca por el agujero. Pero la peña era bastante grande y estaba lo
suficientemente adherida a su cimiento artificial, para que la pudiesen arrancar
fuerzas humanas, ni aun las del mismo Hércules. Entonces reflexionó Dantés que
lo que había que hacer era destruir este cimiento, pero ¿cómo? Tendió los ojos en
torno suy o, con aire perplejo, y reparó en el cuerno de oveja griega que, lleno de
pólvora, le había dejado su amigo Jacobo. Una sonrisa vagó por sus labios. La
invención infernal iba a producir su efecto.
Con ay uda de la azada abrió Dantés entre el peñasco y su base un conducto,
como suelen hacer los mineros cuando quieren ahorrarse un trabajo demasiado
grande, lo llenó de pólvora hasta arriba, y luego, deshilachando su pañuelo y
mojándolo en salitre, hizo una mecha de él. Luego lo encendió y en seguida se
apartó de allí. La explosión no se hizo esperar, la roca vaciló, conmovida por
aquel impulso incalculable, y la base voló hecha añicos. Por el agujero que antes
hizo Dantés salió atropellándose una multitud de amedrentados insectos, y una
serpiente enorme, guardián de aquel misterioso sendero se deslizó entre el musgo
y desapareció.
Acercóse Dantés; la roca, y a sin cimiento, se inclinaba sobre el abismo. Dio
la vuelta el intrépido joven, eligió el punto menos firme e introduciendo su
palanca de madera entre el suelo y la roca se apoy ó con todas sus fuerzas,
semejante a Sísifo.
Vaciló la roca con el empuje, y redobló Dantés su impulso. Cualquiera le
habría tomado en aquellos momentos por uno de los Titanes que arrancaban las
montañas de cuajo para hacer la guerra a Júpiter. Al fin cedió la roca, y ora
rodando, ora rebotando, fue a sepultarse en el mar.
Dejaba descubierta una hondonada circular, en que brillaba una argolla de
hierro en medio de una baldosa cuadrada.
Edmundo profirió un grito de admiración y alegría. Ninguna primera
tentativa se vio jamás coronada de resultado tan grande e inmediato.
Quiso proseguir su obra, pero le temblaban las piernas de tal modo, y le latía
el corazón tan fuertemente, y pasó tal nube por sus ojos, que se vio obligado a
contenerse.
Esta vacilación duró, sin embargo, poquísimo. Pasó Edmundo su palanca por
la argolla y abrióse con poco trabajo la baldosa, descubriendo una especie de
escalera, que se perdía en una gruta, a cada escalón más oscura.
Otro que no fuera él, hubiese bajado en seguida, lanzando gritos de alegría,
pero Dantés se detuvo, palideció y dudó.
—Ea, hay que ser hombre —dijo—. Acostumbrado a la adversidad, no nos
dejemos abatir por un desengaño. Si no para eso, ¿para qué he sufrido tanto? Si el
corazón padece es porque, dilatado en demasía al fuego de la esperanza, entra a
ver cara a cara el hielo de la realidad. Faria soñó. Nada ha guardado en esta
gruta el cardenal Spada. Tal vez jamás vino a ella, o si vino, César Borgia, el
aventurero intrépido, el ladrón infatigable y sombrío, vino también tras él,
descubrió su huella y las mismas señales que he descubierto y o, levantó la roca
como y o la he levantado, y no dejó nada, absolutamente nada al que venía detrás
de él.
Inmóvil, pensativo, con la mirada fija en el lúgubre agujero, permaneció un
instante.
—Ahora que y a no cuento con nada, ahora que y a me he dicho a mí mismo
que toda esperanza sería vana, el proseguir esta aventura excita solamente mi
curiosidad…
Y volvió a quedar inmóvil y meditabundo.
—Sí, sí; es una aventura digna de figurar en la vida de aquel regio ladrón,
mezcla heterogénea de sombra y de luz en el caos de sucesos extraños que
componen el tejido de su existencia. Este suceso fabuloso ha debido encadenarse
insensiblemente a los demás. Sí, Borgia ha venido aquí una noche, con una
antorcha en una mano y la espada en la otra, mientras a veinte pasos de él, quizá
junto a esta roca, dos esbirros amenazadores espiaban la tierra, el aire y el mar,
mientras su dueño entraba, como voy a entrar y o, ahuy entando las tinieblas con
agitar la antorcha en su temible brazo.
—Sí, pero ¿qué habría hecho César Borgia con los esbirros que conociesen su
secreto? —se preguntó Dantés a sí mismo.
—Lo que hicieron con los enterradores de Alarico —se respondió—, que los
enterraron con el enterrado.
—Sin embargo —prosiguió Dantés—, en caso de haber venido se habría
contentado con apoderarse del tesoro. Borgia, el hombre que comparaba la Italia
a una alcachofa que se iba comiendo hoja por hoja, sabía muy bien cuánto vale
el tiempo, para haber perdido el suy o volviendo a colocar la roca sobre su base.
Bajemos.
Y bajó con la sonrisa de la duda en los labios, murmurando estas últimas
palabras de la humana sabiduría:
—¿Quién sabe?
Pero en vez de las tinieblas que creía encontrar, en vez de una atmósfera
opaca y enrarecida, halló Dantés una luz suave, azulada. Ella y el aire
penetraban no solamente por el agujero que él acababa de abrir, sino también
por hendiduras imperceptibles de las rocas, a través de las cuales se veía el cielo
y las ramas juguetonas de las verdes encinas.
A los pocos momentos de su permanencia en esta gruta, cuy o ambiente, más
bien templado que húmedo, antes aromático que nauseabundo, era a la
temperatura de la isla lo que el resplandor al sol. A los pocos instantes, Dantés,
que estaba acostumbrado a la oscuridad, como y a hemos dicho, pudo reconocer
hasta los más ocultos rincones. La gruta era de granito, cuy as facetas relucían
como diamantes.
—¡Ay ! —dijo sonriéndose al verlas—. Estos son seguramente los tesoros que
ha dejado el cardenal; y el buen abate, que veía en sueños las paredes
resplandecientes, se alimentó de quimeras.
Mas no por esto dejaba de recordar el testamento, que sabía de memoria:
« En el ángulo más lejano de la segunda gruta» , decía. Dantés sólo había
penetrado en la primera; era pues necesario buscar la entrada de la segunda.
Empezó a orientarse. La segunda gruta debía internarse en la isla.
Examinando la capa de las piedras, púsose a dar golpes en una de las paredes,
donde le pareció que debía de estar la abertura, cubierta para may or precaución.
La azada resonó un instante, y este sonido hizo que la frente de Edmundo se
bañara en sudor. Al fin parecióle que una parte de la granítica pared producía un
eco más sordo y más profundo. Aproximó sus ojos febriles y con ese tacto del
preso, pudo adivinar lo que nadie quizás hubiera conocido: que allí debía de haber
una abertura.
No obstante, para no trabajar en balde, Dantés, que como César Borgia,
conocía el valor del tiempo, golpeó con su azada las otras paredes, y el suelo con
la culata de su fusil, púsose a cavar en los sitios que le infundían sospechas y
viendo en fin que nada sacaba en limpio, volvió a la pared que sonaba un tanto
hueca. De nuevo, y más fuertemente, volvió a golpear. Entonces vio una cosa
extraña, y es que a los golpes de la azada se despegaba y caía en menudos
pedazos una especie de barniz, semejante al que se pone en las paredes para
pintar al fresco, dejando al descubierto las piedras blanquecinas, que no eran de
may or tamaño que el común. La entrada, pues, estaba tapiada con piedras de
otra clase, que luego se habían cubierto con una capa de este barniz, imitando el
color de las demás paredes.
Con esto volvió Dantés a dar golpes, pero con el pico de la azada, que se
introdujo bastante en la pared. Allí estaba, indudablemente, la entrada. Por un
extraño misterio de la organización humana, cuando más pruebas tenía Dantés de
que Faria le había dicho la verdad, más y más su corazón desfallecía, y más y
más le dominaban el desaliento y la duda. Este éxito, que debió de conferirle
nuevas energías, le quitó las que le quedaban. Se escapó la herramienta de sus
manos, dejóla en el suelo, se limpió la frente y salió de la gruta dándose a sí
mismo el pretexto de ver si le espiaba alguien, pero en realidad porque
necesitaba aire, porque conocía que se iba a desmay ar.
La isla estaba desierta. El sol, en su cenit, la abarcaba toda con sus miradas de
fuego. Las olas juguetonas parecían barquillas de zafiro.
No había comido nada en todo el día, pero en aquel momento no pensaba en
comer. Tomó algunos tragos de ron y volvió a la gruta más tranquilo.
La azada, que le parecía tan pesada, antojósele entonces una pluma y
prosiguió su tarea.
A los primeros golpes advirtió que las piedras no estaban encaladas, sino
sobrepuestas, y luego enjalbegadas con el barniz consabido. Introdujo la punta de
la azada entre dos piedras, se apoy ó en el mango y vio lleno de júbilo rodar la
piedra, como si tuviera goznes a sus pies. A partir de aquel momento y a no tuvo
que hacer otra cosa sino ir sacando con la azada piedra a piedra. Por el espacio
que dejó la primera hubiera podido Edmundo introducir su cuerpo, pero dando
tregua a la realidad por algunos instantes, conservaba la esperanza. Finalmente,
tras una momentánea perplejidad, atrevióse a pasar a la segunda gruta. Era ésta
más baja, más oscura y de peor aspecto que la primera. No recibiendo aire sino
por el agujero que acababa de practicar Edmundo, estaba su atmósfera
impregnada de los gases mefíticos que extrañó no hallar en la primera. Para
entrar en ella tuvo que dar tiempo a que el aire del exterior renovase aquel
ambiente malsano. A la derecha del portillo había un ángulo oscurísimo y
profundo.
Ya hemos dicho, empero, que para los ojos de Dantés no había tinieblas. Al
primer golpe de vista conoció que la segunda gruta estaba vacía como la
primera. El tesoro, si es que lo contenía, estaba enterrado en aquel rincón oscuro.
Había llegado la hora de zozobra; dos pies de tierra, algunos golpes de azada, era
lo que separaba a Dantés de su may or alegría o de su may or desesperación.
Acercóse al ángulo, y como si tomara una determinación repentina, se puso a
cavar desaforadamente. Al quinto o sexto golpe, el hierro de la azada resonó
como si diera contra un objeto también de hierro.
Nunca el toque de rebato, ni el lúgubre doblar de las campanas causaron
may or impresión en el que los oy e. Aunque Dantés hubiera encontrado vacío el
lugar de su tesoro, no habría palidecido más intensamente. Púsose a cavar a un
lado de su primera excavación, y halló la misma resistencia, aunque no el mismo
sonido.
—Es un arca forrada de hierro —exclamó.
En este momento, una rápida sombra cruzó interceptando la luz que entraba
por la abertura. Tiró Edmundo su azada, cogió su fusil, y lanzóse afuera. Una
cabra salvaje había saltado por la primera entrada de las grutas y triscaba a
pocos pasos de allí.
Buena ocasión era aquélla de procurarse alimento, pero Edmundo temió que
el disparo llamase la atención de alguien. Reflexionó un momento, y cortando la
rama de un árbol resinoso, fue a encenderla en el fuego humeante aún donde los
contrabandistas habían guisado su almuerzo, y volvió con aquella antorcha
encendida. No quería dejar de ver ninguna cosa de las que le esperaban.
Con acercar la luz al hoy o, pudo convencerse de que no se había equivocado.
Sus golpes dieron alternativamente en hierro y en madera. Ahondó en seguida
por los lados unos tres pies de ancho y dos de largo, y al fin logró distinguir
claramente un arca de madera de encina, guarnecida de hierro cincelado. En
medio de la tapa, en una lámina de plata que la tierra no había podido oxidar,
brillaban las armas de la familia Spada, es decir, una espada en posición vertical
en un escudo redondo como todos los de Italia, coronado por un capelo.
Dantés lo reconoció muy fácilmente. ¡Tanta era la minuciosidad con que se
lo haba descrito el abate Faria! No cabía la menor duda, el tesoro estaba allí
seguramente. No se hubieran tomado tantas precauciones para nada.
En un momento arrancó la tierra de uno y otro lado, lo que le permitió ver
aparecer primero la cerradura de en medio, situada entre dos candados y las
asas de los lados, todo primorosamente cincelado. Cogió Dantés el arcón por las
asas, y trató de levantarlo, mas era imposible. Luego pensó abrirlo, pero la
cerradura y los candados estaban cerrados de tal manera que no parecía sino que
guardianes fidelísimos se negaran a entregar su tesoro.
Introdujo la punta de la azada en las rendijas de la tapa, y apoy ándose en el
mango la hizo saltar con grande chirrido. Rompióse también la madera de los
lados, con lo que fueron inútiles las cerraduras, que también saltaron a su vez,
aunque no sin que los goznes se resistieran a desclavarse.
El arca se abrió. Estaba dividida en tres compartimientos.
En el primero brillaban escudos de dorados reflejos. En el segundo, barras
casi en bruto, colocadas simétricamente, que no tenían de oro sino el peso y el
valor. El tercer compartimiento, por último, sólo estaba medio lleno de
diamantes, perlas y rubíes, que al cogerlos Edmundo febrilmente a puñados,
caían como una cascada deslumbradora, y chocaban unos con otros con un ruido
como el de granizo al chocar en los cristales.
Harto de palpar y enterrar sus manos en el oro y en las joy as, levantóse y
echó a correr por las grutas, exaltado, como un hombre que está a punto de
volverse loco. Saltó una roca, desde donde podía distinguir el mar, pero a nadie
vio. Encontrábase solo, enteramente solo con aquellas riquezas incalculables,
inverosímiles, fabulosas, que y a le pertenecían. Solamente de quien no estaba
seguro era de sí mismo. ¿Era víctima de un sueño, o luchaba cuerpo a cuerpo con
la realidad? Necesitaba volver a deleitarse con su tesoro, y, sin embargo,
comprendía que le iban a faltar las fuerzas. Apretóse un instante la cabeza con las
manos, como para impedir a la razón que se le escapara, y luego se puso a
correr por toda la isla, sin seguir, no diré camino, que no lo hay en Montecristo,
sino línea recta, espantando a las cabras salvajes y a las aves marinas, con sus
gestos y sus exclamaciones. Al fin, dando un rodeo, volvió al mismo sitio, y
aunque todavía vacilante, se lanzó de la primera a la segunda gruta, hallándose
frente a frente con aquella mina de oro y de diamantes.
Cay ó de rodillas, apretando con sus manos convulsivas su corazón, que
saltaba, y murmurando una oración, inteligible sólo para el cielo. Esto hizo que se
sintiese más tranquilo y más feliz, porque empezó a creer en su felicidad.
Acto seguido, se puso a contar su fortuna. Había mil barras de oro, y su peso
como de dos a tres libras cada una. Hizo luego un montón de veinticinco mil
escudos de oro, con el busto del Papa Alejandro VI y sus predecesores; cada uno
podía valer ochenta francos de la actual moneda francesa. Y el departamento en
que estaban no quedó, sin embargo, sino medio vacío. Finalmente, contó diez
puñados de sus dos manos juntas de pedrería y diamantes, que montados por los
mejores plateros de aquella época poseían un valor artístico casi igual a su valor
intrínseco.
Entretanto, el sol iba acercándose a su ocaso, por lo que temiendo Dantés ser
sorprendido en las grutas durante la noche, cogió su fusil y salió al aire libre. Un
pedazo de galleta y algunos tragos de vino fueron su cena. Después colocó la
baldosa en su sitio, se acostó encima de ella y durmió, aunque pocas horas,
cubriendo con su cuerpo la entrada de la gruta. Esta noche fue deliciosa y terrible
al mismo tiempo, como las que había pasado y a dos o tres en su vida.
Capítulo II
El desconocido
Alabiertos.
fin amaneció. Hacía muchas horas que Dantés esperaba el día con los ojos
A los primeros ray os de la aurora se incorporó, y subiendo como el
día anterior a la roca más elevada a espiar las cercanías, pudo convencerse de
que la isla estaba desierta.
Levantó entonces la baldosa que cubría su gruta, llenó sus bolsillos de piedras
preciosas, volvió a componer el arca lo mejor que pudo, cubriéndola con tierra,
que apisonó bien, le echó encima una capa de arena, para que lo removido se
igualase al resto del suelo, y salió de la gruta volviendo a colocar la baldosa y
cubriéndola de piedras de tamaños diferentes. Rellenó de tierra las junturas,
plantó en ellas malezas y mirtos y las regó para que pareciesen nacidas allí,
borró las huellas de sus pasos, impresas en todo aquel circuito, y esperó con
impaciencia la vuelta de sus compañeros.
Efectivamente; no era cosa de permanecer en Montecristo guardando como
un dragón de la mitología, sus inútiles tesoros. Tratábase de volver a la vida y a la
sociedad, recobrar entre los hombres el rango, la influencia y el poder que da en
este mundo el oro; el oro, la may or y la más grande de las fuerzas de que la
criatura humana puede disponer.
Los contrabandistas volvieron al sexto día y, desde lejos reconoció Dantés por
su porte y por su marcha a La Joven Amelia. Acercóse a la orilla arrastrándose,
como Filoctetes herido, y cuando desembarcaron sus compañeros les anunció
con voz quejumbrosa que estaba algo mejor.
A su vez los marineros le dieron cuenta de su expedición. Habían salido bien,
es verdad, pero apenas desembarcado el cargamento, tuvieron aviso de que un
bric guardacostas de Tolón acababa de salir del puerto y se dirigía hacia ellos.
Entonces se pusieron en fuga a toda vela, echando muy de menos a Dantés, que
sabía hacer volar a la tartana. En efecto, bien pronto divisaron al guardacostas
que les daba caza, pero con ay uda de la noche, doblando el cabo de Córcega,
consiguieron eludir su persecución.
En suma, el viaje no había sido malo del todo y los camaradas, en particular
Jacobo, lamentaban que Dantés no hubiera ido, con lo cual tendría su parte en las
ganancias, que eran nada menos que cincuenta piastras.
Edmundo los escuchaba impasible. Ni una sonrisa le arrancó siquiera la
enumeración de las ventajas que le hubiera reportado el dejar a Montecristo, y
como La Joven Amelia sólo había venido a buscarle, aquella misma tarde volvió
a embarcar para Liorna.
Al llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus
diamantes más pequeños, por cinco mil francos cada uno. El mercader hubiera
debido informarse de cómo un marinero podía poseer semejantes alhajas, pero
se guardó muy bien de hacerlo, puesto que ganaba mil francos en cada una.
Al día siguiente, compró una barca nueva, y diósela a Jacobo con cien
piastras, a fin de que pudiese tripularla, con encargo de ir a Marsella a averiguar
qué había sido de un anciano llamado Luis Dantés, que vivía en las alamedas de
Meillan, y de una joven llamada Mercedes, que vivía en los Catalanes.
Jacobo crey ó que soñaba, y entonces Edmundo le contó que se había hecho
marino por una calaverada y porque su familia le negaba hasta lo necesario para
su manutención, pero que a su llegada a Liorna se había enterado de la muerte de
un tío suy o, que le dejaba por único heredero. La cultura de Dantés daba a este
cuento tal verosimilitud, que Jacobo no tuvo duda alguna de que decía la verdad
su antiguo compañero.
Además, como había terminado y a el período de enrolamiento de Edmundo
con La Joven Amelia, despidióse del patrón, que hizo muchos esfuerzos por
retenerle, pero que habiendo sabido, como Jacobo, la historia de la herencia,
renunció desde luego a la esperanza de que su antiguo marinero alterara su
resolución.
A la mañana siguiente, Jacobo emprendió su viaje a Marsella para
encontrarse con Edmundo en la isla de Montecristo. El mismo día marchó
Dantés, sin decir adónde, habiéndose despedido de la tripulación de La Joven
Amelia, gratificándola espléndidamente, y del patrón, ofreciéndole que cualquier
día tendría noticias de él. Edmundo se fue a Génova.
Precisamente el día en que llegó estaba probándose en el puerto un y ate
encargado por un inglés, que habiendo oído decir que los genoveses eran los
mejores armadores del Mediterráneo, quería tener el suy o construido en
Génova. Lo había ajustado en cuarenta mil francos. Dantés ofreció sesenta mil,
bajo la condición de tenerlo en propiedad aquel mismo día. Como el inglés había
ido a dar una vuelta por Suiza, para dar tiempo a que el barco se concluy era, y
no debía volver hasta dentro de tres o cuatro semanas, calculó el armador que
tendría tiempo de hacer otro.
Edmundo llevó al genovés a casa de un judío, que conduciéndole a la
trastienda le entregó sus sesenta mil francos. El armador ofreció al joven sus
servicios para organizar una buena tripulación, pero Dantés le dio las gracias,
diciéndole que tenía la costumbre de navegar solo, y que lo único que deseaba
era que en su camarote, a la cabecera de su cama, se hiciese un armario oculto
con tres departamentos o divisiones, secretas también.
Dos horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una
muchedumbre curiosa, ávida de conocer al caballero español que acostumbraba
navegar solo.
Se lució Dantés a las mil maravillas. Con ay uda del timón, y sin necesidad de
abandonarlo, hizo ejecutar a su barco todas las evoluciones que quiso. No parecía
sino que fuese el y ate un ser inteligente, siempre dispuesto a obedecer al menor
impulso, por lo que Dantés se convenció de que los genoveses merecían la
reputación que gozan de primeros constructores del mundo.
Los curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se
perdió de vista, y entonces empezaron a discutir adónde se dirigiría. Unos
opinaron que a Córcega, otros que a la isla de Elba, apostaron algunos que al
África, otros que a España, y ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No
obstante, era a Montecristo adonde se dirigía Dantés.
Llegó en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó el
viaje en treinta y cinco horas. Dantés había reconocido minuciosamente la costa,
y en vez de desembarcar en el puerto de costumbre, desembarcó en el ancón
que y a hemos descrito.
La isla estaba desierta. Nadie, al parecer, había abordado a ella después de
Edmundo, que encontró su tesoro tal como lo había dejado.
A la mañana siguiente toda su fortuna estaba y a a bordo, guardada en las tres
divisiones del armario secreto.
Permaneció Dantés ocho días, haciendo maniobrar a su barco en torno a la
isla, y estudiándolo como un picador estudia un caballo. Todas sus buenas
cualidades y todos sus defectos le fueron y a conocidos, y determinó aumentar
las unas y remediar los otros.
Al octavo día vio Dantés acercarse a la isla a velas desplegadas un barquillo
que era el de Jacobo. Hizo una señal convenida, respondióle el marinero y dos
horas después el barco estaba junto al y ate.
Cada una de las preguntas del joven obtuvo una respuesta bien triste. El viejo
Dantés había muerto. Mercedes había desaparecido. Dantés escuchó ambas
noticias con semblante tranquilo, pero en el acto saltó a tierra, prohibiendo que le
siguiesen. Regresó al cabo de dos horas, ordenando que dos marineros de la
tripulación de Jacobo pasasen a su y ate para ay udarle, y les ordenó que hiciesen
rumbo a Marsella.
La muerte de su padre la esperaba y a, pero ¿qué le habría sucedido a
Mercedes?
No podía Edmundo, sin divulgar su secreto, comisionar a un agente para
hacer indagaciones, y aun algunas de las que estimaba necesarias, solamente él
podría hacerlas. El espejo le había demostrado en Liorna que no era probable
que nadie le reconociera, y esto sin contar que tenía a su disposición todos los
medios de disfrazarse. Una mañana, pues, el y ate y la barca anclaron en el
puerto de Marsella, precisamente en el mismo sitio donde aquella noche de fatal
memoria embarcaron a Edmundo para el castillo de If.
No sin temor instintivo, Dantés vio acercarse a un gendarme en el barco de la
sanidad, pero con la perfecta calma que y a había adquirido, le presentó un
pasaporte inglés que había comprado en Liorna, y gracias a este salvoconducto
extranjero, más respetado en Francia que el mismo francés, desembarcó sin
ninguna dificultad.
Al llegar a la Cannebiere, la primera persona que vio Dantés fue a uno de los
marineros del Faraón, que habiendo servido bajo sus órdenes parecía que se
encontrase allí para asegurarle del completo cambio que había sufrido. Acercose
a él resueltamente, haciéndole muchas preguntas, a las que respondió sin hacer
sospechar siquiera, ni por sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber
visto nunca aquel desconocido.
Dantés le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un
instante después oy ó que corría tras él el marinero. Dantés volvió la cara.
—Perdonad, caballero, pero sin duda os habréis equivocado, pues crey endo
darme una pieza de cuarenta sueldos, me habéis dado un napoleón doble.
—En efecto, me equivoqué, amigo mío —contestó Edmundo—, pero como
vuestra honradez merece recompensa, tomad otro napoleón, que os ruego
aceptéis para beber a mi salud con vuestros camaradas.
El marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de
darle las gracias, y murmuraba al verle alejarse:
—Sin duda es algún nabab que viene de la India.
Dantés prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada momento con
nuevas sensaciones. Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos indelebles en
su memoria, renacían en cada calle, en cada plaza, en cada barrio. Al final de la
calle de Noailles, cuando pudo ver las Alamedas de Meillán, sintió que sus
piernas flaqueaban y poco le faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un
coche. Al fin llegó a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias
habían desaparecido de la ventana en donde la mano del pobre viejo las había
plantado y regado con tanto afán.
Permaneció algún tiempo meditabundo, apoy ado en un árbol, contemplando
los últimos pisos de aquella humilde vivienda. Al fin se determinó a dirigirse a la
puerta, traspuso el umbral, preguntó si había algún cuarto desocupado, y aunque
sucedía lo contrario, insistió de tal modo en ver el del quinto piso, que el portero
subió a pedir a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso
para visitar la habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven que acababan
de casarse hacía ocho días. Al verlos, exhaló Dantés un profundo suspiro.
Nada le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las
paredes, ni existían tampoco aquellos muebles antiguos, compañeros de la niñez
de Edmundo, presentes en su memoria con toda exactitud. Sólo eran las
mismas… las paredes.
Dantés se volvió hacia la cama, que estaba justamente en el mismo sitio que
antes ocupaba la de su padre. Sin querer sus ojos se arrasaron de lágrimas. Allí
había debido expirar el pobre anciano, nombrando a su hijo.
Los dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa,
en cuy as mejillas brillaban dos gruesas lágrimas, sin que su rostro se alterase,
pero como la religión del dolor es respetada por todo el mundo, no sólo no
hicieron pregunta alguna al desconocido, sino que se apartaron un tanto de él para
dejarle llorar libremente, y cuando se marchó le acompañaron, diciéndole que
podría volver cuando gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada.
En el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a preguntar si
habitaba allí todavía el sastre Caderousse, pero el portero respondió que habiendo
venido muy a menos el hombre de que hablaba, tenía a la sazón una posada en el
camino de Bellegarde a Beaucaire.
Acabó de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa de las
Alamedas de Meillán, pasó en el acto a verle, anunciándose con el nombre de
lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el pasaporte), y le compró la casa
por veinticinco mil francos; sin duda valía diez mil francos menos, pero Dantés, si
le hubiera pedido por ella medio millón, lo hubiera dado.
Aquel mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el nuevo
propietario les daba a elegir una habitación entre todas, sin aumento alguno de
precio, a condición de que le cedieran la que ellos ocupaban.
Este singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a todo el
barrio de las Alamedas de Meillán, dando origen a mil conjeturas a cual más
inexacta.
Pero lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída de la
tarde al mismo hombre de las Alamedas de Meillán pasearse por el barrio de los
Catalanes, y penetrar en una casita de pescadores, donde estuvo más de una hora
preguntando por personas que habían muerto o desaparecido quince o dieciséis
años antes.
A la mañana siguiente, los pescadores en cuy a casa había entrado para hacer
todas aquellas preguntas, recibieron en agradecimiento una barca catalana,
armada en regla, para la pesca.
Bien hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al generoso
desconocido, pero al separarse de ellos le habían visto dar algunas órdenes a un
marinero, montar a caballo y salir por la puerta de Aix.
Capítulo III
Elseguramente
que como y o hay a recorrido a pie el Mediodía de Francia, habrá visto
entre Bellegarde y Beaucaire, a la mitad del camino que separa
las dos poblaciones, aunque un tanto más cercana a Beaucaire que a Bellegarde,
una sencilla posada que tiene como por rótulo sobre la puerta, en una plancha de
hierro tan delgada que el menor vientecillo la zarandea, una grotesca vista del
puente del Gard. Esta posada se encuentra al lado izquierdo del camino,
volviendo la espalda al río. Decórala eso que se llama huerto en el Languedoc,
pero que consiste en lo siguiente: La fachada posterior cae a un cercado donde
vegetan algunos olivos raquíticos y algunas higueras de hojas blanquecinas, a
causa del polvo que las cubre. Aquí y allá crecen pimientos, tomates y ajos, y en
uno de sus rincones, por último, como olvidado centinela, un gran pino de los
llamados quitasoles, eleva melancólicamente su tronco flexible, mientras su
copa, abierta como un abanico, se tuesta a un sol de treinta grados.
Estos árboles, así los grandes como los pequeños, se inclinan todos
naturalmente en la dirección que lleva el mistral cuando sopla. El mistral es una
de las tres plagas de la Provenza; las otras dos, como sabe todo el mundo, o como
todo el mundo ignora, eran Duranzo y el parlamento.
Esparcidas en la cercana llanura, que parece un lago inconmensurable de
polvo, vegetan algunas matas de trigo, sembradas por los horticultores del país,
sin duda por curiosidad, pues sólo sirven de asilo a las cigarras, que aturden con
su canto agudo y monótono a los viajeros extraviados en aquella Tebaida.
Hacía seis o siete años que este mesón pertenecía a un hombre y una mujer
que tenían por criada a una muchacha llamada Antoñita, y un mozo llamado
Picaud, pareja que por lo demás basta para cubrir el servicio que pudiera
necesitarse, desde que un canal abierto desde Beaucaire a Aiguesmortes
sustituy ó victoriosamente las barcas por los carros, y las sillas de postas por las
diligencias.
Este canal, como para hacer más deplorable aún la suerte del posadero,
pasaba entre el Ródano, que le alimenta, y el camino, a cien pasos de la posada
de que acabamos de dar una breve pero exacta descripción. Tampoco
olvidaremos un perro, antiguo guardián de noche, y que ladraba ahora a todos los
transeúntes, tanto de día como durante las tinieblas, porque y a había perdido la
costumbre de ver viajeros.
El posadero era un hombre de cuarenta y dos años, alto, seco y nervioso,
verdadero tipo meridional, con sus ojos hundidos y brillantes, su nariz en forma
de pico de ave de rapiña, y sus dientes blancos como los de un animal carnicero;
sus cabellos, que parecían no querer encanecer a pesar de los años, eran como su
barba, espesos, crespos y sembrados apenas de algunos pelos grises; su tez,
naturalmente tostada, se había cubierto aún de una nueva capa morena, debido a
la costumbre que tenía el pobre diablo de mantenerse desde la mañana hasta por
la noche en el cancel de la puerta, para ver si pasaba alguno, y a fuese a pie y a
en coche, pero casi siempre esperaba en vano. Durante este tiempo, y para
sustraerse a los ardores del sol, no usaba de otro objeto preservador que un
pañuelo encarnado atado a la cabeza a la manera de los carreteros españoles.
Este hombre es nuestro antiguo conocido Gaspar Caderousse. Su mujer, que
se llamaba Magdalena Radelle, era pálida, delgada y enfermiza. Nacida en los
alrededores de Arlés, conservando las señales primitivas de la belleza tradicional
de sus compatriotas, había visto destruirse lentamente su rostro en el acceso casi
continuo de una de esas fiebres sordas tan comunes en las poblaciones vecinas a
los estanques de Aiguesmortes y a los pantanos de la Camargue. Siempre estaba
sentada y tiritando en su cuarto, situado en el primer piso, y a tendida en un sillón
o apoy ada contra su cama, mientras su marido se ponía a la puerta a continuar su
perpetua centinela, lo que prolongaba con tanta mejor gana, cuanto que cada vez
que se encontraba con su áspera mirada, ésta le perseguía con sus quejas eternas
contra la suerte, quejas a las cuales su marido respondía, como de costumbre,
con estas palabras filosóficas:
—Cállate, Carconte. ¡Dios quiere que sea así!
Este sobrenombre provenía de que Magdalena Radelle había nacido en el
pueblo de la Carconte, situado entre Salon y Lambese.
Así, pues, siguiendo la costumbre del país que es la de llamar siempre a la
gente con un apodo en lugar de llamarla por su nombre, su marido había
sustituido con éste al de Magdalena, demasiado dulce tal vez para su rudo
lenguaje.
No obstante, a pesar de esta fingida resignación a los decretos de la
Providencia, no se crea que nuestro posadero dejara de sentir profundamente el
estado de pobreza a que le había reducido el miserable canal de Beaucaire, y que
fuese invulnerable a las incesantes quejas con que le acosaba su mujer
continuamente.
Era, como todos los habitantes del Mediodía, un hombre sobrio y sin grandes
necesidades, pero se pagaba mucho de las apariencias.
Así, pues, en sus tiempos prósperos, no dejaba pasar una feria ni una
procesión de la Tarasca, sin presentarse en ella con la Carconte, el uno con ese
traje pintoresco de los hombres del Mediodía, y que participa a la vez del gusto
catalán y del andaluz; la otra con ese vestido encantador de las mujeres de Arlés
que recuerda los de las de Grecia y de Arabia.
Pero poco a poco, cadenas de reloj, collares, cinturones de mil colores,
corpiños bordados, chaquetas de terciopelo, medias de seda, botines bordados,
zapatos con hebillas de plata, todo había desaparecido, y Gaspar Caderousse, no
pudiendo y a mostrarse a la altura de su pasado esplendor, renunció por él y por
su mujer a todas esas pompas mundanas, cuy a alegre algazara llegaba a
desgarrarle el corazón, hasta en su pobre vivienda, que conservaba aún, más bien
como un asilo que como lugar de negocio.
Caderousse había permanecido, como tenía por costumbre, parte de la
mañana delante de la puerta, paseando su mirada melancólica desde una lechuga
que picoteaban algunas gallinas, hasta los dos extremos del camino desierto, que
por un lado miraba al Norte y por el otro al Mediodía, cuando de repente la
chillona voz de su mujer le obligó a abandonar su puesto. Entró gruñendo y subió
al primer piso, dejando la puerta abierta de par en par, como para invitar a los
viajeros a que no se olvidasen de entrar si su mala estrella les hacía pasar por allí.
En aquellos momentos, el camino de que y a hemos hablado continuaba tan
desierto y tan solitario como siempre, extendiéndose entre dos filas de árboles
secos, y fácil es comprender que ningún viajero, dueño de escoger otra hora del
día, iría a aventurarse en aquel horrible Sáhara.
Sin embargo, a pesar de todas las probabilidades, si Caderousse se hubiese
quedado en su puesto, hubiera podido ver, por el lado de Bellegarde, a un
caballero y un caballo, marchando con ese continente sosegado y amistoso, que
indicaba las buenas relaciones que mediaban entre el hombre y el animal. Este
era, al parecer, muy manso; el caballero era un sacerdote vestido de negro y con
un sombrero de tres picos. A pesar del excesivo calor del sol, marchaba el animal
a trote bastante largo.
Al llegar a la puerta, el grupo se detuvo, pero difícil hubiera sido decir si fue
el caballo el que detuvo al jinete, o el jinete el que detuvo al caballo. En fin, el
caballero se apeó, y tirando por la brida del animal, lo amarró a una argolla que
había al lado de la puerta. Adelantóse en seguida hacia ésta, limpiándose el sudor
que inundaba su frente con un pañuelo de algodón encarnado y dio tres golpes en
una de las hojas de la puerta con el puño de hierro del bastón que llevaba en la
mano.
El enorme perro negro se levantó al punto y dio algunos pasos ladrando y
enseñando sus dientes blancos y agudos, doble demostración hostil, prueba de lo
poco hecho que estaba a la sociedad. Entonces se oy eron unos pasos recios, bajo
los cuales se estremeció la escalera de madera; era el posadero que bajaba
dando traspiés, para darse más prisa a satisfacer la curiosidad de saber quién
sería el que llamaba.
—¡Allá va! —decía Caderousse, asombrado—. ¡Allá va! ¿Quieres callarte,
Margotín? No temáis nada, caballero; ladra, pero no muerde. Sin duda querréis
vino, porque hace un calor inaguantable. ¡Ah! Perdonad —interrumpió
Caderousse, al ver qué especie de viajero era el que recibía en su casa—. ¿Qué
deseáis? ¿Qué queréis, señor abate? Estoy a vuestras órdenes.
El eclesiástico miró a aquel hombre dos o tres segundos con atención extraña,
y aun pareció procurar atraer la del posadero sobre sí; después, viendo que las
facciones de éste no expresaban ningún otro sentimiento que la sorpresa de no
recibir una respuesta, juzgó que y a era tiempo de que aquélla cesase y dijo con
un acento italiano muy pronunciado:
—¿No sois vos el señor Caderousse?
—Sí, caballero —dijo el posadero casi más asombrado de la pregunta que lo
había estado en el silencio—. Yo soy, en efecto, Gaspar Caderousse, para
serviros.
—¿Gaspar Caderousse? Sí, creo que ésos son el nombre y el apellido. ¿Vivíais
en otro tiempo en la alameda de Meillán, en un cuarto piso?
—Precisamente.
—¿Y ejercíais el oficio de sastre?
—Sí, pero no prosperaba, y además —añadió para justificarse—, como hace
tanto calor en ese demonio de Marsella, creo que acabarán por no vestirse. Pero,
a propósito de calor, ¿no queréis refrescar, señor abate?
—Sí. Dadme una botella de vuestro mejor vino y seguiremos hablando.
—Como queráis, señor abate —dijo Caderousse.
Y para no perder la ocasión de despachar una de las últimas botellas de vino
de Cahors que le quedaban, Caderousse se apresuró a levantar una trampa
practicada en el pavimento de esta especie de cuarto bajo, que hacía las veces de
cocina y de sala. Cuando volvió a aparecer al cabo de cinco minutos, encontró al
abate sentado sobre un banquillo, con el codo apoy ado sobre una mesa larga,
mientras que Margotín, que parecía haber hecho las pares con él, al oír que
contra la costumbre este viajero iba a tomar algo, apoy aba su hocico sobre el
muslo de aquél, y le dirigía una lánguida mirada.
—¿Estáis loco? —preguntó el abate a su posadero, mientras éste ponía delante
de él la botella y un vaso.
—¡Ah! Dios mío, sí, solo, o poco menos, señor abate, porque tengo una mujer
que no me puede ay udar en nada, a causa de hallarse siempre enferma: ¡pobre
Carconte!
—¡Ah! ¡Estáis casado! —dijo el sacerdote con cierto interés y echando a su
alrededor una mirada que parecía expresar la lástima que le inspiraba la pobreza
de aquella habitación.
—Adivináis que no soy rico, ¿no es verdad, señor abate? —dijo Caderousse
sonriendo—. Pero ¿qué queréis? No basta ser hombre honrado, para prosperar en
este mundo.
El abate clavó en él una mirada penetrante:
—Sí, señor: honrado, puedo vanagloriarme de ello, caballero —dijo el
posadero, arrostrando la mirada del abate, poniendo una mano sobre el corazón y
mirándole de pies a cabeza—, y en estos tiempos, no todos pueden decir otro
tanto.
—Tanto mejor, si de lo que os jactáis es cierto —añadió el abate— porque
tarde o temprano, y o estoy firmemente convencido de que el hombre de bien
será recompensado, y el malo, castigado.
—Vos debéis decir eso, señor abate; vos debéis decir eso —replicó
Caderousse con una expresión amarga—, pero uno es dueño de creer o no creer
lo que decís.
—Hacéis mal en hablar así —repuso el abate—, porque acaso muy en breve
voy a ser y o mismo una prueba de lo que pronostico.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Caderousse asombrado.
—Quiero decir que es necesario que me asegure de si sois vos el que y o
busco…
—¿Qué prueba queréis que os dé?
—¿Habéis conocido en 1814 o en 1815 a un marino que se llamaba Dantés?
—¡Que si lo he conocido! ¡Que si he conocido a ese pobre Edmundo! Vay a,
y a lo creo, como que era uno de mis mejores amigos —exclamó Caderousse,
cuy o rostro se cubrió de una tinta purpúrea, mientras que la mirada fija y
tranquila del abate parecía dilatarse para cubrir enteramente a aquel a quien
interrogaba.
—Sí, me parece que, en efecto, ése era su nombre.
—¡Que si se llamaba Edmundo! Bien lo creo, tan cierto como y o me llamo
Gaspar Caderousse. ¿Y qué ha sido de ese pobre Edmundo? —continuó el
posadero—. ¿Lo habéis conocido? ¿Vive aún? ¿Está libre? ¿Es dichoso?
—Ha muerto más desesperado y más miserable que los presidiarios que
arrastran su cadena en el presidio de Tolón —respondió el abate.
Una mortal palidez sucedió en el rostro de Caderousse, al vivo encarnado que
se había apoderado antes de él; volvióse, y el abate vio que enjugaba una lágrima
con su pañuelo.
—¡Pobrecillo! —murmuró Caderousse—. ¡Y bien! Ahí tenéis una prueba de
lo que y o os decía antes, señor abate, que Dios sólo es bueno para los malos. ¡Ah!
—continuó Caderousse con ese lenguaje particular a los naturales del Mediodía
—, este mundo va de mal en peor. Llueva pólvora dos días y fuego una hora, y
acabemos de una vez.
—Al parecer amabais a ese muchacho de corazón, ¿no es verdad? —
preguntó el abate.
—Sí, mucho —dijo Caderousse—, aunque tenga que echarme en cara el
haberle envidiado por un momento su dicha. Pero, después, os lo juro a fe de
Caderousse, compadezco su deplorable suerte.
Hubo una pausa, durante la cual la mirada fija del abate no cesó un instante
de interrogar la fisonomía movible del posadero.
—¿Y vos le habéis conocido? —continuó Caderousse.
—He sido llamado a su lecho de muerte para procurarle los socorros de la
religión —respondió el abate.
—¿Y de qué ha muerto? —preguntó Caderousse con una angustia mortal.
—¿De qué se muere en la prisión, cuando se muere a los treinta años, sino de
la prisión misma?
Caderousse se enjugó el sudor que corría por su frente.
—Lo que más me sorprende en todo esto es que Dantés, en sus últimos
momentos, me juró por el Santo Cristo, cuy os pies besaba, que no sabía la
verdadera causa de su cautiverio.
—Es verdad, es verdad —murmuró Caderousse—, no podía saberla, no,
señor abate, el pobre muchacho no mentía.
—Por consiguiente me encargó que descubriese la causa de su desgracia, que
él no pudo descubrir, y vindicara su buen nombre, por si acaso había sido
mancillado.
Y la mirada del abate, cada vez más fija y más penetrante, devoró la
expresión casi sombría que se había pintado en el rostro de Caderousse.
—Un rico inglés —continuó el abate—, compañero suy o de infortunio, y que
salió de la cárcel al verificarse la segunda restauración, poseía un diamante de un
valor inmenso, y habiéndole cuidado Dantés como un hermano, en una
enfermedad que tuvo, quiso darle una prueba de reconocimiento y le dejó el
diamante. En lugar de servirse de él para seducir a los carceleros que, por otra
parte, podían tomarlo y después hacerle traición, Edmundo lo conservó siempre
preciosamente para el caso de que saliese en libertad, porque si llegaba a salir, su
fortuna estaba asegurada con sólo la venta de aquel diamante.
—¿Y, era como decía —preguntó Caderousse con los ojos inflamados por la
codicia—, un diamante muy valioso?
—Todo es relativo —replicó el abate—. Lo era para Edmundo: estaba tasado
en cincuenta mil francos.
—¡Cincuenta mil francos! —dijo Caderousse—. ¡Entonces sería tan grueso
como una nuez!
—No, pero poco le faltaba —dijo el abate—. Pero vos mismo vais a juzgarlo
porque lo tengo conmigo.
Caderousse pareció buscar bajo los vestidos del abate el depósito de que
hablaba. Éste sacó de su bolsillo una cajita de tafilete negro, la abrió e hizo brillar
a los ojos atónitos de Caderousse la deslumbrante maravilla, montada en una
sortija de un trabajo admirable.
—¿Y esto vale cincuenta mil francos? —preguntó Caderousse.
—Sin el engaste, que vale otro tanto —dijo el abate.
Y cerró la cajita y volvió a colocar en su bolsillo el diamante que, no
obstante, continuaba brillando en el pensamiento de Caderousse.
—Pero ¿cómo es que poseéis ese diamante, señor abate? —preguntó
Caderousse—. ¿Os ha hecho Edmundo heredero suy o?
—No, pero sí su ejecutor testamentario: Yo tenía tres buenos amigos y una
muchacha con quien estaba para casarme —me dijo—, los cuatro, estoy seguro,
sintieron mi suerte amargamente; uno de estos cuatro amigos se llama
Caderousse.
Éste se estremeció.
—El otro —continuó el abate, haciendo como que no advertía la emoción de
Caderousse—, el otro se llamaba Danglars; el tercero —añadió—, porque mi
rival me amaba también…
Una diabólica sonrisa brilló en el rostro de Caderousse, que hizo un
movimiento para interrumpir al abate.
—Esperad —dijo éste—. Dejadme acabar, y si tenéis alguna observación
que hacerme, pronto os escucharé. El otro, porque mi rival me amaba también,
se llamaba Fernando; en cuanto a mi prometida, su nombre era…
—Mercedes —dijo Caderousse.
—¡Ah! Sí, eso es —replicó el abate con un suspiro ahogado—. Mercedes.
—¿Y bien? —preguntó Caderousse.
—Dadme un poco de agua —dijo el abate.
Caderousse se apresuró a obedecer. El abate llenó el vaso y bebió algunos
sorbos.
—¿Dónde estábamos? —inquirió, colocando el vaso sobre la mesa—. La
prometida se llamaba Mercedes, sí, eso es. Iréis a Marsella… Dantés es quien
habla, ¿comprendéis?
—Perfectamente.
—Venderéis ese diamante, haréis cinco partes y las repartiréis entre esos
buenos amigos, los únicos que me han amado en la tierra.
—¿Cómo cinco partes? —dijo Caderousse—. ¡No habéis nombrado más que
cuatro personas!
—Porque, según me han dicho, la quinta ha muerto… La quinta era el padre
de Dantés.
—¡Ay ! Sí —dijo Caderousse, conmovido por las pasiones que combatían en
él—. ¡Ay ! Sí, ¡el pobre hombre ha muerto!
—Me enteré de ello en Marsella —respondió el abate haciendo un esfuerzo
por parecer indiferente—. Pero ha tanto tiempo que murió que no he podido
adquirir más detalles… ¿Sabríais vos algo del fin que tuvo ese anciano?
—¡Ah! —dijo Caderousse—, ¿quién puede saberlo mejor que y o…? Vivía al
lado de él… ¡Ah, Dios mío! Sí, un año casi después de la desaparición de su hijo
murió el pobre anciano.
—Pero ¿de qué murió?
—Los médicos dijeron que de una gastroenteritis… Otros aseguran que murió
de dolor, y y o, que casi le he visto morir, digo que ha muerto…
Caderousse se detuvo.
—¿Muerto de qué? —preguntó el sacerdote con ansiedad.
—De hambre…
—¡De hambre! —exclamó el abate saltando sobre su banquillo—, ¡de
hambre! ¡Los animales más viles no mueren de hambre, los perros que vagan
por las calles encuentran una mano compasiva que les arroja un pedazo de pan!
¡Y un hombre, un cristiano, ha muerto de hambre en medio de otros hombres
que como él se creían cristianos! ¡Imposible! ¡Oh, eso es imposible!
—Vuelvo a repetir lo que he dicho —dijo Caderousse.
—Y haces muy mal —dijo una voz en la escalera—. ¿Para qué lo mezclas en
cosas que nada lo importan?
Los dos hombres se volvieron y vieron a través de las barras de la escalera, la
cabeza de la Carconte, que había conseguido arrastrarse hasta allí, y escuchaba
la conversación sentada en el último escalón, con la cabeza apoy ada sobre sus
rodillas.
—¿Y tú por qué lo metes en esto, mujer? —dijo Caderousse—. El señor me
pide informes, la cortesía exige que y o se los dé.
—Sí, pero la prudencia exige que se los rehúses. ¿Quién lo ha dicho con qué
intención lo quieren hacer hablar, imbécil?
—Muy excelente, señora, os respondo a ello —dijo el abate—. Vuestro
marido nada tiene que temer con tal que hable francamente.
—Nada que temer…, sí, siempre se empieza por muy buenas promesas,
después se añade que nada hay que temer, luego se deja por cumplir lo
prometido, y de la noche a la mañana le cae a uno encima una desgracia, sin
saber por dónde ni cómo vino.
—Descuidad, buena mujer —respondió el abate—, no os sucederá ninguna
desgracia por parte mía, os lo aseguro.
La Carconte murmuró algunas palabras que no se pudieron oír, dejó caer la
cabeza sobre sus rodillas, y continuó tiritando, dejando a su marido libre de
continuar su conversación. Pero colocada de manera que no perdía una sola
palabra. Durante este tiempo, el abate había bebido algunos sorbos de agua, y se
había repuesto algún tanto.
—Pero —replicó—, ¿ese infeliz anciano estaba tan abandonado de todo el
mundo, que hay a muerto de semejante muerte?
—¡Oh!, caballero —replicó Caderousse—, no fue porque Mercedes, la
catalana, ni M. Morrel le hubiesen abandonado, pero el pobre anciano había
cobrado una gran antipatía hacia Fernando, ese mismo —continuó Caderousse
con una sonrisa irónica—, que Dantés os ha dicho ser uno de sus amigos.
—¿Es que no lo era? —dijo el abate.
—¡Gaspar, Gaspar! —murmuró la mujer desde lo alto de la escalera—.
¡Mira lo que dices!
Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra
respuesta a la pregunta que le hacían más que:
—¿Se puede ser amigo de aquel cuy a mujer se desea? —respondió al abate
—. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a todos amigos suy os…
¡Pobre Edmundo…! En fin, mejor es que no hay a sabido nada, porque le hubiese
costado algún trabajo perdonarlos al morir… Y digan lo que quieran —continuó
Caderousse, en su lenguaje, que no carecía de cierta ruda poesía—, más miedo
tengo aún a la maldición de los muertos que al odio de los vivos.
—¡Imbécil! —murmuró la Carconte.
—¿Sabéis lo que hizo Fernando contra Dantés?
—¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!
—Hablad, pues.
—Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño —dijo su mujer—, pero deberías
creerme y no decir una palabra.
—Me parece que tienes razón, mujer —dijo Caderousse.
—¿Conque no queréis decir nada? —replicó el abate.
—¿Para qué? —dijo Caderousse—. Si el chico estuviese vivo y viniese a
preguntarme, no digo que no, pero y a está debajo de tierra, según decís, y de
consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la conversación.
—¿Entonces queréis —dijo el abate— que y o dé a esas personas, que vos
consideráis enemigos, una recompensa destinada a la fidelidad?
—Es cierto, tenéis razón —dijo Caderousse—. Por otra parte, ¿de qué les
serviría lo que les deja Edmundo…? Lo mismo que una gota de agua que cae en
el mar.
—Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán —dijo la
mujer.
—Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?
—¿Entonces no sabéis su historia?
—No; contádmela.
Caderousse pareció reflexionar un instante.
—No, porque sería muy largo.
—Haced lo que más os convenga, amigo mío —dijo el abate con el acento de
la más profunda indiferencia—, y o respeto vuestros escrúpulos; por otra parte, lo
que hacéis es propio de un hombre verdaderamente bueno, no hablemos más de
ello. ¿De qué estaba y o encargado? De una simple formalidad. Venderé este
diamante —y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda
vez a los deslumbrados ojos de Caderousse.
—Ven a verlo, mujer —dijo éste con voz ronca.
—¡Un diamante! —dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso
bastante firme la escalera—. ¿Qué diamante es ése?
—¿No lo has oído, mujer? —dijo Caderousse—. Es un diamante que nos ha
legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fernando, Danglars y y o, y a
Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos.
—¡Oh, qué joy a tan preciosa! —dijo ella.
—¿Conque nos pertenece la quinta parte de esta suma? —dijo Caderousse.
—Sí, caballero —respondió el abate—. Además, la parte del padre, que me
creo autorizado a repartir entre vosotros cuatro.
—¿Y por qué cuatro? —preguntó la Carconte.
—Porque cuatro son los amigos de Edmundo.
—No son amigos los que hacen traición —murmuró sordamente la mujer.
—Sí, sí —dijo Caderousse—, y esto es lo que y o decía. Es casi una
profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición, el crimen tal vez.
—Vos lo habéis querido —replicó tranquilamente el abate, volviendo a
colocar el diamante en el bolsillo de su sotana—. Ahora dadme las señas de los
amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última voluntad.
La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se
levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su caballo, y
volvió.
Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible.
—¡Sería para nosotros el diamante entero! —dijo Caderousse.
—¿Lo crees así? —respondió la mujer.
—Un eclesiástico no querría engañarnos.
—Haz lo que quieras —dijo la mujer—. En cuanto a mí, no quiero meterme
en nada.
Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del
excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo un instante.
—Reflexiónalo bien, Gaspar —dijo.
—Ya estoy decidido —respondió Caderousse.
La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oy óse el ruido de sus
pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cay ó
sentada.
—¿A qué estáis decidido? —preguntó el abate.
—A decíroslo todo —respondió.
—Me parece que eso es lo mejor que pudierais hacer —dijo el sacerdote—.
No porque y o quiera saber lo que vos queréis ocultarme, pero, en fin, si podéis
ay udarme a distribuir las mandas según la voluntad del testador será mejor.
—Así lo espero —respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la
esperanza y la ambición.
—Os escucho —dijo el abate.
—Aguardad un momento; podrían interrumpirnos en lo más interesante de mi
relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa
que habéis venido aquí.
Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para may or
precaución, echó la barra, que sólo debía poner por la noche. Durante este
tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la comodidad. Se había
sentado en un rincón, de manera que quedaba sumergido en la penumbra,
mientras que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con
la cabeza inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con
todos sus cinco sentidos.
Caderousse acercó un banquillo y colocóse delante de él.
—Acuérdate de que y o no lo he inducido a que hables —dijo la temblorosa
voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto hubiese podido
ver la escena que se preparaba.
—Está bien, está bien —dijo Caderousse—. No hablemos más de ello, déjalo
todo a mi cargo.
Capítulo IV
Declaraciones
–Ante todo —dijo Caderousse—, debo rogaros, caballero, que me prometáis una
cosa.
—¿Cuál? —preguntó el abate.
—Que si llegáis a hacer use de los detalles que voy a daros, nadie debe saber
jamás que los habéis adquirido de mí, porque aquellos de quienes voy a hablaros
son ricos y poderosos, y conque me tocaran solamente con la punta de un dedo,
me harían pedazos como si fuera de cristal.
—Tranquilizaos, amigo mío —dijo el abate— soy sacerdote y las confesiones
mueren en mi seno. Acordaos de que no tenemos otro fin más que cumplir
dignamente la última voluntad de nuestro amigo. Hablad, pues, sin temor y sin
odio; decid la pura verdad. Yo no conozco, y probablemente no conoceré jamás,
a las personas de que vais a hablarme; por otra parte, soy italiano, y no francés,
pertenezco a Dios, y no a los hombres, y pronto volveré a entrar en mi convento,
del que no he salido más que para cumplir con la última voluntad de un
moribundo.
Esta promesa positiva pareció tranquilizar algún tanto a Caderousse.
—¡Pues bien! En ese caso —dijo Caderousse—, quiero, o más bien debo
desengañaros acerca de esas amistades que el pobre Edmundo creía sinceras y
desinteresadas.
—Empecemos hablando de su padre, si os parece —dijo el abate—.
Edmundo me ha hablado mucho de ese anciano, a quien profesaba un amor
profundo.
—La historia es triste, señor —dijo Caderousse inclinando la cabeza—.
¿Probablemente sabréis el principio?
—Sí —respondió el abate—. Edmundo me lo contó todo, hasta el momento en
que fue preso en una taberna cerca de Marsella.
—En La Reserva. ¡Oh, Dios mío! Sí, me acuerdo como si lo estuviera viendo.
—¿No fue en la comida de sus bodas?
—Sí, y la comida que tan bien empezó, tuvo un fin bastante triste. Un
comisario de policía, seguido de cuatro soldados armados, entró, y Dantés fue
preso.
—Hasta ese suceso es lo que y o sé —dijo el sacerdote—. Dantés mismo no
sabía más que lo que le era absolutamente personal, porque no volvió a ver
ninguna de las personas que os he nombrado, ni oído hablar de ellas.
—¡Pues bien! Cuando hubieron detenido a Dantés, el señor Morrel corrió a
tomar informes, que fueron bien tristes. El anciano volvió solo a su casa, dobló su
vestido de bodas llorando, pasó todo el día dando paseos por su cuarto, y no se
acostó; porque y o vivía debajo de él, y escuché sus pasos toda la noche. Yo
mismo he de confesar que tampoco dormí, el dolor de aquel pobre padre me
causaba mucho mal, y cada uno de sus pasos me estrujaba el corazón como si
hubiese puesto el pie sobre mi pecho. Al día siguiente, Mercedes fue a Marsella
para implorar la protección de M. Villefort, pero nada obtuvo; en seguida fue a
hacer una visita al anciano. Cuando le vio tan sombrío y tan abatido, cuando supo
que había pasado la noche sin acostarse, y que no había comido desde el día
anterior, quiso llevárselo a su casa para prodigarle los cuidados de una hija a un
padre, pero el anciano no quiso consentir en ello: « No —decía—, no saldré de
esta casa, porque a mí es a quien más ama mi desgraciado hijo, y si sale de la
prisión a quien primero correrá a ver será a mí. Y entonces, ¿qué diría si no me
viese aquí esperándole?» .
» Yo escuchaba todo esto desde mi cuarto, y hubiera querido que Mercedes
determinase al anciano a seguirla, porque aquellos pasos día y noche sobre mi
cabeza no me dejaban descansar.
—Pero ¿no subíais vos a consolar al anciano?
—¡Ah!, caballero —respondió Caderousse—, no se puede consolar al que no
quiere ser consolado, y él era de esta especie; además, no sé por qué, pero me
parecía que tenía repugnancia en verme. Pero una noche que oía sus sollozos, no
pude resistir por más tiempo, y subí; pero cuando llegué a la puerta, y a no
sollozaba, oraba.
» La elocuencia y ternura de sus palabras, y o no sabré describirla, caballero;
aquello era más que piedad, era más que dolor; así, pues, y o, que no soy muy
santurrón y que no gusto mucho de los jesuitas, dije para mí ese día: « Ahora me
alegro de ser solo y de que Dios no me hay a enviado ningún hijo, porque si fuera
padre y sintiese un dolor semejante al de ese anciano, no pudiendo hallar en mi
memoria ni en mi corazón todo cuanto él dice al Señor, me precipitaría al mar
por no sufrir tanto tiempo» .
—¡Pobre padre! —murmuró el sacerdote.
—Cada vez vivía más solo y aislado. El señor Morrel y Mercedes venían a
verle a menudo, pero su puerta seguía cerrada y aunque y o tenía completa
seguridad de que estaba en su habitación, él no respondía. Un día que, contra su
costumbre recibió a Mercedes, y la pobre joven igualmente desesperada,
procuraba socorrerle: « Créeme, hija mía —le dijo—, ha muerto… y, en lugar
de esperarle nosotros, él es quien nos espera… de este modo y o soy muy feliz;
porque soy el más viejo y, de consiguiente, le veré primero que nadie…»
» Por bueno que uno sea, pronto cesa de visitar a las personas que le
entristecen; el viejo Dantés acabó por quedarse completamente solo. Yo no veía
subir a su casa más que a personas desconocidas, que bajaban con algún paquete
mal encubierto; comprendí después lo que eran aquellos paquetes. Iba vendiendo
poco a poco, para vivir, lo que tenía. Finalmente se agotaron los recursos del
pobre anciano…, debía tres plazos, le amenazaron con echarle de la casa;
entonces pidió ocho días de término y le fueron concedidos. Supe estos
pormenores, porque el casero entró en mi casa después de haber salido de la
suy a. Durante los tres primeros días oía sus pasos como de costumbre, pero al
cuarto y a no oía nada. Me atreví a subir, la puerta estaba cerrada y a través del
agujero de la llave, le vi tan pálido y tan demudado que, juzgándole muy
enfermo, hice avisar al señor Morrel y corrí a casa de Mercedes. Los dos se
apresuraron a ir a socorrerle. El señor Morrel llevaba consigo un médico, el cual
reconoció que aquella enfermedad era una gastroenteritis, y le mandó que
guardase dieta. Yo estaba allí, caballero, y nunca olvidaré la sonrisa del anciano
al oír aquella orden. Desde entonces abrió su puerta, y a tenía una excusa para no
comer, puesto que el médico le había mandado guardar rigurosa dieta.
El abate lanzó un gemido.
—Esta historia os interesa, ¿no es verdad, caballero? —dijo Caderousse.
—Sí —respondió el abate—, me enternece mucho.
—Mercedes volvió y le halló tan demudado, que como la primera vez quiso
llevarle a su casa. Tal era la opinión del señor Morrel, pero el anciano gritó y se
desesperó tanto, que tuvieron que dejarle. Mercedes se quedó a la cabecera de su
cama. El señor Morrel se alejó, haciendo señal a la catalana de que dejaba una
bolsa sobre la chimenea. Pero, escudado en el mandato del médico, el anciano
no quiso tomar nada. En fin, después de nueve días de desesperación y de
abstinencia, expiró maldiciendo a los que habían causado su desgracia, y
diciendo a Mercedes:
—Si volvéis a ver a Edmundo, decidle que muero bendiciéndole.
El abate se levantó, dio unos cuantos pasos por el cuarto, llevándose ambas
manos a la cabeza.
—¿Y vos creéis que ha muerto…?
—De hambre, caballero, de hambre —dijo Caderousse—, os lo aseguro, tan
cierto como que los dos somos cristianos.
El abate cogió el vaso de agua medio lleno con una mano convulsiva, lo bebió
de un solo sorbo, y se volvió a sentar con los ojos inflamados y las mejillas
pálidas.
—Confesad que es una desgracia —dijo con voz ronca.
—Tanto may or cuanto que Dios no se ha mezclado en nada; los hombres
únicamente tienen la culpa de todo.
—Pasemos, pues, a hablar de esos hombres —dijo el abate— pero pensad
que os habéis comprometido a decírmelo todo; veamos, ¿qué hombres son esos
que han hecho morir al hijo de desesperación y al padre de hambre?
—Dos hombres celosos de él, caballero. El uno por amor, el otro por
ambición: Fernando y Danglars.
—Y, decidme, ¿cómo se manifestaron esos celos?
—Denunciaron a Edmundo como agente bonapartista.
—Pero ¿quién de los dos le denunció? ¿Quién de los dos fue el verdadero
culpable?
—Ambos, caballero; el uno escribió la carta, el otro la echó al correo.
—¿Y dónde se escribió la carta?
—En la misma Reserva, la víspera del casamiento.
—Eso es, eso es —murmuró el abate—. ¡Oh! ¡Faria! ¡Faria! ¡Qué bien
conocíais los hombres y las cosas!
—¿Qué decís, caballero? —preguntó Caderousse.
—Nada —replicó el sacerdote—. Proseguid.
—Danglars fue quien escribió la denuncia con la mano izquierda, para que su
letra no fuese conocida, y Fernando quien la envió.
—Pero —exclamó de repente el abate—, vos estabais allí…
—¿Yo? —dijo Caderousse asombrado—. ¿Quién os ha dicho que y o estaba?
El abate comprendió que se había adelantado demasiado.
—Nadie —dijo—, pero para estar tan al corriente de todos esos detalles, es
preciso que hay áis sido testigo de ellos.
—Es verdad —dijo Caderousse con voz ahogada—, allí estaba.
—¿Y no os opusisteis a esa infamia? —dijo el abate—. Entonces sois su
cómplice.
—Caballero —dijo Caderousse—, me habían hecho beber los dos hasta el
punto que perdí la razón. Todo lo veía como a través de una nube. Dije cuanto
puede decir un hombre en ese estado, pero me dijeron que sólo era una chanza lo
que habían intentado hacer y que esta chanza no tendría consecuencias.
—Al día siguiente… al día siguiente… y a visteis que tuvo consecuencias; sin
embargo, no dijisteis nada, y estabais allí cuando le prendieron.
—Sí; estaba allí, y quise hablar, quise decirlo todo, pero Danglars me contuvo:
« Y si es culpable, por casualidad, si verdaderamente ha arribado a la isla de
Elba, si está encargado de una carta para la Junta bonapartista de París, si le
encuentran esa carta, los que le hay an sostenido pasarán por cómplices suy os» .
Tuve miedo de la policía tan rigurosa que había en aquel tiempo. Me callé, lo
confieso; fue una cobardía, convengo en ello, pero no fue un crimen.
—Comprendo, dejasteis obrar.
—Sí, caballero —respondió Caderousse— y eso me causa día y noche
espantosos remordimientos. Muchas veces pido perdón a Dios, os lo juro, tanto
más, cuanto que esta acción, la única que tengo que echarme en cara en mi vida,
es sin duda alguna la causa de mis adversidades. Estoy expiando un instante de
egoísmo; así, pues, eso es lo que y o digo siempre a la Carconte cuando me viene
con quejas: « Cállate, mujer, Dios lo quiere así» .
Y Caderousse bajó la cabeza, dando todas las muestras de un verdadero
arrepentimiento.
—Bien, bien —dijo el abate—. Habéis hablado con franqueza, acusarse de
ese modo es merecer el perdón.
—Por desgracia —dijo Caderousse—, Edmundo ha muerto y no me ha
perdonado.
—Sin duda lo ignoraba —dijo el abate.
—Pero ahora lo sabrá tal vez —replicó Caderousse—, dicen que los muertos
todo lo saben.
Hubo una pausa. El abate se había levantado y se paseaba pensativo. Después
se dirigió al sitio que ocupaba antes y se volvió a sentar con abatimiento.
—Me habéis nombrado y a por dos o tres veces a un tal Morrel —le dijo—.
¿Quién es ese hombre?
—Era armador del Faraón, y principal de Dantés.
—¿Y qué especie de papel ha hecho ese hombre en todo este triste suceso? —
preguntó el abate.
—¡Ah!, el papel de un hombre de bien, de un hombre honrado, caballero.
Veinte veces intercedió por Edmundo, y cuando el emperador volvió a ocupar el
trono, escribió, suplicó, amenazó, en fin, hizo tanto para salvar a aquel
desgraciado, que en la segunda restauración fue perseguido como bonapartista.
Veinte veces, como y a os he dicho, fue a casa del padre de Dantés para llevarle
a la suy a, y la víspera o antevíspera de su muerte, como y a os he dicho, también,
dejó sobre la chimenea un bolsillo, con el cual pudieran pagarse las deudas de
aquel buen hombre y atender a los gastos de su entierro, de suerte que aquel
desgraciado anciano llegó a morir como había vivido, sin causar ningún perjuicio
a nadie; y o mismo conservo aún aquel bolsillo, un bolsillo de seda encarnada.
—¿Y vive aún ese señor Morrel…? —preguntó el abate.
—Sí, señor —dijo Caderousse.
—En ese caso —continuó el abate— a ese hombre le habrá bendecido el
cielo… y será rico… feliz…
Caderousse se sonrió con amargura.
—Sí, feliz, tan feliz como y o —dijo.
—¡Pues qué! ¡El señor Morrel es tan desgraciado! —exclamó el abate.
—Se halla y a a las puertas de la miseria, caballero, y lo que es peor aún, a las
del deshonor.
—¿Pues cómo es eso?
—¿Qué queréis…? —continuó Caderousse— de esas cosas que suceden;
después de veinticinco años de un continuo trabajo, después de haber adquirido
un honroso lugar entre los comerciantes de Marsella, el desgraciado señor Morrel
se ha arruinado completamente. Ha perdido cinco buques en dos años, ha sufrido
tres quiebras espantosas, y todas sus esperanzas están cifradas ahora en ese
mismo Faraón que mandaba el pobre Dantés, que, según dicen, debe volver de
las Indias con un cargamento de cochinilla y de añil. Si El Faraón naufraga
también como los otros, el señor Morrel estará perdido.
—¿Y tiene mujer…, tiene hijos ese desgraciado?
—Sí, señor; tiene una mujer que ha sobrellevado las desgracias de su esposo
como una santa, tiene una hija que estaba para casarse con un hombre a quien
amaba, y cuy a familia no quiso consentir en que se casase con la hija de un
comerciante en quiebra; y tiene, además, un hijo teniente de no sé qué cuerpo,
pero comprenderéis muy bien, todo esto aumenta el dolor en vez de dulcificarlo,
a ese infeliz y honrado señor Morrel. Si fuese solo, es decir, si no tuviese familia,
se levantaría la tapa de los sesos y asunto concluido.
—Pero eso es espantoso —interrumpió el abate.
—He aquí cómo recompensa Dios la virtud, caballero —dijo Caderousse—.
Mirad, y o, que nunca he hecho ninguna mala acción, excepto la que y a os he
contado, me encuentro en la miseria más deplorable. Después de ver morir a mi
pobre mujer de una fiebre, sin poder hacer nada por ella, moriré de hambre,
como el padre de Dantés, mientras que Fernando y Danglars nadan en oro.
—¿Cómo es eso?
—Porque todo les sale bien, al paso que a mí, que soy un hombre honrado,
todo me sale mal.
—¿Qué ha sido de Danglars, el más culpable; no es así?
—¿Qué ha sido de él? Abandonó Marsella, entró por recomendación de M.
Morrel, que ignoraba su crimen, de primer dependiente en casa de un banquero
español. Durante la guerra de España se encargó de una parte de las provisiones
del ejército francés, e hizo fortuna con ese primer dinero, jugó sobre los fondos
públicos, y triplicó, cuadruplicó sus capitales, y viudo después de la hija de su
principal, se casó con otra viuda llamada madame Nargonne, hija de M.
Servieux, canciller del rey actual, y que goza de la may or influencia. Había
llegado a ser millonario, le hicieron barón, de modo que ahora es barón Danglars,
y posee un magnífico palacio en la calle de Mont-Blanc, diez soberbios caballos,
seis lacay os en la antesala, y no sé cuántos millones en sus cajas.
—¡Ah! —exclamó el abate con un acento singular—, ¿y es feliz?
—¡Ah!, feliz, ¿quién puede decir eso? La desgracia o la felicidad es secreto
de las paredes, las paredes oy en, pero no hablan, de manera que si para ser feliz
sólo se necesita tener una gran fortuna, Danglars goza de la más completa
felicidad.
—¿Y Fernando?
—Fernando es también un gran personaje, aunque por otro estilo.
—Pero ¿cómo ha podido hacer fortuna un pobre pescador catalán, sin
educación y sin recursos? Estoy asombrado, lo confieso.
—A todo el mundo le sucede lo mismo. Preciso es que en su vida hay a algún
extraño misterio de todos ignorado.
—Pero, en fin, decidme por qué escalones visibles ha subido a esa fortuna o a
esa alta posición social.
—¡A ambas!, tiene fortuna y posición.
—Se diría que me estáis contando un cuento.
—Y lo parece, en verdad. Pero escuchadme y lo comprenderéis.
» Pocos días antes de la vuelta del emperador, Fernando había entrado en
quintas. Los Borbones le dejaron tranquilo en los Catalanes, pero Napoleón
decretó a su vuelta una leva extraordinaria, y se vio obligado a marchar. También
y o marché, pero como tenía más edad que Fernando, y acababa de casarme,
me destinaron a las costas.
» Agregado Fernando al ejército expedicionario, pasó la frontera con su
regimiento y asistió a la batalla de Ligny.
» La noche que siguió a la batalla, hallábase Fernando de centinela a la puerta
de un general que mantenía con el enemigo relaciones secretas, y debía de
juntarse con los ingleses aquella misma noche. Propuso a Fernando que le
acompañase, y Fernando aceptó abandonando su puesto.
» Lo que hubiera hecho que se le formara consejo de guerra si Bonaparte
hubiera permanecido en el trono, fue para los Borbones recomendación, de
manera que entró en Francia con la charretera de subteniente, y como no perdió
la protección del general, que gozaba de mucha influencia, era y a capitán
cuando la guerra de España en 1823, es decir, cuando Danglars hacía sus
primeras especulaciones.
» Fernando era español; fue enviado a Madrid a explorar la opinión pública;
allí encontró a Danglars, renovaron las amistades, ofreció a su general el apoy o
de los realistas de la corte y de las provincias, le comprometió,
comprometiéndose a su vez, guió a su regimiento por sendas de él sólo conocidas
en las montañas atestadas de realistas, e hizo, en fin, tales servicios en esta corta
campaña, que después de la acción del Trocadero fue ascendido a coronel, con
la cruz de oficial de la Legión de Honor y el título de conde.
—¡Lo que es el destino! —murmuró el abate.
—¡Sí!, pero escuchad, que no es esto todo. Concluida la guerra de España, la
carrera de Fernando se hallaba interrumpida por la larga paz que prometía reinar
en Europa. Solamente Grecia, sacudiendo el y ugo de Turquía, principiaba
entonces la guerra de la independencia. Los ojos del mundo entero se fijaban en
Atenas. Estuvo de moda compadecer a los griegos y ay udarlos, y el mismo
gobierno francés, sin protegerlos abiertamente, como y a sabréis, toleraba las
emigraciones parciales. Fernando pidió y obtuvo el permiso de ir a servir a
Grecia, sin dejar por eso de pertenecer al ejército francés.
» Algún tiempo después se supo que el conde de Morcef, que éste era el título
de Fernando, había entrado como general instructor al servicio de Alí-Bajá.
» Como y a sabréis, Alí-Bajá fue asesinado, pero antes de morir recompensó
los servicios de Fernando con una suma considerable, con la cual volvió a
Francia, donde se le revalidó su empleo de teniente general.
—¿De manera que hoy …? —preguntó el abate.
—Hoy —respondió Caderousse— posee una casa magnífica en París, calle
de Helder, número 27.
El abate permaneció un instante pensativo y como vacilando, y dijo,
haciendo un esfuerzo:
—¿Y Mercedes? Me han asegurado que desapareció.
—Desapareció, sí —repuso Caderousse—, como desaparece el sol para
volver a salir más esplendoroso al otro día.
—¿También ella ha hecho fortuna? —preguntó el abate con una sonrisa
irónica.
—Mercedes es en la actualidad una de las más aristocráticas damas de París.
—Seguid, que me parece un sueño todo lo que oigo —dijo el abate—. Pero he
visto y o también cosas tan extraordinarias, que y a no me asombran tanto las que
me referís.
—Mercedes se desesperó por la pérdida de Edmundo. Ya os he contado sus
instancias a Villefort, y su afecto al padre de Dantés. En esto vino a herirla un
nuevo dolor, la ausencia de Fernando, de Fernando, cuy o crimen ignoraba, y a
quien miraba como a su hermano. Con esta ausencia quedó Mercedes
completamente sola. Tres meses pasaron, llenos para ella de aflicción. No
recibía noticias de Dantés ni tampoco de Fernando. Nada tenía presente a sus
ojos sino un anciano, que pronto iba a morir también de desesperación.
» A la caída de una tarde, que había pasado entera como de costumbre,
sentada en la unión de los dos caminos que van de Marsella a los Catalanes,
Mercedes volvió a su casa más abatida que nunca. Ni su prometido ni su amigo
regresaban por ninguno de los dos caminos, y ni de uno ni de otro sabía el
paradero.
» Parecióle oír de pronto unos pasos muy conocidos, volvió con ansiedad la
cabeza, y abriéndose la puerta vio aparecer a Fernando, con su uniforme de
subteniente. No recobraba todo, pero sí una parte de su vida pasada, de lo que
tanto sentía y lloraba perdido.
» Mercedes cogió las manos de Fernando con un impulso que éste tuvo por
amor, no siendo sino de alegría, por verse y a en el mundo menos sola y con un
amigo, tras tantas horas de solitaria tristeza. Además, preciso es decirlo, nunca
había odiado a Fernando, no le había amado, es verdad, porque era otro el que
ocupaba por entero su corazón. Este otro estaba ausente… había desaparecido…
quizá muerto… Esta idea hacía prorrumpir a Mercedes en sollozos y retorcerse
los brazos; pero esta idea, rechazada cuando otro se la sugería, estaba de suy o
siempre fija en su imaginación. Por su parte, el anciano Dantés tampoco hacía
otra cosa que decide: « Nuestro Edmundo ha muerto, porque de lo contrario él
volvería» .
» El anciano murió, como y a os he dicho. Sin esto quizá nunca se casara
Mercedes con otro, porque habría sido un acusador de su infidelidad. Todo esto lo
comprendió Fernando, que regresó a Marsella al saber la muerte del padre de
Dantés. Ya era teniente. Cuando su primer viaje, ni una palabra de amor había
dicho a Mercedes, pero esta vez le recordó y a cuánto la amaba.
» Mercedes le rogó que la dejase llorar todavía seis meses y esperar a
Edmundo.
—El caso es —dijo el abate con sonrisa amarga—, que en total hacía
dieciocho meses… ¿Qué más puede exigir el amante más querido?
Y luego murmuró estas palabras del poeta inglés: Fragility, thy name is
woman (¡Fragilidad, tienes nombre de mujer!).
—Seis meses después —prosiguió el posadero— se efectuó la boda en la
iglesia de Accoules.
—En la misma iglesia donde había de casarse con Edmundo —murmuró el
sacerdote.
—Casose, pues, Mercedes —prosiguió Caderousse—, pero aunque tranquila
en apariencia, al pasar por delante de La Reserva le faltó poco para desmay arse.
Dieciocho meses antes se había celebrado allí su comida de boda con aquel a
quien, si hubiera consultado a su propio corazón, habría conocido que aún amaba.
» Más dichoso Fernando, pero no más tranquilo, que y o le vi en aquella
época, sobresaltado a todas horas, con pensar en la vuelta de Edmundo.
Determinó irse con su mujer a otro lugar, pues eran los Catalanes lugar de
muchos peligros y recuerdos. Y por esto se marcharon a los ocho días de la boda.
—¿Habéis vuelto a ver a Mercedes? —le preguntó el abate.
—Sí, en Perpiñán, donde la había dejado Fernando para ir a la guerra de
España. A la sazón se ocupaba de la educación de su hijo.
El abate se estremeció.
—¿De su hijo? —dijo.
—Sí —respondió Caderousse—, del niño Alberto.
—Pero, ¿tenía ella educación para dársela a su hijo? —prosiguió el abate—.
Creo que le oí decir a Edmundo que era hija de un simple pescador, hermosa,
pero ignorante.
—¡Oh! ¡Tan mal conocía a su propia novia! —dijo Caderousse—. Si la
corona hubiera de adornar sólo las cabezas más lindas e inteligentes, Mercedes
habría podido ser reina. A medida que su fortuna crecía, iba creciendo ella
moralmente. El dibujo, la música, todo lo aprendía. Creo además (aquí para
entre nosotros) que esto lo hacía por distraerse, para olvidar, y que solamente
llenaba su cabeza con tantas cosas por combatir el vacío de su corazón. Sin
embargo, ahora —continuó Caderousse—, será sin duda otra mujer. La fortuna y
los honores la habrán consolado. Ahora es rica, es condesa, y sin embargo…
El posadero se contuvo.
—Sin embargo, ¿qué? —le preguntó el abate.
—Estoy seguro de que no es feliz —dijo Caderousse.
—¿Y por qué lo creéis así?
—Escuchad: cuando más hostigado me vi por la miseria, ocurrióseme que no
dejarían de ay udarme un tanto mis antiguos amigos, y me presenté a Danglars,
que no quiso recibirme, y a Fernando que me entregó cien francos por
mediación de su ay uda de cámara.
—¿Luego no visteis ni a uno ni a otro?
—No, pero la señora de Morrel sí que me vio.
—¿Cómo?
—Al salir de su casa cay ó a mis pies una bolsa que contenía veinticinco
luises. Levanté en seguida la cabeza, y pude ver a Mercedes, que cerraba la
ventana.
—¿Y el señor de Villefort? —inquirió el abate.
—Ni había sido mi amigo, ni y o le conocía tan siquiera, por lo cual nada tenía
que pedirle.
—Pero ¿no sabéis qué ha sido de él, ni sabéis la parte que tomó en la
desgracia de Edmundo?
—No. Sólo sé que algún tiempo después de la prisión del pobre chico se casó
con la señorita de Saint-Meran, y luego se marcharon de Marsella. Sin duda, la
fortuna les habrá sonreído como a los otros; sin duda Villefort es rico como
Danglars y considerado como Fernando. Yo sólo permanezco pobre y olvidado
de Dios, como veis.
—Os equivocáis, amigo —dijo el abate—. Dios tal vez mientras prepara los
ray os de su justicia, aparente olvidar, pero llega un día en que recuerda y así os
lo prueba.
Esto diciendo el abate sacó de su bolsillo la sortija.
—Tomad, amigo mío —dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es
vuestro.
—¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! —exclamó Caderousse—. ¡Ah, señor!, ¿no os
burláis?
—El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera
que teniendo Edmundo uno solo, es imposible la repartición. Tomad este
diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil francos. Con semejante
cantidad saldréis de la miseria.
—¡Oh, señor! —dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y
enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro—. ¡Oh, señor, no toméis
a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!
—Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto
nunca me chancee. Tomad, pues, el diamante, pero en cambio…
Caderousse retiró su mano, que tocaba y a la sortija.
El abate se sonrió.
—En cambio —repuso—, podéis darme ese bolsillo de seda encarnada que
dejó el señor Morrel sobre la chimenea del anciano Dantés, y que vos poseéis,
según me habéis dicho.
Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo
abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encarnado, que adornaban dos
anillos de cobre, dorados en otro tiempo.
Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.
—¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo —exclamó Caderousse—.
Nadie sabía que Edmundo os dio este diamante, y hubierais podido quedaros con
él.
—¡Vay a! —dijo para sí el abate—. Según eso tú lo hubieras hecho.
Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.
—¡Ah! —dijo de repente—, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad?
¿Puedo creerlo al pie de la letra?
—Esperad, señor abate —respondió Caderousse—, en este rincón hay un
Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el devocionario de mi mujer.
Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, os
juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado
todo tal como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el
día del juicio final.
—Bien —repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse
verdad—. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen
unos a otros.
Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Caderousse,
quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó
por última vez al posadero, que le despedía con ruidosas señales de
agradecimiento, y partió en la misma dirección que había seguido a la ida.
Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más
temblorosa que nunca.
—¿Es cierto lo que he oído? —le dijo.
—¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? —respondió
Caderousse loco de júbilo.
—Sí.
—Ciertísimo, y si no, míralo.
La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:
—¡Si fuera falso…!
Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.
—¡Falso…! —murmuró—. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar
un diamante falso?
—Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.
Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.
—¡Oh! —dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso
sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza—, pronto lo sabremos.
—¿Cómo?
—Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo.
Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.
Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino
opuesto al que seguía el desconocido.
—¡Cincuenta mil francos! —murmuró la Carconte al verse sola—, es
dinero…, pero no es ningún tesoro.
Capítulo V
AlBellegarde
día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de
a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de
treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y
acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.
—Caballero —le dijo—, y o soy el comisionista principal de la casa Thomson
y French, de Roma. Diez años ha que estamos en relaciones con la de Morrel e
hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco
más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone
actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pediros noticias
sobre este asunto.
—Caballero —respondió el alcalde—, sé efectivamente que de cuatro o cinco
años acá parece que persigue la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o
cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero no me corresponde a mí,
aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referiros la situación de su
casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si queréis saber más, id al
señor de Boville, inspector de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número
15. Según creo, tiene colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel, y si
realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es may or que la mía,
serán también más exactas sus noticias probablemente.
Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole
se encaminó a la calle indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran
Bretaña.
El señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un
movimiento de sorpresa, como si no fuera la primera vez que viese a la persona
que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville, estaba tan desesperado, que
evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no
dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos
pasados.
Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos
términos en que acababa de hablar al alcalde.
—¡Oh, caballero! —exclamó el señor de Boville—, no pueden ser más
fundados vuestros temores, por desdicha. Aquí me tenéis sumido en la
desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel;
doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de
quince días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15
de este mes, y los otros cien el 15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel
que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí que viene él mismo a
decirme hace una media hora, que si su barco, El Faraón, no ha vuelto para el
15, no le será posible pagarme.
—Pero eso parece tan sólo un aplazamiento —observó el inglés.
—¡Decid mejor que parece una quiebra! —exclamó desesperado el señor de
Boville.
El inglés reflexionó un instante y luego dijo:
—¿Tantos temores os inspira ese crédito?
—Lo considero perdido.
—Pues y o os lo compro.
—¡Vos!
—Sí, y o.
—Pero ¿con un descuento enorme, sin duda?
—No, a la par; por doscientos mil francos. Nuestra casa —añadió el inglés
sonriendo—, no hace negocios de esa clase.
—¿Y pagáis…?
—Al contado.
Y sacó el inglés de su bolsillo un fajo de billetes de banco, que podrían
importar el doble de la suma que temía perder el señor de Boville. Un destello de
alegría iluminó el semblante de éste, pero haciendo un esfuerzo añadió:
—Es mi deber advertiros, caballero que es muy probable que no recobréis ni
el seis por ciento de esa suma.
—Eso no es cuenta mía, sino de la casa de Thomson y French, en cuy o
nombre estoy actuando —respondió el inglés—. Acaso tenga ella empeño en
apresurar la ruina de otra casa rival; lo que sé, caballero, es que estoy pronto a
pagaros el endoso que vais a hacerme, y que sólo os exigiré un mínimo
corretaje.
—¡Cómo, caballero!, nada más justo —exclamó el señor de Boville—. El
derecho de comisión suele ser un uno y medio por ciento, ¿queréis el dos?
¿Queréis el tres? ¿Queréis el cinco? ¿Queréis más? Decidme si queréis más.
—Caballero —repuso sonriendo el inglés—, y o, como mis principales, no
hago negocios de esa clase; mi corretaje es de otra especie.
—Hablad, pues.
—¿Sois inspector de cárceles?
—Hace más de catorce años.
—¿Tenéis libros de entradas y salidas?
—Sin duda alguna.
—¿En esos libros deben constar las notas relativas a los presos?
—Cada preso tiene las suy as.
—Pues oíd, caballero: me eduqué en Roma por un abate, un pobre diablo, que
desapareció de la noche a la mañana. Después supe que estuvo preso en el
castillo de If, y quisiera enterarme de los detalles de su muerte.
—¿Cómo se llamaba?
—El abate Faria.
—¡Ah! le recuerdo muy bien —exclamó el señor de Boville—. Estaba loco.
—Eso decían.
—¡Oh!, sí que lo estaba.
—Es posible. ¿Y cuál era su manía?
—Se imaginaba tener noticia de un tesoro inmenso, y ofrecía al gobierno
sumas incalculables si accedían a ponerle en libertad.
—¡Pobre diablo! ¿De modo que ha muerto?
—Hace cinco o seis meses; en febrero último.
—Buena memoria tenéis, caballero, pues así recordáis las fechas.
—Recuerdo ésta, porque la muerte del abate fue seguida de un extraño
suceso.
—¿Se puede saber qué suceso fue ése? —preguntó el inglés con tal expresión
de curiosidad que hubiera sorprendido a un observador el hallarla en su rostro
flemático.
—¡Oh!, sí, caballero. Figuraos que el calabozo del abate distaba cuarenta y
cinco o cincuenta pasos del de un antiguo agente bonapartista, uno de aquellos
que más habían contribuido a la vuelta del usurpador en 1815, hombre muy
audaz y muy peligroso…
—¿De veras? —inquirió el inglés.
—Sí —respondió el señor de Boville—. Yo mismo tuve ocasión de verle en
1816 ó 1817; por cierto que sólo con un piquete de soldados me atreví a bajar a su
calabozo. ¡Qué impresión tan profunda me causó aquel hombre! Jamás olvidaré
su rostro.
El inglés se sonrió imperceptiblemente. Luego preguntó:
—¿Decíais, caballero, que los dos calabozos…?
—Sólo distaban cincuenta pies uno del otro; pero, según parece, el tal
Edmundo Dantés…
—¿De modo que aquel hombre peligroso se llamaba…?
—Edmundo Dantés. Pues parece que el tal Edmundo Dantés se había
procurado herramientas, o las había construido él mismo, pues se descubrió una
galería subterránea, por donde los dos presos se comunicaban.
—Ese subterráneo tendría un objeto, sin duda, ¿el de escaparse?
—Justamente; pero, por desdicha de los presos, el abate Faria fue acometido
de una catalepsia y murió.
—Comprendo. Eso debió frustrar los proy ectos de fuga.
—Para el muerto, sí, mas no para el vivo —repuso el señor de Boville—. En
esta desgracia halló, por el contrario, Dantés un medio de apresurar su fuga. Se
imaginó, sin duda, que los presos que mueren en el castillo de If se entierran en
un cementerio como los comunes, y trasladó al difunto a su calabozo, ocupó su
lugar en el saco en que se le había metido, esperando la hora del entierro.
—Era un medio que indicaba valor —repuso el inglés.
—¡Oh!, y a os dije, caballero, que era un hombre muy peligroso. Por fortuna,
él mismo libró al gobierno de los temores que le inspiraba.
—¿Cómo?
—¿No lo comprendéis?
—No.
—El castillo de If no tiene cementerio, sino que sencillamente arrojan los
muertos al mar, atándoles a los pies una bala de a treinta y seis.
—¿Y qué…? —añadió el inglés, como si no acabara de entender.
—Que le arrojaron al mar con una bala de a treinta y seis.
—¿De veras? —exclamó el inglés.
—Sí, caballero. Ya os podéis figurar cuánta debió de ser la sorpresa del
fugitivo al sentirse precipitado desde aquella altura. Cualquier cosa daría por
haber visto su cara en aquel momento.
—No habría sido fácil.
—No importa —contestó el señor de Boville, a quien la idea de recobrar sus
doscientos mil francos ponía de buen humor—. No importa; me la estoy
imaginando.
Y se echó a reír.
—Yo también —añadió el inglés.
Y también se echó a reír, pero como ríen los ingleses, de dientes a fuera.
—Según eso —añadió el inglés, que fue el primero en recobrar su sangre fría
—, según eso, ¿el fugitivo se ahogó?
—¡Toma!
—De suerte que el gobernador del castillo de If se libró al mismo tiempo del
preso furioso y del preso loco.
—Exacto.
—¿Ese suceso debe constar por algún documento?
—Sí, sí, por un acta de defunción. Ya comprenderéis que a la familia de
Dantés, caso de que la tenga, podría interesarle averiguar si estaba muerto o vivo.
—De modo que si le heredan, pueden gozarlo tranquilamente. Está muerto y
bien muerto.
—¡Vay a! Hasta se les expedirá certificación el día que la quieran.
—Desde luego —respondió el inglés—. Pero volvamos a los registros.
—Es verdad. Esta historia nos ha hecho divagar un tanto. Dispensadme.
—¿Por qué? ¿Por la historia? Al contrario, me ha parecido curiosísima.
—Y lo es, en efecto. ¿De modo que deseáis, caballero, examinar todo lo
relativo a vuestro pobre abate, que era la dulzura personificada?
—Tendré mucho gusto.
—Pasemos a mi despacho y os complaceré.
Ambos pasaron al despacho del señor de Boville. En él todo respiraba orden y
arreglo. Cada libro tenía su número, cada nota ocupaba su lugar. El inspector hizo
que el inglés se sentase en su propio sillón, poniéndole delante el libro y las notas
referentes al castillo de If, y dejándole en completa libertad de examinarlas, y él
se sentó en un rincón a leer un periódico.
El inglés encontró en seguida lo que buscaba, pero sin duda le habría
interesado mucho la historia que le contó el señor de Boville, pues habiendo
recorrido muy por encima el registro de Faria, prosiguió hojeando hasta dar con
el de Edmundo Dantés. Allí también cada documento lo halló en su sitio. La
denuncia, el interrogatorio, la solicitud de Morrel y el informe de Villefort. Dobló
con cuidado la denuncia, la guardó en el bolsillo, llegó al interrogatorio, y viendo
que no se nombraba siquiera al señor Noirtier, examinó la solicitud de 10 de abril
de 1815, en que por consejos del sustituto, Morrel exageraba, con la mejor
intención, pues reinaba entonces Napoleón, los servicios de Dantés a la causa
imperial, corroborados por la certificación de Villefort. Ahora lo comprendió
todo claramente. Guardando Villefort la solicitud de Morrel había hecho de ella
un arma poderosa bajo la segunda Restauración.
Ya no tuvo, pues, ninguna sorpresa al hallar esta nota en el registro, al margen
de su nombre:
Morrel e hijos
Elcasa
que hubiera abandonado Marsella algunos años antes, conociendo a fondo la
de Morrel, y hubiese vuelto en la época a que hemos llegado con
nuestros lectores, la habría encontrado muy cambiada.
En vez de ese aroma de vida, de felicidad y de holgura que exhalan, por
decirlo así, las casas en estado próspero, en lugar de aquellos alegres rostros que
se veían detrás de los visillos de los cristales, en vez de aquellos corredores
atareados que cruzaban por los pasillos con la pluma detrás de la oreja, en vez de
aquel patio lleno de fardos, retumbando a los gritos y a las carcajadas de los
mozos, hallara a primera vista un no sé qué de triste, un no sé qué de muerto.
En aquellas oficinas sólo quedaban dos de los numerosos empleados. Uno era
un joven de veintitrés o veinticuatro años, llamado Manuel Ray mond, que
enamorado de la hija de Morrel, permanecía en el escritorio, a pesar de todos los
esfuerzos que hacía en contrario su familia. El otro era un viejo empleado en la
caja; llamábase por apodo Cocles, apodo que le habían dado los jóvenes que en
otro tiempo henchían aquella casa poco menos que desierta, y apodo en fin, que
había sustituido tan por completo a su propio nombre, que según todas las
probabilidades no habría vuelto ahora la cabeza si le llamaran por aquél…
Cocles permanecía al servicio del señor Morrel, habiéndose verificado en la
situación de aquel hombre un cambio muy singular. Había ascendido a cajero y
descendido a criado. No por esto dejaba de ser siempre el mismo Cocles, bueno,
leal, sufrido, pero inflexible en cuanto a la aritmética, en lo cual se las tenía tiesas
hasta con el mismo señor Morrel, aunque no conociese otra teoría que su tabla de
Pitágoras, que se sabía de memoria, y a de corrido, y a salteado, y a pesar de
cuantas artimañas se emplearan para hacerle cometer un error.
Cocles era el único que se mostraba impertérrito en medio de la general
desgracia que pesaba sobre la casa de Morrel, pero no se juzgue mal de esta
impasibilidad, que no era falta de cariño, sino todo lo contrario, una convicción
invencible.
Así como las ratas, que según dicen, van abandonando poco a poco el buque
sentenciado de antemano por las borrascas a irse a pique, así como estos
animales egoístas cuando leva el ancla y a lo han abandonado del todo, así la
turba de agentes y corredores que vivía de la casa del armador, habían ido poco
a poco desertando del despacho y de los almacenes como y a se ha dicho, pero
Cocles los vio marcharse sin pensar siquiera en la causa. Todo en él, repetimos,
se reducía a cuestión de números, y como en los veinte años que llevaba en el
escritorio de Morrel había visto siempre efectuarse los pagos con tanta exactitud,
no comprendía que pudiera faltar aquella exactitud, ni suspenderse aquellos
pagos, como el molinero que posee un molino en un río muy caudaloso no
comprende que pueda secarse el río. Hasta la fecha, en efecto, nada había
podido destruir la creencia de Cocles. Los pagos del fin del mes anterior se
efectuaron con rigurosa puntualidad. Cocles había rectificado una equivocación
de ochenta sueldos cometida por el naviero contra su bolsillo, y el mismo día se
los había devuelto. Morrel, con una sonrisa melancólica, los tomó y los echó en
un cajón casi vacío, diciéndole:
—Bien, Cocles: sois el non plus ultra de los cajeros.
Y Cocles se marchó reventando de orgullo, porque un elogio del señor
Morrel, el non plus ultra de los hombres honrados de Marsella, lo apreciaba más
que una gratificación de cincuenta escudos.
Pero desde ese fin de mes tan glorioso, había pasado el señor Morrel horas
muy crueles. Para atender a aquellos pagos agotó todos sus recursos, y hasta
había hecho personalmente un viaje a la feria de Seaucaire a vender algunas
alhajas de su mujer y de su hija y una parte de su plata, temeroso de que el
recurrir en Marsella a tales extremos hiciera dar por segura su ruina. Con tal
sacrificio pudo salir del apuro la casa de Morrel, pero la caja quedó
completamente exhausta.
Con su habitual egoísmo, el crédito iba alejándose de ella por los rumores que
circulaban, y para hacer frente a los cien mil francos del señor de Boville a
mediados del mes actual, y a otros cien mil que iban a vencer el 15 del mes
siguientes, no contaba en verdad el señor Morrel sino con la vuelta del Faraón,
cuy a salida había anunciado un buque que acababa de llegar, y que había salido
al propio tiempo que él.
Pero la llegada de este buque, procedente, como El Faraón, de Calcuta, fue
quince días atrás, mientras que del Faraón no se tenía noticia alguna.
Este era el estado de la casa de Morrel e hijos, cuando en la misma mañana
en que hemos dicho ajustó con el señor de Boville su importantísimo negocio el
agente de Thomson y French, de Roma, se presentó en casa del señor Morrel.
Manuel salió a recibirle, y como toda cara nueva le asustaba, porque en cada
cara nueva veía un nuevo acreedor que inquieto por la fortuna de la casa venía a
sondear al comerciante, Manuel, repetimos, quiso evitar esta visita al señor
Morrel, e hizo mil preguntas al recién venido, el cual le manifestó que nada podía
decir al señor Manuel, pues necesitaba entenderse con el señor Morrel en
persona.
Llamó el joven suspirando a Cocles, que apareció al punto, recibiendo la
orden de llevar al extranjero al gabinete del naviero. Cocles salió y el extranjero
le siguió.
En la escalera tropezaron con una joven muy linda, de dieciséis a diecisiete
años, que miró al extranjero con visible inquietud. Cocles no reparó en esta
mirada, pero sí, al parecer, el extranjero.
—El señor Morrel está en su despacho, señorita Julia, ¿no es verdad? —le
preguntó el cajero:
—Sí…, creo que sí —respondió la joven vacilando—. Cercioraos antes,
Cocles, y si está, anunciad a este caballero.
—Será inútil anunciarme, señorita; el señor Morrel no conoce mi nombre —
respondió el inglés—. Este caballero sólo tiene que decir que soy el comisionista
principal de la casa Thomson y French, de Roma, con la cual está en relaciones
la de vuestro padre.
La joven se puso pálida y siguió bajando, mientras Cocles y el extranjero
seguían subiendo. Ella entró en el despacho de Manuel, y Cocles, con una llave
que poseía para entrar a todas horas en el de su amo, abrió una puerta situada en
un rincón del rellano del piso segundo, condujo al extranjero a una antesala, abrió
otra puerta, que volvió a cerrar detrás de sí, y dejando un instante a solas al
comisionado de la casa de Thomson y French, regresó al punto, haciéndole señas
de que podía entrar.
Halló el inglés al señor Morrel sentado delante de una mesa, palideciendo al
contemplar las columnas de números de su pasivo.
Al ver al extranjero, cerró el señor Morrel el libro de caja y se levantó para
acercar una silla; luego que le vio sentado, se volvió él también a sentar.
Catorce años habían cambiado al digno negociante a quien conocimos de
edad de treinta y seis al principio de esta historia. Ahora frisaba en los cincuenta;
sus cabellos habían encanecido, su frente, poblada de melancólicas arrugas, y su
mirada, en otro tiempo tan firme, era a la sazón irresoluta y vaga, como si
temiera a cada momento verse obligado a bajarla ante una idea o ante un
hombre.
El inglés lo contempló con un sentimiento de curiosidad mezclado de interés.
—Caballero —le dijo Morrel, a quien parecía molestar el examen de que
estaba siendo objeto—. Caballero, ¿deseáis hablarme?
—Sí, señor. Sabéis de parte de quién vengo, ¿no es verdad?
—De parte de la casa Thomson y French, según me ha dicho mi cajero.
—Os ha dicho la verdad. En todo este mes y el próximo necesita la casa de
Thomson y French pagar en Francia unos cuatrocientos mil francos, y
conociendo vuestra probidad, ha reunido todo el papel que corría vuestro,
encargándome que lo hiciera efectivo a medida que venciera.
Morrel exhaló un profundo suspiro y se pasó la mano por la frente, cubierta
de sudor.
—¿Entonces tenéis pagarés míos? —preguntóle al inglés.
—Sí, caballero, pagarés que importan una suma considerable.
—¿Cuánto? —preguntó Morrel con acento que en vano quería que pareciese
firme.
—Ahí los tenéis —respondió el inglés sacando un legajo de su bolsillo—. Aquí
tenéis un endoso de doscientos mil francos hecho a nuestra casa por el señor de
Boville, inspector de cárceles. ¿Reconocéis deber esta cantidad al señor de
Boville?
—Sí, caballero. Son unos fondos que colocó en mi casa al cuatro y medio por
ciento hará pronto cinco años.
—¿Y debéis reembolsársela…?
—La mitad el 15 de este mes, y la otra mitad el 15 del próximo.
—Muy bien. Ved ahora valores importantes: treinta y dos mil quinientos
francos, pagaderos a fin de este mes. Son pagarés vuestros que nos han
traspasado sus tenedores.
—Los reconozco —dijo Morrel, poniéndose colorado de vergüenza al pensar
que por primera vez en su vida no podría hacer honor a su firma—. ¿Es esto todo?
—No, caballero, que tengo aún unos cincuenta y cinco mil francos,
traspasados a nuestra casa por las de Pascal y Wild y Turner de Marsella.
Importan estas sumas doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.
Era indescriptible lo que estaba sufriendo en aquellos momentos el pobre
Morrel.
—¡Doscientos ochenta y siete mil quinientos francos! —repitió
maquinalmente.
—Sí, señor —repuso el comisionista—. Ahora, pues —prosiguió después de
una breve pausa—, no debo ocultaros, señor Morrel, que aun reconociendo
vuestra probidad sin tacha hasta el presente, dícese por Marsella que no estáis en
disposición de hacer frente a vuestros créditos.
A esta salida casi brutal, palideció Morrel.
—Caballero —dijo—, hasta el presente, y hace y a veinticuatro años que
recibí la casa de manos de mi padre, que a su vez la había regentado treinta y
cinco, hasta el presente ni una firma de Morrel e hijos se ha desairado en mi
caja.
—Ya lo sé —respondió el inglés—, pero habladme de hombre honrado a
hombre honrado: ¿pagaréis éstas con la misma exactitud?
Morrel se estremeció, mirando al que le hablaba así con una firmeza que
antes no había tenido.
—A preguntas hechas con tal franqueza hay que responder necesariamente
de la misma manera. Caballero, pagaré si mi buque llega sano y salvo, como
espero, pues con su llegada recobraré el crédito que me han quitado las
desgracias de que he sido víctima, pero si me faltase El Faraón, si me faltase mi
último recurso…
Las lágrimas se agolparon a los ojos del desdichado armador.
—¿De modo que si os faltase ese último recurso…? —le preguntó su
interlocutor.
—Pues bien —repuso Morrel—, mucho me cuesta decirlo…, pero
acostumbrado y a a la desgracia, necesito acostumbrarme también a la
vergüenza… Pues bien…, me parece que me vería en la precisión de suspender
los pagos…
—¿No contáis con amigos que puedan ay udaros en esta ocasión?
Morrel se sonrió con tristeza.
—Bien sabéis, caballero —contestó—, que en el comercio no hay amigos,
sino socios.
—Es cierto —murmuró el inglés—. ¿Luego no tenéis más que una esperanza?
—Una sola.
—¿Que es la última?
—La última.
—De suerte que si os sale defraudada…
—¡Estoy perdido, caballero, completamente perdido!
—Cuando y o me dirigía a vuestra casa, entraba un buque en el puerto.
—Ya lo sé. Un joven que me ha permanecido fiel, a pesar de mi desgracia,
pasa mucha parte del día en un mirador de esta casa, con la idea de poder
traerme alguna buena noticia. Por él me enteré de que había llegado ese navío.
—¿Y no es el vuestro?
—No, es La Gironda, buque bordelés, que viene también de la India, como el
mío.
—Tal vez hay a visto al Faraón y os traiga noticias suy as.
—¿Queréis que os diga una cosa, caballero? Casi tanto temo saber noticias de
mi bergantín, como estar en incertidumbre… la incertidumbre encierra algo de
esperanza.
Luego añadió el señor Morrel con voz sorda:
—Esta tardanza no es natural. El Faraón salió de Calcuta el 5 de febrero, hace
más de un mes que debía haber llegado.
—¿Qué es eso? —dijo el inglés aplicando el oído—. ¿Qué es ese barullo?
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurrirá ahora? —exclamó Morrel,
palideciendo.
En efecto, en la escalera se oía un ruido extraordinario, gentes que iban y
venían y hasta lamentos y suspiros. Levantóse Morrel para abrir la puerta, pero
le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su sillón. Los dos hombres estaban
frente a frente. Morrel temblando de pies a cabeza, el extranjero mirándole con
profunda compasión. Aunque había cesado el ruido, Morrel al parecer aguardaba
alguna cosa. En efecto, el ruido debía tener su causa y además un resultado. Al
extranjero le pareció oír que subían muy quedito la escalera, y que los pasos, que
eran como de muchas personas, se paraban en el descansillo.
Alguien introdujo una llave en la cerradura de la primera puerta, cuy os
goznes se oy eron rechinar.
—Sólo dos personas tienen la llave de esa puerta: Cocles y Julia —murmuró
el naviero.
Al mismo tiempo abrióse la segunda puerta, apareciendo la joven, pálida y
bañada en llanto. Morrel se levantó temblando de su asiento, teniendo que
apoy arse en el brazo de su sillón para no caer. Quería preguntar, pero le faltaba
la voz.
—¡Oh, padre mío! —dijo la joven juntando las dos manos—, perdonad a
vuestra hija el ser portadora de una triste nueva.
Morrel palideció intensamente y Julia se echó en sus brazos.
—¡Oh, padre mío! ¡Padre mío! —murmuraba—. ¡Valor!
—¿De modo que El Faraón se ha perdido? —balbuceó Morrel.
La joven no respondió, pero con la cabeza, que reclinaba en el seno de su
padre, hizo una señal afirmativa.
—¿Y la tripulación? —inquirió Morrel.
—Se ha salvado —respondió la joven—. La ha salvado el navío bordelés que
acaba de llegar.
El bueno del señor Morrel levantó las manos al cielo, con un sublime ademán
de gratitud y resignación.
—¡Gracias, Dios mío! —exclamó—. Al menos sólo me herís a mí con este
golpe.
No obstante su impasibilidad, el inglés se sintió afectado por la escena; una
lágrima humedeció sus ojos.
—Entrad —añadió Morrel—, entrad, pues me presumo que estáis todos a la
puerta.
En efecto, pronunciadas apenas estas palabras, apareció sollozando la señora
Morrel, seguida de Manuel. En el fondo de la antecámara se percibían las rudas
facciones de siete a ocho marineros medio desnudos.
La vista de estos hombres hizo estremecerse al inglés. Dio un paso como para
salirles al encuentro, pero se detuvo, ocultándose, por el contrario, en el rincón
más oscuro del gabinete. La señora Morrel fue a sentarse en el sillón, cogiendo
una de las manos de su marido, mientras Julia reclinaba la cabeza sobre el pecho
de su padre. Manuel se había quedado en medio de la estancia, como lazo que
uniese a la familia de Morrel y a los marineros de la puerta.
—¿Cómo sucedió? —preguntó el naviero.
—Acercaos, Penelón —dijo el joven—, y contadnos cómo ocurrió la
desgracia.
Un marinero viejo, tostado por el sol del ecuador, adelantóse dando vueltas
entre sus manos a los restos de su sombrero.
—Buenos días, señor Morrel —dijo, como si hubiera salido de Marsella la
víspera o si llegase de Aix o de Tolón.
—Buenos días, amigo —contestó Morrel, no pudiendo menos de sonreírse, a
pesar de sus lágrimas—. Pero ¿dónde está el capitán?
—Por lo que al capitán se refiere, señor Morrel, se ha quedado enfermo en
Palma, pero si Dios quiere, aquello no será nada, y dentro de pocos días le veréis
volver tan bueno y sano como vos y como y o.
—Está bien… Hablad ahora, Penelón.
Penelón mudó la mascada de tabaco del carrillo derecho al carrillo izquierdo,
púsose la mano sobre la boca, volvió la cabeza para arrojar a la antesala una
gran dosis de saliva negruzca, adelantó una pierna y contoneándose dijo:
—Poco antes del naufragio, señor Morrel, estábamos así como quien dice
entre el cabo Blanco y el cabo Bojador, con una buena brisa sudsudoeste tras
ocho días de calma y contraventeo, cuando el capitán Gaumard se me arrima,
porque y o estaba en el timón, y me dice: « Compadre Penelón, ¿qué me dices de
aquellas nubes que se van formando allá abajo?» .
» Justamente y o las atisbaba en aquel momento.
—¿Lo que y o os digo, capitán? Pues creo que suben más de prisa que lo que
deben y que son más negras que lo que conviene a nubes de buena intención.
—Yo también opino lo mismo —me respondió el capitán—, y voy a tomar
mis precauciones. Tenemos muchas velas para el viento que correrá pronto…
¡Atención! ¡Eh! ¡Cerrad las escotillas! ¡Halad los foques!
» Ya era tiempo. No bien se había ejecutado la orden, cuando el aire se nos
echó encima, poniendo al buque de costado.
—Bueno —dijo el capitán—, todavía tenemos mucha vela. ¡Carga la grande!
—Seis minutos más tarde estaba cargada la vela may or, y navegábamos con
la mesana, las gavias y los juanetes.
—¿Qué es eso, compadre Penelón? —me dijo el capitán—. ¿Por qué mueves
la cabeza?
—Porque en vuestro lugar, es un decir, y o no haría tan poca cosa.
—Me parece que tienes razón, perro viejo —me contestó—; vamos a tener
una bocanada de aire.
—¡Ah, capitán! —le respondí—. El que cambiara una bocanada de aire por
aquello que pasa allá abajo, no saldría perdiendo, a buen seguro. Es una
tempestad en regla, o y o soy un topo.
» Es como si dijéramos que se veía venir el viento como se ve venir el polvo
en Montedrón. Afortunadamente se las había cara a cara con un hombre bien
templado.
—¡Cada cual a su puesto! —gritó el capitán—. ¡Coged dos rizos a las gavias!
¡Largad las bolinas! ¡Brazas al aire! ¡Recoged las gavias! ¡Pasad los palanquines
por las vergas!
—Poco era eso aún para aquellos sitios —dijo el inglés—. En su lugar y o
habría cogido cuatro rizos, y me habría deshecho de la mesana.
Aquella voz firme, inesperada y sonora, estremeció a todo el mundo. El
marino miró al que con tanto aplomo criticaba las maniobras de su capitán.
—Hicimos otra cosa, caballero —le contestó con algún respeto—. Cargamos
la mesana y pusimos el timón al viento, para dejarnos llevar de la borrasca. Diez
minutos más tarde, cargadas también las gavias, navegábamos a palo seco.
—Muy viejo era el buque para atreverse a tanto —dijo el inglés.
—Eso fue precisamente lo que nos perdió. Hacía y a doce horas que
andábamos de aquí para allá dados a los demonios, cuando el barco empezó a
hacer agua.
—Penelón, viejo mío —me dijo el capitán—, me parece que nos vamos a
fondo. Dame el timón, y baja a la sentina.
—Dile el timón, bajé en efecto… y a había tres pies de agua… Vuelvo a subir
gritando: ¡A las bombas! ¡A las bombas! —aunque era y a un poco tarde. Pusimos
manos a la obra, pero cuanta más agua sacábamos más entraba.
» ¡Ah! —dije al cabo de cuatro horas de trabajo—, puesto que nos vamos a
fondo, dejémonos ir, que sólo una vez se muere.
—¿De ese modo das el ejemplo, maese Penelón? —me dijo el capitán—.
Espera, espera un poco.
—Y se fue a su camarote a coger un par de pistolas y salió diciendo:
—Al primero que se aparte de la bomba le pego un tiro.
—Bien hecho —dijo el inglés.
—Nada hay que reanime tanto como las buenas razones —prosiguió el
marinero—, sin contar que en este intervalo el tiempo se había ido aclarando y
calmándose el aire. Sin embargo, el agua no cesaba de subir, poco, es verdad,
unas dos pulgadas por hora, pero subía. Dos pulgadas por hora, y a veis, parece
cosa despreciable, pues a las doce horas suman veinticuatro pulgadas, y
veinticuatro pulgadas hacen dos pies. Dos pies, con tres que y a teníamos,
sumaban cinco…, ¿eh? ¿Si podrá pasar por hidrópico un buque que tiene en el
estómago cinco pies de agua?
—Vamos —dijo el capitán—, me parece que el señor Morrel no se quejará.
Hemos hecho por salvar el barco cuanto estaba en nuestro poder. Pensemos
ahora en salvar a los hombres. Muchachos, a la lancha, ¡pronto!
—Habéis de saber, mi amo —dijo Penelón—, nosotros queríamos mucho al
Faraón, pero por mucho que el marinero quiera a su barco, quiere más a su
pellejo. Conque no nos lo dijo dos veces. Y reparad que también el buque,
lamentándose, parecía que nos dijese: « ¡Idos pronto, pronto!» . No se engañaba
el pobre Faraón. Materialmente lo sentíamos hundirse bajo nuestros pies.
» En un instante echamos la chalupa al mar, y nosotros saltamos a ella.
» El capitán fue el último, o por mejor decir no lo fue, pues que no quería
abandonar el navío. Yo, y o fui el que le cogí a brazo partido, y se lo eché a mis
camaradas, saltando detrás de él. Ya era tiempo. No bien había y o saltado,
cuando el puente se abrió con un ruido semejante al de las bordadas de un navío
de a cuarenta y ocho.
» Diez minutos después se hundió por delante, luego por detrás, púsose a dar
vueltas como un perro que quiere morderse la cola, y por último…, ¡adiós,
mundo…! ¡Prrrrrrum…! ¡Adiós, Faraón!
» En cuanto a nosotros, estuvimos tres días sin comer ni beber…, como que
y a hablábamos de echar suertes a ver a quién le tocaba servir de alimento a los
otros, cuando vislumbramos a La Gironda. Le hicimos las señales consabidas, nos
vio, se dirigió a nosotros y nos echó su chalupa y nos recogió. Este es el caso,
señor Morrel, tal como ha pasado, a fe de marino, bajo la palabra de honor. ¿No
es verdad, muchachos?
Un murmullo general de aprobación manifestó que el orador reunía todos los
sufragios, así por lo verdadero del fondo, como por lo pintoresco de la forma.
—Bien, amigos míos —dijo el señor Morrel—, fuisteis valientes y muy bien
me figuraba y o que no tendríais la culpa de esta desgracia, sino mi destino. Es
voluntad de Dios y no culpa de los hombres. Decidme ahora, ¿cuánto se os debe
de sueldo?
—¡Bah!, no hablemos de eso, señor Morrel.
—Al contrario, hablemos —repuso el naviero con una triste sonrisa.
—Pues bien se nos deben tres meses —añadió Penelón.
—Entregad doscientos francos a cada uno de esos valientes, Cocles. En otros
tiempos, amigos míos —prosiguió Morrel—, hubiera y o añadido: Dad a cada uno
doscientos francos de gratificación, pero estos tiempos son muy malos, amigos
míos, y no me pertenece el poco dinero que me queda. Perdonad, y no por eso
me queráis menos.
Penelón hizo un gesto de enternecimiento y volviéndose a sus compañeros,
cambió con ellos algunas frases.
—En cuanto a eso, señor Morrel —añadió luego, trasladando al otro carrillo
su mascada de tabaco, y arrojando a la antesala otro salivazo, que fue a hacer
compañía al primero—, en cuanto a eso…
—¿A qué?
—Al dinero…
—Y bien, ¿qué?
—Que dicen los camaradas, señor Morrel, que por lo de ahora les bastan
cincuenta francos a cada uno, que esperarán por lo demás.
—¡Gracias, amigos míos, gracias! —exclamó el naviero, conmovido hasta el
fondo del alma—. ¡Qué gran corazón tenéis todos! Pero tomad los doscientos
francos, tomadlos, y si encontráis un buen empleo, aceptadlo, porque estáis sin
ocupación.
Esta última frase causó una impresión singular a aquellos dignos marineros,
que se miraron unos a otros con aire de espanto. Falto de respiración el viejo, por
poco se traga el tabaco, pero por fortuna acudió a tiempo con su mano a la
garganta.
—¿Cómo, señor Morrel, nos despedís? —murmuró con voz ahogada—.
¿Estáis descontento de nosotros?
—No, hijos míos —contestó Morrel—, sino todo lo contrario. No os
despido…, pero… ¿qué queréis?, y a no tengo barcos, y a no necesito marineros.
—¿Que no tenéis barcos? —dijo Penelón—. Pues construiréis otros…,
esperaremos. Gracias a Dios, y a sabemos lo que es esperar.
—No tengo dinero para construir otros, Penelón —repuso Morrel con su
melancólica sonrisa—; por lo tanto no puedo aceptar vuestra oferta, aunque me
sea muy satisfactoria.
—Pues si no tenéis dinero, no debéis pagarnos. Haremos como el pobre
Faraón, navegar a palo seco.
—Callad, callad, amigos míos —respondió Morrel con voz entrecortada por la
emoción—. Os ruego que aceptéis ese dinero. Ya nos volveremos a ver en
mejores circunstancias. Manuel, acompañadlos —añadió—, y haced que se
cumplan mis deseos.
—¿Volveremos a vernos, señor Morrel? —dijo Penelón.
—Sí, amigos míos, por lo menos así lo espero. Id.
E hizo una señal a Cocles, que salió delante, seguido de los marineros y de
Manuel.
—Ahora —dijo el armador a su mujer y a su hija—, dejadme solo un
instante, que tengo que hablar con este caballero.
Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French,
que durante la escena había permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin
tomar otra parte en ella que las palabras que y a hemos dicho.
Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien y a se habían olvidado
completamente, y al retirarse la joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a
la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible en aquel semblante de
hielo.
Los dos hombres quedaron a solas.
—Ea, caballero —dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón—, ¡y a lo
habéis visto! ¡Ya lo habéis oído! Nada tengo que añadir.
—Ya he visto, caballero —respondió el inglés—, que os viene otra desgracia,
tan inmerecida como las anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito
de seros útil.
—¡Oh, caballero! —murmuró Morrel.
—Veamos —prosiguió el comisionista—. Yo soy uno de vuestros principales
acreedores, ¿no es cierto?
—Sois al menos el que posee créditos a plazo más corto.
—¿Deseáis una prórroga para pagarme?
—Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida —repuso
Morrel.
—¿De cuánto tiempo la queréis?
Morrel, vacilante, dijo:
—De dos meses.
—Os concedo tres —respondió el extranjero.
—¿Pero creéis que la casa de Thomson y French…?
—Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.
—Sí.
—Renovadme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de
la mañana. A esa hora vendré a buscaros. (El reloj marcaba en aquel momento
las once de la mañana.)
—Os esperaré, caballero —dijo Morrel—, y, o vos quedaréis pagado…, o
muerto y o.
Renováronse los pagarés, rompiéronse los antiguos, y el desgraciado naviero
tuvo por lo menos tres meses de respiro para allegar sus últimos recursos.
Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su
nación, y despidióse de Morrel, que le acompañó hasta la puerta, bendiciéndole.
En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad
estaba esperándole.
—¡Oh, caballero! —dijo juntando las manos.
—Señorita —respondió el inglés—, si en alguna ocasión recibís una carta…
firmada por… por Simbad el Marino…, efectuad al pie de la letra lo que os
encargue, aunque os parezca extraño mi consejo.
—Lo haré, caballero —respondió Julia.
—¿Me prometéis hacerlo?
—Os lo juro.
—Bien. Adiós, entonces, señorita. Proseguid como hasta ahora, siendo tan
buena hija, que confío que Dios os recompensará dándoos a Manuel por marido.
Julia exhaló un grito imperceptible y púsose encarnada como una cereza,
apoy ándose en la pared para no caer.
El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.
En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano,
como dudando si debía llevárselos o no.
—Seguidme, amigo mío, tengo que hablaros —le dijo.
Capítulo VII
El 5 de septiembre
Elesperaba,
plazo concedido a Morrel por la casa de Thomson y French cuando menos lo
se le antojó al pobre naviero uno de esos vislumbres de felicidad
que vienen a anunciarnos que el infortunio se ha cansado de acosarnos. Contó el
mismo día el suceso a su hija, a su esposa y a Manuel, con lo que tornó al seno de
la triste familia un tanto de esperanza, si no de tranquilidad, mas, por desgracia,
Morrel no tenía deudas sólo con la casa de Thomson y French, tan fácil de
contentar. Como él mismo había dicho, en el comercio no hay amigos, sino
socios.
Al pensar en aquella acción de los comerciantes de Roma, sólo podía
explicársela como un cálculo egoísta e inteligente a la par. Thomson y French
habrían dicho para sí: « Más nos conviene sostener a un hombre que nos debe
cerca de trescientos mil francos, más nos conviene cobrarlos dentro de tres
meses, que no apresurar su quiebra, cobrando solamente el siete o el ocho por
ciento del capital» .
Desgraciadamente no pensaron de la misma manera los otros corresponsales
de Morrel, sea por ceguedad, sea por envidia, y aun los hubo que obraron
completamente al contrario. Con nimia exactitud fue presentándose en la caja
todo el papel que tenía Morrel en circulación, y gracias al respiro concedido por
el inglés, pudo pagarlos el cajero. Con esto prosiguió Cocles en su fatídica
impasibilidad, pero no Morrel, que calculó con terror que, a pesar del plazo, era
hombre perdido cuando tuviese que abonar los pagarés del comisionista.
La opinión de todo el comercio de Marsella era que el naviero no podría
resistir tantos desastres, por lo que causó grandísima admiración ver que se
habían cumplido fielmente las obligaciones de fin de mes. Con todo, no por esto
volvió la casa a recobrar su crédito, pues unánimemente el público aplazó para
fin del mes siguiente la quiebra.
Morrel pasó todo el mes haciendo esfuerzos increíbles para allegar todos sus
recursos. En otro tiempo sus pagarés, aunque fuesen a fecha larga, eran tomados
en la plaza y hasta pedidos. Procuró ahora negociar algunos de aquellos a
noventa días, y halló cerradas todas las cajas. Podía contar afortunadamente con
algunos ingresos suy os propios, que se verificaron exactamente, lo que le puso en
disposición de cumplir sus obligaciones de fin de julio.
Al agente de la casa de Thomson y French no se le había vuelto a ver en
Marsella desde la mañana siguiente o la otra posterior a su visita al señor Morrel,
y como no había tenido en Marsella relaciones sino con el alcalde, el señor
Boville y el naviero, no dejó otros recuerdos que los de estas tres personas. En
cuanto a los marineros del Faraón, sin duda habían encontrado acomodo, porque
también desaparecieron.
Repuesto y a de la enfermedad que le detuvo en Palma, volvió a Marsella el
capitán Gaumard, temeroso de presentarse en casa de Morrel, pero éste supo su
llegada y fue en persona a buscarle. El digno naviero conocía de antes, por la
revelación de Penelón, la conducta valerosa del capitán en aquella desgracia, y
él fue quien precisando de consuelos, tuvo que consolar al marino. Llevábale
además su sueldo, que el capitán no se hubiera atrevido a ir a cobrar.
Al bajar la escalera, encontró el señor Morrel a Penelón, que la subía. Al
parecer había empleado bravamente sus doscientos francos, porque estaba
enteramente vestido de nuevo. La presencia del naviero embarazaba un poco al
digno timonel. Retiróse al rincón más apartado del descansillo, pasó
alternativamente su mascada de tabaco de un carrillo a otro con ojos espantados,
y no aceptó, sino muy tímidamente, el apretón de manos que le ofrecía el señor
Morrel con su acostumbrada cordialidad. A la elegancia de su traje atribuy ó
Morrel la turbación del marinero. Sin duda que no habría costeado él atavío tan
lujoso. Tal vez estaba y a enrolado en otro buque, y se avergonzaba de no haber
llevado más largo tiempo el luto del Faraón, si se nos permite la frase. Quizás
habría también venido a anunciar su nuevo empleo al capitán Gaumard, o a
hacerle alguna proposición de su nuevo amo.
—¡Buenas gentes! —dijo Morrel alejándose—. Ojalá vuestro nuevo dueño os
ame como y o os amaba y sea más feliz que y o.
Morrel pasó el mes de agosto haciendo mil tentativas para recobrar su crédito
antiguo, o ganarse otro nuevo. El 20 de agosto se supo en Marsella que había
tomado un asiento en el correo, y se dijo que decididamente se declararía en
quiebra a fin de mes, y partía anticipadamente para no asistir a este acto cruel,
encomendado sin duda a su oficial primero, Manuel, y a su cajero, Cocles. Pero,
contra todos los agüeros, el 31 de agosto se abrió la oficina, como de costumbre,
apareciendo detrás de la verja Cocles, tranquilo como el justo de Horacio,
examinando con su escrupulosidad característica el papel que se le presentaba y
pagándolo todo con la misma escrupulosidad. Hasta giros se presentaron que
pagó el cajero con la misma exactitud que si fueran pagarés. Los murmuradores
se hacían cruces, y con esa tenacidad común a los profetas de desgracias,
aplazaban la quiebra para fin de septiembre.
El día primero llegó Morrel. Esperábale toda su familia, presa de la may or
ansiedad, porque aquel viaje a París era su último recurso. Morrel se había
acordado de Danglars, entonces millonario, y en otro tiempo su protegido, puesto
que por su recomendación entró en casa del banquero español, donde había
empezado a labrar su fortuna. Danglars tenía, al decir de la gente, siete a ocho
millones, y un crédito ilimitado, con que habría podido salvar a Morrel sin gastar
un escudo, sólo con garantizarle un empréstito.
Hacía mucho tiempo que Morrel pensaba en Danglars, pero existen antipatías
instintivas, imposibles de vencer, y mientras le alentaron otras esperanzas,
renunció a este supremo recurso. Tuvo razón Morrel, porque volvía de París
humillado con una negativa.
Sin embargo no exhaló una queja. Abrazó llorando a su mujer y a su hija,
tendió a Manuel una mano, y se encerró con Cocles en su gabinete del piso
segundo.
—¡Ahora sí que nuestro mal no tiene remedio! —dijeron las dos mujeres a
Manuel.
Entonces trataron en un conciliábulo de que Julia escribiese a su hermano
pidiéndole que viniera al instante. Se hallaba en Nimes de guarnición.
Las pobres mujeres comprendían instintivamente cuán necesarias les eran
todas sus fuerzas para resistir el golpe que les amenazaba.
Maximiliano, además, aunque apenas contaba veintidós años, ejercía y a
sobre su padre una gran influencia. Maximiliano Morrel era un joven de carácter
firme y recto. Cuando llegó a la edad de elegir carrera, como su padre no había
querido imponerle ninguna para que siguiese su inclinación, eligió la militar,
efectuando por lo tanto muy notables estudios preparatorios, y entrando por
oposición en la Escuela Politécnica, de la cual salió siendo subteniente del
regimiento 53 de Línea. Hacía un año de esto, y y a le tenían prometido el
ascenso a teniente a la primera ocasión que se presentara. En el regimiento era
tenido Maximiliano por muy rígido, no sólo en cuanto a los deberes militares, sino
también en cuanto a los humanos, de suerte que le llamaban el estoico. No hay
que decir que le llamaban así de oídas, pues sus compañeros no sabían lo que
significaba esta palabra. Tal era el joven a quien llamaban su madre y su
hermana en los trances que estaban presintiendo. Y no se equivocaban, porque un
instante después de haber entrado el cajero en el gabinete del armador, vio Julia
salir a aquél, pálido, tembloroso y fuera de sí. Al pasar a su lado intentó
preguntarle, pero el buen hombre siguió bajando la escalera con extraordinaria
celeridad, contentándose con exclamar, levantando las manos al cielo:
—¡Oh, señorita! ¡Señorita! ¡Qué desgracia tan horrible! ¿Quién lo hubiera
creído?
Poco después viole subir Julita con dos o tres libros muy gruesos, una cartera
y un saco de dinero.
Consultó Morrel los registros, abrió la cartera y contó el dinero. Sus
existencias en caja consistían en seis a ocho mil francos, que con cuatro o cinco
mil que esperaba de diversas entradas, componían, sumando muy por lo largo,
un activo de catorce mil francos, para pagar doscientos ochenta y siete mil
quinientos. Tampoco había medio de ofrecer ningún crédito a cuenta. Cuando
subió a comer parecía estar más tranquilo, aunque esta tranquilidad asustó más a
las dos mujeres que si le vieran muy abatido.
Morrel acostumbraba después de comer ir a tomar café y a leer el periódico
El Semáforo al círculo de los Focios, pero el día de que hablamos volvió a subir a
su despacho.
El pobre Cocles estaba completamente alelado. Casi toda la mañana la pasó
en el patio, sentado en una piedra, con la cabeza descubierta, aunque hacía un sol
de treinta grados.
Si bien Manuel se afanaba por tranquilizar a las mujeres, le faltaban palabras
y elocuencia. Estaba muy al corriente de los negocios de la casa para no conocer
que amenazaba a ésta una gran catástrofe.
Por la noche no se acostaron ni la madre ni la hija, con la esperanza de que
Morrel entrase en su cuarto al bajar al despacho, pero oy éronle pasar por delante
de la puerta acelerando el paso, sin duda temeroso de que le llamaran. Aplicaron
el oído y pudieron comprender que había entrado en su cuarto, cerrando la
puerta detrás de sí. La señora Morrel mandó a Julia que se acostara, y media
hora después, quitándose los zapatos, se deslizó por el corredor para ver por la
cerradura lo que hacía su marido. Una sombra salía del corredor cuando ella
entraba. Era Julia, que, sobresaltada también, había precedido a su madre con el
mismo objeto.
La joven se unió a su madre.
—Está escribiendo —le dijo.
Las dos mujeres se habían comprendido sin hablar.
La señora Morrel se inclinó a mirar por la cerradura. Morrel escribía, en
efecto, pero lo que no había advertido la hija lo advirtió la madre, y fue que el
naviero escribía en papel sellado. Y esto hizo que le asaltase la terrible idea de
que hacía testamento, y aunque tembló de pies a cabeza, tuvo suficiente valor
para no despegar sus labios.
Al día siguiente, Morrel estaba al parecer muy tranquilo, pues fue a su
despacho, como acostumbraba, bajó a almorzar como solía también y solamente
después de comer fue cuando hizo a su hija sentarse a su lado, le cogió la cabeza
y la estrechó fuertemente contra su corazón. Aquella tarde dijo Julia a su madre
que, aunque tranquilo en apariencia, había reparado que el corazón de Morrel
latía violentamente.
Los otros dos días pasaron del mismo modo. El 4 por la noche pidió Morrel a
Julia la llave de su gabinete. Esto hizo temblar a la joven, pues le pareció de mal
agüero. ¿Por qué le pedía su padre aquella llave, que ella había tenido siempre, y
que desde su niñez no le quitaba nunca sino para castigarla?
—¿Qué he hecho y o, padre mío —le dijo, mirándole de hito en hito—, para
que así me pidáis esa llave?
—Nada, hija mía —respondió el desgraciado Morrel, saltándosele las
lágrimas—, nada, pero la necesito.
Julia hizo como si buscara la llave.
—La habré dejado en mi cuarto —murmuró.
Y salió, pero no fue a su cuarto, sino a consultar a Manuel.
—No le des la llave a tu padre —dijo éste—, y si puedes, no le abandones un
solo instante mañana por la mañana.
En vano trató la joven de sonsacar a Manuel; o no sabía más o no quiso
decirle más.
Toda la noche, del 4 al 5 de septiembre, la pasó la señora Morrel con el oído
en la cerradura del despacho de su esposo. Hacia las tres de la mañana oy ó a
éste pasear muy agitado por su habitación. A aquella hora fue solamente cuando
se reclinó sobre la cama.
Las dos mujeres pasaron la noche juntas; esperaban a Maximiliano desde la
tarde anterior. Entró a verlas Morrel a las ocho, sosegado en apariencia, pero
revelando con su palidez y su abatimiento la agitación en que había pasado la
noche. Ninguna de las dos mujeres se atrevió a preguntarle si había dormido
bien. Nunca había estado Morrel tan bondadoso con su mujer, ni tan paternal con
su hija. No se hartaba de contemplar y abrazar a la pobre niña. Recordando Julia
el consejo de Manuel, quiso seguir a su padre cuando salía de la estancia, pero él,
deteniéndola con dulzura, le dijo:
—Quédate con tu madre.
Julia insistió.
—Vamos, lo ordeno —añadió Morrel.
Era la primera vez que Morrel decía a su hija « lo ordeno» , pero lo decía con
tal acento de paternal dulzura, que la joven no se atrevió a dar un paso más.
Muda e inmóvil permaneció en el mismo sitio. Un instante después volvióse a
abrir la puerta y sintió que la abrazaban y besaban en la frente.
Alzó los ojos, y con una exclamación de júbilo dijo:
—¡Maximiliano! ¡Hermano mío!
A estas voces acudió la señora Morrel a arrojarse en brazos de su hijo.
—Madre mía —dijo el joven mirando alternativamente a la madre y a la
hija—, ¿qué sucede? Vuestra carta me asustó muchísimo.
—Julia —repuso la señora Morrel haciendo una señal a la joven—, ve a
avisar a tu padre la llegada de Maximiliano.
La joven salió corriendo de la habitación, pero al ir a bajar la escalera la
detuvo un hombre con una carta en la mano.
—¿Sois la señorita Julia Morrel? —le dijo con un acento italiano de los más
pronunciados.
—Sí, señor —respondió—, pero ¿qué queréis? ¡Yo no os conozco!
—Leed esta carta —dijo el hombre presentándosela.
Julia no se atrevía.
—Va en ella la salvación de vuestro padre —añadió el mensajero.
Julia arrancóle la carta de las manos, y la ley ó rápidamente:
Simbad El Marino
La joven dio un grito de alegría, y al levantar los ojos al hombre que le había
traído la carta, vio que había desaparecido. Entonces quiso leerla por segunda
vez, y advirtió que tenía una posdata.
Es importantísimo que vay áis vos misma, y sola, pues a no ser vos quien se
presentase, o a ir acompañada, responderá el portero que no sabe de qué se trata.
Esta posdata hizo suspender la alegría de la joven. ¿No tendría nada que
temer? ¿No sería un lazo aquella cita? Su inocencia la tenía ignorante de los
peligros que corre una joven de su edad, pero no es necesario conocer el peligro
para temerlo. Hasta hemos hecho una observación, y es que los peligros
ignorados son justamente los que infunden may or terror. Julia resolvió pedir
consejo, pero por un sentimiento extraño no recurrió a su madre, ni a su
hermano, sino a Manuel.
Bajó a su despacho, y contóle cuanto le había sucedido el día que el
comisionista de la casa de Thomson y French se presentó en la suy a, y la escena
de la escalera y la promesa que le había hecho, y le mostró la carta que acababa
de recibir.
—Es necesario que vay áis, señorita —dijo Manuel.
—¡Que vay a! —murmuró Julia.
—Sí, y o os acompañaré.
—Pero ¿no habéis visto que he de ir sola?
—Iréis sola —respondió el joven—. Os esperaré en la esquina de la calle del
Museo, y si tardaseis lo bastante a parecerme sospechoso, iré a buscaros, y os
aseguro que ¡ay de aquellos de quienes os quejéis a mí!
—¿De modo que vuestra opinión, Manuel, es que acuda a la cita? —añadió la
joven, vacilante aún.
—Sí; ¿no os ha dicho el portador que de ello depende la salvación de vuestro
padre?
—Pero decidme siquiera qué peligro corre.
Manuel vacilaba, pero el deseo de decidir al punto a la joven, pudo más que
sus escrúpulos.
—Escuchad —le dijo—. Hoy estamos a 5 de septiembre, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Hoy a las once tiene que pagar vuestro padre cerca de trescientos mil
francos?
—Sí, y a lo sabemos.
Manuel dijo:
—¡Pues bien! En caja apenas hay quince mil.
—¿Y qué sucederá?
—Sucederá que si antes de las once no ha encontrado vuestro padre alguno
que le ay ude a salir del apuro, tendrá que declararse en quiebra al mediodía.
—¡Oh! ¡Venid! ¡Venid! —exclamó la joven arrastrando a Manuel tras ella.
Mientras tanto la señora Morrel se lo había contado todo a su hijo.
El joven sabía muy bien que de resultas de las desgracias sucedidas a su
padre, se habían modificado mucho los gastos de la casa, pero ignoraba que se
viesen próximos a tal extremo. La revelación le anonadó. De pronto salió del
aposento y bajó la escalera, crey endo que estaría su padre en el despacho, pero
en vano llamó a la puerta.
Después de haber llamado inútilmente, oy ó abrir una puerta de la planta baja.
Era su padre, que en vez de volver directamente a su despacho, había entrado
antes en su habitación, y salía ahora. Al ver a su hijo lanzó un grito, pues ignoraba
su llegada, quedándose como clavado en el mismo sitio, ocultando con su brazo
un bulto que llevaba debajo de su gabán. Maximiliano bajó en seguida la
escalera, arrojándose al cuello de su padre, pero de pronto retrocedió, dejando,
sin embargo, su mano derecha sobre el pecho de su padre.
—¡Padre mío! —le dijo, palideciendo intensamente—. ¿Por qué lleváis
debajo del abrigo un par de pistolas?
—¡Esto es lo que y o temía! —exclamó Morrel.
—¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Por Dios! ¿Qué significan esas armas?
—Maximiliano —respondió Morrel, mirando fijamente a su hijo—, tú eres
hombre, y hombre de honor. Ven, que voy a contártelo.
Y subió a su gabinete con paso firme. Maximiliano le seguía vacilando.
Morrel abrió la puerta, y cerróla detrás de su hijo, luego atravesó la antesala
y poniendo las pistolas sobre su bufete, señaló con el dedo al joven un libro
abierto.
En este libro constaba exactamente el estado de la caja.
Antes de que pasase una hora tenía que pagar doscientos ochenta y siete mil
quinientos francos.
—Lee —dijo simplemente.
El joven lo ley ó, quedándose como petrificado.
Morrel no decía una palabra. ¿Qué hubiera podido añadir a la inexorable
elocuencia de los números?
—¿Y para evitar esta desgracia hicisteis todo lo posible, padre mío? —inquirió
Maximiliano después de un instante.
Morrel respondió:
—Sí.
—¿No contáis con ninguna entrada?
—Con ninguna.
—¿Agotasteis todos los recursos?
—Todos.
—¿Y dentro de media hora… —prosiguió Maximiliano con acento lúgubre—,
dentro de media hora quedará deshonrado nuestro nombre?
—La sangre lava la deshonra —dijo Morrel.
—Tenéis razón, padre mío; os comprendo.
Y alargando la mano a las pistolas, añadió:
—Una para vos, otra para mí. Gracias.
Morrel le contuvo.
—¿Qué será de tu madre… y de tu hermana?
Un temblor involuntario se adueñó del joven.
—¡Padre mío! —repuso—, ¿pensáis lo que decís? ¿Me aconsejáis que viva?
—Sí; lo aconsejo, porque es lo deber. Tú tienes, Maximiliano, una inteligencia
vigorosa y fría, tú no eres un hombre vulgar, Maximiliano. Nada lo mando, nada
lo aconsejo, lo digo únicamente: estudia la situación como si fueras extraño a
ella, y júzgala por ti mismo.
Tras un instante de reflexión, animó los ojos del joven un fuego sublime de
resignación. Con ademán lento y triste se arrancó la charretera y la capona,
insignias de su grado.
—Está bien, padre mío —dijo tendiendo a Morrel la mano—, morid en paz;
y o viviré.
Morrel hizo un movimiento para arrojarse a los pies de su hijo, que se lo
impidió abrazándole, con lo que aquellos dos corazones nobles confundieron sus
latidos.
—Bien sabes que no es mía la culpa —dijo Morrel.
Maximiliano se sonrió.
—Sé que sois el hombre más honrado que y o hay a conocido nunca, padre
mío.
—Todo está dicho y a. Regresa ahora al lado de tu madre y de tu hermana.
—Padre mío —dijo el joven hincando una rodilla en tierra—, bendecidme.
Cogió Morrel con ambas manos la cabeza de su hijo, y acercándola a sus
labios la besó repetidas veces.
—Sí, sí —exclamaba a la par—, y o lo bendigo en mi nombre y en el de tres
generaciones de hombres sin tacha. Escucha lo que con mi voz lo dicen: El
edificio que la desgracia destruy e, la Providencia puede reedificarlo. Viéndome
morir de tan triste manera, los más inexorables lo compadecerán; quizá lleguen a
concederte a ti treguas que a mí me habrían negado. Trata entonces que nadie
pronuncie la palabra pillo. Trabaja, joven, trabaja, lucha con valor y
ardientemente. Procura vivir tú y que vivan tu madre y tu hermana con lo
estrictamente necesario, a fin de que día por día aumente la fortuna de mis
acreedores con tus ahorros. Piensa que no habría día más hermoso, ni más
grande, ni más solemne, que el día de la rehabilitación, aquel día que puedas
decir en este mismo despacho: « Mi padre murió porque no pudo hacer lo que y o
hago hoy ; pero murió tranquilo y resignado, porque esperaba de mí esta
acción» .
—¡Oh, padre mío, padre mío! —exclamó el joven—. ¡Si pudierais vivir a
pesar de todo!
—Si vivo todo se ha perdido. Viviendo y o, el interés se cambia en duda, la
piedad en encarnizamiento. Viviendo y o, no soy más que un hombre que faltó a
su palabra, que suspendió sus pagos; soy, en fin, un comerciante quebrado. Si
muero, piénsalo bien, Maximiliano, sí, por el contrario, muero, seré un hombre
desgraciado, pero honrado. Vivo, hasta mis mejores amigos huy en de mi casa;
muerto, Marsella entera acompañará mi cadáver al cementerio; vivo, tienes que
avergonzarte de mi apellido; muerto, levantas la cabeza y dices: « Soy hijo de
aquel que se mató porque tuvo una vez en su vida que faltar a su palabra» .
El joven exhaló un gemido, aunque estaba al parecer resignado. Era la
segunda vez que el convencimiento se apoderaba, si no de su corazón, de su
espíritu.
—Ahora —dijo Morrel—, déjame solo, y procura alejar de aquí a las
mujeres.
—¿No queréis ver por última vez a mi hermana? —le preguntó Maximiliano.
El joven fundaba en esta entrevista una esperanza sombría y postrera.
Morrel movió la cabeza.
—Ya la he visto esta mañana, y me he despedido de ella.
—¿No tenéis que hacerme ningún encargo particular, padre mío? —le
preguntó Maximiliano con voz alterada.
—Sí, hijo: un encargo sagrado.
—Decid, padre mío.
—La casa de Thomson y French es la única que por humanidad o acaso por
egoísmo, que no me es dado leer en el corazón humano, ha tenido compasión de
mí. Su representante, que se presentará dentro de diez minutos a cobrar los
doscientos ochenta y siete mil quinientos francos, no diré que me concedió, sino
que me ofreció tres meses de plazo. Hijo mío, lo encargo que sea esta casa la
primera que cobre, y que sea ese hombre sagrado para ti.
—Sí, padre —respondió Maximiliano.
—Y ahora, adiós otra vez —dijo Morrel—. Vete, vete, que necesito estar solo.
Encontrarás mi testamento en el armario de mi alcoba.
El joven permaneció de pie e inmóvil.
—Escucha, Maximiliano —dijo su padre—. Suponte que soy soldado como
tú, que me han mandado tomar un reducto, y que sabes que han de matarme
ciertamente: ¿No me dirías como hace unos instantes: « Id, padre mío, id, porque
de otro modo os deshonráis, y más vale la muerte que la deshonra» ?
—Sí, sí —dijo el joven— sí.
Y estrechando convulsivamente a su padre entre sus brazos, añadió:
—Id, padre mío, id.
Y salió del gabinete precipitadamente.
Después de la marcha de su hijo permaneció el naviero en pie, con los ojos
fijos en la puerta. Entonces alargó la mano y tiró del cordón de la campanilla.
Al cabo de unos momentos apareció Cocles. Ya no era el mismo hombre.
Aquellos tres días le habían transformado. El pensamiento de que la casa Morrel
iba a suspender sus pagos le inclinaba a la tierra más que otros veinte años sobre
los que tenía de edad.
—Mi buen Cocles —le dijo Morrel con un acento imposible de describir—.
Mi buen Cocles, vas a quedarte en la antecámara, y cuando venga aquel
caballero de hace tres meses, y a le conoces, el representante de la casa de
Thomson y French, cuando venga… me lo anuncias.
Cocles no respondió: hizo con la cabeza una señal de asentimiento y fue a
sentarse en la antesala. Morrel se dejó caer en una silla, sus ojos se fijaron en la
esfera del reloj. ¡Sólo le quedaban siete minutos! El minutero andaba con una
rapidez increíble. Imaginábase que la sentía.
Lo que en aquel supremo instante pensó aquel hombre, que joven aún iba a
abandonar el mundo, la vida y las dulzuras de la familia, fundado en un
razonamiento falso quizá, pero al menos especioso, lo que pensó, repetimos, es
imposible de describir. Estaba resignado, a pesar de que su frente estaba bañada
en sudor, aunque sus ojos se bañaran de lágrimas, estaba resignado.
El minutero seguía avanzando siempre, las pistolas estaban cargadas, alargó
la mano y tomó una, murmurando el nombre de su hija. Después dejó el arma
mortal, cogió la pluma y se puso a escribir algunas palabras. Le parecía entonces
que no se había despedido de su querida hija. Luego se volvió a mirar el reloj. Ya
no contaba los minutos, sino los segundos. Con la boca entreabierta y los ojos
fijos en el minutero, volvió a coger el arma, estremeciéndose al ruido que él
mismo al montarla hacía. El minutero iba a señalar las once. Morrel no se movió,
esperando únicamente que Cocles pronunciase estas palabras: « El representante
de la casa de Thomson y French» .
Y y a tocaba su boca con el arma.
De pronto sonó un grito…, era la voz de su hija… Al volverse y ver a Julia, la
pistola se escapó de sus manos.
—¡Padre mío! —exclamó la joven jadeante y dando muestras de alegría—.
¡Salvado! ¡Os habéis salvado!
Y se arrojó en sus brazos, mostrándole una bolsa de seda encarnada.
—¡Salvado, hija mía! —murmuró Morrel—. ¿Qué quieres decir?
—Sí; mirad, mirad —repuso la joven.
Morrel cogió la bolsa temblando, porque tuvo un vago recuerdo de que le
había pertenecido.
A un lado estaba el pagaré de doscientos ochenta y siete mil quinientos
francos, finiquitado.
Y del otro un diamante tan grueso como una avellana, con un pedazo de
pergamino en que se leía esta frase: « Dote de Julia» .
Morrel se pasó la mano por la frente, creía estar soñando. En este momento
daba el reloj las once. El son de la campana vibraba en su interior como si la
campana sonase en su propio corazón.
—Veamos, hija mía —le dijo— cuéntame lo ocurrido. ¿Dónde has hallado
esta bolsa?
—En una casa de las Alamedas de Meillán, número 15, sobre la chimenea de
un quinto piso muy pobre.
—¡Pero esta bolsa no es tuy a! —exclamó Morrel.
Julia alargó a su padre la misiva que tenía en la mano.
—¿Y has ido sola a esta casa? —le preguntó Morrel después de haberla leído.
—Manuel me acompañaba, padre mío. Debía de esperarme en la esquina de
la calle del Museo, pero ¡cosa extraña!, y a no estaba cuando volví.
—¡Señor Morrel! —gritó una voz en la escalera—. ¡Señor Morrel!
—Es su voz —murmuró Julia.
Al mismo tiempo entró Manuel fuera de sí por efecto del júbilo y la emoción.
—¡El Faraón! —exclamó—. ¡El Faraón!
—¿Qué es eso? ¿El Faraón? ¿Estáis loco, Manuel? Ya sabéis que se ha perdido.
—¡El Faraón, señor…!, lo señala el vigía del puerto…, está entrando ahora
mismo.
Morrel volvió a caer sobre su silla, le faltaron las fuerzas. Su inteligencia se
negaba a dar crédito a tantos sucesos increíbles, maravillosos.
Pero entonces llegó también su hijo exclamando:
—¡Padre mío! ¿Cómo decíais que El Faraón se ha perdido? El vigía lo señala,
y dicen que está entrando en el puerto.
—¡Amigos míos! —exclamó el naviero—, si eso fuera cierto, tendríamos que
atribuirlo a milagro palpable. ¡Imposible! ¡Imposible!
Pero lo que era verdadero y no menos maravilloso, era aquella bolsa que
tenía en la mano, aquel pagaré inutilizado, y aquel magnífico diamante.
—¡Ah, señor! —dijo Cocles entrando a su vez. ¿Qué significa todo esto? ¿El
Faraón?
—Vamos, hijos míos —dijo Morrel levantándose—. Vamos a verlo, y que
Dios se apiade de nosotros si es mentira.
En medio de la escalera los estaba esperando la pobre señora Morrel, que no
se había atrevido a subir. Como por encanto llegaron a la Cannebiere. En el
puerto había mucha gente congregada. Y la muchedumbre se abría para dejar
paso a Morrel.
—¡El Faraón! ¡El Faraón! —exclamaban todas las voces.
En efecto, ¡cosa maravillosa!, ¡increíble!, un buque con estas palabras
escritas en la popa en letras blancas: El Faraón, de Morrel e hijos, de Marsella,
completamente igual al Faraón, y cargado asimismo de cochinilla y añil, echaba
el ancla y cargaba sus velas enfrente del fuerte de San Juan. Desde el puente
daba sus órdenes el capitán Gaumard, y maese Penelón hacía señas al señor
Morrel.
Ya no era posible dudarlo. El Faraón estaba allí, a la vista, y diez mil personas
confirmaban con sus voces tan inesperado suceso.
Cuando Morrel y su hijo se abrazaban, con aplauso de toda la ciudad,
presente a ese prodigio, un hombre de larguísima barba negra que se ocultaba
detrás de la garita de un centinela, contemplaba enternecido la escena
murmurando:
—Que seas feliz, noble corazón; que Dios lo bendiga por el bien que has
hecho y que harás todavía, y quede mi gratitud tan ignorada como lo beneficio.
Y con una sonrisa en que brillaba la alegría y la felicidad, abandonó su
escondite, sin que nadie reparase en él, tan preocupada estaba la multitud con lo
que ocurría, y bajando los escalones que sirven de desembarcadero, gritó tres
veces:
—¡Jacobo! ¡Jacobo! ¡Jacobo!
Se aproximó una lancha, que le condujo a un y ate ricamente aparejado, a
cuy o puente subió con la ligereza de un marinero. Desde allí se puso otra vez a
contemplar a Morrel, que llorando de alegría, repartía a todos apretones de
manos, mirando a la par al cielo, como si buscase, para darle gracias, a su
desconocido protector.
—Ahora —murmuró el desconocido—, adiós, bondad, humanidad y
gratitud…, adiós, todos los sentimientos que ennoblecen el alma. He querido
ocupar el puesto de la Providencia para recompensar a los buenos…, ahora
cédame el suy o el Dios de las venganzas para castigar a los malvados.
Y al decir esto, hizo una señal, que parecía que el barco no esperase otra cosa
para hendir la superficie de las aguas.
Capítulo VIII
Acomienzos del año 1838 hallábanse en Florencia dos jóvenes de la más alta
sociedad de París; el vizconde Alberto de Morcef era el uno, y el barón Franz
d’Epinay el otro. Ambos habían convenido que irían a pasar aquel año el
carnaval en Roma, donde Franz, que hacía cuatro años que vivía en Italia,
serviría a Alberto de cicerone.
Pero como no es tan fácil pasar el carnaval en Roma, sobre todo para el que
no quería vivir en la Plaza del Popolo o en el Campo Vaccino, escribieron a
maese Pastrini, dueño del Hotel de Londres, en la Plaza de España, que les
guardase para entonces una habitación confortable.
Maese Pastrini les respondió que no tenía disponibles más que dos salas y un
gabinete del secondo piano, que les ofrecía por el módico precio de un luis diario.
Los jóvenes aceptaron y queriendo Alberto aprovechar el tiempo que le
quedaba, partió para Nápoles, y Franz quedóse en Florencia.
Cuando hubo gozado largo tiempo de la vida que se hace en la corte de los
Médicis, luego que se paseó a su sabor por ese edén que se llama los Casinos;
cuando, finalmente, gozó de las magníficas tertulias de Florencia, diole el
capricho de ir a ver la isla de Elba, ese gran puerto de amparo de Napoleón,
puesto que y a había visto Córcega, cuna de Bonaparte.
Una tarde, pues, mandó desatar una barchetta de la argolla que la detenía en
el puerto de Liorna, y acostándose en el fondo, embozado en su capa, dijo
sencillamente a los marineros:
—¡A la isla de Elba!
La barca salió del puerto como abandonan su nido las aves marinas, y a la
mañana siguiente desembarcaba Franz en Porto-Ferrajo.
Atravesó la isla imperial, después de haber seguido todas las huellas que allí
dejó el Gigante, y fue a embarcarse en la Marciana.
Dos horas más tarde desembarcó en la Pianosa, donde le aseguraban que
podría divertirse matando perdices coloradas, que abundan mucho.
La caza fue mala. Con mucho trabajo mató algunas perdices muy flacas y,
como todo cazador que se ha fatigado en balde, tornó a su barca muy
malhumorado.
—¡Ah!, si vuestra excelencia quisiera, ¡qué gran cacería podría hacer! —le
dijo el patrón.
—¿Dónde?
—¿Ve esa isla? —dijo el patrón, señalando con el dedo al mediodía, en cuy a
dirección se distinguía en medio del mar una masa cónica de hermoso color añil.
—¿Y qué isla es ésa? —preguntó Franz.
—La isla de Montecristo —respondió el liornés.
—Pero no tengo permiso para cazar en ella.
—Vuestra excelencia no lo necesita. La isla está desierta.
—¡Diantre! —exclamó el joven—. ¡Qué cosa tan curiosa es una isla desierta
en medio del Mediterráneo!
—Y cosa natural, excelencia. Esa isla es una masa de peñascos. Tal vez en
toda ella no hay una fanega de tierra cultivable.
—Y ¿a qué país pertenece esa isla?
—A Toscana.
—Y ¿qué podré cazar?
—¿Millares de cabras salvajes?
—¿Se alimentan de lamer las piedras? —dijo Franz con sonrisa de
incredulidad.
—No, sino paciendo musgo, y despuntando mirtos y lentiscos, que crecen en
las hendiduras.
—Pero ¿dónde paso la noche?
—En las grutas de la isla, o a bordo, envuelto en vuestra capa. Además, si
quiere vuestra excelencia, podremos volvernos así que termine la cacería, pues
muy bien sabe que navegamos tan bien de noche como de día, y que a falta de
velas tenemos remos.
Como todavía le quedaba a Franz tiempo suficiente para juntarse con su
compañero, y no tenía que ocuparse en buscar vivienda en Roma, aceptó la
proposición, que iba a desquitarle de su primera cacería. Al oír su respuesta
afirmativa, los marineros cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja.
—¿Qué ocurre ahora? —les preguntó—. ¿Ha surgido alguna dificultad?
—No, pero debemos advertir a vuestra excelencia que la isla está en estado
de sitio.
—¿Qué queréis decir?
—Que como la isla de Montecristo no está habitada, sirve de escala muchas
veces a los contrabandistas y a los piratas que vienen de Córcega, de Cerdeña o
de África. Si a nuestra llegada a Lisboa llegara a saberse que hemos estado en
Montecristo, nos veremos obligados a hacer una cuarentena de seis días.
—¡Diablo!, y a varía la cuestión. ¡Seis días! justamente el tiempo que Dios
necesitó para crear el mundo. El plazo es largo, hijos míos.
—Pero ¿quién iría a decir que su excelencia ha estado en Montecristo?
—¡Oh!, no seré y o —exclamó Franz.
—Ni menos nosotros —añadieron los marineros.
—Pues a Montecristo.
El patrón empezó a maniobrar y poniendo proa a Montecristo, comenzó el
barco a bogar.
Dejó Franz que la operación acabara, y cuando se entró en el nuevo camino,
cuando henchidas las velas por la brisa volvieron los marineros a sus respectivos
puestos, tres adelante y uno en el timón, renovó su plática.
—Mi querido Gaetano —dijo al patrón—, acabáis de decirme, según creo,
que la isla de Montecristo es un nido de piratas, que me parece caza muy distinta
de la de cabras.
—Es cierto, excelencia.
—Yo no ignoraba que existen contrabandistas, pero creía que desde la toma
de Argel y la destrucción de la Regencia no existían los piratas sino en las novelas
de Cooper y del capitán Marry at.
—Pues vuestra excelencia se engañaba. Existen piratas, como existen
bandidos, que aunque fueron exterminados por el Papa León XII, roban todos los
días a los viajeros a las mismas puertas de Roma. ¿No ha oído decir su
excelencia que apenas hace seis meses fue robado a quinientos pasos de Velletri,
el encargado de Negocios de Francia cerca de la Santa Sede?
—Desde luego que sí.
—Pues bien; si, como nosotros, viviese en Liorna vuestra excelencia, de vez
en cuando oiría contar que un barquichuelo cargado de mercancías o un lindo
y ate inglés que se esperaba en Bastía, PortoFerrajo o Civita-Vecchia, no ha
llegado, y que se ignora su paradero: debió de estrellarse contra alguna roca.
Pues esa roca es una barquilla estrecha y chata, tripulada por seis o siete
hombres, que lo sorprendieron y robaron en una noche oscura, en las
inmediaciones de algún islote desierto, como los ladrones detienen y roban una
silla de posta en la espesura de un bosque.
—Pero ¿cómo las víctimas no se quejan? —repuso Franz, siempre tendido en
su barca—. ¿Cómo no atraen sobre esos piratas la venganza del gobierno francés,
del sardo o del toscano?
—¿Por qué? —repuso Gaetano sonriéndose.
—Sí, ¿por qué?
—Porque, en primer lugar, transportan del y ate o del navío a su barca cuanto
hay que valga la pena, y luego atan a la tripulación de pies y manos, y al cuello
de cada uno una bala de cañón, y hacen un agujero en la quilla del barco robado,
y suben al puente, y cierran las escotillas y se pasan a su barca. A los diez
minutos empieza a quejarse la embarcación y a gemir, y poco a poco se hunde
uno de los costados primero, después el otro, luego vuelve a salir a flor y a
hundirse, y más y más cada vez. De pronto suena un ruido semejante a un
cañonazo: es el aire que rompe el puente. El barco se revuelve entonces como un
hombre que se ahoga. Pronto el agua, demasiado comprimida en las cavidades,
inunda todo el barco, saliendo por sus agujeros, como los torrentes de humor que
arroja por sus poros un gigantesco cetáceo.
» Al fin lanza su último gemido, da sobre sí mismo la última vuelta, y se
hunde, formando en el abismo un círculo inmenso, que gira y gira un instante, se
calma poco a poco, y acaba por desvanecerse tan completamente que a los
cinco minutos se precisaría el ojo de Dios para buscar en el fondo de las
tranquilas aguas el buque agujereado.
—¿Comprendéis ahora —añadió el patrón sonriendo—, cómo el buque no
vuelve al puerto y por qué los robados no se quejan?
Si Gaetano hubiera contado esto antes de proponer la expedición, es probable
que Franz lo pensara con más madurez, pero y a que la habían emprendido
parecióle cobardía el renunciar. Franz era uno de esos hombres que no corren al
peligro, pero que si se presenta la ocasión, se enfrentan a él con imperturbable
sangre fría. Era uno de esos hombres de voluntad inflexible, que no miran el
peligro sino como en un duelo al adversario, calculando hasta sus movimientos,
estudiando su fuerza, y que al primer golpe de vista se dan cuenta de todas las
ventajas y matan de un solo golpe.
—¡Bah! —respondió—, he atravesado la Sicilia y la Calabria, he navegado
por el Archipiélago dos meses, y ni la sombra he visto de un bandido o de un
pirata.
—Es que y o no se lo he dicho a su excelencia para hacerle renunciar a su
proy ecto —añadió Gaetano—. Me preguntó y le respondí.
—Sí, mi caro Gaetano, y vuestra conversación es de las más interesantes, por
lo que quiero gozar de ella el may or tiempo posible. A Montecristo.
Entretanto se iban acercando al término del viaje, y con un vientecillo fresco
hacía el barco seis o siete millas por hora. La isla parecía que brotase del centro
del mar a medida que la distancia se acortaba, y a través de la clara atmósfera
del crepúsculo se distinguía, como las balas amontonadas en un arsenal, aquella
masa de rocas, en cuy os intersticios se veían las matas y los árboles surgir. En
cuanto a los marineros, aunque estaban al parecer completamente tranquilos, era
evidente que habían redoblado su vigilancia, y que sus miradas escudriñaban
aquel mar, terso como un espejo, poblado sólo de algunas barcas pescadoras que
con sus velas blancas se deslizaban como las gaviotas de ola en ola.
Once millas distaban de Montecristo cuando el sol empezó a ocultarse detrás
de la de Córcega, cuy as montañas se vislumbraban a la derecha, dibujando en el
cielo sus picos sombríos. Delante de la barca, ocultándole el sol, que y a sólo
doraba sus últimas rocas, se elevaba amenazador aquel gigante de piedra,
parecido a Adamastor. Lentamente subieron las sombras desde el mar,
ahuy entando aquel ray o de luz que iba y a a apagarse. Al fin subió aquella estela
luminosa hasta la cima del cono, donde se detuvo un instante flameando como el
penacho de un volcán, hasta que la sombra invasora se apoderó gradualmente de
las alturas, reduciéndose la isla a una nube rojiza que iba por momentos
ennegreciéndose. Una hora después se hizo completamente de noche.
En medio de la oscuridad profunda que los envolvía, Franz no dejaba de
experimentar alguna inquietud, pero por fortuna los marineros conocían muy
bien hasta los puntos más ignotos del archipiélago toscano. La Córcega había
desaparecido enteramente, y casi la isla de Montecristo, pero los marineros
tenían, como los linces, la facultad de ver en las tinieblas, y el piloto que iba al
timón no señalaba ningún obstáculo.
Una hora habría transcurrido desde la puesta del sol, cuando Franz crey ó
percibir a un cuarto de milla a la derecha una sombra confusa, aunque era
imposible el distinguirla bien, y temiendo que se le burlasen los marinos si
tomaba por tierra firme algunas nubes flotantes, no dijo ni una palabra, pero de
pronto apareció en la orilla un resplandor muy grande. La tierra parecía una
nube, pero el fuego no era un meteoro.
—¿Qué luz es aquélla? —inquirió.
—¡Chist! —dijo el patrón—. Es una lumbre.
—Pero ¿no decíais que la isla estaba deshabitada?
—Dije que no tiene población fija, pero dije también que es un nido de
contrabandistas.
—¿Y de piratas?
—Y de piratas —añadió Gaetano repitiendo las palabras de Franz—. Por eso
di orden de que pasáramos más allá de la isla, y y a lo veis, la lumbre cae detrás
de nosotros.
—Pero ese fuego —prosiguió Franz— me parece más bien un motivo de
seguridad que de inquietud. No lo hubieran encendido gentes que temiesen ser
descubiertas.
—¡Oh!, eso nada quiere decir —repuso Gaetano—. Si pudieseis reconocer en
medio de la oscuridad la situación de la isla, veríais que es tal, que el fuego no se
descubre desde la costa ni desde la Pianosa, sino desde alta mar solamente.
—Conque, según eso, ¿teméis que sea de mal agüero?
—Es preciso orientarse —repuso Gaetano fijando los ojos en aquella estrella
terrestre.
—¿Y cómo?
—Vais a verlo.
A estas palabras habló Gaetano en voz baja a sus compañeros, y después de
cinco minutos de discusión, ejecutaron en silencio una maniobra, con la cual viró
el barco de bordo como por ensalmo. Volvieron entonces a tomar el camino que
habían traído, y algunos segundos después desapareció el resplandor, sin duda a
causa de las alteraciones topográficas. El piloto dio entonces nueva dirección al
barquillo, que se acercó a la isla visiblemente, no distando más de cincuenta
pasos. Amainó Gaetano y quedó el barco inmóvil. Esto se había ejecutado con el
may or silencio, y hasta sin pronunciar una palabra, sobre todo desde el cambio
de dirección.
Gaetano, que había propuesto la expedición, tomó a su cargo la
responsabilidad. Los cuatro marineros no le perdían de vista, puestos al remo y
en disposición de usarlos con todas sus fuerzas, lo que no era difícil, gracias a la
oscuridad. Con esa sangre fría que y a le conocemos, Franz aprestaba sus armas
(que eran dos escopetas de dos cañones y una carabina), las cargaba y les ponía
el seguro.
En este intervalo el patrón se había quitado su marsellés y su camisa, y
asegurándose los pantalones en las caderas, sin quitarse los zapatos ni medias, que
no los usaba, se puso un dedo sobre la boca, como dando a entender que
guardasen profundo silencio, se deslizó al mar, nadando hacia la orilla con tanta
precaución, que era imposible oír el menor ruido. Sólo con ay uda de la fosfórica
estela que dejaba en el agua, se podía observar su camino. Esta estela pronto
desapareció. Era evidente que el patrón había llegado a la orilla. Todos los del
barco permanecieron inmóviles por espacio de media hora, al cabo de la cual
vieron aparecer junto a la orilla la misma estela luminosa en dirección a ellos.
Un instante después Gaetano estaba en la barca.
—¿Y bien? —le preguntaron Franz y cuatro marineros al mismo tiempo.
—Son —dijo— contrabandistas españoles, aunque hay también con ellos dos
bandidos corsos.
—¿Y qué hacen esos dos bandidos corsos con los contrabandistas españoles?
—¡Toma, excelencia! —repuso Gaetano con aire de sublime caridad—, es
preciso ay udarse los unos a los otros. Los bandidos se ven perseguidos con
bastante frecuencia en tierra por los gendarmes o los carabineros, y entonces
encuentran una barca tripulada por buenos camaradas como nosotros, a quienes
pedir hospitalidad, y de quienes recibirla en su mansión flotante. ¿Quién niega
protección a un pobre hombre que se ve perseguido? Le recibimos a bordo, y
para may or seguridad nos metemos en alta mar. Esto no nos cuesta nada, y le
salva la vida, o la libertad por lo menos, a uno de nuestros semejantes, que el día
de mañana en pago del servicio que le hemos hecho, nos indica un buen sitio para
desembarcar sin que nos molesten los curiosos.
—¡Ah! ¡Ya! ¿De modo que vos mismo tenéis también algo de contrabandista,
mi querido Gaetano? —le dijo Franz.
—¿Qué queréis, excelencia? —contestó con una sonrisa imposible de
describir—, bueno es saber algo de todo, porque lo primero es vivir.
—Luego ¿conocéis a esa gente que ahora habita en Montecristo?
—Así, así. Los marinos somos como los francmasones, que nos reconocemos
unos a otros por ciertas señales.
—¿Y creéis que no ofrece peligro nuestro desembarco?
—Ninguno. Los contrabandistas no son ladrones.
—Pero esos bandidos corsos… —murmuró Franz calculando de antemano
todas las posibilidades.
—¡Vay a por Dios! —dijo Gaetano—. Ellos no tienen la culpa de ser bandidos,
sino la autoridad.
—¿Qué decís?
—Desde luego. Les persiguen por haber hecho una piel, y nada más. ¡Como
si el vengarse no fuera en Córcega lo más natural del mundo!
—¿Qué entendéis por haber hecho una piel? ¿Haber asesinado a un hombre?
—dijo Franz prosiguiendo sus pesquisas.
—Haber matado a un enemigo, que es muy diferente —respondió el patrón.
—Pues bien —añadió el joven—. Vamos a pedir hospitalidad a esos
contrabandistas y a esos bandidos. ¿Creéis que nos la concederán?
—De seguro.
—¿Cuántos son?
—Cuatro, excelencia, y con los dos bandidos, seis.
—Justamente el mismo número nuestro; somos seis para seis, por si esos
señores se nos pusieran foscos y tuviéramos que traerlos a razones. Por última
vez, vamos a Montecristo.
—Corriente, excelencia, pero nos permitiréis tomar algunas otras
precauciones.
—Desde luego, amigo mío. Sed sabio como Néstor, y astuto como Ulises.
Hago más que permitíroslo, os lo aconsejo.
—Pues entonces, ¡silencio! —murmuró Gaetano.
Todos se callaron.
Para un hombre observador como Franz, todas las cosas tienen su verdadero
punto de vista. Esta situación, sin ser peligrosa, no carecía de cierta gravedad.
Hallábase en las tinieblas más profundas, en medio del mar, rodeado de
marineros que no le conocían, que no tenían ningún motivo para tenerle afecto,
que sabían que llevaba en el cinto algunos miles de francos, y que muchas veces
habían examinado, si no con envidia, con curiosidad al menos sus armas, que
eran muy hermosas.
Por otra parte, iba a arribar, sin más ay uda que aquellos hombres, a una isla
que, a pesar de su nombre religioso, no le prometía al parecer otra hospitalidad
que la del Calvario a Cristo, gracias a los bandidos y a los contrabandistas.
Después, la historia de aquellas barcas agujereadas en el fondo, que de día la
crey ó exagerada, parecióle verosímil de noche. Fluctuando, pues, entre este
doble peligro, quizás imaginario, no abandonaba su mano el fusil, ni sus ojos se
apartaban de aquellos hombres.
Entretanto, los marineros habían izado otra vez sus velas y vuelto a
emprender su marcha. En medio de las tinieblas, a las cuales estaba y a un tanto
acostumbrado, distinguía Franz el gigante de granito que la barca costeaba, y
pasando en fin el ángulo saliente de una peña, pudo ver la lumbre más encendida
que nunca, y sentadas a su alrededor cinco o seis personas.
El resplandor del fuego iluminaba una distancia de cien pasos mar adentro,
por lo menos. Costeó Gaetano la luz, procurando que su barco no saliese un punto
de la sombra, y cuando logró situarse enfrente de la lumbre, lanzóse
atrevidamente al círculo formado por el reflejo, entonando una canción de
pescadores, y haciéndole el coro sus compañeros. Al oír el primer verso de la
canción habíanse levantado los que se calentaban, aproximándose al
desembarcadero con los ojos fijos en la barca, cuy a fuerza e intenciones se
esforzaban indudablemente en adivinar. Pronto demostraron que el examen les
satisfacía, y endo a sentarse junto a la lumbre, en que asaban un cabrito entero, a
excepción de uno, que se quedó de pie en la orilla. Cuando la barca hubo llegado
a unos veinte pasos de la orilla, el que estaba de pie hizo maquinalmente con su
carabina el ademán de un centinela ante la fuerza armada, y gritó en dialecto
sardo:
—¿Quién vive?
Franz preparó fríamente sus dos tiros.
Gaetano cruzó con aquel hombre algunas palabras, que el viajero no pudo
comprender, pero que sin duda se referían a él.
—¿Quiere vuestra excelencia dar su nombre o guardar el incógnito? —le
preguntó el patrón.
—No quiero que mi nombre suene para nada —contestó Franz—. Decidle
que soy un francés que viaja por gusto.
Así que Gaetano hubo transmitido esta respuesta, dio una orden el centinela a
uno de los hombres que estaban sentados a la lumbre, el cual se levantó acto
seguido y desapareció entre las rocas.
Hubo un instante de silencio. Cada uno pensaba en sus propias cosas. Franz en
su desembarco, los marineros en sus velas, los contrabandistas en su cabra, pero
a pesar de este aparente descuido, se observaban unos a otros.
De repente, el hombre que se había separado de la lumbre apareció, en
opuesta dirección, haciendo con la cabeza una señal al centinela, que volviéndose
hacia el barco se contentó con pronunciar estas palabras:
—S’accommodi.
El s’accommodi italiano es imposible de traducir, porque significa al mismo
tiempo: venid, entrad, sed bienvenido, estáis en vuestra casa, todo es vuestro. Se
parece a aquella frase turca de Molière que tanto admiraba el paleto caballero
(le bourgeois gentilhomme) por el sinnúmero de cosas que significaba.
Los marineros no se lo hicieron repetir y a los cuatro golpes de remo tocó la
barca en la orilla. Saltó Gaetano el primero, volviendo a hablar brevemente con
el centinela en voz baja; saltaron los marineros unos tras otros, hasta que le tocó a
Franz hacer lo mismo.
Llevaba éste al hombro uno de los fusiles, Gaetano el otro, y un marinero su
carabina, pero como su traje era una mezcolanza del de los artistas y del de los
dandy s, no inspiró ninguna sospecha.
Tras amarrar el barco a la orilla dieron algunos pasos en busca de una
especie de vivaque donde se colocaron, pero sin duda el punto adonde se dirigían
no era del gusto del que hizo el papel de centinela, porque gritó a Gaetano:
—Por ahí no.
Balbuceó una disculpa Gaetano, y sin insistir dirigióse a la parte opuesta,
mientras dos marineros iban a encender en la hoguera antorchas para alumbrar
el camino.
Anduvieron como unos treinta pasos y se detuvieron en una pequeña
explanada de rocas, en que habían labrado como unos asientos, que querían
parecer garitas, donde el centinela pudiera sentarse. En torno crecían en algunos
trozos de tierra vegetal encinas enanas y mirtos de ramaje espeso. Por un
montón de cenizas, que vio al bajar al suelo una antorcha, comprendió Franz que
no era el primero que reconociese la excelencia de aquel sitio, y que debía de ser
una de las guaridas habituales de los nómadas visitantes de la isla de Montecristo.
Ya había dejado de estar en alarma y en acecho. Desde que puso el pie en
tierra, desde que se dio cuenta de las disposiciones, si no amistosas, indiferentes
de sus huéspedes, desapareció toda su desconfianza, cambiándose en apetito con
el olor de la cabra que asaban en la cercana lumbre.
Dijo algunas palabras acerca de este nuevo incidente a Gaetano, que le
respondió que nada era más sencillo que comer, para quien trajese como ellos en
su barco, pan, vino, seis perdices, y un buen fuego para asarlas.
—Además —añadió—, si tanto incita a vuestra excelencia el olor de la cabra,
puedo ofrecer a los vecinos dos de nuestras aves por un pedazo de su asado.
—Sí, sí, Gaetano —contestó el joven—. Haced, que parecéis en verdad
nacido para tratar esta clase de negocios.
Entretanto los marineros habían arrancado un buen montón de musgo, y con
mirtos y encina verde encendieron una buena lumbre.
Franz, impaciente, esperaba a su negociador, olfateando la cabra, cuando
aquél apareció con aire pensativo.
—Ea, ¿qué hay de nuevo? —le preguntó—. ¿Rechazan nuestra oferta?
—Al contrario —dijo Gaetano—. Su jefe, a quien han dicho que sois un joven
francés, os invita a cenar.
—¡Caramba! —exclamó Franz—. ¡Qué hombre tan civilizado debe de ser
ese jefe! No tengo motivos para negarme, tanto más cuanto que le llevo mi parte
de bucólica.
—¡Oh!, no es eso: Tiene para cenar y aun algo más. Es que pone a vuestra
entrada en su casa una condición muy singular.
—¡En su casa! ¿Ha construido una casa aquí?
—No; pero no deja por eso de tener, según se asegura, al menos, un albergue
bastante cómodo.
—¿Conocéis, pues, a ese jefe?
—Por haber oído hablar de él.
—¿Bien o mal?
—De las dos maneras.
—¡Diablo! ¿Y cuál es su condición?
—Que os dejéis vendar los ojos, y que no os quitéis la venda hasta que él
mismo os lo diga.
Franz sondeó cuanto le fue posible la mirada de Gaetano para conocer lo que
ocultaba esta proposición.
—¡Ah! —respondió el marinero adivinando su idea—. ¡Bien sé y o que
merece reflexionarse!
—¿Qué haríais vos en mi lugar? —inquirió el joven.
—Como nada tengo que perder, iría.
—¿No rechazaríais el ofrecimiento?
—No, aunque no fuera más que por curiosidad.
—¿Hay algo curioso en casa de ese jefe?
—Escuchad —dijo Gaetano bajando la voz—. Yo no sé si es cierto lo que
dicen… —Y se detuvo, mirando a su alrededor, por si lo escuchaban.
—¿Qué dicen?
—Dicen que ese jefe vive en una gruta que deja muy atrás al palacio Pitti.
—¡Soñáis! —exclamó Franz volviendo a sentarse.
—No es sueño —contestó el patrón—, sino realidad. Cama, el piloto del San
Fernando, entró un día, y salió maravillado, diciendo que sólo en los cuentos de
las hadas hay tales tesoros. Franz dijo:
—¿Sabéis que con esas palabras me haríais descender a las cavernas de Alí-
Babá?
—Digo lo que me dicen, excelencia.
—¿De modo que me aconsejáis que acepte?
—No digo tanto. Vuestra excelencia hará lo que sea de su gusto. Yo no
quisiera aconsejarle en semejante ocasión.
Franz reflexionó un rato, y comprendiendo que si aquel hombre era tan rico
no querría robarle a él, que sólo llevaba algunos miles de francos, y como,
además, entre todo esto veía en perspectiva una cena excelente, se decidió.
Gaetano fue a llevar su respuesta.
Como y a lo hemos dicho, Franz era, sin embargo, prudente, y quiso adquirir
todas las noticias posibles de su extraño y maravilloso anfitrión. Volvióse, pues, a
un marinero que durante este diálogo se ocupaba en desplumar las perdices con
mucha gravedad, y le preguntó en qué habrían podido arribar a la isla los
contrabandistas, puesto que ni barca, ni tartana, ni canoa se veía.
—No os inquietéis por eso —dijo el marinero—, porque conozco la
embarcación que tripulan.
—¿Es buena?
—Una igual deseo a vuestra excelencia para dar la vuelta al mundo.
—¿Es muy grande?
—De unas cien toneladas, sobre poco más o menos. Es un barco de capricho,
un y ate, pero construido de manera que en todo tiempo anda por el mar.
—¿Dónde lo han construido?
—Lo ignoro, aunque lo tengo por genovés.
—¿Y cómo un jefe de contrabandistas —prosiguió Franz— se atreve a
construir en Génova un y ate con destino a su comercio?
—Yo no he dicho que él sea contrabandista —respondió el marinero.
—No, pero me parece que Gaetano lo ha dicho.
—Gaetano habrá visto de lejos la tripulación, pero no habló con ninguno.
—Si ese hombre no es un jefe de contrabandistas, ¿qué es entonces?
—Un señor muy rico que viaja por placer.
« Vamos —pensaba Franz—, con ser las relaciones diferentes, se hace más y
más misterioso el personaje» .
—¿Cuál es su nombre?
—Cuando se lo preguntan, responde que Simbad el Marino, pero y o dudo que
ése sea su nombre verdadero.
—¿Simbad el Marino?
—Sí.
—¿Y dónde habita ese señor?
—En el mar.
—¿De qué pueblo es?
—No lo sé.
—¿Le habéis visto?
—Algunas veces.
—¿Qué clase de hombre es?
—Vuestra excelencia juzgará por sí mismo.
—¿Y dónde va a recibirme?
—Sin duda en ese palacio subterráneo de que Gaetano os habló.
—Y al desembarcar en esta isla, encontrándola desierta, ¿no habéis tenido
nunca la curiosidad de dar con ese palacio encantado?
—Así es, excelencia —repuso el marino—, y más de una vez, pero siempre
fueron inútiles nuestras tentativas. Hemos examinado la gruta de arriba abajo, sin
encontrar la menor comunicación. ¡Si dicen que la puerta no se abre con llave,
sino con una palabra mágica!
—Vamos, esto es un cuento de las Mil y una noches —murmuró Franz.
—Su excelencia os aguarda —dijo detrás de él una voz, que reconoció por la
del centinela.
Al recién llegado le acompañaban dos hombres pertenecientes a la
tripulación del y ate.
Por toda respuesta, sacó Franz su pañuelo, presentándoselo al que le había
dirigido la palabra. Vendáronle los ojos sin decir nada, pero con una
escrupulosidad que le daba a entender que no cometiese ninguna indiscreción.
Luego hiciéronle jurar que no trataría de destaparse. Franz juró. Hecho esto le
cogieron cada uno de ellos por un brazo, y echó a andar, conducido así y guiado
por el centinela.
Después de unos treinta pasos, sintió, por el calor de la hoguera y el olor de la
cabra, que pasaba por delante del vivaque. Hiciéronle después dar como
cincuenta pasos, evidentemente de la parte por donde prohibieron a Gaetano que
anduviera, prohibición que ahora se explicaba. Por el cambio de la atmósfera
comprendió pronto que entraba en un subterráneo, y a los pocos segundos de
marcha oy ó un estallido y parecióle que cambiara otra vez la atmósfera,
poniéndose perfumada y tibia. Cuando sus pies, por último, resbalaron sobre una
muelle alfombra, sus guías le abandonaron. Hubo un intervalo de silencio, hasta
que dijo una voz en buen francés, aunque con marcado acento extranjero:
—Seáis, caballero, bien venido a esta casa. Ya podéis quitaros el pañuelo.
Franz no se hizo repetir dos veces la invitación. Se quitó su pañuelo y hallóse
cara a cara con un hombre de unos treinta y ocho a cuarenta años, en traje
tunecino, o para que se comprenda mejor, con un casquete colorado con borla de
seda azul, una chaquetilla de paño negro bordada de oro, pantalones largos y
anchos de color de sangre, calzas del mismo color, bordadas asimismo de oro, Y
pantuflas amarillas. Llevaba en la cintura un magnífico chal de Cachemira, y
sujeto en él un y atagán pequeño y corvo.
El rostro de este hombre era de notable hermosura aunque pálido hasta
degenerar en lívido. Sus ojos vivos y penetrantes, su nariz recta y casi al nivel de
la frente, como de tipo griego en toda su pureza; sus dientes, blancos como perlas,
resaltaban entre su negro bigote. Sólo aquella palidez era extraña. Parecía un
hombre encerrado mucho tiempo en un sepulcro, que no hubiese podido recobrar
después el color de los vivos. No era de alta estatura, pero sí bien formado, y con
las manos y los pies muy pequeños, como los meridionales. Pero lo que admiró a
Franz, que había tenido por sueño las exageraciones de Gaetano, fue la
suntuosidad de los muebles.
Las paredes estaban cubiertas de seda turca carmesí, salpicada de flores de
oro. A un lado se veía una especie de diván coronado por un trofeo de armas
arabescas con vainas de plata sobredorada incrustadas de pedrería. Pendía del
techo una lámpara de cristal de Venecia, preciosísima por su forma y su color, y
cubría el suelo un tapiz turco, tan blando, que hasta el tobillo se hundían los pies.
Colgaban grandes cortinajes delante de la puerta por donde había entrado Franz,
y de la otra que daba paso a una habitación magníficamente iluminada al
parecer.
El jefe dejó un instante a Franz entregado a su sorpresa, examinándole con la
misma atención con que él lo examinaba todo, y sin perderle un punto de vista.
—Caballero —le dijo al fin—. Os pido mil veces que me dispenséis las
precauciones tomadas para introduciros aquí, pero como esta isla está casi
desierta, conocido el secreto de esta morada, cualquier día me la encontraría sin
duda como Dios fuere servido, lo que me agradaría en verdad muy poco, no por
la pérdida de lo que vale, sino porque me quitaría la seguridad que ahora tengo de
poder separarme del mundo cuando me da la gana. Procuraré haceros olvidar
ahora esa nimia molestia, ofreciéndoos lo que no esperaríais encontrar aquí, esto
es, una cena regular y una cama bastante buena.
—A fe mía, querido anfitrión, que no necesitáis ofrecerme dis culpas —
repuso Franz—. Siempre he visto que se vendaba los ojos a todos los que van a
entrar en palacios encantados. Eso sucede a Raúl en Los Hugonotes, y en verdad
que no debo de quejarme, pues lo que veo paréceme una continuación de las
maravillas de las Mil y una noches.
—¡Ay ! Tengo que deciros como Lúculo: « A esperar y o vuestra visita,
hubiera hecho algunos preparativos» . En fin, tal como es mi choza, tal como es
mi colación, las pongo a vuestra disposición. ¿Estamos y a servidos, Alí?
Casi en el mismo instante levantóse el cortinón de la puerta, apareciendo un
negro nubio, tan negro como el ébano, vestido con una sencilla túnica blanca, el
cual hizo a su amo una seña, que indicaba que podía pasar al comedor.
—Ahora —dijo el desconocido a Franz—, no sé si seréis de mi opinión, pero
me parece que nada hay más desagradable que estar dos o tres horas hablando
sin saber los interlocutores sus nombres respectivos. Y cuenta que y o respeto
demasiado las ley es de la hospitalidad para que os pregunte vuestro nombre ni
vuestro título. Os ruego únicamente que me digáis uno cualquiera, porque pueda
dirigiros la palabra. Para proporcionaros a vos iguales ventajas, os diré de mí que
acostumbran a llamarme Simbad el Marino.
—Por mi parte debo deciros que como y a no me falta para estar en la misma
situación de Aladino sino poseer la famosa lámpara maravillosa, no encuentro
dificultad alguna en que me llaméis Aladino interinamente. Me siento tentado a
creer que he sido transportado al Oriente por algún genio benéfico, con lo que
esta nueva ficción prolongará mis quimeras.
—Pues bien, señor Aladino —dijo el anfitrión—, habéis oído que podíamos
pasar a la mesa, ¿no es verdad? Entremos, pues, si os place. Vuestro humilde
servidor pasa delante para enseñaros el camino.
Y, en efecto, a estas palabras, levantando la cortina, pasó Simbad delante del
joven.
Estaba Franz cada vez más maravillado. El servicio de la mesa era
espléndido. Seguro y a de este punto tan importante, dirigió sus miradas a otra
parte. El comedor, menos suntuoso que el gabinete que acababa de abandonar,
era todo de mármol con bajorrelieves antiguos de gran mérito y valor. A ambos
extremos de esta habitación, que era oblonga, había dos magníficas estatuas con
cestones en la cabeza, que contenían frutas magníficas: ananás de Sicilia,
granadas de Málaga, naranjas de las islas Baleares, albérchigos franceses y
dátiles de Túnez.
En cuanto a su cena, se componía de un faisán asado con mirlos de Escocia,
un jamón de jabalí a la gelatina, un pedazo de cabra a la tártara, un rodaballo
magnífico y una langosta colosal. En los intermedios circulaban entremeses
delicados. La vajilla era de plata y los portavasos de porcelana.
Franz se frotaba los ojos para cerciorarse de que no soñaba.
Solamente Alí era admitido a servir a su dueño, y como lo hacía
perfectamente, recibió Simbad por ello muchas alabanzas de su convidado.
—Sí —contestó aquél haciendo con delicadeza los honores de la cena—, sí, es
un pobre diablo que me quiere mucho y se afana por agradarme. Recuerda que
le he salvado la vida, y como la apreciaba mucho, al parecer, me lo agradece
bastante.
Se acercó Alí a su dueño, cogióle una mano y se la besó.
—¿Pecaré de indiscreto, señor Simbad, preguntándoos cómo y cuándo
hicisteis esa bella acción? —le dijo Franz.
—¡Oh, Dios mío! Es una acción muy vulgar —respondió Simbad el Marino
—. Según parece, ese pillastre había rondado el serrallo del bey de Túnez más de
cerca de lo que convenía a un moro de su color, porque el bey le sentenció a
cortarle la lengua, la mano y la cabeza. La lengua el primer día, la mano el
segundo y la cabeza el tercero. Yo había deseado siempre tener un mudo a mi
servicio, por lo que esperé a que le hubiesen cortado la lengua para ir a proponer
al bey que me lo diese, a cambio de una magnífica escopeta de dos cañones que
me había parecido la víspera agradar a su alteza bastante. Aun con esto vaciló,
tanto deseo tenía de acabar con ese pobre diablo, pero y o le di sobre la escopeta
un cuchillo inglés de monte, con el cual había y o mellado el y atagán de su alteza,
y esto al fin le determinó a perdonarle la mano y la cabeza, aunque a condición
de que nunca volviera a Túnez. Tal exigencia era inútil. Por muy de lejos que el
infiel distinga cuando navegamos las costas de África, se esconde en seguida en
la cala, y no hay medio de hacerle salir de allí hasta que no se hay a perdido de
vista la tercera parte del mundo.
Franz permaneció un momento sin hablar y preguntándose qué debería
pensar de la frialdad horrible con que su anfitrión acababa de contarle aquella
cruel historia.
Luego, cambiando de tema, dijo:
—¿Y pasáis vuestra vida viajando como el honrado marino cuy o nombre
lleváis?
—Sí, es un voto que hice en cierta ocasión, cuando menos pensaba poderlo
cumplir —dijo sonriendo el desconocido—. Muchos tengo hechos como éste, que
espero en Dios que se cumplan.
Aunque Simbad pronunció estas palabras con la may or sangre fría, sus ojos
despidieron un fulgor extraño de ferocidad.
—¿Habéis sufrido mucho, caballero? —le dijo Franz.
Simbad se estremeció y le miró fijamente.
—¿Por qué lo sospecháis? —le preguntó.
—Por todo —contestó Franz—. Por vuestra voz, por vuestras mira das, por
vuestra palidez, y hasta por esta clase de vida que lleváis.
—¡Yo! ¡Yo llevo la vida más feliz que hay a gozado un hombre! ¡Una vida de
pachá! Soy el rey del mundo. Me agrada un sitio, permanezco en él; me
desagrada, lo abandono. Soy libre como los pájaros, y como ellos tengo alas. A
una señal me obedecen todos los que me rodean. En ocasiones me entretengo en
burlar a la policía de los hombres, quitándole un bandido que busca o un criminal
que persigue. Además, tengo también mi justicia baja y alta, aunque sin
papelotes ni apelación, que absuelve o condena, y que nada tiene de común con
ella. ¡Oh! ¡Si hubieseis probado mi vida, no gustaríais de otra alguna, y nunca
volveríais al mundo, a no ser que tuvieseis que realizar algún proy ecto
gigantesco!
—Una venganza, por ejemplo —dijo Franz.
El desconocido clavó en el joven una de esas miradas que penetran hasta lo
más profundo del pensamiento y del corazón humano.
—¿Y por qué ha de ser precisamente una venganza? —le preguntó.
—Porque me parecéis un hombre de esos que, perseguidos por la sociedad,
tienen que arreglar cuentas con ella —repuso Franz.
—Pues bien —repuso Simbad, sonriendo de aquella manera extraña que sólo
dejaba entrever sus dientes blancos y afilados—. Pues bien, no acertáis. Tal
como me veis, soy un filántropo, sui géneris, y acaso un día iré a París a hacer
sombra al señor Appert y al hombre de la capa azul.
—¿Será la primera vez que hagáis ese viaje?
—¡Oh, sí! Denota poca curiosidad en mí, ¿no es cierto? Pero os aseguro que
no he tenido la culpa de tardar tanto, y que al fin el día menos pensado iré.
—¿Y pensáis hacerlo pronto?
—Todavía no lo sé. Depende de circunstancias y combinaciones muy
inciertas.
—Quisiera estar allí cuando vos vay áis, para pagaros en la manera que me
fuese posible esta hospitalidad tan generosa que me dais en la isla de Montecristo.
—Con mucho gusto aceptaría vuestra invitación —repuso Simbad—, si no
tuviera que guardar el incógnito en París.
La cena entretanto proseguía. Como si hubiera sido ex profeso para Franz,
que hacía razonablemente los honores a ella, el marino apenas probaba los platos
del espléndido festín. Al cabo Alí sirvió los postres, o dicho mejor, las cestas que
tenían en sus manos las estatuas.
Entre dos de éstas puso una copa pequeña de plata sobredorada con tapa del
mismo metal. El respeto con que Alí cogió esta copa chocó muchísimo a Franz,
que levantando la tapa, halló que contenía una especie de pasta verde, parecida al
dulce de angélica y que él no había visto jamás. Cuando volvió a tapar la copa, se
hallaba tan ignorante de su contenido como al destaparla. Miró a su huésped y le
vio sonreírse.
—¿No podéis adivinar qué es lo que contiene ese vaso? —le preguntó éste.
—Os lo confieso.
—Pues bien, esa especie de dulce verde no es ni más ni menos que la
ambrosia que Hebe servía a Júpiter.
—Pero esa ambrosia, sin duda —repuso Franz—, al pasar por la mano de los
hombres, habrá perdido su nombre divino para tomar otro humano. ¿Cómo se
llama, pues, en lengua vulgar este ingrediente, que a decir verdad no me inspira
gran simpatía?
—Ahí tenéis precisamente lo que revela nuestro origen material —exclamó
el marino—. ¡Cuántas veces pasamos del mismo modo junto a la felicidad, sin
verla, sin mirarla, o sin reconocerla, si la vemos o la miramos! Si sois un hombre
positivista, si vuestro Dios es el oro, probad esto, y se os abrirán las minas del
Perú, de Guzarate y de Golconda. Si sois hombre inteligente, si sois poeta, probad
esto, y desaparecerán para vos los límites de lo posible, y se os abrirán los
campos de lo infinito, y en libertad absoluta de pensamiento y de alma, volaréis a
vuestro antojo por las inconmensurables esferas de la fantasía. ¿Tenéis
ambiciones, suspiráis por las vanidades de la tierra?, probad esto, y dentro de una
hora seréis rey, no de un reino miserable, olvidado en un rincón de Europa, como
Francia, España e inglaterra, sino rey del mundo, rey del universo, rey de la
creación. Asentaréis vuestro trono en la montaña adonde llevó Satanás a
Jesucristo, y sin que le rindáis tributo, sin que os humilléis hasta besarle la pezuña,
seréis el soberano de todos los soberanos de la Tierra. ¿No es lo que os ofrezco
tentador?, confesadlo; tanto más tentador, cuanto que no hay nada más fácil que
hacer esto. Mirad.
Al acabar estas palabras descubrió a su vez la copa de plata que contenía la
sustancia tan alabada, llenó de ella un cucharilla de café, la llevó a sus labios y la
saboreó lentamente, con los ojos medio cerrados y la cabeza echada hacia atrás.
Franz le dejó todo el tiempo necesario para tragarlo, y le dijo al verle y a
vuelto, por decirlo así, a la escena:
—Pero ¿en qué consiste este manjar tan precioso?
—¿Habéis oído hablar —le contestó el marino— del viejo de la Montaña, de
aquel que quiso asesinar a Felipe Augusto?
—Sí.
—Pues habéis de saber que reinaba en un valle fertilísimo, que dominaba la
montaña de donde había tomado su pintoresco nombre. Estaba aquel valle lleno
de jardines, plantados por Hassen-ben-Sabad, con pabellones aislados, donde
hacía entrar a sus elegidos para darles a masticar, según dice Marco Polo, cierta
hierba que los transportaba al paraíso, entre plantas siempre en flor, frutas
siempre maduras y mujeres siempre vírgenes.
» Pues bien, lo que aquellos jóvenes bienaventurados tomaban por realidad
era un sueño, pero un sueño tan dulce, tan embriagador, tan voluptuoso, que se
vendían en cuerpo y alma al que se lo proporcionaba, y obedientes a sus órdenes
como a las de Dios, iban a buscar hasta el fin del mundo la víctima indicada para
herirla, expirando en medio de sus torturas sin proferir una queja, alentados por
la esperanza de que su muerte no era sino una trasmigración a aquella vida de
delicias que les daba a probar esta hierba santa, que acaban de servirme en
vuestra presencia.
—Entonces —exclamó Franz—, es el hachís, sí, y o lo conozco, a lo menos de
nombre.
—Justamente; habéis acertado el nombre, señor Aladino, es el hachís, el
hachís mejor y más puro que se hace en Alejandría, el hachís de Abougor, el
grande, el único, el hombre a quien se debería edificar un palacio con esta
inscripción: « Al fabricante de la felicidad, el mundo agradecido» .
—¿Sabéis —dijo Franz— que me dan ganas de juzgar por mí mismo de la
verdad o exageración de vuestras palabras?
—Juzgad por vos mismo, mi querido huésped, juzgad; pero no por la primera
impresión que os produzca. Es conveniente acostumbrar los sentidos a una nueva;
como acontece en todas las impresiones, dulce o violenta, triste o alegre, existe
una lucha entre esta divina sustancia y la naturaleza, que no está organizada para
el placer, y que se aferra mucho al dolor. Es necesario que la naturaleza vencida
muera sobre el campo de batalla, es preciso que la realidad suceda al sueño, y
entonces es el sueño el que domina absolutamente, y la vida se hace sueño y el
sueño se hace vida. ¡Pero qué diferencia en tal transformación! Es decir, que
comparando los dolores de la existencia real con los placeres de la existencia
ficticia, no querréis vivir nunca, porque querréis estar soñando siempre. Cuando
abandonéis vuestro mundo por el mundo de los demás, os parecerá que pasáis de
una primavera de Nápoles a un invierno de la Laponia, se os antojará que dejáis
el paraíso por la tierra, y el cielo por el infierno. Probad el hachís, mi querido
huésped, probadlo.
Franz cogió por toda respuesta una cucharada de aquella pasta maravillosa,
igual a la que había tomado su anfitrión, y se la llevó a los labios.
—¡Diablo! —exclamó cuando se la hubo tragado—, no sé si la consecuencia
será tan agradable como decís, pero lo que es como manjar, no me parece tan
suculento como a vos.
—Porque vuestro paladar no está acostumbrado a lo sublime de esa sustancia.
Decidme, ¿os gustaron en seguida las ostras, el té, las trufas, y todo lo que
después habéis apreciado en tal manera? ¿Comprendéis acaso a los romanos, que
sazonaban los faisanes con asafétida, y a los chinos, que comen nidos de
golondrinas? No por cierto, no. Pues bien, lo propio sucede con el hachís.
Tomadlo tan sólo por espacio de ocho días seguidos, y ningún manjar del mundo
os parecerá que reúne la delicadeza de éste, hoy soso y nauseabundo para vos.
Pasemos ahora a la habitación de al lado, es decir, a la vuestra, que va Alí a
servirnos el café y a darnos pipas.
Los dos se levantaron y mientras el que a sí mismo se había dado el nombre
de Simbad y que nosotros hemos mencionado de tiempo en tiempo, porque se le
pudiera llamar de cualquier modo; mientras Simbad, decimos, daba algunas
órdenes a su criado, Franz entró en la pieza inmediata.
Estaba amueblada con sencillez en comparación a la otra, aunque no menos
rica, y la forma de ella era redonda. Un diván prolongado se extendía a su
alrededor, pero diván, techo, paredes y suelo estaban cubiertos de magníficas
pieles, blandas como los más blandos tapices; eran de leones del Atlas, con sus
majestuosas crines; de tigres de Bengala, con ray as deslumbradoras, de panteras
del Cabo, tachonadas de oro, como la que se aparecía al Dante, y pieles,
finalmente, de osos de la Siberia, y zorras de Noruega, arrojadas todas con
profusión unas sobre otras, de manera que parecía que se anduviese sobre la
alfombra más espesa, o se reposase en el más blando de los lechos.
Ambos se recostaron sobre el diván. Había a mano pipas con boquilla de
ámbar y tubos de jazmín, y preparadas para que no hubiese necesidad de fumar
dos veces en una misma. Tomaron una de ellas cada uno y Alí las encendió,
saliendo luego a buscar el café.
Guardaron silencio, unos instantes, que Simbad pasó entregado a los
pensamientos que al parecer le dominaban sin tregua, aun en medio de la
conversación, y Franz, abandonado a esa especie de fascinación vertiginosa que
acomete siempre al que fuma excelente tabaco. No parece sino que el humo del
tabaco bueno tenga la propiedad de quitarnos todas las penas, dándonos ilusiones
en cambio.
Alí sirvió el café.
—¿Cómo lo tomáis? —preguntó a Franz el desconocido—, ¿a la francesa o a
la turca? ¿Cargado o claro? ¿Con azúcar o sin él? ¿Pasado o hirviendo? Podéis
elegir, pues lo hay de todas las maneras.
—Lo tomaré a la turca —respondió Franz.
—Hacéis bien. Eso prueba que tenéis buenas disposiciones para la vida
oriental. ¡Ah!, convendréis conmigo en que los orientales son los únicos hombres
que saben vivir. Por lo que a mí respecta —añadió Simbad con una de aquellas
singulares sonrisas que no se escapaban a la observación del joven—, tan pronto
como despache mis negocios de París iré a morir al Oriente, y si entonces
queréis encontrarme, os será preciso irme a buscar al Cairo, a Bagdad o a
Ispaham.
—A fe mía que será la cosa más fácil —dijo Franz—, pues paréceme que
tengo alas de águila, capaces de dar la vuelta al mundo en veinticuatro horas.
—¡Vay a, vay a! ¡Ya empieza a actuar el hachís! Abrid pues, esas alas, y
volad a las regiones de la fantasía. Nada os arredre, que hay quien vela por vos,
y si vuestras alas se derriten al sol como las de Ícaro, aquí estoy y o para
recibiros.
Tras esto dijo a Alí algunas palabras árabes. El negro hizo un gesto de
obediencia y se retiró, aunque sin alejarse.
En cuanto a Franz, sufría una rara transformación. Todas sus fatigas físicas,
toda la exaltación originada en su cerebro por los sucesos de aquel día, iban
desapareciendo, como en esos primeros instantes del sueño en que se vive
todavía. Al parecer, su cuerpo cobraba una ligereza inmaterial y su razón se
despejaba de una manera maravillosa y parecían duplicarse las facultades de sus
sentidos. Su horizonte íbase ensanchando más y más, pero no ese horizonte
sombrío y lleno de terrores en que se arrastraba antes de su sueño, sino un
horizonte azul, transparente y vasto, con todo lo que el mar tiene de tintas
mágicas, con todo lo que el sol tiene de luz, y todo lo que la brisa tiene de
perfumes. Después, entre los cantos de los marineros, cantos puros y claros, que
a poder escribirlos compusieran una armonía divina, veía aparecer la isla de
Montecristo, no como un escollo terrible entre las olas, sino como un oasis
perdido en medio del desierto, y a medida que la barca se acercaba, hacíase el
canto más numeroso, porque también la isla exhalaba a Dios una armonía
misteriosa, ni más ni menos que si alguna hada, como Lorely, o algún encantador
como Anfión, quisiera atraer hacia aquella parte un alma o edificar una ciudad.
Al fin la barca tocó a la orilla, aunque sin violencia, sin sacudidas, como toca
un labio a otro labio, y penetró en la gruta sin que dejase de sonar aquella música
encantadora. Descendió, o mejor dicho, parecióle que descendía algunos
escalones, respirando un aire embalsamado y fresco, como el que debía de
soplar en torno a la gruta de Circe, aire lleno de esos perfumes que embriagan la
fantasía, de ardores que encienden los sentidos, y vio nuevamente todo cuanto
había visto antes de su sueño, desde Simbad, el fantástico marino, hasta Alí, el
criado mudo. Luego todo parecía que se confundiese y se borrase a su vista,
como las últimas sombras de una linterna mágica que se apaga, hallándose de
nuevo en la habitación de las estatuas, iluminada totalmente por una de esas
lámparas antiguas de luz pálida, que en medio de la noche acompañan al sueño o
a la voluptuosidad.
Eran, en efecto, ricas de formas, en lujuria y poesía, de ojos magnéticos,
sonrisa lasciva y larga cabellera. Friné, Cleopatra y Mesalina, las tres cortesanas
célebres. Entre aquellas sombras impúdicas aparecía después como un ángel
cristiano en medio del Olimpo, como un ray o de luz pura, una visión dulce que se
cubría la frente virginal ante aquellas impurezas de mármol.
Entonces le pareció que las tres estatuas habían fundido sus amores en uno
para un hombre solo, y que este hombre era él, y que se acercaban a su lecho
envueltas en largas túnicas blancas, desnuda la garganta, destrenzados los
cabellos, con una de esas actitudes que seducían a los dioses, pero que los santos
resistían, con esas miradas inflexibles y ardientes como la de la serpiente que
atrae al pájaro, y que se entregaba por último a aquellas caricias dolorosas como
un abrazo, y voluptuosas como un beso.
Le pareció a Franz que cerraba los ojos, y que a través de la última mirada
veía a la estatua púdica cubrirse el rostro enteramente, y después de cerrados los
ojos a las cosas materiales, se abrieron sus sentidos a las fantásticas, gozando de
una felicidad sin límites, de un amor incesante, como el que el profeta prometía a
sus elegidos.
Entonces, todas aquellas bocas de piedra se animaron y palpitaron aquellos
pechos hasta tal punto que para Franz, que por la primera vez conocía los efectos
del hachís, este amor era casi dolor, esta voluptuosidad casi tortura, sobre todo
cuando sentía posarse en su boca ardiente los labios de las estatuas, fríos y
petrificados como los anillos de una serpiente. Sin embargo, cuanto más se
esforzaba en rechazar aquel amor imaginario, más se engolfaban sus sentidos en
el sueño misterioso, hasta que después de una lucha en que tanto deseaba quedar
victorioso como vencido, cedió del todo, abrasado de fatiga, hastiado de
voluptuosidad, con los besos de aquellas mujeres de mármol y con los encantos
de aquel sueño inconcebible.
Capítulo IX
Al despertar
Cuando Franz volvió en sí, los objetos exteriores le parecieron una segunda
parte de su sueño. Imaginóse en un sepulcro, donde apenas penetraba un ray o
de sol como una mirada compasiva. Extendió la mano y tocó la piedra,
incorporóse y se halló acostado en un lecho de hojas secas, aromáticas y suaves.
Habían desaparecido las visiones, y como si fueran las estatuas sólo sombras
salidas de sus sepulcros durante su ensueño, habían huido al despertar. A toda la
agitación del sueño sucedía la calma de la realidad. Se encontró en una gruta, se
adelantó hacia la abertura. A través de la puerta se veía el azul del mar y del
cielo. Aire y agua resplandecían a los primeros ray os del sol de la mañana; a la
orilla estaban sentados los marineros riendo y cantando. A diez pasos mar adentro
se mecía graciosamente la barquilla sobre sus andotes. Entonces aspiró largo
tiempo aquella brisa fresca que le azotaba la frente, escuchó el débil rumor de las
olas que se estrellaban en la orilla, salpicando las rocas de blanca espuma, y
entregóse instintivamente a este divino éxtasis que la naturaleza produce, sobre
todo, después de un sueño fantástico.
La vida exterior, tan pura, tan grande, tan tranquila, recordóle poco a poco lo
inverosímil de su sueño, y su memoria empezó a llenarse de recuerdos. Se
acordó de su llegada a la isla, y de su presentación a un jefe de contrabandistas,
de un palacio espléndido, y de una cena excelente y una cucharada de hachís.
Sólo que en medio de esta realidad palpable parecíale que todas aquellas
cosas habían ocurrido por lo menos hacía un mes, tan vivo era el pensamiento de
su sueño, y tanta importancia tenía en su imaginación. De vez en cuando,
parecíale distinguir entre los marineros, o junto a una roca, o meciéndose sobre
el barco, una de aquellas sombras que con besos y miradas poblaron de estrellas
el cielo de su noche. Por otra parte, sentía la cabeza completamente despejada y
el cuerpo tranquilo, sin peso en el cerebro, sino todo lo contrario, un bienestar
general, una predisposición más grande que nunca a absorber el sol y el aire.
Acercóse alegremente a sus marineros, que al verle se levantaron todos, y el
patrón se le aproximó diciéndole:
—El señor Simbad nos ha encargado de cumplimentar a vuestra excelencia
en su nombre, y de expresarle cuánto siente no poder despedirse de vuestra
excelencia, mas confía que le dispenséis cuando sepáis que un negocio
importantísimo le obligó a marchar a Málaga.
—¡Ah!, oy e, mi querido Gaetano, ¿es todo esto verdad? ¿Existe un hombre
que me recibió en esta isla, que me dio una hospitalidad regia, y se ha marchado
mientras y o soñaba?
—Tan cierto es, que por allí va alejándose su y ate a velas desplegadas; con
vuestro anteojo de larga vista quizá podréis aún reconocer a Simbad el Marino en
medio de la tripulación sobre cubierta.
Y al decir estas palabras extendió Gaetano su brazo en dirección a un
barquillo, que se dirigía al extremo meridional de Córcega. Franz sacó su anteojo,
lo graduó a su vista y se puso a mirar al sitio indicado. No se engañaba Gaetano.
A la popa del barco aparecía el misterioso extranjero, de pie, vuelto hacia Franz,
y con un anteojo en la mano como él. Iba vestido con el mismo traje con que se
presentara a su huésped, y para despedirse agitaba un pañuelo. Franz devolvióle
el saludo de la misma forma. Un momento después se divisó en la popa del barco
una nubecilla de humo, elevándose al cielo graciosa y lentamente. Una
detonación llegó a oídos de Franz.
—¿Oís? —le dijo Gaetano—. Eso significa que se despide de vos.
El joven tomó su carabina y la descargó disparando al aire, pero sin
esperanza de que la detonación pudiese atravesar la distancia que separaba el
y ate de la costa.
—¿Qué ordena vuestra excelencia? —le preguntó Gaetano.
—Que me deis una luz.
—¡Ah!, y a entiendo —dijo el patrón—; para buscar la entrada de la mansión
encantada. Buen provecho os haga, excelencia, puesto que tenéis gusto de ello,
voy a daros la antorcha que me pedís, pero sabed que y o también tuve esa idea,
que he tenido ese capricho tres o cuatro veces, y que siempre acabé por
renunciar a él. Giovanni —añadió—, enciende una tea y tráela a su excelencia.
Aquél obedeció, y tomando Franz la tea entró en el subterráneo seguido de
Gaetano.
Reconoció el sitio en que se había despertado, y su lecho de hojas, hollado
todavía, pero por más que examinó con ay uda de la tea toda la superficie
exterior de la gruta, nada vio, salvo algunos sitios que por lo ahumados
demostraban que otros habían hecho antes que él la misma investigación.
Sin embargo, no dejó de examinar ni un solo pie de aquella muralla granítica,
impenetrable como el porvenir; no vio una sola grieta sin introducir en ella su
cuchillo de monte, no observó un solo ángulo saliente de una piedra sin apoy arse
en él, con la esperanza de que cedería; pero todo fue en vano, y en este trabajo
perdió dos horas sin resultado alguno.
Al cabo de este tiempo renunció a sus proy ectos. Gaetano había triunfado.
Cuando Franz volvió a la play a, el y ate no aparecía y a sino como un punto
blanco en el horizonte. Recurrió a su anteojo, pero ni aun así le fue posible
distinguir nada.
Gaetano le recordó que había venido a cazar cabras, cosa de que él se había
olvidado enteramente. Tomó su escopeta y se puso a recorrer la isla más bien
como un hombre que cumple una obligación, que como aquel que procura
divertirse, y transcurrido un cuarto de hora había muerto una cabra y dos
cabritillos. Pero aquellas cabras, aunque salvajes y ligeras como gamuzas,
guardaban una gran semejanza con nuestras cabras domésticas, y Franz no las
consideraba como caza.
Otras ideas preocupaban, además, su imaginación. Desde la víspera se había
constituido en héroe de un cuento de Las mil y una noches, y un poder invencible
le arrastraba a la gruta.
Entonces, pese a la inutilidad de sus primeras pesquisas, emprendió otras
nuevas, mientras Gaetano, por orden suy a, asaba una de las cabras.
Mucho tiempo debió de durar esta segunda visita, pues cuando volvió estaba
y a asada la cabra y dispuesto el almuerzo. Sentado Franz en el mismo lugar en el
que la víspera fueron a invitarle a cenar de parte del misterioso desconocido,
distinguió todavía, como una gaviota cerniéndose sobre las aguas, al diminuto
y ate, que continuaba su camino a Córcega.
—¿Pero no me dijisteis que el señor Simbad iba a Málaga? —exclamó de
repente encarándose con Gaetano—. Paréceme que se dirige a Porto-Vecchio.
—¿No os acordáis —repuso el marinero—, que os dije también que entre su
tripulación había casualmente dos bandidos corsos?
—En efecto, irá a desembarcarlos a la costa —observó Franz.
—Eso mismo. ¡Ah! Simbad el Marino es un buen sujeto, que no teme al
diablo y que por hacer un servicio a un pobre, dicen que andaría diez leguas.
—Pero ese género de servicios le pueden malquistar con las autoridades del
país donde los haga —repuso Franz.
—¡Ah! —exclamó sonriéndose Gaetano—. Bastante le importan a él las
autoridades. Se burla de ellas y cuando le persiguen no es su y ate un buque
velero, sino un pájaro, sin contar con que para encontrar amigos, sólo tiene que
acercarse a la costa.
Lo único que resulta claro de todo esto es que el señor Simbad, el agasajador
de Franz, honrábase con estar relacionado con todos los contrabandistas y
bandoleros del Mediterráneo, posición asaz excéntrica.
Como nada retenía y a a Franz en la isla de Montecristo, y como había
perdido la esperanza de descubrir el encanto de la gruta, apresuróse a almorzar,
ordenando a los marineros que preparasen la barca para dentro de una hora.
Media hora después estaba y a a bordo. Echó la última mirada al y ate, que
estaba a punto de perderse de vista en el golfo de Porto-Vecchio. Cuando, dada la
señal de partir, se ponía su barco en movimiento, aquél desapareció enteramente.
Con el y ate se desvanecía la postrera realidad de la noche anterior: la cena,
Simbad, el hachís, las estatuas, todo, en fin, empezaba a tomar para el joven el
colorido de un sueño.
El día y la noche entera navegó la barca, y a la salida del sol a la mañana
siguiente, había perdido también de vista la isla de Montecristo.
Tan pronto como puso Franz el pie en tierra firme, se olvidó, aunque sólo por
un momento, de los últimos acontecimientos, para terminar sus quehaceres
políticos y juveniles en Florencia, y no pensar en otra cosa que en reunirse con su
compañero, que le esperaba en Roma.
Partió, pues, en el correo, y el sábado por la noche llegó a la plaza de la
Aduana.
Como y a se ha dicho, la habitación la tenía de antemano preparada, no
precisando de otra cosa que dirigirse al hotel de maese Pastrini, cosa que no era
muy fácil, pues una inmensa muchedumbre henchía y a las calles, y se miraba
aturdida Roma por el rumor febril y sordo que precede a las grandes
solemnidades.
Las grandes solemnidades de Roma son cuatro: el Carnaval, la Semana Santa,
el Corpus y el día de San Pedro. Todo el resto del año vuelve a caer la ciudad en
esa triste apatía, punto medio entre la vida y la muerte, entre este mundo y el
otro, apatía sublime, característica y poética, que Franz había estudiado y a cinco
o seis veces, encontrándola cada vez más fantástica y maravillosa.
Atravesando, pues, aquella turba que crecía por momentos y se agitaba, llegó
a la fonda.
A su primera pregunta, le respondieron con esa impertinencia propia de los
cocheros de alquiler que tienen y a viaje aparejado, y de los fondistas que tienen
y a sus cuartos llenos, que no había para él habitación en la fonda de Londres. Y
por esto se vio obligado a enviar una tarjeta a maese Pastrini y a preguntar por
Alberto de Morcef. Este recurso fue excelente, pues maese Pastrini acudió
personalmente con mil excusas por haber hecho esperar a su excelencia, y
tomando la bujía de mano de un cicerone que y a se había apoderado del viajero,
preparábase a conducirle junto a su amigo, cuando éste apareció.
La habitación indicada se componía de dos piezas pequeñas y de un gabinete
con ventanas que daban a la calle, cualidad que exageró mucho maese Pastrini,
añadiendo que era inapreciable su valor. El resto de aquel piso lo tenía alquilado a
un personaje muy rico, que pasaba por siciliano o maltés, aunque el fondista no
supo decir a ciencia cierta a cuál de las dos naciones pertenecía.
—Está bien, maese Pastrini —dijo Frank—. Necesitamos ahora por lo pronto
una cena cualquiera para esta noche, y un carruaje para mañana y los siguientes
días.
—En lo de la cena —respondió el fondista—, seréis servidos en el acto; pero
concerniente al carruaje…
—¿Cómo es eso, maese Pastrini? ¡Dudáis…! Ea, no os chanceéis, que
necesitamos un carruaje.
—¡Oh, caballero!, todo lo imaginable se hará por proporcionároslo, y es
cuanto puedo decir.
—¿Y cuándo sabremos la respuesta? —preguntó Franz.
—Mañana por la mañana —respondió el fondista.
—¡Qué diablo! —exclamó Alberto—. Con pagarlo bien, es negocio
concluido. Ya sabemos a qué atenernos. Un carruaje de Drake o de Aarón cuesta
veinticinco francos los días de trabajo, y treinta o treinta y cinco los domingos y
días señalados, conque añadiendo cinco francos diarios de corretaje, suman
cuarenta. No se vuelva a hablar de esto.
—Sospecho que aun cuando ofrezcan los señores el doble, no logren
proporcionárselo.
—Que pongan entonces caballos al mío, aunque del viaje está algo
estropeado, pero no importa…
—No se encontrarán caballos.
Alberto miró a Franz, como a un hombre a quien se le da una respuesta
incomprensible.
—¿Oís Franz? —le dijo—. ¡No hay caballos! Pero de posta, ¿no podría
haberlos?
—Están alquilados todos quince días ha, y sólo quedan los indispensables para
el servicio.
—¿Qué es lo que decís?
—Digo que, cuando no comprendo una cosa, acostumbro a no detenerme
mucho en ella y paso a otra. ¿Está dispuesta la cena, maese Pastrini?
—Sí, excelencia.
—Pues ante todo, cenemos.
—Pero ¿y el carruaje y los caballos? —dijo Franz.
—No os preocupéis, amigo mío, que ellos vendrán por su propio pie. El busilis
está en el precio.
Y Morcef, con esa admirable filosofía del hombre que nada juzga imposible
mientras tiene llenos los bolsillos, cenó, se acostó y durmió a pierna suelta,
soñando que paseaba las calles de Roma en un carruaje tirado por seis caballos.
Capítulo X
Alvestido,
día siguiente Franz se despertó antes que su compañero, y así que estuvo
tiró del cordón de la campanilla. Aún vibraba el sonido de ésta,
cuando maese Pastrini entró en el aposento.
—¡Y bien! —dijo el fondista con aire de triunfo, sin esperar a que Franz le
interrogase—, bien lo sospechaba ay er cuando no quería prometeros nada.
Habéis acudido demasiado tarde y a, y no hay en Roma un solo carruaje
desalquilado, para los tres últimos días, se entiende.
—Justamente —exclamó Franz—, para los días que más falta nos hace.
—¿Qué hay ? —preguntó Alberto entrando—. ¿No tenemos carruaje?
—Así es, querido amigo —respondió Franz—, lo habéis adivinado.
—¡Vay a una ciudad! ¡Buena está la tal Roma!
—Es decir —replicó maese Pastrini, que quería mantener dignamente con los
extranjeros el pabellón de la capital del mundo cristiano—, es decir, que no hay
carruaje desde el domingo por la mañana, hasta el martes por la noche, pero
hasta entonces encontraréis cincuenta si queréis.
Alberto dijo:
—¡Ah!, eso y a es algo. Hoy es jueves, ¿quién sabe de aquí al domingo lo que
puede suceder?
—Que llegarán diez o doce mil viajeros —respondió Franz—, los cuales
harán may or aún la dificultad.
—Amigo mío —dijo Morcef—, aprovechemos el presente y olvidémonos
por ahora del futuro.
—Pero a lo menos —preguntó Franz—, ¿tendremos una ventana?
—¿Dónde?
—En la calle del Corso.
—¡Oh! ¡Una ventana! —exclamó maese Pastrini—, completamente
imposible. Una solamente quedaba en el quinto piso del palacio Doria, y ha sido
alquilada a un príncipe ruso por veinte cequíes al día.
Los dos jóvenes se miraron atónitos.
—Pues mira, querido —dijo Franz a Alberto—, lo mejor que podemos hacer
es irnos a pasar el carnaval en Venecia; al menos allí, si no encontramos
carruaje, encontraremos góndolas.
—No, no —exclamó Alberto—. Estoy decidido a ver el carnaval en Roma, y
lo veré aunque sea en zancos.
—¡Caramba! —exclamó Franz—. Es una gran idea, sobre todo para apagar
los moccoletti; nos disfrazaremos de polichinelas, de vampiros o de habitantes de
las landas, y tendremos un éxito magnífico.
—¿Desean aún sus excelencias tener un carruaje para el domingo?
—¡Pues qué! ¿Creéis que vamos a recorrer las calles de Roma a pie, como si
fuéramos pasantes de escribano?
—¡Bien!, voy a apresurarme a ejecutar las órdenes de sus excelencias —dijo
maese Pastrini—, pero les prevengo que el carruaje les costará seis piastras al
día.
—Y y o, querido maese Pastrini —dijo Franz—, y o que no soy vuestro vecino
el millonario, os advierto que como es la cuarta vez que vengo a Roma, conozco
el precio de los carruajes, tanto los domingos y días de fiesta como los que no lo
son, os daremos doce piastras por hoy, mañana y pasado, y aún sacaréis muy
buen producto.
—Con todo, excelencia… —dijo maese Pastrini procurando rebelarse.
—Andad, andad, mi querido huésped —dijo Franz—, o voy y o mismo a
ajustar el carruaje con vuestro affettatore, que es también el mío. Es un antiguo
amigo que durante su vida me ha robado bastante dinero, y que con la esperanza
de robarme más, pasará por un precio menor que el que os ofrezco; de este
modo perderéis la diferencia y será vuestra la culpa.
—¡Oh!, no os toméis esa molestia, excelencia —dijo maese Pastrini con la
sonrisa del especulador italiano que se confiesa vencido—, cumpliré vuestro
encargo lo mejor que me sea posible y espero que quedaréis contento.
—Estupendo, eso se llama hablar con juicio.
—¿Cuándo queréis el carruaje?
—Dentro de una hora.
—Pues dentro de una hora estará a la puerta.
En efecto, una hora después el carruaje esperaba a los dos jóvenes. Era un
modesto simón que, atendida la solemnidad de la circunstancia, habían elevado al
rango de carruaje. Pero, a pesar de la mediana apariencia que tuviese, los dos
jóvenes se hubieran dado por muy dichosos con tener una covacha semejante
para los tres últimos días.
—Excelencia —gritó el cicerone al ver a Franz asomarse a la ventana—, ¿se
acerca la carroza al palacio?
Por muy acostumbrado que estuviese Franz al énfasis italiano, su primer
movimiento fue mirar a su alrededor, pero a él era a quien se dirigían en efecto
aquellas palabras. Franz era la excelencia, la carroza era el fiacre, y el palacio
era la fonda de Londres. Todo el genio encomiástico de la nación estaba
encerrado en aquella frase.
Franz y Alberto bajaron. La carroza se acercó al palacio, sus excelencias
subieron, y el cicerone saltó a la trasera.
—¿A dónde quieren sus excelencias que les conduzca?
—Primero a San Pedro y enseguida al Coliseo —dijo Alberto.
Pero éste ignoraba que para ver San Pedro se necesitaba un día, y para
estudiarlo, un mes.
Quise decir que se pasó el día en ver San Pedro.
Los dos amigos no echaron de ver que se hacía tarde hasta que el día empezó
a declinar. Franz sacó su reloj, eran las cuatro y media. Emprendieron
inmediatamente el camino de la fonda y al apearse dio Franz al cochero la orden
de estar allí a las ocho. Quería hacer contemplar a Alberto el Coliseo a la luz de
la luna, tal como le había hecho ver San Pedro a la luz del sol.
Cuando se hace ver a un amigo una ciudad que uno y a conoce, se usa de la
misma coquetería que para enseñarle la mujer a quien se ama; de consiguiente,
Franz trazó al cochero su itinerario: debía salir por la puerta del Popolo, costear la
muralla exterior y entrar por la puerta de San Juan. Y de esta manera el Coliseo
se les aparecería de improviso y sin que el Capitolio, el Foro, el Arco de Septimio
Severo, el templo de Antonino Faustino y la Via Sacra, hubiesen servido de
escalones situados en medio del camino para acortarlo.
Se sentaron a la mesa, y aunque maese Pastrini había prometido a sus
huéspedes un festín excelente, sin embargo, sólo les dio una comida pasable, de
la que a lo menos no tuvieron que quejarse.
Al fin de la comida entró el fondista. Franz crey ó que era para recibir las
gracias, y se disponía a dárselas cuando le interrumpió a las primeras palabras.
—Excelencia —dijo—, mucho me lisonjea vuestra aprobación, pero no he
subido para eso a vuestro cuarto.
—¿Es acaso para decirnos que habéis encontrado carruaje? —preguntó
Alberto, encendiendo un cigarro.
—Nada de eso. Lo mejor que podéis hacer es no pensar más en ello, y tomar
un partido. En Roma las cosas se pueden o no se pueden, y cuando se os ha dicho
que no se podía, punto concluido.
—¡Oh! En París es mucho más cómodo; cuando una cosa no se puede se
paga el doble, y al instante se tiene lo pedido.
—Sí, sí; y a he oído decir eso a todos los franceses —dijo maese Pastrini algún
tanto picado—, y entonces no comprendo cómo viajan.
—Es que los que viajan —dijo Alberto arrojando flemáticamente una
bocanada de humo hacia el techo, y balanceándose sobre las patas traseras de su
silla—, son solamente los necios y los locos como y o, pues las personas sensatas
no abandonan su habitación en la calle de Helder, el paseo Gand y el café de
París.
Excusado es decir que Alberto vivía en dicha calle, daba todos los días su
paseo fashionable y comía cotidianamente en el único café en que se come
cuando se está en relaciones con los jóvenes solteros de París. Maese Pastrini
quedóse un instante silencioso. Era evidente que meditaba la respuesta que le
había dado Alberto, respuesta que sin duda alguna no le parecía del todo clara.
—Pero, en fin —dijo Franz a su vez interrumpiendo las reflexiones
geográficas de su huésped—, vos habéis venido aquí para algo; servíos, pues,
indicarnos el objeto de vuestra visita.
—¡Oh! Justamente. ¿Habéis mandado venir el carruaje a las ocho?
—Sí.
—¿Teníais intención de visitar el Colosseo?
—Es decir, el Coliseo.
—Es exactamente lo mismo.
—Sea.
—¿Habéis dicho a vuestro cochero que saliera por la puerta del Popolo, que
diese la vuelta por el lado exterior de las murallas y que entrase por la puerta de
San Juan?
—Eso fue lo que dije, en efecto.
—¡Pues bien! Ese itinerario es imposible, o por lo menos muy peligroso.
—¿Y por qué es peligroso?
—A causa del famoso Luigi Vampa.
—Ante todo, mi querido huésped, ¿quién es el famoso Luigi Vampa? —
preguntó Alberto—. Puede ser muy famoso en Roma, pero os advierto que en
París es completamente desconocido.
—¡Cómo! ¿No le conocéis?
—No tengo ese honor.
—¡Pues bien! Es un bandido junto al cual son niños de teta los Decesaris y los
Gasparone.
—Atención, Franz —exclamó Alberto—. ¡Al fin encontramos un bandido! Os
prevengo, querido huésped, que no voy a creer una palabra de lo que digáis.
Sabido esto, hablad cuanto queráis, estoy pronto a escucharos. Había una vez…
Vay a, ¡y qué! ¿No proseguís?
Maese Pastrini se volvió hacia Franz, que le parecía mucho más juicioso que
su compañero, y le dijo gravemente:
—Excelencia, si creéis que miento, es inútil que os diga lo que quería deciros;
puedo, sin embargo, afirmaros que lo hacía por el interés de vuestras
excelencias.
—Alberto no dice que mintáis, querido señor Pastrini —replicó Franz—. Dice
que no os creerá enteramente, pero y o sí os creeré; tranquilizaos, pues, y hablad.
—Mas, sin embargo, excelencia, bien comprendéis que si ponéis en duda mi
veracidad…
—Amigo mío —interrumpió Franz—, sois más susceptible que Casandra, la
cual era una profetisa a quien nadie escuchaba; siendo así que vos, a lo menos,
estáis seguro de la mitad de vuestro auditorio. Vamos, sentaos, y decidnos quién
es ese señor Vampa.
—Ya os lo he dicho, excelencia, es un bandido cual no se ha visto otro después
del famoso Mastrilla.
—Pero, ¡vamos a ver! ¿Qué tiene que ver ese bandido con la orden que he
dado a mi cochero de salir por la puerta del Popolo, y de entrar por la puerta de
San Juan?
—Tiene —repuso maese Pastrini— que por la una sin duda podréis salir, pero
dudo que por la otra podáis entrar.
—¿Y eso por qué, señor Pastrini? —preguntó Franz.
—Porque llegada la noche, y a no se está seguro a cincuenta pasos de las
puertas.
—¿Palabra de honor? —exclamó Alberto.
—Señor conde —dijo maese Pastrini, siempre picado por la duda que tenía
Alberto de su veracidad—, no hablo con vos, sino con vuestro compañero, que
conoce a Roma, y que sabe que no se gastan chanzas sobre tal punto.
—Oy e, querido —dijo Alberto dirigiéndose a Franz—, puesto que se nos
presenta ocasión de emprender una aventura, oy e lo que podemos hacer:
cargamos nuestro coche de pistolas, trabucos y escopetas de dos cañones. Luigi
Vampa viene a prendernos, y en lugar de prendernos él a nosotros, le cogemos
nosotros a él. Le llevamos inmediatamente a Su Santidad, que nos pregunta qué
puede hacer en reconocimiento a nuestro servicio, y entonces reclamamos lisa y
llanamente una carroza y dos caballos de sus caballerizas, sin contar con que
probablemente el pueblo romano, reconocido también, nos corone en el
Capitolio, y nos proclame, como a Curcio y a Horacio Coclés, salvadores de la
patria.
Entretanto Alberto deducía esta consecuencia, maese Pastrini gesticulaba de
una manera difícil de describir.
—En primer lugar —preguntó Franz a Alberto—, dime dónde encontrarás
esas pistolas, esos trabucos, esas escopetas de dos cañones, con que quieres
atestar el coche.
—Lo que es en mi armería no será —dijo Alberto—, pues que en la
Terracina me despojaron hasta de mi puñal, ¿y a ti?
—A mí me sucedió lo mismo en Acuapendente.
—¡Ah!, querido huésped —dijo Alberto encendiendo su segundo cigarro en la
punta del primero—, sabéis que es muy cómoda para los ladrones esa medida, y
que me parece que ha sido tomada de acuerdo con ellos.
Sin duda maese Pastrini encontró aquella pregunta muy embarazosa, pues no
respondió sino a medias, dirigiendo aún la palabra a Franz como al único ser
razonable con el cual pudiera entenderse.
—¿Sabe su excelencia que cuando uno es atacado por bandidos, no es
costumbre defenderse?
—¡Cómo! —exclamó Alberto, cuy o valor se rebelaba a la sola idea de
dejarse robar sin decir una palabra—. ¡Cómo! ¿Que no es costumbre
defenderse?
—No, porque toda defensa sería inútil. ¿Qué queréis hacer contra una docena
de bandidos que salen de un foso, de una choza o de la misma tierra, si así puede
decirse, y que os apuntan a boca de jarro todos a un tiempo?
Alberto exclamó:
—Pues quiero que me maten.
El posadero se volvió hacia Franz, con un aire que quería decir:
« Decididamente, vuestro camarada está loco» .
—Querido Alberto —replicó Franz—, vuestra respuesta es sublime, y vale
tanto como el qu’il mourut de Corneille, sólo que cuando Horacio respondía esto,
se trataba de la salvación de Roma, y la cosa valía por cierto la pena. Pero, en
cuanto a nosotros, daos cuenta de que se trata sólo de un capricho que queremos
satisfacer y que sería ridículo que por este capricho arriesgásemos nuestra vida.
—¡Ah! ¡Per Bacco! —exclamó maese Pastrini—, eso se llama saber hablar.
Alberto se llenó un vaso de Lacry ma-Christi, el cual bebió a pequeños sorbos
murmurando palabras ininteligibles.
—Y bien, maese Pastrini —replicó Franz—, y a que mi compañero está
tranquilo, y y a que habéis podido apreciar mis disposiciones pacíficas, decidnos
ahora, ¿quién es ese señor Vampa? ¿Es pastor o patricio? ¿Es joven o viejo? ¿Alto
o bajo? Describidnos su figura con objeto de que si le encontramos por
casualidad en el mundo, como Juan Sbogard o Lara, podamos a lo menos
reconocerle.
—Pues para obtener detalles exactos, a nadie mejor que a mí pudierais
dirigiros, porque he conocido desde la niñez a Luigi Vampa, y un día que había
caído en sus manos al ir de Florencia a Alatri, se acordó, felizmente para mí, de
nuestro antiguo conocimiento. Me dejó ir entonces, no tan sólo sin hacerme pagar
nada, sino que quiso dárselas de generoso, me regaló un precioso reloj y me
contó su historia.
—Mostradnos el reloj —dijo Alberto.
Maese Pastrini sacó de su bolsillo un magnífico Breguet en que se veía
grabado el nombre de su autor, el timbre de París y una corona de conde.
—Aquí está.
—¡Diantre! —exclamó Alberto—. Os doy la enhorabuena. Tengo uno
semejante —añadió sacando a su vez el reloj del bolsillo de su chaleco—, que
me ha costado tres mil francos.
—Ahora contadnos la historia —dijo Franz a su vez, haciendo señas a maese
Pastrini para que se sentara.
—Si permiten sus excelencias…
—¡Qué diablos! —dijo Alberto—, no sois ningún predicador para estar
hablando de pie.
El posadero se sentó, después de haber hecho a cada uno de sus oy entes una
respetuosa y profunda cortesía, lo cual indicaba que estaba pronto a dar los
informes que le pedían acerca del famoso bandido Luigi Vampa.
—A propósito —exclamó Franz deteniendo a maese Pastrini en el momento
en que iba a empezar a hablar—, decís que habéis conocido a Luigi Vampa desde
su niñez; ¿es todavía joven?
—¡Cómo!, pues no ha de ser joven, excelencia, si apenas tiene veintidós años.
¡Oh!, todavía ha de meter mucho ruido.
—¿Qué os parece, Alberto? Es muy raro el haberse adquirido y a a los
veintidós años una reputación —dijo Franz.
—Sí, ciertamente, y a su edad Alejandro, César y Napoleón, que después han
figurado tanto, no habían adelantado lo que él.
—Así pues —replicó Franz dirigiéndose a su huésped—, ¿el héroe cuy a
historia vais a relatar, tiene veintidós años?
—Tal vez aún no los ha cumplido, como he tenido el honor de deciros.
—¿Es alto o bajo?
—De estatura mediana, así como vuestra excelencia —dijo el huésped,
señalando a Alberto.
—Gracias por la comparación —dijo éste, inclinándose.
—¡Vay a!, proseguid, maese Pastrini —replicó Franz, sonriéndose de la
susceptibilidad de su amigo—. ¿Y a qué clase de la sociedad pertenecía?
—Era un pobre pastor de la quinta de San Felice, situada entre Palestrina y el
lago de Cabri; había nacido en Pampinara, y entrado a la edad de cinco años al
servicio del conde. Su padre, pastor en Anagui, poseía un pequeño rebaño, y vivía
de la lana de sus carneros y de la leche de sus ovejas que venía a vender a
Roma. De niño, el pequeño Vampa tenía un carácter muy raro. Un día, a la edad
de siete años, fue a buscar al cura de Palestrina y le rogó que le enseñase a leer,
lo cual era difícil, pues el joven pastor no podía abandonar un instante su ganado,
pero el buen cura iba todos los días a decir misa a una pobre aldea demasiado
reducida para pagar un sacerdote, y que no teniendo nombre, era conocida bajo
el de Borgo. Le dijo a Luigi que le esperase en el camino por donde él
precisamente pasaba a su vuelta, y que de este modo le daría su lección,
previniéndole que ésta sería corta y que por consiguiente tendría que
aprovecharse de ella. El pobre muchacho aceptó lleno de júbilo.
» Diariamente, Luigi llevaba a apacentar su ganado hacia el camino de
Palestrina a Borgo, y todos los días, a las nueve de la mañana, el cura y el
muchacho se sentaban sobre la hierba y el pastorcillo daba su lección en el
breviario del sacerdote. Al cabo de tres meses, sabía leer, pero no era esto
suficiente, necesitaba aprender a escribir. Encargó el sacerdote a un profesor de
escritura de Roma que le hiciera tres alfabetos: Uno con letra muy gruesa, otro
con letra mediana y el tercero con una letra muy pequeña. Al recibirlos, el cura
dijo a Luigi que copiando aquellas letras en una pizarra, podía, con ay uda de una
punta de hierro, aprender a escribir. Aquella misma noche, así que hubo metido
el ganado en la quinta, Vampa corrió a casa del cerrajero de Palestrina, cogió un
grueso clavo, lo forjó, lo machacó, lo redondeó, consiguiendo hacer de él una
especie de estilete antiguo. Al día siguiente, había reunido una porción de pizarras
y trabajaba en ellas. Al cabo de tres meses y a sabía escribir.
» El cura quedó asombrado de aquella maravillosa inteligencia, e
interesándose vivamente por tan rara disposición, le regaló unos cuantos
cuadernos de papel, un mazo de plumas y un cortaplumas. Éste fue un nuevo
estudio, estudio que no era nada al lado del primero, así que ocho días después
manejaba la pluma lo mismo que el estilete. Contó el cura esta anécdota al conde
de San Felice, que quiso ver al pastorcito, le hizo leer y escribir delante de él,
mandó a su may ordomo que le hiciese comer con sus criados, y le dio dos
piastras al mes. Con este dinero, Luigi compró libros y lápices.
» Había aplicado a todos los objetos aquella facultad de imitación que tenía, y,
como Giotto, dibujaba sobre las pizarras sus ovejas, los árboles, las casas y con la
punta de su cortaplumas empezó a tallar la madera y a darle todas las formas
que quería. Así fue como empezó Pinelli, el escultor popular. Una niña de seis o
siete años, es decir, un poco más joven que Vampa, guardaba por su parte el
rebaño de una quinta próxima a Palestrina; era huérfana, había nacido en
Valmontone y se llamaba Teresa. Los dos niños se encontraban, sentábanse uno
al lado del otro, dejaban que sus rebaños se mezclasen y paciesen juntos,
charlaban, reían y jugaban, y después por la noche, apartaban los carneros del
conde de San Felice, de los del barón de Cervetri, y se separaban para volver a
sus respectivas quintas, prometiendo reunirse al día siguiente. Cada día volvían a
darse y cumplir la cita, y de ese modo fueron creciendo juntos. Vampa llegó a
los doce años y Teresa a los once.
» Iban entretanto desarrollándose también sus caracteres diferentes. A su
noble afición a las artes, en que había sobresalido cuanto le era posible en su
aislamiento, unía Luigi crueles arrebatos de un carácter imperioso, colérico,
burlón. Ninguno de los jóvenes de Pampinara, de Palestrina o de Valmontone
había podido, no solamente tener influencia alguna sobre él, sino que ni llegar a
ser su compañero. Altanero era su temperamento, siempre dispuesto a exigir, sin
querer nunca conceder, apartaba de su lado todo instinto amistoso, toda
demostración simpática. Teresa era la única que mandaba con una palabra, con
una mirada, con un gesto, aquel carácter fiero que se humillaba bajo la mano de
una mujer, y que bajo la de un hombre cualquiera hubiérase rebelado como una
serpiente al sentirse pisoteada.
» El carácter de Teresa era entera y totalmente opuesto; viva, alegre, pero
coqueta hasta el extremo, las dos piastras que daba a Luigi el may ordomo del
conde de San Felice, y el precio de todos los juguetillos que vendía en Roma, se
gastaban en pendientes de perlas, en collares, en alfileres, así es que gracias a la
prodigalidad de su joven amigo, Teresa era la aldeana más hermosa y elegante
de los alrededores de Roma. Los dos jóvenes seguían creciendo, pasando todo el
día juntos, y entregándose sin obstáculos a los instintos de su carácter; así, pues,
en sus conversaciones, en sus deseos, en sus sueños, Vampa se veía siempre
hecho un capitán de navío, general de ejército o gobernador de una provincia, y
Teresa se imaginaba rica, envidiada, vestida con un hermoso traje, adornada con
hermosos diamantes y seguida de lacay os con librea. Además, cuando habían
pasado el día juntos, adornando su porvenir con aquellos locos y brillantes
arabescos, se separaban para conducir los rebaños a los establos y descender
desde la elevación de su sueño hasta la real humildad de su posición. Un día, el
joven pastor dijo al may ordomo del conde que había visto que un lobo salido de
las montañas de la Sabina acechaba su ganado. El may ordomo le entregó una
escopeta; esto era lo que quería Vampa.
» El arma aquella tenía por casualidad un excelente cañón de Brescia, que
calzaba bala como una carabina inglesa, sólo que un día el conde, persiguiendo a
un zorro, rompió la culata, y y a habían arrinconado el arma como inútil. Pero no
era esto una dificultad para un escultor como Vampa. Examinó la culata
primitiva, calculó la figura que había de tener, y al cabo de unos cuantos días hizo
otra culata cargada de adornos tan maravillosos que, si hubiera querido venderla
sin el cañón, hubiera seguramente ganado quince o veinte piastras; pero él no
pensaba hacer tal use de ella, porque una escopeta había sido durante su vida el
pensamiento fijo del joven.
» En la totalidad de los países en que la independencia ha sustituido a la
libertad, la primera necesidad que experimenta todo corazón fuerte, toda
organización poderosa, es la de un arma que asegure al propio tiempo el ataque y
la defensa, y que haciendo terrible al que la lleva, le haga también temido. Desde
este momento Vampa dedicó todo el tiempo que le quedaba libre al ejercicio del
arma. Compró pólvora y balas e hizo servir de blanco todos los objetos que se le
ponían delante. Tan pronto ensay aba su puntería en el tronco de un olivo, como
en el zorro que salía de su cueva al anochecer para dar comienzo a su caza
nocturna. Tan pronto era su blanco la mata más insignificante del borde de un
camino, como el águila que orgullosamente se cernía en el aire. Pronto llegó a
ser tan diestro que Teresa dominó el temor que en un principio experimentara al
oír la detonación, y se divertía en ver a su joven compañero poner la bala en el
punto que de antemano advertía, con tanta exactitud y limpieza como si la
colocara allí con su propia mano.
» Salió, en efecto, una noche un lobo de un bosque cerca del cual tenían por
costumbre reunirse los dos jóvenes, pero apenas hubo dado el animal diez pasos
por el llano, cay ó atravesado por una bala. Envanecido Luigi de tan buen tiro,
cargóse el lobo a cuestas y lo llevó a la quinta.
» Estos y parecidos detalles daban a Vampa cierta reputación en todos
aquellos alrededores, porque es verdad que el hombre superior, doquiera que se
halle y por ignorado que sea, se forma un círculo más o menos may or de
admiradores. Por todos los alrededores se hablaba de aquel joven pastor como
del más fuerte y del más valiente contadino que había en el circuito de diez
leguas, y aunque Teresa por su parte pasase por una de las jóvenes más
hermosas de la Sabina, nadie osaba decirle una palabra, porque sabían que
Vampa la amaba.
» Y, sin embargo, no se habían confesado nunca tal amor. Habían ido
creciendo el uno y el otro como dos árboles que mezclan sus raíces bajo la tierra,
sus ramas en el aire, su perfume en el cielo, pero su deseo de vivir juntos era el
mismo. Únicamente que este deseo había llegado a ser una necesidad y mejor
hubieran preferido la muerte que la separación de un solo día, por más que esta
idea no les hubiese venido jamás a la imaginación. Teresa tenía dieciséis años y
Vampa diecisiete.
» Fue por entonces cuando se empezó a hablar mucho de una cuadrilla de
bandidos que se iba organizando en los montes Lepini.
» Los salteadores no han sido nunca enteramente extinguidos en los
alrededores de Roma, y aunque algunas veces les faltan jefes, cuando se
presenta uno jamás le falta una partida. El famoso Cucumetto, perseguido en los
Abruzzos, arrojado del reino de Nápoles, donde había sostenido una verdadera
guerra, atravesó el Garigliano, como Manfredo, y fue a refugiarse entre Sonnino
y Juperno, a orillas del Almasina. Este era quien se ocupaba en reorganizar
alguna tropa y quien seguía las huellas de Decesaris y de Gasparone, a quienes
pronto esperaba sobrepujar. Muchos jóvenes de Palestrina, de Frascati y de
Pampinara desaparecieron, y aunque al principio sus amigos y allegados
ignoraron su paradero, pronto supieron que se habían ido a unirse a la banda de
Cucumetto. Al cabo de algún tiempo, Cucumetto llegó a ser el objeto de la
atención general, citándose a propósito de este jefe rasgos llenos de una audacia
y de una brutalidad extra ordinarias y casi sin ejemplo.
» Un día raptó a una joven, era la hija del agrimensor de Frosinone. Las ley es
de los bandidos son en cuanto a esto terminantes: una joven pertenece al que la
ha raptado, después a cada uno por suerte, y la desgraciada sirve para los
placeres de toda la compañía hasta que la abandonan o muere. Cuando los
parientes son bastante ricos para rescatarla, envían un mensajero que trata del
rescate, y la cabeza del prisionero responde de la seguridad del emisario. Pero si
son rehusadas las condiciones del rescate, el prisionero es condenado
irrevocablemente.
» La joven de que hemos hablado tenía a su amante en la partida de
Cucumetto; se llamaba Carlini. Al reconocer al joven, se crey ó salvada y le
tendió los brazos, pero el pobre Carlini al verla sintió que se le partía el corazón,
porque aún ignoraba la suerte que estaría destinada a su amada.
» Sin embargo, como era el favorito de Cucumetto, como había compartido
con él sus peligros hacía más de tres años, como le había salvado la vida matando
de un pistoletazo a un carabinero que tenía y a el sable levantado sobre su cabeza,
esperó que Cucumetto se apiadaría de él. Llamó aparte, pues, a su capitán,
mientras que la joven se apoy aba contra el tronco de un gran pino que se elevaba
en medio de una plazuela del bosque; había hecho un velo con su adorno, traje
pintoresco de las paisanas romanas, y escondía su rostro a las lujuriosas miradas
de los bandidos. Allí se lo contó todo: sus amores con la prisionera, sus
juramentos de fidelidad, y cómo cada noche, desde que estaban en aquellos
alrededores, se daban cita en unas ruinas. Precisamente aquella noche
Cucumetto envió a Carlini a un pueblo vecino, y no pudo acudir a la cita. Pero el
capitán se había hallado allí por casualidad, según decía, y entonces raptó a la
joven.
» Carlini suplicó a su jefe que se le hiciese una excepción en su favor y que
respetase a Rita, diciéndole que su padre era rico y que pagaría un buen rescate.
Cucumetto pareció rendirse a las súplicas de su amigo y le encargó que buscase
un pastor a quien pudiese enviar a casa del padre de Rita, a Frosinone. Carlini se
acercó entonces muy gozoso a la joven, le dijo que estaba salvada, y la invitó a
que escribiese a su padre una carta en la cual le contase todo lo que había pasado,
y le anunciase que su rescate estaba fijado en trescientas piastras. Concedían al
padre por todo término doce horas, es decir, hasta el día siguiente, a las nueve de
la mañana.
» Una vez escrita la carta, Carlini cogióla al punto, corrió a la llanura para
buscar un mensajero, y encontró a un joven pastor que guardaba un rebaño. Los
mensajeros naturales de los bandidos son los pastores que viven entre la ciudad y
la montaña, entre la vida salvaje y la vida civilizada. El joven pastor partió en
seguida, prometiendo estar en Frosinone antes de una hora, y Carlini volvió lleno
de gozo a reunirse con su querida para anunciarle aquella buena noticia.
» Toda la banda se encontraba en la plazuela, donde cenaba alegremente las
provisiones que los bandidos exigían de los paisanos como un tributo; tan sólo en
medio de aquellos alegres compañeros buscó en vano a Cucumetto y a Rita.
Preguntó por ellos y los bandidos le respondieron con una carcajada.
» Carlini sintió que un sudor frío empezaba a inundar su frente y que una
mortal zozobra empezaba a helar su corazón. Renovó su pregunta; uno de los
bandidos llenó un vaso de vino de Orvieto y se lo mostró, diciendo:
» —¡A la salud del valiente Cucumetto y de la hermosa Rita!
» En aquel instante Carlini crey ó oír un grito de mujer; todo lo adivinó. Tomó
el vaso y lo rompió contra el rostro del que se lo presentaba y se lanzó en
dirección de donde oy era el grito. A los cien pasos, a la vuelta de un matorral, vio
a Rita desmay ada en los brazos de Cucumetto. Al ver a Carlini, Cucumetto se
levantó pistola en mano y ambos bandidos se miraron durante un momento, el
uno con la sonrisa de la injuria en los labios, el otro con la palidez de la muerte en
la frente. Hubiérase creído que iba a suceder alguna escena terrible entre
aquellos dos hombres, pero poco a poco las facciones de Carlini se apaciguaron
volviendo a su estado normal. Su mano, que había llegado a una de las pistolas de
su cinturón, permaneció inmóvil; Rita estaba tendida entre los dos y la luna
iluminaba esta escena.
» —¡Y bien! —le dijo Cucumetto—. ¿Has hecho la comisión que lo había
encargado?
» —Sí, capitán —respondió Carlini—, y el padre de Rita estará aquí mañana a
las nueve, con el dinero.
» —Perfectamente. Mientras tanto vamos a pasar una noche deliciosa. Esta
joven es encantadora. Te aseguro que tienes buen gusto, Carlini; así, pues, como
no soy egoísta, vamos a volver al lado de los camaradas y sortear a quién tocará
ahora.
» —Entonces, ¿estáis decidido a abandonarla a la ley común? —preguntó
Carlini.
» —¿Y por qué había de hacer una excepción en su favor?
» —Creí que mis súplicas…
» —¿Y por qué has de ser tú más que los demás?
» —Es justo.
» —Vamos, tranquilízate —prosiguió Cucumetto riendo—, un poco antes, un
poco después, y a llegará tu turno.
» Los dientes de Carlini rechinaban de rabia.
» —Vamos —dijo Cucumetto, dando un paso hacia los bandidos—, ¿vienes?
» —Os sigo al momento.
» Cucumetto se alejó sin perder de vista a Carlini, porque temía que le hiriese
por detrás, pero nada anunciaba en el bandido una intención hostil. En pie, con los
brazos cruzados, estaba al lado de Rita, que continuaba sin haber recobrado el
conocimiento. Cucumetto crey ó por un instante que el joven iba a tomarla en sus
brazos y huir con ella, pero poco le importaba, había conseguido lo que deseaba,
y en cuanto al dinero, trescientas piastras repartidas entre los compañeros hacían
una suma tan pobre que le era indiferente el que se las diesen o no. Continuó,
pues, su camino hacia la plazuela, pero con gran asombro suy o, Carlini llegó casi
al propio tiempo que él.
» —¡El sorteo! ¡El sorteo! —gritaron todos los bandidos al divisar a su jefe.
» Y brillaron de alegría los ojos de aquellos hombres, mientras que la llama
de la hoguera esparcía sobre sus rostros un resplandor rojizo que los hacía
asemejarse a los demonios.
» Nada más justo que lo que pedían, y por lo tanto hizo el capitán un signo con
la cabeza indicando que accedía a su demanda. Pusiéronse todos los nombres en
un sombrero, así el de Carlini como los de los demás, y el más joven de la
compañía sacó una papeleta de aquella improvisada urna y ley ó en alta voz el
nombre que en ella estaba escrito. Era el de Diavolaccio, el mismo que había
propuesto a Carlini un brindis a la salud del jefe y a quien Carlini contestó
haciendo pedazos el vaso contra su rostro. Una extensa herida le cogía de la sien
hasta la boca, de la que manaba sangre en abundancia. Diavolaccio, al verse así
favorecido por la fortuna, soltó una carcajada.
» —Capitán —dijo—, hace poco que Carlini no quiso beber a vuestra salud;
proponedle que beba a la mía. Tal vez tenga para con vos más condescendencia
que para conmigo.
» Todos esperaban una explosión de parte de Carlini, pero, con gran asombro
de los bandidos, tomó con la mano un vaso, con la otra una botella y llenando el
vaso dijo con perfecta mente tranquila:
» —¡A lo salud, Diavolaccio! —y bebió el contenido del vaso sin que el más
mínimo temblor agitase su mano.
» Hecho esto, fue a sentarse junto a la hoguera.
» —Dadme la parte de cena que me toca —dijo—, pues el camino que acabo
de hacer me ha abierto el apetito.
» —¡Viva Carlini! —exclamaron los bandidos.
» —Enhorabuena, eso se llama tomar las cosas como buenos compañeros.
» Y todos formaron un círculo en torno a la hoguera, mientras que
Diavolaccio se alejaba.
» Carlini comía y bebía como si nada hubiese sucedido.
» Los bandidos le observaban asombrados, sin comprender aquella
impasibilidad, cuando oy eron resonar de pronto, junto a ellos, unos pasos lentos y
pausados.
» Se volvieron y divisaron a Diavolaccio que conducía a la joven en sus
brazos; tenía la cabeza inclinada hacia atrás, de modo que sus largos cabellos
rozaban la tierra. A medida que iban entrando en el círculo de la luz proy ectada
por la hoguera, notaban la palidez de la joven y del bandido. Esta aparición tenía
un aspecto tan extraño y tan solemne, que todos se levantaron, menos Carlini, que
se quedó sentado y continuó comiendo y bebiendo, como si nada pasase a su
alrededor. Diavolaccio siguió avanzando en medio del más profundo silencio y
depositó a Rita a los pies del capitán.
» Entonces todos conocieron la causa de la gran palidez de la joven y del
bandido, porque Rita tenía un cuchillo clavado hasta la empuñadura en el
corazón.
» Todas las miradas se fijaron en Carlini; la vaina que colgaba de su faja
estaba vacía.
» —¡Ya! —dijo el capitán—, ¡y a!, ahora comprendo por qué se quedó atrás
Carlini.
» Por salvaje que sea todo carácter, se inclina ante una acción sublime, y
aunque es probable que ninguno de los bandidos hubiese hecho lo que Carlini,
todos apreciaron el valor de aquella acción.
» —¿Y ahora —dijo Carlini levantándose a su vez con la mano apoy ada en el
gatillo de una de sus pistolas—, y ahora, se atreverá alguien a disputarme esta
mujer?
» —No —dijo el jefe—. Es tuy a.
» Entonces Carlini la tomó en sus brazos y la condujo fuera del círculo de luz
que proy ectaba la llama de la hoguera.
» Distribuy ó Cucumetto los centinelas como de costumbre, y los bandidos se
tendieron en sus capas alrededor de la hoguera.
» A medianoche el centinela dio la señal de alarma y en seguida el capitán y
sus compañeros estuvieron en pie. Era el padre de Rita que venía en persona a
traer el rescate de su hija.
» —Toma —dijo a Cucumetto, presentándole un saco lleno de dinero—, aquí
tienes trescientos doblones; devuélveme a mi hija.
» El jefe, sin pronunciar siquiera una palabra y sin tomar el dinero, le hizo
señas de que le siguiese.
» El anciano obedeció. Los dos se alejaron y perdieron entre los árboles, a
través de cuy as ramas penetraban los débiles ray os de la luna. Cucumetto se
detuvo finalmente, tendió la mano, y mostrando al anciano dos personas
agrupadas al pie de un árbol, le dijo:
» —Mira, pide tu hija a Carlini, que él más que nadie puede darte cuenta.
» Y sin decir una sola palabra más, volvió la espalda, encaminándose al sitio
donde se hallaban sus compañeros.
» El anciano permaneció inmóvil y con los ojos fijos. Sentía que pesaba sobre
su cabeza alguna desgracia desconocida, inmensa, pero tomando de pronto una
resolución, dio algunos pasos hacia el grupo.
Con el ruido que hizo, Carlini levantó la cabeza, y las formas de dos personas
comenzaron a aparecer más distintas a los ojos del anciano. Vio a una mujer
tendida en tierra, con la cabeza apoy ada sobre las rodillas de un hombre sentado
e inclinado hacia ella. Al levantarse este hombre, fue cuando pudo descubrir el
rostro de la mujer que apretaba contra su corazón. El anciano reconoció a su hija
y Carlini reconoció al anciano.
» —Te esperaba —dijo el bandido al padre de Rita.
» —¡Miserable! —contestó éste—. ¿Qué has hecho?
» Y miraba con terror a Rita, inmóvil, pálida, ensangrentada, con un cuchillo
hundido en el pecho. Un ray o de luna la iluminaba con su blanquecina luz.
» —Cucumetto había violado a tu hija —dijo el bandido—, y como y o la
amaba más que a mí mismo, la he matado, porque después de él iba a servir de
juguete a toda la compañía.
» Los labios del anciano no se entreabrieron para murmurar la más mínima
palabra, pero su rostro volvióse tan pálido como el de un cadáver.
» —Ahora —prosiguió Carlini—, si he hecho mal, véngala.
» Y arrancó el cuchillo del seno de la joven, que presentó con una mano al
anciano, mientras que con la otra apartaba su camisa y le presentaba su pecho
desnudo.
» —Has hecho bien —le dijo el anciano con voz sorda—. ¡Abrázame, hijo
mío!
» Carlini se arrojó llorando en los brazos del padre de su amada. Eran
aquellas las primeras lágrimas que vertían los ojos de aquel hombre.
» —Y y a que todo acabó —dijo con tristeza el anciano a Carlini—, ay údame
a enterrar a mi hija.
» Carlini fue a buscar dos azadones y el padre y el amante se pusieron a
cavar al pie de una encina cuy as espesas ramas debían cubrir la tumba de la
joven. Así que hubieron abierto una fosa suficiente, el padre fue el primero en
abrazar el cadáver, el amante después, y en seguida levantándolo el uno por los
pies y el otro por los brazos, lo colocaron en el hoy o. Luego se arrodillaron a
ambos lados y rezaron las oraciones de difuntos. Cuando concluy eron, cubrieron
el cadáver con la tierra que habían sacado hasta tanto que la fosa estuvo llena.
Entonces, presentándole la mano, dijo el anciano a Carlini:
» —Ahora déjame solo. Gracias, hijo mío.
» —Pero… —replicó éste.
» —Déjame solo… —le mando.
» Carlini obedeció. Fue a reunirse con sus compañeros, se envolvió en su
capa, y pronto pareció tan profundamente dormido como los demás. Como el día
anterior se había decidido que iban a cambiar de campamento, cosa de una hora
antes de amanecer, Cucumetto despertó a sus camaradas y se dio la orden de
partir, pero Carlini no quiso abandonar el bosque sin saber lo que había sido del
padre de Rita. Dirigióse hacia el lugar donde le había dejado y encontró al
anciano ahorcado de una de las ramas de la encina que daba sombra a la tumba
de su hija. Hizo entonces sobre el cadáver del uno y la tumba de la otra, el
juramento de vengarlos, mas este juramento no pudo realizarse, porque dos días
después, en un encuentro con los carabineros romanos, Carlini fue muerto.
Aunque lo que a todos llenó de asombro fue que haciendo frente al enemigo
hubiese recibido la bala por la espalda. Cesó, sin embargo, este asombro cuando
uno de los bandidos hizo notar a sus compañeros que Cucumetto estaba colocado
diez pasos detrás de Carlini cuando éste cay ó.
» En la madrugada del día en que partieron del bosque de Frosinone, había
seguido a Carlini en la oscuridad y escuchado el juramento que hiciera, por lo
que a fuer de hombre cauto y previsor había tratado de evitar el resultado, que
para él podía ser muy desagradable.
» Aún se contaban sobre este terrible jefe de bandidos otras muchas historias
no menos curiosas que ésta, de manera que desde Fondi a Perusa todo el mundo
temblaba al solo nombre de Cucumetto.
» Estas historias habían sido con frecuencia el objeto de las conversaciones de
Luigi Vampa y de Teresa. Esta temblaba al oír tales aventuras, pero Vampa la
tranquilizaba con una sonrisa dirigiendo una mirada a su soberbia escopeta que
tan certero tiro tenía, y si esto no bastaba a tranquilizarla, le mostraba a cien
pasos un cuervo sobre alguna rama, le apuntaba, la bala salía y el animal herido
caía al pie del árbol. Sin embargo, el tiempo corría, los dos jóvenes habían
proy ectado casarse cuando Vampa tuviese veinte años y Teresa diecinueve y
como los dos eran huérfanos y no tenían que pedir permiso a nadie más que a sus
amos, a éstos se lo habían pedido y a y les había sido concedido.
» Hablando de sus futuros proy ectos, un día oy eron dos o tres tiros y de
repente un hombre salió del bosque, cerca del cual acostumbraban los dos
jóvenes llevar a apacentar sus ganados, y corrió hacia ellos.
» Así que estuvo a distancia de poder ser oído, exclamó:
» —Me persiguen, ¿podéis ocultarme?
» Los jóvenes diéronse cuenta inmediatamente de que aquel fugitivo debía
ser algún bandido, pero hay entre el aldeano y el bandido romano una simpatía
desconocida que hace que el primero esté siempre pronto a hacer un servicio al
segundo. Vampa, sin pronunciar una palabra, corrió a la piedra que encubría la
entrada de la gruta, descubrió dicha entrada apartándola, hizo una señal al
fugitivo para que se refugiase en aquel sitio desconocido de todos, luego volvió a
colocar en su lugar la piedra y se sentó tranquilamente junto a su novia.
» Pocos instantes tardaron en salir de la espesura del bosque cuatro
carabineros a caballo; tres de ellos parecían buscar al fugitivo, el cuarto conducía
por el cuello a un bandido prisionero. Los tres primeros exploraron el terreno con
una ojeada, percibieron a los dos jóvenes, corrieron a galope hacia ellos y les
hicieron varias preguntas; nada sabían ni nada habían visto.
» —Lo lamento —dijo el cabo—, porque el bandido a quien buscamos es el
capitán.
» —¡Cucumetto! —exclamaron a la vez Luigi Vampa y Teresa.
» —Sí —contestó el cabo—, y como su cabeza está valorada en mil escudos
romanos, os darían quinientos a vosotros si nos hubieseis ay udado a descubrirle.
» Los dos jóvenes se miraron y el cabo tuvo alguna esperanza.
» Quinientos escudos romanos son tres mil francos, y tres mil francos son una
inmensa fortuna para dos pobres huérfanos que van a casarse.
» —Sí, también lo siento y o, pero no le hemos visto —dijo Vampa.
» Entonces los carabineros recorrieron el terreno en diferentes direcciones,
pero fueron inútiles todas las pesquisas. Al fin se retiraron.
» Vampa apartó entonces la piedra y Cucumetto salió del escondrijo.
» Había visto, al través de las rendijas de la trampa de granito, a los dos
jóvenes hablar con los carabineros, dudó al pronto del resultado de la
conversación, pero ley ó en el rostro de Luigi Vampa y de Teresa la firme
resolución de no entregarle. Sacó entonces de su bolsillo una bolsa llena de oro y
se la ofreció, mas Vampa levantó la cabeza con orgullo, y en cuanto a Teresa, sus
ojos brillaron al pensar en las ricas joy as y hermosos vestidos que podría
comprar con aquella gran cantidad de oro.
» Cucumetto era un demonio muy astuto, pero había tomado la forma de un
bandido en vez de tomar la de una serpiente. Sorprendió aquella mirada,
reconoció en Teresa una digna hija de Eva, y entró en el bosque volviendo
muchas veces la cabeza bajo el pretexto de saludar a sus libertadores.
Transcurrieron muchos días sin que se volviese a ver a Cucumetto, sin que se
oy ese hablar de él.
» El tiempo del carnaval se acercaba y el conde de San Felice anunció que
iba a dar un baile de máscaras, al cual sería convidada toda la elegancia de
Roma, y como abrigaba Teresa vivos deseos de ver este baile, Luigi Vampa pidió
a su protector el may ordomo, permiso para asistir él y Teresa a la función
mezclados entre los sirvientes de la casa, permiso que le fue concedido.
» Si el conde daba este baile, era sólo para complacer a su hija Carmela, a
quien adoraba. Carmela tenía la misma edad y la misma estatura de Teresa, y
Teresa era por lo menos tan hermosa como Carmela.
» La noche del baile, Teresa se puso su traje más bello, se adornó con sus más
brillantes alhajas. Llevaba el traje de las mujeres de Frascati. Luigi Vampa vestía
el de campesino romano en los días de fiesta y ambos se mezclaron, como se les
había permitido, entre los sirvientes y paisanos.
» La fiesta era magnífica. No solamente la quinta estaba profusamente
iluminada, sino que millares de linternas de varios colores estaban suspendidas de
los árboles del jardín.
» En cada salón había una orquesta y refrescos, las máscaras se detenían,
formábanse cuadrillas, y se bailaba donde mejor les parecía. Carmela iba
vestida de aldeana de Sonnino, llevaba su gorro bordado de perlas, las agujas de
sus cabellos eran de oro y de diamantes, su cinturón era de seda turca con
grandes flores, su sobretodo y su jubón de cachemir, su delantal de muselina de
las Indias, y por fin los botones de su jubón eran otras tantas piedras preciosas.
Otras dos de sus compañeras iban vestidas, la una de mujer de Nettuno, la otra de
mujer de la Riccia.
» Cuatro jóvenes de las más ricas familias y más notables de Roma las
acompañaban con esa libertad italiana que no tiene igual en ningún otro país del
mundo. Iban vestidos de aldeanos de Albano, de Velletri, de Civita-Castellane y
de Sora. Además, tanto en los trajes de los aldeanos como en los de las aldeanas,
el oro y las piedras preciosas deslumbraban.
» Deseó formar Carmela una cuadrilla uniforme, pero faltaba una mujer, y
aunque la hija del conde no cesaba de mirar a su alrededor, ninguna de las
convidadas llevaba un traje análogo al suy o y a los de sus compañeros. El conde
de San Felice le señaló, en medio de las aldeanas, a Teresa, que se apoy aba en el
brazo de Luigi Vampa.
» —¿Permitís acaso, padre mío?
» —Sin duda —respondió el conde—, ¿no estamos en carnaval?
» Se inclinó Carmela hacia un joven que la acompañaba y le dijo algunas
palabras en voz baja, mostrándole con el dedo a la joven. El caballero siguió con
los ojos la dirección de la linda mano que le servía de conductor, hizo un ademán
de obediencia y fue a invitar a Teresa para figurar en la cuadrilla dirigida por la
hija del conde.
» Teresa sintió que su frente ardía. Interrogó con la mirada a Luigi Vampa,
que no podía rehusar. Vampa dejó deslizar lentamente el brazo de Teresa que se
apoy aba en el suy o, y Teresa, alejándose conducida por su elegante caballero,
fue a ocupar, temblando, su puesto en la aristocrática cuadrilla.
» A los ojos de un artista seguramente el exacto y severo traje de Teresa
hubiera tenido un carácter muy distinto del de Carmela y sus compañeras, pero
Teresa era una joven frívola y coqueta, y los bordados de muselina, las perlas de
los brazaletes y pendientes, el brillo de la cachemira, el reflejo de los zafiros y de
los diamantes la enloquecían.
» Por su parte, Luigi sentía nacer en su corazón un sentimiento desconocido,
una especie de dolor sordo desgarraba su alma y después circulaba por sus venas
y se apoderaba de todo su cuerpo. Seguía con la vista los menores movimientos
de Teresa y de su pareja, cuando sus manos se tocaban, sus arterias latían con
violencia, y hubiérase dicho que vibraba en sus oídos el sonido de una campana.
Cuando se hablaban, aunque Teresa escuchase tímida y con los ojos bajos los
discursos de su caballero, como Luigi Vampa leía en los ojos ardientes del bello
joven que aquellos discursos eran lisonjas, le parecía que la tierra se abría bajo
sus pies y que todas las voces del infierno murmuraban sordamente a su oído
palabras de muerte y de asesinato. Luego, temiendo dejarse arrastrar por su
locura, se cogía con una mano al sillón en el cual se apoy aba, y con la otra
oprimía con un movimiento convulsivo el puñal de mango cincelado que pendía
de su cinturón, y que, sin darse cuenta, sacaba algunas veces casi enteramente de
la vaina.
» Estaba celoso. Sentía que llevada de su naturaleza ligera y orgullosa, Teresa
podía olvidarle. Y sin embargo la bella aldeana, tímida y casi espantada al
principio, pronto se había repuesto. Ya hemos dicho que Teresa era hermosa,
pero aún no es esto todo: Teresa era coqueta con esa coquetería salvaje mucho
más poderosa y atractiva que nuestra coquetería afectada. Unido esto a su
gracia, a su candor, a su belleza, porque era bella y muy bella, le atrajo todos los
obsequios de los caballeros de la cuadrilla, y si bien podemos asegurar que
Teresa tenía envidia a la hija del conde, sin embargo, no nos atrevemos a decir
que Carmela no estuviese celosa de ella.
» Una vez estuvo terminada la danza, su elegante compañero, no sin cesar los
cumplidos y obsequios, la volvió a conducir al punto del que la había sacado a
bailar y donde la esperaba Luigi.
» Dos o tres veces durante la contradanza, la joven le había dirigido una
mirada, y cada vez le había visto pálido y con las facciones alteradas.
» Una vez la hoja de su puñal, medio sacada de su vaina, había brillado a sus
ojos con un resplandor siniestro, y he aquí por qué temblaba como el azogue
cuando volvió a apoy ar su brazo en el de su amante.
» Había obtenido tan grande éxito la cuadrilla, que se trató de repetir la danza,
y aunque Carmela se oponía, el conde de San Felice rogó con tanta ternura a su
hija, que al fin consintió.
» Al punto uno de los caballeros se dirigió a Teresa, sin la cual era imposible
que la contradanza se verificase, pero la joven había desaparecido.
» En efecto, Luigi no se sintió con ánimos para sufrir una segunda prueba, y
sea por persuasión o por fuerza, arrastró a Teresa hacia otro punto del jardín.
Teresa cedió bien a pesar suy o, pero había visto la alterada fisonomía del joven,
y comprendía por su silencio entrecortado, por sus estremecimientos nerviosos
que pasaba en él algo raro.
Ella sentía también una agitación interior, y sin haber hecho, sin embargo,
nada malo, comprendía que Luigi tenía derecho para quejarse. ¿De qué…?, lo
ignoraba, pero no por eso dejaba de conocer que sus quejas serían merecidas.
No obstante, con gran asombro de Teresa, Luigi permaneció mudo y ni siquiera
entreabrió sus labios para pronunciar una palabra durante el resto de la noche.
Mas cuando el frío hizo salir de los jardines a los convidados, y cuando las
puertas se hubieron cerrado para ellos, pues iba a comenzar una fiesta íntima, se
llevó a Teresa, y al entrar en su casa le dijo:
» —Teresa, ¿en qué pensabas cuando estabas bailando frente a la joven
condesa de San Felice?
» —Pensaba —respondió la joven con toda la franqueza de su alma— que
daría la mitad de mi vida por tener un traje como el de ella.
» —¿Y qué lo decía tu pareja?
» —Que sólo me bastaba pronunciar una palabra para tenerlo.
» —Y no le faltaba razón —contestó Luigi con voz sorda—. ¿Deseas, pues,
ese traje tan ardientemente como dices?
» —Sí.
» —¡Pues bien!, lo tendrás.
» Levantó asombrada la joven la cabeza para preguntarle, pero su rostro
estaba tan sombrío y tan terrible que la voz se le heló en sus labios. Por otra parte,
al pronunciar estas palabras Luigi se había alejado. Teresa le siguió con la mirada
en la oscuridad mientras pudo, y así que hubo desaparecido entró en su cuarto
suspirando.
» Aquella misma noche tuvo lugar un desagradable acontecimiento: tal vez
por la poca precaución de algún criado al apagar las luces, el fuego se había
apoderado de la quinta de San Felice, justamente en los alrededores de la
habitación de la hermosa Carmela.
» En medio de la noche despertóse ésta por el resplandor de las llamas, había
saltado de su cama, se había envuelto en su bata, y había intentado huir por la
puerta, pero el corredor por el cual debía pasar estaba y a invadido por las llamas.
Luego entró en su cuarto pidiendo socorro, cuando de repente se abrió el balcón,
situado a veinte pies de altura, un joven aldeano se arrojó en el aposento, cogió a
la casi exánime joven entre sus brazos, y con una fuerza y agilidad
extraordinarias y sobrehumanas, la transportó fuera de la quinta depositándola
sobre la hierba del prado, donde quedó desvanecida. Al recobrar el sentido, su
padre se hallaba delante de ella, todos los criados la rodeaban prodigándole
socorros. Había sido devorada por el incendio un ala entera del palacio, pero ¡qué
importaba si Carmela se había salvado! Buscaron por todas partes a su libertador,
pero éste no apareció. Preguntaron a todos, pero nadie le había visto. Carmela
estaba tan turbada que no le había reconocido. Además, como el conde era
inmensamente rico, excepto el peligro que había corrido su hija, y que le pareció
por la milagrosa manera con que se había salvado, más bien un nuevo favor de la
Providencia que una desgracia real, la pérdida ocasionada por las llamas fue
insignificante para él.
» Al día siguiente, a la hora de costumbre, encontráronse los dos jóvenes
pastores en su sitio, cerca del bosque. Luigi era quien había llegado primero a la
cita, y salió al encuentro de la joven con alborozo. Parecía haber olvidado por
completo la escena de la víspera. Teresa estaba visiblemente pensativa, pero al
ver a Luigi tan alegre, afectó por su parte un gozo que no sentía, a pesar de ser
propio de su carácter cuando alguna otra pasión no venía a turbarla. Luigi tomó
del brazo a Teresa y la condujo hasta la entrada de la gruta. Allí se detuvo.
Comprendió la joven que había algo de extraordinario en la conducta del joven y
en su consecuencia le miró fijamente como queriendo interrogarle con los ojos.
» —Teresa —dijo Luigi—, ay er por la noche me dijiste que darías la mitad
de tu vida por tener un traje semejante al de la hija del conde.
» —En efecto —dijo Teresa—, pero estaba loca al desear tal cosa.
» Y y o lo respondí: « Está bien, lo tendrás» .
» —Sí —respondió la joven, cuy o asombro crecía a cada palabra de Luigi—,
pero sin duda respondiste aquello para no disgustarme.
» —Nunca lo he prometido nada que no lo hay a dado. Teresa —dijo Luigi
con orgullo—, entra en la gruta y vístete.
» Y diciendo estas palabras retiró la piedra y mostró a Teresa la gruta
iluminada por dos bujías que ardían a cada lado de un soberbio espejo. Sobre la
mesa rústica, hecha por Luigi, estaban colocados el collar de perlas y las agujas
de diamantes; sobre una silla estaba depositado el resto del adorno.
» Teresa lanzó un grito de júbilo, y sin informarse siquiera de dónde había
salido aquel brillante traje, y sin dar tampoco las gracias a Luigi colocó la piedra
detrás de ella, porque acababa de apercibir sobre la cumbre de una pequeña
colina que impedía ver a Palestrina, un viajero a caballo, que se detuvo un
momento como incierto y vacilante, sin saber qué camino era el que debía
seguir.
» Viendo a Luigi, el viajero espoleó su caballo y se acercó a él. Luigi no se
había engañado; el viajero que se dirigía de Palestrina a Tívoli no sabía a ciencia
cierta cuál era el camino que debía tomar. El joven se lo indicó, pero como a un
cuarto de milla de allí el camino se dividía en tres senderos, y llegado a ellos el
viajero podía extraviarse de nuevo, rogó a Luigi que le sirviera de guía.
» Luigi se quitó la capa y la colocó en tierra, se echó la escopeta al hombro y
marchó delante del viajero con ese paso rápido del montañés, que a duras penas
puede seguir el trote de un caballo.
» En diez minutos Luigi y el viajero llegaron al sitio designado por el joven
pastor y éste entonces, con el soberbio y majestuoso ademán de un emperador,
extendió el brazo señalando con el dedo la senda que debía seguir el viajero.
» —Este es vuestro camino —dijo—, y a no es fácil ahora que su excelencia
se equivoque.
» —He ahí la recompensa —dijo el viajero ofreciendo al joven pastor
algunas monedas.
» —Gracias —dijo Luigi retirando la mano—, os doy un servicio, pero no os
lo vendo.
» —Sin embargo, —dijo el viajero, que parecía acostumbrado a aquella
notable diferencia entre la servidumbre del hombre de las ciudades y el orgullo
del campesino—, si rehúsas un salario no desdeñarás un regalo.
» —¡Ah!, eso y a es otra cosa.
» —¡Pues bien! Toma estos dos zequíes venecianos y dáselos a lo novia para
unos zarcillos.
» —Y vos tomad este puñal —dijo el joven pastor—. No encontraréis otro
cuy o mango esté mejor tallado desde Albano a Civita de Castelane.
» —Lo acepto —dijo el viajero—, pero entonces y o soy el que lo quedo
agradecido, porque este puñal vale mucho más que los zequíes.
» —En la ciudad tal vez, pero como lo he tallado y o mismo, apenas vale una
piastra.
» —¿Cuál es tu nombre? —preguntó el viajero.
» —Luigi Vampa —respondió el pastor con el mismo tono que si hubiera
contestado: Alejandro, rey de Macedonia—. ¿Y vos?
» —Yo… —dijo el viajero—, me llamo Simbad el Marino.
Franz de Epinay lanzó un grito de sorpresa.
—¡Simbad el Marino! —exclamó.
—Sí —respondió el narrador—, ése es el nombre que el viajero dijo a
Vampa.
—¡Y bien! ¿Qué es lo que os admira en ese nombre? —interrumpió Alberto
—, es un nombre muy bello, y las aventuras del patrón de este caballero, debo
confesarlo, me han divertido mucho en mi juventud.
Franz no quiso insistir más. Aquel nombre de Simbad el Marino, como se
comprenderá, despertó en él una multitud de recuerdos.
—Continuad —dijo al posadero.
—Vampa guardó desdeñosamente los dos zequíes en su bolsillo y emprendió
de nuevo el camino que trajera al venir. Así que hubo llegado a unos doscientos
pasos de la gruta parecióle oír un grito. Se detuvo, procurando descubrir el lado
de donde saliera aquél, y al cabo de un segundo oy ó su nombre pronunciado
distintamente, viniendo el sonido de la voz del lado donde estaba la gruta.
» Saltando como un gamo montó el gatillo de su escopeta a medida que
corría, y en menos de un minuto estuvo en lo alto de la colina opuesta a aquella
en que vio al viajero. Allí los gritos de socorro llegaron más distintos a sus oídos.
Dirigió una mirada por el espacio que dominaba. Un hombre robaba a Teresa
como el centauro Neso a Dejanira. Este hombre, que se dirigía hacia el bosque,
había y a andado las tres cuartas partes del camino que mediaba entre aquél y la
gruta. Vampa calculó la distancia; aquel hombre le llevaba más de doscientos
pasos de delantera; era, pues, imposible alcanzarle antes de que hubiese llegado
al bosque, y en el bosque lo perdería. El joven pastor se detuvo como si le
hubiesen clavado en aquel lugar. Apoy ó en su hombro derecho la culata de su
escopeta, apuntó lentamente al raptor, le siguió un segundo en su carrera y al fin
hizo fuego.
» El raptor se detuvo, sus rodillas flaquearon y se desplomó arrastrando a
Teresa en su caída. Pero ésta se levantó al punto. En cuanto al fugitivo
permaneció tendido, luchando con las convulsiones de la agonía. Vampa se lanzó
hacia Teresa, porque a diez pasos del moribundo había caído de rodillas y el
joven temía que la bala que acababa de matar a su enemigo hubiese herido a
Teresa. Felizmente no sucedió así; era el terror únicamente que había paralizado
sus fuerzas. Cuando Luigi se hubo asegurado de que estaba sana y salva, se volvió
hacia el herido. Este acababa de expirar con los puños crispados, la boca
contraída por el dolor y los cabellos erizados por el sudor de la agonía; sus ojos se
habían quedado abiertos y amenazadores.
» Vampa se acercó al cadáver y reconoció a Cucumetto.
» El día en que el bandido había sido salvado por los dos jóvenes se había
enamorado de Teresa y había jurado que la joven le pertenecería. La había
espiado desde entonces, y aprovechándose del único momento en que su amante
la dejara sola para indicar el camino al viajero, la había robado y y a la creía
suy a, cuando la bala de Vampa, guiada por la infalible puntería del joven pastor,
le había atravesado el corazón. Vampa le miró un momento sin que la menor
emoción se pintase en su semblante, mientras que Teresa, temblorosa aún, no
osaba acercarse al bandido muerto sino con lentos pasos, arrojando sólo alguna
que otra ojeada sobre el cadaver por encima del hombro de su amante. Al cabo
de un instante, Vampa se volvió hacia su amada.
» —Bueno —dijo—, tú lo has vestido y a; ahora me toca a mí.
» Teresa estaba, en efecto, vestida de pies a cabeza con el rico y lujoso traje
de la hija del conde de San Felice. Vampa tomó entre sus brazos el cuerpo de
Cucumetto y lo llevó a la gruta, mientras que, a su vez, Teresa permanecía fuera.
» Si un segundo viajero hubiese pasado entonces, hubiera visto una escena
extraña: una pastora guardando sus ovejas con falda de cachemir, un collar de
perlas, collares y alfileres de diamantes y botones de zafiro, de esmeraldas y
rubíes. El viajero que hubiera visto tal cosa, no hay duda que se habría creído
transportado al tiempo de Florián, y hubiera asegurado a su vuelta a París que
había encontrado la pastora de los Alpes sentada al pie de los montes Sabinos.
» Transcurrido un cuarto de hora, volvió a salir Vampa de la gruta. Su traje no
era en su género menos elegante que el de Teresa.
» Vestía una almilla de terciopelo grana, con botones de oro cincelados; un
chaleco de seda cuajado de bordados, una banda romana atada al cuello, un
portapliegos bordado de oro y de seda encarnada y verde, calzones de terciopelo
de color azul celeste atados por encima de sus rodillas con dos hebillas de
diamantes, unos botines de piel de gamo bordados de mil arabescos, y un
sombrero en que flotaban cintas de colores; de su cinturón colgaban dos relojes y
asimismo un magnífico puñal.
» Teresa lanzó un grito de admiración. Vampa con este traje se asemejaba a
una pintura de Leopoldo Robert o de Schenetz. Se había vestido el traje completo
de Cucumetto. El joven reparó en el efecto que producía en su amada y una
sonrisa de orgullo satisfecho asomó a sus labios.
» —Ahora —dijo a Teresa—, dime, ¿estás dispuesta a compartir mi suerte,
cualquiera que sea?
» —¡Oh, sí! —exclamó la joven con entusiasmo—. Sí.
» —¿Te hallas pronta a seguirme donde y o vay a?
» —¡Aunque sea al fin del mundo!
» —Entonces, cógete de mi brazo y partamos, porque no tenemos tiempo que
perder.
» La joven cogió el brazo de su amado sin preguntarle siquiera dónde la
conducía, porque en aquel momento le parecía hermoso, fiero y potente como
un dios. Entonces avanzaron los dos hacia el bosque atravesando la llanura en
menos de un minuto.
» Preciso es decir que ni un sendero había en la montaña que fuese
desconocido a Vampa. Avanzó, pues, en el bosque sin vacilar, aunque no hubiese
ningún camino, reconociendo solamente el que debía seguir por la posición de los
árboles y por la maleza. Un torrente seco que conducía a una profunda garganta
apareció ante sus ojos y Vampa siguió este extraño camino, que, enterrado, por
decirlo así, y oscurecido por la espesa sombra de los elevados pinos, se
asemejaba a aquel sendero del Averno de que nos habla Virgilio.
» Temerosa del aspecto de aquel lugar salvaje y desierto, Teresa se
estrechaba contra su guía sin pronunciar una palabra, pero como le veía caminar
siempre con un paso igual y como la más profunda tranquilidad brillaba en su
semblante, encontró fuerzas bastantes en sí misma para disimular su emoción.
» De pronto, a diez pasos de donde ellos estaban, un hombre pareció
destacarse de un árbol detrás del cual estaba oculto, y apuntando con un trabuco
a Vampa exclamó:
» —¡Si das un paso más, eres hombre muerto!
» —¡Vay a! —dijo Vampa levantando la mano con despreciativo ademán—,
¿acaso se devoran los lobos a sí mismos?
» —¿Quién eres? —preguntó el centinela.
» —Soy Luigi Vampa, el pastor de la quinta de San Felice.
» —¿Y qué es lo que quieres?
» —Hablar a tus compañeros que están en el bosque de Rocca-Bianca.
» —Entonces, sígueme —dijo el centinela—, o mejor, puesto que sabes el
camino, marcha delante.
» Vampa se sonrió con aire de desprecio de aquella precaución del bandido,
pasó delante con Teresa, y continuó su camino con el mismo paso tranquilo y
firme que le había conducido hasta allí.
» Transcurridos cinco minutos, el bandido les hizo señas para que se
detuviesen, y ambos jóvenes obedecieron. El centinela entonces imitó por tres
veces el graznido del cuervo y un murmullo de voces respondió a esta triple
llamada.
» —Bueno, ahora puedes continuar lo camino —dijo el bandido.
» Ambos jóvenes adelantáronse entonces, pero a medida que avanzaban,
Teresa, cada vez más trémula y sobrecogida, se iba arrimando a Luigi, porque a
través de los árboles veíanse aparecer hombres y relucir los cañones de sus
escopetas.
» El bosque de Rocca-Bianca hallábase situado en la cumbre de un montecillo
que antiguamente había sido un volcán, volcán extinguido antes que Rómulo y
Remo hubiesen abandonado Alba para ir a fundar Roma.
» La pareja llegó a la cima y se encontraron cara a cara con veinte bandidos.
» —Aquí tenéis un joven que os busca —dijo el centinela.
» —¿Y qué quieres de nosotros? —preguntó el que hacía las veces de capitán
en ausencia de éste.
» —Quiero deciros que estoy fastidiado de ser pastor —replicó Vampa.
» —¡Ah! ¡Ya! —dijo el teniente—. ¿Y vienes a pedirnos que te alistemos en
nuestra partida?
» —Bien venido seas —gritaron muchos bandidos de Ferrusino, de Pampinara
y de Anagui que habían reconocido a Luigi Vampa.
» —Sí, pero vengo a pediros otra cosa más que ser vuestro compañero.
» —¿Y qué es? —dijeron los bandidos con asombro.
» —Vengo a pediros ser… vuestro capitán —dijo el joven con aire resuelto.
» Una estrepitosa carcajada contestó a este rasgo de audacia.
» —¿Y qué has hecho para aspirar a tal honor? —preguntó el teniente.
» —He matado a vuestro jefe Cucumetto, cuy os despojos tenéis a vuestra
vista —dijo Luigi—, y he incendiado la quinta de San Felice para dar un traje de
boda a mi novia.
» Una hora después Luigi Vampa era elegido capitán en reemplazo de
Cucumetto.
—¡Y bien!, mi querido Alberto —dijo Franz, volviéndose hacia su amigo—.
¿Qué pensáis ahora del ciudadano Luigi Vampa?
—Digo que eso es mitológico y que jamás ha existido.
—¿Qué significa mitológico? —preguntó maese Pastrini.
—Sería largo de explicároslo, querido huésped —respondió Franz—. ¿Decís,
pues, que el tal Vampa ejerce en este momento su profesión en los alrededores
de Roma?
—Y con tanta habilidad, que jamás ha demostrado otro bandido antes que él.
—¿Y la policía no ha intentado apresarlo?
—Ya se ve que sí, pero está de acuerdo a un tiempo con los pastores de la
llanura, los pescadores del Tíber y los contrabandistas de la costa. Quiere decir
que lo buscan por la montaña y se está en el río; le persiguen por el río y le tenéis
en alta mar. De pronto, cuando se le cree refugiado en la isla de Giglio, de
Guanocetti o de Montecristo, se le ve aparecer en Albano, en Tívoli o en la
Riccia.
—¿Y cuál es su proceder con respecto a los viajeros?
—¡Oh!, muy sencillo. Según la distancia en que esté de la ciudad, da de
término ocho horas, doce, o un día para pagar su rescate. Transcurrido este
tiempo concede todavía una hora; pasada ésta, si no tiene el dinero, hace saltar de
un pistoletazo la tapa de los sesos del prisionero o le hunde un puñal en el corazón,
y asunto terminado.
—¡Y bien, Alberto! —preguntó Franz a su compañero—, ¿estáis aún dispuesto
a ir al Coliseo por los paseos exteriores?
—Sin duda —dijo Alberto—. ¿No habéis dicho que es el camino más
pintoresco?
En aquel mismo instante dieron las nueve, la puerta se abrió y el cochero
apareció en ella.
—Excelencia —dijo—, el coche os espera.
—Bien —dijo Franz—, en este caso, al Coliseo.
—¿Por la puerta del Popolo, o por las calles, excelencia?
—Por las calles, ¡qué diantre!, por las calles —exclamó Franz.
—¡Ah, amigo mío! —dijo Alberto, levantándose a su vez y encendiendo el
tercer cigarro—, a decir verdad os creía más valiente…
Dicho esto, los dos jóvenes bajaron la escalera y subieron al coche.
Capítulo XI
El Coliseo
Franz encontró un término medio para que Alberto llegase al Coliseo sin pasar
por delante de ninguna ruina antigua, y por consiguiente sin que las
preparaciones graduales quitasen al Coliseo un solo ápice de sus gigantescas
proporciones. Este término medio consistía en seguir la Vía Sixtina, cortar el
ángulo derecho delante de Santa María la May or, y llegar por la Vía Urbana y
San Pietro-in-Vincoli hasta la Vía del Coliseo.
Ofrecía otra ventaja este itinerario: la de no distraer en nada a Franz de la
impresión producida en él por la historia que había contado Pastrini, en la cual se
hallaba mezclado su misterioso anfitrión de Montecristo. Así, pues, había vuelto a
aquellos mil interrogatorios interminables que se había hecho a sí mismo, y de los
cuales ni uno siquiera le había dado una respuesta satisfactoria.
Por otra parte, había otra cosa aún que le había recordado a su amigo Simbad
el Marino: eran aquellas misteriosas relaciones entre los bandidos y los
marineros. Lo que dijera Pastrini del refugio que encontraba Vampa en las
barcas de los pescadores contrabandistas, recordaba a Franz aquellos dos
bandidos corsos que había hallado cenando con la tripulación del pequeño y ate
que había virado de rumbo y había abordado en Porto-Vecchio, con el único fin
de desembarcarlos. El nombre con que se hacía llamar su anfitrión de
Montecristo, pronunciado por su huésped de la fonda de Londres, le probaba que
representaba el mismo papel filantrópico en las costas de Piombino, de Civita-
Vecchia, de Ostia y de Gaeta, que en las de Córcega, Toscana, España y aun en
las de Túnez y Palermo, lo cual era una prueba de que abrazaba un círculo
bastante extenso de relaciones.
Sin embargo, por muy fijas que estuviesen en la imaginación del joven todas
aquellas reflexiones, por más preocupado que le tuviesen, desvaneciéronse
repentinamente cuando vio elevarse ante sí el sombrío y gigantesco espectro del
Coliseo, a través de cuy as puntas y aberturas la luna proy ectaba aquellos pálidos
y prolongados ray os que arrojan los ojos de los fantasmas.
Detúvose el carruaje a algunos pasos de la Meta Sudans. El cochero fue a
abrir la portezuela, los dos jóvenes bajaron del carruaje y se encontraron
enfrente de un cicerone que parecía haber salido de la tierra. Como también les
había seguido el de la fonda, resultó que tenían dos.
Es totalmente imposible evitar en Roma este lujo de guías; además del
cicerone general que se apodera de uno en el mismo instante en que se ponen los
pies en el dintel de la puerta de la fonda, y que no os abandona hasta el día en que
se ponen los pies fuera de la ciudad, hay aún un cicerone especial en cada
monumento. Júzguese si no se debe ir acompañado de un cicerone en el Coliseo,
o sea, en el monumento por excelencia, que obligó a decir a Marcial: « Cese
Menfis de ponderarnos los estrepitosos milagros de sus pirámides, que no se
canten más las maravillas de Babilonia, todo debe ceder ante el inmenso trabajo
del anfiteatro de los Césares, y todas las voces de la fama deben reunirse para
ponderar este monumento» . Franz y Alberto no trataron de sustraerse a la tiranía
cicerónica, y a más esto sería tanto más difícil cuanto que sólo los guías tienen
derecho a recorrer el monumento con antorchas. No hicieron, pues, ninguna
resistencia, y se entregaron a los guías para que los condujesen.
Franz conocía este paseo por haberlo hecho diez veces; pero como su
compañero, más novicio, ponía el pie por primera vez en el monumento de
Flavio Vespasiano, debo confesarlo en alabanza suy a, a pesar de la ignara
charlatanería de sus guías, estaba fuertemente impresionado. En efecto, no se
puede formar una idea, cuando no se ha visto, de la majestad de semejante
ruina, cuy as proporciones están aumentadas más y más por la misteriosa
claridad de la luna meridional cuy os ray os se asemejan a un crepúsculo de
Occidente.
Así pues, apenas, pensativo y cabizbajo, Franz hubo andado cien pasos bajo
los pórticos interiores, que abandonando a Alberto y a sus guías, que no querían
renunciar al imprescriptible derecho de hacerle ver detalladamente la Fosa de los
Leones, la mansión de los Gladiadores, el Podium de los Césares, se dirigió hacia
una escalera medio en ruinas, y haciéndoles continuar en simétrico camino, fue
a sentarse a la sombra de una columna enfrente de una abertura que le permitía
abrazar al gigante de granito en toda su majestuosa extensión.
Estaba Franz allí hacía un cuarto de hora, perdido, como se ha dicho, en la
sombra de una columna, ocupado en mirar a Alberto que en compañía de sus dos
guías, con antorchas, acababa de salir de un vomitorium colocado al extremo del
Coliseo, y los cuales, semejantes a dos sombras que siguen un fuego vago,
descendían de grada en grada hasta los sitios reservados a las vestales, cuando le
pareció percibir el ruido de una piedra en las profundidades del monumento,
desgajada de la escalera situada enfrente de la que él acababa de subir para
colocarse en el lugar en que estaba sentado. Nada hay de extraño en una piedra
que se desprende bajo el pie del tiempo y cae rodando a un abismo, pero a Franz
le pareció que aquella piedra había cedido bajo el pie de un hombre, y que un
ruido de pasos llegaba hasta él, aunque el que lo ocasionaba hiciese cuanto
pudiese para apagarlo.
Efectivamente, a los pocos momentos apareció un hombre, saliendo
gradualmente de la sombra a medida que subía la escalera, conforme iban
bajando se confundían en las tinieblas.
Nada impedía suponer que fuese un viajero como él que se hubiese retirado,
prefiriendo una meditación solitaria a la insignificante charla de sus guías, y por
lo tanto su aparición no tenía nada que pudiese sorprenderle. Pero en la indecisión
con que subía los últimos escalones, en la manera con que, llegado que hubo a la
plataforma, se detuvo y pareció escuchar, era probable que había venido con un
fin particular y que esperaba a alguien. Por un movimiento instintivo y maquinal,
escondióse Franz todo lo que pudo detrás de la columna. A diez pasos del
pavimento donde ambos se encontraban, la bóveda estaba algún tanto derribada,
y una abertura redonda, semejante a la de un pozo, permitía percibir el cielo
sembrado enteramente de estrellas. Alrededor de esta abertura que casi más de
cien años hacía daba paso a los débiles y pálidos ray os de la luna, habían nacido
una multitud de hierbas silvestres, cuy as ramas se destacaban erguidas sobre el
azul mate del firmamento, mientras que las enredaderas y la hiedra pendían de
aquel terrado superior y se balanceaban bajo la bóveda, parecidas a cuerdas
flotantes.
El personaje cuy a misteriosa llegada había llamado la atención de Franz se
hallaba situado en la penumbra, que aunque impedía examinar sus facciones, no
era sin embargo lo suficiente oscura para impedir que se distinguiese su traje. Iba
envuelto en una gran capa parda, cuy o embozo caído sobre el hombro izquierdo,
le ocultaba la parte inferior del rostro, mientras que su sombrero de anchas alas
cubría la parte superior. Solamente el extremo de su vestimenta, que se hallaba
iluminada por la luz oblicua que atravesaba la abertura, permitía distinguir un
pantalón negro, cuy o botín cuadraba coquetamente una bota charolada. Este
hombre pertenecía evidentemente, si no a la aristocracia, a los menos a la alta
sociedad.
Hacía algunos minutos que estaba allí y y a comenzaba a impacientarse,
cuando un ligero ruido se dejó oír en la parte superior. Al punto una sombra
interceptó la luz. Un hombre apareció en la abertura, arrojó una ojeada
penetrante por las tinieblas, y al fin distinguió al hombre de la capa. Después,
cogiéndose a un puñado de aquellas enredaderas y de aquellas hiedras flotantes,
se dejó deslizar, y cuando llegó a tres o cuatro pies del pavimento, dejóse caer
ligeramente. Es de advertir que el nuevo personaje vestía un traje de transtevere.
—Disculpadme, excelencia —dijo en dialecto romano—, si os he hecho
esperar; sin embargo, no me he retardado más que algunos minutos, porque las
diez acaban de dar en San Juan de Letrán.
—Más bien soy y o quien se ha adelantado —respondió el extranjero en el
más puro toscano—; así, pues, nada de cumplidos y luego, aunque hubieseis
tardado más, y a me habría figurado que sería por una causa ajena a vuestra
voluntad.
—Y os lo hubierais figurado con razón, excelencia. Vengo del castillo de San
Angelo, y me ha costado gran trabajo el hablar a Beppo.
—¿Quién es Beppo?
—Beppo es un empleado de la cárcel al que le tengo destinada una rentita
para saber todo cuanto ocurre en el interior del Castillo de Su Santidad.
—¡Ah!, ¡ah!, veo que sois un hombre cauto, querido.
—¡Qué queréis, excelencia! Nadie sabe lo que cualquier día puede acontecer.
Tal vez a mí mismo me echarán un día el guante, como ha sucedido con el pobre
Pepino, y necesitaré entonces un ratón que me roa las puertas de la cárcel.
—En fin, ¿qué habéis averiguado?
—El martes habrá dos ejecuciones, a las dos, como es costumbre en Roma;
un condenado será mazzolato; éste es un miserable que ha asesinado a un
sacerdote que le educó, y que no merece ningún interés; el otro será decapitado,
y éste es el pobre Pepino.
—¡Ya veis, querido! Inspiráis tanto terror no solamente al gobierno pontifical,
sino a los reinos vecinos, que quieren hacer un ejemplar castigo.
—Pero Pepino no forma parte de nuestra banda, es un pobre pastor que no ha
cometido más crimen que el de proporcionarnos víveres.
—Pues eso basta y sobra para que se le considere como vuestro cómplice; así
pues, y a veis que le guardan algunas consideraciones. En vez de martirizarlo
como harían con vos, si os llegaran a echar la mano, se contentan con
guillotinarlo. Esto variará los planes del pueblo y habrá espectáculo para toda
clase de gustos.
—Sin el que y o preparo y con el cual no cuentan —prosiguió el transtevere.
—Amigo mío, permitidme deciros —prosiguió el hombre de la capa—, que
me parecéis dispuesto a hacer alguna simpleza.
—Estoy dispuesto a todo para impedir la ejecución del pobre diablo que
morirá por causa mía; ¡por la madonna!, me consideraría muy cobarde si no
hiciese algo por ese valiente muchacho.
—¿Y qué es lo que pensáis hacer?, veamos…
—Apostaré unos veinte hombres alrededor del cadalso, y en el momento en
que le conduzcan, a una señal mía, nos lanzaremos, daga en mano, sobre la
escolta, y le libertaremos.
—Eso me parece muy peligroso, y decididamente creo que mi proy ecto vale
mucho más que el vuestro.
—¿Y cuál es vuestro proy ecto, excelencia?
—Daré dos mil piastras a una persona que y o sé y que obtendrá que la
ejecución de Pepino se dilate hasta dentro de un año; luego daré otras mil piastras
a otra persona que también conozco y le haré evadir de la prisión.
—¿Estáis seguro de obtener buen éxito?
—¡Diantre! —dijo en francés el hombre de la capa.
—¿Qué decís? —preguntó el transtevere.
—Digo, querido, que más he de hacer y o con mi oro que vos y toda vuestra
gente con sus puñales, sus pistolas, sus carabinas y sus trabucos. Dejadme y
veréis.
—Perfectamente; pero, por si acaso, estaremos prestos.
—Bueno, estad prestos si así lo deseáis, pero estad también seguros de que he
de obtener la dilación indicada.
—No olvidéis que el martes es pasado mañana y que por consiguiente no os
queda más día que mañana.
—¡Y bien! ¿Qué? Un día está compuesto de veinticuatro horas, cada hora se
compone de sesenta minutos, cada minuto de sesenta segundos, y en ochenta y
seis mil cuatrocientos segundos se pueden hacer muchas cosas.
—¿Y cómo sabremos si habéis obtenido buen éxito?
—De un modo sencillísimo: He alquilado los tres últimos balcones del café
Rospoli; si he obtenido la prórroga, los dos balcones de los lados estarán colgados
de damasco amarillo, y el del centro de damasco blanco, con una cruz roja.
—Magnífico. ¿Y por quién haréis entregar el perdón?
—Enviadme uno de vuestros hombres disfrazado de penitente, y se lo daré.
Gracias a su traje llegará hasta el pie del cadalso, y entregará la orden al jefe de
la hermandad, que la pasará al verdugo. Mientras tanto, haced saber esta noticia
a Pepino, para que no se vay a a morir de miedo o a volverse loco de
desesperación, lo cual sería causa de que hubiésemos hecho un gasto inútil.
—Escuchad, excelencia —dijo el aldeano—, os profeso un gran afecto, bien
lo sabéis, ¿no es así?
—Así lo creo al menos.
—¡Pues bien! Si salváis a Pepino, no será afecto lo que os profesaré, será
obediencia.
—Mide lo que dices, amigo mío, porque acaso algún día lo recuerde, y ese
día será el que lo necesite.
—Entonces, excelencia, me encontraréis en la hora de la necesidad, como y o
os he encontrado en esta misma hora y aun cuando os fueseis al fin del mundo,
no tendréis más que escribirme: « Haz esto» , y lo haré, a fe de…
—¡Callad! —dijo el desconocido—, oigo ruido.
—Son viajeros que visitan el Coliseo.
—Es peligroso que nos encuentren juntos. Estos demonios de guías podrían
reconocernos, y por honrosa que sea vuestra amistad, amigo mío, si llegaran a
enterarse de que estábamos tan unidos como lo estamos, esta unión me haría
perder un poco de mi crédito.
—¿Conque si conseguís la prórroga…?
—El balcón del centro colgado de damasco blanco con una cruz roja.
—¿Y si no?
—Tres colgaduras amarillas.
—¿Y entonces…?
—Entonces, querido amigo, manejad el puñal como gustéis, os lo permito, y
y o estaré allí para veros maniobrar.
—Adiós, excelencia, cuento con vos; contad vos conmigo.
Y dichas estas palabras, el transtiberino desapareció por la escalera, mientras
que el desconocido, embozándose bien en su capa y ocultándose enteramente el
rostro, pasó a dos pasos de Franz, y descendió al circo por las gradas exteriores.
Un segundo después, Franz oy ó resonar su nombre en aquellas bóvedas. Era
Alberto que le llamaba. Antes de responder, esperó a que los dos hombres se
hubiesen alejado, procurando no revelarles que habían tenido un testigo que, si no
había visto su rostro, no había al menos perdido una sola palabra de su
conversación. No habían transcurrido aún diez minutos cuando Franz estaba y a
en camino de la fonda de Londres, escuchando con una distracción impertinente
el erudito discurso que Alberto hacía, según Plinio y Calparini, sobre las rejas
guarnecidas de puntas de hierro que impedían a los animales feroces lanzarse
sobre los espectadores. Franz le dejaba hablar sin contradecirle, pues deseaba
hallarse solo para pensar sin distracción alguna en lo que acababa de presenciar.
De los dos hombres, el uno seguramente era extranjero, y aquélla era la
primera vez que le veía y oía, pero no ocurría lo mismo con el otro, y aunque
Franz no hubiese distinguido su rostro constantemente envuelto en la sombra a
oculto en su capa, el acento de aquella voz le había llamado demasiado la
atención desde la primera vez que la oy era para que pudiese resonar alguna vez
en su presencia sin que la reconociese. Sobre todo, en las entonaciones irónicas,
había algo de agudo y metálico que le había hecho estremecer en las ruinas del
Coliseo, lo mismo que en la gruta de Montecristo. Así, pues, estaba
perfectamente convencido de que aquel hombre no podía ser otro que Simbad el
Marino.
En cualquier otra circunstancia, la curiosidad que le había inspirado aquel
hombre le hubiera arrastrado a darse a conocer, pero en aquel caso la
conversación que acababa de oír era sobrado íntima para que no se detuviese por
el temor demasiado fundado de que su aparición les causaría una sorpresa bien
poco agradable. Le dejó, pues, que se alejara, como hemos visto, pero
prometiendo si le encontraba otra vez no dejar escapar la segunda ocasión como
lo había hecho con la primera. Impidióle la preocupación entregarse al sueño, de
modo que toda aquella noche la empleó en renovar en su imaginación todas las
circunstancias que parecían hacer de aquellos dos personajes el mismo individuo;
además, mientras más pensaba Franz, más se afirmaba en esta opinión. Se
durmió, cerca del amanecer, lo que hizo que no despertara sino muy tarde.
Alberto, a fuer de verdadero parisiense, había tomado y a sus precauciones para
la noche: había enviado por un palco al teatro Argentino y como Franz tenía que
escribir muchas cartas para Francia, cedió el carruaje a Alberto por todo el día.
Entró Alberto a las cinco. Había entregado las cartas de recomendación, tenía
billetes para todas las tertulias y había visto Roma. Le había bastado un día a
Alberto para todo esto. Y todavía había tenido tiempo para informarse de la pieza
que se representaba y de los actores que la ejecutaban. El título de la pieza era
« Parisina» y los actores se llamaban Coselli, Moriani y la Spech.
Nuestros dos jóvenes no eran tan desgraciados como se ve, pues que iban a
asistir a la representación de una de las mejores óperas del autor de Lucia di
Lammermoor, ejecutada por tres artistas de los de más nombradía en Italia. No
había podido jamás acostumbrarse Alberto a los teatros ultramontanos, cuy a
orquesta no se puede oír, y que no tienen ni balcones ni palcos descubiertos; esto
era bastante duro para un hombre que tenía su luneta en los Bouffes y su parte de
palco en la ópera. No impedía, sin embargo, que Alberto se vistiese de gran
etiqueta siempre que iba a la ópera con Franz. Tiempo perdido, pues, preciso es
confesarlo, para vergüenza de uno de los representantes de nuestra elegancia:
después de cuatro meses que paseaba por Italia en todos sentidos, Alberto no
había tenido ni lo que se llama una sola aventura.
Y no era que no hiciese lo posible para que ésta se le presentara, no, porque
Alberto de Morcef era uno de los jóvenes que más fastidiados debían estar por
hallarse en tal descubierto. La cosa era tanto más penosa, cuanto que según la
modesta costumbre de nuestros queridos compatriotas, Alberto había salido de
París con la convicción de que iba a tener los mejores lances, y que volvería a
entretener a sus amigos del boulevard de Gand contándoles sus aventuras; pero,
desgraciadamente, nada de esto había sucedido. Las encantadoras condesas
genovesas, florentinas y napolitanas, habían temido, no a sus maridos, sino a sus
amantes, y Alberto había adquirido la cruel convicción de que las italianas tienen
a lo menos sobre las francesas la ventaja de ser fieles a su infidelidad. Con todo,
ello no quiere decir que en Italia, como en todas partes, no hay a regla sin
excepción.
Y con todo, Alberto era no solamente un joven muy elegante, sino un hombre
de mucho talento. Era además vizconde, vizconde de moderna nobleza, es muy
cierto, pero en el día que no se hacen pruebas, ¿qué importa que sea uno noble
desde 1399 o desde 1815? Sobre todo esto, tenía cincuenta mil libras de renta, y
siendo más de lo necesario para vivir en París a la moda, era pues, algo
humillante el no haberse hecho notable en ninguna de las ciudades por donde
había pasado.
Sin embargo, confiaba que no sería lo mismo en Roma, mucho más siendo el
carnaval, una de las épocas de más libertad y en que las más severas se dejan
arrastrar a algún acto de locura. Como el carnaval empezaba al siguiente día, era
muy importante que Alberto echara a volar su prospecto antes de aquella
apertura.
Había alquilado, pues, con esa intención, uno de los palcos más visibles del
teatro, y se había vestido con mucha elegancia. Estaba en la primera fila, que
reemplaza la galería en nuestros teatros. Por otra parte, los tres primeros pisos
son tan aristocráticos los unos como los otros, y por esta razón son llamados los
palcos nobles. Aquí diremos, como de paso, que aquel palco, donde podrían estar
doce personas sin estrechez, había costado a los dos amigos un poco más barato
que un palco de cuatro personas en el ambigú cómico.
Es preciso decir que Alberto tenía aún otra esperanza y era que si llegaba a
encontrar cabida en el corazón de una bella romana, esto le conduciría
naturalmente a conquistar un puesto en un carruaje, y por consiguiente, a ver el
carnaval en algún balcón de príncipe.
Todas estas circunstancias unidas hacían que Alberto fuese más emprendedor
de lo que nunca lo había sido. Volvía la espalda a los actores, inclinándose fuera
del palco, y mirando a todas las personas con unos prismáticos de seis pulgadas
de largo, lo cual no hacía que ninguna mujer recompensase, con una sola
mirada, ni aun de curiosidad, todos sus estudiados ademanes y movimientos.
Cada cual hablaba, en efecto, de sus asuntos, de sus amores, de sus placeres, del
carnaval que comenzaba al día siguiente, de la próxima Semana Santa, sin fijar
la atención ni un solo instante ni en los actores, ni en la ópera, excepto en los
momentos muy destacados en que todos se volvían, sea para oír un trozo del
recitado de Coselli, sea para aplaudir algún rasgo brillante de Moriani, sea en fin
para gritar ¡bravo! a la Spech. Pasados estos instantes tan fugaces y
momentáneos, las conversaciones particulares recobraban su objeto primordial.
Hacia el fin del primer acto, la puerta de un palco que hasta entonces había
permanecido vacío se abrió y Franz vio entrar a una mujer a la cual había tenido
el honor de ser presentado en París, y que creía aún en Francia. Alberto advirtió
el movimiento que hizo su amigo al aparecer aquella dama, y volviéndose hacia
él dijo:
—¿Conocéis acaso a esa dama?
—Sí, ¿qué os parece?
—Es una rubia encantadora, querido. ¡Oh!, qué cabellos tan adorables. ¿Es
francesa?
—No, veneciana.
—¿Y se llama?
—La condesa G…
—¡Oh!, la conozco de nombre —exclamó Alberto—. Aseguran que además
de ser hermosa tiene mucho talento. ¡Diantre! ¡Cuando pienso que hubiera
podido ser presentado a ella en el último baile dado por la señora de Villefort, en
el cual estaba, y que entonces no quise! ¿No es verdad que soy un imbécil?
—¿Queréis que repare esa falta? —preguntó Franz.
—¡Cómo! ¿La conocéis tan íntimamente para conducirme a su palco?
—He tenido el honor de hablar con ella tres o cuatro veces en mi vida, pero,
bien lo sabéis, es lo bastante para no cometer una indiscreción.
En aquel instante, la condesa reparó en Franz y le hizo con la mano un
ademán gracioso, al cual respondió él con una respetuosa inclinación de cabeza.
—¡Vay a! ¡Me parece que estáis en buena armonía! —dijo Alberto.
—Pues os engañáis, y he aquí lo que nos hará cometer mil tonterías a
nosotros los franceses en el extranjero, por someterlo todo a nuestro punto de
vista parisiense. En España y en Italia, sobre todo, no juzguéis jamás de la
intimidad de las personas por lo expresivo de los cumplimientos. Hemos
simpatizado la condesa y y o, pero eso es todo.
—¿Simpatía de alma? —preguntó con una sonrisa Alberto.
—No, de carácter —respondió gravemente Franz.
—¿Y en dónde empezó, en dónde tuvo lugar la tal simpatía?
—En un paseo que dimos por el Coliseo, parecido al que juntos hemos dado.
—¿A la luz de la luna?
—Sí.
—¿Solos?
—Casi.
—Y hablasteis…
—De los muertos.
—¡Ah! —exclamó Alberto—, pues entonces la conversación no dejaría de
ser agradable, y por lo mismo os prometo que si tengo la dicha de servir de
acompañante a la bella condesa en un paseo semejante al vuestro, no le hablaré
sino de los vivos.
—Y tal vez haréis más.
—Mientras tanto, vais a presentarme a ella como me lo habéis prometido.
—Tan pronto como se baje el telón.
—¡Cuán largo es este diablo de primer acto!
—Escuchad el final, querido, porque a más de ser muy bello, Coselli lo canta
admirablemente.
—Sí, ¡pero qué talle…!
—La Spech está sumamente dramática.
—Sí, no lo discuto, pero y a conocéis que cuando se ha oído a la Lontag y la
Malibrán…
—¿No os parece excelente el método de Moriani?
—No me gustan los morenos que cantan rubio.
—Amigo mío —dijo Franz volviéndose, mientras que Alberto continuaba
mirando con los anteojos—, a decir verdad estáis hoy muy insulso y distraído.
Al fin bajó el telón, con gran satisfacción del vizconde de Morcef, que tomó
su sombrero, se arregló sus cabellos, compuso su corbata y sus puños, e hizo
observar a Franz que le esperaba. Como por su parte la condesa, a quien Franz
interrogaba con la mirada, le dio a entender que sería bien recibido, no tardó éste
en satisfacer la impaciencia de Alberto y dirigiéndose al palco seguido de su
compañero, que se aprovechaba del paseo para componer los falsos pliegues que
los movimientos habían podido imprimir en el cuello de la camisa y en las
solapas de su frac, llamó al palco número 4, que era el que ocupaba la condesa.
Esta se levantó al punto, cediendo su lugar al recién llegado, según es costumbre
en Italia y según se cede siempre cuando llega una visita.
Presentó Franz a la condesa a Alberto como uno de los jóvenes franceses
más distinguidos por su posición social, por sus nada escasos conocimientos y por
las muchas otras cualidades que le adornaban, todo lo cual no dejaba de ser
cierto, porque tanto en París como en cualquier parte que estuviese, se tenía a
Alberto por un perfecto caballero.
Franz procuró añadir que, pesaroso su amigo de no haber sabido aprovechar
la estancia de la condesa en París para hacer que le presentasen a ella, le había
encargado que reparase su falta, misión que cumplía, rogando a la condesa, a
cuy o lado también él hubiera necesitado un introductor, que excusase su
indiscreción. La condesa respondió con un saludo encantador a Alberto, y
presentando la mano a Franz. Invitado por ella, Alberto se sentó en el lugar
desocupado de la delantera, y Franz lo verificó en segunda fila, detrás de la
condesa.
Alberto había hallado un excelente tema de conversación, París, y por
consiguiente hablaba a la condesa de sus conocimientos comunes. Franz
comprendió que se hallaba en su terreno. Dejóle, pues, y pidiéndole sus
gigantescos anteojos, se puso a su vez a explorar el salón. Sentada en un sillón
delantero de un palco de tercera fila enfrente de ellos, estaba una mujer de una
hermosura admirable, vestida con un traje griego que llevaba con tanta gracia y
soltura que era evidentemente su traje habitual. Detrás de ella, entre la sombra,
se dibujaba la silueta de un hombre cuy o rostro era imposible distinguir. Franz
interrumpió la conversación de Alberto y de la condesa para preguntar a esta
última si conocía a la hermosa albanesa, digna de atraer no solamente la atención
de los hombres, sino también de las mujeres.
—No —dijo—, todo cuanto sé es que está en Roma desde el principio de la
estación, porque desde que está abierto el teatro la he visto cotidianamente en el
mismo palco que hoy se encuentra, unas veces acompañada del hombre que en
este momento se encuentra con ella, y otras seguida tan sólo de un criado negro.
—¿Qué os parece, condesa?
—Muy bonita; Medora debió asemejarse a esa mujer.
Franz y la condesa cambiaron una sonrisa, volviendo de nuevo esta última a
entablar su interrumpida conversación con Alberto y Franz a mirar a su albanesa.
Se levantó entonces el telón. Era uno de esos bailes italianos puestos en escena
por el famoso Henry, que se ha formado como coreógrafo una reputación tan
colosal en Italia, y que el desgraciado ha venido por fin a perder en el teatro
Náutico; uno de esos bailes que todo el mundo, desde el primer bailarín al último
comparsa, toman una parte tan activa en la acción, que ciento cincuenta personas
hacen a la vez el mismo ademán y levantan a un tiempo el mismo brazo o la
misma pierna. Es llamado este baile Dorliska.
A Franz le tenía demasiado preocupado su hermosa albanesa para ocuparse
del baile por muy interesante que fuese. En cuanto a la desconocida, parecía
experimentar un placer visible en aquel espectáculo, placer que formaba un
notable contraste con el profundo desdén del que la acompañaba, y que mientras
duró la escena coreográfica, no hizo un movimiento, pareciendo, a pesar del
ruido infernal producido por las trompetas, los timbales y los chinescos de la
orquesta, gustar de las celestiales dulzuras de un sueño pacífico y embelesador.
Al fin terminó el baile, y el telón volvió a caer en medio de los frenéticos
aplausos de un público embriagado de entusiasmo. Gracias a esa costumbre de
interpolar un bailecito en las óperas, los entreactos son muy cortos en Italia,
teniendo tiempo para descansar y cambia de traje mientras que los bailarines
ejecutan sus piruetas y ensay an sus cabriolas. Unos instantes después empezó el
acto segundo.
A los primeros sonidos de la orquesta, Franz vio al soñoliento desconocido,
levantarse lentamente y acercarse a la griega, que se volvió para dirigirle
algunas palabras, y se apoy ó de nuevo sobre el antepecho del palco. La
fisonomía de su interlocutor seguía oculta en la sombra, y Franz no podía
distinguir ninguna de sus facciones.
Empezado y a el acto, la atención de Franz fue atraída por los actores, y sus
ojos abandonaron un instante el palco de la hermosa griega para fijarlos en el
escenario.
El acto comienza, como es sabido, por el dúo del sueño. Parisina, acostada,
deja escapar delante de Azzo el secreto de su amor por Hugo. El esposo
engañado sufre todos los furores de los celos, hasta que, convencido de que su
esposa le es infiel, la despierta para darle a conocer su próxima venganza. Este
dúo es uno de los más hermosos, de los más expresivos y de los más terribles que
han salido de la fecunda pluma de Donizetti. Franz lo oía por tercera vez, y sin
embargo, produjo en él un efecto profundo. Iba, pues, a unir sus aplausos a los
del salón, cuando sus manos, prontas a chocar, permanecieron separadas, y el
¡bravo! que iba a escapar de su boca expiró en sus labios.
Se había levantado el hombre del palco y acercando su cabeza hasta el punto
en que le diera de lleno la luz, había permitido a Franz reconocer en él al mismo
habitante de Montecristo, a aquel cuy a voz y talle había creído descubrir en las
ruinas del Coliseo. Ya no le cabía duda, el extraño viajero vivía en Roma.
La expresión del rostro de Franz estaba sin duda en armonía con la turbación
que en él produjera semejante encuentro, porque la condesa le miró, empezó a
reír y le preguntó qué era lo que tenía.
—Señora —respondió Franz—, hace poco os he preguntado si conocíais a esa
mujer albanesa; ahora os pregunto si conocéis a su marido.
—Menos todavía —respondió la condesa.
—¿Nunca os ha llamado la atención?
—¡He aquí una pregunta enteramente francesa! ¡Bien sabéis que para
nosotras, las italianas, no hay otro hombre en el mundo más que aquel a quien
amamos!
—Es verdad —respondió Franz.
—Sin embargo, os diré —dijo ella acercando los gemelos de Alberto a sus
ojos y dirigiéndolos hacia el palco— que debe ser algún recién desenterrado,
algún muerto salido de su tumba, con el correspondiente permiso del sepulturero,
se entiende, porque me parece horriblemente pálido.
—Pues siempre está lo mismo —respondió Franz.
—¿Entonces le conocéis? —preguntó la condesa—. Así, y o soy la que os
preguntará quién es.
—Estoy seguro de haberle visto antes de ahora, pero no atino ni dónde ni
cuándo.
—En efecto —dijo ella haciendo un movimiento con sus hermosos hombros
como si un estremecimiento circulase por sus venas—, comprendo que cuando
se ha visto una vez a un hombre semejante, jamás se le puede olvidar.
El efecto que Franz había experimentado no era, pues, una impresión
particular, puesto que otra persona lo sentía también.
—Y decidme —preguntó Franz a la condesa después que le hubo observado
por segunda vez—, ¿qué pensáis de ese hombre?
—Que creo ver a Lord Ruthwen en persona.
Este nuevo recuerdo de Lord By ron admiró a Franz, porque, en efecto, si
alguien podía hacerle creer en los vampiros, no era otro que el hombre que tenía
ante sus ojos.
—Es preciso que sepa quién es —dijo Franz levantándose.
—¡Oh, no! —exclamó la condesa—, no, no me dejéis sola. Cuento con vos
para que me acompañéis, y os quiero tener a mi lado.
—¡Cómo! —le dijo Franz al oído—, ¿tendríais miedo?
—Escuchad —le dijo ella—. By ron me ha jurado que creía en los vampiros e
incluso que los había visto. Me ha descrito su rostro, que es absolutamente
semejante al de ese hombre; esos cabellos negros, esos ojos tan grandes, en que
brilla una llama extraña, esa palidez mortal; además, observad que no está con
una mujer como las demás, está con una extranjera…, una griega…, una
cismática…, sin duda una hechicera como él… Os ruego que no os vay áis.
Mañana podréis dedicaros a buscarlos, si así os parece, pero hoy os suplico que
me acompañéis.
Franz insistió.
—Pues bien —dijo la condesa levantándose—, me voy. No puedo quedarme
hasta el fin de la función, porque tengo tertulia esta noche en mi casa…, ¿seréis
tan poco galante que me rehuséis vuestra compañía?
Franz no tenía otra alternativa que la de tomar el sombrero, abrir la puerta y
ofrecer su brazo a la condesa, y esto fue lo que hizo.
La condesa estaba efectivamente muy conmovida, y el mismo Franz no
dejaba tampoco de experimentar cierto terror supersticioso, tanto más natural,
cuanto que lo que era en la condesa el producto de una sensación instintiva, era
en él el resultado de un recuerdo. Al subir al carruaje sintió que temblaba. La
condujo hasta su casa; no había nadie, y no era esperada por nadie. Franz la
reconvino.
—En verdad —dijo ella—, no me siento bien, y tengo necesidad de estar sola.
La vista de ese hombre me ha conmovido.
Franz procuró reírse.
—No os riáis —le dijo ella—. Prometedme además una cosa.
—¿Cuál?
—Prometédmela.
—Todo cuanto queráis, excepto renunciar a descubrir a ese hombre. Tengo
motivos, que me es imposible comunicaros, para desear saber quién es, de dónde
viene y adónde va.
—Ignoro de dónde viene, pero dónde va puedo decíroslo; va al infierno, no lo
dudéis.
—Volvamos a la promesa que queríais exigir de mí, condesa —dijo Franz.
—¡Ah!, es la siguiente: entrar directamente en vuestra casa y no buscar esta
noche a ese hombre. Hay cierta afinidad entre las personas que se separan y las
que se reúnen. No sirváis de intermediario entre ese hombre y y o. Mañana
corred tras él cuanto queráis, pero jamás me lo presentéis, si no queréis hacerme
morir de miedo. Así, pues, buenas noches, procurad dormir, y o sé bien que no
podré cerrar los ojos en toda la noche.
Con estas palabras la condesa se separó de Franz, dejándole fluctuando en la
indecisión de si se había divertido a su costa, o si verdaderamente sintió el temor
que había manifestado.
Al entrar en la fonda, Franz encontró a Alberto con batín y pantalón sin
trabillas, voluptuosamente arrellanado en un sillón y fumando un buen tabaco.
—Ah, ¡sois vos! —le dijo—. Verdaderamente no os esperaba hasta mañana.
—Querido Alberto —respondió Franz—, me felicitó por tener una ocasión de
deciros una vez por todas que tenéis la idea más equivocada de las mujeres
italianas, y no obstante, me parece que vuestras desdichas amorosas y a debían
habérosla hecho perder.
—¿Qué queréis? ¡Esas mujeres, el diablo que las comprenda! Os dan la
mano, os la estrechan, os hablan al oído, hacen que las acompañéis a su casa; con
la cuarta parte de ese modo de tratar a un hombre, una parisiense perdería pronto
su reputación.
—Pues precisamente porque nada tienen que ocultar, porque viven con tanta
libertad, es por lo que las mujeres se cuidan tan poco del público en el bello país
donde resuena el sí, como decía Dante. Además, bien habéis visto que la condesa
tenía miedo.
—Miedo ¿de qué?, ¿de aquel honrado caballero que estaba enfrente de
nosotros con aquella hermosa griega? Pues y o al salir me los encontré por el
pasillo y, ¡a fe que no sé de dónde diablos os han venido esas ideas del otro
mundo! Es un hombre buen mozo y muy elegante, no parece sino que se viste en
Francia en casa de Blin o de Humanes. Un poco pálido, es cierto, pero bien sabéis
que la palidez es un signo de distinción.
Franz se sonrió; Alberto tenía también pretensiones de estar pálido.
—Sí, sí —le dijo Franz—, estoy convencido de que las ideas de la condesa
acerca de ese hombre no tienen sentido común; pero, decidme, ¿ha hablado a
vuestro lado y habéis podido oír algo de lo que decía?
—Ha hablado, pero en griego. He reconocido el idioma en algunas voces
griegas desfiguradas. ¡Oh! ¡Me acuerdo que en el colegio el griego me hacía
pasar muy malos ratos!
—¿Conque hablaba griego?
—Es probable.
—No hay duda —murmuró Franz—, es él.
—¡Cómo! ¿Qué decís…?
—Nada. ¿Qué estabais haciendo?
—Os estaba preparando una sorpresa.
—¿Qué sorpresa?
—Bien sabéis que es imposible encontrar un coche.
—¡Diantre!, por lo menos se ha hecho cuanto humanamente se podía hacer.
—¡Pues bien! Se me ha ocurrido una idea maravillosa.
Franz miró a Alberto como dudando del estado de su imaginación.
—Querido —dijo Alberto—, me honráis con una mirada que merecería os
pidiese reparación.
—Dispuesto estoy a dárosla, querido amigo, si la idea es tan maravillosa
como decís.
—Escuchad.
—Escucho.
—¿No hay posibilidad de encontrar carruaje?
—No.
—¿Ni caballos?
—Tampoco.
—¿Pero una carreta bien se podrá encontrar?
—Quizás.
—¿Y un par de buey es?
—También.
—Pues bien; ésa es la nuestra. Mando adornar la carreta, nos vestimos de
segadores napolitanos, y representamos al natural el magnífico cuadro de
Leopoldo Robert. Y si la condesa quiere vestirse de campesina de Puzzole o de
Sorrento, esto completará la mascarada, y seguramente la condesa es demasiado
hermosa para que la tomen por el original de la mujer del niño.
—¡Diantre! —exclamó Franz—, tenéis razón por esta vez, Alberto, y ésa es
una idea feliz.
—Y nacional. ¡Ah, señores romanos! ¿creéis que se correrá a pie por
vuestras calles como unos lazzaroni, porque no tenéis calesas ni caballos? ¡Pues
bien!, y a se inventarán.
—¿Y habéis comunicado a alguien esa estupenda idea?
—Sólo a nuestro huésped. Al entrar le hice subir y le manifesté mis deseos.
Me ha asegurado que nada era más fácil. Yo quería dorar los cuernos de los
buey es, pero él ha dicho que para eso se necesitarían tres días, por lo que será
preciso pasar sin ese detalle superfluo.
—¿Y dónde está?
—¿Quién?
—Nuestro huésped.
—Ha ido a buscar la carreta, porque mañana sería y a tarde.
—¿De modo que esta misma noche tendremos la contestación?
—Así lo espero.
En este momento la puerta se abrió y maese Pastrini asomó la cabeza.
—¿Se puede entrar? —dijo.
—¡Pues claro! —exclamó Franz.
—¡Y bien! —dijo Alberto—. ¿Habéis encontrado la carreta y los buey es?
—He encontrado algo mejor que eso —respondió con aire ufano.
—¡Ah!, mi querido huésped, andad con tiento en lo que decís.
—Confíe vuestra excelencia en mí —dijo maese Pastrini.
—Pero, en fin, ¿qué hay ? —exclamó Franz a su vez.
—¿Ya sabéis —dijo el posadero— que el conde de Montecristo vive en este
mismo piso…?
—Ya lo creo —dijo Alberto—, puesto que gracias a él no hemos podido
alojarnos sino como dos estudiantes en la calle de Saint Nicolas-du-Charnedot.
—Y bien, está enterado del apuro en que os encontráis y os ofrece dos
asientos en su carruaje y dos sitios en sus ventanas del palacio Rospoli. Alberto y
Franz se miraron.
—Pero —preguntó Alberto—, ¿debemos aceptar la oferta de ese extranjero?
¿De un hombre a quien no conocemos?
—¿Y qué clase de hombre es ese conde de Montecristo? —preguntó Franz a
su huésped.
—Un gran señor siciliano o maltés, no lo sé a ciencia cierta, pero noble como
un borgliese y rico como una mina de oro.
—Me parece —dijo Franz a Alberto— que si ese hombre fuese de tan buenas
prendas como dice nuestro huésped, hubiera debido hacernos su invitación de
otra manera, y a fuese escribiéndonos, y a… En este momento llamaron a la
puerta.
—Adelante —dijo Franz.
Un criado con una elegante librea apareció en el marco de la puerta.
—De parte del conde de Montecristo, para el señor Franz d’Epinay y para el
señor vizconde Alberto de Morcef —dijo.
Y presentó al huésped dos tarjetas que éste entregó a los jóvenes.
—El señor conde de Montecristo —continuó el criado— me manda pedir
permiso a estos señores para presentarse mañana por la mañana en su cuarto
como vecino. Tendré el honor de informarme de estos señores a qué hora estarán
visibles.
—A fe mía —dijo Alberto a Franz—, que no podemos quejarnos.
—Decid al conde —respondió Franz— que nosotros tendremos el honor de
anticiparnos a su visita.
El criado se retiró.
—Eso es lo que se llama un asalto de elegancia —dijo Alberto—, vamos,
decididamente vos teníais razón, maese Pastrini, y el conde de Montecristo es un
hombre perfecto.
—¿Luego aceptáis su oferta? —dijo el huésped.
—Con mucho gusto —respondió Alberto—, sin embargo, os lo confieso,
siento que no se realice nuestro plan de la carreta y los segadores; y si no hubiese
lo del balcón del palacio Rospoli, para compensar lo que perdemos, creo que
volvería a mi primera idea, ¿qué os parece, Franz?
—Creo que también son los balcones los que me deciden —respondió Franz a
Alberto.
En efecto, esta oferta de dos sitios en un balcón del palacio Rospoli, recordóle
a Franz la conversación que había oído en las ruinas del Coliseo entre su
desconocido y el transtiberino, conversación en la cual el hombre de la capa
había prometido obtener la gracia del condenado. Ahora, pues, si el hombre de la
capa era, según todo se lo probaba a Franz, el mismo cuy a aparición en la sala de
Argentina le había preocupado tanto, sin duda alguna le reconocería y entonces
nada le impediría satisfacer su curiosidad sobre este punto.
Franz pasó una parte de la noche pensando en sus dos apariciones y deseando
que llegase el día siguiente. En efecto, el siguiente día debía aclararlo todo, y esta
vez, a menos que su huésped de Montecristo posey ese el anillo de Gy ges y
merced a este anillo su facultad de hacerse invisible, era evidente que no se le
escaparía. Así, pues, se despertó a las ocho, hora en que Alberto, como no tenía
los mismos motivos que Franz para madrugar tanto, dormía aún apaciblemente.
Franz mandó llamar a su huésped, que se presentó con sus habituales saludos.
—Maese Pastrini —le dijo—, ¿no debe haber hoy una ejecución?
—Sí, excelencia, pero si preguntáis eso para tener un balcón, os acordáis de
ello muy tarde.
—No —prosiguió Franz—; por otra parte, si lo hiciese únicamente para ver
ese espectáculo, encontraría sitio en el monte Pincio.
—¡Oh!, y o creía que vuestra excelencia no querría mezclarse con la canalla,
cuy o anfiteatro es ése.
—Probablemente no iré —dijo Franz—, pero desearía obtener algunos
detalles.
—¿Cuáles?
—Quisiera saber el número de condenados, sus nombres y el género de sus
suplicios.
—¡Oh!, no los podía pedir más oportunamente, excelencia. Ahora justamente
me acaban de traer las tavolette.
—¿Qué es eso de las tavolette?
—Las tavolette son unas tabletas de madera que se cuelgan en todas las
esquinas de las calles la víspera de las ejecuciones, y en las cuales están escritos
los nombres de los condenados, la causa de su condenación y la clase de suplicio.
Tienen por objeto invitar a los fieles a que rueguen a Dios para que dé a los
culpables un sincero arrepentimiento.
—¿Y os traen esas tabletas para que unáis vuestras súplicas a las de los fieles?
—preguntó Franz irónicamente.
—No, excelencia. Yo me entiendo con el repartidor y me trae esos anuncios,
como también me trae los anuncios de espectáculos de otros géneros, a fin de
que si alguno de los viajeros que tengo la honra de albergar en mi casa desea
asistir a la ejecución, lo sepa por anticipado.
—¡Ah!, y a comprendo, maese Pastrini —exclamó Franz—, ¡sois hombre en
extremo solícito y delicado, que se desvive por complacer a sus huéspedes!
—¡Oh! —dijo maese Pastrini sonriendo—, puedo vanagloriarme de hacer
cuanto está en mi mano para satisfacer los deseos de los nobles extranjeros que
me honran con su confianza.
—Eso es lo que veo, querido huésped, y lo repetiré a quien quiera oírlo, no lo
dudéis. Mientras tanto, desearía leer una de esas tavolette.
—Nada más fácil —dijo el huésped abriendo la puerta—, he dado órdenes de
poner una en el corredor.
Salió, descolgó la tavoletta, y la presentó a Franz. He aquí la traducción literal
del cartel patibulario:
Esto mismo era lo que Franz había oído la antevíspera en las ruinas del
Coliseo, y nada habían cambiado en el programa; los nombres de los
condenados, la causa de su suplicio y el género de su ejecución eran
exactamente los mismos. Por consiguiente, según toda probabilidad, el
transtiberino no era otro que el bandido Luigi Vampa, y el hombre de la capa,
Simbad el Marino, que en Roma como en Porto-Vecchio y en Túnez continuaba
con sus filantrópicas expediciones.
Entretanto, el tiempo corría; eran las nueve y Franz iba a despertar a Alberto,
cuando con gran asombro de su padre, le vio salir de su cuarto vestido y a de pies
a cabeza. El carnaval le había hecho despertar más de mañana de lo que su
amigo esperaba.
—¡Vamos! —dijo Franz a su huésped—, ahora que y a estamos listos, ¿creéis,
señor Pastrini, que podremos presentarnos en la habitación del señor conde de
Montecristo?
—¡Oh!, seguramente —respondió—. El conde de Montecristo acostumbra a
madrugar, y estoy convencido de que hace dos horas que se ha levantado.
—¿Y creéis que no será indiscreción el irle a ver ahora mismo?
—En modo alguno.
—En tal caso, Alberto, si estáis dispuesto…
—Sí, amigo mío, sí; estoy dispuesto a todo —dijo Alberto.
—Vamos a dar gracias a nuestro vecino por su atención.
—Vamos enhorabuena.
Franz y Alberto no tenían que atravesar más que el pasillo. El posadero se
adelantó y llamó; un criado salió a abrir.
—I signori francesi —dijo Pastrini.
El criado se inclinó y les hizo señas de que entrasen.
Atravesaron dos piezas amuebladas con un lujo que no creían encontrar en la
fonda de maese Pastrini y finalmente llegaron a un salón sumamente elegante.
Cubría el pavimento una alfombra de Turquía, y magníficas sillas de blandos
almohadones y de anchos espaldares enervados hacia atrás, brindaban con un
descanso tan cómodo como agradable; riquísimos cuadros pintados al óleo,
retratos de diferentes personajes, trofeos de magníficas arenas, colgaban de las
paredes y anchas cortinas de hermosa tapicería flotaban delante de cada puerta.
—Si sus excelencias gustan sentarse —dijo el criado—, pueden hacerlo
mientras entro aviso al señor conde.
Y salió por una de las puertas.
Al abrirse esta puerta, el sonido de una guzla llegó a los oídos de los dos
amigos, pero al punto se apagó. La puerta, cerrada casi al mismo tiempo que
abierta, no había podido, por decirlo así, dejar penetrar en el salón más que un
soplo de armonía. Franz y Alberto cambiaron una mirada y volvieron los ojos
hacia los muebles, los cuadros y las arenas. Todo esto les pareció ahora más
magnífico que al primer golpe de vista.
—¿Qué os parece? —preguntó Franz a su amigo.
—A fe mía, querido —dijo—, que es preciso que nuestro vecino sea algún
agente de cambio que ha jugado a la baja sobre los fondos españoles, o algún
príncipe que viaja de incógnito.
—¡Silencio! —le dijo Franz—, eso es lo que vamos a saber, puesto que ahí
viene.
En efecto, el ruido de una puerta que giraba sobre sus goznes acababa de
llegar a los oídos de los amigos, y casi al mismo tiempo, levantándose el
cortinaje, dio paso al dueño de todas aquellas riquezas. Alberto se levantó y le
salió al encuentro, pero Franz, al verle, se quedó clavado en su sitio.
El que acababa de entrar no era otro que el hombre de la capa del Coliseo, el
desconocido del palco, el misterioso huésped de la isla de Montecristo.
Capítulo XII
La mazzolata
El carnaval de Roma
Alagua,
recobrar Franz el conocimiento encontró a Alberto bebiendo un vaso de
juzgando por su palidez lo conveniente de aquella acción, y al conde
vistiéndose y a de pay aso. Arrojó maquinalmente una mirada a la plaza. Todo
había desaparecido, patíbulo, verdugos, víctimas, no quedaba más que el pueblo
azorado, alegre, bullicioso. La Campana de Montecitorio, que no se tocaba más
que para la muerte del Papa y la apertura de la mascarada, repicaba
velozmente.
—Y bien —preguntó al conde—, ¿qué ha pasado?
—Nada, absolutamente nada —dijo—, como veis, pero el Carnaval ha
comenzado, vistámonos pronto.
—Es cierto —respondió Franz al conde—; sólo restan de tan horrible escena
las huellas de un sueño.
—Pues no es otra cosa que un sueño, lo que habéis tenido.
—Sí, pero, ¿y el condenado?
—También. Pero él ha quedado dormido, al paso que vos habéis despertado,
y ¿quién puede decir cuál de los dos será el privilegiado?
—Pero, ¿qué ha sido de Pepino?
—Pepino es un muchacho juicioso que no tiene ningún amor propio, y que,
contra la costumbre de los hombres, que se enfurecen cuando no se ocupan de
ellos, se ha alegrado de que la atención general se fijase en su compañero. Por
consiguiente, se ha aprovechado de esta distracción para deslizarse por entre la
turba y desaparecer sin dar siquiera las gracias a los dignos sacerdotes que le
habían acompañado. Verdaderamente el hombre es un animal muy ingrato y
egoísta… Pero vestíos, mirad cómo os da el ejemplo M… de Morcef.
En efecto, Alberto se ponía maquinalmente su pantalón de tafetán encima de
su pantalón negro y de sus botas charoladas.
—Y bien, Alberto —preguntó Franz—, ¿estáis dispuesto a cometer algunas
locuras? Veamos, responded francamente.
—No —dijo—, pero os aseguro que ahora me alegro de haber visto este
espectáculo, y comprendo lo que decía el señor conde, que cuando uno ha podido
acostumbrarse a él, es el único que aún puede causar algunas emociones.
—Además de que en ese momento se pueden hacer estudios de los
caracteres —dijo el conde—; en el primer escalón del patíbulo, la muerte
arranca la máscara que se ha llevado toda la vida y aparece el verdadero rostro.
Preciso es convenir que el de Andrés no estaba muy bonito… ¡Pícaro, infame…!
¡Vistámonos, señores, vistámonos! Tengo necesidad de ver máscaras de cartón
para consolarme de las máscaras de carne.
Ridículo hubiera sido para Franz el aparentar aún conmoción y no seguir el
ejemplo que le daban sus dos compañeros. Púsose, pues, su traje y su careta, que
no era seguramente más pálida que su rostro. Después de disfrazarse, bajaron la
escalera. El carruaje esperaba a la puerta, lleno de dulces y de ramilletes.
Difícil es formarse una idea de un cambio más completo que el que acababa
de operarse.
En vez de aquel espectáculo de muerte, sombrío y silencioso, la plaza del
Popolo presentaba el aspecto de una orgía loca y bulliciosa. Un sinnúmero de
máscaras salía por todas partes, escapándose de las puertas y descendiendo por
los balcones. Los carruajes desembocaban por todas las calles cargados de
pierrots, de figuras grotescas, de dominós, de marqueses, de transtiberinos, de
arlequines, de caballeros, de aldeanos; todos gritando, gesticulando, lanzando
huevos llenos de harina, confites, ramilletes, atacando con palabras y proy ectiles
a los amigos y a los extraños, a los conocidos y desconocidos, sin que nadie
tuviese derecho para enfadarse, sin que nadie hiciese otra cosa más que reír.
Franz y Alberto parecían esos hombres que, para distraerse de un violento
pesar, van a una orgía, y que a medida que beben y se embriagan, sienten
interponerse un denso velo entre el presente y lo pasado. Siempre veían o más
bien conservaban el reflejo de lo que habían visto. Pero poco a poco los iba
dominando la embriaguez general, parecióles que su razón vacilante iba a
abandonarlos, sentían una extraña necesidad de tomar parte en aquel ruido, en
aquel movimiento, en aquel vértigo.
Un puñado de confites dirigido a Morcef desde un carruaje próximo y que
cubrióle de polvo, así como a sus compañeros, el cuello y la parte de rostro que
no estaba cubierto por la máscara, como si le hubiesen lanzado cien alfileres,
acabó por impelerle a la lucha general, en la que entraban todas las máscaras
que encontraban. Púsose de pie a su vez en el carruaje, agarró puñados de
proy ectiles de los sacos y con todo el vigor y la habilidad de que era capaz, envió
a su vez huevos y y emas de dulce a sus vecinos. Desde entonces se trabó el
combate.
Lo que habían visto media hora antes se borró enteramente de la imaginación
de los dos jóvenes; tanto había influido en ellos aquel espectáculo movible, alegre
y bullicioso que tenían a la vista. Por lo que al conde de Montecristo se refiere,
nunca había parecido impresionado un solo instante. En efecto; figúrese el lector
aquella grande y hermosa calle, limitada a un lado y a otro de palacios de cuatro
o cinco pisos, con todos sus balcones guarnecidos de colgaduras. En estos
balcones, trescientos mil espectadores romanos, italianos, extranjeros venidos de
las cuatro partes del mundo; reunidas todas las aristocracias de nacimiento, de
dinero, de talento; mujeres encantadoras, que sufriendo la influencia de aquel
espectáculo se inclinan sobre los balcones y fuera de las ventanas, hacen llover
sobre los carruajes que pasan una granizada de confites, que se les devuelve con
ramilletes; el aire se vuelve enrarecido por los dulces que descienden y las flores
que suben; y sobre el pavimento de las calles una turba gozosa, incesante, loca,
con trajes variados, gigantescas coliflores que se pasean, cabezas de búfalo que
mugen sobre cuerpos de hombres, perros que parecen andar con las patas
delanteras, en medio de todo esto una máscara que se levanta; y en esa tentación
de San Antonio soñada por Cattot, algún Asfarteo que ve un rostro encantador a
quien quiere seguir, y del cual se ve separado por especies de demonios
semejantes a los que se ven en sueños, y tendrá una débil idea de lo que es el
Carnaval en Roma.
A la segunda vuelta el conde hizo detener el carruaje, y pidió a sus
compañeros permiso para separarse de ellos, dejándolo a su disposición. Franz
levantó los ojos; hallábase frente al palacio Rospoli, y en el balcón de en medio,
el que estaba colgado de damasco blanco con una cruz roja, había un dominó
azul, bajo el cual la imaginación de Franz se representó sin trabajo la bella griega
del teatro Argentino.
—Señores —dijo apeándose el conde—, cuando os canséis de ser actores y
queráis ser espectadores, y a sabéis que tenéis un sitio en mi balcón. Entretanto,
disponed de mi carruaje y de mis criados.
Olvidamos decir que el cochero del conde iba vestido gravemente con una
piel de oso, negra del todo, y semejante a la del Odry, en El oso y el pachá, y que
los dos lacay os iban en pie detrás del carruaje con dos vestidos de mono verde,
perfectamente ceñidos a sus cuerpos, y con caretas de resorte con las que hacían
gestos a los paseantes.
Franz dio gracias al conde por su delicada oferta. Alberto, por su parte, estaba
coqueteando con un carruaje lleno de aldeanas romanas detenido, como el del
conde, por uno de esos descansos tan comunes en las filas y tirando ramilletes
por todas partes. Desgraciadamente para él, la fila prosiguió su movimiento, y
mientras él descendía hacia la plaza del Popolo, el carruaje que había llamado su
atención subía hacia el palacio de Venecia.
—¡Ah! —dijo Franz—, ¿no habéis visto ese carruaje que va cargado de
aldeanas romanas?
—No.
—Pues estoy seguro de que son mujeres encantadoras.
—¡Qué desgracia que vay áis disfrazado, querido Alberto! —dijo Franz—.
Este era el momento de desquitaros de vuestras desdichas amorosas.
—¡Oh! —respondió Alberto, medio risueño y medio convencido—. Espero
que no pasará el Carnaval sin que me acontezca alguna aventura.
Sin embargo, todo el día pasó sin otra aventura que el encuentro renovado dos
o tres veces del carruaje de las aldeanas romanas. En uno de estos encuentros,
sea por casualidad, sea por cálculo de Alberto, se le cay ó la careta.
Entonces tomó el resto de ramilletes y lo arrojó al carruaje de las mujeres
que él juzgara encantadoras. Conmovidas por esta galantería, cuando volvió a
pasar el carruaje de los dos amigos, arrojaron un ramillete de violetas. Alberto se
precipitó sobre el ramillete. Como Franz no tenía ningún motivo para creer que
iba dirigido a su persona, dejó que Alberto recogiese el ramillete. Este lo puso
victoriosamente en sus ojales, y el carruaje continuó su marcha triunfante.
—¡Y bien! —le dijo Franz—, éste es un principio de aventura.
—Reíos cuanto queráis —respondió—, pero creo que sí; así pues, no me
separo de este ramillete.
—¡Diantre!, bien lo creo —respondió Franz riendo—, es una señal de
reconocimiento.
La broma, por otra parte, tomó un carácter de realidad, porque cuando,
siempre conducidos por la fila, Franz y Alberto se cruzaron de nuevo con el
carruaje de las aldeanas, la que había lanzado el ramillete comenzó a aplaudir al
verlo en su ojal.
—¡Bravo!, querido, ¡bravo! —le dijo Franz—. El asunto marcha. ¿Queréis
que os deje, si preferís estar solo?
—No —dijo—, no nos arriesguemos demasiado. No quiero dejarme engañar
como un tonto a la primera demostración; a una cita bajo el reloj, como decimos
en el baile de la Ópera. Si la bella aldeana quiere ir más allá, y a la
encontraremos mañana, o ella nos encontrará; entonces me dará señales de
existencia, y y o veré lo que tengo que hacer.
—Es verdad, mi querido Alberto —dijo Franz—, sois sabio como Néstor y
prudente como Ulises, y si vuestra Circe llega a cambiarse en una bestia
cualquiera, preciso será que sea muy diestra o muy poderosa.
Alberto tenía razón; la bella desconocida había resuelto sin duda no llevar la
intriga más lejos aquel día, pues aunque los jóvenes dieron aún muchas vueltas,
no volvieron a ver el carruaje que buscaban con los ojos; había desaparecido por
una de las calles ady acentes.
Subieron entonces al palacio Rospoli, pero el conde también había
desaparecido con el dominó azul. Los dos balcones colgados de damasco
amarillo seguían, por otra parte, ocupados por personas a las que él sin duda
había convidado.
En este momento, la campana que había sonado para la apertura de la
mascarada, sonó para la retirada, la fila del Corso se rompió al punto, y, en el
instante, todos los carruajes desaparecieron por las calles transversales.
Franz y Alberto se hallaban en aquel momento enfrente de la vía delle
Maratte. El cochero arreó los caballos, y llegando a la plaza de España, se detuvo
delante de la fonda.
Maese Pastrini salió a recibir a sus huéspedes al umbral de la puerta.
El primer cuidado de Franz fue informarse acerca del conde y expresar su
pesar por no haberle ido a buscar a tiempo; pero Pastrini le tranquilizó, diciéndole
que el conde de Montecristo había mandado un segundo carruaje para él y que
este carruaje había ido a buscarle a las cuatro al palacio Rospoli.
Por otra parte, tenía encargo de ofrecer a los dos amigos la nave de su palco
en el teatro Argentino.
Franz interrogó a Alberto acerca de sus intenciones, pero éste tenía que poner
en ejecución grandes proy ectos antes de pensar en ir al teatro.
Por lo tanto, en lugar de responder, se informó de si maese Pastrini podía
procurarle un sastre.
—¿Un sastre? —preguntó el huésped—, ¿y para qué?
—Para hacerme de hoy a mañana dos vestidos de aldeano romano, lo más
elegante que sea posible —dijo Alberto.
Maese Pastrini movió la cabeza.
—¡Haceros de aquí a mañana dos trajes! —exclamó—. ¡Dos trajes, cuando
de aquí a ocho días no encontraréis seguramente ni un sastre que consintiese
coser seis botones a un chaleco, aunque le pagaseis a escudo el botón!
—¿Queréis decir que es preciso renunciar a procurarnos los trajes que deseo?
—No, porque tendremos esos dos trajes hechos. Dejad que me ocupe de eso,
y mañana encontraréis al despertaros una colección de sombreros, de chaquetas
y de calzones, de los cuales quedaréis satisfechos.
—¡Ah!, querido —dijo Franz a Alberto—, confiemos en nuestro huésped; y a
nos ha probado que era hombre de recursos. Comamos, pues, tranquilamente, y
después de la comida vamos a ver La italiana en Argel.
—Sea por La italiana en Argel —dijo Alberto—, pero pensad, maese Pastrini,
que este caballero y y o —continuó señalando a Franz—, tenemos mucho interés
en tener esos trajes mañana mismo.
El posadero repitió a sus huéspedes que no se inquietasen por nada, y que
serían servidos, con lo cual Franz y Alberto subieron para quitarse sus trajes de
pay aso.
Alberto, al despojarse del suy o, guardó con el may or cuidado su ramillete de
violetas. Era su señal de reconocimiento para el día siguiente.
Los dos amigos se sentaron a la mesa, pero al comer, Alberto no pudo menos
de advertir la diferencia notable que existía entre el cocinero de maese Pastrini y
el del conde de Montecristo.
Franz tuvo que confesar, a pesar de las prevenciones que debía tener contra el
conde, que la ventaja no estaba de parte de maese Pastrini.
A los postres, el criado del conde, preguntó la hora a que deseaban los jóvenes
el carruaje. Alberto y Franz se miraron, temiendo ser indiscretos. El criado les
comprendió.
—Su excelencia, el conde de Montecristo —les dijo—, ha dado órdenes
terminantes para que el carruaje permaneciese todo el día a la disposición de sus
señorías. Sus señorías pueden, pues, disponer de él con toda libertad.
Los dos jóvenes resolvieron aprovecharse de la amabilidad del conde, y
mandaron enganchar, mientras que ellos sustituían por trajes de etiqueta sus
trajes de calle, un tanto descompuestos por los numerosos combates, a los cuales
se habían entregado.
Luego se dirigieron al teatro Argentino y se instalaron en el palco del conde.
Durante el primer acto entró en el suy o la condesa G…; su primera mirada
se dirigió hacia el lado en donde la víspera había visto al singular desconocido, de
suerte que vio a Franz y Alberto en el palco de aquél, acerca del cual había
formado una opinión tan extraña.
Sus anteojos estaban dirigidos a él con tanta insistencia que Franz crey ó que
sería una crueldad tardar más tiempo en satisfacer su curiosidad.
Así, pues, usando del privilegio concedido a los espectadores de los teatros
italianos, que consiste en hacer de las salas de espectáculos un salón de recibo, los
dos amigos salieron de su palco para ir a presentar sus respetos a la condesa. Así
que hubieron entrado en su palco, hizo una seña a Franz para que se sentase en el
sitio de preferencia. Alberto se colocó detrás de ella.
—¡Y bien! —dijo a Franz, sin darle siquiera tiempo para sentarse—. No
parece sino que no habéis tenido nada que os urgiera tanto como hacer
conocimiento con el nuevo lord Rutwen, y, según veo, y a sois los mejores amigos
del mundo.
—Sin que hay amos progresado tanto como decís, en una intimidad recíproca,
no puedo negar, señora condesa —respondió Franz—, que hay amos abusado todo
el día de su amabilidad.
—¿Cómo, todo el día?
—A fe mía, sí, señora. Esta mañana hemos aceptado su almuerzo, durante
toda la mascarada hemos recorrido el Corso en su carruaje, en fin, esta noche
venimos al teatro a su palco.
—¿Le conocíais?
—Sí… y no.
—¿Cómo?
—Es una larga historia.
—Razón de más.
—Esperad, al menos, a que esa historia tenga un desenlace.
—Bien. Me gustan las historias completas. Mientras tanto, decidme: ¿cómo os
habéis puesto en contacto con él? ¿Quién os ha presentado?
—Nadie; él es quien se ha hecho presentar a nosotros ay er noche, después de
haberme separado de vos.
—¿Por qué intermediario?
—¡Oh! ¡Dios mío! Por el muy prosaico intermediario de nuestro huésped.
—¿Vive, pues, ese señor en la fonda de Londres, como vos?
—No solamente vive en la misma fonda, sino en el mismo piso.
—¿Cuál es su nombre? Porque sin duda lo conocéis.
—Perfectamente; el conde de Montecristo.
—¿Qué nombre es ése? No será un nombre de familia.
—No; es el nombre de una isla que ha comprado.
—¿Y el conde?
—Conde toscano.
—Sufriremos al fin a ése como a los demás —respondió la condesa, que era
de una de las más antiguas familias de los alrededores de Venecia—. ¿Qué clase
de hombre es?
—Preguntad al vizconde de Morcef.
—Ya le oís, caballero, me remiten a vos —dijo la condesa.
—Haríamos muy mal si no le juzgásemos encantador, señora —respondió
Alberto—. Un amigo de diez años no hubiera hecho por nosotros lo que él, y esto
con una gracia, con una delicadeza, una amabilidad, que revela verdaderamente
a un hombre de mundo.
—Vamos —dijo la condesa riendo—, veréis cómo mi vampiro será
sencillamente un millonario que quiere gastar sus millones. Y a ella, ¿la habéis
visto?
—¿A quién? —preguntó Franz sonriendo.
—A la graciosa griega de ay er.
—No. Nos pareció, sí, haber oído el sonido de su guzla, mas ella permaneció
invisible.
—Así, pues, cuando decís invisible, mi querido Franz —dijo Alberto—, es con
el fin de hacerla más misteriosa. ¿Quién creéis que era aquel dominó azul que
estaba en el balcón colgado de damasco blanco, en el palacio de Rospoli?
—¡Pues qué! ¿El conde tenía tres balcones en el palacio Rospoli?
—¡Sí! ¿Habéis pasado por la calle del Corso?
—Desde luego. ¿Quién es el que hoy no ha pasado por la calle del Corso?
—¿No visteis entonces tres balcones, y uno de ellos colgado de damasco
blanco, con una cruz roja? Pues ésos eran los tres balcones del conde.
—¿Es que ese hombre es algún nabab? ¿Sabéis lo que cuestan tres balcones
como ésos durante ocho días de Carnaval, y en el palacio Rospoli, es decir, en el
mejor sitio del Corso?
—Doscientos o trescientos escudos romanos.
—Decid más bien dos o tres mil.
—¡Diantre!
—¿Es acaso su isla la que produce tanto?
—Su isla no produce ni un solo bejuco.
—¿Por qué la ha comprado entonces?
—Por capricho.
—Es un hombre original.
—Lo cierto es —dijo Alberto—, que me ha parecido bastante excéntrico. Si
habitase en París, si frecuentase nuestros teatros, os diría que es un pobre diablo a
quien la literatura moderna ha trastornado la cabeza. En verdad, me ha dado
ay er dos o tres golpes dignos de Didier o de Antoni.
En este momento entró una visita, y, según la costumbre, Alberto cedió su
lugar al recién llegado. Esta circunstancia, además de mudar de lugar, hizo
también que la conversación tomase otro giro. Una hora después, los dos amigos
volvieron a entrar en la fonda.
Maese Pastrini estaba y a ocupado en sus disfraces para el día siguiente, y les
prometió que quedarían satisfechos de su inteligente actividad.
En efecto, al día siguiente, a las nueve, entró en el cuarto de Franz,
acompañado de un sastre cargado con ocho o diez clases de vestidos de aldeanos
romanos.
Los dos amigos escogieron dos trajes parecidos que casi se ajustaban a su
cuerpo, encargaron a su huésped que les pusiese unas veinte cintas en cada uno
de sus sombreros y que les procurase dos de esas fajas de seda, de listas
transversales y colores vivos, con la cuales los hombres del pueblo, en los días de
fiesta, tienen la costumbre de ceñir su cintura.
Alberto se hallaba impaciente por ver cómo le estaría su improvisado vestido,
el cual se componía de una chaqueta y unos calzones de terciopelo azul, medias
con cuchillas bordadas, zapatos con hebillas y un chaleco de seda.
El joven, pues, no podía menos de ganar con ese traje tan pintoresco, y
cuando su cinturón hubo oprimido su elegante talle, cuando su sombrero,
ligeramente ladeado, dejó caer sobre su hombro una infinidad de cintas, Franz se
vio obligado a confesar que el traje influy e mucho para la superioridad física en
ciertas poblaciones. Los turcos, tan pintorescos antes con sus largos trajes de
vivos colores, ¿no están ahora horribles con sus levitas azules abotonadas y los
gorros griegos, que parecen botellas de vino con tapón encarnado? Franz felicitó a
Alberto, que, en pie delante del espejo, se sonreía con aire de satisfacción, que
nada tenía de equívoco. En este momento entró el conde de Montecristo.
—Señores —les dijo—, como por agradable que sea la compañía en las
diversiones, la libertad lo es más aún, vengo a comunicaros que por hoy y los
días siguientes dejo a vuestra disposición el carruaje de que os habéis servido
ay er. Nuestro huésped ha debido deciros que tenía tres o cuatro en sus cuadras.
No os privéis, pues, de ir en carruaje; usad de él libremente para ir a divertiros o
a vuestros asuntos. Nuestra cita, si algo tenemos que decirnos, será en el palacio
Rospoli.
Los dos jóvenes quisieron hacer algunas observaciones, pero verdaderamente
no tenían motivos para rehusar una oferta que, por otra parte, les era agradable.
Concluy eron por aceptar.
El conde de Montecristo permaneció un cuarto de hora con ellos, hablando de
todo con una facilidad extremada. Estaba, como y a se habrá podido notar, muy
al corriente de la literatura de todos los países. Una ojeada que arrojó sobre las
paredes de su cuarto había probado a Franz y a Alberto que era aficionado a los
cuadros. Algunas palabras que pronunció al pasar, les probó que no le eran
extrañas las ciencias; sobre todo, parecía haberse ocupado particularmente de la
química.
Los dos amigos no tenían la pretensión de devolver al conde el almuerzo que
él les había ofrecido. Hubiera sido una necedad ofrecerle, en cambio de su
excelente mesa, la comida muy mediana de maese Pastrini. Se lo dijeron
francamente y él recibió sus excusas como hombre que apreciaba su delicadeza.
Alberto estaba encantado de los modales del conde, al que, sin su ciencia,
hubiera tenido por un caballero. La libertad de disponer enteramente del carruaje
le llenaba, sobre todo, de alegría. Tenía y a sus miras acerca de aquellas graciosas
aldeanas y como se habían presentado la víspera en un carruaje muy elegante,
no le desagradaba aparecer en este punto con igualdad.
A la una y media los dos jóvenes bajaron, el cochero y los lacay os habían
imaginado poner sus libreas sobre pieles de animales, lo cual les formaba un
cuerpo aún más, grotesco que el día anterior, y esto también les valió el que
Alberto y Franz les alabasen por aquella invención.
Alberto había colocado sentimentalmente su ramillete de violetas ajadas en
su ojal.
Al primer toque de la campana partieron y se precipitaron a la calle del
Corso por la vía Vittoria. A la segunda vuelta, un ramillete de violetas que salió de
un grupo de colombinas y que vino a caer sobre el carruaje del conde, indicó a
Alberto, que como él y su amigo, las aldeanas de la víspera habían cambiado de
traje y que, sea por casualidad, sea por un sentimiento semejante al que le había
hecho obrar, mientras que él había vestido elegantemente su traje, ellas, por su
parte, habían vestido el suy o.
Alberto se puso el ramillete fresco en el lugar del otro, pero guardó el ajado
en su mano, y cuando cruzó de nuevo el carruaje lo llevó amorosamente a sus
labios, acción que pareció divertir mucho, no solamente a la que se lo había
arrojado, sino a sus locas compañeras. El día fue no menos animado que el
anterior; es probable que un profundo observador hubiese reconocido cierto
aumento de bullicio y alegría.
Un instante vieron al conde en su balcón, pero cuando el carruaje volvió a
pasar, había y a desaparecido.
Inútil es decir que el flirteo entre Alberto y la colombina de los ramilletes de
violetas, duró todo el día.
Por la noche, al entrar Franz, encontró una carta de la embajada; le
anunciaba que tendría el honor de ser recibido al día siguiente por Su Santidad.
En todos los viajes que antes había hecho a Roma había solicitado y obtenido
el mismo favor, y tanto por religión como por reconocimiento, no había querido
salir de la capital del mundo cristiano sin rendir su respetuoso homenaje a los pies
de uno de los sucesores de San Pedro, que ha dado el raro ejemplo de todas las
virtudes. Por consiguiente, este día no había que pensar en el Carnaval, pues a
pesar de la bondad con que rodea su grandeza, siempre es con un respeto lleno de
profunda emoción como se dispone uno a inclinarse ante ese noble y santo
anciano a quien llaman Gregorio XVI.
Al salir del Vaticano, Franz volvió directamente a la fonda, evitando el pasar
por la calle del Corso. Llevaba un tesoro de piadosos sentimientos, para los cuales
el contacto de los locos goces de la mascarada hubiese sido una profanación.
A las cinco y diez minutos Alberto entró. Estaba radiante de alegría; la
colombina había vuelto a ponerse su traje de aldeana, y al cruzar con el carruaje
de Alberto había levantado su máscara; era encantadora.
Franz dio a Alberto la más sincera enhorabuena, y éste la recibió como
hombre que la merecía.
Había conocido —decía—, por ciertos detalles inimitables de elegancia, que
su bella desconocida debía pertenecer a la más alta aristocracia.
Estaba decidido a escribirle al día siguiente. Al recibir estas muestras de
confianza, Franz notó que Alberto parecía tener que pedirle alguna cosa, y que,
sin embargo, vacilaba en dirigirle esta demanda.
Insistió, declarando de antemano que estaba pronto a hacer por su dicha todos
los sacrificios que estuviesen en su poder. Alberto se hizo rogar todo el tiempo que
exigía una política amistosa, pero, al fin, confesó a Franz que le haría un gran
servicio si le dejase para el día siguiente el carruaje a él solo.
Alberto atribuía a la ausencia de su amigo la extremada bondad que había
tenido la bella aldeana de levantar su máscara. Fácil es de comprender que Franz
no era tan egoísta que detuviese a Alberto en medio de una aventura que
prometía a la vez ser tan agradable para su curiosidad y tan lisonjera para su
amor propio. Conocía bastante la perfecta indiscreción de su amigo, para estar
seguro de que le tendría al corriente de los menores detalles de su aventura, y
como después de dos largos años que corría Italia en todos sentidos, jamás había
tenido ocasión de meterse en una intriga semejante, por su cuenta, Franz no
estaba disgustado de saber cómo pasarían las cosas en semejante caso.
Prometió, pues, a Alberto que se contentaría al día siguiente con mirar el
espectáculo desde los balcones del palacio Rospoli. Efectivamente, al día
siguiente vio pasar y volver a pasar a Alberto. Llevaba un enorme ramillete al
que sin duda había encargado fuese portador de su epístola amorosa. Esta
probabilidad se cambió en certidumbre, cuando Franz vio el mismo ramillete,
notable por un círculo de camelias blancas, entre las manos de una encantadora
colombina, vestida de satén color de rosa. Así, pues, aquella noche no era alegría,
era delirio.
Alberto no dudaba de que su bella desconocida le correspondiese del mismo
modo. Franz le ay udó en sus deseos, diciéndole que todo aquel ruido le fatigaba,
y que estaba decidido a emplear el día siguiente en revisar su álbum y en tomar
algunas notas. Por otra parte, Alberto no se había engañado en sus previsiones; al
día siguiente, por la noche, Franz le vio entrar dando saltos en su cuarto y
ostentando triunfalmente en una mano un pedazo de papel que sostenía por una
de sus esquinas.
—¡Y bien! —dijo—. ¿Me había engañado?
—¡Ha respondido! —exclamó Franz.
—Leed.
Esta palabra fue pronunciada con una entonación imposible de describir.
Franz tomó el billete y ley ó:
—¡Y bien! —dijo a Franz cuando éste hubo terminado la lectura—, ¿qué
pensáis de esto, mi querido amigo?
—Pienso —respondió Franz— que la cosa toma el aspecto de una aventura
muy agradable.
—Esa es también mi opinión —dijo Alberto—, y tengo miedo de que vay áis
solo al baile del duque de Bracciano.
Franz y Alberto habían recibido por la mañana, cada uno, una invitación del
célebre banquero romano.
—Cuidado, mi querido Alberto —dijo Franz—, toda la aristocracia irá a casa
del duque, y si vuestra bella desconocida es verdaderamente aristocrática, no
podrá dejar de ir.
—Que vay a o no, sostengo mi opinión acerca de ella —continuó Alberto—.
Habéis leído el billete, y a sabéis la poca educación que reciben en Italia las
mujeres del Mezzo sito (así llaman a la clase media), pues bien, volved a leer
este billete, examinad la letra y buscadme una falta de idioma o de ortografía.
En efecto, la letra era preciosa y la ortografía purísima.
—Estáis predestinado —dijo Franz a Alberto, devolviéndole por segunda vez
el billete.
—Reíd cuanto queráis, burlaos —respondió Alberto—, estoy enamorado.
—¡Oh! ¡Dios mío! Me espantáis —exclamó Franz—, y veo que no solamente
iré solo al baile del duque de Bracciano, sino que podré volver solo a Florencia.
—El caso es que si mi desconocida es tan amable como bella, os declaro que
me quedo en Roma por seis semanas como mínimo. Adoro a Roma, y por otra
parte, siempre he tenido afición a la arqueología.
—Vamos, un encuentro o dos como ése, y no desespero de veros miembro de
la Academia de las Inscripciones y de las Bellas Letras.
Sin duda Alberto iba a discutir seriamente sus derechos al sillón académico,
pero vinieron a anunciar a los dos amigos que estaban servidos.
Ahora bien, el amor en Alberto no era contrario al apetito.
Se apresuró, pues, así como su amigo, a sentarse a la mesa, prometiendo
proseguir la discusión después de comer.
Pero luego anunciaron al conde de Montecristo.
Hacía dos días que los jóvenes no le habían visto. Un asunto, había dicho
Pastrini, le llamó a Civitavecchia.
Había partido la víspera por la noche y había regresado sólo hacía una hora.
El conde estuvo amabilísimo, sea que se abstuviese, sea que la ocasión no
despertase en él las fibras acrimoniosas que ciertas circunstancias habían hecho
resonar dos o tres veces en sus amargas palabras, estuvo casi como todo el
mundo. Este hombre era para Franz un verdadero enigma.
El conde no podía y a dudar de que el joven viajero le hubiese reconocido y,
sin embargo, ni una sola palabra desde su nuevo encuentro parecía indicar que se
acordase de haberle visto en otro punto. Por su parte, por mucho que Franz
deseara hacer alusión a su primera entrevista, el temor de ser desagradable a un
hombre que le había colmado, tanto a él como a su amigo, de bondades, le
detenía.
El conde sabía que los dos amigos habían querido tomar un palco en el teatro
Argentino, y que les habían respondido que todo estaba ocupado; de consiguiente,
les llevaba la llave del suy o; a lo menos éste era el motivo aparente de su visita.
Franz y Alberto opusieron algunas dificultades, alegando el temor de que él se
privase de asistir. Pero el conde les respondió que como iba aquella noche al
teatro Vallé, su palco del teatro Argentino quedaría desocupado si ellos no lo
aprovechaban. Esta razón determinó a los dos amigos a aceptar. Franz se había
acostumbrado poco a poco a aquella palidez del conde, que tanto le admirara la
primera vez que le vio. No podía menos de hacer justicia a la belleza de aquella
cabeza severa, de la cual aquella palidez era el único defecto o tal vez la principal
cualidad.
Verdadero héroe de By ron, Franz no podía, no diremos verle, ni aun pensar
en él, sin que se presentase aquel rostro sobre los hombros de Manfredo, o bajo la
toga de Lara. Tenía esa arruga en la frente que indica la incesante presencia de
algún amargo pensamiento; tenía esos ojos ardientes que leen en lo más profundo
de las almas; tenía ese labio altanero y burlón que da a las palabras que salen por
él un carácter singular que hacen se graben profundamente en la memoria de los
que las escuchan.
El conde no era joven. Tendría por lo menos cuarenta años y parecía haber
sido formado para ejercer siempre cierto dominio sobre los jóvenes con quienes
se reuniese.
La verdad es que, por semejanza con los héroes fantásticos del poeta inglés,
el conde parecía tener el don de la fascinación. Alberto no cesaba de hablar de lo
afortunados que habían sido él y Franz en encontrar a semejante hombre. Franz
era menos entusiasta; no obstante, sufría la influencia que ejerce todo hombre
superior sobre el espíritu de los que le rodean. Pensaba en aquel proy ecto, que
había manifestado varias veces el conde, de ir a París, y no dudaba que con su
carácter excéntrico, su rostro caracterizado y su fortuna colosal, el conde
produjese gran efecto. Sin embargo, no tenía deseos de hallarse en París cuando
él fuese.
La noche pasó como pasan las noches, por lo regular, en el teatro de Italia, no
en escuchar a los cantantes, sino en hacer visitas o hablar. La condesa G… quería
hacer girar la conversación acerca del conde, pero Franz le anunció que tenía
que revelarle un acontecimiento muy notable, y a pesar de las demostraciones
de falsa modestia a que se entregó Alberto, contó a la condesa el gran
acontecimiento que hacía tres días formaba el objeto de la preocupación de los
dos amigos.
Dado que estas intrigas no son raras en Italia, a lo menos, si se ha de creer a
los viajeros, la condesa lo crey ó y felicitó a Alberto por el principio de una
aventura que prometía terminar de modo tan satisfactorio.
Se separaron prometiéndose encontrarse en el baile del duque de Bracciano,
al cual Roma entera estaba invitada. Pero llegó el martes, el último y el más
ruidoso de los días de Carnaval.
El martes los teatros se abren a las diez de la mañana, porque pasadas las
ocho de la noche entra la Cuaresma. El martes todos los que por falta de tiempo,
de dinero o de entusiasmo no han tomado aún parte en las fiestas precedentes, se
mezclan en la bacanal, se dejan arrastrar por la orgía y unen su parte de ruido y
de movimiento al movimiento y al ruido general.
Desde las dos hasta las cinco, Franz y Alberto siguieron la fila, cambiando
puñados de dulces con los carruajes de la fila opuesta y los que iban a pie, que
circulaban entre los caballos y las carrozas, sin que sucediese en medio de esta
espantosa mezcla un solo accidente, una sola disputa, un solo reto. Los italianos
son el pueblo por excelencia, y en este aspecto las fiestas son para ellos
verdaderas fiestas. El autor de esta historia, que ha vivido en Italia, por espacio de
cinco o seis años, no recuerda haber visto nunca una solemnidad turbada por uno
solo de esos acontecimientos que sirven siempre de corolario a los nuestros.
Alberto triunfaba con su traje de pay aso. Tenía sobre el hombro un lazo, de
cinta de color de rosa, cuy as puntas le colgaban bastante, para que no le
confundieran con Franz. Este había conservado su traje de aldeano romano.
Mientras más avanzaba el día, may or se hacía el tumulto. No había en todas
las calles, en todos los carruajes, en todos los balcones, una sola boca que
estuviese muda, un brazo que estuviera quieto, era verdaderamente una
tempestad humana compuesta de un trueno de gritos, y de una granizada de
grageas, de ramilletes, de huevos, de naranjas y de flores.
A las tres, el ruido de las cajas sonando a la vez en la plaza del Popolo, y en el
palacio de Venecia, atravesando aquel horrible tumulto, anunció que iban a
comenzar las carreras. Las carreras, cómo los moccoli, son unos episodios
particulares de los últimos días de Carnaval. Al ruido de aquellas cajas, los
carruajes rompieron al instante las filas y se refugiaron en la calle transversal
más cercana. Todas estas evoluciones se hacen, por otra parte, con una habilidad
inconcebible y una rapidez maravillosa, y esto sin que la policía se ocupe de
señalar a cada uno su puesto, o de trazar a cada uno su camino.
Las gentes que iban a pie se refugiaron en los portales o se arrimaron a las
paredes, y al punto se oy ó un gran ruido de caballos y de sables.
Un escuadrón de carabineros a quince de frente, recorría al galope y en todo
su ancho la calle del Corso, la cual barría para dejar sitio a los barberi. Cuando el
escuadrón llegó al palacio de Venecia, el estrépito de nuevos disparos de cohetes
anunció que la calle había quedado expedita.
Casi al mismo tiempo, en medio de un clamor inmenso, universal,
inexplicable, pasaron como sombras siete a ocho caballos excitados por los gritos
de trescientas mil personas y por las bolas de hierro que les saltan sobre la
espalda. Unos instantes más tarde, el cañón del castillo de San Angelo disparó tres
cañonazos, para anunciar que el número tres había sido el vencedor.
Inmediatamente, sin otra señal que ésta, los carruajes se volvieron a poner en
movimiento, llenando de nuevo el Corso, desembocando por todas las bocacalles
como torrentes contenidos al instante, y que se lanzan juntos hacia el río que
alimentan, y la ola inmensa de cabezas volvió a proseguir más rápida que antes
su carrera entre los dos ríos de granito. Pero un nuevo elemento de ruido y de
animación se había mezclado aún a esta multitud, porque acababan de entrar en
la escena los vendedores de moccoli.
Los moccoli o moccoletti son bujías que varían de grueso, desde el cirio
pascual hasta el cabo de la vela, y que recuerdan a los actores de esta gran
escena que pone fin al Carnaval romano, suscitando dos preocupaciones
opuestas, cuales son, primero la de conservar encendido su moccoletto, y después
la de apagar el moccoletto de los demás.
Con el moccoletto sucede lo que con la vida. Es verdad que el hombre no ha
encontrado hasta ahora más que un medio de transmitirla y este medio se lo ha
dado Dios, pero, en cambio ha descubierto mil medios para quitarla, aunque
también es verdad que para tal operación el diablo le ha ay udado un poco.
El moccoletto se enciende acercándolo a una luz cualquiera. Pero ¿quién será
capaz de describir los mil medios que para apagarlo se han inventado? ¿Quién
podría describir los fuelles monstruos, los estornudos de prueba, los apagadores
gigantescos, los abanicos sobrehumanos que se ponen en práctica? Cada cual se
apresuró a comprar y encender moccoletto y lo propio hicieron Franz y Alberto.
La noche se acercaba rápidamente, y y a al grito de ¡Moccoli! repetido por
las estridentes voces de un millar de industriales, dos o tres estrellas empezaron a
brillar encima de la turba. Esto fue lo suficiente para que antes de que
transcurrieran diez minutos, cincuenta mil luces brillasen descendiendo del
palacio de Venecia a la plaza del Popolo y volviendo a subir de la plaza del
Popolo al palacio de Venecia. Hubiérase dicho que aquella era una fiesta de
fuegos fatuos, y tan sólo viéndolo es como uno se puede formar una idea de
aquel maravilloso espectáculo.
Imaginemos que todas las estrellas se destacan del cielo y vienen a mezclarse
en la tierra a un baile insensato. Todo acompañado de gritos, cual nunca oídos
humanos han percibido sobre el resto de la superficie del globo.
En este momento sobre todo, es cuando desaparecen las diferencias sociales.
El facchino se une al príncipe, el príncipe al transteverino, el transteverino al
hombre de la clase media, cada cual soplando, apagando, encendiendo. Si el
viejo Eolo apareciese en este momento sería proclamado rey de los moccoli, y
Aquilón, heredero presunto de la corona.
Esta escena loca y bulliciosa suele durar unas dos horas; la calle del Corso
estaba iluminada como si fuese de día; distinguíanse las facciones de los
espectadores hasta el tercero o cuarto piso. De cinco en cinco minutos Alberto
sacaba su reloj; al fin éste señaló las siete. Los dos amigos se hallaban justamente
a la altura de la Vía Pontifici; Alberto saltó del carruaje con su moccoletto en la
mano.
Dos o tres máscaras quisieron acercarse a él para arrancárselo o apagárselo,
pero, a fuer de hábil luchador, Alberto las envió a rodar una tras otra a diez pasos
de distancia y prosiguió su camino hacia la iglesia de San Giacomo. Las gradas
estaban atestadas de curiosos y de máscaras que luchaban sobre quién se
arrancaría de las manos la luz. Franz seguía con los ojos a Alberto, y le vio poner
el pie sobre el primer escalón. Casi al mismo tiempo, una máscara con el traje
bien conocido de la aldeana del ramillete, extendiendo el brazo, y sin que esta vez
hiciese él ninguna resistencia, le arrancó el moccoletto.
Franz se encontraba muy lejos para escuchar las palabras que cambiaron,
pero sin duda nada tuvieron de hostil, porque vio alejarse a Alberto y a la aldeana
cogidos amigablemente del brazo. Por espacio de algún tiempo los siguió con la
vista en medio de la multitud, pero en la Vía Macello los perdió de vista.
De pronto, el sonido de la campana que da la señal de la conclusión del
Carnaval sonó, y al mismo instante todos los moccoli se apagaron como por
encanto.
Habríase dicho que un solo e inmenso soplo de viento los había aniquilado.
Franz se encontró en la oscuridad más profunda.
Con el mismo toque de campana cesaron los gritos, como si el poderoso soplo
que había apagado las luces hubiese apagado también el bullicio, y y a nada más
se oy ó que el ruido de las carrozas que conducían a las máscaras a su casa, y a
nada más se vio que las escasas luces que brillaban detrás de los balcones. El
Carnaval había terminado.
Capítulo XIV
Ningún otro momento de su vida había sido para Franz tan impresionable, tan
vivo, como el paso rápido que de la alegría a la tristeza sintió en aquel
instante. Hubiérase dicho que Roma, bajo el soplo mágico de algún demonio
nocturno, acababa de cambiarse en una vasta tumba. Por una casualidad que
aumentaba aún las tinieblas, la luna se encontraba en su cuarto menguante, no
debía salir hasta las doce de la noche. Las calles que el joven atravesaba estaban
sumergidas en la may or oscuridad, pero como el tray ecto era corto, al cabo de
diez minutos su carruaje, o más bien el del conde, se detuvo delante de la fonda
de Londres.
La comida estaba preparada, pero como Alberto había avisado que no le
esperasen, Franz se sentó solo a la mesa. Maese Pastrini, que acostumbraba
verlos comer juntos, se informó de la causa de su ausencia, pero Franz limitóse a
responder que Alberto había recibido una invitación, a la cual había acudido.
La súbita extinción de los moccoletti, aquella oscuridad que había
reemplazado a la luz, aquel silencio que había sucedido al ruido, habían dejado en
el espíritu de Franz cierta tristeza que participaba también de alguna inquietud.
Comió, pues, sin decir una palabra, a pesar de la oficiosa solicitud de su posadero,
que entró dos o tres veces para informarse de si tenía necesidad de algo.
Franz estaba resuelto a esperar a Alberto hasta bastante tarde. Pidió, pues, el
carruaje para las once, rogando a maese Pastrini que le avisase al instante
mismo en que volviese Alberto, pero transcurrieron las horas una tras otra, y al
dar las once Alberto no había llegado aún. Franz se vistió y partió, avisando a su
posadero de que pasaría la noche en casa del duque de Bracciano.
La casa del duque de Bracciano es una de las mejores de Roma; su esposa,
una de las últimas herederas de los Colonna, hace los honores de ella de una
manera perfecta, y de esto resulta que las fiestas que da tienen una celebridad
europea.
Franz y Alberto habían llegado a Roma con cartas de recomendación para él;
así, pues, su primera pregunta fue interrogar a Franz qué había sido de su
compañero de viaje. Franz le respondió que se había separado de él en el
momento de apagar los moccoletti, y le había perdido de vista en la Vía Macello.
—¿Entonces no habrá vuelto? —preguntó el duque.
—Hasta ahora le he estado aguardando —respondió Franz.
—¿Y sabéis dónde iba?
—No, exactamente. Sin embargo, creo que se trataba de una cita.
—¡Diablo! —dijo el duque—. Mal día es éste o mala noche para tardar de
ese modo, ¿verdad, señora condesa?
Estas últimas palabras se dirigían a la condesa de G…, que acababa de llegar
y que se paseaba apoy ada en el brazo del señor de Torlonia, hermano del duque.
—Creo, por el contrario, que es una noche encantadora —respondió la
condesa—, y los que están aquí no se quejarán más que de una cosa; de que
pasará demasiado pronto.
—Pero —replicó el duque, sonriendo—, y o no hablo de las personas que
están aquí, porque de ellas no corren más peligro los hombres que el de
enamorarse de vos, y las mujeres que el de caer enfermas de celos al
contemplar vuestra hermosura. Hablo de los que recorren las calles de Roma.
—¡Oh! —preguntó la condesa—. ¿Y quién recorre las calles de Roma a esta
hora, como no sea para venir a este baile?
—Nuestro amigo, el vizconde de Morcef, señora condesa, de quien me
separé dejándole con su desconocida hacia las siete de la noche —dijo Franz—,
y a quien no he visto después.
—¡Qué! ¿Y no sabéis dónde está?
—Ni lo sospecho.
—¿Y tiene armas?
—¿Cómo iba a tenerlas, si estaba disfrazado?
—No deberíais haberle dejado ir —dijo el duque a Franz—, vos que conocéis
mejor a Roma.
—Sí, sí, lo mismo hubiera adelantado que si hubiese intentado detener al
número tres de los barberi que ha ganado hoy el premio de la carrera —
respondió Franz—; además, ¿qué queréis que le ocurra?
—¡Quién sabe! La noche está sombría, y el Tíber está cerca de la Via
Marcello.
Franz estremecióse al ver que el duque y la condesa estaban tan acordes en
sus inquietudes personales.
—También he dejado dicho en la fonda que tenía el honor de pasar la noche
en vuestra casa, señor duque —dijo Franz—, y deben venir a anunciarme su
vuelta.
—Mirad —dijo el duque—, creo que allí viene buscándoos uno de mis
criados.
El duque no se engañaba. Al ver a Franz, el criado se acercó a él.
—Excelencia —dijo—, el dueño de la fonda de Londres os manda avisar que
un hombre os espera en su casa con una carta del vizconde de Morcef.
—¡Con una carta del vizconde! —exclamó Franz.
—Sí.
—¿Y quién es ese hombre?
—No lo sé.
—¿Por qué no ha venido a traerla aquí?
—El mensajero no ha dado ninguna explicación.
—¿Y dónde está el mensajero?
—En cuanto me vio entrar en el salón del baile para avisaros, se marchó.
—¡Oh, Dios mío! —dijo la condesa a Franz—. Id pronto, ¡pobre joven! Tal
vez le habrá sucedido alguna desgracia.
—Voy volando —dijo Franz.
—¿Os volveremos a ver para saber de él? —preguntó la condesa.
—Sí, si la cosa no es grave; si no, no respondo de lo que será de mí mismo.
—En todo caso, prudencia —dijo la condesa.
—Descuidad.
Franz tomó el sombrero y partió inmediatamente. Había mandado venir su
carruaje a las dos, pero por fortuna el palacio Bracciano, que da por un lado a la
calle del Corso, y por otro a la plaza de los Santos Apóstoles, está a diez minutos
de la fonda de Londres. Al acercarse a ésta, Franz vio un hombre en pie en
medio de la calle, y no dudó un solo instante de que era el mensajero de Alberto.
Se dirigió a él, pero con gran asombro de Franz, el desconocido fue quien
primero le dirigió la palabra.
—¿Qué me queréis, excelencia? —dijo, dando un paso atrás como un hombre
que desea estar siempre en guardia.
—¿No sois vos —preguntó Franz— quien me trae una carta del vizconde de
Morcef?
—¿Es vuestra excelencia quien vive en la fonda de Pastrini?
—Sí.
—¿Es vuestra excelencia el compañero de viaje del vizconde?
—Sí.
—¿Cómo se llama vuestra excelencia?
—El barón Franz d’Epinay.
—Muy bien; entonces es a vuestra excelencia a quien va dirigida esta carta.
—¿Exige respuesta? —preguntó Franz, tomándole la carta de las manos.
—Sí; al menos, vuestro amigo la espera.
—Subid a mi habitación; allí os la daré.
—Prefiero esperar aquí —dijo riéndose el mensajero.
—¿Por qué?
—Vuestra excelencia lo comprenderá cuando hay a leído la carta.
—¿Entonces os encontraré aquí mismo?
—Sin duda alguna.
Franz entró; en la escalera encontró a maese Pastrini.
—¡Y bien! —le preguntó.
—Y bien, ¿qué? —le respondió Franz.
—¿Visteis al hombre que desea hablaros de parte de vuestro amigo? —le
preguntó a Franz.
—Sí; le vi —respondió éste—, y me entregó esta carta. Haced que traigan
una luz a mi cuarto.
El posadero transmitió esta orden a un criado.
El joven había encontrado a maese Pastrini muy asustado, y esto había
aumentado naturalmente su deseo de leer la carta. Acercóse a la bujía, así que
estuvo encendida, y desdobló el papel. La misiva estaba escrita de mano de
Alberto, firmada por él mismo, y Franz la ley ó dos o tres veces una tras otra, tan
lejos estaba de esperar su contenido.
He aquí lo que decía:
Vuestro amigo,
Alberto de Morcef
Debajo de estos renglones había escritas, con una letra extraña, estas palabras
italianas:
Se alle sei della mattina, le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle
sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.
Luigi Vampa
Se alle sei della mattina le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle
sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.
Luigi Vampa
La cita
Alproponer
día siguiente, las primeras palabras que pronunció Alberto fueron para
a Franz el ir a visitar al conde. Ya le había dado las gracias la
víspera, pero creía que por un servicio como aquél valía la pena repetírselas.
Franz, a quien una atracción mezclada de terror le atraía hacia el conde de
Montecristo, no quiso dejarle ir solo a casa de aquel hombre y decidió
acompañarle. Ambos fueron introducidos y cinco minutos después se presentó el
conde.
—Señor conde —le dijo Alberto—, permitidme que os repita hoy lo que ay er
os expresé mal, y es que no olvidaré jamás en qué circunstancia me habéis
socorrido, y que siempre recordaré que os debo casi mi vida.
—Querido vecino —respondió el conde riendo—, exageráis vuestro
agradecimiento. Me debéis una pequeña economía de unos veinte mil francos en
vuestra cartera de viaje, y nada más. Bien veis que no merece la pena volver a
hablar de ello, y por mi parte os felicito cordialmente, pues habéis estado
admirable en valor y en sangre fría.
—¡Qué queréis, conde! —dijo Alberto—, me he figurado que había tenido
una disputa, que a ella había seguido un duelo, y he querido hacer comprender
una cosa a esos bandidos, que aunque en todos los países del mundo se baten, sólo
los franceses se baten riendo. Sin embargo, como mi agradecimiento para con
vos no es menos grande, vengo a preguntaros si y o, mis amigos o mis conocidos
os podrían ser útiles en algo. Mi padre, el conde de Morcef, que es de origen
español, ocupa una elevada posición en Francia y en España; vengo, pues, a
ponerme y o y las personas que me aprecian, a vuestra disposición.
—Para que os deis cuenta de hasta qué punto llega mi franqueza —dijo el
conde—, os confieso, señor de Morcef, que esperaba vuestra oferta y la acepto
de todo corazón. Ya había y o contado con vos para pediros un servicio.
—¿Cuál?
—Jamás he estado en París.
—¡Cómo! —exclamó Alberto—, ¿habéis podido vivir sin ver París? Parece
increíble.
—Y, sin embargo, y a veis que no lo es. Pero reconozco como vos que
continuar por más tiempo en la ignorancia de la capital del mundo inteligente es
cosa imposible. Aún hay más; tal vez hubiera hecho ese indispensable viaje hace
tiempo, si hubiese conocido a alguno que pudiera introducirme en ese mundo, en
el que no tengo relación ninguna.
—¡Oh! ¡Un hombre como vos! —exclamó Alberto.
—Me halagáis demasiado, pero como y o no conozco en mí mismo otro
mérito que el de poder competir, en cuanto a millones, con vuestros más ricos
banqueros, y puesto que mi viaje a París no es para jugar a la bolsa, quiere decir
que esto es lo único que me ha detenido. Ahora me decide vuestra oferta.
Veamos: ¿os comprometéis, mi querido señor de Morcef —y el conde acompañó
estas palabras con una sonrisa singular—, os comprometéis cuando vay a a
Francia, a abrirme las puertas de ese mundo, al que seré tan extraño como un
hurón o conchinchino?
—¡Oh!, por lo que a eso se refiere, señor conde, con sumo gusto me tendréis
a vuestras órdenes —respondió Alberto—, y tanto más, cuanto que por una carta
que esta misma mañana he recibido, se me llama a París, donde se trata de una
alianza con una de las familias de más prestigio y de mejores relaciones en el
mundo parisiense.
—¿Alianza por casamiento? —dijo Franz, riendo.
—¿Y por qué no? Así, pues, cuando vay áis a París, me hallaréis convertido en
un hombre de juicio, un padre de familia. ¿No se hallará esta nueva posición
social en armonía con mi natural gravedad? En todo caso, conde, os lo repito, y o
y los míos estamos a vuestra disposición.
—Acepto —dijo Montecristo—, porque os juro que sólo me faltaba esta
ocasión para realizar ciertos planes que proy ecto hace mucho tiempo.
Franz no dudó que estos proy ectos serían los mismos acerca de los cuales el
conde había dejado escapar una palabra en la gruta de Montecristo, y miró al
conde mientras decía estas palabras, tratando de leer en sus facciones alguna
revelación de aquellos planes que le conducían a París, pero era muy difícil
penetrar en el alma de aquel hombre, sobre todo cuando encubría con una
sonrisa sus sensaciones.
—Pero seamos francos, conde —dijo Alberto, cuy o amor propio no dejaba
de sentirse halagado con la misión de introducir a Montecristo en los salones de
París—, seamos francos. ¿Es acaso lo que decís sólo uno de esos proy ectos que,
edificados sobre arena, son destruidos por el primer soplo de viento?
—No, os lo aseguro —dijo el conde—; deseo ir a París, y no sólo lo deseo,
sino que hasta es indispensable que vay a.
—¿Y cuándo?
—¿Cuándo estaréis allí vos?
—¡Yo! Dentro de quince días o tres semanas a más tardar, sólo el tiempo
para llegar allá.
—¡Pues bien! —dijo el conde—. Os doy de término tres meses. Bien veis que
no ando indeciso en señalaros el plazo que debe mediar hasta nuestra próxima
entrevista.
—Y dentro de tres meses —exclamó Alberto lleno de gozo—, ¿iréis a llamar
a mi puerta?
—¿Queréis mejor una cita de día y hora? —dijo el conde—. Os prevengo que
soy muy exacto.
—Perfectamente —respondió Alberto.
—¡Pues bien, sea!
Y tendió la mano hacia un calendario colgado junto a un espejo.
—Hoy estamos a 21 de febrero; son las diez y media de la mañana —dijo
sacando el reloj—. ¿Queréis esperarme el 21 de may o próximo a las diez y
media de la mañana?
—Sí, sí —exclamó Alberto—; el almuerzo estará preparado.
—¿Dónde vivís?
—Calle de Helder, número 27.
—¿Vivís en vuestra casa… solo? ¿Tendré que incomodar a alguien?
—Vivo en el palacio de mi padre, pero en un pabellón en el fondo del patio,
enteramente separado del resto de la casa.
—Bien.
Montecristo sacó su cartera y escribió: « Calle Helder, número 27 - 21 de
may o, a las diez y media de la mañana» .
—Y ahora —dijo el conde, guardando su cartera en el bolsillo—, perded
cuidado, porque os advierto que la aguja de vuestro reloj no será más exacta que
la del mío.
—¿Os volveré a ver antes de mi partida? —preguntó Alberto.
—Depende, ¿cuándo partís?
—Mañana, a las cinco de la tarde.
—En ese caso me despido de vos. Porque tengo que irme a Nápoles y no
estaré aquí de vuelta hasta el sábado por la noche o el domingo por la mañana. Y
vos —preguntó el conde a Franz—, ¿partís también, señor barón?
—Sí.
—¿Para Francia?
—No, por Venecia. Me quedo todavía un año o dos en Italia.
—¿Entonces, no nos veremos en París?
—Temo que no podré tener ese honor.
—Vamos, señores, buen viaje —dijo el conde a los dos amigos,
presentándoles una mano a cada uno.
Era la primera vez que Franz tocaba la mano de aquel hombre, y al hacerlo
se estremeció, porque aquella mano estaba helada como la de un muerto.
—Por última vez —dijo Alberto—, queda dicho bajo palabra de honor, ¿no es
verdad? Calle de Helder, número 27, el día 21 de may o, a las diez y media de la
mañana.
—El 21 de may o, a las diez y media de la mañana, calle de Helder, número
27 —respondió Montecristo.
Después de esto, los dos jóvenes saludaron al conde y salieron.
—¿Qué os ocurre? —dijo Alberto a Franz al entrar en su cuarto—, parecéis
disgustado.
—Sí —dijo Franz—, os lo confieso, el conde es un hombre singular y me
causa inquietud esa cita que os ha dado en París.
—Esa cita… ¡con inquietud!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, estáis loco, mi querido Franz —
exclamó Alberto.
—¡Qué queréis! —dijo Franz—, loco o no, tal es mi idea.
—Escuchad —dijo Alberto—, y me alegro que se presente ocasión de
decíroslo, siempre os he encontrado muy frío, con relación al conde, quien por su
parte no puede haber estado más fino y expresivo para con nosotros. ¿Tenéis
algún motivo particular de resentimiento contra él?
—Quizás.
—¿Le habéis visto y a en alguna parte antes de encontrarle aquí?
—Sí.
—¿Dónde?
—¿Me prometéis no decir una palabra a nadie de lo que voy a contaros?
—Prometido.
—Está bien. Escuchad, pues.
Y entonces Franz contó a Alberto su excursión a la isla de Montecristo, cómo
había encontrado allí una tripulación de contrabandistas, y entre ellos dos
bandidos corsos. Contó la hospitalidad mágica que el conde le dio en su gruta de
las mil y una noches; habló de la cena, no pasó por alto el hachís, las estatuas, la
realidad y el sueño. Le dijo que al despertar, por única prueba de tan extraños
acontecimientos, y a no quedaba más que aquel pequeño y ate, en alta mar, muy
lejos, envuelto entre la niebla que se desprende del horizonte y encaminándose a
toda vela a Porto-Vecchio. Habló luego de Roma, de la noche del Coliseo, de la
conversación que había oído entre él y Vampa, conversación relativa a Pepino, y
en la cual el conde había prometido obtener el perdón del bandido, promesa que
tan bien había cumplido, como habrán podido juzgar nuestros lectores.
Al fin llegó a la aventura de la noche precedente, al apuro en que se había
encontrado al ver que le faltaban para completar la suma seis a ochocientas
piastras, en fin, a la idea que le ocurriera de dirigirse al conde, idea que había
tenido a la vez un resultado tan novelesco y tan satisfactorio.
Alberto escuchó a Franz con la más profunda atención.
—¡Y bien! —le dijo cuando hubo concluido—. ¿Qué encontráis en todo eso
de particular? El conde es viajero, el conde tiene un buque suy o, porque es rico.
Id a Portsmouth y a Southampton, veréis los puertos atestados de y ates
pertenecientes a ricos ingleses que tienen el mismo capricho. Para saber dónde
hospedarse en sus excursiones, para no probar nada de esa espantosa cocina, a
que estoy sujeto y o hace cuatro meses y vos cuatro años, para no dormir en esas
detestables camas donde no puede uno cerrar los ojos, hace amueblar una
habitación en Montecristo; cuando su habitación está amueblada teme que el
gobierno toscano le despida y sus gastos sean perdidos; entonces compra la isla y
toma el nombre de ella. Amigo mío, buscad en vuestra memoria, y decidme,
¿cuántas personas conocidas de nosotros toman el nombre de una propiedad que
jamás fue suy a?
—¿Pero —dijo Franz a Alberto—, esos bandidos corsos que se hallan entre su
tripulación…?
—Vuelvo a preguntaros, ¿qué veis en todo eso de particular? Sabéis mejor que
nadie que los bandidos corsos no son ladrones, sino pura y sencillamente fugitivos
a quienes alguna vendetta ha proscrito de su ciudad o de su aldea; bien puede uno
verlos sin comprometerse. En cuanto a mí, os aseguro que si alguna vez voy a
Córcega, antes de hacerme presentar al gobernador y al prefecto, me hago
presentar a los bandidos de Colomba, por lo que pueda suceder; simpatizo mucho
con ellos.
—Pero Vampa y su banda —dijo Franz— son bandidos que detienen para
robar, no lo negaréis, y a que tenemos muchas pruebas de ello; ¿qué diréis, pues,
de la influencia que ejerce el conde sobre semejantes hombres?
—Diré, querido, que, como según toda probabilidad, debe la vida a esa
influencia no debo juzgarla con rigidez. Así, pues, en lugar de acusarle como vos,
de un crimen capital, deberé excusarle, si no por haberme salvado la vida, lo cual
es exagerar mucho las cosas, por haberme al menos ahorrado cuatro mil
piastras, que son veinticuatro mil de nuestra moneda, suma en la que
seguramente no me hubieran estimado en Francia, lo cual demuestra —añadió
Alberto— que nadie es profeta en su tierra.
—A propósito, decidme, ¿de qué país es el conde? ¿Cuáles son sus medios de
existencia? ¿De dónde le ha venido esa inmensa fortuna? ¿Cuál ha sido esa
primera parte de su vida misteriosa y desconocida? ¿Quién ha esparcido en la
segunda esa tinta sombría y misantrópica? Eso es lo que quisiera saber.
—Querido Franz —dijo Alberto—, al recibir mi carta y ver que teníamos
necesidad de la influencia del conde, habéis ido a decirle: « Alberto de Morcef,
mi amigo, corre un gran peligro, ay udadme a sacarle de él» , ¿no es verdad?
—Sí.
—Entonces os preguntó: ¿Quién es ese Alberto de Morcef? ¿De dónde le
viene ese nombre, su fortuna? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿Cuál es su
país? ¿Dónde ha nacido? ¿Os ha preguntado todo eso? Decid.
—No; es cierto.
—Fue y me libró de las manos de Vampa, donde a pesar de mi apariencia
desenvuelta, como decís, hacía una triste figura, lo confieso. Pues bien, querido,
cuando a cambio de semejante servicio, me pide que haga por él lo que se hace
todos los días por el príncipe ruso o italiano que pasa por París, es decir,
presentarlo en sociedad, ¿queréis que se lo rehúse? ¡Vamos, Franz, estáis loco!
Preciso es decir que, contra su costumbre, la razón estaba entonces de parte
de Alberto.
—En fin —repuso Franz dando un suspiro—, haced lo que os plazca, querido
vizconde; todo cuanto me estáis diciendo es muy convincente, pero no por eso
dejo de creer que el conde de Montecristo es un hombre extraño.
—El conde de Montecristo es un filántropo, ¿no os ha dicho qué objeto le
guiaba a París?, pues estoy convencido de que va para concurrir al premio
Monty on, y si sólo necesita mi voto para obtenerlo, se lo daré. De modo que, mi
querido Franz, no hablemos de esto, sentémonos a la mesa, y vamos en seguida a
hacer la última visita a San Pedro.
Así lo hicieron, y al día siguiente, a las cinco de la tarde, los dos jóvenes se
separaban. Alberto de Morcef para volver a París, y Franz d’Epinay para ir a
pasar unos quince días en Venecia.
Sin embargo, pocos momentos antes de subir al carruaje, Alberto entregó al
mozo de la fonda —tanto temía que su convidado faltase a la cita— una tarjeta
para el conde de Montecristo, en la cual, bajo estas palabras: « Vizconde Alberto
de Morcef» , había escrito con lápiz: « 21 de may o, a las diez y media de la
mañana, número 27, calle de Helder» .
Capítulo XVI
Los invitados
EnRoma
la casa de la calle de Helder, donde Alberto de Morcef había citado en
al conde de Montecristo, todo se preparaba para hacer honor a la
palabra del joven.
Alberto de Morcef ocupaba un pabellón situado en el ángulo de un gran patio
y frente a otro edificio, dos ventanas daban a la calle, las otras tres al patio y
otras dos al jardín.
Entre el patio y el jardín se elevaba, construida con el mal gusto de la
arquitectura imperial, la habitación vasta y cómoda del conde y la condesa de
Morcef.
Toda la propiedad estaba rodeada por una gran pared con pilastras, y en ellas
jarrones de flores, interrumpida en su centro por una gran reja dorada que servía
para las entradas que requerían aparato; una puerta pequeña, casi pegada al
cuarto del portero, daba paso a los que entraban y salían a pie.
En esta elección del pabellón destinado a la habitación de Alberto adivinábase
la delicada prevención de una madre que, sin querer separarse de su hijo, había
comprendido al mismo tiempo que un joven de la edad del vizconde necesitaba
de toda su libertad. Conocíase también por otro lado, preciso es decirlo, el
inteligente egoísmo del joven, amante de la vida libre y ociosa, de los hijos de
familia.
Por las ventanas que daban a la calle podía hacer sus reconocimientos. Las
vistas al exterior son tan necesarias a los jóvenes, que quieren siempre ver al
mundo atravesar por su horizonte, aunque este horizonte no sea más que la calle.
Hecho un reconocimiento, si merecía examen más profundo para entregarse a
sus pesquisas, podía salir por una puertecita situada frente a la que hemos
mencionado, junto al cuarto del portero, y que merece una descripción
particular.
Era una puertecita, al parecer olvidada de todo el mundo desde que se hizo la
casa y que cualquiera supondría condenada para siempre, ¡tan sucia y cubierta
de polvo estaba!, pero cuy a cerradura y goznes, cuidadosamente untados en
aceite, anunciaban una práctica misteriosa y continua. Esta puertecita, como
hemos dicho, hacía juego con otras dos y se burlaba del portero, abriéndose
como la famosa puerta de la caverna de las Mil y una noches, como el Sésamo
encantado de Alí-Babá, por medio de algunas palabras cabalísticas o de algunos
golpecitos convenidos, pronunciadas por una dulce voz o dados por los dedos más
lindos del mundo.
Al extremo de un corredor largo y pacífico, con el cual comunicaba esta
puerta, y que hacía las veces de antesala, estaban a la derecha el comedor, que
daba al patio, y a la izquierda el saloncito que daba al jardín. Plantas de
enredaderas que crecían delante de la ventana, ocultaban al patio y al jardín el
interior de estas dos piezas, únicas en el piso bajo donde pudiesen penetrar las
miradas indiscretas.
En el principal, en vez de dos, las piezas eran tres: un salón, una alcoba y un
gabinete.
El gabinete del principal estaba al lado de la alcoba, y por una puerta invisible
comunicaba con la escalera. Como vemos, estaban bien tomadas todas las
medidas de precaución.
Encima de este piso principal había un vasto taller que ampliaron echando
abajo los tabiques, pandemonio en que el artista disputaba al dandy. Allí se
refugiaban y confundían todos los caprichos sucesivos de Alberto; los cuernos de
caza, las flautas, los violines, una orquesta completa, pues Alberto había tenido
por un instante, no la afición, sino el capricho de la música; los caballetes, los
pasteles, y a que al capricho de la música había seguido el de la pintura; en fin, los
floretes, los guantes del pugilato, las espadas y los bastones de todas clases,
porque siguiendo las tradiciones de los jóvenes a la moda de la época a que
hemos llegado, Alberto de Morcef cultivaba con una perseverancia infinitamente
superior a la que había tenido con la pintura y la música, las tres artes que
completan la educación leonina: la esgrima, el pugilato y el palo, y recibía
sucesivamente en esta pieza destinada a todos los ejercicios corporales, a Grisier,
Coolas y Carlos Lecour.
Los otros muebles de esta pieza privilegiada eran antiguos cofres y mesas del
tiempo de Francisco I, chineros llenos de porcelana, de vasos del Japón, jarrones
de Lucca de la Robbia y platos de Bernard y de Palissy, antiguos sillones donde
quizá se habrían sentado Enrique IV, Luis XIII o Richelieu, porque dos de ellos
con un escudo esculpido, donde brillaban sobre el azul las tres flores de lis de
Francia, encima de las cuales había una corona real, forzosamente habían salido
de los guardamuebles del Louvre, o de algún palacio real. Sobre estos sillones, de
fondos sombríos y severos, estaban esparcidas en profusión ricas telas de vivos
colores, teñidas al sol de Persia, o hechas por las mujeres de Calcuta y de
Chandernagor. Se ignora lo que hacían allí estas telas; esperaban sin duda,
recreando la vista, un destino desconocido a su propietario, y mientras la estancia
con sus sedosos y dorados reflejos.
En lugar preferente se elevaba un piano, construido por Roller y Blanchet, de
madera de rosa, que contenía una orquesta en su estrecha y sonora cavidad, y
que gemía bajo las obras de Beethoven, de Weber, de Mozart, Hay dn, Gretry y
Porpora.
Además, en la pared, en el techo, en las puertas, había suspendidos puñales,
espadas, lanzas, corazas, hachas, armaduras completas damasquinadas, pájaros
disecados abriendo para un vuelo inmóvil sus alas color de fuego y su pico que
jamás se cerraba.
Faltaba decir que esta pieza era la predilecta de Alberto de Morcef.
Sin embargo, el día de la cita, el joven, vestido de media toilette, había
establecido su cuartel en el saloncito del piso bajo. Allí, sobre una mesa, había
todos los excelentes tabacos conocidos, desde el de Petersburgo hasta el negro de
Sinaí. Al lado de éstos, en cajas de maderas odoríferas, estaban dispuestos por
orden de tamaños y de calidad los puros, los de regalía, los habanos, y los
manileños. En fin, en un armario abierto, una colección de pipas alemanas, con
boquillas de ámbar, adornadas de coral, e incrustadas de oro, con largos tubos de
tafilete arrollados como serpientes, aguardaban el capricho o la simpatía de los
fumadores. Alberto había presidido el arreglo o más bien el desorden simétrico
que gustan tanto de contemplar después del café los convidados de un almuerzo
moderno, al través del vapor que se escapa de su boca, y que sube hasta el techo
en largas y caprichosas volutas.
A las diez menos cuarto entró un criado.
Venía con un pequeño groom de quince años, que no hablaba más que inglés,
y que respondía al nombre de Juan.
El criado, que se llamaba Germán, y que gozaba de la entera confianza de su
joven amo, llevaba en la mano unos periódicos, que depositó sobre la mesa, y un
paquete de cartas que entregó a Alberto.
Alberto echó una mirada distraída sobre estos diferentes objetos, tomó dos
cartas de papel satinado y perfumado, las abrió y ley ó con cierta atención.
—¿Como han venido estas cartas? —inquirió.
—La una por el correo, la otra la ha traído el criado de madame Danglars.
—Decid a madame Danglars que acepto el lugar que me ofrece en su
palco… Esperad…, a eso de mediodía pasaréis a casa de Rosa, le diréis que iré,
como me ha invitado, a cenar con ella al salir de la ópera, y le llevaréis seis
botellas de vinos de Chipre, de Jerez, de Málaga, y un barril de ostras de
Ostende… compradlas en casa de Borrel, y sobre todo, decid que son para mí.
—¿A qué hora queréis ser servido?
—¿Qué hora es?
—Las diez menos cuarto.
—Entonces, servidnos para las diez y media en punto. Debray tendrá que ir a
su ministerio… Y por otra parte… —Alberto miró a su cartera—. Sí, ésa es la
hora que indiqué al conde; el 21 de may o, a las diez y media de la mañana, y
aunque no cuente con su promesa, quiero ser puntual. A propósito, ¿sabéis si se ha
levantado la señora condesa?
—Si quiere el señor vizconde, puedo informarme.
—Sí, sí; le pediréis una de sus cajas de licores, la mía está incompleta, y le
diréis que tendré el honor de pasar a su cuarto a eso de las tres, y que le pido
permiso para presentarle una persona.
El criado salió. Alberto se echó en un diván, rasgó la faja de dos o tres
periódicos, miró los teatros, hizo un gesto al ver que representaban una ópera y
no un ballet, buscó en vano en los anuncios de perfumería cierta agua para los
dientes de que le habían hablado, y tiró uno tras otro, los periódicos, murmurando
en medio de un prolongado bostezo:
—Realmente estos periódicos están cada vez más insípidos.
En este momento un carruaje ligero se detuvo delante de la puerta, y un
instante después el criado entró para anunciar al señor Luciano Debray.
Un joven alto, rubio, de ojos grises y mirada penetrante, de labios delgados y
pálidos, con un frac azul con botones de oro, corbata blanca, lente de concha,
suspendido al cuello por una cinta de seda negra, y que por un esfuerzo del
músculo superciliar lanzaba miradas profundas y fijas, entró sin sonreír, sin
hablar, y con un aire medio oficial.
—Buenos días, Luciano —dijo Alberto—. ¡Ah!, me asombra vuestra
puntualidad! ¿Qué digo? ¡Puntualidad! ¡Yo que os esperaba el último, y llegáis a
las diez menos cinco minutos, cuando la cita era a las diez y media! ¡Esto es
milagroso! ¿Ha caído el ministerio?
—No, querido —repuso el joven incrustándose en el diván—, tranquilizaos.
Vacilamos siempre, pero nunca caemos, y empiezo a creer que pasamos
buenamente a la inamovilidad, sin contar con que los asuntos de la Península nos
van a consolidar completamente.
—¡Ah!, sí, es verdad; arrojáis de España a don Carlos.
—No, querido, no nos confundamos, le traemos del otro lado de la frontera de
Francia, y le ofrecemos una hospitalidad real en Bourges.
—¿En Bourges?
—Sí; no tendrá motivos de queja, ¡qué demonio! Bourges es la capital de
Carlos VII. ¿Cómo es que no sabíais esto? Todo el mundo lo sabe desde ay er en
París, y anteay er la cosa marchaba bien en la bolsa, porque el señor Danglars,
no sé cómo se entera ese hombre de las noticias al mismo tiempo que nosotros,
jugó a la alza y ha ganado un millón.
—Y vos una nueva cinta, según parece.
—¡Psch!, me han enviado la placa de Carlos III —respondió sencillamente
Debray.
—Vamos, no os hagáis el indiferente y confesad que la noticia os habrá
complacido.
—Sí; a fe mía, una placa siempre cae bien sobre un frac negro abotonado, es
elegante.
—Y —dijo Morcef, sonriendo— se tiene el aire de un príncipe de Gales o de
un duque de Reichstadt.
—Por eso me veis tan de mañana, querido.
—¿Porque tenéis la placa de Carlos III y queríais anunciarme esta buena
noticia?
—No; porque he pasado la noche redactando veinticinco despachos
diplomáticos. De vuelta a mi casa quise dormir, pero me dio un fuerte dolor de
cabeza y me levanté para montar una hora a caballo. En Boulogne me avisaron
de tal modo el hambre y el aburrimiento, que me acordé que hoy dabais un
almuerzo, y aquí me tenéis; tengo hambre, dadme de comer; me fastidio,
distraedme.
—Ese es mi deber de anfitrión, querido amigo —dijo Alberto llamando al
criado, mientras Luciano hacía saltar los periódicos con el extremo de su bastón
de puño de oro incrustado de turquesas—. Germán, jerez y bizcochos. Entretanto,
querido Luciano, aquí tenéis cigarros de contrabando, os invito a que los probéis,
y también podréis decir a vuestro ministro que nos venda como éstos en lugar de
esa especie de hojas de nogal que condena a fumar a los buenos ciudadanos.
—¡Diablo! Yo me guardaría muy bien de hacerlo. Desde el momento en que
os viniesen del gobierno os parecerían detestables. Por lo demás, eso no
corresponde al Interior, sino a Hacienda; dirigíos a míster Human, corredor A.,
número 26.
—En verdad —dijo Alberto—, me asombráis con la profusión de vuestros
conocimientos. ¡Pero tomad un cigarro!
—¡Ah, querido vizconde! —dijo Luciano encendiendo un habano en una
bujía de color de rosa que ardía en un candelero sobredorado y recostándose en
el diván—. ¡Ah!, querido vizconde! ¡Qué feliz sois en no tener nada que hacer!
En verdad, no conocéis vuestra felicidad.
—¿Y qué es lo que haríais, mi querido pacificador de reinos —repuso Morcef
con ligera ironía—, si no hicieseis nada? ¡Cómo! Secretario particular de un
ministro, lanzado a la vez en el mundo europeo y en las intrigas de París, teniendo
rey es, y mucho mejor aún, reinas que proteger, partidos que reunir, elecciones
que dirigir, haciendo con vuestra pluma y vuestro telégrafo, desde vuestro
gabinete, más que Napoleón en sus campos de batalla con su espada y sus
victorias, posey endo veinticinco mil libras de renta, un caballo por el que
Château-Renaud os ha ofrecido cuatrocientos luises, un sastre que no os falta en
un pantalón, teniendo asiento en la Ópera, Jockey Club y el teatro de Variedades,
¿no halláis con todo eso con qué distraeros? Pues bien, y o os distraeré.
—¿Cómo?
—Haciendo que conozcáis a una persona.
—¿Hombre o mujer?
—Hombre.
—¡Ya conozco demasiados!
—¡Pero no conocéis al hombre de que os hablo!
—¿De dónde viene? ¿Del otro extremo del mundo?
—De más lejos tal vez.
—¡Diablo! Espero que no se lleve nuestro almuerzo.
—No, nuestro almuerzo está seguro. ¿Pero tenéis hambre?
—Sí; lo confieso, por humillante que sea el decirlo. Pero ay er he comido en
casa del señor de Villefort, y ¿lo habéis notado?, se come bastante mal en casa de
todos esos magistrados; cualquiera diría que tienen remordimientos.
—¡Ah, diantre!, despreciad las comidas de los demás; en cambio se come
bien en casa de vuestros ministros.
—Sí; pero no convidamos a ciertas personas al menos, y si no nos viésemos
precisados a hacer los honores de nuestra mesa a algunos infelices que piensan, y
sobre todo que votan bien, nos guardaríamos como de la peste de comer en
nuestra casa, debéis creerlo.
—Entonces, querido, tomad otro vaso de Jerez y otro bizcocho.
—Con muchísimo gusto, pues vuestro vino de España es excelente, bien veis
que hemos hecho bien en pacificar ese país.
—Sí, pero ¿y don Carlos?
—Don Carlos beberá vino de Burdeos, y dentro de diez años casaremos a su
hijo con la reinecita.
—Lo cual os valdrá el Toisón de Oro, si aún estáis en el ministerio.
—Creo, Alberto, que esta mañana habéis adoptado por sistema alimentarme
con humo.
—Y eso es lo que divierte el estómago, convenid en ello; pero justamente
oigo la voz de Beauchamp en la antesala; discutiréis con él y esto calmará
vuestra impaciencia.
—¿Sobre qué?
—Sobre los periódicos.
—¡Qué! ¿Acaso leo y o los periódicos? —dijo Luciano con un desprecio
soberano.
—Razón de más. Discutiréis mejor.
—¡Señor Beauchamp! —anunció el criado.
—¡Entrad!, entrad, ¡pluma terrible! —dijo Alberto saliendo al encuentro del
joven—, mirad, aquí tenéis a Debray, que os detesta sin leeros; al menos, según
él dice.
—Es cierto —dijo Beauchamp—, lo mismo que y o le critico sin saber lo que
hace. Buenos días, comendador.
—¡Ah!, lo sabéis y a —dijo el secretario particular cambiando con el
periodista un apretón de mano y una sonrisa.
—¡Diantre! —replicó Beauchamp.
—¿Y qué se dice en el mundo?
—¿A qué mundo os referís? Tenemos muchos mundos en el año de gracia de
1838.
—En el mundo crítico-político de que formáis parte.
—¡Oh!, se dice que es una cosa muy justa, y que sembráis bastante rojo para
que nazca un pozo de azul.
—Vamos, vamos, no va mal —dijo Luciano—. ¿Por qué no sois de los
nuestros, querido Beauchamp? Con el talento que tenéis, en tres o cuatro años
haríais fortuna.
—Sólo espero una cosa para seguir vuestros consejos. Un ministerio que esté
asegurado por seis meses. Ahora, una sola palabra, mi querido Alberto, porque es
preciso que deje respirar a ese pobre Luciano. ¿Almorzamos o comemos? Tengo
mucho trabajo. No es todo rosas, como decís, en nuestro oficio.
—Se almorzará, y a no esperamos más que a dos personas, y nos sentaremos
a la mesa en cuanto hay an llegado —dijo Alberto.
Tercera parte
Extrañas coincidencias
Capítulo I
El almuerzo
La presentación
Cuando—Señor
Alberto se encontró a solas y frente a frente con Montecristo, le dijo:
conde, permitidme que empiece mi nuevo oficio de cicerone
haciéndoos una descripción de una habitación del joven acostumbrado a los
palacios de Italia; esto os servirá para saber en cuántos pies cuadrados puede
vivir un joven que no pasa de ser de los más mal alojados. A medida que
vay amos pasando de una pieza a otra, iremos abriendo las ventanas para que
podáis respirar.
Montecristo conocía y a el comedor y el salón del piso bajo. Alberto le
condujo a su estudio, éste era su cuarto predilecto.
Montecristo era digno apreciador de todas las cosas que Alberto había
acumulado en esta estancia; antiguos cofres, porcelanas del Japón, alfombras de
Oriente, juguetes de Venecia, armas de todos los países del mundo, todo le era
familiar, y a la primera ojeada conocía el siglo, el país y el origen. Morcef había
creído ser el que explicase, y él era el que estudiaba bajo la dirección del conde
un curso completo de arqueología, de mineralogía y de historia natural. Alberto
hizo entrar a su huésped en el salón. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de
pintores modernos, paisajes de Drupé con sus bellos arroy os, sus árboles
desgajados, sus vacas paciendo y sus encantadores cielos. Tenía también jinetes
árabes de Delacroix con largos albornoces blancos, cinturones brillantes y con
armas damasquinas, y cuy os caballos muerden el bocado con rabia, mientras
que los hombres se desgarran con mazas de hierro; las aguadas de Boulanger
representando toda Nuestra Señora de París, con aquel vigor que hace del pintor
el émulo del poeta. Telas de Díaz que hace a las flores más hermosas de lo que
son en la realidad, el sol más brillante de lo que es. Dibujos de Decamo con un
colorido como el de Salvatore Rosa, pero más poético; pasteles de Giraud y de
Muller representando niños con cabezas de ángeles, mujeres de facciones
virginales, bocetos arrancados del álbum del viaje a Oriente de Dacorats, que
fueron trazados en algunos segundos sobre la silla de algún camello o sobre la
cúpula de una mezquita, en fin, todo lo que el arte moderno puede dar en cambio
y en indemnización del arte perdido con los siglos precedentes.
Alberto esperó mostrar por lo menos esta vez alguna cosa nueva al extraño
viajero, pero con gran admiración, éste, sin tener necesidad de buscar las firmas,
en que algunas, por otra parte, no estaban representadas sino por iniciales, aplicó
en seguida el nombre de cada autor a su obra, de manera que era fácil ver que
no solamente cada uno de estos nombres le era conocido, sino que cada uno de
estos talentos habían sido apreciados y estudiados por él.
Del salón pasaron al dormitorio, que era a la vez un modelo de elegancia y de
gusto severo; un solo retrato, pero firmado por Leopoldo Rober, resplandecía en
su marco de oro mate.
Este retrato atrajo al principio las miradas del conde de Montecristo, porque
dio tres pasos rápidos en la habitación, y se paró de repente delante de él.
Era el de una joven de veinticinco o veintiséis años, de tez morena, de mirada
de fuego, velada bajo unos hermosos párpados. Llevaba el traje pintoresco de las
pescadoras catalanas con su corpiño encarnado y negro, y sus agujas de oro
enlazadas en los cabellos. Miraba al mar, y su elegante contorno se destacaba
sobre el doble azul de las olas y del cielo.
La habitación estaba sumida en la penumbra, sin lo cual Alberto hubiese
podido ver la lívida palidez, que se extendía sobre las mejillas del conde y
sorprender el temblor nervioso que sacudió sus hombros y su pecho. Hubo un
instante de silencio, durante el cual Montecristo permaneció con la mirada
obstinadamente clavada en esta pintura.
—Tenéis ahí una hermosa querida, vizconde —dijo Montecristo con una voz
perfectamente segura—. Y ese traje de baile sin duda le sienta a las mil
maravillas.
—¡Ah!, señor —dijo Alberto—, he aquí un error que no me perdonaría si al
lado de este retrato hubieseis visto algún otro. Vos no conocéis a mi madre,
caballero. Es a ella a quien veis en ese lienzo; se hizo retratar así hace seis a ocho
años. Ese traje es de capricho, a lo que parece. La condesa mandó hacer este
retrato durante una ausencia del conde. Sin duda quería prepararle para su vuelta
una agradable sorpresa. Pero, cosa rara, ese retrato desagradó a mi padre, y el
valor de la pintura, que es como y a veis una de las mejores de Leopoldo Rober,
no pudo vencer su antipatía por el cuadro. La verdad, aquí para nosotros, mi
querido conde, es que el señor Morcef es uno de los pares más asiduos del
Luxemburgo, pero un amante del arte de los más medianos; en cambio, mi
madre pinta de un modo bastante notable, y estimando demasiado una obra
semejante para separarse de ella, me la ha dado, para que en mi cuarto esté
menos expuesta a desagradar al señor de Morcef que en el suy o, donde veréis el
retrato pintado por Gros. Perdonadme si os hablo de una manera tan familiar,
pero como voy a tener el honor de conduciros a la habitación del conde, os digo
esto para que no se os escape elogiar este retrato delante de él. Fuera de esto,
posee una funesta influencia, porque es muy raro que mi madre venga a mi
cuarto sin mirarle, y más raro aún que le mire sin llorar. La nube que levantó la
aparición de esta pintura en el palacio, es la única que ha habido entre el conde y
la condesa, quienes aunque casados hace más de veinte años, están aún unidos
como el primer día.
El conde lanzó una rápida mirada sobre Alberto, como para buscar una
intención oculta en estas palabras, pero era evidente que el joven lo había dicho
con toda la sencillez de su alma.
—Ahora —dijo Alberto—, que habéis visto todas mis riquezas, señor conde,
permitidme ofrecéroslas, por indignas que sean; consideraos aquí como en
vuestra casa, y para may or franqueza aún, dignaos acompañarme al cuarto del
señor Morcef, a quien escribí desde Roma el servicio que me prestasteis y a
quien anuncié la visita que me habíais prometido, y puedo decirlo, el conde y la
condesa esperaban con impaciencia que les fuese permitido daros las gracias.
Estáis un poco cansado de estas cosas, lo sé, señor conde, y las escenas de
familia no tienen mucho atractivo para Simbad el Marino, ¡habréis visto muchas
escenas! Sin embargo, aceptad la que os propongo, como iniciativa de la vida
parisiense, vida de política, de visitas y de presentaciones.
Montecristo se inclinó sin responder, aceptaba la proposición sin entusiasmo y
sin pesar, como una de esas conveniencias de sociedad de que todo hombre de
educación se hace un deber. Alberto llamó a su criado y le mandó que avisara a
los señores de Morcef de la próxima llegada del conde de Montecristo.
Alberto le siguió con el conde.
Al llegar a la antesala, veíase encima de la puerta que daba acceso al salón
un escudo que por sus ricos adornos y su armonía indicaba la importancia que el
propietario daba a aquel aposento.
Montecristo se detuvo delante del blasón, que examinó detenidamente.
—Campo azul y siete merletas de oro puestas en fila. ¿Sin duda será éste el
escudo de vuestra familia, caballero? —inquirió—. Excepto el conocimiento de
las piezas que me permite descifrarlo, soy un ignorante en cuanto a heráldica.
Yo, conde de casualidad, fabricado por la Toscana, ay udado por una encomienda
de San Esteban, y que hubiera pasado siendo gran señor, si no me hubiesen
repetido que cuando se viaja mucho es totalmente imprescindible. Porque, al fin,
siempre es preciso, aunque no sea más que para cuando los aduaneros os
registran, tener algo en la portezuela de vuestro carruaje. Excusadme, pues, si os
hago tal pregunta.
—De ningún modo es indiscreta —dijo Morcef con la sencillez de la
convicción—, y lo habéis adivinado, son nuestras armas, es decir, las de la
familia de mi padre, pero como veis, están unidas a otro escudo con una torre de
oro, que es de la familia de mi madre. Por parte de las mujeres soy español,
pero la casa de Morcef es francesa, y según he oído decir, una de las más
antiguas del Mediodía de Francia.
—Sí —repuso el conde de Montecristo—, lo indican las aves. Casi todos los
peregrinos armados que intentaron o que hicieron la conquista de Tierra Santa
tomaron por armas cruces, señal de la misión que iban a cumplir; o aves de paso,
símbolo del largo viaje que iban a emprender, y que esperaban acabar con las
alas de la fe. Uno de vuestros abuelos paternos debió de tomar parte en una de las
cruzadas, y suponiendo que no sea más que la de San Luis, y a esto os remonta al
siglo XI, lo cual no deja de ser interesante.
—Es muy posible —dijo Morcef—, mi padre tiene en el gabinete un árbol
genealógico que nos explicará todo esto. Pero ahora no pensemos en ello y sin
embargo os diré, señor conde, y esto entra en mis obligaciones de cicerone, que
empiezan a ocuparse mucho de estas cosas en estos tiempos de gobierno popular.
—¡Pues bien!, vuestro gobierno debió elegir algo mejor que esos dos carteles
que he visto en vuestros monumentos, y que no tienen ningún sentido heráldico.
En cuanto a vos, vizconde, sois más feliz que vuestro gobierno, porque vuestras
armas son verdaderamente hermosas y hablan a la fantasía. Sí, eso es, sois a un
tiempo de Provenza y de España, lo cual está explicado, si el retrato que me
habéis mostrado es semejante por su hermoso color moreno que tanto admiraba
y o en el rostro de la noble catalana.
Preciso hubiera sido ser otro Edipo o la misma Esfinge para adivinar la ironía
que dio el conde a estas palabras, llenas en apariencia de la may or cortesía.
Morcef le dio las gracias con una sonrisa y pasando delante del conde para
mostrarle el camino, abrió la puerta que estaba debajo de sus armas, y que,
como hemos dicho, comunicaba con el salón. En el lugar principal de este salón
veíase asimismo un retrato, era el de un hombre de treinta y ocho años, vestido
con uniforme de oficial general, con sus dos charreteras, señal de los grados
superiores, la cinta de la Legión de Honor alrededor del cuello, lo cual indicaba
que era comendador, y en el pecho, al lado derecho, la placa de gran oficial de
la Orden del Salvador, y a la izquierda la de la gran cruz de Carlos III, lo cual
indicaba que la persona representada por este retrato hizo la guerra a Grecia y a
España, o lo que viene a ser lo mismo, había cumplido alguna misión diplomática
en ambos países.
Montecristo se hallaba ocupado en examinar este retrato con no menos
atención que había examinado el otro, cuando se abrió una puerta lateral y vio al
conde de Morcef en persona.
Era un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, pero que aparentaba
cincuenta por lo menos, cuy o bigote y cejas negras contrastaban con unos
cabellos casi blancos, enteramente cortados según la moda militar. Iba vestido de
paisano, y llevaba en su ojal una cinta, cuy os diferentes colores recordaban las
diversas órdenes de que estaba condecorado. Este hombre entró con paso digno y
presuroso. Montecristo le vio venir sin dar un paso, hubiérase dicho que sus pies
estaban clavados en el suelo, como sus ojos lo estaban en el rostro del conde de
Morcef.
—Padre —dijo el joven—, tengo el honor de presentaros al señor conde de
Montecristo, el generoso amigo que he tenido el honor de encontrar en las
difíciles circunstancias que y a conocéis.
—Tengo un gran placer en ver a este caballero —dijo el conde de Morcef
sonriéndose—. Salvando usted la vida al único heredero, ha prestado a nuestra
casa un servicio que avivará eternamente nuestro reconocimiento.
Y al pronunciar estas palabras el conde de Morcef señalaba un sillón al de
Montecristo, mientras él se sentaba frente a la ventana. En cuanto a Montecristo,
mientras tomaba el sillón señalado por el conde de Morcef, se colocó de modo
que permaneciese oculto en las sombras de las grandes colgaduras de terciopelo
y pudiera leer en las facciones del conde una historia de secretos dolorosos,
escritos en cada una de sus arrugas, esculpidas antes de tiempo.
—La señora condesa —dijo Morcef— se hallaba en el tocador cuando el
vizconde la mandó avisar la visita que iba a tener el honor de recibir, va a bajar y
dentro de diez minutos estará en el salón.
—Mucho honor es para mí —dijo Montecristo— el entrar, recién llegado a
París, en relaciones con un hombre, cuy o nombre iguala a la reputación, y con
quien la fortuna nunca se ha mostrado adversa, pero ¿no tienen todavía en las
llanuras del Misisipí o en las montañas del Atlas, algún bastón de mariscal que
ofreceros?
—¡Oh! —repuso sonrojándose Morcef—, abandoné el servicio, caballero.
Nombrado par en tiempo de la Restauración, estaba en la primera campaña y
servía a las órdenes del mariscal Bourmont; podía, pues, aspirar a un mando
superior, y quién sabe lo que habría ocurrido si la rama may or hubiese
permanecido en el trono. Pero la revolución de julio era, al parecer, demasiado
gloriosa para ser ingrata, y lo fue, sin embargo, para todo servicio que no databa
del periodo imperial, porque cuando como y o, se han ganado las charreteras en
los campos de batalla, no se sabe maniobrar sobre el resbaladizo terreno de los
salones. He abandonado la espada para entrar en la política, me dedico a la
industria, estudio las artes útiles. Durante los veinte años que y o había
permanecido en el servicio, lo había deseado mucho, pero me faltó tiempo.
—Tales ideas son las que conservan la superioridad de vuestra nación sobre
los otros países, caballero —respondió Montecristo—; un noble perteneciente a
una gran casa, con una brillante fortuna, habéis consentido en ganar los primeros
grados como oscuro soldado, esto es algo rarísimo. Después general, par de
Francia, comendador de la Legión de Honor, consentís en volver a empezar una
segunda carrera, sin otra esperanza que la de ser algún día útil a vuestros
semejantes… ¡Ah caballero, es hermoso, diré más, sublime!
Alberto miraba y escuchaba a Montecristo con asombro. No estaba
acostumbrado a verle elevarse a tales grados de entusiasmo.
—¡Ay ! —continuó el extranjero, sin duda para desvanecer la imperceptible
nube que estas palabras acababan de producir en la frente de Morcef—, nosotros
no hacemos lo mismo en Italia, obramos según nuestra cuna y clase, y siempre
que podamos obraremos así durante toda nuestra vida.
—Pero, caballero —repuso el conde Morcef—, para un hombre de vuestro
mérito, Italia no es una patria, y Francia os abre sus brazos, venid a ella. Francia
no será quizás ingrata para todo el mundo, trata mal a sus hijos, pero
generalmente recibe bien a los extranjeros.
—¡Ah!, padre mío —dijo Alberto sonriéndose—, bien se ve que no conocéis
al señor conde de Montecristo. No aspira a los hombres, y sólo se preocupa de lo
que le puede facilitar un pasaporte.
—Esa es, en mi opinión, la expresión más exacta que jamás he oído —
respondió el extranjero.
—Vos habéis sido dueño de vuestro porvenir —respondió el conde de Morcef
con un suspiro—, y habéis elegido el camino de las flores.
—Así es, caballero —respondió Montecristo con una de esas sonrisas que
jamás podrá copiar un pintor, y en vano tratará de analizar un fisiólogo.
—Si no hubiese temido fatigar al señor conde —repuso el general, encantado
de los modales de Montecristo—, le habría conducido a la Cámara; hoy hay una
sesión curiosa para el que no conozca a nuestros senadores modernos.
—Os quedaré muy agradecido, caballero, si queréis renovarme esa oferta en
otra ocasión, pero hoy me han lisonjeado con la esperanza de ser presentado a la
señora condesa, y esperaré.
—¡Ah!, ahí está mi madre —exclamó el vizconde.
En efecto, Montecristo, volviéndose vivamente vio a la señora de Morcef en
la puerta del salón opuesta a la otra por donde había entrado su marido. Pálida e
inmóvil, dejó caer, cuando Montecristo se volvió hacia ella, su brazo, que, no se
sabe por qué, se había apoy ado sobre el dorado quicio de la puerta; estaba allí
hacía algunos segundos, y había oído las últimas palabras pronunciadas por el
extranjero.
Este se levantó y saludó cortésmente a la condesa, que se inclinó a su vez,
muda y ceremoniosa.
—¡Ah! ¡Dios mío!, señora —preguntó el conde—. ¿Qué os sucede? ¿Os hace
mal el calor de este salón?
—¿Sufrís, madre mía? —exclamó el vizconde, lanzándose al encuentro de
Mercedes.
Ambos fueron recompensados con una sonrisa.
—No —dijo—, pero he experimentado alguna emoción al ver por vez
primera a la persona sin cuy a intervención en este momento estaríamos
sumergidos en lágrimas y desesperación. Caballero —prosiguió la condesa
adelantándose con la majestad de una reina—, os debo la vida de mi hijo, y por
este beneficio os bendigo. Ahora os agradezco el placer que me causáis
procurándome una ocasión de daros las gracias como os he bendecido, es decir,
con todo mi corazón.
El conde se inclinó de nuevo, pero más profundamente que la primera vez;
estaba aún más pálido que Mercedes.
—Señora —dijo el conde—, y vos me recompensáis con demasiada
generosidad por una acción muy sencilla, salvar a un hombre, ahorrar tormentos
a un padre y a una madre, esto no es siquiera una buena obra, es sólo un acto de
humanidad.
A tales palabras pronunciadas con una cortesía y una dulzura delicadas, la
señora de Morcef respondió con un acento profundo:
—Mucha felicidad es para mi hijo, caballero, el teneros por amigo, y doy
gracias a Dios que lo ha dispuesto todo así.
Y Mercedes levantó al cielo sus bellos ojos con una gratitud tan infinita que el
conde crey ó ver temblar en ellos algunas lágrimas.
El señor Morcef se acercó a su esposa.
—Señora —dijo—, y a he dado mis excusas al señor conde por verme
obligado a dejarle, y os suplico que vos se las renovéis. La sesión se abre a las
dos, son las tres, y debo hablar en ella.
—Descuidad, y o procuraré hacer olvidar vuestra ausencia a nuestro huésped
—repuso la condesa—; señor conde —continuó ella, volviéndose hacia
Montecristo—, ¿nos haréis el honor de pasar el día con nosotros?
—Gracias, señora, y agradezco infinito vuestro ofrecimiento, pero me he
apeado esta mañana a vuestra puerta desde el camino. Ignoro cómo estoy
instalado en París. Esta es una inquietud ligera, lo sé, pero sin embargo, natural.
—¿Al menos, tendremos otra vez este placer, nos lo prometéis? —preguntó la
condesa.
Montecristo se inclinó sin responder, aunque esta inclinación podía pasar por
un asentimiento.
—Entonces no os detengo, caballero —dijo la condesa—, porque no quiero
que mi reconocimiento sea indiscreción.
—Querido conde —dijo Alberto—, si queréis, voy a pagaros en París vuestro
amable favor de Roma, y poner mi coupé a vuestra disposición hasta que tengáis
tiempo de arreglar vuestros carruajes.
—Un millón de gracias por vuestra bondad, vizconde —dijo Montecristo—,
pero presumo que el señor Bertuccio habrá empleado las cuatro horas y media
que acabo de dejarle y que hallaré en la puerta un carruaje preparado.
Alberto estaba acostumbrado a los modales del conde; sabía que iba como
Nerón en busca de lo imposible y no se asombraba de nada, pero quería juzgar
por sí mismo de qué modo habían sido ejecutadas las órdenes, y le acompañó
hasta la puerta de su casa.
Montecristo no se había equivocado. Apenas se presentó en la antesala, un
lacay o, el mismo que en Roma fue a llevar la carta de los dos jóvenes, y a
anunciarles su visita, se había lanzado fuera del peristilo, de suerte que al llegar al
pie de la escalera, el ilustre viajero halló efectivamente su carruaje esperándole.
Era un coupé, acabado de salir de los talleres de Keller, y un tiro por el que
Drake había rehusado la víspera dieciocho mil reales.
—Caballero —dijo el conde a Alberto—, no os propongo que me acompañéis
a mi casa, pues no podría mostraros más que una casa improvisada.
Concededme un solo día, y entonces os invitaré a ella. Estaré más seguro de no
faltar a las ley es de la hospitalidad.
—Si pedís un día, estoy tranquilo, no será entonces una casa la que me
mostréis, será un palacio. Desde luego, tenéis algún genio a vuestra disposición.
—Creedlo así —dijo Montecristo poniendo el pie en el estribo, forrado de
terciopelo, de su espléndido carruaje—, esto me pondrá bien con las damas.
Y entró en su carruaje, que partió rápidamente, pero no tanto que no viera el
movimiento imperceptible que hizo temblar la colgadura del salón donde había
dejado a Mercedes. Cuando Alberto entró en el aposento de su madre, vio a la
condesa hundida en un gran sillón de terciopelo, sumido en la penumbra todo el
cuarto, apenas pudo distinguir Alberto las facciones de su madre, pero parecióle
que su voz estaba alterada. También distinguió entre los perfumes de las rosas y
de los heliotropos del florero, el olor acre de las sales de vinagre sobre una de las
copas cinceladas de la chimenea. Efectivamente, el pomo de la condesa atrajo la
inquieta atención del joven.
—¿Sufrís, madre mía? —exclamó entrando—. ¿Os habéis puesto mala
durante mi ausencia?
—¿Yo?, no, Alberto. Pero y a comprenderéis que estas rosas y estas flores
exhalan durante estos primeros calores, a los cuales no estoy acostumbrada, tan
intenso perfume…
—Entonces, madre mía —dijo Morcef, tirando del cordón de la campanilla
—, es preciso llevarlas a vuestra antesala. Estáis indispuesta; cuando entrasteis
estabais y a muy pálida.
—¿Que estaba pálida decís, Alberto?
—Con una palidez que os sienta a las mil maravillas, madre mía, pero que no
por eso nos ha asustado menos a tu padre y a mí.
—¿Os ha hablado de ello vuestro padre? —preguntó vivamente Mercedes.
—No, señora; pero a vos, recordadlo, os hizo esta observación.
—No lo recuerdo —dijo la condesa.
Un criado entró; acudía al ruido de la campanilla.
—Llevad esas flores a la antesala o al gabinete de tocador —dijo el vizconde
—, hacen mal a la señora condesa.
El criado obedeció.
Hubo un momento de silencio, que duró todo el tiempo necesario para dar
cumplimiento a esta orden.
—¿Qué nombre es ese de Montecristo? —preguntó la condesa, así que el
criado hubo llevado el último vaso de flores—. ¿Es algún nombre de familia, de
tierra, un simple título?
—Me parece, madre mía, que es un título y nada más. El conde ha comprado
una isla en el archipiélago toscano, y ha fundado un pequeño reino, según él
decía esta mañana. Ya sabéis que eso se suele hacer por San Esteban de
Florencia, por San Jorge Constantino de Parma y aun por la Orden de Malta.
Aparte de ello, no tiene ninguna pretensión de nobleza, y se llama conde de
casualidad, aunque la opinión general en Roma es que el conde es un gran señor.
—Sus maneras son excelentes —repuso la condesa—, por lo menos según lo
que he podido juzgar en los breves instantes que ha permanecido aquí.
—¡Oh!, perfectas, madre mía. Tan perfectas, que sobrepujan en mucho a
todo lo más aristocrático que y o he conocido en las tres noblezas principales, es
decir, en la nobleza inglesa, la española y la alemana.
La condesa reflexionó un momento, después replicó:
—¿Habéis visto, mi querido Alberto…, es una pregunta de madre lo que os
dirijo…, habéis visto al señor de Montecristo en su interior? Tenéis perspicacia,
tenéis mundo, más de lo que ordinariamente se tiene a vuestra edad, ¿creéis que
el conde sea lo que aparenta en realidad?
—¿Y qué os parece?
—Vos lo habéis dicho hace un instante, un gran señor.
—Os he dicho, madre mía, que le tenía por tal.
—Pero vos, ¿qué opináis, Alberto?
—Yo no tengo opinión fija acerca de él, lo creo maltés.
—No os pregunto sobre su origen, os pregunto sobre su persona.
—¡Ah!, sobre su persona, eso es otra cosa. He visto tantas cosas extrañas en
él, que si queréis que os diga lo que pienso, os responderé que le miraría como a
uno de los personajes de By ron, a quienes la desgracia ha marcado con un sello
fatal. Algún Manfredo, algún Lara, algún Werner, como uno de esos restos, en
fin, de alguna familia antigua que, desheredados de su fortuna paterna, han
encontrado una por la fuerza de su genio aventurero, que les ha hecho superiores
a las ley es de la sociedad.
—¿Qué estáis diciendo…?
—Digo que Montecristo es una isla en medio del Mediterráneo, sin habitantes,
sin guarnición, guarida de contrabandistas de todas las naciones, de piratas de
todos los países. ¿Quién sabe si estos dignos industriales pagarán a su señor un
derecho de asilo?
—Es posible —dijo la condesa pensativa.
—Pero no importa —replicó el joven—, contrabandista o no, convendréis,
madre mía, puesto que le habéis visto, en que el señor conde de Montecristo es un
hombre notable, en que causará sensación en los salones de París y, escuchad,
esta mañana en mi cuarto inició su entrada en el mundo dejando estupefactos a
todos los que allí estaban, incluso a Château-Renaud.
—¿Y qué edad podrá tener el conde? —inquirió Mercedes, dando
visiblemente gran importancia a esta pregunta.
—Tiene de treinta y cinco a treinta y seis años, madre mía.
—Tan joven es imposible —dijo Mercedes, respondiendo al mismo tiempo a
lo que le decía Alberto, y a lo que le decía su pensamiento.
—No obstante, es verdad, tres o cuatro veces me ha dicho, y seguramente sin
premeditación, en tal época y o tenía cinco años, en otra tenía diez, en aquella
doce. Yo, que por mi curiosidad estaba alerta siempre que hablaba de estos
detalles, reunía las fechas, y jamás le cogí en falta. La edad de este hombre
singular, que no tiene edad, es treinta y cinco años todo lo más. Recordad, madre
mía, cuán viva es su mirada, cuán negros sus cabellos, y su frente, aunque pálida,
no tiene una arruga. Es una naturaleza no solamente vigorosa, sino joven.
La condesa bajó la cabeza, como agobiada por amargos pensamientos.
—¿Y ese hombre es un amigo verdadero? mecimiento nervioso.
—Yo así lo creo.
—¿Y vos… le apreciáis también?
—Me resulta simpático, diga lo que quiera Franz d’Epinay, que quería hacerle
pasar a mis ojos por un hombre venido del otro mundo.
La condesa hizo un movimiento de terror.
—Alberto —dijo con voz alterada—, siempre os he encargado que tengáis
mucho cuidado con las personas recién conocidas. Ahora sois hombre y me
podríais dar consejos; sin embargo, sed prudente, Alberto.
—Pero sería necesario, querida madre, para poder aprovechar el consejo,
saber de qué tengo que desconfiar. El conde no juega nunca, no bebe más que
agua, dorada con una gota de vino de España; el conde se ha anunciado rico y en
efecto lo es, ¿qué queréis, pues, que tema del conde?
—Tenéis razón —dijo la condesa—, y mis temores son infundados tratándose
de un hombre que os ha salvado la vida. A propósito, ¿le ha recibido bien vuestro
padre? Es importante que estemos más que amables con el conde. El señor de
Morcef está ocupado a veces, sus negocios le disgustan y podría ser que sin
querer…
—Mi padre ha estado perfecto, señora —interrumpió Alberto— diré más: ha
parecido infinitamente lisonjeado por dos o tres cumplidos que le ha dirigido tan a
propósito el conde, como si le hubiera conocido hace treinta años. Cada una de
estas flechas lisonjeras han debido agradar a mi padre —añadió Morcef riendo
—, de suerte que se han separado siendo los mejores amigos del mundo y el
señor de Morcef quería llevarle a la Cámara para hacer que oy ese su discurso.
La condesa no respondió. Se hallaba absorta en una meditación tan profunda
que sus ojos se habían cerrado poco a poco. El joven, en pie delante de ella, la
miraba con ese amor filial más tierno y afectuoso en los hijos cuy as madres son
aún hermosas, y después de haber visto cerrarse sus ojos, la escuchó respirar un
instante en su dulce inmovilidad, y crey éndola dormida se alejó de puntillas,
abriendo sigilosamente la puerta del aposento.
—Este diablo de hombre —murmuró moviendo la cabeza—, y o y a había
predicho que haría sensación en el mundo; mido su efecto por un termómetro
infalible. Mi madre ha puesto mucho la atención en él, de consiguiente debe ser
notable.
Y descendió a las caballerizas, no sin cierto despecho secreto, de que sin
malicia alguna, el conde de Montecristo había logrado tener un tiro de caballos
mejor que el suy o, el cual desmerecería mucho en la opinión de los entendidos.
—Decididamente —dijo—, los hombres no son iguales, es preciso suplicar a
mi padre que aclare este teorema en la Cámara Alta.
Capítulo III
El señor Bertuccio
Entretanto, el conde había llegado a su casa. Seis minutos había tardado en ello,
suficientes para que fuese visto de más de veinte jóvenes que, conociendo el
precio del tiro de caballos que ellos no habían podido comprar, habían puesto sus
cabalgaduras al galope para poder ver al opulento señor que usaba caballos de
diez mil francos cada uno.
La casa elegida por Alí, y que debía servir de residencia a Montecristo,
estaba situada a la derecha subiendo por los Campos Elíseos, colocada entre un
patio y jardín; una plazoleta de árboles muy espesos que se elevaban en medio
del patio, cubrían una parte de la fachada, alrededor de esta plazoleta se
extendían como dos brazos, dos alamedas que conducían desde la reja a los
carruajes a una doble escalera, sosteniendo en cada escalón un jarrón de
porcelana lleno de flores. Esta casa aislada en mitad de un ancho espacio tenía
además de la entrada principal otra entrada que caía a las calles de Pont-Ruén.
Antes de que el cochero hubiese llamado al portero, la reja maciza giró sobre
sus goznes. Habían visto venir al conde, y en París como en Roma, como en
todas partes, se le servía con la rapidez del relámpago. El cochero entró, pues,
describió el semicírculo, y la reja estaba y a cerrada cuando las ruedas
rechinaban aún sobre la arena de la calle de árboles.
El carruaje se paró a la izquierda de la escalera. Dos hombres se presentaron
en la portezuela, uno era Alí, que se sonrió con alegría al ver a su señor, y que
fue pagado con una agradecida mirada de Montecristo.
El otro saludó humildemente y presentó su brazo al conde para ay udarle a
bajar del carruaje.
—Gracias, señor Bertuccio —dijo el conde saltando ágilmente del carruaje
—. ¿Y el notario?
—Está en el saloncito, excelencia —respondió Bertuccio.
—¿Y las tarjetas que os he mandado grabar en cuanto supieseis el número de
la casa?
—Ya está hecho, señor conde; he estado en casa del mejor grabador del
Palacio Real, que grabó la plancha delante de mí. La primera que tiraron fue
llevada en seguida a casa del señor barón Danglars, diputado, calle de la
Chaussée-d’Antin, número 7; las otras están sobre la chimenea de la alcoba de su
excelencia.
—Bien, ¿qué hora es?
—Las cuatro.
Montecristo entregó sus guantes, su sombrero y su bastón al mismo lacay o
francés que se había lanzado fuera de la antesala del conde de Morcef para
llamar al carruaje. Luego pasó al saloncito conducido por Bertuccio, que le
mostró el camino.
—Vay a una pobreza de mármoles en esta antesala; espero que los cambien
inmediatamente.
Bertuccio se inclinó.
El notario esperaba en el salón, tal como había dicho el may ordomo.
Era un hombre de fisonomía honrada y pacífica.
—¿Sois el notario encargado de vender la casa de campo que y o quiero
comprar? —preguntó Montecristo.
—Sí, señor conde —respondió el notario.
—¿Está preparada el acta de venta?
—Sí, señor conde.
—¿La habéis traído?
—Aquí la tenéis.
—Muy bien. ¿Dónde está la casa que compro? —dijo el conde dirigiéndose a
Bertuccio y al notario.
El may ordomo hizo un gesto que significaba: No sé.
El notario miró a Montecristo sorprendido.
—¡Cómo! —dijo—. ¿No sabe el señor conde dónde está la casa que compra?
—No.
—¿No tiene el señor conde la menor idea de su situación?
—¿Y cómo había de saberlo? Acabo de llegar de Cádiz esta mañana, jamás
he estado en París, ésta es la primera vez que pongo el pie en Francia.
—Entonces, la cosa cambia —respondió el notario—. La casa que el señor
conde compra está situada en Auteuil.
A estas palabras, Bertuccio palideció visiblemente.
—¿Y dónde está Auteuil? —preguntó Montecristo.
—A dos pasos de aquí, señor conde —respondió el notario—, un poco después
de Passy, en una situación magnífica en medio del bosque de Bolonia.
—¡Tan cerca! —dijo Montecristo—. Pero eso no es campo. ¿Cómo diablos
me habéis ido a escoger una casa a las puertas de París, señor Bertuccio?
—¡Yo! —exclamó el may ordomo turbado—, no, seguramente no es a mí a
quien el señor conde encargó que le eligiese una casa. Procure recordar el señor
conde, busque en su memoria, reúna sus ideas.
—¡Ah!, es verdad —dijo Montecristo—, ahora recuerdo que he leído este
anuncio en un periódico, y me he dejado seducir por este título: Casa de campo.
—Aún es tiempo —dijo vivamente Bertuccio—, y si vuestra excelencia
quiere que busque otra, la encontraré mucho mejor, en Enghien, en Fontenay -
aux-Roces, o en Belle-Vue.
—No, no —dijo Montecristo con tono despectivo—, puesto que y a tengo ésta,
la conservaré.
—Y hacéis bien —dijo vivamente el notario, temiendo perder sus ganancias
—, es una propiedad muy hermosa: aguas cristalinas y abundantes, bosques
espesos, habitaciones cómodas, aunque descuidadas hace tiempo, sin contar con
los muebles que, aunque un poco antiguos, tienen valor, sobre todo hoy día en que
sólo se buscan las cosas antiguas. Perdonad, pero creo que el señor conde tendrá
el gusto de la época.
—Hablad, hablad —dijo Montecristo—, ¿es cosa conveniente?
—¡Ah!, señor, mucho mejor: es magnífica.
—Entonces no hay que desperdiciar esta ocasión —dijo Montecristo—; el
contrato, señor notario.
Y firmó rápidamente, después de haber echado una ojeada hacia el sitio
donde estaban indicados los nombres de los propietarios y la situación de la casa.
—Bertuccio —dijo—, entregad cincuenta y seis mil francos a este caballero.
El may ordomo salió con paso no muy seguro, y volvió con un fajo de billetes
de banco que el notario contó como un hombre poco acostumbrado a recibir el
dinero con tanta puntualidad.
—Y ahora —preguntó el conde—, ¿están cumplidas todas las formalidades?
—Todas, señor conde.
—¿Tenéis las llaves?
—Las tiene el portero que guarda la casa, pero aquí tenéis la orden que le he
dado de instalaros en vuestra nueva propiedad.
—Muy bien.
Y Montecristo hizo al notario un movimiento que quería decir: « Ya no tengo
necesidad de vos. Podéis retiraros» .
—Pero —exclamó el honrado notario—, el señor conde se ha engañado, me
parece. Comprendido todo, no son más que cincuenta y cinco mil francos.
—¿Y vuestros honorarios?
—Están incluidos en esta suma, señor conde.
—¿Pero no habéis venido de Auteuil aquí?
—¡Oh!, ¡claro está!
—Pues bien, preciso es pagaros vuestra molestia —dijo el conde. Y le
despidió con una mirada.
El notario salió lentamente, haciendo una reverencia hasta el suelo, a cada
paso que daba. Era la primera vez, desde el día que empezó la carrera, que
encontraba semejante cliente.
—Acompañad a este caballero —dijo el conde a Bertuccio.
Y el may ordomo salió detrás del notario.
Tan pronto como el conde estuvo solo, sacó de su bolsillo una cartera con
cerradura, que abrió con una llavecita que llevaba al cuello, y de la que no se
separaba nunca.
Tras de haber examinado un momento los papeles que contenía, su vista se
detuvo en una hoja en la que había varias notas. Comparó éstas con el acta de
venta que había puesto sobre la mesa y quedóse reflexionando un momento.
—Auteuil, calle de La Fontaine, número 30, esto es —dijo—. Ahora, ¿deberé
arrancar esa confesión por el terror religioso o por el terror físico? Dentro de una
hora lo sabré todo.
—¡Bertuccio! —exclamó dando un golpe con una especie de martillo sobre
un timbre, que produjo un sonido agudo y sonoro—. ¡Bertuccio!
El may ordomo acudió en seguida.
—Señor Bertuccio —dijo el conde—, ¿no me habíais dicho otras veces que
habíais viajado por Francia?
—Por ciertas partes de Francia, sí, excelencia.
—¿Sin duda conoceréis los alrededores de París?
—No, excelencia, no —respondió el may ordomo con cierto temblor
nervioso, que Montecristo, experto en cuanto a emociones, atribuy ó con razón a
viva inquietud.
—Siento que no hay áis visitado los alrededores de París —le dijo—, porque
quiero visitar esta tarde mi nueva propiedad, y viniendo conmigo hubierais
podido darme útiles informes.
—¡A Auteuil! —exclamó Bertuccio, cuy a tez tostada se volvió casi lívida—.
¡Yo ir a Auteuil!
—¿Y qué tiene eso de particular? Cuando y o viva allí será preciso que vengáis
conmigo, puesto que formáis parte de la casa.
Bertuccio bajó la cabeza ante la imperiosa mirada de su señor, y permaneció
inmóvil sin responder.
—¡Ah! ¿Qué os sucede? ¿Vais a hacerme llamar por segunda vez para el
carruaje? —dijo Montecristo con el tono en que Luis XIV pronunció aquella
frase: « ¡He tenido que esperar!» .
Bertuccio se lanzó a la antesala, y gritó con voz ronca:
—Los caballos de su excelencia.
Montecristo escribió dos o tres esquelas; cuando hubo cerrado la última,
volvió a presentarse el may ordomo.
—El carruaje de su excelencia está a la puerta —dijo.
—Pues bien, tomad vuestros guantes y vuestro sombrero —dijo Montecristo.
—¿Pues qué? ¿Debo ir con el señor conde? —exclamó Bertuccio exasperado.
—Sin duda, es preciso que deis vuestras órdenes, puesto que quiero habitar
aquella casa.
No era posible replicar; así, pues, el may ordomo, sin pronunciar una palabra,
siguió a su señor, que subió al carruaje haciéndole seña de que le siguiese.
El may ordomo se sentó respetuosamente sobre la banqueta delantera.
Capítulo IV
La casa de Auteuil
Alpersignado
bajar la escalera, Montecristo había observado que Bertuccio se había
a la manera de los corsos, es decir, cortando el aire en forma de
cruz con el pulgar, y que al tomar asiento en el carruaje había murmurado una
breve oración. Cualquier otro que fuera un hombre curioso hubiese tenido
compasión de la singular repugnancia manifestada por el digno intendente para el
paseo premeditado extramuros por el conde, pero según parece, éste era
demasiado curioso para poder dispensar a Bertuccio de tal viaje.
En veinte minutos estuvieron en Auteuil. La emoción del may ordomo iba en
aumento. Al entrar en el pueblo, Bertuccio, arrimado a un rincón del coche,
comenzó a examinar con una emoción febril todas las casas por delante de las
cuales pasaban.
—Pararéis en la calle de La Fontaine, número 28 —dijo el conde, fijando
despiadadamente su mirada sobre el may ordomo, al cual daba esta orden.
La frente de Bertuccio estaba bañada en sudor, y sin embargo obedeció e
inclinándose fuera del carruaje, gritó al cochero:
—Calle de La Fontaine, número 28.
Este número 28 estaba situado en un extremo del pueblo. Durante el viaje
había ido oscureciendo, como si se hiciera de noche, o más bien una nube negra,
cargada de electricidad, daba a estas tinieblas la apariencia y solemnidad de un
episodio dramático. El carruaje se detuvo, y el lacay o se precipitó a la portezuela
para abrirla.
—Y bien —dijo el conde—, ¿no os apeáis, señor Bertuccio? ¿Os quedáis
dentro? ¿En qué diablos pensáis hoy ?
Bertuccio se precipitó por la portezuela, y presentó su hombro al conde, quien
se apoy ó esta vez y bajó uno a uno los tres escalones del estribo.
—Id a llamar —dijo el conde—, y anunciadme.
Bertuccio llamó, la puerta se abrió y apareció el portero.
—¿Quién es? —preguntó.
—Es vuestro nuevo amo —y presentó al portero el billete de reconocimiento,
entregado por el notario.
—¿Luego se ha vendido la casa? —preguntó el portero—, ¿y es este caballero
quien viene a habitarla?
—Sí, amigo mío —dijo el conde—, y procuraré hacer todo lo posible por que
quedéis contento de vuestro nuevo amo.
—¡Oh!, caballero —dijo el portero—; al otro propietario le veíamos rara vez.
Hace más de cinco años que no ha venido, y bien ha hecho en vender una casa
que no le servía de nada.
—¿Y cómo se llamaba vuestro antiguo amo? —preguntó Montecristo.
—¡El señor marqués de Saint-Meran! —respondió el portero.
—¡El marqués de Saint-Meran! —repitió Montecristo—. Me parece que este
nombre no me es desconocido —dijo el conde—. El marqués de Saint-Meran…
Y pareció reunir sus ideas.
—Un miembro de la antigua nobleza —continuó el conserje—. Un fiel
servidor de los Borbones; tenía una hija única que casó con el señor de Villefort,
que ha sido procurador del rey en Nimes y después en Versalles.
Montecristo dirigió una mirada a Bertuccio, al que encontró más lívido que la
pared contra la cual se apoy aba para no caer.
—¿Y ese señor no ha muerto? —preguntó Montecristo—, me parece haberlo
oído decir.
—Sí, señor, hace veintiún años, y desde este tiempo no hemos vuelto a ver ni
tres veces al pobre marqués.
—Gracias, muchas gracias —dijo Montecristo, juzgando por la postración del
may ordomo que y a no podía tirar de aquella cuerda sin temor de romperla—.
Dadme una luz.
—¿Os he de acompañar?
—No, es inútil. Bertuccio me alumbrará.
Y el conde acompañó estas palabras con el sonido de dos piezas de oro que
hicieron deshacerse al conserje en bendiciones y suspiros.
—¡Ah, caballero! —dijo el conserje después de haber buscado inútilmente
sobre la chimenea—, es que aquí no tengo bujías.
—Tomad una de las linternas del carruaje, Bertuccio, y mostradme las
habitaciones —dijo el conde.
El may ordomo obedeció sin hacer ninguna observación, pero era fácil ver en
el temblor de la mano que sostenía la linterna cuánto le costaba obedecer.
Recorrieron un piso bajo bastante grande, un piso principal compuesto de un
salón, un cuarto de baño y dos alcobas. Por una de estas alcobas se iba a una
escalera de caracol que conducía al jardín.
—¡Aquí hay una escalera! —dijo el conde—. Esto es bastante cómodo.
Alumbradme, señor Bertuccio, pasad adelante y veamos adónde nos lleva esta
escalera.
—Señor —dijo Bertuccio—, conduce al jardín.
—¿Y cómo lo sabéis?
—Es decir, esto es lo que y o creo…
—Bien, vamos a cerciorarnos de ello.
Bertuccio lanzó un suspiro y pasó delante.
La escalera desembocaba efectivamente en el jardín.
En la puerta exterior se paró el may ordomo.
—Vamos, señor Bertuccio —dijo el conde.
Pero éste estaba anonadado, casi sin conocimiento. Sus ojos buscaban a su
alrededor como las huellas de algo terrible, y con las manos crispadas parecía
apartar de su memoria recuerdos espantosos.
—¿Qué es eso? —insistió el conde.
—No, no —exclamó Bertuccio colocando la linterna en el ángulo de la pared
interior—. No, señor, no iré más lejos, es imposible.
—¿Qué decís? —articuló la irresistible voz de Montecristo.
—¿Pero no veis, señor —exclamó el may ordomo—, que no es cosa normal
que teniendo una casa que comprar en París, la compréis justamente en Auteuil,
y hay a de ser el número 28 de la calle de La Fontaine? ¡Ah! ¿Por qué no os lo he
contado todo, señor? Tal vez no hubierais exigido que viniese. Yo esperaba que
sería otra la casa del señor conde. ¡Como si no hubiese otra casa en Auteuil que
la del asesinato!
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Montecristo parándose de repente—. ¡Qué palabra
acabáis de pronunciar! ¡Diablo de hombre! ¡Corso maldecido! ¡Siempre
misterios o supersticiones! Vamos, tomad esa linterna y visitemos el jardín,
conmigo espero que no tengáis miedo.
Bertuccio recogió la linterna y obedeció. La puerta, al abrirse, descubrió un
cielo opaco, en el que la luna pugnaba en vano contra un mar de nubes que la
cubrían con sus olas sombrías que iluminaban un instante, y que iban a perderse
en seguida, más sombrías aún, en las profundidades del firmamento.
El may ordomo Bertuccio quiso tomar un sendero de la izquierda.
—No, no, por allí no —dijo Montecristo—, ¿a qué seguir por las calles de
árboles? Aquí se distingue una plazoleta, sigamos de frente.
Bertuccio se enjugó el sudor que corría por su frente, pero obedeció. Sin
embargo, continuaba inclinándose a la izquierda. Montecristo seguía la derecha,
y así que hubo llegado junto a unos cuantos árboles corpulentos y añosos, se
detuvo.
El may ordomo no pudo y a contenerse por más tiempo.
—Alejaos, señor —exclamó—, alejaos, os lo suplico. Estáis justamente en el
lugar…
—¿En qué lugar?
—En el lugar donde cay ó.
—Querido señor Bertuccio —dijo Montecristo riendo—, volved en vos, os lo
ruego, aquí no estamos en Sarténe o en Corte. Esto no es un bosque, sino un jardín
inglés, y no sé por qué tenéis tanta repugnancia en seguirlo.
—¡Señor! ¡No os quedéis ahí…!
—Creo que os volvéis loco, maese Bertuccio —dijo fríamente el conde—; si
es así, avisadme, porque os haré encerrar en una jaula antes de que suceda una
desgracia.
—¡Ay !, excelencia —dijo Bertuccio moviendo la cabeza y cruzando las
manos con una actitud que hiciera reír al conde si reflexiones de may or
importancia no le ocupasen en este momento y no le hubiesen hecho prestar
atención a las menores palabras de su may ordomo—. ¡Ay, excelencia, la
desgracia ha ocurrido…!
—Señor Bertuccio —dijo el conde—, me agrada el ver retorceros los brazos
y abrir unos ojos de condenado, y siempre he notado que sólo hacen tantas
contorsiones los que tienen algún secreto. Yo sabía que erais corso, sabía que
erais taciturno, y algunas veces hablabais entre dientes de alguna historia de
venganza, y esto ocurre solamente en Italia, porque estas cosas están de moda en
aquel país, pero en Francia el asesinato es de muy mal gusto, hay gendarmes que
se ocupan de él, jueces que lo condenan y cadalsos que se ocupan de vengarlo.
Bertuccio cruzó las manos, y como al ejecutar estas diferentes evoluciones
no había dejado su linterna, la luz iluminó su rostro desencajado.
Montecristo le examinó con la misma mirada con que había examinado en
Roma el suplicio de Andrés; luego, con un tono que hizo estremecer al pobre
may ordomo, dijo:
—Luego mintió el abate Busoni, cuando después de su viaje a Francia en
1829 os envió a mí con una carta en la que me recomendaba vuestras buenas
prendas. ¡Y bien!, voy a escribir al abate, le haré responsable de su protegido y
sin duda sabré toda la historia de su asesinato. Solamente os advierto, señor
Bertuccio, que cuando habito en un país estoy acostumbrado a conformarme con
sus ley es, y que no tengo ganas de andar con problemas y enredos con la justicia
de Francia.
—¡Oh!, no hagáis eso, excelencia; os he servido fielmente, ¿no es verdad? —
exclamó Bertuccio desesperado—, siempre he sido hombre honrado, y he hecho
todo el bien que he podido.
—No digo lo contrario —replicó el conde—, pero ¿por qué diablos estáis tan
agitado? Esa es mala señal; una conciencia pura no pone las mejillas tan
pálidas…
—Pero, señor conde —dijo vacilando Bertuccio—, ¿no me habéis dicho vos
mismo que el abate Busoni, que oy ó mi confesión en las prisiones de Nimes, os
había advertido al enviarme a vuestra casa, que tenía una acción sola que
reprenderme?
—Sí, pero como os dirigía a mí diciéndome que seríais un may ordomo
excelente, creí que vuestro único delito había sido el robo.
—¡Oh!, señor conde —exclamó Bertuccio, con desprecio.
—Porque como erais corso no pudisteis resistir a la tentación de hacer una
piel, como suele decirse en nuestro país, cuando al contrario, se le deshace una.
—¡Pues bien!, sí, excelencia; sí, mi buen señor, es cierto —exclamó
Bertuccio, arrojándose a los pies del conde—; sí, es una venganza, lo juro, sólo
una venganza.
—Comprendo, pero lo que no comprendo es que esta casa sea justamente la
que os galvanice hasta tal punto.
—Pero, señor, es muy natural —replicó Bertuccio—, puesto que la venganza
fue ejecutada en esta misma casa.
—¡Cómo! ¿Esta casa?
—¡Oh!, excelencia, aún no era vuestra…
—¿Pero de quién era? El portero nos ha dicho que del marqués de Saint-
Meran. ¿Pero por qué diablos teníais que vengaros del marqués de Saint-Meran?
—¡Oh!, no era de él, señor, era de otro.
—Vay a un encuentro extraño —dijo Montecristo, pareciendo ceder a sus
reflexiones—, que os halléis por casualidad, sin preparación alguna, en una casa
donde ha pasado lo que os causa tan espantosos remordimientos.
—Señor —dijo el may ordomo—, todo esto es debido a la fatalidad, estoy
seguro. Primero compráis una casa justamente en Auteuil, esta casa es la misma
donde y o cometí el asesinato. Bajáis al jardín, justamente por una escalera por
donde él bajó. Os detenéis justamente en el lugar donde él recibió el golpe. A dos
pasos, debajo de ese plátano, estaba la fosa donde acababa de enterrar al niño.
Todo eso no es casualidad, esto es la Providencia.
—Pues bien. Veamos, señor corso, supongamos que sea la Providencia, y o
supongo siempre lo que quiero, además, a los espíritus débiles es preciso
concederles todo lo que deseen. Vamos, reunid vuestras ideas y contadme eso.
—Solamente lo he contado una vez, señor, y fue al abate Busoni. Tales cosas
—añadió Bertuccio moviendo la cabeza—, no se dicen más que bajo el sello de
la confesión.
—Entonces, mi querido Bertuccio —dijo el conde—, os agradará que os
envíe a vuestro confesor. Con él os haréis cartujo o bernardo, y hablaréis de
vuestros secretos. Pero y o tengo miedo de un hombre que se asusta de
semejantes fantasmas, no me gusta que mis servidores tengan miedo de pasearse
por la noche en mi jardín; después, lo confieso, me haría muy poca gracia la
visita de algún comisario de policía, porque, sabedlo, maese Bertuccio, en Italia
no se paga la justicia si no se calla, pero en Francia no se la paga, al contrario,
sino cuando habla. ¡Diantre!, os creía un poco más corso, un gran contrabandista,
un hábil may ordomo, pero veo que tenéis otras cuerdas en vuestro arco. ¡Señor
Bertuccio, quedáis despedido!
—¡Oh! ¡Señor, señor! —exclamó el may ordomo aterrado ante esta amenaza
—. ¡Oh!, si no se necesita más que eso para quedar a vuestro servicio, hablaré, lo
diré todo, y si me separo de vos, será para ir al cadalso!
—Eso es diferente —dijo Montecristo—, pero si queréis mentir,
reflexionadlo, más vale que no me digáis nada.
—¡No, señor!, os lo juro por la salvación de mi alma, os lo diré todo, porque
el abate Busoni no ha sabido más que una parte de mi secreto, pero primero, os lo
suplico, apartaos de ese plátano; mirad, la luna va a salir, y ahí colocado como
estáis, envuelto en esa capa que me oculta vuestro cuerpo que se asemeja al del
señor Villefort…
—¡Cómo! —exclamó Montecristo—, es al señor de Villefort…
—¿Le conocía acaso vuestra excelencia?
—¿El antiguo procurador de Nimes?
—Sí.
—¿Que se casó con la hija del marqués de Saint-Meran?
—Eso es.
—¡Y que tenía la reputación del magistrado más honrado, más severo, más
rígido…!
—Pues bien, señor —exclamó Bertuccio—, ese hombre de una reputación
tan sólida e intachable…
—¡Continuad!
—¡Era un infame!
—¡Bah! —dijo Montecristo—, eso es imposible.
—Es la pura verdad.
—¿Sí…? —dijo Montecristo—, ¿y tenéis pruebas de ello?
—Tenía una, por lo menos.
—¿Y la habéis perdido? ¡Sois bien torpe!
—Sí, pero buscándola bien, podremos encontrarla.
—¡Bien! ¡Bien!, ahora contadme eso, señor Bertuccio, porque os digo que
realmente me va interesando todo este asunto.
Y el conde, tarareando un aria de Lucia, se fue a sentar en un banco, mientras
que Bertuccio le seguía, reuniendo sus ideas.
Bertuccio permaneció en pie delante del conde.
Capítulo V
La vendetta
–¿P or dónde quiere el señor conde que empiece a contar los sucesos? —preguntó
Bertuccio.
—Por donde queráis —dijo Montecristo—, pues no sé absolutamente nada de
todo ello.
—Sin embargo, y o creía que el abate Busoni había contado a vuestra
excelencia.
—Sí, algunos detalles, sin duda, pero han pasado siete a ocho años y lo he
olvidado todo.
—Entonces puedo, sin temor de fastidiar a vuestra excelencia.
—Hablad, señor Bertuccio, hablad; de algún modo he de pasar la noche.
—Los sucesos se remontan a 1815.
—¡Ah! ¡Ah! —dijo Montecristo—, no es ay er mismo, que digamos.
—No, señor, y sin embargo, los menores detalles los tengo tan presentes
como si hubiesen sucedido ay er. Yo tenía una hermana y un hermano may or,
que estaba al servicio del emperador. Era teniente de un regimiento compuesto
enteramente de corsos. Este hermano era mi único amigo. Habíamos quedado
huérfanos, y o a los cinco años y él a los dieciocho. Me había criado como a un
hijo. En 1814, en tiempo de los borbones, se había casado. El emperador salió de
la isla de Elba, y mi hermano continuó a su servicio y, herido ligeramente en
Waterloo, se retiró con el ejército detrás del Loira.
—Pero esa historia de los Cien Días que me contáis, señor Bertuccio, la he
oído y a, si no me equivoco.
—Perdonad, excelencia, pero estos primeros detalles son necesarios, y me
habéis prometido tener paciencia.
—¡Proseguid!, ¡proseguid!, cumpliré mi palabra.
—Un día recibimos una carta. Debo deciros que habitábamos en la pequeña
aldea de Rogliano, en la extremidad del cabo Corso. Esta carta era de mi
hermano. Nos decía que el ejército estaba licenciado, y que volvía por Château-
Roux, Clermond-Ferrand, Le Puy y Nimes. Si tenía algún dinero me suplicaba
que lo mandase a Nimes en casa de un fondista conocido nuestro, con el cual
tenía y o algunas relaciones.
—De contrabando —respondió Montecristo.
—¡Pero, por Dios, señor conde! ¡Uno ha de ganarse la vida!
—Ciertamente; continuad, pues.
—Yo amaba tiernamente a mi hermano, y a os lo he dicho, excelencia; así,
decidí no enviarle el dinero, sino llevárselo y o mismo. Poseía mil francos, dejé
quinientos a Assunta, que era mi cuñada, tomé los quinientos restantes y me puse
en camino para Nimes. Era cosa fácil, tenía mi barca un cargamento que hacer
en el mar, todo secundaba mi proy ecto. Pero hecho el cargamento, sopló viento
contrario, de modo que estuvimos cuatro o cinco días sin poder entrar en el
Ródano. Por fin lo conseguimos, llegamos hasta Arlés, dejé el barco entre
Bellegarde y Beaucaire y me dirigí a Nimes.
—Y llegasteis, ¿no es así?
—Sí, señor, dispensadme, pero como ve vuestra excelencia, no digo más que
las cosas absolutamente necesarias. Fuera de esto, era el momemo en que tenían
lugar los famosos asesinatos del Mediodía. Había allí dos o tres bandidos llamados
Trestaillón, Truphemy y Graffan, que degollaban por las calles a todos los
presuntos bonapartistas. Sin duda, el señor conde habrá oído hablar de estos
asesinatos.
—Vagamente, estaba muy lejos de Francia en esa época. Continuad.
—Al entrar en Nimes, se caminaba pisando sangre. A cada paso se
encontraban cadáveres, los asesinos organizados por bandas. Ante esta carnicería
me entró miedo, no por mí; y o, simple pescador corso, no tenía gran cosa que
temer, al contrario, aquel tiempo era bueno para nosotros, los contrabandistas,
pero por mi hermano, por mi hermano, que era soldado del Imperio, que volvía
del ejército del Loira con su uniforme y sus charreteras, y que por consiguiente
tenía que temerlo todo. Corrí a la casa de nuestro fondista; mis presentimientos no
me habían engañado. Mi hermano había llegado a Nimes y a la puerta misma
del que iba a pedir hospitalidad, había sido asesinado. Pregunté a todo el mundo
acerca de los asesinos, pero nadie se atrevía a decirme sus nombres, tan temidos
eran. Pensé entonces en la justicia francesa, de que me habían hablado tanto, que
no teme nada, y me presenté en casa del procurador del rey.
—Y ese procurador del rey ¿se llamaba Villefort? —preguntó el conde de
Montecristo.
—Sí, excelencia. Venía de Marsella, en donde había sido sustituto. Su celo le
había valido el ascenso. Decían que fue uno de los primeros que anunció al
Gobierno el desembarco en la isla de Elba.
—Pero —interrogó Montecristo—, ¿vos os presentasteis en su casa?
—Señor —le dije y o—, mi hermano fue asesinado ay er en las calles de
Nimes, y o no sé por quién, pero es vuestra obligación saberlo.
» Vos sois aquí el jefe de la justicia, y a la justicia toca vengar a los que no ha
sabido defender.
» —¿Y qué era vuestro hermano? —preguntó el procurador del rey.
» —Teniente del batallón corso.
» —Entonces, un soldado del usurpador, ¿no es eso?
» —Un soldado de los ejércitos franceses.
» —¡Y bien! —replicó—, se ha servido de la espada y ha perecido por la
espada.
» —Os equivocáis; ha perecido por el puñal.
» —¿Qué queréis que haga? —respondió el magistrado.
» —Ya os lo he dicho, quiero que le venguéis.
» —¿Y de quién?
» —De sus asesinos.
» —¿Acaso los conozco y o?
» —Mandad que los busquen.
» —¿Para qué? Vuestro hermano habrá tenido alguna querella, y se habrá
batido en duelo. Todos esos antiguos soldados cometen excesos; nuestras gentes
del Mediodía no quieren ni a los soldados ni a los excesos.
» —Señor —respondí y o—, no os suplico por mí. Yo lloraría o me vengaría,
eso sería todo, pero mi pobre hermano tenía una mujer, si me sucediese la
misma desgracia a mí también, esta pobre criatura moriría de hambre, porque se
mantenía sólo con el trabajo de mi hermano. Obtened para ella una pequeña
pensión del gobierno.
» —Todas las revoluciones tienen sus catástrofes —respondió el señor de
Villefort—, vuestro hermano ha sido víctima de ésta. Es una desgracia, pero el
gobierno no debe nada a vuestra familia por esto. Si tuviésemos que juzgar todas
las venganzas que los partidarios del usurpador han ejercido contra los partidarios
del rey, cuando a su vez disponían del poder, puede ser que vuestro hermano
hubiese sido hoy condenado a muerte. Lo que ha ocurrido es cosa muy natural,
porque es la ley de las represalias.
» —¡Cómo, señor! —exclamé y o—, ¡es posible que me habléis así vos, un
magistrado…!
» —Todos estos corsos son unos locos —respondió el señor de Villefort—, y
creen aún que su compatriota es emperador. Os engañáis, amigo mío, debisteis
decirme esto hace dos meses. Hoy es demasiado tarde. Idos, pues, y si no
queréis, y o os haré marchar.
» Yo le miré un instante para ver si una nueva súplica podría alcanzar algo de
aquel hombre, pero aquel hombre era de piedra. Me aproximé a él.
» —Y bien —le dije a media voz—, puesto que vos conocéis tan bien a los
corsos, debéis saber cómo cumplen su palabra. Vos creéis que han hecho bien en
matar a mi hermano, que era bonapartista, porque vos sois realista, ¡pues bien!,
y o que también soy bonapartista, os declaro una cosa, y es que os he de matar. A
contar desde este momento, os declaro la vendetta; así, pues, sabedlo, y guardaos
mejor, porque la primera vez que nos encontremos cara a cara habrá llegado
vuestra última hora.
» Y antes de que hubiese vuelto de su sorpresa, abrí la puerta y me marché.
—¡Ah, ah! —dijo Montecristo—, con vuestra humilde figura decir esas cosas,
señor Bertuccio, ¡y a un procurador del rey ! ¿Y sabía él al menos lo que quiere
decir esa declaración?
—Tan bien lo sabía, que desde aquel momento no salió y a solo y se encerró
en su casa, haciéndome buscar por todas partes. Por fortuna, estaba tan oculto
que no pudo encontrarme. Entonces se apoderó de él el temor, y tuvo miedo de
permanecer en Nimes. Solicitó un cambio de residencia y como era, en efecto,
un hombre influy ente, fue nombrado para Versalles, pero vos lo sabéis, no
existen las distancias para un corso que ha jurado vengarse de su enemigo, y su
carruaje, por bien conducido que fuese, no me ha llevado nunca más de media
jornada de ventaja, a pesar de que le seguía a pie.
» Lo importante no era matarle, cien veces había encontrado y a ocasión,
pero era menester matarle, sin ser descubierto, y sobre todo sin ser detenido. Por
otra parte, y o no me pertenecía a mí mismo, tenía que proteger y mantener a mi
cuñada. Durante tres meses espié al señor de Villefort, durante tres meses no dio
un paso, un movimiento, un paseo, que mi mirada no le siguiese donde iba. Al fin,
descubrí que venía misteriosamente a Auteuil; le seguí aún, y le vi penetrar en
esta casa en que estamos ahora. Solamente que en lugar de entrar como todo el
mundo, por la puerta de la calle, venía, unas veces a caballo, y otras en carruaje,
dejaba el carruaje o el caballo en la posada, y entraba por esta puertecilla que
veis allí.
Montecristo hizo con la cabeza un gesto que probaba que en medio de la
oscuridad distinguía en efecto la entrada indicada por Bertuccio.
—Yo, que no tenía nada que hacer en Versalles, fijé mi residencia en Auteuil
a hice mis indagaciones. Si quería, aquí es donde infaliblemente debía
encontrarle. La casa pertenecía, como ha dicho el portero a vuestra excelencia,
al señor de Saint-Meran, suegro de Villefort. El señor de Meran vivía en Marsella,
por consiguiente esta casa no le servía de nada; así, pues, decían que acababa de
alquilarla a una joven viuda a quien conocían bajo el nombre de la baronesa.
» En efecto, una noche, mientras y o estaba mirando por encima de la tapia,
vi una mujer joven y hermosa que se paseaba sola por el jardín y miraba con
frecuencia a la puertecita, y comprendí que esa noche esperaba a Villefort.
Cuando estuvo bastante cerca de mí para que, a pesar de la oscuridad, pudiese
distinguir sus facciones, vi a una mujer de dieciocho a diecinueve años, alta y
rubia. Como sólo llevaba un peinador y nada ceñía su cintura, noté que estaba
encinta y que su embarazo parecía muy avanzado.
» Momentos después abrieron la puertecita. Un hombre entró, la joven corrió
precipitadamente a su encuentro, ambos se arrojaron en brazos uno de otro,
besáronse tiernamente y entraron juntos en la casa. Este hombre era el señor de
Villefort. Yo juzgué que al salir, sobre todo si salía de noche, habría de atravesar
el jardín.
—Y —preguntó el conde— ¿habéis sabido después el nombre de esa mujer?
—No, excelencia.
—Continuad.
—Aquella noche —replicó Bertuccio— podía muy bien matarle si hubiera
conocido mejor el jardín. Temí no herirle bien, y no poder huir si alguien acudía
a sus gritos. Lo dejé para la próxima cita, y para que no se me escapase alquilé
un cuartito frente a la tapia del jardín.
» Tres días después, hacia las siete de la noche, vi salir de la casa un criado a
caballo que tomó a galope el camino que conducía al de Sevres y presumí que
iba a Versalles. No me engañaba. Tres horas después el hombre volvió cubierto
de polvo, su misión estaba terminada. Diez minutos después, otro hombre a pie,
envuelto en una capa, abría la puertecita del jardín, que se volvió a cerrar detrás
de él.
» Bajé apresuradamente. Aunque no hubiese visto el rostro de Villefort, le
reconocí por los latidos de mi corazón. Atravesé la calle, me arrimé a un poste
colocado junto a la tapia, y con ay uda del cual había mirado otra vez al jardín.
» Ahora no me contenté con mirar. Saqué mi cuchillo del bolsillo, me aseguré
que la punta estaba bien afilada, y salté por encima de la tapia.
» Mi primer cuidado fue correr a la puerta, había dejado la llave dentro,
tomando la precaución de dar dos vueltas a la cerradura.
» Nada impediría la fuga por este lado. Me puse a estudiar el lugar. El jardín
formaba un cuadrilátero, un prado de fino musgo se extendía en medio. En los
ángulos de este prado había algunos árboles de follaje espeso y cubierto de flores
de otoño.
» Para dirigirse de la casa a la puertecita, el señor de Villefort tenía que pasar
junto a uno de estos árboles.
» Era a fines de septiembre. El viento soplaba con fuerza, el resplandor de la
pálida luna, velada a cada instante por densas nubes, iluminaba la arena de las
calles de árboles que conducían a la casa, pero no podía atravesar la oscuridad de
esos árboles espesos, en los que un hombre podía permanecer oculto sin terror de
ser visto.
» Me oculté en uno de ellos, junto al cual debía pasar Villefort. Apenas estaba
allí, cuando en medio de las ráfagas de viento que encorvaban los árboles sobre
mi frente, creí percibir unos gemidos. Pero y a sabéis, o más bien no sabéis, señor
conde, que el que espera el momento de cometer un asesinato cree siempre oír
gritos en el aire. Dos horas pasaron, durante las cuales, repetidas veces creí oír
los mismos gemidos.
» Al fin dieron las doce de la noche.
» Al dar la última campanada, lúgubre y retumbante, percibí un débil
resplandor que iluminaba las ventanas de la escalera secreta, por la que hemos
descendido hace poco.
» La puerta se abrió y el hombre de la capa volvió a aparecer.
» Era el momento terrible, pero hacía demasiado tiempo que estaba
preparado, para que pudiese vacilar; así pues, saqué mi cuchillo y esperé.
» El hombre de la capa se dirigió hacia donde y o me hallaba, pero a medida
que avanzaba, creí notar que llevaba un arena en la mano derecha. Tuve miedo,
no de una lucha, sino de fracasar en mi intento. Así que estuvo a solo unos pasos
de mí, conocí que lo que y o había tomado por arena no era otra cosa que un
azadón.
» No había tenido tiempo aún de adivinar qué objeto tenía en la mano el señor
de Villefort un azadón, cuando se detuvo al lado del árbol arrojó en derredor una
mirada y se puso a cavar un hoy o. Entonces noté que debajo de la capa llevaba
algo que colocó sobre el césped para tener may or libertad de movimientos.
» La curiosidad me detuvo y quise ver lo que iba a hacer Villefort, y
permanecí inmóvil, sin aliento, esperando el resultado.
» Luego se me ocurrió una idea, que se confirmó al ver al procurador del rey
sacar de debajo de su capa un cofrecito de dos pies de largo y seis a ocho
pulgadas de ancho.
» Le dejé colocar el cofre en el hoy o, sobre el cual echó tierra, después
apoy ó sus pies sobre esta tierra fresca para hacer desaparecer las huellas de la
obra nocturna. Me lancé sobre él y le hundí mi cuchillo en el pecho, diciéndole:
» —¡Soy Juan Bertuccio! Ya ves que mi venganza es más completa de lo que
y o esperaba.
» Ignoro si oy ó estas palabras, no lo creo, pues cay ó sin dar un grito. Yo sentí
su sangre saltar humeante y ardiente sobre mis manos y sobre mi rostro, pero
estaba ebrio, deliraba. En lugar de quemarme la sangre me refrescaba. En un
segundo desenterré el cofre con ay uda del azadón, y para que no viesen que lo
había desenterrado, volví a llenar el agujero, arrojé el azadón por encima de la
tapia y me lancé por la puerta, que cerré por fuera, llevándome la llave.
—Bueno —repuso el conde—, fue un asesinato y un robo.
—No, excelencia —respondió Bertuccio—, fue una venganza seguida de una
restitución.
—¿Y la suma estaría al menos en buena moneda?
—No era dinero.
—¡Ah, sí!, recuerdo que me hablasteis de un niño.
—Exacto, excelencia. Corrí hacia el río, me senté en la ribera, y ansiando
saber lo que contenía el cofre, hice saltar la cerradura con un cuchillo.
» Entre unos paños de finísima batista estaba envuelto un niño recién nacido.
Su rostro de color de púrpura y sus manos de color de violeta, anunciaban que
debió sucumbir por una asfixia producida por ligamentos naturales arrollados
alrededor del cuello. No obstante, como aún no estaba frío, procuré bañarle en el
agua que corría a mis pies. En efecto, poco después creí sentir un ligero latido
hacia la región del corazón. Desembaracé su cuello del cordón que le rodeaba y
como había sido enfermero en el hospital de Bastia, hice lo que hubiera hecho un
médico en mi lugar, es decir, le introduje aire en los pulmones, y después de un
cuarto de hora de inauditos esfuerzos, le vi suspirar y oí escaparse un grito de su
pecho.
» Yo también lancé un grito, pero fue un grito de alegría. Dios no me maldice
—dije—, puesto que permite que devuelva la vida a una criatura humana en
cambio de la vida que he quitado a otra.
—¿Y qué hicisteis del niño? —preguntó Montecristo—, era una carga
demasiado embarazosa para un hombre que tenía que huir.
—No tuve la menor idea de conservarle conmigo. Pero y o sabía que había en
París un hospicio donde se recibía a estas pobres criaturas. Al pasar por la
barrera declaré haber hallado aquel niño en el camino, y me informé. El cofre
estaba allí y podía dar testimonio; los pañales de batista indicaban que el niño
pertenecía a padres ricos, la sangre de que y o estaba cubierto podía pertenecer lo
mismo a la criatura que a cualquiera otra persona. No pusieron ninguna
dificultad, entonces me dieron las señas del hospicio, que estaba situado en la
calle del Infierno. Y después de haber tomado la precaución de cortar el pañal en
dos pedazos, de manera que una de las dos letras que lo marcaba envolviese el
cuerpo del niño, mientras y o conservaba la otra, deposité mi carga en el torno,
llamé, y empecé a correr sin descansar. Quince días después estaba de vuelta en
Rogliano y decía a Assunta:
» —Consuélate, hermana mía, Israel ha muerto, pero le he vengado.
» Entonces me pidió la explicación de estas palabras, y le conté todo lo que
había pasado.
» —Juan —me dijo Assunta—, debiste traerte ese niño, le hubiésemos hecho
de padres, le hubiésemos llamado Benedetto, y en favor de esa buena acción
Dios nos bendeciría seguramente.
» Por toda respuesta, le di la mitad del pañal que había conservado a fin de
hacer reclamar el niño si algún día llegábamos a ser ricos.
—¿Y con qué letras estaba marcado ese pañal? —preguntó Montecristo.
—Con una H y una N debajo de una diadema de barón.
—Me parece, Dios me perdone, que os servís de términos de blasón. ¡Señor
Bertuccio! ¿Dónde diablos habéis hecho vuestros estudios heráldicos?
—A vuestro servicio, señor conde, donde todo se aprende.
—Proseguid. Deseo saber dos cosas.
—¿Cuáles, señor?
—¿Qué fue del niño? ¿No me habéis dicho que era un niño, señor Bertuccio?
—No, excelencia, no recuerdo haberos dicho nada de eso.
—¡Ah!, creí haber oído…; bien, tal vez esté equivocado.
—No, no estáis equivocado, porque efectivamente era un niño, pero vuestra
excelencia desearía, según me dijo, saber dos cosas, ¿cuál es la segunda?
—La segunda es el crimen de que fuisteis acusado cuando pedisteis el
confesor, y el abate Busoni fue a veros a la prisión de Nimes.
—Quizá durará mucho esta relación, excelencia.
—¿Qué importa? Apenas son las diez, bien sabéis que y o no duermo, y
supongo que tampoco vos tenéis muchas ganas de hacerlo.
Bertuccio se inclinó y prosiguió su narración.
—Tanto para desterrar de mi mente los recuerdos que me asaltaban cuanto
para ay udar a las necesidades de la pobre viuda, me dediqué con ardor al oficio
de contrabandista.
» Las costas del Mediodía estaban muy mal guardadas, debido a los continuos
movimientos que tenían lugar allí, ora en Avignon, ora en Nimes o en Uzés. Nos
aprovechamos de esta especie de tregua que nos era concedida por el gobierno.
Después del asesinato de mi hermano en las calles de Nimes, y o no había
querido entrar en esta ciudad. De aquí resultó que el posadero, con el cual
efectuábamos nuestros negocios, viendo que no queríamos buscarle, nos buscó él
a nosotros, y fundó una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire, con el
nombre de la Posada del Puente Gard. Así teníamos, y a sea en Aigues Mortes,
y a en Martignes, o en Bonc, una docena de casas donde depositábamos nuestras
mercancías, y donde, en caso de necesidad, hallábamos un refugio contra los
aduaneros y los gendarmes. Este oficio de contrabandista es muy lucrativo,
cuando se aplica a él cierta inteligencia secundada de algún vigor; en cuanto a
mí, y o vivía en las montañas, teniendo ahora que temer con doble razón de los
gendarmes y aduaneros, teniendo en cuenta que toda presentación delante de
jueces podía producir una pesquisa, y esta pesquisa es siempre volver a lo
pasado, y en mi pasado podía mostrar algo más grave que algunos cigarros
entrados de contrabando, o barriles de aguardiente circulando sin pagar derechos.
Así, pues, prefiriendo mil veces la muerte a un arresto, realizaba hazañas
asombrosas, y que más de una vez me demostraron que el tener tanto cuidado
con el cuerpo es el único obstáculo que se opone al buen éxito de aquellos
proy ectos nuestros que necesitan decisión rápida y ejecución vigorosa y
determinada. En efecto, una vez hecho el sacrificio de la vida, y a no es uno igual
a los otros hombres, o mejor dicho, los otros hombres no son nuestros iguales, y
una vez tomada esta resolución, siente uno aumentarse sus fuerzas y agrandarse
su horizonte.
—¡Filosofía también, señor Bertuccio! —interrumpió el conde—, pero vos de
todo sabéis un poco.
—¡Oh, excelencia…!
—No, no; únicamente que la filosofía a las diez y media de la noche, es un
poco tarde. Pero no tengo otra observación que haceros, y a que la encuentro
exacta, lo que no se puede decir de todas las filosofías.
—Cuanto más largas eran mis correrías, may or era el rendimiento. Assunta
era el ama de casa, y nuestra pequeña fortuna se iba aumentando. Un día que y o
partía para una expedición, díjome ella: Anda, que a la vuelta le preparo una
sorpresa.
» La interrogué inútilmente. Nada quiso decirme y partí.
» La correría duró más de seis semanas. Habíamos estado en Luca cargando
aceite, y en Liorna tomando algodones ingleses; nuestro desembarque se hizo sin
ningún acontecimiento adverso; hicimos nuestro negocio y volvimos más
contentos que nunca.
» Al entrar en la casa, la primera cosa que vi en el sitio más visible del cuarto
de Assunta, en una cuna suntuosa, en comparación con el resto de la habitación,
fue un niño de siete a ocho meses. Lancé un grito de alegría.
» Los únicos momentos de tristeza que había experimentado después del
asesinato del procurador del rey, habían sido causados por el abandono de este
niño, porque lo que es remordimiento por el asesinato no tuve ninguno.
» La pobre Assunta todo lo había adivinado, se había aprovechado de mi
ausencia, y con la mitad del pañal, habiendo escrito, para no olvidarlo, el día y la
hora en que fue depositado el niño en el hospicio, partió a París, y fue a
reclamarle. No le pusieron ninguna dificultad, y el niño le fue entregado. ¡Ah!,
confieso, señor conde, que al ver aquella criatura durmiendo en su cuna, se me
partió el corazón, y algunas lágrimas brotaron de mis ojos.
» —En verdad, Assunta —exclamé—, eres una buena mujer y la
Providencia lo bendecirá.
» —¡Ay, excelencia! —dijo Bertuccio—, no sospechaba y o que este niño
había de ser el encargado por Dios de mi castigo. Jamás se declaró tan pronto
una naturaleza más perversa, y no obstante, no se podía decir que estuviese mal
educado, porque mi hermana le trataba lo mismo que a un príncipe. Era un
muchacho de rostro encantador, con unos ojos de azul claro, únicamente sus
cabellos, de un rojo muy vivo, dando a este rostro un carácter extraño,
aumentaban la vivacidad de su mirada y la malicia de su sonrisa. También es
cierto que la dulzura de su madre animó sus primeras inclinaciones; el niño por
quien mi pobre hermana iba al mercado a cuatro o cinco leguas de allí, para
comprarle las primeras y mejores frutas y los bizcochos más delicados, y
prefería las naranjas de Palma a las conservas de Génova, las castañas robadas a
un extraño, mientras que a su disposición tenía las castañas y manzanas de
nuestro jardín.
» Un día, cuando Benedetto apenas contaba cinco o seis años de edad, el
vecino Basilio, que según las costumbres de nuestro país no encerraba ni su
dinero ni sus joy as, porque el señor conde lo sabe tan bien como nadie, en
Córcega no hay ladrones, el vecino Basilio vino a vernos y se quejó de que le
había desaparecido un luis de su bolsillo. Todos crey eron que había contado mal,
pero él dijo estar seguro de que le faltaba. Este día Benedetto había faltado de
casa desde la mañana y estábamos muy inquietos, cuando a la noche le vimos
venir con un mono que se había encontrado, según decía, encadenado al pie de
un árbol.
» Hacía un mes que y a no sabía qué pensar, no cesaba de pensar en un mono.
Un batelero que había pasado por Rogliano, y que tenía muchos de esos
animales, le inspiró sin duda este desgraciado capricho.
» —En nuestro bosque no hay monos —le dije y o—, y sobre todo
encadenados. Confiésame de dónde lo ha venido eso.
» Benedetto confesó su mentira y la acompañó de detalles que hacían más
honor a su imaginación que a su veracidad. Me irrité, y se echó a reír. Le
amenacé y se retiró dos pasos.
» —Tú no puedes pegarme, no tienes derecho a ello, no eres mi padre.
» Siempre ignoramos quién le reveló ese fatal secreto, que con tanto cuidado
le habíamos ocultado. En fin, de todos modos, esta repuesta en la cual el
muchacho se rebelaba abiertamente, me espantó. Mi brazo casi levantado, volvió
a caer sin tocar al culpable. El muchacho salió victorioso y esta victoria le dio tal
audacia, que desde aquel momento todo el dinero de Assunta, cuy o amor hacia
él parecía aumentarse a medida que era menos digno de él, se gastó en
caprichos. Cuando y o estaba en Rogliano, las cosas iban bastante bien, pero
apenas hube partido, Benedetto quedó dueño de la casa, y todo empezó a ir de
mal en peor. De edad de once años escasos, todos sus camaradas los había
elegido entre jóvenes de dieciocho a veinte años, lo más calaveras de Bastia; por
algunos incidentes, la justicia nos había avisado repetidas veces.
» Yo estaba asustado. Cualquier informe podía tener fatales consecuencias.
Precisamente pronto me iba a ver obligado a salir de Córcega para una
expedición importante. Reflexioné largo tiempo, y con el pensamiento de evitar
grandes desgracias, me decidí a llevar conmigo a Benedetto. Esperaba que la
vida activa y laboriosa del contrabandista, la disciplina severa del Norte,
cambiarían este carácter pronto a corromperse, si es que y a no lo estaba del
todo.
» Llamé, pues, aparte a Benedetto y le hice la proposición de seguirme,
rodeando esta proposición de todas las promesas que pueden seducir a un niño de
doce años.
» Me dejó hablar hasta el fin, y cuando hube acabado, soltó una carcajada
diciendo:
» —¿Estáis loco, tío? —pues así me llamaba cuando estaba de buen humor—.
¿Yo cambiar la vida que llevo con la que vos lleváis, mi excelente holgazanería
por el horrible trabajo que os tenéis impuesto? ¿Pasar la noche al frío, el día al
calor, ocultarse sin cesar, recibir tiros sin cesar y todo esto por ganar un poco de
dinero? Dinero tengo y o cuanto quiero; madre Assunta me da todo lo que le pido,
bien veis que sería un imbécil si aceptase lo que me proponéis.
» Me quedé estupefacto ante esta audacia y este razonamiento; Benedetto
siguió jugando con sus camaradas, y lo vi a lo lejos señalándome a ellos como si
y o fuera un idiota.
—¡Oh! ¡Niño encantador! —murmuró Montecristo.
—¡Ah!, si hubiese sido mío —respondió Bertuccio—, si hubiese sido mi hijo,
o por lo menos mi sobrino, y o le hubiese corregido sus vicios, pero la idea de que
había matado al padre me hacía imposible toda corrección. Di buenos consejos a
mi hermana, que siempre salía en defensa del desgraciado, y como me confesó
que muchas veces le habían faltado sumas considerables, le indiqué un lugar
donde podría ocultar nuestro pequeño tesoro.
» En cuanto a mí, mi resolución estaba tomada. Benedetto sabía leer, escribir
y contar perfectamente, porque cuando por casualidad quería dedicarse al
trabajo, aprendía en un día lo que otros en una semana. Mi resolución, como
digo, estaba tomada. Yo pensaba emplearle de secretario en algún buque, y sin
avisarle, hacerle venir conmigo una mañana y llevarlo a bordo; de este modo,
recomendándole al capitán, todo su porvenir dependía de él.
» Una vez dispuesto este plan, partí para Francia.
» Aquella vez debían efectuarse todas estas operaciones en el golfo de Ly on,
y eran cada vez más difíciles, porque estábamos en 1829. La tranquilidad reinaba
por doquier, y por consiguiente el servicio de las costas era entonces más regular
y más severo que nunca. Esta vigilancia estaba aún aumentada
momentáneamente por la feria de Beaucaire que acababa de empezar.
» Nuestra primera expedición se efectuó sin ningún tropiezo. Amarramos
nuestra barca, que tenía un doble fondo, en el que ocultábamos nuestras
mercancías de contrabando, en medio de una cantidad de bateles que bordeaban
ambas orillas del Ródano desde Beaucaire hasta Arlés. Llegados allí, empezamos
a descargar nuestras mercancías prohibidas, y a hacerlas pasar por medio de las
personas que estaban en relaciones con nosotros, o de posaderos, en casa de los
cuales las íbamos depositando. Ya fuese que el buen éxito nos hubiese hecho
imprudentes, y a que fuimos delatados, una tarde, a las cinco y media, cuando
volvíamos a reanudar nuestro trabajo, uno de nuestros espías llegó azorado,
diciendo que había visto un grupo de aduaneros dirigirse hacia este lado. No era
precisamente el grupo lo que nos daba miedo. A cada instante, sobre todo a la
sazón, compañías enteras rondaban por las orillas del Ródano, pero eran las
precauciones que según decía el muchacho tomaban para no ser vistos. En
seguida estuvimos alerta, pero era y a muy tarde. Nuestra barca era
evidentemente el objeto de las pesquisas; estaba rodeada. Entre los aduaneros vi
algunos gendarmes, y tan tímido a la vista de éstos, como valiente era de
ordinario a la vista de cualquier otro cuerpo militar, deslizándome por una
tonelera, me dejé caer en el río, después nadé entre dos aguas, no respirando sino
a largos intervalos, de suerte que sin ser visto llegué al canal que va de Beaucaire
a Aigues Mortes. Una vez aquí, me había salvado, porque podía seguir este canal
sin ser visto. No era por casualidad y sin premeditación por lo que seguí este
camino. Ya he hablado a vuestra excelencia de un posadero de Nimes que había
establecido una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.
—Sí —dijo Montecristo—, lo recuerdo; ese hombre era también, si no me
engaño, vuestro asociado.
—Eso es —respondió Bertuccio—, pero después de siete a ocho años había
cedido su establecimiento a un antiguo sastre de Marsella, que, luego de
arruinarse en su oficio, quiso probar fortuna en otro. Además, las relaciones que
teníamos con el primero siguieron con el segundo. A este hombre fue a quien y o
iba pedir asilo.
—¿Y cómo se llamaba? —inquirió el conde, que parecía volver a tomar algún
interés en la relación de Bertuccio.
—Llamábase Gaspar Caderousse, casado con una de Carconte, y que
nosotros no conocemos bajo otro nombre que el de su pueblo. Era una pobre
mujer atacada de una penosa enfermedad que la iba llevando al sepulcro. En
cuanto al hombre, era un sujeto robusto, de cuarenta a cuarenta y cinco años de
edad, que más de una vez nos había dado pruebas, en circunstancias apuradas, de
su presencia de espíritu y de su valor.
—¿Y decís —preguntó Montecristo—, que esas cosas sucedían en el año…?
—Mil ochocientos veintinueve, señor conde.
—¿En qué mes?
—En el mes de junio.
—¿Al principio o al fin?
—El día tres, por la noche.
—¡Ah! —dijo Montecristo—, el tres de junio de 1829… Bien, proseguid.
—A Caderousse, pues, era a quien tenía que pedir asilo, pero como por lo
regular no entrábamos en su casa por la puerta que daba al camino, decidí no
alterar las costumbres, salté el vallado del jardín, me escurrí por entre los olivos
y las higueras, y entré temiendo que Caderousse tuviese algún viajero en su
posada, en una especie de caramanchón, en el que más de una vez había pasado
la noche tan bien como en la mejor cama. Este caramanchón no estaba separado
de la sala común del piso bajo más que por un tabique de tablas un poco
entreabiertas a propósito, a fin de poder avisar que estábamos allí.
» Mi intención era, si Caderousse se hallaba solo, avisarle de mi llegada,
cenar con él y aprovecharme de la tempestad que se avecina. Iba, para llegar a
las orillas del Ródano y cerciorarme de lo que había sido de la barca y de los que
iban en ella. Me deslicé, pues, en el caramanchón y me alegré de no haber dado
la señal, pues en el mismo momento vi a Caderousse que entraba en su casa con
un desconocido.
» Me agazapé allí y esperé, no con la intención de sorprender los secretos de
mi huésped, sino porque no podía hacer otra cosa; además, diez veces había y a
sucedido un caso semejante.
» El hombre que iba con Caderousse era evidentemente extranjero en el
Mediodía de Francia; era uno de esos negociantes que vienen a vender joy as a la
feria de Beaucaire, y que, en un mes que dura la feria, donde se reúnen
mercaderes de todas partes de Europa, hacen algunas veces negocios de ciento
cincuenta mil francos.
» Caderousse entró el primero.
» Al ver la sala vacía como de costumbre, guardada sólo por el perro, llamó a
su mujer.
» —¡Eh…! Carconte —dijo—, el buen sacerdote no nos había engañado, el
diamante era bueno.
» Una exclamación de alegría se oy ó, y casi al mismo tiempo la escalera
crujió bajo un paso vacilante y pesado.
» —¿Qué dices? —preguntó más pálida que una muerta.
» —Digo que el diamante era bueno. Aquí tienes al señor, uno de los primeros
joy eros de París, que está pronto a darnos cincuenta mil francos por él.
Solamente que para estar más seguro de que el diamante es nuestro, me ha
pedido que le cuentes, como y a lo he hecho y o, de qué manera vino a nuestras
manos. Mientras tanto, caballero, sentaos, si gustáis, y como el tiempo está algo
caluroso, os voy a traer algo con qué refrescar.
» El joy ero examinó detenidamente el interior de la posada y la visible
pobreza de los que iban a venderle un diamante digno de un príncipe.
» —Contad, señora —dijo, queriendo sin duda aprovecharse de la ausencia de
su marido para que ninguna señal de parte de éste influy ese en la mujer, y para
ver si entre ambas relaciones encajaban la una con la otra.
» —¡Oh! ¡Dios mío! —dijo la mujer—, es una bendición del cielo que
estábamos muy lejos de esperar. Imaginaos, caballero, que mi marido tuvo
relaciones en 1814 ó 1815 con un marino llamado Edmundo Dantés. Este pobre
muchacho, a quien Caderousse había olvidado completamente, no lo ha olvidado
a él, y al fallecer le ha dejado el diamante que acabáis de ver.
» —¿Pero cómo llegó a ser poseedor de ese diamante? —preguntó el joy ero
—. ¿Le tenía cuando entró en la prisión?
» —No, señor; pero en la prisión trabó conocimiento con un inglés muy rico
—respondió la mujer—, y como cay ó enfermo su compañero de prisión y
Dantés le cuidó como si hubiese sido su hermano, el inglés, al salir de la
cautividad, dejó al pobre Dantés (que menos feliz que él murió en la prisión), este
diamante que nos legó a su vez al morir, y que se encargó de entregarnos el
digno abate que vino esta mañana a cumplir con su encargo.
» —Bien. Las dos historias concuerdan —murmuró el joy ero—, y después de
todo, bien puede ser verdad, aunque parezca inverosímil a primera vista. Sólo
resta que nos pongamos de acuerdo sobre el precio.
» —¡Cómo! —dijo Caderousse—, y o creía que habríais consentido en el
precio que y o pedía.
» —Es decir —replicó el joy ero—, que y o he ofrecido cuarenta mil francos.
» —¡Cuarenta mil! —exclamó Carconte—, por ese precio no se lo damos. El
abate nos ha dicho que valía cincuenta mil francos el diamante solo.
» —¿Y cómo se llamaba ese abate? —preguntó el infatigable joy ero.
» —El abate Busoni.
» —¿Era un extranjero?
» —Creo que era un italiano de los alrededores de Mantua.
» —Mostradme ese diamante —repuso el joy ero—, que a veces juzgo mal
las piedras a primera vista.
» Caderousse sacó de su bolsillo un estuchito negro, lo abrió y lo pasó al
joy ero. Al ver el diamante, casi tan grueso como una nuez pequeñita, recuerdo
que los ojos de la Carconte brillaron de codicia.
—Y vos, señor Bertuccio, ¿qué pensabais de todo eso? —preguntó Montecristo
—, ¿creíais esa fábula?
—Sí, excelencia; y o no creía que Caderousse fuese un mal hombre, y le
juzgaba incapaz de haber cometido un crimen o un robo.
—Eso honra más a vuestro corazón que a vuestra experiencia, señor
Bertuccio. ¿Habíais conocido a ese Edmundo Dantés de quien habláis?
—No, excelencia, nunca había oído hablar de él hasta entonces y luego otra
vez, al abate Busoni, cuando le vi en la cárcel de Nimes.
—Bien, continuad.
—El joy ero tomó la sortija de manos de Caderousse, y sacó de su bolsillo
unas pinzas de acero y unas balanzas de cobre. Después, separando el cerco de
oro que sujetaba la piedra en la sortija, hizo salir el diamante de su engaste y lo
pesó minuciosamente en las balanzas.
» —Daré hasta cuarenta y cinco mil francos —dijo—, pero nada más. Por
otra parte, como esto es lo que valía el diamante, no he tomado más que esta
suma.
» —¡Oh!, no importa —dijo Caderousse—, volveré con vos a Beaucaire por
los otros cinco mil.
» —No —dijo el platero devolviendo el anillo y el diamante a Caderousse—.
No, eso no vale más e incluso me arrepiento de haber ofrecido esa suma, pues la
piedra tiene un defecto que y o no había visto, pero no importa, no tengo más que
una palabra, he dicho cuarenta y cinco mil francos y no me desdigo.
» —Al menos volved a colocar el diamante en la sortija —dijo la Carconte
con acritud.
» —Justo es —dijo el platero. Y volvió a engastar la piedra.
» —Bueno, bueno, bueno —dijo Caderousse, metiendo el estuche en el
bolsillo—, a otro se lo venderemos.
» —Sí —repuso el platero—, pero no hará lo que y o. Otro no se contentará
con los informes que me habéis dado. No es natural que un hombre como vos
tenga diamantes de cuarenta y cinco mil francos. Avisará a los magistrados,
tendrán que buscar al abate Busoni y los abates que dan diamantes de dos mil
luises son raros. Lo primero que hará la justicia será mandaros a la cárcel, y si
sois reconocido inocente, si os sacan de la cárcel al cabo de tres o cuatro meses,
la sortija se habrá perdido, o bien os darán una piedra falsa que sólo valdrá tres
francos en lugar de un diamante que valía cincuenta mil.
» Caderousse y su mujer se interrogaron con una mirada.
» —No —dijo Caderousse—, no somos tan ricos que podamos perder cinco
mil francos.
» —Como gustéis, amigo mío —dijo el platero—; sin embargo, como véis,
había traído buena moneda.
» Y sacó de uno de sus bolsillos un puñado de oro que hizo brillar a los
deslumbrados ojos del posadero, y del otro un paquete de billetes de banco. En el
alma de Caderousse se estaba librando un rudo combate. Era evidente que para
él aquel estuchito que daba vueltas en su mano no correspondía a la enorme
suma que fascinaba sus ojos. Volvióse hacia su mujer, y le dijo en voz baja:
» —¿Tú qué dices?
» —Dáselo, dáselo —dijo ella—, si vuelve a Beaucaire sin el diamante nos
denunciará, y según él dice, quién sabe si podremos encontrar al abate Busoni.
» —¡Pues bien!, sea —dijo Caderousse—. Tomad el diamante por cuarenta y
cinco mil francos. Pero mi mujer quiere una cadena de oro y y o un par de
hebillas de plata.
» El platero sacó de su bolsillo una cajita de plata larga y chata que contenía
muchos objetos de los que habían pedido.
» —Tomad —dijo—, acabemos de una vez, elegid.
» La mujer escogió una cadena de oro que podía valer cinco luises, y el
marido un par de hebillas de plata que valdrían quince francos.
» —Espero que no os quejaréis —dijo el platero.
» —Pero es que el abate había dicho que valía cincuenta mil francos —
murmuró sordamente Caderousse.
» —¡Vamos, vamos! ¡Qué hombre éste! —replicó el joy ero cogiéndole el
diamante de las manos—, le doy cuarenta y cinco mil francos, dos mil quinientas
libras de renta, es decir, una fortuna que y o quisiera tener para mí, ¡y aún no está
contento!
» —¿Y dónde están los cuarenta y cinco mil francos?
» —Aquí —dijo el platero.
» Y contó sobre la mesa quince mil francos en oro y treinta mil en billetes de
banco.
» —Aguardad a que encienda la lámpara —dijo la Carconte—, y a no se ve
muy bien y nos podríamos equivocar.
» En efecto, durante esta discusión había ido oscureciendo y con la noche se
acercaba rápidamente la tempestad. Oíase rugir sordamente el trueno a lo lejos,
pero ni el platero, ni Caderousse, ni la Carconte, parecían ocuparse de ello,
poseídos como estaban los tres de una avaricia diabólica.
» Yo mismo experimentaba una extraña fascinación a la vista de todo aquel
oro y los billetes. Me parecía soñar, y como sucede en un sueño, me sentía
clavado en el sitio donde estaba.
» Caderousse contó y volvió a contar el oro y los billetes, después los entregó
a su mujer, la cual los contó y volvió a contar otra vez.
» Durante este tiempo el platero hacía brillar la joy a a la luz de la lámpara, y
el diamante arrojaba resplandores que le hacían olvidar los que, precursores de
la tempestad, comenzaban a inflamar las ventanas.
» —¿Está bien la cuenta? —preguntó el joy ero.
» —Sí —dijo Caderousse—, dame la cartera y busca un talego, Carconte.
» Esta se dirigió a un armario y volvió con una cartera vieja de cuero de la
cual sacaron algunas cartas grasientas, en lugar de las cuales pusieron los billetes,
y un talego que contenía dos o tres escudos de seis libras que, probablemente,
componían toda la fortuna del miserable matrimonio.
» —¡Ea! —dijo Caderousse—, aunque nos hay áis dejado sin una docena de
miles de francos tal vez, ¿queréis cenar con nosotros? Lo digo con buena
voluntad.
» —Gracias —dijo el platero—, debe ser tarde y es preciso que vuelva a
Beaucaire, pues mi mujer estaría inquieta —sacó su reloj y exclamó—:
¡Diantre!, las nueve y tardaré tres horas en ir a Beaucaire. Adiós, amigos míos, si
vienen por ahí más abates Busoni, pensad en mí.
» —Dentro de ocho días y a no estaréis en Beaucaire —dijo Caderousse—,
puesto que la feria concluy e la semana que viene.
» —No, pero eso no importa. Escribidme a París al señor Joannés, Palms-
Roy al, galería de piedra, número 45. Haré expresamente un viaje si vale la pena.
» De repente brilló un relámpago tan intenso, que casi eclipsó la claridad de la
lámpara, seguido de un formidable trueno.
» —¡Oh! —dijo Caderousse—. ¿Vais a partir con ese tiempo?
» —Yo no temo a los truenos —dijo el platero.
» —¿Y a los ladrones? —preguntó la Carconte—. Ahora durante la feria no
está el camino muy seguro.
» —En cuanto a los ladrones —dijo Joannés—, estoy preparado contra ellos.
» Y sacó de su bolsillo un par de pistolas cargadas.
» —Veo que tenéis —dijo— un par de cachorros que ladran y muerden al
mismo tiempo. ¿Los destináis a los dos primeros que tengan ganas de poseer
vuestro diamante?
» Caderousse y su mujer cambiaron una mirada sombría. Parecía como si al
mismo tiempo hubieran tenido algún terrible pensamiento.
» —Entonces, ¡buen viaje! —dijo Caderousse.
» —Gracias —dijo el platero.
» Cogió su bastón y salió.
» En el instante en que abrió la puerta, una bocanada de viento entró por ella
violentamente, y poco faltó para que apagase la lámpara.
» —Quedaos —dijo Caderousse—, aquí dormiréis.
» —¡Oh! —dijo—, vay a un tiempo que va a hacer, y no será nada agradable
caminar ahora dos leguas en despoblado.
» —Sí, quedaos —dijo la Carconte con voz trémula—, os cuidaremos mucho.
» —No, es preciso que vay a a dormir a Beaucaire. Adiós.
» Caderousse acercóse lentamente a la puerta.
» —No se ve el cielo ni la tierra —dijo el platero, y a fuera de la casa—, ¿sigo
a la derecha o a la izquierda?
» —A la derecha —dijo Caderousse—, no os podéis perder. El camino está
bordeado de árboles por ambos lados.
» —Bueno, y a lo he encontrado —dijo la voz cuy o eco se había perdido casi
a lo lejos.
» —¡Cierra la puerta! —dijo la Carconte—, no me gusta la puerta abierta
cuando truena.
» —Y cuando hay dinero en la casa, ¿no es verdad? —respondió Caderousse,
dando dos vueltas a la llave.
» Entró, se dirigió al armario, sacó el talego y la cartera, y ambos volvieron a
contar por tercera vez sus monedas de oro y sus billetes.
» Nunca he visto expresión semejante a la de aquellos dos rostros iluminados
por la codicia. La mujer, sobre todo, estaba odiosa. El temblor febril que
generalmente la animaba, había aumentado, su rostro se había vuelto lívido, sus
ojos hundidos brillaban en el fondo de sus órbitas.
» —¿Por qué —preguntó ella con voz sorda— le ofreciste que se quedase a
dormir?
» —¡Eh! —respondió Caderousse estremeciéndose—, para… que no tuviese
la molestia de volver a Beaucaire.
» —¡Ah! —dijo la mujer con expresión imposible de describir—, y o creía
que era para otra cosa.
» —¡Mujer! ¡Mujer! —exclamó Caderousse—, ¿por qué has de tener tales
ideas, y por qué al tenerlas no las callas?
» —Es igual —dijo la Carconte después de un momento de silencio— tú no
eres hombre.
» —¡Cómo! —exclamó Caderousse.
» —Si tú fueras hombre, ése no habría salido de aquí.
» —¡Mujer!
» —O bien, no hubiese llegado a Beaucaire.
» —¿Qué estás diciendo?
» —El camino hace un recodo, tiene que seguirlo, mientras que junto al canal
hay otra senda mucho más corta.
» —Mujer, tú ofendes a Dios. Mira, escucha…
» En efecto, un relámpago azulado iluminó toda la sala, y un ray o descendió
rápidamente y pareció alejarse con sentimiento de la casa maldita. En seguida se
oy ó un espantoso trueno.
» —¡Jesús! —dijo la Carconte, santiguándose.
» En el mismo instante, y en medio del silencio de terror que sigue a la
tormenta, se oy ó llamar precipitadamente a la puerta.
» Caderousse y su mujer se estremecieron y se miraron espantados.
» —¡Quién es! —exclamó Caderousse levantándose y reuniendo en un
montón el oro y los billetes esparcidos sobre la mesa, cubriéndolos con ambas
manos.
» —¡Yo! —dijo una voz.
» —¿Quién sois vos?
» —¡Eh! ¡Qué diantre! ¡Joannés, el platero!
» —¿Qué lo parece? ¿No decías —replicó la Carconte con diabólica sonrisa—
que y o ofendía a Dios…? ¡Pues mira, Dios nos lo envía!
» Caderousse cay ó pálido y desfallecido sobre la silla. La Carconte, al
contrario, se levantó, dirigióse a la puerta con paso firme y la abrió.
» —Entrad, querido señor Joannés —dijo.
» —¡A fe mía! —dijo el platero empapado de agua y sacudiéndose—, parece
que el diablo no quiere que vuelva a Beaucaire esta noche. Nada, me habéis
ofrecido hospitalidad, la acepto y he vuelto para pasar la noche en vuestra
posada.
» Caderousse murmuró algunas palabras enjugándose el sudor que inundaba
su frente. La Carconte cerró cuidadosamente y con llave la puerta detrás del
platero.
Capítulo VI
La lluvia de sangre
Elpesada
barón, seguido del conde, atravesó un sinfín de habitaciones, notables por su
suntuosidad y por su fastuoso mal gusto; negó hasta una perteneciente
a la señora Danglars. Esta sala octógona, forrada de raso color de rosa, con
colgaduras de muselina de las Indias, los sillones de madera antigua, dorados y
forrados también de telas antiguas, en fin, dos lindos pasteles en forma de
medallón, en armonía con el resto de la habitación, hacían que ésta fuese la única
de la casa que tenía algún carácter. Es verdad que no estaba incluida en el plano
general trazado por el señor Danglars y su arquitecto, una de las mejores y más
eminentes celebridades del Imperio, y cuy a decoración habían dispuesto la
baronesa y Luciano Debray.
Así, pues, el señor Danglars, gran admirador de lo antiguo, según lo
comprendía el Directorio, despreciaba mucho esta coqueta sala, donde, por otra
parte, no era admitido, a no excusar su presencia introduciendo algún amigo.
La señora Danglars, cuy a belleza podía aún ser citada a pesar de sus treinta y
siete años, se hallaba tocando el piano, mientras Luciano Debray, sentado delante
de un velador, hojeaba un álbum.
Luciano había tenido y a tiempo de contar a la baronesa cosas relativas al
conde. Ya sabe el lector cuán admirados quedaron todos durante el almuerzo en
casa de Alberto, y cuánta impresión dejó en el ánimo de los convidados el conde
de Montecristo, pues esta impresión aún no se había borrado de la imaginación de
Debray, y los informes que había dado a la baronesa lo demostraban de un modo
muy notorio. La curiosidad de la señora Danglars, excitada por los antiguos
detalles dados por Alberto de Morcef, y los nuevos por Luciano, había llegado a
su colmo. Así, pues, este arreglo de piano y de álbum no era más que una de esas
escenas de mundo, con las cuales se cubren las más fuertes preocupaciones. La
baronesa recibió al señor Danglars con una sonrisa, cosa que no solía hacer. En
cuanto al conde, recibió en respuesta a su saludo una ceremoniosa, pero al
mismo tiempo graciosa reverencia.
Luciano, por su parte, cambió con el conde un saludo de conocido a medias,
y con Danglars un ademán de intimidad.
—Señora baronesa —dijo Danglars—, permitid que os presente al señor
conde de Montecristo —dijo Danglars— dirigido a mí por uno de mis
corresponsales de Roma con las may ores recomendaciones. Sólo una palabra
tengo que decir: acaba de llegar a París con la intención de permanecer aquí un
año, y de gastarse seis millones. Esto promete una serie de bailes y de comidas,
en las cuales espero que el señor conde no nos olvidará, como tampoco nosotros
le olvidaremos en nuestras pequeñas fiestas.
Aunque la presentación fuese hecha con bastante grosería, es tan raro que un
hombre venga a gastarse a París en un año la fortuna de un príncipe, que la
señora Danglars lanzó al conde una ojeada que no dejaba de expresar cierto
interés.
—¿Y habéis llegado, caballero…? —preguntó la baronesa.
—Ay er por la mañana, señora.
—Y venís, según costumbre, del fin del mundo.
—Solamente de Cádiz, señora.
—¡Oh!, venís en una estación espantosa. París está detestable en verano. No
hay baffles, ni reuniones, ni fiestas. La ópera italiana está en Londres, la ópera
francesa en todas partes, excepto en París, y en cuanto al teatro francés, en
ninguna. No nos queda para distraernos más que algunas desgraciadas carreras
en el campo de Marte y en Satory. ¿Haréis comer, señor conde?
—Yo, señora —dijo el conde—, haré todo lo que se haga en Paris, si tengo la
dicha de encontrar a alguien que me enseñe las costumbres francesas.
—¿Os gustan los caballos, señor conde?
—He pasado una parte de mi vida en Oriente, señora, y los orientales, bien lo
sabéis, no aprecian más que dos cosas en el mundo: la nobleza de los caballos y
la hermosura de las mujeres.
—¡Ah!, señor conde —dijo la baronesa sonriéndose—, hubierais debido
anteponer las mujeres a los caballos.
—Ya veis, señora, que tenía mucha razón cuando os dije hace un momento
que deseaba un preceptor, un amigo, que me pudiese instruir en las costumbres
francesas.
En aquel momento entró la camarera favorita de la señora Danglars, y
acercándose a su señora, le dijo algunas palabras al oído.
La señora Danglars palideció.
—¡Imposible! —dijo.
—Es la pura verdad, señora —respondió la camarera—, podéis creerme con
toda seguridad.
La señora Danglars se volvió hacia su marido.
—¿Es cierto, caballero? —le preguntó.
—¿Qué, señora? —preguntó Danglars, visiblemente agitado.
—Lo que me dice mi camarera…
—¿Y qué os dice?
—¿No lo sabéis?
—Lo ignoro completamente.
—¡Pues bien! Dice que cuando mi cochero fue a enganchar mis caballos no
los encontró en la cuadra. ¿Qué significa esto?
—Señora —dijo Danglars—, escuchadme.
—¡Oh!, y a os escucho, caballero, porque tengo curiosidad por saber lo que
vais a decir. Estos señores serán testigos. Señores, el señor Danglars tiene diez
caballos en las cuadras, y entre éstos diez hay dos que son míos, dos caballos
preciosos, los más hermosos de París, y a los conocéis, señor Debray. Mis
caballos tordos. Pues bien, en el momento en que la señora de Villefort me pide
un carruaje, y y o se lo prometo para ir al bosque, no aparecen los caballos. El
señor Danglars habrá encontrado quien le hay a dado algunos miles de francos
más de su precio, y los habrá vendido. ¡Ah!, infames especuladores.
—Los caballos eran demasiado vivos, señora —respondió Danglars—, apenas
tenían cuatro años, siempre estaba temiendo por vos.
—¡Eh!, caballero —dijo la baronesa—, bien sabéis que hace un mes que
tengo a mi servicio el mejor cochero de París, a no ser que también lo hay áis
vendido con los caballos.
—Amiga mía, y a encontraré y o otros iguales, más hermosos aún, si los hay,
pero caballos que sean mansos, tranquilos, que no me inspiren ninguna clase de
temor.
La baronesa se encogió de hombros con profundo desprecio. Danglars no
pareció percibir este gesto más que cony ugal, y volviéndose hacia Montecristo,
dijo:
—En verdad, lamento no haberos conocido antes, señor conde. ¿Estáis
montando vuestra casa?
—Sí —dijo el conde.
—Os los habría propuesto. Imaginaos que los he dado por nada; pero como os
he dicho, quería deshacerme de ellos, son caballos para un joven.
—Os lo agradezco mucho —dijo el conde—, pero esta mañana he comprado
unos bastante hermosos. Miradlos, señor Debray, vos que entendéis de ello.
Mientras Debray se acercaba a la ventana, Danglars se acercó a su mujer.
—Figuraos, señora —le dijo en voz baja—, que vinieron a ofrecerme por los
caballos un precio exorbitante. No sé quién es el loco que quiere arruinarse y me
ha enviado esta mañana un may ordomo. Pero el caso es que he ganado dieciséis
mil francos; no os pongáis de mal humor: os daré cuatro mil, y dos mil a
Eugenia.
La señora Danglars dirigió a su marido otra mirada despectiva.
—¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó Debray.
—¿Qué? —preguntó la baronesa.
—Si no me engaño, son vuestros caballos. Vuestros propios caballos en el
carruaje del conde.
—¡Mis caballos tordos! —exclamó la señora Danglars.
Y se lanzó hacia la ventana.
—Es verdad —dijo.
Danglars estaba estupefacto.
—¿Es posible? —dijo Montecristo, fingiendo asombro.
—¡Es increíble! —murmuró el banquero.
La baronesa dijo unas palabras al oído de Debray, que se acercó a su vez a
Montecristo.
—La baronesa os pregunta en cuánto os ha vendido su marido ese tiro de
caballos.
—No sé —dijo el conde—, es una sorpresa que me ha dado mi may ordomo
y … y que me ha costado treinta mil francos, según creo.
Debray fue a llevar esta respuesta a la baronesa.
Danglars estaba tan pálido y desconcertado, que el conde fingió tener piedad
de él.
—Ya veis —le dijo— cuán ingratas son las mujeres; este obsequio de parte
vuestra no ha conmovido a la baronesa. Ingrata, no es la palabra; loca debiera
decir. Pero qué queréis, siempre se desea lo que fastidia, así, pues, lo mejor que
podéis hacer, señor barón, es no volver a hablar una palabra del asunto, éste es
mi parecer, pero podéis hacer lo que os parezca.
Danglars no respondió; preveía en su próximo porvenir una escena
desastrosa. Ya se habían arrugado las cejas de la señora baronesa, y cual otro
Júpiter Olímpico, presagiaba una tempestad. Debray, que la oía y a empezar a
rugir, dio una excusa cualquiera y se despidió.
Montecristo, que no quería incomodar de ninguna manera al enojado
matrimonio, saludó a la señora Danglars y se retiró, entregando al barón a la
cólera de su mujer.
—Bueno —dijo Montecristo retirándose—, he conseguido lo que quería.
Tengo en mis manos la paz del matrimonio, y de un solo golpe voy a adquirir el
corazón del barón y el de la baronesa. ¡Qué dicha! Mas aún no he sido
presentado a la señorita Eugenia Danglars, a quien hubiera deseado conocer.
Pero —añadió con aquella sonrisa que le era peculiar—, estoy en París y me
queda mucho tiempo…, otro día será…
Dicho esto, el conde montó en su carruaje y volvió a su casa.
Dos horas después escribió una carta encantadora a la señora Danglars, en la
que le decía que, no queriendo iniciar su entrada en el mundo parisiense
contrariando a tan hermosa dama, le suplicaba aceptase sus caballos. Tenían los
mismos arneses que ella había visto por la mañana, solo que en el centro de cada
roseta que llevaban sobre la oreja, el conde había hecho engastar un diamante.
Danglars recibió también una carta del conde. Le pedía permiso para ofrecer
a la baronesa este pequeño capricho de millonario, rogándole que excusase las
maneras orientales con que iba acompañado el regalo de los caballos.
Aquella tarde, Montecristo partió hacia Auteuil, acompañado de Alí.
Al día siguiente, a las tres, Alí, llamado por un timbrazo, entró en el gabinete
del conde.
—Alí —le dijo éste—, varias veces me has hablado de lo habilidad para
lanzar el lazo.
Alí hizo una señal afirmativa y se irguió con orgullo.
—Bien… Así, pues, ¿podrías detener un toro?
Alí hizo otra señal afirmativa.
—¿Un tigre?
La misma respuesta por parte de Alí.
—¿Un león?
Alí hizo el ademán de un hombre que lanza el lazo, e imitó un rugido.
—¡Bien!, comprendo —dijo Montecristo—, ¿has cazado leones?
Alí hizo un orgulloso movimiento de cabeza.
—¿Pero detendrás en su carrera dos caballos desbocados?
Alí se sonrió.
—¡Pues bien!, escucha —dijo el conde—, dentro de poco pasará por aquí un
carruaje tirado por dos caballos tordos, los mismos que y o tenía ay er. Es preciso
que a todo trance le detengas delante de mi puerta.
Alí bajó a la calle y trazó delante de la puerta una ray a sobre la arena.
Después volvió y mostró la ray a al conde, que le había seguido con la vista.
Este le dio dos golpecitos en el hombro, era su modo de dar las gracias a Alí.
Luego el negro fue a fumar en pipa a la esquina que formaba la casa, mientras
que Montecristo volvía a su gabinete.
A las cinco, es decir, a la hora en que el conde esperaba el carruaje, su rostro
presentaba señales casi imperceptibles de una ligera impaciencia. Paseábase en
una sala que daba a la calle, aplicando el oído por intervalos, y acercándose de
cuando en cuando a la ventana, por lo cual descubrió a Alí arrojando bocanadas
de humo con una regularidad que demostraba que el negro estaba dedicado
enteramente a esta importante ocupación.
De pronto se oy ó un ruido lejano, pero que se acercaba con la rapidez del
ray o. Después apareció una carretela, cuy o cochero quería en vano detener los
caballos que avanzaban furiosos con las crines erizadas, más bien saltando con
impulsos insensatos que galopando.
En la carretera, una joven y un niño de siete a ocho años, estaban abrazados.
Tan aterrados estaban que habían perdido hasta las fuerzas para gritar. Hubiera
bastado una piedra debajo de la rueda o un árbol en medio del camino para
romper el carruaje que crujía.
Iba por medio de la calle, y oíanse en ésta los gritos de terror de los que le
veían acercarse.
De repente, Alí tira su pipa, saca de su bolsillo el lazo, lo lanza, envuelve en
una triple vuelta las manos del caballo de la izquierda, se deja arrastrar tres o
cuatro pasos por la violencia del impulso, pero al cabo cae sobre la lanza, que
rompe, y paraliza los esfuerzos que hace el caballo que quedó en pie para
continuar su carrera. El cochero aprovecha este momento para saltar de su
pescante, pero y a Alí había agarrado las narices del segundo caballo con sus
dedos de hierro, y el animal, relinchando de dolor, cae convulsivamente junto a
su compañero.
Esta escena transcurrió en menos tiempo del que hemos empleado en
describirla. Sin embargo, bastó para que de la casa de enfrente saliese un hombre
seguido de muchos criados. En el momento en que el cochero abría la portezuela,
arrebató de la carretela a la dama, que con una mano se agarraba a los
almohadones, mientras que con la otra estrechaba contra su pecho a su hijo
desmay ado. Montecristo los llevó a un salón, y los colocó sobre un canapé.
—No temáis nada, señora —dijo—, estáis a salvo.
La mujer volvió en sí, y por respuesta le presentó su hijo con una mirada más
elocuente que todas las súplicas. En efecto, el niño estaba desmay ado.
—Sí, señora, comprendo —dijo el conde examinando al niño—, pero
tranquilizaos, nada le ha sucedido, y sólo el miedo ha embargado sus sentidos.
—¡Oh, caballero! —exclamó la madre—, ¿no decís eso para tranquilizarme?
¡Mirad cuán pálido está! ¡Hijo mío, Eduardo! ¿No contestas a tu madre? ¡Ah,
caballero, enviad a buscar un médico! ¡Doy mi fortuna a quien me devuelva a
mi hijo!
Montecristo hizo con la mano un movimiento para tranquilizar a la desolada
madre, y abriendo un cofre sacó de él un frasco de cristal de bohemia que
contenía un licor rojo como la sangre, y del que dejó caer una sola gota sobre los
labios del niño. Este, aunque sin perder la lividez de su semblante, abrió los ojos.
Al ver esto, la alegría de la madre no tuvo límites.
—¿Dónde estoy —exclamó—, y a quién debo tanta felicidad después de una
prueba tan cruel?
—Estáis, señora —respondió Montecristo—, en casa del hombre más dichoso
por haber podido evitaros un pesar.
—¡Oh, maldita curiosidad la mía! Todo París hablaba de esos magníficos
caballos de la señora de Danglars, y he tenido la locura de querer probarlos.
—¡Cómo! —exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida—.
¿Son esos caballos los de la baronesa?
—Sí, señor. ¿La conocéis?
—Tengo el honor de conocerla y mi alegría es doble por haberos salvado del
peligro que os han hecho correr, porque ese peligro es a mí a quien podéis
atribuir. Había comprado ay er estos caballos al barón, pero la baronesa pareció
sentirlo tanto, que se los envié ay er suplicándole que los aceptase de mi mano.
—¿Entonces sois vos el conde de Montecristo, de quien tanto me ha hablado
Herminia?
—El mismo —dijo el conde.
—Yo, caballero, soy Eloísa de Villefort.
El conde saludó como si se pronunciara delante de él un nombre enteramente
desconocido.
—¡Oh, cuán reconocido os quedará el señor de Villefort! —repuso Eloísa—,
porque en realidad, él os debe nuestras dos vidas; seguramente sin vuestro
generoso criado nuestro hijo y y o habríamos muerto.
—¡Ay, señora!, aún me estremezco al pensar en el peligro que habéis corrido.
—¡Oh!, y o espero que me permitiréis recompensar debidamente la acción
de ese hombre.
—Señora —dijo Montecristo—, no me echéis a perder a Alí, os lo ruego, ni
con alabanzas ni con recompensas. Son vicios que no quiero y o que adquiera. Alí
es mi esclavo; salvándoos la vida me sirve, y su deber es servirme.
—¡Pero ha arriesgado su vida! —exclamó la señora de Villefort, a quien este
tono de superioridad impresionó profundamente.
—Yo he salvado la suy a, señora —respondió Montecristo—; por consiguiente,
me pertenece.
La señora de Villefort se calló. Tal vez reflexionaba, acerca de aquel hombre
que, a primera vista, causaba una impresión tan profunda en todas las personas.
El conde contempló al niño, al que su madre cubría de besos. Era flaco,
blanco como los niños de pelo rojo, y, sin embargo, un bosque de cabellos cubría
su frente, y cay endo sobre sus hombros adornaban su rostro y aumentaban la
vivacidad de sus ojos, llenos de malicia y de juvenil maldad. Su boca, apenas
sonrosada, era ancha y de delgados labios; sus facciones anunciaban doce años
de edad, por lo menos. Su primer movimiento fue desembarazarse de los brazos
de su madre para ir a abrir el cofre del que el conde había sacado el frasco de
elixir. Después, sin pedir permiso a nadie, y como un niño acostumbrado a hacer
todos sus caprichos, se puso a destapar todos los frascos.
—No toques ahí, amiguito —dijo vivamente el conde de Montecristo—,
algunos de esos licores son peligrosos, no solamente al beberlos, sino al respirar
su olor.
La señora de Villefort palideció y detuvo el brazo de su hijo, al que atrajo
hacia sí. Pero, calmado su temor, echó sobre el cofre una rápida pero expresiva
mirada, que al conde no pasó inadvertida.
En este momento entró Alí.
La señora de Villefort hizo un movimiento de alegría, y llamando al niño, le
dijo:
—Eduardo, mira a este buen servidor, es un valiente, porque ha expuesto su
vida por detener los caballos que nos arrastraban y el carruaje que iba a
romperse. Dale las gracias, porque probablemente, a no ser por él, los dos
habríamos perdido la vida.
El niño entreabrió la boca y volvió desdeñosamente la cabeza.
—Es muy feo —dijo.
El conde se sonrió, como si el niño acabase de realizar una de sus esperanzas.
En cuanto a la señora de Villefort, respondió a su hijo con una moderación que no
hubiera sido seguramente del gusto de Juan Santiago Rousseau si el pequeño
Eduardo se hubiese llamado Emilio.
—Mira —dijo en árabe el conde a Alí—, esta señora dice a su hijo que te dé
las gracias por la vida que has salvado a los dos, y el niño responde que eres muy
feo.
Alí volvió su inteligente cabeza un instante, y miró al niño sin expresión
aparente. Pero un ligero estremecimiento de su mano demostró a Montecristo
que el árabe acababa de ser herido en el corazón.
—Caballero —preguntó la señora de Villefort levantándose—, ¿es ésta vuestra
morada habitual?
—No, señora —respondió el conde—. Es una especie de parador que he
comprado. Vivo en los Campos Elíseos, número 30. Pero veo que estáis
perfectamente repuesta y que deseáis retiraros. Acabo de mandar que
enganchen esos caballos a mi carruaje, y Alí, ese muchacho tan feo —dijo al
niño, sonriendo—, va a tener el honor de conduciros a vuestra casa, mientras que
vuestro cochero quedará aquí cuidando de la reparación del carruaje, y una vez
terminada ésta, uno de mis tiros de caballos le volverá a conducir directamente a
casa de la señora Danglars.
—Pero —dijo la señora de Villefort—, no me atreveré a ir con esos mismos
caballos.
—¡Oh!, vais a ver, señora —dijo Montecristo—, en manos de Alí se volverán
tan mansos como dos corderos.
Alí se había acercado, en efecto, a los caballos, a los que habían puesto de pie
con mucho trabajo. Tenía en la mano una esponja empapada en vinagre
aromático. Frotó con ella las narices y las sienes de los caballos, cubiertos de
espuma y de sudor, y casi al punto empezaron a relinchar estrepitosamente y
estremecerse durante algunos segundos.
Luego, en medio de una gran muchedumbre, a la que los restos del carruaje
y el rumor que se había esparcido de aquel suceso, había atraído a la casa, Alí
enganchó los caballos al coupé del conde, reunió en su mano las riendas, subió al
pescante, y con gran asombro de los circunstantes, que habían visto a estos
caballos impelidos como por un torbellino, se vio obligado a usar el látigo para
hacerlos partir, y aun así no pudo obtener de los famosos tordos, ahora
petrificados, casi muertos, más que un trote tan poco seguro y tan lánguido que
tardaron dos horas en conducir a la señora de Villefort al barrio de Saint-Honoré,
donde tenía su domicilio.
Apenas hubo llegado a ella, y aplacadas las primeras emociones, escribió el
siguiente billete a la señora Danglars:
Querida Herminia:
Acabo de ser milagrosamente salvada con mi hijo por ese mismo conde de
Montecristo de quien tanto hemos hablado ay er tarde, y que tan lejos estaba y o
de sospechar que había de ver hoy. Ay er me hablasteis de él con un entusiasmo
que no pude menos de burlarme, crey endo que exagerabais, pero hoy me he
convencido de que era fundado. Vuestros caballos se desbocaron en Renelagh, y
seguramente íbamos a ser despedazados mi Eduardo y y o, cuando un árabe, un
nubio, un hombre negro, en fin, al servicio del conde, detuvo a una señal suy a el
impulso de los caballos, exponiéndose a morir él mismo, y fue un milagro que no
hubiera sucedido. Entonces acudió el conde, nos llevó a Eduardo y a mí a su
casa, e hizo volver en sí a Eduardo. En su propio carruaje fui conducida a casa, el
vuestro os lo enviarán mañana. Encontraréis bastante débiles a los caballos
después de este incidente. Están como atontados, diríase que no podían
perdonarse a sí mismos haberse dejado domar por un hombre. El conde me
encarga os diga que dos días de reposo y por todo alimento cebada, los repondrán
del todo.
¡Ah, Dios mío! No os doy las gracias por mi paseo, y cuando lo reflexiono, es
una ingratitud el guardaros rencor por los caprichos de vuestros caballos, porque
a uno de esos caprichos debo el haber visto al conde de Montecristo, y el ilustre
extranjero me parece un hombre muy curioso y tan interesante que quiero
estudiarle a toda costa, aunque tuviese que dar otro paseo al bosque con vuestros
mismos caballos.
Eduardo ha sufrido el accidente con un valor maravilloso. Se desmay ó, pero
sin lanzar un grito, y tampoco derramó después una lágrima. Aún me diréis que
me ciega el amor materno, pero en ese cuerpo tan débil y delicado hay un alma
de hierro.
Nuestra querida Valentina me da mil recuerdos para vuestra hija Eugenia, y
y o os abrazo de todo corazón.
Eloísa de Villefort.
P. D.: Procurad que y o pueda ver en vuestra casa de cualquier modo que sea
a ese conde de Montecristo. Quiero absolutamente volverle a ver. Por otra parte,
acabo de obtener del señor de Villefort que le haga una visita; espero que se la
devolverá.
Ideología
Sihabría
el conde de Montecristo hubiese vivido más tiempo en el mundo parisiense
apreciado la visita que le hacía el señor de Villefort.
Considerado por todos como un hombre hábil, como suele considerarse a las
personas que no han sufrido ningún descalabro político; aborrecido de muchos,
pero protegido con ardor por algunos, sin ser por eso mejor querido de nadie, el
señor de Villefort se encontraba en una alta posición en la magistratura y la
mantenía como un Harley o como un Molé. A pesar de haberse regenerado sus
salones, por una mujer joven y por una hija de su primer matrimonio, de edad
apenas de dieciocho años, no dejaban de observarse en ellos el culto de las
tradiciones y la religión de la etiqueta. La cortesía fría, la fidelidad absoluta a los
principios del gobierno, un desprecio profundo de las teorías y de los teóricos, el
odio a los ideólogos, tales eran los elementos de la vida interior y pública del
señor de Villefort.
No era únicamente un magistrado, era casi un diplomático. Sus relaciones
con la antigua corte, de la que siempre hablaba con dignidad y respeto, hacían
que la moderna le respetara, y sabía tantas cosas, que no solamente le admiraban
todos sus conocidos, sino que a veces le hacían consultas. Quizá no hubiera
sucedido esto si hubiesen podido desembarazarse de él, pero al igual que los
señores feudales rebeldes a su soberano, habitaba una fortaleza inexpugnable.
Esta fortaleza era su cargo de procurador del rey, cuy as ventajas explotaba
maravillosamente y que no hubiera abandonado sino para hacerse diputado y
reemplazar así la neutralidad por la oposición.
En general, hacía o devolvía muy pocas visitas. La mujer visitaba por él, era
cosa admitida en esa sociedad que siempre achacaba a sus graves y numerosas
ocupaciones, lo que no eran en realidad más que un cálculo de orgullo, una
quintaesencia de aristocracia, la aplicación, en fin, de este axioma: Estímate a ti
mismo, y serás estimado de los demás. Axioma más útil cien veces en nuestra
sociedad que el de los griegos: Conócete a ti mismo, sustituido en nuestros días por
el arte menos difícil y más ventajoso de conocer a los demás.
El señor de Villefort era un poderoso protector para sus amigos; para sus
enemigos era un adversario sordo, pero encarnizado. Para los indiferentes, la
estatua de la ley convertida en hombre. Fisonomía impasible, porte altanero,
mirada apagada y brusca, o insolentemente penetrante y escudriñadora, tal era
el hombre a quien cuatro revoluciones seguidas habían formado y después
afirmado sobre su pedestal.
Se le tenía por el hombre menos curioso de Francia. Daba un baile todos los
años y no se presentaba en él más que un cuarto de hora, es decir, cuarenta y
cinco minutos menos que el rey en los suy os. Jamás se le veía en los teatros, en
los conciertos, ni en ningún lugar público. Algunas veces jugaba una partida de
whist y entonces procuraban elegirle jugadores dignos de él: algún embajador,
algún arzobispo, algún príncipe, algún presidente o, en fin, alguna duquesa viuda.
Tal era el hombre cuy o carruaje acababa de parar delante de la puerta del
conde de Montecristo.
El ay uda de cámara anunció al señor de Villefort en el instante en que el
conde, inclinado sobre una gran mesa, seguía el itinerario de San Petersburgo a
China.
El procurador del rey entró con el mismo paso grave y acompasado que en
el tribunal; era el mismo hombre, o más bien la continuación del mismo hombre
a quien hemos conocido de sustituto en Marsella. La naturaleza no había alterado
en nada el curso que debía seguir: de delgado que era, se había vuelto flaco; de
pálido, tornóse en amarillo; sus ojos hundidos se habían profundizado más aún, y
su lente de oro, al colocarla sobre la órbita, parecía formar parte del rostro.
Excepto su corbata blanca, el resto del traje era completamente negro, y este
fúnebre color no era interrumpido más que por su cinta encarnada, que pasaba
imperceptiblemente por un ojal y que parecía una línea de sangre trazada con un
pincel.
Por muy dueño de sí mismo que fuese Montecristo, examinó con visible
curiosidad, devolviéndole su saludo, al magistrado, que, desconfiado de por sí y
poco crédulo, particularmente en cuanto a las maravillas sociales, estaba más
dispuesto a ver en el noble extranjero (así era como llamaban y a al conde de
Montecristo), un caballero de industria que venía a explorar un nuevo teatro de
sus acciones, que un príncipe de la Santa Sede, o un sultán de las Mil y una
noches.
—Caballero —dijo Villefort con ese tono afectado usado por los magistrados
en sus períodos oratorios, y del cual no quieren deshacerse en la conversación—,
el señalado servicio que hicisteis ay er a mi mujer y a mi hijo me creó el deber
de datos las gracias. Vengo, pues, a cumplir con él y a expresaros todo mi
agradecimiento.
Y al decir estas palabras, la mirada severa del magistrado no había perdido
nada de su arrogancia habitual, las había articulado de pie y erguido de cuello y
hombros, lo cual le hacía parecerse, como y a hemos dicho, a la estatua de la
Ley.
—Caballero —replicó el conde, a su vez con frialdad glacial—, soy muy feliz
por haber podido conservar un hijo a su madre, porque suele decirse que el
sentimiento de la maternidad es el más poderoso y el más santo de todos, y esta
felicidad que tengo os dispensa de cumplir un deber, cuy a ejecución me honra,
sin duda alguna, porque sé que el señor de Villefort no prodiga el favor que me
hace, pero por lisonjero que me sea, no equivale para mí a la satisfacción interior
de haber efectuado una buena obra.
Admirado Villefort de esta salida inesperada de su interlocutor, se estremeció
como un soldado que siente el golpe que le dan, a pesar de la armadura de que
está cubierto, y un gesto de su labio desdeñoso indicó que desde el principio no
tenía al conde de Montecristo por hombre de muy finos modales.
Dirigió una mirada a su alrededor para hacer variar la conversación.
Vio el mapa que examinaba Montecristo cuando él entró, y replicó:
—¿Os interesa la geografía, caballero? Es un estudio muy bueno, para vos
sobre todo, que, según aseguran, habéis visto tantos países como hay en este
mapa.
—Sí, señor —repuso el conde—; he querido hacer sobre la especie humana lo
que vos hacéis sobre excepciones, es decir, un estudio fisiológico. He pensado
que me sería más fácil descender de una vez del todo a la parte, que subir de la
parte al todo. Es axioma algebraico que se proceda de lo conocido a lo
desconocido… Mas, sentaos, caballero, os lo suplico.
Y Montecristo indicó con la mano al procurador del rey un sillón que éste
tuvo que tomarse la molestia de arrimar, mientras que el conde no tuvo más que
dejarse caer sobre el mismo en que estaba arrodillado cuando entró Villefort. De
este modo el conde se encontró enfrente de su interlocutor, con la espalda vuelta
a la ventana, y el codo apoy ado sobre el mapa, que era por entonces el objeto de
la conversación, conversación que tomaba, cuando habló a Morcef y a Danglars,
un giro análogo, si no a la situación, al menos a los personajes.
—¡Ah, caballero! —replicó Villefort después de una pausa, durante la cual,
como un atleta que encuentra un rudo adversario, había hecho acopio de fuerzas
—. De veras os digo que si como vos, y o no tuviese nada que hacer, buscaría una
ocupación menos aburrida.
—Es verdad, caballero —replicó Montecristo—, hay en el hombre caprichos
particulares, pero acabáis de decir que y o no tenía nada que hacer. Veamos: ¿Se
os figura a vos que tenéis algo que hacer? O para hablar más claramente, ¿creéis
vos que lo que hacéis vale la pena de que se le llame trabajo?
El asombro de Villefort fue en aumento al recibir este segundo golpe tan
bruscamente asestado por su extraño adversario. Mucho tiempo hacía que el
magistrado no se veía así contradecido, o mejor dicho, ésta era la primera vez
que ello sucedía. El procurador del rey se preparó para responder.
—Caballero —dijo—, sois extranjero, y vos mismo decís que habéis pasado
gran parte de vuestra vida en países orientales. No sabéis, pues, cuántos pasos
prudentes y acompasados da entre nosotros la justicia humana tan expedita en
esos países bárbaros.
—¡Oh, y a lo creo! Es el pede claudo antiguo, lo sé, porque de la justicia de
todos los países ha sido sobre todo de lo que me he ocupado. He comparado el
procedimiento criminal de todas las naciones con la justicia natural, y debo
deciros, caballero, la ley de los pueblos primitivos, la del Talión, ha sido la que he
hallado más conforme a las miras de Dios.
—Si se adoptara esa ley —dijo el procurador del rey —, simplificaría mucho
nuestros códigos, y entonces sí que, como decíais poco ha, no tendrían que
cansarse mucho los magistrados.
—Probablemente con el tiempo se adoptará —dijo Montecristo—. Bien
sabéis que las invenciones humanas marchan de lo compuesto a lo simple, que es
siempre la perfección.
—Entretanto, caballero —dijo el magistrado—, nuestros códigos existen en
sus artículos contradictorios, sacados de costumbres galas, de ley es romanas, de
usos francos; ahora, pues, convendréis en que el conocimiento de todas esas
ley es no se adquiere sin largos trabajos, sin largo estudio y una gran memoria
para no olvidarlo una vez adquirido.
—Así lo creo, caballero. Pero todo lo que vos sabéis respecto al código
francés, lo sé y o, no solamente de ése, sino del de todas las naciones. Las ley es
inglesas, turcas, japonesas, indias, me son tan familiares como las francesas, y
hacía bien en decir que para lo que y o he hecho tenéis vos poco que hacer, y
para lo que y o he aprendido tenéis vos que aprender aún muchas cosas.
—¿Pero con qué objeto habéis aprendido todo eso? —replicó Villefort
asombrado.
Montecristo se sonrió.
—Bien, caballero —dijo—. Veo que a pesar de la reputación que tenéis de
hombre superior, miráis todas las cosas desde el punto de vista mezquino y vulgar
de la sociedad, empezando y acabando por el hombre, es decir, desde el punto de
vista más estrecho que le está permitido abrazar a la inteligencia humana.
—Explicaos, caballero —dijo Villefort cada vez más asombrado—. No os
comprendo bien.
—Digo, que con la mirada fija en la organización social de las naciones, no
veis más que los resortes de la máquina, y no el sublime obrero que la hace
andar; digo que no conocéis delante de vos ni a vuestro alrededor más misiones
que las anejas a nombramientos firmados por un ministro o por un rey, y que se
escapan a vuestra corta vista los hombres que Dios ha creado superiores a los
empleados de los ministros y de los monarcas, encargándoles que cumplan una
misión, en vez de desempeñar un empleo. Tobías tomaba al ángel que debía
devolverle la vista por un joven cualquiera. Las naciones tenían a Atila, que debía
aniquilarlas, por un conquistador como todos, y fue necesario que ambos
revelasen sus misiones celestiales para que se les reconociera; fue preciso que el
uno dijese: « Soy el ángel del Señor» , y el otro: « Soy el azote de Dios» , para
que fuese revelada la esencia divina de entrambos.
—Entonces —dijo Villefort cada vez más absorto y crey endo hablar a un
loco—, ¿os consideráis como uno de esos seres extraordinarios que acabáis de
citar?
—¿Por qué no? —dijo Montecristo.
—Perdonad, caballero —replicó Villefort estupefacto—, si al presentarme en
vuestra casa ignoraba fueseis un hombre cuy os conocimientos y talento
sobrepujan tanto a los conocimientos ordinarios y al talento habitual de los
hombres. No es costumbre en nosotros, desdichados corrompidos de la
civilización, que los nobles, poseedores como vos de una fortuna inmensa, al
menos según se asegura, no es costumbre, digo, que esos privilegiados de las
riquezas pierdan su tiempo en especulaciones sociales, en sueños filosóficos,
buenos a lo sumo para consolar a aquellos a quienes la suerte ha desheredado de
los bienes de la tierra.
—¡Y qué, caballero! ¿Habéis llegado vos a la situación que ocupáis sin ser
admitido, y aun sin haber encontrado excepciones? ¿Y no se ejercita nunca
vuestra mirada, que tanta necesidad tendría, sin embargo, de penetración y de
seguridad, en adivinar a primera vista qué clase de hombre se halla bajo la
influencia de ella? ¿No debería ser un magistrado, no digo el mejor aplicador de
la ley, ni el intérprete más astuto, sino una sonda de acero para llegar a los
corazones, una piedra de toque para probar el oro de que está hecha cada alma
con may or o menor aleación?
—Caballero, me desconcertáis. Jamás había oído hablar a nadie como vos.
—Es porque habéis estado constantemente encerrado en el círculo de las
condiciones generales, sin remontaros a las esferas superiores que Dios ha
poblado de seres invisibles y excepcionales.
—¿Y creéis que existen esas esferas, y que se encuentren entre nosotros seres
excepcionales e invisibles?
—¿Por qué no? ¿Acaso el aire que respiráis, y sin el cual no podríais vivir?
—¿Conque no vemos a esos seres de que habláis?
—Claro que sí los veis, cuando Dios permite que se materialicen. Los tocáis,
les habláis y os responden.
—¡Ah! —dijo Villefort sonriéndose—, confieso que querría que me avisasen
cuando uno de ellos se encuentre en contacto conmigo.
—Pues vuestro deseo ha sido satisfecho, caballero, porque habéis sido avisado
hace poco, y ahora mismo os lo vuelvo a advertir.
—De modo que vos…
—Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí señor, y creo que hasta ahora
ningún hombre se ha encontrado en una posición semejante a la mía. Los reinos
de los rey es están limitados, por montañas, por ríos, por cambios de costumbres,
o por diversidad de lenguaje. Mi reino es grande como el mundo, porque no soy
italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español; soy cosmopolita. Ningún
país puede decir que me ha visto nacer. Dios sólo sabe qué tierra me verá morir.
Asimilo todas las costumbres, hablo todas las lenguas. ¿Me creéis francés porque
hablo con la misma facilidad y la misma pureza que vos? ¡Pues bien! Alí, mi
negro, me cree árabe; Bertuccio, mi may ordomo, me cree italiano; Hay dée, mi
esclava, me cree griego. Así, pues, comprendéis que no siendo de ningún país, no
pidiendo protección a ningún gobierno, no reconociendo a ningún hombre por
hermano mío, no me paralizan ni me detienen los escrúpulos que detienen a los
poderosos o los obstáculos que paralizan a los débiles. Sólo tengo dos adversarios,
y no vencedores, porque con la constancia los sujeto, y son el tiempo y el
espacio. El tercero, y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. Este es
el único que puede detenerme en mi camino, y antes de que hay a conseguido el
objeto que deseo, todo lo demás lo tengo calculado. Lo que los hombres llaman
reveses de la fortuna, es decir, la ruina, el cambio, las eventualidades, los he
previsto y o, y si alguna puede ocurrirme, no por eso puede derribarme. A menos
que muera, continuaré siendo lo que soy. He aquí por qué os digo cosas que
nunca habéis oído, ni de boca de los rey es, porque los rey es os necesitan y los
hombres os temen. Quién es el que no dice para sí en una sociedad tan
ridículamente organizada como la nuestra: « ¡Tal vez un día tendré que acudir al
procurador del rey !» .
—¿Y podéis decir vos lo contrario? Desde el momento en que vivís en
Francia, naturalmente tenéis que someteros a las ley es francesas.
—Ya lo sé, caballero —respondió Montecristo—, pero cuando quiero ir a un
país, empiezo a estudiar, por medios que me son propios, a todos los hombres de
quienes puedo tener algo que esperar o que temer, y llego a conocerles tanto o
mejor tal vez, que ellos se conocen a sí mismos. De donde resulta que cualquier
procurador del rey que se las hubiera conmigo, seguramente se vería más
apurado que y o.
—Lo cual quiere decir —replicó vacilando Villefort— que siendo débil la
naturaleza humana…, todo hombre, según vuestro parecer, ha cometido… faltas.
—Faltas…, o crímenes —respondió sencillamente el conde de Montecristo.
—¿Y que sólo vos, entre los hombres a quienes no reconocéis por hermanos
—repuso Villefort con voz alterada—, y que vos sólo sois perfecto?
—No, perfecto no —respondió el conde—. Pero no hablemos más de ello,
caballero, si la conversación os desagrada. Que ni a mí me amenaza vuestra
justicia, ni a vos mi doble vista.
—¡No!, ¡no!, caballero —dijo vivamente Villefort, que temía sin duda
parecer vencido—. ¡No! Con vuestra brillante y casi sublime conversación, me
habéis elevado sobre el nivel ordinario; y a no hablamos familiarmente, estamos
disertando. Ya sabéis cuán crueles verdades se dicen a veces los teólogos de la
Sorbona, o los filósofos en sus disputas. Supongamos que hablamos de teología
social y de filosofía teológica, y os diré una de esas rudas verdades, y es, que
sacrificáis al orgullo, sois superior a los demás, pero Dios es superior a vos.
—Superior a todos, caballero —respondió Montecristo con un acento tan
profundo, que Villefort se estremeció involuntariamente—. Yo tengo mi orgullo
para los hombres, serpientes siempre prontas a erguirse contra el que las mira y
no les aplasta la cabeza. Sin embargo, abandono este orgullo delante de Dios, que
me ha sacado de la nada para hacerme lo que soy.
—Entonces, señor conde, os admiro —repuso Villefort, que por primera vez
en este extraño diálogo, acababa de emplear esta fórmula aristocrática para con
el extranjero, a quien hasta entonces no había llamado más que caballero—. Sí,
os repito, si sois realmente fuerte, realmente superior, realmente santo e
impenetrable, lo cual viene a ser lo mismo, según decís, sed soberbio, caballero;
ésa es la ley de las dominaciones. Pero, sin embargo, ¿tenéis alguna ambición?
—Tuve una.
—¿Cuál?
—También y o, como le ocurre a todo hombre en la vida, fui conducido por
Satanás una vez a la montaña más alta de la Tierra. Llegado allí, me mostró el
mundo entero, y como había dicho otra vez a Cristo, me dijo a mí: Veamos, hijo
de los hombres, ¿qué quieres para adorarme? Entonces reflexioné, porque desde
hacía mucho tiempo, terrible ambición devoraba mi corazón, después le
respondí: « Escucha, siempre he oído hablar de la Providencia, y, sin embargo,
nunca la he visto, ni nada que se le parezca, lo cual me hace creer que no existe.
Quiero ser la Providencia, porque lo más bello y grande que puede hacer un
hombre es recompensar y castigar» . Pero Satanás bajó la cabeza y lanzó un
suspiro. « Te engañas —dijo—, la Providencia existe, pero tú no la ves, porque,
hija de Dios, es invisible como su padre. No has visto nada que se le parezca,
porque procede por resortes ocultos, y marcha por caminos oscuros; todo lo que
y o puedo es hacerte uno de los agentes de esa Providencia» . Se realizó el trato,
tal vez en él perderé mi alma, pero no importa —repuso Montecristo—, ahora
mismo lo ratificaría.
Villefort le miraba con asombro.
—Señor conde —dijo—, ¿tenéis parientes?
—No, caballero, estoy solo en el mundo.
—¡Tanto peor!
—¿Por qué? —preguntó Montecristo.
—Porque hubierais podido ver un espectáculo que destruy ese vuestro orgullo.
Decís que no teméis más que la muerte.
—No es que la tema, sino que sólo ella puede detenerme.
—¿Y la vejez?
—Mi misión se habrá cumplido antes de que hay a llegado a viejo.
—¿Y la locura?
—Poco me ha faltado para dar en ella, pero y a conocéis el axioma non bis in
idem, es principio de jurisprudencia criminal, y por lo tanto está en vuestra
cuerda.
—Caballero —repuso Villefort—, otra cosa hay que temer más que la
muerte, la vejez o la locura. La apoplejía, por ejemplo, ese ray o que os hiere sin
destruiros, y después del cual, no obstante, todo se acabó. Vivís, pero no sois el
mismo. Vos que como Ariel ray abais en ángel, y a no sois más que una masa
inerte que como Calibán, ray a en bestia. Esto se llama una apoplejía. Venid, si
queréis, a proseguir esta conversación a mi casa, conde, un día que deseéis
encontrar adversario capaz de comprenderos y ansioso de contestaros, y
hallaréis a mi padre, el señor Noirtier de Villefort, uno de los más fogosos
jacobinos de la revolución francesa, es decir, la audacia más brillante puesta al
servicio de la organización más poderosa, un hombre que no había visto como
vos todos los reinos de la tierra, pero ay udó a derribar uno de los más poderosos.
En fin, un hombre que, como vos, se creía enviado no de Dios, sino del Ser
Supremo; no de la Providencia, sino de la Fatalidad. Pues bien, caballero, todo
esto fue destruido no en un día, ni en una hora, sino en un segundo. El día anterior
el señor Noirtier, antiguo jacobino, antiguo senador, antiguo carbonario, que se
reía de la guillotina, del cañón y del puñal; el señor Noirtier, jugando con las
revoluciones; el señor Noirtier, para quien Francia no era más que un vasto juego
de ajedrez del cual peones, torres, caballos y reinas debían desaparecer con tal
que al rey se le diera mate; el señor Noirtier, tan temido y tan terrible, era al día
siguiente, ese pobre Noirtier, anciano paralítico, a merced del ser más débil de la
casa, es decir, de su nieta Valentina; un cadáver mudo y helado, que no vive sin
alegría ni sufrimiento, sino para dar tiempo a la materia de llegar sin tropiezo a su
entera descomposición.
—¡Ay !, caballero —dijo Montecristo—, tal espectáculo no es extraño a mis
ojos ni a mi pensamiento. Entiendo un poco de medicina, y he buscado más de
una vez el alma en la materia viva o en la materia muerta, y, como la
Providencia, ha permanecido invisible a mis ojos, aunque presente en mi
corazón. Cien autores, desde Sócrates hasta Séneca, hasta san Agustín, hasta Gall,
hicieron, en prosa o en verso, la misma descripción que vos, pero sin embargo,
comprendo que los sufrimientos de un padre puedan operar grandes cambios en
el espíritu de su hijo. Iré, caballero, puesto que así lo queréis, a contemplar ese
terrible espectáculo que debe entristecer vuestra casa.
—Sin duda sucedería esto si Dios no me hubiera dado una compensación a
esta desgracia. Al lado del anciano que desciende hacia esa tumba, tengo dos
hijos que entran en la vida: Valentina, hija de mi primer casamiento, y Eduardo,
ése a quien habéis salvado la vida.
—¿Y de esa compensación qué resulta? —preguntó Montecristo.
—Resulta que mi padre, extraviado por las pasiones, ha cometido una de esas
faltas que se libertan de la justicia humana, pero no de la justicia de Dios, y que
Dios, no queriendo castigar más que a una persona, le ha castigado solamente a
él.
Montecristo, con la sonrisa en los labios, arrojó en el fondo de su corazón un
rugido que habría hecho huir a Villefort si hubiese podido oírlo.
—Adiós, caballero —repuso el magistrado, que hacía algún tiempo estaba
levantado y hablaba en pie—, os dejo, llevando de vos un recuerdo de estimación
que espero os será agradable cuando me conozcáis mejor. Por otra parte, habéis
hecho de la señora de Villefort una amiga eterna.
Montecristo saludó y se contentó con acompañar hasta la puerta de su
gabinete a Villefort, el cual subió a su carruaje precedido de dos lacay os que, a
una señal de su amo, se apresuraron a abrir la portezuela.
Luego, así que el procurador del rey hubo desaparecido, dijo Montecristo,
dando un profundo suspiro:
—¡Vamos, basta de veneno, y ahora que mi corazón está lleno de él, vamos a
buscar el remedio!
Y haciendo sonar el timbre, dijo a Alí:
—Subo a ver a la señora; que esté preparado el carruaje dentro de media
hora.
Capítulo IX
Hay dée
Elantiguas
lector recordará seguramente cuáles eran las nuevas, o más bien, las
amistades del conde de Montecristo, que vivían en la calle Meslay :
Maximiliano Morrel, Julia y Manuel.
La expectativa de esta visita, de los breves momentos felices que iba a pasar,
de este resplandor de paraíso que penetraba en el infierno en que
voluntariamente había entrado, había esparcido desde el momento en que perdió
de vista a Villefort, la serenidad más encantadora sobre el rostro del conde, y Alí,
que había acudido al sonido del timbre, al ver este rostro iluminado por una
alegría tan poco frecuente, se había retirado de puntillas, suspendiendo la
respiración para no alterar los buenos pensamientos que creía leer en el rostro de
su amo.
Eran las doce del día, el conde se había reservado una hora para subir al
cuarto de Hay dée. Hubiérase dicho que la alegría no podía entrar de pronto en
aquella alma llagada por tanto tiempo, y que necesitaba prepararse para las
emociones dulces, como las otras almas necesitan prepararse para las emociones
violentas.
La joven griega estaba, como hemos dicho, en una habitación
completamente separada de la del conde. Su mobiliario era oriental, es decir, los
suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, inmensas cortinas de
brocado cubrían las paredes, y en cada pieza había alrededor un ancho diván con
almohadones movibles de ricas telas de Persia.
Hay dée tenía a su servicio tres camareras francesas y una griega. Las
francesas estaban en la primera pieza, prontas a correr al sonido de una
campanilla de oro y a obedecer a las órdenes de la esclava griega, la cual sabía
bastante francés para poder transmitir las voluntades de su señora a sus
camareras, a las que Montecristo había recomendado que tuviesen las mismas
consideraciones con Hay dée que con una reina.
La joven se hallaba en la pieza más retirada de su habitación, es decir, en una
especie de saloncito redondo, iluminado por arriba, y en el que no penetraba la
luz sino a través de cristales de color de rosa. Recostada sobre unos almohadones
de raso azules, bordados de plata, rodeada su cabeza con su brazo derecho, en
tanto que con el izquierdo ponía en sus labios el tubo de coral unido a otro flexible
que no dejaba pasar el ligero vapor a su boca sino perfumado por el agua de
benjuí, a través de la cual le hacía pasar su dulce aspiración. La postura, tan
natural para una mujer de Oriente, para una francesa habría resultado de una
coquetería algún tanto afectada.
En cuanto a su traje, era el de las mujeres del Epiro, es decir, unos calzones
anchos de satén blanco, bordado de flores y que dejaban descubiertos dos pies de
niña, que hubiérase creído que eran de mármol de Paros, si no se les hubiera
visto mover entre dos pequeñas sandalias de punta retorcida, bordadas de oro y
de perlas, una chaqueta con largas ray as azules y blancas, y anchas mangas
abiertas con ojales de plata y botones de perlas. En fin, una especie de corpiño
entreabierto por delante que dejaba ver el cuello y la mitad de los senos, y que se
abrochaba por debajo con tres botones de diamantes. En cuanto a la cintura,
desaparecía debajo de uno de esos chales de seda, con anchas franjas de vivos
colores que tanto ambicionan nuestras elegantes parisienses.
Tocábase con un casquete de oro bordado de perlas, torcido a un lado, y
debajo de él resaltaba una linda rosa natural sobre unos cabellos de seda tan
negros como el azabache. En cuanto a la belleza de este rostro, la griega era una
mujer perfecta en su tipo, con sus grandes y hermosos ojos negros, su frente de
mármol, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de perlas. Y sobre este
conjunto encantador, la flor de la juventud había esparcido todo su brillo y su
perfume.
Podía tener Hay dée diecinueve o veinte años.
Montecristo llamó a la doncella griega y le dijo que pidiera permiso a
Hay dée para entrar a verla.
Por toda respuesta, hizo seña a la criada de que levantase la colgadura que
había delante de la puerta.
El conde entró en la estancia.
Se incorporó ella sobre un codo, y presentando su mano al conde mientras le
dirigía una sonrisa, dijo, en la sonora lengua de las hijas de Atenas:
—¿Por qué me pides permiso para entrar a verme? ¿No eres mi dueño, no
soy lo esclava?
Montecristo se sonrió.
—Hay dée —dijo—, bien sabéis…
—¿Por qué no me llamáis de tú como de costumbre? —le interrumpió la
joven griega—. ¿He cometido alguna falta? Si es así castígame, pero no me
hables de esa manera.
—Hay dée —replicó el conde—, bien sabes que estamos en Francia, y por
consiguiente, que eres libre.
—Libre ¿de qué? —preguntó la joven.
—Libre de abandonarme.
—¿Abandonarte…?, ¿y por qué habría de hacerlo?
—¿Qué sé y o? Vamos a ver el mundo.
—Yo no quiero ver a nadie.
—Y si entre los jóvenes apuestos que encuentres hubiese alguno que lo
gustase, no sería y o tan injusto…
—Jamás he visto hombre más apuesto que tú, y no he amado a nadie más
que a mi padre y a ti.
—Pobre Hay dée —dijo Montecristo—, es que nunca has hablado más que
con tu padre y conmigo.
—¡Pues bien! ¿Qué necesidad tengo y o de hablar con otros? Mi padre me
llamaba su alegría, tú me llamas tu amor, y ambos me llamáis vuestra hija.
—¿Te acuerdas de tu padre, Hay dée?
La joven se sonrió.
—Está aquí y aquí —dijo, mientras ponía la mano sobre sus ojos y sobre su
corazón.
—Y y o, ¿dónde estoy ? —preguntó sonriéndose Montecristo.
—Tú —dijo ella—, tú estás en todas partes.
El conde tomó la mano de Hay dée para besarla, pero la joven la retiró y le
presentó la frente.
—Ahora, Hay dée —le dijo—, y a sabes que eres libre, que eres aquí la
dueña, que eres reina. Puedes conservar tu traje o dejarlo, según tu capricho.
Permanecerás aquí o saldrás cuando quieras, siempre estará mi carruaje
preparado para ti. Alí y My rtho te acompañarán a todas partes y estarán a tus
órdenes, pero te suplico una cosa.
—Dime.
—Guarda secreto acerca de lo nacimiento, no digas una palabra de lo pasado.
No pronuncies en ninguna ocasión el nombre de tu ilustre padre ni el de tu pobre
madre.
—Ya te lo he dicho, señor, no veré a nadie.
—Escucha, Hay dée, quizás esta reclusión oriental no será posible en París.
Sigue aprendiendo la vida de nuestros países del norte, como has hecho en Roma,
en Florencia, en Milán y en Madrid. Esto te servirá siempre, y a sigas viviendo
aquí o y a te vuelvas a Oriente.
La joven dirigió al conde sus grandes ojos húmedos y repuso:
—O nos volvamos a Oriente, quieres decir, ¿no es verdad, señor?
—Sí, hija mía —dijo Montecristo—. Bien sabes que nunca seré y o quien te
deje. No es el árbol el que abandona a la flor, sino la flor la que abandona al
árbol.
—Nunca te abandonaré y o, señor —dijo Hay dée—, porque estoy segura de
que no podría vivir sin ti.
—¡Pobre niña! Dentro de diez años y o seré viejo, y dentro de diez años tú
serás joven aún.
—Mi padre tenía blanca la barba, esto no impedía que y o le amase. Mi padre
tenía sesenta años y me parecía más hermoso que todos los jóvenes que miraba.
—Pero dime: ¿crees tú que te podrás acostumbrar a esta vida?
—¿Te veré?
—Todos los días.
—Pues bien: ¿Qué es lo que pides, señor?
—Temo que te aburras.
—No, señor. Por la mañana pensaré que vas a venir a verme, y por la noche
me acordaré de que has venido. Por otra parte, cuando estoy sola tengo grandes
recuerdos. Vuelvo a ver inmensos cuadros, grandes horizontes con el Pindo y el
Olimpo a lo lejos. Además tengo en el corazón tres sentimientos con los cuales no
se puede una aburrir: Tristeza, amor y agradecimiento.
—Eres digna hija del Epiro, Hay dée, graciosa y poética, y se conoce que
desciendes de esa familia de diosas que ha nacido en tu país. Tranquilízate, hija
mía, y o haré de manera que tu juventud no se pierda, porque si me amas como a
un padre, y o te amo como a una hija.
—Te equivocas, señor; y o no amaba a mi padre como te amo a ti. Mi amor
hacia ti es otro amor. Mi padre ha muerto y y o no he muerto, y si tú murieras y o
moriría contigo.
El conde dio su mano a la joven con una sonrisa de profunda ternura. Hay dée
imprimió en ella sus labios como de costumbre.
Y Montecristo, dispuesto así para la entrevista que iba a tener con Morrel y su
familia, partió murmurando estos versos de Píndaro:
Píramo y Tisbe
Cerca del barrio de Saint-Honoré, detrás de una hermosa casa notable entre las
de este suntuoso barrio, se extiende un vasto jardín, cuy os espesos castaños
rebasan con mucho las grandes tapias, y dejan caer cuando llega la primavera
sus flores sobre dos enormes jarrones de mármol colocados paralelamente sobre
dos pilastras cuadrangulares, en que encaja una reja de hierro de la época de
Luis XIII.
Esta grandiosa entrada está condenada, a pesar de los magníficos geranios
que brotan en los dos jarrones, y que mecen al viento sus hojas marmóreas y sus
flores de púrpura, desde que los propietarios se contrajeron a la posesión del
palacio, del patio plantado de árboles que cae a la calle principal, y del jardín que
cierra esta valla que caía antes a una magnífica huerta de una fanega de tierra,
perteneciente a la propiedad. Pero habiendo tirado una línea el demonio de la
especulación, es decir, una calle en el extremo de esta huerta, con nombre antes
de existir, merced a una placa de vidrio, pensaron poder vender esta huerta para
edificar casas en la calle, y facilitar el tránsito en ese magnífico barrio de Saint-
Honoré.
Pero en punto a especulación, el hombre propone y el dinero dispone. La
calle bautizada murió en la cuna. El que adquirió la huerta, después de haberla
pagado cabalmente, no pudo encontrar, al venderla, la suma que quería, y
esperando una subida de precio, que no podía dejar de indemnizarle un día a otro,
se contentó con alquilar la huerta a unos hortelanos por quinientos francos
anuales.
No obstante, y a hemos dicho que la reja del jardín que daba a la huerta
estaba condenada, y el orín roía sus goznes. Aún hay más: para que los
hortelanos no curioseen con sus miradas vulgares el interior del aristocrático
jardín, un tabique de tablas está unido a las barras hasta la altura de seis pies. Es
verdad que las tablas no están tan bien unidas que no se pueda dirigir una mirada
furtiva por entre las junturas, pero esta casa no es tan severa que tema las
indiscreciones.
En esta huerta, en lugar de coliflores, lechugas, escarolas, rábanos, patatas y
melones, crecen sólo grandes alfalfas, único cultivo que denota que aún hay
alguien que se acuerda de este lugar abandonado. Una puertecita baja,
abriéndose a la calle proy ectada, da acceso a este terreno cercado de tapias, que
sus habitantes acaban de abandonar a causa de su esterilidad, y que después de
ocho días, en lugar de producir un cincuenta por ciento, como antes, no produce
absolutamente nada.
Por el lado de la casa, los castaños de que hemos hablado coronan la tapia, lo
cual no impide que otros árboles verdes y en flor deslicen en los espacios que
median entre unos y otros sus ramas ávidas de aire. En un ángulo en que el
follaje es tan espeso que apenas deja penetrar la luz, un ancho banco de piedra y
sillas de jardín indican un lugar de reunión o un retiro favorito de algún gabinete
de la casa, situada a cien pasos, y que apenas se distingue a través del espeso
ramaje que la envuelve. En fin, la elección de este asilo misterioso, está
justificada a la vez por la ausencia del sol, por la perpetua frescura, aun durante
los días más ardientes del estío, por el gorjeo de los pájaros y por el alejamiento
de la casa y de la calle, es decir, de los negocios y del bullicio.
En una tarde del día más caluroso de primavera, había sobre este banco de
piedra un libro, una sombrilla, un canastillo de labor y un pañuelo de batista
empezado a bordar, y no lejos de este banco, junto a la reja, en pie, delante de
las tablas, con los ojos aplicados a una de las aberturas, hallábase una joven,
cuy as miradas penetraban en terreno desierto que y a conocemos.
Casi al mismo tiempo, la puertecilla de este terreno se cerraba sin ruido, y un
joven alto, vigoroso, vestido con una blusa azul, una gorrilla de terciopelo, pero
cuy os bigotes, barba y cabellos negros cuidadosamente peinados desentonaban
de este traje popular, después de una rápida ojeada a su alrededor, para
asegurarse de que nadie le espiaba, pasando por esta puerta que cerró tras sí, se
dirigió con pasos precipitados hacia la reja.
Al ver al que esperaba, pero no probablemente con aquel traje, la joven tuvo
miedo y dio dos pasos hacia atrás. Y, sin embargo, y a al través de las hendiduras
de la puerta, el joven, con esa mirada que sólo pertenece a los amantes, había
visto flotar el vestido blanco y el largo cinturón azul. Corrió hacia el tabique, y
aplicando su boca a una abertura, dijo:
—No temáis, Valentina, soy y o.
La joven se acercó.
—¡Oh, caballero! —dijo—. ¿Por qué habéis venido hoy tan tarde? ¿Sabéis
que pronto vamos a comer y que me he tenido que valer de mil medios para
desembarazarme de mi madrastra, que me espía, de mi camarera que me
persigue, y de mi hermano que me atormenta, para venir a trabajar aquí en este
bordado que temo no se acabe en mucho tiempo…? Así que os excuséis de
vuestra tardanza, me diréis qué significa ese nuevo traje que habéis adoptado, y
que casi ha sido la causa de que no os reconociera de momento.
—Querida Valentina —dijo el joven—, demasiado conocéis mi amor para
que os hable de él, y sin embargo, siempre que os veo tengo necesidad de deciros
que os adoro, a fin de que el eco de mis propias palabras me acaricie dulcemente
el corazón cuando dejo de veros. Ahora os doy mil gracias por vuestra dulce
reconvención, la cual me prueba que pensabais en mí. ¿Queríais saber la causa
de mi tardanza y el motivo de mi disfraz? Pues bien, voy a decírosla, y espero
que me excusaréis. Me he establecido.
—¿Establecido…? ¿Qué queréis decir, Maximiliano? ¿Y somos bastante
dichosos para que habléis de lo que nos concierne con ese tono de broma?
—¡Oh! Dios me libre —dijo el joven— de bromear con lo que decidirá de mi
suerte. Pero, fatigado de ser un corredor de campos, y un escalador de paredes,
espantado de la idea que me hicisteis abrigar la otra tarde de que vuestro
progenitor me haría juzgar un día como ladrón, lo cual comprometería el honor
del ejército francés, no menos espantado de la posibilidad de que se asombren de
ver eternamente rondar alrededor de este terreno, donde no hay la menor
ciudadela que sitiar o el más pequeño bloqueo que defender, a un capitán de
spahis, me he hecho hortelano, y adoptado el traje de mi profesión.
—Bueno, ¡qué locura!
—Al contrario, es la idea más feliz que he tenido en toda mi vida, porque al
menos nos deja en toda seguridad.
—Veamos, explicaos.
—Pues bien. Fui a buscar al propietario de esta huerta, el alquiler con los
antiguos inquilinos había concluido, y y o se la alquilé de nuevo. Toda esta alfalfa
me pertenece, Valentina. Nada me prohíbe que y o haga construir una cabaña
aquí cerca, y viva de aquí en adelante a veinte pasos de vos. ¡Oh!, no puedo
contener mi alegría y mi felicidad. ¿Comprendéis, Valentina, que se puedan
pagar estas cosas? Es imposible, ¿no es verdad? ¡Pues bien!, toda esta felicidad,
toda esta dicha, toda esta alegría, por las que y o hubiera dado diez años de mi
vida, me cuestan, ¿no adivináis cuánto…? Así, pues, y a lo veis. De aquí en
adelante no hay que temer. Estoy aquí en mi casa, puedo poner una escala
apoy ada contra mi tapia, y mirar por encima, y sin temor de que venga una
patrulla a incomodarme, tengo derecho a deciros que os amo, mientras no se
resienta vuestro orgullo de oír salir esa palabra de la boca de un pobre jornalero
con una gorra y una blusa.
Valentina dejó escapar un ligero grito de sorpresa, y luego, de repente, dijo
con tristeza, y como si una nube hubiese velado el ray o de sol que iluminaba su
corazón:
—¡Ay !, Maximiliano, ahora seremos demasiado libres. Nuestra felicidad nos
hará tentar a Dios. Abusaremos de nuestra seguridad, y nuestra seguridad nos
perderá.
—¿Podéis decirme eso, amiga mía, a mí, que desde que os conozco os doy
pruebas de que he subordinado mis pensamientos y mi vida a vuestra vida y
vuestros pensamientos? ¿Quién os ha dado confianza en mí? Mi honor, ¿no es así?
Cuando me dijisteis que un vago instinto os aseguraba que corríais algún peligro,
todo mi anhelo fue serviros, sin pedir otro galardón más que la felicidad de
serviros. ¿Desde este tiempo os he dado ocasión con una palabra, con una seña,
de arrepentiros por haberme preferido a los que hubieran sido felices en morir
por vos? Me dijisteis, pobre niña, que estabais prometida al señor Franz d’Epinay,
que vuestro padre había decidido esta alianza, es decir, que era segura, porque
todo lo que quiere el señor de Villefort se realiza de un modo infalible. Pues bien,
he permanecido en la sombra, esperando, no de mi voluntad ni de la vuestra, sino
de los sucesos de la providencia de Dios, y sin embargo, me amabais. Tuvisteis
piedad de mí, Valentina, y vos misma me lo habéis dicho. Gracias por esa dulce
palabra, que no os pido sino que me la repitáis de vez en cuando, y que hará que
me olvide de todo lo demás.
—Y eso es lo que os ha animado, Maximiliano, y eso mismo me proporciona
una vida dulce y desgraciada hasta tal punto que me pregunto a veces qué es lo
que vale más para mí, si el pesar que me causaba antes el rigor de mi madrastra
y su ciega preferencia a su hijo, o la felicidad llena de peligros que experimento
al veros.
—¡De peligros! —exclamó Maximiliano—, ¿sois capaz de decir una palabra
tan dura y tan injusta? ¿Habéis visto nunca un esclavo más sumiso que y o? Me
habéis permitido algunas veces la palabra, Valentina, pero me habéis prohibido
seguiros. He obedecido. Desde que encontré un medio para penetrar en esta
huerta, para hablaros a través de esta puerta, de estar, en fin, tan cerca de vos sin
veros, ¿os he pedido alguna vez que me deis vuestra mano a través de esta valla?
¿He intentado siquiera saltar esta tapia, ridículo obstáculo para mi juventud y mi
fuerza? Nunca me he quejado de vuestro rigor, nunca os he manifestado en voz
alta un deseo. He sido fiel a mi palabra, como un caballero de los tiempos
pasados. Confesad eso al menos para que no os crea injusta.
—Tenéis razón —dijo Valentina pasando por entre dos tablas el extremo de
los lindos dedos, sobre los cuales aplicó los labios Maximiliano—. Es verdad que
sois un amigo honrado. Pero, en fin, vos no habéis obrado sino por vuestro propio
interés, mi querido Maximiliano. Bien sabíais que el día en que el esclavo fuese
exigente lo perdería todo. Me prometisteis la amistad de un hermano, a mí, a
quien mi padre olvida, a quien mi madrastra persigue, y que no tengo por
consuelo más que un anciano, inmóvil, mudo, helado, cuy a mano no puede
estrechar la mía, cuy a mirada sola puede hablarme, y cuy o corazón late sin
duda por mí con un resto de calor. Amarga ironía de la suerte que me hace
enemiga o víctima de todos los que son más fuertes que y o, y que me da un
cadáver por único sostén y amigo. ¡Oh! ¡Maximiliano, Maximiliano, soy muy
desgraciada, y hacéis bien en amarme por mí y no por vos!
—Valentina —dijo el joven profundamente conmovido—, no diré que sois el
único objeto de mi cariño en el mundo, porque también amo a mi hermana y a
mi cuñado, pero es con un amor dulce y tranquilo, que nada se parece al
sentimiento que me inspiráis. Cuando pienso en vos, hierve mi sangre, mi pecho
se levanta y no puedo reprimir los latidos de mi corazón. Pero esta fuerza, este
ardor, este poder sobrehumano los emplearé únicamente en amaros hasta el día
en que me digáis que los emplee en servicio vuestro. Dicen que el señor Franz
d’Epinay estará ausente un año todavía, y en un año, ¡cuántas vicisitudes podrán
secundar nuestros proy ectos! ¡Sigamos, pues, esperando, nada más grato ni más
dulce que la esperanza! Pero, entretanto, vos, Valentina, vos que me echáis en
cara mi egoísmo, ¿qué habéis sido para mí? La bella y fría estatua de la Venus
púdica. En pago de mi cariño, de mi obediencia, de mi moderación, ¿qué me
habéis concedido?, casi nada. Me habláis del señor d’Epinay, vuestro futuro
esposo, y suspiráis con la idea de ser suy a algún día. Veamos, Valentina, ¿es eso
todo lo que siente vuestra alma? ¿Es posible que cuando y o os dedico mi vida
entera, mi alma, el latido más imperceptible de mi corazón, cuando soy todo
vuestro, cuando siento que me moriría si os perdiera, vos permanezcáis tranquila
y no os asuste la sola idea de pertenecer a otro? ¡Oh! Valentina, Valentina, si y o
estuviera en vuestro lugar, si y o supiera que era amado con la seguridad que vos
tenéis de que os amo, y a hubiera pasado cien veces mi mano por entre esas
rendijas y hubiera estrechado la mano del pobre Maximiliano, diciéndole: « Sí,
vuestra, sólo vuestra, Maximiliano, en este mundo y en el otro» .
Valentina no respondió, pero el joven la oy ó suspirar y llorar.
La reacción de Maximiliano fue instantánea.
—¡Valentina! —exclamó—. ¡Valentina!, olvidad mis palabras si en ellas ha
habido algo que pueda ofenderos.
—No —contestó ella—, tenéis razón, pero ¿no os dais cuenta de que soy una
infeliz criatura, abandonada en una casa extraña, porque mi padre es casi un
extraño para mí, criatura cuy a voluntad ha ido quebrantando día por día, hora por
hora, minuto por minuto, en el espacio de diez años, la voluntad de hierro de otros
superiores a quienes estoy sujeta? Nadie ve lo que y o sufro, y a nadie, sino a vos
lo he confiado. En apariencia y a los ojos de todo el mundo, nada se opone a mis
deseos, todos son afectuosos para mí. En realidad, todo me es hostil. El mundo
dice: « El señor de Villefort es demasiado grave y severo para ser muy cariñoso
con su hija. Pero ésta a lo menos ha tenido la felicidad de volver a encontrar en
la señora Villefort una segunda madre» . ¡Pues bien!, el mundo se equivoca, mi
padre me abandona con indiferencia, y mi madrastra me odia con un
encarnizamiento tanto más terrible cuanto más lo disimula con su eterna sonrisa.
—¿Odiaros? ¿A vos, Valentina?, y ¿cómo habría alguien que pudiera odiaros?
—Por desgracia, amigo mío —dijo Valentina—, me veo obligada a confesar
que ese odio contra mí proviene de un sentimiento casi natural. Ella adora a su
hijo, a mi hermano Eduardo.
—¿Y qué?
—Parece extraño mezclar un asunto de dinero con lo que íbamos diciendo,
pero, amigo mío, creo que éste es el origen de su odio. Como ella no tiene bienes
por su parte, y y o soy y a rica por los bienes de mi madre, los cuales se
acrecentarán con los de los señores de Saint-Merán, que heredaré algún día,
creo, ¡Dios me perdone por pensar así, que está envidiosa! Y Dios sabe si y o le
daría con gusto la mitad de esta fortuna, con tal de hallarme en casa del señor de
Villefort como una hija en casa de su padre; no vacilaría ni un instante.
—¡Pobre Valentina!
—Sí, me siento prisionera y al mismo tiempo tan débil, que me parece que
estos lazos me sostienen y tengo miedo de romperlos. Por otra parte, mi padre no
es un hombre cuy as órdenes pueda y o desobedecer impunemente. Es muy
poderoso contra mí. Lo sería contra vos y contra el mismo rey, protegido como
está por un pasado sin tacha y una posición casi inatacable. ¡Oh, Maximiliano!, os
lo juro, no me decido a luchar porque temo que, tanto vos como y o,
sucumbiríamos en la lucha.
—Pero, Valentina —repuso Maximiliano—, ¿por qué desesperar así y ver
siempre el porvenir sombrío?
—Porque lo juzgo por lo pasado, amigo mío.
—Sin embargo, veamos. Si y o no soy para vos un buen partido, desde el
punto de vista aristocrático, no obstante tengo una posición honrosa en la
sociedad. El tiempo en que había dos Francias y a no existe. Las familias más
altas de la monarquía se han fundido en las familias del Imperio, la aristocracia
de la lanza se ha unido con la del cañón. Ahora bien, y o pertenezco a esta última.
Yo tengo un hermoso porvenir en el ejército, gozo de una fortuna limitada, pero
independiente; la memoria de mi padre es venerada en nuestro país como la de
uno de los comerciantes más honrados que han existido. Digo nuestro país,
Valentina, porque se puede decir que vos también sois de Marsella.
—No me habléis de Marsella, Maximiliano. Ese solo nombre me recuerda a
mi buena madre, aquel ángel llorado por todo el mundo, y que después de haber
velado sobre su hija, mientras su corta permanencia en la tierra, vela todavía, así
lo espero al menos, y velará por siempre en el cielo. ¡Oh!, si viviera mi pobre
madre, Maximiliano, no tendría y o nada que temer, le diría que os amo, y ella
nos protegería.
—No obstante, Valentina —repuso Maximiliano—, si viviese, y o no os habría
conocido, porque, como habéis dicho, seríais feliz si ella viviera, y Valentina feliz
me hubiera contemplado con desdén desde lo alto de su grandeza.
—¡Ah!, amigo mío —exclamó Valentina—, ¡ahora sois vos el injusto! Pero
decidme…
—¿Qué queréis que os diga? —repuso Maximiliano, viendo que Valentina
vacilaba.
—Decidme —continuó la joven—, ¿ha habido en otros tiempos algún motivo
de disgusto entre vuestro padre y el mío en Marsella?
—Que y o sepa, ninguno —respondió Maximiliano—, a no ser que vuestro
padre era el más celoso partidario de los Borbones y el mío un hombre adicto al
emperador. Esto, según presumo, es la única diferencia que había entre ambos.
Pero ¿por qué me hacéis esa pregunta, Valentina?
—Voy a decíroslo —repuso ésta—, porque debéis saberlo todo. El día que
publicaron los periódicos vuestro nombramiento de oficial de la Legión de Honor,
estábamos todos en la casa de mi abuelo, señor Noirtier, donde también se
encontraba el señor Danglars, y a sabéis, ese banquero cuy os caballos estuvieron
anteay er a punto de matar a mi madrastra y a mi hermano. Yo leía el periódico
en voz alta a mi abuelo mientras los demás hablaban del casamiento probable del
señor de Morcef con la señorita Danglars. Al llegar al párrafo que trataba de vos,
y que y a había y o leído, porque desde la mañana anterior me habíais anunciado
esta buena noticia, al llegar, pues, a dicho párrafo, me sentía muy feliz…, pero
temerosa al mismo tiempo de verme obligada a pronunciar en voz alta vuestro
nombre, y es seguro que lo hubiera omitido a no ser por el temor de que diesen
una mala interpretación a mi silencio. Por lo tanto, reuní todas mis fuerzas y leí el
párrafo.
—¡Querida Valentina!
—Escuchadme. En el momento de oír vuestro nombre, mi padre volvió la
cabeza. Estaba y o tan convencida, ved si soy loca, de que este nombre había de
hacer el efecto de un ray o, que creí notar un estremecimiento en mi padre, y
aun en el señor Danglars, aunque con respecto a éste estoy segura de que fue una
ilusión de mi parte. « Morrel —dijo mi padre—, ¡espera un poco!» . Frunció las
cejas y continuó: « ¿Será éste acaso uno de esos Morrel de Marsella? ¿De esos
furiosos bonapartistas que tantos males nos causaron en 1815?» .
» —Sí —respondió Danglars—, y aun creo que es el hijo del antiguo naviero.
—Así es, en efecto —dijo Maximiliano—. ¿Y qué respondió vuestro padre?,
decid, Valentina.
—¡Oh!, algo terrible, que no me atrevo a repetir.
—No importa —dijo Maximiliano sonriendo—, decidlo todo.
—Su emperador —continuó, frunciendo las cejas—, sabía darles el lugar que
merecían a todos esos fanáticos. Les llamaba carne para el cañón, y era el único
nombre que merecían. Veo con placer que el nuevo gobierno vuelve a poner en
vigor ese saludable principio, y si para ese solo objeto reservase la conquista de
Argel, le felicitaría doblemente, aunque por otra parte nos costase un poco caro.
—En efecto, es una política un tanto brutal —dijo Maximiliano—, pero no
sintáis, querida mía, lo que ha dicho el señor de Villefort. Mi valiente padre no
cedía en nada al vuestro sobre ese punto, y repetía sin cesar: « ¿Por qué el
emperador, que tantas cosas buenas hace, no forma un regimiento de jueces y
abogados y los lleva a primera línea de fuego?» . Ya veis, amiga mía, ambas
opiniones se equilibran por lo pintoresco de la expresión y la dulzura del
pensamiento. ¿Pero qué dijo el señor Danglars, al escuchar la salida del
procurador del rey ?
—¡Oh!, empezó a reírse con esa sonrisa siniestra que le es peculiar y que a
mí me parece feroz. Pocos momentos después, se levantaron ambos y se
marcharon. Entonces únicamente conocí que mi abuelo estaba muy conmovido.
Preciso es deciros, Maximiliano, que y o sola soy la que adivina las agitaciones de
ese pobre paralítico, y creí entonces que la conversación promovida delante de
él, porque nadie hace caso del pobre abuelo, le había impresionado fuertemente,
en atención a que se había hablado mal de su emperador, y a que, según parece,
ha sido un fanático de su causa.
—En efecto —dijo Maximiliano—, es uno de los nombres conocidos del
Imperio, ha sido senador, y como sabéis, o quizá no lo sepáis, Valentina, estuvo
complicado en todas las conspiraciones bonapartistas que se hicieron en tiempo
de la Restauración.
—Sí, a veces oigo hablar en voz baja de esas cosas, que a mí se me antojan
muy extrañas. El abuelo bonapartista, el hijo realista…, en fin, ¿qué queréis…?
Entonces me volví hacia él, y me indicó el periódico con la mirada.
» —¿Qué os ocurre, querido papá? —le dije, ¿estáis contento?
» Hízome una señal afirmativa con la cabeza.
» —¿De lo que acaba de decir mi papá? —le pregunté.
» Díjome por señas que no.
» —¿De lo que ha dicho el señor Danglars?
» Otra seña negativa.
» —¿Será tal vez porque al señor Morrel —no me atreví a decir Maximiliano
— lo han nombrado oficial de la Legión de Honor? —Entonces me hizo seña de
que así era, en efecto.
» ¿Lo creeréis, Maximiliano? Estaba contento de que os hubiesen nombrado
oficial de la legión de Honor, sin conoceros. Puede ser que fuese una locura de su
parte, puesto que dicen que vuelve algunas veces a la infancia, y es por una de
las cosas que le quiero mucho.
—Es muy particular —dijo Maximiliano, reflexionando—, odiarme vuestro
padre, al contrario que vuestro abuelo… ¡Qué cosas tan raras producen esos
afectos y esos odios de partidos!
—¡Silencio! —exclamó de repente Valentina—. ¡Escondeos, huid, viene
gente! —Maximiliano cogió al instante una azada y se puso a remover la tierra.
—Señorita, señorita —gritó una voz detrás de los árboles—, la señora os busca
por todas partes. ¡Hay una visita en la sala!
—¡Una visita! —exclamó Valentina agitada—, ¿y quién ha venido a
visitarnos?
—Un gran señor, un príncipe, según dicen, el conde de Montecristo.
—Ya voy —dijo en voz alta Valentina.
Este nombre hizo estremecer de la otra parte de la valla al que el ya voy de
Valentina servía de despedida al fin de cada entrevista.
—¡Qué es esto! —dijo Maximiliano apoy ándose en actitud de meditación
sobre la azada—, ¿cómo conoce el conde de Montecristo al señor de Villefort?
Capítulo XI
Toxicología
Enseñor
efecto, el conde de Montecristo era quien acababa de entrar en casa del
de Villefort, con el objeto de devolver al procurador del rey la visita que
éste le había hecho, y como es de suponer, toda la casa se puso en movimiento al
escuchar su nombre.
La señora de Villefort, que estaba sola en el salón cuando anunciaron al
conde, hizo venir al instante a su hijo, para que el niño reiterase sus gracias al
conde, y Eduardo, que no había dejado de oír hablar del gran personaje durante
dos días, se apresuró a presentarse, no por obedecer a su madre ni por dar las
gracias a Montecristo, sino por curiosidad y para hacer alguna observación a la
cual pudiera acompañar uno de los gestos que hacía decir a su madre: « ¡Oh!
¡Qué muchacho tan malo; pero bien merece que le perdonen, porque tiene tanto
talento…!» .
Tras de los primeros saludos de rigor, preguntó el conde por el señor de
Villefort.
—Mi esposo come hoy en casa del señor canciller —respondió la joven—,
acaba de salir en este momento y estoy segura de que sentirá infinito no haber
tenido el honor de veros.
Otros dos personajes que habían precedido al conde en el salón y que lo
devoraban con los ojos, se retiraron después del tiempo razonable exigido a la vez
por la cortesía y la curiosidad.
—A propósito, ¿qué hace tu hermana Valentina? —dijo la señora de Villefort a
Eduardo—; que la avisen de que quiero tener el honor de presentarla al señor
conde.
—¿Tenéis una hija, señora? —inquirió el conde—, será todavía una niña.
—Es la hija del señor de Villefort —replicó la señora—, hija del primer
matrimonio, esbelta y hermosa figura.
—Pero melancólica —interrumpió el joven Eduardo arrancando, para
adornar su sombrero, las plumas de la cola de un precioso guacamay o, que gritó
de dolor en el travesaño dorado de su jaula.
La señora de Villefort se contentó con decir:
—Silencio, Eduardo.
Luego añadió:
—Este locuelo casi tiene razón, y repite lo que me ha oído decir muchas
veces con amargura, porque la señorita de Villefort, a pesar de cuanto hacemos
por distraerla, tiene un carácter triste y un humor taciturno que perjudica muchas
veces el efecto de su belleza. Pero veo que no viene, Eduardo; ve a ver la causa
de ello.
—Es que la buscan donde no está.
—¿Dónde la buscan?
—En el cuarto del abuelo Noirtier.
—¿Y tú opinas que no está allí?
—No, no, no, no, no está allí —respondió Eduardo tarareando.
—¿Y dónde está?, si lo sabes, dilo.
—Está debajo del castaño grande —continuó el travieso niño presentando, a
pesar de los gritos de su madre, una porción de moscas vivas al guacamay o, que
parecía muy ansioso de esta clase de caza.
La señora de Villefort alargó la mano hacia el cordón de la campanilla para
indicar a su doncella el sitio donde podría encontrar a Valentina, cuando ésta se
presentó.
La joven parecía estar triste, y observándola detenidamente se hubiera
podido descubrir en sus ojos las huellas de sus lágrimas.
Valentina, a quien, llevados por la rapidez de la narración, hemos presentado
a nuestros lectores sin darla a conocer, era una alta y esbelta joven de diecinueve
años, con pelo castaño claro, ojos de un azul inteso, continente lánguido, y en el
cual resaltaba aquella exquisita elegancia que caracterizaba a su madre. Sus
manos blancas y afiladas, su cuello nacarado, sus mejillas teñidas de un color
imperceptible, le daban a primera vista el aire de esas hermosas inglesas a
quienes se ha comparado bastante poéticamente, en sus movimientos, con los
cisnes.
Entró, pues, y al ver al lado de su madre al personaje de quien tanto había
oído hablar, saludó sin ninguna timidez propia de su edad, y sin bajar los ojos, con
una gracia tal, que redobló la atención del conde.
Este se levantó.
—La señorita de Villefort, mi hijastra —dijo la señora de Villefort a
Montecristo, que se inclinó hacia adelante, presentando la mano a Valentina.
—Y el señor conde de Montecristo, rey de la China y emperador de la
Cochinchina —dijo el pilluelo, dirigiendo a su hermana una mirada socarrona.
Esta vez la señora de Villefort se puso lívida y estuvo a punto de irritarse
contra aquella plaga doméstica que respondía al nombre de Eduardo, pero el
conde se sonrió y miró al muchacho con complacencia, lo cual elevó a su madre
al colmo del entusiasmo.
—Pero, señora —dijo el conde reanudando la conversación y mirando
alternativamente a la madre y a la hija—, y o he tenido el honor de veros en
alguna otra parte con esta señorita. Desde que entré, pensé en ello, y cuando se
presentó esta señorita, su vista ha sido una nueva luz que ha venido a iluminar un
porvenir confuso, dispensadme por la expresión.
—No es probable, caballero, la señorita de Villefort es poco aficionada a la
sociedad, y nosotros salimos muy rara vez —dijo la joven esposa.
—Sin embargo, no es en sociedad donde he visto a esta señorita y a vos,
señora, y también a este gracioso picaruelo. La sociedad parisiense, por otra
parte, me es absolutamente desconocida, porque creo haber tenido el honor de
deciros que hace muy pocos días estoy en París. No, permitidme que
recuerde…, esperad… —y el conde llevó su mano a la frente como para
coordinar las ideas—. No, es en otra parte…, es en… y o no sé… pero me parece
que este recuerdo es inseparable de un sol brillante y de una especie de
solemnidad religiosa… La señorita tenía flores en la mano, el niño corría detrás
de un hermoso pavo real en un jardín, y vos, señora, estabais debajo de un
emparrado… Ay udadme, señora, ¿no os recuerda nada todo lo que os digo?
—De veras que no —respondió la señora de Villefort—, y sin embargo, me
parece que si os hubiese visto en alguna parte, vuestro recuerdo estaría presente
en mi memoria.
—El señor conde nos habrá visto quizás en Italia —dijo tímidamente
Valentina.
—En efecto, en Italia…, es muy posible —dijo Montecristo—. ¿Habéis
viajado por Italia, señorita?
—La señora y y o estuvimos allí hace dos meses. Los médicos temían que
enfermase del pecho, y me recomendaron los aires de Nápoles. Pasamos por
Bolonia, Perusa y Roma.
—¡Ah!, es verdad, señorita —exclamó Montecristo, como si aquella simple
indicación hubiese bastado para fijar todos sus recuerdos—. Fue en Perusa, el día
del Corpus, en el jardín de la fonda del Correo donde la casualidad nos reunió a
vos, a esta señorita, vuestro hijo y a mí, donde recuerdo haber tenido el honor de
veros.
—Yo recuerdo perfectamente a Perusa, caballero, la fonda y la fiesta de que
habláis —dijo la señora de Villefort—, pero por más que me esfuerzo, me
avergüenzo de mi poca memoria, no recuerdo haber tenido el honor de veros.
—Es muy extraño, ni y o tampoco —dijo Valentina levantando sus hermosos
ojos y mirando a Montecristo.
Eduardo dijo:
—Yo sí me acuerdo.
—Voy a ay udaros —dijo el conde—. El día había sido muy caluroso, os
hallabais esperando y los caballos no venían a causa de la solemnidad. La
señorita se internó en lo más espeso del jardín, y el niño desapareció corriendo
detrás del pájaro.
—Y le cogí, mamá, ¿no lo acuerdas? —dijo Eduardo—, ¡vay a!, como que le
arranqué tres plumas de la cola.
—Vos, señora, os quedasteis debajo de una parra. ¿No recordáis mientras
estabais sentada en un banco de piedra y mientras que, como os digo, la señorita
de Villefort y vuestro hijo estaban ausentes, de haber hablado mucho tiempo con
alguien?
—Desde luego —dijo la señora de Villefort poniéndose colorada—, con un
hombre envuelto en una gran capa…, con un médico, según creo.
—Justamente, señora, aquel hombre era y o. En los quince días que hacía que
me alojaba en la fonda, curé a mi ay uda de cámara de calentura y al fondista de
ictericia, de suerte que me tenían en el concepto de un médico famoso.
Hablamos mucho tiempo de diferentes cosas, del Perugino, de Rafael, de
costumbres, de modas, de aquella famosa agua tofana, cuy o secreto, según creo,
os habían dicho varias personas que se conservaba todavía en Perusa.
—¡Ah, es verdad! —dijo vivamente la señora de Villefort con cierta inquietud
—, ahora recuerdo.
—Yo no sé y a lo que vos me dijisteis detalladamente, señora —replicó el
conde con una tranquilidad perfecta—, pero participando del error general, me
consultasteis sobre la salud de la señorita de Villefort.
—Como vos erais médico —dijo la señora de Villefort— puesto que habíais
curado varios enfermos…
—Molière o Beaumarchais, señora, os habrían respondido que justamente
porque no lo era, no he curado a mis enfermos, sino que mis enfermos se han
curado. Yo me contentaré con deciros que he estudiado bastante a fondo la
química y las ciencias naturales, pero sólo como aficionado…, y a
comprenderéis.
En este momento dieron las seis.
—Son las seis —dijo la señora de Villefort, con visibles muestras de agitación
—, ¿no vais a ver si come y a vuestro abuelo, Valentina?
La joven se puso en pie y saludando al conde salió de la sala sin pronunciar
una palabra.
—¡Oh! Dios mío, señora, ¿sería por mi causa por lo que despedís a la señorita
de Villefort? —dijo el conde, así que Valentina hubo salido.
—No lo creáis —repuso vivamente la joven—, pero ésta es la hora en que
hacemos que den al señor Noirtier la comida que sostiene su triste existencia. Ya
sabéis, caballero, en qué lamentable estado se encuentra mi suegro.
—Sí, señora, el señor de Villefort me ha hablado de ello, una parálisis, según
creo.
—¡Ay !, el pobre anciano está sin movimiento, sólo el alma vela en esa
máquina humana, pálida y temblorosa como una lámpara pronta a extinguirse.
Mas perdonad que os hable de nuestros infortunios domésticos, os he
interrumpido en el momento en que me decíais que erais un hábil químico.
—No he dicho y o eso, señora —respondió Montecristo sonriéndose—. He
estudiado la química, porque, decidido a vivir en Oriente, he querido seguir el
ejemplo del rey Mitrídates.
—Mithridates, rex Ponticus —dijo el niño, cortando de un magnífico álbum
unos dibujos de paisaje que iba doblando y guardando en el bolsillo.
—¡Eduardo, no seas malo! —exclamó la señora de Villefort arrebatando el
mutilado libro de las manos de su hijo—. Eres insoportable, nos aturdes, déjanos,
ve con Valentina al cuarto del abuelito Noirtier.
—¡El álbum…! —dijo Eduardo.
—¿Qué quieres decir, el álbum?
—Sí, sí, quiero el álbum…
—¿Por qué has cortado los dibujos?
—Porque me da la gana.
—Vete, ¡vete!
—No, no, no me iré hasta que me des el álbum —dijo el niño acomodándose
en un sillón, fiel siempre a su costumbre de no ceder nunca.
—Toma, y déjanos en paz —dijo la señora de Villefort; y dio el álbum a
Eduardo, que salió acompañado de su madre.
El conde siguió con la vista a la señora de Villefort.
—Veamos si cierra la puerta —murmuró.
Hízolo la señora de Villefort con mucho cuidado, al volver a entrar. El conde
no pareció darse cuenta de ello.
Después dirigió una mirada a su alrededor, y volvió a sentarse en su butaca.
—Permitidme que os haga observar, señora —dijo el conde con aquella
bondad que y a nos es conocida—, que sois muy severa con ese niño encantador.
—Es necesario, caballero —replicó la señora de Villefort, con un verdadero
aplomo de madre.
—Le habéis interrumpido precisamente cuando pronunciaba una frase que
prueba que su preceptor no ha perdido el tiempo con él, y que vuestro hijo está
muy adelantado para su edad.
—¡Oh!, sí. Tiene mucha facilidad y aprende todo lo que quiere. No tiene más
defectos que ser muy voluntarioso, pero, a propósito de lo que decía, ¿creéis vos,
por ejemplo, señor conde, que Mitrídates emplease aquellas precauciones y que
pudieran ser eficaces?
—Con tanta más razón, señora, cuanto que y o las he empleado para no ser
envenenado en Palermo, Nápoles y Esmirna, es decir, en tres ocasiones donde, a
no ser por esa precaución, hubiera perecido.
—¿Y os salió bien?
—Completamente.
—Sí, es verdad. Me acuerdo de que en Perusa me contasteis una cosa
parecida.
—¡De veras! —exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida
—, pues y o no lo recuerdo.
—Os pregunté si los venenos obraban lo mismo y con la misma energía sobre
los hombres del Norte que sobre los del Mediodía, y me respondisteis que los
temperamentos fríos y linfáticos de los septentrionales no presentan la misma
disposición que la enérgica naturaleza de los meridionales.
—Es cierto —dijo Montecristo—, y o he visto a rusos devorar sustancias
vegetales que hubiesen matado infaliblemente a un napolitano o a un árabe.
—¿Conque vos creéis que el resultado sería aún más seguro en nosotros que
en los orientales y en medio de nuestras nieblas y lluvias, un hombre se
acostumbraría más fácilmente que bajo un clima caliente a esa absorción
progresiva del veneno?
—Seguramente. Por más que uno ha de estar preparado contra el veneno a
que se hay a acostumbrado.
—Sí, comprendo. ¿Y cómo os acostumbraríais vos, por ejemplo, o más bien,
cómo os habéis acostumbrado?
—Nada más fácil. Suponed que vos sabéis de antemano qué veneno deben
usar contra vos…, suponed que este veneno sea…, la brucina, por ejemplo…
—Sí, que se extrae de la falsa angustura, según creo —dijo la señora de
Villefort.
—Exacto, señora —respondió Montecristo—, pero veo que me queda muy
poco que enseñaros; recibid mi enhorabuena, semejantes conocimientos son
muy raros en las mujeres.
—¡Oh!, lo confieso —dijo la señora de Villefort—, soy muy aficionada a las
ciencias ocultas, que hablan a la imaginación como una poesía y se resuelven en
cifras como una ecuación algebraica; pero continuad, os suplico, lo que me decís
me interesa sobremanera.
—¡Pues bien! —repuso Montecristo—, suponed que este veneno sea la
brucina, por ejemplo, y que tomáis un miligramo el primer día. Dos miligramos
el segundo; pues bien, al cabo de diez días tendréis un centigramo. Al cabo de
veinte días, aumentando otro miligramo el segundo, tendréis tres centigramos, es
decir, una dosis que toleraréis sin inconvenientes, y que sería muy peligrosa para
otra persona que no hubiese tomado las mismas precauciones que vos. En fin, al
cabo de un mes, bebiendo agua en la misma jarra, mataréis a la persona que
hay a bebido de aquella agua, al mismo tiempo que vos, notaréis sólo un poco de
malestar, producido por una sustancia venenosa mezclada en aquella agua.
—¿No conocéis otro contraveneno?
—No conozco ningún otro.
—Yo había leído varias veces esa historia de Mitrídates —dijo la señora de
Villefort pensativa—, y la había tomado por una fábula.
—No, señora, como una excepción en la historia, es verdad. Pero lo que me
decís, señora, lo que me preguntáis, no es el resultado de una pregunta
caprichosa, puesto que hace dos años me habéis hecho preguntas idénticas y me
habéis dicho que esa historia de Mitrídates os tenía hacía tiempo preocupada.
—Es verdad, caballero, los dos estudios favoritos de mi juventud han sido la
botánica y la mineralogía, y cuando he sabido más tarde que el use de los
simples explicaba a menudo toda la historia y toda la vida de las gentes de
Oriente, como las flores explican todo su pensamiento amoroso, sentí no ser
hombre para llegar a ser un Flamel, un Fontana o un Cabanis.
—Tanto más, señora —respondió Montecristo— cuanto que los orientales no
se limitan como Mitrídates, a hacer de los venenos una coraza. Hacen también de
él un puñal. En sus manos la ciencia no es sólo una arma defensiva, sino a veces
ofensiva. La una les sirve contra sus sufrimientos, la otra contra sus enemigos.
Con el opio, la belladona, el hachís, procuran en sueños la felicidad que Dios les
ha negado en realidad; con la falsa angustura, el leño colubrino y el laurel,
adormecen a los que quieren. No hay una sola de esas mujeres, egipcia, turca o
griega, que dicen la buenaventura, que no sepa asuntos de química con que dejar
estupefacto a un médico, y en materia de psicología, con que espantar a un
confesor.
—¿De veras? —exclamó la señora de Villefort, cuy os ojos brillaban durante
este coloquio con el conde.
—¡Oh!, sí, señora —continuó Montecristo—. Los dramas secretos de Oriente
se desenvuelven de este modo, desde la planta que hace morir, desde el brebaje
que abre el cielo hasta el que sumerge a un hombre en el infierno. Tienen tantas
rarezas de este género como caprichos hay en la naturaleza humana, física y
moral, y diré más, el arte de estos químicos sabe aplicar admirablemente el
remedio y el mal a sus necesidades de amor o a sus deseos de venganza.
—Pero, caballero —repuso la joven—, esas sociedades orientales, en medio
de las cuales habéis pasado una parte de vuestra vida, son fantásticas como los
cuentos que hemos oído de su hermoso país. Allí se puede suprimir a un hombre
impunemente, ¿conque es verdadero el Bagdad o el Bassora del señor Galland?
Los sultanes y visires que gobiernan esas sociedades, y que constituy en lo que se
llama en Francia el gobierno, son otros Harum-al-Ratschild y Giaffar, que no
sólo perdonan al envenenador, sino que lo hacen primer ministro, si el crimen ha
sido ingenioso, y en este caso hacen grabar la historia en letras de oro para
divertirse en sus horas de tedio.
—No, señora, lo fantástico no existe ni en Oriente; allí hay también personas
disfrazadas bajo otro nombre y ocultas bajo otros trajes, comisarios de policía,
jueces de instrucción y procuradores del rey. Allí se ahorca, se decapita, y se
empala a los criminales. Aquí un necio poseído del demonio del odio, que tiene
un enemigo que destruir o un pariente que aniquilar, se dirige a una droguería, y
bajo otro nombre que el suy o propio, compra bajo el pretexto de que las ratas le
impiden dormirse, cinco o seis dracmas de arsénico. Si es hombre diestro, va a
cinco o seis droguerías, y en cada una compra la misma cantidad. Tan pronto
como tiene en sus manos el específico, administra a su enemigo, o a su pariente,
una dosis que haría reventar a un elefante, y que hace dar tres o cuatro aullidos a
la víctima, y todo el barrio se alarma. Entonces viene una nube de agentes de
policía y de gendarmes, buscan un médico, que abre al muerto y extrae del
estómago o de las vísceras el arsénico. Al día siguiente, cien periódicos cuentan
el hecho con el nombre de la víctima o del asesino. Aquella misma noche los
drogueros prestan su declaración y afirman: « Yo fui quien vendí a este caballero
el arsénico» , y en lugar de reconocer a uno solo, tienen que reconocer a veinte
por habérselo vendido. Entonces el criminal es preso, interrogado, confundido,
condenado y guillotinado. O si es una mujer, la encierran por toda su vida. Así es
como vuestros septentrionales entienden la química, señora. No obstante, Desrues
sabía más que todo esto, debo confesarlo.
—¿Qué queréis, caballero? —dijo riendo la joven—, cada cual hace lo que
puede. No todos poseen el secreto de los Médicis o de los Borgias.
—Ahora bien —dijo el conde encogiéndose de hombros—, ¿queréis que os
diga la causa de todas esas torpezas…? Que en vuestros teatros, según he podido
juzgar y o mismo ley endo las obras que en ellos se representan, se ve siempre
beber un pomo de veneno o chupar el guardapelo de una sortija, y caer al punto
muertos. Cinco minutos después se baja el telón, los espectadores se dispersan.
Siempre se ignoran las consecuencias del asesinato. Nunca se ve al comisario de
policía con su banda, ni a un cabo con cuatro soldados, y esto autoriza a muchas
pobres personas a creer que las cosas ocurren de esta manera. Pero salid de
Francia, id, por ejemplo, a Alepo, o a El Cairo, en fin, a Nápoles o a Roma y
veréis pasar por las calles personas firmes, llenas de salud y vida, y si estuviese
por allí algún genio fantástico, podría deciros al oído: « Ese caballero está
envenenado hace tres semanas, y dentro de un mes habrá muerto
completamente» .
—Entonces —dijo la señora de Villefort—, ¿habrán encontrado la famosa
agua-tofana, que suponían perdida en Perusa?
—¡Oh!, señora, ¿puede perderse acaso algo entre los hombres? Las artes se
siguen unas a otras, y dan la vuelta al mundo, las cosas mudan de nombre, y el
vulgo es engañado, pero siempre el mismo resultado, es decir, el veneno. Cada
veneno obra particularmente sobre tal o cual órgano. Uno sobre el estómago, otro
sobre el cerebro, otro sobre los intestinos. ¡Pues bien!, el veneno ocasiona una tos,
esta tos una fluxión de pecho a otra enfermedad, inscrita en el libro de la ciencia,
lo cual no le impide ser mortal, y aunque no lo fuese, lo sería gracias a los
remedios que le administran los sencillos médicos, muy malos químicos en
general, y ahí tenéis a un hombre muerto en toda la regla, con el cual nada tiene
que ver la justicia, como decía un horrible químico amigo mío, el excelente
abate Adelmonte de Taormina, en Sicilia, el cual había estudiado toda clase de
fenómenos.
—Eso es espantoso, pero admirable —repuso la joven—. Yo creía, lo
confieso, que todas estas historias eran invenciones medievales.
—Sí, sin duda alguna, pero que se han perfeccionado en nuestros días. ¿Para
qué queréis que sirva el tiempo, las medallas, las cruces, los premios de
Monthy on, si no es para hacer llegar a la sociedad a su más alto grado de
perfección? Ahora, pues, el hombre no será perfecto hasta que sepa crear y
destruir como Dios. Ya sabe destruir, luego tiene andado la mitad del camino.
—De suerte que —replicó la señora de Villefort haciendo que la conversación
recay era al objeto que ella deseaba—, los venenos de los Borgias, de los Médicis,
de los René, de los Ruggieri, y probablemente más tarde del barón Trenck, de
que tanto han abusado el drama moderno y las novelas…
—Eran objetos de arte, señora, nada más que eso —repuso el conde—.
¿Creéis que el verdadero sabio se dirige únicamente al mismo individuo? No. La
ciencia gusta de aventuras, de caprichos, si así puede decirse. Ese excelente
abate Adelmonte, de quien os hablaba hace poco, había hecho sobre este punto
asombrosos experimentos.
—¿De veras?
—Sí, os citaré uno solo… Poseía un hermoso huerto lleno de legumbres, de
flores y de frutos; entre ellos elegía uno cualquiera, por ejemplo, una lechuga.
Por espacio de tres días la regaba con una solución de arsénico, al tercero la
lechuga se ponía y a amarillenta, es decir, había llegado el momento de cortarla.
Para todos parecía madura y conservaba una apariencia apetitosa. Solamente
para el abate Adelmonte estaba emponzoñada. Entonces la llevaba a su casa,
cogía un conejo, habéis de saber que el abate tenía una colección de conejos,
liebres y gatos, que no desmerecía de su colección de legumbres, flores y frutas.
Cogía, pues, un conejo y le hacía comer una hoja de aquella lechuga. El conejo,
por supuesto, se moría. ¿Qué jueces de Instrucción, ni qué procurador del rey va
ahora a averiguar la causa de la muerte de un conejo? Nadie. Conque y a
tenemos al conejo muerto. Después de esto, lo hace desollar por su cocinera, y
arroja los intestinos sobre un montón de estiércol. Sobre este estiércol hay una
gallina, come estos intestinos, cae enferma a su vez y muere al día siguiente. En
el momento en que lucha con las convulsiones de la agonía pasa por allí un buitre,
que en el país de Adelmonte hay muchos, se arroja sobre el cadáver, lo conduce
entre sus garras a una roca y se lo come. Al cabo de tres días, el pobre buitre,
que después de esta comida se encontró algo indispuesto, siente una especie de
aturdimiento, justamente cuando se hallaba entre una nube, muere allí mismo y
cae en vuestro estanque. Los sollos, las anguilas y las lampreas le comen
ávidamente, y a sabéis que todos estos pescados son muy aficionados a las
carnes. Ahora bien, suponed que al día siguiente os sirven en la mesa una de esas
anguilas, uno de esos sollos o de esas lampreas, envenenados hasta la cuarta
generación; entonces vuestro convidado será envenenado a la quinta, y morirá al
cabo de ocho días de dolores de entrañas, de males de corazón. Muere en uno de
sus accesos. Le hacen la autopsia al cadáver, y los médicos dirán:
—El pobre señor ha fallecido a causa de un tumor en el hígado, o de una
fiebre tifoidea.
—Pero —dijo la señora de Villefort— todas esas circunstancias, encadenadas
unas a otras, pueden ser destruidas por el menor accidente. Puede muy bien
ocurrir que el buitre no pase a tiempo o caiga a cien pasos del estanque.
—¡Ah!, justamente, en eso es en lo que consiste el arte. Para ser un gran
químico en Oriente es preciso saber dirigir la casualidad, así es como se obtienen
los más difíciles resultados.
La señora de Villefort permanecía pensativa y escuchaba con gran atención.
—Pero —dijo— el arsénico es indeleble. De cualquier manera que se le
tome, siempre se encuentra en el cuerpo del hombre, si es que se toma una
cantidad suficiente para que pueda causar la muerte.
—¡Bien! —exclamó Montecristo—, eso fue lo que y o dije al abate
Adelmonte. Reflexionó un instante y me respondió con un proverbio siciliano
que, según creo, es también proverbio francés: « Hijo mío, el mundo no se hizo
en un día, sino en siete. Volved, pues, el domingo» .
» Volví al domingo siguiente. En lugar de regar su lechuga con arsénico, la
regó con una solución de sales, cuy a base era de estricnina, Strichnina colubrina,
como dicen los eruditos. Esta vez la lechuga estaba perfectamente sana a la vista.
Así, pues, el conejo no sospechó nada, y a los cinco minutos estaba muerto. La
gallina comió el conejo, y al día siguiente dejó de existir. Entonces nosotros
hicimos las veces de buitres, cogimos la gallina y la abrimos. Ya habían
desaparecido todos los síntomas particulares y no quedaban más que los síntomas
generales. Ninguna indicación particular en ningún órgano, irritación del sistema
nervioso y nada más. La gallina no había sido envenenada, había muerto de
apoplejía. Es un caso raro en las gallinas, lo sé, pero muy común en los hombres.
La señora de Villefort parecía cada vez más pensativa.
—Es una dicha —dijo—, que tales sustancias no puedan ser preparadas más
que por químicos, si no la mitad del mundo envenenaría a la otra mitad.
—Por químicos o personas que se ocupan de la química —repuso
cándidamente Montecristo.
—Y después de todo —dijo la señora de Villefort—, por bien preparado que
esté, el crimen siempre es crimen. Y si se libra de la investigación humana, no le
sucede otro tanto con la mirada de Dios. Los orientales son más sabios que
nosotros en punto a conciencia, y han suprimido prudentemente el infierno.
—¡Oh!, señora, ese es un escrúpulo que debe brotar naturalmente en un alma
honrada como la vuestra, pero que desaparecería pronto con el raciocinio. El
lado peor del pensamiento humano estará siempre resumido en esta paradoja de
Juan Jacobo Rousseau, el mandarín a quien se mata a cinco mil leguas
levantando el extremo del dedo. La vida del hombre transcurre haciendo estas
cosas, y su inteligencia se agota en pensarlas. Pocas personas conoceréis que
vay an a clavar brutalmente un cuchillo en el corazón de su semejante, o que le
administren para hacerle desaparecer de la superficie del globo, la cantidad de
arsénico que decíamos hace poco. Para llegar a este punto es menester que la
sangre se caliente a treinta y seis grados, que el pulso descienda a noventa
pulsaciones, y que el alma salga de sus límites ordinarios. Pero si pasando de
palabra al sinónimo, hacéis una sencilla eliminación, en lugar de cometer
asesinato innoble, si apartáis pura y sencillamente de vuestro camino al que os
incomode, y esto sin choque, sin violencia, sin el aparato de esos padecimientos
que hacen de la víctima un mártir y del que obra un carnicero, en toda la
extensión de la palabra, si no hay sangre, ni aullidos, ni contorsiones, ni sobre todo
esa horrible instantaneidad del asesinato, entonces os libertáis de la ley humana
que os dice: « ¡No turbes la sociedad…!» . Este es el modo como proceden los
orientales, personajes graves y flemáticos, que se inquietan muy poco de las
cuestiones de tiempo en los casos de cierta importancia.
—Pero queda la conciencia —dijo la señora de Villefort con voz conmovida
y un suspiro ahogado.
—Sí —dijo Montecristo—, sí, por fortuna queda la conciencia, sin la cual
sería uno muy desgraciado. Después de toda acción un poco vigorosa, la
conciencia es la que nos salva, porque nos provee de mil disculpas de que sólo
nosotros somos jueces, disculpas que, por excelentes que sean para conservar el
sueño, serían mediocres ante un tribunal para conservaros la vida. Así, pues,
Ricardo III, por ejemplo, tuvo que agradecer mucho a su conciencia después de
la muerte de los dos hijos de Eduardo IV. En efecto, podía decir para sí: Estos dos
hijos de un rey cruel, perseguidos y que habían heredado los vicios de su padre,
que y o sólo he sabido reconocer en sus inclinaciones juveniles, estos dos niños
me molestaban para hacer la felicidad del pueblo inglés, cuy a desgracia habrían
causado infaliblemente.
» Igualmente debía estar agradecida a su conciencia lady Macbeth, que
quería dar un trono, no a su marido, sino a su hijo. ¡Ah!, el amor maternal es una
virtud tan grande, un móvil tan poderoso que hace perdonar muchas cosas. Así,
pues, muerto Duncan, lady Macbeth hubiera sido desgraciada a no ser por su
conciencia.
La señora de Villefort absorbía con avidez estas espantosas palabras
pronunciadas por el conde con aquella ironía sencilla que le era peculiar.
Después de una pausa, dijo:
—¿Sabéis, señor conde, que sois un terrible argumentista y que veis el mundo
bajo un aspecto algún tanto lívido? Teníais razón, sois un gran químico, y aquel
elixir que hicisteis tomar a mi hijo, y que tan rápidamente le devolvió la vida…
—¡Oh!, no os fiéis de eso, señora —dijo Montecristo—; una gota de aquel
elixir bastó para devolver la vida a aquel niño que se moría, pero tres gotas
habrían hecho que la sangre se agolpara a sus pulmones y le hubieran causado un
desmay o muchísimo más grave que aquel en que se hallaba; diez, en fin, le
hubieran muerto en el acto. Bien visteis, señora, cuán rápidamente le aparté de
aquellos frascos que tuvo la imprudencia de tocar.
—¿Acaso es algún terrible veneno?
—¡Oh, no! En primer lugar es menester que sepáis que la palabra veneno no
existe, puesto que en medicina se sirven de los venenos más violentos, que llegan
a ser remedios saludables por la manera con que son administrados.
—¿Y entonces de qué se trataba?
—Una magnífica preparación de mi amigo, el abate Adelmonte, de la cual
me enseñó a usar.
—¡Oh! —dijo la señora de Villefort—, debe ser un excelente
antiespasmódico.
—Magnífico, señora, y a lo visteis —respondió el conde—, y y o hago de él un
use bastante frecuente, con toda la prudencia posible, se entiende —añadió
riendo.
—Lo creo —replicó la señora de Villefort en el mismo tono—. En cuanto a
mí, tan nerviosa y tan propensa a desmay arme, necesitaría de un doctor
Adelmonte para que me inventase los medios de respirar libremente y me
tranquilizase sobre el temor que experimento de morir un día ahogada.
Entretanto, como la cosa es difícil de encontrar en Francia, y vuestro abate no
estará dispuesto a hacer por mí un viaje a París, me atengo a los
antiespasmódicos del señor Blanche, y las gotas de Hoffman desempeñan un
gran papel en mi organismo. Mirad, aquí tenéis unas pastillas que preparan para
mí expresamente, tienen doble dosis.
Montecristo abrió la caja de concha que le presentaba la joven, y aspiró el
olor de las pastillas como experto digno de apreciar aquella preparación.
—Son exquisitas —dijo—, pero es preciso tragarlas, cosa imposible en las
personas desmay adas. Prefiero mi específico.
—¡Oh!, y o también lo preferiría, después de los efectos que he visto. Pero sin
duda será un secreto, y y o no soy tan indiscreta que os lo vay a a pedir.
—Pero y o, señora —dijo Montecristo levantándose de su asiento—, soy lo
suficientemente galante para ofrecéroslo.
—¡Oh!, caballero.
—Acordaos de una cosa, y es que, en pequeñas dosis, es un remedio; en
grandes dosis, un veneno. Una gota devuelve la vida, como habéis visto; cinco o
seis matarían infaliblemente de una manera tanto más terrible que derramadas
en un vaso de vino no cambiarían nada el gusto. Pero me detengo, señora, diríase
que os quiero aconsejar.
Acababan de dar las diez y media y anunciaron una amiga de la señora de
Villefort que venía a comer con ella.
—Si y o tuviera el honor de veros por tercera o cuarta vez, señor conde, en
vez de ser la segunda —dijo la señora de Villefort—, si tuviese el honor de ser
vuestra amiga, en lugar de ser sólo vuestra deudora, insistiría en que os quedaseis
a comer, y no me dejaría abatir por la primera negativa.
—Mil gracias, señora —respondió Montecristo—, tengo un compromiso al
cual no puedo faltar. Prometí llevar al teatro a una princesa griega que aún no ha
visto la ópera, y que cuenta conmigo para ir esta noche.
—Os dejo ir, caballero, pero no olvidéis mi receta.
—¿Cómo es posible, señora? Para ello tendría que olvidar la hora de
conversación que acabo de tener a vuestro lado, lo cual es enteramente
imposible.
Montecristo saludó y salió.
La señora de Villefort se quedó reflexionando.
—¡Qué hombre tan extraño! —dijo—, debiera llamarse también Adelmonte.
Para Montecristo, el resultado fue mejor de lo que él esperaba.
—Veamos —dijo, al tiempo de marcharse—, éste es buen terreno. Estoy
convencidísimo de que cualquier clase de grano que en él se siembre, produce
inmediatamente su fruto.
Y al otro día, fiel a su promesa, envió a la señora de Villefort la receta que le
había prometido.
Capítulo XII
Roberto el diablo
Elhabía
pretexto de ir a la ópera fue tanto más oportuno cuanto que aquella noche
gran función en la Academia Real de Música. Levasseur, después de
una larga indisposición, se presentó en el papel de Beltrán, y como de costumbre
la obra del maestro a la moda atrajo al teatro la sociedad más brillante de París.
Morcef, como la may or parte de los jóvenes ricos, tenía su palco de orquesta;
además el de diez personas conocidas, sin contar con aquel a que tenía derecho,
es decir, al de los calaveras de buen tono.
Château-Renaud ocupaba el palco próximo al suy o.
Beauchamp, como periodista, era rey del salón, y tenía sitio en todas partes.
Aquella noche Luciano Debray tenía a su disposición el palco del ministro, y
lo había ofrecido al conde de Morcef, el cual, no habiendo querido ir Mercedes,
lo había enviado a Danglars, mandándole decir que tal vez él iría a hacer aquella
noche una visita a la baronesa y a su hija si querían aceptar el palco que les
ofrecía. La señora Danglars y su hija aceptaron.
Por lo que a Danglars se refiere, había declarado que sus principios políticos
y su calidad de diputado de la oposición no le permitían ir al palco del ministro.
La baronesa escribió a Luciano suplicándole que fuese a buscarla, puesto que no
podía ir a la ópera sola con Eugenia.
En efecto, si las dos mujeres hubiesen ido solas, habrían creído esto de mal
tono, al paso que y endo la señorita Danglars con su madre y el amante de su
madre, nada había y a que objetar.
Levantóse el telón, como de costumbre, ante un salón casi vacío.
También es una de las costumbres del mundo parisiense, llegar al teatro
cuando la función ha empezado. De aquí resulta que el primer acto transcurre de
parte de los espectadores que van llegando, no en mirar o escuchar la pieza, sino
en mirar entrar a los espectadores que llegan, y no oír más que el ruido de las
puertas y el de las conversaciones.
—¡Cómo! —dijo Alberto de repente, al ver abrirse un palco principal—.
¡Cómo! ¡La condesa G…!
—¿Quién es esa condesa G…? —preguntó Château-Renaud.
—¡Oh!, barón, ésa es una pregunta que no os perdono. ¿Me preguntáis quién
es la condesa G…?
—¡Ah!, es verdad —dijo Château-Renaud—, ¿no es esa encantadora
veneciana?
—Justamente.
En aquel momento la condesa G… reparó en Alberto, y cambió con él un
saludo acompañado de una sonrisa.
—¿La conocéis? —dijo Château-Renaud.
—Sí —exclamó Alberto—, le fui presentado en Roma por Franz.
—¿Queréis hacerme en París el mismo favor que Franz os hizo en Roma?
—Con muchísimo gusto.
—¡Silencio! —gritó el público.
Los dos jóvenes continuaron su conversación, sin hacer caso del deseo de la
concurrencia de oír la música.
—Estaba en las carreras del Campo de Marte —dijo Château-Renaud.
—¿Hoy ?
—Sí.
—En efecto, había carreras, ¿Estabais comprometido en ellas?
—¡Oh!, por una miseria, por cincuenta luises.
—¿Y quién ganó?
—Nautilus, y o apostaba por él.
—¿Pero había tres carreras?
—Sí. El premio del Jockey Club era una copa de oro. Por cierto que ocurrió
algo bastante extraño.
—¿Qué?
—¡Chist…! —gritó el público, impacientándose.
—¿Qué…? —replicó Alberto.
—Un caballo y un jockey completamente desconocidos han ganado esta
carrera.
—¿Cómo?
—¡Oh!, sí, nadie había fijado la atención en un caballo señalado con el
nombre de Vampa, y un jockey con el nombre de Job, cuando de repente vieron
avanzar un magnífico alazán y un jockey como el puño. Viéronse obligados a
introducirle veinte libras de plomo en los bolsillos, lo cual no impidió que se
adelantase diez varas a Ariel y Bárbaro, que corrían con él.
—¿Y no se ha sabido a quién pertenecía el caballo y el jockey ?
—No.
—Decís que el caballo llevaba el nombre de…
—Vampa.
—Entonces —dijo Alberto— y o estoy más adelantado que vos, y sé a quién
pertenece.
—¡Silencio…! —gritó por tercera vez el público.
Las voces fueron creciendo ahora hasta tal punto, que al fin los jóvenes
notaron que el público se dirigía a ellos, Volviéronse un momento buscando en
aquella multitud un hombre que tomase a su cargo la responsabilidad de lo que
miraban como una impertinencia, pero nadie reiteró la invitación, y se volvieron
hacia el escenario.
En aquellos instantes se abrió el palco del ministro, y la señora Danglars, su
hija y Luciano Debray tomaron sus asientos.
—¡Ahí!, ¡ahí! —dijo Château-Renaud—, ahí tenéis a varias personas
conocidas vuestras, vizconde, ¿Qué diablos miráis a la derecha? Os están
buscando.
Alberto se volvió y sus ojos se encontraron en efecto con los de la baronesa
Danglars, que le hizo un saludo con su abanico. En cuanto a la señorita Eugenia,
apenas se dignaron inclinarse hacia la orquesta sus grándes y hermosos ojos
negros.
—En verdad, amigo mío —dijo Château-Renaud—, no comprendo qué es lo
que podéis tener contra la señorita Danglars, es una joven lindísima.
—No lo niego —dijo Alberto—, pero os confieso que en cuanto a belleza
preferiría una cosa más dulce, más suave, en fin, más femenina.
—¡Qué jóvenes estos! —dijo Château-Renaud, que como hombre de treinta
años tomaba con Morcef cierto aire paternal—, nunca están satisfechos, ¡Cómo!
¡Encontráis una novia, o más bien otra Diana cazadora y no estáis contento!
—Pues bien, entonces mejor hubiera y o querido otra Venus de Milo o de
Capua. Esta Diana cazadora siempre en medio de sus ninfas, me espanta un
poco. Temo que me trate como a otro Acteón.
En efecto, una ojeada que se hubiera dirigido sobre la joven podía explicar
casi el sentimiento que acababa de confesar el joven Morcef.
Eugenia Danglars era hermosa, como había dicho Alberto, pero era una
belleza un poco varonil, Sus cabellos de un negro hermoso, pero un tanto rebeldes
a la mano que quería arreglarlos; sus ojos negros como sus cabellos, adornados
de magníficas cejas, y que no tenían más que un defecto, el de fruncirse con
demasiada frecuencia, eran notables por una expresión de firmeza que todos se
maravillaban de encontrar en la mirada de una mujer. Su nariz tenía las
proporciones exactas que un escultor habría dado a una diosa Juno. Sin embargo,
su boca era demasiado grande, aunque adornada de unos dientes hermosos que
hacían resaltar unos labios cuy o carmín demasiado vivo se distinguía sobre la
palidez de su tez; en fin, dos hoy itos más pronunciados que de costumbre en los
extremos de su boca, acababan de dar a su fisonomía ese carácter decidido que
tanto espantaba a Morcef.
Por lo demás, el resto del cuerpo de Eugenia estaba en armonía con la
cabeza, que acabamos de describir. Como había dicho Château-Renaud, era
Diana la cazadora, si bien con un aire más duro y más muscular en su belleza.
Respecto a la educación que había recibido, si había algo que reprocharle, era
que, lo mismo que en su fisonomía, parecía pertenecer un poco al otro sexo. En
efecto, hablaba dos o tres lenguas, dibujaba fácilmente, hacía versos y componía
música. De este último arte era sobre todo muy apasionada. Estudiábalo con una
de sus amigas de colegio, joven sin fortuna, pero con todas las disposiciones
posibles para llegar a ser una excelente cantatriz. Según decían, un gran
compositor profesaba a ésta un interés casi paternal y la hacía trabajar con la
esperanza de que algún día encontrase una fortuna en su voz.
La posibilidad de que la señorita Luisa de Armilly (éste era su nombre)
entrase un día en el teatro, hacía que la señorita Danglars, aunque la recibiese en
su casa, no se mostrara en público con ella.
Sin embargo, sin tener en la casa del banquero la posición independiente de
una amiga, disfrutaba de mucha franqueza y confianza. Unos segundos después
de la entrada de la señora Danglars en el palco, había bajado el telón, y gracias a
la facultad de pasear o hacer visitas en los entreactos a causa de ser éstos
demasiado largos, la orquesta se había dispersado al poco rato.
Morcef y Château-Renaud habían sido de los primeros en salir; la señora
Danglars crey ó por un momento que aquella prisa de Alberto por salir tenía por
objeto el irle a ofrecer sus respetos, y se inclinó al oído de su hija para anunciarle
esta visita, pero ésta se contentó con mover la cabeza sonriendo, y al mismo
tiempo, como para probar cuán fundada era la incredulidad de Eugenia respecto
a este punto, apareció Morcef en un palco principal. Este palco era el de la
condesa G…
—¡Hola! Al fin se os ve por alguna parte, señor viajero —dijo ésta
presentándole la mano con toda la cordialidad de una antigua amiga—, sois muy
amable, primero por haberme reconocido, y después por haberme dado la
preferencia de vuestra primera visita.
—Creed, señora —dijo Alberto—, que si y o hubiese sabido vuestra llegada a
París y las señas de vuestra casa, no hubiera esperado tanto tiempo. Mas permitid
os presente al barón Château-Renaud, amigo mío, uno de los pocos hidalgos que
aún hay en Francia, y por el cual acabo de saber que estabais en las carreras del
Campo de Marte.
Château-Renaud se inclinó.
—¡Ah! ¿Os hallabais en las carreras, caballero? —dijo vivamente la condesa.
—Sí, señora.
—¡Y bien! —repuso la señora G…—. ¿Podéis decirme de quién era el
caballo que ganó el premio del jockey Club?
—No, señora —dijo Château-Renaud—, y ahora mismo hacía la propia
pregunta a Alberto.
—¿Deseáis saberlo…, señora condesa? —preguntó Alberto.
—Con toda mi alma. Figuraos que… ¿pero lo sospecháis acaso, vizconde?
—Señora, ibais a contarme una historia, habéis dicho: Imaginaos…
—¡Pues bien! Figuraos que aquel encantador caballo y aquel diminuto jockey
de casaca color de rosa me inspiraron a primera vista una simpatía tan viva que
y o en mi interior deseaba que ganasen, lo mismo que si hubiese apostado por
ellos la mitad de mi fortuna. Así, pues, apenas los vi llegar al punto, dejando
bastante retirados a los otros caballos, fue tal mi alegría que empecé a palmotear
como una loca. ¡Imaginad mi asombro cuando al entrar en mi casa encuentro en
mi escalera al jockey de casaca color de rosa! Creí que el vencedor de la
carrera vivía casualmente en la misma casa que y o, cuando lo primero que vi al
abrir la puerta de mi salón fue la copa de oro, es decir, el premio ganado por el
caballo y el jockey desconocido. En la copa había un papelito que decía:
« A la condesa G…, lord Ruthwen» .
—Eso es, justamente —dijo Morcef.
—¡Cómo! ¿Qué queréis decir?
—Quiero decir que es lord Ruthwen en persona.
—¿Quién es lord Ruthwen?
—El nuestro, el vampiro, el del teatro Argentino.
—¿De veras? —exclamó la condesa—. ¿Está aquí?
—Sí, señora.
—¿Y vos le habéis visto? ¿Le recibís? ¿Frecuentáis su casa?
—Es mi íntimo amigo, y el señor Château-Renaud también tiene el honor de
conocerle.
—¿Y cómo sabéis que es él quien ha ganado?
—Por su caballo, que lleva el nombre de Vampa.
—¿Y qué?
—¡Cómo! ¿Es posible que no recordéis el nombre del famoso bandido que
me hizo su prisionero?
—¡Ah, es cierto!
—¿Y de las manos del cual me sacó milagrosamente el conde?
—Sí, sí.
—Llamábase Vampa. Bien veis que era él.
—¿Pero por qué me ha enviado esa copa?
—Primeramente, señora condesa, porque y o le había hablado mucho de vos.
Después, porque se habrá alegrado de encontrar una compatriota y de ver el
interés que se tomaba por él.
—¿Espero que no le habréis contado las locuras que hemos hablado de él?
—¡Oh!, de ningún modo. Pero me extraña la manera de ofreceros esa copa
bajo el nombre de lord Ruthwen…
—¡Pero eso es espantoso, me compromete de una manera terrible!
—¿Es por ventura ese proceder el de un enemigo?
—No; lo confieso.
—Entonces…
—¿Conque está en París?
—Sí.
—¿Y qué sensación ha producido?
—¡Oh! —dijo Alberto—, se habló de él ocho días, pero después acaeció la
coronación de la reina de Inglaterra y el robo de los diamantes de la señorita
Mars, y no se ha hablado más que de eso.
—Amigo mío —dijo Château-Renaud—, bien se ve que el conde es vuestro
amigo y que le tratáis como tal. No creáis lo que dice Alberto, señora condesa.
Al contrario, no se habla más que del conde de Montecristo en París.
Primeramente empezó por regalar a la señora Danglars dos caballos por valor de
treinta mil francos. Después salvó la vida a la señora de Villefort. Ha ganado la
carrera del jockey Club, según parece. Pues y o sostengo, diga Morcef lo que
quiera, que no se ocupa la gente en este momento más que del conde de
Montecristo, y que no se ocuparán sino de él por espacio de un mes, si continúa
con sus excentricidades, lo cual, por otra parte, parece que es su modo habitual
de vivir.
—Es posible —dijo Morcef—, ¿pero quién ha tomado el palco del embajador
de Rusia?
—¿Cuál? —preguntó la condesa.
—El intercolumnio principal, me parece completamente renovado.
—En efecto —dijo Château-Renaud—, ¿había en él alguien durante el primer
acto?
—¿Dónde?
—En ese palco.
—No —repuso la condesa—, no he visto a nadie; —de modo que continuó,
volviendo a la primera conversación—, ¿creéis que es vuestro conde de
Montecristo quien ha ganado el premio?
—Estoy seguro.
—¿Y quién me ha enviado la copa?
—Sin duda alguna.
—Pero y o no le conozco —dijo la condesa—, y tengo ganas de devolvérsela.
—¡Oh!, no lo hagáis, porque entonces os enviará otra tallada en algún zafiro o
en algún rubí. Son sus maneras de obrar, qué queréis, es preciso conformarse con
sus manías.
En aquel instante se oy ó la campanilla, que anunciaba que el segundo acto iba
a empezar, y Alberto se levantó para volver a su asiento.
—¿Os volveré a ver? —preguntó la condesa.
—En los entreactos, si lo permitís. Vendré a informarme de si puedo seros útil
en algo aquí en París.
—Señores —dijo la condesa—, todos los sábados por la noche, calle de Rivoli,
22, estoy en mi casa para los amigos.
Los jóvenes saludaron y salieron del palco de la condesa.
Cuando entraron en el salón vieron a todos los espectadores de la platea en
pie, con los ojos fijos en un solo punto. Sus miradas siguieron la dirección
general, y se detuvieron en el antiguo palco del embajador de Rusia. Un hombre
vestido de negro, de treinta y cinco a cuarenta años, acababa de entrar en él con
una mujer vestida a la usanza oriental. La mujer era admirablemente hermosa y
el traje de tal riqueza, que, como hemos dicho, todos los ojos se habían vuelto
hacia ella.
—¡Cómo! —dijo Alberto—. Montecristo y su griega.
En efecto, eran el conde y Hay dée.
Al cabo de un instante, la joven era el objeto de la atención, no solamente del
público de la platea, sino de todo el teatro. Las mujeres se inclinaban fuera de los
palcos para ver brillar bajo los luminosos ray os de la lucerna, aquella cascada de
diamantes.
El segundo acto desarrollóse en medio del sordo rumor que indica en las
grandes reuniones de personas un suceso notable. Nadie pensó en gritar que
callaran. Aquella mujer tan joven, tan bella, tan deslumbrante, era el espectáculo
más curioso que se hubiera podido ver.
Esta vez, una señal de la señora Danglars indicó claramente a Alberto que la
baronesa deseaba que la visitase en el entreacto siguiente. Morcef era demasiado
amable para hacerse esperar cuando le indicaban claramente que le estaban
esperando. Concluido el acto, se apresuró a subir al palco. Saludó a las dos
señoras, y presentó la mano a Debray. La baronesa le acogió con una
encantadora sonrisa y Eugenia con su frialdad habitual.
—A fe mía, querido —dijo Debray —, aquí tenéis a un hombre sumamente
apurado, y que os llama para que le saquéis del compromiso. La señora baronesa
me anonada a fuerza de preguntas respecto del conde, y quiere que y o sepa de
dónde es, de dónde viene, adónde va. ¡A fe mía!, y o no soy Cagliostro, y para
librarme de sus preguntas, dije: Averiguad todo eso por medio de Morcef, conoce
a Montecristo bastante a fondo, y entonces fue cuando os llamaron.
—¿No es increíble —dijo la baronesa— que teniendo medio millón de fondos
secretos a su disposición, no esté mucho mejor instruido?
—Señora —dijo Luciano—, creed que si y o tuviese medio millón a mi
disposición, lo emplearía en otra cosa que no en tomar informes sobre el señor de
Montecristo, que a mis ojos no tiene otro mérito que el ser dos veces más rico
que un nabab. Pero he cedido la palabra a mi amigo Morcef, arreglaos con él.
—Seguramente un nabab no me habría enviado dos caballos de treinta mil
francos y cuatro diamantes de cinco mil francos cada uno.
—¡Oh!, los diamantes —dijo Morcef riendo—, ésa es su manía. Yo creo que,
cual otro Potemkin, lleva siempre los bolsillos llenos, y los va derramando por el
camino.
—Debe haber encontrado alguna mina —dijo la señora Danglars—. ¿Sabéis
que tiene un crédito ilimitado sobre la casa del barón?
—No, no lo sabía —respondió Alberto—, pero se comprende muy bien.
—¿Y que ha anunciado al señor Danglars que pensaba permanecer un año en
París y gastar seis millones?
—Es el sha de Persia que viaja de incógnito.
—Y esa mujer, señor Luciano —dijo Eugenia—, ¿habéis reparado qué
hermosa es?
—En verdad, señorita, jamás conocí a otra que supiera hacer justicia como
vos.
Luciano acercó su lente a su ojo derecho.
—Encantadora —dijo.
—¿Y sabe el señor de Morcef quién es esa mujer?
—Señorita —dijo Alberto—, casi lo sé. Quiero decir, como sé todo lo que
concierne al misterioso personaje de que nos ocupamos. Esa mujer es una
griega.
—Eso se conoce fácilmente por su traje, y no me habéis dicho sino lo que
todo el salón sabe tan bien como nosotros.
—Siento —dijo Morcef— ser un cicerone tan ignorante, pero confieso que
ahí acaban todos mis conocimientos. Sé, además, que es música, porque un día
que almorcé en casa del conde, oí los sonidos de una guzla que sin duda estaba
tocando ella.
—¿Recibe vuestro conde? —preguntó la señora Danglars.
—Y de una manera espléndida, os lo aseguro.
—Es preciso que me empeñe con el señor Danglars para que le ofrezca
alguna comida, algún baile, a fin de que nos lo devuelva.
—¡Cómo! ¿Iríais a su casa? —dijo Debray riendo.
—¿Por qué no? ¡Con mi marido!
—Pero si es soltero el misterioso conde.
—Ya veis que no lo es —dijo riendo la baronesa señalando a la bella griega.
—Esa mujer es una esclava, según él mismo me ha dicho.
—Convenid, mi querido Luciano —dijo la baronesa—, que más bien tiene
aire de una princesa.
—De Las mil y una noches.
—De Las mil y una noches, no digo, ¿pero qué es lo que hace de ella una
princesa? Los diamantes, y en ésa no se ve otra cosa.
—Lleva demasiados —dijo Eugenia—; estaría más hermosa sin ellos, porque
quedarían al descubierto su cuello y sus brazos, que son de encantadoras formas.
—¡Oh!, la artista —dijo la señora Danglars—, ¡cómo se entusiasma!
—¡Me apasiona todo lo hermoso! —dijo Eugenia.
—Pero ¿qué decís entonces del conde? —dijo Debray —. Me parece también
muy buen mozo.
—¿El conde? —dijo Eugenia, como si aún no le hubiese mirado—, el conde
está demasiado pálido.
—Precisamente en esa palidez —dijo Morcef— está el secreto que
buscamos. La condesa G… dice que es un vampiro.
—¿Está de vuelta la condesa G…? —preguntó la baronesa.
—En ese palco de al lado —dijo Eugenia—, casi enfrente de nosotros, madre
mía. Esa mujer de unos cabellos rubios admirables, ella es.
—¡Ah!, sí —repuso la señora Danglars—, ¿no sabéis lo que debierais hacer,
Morcef?
—Mandad, señora.
—Ir a hacer una visita a vuestro conde de Montecristo y traérnoslo.
—¿Para qué? —dijo Eugenia.
—¡Oh!, para hablarle. ¿No tienes tú curiosidad por verle?
—Absolutamente ninguna.
—¡Qué rara eres! —murmuró la baronesa.
—¡Oh! —dijo Morcef—, vendrá probablemente él mismo. Ya os ha visto,
señora, y os saluda.
La baronesa devolvió al conde su saludo acompañado de la más encantadora
sonrisa.
—Vamos —dijo Morcef—, me sacrifico. Os dejo, y voy a ver si hay medio
de hablarle.
—Id a su palco, es lo más sencillo.
—Pero aún no he sido presentado…
—¿A quién?
—A la bella griega.
—Es una esclava, según decís.
—Sí, pero vos decís que es una princesa… No. Espero que me vea salir, y él
también saldrá.
—Es posible, id.
—Ahora mismo.
Morcef saludó y se fue.
Efectivamente, en el momento en que pasaba delante del palco del conde, se
abrió la puerta, el conde dijo algunas palabras en árabe a Alí, que estaba en el
corredor, y se cogió del brazo de Morcef.
Alí cerró la puerta de nuevo y se quedó en pie a su lado. Había en el corredor
un círculo de gente que rodeaba al nubio.
—En verdad —dijo Montecristo—, vuestro París es una ciudad extraña, y
vuestros parisienses un pueblo singular. Diríase que es la primera vez que ven a
un nubio. Miradlos estrecharse alrededor de ese pobre Alí, que no sabe qué
significa eso… Sólo os digo una cosa, y es que un parisiense puede ir a Túnez, a
Constantinopla, a Bagdad o al Cairo, y la gente no le rodeará como hacen aquí.
—Es que vuestros orientales son personas sensatas, y no miran lo que no vale
la pena de mirar, pero, creedme, Alí no goza de esa popularidad sino porque os
pertenece, y a estas horas vos sois el hombre de moda.
—¡De veras! ¿Y qué es lo que me vale ese favor?
—¡Diantre!, vos mismo. Regaláis caballos que valen mil luises. Salváis la vida
a la mujer del procurador del rey. Hacéis correr bajo el nombre del may or
Black caballos de raza y jockey s como un puño. En fin, ganáis copas de oro y las
enviáis a una mujer bellísima por cierto.
—¿Y quién diablo os ha contado todas esas tonterías?
—Primero, la señora Danglars, que se muere de deseos por veros en su
palco, o más bien porque os vean en él. Después, el periódico de Beauchamp, y
últimamente mi imaginación. ¿Por qué llamabais a vuestro caballo, Vampa, si
queréis guardar el incógnito?
—¡Ah! ¡Es verdad! —dijo el conde—, es una imprudencia. Pero, decidme,
¿el conde de Morcef viene algunas veces a la ópera? Le he buscado por todas
partes y no lo he visto.
—Vendrá esta noche.
—¿Dónde?
—Creo que al palco de la baronesa.
—¿Esa encantadora joven que está con ella es su hija?
—Sí.
—Os doy mis parabienes.
Morcef se sonrió.
—Ya hablaremos de esto más tarde y detalladamente —dijo—. ¿Qué decís
de la música?
—¿De qué música?
—¿De qué ha de ser…?, de la que acabamos de oír.
—Digo que es una música muy hermosa, para ser compuesta por un
compositor humano, y cantada por pájaros sin plumas, como decía Diógenes.
—¡Ah!, querido conde, ¡parece que pudierais oír cantar los siete coros del
Paraíso!
—Así es, en efecto. Cuando quiero oír música admirable, vizconde, como
ningún mortal la ha oído, duermo.
—Pues bien, querido conde, dormid. La ópera no se ha inventado para otra
cosa.
—No, de veras. Vuestra orquesta hace demasiado ruido. Para dormir y o con
el sueño de que os hablo, necesito tranquilidad y silencio, y además cierta
preparación…
—¡Ah! ¿El famoso hachís?
—Exacto, vizconde, cuando queráis oír música, venid a cenar conmigo.
—Pero y a la oí cuando fui a almorzar a vuestra casa —dijo Morcef.
—¿En Roma?
—Sí.
—¡Ah!, era la guzla de Hay dée. Sí, la pobre desterrada se entretiene a veces
en tocar algunos aires de su país.
Morcef no insistió más. Por su parte, el conde se calló también.
En este momento oy óse la campanilla.
—Disculpadme —dijo el conde dirigiéndose hacia su palco.
—¡Cómo!
—Mil recuerdos de parte mía a la condesa G…, de parte de su vampiro.
—¿Y a la baronesa?
—Decidle que, si lo permite, iré a ofrecerle mis respetos después de que
termine el acto.
El tercer acto empezó.
Durante el mismo, entró el conde de Morcef en el palco de la señora
Danglars, según lo había prometido.
El conde no era uno de esos hombres que causaban impresión con su
presencia. Así, pues, nadie reparó en su llegada más que las personas en cuy o
palco entraba.
Montecristo le vio, sin embargo, y sonrió ligeramente.
En cuanto a Hay dée, no veía nada mientras el telón estaba levantado; como
todas las naturalezas primitivas, adoraba todo lo que habla al oído y a la vista.
El tercer acto transcurrió como de costumbre. La señorita Noblet, Julia y
Leroux, cantaron sus respectivos papeles. El príncipe de Granada fue desafiado
por Roberto-Mario. En fin, este majestuoso rey dio su vuelta por el tablado para
lucir su manto de terciopelo llevando a su hija de la mano. Bajó después el telón
y toda la concurrencia se dispersó.
El conde salió de su palco, y poco después apareció en el de la baronesa
Danglars.
Esta no pudo contener un ligero grito, mezcla de sorpresa y alegría.
—¡Ah!, venid, señor conde —exclamó—, porque, a la verdad, deseaba
añadir mis gracias verbales a las que y a os he dado por escrito.
—¡Oh!, señora —dijo el conde—, ¿aún os acordáis de esa bagatela? Yo y a la
había olvidado.
—Sí, pero jamás se olvida que al día siguiente salvasteis a mi amiga, la
señora de Villefort, del peligro que le hicieron correr los mismos caballos.
—Tampoco esta vez, señora, merezco vuestras gracias. Fue Alí, mi nubio,
quien tuvo el honor de prestar a la señora de Villefort este eminente servicio.
—¿Y fue también Alí —dijo el conde de Morcef— quien sacó a mi hijo de
las manos de los bandidos romanos?
—No, señor conde —dijo Montecristo, estrechando la mano que le
presentaba el general—. No; ahora a quien toca dar las gracias es a mí. Vos y a
me las habéis dado, y o las he recibido, y me avergüenzo de que me deis tanto las
gracias. Señora baronesa, hacedme el honor, os lo suplico, de presentarme a
vuestra encantadora hija.
—¡Oh!, por lo menos de nombre y a estáis presentado, porque hace dos o tres
días que no hablamos más que de vos. Eugenia —continuó la baronesa,
volviéndose hacia su hija—, el señor conde de Montecristo.
El conde se inclinó, la señorita Danglars hizo un leve movimiento de cabeza.
—Estáis en vuestro palco con una mujer admirable, señor conde —dijo
Eugenia—, ¿es vuestra hija?
—No, señorita —dijo Montecristo, asombrado de aquella ingenuidad
extremada o de aquel asombroso aplomo—, es una pobre griega de la que soy
tutor.
—¿Y se llama…?
—Hay dée —respondió Montecristo.
—¡Una griega! —murmuró el conde de Morcef.
—Sí, conde —dijo la señora Danglars—, y decidme si habéis visto nunca, en
la corte de Alí-Tebelin, donde habéis servido tan gloriosamente, un vestido tan
precioso como el que tenemos delante.
—¡Ah! —dijo Montecristo—, ¿habéis servido en Janina, señor conde?
—He sido general instructor de las tropas del bajá —respondió Morcef—, y
mi poca fortuna proviene de las liberalidades del ilustre jefe albanés, no tengo
reparo en decirlo.
—¡Pues vedla ahí! —insistió la señora Danglars.
—¡Dónde! —balbuceó Morcef.
—Allí —dijo Montecristo.
Y apoy ando el brazo sobre el hombro del conde, se inclinó con él fuera del
palco.
En este momento, Hay dée, que buscaba al conde con la vista, descubrió su
cabeza pálida al lado de la de Morcef, a quien tenía abrazado.
Esta vista produjo en la joven el efecto de la cabeza de Medusa. Hizo un
movimiento hacia adelante, como para devorar a los dos con sus miradas, y al
mismo tiempo se retiró al fondo del palco lanzando un débil grito, que fue oído,
sin embargo, de las personas que estaban próximas a ella, y de Alí, que al punto
abrió la puerta.
—¿Cómo? —dijo Eugenia—. ¿Qué acaba de sucederle a vuestra pupila, señor
conde?, parece que se ha sentido indispuesta.
—Así es —dijo el conde—, pero no os asustéis, señorita. Hay dée es muy
nerviosa, y por consiguiente muy sensible a los olores. Un perfume que le sea
antipático, basta para causarle un desmay o. Pero —añadió el conde, sacando un
pomo del bolsillo—, tengo aquí el remedio.
Y tras haber saludado a la baronesa y a su hija, cambió un apretón de mano
con el conde y con Debray, y salió del palco de la señora Danglars.
Cuando entró en el suy o, Hay dée estaba aún muy pálida. Apenas le vio, le
cogió una mano. Montecristo notó que las manos de la joven estaban húmedas y
heladas.
—¿Con quién hablabais, señor? —preguntó la griega.
—Con el conde de Morcef, que estuvo al servicio de tu ilustre padre, y que
confiesa deberle su fortuna —respondió el conde.
—¡Ah, miserable! —exclamó Hay dée—, él fue quien lo vendió a los turcos y
esa fortuna es el pago de su traición. ¿No sabíais eso?
—Había oído algo de esa historia en Epiro —dijo Montecristo—, pero
ignoraba los detalles. Ven, hija mía, ven y me lo contarás. Debe ser algo curioso.
—¡Oh!, sí, vamos, vamos. Me parece que me moriría, si permaneciese más
tiempo viendo a ese hombre.
Y levantándose vivamente, Hay dée se envolvió en su albornoz de cachemira
blanco, bordado de perlas y de coral, y salió en el momento en que se levantaba
el telón.
—¡En nada se parece ese hombre a los demás! —dijo la condesa G… a
Alberto, que había vuelto a su lado—. Escucha religiosamente el tercer acto de
Roberto y se marcha cuando va a empezar el cuarto.
Cuarta parte
El mayor Cavalcanti
Capítulo I
El alza y la baja
Denaro a santità
Metá della metá.
El may or Cavalcanti
Acababan de dar las siete, y el may ordomo partió acto seguido para Auteuil,
según la orden que acababa de recibir. En el mismo momento, un coche de
alquiler se detuvo a la puerta del palacio, y pareció huir avergonzado apenas
hubo dejado junto a la reja a un hombre como de cincuenta y dos años, vestido
con una de esas largas levitas verdes, cuy o color es indefinible, un ancho
pantalón azul, unas botas muy limpias, aunque con un barniz bastante agrietado;
guantes de ante, un sombrero con la forma del de un gendarme, y una corbata
negra. Tal era el pintoresco traje bajo el cual se presentó el personaje que llamó
a la reja, preguntando si era allí donde vivía el conde Montecristo, y que apenas
hubo oído la respuesta afirmativa del portero, se dirigió hacia la escalera.
La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canos, su bigote
espeso y gris, fueron reconocidos por Bautista, que y a tenía conocimiento del
aspecto del personaje que le esperaba en el vestíbulo. Así, pues, apenas
pronunció su nombre, fue introducido en uno de los salones más sencillos.
El conde le esperaba allí y salió a su encuentro con aire risueño.
—¡Oh!, caballero, bien venido seáis. Os esperaba.
—¡De veras! —dijo el may or Cavalcanti—, ¿me esperaba vuestra
excelencia?
—Sí, me avisaron de vuestra visita para hoy a las siete.
—¿De mi visita? ¿Conque estabais avisado?
—Completamente.
—¡Ah!, tanto mejor; temía, lo confieso; y o creía que habrían olvidado esta
precaución.
—¿Cuál?
—La de avisaros.
—¡Oh!, ¡no!
—¿Pero estáis seguro de no equivocaros?
—Segurísimo.
—¿Era a mí a quien esperaba vuestra excelencia?
—A vos, sí. Por otra parte, pronto estaremos seguros de ello.
—¡Oh!, si me esperabais —dijo el may or—, ¡no merece la pena!
—¡Al contrario! —dijo Montecristo.
El may or pareció ligeramente inquieto.
—Veamos —dijo Montecristo—, sois el marqués Bartolomé Cavalcanti,
¿verdad?
—Bartolomé Cavalcanti —repitió el may or—, eso es.
—¿Ex may or al servicio de Austria?
—¡Ah!, ¿era may or…? —preguntó tímidamente el veterano.
—Sí —dijo Montecristo—, may or. Este nombre se da en Francia al grado que
teníais en Italia.
—Bueno —dijo el may or—, no pregunto más, y a comprendéis…
—Por otro lado, ¿no venís aquí por vuestro propio interés? —repuso
Montecristo.
—¡Oh!, seguramente.
—¿Venís dirigido a mí por alguna persona?
—Sí.
—¿Por el excelente abate Busoni?
—Eso es —exclamó el may or con alegría.
—¿Y tenéis una carta?
—Aquí está.
—Dádmela, entonces.
Y Montecristo tomó la carta que abrió y ley ó.
El may or miraba al conde con ojos asombrados, que dirigía con curiosidad a
cada objeto del salón, pero que se volvían inmediatamente hacia el dueño de la
casa.
—Esto es… ¡Oh!, ¡querido abate!, « el may or Cavalcanti; un digno patricio
de Luca» , descendiente de los Cavalcanti de Florencia —continuó Montecristo
ley endo—, que tiene medio millón de renta…
El conde levantó los ojos por encima del papel y saludó.
—Medio millón —dijo—; ¡diantre!, querido señor Cavalcanti.
—¿Dice medio millón? —preguntó el may or.
—Con todas sus letras, y así debe ser; el abate Busoni es el hombre que mejor
conoce todos los caudales de Europa.
—¡De acuerdo con que sea medio millón! —dijo el may or—; pero es doy mi
palabra de honor de que no sabía que ascendiese a tanto.
—Porque tendréis un may ordomo que os robará; ¿qué queréis, señor
Cavalcanti?, ¡es preciso pasar por todo!
—Acabáis de darme una idea —dijo gravemente el may or—; pondré al muy
bribón en la calle. —Montecristo continuó:
—« Y al cual no le faltaba más que una cosa para ser dichoso» .
—¡Oh! ¡Dios mío, sí! una sola —dijo el may or suspirando.
—« Encontrar un hijo adorado» .
—¿Un hijo adorado?
—Robado en su niñez, o por un enemigo de su noble familia, o por unas
gitanas.
—¡A la edad de cinco años, caballero! —dijo el may or con un profundo
suspiro y levantando los ojos al cielo.
—¡Pobre padre! —dijo Montecristo.
El conde prosiguió:
—« Le devuelvo la esperanza, la vida, señor conde, anunciándole que vos le
podéis hacer encontrar este hijo, a quien busca en vano hace quince años» .
El may or miró a Montecristo con una inefable expresión de inquietud.
—Yo puedo hacerlo —respondió Montecristo.
El may or se incorporó.
—¡Ah, ah! —dijo—. ¿La carta era verdadera?
—¿Lo dudabais, querido señor Bartolomé?
—¡No, jamás! ¡Como, un hombre grave, un hombre investido de un carácter
religioso como el abate Busoni, no había de mentir! ¡Pero vos no lo habéis leído
todo, excelencia!
—¡Ah!, es verdad —dijo Montecristo—, hay una posdata.
—Sí —replicó el may or—, sí…, hay … una… posdata.
—« Para no causar al may or Cavalcanti la molestia de sacar fondos de casa
de su banquero, le envío una letra de dos mil francos para sus gastos de viaje, y
el crédito contra vos de la suma de cuarenta y ocho mil francos» .
El may or seguía con la mirada esta posdata con visible ansiedad.
—¡Bueno! —dijo Montecristo.
—Ha dicho bueno —murmuró el may or—, conque… —repuso el mismo.
—¿Conque?… —inquirió el conde.
—Conque, la posdata…
—¡Y bien!, la posdata…
—¿Es acogida por vos de un modo tan favorable como el resto de la carta?
—Claro. Ya nos entenderemos el abate Busoni y y o. Vos, según veo, ¿dabais
mucha importancia a esa posdata, señor Cavalcanti?
—Os confesaré —respondió el may or—, que confiado en la carta del abate
Busoni, no me había provisto de fondos; de modo que si me hubiese fallado este
recurso, me habría encontrado muy mal en París.
—¿Es que un hombre como vos se puede encontrar apurado en alguna parte?
—dijo Montecristo.
—¡Diablo!, no conociendo a nadie…
—¡Oh!, pero a vos os conocen…
—Sí, me conocen; conque…
—Acabad, querido señor Cavalcanti.
—¿Conque me entregaréis esos cuarenta y ocho mil francos?
—Al momento.
El may or no podía disimular su estupor.
—Pero sentaos —dijo Montecristo—, en verdad, no sé en qué estoy
pensando…, hace un cuarto de hora que os tengo ahí de pie…
—No importa, señor conde… —El may or tomó un sillón y se sentó.
—Ahora —dijo el conde—, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez,
de Oporto, de Alicante?
—De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto.
—Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?
—Con un bizcochito, y a que me obligáis a ello.
Montecristo llamó; se presentó Bautista, y el conde se adelantó hacia él.
—¿Qué traéis? —preguntó en voz baja.
—El joven está ahí —respondió en el mismo tono el criado.
—Bien, ¿dónde le habéis hecho entrar?
—En el salón azul, como había mandado su excelencia.
—Perfectamente. Traed vino de Alicante y bizcochos. —Bautista salió de la
estancia.
—En verdad —dijo el may or—, os molesto de una manera…
—¡Bah!, ¡no lo creáis! —dijo Montecristo.
Bautista entró con los vasos, el vino y los bizcochos.
El conde llenó un vaso y vertió en el segundo algunas gotas del rubí líquido
que contenía la botella cubierta de telas de araña y de todas las señales que
indican lo añejo del vino. El may or tomó el vaso lleno y un bizcocho.
El conde mandó a Bautista que colocase la botella junto a su huésped, que
comenzó por gustar el Alicante con el extremo de sus labios, hizo un gesto de
aprobación, e introdujo delicadamente el bizcocho en el vaso.
—De modo, caballero —dijo Montecristo—, ¿vos vivíais en Luca, erais rico,
noble, gozabais de la consideración general, teníais todo cuanto puede hacer feliz
a un hombre?
—Todo, excelencia —dijo el may or, comiendo el bizcocho—, absolutamente
todo.
—¿Y no faltaba más que una cosa a vuestra felicidad?
—¡Ay !, una sola —repuso el may or.
—¿Encontrar a vuestro hijo?
—¡Ah! —exclamó el may or tomando un segundo bizcocho— eso
únicamente me faltaba.
El digno may or levantó los ojos al cielo e hizo un esfuerzo para suspirar.
—Veamos ahora, señor Cavalcanti —dijo Montecristo—, ¿de dónde os vino
ese hijo tan adorado? Porque a mí me habían dicho que vos habíais permanecido
en el celibato.
—Así creía, caballero —dijo el may or—, y y o mismo…
—Sí —repuso Montecristo—, y vos mismo habíais acreditado ese rumor. Un
pecado de juventud que vos queríais ocultar a los ojos de todos.
El may or asumió el aire más tranquilo y más digno que pudo, mientras
bajaba modestamente los ojos, para asegurar su aplomo, o ay udar a su
imaginación, mirando de reojo al conde, cuy a sonrisa anunciaba siempre la más
benévola curiosidad.
—Sí, señor —dijo—; falta que y o quería ocultar a los ojos de todos.
—No por vos —dijo Montecristo—, porque un hombre no se inquieta por esas
cosas.
—¡Oh!, no por mí, ciertamente —dijo el may or sonriendo maliciosamente.
—Sino por su madre —dijo el conde.
—¡Eso es! —exclamó el may or tomando un tercer bizcocho—, ¡por su pobre
madre!
—Bebed, querido Cavalcanti —dijo Montecristo llenando un tercer vaso—; la
emoción os embarga.
—¡Por su pobre madre! —murmuró el may or haciendo los may ores
esfuerzos por humedecer sus párpados con una falsa lágrima.
—¿Que según tengo entendido, pertenecía a las primeras familias de Italia?,
según creo.
—¡Patricia de Fiesole, señor conde, patricia de Fiesole!
—¿Y se llamaba…?
—¿Deseáis saber su nombre?
—Es inútil que me lo digáis —dijo el conde—; lo sé y o.
—El señor conde lo sabe todo —dijo el may or inclinándose.
—Olivia Corsinari, ¿no es verdad?
—¡Olivia Corsinari!
—¿Marquesa…?
—¡Marquesa!
—Y finalmente os casasteis con ella, a pesar de la oposición de la familia…
—Señor conde, al fin y al cabo me casé.
—¿Y traéis en regla los papeles? —repuso Montecristo.
—¿Qué papeles? —preguntó el may or.
—Vuestra acta de casamiento con Olivia Corsinari y la fe de bautismo del
niño. ¿No se llamaba Andrés?
—Creo que sí —dijo el may or.
—¡Cómo!, ¿no estáis seguro?
—¡Diantre!, hace mucho tiempo que le he perdido.
—Es justo —dijo Montecristo—. En fin, ¿traéis todos esos papeles?
—Señor conde, con gran sentimiento de mi parte, os anuncio que no sabiendo
lo necesarios que eran, se me olvidó traerlos.
—¡Diablo! —exclamó el conde.
—¿Tanto urgían?
—Como que son indispensables.
El may or se rascó la frente.
—¡Ah!, per Baccho —dijo—, ¡indispensables!
—Claro está; ¿y si surgiesen aquí algunas dudas acerca de vuestro
casamiento, de la legitimidad de vuestro hijo?
—Es verdad —dijo el may or—; podría muy bien suceder.
—Eso sería muy triste para ese joven.
—Sería fatal.
—Pudiera hacerle perder algún magnífico casamiento.
—O peccato!
—En Francia, y a comprenderéis, hay en este asunto mucha severidad; no
basta, como en Italia, ir a buscar un sacerdote y decide: nos amamos, echadnos
la bendición. Hay casamiento civil, y para casarse civilmente se necesitan
papeles que hagan constar la identidad de las personas.
—Pues ahí está la desgracia; me faltan esos documentos.
—Por fortuna los tengo y o —dijo Montecristo.
—¿Vos?
—Sí.
—¿Que vos los tenéis?
—Sí.
—¡Ah! —dijo el may or—, he aquí una felicidad que y o no esperaba.
—¡Diantre!, y a lo creo; no se puede pensar en todo a la vez.
—Otro, felizmente el abate Busoni, ha pensado en ello en lugar.
—¡Oh!, el abate, ¡qué hombre tan amable!
—¡Es un hombre precavido!
—Es un hombre admirable —dijo el may or—; ¿y os los ha enviado?
—Aquí están.
El may or juntó las manos en señal de admiración.
—Os habéis casado con Olivia Corsinari en la iglesia de San Pablo de Monte
Cattini; aquí tenéis el certificado del sacerdote.
—Sí, a fe mía, éste es —dijo el may or, mirándolo estupefacto.
—Y ésta es la partida de bautismo de Andrés Cavalcanti, dada por el cura de
Saravezza.
—Todo está en regla —dijo el may or.
—Tomad, entonces, estos papeles, que a mí no me hacen ninguna falta; los
entregaréis a vuestro hijo, que los guardará cuidadosamente.
—¡Ya lo creo…! ¡Si los perdiese!
—Si los perdiese, ¿qué? —preguntó Montecristo.
—Sería muy difícil procurarse otros —repuso el may or.
—Muy difícil, en efecto —dijo Montecristo.
—Casi imposible —respondió el may or.
—Me alegro que comprendáis el valor de esos documentos.
—Los miro como impagables.
—Ahora —dijo Montecristo—, en cuanto a la madre del joven…
—En cuanto a la madre del joven… —repitió el may or lleno de inquietud.
—En cuanto a la marquesa Corsinari…
—¡Dios mío! —dijo el may or, quien a cada palabra se enredaba en una
nueva dificultad—; ¿tendrían acaso necesidad de ella?
—No, señor —repuso Montecristo—, por otra parte ha…
—¡Ah, sí! —dijo el may or—, ha…
—Pagado su tributo a la naturaleza…
—¡Ah, sí! —dijo vivamente el may or.
—Ya lo sé —repuso Montecristo—, murió hace diez años.
—Y todavía lloro y o su muerte, señor —dijo el may or, sacando de su bolsillo
un pañuelo a cuadros y enjugándose alternativamente primero el ojo izquierdo,
después el derecho.
—¿Qué queréis? —dijo Montecristo—, todos somos mortales. Ahora, y a
comprenderéis, señor Cavalcanti, que es inútil que en Francia se sepa que estáis
separado desde hace quince años de vuestro hijo. Todas estas historias de gitanos
que roban niños no están en toga entre nosotros. Vos le habéis enviado a instruirse
a un colegio de provincia, y queréis que acabe su educación en el mundo
parisiense. He aquí por qué habéis salido de Vía Regio, donde vivíais desde la
muerte de vuestra mujer. Esto bastará.
—¿Lo creéis así?
—Así lo creo.
—Pues entonces, muy bien.
—Si supiesen algo de esta separación…
—¡Ah!, sí, ¿qué decía?
—Que un preceptor infiel, vendido a los enemigos de vuestra familia…
—¿A los Corsinari?
—En efecto…, había robado a ese niño para que se extinguiese vuestro
nombre.
—Exacto, puesto que es hijo único…
—¡Pues bien!, ahora que todo lo sabéis, ¿sin duda habéis adivinado que os
preparaba una sorpresa?
—¿Agradable? —preguntó el may or.
—¡Ah! —dijo Montecristo—, observo que nada se escapa a los ojos ni al
corazón de un padre.
—¡Hum! —exclamó el may or.
—¿Os han hecho alguna revelación indiscreta, o habéis adivinado que estaba
aquí?
—¿Quién?
—Vuestro hijo, vuestro Andrés.
—Lo he adivinado —respondió el may or con la may or flema del mundo—,
¿de modo que está aquí?
—Aquí mismo —dijo Montecristo—; al entrar hace poco el criado, me
anunció su llegada.
—¡Ah!, ¡perfectamente, perfectamente! —dijo el may or cruzando las
manos y arrimándoselas al pecho a cada exclamación.
—Señor mío, comprendo vuestra emoción —dijo Montecristo—; es preciso
daos tiempo para que os repongáis; quiero también preparar al joven para esta
entrevista tan deseada. Porque y o presumo que no estará menos impaciente que
vos.
Cavalcanti dijo:
—¡Ya lo creo!
—¡Pues bien!, dentro de un cuarto de hora estaré con vos.
—¿Me lo vais a traer? ¿Llevaréis vuestra amabilidad hasta el extremo de
presentármelo?
—No; y o no quiero colocarme entre un padre y un hijo; estaréis solos, señor
may or; pero tranquilizaos, en el caso en que no le reconocierais, os daré algunas
señas: es un joven rubio, demasiado rubio, de modales desenvueltos, esto os
bastará.
—A propósito —dijo el may or—; sabéis que no traje conmigo más que los
dos mil francos que tuvo la bondad de darme el bueno del abate Busoni… Con
esto he hecho el viaje y …
—Y necesitáis dinero…, es muy natural, querido señor Cavalcanti; tomad,
aquí tenéis ocho billetes de mil francos para empezar. —Los ojos del may or
brillaron de codicia.
—Os quedo a deber cuarenta mil francos —dijo el conde.
—¿Quiere vuestra excelencia un recibo? —dijo el may or introduciendo los
billetes en uno de los bolsillos de su chaleco, de una hechura antiquísima.
—¿Para qué?
—Para arreglar vuestras cuentas con el abate Busoni.
—Ya me daréis un recibo global cuando tengáis en vuestro poder los cuarenta
mil francos que aún no os he dado. Entre hombres honrados, siempre están de
más semejantes precauciones.
—¡Ah, sí, es verdad —dijo el may or—, entre hombres honrados!
—Escuchad ahora una palabrita, marqués.
—Decid.
—¿Me permitís una ligera observación?
—¡Oh, señor conde, os la suplico!
—Haríais bien en quitaros ese chaleco, que más bien parece una chupa.
—¿De veras? —dijo el may or sonriéndose.
—Sí, eso aún se lleva en Vía Regio; pero en París hace mucho tiempo que ha
pasado esa moda, por elegante que sea.
—¡Caramba! —dijo el may or—. Lo haré así.
—Si queréis, ahora os podéis mudar.
—¿Pero qué queréis que me ponga?
—Lo que encontréis en vuestras maletas.
—¿Cómo en mis maletas?, si no he traído ninguna.
—Tratándose de vos, no lo dudo. ¿Para qué os habíais de incomodar? Por otra
parte, un antiguo soldado gusta siempre de llevar poco equipaje.
—Esa es la verdad…
—Pero vos sois hombre precavido y habéis enviado antes vuestras maletas.
Ay er llegaron a la fonda de los Príncipes, calle de Richelieu. Allí creo que es
donde habéis fijado vuestra morada.
—Luego, entonces, en esas maletas…
—Supongo que vuestro may ordomo habrá tenido la precaución de hacer
encerrar en ellas todo lo que necesitéis: trajes de calle, uniformes. En ciertas
circunstancias os vestiréis de uniforme, es una costumbre establecida aquí. No
olvidéis vuestras cruces. De esto se burlan bastante en Francia, pero todos los que
las tienen las llevan.
—¡Bravo, bravo, bravísimo! —exclamó el may or cada vez más sorprendido.
—Y ahora —dijo Montecristo—, ahora que vuestro corazón está preparado
para recibir una fuerte emoción, disponeos, señor Cavalcanti, a volver a ver a
vuestro hijo Andrés.
Y haciendo una gentil inclinación al may or, desapareció Montecristo por una
puertecita oculta hasta entonces por un tapiz.
Capítulo III
Andrés Cavalcanti
Elconcondeel nombre
de Montecristo entró en el salón próximo, que Bautista había designado
de salón azul, y donde acababa de precederle un joven de
maneras desenvueltas, vestido con elegancia, y a quien un cabriolé de alquiler
había dejado media hora antes a la puerta del palacio.
Bautista no tardó en reconocerle; aquél era el joven de elevada estatura, de
cabellos cortos y rubios, de barba casi roja, ojos negros y una tez blanquísima
que su amo le había descrito.
Al entrar el conde en el salón, el joven estaba muellemente reclinado en un
sofá, dando golpecitos por distracción sobre su bota con un junquito con puño de
oro.
Al ver a Montecristo, se levantó vivamente.
—¿Sois el conde de Montecristo? —dijo.
—El mismo —respondió éste—; ¿y y o tengo el honor de hablar, según creo,
al señor conde de Cavalcanti?
—El conde Andrés de Cavalcanti —repitió el joven acompañando estas
palabras de un saludo lleno de petulancia.
—Debéis traer una carta de recomendación, supongo —dijo Montecristo.
—No os he hablado y a de ella a causa de la firma, que me ha parecido
bastante extraña.
—Simbad el Marino, ¿no es verdad?
—Exacto, pero como y o no he conocido nunca otro Simbad el Marino que el
de Las mil y una noches…
—¡Pues bien!, éste es uno de sus descendientes, uno de mis amigos, muy
rico, un inglés más que original, cuy o nombre verdadero es lord Wilmore.
—¡Ah!, eso y a va aclarando mis dudas —dijo Andrés—. Entonces ése es el
mismo inglés que y o he conocido… en… sí, ¡muy bien…!
—Si es verdad lo que me estáis diciendo —repuso sonriendo el conde—,
espero que tengáis la bondad de darme algunos detalles acerca de vuestra
familia…, y de vos.
—Con mucho gusto, señor conde —repuso el joven con una volubilidad que
probaba la solidez de su memoria—. Yo soy, como habéis dicho, el conde Andrés
Cavalcanti, hijo del may or Bartolomé Cavalcanti, descendiente de los Cavalcanti,
inscritos en el libro de oro de Florencia. Nuestra familia, aunque muy rica, puesto
que mi padre posee medio millón de renta, ha sufrido bastantes desgracias, y y o
fui raptado a la edad de cinco a seis años, por un ay o infiel, de suerte que hace
quince que no veo al autor de mis días. Desde que entré en la edad de la razón,
desde que soy libre y dueño de mi voluntad, le busco, pero inútilmente. En fin…,
esta carta de vuestro amigo Simbad el Marino me anuncia que está en París, y
me autoriza para dirigirme a vos a recibir noticias suy as.
—Desde luego, caballero, todo lo que me contáis es muy interesante —dijo el
conde, que miraba con sombría satisfacción aquel rostro atrevido, de una belleza
semejante a la del ángel malo—, y habéis hecho muy bien en conformaros en
todo con la invitación de mi amigo Simbad, porque vuestro padre está aquí en
efecto y os busca.
Desde que entró en el salón, el conde no había cesado de observar al joven,
habiendo admirado la firmeza de su mirada y la seguridad de su voz; pero a estas
palabras tan naturales: vuestro padre está aquí en efecto y os busca, el joven
Andrés se estremeció y exclamó:
—¡Mi padre! ¿Mi padre, aquí?
—Sin duda —respondió Montecristo—, vuestro padre, el may or Bartolomé
Cavalcanti.
La expresión de terror que se pintó en las facciones del joven se borró
inmediatamente.
—¡Ah!, sí, es verdad —dijo—, el may or Bartolomé Cavalcanti. ¿Y decís,
señor conde, que está aquí mi querido padre?
—Sí, señor, aún podría añadir que acabo de separarme de él; que la historia
que me ha contado de su hijo perdido me ha conmovido mucho realmente; sus
dolores, sus temores, sus esperanzas sobre este punto compondrían un poema
sumamente tierno. En fin, un día recibió ciertas noticias que le anunciaban que
los raptores de su hijo le ofrecían devolvérselo mediante una suma bastante
crecida. Pero nada detuvo a este buen padre; la noticia fue enviada a la frontera
del Piamonte, con un pasaporte para Italia. ¿Vos estabais en el Mediodía de
Francia, según creo?
—Sí, señor —respondió Andrés con aire confuso—: sí, y o estaba en el
mediodía de Francia.
—¿Os esperaba en Niza un carruaje?
—Eso es, caballero, me llevó de Niza a Génova, de Génova a Turín, de Turín
a Chambery, de Chambery a Pont de Beauvoisin, y de Pont de Beauvoisin a
París.
—Exacto; esperaba hallaros en el camino, porque era el mismo que él seguía;
por lo mismo fue trazado vuestro itinerario de esta manera.
—Pero —dijo Andrés—, en el caso de que me hubiese encontrado mi
querido padre, dudo que me hubiera reconocido: desde que le vi por última vez
he cambiado bastante.
—¡Oh!, la voz de la sangre —dijo Montecristo.
—¡Oh!, sí, es verdad —repuso el joven—, no me acordaba de la voz de la
sangre.
—Ahora —dijo Montecristo—, una sola cosa inquieta al marqués de
Cavalcanti, y es que vos os habéis alejado de él: cómo habéis sido tratado por
vuestros perseguidores; si han guardado todas las consideraciones debidas a
vuestra cuna; en fin, si no seguís sufriendo a causa de tantos pesares ese
sufrimiento moral, cien veces peor que el sufrimiento físico, alguna debilidad de
las facultades de que os ha dotado la naturaleza, y si vos mismo creéis poder
sostener en el mundo el rango que os corresponde.
—Caballero —balbuceó el joven con turbación—, espero que ninguna
calumnia…
—¡Yo…! oí hablar de vos por primera vez a mi amigo Wilmore, el
filantrópico. Supe que os había conocido en una situación bastante triste, ignoro
cuál, y nada le pregunté acerca de esto; no soy curioso. Vuestras desgracias le
han interesado vivamente. Me ha dicho que quería devolveros en el mundo la
posición que habéis perdido, que buscaría a vuestro padre, que le hallaría; le ha
buscado, le ha encontrado, en efecto, según parece, puesto que está ahí; en fin,
ay er me previno vuestra llegada, dándome algunas noticias relativas a vuestra
fortuna. Yo sé que es persona original mi amigo Wilmore, pero al mismo tiempo
como es una mina de oro, y por consiguiente, puede permitirse tales
originalidades sin que le arruinen, he prometido seguir sus instrucciones. Ahora,
caballero, no os ofendáis de una pregunta que voy a haceros; como habré de
patrocinaros, desearía saber si las desgracias que os han acaecido independientes
de vuestra voluntad, y que de ningún modo disminuy en la consideración que y o
os guardo, no os han hecho algo extraño a este mundo en que vuestra fortuna y
vuestro nombre os llaman a figurar tanto.
—Tranquilizaos, caballero —respondió el joven, recobrando su aplomo a
medida que el conde hablaba—; los raptores que me alejaron de mi padre, y que
sin duda se proponían venderme más tarde, como en efecto hicieron, calcularon
que para sacar más partido de mí, era necesario dejarme todo mi valor personal
y aumentarlo, si era posible; he recibido, pues, una buena educación, y he sido
tratado por los ladrones de niños como lo eran en Asia los esclavos, a los cuales
sus amos les hacían seguir las carreras de médicos, filósofos, etc., para venderlos
después a un precio exorbitante.
Montecristo se sonrió, satisfecho: no había esperado tanto del señor Andrés
Cavalcanti.
—Por otra parte —repuso el joven—, si hallasen en mí algún defecto de
educación o poco trato social, y o creo que tendrían un poco de indulgencia, en
consideración a las desgracias que han acompañado a mi nacimiento y a mi
juventud.
—Mirad, conde —dijo Montecristo con sencillez—, vos haréis lo que queráis,
porque sois muy dueño de hacerlo, pero y o no diría una palabra de todas esas
aventuras; vuestra historia es una novela, y el mundo, que adora las novelas entre
dos cubiertas de papel amarillo, se escama de las encuadernadas en vitela viva,
aunque estén doradas, como podéis estarlo vos. Esta es la dificultad que y o me
adelanto a deciros, señor conde; apenas hay áis contado a alguien vuestra tierna
historia, correrá por el mundo completamente desnaturalizada. Entonces pasaréis
por un expósito. Os veréis obligado a imitar a Antony, y el tiempo ese de los
Antony ha pasado y a. Tal vez así daréis el golpe por curiosidad, pero no todos
gustan de ser blanco de las habladurías y de los comentarios. Tal vez esto os
fatigará.
—Me parece que tenéis razón, señor conde —dijo el joven, palideciendo a su
pesar, bajo las miradas inflexibles de Montecristo—, ése es un grave
inconveniente.
—¡Oh!, tampoco hay que exagerar —dijo Montecristo—, porque para evitar
una falta puede que ray arais en la locura. No, es un simple plan de conducta que
se debe tener; para un hombre inteligente como vos, este plan es tanto más fácil
de adoptar cuanto que está conforme a vuestros intereses: será preciso combatir
con honrosas amistades todo lo oscuro que hay a podido haber en vuestro pasado.
Andrés perdió visiblemente su sangre fría.
—Yo puedo responder de vos —dijo Montecristo—; sin embargo, debo
advertiros que soy un poco desconfiado con mis amigos; así representaría aquí un
papel fuera de mi carácter, como dicen los trágicos, y me expondría a ser
silbado, lo cual no es conveniente.
—Sin embargo, señor conde —dijo Andrés—, en consideración a lord
Wilmore, que me ha recomendado a vos…
—Sí, seguramente —repuso Montecristo—; pero lord Wilmore no me ha
ocultado que habíais tenido una juventud algún tanto borrascosa. ¡Oh! —dijo el
conde al ver el movimiento que hizo Andrés—, y o no os pido una confesión;
además, para que no tengáis necesidad de nada, han hecho venir de Luca al
señor marqués de Cavalcanti, vuestro padre. Vais a verlo, es un poco serio, más
bien brusco; pero tan pronto como se sepa que desde la edad de dieciocho años
está al servicio de Austria, todo se le excusará. En fin, es un buen padre, os lo
aseguro.
—¡Ah!, me tranquilizáis, caballero; estamos separados hace tanto tiempo, que
ningún recuerdo tengo de él.
—Y, sobre todo, sabéis muy bien que una buena fortuna lo cubre todo.
—¿Mi padre es realmente rico, caballero?
—Millonario…; quinientas mil libras de renta.
—Entonces —preguntó el joven con ansiedad—, ¿me encontraré en una
posición… agradable?
—De las más agradables, caballero; os pasa cincuenta mil libras de renta al
año todo el tiempo que permanezcáis en París.
—Entonces, permaneceré en París toda mi vida.
—¡Psch!, ¿quién puede responder de las circunstancias, caballero? El hombre
propone y Dios dispone.
Andrés lanzó un suspiro.
—Pero, en fin —dijo—, todo el tiempo que y o permanezca en París…,
¿tendré ese dinero sin falta?
—¡Oh!, no tengáis el menor recelo…
—¿Y será mi padre quien me lo proporcione? —preguntó Andrés con
inquietud.
—Sí, pero protegido por lord Wilmore, que os ha abierto un crédito de cien
mil francos al mes en casa del señor Danglars, uno de los banqueros más fuertes
de París.
—¿Y piensa estar mi padre en París mucho tiempo? —volvió a preguntar
Andrés con inquietud.
—Solamente algunos días —respondió Montecristo—. Su servicio no le
permite ausentarse más que por dos o tres semanas.
—¡Oh! ¡Querido padre! —dijo Andrés, visiblemente encantado de esta
pronta partida.
—Conque —dijo Montecristo, aparentando dejarse engañar en cuanto al
significado de estas palabras—; conque no quiero retardar el momento de vuestro
encuentro. ¿Estáis preparado a abrazar a ese digno señor Cavalcanti?
—Supongo que no tendréis la menor duda…
—¡Pues bien!, entrad en ese salón, mi querido amigo; en él encontraréis a
vuestro padre, que está impaciente por veros.
Andrés hizo un profundo saludo al conde y entró en el salón. El conde le
siguió con la vista, y así que le vio desaparecer, empujó un resorte que había
detrás de un cuadro, el cual, separándose, descubría un agujero perfectamente
dispuesto en la pared, por el cual se veía cuanto ocurría en el salón.
Andrés cerró la puerta y se adelantó hacia el may or, que se levantó apenas
oy ó el ruido de los pasos del joven conde.
—¡Padre mío! —dijo Andrés en voz bastante alta de modo que lo pudiese oír
el conde a través de la puerta cerrada—; ¿sois vos?
—Buenos días, mi querido hijo —dijo el may or con voz grave.
—Después de tantos años de separación —dijo Andrés mirando hacia la
puerta—, ¡qué dicha la de volvernos a ver…!
—En efecto, la separación ha sido larga.
—¿No nos abrazamos, señor? —repuso Andrés.
—Como queráis, hijo mío —dijo el may or.
Y los dos se abrazaron como suele hacerse en el teatro, es decir, reposando la
cabeza sobre el hombro y enlazando los brazos.
—¡Al fin, reunidos! —dijo Andrés.
—Así parece —dijo el may or.
—¿Para no separarnos jamás…?
—Desde luego; y o creo, mi querido hijo, que vos miráis ahora a Francia
como una segunda patria.
—Seguramente sentiría mucho tener que abandonar París.
—Y y o, bien lo comprenderéis, no podría vivir fuera de Luca. Volveré a
Italia en cuanto pueda.
—Pero, antes de partir, querido padre, me daréis los papeles, con ay uda de
los cuales pueda y o fácilmente hacer constar mi nacimiento.
—Naturalmente, hijo mío; porque vengo expresamente para eso, y me ha
costado demasiado trabajo el encontraros, a fin de entregároslos. Si tuviera que
buscaros de nuevo, esto bastaría para apresurar el fin de mi existencia.
—¿Y esos papeles?
—Aquí están.
Andrés se apoderó rápidamente del acta de casamiento de su padre, su
certificado de bautismo, y después de haberlo abierto todo con una avidez muy
natural en un buen hijo, recorrió los documentos con una ansiedad que denotaba
el más vivo interés.
No bien hubo concluido, una inefable expresión de alegría brilló en sus ojos, y
mirando al may or y acompañando sus palabras de una extraña sonrisa:
—¡Ah! —dijo en excelente toscano—, ¡se conoce que no hay presidios en
Italia! —El may or le miró a su vez con estupor.
—¿Y por qué? —dijo.
—Pues permiten allí fabricar impunemente tales documentos. Sólo por la
mitad de lo que hacéis, querido padre, os enviarían en Francia al presidio de
Tolón.
—¿Cómo? —dijo el may or, procurando adoptar un aire majestuoso.
—Querido señor Cavalcanti —dijo Andrés agarrando al may or por un brazo
—, ¿cuánto os dan porque seáis mi padre?
El may or quiso hablar, pero Andrés le dijo, bajando la voz:
—¡Silencio!, voy a daros ejemplo de confianza; a mí me dan cincuenta mil
francos al año por ser vuestro hijo; por consiguiente, y a comprenderéis que no
seré y o quien niegue que sois mi padre. —El may or miró con inquietud a su
alrededor.
—¡Oh!, tranquilizaos, estamos solos —dijo Andrés—; además hablamos el
italiano.
—¡Pues bien!, a mí me dan cincuenta mil francos, perfectamente pagados.
—Señor Cavalcanti —dijo Andrés—, ¿vos creéis en los cuentos de hadas?
—Antes, no; pero ahora fuerza es que crea en ellos.
—¿Habéis tenido pruebas?
El may or sacó de su bolsillo un puñado de monedas.
—Palpables, como veis.
—¿Os parece que pueda y o contar con las promesas que me han hecho?
—Así lo creo.
—¿Y que las cumplirá ese buen conde?
—Al pie de la letra; pero y a comprenderéis que para lograr ese objeto era
preciso continuar representando nuestro papel actual.
—¡Cómo…!
—Yo, de tierno padre…
—Y y o, de hijo respetuoso.
—Ya que quieren haceros descender de mí.
—¿Quién lo quiere…?
—Diantre, y o no sé nada: los que os han escrito; ¿no habéis recibido una
carta?
—Sí.
—¿De quién?
—De un tal abate Busoni.
—¿A quien no conocéis?
—A quien no he visto en toda mi vida.
—¿Qué os decía esa carta?
—¿No me engañáis?
—Dios me libre de hacerlo; vuestros intereses son los míos.
—Entonces, leed.
Y el may or entregó una carta al joven.
Abate Busoni
—Eso es.
—¿Cómo eso es? ¿Qué queréis decir? —preguntó el may or.
—Quiero decir que y o he recibido una carta parecida.
—¡Vos!
—Sí, y o.
—¿Del abate Busoni?
—No.
—¿De quién, entonces?
—De un tal lord Wilmore, que ha tomado el apodo de Simbad el Marino.
—¿Y a quien tampoco conocéis?
—Sí, estoy en este punto más adelantado que vos.
—¿Le habéis visto?
—Sí, una vez.
—¿Dónde?
—Eso es lo que no podré deciros, porque no lo sé.
—¿Y qué os decía esa carta?
—Leed.
« Sois pobre y no debéis esperar más que un porvenir miserable; ¿queréis
tener un nombre, ser libre, ser rico?
» Tomad la silla de posta que encontraréis preparada y saldréis de Niza por la
puerta de Génova. Pasad por Turín, Chambery y Pont de Beauvoisin. Presentaos
en casa del señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el 23 de
may o, a las siete en punto de la tarde, y preguntadle por vuestro padre.
» Sois hijo del marqués Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor
Corsinari, como lo declaran los papeles que os serán entregados por el marqués,
y que os permitirán presentaros bajo este nombre en el mundo parisiense.
» En cuanto a vuestro rango, una renta de 50.000 francos al año hará que lo
sostengáis con decoro.» Adjunto un billete de 5.000 libras, pagadero en casa del
señor Ferrer, banquero de Niza, y una carta de recomendación para el señor
conde de Montecristo, encargado por mí de proveer a vuestras necesidades» .
« Simbad el Marino» .
—¡Hum! —exclamó el may or—; no puede estar mejor arreglado el asunto.
—¿Verdad que sí?
—¿Habéis visto al conde?
—Acabo de separarme de él.
—¿Y lo ha aprobado…?
—Todo.
—¿Entendéis algo de esto?
—Os juro que no.
—Aquí hay alguien al que quieren jugar una mala pasada.
—Caso que así fuera, y o no soy, y vos creo que tampoco.
—Creo que no.
—¡Y bien!, ¿entonces…?
—Poco nos importa lo demás.
—Exacto, eso mismo iba a decir; dejemos rodar la rueda de la fortuna.
—Encontraréis en mí un hijo digno de su padre.
—No esperaba y o menos de vos.
—Es un gran honor para mí.
Montecristo eligió este momento para entrar en el salón.
Al oír el ruido de sus pasos, padre a hijo se arrojaron en los brazos uno de
otro; así el conde les encontró tiernamente abrazados.
—¡Vay a!, señor marqués —dijo Montecristo—, parece que habéis
encontrado un hijo a la medida de vuestros deseos.
—¡Ah!, ¡señor conde!, la alegría me sofoca.
—¿Y vos, joven?
—¡Ah!, ¡señor conde!, ¡es demasiada felicidad!
—¡Feliz padre!, ¡feliz hijo! —dijo el conde.
—Una sola cosa me entristece —dijo el may or—; y es tener que marcharme
tan pronto de París.
—¡Oh!, querido señor Cavalcanti —dijo Montecristo—, no partiréis sin
haberos presentado antes a algunos amigos.
—Estoy a las órdenes del señor conde —dijo el may or.
—Ahora, veamos, joven, confesaos…
—¿A quién?
—A vuestro padre; decidle algo acerca del estado de vuestro bolsillo.
—¡Ah!, ¡diablo!, tocáis la cuerda sensible.
—¿Oís, may or? —dijo Montecristo.
—Desde luego, señor.
—Sí; ¿pero comprendéis?
—A las mil maravillas.
—Vuestro querido hijo dice que necesita dinero.
—¿Qué queréis que y o le haga?
—Pues, sencillamente, que se lo deis.
—¿Yo?
—Vos.
Montecristo se colocó entre sus dos interlocutores.
—Tomad —dijo a Andrés deslizándole en la mano un paquete de billetes de
Banco.
—¿Qué es esto?
—La respuesta de vuestro padre.
—¿De mi padre?
—Sí. ¿No decíais que necesitabais dinero?
—Sí. ¿Y bien?
—¡Y bien!, me encarga os entregue esto.
—¿A cuenta de mi renta?
—No; para vuestros gastos de instalación.
—¡Oh, querido padre!
—Silencio —dijo Montecristo—, y a lo veis, no quiere que diga que esto viene
de su mano.
—Estimo infinitamente esa delicadeza —dijo Andrés, metiendo sus billetes de
Banco en el bolsillo del pantalón.
—Está bien —dijo Montecristo—, ahora podéis retiraros.
—¿Y cuándo tendremos el honor de volver a ver al señor conde? —preguntó
Cavalcanti.
—¡Ah, sí! —inquirió Andrés—, ¿cuándo tendremos ese honor?
—Si queréis…, el sábado, sí…, eso es…, el sábado. Doy una comida en mi
casa de Auteuil, calle de la Fontaine, número 25, a muchas personas, y entre
otras al señor Danglars, vuestro banquero; os presentaré a él, es necesario que os
conozca a los dos para entregaros después el dinero…
—¿De gran etiqueta…? —preguntó a media voz el may or.
—¡Psch…! Sí. Uniforme, cruces, calzón corto.
—¿Y y o? —preguntó Andrés.
—¡Oh!, vos, vestido con sencillez, pantalón negro, botas de charol, chaleco
blanco, frac negro o azul, corbata larga; dirigíos a Blin o a Veronique para
vestiros. Si no sabéis las señas de su casa, Bautista os las dará. Cuantas menos
pretensiones afectéis en vuestro traje, siendo rico como sois, mejor efecto
causará. Si compráis caballos, tomadlos en casa de Dereux; si compráis tílburi, id
a casa de Bautista.
—¿A qué hora podremos presentarnos? —preguntó el joven.
—A eso de las seis y media.
—Está bien, no dejaremos de ir —dijo el may or tomando su sombrero.
Los dos Cavalcanti saludaron al conde y salieron.
El conde se acercó a la ventana y los vio atravesar el patio cogidos del brazo.
—En verdad —dijo—, los dos Cavalcanti… son de los may ores miserables
que he conocido… ¡Lástima que no sean padre a hijo…!
Y tras un instante de sombría reflexión, exclamó:
—Vamos a casa de Morrel. ¡Oh!, la repugnancia y el asco me afectan
doblemente que el odio.
Capítulo IV
La Pradera cercada
M. Noirtier de Villefort
Ahora veremos lo que había pasado en casa del procurador del rey después de
la partida de la señora Danglars y de su hija, y durante la conversación que
acabamos de referir.
El procurador del rey había entrado en la habitación ocupada por su padre,
seguido de su esposa; en cuanto a Valentina y a sabemos dónde estaba.
Después de haber saludado al anciano los dos esposos, y despedido a Barrois,
antiguo criado que hacía más de veinte años que servía en la casa, tomaron
asiento a su lado.
El anciano paralítico, sentado en su gran sillón con ruedas, donde le colocaron
por la mañana y de donde le sacaban por la noche delante de un espejo que
reflejaba toda la habitación y le permitía ver, sin hacer un movimiento imposible
en él, quién entraba en su cuarto y quién salía: el señor Noirtier, inmóvil como un
cadáver, contemplaba con ojos inteligentes y vivos a sus hijos, cuy a
ceremoniosa reverencia le anunciaba que iban a dar algún paso oficial
inesperado.
La vista y el oído eran los dos únicos sentidos que animaban aún, como dos
llamas, aquella masa humana, que casi pertenecía a la rumba; mas de estos dos
sentidos uno solo podía revelar la vida interior que animaba a la estatua, y la
vista, que revelaba esta vida interior se asemejaba a una de esas luces lejanas
que durante la noche muestran al viajero perdido en un desierto que aún hay un
ser viviente que vela en aquel silencio y aquella oscuridad.
Así, pues, en aquellos ojos negros del anciano Noirtier, cuy as cejas negras
contrastaban con la blancura de su larga cabellera, se habían concentrado toda la
actividad, toda la vida, toda la fuerza, toda la inteligencia, que antes poseía aquel
cuerpo; pero aquellos ojos suplían a todo; él mandaba con los ojos, daba gracias
con los ojos también, era un cadáver con los ojos animados, y nada era más
espantoso a veces que aquel rostro de mármol, cuy os ojos expresaban unas
veces la cólera, otras la alegría; tres personas únicamente sabían comprender el
lenguaje del pobre paralítico: Villefort, Valentina y el antiguo criado de que
hemos hablado.
Sin embargo, como Villefort no le veía sino muy rara vez, y por decirlo así,
cuando no tenía otro remedio, como cuando le veía no procuraba complacerle
comprendiéndole, toda la felicidad del anciano reposaba en su nieta, y Valentina
había logrado, a fuerza de cariño y constancia, comprender por la mirada todos
los pensamientos del anciano; a este lenguaje mudo que otro cualquiera no habría
podido entender, respondía con toda su voz, toda su fisonomía, toda su alma, de
suerte que se entablaban diálogos animados entre aquella joven y aquel cadáver,
que era, sin embargo, un hombre de inmenso talento, de una penetración
inaudita, y de una voluntad tan poderosa como puede serlo el alma encerrada en
una materia por la cual ha perdido el poder de hacerse obedecer.
Valentina había resuelto el extraño problema de comprender el pensamiento
del anciano y hacerle que entendiera el suy o; y gracias a este estudio, ni siquiera
una palabra dejaban de comprender tanto el uno como el otro.
Por lo que al criado se refiere, después de veinticinco años, según hemos
dicho, servía a su amo, por lo cual conocía tan bien todas sus costumbres, que
rara vez tenía que pedirle algo Noirtier.
De consiguiente, no necesitaba Villefort de los socorros ni de uno ni de otro
para entablar con su padre la extraña conversación que venía a provocar.
También él conocía el vocabulario del anciano, y si no se servía de él con más
frecuencia, era por pereza o por indiferencia. Decidió, pues, que Valentina
bajara al jardín, alejó a Barrois, y después de haber tomado asiento a la derecha
de su padre, mientras que la señora de Villefort se sentaba a la izquierda, dijo:
—Señor, no os admiréis de que Valentina no hay a subido con nosotros, y que
y o hay a mandado alejar a Barrois, porque la conversación que vamos a tener
juntos es de esas que no pueden tenerse delante de una joven o de un criado; la
señora de Villefort y y o tenemos que comunicaros algo importante.
El rostro de Noirtier permaneció impasible durante este preámbulo; en vano
procuró Villefort penetrar los pensamientos profundos del anciano en aquel
momento.
—Y estamos seguros —continuó el procurador del rey, con aquel tono que
parecía no sufrir ninguna contradicción— de que os agradará.
El anciano seguía impasible, si bien no perdía una sola palabra.
—Caballero —repuso Villefort—, casamos a Valentina.
Una figura de cera no permanecería más fría que el rostro del anciano al oír
esta noticia.
—La boda se efectuará dentro de tres semanas —repuso Villefort.
Los ojos del anciano siguieron tan inanimados como antes.
La señora de Villefort tomó a su vez la palabra, y se apresuró a añadir:
—Creímos que esta noticia sería de algún interés para vos, señor; por otra
parte, Valentina ha parecido merecer siempre vuestro afecto; solamente nos
resta deciros el nombre del joven que le ha sido destinado. Es uno de los mejores
partidos a que puede aspirar: una buena fortuna y perfectas garantías de felicidad
en la conducta y los gustos del que le destinamos, y cuy o nombre no puede seros
desconocido. Se trata del señor Franz de Quesnel, barón d’Epinay.
Durante estas palabras de su mujer, Villefort fijaba sobre el anciano una
mirada más atenta que nunca. Cuando la señora de Villefort pronunció el nombre
de Franz, los ojos de Noirtier se estremecieron, y dilatándose los párpados como
hubieran podido hacerlo los labios para dejar salir una palabra, dejaron salir una
chispa.
El procurador del rey que conocía las antiguas enemistades políticas que
habían existido entre su padre y el padre de Franz, comprendió este fuego y esta
agitación; pero, sin embargo, disimuló, y volviendo a tomar la palabra donde la
había dejado su mujer:
—Señor —dijo—, es muy importante que, próxima como se encuentra
Valentina a cumplir los diecinueve años, se piense en establecerla. No obstante,
no os hemos olvidado en nuestras deliberaciones, y nos hemos asegurado de
antemano de que el marido de Valentina aceptaría vivir, si no a nuestro lado,
porque tal vez incomodaríamos a unos jóvenes esposos, al menos con vos, a
quien tanto cariño profesa Valentina, cariño al que parecéis corresponder: es
decir, que vos viviréis a su lado, de suerte que no perderéis ninguna de vuestras
costumbres, con la diferencia de que tendréis a dos hijos en vez de uno, para que
os cuiden.
Los ojos de Noirtier se iny ectaron en sangre.
Algo espantoso debía pasar en el alma de aquel anciano, seguramente el grito
del dolor y la cólera subía a su garganta, y no pudiendo estallar, le ahogaba,
porque su rostro enrojecía y sus labios se amorataron.
Villefort abrió tranquilamente una ventana, diciendo:
—Mucho calor hace aquí, y este calor puede hacer daño al señor de Noirtier.
Después volvió, pero y a no se sentó.
—Este casamiento —añadió la señora de Villefort— es del agrado del señor
d’Epinay y de su familia, que se compone solamente de un tío y de una tía. Su
madre murió en el momento de darle a luz, y su padre fue asesinado en 1815, es
decir, cuando el niño contaba dos años de edad; de consiguiente, esta boda
depende de su voluntad.
—Asesinato misterioso —dijo Villefort—, y cuy os autores han permanecido
desconocidos, aunque las sospechas han parecido recaer sobre muchas personas.
Noirtier hizo tal esfuerzo, que sus labios se contrajeron como para esbozar
una sonrisa.
—Ahora, pues —continuó Villefort—, los verdaderos culpables, los que saben
que han cometido el crimen, aquellos sobre los cuales puede recaer durante su
vida la justicia de los hombres y la justicia de Dios después de su muerte, serían
felices en hallarse en nuestro lugar y tener una hija que ofrecer al señor Franz
d’Epinay para apagar hasta la apariencia de la sospecha.
Noirtier se había calmado con una rapidez que no era de esperar de aquella
organización tan febril.
—Sí, comprendo —respondió con la mirada a Villefort, y aquella mirada
expresaba el desdén profundo y la cólera inteligente.
Villefort, por su parte, respondió a esta mirada encogiéndose ligeramente de
hombros.
Luego hizo señas a la señora de Villefort de que se levantase.
—Ahora, caballero —dijo la señora de Villefort—, recibid todos mis respetos.
¿Queréis que venga a presentaros los suy os Eduardo?
Se había convenido que el anciano expresase su aprobación cerrando los ojos,
su negativa cerrándolos precipitadamente y repetidas veces, y cuando miraba al
cielo era que tenía algún deseo que expresar. Cuando quería llamar a Valentina
cerraba solamente el ojo derecho. Si quería llamar a Barrois, el ojo izquierdo.
A la proposición de la señora de Villefort, guiñó los ojos repetidas veces. La
señora de Villefort se mordió los labios.
—¿Queréis que os envíe a Valentina? —dijo.
—Sí —expresó el anciano al cerrar los ojos.
Los señores de Villefort saludaron y salieron, dando en seguida la orden de
que llamasen a Valentina. Transcurridos unos breves instantes, ésta entró en la
habitación del señor Noirtier, con las mejillas aún coloradas por la emoción. No
necesitó más que una mirada para comprender cuánto sufría su abuelo, cuántas
cosas tenía que decirle.
—¡Oh!, buen papá —exclamó—, ¿qué lo ha pasado?, ¿te han hecho enfadar?,
estás enojado, ¿verdad?
—Sí —dijo cerrando los ojos.
—¿Contra quién?, ¿contra mi padre?, no; ¿contra la señora de Villefort?,
¿contra mí? ¡Contra mí! —exclamó Valentina asombrada.
El anciano hizo señas de que sí.
—¿Y qué lo he hecho y o, querido y buen papá? —exclamó Valentina.
El anciano renovó las señas.
Ninguna respuesta; entonces continuó la joven.
—Yo no lo he visto hoy aún…, ¿te han contado algo de mí?
—Sí —dijo la mirada del anciano con viveza.
—Veamos. ¡Dios mío!, lo juro…, abuelito… ¡Ah!, los señores de Villefort
acaban de salir, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Y son ellos los que han dicho esas cosas que tanto lo han enojado…? ¿Qué
es…? ¿Quieres que se lo vay a a preguntar?
—No, no —dijo la mirada.
—¡Oh!, me asustas. ¡Qué han podido decirte, Dios mío! —y comenzó a
reflexionar.
—¡Ah!, y a caigo —dijo bajando la voz y acercándose al anciano—. ¿Han
hablado tal vez de mi casamiento?
—Sí —replicó la mirada enojada.
—Comprendo; me reprochas mi silencio. ¡Oh!, mira, es porque me habían
recomendado que no lo dijese nada; tampoco a mí me habían hablado de ello, y
en cierto modo y o he sorprendido este secreto por indiscreción: he aquí por qué
he sido tan reservada contigo. ¡Perdóname, mi buen papá Noirtier!
No obstante, la mirada parecía decir:
—No es tan sólo lo casamiento lo que me aflige.
—¿Pues qué es? —preguntó la joven—, ¿tú crees tal vez que y o lo
abandonaría, buen papá, y que mi casamiento me haría olvidadiza?
—No —dijo el anciano.
—¿Te han dicho entonces que el señor d’Epinay consentía en que
permaneciésemos juntos?
—Sí.
—¿Por qué estás enojado, entonces?
Los ojos del anciano tomaron una expresión de dulzura infinita.
—Sí, comprendo —dijo Valentina—, porque me amas.
El anciano hizo señas de que sí.
—¡Y temes que sea desgraciada!
—Sí.
—¿Tú no quieres al señor Franz?
Los ojos repitieron tres o cuatro veces:
—No, no, no.
—¡Entonces debes de sufrir mucho, buen papá!
—Sí.
—¡Pues bien!, escucha —dijo Valentina, arrodillándose delante de Noirtier, y
pasándole sus brazos alrededor de su cuello—, y o también tengo un gran pesar,
porque tampoco amo al señor Franz d’Epinay.
Una expresión de alegría se reflejó en los ojos del anciano.
—Cuando quise retirarme al convento, recuerda que lo enfadaste mucho
conmigo, ¿verdad?
Los ojos del anciano se humedecieron.
—¡Pues bien! —continuó Valentina—, sólo era para librarme de este
casamiento, que causa mi desesperación.
Noirtier estaba cada vez más conmovido.
—¿También a ti lo disgusta esta boda, abuelito? ¡Oh, Dios mío! Si tú pudieses
ay udarme, abuelito, si los dos pudiésemos romper ese proy ecto. Pero no puedes
hacer nada contra ellos; ¡tú, que tienes un espíritu tan vivo y una voluntad tan
firme!, pero cuando se trata de luchar eres tan débil y aún más débil que y o.
¡Ay !, tú hubieras sido para mí un protector muy poderoso en los días de tu fuerza
y de tu salud; pero hoy no puedes hacer más que comprenderme y regocijarte o
afligirte conmigo; ésta es la última felicidad que Dios se ha olvidado de
arrebatarme junto con las otras.
Al oír estas palabras, hubo tal expresión de malicia y sagacidad en los ojos de
Noirtier, que la joven crey ó leer en ellos estas otras:
—Te engañas, aún puedo hacer mucho por ti.
—¿Puedes hacer algo por mí, abuelito? —dijo Valentina.
—Sí.
Noirtier levantó los ojos al cielo. Esta era la señal convenida entre él y
Valentina cuando deseaba algo.
—¿Qué quieres, querido papá? ¡Veamos!
Valentina reflexionó un instante, y luego expresó en voz alta sus pensamientos
a medida que iban acudiendo a su imaginación, y viendo que a todo respondía su
abuelo ¡no!
—Pues, señor —dijo—, recurramos al gran medio, soy una torpe.
Entonces recitó una tras otra todas las letras del alfabeto, desde la A hasta la
N, mientras que sus ojos interrogaban la expresión de los del paralítico: al
pronunciar la N, Noirtier hizo señas afirmativas.
—¡Ah! —dijo Valentina—, lo que deseáis empieza por la letra N, bien.
Veamos qué letra ha de seguir a la N: na, ne, ni, no…
—Sí, sí, sí —expresó el anciano.
—¡Ah!, ¿conque es no?
—Sí.
La joven fue a buscar un gran diccionario, que colocó sobre un atril delante
de Noirtier; abriólo, y cuando hubo visto fijar en las hojas la mirada del anciano,
su dedo recorrió rápidamente las columnas de arriba abajo. Después de seis años
que Noirtier había caído en el lastimoso estado en que se hallaba, la práctica
continua le había hecho tan fácil este manejo, que adivinaba tan pronto el
pensamiento del anciano como si él mismo hubiese podido buscar en el
diccionario.
A la palabra notario, Noirtier le hizo señas de que se parase.
—Notario —dijo—, ¿quieres un notario, abuelito?
—Sí —exclamó el paralítico.
—¿Debe saberlo mi padre?
—Sí.
—¿Tienes prisa porque vay an en busca del notario?
—Sí.
—Pues entonces le enviaremos a llamar inmediatamente. ¿Es eso todo lo que
quieres?
—Sí.
La joven corrió a la campanilla y llamó a un criado para suplicarle que
hiciese venir inmediatamente a los señores de Villefort al cuarto de su padre.
—¿Estás contento? —dijo Valentina—. Sí…, lo creo, bien…, ¡no era muy
fácil de adivinar eso!
Y Valentina sonrió mirando a su abuelo como lo hubiera hecho con un niño.
El señor de Villefort entró, precedido de Barrois.
—¿Qué queréis, caballero? —preguntó al paralítico.
—Señor, mi abuelo desea que se mande llamar a un notario.
Ante este deseo extraño e inesperado, el señor de Villefort cambió una
mirada con el paralítico.
—Sí —dijo este último con una firmeza que indicaba que con ay uda de
Valentina y de su antiguo servidor, que sabía lo que deseaba, estaba pronto a
sostener la lucha.
—¿Pedís un notario? —repitió Villefort—. ¿Para qué?
Noirtier no respondió.
—¿Y para qué necesitáis un notario? —preguntó de nuevo Villefort.
La mirada del paralítico permaneció inmóvil, y por consiguiente muda, lo
cual quería decir: Persisto en mi voluntad.
—¿Para jugarnos alguna mala pasada? —dijo Villefort—; no podía saber…
—Pero, en fin —dijo Barrois, pronto a insistir con la perseverancia propia de
los criados antiguos—, sí el señor desea que venga un notario, será porque tiene
necesidad de él. Así, pues, voy a buscarle.
Barrois no reconocía otro amo más que Noirtier, y no permitía nunca que su
voluntad fuese contrariada.
—Sí, quiero un notario —dijo el anciano, cerrando los ojos con una especie
de desconfianza, y como si hubiese dicho:
—Veamos si se me niega lo que pido.
—Vendrá un notario, puesto que os empeñáis, pero y o me disculparé con él,
y también tendré que disculparos a vos, porque la escena va a ser muy ridícula.
—No importa —dijo Barrois—, y o voy a buscarle; —y el antiguo criado salió
triunfante.
Capítulo VI
El testamento
Enmalicioso
el instante en que salió Barrois, Noirtier miró a Valentina con aquel interés
que anunciaba tantas cosas. La joven comprendió esta mirada y
Villefort también, porque su frente se oscureció y sus cejas se fruncieron.
Tomó una silla y se instaló en el cuarto del paralítico. El anciano lo miraba
con una perfecta indiferencia, pero había mandado a Valentina de reojo que no
se inquietase y que se quedara también.
Tres cuartos de hora después entró el criado con el notario.
—Caballero —dijo Villefort, después de los primeros saludos—, os ha
llamado el señor Noirtier de Villefort, a quien tenéis presente; una parálisis
completa le ha quitado el use de todos los miembros y de la voz, y nosotros solos,
con gran trabajo, logramos entender algunas palabras de lo que dice.
Noirtier dirigió a su nieta una mirada tan grave e imperativa, que la joven
respondió al momento:
—Caballero, y o comprendo todo cuanto dice mi abuelo.
—Es cierto —añadió Barrois—, todo, absolutamente todo, como os decía
cuando veníamos.
—Permitid, caballero, y vos también, señorita —dijo el notario dirigiéndose a
Villefort y Valentina—; es éste uno de esos casos en que el oficial público no
puede proceder sin contraer una responsabilidad peligrosa. Lo primero que hace
falta es que el notario quede convencido de que ha interpretado fielmente la
voluntad del que le dicta. Ahora, pues, y o no puedo estar seguro de la aprobación
de un cliente que no habla; y como no puede serme probado claramente el
objeto de sus deseos o de sus repugnancias, mi ministerio es inútil y sería
ejercido con ilegalidad.
El notario dio un paso para retirarse; una sonrisa imperceptible de triunfo se
dibujó en los labios del procurador del rey.
Por su parte; Noirtier miró a su nieta con una expresión tal de dolor, que la
joven detuvo al notario.
—Caballero —dijo—, la lengua que y o hablo con mi abuelo se puede
aprender fácilmente, y lo mismo que la comprendo y o, puedo enseñárosla en
pocos minutos. Veamos, caballero, ¿qué necesitáis para quedar perfectamente
convencido de la voluntad de mi abuelo?
—Lo que el instrumento público requiere para ser válido —respondió el
notario—; es decir, la certeza del consentimiento. Se puede estar enfermo de
cuerpo, pero sano de espíritu.
—Pues bien, señor, con dos señales, tendréis la seguridad de que mi abuelo no
ha gozado nunca mejor que ahora de su completa inteligencia. El señor Noirtier,
privado de la voz, del movimiento, cierra los ojos cuando quiere decir que sí, y
los abre muchas veces cuando quiere decir que no. Ahora y a lo sabéis lo
suficiente para entenderos con el señor Noirtier, probad.
La mirada que lanzó el anciano a Valentina era tan tierna y expresaba tal
reconocimiento, que fue comprendida aun por el notario.
—¿Habéis entendido bien lo que acaba de decir vuestra nieta? —preguntó
aquél.
Noirtier cerró poco a poco los ojos y los volvió a abrir después de un
momento.
—¿Y aprobáis lo que se ha dicho?, es decir, ¿que las señales indicadas por ella
son las que os sirven para expresar vuestro pensamiento?
—Sí —dijo de nuevo el paralítico.
—¿Sois vos quien me ha mandado llamar?
—Sí.
—¿Para hacer vuestro testamento?
—Sí.
—¿Y no queréis que y o me retire sin haberlo hecho?
El anciano cerró vivamente y repetidas veces los ojos.
—¡Pues bien!, caballero, ¿comprendéis ahora? —preguntó la joven—, ¿y
descansará vuestra conciencia?
Pero antes de que el notario pudiese responder, Villefort le llamó aparte.
—Caballero —dijo—, ¿creéis que un hombre hay a podido experimentar
impunemente un choque físico tan terrible como el que experimentó el señor
Noirtier de Villefort, sin que la parte moral hay a recibido también una grave
lesión?
—No es eso precisamente lo que me inquieta, caballero —respondió el
notario—; pero ¿cómo conseguiremos adivinar sus pensamientos, a fin de
provocar las respuestas?
—Ya veis que ello es imposible —dijo Villefort.
Valentina y el anciano oían esta conversación. Noirtier fijó una mirada tan
firme sobre Valentina, que esta mirada exigía evidentemente una respuesta.
—Caballero —dijo la joven—, no os preocupéis por eso; por difícil que sea o
que os parezca descubrir el pensamiento de mi abuelo, y o os lo revelaré de modo
que desvanezca todas vuestras dudas. Ya hace seis años que estoy con el señor
Noirtier, pues que os diga si durante ese tiempo ha tenido que guardar en su
corazón alguno de sus deseos por no poder hacérmelo comprender.
—No —respondió el anciano.
—Probemos, pues —dijo el notario—, ¿aceptáis a esta señorita por intérprete?
El paralítico respondió que sí.
—Bien, veamos, caballero, ¿qué es lo que queréis de mí? ¿Qué clase de acto
queréis hacer?
Valentina fue diciendo todas las letras del alfabeto hasta llegar a la t.
En esta letra la detuvo la elocuente mirada de Noirtier.
—La letra t es la que pide el señor —dijo el notario—, está claro…
—Esperad —dijo Valentina, y volviéndose hacia su abuelo—, también ta,
te…
El anciano la detuvo en seguida de estas sílabas.
Valentina tomó entonces el diccionario y hojeó las páginas a los ojos del
notario, que atento lo observaba todo.
—Testamento —señaló su dedo, detenido por la ojeada de Noirtier.
—Testamento —exclamó el notario—, es evidente que el señor quiere testar.
—Sí —respondió el anciano.
—Esto es maravilloso, caballero —dijo el notario a Villefort.
—En efecto —replicó—, y lo sería asimismo ese testamento, porque y o no
creo que los artículos se puedan redactar palabra por palabra, a no ser por mi
hija. Ahora, pues, Valentina estará tal vez interesada en este testamento, para ser
intérprete de las oscuras voluntades del señor Noirtier de Villefort.
—¡No, no, no! —protestó con los ojos el señor Noirtier.
—¡Cómo! —repuso el señor de Villefort—. ¿No está Valentina interesada en
vuestro testamento?
—No.
—Caballero —dijo el notario, que maravillado de esta prueba se proponía
contar a las gentes los detalles de este episodio pintoresco—; caballero, nada me
parece más fácil ahora que lo que hace un momento consideraba imposible, y
ese testamento será un testamento místico; es decir, previsto y autorizado por la
ley, con tal que sea leído delante de siete testigos, aprobado por el testador delante
de ellos y cerrado por el notario, siempre delante de ellos. Por lo que al tiempo se
refiere, apenas durará más que un testamento ordinario; primero están las
fórmulas, que siempre son las mismas; y en cuanto a los detalles, la may or parte
serán adivinados por el estado de los asuntos del testador y por vos, que
habiéndolos administrado, los conoceréis. Sin embargo, por otra parte, para que
esta acta permanezca inatacable, vamos a hacerlo con la formalidad más
completa; uno de mis colegas me ay udará, y, contra toda costumbre, asistirá al
acto. ¿Estáis satisfecho, caballero? —continuó el notario dirigiéndose al anciano.
—Sí —respondió Noirtier, contento, al parecer, por haber sido comprendido.
« ¿Qué va a hacer?» pensó Villefort, a quien su elevada posición imponía
mucha reserva, y que no podía adivinar las intenciones de su padre.
Volvióse para mandar llamar al segundo notario, pedido por el primero; pero
Barrois, que todo lo había oído, y adivinado el deseo de su amo, había salido y a
en su busca.
El procurador del rey envió entonces a decir a su mujer que subiese.
Al cabo de un cuarto de hora todo el mundo estaba reunido en el cuarto del
paralítico, y el segundo notario había llegado.
Con pocas palabras estuvieron los dos de acuerdo. Ley eron a Noirtier una
fórmula de testamento; y para empezar, por decirlo así, el examen de su
inteligencia, el primer notario, volviéndose hacia él, le dijo:
—Cuando se otorga testamento es en favor o en perjuicio de alguna persona.
—Sí —respondió Noirtier.
—¿Tenéis alguna idea de la cantidad a que asciende vuestro caudal?
—Sí.
—Iré diciéndoos algunas cantidades en orden ascendente; ¿me detendréis
cuando creáis que es la vuestra?
—Sí.
Había en este interrogatorio una especie de solemnidad; por otra parte, jamás
fue tan visible la lucha de la inteligencia contra la materia; era un espectáculo
curioso.
Todos formaron un círculo alrededor de Noirtier; el segundo notario estaba
sentado a una mesa, dispuesto a escribir; el primero, en pie, a su lado, interrogaba
al anciano.
—Vuestra fortuna pasa de trescientos mil francos, ¿no es verdad? —preguntó.
Noirtier permaneció inmóvil.
—¿Quinientos mil?
La misma inmovilidad.
—¿Seiscientos mil…?, ¿setecientos mil…?, ¿ochocientos mil…?, ¿novecientos
mil…?
Noirtier hizo señas afirmativas.
—¿Posee novecientos mil francos?
—Sí.
—¿Inmuebles?
—No.
—¿En escrituras de renta?
Noirtier hizo señas afirmativas.
—¿Están en vuestro poder estas inscripciones?
Una mirada dirigida a Barrois hizo salir al antiguo criado, que volvió un
instante después con una cajita.
—¿Permitís que se abra esta caja? —preguntó el notario.
Noirtier dijo que sí.
Abrieron la caja y encontraron novecientos mil francos en escrituras.
El primer notario pasó una tras otra cada escritura a su colega; la cuenta
estaba cabalmente como había dicho Noirtier.
—Esto es —dijo—; no se puede tener la cabeza más firme y despejada. —Y
volviéndose luego hacia el paralítico—: ¿Conque —le dijo— poseéis novecientos
mil francos de capital, que, del modo que están invertidos, deberán produciros
cuarenta mil francos de renta?
—Sí.
—¿A quién deseáis dejar esa fortuna?
—¡Oh! —dijo la señora de Villefort—, no cabe la menor duda; el señor
Noirtier aura únicamente a su nieta, la señorita Valentina de Villefort; ella es
quien le cuida hace seis años; ha sabido cautivar con sus cuidados asiduos el
afecto de su abuelo, y casi diré su reconocimiento; justo es, pues, que recoja el
precio de su cariño.
Los ojos de Noirtier lanzaron miradas irritadas a la señora de Villefort por las
intenciones que le suponía.
—¿Dejáis, pues, a la señorita Valentina de Villefort los novecientos mil
francos? —inquirió el notario persuadido de que y a no faltaba más que el
asentimiento del paralítico para cerrar el acto.
Valentina se había retirado a un rincón y lloraba, el anciano la miró un
instante con la expresión de la may or ternura; volviéndose después hacia el
notario, cerró los ojos mochas veces de la manera más significativa.
—¡Ah!, ¿no? —dijo el notario—; ¿conque no es a la señorita de Villefort a
quien hacéis heredera universal?
Noirtier hizo seña negativa.
—¿No os engañáis? —exclamó el notario asombrado—; ¿decís que no?
—No —repitió Noirtier—, no…
Valentina levantó la cabeza; estaba asombrada, no por haber sido
desheredada, sino por haber provocado el sentimiento que dicta ordinariamente
semejantes actos.
Pero Noirtier la miró con una expresión tal de ternura, que la joven exclamó:
—¡Oh!, ¡mi buen padre!, bien lo veo, sólo me quitáis vuestra fortuna, pero
reserváis para mí vuestro corazón.
—¡Oh!, sí, seguramente —dijeron los ojos del paralítico cerrándose con una
expresión ante la cual Valentina no podía engañarse.
—¡Gracias!, ¡gracias! —murmuró la joven.
Sin embargo, esta negativa había hecho nacer en el corazón de la señora de
Villefort una esperanza inesperada, y se acercó al anciano.
—¿Entonces, será a vuestro nietecito Eduardo Villefort a quien dejáis vuestra
fortuna, querido señor Noirtier? —inquirió la madre.
El movimiento negativo de los ojos fue terrible, casi expresaba odio.
—No —exclamó el notario—; ¿es a vuestro señor hijo, que está presente?
—¡No! —repuso el anciano.
Los dos notarios se miraron asombrados; Villefort y su mujer se sonrojaron,
el uno de vergüenza, la otra de despecho.
—Pero ¿qué os hemos hecho, padre? —dijo Valentina—, ¿no nos amáis y a?
La mirada del anciano pasó rápidamente sobre su hijo y su nuera, y se fijó
en Valentina con una expresión de ternura.
—¡Entonces! —dijo ésta—; si me amas, veamos, padre mío, procure unir
este amor a lo que haces en este momento. Tú me conoces, sabes que nunca he
pensado en la fortuna. Además, aseguran que soy rico por parte de mi madre,
demasiado hice tal vez; explícate, pues.
Noirtier fijó su mirada ardiente sobre la mano de Valentina.
—¿Mi mano? —dijo ella.
—Sí —dijo.
—¿Su mano? —repitieron todos los concurrentes, asombrados.
—¡Ah!, señores, bien veis que todo es inútil, y que mi pobre padre está loco
—dijo Villefort.
—¡Oh! —exclamó de repente Valentina—, ¡y a comprendo!, mi casamiento,
¿no es verdad, buen padre mío?
—Sí, sí, sí —repitió tres veces el anciano.
—¿No lo agrada mi casamiento?, ¿es verdad?
—Sí.
—¡Pero eso es un absurdo! —dijo Villefort.
—Disculpadme, caballero —dijo el notario—, todo esto que está ocurriendo
es muy natural, y todos quedaremos perfectamente convencidos de la verdad.
—¿No queréis que me case con el señor Franz d’Epinay ?
—No, no quiero —expresaron los ojos del anciano.
—¿Y desheredaríais a vuestra nieta —exclamó el notario—, por efectuar una
boda contra vuestro gusto?
—Sí —respondió Noirtier.
—¿De suerte que, a no ser por este casamiento sería vuestra heredera?
—Sí.
Hubo entonces un silencio profundo alrededor del anciano.
Los dos notarios se consultaban; Valentina, con las manos juntas, miraba a su
abuelo con singular dulzura; Villefort se mordía los labios; su mujer no podía
reprimir un sentimiento de alegría que, a pesar suy o, se retrataba en su
semblante.
—Pero —dijo al fin Villefort rompiendo el silencio— creo que y o sólo soy
dueño de la mano de mi hija, y quiero que se case con el señor Franz d’Epinay, y
se casará. —Valentina cay ó llorando sobre un sillón.
—Caballero —dijo el notario dirigiéndose al anciano—, ¿qué pensáis hacer de
vuestro caudal, en caso de que la señorita Valentina contraiga matrimonio con el
señor Franz?
El anciano permaneció inmóvil.
—No obstante, ¿dispondréis de él?
—Sí —respondió Noirtier.
—¿En favor de alguno de vuestra familia?
—No.
—¿En favor de los necesitados?
—Sí.
—Pero bien sabéis —dijo el notario— que la ley se opone a que despojéis
enteramente a vuestros hijos.
—Sí.
—¿No dispondréis de la parte que os autoriza la ley ?
Noirtier permaneció inmóvil.
—¿Continuáis con la idea de querer disponer de todo?
—Sí.
—Pero después de vuestra muerte impugnarán vuestro testamento.
—No.
—Mi padre me conoce, caballero —dijo el señor de Villefort—, sabe que su
voluntad será sagrada para mí; por otra parte, se da cuenta de que en mi posición
no puedo pleitear con los pobres.
Los ojos de Noirtier expresaron triunfo.
—¿Qué decís, caballero? —preguntó el notario a Villefort.
—Nada, caballero; mi padre ha tomado esta resolución, y y o sé que no
cambia nunca. Por consiguiente, debo resignarme. Estos novecientos mil francos
saldrán de la familia para enriquecer los hospitales; pero jamás cederé ante un
capricho de anciano, y obraré según mi voluntad.
Aquel mismo día quedó cerrado el testamento; buscáronse testigos, fue
aprobado por el anciano, firmado después en su presencia y archivado más tarde
en casa del señor Deschamps, notario de la familia.
Capítulo VII
El telégrafo y el jardín
Eltelégrafo;
conde de Montecristo no fue, como había dicho aquella tarde, a visitar el
pero la mañana siguiente salió por la barrera del Infierno, tomó el
camino de Orleáns, pasó el pueblo de Linas sin detenerse en el telégrafo, que
precisamente en el momento en que pasaba el conde hacía mover sus largos y
descarnados brazos, y llegó a la torre de Monthery, situada, como es sabido, en el
punto más elevado de la llanura de este nombre.
Al pie de la colina, el conde echó pie a tierra, y por un pequeño sendero de
dieciocho pulgadas de ancho, empezó a subir la montaña; así que hubo llegado a
la cima, se encontró detenido por un vallado sobre el cual los frutos verdes habían
sucedido a las flores sonrosadas y blancas.
Montecristo buscó la puerta del pequeño jardín, y no tardó en hallarla.
Consistía ésta en una especie de enrejado de madera, que rodaba sobre goznes de
mimbre, y cerrada por medio de un clavo y de un bramante bastante grueso. En
un instante quedó el conde enterado del mecanismo, y la puerta se abrió.
Encontróse entonces en un jardincito de veinte pies de largo por doce de
ancho, limitado a un lado por la parte de cerca en la cual estaba colocada la
ingeniosa máquina que hemos descrito bajo el nombre de puerta; y el otro por la
antigua torre cubierta de musgo, de hiedra y de alhelíes silvestres.
Nadie hubiera creído al verla tan florecida que podría contar tantos dramas
terribles, si uniese una voz a los oídos amenazadores que un antiguo proverbio
atribuy e a las paredes.
Recorríase este jardín siguiendo una calle de árboles cubierta de arena roja.
Esta calle tenía la forma de un 8, y daba vueltas enlazándose de modo que en un
jardín de veinte pies formaba un paseo de sesenta. Jamás fue honrada Flora, la
risueña y fresca diosa de los jardineros latinos, con un culto tan minucioso y tan
puro como lo era el que le rendían en este jardincito.
Efectivamente, de veinte rosales que brotaban en el jardín, de cuy as hojas no
había una que no llevase señal de las picaduras de los moscones, ni siquiera una
planta que no estuviese dañada por los pulgones o insectos que asolan y roen las
plantas que nacen sobre un terreno húmedo, no era, sin embargo, humedad lo
que faltaba a este jardín; la tierra negra, el opaco follaje de los árboles lo
denotaban bien; por otra parte la humedad ficticia hubiera suplido pronto a la
humedad natural, gracias a un pequeño estanque redondo lleno de agua
encenagada que había en uno de los ángulos del jardín, y en el cual permanecían
constantemente sobre una capa de verdín, una rana y un sapo, que, sin duda por
la contrariedad de humor, se volvían continuamente la espalda en los dos puntos
opuestos del círculo del estanque.
Por otra parte, no se veía una hierba en la calle de árboles, ni un mal retoño
parásito; y sin embargo, sería imposible cuidar aquel jardín con más esmero del
que lo hacía su dueño, hasta entonces invisible.
Montecristo se detuvo, después de haber sujetado la puerta con el clavo y la
cuerda, y abarcó de una mirada toda la propiedad.
De repente tropezó con un bulto oculto detrás de una especie de matorral; este
bulto se levantó dejando escapar una exclamación que denotaba asombro, y
Montecristo se encontró frente a un buen hombre que representaba unos
cincuenta años y que recogía fresas, las cuales iba colocando sobre hojas de
parra.
Tenía doce hojas de parra y casi el mismo número de fresas.
El buen hombre, al levantarse, estuvo a pique de dejar caer las fresas, las
hojas y un plato que también llevaba consigo.
—¡Hola!, estáis recogiendo fresas, ¿eh? —dijo Montecristo sonriendo.
—Perdonad, caballero —respondió el buen hombre quitándose su gorra—, no
estoy allá arriba, es verdad; pero ahora mismo acabo de bajar.
—Que no os incomode y o en nada, amigo mío —dijo el conde—, coged
vuestras fresas, si aún os queda alguna por coger.
—Todavía quedan diez —dijo el hombre—, porque aquí hay once, y y o conté
ay er veintiuna, cinco más que el año pasado. Pero no es extraño; la primavera ha
sido este año muy calurosa, y y a sabéis, que lo que las fresas necesitan es el
calor. Ahí tenéis por qué en lugar de dieciséis que cogí el año pasado tengo este
año, mirad, once cogidas, trece…, catorce…, quince…, dieciséis…, diecisiete…,
dieciocho… ¡Oh! ¡Dios mío!, me faltan tres, pues ay er estaban, caballero, ay er
estaban, no me cabe duda, las conté muy bien. Nadie sino el hijo de la tía Simona
puede habérmelas quitado; ¡esta mañana me pareció haberlo visto andar por
aquí! ¡Robar en un jardín, no sabe él bien a lo que esto puede conducirle…!
—En efecto —dijo Montecristo—, eso es muy grave, pero vos os vengaréis
del niño ese, no ofreciéndole ninguna fresa ni a él ni a su madre.
—Desde luego —dijo el jardinero—; sin embargo, no es por eso menos
desagradable… Pero os pido perdón, de nuevo, caballero: ¿es tal vez a algún jefe
a quien hago esperar?
E interrogaba con una mirada respetuosa y tímida al conde y a su frac azul.
—Tranquilizaos, amigo mío —dijo el conde con aquella sonrisa que tan
terrible y tan bondadosa podía ser, según su voluntad, y que esta vez no
expresaba más que bondad—, no soy un jefe que vengo a inspeccionar vuestras
acciones, sino un simple viajero conducido por la curiosidad, y que empieza a
echarse en cara su visita al ver que os hace perder vuestro tiempo.
—¡Oh!, tengo tiempo de sobra —repuso el buen hombre con una sonrisa
melancólica—. Sin embargo, es el tiempo del gobierno, y y o no debiera
perderlo; pero había recibido la señal que me anunciaba que podía descansar una
hora —y miró hacia un cuadrante solar, porque de todo había en la torre de
Monthery —, y y a veis, aún tenía diez minutos de qué disponer; además, mis
fresas estaban maduras y un día más… Por otra parte, ¿creeríais, caballero, que
los lirones me las comen?
—¡Toma…!, pues no lo hubiera creído —respondió gravemente Montecristo
—, es una vecindad muy mala la de los lirones, particularmente para nosotros
que no los comemos empapados en miel como hacían los romanos.
—¡Ah!, ¿los romanos los comían…? —preguntó asombrado el jardinero—,
¿se comían los lirones?
—Yo lo he leído en Petronio —dijo el conde.
—¿De veras…?, pues no deben estar buenos, aunque se diga: gordo como un
lirón. Y no es extraño, caballero, que los lirones estén gordos, puesto que no
hacen más que dormir todo el santo día, y no se despiertan sino para roer y hacer
daño durante la noche. Mirad, el año pasado tenía y o cuatro albaricoques, me
comieron uno. Yo tenía también un abridero, uno solo, es verdad que ésta es fruta
rara; pues me lo devoraron…, es decir, la mitad; un abridero soberbio y que
estaba excelente. ¡Nunca he comido otro igual!
—¿Pues cómo lo comisteis…? —preguntó Montecristo.
—Es decir, la mitad que quedaba, y a comprenderéis. Estaba exquisito,
caballero. ¡Ah!, ¡diantre!, esos señores no escogen los peores bocados. Lo mismo
que el hijo de la tía Simona, no ha escogido las peores fresas. Pero este año —
continuó el jardinero— no sucederá eso, aunque tenga que pasar la noche de
centinela cuando y o vea que estén prontas a madurar.
El conde había visto y a bastante para poder juzgar. Cada hombre tiene su
pasión, lo mismo que cada fruta su gusano; la del hombre del telégrafo era, como
se ha visto, una extremada afición al cultivo de las flores y de las frutas.
Entonces Montecristo empezó a quitar las hojas que ocultaban a las uvas los
ray os del sol, conquistando así la voluntad del jardinero, que dijo:
—¿El señor habrá venido tal vez para ver el telégrafo?
—Sí, señor, si no está prohibido por los reglamentos.
—¡Oh!, no, señor —dijo el jardinero—, puesto que no hay nada de peligroso,
y a que nadie sabe ni puede saber lo que decimos.
—Me han dicho, en efecto —repuso el conde—, que repetís señales que vos
mismo no comprendéis.
—Así es, caballero, y y o estoy así más tranquilo —dijo riendo el hombre del
telégrafo.
—¿Por qué?
—Porque de este modo no tengo responsabilidad. Yo soy una máquina, y con
tal que funcione, no me piden más.
—¡Diablo! —se dijo Montecristo—, ¿pero habré dado por casualidad con un
hombre que no tuviese ambición…?, sería jugar con desgracia.
—Caballero —dijo el jardinero echando una ojeada hacia su cuadrante solar
—, los diez minutos van a expirar, y o vuelvo a mi puesto. ¿Queréis subir
conmigo?
—Ya os sigo.
Montecristo entró en la torre, que estaba dividida en tres pisos: el bajo
contenía algunos instrumentos de labranza, como azadones, picos, regaderas,
apoy ados contra la pared; esto era todo.
El segundo piso era la habitación ordinaria, o más bien nocturna del
empleado; contenía algunos utensilios sencillos, como una cama, una mesa, dos
sillas, una fuente de barro, además algunas hierbas secas colgadas del techo, y
que el conde identificó como manzanas de olor y albaricoques de España, cuy as
semillas conservaba el buen hombre; todo esto lo tenía tan bien guardado como
hubiera podido hacerlo un maestro botánico del jardín de plantas.
—¿Hace falta mucho tiempo para aprender la telegrafía, amigo mío…? —
preguntó Montecristo.
—No es tan largo el estudio como el de los supernumerarios.
—¿Y qué sueldo tenéis…?
—Mil francos, caballero.
—No es mucho.
—No; dan la vivienda gratis, como veis.
Montecristo miró el cuarto.
Pasaron después al tercer piso; éste era la pieza destinada al telégrafo.
Montecristo miró a su vez las dos máquinas de hierro, con ay uda de las cuales
hacía mover la máquina el empleado.
—Esto es muy interesante —dijo—, pero es una existencia que deberá
pareceros un poco insípida.
—Sí, al principio duelen un poco los ojos a fuerza de tanto mirar, pero al cabo
de uno o dos años se acostumbra uno a ello; luego, también tenemos nuestras
horas de recreo y nuestros días de vacaciones.
—¿Días de vacaciones?
—Sí, señor.
—¿Cuáles?
—Los nublados.
—¡Ah!, es natural.
—Esos son mis días de fiesta; bajo al jardín estos días, planto, cavo,
siembro…, y en fin…, se pasa el rato…
—¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?
—Diez años, y cinco de supernumerario…, son quince…
—Vos tenéis…
—Cincuenta y cinco años…
—¿Cuánto tiempo de servicio os hace falta para obtener la pensión…?
—¡Oh!, caballero, veinticinco años.
—¿Y a cuánto asciende esa pensión…?
—A cien escudos.
—¡Pobre humanidad! —murmuró Montecristo.
—¿Qué decís…? —inquirió el empleado.
—Que eso es muy interesante…
—¿El qué…?
—Todo lo que decís…, ¿y vos no comprendéis nada de vuestras señales?
—Nada absolutamente.
—¿Ni lo habéis intentado?
—Jamás: ¿de qué me serviría?
—Sin embargo, hay señales que se dirigen a vos.
—Sin duda.
—Y ésas sí las comprendéis.
—Siempre son las mismas.
—¿Y dicen?
—Nada de nuevo…, tenéis una hora…, o hasta mañana…
—Eso es muy inocente —dijo el conde—; pero, mirad, ¿no veis a vuestro
telégrafo opuesto que empieza a moverse?
—Ah, es verdad; gracias, caballero.
—¿Y qué os dice?, ¿comprendéis algo?
—Sí, me pregunta si estoy preparado.
—¿Y le respondéis?
—Por la misma señal, que revela a mi correspondiente de la derecha que le
atiendo, mientras que invita al de la izquierda que se prepare a su vez.
—Eso es muy ingenioso —dijo Montecristo.
—Vais a ver —repuso con orgullo el buen hombre—, dentro de cinco minutos
va a hablar.
—Todavía dispongo de cinco minutos —dijo el conde.
—Esto es más de lo que necesito.
—Amigo mío, permitid que os haga una pregunta. ¿Sois aficionado a los
jardines?
—En extremo.
—¿Y seríais feliz si en lugar de tener un jardincillo de veinte pies, tuvieseis
una huerta y jardín de dos fanegas de tierra?
—Señor, eso sería un paraíso.
—¿Vivís mal con vuestros mil francos?
—Bastante mal; pero vivo, después de todo.
—Sí, pero no tenéis más que un miserable jardín.
—¡Ah!, es verdad, el jardín no es grande…
—Y…, pequeño como es, devorado por los lirones.
—Eso es una plaga…
—Decidme, ¿y si tuvierais la desgracia de volver la cabeza cuando vuestro
correspondiente hablase…?
—No lo vería.
—Entonces, ¿qué ocurriría?
—Que no podría repetir sus señales…
—¿Y qué?
—Y no repitiéndolas, por descuido o por lo que fuese…, me exigirían el pago
de la multa.
—¿A cuánto asciende esa multa?
—A cien francos.
—La décima parte de vuestro sueldo; ¡qué bonito!
—¡Ah! —exclamó el empleado.
—¿Os ha ocurrido eso alguna vez? —dijo Montecristo.
—Una vez, caballero, una vez que estaba regando un rosal.
—Bien. ¿Y si ahora cambiaseis alguna señal o transmitieseis otra?
—Entonces, eso es diferente, sería despedido y perdería mi pensión.
—¿Trescientos francos?
—Cien escudos, sí señor; de modo que y a podéis suponer que nunca haré tal
cosa.
—¿Ni por quince años de vuestro sueldo? Mirad que vale la pena que lo
penséis.
—¿Por quince mil francos?
—Sí.
—Caballero, me asustáis.
—¡Bah!
—Caballero, vos queréis tentarme.
—¡Justamente! Quince mil francos.
—Caballero, dejadme mirar a mi correspondiente de la derecha.
—Al contrario, no le miréis y mirad esto, en cambio.
—¿Qué es eso?
—¡Cómo! ¿No conocéis estos papelitos?
—¿Billetes de banco?
—Exacto; quince hay.
—¿Y a quién pertenecen?
—A vos, si queréis.
—¡A mí! —exclamó el empleado, sofocado.
—¡Oh, Dios mío!, a vos, sí, a vos.
—Caballero, y a empieza a moverse mi correspondiente de la derecha.
—Dejadle que se mueva…
—Caballero, me habéis distraído y me van a exigir la multa.
—Eso os costará cien francos; bien veis que tenéis interés en tomar mis
quince billetes de banco.
—Caballero, mi correspondiente de la derecha se impacienta, redobla sus
señales.
—Dejadle hacer; y vos tomad.
El conde puso el fajo de billetes en las manos del empleado.
—Ahora —dijo—, esto no basta; con vuestros quince mil francos no podréis
vivir.
—Conservaré mi puesto.
—No; ¡lo perderéis!, porque vais a hacer otra señal que la de vuestro
correspondiente.
—¡Oh!, caballero, ¿qué es lo que me proponéis?
—Una travesura sin importancia.
—Caballero, a menos de obligarme…
—Pienso obligaros, efectivamente…
Y Montecristo sacó de su bolsillo otro paquete.
—Tomad, otros diez mil francos —dijo—, con los quince que están en vuestro
bolsillo, son veinticinco mil. Con cinco mil francos compraréis una bonita casa y
dos fanegas de tierra; con los veinte mil podréis procuraros mil francos de renta.
—¿Un jardín de dos fanegas?
—Y mil francos de renta.
—¡Santo cielo!
—¡Tomad, pues…!
Y Montecristo puso a la fuerza en la mano del empleado el otro paquete de
diez mil francos.
—¿Qué debo hacer…?
—Nada que os cueste trabajo, algo muy sencillo.
—Bien, ¿pero qué…?
—Repetir las señales que os voy a dar.
Montecristo sacó de su bolsillo un papel en el que había trazadas tres señales y
otras tantas cifras indicaban el orden con que debían ejecutarse.
—No será muy largo, como veis.
—Sí, pero…
—¡Por este poco trabajo tendréis albaricoques buenos…!
El empleado empezó a maniobrar; con el rostro colorado y sudando a mares,
el buen hombre ejecutó una tras otra las tres señales que le dio el conde, y a
pesar de las espantosas dislocaciones del correspondiente de la derecha, que no
comprendiendo nada de este cambio, comenzaba a pensar que el hombre de los
albaricoques se había vuelto loco.
En cuanto al correspondiente de la izquierda, repitió concienzudamente las
mismas señales, que fueron aceptadas en el ministerio del Interior.
—Ahora sois y a rico —dijo Montecristo.
—Sí —respondió el empleado—, ¿pero a qué precio?
—Escuchad, amigo mío —dijo Montecristo—, no quiero que tengáis
remordimientos; creedme, porque, os lo juro, no habéis causado ningún perjuicio
a nadie, y en cambio habéis hecho una buena acción.
El empleado veía los billetes de banco, los palpaba, los contaba, se ponía
pálido, se ponía sofocado; al fin corrió hacia su cuarto para beber un vaso de
agua; pero no tuvo tiempo para llegar hasta la fuente, y se desmay ó en medio de
sus albaricoques secos…
Cinco minutos después de haber llegado al ministerio la noticia telegráfica,
Debray hizo enganchar los caballos a su cupé, y corrió a casa de Danglars.
—¿Tiene vuestro marido papel del empréstito español? —dijo a la baronesa.
—¡Ya lo creo!, por lo menos, seis millones.
—Que los venda a cualquier precio.
—¿Por qué?
—Porque don Carlos ha huido de Bourges y ha entrado en España.
—¿Cómo lo sabéis?
—¡Diantre! ¡Como sé y o todas las noticias!
La baronesa no se lo hizo repetir, corrió a ver a su marido, el cual corrió a su
vez a la casa de su agente de cambio, y le mandó que lo vendiese todo a
cualquier precio.
Cuando todos vieron que Danglars vendía los fondos españoles, bajaron
inmediatamente. Danglars perdió quinientos mil francos, pero se deshizo de todo
el papel de interés…
Aquella noche se leía en El Messager:
Despacho telegráfico:
El rey don Carlos ha huido de Bourges, y ha entrado en España por la
frontera de Cataluña. Barcelona se ha sublevado en favor suy o.
Los fantasmas
La cena
Eraconvidados,
evidente que al entrar, un mismo sentimiento animaba a todos los
que se preguntaban qué extraña influencia los había conducido a
aquella casa; sin embargo, a pesar de lo asombrados que estaban la may or parte
de ellos, hubieran sentido muy de veras no haber asistido a aquel banquete.
Y a pesar de que lo reciente de las relaciones, la posición excéntrica y aislada
del conde, la fortuna desconocida y casi fabulosa obligaban a los caballeros a
estar circunspectos, y a las damas a no entrar en aquella casa donde no había
señoras para recibirlas: hombres y mujeres habían vencido los unos la
circunspección, las otras las ley es de la etiqueta, y la curiosidad los impelía a
todos hacia un mismo punto.
Asimismo Cavalcanti, padre a hijo, estaban preocupados, el uno con toda su
gravedad, y el otro con toda su desenvoltura.
La señora Danglars había hecho un movimiento al ver acercarse a ella al
señor de Villefort, ofreciéndole el brazo; sintió turbarse su mirada bajo sus lentes
de oro al apoy arse en él la baronesa.
Ninguno de estos movimientos pasó inadvertido al conde, y este simple
contacto, entre los invitados, ofrecía un gran interés para el observador de esta
escena.
El señor Villefort tenía a su derecha a la señora Danglars, y a Morrel a su
izquierda.
El conde se hallaba sentado entre la señora de Villefort y Danglars.
Los otros espacios estaban ocupados por Debray sentado entre los Cavalcanti,
y por Château-Renaud, entre la señora de Villefort y Morrel.
La comida fue magnífica; Montecristo había procurado completamente
destruir la simetría parisiense y satisfacer más la curiosidad que el apetito de sus
convidados.
Todas las frutas que las cuatro partes del mundo pueden derramar intactas y
sabrosas en el cuerno de la abundancia de Europa estaban amontonadas en
pirámides en jarros de la China y en copas del Japón.
Las aves exóticas con la parte más brillante de su plumaje, los pescados
monstruosos tendidos sobre fuentes de plata; todos los vinos del Archipiélago y
del Asia Menor, encerrados en botellas de formas raras, y cuy a vista parecía
aumentar su sabor, desfilaron, como una de aquellas revistas que Apicio pasaba
con sus invitados, por delante de aquellos parisienses que comprendían que se
pudiesen gastar mil luises en una comida de diez personas, si a ejemplo de
Cleopatra bebían perlas disueltas, o como Lorenzo de Médicis, oro derretido.
Montecristo vio el asombro general, y empezó a reír y a burlarse en voz alta.
Dijo:
—Señores, todos vosotros convendréis, sin duda, en que habiendo llegado a
cierto grado de fortuna, nada es más necesario que lo superfluo, así como
convendrán estas damas en que llegando a cierto grado de exaltación, y a nada
hay más positivo que lo ideal. Ahora bien, prosiguiendo este raciocinio, ¿qué es la
maravilla?: lo que no comprendemos. ¿Qué es un bien verdaderamente
deseado…?, el que no podemos tener. Pues ver cosas que no puedo comprender,
procurarme cosas imposibles de tener, tal es el estudio de toda mi vida. Voy
llegando a él por dos medios: el dinero y la voluntad. Yo me empeño en mi
capricho, por ejemplo, con la misma perseverancia que vos ponéis, señor
Danglars, en crear una línea de ferrocarril; vos, señor de Villefort, en hacer
condenar a un hombre a muerte; vos, señor de Debray, en apaciguar un reino;
vos, señor de Château-Renaud, en agradar a una mujer, y vos, Morrel, en domar
un potro que nadie puede montar; así, pues, por ejemplo, mirad estos dos
pescados nacidos el uno a cincuenta leguas de San Petersburgo, y el otro a cinco
leguas de Nápoles, ¿no resulta en extremo agradable el verlos reunidos aquí?
—¿Qué clase de pescados son? —preguntó Danglars.
—Aquí tenéis a Château-Renaud, que ha vivido en Rusia; él os dirá el nombre
de uno —respondió Montecristo—; y el may or Cavalcanti, que es italiano, os dirá
el del otro.
—Este —dijo Château-Renaud— creo que es un esturión.
—Perfectamente.
—Y éste —dijo Cavalcanti— es, si no me engaño, una lamprea.
—Exacto. Ahora, señor Danglars, preguntad a esos dos señores dónde se
pescan uno y otro.
—¡Oh! —dijo Château-Renaud—, los esturiones se pescan solamente en el
Volga.
—¡Oh! —dijo Cavalcanti—, sólo en el lago Fusaro es donde se pescan
lampreas de ese tamaño.
—¡Imposible! —exclamaron a un mismo tiempo todos los invitados.
—¡Pues bien!, eso precisamente es lo que me divierte —dijo Montecristo—.
Yo soy como Nerón, cupitor impossibilium; y por eso mismo, esta carne, que tal
vez no valga la mitad que la del salmón, os parecerá ahora deliciosa, porque no
podíais procurárosla en vuestra imaginación, y sin embargo la tenéis aquí.
—¿Pero cómo han podido transportar esos dos pescados a París?
—¡Oh! ¡Dios mío…!, nada más sencillo; los han traído cada uno en un gran
tonel, rodeado uno de matorrales y algas de río, y el otro de plantas de lago; se
les puso por tapadera una rejilla, y han vivido así, el esturión doce días y la
lamprea ocho, y todos vivían perfectamente cuando mi cocinero se apoderó de
ellos para aderezarlos como lo veis. ¿No lo creéis, señor Danglars?
—Mucho lo dudo al menos —respondió sonriéndose.
—Bautista —dijo Montecristo—, haced que traigan el otro esturión y la otra
lamprea, y a sabéis, los que vinieron en otros toneles y que viven aún.
Danglars se quedó admirado; todos los demás aplaudieron con frenesí.
Cuatro criados presentaron dos toneles rodeados de plantas marinas, en los
cuales coleaban dos pescados parecidos a los que se habían servido en la mesa.
—¿Y por qué habéis traído dos de cada especie…? —preguntó Danglars.
—Porque uno podía morirse —respondió sencillamente Montecristo.
—Sois un hombre maravilloso —dijo Danglars—. Bien dicen los filósofos, no
hay nada como tener una buena fortuna.
—Y sobre todo tener ideas —dijo la señora Danglars.
—¡Oh!, no me hagáis ese honor, señora; los romanos hacían esto con mucha
frecuencia, y Plinio cuenta que enviaban de Ostia a Roma, con esclavos que los
llevaban sobre sus cabezas, pescados de la especie que ellos llaman mulas, y que
según la pintura que hacen de él es probablemente la dorada. También constituía
un lujo tenerlos vivos, y un espectáculo muy divertido el verlos morir, porque en
la agonía cambiaban tres o cuatro veces de color, y como un arco iris que se
evapora, pasaban por todos los colores del prisma, después de lo cual los
enviaban a las cocinas. Su agonía tenía también su mérito. Si no los veían vivos,
les despreciaban muertos.
—Sí —dijo Debray —; pero de Ostia a Roma no hay más de seis a siete
leguas.
—¡Ah!, ¡es cierto! —dijo Montecristo—; pero ¿en qué consistiría el mérito si
mil ochocientos años después de Lúculo no se hubiera adelantado nada…?
Los dos Cavalcanti estaban estupefactos; pero no pronunciaban una sola
palabra.
—Todo es admirable —dijo Château-Renaud—; sin embargo, lo que más me
admira es la prontitud con que sois servido. ¿Es verdad, señor conde, que esta
casa la habéis comprado hace cinco días?
—A fe mía, todo lo más —respondió Montecristo.
—¡Pues bien…!, estoy seguro de que en ocho ha experimentado una
transformación completa; porque, si no me engaño, tenía otra entrada, y el patio
estaba empedrado y vacío, al paso que hoy está convertido en un magnífico
jardín, con árboles que parecen tener cien años a lo menos.
—¿Qué queréis…?, me gusta el follaje y la sombra —dijo Montecristo.
—En efecto —dijo la señora de Villefort—, antes se entraba por una puerta
que daba al camino, y el día en que me libertasteis tan milagrosamente, me
hicisteis entrar por ella a la casa.
—Sí, señora —dijo Montecristo—; pero después he preferido una entrada que
me permitiese ver el bosque de Bolonia a través de mi reja.
—En cuatro días —dijo Morrel—, ¡qué prodigio…!
—En efecto —dijo Château-Renaud—, de una casa vieja hacer una nueva, es
milagroso; porque la casa estaba muy vieja y era muy triste. Recuerdo que mi
madre me encargó que la viese cuando el señor de Saint-Merán la puso en venta
hará dos o tres años.
—El señor de Saint-Merán —dijo la señora de Villefort—; ¿pero esta casa
pertenecía al señor de Saint-Merán antes de haberla comprado vos?
—Así parece —respondió Montecristo.
—¡Cómo que así parece…! ¿No sabéis a quién habéis comprado esta casa?
—No, a fe mía: mi may ordomo es quien se ocupa de todos estos pormenores.
—Al menos hace diez años que no se habitaba —dijo Château-Renaud—, y
era una lástima verla con sus persianas, sus puertas cerradas, y todo el patio lleno
de hierba. En verdad que sino hubiese pertenecido al suegro del procurador del
rey, la hubieran podido tomar por una de esas malditas casas donde ha sido
cometido algún nefasto crimen.
Villefort, que hasta entonces no había tocado los tres o cuatro vasos llenos de
vinos extraordinarios, colocados delante de él, tomó uno maquinalmente y lo
apuró de una vez.
Montecristo dejó pasar un instante; después, en medio del silencio que había
seguido a las palabras de Château-Renaud:
—Es extraño —dijo—, señor barón; pero la misma idea me asaltó en cuanto
entré en está casa, y me pareció tan lúgubre, que jamás la hubiera comprado si
mi may ordomo no lo hubiese hecho por mí. Probablemente el pícaro habría
recibido algún regalillo.
—Es probable —murmuró Villefort esforzándose en sonreír—; pero creed
que y o no pienso del mismo modo que vos. El señor de Saint-Merán ha querido
que se vendiese esta casa, que formaba parte del dote de mi hija, porque si
seguía tres o cuatro años más se hubiera arruinado…
Esta vez fue Morrel quien palideció.
—Había una alcoba sobre todo —prosiguió Montecristo—, ¡ah, Dios mío…!,
muy sencilla en la apariencia, una alcoba como todas las demás, forrada de
damasco encarnado, que me ha parecido, no sé por qué, dramática en extremo.
—¿Por qué? —preguntó Debray —, ¿por qué decís que era dramática?
—¿Puede uno acaso darse cuenta de las cosas instintivas? —dijo Montecristo
—; ¿no hay sitios donde parece que se respira tristeza? ¡Por qué!, y o no sé: por
una cadena de recuerdos; por un capricho del pensamiento que os transporta a
otros tiempos, a otros sitios que aquellos en que nos hallamos; en fin, esta alcoba
me recordaba la de la marquesa de Gange o la de Desdémona. Pues bien, mirad;
puesto que hemos acabado de comer, es preciso que os la enseñe a todos:
después bajaremos a tomar café al jardín; después del café, al teatro.
Montecristo hizo una señal para interrogar a sus invitados. La señora de
Villefort se levantó; Montecristo hizo otro tanto; todos siguieron su ejemplo.
Villefort y la señora Danglars permanecieron un instante como clavados en
su asiento; se interrogaban con los ojos y se quedaron fríos, mudos y helados…
—¿Habéis oído? —dijo al fin la señora Danglars.
—Es preciso ir, no hay medio de evadirnos —respondió Villefort,
levantándose y ofreciéndole el brazo.
Todos salieron apresuradamente, porque calculaban que la visita no se
limitaría a aquella alcoba, y que al mismo tiempo recorrerían el resto de aquella
pobre casa, de que Montecristo había hecho un palacio. Cada cual se lanzó por
diferentes habitaciones hasta que se fueron a encontrar en un saloncito, donde
Montecristo les aguardaba. Cuando todos estuvieron reunidos, el conde cerró la
marcha con una sonrisa que, si hubiesen podido comprenderla, habría espantado
a los convidados más que la alcoba que iban a visitar.
Empezaron, en efecto, a recorrer las habitaciones amuebladas a la oriental
con divanes y almohadones, camas, pipas y armas, y los salones alfombrados,
los cuadros más hermosos, cuadros de los antiguos pintores; las piezas forradas de
telas de la China, de caprichosos colores, de fantásticos dibujos, de maravillosos
tejidos; al fin llegaron a la famosa alcoba.
Nada tenía de particular, a no ser que, aunque declinase el día, no estaba
iluminada, y había permanecido intacta, cuando todas las demás habitaciones
habían sido adornadas de nuevo.
Estas dos causas eran suficientes para darle un aspecto lúgubre.
—¡Oh! —exclamó la señora Villefort—, en efecto, esto es espantoso.
La señora Danglars procuró articular algunas palabras que nadie oy ó.
Hiciéronse muchas observaciones, cuy o resultado fue que, en efecto, la
alcoba forrada de damasco encarnado tenía un aspecto siniestro.
—¡Oh!, mirad —dijo Montecristo—, mirad qué bien colocada está esta
cama, envuelta en un tono sombrío; y esos dos retratos al pastel, cuy os colores ha
apagado la humedad, ¿no parecen decir con sus labios descoloridos que vieron
algo horrible?
Villefort palideció; la señora Danglars cay ó sobre una silla que estaba
colocada junto a la chimenea.
—¡Oh! —dijo la señora de Villefort sonriendo—, ¿tenéis valor para sentaros
sobre esa silla donde tal vez ha sido cometido el crimen?
La señora Danglars se levantó vivamente.
—Pues no es esto todo —dijo Montecristo.
—¿Hay más aún? —preguntó Debray, a quien la emoción de la señora
Danglars no pasó inadvertida.
—¡Ah!, sí, ¿qué hay ? —preguntó Danglars—; porque hasta ahora no veo nada
de particular. ¿Y vos, qué pensáis de esto, señor Cavalcanti?
—¡Ah! —dijo éste—, nosotros tenemos en Pisa la torre de Ugolino, en
Ferrara la prisión de Tasso, y en Rímini la alcoba de Francesca y de Paolo.
—Pero no tenéis esa pequeña escalera —dijo Montecristo abriendo una
puerta perfectamente disimulada en la pared—: miradla, y decidme, ¿qué os
parece?
—¡Siniestra, en verdad! —dijo Château-Renaud riendo.
—El caso es —dijo Debray —, que y o no sé si el vino de Quios produce la
melancolía, pero todo lo veo triste en esta casa.
En cuanto a Morrel, desde que se habló de la dote de Valentina, se quedó
triste, pensativo, y no pronunció una palabra más.
—¿No os imagináis —dijo Montecristo— a un Otelo o a un abate de Ganges
cualquiera, descendiendo a pasos lentos, en una noche sombría y tempestuosa,
esta escalera con alguna lúgubre carga que trata de sustraer a las miradas de los
hombres, y a que no lo pudo hacer a las de Dios?
La señora Danglars casi se desmay ó en los brazos de Villefort, que también
se vio obligado a apoy arse en la pared.
—¡Ah! ¡Dios mío!, señora —exclamó Debray —, ¿qué os ocurre? ¡Cuán
pálida estáis!
—Nada más sencillo —respondió la señora de Villefort—; porque el conde
nos cuenta historias espantosas con la única intención de hacernos morir de
miedo.
—Sí…, sí —dijo Villefort—; en efecto, conde, asustáis a estas señoras.
—¿Qué os ocurre? —dijo en voz baja Debray a la señora Danglars.
—Nada, nada —respondió ésta haciendo un esfuerzo—, tengo necesidad de
aire y nada más.
—¿Queréis bajar al jardín? —preguntó Debray ofreciendo su brazo a la
señora Danglars y adelantándose hacia la escalera falsa.
—No —dijo—, no; prefiero estar aquí.
—En verdad, señora —dijo Montecristo—, ¿es verdadero ese terror?
—No, señor —dijo la señora Danglars—; pero es que tenéis una manera de
contar las cosas, que da a la ilusión un aspecto de realidad.
—¡Oh! ¡Dios mío!, sí —dijo Montecristo—, y todo eso depende de la
imaginación; y si no, ¿por qué no nos habíamos de representar esta habitación
como la alcoba de una honrada madre de familia? Esta cama con sus matices de
púrpura, como una casa visitada por la diosa Lucina, y esta escalera misteriosa,
el camino por donde, despacio, y para no turbar el sueño reparador de la
paciente, pasa el médico o la nodriza, o el mismo padre, llevando en sus brazos al
niño que duerme…
Esta vez la señora Danglars, en lugar de tranquilizarse al oír esta dulce
descripción, lanzó un gemido y se desmay ó completamente.
—La señora Danglars está enferma… —murmuró Villefort—, tal vez será
preciso transportarla a su carruaje.
—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Montecristo—, ¡y y o que he olvidado mi pomo!
—Yo tengo aquí el mío —dijo la señora de Villefort.
Y dio a Montecristo un pomo de un licor rojo, parecido a aquel cuy a
bienhechora influencia ejerció sobre Eduardo, administrado por el conde.
—¡Ah! —dijo Montecristo, recibiéndolo de las manos de la señora de
Villefort.
—Sí —murmuró ésta—, lo he probado siguiendo vuestras instrucciones.
—Perfectamente.
Transportaron a la señora Danglars a la alcoba contigua, Montecristo dejó
caer sobre sus labios una gota de licor rojo, que la hizo volver en sí.
—¡Oh! —dijo—, ¡qué sueño tan horrible!
Villefort le apretó con fuerza el brazo, para hacerle comprender que no había
soñado, Buscaron al señor Danglars, que, poco sensible a las impresiones
poéticas, había bajado al jardín, y hablaba con el señor Cavalcanti padre, de un
proy ecto de ferrocarril de Liorna a Florencia.
Montecristo parecía desesperado; dio el brazo a la señora Danglars y la llevó
al jardín, donde encontraron al señor Danglars tomando el café entre los dos
Cavalcanti.
—En verdad, señora —dijo—, ¿tanto os he asustado?
—No, señor; pero sabéis que las cosas nos hacen más o menos impresión,
según la disposición de ánimo en que nos encontramos.
Villefort hizo un esfuerzo para sonreírse.
—Y entonces, y a comprendéis —dijo—; basta una suposición, una…
—Sí, sí —dijo Montecristo—, creedme, si queréis, estoy persuadido de que se
ha cometido un crimen en esta casa.
—Cuidado —dijo la señora de Villefort—, mirad que tenemos aquí al
procurador del rey.
—¡Oh! —dijo Montecristo—, tanto mejor, y me aprovecho de esta
circunstancia para hacer mi declaración.
—¿Vuestra declaración…? —dijo.
—Sí, y en presencia de testigos.
—Todo eso es muy interesante —dijo Debray —, y si hay crimen, vamos a
hacer admirablemente la digestión.
—Hay crimen —dijo Montecristo—. Venid por aquí, señores; venid, señor de
Villefort; venid y os haré la declaración.
Montecristo se cogió del brazo de Villefort, y al mismo tiempo que estrechaba
con el suy o el de la señora Danglars, condujo al procurador del rey debajo del
plátano, donde la sombra era más densa, Todos los demás convidados les
siguieron.
—Mirad —dijo Montecristo—, aquí, en este mismo sitio —y daba con el pie
contra la tierra—, aquí, para rejuvenecer estos árboles muy viejos y a, mandé
que levantasen la tierra para que echasen estiércol; mis trabajadores, mientras
estaban cavando, desenterraron un cofre, o más bien los pedazos de un cofre, que
contenía un niño recién nacido; y o creo que esto no es ilusión.
Montecristo sintió crisparse sobre el suy o el brazo de la señora Danglars y
estremecerse el de Villefort.
—Un niño recién nacido —repitió Debray —, ¡diablos!, eso es más serio de lo
que y o creía.
—Ya veis —dijo Château-Renaud— que no me equivocaba cuando decía
hace poco que las casas tenían un alma y un rostro como los hombres, y que
llevan en su fisonomía un reflejo de sus entrañas. La casa estaba triste porque
tenía remordimientos y tenía remordimientos porque ocultaba un crimen.
—¡Oh! ¿Quién puede asegurar que se trate de un crimen? —repuso Villefort
haciendo el último esfuerzo.
—¡Cómo! ¿Un niño enterrado vivo en un jardín, no es un crimen? —exclamó
Montecristo—. ¿Cómo llamáis a esa acción, señor procurador del rey ?
—Pero ¿quién dice que hay a sido enterrado vivo?
—Si estaba muerto, ¿para qué lo habían de enterrar aquí? Este jardín no ha
sido nunca cementerio.
—¿Qué castigo tienen en este país los infanticidas? —preguntó el may or
Cavalcanti.
—¡Oh!, se les corta la cabeza —respondió Danglars.
—¡Ah!, se les corta la cabeza —repitió Cavalcanti.
—Ya lo creo… ¿no es verdad, señor de Villefort? —dijo Montecristo.
—Sí, señor conde —respondió éste con un acento que nada tenía de humano.
Comprendiendo Montecristo que y a habían sufrido bastante las dos personas
para quienes había preparado esta escena, y no queriendo llevarla más lejos:
—¡Señores —dijo—, nos hemos olvidado de tomar el café!
Y condujo a sus invitados a una mesa colocada en medio de una alameda.
—En verdad, señor conde —dijo la señora Danglars—, me avergüenzo de
confesar mi debilidad; pero todas estas espantosas historias me han trastornado
mucho; dejadme sentar y descansar un momento, os lo ruego.
Y cay ó sobre un asiento.
Montecristo la saludó y se aproximó a la señora de Villefort.
—Creo que la señora Danglars tiene necesidad otra vez de vuestro pomo —
dijo.
Pero antes de que la señora de Villefort se hubiese acercado a su amiga, el
procurador del rey había dicho y a, al oído de la señora Danglars.
—Es necesario que os hable.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Dónde?
—En el tribunal, si queréis, que es el sitio más seguro.
—No faltaré.
En aquel instante se acercó la señora de Villefort.
—Gracias, querida amiga —dijo la señora Danglars procurando sonreírse—,
no es nada, y me siento mucho mejor.
Capítulo XI
El mendigo
EnMorrel
la plaza de Luis XV, los tres jóvenes se habían separado, es decir, que
tomó por los bulevares; Château-Renaud, por el puente de la
Revolución, y Debray siguió a lo largo del muelle.
Morrel y Château-Renaud, según toda probabilidad, se dirigieron cada cual a
su casa: pero Debray no imitó su ejemplo.
Así que hubo llegado a la plaza del Louvre, echó hacia la izquierda, atravesó
el Carrousel al trote largo, se metió por la calle de San Roque, desembocó en la
de Michodiere, y llegó a la puerta de la casa del señor Danglars, justamente en el
momento en que la carretela del señor Villefort, después de haberlos dejado a él
y a su mujer en el barrio de Saint-Honoré, se detenía para dejar a la baronesa en
su casa.
Debray, conocido y a de la casa, entró primeramente en el patio, entregó la
brida a un criado, y volvió a la portezuela para recibir a la señora Danglars, a la
cual ofreció el brazo para volver a sus habitaciones. Una vez cerrada la puerta, y
la baronesa y Debray en el patio:
—¿Qué tenéis, Herminia —dijo Debray —, y por qué os indispusisteis tanto al
oír aquella historia o más bien aquella fábula que contó el conde?
—Porque esta tarde y a me encontraba muy mal, amigo mío —dijo la
baronesa.
—No, no, Herminia —dijo Debray —, no me haréis creer eso. Estabais
perfectamente cuando fuisteis a la casa del conde. El señor Danglars era el único
que estaba un poco cabizbajo, es verdad, pero y o sé el caso que vos hacéis de su
malhumor; ¿os han hecho algo? Contádmelo; bien sabéis que no sufriré nunca que
os causen algún pesar.
—Os engañáis, Luciano, os lo aseguro —repuso la señora Danglars—, y no
ha habido más que lo que os he dicho; estaba de mal humor, sin saber y o siquiera
la causa.
Era evidente que la señora Danglars se hallaba bajo la influencia de una de
esas irritaciones nerviosas de las que apenas pueden darse cuenta a sí mismas las
mujeres, o que, como había adivinado Debray, había experimentado alguna
conmoción oculta que no quería confesar a nadie; a fuer de hombre
acostumbrado a conocer el talante de las mujeres, no insistió más, esperando el
momento oportuno, y a sea para una nueva interrogación o para una confesión
motu propio.
La baronesa encontró en la puerta de su cuarto a Cornelia.
Cornelia era la camarera de confianza de la baronesa.
—¿Qué hace mi hija? —preguntó la señora Danglars.
—Ha estado estudiando toda la tarde —respondió Cornelia—, y luego se ha
acostado.
—Creo que oigo su piano.
—Es la señorita Luisa de Armilly que está tocando, mientras que la señorita
está en la cama.
—Bien —dijo la señora Danglars—; venid a desnudarme.
Entraron en la alcoba. Debray se recostó sobre un sofá, y la señora Danglars
pasó a su gabinete de tocador con Cornelia.
—Querido Luciano —dijo la señora Danglars a través de la puerta del
gabinete—, ¿os seguís quejando aún de que Eugenia no os dispensa el honor de
dirigiros la palabra?
—Señora —dijo Luciano jugando con el perrito americano de la baronesa, el
cual, reconociéndole por amigo de la casa, le hacía mil caricias—; no soy y o el
único que os da esas quejas, y creo haber oído a Morcef quejarse a vos el otro
día de que no podía sacar una palabra siquiera a su futura esposa.
—Es cierto —dijo la señora Danglars—, pero y o creo que una de estas
mañanas cambiará todo eso, y veréis entrar en vuestro gabinete a Eugenia.
—¿En mi gabinete?
—Es decir, en el del ministro.
—¿Para qué?
—Para pediros que la contratéis en la ópera; ¡oh!, nunca he visto tal pasión
por la música, ¡es ridícula esa afición en una persona de mundo!
Debray se sonrió.
—Pues bien —dijo—; que vay a con el consentimiento del barón y con el
vuestro, y la contrataré, aunque somos muy pobres para pagar un talento tan
notable como el suy o.
—Podéis marcharos, Cornelia, y a no os necesito —dijo la señora Danglars.
Cornelia desapareció y un instante después la señora Danglars salió de su
gabinete con un negligé encantador y fue a sentarse al lado de Luciano.
Quedóse un momento pensativa, acariciando a su perrito.
Luciano la miró un instante en silencio.
—Veamos, Herminia —dijo al cabo de un rato—, responded francamente,
tenéis un pesar, ¿no es así?
—No, ninguno —respondió la baronesa.
Y sin embargo parecía sofocada; levantóse, procuró respirar y fue a mirarse
a un espejo.
—Esta noche estoy terrible —dijo.
Debray se levantó sonriendo, para desengañar a la baronesa, cuando de
repente se abrió la puerta. Danglars entró en la habitación y Debray se volvió a
sentar. Al ruido que la puerta produjo al abrirse, se volvió la señora Danglars, y
miró a su marido con un asombro que no trató de disimular.
—Buenas noches, señora —dijo el banquero—; buenas noches, señor Debray.
Sin duda crey ó la baronesa que esta visita imprevista significaba una especie
de deseo de reparar las palabras amargas que se le escaparon al barón durante
aquella tarde.
Adoptó un aire de dignidad, y volviéndose hacia Luciano, sin responder a su
marido:
—Leedme algo, señor Debray —le dijo.
Debray, a quien esta visita inquietara algún tanto de momento, recobró su
calma al observar la de la baronesa, y extendió la mano hada un libro abierto.
—Perdonad —le dijo el banquero—, pero os vais a fatigar, baronesa, velando
hasta tan tarde; son las once, y el señor Debray vive bastante lejos.
Debray se quedó estupefacto, no porque el tono con que el banquero dijera
estas palabras dejase de ser sumamente cortés y tranquilo, sino porque a través
de esta cortesía y de esta tranquilidad, percibía un vivo deseo de parte del
banquero por contrariar aquella noche la voluntad de su mujer…
La baronesa se quedó tan asombrada, y manifestó su asombro por una
mirada tal, que sin duda hubiera dado que pensar a su marido si éste no hubiera
tenido los ojos fijos en un periódico.
Así, pues, esta mirada tan terrible fue lanzada al vacío, y quedó
completamente sin efecto.
—Señor Luciano —dijo la baronesa—, debo deciros que me siento sin ganas
de dormir esta noche, tengo mil cosas que contaros, y vais a pasarla
escuchándome, aunque para ello tuvieseis que dormir en pie.
—Estoy a vuestras órdenes, señora —respondió Luciano con flema.
—Querido señor Debray —dijo el banquero a su vez—, no os incomodéis en
escuchar ahora las locuras de la señora Danglars, porque tendréis tiempo de
escucharlas mañana; pero esta noche la consagraré y o, si así me lo permitís, a
hablar con mi mujer de graves asuntos.
El golpe iba tan bien dirigido esta vez, y caía tan a plomo, que dejó aturdidos
a Debray y a la señora Danglars; ambos se interrogaron con la mirada como
para buscar un recurso contra aquella agresión; pero el irresistible poder del
dueño de la casa triunfó, y el marido ganó la partida.
—No vay áis a creer que os despido, querido señor Debray —prosiguió
Danglars—; no, no; una circunstancia imprevista me obliga a desear tener esta
noche una conversación con la baronesa; esto me sucede muy pocas veces, para
que se me guarde rencor.
Debray balbuceó algunas palabras, saludó y salió.
—¡Es increíble —dijo así que hubo cerrado tras sí la puerta—, cuán
fácilmente saben dominarnos estos maridos a quienes tan ridículos creemos…!
No bien hubo partido Luciano, cuando Danglars se acomodó en el sofá, cerró
el libro abierto, y tomando una postura altamente aristocrática a su modo de ver,
siguió jugando con el perrito. Pero como éste no simpatizaba lo mismo con él que
con Debray, intentó morderle; entonces le cogió por el pescuezo y lo arrojó sobre
un sillón al otro lado del cuarto.
El animal lanzó un grito al atravesar el espacio; pero apenas llegó al término
de su camino aéreo se ocultó detrás de un cojín, y estupefacto de aquel trato a
que no estaba acostumbrado, se mantuvo silencioso y sin moverse.
—¿Sabéis, caballero —dijo la baronesa, sin pestañear—, que hacéis
progresos? Generalmente, no sois más que grosero, pero esta noche estáis brutal.
—Es porque estoy de peor humor que otros días —respondió Danglars.
Herminia miró al banquero con desdén. Estas ojeadas exasperaban antes al
orgulloso Danglars; pero ahora no pareció darse cuenta de ellas.
—¿Y qué tengo y o que ver con vuestro malhumor? —respondió la baronesa,
irritada por la impasibilidad de su marido—; ¿me importa algo? Buen provecho os
hagan vuestros malos humores, y puesto que tenéis escribientes y empleados a
vuestra disposición, desahogaos con ellos.
—No —respondió Danglars—; desvariáis en vuestros consejos, señora; así,
pues, no los seguiré. Mis escribientes son mi Pactolo, como dice, según creo, el
señor Demoustier, y y o no quiero alterar su curso ni su calma. Mis empleados
son personas honradas, que me labran mi fortuna, y a quienes pago menos de lo
que se merecen; no, no, me guardaré bien de encolerizarme con ellos; con los
que me encolerizaré es contra las personas que se comen mi dinero, que usan de
mis caballos, abusando y a, y que están arruinando mi caja.
—¿Y quienes son las personas que arruinan vuestra caja? Explicaos con más
claridad, caballero.
—¡Oh!, tranquilizaos, si hablo por enigmas, no tardaré en daros la solución —
repuso Danglars—. Las personas que arruinan mi caja son las personas que
sacan de ella la suma de setecientos mil francos.
—No os comprendo, caballero —dijo la baronesa tratando de disimular a la
vez la emoción de su voz y el carmín que iba cubriendo sus mejillas.
—Al contrario, comprendéis perfectamente —dijo Danglars—; pero si
vuestra mala voluntad continúa así, os diré que acabo de perder setecientos mil
francos.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo la baronesa—, ¿acaso tengo y o la culpa de esa pérdida?
—¿Por qué no?
—¿Conque es culpa mía que vos hay áis perdido setecientos mil francos?
—Pues mía tampoco es.
—Acabemos de una vez, caballero —repuso agriamente la baronesa—, os he
dicho que no me habléis de caja; es una lengua que no he aprendido ni en casa de
mis padres, ni en casa de mi primer marido.
—Yo lo creo, sí, ¡diablo! —dijo Danglars—, porque ni los unos ni los otros
tenían un centavo.
—Razón de más para que no hay a aprendido esa jerigonza del banco, que me
desgarra los oídos desde la mañana hasta la noche; ese dinero que cuentan y
vuelven a contar me es odioso, y el sonido de vuestra voz me es aún más
desagradable.
—¡Qué raro es lo que decís! —dijo Danglars—, ¡qué extraño es eso! ¡Y y o
que había creído que os tomabais el más vivo interés en mis operaciones!
—¡Yo! ¿Y quién os ha podido decir semejante tontería?
—¡Vos misma!
—¡Yo!
—Sin duda.
—Quisiera saber cuándo os he dicho tal cosa.
—¡Oh!, es muy fácil. En el mes de febrero último vos fuisteis la primera que
me hablasteis de los fondos de Haití; soñasteis que un buque entraba en el puerto
de Havfe, y traía la noticia de que iba a efectuarse un pago que se creía remitido
a las calendas griegas; hice comprar inmediatamente todos los vales que pude
encontrar de la deuda de Haití, y gané cuatrocientos mil francos, de los cuales os
fueron religiosamente entregados cien mil. Habéis hecho con ellos lo que os dio
la gana, eso no me interesa.
» En el mes de marzo, tratábase de una concesión de caminos de hierro. Tres
sociedades se presentaban ofreciendo garantías iguales. Me dijisteis que vuestro
instinto, y aunque os presumíais enteramente extraña a las especulaciones, y o lo
creo por el contrario muy desarrollado en esta materia; me dijisteis que vuestro
instinto os anunciaba que se daría el privilegio a la Sociedad llamada del
Mediodía. En seguida adquirí las dos terceras partes de las acciones de esta
Sociedad. Se le concedió, efectivamente, el privilegio, como habíais previsto: las
acciones triplicaron de valor, y gané un millón, del cual os fueron entregados
doscientos cincuenta mil francos. ¿En qué habéis empleado esta suma? Esto no
me interesa.
—¿Pero adónde queréis ir a parar? —exclamó la baronesa estremeciéndose
de despecho y de impaciencia.
—Paciencia, señora, tened paciencia.
—Acabad de una vez.
—En el mes de abril fuisteis a comer a casa del ministro: hablaron de España,
y oísteis una conversación secreta: tratábase de la expulsión de don Carlos;
compré fondos españoles, la expulsión tuvo lugar, y gané seiscientos mil francos
el día en que Carlos V pasó el Bidasoa. De estos seiscientos mil francos os fueron
entregados cincuenta mil escudos, habéis dispuesto de ellos a vuestro capricho, y
y o no os pido cuentas de ello, pero no por eso es menos cierto que habéis recibido
quinientas mil libras este año.
—¿Y qué?
—¿Y qué? ¡Pues bien!, hete aquí que de pronto perdéis vuestro tino y todo se
lo lleva el demonio.
—En verdad…, tenéis un modo de explicaros…
—El modo que necesito para que me entiendan, nada más. Luego hará unos
tres días hablasteis de política con el señor Debray, y creísteis oír en sus palabras
que don Carlos había entrado en España; entonces vendo mi renta, se esparce la
noticia, hay sospechas, no vendo, doy ; al día siguiente se sabe que la noticia era
falsa y esta falsa noticia me ha hecho perder setecientos mil francos.
—¿Y bien?
—¡Y bien!, puesto que y o os doy la cuarta parte cuando gano, vos tenéis que
dármela cuando pierdo. La cuarta parte de setecientos mil francos son ciento
setenta y cinco mil.
—Pero esto que me decís es una extravagancia, e ignoro en realidad por qué
mezcláis el nombre de Debray en todo esto.
—Porque si no tenéis por casualidad esos cientos setenta y cinco mil francos
que reclamo, los habréis prestado a vuestros amigos, y el señor Debray es uno de
ellos.
—¡Cómo! —exclamó la baronesa.
—¡Oh!, nada de aspavientos ni de gritos, ni de escenas dramáticas, señora, si
no me obligaréis a deciros que el señor Debray se estará regocijando de haber
recibido cerca de quinientas mil libras este año, y dirá que al fin ha encontrado lo
que no han podido descubrir nunca los más hábiles jugadores, es decir, un modo
de jugar en el que no se expone ningún dinero y en el que no se pierde cuando se
pierde.
La baronesa no podía contener su indignación.
—¡Miserable! —dijo—, ¿os atreveríais a decir que no sabíais lo que os
atrevéis a echarme en cara hoy ?
—Yo no os digo si lo sabía, o si no lo sabía; sólo os digo: observad mi conducta
después de cuatro años que hace que no sois mi mujer y que y o no soy vuestro
marido, veréis si ha sido consecuente consigo misma. Algún tiempo después de
nuestra ruptura deseasteis estudiar la música con ese famoso barítono que se
estrenó con tan feliz éxito en el teatro italiano; y o quise estudiar el baile con
aquella bailarina que había adquirido tan buena reputación en Londres. Esto nos
ha costado lo mismo, cien mil francos. Yo nada dije, porque en los matrimonios
debe reinar una completa tranquilidad; cien mil francos porque el hombre y la
mujer conozcan bien a fondo la música y el baile no es muy caro. Pronto os
disgustasteis del canto, y os da la manía por estudiar la diplomacia con un
secretario del ministro; os dejo estudiar. Ya comprenderéis; ¿qué me importaba
mientras que vos pagaseis las lecciones de vuestro bolsillo? Pero hoy me he dado
cuenta de que lo sacáis del mío, y que vuestro aprendizaje puede costarme
setecientos mil francos al mes. Alto ahí, señora; esto no puede seguir así, o el
diplomático dará sus lecciones… gratis, y entonces lo toleraré, o no volverá a
poner los pies en mi casa; ¿habéis oído bien, señora?
—¡Oh!, eso es y a el colmo, caballero —exclamó Herminia sofocada—, ¡y
es un modo muy innoble de portarse con una señora!
—Pero —dijo Danglars— veo con placer que no habéis seguido adelante, y
que habéis obedecido a aquel axioma del Código: La mujer debe seguir al
marido.
—¡Injurias…!
—Tenéis razón: no pasemos más allá, y razonemos fríamente. Yo nunca me
mezclo en vuestros asuntos sino por vuestro bien; haced vos lo mismo. ¿Mi caja
no os interesa, decís? Bien; operad con la vuestra, pero ni llenéis ni vaciéis la mía.
Por otra parte, ¿quién sabe si todo eso no será un ardid político? ¿Si el ministro,
furioso de verme en la oposición y celoso de las simpatías populares que
despierto, no está de acuerdo con el señor Debray para arruinarme?
—¡Como es muy probable!
—Sin duda: ¡quién ha visto nunca… una noticia telegráfica, es decir, una cosa
imposible, o lo que es lo mismo, señales enteramente diferentes dadas por los
últimos telégrafos!, es decir, expresamente en perjuicio mío.
—Caballero —dijo con acento de may or humildad la baronesa— y no
ignoráis, me parece, que ese empleado ha sido destituido de su empleo, que se ha
hablado de formarle proceso, que se dio orden de prenderle, y que esta orden
hubiera sido ejecutada si no se hubiera sustraído a las primeras pesquisas por
medio de una huida que demuestra su locura o su culpabilidad… Es un error.
—Sí, que hace reír a los necios, que hace pasar una mala noche al ministro,
que hace emborronar unos cuantos pliegos de papel a los señores secretarios de
Estado, pero que a mí me cuesta setecientos mil francos.
—Pero, caballero —dijo de pronto Herminia—, puesto que todo eso proviene
del señor Debray, ¿por qué en lugar de ir a decírselo directamente a él venís a
darme a mí las quejas? ¿Por qué acusáis al hombre y reprendéis a la mujer?
—¿Conozco y o por ventura al señor Debray ? —dijo Danglars—; ¿quiero
acaso conocerle? ¿Quiero saber si da o no consejos? ¿Quiero seguirlos? ¿Soy y o
el que juego? No; ¡vos sois la que lo hacéis todo, y no y o!
—Me parece que puesto que os aprovecháis…
Danglars se encogió de hombros.
—¡Son, en verdad, criaturas locas las mujeres que se creen genios, porque
han conducido una o dos intrigas!, pero suponed que hubieseis ocultado vuestros
desórdenes a vuestro mismo marido, lo cual es el ABC del oficio, porque la
may or parte del tiempo los maridos no quieren ver; ¡no seríais sino una débil
copia de lo que hacen la mitad de vuestras amigas las mujeres de mundo! Pero
no sucede lo mismo conmigo; todo lo he visto: en dieciséis años me habréis
ocultado tal vez un pensamiento, pero no un paso, una acción, una falta. Mientras
vos os felicitabais por vuestro ingenio y habilidad y creíais firmemente
engañarme, ¿qué ha resultado? Que gracias a mi pretendida ignorancia, desde el
señor de Villefort hasta el señor Debray, no ha habido uno solo de vuestros
amigos que no hay a temblado delante de mí. Ni uno que no me hay a tratado
como amo de la casa, mi único deseo respecto a vos; ni uno que se hay a atrevido
a deciros de mí lo que y o mismo os digo hoy ; os permito que me tengáis por
odioso, pero os impediré tenerme por ridículo, y sobre todo, os prohibo que me
arruinéis.
Hasta el momento en que pronunció el nombre de Villefort, la baronesa había
manifestado algún valor contra todas aquellas quejas; pero al oír este nombre,
levantóse como movida por un resorte, extendió los brazos como para conjurar
una aparición, y dio tres pasos hacia su marido como para arrancarle el secreto
que éste no conocía, o que tal vez algún cálculo odioso, como lo eran todos los de
Danglars, no quería dejar escapar enteramente.
—¡El señor de Villefort! ¿Qué significa eso? ¿Qué queréis decir?
—Quiere decir, señora, que el señor de Nargone, vuestro primer marido,
como no era filósofo ni banquero, o siendo tal vez lo uno y lo otro, y viendo que
no podía sacar ningún partido del procurador del rey, murió de pesar o de cólera
al encontraros embarazada de seis meses después de una ausencia de nueve. Soy
brutal, no solamente lo sé, sino que me jacto de ello; me he valido para ello de
uno de mis medios en mis operaciones comerciales. ¿Por qué en lugar de matar
se hizo matar él mismo? ¡Porque no tenía caja que salvar, pero y o, y o tengo que
salvar mi caja! El señor Debray, mi asociado, me hace perder setecientos mil
francos; que sufra su parte de la pérdida, y proseguiremos adelante con nuestros
asuntos; si no, que me haga bancarrota de esas ciento cincuenta mil libras, y que
unido a los que quiebran, que desaparezca. ¡Oh! ¡Dios mío!, es un buen
muchacho, lo sé, cuando sus noticias son exactas; pero cuando no lo son, hay
cincuenta en el mundo que valen más que él.
La señora Danglars estaba aterrada; sin embargo, hizo un esfuerzo sobre sí
misma para responder a aquel ataque. Dejóse caer sobre un sillón, pensando en
Villefort, en la escena de la comida, en aquella serie de desgracias que
abrumaban una tras otra su casa, y cambiaban en escandalosas disputas la
tranquilidad de aquel matrimonio.
Danglars no la miró, aunque ella hizo todo lo posible por desmay arse. Abrió
de una patada la puerta de la alcoba, la volvió a cerrar sin añadir una sola
palabra, y entró en su cuarto.
De suerte que al volver en sí, la señora Danglars crey ó que había sido presa
de una pesadilla atroz.
Capítulo XIII
Alseñora
día siguiente, a la hora que Debray solía elegir para hacer una visita a la
Danglars, su cupé no se presentó en el patio.
A esta hora, es decir, hacia las doce y media, la señora Danglars pidió su
carruaje y salió.
Danglars, detrás de una cortina, vio esta salida que esperaba. Dio la orden de
que le avisasen en cuanto volviese la señora, pero a las dos aún no había vuelto.
A las dos pidió a su vez su carruaje y se dirigió a la Cámara.
Desde las doce, hasta las dos, Danglars había permanecido en su gabinete,
abriendo su correspondencia, trabajando en las operaciones, y recibiendo entre
otras visitas la del may or Cavalcanti, que, siempre tan risueño y tan puntual, se
presentó a la hora anunciada para terminar su negocio con el banquero.
Al salir de la Cámara, Danglars, que dio algunas muestras de agitación
durante la sesión, y había hablado más que ningún otro en contra del ministerio,
volvió a montar en su carruaje, y dio al cochero la orden de conducirle al
número 30 de la calle de los Campos Elíseos.
Le dijeron que el señor de Montecristo estaba en casa, pero que tenía una
visita, y suplicaba al señor Danglars que esperase un instante en el salón.
Mientras el banquero esperaba, la puerta se abrió, y vio entrar a un hombre
vestido de abate que, en lugar de esperar como él, más familiar en su casa, le
saludó, entró en las habitaciones interiores y desapareció.
Un instante después, la puerta por donde había entrado el abate se volvió a
abrir y Montecristo apareció en el salón.
—Perdonad, querido barón —dijo el conde—, pero uno de mis mejores
amigos, el abate Busoni, a quien habréis visto pasar, acaba de llegar a París;
hacía mucho tiempo que estábamos separados, y no he tenido valor para dejarle
tan pronto; espero que me dispensaréis haberos hecho esperar.
—¡Cómo! —dijo Danglars—; y o soy el indiscreto por haber elegido un
momento tan malo, y voy a retirarme.
—Al contrario, sentaos; ¡pero Dios mío!, ¿qué tenéis?, parecéis disgustado,
me asustáis; un capitalista apesadumbrado es lo mismo que los cometas, presagia
siempre una desgracia más en el mundo.
—No parece sino que la rueda de la fortuna ha cesado estos días de rodar
para mí —dijo Danglars—; pues he recibido una siniestra noticia.
—¡Ah! ¡Dios mío! —dijo Montecristo—, ¿habéis perdido a la bolsa?
—No, y a me repondré; sólo se trata de una bancarrota en Trieste.
—¿De veras? ¿Sería tal vez la víctima Jacobo Manfredi?
—¡Exacto! Figuraos, un hombre que ganaba para mí desde hace mucho
tiempo unos ocho o novecientos mil francos al año. Ni siquiera dejaba nunca de
pagarlo, ni siquiera un retraso; me aventuré a darle un millón…, ¡y hete aquí que
al señor Manfredi se le ocurre suspender sus pagos!
—¿De veras?
—Es una fatalidad. Le mando seiscientas mil libras que no me son pagadas;
además, soy portador de cuatrocientos mil francos en letras de cambio firmadas
por él, y pagaderas al fin del corriente en casa de su corresponsal de París.
Estamos a treinta, ¡envío a cobrar!, ¡y a!, ¡y a!, el corresponsal había
desaparecido. Con un negocio de España me he fastidiado este mes totalmente.
—¿Pero habéis perdido en vuestro negocio de España?
—Ciertamente; ¿no lo sabíais? Setecientos mil francos de mi caja, ¡un
verdadero desastre!
—¿Y cómo diablos os habéis dejado engañar, vos que sois y a perro viejo?
—¡No es culpa mía! Mi mujer es la culpable, soñó que don Carlos había
entrado en España; ella cree mucho en los sueños. Cuando ha soñado una cosa,
según dice ella, sucede infaliblemente. Convencido y o también, la permito jugar,
ella tiene su bolsillo y su agente de cambio, juega y pierde. Es verdad que no es
mi dinero, sino el suy o el que ella juega. Con todo, no importa, y a comprenderéis
que cuando salen del bolsillo de la mujer setecientos mil francos, el marido se
resiente un poco de ello. ¡Cómo! ¿No sabéis nada? ¡Pues sí ha causado mucho
ruido tal negocio…!
—Sí, había oído hablar de ello; pero ignoraba los detalles. Además, soy un
ignorante respecto a todos los negocios de bolsa.
—¿No jugáis?
—¡Yo! ¿Y cómo queréis que juegue? Yo, que tanto trabajo me cuesta
arreglar mis rentas. Me vería en la precisión de tomar un agente, y un cajero
además de mi may ordomo; nada, nada, no pienso en eso. Pero, a propósito de
España, me parece que la baronesa no había soñado enteramente la entrada de
don Carlos. Los periódicos han hablado de ello también.
—¿Vos creéis en los periódicos?
—Yo no, señor; pero creía que el Messager estaba exceptuado de la regla, y
que siempre las noticias telegráficas eran ciertas.
—¡Y bien!, lo que es inexplicable —repuso Danglars— es que esa entrada de
don Carlos era en efecto una noticia telegráfica.
—¿De suerte —dijo Montecristo— que este mes habéis perdido cerca de un
millón setecientos mil francos?
—¡No cerca, ésa es exactamente mi pérdida!
—¡Diablo!, para un caudal de tercer orden —dijo Montecristo con compasión
—, es un golpe bastante rudo.
—¡De tercer orden! —dijo Danglars algo amostazado—, ¿qué diablo
entendéis por eso?
—Sin duda —prosiguió Montecristo— y o divido los caudales en tres
categorías: fortuna de primer orden a los que se componen de tesoros que se
palpan con la mano, las tierras, las viñas, las rentas sobre el Estado, como
Francia, Austria e inglaterra, con tal que estos tesoros, estas minas y estas rentas
formen un total de unos cien millones; considero capital de segundo orden a las
explotaciones de manufacturas, las empresas por asociación, los virreinatos y
principados que no pasan de un millón quinientos mil francos de renta, formando
todo una suma de cuarenta millones; llamo, en fin, capital de tercer orden a los
que están expuestos al azar, destruidos por una noticia telegráfica, las bandas, las
especulaciones eventuales, las operaciones sometidas, en fin, a esa fatalidad que
podría llamarse fuerza menor, comparándola con la fuerza may or, que es la
fuerza natural, formando todo reunido un caudal ficticio o real de unos quince
millones. ¿No es ésta, aproximadamente, vuestra posición?
—Sí, sí —respondió Danglars.
—De aquí resulta que con seis meses como éste —continuó Montecristo con
el mismo tono imperturbable—, un capital de tercer orden se encontrará en su
hora postrera, es decir, agonizando.
—¡Oh! —dijo Danglars con sonrisa forzada—, ¡bien seguro!
—¡Pues bien!, supongamos siete meses —repuso Montecristo en el mismo
tono—. Decidme, ¿pensasteis alguna vez que siete veces un millón y setecientos
mil francos hacen cerca de doce millones…? ¿No…?, tenéis razón; con tales
reflexiones nadie comprometería sus capitales; nosotros tenemos nuestros hábitos
más o menos suntuosos, éste es nuestro crédito; pero cuando el hombre muere,
no le queda más que su piel, porque las fortunas de tercer orden no representan
más que la tercera o cuarta parte de su apariencia, así como la locomotora de un
tren no es, en medio del humo que la envuelve, sino una máquina más o menos
fuerte. ¡Pues bien!, de esos cinco o seis millones que forman su capital real,
acabáis de perder dos; no disminuy en, por lo tanto, vuestra fortuna ficticia o
vuestro crédito; es decir, mi querido Danglars, que vuestra piel acaba de ser
abierta por una sangría, que reiterada cuatro veces arrastraría tras sí la muerte.
Vamos, señor Danglars; ¿necesitáis dinero…? ¿Cuánto queréis que os preste…?
—Qué mal calculador sois —exclamó Danglars llamando en su ay uda toda la
filosofía y todo el disimulo de la apariencia—; a estas horas, el dinero ha entrado
en mi caja por otras especulaciones que han salido bien. La sangre que salió por
la sangría ha vuelto a entrar por medio de la nutrición. He perdido una batalla en
España, he sido batido en Trieste; pero mi armada naval de la India habrá
conquistado algunos países, mis peones de México habrán descubierto alguna
mina.
—¡Muy bien!, ¡muy bien! Pero queda la cicatriz, y a la primera pérdida
volverá a abrirse.
—No, porque camino sobre seguro —prosiguió el banquero con el tono y los
ademanes de un charlatán que, sabiéndose vencido, quiere probar lo contrario—;
para eso, sería menester que sucumbiesen tres gobiernos.
—¡Diantre!, y a se ha visto eso.
—O bien, que la tierra no diese sus frutos.
—Acordaos de las siete vacas gordas y las siete flacas.
—O que se separen las aguas del mar como en tiempo de Faraón; aún quedan
muchos mares, y mis buques tendrían por donde navegar.
—Tanto mejor, tanto mejor, señor Danglars —dijo Montecristo— conozco
que me había engañado y que podéis entrar en los capitales de segundo orden.
—Creo poder aspirar a ese honor —dijo Danglars con una de aquellas
sonrisas gruesas, por decirlo así, que le eran peculiares—; pero y a que hemos
empezado a hablar de negocios —añadió, satisfecho de haber hallado un motivo
para variar de conversación—, decidme, ¿qué es lo que puedo y o hacer por el
señor Cavalcanti?
—Entregarle dinero, si tiene un crédito sobre vos, y si este crédito os parece
bueno.
—¡Magnífico!, esta mañana se presentó con un vale de cuarenta mil francos,
pagadero a la vista contra vos, firmado por el abate Busoni, y endosado a mí por
vos; y a comprenderéis que al momento le entregué sus cuarenta billetes.
Montecristo hizo un movimiento de cabeza que indicaba su aprobación.
—Sin embargo, no es esto todo —continuó Danglars—; ha abierto a su hijo un
crédito en mi casa.
—Sin indiscreción, ¿cuánto tiene señalado al joven?
—Unos cinco mil francos al mes.
—Sesenta mil al año. Ya me figuraba y o que esos Cavalcanti no habían de ser
muy desprendidos. ¿Qué queréis que haga un joven con cinco mil francos al
mes?
—Ya comprenderéis que si precisa de algunos miles de francos…
—No hagáis nada de eso, el padre os lo dejará por vuestra cuenta; no
conocéis a todos los millonarios ultramontanos; ¿y quién le ha abierto ese crédito?
—¡Oh!, la casa French, una de las mejores de Florencia.
—No quiero decir que vay áis a perder; pero, sin embargo, no ejecutéis punto
por punto más que lo que os diga la letra.
—¿No tenéis confianza en ese Cavalcanti?
—Por su firma sola le daría y o diez millones. Esto corresponde a las fortunas
de segundo orden, de que os hablaba hace poco, señor Danglars.
—Y y o le hubiera tomado por un simple may or.
—Y le hubierais hecho mucho honor, porque razón tenéis, no satisface a
primera vista su aspecto. Al verle por primera vez, me pareció algún viejo
teniente; pero todos los italianos son por ese estilo, parecen viejos judíos cuando
no deslumbran como magos de Oriente.
—El joven es mejor —dijo Danglars.
—Sí, un poco tímido, quizá; pero, en fin, me ha parecido bien. Yo estaba
inquieto.
—¿Por qué?
—Porque le visteis por primera vez en mi casa, se puede decir acabado de
entrar en el mundo, según me han dicho. Ha viajado con un preceptor muy
severo, y no había venido nunca a París.
—Todos esos italianos acostumbran a casarse entre sí, ¿no es verdad? —
preguntó Danglars—; les gusta asociar sus fortunas.
—Esto es lo que suelen hacer; pero Cavalcanti es muy original, y no quiere
imitar a nadie. Nadie me quitará de la cabeza que ha traído a su hijo a París para
buscarle una mujer.
—¿Vos lo creéis así?
—Estoy seguro de ello.
—¿Y habéis oído hablar de sus bienes?
—No se trata de otra cosa; pero unos pretenden que tiene millones, y otros
que no tiene un cuarto.
—Y vamos a ver…, ¿cuál es vuestro parecer…?
—¡Oh!, no os fundéis en lo que y o diga…, porque…
—Pero en fin…
—Mi opinión es que todos esos antiguos podestás, todos esos antiguos
condottieri, porque esos Cavalcanti han mandado armadas, han gobernado
provincias; mi opinión, repito, es que han escondido los millones en esos rincones
que conocen sus antepasados, y que van revelando a sus hijos de generación en
generación, y la prueba es que son amarillos y secos como sus florines de la
época republicana, de los que conservan un reflejo a fuerza de mirarlos.
—Perfectamente —dijo Danglars—, y eso es tanto más cierto, cuanto que
ninguno posee ni siquiera un pedazo de tierra.
—Nada; y o sé de seguro que en Luca no tienen más que un palacio.
—¡Ah!, tienen un palacio —dijo Danglars riendo—, y a es algo.
—Sí, y se lo alquilan al ministro de Hacienda, y él vive en una casucha
cualquiera. ¡Oh!, y a os lo he dicho, lo creo muy tacaño.
—Vay a, vay a, no le lisonjeáis, por lo visto.
—Escuchad, apenas le conozco; creo haberle visto tres veces en mi vida; lo
que sé, me lo ha dicho el abate Busoni; esta mañana me hablaba de sus proy ectos
acerca de su hijo, y me hacía ver que, cansado de ver dormir fondos
considerables en Italia, que es un país muerto, quisiera encontrar un medio, y a
sea en Francia o en Inglaterra, de emplearlos, pero habéis de notar que, aunque
y o tengo mucha confianza en el abate Busoni, no respondo de nada.
—No importa, no importa, y o saco mis propias deducciones con todos esos
informes; decidme, sin que esta pregunta tenga ningún interés, ¿cuando esas
personas casan a sus hijos, suelen darles dote?
—¡Psch!, eso según. Yo he conocido a un príncipe italiano, rico como un
Creso, uno de los personajes principales de Toscana, que cuando sus hijos se
casaban a gusto suy o, les daba millones, y cuando lo hacían a su pesar, se
contentaba con darles, por ejemplo, una renta de treinta escudos al mes. Si era
con la hija de un banquero, por ejemplo, probablemente tomaba algún interés en
la casa del suegro de su hijo; después da media vuelta a sus cofres, y hete aquí
dueño al señor Andrés de unos pocos millones.
—Luego ese muchacho encontrará una may orazga, querrá una corona
cerrada, un El Dorado atravesado por el Potosí.
—No, todos esos grandes señores se casan generalmente con simples
mortales; son como Júpiter, cruzan las razas. Pero cuando me hacéis tantas
preguntas, tal vez llevaréis alguna mira… ¿Queréis casar por ventura a Andrés,
señor Danglars?
—Me parece —dijo Danglars—, no sería ésa mala especulación, y y o soy
especulador.
—¿No será con la señorita Danglars, supongo? ¿Porque no querréis que luego
se ahorque Alberto de desesperación?
—Alberto —dijo el banquero encogiéndose de hombros—, ah, sí, no le
importará mucho.
—¡Pero está prometido a vuestra hija, según creo!
—Es decir, el señor de Morcef y y o hemos hablado dos o tres veces de ese
casamiento, pero la señora de Morcef y Alberto…
—No vay áis a decirme que no es buen partido…
—Bueno, creo que la señorita Danglars merece al señor de Morcef.
—El dote de la señorita Danglars será muy bonito, en efecto, y y o no lo dudo,
sobre todo si el telégrafo no vuelve a cometer más locuras.
—¡Oh!, no es sólo el dote, porque después de todo… Pero decidme…
—¿Qué?
—¿Por qué no convidasteis a Morcef y a su familia a vuestra comida?
—Ya lo había hecho, pero tuvo que hacer un viaje a Dieppe con la señora de
Morcef, a quien recomendaron los aires del mar.
—Sí, sí —dijo Danglars riendo—, deben de resultarle saludables.
—¿Por qué?
—Porque son los que ha respirado en su juventud.
Montecristo dejó pasar el chiste sin dar a entender que hubiera fijado la
atención en él.
—Pero, en fin —dijo el conde—, si Alberto no es tan rico como la señorita
Danglars, no podéis negar que lleva un hermoso apellido.
—Me río y o de su apellido, que es tan bueno como el mío —dijo Danglars.
—Ciertamente, vuestro nombre es popular, y ha adornado el título con lo que
le ha parecido; pero sois un hombre harto inteligente para no haber comprendido
que, según ciertas preocupaciones muy arraigadas para que se puedan extinguir,
una nobleza de cinco siglos vale más que una nobleza de veinte años.
—He aquí por qué —dijo Danglars con una sonrisa que procuraba hacer
sardónica—, he aquí por qué preferiría y o al señor Andrés Cavalcanti a Alberto
de Morcef.
—No obstante —dijo Montecristo—, y o supongo que los Morcef no le ceden
en nada a los Cavalcanti.
—¡Los Morcef…! Mirad, querido conde, ¿creeréis lo que voy a deciros…?
—Seguramente.
—¿Sois entendido en blasones?
—Un poco.
—¡Pues bien!, mirad el color del mío; más sólido es que el del conde de
Morcef.
—¿Por qué?
—Porque y o, si no soy barón de nacimiento, me llamo al menos Danglars.
—¿Y qué más?
—Que él no se llama Morcef.
—¡Cómo! ¿Que no se llama Morcef?
—No, señor, no se llama así.
—No puedo creerlo.
—A mí me han hecho barón; así, pues, lo soy ; él se ha apropiado del título de
conde; así, pues, no lo es.
—Imposible.
—Escuchad, mi querido conde —prosiguió Danglars—, el señor de Morcef es
mi amigo, o más bien mi conocido, después de treinta años: y o soy franco, y no
hago caso del qué dirán; no he olvidado cuál es mi primitivo origen.
—Hacéis bien, y y o apruebo vuestra manera de pensar —dijo Montecristo—;
pero me decíais…
—¡Pues bien! ¡Cuando y o era escribiente de una oficina, Morcef era un
simple pescador!
—Y entonces, ¿cómo se llamaba?
—Fernando.
—¿Fernando, y nada más?
—Fernando Mondego.
—¿Estáis seguro?
—¡Diablo! ¡Me ha vendido bastante pescado para que no le conozca…!
—Entonces, ¿por qué le dais vuestra hija a su hijo?
—Porque Fernando y Danglars eran dos pobretones, ennoblecidos a un
mismo tiempo y enriquecidos también; en realidad, tanto vale uno como otro,
salvo ciertas cosas que han dicho de él, y no de mí.
—¿El qué?
—Nada.
—¡Ah!, sí, comprendo; lo que me decís me hace recordar el nombre de
Fernando Mondego. Yo lo he oído pronunciar en Grecia, si mal no recuerdo.
—¿Respecto a Alí-Bajá?
—Exacto.
—Ahí está el misterio —repuso Danglars—, y confieso que hubiera dado
cualquier cosa por descubrirlo.
—No era difícil, si lo hubieseis deseado.
—¿Pues cómo?
—¿Tenéis acaso algún corresponsal en Grecia?
—¡Oh!
—¿En Janina?
—¡En todas partes!
—¡Pues bien!, escribid a vuestro corresponsal de Janina, y preguntad qué
papel desempeñó en el desastre de Alí-Tebelín un francés llamado Fernando.
—¡Tenéis razón! —exclamó el banquero, levantándose vivamente—; ¡hoy
mismo escribiré!
—Hoy, sí.
—Voy a hacerlo en seguida.
—Y si recibís alguna noticia escandalosa…
—¡Os la comunicaré!
—Me haréis con ello un gran placer.
Danglars se lanzó fuera del salón, y apenas llegó a la puerta, montó de un
salto en su carruaje.
Capítulo XIV
Un baile de verano
Elreferido
mismo día, a la hora en que la señora Danglars acudía a la cita que hemos
en el despacho del señor de Villefort, un coche de viaje, entrando por
la calle Helder, atravesaba la puerta de la casa número 27, y se detenía en el
patio.
Un instante después se abrió la portezuela y la señora de Morcef bajó
apoy ada en el brazo de su hijo.
Apenas hubo conducido Alberto a su madre a su habitación, mandando que
diesen un baño a sus caballos, y después de cambiar de vestido, se hizo conducir
a los Campos Elíseos, a casa del conde de Montecristo.
Recibióle éste con su sonrisa habitual. Era una cosa extraña; nunca se podía
adelantar un paso en el corazón o en el espíritu de aquel hombre. Los que
intentaban, por decirlo así, atravesar la barrera de su intimidad, tropezaban con
un muro.
Morcef, que corría a su encuentro con los brazos abiertos, los dejó caer al
verle, a pesar de su sonrisa amistosa, y se atrevió todo lo más a darle la mano.
Montecristo, por su parte, tocó como siempre aquella mano pero sin
estrecharla.
—¡Y bien!, aquí me tenéis, querido conde —dijo.
—Muy bien venido seáis.
—He llegado hace cosa de una hora.
—¿De Dieppe?
—De Treport.
—¡Ah! ¡Es verdad!
—Y mi primera visita es para vos.
—Sois muy amable —dijo Montecristo con indiferencia.
—Y bien, veamos, ¿qué noticias hay ?
—¡Noticias! ¿Me las pedís a mí, a un extranjero?
—Yo me entiendo; cuando os pregunto si hay noticias, pregunto si habéis
hecho algo por mí.
—¿Pues qué? ¿Me habíais encargado alguna comisión? —dijo Montecristo
fingiendo sorpresa.
—¡Vamos, vamos —dijo Alberto—, no os hagáis el indiferente! Dicen que
hay avisos simpáticos que atraviesan la distancia: pues bien, en Treport he
recibido una sacudida eléctrica; vos habéis, si no trabajado, al menos pensado en
mí.
—Es muy posible —dijo Montecristo—. En efecto he pensado en vos; pero la
corriente magnética de que y o era conductor reconozco que obraba
independientemente de mi voluntad.
—¡De veras! ¡Contadme eso, os lo suplico…!
—Nada más fácil; el señor Danglars ha comido en mi casa.
—¡Eso y a lo sé, puesto que mi madre y y o nos marchamos huy endo de su
presencia!
—Pero ha comido con el señor Andrés Cavalcanti.
—¿Vuestro príncipe italiano?
—No exageremos. El señor Andrés se da sólo el título de conde.
—¿Se da, decís?
—Se da, es lo que digo.
—¿Acaso no lo es?
—¡Eh!, qué sé y o, él se da el título de conde; y o se lo doy, todos se lo dan; ¿no
es lo mismo que si lo tuviera?
—Qué hombre tan extraño sois, ¿y bien?
—¡Y bien…!, ¿qué queréis decir?
—¿Ha comido aquí el señor Danglars?
—Sí.
—¿Con vuestro conde Andrés Cavalcanti?
—Con el conde Andrés, con el marqués su padre, con el señor Danglars, los
señores de Villefort, el señor Debray, Maximiliano Morrel, ¿y quién más…?,
esperad… ¡Ah!, ¡y a…!, el señor de Château-Renaud.
—¿Hablaron de mí?
—Ni una palabra siquiera.
—Tanto peor.
—¿Por qué? Yo creo que si os han olvidado no han hecho sino lo que vos
deseabais.
—Si no hablaban de mí es porque pensaban mucho, querido conde, y por eso
estoy desesperado.
—¿Qué os importa, puesto que la señora Danglars no era del número de los
que pensaban así? ¡Ah!, verdad es que podia pensar en su casa.
—¡Oh!, en cuanto a eso no, estoy seguro, o si pensaba, seguramente era del
mismo modo que y o.
—¡Oh!, ¡tierna simpatía…! —dijo el conde—. ¿De modo que tanto os
detestáis?
—Escuchad —dijo Morcef—, si la señorita Danglars se apiadase del martirio
que y o no sufro por ella, y me recompensase sin casarse conmigo, me vendría a
las mil maravillas; para abreviar, y o creo que la señorita Danglars sería como
amante, encantadora; ¡pero como mujer…!, ¡diablo!
—¡Vay a! —dijo Montecristo—, ¿es ese vuestro modo de pensar respecto a
vuestra futura?
—¡Oh!, sí, esto es una barbaridad, pero es exacto. Mas como no se puede
hacer de este sueño una realidad, como para alcanzar cierto objeto… es preciso
que la señorita Danglars sea mi mujer, es decir, que viva conmigo, que piense a
mi lado, que haga versos y componga música también a mi lado, y durante toda
mi vida, esto me espanta; a una querida se la puede dejar cuando uno quiere;
¡pero a una esposa, demonio!, eso es otra cosa: preciso es quedarse con ella
eternamente, teniéndola cerca o lejos, y sería horrible tener que quedarse con la
señorita Danglars siempre, aunque fuese de lejos.
—Sois muy descontentadizo, vizconde.
—Sí, porque no dejo de pensar en una cosa irrealizable.
—¿Cuál?
—El encontrar una mujer como mi padre ha encontrado para él.
Montecristo palideció y miró a Alberto, mientras jugaba con unas pistolas
magníficas, cuy os gatillos montaba y desmontaba rápidamente.
—¿De modo que vuestro padre ha sido muy feliz? —dijo.
—Ya sabéis mi opinión acerca de mi madre, señor conde; un ángel del cielo;
ahí la tenéis hermosa aún, siempre espiritual, más buena que nunca. Acabo de
llegar de Treport; para otro hijo cualquiera acompañar a su madre habría sido
una condescendencia o una gabela; pues bien, y o he pasado cuatro días en
conversación con ella, más satisfecho, más contento, más poético que si hubiera
llevado conmigo a Treport a la reina Mak o a Tirania.
—¡Esa es una perfección y una cualidad bellísima! Y hacéis entrar a los que
os escuchan en deseos de permanecer en el celibato.
—Exacto —dijo Morcef—; porque sé que existe en el mundo una mujer
perfecta, no tengo ganas de casarme con la señorita Danglars. ¿No habéis notado
algunas veces cómo siembra nuestro egoísmo de colores brillantes todo lo que
nos pertenece? El diamante que poseían Marlé o Fossin es mucho más hermoso
desde que es nuestro; pero si la evidencia os enseña que existe un brillo más puro,
y vos os veis obligado a llevar eternamente el inferior al otro, ¿comprendéis lo
que se debe sufrir?
—¡Mundano! —murmuró el conde.
—Por eso mismo saltaré de alegría el día en que la señorita Eugenia se dé
cuenta de que y o no soy tan rico como ella, y de que apenas tengo tantos cientos
de miles de francos como ella millones.
Montecristo se sonrió.
—Yo había pensado en una cosa —continuó Alberto—; Franz ama todo lo
excéntrico; y o he querido hacer que se enamorase de la señorita Danglars, pero
a pesar de cuatro cartas que he escrito en el estilo más entusiasta y ponderativo,
Franz me ha respondido imperturbablemente:
« Es verdad que soy excéntrico, pero mi excentricidad no se extiende hasta
retirar mi palabra cuando y a la he dado» .
—Eso es lo que se llama un sacrificio de amistad; endosar a otro la mujer que
uno no desea sino para querida.
Alberto se sonrió.
—A propósito —prosiguió—, dentro de pocos días llega ese querido Franz,
pero a vos os importa poco, no le queréis, según creo.
—¡Yo! —dijo Montecristo—, querido vizconde, ¿quién os ha contado que y o
no le quiero? Yo quiero a todo el mundo.
—Y a mí me englobáis en todo el mundo… Gracias.
—¡Oh!, no nos confundamos —dijo Montecristo—; y o amo a todo el mundo
como Dios manda que amemos al prójimo, cristianamente, pero no aborrezco
más que a ciertas personas. Volvamos al señor Franz d’Epinay. Decís que va a
llegar.
—Sí, mandado llamar por el señor de Villefort, que tiene tanta impaciencia
por casar a la señorita Valentina, como el señor Danglars por casar a la señorita
Eugenia. Decididamente, no parece sino que es un oficio muy fatigoso el de
padre de hijas casaderas. Creen que no pueden vivir hasta verlas casadas, y que
su pulso late noventa veces por minuto hasta verse libres de tal carga.
—Pero el señor Franz no se parece a vos; y o creo que lleva su mal con
paciencia.
—Mejor todavía, él lo toma por lo grave; se pone corbata blanca y habla y a
de su familia. Además, tiene en grande estima a todos los Villefort.
—Estima merecida, ¿no es cierto?
—Ya lo creo; el señor de Villefort ha pasado siempre por un hombre severo,
pero justo.
—Enhorabuena —dijo Montecristo—, al fin encontré a uno al que no tratáis
como a ese pobre señor Danglars.
—Eso consistirá quizás en que no tengo que casarme con su hija —respondió
Alberto riendo.
—Es cierto, amigo mío —dijo Montecristo—, sois un inocente.
—¡Yo!
—Sí, vos. Tomad un cigarro.
—Con mucho gusto. ¿Y por qué decís que soy un inocente?
—Porque no hacéis más que defenderos y hacer por evitar el casamiento con
la señorita Danglars. ¡Oh! ¡Dios mío!, dejad marchar las cosas, y probablemente
no seréis vos quien retire primero su palabra.
—¡Bah! —exclamó Alberto estremeciéndose de gozo.
—Sin duda, querido vizconde, no os harán casar a la fuerza, ¡qué diablo!, pero
hablando en serio, ¿tenéis ganas de una ruptura?
—Daría por ello cien mil francos.
—¡Pues bien!, alegraos: el señor Danglars está pronto a dar el doble por el
mismo deseo.
—¿Será verdad? —dijo Alberto, que no pudo, sin embargo, al decir esto,
impedir que pasase por su frente una nube imperceptible—. Pero mi querido
conde, ¿tiene el señor Danglars razones para ello?
—¡Ah! ¡Ya lo encontré, naturaleza orgullosa y egoísta! Enhorabuena, tengo
delante al hombre que quiere agujerear el amor propio de otro a fuerza de
hachazos, y que gime y grita cuando intentan hacer lo mismo al suy o con una
aguja.
—No, no, pero me parece que el señor Danglars…
—¿Debía estar encantado de vos, no es verdad? Pues bien, el señor Danglars
es un hombre de mal gusto, está más encantado de otro…
—¿De quién?
—Lo ignoro; estudiad, mirad, coged al paso las alusiones, y aprovechaos de
ellas.
—Bueno, comprendo; escuchad, mi madre…, no; mi madre no, me engaño;
a mi padre le ha ocurrido la idea de dar un baile.
—¡Un baile en este tiempo!
—Los bailes en verano están de moda.
—Aunque así no fuera, si la condesa quisiera, se pondrían de moda.
—Gracias; son bailes puramente parisienses; los que se quedan en París en el
mes de julio son verdaderos parisienses. ¿Queréis encargaros de invitar a los
señores Cavalcanti?
—¿Cuándo será el baile?
—El sábado.
—Quizá se hay a marchado el señor Cavalcanti padre.
—Pero se queda aquí su hijo. ¿Queréis encargaros de llevar al señor Andrés
Cavalcanti?
—Escuchad, vizconde, y o no le conozco.
—¿Decís que no le conocéis?
—No; le he visto por primera vez hará tres o cuatro días, y no respondo de
nada.
—¿Pero le recibís?
—Eso es otra cosa; me fue recomendado por un buen abate que también
pudo haberse engañado. Invitarle indirectamente, bien; pero no me digáis que le
presente; si fuese luego a casarse con la señorita Danglars, me acusaríais de
entrometido, y querríais romperos la cabeza conmigo; por otra parte y o tampoco
sé si iré.
—¿Adónde?
—A vuestro baile.
—¿Por qué no?
—En primer lugar, porque aún no me habéis invitado.
—Pues precisamente he venido a invitaros.
—¡Oh!, sois muy amable; pero puedo estar ocupado.
—Cuando os hay a dicho una cosa, creo que seréis tan amable que asistáis.
—Decid.
—Mi madre os lo suplica.
—¿La señora condesa de Morcef? —repuso Montecristo estremeciéndose.
—¡Ah, conde! —dijo Alberto—, os advierto que la señora de Morcef habla
libremente conmigo; y si vos no habéis sentido latir en vuestro cuerpo las fibras
simpáticas de que os hablaba y o hace poco, es porque no tenéis esas fibras,
porque hace cuatro días que no hablamos más que de vos.
—¡De mí!, en verdad que me hacéis demasiado honor…
—Nada de eso, escuchad: ése es el privilegio de vuestro empleo, ¡como sois
un problema viviente…!
—¡Ah! ¿También soy problema para vuestra madre? ¡Oh!, y o no la creía tan
falta de juicio que fuese a creer tamaños desvaríos.
—Problema, mi querido conde, problema para todos, lo mismo para mi
madre que para los demás, problema aceptado, pero no adivinado; seguís siendo
un enigma, y mi madre no hace más que preguntar cómo sois tan joven. Yo creo
que en el fondo, mientras que la condesa G… os toma por lord Ruthwen, mi
madre os toma por Cagliostro o el conde San Germán. La primera vez que
vay áis a ver a la señora de Morcef, confirmadla en esta opinión; no os será
difícil, poseéis la fisonomía del uno y el talento del otro.
—Gracias por habérmelo advertido —dijo el conde sonriendo—, procuraré
hacer lo posible para confirmarlo, como decís, en su opinión.
—¿De modo que iréis el sábado?
—Puesto que la señora de Morcef me lo suplica…
—Sois muy galante.
—¿Y el señor Danglars?
—¡Oh!, y a habrá recibido su invitación; mi padre se encargó de ello.
Procuraremos también que vay a el señor de Villefort, pero no le esperamos.
—No hay que desesperar de nada, dice el proverbio.
—¿Bailáis, querido conde?
—¿Yo?
—Sí, vos. ¿Qué tiene eso de extraño?
—¡Ah!, en efecto, cuando todavía no se ha llegado a los cuarenta… No, no
bailo, pero me gusta ver bailar. ¿Y la señora de Morcef, baila?
—Nunca; hablaréis, tanto mejor; ¡tiene tantos deseos de hablar con vos!
—¿De veras?
—Palabra de honor. Y os declaro que sois el primer hombre por quien hay a
manifestado curiosidad mi madre.
Alberto tomó su sombrero y se levantó; el conde lo condujo hasta la puerta.
—Una cosa me estoy reprochando —dijo, deteniéndole en medio de la
escalera.
—¿Cuál?
—He sido indiscreto; no debía hablaros del señor Danglars.
—Al contrario, habladme, habladme de él siempre; pero del mismo modo
que lo habéis hecho.
—Bien; me tranquilizáis. A propósito, ¿cuándo llega el señor d’Epinay ?
—¡Psch!, dentro de cinco o seis días a más tardar.
—¿Y cuándo se casa?
—En cuanto lleguen el señor y la señora de Saint-Merán.
—Traédmele en cuanto esté en París. Aunque digáis que no le quiero, tendré
sumo gusto en verle.
—Vuestras órdenes serán cumplidas.
—Hasta la vista.
—Si no os veo antes, hasta el sábado, ¿no es cierto?
—¡Oh!, sí, sí; he dado mi palabra.
El conde siguió con la vista a Alberto, saludándole con la mano.
Así que subió en su tílbury, se volvió y vio detrás de él a Bertuccio.
—¿Y bien? —inquirió.
—Ha ido al palacio —respondió el may ordomo.
—¿Ha permanecido allí mucho tiempo?
—Hora y media.
—¿Y ha vuelto a su casa?
—Directamente.
—Pues bien, mi querido Bertuccio —dijo el conde—, si queréis seguir mi
consejo, creo que debierais ir a Normandía, a ver si encontráis aquel terreno de
que y a os he hablado.
Bertuccio saludó, y como sus deseos estaban en perfecta armonía con la
orden que había recibido, partió aquella misma noche.
Capítulo XVI
La investigación
El baile
Eldesignado
verano había llegado a su punto más caluroso cuando llegó el sábado
para el baile del señor de Morcef.
Eran las diez de la noche: los corpulentos árboles del jardín de la casa del
conde se destacaban vivamente sobre un cielo en que se deslizaban, mostrando
un inmenso manto azul sembrado de estrellas doradas de oro, los últimos vapores
de una tempestad que había rugido amenazadora durante todo el día.
En los salones del piso bajo se oía una música estrepitosa; sucedíanse los
valses a los galopes, mientras numerosas y deslumbradoras ráfagas de luz
penetraban en el jardín a través de las persianas.
En este momento, el jardín estaba a merced de una docena de criados, a los
que la dueña de la casa, tranquilizada en cuanto al tiempo, cada vez más sereno,
había dado orden de disponer la mesa para la cena.
Hasta entonces se vacilaba entre cenar en el comedor o debajo de una larga
tienda de cutí que se había erigido en una verdadera alameda. Aquel hermoso
cielo sembrado de estrellas acababa de decidir el pleito en favor de la tienda y de
la alameda.
Las calles del jardín se habían iluminado con faroles de colores, como se
acostumbra en Italia, y estaban cargando de bujías y de flores la mesa, como se
hace en todos los países donde se comprende un poco este lujo de mesa, el más
raro de todos cuando se le quiere completo.
Cuando la condesa de Morcef entró en los salones, después de dar sus últimas
órdenes, empezaban éstos a llenarse de convidados atraídos más por la
encantadora hospitalidad de la condesa de Morcef, que por la posición distinguida
del conde; porque todos estaban seguros de antemano de que aquella fiesta
ofrecería algunos detalles dignos de ser contados.
La señora Danglars, a quien los sucesos de que hemos hablado habían
inspirado profundas inquietudes, vacilaba en ir a casa de la señora de Morcef,
cuando se encontró por la mañana su carruaje con el del señor de Villefort.
Villefort le hizo una seña, los dos carruajes se habían acercado, y a través de las
portezuelas entablaron el siguiente diálogo:
—Vais a casa de la señora de Morcef, ¿no es verdad? —preguntó el
procurador del rey.
—No —respondió la señora Danglars—, me encuentro aún muy afectada.
—Hacéis mal —repuso Villefort con una mirada significativa—, sería
importante que os viesen en ella.
—¡Ah! ¿Lo creéis así? —preguntó la baronesa.
—Sí.
—En tal caso, iré.
—¿Qué queréis decir?
—Quiero decir que esto marcha muy bien —repuso el vizconde riendo—, y
que y a me han preguntado diecisiete veces por él; ¡diablo con el conde…!, y a le
daré mi parabién.
—¿Y a todo el mundo respondéis lo mismo que a mí?
—¡Ah!, tenéis razón, aún no os he respondido, tranquilizaos, señora;
tendremos aquí esta noche al hombre de moda, somos de sus privilegiados.
—¿Estabais ay er en la ópera?
—No.
—Pues él estaba.
—Sí…, el excéntrico conde hizo alguna de sus originalidades.
—¿Puede acaso prescindir de ellas? Essler bailaba en « El Diablo
enamorado» ; la princesa griega estaba deslumbrante. Después de la Cachucha,
ató una magnífica sortija a un ramillete, y lo arrojó a la encantadora bailarina,
que en el tercer acto se presentó para darle las gracias con su sortija en un dedo.
¿Y vendrá también su princesa griega?
—No, no vendrá; su posición en casa del conde no se conoce aún a punto fijo.
—Mirad, dejadme; id a saludar a la señora de Villefort —dijo la baronesa—;
veo que está deseando hablaros.
Alberto saludó a la señora de Danglars, se dirigió a la de Villefort, que abrió la
boca a medida que se acercaba.
—Apostaría —dijo Alberto interrumpiéndola— a que sé lo que me vais a
preguntar.
—Me parece que no —dijo la señora de Villefort.
—¿Me lo confesaréis si lo adivino?
—Sí.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor.
—Ibais a preguntarme si había entrado el conde de Montecristo, o si vendría.
—No era eso. No me ocupo de él en este momento. Os iba a preguntar si
habíais recibido noticias del señor Franz.
—Sí, ay er.
—¿Qué os decía?
—Que salía para París al mismo tiempo que su carta.
—Decidme, pues, ahora, ¿y el conde?
—El conde vendrá, tranquilizaos.
—¿Sabéis que tiene otro nombre, además de Montecristo?
—Lo ignoraba.
—Montecristo es un nombre de isla, y él tiene un nombre de familia.
—No lo he oído pronunciar.
—¡Pues bien! Yo estoy más enterada que vos; se llama Zaccone.
—Es posible.
—Es maltés.
—Muy posible también.
—Hijo de un armador.
—¡Oh!, os aseguro que debíais referir esas cosas en voz alta, tendríais el éxito
más feliz.
—Ha servido en la India, explota en la Tesalia una mina de plata, y viene a
París para abrir en Auteuil un establecimiento de aguas minerales.
—¡Bien!, enhorabuena —dijo Morcef—, buenas noticias; ¿me permitís que
las repita por ahí?
—Sí, pero poco a poco, una a una, sin decir que y o os las he contado.
—¿Por qué?
—Porque es un secreto.
—¿De quién?
—De la policía.
—Entonces esas noticias corrían…
—Ay er noche, en casa del prefecto. Todo París se había conmovido, como
sabéis, a la vista de ese lujo inusitado, y la policía obtuvo informes…
—¡Bien…!, sólo les falta prender al conde como un vagabundo, so pretexto
de que es demasiado rico.
—A fe mía, os aseguro que eso le habría podido suceder, si los informes no
hubieran sido tan favorables.
—¡Pobre conde! ¿Y sospecha el peligro que ha corrido?
—Creo que no.
—Entonces es una obra de caridad advertírselo. En cuanto llegue, no dejaré
de hacerlo.
En este momento, un gallardo joven de ojos negros y vivos, de cabellos
negros, de negro y lustroso bigote, fue a saludar respetuosamente a la señora de
Villefort. Alberto le estrechó una mano.
—Señora —dijo Alberto—, tengo el honor de presentaros al señor
Maximiliano Morrel, capitán de spahis, uno de nuestros mejores y más
distinguidos oficiales.
—Ya he tenido el gusto de encontrar a este caballero en Auteuil en casa del
conde de Montecristo —respondió la señora de Villefort, volviéndose con
marcada frialdad.
Esta respuesta, y sobre todo, el tono con que fue pronunciada, dejaron helado
a Morrel; pero le estaba preparada una compensación; al volverse vio en el
quicio de la puerta un hermoso y blanco rostro, cuy os ojos azules, dilatados y sin
expresión aparente, se fijaban en él mientras el ramillete de jazmines subía
lentamente a sus labios.
Fue tan bien comprendido este saludo, que Morrel, con la misma expresión de
mirada, acercó a su vez su pañuelo a la boca, y las dos estatuas vivas, cuy o
corazón latía con tanta violencia bajo el mármol de su rostro, separadas por toda
la longitud de la sala, se olvidaron un instante o más bien olvidaron el mundo en
aquella muda contemplación.
Habrían podido permanecer más tiempo de este modo, perdidas una en otra,
sin que nadie notase su olvido de cuanto los rodeaba, pues… el conde de
Montecristo acababa de entrar.
Como hemos dicho anteriormente, el conde, fuese prestigio ficticio, fuese
prestigio natural, llamaba la atención en todas partes donde se hallaba; no era su
frac negro, sencillo y sin condecoraciones; no era su chaleco blanco sin ningún
bordado; no era su pantalón, de cuy o botín salía un pie de la forma más delicada,
los que llamaban la atención; eran, sí, su blanca tez, sus cabellos negros y rizados
ligeramente, su rostro sereno y puro, sus ojos profundos y melancólicos, en fin,
su boca dibujada con una delicadeza maravillosa, y que sabía tomar tan
fácilmente la expresión del may or desdén, lo que hacía fijar en él todas las
miradas.
Podía haber hombres más apuestos; pero seguramente no los habría más
significativos (permítasenos esta expresión); todo en el conde quería decir algo y
tenía su valor; porque la costumbre del pensamiento útil había dado a sus
facciones, a la expresión de su rostro, y a sus gestos insignificantes, una
flexibilidad y una firmeza incomparables.
Y además, el mundo parisiense es tan raro, que no hubiera dado a esto
ninguna importancia, si no hubiese habido debajo de todo ello una historia dorada
por una inmensa fortuna.
Finalmente, el conde se adelantó bajo el peso de las miradas y a través de los
saludos, hasta la señora de Morcef, que estaba en pie delante de una chimenea; le
había visto en un espejo que estaba frente de la puerta y se preparó a recibirle.
Volvióse hacia él con una sonrisa encantadora, y en el momento en que se
inclinaba delante de ella.
Sin duda crey ó que el conde le iba a hablar; sin duda el conde por su parte
crey ó que iba a dirigirle la palabra; pero ambos permanecieron mudos, y
después de saludarse mutuamente, el conde de Montecristo se dirigió hacia
Alberto, que corría hacia él con la mano abierta.
—¿Habéis visto a mi madre? —preguntó Alberto.
—Acabo de tener el honor de saludarla —dijo el conde—, pero no he visto a
vuestro padre.
—Vedle, allí está hablando, en aquel grupo de grandes celebridades.
—¡Ah! —dijo Montecristo—, ¿aquellos señores que hay allí son celebridades?
No sabía nada. ¿Y de qué género? Hay celebridades de toda especie, como
sabéis.
—Allí tenéis primeramente un gran sabio, aquel señor alto y flaco; ha
descubierto en la campiña de Roma una especie de lagarto que tiene una
vértebra más que los otros, y ha venido a participar este descubrimiento al
Instituto. Al principio hubo sus disputas. La vértebra causó mucha sensación en el
mundo erudito; el señor alto y flaco no era más que caballero de la Legión de
Honor y le nombraron oficial.
—¡Enhorabuena! —dijo Montecristo—, esa es una cruz perfectamente
merecida; entonces, si encuentra una segunda vértebra ¿le harán comendador?
—Es probable —dijo Morcef.
—¿Y aquel otro que ha tenido la feliz ocurrencia de ponerse un frac azul
bordado de verde, quién podrá ser?
—La ocurrencia no fue de él, sino de la República, la cual, como sabéis, era
tan poco artista que, queriendo dar un uniforme a los académicos, suplicó a
David que les dibujase un traje.
—¡Ah, y a! —dijo Montecristo—. ¿Conque ese caballero es un académico?
—Hace ocho días que forma parte de la docta corporación.
—¿Y cuál es su mérito, su especialidad?
—¿Su especialidad? Yo creo que introduce alfileres en la cabeza de los
conejos, que hace comer rubia a las gallinas y y o no sé cuántos otros méritos.
—¿Y por eso ha de pertenecer a la Academia de Ciencias?
—No, a la Academia Francesa…
—Pero ¿qué tiene que ver con eso la Academia Francesa?
—Voy a deciros, parece…
—Que sus experimentos han fomentado sin duda el progreso de la ciencia.
—No, pero escribe en muy buen estilo.
—¡Oh! —dijo Montecristo—, eso debe lisonjear soberanamente el amor
propio de los conejos en cuy as cabezas introduce alfileres, a las gallinas cuy os
huevos tiñe de encarnado, y, etc…
Alberto soltó una carcajada.
—¿Y aquel otro? —inquirió el conde.
—¿Aquel otro?
—Sí, el tercero.
—¡Ah!, el del frac azul.
—Eso es.
—Ese es un colega del conde, el que tan encarnizadamente se opuso a que la
cámara de los Pares tenga uniforme; ha tenido un gran éxito de tribuna respecto
a este punto: se dice que le van a nombrar embajador.
—¿Y cuáles son sus méritos?
—Ha escrito dos o tres óperas bufas; ha adquirido cuatro o cinco acciones en
el Siècle, y ha votado cinco o seis veces con el ministerio.
—¡Bravo!, vizconde —dijo Montecristo riendo—, sois un cicerone
encantador: ahora me haréis un favor, ¿no es cierto?
—¿Cuál?
—No me presentaréis a esos señores, y si os lo piden, me avisaréis.
En este momento el vizconde sintió que alguien apoy aba la mano en su brazo,
se volvió y vio a Danglars.
—¡Ah! ¡Sois vos, barón! —dijo.
—¿Por qué me llamáis barón? —dijo Danglars—; bien sabéis que no use mi
título. No soy como vos, vizconde, vos lo usáis, ¿no es verdad?
—Desde luego —respondió Alberto—, porque si no fuese vizconde no sería
nada, mientras que vos, aunque sacrifiquéis vuestro título de barón, siempre
quedaréis millonario.
—Ese título me parece el más hermoso, en estos tiempos por lo menos —dijo
Danglars.
—Por desgracia —dijo Montecristo— no dura tanto ese título como el de
barón, el de par de Francia o el de académico; díganlo si no los millonarios de
Franck y Polmaun, de Francfort, que acaban de quebrar.
—¿Cómo? —dijo Danglars palideciendo.
—Esta tarde he recibido la noticia; y o tendría aproximadamente un millón en
su casa; pero, habiendo sido avisado a tiempo, exigí el reembolso hará un mes.
—¡Ah! ¡Dios mío! —dijo Danglars—, por lo menos me hacen perder
doscientos mil francos.
—Pero y a estáis avisado, su firma vale un cinco por ciento.
—Sí, pero avisado demasiado tarde —dijo Danglars—, he hecho honor a su
firma.
—¡Bueno! —dijo Montecristo—, juntando esos doscientos mil francos con…
—¡Chist!, ¡silencio! —dijo Danglars—, no habléis de esas cosas —y
acercándose a Montecristo…—, sobre todo delante de Cavalcanti hijo —añadió
el banquero, que al pronunciar estas palabras se volvió sonriendo hacia el joven.
Morcef se separó del conde para ir a hablar con su madre.
Danglars le dejó también para ir a saludar a Cavalcanti hijo.
Montecristo se quedó solo un instante.
El calor era excesivo. Los criados circulaban por los salones con bandejas
cargadas de dulces, frutas y helados.
Montecristo se enjugó con su pañuelo el rostro bañado en sudor; pero se retiró
cuando el criado le presentó una bandeja y no tomó nada para refrescarse.
La señora de Morcef no perdía de vista a Montecristo. Vio pasar la bandeja
sin que tomase nada de ella; también observó el movimiento que hizo cuando el
criado le presentó la bandeja.
—Alberto —dijo—, ¿no habéis reparado en una cosa?
—¿Qué es ello, madre mía?
—Que el conde no acepta la comida en casa del señor de Morcef.
—Sí, pero aceptó el almuerzo en mi casa, puesto que por ese almuerzo hizo su
entrada en el mundo.
—Vuestra casa no es la del conde —murmuró Mercedes—, y desde que está
aquí, no le pierdo de vista.
—¿Y qué?
—Que no ha tomado nada.
—El conde es muy sobrio.
Mercedes se sonrió tristemente.
—Acercaos a él, y a la primera bandeja que pase, insistid.
—¿Por qué motivo, madre mía?
—Hacedme ese favor, Alberto —dijo Mercedes.
Alberto besó la mano de su madre y fue a colocarse junto al conde.
Pasó otra bandeja cargada como las precedentes: Alberto insistió aún, tomó
un helado y se lo presentó, pero rehusó obstinadamente.
Alberto volvió al lado de su madre; la condesa estaba muy pálida.
—¡Y bien! —dijo—, y a veis como no ha querido tomar nada.
—Sí, ¿pero por qué os preocupa esto tanto?
—Bien lo sabéis, Alberto; las mujeres somos muy singulares. Hubiera visto
con placer tomar al conde algo en mi casa, aunque no fuese más que un grano de
granada. Quizá no esté al corriente de las costumbres francesas, tal vez tiene
preferencia por alguna cosa.
—¡Oh!, no, no, y o le he visto en Italia comer de todo; sin duda está
indispuesto esta noche.
—¡Oh!, tal vez —dijo la condesa—, como ha habitado siempre climas
ardientes, es menos sensible que cualquier otro al calor.
—No lo creo así, porque se quejaba de que se ahogaba de calor, y
preguntaba por qué no han abierto las celosías, puesto que han abierto las
ventanas.
—En efecto —dijo Mercedes—, ése es un medio de asegurarme si esa
abstinencia es algo premeditado o no.
Y salió del salón.
Un instante después, las persianas se abrieron y a través de los jazmines que
rodeaban las ventanas, pudo verse todo el jardín iluminado con linternas, y la
cena servida debajo de una tienda.
Los bailadores y los jugadores lanzaron un grito de alegría; todos aquellos
pulmones medio sofocados aspiraban con delicia el aire que entraba en
abundancia.
Al momento volvió a entrar Mercedes más pálida que había salido, pero con
la seriedad que era de notar en ella en ciertas circunstancias. Se dirigió al grupo
en medio del cual se hallaba su marido.
—No encadenéis a estos señores, señor conde —dijo—; preferirán tal vez
respirar el aire del jardín a ahogarse aquí.
—¡Ah!, señora —dijo un viejo general muy galante—, no creo que iremos
solos al jardín.
—Bien —dijo Mercedes—, y o voy a daros el ejemplo.
Y dirigiéndose a Montecristo:
—Señor conde —dijo—, hacedme el honor de ofrecerme vuestro brazo.
El conde vaciló al oír estas sencillas palabras; después miró a Mercedes un
momento, rápido como el relámpago, y sin embargo, este momento fue un siglo
para la condesa, tantos pensamientos reflejaba aquella mirada.
Ofreció su brazo a la condesa; ella apoy ó ligeramente en él su pequeña
mano, y los dos bajaron una de las escaleras limitada a un lado y a otro por
heliotropos y camelias.
Detrás de ellos y por otra escalera, se lanzaron al jardín, con estrepitosas
exclamaciones de alegría, unos veinte convidados.
Capítulo XVIII
Pan y sal
Señora de Saint-Meran
EnVillefort
efecto, tal como había dicho Alberto, acababa de desarrollarse en la casa de
una lúgubre escena.
Después de la partida de las dos mujeres para el baile, adonde por más que
insistió la señora de Villefort, no pudo hacer que su marido la acompañase, el
procurador del rey se había encerrado, como acostumbraba, en su despacho,
adornado de estantes de libros que hubieran espantado a cualquier otro, pero que
en sus tiempos apenas bastaban a satisfacer su apetito de hombre estudioso.
Pero esta vez los libros eran inútiles, pues Villefort no se encerraba para
estudiar, sino para reflexionar; y una vez cerrada la puerta y dada la orden de
que no le incomodasen sino para asuntos de importancia, se sentó en un sillón y
empezó a repasar otra vez en su memoria todo lo que, después de siete a ocho
días, hacía derramarse la copa de sus sombríos pesares y de sus amargos
recuerdos.
Entonces, en vez de atacar a los libros amontonados en derredor suy o, abrió
un cajón de su bufete, tocó un resorte y sacó una infinidad de cuadernos con sus
notas personales, manuscritos preciosos, entre los cuales había clasificado y
anotado con cifras, conocidas de él solo, los nombres de todos los que en su
carrera política, en sus asuntos de intereses, en sus persecuciones o en sus
misteriosos amores se habían hecho enemigos suy os.
El número era formidable, y, sin embargo, todos aquellos hombres, por
poderosos y terribles que fuesen, le habían hecho sonreírse más de una vez,
como se sonríe el viajero que desde la elevada cumbre de la montaña mira a sus
pies los agudos picachos, los caminos impracticables y los bordes de los
precipicios, junto a los cuales ha tenido que caminar largo tiempo para llegar a
ella.
Cuando hubo repasado en su memorial todos estos nombres, cuando los hubo
leído y vuelto a leer, estudiado y comentado, movió la cabeza a un lado y a otro.
—No —murmuró—, ninguno de estos enemigos hubiera esperado con
paciencia hasta este día para aniquilarme con su secreto. Algunas veces, como
dice Hamlet, el ruido de las cosas más fuertemente escondidas sale de la tierra,
y, como los fuegos fosforescentes, corren por el aire; pero son llamas que
iluminan un instante. La historia habrá sido contada por el corso a algún
sacerdote, que la habrá propalado a su vez. El señor de Montecristo la habrá
sabido, y para enterarse…
—¿Y para qué quería enterarse? —prosiguió el procurador del rey después de
un instante de reflexión—; ¿qué interés puede tener el señor de Montecristo, señor
Zaccone, hijo de un naviero de Malta, explotador de una mina de plata en
Tesalia, que viene a Francia por primera vez, en saber un hecho sombrío,
misterioso e inútil para él? De los informes incoherentes que me han
proporcionado el abate Busoni y lord Wilmore, aquél amigo y éste enemigo, una
sola cosa resulta a mis ojos clara, precisa, patente, y es que en ningún tiempo, en
ningún caso, en ninguna circunstancia, ha podido haber el menor punto de
contacto entre él y y o.
Sin embargo, Villefort decía estas palabras sin creer él mismo lo que decía.
Lo más terrible para él no era la revelación, porque podía negar o responder; le
inquietaba poco aquel Mané, Thecel, Pharés, que aparecía de repente en letras
de sangre en la pared; lo que le inquietaba era conocer el cuerpo a que
pertenecía la mano que los había trazado.
En el momento en que trataba de calmarse, y en que en lugar de aquel
porvenir político que había visto algunas veces en sus sueños de ambición, se
proponía un porvenir limitado al hogar doméstico, el ruido de un carruaje resonó
en el patio; después oy ó en la escalera los pasos de una persona de edad, y
después gemidos y ay es que tan bien saben fingir los criados cuando quieren
aparentar que participan del dolor de sus amos.
Apresuróse a descorrer el cerrojo de su despacho, y al poco rato, sin
anunciarse, una señora anciana entró en el mismo con su chal en el brazo y su
sombrero en la mano. Sus cabellos canos descubrían una frente mate como el
amarillento marfil, y sus ojos, cuy os ángulos había surcado de arrugas la edad,
desaparecían casi bajo las lágrimas.
—¡Oh, caballero! —dijo—; ¡ah, qué desgracia!, y o también me moriré; ¡oh,
sí, estoy segura de que voy a morirme!
Y cay endo sobre el sillón más próximo a la puerta rompió de nuevo a llorar.
Los criados, en pie en el cancel, y no atreviéndose a ir más lejos, miraban al
antiguo criado de Noirtier, que, habiendo oído ruido en la habitación de su señor,
se mantenía detrás de los demás.
Villefort se levantó y corrió hacia su suegra, pues era ella.
—¡Oh, Dios mío!, señora —preguntó—, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué estáis tan
desazonada? ¿Y por qué no os acompaña el señor de Saint-Merán?
—El señor de Saint-Merán ha muerto —dijo la anciana marquesa sin
preámbulos, y con una especie de estupor.
Villefort dio un paso atrás, y dando una palmada:
—¡Muerto! —murmuró—, ¡muerto…, así…, súbitamente!
—Hace ocho días —continuó la señora de Saint-Merán—, subimos juntos al
carruaje después de comer. El señor Saint-Merán padecía muchísimo desde
hacía algunos días; sin embargo, la idea de ver a mi querida Valentina le
animaba, y a pesar de sus dolores quiso partir, cuando a seis leguas de Marsella
se apoderó de él, después de haber tomado sus pastillas habituales, un sueño tan
profundo que no me parecía natural; sin embargo, y o no quería despertarle,
cuando me pareció que su rostro se amorataba, que las venas de sus sienes latían
con más violencia que de costumbre. Como había anochecido, y o no veía casi
nada y le dejé dormir; al poco rato lanzó un grito sordo y desgarrador, como el
de un hombre que sufre en sueños, y dejó caer bruscamente su cabeza hacia
atrás. Llamé al camarero, hice parar al postillón, llamé al señor de Saint-Merán,
le hice respirar mi frasco de esencias; todo había acabado, estaba muerto, y al
lado de su cadáver llegué a Aix.
Villefort quedó estupefacto.
—¿Y llamasteis a un médico, seguramente?
—En seguida; pero como os he dicho, era demasiado tarde.
—Sin duda; pero, al menos, podía conocer de qué enfermedad había muerto.
—¡Oh!, sí, señor, me lo dijo; según parece fue una apoplejía fulminante.
—¿Y entonces, qué hicisteis?
—El señor de Saint-Merán había dicho siempre que si moría lejos de París,
deseaba que su cuerpo fuese conducido al panteón de la familia. Yo hice
colocarle en un ataúd de plomo y le precedo sólo algunos días.
—¡Oh! Dios mío, ¡pobre madre! —dijo Villefort—; ¡semejantes
preocupaciones después de tal golpe…, y a vuestra edad!
—Dios me dio fuerzas hasta el fin; por otra parte él hubiera hecho por mí lo
que y o hago por él. Es verdad que desde que le dejé, creo que estoy loca. No
puedo llorar, ¿dónde está Valentina, caballero? Por ella es por quien veníamos.
Quiero verla.
Villefort pensó que sería espantoso responder que la joven se encontraba en
un baile; dijo solamente a la marquesa que su nieta había salido con su
madrastra, y que la avisarían en seguida.
—Al instante, caballero, al instante, os lo suplico —dijo la anciana.
Villefort tomó del brazo a la señora de Saint-Merán y la condujo a su
habitación.
—Descansad —dijo—, madre mía.
La marquesa levantó la cabeza al oír esta palabra, y al ver a aquel hombre
que le recordaba a su tan llorada hija, rompió a llorar de nuevo y cay ó de
rodillas en un sillón, donde sepultó su venerable cabeza.
Villefort la recomendó a los cuidados de las doncellas, mientras el viejo
Barrois subía asustado al cuarto de su amo, porque nada intimida tanto a los
ancianos como la muerte, que se aparta un instante de su lado para herir a otro
anciano.
Mientras la señora de Saint-Merán, todavía arrodillada, oraba en el fondo de
su corazón, Villefort envió a buscar un coche de alquiler, y fue él mismo a casa
de la señora de Morcef a recoger a su mujer y a su hija para traerlas a casa.
Tan pálido estaba cuando se presentó en la puerta del salón, que Valentina
corrió hacia él, exclamando:
—¡Oh!, padre mío, ¿ha sucedido alguna desgracia?
—Acaba de llegar vuestra abuela, Valentina —dijo el señor de Villefort.
—¿Y mi abuelo? —preguntó la joven temblando.
El señor de Villefort no respondió sino ofreciendo el brazo a su hija.
Lo hizo a tiempo, pues Valentina, sobrecogida de vértigo, vaciló y estuvo a
punto de caerse; la señora de Villefort se apresuró a sostenerla, y ay udó a su
marido a conducirla a su carruaje, diciendo:
—¡Qué extraño es eso! ¿Quién lo hubiera sospechado? ¡Oh!, sí, sí; es muy
extraño.
Y toda esta desolada familia desapareció así, comunicando la tris teza como
un velo negro al resto de los convidados.
Al pie de la escalera, Valentina encontró a Barrois esperándola.
—El señor Noirtier desea veros esta noche —dijo en voz baja.
—Decidle que iré en cuanto salga del cuarto de mi abuelita —dijo Valentina.
Con la delicadeza de su alma, la joven había comprendido que quien tenía
necesidad de ella entonces era la señora de Saint-Merán.
Halló acostada a su abuela; mudas caricias, gemidos, suspiros ahogados,
lágrimas ardientes, tales fueron los detalles que se pueden contar de esta
entrevista a la que asistía del brazo de su marido la señora de Villefort, llena de
respeto, en la apariencia, hacia la pobre viuda.
Al cabo de un instante, se inclinó hacia su marido y le dijo al oído:
—Con vuestro permiso, es mejor que y o me retire, porque mi presencia
parece afligir aún más a vuestra suegra.
La señora de Saint-Merán la oy ó.
—Sí, sí —dijo a Valentina también al oído— que se vay a, pero quédate tú; sí,
quédate.
Salió la señora de Villefort y Valentina se quedó sola junto a la cama de su
abuela, porque el procurador del rey, consternado con aquella muerte imprevista,
siguió a su mujer.
Entretanto, Barrois había subido por primera vez al cuarto de Noirtier; éste
había oído todo el ruido que había en la casa, y envió a su criado a que se
informase.
A su vez, aquellos ojos tan vivos y sobre todo tan inteligentes, interrogaron al
mensajero.
—¡Ay !, señor —dijo Barrois—, acaba de ocurrir una tremenda desgracia. La
señora de Saint-Merán ha llegado y su marido ha muerto.
El señor de Saint-Merán y Noirtier no habían estado nunca unidos por los
lazos de una gran amistad; no obstante, y a se sabe el efecto que produce siempre
en un anciano el anuncio de la muerte de otro.
Noirtier dejó caer la cabeza sobre el pecho como un hombre abatido o
pensativo, y después cerró un ojo solo.
—¿La señorita Valentina? —dijo Barrois.
Noirtier hizo señas afirmativas.
—Está en el baile, el señor lo sabe bien, puesto que vino a despedirse de vos
con su precioso vestido.
Noirtier cerró de nuevo el ojo izquierdo.
—Sí, ¿queréis verla?
El anciano hizo ver que esto era lo que deseaba.
—Entonces, voy a buscarla, estará sin duda en casa del señor de Morcef; la
esperaré hasta que salga, le diré que queréis hablarle, ¿no es esto?
—Sí —respondió el paralítico.
Barrois esperó que volviese Valentina, y como hemos visto, le comunicó el
deseo de su abuelo.
Valentina subió, pues, al cuarto de Noirtier cuando salió de las habitaciones de
la señora de Saint-Merán, que aún muy agitada, sucumbió a la fatiga y quedóse
dormida con un sueño febril.
Habían acercado al alcance de su brazo una mesita, sobre la que había un
gran jarro de naranjada y un vaso.
Como hemos dicho, la joven subió al cuarto del señor Noirtier tan pronto
como abandonó la estancia de la marquesa.
Valentina abrazó al anciano, que la miró con tanta ternura, que la joven sintió
de nuevo anegarse sus ojos en lágrimas.
El anciano insistía con su mirada.
—Sí, sí —dijo Valentina—, tú quieres decir que todavía me queda un abuelo,
¿no es verdad?
El anciano respondió que esto era justamente lo que quería decir.
—¡Ay ! —repuso Valentina—, a no ser así, ¿qué sería de mí?
Era la una de la madrugada. Barrois, que deseaba acostarse, hizo observar
que después de una noche tan dolorosa, todo el mundo tenía necesidad de reposo.
El anciano no quiso decir que el reposo suy o era ver a su nieta. Despidió a
Valentina a quien efectivamente el dolor y la fatiga daban un aire de sufrimiento.
Al día siguiente, al entrar a ver a su abuela, encontró a ésta en la cama; la
fiebre no se había calmado; al contrario, un fuego sombrío brillaba en los ojos de
la anciana marquesa, y parecía poseída de una violenta irritación nerviosa.
—¡Oh, Dios mío!, mamá, ¿sufrís mucho? —exclamó Valentina percibiendo
todos estos síntomas de agitación.
—No, hija mía, no —dijo la señora de Saint-Merán—; pero esperaba con
impaciencia que hubieseis llegado para mandar llamar a tu padre.
—¿A mi padre? —preguntó Valentina con inquietud.
—Sí, quiero hablarle.
Valentina no se atrevió a oponerse al deseo de su abuela, cuy a causa
ignoraba, y un instante después entró Villefort.
—Caballero —dijo la señora de Saint-Merán, sin más preámbulos, y como si
temiese que le había de faltar tiempo—, ¿se trata, me habéis dicho, de casar a mi
nieta?
—Sí, señora —respondió Villefort—, es más que un proy ecto, es y a una cosa
formal.
—¿Vuestro y erno es el señor Franz d’Epinay ?
—Sí, señora.
—¿Es hijo del general Epinay, que era de los nuestros, y que fue asesinado
algunos días antes de que el usurpador volviese de la isla de Elba?
—Ese mismo.
—¿No le repugna esa alianza con la nieta de un jacobino?
—Nuestras discrepancias civiles se han desvanecido felizmente, madre —
dijo Villefort—; el señor d’Epinay era muy niño cuando murió su padre, conoce
muy poco al señor Noirtier, y le verá, si no con placer, con indiferencia al
menos.
—¿Es un buen partido?
—Bajo todos los conceptos.
—¿El joven…?
—Goza de general consideración.
—¿Es decoroso?
—Es uno de los hombres más distinguidos que conozco.
Durante esta conversación Valentina había permanecido silenciosa.
—¡Y bien!, caballero —dijo tras unos minutos de reflexión la señora de Saint-
Merán—, es preciso que os deis prisa, porque me quedan pocos momentos de
vida.
—¡A vos!, ¡señora!; ¡a vos!, ¡mamá! —exclamaron a un tiempo Villefort y
Valentina.
—Yo sé lo que me digo —repuso la marquesa—; es preciso que os deis prisa,
a fin de que, no teniendo madre, tenga al menos a su abuela para bendecir su
unión. Yo soy la única que le queda por parte de mi pobre Renata, a quien tan
pronto habéis olvidado.
—¡Ah!, señora —dijo Villefort—, ¿no conocéis que era preciso dar una
madre a esta pobre niña, que había perdido a la suy a?
—Una madrastra no es una madre, caballero. Pero no se trata ahora de esto,
se trata de Valentina; dejemos en paz a los muertos.
Todo esto había sido dicho con tal acento, que había algo que se asemejaba a
los síntomas de un delirio.
—Se hará como deseáis, señora —dijo Villefort—, y tanto más, cuanto que
vuestro deseo está de acuerdo con el mío; y en cuanto llegue el señor d’Epinay a
París…
—Mamá —dijo Valentina—, las murmuraciones, el luto reciente…, ¿queréis,
en fin, celebrar una boda bajo tan tristes auspicios?
—Hija mía —interrumpió vivamente la abuela—, no me des esas razones
que impiden a los espíritus débiles tener un porvenir feliz. Yo también he sido
casada en el lecho de la muerte de mi madre, y no he sido desgraciada por eso.
—¡Siempre esa idea de muerte!, señora —replicó Villefort.
—¡Siempre…! Os digo que voy a morir, ¿me escucháis? ¡Pues bien! ¡Antes
de morir quiero haber visto a mi y erno; quiero mandarle que haga feliz a mi
nieta; quiero ver en sus ojos si piensa obedecerme; quiero conocerle, en fin, sí!
—prosiguió la anciana con una expresión espantosa—, para venir a buscarle
desde el fondo de mi tumba si no hace lo que debe.
—Señora —dijo Villefort—, es preciso que alejéis esas ideas exaltadas que
casi ray an en locura. Los muertos, una vez colocados en su tumba, duermen sin
despertarse jamás.
—¡Oh, sí, sí, mamá, cálmate! —dijo Valentina.
—Y y o, caballero, os digo que no es como vos creéis. Esta noche he dormido
y he tenido un sueño terrible, porque dormía como si mi alma hubiese salido y a
del cuerpo: mis ojos, que me esforzaba por abrir, se cerraban a mi pesar, y no
obstante y o sé bien que esto os parecerá imposible, a vos sobre todo; pues bien,
con mis ojos cerrados he visto en el mismo sitio en que estáis y viniendo del
ángulo donde hay una puerta que comunica con el gabinete tocador de la señora
de Villefort, he visto entrar sin ruido una forma blanca.
Valentina lanzó un grito.
—Era la fiebre que os agitaba —dijo Villefort.
—Dudad cuanto queráis, pero y o estoy segura de lo que digo; he visto una
forma blanca; y como si Dios hubiese temido que no la percibiese bien, he oído
mover mi vaso, mirad, ese mismo que está aquí sobre la mesa.
—¡Oh, abuelita, era un sueño!
—No era un sueño, no; porque extendí la mano hacia la campanilla, y al ver
este movimiento, la sombra desapareció. La camarera entró con una luz.
—¿Pero no visteis a nadie?
—Los fantasmas no se muestran sino a los que deben: era el alma de mi
marido. Pues bien, si el alma de mi marido vuelve a llamarme, ¿por qué mi alma
no había de venir para defender a mi nieta?
—¡Oh, señora! —dijo Villefort aterrado—, no deis crédito a esas lúgubres
ideas; viviréis con nosotros, viviréis mucho tiempo feliz, querida, honrada, y os
haremos olvidar…
—¡Jamás, jamás, jamás! —dijo la marquesa—. ¿Cuándo vuelve el señor
d’Epinay ?
—Le estamos esperando de un momento a otro.
—Está bien, en cuanto llegue, avisadme. Apresurémonos, apresurémonos.
Además, quisiera que viniese un notario para asegurarme de que todos nuestros
bienes irán a parar a Valentina.
—¡Oh, madre mía! —murmuró Valentina, apoy ando sus labios sobre la
abrasada frente de su abuela—; ¿queréis que muera? ¡Dios mío!, tenéis fiebre.
¡No es un notario el que se debe llamar, es un médico!
—¡Un médico! —dijo la abuela encogiéndose de hombros—, no sufro; tengo
sed.
—¿Qué bebéis, abuelita?
—Como siempre, y a sabéis, mi naranjada. Mi vaso está ahí sobre la mesa;
dádmelo, Valentina. —Esta llenó de naranjada de la jarra un vaso, y lo tomó con
cierto espanto porque era el mismo que suponía ella que había tocado la sombra.
La marquesa se bebió la naranjada.
En seguida se volvió sobre su almohada, exclamando:
—¡Un notario! ¡Un notario!
El señor de Villefort salió; Valentina se sentó al lado de la cama. La
desgraciada joven parecía tener necesidad de aquel médico que había
recomendado a su abuela. Un vivo carmín semejante a una llama abrasaba sus
mejillas, su respiración era entrecortada y fatigosa, y el pulso le latía como si
tuviese fiebre.
La joven pensaba en la desesperación de Maximiliano cuando supiese que la
señora de Saint-Merán, en lugar de ser una aliada, obraba sin saberlo, como si
hubiese sido una enemiga.
Más de una vez Valentina había pensado decírselo todo a su abuela, y no
hubiera vacilado un instante si Morrel se hubiera llamado Alberto de Morcef, o
Raúl de Château-Renaud; pero Morrel era de origen plebey o, y Valentina sabía
cuán grande era el desprecio de la señora de Saint-Merán para con todos los que
no pertenecían a su nobleza. Cada vez que iba a revelar su secreto, se detenía,
porque poseía la triste certeza de que iba a descubrirse inútilmente, y entonces
todo se habría perdido.
Así transcurrieron dos horas. La señora de Saint-Merán dormía con un sueño
agitado y febril.
En este momento anunciaron al notario.
Aunque este anuncio hubiese sido hecho en voz muy baja, la señora de Saint-
Merán se incorporó en la cama.
—¡El notario! —dijo—, ¡que venga! ¡Venga!
El notario se hallaba junto a la puerta y penetró en la estancia.
—Vete, Valentina —dijo la señora de Saint-Merán—, y déjame con el señor.
—Pero, madre mía…
—Anda, anda.
La joven besó a su abuela en la frente y salió con el pañuelo sobre los ojos.
En la puerta se encontró con el criado, que le dijo que el médico esperaba en
el salón.
Valentina bajó rápidamente. El médico era un amigo de la familia, y al
mismo tiempo uno de los hombres más hábiles de la época; amaba mucho a
Valentina, a quien casi había visto nacer. Tenía una hija de la edad de la señorita
de Villefort, pero su madre padecía del pecho y se temía continuamente por la
vida de su hija.
—¡Oh! —dijo Valentina—, querido señor de Avrigny, os esperábamos con
impaciencia. Pero, antes de todo, ¿cómo siguen Magdalena y Luisa?
Magdalena era la hija del señor de Avrigny ; Luisa, su sobrina.
El señor de Avrigny se sonrió tristemente.
—Luisa, muy bien —dijo—; Magdalena, la pobre, bastante bien. Pero me
habéis mandado llamar, según creo —dijo—. No será vuestro padre ni la señora
de Villefort, supongo. En cuanto a vos, no podemos quitaros el mal de los nervios;
pero os recomiendo muy particularmente que no entreguéis con demasía vuestra
imaginación a los placeres del campo.
Valentina se puso colorada como la grana, el señor de Avrigny llevaba la
ciencia de adivinar casi hasta hacer milagros, porque era uno de esos médicos
que tratan lo físico por lo moral.
—No —dijo—, es para mi abuela. Sabréis seguramente la desgracia que ha
sucedido.
—No sé nada —respondió el señor Avrigny.
—¡Ay ! —dijo Valentina esforzándose por contener las lágrimas—, ¡mi
abuelo ha muerto!
—¿El señor de Saint-Merán?
—Sí.
—¿De repente?
—De un ataque de apoplejía fulminante.
—¿De una apoplejía? —repitió el médico.
—Sí; de suerte que mi pobre abuela está tan desconsolada que no piensa más
que en ir a reunirse con él. ¡Oh!, señor de Avrigny, os recomiendo a mi pobre
abuelita.
—¿Dónde está?
—En su cuarto, con el notario.
—¿Y el señor Noirtier?
—Como siempre, con una perfecta lucidez mental, pero la misma
inmovilidad, el mismo silencio.
—Y el mismo amor hacia vos, ¿no es cierto, hija mía?
—Sí —dijo Valentina suspirando—, él me ama mucho.
—¿Quién no os amaría?
Valentina se sonrió tristemente.
—¿Y qué le ocurre a vuestra abuela?
—Una singular excitación nerviosa, un sueño agitado y extraño; esta mañana
decía que durante su sueño había visto entrar un fantasma en su cuarto, y haber
oído el ruido que hizo al tocar su vaso.
—Es singular —dijo el doctor—, y o no sabía que la señora de Saint-Merán
estuviera sujeta a esas alucinaciones.
—Es la primera vez que la he visto así —dijo Valentina—, y esta mañana me
dio un gran susto, la creí loca, y mi padre también parecía fuertemente afectado.
—Vamos a ver —dijo el señor de Avrigny —, me parece muy extraño todo lo
que me estáis diciendo.
El notario bajaba, y avisaron a Valentina de que su abuela estaba sola.
—Subid —dijo al doctor.
—¿Y vos?
—¡Oh!, y o no me atrevo, me había prohibido que os mandase llamar, y
como decís, y o misma estoy fatigada, febril, indispuesta, voy a dar una vuelta
por el jardín.
El doctor estrechó la mano de Valentina, y mientras él subía al cuarto de la
anciana, la joven bajó la escalera que conducía al jardín.
No tenemos necesidad de decir qué parte del jardín era el paseo favorito de
Valentina. Después de haber dado dos o tres vueltas por el parterre que rodeaba
la casa, cogió una rosa para ponerla en su cintura o en sus cabellos y se dirigió a
la umbrosa alameda que conducía al banco, y del banco a la reja.
Valentina dio esta vez, según su costumbre, dos o tres vueltas en medio de sus
flores, pero sin coger ninguna; su corazón dolorido, que aún no había tenido
tiempo de desahogarse con nadie, repelía este sencillo adorno; después se
encaminó hacia la alameda. A medida que avanzaba, le parecía oír una voz que
pronunciaba su nombre y se detuvo asombrada.
Entonces esta voz llegó más claramente a sus oídos, y reconoció la voz de
Maximiliano.
Capítulo XX
La promesa
Eraparticular
Morrel, en efecto, que, desde la víspera, no vivía y a; con ese instinto
de los amantes y de las madres, había adivinado que, a
consecuencia de la vuelta de la señora de Saint-Merán y de la muerte del
marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afectaría a su amor.
Como se verá, sus presentimientos se habían realizado, y y a no era una
simple inquietud lo que le llevó tan preocupado y tembloroso a la valla.
Pero Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la
hora en que solía venir, y fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz
simpatía la que le condujo al jardín.
En cuanto se presentó en él, Morrel la llamó; ella corrió a la valla.
—¿Vos a esta hora? —dijo.
—Sí, pobre amiga mía —respondió Morrel—; vengo a traer y a buscar malas
noticias.
—¡Esta es la casa de la desgracia! —dijo Valentina—; hablad, Maximiliano;
pero os aseguro que la cantidad de dolores es bastante crecida.
—Escuchadme, querida Valentina —dijo Morrel procurando contener su
emoción para poderse explicar—, os lo suplico, porque todo lo que voy a decir es
solemne: ¿cuándo piensan casaros?
—Escuchad —dijo a su vez Valentina—, no quiero ocultaros nada,
Maximiliano. Esta mañana se ha hablado de mi boda, y mi abuela, con la que
contaba y o como un poderoso aliado, no solamente se ha declarado a su favor,
sino que la desea hasta tal punto, que en cuanto llegue el señor d’Epinay será
firmado el contrato.
Un suspiro ahogado exhalóse del pecho del joven, y la miró tristemente.
—¡Ay ! —dijo en voz baja—, terrible es oír decir tranquilamente a la mujer
que se ama: el momento de vuestro suplicio está fijado, será dentro de algunas
horas. Pero no importa, es menester que sea así, y por mi parte no pondré la
menor resistencia. ¡Pues bien!, puesto que, según decís, no se espera más que al
señor d’Epinay para firmar el contrato, puesto que vais a ser suy a al otro día de
su llegada, mañana lo seréis, porque ha llegado a París esta mañana.
Valentina lanzó un grito.
—Me hallaba y o en casa de Montecristo hace una hora —dijo Morrel—;
hablábamos, él del dolor de vuestra casa, y y o del vuestro, cuando de repente
paró un carruaje en el patio. Escuchad: hasta entonces no creía y o en los
presentimientos, Valentina; mas ahora conviene que crea en ellos; al ruido del
carruaje me estremecí; pronto se oy eron pasos en la escalera; los retumbantes
pasos de la estatua del comendador no asustaron tanto a don Juan como me
aterraron a mí éstos. Al fin se abrió la puerta, y Alberto de Morcef entró
primero, y y a iba y o a dudar de mí mismo, iba a creer que me había
equivocado, cuando entró detrás de él un joven, a quien el conde saludó,
exclamando:
—¡Ah, señor Franz d’Epinay !
Reuní todas mis fuerzas y todo mi valor para contenerme. Me puse pálido,
encarnado; pero seguramente me quedé con la sonrisa en los labios; cinco
minutos después salí sin haber oído una palabra de lo que había pasado; ¡estaba
loco!
Valentina murmuró:
—¡Pobre Maximiliano!
—Veamos, Valentina. Ahora, respondedme como a un hombre al que van a
sentenciar a vida o a muerte: ¿qué pensáis hacer?
Valentina bajó la cabeza, estaba anonadada.
—Escuchad —dijo Morrel—, no es la primera vez que pensáis en la situación
a que hemos llegado; es grave, es perentoria, es suprema, no creo que sea el
momento de abandonarse a un dolor estéril; esto es bueno para los que se avienen
a sufrir fácilmente y a beber sus lágrimas en silencio. Hay personas así, y sin
duda Dios les recompensará en el cielo su resignación en la tierra; pero el que se
siente con voluntad de luchar, no pierde un tiempo precioso, y devuelve
inmediatamente a la suerte el golpe que ella le ha dado. ¿Estáis resuelta a luchar
contra la suerte, Valentina? Decid, porque eso es lo que vengo a preguntaros.
Valentina se estremeció, y miró a Morrel con asombro.
La idea de luchar contra su padre, contra su abuela, contra toda la familia, no
se había presentado a su imaginación.
—¿Qué me decís, Maximiliano? —preguntó Valentina—, ¿y a qué llamáis una
lucha? ¡Oh!, decid más bien sacrilegio. ¡Cómo! ¿Habría de luchar y o contra la
orden de mi padre, contra los deseos de mi abuela moribunda? ¡Es imposible!
Morrel hizo un movimiento. Valentina añadió:
—Tenéis un corazón demasiado noble para que no me comprendáis, y me
comprendéis tan bien, querido Maximiliano, que por eso os veo tan callado.
¡Luchar y o! ¡Dios me libre! No, no; guardo toda mi fuerza para luchar contra mí
misma, y para beber mis lágrimas, como vos decís. En cuanto a afligir a mi
padre, en cuanto a turbar los últimos momentos de mi pobrecita abuela, ¡jamás!
—Tenéis razón —dijo Morrel con una calma irónica.
—¡Qué modo tenéis de decirme eso, Dios mío! —exclamó Valentina
ofendida.
—Os lo digo como un hombre que os admira, señorita —repuso Maximiliano.
—¡Señorita! —exclamó Valentina—; ¡señorita! ¡Oh!, ¡qué egoísta!, me ve
desesperada y finge que no me entiende.
—Os equivocáis, y al contrario, os entiendo perfectamente. No queréis
contrariar al señor de Villefort, no queréis desobedecer a la marquesa y mañana
firmaréis el contrato que debe enlazaros con el señor d’Epinay.
—¡Pero, Dios mío! ¿Puedo y o hacer otra cosa?
—No me preguntéis, señorita, porque y o soy muy mal juez en esta causa y
mi egoísmo me cegaría —respondió Morrel, cuy a voz sorda y puños apretados
anunciaban una creciente exasperación.
—¿Qué me hubierais propuesto, Morrel, si me hallaseis dispuesta a hacer lo
que quisierais? Vamos, responded. No se trata de decir: hacéis mal; es preciso
que me deis un consejo.
—¿Me habláis en serio, Valentina, y debo daros ese consejo?
—Seguramente, querido Maximiliano, porque si es bueno, lo seguiré sin
vacilar.
—Valentina —dijo Morrel rompiendo una tabla y a desunida—, dadme
vuestra mano en prueba de que me perdonáis la cólera; ¡oh!, tengo la cabeza
trastornada, y hace una hora que pasan por mi imaginación las ideas más
insensatas. ¡Oh!, en el caso en que rehuséis mi consejo…
—Vamos, decidme cuál es.
—Escuchad, Valentina.
La joven alzó los ojos y arrojó un suspiro.
—Soy libre —repuso Maximiliano—, soy bastante rico para los dos; os juro
ante Dios que seréis mi mujer antes de que mis labios hay an tocado vuestra
frente.
Valentina dijo:
—¡Me hacéis temblar!
—Seguidme —continuó Morrel—; os conduzco a casa de mi hermana, que es
digna de serlo vuestra: nos embarcaremos para Argel, para Inglaterra o para
América, o si preferís nos retiraremos juntos a alguna provincia, o esperaremos
a que nuestros amigos hay an vencido la resistencia de vuestra familia para
volver a París.
Valentina movió melancólicamente la cabeza.
—Ya lo esperaba, Maximiliano —dijo—; es un consejo de insensato; y y o lo
sería más que vos, si no os detuviese con estas palabras: ¡Imposible, Morrel,
imposible!
—¿De modo que seguiréis vuestra suerte, sin tratar de modificarla? —dijo
Morrel.
—¡Sí, aunque luego hubiera de morirme!
—¡Bien, Valentina! —repuso Maximiliano—, os repetiré que tenéis razón. En
efecto, y o soy un loco, y vos me probáis que la pasión ciega los entendimientos
más claros: os lo agradezco a vos, que obráis sin pasión. ¡Bien, es cosa decidida!
Mañana seréis irrevocablemente la esposa del señor Franz d’Epinay, no por esa
formalidad de teatro inventada para el desenlace de las comedias, sino por
vuestra propia voluntad.
—¡Por Dios!, no me desesperéis, Maximiliano —dijo Valentina—, ¿qué
haríais, decid, si vuestra hermana escuchase un consejo como el que me dais?
—Señorita —repuso Morrel con una amarga sonrisa—, y o soy un egoísta, vos
lo habéis dicho, y como tal no me ocupo de lo que harían otros en mi lugar, sino
de lo que he de hacer y o. Pienso que os conozco hace un año, que desde que os
conocí, todas mis esperanzas de felicidad las cifré en vuestro amor; llegó un día
en que me dijisteis que me amabais; desde entonces no deseé más que poseeros;
era mi anhelo, mi vida; ahora y a no tengo deseo alguno; solamente digo que la
desgracia me persigue, que había creído ganar el cielo y lo he perdido. Eso está
sucediendo todos los días; un jugador pierde, no tan sólo lo que tiene, sino lo que
no tiene.
Morrel pronunció estas palabras con una calma perfecta; Valentina le miró un
instante con sus ojos grandes y escudriñadores, procurando no dejar entrever la
turbación que iba sintiendo en el fondo de su pecho.
—Pero, en fin, ¿qué vais a hacer? —preguntó.
—Voy a tener el honor de despedirme de vos, señorita, poniendo a Dios, que
oy e mis palabras, por testigo, que os deseo una vida tan sosegada y feliz, que no
dé cabida en vuestro pecho a un recuerdo mío.
—¡Oh! —murmuró Valentina.
—¡Adiós, Valentina, adiós! —dijo Morrel inclinándose.
—¿Dónde vais? —gritó la joven sacando la mano por la hendidura y
agarrando el brazo de Morrel, pues sospechaba que aquella calma de su amado
no podía ser real—, ¿dónde vais?
—Voy a tratar de no causar un nuevo trastorno a vuestra familia, y a dar un
ejemplo que podrán seguir todos los hombres honrados que se encuentren en mi
situación.
—Antes de separaros de mí, decidme lo que vais a hacer, Maximiliano.
El joven se sonrió tristemente.
—¡Oh!, ¡hablad! —dijo Valentina—, ¡por favor!
—¿Habéis cambiado de resolución, Valentina?
—¡No puedo cambiar! ¡Desdichado! ¡Bien lo sabéis! —exclamó la joven.
—¡Entonces adiós, Valentina!
Valentina golpeó la valla con una fuerza de que nadie la hubiera creído capaz,
y cuando Morrel se alejaba, pasó sus dos manos a través de la misma y
cruzándolas, exclamó:
—¿Qué vais a hacer? Yo quiero saberlo; ¿adónde vais?
—¡Oh!, tranquilizaos —dijo Maximiliano deteniéndose a tres pasos de la
puerta—; no tengo la intención de hacer a nadie responsable de los rigores a que
la suerte me destina. Otro os amenazaría con ir a buscar al señor Franz,
provocarle, batirse con él; esto sería una locura. ¿Qué tiene que ver el señor Franz
con todo esto? Me ha visto esta mañana por primera vez; ni siquiera sabía que y o
existía cuando vuestra familia y la suy a decidieron que seríais el uno para el otro.
¡No tengo por qué buscar al señor Franz, y os lo juro, no le buscaré!
—¿Pero con quién vais a desfogar vuestra cólera? ¿Conmigo?
—¡Con vos, Valentina! ¡Dios me libre! La mujer es sagrada y la que se ama
es santa.
—¡Será entonces con vos, Maximiliano, con vos mismo!
—¿No soy y o el culpable, decid? —dijo Morrel.
—Maximiliano —dijo Valentina—, Maximiliano, ¡venid aquí, lo exijo!
Maximiliano se acercó con su dulce sonrisa en los labios; y a no ser por su
palidez hubiera podido creerse que estaba en su estado normal.
—Escuchadme, adorada Valentina —dijo con su voz melodiosa y grave—:
las personas como nosotros, que jamás han debido reprocharse una mala acción
ni un mal pensamiento; las personas como nosotros pueden leer uno en el corazón
del otro con la may or claridad. No, nunca me he considerado un romántico, no
soy un héroe melancólico, no soy un Manfredo ni un Antony ; pero sin palabras,
sin protestas, sin juramentos, he puesto en vos mi vida, vos me faltáis, y obráis
con mucha razón, os lo he dicho y os lo repito, pero en fin, me faltáis y mi vida
se pierde. Desde el instante en que os alejéis de mí, Valentina, quedo solo en el
mundo. Mi hermana es feliz con su marido; su marido es sólo mi cuñado, es
decir, un hombre emparentado conmigo por las ley es sociales; nadie tiene
necesidad de mi existencia. He aquí lo que voy a hacer: esperaré hasta el último
segundo a que estéis casada, porque no quiero perder la sombra de una de esas
casualidades imprevistas que pueden suceder; el señor Franz puede morir de aquí
a entonces; puede caer un ray o en el altar en el momento en que os acerquéis,
todo parece creíble al condenado a muerte, y para él no son imposibles los
milagros si se trata de la salvación de su vida. Aguardaré, pues, hasta el último
instante, y cuando sea cierta mi desgracia, sin remedio, sin esperanza, escribiré
una carta confidencial a mi cuñado, otra al prefecto de policía para darles parte
de mi designio; y en lo más escondido de un bosque, a la orilla de algún foso me
saltaré la tapa de los sesos, tan cierto como que soy hijo del hombre más honrado
que ha vivido en Francia.
Un temblor convulsivo agitó los miembros de Valentina; sus brazos cay eron a
ambos lados de su cuerpo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
El joven permaneció delante de ella, sombrío y resuelto.
—¡Oh!, por piedad, por piedad —dijo—, viviréis, ¿no es verdad?
—No, por mi honor —dijo Maximiliano—; ¿pero qué os importa? Vos haréis
vuestro deber y no os remorderá la conciencia.
Valentina cay ó de rodillas oprimiéndose el corazón, que parecía querer
salírsele del pecho.
—Maximiliano —dijo—, Maximiliano, mi amigo, mi hermano sobre la tierra,
mi verdadero esposo en el cielo, lo suplico, imítame, vive con el sufrimiento, tal
vez llegará un día en que nos veamos reunidos.
—Adiós, Valentina —repitió Morrel.
—Dios mío —dijo Valentina levantando sus dos manos al cielo con expresión
sublime—; y a veis que he hecho cuanto he podido por permanecer siempre hija
sumisa; no ha escuchado mis súplicas, mis ruegos, mis lágrimas. ¡Pues bien! —
continuó enjugándose las lágrimas y recobrando su firmeza—, ¡pues bien!, no
quiero morir de remordimiento, quiero morir de vergüenza! Viviréis,
Maximiliano, y no seré de nadie sino de vos. ¿A qué hora? ¿Cuándo? ¿En este
momento? Hablad, mandad, estoy pronta.
Morrel, que había dado de nuevo algunos pasos para alejarse, volvió, y pálido
de alegría, el corazón palpitante de gozo, extendiendo al través de la valla sus dos
manos hacia la joven:
—Valentina —dijo—, querida amiga, no me habéis de hablar así, o si no
dejadme morir. ¿Por qué os he de deber a la violencia, si me amáis como y o os
amo? Me obligáis a vivir por humanidad, eso es todo lo que hacéis; en tal caso
prefiero morir.
—Después de todo —murmuró Valentina—, ¿quién me ama en el mundo?
¿Quién me ha consolado de todos mis dolores? ¿En quién reposan mis esperanzas?
¿En quién se fija mi extraviada vista? ¿Con quién se desahoga mi afligido
corazón? En él, él, él, siempre él. Tienes razón, Maximiliano, lo seguiré; huiré de
la casa paterna. ¡Oh, qué ingrata soy ! —exclamó Valentina sollozando—. ¡Me
olvidaba de mi abuelo Noirtier!
—No —dijo Maximiliano—, no le abandonarás; el señor de Noirtier ha
parecido experimentar alguna simpatía hacia mí; y antes de huir se lo dirás todo;
su consentimiento lo servirá de escudo, y una vez casados vendrá a vivir con
nosotros: en lugar de un hijo tendrá dos. Tú me has dicho el modo con que os
habláis, pues y o aprenderé pronto el tierno lenguaje de los signos, sí, Valentina.
¡Oh!, lo juro, en lugar de la desesperación que nos aguarda, le prometo la
felicidad.
—¡Oh!, mira, Maximiliano, mira si es grande el poder que ejerces sobre mí,
que me haces casi creer en lo que dices, a pesar de que es insensato, porque mi
padre me maldecirá; le conozco bien, y sé que es inflexible, nunca perdonará.
Así, pues, escúchame, Maximiliano: si por artificio, por súplicas, por un
accidente, ¿qué sé y o?, en fin, si por un medio cualquiera puedo retrasar el
casamiento, esperarás, ¿no es verdad?
—Sí, lo juro, como jures tú también que ese espantoso casamiento no se
efectuará, y aunque lo arrastren delante del magistrado, delante del sacerdote,
dirás que no.
—Te lo juro, Maximiliano; por lo más sagrado que hay para mí, por mi
madre.
—Esperemos, pues —dijo Morrel.
—Sí, esperemos —dijo Valentina, que al oír esta palabra dio un suspiro de
alivio—; ¡hay tantas cosas que pueden salvar a unos desgraciados como nosotros!
—En ti confío, Valentina —dijo Morrel—; todo lo que hagas estará bien; pero
si son desgraciadas tus súplicas, si tu padre, si la señora de Saint-Merán exigen
que el señor d’Epinay sea llamado mañana para firmar el contrato…
—Tienes mi palabra, Morrel.
—En lugar de firmar…
—Vendré a buscarte y huiremos; pero desde ahora hasta entonces no
tentemos a Dios, Morrel; no nos veamos, ha sido un milagro que hasta ahora no
nos hay an visto; si nos sorprendiesen, si supieran cómo nos vemos, no tendríamos
ningún recurso.
—Es verdad, Valentina, ¿pero cómo sabré…?
—Por el notario señor Deschamps.
—Le conozco.
—Y por mí misma. Yo lo escribiré, créeme. ¡Dios mío! Bien sabes cuán
odiosa me es a mí también esa boda.
—¡Bien!, ¡bien!, ¡gracias, mi adorada Valentina! —replicó Morrel—.
Entonces y a está todo dicho; vengo aquí, subes a la valla y y o lo ay udo a saltar,
un carruaje nos esperará a la puerta del cercado, subimos a él, lo conduzco a la
casa de mi hermana; allí, desconocidos de todos o como quieras, tendremos
valor, resistiremos, y no nos dejaremos degollar como el cordero que no se
defiende sino con sus gemidos.
—Bien —dijo Valentina—; y o también lo diré, Maximiliano, que cuanto
hagas está bien hecho.
—¡Oh!
—Pues bien, ¿estás contento de tu mujer? —dijo tristemente la joven.
—¡Mi querida Valentina, es tan poco decir que sí!
—Pues dilo siempre.
Valentina se había acercado, o más bien había acercado sus labios a la valla,
y sus palabras y su perfumado aliento llegaban hasta los labios de Morrel, que iba
acercando su boca al frío e inflexible cercado.
—Hasta la vista —dijo Valentina—, hasta la vista.
—Me escribirás, ¿no es verdad?
—Sí.
—¡Gracias, gracias, hasta la vista!
Oy óse el ruido de un inocente beso y Valentina desapareció bajo los tilos.
Morrel escuchó un instante el crujido de su vestido y el rumor de sus pies en
la arena; levantó los ojos al cielo con una expresión inefable de felicidad, como
para dar gracias al divino Creador, que permitía fuese amado de aquella manera,
y desapareció a su vez.
Entró en su casa y esperó toda la tarde y todo el día siguiente sin recibir nada.
A las dos, y cuando se dirigía a casa del señor Deschamps, notario, recibió por fin
por la estafeta un billete que sin duda era de Valentina, aunque nunca había visto
su letra.
Estaba concebido en estos términos:
Lágrimas, súplicas, ruegos, todo inútil. Ay er, por espacio de dos horas estuve
en la iglesia de San Felipe de Roule, y por espacio de dos horas recé con toda mi
alma; Dios es insensible como los hombres, y el contrato se firma esta noche a
las nueve.
No tengo más que una palabra, como no tengo más que un corazón, Morrel;
os he dado esa palabra y el corazón es vuestro.
Esta noche, a las nueve menos cuarto, en la valla.
Vuestra mujer,
Valentina de Villefort.
P.D.: Mi pobre abuela se encuentra cada vez peor; ay er tuvo un fuerte delirio;
hoy no ha sido delirio, sino locura.
Me amaréis mucho, ¿no es verdad, Morrel? Mucho…, para hacerme olvidar
que la he abandonado en este estado.
Creo que ocultan a papá Noirtier que el contrato se firma esta noche a las
nueve.
Morrel no se limitó a los informes que le diera Valentina, fue a casa del
notario, que le aseguró la noticia de que el contrato se firmaba aquella noche a
las nueve.
Luego pasó a ver a Montecristo; allí supo más detalles: Franz había ido a
anunciarle aquella solemnidad; la señora de Villefort había escrito al conde para
suplicarle que la disculpase si no le invitaba; pero la muerte del señor de Saint-
Merán, y el estado en que se hallaba su viuda esparcía sobre aquella reunión un
velo de tristeza con el que no quería oscurecer la frente del conde, al cual
deseaba toda especie de felicidad.
Franz había sido presentado el día anterior a la señora de Saint-Merán, que se
levantó para esta presentación, volviendo a acostarse en seguida.
Morrel se hallaba presa de una agitación que no podía escapar a una mirada
tan penetrante como la del conde; así, pues, Montecristo se mostró con él más
afectuoso que nunca; tanto que dos o tres veces estuvo Maximiliano a punto de
decírselo todo. Pero se acordó de la promesa formal dada a Valentina, y su
secreto no salió de su corazón.
El joven volvió a leer veinte veces la misiva. Era la primera vez que le
escribía, ¡y en qué ocasión! Cada vez que la leía, juraba veinte veces hacer feliz
a Valentina. En efecto, ¡qué autoridad tiene la joven que tome una resolución tan
peligrosa! ¡Qué abnegación no merece de parte de aquel a quien todo se ha
sacrificado! ¡Cuán digna es del culto de su amante! ¡Es la reina y la mujer, y no
se tiene bastante con un alma para darle gracias y adorarla…!
Morrel pensaba con una inexplicable agitación en aquel momento en que
Valentina llegara diciendo:
—Aquí estoy, Maximiliano, ay udadme a subir a la tapia.
Todo estaba preparado para la fuga; dos escalas habían sido guardadas en la
choza de la huerta; un cabriolé, que debía conducir a Maximiliano, esperaba; ni
criados, ni luz; al doblar la primera esquina, se encenderían las linternas, porque
podían muy bien caer en manos de la policía.
De vez en cuando se estremecía; pensaba en el momento en que, al lado de
aquella cerca, protegería la bajada de Valentina, y sentiría, temblorosa y
abandonada en sus brazos, a aquella de quien aún no había estrechado más que
una mano.
Pero al llegar la tarde, cuando vio acercarse la hora, sintió una gran
necesidad de estar solo; su sangre le hervía en las venas, las simples preguntas, la
sola voz de un amigo le habrían irritado; se encerró en su cuarto procurando leer,
pero su mirada se deslizaba sobre las páginas sin comprender nada, y acabó por
tirar el libro contra el suelo, para dibujar por segunda vez su piano, sus escalas y
su huerta. Al fin se acercó la hora. Morrel pensó entonces que y a era tiempo de
partir, pues eran las siete y media, y aunque el contrato se firmaba a las nueve,
era probable que Valentina no esperaría; de consiguiente, después de haber salido
a las siete y media en su reloj, de la calle de Meslay, entraba en la huerta cuando
daban las ocho en San Felipe de Roule.
El caballo y el cabriolé fueron ocultados detrás de una cabaña arruinada en la
que Morrel solía esconderse. Poco a poco el día fue declinando, y los árboles
desapareciendo entre las sombras.
Entonces salió de su escondite, y con el corazón palpitante fue a mirar por la
tapia: aún no había nadie.
Las ocho y media dieron.
Estuvo esperando una media hora; se paseaba de un lado a otro, y de vez en
cuando iba a mirar por la rendija de las tablas.
El jardín se iba oscureciendo más y más, y en vano buscaba en la oscuridad
el vestido blanco, en vano procuraba oír en medio del silencio el ruido de los
pasos.
La casa que se vislumbraba a través de los árboles permanecía oscura, y no
presentaba ninguno de los aspectos que acompañan a un acontecimiento tan
importante como el de firmar un contrato de matrimonio.
Consultó su reloj, que señalaba las diez menos cuarto; pero pronto conoció su
error, cuando el reloj de la iglesia dio las nueve y media.
Ya era media hora más del término fijado: Valentina le había dicho que a las
nueve menos cuarto.
Este fue el momento más terrible para el corazón del joven, para el cual cada
segundo que transcurría era un nuevo tormento.
El más débil ruido de las hojas, el menor silbido del viento, le hacían sudar y
estremecerse; entonces, con mano convulsiva agarraba la escala, y para no
perder tiempo, ponía el pie en el primer escalón.
En medio de estos temblores, en medio de estas crueles alternativas de temor
y de esperanza…, dieron las diez en el reloj de San Felipe de Roule.
—¡Oh! —murmuró Maximiliano con terror—; es imposible que dure tanto
firmar el contrato, a menos que hay a habido algún suceso imprevisto; y a he
calculado el tiempo que duran todas las formalidades, algo ha ocurrido.
Y unas veces se paseaba con agitación por delante de la cerca, otras iba a
apoy ar su ardorosa frente sobre el hierro helado. ¿Se habría desmay ado
Valentina durante o después del contrato? ¿O habría sido detenida en su fuga?
Estas eran las dos hipótesis que bullían sin cesar en el cerebro del joven.
La idea que al fin llegó a obsesionarle fue la de que a la joven, en medio de
su fuga, le habían faltado las fuerzas y había caído desmay ada en una de las
alamedas del jardín.
—¡Oh!, si así fuera —exclamó lanzándose sobre la escala—, ¡la perdería y
sería por mi culpa!
El demonio que le había soplado al oído este pensamiento no le abandonó, y
siguió atormentándole con esa tenacidad que hace que ciertas dudas, al cabo de
un instante y a fuerza de pensar en ellas, se conviertan en certeza. Sus ojos, que
procuraban penetrar la oscuridad creciente, creían ver bajo los sombríos árboles
una forma humana.
Morrel se atrevió a llamar, e imaginóse oír un quejido inarticulado.
Dieron las diez y media. Era imposible esperar más tiempo; las sienes de
Maximiliano latían violentamente; espesas nubes pasaban por sus ojos; al fin
trepó por la escalera, subió a la cerca y de un salto estuvo en el jardín.
Estaba en casa de Villefort, acababa de entrar en ella por escalamiento; pensó
un instante en las consecuencias que podría tener una acción semejante, pero no
había tiempo para retroceder.
Anduvo unos diez pasos hasta internarse en una alameda.
En un minuto se plantó al extremo de ella. Desde allí se descubría la casa.
Aseguróse entonces de una cosa que había y a sospechado, y es que en lugar
de las luces que creía ver brillar en cada ventana, como es natural en los días de
ceremonia, no vio más que la masa gris y velada aún por una gran cortina
sombría que proy ectaba una nube inmensa que se había interpuesto delante de la
luna.
Una luz pasaba de vez en cuando como perdida, y lo hacía por delante de tres
ventanas del piso principal, que eran de las habitaciones de la señora de Saint-
Merán.
Otra luz permanecía inmóvil detrás de unas cortinas encarnadas que eran de
la alcoba de la señora de Villefort.
Morrel adivinó todo esto. Mil veces, para seguir a Valentina en su
pensamiento a cualquier hora del día, mil veces, repetimos, había hecho que esta
última le describiera minuciosamente la casa; de modo que sin haberla visto casi
podría asegurarse que la conocía como su dueño.
El joven se asustó todavía más de aquella oscuridad y del silencio, que de la
ausencia de Valentina.
Despavorido, loco de dolor, decidido a arrostrarlo todo por volver a ver a
Valentina y asegurarse de la desgracia que presagiaba, cualquiera que fuese,
llegó a una plazoleta, la que conducía a la alameda, y se disponía a atravesar con
toda rapidez posible el parterre, completamente descubierto, cuando un rumor de
voces bastante lejano aún, pero aproximado por el viento, llegó a sus oídos.
Al oírlo dio un paso atrás; había salido fuera de las ramas y de los árboles;
pero volvióse a internar en ellos, y permaneció oculto en la oscuridad, inmóvil y
mudo.
Había abrazado una resolución: si era Valentina sola, la avisaría con una
palabra; si venía acompañada, la vería al menos y se aseguraría de que no le
haba sucedido desgracia alguna; escucharía algunas palabras de su conversación,
y al fin podría comprender aquel misterio incomprensible hasta entonces.
Al fin la luna se desembarazó de la nube que la cubría, y vio aparecer en la
puerta de la escalinata a Villefort seguido de un hombre vestido de negro.
Bajaron los escalones y se adelantaron hacia la plazoleta. Aún no había andado
cuatro pasos y y a Morrel había reconocido al doctor de Avrigny en el hombre
vestido de negro.
Al verlos dirigirse hacia donde él estaba, el joven retrocedió maquinalmente
hasta que encontró el tronco de un sicómoro, detrás del cual se ocultó.
A los pocos momentos cesó el rumor que en la arena producían los pasos del
procurador del rey y del doctor de Avrigny.
—¡Ah!, querido doctor —dijo Villefort—, el cielo se declara contra nuestra
casa. ¡Qué muerte tan horrible! No tratéis de consolarme; ¡ay !, no hay consuelo
para semejante desgracia; la llaga es demasiado viva y demasiado profunda,
¡muerta!, ¡muerta está!
Un sudor frío heló la frente del joven, cuy os dientes chocaron unos con otros.
¿Quién había muerto en aquella casa que el mismo Villefort maldecía?
—Querido señor de Villefort —respondió el facultativo con un acento que
aumentó el terror del joven—, y o no os he conducido aquí para consolaros, al
contrario.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el procurador del rey asombrado.
—Quiero decir que además de la desgracia que os acaba de suceder, hay
otra aún más terrible quizá.
—¡Oh! ¡Dios mío! —murmuró Villefort cruzando las manos—; ¿qué es lo que
vais a decirme?
—¿Estamos solos, amigo mío?
—¡Oh!, sí, solos. Pero ¿qué significan todas esas precauciones?
—Significan que tengo que haceros una confidencia —dijo el doctor—;
sentémonos.
Villefort cay ó sobre el banco. El doctor permaneció en pie frente a él con una
mano apoy ada sobre un hombro.
Horrorizado, Morrel sostenía su frente con una mano, y con la otra contenía
su corazón cuy os latidos temía que fuesen oídos.
« ¡Muerta! ¡Muerta!» , repetía su pensamiento.
Y él mismo se sentía morir.
—Decid, doctor; y a escucho —dijo Villefort—, herid; a todo estoy preparado.
—La señora de Saint-Merán era sin duda de bastante edad, pero gozaba de
una salud excelente.
Morrel respiró por primera vez después de diez minutos de agonía.
—La pena la ha matado —dijo Villefort—; ¡sí, el pesar, doctor! Aquella
costumbre que tenía de vivir al lado del marqués hacía más de cuarenta años…
—No, no es la pena, mi querido Villefort —dijo el doctor—. El pesar puede
matar, aunque son muy raros estos casos; pero no mata en un día, no mata en
una hora, no mata en diez minutos.
Villefort no respondió nada, pero levantó la cabeza que hasta entonces había
tenido inclinada y miró al doctor con asombro.
—¿Estuvisteis junto a ella durante su agonía? —preguntó el señor de Avrigny.
—Sin duda —respondió el procurador del rey —; vos me dijisteis que no me
alejase.
—¿Habéis notado los síntomas del mal a que ha sucumbido la señora de Saint-
Merán?
—Desde luego, ha tenido tres accesos consecutivos, y cada vez más graves…
Cuando vos llegasteis, hacía algunos minutos que apenas podía respirar; entonces
tuvo una crisis que y o tomé por un simple ataque de nervios; pero no empecé a
espantarme sino cuando la vi incorporarse sobre el lecho, con los miembros y el
cuello crispados. Entonces os miré, y en vuestro rostro conocí que la cosa era
más grave de lo que y o pensaba. Pasada la crisis busqué vuestros ojos, ¡pero no
los encontré!, le tomabais el pulso, contabais sus latidos, y empezó la segunda
crisis, que fue más nerviosa, y sus labios se amorataron y se contrajo su boca. A
la tercera expiró. Desde que vi el fin de la primera reconocí que era el tétanos:
vos me confirmasteis en esta opinión.
—Sí, delante de todo el mundo —repuso el doctor—; pero ahora estamos
solos.
—¿Qué vais a decirme, Dios mío?
—Que los síntomas del tétanos y del envenenamiento por sustancias vegetales
son absolutamente los mismos.
El señor de Villefort se levantó, y después de un instante de inmovilidad y de
silencio, volvió a caer sobre el banco.
—¡Oh, Dios mío!, señor doctor —dijo—, ¿os dais cuenta de lo que me estáis
diciendo?
Morrel no sabía si soñaba o estaba despierto.
—Escuchad —dijo el doctor—, conozco la importancia de mi declaración y
el carácter del hombre a quien se la hago.
—¿Estáis hablando al amigo… o al magistrado? —preguntó Villefort.
—Al amigo, al amigo en este momento; la relación que existe entre los
síntomas del tétanos y los síntomas del envenenamiento por las sustancias
vegetales es tan parecida, que si fuera preciso firmarlo no vacilaría. Os repito,
pues, no es al magistrado, sino al amigo, a quien advierto que tres cuartos de hora
he estudiado la agonía, las convulsiones, la muerte de la señora de Saint-Merán, y
no solamente me atrevo a decir que ha muerto envenenada, sino que aseguraría
qué veneno la ha matado.
—¡Doctor, doctor!
—Como habéis visto, todo ha sido una serie de soñolencias interrumpidas por
crisis nerviosas, excitaciones cerebrales… La señora de Saint-Merán ha
sucumbido a causa de una dosis violenta de brucina o de estricnina que le han
administrado por casualidad o por error sin duda.
Villefort cogió una mano del doctor.
—¡Oh, es imposible! —dijo—, ¡y o sueño, Dios mío! ¿Estoy soñando? ¡Es
muy cruel oír decir semejantes cosas a un hombre como vos! En nombre del
cielo, os lo suplico, querido doctor, decidme que podéis equivocaros.
—Sin duda, puede ser así…, pero…
—¿Pero?
—Yo no lo creo.
—Doctor, apiadaos de mí; desde hace algunos días me están sucediendo
cosas tan inauditas, que creo que voy a volverme loco.
—¿Ha visto alguien más que nosotros a la señora de Saint-Merán?
—No, nadie más.
—¿Han ido a buscar a la botica alguna medicina que no fuese recetada por
mí?
—Ninguna.
—¿Tenía enemigos la señora de Saint-Merán?
—Que y o sepa, no.
—¿Tenía alguien interés en su muerte?
—¡No, Dios mío, no! Mi hija es su única heredera… Valentina… ¡Oh!, si
llegase a concebir tal pensamiento me daría de puñaladas para castigar a mi
corazón por haber podido abrigarlo.
—¡Oh! —exclamó a su vez el señor de Avrigny —, querido amigo, no quiera
Dios que y o pueda acusar a nadie: no hablo más que de un accidente,
¿comprendéis? ¡De un error! Pero accidente o error, el caso es que mi
conciencia me remordía y necesitaba comunicaros lo que pasaba. Ahora es a
vos a quien corresponde informaros.
—¿A quién? ¿Cómo? ¿De qué?
—Veamos. ¿No ha podido engañarse Barrois y haberle dado alguna poción
preparada para su amo?
—¿Para mi padre?
—Sí.
—Pero ¿cómo podía envenenar a la señora de Saint-Merán una poción
preparada para mi padre? Le habría envenenado a él también.
—No, señor, nada más sencillo; bien sabéis que en ciertas enfermedades los
venenos son un remedio; la parálisis es una de éstas. Hará unos tres meses que,
después de haber hecho todo cuanto podía para devolver el movimiento y la
palabra al señor Noirtier, me decidí a intentar el último medio; hará unos tres
meses, repito, le trato por la brucina; así, pues, en la última bebida que le mandé
entraban seis centigramos, que no tienen acción sobre los órganos paralizados del
señor Noirtier, y a los cuales se ha acostumbrado además por medio de dosis
consecutivas; pero que son suficientes para matar a cualquier otro que no sea él.
—Mi querido doctor, no hay ninguna comunicación entre el cuarto del señor
Noirtier y el de la señora de Saint-Merán, y Barrois nunca entraba en el de mi
suegra. En fin, doctor, os diré que aunque sepa que sois el hombre más
concienzudo, el más hábil, aunque siempre vuestras palabras sean para mí una
antorcha que me guíe por la oscuridad, a pesar de todo, tengo necesidad de
apoy arme en este axioma: errare humanum est.
—Escuchad, Villefort —dijo el galeno—; ¿hay alguno de mis colegas en
quien tengáis tanta confianza como en mí?
—¿Por qué me decís eso? ¿Adónde vais a parar?
—Llamadle, le diré todo lo que he visto, lo que he notado, y haremos la
autopsia.
—¿Y encontraréis señales del veneno?
—¡Veneno!, y o no he dicho eso; pero estudiaremos la exasperación del
sistema, reconoceremos la asfixia patente, incontestable, y os diremos: querido
Villefort, si ha sido por descuido, vigilad a vuestros criados; si ha sido por odio,
vigilad a vuestros enemigos.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es lo que me proponéis, señor de Avrigny ? —
respondió Villefort abatido—; desde el momento en que otro que vos posea el
secreto, será necesario un proceso, ¡y un proceso en el que y o esté interesado es
imposible! Sin embargo, si queréis, si lo exigís, haré lo que decís. En efecto, tal
vez deba y o seguir este asunto; mi carácter me lo ordena. Pero, doctor, desde
ahora me veis aterrado; ¡introducir en mi casa tal escándalo después de tantas
desgracias! ¡Oh!, ¡mi mujer y mi hija morirían! Y y o, y o, doctor, bien lo sabéis,
no llega un hombre a ser lo que y o soy, no llega un hombre a ser procurador del
rey veinticinco años sin haberse acarreado enemigos; los míos son numerosos…
Este acontecimiento los hará saltar de alegría, y a mí me cubrirá de oprobio;
doctor, perdonadme estas ideas mundanas. Si fueseis sacerdote, no me atrevería
a decíroslo; pero sois hombre, conocéis a los demás; doctor, doctor, no me habéis
dicho nada, ¿no es verdad?
—Querido señor de Villefort —respondió el doctor conmovido—, mi primer
deber es la humanidad. Yo habría salvado la vida a la señora de Saint-Merán si la
ciencia hubiera podido hacerlo; pero una vez muerta, me consagro a los vivos.
Sepultemos en lo más profundo de nuestros corazones este terrible secreto. Si los
ojos de algunos llegan a sospechar, permitiré que la muerte se achaque a mi
ignorancia; pero guardaré fielmente el secreto. Sin embargo, caballero, no dejéis
de indagar, porque probablemente esto no quedará así… Y cuando hay áis
descubierto al culpable, si llegáis a descubrirlo, y o seré el primero que os diga:
« Sois magistrado, obrad como mejor os parezca» .
—¡Oh!, gracias, ¡gracias, doctor! —dijo Villefort con indescriptible alegría—,
jamás había tenido mejor amigo que vos.
Y como si hubiese temido que el doctor Avrigny se retractase de su
determinación, se levantó y le condujo hacia su casa.
Los dos hombres se alejaron, y Morrel, que necesitaba respirar, sacó la
cabeza del enramado, y la luna iluminó aquel rostro tan pálido, que más bien
parecía el de un fantasma.
—Dios me proteja —dijo—. ¡Pero Valentina! ¡Valentina!, ¡pobre amiga!
¿Resistirá tantos dolores?
Al decir estas palabras, miraba alternativamente a la ventana de cortinas
encarnadas y a las tres de cortinas blancas.
La luz había desaparecido completamente de la ventana de cortinas
encarnadas. La señora de Villefort acababa sin duda de apagar la lámpara, y sólo
la lamparilla era la que esparcía un reflejo débil, casi imperceptible.
Al extremo del edificio vio abrirse una de las ventanas de cortinas blancas.
Una bujía, colocada sobre la chimenea, arrojó fuera del balcón algunos ray os de
su pálida luz, y una sombra se apoy ó en la balaustrada.
Morrel se estremeció; parecíale haber oído un gemido.
No era extraño que aquella alma tan intrépida y fuerte, turbada ahora y
exaltada por las dos pasiones humanas más fuertes, el amor y el miedo, se
hubiese debilitado hasta el punto de sufrir exaltaciones supersticiosas.
Por más que resultaba imposible que la mirada de Valentina le distinguiese,
oculto como estaba, crey ó oírse llamar por la sombra de la ventana, su espíritu
turbado se lo decía, repitiéndoselo su corazón abrasado. Este doble error era para
él una certidumbre, y por uno de esos incomprensibles impulsos juveniles salió
de su escondite, y en dos saltos, a riesgo de ser visto, de asustar a Valentina, de
alarmar a todos los de la casa con algún grito involuntario que pudiera proferir la
joven, atravesó aquel parterre que la luna iluminaba en aquel instante de lleno, y
habiendo llegado a la calle de naranjos que se extendía delante de la casa, divisó
la escalinata, que subió rápidamente, y empujó la puerta, que se abrió sin
resistencia.
Valentina no le había visto; sus ojos, levantados hasta el cielo, seguían una
nube de plata que se deslizaba sobre el azul, y cuy a forma se asemejaba a la de
una sombra que sube al cielo; su imaginación poética y exaltada le decía que era
el alma de su madre.
Morrel había atravesado la antesala y llegó al pie de la escalera. Alfombras
extendidas sobre los escalones apagaron sus pasos. Por otra parte, Morrel había
llegado a un punto tal de exaltación, que la presencia de Villefort no le habría
extrañado si éste hubiese aparecido ante sus ojos. Su resolución estaba tomada.
Se acercaba a él y se lo confesaba todo, rogándole que le escuchase, y aprobase
aquel amor que le unía a su hija… Morrel estaba loco.
Afortunadamente no vio a nadie.
Entonces fue cuando le sirvieron de mucho las descripciones que del interior
de la casa le había hecho Valentina. Llegó sin accidente alguno al final de la
escalera y cuando iba a buscar la habitación, un gemido, cuy a expresión
reconoció, le indicó el camino que debía seguir. Se volvió. Una puerta
entreabierta dejaba salir el reflejo de una luz y el sonido de la voz que antes
había exhalado aquel gemido.
Abrió esta puerta y entró en la estancia.
Al fondo de una alcoba, bajo el sudario blanco que cubría su cabeza y
dibujaba su forma, y acía la muerta, más espantosa a los ojos de Morrel desde la
revelación de aquel secreto del que la casualidad le había hecho poseedor.
Al lado de la cama, de rodillas, con la cabeza sepultada entre unos
almohadones, Valentina, estremeciéndose a cada instante, a cada gemido,
extendía sobre su cabeza, cuy o rostro no se distinguía, sus dos manos cruzadas y
crispadas.
Se había separado del balcón, que había quedado abierto, y rezaba en voz alta
con un acento que hubiera conmovido al corazón más insensible.
Las palabras se escapaban de sus labios rápidas, incoherentes, ininteligibles.
La claridad de la luna, que penetraba por el balcón, hacía palidecer el
resplandor de la bujía, y azulaba con sus fúnebres tintas este cuadro desolador.
Morrel no pudo resistir esta escena. No era hombre, en verdad, de una piedad
ejemplar, no era fácil de conmover, pero ver llorar a Valentina y retorcerse los
brazos, era más de lo que podía sufrir en silencio. Arrojó un suspiro, murmuró un
nombre, y una cabeza anegada en lágrimas, una cabeza de Magdalena de
Correggio se levantó volviéndose hacia él.
Valentina lo vio y no manifestó el menor asombro. No existen emociones
intermedias en un corazón ulcerado por una desesperación suprema.
Morrel extendió la mano a su amiga. Valentina, por toda excusa de no haber
acudido a la cita, le mostró el cadáver cubierto por el fúnebre sudario, y volvió a
sollozar.
Ni uno ni otro se atrevían a hablar en aquel cuarto. Los dos vacilaban en
romper aquel silencio que parecía ordenado por la muerte, que se hallaba en
algún rincón, con el dedo índice puesto sobre los labios.
Al fin Valentina se atrevió a hablar.
—Si esta emoción hubiera debido recibir al momento su castigo, es que esa
pobre abuela, al morir, dejó dispuesto que terminasen mi boda lo más pronto
posible; ¡también ella, Dios mío! ¡Crey endo protegerme, obraba contra mí!
—¡Escuchad! —dijo Morrel.
Los dos jóvenes guardaron silencio.
Oy óse abrir una puerta y unos pesos resonaron en el corredor dirigiéndose a
la escalera.
—Es mi padre, que sale de su despacho —dijo Valentina.
—Y que acompaña al doctor —añadió Morrel.
—¿Cómo sabéis que es el doctor? —preguntó Valentina asombrada.
—Lo supongo —dijo Morrel.
Valentina miró al joven.
Oy óse cerrar la puerta de la calle.
El señor de Villefort cerró con llave la del jardín y en seguida volvió a subir la
escalera.
Cuando hubo llegado a la antesala, se detuvo un instante como si vacilase en
entrar en el cuarto de la señora de Saint-Merán. Morrel se escondió detrás de un
biombo. Valentina no hizo el menor movimiento. Hubiérase dicho que un dolor
supremo la hacía superior.
—Amigo —dijo—, ¿cómo es que estáis aquí? ¡Ay !, y o os diría de buena gana
bien venido seáis, si no fuera la muerte la que os ha abierto la puerta de esta casa.
—Valentina —dijo Morrel con voz trémula y las manos cruzadas—, y o
esperaba desde las ocho y media. No os veía venir, me inquieté, salté la cerca,
penetré en el jardín, entonces unas voces que hablaban del fatal accidente.
—¿Qué voces? —preguntó Valentina.
Morrel se estremeció, porque toda la conversación del doctor y del El señor
de Villefort siguió hacia su habitación. El señor de Villefort se representó en su
imaginación, y creía ver a través del paño mortuorio aquellos brazos crispados,
aquel cuerpo rígido, aquellos labios amoratados.
—Las voces de vuestros criados me lo han revelado todo.
—Pero venir hasta aquí era perdernos, amigo mío —dijo Valentina, sin
espanto ni enojo.
—Perdonadme —respondió Morrel con el mismo tono—, voy a retirarme.
—No —dijo Valentina—, seríais visto, quedaos.
—Pero si viniesen.
La joven movió la cabeza con melancolía.
—Nadie vendrá —dijo—. Tranquilizaos, ésta es nuestra salvación.
Y le señaló el cadáver cubierto con el paño.
—¿Pero qué ha sido del señor d’Epinay ? Decidme, os lo suplico —replicó
Morrel.
—El señor Franz vino para firmar el contrato en el momento en que mi
abuela exhalaba el último suspiro.
—¡Ah! —dijo Morrel con alegría egoísta, porque pensaba que aquella muerte
retardaba indudablemente el matrimonio de Valentina.
—Ahora —dijo Valentina—, no hay más que una salida permitida y segura,
y es la habitación de mi abuelo.
Y se levantó.
—Venid —dijo.
—¿Dónde? —preguntó Maximiliano.
—A la habitación de mi abuelo.
—¡Yo al cuarto del señor Noirtier!
—Sí.
—¡Qué decís, Valentina!
—Bien sé lo que digo, y hace tiempo que lo he pensado. No tengo más amigo
que éste en el mundo y los dos necesitamos de él… Venid.
—Cuidado, Valentina —dijo Morrel vacilando—, cuidado, la venda ha caído
de mis ojos. Al venir estaba demente. ¿Conserváis íntegra vuestra razón, querida
amiga?
—Sí —dijo Valentina—, y no siento más que un escrúpulo, y es el dejar solos
los restos de mi pobre abuela, que y o me encargué de velar.
—Valentina —dijo Morrel—, la muerte es sagrada.
—Sí —respondió la joven—. Pronto acabaremos, venid.
Valentina atravesó la estancia y bajó por una escalerilla que conducía a la
habitación de Noirtier. Morrel la seguía de puntillas. Cuando llegaron a la meseta
en que estaba la puerta, encontraron al antiguo criado.
—Barrois —dijo Valentina—, cerrad la puerta y no dejéis entrar a nadie.
Valentina pasó primero.
Noirtier, sentado aún en su sillón, atento al menor ruido, informado por su
criado de todo lo que sucedía, clavaba ansiosas miradas en la puerta del cuarto.
Vio a Valentina y sus ojos brillaron.
Había en el andar y en la actitud de la joven cierta gravedad solemne que
admiró al anciano. Así, pues, sus brillantes ojos interrogaron vivamente a la
joven.
—Escúchame bien, abuelito —le dijo—, y a sabes que mi buena mamá Saint-
Merán ha muerto hace una hora, y que y a, excepto a ti, no tengo a nadie que me
ame en el mundo.
Una expresión de infinita ternura brilló en los ojos del señor Noirtier.
—¡A ti sólo, pues, debo confesar mis pesares o mis esperanzas!
El paralítico respondió que sí.
Valentina fue a buscar a Maximiliano y le tomó una mano.
—Entonces —dijo Valentina—, mirad a este caballero.
El anciano fijó en Morrel sus ojos escudriñadores y ligeramente asombrados.
—Es el señor Maximiliano Morrel —dijo ella—, hijo de ese honrado
comerciante de Marsella, de quien sin duda habréis oído hablar.
—Sí —respondió el anciano.
—Es un nombre que Maximiliano hará sin duda glorioso, pues a los veintiocho
años es capitán de spahis y oficial de la Legión de Honor.
El anciano hizo señas de que se acordaba.
—¡Y bien!, abuelito —dijo Valentina hincándose de rodillas delante del
anciano, y mostrándole a Maximiliano con una mano—, le amo, y no seré de
nadie sino de él. Si me obligan a casarme con otro, me moriré o me mataré.
Sus ojos de paralítico expresaban un sinfín de pensamientos tumultuosos.
—Tú aprecias al señor Maximiliano Morrel, ¿no es verdad, abuelo? —
preguntó la joven.
—Sí —respondió el anciano.
—¿Y quieres protegernos a nosotros, que también somos tus hijos, contra la
voluntad de mi padre?
Noirtier fijó su inteligente mirada en Morrel, como diciéndole:
—Depende.
Maximiliano comprendió.
—Señorita —dijo—, vos tenéis que cumplir con un deber sagrado en el cuarto
de vuestra abuela; ¿queréis permitirme que tenga el honor de hablar un momento
con el señor Noirtier?
—Sí, sí, eso es —expresó el anciano, y después miró a Valentina con
inquietud.
—¿Cómo hará para comprenderte, quieres decir, abuelo?
—Sí.
—¡Oh!, tranquilízate. Hemos hablado tan a menudo de ti, que conoce bien la
forma en que nos entendemos.
Y volviéndose a Maximiliano con una adorable sonrisa, aunque velada por
una tristeza profunda, dijo:
—Sabe todo lo que y o sé.
Valentina se levantó, acercó una silla para Morrel, recomendó a Barrois que
no dejase entrar a nadie, y después de haber abrazado tiernamente a su abuelo, y
haberse despedido con tristeza de Morrel, salió.
Entonces éste, para probar a Noirtier que poseía la confianza de Valentina, y
sabía todos sus secretos, tomó el diccionario, la pluma y el papel, y todo lo colocó
sobre una mesa donde había una lámpara.
—En primer lugar —dijo Morrel—, permitidme que os cuente quién soy y o,
cómo amo a Valentina, y cuáles son mis intenciones respecto a esto último.
—Escucho —dijo Noirtier.
Era un espectáculo imponente el ver a este anciano, inútil en apariencia, y
que era el único protector, el único apoy o, el único juez de los dos amantes
jóvenes, hermosos, fuertes y que empezaban a conocer el mundo.
Su fisonomía, que expresaba una nobleza y una austeridad notables,
impresionaba en extremo a Morrel, que empezó a contar su historia temblando.
Entonces refirió cómo había conocido y amado a Valentina, y cómo ésta, en
su aislamiento y en su desgracia, había acogido su cariño.
Le habló de su nacimiento, de su posición, de su fortuna y más de una vez, al
interrogar la mirada del paralítico, vio que ésta le respondía:
—Está bien, continuad.
—Ahora —dijo Morrel así que hubo acabado la primera parte de su historia
—, ahora que os he contado también mi amor y mis esperanzas, ¿debo contaros
mis proy ectos?
—Sí.
—¡Pues bien! Escuchad lo que habíamos decidido.
Y entonces manifestó a Noirtier que un cabriolé esperaba en la huerta, que
pensaba raptar a Valentina, llevarla a la casa de su hermana, casarse, y esperar
respetuosamente el perdón del señor de Villefort.
—No —dijo Noirtier.
—¿No? —repuso Morrel—. ¿No debemos obrar así?
—No.
—¿De modo que este proy ecto no tiene vuestro consentimiento?
—No.
—¡Pues bien!, hay otro medio —dijo Morrel.
La mirada interrogadora del anciano preguntó:
—« ¿Cuál?» .
—Buscaré —continuó Maximiliano— al señor Franz d’Epinay, me alegro de
poderos decir esto en ausencia de la señorita de Villefort, y me conduciré de
modo que no tenga más remedio que acceder a mis proposiciones.
La mirada de Noirtier siguió interrogándole.
—¿Queréis que os diga lo que pienso hacer?
—Sí.
—Escuchad. Le buscaré, como os decía, le diré los lazos que me unen a la
señorita de Villefort. Si es un hombre delicado, probará su delicadeza
renunciando a la mano de su prometida, y desde entonces puede contar hasta la
muerte con mi amistad y mi cariño. Si rehúsa, y a porque le obligue su interés
personal, o porque un ridículo orgullo le haga persistir, después de probarle que
Valentina me ama y no puede amar a ningún otro más que a mí, me batiré con
él, dándole las ventajas que quiera, y le mataré o él me matará. Si y o le mato, no
se casará con Valentina. Si él me mata, estoy seguro de que Valentina no se
casará con él.
Noirtier contemplaba con un placer inefable aquella noble y sincera
fisonomía en que estaban retratados todos los sentimientos que expresaban sus
labios.
Cuando Morrel terminó de hablar, Noirtier cerró los ojos repetidas veces, lo
cual quería decir que no.
—¿No? —dijo Morrel—. ¿Conque desaprobáis este segundo proy ecto lo
mismo que el primero?
—Sí —indicó el anciano.
—¿Qué hemos de hacer, caballero? —preguntó Morrel—. Las últimas
palabras de la señora de Saint-Merán han sido que el casamiento de su nieta se
hiciese al punto. ¿Debo dejar marchar las cosas?
Noirtier permaneció inmóvil.
—Sí, comprendo —dijo Morrel—, debo esperar.
—Sí.
—Pero, señor, una dilación nos perdería —repuso el joven—. Hallándose sola
Valentina y sin fuerzas, la obligarán como a un chiquillo. He entrado aquí
milagrosamente para saber lo que pasaba. Os he sido presentado milagrosamente
y no debo esperar que se renueven tales milagros. Creedme, no hay más que uno
de los dos partidos que os he propuesto. Disculpadle a mi juventud esta vanidad,
decidme cuál es el mejor, ¿autorizáis a la señorita Valentina a confiarse a mi
honor?
—No.
—¿Preferís que y o vay a a buscar al señor Franz d’Epinay ?
—No.
—¡Dios mío! ¿De quién nos vendrá el socorro que esperamos del cielo?
El anciano se sonrió con los ojos, como solía cuando le hablaban del cielo.
Siempre habían quedado algunos residuos de ateísmo en las ideas del antiguo
jacobino.
—¿De la casualidad? —repuso Morrel.
—No.
—¿De vos?
—Sí.
—¿De vos?
—Sí —repitió el anciano.
—Comprendéis lo que os pregunto, caballero, disculpad mi terquedad, porque
mi vida depende de vuestra respuesta: ¿Nos vendrá de vos nuestra salvación?
—Sí.
—¿Estáis seguro de ello?
—Sí.
—¿Nos dais vuestra palabra?
—Sí.
Y había en la mirada que daba esta respuesta una firmeza tal, que no había
medio de dudar de la voluntad, sino del poder.
—¡Oh!, gracias, caballero, ¡un millón de gracias! Pero, a menos que un
milagro del Señor os devuelva la palabra y el movimiento, encadenado en este
sillón, mudo e inmóvil, ¿cómo podréis oponeros a ese casamiento?
Una sonrisa iluminó el rostro del anciano, sonrisa extraña, como es la de los
ojos de un rostro inmóvil.
—¿De modo que debo esperar? —preguntó el joven.
—Sí.
—¿Pero el contrato? La misma sonrisa de antes brilló en el rostro de Noirtier.
—¿Queréis decirme que no será firmado?
—Sí —dijo Noirtier.
—¿De modo que el contrato no será firmado? —exclamó Morrel—. ¡Oh!,
¡perdonad, caballero! Cuando se recibe una gran noticia, es lícito dudar un poco,
¿El contrato no será firmado?
—No —dijo el paralítico.
A pesar de esta seguridad, Morrel vacilaba en creerlo.
Era tan extraña esta promesa de un anciano impotente, que en lugar de
provenir de una fuerza de voluntad, podía provenir de una debilidad de los
órganos. Nada más natural que el insensato que ignora su locura pretenda realizar
cosas superiores a su poder. El débil habla de los grandes pesos que levanta; el
tímido, de los gigantes que ha vencido; el pobre, de los tesoros que maneja; el
más humilde campesino se llama Júpiter.
Sea que Noirtier hubiese comprendido la indecisión del joven, sea que no
diese fe a la docilidad que había mostrado, le miró fijamente.
—¿Qué queréis, caballero? —preguntó Morrel—. ¿Que os reitere mi promesa
de no hacer nada? —La mirada de Noirtier permaneció fija y firme como para
indicar que no bastaba una promesa. Después pasó del rostro a la mano.
—¿Queréis que lo jure? —preguntó Maximiliano.
—Sí —dio a entender el paralítico con la misma solemnidad—, lo quiero así.
Morrel comprendió que el anciano daba una gran importancia a este
juramento, y extendió la mano.
—Os juro por mi honor —dijo— esperar que hay áis decidido lo que tengo
que hacer.
—Bien —expresaron los ojos del anciano.
—Ahora, caballero —preguntó Morrel—, ¿queréis que me retire?
—Sí.
—¿Sin volver a ver a Valentina?
—Sí.
Morrel dijo que estaba dispuesto a salir.
—¿Y permitís —continuó— que vuestro hijo os abrace como lo acaba de
hacer vuestra hija? —No había la menor duda en cuanto a lo que querían
expresar los ojos de Noirtier.
El joven aplicó sus labios sobre la frente del anciano en el mismo sitio en que
la joven había puesto los suy os, y saludando al señor Noirtier por segunda vez,
salió.
En la pieza contigua encontró al antiguo criado prevenido por Valentina. Éste
esperaba a Morrel, y lo guió por las revueltas de un corredor sombrío que
conducía a una puerta que daba al jardín.
Una vez allí, se dirigió al cercado en un instante, subió al tejadillo de la tapia y
por medio de su escala bajó a la huerta, encaminándose a la choza, al lado de la
cual le esperaba su cabriolé.
Subió en él, y agobiado por tantas emociones, pero con el corazón más libre,
entró a medianoche en la calle de Meslay, se arrojó sobre su cama y durmió
como si hubiera estado sumergido en una profunda embriaguez.
Capítulo XXI
Alos dos días de ocurridas estas escenas, una multitud considerable se hallaba
reunida, a las diez de la mañana, a la puerta de la casa del señor de Villefort,
y y a se había visto pasar una larga hilera de carruajes de luto y particulares por
todo el barrio de Saint-Honoré y de la calle de la Pepinière.
Entre ellos había uno de forma singular, y que parecía haber sido hecho para
un largo viaje. Era una especie de carro pintado de negro, y que había acudido
uno de los primeros a la cita.
Entonces se informaron y supieron que, por una extraña coincidencia, este
carruaje encerraba el cuerpo del marqués de Saint-Merán, y que los que habían
venido para un solo entierro acompañarían dos cadáveres.
El número de las personas era grande. El marqués de Saint-Merán, uno de los
dignatarios más celosos y fieles del rey Luis XVII y del rey Carlos X, había
conservado gran número de amigos que, unidos a las personas relacionadas con
el señor de Villefort, formaban un considerable cortejo.
Mandaron avisar a las autoridades, y obtuvieron el permiso para que aquellos
dos entierros se hicieran al mismo tiempo. Un segundo carruaje, adornado con la
misma pompa mortuoria, fue conducido delante de la puerta del señor de
Villefort, y el ataúd fue también transportado del carro a la carroza fúnebre.
Los dos cadáveres debían ser sepultados en el cementerio del Padre
Lachaise, donde hacía y a mucho tiempo el señor de Villefort había hecho
edificar el panteón destinado para toda su familia. En él había sido enterrada y a
la pobre Renata, con quien su padre y su madre iban a reunirse después de diez
años de separación.
París, siempre curioso, siempre conmovido ante las pompas fúnebres, vio
pasar con un silencio religioso el espléndido cortejo que acompañaba a su última
mansión a dos de los nombres de aquella aristocracia, los más célebres por el
espíritu tradicional y por la fidelidad a sus principios.
En el mismo carruaje de luto, Beauchamp y Château-Renaud hablaban de
aquellas muertes casi repentinas.
—Vi a la señora de Saint-Merán el año pasado en Marsella —decía Château-
Renaud—, y o volvía de Argel, Parecía destinada a vivir cien años, gracias a su
perfecta salud, a su mente tan clara y despierta y a su prodigiosa actividad. ¿Qué
edad tenía?
—Setenta años —respondió Alberto—. Al menos así me han asegurado. Pero
no es la edad la que le ha causado su muerte. Al parecer, la pena causada por la
del marqués la había trastornado completamente, no estaba en sus cabales.
—Pero, en fin, ¿de qué ha muerto? —preguntó Debray.
—De una congestión cerebral, según se dice, o de una apoplejía fulminante.
¿No viene a ser lo mismo?
—¡Psch…!, poco más o menos…
—De apoplejía —dijo Beauchamp— es difícil de creer. La señora de Saint-
Merán, a quien he visto una o dos veces en mi vida, era alta, delgada y de una
constitución más bien nerviosa que sanguínea. Son muy raras las apoplejías
producidas por la pena en una constitución física como la de la señora de Saint-
Merán.
—En todo caso —dijo Alberto—, sea cual fuere la enfermedad que la ha
llevado al sepulcro, he aquí que el señor de Villefort, o más bien Valentina, o
nuestro amigo Franz, entran en posesión de una pingüe herencia, ochenta mil
libras de renta, según creo.
—Herencia que será duplicada a la muerte de ese viejo jacobino de Noirtier.
—Vay a un abuelo tenaz —dijo Beauchamp—: Tenacem praepositi virum. Ha
apostado con la Muerte, según creo, a que enterraría a todos sus herederos. A fe
mía, que se saldrá con la suy a. Lo mismo que aquel viejo soldado del 93, que
decía a Napoleón en 1814: « Decaéis porque vuestro Imperio es lo mismo que
una espiga joven fatigada de crecer tanto. Tomad por tutora a la República,
volvamos con una buena Constitución a los campos de batalla y y o os prometo
quinientos mil soldados, otro Marengo y un segundo Austerlitz. Las ideas no
mueren, señor, se adormecen de vez en cuando, pero despiertan más fuertes que
antes» .
—Parece —dijo Alberto— que para él los hombres son como las ideas, pero
una sola cosa me inquieta, y es saber cómo se las arreglará Franz d’Epinay con
un abuelo que no puede pasar sin su nieta; ¿pero dónde está Franz?
—Va en el primer carruaje con el señor de Villefort, que le considera y a
como de la familia. La conversación de todos los que seguían a las carrozas
fúnebres era poco más o menos la misma. Admirábanse de aquellas dos muertes
seguidas la una a la otra con tanta rapidez, pero nadie sospechaba el terrible
secreto que la noche anterior había revelado el señor de Avrigny al señor de
Villefort en el jardín. Después de una hora de marcha, llegaron a la puerta del
cementerio. El tiempo estaba tranquilo, pero sombrío, y por consiguiente bastante
en armonía con la fúnebre ceremonia que tenía lugar. Entre los grupos que se
dirigieron al panteón de la familia, Château-Renaud reconoció a Morrel, que solo
y en cabriolé, iba también muy pálido por la calle de los cipreses.
—¿Vos aquí? —dijo Château-Renaud cogiendo del brazo al joven capitán—.
¿Conocéis al señor de Villefort? ¿Cómo es que nunca os he visto en su casa?
—No es al señor de Villefort a quien conozco —respondió Morrel—, a quien
conocía es a la señora de Saint-Merán.
En este momento Alberto se acercó a ellos acompañado de Franz.
—El momento no es muy adecuado para una presentación —dijo Alberto—,
pero no importa, no somos supersticiosos. Señor Morrel, permitid que os presente
al señor Franz d’Epinay, mi querido compañero de viaje por Italia. Mi querido
Franz, el señor Maximiliano Morrel, un excelente amigo que he adquirido en tu
ausencia, y cuy o nombre oirás en mis labios, siempre que tenga que hablar
acerca de los buenos sentimientos, del talento y de la amabilidad.
Morrel quedóse un instante indeciso. Dijo para sí que era una infame
hipocresía aquel saludo casi amistoso dirigido al hombre que detestaba
interiormente, pero recordó su juramento y la gravedad de las circunstancias, se
esforzó por que su rostro no expresase ningún sentimiento de odio, y saludó a
Franz disimulando lo que sentía.
—La señorita de Villefort estará muy triste, ¿no es verdad? —dijo Debray a
Franz.
—¡Oh!, caballero —respondió Franz—, sumamente triste. Esta mañana
estaba tan pálida y tan demudada que apenas la conocí.
Estas palabras, en apariencia tan sencillas, desgarraron el corazón de Morrel.
Aquel hombre había visto y a a Valentina, había hablado con ella.
Entonces fue cuando el joven oficial necesitó de toda su fuerza para resistir al
vehemente deseo de violar su juramento.
Cogió el brazo de Château-Renaud y le arrastró consigo rápidamente hacia el
panteón, delante del cual los empleados de las pompas fúnebres acababan de
depositar dos ataúdes.
—Magnífica habitación —dijo Beauchamp dirigiendo una mirada al
mausoleo—, palacio de verano y de invierno. Vos lo habitaréis también algún día,
mi querido Epinay, porque pronto seréis de la familia. Yo, en mi calidad de
filósofo, quiero una casita de campo, una fosa debajo de árboles sombríos, y
nada de piedras sobre mi cuerpo. Al morir, diré a los que me rodean lo que
Voltaire escribía a Pirón: Eo rus y punto concluido… ¡Vamos, qué diantre!
¡Valor, vuestra mujer hereda, después de todo!
—En verdad, Beauchamp —dijo Franz—, sois insufrible. Los asuntos políticos
os han acostumbrado a reíros de todo y a no creer en nada. Pero, en fin,
Beauchamp, cuando tengáis el honor de presentaros delante de hombres
ordinarios, y la felicidad de dejar por un momento la política, tratad de no
dejaros olvidado el corazón en la Cámara de los diputados o en la de los pares.
—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Beauchamp—, ¿qué es la vida? Una espera en la
antesala de la muerte.
—Dejad a Beauchamp con sus ideas —dijo Alberto.
Y se retiró con Franz, abandonando a Beauchamp a sus discusiones filosóficas
con Debray.
El panteón de la familia de Villefort formaba un cuadro de piedras blancas de
una altura de veinte pies. Una separación interior dividía en dos departamentos a
la familia de Saint-Merán y a la de Villefort, y cada una tenía su puerta. No se
veía, como en las otras tumbas, esos innobles cajones superpuestos en los que una
económica distribución encierra a los muertos con una inscripción que parece un
rótulo. Todo lo que se veía por la puerta de bronce era una antesala sombría y
severa, separada de la verdadera tumba por una pared.
En medio de esta pared estaban las dos puertas de que hablábamos hace
poco, y que comunicaban con las sepulturas de Villefort y Saint-Merán.
Allí podían exhalarse en libertad los gemidos y los ay es doloridos, sin que los
transeúntes, que hacen de una visita al Padre Lachaise, una partida de campo o
una cita de amor, pudiesen turbar con su canto, con sus gritos o con sus carreras
la muda contemplación o las oraciones bañadas de lágrimas del que visitaba la
tumba.
Ambos ataúdes fueron colocados en el panteón de la derecha. Este era el de
la familia de Saint-Merán, sobre unos pequeños sepulcros preparados y a, y que
esperaban su depósito mortal. Solamente Villefort, Franz y algunos parientes
cercanos penetraron en el santuario.
Como las ceremonias religiosas habían sido efectuadas a la puerta, y no había
y a que pronunciar ningún discurso, los amigos se separaron al punto. Château-
Renaud, Alberto y Morrel se retiraron, y Debray y Beauchamp hicieron lo
mismo.
Franz permaneció con el señor de Villefort a la puerta del cementerio. Morrel
se detuvo bajo un pretexto cualquiera. Vio salir a Franz y al señor de Villefort en
un carruaje de luto, y concibió un mal presagio de esta unión. Volvió a París, y
aunque iba en el mismo carruaje que Château-Renaud y Alberto, no oy ó una
palabra de lo que dijeron los dos jóvenes.
En efecto. Cuando Franz iba a separarse del señor de Villefort, dijo:
—Señor barón, ¿cuándo volveré a veros?
—Cuando gustéis, caballero —respondió Franz.
—Lo más pronto posible.
—Estoy a vuestras órdenes, caballero. ¿Queréis que volvamos juntos?
—¡Si esto no os causa molestia…!
—En absoluto.
Dicho esto, el futuro suegro y el futuro y erno subieron al mismo carruaje, y
Morrel al verlos pasar concibió con razón graves inquietudes.
Villefort y Franz volvieron al arrabal Saint-Honoré.
El procurador del rey, sin entrar en el cuarto de nadie, sin hablar a su mujer
ni a su hija, hizo pasar al joven a su despacho, e indicándole una silla, le dijo:
—Señor d’Epinay, como la obediencia a los muertos es la primera ofrenda
que se debe depositar sobre su ataúd, debo recordaros el deseo que expresó
anteay er la señora de Saint-Merán en su lecho de agonía, a saber: que el
casamiento de Valentina se efectuara sin tardanza. Vos sabéis que los asuntos de
la difunta estaban muy en regla, que su testamento asegura a Valentina toda la
fortuna de los Saint-Merán. El notario me mostró ay er las actas que permiten que
se firme definitivamente el contrato de matrimonio. Podéis verle de mi parte y
hacer que os las comuniquen. El notario es el señor Deschamps, plaza de
Beauveau, barrio de Saint-Honoré.
—Caballero —respondió Franz—, no es éste el momento más oportuno para
la señorita Valentina, abismada como está en su dolor, para pensar en la boda. En
verdad, y o temería…
—Valentina —interrumpió el señor de Villefort— no tendrá otro deseo más
vivo que el de cumplir la última voluntad de su abuela; así, pues, los obstáculos no
están de su parte, os respondo de ello.
—En ese caso, caballero —dijo Franz—, como tampoco lo están de la mía,
podéis obrar como y cuando mejor os parezca. Está empeñada mi palabra, y la
cumpliré, no sólo con placer, sino con felicidad.
—Entonces —dijo Villefort—, nada nos detiene. El contrato debía ser firmado
dentro de tres días; todo lo encontraremos preparado, podemos firmarlo hoy
mismo.
—Pero ¿y el luto? —dijo Franz vacilando.
—Tranquilizaos, caballero, no es en mi casa donde se hará caso de tales
cosas. La señorita de Villefort podrá retirarse durante los tres meses primeros a
su posesión de Saint-Merán. Digo su posesión, porque desde hoy suy a es esa
propiedad. Allí, dentro de ocho días, si queréis, sin ruido, sin esplendor, sin fausto,
se celebrará el casamiento civil. Era un deseo de la señora de Saint-Merán que su
nieta se casase en esa finca. Después, vos podréis volver a París, mientras que
vuestra mujer pasará el tiempo del luto con su madrastra.
—Como gustéis, caballero —dijo Franz.
—Entonces —repuso el señor de Villefort—, tomaos el trabajo de aguardar
media hora. Valentina va a bajar al salón.
—Yo mandaré llamar al señor Deschamps, leeremos y firmaremos el
contrato inmediatamente y esta misma noche la señora de Villefort conducirá a
Valentina a su propiedad, donde iremos nosotros dentro de ocho días.
—Caballero —dijo Franz—, tengo que pediros un favor.
—¿Cuál?
—Deseo que Alberto de Morcef y Raúl de Château-Renaud estén presentes al
acto de firmar el contrato. Bien sabéis que son mis testigos.
—Media hora es suficiente para avisarles. ¿Queréis irlos a buscar vos mismo?
¿Queréis que se les mande llamar?
—Prefiero ir y o mismo, caballero.
—Os esperaré dentro de media hora, barón, y dentro de media hora
Valentina estará dispuesta.
Franz saludó al señor de Villefort y salió.
Apenas se hubo cerrado la puerta de la calle detrás del joven, Villefort ordenó
que avisasen a Valentina que bajase al salón dentro de media hora, porque se
esperaba al notario y a los testigos del señor d’Epinay.
Esta noticia inesperada produjo una gran impresión en la casa. La señora de
Villefort no quería creerlo y Valentina se quedó más aterrada que si hubiese sido
fulminada por un ray o.
Miró a su alrededor como para buscar a quien pedir socorro.
Quiso subir a ver a su abuelo, pero en la escalera encontró al señor de
Villefort, que la cogió del brazo y la condujo al salón.
Valentina encontró en la antesala a Barrois y dirigió al antiguo criado una
mirada desesperada.
Un instante después de Valentina, la señora de Villefort entró en el salón con
Eduardo. Era evidente que la mujer había tenido su parte en los pesares de la
familia. Estaba pálida y parecía horriblemente cansada.
Sentóse, colocó a Eduardo sobre sus rodillas y de vez en cuando estrechaba
con movimientos casi convulsivos contra su pecho a aquel niño en el cual parecía
concentrarse toda su vida.
Al poco rato se oy ó el ruido de dos carruajes que entraban en el patio. Uno
era el del notario; el otro, de Franz y sus amigos. Todos estuvieron reunidos en
seguida en el salón.
Valentina estaba tan pálida que veían dibujarse las azuladas venas de sus
sienes alrededor de sus ojos y de sus mejillas. Franz experimentaba también una
viva emoción.
Château-Renaud y Alberto se miraron con asombro. La ceremonia que se
había concluido poco antes les parecía menos triste que la que iba a empezar.
La señora de Villefort se había colocado en la sombra, detrás de una cortina
de terciopelo, y como estaba siempre inclinada hacia su hijo, era difícil leer en
su rostro lo que sentía en su corazón.
El señor de Villefort estaba, como siempre, impasible.
El notario, después de colocar los papeles sobre la mesa, tomó asiento en el
sillón, púsose los anteojos y volvióse hacia Franz.
—¿Vos sois —dijo— el señor Franz de Quesnel, barón d’Epinay ? —preguntó,
aunque lo sabía perfectamente.
—Sí, señor —respondió Franz.
El notario se inclinó.
—Debo preveniros, caballero —dijo—, y esto de parte del señor de Villefort,
que vuestro casamiento proy ectado con la señorita de Villefort ha cambiado las
disposiciones del señor Noirtier respecto a su nieta y que la desposee de la
fortuna que antes pensaba dejarle, pero es de advertir —continuó el notario—
que no teniendo el testador derecho a separar más que una parte de su fortuna, y
habiéndolo separado todo, el testamento no resistirá el ataque, pues será
declarado nulo, y como si no hubiese sido hecho.
—Sí —dijo Villefort—, pero prevengo de antemano al señor d’Epinay que
mientras y o viva no será impugnado el testamento de mi padre; pues mi posición
no me permite que se arme semejante escándalo.
—Caballero —dijo Franz—, me disgusta en extremo que se hay a promovido
semejante cuestión delante de la señorita Valentina. Yo nunca me he informado
de su caudal, que, por reducido que sea, será más considerable que el mío. Lo
que mi familia ha buscado en la alianza de la señorita de Villefort conmigo es la
consideración social; lo que y o busco es la felicidad.
Valentina hizo un gesto imperceptible de agradecimiento, mientras que dos
lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas.
—Por otra parte, caballero —dijo Villefort dirigiéndose a su futuro y erno—,
además de la frustración de una gran parte de vuestras esperanzas, este
testamento inesperado no tiene nada que deba heriros personalmente. Todo se
explica con la debilidad de espíritu del señor Noirtier. Lo que desagrada a mi
padre no es que la señorita de Villefort se case con vos, sino que la señorita de
Villefort se case. Una unión con otro cualquiera le hubiera causado la misma
impresión. La vejez es muy egoísta, y la señorita de Villefort le servía de
compañera fiel, lo cual no podrá hacer siendo y a baronesa d’Epinay. El
lamentable estado en que se encuentra mi padre hace que se le hable muy pocas
veces de asuntos graves que la debilidad de su cerebro no podría seguir, y y o
estoy perfectamente convencido de que ahora, conservando el recuerdo de que
su hija se casa, el señor Noirtier ha olvidado hasta el nombre del que va a casarse
con su nieta.
No bien acababa Villefort de pronunciar estas palabras, a las que Franz
respondía por medio de una cortesía, cuando se abrió la puerta del salón y
Barrois entró en él.
—Señores —dijo con una voz muy firme para un criado que habla a sus
amos en una circunstancia tan solemne—, señores, el señor Noirtier de Villefort
desea hablar inmediatamente al señor Franz de Quesnel, barón d’Epinay.
También el criado, al igual que el notario, daba todos sus títulos al prometido,
a fin de que no pudiese haber un error de personas.
Villefort se estremeció y la señora de Villefort soltó a su hijo, a quien tenía
sobre sus rodillas, y Valentina se levantó pálida y muda como una estatua.
Alberto y Château-Renaud cambiaron una segunda mirada más sorprendidos
que antes.
El notario miró a Villefort.
—Es imposible —dijo el procurador del rey —. Por otra parte, el señor
d’Epinay no puede salir del salón en este momento.
—Precisamente ahora es cuando el señor Noirtier, mi amo, desea hablar al
señor Franz d’Epinay de asuntos muy importantes —repuso el criado con la
misma firmeza.
—¡Pues qué! ¿Habla y a papá Noirtier? —preguntó Eduardo con su
impertinencia habitual.
Pero esta salida no hizo sonreír ni siquiera a la señora de Villefort, tan
preocupados estaban los ánimos y tan grave era la situación.
—Decid al señor Noirtier —repuso Villefort— que no se puede acceder a lo
que pide.
—En ese caso, el señor Noirtier me encarga que prevenga a estos señores
que va a hacerse conducir aquí.
El asombro llegó a su colmo.
En el rostro de la señorita de Villefort dibujóse una especie de sonrisa.
Valentina, como a pesar suy o, levantó los ojos hacia el cielo como para darle
gracias.
—Valentina —dijo el señor de Villefort—, os suplico que vay áis a saber qué
significa ese nuevo capricho de vuestro abuelo.
Valentina dio algunos pasos para salir, pero luego el mismo señor de Villefort
la detuvo.
—Esperad —dijo—, ¡y o os acompañaré!
—Perdonad, caballero —dijo Franz a su vez—, me parece que, puesto que
por mí es por quien pregunta el señor Noirtier, y o soy quien debo acudir a su
habitación; por otra parte, me aprovecharé de esta ocasión para presentarle mis
respetos, no habiendo tenido ocasión de solicitar este honor.
—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Villefort con visible inquietud—. No os incomodéis.
—Dispensadme, caballero —dijo Franz con el tono de un hombre que ha
tomado una resolución—. Deseo no desperdiciar esta ocasión de probar al señor
Noirtier que no ha tenido razón en concebir contra mí una aversión que estoy
decidido a vencer con mi cariño.
Y sin dejarse detener más por Villefort, Franz se levantó a su vez y siguió a
Valentina, que bajaba y a la escalera con la alegría de un náufrago que logra al
fin asirse a una roca.
El señor de Villefort los siguió. Château-Renaud y Alberto de Morcef
cambiaron una tercera mirada, más llena de asombro aún que las dos primeras.
Capítulo XXII
—¡Y bien! —dijo Franz—. ¿Qué queréis que haga y o con estos papeles,
caballero?
—¡Que los conservéis cerrados como están! —respondió el procurador del
rey.
—No, no —respondió vivamente Noirtier.
—¿Tal vez deseáis que el señor los lea? —preguntó Valentina.
—Sí —respondió el anciano.
—Ya lo oís, señor barón; mi abuelo os ruega que los leáis —repuso Valentina.
—Entonces, sentémonos —dijo Villefort con impaciencia—, porque esto
durará cierto tiempo.
—Sentaos —dijo el anciano.
Hízolo así Villefort, pero Valentina permaneció en pie al lado de su abuelo,
apoy ada en su sillón, y Franz en pie delante de él.
Tenía en la mano el misterioso papel.
—Leed —dijeron los ojos del anciano.
Franz quitó la cinta y rompió el sobre. Un profundo silencio reinaba en la
estancia. En medio de este silencio, ley ó:
Extracto de las actas de una reunión del club bonapartista de la calle de Saint-
Jacques, efectuada el 5 de febrero de 1815.
Franz se detuvo.
—¡El 5 de febrero de 1815 —dijo— fue el día que asesinaron a mi padre!
Valentina y Villefort permanecieron silenciosos, mas los ojos del anciano
dijeron claramente:
—Continuad.
—¡Al salir de ese club fue asesinado mi padre…!
La mirada de Noirtier continuaba diciendo: Leed.
Y Franz prosiguió en estos términos:
« Los abajo firmantes, Luis Santiago Beaurepaire, teniente coronel de
artillería; Esteban Duchampy, general de brigada, y Claudio Le Charpal, director
de las aguas y de los bosques:
» Declaran que el 4 de febrero de 1815 llegó una carta de la isla de Elba
recomendando a la bondad y a la confianza de los miembros del club
bonapartista, al general Flavio de Quesnel, el cual, habiendo servido al
emperador desde 1804 hasta 1814, debía ser adicto a la dinastía Bonapartista, a
pesar del título de barón que Luis XVIII acababa de agregar a sus tierras de
Epinay.
» De consiguiente, se dirigió un billete al general de Quesnel, en que se
rogaba que asistiese a la reunión del 5.
» El billete no indicaba la calle ni el número de la casa donde se debía
celebrar la reunión. No llevaba firma alguna, pero anunciaba al general que si
quería, le irían a buscar a las nueve de la noche.
» Las reuniones tenían lugar de nueve a doce de la noche.
» A las nueve, el presidente del club se presentó en casa del general, que
estaba pronto. El presidente le dijo que una de las condiciones de su entrada era
que ignoraría el lugar de la reunión, y que se dejaría vendar los ojos, jurando que
no procuraría quitarse la venda.
» El general Quesnel aceptó la condición, y prometió por su parte que no
trataría de ver adónde le conducían.
» El general había hecho preparar su carruaje, pero el presidente le dijo que
era imposible ir en él, y a que no servía de nada que le vendasen los ojos al amo,
si el cochero permanecía con los ojos abiertos y reconocía las calles por donde
iban a pasar…
» —¿Cómo haremos entonces? —inquirió el general.
» —Yo tengo mi carruaje —contestó el presidente.
» —¿Estáis seguro de vuestro cochero… para confiarle un secreto que juzgáis
imprudente decir al amigo?
» —Nuestro cochero es un miembro del club —dijo el presidente—, seremos
conducidos por un consejero de Estado.
» —Entonces, ¿corremos peligro de volcar? —dijo el general riendo.
» Consignamos esta broma para probar que el general no fue obligado a
asistir a la reunión, sino que fue por su voluntad.
» Así que hubieron subido al carruaje, el presidente recordó al general la
promesa que había hecho de dejarse vendar los ojos. El general no opuso
ninguna resistencia. Un pañuelo negro y espeso, preparado y a en el carruaje,
sirvió para ello.
» En el camino, el presidente crey ó notar que el general procuraba mirar por
debajo de su venda. Recordóle su juramento y el general respondió:
» —¡Ah, es cierto!
» El carruaje se detuvo delante de la calle de Saint-Jacques. El general bajó,
apoy ándose en el brazo del presidente, cuy a dignidad ignoraba y a quien tomaba
por un miembro del club. Atravesaron la calle, subieron un escalón y entraron en
la sala de las deliberaciones.
» La sesión había empezado. Los miembros del club, prevenidos de la especie
de presentación que debía tener lugar aquella noche se habían reunido todos. Así
que llegó en medio de la sala, dijeron al general que podía quitarse la venda.
Accedió a esta invitación, y pareció muy asombrado de encontrar un número tan
crecido de fisonomías conocidas en una sociedad cuy a existencia ignoraba hasta
entonces.
» Le preguntaron acerca de sus sentimientos, pero limitóse a responder que
las cartas de la isla de Elba los habrían enterado y a de…
Franz se interrumpió en la lectura.
—Mi padre era realista —dijo—. No tenían necesidad de preguntarle sobre
sus sentimientos, harto conocidos eran.
—Y de allí —dijo Villefort— provenía mi estrecha alianza con vuestro padre,
mi querido Franz. Fácilmente se forman íntimas amistades, cuando se profesan
las mismas ideas.
—Leed —dijo el anciano con la mirada.
Franz continuó:
» El presidente tomó entonces la palabra para decirle al general que se
explicase con más claridad, pero el señor de Quesnel respondió que, ante todo,
deseaba saber qué era lo que querían de él.
» Entonces le hablaron de aquella misma carta de la isla de Elba que le
recomendaba al club como hombre con quien podían contar. Un párrafo entero
explicaba la vuelta probable de la isla de Elba, y prometía una nueva carta y
detalles más amplios a la llegada del Faraón, buque perteneciente al naviero
Morrel de Marsella, y cuy o capitán pertenecía en cuerpo y alma al emperador.
» Mientras duró esta lectura, el general, con quien habían creído contar como
un hermano, dio señales visibles de disgusto y repugnancia.
» Terminada la lectura, se quedó silencioso y frunció las cejas.
» —!Y bien! —preguntó el presidente—, ¿qué decís de esta carta, señor
general?
» —Digo que hace muy poco tiempo que se ha prestado juramento al rey
Luis XVIII para violarlo y a en beneficio del ex emperador.
» Esta vez era demasiado clara la respuesta para poder dudar de sus
sentimientos.
» —General —dijo el presidente—, para nosotros no hay rey Luis XVIII ni
ex emperador. No hay más que la Majestad.
» El emperador y rey, alejado después de seis meses de Francia por la
violencia y la traición.
» —Perdonad, señores —dijo el general—, puede ser muy bien que para
vosotros no hay a rey Luis XVIII, mas para mí lo hay, puesto que me ha hecho
barón y mariscal de campo, y que nunca olvidaré que esos títulos los debo a su
regreso a Francia.
» —¡Caballero! —dijo el presidente con tono grave y poniéndose en pie—,
mirad lo que decís; vuestras palabras nos demuestran que se equivocan respecto
a vos en la isla de Elba, y que nos han engañado. La comunicación que él os ha
hecho se basa en la confianza que se tenía de vos, y por consiguiente sobre un
sentimiento que os honra. Ahora veo que padecemos un error: un título y un
grado os hacen que seáis adicto al nuevo gobierno que todos queremos derribar.
No os obligaremos a que nos prestéis vuestra ay uda. No obligamos a nadie contra
su voluntad, pero os obligaremos a obrar como caballero, aunque a ello no estéis
dispuesto.
» —¡Vos llamáis ser caballero a conocer vuestra conspiración y no
revelarla!, pues y o llamo a eso ser vuestro cómplice. Ya veis que soy mucho
más franco que vosotros…
—¡Ah!, ¡padre mío! —dijo Franz interrumpiéndose—, ahora comprendo por
qué lo asesinaron.
Valentina no pudo menos de arrojar una mirada a Franz. El joven estaba
realmente hermoso y arrogante en su entusiasmo filial.
Villefort se paseaba de un lado a otro detrás de él.
Noirtier seguía con los ojos la expresión de cada uno de los hombres y
conservaba su actitud digna y severa.
Franz volvió al manuscrito y continuó:
» —Caballero —dijo el presidente—, se os dijo que fuerais al seno de la
asamblea, no se os obligó por la fuerza, se os propuso que os vendaríais los ojos,
vos aceptasteis. Cuando accedisteis a esta doble demanda, sabíais perfectamente
que no nos ocupábamos de asegurar el trono de Luis XVIII, pues a ser así no
habríamos tomado tantas precauciones para ocultarnos a los ojos de la policía.
Ahora y a comprendéis que nada es más fácil que cubrirse de una máscara, con
ay uda de la cual se sorprenden los secretos de las personas, y quitársela después
para perder a los que se han fiado de vos. No, no; vais a contestar francamente si
estáis por el rey que actualmente reina o por S. M.jestad el emperador.
» —Yo soy realista —respondió el general—, he prestado juramento a Luis
XVIII y lo cumpliré.
» A estas palabras siguió un murmullo general, y en las miradas de la may or
parte de los miembros del club era fácil conocer que todos tenían vivos deseos de
hacer que el señor d’Epinay se arrepintiera de sus imprudentes palabras.
» El presidente se levantó de nuevo e impuso silencio.
» —Caballero —le dijo—, sois hombre demasiado grave y sensato para no
comprender las consecuencias de la situación en que nos hallamos los unos
respecto a los otros y vuestra misma franqueza nos dicta las condiciones que
hemos de imponer. Vais a jurar por vuestro honor no revelar nada de lo que
habéis oído.
» El general llevó la mano a la espalda y exclamó:
» —Si habláis de honor, empezad por conocer sus ley es y no impongáis nada
por la violencia.
» —Y vos, caballero —continuó el presidente con una calma más terrible que
la cólera del general—, no llevéis la mano a vuestra espada. Es un consejo que
quiero daros.
» El general dirigió a su alrededor unas miradas que demostraban cierta
inquietud.
» Sin embargo, no dio su brazo a torcer, al contrario, reuniendo toda su fuerza,
dijo:
» —No juraré.
» —Entonces moriréis, caballero —respondió tranquilamente el presidente.
» El señor d’Epinay palideció. Miró por segunda vez a su alrededor. La may or
parte de los miembros cuchicheaban y buscaban armas bajo sus capas.
» —General —dijo el presidente—, sosegaos, estáis entre personas de honor,
que procurarán por todos los medios convenceros antes de recurrir al último
extremo, pero también vos lo habéis dicho, estáis entre conspiradores, sabéis
nuestro secreto y es preciso que nos lo devolváis.
» Un silencio significativo siguió a estas palabras, y en vista de que el general
no respondía, dijo el presidente a los porteros:
» —Cerrad esas puertas.
» El mismo silencio de muerte sucedió a estas palabras.
» Entonces el general se adelantó y haciendo un violento esfuerzo sobre sí
mismo, dijo:
» —Tengo un hijo, y no puedo menos de pensar en él al hallarme entre
asesinos.
» —General —dijo con nobleza el jefe de la asamblea—, un hombre solo
tiene siempre derecho a insultar a cincuenta, tal es el privilegio de la debilidad.
Pero hacéis mal en usar de ese derecho. Creedme, general, jurad y no nos
insultéis.
» El general, dominado por aquella superioridad del jefe de la asamblea,
vaciló un instante, pero al fin, adelantándose hacia la mesa del presidente,
preguntó:
» —¿Cuál es la fórmula?
» —Esta es:
» Juro por mi honor no revelar jamás a nadie en el mundo, lo que he visto y
oído el cinco de febrero de mil ochocientos quince, entre nueve y diez de la
noche, y declaro merecer la muerte si violo mi juramento.
» El general pareció sufrir una convulsión nerviosa que le impidió responder
durante algunos segundos. Al fin, con repugnancia manifiesta, pronunció el
juramento exigido, pero con una voz tan baja que apenas se oy ó, así que muchos
miembros exigieron que lo repitiese en voz más alta y más clara. El lo hizo así.
» —Ahora deseo retirarme —dijo el general—. ¿Estoy y a libre?
» El presidente se levantó y designó a tres miembros de la asamblea para que
le acompañasen, y subió al carruaje con el general, después de haberle vendado
los ojos.
» En el número de estos tres miembros figuraba el cochero que los había
conducido.
» Los otros miembros del club se separaron en silencio.
» —¿Dónde queréis que os conduzcamos? —preguntó el presidente.
» —A cualquier parte, con tal que me vea libre de vuestra presencia —fue la
respuesta de d’Epinay.
» —Caballero —repuso entonces el presidente—, os advierto que ahora no
estamos en la asamblea, y que estáis frente a hombres solos. No los insultéis si no
queréis tenerles que dar una satisfacción del insulto.
» Pero en lugar de comprender este lenguaje, el señor d’Epinay respondió:
» —Sois tan valientes en vuestro carruaje como en el club, por la sencilla
razón de que cuatro hombres son más fuertes que uno solo.
» El presidente mandó que se detuviese el carruaje.
» En aquel momento, estaban junto al muelle de Ormes, frente a la escalera
que conduce al río.
» —¿Por qué mandáis detener aquí? —preguntó el general d’Epinay.
» —Porque habéis insultado a un hombre —dijo el presidente—, y este
hombre no quiere dar un paso sin pediros lealmente una reparación.
» —¡Otro modo de asesinar! —dijo el general encogiéndose de hombros.
» —Nada de miedo, caballero —contestó el presidente—, si no queréis que os
mire como a uno de esos hombres que designabais hace poco, es decir, como a
un cobarde que toma por escudo su debilidad. Estáis solo, un hombre solo os
responderá. Tenéis una espada al lado, y y o tengo una en este bastón. No tenéis
testigo, uno de estos señores lo será de vos. Ahora, si queréis, podéis quitaros la
venda.
El general arrancó en seguida el pañuelo que le cubría los ojos.
» —Al fin —dijo—, voy a conocer a mi antagonista.
» Abrieron la portezuela. Los cuatro hombres bajaron…
Franz se interrumpió de nuevo. Enjugóse un sudor frío que corría por su
frente. Era, en efecto, espantoso ver a aquel hijo tembloroso y pálido, leer en alta
voz los detalles ignorados hasta entonces de la muerte de su padre. Valentina
cruzó las manos como si orase interiormente. Noirtier miraba a Villefort con una
expresión casi sublime de desprecio y de orgullo.
Franz prosiguió:
» Era, como hemos dicho, el cinco de febrero. Hacía tres días que había
helado a cinco o seis grados. La escalera estaba enteramente cubierta de hielo. El
general era grueso y alto, el presidente le ofreció el lado del pasamanos para
bajar.
» Los dos testigos los seguían.
» Hacía una noche muy oscura, el terreno de la escalera estaba húmedo y
resbaladizo por el hielo. Detuviéronse en la mitad de la escalera, en una grande
superficie cubierta enteramente de nieve no derretida.
» Uno de los testigos fue a buscar una linterna a una barca de carbón, y al
resplandor de esta linterna examinaron las armas.
» La espada del presidente era cinco pulgadas más corta que la de su
adversario y no tenía guarnición.
» El general d’Epinay propuso que echaran suertes sobre las dos espadas,
pero el presidente respondió que él era quien había provocado, y que al
provocarles dijo que cada cual se sirviera de sus armas.
» Los testigos insistieron. El presidente les impuso silencio.
» Pusieron en el suelo la linterna. Los dos adversarios se colocaron uno a cada
lado… y el combate empezó.
» La luz hacía brillar siniestramente las dos espadas; en cuanto a los hombres,
apenas se les veía, tan densa era la oscuridad.
» El general d’Epinay pasaba por uno de los mejores espadachines del
Ejército. Pero se vio tan vivamente atacado a los primeros golpes, que retrocedió
y al hacerlo cay ó.
» Los testigos le crey eron muerto, pero su adversario, que sabía que no le
había tocado, le ofreció la mano para ay udarle a levantarse. Esta circunstancia,
en lugar de calmarle, irritó al general, que atacó a su adversario con una furia
terrible.
» Pero su adversario no retrocedió siquiera un paso. Recibióle con un quite
que hizo retroceder al general, pues se vio comprometido. Dos veces volvió a la
carga y a la tercera cay ó de nuevo.
» Los testigos crey eron que había resbalado como la primera vez; sin
embargo, como no se levantaba, se acercaron a él y procuraron ponerle en pie,
pero el que le había cogido por la cintura para levantarle sintió bajo su mano un
calor húmedo. Era sangre.
» El general, que estaba medio desvanecido, recobró sus sentidos.
» —¡Ah! —dijo—, me han enviado algún espadachín, algún profesor de
regimiento.
» El presidente, sin responder, se acercó al testigo que sostenía la linterna, y
levantando su manga mostró su brazo atravesado por dos heridas, y
desabrochando su levita y su chaleco, mostró el pecho cubierto de sangre por una
tercera herida.
» Y sin embargo, no había arrojado ni tan siquiera un ligero suspiro.
» El general d’Epinay, tras una agonía que duró un cuarto de hora, expiró…»
Franz ley ó estas últimas palabras con una voz tan ahogada, que apenas
pudieron oírlas, y después de haberlas leído, se detuvo, pasando una mano por sus
ojos, como para disimular una nube.
Pero, después de una pausa, prosiguió:
» —El presidente subió la escalera, después de haber introducido su espada en
su bastón. Un reguero de sangre iba señalando su camino sobre la nieve. Aún no
había subido toda la escalera, cuando oy ó un ruido sordo en el agua. Era el
cuerpo del general que los testigos acababan de precipitar al río, tras haberse
cerciorado de que estaba muerto.
» El general ha sucumbido, pues, en un duelo leal, y no en una emboscada,
como después habría de sospecharse.
» En fe de lo cual hemos firmado el presente documento para establecer la
verdad de los hechos, temiendo que llegue un momento en que alguno de los
actores de esta escena terrible sea acusado de asesinato con premeditación, o de
haberse salido de las ley es del honor.
» Firmado,
» Beaurepaire, Duch Ampy, Lecharpal» .
Cuando Franz hubo terminado esta lectura tan terrible para un hijo, y
Valentina, pálida de emoción, se enjugó una lágrima; cuando Villefort, temblando
en un rincón, hubo tratado de conjurar la tempestad por medio de miradas
suplicantes dirigidas al implacable anciano, dijo Franz a Noirtier:
—Caballero, puesto que vos sabéis esa terrible historia con todos sus detalles,
puesto que la habéis hecho atestiguar por firmas honrosas, puesto que, en fin,
parecéis interesaros por mí, no me rehuséis una gracia: decidme el nombre del
presidente del club, conozca y o al que mató a mi pobre padre.
Villefort buscó maquinalmente el pestillo de la puerta. Valentina, que había
comprendido antes que nadie la respuesta del anciano, y que varias veces había
visto en su brazo dos cicatrices, retrocedió horrorizada.
—¡En nombre del cielo, señorita —dijo Franz dirigiéndose a su prometida—,
unid vuestros ruegos a los míos, para que y o sepa el nombre del que me dejó
huérfano a los dos años de edad!
Valentina permaneció inmóvil y silenciosa.
—Mirad, caballero —dijo Villefort—, creedme, no prolonguéis esta terrible
escena. Los nombres han sido ocultados a propósito. Mi padre no conoce
tampoco a ese presidente, y si lo conoce, no lo podría decir, pues los nombres
propios no están en ese diccionario.
—¡Oh, desgraciado! —exclamó Franz—, la única esperanza que me ha
sostenido durante toda esta lectura, y que me ha dado fuerzas para llegar hasta el
fin, era saber el nombre del que mató a mi padre. ¡Señor, señor! —exclamó
volviéndose hacia Noirtier—, ¡en nombre del cielo!, haced lo que podáis…,
intentad indicarme el nombre de…
—Sí —dijo Noirtier.
—¡Oh, señorita, señorita! —exclamó Franz—, vuestro abuelo ha hecho señas
de que podía indicarme… ese nombre… Ay udadme… Vos lo comprendéis…,
prestadme vuestro auxilio…
Noirtier miró al diccionario.
Franz pronunció temblando las letras del alfabeto.
Noirtier le detuvo con una mirada significativa en la Y griega.
—¿La Y griega? —preguntó Franz.
Aproximó el diccionario, y el dedo del joven iba apuntando todas las palabras
que empezaban con Y griega.
Valentina ocultaba la cabeza entre sus manos.
Aquí Franz llegó a la palabra… Yo…
—¡Sí, eso es! —afirmó el anciano con una mirada llena de nobleza.
—¿Vos, vos…? —exclamó Franz, cuy os cabellos se erizaron de horror—.
¿Vos, señor Noirtier, vos sois quien mató a mi padre…, vos…?
—Sí —repuso Noirtier, fijando en el joven una segunda y majestuosa
mirada.
Franz cay ó anonadado sobre un sillón.
Villefort abrió la puerta y salió por ella rápidamente, porque no deseaba
arrancar aquel resto de existencia que quedaba aún en el corazón del terrible
anciano.
Capítulo XXIII
Hay dée
Apenas los caballos del conde doblaron la esquina del bulevar, cuando Alberto
se volvió hacia el conde, soltando una carcajada demasiado fuerte para no ser
un poco forzada.
—Y bien —le dijo—. Yo os preguntaré lo que el rey Carlos IX preguntaba a
Catalina de Médicis después de la noche de San Bartolomé: ¿Qué tal he
desempeñado mi papel?
—¿Cuándo y sobre qué? —preguntó Montecristo.
—Sobre la instalación de mi rival en casa del señor Danglars…
—¿Qué rival?
—¿Quién ha de ser? Vuestro protegido, el señor Andrés Cavalcanti.
—¡Oh!, dejémonos de bromas, vizconde. Yo no protejo al señor Cavalcanti,
al menos en casa del señor Danglars…
—Y y o no me quejaría si lo hicieseis. Pero, felizmente, puede pasar sin
vuestra protección.
—¡Cómo! ¿Creéis que hace la corte…?
—Os lo aseguro. ¿No os habéis dado cuenta de sus miradas, sus suspiros, las
modulaciones de sus sonidos armoniosos…? ¡Nada!, aspira a la mano de la
orgullosa Eugenia. Palabra de honor, lo repito, aspira a la mano de la orgullosa
Eugenia.
—¿Y eso qué importa, si no piensa más que en vos?
—No digáis eso, mi querido conde, ¿no veis la amabilidad con que me han
tratado?
—¡Cómo! ¿Quién…?
—Sin duda, la señorita Eugenia apenas me ha respondido, y la señorita de
Armilly, su confidente, no me ha contestado en absoluto.
—Sí, pero el padre os adora —dijo Montecristo.
—¿El padre? Al contrario, me ha hundido mil puñales en el corazón. Puñales
que sólo se introducen en la ropa, es verdad; puñales de tragedia, pero no era esa
su intención.
—Los celos indican que hay cariño.
—Sí, pero y o no estoy celoso.
—¡Él sí lo está!
—¿De quién? ¿De Debray ?
—No, de vos.
—¿De mí? Apuesto a que antes de ocho días me da con la puerta en las
narices.
—Os equivocáis, mi querido vizconde.
—¿Una prueba?
—¿La queréis?
—Sí.
—Estoy encargado de indicar al señor conde de Morcef que dé un paso
definitivo sobre el casamiento.
—¿Quién os lo ha encargado?
—El propio barón.
—¡Oh! —dijo Alberto con tono suplicante—. No haréis eso, ¿verdad, señor
conde?
—Os equivocáis, Alberto, lo haré, pues lo tengo prometido.
—Vamos —dijo Alberto—, ¡qué empeño tenéis también vos en casarme!
—Quiero estar bien con todo el mundo. Pero, a propósito de Debray, y a no le
veo en casa de la baronesa.
—Está reñido.
—¿Con ella?
—No, con él.
—¿Se ha dado cuenta de algo?
—Vay a con lo que ahora salís.
—Pues qué, ¿sospechaba antes…? —dijo Montecristo con una sencillez
encantadora.
—¡Ah! ¡Diantre! ¿De dónde venís, mi querido conde?
—Del Congo, si queréis.
—Pues no está muy lejos.
—¿Conozco por ventura a vuestros maridos parisienses…?
—¡Ah!, mi querido conde, los maridos son iguales en todas partes. Desde el
momento en que estudiéis al individuo en un país cualquiera, conocéis la raza.
—Entonces, ¿qué causa ha podido indisponer a Danglars con Debray ?
Parecían tan amigos… —añadió Montecristo con may or sencillez aún.
—¡Ah!, atañe y a a los misterios de familia. Cuando el señor Cavalcanti se
case, se lo podéis preguntar.
El carruaje se detuvo.
—Ya hemos llegado —dijo Montecristo—. No son más que las diez y media,
subid.
—Con mucho gusto.
—Mi carruaje os llevará.
—No, gracias; mi cabriolé ha debido seguirnos.
—Ahí viene, en efecto —dijo Montecristo, bajando de su carruaje.
Entraron en la casa y luego en el salón, que estaba iluminado.
—Decid que nos hagan té, Bautista —dijo Montecristo.
Bautista salió sin hablar una palabra. Dos segundos después volvió con una
bandeja con el servicio del té, como si hubiera surgido de debajo de la tierra.
—En verdad —dijo Morcef—, lo que admiro en vos, mi querido conde, no es
vuestra riqueza, otros habrá más ricos que vos. No es vuestro talento,
Beaumarchais no tendría más, pero sí tanto como vos. Es vuestro modo de ser
servido, sin que nadie os responda una palabra, al minuto, al segundo, como si
adivinasen en la manera con que llamáis lo que deseáis, y como si todo lo que
deseáis estuviese preparado.
—Lo que decís no deja de tener fundamento. Ya conocen mis costumbres.
Por ejemplo, ahora veréis. ¿No deseáis hacer algo después de beber el té?
—¡Diantre!, deseo fumar.
Montecristo se acercó al timbre y llamó una vez.
Al instante se abrió una puerta particular y Alí se presentó con dos pipas
llenas de excelente latakié.
—Eso es maravilloso —dijo Morcef.
—No —repuso Montecristo—, es muy sencillo. Alí sabe que cuando se toma
café o té, se fuma generalmente. Sabe que he pedido té, sabe que he entrado con
vos, oy e que le llamo, sospecha la causa y como es de un país donde se ejerce la
hospitalidad, con la pipa sobre todo, en lugar de una, trae dos.
—Seguramente esa es una explicación como otra cualquiera, pero no es
menos cierto que sólo vos…, ¿pero qué es lo que oigo…?
Y Morcef se inclinó hacia la puerta, por la que, en efecto, entraban sonidos
parecidos a los de un arpa.
—A fe mía, mi querido vizconde, esta noche la música os persigue. Acabáis
de oír el piano de la señorita Danglars, para oír luego la guzla de Hay dée.
—Hay dée, ¡oh, qué nombre tan adorable! ¿Puede haber mujeres que se
llamen Hay dée, además de las que así se llaman en los poemas de By ron?
—Desde luego. Hay dée es un nombre muy raro en Francia, pero muy
común en Albania y en Epiro. Es lo mismo que si dijeseis castidad, pudor,
inocencia.
—¡Oh! ¡Eso es encantador! —dijo Alberto—. ¡Cómo me gustaría el que se
llamasen nuestras francesas señorita Bondad, señorita Silencio, señorita Caridad
cristiana! Decidme, si la señorita Danglars, en lugar de llamarse Clara-María-
Eugenia, como la llaman, se llamase señorita Castidad-Pudor-Inocencia
Danglars, ¡diablo! ¿No sería mucho más hermoso?
—¡Loco! —dijo el conde—. No habléis tan alto, podría oíros Hay dée.
—¿Y se enojaría, tal vez?
—No —dijo el conde con aire altanero.
—¿Es amable? —preguntó Alberto.
—No es bondad, es deber; una esclava no se enfada nunca contra su amo.
—¡Vamos!, no os burléis. ¿Hay todavía esclavos?
—Sin duda, puesto que Hay dée lo es mía.
—En efecto, vos no hacéis ni tenéis nada semejante a los demás. Esclava del
señor conde de Montecristo es una posición en Francia. A juzgar por el modo con
que empleáis vuestro dinero, ¿es un destino que le valdrá cien mil escudos al año?
—¡Cien mil escudos! La pobre ha poseído mucho más. Ha venido al mundo
sobre tesoros, al lado de los cuales no son nada los de las Mil y una noches.
—¿Es una princesa?
—Vos lo habéis dicho, y una de las principales de su país.
—Ya lo sospechaba. ¿Pero cómo siendo princesa ha podido llegar a ser
esclava?
—¿Y cómo llegó a ser Dionisio el Tirano, maestro de escuela? El azar de la
guerra, mi querido vizconde, el capricho de la fortuna.
—¿Y su nombre es un secreto?
—Para todo el mundo, sí. No para vos, mi querido vizconde, que sois uno de
mis amigos, y que lo guardaréis, ¿no es verdad que guardaréis el secreto?
—¡Oh, palabra de honor!
—¿Sabéis la historia del bajá de Janina?
—¿De Alí-Tebelín?; sin duda, puesto que a su servicio fue donde adquirió mi
padre su fortuna.
—Es verdad, lo había olvidado.
—¡Y bien! ¿Qué tiene que ver Alí-Tebelín con Hay dée?
—Es su hija.
—¡Cómo! ¿Hija de Alí-Pachá?
—Y de la hermosa Basiliki.
—¿Y es esclava vuestra?
—¡Oh, Dios mío, sí!
—¿Pues cómo?
—¡Diantre!, un día que pasaba y o por el mercado de Constantinopla, la
compré.
—¡Eso es magnífico!, con vos, señor conde, no se vive, se sueña. Ahora,
escuchad, voy a pediros una cosa, seré discreto.
—Hablad.
—Pero puesto que salís con ella, puesto que la lleváis a la ópera…
—¿Y qué más?
—Bien puedo pediros esto.
—Podéis pedir lo que queráis.
—Entonces, mi querido conde, os pido que me presentéis a vuestra princesa.
—Con mucho gusto, pero bajo dos condiciones.
—Las acepto antes de conocerlas.
—La primera, que no confiaréis a nadie esta presentación.
—¡Muy bien, lo juro! —dijo Morcef extendiendo la mano.
—La segunda, que no le diréis que vuestro padre ha servido al suy o.
—Lo juro también.
—Muy bien, vizconde, tendréis presentes estos dos juramentos, ¿no es
verdad?
—¡Oh! —exclamó Morcef.
—Perfectamente. Sé que cumpliréis vuestra palabra. —El conde volvió a
llamar con el timbre. Alí se presentó.
—Es preciso que avises a Hay dée —le dijo—, de que voy a tomar café con
ella, y hazle comprender que le pido permiso para presentarle uno de mis
amigos. —Alí se inclinó y salió.
—De modo que es cosa convenida. Cuidado con las preguntas directas,
querido vizconde. Si deseáis saber algo, preguntádmelo a mí y y o se lo
preguntaré a ella.
—Convenido.
Alí compareció por tercera vez, y tuvo levantado el tapiz para indicar a su
amo y a Alberto que podían pasar. Montecristo dijo:
—Entremos.
Alberto pasó una mano por sus cabellos y se retorció el bigote. El conde tomó
su sombrero, se puso los guantes y precedió a Alberto a la estancia guardada por
Alí en la antesala, y defendida por las tres camareras mandadas por My rtho.
Hay dée esperaba en la primera pieza, que era el salón, con sus ojos un tanto
dilatados por la sorpresa, porque era la primera vez que otro, además de
Montecristo, penetraba hasta sus aposentos. Estaba sentada sobre un sofá, en un
ángulo, con las piernas cruzadas a lo oriental, y había hecho, por decirlo así, un
nido en las ricas telas de seda ray adas y bordadas, las más hermosas de Oriente.
Junto a ella estaba el instrumento cuy os sonidos la habían descubierto. Estaba
encantadora.
Al ver a Montecristo se levantó con aquella su peculiar sonrisa, que expresaba
a la par los sentimientos de hija y de enamorada. Montecristo se dirigió hacia
donde ella estaba, y le presentó su mano, sobre la cual, como siempre, imprimió
sus labios.
Alberto se había quedado junto a la puerta, suby ugado por aquella belleza
extraña que veía por primera vez, y de la que nadie podía formarse una idea en
Francia.
—¿A quién me traes? —preguntó en griego la joven a Montecristo—. ¿A un
hermano, a un amigo, a un simple conocido o a un enemigo?
—A un amigo —dijo Montecristo en la misma lengua.
—¿Su nombre?
—El conde Alberto, es el mismo a quien y o libré de las manos de los
bandidos en Roma.
—¿En qué lengua quieres que le hable?
Montecristo se volvió a Alberto y le preguntó:
—¿Sabéis el griego moderno?
—¡Ah! —dijo Alberto—, ni el moderno, ni el antiguo, mi querido conde. Ni
Homero ni Platón han tenido nunca un discípulo más pobre y, casi me atrevo a
decir, más desdeñoso.
—Entonces —dijo Hay dée, probando por la pregunta que hacía, que había
entendido la de Montecristo, y la respuesta de Alberto—, hablaré en francés o
italiano, si mi señor lo permite.
Montecristo reflexionó un instante.
—Hablarás en italiano —dijo.
Y volviéndose a Alberto:
—Lástima que no sepáis el griego moderno o el griego antiguo, pues Hay dée
los habla admirablemente. La pobre tendrá que hablaros en italiano, lo cual os
dará una idea falsa de ella.
E hizo una seña a Hay dée.
—Bien venido seas, amigo, que vienes con mi señor y amo —dijo la joven en
excelente toscano y con su dulce acento romano que hace la lengua de Dante tan
sonora como la de Homero—. Alí, café y pipas.
Y Hay dée manifestó a Alberto que se aproximase mientras que Alí se
retiraba para ejecutar las órdenes de su señora. Montecristo mostró a Alberto dos
almohadones, y cada cual fue a buscar el suy o para acercarse a un magnífico
velador cargado de flores naturales, dibujos y libros de música.
Entró Alí, tray endo el café y las pipas. En cuanto a Bautista, la entrada a
aquella parte de la casa le estaba prohibida. Alberto rehusó la pipa que le
presentaba el nubio.
—¡Oh!, tomad, tomad —dijo Montecristo—. Hay dée está casi tan civilizada
como una parisiense. Le desagrada el habano porque no le gustan los malos
olores, pero el tabaco de Oriente es un perfume, bien lo sabéis.
Alí salió.
Las tazas estaban preparadas, pero habían añadido un azucarero para Alberto.
Montecristo y Hay dée tomaban el licor árabe a la usanza de los árabes, es decir,
sin azúcar.
La joven extendió la mano y tomó con el extremo de sus afilados dedos la
taza de porcelana del Japón, que llevó a sus labios con el sencillo placer de un
niño que bebe o come una cosa que ama con pasión.
Al mismo tiempo entraron dos mujeres con dos bandejas cargadas de
helados y sorbetes que colocaron sobre dos mesitas destinadas a tal efecto.
—Mi querido huésped, y vos, signora —dijo Alberto, en italiano—, disculpad
mi estupor. Estoy aturdido, y es natural. Me encuentro en Oriente, en el
verdadero Oriente, no como y o lo he visto, sino como lo he soñado. En el seno de
París, hace poco oía rodar los ómnibus y sonar las campanillas de los vendedores
de limonada. ¡Oh!, signora, ¡que no sepa y o hablar griego!, entonces vuestra
conversación, unida a este conjunto mágico, me haría recordar esta noche, como
la noche más deliciosa de toda mi vida.
—Hablo bastante bien el italiano para dialogar con vos, caballero —dijo
tranquilamente Hay dée—, y haré todo lo posible, si os gusta el Oriente, para que
lo encontréis aquí.
—¿De qué le he de hablar? —preguntó en voz baja Alberto a Montecristo.
—De lo que queráis. De su juventud, de sus recuerdos, y si queréis, de Roma,
de Nápoles o de Florencia.
—¡Oh! —dijo Alberto—, no vale la pena teniendo una griega delante,
hablarle de todo lo que debía de hablarse a una francesa. Dejadme que le hable
de Oriente.
—Como gustéis, querido Alberto. Por otra parte, es la conversación que más
le agrada.
Alberto se volvió hacia Hay dée.
—¿A qué edad salisteis de Grecia? —preguntó.
—A los cinco años —respondió Hay dée.
—¿Y os acordáis de vuestra patria? —preguntó Alberto.
—Cuando cierro los ojos, veo todo lo que he visto. Hay dos miradas: La
mirada del cuerpo puede olvidar a veces, pero la del alma recuerda siempre.
—¿Y cuál es la época más remota de que tenéis memoria?
—Apenas andaba. Mi madre, a quien llaman Basiliki, Basiliki quiere decir real
—añadió la joven levantando la cabeza— mi madre me cogía de la mano y
cubiertas las dos con un velo, después de haber puesto en el fondo de la bolsa todo
el oro que poseíamos, íbamos a pedir limosna para los prisioneros, diciendo:
—El que da a los pobres presta al Eterno. Luego, cuando estaba llena la bolsa,
volvíamos al palacio, y sin decir nada a mi padre, enviábamos este dinero que
nos habían dado, tomándonos por unas mendigas, a un convento que lo repartía
entre los prisioneros.
—Y en esa época, ¿qué edad teníais?
—Tres años —dijo Hay dée.
—Entonces os acordáis de todo lo que os ha ocurrido desde aquel tiempo.
—De todo.
—Conde —dijo en voz baja Morcef a Montecristo—, debierais permitir a la
signora que nos contase algo de su historia. Me habéis prohibido que le hable de
mi padre, pero tal vez ella me hablará de él, y no sabéis cuánto gusto tendré en
oír pronunciar mi nombre por una boca tan hermosa.
Montecristo se volvió hacia Hay dée, y con una seña que indicaba prestase la
may or atención a la recomendación que iba a hacerle, le dijo en griego:
—Patros men aten, ma de onomaprodotu kaiprodosiam, eipe emin.
Hay dée lanzó un suspiro y una nube sombría pasó por su frente tan pura.
—¿Qué le decís? —preguntó en voz baja Morcef.
—Le repito que sois mi amigo y que no tiene por qué ocultarse delante de
vos.
—Así, pues —dijo Alberto—, aquella piadosa cuestación para los prisioneros
es vuestro primer recuerdo, ¿cuál es el otro?
—¿El otro…? Me veo bajo la sombra de los sicómoros, junto a un lago cuy as
aguas temblorosas percibo a través de las hojas de los árboles. Contra el más
viejo y el más frondoso estaba mi padre sentado sobre almohadones, y y o, débil
niña, mientras mi madre estaba recostada a sus pies, jugaba con su larga barba
blanca, que le llegaba hasta el pecho, y con el alfanje de puño de diamantes que
de su cintura pendía. Luego, veo cuando se le acerca un albanés que le decía
algunas palabras a las cuales daba muy poca importancia y respondía con el
mismo tono de voz: Matadle o ¡perdonadle!
—Es extraño —dijo Alberto— oír tales cosas de boca de una joven, fuera del
teatro y pudiendo decir: Esto no es ficción, no es mentira. ¡Ah! —añadió—.
¿Cómo halláis Francia después de haber visto aquel Oriente tan poético, aquellos
paisajes tan maravillosos?
—Creo que es un hermoso país —dijo Hay dée—, pero y o miro a Francia tal
cual es, porque la miro con ojos de mujer. Mientras que, al contrario, mi país que
sólo he visto con mis ojos infantiles, está siempre envuelto en la niebla luminosa o
sombría, según mis recuerdos hacen de ella una hermosa patria o un lugar de
amargos sufrimientos.
—Tan joven, signora —dijo Alberto, cediendo a pesar suy o a un sentimiento
de compasión—, ¿cómo habéis podido sufrir?
Hay dée se volvió hacia Montecristo, que murmuró haciéndola una seña
imperceptible.
—¡Eipe!
—Nada hay que forme el fondo del alina como los primeros recuerdos, y
excepto los dos que acabo de citaros, todos los demás de mi juventud son tristes.
—Hablad, hablad, signora —dijo Alberto—, sabed que os escucho con un
gozo inexplicable.
Hay dée se sonrió con tristeza.
—¿Queréis que pase a mis otros recuerdos?
—Os lo suplico —exclamó Alberto.
—¡Pues bien!, tenía y o cuatro años, cuando un día fui despertada por mi
madre. Estábamos en el palacio de Janina, me tomó en sus brazos, y al abrir los
ojos vi los suy os llenos de lágrimas.
» Sin pronunciar una palabra me llevó consigo violentamente. Al ver que
lloraba, y o también iba a llorar.
» —¡Silencio, niña! —me dijo.
» Generalmente, a pesar de los consuelos o de las amenazas maternas,
caprichosa como todos los niños, seguía y o llorando, pero esta vez había en la voz
de mi madre una entonación tal de terror, que al punto me callé.
» Seguía caminando rápidamente.
» Entonces vi que descendíamos por una escalera muy ancha. Delante de
nosotros todos los servidores de mi madre llevando cofres, cajas, objetos
preciosos, adornos, joy as, bolsas llenas de oro, descendían la misma escalera, o
más bien se precipitaban por ella.
» Detrás de las mujeres venía una guardia de veinte hombres armados con
largos fusiles y pistolas, y vestidos con ese traje que conocéis en Francia desde
que Grecia llegó a ser nación.
» Algo de siniestro había, creedme —añadió Hy dée moviendo la cabeza y
palideciendo sólo al recordar este incidente—, en aquella larga fila de esclavos y
de mujeres, adormecidas aún, o al menos así lo creía, porque lo estaba y o.
» En la escalera veía sombras gigantescas que las antorchas hacían temblar
en las bóvedas.
» —¡Pronto, pronto! ¡No hay que perder un instante! —dijo una voz en el
Tondo de la galería.
» Esta voz hizo inclinarse a todo el mundo, a la manera que el viento inclina
con una de sus bocanadas un campo sembrado de espigas.
» A mí también me hizo estremecer. Era la de mi padre. Iba el último,
cubierto con un magnífico traje, y llevaba en la mano su carabina, que le había
regalado vuestro emperador, y apoy ado sobre su favorito Selim, nos conducía
delante de sí, como conduce un pastor su rebaño de ovejas.
» —Mi padre —dijo Hay dée— era un hombre ilustre, conocido en toda
Europa bajo el nombre de Alí-Tebelín, bajá de Janina y delante del cual ha
temblado Turquía.
Alberto, sin saber por qué, se estremeció al oír estas palabras, pronunciadas
con un acento indefectible de altanería y dignidad. Parecióle ver brillar algo de
sombrío y espantoso en los ojos de la joven, cuando, semejante a una pitonisa
que evoca un espectro, despertó el recuerdo de aquella sangrienta figura, a quien
su muerte hizo aparecer gigantesca a los ojos de Europa.
—Pronto —prosiguió Hay dée— se detuvo la comitiva al pie de la escalera y
a orillas de un lago. Mi madre me estrechaba contra su palpitante pecho y a dos
pasos de donde y o estaba vi a mi padre que dirigía miradas inquietas a todos
lados.
» Delante de nosotros se extendían cuatro escalones de mármol, y junto al
último se mecía blandamente una barca.
» Todos bajamos a ella. Todavía recuerdo que los remos no hacían ningún
ruido al tocar el agua. Me incliné para mirarlos y vi que estaban envueltos en
ceñidores de nuestros soldados griegos, o palicarios.
» Después de los barqueros, no había en la barca más que mujeres, mi padre,
mi madre, Selim y y o.
» Los palicarios se habían quedado a orillas del lago, prontos a sostener la
retirada, arrodillados en el último escalón, y dispuestos a hacer con sus cuerpos
un muro en el caso de que hubiesen sido perseguidos.
» Nuestra barca se deslizaba sobre las aguas, veloz como el viento.
» —¿Por qué va tan de prisa la barca? —pregunté a mi madre.
» —¡Calla, hija mía! —dijo—, es porque huimos.
» No comprendí por qué huía mi padre, mi padre, tan poderoso, delante del
cual huían siempre los demás, y que había tomado por divisa: ¡Me odian, luego
me temen!
» En efecto, aquello era una fuga. Después me dijeron que la guarnición del
castillo de Janina, fatigada de un largo servicio…
Aquí Hay dée fijó su mirada en Montecristo, cuy os ojos no se apartaban de
los suy os.
La joven continuó, pues, lentamente, como si suprimiera o inventara.
—Signora, decíais —dijo Alberto, que prestaba la may or atención a este
relato— que la guarnición de Janina, fatigada por un largo servicio…
—Había tratado con el seraskier Kourdhid, enviado por el sultán para
apoderarse de mi padre, que tomó entonces la resolución de retirarse, después de
haber enviado al sultán un oficial francés, en el cual tenía mucha confianza, al
asilo que él mismo se había preparado mucho tiempo antes, y que llamaba
Kasaphy gion, es decir, refugio.
—¿Y os acordáis del nombre de ese oficial, señora? —preguntó Alberto.
Montecristo cambió con la joven una mirada rápida como un relámpago, que
pasó inadvertida de Morcef.
—No —dijo ella—; no me acuerdo, pero tal vez más tarde lo recuerde, y lo
diré.
Alberto iba a pronunciar el nombre de su padre, cuando Montecristo levantó
suavemente el dedo en señal de silencio. El joven recordó su juramento y se
calló.
—Bogábamos hacia un quiosco.
» Un piso bajo, adornado de arabescos que bajaban hasta el agua, y un piso
principal, cuy os babones caían al lago, he aquí lo único visible que este palacio
ofrecía a la vista. Sin embargo, debajo del quiosco, internándose en la isla, había
un subterráneo, vasta caverna donde nos condujeron a mi madre, a mí y a
nuestras mujeres, y donde habían depositado, formando dos montones, sesenta
mil bolsas y doscientos toneles. En estas bolsas había veinticinco millones de oro,
y en los barriles mil libras de pólvora. Junto a estos barriles estaba Selim, el
favorito de mi padre, del cual os he hablado y a. Velaba día y noche con una
lama, en el extremo de la cual ardía una mecha encendida constantemente.
Tenía orden de hacerlo volar todo, quiosco, guardias, bajá, mujeres y oro, a la
primera señal de mi padre.
» Recuerdo que nuestras esclavas, sabiendo los proy ectiles que las rodeaban,
pasaban día y noche orando, llorando y gimiendo.
» En cuanto a mí, siempre veo al joven soldado de pálida tez y brillantes ojos,
y cuando el ángel de la muerte descienda hasta mí, estoy segura de que
reconoceré a Selim.
» No sabría decir cuántos días estuvimos así. Aún ignoraba y o lo que era el
tiempo en aquella época. Algunas veces mi padre nos mandaba llamar a mi
madre y a mí a la azotea del palacio. Estas eran mis horas de fiesta, pues en el
subterráneo no veía nunca más que sombras gimientes y doloridas, y la
encendida mecha de Selim. Mi padre, sentado delante de una gran abertura,
fijaba una mirada sombría en las profundidades del horizonte, interrogando cada
punto negro que aparecía en el lago. Mientras mi madre, medio recostada a su
lado, apoy aba su cabeza sobre su hombro, jugaba y o a sus pies, admirando con
ese asombro de la infancia que hace que los objetos sean may ores de lo que son,
las escarpadas montañas que se elevan en el horizonte, los castillos de Janina, que
surgían blancos y angulosos del fondo de las aguas del lago, los inmensos árboles
que nacen en la montaña y que de lejos parecen otras tantas manchas negras.
» Una mañana nos mandó llamar mi padre. Mi madre había llorado toda la
noche. Le encontramos bastante tranquilo, pero más pálido que de costumbre.
» —Ten paciencia, Basiliki —dijo—. Hoy se acabará todo. Hoy llega el
permiso del señor y mi suerte quedará decidida. Si la gracia es entera,
volveremos triunfantes a Janina. Si la nueva es mala, huiremos esta noche.
» —Pero ¿y si no nos dejan huir? —dijo mi madre.
» —¡Oh!, tranquilízate —respondió Alí sonriendo—. Selim y su mecha me
responden de ellos. Quisieran verme muerto, mas no bajo la condición de morir
junto conmigo.
» Mi madre no respondía sino con suspiros a estos consuelos que no salían en
verdad del corazón de mi padre.
Preparóle agua helada, que bebía a cada instante, porque después de su
retirada al quiosco se hallaba consumido por una fiebre ardiente. Perfumó su
blanca barba y encendió su pipa, en la que a veces durante horas enteras seguía
distraído con los ojos el humo que se dispersaba en el aire.
De repente hizo un movimiento tan brusco que y o me sobrecogí de miedo. Y
sin apartar la vista del punto que reclamaba su atención, pidió su anteojo.
Mi madre se lo entregó, más blanca que el estuco contra el que se apoy aba.
Yo vi temblar a mi madre.
—¡Una barca…!, ¡dos…!, tres… —murmuró mi padre—, ¡cuatro!
Y se levantó cogiendo sus armas, llenando de pólvora, me acuerdo, la
cazoleta de sus pistolas.
—Basiliki —dijo a mi madre con un visible estremecimiento—, éste es el
instante que va a decidir de nosotros. Dentro de media hora sabremos la
respuesta del sublime emperador. Retírate al subterráneo con Hay dée.
—No quiero separarme de vos —dijo Basiliki—, si morís, señor, con vos
quiero morir también.
—¡Idos al lado de Selim! —gritó mi padre.
—¡Adiós, señor! —murmuró mi madre, obediente a las órdenes de mi padre.
—¡Acompañad a Basiliki! —gritó mi padre a sus palicarios.
Pero a mí me habían olvidado. Me precipité hacia él y extendí mis manos.
Me vio, e inclinándose hacia mí, puso sus abrasados labios sobre mi frente. ¡Oh!,
¡este beso! Este beso fue el último y aún lo siento sobre mi frente.
Al bajar distinguíamos a través de las ventanas las barcas, cuy o tamaño
aumentaba sobre la superficie de las ondas, y que, semejantes a puntos negros,
parecían ahora aves marinas deslizándose sobre el agua.
Durante este tiempo, veinte palicarios sentados a los pies de mi padre, y
ocultos por los pedestales, esperaban con ojos iny ectados en sangre la llegada de
las barcas, y tenían preparados sus largos fusiles incrustados de nácar y de plata.
Cartuchos en gran número estaban esparcidos sobre el pavimento. Mi padre
miraba su reloj y se paseaba con angustia.
Fue lo que más me sorprendió cuando me separé de mi padre después de
recibir de él su último beso.
Mi madre y y o atravesamos el subterráneo. Selim continuaba en su puesto.
Al vernos se sonrió tristemente. Fuimos a buscar unos almohadones a la parte
opuesta de la caverna, y nos sentamos al lado de Selim; en los grandes peligros se
siente una impresión inexplicable y aunque y o era muy niña, conocía que pesaba
sobre nuestras cabezas un grave desastre.
Alberto había oído contar, no a su padre, que jamás hablaba de ello, sino a sus
conocidos, los últimos momentos del visir de Janina; había leído varios párrafos
que los periódicos dedicaron a describir su muerte. Pero aquella historia, contada
por la hija del bajá, y aquel tierno acento, le infundían a la vez un encanto y un
horror inexplicables.
En cuanto a Hay dée, entregada a aquellos terribles recuerdos, había hecho
una pausa. Su frente, como una flor que se dobla en un día de tempestad,
descansaba sobre su mano, y sus ojos, perdidos vagamente, parecían ver en el
horizonte las montañas y las aguas azules del lago de Janina, espejo mágico que
reflejaba el sombrío cuadro que describía.
Montecristo la miraba con una inefable expresión de interés y de piedad.
—Continúa, hija mía —le dijo en griego.
Hay dée levantó su frente, como si las sonoras palabras que acababa de
pronunciar Montecristo la hubiesen sacado de un sueño, y replicó:
—Eran las cuatro de la tarde. Pero, aunque el día estaba diáfano y brillante,
nos hallábamos sumergidos en la sombra del subterráneo.
» Un solo resplandor brillaba en la caverna, semejante a una estrella en el
fondo de un cielo negro. Era la mecha de Selim.
» Mi madre era cristiana, y rezaba.
» Selim repetía de cuando en cuando estas alabanzas:
» —¡Dios es grande!
» Sin embargo, mi madre tenía alguna desconfianza.
» Al bajar había creído reconocer al francés que había sido enviado a
Constantinopla, y en el cual mi padre tenía toda su confianza, porque sabía que
los soldados del suelo francés son por lo general nobles y generosos.
» Avanzó hacia la escalera y se puso a escuchar.
» —Se acercan —dijo—, ¡con tal que traigan la paz y la vida!
» —¿Qué temes, Basiliki? —respondió Selim con su voz suave y fiera a la vez
—. Si no traen la vida, les daremos la muerte.
» Y atizaba la llama de su lanza con un ademán que le hacía asemejarse al
Diony sos de la antigua Creta.
» Pero y o, que no era más que una pobre niña, tenía miedo de aquel valor,
que me parecía feroz e insensato, y me asustaba aquella muerte espantosa en el
aire y en las llamas.
» Mi madre sufría las mismas impresiones, porque la veía estremecerse.
» —¡Dios mío! ¡Dios mío!, mamá —exclamé—. ¿Vamos a morir?
» Y al oír esto, el llanto y los lamentos de las esclavas subieron de punto.
» —Hija mía —dijo Basiliki—. ¡Dios le preserve de llegar a desear esta
muerte que tanto temes hoy !
» Y después dijo en voz baja:
» —Selim, ¿cuál es la orden de tu señor?
» —Si me manda su puñal, es que el Sultán se niega a perdonarle, y prendo
fuego. Si me manda su anillo, es que el Sultán le perdona, y apago la mecha.
» —Amigo —díjole mi madre—, cuando llegue la orden de tu amo, si te
envía el puñal, en lugar de matarnos a las dos con esa muerte que nos espanta, te
presentaremos el cuello y nos matarás antes con el mismo puñal.
» —Está bien, Basiliki —respondió tranquilamente Selim.
» De repente oímos unos fuertes gritos. Escuchamos. Eran gritos de alegría.
El nombre del francés que había sido enviado a Constantinopla resonaba repetido
por nuestros palicarios: Era evidente que traía la respuesta del sublime
emperador y que esta respuesta era favorable.
—¿Y no os acordáis de ese nombre? —dijo Morcef pronto a ay udar a la
narradora.
Montecristo le hizo una seña.
—No, no me acuerdo —respondió Hay dée—. El ruido aumentaba y
oy éronse pasos más cerca de nosotros. Bajaban la escalera del subterráneo.
Selim preparó su lama. Pronto apareció una sombra en el crepúsculo azulado que
formaban los ray os de luz al penetrar hasta la puerta de la cueva.
» —¿Quién eres? —gritó Selim—. Pero quienquiera que seas, no des un paso
más.
» —¡Gloria al Sultán! —dijo la sombra—. Se le ha concedido el perdón al
visir Alí, y no sólo puede vivir, sino que hay que devolverle su fortuna y sus
bienes.
» Mi madre profirió un grito de alegría y me estrechó contra su corazón.
» —¡Detente! —le dijo Selim al ver que se lanzaba y a para salir—. ¡Sabes
que necesito el anillo!
» —Es verdad —dijo mi madre, y cay ó de rodillas, levantándome hacia el
cielo, como si al mismo tiempo que rogaba a Dios por mí, quisiera levantarme
hacia él.
Hay dée se detuvo por segunda vez, vencida por una emoción tal, que su
frente pálida estaba bañada por el sudor, y su fatigada voz parecía incapaz de
salir de su garganta.
El conde de Montecristo llenó un vaso de agua helada y se lo presentó,
diciendo con una dulzura que dejaba traslucir una gran ternura:
—Valor, hija mía.
Hay dée enjugó sus ojos y su frente, y prosiguió:
—Durante este tiempo nuestros ojos, acostumbrados a la oscuridad, habían
reconocido al enviado del bajá. Era un amigo.
» Selim le había reconocido, pero el valeroso joven no sabía más que una
cosa: ¡Obedecer!
» —¿En nombre de quién vienes? —dijo.
» —Vengo en nombre de vuestro señor Alí-Tebelín.
» —¿Sabes lo que debes entregarme, si vienes en nombre de Alí?
» —Sí —dijo el enviado—, lo traigo su anillo.
» Al mismo tiempo levantó su mano sobre su cabeza, pero estábamos
demasiado lejos para conocer qué era lo que en ella tenía.
» —No veo lo que tienes ahí —dijo Selim.
» —Acércate —dijo el mensajero—, o me acercaré y o.
» —Ni uno ni otro —respondió el joven soldado—, deja en el sitio donde estás
el objeto que me muestras y retírate hasta que lo hay a visto.
» —De acuerdo —dijo el mensajero.
» Y después de haber colocado la señal de reconocimiento en el sitio
indicado, se retiró.
» Nuestro corazón palpitaba fuertemente, porque, en efecto, el objeto parecía
ser un anillo. Pero… ¿sería el de mi padre?
» Selim, siempre con su lanza en la mano y la mecha encendida, se dirigió a
la abertura, se inclinó radiante hacia el ray o de luz y recogió la señal.
» —¡El anillo del visir! —dijo besándolo—. ¡Dios es grande!
» Y agarró la mecha, la tiró contra el suelo y allí la apagó con el pie.
» El mensajero lanzó un grito de alegría y dio tres palmadas. Al oír esta señal,
cuatro soldados del seraskier Kourchid aparecieron en la puerta y Selim cay ó
atravesado de cinco puñaladas. Cada cual había dado la suy a.
» Y enseguida, ebrios de codicia, aunque pálidos de miedo, se precipitaron en
el subterráneo, buscando por todos los rincones y recogiendo sacos de oro.
» Entretanto, mi madre me cogió en sus brazos, y con toda la agilidad de que
era capaz, se precipitó hacia unas sinuosidades, llegó a una escalerilla falsa, en la
cual reinaba un tumulto espantoso.
» Las salas bajas estaban pobladas enteramente por los tehodoars de
Kourchid, es decir, por nuestros enemigos.
» Cuando mi madre iba a empujar la puertecita, oímos la terrible y
amenazadora voz de mi padre.
» Mi madre se asomó a las hendiduras de las planchas. Una abertura había
también delante de mis ojos y miré.
» —¿Qué queréis? —decía mi padre a unos hombres que tenían en la mano
un papel con caracteres dorados.
» —Queremos —respondió uno de ellos— comunicarte las órdenes de Su
Alteza ¿Ves esta firma?
» —La veo —dijo mi padre.
» —Pues bien, lee. Pide tu cabeza.
» Mi padre arrojó una carcajada más espantosa que una amenaza, y aún no
había cesado, cuando disparó dos pistoletazos matando a dos hombres.
» Los palicarios que se hallaban escondidos alrededor de mi padre se
levantaron a hicieron fuego. La sala se llenó de ruido, llamas y humo.
» Al momento empezó el fuego en la parte opuesta y las balas agujerearon
los tabiques alrededor de nosotras.
» ¡Oh! ¡Cuán bello y majestuoso estaba el visir Alí-Tebelín, mi padre, en
medio de las balas, con la cimitarra empuñada, y el rostro ennegrecido por la
pólvora! ¡Cómo huían sus enemigos!
» —¡Selim! ¡Selim!, guardián del fuego, ¡cumple con tu deber!
» —¡Selim ha muerto! —respondió una voz sorda que parecía salir delas
profundidades del quiosco—, y tú, Alí, estás perdido.
» Al mismo tiempo se oy ó una detonación sorda, y un tabique voló en mil
pedazos alrededor de mi padre.
» Sin embargo, no estaba herido.
» Los tehodoars tiraban por las aberturas de los tabiques. Tres o cuatro
palicarios cay eron mortalmente heridos.
» Mi padre rugía como un león. Introdujo sus dedos por los agujeros de las
balas y arrancó una tabla entera, dejando un hueco bastante grande para poder
huir, como pensaba.
» Sin embargo, al mismo tiempo, estallaron veinte tiros por esta abertura, y
las llamas, que salían como de un volcán, llegaron hasta los arabescos del techo.
» En medio de todo este espantoso tumulto, en medio de estos gritos terribles,
dos de ellos más fuertes que los demás, dos de ellos más desgarradores que todos,
me helaron de espanto.
» Aquella última explosión hirió mortalmente a mi padre y él fue quien lanzó
los dos gritos.
» No obstante, había permanecido en pie y habíase agarrado a una ventana.
Mi madre sacudía la puerta para ir a morir con él, pero la puerta estaba cerrada
por dentro.
» A su alrededor los palicarios luchaban con las convulsiones de la agonía.
Dos o tres que no estaban heridos se lanzaron por las ventanas.
» Al mismo tiempo, el pavimento se estremeció, mi padre cay ó sobre una
rodilla. Al punto se extendieron hacia él veinte brazos, armados de sables, pistolas
y puñales, a hirieron a la vez a un solo hombre, y mi padre desapareció en un
torbellino de fuego, atizado por aquellos demonios rugientes, como si el infierno
se hubiera abierto a sus pies.
» Yo caí al suelo. Mi madre también se había desmay ado.
Hay dée dejó caer sus brazos, lanzando un gemido y mirando al conde como
para preguntarle si estaba satisfecho de su obediencia.
El conde se levantó, se dirigió a ella, le cogió una mano y le dijo en griego:
—Descansa, hija mía, y recobra un poco de valor pensando que hay un Dios
que castiga a los traidores.
—Es una historia espantosa, conde —repuso Alberto asustado de la palidez de
Hay dée—, y ahora me echo en cara el haber sido tan cruelmente indiscreto.
—Eso no es nada —respondió Montecristo, y poniendo su mano sobre la
cabeza de la joven, continuó—, Hay dée es una valerosa mujer; algunas veces ha
encontrado alivio a sus males hablando de sus dolores.
—Porque mis dolores me recuerdan tus beneficios, señor —dijo vivamente la
joven.
Alberto le dirigió una mirada de curiosidad, porque aún no le había contado lo
que deseaba saber, es decir, cómo había llegado a ser esclava del conde.
Hay dée vio expresado el mismo deseo en las miradas del conde y en las de
Alberto y continuó:
—Al recobrar mi madre los sentidos, nos hallábamos delante del seraskier.
» —Matadme —dijo—, pero respetad el honor de la viuda de Alí-Tebelín.
» —No es a mí a quien tienes que dirigirte —dijo Kourchid.
» —¿A quién, pues?
» —Al nuevo amo.
» —¿Quién es?
» —Mírale ahí.
» Y Kourchid nos mostró uno de los que habían contribuido más a la muerte
de mi padre —continuó la joven con cólera sombría.
—Luego —preguntó Alberto—, ¿fuisteis esclavas de aquel hombre?
—No —respondió Hay dée—, no se atrevió a quedarse con nosotras, nos
vendió a unos mercaderes de esclavos que iban a Constantinopla. Atravesamos
Grecia y llegamos moribundas a la Puerta Imperial, atestada de curiosos que se
hacían a un lado para dejarnos pasar, cuando de repente mi madre siguió con la
vista la dirección de sus miradas, lanzó un grito y cay ó, mostrándome una cabeza
que había encima de la Puerta. Debajo de esta cabeza estaban escritas estas
palabras:
« Esta es la cabeza de Alí-Tebelín, bajá de Janina» .
Yo me eché a llorar, procuré levantar a mi madre, pero estaba muerta.
Me condujeron al bazar. Un armenio rico me compró, me instruy ó, me dio
maestros, y cuando tuve trece años me vendió al sultán Mahmud.
—Al cual —dijo Montecristo— y o la compré, como os he dicho, Alberto, por
la esmeralda compañera de la que me sirve para guardar mis pastillas de hachís.
—¡Oh! ¡Tú eres bueno! ¡Tú eres grande!, señor —dijo Hay dée besando la
mano de Montecristo—, y y o soy feliz al pertenecerte.
Alberto estaba absorto. Apenas podía dar crédito a lo que acababa de oír.
—Acabad vuestra taza de té —le dijo el conde—, pues la historia ha
concluido.
Capítulo XXV
El saber de Yanina
Retrocedamos un poco.
Franz había salido del cuarto de Noirtier tan aterrado, que la misma
Valentina tuvo piedad de él.
Villefort, que sólo había articulado algunas palabras incoherentes y que había
salido de su despacho, recibió dos horas después la siguiente carta.
« Después de las revelaciones de esta mañana, no podrá suponer el señor
Noirtier de Villefort que sea posible una alianza entre su familia y la del señor
Franz d’Epinay, que se horroriza al pensar que el señor de Villefort, que parecía
conocer los acontecimientos contados esta mañana, no le hay a avisado antes» .
El que hubiese visto en este momento al procurador, abatido por el golpe, no
hubiese pensado lo que preveía. En efecto, nunca hubiera creído que su padre
llevaría la franqueza, más bien la rudeza, hasta contar semejante historia. Es
cierto que el señor Noirtier nunca se había ocupado de aclarar este hecho a los
ojos de su hijo, y éste había creído siempre que el general Quesnel, o el barón
d’Epinay, había muerto asesinado y no en un duelo leal como se le había
demostrado.
Esta carta tan dura de un joven hasta entonces tan respetuoso era mortal para
el orgullo de un hombre como Villefort.
Apenas acababa de entrar en su despacho cuando entró en él también su
mujer.
La salida de Franz, llamado por el señor Noirtier, había asombrado de tal
modo a todo el mundo, que la posición de la señora de Villefort, que se quedó sola
con el notario y los testigos, era cada vez más embarazosa. Entonces la señora de
Villefort tomó un partido y salió anunciando que iba a ver lo que ocurría.
El señor de Villefort se contentó con decirle que, a consecuencia de una
discusión entre él, el señor Noirtier y el señor d’Epinay, el casamiento de
Valentina con Franz se había desbaratado.
Difícil era comunicar esto a los que esperaban. Así, pues, la señora de
Villefort, al entrar, se contentó con decir que el señor Noirtier tuvo al comienzo
de la conversación un ataque apopléjico, y que por esta razón el contrato se
dilataba, naturalmente, para después de algunos días.
Esta noticia, aunque era falsa, causó tal extrañeza después de las dos
desgracias del mismo género, que los testigos se miraron asombrados y se
retiraron sin decir una palabra.
Entretanto, Valentina, feliz y espantada a la vez, después de haber abrazado y
dado gracias al débil anciano que acababa de romper de un solo golpe una
cadena que ella miraba como indisoluble, pidió que la dejasen retirarse a su
cuarto, y Noirtier le concedió permiso para ello.
Pero, en lugar de subir a su cuarto, Valentina entró en el corredor, y saliendo
por la puertecita, se lanzó hacia el jardín. En medio de todos los acontecimientos
que acababan de sucederse unos a otros, un terror sordo había oprimido
constantemente su corazón. Esperaba de un momento a otro ver aparecer a
Morrel pálido y amenazador como el aire de Ravenswod en el contrato de Lucía
de Lammermoor.
En efecto, era tiempo de que llegase a la reja Maximiliano, que había
sospechado lo que iba a ocurrir al ver a Franz salir del cementerio con el señor de
Villefort. Le había seguido, después de haberle visto salir y entrar de nuevo con
Alberto y Château-Renaud. Para él y a no había duda. Se dirigió a su huerta
preparado a cualquier evento, y seguro de que en su primer momento de
libertad, Valentina correría en su busca.
No se había engañado Morrel. Con los ojos arrimados a las tablas de la valla,
vio aparecer, en efecto, a la joven que, sin tomar ninguna de las acostumbradas
precauciones, corría hacia donde él se encontraba.
A la primera ojeada que le dirigió Maximiliano se tranquilizó. A la primera
palabra que pronunció ella, saltó de alegría.
—¡Salvados! —dijo Valentina.
—¡Salvados! —repitió Morrel, no pudiendo creer en semejante felicidad—.
¿Salvados, por quién?
—Por mi abuelo. ¡Oh! ¡Amadle mucho, Morrel!
Morrel juró amar al anciano con toda su alma, y este juramento lo
pronunciaba con un placer tanto may or, cuanto que desde aquel instante no sólo
le amaba como a su amigo, sino que le adoraba como a un dios.
—Pero ¿cómo es posible? —preguntó Morrel—. ¿De qué medios se ha valido?
Valentina iba a abrir la boca para contárselo todo, pero se acordó de que
había en el fondo de todo aquello un terrible secreto que no pertenecía sólo a su
abuelo.
—Más tarde —dijo— os lo contaré todo.
—¿Pero cuándo?
—Cuando sea vuestra mujer.
Esto era poner la conversación en un estado en que Morrel accedía gustoso a
todo cuanto le pedía Valentina. Dijo para sí que bastante era para un día lo que
acababa de saber, pero no consintió en retirarse sino después de haber exigido la
promesa de que vería a Valentina al día siguiente por la noche.
Esta prometió hacer lo que él quisiera.
Todo había cambiado a sus ojos, y seguramente le era menos difícil creer
ahora que se casaría con Maximiliano, que convencerse una hora antes que no se
casaría con Franz…
Durante este tiempo, la señora de Villefort había subido al cuarto del señor
Noirtier, que la miró con aquellos ojos sombríos y severos con que acostumbraba
hacerlo.
—Caballero —le dijo ella—, no necesito comunicaros que el casamiento de
Valentina se ha desbaratado, puesto que aquí es donde ha tenido lugar este acto.
Noirtier permaneció inmóvil.
—Pero —continuó la señora de Villefort— lo que vos no sabéis es que y o
siempre me había opuesto a tal enlace y que éste se iba a celebrar a pesar mío.
Noirtier miró a su nuera como pidiéndole una explicación.
—Ahora que se ha deshecho ese matrimonio, por el cual y o sabía la
repugnancia que sentíais, voy a dar un paso que no podrían dar el señor de
Villefort ni su hija.
Los ojos de Noirtier preguntaron qué pasó era éste.
—Vengo a suplicaros —continuó la señora de Villefort—, como la única que
tiene derecho a hacerlo, porque no reportaré utilidad alguna de ello. Vengo a
suplicaros que devolváis la herencia a vuestra nieta.
Los ojos de Noirtier permanecieron un instante inciertos. Evidentemente
buscaba los motivos de este paso y no podía hallarlos.
—¿Puedo esperar, caballero, que vuestras intenciones estén en armonía con
la súplica que vengo a haceros?
—Sí —indicó Noirtier.
—Entonces me retiro feliz y llena de reconocimiento hacia vos.
Y saludando al señor Noirtier se retiró.
En efecto, al día siguiente mandó Noirtier llamar a un notario. Se rompió el
primer testamento y redactóse otro nuevo, en el que dejó todos sus bienes a
Valentina, bajo las condiciones de que no la separarían de él.
Algunas personas calcularon entonces que la señorita de Villefort, heredera
del marqués y de la marquesa de Saint-Merán, y amada de su abuelo, tendría
algún día trescientas mil libras de renta.
Mientras en casa de los Villefort se rompía este casamiento, el conde de
Morcef recibió la visita del de Montecristo, y para mostrar sus deseos de
complacer a Danglars, se vistió su uniforme de gala de teniente coronel con todas
sus cruces, y pidió sus mejores caballos.
Luego se dirigió a la calle de Chaussée d’Antin y se hizo anunciar a Danglars,
que en aquel momento estaba efectuando sus pagos de fin de mes. No era éste el
momento más a propósito para encontrar a Danglars en su mejor humor.
Así, pues, al ver a su antiguo amigo, Danglars tomó su aire majestuoso y se
repantigó en su sillón.
Morcef, tan grave por lo general, había afectado al contrario un aire risueño
y afable. De consiguiente, seguro como estaba de que su primera frase
produciría una buena acogida, no hizo más cumplidos, y fue derecho al asunto.
—Barón —dijo—, aquí me tenéis. Mucho tiempo ha que no hemos hablado
acerca de la palabra que mutuamente nos dimos…
Morcef esperaba que se alegrase la fisonomía del banquero al oír estas
palabras, pero, al contrario, volvióse casi más impasible y frío que antes.
Por esto Morcef se detuvo en medio de su frase.
—¿Qué palabra, señor conde? —preguntó el banquero, como si buscase en su
imaginación la explicación de lo que el general quería decir.
—¡Oh! —dijo el conde—, vos sois formalista, señor mío, y me recordáis que
el ceremonial debe hacerse en toda regla. Disculpadme, ¡qué diantre!
Perdonadme, como no tengo más que un hijo, y es la primera vez que pienso
casarle, estoy aún en el aprendizaje. Vay a…, veamos ahora.
Y Morcef, con una sonrisa forzada, se levantó, hizo una profunda reverencia
a Danglars, y le dijo:
—Tengo el honor, señor barón, de pediros la mano de la señorita Danglars,
vuestra hija, para mi hijo, el vizconde Alberto de Morcef.
Pero Danglars, en vez de acoger estas palabras como un favor que Morcef
podía esperar de él, frunció las cejas y sin invitar al conde a volverse a sentar,
repuso:
—Señor conde, antes de responderos, tengo necesidad de reflexionar.
—¡De reflexionar! —repuso Morcef cada vez más asombrado—. ¿No habéis
tenido tiempo todavía de reflexionar después de ocho años que hablamos de ese
casamiento por vez primera?
—Señor conde, todos los días están sucediendo cosas que hacen que se
renueven las reflexiones.
—¿Pues cómo? —preguntó Morcef—, no os comprendo, barón.
—Me refiero, caballero, a que hace quince días, nuevas circunstancias…
—Permitid —dijo Morcef—, ¿es eso una comedia o no lo es?, quisiera
saberlo.
—¿Cómo, una comedia?
—Sí, pongamos las cartas boca arriba.
—No os pido otra cosa.
—¿Habéis visto a Montecristo?
—Le veo muy a menudo —dijo Danglars con petulancia—. Es uno de mis
amigos.
—¡Pues bien! Una de las últimas veces que le habéis visto, le dijisteis que y o
era un olvidadizo, y que no acababa de tomar una resolución respecto a la boda.
—Es cierto.
—¡Pues bien! Yo no soy olvidadizo ni me falta resolución, bien lo veis, puesto
que vengo a recordaros vuestra promesa.
Danglars no respondió.
—¿Habéis mudado tan pronto de parecer? —añadió Morcef—. ¿O no habéis
provocado esta demanda sino por el placer de humillarme?
Danglars comprendió que si continuaba la conversación en el tono en que la
había emprendido, la cosa no sería muy provechosa para él.
—Señor conde —dijo—, debéis estar sorprendido de mi reserva. Lo
comprendo, y o soy el primero en lamentarlo, pero creed que no puedo menos de
obrar así, porque circunstancias imperiosas me lo ordenan.
—Esas son disculpas, mi querido amigo —dijo el conde—, con las que se
podría contentar un cualquiera, pero el conde de Morcef no es un cualquiera. Y
cuando un hombre como él viene a buscar a otro hombre, le recuerda la palabra
dada, y cuando este hombre falta a su palabra, tiene derecho a exigir que le den
otra razón más convincente.
Danglars era cobarde, pero no quería aparentarlo. Afectó picarse del tono
que tomaba Morcef y dijo:
—No me faltan razones de peso.
—¿Qué vais a decirme?
—Que tengo una razón que os convencería, pero es difícil decirla.
—Sin embargo, vos conocéis —dijo Morcef— que y o no puedo contentarme
con vuestras razones y lo único que veo más claro en todo esto es que rechazáis
mi alianza.
—No, señor —dijo Danglars—; suspendo mi resolución, que es diferente.
—¡Pero no creo que supondréis que y o me he de someter a vuestros
caprichos, hasta el punto de esperar tranquila y humildemente que os dé la gana
resolveros!
—Entonces, señor conde, si no podéis esperar, consideremos nuestros
proy ectos como nulos.
El conde se mordió los labios hasta saltársele la sangre, y sufría en no poder
dar rienda suelta a su furor. No obstante, comprendiendo que en tales
circunstancias el ridículo estaría de su parte, y a había empezado a acercarse a la
puerta del salón, cuando reflexionando, volvió sobre sus pasos.
Por su frente acababa de cruzar una nube, dejando en lugar del orgullo
ofendido, las huellas de una vaga inquietud.
—Veamos —dijo—, mi querido Danglars, nosotros nos conocemos desde
hace muchos años y por consiguiente debemos tener algunas consideraciones
uno con otro. Vos me debéis una explicación, y quiero saber al menos la causa de
esta ruptura entre nosotros. ¿Sería mi hijo el que…?
—No se trata de una cuestión personal del vizconde, esto es cuanto puedo
deciros, caballero —respondió Danglars con más ironía cada vez.
—¿Y de quién es personal entonces? —preguntó con voz alterada Morcef,
cuy a frente se cubría de palidez.
Danglars, que espiaba todos sus movimientos, no dejó de notar estos síntomas
y clavó en él una mirada más tranquila y penetrante que las demás.
—Dadme gracia porque no soy más explícito —dijo.
Un temblor nervioso, que sin duda provenía de una cólera contenida, agitaba
a Morcef.
—Tengo derecho —respondió, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo— a
exigir que os expliquéis. ¿Tenéis algo contra la señora de Morcef? ¿Es acaso
porque mi fortuna no es tan considerable como la vuestra? ¿Es porque mis
opiniones son contrarias a las vuestras…?
—Nada de eso, caballero —dijo Danglars—, ello sería imperdonable, porque
y o me comprometí sabiendo todo eso. No; no tratéis de indagar, me avergüenzo
y o mismo de lo que está ocurriendo. Nada, tomemos el término medio de la
dilación, que no es ni un rompimiento ni un compromiso. No hay tanta prisa, ¡qué
demonio! Mi hija tiene diecisiete años, y vuestro hijo veintiuno. Durante el plazo,
el tiempo mismo os dirá las razones que me impulsan a obrar así. Las cosas que
un día le parecen a uno oscuras, al siguiente están claras como el agua. Hay
veces en que las calumnias…
—¿Calumnias habéis dicho, caballero? —exclamó Morcef poniéndose lívido
—. ¿Me han calumniado a mí?
—Señor conde, no entremos en explicaciones, os lo suplico.
—De modo, caballero, que debo aguantar tranquilamente esa negativa…
—Penosa para mí sobre todo, caballero, sí, más penosa que para vos, porque
y o contaba con el honor de vuestra alianza, y un casamiento desbaratado causa
siempre más perjuicio a ella que a él.
—Está bien, caballero, no hablemos más —dijo Morcef.
Y arrojando sus guantes con rabia salió de la habitación.
Danglars recordó que aquélla era la primera vez que retiraba su palabra,
sobre todo, habiéndosela dado a Morcef.
Aquella noche hubo una larga conferencia con muchos amigos, y el señor
Cavalcanti, que había estado constantemente en el saloncito de las señoras, salió
el último de casa del banquero.
Al despertarse al día siguiente, Danglars pidió los periódicos. Al punto se los
trajeron. Separó tres o cuatro y tomó El Imparcial.
Este era el periódico del que Beauchamp era el redactor principal.
Rompió rápidamente la cubierta, lo abrió con una precipitación nerviosa, pasó
desdeñosamente la vista por el artículo de fondo, y habiendo llegado a las noticias
varias, se detuvo con una sonrisa diabólica en un párrafo que comenzaba de esta
suerte:
« Nos escriben de Janina…»
—Bien, bien —dijo después de haberlo leído—, aquí tengo un parrafito
acerca del coronel Fernando, que según toda probabilidad me ahorrará el tener
que dar explicaciones al señor conde de Morcef.
Casi al mismo tiempo que ocurría esta escena, es decir, hacia las diez de la
mañana, Alberto de Morcef, vestido de negro, con su frac abrochado hasta el
cuello, el paso agitado y grave el semblante, se presentaba en la casa de los
Campos Elíseos.
—El señor conde acaba de salir hace media hora —dijo el portero.
—¿Le ha acompañado Bautista? —preguntó Morcef.
—No, señor vizconde.
—Llamadle, pues quiero hablarle.
El portero fue a buscar al ay uda de cámara y al instante volvió con él.
—Amigo mío, os pido perdón por mi indiscreción —dijo Alberto—, pero he
querido preguntaros a vos mismo si era cierto que vuestro amo había salido.
—Sí, señor —respondió Bautista.
—¿Para mí también?
—Yo sé cuánto gusta mi amo de recibiros, y me guardaría muy bien de
incluiros en una medida general, pero ha salido.
—Tienes razón, porque tenía que hablarle de un asunto grave. ¿Crees tú que
tardará mucho en volver?
—No, porque ha dicho que tenga preparado su almuerzo para las diez.
—Bien, voy a dar una vuelta por los Campos Elíseos y a las diez estaré aquí.
Si el señor conde vuelve antes, suplícale que me espere.
—Podéis estar seguro, descuidad.
Alberto dejó a la puerta del conde el cabriolé de alquiler en que había venido.
Al pasar por delante del Paseo de las Viudas crey ó reconocer los caballos del
conde esperando a la puerta de tiro de Gosset. Acercóse y después de haber
reconocido los caballos, reconoció al cochero.
—¡Hola! ¿Está en el tiro el señor conde? —preguntó Morcef a aquél.
—Sí, señor —respondió el cochero.
En efecto, y a había oído Alberto muchos tiros regulares desde que se iba
aproximando a aquel sitio. Entró. En el jardín se encontraba el mozo.
—Perdonad —dijo—, pero el señor vizconde tendrá la bondad de esperar un
instante.
—¿Por qué, Felipe? —preguntó Alberto, que, a fuerza de parroquiano de
aquel tiro, se admiraba de que no le dejasen entrar.
—Porque la persona que se ejercita en este momento toma el tiro para él solo
y nunca tira delante de nadie.
—¿Ni siquiera delante de vos, Felipe?
—Bien veis, caballero, que estoy a la puerta de mi morada.
—¿Y quién le carga las pistolas?
—Su criado.
—¿Un nubio?
—Un negro.
—Eso es.
—¿Conocéis a ese señor?
—Vengo a buscarle; es amigo mío.
—¡Oh!, entonces eso es otra cosa, voy a pasarle recado.
Y Felipe, llevado también de su curiosidad, entró en el tiro.
Un segundo después apareció Montecristo junto a la puerta por donde salió
Felipe.
—Perdonad que os hay a perseguido hasta aquí, mi querido conde —dijo
Alberto—, pero empiezo por deciros que nadie más que y o tiene la culpa. Me
presenté en vuestra casa, me dijeron que habíais salido, pero que volveríais a las
diez para almorzar. Yo me paseé a mi vez esperando que fuesen las diez, y
mientras estaba paseando vi vuestros caballos y vuestro carruaje.
—Eso me hace creer que almorzaremos juntos.
—Muchas gracias, no se trata de almorzar ahora. Tal vez almorzaremos más
tarde, pero en mala compañía, ¡voto a…!
—¿Qué diablos me estáis contando?
—Querido, me bato hoy mismo.
—¡Vos! ¿Qué me decís?
—¡Que voy a batirme en duelo!
—Sí, lo entiendo. ¿Pero por qué? Uno se bate por mil cosas, y a
comprenderéis.
—Por el honor.
—¡Ah!, eso es más grave de lo que imaginaba.
—Tan grave que vengo a pediros un favor.
—¿Cuál?
—El de que seáis mi padrino.
—Entonces, eso es todavía más grave. No hablemos más de esto y volvamos
a casa. Dame agua, Alí. El conde se subió las mangas de su camisa, y pasó al
vestíbulo que precede a los tiros y donde los tiradores solían lavarse las manos.
—Entrad, señor vizconde —dijo Felipe en voz baja—. Veréis algo bueno.
Morcef entró. En lugar de hitos, la tabla estaba llena de cartas.
De lejos, Morcef crey ó que era un juego completo. Había desde el as hasta
el diez.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Alberto—. ¿A qué jugáis?
—¡Psch! —dijo el conde—, estaba terminando una jugada.
—¿Cómo?
—Sí, como veis no había más que ases y doses, pero mis balas han hechos
treses, cincos, sietes, ochos, nueves y dieces. Alberto se acercó.
En efecto, las balas, con líneas perfectamente exactas y distancias iguales,
habían reemplazado los signos ausentes, agujereando el cartón en el sitio en que
debiera estar pintado.
Al dirigirse a la plancha, Morcef recogió también dos o tres golondrinas que
habían tenido la imprudencia de pasar por delante del conde y que éste mató
implacablemente.
—¡Diablo! —exclamó Morcef.
—¿Qué queréis?, mi querido vizconde —dijo Montecristo enjugándose las
manos en una finísima toalla que le trajo Alí—, en algo he de consumir mis ratos
de ocio. Pero vámonos, os espero. Ambos subieron al carruaje de Montecristo,
que los condujo en pocos instantes a la casa número 30. Montecristo condujo a
Morcef a su gabinete, y le mostró un sillón. Ambos se sentaron.
—Ahora hablemos con toda calma y sosiego —dijo el conde.
—Bien veis que estoy perfectamente tranquilo.
—¿Con quién vais a batiros?
—Con Beauchamp.
—¿Uno de vuestros amigos?
—Con los amigos es con los que se bate uno siempre.
—Dadme al menos una razón.
—Tengo una.
—¿Qué os ha hecho?
—En su periódico de ay er hay … pero no, leed vos.
Alberto mostró a Montecristo un periódico en que se leían estas palabras:
La limonada
La mano de Dios
Capítulo I
La acusación
Elenseguida
señor d’Avrigny hizo que el magistrado, que parecía cadáver, recobrara
el conocimiento.
—¡Ah! ¡La muerte se ha apoderado de mi casa! —dijo el señor de Villefort.
—Decid más bien el crimen —respondió el doctor.
—¡Señor d’Avrigny ! —gritó Villefort—, no puedo expresar lo que pasa por mí
en este instante, no sé si es miedo, pesar o locura.
—Sí, lo creo —respondió d’Avrigny con calma—, pero me parece que es
tiempo de obrar, es tiempo de que opongamos un dique a ese torrente de
mortalidad. En cuanto a mí, me siento incapaz de guardar por más tiempo este
secreto, si no es con la esperanza de vengar muy pronto a la sociedad y a las
víctimas.
Villefort lanzó en derredor suy o una mirada sombría y murmuró:
—En mi casa —murmuró—, en mi casa.
—Vamos, magistrado —dijo d’Avrigny —, sed hombre. Intérprete de la ley,
honraos a vos mismo por medio de una inmolación completa.
—¡Me hacéis estremecer, doctor! ¿Una inmolación?
—Ya lo he dicho.
—¿Sospecháis, pues, que alguien…?
—No sospecho de nadie. La muerte llama a vuestra puerta y va, no ciega,
sino inteligente, de cuarto en cuarto, escogiendo sus víctimas. Y bien, sigo sus
pasos, adopto la prudencia de los antiguos. Busco por todas partes, porque mi
cariño para vos y el respeto a vuestra familia es una doble venda que cubre mis
ojos…
—¡Oh!, hablad, hablad, doctor, tendré valor…
—Pues bien, señor, tenéis en vuestra casa, tal vez en el seno de vuestra
familia, uno de esos fenómenos espantosos que aparecen una vez cada siglo.
Locusta y Agripina, viviendo al mismo tiempo, son una excepción, que prueba el
furor con que la Providencia quiso perder de una vez al Imperio romano,
manchado con tantos crímenes. Brunequilda y Fredegunda son los resultados del
trabajo de una civilización complicada, en la que el hombre aprende a dominar
al espíritu por medio del enviado de las tinieblas. Todas estas mujeres habían sido
o eran aún hermosas. En su frente había florecido o florecía aún aquella
inocencia que se percibe también en la culpable que tenéis en vuestra casa.
Villefort lanzó un agudo grito, juntó sus manos y miró al doctor con ademán
suplicante. Este prosiguió:
—Indaga a quién aprovecha el crimen, dice un axioma de jurisprudencia.
—¡Doctor! ¡Desdichado doctor! —exclamó Villefort—. ¡Cuántas veces la
justicia de los hombres se ha equivocado debido a esas funestas palabras! Lo
ignoro, pero creo que este crimen…
—¡Ah! ¿Confesáis que el crimen existe?
—Sí. Lo reconozco, es preciso. Pero dejadme continuar. Me parece que este
crimen recae sobre mí y no sobre las víctimas. Sospecho algún desastre para mí
en medio de todo esto.
—¡Oh, hombre! —murmuró d’Avrigny —, el más egoísta de todos los
animales, la más personal de todas las criaturas, que crees siempre que la tierra
se mueve, que el sol brilla y que la muerte siega solamente para ti. Hormiga
maldiciendo a Dios desde el tallo de una hierbecilla. Y los que han perdido la
vida, ¿nada perdieron? El señor y la señora de Saint-Merán, el señor Noirtier…
—¿Cómo el señor Noirtier?
—Sí. ¿Creéis por ventura que fue al desgraciado criado al que quisieron
envenenar? No, no; como el Polonio de Shakespeare, ha muerto por otro. El señor
Noirtier debía beber la limonada y la bebió según el orden lógico de las cosas. El
otro sólo la tomó por casualidad y aunque Barrois es el muerto, el señor Noirtier
era el que debía morir.
—Pero ¿cómo no ha sucumbido mi padre?
—Ya os lo dije una tarde en el jardín después de la muerte de la señora de
Saint-Merán: porque su cuerpo está acostumbrado a ese veneno. Porque la dosis
insignificante para él, es mortal para cualquier otro. En fin, porque nadie sabe, ni
aun el asesino, que desde hace un año estoy combatiendo con la nuez de San
Ignacio la parálisis del señor Noirtier, mientras que el asesino no ignora que es un
veneno sumamente activo.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Villefort.
—Seguid los pasos del criminal. Este mata al señor de Saint-Merán.
—¡Oh! ¡Doctor!
—Lo juraría. Lo que se me ha dicho sobre los síntomas está de acuerdo con
lo que y o he visto.
Villefort dejó de contradecir y lanzó un gemido sordo.
—Mata al señor de Saint-Merán —repitió el doctor—, asesina también a la
señora de Saint-Merán. El fruto debe ser una herencia doble.
Villefort enjuga el copioso sudor de su frente.
—Escuchad atentamente.
—¡Desdichado de mí! No pierdo una sola palabra.
—El señor Noirtier —siguió con su tono despiadado— había intentado, antes
de ahora, perjudicaros tanto a vos como a vuestra familia, dejando sus bienes a
los pobres. Nada se espera de él, y esto le salva. Pero no bien ha destruido su
principal testamento, no bien ha hecho el segundo, cuando de miedo que haga un
tercero. Su testamento es de anteay er, creo; veis que no han perdido el tiempo.
—¡Oh, piedad, señor d’Avrigny !
—Nada de piedad, señor. El médico tiene una misión sagrada sobre la tierra,
y para cumplirla debidamente es preciso que se remonte hasta el principio de la
vida y baje hasta las tenebrosas regiones de la muerte. Cuando se ha cometido un
crimen, y Dios espantado sin duda aparta su vista del criminal, el médico debe
decir: ¡Vedle ahí!
—¡Gracia para mi hija! —dijo el señor de Villefort.
—¡Veis bien que vos, su padre mismo, la nombráis!
—¡Gracia por Valentina! Escuchad, es imposible. Mejor querría acusarme a
mí mismo. Valentina, un corazón tan puro, una azucena en la inocencia…
—No hay gracia, señor procurador del rey. El delito es evidente y manifiesto,
la señorita de Villefort ha empaquetado las medicinas que se enviaron al señor de
Saint-Merán, y él ha muerto. La señorita de Villefort preparó las tisanas que se
administraron a la señora de Saint-Merán, y ella murió. Recibió de las manos de
Barrois la botella de limonada que su abuelo toma todas las mañanas, y este
anciano ha escapado milagrosamente. Es culpable. Es una envenenadora. Señor
procurador del rey, cumplid con vuestro deber, y o os denuncio a la señorita de
Villefort.
—Doctor, no os resisto más; no me defiendo, pero por piedad, compadeceos
de mi vida, de mi honor.
—Hay circunstancias, señor de Villefort —respondió el médico—, en que y o
traspaso los límites de la imbécil circunspección humana. Si vuestra hija hubiese
cometido el primer crimen, y la viese prepararse para cometer el segundo, os
diría: advertidla, castigadla y que pase el resto de sus días en un convento, entre
la oración y las lágrimas. Si fuera su segundo crimen, os diría: señor de Villefort,
he aquí un veneno que no conoce la envenenadora. Un veneno para el que no
hay antídoto, pronto como el pensamiento, rápido como el relámpago, mortal
como el ray o. Dádselo, encomendad su alma a Dios. Salvad de este modo
vuestro honor y vuestra vida, porque se atenta contra ella y me parece verla y a
acercarse a vuestra cabecera con su hipócrita sonrisa y dulces exhortaciones.
¡Desgraciado si no herís el primero! He aquí lo que os diría, si solamente hubiese
asesinado a dos personas.
» Pero ha presenciado tres agonías, ha contemplado tres moribundos, se ha
arrodillado junto a tres cadáveres. Al verdugo la envenenadora, al verdugo. Me
habláis de vuestro honor, y y o os digo que la inmortalidad os espera.
Villefort cay ó de rodillas.
—Escuchad —dijo—, no tengo esa fuerza de ánimo que manifestáis y que
quizá no tendríais si se tratara de vuestra hija Magdalena.
El médico palideció.
—Doctor, todo hombre nacido de mujer ha venido al mundo para sufrir y
morir. Sufriré y esperaré la muerte.
—Cuidado —dijo d’Avrigny —, quizá sería lenta esa muerte…, la veríais
acercarse poco a poco, después de haberse llevado a vuestro padre, a vuestra
mujer, a vuestro hijo.
Villefort, casi sin conocimiento, apretó el brazo del doctor.
—Escuchadme —le dijo—, compadecedme y socorredme… Presentaos
ante un tribunal… No, mi hija no es culpable, os diría siempre… No es culpable,
no hay crimen en mi familia… No quiero…, ¿lo oís…?, no quiero que hay a un
crimen en ella, porque el crimen es como la muerte, jamás viene solo. ¿Qué os
importa que muera asesinado? ¿Sois mi amigo? ¿Sois hombre? ¿Tenéis valor…?
¡No; vos sois médico…! Pues bien, os aseguro que no seré y o el que entregue a
mi hija a manos del verdugo. ¡Ah!, ¡ved una idea que me devora, que cual un
insensato me impele a desgarrar con mis uñas mi pecho…! ¡Y si os engañaseis,
doctor, si otro que mi hija…! Si un día me presentase pálido como un espectro a
deciros… ¡Asesino! ¡Tú has muerto a mi hija…! Si esto sucediese, soy cristiano,
señor d’Avrigny, y sin embargo, os mataría.
—Bien —dijo el doctor, tras un silencio—, esperaré.
Villefort le miró como si dudase aún de sus palabras.
—Sólo que —continuó d’Avrigny, con voz lenta y solemne—, si cualquiera de
vuestra familia cae malo, si os sentís vos mismo atacado, no me llaméis, porque
no vendré. Quiero compartir con vos este secreto terrible, pero no quiero la
vergüenza y el remordimiento que destrozarían mi conciencia, porque estoy
seguro de que el crimen y la desgracia fructificarán en vuestra casa.
—¡Es decir, que me abandonáis, doctor!
—Sí, porque no puedo seguiros más lejos y me detengo al pie del cadalso.
Llegará el momento en que alguna otra revelación terrible ponga fin a ese
espantoso secreto. Adiós.
—Doctor, os ruego…
—Los horrores que manchan vuestra casa la hacen odiosa y fatal. Adiós.
—Una palabra, una sola palabra aún, doctor, me dejáis en una situación
espantosa que habéis aumentado con vuestras revelaciones. ¿Qué se dirá de la
muerte de este antiguo criado?
—Es verdad —dijo el doctor—, acompañadme.
Salió el primero y le siguió el señor de Villefort. Los demás criados,
impacientes, se hallaban en los corredores y escalera por donde debía pasar el
doctor.
—Señor —dijo d’Avrigny a Villefort, hablando recio, para que todos lo
oy esen—, el pobre Barrois llevaba una vida sedentaria hace algunos años,
después de estar acostumbrado a correr a caballo o en coche con su amo por las
cuatro partes de Europa, y el servicio monótono, junto a un sillón, ha concluido
con su existencia. La sangre ha aumentado, había plétora, le atacó un apoplejía
fulminante y me avisaron muy tarde. ¡Ah! —añadió—, tened cuidado de echar
al sumidero el vaso de violetas.
Y sin dar la mano a Villefort, sin hablar más, salió acompañado de las
lágrimas y lamentos de todas las personas de la casa.
Aquella misma noche todos los criados de Villefort se reunieron en la cocina,
hablaron detenidamente, resolvieron presentarse a la señora de Villefort y pedirle
permiso para abandonar su servicio. Nada les detuvo, ni aumento de salario, ni
nada, nada; a todo respondían:
—Queremos irnos, porque la muerte está rondando esta casa.
Se marcharon, pues, a pesar de los ruegos que les hicieron, no sin dar a
conocer con todo el sentimiento el dolor que les causaba dejar a tan buenos
amos, y sobre todo a la señorita Valentina, tan buena, tan bienhechora y tan
dulce.
A estas palabras Villefort miró fijamente a Valentina. Lloraba ésta, y, ¡cosa
extraña!, en medio de la emoción que le causaron estas lágrimas, al mirar a la
señora de Villefort, vio agitarse en sus labios una sonrisa fría y siniestra, que pasó
por sus delgados labios, como uno de esos meteoros siniestros que corren entre
dos nubes en una atmósfera tempestuosa.
Capítulo II
Laconmisma tarde del día en que el conde de Morcef salió de casa de Danglars
la vergüenza y la cólera que dejan adivinar la negativa del banquero, el
signor Andrés Cavalcanti, con el cabello rizado y lustroso, bigotes retorcidos y
guantes blancos, entró casi de pie en su faetón, en el zaguán del banquero, calle
de Chaussée d’Antin.
A los diez minutos de su llegada al salón, halló el medio de retirarse con
Danglars al hueco de una ventana, y allí, después de un preámbulo sumamente
diestro, le expuso los tormentos que sufría desde el viaje que emprendió su noble
padre. Desde aquel momento, decía, había hallado en la familia del banquero,
que le recibiera como a un hijo, toda la dicha que un hombre debe buscar antes
que la efímera satisfacción de un capricho, y en cuanto a la pasión, había tenido
la felicidad de leerla en los ojos de la señorita de Danglars. Escuchábale éste con
la may or atención. Hacía dos o tres días que esperaba esta declaración, y al oírla
se dilataron sus órbitas, que habían estado cubiertas y sombrías mientras
escuchaba a Morcef. Sin embargo, no dejó de hacer algunas concienzudas
observaciones al joven antes de acoger su proposición.
—Señor Cavalcanti —le dijo—, sois muy joven para pensar en casaros.
—¡Bah!, no, señor; al menos, a mí no me lo parece. En Italia los grandes
señores se casan generalmente muy jóvenes. Es una costumbre lógica. La vida
es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el momento en que se
presenta.
—Y bien, señor —replicó Danglars—, admitiendo que vuestras proposiciones,
que me honran ciertamente, gustasen del mismo modo a mi mujer y a mi hija,
¿con quién trataríamos la cuestión de intereses? Me parece es una cuestión
importante, y que tan sólo los padres saben tratar de un modo conveniente para la
dicha de sus hijos.
—Señor —respondió—, mi padre es un hombre de talento, lleno de prudencia
y moderación. Ha previsto el caso probable de que desease establecerme en
Francia, y me ha dejado al marchar, con los papeles que aseguran mi identidad,
una carta en la que me asegura, en el caso de que escoja una mujer que no tenga
motivo para que le disguste, ciento cincuenta mil libras de renta desde el día de
mi matrimonio. Lo que vendrá a ser, según cálculo, la cuarta parte de las suy as.
—Yo —dijo Danglars— he tenido siempre intención de dar a mi hija
quinientos mil francos de dote. Además, es mi única heredera.
—Ya veis, pues —dijo Cavalcanti—, que todo está arreglado. Suponiendo que
mi petición no sea desechada por la señora baronesa de Danglars, ni por la
señorita Eugenia, henos, pues, con ciento sesenta y cinco mil libras de renta.
Supongamos una cosa: que obtengo del marqués que en lugar de pagarme la
renta me dé el capital; esto no será fácil, desde luego, pero puede suceder; vos
haréis producir estos dos o tres millones, y dos o tres millones en manos hábiles
pueden dar el diez por ciento.
—Nunca tomo capitales más que al cuatro —dijo el banquero—, y algunas
veces al tres y medio, pero a mi y erno lo haré al cinco y partiremos los
beneficios.
—Perfectamente, querido suegro —dijo Cavalcanti, sin poder ocultar las
maneras algo vulgares que de vez en cuando se manifestaban, a pesar de sus
esfuerzos, y del barniz aristocrático con que procuraba encubrirlas. Pero
volviendo de pronto sobre sí, dijo—: Perdonad, señor; veis que solamente la
esperanza me vuelve loco. ¿Qué será la realidad?
—Pero —dijo Danglars, que por su parte no advirtió que esta conversación,
tan distinta en su principio, había tomado y a el cariz de un asunto de intereses—,
vuestro padre no puede rehusaros una parte de vuestra fortuna.
—¿Cuál? —preguntó el joven.
—La que procede de vuestra madre.
—Es verdad, la que procede de mi madre, Leonor Corsinari.
—¿Y a cuánto podrá ascender?
—Por vida mía —dijo Andrés—, os aseguro que nunca me he ocupado en
averiguarlo, pero creo que serán dos millones por lo menos.
Danglars experimentó aquella especie de sofocación causada por el placer y
que sienten el avaro, que encuentra un tesoro perdido, o el hombre que está para
ahogarse y halla bajo sus pies la tierra firme en lugar de la profundidad en que
creía iba a sumergirse.
—Y bien, señor —dijo Andrés, saludando afectuosamente al banquero—,
puedo esperar…
—Señor Andrés —respondió éste—, esperad, y creed que si no hay algún
obstáculo por parte vuestra que retarde la ejecución, es y a un negocio concluido.
—¡Ah! ¡Me llenáis de alegría! —dijo Andrés.
—¡Pero…! ¿Cómo es que el conde de Montecristo, vuestro padrino en este
mundo parisiense, no ha venido con vos al dar este paso?
Cavalcanti se sonrojó imperceptiblemente.
—Vengo de su casa —respondió—, es un hombre muy simpático, pero de
una originalidad inconcebible. Ha aprobado mi resolución, me ha dicho que no
dudaba un instante que mi padre me daría el capital en vez de la renta, pero me
ha dicho formalmente que no daría un paso en persona, y que no echaría sobre sí
la responsabilidad de hacer una petición matrimonial, añadiéndome que si alguna
vez había sentido tener esta repugnancia, era ahora que se trataba de mí y
cuando creía este matrimonio conveniente en todos conceptos. Por lo demás, no
quiere hacer nada oficialmente y se reserva responderos cuando le habléis.
—¡Ah!, ¡ah!, está bien.
—Ahora —repuso Andrés con una sonrisa encantadora— he concluido de
hablar al suegro y me dirijo al banquero.
—¿Qué queréis de él? Veamos —dijo a su vez sonriendo Danglars.
—Pasado mañana he de cobrar unos cuatro mil francos en vuestra caja, pero
el conde ha conocido que el mes que va a empezar me traerá quizá gastos para
los que no es bastante mi presupuesto de soltero, y he aquí un pagaré de veinte
mil francos, no diré que me ha dado, pero que me ha ofrecido. Está, como veis,
firmado por él. ¿Os conviene tomarlo?
—Traedme valor de un millón como éste y todos os los tomaré —dijo
Danglars metiendo en su bolsillo el pagaré—; decidme a qué hora queréis que
vay a mañana mi criado a vuestra casa con veinticuatro mil francos.
—A las diez, si queréis, lo más temprano, porque pienso ir al campo.
—Sea en buena hora. A las diez, fonda del Príncipe, ¿no es eso?
—Sí.
Al día siguiente, a las diez, los veinticuatro mil francos estaban en poder del
joven, puntualidad que hace honor al banquero. Andrés salió en seguida, dejando
doscientos francos para Caderousse. Su salida tenía por objeto el evitar
encontrarse con su peligroso amigo. Así que por la noche volvió muy tarde, pero
no bien puso el pie en la fonda cuando se le presentó el portero, que le esperaba
con la gorra en la mano.
—Señor —le dijo—, aquel hombre ha venido.
—¿Qué hombre? —preguntó con indiferencia Andrés, como si hubiese
olvidado a aquel a quien tenía demasiado presente.
—Aquel hombre a quien vuestra excelencia da esa pequeña renta.
—¡Ah!, sí, el antiguo criado de mi padre. Y bien, ¿le habéis entregado los
doscientos francos que dejé para él?
—Sí, excelencia —respondió, pues Andrés se hacía dar este tratamiento—.
Pero —continuó el portero— no ha querido tomarlos.
Cavalcanti palideció. Gracias a la oscuridad de la noche nadie se dio cuenta
de ello.
—¿Cómo? —dijo—, ¿no ha querido recibirlos?
Su voz estaba alterada.
—No. Quería hablar con su excelencia. Le dije que habíais salido, insistió,
pero finalmente se convenció y me entregó esta carta, que traía preparada.
—Veamos —dijo Andrés, y ley ó a la luz de la linterna de su faetón:
Sabes dónde vivo. Te espero en mi casa mañana a las nueve.
Andrés examinó el sello por si había sido abierta, y algún indiscreto había
visto el contenido de la carta. Pero la había cerrado de tal modo, y con tales
pliegues y dobleces, que para leerla hubiera sido necesario romper el sello y éste
estaba intacto.
—Muy bien —dijo—, pobrecito. Es un buen hombre.
Dejando al portero edificado con estas palabras, y sin saber a quién admirar
más, si al joven amo o al viejo criado.
—Desengancha y sube —dijo Andrés a su jockey.
El joven subió en dos saltos a su cuarto, quemó la carta de Caderousse y echó
al aire las cenizas. Al acabar esta operación entró el criado.
—Tienes mi estatura, ¿verdad, Pedro?
—Tengo esa honra.
Debes tener una librea nueva que lo trajeron ay er.
—Sí, señor.
—Tengo que ver a una muchacha, a una griseta, a quien no quiero dar a
conocer ni título ni clase. Tráeme la librea y dame tus papeles, por si es
necesario dormir en alguna posada.
Pedro obedeció.
Cinco minutos después Andrés, completamente disfrazado, salió de su casa
sin que nadie le conociera, tomó su cabriolé y se dirigió a la posada del Caballo
Rojo, en Picpus. Al día siguiente salió de ésta, del mismo modo que había salido
de la fonda del Príncipe, esto es, sin que nadie le conociera. Bajó por el arrabal
de San Antonio, tomó el arrabal hasta la calle de Menilmontant, detúvose a la
puerta de la tercera casa de la izquierda buscando a quien preguntar en ausencia
del portero.
—¿A quién buscáis, joven? —le preguntó la frutera de enfrente.
—Al señor Pailletin, señora —respondió Andrés.
—¿Un antiguo panadero? —preguntó la frutera.
—Eso es.
—Al final del patio, al tercer piso a la izquierda.
Andrés tomó el camino que le indicaban, llegó al tercer piso y con una
mezcla de impaciencia y malhumor, agitó la campanilla. Al momento la figura
de Caderousse apareció en el ventanillo de la puerta.
—¡Ah!, eres puntual —dijo, y descorrió el cerrojo.
—¡Vive Dios! —dijo Andrés al entrar.
Arrojó al suelo la gorra, que rodó por el mismo.
—Vay a, vay a —dijo Caderousse—, no te enfades, chico. He pensado en ti, te
he preparado un buen desay uno, todo aquello que más te gusta.
Andrés percibió, en efecto, un olor a cocina, cuy os groseros aromas no
dejaban de tener atractivo para un estómago hambriento. Componíase de una
mezcla de grasa fresca y ajo, que indicaba los guisados favoritos del populacho
provenzal. Además, el de pescado frito, y sobre todo sobresalía la nuez moscada
y el clavo. Veíase en la habitación inmediata una mesa con dos cubiertos, dos
botellas de vino lacradas y porción de aguardiente en otra botella y una
macedonia de frutas colocada con maestría en un plato de porcelana.
—¿Qué lo parece, chico? —dijo Caderousse—. ¡Eh! ¡Qué bien huele! ¡Por
vida de Baco! Era y o muy buen cocinero allá abajo, ¿te acuerdas? Se lamían los
dedos tras mis guisotes, y tú, tú, que has probado mis salsas, no las despreciarás.
Dicho esto, Caderousse se puso a mondar una cebolla.
—Bien, bien —dijo Andrés con muy malhumor—. Si me has incomodado
solamente para que almuerce contigo, llévete mil veces el diablo.
—Pero, muchacho —dijo con gravedad Caderousse—, comiendo se habla y
además, ingrato, ¿no te gusta pasar un rato con tu amigo? ¡Ah! Yo estoy llorando
de alegría.
Caderousse lloraba en efecto, sólo que hubiera sido difícil averiguar si era de
alegría o porque el jugo de la cebolla había llegado hasta sus ojos.
—¡Calla, hipócrita! —le dijo Andrés—. ¿Tú me amas?
—Sí, te amo. Lléveme el diablo, es una debilidad —dijo Caderousse—, lo sé,
pero no puedo remediarlo.
—Pero ese cariño no lo ha impedido el hacerme venir aquí para alguna
bribonada de las tuy as.
—Vamos, vamos —dijo Caderousse limpiando el cuchillo de cocina en su
delantal—, si no lo amase, ¿soportaría esta miserable existencia? Mira, tú traes
puesto el vestido de tu criado, cosa que y o no tengo, y me veo obligado a
servirme a mí mismo. Haces ascos a mis guisos, porque comes en la mesa
redonda de la fonda del Príncipe o en el café de París. Pues bien, y o también
podría tener un criado, comer donde se me antojase y me privo de todo, ¿por
qué? Por no dar un disgusto a mi Benedetto. Vay a, confiesa que podría hacerlo,
¿verdad? —y una significativa mirada terminó la frase.
—Anda, quiero creer que me amas, pero si es así, ¿por qué me obligas a
venir a almorzar contigo?
—Para verte, muchacho.
—Para verme. ¿Y qué necesidad tenías de ello? ¿No tenemos y a arregladas
las condiciones de nuestro trato?
—¡Eh!, querido amigo —dijo Caderousse—, hay testamentos que tienen
codicilos, pero has venido para almorzar, siéntate y empecemos por hacer los
honores a estas sardinas y la manteca fresca. ¡Ah!, miras mi cuarto, mis cuatro
sillas de paja y mis grabados a tres francos el cuadro, qué quieres, ésta no es la
fonda del Príncipe.
—Vamos, ahora estás disgustado, y a no eres feliz, cuando hace un momento
que lo contentabas con parecer un panadero que ha dejado el oficio.
Caderousse dio un suspiro.
—Vamos, amigo mío, ¿qué tienes que decir? Has visto realizado tu sueño.
—Lo que tengo que decir, que es un sueño. Un panadero que deja el oficio,
mi buen Benedetto, suele ser rico y tener rentas.
—Rentas tienes tú, voto a tal.
—¿Yo?
—Sí. ¿Acaso no lo traigo tus doscientos francos?
Caderousse se encogió de hombros.
—Es humillante —dijo—, tener que recibir un dinero que se da de mala gana,
un dinero efímero que puede faltarme de hoy a mañana. Bien conoces que tengo
que hacer economías para el caso en que tu prosperidad viniese a menos. ¡Ay,
amigo mío!, la fortuna es muy veleidosa, como decía el capellán del…
regimiento. Yo no ignoro que la tuy a es inmensa, buena pieza, puesto que vas a
casarte con la hija de Danglars.
—¿Qué es eso de Danglars?
—Lo que oy es, ¡de Danglars! Me parece que no es cosa de que y o diga del
barón Danglars. Sería lo mismo que si dijera del conde Benedetto. Danglars era
un amigo, y si no tuviera tan mala memoria, debería convidarme a la boda,
porque asistió a la mía… ¡Sí, sí, sí, a la mía! ¡Diablo! Entonces no gastaba tantos
humos, era dependiente de la casa del señor Morrel. He comido muchos días con
él y con el conde de Morcef… Ya ves que tengo buenas relaciones, y que si
quisiera cultivarlas nos encontraríamos en los mismos salones.
—Vay a, vay a, los celos te hacen ver visiones, Caderousse.
—Lo que tú quieras, Benedetto mío, pero y o bien sé lo que me digo. Tal vez
vendrá día en que y o me ponga también los trapitos de cristianar y llame a la
puerta de la casa de algún amigo. Mientras tanto, siéntate y comamos.
Caderousse dio el ejemplo y se puso a almorzar con buen apetito, y haciendo
el elogio de todos los platos que servía a su huésped. Este se resignó al parecer.
Destapó con mucho desenfado las botellas y dio un avance a un guisado de
pescado y al bacalao asado con alioli.
—Compadre —dijo Caderousse—, creo que haces buenas migas con tu
antiguo cocinero.
—Ya lo creo —dijo Andrés, en quien, como joven y vigoroso, podía más que
nada el apetito.
—¿Y te gusta eso, buena pieza?
—Me gusta tanto que no puedo alcanzar cómo un hombre que guisa y come
tan buenas cosas puede quejarse de la vida.
—Ello es debido —dijo Caderousse— a que una sola idea amarga todos mis
goces.
—¿Y qué idea es ésa?
—La de que estoy viviendo a expensas de un amigo, cuando siempre me he
ganado la vida por mí mismo.
—¡Bah, no te preocupes! —dijo Andrés—, tengo bastante para dos, no te
apures.
—No. Puede que no me creas, pero al fin de cada mes tengo
remordimientos.
—¡Buen Caderousse!
—Y esto es tan cierto como que ay er no quise tomar los doscientos francos.
—Sí, y a sé que querías hablarme. Pero, seamos francos, ¿eran efectivamente
los remordimientos?
—No lo dudes. Además, se me había ocurrido una idea.
Andrés se estremeció. Siempre le hacían estremecer las ideas de Caderousse.
—Mira, es tan mezquino —continuó— tener que estar siempre esperando los
fines de mes.
—¡Bah! —dijo filosóficamente Andrés, decidido a ver venir a su compañero
—. ¿No se pasa la vida esperando? Yo, por ejemplo, ¿qué hago más que esperar?
Tengo paciencia, y Cristo con todos.
—Sí, porque en vez de esperar doscientos francos miserables, esperas cinco o
seis mil, tal vez diez, y quién sabe si hasta doce mil, porque eres un carcelero.
Cuando íbamos juntos no te faltaba tu hucha, que tratabas de ocultar al pobre
amigo Caderousse. Afortunadamente tenía buen olfato el amigo Caderousse, y a
sabes.
—Ya vuelves a divagar —dijo Andrés—, siempre estás hablando del pasado.
¿A qué viene eso?
—¡Ah!, tú tienes veintiún años, y puedes olvidar el pasado, y o cuento
cincuenta y tengo necesidad de recordarlo. Pero no importa, volvamos a los
negocios.
—Sí.
—Quería decir que si y o estuviera en tu lugar…
—¿Qué harías?
—Realizaría…
—¡Cómo!, realizarías…
—Sí; pediría un semestre adelantado, pretextando que quería comprar una
hacienda, y después pondría los pies en polvorosa, llevándome el dinero del
semestre.
—¡Vay a! ¡Vay a! —dijo Andrés—. ¡Tal vez no está tan mal pensado!
—Querido amigo —dijo Caderousse—, come de mi cocina y sigue mis
consejos, y no te irá mal física ni moralmente.
—¡Está bien! Pero dime, ¿por qué no sigues tú el consejo que me das? ¿Por
qué no me pides un semestre, o un año, y te retiras a Bruselas? En vez de parecer
un panadero retirado, parecerías un comerciante arruinado en el ejercicio de sus
funciones.
—¿Pero cómo quieres que me retire con mil doscientos francos?
—¡Ah! ¡Te vuelves muy exigente! Ya no te acuerdas de que hace dos meses
estabas muriéndote de hambre.
—El apetito viene comiendo —dijo Caderousse enseñándole los dientes como
un mono que ríe, o como un tigre que ruge. Y partiendo con aquellos mismos
dientes tan blancos y tan agudos a pesar de la edad, un enorme pedazo de pan,
añadió—: Tengo un plan.
Los planes de Caderousse asustaban a Andrés mucho más todavía que sus
ideas. Las ideas no eran más que el germen. El plan era la realización.
—Veamos ese plan —dijo—. ¡Debe ser magnífico!
—¿Y por qué no? El plan por medio del cual dejamos el establecimiento del
señor Chose, ¿a quién se debe, eh? ¡Me parece que a mí…! Y no sería tan malo,
cuando nos encontramos en este sitio.
—No lo niego —contestó Andrés—. Algunas veces aciertas, pero en fin,
sepamos tu plan.
—Veamos —prosiguió Caderousse—, ¿eres capaz, sin desembolsar un cuarto,
de hacerme obtener quince mil francos…? No, quince mil francos no son
bastante, necesito treinta mil para ser hombre honrado.
—No —respondió secamente Andrés—, no puedo.
—Creo que no me has comprendido —respondió Caderousse fríamente—. Te
he dicho que sin desembolsar tú un cuarto.
—¿Quieres ahora que y o robe, para que nos perdamos y vuelvan a llevarnos
allá abajo…?
—¡Oh!, a mí me importa poco —dijo Caderousse—; tengo una condición
sumamente original; jamás me fastidian mis antiguos camaradas. No soy como
tú, que no tienes corazón y no deseas volver a verlos.
Esta vez Andrés palideció.
—Vay a, Caderousse, no digas tonterías.
—¡Qué! No; vive tranquilo, mi buen Benedetto, pero indícame un medio para
ganar estos treinta mil francos, sin mezclarte tú en nada. Déjame obrar a mí, ¡he
aquí todo!
—Pues bien, lo intentaré —dijo Andrés.
—Pero, entretanto elevarás mi renta a quinientos francos, ¿no es verdad,
chico? Tengo una manía, quiero tomar una criada.
—Bien. Tendrás quinientos francos, pero la carga es mucha, Caderousse, y tú
abusas…
—¡Bah! —dijo éste—, puesto que los sacas de unos cofres que no tienen
fondo.
Habríase dicho que Andrés esperaba en aquel punto a su compañero. Sus ojos
brillaron de pronto, pero volviendo a su calma habitual, dijo:
—Sí, es verdad, mi protector es excelente para mí.
—¡Querido protector! —repuso Caderousse—. Ello es que te da todos los
meses…
—Cinco mil francos —respondió Andrés.
—Tantos miles, como tú me das cientos. En verdad que no hay nadie tan
dichoso como un bastardo. Cinco mil francos todos los meses. ¿Qué haces con
tanto dinero?
—En seguida se gasta. Siempre estoy sin dinero, y por eso desearía, como tú,
tener un capital.
—Un capital…, sí…, comprendo…, todo el mundo tendría ganas de poseer un
capital.
—Pues y o tendré uno.
—Y quién lo dará, ¿tu príncipe?
—Sí, mi príncipe; pero por desgracia tengo que esperar.
—¿Esperar qué? —preguntó Caderousse.
—Su muerte.
—¿La muerte de tu príncipe?
—Sí.
—¿Cómo es eso?
—Porque soy heredero testamentario.
—¿De veras?
—Palabra de honor.
—¿Y cuánto te deja?
—Quinientos mil francos.
—Solamente eso. Gracias por la friolera.
—Es como te digo.
—Eso es imposible.
—Caderousse, ¿eres mi amigo?
—Ya lo sabes, hasta la muerte.
—Pues bien. Voy a confiarte un secreto.
—Di.
—Pero escucha.
—Mudo como una estatua.
—Pues bien, creo… —y Andrés se detuvo para echar una mirada en
derredor.
—¿Crees…? No tengas miedo. Estamos solos.
—Creo que he encontrado a mi padre.
—¿A tu verdadero padre? ¿No a Cavalcanti?
—No, puesto que éste se ha marchado.
—¿Y tu padre es…?
—Creo, Caderousse, que es el conde de Montecristo.
—¡Bah!
—Sí. Te lo explicaré y lo comprenderás. Esto lo explica todo. El no puede
reconocerme públicamente, pero hace que me reconozca el señor Cavalcanti y
por esto le da cincuenta mil francos.
—¿Cincuenta mil francos por confesar que era tu padre? Yo lo hubiera hecho
por la mitad del precio, por veinte mil, por quince míl. ¿Cómo no pensaste en mí,
ingrato?
—¿Y sabía y o nada de esto? Todo se hizo mientras estábamos allá abajo.
—¡Ah!, es verdad. Y dices que en su testamento…
—Me deja quinientos mil francos.
—¿Estás seguro de ello? ¿Hay un codicilo, como decía y o hace poco?
—Quizá.
—Y en ese codicilo…
—Me reconoce.
—¡Ah! ¡Qué buen padre! ¡Qué honrado padre! ¡Qué hombre de bien! —dijo
Caderousse haciendo el molinete con el plato que tenía en la mano.
—He aquí todo. Ve aún diciendo que tengo secretos para ti.
—No, y tu confianza te honra a mis ojos. ¿Y el príncipe, tu padre, es rico,
riquísimo?
—Creo que él mismo no sabe lo que tiene.
—¿Es posible?
—Así lo creo. Y tengo motivos para ello. A todas horas entro en su casa, y he
visto el otro día a un mozo del banco que le traía cincuenta mil francos en billetes
en una cartera que abultaba tanto como tu servilleta. Ay er mismo vi que su
banquero le llevaba cinco mil francos en oro.
Caderousse estaba absorto. Le parecía que las palabras del joven tenían el
sonido del metal y que oía rodar los montones de luises.
—¿Y tú vas a esa casa? —dijo con sencillez.
—Cuando quiero.
Caderousse quedóse reflexionando un buen rato. Era fácil ver que le ocupaba
algún pensamiento profundo.
—Desearía ver todo eso —dijo—. ¡Cuán hermoso debe ser!
—Desde luego —respondió Cavalcanti—. Es magnífico.
—¿Y no vive a la entrada de los Campos Elíseos?
—Número 30.
—¡Ah! —dijo Caderousse—, ¿número 30?
—Sí; una hermosa casa, con jardín a la entrada, tú la conoces.
—Es posible, pero no me ocupo del exterior, sino del interior. ¡Qué hermosos
muebles debe haber en ella! ¿Eh?
—¿Has visto las Tullerías?
—No.
—Pues aún son más hermosos.
—Dime, Andrés, debe ser algo estupendo bajarse para recoger la bolsa de
ese Montecristo, cuando la deje caer.
—¡Qué! No es necesario esperar ese momento —dijo Andrés—. El dinero
rueda en aquella casa como las frutas en un jardín.
—Escucha. Deberías llevarme un día contigo.
—¡Es imposible! ¿Y con qué pretexto?
—Es verdad, pero has excitado mi curiosidad, y es absolutamente necesario
que y o vea todo eso.
—No hagas una barbaridad, Caderousse.
—Me presentaré como un criado para encerar las habitaciones.
—Están todas alfombradas.
—¡Qué lástima! Será menester que me conforme con verlo sólo en mi
imaginación.
—Es lo mejor que puedes hacer, créeme.
—Procura al menos darme una idea de cómo está aquello.
—¿Y cómo?
—Es facilísimo. ¿Es grande?
—Ni grande ni pequeño.
—Pero ¿cómo está distribuido?
—Necesitaría tintero y papel para trazar el plano.
—Ahí lo tienes —dijo prontamente Caderousse, sacando de un armario
antiguo papel blanco, tinta y pluma—. Toma, trázame el plano.
Andrés tomó la pluma con una imperceptible sonrisa y empezó a explicarle:
—La casa, como te he dicho, tiene la entrada por el jardín —y la dibujó.
—¿Paredes altas?
—No, ocho o diez pies a lo más.
—No es prudente —dijo Caderousse.
—A la entrada, varios naranjos y flores.
—¿Y no hay trampas para los lobos?
—No.
—¿Las cuadras?
—A los dos lados de la verja que ahí ves —y Andrés continuó dibujando su
plano.
—Veamos el piso bajo —dijo Caderousse.
—Un comedor, dos salones, un billar, la escalera en el vestíbulo y una
escalera secreta.
—¿Y ventanas?
—Ventanas magníficas, y tan anchas que un hombre como tú podría pasar a
través del espacio correspondiente a un vidrio.
—¿Y para qué sirven las escaleras con semejantes ventanas?
—Qué quieres, el lujo. Tienen puertas, pero para nada sirven. El conde de
Montecristo es un original que le gusta ver el cielo de noche.
—¿Y los criados duermen cerca?
—Tienen habitaciones aparte. Imagínate una pequeña casa al entrar. La parte
baja sirve para guardar varias cosas, y encima los cuartos de los criados con
campanillas que corresponden al principal.
—¡Ah! ¿Con campanillas?
—¿Qué decías?
—Nada. Digo que cuesta muy caro poner esas campanillas, y que no sirven
para nada.
—Antes había un perro, que soltaban por la noche, pero lo han llevado a
Auteuil, a la casa que tú conoces.
—¿Sí?
—Es una imprudencia, le decía y o, señor conde, porque cuando vais a
Auteuil y os lleváis todos vuestros criados, la casa queda abandonada.
—Y bien, me preguntó, ¿y qué?
—Pues que el mejor día os roban.
—¿Y qué te contestó?
—¿Qué me contestó?
—Sí.
—Bien, ¿qué me importa que me roben?
—Andrés, ¿sabes si tiene algún secreter con máquina?
—¿Cómo?
—Sí, de estas que sujetan al ladrón, y suena en seguida una pieza de música.
Me han dicho que había una últimamente en la exposición.
—Tiene un secreter corriente, de caoba, y siempre está la nave puesta.
—¿Y no le roban?
—No, todos sus criados son fieles.
—Mucho dinero debe tener en ese secreter.
—Tendrá quizá… Es imposible saber lo que tiene.
—¿Y dónde está?
—En el primer piso.
—Dibuja el plano, como has hecho con la planta baja.
—Es fácil —y Andrés tomó de nuevo la pluma.
—Aquí, una antecámara y salón. A la derecha del salón, biblioteca y gabinete
de trabajo; a la izquierda, otro salón, el cuarto en que duerme y el gabinete en
que se viste. En éste tiene el secreter.
—¿Y tiene ventana ese gabinete?
—Dos, aquí y aquí —y Andrés trazó las dos ventanas, que figuraban en el
plano formando ángulo y como una prolongación del dormitorio. Caderousse
estaba pensativo.
—¿Va con frecuencia a Auteuil? —preguntó.
—Dos o tres veces por semana. Mañana debe ir y dormirá allí.
—¿Estás seguro?
—Me ha invitado a comer.
—¡Qué vida! —dijo Caderousse—. Cama en París y casa en el campo.
—Son las ventajas de ser rico.
—¿Irás a comer?
—Probablemente.
—¿Cuándo vas, pasas allá la noche?
—Si quiero. En casa del conde estoy como en mi propia casa.
Caderousse miró atentamente al joven, queriendo leer en sus ojos la verdad
de sus palabras, pero Andrés sacó la petaca, cogió un habano, lo encendió
tranquilamente y se puso a fumar sin afectación.
—¿Cuándo quieres tus quinientos francos? —preguntó a Caderousse.
—Si los tienes, ahora mismo. —Andrés sacó veinticinco luises.
—Amarillo —dijo Caderousse—, no, no, gracias.
—¡Y bien! ¿Los desprecias?
—Te lo agradezco, pero no lo quiero.
—Ganarás en el cambio, imbécil; el oro vale cinco sueldos más.
—Ya. Y luego el que me los cambie hará que sigan al amigo Caderousse, y
me echarán el guante, y luego será preciso que diga quiénes son los arrendadores
que le pagan en oro las rentas. Nada de tonterías, niño. Venga el dinero en
monedas sencillas con el busto de cualquier rey. Una moneda de cinco francos
puede tenerla cualquiera.
—Pero y a sabes que y o no puedo tener aquí quinientos francos en esa
moneda, porque habría tenido que traer conmigo uno que los llevase.
—Pues bien. Déjaselos a tu portero, que es un buen hombre, y y o los
recogeré.
—¿Hoy mismo?
—No, mañana; hoy no tendré tiempo.
—Está bien, mañana te los dejaré, antes de salir para Auteuil.
—¿Puedo contar con ellos?
—Con toda seguridad.
—Es que voy a tomar en seguida una criada.
—Bien. Pero no volverás a molestarme, ¿estamos?
—No temas.
Caderousse se había puesto tan sombrío, que Andrés temió verse obligado a
manifestar que notaba esta mudanza. Así fue que redobló su frívola algazara.
—¡Qué alegre estás y qué bullicioso!, no parece sino que has atrapado la
herencia.
—Todavía no, por desgracia, pero el día que la atrape…
—¡Qué!
—¿Qué? Que nos acordaremos de los amigos, no digo más.
—Ya se ve, como tienes tan buena memoria…
—¿Qué quieres? Creí que lo que querías era despojarme de todo.
—¿Quién, y o? Ah, ¡qué idea! Por el contrario. Voy a darte un consejo de
amigo.
—¿Cuál?
—Que te dejes aquí ese diamante que traes en el dedo. ¿Quieres que nos
prendan? ¿Quieres perdernos con semejante descuido?
—¿Por qué dices eso?
—¿Por qué? ¿Pues no te pones una librea, te disfrazas de lacay o y te dejas en
el dedo un diamante que valdrá cuatro o cinco mil francos?
—Caramba…, acertaste el precio…, ¿por qué no te dedicas a joy ero?
—Es que y o entiendo de diamantes. He tenido uno.
—Y puedes vanagloriarte de ello —dijo Andrés, que sin incomodarse, como
temía Caderousse, le entregó el diamante sin disgusto.
Caderousse se puso a examinarlo tan de cerca que Andrés conoció que
examinaba si los ray os de la piedra brillaban bastante.
—Este diamante es falso —dijo Caderousse.
—¿Te burlas? —respondió Andrés.
—No te incomodes, ahora lo veremos.
Caderousse se dirigió a la ventana, y aplicando y pasando el diamante por los
vidrios, éstos crujieron al momento.
—Laus Deo, es verdad —dijo Caderousse, colocándose el anillo en el dedo
meñique—, me equivoqué, pero esos ladrones de diamantistas imitan de tal
manera las piedras preciosas, que y a es inútil el ir a robar nada de sus
almacenes. Esta industria se ha perdido.
—Conque —dijo Andrés—. ¿Hemos acabado? ¿Tienes alguna otra cosa que
pedirme, quieres mi vestido? ¿Quieres mi gorra? Vamos, no tengas reparo en
pedir.
—No; en el fondo eres un buen camarada. Anda y a con Dios. Haré lo posible
por curarme de mi ambición.
—Pero ten cuidado que al vender el diamante no te suceda lo que temías que
te sucediera por las monedas de oro.
—No lo venderé. No temas.
—Hoy o mañana, a más tardar —dijo el joven para sí.
—Tunantuelo afortunado —añadió Caderousse—, ¿ahora vas a buscar tus
lacay os, tus caballos, tu carruaje y tu novia?
—Sí —dijo Andrés.
—Mira, espero que el día que te cases con la hija de mi amigo Danglars me
harás un buen regalo.
—Ya te he dicho que se te ha puesto esa tontería en la cabeza…
—¿Qué dote tiene?
—Ya te digo…
—¿Un millón?
Andrés se encogió de hombros.
—Vamos, sea un millón. Nunca tendrás tanto como y o lo deseo.
—Gracias.
—Lo digo de corazón —añadió Caderousse riendo fuertemente—. Espera, te
acompañaré.
—No te molestes.
—Es preciso.
—¿Por qué?
—¡Oh!, porque la puerta tiene un pequeño secreto. Una medida de
precaución, que me ha parecido conveniente adoptar. Una cerradura de Huret y
Fichet, revisada y añadida por Gaspar Caderousse. Cuando seas capitalista, te
haré otra igual.
—Gracias —dijo Andrés—. Te lo avisaré con ocho días de anticipación.
Y se separaron. Caderousse permaneció en la escalera, hasta que vio a
Andrés bajar todos los pisos y atravesar el patio. Entonces entró
precipitadamente, cerró la puerta, y se puso a estudiar como un concienzudo
arquitecto el plano que había trazado Andrés.
—Me parece —dijo— que mi querido Benedetto desea cobrar cuanto antes
su herencia y que no será mal amigo suy o el que le anticipe el día de entrar en
posesión de sus quinientos mil francos…
Capítulo III
La fractura
AlAlí,día con
siguiente, el conde de Montecristo marchó efectivamente a Auteuil con
muchos criados y con los caballos que quería probar. La llegada de
Bertuccio, que volvía de Normandía, con noticias de la casa y de la corbeta,
determinó este viaje, en el que el conde no pensaba la víspera.
La casa estaba dispuesta y la corbeta hacía ocho días que se hallaba al ancla
en una rada pequeña después de haber cumplido con las formalidades exigidas, y
pronta a darse de nuevo a la vela. El conde alabó el celo de Bertuccio. Le dijo
que se preparase a partir pronto, pues su permanencia en Francia podría durar un
mes.
—Ahora —le dijo— puede que me sea necesario ir en una noche desde París
a Treport; quiero ocho relevos de caballos en el camino, para poder recorrer las
cincuenta millas en diez horas.
—Vuestra excelencia me había manifestado y a este deseo —respondió
Bertuccio—, y los caballos están prontos, los he comprado y o mismo, y los he
colocado en los sitios más cómodos, es decir, en pueblecitos retirados, donde
generalmente no pasa nadie.
—Está bien —dijo Montecristo—, quédate aquí un día o dos.
Cuando Bertuccio iba a salir para dar las órdenes correspondientes a
consecuencia de la conversación que había tenido con su amo, Bautista abrió la
puerta y se presentó con una carta en la mano.
—¿Qué traéis? —le preguntó el conde, al verle llegar cubierto de polvo—. No
os he llamado, según creo.
Bautista, sin responder, se acercó al conde y le entregó la carta.
—Importante y urgente —dijo.
El conde la abrió y ley ó lo siguiente:
« Señor de Montecristo: Debe saber que esta misma noche se introducirá
furtivamente un hombre en su casa de los Campos Elíseos para sustraer varios
documentos que cree están encerrados en el secreter que se halla en el gabinete
de vestir. Se sabe que el señor de Montecristo tiene bastante corazón para no
recurrir a la intervención de la policía, lo que podría comprometer grandemente
a la persona que le da este aviso. El señor conde puede tomar sus precauciones,
esconderse en el gabinete y hacerse justicia por su propia mano. Precauciones
ostensibles o un aumento de criados, alejarían ciertamente al malhechor, y
harían perder al señor de Montecristo la ocasión de conocer un enemigo que la
casualidad ha hecho descubrir a la persona que le da este aviso, el cual y a no
tendría ocasión de renovar, en el caso de que, saliendo con éxito el malhechor de
esta primera tentativa, intentase otra» .
El primer impulso del conde fue creer que se trataba de un burdo lazo tendido
por los ladrones, que señalaban un mediano peligro para exponerle a otro mucho
may or. Lo primero que pensó fue enviar la carta a un comisario de policía, a
pesar de la recomendación, y quizás a causa de ella misma, cuando de repente
se le presentó la idea de que podría ser un enemigo particular a quien sólo él
conociese, y en este caso nadie más que él podía sacar partido de esto, como
había hecho Fieschi con el moro que quiso asesinarle.
Ya conocen al conde nuestros lectores y es inútil decirles que las dificultades
no lo abatían y la vida que había vivido y su resolución de no retroceder ante el
peligro le habían dado ocasión de saborear los goces desconocidos a los demás
hombres, goces que encontraba en la lucha que muchas veces sostenía contra la
naturaleza, que es Dios, y contra el mundo, que puede muy bien llamarse el
diablo.
—No quieren robarme mis papeles —pensó Montecristo—, quieren
matarme. No son ladrones, son asesinos. No quiero que el prefecto de policía se
mezcle en mis asuntos particulares. Soy bastante rico para poder excusarme de
ser gravoso en esto a su presupuesto.
El conde llamó a Bautista, que había salido después de entregarle la carta.
—Ahora mismo vais a París, y haréis venir a todos mis criados, les necesito
en Auteuil.
—¿Y no queda ninguno en la casa, señor conde? —preguntó Bautista.
—Sí, el portero.
—Reflexionad, señor conde, que hay mucha distancia desde la portería a la
casa.
—¡Y bien!
—Que podrían robarlo todo sin que el portero oy ese el menor ruido.
—¿Y quién?
—¿Quién? Los ladrones.
—Sois un tonto, señor Bautista. Si me robasen cuanto hay en casa me
importaría menos que si me faltase lo más mínimo en mi servicio tal cual lo
quiero.
Bautista hizo un profundo saludo.
—¿Me habéis comprendido? Que todos vuestros compañeros vengan con vos.
Lo dejaréis todo como de costumbre y únicamente tendréis cuidado de cerrar las
ventanas del piso bajo.
—¿Y las del primero?
—Sabéis que nunca se cierran; ahora podéis marchar.
El conde advirtió que comería solo, y que no quería le sirviera la comida otro
criado más que Alí.
Comió con la tranquilidad acostumbrada y cuando terminó, hizo seña a Alí de
que le siguiese. Salió por una puerta pequeña que daba al bosque de Bolonia y
como si fuese a dar un paseo, tomó sencilla mente el camino de París. Al
anochecer se hallaba frente a su casa de los Campos Elíseos.
Todo se hallaba sumido en la oscuridad, salvo el cuarto del portero, donde se
veía el débil reflejo de una vela.
Montecristo se arrimó a un árbol, y con aquella mirada penetrante que todo lo
descubría, examinó los árboles, las entradas y aun las calles próximas, hasta que
se convenció de que no había nadie emboscado.
Se dirigió en seguida a la puerta secreta, entró apresuradamente con Alí,
subió por la escalera excusada, cuy a llave tenía, entró en su dormitorio sin
descorrer ni una cortina, y sin que el portero pudiera pensar que había alguien en
la casa que él creía vacía en aquel momento.
Llegados al dormitorio, el conde hizo señas a Alí de que se detuviese. Pasó en
seguida al gabinete, que examinó con cuidado, todo estaba como de costumbre.
El secreter en su sitio y la llave puesta. Dio dos vueltas a ésta. Volvió al
dormitorio, quitó las anillas dobles del cerrojo, y entró de nuevo.
Entretanto, Alí ponía sobre la mesa las armas que el conde le había pedido,
una carabina corta y un par de pistolas de dos cañones, seguras como pistolas de
tiro. Armado de este modo, el conde tenía en sus manos la vida de cinco
hombres.
Serían las nueve poco más o menos, cuando el conde y Alí tomaron un poco
de pan y un vaso de vino generoso. Aquél levantó una puerta secreta, que le
permitía ver lo que pasaba en ambas habitaciones; había traído sus armas, y Alí,
en pie junto a él, tenía en la mano un hacha de abordaje, arábiga, como las que
usaban los turcos en tiempos de las Cruzadas. Por la ventana de enfrente, que
estaba en el dormitorio, el conde podía ver lo que sucedía en la calle.
Así transcurrieron dos horas. La oscuridad era completa, y con todo, Alí,
gracias a su naturaleza casi salvaje, y el conde a una cualidad adquirida,
distinguían en medio de aquella oscuridad tan profunda las menores oscilaciones
de los árboles del jardín. Hacía y a mucho tiempo que no se percibía luz en el
cuarto del portero.
Era de presumir que si se efectuaba el ataque proy ectado sería por la
escalera, y no por una de las ventanas. Según las ideas de Montecristo, los
malhechores querían su vida y no su dinero. Pensaba, pues, que se dirigirían al
dormitorio, por la escalera o por la ventana del despacho.
Las once y tres cuartos sonaron en un reloj de los Inválidos. Un viento
húmedo del Oeste trajo el sonido de los tres golpes. Al concluir el tercero, el
conde crey ó oír un ruido casi imperceptible hacia el despacho. A este ligero
rumor siguieron otros dos. Otro después, y y a el conde estaba seguro de lo que
era, cuando una mano firme y ejercitada se había ocupado en cortar los cuatro
lados de uno de los cristales con un diamante.
Montecristo sintió latir con más violencia su corazón. Por acostumbrados que
estén los hombres al peligro, y por prevenidos que se hallen, conocen, sin
embargo, en el momento supremo la diferencia que existe entre el sueño y la
realidad, entre el proy ecto y la ejecución.
El conde hizo una seña a Alí. Este comprendió que el peligro estaba por la
parte del despacho, y dio un paso para acercarse a su amo. Este deseaba con
impaciencia saber cuántos eran sus enemigos.
La ventana en que éstos trabajaban se hallaba situada frente al sitio desde
donde el conde observaba el despacho. Sus ojos se fijaron, pues en ella. Vio
dibujarse una sombra en la oscuridad. En seguida, uno de los cristales se
oscureció, como si sobre él hubiesen puesto un papel. Crujió, pero sin caer al
suelo. Un brazo pasó por la abertura buscando el pestillo y un minuto después se
abrió la ventana, entrando por ella un hombre. Estaba solo.
—He aquí un pillo muy atrevido —pensó Montecristo.
Entonces sintió que Alí le tocaba suavemente en el hombro. Se volvió, y éste
le indicó la ventana de enfrente, que daba a la calle.
Montecristo dio tres pasos hacia la ventana, conocía la fina sensibilidad de su
servidor, y efectivamente, vio otro hombre que se separaba de una puerta, subía
sobre un poste y procuraba ver lo que sucedía en el interior de la casa.
—Bien —dijo—, son dos. El uno trabaja y el otro le guarda las espaldas.
Hizo una señal a Alí para que no perdiese de vista al hombre de la calle,
mientras él volvía al del despacho. El ladrón había entrado y procuraba
reconocer el terreno, extendiendo hacia adelante sus brazos. Finalmente, después
de orientarse, corrió los cerrojos de las dos puertas que había en el despacho. Al
acercarse a la del dormitorio, Montecristo crey ó que iba a entrar, y preparó una
de sus pistolas, pero pronto se convenció de lo contrario por el ruido de los
cerrojos. Era una medida de precaución únicamente. El visitante nocturno, que
ignoraba que el conde había quitado los aros, podía creerse en toda seguridad y
obrar tranquilamente.
El hombre sacó de su bolsillo un objeto que el conde no pudo distinguir. Lo
puso sobre la mesa y se dirigió en seguida al secreter. Palpó el lugar de la
cerradura y se convenció de que estaba cerrada. Pero venía prevenido. Pronto
oy ó el conde el ruido que produce un hierro contra otro, y que provenía de un
manojo de ganzúas con las que los cerrajeros suelen abrir las puertas, y a las que
los ladrones han dado el nombre de ruiseñores, sin duda por el placer que les
causa el chirrido producido por ellas.
—¡Ah, ah! —díjose a sí mismo Montecristo—, no es más que un ladrón.
Pero el hombre, que en la oscuridad no podía encontrar el instrumento que
necesitaba, recurrió al objeto que había puesto sobre la mesa. Tocó un resorte y
en seguida una luz pálida, pero bastante viva, iluminó la habitación.
—¡Cómo…! —dijo Montecristo retrocediendo con un movimiento de
sorpresa—. Es…
Alí levantó el hacha.
—No lo muevas —le dijo Montecristo muy bajo—, deja el hacha, no
tenemos necesidad de armas.
Añadió algunas otras palabras, bajando más la voz, porque, aun cuando
imperceptible, bastó la exclamación que le arrancara su sorpresa para hacer que
el hombre se quedara inmóvil como una estatua.
El conde debió dar alguna orden a Alí, porque éste se retiró de puntillas,
descolgó de la pared de la alcoba un vestido negro y un sombrero triangular.
Entretanto, Montecristo se quitó la levita, la corbata y dobló el cuello de su
camisa. En seguida se le vio con una sotana, y sus cabellos ocultos por una peluca
tonsurada, el sombrero triangular le acabó de disfrazar completamente,
cambiándole en un abate.
El hombre, que no había vuelto a oír nada, se había levantado, y mientras el
conde concluía su metamorfosis, se había acercado al secreter, haciendo
esfuerzos por abrirlo con la ganzúa.
—Trabaja, que para rato tienes —dijo el conde para sí, pues la cerradura no
era de las comunes, y el ladrón no conocía el secreto. Dirigióse a la ventana.
El hombre que había visto subido en el poste había vuelto a bajar y se
paseaba inquieto por la calle. Cosa extraña, en lugar de observar si venía alguien
bien por la entrada de los Campos Elíseos, bien por el arrabal de Saint-Honoré,
parecía que solamente se ocupaba de lo que pasaba en casa del conde.
Montecristo llevó la mano a la frente y una sonrisa se escapó de sus labios
entreabiertos, y acercándose a Alí le dijo:
—Quédate aquí, oculto en la oscuridad, y oigas lo que oigas no salgas, si no te
llamo por tu nombre.
Alí hizo con la cabeza señal de que había comprendido y que obedecería.
Montecristo sacó entonces de un armario una vela encendida, y en el
momento en que el ladrón estaba más atareado con la cerradura, abrió la puerta
sin hacer ruido, cuidando de que la luz que tenía en la mano diese toda de lleno en
la cara del ladrón. La puerta se había abierto tan sigilosamente, que éste no se dio
cuenta, y con admiración suy a vio iluminarse de pronto el cuarto. Volvióse de
repente.
—Buenas noches, querido señor Caderousse —dijo Montecristo—, ¿qué venís
a buscar aquí a esta hora?
—¡El abate Busoni…! —gritó Caderousse.
Y no sabiendo cómo aquella extraña aparición se había efectuado, pues él
había cerrado las puertas, dejó caer de la mano las ganzúas y permaneció
inmóvil, como herido por un ray o.
El conde se colocó entre Caderousse y la ventana, cortando de este modo al
ladrón aterrado su única retirada.
—¡El abate Busoni! —exclamó de nuevo Caderousse clavando en el conde
sus espantados ojos.
—¡Y bien! Sin duda: el abate Busoni —respondió Montecristo—, el mismo en
persona, y tengo un placer en que me hay áis reconocido, mi querido señor
Caderousse; eso prueba que tenéis buena memoria, porque si no me equivoco,
hace diez años que no nos vemos.
Aquella calma, aquel poder, aquella fuerza hirieron el ánimo de Caderousse
de un terror espantoso.
—¡El abate! ¡El abate! —murmuró, con los dedos crispados y dando diente
con diente.
—¿Queremos, pues, robar al conde de Montecristo? —continuó el fingido
abate.
—Señor abate —decía Caderousse, procurando acercarse a la ventana que le
interceptaba el conde—, os ruego que creáis…, os juro…
—Un cristal cortado —dijo el conde—, una linterna sorda, un manojo de
llaves falsas, secreter medio forzado, claro está…
Caderousse se ahogaba, buscaba un sitio donde ocultarse, un agujero por
donde escapar.
—Vay a, veo que sois siempre el mismo, señor asesino.
—Señor abate, puesto que lo sabéis todo, no ignoráis que no fui y o, sino
Carconte, así se reconoció por los jueces, y por eso me condenaron solamente a
galeras.
—Habéis concluido vuestra condena y os hallo en camino para volver a ellas.
—No, señor abate, hubo uno que me libertó.
—Ese tal hizo un buen servicio a la sociedad.
—¡Ah!, y o había prometido…
—¿Sois un evadido de presidio? —interrumpió Montecristo.
—¡Desdichado de mí! Sí, señor —dijo Caderousse inquieto.
—Mala broma… Esta os conducirá, si no me engaño, a la plaza de Grève.
Tanto peor, tanto peor, diábolo, como dicen en mi país.
—Señor abate, he cedido a un mal pensamiento.
—Todos los criminales dicen lo mismo.
—La necesidad…
—Dejadme —dijo desdeñosamente Busoni—. La necesidad puede
conduciros a pedir limosna, a robar un pan a un panadero. Pero no a venir a
forzar un secreter en una casa que se cree deshabitada y cuando el joy ero
Joannés acababa de contaros cuarenta y cinco mil francos por el diamante que
os di y le asesinasteis para quedaros con el diamante y el dinero. ¿Era también la
necesidad?
—Perdón, señor abate —dijo Caderousse—, y a me habéis salvado la vida
una vez; salvádmela otra.
—Esto me anima.
—¿Estáis solo, señor abate —preguntó Caderousse—, o tenéis cerca a los
gendarmes para prenderme?
—Estoy solo —dijo el abate—, y todavía me compadecería de vos y os
dejaría ir, a pesar de las nuevas desgracias que puede producir mi debilidad, si
me dijeseis la verdad.
—¡Ah, señor abate! —exclamó Caderousse, juntando las manos y dando un
paso hacia el conde—, puedo llamaros mi salvador.
—¿Decís que os libertaron de presidio?
—Sí, a fe de Caderousse, señor abate.
—¿Y quién fue?
—Un inglés.
—¿Cuál era su nombre?
—Lord Wilmore.
—Lo conozco y sabré si decís la verdad.
—Señor abate, la he dicho.
—¿Este inglés es, pues, vuestro protector?
—No, pero lo es de un joven corso, mi compañero en la cadena.
—¿Cómo se llama ese corso?
—Benedetto.
—¿Ese será su nombre de pila?
—No tenía otro, era un expósito.
—¿Y ese joven se fugó con vos? ¿Y cómo?
—Trabajamos en San Mandrier, cerca de Tolón. ¿Conocíais San Mandrier?
—Sí.
—Pues bien, mientras estaban durmiendo de las doce a la una…
—¡Forzados que duermen la siesta, compadecedlos! —dijo el abate.
—¡Cómo! —dijo Caderousse—, no se puede trabajar, no somos perros.
—Más valen los perros —dijo Montecristo.
—Mientras los otros dormían la siesta nos alejamos un poco, limamos
nuestras cadenas con una lima que nos dio el inglés, y escapamos nadando.
—¿Y qué ha sido de Benedetto?
—No lo sé.
—Debes saberlo.
—No, en verdad, no lo sé. Nos separamos en Hy éres.
Y como para dar may or peso a su afirmación, Caderousse dio un paso hacia
el abate, que permaneció inmóvil, siempre tranquilo e interrogador.
—Mientes —dijo Busoni con terrible acento.
—Señor abate…
—¡Mientes! Ese hombre es aún tu amigo, y quizá te sirvas de él como de un
cómplice.
—¡Oh, señor abate…!
—¿Cómo has vivido desde que saliste de Tolón? Responde.
—Como he podido.
—¡Mientes! —dijo por tercera vez el abate con acento aún más imperativo.
Caderousse miró al conde aterrado.
—Has vivido —prosiguió éste— con el dinero que aquel hombre te ha dado.
—Y bien, es verdad. Benedetto ha sido reconocido como el hijo de un gran
señor.
—¿Cómo puede ser hijo de un gran señor?
—Hijo natural.
—¿Y quién es ese gran señor?
—El conde de Montecristo, en cuy a casa estamos.
—¿Benedetto, hijo del conde? —respondió Montecristo sorprendido a su vez.
—Es necesario creerlo, puesto que el conde le ha hallado un padre ficticio. Le
da cuatro mil francos todos los meses y le deja quinientos mil en su testamento.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo el falso abate, que empezaba a comprender—. ¿Y cómo
se llama ahora ese joven?
—Se llama Cavalcanti.
—¡Ah! ¿Es el joven que mi amigo el conde de Montecristo recibe a menudo
en su casa y va a unirse en matrimonio con la señorita Danglars?
—Exacto.
—¿Y podéis consentir eso, miserable, vos que le conocéis?
—¿Y por qué queréis que impida a un camarada el hacer fortuna? —dijo
Caderousse.
—Es justo; a mí me toca advertírselo.
—No hagáis eso, señor abate.
—¿Por qué?
—Porque nos haríais perder nuestra suerte.
—¿Y creéis que para conservársela a unos miserables como vosotros me
haría cómplice de sus engaños y sus crímenes?
—Señor abate… —dijo Caderousse, aproximándose todavía más.
—Lo diré todo.
—¿A quién?
—Al señor Danglars.
—¡Trueno de Dios! —exclamó Caderousse sacando de debajo del chaleco un
cuchillo y dando en medio del pecho del conde—. ¡Nada dirás, abate!
Con gran admiración de Caderousse, el puñal retrocedió con la punta rota en
lugar de penetrar en el pecho del conde; ignoraba que éste llevaba puesta una
cota de malla.
Al mismo tiempo el fingido abate agarró con la mano izquierda la del asesino
por la muñeca y le torció el brazo con una fuerza tal que sus dedos se abrieron y
el puñal cay ó al suelo. Caderousse profirió un agudo grito arrancado por el dolor,
pero el conde, sin hacer caso, continuó torciendo el brazo del bandido, hasta que
se lo dislocó. Cay ó primero de rodillas, y después con la cara contra el suelo. El
conde puso el pie sobre la cabeza y dijo:
—No sé lo que me detiene, y por qué no lo salto los sesos.
—¡Ay !, perdón, perdón —gritó Caderousse.
El conde retiró el pie y dijo:
—¡Levántate!
Caderousse se levantó.
—¡Vive Dios, y qué puños tenéis, señor abate! —dijo Caderousse tocando su
lastimado brazo—, ¡qué puños!
—¡Silencio! Dios me ha dado la fuerza necesaria para domar a una fiera. He
obrado en nombre de Dios. ¡Acuérdate de esto, miserable, y perdonarte en este
momento es servir aún los designios de Dios!
—¡Uf! —hizo Caderousse, con el brazo dolorido.
—Toma esa pluma y papel, y escribe lo que voy a dictarte.
—No sé escribir, señor abate.
—Mientes. Toma esa pluma y escribe.
Caderousse, dominado por aquel poder superior, se sentó y escribió:
Señor: El hombre que recibís en vuestra casa y a quien destináis por marido
de vuestra hija, es un antiguo forzado que se escapó del baño de Tolón. Tenía el
número 59 y y o el 58.
Se llama Benedetto, pero ignora él mismo su verdadero nombre, porque
nunca ha conocido a sus padres.
La mano de Dios
Beauchamp
El viaje
Eljóvenes.
conde de Montecristo lanzó un grito de alegría al ver llegar juntos a los
—¡Ah!, ¡ah! —dijo—, muy bien, espero que todo ha podido al fin arreglarse.
—Sí —dijo Beauchamp—, noticias absurdas que han caído en descrédito por
sí mismas, y que si se renovasen me tendrían hoy por su primer antagonista: así,
pues, no hablemos más del asunto.
—Alberto os dirá el consejo que le había dado. Me encontráis, amigos,
acabando de pasar la mañana peor de mi vida.
—¿Qué hacéis? —dijo Alberto—, me parece que arregláis vuestros papeles.
—Mis papeles, a Dios gracias, no; hay siempre en ellos un orden maravilloso,
y a que jamás conservo ninguno; pero pongo en orden los del señor Cavalcanti.
—¿Del señor Cavalcanti? —preguntó Beauchamp.
—¡Oh, sí! ¿No sabéis que es un joven a quien el conde ha lanzado al gran
mundo? —dijo Morcef.
—No, no —respondió Montecristo—; entendámonos, y o no lanzo a nadie, y
menos al señor Cavalcanti que a otro cualquiera.
—Y que contrae matrimonio con la señorita de Danglars —continuó Alberto
procurando sonreírse—, y lo podéis conocer, mi querido Beauchamp, pues que
esto me afecta cruelmente.
—¡Cómo! ¿Cavalcanti se casa con la señorita de Danglars? —preguntó
Beauchamp.
—¿Pero es que llegáis del fin del mundo? —dijo Montecristo—; vos,
periodista, el favorito de la Fama: todo París habla de eso.
—¿Y sois vos, conde, el que ha arreglado ese matrimonio?
—¡Yo! Silencio, señor noticiero, no digáis semejante cosa: ¡y o! ¡Dios me
libre de arreglar matrimonios! No; vos no me conocéis; por el contrario, me he
opuesto cuanto he podido, y he rehusado pedir a su padre la mano de la joven.
—¡Ah! lo comprendo —dijo Beauchamp—; ¿por causa de nuestro amigo
Alberto?
—¿Por mi causa? —dijo el joven—, ¡oh!, no: el conde me hará justicia en
atestiguar que le he rogado que desbaratase mi proy ectado matrimonio y que
afortunadamente lo ha conseguido: el conde dice que no ha sido él, y que no debo
darle las gracias; sea, edificaré como los antiguos un altar Deo ignoto.
—Escuchad —dijo Montecristo—, no soy y o, puesto que mi amistad con el
futuro suegro se ha enfriado mucho, lo mismo que con el joven; solamente
Eugenia me ha conservado su afecto, porque no teniendo ella gran vocación al
matrimonio, ha visto cuán poco dispuesto estaba y o a contribuir a que ella
perdiera su libertad.
—¿Y decís que ese matrimonio está casi hecho?
—¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a pesar de cuanto y o he dicho; conozco muy poco al
joven, pretenden que es rico y de buena familia; pero para mí esto no pasa de
dicen que dicen: bastantes veces se lo he dicho a Danglars, pero está
encaprichado con su Luques. He llegado incluso a hacerle sabedor de una
circunstancia sumamente grave: el joven lo cambiaron mientras estaba criándole
el ama, robado por unos gitanos, o perdido por su preceptor, en lo que no estoy
muy cierto; pero sí sé que su padre le ha perdido de vista por más de diez años, y
sólo Dios sabe lo que habrá estado haciendo durante estos diez años de vida
errante; pues bien, nada de esto ha sido bastante, me han encargado que
escribiese al may or pidiendo sus papeles; helos aquí, voy a enviárselos, pero,
como Pilatos, me lavo las manos.
—Y la señorita de Armilly, ¿qué cara os pone al ver que le quitáis su
educanda?
—¡Diantre!, no sé, pero parece que se marcha a Italia; la señora de Danglars
me ha hablado de ella, y me ha pedido cartas de recomendación para los
empresarios y le he dado una para el director de teatros Valle, que me debe
algunos favores. Pero ¿qué os pasa, Alberto? Estáis triste. ¿A que sin saberlo estáis
enamorado de la señorita de Danglars?
—No —dijo Alberto sonriendo tristemente. Beauchamp se puso a mirar los
cuadros.
—Pero, en fin —continuó Montecristo—, no estáis en vuestro estado normal.
¿Qué os ocurre? Decídmelo.
—Tengo jaqueca —dijo Alberto.
—Pues bien, mi querido vizconde —dijo Montecristo—, tengo entonces un
remedio infalible que proponeros, y que me ha salido bien siempre que he
sufrido algún contratiempo.
—¿Cuál? —preguntó el joven.
—Un viaje.
—¿De veras? —dijo Alberto.
—Sí, y en este momento, que estoy sumamente contrariado, me marcho.
¿Queréis venir conmigo?
—¿Vos contrariado, conde? —dijo Beauchamp—, ¿y por qué?
—Vive Dios, quisiera veros con la instrucción de un proceso criminal en casa.
—¡Una instrucción…! ¿Qué instrucción?
—¡Eh!, la que el señor Villefort dirige contra mi amable asesino, una especie
de bandolero escapado del presidio de Tolón, según parece.
—¡Ah!, es verdad —dijo Beauchamp—, he leído el hecho en los periódicos.
¿Y quién era ese Caderousse?
—Parece que es un provenzal: el señor de Villefort ha oído hablar de él
cuando estaba en Marsella, y el señor Danglars se acuerda de haberlo visto; el
resultado es que el señor procurador del rey se ha encargado con mucho interés
del asunto, según parece, y ha interesado hasta el más alto grado al prefecto de
policía; gracias a este interés, al que les estoy sumamente reconocido, hace
quince días que me envían a cuantos ladrones pueden coger en París y sus
cercanías, bajo el pretexto de que son los asesinos del señor Caderousse, y el
resultado será, si esto continúa, que dentro de tres meses no habrá en el bello
reino de Francia un ladrón o asesino que no tenga en la uña el plano de mi casa;
tomo, pues, el partido de abandonársela toda, y me voy tan lejos como me
alcance la tierra. Venid conmigo, vizconde, os llevo de buena gana.
—Con mucho gusto.
—¿Entonces es cosa hecha?
—Sí; pero ¿adónde vamos?
—Ya os lo he dicho, donde el aire es puro, donde el ruido adormece, donde
por orgulloso que el hombre sea, se siente humillado y pequeño; amo estas
impresiones, y o, a quien llaman el dueño del mundo como a Augusto.
—Pero ¿adónde vais?
—Al mar, vizconde, al mar. Soy un marino; siendo niño me he mecido en los
brazos del viejo Océano, y me he reposado en el seno de la bella Anfitrite; he
jugado con la verde capa del uno y con el azulado vestido de la otra. Amo al mar
como se ama a una mujer, y no puedo estar separado mucho tiempo de él.
—Vamos, conde, vamos.
—¿Al mar?
—Sí.
—¿Aceptáis?
—Desde luego, acepto.
—Pues bien, vizconde, esta tarde estará en mi patio un buen briska de viaje,
en el que puede uno recostarse como en su cama. Este briska será conducido por
cuatro caballos de posta. Señor Beauchamp, caben cuatro cómodamente.
¿Queréis venir con nosotros?, os llevo también.
—Gracias, vengo del mar.
—¡Cómo! ¿Que venís del mar?
—Sí, he hecho una pequeña excursión a las islas Borromeas.
—¡Qué importa!, venid —dijo Alberto.
—No, mi querido Morcef, debéis conocer que cuando rehúso es porque me
es imposible. Además —añadió bajando la voz—, conviene que permanezca en
París, aunque no sea más que para cuidar de las comunicaciones que puedan
hacerse al periódico.
—¡Ah!, sois un excelente amigo —dijo Alberto—; vigilad, mi querido
Beauchamp, y procurad descubrir al enemigo a quien debemos esta fatal
revelación.
Alberto y Beauchamp se separaron y estrechándose la mano, se dijeron
cuanto delante de un extraño no podían pronunciar sus labios.
—Excelente joven es este Beauchamp —dijo Montecristo después que se
marchó el periodista—. ¿Verdad, Alberto?
—¡Ah!, sí; un hombre singular, os lo aseguro, le quiero con toda mi alma;
pero y a que estamos solos, aunque me es indiferente, os preguntaré ¿adónde
vamos?
—A Normandía, si os parece.
—¿Estaremos completamente en el campo, sin sociedad, sin vecinos?
—Sí; no tendremos más que caballos para correr, perros para cazar y una
barca para pescar; he aquí todo.
—Es cuanto necesito; voy a prevenir a mi madre, y estoy a vuestras órdenes.
—Pero —dijo Montecristo—, ¿os permitirán venir?
—¿Cómo?
—Venir a Normandía.
—¡A mí! Soy completamente libre.
—Para ir donde os parezca, solo, sí, lo sé, pues os he encontrado en Italia.
—¡Y bien!
—¡Pero viajar con el hombre misterioso, a quien llaman el conde de
Montecristo…!
—Poca memoria tenéis, conde.
—¿Por qué?
—Porque habéis olvidado el gran afecto y simpatía que os he dicho que mi
madre os profesa.
—Muchas veces la mujer varía, ha dicho Francisco I: la mujer es como la
onda, dijo Shakespeare; el uno era un gran rey, el otro un gran poeta, y ambos
debían conocer bien a la mujer.
—Sí, la mujer; pero mi madre no es la mujer, es una mujer…
—Permitid a un extranjero ignorar la fuerza de las expresiones de vuestro
idioma.
—Quiero decir que mi madre es poco pródiga en sus afectos, pero una vez
que los concede, son para siempre.
—¡Ah! —dijo suspirando Montecristo—, ¿y creéis que me haga el honor de
dispensarme algún afecto particular y no la más pura indiferencia?
—Oídme bien —respondió Morcef—, os lo he dicho y os lo repito: es preciso
que seáis un hombre muy superior.
—¡Oh!
—Sí; porque mi madre ha sido suby ugada por vos, le inspiráis un gran interés,
y cuando estamos solos no hace sino hablarme de vos.
—¿Os dice que desconfiéis de Manfredo?
—Al contrario, me dice: Morcef, creo al conde noble y generoso, procura
que te quiera.
Montecristo volvió la vista y lanzó un suspiro.
—¡Ah!, verdaderamente —dijo.
—De suerte que —continuó Alberto—, conoceréis que lejos de oponerse a mi
viaje, lo aprobará, puesto que entra en las recomendaciones que me hace
diariamente.
—Id, pues —dijo Montecristo—, y hasta la tarde: estad aquí a las cinco,
llegaremos allá a las doce o a la una, a más tardar.
—¡Cómo! ¿A Treport?
—A Treport o a sus cercanías.
—¿No necesitáis más que ocho horas para andar cuarenta y ocho leguas?
—Y aún es mucho —dijo Montecristo.
—Desde luego. Sois el hombre de los prodigios, y conseguiréis no sólo ir más
veloz que los vagones de los trenes, lo que en Francia no es muy difícil, sino que
sobrepujaréis en velocidad al telégrafo.
—Con todo, vizconde, como necesitamos siete a ocho horas para llegar allá,
sed puntual.
—Descuidad, no tengo hasta esa hora ninguna otra cosa más que hacer que
preparar mi viaje.
—Hasta las cinco, pues.
—Hasta las cinco.
Alberto salió. Montecristo, después de saludarle sonriendo, permaneció un
instante pensativo y como absorto en una profunda meditación; finalmente,
pasando la mano por su frente, como para apartar una molesta idea, se levantó,
se acercó a un timbre y llamó dos veces.
Entró Bertuccio.
—Señor Bertuccio —le dijo—, no es y a mañana o pasado mañana, como
había pensado antes, sino esta tarde mismo, cuando quiero salir para Normandía;
desde ahora hasta las cinco tenéis tiempo sobrado; haced que estén prevenidos los
palafreneros del primer relevo; el señor de Morcef me acompaña, id pues.
Bertuccio obedeció; un postillón salió a escape a Poutoise para decir que a las
seis en punto pasaría la silla de posta; desde Poutoise transmitió el aviso al relevo
siguiente, y así continuó de relevo en re levo, de suerte que seis horas después
todos estaban advertidos y prontos.
Antes de salir, el conde subió a ver a Hay dée, le anunció su viaje y puso toda
la casa a su disposición. Alberto fue puntual; el viaje, triste al principio, se
modificó poco a poco: Morcef no tenía idea de un modo de viajar tan acelerado
y al mismo tiempo cómodo; manifestólo así al conde, y éste le dijo:
—Es cierto, no podéis tener idea de este modo de viajar con vuestras postas,
que corren solamente dos leguas por hora, y mucho menos con la estúpida ley
que prohíbe que ningún viajero pase antes que otro, de modo que un enfermo o
majadero detiene y encadena, por decirlo así, tras él a los demás, aunque éstos,
sanos y alegres, quieran correr doble; para evitar estos inconvenientes viajo
siempre con postillones y caballos míos. ¿No es así, Alí?
Y el conde, asomando la cabeza por la portezuela, dio una especie de chillido
para excitar a los caballos; parecía como si les hubieran nacido alas.
El coche corría veloz como el ray o, y todos volvían la cabeza al verlo pasar.
Alí se sonreía mostrando sus blancos dientes; repetía este chillido, y llevando
apretadas las riendas, excitaba a los caballos, cuy as bellas crines flotaban con el
viento: Alí, el hijo del desierto, se encontraba en su elemento, y con su cara
negra, sus ardientes ojos y su turbante blanco parecía, en medio del torbellino de
polvo que levantaban los caballos, el genio del simún o el dios del huracán.
—He aquí un placer que no conocía —dijo Morcef, y desaparecieron de su
frente las últimas señales de tristeza—. ¿Pero dónde habéis encontrado
semejantes caballos? —preguntó al conde—, ¿los habéis criado ex profeso?
—Adivinasteis. Hace seis años que hallé en Hungría un caballo semental,
famoso por la ligereza: lo compré, no me acuerdo en cuánto. Bertuccio lo pagó.
En aquel año tuvo treinta y dos hijos; vamos a pasar revista a toda esa prole. Son
todos iguales, negros, sin una mancha, excepto una estrella blanca en la frente,
porque tuve cuidado de que se le escogiesen y eguas excelentes, como el sultán
escoge favoritas.
—¡Es admirable…! Pero decidme, conde, ¿qué habéis hecho con todos esos
caballos?
—Ya lo veis, viajo con ellos. Cuando no los necesite, Bertuccio los venderá.
Dice que ganará treinta o cuarenta mil francos en ellos.
—Pero no habrá rey en Europa bastante rico para comprarlos todos.
—Los venderá a algún visir del Oriente, que dejará vacío su tesoro para
pagarlos y que lo volverá a llenar administrando a sus súbditos la bastonada en la
planta de los pies.
—¿Queréis, conde, que os participe una idea que acaba de ocurrírseme?
—Decid.
—Que, después de vos, Bertuccio debe ser el simple particular más rico de
Europa.
—Pues bien, os engañáis, vizconde, estoy seguro de que no tiene dos reales.
—¿Es posible? —preguntó el joven—. Ese Bertuccio es un fenómeno; mi
querido conde, me contáis cosas maravillosas, casi increíbles.
—Nada hay de maravilloso, Alberto: los números y la razón os lo probarán;
escuchad pues: cuando un may ordomo roba, ¿por qué lo hace?
—Porque tal es la condición de todos ellos, según creo —dijo Alberto.
—Os equivocáis. Roba porque tiene mujer, hijos y deseos ambiciosos para él
y su familia; roba principalmente porque no tiene la certeza de permanecer
siempre con su amo, y quiere asegurar su porvenir. Ahora bien, Bertuccio es
solo, no tiene pariente alguno, toma de mi dinero lo que necesita sin tener que
darme cuenta, y está seguro de que no se separará nunca de mí.
—¿Por qué?
—Porque no encontraré otro tan bueno.
—No salís de un círculo vicioso, cual es el de las probabilidades.
—¡Oh!, no; estoy en lo cierto: el buen criado para mí es aquel sobre quien
tengo derecho de vida y muerte.
—¿Y lo tenéis sobre Bertuccio?
—Sí —respondió con frialdad el conde.
Hay palabras que ponen fin para siempre a una conversación; el sí del conde
era una de ellas. El viaje continuó con la misma velocidad; los treinta y dos
caballos, divididos en ocho relevos corrieron las cuarenta y ocho leguas en ocho
horas.
Llegaron a medianoche a la puerta de un hermoso parque; el conserje tenía
la reja abierta, y de pie junto a ella parecía esperar a su amo; le había advertido
de su llegada el postillón del último relevo.
A las dos y media de la mañana llevaron a Morcef a su cuarto, halló un baño
y la cena preparada; el criado que venía durante el camino sentado detrás estaba
a sus órdenes. Bautista, que había venido en la delantera, servía al conde.
Alberto tomó un baño, cenó y se acostó; adormecióle el ruido de las alas,
melancólico y triste; al levantarse se fue derecho a la ventana, la abrió y se
encontró en una azotea, desde la que veía perfectamente el mar, es decir, la
inmensidad, y por la espalda, el hermoso parque y un bosque.
En una rada inmediata mecíase una ligera corbeta, estrecha en la carena,
elegante en su armadura, y que llevaba en el árbol may or un pabellón con las
armas de Montecristo, que era un monte de oro, con una cruz sobre un mar azul,
lo que podía muy bien ser una alusión a su título, recordando el Calvario, que la
pasión de Nuestro Señor convirtió en una montaña más preciosa que el oro, y la
cruz, infame antes, que su pasión divina hizo santa, o también alguna alusión
personal al sufrimiento y regeneración que se ocultaba en los antecedentes,
ignorados de todos, de aquel hombre misterioso.
En torno a la goleta había un grupo de barcas de pescadores de los lugarcillos
inmediatos, que parecían súbditos esperando la orden de su reina. Allí, como en
cualquier otra parte en que Montecristo se detenía, se encontraban todas las
comodidades de la vida tan perfectamente metodizadas, que con facilidad se
acostumbraba cualquiera a ellas.
Alberto encontró en su antecámara dos escopetas y todos los utensilios
necesarios a un cazador; una pieza situada en el piso bajo estaba destinada a
guardar todas las ingeniosas máquinas que los ingleses, grandes pescadores,
porque son muy cachazudos y ociosos, no han podido aún hacer adoptar a los
rutinarios franceses.
Pasóse el día en estos ejercicios, en los que Montecristo era sobresaliente;
mataron una docena de faisanes en el parque, pescaron infinidad de truchas, y
tomaron el té en la biblioteca.
Al tercer día por la tarde Alberto, fatigado de una vida tan activa, y que
parecía un juego para Montecristo, dormía en un sillón inmediato a la ventana, y
el conde trazaba con su arquitecto el plan de un invernadero que quería construir
en su jardín, cuando el galope de un caballo despertó al joven; miró por la
ventana, y con desagradable sorpresa vio a su camarero, a quien no había
querido traer consigo, por no causar tantas molestias a Montecristo.
—¡Florentín, aquí! —gritó levantándose apresurado—. ¿Está mala mi madre?
Y salió con precipitación. Montecristo le siguió con la vista, le vio, acercóse al
criado, y éste, sin poder respirar aún, sacó del bolsillo un paquete cerrado y
sellado, y se lo entregó: contenía una carta y un periódico.
—¿De quién es esa carta? —inquirió Alberto.
—Del señor Beauchamp —respondió Florentín.
—¿Es Beauchamp el que os ha enviado?
—Sí, señor; me llamó a su casa, me dio el dinero necesario para el viaje, hizo
que me entregasen un caballo de posta, y que le prometiera no pararme hasta
llegar a veros; he corrido quince horas seguidas.
Alberto abrió la carta conmovido; apenas ley ó los primeros renglones, lanzó
un grito y cogió el periódico con manos trémulas. De repente oscurecióse su
vista, flaquearon sus piernas, y viendo que iba a caerse se apoy ó en el brazo que
Florentín le presentaba.
—Pobre joven —dijo Montecristo, pero tan bajo que nadie pudo oír aquellas
palabras de compasión—. Está escrito que las faltas de los padres recaerán sobre
los hijos hasta la tercera y cuarta generación.
Alberto había ido entretanto recobrando sus fuerzas; continuó ley endo,
separando con la mano los cabellos que cay eron sobre su frente bañada de sudor,
y arrugó entre sus manos la carta y el periódico.
—Florentín —dijo—, ¿vuestro caballo está en disposición de tomar el camino
de París?
—Es un mal jaco de posta y está desherrado.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¿Y cómo estaban en casa cuando salisteis?
—Bastante tranquilos; pero cuando volví de casa del señor Beauchamp
encontré a la señora llorando, me llamó para que la informase de cuándo
volveríais; le dije que iba a buscaros de parte del señor Beauchamp, hizo un
movimiento como para detenerme, mas luego reflexionó un instante y me dijo:
—Id, Florentín, y que vuelva pronto.
—Sí, madre mía, sí —dijo Alberto—, volveré; ¡ah!, tranquilizaos, ¡y ay del
infame…! Pero lo primero es pensar en volver —y dirigióse al cuarto en que
había dejado a Montecristo.
No era y a el mismo hombre; cinco minutos habían sido suficientes para
producir una triste metamorfosis en Alberto; había salido del cuarto en estado
normal; volvió a entrar con la voz alterada, la cara enrojecida, los ojos
centelleantes y el modo de andar incierto de un hombre ebrio.
—Conde —dijo—, os doy las gracias por vuestra generosa hospitalidad,
hubiera deseado disfrutar de ella más tiempo, pero me es preciso volver a París.
—¿Pues qué ha ocurrido?
—Una gran desgracia; mas permitidme que me vay a: se trata de una cosa
que es mil veces más preciosa que la vida; no me preguntéis, conde, os lo suplico;
mandad, eso sí, que me den un caballo.
—Todos los míos están a vuestra disposición, vizconde, pero vais a destrozaros
corriendo la posta a caballo; tomad mi silla, o si no un cabriolé.
—No; tardaría más, y además, ese mismo cansancio me hará bien, no
temáis.
Dio una vuelta en derredor, como un hombre herido por una bala, y fue a
caer en un sillón junto a la puerta. Montecristo no vio este segundo momento de
debilidad porque estaba asomado a la ventana, gritando:
—Alí, un caballo para el señor de Morcef; pronto, que lleva prisa.
Estas palabras volvieron la vida a Alberto, lanzóse fuera del cuarto y el conde
le siguió.
—Gracias —dijo el joven montando a caballo—, venid tras de mí, lo más
pronto que podáis, Florentín. ¿Qué debo decir para que continúen dándome
caballos?
—Nada, basta que vean el que montáis para que os ensillen inmediatamente
otro.
Alberto iba a partir, pero se detuvo.
—Pensaréis que mi viaje es extraño —dijo el joven—, no comprenderéis
cómo algunas líneas escritas en un periódico han podido reducir a un hombre a la
desesperación. Pues bien —añadió dándole el periódico—, leed eso, pero
solamente cuando y o me hay a marchado, a fin de que no veáis mi confusión.
Y mientras el conde recibía el periódico, hincó las espuelas al caballo, que
admirado de que hubiese jinete que pudiese creer que las necesitaba, partió a
escape, veloz como una flecha.
Siguióle el conde con la vista, y su mirada expresaba un sentimiento de
compasión indefinible, y cuando desapareció ley ó lo siguiente en el periódico:
El oficial francés al servicio de Alí-Bajá, de Janina, de que hablaba hace tres
semanas El Imparcial, y que no solamente vendió el castillo de Janina, sino que
entregó a los turcos a su bienhechor, se llamaba, efectivamente, Fernando en
aquella época, como dijo nuestro honorable colega, pero después agregó a su
nombre un título de nobleza y el de una de sus tierras.
Actualmente se llama el conde de Morcef, y es miembro de la Cámara de
los Pares.
Por consiguiente, aquel terrible secreto que Beauchamp había ocultado tan
generosamente aparecía como un fantasma armado; y otro periódico
cruelmente informado había publicado al día siguiente de la salida de Alberto
para Normandía, aquellos pocos renglones que casi volvieron loco al joven.
Capítulo VII
El juicio
Serían las ocho de la mañana cuando cay ó Alberto como un ray o en casa de
Beauchamp. El ay uda de cámara estaba avisado, e introdujo a Morcef en el
cuarto de su amo, que acababa de entrar en el baño.
—¡Y bien! —le dijo Alberto.
—Os estaba esperando, amigo mío —contestó Beauchamp.
—Aquí me tenéis. No os diré, Beauchamp, que os creo demasiado honrado y
demasiado noble para sospechar que habéis hablado a nadie de nuestro asunto;
no, amigo mío. Además, el mensaje que me habéis enviado es una garantía del
aprecio que os merezco. Por consiguiente, no perdamos tiempo en preámbulos,
¿tenéis alguna idea de quién puede venir el golpe?
—Os diré lo que sé.
—Sí; pero antes, amigo mío, debéis referirme la historia de esta abominable
traición con todos sus pormenores.
Y Beauchamp refirió al joven, abrumado de vergüenza y dolor, los hechos
que vamos a referir con toda su sencillez.
La mañana de la antevíspera, el artículo había aparecido en El Imparcial y
en otro periódico, y lo que es más todavía, en un periódico muy conocido por
pertenecer al gobierno. Beauchamp se hallaba almorzando cuando ley ó el
artículo: envió inmediatamente a buscar un cabriolé, y sin acabar de almorzar
marchó a la redacción del diario ministerial.
Aunque de ideas políticas enteramente opuestas a las del director del
periódico acusador, Beauchamp, como sucede algunas veces, y aun diremos
siempre, era íntimo amigo suy o.
Halló al director, que tenía en la mano su propio periódico, y parecía que
estaba ley endo con la may or complacencia su articulito sobre el azúcar de
remolacha, que probablemente sería de su cosecha.
—¡Ah! —dijo Beauchamp—, puesto que tenéis en la mano vuestro periódico,
querido ***, excuso deciros a qué vengo.
—¿Sois acaso partidario de la caña de azúcar? —preguntó el director del
periódico ministerial.
—No —contestó Beauchamp—, y hasta hoy soy extraño a la cuestión; vengo
por otro asunto.
—¿Cuál?
—Por el artículo acerca de Morcef.
—¡Ah!, y a: ¿no es verdad que es bastante curioso?
—Tan curioso que creo que os exponéis a veros complicado en una causa de
dudoso resultado.
—No, por cierto: hemos recibido con la nota todos los documentos
justificativos, y estamos perfectamente convencidos de que el señor de Morcef
no dará ningún paso; por otra parte, es hacer un bien al país al denunciarle a los
miserables, indignos del honor que se les hace.
Beauchamp quedó desconcertado.
—¿Pero quién os ha dado tan completos pormenores? —preguntó—, porque
mi periódico, que fue el primero que habló del particular, tuvo que abstenerse por
falta de pruebas, y sin embargo, estamos más interesados que vos en arrancar la
máscara al señor Morcef, puesto que es par de Francia, y nosotros
representamos la oposición.
—¡Oh!, nada más sencillo; no hemos corrido detrás del escándalo, ha venido
él a buscarnos. Un hombre que acaba de llegar de Janina nos trajo ay er todos
esos documentos, y como manifestásemos algún reparo en insertar la acusación,
nos dijo que si nos negábamos se publicaría el artículo en otro periódico. Nadie
sabe mejor que vos cuánto vale una noticia interesante; no quisimos
desperdiciarla. El golpe está bien dado; es terrible y resonará en toda Europa.
Beauchamp conoció que no había más remedio que bajar la cabeza, y salió a
la desesperada para enviar un correo a Morcef.
Pero lo que no había podido escribir a Alberto, porque lo que vamos a referir
fue posterior a la salida del correo, es que el mismo día, en la Cámara de los
Pares, se había notado una extraordinaria agitación. Los pares iban llegando antes
de la hora y hablaban del siniestro acontecimiento que iba a ocupar la atención
pública y a fijarla en uno de los miembros más conocidos del ilustre Cuerpo.
Leíase el artículo en voz baja, hacíanse comentarios, y los recuerdos que se
suscitaban iban precisando cada vez más los hechos. El conde de Morcef no era
querido de sus colegas. Como todos los que han salido de la nada, para
conservarse a la altura de la clase, tenía que observar un exceso de altivez. Los
grandes aristócratas se reían de él; los talentos le repudiaban y las glorias puras le
despreciaban instintivamente. A este fatal extremo de la víctima expiatoria había
llegado el conde. Una vez designada por el dedo del Señor para el fatal sacrificio,
todos se preparaban para gritar: ¡Justicia!
El conde de Morcef era el único que lo ignoraba todo. No recibía el periódico
que publicaba la noticia, y había pasado la mañana en escribir cartas y probar su
caballo.
Llegó, pues a la hora de costumbre, con la cabeza erguida, mirada orgullosa
y andar insolente; se apeó del coche, atravesó los pasillos y entró en la sala, sin
notar las vacilaciones de los ujieres, ni la frialdad de sus colegas al saludarle.
Cuando Morcef entró hacía y a media hora que había empezado la sesión.
A pesar de que el conde, ignorante, como hemos dicho, de cuanto había
ocurrido, no había alterado en lo más mínimo su aire, ni sus ademanes, su
presencia en esta ocasión pareció de tal suerte agresiva a esta asamblea celosa
de su honor, que todos vieron en ello una inconveniencia, muchos una bravata y
algunos un insulto. Era evidente que la Cámara entera deseaba entablar el debate.
Se veía el periódico acusador en manos de todos los pares; pero, como
siempre, nadie quería cargar con la responsabilidad del ataque. Finalmente, uno
de los honorables pares, enemigo declarado del conde de Morcef, subió a la
tribuna con una solemnidad que anunció que había llegado el momento esperado.
Guardóse un silencio sepulcral. Sólo Morcef ignoraba la causa de la atención
profunda que se prestaba a un orador a quien no se acostumbra a oír con tanta
complacencia.
El conde dejó pasar tranquilamente el preámbulo, en que el orador establecía
que iba a hablar de una cosa tan grave, tan sagrada y tan vital para la Cámara,
que reclamaba toda la atención de sus colegas.
A las primeras palabras de Janina y del coronel Fernando, el conde de
Morcef se puso intensamente pálido, lo que causó un estremecimiento general en
la asamblea, y todas las miradas se fijaron en él.
Las heridas mortales tienen de particular que se ocultan, pero no se cierran:
siempre dolorosas, permanecen vivas y abiertas en el corazón.
Terminó la lectura del artículo en medio del mismo silencio, turbado entonces
por un rumor que cesó tan pronto como el orador volvió a tomar la palabra. El
orador expuso sus escrúpulos, y manifestó cuán difícil era su posición: era el
honor del señor de Morcef, el honor de toda la Cámara lo que pretendía
defender, provocando un debate en que se iba a entrar en esas cuestiones
personales que siempre resultan odiosas. Concluy ó pidiendo que se procediese a
una investigación bastante rápida para confundir, antes de que tomase cuerpo, la
calumnia, y para restablecer al señor de Morcef en la posición en que la opinión
pública le había colocado.
Morcef se hallaba tan abatido, que apenas pudo pronunciar algunas palabras
ante sus colegas para justificarse: aquella conmoción, que podía atribuirse lo
mismo al asombro del inocente que a la vergüenza del culpable, le atrajo algunas
simpatías. Los hombres generosos son siempre compasivos, cuando la desgracia
de su adversario es may or que su odio.
El presidente puso a votación la sumaria, y ésta dio por resultado que había
méritos para formarla.
Preguntaron al conde cuánto tiempo necesitaba para preparar su
justificación. Morcef se había reanimado, sintiendo aún algún vigor después de
aquel terrible suceso, y respondió:
—Señores, no es con tomarse tiempo con lo que se rechaza un ataque, como
el que contra mí dirigen enemigos solapados, y que sin duda permanecerán
escondidos en las sombras del incógnito; en el momento, y como un ray o, es
preciso que y o responda a las inculpaciones que contra mí se han hecho. ¡Ah!,
¡ojalá, en lugar de semejante justificación, me fuese permitido derramar toda
mi sangre, para probar a mis nobles compañeros que soy digno de sentarme a su
lado!
Tales palabras produjeron en el auditorio una impresión favorable para el
acusado.
—Pido —dijo— que la sumaria información se forme lo más pronto posible,
y y o exhibiré ante la Cámara los documentos necesarios.
—¿Qué día señaláis para eso? —preguntó el presidente.
—Desde este momento estoy a la disposición de la Cámara.
El presidente tocó la campanilla.
—¿La Cámara —prosiguió— quiere que esta sumaria información se efectúe
hoy mismo?
—Sí —fue la unánime respuesta de la asamblea.
Nombróse una comisión integrada por doce miembros para examinar los
documentos que debía presentar Morcef; se señaló la hora en que debía
celebrarse la primera sesión, y se fijó la de las ocho de la noche, en la sala de
comisiones de la Cámara, y se determinó que si fuesen necesarias más sesiones,
se celebrasen a la misma hora.
Tomada esta resolución, Morcef pidió permiso para retirarse; debía coordinar
los documentos que, para hacer frente a esta tempestad, había guardado durante
tanto tiempo; pues su genio cauteloso y previsor la esperaba siempre.
Beauchamp contó al joven cuanto acabamos de referir; sólo que su relato
tuvo de ventaja sobre el nuestro la animación producida en él por la amistad.
Alberto le escuchó temblando, tan pronto de esperanza como de cólera, y
algunas veces de vergüenza; pero Beauchamp sabía que su padre era culpable, y
se preguntaba cómo siéndolo podría llegar a probar su inocencia.
—¿Y después? —preguntó Alberto.
—¿Después? —dijo Beauchamp.
—Sí.
—Amigo mío, eso sí me pone en un terrible compromiso. ¿Queréis saber lo
que sucedió?
—Es preciso; prefiero que seáis vos el que me lo cuente, a saberlo por
cualquier otro conducto.
—Bien —dijo Beauchamp—, preparaos, Alberto; jamás habéis tenido tanta
necesidad como ahora de demostrar vuestro valor.
Alberto pasó la mano por su frente, para asegurarse de su propia fuerza,
como el hombre que se prepara a defender su vida, prueba su corazón y la hoja
de su espada. Sintióse fuerte, porque tomaba por energía lo que no era más que
un estado febril.
—Continuad —dijo.
—Llegó la noche —siguió diciendo Beauchamp—, todo París esperaba el
resultado.
» Muchos había que decían que vuestro padre no necesitaba más que
presentarse para echar por tierra la acusación; otros decían que el conde no se
presentaría, y otros aseguraban por último haberle visto partir para Bruselas;
algunos hubo que fueron a la policía a preguntar si era verdad que el conde había
sacado su pasaporte.
» Debo confesaros que hice cuanto pude para obtener de uno de los
miembros de la Cámara, joven par, amigo mío, que me permitiesen entrar en
una tribuna reservada; a las siete vino a buscarme, y antes que nadie llegase, me
recomendó a un ujier, el cual me encerró en una especie de palco: ocultábame
una columna, y estaba como perdido en la oscuridad; esperaba así ver y oír hasta
el fin la terrible escena que iba a presentarse a mis ojos.
» A las ocho en punto todo el mundo había llegado.
» El señor de Morcef entró al sonar la última campanada, traía en la mano
algunos papeles y su aspecto era tranquilo; contra su costumbre, su aire era
sencillo y su traje austero: llevaba un frac abotonado como suelen usar los
militares antiguos. Su presencia produjo el mejor efecto, la comisión le era
favorable en general, y muchos de sus miembros se acercaron al conde y le
dieron la mano.
El corazón de Alberto se desgarraba al oír estos detalles; pero en medio de su
dolor, dejó entrever un sentimiento de gratitud; hubiera querido poder abrazar a
los que dieron a su padre aquella señal de amistad en medio del horrible
compromiso en que se hallaba su honor.
» En aquel instante se presentó un ujier y entregó una carta al presidente.
» —Señor de Morcef, tenéis la palabra —dijo éste, abriendo la carta.
» El conde empezó su apología, y os aseguro, Alberto, que estuvo hábil y
elocuente: presentó los documentos que probaban que el visir de Janina le había
honrado hasta el último momento con toda su confianza, puesto que le había
encargado una negociación de vida o muerte para con el emperador mismo.
Mostró el anillo, signo de amistad, y con el cual Alí-Bajá sellaba ordinariamente
sus cartas, y que le había entregado, para que pudiese, a su vuelta, penetrar hasta
su habitación, a cualquier hora del día o de la noche, y aunque estuviese en su
harén. Desgraciadamente —dijo—, la negociación salió mal, y cuando volvió
para defender a su bienhechor, éste había fallecido y a; pero —añadió el conde—
al morir Alí-Bajá, era tal su confianza, que me mandó entregar su favorita y su
hija.
Alberto tembló, porque a medida que Beauchamp hablaba, acudían a su
imaginación las palabras de Hay dée, y recordaba que la hermosa griega le había
contado algo de aquella negociación, de aquel anillo, y del modo en que fue
vendida como esclava.
—¿Y qué efecto produjo el discurso del conde? —preguntó con ansiedad
Alberto.
—Confieso que me conmovió, y lo mismo a toda la comisión —dijo
Beauchamp.
» Mientras tanto, el presidente pasó ligeramente los ojos por una carta que
acababan de traerle; mas a las primeras líneas despertóse su atención, y después
de leerla y releerla, fijó los ojos en Morcef, y dijo:
» —Señor conde, ¿habéis dicho que el visir de Janina os había confiado su
mujer y su hija?
» —Sí, señor —respondió Morcef—, pero la desgracia me ha perseguido en
esto como en todo. A mi vuelta, Basiliki y su hija Hay dée habían desaparecido.
» —¿Las conocíais vos?
» —Pude verlas más de veinte veces, debido a mi intimidad con el bajá, y la
gran confianza que en mi lealtad tenía.
» —¿Y tenéis alguna idea de la suerte que les ha cabido después?
» —Sí. He oído decir que habían sucumbido a su dolor, y tal vez a su miseria.
Yo no era rico; mi vida corría grandes peligros y, con gran pesar mío, no pude
consagrarme a buscarlas.
» El presidente frunció imperceptiblemente el ceño.
» —Señores —dijo entonces—. Habéis oído las explicaciones del conde de
Morcef. Señor conde, para apoy ar vuestra declaración, ¿podéis presentar algún
testigo?
» —¡Ay !, no —respondió el conde—, todos cuantos rodeaban al visir, y que
me conocieron en su come, han muerto, o desaparecido; únicamente y o, según
creo, únicamente y o, al menos entre mis compatriotas, he sobrevivido a guerra
tan cruel; no conservo más que las cartas de Alí-Tebelín, y las he presentado; no
me queda más que el anillo que me dio en prenda de su voluntad; helo aquí; pero
tengo la prueba más convincente que se puede suministrar contra un ataque
anónimo, es decir, la ausencia de toda clase de testimonio contra mi palabra de
hombre honrado, y la pureza de toda mi vida militar.
» Un murmullo de aprobación circuló por la asamblea; en este momento,
Alberto, si no hubiera sobrevenido ningún accidente, la causa de vuestro padre
habría vencido.
» Ya no faltaba más que proceder a la votación, cuando el presidente tomó la
palabra.
» —Señores —dijo—, y vos, señor conde, presumo no llevaréis a mal oír un
testigo muy importante, según asegura, y que viene a ofrecerse de motu propio;
este testigo, según lo que acaba de decirnos el señor conde, no dudo que es
llamado a probar la total inocencia de nuestro colega. Esta es la carta que acabo
de recibir acerca del particular: ¿deseáis que se lea, o decidís que se haga caso
omiso de este incidente?
» El señor de Morcef se puso pálido, y estrujó los papeles que tenía en las
manos.
» La comisión acordó que se ley era: en cuanto al conde, estaba pensativo, y
nada dijo.
» El presidente ley ó la siguiente misiva:
Señor presidente:
Puedo dar datos positivos a la comisión encargada de examinar la conducta
que el teniente general, conde de Morcef, observó en Epiro y Macedonia.
» —¿Y quién es ese testigo, o por mejor decir, ese enemigo? —inquirió el
conde con voz profundamente alterada.
» —Vamos a saberlo —contestó el presidente—. ¿Quiere oír la comisión a ese
testigo?
» —¡Sí, sí! —contestaron todos a una.
» El presidente llamó al ujier y le preguntó si había alguna persona esperando
en el vestíbulo.
» —Sí, señor presidente.
» —¿Quién es esa persona?
» —Una señora con un criado.
» Y todos le miraron.
» Cinco minutos después volvió a entrar el ujier; todas las miradas se dirigían
a la puerta, y y o mismo —dijo Beauchamp— participaba de la ansiedad general.
» Detrás del ujier entró una mujer cubierta con un gran velo negro.
Fácilmente se adivinaba, por las formas y por los perfumes que exhalaba, que
era una mujer joven y elegante.
—¡Ah! —dijo Morcef—, era ella.
—¿Cómo, ella?
—Sí: Hay dée.
—¿Quién os lo ha dicho?
—¡Ah!, lo adivino. Pero continuad, Beauchamp, continuad. Ya veis que estoy
tranquilo y resignado, y sin embargo, nos vamos acercando al desenlace.
—El señor de Morcef —continuó Beauchamp— contemplaba a aquella
mujer con sorpresa y espanto. Para él era la vida o la muerte lo que de aquella
encantadora boca iba a salir; para los demás era una aventura tan extraña y tan
llena de curiosidad, que la salvación o la pérdida del señor de Morcef no entraba
y a en tan extraordinario suceso más que como un elemento secundario.
» El presidente indicó a la joven con la mano que tomase asiento, y ella
contestó con la cabeza que permanecería de pie.
» El conde estaba sentado en el sillón, y es bien seguro que no hubieran
podido sostenerle las piernas.
» —Señora —dijo el presidente—, habéis escrito a la comisión para darle
datos acerca del asunto de Janina, diciendo que habíais sido testigo ocular de los
acontecimientos.
» —Y lo fui efectivamente —contestó la desconocida con una voz llena de
encantadora tristeza, y con aquel eco sonoro, peculiar de las voces orientales.
» —Con todo —replicó el presidente—, permitidme os diga que entonces
erais muy joven.
» —Tenía cuatro años; pero como aquellos hechos eran para mí de la may or
importancia, están grabados en mi corazón todos sus pormenores.
» —¿Pero qué importancia tenían para vos esos acontecimientos, y quién sois
vos para que esa gran desgracia os hay a causado tan profunda impresión?
» —Se trataba de la vida o de la muerte de mi padre —contestó la joven—, y
me llamo Hay dée, hija de Alí-Tebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su muy
amada esposa.
» El carmín de modestia, y al mismo tiempo de orgullo, que coloreó las
mejillas de la joven, el fuego de su mirada y la majestad de su presencia,
produjeron en la asamblea un efecto imposible de describir.
» En cuanto al conde, no hubiera quedado más aterrado si un ray o hubiera
abierto un abismo a sus pies.
» —Señora —dijo el presidente, después de saludarla respetuosamente—,
permitidme una simple pregunta, que no es una duda, y esta pregunta será la
última: ¿podéis justificar la autenticidad de lo que decís?
» —Puedo justificarla —contestó Hay dée, sacando de debajo del velo una
bolsa de raso—, porque aquí está la partida de mi nacimiento, redactada por mi
padre y firmada por sus oficiales superiores; aquí está la de mi bautismo, pues mi
padre consintió que fuese educada en la religión de mi madre, acta que el
primado de Macedonia y Epiro autorizó con su sello; y finalmente aquí está, y
éste es sin duda el documento más importante, el acta de venta que se verificó de
mi persona y de la de mi madre al mercader armenio El Kobbir por el oficial
franco que en el infame convenio con la Puerta, se había reservado por su parte
de botín a la hija y a la mujer de su bienhechor, a quienes vendió por la cantidad
de mil bolsas, es decir, por unos cuatrocientos mil francos.
» Una intensa palidez cubrió las mejillas del conde, y sus ojos se iny ectaron
de sangre al oír esas terribles imputaciones que fueron acogidas por la asamblea
con lúgubre silencio.
» Hay dée, sin perder su aparente calma, alargó el acta de venta, redactada
en lengua árabe.
» Como se había creído que algunos de los documentos aducidos estarían
redactados en árabe o turco, se había avisado al intérprete, de la Cámara; se le
llamó.
» Uno de los nobles pares, a quien era familiar la lengua árabe, que había
tenido oportunidad de aprender durante la campaña de Egipto, iba siguiendo con
la vista en el acta la lectura que el traductor dio en alta voz.
Firmado: El-Kobbir.
Para que esta acta tenga la necesaria fe, crédito y autenticidad será revestida
con el sello imperial, de lo cual se encarga el vendedor.
El reto
El insulto
La reunión
Apenas había terminado de escribir esta última línea, cuando un grito que
resonó a su espalda hizo que se le cay ese la pluma de la mano.
—Hay dée —dijo—, ¿habéis leído?
En efecto, la joven, a quien hizo despertar la luz del día que hería sus
párpados, se había levantado, y acercándose al conde sin que se percibiesen sus
ligeros pasos sobre la alfombra:
—¡Oh, mi señor! —dijo juntando las manos—, ¿por qué escribís a estas
horas? ¿Por qué me legáis toda vuestra fortuna? ¿Os vais a separar de mí?
—Tengo que hacer un viaje —dijo Montecristo con una expresión de inefable
ternura—, y si me sucediese una desgracia…
El conde se detuvo.
—¿Y bien? —preguntó la joven con un tono de autoridad que el conde no le
conocía aún.
—¡Y bien!, si me sucede una desgracia, quiero que mi hija sea dichosa.
Hay dée sonrió con tristeza.
—Pues bien, si morís —dijo—, legad vuestra fortuna a otros, porque si morís
no tengo necesidad de nada.
Y tomando el papel lo hizo pedazos y lo arrojó en medio del salón; pero aquel
esfuerzo la debilitó totalmente y cay ó desmay ada.
Montecristo la levantó en los brazos, y viendo sus bellos ojos cerrados y su
hermoso semblante inanimado, le ocurrió por primera vez la idea de que quizá le
amaba de otro modo distinto del de una hija.
—¡Ay ! —murmuró—, aún hubiera podido ser dichoso.
Llevó a Hay dée hasta su cuarto, y desmay ada aún la entregó a sus criadas;
volvió a su gabinete, y cerrando la puerta volvió a escribir el testamento.
Al terminar, oy ó el ruido de un coche que entraba; acercóse a la ventana y
vio bajar a Maximiliano y Manuel.
—¡Bueno! —dijo—, y a era tiempo —y cerró su testamento, poniéndole tres
sellos. Un momento después se oy ó ruido en el salón, y fue él mismo a abrir la
puerta; presentóse Morrel, que se había adelantado veinte minutos a la hora de la
cita.
—Quizá vengo muy temprano, señor conde —dijo—, pero os confesaré
francamente que no he podido dormir un minuto, y lo mismo ha sucedido a todos
los de casa. Tenía necesidad de veros tranquilo y animado tan valiente como
siempre, para volver conmigo.
Montecristo no pudo resistir a esta prueba de afecto, y no fue la mano la que
alargó al joven, sino los brazos los que abrió.
—Morrel —le dijo emocionado—, es un hermoso día para mí, pues que me
veo amado de este modo por un hombre como vos. Buenos días, Manuel.
¿Conque venís conmigo, Maximiliano?
—¡Vive Dios! —dijo el capitán—. ¿Lo habíais dudado?
—Pero si y o no tuviese razón…
—Escuchad: ay er os estuve observando durante toda la escena de la
provocación; he pensado toda la noche en vuestra serenidad, y he concluido o
que la justicia está de vuestra parte, o que mentirá siempre el exterior de los
hombres.
—Sin embargo, Morrel, Alberto es vuestro amigo.
—Un simple conocido, conde.
—Le visteis por primera vez el mismo día que a mí.
—Sí, es verdad, pero ¿qué queréis? Es preciso que me lo recordéis para que lo
tenga presente.
—Gracias, Morrel.
Dio en seguida un golpe en el timbre.
—Toma —dijo a Alí, que se presentó inmediatamente—, lleva eso a casa de
mi notario. Es mi testamento. Morrel, si muero, iréis a enteraros de él.
—¡Cómo! —exclamó Morrel—, ¿morir vos?
—¿Y qué, no es necesario preverlo todo? ¿Pero qué hicisteis ay er después que
nos separamos, amigo querido?
—Fui a casa de Tortoni, adonde encontré a Beauchamp y Château-Renaud, y
os confieso que les buscaba.
—¿Para qué, puesto que estábamos de acuerdo en todo?
—Escuchad, conde; el asunto es grave, inevitable.
—¿Lo dudabais?
—No. La ofensa fue pública, y todo el mundo habla de ella.
—Y bien, ¿qué?
—Esperaba hacer cambiar las armas, empleando la espada en vez de la
pistola; la pistola es ciega.
—¿Lo habéis conseguido? —preguntó vivamente Montecristo, que entreveía
alguna esperanza.
—No, porque saben lo bien que tiráis el florete.
—¡Bah! ¿Y quién lo ha descubierto?
—Los maestros de armas con quienes os habéis batido.
—¿Y no habéis logrado al fin nada?
—Han rehusado decididamente.
—Morrel —dijo el conde—, ¿me habéis visto tirar a la pistola?
—No.
—Pues bien, tenemos tiempo; mirad.
El conde tomó las pistolas que tenía cuando Mercedes entró, y pegando una
estrella de papel, más pequeña que un franco contra la placa, de cuatro tiros le
quitó seguidos cuatro picos.
A cada tiro, Morrel palidecía. Examinó las balas con que Montecristo
ejecutaba aquel admirable juego, y vio que eran balines.
—Es espantoso; ved, Manuel —y volviéndose en seguida a Montecristo:
—No matéis a Alberto, conde —le dijo—, tiene una madre.
—Es justo —dijo Montecristo—, y y o no tengo…
Pronunció estas palabras con un tono que hizo estremecer a Morrel.
—Vos sois el ofendido, conde.
—Sin duda, ¿y qué queréis decir con eso?
—Quiero decir que vos tiráis el primero.
—¿Yo tiro el primero?
—¡Oh!, eso es lo que y o le he exigido, pues demasiadas concesiones les
hemos hecho y a para poder exigir esto.
—¿Y a cuántos pasos?
—A veinte.
Una espantosa sonrisa se asomó a los labios del conde.
—Morrel —le dijo—, no olvidéis lo que acabáis de ver.
—Por eso sólo cuento con vuestros sentimientos para salvar a Alberto.
—¿Mis sentimientos?—dijo Montecristo.
—O vuestra generosidad, amigo mío; seguro, como estáis, de vuestro golpe,
os diría una cosa que sería ridícula si la dijese a otro.
—¿Cuál?
—Rompedle un brazo, heridle, pero no le matéis.
—Morrel, escuchad aún —dijo el conde—: no tengo necesidad de que
intercedan por el señor de Morcef; el señor de Morcef, os lo prevengo, volverá
tranquilo con sus dos amigos, mientras que y o…
—¿Y bien, vos?
—A mí me traerán.
—¡Vamos, pues! —gritó Maximiliano exasperado.
—Como os lo digo, mi querido Morrel, el señor de Morcef me matará.
Morrel miró al conde como un hombre a quien no se comprende.
—¿Qué os ha sucedido de ay er tarde acá, conde?
—Lo que a Bruto la víspera de la batalla de Filipos: he visto un fantasma.
—¿Y ese fantasma?
—Ese fantasma, Morrel, me ha dicho que y a he vivido bastante. —
Maximiliano y Manuel se miraron; Montecristo sacó el reloj.
—Vámonos —dijo—, son las siete y cinco minutos, y la cita es a las ocho en
punto.
Le esperaba un coche. Montecristo subió a él con sus dos testigos. Al
atravesar el corredor, el conde se detuvo a escuchar junto a una puerta, y
Maximiliano y Manuel, que, por discreción, siguieron andando, crey eron oírle
suspirar. A las ocho en punto llegaron al lugar de la cita.
—Henos aquí —dijo Morrel, asomándose por la ventanilla del coche—, y
somos los primeros.
—El señor me perdonará —dijo Bautista, que había seguido a su amo con un
terror indecible—, pero me parece que hay allí un coche entre los árboles.
Montecristo saltó al suelo con ligereza y dio la mano a Manuel y Maximiliano
para ay udarlos a bajar. Maximiliano retuvo entre las suy as la mano del conde.
—He aquí —dijo—, una mano como me gusta ver en un hombre que confía
en la bondad de su causa.
—En efecto —dijo Manuel—, creo que allí hay dos jóvenes que esperan. —
Montecristo, sin llamar aparte a Morrel, se separó dos o tres pasos de su cuñado.
—Maximiliano —le preguntó—, ¿tenéis el corazón libre? —Morrel miró a
Montecristo con admiración.
—No exijo de vos una confesión, mi querido amigo, os hago solamente una
sencilla pregunta.
—Amo a una joven, conde.
—¿Mucho?
—Más que a mi propia vida.
—Vamos —dijo Montecristo—, he aquí una esperanza perdida —y añadió
suspirando—: ¡Pobre Hay dée…!
—En verdad, conde, que si no supiese lo valiente que sois, dudaría.
—¡Porque pienso en alguien que voy a dejar y porque suspiro! Morrel, un
soldado debe tener más conocimientos en cuanto a valor. ¿Creéis que siento
perder la vida? ¿Qué me importa morir o vivir cuando he pasado veinte años
entre la vida y la muerte? Además, estad tranquilo, Morrel; esta debilidad, si lo
es, es sólo para vos. Sé que el mundo es un gran salón del que es necesario salir
con cortesía, saludando y pagando sus deudas de juego.
—Sea enhorabuena, eso se llama hablar razonablemente —le dijo Morrel—;
a propósito, ¿habéis traído vuestras armas?
—¡Yo! ¿Para qué? Espero que esos señores traerán las suy as.
—Voy a informarme —dijo Morrel.
—Sí; pero nada de negociaciones, ¿entendéis?
—Sí; descuidad.
Morrel se dirigió hacia Beauchamp y Château-Renaud; éstos, al ver el
movimiento de Maximiliano, se adelantaron a su encuentro; saludáronse los tres
jóvenes, si no con afabilidad, al menos con cortesía.
—Perdón, señores —dijo Morrel—, pero no veo al señor Morcef.
—Esta mañana nos ha avisado que vendría a reunirse con nosotros sobre el
terreno.
—¡Ah! —dijo Morrel.
—Son las ocho y cinco minutos; todavía no hay tiempo perdido, señor de
Morrel —dijo Beauchamp.
—¡Oh! —dijo Maximiliano—, no lo he dicho con esa intención.
—Además —añadió Château-Renaud—, he allí un carruaje.
Efectivamente, venía un carruaje al gran trote hacia el sitio en que ellos
estaban.
—Señores —dijo Morrel—, sin duda habréis traído vuestras pistolas. El señor
de Montecristo dice que renuncia al derecho que tiene de servirse de las suy as.
—Habíamos previsto que el conde tendría esta delicadeza, señor de Morrel —
dijo Beauchamp—; he traído armas que compré hace ocho días, crey endo las
necesitaría para un asunto como éste. Son nuevas, y no han servido aún. ¿Queréis
examinarlas?
—¡Oh!, señor Beauchamp —dijo Morrel—, me aseguráis que el señor de
Morcef no conoce esas armas y podéis creer que vuestra palabra me basta.
—Señores —dijo Château-Renaud—, no era Morcef el que llegaba en aquel
coche: son Franz y Debray.
En efecto, se acercaban los dos hombres acabados de nombrar.
—Vosotros aquí, caballeros —les dijo Château-Renaud—, ¿y por qué
casualidad?
—Porque Alberto nos ha rogado que esta mañana nos encontrásemos aquí.
Beauchamp y Château-Renaud se miraron asombrados.
—Señores —dijo Morrel—, me parece que lo comprendo.
—Veamos.
—Ay er a mediodía recibí una carta del señor de Morcef, en la que me
rogaba no faltase al teatro.
—Y y o también —dijo Debray.
—Y y o —exclamó Franz.
—Y también nosotros —dijeron Beauchamp y Château-Reanud.
—Sí, eso es —dijeron los jóvenes—; Maximiliano, según todas las
probabilidades, habéis acertado.
—Sin embargo, Alberto no llega, y y a se retrasa de diez minutos —dijo
Château-Renaud.
—Allí viene —dijo Beauchamp—, y a caballo; miradlo, corre a escape, y le
sigue su criado.
—¡Qué imprudencia, venir a caballo para batirse a pistola, y y o que le he
enseñado lo que debía hacer!
—Y además —añadió Beauchamp—, con el cuello por encima de la corbata,
frac abierto y chaleco blanco; ¿por qué no se ha hecho pintar un blanco en el
estómago, y hubiera sido mucho más rápido concluir con él?
Mientras hacían estos comentarios, Alberto había llegado a diez pasos del
grupo que formaban los cinco jóvenes, paró el caballo, se apeó, y alargó la brida
a su criado.
Acercóse, estaba pálido, sus ojos enrojecidos e hinchados; se conocía que no
había dormido un minuto en toda la noche.
—Gracias, señores —les dijo—, porque habéis tenido la bondad de hallaros
aquí como os había rogado: os estoy infinitamente reconocido por esta prueba de
amistad.
Al acercarse Morcef, Morrel se había retirado diez o doce pasos, y
permanecía aparte.
—Y a vos también os debo gracias, Morrel —dijo Alberto—, acercaos, pues
no estáis de más.
—¿Ignoráis quizá —dijo Maximiliano—, que soy testigo de Montecristo?
—No estaba seguro, pero lo sospechaba; tanto mejor: mientras más hombres
de honor hay a aquí, más satisfecho estaré.
—Señor Morrel —dijo Château-Renaud—, podéis anunciar al conde de
Montecristo que el señor de Morcef ha llegado, y estamos a su disposición.
Morrel hizo un movimiento como para ir a cumplir su encargo. Al mismo
tiempo Beauchamp fue a sacar del coche la caja de las pistolas.
—Esperad, señores —dijo Alberto—, tengo que decir dos palabras al conde
de Montecristo.
—¿En particular? —preguntó Morrel.
—No; delante de todos.
Los testigos de Alberto se miraron sorprendidos, Franz y Debray se dijeron
algunas palabras en voz baja; Morrel, contento con este incidente inesperado, fue
a buscar al conde, que se paseaba por una cercana alameda, hablando con
Manuel.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Montecristo.
—Lo ignoro, pero quiere hablaros.
—¡Oh! —dijo Montecristo—, que no tiente a Dios con un nuevo ultraje.
—No creo que sea esa su intención —dijo Morrel.
El conde avanzó acompañado de Maximiliano y de Manuel: su rostro
tranquilo y sereno formaba un extraño contraste con la cara descompuesta de
Alberto, quien por su parte se acercaba también, seguido de sus cuatro jóvenes
amigos; a tres pasos el uno del otro, ambos se detuvieron.
—Señores —dijo Alberto—, aproximaos: deseo no perdáis una palabra de las
que tendré el honor de decir al señor conde de Montecristo, porque deberéis
repetirlas a todo el mundo, por extrañas que os parezcan.
—Espero, caballero… —dijo el conde.
—Caballero —dijo Alberto, cuy a voz conmovida al principio se serenó poco
a poco—. Os provoqué porque divulgasteis la conducta del señor de Morcef en
Epiro; porque por culpable que fuese el conde de Morcef, no creía que fueseis
vos quien tuviese el derecho de castigarle; pero hoy sé que ese derecho os
pertenece. No es la traición de Fernando Mondego con Alí-Bajá lo que me hace
excusaros; es, sí, la traición del pescador Fernando con vos y las desgracias
nunca oídas que produjo; por esto lo digo y lo proclamo. Tenéis razón para
vengaros de mi padre, y y o su hijo os doy gracias porque no habéis hecho más.
El ray o que hubiese caído en medio de los que presenciaban aquella
inesperada escena los hubiera admirado menos que la declaración de Alberto.
El conde de Montecristo había levantado lentamente los ojos al cielo con una
expresión indecible de reconocimiento; no sabía admirar bastante esta acción
conociendo el carácter fogoso y el valor de Alberto a quien había visto inerme en
medio de los bandidos italianos. No se cansaba de pensar cómo se había
humillado hasta aquel extremo. Reconoció la influencia de Mercedes y
comprendió por qué aquel noble corazón no se había opuesto a un sacrificio que
sabía era inútil.
—Si creéis ahora, caballero —dijo Alberto—, que las excusas que acabo de
haceros son suficientes, dadme vuestra mano, os lo ruego. Después del mérito de
la infalibilidad, que parece ser el vuestro, el may or es saber reconocer una
sinrazón, pero esta confesión me corresponde a mí únicamente. Yo obraba bien
según los hombres, pero vos obrabais bien según Dios. Un ángel sólo podía salvar
a uno de los dos de la muerte, y el ángel ha bajado del cielo, si no para hacer de
nosotros dos amigos, porque la fatalidad lo hace imposible, al menos dos hombres
que se estiman.
El conde de Montecristo, con los ojos humedecidos, el pecho palpitante y la
boca entreabierta, alargó a Alberto una mano, que éste tomó y apretó con un
sentimiento de religioso respeto.
—Caballeros —dijo—, el conde de Montecristo acepta mis excusas; obré con
precipitación con respecto a él; y a está reparada mi falta, espero que el mundo
no me tendrá por un cobarde por haber hecho lo que me mandaba la conciencia,
pero en todo caso, si se engañasen —añadió el joven levantando su cabeza con
fiereza, y como si dirigiese un mentís a amigos y enemigos—, procuraré
rectificar su opinión.
—¿Qué sucedió anoche? —preguntó Beauchamp a Château-Renaud—, me
parece, en todo caso, que hacemos aquí un papel bien triste.
—En efecto, lo que Alberto acaba de hacer es muy bajo o muy sublime —
dijo el barón.
—¡Ah!, veamos —preguntó Debray a Franz—. ¿Qué significa eso? ¡Cómo!
¡El conde de Montecristo deshonra al señor de Morcef, y tiene razón a los ojos de
su hijo! Aunque tuviese y o diez Janinas en mi familia, no me creería obligado
más que a una cosa, a batirme diez veces.
Con la cabeza inclinada, los brazos caídos, aterrado con el peso de
veinticuatro años de recuerdos, Montecristo no pensaba ni en Alberto, ni en
Beauchamp, ni en Château-Renaud, ni en ninguna de las personas que le
rodeaban: pensaba sólo en aquella mujer que había ido a pedirle la vida de su
hijo, a la que había ofrecido la suy a, y que acababa de libertarla por la confesión
de un secreto de familia, capaz de extinguir para siempre en el corazón de aquel
joven el sentimiento de piedad filial.
—Siempre la Providencia —murmuró—, ¡ah!, ¡desde hoy sí que estoy
persuadido de que soy el enviado de Dios!
Capítulo XII
Madre e hijo
Montecristo saludó a los cinco jóvenes con una sonrisa llena de melancolía y
dignidad, y montó en su coche con Maximiliano y Manuel.
Alberto, Beauchamp y Château-Renaud quedaron solos en el cameo.
El joven dirigió a sus dos testigos una tímida mirada, que parecía pedirles su
parecer sobre lo que acababa de ocurrir.
—Por vida mía, mi querido amigo —dijo Beauchamp el primero, sea que
tuviese más sensibilidad o menos disimulo—, permitidme que os felicite; he aquí
un magnífico fin para una desagradable aventura.
Alberto permaneció silencioso, y como concentrado en su pensamiento.
Château-Renaud se contentó con dar en su bota con su flexible bastón.
—¿No nos vamos? —dijo después de un instante de silencio.
—Cuando gustéis —dijo Beauchamp—, dejadme solamente el tiempo
necesario para cumplimentar al señor de Morcef, que ha dado pruebas hoy de
una generosidad tan rara.
—¡Oh!, sí —dijo Château-Renaud.
—Es magnífico —continuó Beauchamp— poder conservar sobre sí mismo
tanto dominio.
—Seguramente; en cuanto a mí, habría sido incapaz de ello —dijo Château-
Renaud con una frialdad de las más significativas.
—Señores —interrumpió Alberto—, creo que no habéis comprendido que
entre el conde de Montecristo y y o ha ocurrido algo muy grave.
—Sí, sí —dijo al instante Beauchamp—; pero hay muchos majaderos que no
están en el caso de comprender vuestro heroísmo, y tarde o temprano os veréis
forzado a explicárselo de un modo no muy conveniente a la salud de vuestro
cuerpo y a la duración de vuestra vida.
» ¿Queréis que os dé un consejo de amigo? Partid para Nápoles, La Hay a o
San Petersburgo, países tranquilos, y donde son más inteligentes en cuanto al
honor que nuestros anticuados parisienses. Una vez allí, entreteneos en tirar
mucho a la pistola y al florete, y haceos olvidar para volver a Francia dentro de
algunos años, tranquilo o bastante ejercitado en las armas para haceros respetar
y conquistar vuestra tranquilidad. ¿Es verdad que tengo razón, Château-Renaud?
—Soy de vuestro mismo parecer; nada llama tanto los duelos serios como
uno sin resultado.
—Gracias, señores; seguiré vuestro consejo —dijo Alberto con una fría
sonrisa—, no porque me lo dais, sino porque mi intención era salir de Francia; os
las doy asimismo por el servicio que me habéis prestado sirviéndome de testigos;
está profundamente grabado en mi corazón, puesto que después de las palabras
que acabo de oír sólo me acuerdo de él.
Château-Renaud y Beauchamp se miraron: la impresión era igual en ambos;
el acento con que Morcef había pronunciado aquellas palabras era de una
resolución tal, que la posición de todos habría sido muy embarazosa si la
conversación se hubiera prolongado.
—Adiós, Alberto —dijo de repente Beauchamp, alargando negligentemente
la mano al joven, sin que éste saliese por ello de su letargo, y en efecto, no
respondió al ofrecimiento de la mano.
—Adiós —dijo Château-Renaud, saludándole con la mano derecha.
Los labios de Alberto apenas murmuraron adiós; su mirada era más explícita,
encerrábase en ella todo un poema de ira concentrada, fiero desdén y generosa
indignación.
Cuando sus dos testigos hubieron montado en el carruaje, permaneció inmóvil
por algún tiempo; pidió en seguida su caballo; saltó ligero sobre la silla y tomó a
galope el camino de París, y al cuarto de hora entraba en el palacio de la calle de
Helder.
Al apearse, le pareció ver tras las cortinas del dormitorio del conde el pálido
rostro de su padre. Alberto volvió la cabeza a otra parte; al llegar dio una última
mirada a todas aquellas riquezas que le habían hecho tan agradable la vida; fijó
los ojos por última vez en aquellas cuy as imágenes parecían sonreírse y cuy os
paisajes parecían animarse.
En seguida abrió el medallón que contenía el retrato de su madre, sacó éste
dejando vacío el cerco de oro y la cadena de oro también con que lo suspendía;
puso en orden sus armas turcas, sus escopetas inglesas, sus porcelanas del Japón
y sus juguetes de bronce hechos por los mejores artistas; examinó los armarios y
colocó las llaves en los cajones, echó en uno, que dejó abierto, todo el dinero que
tenía, y además todas sus joy as, hizo un inventario exacto de todo, y lo puso en el
sitio más visible, sobre su mesa, de la que quitó los muchos libros y papeles que la
ocupaban. Al empezar a ejecutar estas operaciones entró su criado, a pesar de la
orden formal que para lo contrario le había dado.
—¿Qué queréis? ¿No recordáis mis órdenes? —le preguntó Alberto, más triste
que enojado.
—Dispensadme, señor; es cierto que me ordenasteis que no entrara, pero el
señor conde de Morcef me ha llamado.
—¿Y bien? —preguntó Alberto.
—Y si me pregunta qué ha ocurrido allá abajo, ¿qué debo responder?
—La verdad.
—Entonces diré que el duelo no se ha efectuado.
—Diréis que he dado una satisfacción al conde de Montecristo.
Al concluir de arreglar sus cosas, llamó la atención de Alberto el ruido de los
caballos en el peristilo; asomóse y vio a su padre que subía en el carruaje, y
salió.
Tan pronto como se cerró la puerta del palacio, Alberto se dirigió a la
habitación de su madre, y como no había criado alguno que le anunciase, llegó
hasta su dormitorio y con el corazón oprimido por lo que veía y por lo que
adivinaba, se detuvo a la puerta.
Todo estaba en orden; los encajes, los adornos, las joy as, el dinero se
encontraban colocados en sus respectivos cajones, cuy as llaves juntó con
cuidado la condesa.
Alberto vio todos estos preparativos, comprendió lo que significaban y entró
exclamando:
—¡Madre mía! —arrojándose en los brazos de Mercedes.
El pintor capaz de plasmar la expresión de aquellas dos caras, hubiese pintado
un magnífico cuadro.
En efecto, aquella resolución enérgica que no había atemorizado a Alberto
por sí, le espantaba por su madre.
—¿Qué hacéis, pues? —inquirió.
—¿Qué hacíais vos? —respondió ella.
—¡Oh, madre mía! —dijo Alberto, tan conmovido que apenas podía hablar
—; hay gran diferencia de vos a mí; no podéis haber resuelto lo que y o he
determinado, porque vengo a deciros que voy a dar el último adiós a esta casa…,
y a vos.
—Yo también, Alberto —respondió Mercedes—, y o también parto; había
contado con que mi hijo me acompañaría. ¿Me he equivocado?
—Madre mía —respondió Alberto con firmeza— no puedo haceros participar
del destino a que y o mismo me he condenado; es preciso que viva desde ahora
sin nombre y sin fortuna; es necesario que para empezar esta penosa existencia
pida a un amigo el pan que comeré de aquí a que lo gane. Así, pues, mi buena
madre, voy ahora mismo a casa de Franz a rogarle me preste la cantidad que he
calculado.
—¡Tú, sufrir hambre! ¡Tú, padecer miseria! ¡Oh, no digas eso, mi pobre
hijo! Cambiarías todas mis resoluciones.
—Pero no las mías —respondió Alberto—. Soy joven, soy robusto, creo que
soy valiente, y desde ay er creo que he aprendido lo que vale una firme voluntad.
¡Madre mía! ¡Son tantos los que han sufrido, y no solamente no han muerto, sino
que han amasado una nueva fortuna sobre las ruinas de sus anteriores
esperanzas! Yo lo sé, madre mía; he visto esos hombres que desde el fondo del
abismo donde les había sepultado su enemigo, se han levantado con tanto vigor y
gloria, que han dominado a su antiguo vencedor, precipitándole a su vez. No,
madre mía, no; he renunciado a contar desde hoy con lo pasado, y no acepto
nada, ni siquiera mi nombre, porque vos comprendéis, madre mía, que vuestro
hijo no puede llevar un nombre del que deba abochornarse ante otro hombre.
—Hijo mío, Alberto —dijo Mercedes—, si hubiese tenido un corazón más
fuerte, ése sería el consejo que te hubiera dado; tu conciencia ha hablado al
callar mi voz; escúchala, hijo mío; tenías amigos, Alberto; rompe de momento
con ellos, pero no desesperes, no; tu madre lo ruega. La vida es aún hermosa a tu
edad, mi querido Alberto, porque apenas tienes veintidós años, y como a un
corazón tan puro como el tuy o le es preciso un nombre sin tacha, toma el de mi
padre; se llamaba Herrera. Te conozco, Alberto mío; sea cualquiera la carrera
que sigas, pronto, pronto darás lustre a este nombre. Preséntate entonces en el
mundo, más brillante aún con el lustre de tus desgracias pasadas, y si así no
debiese ser a pesar de mis previsiones, déjame al menos esta esperanza,
déjamela a mí, que no tendré más que esta sola idea, este solo porvenir, y para
quien el sepulcro empieza a la puerta de esta casa.
—Haré como deseáis, madre —respondió el joven—; sí, mis esperanzas son
iguales a las vuestras; la cólera del cielo no perseguirá a vos tan pura, a mí tan
inocente; mas y a que estamos resueltos, obremos rápidamente. El señor de
Morcef ha salido hace media hora, poco más o menos; la ocasión, como veis, es
favorable para evitar el ruido y una explicación.
—Os espero, hijo mío —dijo Mercedes.
Alberto corrió en seguida al paraje más inmediato y tomó un carruaje de
alquiler que debía conducirlos fuera del palacio: acordábanse de una casa
amueblada en la calle de Santos Padres, donde su madre hallaría un alojamiento
modesto, pero decente, y volvió a buscar a la condesa.
Al parar el carruaje ante la casa, en el momento en que Alberto se apeaba,
un hombre se acercó y le entregó una carta.
Alberto reconoció al intendente.
—Del conde —dijo Bertuccio.
Alberto tomó la carta, la abrió y ley ó; concluida, buscó con los ojos a
Bertuccio, pero mientras leía, el hombre había desaparecido.
Con los ojos llenos de lágrimas entró en la habitación de Mercedes, y sin
pronunciar una palabra le presentó la carta.
Mercedes ley ó:
Alberto:
Al haceros ver que he penetrado vuestro proy ecto, creo revelaros que
comprendo vuestra delicadeza. Sois libre, vais a abandonar la casa del conde y
retiraros con vuestra madre libre como vos; pero reflexionad, Alberto, que le
debéis más de lo que podéis pagarle con vuestro noble y pobre corazón. Guardad
para vos la lucha, reclamad para vos los padecimientos, pero evitadle la primera
miseria que acompañará sin duda a vuestros primeros esfuerzos; porque no
merece ni aun la sombra de la desgracia que hoy la persigue, y la Providencia
no quiere que pague el inocente por el culpable.
Sé que vais a dejar los dos la casa de la calle de Helder sin llevaros nada: el
cómo, no tratéis de averiguarlo; lo sé y basta.
Escuchad, Alberto.
Veinticuatro años atrás volvía y o contento y alegre a mi patria; tenía una
prometida, Alberto, una joven santa a la que adoraba, y le traía ciento cincuenta
luises que había juntado penosamente con un trabajo sin descanso: este dinero
era para ella, se lo había destinado y conociendo cuán pérfido es el mar, enterré
nuestro tesoro en el jardín de la casa que mi padre habitaba en Marsella, en la
alameda de Meillán.
Vuestra madre, Alberto, conoce bien aquella humilde y querida casa.
Últimamente, al venir de París, he pasado por Marsella, he ido a ver aquella casa
de tan dolorosos recuerdos, y por la noche, con un azadón en la mano, he cavado
en el rincón en que había escondido mi tesoro. La caja de hierro se encontraba
todavía en el mismo sitio; nadie había tocado en el ángulo que cubre con su
sombra una hermosa higuera plantada por mi padre el día de mi nacimiento.
Pues bien, Alberto, ese dinero que en otra ocasión debió servir para ay udar a
la vida y tranquilidad de aquella mujer a quien y o adoraba, hoy por un azar
desgraciado encuentra igual empleo. ¡Oh!, comprended bien mi idea: y que
podía ofrecer millones a esa mujer, y sólo le devuelvo el pedazo de pan negro,
olvidado bajo mi pobre techo, desde el día en que me separé de ella para
siempre.
Sois un hombre generoso, Alberto; pero es posible que os ciegue el orgullo o
el resentimiento; si rehusáis, si pedís a otro lo que y o tengo derecho a ofreceros
diré que es poco generoso rehusar la vida de vuestra madre, ofrecida por un
hombre a quien vuestro padre hizo morir al suy o entre los horrores del hambre y
de la desesperación.
El suicidio
Valentina
La confesión de Maximiliano
Endespacho:
el mismo instante, oy óse la voz del señor de Villefort, que gritaba desde su
—¿Qué ocurre?
Morrel consultó con una mirada a Noirtier, que había recobrado su serenidad,
y con la vista le indicó el despacho en el que otra vez, en circunstancia
semejante, se había refugiado. Apenas tuvo tiempo para coger el sombrero y
entrar en el despacho, y a se oían los pasos del procurador del rey en el pasillo.
Villefort entró precipitadamente en la estancia, corrió hacia Valentina y la
tomó en sus brazos.
—¡Un médico! ¡Un médico!, el señor d’Avrigny … Pero será mejor que
vay a y o mismo —y salió del cuarto. Por la otra puerta se escapó Morrel.
Su corazón acababa de ser herido por un recuerdo terrible. Aquella
conversación que oy ó entre el doctor y Villefort, la noche en que falleció la
señora de Saint-Merán, acudió a su imaginación. Aquellos síntomas, aunque en
un grado más espantoso, eran también los que precedieron a la muerte de
Barrois.
Al mismo tiempo, parecióle que resonaba en su oído la voz de Montecristo
que le había dicho no hacía aún dos horas:
—Cualquier cosa que necesitéis, Morrel, acudid a mí, puesto que y o puedo
mucho.
Más veloz que el pensamiento, corrió desde el arrabal San Honoré a la calle
de Matignón, y desde allí a la entrada de los Campos Elíseos.
Al mismo tiempo, el señor de Villefort llegaba en un carruaje de alquiler a la
puerta de la casa del doctor d’Avrigny. Llamó con tanta energía que el portero
salió asustado; subió la escalera sin fuerzas para hablar; el portero, que le
conocía, le dejó pasar gritándole solamente:
—En su despacho, señor procurador del rey, en su despacho.
Villefort empujaba y a, o más bien forzaba la puerta.
—¡Ah! —dijo el doctor—. ¿Sois vos?
—Sí —dijo Villefort, cerrando la puerta—; sí, doctor, soy y o, que vengo a
preguntaros a mi vez si estamos solos. Doctor, mi casa es una casa maldita.
—¿Qué ocurre? —dijo éste fríamente en apariencia, pero con grande
conmoción interior—. ¿Tenéis algún enfermo?
—Sí, doctor —gritó Villefort mesándose los cabellos con mano convulsiva—;
sí, doctor.
La mirada de d’Avrigny significaba:
—Os lo había predicho.
En seguida sus labios pronunciaron lentamente estas palabras:
—¿Quién va a morir? ¿Qué nueva víctima va a acusaros ante Dios de vuestra
debilidad?
Un suspiro doloroso salió del corazón de Villefort. Se acercó al médico y le
agarró por un brazo.
—¡Valentina! —dijo—. ¡Ha tocado el turno a Valentina!
—¡Vuestra hija! —exclamó d’Avrigny lleno de dolor y de sorpresa.
—¿Veis como estabais equivocado? —dijo el magistrado—, venid a verla, y
junto a su lecho de dolor pedidle perdón por haber sospechado de ella.
—Cada vez que me habéis avisado ha sido y a tarde —dijo el doctor—; no
importa, voy, pero démonos prisa, no puede perderse tiempo con los enemigos
que atacan vuestra casa.
—¡Oh!, esta vez no me echaréis en cara mi debilidad. Esta vez conoceré al
asesino y le castigaré.
—Tratemos de salvar la vida a la víctima antes de pensar en vengar su
muerte. Vamos.
Y el carruaje en que había ido Villefort le condujo de nuevo rápidamente
acompañado de d’Avrigny, al mismo tiempo en que por su parte Morrel llamaba
a la puerta de Montecristo.
El conde se hallaba en su despacho, y pensativo leía dos renglones que
Bertuccio acababa de escribirle.
Al oír anunciar a Morrel, del que no hacía dos horas que se había separado, el
conde levantó la cabeza.
Para él como para el conde, habían ocurrido muchas cosas durante aquellas
dos horas, porque el joven que le dejó con la risa en los labios, se presentaba con
la fisonomía alterada. El conde se levantó y salió al encuentro de Morrel.
—¿Qué ocurre, Maximiliano? Estáis pálido y con la frente bañada en sudor.
Morrel cay ó en un sillón.
—Sí —dijo—; he venido corriendo, tenía necesidad de hablaros.
—¿Todos están bien en vuestra casa? —preguntó el conde con un tono tan
afectuoso que nadie podía dudar de su sinceridad.
—Gracias, conde, gracias —dijo el joven visiblemente perplejo sobre el
modo de iniciar la conversación—. Sí, mi familia está bien.
—Tanto mejor. ¿Y sin embargo, tenéis algo que decirme? —le dijo el conde
cada vez más inquieto.
—Sí —dijo Morrel—, acabo de salir de una casa en que la muerte ha entrado,
para correr a vos.
—¿Venís de casa de Morcef? —dijo Montecristo.
—No —dijo Morrel—; ¿es que ha muerto alguien en casa de Morcef?
—El general se ha saltado la tapa de los sesos —respondió fríamente
Montecristo.
—¡Pobre condesa! —dijo Maximiliano—, es a ellos a quien compadezco.
—Compadeced también a Alberto, Maximiliano; porque, creedme, es un hijo
digno de la condesa. Sin embargo, volvamos a vos: ¿veníais para decirme algo?
¿Tendría la dicha de que necesitaseis de mí?
—Sí; necesito de vos. Es decir, he creído como un insensato que podríais
socorrerme en unas circunstancias en que sólo Dios puede hacerlo.
—Hablad —respondió Montecristo.
—¡Oh! —dijo Morrel—, no sé si me será permitido revelar semejante
secreto a oídos humanos, pero la fatalidad me conduce y la necesidad me obliga
a ello, conde…
Morrel se detuvo vacilante.
—¿Creéis que os quiero? —le preguntó Montecristo, cogiéndole
cariñosamente la mano.
—Vos me animáis, y además hay algo aquí —y puso la mano sobre el
corazón— que me dice que no debo tener secretos para vos…
—Tenéis razón, Morrel; Dios habla por vuestro corazón, seguid sus impulsos.
—Conde, ¿me permitís que mande a Bautista a preguntar de parte vuestra por
una persona a quien conocéis?
—Me he puesto completamente a vuestra disposición, y con mucha may or
razón mis criados.
—¡Ah!, es que no puedo vivir hasta que no sepa que está mejor.
—¿Queréis que llame a Bautista?
—No; voy a hablarle y o mismo.
Morrel salió, llamó a Bautista, le dijo en secreto algunas palabras, y el criado
salió corriendo.
—Y bien, ¿le habéis enviado y a? —preguntó Montecristo, viendo entrar a
Morrel.
—Sí; y voy a estar algo más tranquilo.
—Sabéis que estoy esperando —dijo Montecristo sonriéndose.
—Sí, y y o hablo: escuchad. Una tarde que estaba en un jardín oculto entre las
flores, y que nadie podía pensar que y o me hallaba allí, pasaron dos personas tan
cerca, permitid que calle por ahora sus nombres, que pude oír toda su
conversación, sin perder una palabra, aunque hablaban en voz baja.
—Me vais a contar algo terrible, a juzgar por vuestra palidez y vuestro
temblor.
—¡Oh!, sí, muy terrible, amigo mío; acababa de morir uno en la casa del
amo del jardín en que y o me hallaba: una de las dos personas cuy a conversación
oía era el amo del jardín, la otra el médico: el primero confiaba al segundo sus
temores y sus penas, porque era la segunda vez en un mes que la muerte, rápida
e inesperada, se presentaba en aquella casa que se creería designada por algún
ángel exterminador, a la cólera del Señor.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Montecristo mirando fijamente al joven y volviéndose en
su sillón, de modo que su cara quedó en la sombra, mientras la de Morrel
quedaba de lleno inundada por la luz.
—Sí —continuó éste—, la muerte había entrado dos veces en esta casa en un
mes.
—¿Y qué respondía el doctor? —inquirió Montecristo.
—Respondía… que aquella muerte no era natural, y debía atribuirse…
—¿A qué?
—Al veneno.
—¿De veras? —dijo Montecristo, con aquella tos ligera que en los momentos
de gran emoción le servía para disimular, y a sea lo sonrosado o pálido de su
rostro, y a la atención misma con que escuchaba—, ¿de veras, Maximiliano,
habéis oído todas esas cosas?
—Sí, querido conde, las he oído, y el doctor añadió que si un suceso como
éste se repetía, se creería obligado a dar parte a la justicia.
Montecristo escuchaba o parecía escuchar con la may or calma y serenidad.
—Y bien, la muerte se ha presentado por tercera vez —dijo Maximiliano—,
y ni el amo de la casa, ni el doctor han hecho nada. La muerte va a asestar su
cuarto golpe, conde, ¿a qué creéis que me obliga el conocimiento de este secreto?
—Querido amigo —le respondió Montecristo—, me parece que contáis una
aventura que todos conocemos. La casa en que habéis oído eso y o la conozco, o
al menos una igual, en que hay jardín, padre de familia, doctor y tres muertes
extrañas e inesperadas; pues bien, y o que no he interceptado secretos, pero lo
sabía como vos, ¿tengo escrúpulos de conciencia? No, nada tengo que ver en todo
ello. Decís que un ángel exterminador parece que ha señalado esa casa a la
cólera del Señor; ¿y quién os dice que vuestra suposición no es una realidad? No
veáis las cosas que no ven los que tienen un interés en ello. Si es la justicia y no la
cólera de Dios, la que está en esa casa, Maximiliano, volved la cabeza y dejad
paso a la justicia de Dios.
Morrel tembló: había un no sé qué de terrible, lúgubre y solemne en las
palabras de conde.
—Además —continuó con un cambio de voz tan marcado que habríase dicho
que aquellas palabras no salían de la boca del mismo hombre—, ¿quién os ha
dicho que volverá a empezar?
—Empieza de nuevo, conde, y he aquí por qué he venido a buscaros.
—Y bien, ¿qué queréis que haga, Morrel? ¿Quisierais, por casualidad que
avisara al procurador del rey ?
Montecristo articuló estas últimas palabras con tanta claridad y una
acentuación tan marcada, que Morrel se levantó gritando:
—¡Conde!, ¡conde! sabéis de quién quiero hablar, ¿no es verdad?
—Desde luego, mi buen amigo, y voy a probároslo indicándoos las personas;
os paseasteis una tarde, en el jardín del señor de Villefort, y según lo que me
habéis dicho, presumo que fue la tarde de la muerte de la señora de Saint-Merán;
habéis oído a Villefort hablar con d’Avrigny, de la muerte del señor de Saint-
Merán y de la no menos espantosa de la baronesa. El doctor decía que creía ver
en aquello un envenenamiento, y he aquí vos, hombre de bien por excelencia,
hace dos meses ocupado en sondear vuestro corazón para saber si debéis revelar
este secreto o callarlo. No nos encontramos en la Edad Media, amigo querido, y
no hay Santa Vehma, ni jueces francos: ¿qué diablos queréis con esa gente?
Conciencia, ¿qué me quieres?, como dice Sterne. ¡Eh!, querido mío, dejadles
dormir, si duermen; dejadles palidecer en sus insomnios, si tienen insomnios, y
por el amor de Dios, dormid vos, que no tenéis remordimientos que os impidan el
hacerlo.
Un dolor espantoso reflejóse en el rostro de Morrel; cogió la mano de
Montecristo.
—¡Pero empieza de nuevo, os he dicho!
—¡Y bien! —dijo el conde, admirado de aquella tenacidad que no
comprendía, y mirando con atención a Maximiliano—, dejad que empiece: es
una familia de Atridas. Dios les ha condenado, y sufrirán su sentencia. Todos
desaparecerán, como frailes que los niños hacen con las cartas, y que caen con
un soplo aunque sean doscientos. Hace tres meses fue el señor de Saint-Merán;
poco después, su mujer. Hace pocos días, Barrois; hoy será el viejo Noirtier o la
joven Valentina.
—¡Vos lo sabíais! —exclamó Morrel con un terror tal, que el propio
Montecristo, que si hubiese visto hundirse el cielo hubiera permanecido impávido,
tuvo que estremecerse y temblar—. ¿Lo sabíais, y nada me habéis dicho?
—¿Y qué importa? —respondió Montecristo—, ¿conozco y o acaso a esa
gente? ¿Y es preciso que pierda a uno por salvar a otro? Por vida mía que entre el
culpable y la víctima no sé a quién dar la preferencia.
—¡Pero y o! ¡Yo! —gritó Morrel fuera de sí—. ¡Yo la amo!
—¿Vos amáis? ¿A quién? —dijo Montecristo, cogiendo las dos manos que
Morrel elevaba hacia el cielo.
—Amo como un insensato, locamente, como un hombre que daría toda su
sangre por evitar que derramase una lágrima; amo a Valentina de Villefort, a
quien asesinan en este instante. ¿Lo oís?, la amo, y pido a Dios y a vos que me
ay uden a salvarla.
Montecristo dio un grito parecido al rugido del salvaje, y exclamó:
—¡Desdichado! ¡Amas a Valentina! ¡A esa hija de una raza maldita!
Jamás había visto Morrel semejante expresión. Jamás mirada tan terrible se
había presentado ante sus ojos; ni el genio del terror, que tantas veces apareciera
en los campos de batalla y en las noches homicidas de Argelia, se le había
presentado con fulgor más siniestro. Quedóse aterrado.
Montecristo, después de pronunciar aquellas palabras, cerró un momento los
ojos, como alucinado por una revelación interior; durante un instante permaneció
recogido en sí, con tal poder que poco a poco viose sosegarse su alterado pecho;
aquel silencio, aquella lucha duraron unos veinte segundos.
En seguida, el conde, levantando su pálida frente, dijo:
—Ya veis, querido amigo, cómo Dios sabe castigar a los hombres más
fanfarrones, a los más indiferentes con los terribles espectáculos que presenta a
su vida; y o, que miraba, espectador impasible y curioso, el desenlace de esa
lúgubre tragedia; y o, que parecido al ángel malo, reía del mal que hacen los
hombres al abrigo del secreto, y el secreto es fácil para los ricos y poderosos, he
aquí que a mi vez me siento mordido por la serpiente, cuy a tortuosa marcha
observaba, y mordido en el mismo corazón.
Morrel dio un suspiro.
—Vamos, vamos —continuó el conde—, basta de quejas. Sed hombre, sed
fuerte y esperad, porque estoy y o aquí y velo por vos.
Morrel meneó tristemente la cabeza.
—Os digo que esperéis, ¿me comprendéis? Habéis de saber que jamás
miento y nunca me engaño. Son las doce, querido amigo; dad gracias al cielo que
habéis venido a esta hora, en lugar de esta tarde o de mañana por la mañana.
Prestad atención a lo que voy a deciros, Morrel: si Valentina no ha muerto a la
hora presente, no morirá.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Morrel—, ¡y o que la dejé
expirando!
El conde puso una mano sobre su frente. ¿Qué ocurriría dentro de aquella
cabeza llena de tan espantosos secretos? ¿Qué dijo a aquel espíritu implacable y
humano a la vez el ángel de la luz o el de las tinieblas? Dios sólo lo sabe.
Montecristo levantó la cabeza, y su fisonomía estaba tranquila como el niño que
se despierta.
—Maximiliano —dijo—. Regresad tranquilamente a vuestra casa; os
recomiendo que no deis un paso, que nada intentéis, que no dejéis ver en vuestro
semblante la más pequeña sombra de precaución; y o os daré noticias, id.
—¡Dios mío! —dijo Morrel—, me asustáis, conde, con vuestra sangre fría.
¿Podéis algo contra la muerte? ¿Sois algo más que un hombre? ¿Sois un ángel o un
dios?
Y el joven, a quien ningún peligro había hecho dar un paso atrás, retrocedió
ante el conde, lleno de terror indecible.
—Puedo bastante, amigo mío —respondió el conde—; id, tengo necesidad de
estar solo.
El pobre joven, fascinado por el ascendiente que el conde ejercía sobre
cuantos le rodeaban, no procuró sustraerse a él. Estrechóle la mano y salió.
Detúvose a la puerta, esperando a Bautista, al que vio venir corriendo por la
calle de Matignón.
Entretanto Villefort y d’Avrigny, que habían llegado, encontraron a Valentina
desmay ada aún; el médico examinó a la enferma con el cuidado que
reclamaban las circunstancias y con la profundidad que le daba el conocimiento
del secreto. Villefort, pendiente de sus miradas y de sus labios, esperaba el
resultado de aquel examen; Noirtier, más pálido que la joven y más ansioso de
una solución que el mismo Villefort, esperaba también, y todo era en él
impaciencia y ansiedad.
Al fin, d’Avrigny dijo lentamente estas palabras.
—Aún vive.
—¡Aún! —dijo Villefort—, ¡oh!, doctor, ¡qué palabras tan dulces acabáis de
pronunciar!
—Sí —dijo el médico—; repito mi frase; aún vive, y me sorprende mucho.
—¿Pero se salvará? —preguntó el padre.
—Sí, puesto que vive aún.
En aquel momento, la mirada de d’Avrigny se encontró con la de Noirtier; sus
ojos brillaban con una alegría extraordinaria; leíase en su vista un pensamiento
tan profundo que llamó la atención del facultativo.
Dejó caer de nuevo en el sillón a la joven, cuy os blanquecinos labios apenas
se distinguían de su rostro, y permaneció inmóvil, mirando a Noirtier, por el que
todos los movimientos del médico eran comentados y comprendidos.
—Caballero —dijo d’Avrigny a Villefort—, llamad a la doncella de Valentina,
os lo ruego.
Villefort dejó la cabeza de su hija que sostenía en sus manos, y fue él mismo
a llamar a la doncella. En el momento se cerró la puerta; d’Avrigny se acercó a
Noirtier.
—¿Queréis decirme algo? —le preguntó.
El anciano cerró y abrió prontamente los ojos; era la única señal afirmativa
que podía hacer.
—¿A mí solo?
—Sí —dijo Noirtier.
—Bien, entonces me quedaré con vos.
Villefort entró seguido de la doncella, y tras ésta, la señora de Villefort.
—¿Pero qué le ocurre a esta niña querida? —dijo—, salió de mi cuarto, se
quejaba, decía que estaba indispuesta, pero nunca creí que fuese cosa tan seria.
Y con los ojos llenos de lágrimas y con todas las señales de amor de una
verdadera madre, se acercó a la joven, cuy as manos cogió.
El médico continuaba mirando a Noirtier. Vio los ojos del anciano dilatarse,
abrirse redondos, sus mejillas ponerse cárdenas y temblar, y el sudor inundar su
frente.
—¡Ah! —exclamó involuntariamente, siguiendo la dirección de la mirada de
Noirtier, es decir, fijando sus ojos en la señora de Villefort, que repetía:
—¡Pobre niña! Mejor estará en su cama; venid, Fanny, la acostaremos.
D’Avrigny, que vio en aquella proposición un medio de quedarse a solas con
Noirtier, hizo señal con la cabeza de que efectivamente era lo mejor que podía
hacerse, pero prohibió expresamente que tomase nada sin que él lo mandase.
Lleváronse a Valentina, que había vuelto en sí, pero que no podía moverse ni
casi hablar, tal era el estado en que la había dejado aquel ataque.
Saludó con la vista a su abuelo, al que parecía que le arrancaban el alma al
verla salir. D’Avrigny siguió a la enferma, terminó sus recetas, mandó a Villefort
que tomase un coche, y fuese en persona a la botica a hiciese preparar a su vista
los medicamentos recetados, que los trajese él mismo, y le esperase en el cuarto
de su hija. Y renovando la prohibición de darle nada, bajó al cuarto de Noirtier,
cerró la puerta, y después de asegurarse de que no podía ser oído por nadie de
fuera, le dijo:
—Veamos, ¿sabéis algo de la enfermedad de vuestra nieta?
—Sí —hizo el anciano.
—Escuchad, no podemos perder tiempo; voy a preguntaros, vos me
responderéis.
Noirtier hizo señal de que estaba pronto a responder.
—¿Habíais previsto el accidente que ha sucedido hoy a Valentina?
—Sí.
El doctor reflexionó un instante, y luego se acercó a Noirtier.
—Perdonad lo que voy a deciros, pero en las terribles circunstancias en que
estamos, no debe descuidarse el menor indicio. ¿Visteis morir al pobre Barrois?
Noirtier levantó los ojos al cielo.
—¿Sabéis de qué murió? —preguntó d’Avrigny, apoy ando una mano sobre el
hombro de Noirtier.
—Sí —respondió el anciano.
—¿Pensáis que su muerte fue natural?
Algo parecido a una sonrisa quiso asomarse a los inertes labios de Noirtier.
—¿Entonces habéis creído que Barrois fue envenenado?
—Sí.
—¿Creéis que el veneno de que fue víctima se había preparado para él?
—No.
—¿Creéis que sea la misma mano que envenenó a Barrois, queriendo hacerlo
con otro, la que ha envenenado a Valentina?
—Sí.
—¿Entonces va a sucumbir? —preguntó d’Avrigny, fijando en Noirtier una
profunda mirada y esperando el efecto que producirían en él estas palabras.
—¡No! —respondió con un aire de triunfo que hubiese bastado a desbaratar
las conjeturas del más hábil adivino.
—¿Esperáis? —dijo sorprendido d’Avrigny.
—Sí.
—¿Qué es lo que esperáis?
El anciano dio a entender con los ojos que no podía responder.
—¡Ah!, sí; es verdad —dijo d’Avrigny, y volviéndose a Noirtier, dijo—;
¿Esperáis que el asesino se cansará?
—No.
—¿Esperáis que el veneno resulte ineficaz para Valentina?
—Sí.
—No creo enseñaros nada de nuevo, si os digo que han tratado de
envenenarla, ¿verdad? —añadió d’Avrigny.
El anciano le hizo seña de que no le quedaba duda de ello.
—¿Cómo esperáis entonces que Valentina se libre de la muerte?
Noirtier mantuvo los ojos obstinadamente fijos en el mismo sitio. D’Avrigny
siguió la dirección de los ojos del anciano, y vio que se dirigían a una botella que
contenía la poción que tomaba todas las mañanas.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo d’Avrigny iluminado por aquella señal—, ¿habéis tenido
la idea…? —Noirtier no le permitió acabar la frase.
—Sí —expresó con la mirada.
—De precaverla contra el veneno.
—Sí.
—¿Acostumbrándola paulatinamente?
—Sí, sí, sí —hizo Noirtier con los ojos, encantado de que le comprendiesen.
—En efecto, ¿me habéis oído decir que entraba en la composición de las
pociones que os daba?
—Sí.
—Y acostumbrándola a ese veneno, ¿habéis querido neutralizar los efectos de
otro semejante?
La misma alegría del triunfo se dejó ver en el semblante de Noirtier.
—Y lo habéis conseguido —dijo el doctor—; sin esa precaución, Valentina
moriría hoy, sin remedio. El ataque ha sido terrible, pero al menos de este golpe
Valentina no morirá.
Una alegría sobrenatural brillaba en los ojos del anciano, levantados al cielo
con una indecible expresión de reconocimiento.
En aquel momento entró Villefort.
D’Avrigny tomó la botella, vertió algunas gotas del contenido en su mano, y
las bebió.
—Bien, subamos al cuarto de Valentina —dijo—; daré mis instrucciones a
todo el mundo, y cuidad vos mismo, señor de Villefort, de que nadie se aparte de
ellas.
En el instante en que d’Avrigny entraba en el cuarto de Valentina
acompañado de Villefort, un sacerdote italiano, con su aire severo, palabras
dulces y tranquilas, alquilaba para habitarla la casa inmediata a la de Villefort.
Ignorábase en virtud de qué transacción se mudaron a las dos horas los tres
inquilinos que la ocupaban, pero se dijo en el barrio que la casa no estaba segura
y amenazaba ruina, lo cual no fue obstáculo para que el nuevo arrendatario se
estableciese en ella la misma noche con sus modestos muebles.
El arrendamiento fue por tres, seis o nueve años, que según la costumbre
establecida por los propietarios, pagó seis meses adelantados el nuevo
arrendatario, que se llamaba Giaccomo Busoni.
En seguida llamaron a unos obreros, y en la misma noche los que se
acostaron tarde vieron a los carpinteros empezando las reparaciones necesarias.
Capítulo XVI
Padre e hija
Yaoficialmente
vimos en capítulos anteriores que la señora de Danglars fue a anunciar
a la de Villefort el próximo enlace matrimonial de Eugenia con
Cavalcanti.
Este anuncio, que indicaba o parecía indicar que se trataba de una decisión
tomada por todos los interesados, había sido precedido de una escena de la que
vamos a dar cuenta a nuestros lectores.
Y retrocediendo un poco, volvamos a la mañana misma de aquel día de
grandes desastres, al hermoso salón dorado que y a conocemos y que era el
orgullo de su propietario, el barón Danglars.
En aquel salón, hacia las diez de la mañana, se paseaba el banquero,
pensativo y visiblemente inquieto, mirando a todas las puertas y deteniéndose al
menor ruido; apurada y a la paciencia, llamó a un criado.
—Esteban —le dijo—, ved por qué la señorita Eugenia me ha rogado la
espere en el salón y cuál es la causa de su tardanza.
Con esto se mitigó un poco su malhumor y recobró en parte su tranquilidad.
Al despertarse, la señorita Danglars había hecho pedir a su padre una
entrevista, para lo cual había señalado el salón dorado. La singularidad de aquel
paso y su carácter oficial sobre todo habían sorprendido al banquero, que desde
luego accedió a los deseos de su hija, y llegó el primero al salón.
Esteban volvió de cumplir su encargo.
—La doncella de la señorita —dijo— me ha encargado diga al señor que la
señorita está en el tocador y no tardará en venir.
Danglars hizo una señal con la cabeza, que indicaba que estaba satisfecho.
Para con el mundo y aun con sus criados, Danglars afectaba ser el buen hombre
y el padre débil; era un papel que representaba en la comedia de su popularidad,
una fisonomía que había adoptado por conveniencia.
Preciso es decir que en la intimidad de la familia, el hombre débil
desaparecía, para dar lugar al marido brutal y al padre absoluto.
—¿Por qué diantre esa loca que quiere hablarme, según dice —murmuraba
Danglars—, no viene a mi despacho, y sobre todo, por qué quiere hablarme?
Por la vigésima vez se presentaba a su imaginación aquella idea, cuando se
abrió la puerta y apareció Eugenia, con un traje de raso negro, sin adornos en la
cabeza y con los guantes puestos, como si se tratase de ir a sentarse en una
butaca del teatro Italiano.
—Y bien, Eugenia, ¿qué hay ? —dijo el padre—, ¿y por qué esta entrevista en
el salón cuando podríamos hablar en mi despacho?
—Tenéis razón, señor —respondió Eugenia haciendo señal a su padre de que
podía sentarse—, y acabáis de hacerme dos preguntas, que resumen toda la
conversación que vamos a tener; voy a contestar a las dos, y contra la
costumbre, antes a la segunda como a la menos compleja. He elegido este salón
a fin de evitar las impresiones desagradables y las influencias del despacho de un
banquero: aquellos libros de caja, por dorados que sean; aquellos cajones
cerrados, como puertas de fortalezas; aquellos billetes de banco que vienen,
ignoro de dónde, la multitud de cartas de Inglaterra, Holanda, España, las Indias,
la China y el Perú, ejercen un extraordinario influjo en el ánimo de un padre y le
hacen olvidar que hay en el mundo un interés may or y más sagrado que la
posición social y la opinión de sus comitentes; he elegido este salón que veis tan
alegre, con sus magníficos cuadros, vuestro retrato, el mío, el de mi madre y
toda clase de paisajes. Tengo mucha confianza en el poder de las impresiones
externas; tal vez me equivoque con respecto a vos, pero ¿qué queréis?, no sería
artista si no tuviese ilusiones.
—Muy bien —respondió Danglars, que había escuchado aquella relación con
una imperturbable sangre fría, pero sin comprender una palabra, absorto en sí
mismo, como todo hombre lleno de pensamientos serios, y buscando el hilo de su
propia idea en la de su interlocutor.
—Ahí tenéis explicado el segundo punto —dijo Eugenia sin turbarse y con
aquella serenidad masculina que la caracterizaba—, me parece que estáis
satisfecho con esta explicación. Ahora volvamos al primer punto: me preguntáis
por qué os he pedido esta audiencia: os lo diré en dos palabras. No quiero
casarme con el conde Cavalcanti.
Danglars dio un respingo en el sillón y levantó los ojos y los brazos al cielo.
—¡Oh! ¡Dios mío! Sí, señor —continuó Eugenia con la misma calma—, os
admiráis, bien lo veo, porque desde que se planeó este asunto no he manifestado
la más pequeña oposición, porque estaba determinada, al llegar la hora, a oponer
francamente a las personas que no me han consultado y a las cosas que me
desagradan una voluntad firme y absoluta. Esta vez la tranquilidad, la posibilidad,
como dicen los filósofos, tenía otro origen; hija sumisa y obediente… —y una
ligera sonrisa asomó a los sonrosados labios de la joven—, quería
acostumbrarme a la obediencia.
—¿Y bien? —preguntó Danglars.
—Lo he intentado con todas mis fuerzas —respondió Eugenia—, y ahora que
ha llegado el momento, a pesar de los esfuerzos que he hecho sobre mí misma,
me siento incapaz de obedecer.
—Pero, en fin —dijo Danglars, que con un talento mediocre parecía
abrumado bajo el peso de aquella implacable lógica, cuy a calma reflejaba tanta
premeditación y firmeza de voluntad—, ¿la razón de vuestra negativa, Eugenia?
—La razón —replicó la joven— no es que ese hombre sea más feo, tonto o
desagradable que otro cualquiera, no. El señor conde Cavalcanti puede pasar
entre los que miran a los hombres por la cara y el talle por un buen modelo. No
es porque mi corazón esté menos interesado por ése que por otro. Ese sería
motivo digno de una chiquilla, que considero como indigno de mí. No amo a
nadie, lo sabéis, ¿no es cierto? No veo por qué sin una necesidad absoluta iré a
obstaculizar mi vida con un compañero eterno. ¿No dice el sabio: nada de más, y
en otra parte: Llevadlo todo con vos mismo? Me enseñaron estos dos aforismos
en latín y en griego, el uno creo es de Fedro y el otro de Bias. Pues bien, mi
querido padre, en el naufragio de la vida, porque no es otra cosa el naufragio
eterno de nuestras esperanzas, arrojo al mar el bajel inútil, me quedo con mi
voluntad, dispuesta a vivir perfectamente sola, y por lo tanto, completamente
libre.
—¡Desgraciada! —dijo Danglars palideciendo, porque conocía por
experiencia la fuerza del obstáculo que encontraba.
—¿Desgraciada decís, señor? —repitió Eugenia—, al contrario, y la
exclamación me parece teatral y afectada. Más bien dichosa, porque os
pregunto, ¿qué me falta? El mundo me encuentra bella, y esto basta para que me
acoja favorablemente; me gusta que me reciban bien, eso hace tomar cierta
expansión a las fisonomías, y los que me rodean me parecen entonces menos
feos. Tengo algo de talento y cierta sensibilidad relativa, que me permite
aproveche lo que considero bueno de la existencia general, para hacerlo entrar
en la mía como el mono cuando rompe una nuez para sacar lo que contiene. Soy
rica, porque poseéis una de las may ores fortunas de Francia, y soy vuestra única
hija, y no sois tenaz hasta el punto en que lo son los padres de la Puerta de San
Martín y de la Gaité, que desheredan a sus hijas porque no quieren darles nietos.
Además, la previsora ley os ha quitado el derecho de desheredarme, al menos
del todo, como os ha arrebatado la facultad de obligarme a casarme con éste o
con el otro. Así, pues, bella, espiritual, dotada de algún talento, como dicen en las
óperas cómicas, y rica, siendo esto la dicha, ¿por qué me llamáis desgraciada,
señor?
Viendo Danglars a su hija risueña y altanera hasta la insolencia, no pudo
contener un movimiento de brutalidad, que se manifestó con un grito, pero fue el
único. Bajo el poder de la inquisitiva mirada de su hija, y ante sus hermosas
cejas negras un poco fruncidas, se volvió con prudencia y se calmó, domado por
la mano de hierro de la circunspección.
—En efecto, hija mía, sois todo lo que acabáis de decir excepto una cosa; no
quiero deciros bruscamente cuál, prefiero que la adivinéis.
Eugenia miró a su padre, sorprendida de que quisiese quitarle una flor de las
de la corona de orgullo que acababa de poner sobre su cabeza.
—Hija mía —continuó el banquero—, me habéis explicado muy bien cuáles
son los sentimientos que presiden a las descripciones de una joven como vos,
cuando ha decidido que no se casará. Ahora voy a deciros los motivos que tiene
un padre como y o para decidir que su hija se case.
Eugenia se inclinó, no como hija sumisa, sino como adversario dispuesto a
discutir y que se mantiene a la expectativa.
—Hija mía —continuó Danglars—, cuando un padre pide a su hija que se
case, siempre tiene alguna razón para desear su matrimonio. Los unos tienen la
manía que decíais ha un momento, verse renacer en sus nietos. Empezaré por
deciros que no tengo esa debilidad, los goces de familia me son casi indiferentes.
Puedo confesarlo así a una hija bastante filósofa para comprender esta
indiferencia, sin reprocharme por ello como si se tratara de un crimen.
—Sea en buena hora —dijo Eugenia—, hablemos francamente, así me gusta.
—¡Oh!, veis que sin participar en tesis general de vuestra simpatía por la
franqueza, me someto a ella como creo que las circunstancias lo requieren.
Proseguiré, entonces. Os he propuesto un marido, no por vos, porque en verdad
era lo que menos pensaba en aquel momento. Amáis la franqueza, pues y a veis.
Os lo propuse, porque tengo necesidad de que toméis ese esposo, lo más pronto
posible, para ciertas combinaciones comerciales que pienso efectuar en estos
momentos.
Eugenia hizo un movimiento.
—Como os lo digo, hija mía, y no debéis tomarlo a mal, porque vos misma
me obligáis a ello. Es bien a pesar mío que entro en estas explicaciones
aritméticas con una artista como vos, que teme penetrar en el despacho de un
banquero, por no recibir impresiones desagradables o antipoéticas; pero en aquel
despacho de banquero donde entrasteis anteay er para pedirme los mil francos
que os entrego mensualmente para vuestros caprichos, sabed, mi querida, que se
aprenden muchas cosas útiles, hasta las jóvenes que no quieren casarse. Se
aprende, por ejemplo, y os lo diré en este salón por miedo de vuestros nervios, se
aprende que el crédito de un banquero es su vida moral y física; que ese crédito
sostiene al hombre como el alma anima al cuerpo, y el señor de Montecristo me
hizo ay er un discurso que no olvidaré jamás. Se aprende que, a medida que el
crédito se retira, el cuerpo llega a ser un cadáver, y eso le sucederá dentro de
poco al banquero que se precia de ser padre de una hija de tan buena lógica.
Eugenia alzó la cabeza con orgullo.
—¡Arruinado! —dijo.
—Vos decís la expresión exacta —dijo Danglars metiendo la mano por entre
el chaleco, conservando, sin embargo, en su ruda fisonomía la sonrisa de un
hombre sin corazón, pero que no carecía de talento—. Arruinado; sí, eso es.
—¡Ah! —dijo Eugenia.
—Sí, arruinado; y bien: he aquí conocido ese secreto lleno de horror, como
dice el poeta trágico. Ahora escuchad cómo esta desgracia puede no ser tan
grande, no diré para mí, sino para vos.
—¡Oh! —repuso Eugenia—, sois muy mal fisonomista, si os figuráis que
siento por mí el desastre que acabáis de contarme. Arruinada y o, ¿y qué me
importa? ¿No me queda mi talento? ¿No puedo, como la Pasta, la Malibrán y la
Grisi, adquirir lo que vos jamás podríais darme, fuese cual fuese vuestra fortuna?
Ciento o ciento cincuenta mil libras de renta, que deberé únicamente a mis
propios esfuerzos, y que en lugar de llegar a mis manos como esos miserables
doce mil francos que me dais, reprochándome mi prodigalidad, llegarán
acompañados de aclamaciones, aplausos y flores. Y aun cuando no tuviese ese
talento, del que dudáis, según vuestra sonrisa, ¿no me quedará aún ese furioso
amor de independencia, que vale para mí más que todas las riquezas, y que
domina en mí hasta el instinto de conservación? No, no lo siento por mí; sabré
siempre salir del paso; mis libros, mis pinceles y mi piano, cosas que no cuestan
caras, y que podré comprar siempre, me bastan. Pensaréis quizá que me aflijo
por la señora Danglars: desengañaos; o estoy muy equivocada, o mi madre ha
tomado sus precauciones contra el desastre que os amenaza y que pasará sin
alcanzarle; se ha puesto al abrigo, y sus cuidados no le han impedido el pensar
seriamente en su fortuna; a mí me ha dejado toda mi independencia, bajo el
pretexto de mi amor a la libertad; muchas cosas he visto desde que era niña, y
todas las he comprendido; la desgracia no hará en mí más impresión que la que
merece; desde que nací no he conocido que me amase nadie, y así a nadie amo;
he aquí mi profesión de fe.
—Conque, entonces, señorita, ¿os empeñáis en querer consumar mi ruina? —
dijo Danglars, pálido de una cólera, que no provenía de la autoridad paterna
ofendida.
—¿Consumar vuestra ruina? ¿Yo…? —dijo Eugenia—, no lo entiendo.
—Tanto mejor; eso me da alguna esperanza. Escuchad.
—Os escucho —dijo Eugenia, mirando tan fijamente a su padre, que fue
necesario que éste hiciese un esfuerzo para no bajar los ojos ante la poderosa
mirada de la joven.
—El señor de Cavalcanti se casa con vos, y al casarse os trae tres millones
que coloca en mi banco.
—¡Ah!, muy bien —dijo Eugenia con olímpico desdén, jugando con sus
dedos, y alisando uno contra otro sus guantes.
—¿Pensáis que os haré un mal si tomo esos tres millones? No; están
destinados a producir más de diez; he obtenido con otro banquero, un compañero
y amigo, la concesión de un ferrocarril, única industria cuy os resultados son
fabulosos hoy día; dentro de ocho días debo depositar cuatro millones, y, os lo
repito, me producirán diez o doce.
—Pero durante la visita que os hice anteay er, y de la que tenéis la bondad de
acordaros —dijo Eugenia—, os vi poner en caja cinco millones y medio en dos
bonos del Tesoro; y por cierto, os admirabais de que no me llamase la atención
un papel que tanto valía.
—Sí, pero esos cinco millones y medio no son míos únicamente, y sí una
prueba de confianza que se tiene en mí; mi título de banquero popular me ha
valido la de los hospitales, y a ellos pertenecen los cinco millones y medio; en
otro tiempo no hubiera titubeado en emplearlos, pero hoy se saben las grandes
pérdidas que he sufrido; y, como os he dicho, el crédito empieza a alejarse de mí.
De un momento a otro puede la administración reclamar este depósito, y si lo he
empleado, me veo en el caso de hacer una bancarrota vergonzosa. Yo desprecio
las bancarrotas, creedlo; pero no las que enriquecen, sino las que arruinan. Si os
casáis con Cavalcanti y tomo los tres millones de dote, o si al menos se cree que
voy a tomarlos, mi crédito se restablecerá, y mi fortuna, que desde hace uno o
dos meses se hunde en un abismo abierto bajo mis pies, por una fatalidad
inconcebible, vuelve a consolidarse. ¿Me entendéis?
—Perfectamente: ¿me empeñáis por tres millones?
—Cuanto may or sea la suma, más lisonjero debe ser ello para vos, pues da
una idea de vuestro valor.
—Gracias. Una palabra aún: ¿me prometéis serviros de la dote que debe
llevar Cavalcanti, pero sin tocar a la cantidad? No lo hago por egoísmo, sino por
delicadeza. Os ay udaré a reedificar vuestra fortuna, pero no quiero ser cómplice
en la ruina de otros.
—Pero si os digo que esos tres millones…
—¿Creéis salir adelante sólo con el crédito, y sin tocar a esos tres millones?
—Así lo espero, pero con la condición de que el matrimonio habrá de
consolidar mi crédito.
—¿Podéis pagar a Cavalcanti los quinientos mil francos que me dais por mi
dote?
—Al volver de la municipalidad los tomará.
—Bien.
—¿Qué queréis decir con ese « bien» ?
—Que al pedirme mi firma me dejáis dueña absoluta de mi persona. ¿No es
eso?
—Exacto.
—Entonces, bien, como os decía, estoy pronta a casarme con Cavalcanti.
—¿Pero cuáles son vuestros proy ectos?
—¡Ah!, es mi secreto: ¿cómo podría mantenerme en superioridad sobre vos
si conociendo el vuestro os revelase el mío?
Danglars se mordió los labios.
—Así, pues —dijo—, haced las visitas oficiales que son absolutamente
indispensables: ¿Estáis dispuesta?
—Sí.
—Ahora me toca deciros: ¡Bien!
Y Danglars tomó la mano de su hija, que apretó entre las suy as; pero ni el
padre osó decir « gracias, hija mía» , ni la hija tuvo una sonrisa para su padre.
—¿La entrevista ha terminado? —preguntó Eugenia levantándose.
Danglars indicó con la cabeza que no tenía más que decir.
Cinco minutos después el piano sonaba bajo los dedos de la señorita de
Armilly, y Eugenia entonaba « La maldición de Brabancio a Desdémona» .
Al final entró Esteban, y anunció que los caballos estaban enganchados y la
baronesa esperaba.
Hemos visto a las dos ir a casa de Villefort, de donde salieron a proseguir sus
visitas.
Capítulo XVII
El contrato
Tres días después de la escena que acabamos de referir, es decir, hacia las
cinco de la tarde del día fijado para firmar el contrato de la señorita Eugenia
Danglars y el conde Cavalcanti, que el banquero se empeñaba en llamar
príncipe, una fresca brisa hacía mover las hojas de los árboles del jardín que
daba acceso a la casa del conde de Montecristo, y cuando éste se disponía a salir,
y sus caballos le esperaban piafando, refrenados por el cochero, sentado hacía
y a un cuarto de hora en su sitio, el elegante faetón, que y a conocen nuestros
lectores, arrojó, más bien que dejó bajar, al conde de Cavalcanti, tan dorado y
pagado de sí mismo como si fuese a casarse con una princesa.
Preguntó por la salud del conde con aquella franqueza que le era habitual, y
subiendo en seguida al primer piso, se encontró con él al fin de la escalera.
Al ver al joven, se detuvo Montecristo, pero Cavalcanti estaba llamando, y y a
nada le detenía.
—¡Eh!, buenos días, mi querido señor de Montecristo —dijo al conde.
—¡Ah! —exclamó éste con su voz medio burlona—, señor mío, ¿cómo estáis?
—Perfectamente, y a lo veis: vengo a hablaros de mil cosas; pero, ante todo,
¿salíais o entrabais?
—Salía.
—Entonces, para no deteneros subiré en vuestro carruaje, y Tom nos seguirá
conduciendo el mío.
—No —dijo con una leve sonrisa de desprecio el conde, a quien no gustaba
sin duda que el joven le acompañara—, no; prefiero daros audiencia aquí: se
habla mejor en un cuarto, y no hay cochero que sorprenda vuestras palabras.
El conde entró en uno de los salones del primer piso, se sentó y, cruzando sus
piernas, hizo señas a Cavalcanti para que acercase un sillón. El joven asumió un
aire risueño.
—¿Sabéis, querido conde —dijo—, que la ceremonia se celebra esta noche?
A las nueve se firma el contrato en casa del futuro suegro.
—¡Ah! ¿De veras? —dijo Montecristo.
—¡Cómo! ¿No lo sabíais, no os ha prevenido el señor Danglars?
—Sí; recibí ay er una carta, pero me parece que no indica la hora.
—Es posible que se le hay a olvidado.
—Y bien —dijo el conde—, y a sois dichoso, señor Cavalcanti; es una de las
mejores alianzas, y además, la señorita de Danglars es bonita.
—Sí —respondió Cavalcanti con modestia.
—Y, sobre todo, es muy rica; al menos, según creo.
—¡Muy rica! ¿Vos lo creéis? —repitió el joven.
—Sin duda; se dice que el señor Danglars oculta por lo menos la mitad de su
fortuna.
—Y confiesa que posee de quince a veinte millones —dijo Cavalcanti, en
cuy os ojos brillaba la alegría.
—Sin contar —añadió Montecristo— que está en vísperas de entrar en una
negociación, y a muy usada en los Estados Unidos y en Inglaterra, pero que en
Francia es completamente nueva.
—Sí, sí; sé de lo que queréis hablar, del camino de hierro, cuy a adjudicación
acaba de obtener, ¿no es eso?
—Exacto. Ganará en ella por lo menos diez millones.
—¡Diez millones!, es magnífico —decía Cavalcanti, a quien embriagaban las
doradas palabras del conde.
—Aparte de que toda esa fortuna será vuestra un día, y que es justo, pues la
señorita de Danglars es hija única: vuestra fortuna, al menos vuestro padre me lo
ha dicho, es casi igual a la de vuestra futura; pero dejemos por un momento las
cuestiones de dinero; ¿sabéis, señor Cavalcanti, que habéis conducido
admirablemente este asunto?
—Sí, no muy mal —respondió el joven—; y o había nacido para ser
diplomático.
—Pues bien, entraréis en la diplomacia. Ya sabéis que no es cosa que se
aprenda, es instintiva… ¿Tenéis interesado el corazón?
—En verdad, lo temo —respondió el joven con tono teatral.
—¿Y os ama?
—Preciso es que me ame un poco cuando se casa; sin embargo, no
olvidemos una cosa esencial.
—¿Cuál?
—Que me han ay udado eficazmente en ese asunto.
—¡Bah!
—De veras lo digo.
—¿Las circunstancias?
—No; vos mismo.
—¡Yo! Dejadme en paz, príncipe —dijo Montecristo recalcando
singularmente el título—. ¿Qué he hecho y o por vos? ¿Vuestro nombre y vuestra
posición social no bastan?
—No —dijo el joven—; no, y por más que digáis, señor conde, y o sostendré
que la posición de un hombre como vos ha hecho más que mi nombre, mi
posición social y mi mérito.
—Os equivocáis —dijo con frialdad Montecristo, que conocía la perfidia del
joven, y adónde iban a parar sus palabras— mi protección la habéis adquirido
merced al nombre de la influencia y fortuna de vuestro padre; jamás os había
visto, ni a vos ni a él, y mis dos buenos amigos, lord Wilmore y el abate Busoni,
fueron los que me procuraron vuestro conocimiento, que me ha animado, no a
serviros de garantía, pero sí a patrocinaros, y el nombre de vuestro padre, tan
conocido y respetado en Italia; por lo demás, y o personalmente no os conozco.
Aquella calma, aquella libertad tan completa, hicieron comprender a
Cavalcanti que estaba cogido por una mano fuerte y no era fácil quebrar el lazo.
—¿Pero mi padre es dueño en realidad de esa gran fortuna, señor conde?
—Así parece —respondió Montecristo.
—¿Sabéis si ha llegado la dote que me ha prometido?
—He recibido carta de aviso.
—¿Pero los tres millones?
—Los tres millones están en camino, con toda probabilidad.
—¿Pero los recibiré efectivamente?
—Me parece que hasta el presente el dinero no os ha faltado.
Cavalcanti se sorprendió tanto que permaneció un momento pensativo; luego
dijo:
—Me falta solamente pediros una cosa, y ésa la comprenderéis aun cuando
deba no seros agradable.
—Hablad —dijo Montecristo.
—Gracias a mi posición, estoy en relaciones con muchas personas de
distinción, y en la actualidad tengo una porción de amigos; pero al casarme,
como lo hago ante toda la sociedad parisiense, debo ser sostenido por un hombre
ilustre, y a falta de mi padre, una mano poderosa debe conducirme al altar; mi
padre no vendrá a París, ¿verdad?
—Es viejo, está cubierto de llagas, y sufre una agonía en un viaje.
—Lo comprendo; y ¡bien!, vengo a pediros una cosa.
—¿A mí?
—Sí, a vos.
—¿Y cuál? ¡Dios mío!
—Que le sustituy áis.
—¡Ah!, mi querido joven; ¿después de las muchas conversaciones que he
tenido la dicha de tener con vos, me conocéis tan mal que me pedís semejante
cosa? Decidme que os preste medio millón, y aunque sea un préstamo raro, os lo
daré. Sabed, y me parece que y a os lo he dicho, que el conde de Montecristo no
ha dejado de tener jamás escrúpulos; mejor, las supersticiones de un hombre de
Oriente en todas las cosas de este mundo; ahora bien, y o que tengo un serrallo en
El Cairo, otro en Constantinopla y otro en Esmirna, ¿que presida un matrimonio?;
eso no, jamás.
—¿De modo que rehusáis?
—Claro, y aunque fueseis mi hijo, aunque fueseis mi hermano, rehusaría lo
mismo.
—¡Ah! ¡Dios mío! —dijo Cavalcanti desorientado—, ¿cómo haré entonces?
—Tenéis cien amigos, vos mismo lo habéis dicho.
—Sí; pero el que me presentó en casa de Danglars, fuisteis vos.
—Nada de eso; rectifiquemos los hechos: os hice comer en mi casa un día en
que él comió también en Auteuil, y después os presentasteis solo; es muy
diferente.
—Sí; pero habéis contribuido a mi bolo.
—¡Yo!, en nada, creedlo, y acordaos de lo que os respondí cuando vinisteis a
rogarme que pidiese a la joven para vos; jamás contribuy o a ningún matrimonio;
es un principio del que nunca me aparto.
Cavalcanti se mordió los labios.
—Pero, al fin —dijo—, ¿estaréis presente al menos?
—¿Todo París estará?
—Desde luego.
—Pues estaré como todo París —dijo el conde.
—¿Firmaréis el contrato?
—No veo ningún inconveniente; no llegan a tanto mis escrúpulos.
—En fin, puesto que no queréis concecerme más, preciso me será
contentarme; pero una palabra aún, conde.
—¿Qué más?
—Un consejo.
—Cuidado, un consejo es más que un favor.
—¡Oh!, éste podéis dármelo sin comprometeros.
—Decid.
—¿El dote de mi mujer es de quinientos mil francos?
—Eso es lo que me dijo el propio Danglars.
—¿Debo recibirlo o dejarlo en las manos del notario?
—Os diré lo que sucede generalmente cuando esas cosas se hacen con
delicadeza. Los dos notarios quedan citados el día del contrato para el siguiente;
en él cambian los dotes y se entregan mutuamente recibo; después de celebrado
el matrimonio los ponen a vuestra disposición, como jefe de la comunidad.
—Es que y o —dijo el joven con cierta inquietud mal disimulada— he oído
decir a mi suegro que tenía intención de colocar nuestros fondos en ese famoso
negocio del camino de hierro de que me hablabais hace poco.
—Y bien —repuso el conde—, según asegura todo el mundo, es un medio de
que vuestros capitales se tripliquen en un año. El barón Danglars es buen padre y
sabe contar.
—Vamos, pues, todo va bien, excepto vuestra negativa, que me parte el
corazón.
—Atribuidla solamente a mis escrúpulos, muy naturales en estas
circunstancias.
—Vay a —dijo Cavalcanti—, de todos modos, sea como queréis: hasta esta
noche a las nueve.
—Hasta luego.
Y a pesar de una ligera resistencia de Montecristo, cuy os labios palidecieron,
pero que conservó su sonrisa, el joven cogió una de sus manos, la apretó, montó
en su faetón y desapareció.
Las cuatro o cinco horas que faltaban hasta las nueve, las dedicó Cavalcanti a
visitar a sus numerosos amigos, invitándolos a que se hallasen presentes a la
ceremonia, y tratando de deslumbrarles con la promesa de acciones, que
volvieron locos después a tantos, y cuy a iniciativa pertenecía a Danglars.
En efecto, a las ocho y media de la noche, el gran salón de Danglars, las
galerías y tres salones más estaban llenos de una multitud perfumada, a la que no
atraía la simpatía, sino la irresistible necesidad de la novedad.
No hace falta decir que los salones resplandecían con la claridad de mil
bujías y dejaban ver aquel lujo de mal gusto que sólo tenía en su favor la riqueza.
Eugenia Danglars estaba vestida con la sencillez más elegante: un vestido de
seda blanco, una rosa blanca medio perdida entre sus cabellos más negros que el
ébano, componían todo su adorno, sin que la más pequeña joy a hubiese tenido
entrada en él. En sus ojos un mentís dado a cuanto podía tener de virginal y
sencillo aquel cándido vestido.
La señora de Danglars, a treinta pasos de su hija, hablaba con Debray,
Beauchamp y Château-Renaud. Debray había vuelto a entrar en la casa para
aquella solemnidad, pero como otro cualquiera y sin ningún privilegio especial.
Cavalcanti, del brazo de uno de los más elegantes dandy s de la Ópera, le
explicaba impertinentemente, en atención a que era necesario ser bien atrevido
para hacerlo, sus futuros proy ectos y el progreso de lujo que pensaba hacer con
sus ciento setenta y cinco mil libras de renta.
La multitud se movía en aquellos salones como un flujo y reflujo de
turquesas, rubíes y esmeraldas; como sucede siempre, las más viejas eran las
más adornadas, y las más feas las que se exhibían con más obstinación. Si había
algún blanco lirio o alguna rosa suave y perfumada, era preciso buscarlas en un
rincón apartado, custodiadas por una vigilante madre o tía.
A cada instante, en medio de un tumulto y risas se oía la voz de un servidor,
que anunciaba un nombre conocido en la Hacienda, respetado en el Ejército o
ilustre en las Letras: veíase entonces un ligero movimiento en los grupos; pero
para uno que fijase la atención, cuántos pasaban inadvertidos o burlados.
En el momento en que la aguja del macizo reloj de bronce, que representaba
a Endimión dormido, señalaba las nueve, y la campana daba aquella hora, el
nombre del conde de Montecristo resonó también, y como impelida por un ray o
eléctrico, toda la concurrencia se volvió hacia la puerta.
El conde venía vestido de negro, con su sencillez habitual; su chaleco blanco
destacaba perfectamente las formas de su hermoso y noble pecho, su corbata
negra hacía resaltar la palidez de su rostro; llevaba sobre el chaleco una cadena
de oro sumamente fina.
Formóse inmediatamente un círculo alrededor de la puerta. De una ojeada
divisó el conde a la señora de Danglars en un lado del salón, a Danglars en el
opuesto, y delante de él a Eugenia.
Acercóse a la baronesa, que hablaba con la señora de Villefort, que había
venido sola, porque Valentina aún no se hallaba restablecida; y sin variar de
camino, porque todos le abrían paso, se dirigió de la baronesa a Eugenia, a quien
cumplimentó en términos tan rápidos y reservados, que llamaron la atención de
la orgullosa artista. Encontrábase a su lado Luisa de Armilly, que dio gracias al
conde por las cartas de recomendación que había tenido la bondad de darle para
Italia, y de las que pensaba muy pronto hacer uso. Al separarse de aquellas
señoras, se encontró con Danglars, que se había acercado para darle la mano.
Cumplidos aquellos tres deberes de sociedad, se detuvo Montecristo, paseando
a su alrededor aquella mirada propia de la gente del gran mundo y que parece
decir a los demás: he hecho lo que debía; ahora, que los demás hagan lo que
deben.
Cavalcanti, que se hallaba en un salón contiguo, oy ó el murmullo que la
presencia de Montecristo había suscitado, y vino a saludar al conde. Hallóle
rodeado por la muchedumbre, que se disputaba sus palabras, como sucede
siempre con aquellos que hablan poco y jamás dicen una palabra en vano.
En aquel momento entraron los notarios, y fueron a situarse junto a la dorada
mesa cubierta de terciopelo, preparada para firmar el contrato. Sentóse uno de
ellos y permaneció el otro a su lado en pie.
Iban a leer el contrato que la mitad de París presente a aquella solemnidad
debía firmar: colocáronse todos; las señoras formaron círculo alrededor de la
mesa, mientras los hombres, más indiferentes al estilo enérgico, como dice
Boileau, hacían sus comentarios sobre la agitación febril de Cavalcanti, la
atención de Danglars, la impasibilidad de Eugenia, y la manera frívola y alegre
con que la baronesa trataba aquel importante asunto.
Ley óse el contrato en medio del silencio más profundo, pero concluida la
lectura empezó de nuevo el murmullo, doble de lo que antes era: aquellas
inmensas sumas, aquellos millones, que venían a completar los regalos de la
esposa y las joy as exhibidas en una sala destinada a aquel objeto, habían doblado
la hermosura de Eugenia a los ojos de los jóvenes, y el sol se oscurecía entonces
ante ella.
Las mujeres, codiciando aquellos millones, consideraban, con todo, que no
tenían necesidad de ellos para ser bellas.
Cavalcanti, rodeado de sus amigos, agasajado, adulado, empezaba a creer en
la realidad del sueño que se había forjado: poco le faltaba para perder el juicio.
El notario tomó solemnemente la pluma, se levantó y dijo:
—Señores, va a firmarse el contrato.
El barón debía firmar el primero, en seguida el apoderado del señor
Cavalcanti padre, la baronesa, los futuros esposos, como se dice en ese lenguaje
que es corriente en el papel sellado.
El barón tomó la pluma y firmó. En seguida lo hizo el apoderado de
Cavalcanti padre.
La baronesa se asió del brazo de la señora de Villefort.
—Amigo mío —dijo tomando la pluma—, ¿no es algo muy triste que un
incidente imprevisto ocurrido en la causa de asesinato y robo de que faltó poco
fuese víctima el señor de Montecristo, nos prive del placer de ver al señor de
Villefort?
—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Danglars, de un modo que equivalía a decir: « me
es absolutamente indiferente» .
—Tengo motivos —dijo Montecristo acercándose— para temer que soy la
causa involuntaria de esta ausencia.
—¡Cómo! ¿Vos, conde? —dijo la señora Danglars firmando—, cuidado, que
si es así no os perdonaré.
Cavalcanti tenía el oído listo y atento.
—No será mía la culpa —dijo el conde—, y por esto quiero manifestarla.
Escuchaban ávidamente a Montecristo, cuy os labios raras veces se
desplegaban.
—¿Recordáis —dijo el conde en medio del más profundo silencio— que el
desgraciado que había venido a robarme y murió en mi casa fue asesinado al
salir de ella por su cómplice, según creo?
—Sí —dijo Danglars.
—Pues bien, al querer auxiliarle, le desnudaron y arrojaron sus vestidos no sé
dónde; la justicia los recogió; pero al tomar la chaqueta y el pantalón, olvidó el
chaleco.
Cavalcanti palideció visiblemente; veía formarse una nube en el horizonte, le
parecía que la tempestad que en ella se escondía iba a descargar sobre él.
—Pues bien, aquel chaleco se ha encontrado hoy, todo lleno de sangre y
agujereado en el lado del corazón.
Las señoras dieron un grito; dos o tres se dispusieron a desmay arse.
—Me lo trajeron, nadie podía adivinar de dónde provenía aquel harapo;
solamente y o pensé que sería probablemente el chaleco de la víctima. De
repente, registrando mi camarero con repugnancia y precaución aquella fúnebre
reliquia, encontró un papel en el bolsillo y lo sacó; era una carta dirigida a vos,
barón.
—¿A mí? —dijo Danglars.
—¡Oh!, a vos; llegué a leer vuestro nombre, a pesar de las manchas de
sangre que tenía el papel —respondió Montecristo, en medio de la general
sorpresa.
—Pero —preguntó la señora Danglars mirando a su marido—, cómo impide
eso al señor de Villefort…
—Es muy sencillo, señora —respondió Montecristo—; el chaleco y la carta
constituy en lo que se llama piezas de convicción, y los he enviado al procurador
del rey. Bien conocéis, mi querido barón, que en materias criminales, las vías
legales son las seguras. Quizá sería alguna trama urdida contra vos.
Cavalcanti miró fijamente a Montecristo y pasó al segundo salón.
—Es posible —dijo Danglars—; ¿el hombre asesinado, no era un antiguo
presidiario?
—Sí —respondió el conde—, un antiguo presidiario llamado Caderousse.
Danglars palideció levemente. Cavalcanti salió del segundo salón, y fue a la
antecámara.
—Pero firmad, firmad —dijo Montecristo—. Veo que mis palabras han
conmovido a todo el mundo; os pido perdón, señora baronesa, y a vos, señorita
Danglars.
La baronesa, que acababa de estampar su firma, entregó la pluma al notario.
—El señor príncipe de Cavalcanti —dijo el Tabelión—. Señor príncipe de
Cavalcanti, ¿dónde estáis?
—¡Cavalcanti! ¡Cavalcanti! —repitieron los jóvenes, que habían llegado a tal
intimidad con el italiano, que le llamaban por el apellido sin nombrarle por su
título.
—Llamad, pues, al príncipe, advertidle que le toca firmar —dijo Danglars a
un criado.
Pero, en aquel momento, la multitud de amigos retrocedió espantada hacia el
salón principal, como si un espantoso monstruo hubiese invadido la habitación.
Había motivo para huir, espantarse y gritar.
Un oficial de gendarmería colocaba a la puerta dos gendarmes, y se dirigía a
Danglars precedido de un comisario de policía con su faja puesta.
La señora Danglars lanzó un grito y se desmay ó.
Danglars, que se creía amenazado, porque ciertas conciencias jamás están
tranquilas, ofreció a la vista de sus convidados un rostro descompuesto por el
terror.
—¿Qué ocurre, caballero? —preguntó Montecristo dirigiéndose al comisario.
—¿Cuál de ustedes, señores —preguntó el magistrado sin responder al conde
—, se llama Andrés Cavalcanti?
Un grito de estupor se dejó oír por doquier.
Buscaron, preguntaron.
—¿Pero quién es ese Cavalcanti? —inquirió Danglars casi fuera de sí.
—Un presidiario escapado de Tolón.
—¿Y qué crimen ha cometido?
—Se le acusa —dijo el comisario con su voz impasible— de haber asesinado
al llamado Caderousse, su antiguo compañero de cadena, en el instante en que
salía de robar en casa del señor conde de Montecristo.
El conde dio una rápida ojeada alrededor.
Cavalcanti había desaparecido.
Capítulo XVIII
La partida a Bélgica
No tengo dinero para pagar, pero soy hombre de bien, y dejo empeñado mi
alfiler, que vale diez veces más que el gasto que he hecho: He salido al ser de día,
porque me daba vergüenza hacer esta declaración personalmente al ama.
La ley
La aparición
Locusta
Valentina se quedó sola. Otros dos relojes más atrasados que el de San Felipe de
Roul dieron aún las doce a repetidos intervalos, y aparte el lejano ruido de tal
o cual carruaje, todo quedó de nuevo sumido en silencio.
Toda la atención de Valentina se fijó en el reloj de su cuarto, cuy a aguja
marcaba hasta los segundos. Empezó a contarlos, y notó que eran dobles,
doblemente más lentos que los latidos de su corazón.
Y con todo, dudaba aún. La inocente no podía figurarse que nadie desease su
muerte. ¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Qué mal había hecho que pudiese suscitarle un
enemigo?
No había que temer que se durmiese. Una sola idea, una idea terrible la tenía
despierta. Existía una persona en el mundo que había intentado asesinarla y lo
intentaría aún. Si esta vez aquella persona, cansada de ver la ineficacia del
veneno, recurría, como lo había insinuado Montecristo, al hierro: ¡si habría
llegado su último momento!, ¡si no debía ver más a Morrel!
Ante aquella idea, que la cubrió a la vez de una palidez lívida y de un sudor
helado, le faltó poco para coger el cordón de la campanilla y pedir socorro. Pero
le pareció que por entre la cerradura de la biblioteca veía el ojo del conde, que
velaba sobre su porvenir, y que cuando pensaba en ello le causaba tal vergüenza,
que se preguntaba a sí misma si su gratitud llegaría a borrar el penoso efecto que
producía la indiscreta amistad del conde.
Veinte minutos, veinte eternidades pasaron de este modo, y otros diez en
seguida; finalmente, el reloj dio las doce y media. En aquel momento, un ruido
casi imperceptible de la uña que rascaba la puerta de la biblioteca, le dio a
entender que el conde velaba, y le recomendaba que velase.
En efecto, por la parte opuesta, es decir, hacia el cuarto de Eduardo, le
pareció que oía pisadas; prestó oído atento reteniendo su respiración. Levantóse el
pestillo y se abrió la puerta.
Valentina, que se había incorporado sobre el corazón, apenas tuvo tiempo
para volverse a acostar y ocultar sus brazos.
Temblando, agitada y con el corazón oprimido, esperó.
Acercóse una persona a la cama y entreabrió las cortinas.
Valentina hizo un esfuerzo, y dejó oír el murmullo acompasado de la
respiración que anuncia un sueño tranquilo.
—Valentina —dijo muy bajo una voz.
La joven tembló hasta el fondo de su corazón, pero no respondió.
—Valentina —repitió la misma voz.
El mismo silencio. Valentina había prometido no despertarse.
Todo volvió a quedar inmóvil. Solamente Valentina oy ó el ruido casi
imperceptible de un licor que caía en el vaso que acababan de vaciar.
Atrevióse entonces a entreabrir sus párpados, poniendo sobre ellos su brazo.
Vio a una mujer con un peinador blanco que vaciaba en su vaso un licor
preparado de antemano que tenía en un frasco.
Durante aquel breve instante, Valentina detuvo su respiración e hizo algún
pequeño movimiento, porque la mujer se detuvo inquieta, y se puso de bruces
sobre su lecho para ver si dormía. Era la esposa del procurador del rey.
Valentina, al reconocer a su madrastra, tembló de tal modo que debió
comunicar algún movimiento a su cama. La señora de Villefort desapareció en
seguida a lo largo de la pared, y allí, escondida en la colgadura de la cama, muda
y atenta, espiaba el menor movimiento de Valentina.
Esta se acordó de las terribles palabras de Montecristo. Parecióle que en una
mano tenía el frasco y en la otra un largo y afilado cuchillo.
Haciendo entonces un extraordinario esfuerzo, Valentina procuró cerrar los
ojos, pero aquella operación tan sencilla del más temeroso de nuestros sentidos,
aquella operación tan común, era en aquel momento imposible. Tales eran los
esfuerzos de la ávida curiosidad para rechazar aquellos párpados y observar lo
que ocurría en realidad.
Sin embargo, asegurada por el ruido acompasado de la respiración de
Valentina, de que ésta dormía, la señora de Villefort extendió de nuevo el brazo, y
medio oculta por las cortinas, acabó de vaciar el contenido del frasco en el vaso
de la enferma.
Retiróse en seguida, sin que el menor ruido advirtiese a ésta de que se había
marchado. Vio desaparecer el brazo, nada más, aquel brazo fresco y torneado de
una mujer de veinticinco años, joven y bella, y que derramaba la muerte.
Es imposible describir lo que Valentina sufrió durante el minuto y medio que
permaneció en su cuarto la señora de Villefort.
El ruido de la uña que rascaba a la puerta sacó a la joven de aquel estado de
abatimiento. Levantó con trabajo la cabeza; la puerta siempre silenciosa se abrió
de nuevo, y apareció por segunda vez el conde de Montecristo.
—¿Y bien? —preguntó el conde—, ¿todavía dudáis?
—¡Oh! ¡Dios mío! —murmuró la joven.
—¿La habéis visto?
—¡Desdichada!
—¿La habéis conocido?
Valentina lanzó un gemido.
—Sí —dijo—, pero no puedo creerlo.
—¿Entonces, preferís morir y hacer que muera también Maximiliano…?
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —repitió la joven fuera de sí—, ¿pero no podría y o
salir de casa? ¿Salvarme?
—Valentina, la mano que os persigue os alcanzará en todas partes, a fuerza de
oro seducirán a vuestros criados, y la muerte se os aparecerá disfrazada bajo
todos aspectos. En el agua que bebiereis, en la fuente y en la fruta que cogiereis
del árbol.
—Sin embargo, ¿no me habéis dicho que la precaución de mi abuelo me
preservó del veneno?
—Contra un veneno, y no empleado en fuerte dosis. Cambiarán de veneno o
aumentarán la dosis.
Tomó el vaso y lo acercó a sus labios.
—Mirad —dijo—, y a lo han hecho: y a no es la brucina: es con un simple
narcótico con lo que os envenenan. Reconozco el sabor del alcohol en que lo han
disuelto. Si hubieseis bebido lo que la señora de Villefort ha echado en vuestro
vaso, Valentina, ¡estabais perdida!
—¡Pero Dios mío! —dijo la joven—, ¿por qué me persigue así?
—¡Cómo! ¿Sois tan ingenua, tan dulce, tan buena, creéis tan poco en el mal,
que no lo habéis comprendido, Valentina?
—No —dijo la joven—, jamás he hecho mal a nadie.
—Pero sois rica, Valentina, tenéis doscientas mil libras de renta, y se las
quitáis al hijo de esa mujer.
—¿Y cómo es eso? Mi fortuna no es la suy a, proviene de mis abuelos
maternos.
—Sin duda, y he ahí por qué el señor y la señora de Saint-Merán han muerto;
para que los heredaseis vos; he ahí por qué el día que el señor de Noirtier os
constituy ó su heredera, fue condenado a muerte: ved por qué vos debéis morir,
Valentina, para que vuestro padre herede de vos, y vuestro hermano, siendo hijo
único, herede a vuestro padre.
—¡Eduardo!, pobre niño. ¿Y por él se cometen tantos crímenes?
—¡Ah!, veo que comprendéis al fin.
—¡Ay ! ¡Dios mío!, con tal que todo esto no caiga sobre él.
—Sois un ángel, Valentina.
—¿Pero han renunciado a matar a mi abuelo?
—Han pensado que muerta vos, si no invalidan el testamento, la fortuna era
de vuestro hermano; y han reflexionado que el crimen al fin era inútil y
doblemente peligroso al cometerlo.
—¡Y de la cabeza de una mujer ha salido semejante combinación! ¡Dios
mío! ¡Dios mío!
—¿Os acordáis de Perusa, de la fonda de postas, del hombre con capa oscura
a quien vuestra madrastra preguntaba sobre el agua tofana? Pues desde entonces
meditaba este infernal proy ecto.
—¡Oh!, señor —dijo la joven—, veo bien que si es así, estoy condenada a
morir.
—No, Valentina, no, porque he previsto todos los complots; porque nuestra
enemiga está vencida, puesto que se la conoce. No, Valentina, viviréis para amar
y ser amada; viviréis para ser feliz y para hacer feliz a un noble corazón, pero
para vivir, Valentina, es preciso que tengáis en mí ilimitada confianza.
—Mandad, señor, ¿qué debo hacer?
—Es necesario que toméis ciegamente lo que y o os dé.
—¡Oh!, Dios es testigo —dijo Valentina—, de que si estuviese sola preferiría
dejarme morir.
—No os confiaréis a nadie, ni aun a vuestro padre. No, y sin embargo,
vuestro padre, hombre acostumbrado a las acusaciones criminales, debe
sospechar que todas estas muertes no son naturales. Él era el que debía velar
sobre vos y encontrarse en el sitio que y o estoy ocupando. Él debía haber
vaciado y a ese vaso y levantándose contra el asesino. Espectro contra espectro
—añadió muy bajo.
—Señor —dijo Valentina—, haré cuanto sea preciso para vivir, porque hay
dos seres en el mundo que me aman más que la vida, y morirían si y o muriese:
¡mi abuelo, y Maximiliano!
—Velaré sobre ellos como sobre vos.
—Pues bien, señor, disponed de mí —dijo Valentina, y añadió muy bajo—:
¡Dios mío! ¿Qué va a sucederme?
—Suceda lo que suceda, Valentina, no tengáis miedo. Si sufrís, si perdéis la
vista, el oído, el tacto, no temáis. Si os despertáis sin saber donde estáis, no tengáis
miedo, aunque os halléis en un sepulcro o encerrada en una caja mortuoria.
Recordad en seguida y decid: En este instante, un amigo, un padre, un hombre
que quiere mi felicidad y la de Maximiliano, vela sobre mí.
—¡Desdichada! ¡A qué terrible extremo es preciso llegar!
—¡Valentina! ¿Preferís denunciar a vuestra madrastra?
—Preferiría morir cien veces, ¡oh!, sí, morir.
—No; no moriréis, y sea lo que quiera lo que os suceda, no os quejaréis,
esperaréis: ¿me lo prometéis, Valentina?
—Pensaré en Maximiliano.
—Sois mi hija querida, Valentina; solamente y o puedo salvaros, y os salvaré.
En el colmo del terror, Valentina juntó las manos, porque conoció que había
llegado el momento de pedir a Dios valor. Incorporóse para orar, pronunciando
palabras inconexas, y olvidándose de que sus largas espaldas no tenían más velo
que sus largos cabellos y que se veía latir su corazón bajo el delicado encaje de
su bata de noche.
El conde apoy ó ligeramente su mano en el brazo de la joven, estiró hasta
taparle el cuello la colcha de terciopelo, y con una sonrisa paternal le dijo:
—Hija mía, creed en mis promesas y en mi afecto, como creéis en Dios, en
su bondad y en el amor de Maximiliano.
Valentina fijó en él una mirada de gratitud, y se prestó a todo, dócil como una
niña.
El conde sacó del bolsillo del chaleco una cajita de esmeralda, levantó la tapa
de oro, y puso en la mano de Valentina una pastilla del tamaño de un garbanzo.
La joven la tomó con la otra mano, y miró atentamente al conde.
Había en la fisonomía de aquel intrépido protector un reflejo de la majestad
y el poder divino. Era evidente que Valentina le estaba interrogando con su
mirada.
—Sí —dijo él.
Valentina llevó la pastilla a sus labios y la tragó.
—Y ahora, hasta que nos veamos, hija mía. Voy a descansar, porque y a os
he salvado.
—Id —dijo Valentina—, ocurra lo que ocurra, os prometo no tener miedo.
Montecristo tuvo sus ojos fijos en la joven, que se dormía poco a poco,
vencida por el poder del narcótico que el conde acababa de darle.
Tomó entonces el vaso, vació las tres cuartas partes en la chimenea, para que
crey esen que la enferma había bebido lo que faltaba, volvió a ponerlo sobre la
mesa de noche, y se dirigió a la puerta de la biblioteca, no sin antes dar una
mirada a Valentina, que se dormía con la confianza y el candor de un ángel
acostado a los pies del Señor.
Capítulo XXIII
Valentina
Laúltimas
lámpara continuaba ardiendo sobre la chimenea del cuarto, apurando las
gotas de aceite que flotaban aún sobre el agua; y a un círculo rojo
coloreaba el alabastro del globo y y a la llama más viva dejaba escapar aquellos
últimos reflejos que en los seres inanimados son las últimas convulsiones de la
agonía, que tantas veces se han comparado a las de las pobres criaturas humanas;
una claridad siniestra teñía con un triste reflejo opaco la colgadura blanca y las
sábanas de la cama de la joven.
El ruido de la calle había cesado, y el silencio interior de la casa era
completo.
Abrióse la puerta del cuarto de Eduardo y apareció una cabeza que y a
conocemos y que se reflejó en el espejo de enfrente. Era la señora de Villefort
que volvía para ver el efecto de la bebida.
Detúvose a la entrada, y escuchó el chisporroteo de la lámpara que se
apagaba, ruido sólo perceptible en aquella estancia que se hubiera creído
desierta; avanzó después poco a poco hasta la mesa de noche para ver si el vaso
de Valentina estaba vacío; estaba aún con la cuarta parte de la bebida, como
hemos dicho.
Lo tomó y fue a vaciarlo en las cenizas, que procuró remover bien para
facilitar la absorción del licor; limpió en seguida cuidadosamente el cristal y lo
enjugó con su mismo pañuelo, colocándolo sobre la mesa de noche.
Cualquiera que hubiese podido observar el interior de la cámara, habría visto
las dudas que tenía la señora de Villefort para fijar su vista en la enferma y
acercarse a la cama.
La enferma no respiraba y a; sus dientes entreabiertos no dejaban escapar el
pequeño átomo que revela la vida. Todo movimiento había cesado en sus
blanquecinos labios. Sus ojos, anegados en un vapor violeta que parecía haber
penetrado bajo la piel, presentaban como un punto blanco en el sitio en que el
glóbulo hacía resaltar el párpado, y sus largas cejas negras parecían puestas
sobre una figura de cera.
La señora de Villefort contempló aquel rostro tan elocuente en su inmovilidad.
Más animada entonces, levantó la colcha y puso la mano sobre el corazón de la
joven. No latía, y el movimiento que sentía bajo su mano era la circulación de la
propia sangre; retiró la mano con un ligero temblor.
El brazo de Valentina pendía fuera de su lecho. De una perfección completa,
aquel brazo se veía un poco crispado, como igualmente los dedos que se
apoy aban sobre la caoba; las uñas estaban azuladas hacia su nacimiento.
La envenenadora, que nada tenía y a que hacer en aquella habitación, se
retiró con tanta precaución que veíase claramente que temía que el ruido de sus
pasos se dejara sentir sobre la alfombra; pero retirándose tenía aún la colgadura
levantada en aquel espectáculo de la muerte, que tiene una irresistible atracción
mientras la muerte es la inmovilidad y no la corrupción.
Los minutos pasaban, y la señora de Villefort no podía, al parecer, dejar
aquella colgadura que tenía suspendida como una mortaja. Sobre la cabeza de
Valentina pagaba su tributo a la meditación; la meditación del crimen debe ser el
remordimiento.
En aquel instante aumentaron los chisporroteos de la lámpara.
La señora de Villefort al oír aquel ruido tembló y dejó caer la colgadura.
Apagóse la lámpara y quedó la habitación en la oscuridad más profunda. En
medio de ella dio el reloj las cuatro y media.
La envenenadora, espantada, buscó a tientas la puerta y entró en su cuarto
con el sudor y la angustia en la frente.
La oscuridad continuó aún durante dos horas.
Poco a poco fue penetrando la claridad en la habitación, pero sin que pudiera
permitir aún reconocer los objetos; aumentó y dióles entonces forma sensible.
En la escalera resonó la tos de la enfermera, que entró en el cuarto de
Valentina con una taza en la mano.
La primera mirada de un padre o de un amante hubiera sido decisiva.
Valentina había muerto. Para aquella mercenaria, Valentina dormía.
—Bueno —dijo acercándose a la mesa de noche—, ha bebido una parte de la
poción, el vaso está vacío en sus dos terceras partes.
Fue a la chimenea, encendió fuego, se instaló en un sillón, y aunque salía del
lecho, aprovechóse del sueño de Valentina para dormir otras dos horas.
El reloj, que daba las ocho, la despertó.
Extrañada del obstinado sueño en que permanecía la joven, espantada de
aquel brazo que colgaba fuera de la cama y que permanecía siempre en la
misma postura, se acercó a la cama, y entonces notó que sus labios estaban fríos
y helado su pecho.
Trató de levantar el brazo y ponerlo junto al cuerpo, pero el brazo no
obedeció; tan tieso estaba y a que no le quedó duda a la enfermera. Dio un
espantoso grito y corrió a la puerta.
—¡Auxilio! —gritaba—. ¡Auxilio!
—¡Cómo! ¿Auxilio? —respondió desde abajo la voz de d’Avrigny.
Era la hora en que el doctor tenía costumbre de venir.
—¡Cómo! ¿Auxilio? —gritaba Villefort saliendo precipitadamente de su
despacho—. Doctor, ¿habéis oído gritos de socorro?
—Sí, sí, subamos —respondió d’Avrigny —; es en el cuarto de Valentina.
Pero antes de que el padre y el doctor llegasen, los criados que estaban en el
mismo piso, en los corredores o aposentos inmediatos, entraron todos, y viendo a
Valentina pálida e inmóvil sobre su lecho, levantaron sus manos al cielo y
temblaron como azogados.
—Llamad a la señora de Villefort, despertadla —gritaba el procurador del
rey desde la puerta, sin atreverse a entrar.
Pero los criados, en lugar de responder, miraban al doctor, que había entrado
y corrido hacia Valentina, a la que sostenía en sus brazos.
—¡Aun ésta! —murmuró, dejándola caer—. ¡Dios mío! ¡Dios mío…!
¿Cuándo os daréis por satisfecho?
Villefort entró en el cuarto.
—¡Qué decís! ¡Dios mío! —dijo, levantando las manos al cielo—. ¡Doctor!,
¡doctor!
—Digo que vuestra hija ha muerto —repuso el médico con voz solemne y
terrible en su solemnidad.
El procurador del rey cay ó cual si le hubiesen quebrado las piernas y su
cabeza se posó sobre el lecho de Valentina.
A las palabras del doctor, al grito del padre, los criados huy eron despavoridos,
profiriendo sordas imprecaciones. Oy éronse en las escaleras y corredores sus
precipitados pasos. En seguida un gran movimiento en el patio extinguióse al poco
tiempo. Todos habían abandonado la casa maldita.
En aquel instante, la señora de Villefort, con un peinador a medio ningún
sonido. Vaciló y se sostuvo contra la puerta. Señaló en seguida a la puerta.
—Sí, sí —continuó el anciano.
Maximiliano se lanzó a la escalera, cuy os escalones subió de dos en dos,
mientras le parecía que el anciano le decía con los ojos:
—Más de prisa, más de prisa.
Un minuto le bastó para atravesar varias habitaciones solitarias como el resto
de la casa, y llegar hasta la de Valentina.
No tuvo necesidad de abrir la puerta, pues estaba abierta de par en par.
Un suspiro fue lo primero que oy ó. Vio una figura arrodillada y medio oculta
entre la blanca colgadura. El temor y el espanto le clavaron junto a la puerta.
Entonces fue cuando oy ó una voz que decía: ¡Valentina ha muerto!, y otra
que repetía como un eco:
—¡Muerta! ¡Muerta!
Capítulo XXIV
Maximiliano
Elaquel
señor de Villefort levantóse casi avergonzado de haber sido sorprendido en
exceso de dolor. La terrible posición que ocupaba hacía veinticinco años
había llegado a hacer de él más o menos un hombre. Su mirada, un instante
incierta, se fijó en Morrel.
—¿Quién sois —le dijo—, que olvidáis que no se entra así en una casa en que
habita la muerte? ¡Salid, caballero, salid!
Pero Morrel permaneció inmóvil, incapaz de apartar los ojos del espantoso
espectáculo que presentaba aquella cama en desorden y de la pálida mujer que
estaba acostada en ella.
—¡Salid! ¿No oís? —gritaba Villefort, mientras d’Avrigny se adelantaba por su
parte para hacer que Morrel se marchase.
Este miraba con aire espantado aquel cadáver, aquellos dos hombres y toda
la habitación. Pareció titubear un instante, abrió la boca, y finalmente, no
hallando qué responder, a pesar de la multitud de ideas que se agolpaban en su
cerebro, volvió atrás cogiéndose los cabellos de tal suerte que Villefort y
d’Avrigny, distraídos un momento de su preocupación, le siguieron con la vista y
se miraron el uno al otro como diciendo:
—¡Está loco!
Pero no habían transcurrido aún cinco minutos cuando oy eron ruido en la
escalera, y vieron a Morrel, que con fuerza sobrenatural traía en brazos el sillón
de Noirtier avanzando hacia la cama de Valentina. El rostro de aquel anciano, en
el que la inteligencia desplegaba todos sus recursos, cuy os ojos reunían todo el
poder del alma para suplir a las demás facultades; la aparición de aquel pálido
semblante y de aquella ardiente mirada fue aterradora para Villefort.
—¡Ved lo que han hecho! —gritó Morrel teniendo aún una mano apoy ada en
el respaldo del sillón que acababa de aproximar al lecho, y la otra extendida
hacia la cama de Valentina—. ¡Ved, padre mío, ved!
Villefort retrocedió espantado y miró a aquel joven que le era casi
desconocido y que llamaba padre a Noirtier.
En aquel momento, el alma del anciano pasó toda a sus ojos, que
inmediatamente se llenaron del rojo de la sangre. Después se le hincharon las
venas del cuello, una tinta azulada como la que invade la piel del epiléptico cubrió
sus mejillas y sus sienes.
A aquella violenta explosión interior de todo su ser sólo le faltaba un grito.
Este salió, por decirlo así, de todos los poros, horrible en su mutismo,
desgarrador en su silencio.
D’Avrigny se precipitó hacia el anciano y le hizo aspirar un violento revulsivo.
—¡Señor! —dijo entonces Morrel tomando la mano inerte del paralítico—,
me preguntan quién soy y con qué derecho estoy aquí. ¡Oh!, decidlo, vos, que lo
sabéis —y los sollozos ahogaron la voz del joven.
La respiración intensa y jadeante del anciano levantaba su pecho. Al verle
parecía sufrir una de aquellas convulsiones que preceden a la agonía.
Al fin, sus ojos se llenaron de lágrimas, más feliz en esto que el joven, que
sollozaba sin poder llorar. No pudiendo inclinar la cabeza, cerró los ojos.
—Decid —continuó Morrel con voz ahogada—, ¡decid que y o era su
prometido! ¡Decid que ella era mi noble amiga! ¡Mi único amor sobre la tierra!
¡Decid, decid, decid… que ese cadáver me pertenece!
Y el joven, dando el terrible espectáculo de una gran energía que de pronto se
desploma, cay ó pesadamente de rodillas ante aquel lecho que sus crispados
dedos apretaron con fuerza.
Aquel dolor era tan agudo que d’Avrigny se volvió para ocultar su emoción, y
Villefort, sin pedir ninguna explicación, atraído por el magnetismo que nos impele
hacia aquellos que aman a los que lloramos, alargó la mano al joven.
Pero Morrel nada veía. Había cogido la helada mano de Valentina, y no
pudiendo llorar mordía la colcha dando rugidos.
Durante algún tiempo no se oy eron en aquella habitación más que suspiros,
lágrimas, imprecaciones y oraciones.
Y sin embargo, un ruido dominaba a los demás. El de la tarda y ronca
respiración de Noirtier, en quien cada aspiración parecía que iba a romper dentro
de su pecho los resortes de la vida.
En fin, Villefort, más dueño de sí que los demás, después de haber cedido
durante algún tiempo su lugar a Maximiliano, tomó la palabra.
—Caballero —le dijo—, ¿amabais a Valentina, decís? ¿Erais su prometido?
Ignoraba este amor, no tenía noticia de semejante compromiso, y con todo, y o,
su padre, os lo perdono, porque veo que vuestro dolor es grande, real y
verdadero. Además, el mío es muy grande para que quede en mi corazón lugar
para otro sentimiento. Sin embargo, como veis, el ángel que esperabais ha
abandonado la tierra, y nada tiene que hacer y a de las adoraciones de los
hombres, la que a esta hora adora ella misma al Señor. Decid, pues, adiós a esos
tristes restos. Tomad por última vez esa mano que esperabais, y separaos de ella
para siempre. Valentina sólo necesita y a al sacerdote que la ha de bendecir.
—Os equivocáis, señor —dijo Morrel, quedándose con una rodilla en tierra, y
atravesado el corazón con un dolor más agudo que cuantos había sentido—, os
equivocáis. Valentina, muerta como ha muerto, necesita no sólo el sacerdote que
la bendiga, sino también un vengador. Enviad a buscar el sacerdote, el vengador
seré y o.
—¿Qué queréis decir, caballero? —murmuró Villefort, temblando ante esta
nueva inspiración del delirio de Morrel.
—Quiero decir —prosiguió Maximiliano— que hay dos hombres en vos,
señor. El padre ha llorado bastante; que el procurador del rey empiece a cumplir
su deber.
Los ojos de Noirtier se animaron y d’Avrigny se acercó.
—Señor —prosiguió el joven, recorriendo de una mirada los sentimientos que
se retrataban en los semblantes de todos—, sé lo que digo, y sabéis tan bien como
y o lo que quiero decir. ¡Valentina ha muerto asesinada!
Villefort bajó la cabeza. D’Avrigny avanzó un paso. Noirtier hizo sí con los
ojos.
—Ahora bien —dijo Morrel—, en nuestros días, una criatura aunque no fuese
joven, bella, adorable, como era Valentina, no desaparece violentamente del
mundo sin que se pida cuenta de su desaparición. ¡Vamos!, señor procurador del
rey —añadió Morrel con una vehemencia que cada vez iba en aumento—, ¡no
hay a piedad! Os denuncio el crimen. Buscad al asesino.
Y sus ojos implacables interrogaban a Villefort, quien a su vez solicitaba con
sus miradas tan pronto a d’Avrigny como a Noirtier, pero en lugar de hallar
socorro en las miradas de su padre o del doctor, Villefort encontró en ellos la
misma inflexibilidad que en Maximiliano.
—Sí —expresó el anciano con los ojos.
—Cierto —dijo el doctor.
—Caballero —repuso Villefort, procurando luchar aún contra aquella triple
voluntad y hasta contra su propia emoción—, os engañáis. No se cometen
crímenes en mi casa. La fatalidad me persigue. Dios me prueba, ¡es horroroso
pensarlo!, pero no se asesina a nadie.
Los ojos de Noirtier relampaguearon. D’Avrigny abrió la boca para hablar,
pero Morrel, extendiendo el brazo, hizo señal de que callasen todos.
—Y y o afirmo que aquí se asesina —gritó Morrel, cuy a voz bajó sin perder
nada de su vibración acostumbrada—. Os digo: ¡ved aquí la cuarta víctima en
cuatro meses! Afirmo que intentaron hace cuatro días envenenar a Valentina, y
que no lo consiguieron, gracias a las precauciones que tomó el señor Noirtier.
» Afirmo que esta vez han doblado la dosis o cambiado el veneno, y han
conseguido su objeto. Añadiré en fin, que sabéis esto tan bien como y o, pues el
señor os ha prevenido como médico y como amigo.
—¡Oh!, deliráis, caballero —dijo Villefort, procurando evadirse del círculo en
que se encontraba encerrado.
—¡Que estoy delirando! —gritó Morrel—. Apelo al señor d’Avrigny.
Preguntadle si se acuerda de las palabras que pronunció en vuestro jardín la
noche de la muerte de la señora de Saint-Merán, cuando los dos, crey éndoos
solos, os ocupabais de ella, y en la que esa fatalidad de quien habláis, y Dios, a
quien acusáis injustamente, no tuvieron más parte que haber criado al asesino de
Valentina.
Villeford y d’Avrigny se miraron.
—Sí, sí —dijo Morrel—. Recordadlo, porque aquellas palabras que creíais
pronunciadas en el silencio de la soledad, cay eron en mis oídos. Ciertamente, al
ver aquella noche la culpable condescendencia del señor de Villefort para con los
suy os, debía haberlo puesto todo en conocimiento de la autoridad, y no sería
cómplice como lo soy en este momento de tu muerte, Valentina, ¡mi Valentina
querida! Pero el cómplice será el vengador, porque esta cuarta muerte es in
fraganti, visible a los ojos de todos, y si tu padre te abandona, ¡oh, mi Valentina!,
te juro, y o perseguiré a tu asesino.
Y esta vez, como si la naturaleza se apiadase de aquel vigoroso organismo
próximo a destrozarse por su excesiva fuerza, las últimas palabras de Morrel
expiraron en sus labios, mil suspiros lanzó su pecho, y sus lágrimas, tanto tiempo
rebeldes, corrieron en abundancia. Cay ó de nuevo, llorando amargamente cerca
del lecho de Valentina.
Entonces tomó la palabra d’Avrigny.
—Y y o también —dijo con voz fuerte—, y o también me uno al señor Morrel
para pedir justicia contra el crimen, porque mi corazón se levanta contra mí, a la
sola idea de que mi cobarde complacencia ha alentado al asesino.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró Villefort aterrado.
Morrel levantó la cabeza, ley endo en los ojos del anciano que lanzaban
chispas.
—Mirad, mirad —dijo—, el señor Noirtier quiere decirnos algo.
—Sí —hizo Noirtier con una expresión tanto más terrible, cuanto que todas las
facultades de aquel pobre anciano impotente se concentraban en su mirada.
—¿Conocéis al asesino? —dijo Morrel.
—Sí.
—¿Y vais a guiarnos? —dijo—; escuchemos, señor d’Avrigny, escuchemos.
Noirtier miró a Morrel con una melancólica sonrisa, una de aquellas que
tantas veces habían hecho feliz a Valentina, y fijó con esto sus ojos.
Después, mirando fijamente a su interlocutor, señaló hacia la puerta.
—¿Queréis que salga? —dijo dolorosamente Morrel.
—Sí —hizo Noirtier.
—No me mandéis eso, ¡tened piedad de mí!
Los ojos del anciano permanecieron fijos en la puerta.
—¿Podré volver, al menos? —preguntó Morrel.
—Sí.
—¿Debo irme solo?
—No.
—¿Quién ha de venir conmigo, el procurador del rey ?
—No.
—¿El doctor?
—Sí.
—¿Queréis quedaros a solas con el señor de Villefort?
—Sí.
—¿Podrá entenderos?
—Sí.
—¡Oh! —dijo Villefort casi contento, porque la conversación iba a tener lugar
solamente entre los dos—, estad tranquilo, comprendo muy bien a mi padre.
Y al hablar con esta expresión de alegría, sus dientes daban unos contra otros.
D’Avrigny tomó del brazo a Morrel y salieron juntos.
Un silencio más profundo que el de la muerte reinaba entonces en aquella
casa. Al cabo de un cuarto de hora se oy eron pasos, y Villefort apareció a la
puerta del salón donde se encontraban Maximiliano y d’Avrigny, absorto éste,
sofocado aquél.
—Venid —les dijo.
Y les llevó junto al sillón de Noirtier.
Morrel miró atentamente a Villefort.
La cara del procurador del rey estaba lívida. Varias manchas azules se veían
en su frente. Tenía en la mano una pluma, que torcida en mil sentidos diferentes,
chillaba al hacerse pedazos.
—Señores —dijo con voz ahogada al médico y a Morrel—, señores, ¿me dais
vuestra palabra de honor de que este secreto permanecerá sepultado entre
nosotros?
Los dos hicieron un movimiento.
—Os lo suplico… —continuó Villefort.
—Pero… —dijo Morrel—, el culpable…, el matador…, el asesino…
—Tranquilizaos, caballero, se hará justicia —dijo Villefort—, mi padre me ha
revelado el nombre del culpable, mi padre tiene sed de venganza como vos, y sin
embargo, mi padre os conjura también a que guardéis el secreto del crimen. ¿No
es cierto, padre?
—Sí —hizo Noirtier.
Morrel dejó escapar un movimiento de horror y de incredulidad.
—¡Oh! —dijo Villefort, deteniendo a Maximiliano por el brazo—, si mi padre,
hombre inflexible como conocéis, os lo pide, es porque sabe que Valentina será
terriblemente vengada. ¿Es verdad, padre?
—Sí —dijo Noirtier.
Villefort prosiguió:
—Él me conoce, y le he dado mi palabra. ¡Tranquilizaos, señores, sólo tres
días! ¡Os pido tres días!, es menos de lo que pediría la justicia, y la venganza que
tome de la muerte de mi hija hará temblar hasta lo íntimo del corazón al más
indiferente de los hombres. ¿No es verdad, padre mío?
Al decir estas palabras rechinaba los dientes, y sacudió con fuerza la muerta
mano del anciano.
—¿Cumplirá todas sus promesas el señor de Villefort? —preguntó Morrel,
mientras d’Avrigny le interrogaba con su mirada.
—Sí —dijo Noirtier con una mirada de siniestra alegría.
—¿Juráis, pues, caballeros —dijo Villefort juntando las manos de d’Avrigny y
de Morrel—, juráis apiadaros del honor de mi casa, y que me dejaréis el cuidado
de vengarlo?
D’Avrigny se volvió, y pronunció un sí muy débil; pero Morrel arrancó sus
manos de las del magistrado, se precipitó hacia la cama, imprimió un beso en los
helados labios de Valentina y huy ó con el profundo gemido de un alma
consumida por la desesperación.
Hemos dicho que todos los criados habían desaparecido. El señor de Villefort
se vio obligado a rogar a d’Avrigny que se encargase de las numerosas y
delicadas comisiones que acarrea la muerte en nuestras grandes poblaciones,
sobre todo cuando acompañan a la muerte circunstancias tan sospechosas.
Era terrible ver aquel dolor sin movimiento de Noirtier, aquella desesperación
sin gestos y aquellas lágrimas sin voz.
Villefort entró en su despacho. D’Avrigny fue a buscar al médico de la
ciudad, que desempeñaba las funciones de inspector de muertos, y a quien con
bastante razón llaman el médico de los muertos.
Noirtier no quiso apartarse de su nieta.
A la media hora, d’Avrigny volvió con su compañero. Habían cerrado la
puerta de la calle, y como el portero había desaparecido con los demás criados,
Villefort fue a abrir, pero se detuvo después en la escalera. Le faltaba valor para
entrar en el cuarto mortuorio.
Los dos doctores llegaron solos hasta Valentina.
Noirtier permanecía junto a la cama, inmóvil como la muerte, pálido y mudo
como ella.
El médico de los muertos se acercó con la indiferencia del hombre que pasa
la mitad de su vida con los cadáveres, levantó la sábana que cubría a la joven y
le entreabrió los labios.
—¡Oh! —dijo d’Avrigny suspirando—, ¡pobre joven!, está bien muerta.
—Sí —dijo lacónicamente el médico, dejando caer las sábanas.
Noirtier respiró intensamente, se volvió d’Avrigny y vio que los ojos del
anciano estaban encendidos y fijos en la cama. El buen doctor comprendió que
Noirtier quería ver a su nieta. Acercóle a la cama, y mientras el otro médico
mojaba en agua clorurada los dedos que habían tocado los labios de la joven
muerta, descubrió aquel tranquilo y pálido rostro que parecía el de un ángel
dormido.
Una lágrima que se asomó a los ojos del anciano fueron las gracias que
recibió el doctor.
El médico extendió el acta en la misma habitación de Valentina, y cumplida
aquella formalidad se retiró acompañado de d’Avrigny.
Villefort los oy ó bajar, asomóse a la puerta de su despacho, dio las gracias al
médico en pocas palabras, y dirigiéndose a d’Avrigny le dijo:
—¿Y ahora, el sacerdote?
—¿Conocéis a algún eclesiástico a quien queráis encargar con preferencia
que vele cerca de Valentina? —preguntó el doctor.
—No —dijo Villefort—, id al más próximo.
—El más próximo —dijo el doctor— es un buen abate italiano que ha venido
a vivir a la casa inmediata a la vuestra. ¿Queréis que le avise al pasar?
—D’Avrigny —dijo Villefort—, os ruego que acompañéis a este caballero.
Aquí tenéis la llave para que podáis entrar y salir. Traeréis al sacerdote, y os
encargaréis de instalarlo en el cuarto de mi pobre hija.
—¿Deseáis hablarle, amigo mío?
—Deseo estar solo. Me disculparéis, ¿verdad? Un sacerdote debe comprender
todos los dolores, hasta el de un padre.
Y Villefort dio una llave a d’Avrigny, saludó al otro médico y entró en su
despacho, poniéndose en seguida a trabajar.
Para ciertos organismos, el trabajo es el remedio de todos los males. Al bajar
a la calle vieron un hombre con sotana que estaba a la puerta de la casa
inmediata.
—Ved al eclesiástico de que os he hablado —dijo el médico de los muertos a
d’Avrigny.
Este se acercó al sacerdote.
—Caballero —le dijo—, ¿estáis dispuesto a hacer un gran favor a un
desgraciado padre que acaba de perder a su hija, al señor procurador del rey,
Villefort?
—¡Ah! —respondió el eclesiástico con un acento italiano sumamente
marcado—, sí; lo sé, la muerte está en esa casa.
—Entonces no tengo necesidad de deciros qué clase de favor se espera de
vos.
—Iba a ofrecerme, caballero; nuestra misión es ir al encuentro de nuestros
deberes.
—Es una joven.
—Sí, lo sé; lo he oído decir a los criados que huían de la casa. Llamábase
Valentina, y y a he rogado a Dios por ella.
—Gracias, gracias —respondió d’Avrigny —, y puesto que habéis empezado a
ejercer vuestro santo ministerio, dignaos continuarlo. Venid a sentaros junto a la
difunta, y toda una familia sumida en el dolor os estará agradecida.
—Voy en seguida, caballero, y me atrevo a decir que jamás votos más
fervientes subieron al trono del Altísimo.
D’Avrigny tomó por la mano al abate, y sin encontrar a Villefort, que
permanecía encerrado en su despacho, le condujo hasta el cuarto de Valentina,
de la que los sepultureros no debían encargarse hasta la noche siguiente. Al
penetrar en el despacho, la mirada de Noirtier se encontró con la del abate, y sin
duda crey ó leer algo de particular en ella, porque no se separó de él. D’Avrigny
le recomendó no solamente la muerta, sino también el vivo. El sacerdote ofreció
rogar por la una y cuidar al otro. Se comprometió solemnemente a hacerlo, y sin
duda para que no le estorbasen en el momento en que d’Avrigny salió, corrió el
cerrojo de la puerta por la que se marchó el doctor, y el de la que daba a la
habitación de la señora de Villefort.
Capítulo XXV
La firma de Danglars
Lasepultureros
mañana siguiente presentóse triste y nebulosa. Durante la noche los
habían cumplido su fúnebre oficio. Habían cosido el cuerpo de la
joven en el sudario que envuelve a los que dejaron de existir, dándoles lo que se
llama la igualdad ante la muerte. Aquel sudario no era otra cosa más que una
pieza de batista que la joven había comprado quince días antes.
Al comenzar la noche, hombres llamados al efecto, llevaron a Noirtier del
cuarto de Valentina al suy o, y contra lo que era de esperar, el anciano no opuso
resistencia al alejarlo del cadáver de su nieta querida.
El abate Busoni, que había velado hasta el amanecer, se retiró sin llamar a
nadie. A las ocho de la mañana regresó el médico, y encontró a Villefort que
pasaba al cuarto de Noirtier, y le acompañó para saber cómo había pasado la
noche el anciano. Halláronle en el gran sillón que le servía de cama, durmiendo
con un sueño tranquilo y casi sonriendo. Detuviéronse los dos admira dos.
—Mirad —dijo d’Avrigny a Villefort, que observaba a su padre dormido—,
mirad cómo la naturaleza sabe calmar los más agudos dolores, y ciertamente
nadie podía afirmar que el señor Noirtier no amaba a su nieta, y sin embargo
duerme.
—Tenéis razón —respondió Villefort con sorpresa—, duerme, y es muy
extraño, porque la menor contrariedad le hace pasar en vela noches enteras.
—El dolor le ha rendido —replicó d’Avrigny. Y ambos volvieron pensativos al
despacho del magistrado.
—Ved, doctor, y o no he dormido —dijo Villefort mostrando a d’Avrigny su
lecho intacto—. El dolor no me rinde a mí. Hace dos noches que no me he
acostado, pero en cambio mirad mi mesa. He escrito, ¡Dios mío!, durante dos
días y dos noches…, ¡he anotado esa causa, he preparado el acta de acusación
del asesino Benedetto…! ¡Oh!, trabajo, trabajo, mi pasión, mi alegría, mi furor,
tú sí, ¡me haces sobrellevar todas las penas!
Y apretó la mano del doctor convulsivamente.
—¿Tenéis necesidad de mí? —le preguntó éste.
—No; solamente os ruego que volváis a las once, a mediodía es cuando… se
la llevarán… ¡Dios mío! ¡Mi pobre hija! ¡Mi pobre hija!
Y el procurador del rey, volviendo por un instante a ser humano, levantó los
ojos al cielo y dio un suspiro.
—¿Estaréis en el salón de recepción?
—No; tengo un primo que se encarga de ese triste honor; y o trabajaré,
doctor; cuando trabajo, todo desaparece.
En efecto, antes que el doctor llegase a la puerta, el procurador del rey se
había puesto a trabajar.
Al salir, d’Avrigny encontró a aquel pariente del que le había hablado
Villefort, personaje tan insignificante en esta historia como en su familia. Uno de
aquellos seres destinados desde su nacimiento a representar el papel de útiles en
el mundo.
Había sido puntual. Iba vestido de negro, y llevaba un lazo de crespón en el
brazo. Pasó a la casa de su primo, habiendo estudiado primero la fisonomía que
debía tener mientras fuese necesario, bien resuelto a dejarla en seguida.
A las once se oy ó en el patio de entrada el ruido del coche fúnebre. La calle
del arrabal Saint-Honoré se llenó de gente, ávida de las alegrías y de los duelos
de los ricos, de aquella gente que corre con igual prisa a un entierro suntuoso que
al matrimonio de una duquesa.
Poco a poco fue llenándose la casa mortuoria, y llegaron al principio parte de
nuestros antiguos conocidos, es decir, Debray, Château-Renaud, Beauchamp.
Después todas las notabilidades de la curia, de la literatura y del ejército, porque
el señor de Villefort ocupaba, menos aún por su posición social que por su mérito
personal, uno de los primeros puestos en el mundo parisiense.
El primo habíase apostado a la puerta del salón, y hacía entrar a todo el
mundo, y era un gran alivio para los invitados ver allí una figura indiferente que
no exigía de ellos una fisonomía engañosa o falsas lágrimas, como hubiese
sucedido siendo un padre, un hermano o un esposo.
Los que se conocían se llamaban con la vista y formaban en grupos. Uno de
éstos se componía de Debray, Château-Renaud y Beauchamp.
—¡Pobre joven! —dijo Debray, pagando como cada cual su tributo a aquel
doloroso suceso—, ¡pobre joven!, ¡tan bella y tan rica! ¿Habríais pensado en
esto, Château-Renaud, cuando nos vimos…? ¿Cuánto hará? ¿Tres semanas o un
mes a lo sumo, para firmar el contrato, que no se firmó?
—Yo no —dijo Château-Renaud.
—¿La conocíais?
—Había hablado una o dos veces con ella en el baile de la señora de Morcef.
Me pareció encantadora, aunque de carácter un poco melancólico. ¿Y su
madrastra, dónde está? ¿Lo sabéis?
—Ha ido a pasar el día con la mujer de ese digno caballero que nos atiende.
—¿Quién es ése?
—¿Quién?
—El caballero que nos recibe, ¿es un diputado?
—No —dijo Beauchamp—; estoy condenado a ver a nuestros honorables
todos los días, y esta facha me es enteramente desconocida.
—¿Habéis comentado esta muerte en vuestro periódico?
—El artículo no es mío, pero se ha hablado, y dudo mucho que sea agradable
al señor de Villefort. Se dice, según creo, que si hubiesen ocurrido cuatro muertes
sucesivas en cualquiera otra parte que en casa del procurador del rey,
ciertamente hubiera llamado algo la atención de este magistrado.
—Además —dijo Château-Renaud—, el doctor d’Avrigny, que es el médico
de mi madre, dice que su dolor es inmenso. ¿Pero a quién buscáis, Debray ?
—Busco a Montecristo —respondió el joven.
—Le he encontrado en el boulevard, viniendo y o hacia aquí. Creo que estará
de viaje, porque iba a casa de su banquero —dijo Beauchamp.
—¿A casa de su banquero? ¿Su banquero no es Danglars? —preguntó
Château-Renaud a Debray.
—Creo que sí —respondió el secretario íntimo con alguna turbación—. Pero
el conde de Montecristo no es sólo el que falta aquí. Tampoco veo a Morrel.
—¡Morrel! ¿Acaso la conocía? —preguntó Château-Renaud.
—Había sido presentado a la señora de Villefort solamente.
—No importa, hubiera debido venir —dijo Debray —. ¿De qué hablaré esta
noche? Este entierro es la noticia del día. ¡Pero chitón!, dejadnos, he ahí el
ministro de justicia y de Cultos, va a creerse obligado a hacer su discurso al
lagrimoso y triste primo.
Y los tres jóvenes aproximáronse a la puerta para oír el discurso del ministro
de justicia y de Cultos.
Beauchamp había dicho la verdad. Al venir él al entierro había encontrado a
Montecristo que se dirigía a casa de Danglars, calle de la Chaussée d’Antin.
Desde su ventana el banquero vio el carruaje del conde que entraba en el
patio, y le salió al encuentro con una fisonomía triste, pero afable.
—Y bien, conde —le dijo alargándole la mano—, ¿venís a condoleros
conmigo? En verdad que la desgracia está en mi casa a tal punto, que cuando
entrasteis me preguntaba a mí mismo si no habría y o deseado mal a esos pobres
Morcef, lo que hubiera justificado el proverbio: Al que desea mal a otro, a ése le
sucede.
Era un poco orgulloso para un hombre salido de la nada como y o, pero jamás
le deseé mal alguno, y después de todo, todo lo debía a su trabajo, lo mismo que
y o, pero todos tenemos nuestros defectos. ¡Ah!, conde, las personas de nuestra
generación… Pero no, vos no sois de la nuestra; sois joven aún… Las personas de
mi tiempo no son felices este año; testigo de ello es nuestro puritano procurador
del rey, el señor de Villefort, que acaba de perder a su hija. Recapitulemos:
Villefort perdiendo toda su familia de un modo extraño. Morcef, deshonrado y
muerto; y o, cubierto de ridículo por la iniquidad de Benedetto, y después…
—¿Después, qué? —preguntó el conde.
—¡Cómo! ¿No lo sabéis todavía?
—¿Alguna nueva desgracia?
—Mi hija…
—¿La señorita Danglars?
—Eugenia nos abandona.
—¡Oh!, Dios mío, ¿qué decís?
—La verdad, mi querido conde. ¡Cuán dichoso sois vos, que no tenéis mujer
ni hijos!
—¿Lo creéis?
—¡Ah! ¡Dios mío!
—Y decíais que la señorita Danglars…
—No ha podido soportar la afrenta que nos ha hecho ese miserable, y me ha
pedido permiso para viajar.
—¿Y se marchó?
—La otra noche.
—¿Con la señora Danglars?
—No, con una parienta… Pero no por eso dejamos de perder a mi querida
Eugenia, porque y o que conozco su carácter, dudo que quiera regresar a Francia.
—¡Qué queréis, mi querido barón! Disgustos de familia que serían fatales
para otro cualquier pobre diablo, cuy a fortuna fuese solamente su hija, pero
soportables para un millonario. Por más que sobre esto digan los filósofos, los
hombres prácticos les demostrarán en cuanto a eso que no tienen razón. El dinero
consuela de muchas cosas, y vos debéis consolaros más pronto que otro
cualquiera si admitís la virtud de este bálsamo soberano, vos, el rey de la
hacienda, el punto de intersección de todos los poderes.
Danglars lanzó una mirada oblicua al conde para ver si se burlaba o hablaba
en serio.
—Sí —dijo—, es cierto que si la fortuna consuela, debo consolarme, porque
soy rico.
—Tan rico, mi querido barón, que vuestra fortuna es semejante a las
Pirámides. Quisieran demolerlas, pero no se atreven; si se atreviesen, no podrían.
Danglars se sonrió de aquella confiada honradez del conde.
—Eso me hace recordar que cuando entrasteis estaba haciendo cinco bonos,
tenía y a firmados dos, ¿me permitís que concluy a los otros tres?
—Concluid, mi querido barón, concluid.
Hubo un instante de silencio, durante el cual sólo se oy ó la pluma del
banquero, y mientras tanto Montecristo miraba las doradas molduras del techo.
—¿Son bonos de España, de Haití o de Nápoles? —dijo el conde.
—No —respondió Danglars sonriendo—; son bonos al portador sobre el
Banco de Francia. Mirad, señor conde, vos que sois el emperador de la hacienda,
como y o soy el rey, ¿habéis visto pedazos de papel de este tamaño y que valga
cada uno un millón?
Montecristo tomó en la mano, como para sopesarlos, los cinco pedazos de
papel que le presentaba orgullosamente el banquero, y ley ó:
El señor regente del Banco de Francia hará pagar a mi orden y sobre los
fondos por mí depositados, la cantidad de un millón de francos, valor en cuenta.
Barón Danglars.
Recibidos del señor barón Danglars cinco millones cien mil francos, de que se
reembolsará a su voluntad sobre la casa de Thomson y French de Roma.
Ela señor de Boville había encontrado en efecto el fúnebre cortejo que conducía
Valentina a la mansión de los muertos.
El tiempo estaba sombrío y nebuloso, un viento cálido aún, pero mortal para
las hojas y a secas, las arrancaba, arrojándolas sobre la muchedumbre que
ocupaba el boulevard, dejando desnudas las ramas.
El señor de Villefort, parisiense genuino, consideraba el cementerio del Padre
Lachaise como el único digno de recibir los restos mortales de una familia de
París. Los demás le parecían cementerios rurales, indignos de recibir los restos
mortales de una familia parisiense.
Había comprado cierta porción de terreno, en el que erigió un magnífico
monumento que se llenó en poco tiempo con los miembros de la primera familia.
Leíase en el frontispicio del mausoleo: « Familias Saint-Merán y Villefort» .
Porque tal fue el último voto de la pobre Renata, madre de Valentina.
Hacia el cementerio del Padre Lachaise, pues, se encaminaba el pomposo
entierro que salió del arrabal Saint-Honoré, atravesó todo París por el arrabal del
Temple, pasó en seguida al boulevard exterior, y de allí al cementerio. Más de
cincuenta coches de particulares seguían a otros veinte de duelo, y más de
quinientas personas componían el acompañamiento.
Eran todos jóvenes, para quienes la muerte de Valentina representaba una
gran desgracia, y que a pesar del vapor glacial del siglo y el prosaísmo de la
época, sentían vivamente la pérdida de aquella hermosa, casta y adorable joven,
muerta en la primavera de su vida.
Al salir de París vieron llegar un carruaje tirado por cuatro fogosos caballos
que pasó a la cola. Era el coche de Montecristo, que se apeó y fue a mezclarse
con los demás que seguían el coche fúnebre.
Château-Renaud y Beauchamp que le vieron llegar se acercaron a él
inmediatamente.
El conde miraba con atención a todas partes. Buscaba con mucho interés a
alguien. Finalmente, no pudo aguantar más.
—¿Dónde está Morrel? —preguntó—. ¿Alguien lo sabe?
—Ya nos hemos hecho esa pregunta en la casa mortuoria —contestó
Château-Renaud—, porque nadie le ha visto.
El conde calló, pero continuó observando a su alrededor. Llegaron por fin al
cementerio; la penetrante mirada de Montecristo registró de un golpe el bosque
de sauces llorones y pinos que rodean las rumbas, y perdió toda inquietud. Una
sombra atravesó los árboles, y el conde reconoció al que buscaba.
Todos saben a lo que se reduce un entierro en aquel magnífico palacio de la
muerte. Un silencio profundo, el ruido de tal cual rama que se desgaja de los
árboles, el triste canto de los sacerdotes y algún suspiro que se escapa de entre un
bosquecillo de flores que cubren una rumba, junto a la cual se ve una mujer
arrodillada y con las manos juntas. La sombra que había visto Montecristo cruzó
rápidamente por detrás del sepulcro de Abelardo y Eloísa, y fue a colocarse
junto a los caballos del coche fúnebre, llegando así hasta el sitio destinado para la
sepultura. Montecristo no perdía de vista aquella sombra en la que los demás
apenas habían reparado. Dos veces se separó Montecristo del acompañamiento
para observar si las manos de aquel hombre buscaban algún arma oculta bajo su
ropa.
Cuando el acompañamiento se detuvo, viose que aquella sombra era Morrel,
que con su levita abotonada hasta arriba, la frente lívida, los pómulos salientes y
el sombrero estropeado por sus manos convulsas, se había arrimado a un árbol
colocado en un alto desde donde dominaba el mausoleo, de modo que no le
estorbaban ver hasta la más pequeña ceremonia del fúnebre suceso que iba a
consumarse.
Todo sucedió como de costumbre. Algunos hombres, y como siempre los
menos impresionados, pronunciaron discursos. Los unos compadeciendo aquella
muerte prematura, los otros extendiéndose sobre el dolor de su padre, y los hubo
tan ingeniosos que incluso averiguaron que aquella infortunada joven había
solicitado del señor de Villefort en varias ocasiones un poco de misericordia para
los culpables, sobre cuy a cabeza estaba suspendida la espada de la justicia.
Apuraron las metáforas y períodos sentimentales, comentando de mil maneras a
Malherbe y Dupérier.
El conde nada escuchaba, nada veía, o por mejor decir, solamente veía a
Morrel, cuy a tranquilidad e inmovilidad formaban un espectáculo espantoso para
el que podía leer lo que sucedía en el fondo del corazón del joven.
—Mirad —dijo Beauchamp a Debray —, mirad a Morrel. ¿Por qué se habrá
metido allí?
Y se lo hicieron observar a Château-Renaud.
—¡Qué pálido está! —dijo aquél, estremeciéndose.
—Tendrá frío —replicó Debray.
—No; y o creo que está conmovido. Es un joven muy impresionable.
—¡Bah!, apenas conocía a Valentina, según vos mismo habéis dicho.
—Es cierto. No obstante, recuerdo que en el baile de la señora de Morcef
bailó tres o cuatro veces con ella. Vos lo sabéis, conde. Aquel baile en el que tanto
efecto causasteis.
—No lo sé —respondió Montecristo, sin saber a lo que respondía, pues sólo le
ocupaba Morrel, a quien observaba atentamente y cuy as mejillas se colorearon
como les sucede a los que comprimen y retienen la respiración.
—Los discursos han terminado. Adiós, señores —dijo bruscamente el conde.
Y dio la señal de marcha, desapareciendo sin que se supiese por dónde había
ido. Terminado todo, los asistentes tomaron el camino de París.
Sólo Château-Renaud buscó un instante a Morrel, pero mientras había seguido
al conde con la vista, Maximiliano había dejado su sitio, y no encontrándolo, se
unió a Beauchamp y Debray. El conde habíase ocultado detrás de un mausoleo y
espiaba hasta el menor movimiento de Morrel, que poco a poco se había
acercado a la tumba, abandonada primero por los curiosos, después por los
operarios.
Morrel miró alrededor lenta y vagamente, y aprovechando el momento en
que su vista se dirigía a la parte opuesta, el conde se acercó a unos diez pasos sin
que lo notara.
El joven se arrodilló.
El conde, alargando el cuello, con la vista fija y dilatada, y dispuesto a
lanzarse a la primera señal, continuaba acercándose a Morrel.
Este inclinó su frente hasta tocar la fría losa, y cogiéndola con ambas manos,
exclamó:
—¡Oh! ¡Valentina!
Aquellas dos palabras destrozaron el corazón del conde, dio un paso más y
tocando a Morrel en el hombro, le dijo:
—Os buscaba, mi querido amigo.
El conde esperaba un escándalo, reconvenciones, quejas, en fin, cuanto debía
presumirse, y se engañó.
Morrel se volvió hacia él, y tranquilo en apariencia, le dijo:
—Ya veis que estaba rezando.
La mirada penetrante del conde examinó al joven de pies a cabeza, y
concluida aquella observación quedó más tranquilo.
—¿Queréis que os conduzca a París en el carruaje?
—No, gracias.
—¿Deseáis alguna cosa?
—Dejadme rezar.
El conde se alejó sin hacer ninguna observación, pero fue para colocarse en
otro sitio, desde donde veía hasta el menor movimiento de Morrel. Levantóse éste
al poco rato, limpió las rodillas de su pantalón y tomó el camino de París sin
volver atrás la cabeza.
Descendió lentamente por la calle de la Roquette.
El conde mandó retirar su carruaje y le siguió a unos cien pasos de distancia.
Maximiliano atravesó el canal y entró en la calle de Meslay por el boulevard.
Cinco minutos después de haberse cerrado la puerta para Morrel, se abrió
para Montecristo.
Julia estaba sentada a la entrada del jardín, adonde miraba trabajar a
Penelón, que tomando en serio su profesión de jardinero se entretenía arreglando
unos rosales de Bengala.
—¡Ah!, señor conde de Montecristo —exclamó con aquella alegría que solía
manifestar cuando el conde hacía una visita a la calle de Meslay.
—Maximiliano acaba de entrar, ¿es verdad, señora? —preguntó el conde.
—Creo que le he visto pasar, sí —respondió la joven—, pero llamad a
Manuel, por favor.
—Perdonad, señora, es preciso que suba al cuarto de Maximiliano al instante,
tengo que decirle una cosa de la may or importancia.
—Id, pues —le dijo, acompañándole con una dulce sonrisa hasta dejarle en la
escalera.
Montecristo subió rápidamente al segundo piso, llegó al cuarto de
Maximiliano, escuchó, pero no se percibía ningún ruido.
Como la may or parte de las casas habitadas por una sola familia, el cuarto
tenía solamente una puerta de cristales, y ésa carecía de llave. Maximiliano
estaba encerrado por dentro, y las cortinas de seda encarnada no dejaban ver lo
que hacía. La ansiedad del conde se dejaba ver en el color sonrosado de sus
mejillas, síntoma de emoción poco común en aquel hombre impasible.
—¿Qué haré? —dijo, y reflexionó un instante.
« ¿Llamar? ¡Oh!, ¡no!, muchas veces el ruido de una campanilla, es decir, el
anuncio de una visita, acelera la resolución de los que se encuentran en el caso de
Maximiliano; y entonces al ruido de la campanilla responde otro ruido» .
El conde tembló de pies a cabeza, y como sus decisiones tenían la rapidez del
relámpago, dio con el codo a uno de los cristales, que se hizo pedazos, y
levantando la cortina vio a Morrel que, sentado ante la mesa y escribiendo,
acababa de dar una media vuelta al ruido del cristal roto.
—No es nada —dijo Montecristo—, mi querido amigo; resbalé y di con el
codo en la puerta, y puesto que está roto, voy a aprovecharme para abrir sin que
tengáis necesidad de incomodaros. —Y pasando el brazo, el conde abrió la
puerta.
Morrel se levantó visiblemente contrariado, y fue al encuentro del conde,
menos para recibirle que para impedir que pasara más adelante.
—La culpa es de vuestros criados —dijo el conde—, tienen el suelo tan
lustroso como un espejo.
—¿Os habéis lastimado, señor? —preguntó fríamente Morrel.
—No sé. ¿Pero qué hacíais? ¿Estabais escribiendo?
—¿Yo?
—Sí. Tenéis los dedos manchados de tinta.
—Es verdad. Me ocurre algunas veces al escribir mucho; es cosa que me
gusta, a pesar de que soy militar.
Montecristo dio algunos pasos por el cuarto, y Maximiliano se vio obligado a
dejarlo pasar, pero lo siguió.
—¿Escribíais? —repitió Montecristo mirándole fijamente.
—Creo que y a he tenido el honor de deciros que sí.
El conde miró en derredor.
—¿Vuestras pistolas al lado de la escribanía? —dijo, señalando a Morrel—.
¿Las armas puestas sobre la mesa?
—Voy de viaje —respondió con despecho Maximiliano.
—¡Amigo mío! —le dijo el conde de Montecristo con una dulzura infinita.
—¿Señor?
—Amigo mío, mi querido Maximiliano, nada de decisiones extremadas, os lo
ruego.
—¡Yo! —respondió Morrel encogiéndose de hombros—, pues qué, ¿mi viaje
es una resolución extremada?
—Maximiliano, dejemos a un lado la máscara que llevamos, no me engañáis
con vuestra fingida calma, como tampoco os engaño y o con mi frívola solicitud.
Bien conocéis que para haber roto los cristales y violado el secreto de vuestro
cuarto, conocéis, digo, que es necesario tenga una inquietud verdadera o mejor
una convicción terrible. Morrel, ¿vos queréis suicidaros?
—¡Bueno! —dijo Morrel—. ¿Qué idea es la vuestra?
—Os digo que queréis mataros —continuó el conde con la misma voz—, y he
aquí la prueba —y acercándose a la mesa levantó un pliego blanco que el joven
había puesto sobre lo que escribía, y tomó la carta empezada.
Morrel se abalanzó hacia él para arrancársela de las manos, pero
Montecristo, adivinando el movimiento, cogió el brazo de Maximiliano y le
detuvo con mano de hierro.
—Bien veis que queríais mataros, Morrel, ¡está escrito!
—¡Y bien! —dijo Morrel pasando de repente de la apariencia de la
tranquilidad a la expresión de violencia—, ¡y bien!, aun cuando así fuera, aun
cuando volviese contra mí el cañón de una pistola, ¿quién me lo impediría?
¿Quién tendría valor para impedírmelo? Cuando diga: todas mis esperanzas se
han concluido, mi corazón está muerto, aborrezco la vida, no hay más que duelos
y disgustos alrededor de mí, la tierra se ha convertido en cenizas, una voz
humana es cosa que desgarra mi alma. Al decir: es piedad dejarme morir,
porque si no perderé la razón, me volveré loco; decidme, cuando diga esto y
vean que lo digo con las angustias y lágrimas del corazón, me responderán: no
tenéis razón, ¿o me impedirán el dejar de ser desgraciado? Decidme, ¿tendríais
valor para ello?
—Sí, Morrel —dijo Montecristo, cuy a voz sosegada formaba un singular
contraste con la exaltación del joven.
—Vos —dijo Morrel con una expresión infinita de cólera—, vos que habéis
alimentado en mí una esperanza absurda, que me habéis alentado con vuestras
vanas promesas, cuando por algún golpe o una resolución violenta y o hubiera
podido salvarla, o al menos verla morir en mis brazos. Vos que afectáis poseer
todos los recursos de la inteligencia, todo el poder de la materia, que pretendéis
desempeñar en la tierra el papel de la Providencia, y que no habéis podido dar un
contraveneno a la infeliz…
—¡Ah!, en verdad que me dais lástima, ¡me causáis horror! Morrel…
—Sí; me dijisteis que me quitase la máscara, pues bien, me la quito: cuando
me seguisteis al cementerio y me hablasteis os respondí, porque mi corazón es
bueno; cuando entrasteis os dejé llegar hasta aquí. Sin embargo, puesto que
abusáis, que venís a desafiarme hasta en este cuarto adonde me había retirado
como en la tumba, puesto que me dais un nuevo tormento cuando creí haberlos
apurado todos, ¡conde de Montecristo, mi pretendido bienhechor, el salvador
universal, estad satisfecho, vais a ver morir a vuestro amigo…!
Y con la risa del delirio, Morrel se lanzó por segunda vez sobre las pistolas.
Montecristo, pálido como un espectro, con los ojos despidiendo relámpagos y
alargando las manos a las pistolas, dijo:
—Y y o os repito que nos os mataréis.
—Impedídmelo, pues —replicó Morrel, haciendo el último esfuerzo, que vino
a estrellarse contra el brazo de acero del conde.
—Os lo impediré.
—¿Pero quién sois, en fin, para arrogaros ese derecho tiránico sobre criaturas
libres e independientes?
—¿Quién soy ? —repitió Montecristo—, soy el único en el mundo que tiene
derecho para decirte: Morrel, no quiero que el hijo de tu padre muera hoy.
Montecristo, transfigurado, sublime y cruzando los brazos, se adelantó hacia
el joven, que palpitante y vencido a su pesar por la majestuosa divinidad de aquel
hombre, dio un paso atrás.
—¿Por qué me habláis de mi padre? —balbuceó—. ¿Por qué mezcláis su
recuerdo a lo que hoy me sucede?
—Porque y o soy el que salvé la vida a tu padre un día que quería matarse
como tú lo quieres hoy, porque soy el hombre que envió la bolsa a tu joven
hermana y el Faraón al anciano Morrel. ¡Porque soy, en fin, Edmundo Dantés,
que cuando niño lo hacía jugar sobre sus rodillas!
Morrel dio un paso atrás, vacilante, sofocado, aterrado. Sus fuerzas le
abandonaron y cay ó prosternado a los pies de Montecristo.
En seguida hubo un movimiento de regeneración en su hermosa naturaleza;
se levantó, dio un salto, y se precipitó a la escalera gritando fuertemente:
—¡Julia! ¡Julia! ¡Manuel! ¡Manuel!
Montecristo quiso salir, pero hubiera sido más fácil matar a Maximiliano que
hacerle abandonar la puerta que tenía entreabierta para no dejar salir al conde.
Julia, Manuel, Penelón y algunos criados acudieron asustados al oír los gritos
de Maximiliano.
—¡De rodillas! —gritó con una voz ahogada por los sollozos—, ¡de rodillas!,
es el bienhechor, el salvador de nuestro padre; es…
Iba a decir Edmundo Dantés, pero el conde le detuvo agarrándole por un
brazo.
Julia se arrojó sobre la mano del conde. Manuel le abrazaba como a un dios
tutelar; Morrel cay ó por segunda vez en tierra, arrodillado ante el conde.
Aquel hombre de bronce sintió que el corazón se dilataba en su pecho. Una
llama abrasadora subió a su garganta y a sus ojos, inclinó la cabeza y lloró.
Apenas se hubo recobrado Julia de la fuerte emoción que acababa de sufrir,
cuando salió precipitadamente del cuarto, bajó al primer piso, corrió al salón con
una alegría infantil, y alzó el globo de cristal que protegía la bolsa dada por el
desconocido de las alamedas de Meillán.
Entretanto, Manuel decía al conde con una voz sofocada por los sollozos:
—¡Oh!, señor conde, cómo oy éndonos hablar tantas veces del bienhechor
desconocido, cómo viéndonos acatar su memoria con tanto reconocimiento y
adoración, ¿cómo habéis esperado hasta hoy para daros a conocer?
—Escuchadme, amigo —dijo el conde—, y puedo llamaros así, porque sin
que lo supieseis, sois mi amigo hace y a once años. El descubrimiento de este
secreto lo ha producido un gran suceso que debéis ignorar. Dios me es testigo de
que deseaba sepultarlo en lo más recóndito de mi alma durante toda mi vida.
Vuestro hermano Maximiliano me lo ha arrancado con violencias, de las que
estoy seguro se arrepiente.
En seguida, viendo que Maximiliano, permaneciendo aún de rodillas, se había
recostado sobre un sillón:
—Velad sobre él —añadió, apretando la mano de Manuel de un modo
significativo.
—¿Por qué? —preguntó admirado el joven.
—No puedo decíroslo. Mas vigilad, cuidad de él.
Manuel miró por todas partes, y vio las pistolas de Morrel sobre la mesa. Sus
ojos se fijaron espantados en aquellas armas que señaló a Montecristo levantando
el dedo hasta la altura de la mesa.
Montecristo bajó la cabeza.
Manuel hizo un movimiento hacia las pistolas.
—Dejad —dijo el conde.
En seguida, acercándose a Morrel, le tomó la mano. Los movimientos
tumultuosos que agitaron el corazón del joven habían cedido el lugar al
desaliento.
Julia subió tray endo en la mano la bolsa de seda, y dos lágrimas brillantes y
alegres caían por sus mejillas como dos gotas de rocío matinal.
—He aquí la reliquia —dijo—, no penséis que me es menos querida después
que he conocido al salvador.
—Hija mía —dijo el conde sonrojándose—, permitidme que vuelva a
recoger esa bolsa, pues que y a me conocéis, no quiero estar presente a vuestro
recuerdo más que por el cariño que os suplico me concedáis.
—¡Oh! —dijo Julia poniendo la bolsa sobre su corazón—, no, no, os lo ruego,
porque un día podréis dejarnos, un día desgraciadamente os separaréis de
nosotros, ¿no es verdad?
—Habéis adivinado —dijo Montecristo sonriéndose—, dentro de ocho días
abandonaré este país, en el que tantas personas que merecían la venganza del
cielo vivían contentas y dichosas, mientras mi padre expiraba de hambre y de
dolor.
En el instante de anunciar su próximo viaje, Montecristo fijó sus ojos en
Morrel, y notó que las palabras ya habré dejado este país, no le habían sacado de
su letargo. Conoció que necesitaba aún la última lucha con el dolor de su amigo,
y tomando por la mano a Julia y a Manuel, les dijo con la autoridad de un padre.
—Mis buenos amigos, os ruego que me dejéis a solas con Maximiliano.
Era el momento favorable para que se llevase Julia la reliquia, como ella la
llamaba, y de la que se había olvidado el conde.
—Dejémosle —dijo, y salió precipitadamente con su marido.
Montecristo se quedó con Morrel, que permanecía como una estatua.
—Vamos —dijo el conde, tocándole en un hombro con su dedo de fuego—,
¿vuelves a ser hombre, Maximiliano?
—Sí, porque empiezo a sufrir otra vez.
La frente del conde se contrajo. Parecía entregado a una profunda
meditación.
—¡Maximiliano, Maximiliano! —le dijo—, ¡las ideas que lo embargan son
indignas de un cristiano!
—¡Oh!, tranquilizaos, amigo —dijo Morrel levantando la cabeza, y
mostrando al conde una sonrisa de inefable tristeza—, y a no seré y o el que
busque la muerte.
—Así —dijo Montecristo—, nada de armas, nada de desesperación.
—No, porque tengo algo que vale más que el cañón de una pistola o la puma
de un puñal.
—¡Pobre loco! ¿Qué es, pues, lo que tenéis? —preguntó el conde con
profunda tristeza.
—El dolor, que concluirá con mi existencia.
—Amigo —dijo Montecristo, con una melancolía igual a la suy a—,
escuchadme. Un día, y en un momento de desesperación igual al tuy o, puesto
que me conducía a una idéntica resolución, y o quise matarme. Un día tu padre,
desesperado, lo quiso también. Si hubiesen dicho a tu padre en el momento en
que apoy aba contra su frente el cañón de una pistola, si me hubiesen dicho a mí
cuando separaba de mi cama el pan del prisionero, al que no había tocado en tres
días, si a los dos nos hubieran dicho en aquel momento supremo: ¡vivid!, vendrá
un día en que seáis dichosos y bendigáis la vida, fuera quien fuera el que nos lo
hubiera dicho, su dicho lo hubiéramos recibido con la sonrisa de la duda o la
angustia de la incredulidad, y sin embargo, ¡cuántas veces tu padre, abrazándote,
bendijo la vida! ¡Cuántas veces he hecho y o lo mismo!
—¡Ah! —dijo Morrel, interrumpiendo al conde—, vos habíais perdido
solamente la libertad, y mi padre su fortuna, ¡pero y o he perdido a Valentina!
—Mírame, Morrel —dijo el conde con aquella solemnidad que en ciertas
ocasiones le hacía tan grande y tan persuasivo—, mírame. Yo no tengo lágrimas
en los ojos, ni fiebre en las venas, ni palpitaciones fúnebres en el corazón. No
obstante, lo veo sufrir, Maximiliano, a ti, ¡a quien amo como amaría a mi hijo!
Pues bien, ¿esto no lo dice, Morrel, que el dolor es como la vida, que hay algo
después de ella? Ahora bien, si y o lo ruego, si lo mando que vivas, es porque
tengo la convicción de que un día me darás las gracias por haberte conservado la
vida.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué me decís, conde? Pensadlo, quizá nunca habéis
amado.
—Niño —repuso Montecristo.
—De amor —replicó Morrel—, y o me entiendo. Soy soldado desde que fui
hombre, y he llegado a veintinueve años sin amar porque ninguna de las pasiones
que he sentido antes merece este hombre. Pues bien, a los veintinueve años vi a
Valentina, y hace dos años que la amo, que he podido leer en su corazón las
virtudes de la joven y de la mujer escritas por la mano del Señor, en aquel
corazón abierto para mí como un libro. Conde, mi felicidad con Valentina era
infinita, inmensa, desconocida. Demasiado completa, demasiado grande,
demasiado divina para este mundo, puesto que este mundo no me la ha dado.
Esto es deciros, conde, que sin Valentina no hay para mí en la tierra más que
tristeza y desesperación.
—Os he dicho que esperéis, Morrel —dijo el conde.
—Cuidado, repetiré y o —dijo Morrel—, porque si queréis persuadirme, si lo
conseguís creeré que puedo volver a ver a Valentina.
Montecristo se sonrió.
—Amigo mío, padre mío —exclamó Morrel exaltado—, cuidado. Os repetiré
por tercera vez: el ascendiente que tomáis sobre mí me espanta. Cuidado con el
sentido de vuestras palabras, porque ved que mis ojos se reaniman, mi corazón
renace a la esperanza, y en él late la vida, porque me haríais creer en cosas
sobrenaturales. Obedeceré si me mandáis que levante la losa que cubre a la hija
de Jairo. Caminaré sobre las ondas como el apóstol, si me hacéis señal con la
mano de caminar sobre ellas, obedeceré en todo…
—Espera, amigo —dijo el conde.
—¡Ah! —dijo Morrel, pasando del extremo de la exaltación al abismo de la
tristeza—, ¡ah!, me engañáis. Hacéis como aquellas madres que calman con
palabras dulces a los chicos, cuy os gritos les incomodan. No, amigo mío.
Enterraré mi dolor en lo más hondo de mi pecho, le ocultaré tanto que no me
veréis sufrir. Adiós, amigo mío, adiós.
—Al contrario —dijo el conde—, desde ahora, Maximiliano, vivirás conmigo,
no lo apartarás de mí un solo instante, y dentro de ocho días saldremos de
Francia.
—¿Y me decís aún que espere?
—Te lo digo, porque conozco un medio para curarte.
—Conde, me entristecéis más, veis solamente en mi dolor un dolor vulgar, y
queréis curarme con un remedio igual, el de hacerme viajar.
Y Morrel movió la cabeza con desdeñosa incertidumbre.
—¿Qué quieres que te diga? Tengo confianza en mis promesas, déjame hacer
el experimento.
—Conde, prolongáis mi agonía, y he aquí todo.
—Así —dijo el conde—, tu débil corazón no quiere conceder unos días a un
amigo para la prueba que intenta hacer. ¿Sabes tú de lo que el conde de
Montecristo es capaz? ¿Sabes que da órdenes a muchos poderosos de la tierra?
¿Sabes que tiene bastante confianza en Dios para obtener un milagro de aquel que
ha dicho que con la fe puede el hombre mover una montaña? Pues bien, ese
milagro, y o lo espero, o si no…
—Si no —repitió Morrel.
—Cuidado, Morrel, te llamaría ingrato.
—Tened piedad de mí, conde.
—Escúchame, Maximiliano. Tengo tanta, que si no te curo dentro de un mes,
día por día, hora por hora, y o mismo te colocaré delante de dos pistolas cargadas
y de una copa del más sutil veneno de Italia, de un veneno, créeme, más pronto
y más seguro que el que ha muerto a Valentina.
—¿Me lo prometéis?
—Sí, porque soy hombre, porque he sufrido, y porque, como te he dicho
también, he querido morir, y muchas veces, después que el infortunio se ha
alejado de mí, he soñado con las delicias del sueño eterno.
—¡Oh!, ¿me prometéis esto ciertamente, conde?
—Te lo prometo y lo juro —dijo Montecristo alargando el brazo.
—Dentro de un mes, si no me he consolado, ¿me dejáis en libertad para
disponer de mi vida, y haga lo que hiciere, no me llamaréis ingrato?
—En un mes, día por día, hora por hora, y la fecha es sagrada, Maximiliano,
no sé si has pensado en ello, pero estamos en 5 de septiembre, y hace diez años
que salvé a tu padre, que también quería morir.
Morrel cogió las manos del conde y las besó. Este le dejó hacer como si
comprendiese que aquella muestra de adoración se le debía.
—Dentro de un mes tendrás en una mesa, a la que estaremos sentados los
dos, buenas armas y una muerte dulce, pero hasta entonces prométeme esperar
y vivir.
—¡Oh! —dijo Morrel—, os lo juro.
Montecristo atrajo al joven sobre su pecho y le estrechó contra su corazón.
—Desde ahora —le dijo— vienes a vivir conmigo, ocuparás la habitación de
Hay dée, mi hijo reemplazará a mi hija.
—Hay dée —dijo Morrel—, ¿pues qué es de ella?
—Ha partido esta noche.
—¿Para separarse de vos?
—Para esperarme… Prepárate a venir a la casa de los Campos Elíseos, y haz
que y o salga de aquí sin que me vean.
Maximiliano bajó la cabeza y obedeció como un niño o como un apóstol.
Capítulo XXVII
La partición
Enmadre
la casa de la calle de Saint-Germain-des-Pres, que había escogido para su
y para sí Alberto de Morcef, el primer piso estaba alquilado a un
personaje misterioso.
Era un hombre a quien el conserje no había podido nunca ver la cara, entrase
o saliese, porque en el invierno la cubría con una bufanda encarnada, como los
cocheros de casas grandes que esperan a sus amos a la salida del espectáculo, y
en verano se sonaba siempre en el momento de pasar por delante de la portería.
Preciso es decir que contra las costumbres establecidas, nadie espiaba a aquel
vecino, y que la noticia de que era un gran personaje poderoso e influy ente había
hecho respetar su incógnito y sus misteriosas apariciones.
Sus visitas eran ordinariamente fijas, aunque algunas veces se adelantaban o
retrasaban, pero casi siempre, lo mismo en invierno que en verano, a las cuatro
de la tarde, tomaba posesión de su cuarto y jamás pasaba en él la noche.
La discreta criada, a la que estaba confiado el cuidado de la habitación,
encendía la chimenea en el invierno a las tres y media, y a la misma hora en
verano subía helados y refrescos.
Como hemos dicho, a las cuatro llegaba el misterioso personaje.
Veinte minutos más tarde un coche se detenía a la puerta de la casa, y una
mujer vestida de negro o de azul muy oscuro, pero cubierta siempre con un
espeso velo, se apeaba, pasaba como un relámpago por delante de la portería y
subía sin que se sintiesen en la escalera sus ligeras pisadas.
Sus facciones, como las del caballero, eran completamente desconocidas a
los guardianes de la puerta, conserjes modelos, solos quizás en la inmensa
cofradía de porteros de la capital, capaces de semejante discreción, jamás le
preguntaron adónde iba.
Inútil es decir que jamás pasaba del primer piso, llamaba a la puerta de un
modo particular, abríase ésta, se cerraba en seguida herméticamente, y he aquí
todo.
Para salir tomaban las mismas precauciones que para entrar.
Primero salía la desconocida, cubierta siempre con el velo, y tomaba el
coche, que desaparecía tan pronto por un lado de la calle como por el otro. A los
veinte minutos bajaba el desconocido cubierto con su bufanda o tapándose con el
pañuelo.
Al día siguiente a aquel en que el conde de Montecristo hizo la visita a
Danglars y tuvo lugar el entierro de Valentina, el misterioso inquilino entró hacia
las diez de la mañana en lugar de las cuatro de la tarde.
Casi inmediatamente y sin aguardar el intervalo ordinario, llegó un coche de
alquiler, y la señora cubierta con el velo subió rápidamente la escalera.
La puerta se abrió y se cerró, pero antes que estuviese del todo cerrada, la
señora había exclamado:
—¡Oh! ¡Luciano! ¡Oh!, ¡amigo mío!
De modo que el conserje, que sin quererlo había oído aquella exclamación,
supo por primera vez que su inquilino se llamaba Luciano; pero como era un
portero modelo, se propuso no decirlo ni aun a su mujer.
—Y bien, ¿qué hay, amiga querida? —respondió éste, pues la turbación y
prisa de la señora le habían hecho conocer quién era—, hablad, decid.
—¿Puedo contar con vos?
—Desde luego, y a lo sabéis. Pero ¿qué ocurre? Vuestro billete de esta
mañana me ha producido una terrible preocupación. La precipitación, el
desorden de vuestra carta, vamos, tranquilizaos, o acabad de espantarme de una
vez. ¿Qué hay ?
—¡Luciano, un gran acontecimiento! —dijo la señora, fijando en él una
mirada investigadora—, el señor Danglars se ha fugado la pasada noche.
—¡Danglars! ¿Y dónde ha ido?
—Lo ignoro.
—¡Cómo! ¿Lo ignoráis? ¿De modo que es para no volver más?
—¡Sin duda! A las diez su carruaje le condujo a la barrera de Charentón. Allí
encontró una silla de posta, subió con su ay uda de cámara, diciendo a su cochero
que iba a Fontainebleau.
—Entonces, ¿qué decís?
—Esperad, amigo mío. Me había dejado una carta.
—¿Una carta?
—Sí; leed.
Y la baronesa sacó del bolsillo una carta abierta que presentó a Debray.
Se detuvo un momento antes de leerla, como si hubiese querido adivinar el
contenido, o más bien, como si hubiera y a tomado un partido decisivo, cualquiera
que fuese el contenido. Firme en su resolución sin duda, empezó a leer al cabo de
algunos segundos. He aquí lo que contenía la carta que tal turbación produjera en
el ánimo de la señora Danglars.
Barón Danglars.
—Pongamos ciento veinte. Veis que soy generoso, ¿verdad, madre mía? —
añadió sonriéndose.
—¿Pero y tú, mi pobre hijo?
—¡Yo!, no os preocupéis. Me reservo ochenta francos. Un joven, madre mía,
no tiene necesidad de tantas comodidades, y además sé lo que es viajar.
—Sí, con tu silla de posta y tu ay uda de cámara.
—No importa, madre mía.
—Pues bien, sea —dijo Mercedes—, ¿pero y esos doscientos francos?
—Helos aquí, y otros doscientos más. He vendido mi reloj y mis sellos en
cuatrocientos francos. Somos ricos, pues en lugar de ciento catorce francos que
necesitáis para vuestro viaje, tenéis doscientos cincuenta.
—¿Pero debemos algo en esta casa?
—Treinta francos, que voy a pagar de mis ciento cincuenta, y puesto que sólo
necesito ochenta para el camino, veis que estoy nadando en la abundancia.
Y Alberto sacó una pequeña cartera con broches de oro, restos de su anterior
opulencia, o quizá tierno recuerdo de una de aquellas mujeres misteriosas, que
cubiertas con un velo llamaban a la puerta escondida. La abrió y mostró un
billete de mil francos.
—¿Qué es eso? —inquirió Mercedes.
—Mil francos, madre mía. ¡Oh!, es muy bueno.
—Pero ¿de dónde tienes tú mil francos?
—Escuchad y no os conmováis.
Alberto se levantó, besó a su madre en ambas mejillas, y se puso a mirarla
fijamente.
—No tenéis idea, madre mía, de cuán hermosa os encuentro —dijo el joven
con un profundo sentimiento de amor filial—, sois la más bella, como la más
noble de cuantas mujeres he conocido.
—¡Hijo querido! —dijo Mercedes, procurando retener una lágrima que
asomaba a sus ojos.
—En verdad, sólo os faltaba ser desgraciada para cambiar mi amor en
adoración.
—No soy desgraciada, puesto que tengo a mi hijo —dijo Mercedes—, y no lo
seré mientras siga teniéndolo.
—¡Ah!, precisamente, ved donde empieza la prueba, ¡madre mía!, sabéis
que es cosa convenida.
—¿Hemos convenido algo? —preguntó Mercedes.
—Sí; en que viviréis en Marsella, y y o iré a África, donde en lugar del
nombre que he dejado, me crearé uno, honrando, el que he escogido.
Mercedes exhaló un suspiro.
—Pues bien, querida madre, desde ay er que estoy enganchado en los spahis
—añadió el joven bajando los ojos con cierta vergüenza, porque ignoraba cuán
sublime era rebajándose—, o más bien he creído que mi cuerpo era mío y que
podía venderlo. Desde ay er reemplazo a uno. Me he vendido, como dicen, más
caro de lo que y o creía valer —añadió procurando sonreírse—, es decir, por dos
mil francos.
—¿Así esos mil francos…? —dijo temblando Mercedes.
—Constituy en la mitad de la suma; la otra la entregarán dentro de un año.
Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión que nadie sería capaz de
pintar, y las dos lágrimas que hacía rato estaban detenidas en sus párpados,
corrieron por sus mejillas.
—¡El precio de su sangre! —murmuró.
—Sí, si me matan —dijo sonriéndose Morcef—; pero os aseguro, mi buena
madre, que por el contrario, tengo intención de defender encarnizadamente mi
existencia. Jamás he tenido tantas ganas de vivir como ahora.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo Mercedes.
—Además, ¿por qué creéis que he de morir? ¿La Moriciere, ese Rey del
Mediodía, ha muerto? Changarnier, Bedau, Morrel, a quienes conocemos, ¿no
viven? Pensad, madre mía, ¡cuál será vuestra alegría cuando me veáis volver
con mi uniforme bordado! Os confieso que creo estar muy bien, y he escogido
ese regimiento por coquetería.
Mercedes suspiró procurando sonreírse. Aquella santa madre comprendió
que no debía permitir que su hijo sufriese solo todo el peso del sacrificio.
—Pues bien —replicó Alberto—, ¡me comprendéis, madre mía!, tenéis y a
cuatro mil francos; con ellos viviréis bien dos años.
—¿Lo crees? —dijo Mercedes.
A la condesa se le escaparon estas dos palabras con un dolor tan verdadero
que no se le ocultó a Alberto: oprimiósele el corazón, y tomando la mano de su
madre la apretó entre las suy as.
—Sí, viviréis —dijo.
—Viviré, sí, pero tú no partirás, ¿verdad, hijo mío?
—Madre mía, partiré —dijo Alberto con voz tranquila y firme—, me amáis
demasiado para dejar que permanezca ocioso e inútil, y además he firmado.
—Obrarás según lo voluntad, hijo mío, pero y o obraré según la de Dios.
—No según mi voluntad, madre mía, sino según la razón y la necesidad.
Somos dos criaturas sin nada, ¿es verdad? ¿Qué es la vida para vos hoy ?, nada.
¿Qué es para mí?, poca cosa sin vos, madre mía.
» Creedme, bien poca cosa, porque sin vos hubiera cesado desde el día en que
dudé de mi padre y rechacé su nombre. En fin, viviré si me prometéis esperar
aún, si me confiáis el cuidado de vuestra dicha futura, duplicáis mis fuerzas.
Luego iré a ver al gobernador de Argelia, cuy o corazón es leal y enteramente de
soldado; le contaré mi lúgubre historia y le rogaré vuelva de vez en cuando la
vista hacia mí, y si me cumple su palabra, y si observa mis acciones, antes de
seis meses seré oficial o habré muerto. Si soy oficial, tendréis vuestra suerte
asegurada, madre mía, porque tendré dinero para vos y para mí, y además un
nuevo nombre que ambos llevaremos con orgullo porque será el vuestro. ¡Si
muero…!, bien, entonces morid si queréis, y vuestras desgracias tendrán un
término en su exceso mismo.
—Bien —respondió Mercedes con noble y elocuente mirada—, tienes razón,
hijo mío, probemos a ciertas personas que nos observan y esperan nuestros actos
para juzgarnos. Probémosles que somos dignos de compasión.
—Pero nada de ideas tristes, querida madre —dijo el joven—, os juro que
somos dichosos en lo que cabe. Sois una persona de talento y resignación. Yo he
simplificado mis gustos y no tengo necesidades; una vez en el servicio, y a soy
rico. Cuando hay áis llegado a casa del señor Dantés, estaréis tranquila.
¡Probemos! ¡Os lo ruego, madre mía! ¡Probemos!
—Sí, hijo mío, porque tú debes vivir para ser aún dichoso —respondió
Mercedes.
—Así, he aquí nuestras particiones hechas —dijo el joven afectando gran
serenidad—. Podemos partir hoy mismo. Retengo, como he dicho, vuestro
asiento.
—Pero ¿y el tuy o, hijo mío?
—Debo permanecer dos o tres días aquí, madre mía. Esto será un principio
de separación, y debemos acostumbrarnos a ella. Preciso de algunas
recomendaciones y adquirir ciertas noticias sobre África. Nos veremos en
Marsella.
—Pues bien, sea —dijo Mercedes poniéndose un chal, único que había traído
y que por casualidad era un cachemira negro de gran precio—, partamos.
Alberto recogió sus papeles, llamó para pagar los treinta francos que debía al
amo de la casa, y ofreciendo el brazo a su madre bajó la escalera.
Alguien bajaba delante de ellos, y esa persona, al oír el crujido de un vestido
de seda, volvió la cabeza.
—¡Debray ! —murmuró Alberto.
—Vos, Alberto —respondió el secretario del ministro deteniéndose en el
escalón en que estaba.
Pudo más en él la curiosidad que el deseo de guardar el incógnito, a más de
que y a le habían conocido.
Parecía curioso, en efecto, encontrar en aquella casa ignorada al joven cuy a
aventura había hecho tanto ruido en París.
—Morcef —repitió Debray.
Y viendo en la oscuridad el talle, joven aún, y el velo negro de la señora de
Morcef:
—¡Oh!, disculpadme —añadió—, os dejo, Alberto.
Este conoció la idea.
—¡Madre mía! —dijo volviéndose a Mercedes—, es el señor Debray,
secretario del ministro del Interior y mi ex amigo.
—¡Cómo! —balbuceó Debray —, ¿qué queréis decir con eso?
—Digo esto porque hoy y a no tengo amigos y no debo tenerlos; os doy
gracias por haber tenido la bondad de reconocerme, caballero.
Debray subió dos escalones y fue a dar afectuosamente la mano a su
interlocutor.
—Creedme, mi querido Alberto —dijo con toda la emoción de que era capaz
—, creedme, he sentido mucho vuestras desgracias, y en todo y por todo estoy a
vuestra disposición.
—Gracias —dijo Alberto sonriéndose—, pero en medio de todas nuestras
desgracias somos aún bastante ricos para no tener necesidad de incomodar a
nadie. Salimos de París, tenemos nuestro viaje pagado, y aún nos quedan cinco
mil francos.
Debray, que llevaba un millón en el bolsillo, se sonrojó, y por poco práctico
que fuese no pudo menos de reflexionar que la misma casa contenía hacía poco
dos mujeres: una, justamente deshonrada, se iba pobre con un millón y
quinientos mil francos bajo su capa, y la otra, injustamente perseguida, pero
sublime en su desgracia, salía rica con poco dinero.
Tales comparaciones echaron por tierra sus combinaciones políticas. La
filosofía del ejemplo le aterró, balbuceó algunas palabras de urbanidad general y
bajó rápidamente.
Aquel día, los empleados del ministerio, sus subordinados, tuvieron que sufrir
su malhumor.
Por la tarde compró una hermosa casa en el boulevard de la Magdalena, que
le producía de renta cincuenta mil libras.
Al día siguiente y a la hora en que Debray firmaba el contrato, es decir,
sobre las cinco de la tarde, la señora Morcef, después de haber abrazado
tiernamente a su hijo y recibido los abrazos de éste, montaba en una berlina de la
diligencia.
En las mensajerías Laffitte, un hombre estaba oculto tras una ventana del
entresuelo que hay encima del despacho. Vio subir a Mercedes, salir la diligencia
y alejarse a Alberto.
Pasó la mano por su frente y murmuró:
—¡Cómo haré para devolver a dos inocentes la dicha de que les he privado!
Dios me ay udará.
Capítulo XXVIII
Unamásdepeligrosos,
las divisiones de la cárcel de la Fuerza, en donde se custodian los presos
lleva el nombre de patio de San Bernardo.
En su lenguaje enérgico, los presos le han dado el sobrenombre de Foso de los
Leones, probablemente porque los cautivos muerden frecuentemente los hierros
y muchas veces a los guardianes.
Es una prisión dentro de otra. Los muros tienen doble espesor que los demás
de la cárcel. Todos los días un guardián registra cuidadosamente las rejas, y es
fácil conocer, al observar su estatura hercúlea y sus miradas frías e inquisidoras,
que los alcaides han sido escogidos para reinar sobre su pueblo por el terror y la
actividad de la inteligencia.
El patio de aquella división está rodeado de muros enormes sobre los que
resbala oblicuamente el sol cuando se decide a penetrar en aquel abismo de
fealdades morales y físicas. En aquel patio, desde la hora de levantarse, vagan
pensativos, espantados y pálidos como espectros, aquellos hombres que la justicia
tiene bajo el peso de su aguda cuchilla.
Se les ve arrimarse, formar grupos a lo largo de la pared que recibe y
conserva may or parte de calor. Permanecen allí hablando dos a dos, las más
veces solos, con la vista fija en la puerta, que se abre para llamar a alguno de los
habitantes de aquella lúgubre mansión, para vomitar en aquel golfo una acerba
escoria expulsada del seno de la sociedad.
El patio de San Bernardo posee su locutorio particular, un cuadrilongo dividido
en dos partes por dos rejas de hierro colocadas a distancia de tres pies la una de
la otra, de suerte que el que visita aquel local no puede dar la mano al preso.
Aquel locutorio es sombrío, húmedo y horroroso, sobre todo cuando se tienen en
cuenta las espantosas confidencias de que han sido testigos aquellas enmohecidas
rejas.
Sin embargo, por espantoso que sea aquel sitio, es el paraíso donde vienen a
gozar de una sociedad esperada con impaciencia aquellos hombres cuy os días
están contados, pues rara vez sale uno del Foso de los Leones que no vay a a la
barrera de Santiago o a presidio perpetuamente.
En el patio que acabamos de describir, y que estaba sumamente húmedo, se
paseaba con las manos en los bolsillos del frac un joven a quien examinaban con
curiosidad los habitantes de la Fuerza.
Habría podido pasar por hombre elegante, gracias a sus ropas, si éstas no
hubiesen estado hechas pedazos. Con todo, no eran viejas. El paño fino y sedoso
en los sitios intactos, recobraba fácilmente su brillo al pasarle la mano el joven,
que procuraba rehacer su frac.
Con el mismo cuidado, dedicábase a abrocharse una camisa de batista, que
había cambiado considerablemente de color desde su entrada en la cárcel, y
pasaba sobre sus botas barnizadas un pañuelo de holanda, en cuy os picos estaban
bordadas unas iniciales y encima una corona heráldica.
Algunos de los pupilos del Foso de los Leones contemplaban con un interés
particular los manejos del preso.
—¡Toma!, mira, mira cómo se compone el príncipe —dijo uno de los
ladrones.
—Tiene un aire muy distinguido —respondió otro—, y seguro que si tuviese
un peine y pomada, eclipsaría a todos los elegantes de guante blanco.
—Su frac no es aún viejo, y sus botas relucen lindamente. Es muy lisonjero
para nosotros tener compañeros de buen tono, y esos tunos de gendarmes son
bien villanos. ¡Los envidiosos! ¡Pues no han destrozado tan hermoso traje!
—Parece que es un sujeto famoso —dijo otro—, ha hecho de todo… y en
gran estilo…, ¡viene de allá abajo tan joven! ¡Oh! ¡Eso es magnífico…!
Y el que era objeto de aquella vergonzosa admiración parecía saborear los
elogios o los vapores de los elogios, porque no oía las palabras.
Cuando hubo dado fin a su aseo, se acercó a la reja de la cantina, contra la
que estaba recostado el guardián.
—Veamos —le dijo—, prestadme sólo veinte francos, que pronto os los
devolveré. Conmigo no arriesgáis nada. Pensad que tengo parientes que poseen
más millones que cuantos tenéis vos. Pronto, prestadme esos veinte francos,
necesito comprar algunas cosas, padezco horriblemente de verme todo el día con
frac y botas… ¡Qué frac para un príncipe Cavalcanti!
El guardián le volvió la espalda y se encogió de hombros. No se rió de
aquellas palabras, que habrían hecho gracia a otro cualquiera porque aquel
hombre había oído muchas semejantes, o mejor dicho, siempre oía las mismas
cosas.
—Idos de aquí —dijo Cavalcanti—, sois hombre de cruel corazón y os haré
perder vuestro destino.
Aquellas palabras hicieron volver la cara al guardián, que soltó una
carcajada.
Los presos se acercaron y formaron un corro.
—Os aseguro que con esa pequeña cantidad podría comprar una bata y
obtener un cuarto particular para recibir dignamente la ilustre visita que espero
de un día a otro.
—¡Tiene razón! ¡Tiene razón! —exclamaron los demás presos—, bien se ve
que es hombre de importancia.
—Prestadle, entonces, los veinte francos —dijo el guardián apoy ándose
contra la reja—. ¿Por ventura no debéis hacer ese favor a un camarada?
—Yo no soy camarada de esas gentes —dijo con altivez el joven—, no me
insultéis, porque no tenéis ese derecho.
—¿Lo oís? —dijo el guardián con una maligna sonrisa—, os trata bien,
prestadle los veinte francos…, ¿eh?
Los presos se miraron con un murmullo sordo, y una tempestad levantada por
la provocación del guardián más aún que por las palabras de Cavalcanti empezó
a formarse contra el preso aristócrata.
El guardián, seguro de poder hacer el Quos ego, cuando las olas fuesen
demasiado fuertes, las dejó crecer poco a poco, representando el papel del
pretendiente importuno para divertirse luego un buen rato.
Los ladrones se acercaban y a a Cavalcanti, y los unos decían:
—¡El zapato!, ¡el zapato!
Cruel operación, que consiste en azotar, no con una chinela, sino con un
zapato lleno de clavos, al que cae en desgracia.
Otros eran de opinión que sufriese la anguila, género de diversión que consiste
en llenar de arena, de chinas y monedas, cuando las tienen, un pañuelo, torcerlo,
y descargar golpes en la cabeza y en las espaldas de la víctima.
—Azotemos al hermoso caballero —dijeron otros—, ¡al hombre de bien!
Pero Cavalcanti se volvió hacia ellos, guiñó los ojos, infló la mejilla con la
lengua, e hizo oír un sonido con los labios, que equivale a mil signos de
inteligencia entre los bandidos y les obliga a callarse.
Aquel signo masónico lo aprendió de Caderousse.
Reconocieron en seguida a uno de los suy os.
En seguida estuvieron todos a favor del preso. Se oy eron algunas voces que
decían: ¡tiene razón!, ¡puede ser hombre de bien a su modo!, y los presos querían
dar el ejemplo de la libertad de conciencia.
La tempestad se apaciguó. El guardián, atónito, tomó las manos de
Cavalcanti, las sujetó y empezó a registrarle, atribuy endo aquel repentino
cambio de los habitantes del Foso de los Leones a alguna otra señal mucho más
significativa.
Cavalcanti le dejó hacer, aunque protestando.
De pronto se oy ó una voz en la reja.
—¡Benedetto! —gritaba un inspector.
El guardián le dejó.
—¡Al locutorio! —dijo la voz.
—Ya lo veis, vienen a visitarme… ¡Ah!, pronto veréis si se puede tratar a
Cavalcanti como a un hombre cualquiera.
Y Cavalcanti salió del patio como una sombra negra, se precipitó por la reja
entreabierta, dejando admirados a sus compañeros y hasta al guardián.
Llamábanle al locutorio, y no debemos admirarnos menos que él, porque el
tuno, desde su entrada en la cárcel, en vez de escribir para hacerse reclamar
como otros, había guardado el más obstinado silencio.
« Estoy protegido por algún poderoso —pensaba—; todo me lo prueba. Mi
improvisada fortuna, la facilidad con que he allanado todos los obstáculos, una
familia improvisada, un nombre ilustre, magníficas alianzas prometidas a mi
ambición, todo, todo está en mi favor. Una mala hora en mi suerte, la ausencia de
mi protector quizá, me ha perdido, pero no del todo y para siempre. La mano se
ha retirado por un momento, pero pronto llegará de nuevo hasta mí, y me salvará
cuando y a me crea y o hundido en el abismo.
» ¿Por qué arriesgaré un paso imprudente? Tal vez perdería con ello la
confianza de mi protector. Hay dos medios para salir adelante: la evasión
misteriosa comprada a peso de oro, o comprometer a los jueces en términos que
obtenga la absolución. Esperemos para hablar y para obrar a estar seguro de que
me han abandonado, y entonces…»
Cavalcanti había edificado un plan que podría calificarse de hábil. El
miserable era fuerte en el ataque y obstinado en la defensa.
Había soportado las privaciones y escasez de la prisión común, y sin
embargo, la costumbre le hacían insoportable el verse mal vestido, sucio y
hambriento. El tiempo le parecía eterno.
En aquellos instantes insoportables fue cuando la voz del inspector le llamó al
locutorio.
El corazón de Cavalcanti saltó de alegría. No podía ser la visita del juez de
Instrucción, ni tampoco podían llamarle el director de Prisiones o el médico. Por
consiguiente, sólo podía ser la esperada visita.
A través de la reja del locutorio en que fue introducido, distinguió Cavalcanti
la cara sombría e inteligente de Bertuccio, que le miraba con dolorosa
admiración, observando cuidadosamente las rejas, las puertas y el triste sitio en
que le encontraba.
—¡Ah! —dijo Cavalcanti con el corazón oprimido.
—Buenos días, Benedetto —dijo Bertuccio con voz profunda y sonora.
—¡Vos!, ¡vos! —continuó el joven mirando espantado alrededor.
—¿Me conoces? —dijo Bertuccio—, ¡joven desgraciado!
—¡Silencio!, ¡silencio! —respondió Cavalcanti, que sabía cuán fino era el
oído de aquellas paredes—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¡no habléis tan alto!
—Tú desearías hablar conmigo a solas, ¿no es cierto? —dijo Bertuccio.
—Sí, sí —respondió Cavalcanti.
—Está bien.
Y Bertuccio metiendo la mano en el bolsillo, hizo señas al guardián, que se
veía a través de la reja.
—Leed —le dijo.
—¿Qué es eso? —preguntó Cavalcanti.
—La orden de ponerte en un cuarto solo y dejarte comunicar conmigo.
—¡Oh! —dijo Cavalcanti rebosando alegría, y volviendo sobre sí, pensó: « El
protector misterioso no me olvida, el secreto es lo que ante todo se han propuesto
obtener, puesto que quieren hable en un cuarto solo…, mi protector es el que ha
enviado a Bertuccio» .
El guardián habló un momento con el superior, abrió las dos rejas, y condujo
al preso a un cuarto del primer piso, que daba al patio. La alegría de Cavalcanti
era indescriptible.
La habitación estaba blanqueada según es costumbre en las cárceles. Su
aspecto pareció muy alegre al preso; una estufa, una cama, una silla y una mesa;
estaba amueblada con lujo.
Bertuccio se sentó en la silla, Cavalcanti se echó sobre la cama y el guardián
se retiró.
—Veamos —dijo el intendente del conde— lo que tienes que decirme.
—¿Y vos? —respondió Cavalcanti.
—Pero habla tú primero.
—¡Oh, no! A vos corresponde, puesto que venís a visitarme.
—Pues bien, sea. Has continuado el curso de tus crímenes. Has robado y
asesinado.
—Bueno; si me habéis mandado poner en un cuarto aparte únicamente para
decirme esto, tanto valía que no os hubieseis molestado. Esas cosas y a me las sé;
hay otras que ignoro. Hablemos de ellas, si gustáis. ¿Quién os ha enviado?
—¡Oh! ¡Oh! Muy ligero andáis, Benedetto.
—No es verdad; solamente voy derecho al fin. Pero excusémonos palabras
inútiles. ¿Quién os envía?
—Nadie.
—¿Cómo supisteis que estaba preso?
—Hace mucho que lo he reconocido en el elegante insolente que paseaba a
caballo por los Campos Elíseos.
—¡Los Campos Elíseos…!, los Campos Elíseos… No nos apartemos de lo
principal. Hablemos de mi padre, ¿queréis?
—¡Qué soy y o, a fin de cuentas!
—Vos, buen hombre, vos sois mi padre adoptivo, pero no pienso que seáis vos
quien ha dispuesto en mi favor de cien mil francos, que he devorado en cuatro o
cinco meses. No sois vos el que me ha forjado un padre italiano y noble, ni el que
me ha presentado en el mundo y convidado a cierta comida en Auteuil, en la que
se hallaba reunida la mejor sociedad de París y cierto procurador del Rey, cuy a
amistad he hecho mal en no cultivar, pues me sería muy útil en este momento.
No sois vos, finalmente, el que respondió de dos millones cuando me ocurrió el
accidente fatal de la descubierta. Vamos, hablad, estimable corso, hablad…
—¿Qué quieres que diga?
—Yo os ay udaré.
—Hablabais de los Campos Elíseos hace un instante, mi digno padre postizo.
—¡Y bien!
—En los Campos Elíseos hay un caballero muy rico, muy rico.
—En cuy a casa has robado y asesinado, ¿verdad?
—Me parece que sí.
—El señor conde de Montecristo.
—Vos le habéis nombrado, como dice Racine… Pues bien, debo arrojarme
en sus brazos, estrecharle contra mi corazón, y exclamar: ¡padre mío!, como
dice el señor Pixérécourt.
—Dejemos a un lado las chanzas —respondió gravemente Bertuccio—, y
que semejante nombre no se pronuncie jamás como os habéis atrevido a
hacerlo.
—¡Bah! —dijo Cavalcanti, algo desconcertado por la solemnidad de
Bertuccio—, ¿por qué no?
—Porque el que lleva ese nombre es demasiado favorecido del cielo para ser
padre de un miserable como vos.
—¡Bah!, ¡monsergas!
—Os aconsejo que andéis con cuidado.
—¡Amenazas…!, no las temo, diré…
—¿Creéis que tratáis con pigmeos de vuestra especie? —dijo Bertuccio con
un tono tan tranquilo y firme que removió hasta las entrañas del joven—. ¿Creéis
que tratáis con vuestros malvados compañeros de presidio o con vuestros
imbéciles del gran mundo? Benedetto, estáis bajo un poder terrible. Una mano
protectora tiene a bien llegar hasta vos, aprovechaos de la ay uda que os ofrece.
No juguéis con el ray o, que deja por un instante, pero que volverá a tronar si
hacéis la menor demostración para detener su noble curso.
—Mi padre…, y o quiero saber quién es mi padre…, pereceré si es necesario,
pero lo sabré. ¿Qué me importa a mí el escándalo? Bienes…, « reclamaciones» ,
como dice el señor de Beauchamp, el periodista. Pero vosotros, los del gran
mundo, siempre tenéis algo que perder con el escándalo, a pesar de vuestros
millones y vuestros escudos de armas… ¿Quién es mi padre?
—He venido para decírtelo.
—¡Ah! —dijo Benedetto rebosando alegría.
En aquel instante, abrióse la puerta, presentóse el carcelero, y dirigiéndose a
Bertuccio, le dijo:
—Escuchadme, caballero. El juez de Instrucción espera al reo.
—Es el final de mi interrogatorio —dijo Benedetto—. Llévese el diablo al
importuno.
—Volveré mañana —le dijo Bertuccio.
—¡Bien! —repuso el joven—. Señores gendarmes, estoy a vuestra
disposición. ¡Ah!, mi estimable señor, dejad algún dinero en la escribanía para
que me den lo que me haga falta.
—Lo haré —dijo Bertuccio.
Benedetto le alargó la mano, Bertuccio metió la suy a en el bolsillo e hizo
sonar dinero.
—Eso es lo que quería decir —dijo el reo tratando de esbozar una sonrisa;
pero suby ugado por la extraña impasibilidad de Bertuccio:
—¿Me habré engañado? —se dijo al subir en el carruaje que debía conducirle
al gabinete del juez—. Hasta mañana, pues —añadió volviéndose a Bertuccio.
—Hasta mañana —respondió éste.
Capítulo XXIX
El juez
Seguramente recordará el lector que el abate Busoni había quedado solo con
Noirtier en el cuarto mortuorio, y que el anciano y el sacerdote se encargaron
de velar el cuerpo de Valentina.
Acaso las exhortaciones cristianas del abate, su dulce caridad, su palabra
persuasiva, devolvieron el valor al anciano, porque desde el momento en que
pudo entrar en relación con el sacerdote, en vez de la desesperación que se había
apoderado de él, todo en Noirtier anunciaba una gran resignación, una calma
bien sorprendente para todos los que recordaban la afección profunda que
profesaba a Valentina.
El señor de Villefort no había vuelto a ver al anciano desde la mañana en que
murió su hija. Toda la casa se había renovado. Tomóse otro criado para él, otro
para Noirtier. Entraron dos mujeres al servicio de la señora de Villefort. Todos,
hasta el may ordomo, el cochero, ofrecían un aspecto distinto entre los diferentes
señores de esta casa maldita, interponiéndose entre las frías relaciones que entre
ellos existían. Por otra parte, el jurado se abría dentro de dos o tres días, y
Villefort, encerrado en su gabinete, trabajaba febrilmente en los procedimientos
contra el asesino de Caderousse. Este asunto, como aquellos en que el conde de
Montecristo se hallaba envuelto, había promovido gran ruido en el mundo
parisiense. Las pruebas no eran convincentes, puesto que se basaban en algunas
palabras escritas por un presidiario moribundo, antiguo compañero de reclusión
de un hombre a quien podía acusar por odio o por venganza. El convencimiento
sólo existía en la conciencia del magistrado. El señor de Villefort había acabado
por adquirir la terrible convicción de que Benedetto era culpable, y debía sacar
de esta difícil victoria una de las satisfacciones de amor propio, únicas que
conmovían un poco las fibras de su helado corazón.
Instruíase, pues, el proceso, gracias al trabajo incesante de Villefort, que
quería inaugurar el próximo jurado. Veíase precisado a ocultarse para evitar el
responder al prodigioso número de demandas de billetes de audiencia que se le
hacían.
Hacía poco tiempo que la pobre Valentina había sido depositada en el
sepulcro, estaba aún tan reciente el dolor de la casa, que nadie se admiraba de
ver al padre tan sumamente absorbido por sus deberes, es decir, en la única
distracción que podía hallar a sus pesares.
Una sola vez, la víspera del día en que Benedetto recibió la segunda visita de
Bertuccio, en que éste debía haber dado el nombre de su padre, la víspera de este
día, que era domingo, una sola vez, decimos, Villefort había visto a su padre. Era
un momento en que el magistrado, rendido de fatiga, había bajado al jardín de su
casa, y sombrío, encorvado bajo el peso de un tenaz pensamiento, parecido a
Tarquino dando con su vara en las cabezas de las adormideras más altas, el señor
de Villefort daba con su bastón en los largos y macilentos tallos de las
enredaderas que se enlazaban por los pilares como los espectros de estas flores
tan brillantes en la estación que conducía. Más de una vez había llegado al fondo
del jardín, es decir, a la famosa valla que daba al huerto abandonado, volviendo
siempre por el mismo punto, y emprendiendo su paseo del propio modo y con
igual semblante, cuando sus ojos se dirigieron maquinalmente hacia la casa, en la
cual oía jugar alegremente a su hijo, que había vuelto del colegio para pasar el
domingo y el lunes cerca de su madre.
A este movimiento, vio en una de las ventanas abiertas al señor Noirtier, que
se había hecho arrastrar en su silla de mano hasta ella, para gozar de los últimos
ray os del sol, aún tibio, que venían a saludar las flores mustias de las enredaderas
y las hojas de las parras que tapizaban el edificio. Los ojos del paralítico estaban
clavados, por decirlo así, sobre un punto que Villefort distinguía imperfectamente.
Esa mirada de Noirtier era tan repugnante, tan salvaje, tan ardiente de
impaciencia, que el procurador del rey, hábil en aprovechar todas las
impresiones de un rostro que tan bien conocía, dirigió a otro punto la vista por si
distinguía la casa o persona a que aquélla se dirigía.
Entonces vio bajo un bosque de tilos, cuy as ramas estaban y a casi sin hojas, a
la señora de Villefort, que sentada y con un libro en la mano interrumpía de vez
en cuando su lectura para sonreír a su hijo y devolverle una pelota de goma que
lanzaba obstinadamente desde el salón al jardín.
Villefort palideció, porque comprendió lo que quería decir el anciano con su
mirada. Noirtier tenía los ojos fijos en el mismo objeto, pero de pronto separó la
vista de la mujer para fijarla en el marido, y Villefort tuvo que sufrir el ataque de
aquellos ojos aterradores, que al cambiar de objeto habían también cambiado de
lenguaje, sin perder nada de su expresión amenazadora.
La señora de Villefort, ignorante de la tempestad que se formaba sobre su
cabeza, retenía en aquel momento la pelota del niño y le hizo señas de que
viniese a buscarla con un beso, pero Eduardo se hizo rogar por mucho tiempo. La
caricia maternal no le parecía suficiente recompensa para el trabajo que iba a
tomarse. Finalmente se decidió, saltó por la ventana y corrió hacia su madre con
la frente cubierta de sudor. Enjugósela ésta, puso en ella sus labios y le dejó ir
con la pelota en una mano y en la otra un puñado de caramelos.
Villefort, atraído como el pájaro por la serpiente, se acercó a la casa, y a
medida que se acercaba a ella, la mirada del anciano descendía, siguiéndole de
tal modo que le penetraba hasta lo más recóndito del corazón. Aquella mirada
era un sangriento vituperio al mismo tiempo que una terrible amenaza. Los ojos
de Noirtier se levantaron al cielo como recordando a su hijo el olvido de su
juramento.
—Está bien, señor, está bien. Tened paciencia siquiera un día; lo dicho, dicho.
Pareció como si aquellas palabras hubieran tranquilizado a Noirtier, cuy a
mirada se volvió con indiferencia a otra parte.
La noche fue como de costumbre, todos se acostaron y durmieron. Sólo
Villefort no lo hizo, y trabajó hasta las cinco de la mañana, revisando los
interrogatorios hechos la víspera por los magistrados instructores y compulsando
las declaraciones de los testigos que debían esclarecer una de las actas de
acusación más difíciles y bien combinadas que hubiese hecho jamás.
Al día siguiente, lunes, debía celebrarse la primera sesión de los jurados.
Villefort vio amanecer aquel día nublado y siniestro. Su azulada luz se reflejó
sobre el papel y las líneas que en él trazara con tinta roja. El magistrado se había
dormido por un instante, y le despertó el ruido que hacía su lámpara
chisporroteando al apagarse. Sus dedos llenos de tinta encarnada parecían
mojados en sangre.
Abrió del todo la ventana, una faja anaranjada dividía el horizonte. Un
ruiseñor dejaba oír su canto matinal. El aire húmedo de la mañana refrescó la
cabeza del magistrado.
—En el día de hoy —dijo con esfuerzo—, el hombre que tiene la espada de la
justicia la hará caer en todas partes sobre los culpables.
Sus ojos buscaron ávidamente la ventana en que viera a Noirtier el día antes.
La cortina estaba corrida.
Y sin embargo, tenía tan presente la imagen de su padre, que sus ojos se
dirigieron a aquella ventana cerrada como si estuviera abierta, y viese en ella la
imagen amenazadora del anciano.
—Sí —murmuró—; sí, vive tranquilo.
Dejó caer la cabeza sobre el pecho y dio unas cuantas vueltas por el
despacho. Finalmente, se arrojó vestido sobre un sofá, menos para dormir que
para que descansasen sus fatigados miembros.
Poco a poco se despertaron todos. Villefort oy ó desde su despacho los
diferentes ruidos que constituy en, por decirlo así, la vida de una casa, las puertas,
puestas en movimiento, y el sonido de la campanilla de la señora de Villefort, que
llamaba a su doncella, y los primeros gritos del niño, que se levantaba alegre,
como sucede siempre a su edad.
Villefort tiró de su campanilla. Su nuevo ay uda de cámara entró y le trajo los
periódicos.
Al mismo tiempo, le presentó también una taza de chocolate.
—¿Qué me traes ahí? —preguntó Villefort.
—Una taza de chocolate.
—No la he pedido. ¿Quién se ha ocupado de mí?
—Ha dicho la señora que el señor debería hablar mucho hoy ante el jurado,
y que necesitaba tomar fuerzas.
Y puso sobre una mesa que había junto al sofá, llena de papeles como todas
las demás, la taza de plata.
Villefort contempló un momento la taza con aire sombrío, tomóla en seguida
con un movimiento nervioso, y bebió de una sola vez su contenido. Hubiérase
dicho que esperaba contuviese el mortal veneno, que llamando a la muerte, le
libertara de cumplir con un deber más penoso aún que morir. Levantóse en
seguida, y empezó a pasear por el despacho con una sonrisa que hubiera
espantado al que lo hubiera estado contemplando.
El chocolate era inofensivo, y el señor Villefort nada sintió.
Llegó la hora del almuerzo, y el señor Villefort no se presentó a la mesa.
El ay uda de cámara entró en el despacho.
—La señora dice que son las once, y la audiencia empieza a mediodía.
—Y bien —dijo Villefort—, ¿y luego?
—La señora está vestida, y pregunta si acompañará al señor.
—¿Adónde?
—Al Palacio de Justicia.
—¿Para qué?
—Dice la señora que desea asistir a esta sesión.
—¡Ah! —dijo Villefort con un acento espantoso—, ¿lo desea?
El criado dio un paso atrás y dijo:
—Si el señor quiere salir solo, iré a decirlo a la señora.
Villefort permaneció un instante silencioso; con sus uñas rascaba su pálida
mejilla y retorcía su barba de ébano.
—Decid a la señora que deseo hablarle, y que le ruego me espere en su
cuarto.
—Sí, señor.
—Después volveréis para afeitarme y vestirme.
—Al instante.
El ay uda de cámara fue a cumplir su encargo, y volvió al momento, afeitó a
Villefort, y le vistió completamente de negro.
Cuando concluy ó le dijo:
—La señora ha dicho que esperaba.
—Voy.
Villefort, con los extractos bajo el brazo y el sombrero en la mano, se dirigió
a la habitación de su mujer.
La señora de Villefort se hallaba sentada en una otomana, hojeando con
impaciencia los periódicos y folletos que Eduardo se entretenía en hacer pedazos
antes de que su madre hubiese acabado su lectura.
Estaba completamente vestida para salir. Tenía el sombrero sobre una silla y
puestos los guantes.
—¡Ah!, ¿estáis aquí? —dijo con una voz natural y tranquila—. ¡Dios mío!,
¡estáis muy pálido! ¿Habéis trabajado toda la noche?
» ¿Por qué no habéis venido a almorzar con nosotros? ¡Y bien!, ¿voy con vos,
o sola con Eduardo?
La señora de Villefort había multiplicado las preguntas para obtener una
respuesta, pero el señor de Villefort estaba mudo y frío como una estatua.
—Eduardo —dijo Villefort fijando en el niño una mirada imperiosa—, id a
jugar al salón, amigo mío, es preciso que hable a vuestra madre.
La señora de Villefort, viendo aquella frialdad y tono resuelto, tembló sin
saber la causa de aquellos preámbulos.
Eduardo levantó la cabeza, miró a su madre, y viendo que no confirmaba la
orden de Villefort, volvió a jugar con sus soldados de plomo.
—Eduardo —dijo el señor de Villefort tan ásperamente que el chico saltó
sobre la silla—, ¿me oís?, id.
El niño, que no estaba acostumbrado a que le tratasen con tanta severidad, se
levantó pálido, no sabríamos decir si de cólera o de miedo.
Su padre se acercó a él, le tomó por un brazo y le dio un beso en la frente.
—Vete, hijo mío —dijo—, vete.
Eduardo salió de la estancia.
El señor de Villefort se dirigió a la puerta y pasó el cerrojo.
—¡Oh, Dios mío! —dijo la joven mirando a su marido, y procurando esbozar
una sonrisa que heló sobre sus labios la impasibilidad de Villefort—. ¿Qué ocurre?
—Señora, ¿dónde guardáis el veneno de que os servís comúnmente? —dijo
claramente y sin preámbulos el magistrado, colocándose entre su mujer y la
puerta.
La señora de Villefort sintió lo que una tórtola a la que un milano hinca las
garras en la cabeza.
De su pecho brotó un sonido ronco, que no era tu grito ni suspiro, y palideció
hasta ponerse lívida.
—Señor —dijo—, y o… no os comprendo.
Y como herida por un accidente mortal, se dejó caer sobre el sofá.
—Os pregunto —repitió Villefort con una voz completamente tranquila—, en
qué sitio ocultáis el veneno con el que habéis matado a mi suegro, el señor de
Saint-Merán, a mi suegra, a Barrois y a mi hija Valentina.
—¡Ah!, señor —dijo la señora de Villefort—, ¿qué decís?
—No os corresponde preguntar, sino responder.
—¿Al juez o al marido? —balbuceó la señora de Villefort.
—¡Al juez!, señora, ¡al juez!
Espantosa era la palidez de aquella mujer, la angustia de su mirada y el
temblor de todo su cuerpo.
—¡Ah!, ¡señor! —dijo—, ¡señor! —y no pudo continuar.
—¿No respondéis? —prosiguió el terrible inquisidor, y añadió en seguida con
una risa más espantosa aún que su cólera:— ¿es verdad que no negáis?
Ella hizo un movimiento.
—Y no podríais negar —añadió Villefort extendiendo el brazo como para
cogerla en nombre de la justicia—, consumasteis estos crímenes con impúdica
desvergüenza, pero no han podido engañar más que a las personas cuy o afecto
hacia vos las cegaba. Desde la muerte de la señora de Saint-Merán, he sabido
que existía en mi casa un envenenador; después de la de Barrois, Dios me
perdone, mis sospechas recay eron sobre un ángel. Mis sospechas, que aun sin
necesidad de crimen están siempre despiertas en el fondo de mi alma; pero
después de la muerte de Valentina y a no hay duda para mí, señora, y no
solamente para mí, sino ni aun para otros. Así, vuestro crimen, conocido de dos
personas y sospechado por muchas, va a hacerse público, y como os dije hace
un momento, no habláis, señora, al marido, sino al juez.
La mujer escondió el rostro entre las manos.
—¡Oh!, señor —dijo—, os suplico…, no creáis en apariencias.
—¡Seríais tan cobarde! —gritó Villefort con tono de desprecio—. En efecto,
he notado siempre que los envenenadores son cobardes. ¿Seréis cobarde vos, que
habéis tenido valor para ver expirar a dos ancianos y una joven asesinados por
vos?
—¡Señor! ¡Señor!
—¿Seréis tan cobarde, vos que habéis contado uno a uno los minutos de cuatro
agonías? —continuó Villefort con una exaltación que aumentaba a cada instante
—. ¿Vos, que habéis combinado vuestros planes infernales y preparado vuestras
bebidas con una precisión y habilidad milagrosas? Vos, que todo lo habéis
calculado tan bien, habéis olvidado una cosa, es decir, adónde podía conduciros el
descubrimiento de vuestros crímenes. ¡Oh!, esto es imposible, sin duda habéis
reservado algún veneno más dulce, más sutil y más mortífero que los demás
para escapar al castigo que merecéis… Lo habéis hecho, al menos y o así lo
espero.
La señora de Villefort retorcióse las manos y cay ó de rodillas.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —dijo el magistrado—, confesáis; pero la confesión hecha
a los jueces, la confesión en el último trance, cuando y a es imposible negar, no
disminuy e el castigo.
—¡El castigo!, ¡el castigo!, ¡señor!, ¡es la segunda vez que pronunciáis esa
palabra!
—Sin duda. ¿Creíais escapar porque habéis sido cuatro veces culpable? ¿O
porque sois la esposa del que pide la aplicación de la pena, pensasteis sustraeros a
ella? No, señora, no. Sea cual fuere la envenenadora, el cadalso la espera, si,
como os lo decía hace un momento, no ha tenido cuidado de conservar para ella
algunas gotas de su veneno, el más activo.
La señora de Villefort lanzó un grito horrible, un terror espantoso se dejó ver
en sus desencajadas facciones.
—¡Oh!, no temáis el cadalso. No quiero deshonraros, porque sería
deshonrarme. Al contrario, si me habéis entendido, debéis comprender que no
estáis destinada a morir en el patíbulo.
—No os comprendo, ¿qué queréis decir? —balbuceó la desgraciada mujer,
completamente aterrada.
—Quiero decir que la mujer del primer magistrado de la capital no cubrirá
de oprobio un nombre sin mancilla, y no deshonrará a la vez a su marido y a su
hijo.
—¡No!, ¡oh!, ¡no!
—Pues bien, haréis una buena acción, y os doy por ello las gracias.
—Me dais las gracias, ¿de qué?
—De lo que habéis dicho.
—¿Y qué he dicho? Yo me vuelvo loca. No comprendo nada. ¡Dios mío!
¡Dios mío!
Y se levantó con el cabello suelto y los labios llenos de espuma.
—¿Habéis respondido, señora, a la pregunta que os hice al entrar aquí, dónde
está el veneno de que os servís corrientemente?
La señora de Villefort levantó los brazos al cielo y juntó convulsivamente las
manos.
—No —vociferó—, no queréis eso…
—Lo que no quiero, señora, es que acabéis en el cadalso, ¿me oís?
—¡Oh!, señor, piedad.
—Lo que quiero es que se haga justicia. Estoy en el mundo para castigar,
señora —añadió con una mirada encendida—. A cualquier otra mujer, aunque
fuese una reina, la enviaría al verdugo. Pero con vos quiero ser misericordioso, y
os digo, señora, ¿habéis guardado algunas gotas del veneno más seguro?
—¡Oh!, perdonadme, dejadme vivir.
—¡Cobarde! —dijo Villefort.
—Pensad que soy vuestra esposa.
—¡Sois una envenenadora!
—¡En nombre del cielo!
—¡No!
—¡Por el amor que me habéis profesado siempre!
—¡No!, ¡no!
—¡Por mi hijo, por nuestro hijo, dejadme vivir!
—No, no, no, os digo; si os dejase vivir le envenenaríais algún día como a los
demás.
—¡Yo! ¡Matar a mi hijo! —gritó aquella madre salvaje arrojándose sobre
Villefort—, ¡matar a mi Eduardo! ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!
Una sonrisa infernal, de demonio, de demente, terminó la frase y se perdió
en un ronco suspiro.
La señora de Villefort cay ó a los pies de su marido.
Escuchaba temblando, aterrada. Sólo había vida en sus ojos, y éstos ocultaban
un fuego terrible.
—Pensad en ello, os digo. Si a mi vuelta no lo habéis hecho, os denuncio con
mis propios labios, os prendo con mis propias manos.
Villefort se acercó aún más a ella.
—¿Me entendéis? —le dijo—, voy allá abajo a pedir la pena de muerte
contra un asesino… Si os encuentro viva a la vuelta, dormiréis esta noche en la
Conserjería.
La señora de Villefort lanzó un suspiro. Sus nervios se crisparon y cay ó sobre
la alfombra.
El procurador del rey sintió un instante de piedad, la miró menos
severamente, e inclinándose un poco ante ella:
—Adiós, señora —dijo lentamente—, ¡adiós!
Aquel adiós cay ó sobre ella como la mortífera cuchilla.
Cay ó al suelo sin sentido.
El señor de Villefort salió y cerró la puerta dando doble vuelta a la llave.
Capítulo XXX
Sesión judicial
Elsociedad,
caso Benedetto, como se decía entonces en el Palacio de justicia y en la
había producido una enorme sensación. Parroquiano del café de
París, del boulevard de Gante y del bosque de Bolonia, el falso Cavalcanti había
hecho una porción de amistades y relaciones durante los tres meses de esplendor
que había vivido en París. Los diarios habían contado las diversas vicisitudes del
acusado, tanto durante su vida elegante, como la de presidiario. Aquello suscitó
una curiosidad muy viva. Sobre todo entre los que habían conocido al príncipe
Cavalcanti personalmente, y éstos estaban decididos a no perdonar medio para ir
a ver en el banquillo de los acusados a Benedetto, asesino de su compañero de
cadena.
A los ojos de muchas personas, Benedetto no era una víctima, sino una
equivocación de la justicia. Habían visto al señor Cavalcanti padre, en París, y
esperaban verle aparecer de nuevo para reclamar a su ilustre descendiente. Los
que no habían oído hablar jamás de la famosa polaca, con la que llegó a casa de
Montecristo, se hallaban prevenidos a su favor por el aire de dignidad, nobleza y
conocimiento del mundo del anciano patricio, el que, preciso es decirlo, parecía
completamente un gran señor cuando no hablaba o se ocupaba de aritmética.
En cuanto al acusado, muchos recordaban haberle visto tan amable, apuesto
y liberal, que preferían creer que se había urdido contra él alguna trama por
parte de alguno de aquellos enemigos que encuentran en el mundo las personas
extraordinariamente ricas, y que poseen los medios de hacer el bien o el mal de
un modo maravilloso.
Todo el mundo se apresuró a asistir a la sesión del tribunal del Jurado, unos
para divertirse con el espectáculo, otros para comentarlo. Desde las siete de la
mañana acudió gente a la reja, y la sala de las sesiones estaba y a llena de
privilegiados.
En los días de los procesos famosos, antes de que se constituy a el tribunal, y
muchas veces aun después, la sala de Audiencia se parece a un salón particular,
en el que muchas personas se reconocen, se juntan unas con otras cuando están
cerca y se hablan por señas, temiendo perder su sitio, cuando están separadas por
el pueblo, los abogados y los gendarmes.
Hacía uno de aquellos magníficos días de otoño que varias veces vienen a
consolarnos de la ausencia del estío. Las nubes que el señor de Villefort viera al
despuntar la aurora, se disiparon como por arte de magia al ray ar el sol, y
dejaron lucir con toda su brillantez uno de los días más hermosos de septiembre.
Beauchamp, uno de los magnates de la prensa diaria, tenía su sitio seguro en
el tribunal, como en todas partes, lo había ocupado y miraba con sus gemelos a
derecha e izquierda. Vio a Château-Renaud y a Debray, que habían merecido las
consideraciones de un guardia municipal, el cual les cedió su sitio, colocándose
detrás para no impedirles la vista. El digno agente había conocido al millonario y
secretario del ministro, y se mostró muy cortés con sus nobles vecinos,
permitiéndoles se acercasen a Beauchamp, y prometiéndoles guardarles sus
sitios.
—Y bien —dijo Beauchamp—, ¿venimos a ver a nuestro amigo?
—Sí, ¡Dios mío!, sí, ¡al digno príncipe! Llévese el diablo a todos los príncipes
italianos, ¡bah…!
—Un hombre que tenía a Dante por genealogista, y cuy o origen se
remontaba hasta la Divina Comedia.
—Nobleza de cuerda —dijo con sorna Château-Renaud.
—Será condenado, ¿no es cierto? —preguntó Debray a Beauchamp.
—¡Eh!, querido mío, no sois vos el que debéis preguntarnos eso. ¿Ay er visteis
al presidente a la salida del baffle del ministro?
—Sí.
—¿Y qué os dijo?
—Una cosa que os dejará maravillado.
—¡Ah!, entonces hablad pronto, mi querido amigo. Hace mucho tiempo que
no me sucede tal cosa.
—Pues bien, me ha dicho que Benedetto, al que suele considerarse como un
fénix de sutileza y astucia, es un pillo de orden muy subalterno, e indigno de los
experimentos frenológicos que se harán con su cabeza después de guillotinado.
—¡Bah! —dijo Beauchamp—, no representaba del todo mal el papel de
príncipe.
—Para vos, Beauchamp, que detestáis a los príncipes, y que estáis encantado
cuando les halláis maneras poco finas, pero para mí, que a la legua descubro el
noble, y deduzco el origen de una familia aristocrática, en seguida le conocí.
—¿Así, jamás creísteis en su principado?
—Creí en que era principal, sí; príncipe, no.
—No está mal —dijo Debray —, pero para cualquier otro podría pasar por
tal, y o le he visto en casa de los ministros.
—¡Ah!, sí —dijo Château-Renaud—, ¡como si vuestros ministros conociesen
a los verdaderos nobles!
—Hay mucho de verdad en lo que acabáis de decir, Château-Renaud —
respondió Beauchamp echándose a reír—; la frase es corta, pero agradable. Os
pido permiso para usar de ella cuando dé cuenta a mis lectores de lo que ha
sucedido.
—Como gustéis, Beauchamp —dijo Château-Renaud—, os doy mi frase por
lo que vale.
—Pero —dijo Debray a Beauchamp—, si y o he hablado al presidente, vos
debéis haber hablado al procurador del rey.
—Imposible. Hace ocho días que el señor de Villefort se oculta, y es muy
natural. Tantas desgracias domésticas, coronadas por la extraña muerte de su
hija…
—¡La extraña muerte! ¿Qué decís?
—¡Ah!, sí; haceos el ignorante bajo el pretexto de que eso sucede en casa de
la nobleza de toga —dijo Beauchamp llevando su lente a los ojos.
—Permitidme, amigo mío, que os diga que para los gemelos no valéis tanto
como Debray. Y vos, Debray, dad una lección al señor Beauchamp.
—Toma —dijo Beauchamp—, no me equivoco.
—¿Qué es, pues?
—Es ella.
—¿Quién?
—Decían que se había marchado.
—¿La señorita Eugenia? —preguntó Château-Renaud—, ¿habrá regresado
y a?
—No, pero su madre…
—¿La señora Danglars?
—¡Cómo! —dijo Château-Renaud—, ¡es terrible, diez días después de
haberse fugado su hija, y tres después de la quiebra de su marido!
Debray se sonrojó un poco y miró hacia el sitio que señalaba su amigo
Beauchamp.
—Vay a, pues. Es una mujer cubierta con un velo, una desconocida, quizá la
madre del príncipe Cavalcanti. ¿Pero decíais o ibais a decir cosas muy
interesantes, Beauchamp?
—¿Yo?
—Sí; hablabais de la extraña muerte de Valentina.
—¡Ah!, sí; es verdad. Pero ¿por qué la señora de Villefort no está presente?
—¡Pobre mujer! —dijo Debray —, estará ocupada en destilar agua de melisa
para los hospitales, o en preparar cosméticos para ella y sus amigas. ¿Sabéis que
gasta en esa diversión dos o tres mil escudos al año? Y en efecto, tenéis razón.
¿Por qué no está aquí la señora del procurador del rey ? La habría visto con gran
placer. Me gusta mucho esa mujer.
—Y y o la detesto —dijo Château-Renaud.
—¿Por qué?
—No lo sé. ¿Por qué amamos? ¿Por qué aborrecemos? La detesto por
antipatía.
—O, al menos, por instinto.
—No lo creo… pero volvamos a lo que decíais, Beauchamp.
—¡Y bien! —respondió éste—, ¿tenéis curiosidad por saber cómo hay con
frecuencia tantos muertos en casa de Villefort?
—Con frecuencia, ésta es la expresión exacta —dijo Château-Renaud.
—Querido, es la que usa San Simón.
—Y la muerte en casa del señor de Villefort es donde se la encuentra.
Volvamos, pues, a ella.
—¡Por vida mía!, confieso que hace tres meses tengo fija mi atención en esa
casa, y precisamente anteay er la señora me hablaba de ella con motivo de la
muerte de Valentina.
—¿Y quién es la señora? —preguntó Château-Renaud.
—La mujer del ministro.
—¡Ah!, disculpad mi ignorancia, y o no frecuento las casas de los ministros.
Eso queda para los príncipes.
—Erais magnífico y os volvéis divino, barón. Tened piedad de nosotros.
Vuestras palabras van a abrasarnos como los ray os de Júpiter.
—No volveré a decir nada. ¡Pero que el diablo tenga piedad de mí! ¡No me
deis lugar para replicar!
—Vamos, ¿podremos llegar al fin de nuestro diálogo, Beauchamp? Os decía
que la señora me preguntaba anteay er sobre las muertes de Villefort;
informadme, y podré satisfacerla.
—Pues bien, señores, en casa de Villefort hay un asesino.
Ambos jóvenes temblaron, porque más de una vez se les había ocurrido la
misma idea.
—¿Y quién es el asesino? —preguntaron a una.
—El pequeño Eduardo.
Una risotada de los jóvenes no fue bastante para turbar al orador, que
prosiguió:
—Sí, señores; un niño que es un fenómeno, y que mata y a como padre y
madre.
—¿Es una broma?
—No. Ay er recibí un criado que sale de casa de Villefort, y ahora escuchad
con atención.
—Escuchemos.
—Mañana voy a despedirlo, porque come enormemente para reponerse de
los ay unos que se había impuesto voluntariamente en aquella casa. Pues bien.
Parece que el niño se sirve de vez en cuando de un frasco de drogas contra los
que le desagradan. Primero la tomó con el señor y la señora de Saint-Merán, y
les dio tres gotas de su elixir. Después a Barrois, el criado de Noirtier, que le
regañó en varias ocasiones, le suministró otras tres gotas, y últimamente, a
Valentina, a la que tenía envidia, le suministró también la dosis, y la suerte de ella
fue la misma de los demás.
—¿Pero qué diablos nos contáis? —dijo Château-Renaud.
—¡Bah!, os cuento una cosa del otro mundo, ¿verdad?
—Eso es absurdo —dijo Debray.
—¡Ah! —dijo Beauchamp—, buscáis medios dilatorios. Preguntad a mi
criado qué era lo que se decía en la casa.
—¿Pero ese elixir dónde está? ¿Qué cosa es?
—El chico lo oculta.
—¿De dónde lo ha tomado?
—Del laboratorio de su madre.
—Su madre, pues, ¿tiene venenos en su laboratorio?
—¡Qué sé y o!, me estáis interrogando como si fueseis procuradores del rey.
Os repito lo que me han dicho, y he aquí todo. Os cito al autor, no puedo hacer
más. Lo cierto es que el pobre diablo no comía de miedo.
—¡Parece increíble!
—Pero no, querido, nada tiene de increíble. Ya visteis el año pasado a un niño
de la calle de Richelieu que se entretenía en matar a sus hermanos,
introduciéndoles mientras dormían un alfiler en los oídos. ¡Querido, la generación
que va a reemplazarnos es muy precoz!
—Apuesto a que no creéis una palabra de cuanto decís, pero no veo al conde
de Montecristo. ¿Cómo es que no ha venido?
—Tendrá vergüenza de presentarse ante el público, habiendo sido el juguete
de los Cavalcanti, que se le presentaron, según parece, con cartas de
recomendación que eran falsas, y que hoy tienen unos cien mil francos
hipotecados sobre el principado.
—A propósito, Château-Renaud, ¿cómo se encuentra Morrel? —preguntó
Beauchamp.
—Tres veces he estado en su casa y no he podido verle. Su hermana me ha
dicho, sin embargo, que estaba bien.
—¡Ah!, ahora que recuerdo. ¡Montecristo no puede presentarse en la sala! —
dijo Beauchamp.
—¿Por qué?
—Porque es actor en el drama.
—¡Cómo! ¿Ha asesinado a alguien? —dijo Debray.
—No, al contrario, querían asesinarle. Sabéis que al salir de su casa fue
cuando Benedetto asesinó a su amigo Caderousse; en ella se encontró el famoso
chaleco que vino a turbar el contrato, y que está allí sobre la mesa, como una
pieza de convicción.
—¡Ah!, ¡es verdad!
—Silencio, señores, he aquí la sala. A vuestro sitio.
En efecto, oíase gran ruido en el pretorio. El agente llamó a sus protegidos y
un ujier gritó desde la puerta con aquella entonación que tenían y a en tiempo de
Beaumarchais:
—¡Señores, la sala!
Capítulo XXXI
El procesamiento
Losocuparon
jueces entraron en sesión en medio del más profundo silencio. Los jurados
sus asientos. El señor de Villefort, objeto de la atención general, y
aun mejor diremos de la admiración, ocupó su sillón, manteniéndose cubierto, y
dejó correr una mirada tranquila a su alrededor. Todos contemplaban con
admiración aquella cara grave y severa, sobre cuy a impasibilidad no tenían
dominio los disgustos personales. Consideraban con una especie de terror a aquel
hombre tan insensible a las conmociones de la humanidad.
—Gendarmes, introducid al acusado —dijo el presidente.
Al oír aquellas palabras creció la atención del público, y todos los ojos se
fijaron en la puerta por donde debía entrar Benedetto. Abrióse ésta poco después
y apareció el acusado. La impresión fue igual en todos los asistentes, y ninguno
se engañó en la expresión de su fisonomía.
Su fisonomía no presentaba las señales de emoción profunda que detiene la
circulación de la sangre y hace palidecer. Llevaba el sombrero en una mano y
metida la otra graciosamente en el chaleco, que era de piqué blanco. Sus ojos
estaban serenos y hasta brillantes. Tan pronto como entró en la sala, paseó la vista
por todas las filas de los jueces y de los asistentes, y se detuvo en el presidente, y
muy particularmente en el procurador del rey.
Al lado de Benedetto se colocó el abogado, nombrado de oficio, porque él no
había querido ocuparse de aquellos detalles a los cuales parecía no dar
importancia. Aquél era joven, rubio, y su fisonomía parecía estar mucho más
conmovida que la del acusado.
El presidente ordenó la lectura del acta de acusación, redactada como se
sabe, por la pluma hábil e implacable del señor Villefort. Durante la lectura, que
fue larga y para cualquier otro hubiera sido aterradora, la atención pública
permaneció fija en Benedetto, quien sostuvo aquella prueba con la serenidad de
un espartano.
Jamás había estado Villefort tan elocuente. Presentaba el crimen con los
colores más vivos. Los antecedentes del acusado, su transfiguración, la reseña de
sus acciones desde su primera edad, se pintaban con el talento que la práctica de
la vida y el conocimiento del corazón humano daban a un hombre de tan buena
imaginación como el procurador del rey.
Con sólo aquel preámbulo, Benedetto estaba perdido para siempre en la
opinión pública, en tanto que se acercaba el castigo más material aún que la ley.
Cavalcanti no prestó la menor atención a los cargos sucesivos que contra él se
elevaban. El señor de Villefort, que le examinaba cuidadosamente, y que sin
duda proseguía en él los estudios psicológicos que había empezado a la vista de
otros acusados, no pudo hacerle bajar los ojos una sola vez, por más que fijase en
él su profunda mirada.
Terminóse la lectura.
—Acusado —dijo el presidente—, ¿vuestro nombre y apellido?
Cavalcanti se puso en pie.
—Dispensadme, señor presidente —dijo el reo, cuy o timbre de voz vibraba
perfectamente puro—, pero veo que vais a empezar el interrogatorio de un modo
que no puedo seguiros. Tengo la pretensión, que justificaré a su tiempo, de que no
soy un acusado ordinario. Tened la bondad, os ruego, de permitirme responder
siguiendo un orden distinto, sin que por esto deje de contestar a todo.
El presidente, sorprendido, miró a los jurados, y éstos al procurador del rey.
Un gran asombro se manifestó en toda la asamblea, pero Cavalcanti no se
conmovió.
—¿Vuestra edad? —dijo el presidente—, ¿responderéis a esta pregunta?
—A ésa, como a las demás, responderé, señor presidente, pero cuando llegue
el caso.
—¿Vuestra edad? —repitió el magistrado.
—Tengo veintiún años, o más bien los cumpliré dentro de algunos días, pues
nací en la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817.
El señor de Villefort, que estaba escribiendo una nota, levantó la cabeza al oír
aquella fecha.
—¿Dónde nacisteis? —continuó el presidente.
—En Auteuil, cerca de París.
El señor de Villefort levantó por segunda vez la cabeza, miró a Benedetto
como si hubiese mirado la cabeza de Medusa y se puso lívido.
Benedetto pasó por sus labios la punta de un fino pañuelo de batista bordado.
—¿Vuestra profesión? —preguntó el presidente.
—Primero he sido falsario —dijo Cavalcanti con la may or tranquilidad del
mundo—, después ascendí a ladrón, y recientemente he sido asesino.
Un murmullo, o por mejor decir, una tempestad de indignación y de sorpresa
estalló en la sala. Los jueces se miraron asombrados, los jurados expresaron el
disgusto que les causaba un cinismo que no esperaban en un hombre elegante.
El señor de Villefort apoy ó una mano sobre su frente, pálida al principio,
encarnada y abrasadora en seguida. Levantóse de pronto, y miró alrededor
como un hombre espantado. Parecía que le faltaba el aliento.
—¿Buscáis algo, señor procurador del rey ? —preguntó Benedetto con
graciosa sonrisa.
El señor de Villefort no respondió, se sentó, o por mejor decir, se dejó caer
sobre su sillón.
—¿Consentís ahora, acusado, en decir vuestro nombre? —preguntó el
presidente—. La afectación brutal que habéis puesto en enumerar vuestros
crímenes, que calificáis de profesión, la especie de importancia que dais a esas
acciones, que en nombre de la moral y de la humanidad el tribunal debe
reprenderos severamente, he ahí la causa quizá que ha hecho retardéis el
nombraros. Queréis enaltecer vuestro hombre con los títulos que le preceden.
—Señor presidente —dijo Benedetto con el tono de voz más gracioso y con
las maneras más distinguidas—, parece increíble el modo con que habéis leído en
el fondo de mi corazón. En efecto, por eso os he rogado que invirtieseis el orden
de las preguntas.
El estupor había llegado a su colmo. No había en las palabras del acusado ni
altanería, ni cinismo, y se presentía algún terrible ray o en el fondo de aquella
oscura nube.
—¡Y bien! —dijo el presidente—, ¿vuestro nombre?
—No puedo deciros mi hombre, porque no lo sé. En cambio conozco el de mi
padre, pero no puedo decirlo.
Una alucinación dolorosa cegó a Villefort. Viéronse caer de sus mejillas
varias gotas de sudor que borraban sus papeles, que revolvió con mano convulsa.
—Decidnos el hombre de vuestro padre —dijo entonces el presidente.
Ni una respiración fuerte, ni el menor aliento turbaba el silencio de aquella
asamblea. Todos esperaban.
—Mi padre es procurador del rey —respondió con calma imperturbable
Cavalcanti.
—¡Procurador del rey ! —dijo estupefacto el presidente sin notar el trastorno
que aquellas palabras causaron al señor de Villefort—, ¡procurador del rey !
—Sí, y y a que me preguntáis su hombre, os lo diré: se llama de Villefort.
La explosión, tanto tiempo contenida por respeto a la justicia, estalló como un
trueno del pecho de todos los asistentes. El tribunal mismo no pensó en reprimir
aquel simultáneo movimiento. Las exclamaciones, las injurias dirigidas a
Benedetto, que permanecía impasible, los gestos enérgicos, el movimiento de los
gendarmes, las rechiflas de la parte del pueblo bajo que hay en toda reunión
pública, y que sale a la luz en los momentos de tumulto y escándalo, duraron
cinco minutos, antes que los magistrados y los ujieres lograsen restablecer el
orden y el silencio.
En medio de aquella confusión se oía la voz del presidente que gritaba:
—¿Queréis jugar con la justicia, acusado? ¿Os atrevéis a dar a vuestros
conciudadanos el espectáculo de una corrupción que no tiene igual ni siquiera en
una época tan relajada como la presente?
Diez personas se apresuraron a acercarse al procurador del rey, que medio
aterrado permanecía en su asiento; ofreciéndole consuelos, procuraron animarle,
y le hicieron protestas de celo y simpatía.
Decían que una mujer se había desmay ado, hiciéronla respirar varias sales,
y se repuso.
Durante el tumulto, Benedetto había vuelto la cara sonriéndose hacia la
asamblea, y apoy ando en seguida una mano en el respaldo de su banco y en la
postura más graciosa:
—Señores —dijo—, no permita Dios que procure insultar al tribunal, y dar un
escándalo inútil en presencia de tan honorable reunión. Me han preguntado qué
edad tengo, he respondido. No puedo decir de dónde soy ni cuál es mi apellido,
porque mis padres me abandonaron. Sin embargo, puedo muy bien, sin decir mi
hombre, puesto que no lo tengo, decir el de mi padre, y lo repito, mi padre se
llama el señor de Villefort, y estoy pronto a probarlo.
Tanta verdad, tanta convicción y energía había en el acento del joven que
redujo el tumulto al silencio. Las miradas se dirigieron todas en el momento al
procurador del rey, que conservaba en su asiento la inmovilidad de un hombre
que el ray o acaba de convertir en cadáver.
—Señores —continuó Benedetto exigiendo el silencio con el gesto y con la
voz—, os debo la prueba y la explicación de mis palabras.
—¡Pero… —dijo el presidente, irritado—, en la instrucción dijisteis que os
llamaban Benedetto, habéis dicho que erais huérfano y natural de Córcega!
—En la instrucción dije lo que me convenía decir, porque no quería que se
debilitase o detuviese, lo que no podía menos de suceder, el eco solemne que
quería dar a mis palabras.
» Os repito ahora que nací en Auteuil, en la noche del 27 al 28 de septiembre
de 1817, y que soy hijo de Villefort, procurador del rey. ¿Queréis saber más
detalles? Os los contaré.
» Vine al mundo en el primer peso de la casa número 28, de la calle de la
Fontaine, en una habitación tapizada de damasco encarnado. Mi padre me tomó
en los brazos diciendo a mi madre que estaba muerto. Me envolvió en un paño,
marcado H. N., y me llevó al jardín, donde me enterró vivo.
Los presentes temblaron cuando vieron crecer la seguridad del acusado con
el espanto del señor de Villefort.
—¿Pero cómo conocéis esos detalles? —preguntó el presidente.
—Voy a decíroslo, señor presidente. En el jardín en que mi padre acababa de
sepultarme se había introducido aquella noche un hombre que le odiaba
mortalmente, y quería vengarse del modo que lo hace un corso. El hombre que
estaba oculto vio a mi padre enterrar algo, y le asestó una puñalada por la
espalda cuando estaba a la mitad de su operación; crey endo en seguida que lo
que había ocultado era un tesoro, abrió la fosa y me halló vivo aún. Ese hombre
me llevó al hospicio de los expósitos, donde me inscribieron con el número treinta
y siete. Tres meses más tarde, su mujer hizo el viaje de Rogliano a París para
venir a buscarme. Me reclamó como hijo suy o, y me llevó consigo.
» He aquí por qué, aunque nacido en Auteuil, me crié en Córcega.
Hubo un instante de silencio, pero tan profundo, que se hubiera creído que la
sala estaba desierta.
—Continuad —dijo la voz del presidente.
—En verdad —continuó Benedetto—, hubiera podido ser dichoso en casa de
aquellas buenas gentes que me adoraban, pero mi natural perverso pudo más que
todas las virtudes que procuraba infundir en mi corazón mi madre adoptiva. Fui
creciendo en el mal, y he llegado hasta el crimen. Finalmente, un día que
maldecía a Dios por haberme hecho tan malo y dado tan odioso destino, mi
padre adoptivo se acercó a mí y me dijo:
» “¡No blasfemes, desgraciado!, porque Dios lo ha dado la vida sin cólera. El
crimen es de tu padre, y no tuy o; de tu padre, que lo entregaba al infierno si
hubieses muerto, a la miseria, si un milagro lo volvía a la vida”.
» A partir de aquel instante, cesé de blasfemar a Dios, pero he maldecido a
mi padre, y he aquí por qué he pronunciado las palabras que me habéis
reprochado, señor presidente. He aquí por qué he causado el escándalo que aún
hace temblar a todos. Si es un crimen más, castigadme, pero si os he convencido
de que desde el día de mi nacimiento mi destino era fatal, doloroso, amargo,
lamentable, tened entonces compasión de mí.
—¿Pero vuestra madre? —preguntó el presidente.
—Mi madre me creía muerto, y no era culpable; no he querido saber el
nombre de mi madre, no la conozco.
En aquel momento un grito agudo que terminó en un suspiro salió del grupo
que, como hemos dicho, rodeaba a una mujer.
Desplomóse con un violento ataque de nervios, y tuvieron que sacarla del
pretorio; separóse el velo que ocultaba su rostro: era la señora Danglars.
A pesar de su postración, del rumor que había en sus oídos y la especie de
locura que trastornaba su cerebro, Villefort la reconoció y se levantó.
—¡Las pruebas! ¡Las pruebas! —dijo el presidente—, recordad, acusado, que
ese tejido de horrores necesita apoy arse en las pruebas más evidentes.
—¿Las pruebas? ¿Las pruebas queréis? —dijo Benedetto riéndose—, vais a
verlas.
—Sí.
—Pues bien, mirad al señor de Villefort, y pedidme aún las pruebas.
Todos volvieron los ojos hacia el procurador del rey, que bajo el peso de
aquellas mil miradas avanzó hacia el medio del tribunal, vacilante, con los
cabellos desordenados y la cara sanguinolenta por la presión de sus uñas. Oy óse
un murmullo de admiración.
—Me piden las pruebas, padre mío —dijo Benedetto—, ¿queréis que las dé?
—No, no —balbuceó el procurador del rey con voz ahogada—, no; es inútil.
—¡Cómo! ¿Inútil? —inquirió el presidente—. ¿Pero qué queréis decir?
—Quiero decir que en vano intentaría sustraerme al golpe mortal que me
aterra, señores. Conozco que estoy entre las manos de un Dios vengador. Nada de
pruebas, no hay necesidad; todo lo que ese joven ha dicho es verdad.
Un silencio análogo al que precede a las grandes catástrofes de la naturaleza
se apoderó de los asistentes, sus cabellos se erizaron.
—¿Y qué?, señor de Villefort —dijo el presidente—, ¿no cedéis a una
alucinación? ¡Cómo! ¿Gozáis de la plenitud de vuestras facultades intelectuales?
¿Se concebiría que una acusación tan extraordinaria, tan imprevista y terrible os
hubiese turbado la razón? ¡Vamos, serenaos!
El procurador del rey movió la cabeza, sus dientes daban uno contra otro
como los de un hombre devorado por la fiebre, y su palidez era mortal.
—Estoy en pleno uso de todas mis facultades —dijo—; solamente mi cuerpo
es el que sufre, y esto se concibe. Me reconozco culpable de todo lo que ese
joven acaba de decir contra mí, y me pongo desde ahora a la disposición del
señor procurador del rey, mi sucesor.
Dichas estas palabras con una voz ronca y casi sofocada, el señor de Villefort
se dirigió vacilante a la puerta, que le abrió maquinalmente el ujier de servicio.
La asamblea entera permaneció silenciosa y consternada con aquella
revelación que tan terrible desenlace daba a las peripecias que durante quince
días habían ocupado a la alta sociedad de París.
—¡Y bien! —dijo Beauchamp—. ¡Que vengan luego a decirnos que el drama
no existe en la naturaleza!
—¡Por mi vida! —dijo Château-Renaud—, mejor quisiera concluir como el
señor de Morcef; un tiro es dulce en comparación de semejante catástrofe.
—Y luego mata —dijo Beauchamp.
—Y y o que había pensado en casarme con su hija —dijo Debray —, ¡bien ha
hecho en morirse! ¡Dios mío! ¡Pobre muchacha!
—Se levanta la sesión, señores —dijo el presidente—; la causa queda para la
sesión próxima, pues debe empezarse de nuevo la instrucción y confiarla a otro
magistrado.
Cavalcanti, siempre sereno y mucho más interesante, salió de la sala
escoltado por los gendarmes, que voluntariamente le manifestaban cierta
consideración.
—¡Y bien! ¿Qué pensáis de esto, buen hombre? —preguntó Debray al
guardia municipal poniéndole un luís en la mano.
—Que habrá circunstancias atenuantes —respondió éste.
Capítulo XXXII
Expiación
Elcompactas.
señor de Villefort vio abrirse ante él las filas de la multitud, aunque muy
Los grandes dolores son de tal modo venerables que no hay
ejemplo ni aun en los tiempos más desgraciados, de que el primer movimiento
de la multitud reunida no hay a sido un movimiento de simpatía hacia una gran
desgracia. Muchas gentes odiadas han sido asesinadas en un tumulto. Raras veces
un desgraciado, aunque fuese criminal, ha sido insultado por los que asisten a su
proceso de muerte.
Villefort atravesó, pues, las filas de los espectadores, de los guardias, de los
agentes de policía, y se alejó, confesado culpable por sí mismo, pero protegido
por su valor.
Existen en la vida situaciones que los hombres comprenden por instinto, pero
que no pueden desentrañar con la reflexión. El may or poeta en este caso es el
que sabe expresar la queja más vehemente y más natural. La multitud toma este
grito por una relación entera, y hace bien en contentarse con él, y mejor aún, en
encontrarlo sublime si es verdadero.
Por lo demás, sería difícil decir el estado de estupor en que Villefort se
hallaba al salir del palacio, pintar la fiebre que estremecía sus arterias, que
helaba sus fibras, que hinchaba hasta reventar sus venas y aniquilaba cada punto
de su cuerpo mortal con millares de sufrimientos.
Villefort se dirigía a lo largo de los pasillos, guiado solamente por la
costumbre. Quitóse la toga magistral, no por conveniencia, sino porque era para
él una carga insoportable, una túnica de Nesso, fecunda en torturas.
Llegó vacilante al patio Dauphine, vio su carruaje, despertó al cochero
abriendo él mismo, y se dejó caer sobre los cojines señalando con el dedo la
dirección del barrio de San Honorato.
El cochero partió.
Todo el peso de su fortuna fracasada acababa de desplomarse sobre su
cabeza; este peso le abrumaba, no sabía sus consecuencias, no las había
calculado y las sentía; no razonaba su código como el frío asesino que comenta
un artículo conocido. Tenía a Dios en el fondo del corazón.
—¡Dios! —murmuraba sin saber lo que decía—. ¡Dios! ¡Dios!
No veía más que a Dios en medio del trastorno que por él pasaba.
El carruaje corrió precipitado. Villefort, agitándose sobre los cojines, sentía
algo que le molestaba.
Llevó la mano al objeto. Era un abanico olvidado por la señora de Villefort
entre el cojín y el respaldo del carruaje. Este abanico despertó un recuerdo, y
este recuerdo fue como un ray o en las tinieblas de la noche.
Villefort pensó en su esposa.
—¡Oh! —exclamó, como si un hierro ardiendo le perforase el corazón.
En efecto, hacía una hora que no tenía a la vista más que un lado de su
miseria, y he aquí que de repente se ofrecía otro a su espíritu, y otro no menos
terrible.
« ¡Esa mujer!» . Acababa de portarse con ella como un juez severo e
inexorable, la había condenado a muerte, y ella, ella, aterrorizada, llena de
remordimientos, abismada con el oprobio que acababa de causarle con la
elocuencia de su intachable virtud, pobre mujer débil e indefensa contra un poder
absoluto y supremo, se preparaba acaso a morir en aquellos instantes.
Había transcurrido una hora desde su condenación. Tal vez entonces repasaba
en su memoria todos sus crímenes, pedía perdón a Dios, escribía una carta para
implorar de rodillas el perdón de su virtuoso esposo, perdón que compraba con la
muerte.
Villefort lanzó otro quejido de dolor y de rabia.
—¡Ah! —exclamó agitándose sobre el raso del carruaje—, ¡esa mujer no es
criminal más que por haberme tocado! ¡Yo soy el crimen, y o! ¡Y ha adquirido el
crimen como se adquiere el tifus, como se adquiere el cólera, como se adquiere
la peste, y y o la castigo! ¡Oh!, ¡no!, ¡no!, vivirá…, me seguirá… Huiremos,
abandonaremos Francia, correremos por la tierra mientras nos sostenga. ¡Le
hablaba de cadalso…! ¡Gran Dios! ¡Cómo osé pronunciar esta palabra! ¡Y a mí
también me espera el cadalso…! Huiremos… Sí, me confesaré a ella, sí; todos
los días le diré humillándome que y o también he cometido un crimen… ¡Oh!
¡Alianza del tigre y de la serpiente! ¡Oh! ¡Digna esposa de un marido como
y o…! ¡Es preciso que viva, es necesario que mi infamia haga palidecer la suy a!
Y Villefort hundió, más que bajó, el vidrio del coche.
—¡Más aprisa! —exclamó con una voz que hizo estremecer al cochero en su
asiento.
Los caballos, avivados por el miedo, volaron hasta llegar a la casa.
—¡Sí!, ¡sí! —repetía Villefort a medida que se acercaba—, sí; es preciso que
esta mujer viva, es preciso que se arrepienta y que eduque a mi hijo, mi pobre
hijo, único que con el indestructible anciano sobrevive a la ruina de la familia. Le
amaba, por él lo ha hecho todo. No hay que desesperar jamás del corazón de una
madre que ama a su hijo. Se arrepentirá. Nadie sabrá que ha sido culpable; los
crímenes cometidos en mi casa y de que el mundo se entera y a, serán olvidados
con el tiempo, y si algunos enemigos se acuerdan, les anotaré en la lista de mis
crímenes. Uno, dos o tres más, ¡qué importa! Mi mujer se salvará llevando el
oro, y sobre todo llevando su hijo, lejos del abismo en donde me parece ver caer
el mundo conmigo. Vivirá, aún será dichosa, puesto que todo su amor está en su
hijo, y su hijo no la abandonará. Habré hecho una buena acción.
Y el señor de Villefort respiró más libremente de lo que lo había hecho en
mucho tiempo.
El carruaje se detuvo en el patio de la casa.
El procurador del rey se lanzó del estribo y halló a los criados sorprendidos de
verle volver tan pronto. No ley ó otra cosa en su fisonomía. Nadie le dirigió la
palabra. Paráronse ante él como de costumbre, para dejarle paso. Esto fue todo.
Pasó por la cámara de Noirtier, y por la puerta entreabierta percibió como
dos sombras, pero no se preocupó de la persona que estaba con su padre. Su
inquietud le trastornaba.
—Vamos —dijo subiendo la escalerilla que conducía al descansillo, donde
estaba la habitación de su mujer y la cámara vacía de Valentina—, vamos, nada
ha cambiado aquí.
Antes de todo, cerró la puerta del descansillo.
—Es conveniente que nadie nos interrumpa —dijo Villefort—, conviene que
pueda hablarle libremente, acusarme a ella, decírselo todo.
Acercóse a la puerta, puso la mano en el botón de cristal, y cedió.
—¡Paso libre! ¡Oh!, ¡bien, muy bien! —murmuró.
Y entró en el pequeño salón en donde todas las noches se ponía el lecho de
Eduardo, porque aunque en pensión, Eduardo venía todas las noches. Su madre
no había querido nunca separarse de él.
Recorrió con una mirada todo el salón.
—Nadie —dijo—, está en su alcoba, sin duda.
Y se dirigió a la puerta.
El cerrojo estaba corrido.
Se detuvo estremecido.
—¡Eloísa! —exclamó.
Parecióle oír mover un mueble.
—Eloísa —repitió.
—¿Quién es? —preguntó la voz de la que llamaba.
Parecióle que esta voz era más débil que otras veces.
—¡Abrid! ¡Abrid! —exclamó Villefort—, ¡soy y o!
Sin embargo, a pesar de esta orden, a pesar del tono angustiado con que era
proferida, no abrieron.
Villefort abrió la puerta de una patada.
A la entrada de su dormitorio, la señora de Villefort estaba en pie, pálida, con
las facciones contraídas, mirándole con ojos de una inmovilidad espantosa.
—¡Eloísa! ¡Eloísa! —dijo—, ¿qué os ocurre? ¡Hablad!
La joven extendió hacía él su mano crispada y lívida.
—Esto se ha acabado, señor —dijo con un quejido que parecía desgarrar su
garganta—, ¿qué más queréis?
Y cay ó sobre la alfombra. Villefort corrió a ella y la cogió de la mano. Esta
mano oprimía convulsivamente un frasco de cristal con tapón de oro. La señora
de Villefort estaba muerta. El procurador del rey, sobrecogido de horror,
retrocedió hasta la puerta, mirando el cadáver.
—¡Hijo mío! —exclamó de repente—, ¿dónde está mi hijo? ¡Eduardo!
¡Eduardo!
Y se precipitó fuera de la habitación, gritando:
—¡Eduardo! ¡Eduardo!
Con tal acento de angustia era pronunciado este nombre, que acudieron los
criados.
—¡Hijo mío! ¿Dónde está mi hijo? —preguntó Villefort—. Que le saquen de
casa, que no la vea.
—El señorito Eduardo no está abajo —respondió un criado.
—Jugará sin duda en el jardín. Mirad si está allí. ¡Buscadle!
—No, señor. La señora llamó a su hijo hará media hora aproximadamente. El
señorito Eduardo entró con la señora, y no ha vuelto a bajar.
Un sudor helado inundó la frente de Villefort, sus pies vacilaron sobre las
baldosas, sus ideas comenzaron a trastornar su cabeza como las ruedas
desordenadas de un reloj que se rompe.
—¡Con la señora! —murmuró—, ¡con la señora! —Y volvió lentamente
sobre sus pasos, enjugándose la frente con una mano y apoy ándose con la otra
en las paredes.
Al volver a entrar en la estancia, era preciso ver de nuevo a aquella
desgraciada.
Para llamar a Eduardo, era preciso despertar el eco del aposento convertido
en féretro mortuorio. Hablar, era violar el silencio de la tumba.
Villefort sintió su lengua paralizada en la garganta.
—¡Eduardo! ¡Eduardo! —balbuceó.
El niño no contestó. ¿Dónde estaba el niño que, al decir de los criados, había
entrado con su madre, sin volver a salir?
Villefort dio un paso adelante.
El cuerpo exánime de la señora de Villefort estaba tendido a través de la
puerta del salón en donde se hallaba necesariamente Eduardo. Este cadáver
parecía velar sobre el umbral con ojos fijos y abiertos, con una espantosa y
misteriosa sonrisa irónica en los labios.
En derredor del cadáver, la mampara dejaba ver una parte del salón, un
piano y el extremo de un diván de raso azul.
Villefort avanzó tres o cuatro pasos y vio a su hijo acostado en el sofá.
El niño dormía, sin duda.
El infeliz tuvo un rapto de alegría, un ray o de luz pura bajó al infierno en el
cual estaba luchando.
Tratábase de pasar por encima del cadáver, de entrar en el salón, de tomar el
niño en los brazos y de huir con él lejos, ¡muy lejos!
Villefort no era el hombre cuy a refinada corrupción le hacía el tipo de
hombre civilizado; era un tigre herido de muerte que deja los dientes rotos en su
última herida.
No temía las preocupaciones, sino los fantasmas. Tomó aliento y saltó por
encima del cadáver como si se hubiera tratado de saltar por un brasero
encendido. Tomó al niño en sus brazos, estrechándole, sacudiéndole, llamándole.
El niño no le respondió. Unió sus ávidos labios a sus mejillas, a sus mejillas lívidas
y heladas, palpó sus miembros ateridos, apoy ó la mano en su corazón; su corazón
no palpitaba. El niño estaba muerto. Un papel doblado en cuatro pliegues cay ó
del pecho de Eduardo. Como herido de un ray o, Villefort se dejó caer sobre las
rodillas. El niño se escapó de sus brazos inertes y rodó al lado de su madre.
Villefort cogió el papel, conoció la letra de su mujer y lo ley ó ávidamente. He
aquí su contenido:
Villefort no podía dar crédito a sus ojos. No podía creer a su razón. Arrastróse
hacia el cuerpo de Eduardo, que examinó una vez todavía con la atención
minuciosa de la leona que mira a su cachorro muerto. Después brotó un grito
desgarrador de su pecho.
—¡Dios! —murmuró—. ¡Siempre Dios!
Estas dos víctimas le espantaban, sentía en sí el horror de aquella soledad
solamente ocupada por dos cadáveres.
De pronto se veía sostenido por la rabia, por la inmensa facultad de los
hombres fuertes, por la desesperación, por la virtud suprema de la agonía que
impulsó a los Titanes a escalar el cielo, a Áy ax a amenazar a los dioses.
Villefort dobló la cabeza bajo el peso de los dolores, levantóse sobre las
rodillas, sacudió los cabellos húmedos de sudor, erizados de espanto, y el que
jamás había tenido piedad de nadie, se fue a encontrar a su anciano padre para
tener en su debilidad alguien a quien contar su desgracia, alguien con quien llorar.
Bajó la escalera que y a conocemos, y entró en la habitación de Noirtier.
Este parecía escucharle atentamente, tan afectuosamente como lo permitía
su inmovilidad. El abate Busoni estaba allí con la calma y frialdad de costumbre.
Al ver al abate, Villefort llevó la mano a la frente. El pasado vino a él como
una de esas olas, en las cuales se levanta doble espuma que en las demás.
Recordó la visita que le hiciera el abate dos días antes de la comida de
Auteuil, y de la visita que le había hecho el mismo abate el día de la muerte de
Valentina.
—¡Vos aquí, señor! —dijo—, ¿pero vos no me aparecéis jamás que no sea
para escoltar la muerte?
Busoni se levantó. Viendo la alteración del rostro del magistrado, el brillo
feroz de sus ojos, comprendió o debió comprender que la escena de los jurados
había concluido. Ignoraba el resto.
—Vine para orar sobre el cuerpo de vuestra hija —respondió Busoni.
—Y hoy, ¿qué venís a hacer?
—Vengo a deciros que me habéis pagado suficientemente vuestra deuda, y
que desde este momento voy a rogar a Dios que se contente como y o.
—¡Dios mío! —dijo Villefort retrocediendo asustado—, ¡esta voz no es la del
abate Busoni!
—No.
El abate arrancó su falsa tonsura, sacudió la cabeza, y sus largos cabellos
negros, sueltos y a, cay eron sobre sus espaldas rodeando su varonil semblante.
—Es el rostro del conde de Montecristo —exclamó Villefort con los ojos
inciertos.
—No es esto todo, señor procurador del rey, mirad mejor y más lejos.
—¡Esta voz!, ¡esta voz! ¿Dónde la oí por primera vez?
—La oísteis por primera vez en Marsella, hace veintitrés años, el día de
vuestro matrimonio con la señorita de Saint-Merán. Buscad en vuestros papeles.
—¿No sois Busoni? ¿No sois Montecristo? ¡Dios mío, sois el enemigo oculto,
implacable, mortal! ¿Hice algo contra vos en Marsella? ¡Oh, desgraciado de mí!
—Sí, tienes razón, es bien cierto —dijo el conde cruzando los brazos sobre el
pecho—, ¡busca!, ¡busca!
—Mas, ¿qué le he hecho? —exclamó Villefort, cuy o espíritu luchaba y a en el
límite donde se confunden la razón y la demencia en aquellos momentos en que
no puede decirse que dormimos ni que estamos despiertos—. ¿Qué le he hecho?
¡Di, habla!
—Me condenasteis a una muerte lenta y horrorosa, matasteis a mi padre, me
robasteis el amor con la libertad, y la fortuna con el amor.
—¿Quién sois? ¿Quién sois? ¡Dios mío!
—Soy el espectro de un desgraciado al que sepultasteis en las mazmorras del
castillo de If; a este espectro, salido entonces de la tumba, Dios ha puesto la
máscara del conde de Montecristo, y le ha cubierto de diamantes y oro para que
no le reconozcáis hoy.
—¡Ah, le reconozco, le reconozco! —dijo el procurador del rey —, tú eres…
—¡Soy Edmundo Dantés!
—¡Tú, Edmundo Dantés! —exclamó el señor de Villefort, asiendo al conde
por el puño—, ¡entonces ven!
Y le llevó por la escalera, en donde Montecristo le seguía asombrado,
ignorando a qué parte le conducía el procurador del rey, y presintiendo algún
desastre.
—¡Espera!, Edmundo Dantés —dijo mostrando al conde los cadáveres de su
esposa y de su hijo—, ¡atiende, mira! ¿Está bien vengado?
Montecristo palideció ante tan espantoso espectáculo. Comprendió que
acababa de traspasar los derechos de la venganza, que no podía decir más que:
—Dios está por mí y conmigo.
Arrojóse con angustia inexplicable sobre el cuerpo del niño, abrió sus ojos,
tocó su pulso, y pasó con él al cuarto de Valentina, que cerró con doble llave.
—¡Hijo mío! —exclamó Villefort—, ¡se lleva el cadáver de mi hijo! ¡Oh!,
¡maldición!, ¡desgracia!, ¡muerte para mí!
Y quiso lanzarse en pos de Montecristo, pero como por un sueño, sintió
clavarse sus pies, dilatarse sus ojos hasta salir de las órbitas, encorvarse sus dedos
contra la carne del pecho, y hundirse en él gradualmente, hasta que la sangre
enrojeció sus uñas. Sintió las venas de las sienes llenarse de espíritus ardientes
que pasando hasta la estrecha bóveda del cráneo inundaron su cerebro de un
diluvio de fuego.
Tal situación duró algunos minutos, hasta que se completó un trastorno
espantoso en su razón.
Entonces profirió un grito seguido de una prolongada carcajada, y se
precipitó por las escaleras.
Un cuarto de hora después se abrió la habitación de Valentina y volvió a
presentarse el conde de Montecristo.
Pálido, los ojos apagados, el pecho oprimido, todos los rasgos de esta figura
extraordinariamente reposada y noble, estaban trastornados por el dolor. Tenía en
sus brazos el niño, al cual ningún socorro había bastado para devolverle la vida.
Puso una rodilla en tierra y le depositó religiosamente cerca de su madre, con la
cabeza colocada sobre su pecho. Luego, levantándose, salió, y se halló con un
criado en la escalera.
—¿Dónde está el señor de Villefort? —inquirió.
El criado, sin responder, extendió la mano hacia el jardín.
Montecristo bajó la escalera, se dirigió al sitio designado y vio en medio de
sus criados que formaban corro en su derredor, a Villefort, con una azada en la
mano, cavando la tierra con una especie de furor.
—¡No está aquí! —decía—, ¡no está aquí!
Y volvía a cavar en otra parte.
Montecristo se acercó a él, y muy bajo, y con un tono casi humilde le dijo:
—Habéis perdido un hijo, pero…
Villefort le interrumpió: ni le había escuchado, ni comprendido.
—¡Oh!, le encontraré —dijo—, ¿estáis seguros de que no está aquí? Le
encontraré, aunque hubiera de buscarle hasta el día del juicio.
Montecristo se retiró horrorizado.
—¡Oh! —dijo—, está loco.
Y como si hubiera creído que las paredes de la casa maldita se desplomaran
sobré él, se lanzó a la calle, dudando por primera vez del derecho que pudiera
tener para hacer lo que había hecho.
—¡Oh!, basta, basta con esto —dijo—, salvemos lo que queda.
Y entrando en su casa, Montecristo encontró a Morrel, que andaba por la
fonda de los Campos Elíseos silencioso como una sombra que espera el momento
señalado por Dios para entrar en la tumba.
—Preparaos, Maximiliano —le dijo sonriendo—, mañana saldremos de
París.
—¿No tenéis nada que hacer? —preguntó Morrel.
—No —respondió Montecristo—, y Dios quiera que no hay a hecho
demasiado.
Al día siguiente, en efecto, partieron, acompañados de Bautista por toda
comitiva. Hay dée había llevado a Alí, y Bertuccio quedó con Noirtier.
Capítulo XXXIII
La partida
Losesposa
sucesos que acababan de ocurrir preocupaban a todo París. Manuel y su
hablaban de ellos con una sorpresa bien natural en el salón de la calle
de Meslay. Enlazaban entre sí las tres catástrofes, tan repentinas como
inesperadas, de Morcef, de Danglars y de Villefort.
Maximiliano, que había venido a visitarles, les escuchaba, o más bien asistía a
su conversación, sumido en su acostumbrada insensibilidad.
—En verdad —decía Julia— que podría creerse, Manuel, que todas esas
gentes tan ricas, tan dichosas ay er, habían olvidado en el cálculo sobre el que
establecieron su fortuna, su ventura y su consideración, la parte del genio malo, y
que éste, como las hadas malditas de los cuentos de Perrault, a quienes se deja de
convidar a alguna boda o algún bautizo, se ha aparecido de repente para vengarse
de un fatal olvido.
—¡Cuántos desastres! —decía Manuel, pensando en Morcef y en Danglars.
—¡Cuántos sufrimientos! —decía Julia, recordando a Valentina, a quien por
un instinto de su sexo, no quería mentar delante de su hermano.
—Si es Dios quien les ha castigado —decía Manuel—, es porque Dios, bondad
suprema, no ha hallado nada en el pasado de estas gentes que merezca la
atenuación de la pena, es porque esas gentes estaban malditas.
—¿No eres muy temerario en tus juicios, Manuel? —dijo Julia—. Cuando mi
padre, con la pistola en la mano, estaba dispuesto a saltarse la tapa de los sesos, si
alguien hubiese dicho como tú ahora: « Este hombre ha merecido su pena» , ¿no
se habría equivocado?
—Sí; pero Dios no ha permitido que nuestro padre sucumbiera, como no
permitió que Abraham sacrificase a su hijo. Al Patriarca, como a nosotros, envió
un ángel que cortase en la mitad del camino las alas de la muerte.
No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se oy ó el sonido de la
campana. Era la señal dada por el conserje de que llegaba una visita. Casi al
mismo tiempo se abrió la puerta del salón, y el conde de Montecristo apareció en
el umbral. Dos gritos de alegría salieron al mismo tiempo de los dos jóvenes.
Maximiliano levantó la cabeza y la dejó caer abatida sobre el pecho.
—Maximiliano —dijo el conde, sin parecer notar las diferentes impresiones
que su presencia causaba en los huéspedes—, vengo a buscaros.
—¿A buscarme? —dijo Morrel, como saliendo de un sueño.
—Sí —dijo Montecristo—; ¿no habíamos convenido en que os llevaría, y no
os previne ay er que estuvieseis preparado?
—Heme aquí —dijo Maximiliano—, había venido a decirles adiós.
—Y ¿dónde vais, señor conde? —dijo Julia.
—A Marsella, primero, señora.
—¿A Marsella? —repitieron a la vez ambos jóvenes.
—Sí, y me llevo a vuestro hermano.
—¡Ay !, señor conde —dijo Julia—, devolvédnoslo y a restablecido.
Morrel se volvió para ocultar una viva turbación.
—¿Estabais advertida de que se hallaba malo? —dijo el conde.
—Sí —respondió la joven—, y temo se enoje con nosotros.
—Le distraeré —siguió el conde.
—Estoy dispuesto —dijo Maximiliano—. ¡Adiós, mis buenos amigos; adiós,
Manuel, adiós, Julia!
—¿Cómo, adiós? —exclamó Julia—, ¿partís así, de repente, sin preparativos,
sin pasaporte?
—Esas son las dilaciones que aumentan el pesar de las separaciones —dijo el
conde—, y Maximiliano estoy seguro de que ha debido prevenirse de todo, y a se
lo había encargado.
—Tengo mi pasaporte y están hechas las maletas —dijo Morrel con su
monótona calma.
—Muy bien —dijo Montecristo sonriéndose—; con esto ha de conocerse la
exactitud de un buen soldado.
—¿Y nos dejáis ahora? —dijo Julia—, ¿al instante?, ¿sin darnos un día?, ¿una
hora siquiera?
—Mi carruaje está a la puerta, señora. Es necesario que me halle en Roma
dentro de cinco días.
—¡Pero Maximiliano no va a Roma! —dijo Manuel.
—Voy donde quiera el conde llevarme —dijo Morrel con triste sonrisa—, le
pertenezco todavía un mes.
—¡Oh, Dios mío!, ¿qué significa eso, señor conde?
—Maximiliano me acompaña —dijo el conde con su persuasiva afabilidad—,
tranquilizaos sobre vuestro hermano.
—¡Adiós, hermana! —dijo Morrel—, ¡adiós, Manuel!
—Siento una angustia… —dijo Julia—; ¡oh, Maximiliano, Maximiliano!, ¡tú
nos ocultas algo!
—¿Vamos? —dijo Montecristo—; le veréis volver alegre, risueño, gozoso.
Maximiliano lanzó a Montecristo una mirada casi desdeñosa, casi irritada.
—¡Partamos! —dijo el conde.
—Antes de que partáis, señor conde —dijo Julia—, permitidnos deciros todo
lo que el otro día…
—Señora —replicó el conde, tomándole ambas manos—, todo lo que me
diríais no equivaldría nunca a lo que leo en vuestros ojos, lo que vuestro corazón
ha pensado, lo que el mío ha comprendido. Como los bienhechores de novela,
debería haber partido sin volver a veros, pero esta virtud superaba todas mis
fuerzas, porque soy hombre débil y vanidoso, porque la mirada húmeda, alegre
y tierna de mis semejantes me produce un bien. Ahora parto, y llevo mi egoísmo
hasta deciros: No me olvidéis, amigos míos, porque no me volveréis a ver.
—¿No volveros a ver? —exclamó Manuel, mientras rodaban dos gruesas
lágrimas por las mejillas de Julia—. ¡No volver a veros! ¡Pero no es un hombre,
es un dios quien nos deja, y este dios va a subir al cielo después de haberse
presentado en la tierra para hacer el bien!
—No digáis eso —repuso con vehemencia Montecristo—, no digáis eso,
amigos míos. Los dioses no hacen jamás el mal. Los dioses se detienen donde
quieren detenerse, la casualidad no es más fuerte que ellos, y ellos son por el
contrario los que sujetan la suerte. No, y o soy un hombre, Manuel, y vuestra
admiración es tan injusta como vuestras palabras son sacrílegas.
Apretando contra sus labios la mano de Julia, que se precipitó en sus brazos,
tendió la otra mano a Manuel. Después, arrancándose de esta casa, dulce nido
cuy o huésped era la felicidad, llevó tras sí, con una señal, a Maximiliano, pasivo,
insensible y consternado, como lo estaba desde la muerte de Valentina.
—¡Devolved la alegría a mi hermano! —dijo Julia al oído de Montecristo.
Montecristo le estrechó la mano como lo había hecho once años antes en la
escalera que conducía al despacho de Morrel.
—¿Confiáis siempre en Simbad el Marino? —preguntó sonriéndose.
—¡Sí!, ¡sí!
—Pues bien, descansad en la paz y confianza del Señor.
Como hemos dicho, esperaba la silla de posta. Cuatro caballos vigorosos
erizaban las crines y golpeaban con impaciencia el pavimento.
Alí estaba esperando abajo con el rostro reluciente de sudor. Parecía llegar de
una larga carrera.
—¡Y bien! —le preguntó el conde en árabe—, ¿estuviste en casa del anciano?
Alí hizo señal afirmativa.
—¿Y desplegaste la carta a sus ojos tal como lo dije?
—Sí —dijo respetuosamente el esclavo.
—¿Y qué ha dicho, o por mejor decir, qué ha hecho?
Alí se puso a la luz de modo que su señor pudiera verle, e imitando con su
delicada inteligencia la fisonomía del anciano, cerró los ojos como hacía Noirtier
cuando quería decir: ¡sí!
—¡Bien!, es que acepta —dijo Montecristo—, ¡partamos!
Apenas había pronunciado esta palabra, cuando y a el carruaje corría y los
caballos hacían estremecer el empedrado despidiendo multitud de chispas.
Maximiliano se acomodó en su rincón sin decir una palabra.
Transcurrió media hora. Detúvose el carruaje repentinamente. El conde
acababa de tirar del cordón de seda que estaba sujeto a un dedo de Alí. El nubio
bajó y abrió la portezuela.
La noche estaba hermoseada por millares de estrellas. Estaban en lo alto del
monte de Villejuif, sobre el plano donde París, como una mar sombría, agita los
millares de luces que parecen olas fosforescentes, olas en efecto, olas más
bulliciosas, más apasionadas, más movibles, más furiosas, más áridas que las del
Océano irritado, olas que no conocen la calma como las del vasto mar, olas que
chocan siempre, que espumean siempre, que sepultan siempre…
El conde quedó solo y a una señal de su amo, el carruaje avanzó un trecho.
Entonces estuvo un rato con los brazos cruzados, contemplando la fragua en
donde se funden, retuercen y modelan todas las ideas que se lanzan como desde
un centro hirviente para correr a agitar el mundo. Después de posar su mirada
sobre aquella Babilonia de poetas religiosos y de fríos materialistas:
—¡Gran ciudad! —exclamó inclinando la cabeza y juntando las manos como
para orar—, no hace seis meses que crucé tus umbrales. Creo que el espíritu de
Dios me había traído, y que me vuelve triunfante. El secreto de mi presencia en
tus muros se lo he confiado al Dios que solamente puede leer en mi corazón. Él
solo conoce que me alejo de aquí sin odio ni orgullo, pero no sin recuerdos. Sólo
Él sabe que no he hecho uso ni por mí ni por vanas causas del poder que me
había confiado. ¡Oh, gran ciudad!, ¡en tu seno palpitante he hallado lo que
buscaba; minero incansable, he removido tus entrañas para extraer de ellas el
mal; al presente mi obra está cumplida, mi misión terminada; al presente no
puedes ofrecerme alegrías ni dolores! ¡Adiós, París, adiós!
Sus ojos se extendieron aún por la vasta llanura como la mirada de un genio
nocturno. Después, pasando la mano por la frente, subió al carruaje, que se cerró
tras él, y que desapareció bien pronto por el otro lado de la pendiente entre un
torbellino de polvo y ruido.
Anduvieron diez leguas sin pronunciar una sola palabra. Morrel dormía,
Montecristo le miraba dormir.
—Morrel —le dijo el conde—, ¿os arrepentís de haberme seguido?
—No, señor conde, pero dejar París… En París es donde Valentina reposa, y
perder París es perderla por segunda vez.
—Los amigos que perdemos no reposan en la tierra, Maximiliano —dijo el
conde—, están sepultados en nuestro corazón, y es Dios quien lo ha querido así
para que siempre nos acompañen. Yo tengo dos amigos que me acompañan
siempre también. El uno es el que me ha dado la vida, el otro es el que me ha
dado la inteligencia. El espíritu de los dos vive en mí. Les consulto en mis dudas,
y si hago algún bien, a sus consejos lo debo. Consultad la voz de vuestro corazón,
Morrel, e inquirid de ella si debéis continuar poniendo tan mal semblante.
—La voz de mi corazón es bien triste, amigo mío —dijo Maximiliano—, y no
me anuncia más que desgracias.
—Es propio de los espíritus débiles el ver todas las cosas a través de un velo.
El alma se forma a sí misma sus horizontes. Vuestra alma es sombría, y os
presenta un cielo borrascoso.
—Quizás esto sea cierto —dijo Maximiliano.
Y cay ó de nuevo en su estupor.
El viaje se hizo con aquella maravillosa rapidez, que era una de las
propensiones del conde. Las ciudades se presentaban como sombras en su
camino. Los árboles, sacudidos por los primeros vientos de otoño, parecían ir
delante de ellos como gigantes desgreñados, y huían rápidamente cuando eran
alcanzados. A la mañana siguiente llegaron a Chalons, donde les esperaba el
vapor del conde. Sin perder un instante, el carruaje fue transportado a bordo. Los
dos viajeros quedaron embarcados.
El buque estaba cortado de tal modo que parecía una piragua india. Sus dos
ruedas parecían dos alas, con las cuales cortaba el agua como un ave viajera.
Morrel mismo sentía una especie de desvanecimiento con la celeridad, y a veces
el viento, que hacía flotar sus cabellos, parecía disipar por un momento las nubes
de su frente.
En cuanto al conde, a medida que se alejaba de París, parecía rodearse como
de una aureola con una serenidad casi sobrehumana. Hubiérasele tenido por un
desterrado que regresaba a su patria.
Bien pronto Marsella, blanca, erguida, airosa. Marsella, la hermana menor de
Tiro y de Cartago, y que las sucedió en el imperio del Mediterráneo. Marsella,
más joven cuanto más envejece, presentóse ante sus ojos. Eran para ambos
aspectos fecundos en recuerdos, la torre redonda, el fuerte de San Nicolás, la
fonda de la ciudad de Puget, el puerto del muelle de ladrillo en donde los dos
habían jugado en la niñez.
Así, de común acuerdo, se detuvieron ambos sobre la Cannebiere.
Un navío partía para Argel. Los fardos, los pasajeros agolpados sobre el
puente, la multitud de parientes, de amigos que se decían adiós, que gritaban y
lloraban, espectáculo siempre conmovedor, aun para los que asisten diariamente
a él. Este movimiento no pudo distraer a Maximiliano de una idea que se había
apoderado de él, desde el instante en que puso el pie sobre el muelle.
—Mirad —dijo, tomando por el brazo a Montecristo—, he aquí el punto donde
se detuvo mi padre cuando el Faraón entró en el puerto. Aquí el bravo, a quien
salvasteis de la muerte y del deshonor, se arrojó a mis brazos; siento aún la
impresión de sus lágrimas sobre mi rostro, y no lloraba solo, mucha gente lloraba
al vernos.
Montecristo se sonrió.
—Allí estaba y o —dijo, mostrando a Morrel el ángulo de una calle.
Al decir esto, y en la dirección que indicaba el conde, se oy ó un gemido
doloroso, y se vio a una mujer que hacía una señal a un pasajero del navío que
partía. Esta mujer estaba cubierta con un velo. Montecristo la siguió con los ojos
con tal emoción que Morrel habría visto fácilmente si no hubiese tenido los ojos
fijos sobre el navío, en dirección opuesta a aquella en que miraba el conde.
—¡Oh!, ¡Dios mío! —exclamó Morrel—; no me engaño, ese joven que
saluda con el sombrero, ese joven de uniforme, con una charretera de
subteniente, ¡es Alberto de Morcef!
—Sí —dijo Montecristo—; lo había conocido.
—¿Cómo?, ¡si miráis al lado opuesto!
El conde se sonrió, como hacía cuando no quería responder. Y sus ojos se
dirigieron a la mujer embozada, que desapareció a la vuelta de la calle. Entonces
se volvió.
—Caro amigo —dijo Montecristo—, ¿no tenéis nada que hacer en este lugar?
—Tengo que llorar sobre la tumba.
—Está bien. Id y esperadme allá abajo, me reuniré con vos.
—¿Me dejáis?
—Sí…, tengo también una piadosa visita que hacer.
Morrel dejó caer la mano sobre la que le tendía el conde. Después, con un
movimiento de cabeza, cuy a melancolía sería imposible describir, le dejó y se
dirigió al Este de la ciudad.
El conde dejó alejarse a Maximiliano, permaneciendo en el mismo sitio hasta
que desapareció. Dirigióse luego hacia las alamedas de Meillán, a fin de hallar la
casita que al principio de esta historia ha debido hacerse familiar a nuestros
lectores.
Levántase aún a la sombra de la gran alameda de tilos, que sirve de paseo a
los marselleses ociosos, tapizada de extensos vástagos de parra que crecen sobre
la piedra amarilla por el ardiente sol del mediodía, con sus brazos ennegrecidos y
descarnados por la edad. Dos filas de piedras gastadas por el rote de los pies
conducían a la puerta de entrada, puerta formada de tres planchas, que nunca, a
pesar de su separación anual, habían reconocido pintura alguna, y esperaban
pacientemente que la humedad las reuniese.
Esta casa, encantadora a pesar de su vejez, risueña, a pesar de su mísera
apariencia, era la misma que habitaba en otro tiempo el padre de Dantés. El
anciano habitaba sólo el piso superior, y el conde había puesto toda la casa a
disposición de Mercedes.
Allí entró la mujer de largo velo que Montecristo había visto alejarse del
navío que zarpaba, cerrando la puerta en el momento mismo en que él doblaba la
esquina, de suerte que la vio desaparecer en el momento de encontrarla. Para él
todos los pasos eran desde antiguo conocidos. Sabía mejor que nadie abrir aquella
puerta, cuy o pestillo interior se levantaba con un clavo largo. Así entró, sin
llamar, sin el menor aviso, como un amigo, como un huésped. Al fin de un
sendero enladrillado veíase, rico de luz y de colores, un pequeño jardín, el mismo
donde, en el plazo designado, Mercedes había hallado la suma, cuy o depósito el
conde con su delicadeza había hecho subir a veinticuatro años. Desde el umbral
de la puerta de la calle se distinguían los primeros árboles del jardín.
Al entrar el conde de Montecristo percibió un suspiro parecido a una queja.
Este suspiro atrajo su mirada, y sobre una tuna de jazmín de Virginia de follaje
espeso y de largas flores purpúreas, vio a Mercedes inclinada y llorando.
Había levantado su velo, y la faz del cielo, el rostro oculto entre las manos,
dando curso a sus suspiros y sollozos, por tanto tiempo contenidos en presencia de
su hijo. El conde avanzó unos pasos, y pudieron oírse sus pisadas. Mercedes
levantó la cabeza y lanzó un grito de esparto al ver a un hombre ante sí.
—Señora —dijo Montecristo—, no está en mí poder traeros la ventura, pero
os ofrezco un consuelo. ¿Os dignaréis aceptarlo como de un amigo?
—Soy, en efecto, muy desventurada —respondió Mercedes—, sofá en el
mundo…, no tenía más que un hijo y me ha dejado.
—Ha hecho bien, señora —replicó el conde—, y tiene un noble corazón. Ha
comprendido que todo hombre debe un tributo a la patria. Unos su talento, otros
su industria, éstos sus vigilias, aquellos su sangre. Permaneciendo a vuestro lado,
habría consumido una vida inútil. No habría podido acostumbrarse a vuestros
dolores. Se hubiera hecho ocioso por indolencia. Se hará grande y fuerte
luchando contra su adversidad, que cambiará en fortuna. Dejadle reconstituir
vuestro porvenir para los dos, señora. Me atrevo a asegurar que está en manos
seguras.
—¡Oh! —dijo la mujer, moviendo tristemente la cabeza—, esta fortuna de
que me habláis, y que ruego a Dios le conceda desde el fondo de mi alma, no la
gozaré y o. Han fracasado tantas cosas en mí y a mi alrededor, que me siento
cerca de la tumba. Habéis hecho bien, señor conde, en traerme al punto donde
era dichosa; donde una ha sido dichosa debe morir.
—¡Ay ! —dijo el conde—, todas vuestras palabras, señora, caen amargas y
abrasadoras sobre mi corazón, tanto más amargas y abrasadoras cuanto que vos
tenéis razón para odiarme. He causado todos vuestros males, no me lloréis en vez
de acusarme. Me haríais aún más desdichado.
—¿Odiaros, acusaros a vos, Edmundo? ¿Odiar, acusar al hombre que salvó la
vida de mi hijo, porque era vuestra intención fatal y sangrienta, no es verdad?
¿Matar al señor de Morcef, el hijo de que estaba tan orgullosa? ¡Oh!, miradme, y
veréis si hay en mí la apariencia de una reconvención.
El conde levantó la mirada y la posó en Mercedes, que medio en pie,
extendía sus dos manos hacia él.
—¡Oh!, miradme —continuó, con un sentimiento de profunda melancolía—,
puede resistirse hoy el brillo de mis ojos; no es éste el tiempo en que y o venía a
sonreír a Edmundo Dantés, que me esperaba allá arriba, en la ventana del tejado,
bajo la cual habitaba su anciano padre… Desde entonces, cuántos días dolorosos
han pasado abriendo un abismo de pesares entre él y y o. ¡Acusaros, Edmundo,
odiaros, amigo mío, no! A mí es a quien acuso y odio. ¡Oh!, ¡miserable de mí! —
exclamó juntando las manos y levantando los ojos al cielo—. He sido
castigada… Tenía religión, inocencia, amor, estas tres venturas de los ángeles, y,
miserable de mí, dudo de Dios.
Montecristo dio un paso hacia ella, y le tendió la mano en silencio.
—No —dijo ella, retirando suavemente la suy a—, no, amigo mío, no me
toquéis. Me habéis perdonado, y sin embargo, de todos aquellos a quienes habéis
herido, y o era la más culpable. Todos los demás han obrado por odio, por codicia,
por egoísmo; y o, por maldad. Ellos deseaban, y o he tenido miedo. No, no
estrechéis mi mano, Edmundo; meditáis alguna palabra afectuosa, lo siento, no la
digáis, guardadla para otra, ¡y o no soy digna, y o…! Mirad —descubrió de
repente su rostro—, ved, la desgracia ha puesto mis cabellos grises. Mis ojos han
vertido tantas lágrimas que están rodeados de venas violáceas, mi frente se
arruga. Vos, por el contrario, Edmundo, vos sois siempre joven, siempre
hermoso, siempre altivo. Es que habéis tenido fe, es que habéis tenido fuerza, es
que habéis descansado en Dios, y Dios os ha sostenido. Yo he sido malvada; he
renegado, Dios me ha abandonado y aquí veis el resultado.
Mercedes rompió en lágrimas. El corazón de la mujer se despedazaba al
choque de los recuerdos. Montecristo asió su mano, y la besó respetuosamente,
pero Mercedes notó que este beso carecía de ardor, como el que el conde
pudiera haber estampado en la mano de mármol de la estatua de una santa.
—Hay —continuó— existencias predestinadas, cuy a primera falta destroza
todo su porvenir. Os creía muerto, ¡y debería haber muerto y o también!, porque
¿para qué ha servido que y o llevase eternamente vuestro duelo en mi corazón?,
para convertir a una mujer de treinta y nueve años en una mujer de cincuenta.
He aquí todo. ¿De qué sirve que sola entre todos, habiéndoos reconocido, hay a
salvado únicamente a mi hijo? ¿No debía también salvar al hombre, por culpable
que fuese, a quien había aceptado por esposo? No obstante, le he dejado morir,
¿qué digo? ¡Dios mío! ¡He contribuido a su muerte con mi torpe insensibilidad,
con mi desprecio, no recordando, no queriendo recordar que por mí se hizo
traidor y perjuro! ¿De qué sirve en fin que hay a acompañado a mi hijo hasta
aquí, cuando aquí le abandono, cuando aquí le dejo partir solo, cuando le entrego
a la devoradora tierra de África? ¡Oh!, he sido malvada, ¡os lo aseguro!, he
renegado de mi amor, y como los renegados, comunico la desgracia a cuanto
me rodea.
—No, Mercedes —dijo Montecristo—, no; tened mejor opinión de vos
misma. No, vos sois una noble y santa mujer, y me habíais desarmado con
vuestro dolor; pero tras de mí, invisible, desconocido, irritado, estaba Dios, de
quien y o no era más que mandatario, y que no ha querido contener el ray o que
y o mismo había arrojado. ¡Oh!, juro ante el Dios a cuy os pies hace diez años me
prosterno diariamente, juro a Dios que os había hecho el sacrificio de mi vida, y
con mi vida, de los proy ectos a ella encadenados. Pero lo digo con orgullo,
Mercedes, Dios tenía necesidad de mí, y he vivido. Examinad el pasado y el
presente, tratad de adivinar el porvenir, y ved que soy el instrumento del Señor.
Las más terribles desventuras, los más crueles sufrimientos, el abandono de todos
los que me amaban, la persecución de los que no me conocen, he aquí la primera
parte de mi vida. Luego, inmediatamente después, el cautiverio, la soledad, la
miseria. Después el aire, la libertad, una fortuna tan brillante, tan fastuosa, tan
desmesurada, que a no ser ciego he debido pensar que Dios me la enviaba en sus
grandes designios. Tal fortuna me pareció un sacerdocio, y no hubo un
pensamiento en mí para esta vida, de que vos, pobre mujer, vos habéis acaso
saboreado la dulzura; ni una hora de calma, ni una sola, me sentía lanzado como
la nube de fuego, pasando desde el cielo a abrasar las ciudades malditas. Como
los aventureros capitanes que se embarcan para un viaje peligroso, para una
osada expedición, preparé víveres, cargué las armas, reuní los medios de ataque
y defensa, habituando mi cuerpo a los ejercicios más violentos, mi alma a las
cosas más rudas, ejercitando mi brazo en dar muerte, mis ojos en ver sufrir, mis
labios a la sonrisa ante los aspectos más terribles. De bueno, confiado y
olvidadizo que era, me hice vengativo, disimulado, perverso, o más bien
impasible como la sorda y ciega fatalidad. Entonces me arrojé por el sendero
que me estaba abierto, franqueé el espacio, llegué al término. ¡Horror para los
que he hallado en mi camino!
—¡Basta! —dijo Mercedes—, ¡basta, Edmundo! Creed que la única que ha
podido reconoceros, sólo ella ha podido también comprenderos. ¡Oh, Edmundo!,
¡la que ha sabido reconoceros, la que ha podido comprenderos, ésta, aunque la
hubieseis encontrado en vuestro camino y la hubieseis estrellado como un vaso,
ésta ha debido admiraros, Edmundo! Como hay un abismo entre mí y el pasado,
hay un abismo entre vos y los demás hombres; y mi más dolorosa tortura, os lo
digo, es la de comparar, porque no hay nada en el mundo que equivalga a vos,
que a vos se asemeje. Ahora decidme adiós, y separémonos, Edmundo.
—Antes de que os deje, ¿qué es lo que deseáis, Mercedes? —inquirió
Montecristo.
—No deseo más que una cosa, Edmundo: que mi hijo sea dichoso.
—Rogad al Señor, que tiene la existencia de los hombres entre sus manos, que
aleje de él la muerte, y o me encargo de lo demás.
—Gracias, Edmundo.
—¿Pero vos, Mercedes?
—¡Yo! No tengo necesidad de nada, vivo entre dos tumbas: una de Edmundo
Dantés, muerto hace bastante tiempo; ¡le amaba! Esta palabra no sienta bien a
mi labio helado, pero mi corazón recuerda constantemente, y por nada del
mundo querría borrar de él este recuerdo. La otra es la de un hombre muerto por
Edmundo Dantés. Aplaudo al matador, pero debo rogar por el muerto.
—Vuestro hijo será dichoso, señora —repitió el conde.
—Entonces seré tan dichosa como puedo llegar a ser —aseguró Mercedes.
—Pero…, en fin…, ¿qué haréis?
Mercedes sonrió tristemente.
—Deciros que viviré en este país como la Mercedes de otro tiempo, es decir,
trabajando, no lo creeréis. No sé más que orar, pero no necesito trabajar. El
pequeño tesoro por vos escondido ha sido hallado en el lugar que designasteis. Se
indagará quién soy, se preguntará qué hago, se indagará cómo vivo. ¿Qué
importa? Es un asunto guardado entre Dios, vos y y o.
—Mercedes —dijo el conde—, no os hago una reconvención, pero habéis
exagerado el sacrificio abandonando la fortuna acumulada por el señor Morcef,
y cuy a mitad correspondía de derecho a vuestra economía y desvelos.
—Comprendo lo que vais a proponerme, pero no puedo aceptar, Edmundo;
mi hijo me lo prohibiría.
—Así me guardaré bien de hacer nada por vos que no merezca la aprobación
del señor Alberto de Morcef. Sabré sus intenciones y me someteré a ellas. Pero
si acepta lo que deseo hacer, ¿le imitaréis sin repugnancia?
—Ya sabéis, Edmundo, que no soy una criatura pensadora. Resolución no la
hay en mí más que para no determinarme nunca. Dios me ha atormentado tanto
en sus borrascas, que he perdido la voluntad. Me hallo entre sus manos como una
avecilla en las garras del águila. No quiere que muera, puesto que vivo. Si me
envía auxilio, es porque querrá, y y o lo recibiré.
—¡Pensad, señora —dijo Montecristo—, que no es así como se adora a Dios!
Dios quiere que se le comprenda y que se le discuta su poder. Por esto nos ha
dado el libre albedrío.
—¡Desventurado! —exclamó Mercedes—, no me habléis así. Si y o crey ese
que Dios me ha dado el libre albedrío, ¿qué me quedaba para librarme de la
desesperación?
El conde palideció ligeramente, y bajó la cabeza, agobiado por la
vehemencia de este dolor.
—¿No queréis decirme hasta la vuelta? —exclamó, tendiéndole la mano.
—Sí, Edmundo, os digo hasta la vuelta —replicó Mercedes señalando hacia el
cielo con ademán solemne—; esto es probaros que espero todavía.
Y después de tocar la mano del conde con la suy a temblorosa, Mercedes
descendió apresuradamente la escalera, y desapareció a los ojos de Edmundo.
Montecristo salió entonces lentamente de la casa y tomó el camino del
puerto. Pero Mercedes no le vio alejarse, aunque se hallaba ante la ventana de la
habitación del padre de Dantés. Sus ojos buscaban a lo lejos el buque que llevaba
a su hijo por los vastos mares. Verdad es, sin embargo, que su voz, a pesar suy o,
murmuró muy quedo:
—¡Edmundo! ¡Edmundo! ¡Edmundo!
Capítulo XXXIV
Lo pasado
Pepino
EnMorgion,
el preciso instante en que el vapor del conde desaparecía detrás del cabo
un hombre que viajaba en posta por el camino de Florencia a Roma,
se presentaba en la villa de Aquapendente. Seguía precipitadamente su camino
para ganar tiempo sin hacerse sospechoso.
Vestido con una levita o más bien un sobretodo, sumamente deteriorado por el
viaje, pero que dejaba ver brillante y nueva aún una cinta de la Legión de Honor
cosida al pecho. Este hombre, no solamente por su aspecto, sino también por el
acento con que hablaba a su postillón, debía ser tenido por francés. Una prueba
más de que había nacido en el país de la lengua universal, es que no sabía otras
palabras italianas que las músicas, que pueden, como el goddan de Fígaro,
reemplazar todos los modismos de una lengua particular.
—Allegro! —decía a los postillones a cada subida.
—Moderato! —a cada bajada.
¡Y Dios sabe si hay subidas y bajadas y endo de Florencia a Roma por el
camino de Aquapendente!
Estas dos palabras, por otra parte, provocaban grandes risas en las gentes a
quienes se dirigían.
A la vista de la Ciudad Eterna, es decir, al llegar a la Storta, punto desde donde
se divisa Roma, el viajero no experimentó el sentimiento de curiosidad entusiasta
que lleva a cada extranjero a elevarse desde el fondo del asiento para tratar de
distinguir la famosa cúpula de San Pedro, que se remonta sobre todos los demás
objetos que la rodean.
No. Sacó una cartera del bolsillo, y de ella un papel plegado en cuatro
dobleces, que desdobló y dobló con una atención parecida a respeto,
contentándose con decir:
—¡Bueno!, no me abandones.
El carruaje atravesó la puerta del Popolo, giró a la izquierda y se detuvo ante
la fonda de España.
Nuestro antiguo conocido, el señor Pastrini, recibió al viajero en la puerta y
con el sombrero en la mano.
El viajero bajó, encargó una buena comida, y tomó las señas de la casa
Thomson y French, que le fue indicada en el instante mismo, y era una de las
más conocidas de Roma, situada en la calle del Banchi, cerca de San Pedro.
En Roma, como en todas partes, la llegada de una silla de posta constituy e un
acontecimiento. Diez jóvenes, descendientes de Mario y de los Gracos, con los
pies desnudos, los codos rotos, un puño sobre la cadera, y el otro brazo
pintorescamente encorvado alrededor de la cabeza, miraban al viajero, la silla de
posta y los caballos. A estos bodoques, de la ciudad por excelencia, se habían
juntado unos cincuenta papamoscas de los Estados del Papa, de los que forman
corrillos escupiendo en el Tíber desde el puente de Santángelo, cuando el Tíber
lleva agua.
Además, como los bodoques y los papamoscas de Roma, más dichosos que
los de París, entienden todas las lenguas, y sobre todo la lengua francesa, oy eron
al viajero pedir una habitación y comida, y las señas de la casa de Thomson y
French.
Resultó de esto que cuando el nuevo viajero salió de la fonda con el cicerone
de rigor, un hombre se separó del grupo de los curiosos, y sin parecer ser notado
por el guía, marchó a poca distancia del extranjero, siguiéndole con tanta cautela
como hubiera podido emplear un agente de la policía parisiense.
El francés estaba tan impaciente por efectuar su visita a la casa Thomson y
French, que no había tenido tiempo de esperar fuesen enganchados los caballos.
El carruaje debía encontrarle en el camino, o esperarle a la puerta del banquero.
Llegó sin que el carruaje le alcanzase.
El francés entró, dejando en la antecámara su guía, que inmediatamente
trabó conversación con dos o tres de esos industriales sin industria, o más bien de
cien industrias, que ocupan en Roma las puertas de los banqueros, de las iglesias,
de las ruinas, de los museos y de los teatros. Al propio tiempo que el francés,
entró el hombre que se había separado del grupo de curiosos. El francés abrió la
puerta y entró en la primera pieza. Su sombra hizo lo mismo.
—¿Los señores Thomson y French? —preguntó el extranjero.
Una especie de lacay o se levantó a la señal de un encargado de confianza,
guarda solemne de la primera mesa.
—¿A quién anunciaré? —preguntó el lacay o preparándose a preceder al
extranjero.
El viajero respondió:
—Al barón Danglars.
—Pasad —dijo el lacay o.
Abrióse una puerta. El lacay o y el barón entraron por ella.
El hombre que había seguido a Danglars se sentó a esperar en un banco.
El que le había recibido primero continuó escribiendo por espacio de cinco
minutos aproximadamente, durante los cuales el hombre sentado guardó
profundo silencio y la más completa inmovilidad.
Luego, la pluma del primero dejó de chillar sobre el papel. Levantó la
cabeza, miró atentamente en derredor suy o, y bien asegurado:
—¡Ah!, ¡ah! —dijo—, ¡tú aquí, Pepino!
—¡Sí! —respondió lacónicamente.
—¿Tú has olfateado algo de bueno en la cara de ese hombre gordo?
—No hay gran mérito en esto. Estamos prevenidos.
—¿Sabes lo que viene a hacer aquí, curioso?
—Pardiez, viene a tocar, aunque falta saber qué suma.
—En seguida lo sabrás, amigo.
—Muy bien, pero no vay as, como el otro día, a darme noticias falsas.
—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a aquel inglés que sacó de aquí tres mil
escudos el otro día?
—No; ése tenía en efecto los tres mil escudos y nosotros los hemos hallado.
Hablo del príncipe ruso.
—¿Y bien?
—¡Y bien! Nos habías dicho treinta mil libras, y no hemos hallado más que
veintidós.
—Las habréis buscado mal.
—Luigi Vampa es el que hizo el registro en persona.
—En tal caso, tendría deudas y las pagaría.
—¿Un ruso?
—O gastaría su dinero.
—Después de todo, es posible.
—Es seguro, pero déjame ir a mi observatorio, el francés puede efectuar su
negocio sin que y o sepa la cantidad exacta.
Pepino hizo una señal afirmativa, y sacando un rosario del bolsillo se puso a
rezar algunas oraciones, mientras el empleado desapareció por la misma puerta
que había dado paso al otro empleado y al barón. Al cabo de unos diez minutos,
el empleado apareció gozoso.
—¿Y bien? —preguntó Pepino a su amigo.
—¡Alerta! ¡Alerta! —respondió—, la suma es respetable.
—Cinco o seis millones, ¿no es verdad?
—Sí; ¿cómo lo sabes?
—Por un recibo de su excelencia el conde de Montecristo.
—¿Conoces al conde?
—Se le acredita sobre Roma, Venecia y Viena.
—¿Es posible? —exclamó—, ¿cómo lo has informado tan bien?
—Te he dicho que se nos había avisado de antemano.
—Entonces, ¿por qué lo diriges a mí?
—Para estar seguro de que es el hombre a quien buscábamos.
—Él es…, cinco millones. Una hermosa suma. ¿Eh, Pepino?
—Sí.
—No volveremos a ver otra parecida.
—Al menos —respondió filosóficamente Pepino—, recogeremos alguna
tajada.
—¡Silencio! Ahí viene nuestro hombre.
El empleado tomó la pluma, y Pepino el rosario. El uno escribía, el otro oraba
cuando volvió a abrirse la puerta.
Danglars apareció radiante de satisfacción, acompañado del banquero, que le
guió hasta la puerta. Detrás de Danglars salió Pepino.
Según lo convenido, el carruaje que debía ir a buscar a Danglars esperaba
delante de la casa Thomson y French. El cicerone tenía la portezuela abierta. El
cicerone es un ser muy complaciente y que puede destinarse a cualquier cosa.
Danglars montó en el carruaje, ligero como un joven de veinte años. El cicerone
cerró la portezuela y subió con el cochero. Pepino se acomodó detrás.
—¿Quiere su excelencia ver San Pedro? —preguntó el cicerone.
—¿Para qué? —repuso el barón.
—Pues… para ver.
—No he venido a Roma para ver —dijo en voz alta Danglars; después añadió
en voz baja con una sonrisa codiciosa:— he venido para tocar.
Y tocó en efecto su cartera, en la cual acababa de guardar una letra.
—Entonces, ¿su excelencia va…?
—A la fonda.
—A casa de Pastrini —dijo al cochero el cicerone.
Y el carruaje partió rápido, como carruaje de gran señor.
Diez minutos más tarde, el barón había entrado en su aposento, y Pepino se
instalaba en un banco situado delante de la fonda, después de pronunciar unas
palabras al oído de uno de aquellos descendientes de Mario y de los Gracos que
hemos designado al principio de este capítulo, mozo que tomó a todo correr el
camino del Capitolio.
Danglars estaba cansado, satisfecho, y tenía sueño. Se acostó, colocó su
cartera bajo la almohada y se quedó dormido.
Pepino tenía tiempo de más jugó a la morra con los faquines, perdió tres
escudos, y para consolarse bebióse una botella de vino de Orvieto.
Al día siguiente, el banquero se levantó tarde, aunque se había acostado
temprano. Hacía cinco o seis noches que dormía muy mal, cuando dormía.
Almorzó mucho, y poco deseoso, como había dicho, de ver las bellezas de la
Ciudad Eterna, pidió los caballos de posta para el mediodía.
Pero Danglars no había contado con las formalidades de la policía y con la
pereza del maestro de postas. Los caballos tardaron dos horas en estar
enganchados, y el cicerone no trajo el pasaporte visado hasta después de las tres.
Todos estos preparativos atrajeron a la puerta del señor Pastrini a buen número
de curiosos. Tampoco faltaron los descendientes de los Gracos y de Mario.
El barón atravesó triunfalmente estos grupos, que le llamaban excelencia
para obtener un bay oco.
Como Danglars, hombre muy popular, como sabemos, se había contentado
con el dictado de barón hasta entonces, sin ser tratado de excelencia, este título le
lisonjeó, y distribuy ó una docena de monedas a toda aquella canalla, dispuesta
por otras doce a tratarle de alteza.
—¿Adónde? —inquirió el postillón en italiano.
—Camino de Ancona —respondió el barón. El señor Pastrini tradujo la
pregunta y la respuesta, y el carruaje partió al galope.
Danglars quería, en efecto, trasladarse a Venecia a recoger una parte de su
fortuna, y después a Viena a realizar el resto.
Su intención era fijarse en esta última ciudad, que se le había asegurado ser el
vergel de los placeres.
Apenas anduvo tres leguas por las campiñas de Roma, cuando empezó a
anochecer. Danglars no creía haber salido tan tarde; de otro modo se habría
quedado. Así preguntó al postillón cuánto faltaba para llegar a la población
cercana.
—Non capisco —respondió el postillón.
Danglars hizo un movimiento de cabeza que quería decir ¡muy bien!
El carruaje prosiguió la marcha.
—En la primera parada —dijo para sí Danglars— me detendré.
Danglars experimentó aún un resto de bienestar que había gozado la víspera,
y que le proporcionó tan buena noche. Estaba muellemente extendido en una
buena calesa inglesa de dos resortes, y se sentía llevado al galope por dos buenos
caballos. La parada era de siete leguas, lo sabía. ¿Qué hacer cuando se es
banquero, y se ha hecho con fortuna bancarrota?
Dedicó diez minutos a pensar en su mujer, que quedaba en París, otros diez
en su hija, que recorría el mundo en compañía de la señorita de Armilly. Otros
diez minutos en sus acreedores y en la manera como emplearía el dinero.
Después, no teniendo en qué pensar, cerró los ojos y se quedó dormido.
Sin embargo, sacudido por un movimiento fuerte del carruaje, Danglars abrió
un momento los ojos. Entonces se sintió llevado con la misma celeridad a través
de la misma campiña de Roma, toda sembrada de acueductos rotos, que
parecían gigantes de granito petrificados. Pero en una noche fría, sombría,
lluviosa, era mejor para un hombre medio dormido permanecer en el fondo de
la silla con los ojos cerrados, que asomar la cabeza a la ventanilla para preguntar
dónde estaba a un postillón que no sabía responder otra cosa que: non capisco!
Danglars continuó durmiendo, pensando que y a tendría tiempo de levantarse
al llegar a la parada.
El carruaje se detuvo. Danglars pensó que llegaba por fin al término deseado.
Abrió los ojos, miró a través del vidrio, crey endo hallarse en medio de alguna
ciudad, o por lo menos aldea, pero no vio más que una casucha aislada y tres o
cuatro hombres y endo y viniendo como sombras.
El banquero esperó un momento a que el postillón, que había acabado su
parada, viniese a reclamarle el coste de la posta. Creía poder aprovechar esta
ocasión para pedir algunas noticias a su nuevo conductor, pero se cambiaron los
tiros sin que nadie pidiese nada al viajero. Danglars quedó asombrado, abrió la
portezuela, pero le rechazó bien pronto una mano vigorosa y la silla empezó a
rodar.
El barón se levantó estupefacto.
—¡Eh! —dijo al postillón—. ¡Eh!, mio caro!
Palabras italianas de una romanza que Danglars había retenido cuando su hija
cantaba dúos con el príncipe Cavalcanti.
Pero mio caro no respondió.
Danglars se contentó entonces con bajar el cristal.
—¡Eh!, amigo ¿dónde vamos? —dijo sacando la cabeza.
—Dentro la testa! —exclamó una voz grave e imperiosa, acompañada de un
grito de amenaza.
Danglars comprendió que dentro la testa quería decir: meted la cabeza.
Hacía, como puede verse, rápidos progresos en el italiano.
Obedeció, no sin inquietud, y como esta inquietud subía de punto a cada
minuto que transcurría, al cabo de algunos instantes su espíritu, en lugar del vacío
que dijimos cuando se puso en camino, y que le produjo el sueño, tenía
pensamientos más propios unos y otros para despertar el interés del viajero, y
sobre todo de un viajero en la situación de Danglars. Sus ojos adquirieron en las
tinieblas el brillo que les confieren en el primer momento las emociones fuertes,
y que se apaga al fin por haberse excitado demasiado. Antes de tener miedo se
ve claro. Mientras se tiene, se ve doble, después de haberle tenido se ve turbio.
Danglars vio un hombre envuelto en una capa que galopaba junto a la
portezuela de la derecha.
—Algún gendarme —dijo—. ¿Habré sido denunciado por los telégrafos
franceses a las autoridades pontificias?
Resolvió salir de esta ansiedad.
—¿Adónde me lleváis? —dijo.
—Dentro la testa! —repitió la misma voz con el propio acento de amenaza.
Danglars se volvió a la portezuela de la izquierda. Otro hombre a caballo
galopaba al mismo lado.
—Evidentemente —se dijo Danglars con el sudor en el rostro—, he caído en
una trampa.
Y se arrojó al fondo de la calesa, esta vez no para dormir, sino para soñar.
Poco después apareció la luna en el cielo.
Desde el fondo de la calesa echó una ojeada a la campiña. Volvió a ver
entonces los grandes acueductos, fantasmas de piedra que había notado al pasar,
solamente que en vez de verlos a la derecha, los tenía ahora a la izquierda. Crey ó
que habían dado media vuelta al carruaje, y que se le llevaba a Roma.
—¡Oh, desdichado de mí! —exclamó—, se habrá conseguido mi extradición.
El carruaje continuó corriendo con admirable velocidad. Pasó una hora
terrible, porque a cada nuevo indicio que se le ofrecía al paso, el fugitivo
reconocía, a no dudarlo, que se le volvía atrás. En fin, no volvió a ver la masa
sombría contra la cual le pareció que el carruaje iba a estrellarse. Pero el
carruaje se ladeó, bordeando la masa sombría, que no era otra cosa que la
cintura de muralla que envuelve a Roma.
—¡Oh!, ¡oh! —murmuró Danglars—, no entramos en la ciudad. Luego no es
la justicia la que me detiene. ¡Gran Dios!, otra idea, será posible…
Sus cabellos se erizaron. Acordóse entonces de las interesantes historias de los
bandidos romanos, tan poco creídas en París, y que Alberto de Morcef contaba a
la señora Danglars y a Eugenia, cuando se trataba de que el joven vizconde fuera
y erno de una y marido de otra.
—¡Ladrones tal vez! —murmuró.
De repente, el carruaje rodó sobre alguna cosa más dura que el suelo de un
camino enarenado. Danglars aventuró una mirada a los dos lados del camino.
Distinguió unos monumentos de una forma extraña, y su pensamiento
preocupado con la relación de Morcef, que al presente se le representaba en
todos sus pormenores, este pensamiento le dijo que debía estar sobre la vía Apia.
A la izquierda del carruaje, en un espacio del valle, distinguíanse unas ruinas
de forma circular. Eran las termas de Caracalla.
A una palabra del hombre que galopaba a la derecha del carruaje, éste se
detuvo. Al mismo tiempo se abrió la portezuela de la izquierda.
—¡Scendi! —dijo una voz.
Danglars se apeó inmediatamente. No hablaba todavía el italiano, pero lo
entendía y a. Más muerto que vivo, el barón miró en torno suy o. Cuatro hombres
le rodeaban, sin contar el postillón.
—Di quá —dijo uno de ellos bajando por un pequeño sendero que conducía
de la vía Apia al medio de las anfractuosidades de la campiña de Roma.
Danglars siguió a su guía, sin oponer resistencia, y no tuvo necesidad de
volverse para saber que era seguido por otros tres hombres. Sin embargo,
parecióle que éstos se quedaban como de centinela a distancias iguales.
Después de diez minutos de marcha aproximadamente, durante los cuales
Danglars no cambió una sola palabra con su guía, se halló entre un cerro y un
matorral. Tres hombres en pie y mudos formaban un triángulo de que él era el
centro.
Quiso hablar. Su lengua se le trabó.
—Avanti —dijo la misma voz con acento breve e imperativo.
Esta vez el banquero comprendió de dos modos, por la palabra y por el gesto,
porque el hombre que marchaba detrás le empujó tan rudamente hacia adelante
que casi tropezó con su guía.
Este guía era nuestro amigo Pepino, que se deslizó por los matorrales en
medio de una sinuosidad que sólo los lagartos podían tener por un camino
expedito.
Pepino se detuvo ante una roca coronada de una espesa mata. Esta roca,
entreabierta, abrió paso al joven, que desapareció como desaparece el diablo en
algunos de nuestros sortilegios. La voz y el gesto del que siguió a Danglars
obligaron al banquero a hacer otro tanto. No cabía la menor duda. El quebrado
banquero francés tenía que habérselas con bandidos romanos.
Danglars obró como un hombre colocado entre dos males terribles y cuy o
valor es excitado por el mismo miedo. A pesar de su vientre, que le dificultaba el
atravesar las anfractuosidades de la campiña de Roma, se colocó tras de Pepino,
y dejándose resbalar con los ojos cerrados, cay ó a sus pies. Al tocar la tierra
volvió a abrir los ojos. El camino era largo, pero oscuro. Pepino, poco cuidadoso
de ocultarse, estando ahora en su casa, hizo lumbre y encendió una luz. Otros dos
hombres bajaron tras de Danglars, formando la retaguardia, y empujando al
banquero cuando éste se detenía casualmente, le hicieron tomar una pendiente
suave por medio de una encrucijada de siniestra apariencia.
En efecto, las paredes de murallas, formando nichos sobrepuestos unos a
otros, parecían en medio de piedras blancas, abrir los ojos negros y profundos
que se observan en las calaveras. Un centinela hizo sonar con su mano los arreos
de su carabina.
—¿Quién vive? —dijo.
—¡Amigos! ¡Amigos! —contestó Pepino—. ¿Dónde está el capitán?
—Allí —dijo el centinela, señalando por detrás de su espalda una gran
cavidad abierta en la roca y cuy a luz se reflejaba en la entrada por sus ovaladas
aberturas.
—Buena presa, capitán, buena presa —dijo Pepino en italiano.
Y cogiendo a Danglars por el cuello de la levita le condujo hacia una entrada,
semejante a una puerta, y por la cual se penetraba al punto donde el capitán
parecía haber hecho su alojamiento.
—¿Es éste el hombre? —inquirió el capitán mientras leía con la may or
atención la Vida de Alejandro, por Plutarco.
—El mismo, capitán, el mismo.
—Muy bien, mostrádmelo.
A esta orden imperativa, Pepino acercó tan bruscamente la luz al rostro de
Danglars, que éste retrocedió vivamente para no quemarse las cejas.
Su rostro trastornado ofrecía todos los síntomas de un terror indescriptible.
—Este hombre está cansado —dijo el capitán—, llévesele a la cama.
—¡Oh! —murmuró el banquero—, esa cama es probablemente uno de los
nichos de la muralla, ese sueño es la muerte que va a darme uno de los puñales
que veo resplandecer.
En efecto, en las profundidades lóbregas de aquella cavidad inmensa veíanse
agitarse sobre hierbas secas y pieles de lobo, los compañeros del hombre a quien
Alberto de Morcef había hallado ley endo los Comentarios de César, y a quien
Danglars encontraba ley endo la Vida de Alejandro.
El banquero lanzó un sordo gemido y siguió a su guía. No profirió súplica ni
queja alguna. No tenía fuerza, ni voluntad, ni poder, ni sentimiento; dejábase
llevar.
Emprendió la marcha, y comprendiendo que tenía una escalera ante sí,
levantó maquinalmente los pies cuatro o cinco veces. Entonces se abrió ante él
una puerta baja. Inclinóse instintivamente para no romperse la frente, y se halló
en una cavidad abierta en la roca viva.
Era regularmente formada, aunque sin muebles. Seca, aunque situada bajo la
tierra, a una profundidad inconmensurable.
Una cama de hierba seca, cubierta de pieles de cabra, estaba no hecha, sino
tendida en un rincón del cuarto.
Danglars, al verla, crey ó hallar un símbolo inequívoco de su salvación.
—¡Oh! Dios sea loado —murmuró—, es una cama verdadera.
Por segunda vez en el término de una hora invocaba el nombre de Dios. No le
había sucedido otro tanto en diez años.
—Ecco —dijo el guía.
Y metiendo a Danglars en el cuarto, cerró la puerta tras de sí. Sonó un
cerrojo; el banquero se hallaba prisionero. Además, aunque no hubiera habido
cerrojo, sólo san Pedro y teniendo por guía un ángel del cielo, pudiera pasar por
medio de la guarnición que ocupaba las catacumbas de San Sebastián, y que
acampaba con un jefe en quien nuestros lectores habrán desde luego reconocido
al famoso Luigi Vampa.
Danglars había también reconocido al bandido cuy a existencia no quiso creer
cuando Morcef trató de naturalizarlo en Francia. No sólo le había reconocido a él,
sino también la celda en donde Morcef estuvo encerrado, y que según todas las
probabilidades era el alojamiento de los extranjeros.
Estos recuerdos, campo de cierto deleite en medio de todo para Danglars, le
devolvieron la tranquilidad. No habiéndole dado muerte en el primer momento
los bandidos, no deberían tener intención de matarle.
Habíasele detenido para robarle, y como no tenía más que unos luises, se le
pediría rescate.
Acordóse de que Morcef había tenido que aprontar unos cuatro mil escudos,
y como él mismo se creía de una apariencia de may or importancia que Morcef,
calculó que se le exigiría doble suma.
Ocho mil escudos equivalían a cuarenta y ocho mil libras. Le quedarían aún
unos cinco millones cincuenta mil francos. Con esto se salía del paso en cualquier
parte.
Así, pues, quedó casi seguro de salir del paso, teniendo en cuenta que no había
ejemplo de que se hubiese tasado nunca un hombre en cinco millones cincuenta
mil libras. Danglars se echó en la cama, en donde después de dar algunas vueltas
a un lado y a otro, se durmió con la tranquilidad del héroe cuy a historia Luigi
Vampa estaba ley endo.
Capítulo XXXVI
Dedespertó.
todo sueño, si no es del que temía Danglars, se despierta. Danglars se
Para un parisiense habituado a cortinajes de seda, a paredes
adamascadas, al perfume que sale de las maderas delicadas de la chimenea y se
extiende y baja de los techos de raso, despertar en una gruta de piedra debe de
ser un momento poco apacible. Al tocar las cortinas de piel de cabra, Danglars
debía creer que se hallaba entre lapones o cosa parecida. En tales circunstancias,
un segundo basta para convertir la may or de las dudas en palpable certeza.
—Sí —murmuró—; estoy en poder de los bandidos de que habló Alberto de
Morcef.
Su primer movimiento fue respirar para asegurarse de que no estaba herido.
Era un medio que había aprendido en Don Quijote, único libro no que había leído,
sino que conservaba alguna cosa en la memoria.
—No —dijo—, no me han matado ni herido, pero ¿me habrán robado acaso?
Y metió la mano en los bolsillos. Estaban intactos. Los cien luises que se había
reservado para hacer el viaje de Roma a Venecia se hallaban en el bolsillo de su
pantalón, y la cartera con la letra de cinco millones cincuenta mil francos estaba
en el bolsillo de la levita.
—¡Qué bandidos tan raros —se dijo—, que me han dejado mi bolsa y mi
cartera! Como pensé ay er al acostarme, van a ponerme a rescate. ¡Veamos!,
¡conservo también el reloj! Veamos la hora que es.
El reloj de Danglars, obra de Breguet, al que había cuidado de dar cuerda la
víspera de su viaje, señalaba las cinco y media de la mañana. Sin él, Danglars
hubiera ignorado completamente la hora que era, penetrando y a la luz del día en
el aposento.
¿Sería preciso exigir una explicación de los bandidos? ¿Convendría esperar
pacientemente a que se la diesen? En tal alternativa, lo último era más prudente.
Danglars esperó. Esperó hasta el mediodía. Durante todo este tiempo un centinela
había velado a su puerta. A las ocho de la mañana fue relevado.
Apoderóse de Danglars el deseo de ver quién le custodiaba.
Había notado que los ray os, no del día, sino de una lámpara, se filtraban por
las hendiduras mal unidas de la puerta. Acercóse a una de ellas en el momento
mismo en que el bandido echaba algunos tragos de aguardiente, los cuales,
debido al pellejo que lo contenía, esparcían un olor repugnante para Danglars.
—¡Puf! —exclamó retrocediendo hasta el fondo de la habitación.
A mediodía, el hombre del aguardiente fue reemplazado por otro funcionario.
Danglars tuvo la curiosidad de ver a su nuevo guardián, y se acercó otra vez a la
hendidura. Era un bandido de complexión atlética, un Goliat de grandes ojos,
labios gruesos, nariz aplastada. Su cabellera roja pendía por las espaldas en
mechas retorcidas, como culebras.
—¡Oh!, ¡oh! —dijo Danglars—, éste parece más bien un ogro que una
criatura humana. En todo caso soy perro viejo, soy duro de mascar.
Como se ve, Danglars no había perdido todavía el buen humor. En el mismo
instante, como para probarle que no era un ogro, su guardián se sentó frente a la
puerta del cuarto, y sacó de su zurrón pan negro, cebolla y queso, y se puso in
continenti a devorarlos.
—¡Que me lleve el diablo! —dijo Danglars, echando a través de las
hendiduras de la puerta una mirada a la comida del bandido—, el diablo me lleve
si comprendo cómo pueden comerse semejantes porquerías.
Y fue a sentarse sobre las pieles, recordando en ellas el olor de aguardiente
del primer centinela. Sin embargo, la situación de Danglars era crítica, y los
secretos de la naturaleza son incomprensibles. Hay en ellos harta elocuencia en
ciertas invitaciones materiales que dirigen las más groseras sustancias a los
estómagos vacíos.
Danglars sintió de pronto que el suy o lo estaba en este momento, y así vio al
hombre menos feo, al pan menos duro, al queso más fresco. En fin, las cebollas
crudas, sucia alimentación del salvaje, le recordaron ciertas salsas Robert, y
cierta ropa vieja que su cocinero preparaba de una manera superior cuando
Danglars le decía: « Señor Deniseau, hágame para hoy un buen platito de
canalla» .
Se levantó y fue a llamar a la puerta. El bandido levantó la cabeza. Al ver
Danglars que le había oído, volvió a llamar.
—Che cosa? —preguntó el bandido.
—¡Hola, amigo! —dijo Danglars, dando con los dedos contra la puerta—,
¡me parece que será tiempo que se piense en darme de comer también a mí!
Pero sea que no comprendiese, sea que no tuviese órdenes relativas a la
comida de Danglars, el gigante continuó comiendo. Danglars sintió humillado su
orgullo, y no queriendo meterse con semejante bruto, se echó sobre las pieles sin
decir nada más.
Transcurrieron cuatro horas. El gigante fue reemplazado por otro bandido.
Danglars, que sentía fuertes movimientos de estómago, se levantó despacio,
aplicó en seguida el ojo a las hendiduras de la puerta y reconoció la figura
inteligente de su guía. Era, efectivamente, Pepino, que se preparaba a entrar de
guardia del mejor modo posible, sentándose frente a la puerta, y colocando entre
ambas piernas una cazuela que contenía, calientes y olorosos, guisantes fritos con
tocino. Cerca de estos guisantes, Pepino colocó un canastillo de racimos de
Velletri, y una botella de vino de Orvieto. Seguramente Pepino era inteligente.
Viendo estos preparativos gastronómicos, el hambre atormentaba a Danglars.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo—, veamos si éste es más tratable que el otro. —Y tocó
pausadamente la puerta.
—Allá van —dijo en mal francés el bandido, que, frecuentando la casa del
señor Pastrini, había acabado por aprender aquella lengua hasta en sus
modismos.
Y abrió en efecto.
Danglars le reconoció por el que le había gritado de una manera harto
furiosa: « Meted la cabeza» . Pero no era aquella hora para recriminaciones, y
adoptó, por el contrario, el ademán más agradable, y con graciosa sonrisa:
—Perdonad —le dijo—, pero ¿no se me dará de comer a mí también?
—¡Cómo, pues! —exclamó Pepino—. ¿Vuestra excelencia tendrá hambre
acaso?
—¡Acaso! ¡Es magnífico! —murmuró Danglars—, hace veinticuatro horas
justas que no como. Sí, señor —añadió, levantando la voz—, tengo hambre,
sobrada hambre.
—¿Y vuestra excelencia quiere comer?
—Al instante, si es posible.
—Nada más fácil —dijo Pepino—, aquí se proporciona todo, pagando, por
supuesto, como se hace entre buenos cristianos.
—¡Ni que decir tiene! —exclamó Danglars—, aunque en realidad, las gentes
que detienen y aprisionan deberían al menos alimentar a los prisioneros.
—¡Ah!, excelencia —repuso Pepino—, eso y a no se estila.
—No es mala la razón —siguió Danglars, contando ganar a su guardián con
su amabilidad—, y o me satisfago con ella. Veamos qué es lo que se me sirve de
comer.
—En seguida, excelencia, ¿qué deseáis?
Y Pepino puso su escudilla en el suelo, de tal manera que el vapor subía
directamente a las narices del banquero.
—Mandadme —dijo.
—¿Hay cocina aquí? —preguntó Danglars.
—¿Que si hay cocina? ¡Cocina perfecta!
—¿Y cocineros?
—¡Excelentes!
—¡Y bien!, un pollo, un pescado, un ave, cualquier cosa, con tal que y o
coma.
—Como desee vuestra excelencia. Pediremos un pollo, ¿no es verdad?
—Sí, un pollo.
Pepino, levantándose y asomándose a la puerta, gritó con toda la fuerza de
sus pulmones:
—¡Un pollo para su excelencia!
La voz de Pepino resonaba aún por las bóvedas, cuando se presentó un joven,
hermoso, esbelto, y medio desnudo como los antiguos pescadores, llevando en un
plato de plata un pollo delicadamente colocado.
—Se creería uno en el Café de París —murmuró Danglars.
—¡Helo aquí, excelencia! —dijo Pepino, cogiendo el pollo de manos del
joven bandido, y colocándolo en una mesa carcomida, que con un asiento y la
cama de pieles, formaba todo el ajuar de la celda.
Danglars pidió un cuchillo y un tenedor.
—¡Helo aquí, excelencia! —dijo Pepino, ofreciéndole un cuchillo pequeño de
punta roma y un tenedor de madera. Danglars tomó el cuchillo en una mano y el
tenedor en la otra, y se puso a trinchar el ave.
—Dispensad, excelencia —dijo Pepino, pasando una mano por la espalda del
banquero—, aquí se paga antes de comer, para el caso de quedar luego
descontentos.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo para sí Danglars—, esto no es como en París. Me van a
desollar probablemente, pero hagamos las cosas en grande, veamos, he oído
hablar del buen trato de la vida de Italia; un pollo debe de valer doce sueldos en
Roma. Tened —dijo en voz alta, y dio un luís a Pepino.
—Un momento, vuestra excelencia —dijo Pepino levantándose—, un
momento, vuestra excelencia me queda a deber aún alguna cosa.
—¡Cuando y o decía que habrían de desollarme! —murmuró Danglars.
Luego, resuelto a sacar partido de todo—: Veamos lo que se os debe por esa ave
hética —prosiguió.
—Vuestra excelencia ha dado un luís a cuenta.
—¿Un luís a cuenta de un pollo?
—Claro está, a cuenta.
—Bien…, ¡veamos!, ¡veamos!
—No son más que cuatro mil novecientos noventa y nueve luises lo que me
debe vuestra excelencia.
Danglars abrió espantado los ojos al oír tan pesada broma.
—¡Ah, bribón! —murmuró—, ¡bribón, por vida mía!
Y quiso ponerse a trinchar el pollo, pero Pepino le detuvo la mano derecha
con la izquierda, y extendió además la otra mano, diciendo:
—¡Vamos!
—¿Qué? ¿No os reís? —dijo Danglars.
—Aquí no reímos nunca, excelencia —contestó Pepino, serio como un
cuáquero.
—¿Cien mil francos este pollo?
—Excelencia, es increíble el trabajo que cuesta criar aves en estas malditas
grutas.
—¡Vamos!, ¡vamos! —dijo Danglars—, encuentro esto muy chistoso, muy
divertido en verdad. Pero como tengo hambre, dejadme comer. Tomad, he aquí
otro luís para vos, amigo mío.
—Entonces no faltan más que cuatro mil novecientos noventa y ocho luises
—dijo Pepino conservando la misma sangre fría—, con paciencia todo se
consigue.
—¡Oh!, lo que es eso —dijo Danglars, indignado de tan perseverante burla—,
lo que es eso, jamás. Idos al diablo, vos no sabéis quién soy y o.
Pepino hizo una señal, el criado echó las dos manos y llevóse en seguida el
pollo. Danglars se tendió en la cama de piel de lobo, Pepino cerró la puerta y se
puso a comer los guisantes con tocino.
Danglars no podía ver lo que hacía Pepino, pero el ruido de sus dientes no
debía dejarle duda acerca de lo que estaba haciendo. Era evidente que comía, y
que comía toscamente como un hombre mal criado.
—¡Avestruz! —dijo Danglars.
Pepino hizo que no oía nada, y sin volver la cabeza continuó comiendo con
admirable calma. El estómago de Danglars encontrábase en tal estado que no
creía él mismo poder llegar a llenarlo nunca. Sin embargo, tuvo paciencia por
espacio de hora y media, que en realidad se le antojó un siglo. Levantóse y fue
de nuevo a la puerta.
—Vamos —siguió—, no me hagáis desfallecer más tiempo, y decidme al fin
qué es lo que se quiere de mí.
—Decid más bien, excelencia, lo que queréis de nosotros… Dad vuestras
órdenes y las ejecutaremos.
—Abridme primero.
Pepino abrió.
—¡Yo quiero —dijo Danglars—, por Dios! ¡Quiero comer!
—¿Tenéis hambre?
—De sobra lo sabéis.
—¿Qué quiere comer vuestra excelencia?
—Un pedazo de pan seco, puesto que los pollos están a tal precio en estas
malditas cuevas.
—¡Pan!, sea —dijo Pepino—. ¡Eh!, pan —gritó.
El criado trajo un pedazo de pan.
—¡Helo aquí! —dijo Pepino.
—¿Qué vale? —preguntó Danglars.
—Cuatro mil novecientos noventa y ocho luises, estando y a otros dos pagados
por anticipado.
—¡Cómo! ¡Un pan cien mil francos!
—Cien mil francos —dijo Pepino.
—¡Y no me pedíais más que cien mil francos por un pollo!
—No servimos por lista, sino a precio fijo. Cómase poco o mucho, pídanse
diez platos o uno solo, el coste es absolutamente igual.
—¡Una nueva burla! Querido amigo, os declaro que esto es absurdo, que esto
es estúpido. Decid más bien que al fin queréis que me muera de hambre, y es
más sencillo.
—No, excelencia, vos sois quien queréis suicidaros. Pagad y comed,
creedme.
—¿Conque he de pagar tres veces, bruto? —dijo Danglars exasperado—.
¿Crees que se llevan así cien mil francos?
—Tenéis cinco millones cincuenta mil francos en vuestro bolsillo, excelencia
—dijo Pepino—, que equivalen a cincuenta pollos y medio.
Danglars se estremeció. Cay óle la venda de los ojos. Continuaba la misma
broma, pero por fin acababa de comprenderla. Es fácil conocer que no la
encontraba tan sencilla como antes.
—Veamos —dijo—, veamos. ¿Dando esos cien mil francos, quedaréis
satisfecho al menos, y podré comer a mi placer?
—Sin duda —dijo Pepino.
—Pero ¿cómo darlos? —dijo el banquero respirando más libremente.
—Nada más fácil. Tenéis un crédito abierto en casa de Thonmson y French,
calle de Banchi, en Roma. Dadme un bono de cuatro mil novecientos noventa y
ocho luises contra estos señores. Nuestro banquero los recogerá.
Danglars quiso al menos asumir el aire de generoso. Tomó la pluma y el
papel que le presentaba Pepino, escribió la letra y firmó.
—Tened —dijo—, vuestro bono al portador.
—Y vos, el pollo.
Danglars trinchó el ave suspirando. Parecíale flaca para una suma tan
crecida.
En cuanto a Pepino, ley ó atentamente el papel, lo metió en el bolsillo y
prosiguió comiendo sus guisantes con tocino.
Capítulo XXXVII
El perdón
Aldespertaba
día siguiente Danglars volvió a tener hambre. El aire de aquella caverna
a más no poder el apetito. El prisionero crey ó que en todo aquel
día no tendría que hacer nuevos gastos. Como hombre económico había ocultado
la mitad del pollo y un pedazo de pan en un rincón del cuarto. Pero después de
comer tuvo sed. No había contado con ello. Luchó contra la sed hasta el
momento en que sintió la lengua reseca pegársele al paladar. Entonces llamó, no
pudiendo resistir más tiempo el fuego que le consumía. El centinela abrió la
puerta; era una cara distinta. Pensó que mejor le sería entenderse con su antiguo
conocido y llamó a Pepino.
—Aquí me tenéis, excelencia —dijo el bandido presentándose con tal
presteza que le pareció de buen agüero a Danglars—, ¿qué queréis?
—Beber —contestó el prisionero.
—Excelencia —dijo Pepino—, y a sabéis que el vino no tiene precio en las
cercanías de Roma.
—Dadme agua entonces —dijo Danglars, pensando salir del paso.
—¡Oh!, excelencia, el agua escasea aún más que el vino. ¡Hay tanta sequía!
—Vamos —dijo Danglars—, ¡volvéis a empezar, a lo que parece!
Y sonriéndose como en aire de broma, el desgraciado sentía humedecidas las
sienes con el sudor.
—Vamos, vamos, amigo —dijo Danglars viendo que Pepino permanecía
impasible—, os pido un vaso de vino, ¿me lo negaréis?
—Os he dicho, excelencia —respondió gravemente Pepino—, que no
vendemos al por menor.
—¡Y bien!, entonces dadme una botella.
—¿De cuál?
—Del menos caro.
—Todos son del mismo precio.
—¿Y cuál es?
—Veinticinco mil francos la botella.
—Decid —exclamó Danglars, con indescriptible amargura—, decid que
queréis robarme y es más sencillo que hacerlo así paso a paso.
—Es posible —dijo Pepino— que tal sea la intención del señor.
—¿Qué señor?
—Aquel a quien se os presentó anteay er.
—¿Dónde está?
—Aquí.
—Haced que lo vea.
—Es fácil.
Poco después, Luigi Vampa se hallaba ante Danglars.
—¿Me llamáis? —preguntó al prisionero.
—¿Sois el jefe de los que me han traído aquí?
—Sí, excelencia, ¿y qué?
—¿Qué queréis de mí por rescate? Decid.
—Nada más que los cinco millones que lleváis encima.
El banquero sintió oprimido el corazón con un pasmo terrible.
—No tengo más que eso en el mundo, resto de una inmensa fortuna. Si me lo
quitáis, quitadme la vida.
—Tenemos prohibido derramar vuestra sangre, excelencia.
—¿Y quién os lo ha prohibido?
—El que manda en nosotros.
—¿Obedecéis a alguien?
—Sí, a un jefe.
—Creía que el jefe erais vos.
—Soy jefe de estos hombres, pero otro lo es mío.
—¿Y ese jefe obedece a alguien?
—Sí.
—¿A quién?
—A Dios.
Danglars permaneció un momento pensativo.
—No os comprendo —dijo.
—Es posible.
—¿Y es ese jefe el que os ha dicho que me tratéis de tal modo?
—Sí.
—¿Con qué objeto?
—Lo ignoro.
—Pero ¿desaparecerá mi bolsa?
—Es probable.
—Vamos —dijo Danglars—, ¿queréis un millón?
—No.
—¿Dos millones?
—No.
—¿Tres millones…?, ¿cuatro…?, veamos, ¿cuatro? Os lo doy a condición de
que me pongáis en libertad.
—¿Por qué nos ofrecéis cuatro millones por lo que vale cinco? —dijo Vampa
—, eso es una usura, señor banquero, o no entiendo una palabra.
—¡Tomadlo todo! ¡Tomadlo todo!, os digo —exclamó Danglars—, o
matadme.
—Vamos, vamos, calmaos, excelencia, os vais a alterar la sangre, y eso os
dará apetito para comer un millón por día, ¡sed más económico, demonio!
—¿Y cuando no tenga más dinero que daros? —exclamó Danglars
exasperado.
—Entonces tendréis hambre.
—¿Tendré hambre? —dijo Danglars palideciendo.
—Probablemente —respondió Vampa con sorna.
—¿Decís que no queréis matarme?
—No.
—¿Y queréis dejarme morir de hambre?
—Sí, que no es lo mismo.
—¡Y bien, miserables! —exclamó Danglars—, haré fracasar vuestros
infames planes. Morir por morir prefiero acabar de una vez. Hacedme sufrir,
torturadme, matadme, pero no conseguiréis mi firma.
—Como queráis, excelencia —dijo Vampa. Y salió.
Danglars se arrojó rabiando sobre las pieles de lobo.
¿Quiénes eran esos hombres? ¿Quién era ese jefe visible? ¿Quién era el jefe
invisible? ¿Qué proy ectos les animaban contra él?, y cuando todo el mundo podía
rescatarse, ¿por qué no podía él hacerlo?
¡Oh!, seguramente que la muerte, una muerte pronta y violenta, era un buen
medio de burlar a los enemigos encarnizados que parecían perseguir contra él
una incomprensible venganza.
—¡Sí, pero morir!
Acaso por primera vez en su larga carrera, Danglars pensaba en la muerte
con el deseo y el temor a la vez de morir, pero había llegado el momento para él
de detener la vista en el espectro implacable que va en pos de toda criatura, y a
cada pulsación del corazón le dice: ¡Morirás!
Danglars parecía una bestia feroz, acosada por la montería, desesperada
después, y que a fuerza de su desesperación, consigue finalmente evadirse.
Pensó en la fuga, pero los muros eran la roca viva, y a la única salida de la cueva
se hallaba un hombre ley endo, por detrás del cual veíanse pasar y repasar
sombras armadas de fusiles.
Duróle dos días la resolución de no firmar, después de los cuales pidió de
comer y ofreció un millón. Tomáronselo y le sirvieron una suculenta comida.
Desde entonces la vida del desgraciado prisionero fue una tortura perpetua.
Había sufrido tanto que no quería exponerse a sufrir más, y cedía a todas las
exigencias. Al cabo de cuatro días, una tarde que había comido como en los
tiempos de su mejor fortuna, echó sus cuentas y notó que era tanto lo gastado que
no le restaban más que cincuenta mil francos.
Entonces sufrió una reacción extraña. Acabando de perder cinco millones,
trató de salvar los cincuenta mil francos que le quedaban; antes que entregarlos,
se propuso una vida de privaciones y llegó a entrever momentos de esperanza
que ray aban en locura. Teniendo olvidado a Dios después de mucho tiempo,
comenzó a creer que había obrado milagros, que la caverna podía hundirse, que
los carabineros pontificios podían descubrir aquel odioso encierro y salvarle.
Pensó en los cincuenta mil francos que le restaban, que eran una suma suficiente
para preservarle del hambre, y rogó a Dios se los conservara, y orando lloró.
Tres días transcurrieron de este modo, durante los cuales el nombre de Dios
estuvo constantemente, si no en su corazón, en sus labios. A intervalos tenía
instantes de delirio, durante los cuales creía ver desde las ventanas en una pobre
choza un anciano agonizando en el lecho. Este viejo también moría de hambre.
El cuarto día no era un hombre, era casi un cadáver. Había recogido hasta las
últimas migajas de sus comidas, y comenzaba a devorar la estera que cubría el
piso de la cueva.
Suplicó entonces a Pepino, como a un ángel guardián, le diese algún alimento,
y le ofreció mil francos por un pedazo de pan. Pepino no contestó.
El quinto día se arrastró hasta la entrada de la celda.
—¿No sois cristiano? —dijo incorporándose sobre las rodillas—, ¿queréis
asesinar a un hombre que es hermano vuestro ante Dios? ¡Oh!, ¡mis amigos de
otro tiempo, mis amigos de otro tiempo! —murmuraba. Y cay ó con la frente en
el suelo.
Luego, levantándose, gritó con una especie de desesperación:
—¡El jefe!, ¡el jefe!
—Heme aquí —dijo Vampa, apareciendo de repente—, ¿qué queréis otra
vez?
—Tomad el oro que me queda —balbuceó Danglars entregándole la cartera
—, y dejadme vivir aquí, en esta caverna. No pido la libertad, sólo pido la vida.
—¿Entonces, sufrís mucho? —preguntó Vampa.
—¡Oh!, sí; sufro, sufro cruelmente.
—Hay, sin embargo, hombres que han sufrido más que vos.
—No lo creo.
—Sí; ¡por mi vida!, murieron de hambre.
El banquero acordóse entonces del anciano que, durante sus horas de
alucinamiento, veía a través de las ventanas de la pobre cabaña llorar en el lecho.
Golpeóse la frente contra el suelo, dando un gemido.
—Sí —dijo—, es verdad. Hay quienes han sufrido más que y o, pero al menos
eran mártires.
—¿Es que al fin os arrepentís? —dijo una voz sombría y solemne, que hizo
erizarse los cabellos en la cabeza de Danglars.
Su mirada débil trató de distinguir los objetos, y vio detrás del bandido un
hombre envuelto en una capa, y oculto tras una pilastra de piedra.
—¿De qué tengo que arrepentirme? —balbuceó Danglars.
—Del mal que me habéis hecho —dijo la misma voz.
—¡Oh, sí; me arrepiento, me arrepiento! —exclamó el banquero. Y se golpeó
el pecho con el puño desfallecido.
—Entonces os perdono —dijo el hombre soltando la capa y dando algunos
pasos para colocarse ante la luz.
—¡El conde de Montecristo! —dijo Danglars, más pálido de terror, que lo que
estaba un momento antes de hambre y de miseria.
—Os engañáis, no soy el conde de Montecristo.
—¿Quién sois, entonces?
—Soy el que habéis vendido, entregado, deshonrado, cuy a mujer amada
habéis prostituído, al que habéis pisoteado para poder encumbraros y alzaros con
una gran fortuna, cuy o padre habéis hecho morir de hambre, a quien
condenasteis a morir del mismo modo, y que, sin embargo, os perdona, porque
tiene asimismo necesidad de ser perdonado: soy ¡Edmundo Dantés!
Danglars lanzó un grito y cay ó de rodillas.
—¡Levantaos! —dijo el conde—, tenéis salvada la vida. No han tenido igual
suerte vuestros dos cómplices. Uno está loco, otro muerto. Quedaos con los
cincuenta mil francos que os restan, os los doy. En cuanto a los cinco millones
robados a los hospicios, les han sido y a restituidos por una mano desconocida.
Ahora comed y bebed. Esta noche os doy hospedaje.
Después, el conde se volvió y dijo:
—Vampa, cuando ese hombre esté satisfecho, que se vay a libremente.
Danglars permaneció prosternado mientras el conde se alejaba; cuando
levantó la cabeza, solamente vio una especie de sombra que desapareció por el
corredor y ante la cual se inclinaban los bandidos.
Según había dispuesto el conde, Danglars se vio servido por Vampa, quien
mandó traerle el mejor vino y los más exquisitos manjares de Italia, y después,
haciéndole montar en su silla de posta, le dejó en el camino, arrimado a un árbol.
Así permaneció sin saber dónde se hallaba. Entonces vio que estaba cerca de un
arroy o, y como tenía sed, se arrastró hasta él. Al bajarse para beber, vio en el
espejo de las aguas que sus cabellos se habían vuelto blancos.
Capítulo XXXVIII
El 5 de octubre
Serían las seis de la tarde. Un horizonte de color de ópalo, matizado con los
dorados ray os de un hermoso sol de otoño, se destacaba sobre la mar azulada.
El calor del día había ido atenuándose poco a poco, y empezaba a sentirse la
ligera brisa que parece la respiración de la naturaleza exhalándose después de la
abrasadora siesta del mediodía; soplo delicioso que refresca las costas del
Mediterráneo y lleva de ribera en ribera el perfume de los árboles, mezclado con
el acre olor del mar.
Sobre la superficie del lago que se extiende desde Gibraltar a los Dardanelos,
y de Túnez a Venecia, una embarcación ligera, de forma elegante, se deslizaba a
través de los primeros vapores de la noche. Su movimiento era el del cisne que
abre sus alas al viento surcando las aguas. Avanzaba rápido y gracioso a la vez,
dejando en pos de sí un surco fosforescente.
Lentamente, el sol, cuy os últimos ray os hemos saludado, desapareció por el
horizonte occidental, pero como para secundar los sueños brillantes de la
mitología, sus fuegos indecisos, reapareciendo en la cima de cada ola, parecían
revelar que el dios de la luz acababa de ocultarse en el seno de Anfítrite, quien
procuraba en vano guardar a su amante entre los pliegues de su azulado manto.
El barco avanzaba velozmente, aunque al parecer, apenas hacía viento para
sacudir los rizados bucles de una joven. En pie sobre la proa, un hombre alto, de
tez bronceada, ojos dilatados, veía acercarse hacia él la tierra bajo la forma de
una masa sombría en forma de cono, y saliendo del medio de las olas como un
ancho sombrero catalán.
—¿Está ahí la isla de Montecristo? —preguntó con una voz grave, impregnada
de profunda tristeza, el viajero a cuy as órdenes parecía estar en aquel momento
la embarcación.
—Sí, excelencia —respondió el patrón—; y a llegamos.
—¡Llegamos! —murmuró el viajero con un acento indefinible de
melancolía.
Luego añadió en voz baja:
—Sí; éste será el puerto.
Y se sumergió en sus meditaciones, que se revelaban con una sonrisa más
triste aún que lo hubiesen sido las mismas lágrimas.
Unos minutos más tarde se distinguió en tierra una llama, que se apagó al
instante, y el estampido de un arma de fuego llegó hasta el barco.
—Excelencia —dijo el patrón—, he ahí la señal, ¿queréis responder vos
mismo?
—¿Qué señal? —preguntó.
El patrón extendió la mano hacia la isla, desde cuy as orillas ascendía una
larga y blanquecina columna de humo, que se iba extendiendo sensiblemente en
la atmósfera.
—¡Ah!, sí —dijo, como saliendo de un sueño—, dadme…
El patrón le entregó una carabina cargada. El viajero la tomó, apuntó hacia
arriba y la disparó al aire.
Diez minutos después se amainaba la vela, y se echaba el ancla a quinientos
pasos del puerto.
El bote estaba y a en el mar con cuatro remeros y el piloto. El viajero bajó, y
en vez de sentarse en la popa guarnecida para él de un tapiz azul, se mantuvo en
pie con los brazos cruzados.
Los remeros esperaban con los remos medio levantados, como aves que
ponen a secar las alas.
—¡Avante! —dijo el viajero.
Los ocho remos cay eron al mar de un solo golpe, y sin hacer saltar una
chispa de agua. Después la barca, cediendo al impulso, se deslizó rápidamente.
En seguida entró en una pequeña ensenada, formada por una abertura
natural. La barca tocó en un fondo de arena fina.
—Excelencia —dijo el piloto—, subid a espaldas de dos de nuestros hombres,
que os llevarán a tierra.
El joven respondió a esta invitación con un gesto de completa indiferencia.
Sacó las piernas de la barca y se dejó deslizar en el agua, que le llegó hasta la
cintura.
—¡Ah, excelencia! —murmuró el piloto—, habéis hecho mal, y el señor os
censurará por ello.
El joven continuó marchando hacia la ribera, detrás de dos marineros que
habían encontrado el mejor fondo.
A los treinta pasos llegaron a tierra. El joven sacudió los pies y comenzó a
buscar el camino que se le indicaba en medio de las tinieblas de la noche. En el
momento en que volvía la cabeza, sintió una mano sobre el hombro y una voz
que le hizo estremecer.
—Buenas noches, Maximiliano —le dijo la voz—, veo que sois puntual,
gracias.
—¡Vos, conde! —exclamó el joven con un movimiento, expresión más que
de otra cosa de alegría, y estrechando entre sus dos manos la de Montecristo.
—Sí, y a lo veis, tan puntual como vos, pero estáis no sé cómo, caro amigo. Es
preciso transformaros, como diría Calipso a Telémaco. Venid, pues. Hay por aquí
una habitación preparada para vos, y en la cual olvidaréis las fatigas y el frío.
Montecristo vio que Morrel se volvía, y esperó.
El joven, en efecto, veía con sorpresa que ni una sola palabra le habían dicho
sus conductores, a los cuales no había pagado, y sin embargo, partían. Oíanse y a
los movimientos de los remos del bote que volvía hacia la embarcación.
—¡Ah, sí! —dijo el conde—, ¿buscáis a vuestros marineros?
—Sin duda, nada les he dado y no obstante han partido.
—No penséis en eso, Maximiliano —dijo sonriéndose Montecristo—, tengo un
contrato con la marina para que el acceso de mi isla quede libre de todo gasto de
viaje. Soy su abonado, como se dice en los países civilizados.
Morrel miró al conde con admiración.
—Conde —le dijo—, no sois el mismo aquí que en París.
—¿Cómo es eso?
—Sí; aquí os reís.
La frente de Montecristo se ensombreció.
—Tenéis razón en recordármelo, Maximiliano —dijo—, volveros a ver es una
ventura para mí, y olvidaba que toda ventura es pasajera.
—¡Oh!, no, no, conde —exclamó Morrel volviendo a asir las manos de su
amigo—, reíd, por el contrario; sed dichoso y probadme con vuestra indiferencia
que la vida no es mala sino para los que sufren. ¡Oh!, sois benéfico, bueno,
grande, amigo mío, y para darme valor afectáis esa alegría.
—Os equivocáis, Morrel —dijo el conde—, es que en efecto soy feliz.
—Vamos, os olvidáis de mí, ¡tanto mejor!
—¿Cómo?
—Sí, porque y a lo sabéis amigo. Como el gladiador cuando entraba en el
circo decía al emperador, os digo: « El que va a morir lo saluda» .
—¿No estáis consolado? —preguntó Montecristo, con una expresión particular.
—¡Oh! —dijo Morrel, con una mirada llena de amargura—, ¿suponéis acaso
que puedo estarlo?
—Escuchad —prosiguió el conde—, comprendéis bien el sentido de mis
palabras, ¿no es verdad, Maximiliano? No me tenéis por un hombre vulgar, por
una urraca que pronuncia frases vagas y vacías de sentido. Al preguntaros si
estáis consolado, os hablo como hombre para quien el corazón humano no tiene
secretos. Y bien, Morrel, bajemos juntos al fondo de vuestro corazón y
sondeémosle. ¿Siente aún la fogosa impaciencia del dolor que hace estremecer el
cuerpo, como se estremece el león picado por el mosquito? ¿O sufre esa sed
devoradora que no se acaba hasta el sepulcro? ¿O la idealidad del recuerdo y a
irrealizable que lanza al vivo en pos de la muerte? ¿O tan sólo la postración del
valor agotado, el tedio que apaga los ray os de esperanza que quisieran lucir de
nuevo? ¿O la pérdida de la memoria junto con la impotencia para el llanto? ¡Oh!,
querido amigo, si esto es así, si no podéis llorar, si creéis muerto vuestro corazón
embotado, si no encontráis fuerza más que en Dios, miradas más que para el
cielo, amigo, dejemos a un lado las palabras harto mezquinas para la
comprensión de nuestra alma. Maximiliano, estáis consolado, dejad, pues de
lamentaros.
—Conde —dijo Morrel con una voz dulce y firme al mismo tiempo—, conde,
escuchadme, como se escucha al hombre que habla con el dedo extendido hacia
la tierra, con los ojos levantados al cielo. He venido cerca de vos para expirar en
brazos de un amigo. Hay, es cierto, personas a quienes amo. Amo a mi hermana
Julia, a su esposo Manuel, mas necesito que se abran unos brazos fuertes y se me
estreche en ellos en mis últimos instantes. Mi hermana se desharía en lágrimas y
se acongojaría. La vería sufrir, y ¡he sufrido y o tanto! Manuel me arrancaría el
arma de las manos y atronaría la casa con sus destemplados gritos. Vos, conde,
cuy a palabra me esclaviza, que sois más que hombre, a quien llamaría dios si no
fueseis mortal. Vos, vos me conduciréis dulcemente y con ternura, ¿no es
verdad?, hasta las puertas de la muerte.
—Amigo —repuso el conde—, me queda aún una duda: ¿tendréis tan poca
fuerza que empeñéis vuestro orgullo en exhalar vuestro dolor?
—No; mirad, soy sincero —dijo Morrel tendiendo la mano al conde—, y mi
pulso no late más ni menos débil que de costumbre. No; me siento al término del
camino. No, no procederé más allá. Me habéis hablado de aguardar, de esperar,
¿sabéis lo que habéis hecho, desventurado sabio? ¡He esperado un mes, es decir,
que he sufrido un mes! He esperado, ¡el hombre es pobre y miserable criatura!
He esperado, ¿y qué? No lo sé, ¡algo desconocido, absurdo, insensato!, un
milagro…, ¿cuál? Dios sólo puede decirlo, que ha envuelto nuestra razón con la
locura que se llama esperanza. Sí; he estado esperando. Sí; he esperado, conde, y
en un cuarto de hora que hace que hablamos esta vez, me habéis, sin saber,
partido, torturado el corazón cien veces, porque cada una de vuestras palabras
me prueban que no hay esperanza para mí. ¡Oh, conde, cuán dulce y voluptuoso
sería el descanso de la muerte!
Estas últimas palabras fueron pronunciadas por Morrel con una explosión de
alegría que hizo estremecer al conde.
—Amigo mío —continuó Morrel, viendo que el conde callaba—, me
designasteis el 5 de octubre como término del plazo definitivamente convenido…;
amigo mío, hoy es el 5 de octubre…
Y sacó el reloj.
—Son las nueve; todavía me quedan tres horas de vida.
—Sea —respondió el conde—, venid.
Morrel siguió maquinalmente al conde, y estaban y a en la gruta, sin que
Maximiliano se hubiese dado cuenta de ello. Vio alfombras bajo sus pies, y
abierta una puerta de donde se exhalaban delicados perfumes. Una luz
resplandeciente hirió sus ojos. Morrel se detuvo dudoso sin seguir adelante.
Desconfiaba de las delicias mágicas que le rodeaban. Montecristo le atrajo
dulcemente.
—¿Será preciso —dijo—, que empleemos las tres horas que nos restan, como
los antiguos romanos, que, condenados por Nerón, su emperador y heredero, se
sentaban a la mesa coronados de flores y aspiraban la muerte con el perfume de
los heliotropos y de las rosas?
—Como gustéis —respondió Morrel—, la muerte es siempre la muerte, es
decir, el reposo, es decir, la ausencia de la vida, y por consiguiente del dolor.
Sentóse, y Montecristo enfrente de él.
Estaban en el maravilloso comedor que hemos descrito, y en donde estatuas
de mármol sostenían en la cabeza canastillos siempre llenos de flores y de frutas.
Morrel lo había mirado todo vagamente, probablemente sin ver nada.
—Hablemos —dijo, mirando finalmente al conde.
—¡Hablad! —le respondió éste.
—Conde —repuso Morrel—, sois el compendio de todos los conocimientos
humanos, y me parecéis bajado de un mundo más adelantado y sabio que el
nuestro.
—Hay algo de cierto en eso —dijo el conde, con la sonrisa melancólica que
confería a su rostro destellos de inefable bondad—, he bajado de un planeta que
llaman el dolor.
—Creo todo lo que me decís, sin tratar de investigar su sentido, conde; y la
causa de ello es porque me habéis dicho que viva y he vivido, porque me habéis
dicho que espere y he esperado. Osaré preguntaros como si hubieseis muerto
alguna vez: ¿Conde, es eso un mal?
Montecristo miraba a Morrel con una inefable expresión de ternura.
—Sí —dijo—, sí, sin duda; eso es un mal si rompéis brutalmente la capa
mortal que os reclama obstinadamente la vida. Si desgarráis vuestra carne con la
imperceptible punta de un puñal, si abrís con una bala siempre insegura vuestra
cabeza, sensible al más leve dolor, ciertamente que sufriréis, y dejaréis
odiosamente la vida, hallándola en medio de una agonía desesperada, mejor que
un reposo a tanta costa comprado.
—Sí, lo comprendo —dijo Morrel—; la muerte, como la vida, tiene secretos
de dolor y de voluptuosidad. Todo estriba en conocerlos.
—Exacto, Maximiliano. Acabáis de decir una gran verdad. La muerte es
según el cuidado que tomamos de ponernos bien o mal con ella: o una amiga que
nos mece dulcemente como una nodriza, o una enemiga que nos arranca con
violencia el alma del cuerpo. Un día, cuando el mundo hay a vivido un millar de
años más, y se hay a hecho dueño de todas las fuerzas destructoras de la
naturaleza para aprovecharlas en el bienestar general de la humanidad, cuando el
hombre conozca, como decíais no ha mucho, los secretos de la muerte, será ésta
tan dulce y voluptuosa como el sueño en los brazos de la mujer querida.
—Y si quisierais morir, conde, ¿sabríais hacerlo de ese modo?
—Sí.
Morrel le tendió la mano.
—Comprendo ahora —dijo— por qué me habéis citado aquí, en esta isla
perdida en medio del Océano, en este palacio subterráneo, sepulcro que
envidiaría Faraón. Es porque me queréis, ¿no es así, conde?, ¿es que me queréis
lo suficiente, para procurarme una de esas muertes de que me habláis, una
muerte sin agonía, una muerte que me permita desahogarme pronunciando el
nombre de Valentina, y estrechándoos la mano?
—Sí; habéis adivinado, Morrel —dijo el conde con sencillez—, y así es como
lo comprendo.
—Gracias, la idea de que mañana no sufriré más resulta consoladora para mi
angustiado corazón.
—¿No dejáis a nadie? —preguntó Montecristo.
—¡No! —respondió Morrel.
—¿Ni siquiera a mí? —repuso el conde con emoción profunda.
Morrel quedó suspenso. Sus claros ojos se nublaron de pronto, y brillaron
luego con vívida llama, brotando de ellos una lágrima que rodó abriendo un surco
plateado en su mejilla.
—¡Cómo! —dijo el conde—, ¡os queda un recuerdo en la tierra y morís…!
—¡Oh!, por favor —exclamó Morrel con voz apagada—, ¡ni una palabra
más, conde, no prolonguéis mi suplicio!
Montecristo crey ó que Morrel iba a entrar en delirio.
Esta creencia de un instante resucitó en él la horrible duda sepultada y a una
vez en el castillo de If.
Pensó devolver este hombre a la ventura, mirando tal restitución como un
peso echado en la balanza para compensación del mal que pudiera haber
derramado.
« Ahora —pensó el conde—, si y o me equivocase, si este hombre no fuera
tan desgraciado que mereciese la ventura, ¡ay !, ¡qué sería de mí que no puedo
olvidar el mal sino representándome el bien!» .
—Escuchad, Morrel —dijo—, vuestro dolor es inmenso, me doy cuenta,
pero, sin embargo, creéis en Dios, y no querréis arriesgar la salvación del alma.
Morrel se sonrió con tristeza.
—Conde —dijo—, sabéis que no entro fríamente en los espacios de la poesía;
pero, os lo juro, mi alma no es mía.
—Escuchad, Morrel —dijo el conde—, no tengo pariente alguno en el mundo,
y a lo sabéis. Me he acostumbrado a miraros como hijo, ¡y bien!, por salvar a mi
hijo, sacrificaría mi vida, cuanto más mi fortuna.
—¿Qué queréis decir?
—Quiero decir, Morrel, que atentáis a vuestra vida porque no conocéis todos
los goces que ofrece una gran fortuna. Morrel, poseo cerca de cien millones, os
los doy. Con tal fortuna podéis esperar todo lo que os propongáis. ¿Sois
ambicioso?, todas las carreras os serán abiertas. Revolved el mundo, cambiad su
faz, entregaos a prácticas insensatas, sed criminal si es preciso, pero vivid.
—Conde, cuento con vuestra palabra —respondió fríamente Morrel, y
añadió, sacando el reloj—, son las nueve y media.
—¡Morrel! ¿Insistís?, ¿a mi vista?, ¿en mi casa?
—Dejadme marchar, entonces —dijo Maximiliano, profundamente sombrío
—, o creeré que no me amáis sino por vos.
Y se puso en pie.
—Está bien —dijo el conde, cuy o rostro pareció iluminarse—, lo queréis,
Morrel, y sois inflexible. ¡Sí!, sois profundamente desgraciado, y lo habéis dicho,
sólo puede remediaros un milagro. Sentaos y esperad, Morrel.
Morrel obedeció. Montecristo se levantó a su vez y fue a buscar a un armario
cuidadosamente cerrado, y cuy a llave llevaba suspendida de una cadena de oro,
un cofrecito de plata primorosamente cincelado, cuy os ángulos representaban
cuatro figuras combadas, parecidas a esas cariátides de formas ideales, figuras
de mujer, símbolos de ángeles que aspiran al cielo. Colocó el cofre encima de la
mesa. Luego, abriéndolo, sacó una cajita de oro, cuy a tapa se levantaba
apretando un resorte secreto.
Esta caja contenía una sustancia untuosa medio sólida, cuy o color era
indefinible, a causa del reflejo del oro bruñido, de los zafiros, rubíes y
esmeraldas que la guarnecían, mezcla de azul, de púrpura y oro. El conde tomó
entonces una pequeña cantidad de esta sustancia con una cuchara de plata
sobredorada, y la ofreció a Morrel, mirándole fijamente largo tiempo. Pudo
verse entonces que esta sustancia era de un color verdoso.
—He aquí lo que me habéis pedido —dijo—. He aquí lo que os he prometido.
—Viviendo aún —dijo el joven, al tomar la cuchara de manos del conde—,
os doy las gracias desde el fondo de mi corazón.
El conde cogió otra cuchara y la metió también en la caja de oro.
—¿Qué vais a hacer, amigo? —inquirió Morrel, deteniéndole la mano.
—A fe mía, Morrel —le dijo sonriéndose—, creo, y Dios me lo perdone, que
estoy tan cansado de la vida como vos, y puesto que la ocasión se presenta…
—¡Alto! —exclamó el joven—. ¡Vos que amáis, que sois amado, que tenéis
fe y esperanza! ¡Oh, no hagáis lo que y o voy a hacer! ¡En vos sería un crimen!
¡Adiós, mi noble y generoso amigo, adiós! Voy a decir a Valentina todo lo que
habéis hecho por mí.
Y lentamente, sin otro movimiento que el de una contracción de la mano
izquierda que tendía a Montecristo, Morrel tomó o más bien saboreó la misteriosa
sustancia que le había ofrecido el conde.
En este momento quedaron ambos silenciosos. Alí, también callado y atento,
les dio tabaco, sirvió el café y desapareció.
Poco a poco, las lámparas palidecieron en las manos de las estatuas de
mármol que las sostenían, y el perfume de los pebeteros pareció menos
penetrante a Morrel. Sentado frente a él, el conde le miraba desde el fondo de la
sombra, y Morrel no veía brillar más que los ojos de Montecristo.
Apoderóse del joven un dolor inmenso. Sentía caerse el servicio de café de
las manos. Los objetos iban perdiendo insensiblemente su forma y sus colores.
Sus ojos turbados veían abrirse como puertas y cortinas en las paredes.
—Amigo —dijo—, conozco que me muero. Gracias.
Realizó un esfuerzo por tenderle por segunda vez la mano, pero sin fuerza se
dejó caer sobre él.
Entonces le pareció que Montecristo se sonreía, no con la risa extraña e
impresionante que le había dejado entrever muchas veces los misterios de su
alma profunda, sino con la compasiva bondad que tienen los padres para con sus
hijos extraviados. Al mismo tiempo el conde crecía a sus ojos. Su estatura, casi
doble, se dibujaba sobre las pinturas rojas; había echado hacia atrás sus negros
cabellos y se presentaba alto e imponente como uno de esos ángeles que
amenazarán a los pecadores el día del juicio eterno.
Morrel, abatido, desconcertado, se tendió en un sofá. Advertíase
entorpecimiento en la circulación de la sangre, y a algo azulada. Su cabeza
experimentaba un trastorno en las ideas.
Tendido, enervado, anhelante, Morrel no sentía en sí nada de vivo más que un
sueño. Parecía entrar decididamente en el vago delirio que precede al estado
desconocido que llamamos muerte. Trató de tender nuevamente al conde la
mano, pero carecía y a de movimiento. Quería decirle y a un adiós supremo, y su
lengua se agitó sordamente en su garganta, como la losa al cerrar el sepulcro.
Sus ojos, llenos de languidez, se cerraron a pesar suy o; sin embargo, en
derredor de sus párpados se agitaba una imagen que reconoció a pesar de la
oscuridad en que se creía envuelto. Era el conde que acababa de abrir una
puerta. De pronto, una claridad inmensa resplandeció en la cámara contigua, o
más bien en un palacio encantado, inundando la sala donde Morrel se
abandonaba a una dulce agonía.
Entonces vio aparecer a la puerta de la cámara, en el límite de ambas
estancias, una mujer de maravillosa belleza. Pálida y sonriéndose dulcemente,
parecía un ángel de misericordia, conjurando al ángel de las venganzas.
« ¿Será el cielo que se abre para mí? —pensó el moribundo—; este ángel se
parece al que he perdido» .
Montecristo señaló con el dedo a la joven el sofá donde estaba Morrel. La
joven dirigióse hacia él con las manos juntas y la sonrisa en los labios.
—¡Valentina! ¡Valentina! —exclamó Morrel desde el tondo de su alma.
Pero su boca no articuló sonido alguno, y como si todas sus fuerzas se
concentrasen en esta emoción interior, dio un suspiro y cerró los ojos. Valentina
se precipitó sobre él. Los labios de Morrel hicieron todavía un movimiento.
—Os llama —dijo el conde— desde el fondo de su sueño aquel a quien
habíais confiado vuestro destino y la muerte ha querido separaros. Pero esto ha
sido por vuestro bien. Yo he vencido la muerte. Valentina, en lo sucesivo no
debéis separaros más sobre la tierra, puesto que para encontraros se precipitaba
en el sepulcro. Sin mí moriríais los dos. Os devuelvo el uno al otro. ¡Así Dios me
tenga en cuenta las dos existencias que ahora salvo!
Valentina asió la mano de Montecristo y en un irresistible impulso de alegría
la llevó a sus labios.
—¡Oh, perdonadme! —dijo el conde—. ¡Oh, repetidme, sin cansaros de
repetírmelo! ¡Repetidme que os he hecho dichosa! No sabéis cuánta necesidad
tengo de la seguridad de vuestras palabras.
—¡Oh, sí, sí, os lo agradezco con toda mi alma! —dijo Valentina—, y si
dudáis de mis palabras, ¡ay !, preguntádselo a Hay dée, a mi querida hermana
Hay dée, que después de nuestra partida de Francia me ha hecho esperar
resignada, hablándome de vos, el venturoso día que hoy luce para mí.
—¿Conque amáis a Hay dée? —preguntó Montecristo con una emoción que
en vano se esforzaba en disimular.
—¡Oh!, con toda mi alma.
—Escuchad entonces, Valentina —dijo el conde—; tengo una gracia que
pediros.
—¡A mí, gran Dios! ¿Seré tan dichosa?
—Sí; habéis llamado a Hay dée vuestra hermana; séalo en efecto. Valentina,
dadle todo lo que creáis deberme a mí. Protegedla, Morrel y vos, porque —la voz
del conde pareció ahogarse en su garganta— en adelante quedará sola en el
mundo…
—¡Sola en el mundo! —repitió una voz detrás del conde—, ¿y por qué?
Montecristo se volvió.
Hay dée estaba en pie, pálida y helada, mirando al conde con expresión de
profundo estupor.
—Porque mañana, hija mía, estarás libre —respondió el conde—, porque
recobrarás en el mundo el puesto que te es debido, porque no quiero que mi
destino oscurezca el tuy o. ¡Hija de príncipe, te devuelvo las riquezas y el nombre
de tu padre!
Hay dée palideció, abrió las manos diáfanas como hace la virgen que se
encomienda a Dios y con una voz trémula por las lágrimas:
—¿Veo, señor, que me abandonas? —dijo.
—¡Hay dée! Hay dée! Eres joven, eres bella, olvídate hasta de mi nombre y
sé dichosa.
—Perfectamente —dijo Hay dée—; tus órdenes serán cumplidas. Olvidaré
hasta tu nombre y seré dichosa.
Y dio un paso atrás para retirarse.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Valentina, sosteniendo con su espalda la cabeza
inmóvil de Morrel—, ¿no veis su palidez, no comprendéis lo que sufre?
Hay dée le dijo con una expresión desgarradora:
—¿Por qué quieres, hermana mía, que me comprenda? Es mi señor, soy su
esclava; tiene derecho a no ver, a no comprender nada.
El conde tembló a los acentos de esta voz que hizo vibrar hasta las fibras más
secretes de su corazón. Sus ojos se encontraron con los de la joven y no pudieron
resistir su resplandor.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo—, ¿será verdad lo que me habíais dejado
sospechar? Hay dée, ¿serías dichosa en no abandonarme?
—Soy joven —respondió con dulzura—; amo la vida que me ha hecho
siempre tan venturosa, y sentiría morir.
—Lo cual quiere decir que si y o te dejo, Hay dée…
—¡Moriré, señor, sí!
—¿Conque me amas?
—¡Oh, Valentina, pregunta si le amo! ¡Valentina, dile tú si amas a
Maximiliano!
Montecristo sintió desahogado el pecho y dilatado el corazón. Abrió los
brazos: Hay dée se lanzó en ellos dando un grito.
—¡Oh, sí, lo amo! —dijo—, lo amo como se ama a un padre, a un hermano,
a un esposo! ¡Te amo como se ama a Dios, porque eres para mí el más bello, el
mejor y el más grande de los seres creados!
—¡Sea como tú quieres, ángel querido! —dijo el conde—. Dios, que me
levantó contra enemigos y me dio la victoria; Dios, lo veo bien, no quiere que sea
el arrepentimiento el término de mis triunfos. Yo quería castigarme; Dios quiere
perdonarme. Ama, pues, ¡Hay dée! ¿Quién sabe? Tu amor acaso logre hacerme
olvidar lo que es necesario que olvide.
—¿Y qué dices tú, señor? —preguntó la joven.
—Digo que una palabra tuy a, Hay dée, me ha enseñado más que veinte años
de lenta experiencia. ¡No tengo más que a ti en el mundo, Hay dée; por ti vuelvo
a la vida; por ti puedo sufrir, por ti puedo ser dichoso!
—¿Lo oy es, Valentina? —exclamó Hay dée—; dice que por mí puede sufrir,
¡por mí, que por él daría la vida!
El conde quedó un instante pensativo.
—¿Habré entrevisto la verdad? —dijo—. ¡Oh! ¡Dios mío! No importa:
recompensa o castigo, acepto este destino. Ven, Hay dée, ven…
Y estrechando con su brazo el talle de la joven, apretó la mano a Valentina, y
desapareció.
Transcurrió aproximadamente una hora, durante la cual, muda, anhelante,
con los ojos fijos, permaneció Valentina al lado de Morrel. Al cabo sintió que
palpitaba su corazón; que un soplo imperceptible abrió sus labios y advirtió el
estremecimiento que anunciaba la vuelta a la vida en todo el cuerpo del joven. Al
fin, abriéronse sus ojos, pero fijos primero, recobró luego la vista clara, real y,
con la vista, la sensibilidad; con la sensibilidad el dolor.
—¡Oh! —exclamó con el acento de la desesperación—, vivo aún; ¡el conde
me ha engañado!
Y su mano se tendió sobre la mesa y cogió un cuchillo.
—Amigo —dijo Valentina con su adorable sonrisa—, despierta y a y mira
hacia mí.
Morrel dio un gran grito, y delirante, lleno de dudas, desvanecido como por
una visión celeste, cay ó sobre las rodillas.
Al siguiente día, al despuntar la aurora, Morrel y Valentina se paseaban por la
costa cogidos del brazo. La joven le contaba cómo Montecristo se había
presentado en su cámara, revelándoselo todo, cómo le había hecho comprender
el crimen y, finalmente, la salvó milagrosamente del sepulcro, al propio tiempo
que la hacía creer que estaba muerta.
Hallando abierta la puerta de la gruta, salieron a dar un paseo. Lucían aún en
el cielo las últimas estrellas de la noche. Morrel percibió entre las sombras de un
grupo de rocas un hombre que esperaba una señal para acercarse a ellos y se lo
mostró a Valentina.
—¡Es Jacobo —dijo—, el capitán!
Y le llamó con una seña.
—¿Tenéis algo que decirnos? —le preguntó Morrel.
—Tengo que entregaros esta carta de parte del conde.
—¡Del conde! —murmuraron a la vez los dos jóvenes.
—Sí, leed.
Morrel la abrió y ley ó:
Mi querido Maximiliano: Hay una falúa anclada para vos. Jacobo os llevará a
Uorna, donde el señor Noirtier espera a su hija para bendecirla antes de que os
acompañe al altar. Todo cuanto hay en esta gruta, amigo mío, mi casa de los
Campos Elíseos y mi castillo de Treport, son el regalo de boda que hace
Edmundo Dantés al hijo de su patrón Morrel. La señorita de Villefort aceptará la
mitad, pues le suplico dé a los pobres de París toda la fortuna que adquiera de su
padre, loco, y de su hermano, fallecido en septiembre último con su madrastra.
Decid al ángel que va a velar por vuestra vida, Morrel, que ruegue alguna vez
por un hombre que, semejante a Satanás, se crey ó un instante igual a Dios, y ha
reconocido con toda la humildad de un cristiano, que sólo en manos de la
Providencia está el poder supremo y la sabiduría infinita. Sus oraciones
endulzarán quizás el remordimiento que lleva en el fondo de su corazón.
En cuanto a vos, Morrel, he aquí el secreto de mi conducta. No hay ventura ni
desgracia en el mundo, sino la comparación de un estado con otro, he ahí todo.
Sólo el que ha experimentado el colmo del infortunio puede sentir la felicidad
suprema. Es preciso haber querido morir, amigo mío, para saber cuán buena y
hermosa es la vida.
Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca
que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la
sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡Confiar y esperar!
Vuestro amigo,
FIN
ALEXANDRE DUMAS (Villers-Cotterêts, 1802 - Puy s, cerca de Dieppe, 1870),
fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó
convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como Los tres
mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845)
Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco
de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó
para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir Enrique
III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.
Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro,
con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor
prolífico, se le atribuy en más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer,
fueron escritas con supuestos colaboradores.
Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de
París. Por desgracia, su carácter hedonista le llevó a despilfarrar todo su dinero y
hasta verse obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.