Que Falta en El Deseo
Que Falta en El Deseo
Que Falta en El Deseo
Recibido: 28/03/2012
Aceptado: 07/11/2012
Resumen
Abstract
Both the metaphorical process and the interpretative one consist of taking some-
thing strange as something familiar depending on the perspective that the force of
desire proposes. Starting from this supposition we will try to show in this work that
what is missing in desire, more than the object, is an interactive relation, that is to
say, the link which might open this supposed missing object for the hermeneutic
experience of taking something as something. And to this purpose we will follow
the consequences that stem from the question about the impossible relation that
Leclaire formulated in his paper about the reality of desire. If one can conceive two
elements that do not have between them any possible relation, what is missing at the
time will not be any of these elements but the hermeneutic link that might connect
them, and this is exactly the place where one installs the desire.
podría ser ilustrado con la bola de nieve que va creciendo al rodar por la ladera de
una montaña, lo mismo que el tejido lingüístico de la trama comprensora en cada
acto hermenéutico de apropiación. Si interpretar es tomar algo por algo, valdrá tam-
bién como ejemplo la manera en que un niño aprende nuevas palabras, es decir,
siempre en función de las ya conocidas: «Schleiermacher (…) afirmaba que la her-
menéutica es precisamente el modo en que un niño capta el significado de una
nueva palabra» (Palmer, 2002, p. 122). De lo que se trata, pues, es de hacer fami-
liar lo que antes era extraño. Esta idea la podemos encontrar en muchos lugares de
la obra de Ricoeur, pero no es sólo él quien se ciñe a la nueva fórmula de hacer pro-
pio lo extraño. Gadamer ya había sido consciente de que lo relevante en hermenéu-
tica era tender un puente entre lo propio y lo ajeno: «se da una polaridad entre fami-
liaridad y extrañeza, en la que se basa la hermenéutica» (Gadamer, 1994, p. 68).
Además, partimos del supuesto de que la metáfora ejerce la misma función
interpretativa que los dos esquemas hermenéuticos mencionados (el de Gadamer y
el de Ricoeur), pues metaforizar no es más que tomar algo por algo, convertir lo
extraño en familiar, ver y concebir algo en los términos de otra cosa según la pers-
pectiva que el deseo promociona. Pero también la experiencia cotidiana nos
demuestra que deseamos justamente lo que no tenemos, ese objeto que sólo se reve-
la en virtud de su ausencia: queremos algo, en definitiva, porque nos falta. La eti-
mología del término deseo sugiere esa especie de frustración que sentimos cuando
algo brilla por su ausencia: «la palabra deseo (…) viene del vocablo latino ‘de-side-
rare’, cuyo primer significado es comprobar y lamentar que las constelaciones, los
‘sidera’, no den señas, que los dioses no indiquen nada en los astros. El deseo es
la decepción del augur» (Lyotard, 1994, p. 121). El deseo está sostenido por la
carencia, por el objeto faltante; pero más adelante veremos que, en realidad, lo que
está ausente es más bien la relación que podría conectar una cosa extraña con otra
familiar en el proceso que genera el vínculo hermenéutico, antes que el supuesto
objeto ausente. Si Marco Polo no hubiese sabido nada en absoluto de unicornios,
nunca podría haber tomado un rinoceronte por uno de ellos en su deseo de esclare-
cer la identidad del animal, y lo que hubiera fallado, en primer lugar, hubiera sido
el nexo hermenéutico que el deseo no logró conectar con ningún objeto.
Tenemos, por una parte, los grandes mediadores especializados en crear nexos
entre los elementos de nuestro universo de experiencias posibles: tomar algo por
algo en la metaforicidad fundamental del lenguaje a la luz de las perspectivas que
activa el deseo. Tenemos, además, aquello ignoto que aún no ha sido cosido a nada,
por ausente, olvidado o reprimido, porque es inconsciente, porque es lo otro, o por-
La pregunta a examinar es la que planteó Leclaire: ¿se pueden concebir dos ele-
mentos sin ninguna relación entre sí? Existe un principio hermenéutico según el
cual todo enunciado puede ser entendido como la respuesta a una pregunta. Este
principio se atiene al esquema de tomar algo por algo, y se puede encontrar en
varios lugares de la obra de Gadamer. Veamos algunos: «no hay ningún enunciado
que no se pueda entender como respuesta a una pregunta» (Gadamer, 1994, p. 219).
Aquí acentúa el carácter primigenio del fenómeno vital hermenéutico, al quedar
todo enunciado atrapado genéticamente en la fuente original de una pregunta que lo
segrega y modela. En otros sitios recalca la posibilidad de que la solución a una pre-
gunta pudiera pasar, tal vez, por una manifestación en su sentido más genérico, es
decir, no ya una afirmación proferencial sino una obra de arte, un poema, un sueño,
un síntoma, una ley jurídica o una traducción, ya que habla de una manifestación y
no sólo de un enunciado: «cualquier manifestación ha de interpretarse como res-
puesta a una pregunta» (Gadamer, 1998, p. 69). Otra versión del principio insiste
en que no hay otro medio de comprender una afirmación si no se descubre el inte-
rrogante implícito al que contesta: «la única vía para entender un enunciado con-
siste en obtener la pregunta desde la cual el enunciado es una respuesta»
(Gadamer, 1981, p. 75). Y para acabar veamos otra forma más del principio que
enfatiza la posibilidad de que el objeto de comprensión sea el “otro”: «siempre que
se quiera comprender a otro (…) debemos preguntarnos cuál sería la pregunta res-
pecto a la cual esta o aquella manifestación lingüística constituiría la respuesta»
(Gadamer, 1998, p. 228).
Pero la cuestión no es tan sencilla. No se trata, por ejemplo, de pasar mecánica-
mente del juicio “me conozco a través del otro”, a la pregunta obvia “¿a través de
quién me conozco?”. Lo que pretende mostrar este principio es la prioridad lógica
de la pregunta sobre el juicio, la antecedencia metodológica del problema con res-
pecto a su solución, como hizo Deleuze (1987, p. 12): «el problema tiene siempre
la solución que merece en función de la forma en que se plantea». Sería absurdo
que alguien se embarcara en un juicio del tipo “primero hay que suturar las arterias
principales y luego las adyacentes”, si no fuera un cirujano para quien esta cuestión
es de su incumbencia. Si toda afirmación puede ser entendida como respuesta a una
pregunta es debido a que «toda pregunta tiene su motivación» (Gadamer, 1994, p.
59), es decir, no aparece de manera aislada ni se genera aleatoriamente. Todo enun-
ciado halla su horizonte de sentido en el ámbito temático del que procede (prejui-
cios, conocimiento de fondo, intereses prácticos, perspectivas usadas). Si toda pre-
gunta tiene su propia motivación y alcance, será relevante investigar la dialéctica
común en la que están involucradas preguntas y respuestas, pues del mismo modo
que a toda afirmación le corresponde su pregunta, también «toda pregunta es a su
vez respuesta» (Gadamer, 1994, p. 58).
Si toda pregunta tiene sus motivaciones y puede ser entendida como una res-
puesta, será interesante conocer el trasunto desde el cual Leclaire formuló su pre-
gunta. El contexto es el artículo de 1965, La realidad del deseo (Leclaire, 2000, pp.
169-195), y de las 26 páginas que ocupa, la pregunta está situada a mitad del escri-
to (p. 181). Quiere esto decir que tiene sus estímulos e implicaciones, ya la tome-
mos como pregunta o respuesta (a otra pregunta). Comienza examinando el deseo
inconsciente, y para ello pone en relación el sistema inconsciente con el deseo, uti-
lizando como medio el sueño. La pieza clave de las investigaciones de Freud sobre
el sueño se concreta en la aseveración de que el sueño es la realización de un deseo,
idea que recorre toda la obra de La interpretación de los sueños, aunque también se
halla en otros sitios: «la circunstancia de ser el deseo el estímulo del sueño, y su
realización el contenido del mismo, constituye uno de los caracteres fundamentales
del fenómeno onírico» (Freud, 1998, p. 132); o también en su autobiografía intelec-
tual: «el sueño es la realización (disfrazada) de un deseo (reprimido)» (Freud,
1969, p. 63). No olvidemos que la génesis, naturaleza y función del sueño consis-
ten en activar un dispositivo psíquico que intenta evitar las excitaciones que pudie-
ran perturbar el descanso diario, y la manera que disponemos para suprimirlas es
recurriendo a la satisfacción alucinatoria de un deseo.
Entonces, ¿cómo es que si el sueño pretende suprimir los estímulos psíquicos
residuales admite una actividad tan intensa, aunque sea de carácter alucinatorio?:
«el más fiel y discreto de los vigilantes nocturnos habrá de verse obligado a produ-
cir algún ruido al perseguir a aquellos que con sus escándalos hubieran perturba-
do nuestro descanso en grado mucho mayor» (Freud, 1998, p. 132). Y suele ocurrir
que más que cumplir un deseo, lo pretende sin lograrlo; escribe un guión pero el
desenlace no cubre las expectativas, aunque lo relevante es la acción desplegada en
la tentativa: «puede suceder que la elaboración onírica no consiga crear plenamen-
te una realización de deseos (…). Si el deseo no ha sido satisfecho, no por ello la
intención deja de ser laudable» (Freud, 1998, p. 226). Para ilustrar este aspecto del
sueño como realizador de deseos, Leclaire recurre a uno de Freud, el de la mono-
grafía botánica (ver Freud, 1974, v. 2, pp. 8-30), donde las peripecias de la alcacho-
fa, el placer sentido de pequeño al deshojar las páginas de un libro de botánica, la
Biblia, el herbario, su amor a los libros (rata de biblioteca), y el reproche de su padre
por no dedicarse a cosas de más provecho económico y reconocimiento social,
muestran el deseo que encubre el sueño: «que él es un hombre capaz de hacer un
trabajo de valor, un trabajo fecundo, (…) que él no es “un fruto seco”» (Leclaire,
2000, p. 172). Elementos que parecen inocentes se utilizan en la elaboración oníri-
ca para figurar junto a ellos otros más relevantes que tienen que ver con la culpa, el
reproche y el deseo de demostrar que su trabajo es importante y digno de mérito.
Ahora habrá que conectar la pieza maestra del sueño como realizador de dese-
os con otra no menos esencial que dice que el sueño es el mejor acceso al
inconsciente: «la interpretación onírica es la vía regia para el conocimiento de lo
inconsciente» (Freud, 1974, v. 3, p. 230) aunque, como dice Lacan, esto no signifi-
ca que el sueño sea el inconsciente mismo. Podemos ver así cómo el sueño es capaz
de abrir una vía hacia el inconsciente y mostrar, aunque sea deformadamente en
aquellos decorados y objetos de apariencia inocua, los deseos en plena acción. Las
pistas están constituidas por el texto del sueño, es decir, por un relato reelaborado
del suceso alucinatorio que presenta elementos singulares que habrá que recompo-
ner, y encontrar en ellos un nexo posible (o imposible) y un sentido. Y aquí comien-
za el apartado segundo del artículo de Leclaire, que titula El inconsciente es un dis-
curso radicalmente “otro” (p. 173): otros elementos, otros procesos, otras conexio-
nes, otros tiempos y lugares, otras categorías. Al presentar la alteridad radical del
inconsciente pretende dar cuenta de “otro” modo distinto de ser, en donde el pro-
nombre “otro” mienta el absoluto desfase de ese modo “alter-ado” de ser del
inconsciente con respecto al consciente.
El inconsciente freudiano es otra cosa, otra palabra, otro discurso, otra opera-
ción, otra ley, en sentido drástico, sin medida con lo que posee lógica y sentido; es
la estructura fundamentalmente inconmensurable con lo que podemos conocer por
tenerlo atado hermenéuticamente. Y como ejemplo, Leclaire cuenta la historia de un
recién ingresado en un psiquiátrico, diagnosticado de melancolía casi catatónica
después de los siguientes incidentes: el paciente se mostraba pensativo y dócil pero
muy poco comunicativo, y cuando estaban haciendo su habitación se tira por la ven-
tana. Gracias a la poca altura no sufre lesiones de importancia y a las dos semanas
recobra la palabra. En realidad, no quería suicidarse, la vida es demasiado bella
como para perderla, sólo que vio pasar unos aerolitos maravillosos por el cielo azul
con luces de colores y pretendió atrapar el último para marchar al espacio con él:
«esta historia hace resaltar lo que puede querer decir “otro discurso”, otro, radi-
calmente otro sin relación de sentido con el primero» (Leclaire, 2000, p. 174). No
se trata de lo que está detrás del escenario o la cara oculta de algo, tampoco es un
contrapunto musical en una fuga, ni tan siquiera el texto que se puede leer escogien-
do bajo un determinado algoritmo ciertas letras.
El inconsciente freudiano se parece más a la pintura que fue cubierta por otra en
un lienzo, o a esa música de rock que suena detrás de una obra clásica en una emi-
sora mal sintonizada y con la radio baja de pilas: «el inconsciente no es el mensa-
je, ni siquiera extraño o cifrado, que intentamos leer en un viejo pergamino: es
“otro texto”, escrito por debajo, que es preciso leer (…) con ayuda de un revela-
dor» (Leclaire, 2000, p. 175). Esta heteronomía fundamental entre consciente e
inconsciente, es ilustrada por Freud considerando la contraposición entre un yo y
otra persona. Si queremos entender en nuestro propio ser ese hiato que se produce
entre los sistemas consciente e inconsciente, deberemos aplicar el mismo método:
«todos los actos y manifestaciones que en nosotros advertimos, sin que sepamos
enlazarlos con el resto de nuestra vida activa, han de ser considerados como si per-
tenecieran a otra persona» (Freud, 1993, p. 190). Es como si estuviéramos consti-
tuidos por una doble conciencia; una accesible al pensamiento, a la introspección y
a la reflexión, y otra como si perteneciera a otra persona y, por tanto, extraña; por
lo cual deberemos considerar que existen «dos estructuras radicalmente heteronó-
micas, para no decir antinómicas» (Leclaire, 2000, p. 176), que son el sistema
consciente por un lado, y el inconsciente por otro.
Antes de describir el sistema inconsciente, Leclaire repara en el hecho de que la
actitud natural del ser humano, tanto consciente como inconsciente, ante cualquier
cosa desconocida pasa por intentar descubrir alguna correspondencia que la vincu-
le con otra familiar. El espíritu hermenéutico de tomar algo por algo o de hacer pro-
pio lo extraño es el mismo que el de la estrategia de la araña, que teje su tela conec-
tando puntos distantes; igual que el modo humano de ser, que sólo puede vivir inter-
pretando, es decir, atando cabos y relacionado sin cesar. Porque interpretar no es
algo reflexivo, sino el modo de ser constitutivo del ser humano. En efecto, el Dasein
no tiene más remedio a cada instante que decidir su ser, lo que implica una interpre-
tación de sí mismo y de los vínculos que le relacionan con su entorno, con su hori-
zonte mundano poblado de entes, por lo que si no hubiera interpretación tampoco
habría Dasein. O como dice Gadamer (1997, pp. 130-131), para quien estar en el
mundo implica que todo lo que nos sale al encuentro es ya, por eso mismo, fruto de
como un lenguaje, e identificó los dos mecanismos del proceso primario, el despla-
zamiento y la condensación, como correlatos de las figuras retóricas de la metoni-
mia y la metáfora, respectivamente. Con ello pretendía establecer una imagen lin-
güística del sistema inconsciente para dar cuenta de esos productos de fabricación
propia y de excepcional fijeza: en el discurso inconsciente suelen aparecer cadenas
lingüísticas formadas por secuencias cortas, quebradas, circulares y repetitivas. En
efecto, lo que no se puede recordar regresa de otro modo, disfrazado de impotencia
hermenéutica y de insistencia rítmica: «cuando el sujeto se acerca demasiado a los
recuerdos en relación con el núcleo patógeno inconsciente, faltan las asociaciones,
la palabra se agota, se censura (…). La transferencia en su fase de resistencia, se
transforma así en el lugar de la repetición de lo que para él constituye un obstácu-
lo» (Adam, 2007, p. 132), como la mosca que se golpea una y otra vez contra el
cristal. Esto quiere decir que los contenidos del inconsciente, además de presentar
una gran capacidad para el intercambio de elementos susceptibles de ser cubiertos
por las investiduras, también pueden cristalizar en cadenas sólidas, entrecortadas e
inamovibles que se repiten sin cesar. La ilustración clínica que propone Leclaire a
este respecto es el sueño de “la sed de Philippe” o el sueño del “Licorne” (unicor-
nio), en donde a partir de la serie entrecortada integrada por los elementos “Lili –
plage – soif – sable – peau – pied – corne”, la palabra “Licorne” emerge a partir de
la contracción de los dos extremos de la cadena: «De este modo podía (…) ver el
inconsciente, que en cierto modo así aparece en esta cadena enigmática, heterócli-
ta y heterogénea como el animal fabuloso. En esta cadena de palabras, absurda,
jeroglífica, incongruente, pero insistente e inconmovible, tenemos una especie de
cifra ciega de la singularidad que se repite» (Leclaire, 2000, p. 179).
La tercera parte del artículo, (La ficción del “puro ser de deseo”, o la coheren-
cia del sistema inconsciente) empieza con un interrogante del que ya sabemos sus
precedentes: «¿de dónde viene la coherencia propia y, en cuanto a algunos de sus
elementos, indestructible del sistema inconsciente?» (Leclaire, 2000, p. 180). ¿O
habría que preguntar mejor por la adherencia de lo inconsciente y sus contenidos?
Quizá convenga recordar otro antecedente con respeto a la indestructibilidad del
inconsciente: «El respeto que el sueño mereció a los pueblos antiguos se hallaba
fundado en una exacta estimación psicológica de lo indestructible e indomable
existente en el alma humana» (Freud, 1974, v. 3, p. 234); donde estas investiduras
de excepcional fijeza en algunas cadenas inconscientes ya habían sido descritas por
Freud bajo los epígrafes de la contrainvestidura o la barrera de la represión. En lo
inconsciente nada acontece, nada se procesa, nada se pierde, nada comienza y nada
concluye, nada se determina; y sus formaciones, tanto a nivel tópico como dinámi-
co, están expuestas a la constancia de un fondo de lecho pulsional indestructible:
«los deseos inconscientes permanecen siempre en actividad. Representan caminos
siempre transitables en cuanto quiere servirse de ellos un quantum de excitación.
lenta de una voz grave que parece decir “ti” y que envuelve de cálida sonoridad la
estancia, la franja aromática de una fragancia dulce a manzanas asadas; la contun-
dencia y plenitud en el momento en que la mano toma una pelota, y un lunar sobre
la piel. ¿Dónde está el nexo? Si el psicoanálisis, en su vocación de dotar de sentido
a cualquier conjunto de objetos, encontrara el nexo entre tales elementos, estaría
abocado a considerar que éstos no son los términos últimos e irreductibles del
inconsciente, pues nos llevarían indefinidamente a otras viñetas con otros objetos e
historias. Pero si tropezamos una y otra vez con el mismo grupo de puras singula-
ridades, es que hemos tocado el nervio mismo del deseo, que se presenta como un
vacío de sentido: «este sentimiento tan vivo que experimentamos (…) ante ese vacío
de sentido, de un absurdo que es preciso paliar, este sentimiento que nos hace sen-
tir en carne viva, (…) es el deseo. Es esta fuerza insuprimible la que sustenta dos
(o más bien varios) elementos de pura singularidad, y vemos aquí que parece opo-
nerse fundamentalmente al surgimiento de una significación, de un sentido. El
deseo (...) parece estar entonces vinculado a la falta de nexo» (Leclaire, 2000, pp.
183-184).
Como vemos, hay un deseo que trenza los objetos en el acto hermenéutico de
apropiación (sistema consciente), que es el mismo que se experimenta como nuli-
dad de sentido, como expropiación del nexo ante lo radicalmente otro: esa oquedad,
esa falta, ese no-ser, es el deseo (sistema inconsciente). Unas veces se disuelve y
renueva en el avance simbolizador de la comprensión, y otras se detiene y embalsa.
Unas veces cose, y otras es cosido; unas veces relaciona promoviendo vínculos, y
otras es asociado a la falta de nexo: «el deseo moldea y es moldeado; interpreta a
la vez y en tanto es interpretado; piensa, es pensado y da que pensar» (Sperling,
2001, p. 25). El deseo interpreta y es interpretado: postrados en el diván, la única
esperanza de conocer nuestros deseos pasa por la acción del deseo del analista. Pero
antes o después hemos de enfrentar esa falta de nexo, ese objeto perdido con el que
supuestamente se conectaría. Y eso perdido es el objeto “a” lacaniano, causa del
deseo, cuyo significante es el falo (decimos significante y no significado, y decimos
falo y no pene), cifra de la ausencia de lazo, esencia de la falta y «emblema de la
diferencia por excelencia, irreductible: la de los sexos» (Leclaire, 2000, p. 189).
Pero en Lacan el deseo es tratado en función del deseo del otro, y mientras que en
la angustia patológica hay un desnivel entre el sujeto y el otro, porque el primero
desconoce qué objeto “a” representa para el deseo del otro, en las situaciones coti-
dianas el lazo del sujeto con el otro está siempre presente aunque no exento de una
carencia permanente. Siempre hay algo que nos liga al prójimo, por lo menos por-
que somos semejantes a él, pero nunca del todo, pues hay diferencias, aunque exis-
te un nexo angustiante que es el soporte del deseo y de la falta. Por eso, el objeto
“a” aparece en el artículo de Leclaire como lo irracional unitario por excelencia,
como la aporía de un vínculo ausente, como la negación de la posibilidad conjunti-
va del proceso hermenéutico, como la falta.
Podría parecer, como dice Leclaire, que una presentación así del deseo
inconsciente, sugiere que es algo impreciso y etéreo, pues no lograría proporcionar
para cada uno sus experiencias irrepetibles, insustituibles y distintas, ni tampoco
esos tropezones en las mismas piedras. Cada cual se siente único en virtud de este
deseo que articula cada punto de vista y cada línea narrativa biográfica. Nuestro
puesto está justamente en el lugar de nadie, porque si hubiera otro ya no lo podría-
mos ocupar; y ahí mismo saltan las chispas del sentido gracias a que tropezamos en
otras partes del laberinto con cúmulos de sinsentido por los que no podemos transi-
tar (ahí está la falta y el deseo): «El deseo inconsciente, en su imposible diálogo con
el sentido, orienta y estructura para cada cual en su singularidad los elementos de
su experiencia y los propios tiempos de su historia. Fija (…) los modos particula-
res de encuentro de cada cual (…) con el orden del mundo» (Leclaire, 2000, p. 189).
¿No es el psicoanalista un intérprete? ¿Se quedaría conforme con el hallazgo de
una cadena fija sin encontrar el nexo? ¿Qué hacer con el cuello oloroso de mujer, la
voz que decía “ti”, la franja aromática dulce, la plenitud de la mano al coger una
pelota, y el lunar? Si no halla un vínculo tendrá que responder afirmativamente a la
pregunta por la posibilidad de que existan algunos elementos que no tienen entre
ellos ninguna relación. Son posibles las conjunciones de elementos para los que no
hallamos ninguna relación, y la prueba está en que a veces no la encontramos. Pero
lo importante de esto es descubrir hacia dónde apunta tal imposibilidad, y no la
imposibilidad misma. Ya advertía Gadamer que toda afirmación podía ser tomada
como la respuesta a una pregunta (y toda pregunta como una respuesta), y que toda
pregunta nacía desde un fondo de motivaciones. Lo que ha de ser interpretado siem-
pre está marcado por el marchamo del interrogante, que es lo mismo que decir que
está preñado de deseo. “¿Cuál es mi deseo inconsciente?” será la pregunta que ini-
cie cualquier terapia psicoanalítica, aunque no sea formulada explícitamente por el
demandante de análisis. “¿Qué me falta y no sé qué es?”, en cualquiera de sus decla-
raciones encubiertas (sueños, accidentes biográficos, metáforas, síntomas, chistes,
anécdotas, actos fallidos y acertados, asociaciones, silencios, fobias, enfados, estor-
nudos, transferencias y luchas con el analista), será lo que al final movilice los ele-
mentos que forman esas cadenas inmovilizadas.
En el caso que presentó Leclaire a propósito de la serie de esas puras singulari-
dades inconexas, y que utilizó para mostrarnos el cordón plateado del deseo
inconsciente, descubrió a un neurótico obsesivo. Situó el lunar en el cuello fragan-
te de mujer, pero lo relevante no es tal relación inventada, sino el hecho de encon-
trar un lugar para cada cosa, como les gusta a los obsesivos. Esta casualidad nos
hace advertir que es preciso no confundir la presentación de las series lingüísticas
para ayudar a localizar el deseo, con la resolución de un caso clínico particular, aun-
que la resolución de estos casos siempre pasa por descubrir el deseo inconsciente:
«si (...) nos damos cuenta de que “lunar”, elemento de pura singularidad y radi-
calmente aislado, no tiene justamente lugar alguno y tiende de hecho –por supues-
to que sin lograrlo nunca– a situarse sobre el cuello oloroso, ofreceremos aquí una
verdadera interpretación, única capaz de acarrear la solución de la compulsión (...)
de este obsesivo» (Leclaire, 2000, p. 190). Queremos subrayar aquí la frase que va
entre guiones: el lunar no puede nunca ponerse sobre el cuello, ya que es el psico-
analista quien lo hace para dar paso a la muestra de interés que confiere a este hecho
el propio analizado; por eso, la solución es el descubrimiento de la compulsión
obsesiva y no la relación entre el lunar y el cuello: el analista no acierta al haber
situado el lunar en el cuello, sino por ofrecer al obsesivo un encaje de lugares que
celebra y le trae cierto alivio temporal; acierta porque así descubre que es un obse-
sivo. Esto nos indica que el mundo no tiene un sentido intrínseco, y que somos
nosotros quienes se lo damos. El obsesivo sufre por pasarse horas tratando de ave-
riguar de dónde será aquel tornillo que ha encontrado en la alfombrilla del coche,
pero su sufrimiento no se detiene ante el hallazgo de la respuesta porque buscaría
otras preguntas semejantes. Lo importante no es que el tornillo sea del espejo retro-
visor, sino su imposible y estéril esfuerzo por hacer coincidir su ubicación vital
como sujeto en un lugar que está condenado a no ocupar nunca porque no existe,
aunque él crea que sí. Por eso lo importante no es la pregunta por el vínculo del
lunar con el cuello, sino descubrir adónde apunta la pregunta teniendo en cuenta sus
motivaciones: la pregunta señala a una falta de nexo, que es casi como decir deseo
en estado puro.
¿Quién puede soportar el interrogante de la duda y del vacío de sentido sin dar
una respuesta? Hay quienes no pueden soportarlo y por eso se jactan de estar ocu-
pados todo el día, de ser pragmáticos y optimizadores de los beneficios con el míni-
mo esfuerzo, de no sucumbir ante las tentaciones, de ser expertos en encuadrar cual-
quier asunto en su lugar preciso, de actuar en función de lo que de ellos se espera,
de concretar sus pequeños deseos para saber siempre lo que hay que hacer para con-
seguirlos. Un retrato así nos habla de alguien que ha renunciado al asombro, al
poder del deseo que subyace detrás de esos objetos libres que se esconden en esas
cadenas petrificadas o en el valor del significante puro, autónomo y no ligado,
modelo lingüístico de la cosa-en-sí kantiana: «un sujeto se asombra precisamente
cuando puede soportar el significante. Asombrarse es soportar la carga del signi-
ficante sin tomarlo inmediatamente como un signo, sin captarlo, sin comprenderlo,
porque al comprender se pierde el asombro» (Nasio, 1996, p. 116). Es interesante
comprobar cómo esta capacidad de asombro está reñida, al menos en principio, con
esa forma de “ser interpretando” que atribuíamos al ser humano; pero consideramos
que eso es justamente lo que hace funcionar la actitud hermenéutica, deseo, al fin y
al cabo, de salir del atolladero del sinsentido, pues la única manera de no quedarse
sepultado bajo el asombro, aunque pueda ser soportado, consiste en tomar algo
como algo, en nivelar lo desconocido con lo familiar, que es como renovar la capa-
cidad de sorpresa, la capacidad de permitirnos nuevas experiencias. Para que sea tal,
el asombro necesita no prolongarse por tiempo indefinido. Es cierto que al com-
prender lo perdemos, pero ganamos la posibilidad de otras nuevas y distintas sor-
presas.
Para finalizar nos gustaría hacer algunas sugerencias en torno al deseo entendi-
do como falta, pero considerando esa carencia como la ausencia de nexo, y para ello
emplearemos el argumento de la película 2001: Una odisea del espacio, que nos
ayudará a mostrar cómo los efectos de los deseos inconscientes también actúan
sobre el consciente. En un mundo como quizá fue el nuestro hace miles de años,
como es en la actualidad y como será tal vez en el futuro, aparece una especie de
cosa-en-sí: «¿Por qué su color negro?» (Clarke, 1970, p. 71). El mundo es un entra-
mado de referencias hilvanadas por la actividad hermenéutica, una gigantesca red
de interpretaciones que no cesa de crecer. “Casi todo” está trabado en cadenas de
interpretaciones que posibilitan un empaste coherente de fenómenos, objetos y rela-
ciones: un fémur es usado como arma para defender el territorio (escena de los
simios compitiendo por una charca de agua); naves espaciales, ordenadores super-
potentes y proyectos científicos que son prótesis o nexos que relacionan al sujeto
con el mundo, conformando un fondo de acontecimientos de apropiación donde casi
todo tiene significado. Y aparece el monolito. Y decimos monolito porque en la
película “ello” se tiene que materializar de algún modo; con lo que tenemos un algo
que tomamos por un monolito: «era una losa vertical de material como azabache,
(…) no presentaba en absoluto ningún detalle de superficie. Resultaba imposible
precisar si estaba hecha de piedra, de metal, de plástico… o de algún otro material
absolutamente desconocido por el hombre» (Clarke, 1970, p. 62).
¿Qué es y qué relación tiene con todo lo demás? Hay algo que carece de nexo,
que destaca su coherencia propia en contraste con la de todo lo demás: ahí tenemos
la alteridad radical, lo totalmente otro, la singularidad salvaje por excelencia. Y ante
la inercia hermenéutica, ¿qué se dice del monolito?: «en más de seis horas desde
que había puesto pie en la Luna, Floyd había oído una docena de teorías» (Clarke,
1970, p. 65). Dios, una formación natural, la caja negra del saber, una roca cósmi-
ca de poderes absolutos, un material especial cuyos lados están en relación con los
tres primeros números al cuadrado, la cifra del sentido de la vida, un detector de
civilizaciones avanzadas puesto por los extraterrestres, el inconsciente colectivo, el
significante puro y autónomo…, y todo lo que queramos (como si decimos que es
un lunar en un cuello, como en el caso de Leclaire). Algo se muestra para ser toma-
do por… Es imposible encontrar el hilo, el lazo, la otra parte del als hermenéutico
(etwas als etwas). ¿Cómo reacciona la gente ante el monolito?: curiosidad, asom-
bro, adoración, vacío de sentido, deseo obsesivo de encajar la pieza en alguna parte
del puzzle cósmico, deseo de saber, deseo de sentido, pero deseo al fin y al cabo; el
mismo deseo que pergeñó una base lunar (deseo conseguido), es ahora el que se
eleva a la máxima potencia y pureza, es decir, deseo de encontrar el nexo herme-
néutico, el otro extremo del als. El verdadero problema no consiste tanto en que la
pregunta por el nexo ausente carezca de respuesta, como en la persistencia del esta-
do mental que conduce a formularla, un estado de deseo. Es curioso que cuanta más
densidad de nexos y relaciones disfrutamos, la posibilidad de contraste, en el caso
de aparecer alguna singularidad exenta de vínculos, se hace también más intensa.
Sobre un fondo caótico es difícil que algún elemento sobresalga, pero cuando ese
fondo adquiere un orden, una configuración, sistematización proporcionada por las
labores humanas de interpretación, lo difícil es que algún nódulo quede sin conec-
tar. Ese vacío en la red se muestra más como ausencia en la medida en que abundan
a su alrededor los enlaces entre otros nódulos.
Referencias bibliográficas