Tarea 3 de Lenguaje
Tarea 3 de Lenguaje
Tarea 3 de Lenguaje
Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer,
desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso,
pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón de sedosa cabellera negra,
y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.
–¡Roberto, Roberto!
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir.
Reímos todos:
El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi hermano,
limpió cariñosamente las hojas que le rebozaban la cara, y luego volvimos al comedor
Mi padre me llevó al atrio. Subimos las gradas. Se descubrió cerca de la gran puerta central.
Demoramos mucho en cruzar el atrio. Nuestras pisadas resonaban sobre la piedra. Mi padre
iba rezando; no repetía las oraciones rutinarias; le hablaba a Dios, libremente. Estábamos a
la sombra de la fachada. No me dijo que rezara; permanecí con la cabeza descubierta,
rendido. Era una inmensa fachada; parecía ser tan ancha como la base de las montañas que
se elevan desde las orillas de algunos lagos de altura. En el silencio, las torres y el atrio
repetían la menor resonancia, igual que las montañas de roca que orillan los lagos helados.
La roca devuelve profundamente el grito de los patos o la voz humana. Ese eco es difuso y
parece que naciera del propio pecho del viajero, atento, oprimido por el silencio.Cruzamos, de
regreso, el atrio; bajamos las gradas y entramos al parque.—Fue la plaza de celebraciones de
los incas —dijo mi padre—. Mírala bien, hijo. No es cuadrada sino larga, de sur a norte.La
iglesia de la Compañía, y la ancha catedral, ambas con una fila de pequeños arcos que
continuaban la línea de los muros, nos rodeaban. La catedral enfrente y el templo de los
jesuitas a un costado. ¿Adónde ir? Deseaba arrodillarme. En los portales caminaban algunos
transeúntes; vi luces en pocas tiendas. Nadie cruzó la plaza.
—Papá —le dije—. La catedral parece más grande cuanto de más lejos la veo. ¿Quién la hizo?
—El español, con la piedra incaica y las manos de los indios.
—La Compañía es más alta.
—No. Es angosta.
—Y no tiene atrio, sale del suelo.
—No es catedral, hijo.
El Amaru Cancha, palacio de Huayna Capac, era una ruina, desmoronándose por la cima. El
desnivel de altura que había entre sus muros y los del templo permitía entrar la luz a la calle y
contener, mejor, a la sombra.La calle era lúcida, no rígida. Si no hubiera sido tan angosta, las
piedras rectas se habrían, quizá, desdibujado. Así estaban cerca; no bullían, no hablaban, no
tenían la energía de las que jugaban en el muro del palacio de Inca Roca; era el muro quien
imponía silencio; y si alguien hubiera cantado con hermosa voz, allí, las piedras habrían repetido
con tono perfecto, idéntico, la música.Estábamos juntos; recordando yo las descripciones que en
los viajes hizo mi padre, del Cuzco. Oí entonces un canto.
¡La María Angola! —le dije.
—Sí. Quédate quieto. Son las nueve. En la pampa de Anta, a cinco leguas, se le oye. Los viajeros
se detienen y se persignan.
La tierra debía convertirse en oro en ese instante; yo también, no sólo los muros y la ciudad, las
torres, el atrio y las fachadas que habían visto.La voz de la campana resurgía. Y me pareció ver,
frente a mí, la imagen de mis protectores, los alcaldes indios: don Maywa y don Víctor Pusa,
rezando arrodillados delante de la fachada de la iglesia de adobes, blanqueada, de mi aldea,
mientras la luz del crepúsculo no resplandecía sino cantaba. En los molles, las águilas, los
wamanchas tan temidos por carnívoros, elevaban la cabeza, bebían la luz, ahogándose.
Yo sabía que la voz de la campana llegaba a cinco leguas de distancia. Creí que estallaría en la
plaza. Pero surgía lentamente, a intervalos suficientes; y el canto se acrecentaba, atravesaba los
elementos; y todo se convertía en esa música cuzqueña, que abría 56 las puertas de la memoria.
(Cachay, D. 2008, p 49).
FICHA TEXTUAL
EL CABALLERO CARMELO
EL CABALLERO CARMELO
Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y
torna por la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una
plazuela pequeña donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado
lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez
de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la
húmeda orilla.
Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y arenoso camino,
teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero
escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan de
trecho en trecho, como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera
nervuda y enana y los toñuces siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno la “hierba del
alacrán”, verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja
como sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las
palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el
peligro, los hombres.
Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina, San Andrés de
los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el
estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los hogares, tan plácida
y fresca, que parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado; que
bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y todas sus flores dan frutos que al
madurar revientan (Robsy, E. 2002, p 7)
FICHA TEXTUAL
EL CABALLERO CARMELO
Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altísimo,
caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos
vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de
plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las
piernas fuertes que estacas musulmanas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de
un armado caballero medieval.
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta
para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo. Le habían
dicho que el “Carmelo”, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza.
Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y acepto. Dentro de un mes toparía al
Carmelo, con el Ajiseco, de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en
muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El “Carmelo” iría
a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven.
Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿por
qué aquella crueldad de hacerlo pelear?...
Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a
preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el
preparador, y de una caja llena de algodones, sacó una media luna de acero con unas pequeñas
correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de
mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo, que el hombre
cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo
acompañaron. (Robsy, E. 2002, p 10)