Pobreza de Espiritu - Metz
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METZ
POBREZA DE ESPRITU
Desde una visin ontolgica y existencial de la contingencia humana, situndola a la luz de la revelacin, nos muestra el autor cmo la encarnacin del Hijo de Dios, adems de su primaria funcin redentora, implica un autntico descenso de Dios a las oscuras y recnditas profundidades de la humana pobreza. Cristo es as no slo el Redentor, sino el prototipo y modelo del hombre que desde su radical indigencia se acepta pobre y desvalido en una abertura total a lo trascendente y que, perdido en la voluntad del Padre, encuentra en Dios las verdaderas posibilidades de su definitiva realizacin como hombre. Cristo no slo torna la naturaleza humana y la eleva al plano de lo divino, sino que nos enseria a asumir su dolor y su limitacin para convertirlos en instrumento precioso y nico de plenitud. Armut im Geiste. Vom Geist der Mensch-Werdung Gottes und der Mensch des Menschen, Geist und Leben, 34 (1961) 419-435 Llegar a ser hombre es algo ms que un problema de concepcin y nacimiento. Es tarea que brota de un imperativo categrico y exige una decisin. El hombre no se posee aproblemticamente, en radiante autocomprensin, como Dios. Ni se halla circunscrito, como el resto de las criaturas perfectas desde un principio, por las bien delimitadas fronteras impuestas a su esencia. Por la ilimitacin de su espritu est el hombre constituido como problema. Su ser le ha sido confiado como llamada, para que la acepte y se reconozca en ella. Ms que un ser acabado, es originalmente un poder-ser, un ser encomendado a s mismo que ha de llegar a ser mediante su libertad lo que ya desde un principio es por destino. La ley inherente al ser hombre es la de hacerse hombre por obra de la, propia libertad. Esta libertad autorrealizadora no es, sin embargo, autonoma absoluta, soberana y caprichosa disponibilidad de s mismo, sino que yace bajo la ley del ser que se nos ha prepuesto y propuesto inevitablemente antes; ley que lejos de amenazar nuestra libertad la posibilita. De este modo la tarea de hominizarse, de hacerse hombre, implica una obediencia, una fidelidad al ser que hemos recibido. Por lo mismo que es libre, dicha tarea es una tarea amenazada, constitucionalmente sujeta a la tentacin. En el hombre que se realiza existe radicalmente un posible rebelde. Puede intentar evadirse de s mismo, reprimir la verdad de su ser, y siendo desobediente a ella traicionar su destino, frustrarse como hombre. La actitud del hombre que acepta esta verdad de su ser podemos llamarla interinamente amor propio. Existe un sentido positivo del amor propio, o autoafirmacin del hombre, precisamente como "imperativo categrico" de la fe cristiana. Consiste en una obediencia al propio destino sin pretender escapar de l; en una fidelidad a s mismo que entraa radicalmente una fidelidad a Dos. Aceptando su propio ser muestra el hombre su obediencia a la voluntad del Padre que est en los cielos. Ante la dureza de su radical indigencia, superar la tentacin de. evadirse, de odiarse a s mismo, es una tarea asctica que viene exigida por la virtud y el precepto del amor propio. Dios al hacerse hombre acepta nuestra carne. Esta realidad nos conmueve poco si nicamente tenemos ante los ojos el acontecimiento biolgico. Pero cuando percibimos
JOHANNES B. METZ que la aceptacin del ser- hombre es ante todo una osada espiritual, una opcin libre del corazn, una historia interior que con la concepcin y el nacimiento no hace sino comenzar sin que nada quede todava decidido, empezamos a penetrar el significado profundo del espritu de la encarnacin. La misteriosa narracin sobre las tentaciones del Hijo del hombre pueden iluminarnos en este sentido.
El espritu de fa encarnacin de Dios Si, superando el decurso ms superficial de las tentaciones de Jess (Mt 4, 1-11), prestamos atencin a la intencin oculta, a la misteriosa estrategia que se despliega en ellas, veremos cmo son un tripliforme. asalto a la pobreza de Jess, un ataque a la radicalidad de su encarnacin, al descenso --knosis- soberanamente libre de Dios por debajo de s mismo. Hacerse hombre quiere decir hacerse pobre, no tener hada que poder reclamar ante Dios, ningn otro poder y seguridad que el riesgo y la entrega del propio corazn. Encarnacin quiere decir reconocimiento y aceptacin de la pobreza del espritu humano ante la totalidad de los derechos de un Dios trascendente. Con ua valenta para tal pobreza empez la divina aventura de nuestra redencin. Jess no haba retenido nada, no haba apelado a nada,, no se haba protegido de nada. "No reclam su, divinidad... sino que se abandon a s mismo" (Flp 2,6s). Por ello Satn intent impedir semejante autoabandono, esta pobreza radical. Teme la debilidad de Dios en un corazn que con la incondicional fidelidad a su nativa pobreza redime la indigencia y el abandono existencial del hombre padecindolos en su interior. Por ello la tentacin de Satn es una tentacin de potencia, tentacin, a la divinidad de Jess para probar la seriedad y dimensin de su humanidad. Siempre tienta Satn, por la potencia espiritual, a la divinidad en el hombre: "seris como Dios" (Gen 3,5). En el caso de Jess quiere que Dios en ltima instancia permanezca nicamente Dios y que su encarnacin sea una mascarada sin compromiso, una escenificacin en la que gesticule investido de humanidad, pero sin comprometerse autnticamente en ella. Y as que la tierra, y con ella el hombre, permanezcan finalmente suyos. Con la tentacin de potencia persigue Satn una alienacin del hombre, de Jess- hombre, y consecuentemente una imposibilidad de autntica redencin. Es un l amamiento a permanecer potente como Dios, mil veces asegurado; a cubierto de toda necesidad, llevado, de ngeles "reteniendo su divinidad como un botn" (Flp 2,6). Porque humanamente hablando se da autntica hambre cuando no se pueden convertir las piedras en panes; se da ansiedad cuando sta puede hacer verdadera presa en nosotros sin que ngeles bajen a llevarnos de su mano; se da tentacin cuando la riqueza y el poder al alcance de la mano nos invitan a rehuir nuestra pobreza de creyentes, de confiados y sumisos adoradores de Dios. De est manera la tentacin es una sugerencia insidiosa a traicionar al hombre en nombre de Dios, o a Dios en nombre del hombre. El no de Jess al tentador es un s a nuestra pobreza. l no ha rozado simplemente el borde de nuestro ser para volverse otra vez a la gloriosa y tranquila posesin de su cielo eterno. Se ha dejado introducir del todo en nuestra indigencia, ha recorrido el caminode los hombres hasta el final. Nada le ha sido ahorrado del oscuro misterio de nuestra pobreza humana: "Ecce homo". "En todo fue como nosotros menos en el pecado" (Heb 4,15). Y precisamente en esta ausencia de pecado vivi ms radicalmente la pobreza del ser- hombre. Pues la entrega al pecado no es sino una huida de nuestro destino, un evadirse de la propia nada cuyo todo pertenece
JOHANNES B. METZ entera y nicamente a Dios. Todo le fue quitado a Jess, hasta el gozo de su propia entrega por, amor: "se anonad a s mismo" (Flp 2,7). Las manos misericordiosas de Dios se han retirado, su rostro no resplandece sobre la pasin del Hijo muy amado: slo el panorama oscuro de la nada en donde se halla perdido, la negra soledad del abandono de Dios: Entre un rebao que le evita en busca de seguridad y un cielo de bronce que vela el rostro del Padre, se consuma el destino del Hijo del hombre. Jess paga el precio del perdn. Se ha hecho alguien completamente pobre. Pero este radical abandono, esta aceptacin hasta las ltimas consecuencias de la pobreza humana es la garanta de nuestra superacin, es la fuerza que nos har posible vencer la gran tentacin de traicionar la pobreza de nuestro ser. En esta fidelidad de Dios al hombre se apoya el esfuerzo del hombre por ser fiel a s mismo. La cruz es as el sacramento de la pobreza de espritu, signo y fuerza para que el hombre acepte sin evasin, con obediencia, su condicin humana. Cruz en la que cuelga nuestro serhombre impotente y que de esta manera adquiere una significacin divina: "para los judos escndalo, para los gentiles necedad... mas para los que han sido llamados, para los creyentes, fuerza de Dios" (1 Cor 1,23.24). Sin embargo, en el seno mismo de los fieles la cruz de la pobreza se ver traicionada, como lo fue ya por Judas en el seno mismo del colegio apostlico. La diablica impaciencia ante la pobreza de Jess pudo tal vez empujar a Judas a poner a su Maestro en trance de tener que demostrar la potencia de su divinidad frente a la perseverante debilidad de la pasin. As, ningn discpulo de la pobreza podr librarse de provocar el escndalo que Jess mismo provoc en sus propios discpulos: "todos vosotros os escandalizaris en m" (Mt 26, 31); ni dejar de sentir el dolor de la ms asfixiante incomprensin, nacida precisamente de los que se erguirn contra l dentro mismo de la Iglesia. A los ojos de, todos nosotros y a la consideracin de los siglos permanece, con todo, vigorosa la parbola terrible de Jess: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere, entonces lleva mucho fruto" (Jn 12,24).
El espritu de la hominizacin del hombre "Sentid lo que Cristo Jess; l era en la forma de Dios y no quiso retener como un botn su divinidad, sino que se anonad a s mismo tomando la forma de siervo y se hizo semejante al hombre. Fue hallado en todo semejante a l y se abati a s mismo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2,5-8). Los sinpticos expresan este sentido de la encarnacin de Dios con la palabra pobreza de espritu (Mt 5, 3). En la historia de las tentaciones es interpretada como la pobreza obedientemente aceptada de nuestro ser, que se consuma en la muerte, suprema expresin de la debilidad humana. "Siendo rico se hizo por vosotros pobre" (2 Cor 8,9). En l se reflejan claramente las insospechadas alturas y profundidades de nuestro destino. En l, primognito de la creacin, tiene su centro y su punto culminante la finalidad de nuestra hominizacin. No es en la situacin fundamental de nuestro propio ser donde descubrimos nuestras posibilidades ms profundas, sino sobre todo y nicamente en el espejo del hecho libre y gratuito de Dios al hacerse hombre. En la imagen del Hijo entregado a la humanidad y a la muerte se nos revela nuestro propio ser: ecce homo. En l vive con ocultos resplandores el espritu de nuestra hominizacin, el espritu de la pobreza.
JOHANNES B. METZ Desde otro punto de vista podemos iluminar este espritu de pobreza. Dios al crearnos libremente, lejos de desentenderse sale garante de nuestro ser. Al acercrsenos redentoramente no disuelve la luz original de nuestra condicin humana, sino que le da su autntico y propio brillo.: Dios, pues, se nos ha acercado en gracia. Ha entregado su vida por nosotros y la nuestra la ha hecho suya. De esta manera no ha hecho desaparecer la innata pobreza de nuestro ser, sino que la ha agudizado y sobrepujado. Porque su gracia no aliena, como el pecado, la naturaleza, antes la vigoriza. No destruye nuestra pobreza, sino que la transforma y radical iza al hacernos participar en la pobreza del abandonado corazn de Jess. "Herederos de Dios, coherederos de Cristo; si padecemos con l es. para ser con l glorificados" (Rom 8,17). Por ello esta pobreza no es una virtud entre tantas, sino el necesario ingrediente de toda actitud autnticamente cristiana. No en vano encabeza el programa de las bienaventuranzas. Es el dintel de la autntica hominizacin del hombre, y slo en ella llega el hombre hasta Dios y Dios verdaderamente hasta el hombre. Suspendida entre el cielo y la tierra, es el secreto lugar del encuentro entre Dios y el hombre, la cercana del misterio infinito dentro del propio ser.
La nativa pobreza del ser-hombre Cada vez ms radicalmente el encuentro con Jesucristo nos pone delante de la pobreza de nuestro ser, de aquella indigencia que slo vive del pan de la infinitud, cuyo alimento es hacer la voluntad del Padre. Jess, viviendo fuera de s, del todo oculto en el interior de la misteriosa voluntad de Dios, era para si mismo el gran mendigo que se haba aceptado a partir del decreto inapelable y del total derecho del Padre. Todos nosotros somos los grandes indigentes, hijos de aquel gnero que no tiene suficiente consigo mismo, seres de una ilimitada cuestionabilidad, de corazn insatisfecho, los ms pobres de todas las criaturas, los que menos "consiguen", puesto que siempre necesitamos y comprendemos ms de lo que nosotros mismos podemos dar y expresar. No descansamos en nosotros mismos ni tampoco en las cosas que dominamos. El hombre es aquel ser maravilloso que slo se siente protegido y a salvo cuando sale de s mismo hacia el ms grande y el: indisponible. Est en casa precisamente en lo abierto e indominable del misterio. Por eso, cuando el hombre vuelve sobre s despus de todos los ensueos y firmamentos imaginados, cuando . detrs de todas las mscaras aparece su corazn desnudo y anhelante, entonces se pone de manifiesto que "por naturaleza" es religioso, que la religin es la dote secreta de su ser. Ve que. en el centro de su existencia permanece asentada aquella "trascendental indigencia" que despierta todas sus necesidades, todas sus ansias y deseos. Desde su temporal interinidad descubre dolorosamente toda plenitud, se siente vinculado al sobrecogedor misterio de Dios, terriblemente interesado por el absoluto que mantiene siempre intranquilo y extranjero su corazn, hasta el momento del supremo despojo, de aquella desconsolada "pobreza" de la muerte, puerta obligada de acceso al Reino de los cielos. Esta infinitud de la pobreza esencial es; en definitiva, la nica innata riqueza del hombre. Pero, si bien no le queda a ste opcin alguna sobre su ser religioso, pues constitutiva y dinmicamente est religado a la infinitud de Dios, puede sin embargo o bien entregarse
JOHANNES B. METZ a. la pobreza de su ser por medio de la pobreza de espritu y mantenerse fiel a ella, o por el contrario evadirse hacia extrnsecas y protectoras posesiones, crisparse sobre su propia existencia como sobre una riqueza consistente que hay que retener y acrecentar a toda costa. Es sta la gran tentacin que se desliza al amparo de nuestro instinto de seguridad y apunta al corazn mismo del ser del hombre. Nos empuja a la fijacin de un reglament preciso, de una "ley" cuyo estricto cumplimiento nos garantice la seguridad de ser contados entre los hijos de Abraham, de tener nuestro lugar y nuestra parte en el festn del Reino de los cielos; una frmula de vida cuya posesin nos d derecho a no sentirnos "como los dems hombres". Con el manto de la "ley" oculta el fariseo, el "rico de espritu", los abismos de su innata pobreza, la verdad de su ser, cuyas races se hunden en lo abierto e incontrolable del misterio. Pero no puede el hombre escapar por mucho tiempo a esta verdad. Si lo intenta, pronto le alcanzarn sus annimos mensajeros y ver cmo la angustia toma el lugar de la pobreza que trataba de esquivar. En definitiva slo tiene la posibilidad de ser obediente a la pobreza que esencialmente le ha sido encomendada o convertirse en un siervo de la angustia.
Aceptacin de la pobreza de ser hombre: pobreza de espritu Dijimos anteriormente que el sentido cristiano del amor propio era dejarse introducir humildemente en la verdad de nuestro ser. A este amor propio, que se presenta como un programa de vida, podemos darle ya un nombre bblico: la pobreza de espritu. Es la incondicional aceptacin de s mismo, la decidida fidelidad del hombre a la pobreza radical de su ser, capaz de llevar sobre s el dolor: del anonadamiento del espritu humano; es el acuerdo con el ser que le ha sido otorgado: En ella aprende el hombre a aceptarse como alguien que no se pertenece a s mismo. Por eso la pobreza no tiene semejanza con cualquier otra de las virtudes que "se practican", en cuanto esta prctica, esta adquisicin progresiva de la virtud mediante el propio esfuerzo, puede conducir tal vez a una peligrosa "propiedad" desnaturalizadora, sobre la que volvemos los ojos para asegurarnos de que disponemos de ella. "El que pone su mano en el arado y vuelve la vista atrs no es digno de m" (Lc 9,62). La pobreza no puede ser algo disponible, "objetivo", separado del fundamento de la existencia. Es, por el contrario, subjetividad radical, la energa conjunta de todas las potencias y fuerzas en las que el hombre se hace presente a s mismo y en las que l mismo se encuentra. No puede ser por ello reflexionada de un modo totalizante, sino simplemente "hecha" como participacin de todo el hombre, ya que el hombre slo se encuentra con la verdad de su ser cuando la realiza (cfr. 1 Jn 1,6: "veritatem facere"). El que olvidado de s pueda entregarse y perderse, ste es el hombre por antonomasia. Pues "el que conserva su vida la perder, y el que la pierde en este mundo la guardar para la vida eterna" (Jn 12,25). Darse, gastarse, ser pobre significa bblica y teolgicamente vivir de Dios, encontrarse nacido para: Dios; significa cielo. Permanecer en s, servirse y robustecerse a s mismo significa el infierno del hombre desesperado cuando reconoce que el tabernculo de su propio yo, ante el que ha orado durante toda su vida, est vaco y sin promesa, ya que el hombre slo puede encontrarse a s mismo, hominizarse, a travs de la pobreza de un corazn abandonado. Este vaciamiento de si mismo no es producto de un vago misticismo, sino de la insistente mirada al hombre y a su mundo. Dios mismo ha venido al hombre como hermano, como prjimo, como el otro hombre. "El que ve a su hermano ve a Dios", dice
JOHANNES B. METZ una mxima extracannica de Jess. El hermano es el sacramento, la oculta presencia de Dios en nosotros, mediador entre Dios y el hombre. La cercana de Dios v del hombre se entienden, en la comprensin cristiana de la fe, paralela y estrechamente unidas. La humanidad de Cristo es en ella la revelacin e inmediatez del. eterno Padre. Por ello el amor al prjimo no es otra cosa que el amor a Dios en su aplicacin a nosotros; ambas son -he aqu lo ms singular del mensaje cristiano- originariamente una misma cosa. De esta manera nuestra pobreza de espritu, disponibilidad para la entrega y la autodonacin en la que se realiza nuestra hominizacin, conserva una estrecha relacin con el otro hombre, con el hermano. De ah que la Escritura describa en muchas parbolas nuestros novsimos, bienaventuranza o condenacin, estrechamente vinculados a esta relacin con el prjimo. En la narracin del juicio y del cielo, Dios, como olvidndose de si mismo, aparece solamente en el rostro del hermano. Es bienaventurado el que ha servido a su semejante, el que ha penetrado en su necesidad y compartido su pobreza. Es condenado el que en su evasin egocentrista frente al hermano, queriendo permanecer "rico" y "fuerte", se cre para s mismo un abismo de oscuridad en lugar de la luz y del amor.
POBREZA. FORMAS Y EJ ERCICIO Dijimos que el hacerse hombre es una tarea indeclinable que hemos de afrontar cada uno por encima de todo y que consiste en el ejercicio de la pobreza de espritu, es decir, en la obediente y fiel aceptacin de nuestra innata pobreza. Intentemos destacar ahora sus formas ms esenciales, sealar aquellos caminos que, en medi de la experiencia de nuestra vida cotidiana, conduzcan al silencioso desierto de la pobreza.
La pobreza de la mediocridad En primer lugar cabe referirnos a la pobreza de la vida cotidiana, pretendidamente ignorada y ms bien menospreciada por el mundo. No tiene nada de heroico en s misma, es una pobreza sin xtasis, aceptada y llevada simplemente como destino. Jess fue tambin pobre en este sentido. No aparece, como un ideal para humanistas, como un gran poltico o artista, ni un genio dotado del pathos de la contencin, sino como un hombre sobresalientemente sencillo, cuya nica dote o facultad era la de ser piadoso. Su pasin grande y nica fue "el Padre", y por ella nos descubri, como dice Bernanos, "el gran milagro de las manos vacas", la gran oportunidad del hombre pequeo, entregado a Dios con mucha mayor radicalidad que cualquier otro; que no tiene otra genialidad que la de su corazn, ninguna otra ofrenda que la de s mismo, ningn otro gozo que el gozo mismo de Dios. Esta insignificancia todava se agudiza ms en su aspecto de mendicidad. Tampoco Jess fue extrao a ella. Todava por nacer le fueron cerradas las puertas de los hombres, conoci el acre rostro del hambre, del exilio y de la soledad desamparada de un Hombre dbil y sin recursos. No tena donde reclinar su cabeza, ni siquiera en la muerte un lugar de descanso, sino tan slo el patbulo. donde extender su cuerpo destrozado. Y en esta vida nos descubri la pobreza de espritu que no tiene donde poder situarse ms que en la gran esperanza, esa virtud teologal que el "rico", el protegido, tan fcilmente confunde con un falso optimismo, con una especie (le renuncia a la vida; virtud que llega a su eclosin precisamente cuando uno vive "contra toda esperanza" (Rom 4,18). Pues el hombre pecador slo esperar de verdad cuando no
JOHANNES B. METZ tenga nada, cuando toda propiedad, toda fuerza se convierte en tentacin de dirigirse a s mismo y alejarse del "reino del espritu".
La pobreza de la "soledad" A todo hombre se le ha dado un secreto en su corazn que le hace grande por un lado y solitario por otro. Todo hombre tiene una misin nica e intransferible, distinta a la de los otros hombres y que, por lo tanto, no encuentra en ellos ninguna proteccin y ninguna garanta. Satn atac en Jess esta pobreza: "s como todos, como nosotros... vive tambin de pan, de riqueza, de adoracin al mundo... como todos nosotros..." Tambin cada uno de nosotros se hallar tentado contra esta forma de pobreza, se le exigir renunciar a la misteriosa unicidad de su existencia, atenerse a lo que "se" hace, traicionar con ello la propia misin. La definitiva fidelidad a un hombre, un amor valiente y arriesgado, la inquebrantable voluntad de justicia, una simple conciencia de deber... todo esto puede constituir la unicidad misional de nuestra vida. "T estorbas al otro", dice la tentacin, "te haces cada da ms inaceptable para los dems... por qu no vivir t tambin del pan cotidiano del compromiso y de la componenda? Vox populi, vox Dei. Creme, sers mofado, se burlarn. No vale la pena, nadie te lo agradecer". As arguye la tentacin de forma acostumbrada, simplista, sin demasiada profundidad; pero arropada siempre con prrafos, convenciones, consejos recogidos del anonimato, cooperadores sin rostro que lo nico que no osan afrontar es a la persona desnuda por s misma. Pues nadie podr disolver la propia e irreemplazable misin de una persona sin el precio de esta pobreza. Ella es la nica que nos ayuda a ser autnticamente nosotros mismos.
La pobreza de la transitoriedad Unida a la pobreza de la unicidad personal est la pobreza de la transitoriedad. Como seres histricos no nos es permitido instalarnos en la seguridad del momento siempre presente. Pues nuestra vida presente no descansa en s misma, vive sobre el suelo de un futuro interpretado y mirado con ansiedad al que se tiende con denuedo. El comienzo lleno de misterio e impotente de nuestra vida se nos descubre del todo en su fin; en l llega y retorna a s mismo de la misma manera que las ansias ilimitadas y los sueos de nuestra niez se cumplen en el destino de la muerte. En nuestra vida, que es tarea por realizar, un ir hacindonos lo que ya desde un principio somos, caminamos para tomar en posesin nuestro origen hacia un futuro del que no podemos disponer. Nuestro presente histrico est en la pobreza de la interinidad. "No soy yo", dice el Bautista, "despus de mi viene el que era antes que yo" (Jn 1,20.27). No me pertenezco. Yo soy el aptrida, el itinerante hacia el secreto de mi procedencia, camino de un inconcebible futuro en donde encontrar la patria, la tierra prometida de mi padre. No acepta el hombre fcilmente vestir el traje viajero de su existencia histrica. Apenas ama esta osada proftica, la impuesta necesidad de una esperanza en que vivir de algo todava indisponible, fuera del alcance de la poderosa autoafirmacin, de lo que da sentido y dimensin colmada a su procedencia; sentirse en funcin de lo porvenir, de lo que no est a la mano y condiciona sin embargo su existencia poniendo a la seguridad de su presente un interrogante del que no puede desentenderse y que le obliga siempre a mirar con ansia hacia el futuro. La pobreza de la interinidad acecha continuamente la
JOHANNES B. METZ "riqueza" de un presente aproblemtico y tranquilo, que ha asumido ya su pasado y lo ha convertido en instrumento de poderosa autoafirmacin. Pero rechazar esta interinidad para aferrarse a lo slidamente adquirido es traicionar los orgenes de su procedencia, comprometer en beneficio de una apariencia mentirosa todo lo que constituye la verdadera riqueza del hombre. As ms o menos proceda Israel en su espritu farisaico, un Israel que se apoderaba de su procedencia y la converta en funcin de su seguridad y de su justificacin. De este modo, la promesa de sus padres se convirti en un mito y, slo con Juan el Precursor, se abri a las exigencias de su origen divino que era su propio lugar (Ef 1,4).
La pobreza de la finitud Nuestro ser histrico est todava marcado por otra forma de la pobreza: la finitud. Ante su existencia se despliega un futuro de infinitas posibilidades, a las cuales no se entrega ciegamente, sino mediante un libre ejercicio de decisiones nicas e irrepetibles que configuran la propia vida. Pero precisamente en esta decisin frente a posibilidades infinitas se descubre la pobreza de nuestro ser histrico. Pues tal decisin implica siempre renuncia, sacrificio, descartamiento de otras mil posibilidades de la vida humana. Slo el que se enfrenta a la pobreza de su propia finitud deja de permanecer estancado en experimentaciones inconclusas y nada comprometedoras, que son una traicin al propio ser, a la irrecusable tarea de nuestra hominizacin. Todava en otro aspecto experimenta el ser histrico la pobreza de su finitud. La decisin en la que se realiza a s mismo no siempre est del todo a su disposicin, ni puede siempre ser repetida de nuevo, ni puede en ocasiones ser considerada como algo no esencial. A cada hombre se le presentan sus "oportunidades", sus kairoi que deben ser aprovechados mientras se dispone de ellos, las "horas" decisivas en las que el hombre ha de poner en juego sus recursos para ganarlo todo o perderlo todo. La experiencia de lo irremediable, del momento que "pudo ser" y ya nunca volver, esa riqueza de los grandes momentos que no est en nuestra mano, nos agudiza el sentido de nuestra pobre finitud.
La pobreza de la muerte Muchas otras formas de la pobreza se dan en nuestro ser. Pero todas ellas no son sino preludios, bocetos de aquella situacin de muerte en la que la verdad de nuestro ser ser juzgada inevitablemente. En la muerte seremos todos enfrentados ante la gran pobreza de nuestro ser-hombres; en ella se consuma la obediencia a nuestro destino esencial en su crisis ms radical y en su ms alta problematicidad. Pues la muerte descubre con toda su agudeza el carcter renunciante y aniquilador de nuestra pobreza. Solo consigo mismo, sin que le sea dada a su libertad otra opcin que la de su propio don, y aun ste en un padecimiento obediente de su total debilidad, consuma el hombre la pobreza de espritu, aquella que encontr en Jess una expresin bendita: "Padre, en tus manos encomiendo mi espritu" (Lc 23,46). En cuanto el hombre se decide sobre su pobreza en una entrega obediente a la verdad de su ser, cae, lo sepa o no, en las manos del mismo Dios. La pobreza de espritu en la muerte es la entrada para el encuentro con Dios, es la abertura definitiva a la Trascendencia.
JOHANNES B. METZ Por ello, una vez ms, no se trata de una virtud entre tantas, sino que es el ingrediente oculto de todo acto trascendente, raz y fundamento de toda virtud teologal. Pues nuestra infinita pobreza a la que nos entregamos por la pobreza de espritu es como la sombra, el reverso de la infinitud divina en la que hallamos la plenitud de nuestro ser. En todas sus necesarias formas, vinculadas a la pobreza de la muerte, se toca al mismo Dios y l llega hasta nosotros. Su inevitabilidad es la expresin de la categrica voluntad divina, y sus distintos aspectos, incrustados en la sustancia misma de nuestro ser, son como las muchas oportunidades otorgadas por Dios para nuestra hominizacin. Por ellas nos habla l, nos pone a mano el cliz de nuestra misin. Al aceptar y beber este cliz, dejamos que se cumpla en, nosotros su santa voluntad. Sin embargo, ninguno de nosotros llega a apurarlo hasta sus heces. Desde la culpa primera de la humanidad, nadie es del todo obediente. Se introduce en nosotros un abismo entre aquello para lo que nuestra existencia ha sido hecha y lo que en realidad vivimos. Siempre algo queda inacabado mientras caminamos "en espejo y en enigma" (1 Cor 13,12). Nuestros ojos se oscurecen, nuestro corazn tiembla antes que la abisal pobreza de nuestra muerte se haya padecido del todo; lo ltimo y ms penoso de ella se nos evita graciosamente. Slo a medias y con un aliento algo sobrecogido recorremos la medida de nuestra disposicin, pero nunca bajamos del todo a la profundidad de nuestra pobreza. Pues incluso en su acogida y aceptacin somos dbiles, somos "concupiscentes", como dice la teologa con una expresin sobria. Somos por esta concupiscencia tan dbiles que ni siquiera podemos padecer del todo nuestra propia debilidad. Ella nos aparta y protege, en ltima instancia, de nosotros mismos, mediatiza nuestras decisiones ante la radical abisalidad y pasin de nuestro ser. Feliz culpa de nuestra pobreza! Por otro lado es la raz de toda culpa, la tentacin permanente situada en los cimientos de nuestra libertad: es, en una palabra, la tentacin del hombre como tal.
La pobreza de la pobreza: la adoracin Todos los grandes momentos de la vida -opcin, encuentro, amor, muerte- adquieren su densidad humana en la pobreza de nuestro espritu, cuando a travs de ellos se nos revela de un modo especial la verdad de nuestro ser. Entonces el pensamiento se vuelve piadoso al acercarse a los autnticos orgenes y tocar el misterio del que recibe su propia consistencia. En tales horas anhelamos haber sido ya llamados y que hayan dispuesto de nosotros, porque con temor nos experimentamos como los pobres que no viven de s mismos, que encuentran su ser y su poder, su extensin y sus lmites en las fuentes del misterio invisible. Esta situacin de impotencia y a la vez de piadosa autoentrega encuentra su expresin adecuada en la fe, y en ella se hace adoracin. Cuando el hombre adora "en espritu y en verdad", habla y obra no ya como el que concibe y toma poderosa iniciativa, sino como el que es concebido y ha sido tomado ya de antemano por el misterio. La presencia annima del misterio de nuestro ser, en el que queda asumida nuestra entrega, se transforma dentro de la oracin en "Emmanuel", Dios con nosotros. All no tiene ya el hombre nada que no responda al poderoso llamamiento del misterio, nada por lo que se pueda considerar separado de aqul.
JOHANNES B. METZ La oracin descubre as la radical profundidad de nuestra pobreza y con ella el reconocimiento y confesin de la suprema riqueza del Otro, de Dios. Somos tan pobres que ni siquiera nos pertenece nuestra pobreza, en cuya boca la ltima palabra dice as: "No yo, sino t". Pero precisamente cuando el hombre entra en la pobreza de su espritu adorante ante el rostro de Dios velado de misterio, es cuando alcanza el fondo de su inevitable mismidad y all consuma la tarea de su hominizacin. Descubre entonces que no es ms que el dado por Dios a s mismo, el llamado por Dios hacia la unificacin de su propio ser. La adoracin es por ello el ms alto perfeccionamiento y consumacin del hombre. Dndolo todo, tambin su pobreza, atrevindose a ser pobre hasta de su propia pobreza, se convertir en rico y en grande. "Precisamente por eso, porque soy dbil, soy fuerte" (2 Cor 12,10). Tradujo y condens: JUAN COSTA