Las Doce Sillas - Ilia Ilf

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 473

«Las

doce sillas» es un clásico indiscutible de la literatura rusa del siglo XX.


Ambientada en la Rusia soviética de los años 20, recrea el ambiente de la
Nueva Política Económica propiciada por Lenin con un pretexto de gran
rendimiento: la búsqueda por toda Rusia de doce sillas idénticas, en una de las
cuales una dama de la antigua nobleza ha escondido unos diamantes. El héroe
principal es un pícaro timador lleno de ingenio y recursos, que se aprovecha
de la avaricia o estupidez de los burócratas, comerciantes, antiguos
aristócratas, miembros del clero y demás personajes que pueblan la obra. A
pesar de su desfachatez, se gana la simpatía del lector, que a menudo lo
identifica con una especie de justiciero popular. El resultado es una comedia
extraordinaria en el tono de los mejores Lubitsch, Mark Twain o Conan
Doyle.

Página 2
Iliá Ilf & Yevgueni Petrov

Las doce sillas


ePub r1.0
syd 20.05.2021

Página 3
Título original: Dvenadtsat' stul'ev
Iliá Ilf & Yevgueni Petrov, 1928
Traducción: Helena-Diana Moradell
Retoque de cubierta: syd

Editor digital: syd
ePub base r2.1

Página 4
Índice de contenido

Cubierta

Las doce sillas

Nota preliminar

PARTE PRIMERA: EL LEÓN DE STÁRGOROD


I. BEZENCHUK Y LAS NINFAS
II. EL FALLECIMIENTO DE MADAME PETUJOVA
III. EL ESPEJO DEL PECADOR
IV. LA MUSA DE LOS LARGOS VIAJES
V. EL GRAN INTRIGANTE
VI. HUMO DE DIAMANTES
VII. LAS HUELLAS DEL TITANIC
VIII. EL LADRÓN VERGONZANTE
IX. ¿DÓNDE ESTÁN SUS RIZOS?
X. EL CERRAJERO, EL PAPAGAYO Y LA ADIVINADORA
XI. EL REGISTRO ALFABÉTICO «EL ESPEJO DE LA VIDA»
XII. UNA MUJER ARDIENTE, EL SUEÑO DEL POETA
XIII. RESPIRE HONDO: ESTÁ EMOCIONADO
XIV. LA UNIÓN DE LA ESPADA Y EL ARADO

PARTE SEGUNDA: EN MOSCÚ


XV. EN MEDIO DE UN OCÉANO DE SILLAS
XVI. LA RESIDENCIA MONJE BERTHOLD SCHWARTZ
XVII. ¡RESPETEN LOS COLCHONES, CIUDADANOS!
XVIII. EL MUSEO DEL MUEBLE
XIX. VOTACIÓN A LA EUROPEA
XX. DE SEVILLA A GRANADA
XXI. EL CASTIGO
XXII. ÉLOCHKA LA CANÍBAL
XXIII. AVESSALOM VLADÍMIROVICH IZNURÉNKOV
XXIV. EL CLUB AUTOMOVILÍSTICO
XXV. CONVERSACIÓN CON EL INGENIERO DESNUDO
XXVI. DOS VISITAS
XXVII. LA EXTRAORDINARIA MALETA PARA LA PRISIÓN
PREVENTIVA

Página 5
XXVIII. LA GALLINITA Y EL GALLITO DEL OCÉANO PACÍFICO
XXIX. EL AUTOR DE «LA GAVRILIADA»
XXX. EN EL TEATRO COLÓN

PARTE TERCERA: EL TESORO DE MADAME PETUJOVA


XXXI. UNA NOCHE MÁGICA EN EL VOLGA
XXXII. UNA PAREJA SOSPECHOSA
XXXIII. LA EXPULSIÓN DEL PARAÍSO
XXXIV. EL CONGRESO INTERPLANETARIO DE AJEDREZ
XXXV. Y ETC.
XXXVI. VISTAS AL CHARCO DE MALAQUITA
XXXVII. CABO VERDE
XXXVIII. BAJO LAS NUBES
XXXIX. EL TERREMOTO
XL. EL TESORO

Sobre los autores

Notas

Página 6
NOTA PRELIMINAR

Ilf, seudónimo de Iliá Arnóldovich Fainzilberg (1897-1937), y Petrov, de


Evgeni Petróvich Katáev (1903-1942), fueron dos periodistas y escritores
satíricos nacidos en Odesa. Ambos se trasladaron por separado a Moscú,
donde se conocieron en 1925 y decidieron escribir en colaboración. Entre
1927 y 1937 crearon una obra en común que abarca dos novelas (Las doce
sillas y El becerro de oro), un relato largo (Una personalidad brillante) y un
gran número de cuentos humorísticos y satíricos y de obras dramáticas y
cinematográficas. Un viaje en coche a través de Estados Unidos, realizado en
1935-1936, dio lugar a un perspicaz y divertido libro de viajes, La América de
un solo piso. La muerte de Ilf por tuberculosis puso fin a esa fértil carrera.
Petrov falleció pocos años después, en un accidente de aviación en 1942,
cuando ejercía de corresponsal de guerra.
Su más famosa novela, Las doce sillas (1928), fue publicada inicialmente
por entregas en una revista mensual, en una primera versión que luego fue
algo abreviada. En la línea de la literatura de humor británica y
estadounidense, pero inscrita dentro de la sólida tradición rusa representada
por Gógol o Chéjov, es un clásico de la literatura humorística y satírica rusa y
mundial.
Las doce sillas recrea la vida en la Rusia soviética durante la NEP (Nueva
Política Económica), propiciada por Lenin en 1921, tras la época del
comunismo de guerra. La NEP supuso la autorización del comercio, de las
pequeñas empresas privadas y del trabajo asalariado en algunos sectores; la
sustitución de las requisaciones a los campesinos por un impuesto agrario; la
aparición de un campesinado rico (los kulaks); la estimulación material de los
obreros, y la auto-financiación de las empresas. Todo esto provocó que se
desarrollaran de nuevo relaciones de mercado capitalistas, con lo que los años
de la NEP fueron una época de contradicciones socio-políticas, pero también
de cierta libertad y de una riqueza cultural que prolongó la de la Rusia
prerevolucionaria. La NEP finalizó en 1928 con la puesta en marcha del
Primer Plan Quinquenal, que daba prioridad a la industria pesada y acababa
con el aprovechamiento privado del suelo y el libre acceso al mercado de los

Página 7
campesinos, al instaurar una colectivización agrícola total. Se reprimió el
comercio privado y se inició el terror anti-kulak, con confiscaciones y
deportaciones masivas de campesinos.
El tema de la novela —la búsqueda a través de toda Rusia de doce sillas
idénticas, dentro de una de las cuales se hallan los diamantes que una antigua
dama de la nobleza puso a salvo de las requisaciones del poder soviético— da
pie a la creación de un mundo lleno de escenas satíricas de la vida soviética.
El héroe principal, Ostap Bénder, es un pícaro timador lleno de ingenio y
recursos, que se aprovecha de la avaricia o la estupidez de los burócratas,
comerciantes, antiguos aristócratas, miembros del clero y demás personajes
que pueblan la obra. A pesar de su desfachatez, se gana enseguida la simpatía
del lector, quien lo ve a veces como una especie de justiciero popular, que
fustiga tanto a los comerciantes privados que abusaban de la especulación,
como a los funcionarios soviéticos que se iban enriqueciendo con el nuevo
régimen. En la novela se pinta con grandes dosis de humor la situación
psicológica del nepman, siempre alerta ante los cambios políticos y de las
estructuras económicas, obligado a huir o a asimilarse al nuevo régimen. Uno
de los hilos conductores de la novela, el tema del retorno ilegal de emigrados,
contrarrevolucionarios y espías, así como el clima de preguerra con Occidente
presente en la obra son también fiel reflejo del momento.
Sin embargo, en 1928, una época de progresivo endurecimiento de la
situación política y de represiones coincidentes con el ascenso de Stalin, un
individuo asocial y antisoviético por naturaleza como Ostap Bénder no podía
ser del agrado de la crítica ortodoxa soviética, que aún acogió con más
frialdad su nueva aparición en El becerro de oro (1931), donde la sátira de la
Rusia de Stalin bajo el Primer Plan Quinquenal es incluso más mordaz que en
la primera novela. Ilf y Petrov dejaron de ser publicados en la URSS desde
1939 hasta 1956, pero Las doce sillas y El becerro de oro siguieron, a pesar
de todo, leyéndose, y han continuado gozando del favor popular hasta el
presente, de modo que muchas de sus frases se han hecho proverbiales, y sus
personajes y situaciones se han convertido en lugares comunes de referencia
para todos los ex soviéticos.

HELENA-DIANA MORADELL

Página 8
Dedicado a Valentín Petróvich Katáev

Página 9
Parte primera

EL LEÓN DE STÁRGOROD

Página 10
I
BEZENCHUK Y LAS NINFAS

En la capital de provincias de N había tantas peluquerías y negocios de


pompas fúnebres que parecía como si los habitantes de la ciudad nacieran
sólo para afeitarse, cortarse el pelo, refrescarse la cabeza con una loción e
inmediatamente después morir. Pero, en realidad, en la ciudad de provincias
de N la gente nacía, se afeitaba y moría muy raramente. La vida de la ciudad
de N era de lo más tranquila. Las noches de primavera eran embriagadoras, el
barro resplandecía a la luz de la luna como la antracita, y todos los jóvenes de
la ciudad estaban enamorados hasta tal punto de la secretaria del sindicato
local de trabajadores municipales, que esta no podía cobrar las cuotas de sus
miembros.
Las cuestiones del amor y la muerte no inquietaban a Ippolit Matvéevich
Vorobiáninov, a pesar de que, por la misma naturaleza de su empleo, se
encargaba de ellas cada día desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la
tarde, con un descanso de media hora para almorzar.
Por las mañanas, después de beber la ración de leche caliente que le servía
Klavdia Ivánovna en un helado vaso con vetas, salía de su casita en penumbra
a la inmensa calle del camarada Gubernski, llena de una singular luz
primaveral. Esta calle era de las más agradables, como las que se suelen
encontrar en las ciudades de provincias. A mano izquierda, tras unos cristales
ondulados y verdosos, brillaban con reflejos plateados los ataúdes de las
pompas fúnebres La Ninfa. A la derecha, tras unas pequeñas ventanas con la
masilla desprendida yacían lúgubremente los polvorientos y aburridos ataúdes
de madera del maestro fabricante de ataúdes Bezenchuk. Más adelante, el
maestro barbero Pierre y Constantin prometía a sus clientes «manicura» y
«ondulación a domicilio». Más lejos aún se hallaba situado un hotel con
peluquería y, tras él, en un gran solar vacío, un ternero de color pajizo lamía

Página 11
dulcemente un letrero herrumbroso, apoyado contra unos portones que se
erguían solitarios:
FUNERARIA
¡TENGA LA BONDAD!

Aunque había un gran número de funerarias, su clientela era reducida. ¡Tenga


la bondad! había quebrado ya tres años antes de que Ippolit Matvéevich se
estableciera en la ciudad de N, y, por su parte, el maestro Bezenchuk bebía sin
parar, e incluso una vez había intentado empeñar en el monte de piedad su
mejor ataúd de exposición.
La gente en la ciudad de N moría raramente, y esto lo sabía mejor que
nadie Ippolit Matvéevich, puesto que estaba empleado en el registro civil,
donde se encargaba de la sección de defunciones y matrimonios.
El escritorio tras el que trabajaba Ippolit Matvéevich parecía una vieja
lápida funeraria. Su esquina izquierda había sido roída por las ratas. Sus
endebles patas temblaban bajo el peso de las abultadas carpetas color tabaco,
cuyas anotaciones podían proporcionar toda clase de informes sobre los
linajes de los habitantes de la ciudad de N y los árboles genealógicos que
habían surgido en el árido suelo de la provincia.
El viernes 15 de abril de 1927, Ippolit Matvéevich se despertó, como de
costumbre, a las siete y media e inmediatamente se caló en la nariz unos
quevedos con puente de oro pasados de moda. No llevaba gafas. Un día, tras
decidir que llevar quevedos no era higiénico, Ippolit Matvéevich se dirigió a
una óptica y compró unas gafas sin montura, con patillas doradas. Las gafas le
gustaron desde el primer momento, pero su mujer (esto había sido poco antes
de su muerte) encontró que con gafas era clavado a Miliukov[1], y él le dio las
gafas al portero. Este se acostumbró a las gafas y las llevaba gustoso, aunque
no era miope.
—Bonjour! —canturreó Ippolit Matvéevich para sí mismo, sacando los
pies de la cama.
Bonjour! indicaba que Ippolit Matvéevich se había levantado de buen
humor. Si decía Gut Morgen! al despertarse, solía significar que el hígado le
molestaba, que cincuenta y dos años no eran una broma, y que el tiempo ese
día sería húmedo.
Ippolit Matvéevich introdujo sus enjutas piernas en unos pantalones de
sastre de antes de la guerra, se los ató a los tobillos con ligas y se calzó unas
botas blandas y cortas con punteras estrechas y cuadradas. Al cabo de cinco
minutos destacaban sobre Ippolit Matvéevich un chaleco color de luna,

Página 12
sembrado de pequeñas estrellas plateadas y una chaqueta de lustrina
tornasolada. Tras sacudir de sus canas las gotas de rocío que habían quedado
después de lavarse, Ippolit Matvéevich movió ferozmente sus bigotes, tocó
con indecisión su rugosa barbilla, se pasó un cepillo por sus cortos cabellos de
aluminio y, sonriendo cortésmente, avanzó al encuentro de su suegra, Klavdia
Ivánovna, que entraba en la habitación.
—Eppoleeet —voceó ella—, hoy he tenido un mal sueño.
La palabra «sueño» la pronunció con acento francés.
Ippolit Matvéevich miró a su suegra de arriba abajo. Su talla alcanzaba el
metro ochenta y cinco centímetros, y desde semejante posición le resultaba
fácil y cómodo tratar a su suegra con cierto desdén.
Klavdia Ivánovna continuó:
—He visto a la difunta Marie con los cabellos sueltos y con un ceñidor de
oro.
Los cañonazos de la voz de Klavdia Ivánovna hacían temblar la lámpara
de hierro fundido con sus contrapesos, bolitas y polvorientos abalorios de
cristal.
—Estoy muy inquieta. Temo que suceda algo.
Las últimas palabras fueron pronunciadas con tal fuerza que los mechones
de cabellos de la cabeza de Ippolit Matvéevich ondearon en distintas
direcciones. Hizo una mueca y dijo con voz clara:
—No pasará nada, maman. ¿Ya ha pagado el agua?
Resultó que no la había pagado. Sus chanclos tampoco estaban lavados.
Ippolit Matvéevich no quería a su suegra. Klavdia Ivánovna era tonta, y su
avanzada edad no permitía confiar en que alguna vez se espabilara. Era avara
en extremo, y sólo la pobreza de Ippolit Matvéevich impedía que este
absorbente sentimiento se desarrollara. Su voz poseía tal fuerza y profundidad
que la habría envidiado Ricardo Corazón de León, a cuyo grito, como se sabe,
los caballos se hincaban de rodillas. Y además de esto, lo más terrible es que
Klavdia Ivánovna tenía sueños. Los tenía siempre. Soñaba con muchachas
con ceñidor, caballos guarnecidos con galoncillos amarillos del regimiento de
dragones, porteros que tocaban el arpa, arcángeles con abrigos de vigilante
haciendo la ronda por las noches con matracas en las manos y con agujas de
hacer punto que saltaban por sí solas por la habitación produciendo un sonido
mortificante. Era una vieja cabeza de chorlito, esta Klavdia Ivánovna. Para
colmo, bajo la nariz le habían crecido bigotes, y cada mitad se parecía a una
brocha de afeitar.
Ippolit Matvéevich salió de casa ligeramente irritado.

Página 13
A la entrada de su ajado establecimiento estaba el maestro fabricante de
ataúdes Bezenchuk, apoyado en una jamba de la puerta y cruzado de brazos.
A causa de la quiebra sistemática de sus empresas comerciales y de la
ingestión continuada de bebidas alcohólicas, los ojos del maestro eran de un
amarillo brillante, como los de un gato, y ardían con un fuego inextinguible.
—¡Mis respetos al querido visitante! —gritó apresuradamente, al ver a
Ippolit Matvéevich—. ¡Buenos días!
Ippolit Matvéevich levantó cortésmente su manchado sombrero de
castorina.
—¿Qué tal anda de salud su querida suegra, si me permite preguntarlo?
—Hummm… hummm —respondió vagamente Ippolit Matvéevich y,
encogiendo sus rectos hombros, siguió adelante.
—¡Que Dios le dé salud! —dijo con amargura Bezenchuk—. Sólo
tenemos pérdidas, ¡maldita sea!
Y, cruzando los brazos sobre el pecho, se apoyó de nuevo sobre la puerta.
A la entrada del negocio de pompas fúnebres La Ninfa detuvieron de
nuevo a Ippolit Matvéevich.
Los propietarios de La Ninfa eran tres. Se inclinaron al mismo tiempo
ante Ippolit Matvéevich y se informaron a coro sobre la salud de su suegra.
—Está bien de salud, está bien de salud —respondió Ippolit Matvéevich
—. ¡Le pasan unas cosas! Hoy ha soñado con una muchacha dorada, con el
pelo suelto. Eso es lo que ha soñado.
Las tres «ninfas» intercambiaron miradas y suspiraron sonoramente.
Todas estas conversaciones hicieron demorarse a Ippolit Ivánovich por el
camino, y, en contra de su costumbre, cuando llegó al trabajo, el reloj colgado
bajo la consigna «Si has acabado tus asuntos, vete»[2] marcaba las nueve y
cinco.
A Ippolit Matvéevich le apodaban Maciste[3] en la institución, por su gran
estatura y especialmente por su bigote, aunque el verdadero Maciste no lo
llevaba.
Sacando del cajón de su mesa un cojín de fieltro azul, Ippolit Matvéevich
lo colocó sobre la silla, dio a sus bigotes la dirección correcta (paralela al
borde de la mesa) y se sentó sobre el cojín, elevándose un poco sobre sus tres
compañeros. Ippolit Matvéevich no temía las hemorroides, lo que temía era
gastar los pantalones, y por eso usaba el fieltro azul.
Todas sus manipulaciones de funcionario soviético las seguían con
timidez dos jóvenes, un chico y una chica. El hombre, con una chaqueta de
paño enguatada, estaba completamente apabullado por el ambiente de trabajo,

Página 14
por el olor a tinta de alizarina, por el reloj que resoplaba con rapidez y
dificultad, y, sobre todo, por el severo cartel «Si has acabado tus asuntos,
vete». Aunque el hombre de la chaqueta todavía no había comenzado sus
asuntos, ya tenía ganas de irse. Le parecía que la cosa por la que había venido
tenía tan poca importancia que era vergonzoso importunar por ella a un
canoso ciudadano tan distinguido como Ippolit Matvéevich. El propio Ippolit
Matvéevich comprendía también que los asuntos del recién llegado eran
insignificantes, que podían esperar, y, por eso, abrió la carpeta n.º 2, contrajo
con un tic la mejilla y se enfrascó en los papeles. La chica, con una larga
chaqueta ribeteada por un brillante pasamano negro, le susurró algo al hombre
y, sofocada de vergüenza, comenzó a moverse lentamente hacia Ippolit
Matvéevich.
—Camarada —dijo—, ¿dónde se puede aquí…?
El hombre de la chaqueta suspiró con alegría y chilló de un modo
inesperado para sí mismo:
—¡Contraer matrimonio!
Ippolit Matvéevich miró con atención la barandilla tras la cual estaba la
pareja.
—¿Nacimiento? ¿Defunción?
—Contraer matrimonio —repitió el hombre de la chaqueta, y volvió la
cabeza, desconcertado, hacia los lados.
La chica no pudo contener la risa. La cosa iba sobre ruedas. Ippolit
Matvéevich se puso a trabajar con la habilidad de un prestidigitador. Inscribió
con letra de vieja los nombres de los recién casados en gruesos libros,
interrogó con severidad a los testigos, que la novia había corrido a buscar al
patio, sopló larga y tiernamente sobre los sellos cuadrados, y, medio
levantándose, los estampó sobre los ajados pasaportes. Después de cobrar a
los recién casados dos rublos y de entregarles el recibo, Ippolit Matvéevich
dijo, sonriéndose: «Por la ejecución del sacramento», y se alzó en toda su
magnífica estatura, sacando pecho por costumbre (en su tiempo llevaba
corsé). Gruesos y amarillos rayos de sol se posaban sobre sus hombros como
charreteras. Su aspecto era un poco ridículo, pero extraordinariamente
solemne. Los cristales bicóncavos de sus quevedos irradiaban una luz blanca
de proyector. Los jóvenes permanecían parados como borregos.
—Jóvenes —declaró Ippolit Matvéevich con grandilocuencia—,
permítanme felicitarles, como se decía antes, con ocasión de su matrimonio
legal. Es muy, muuuy agradable ver a jóvenes como ustedes caminar cogidos

Página 15
de la mano hacia la consecución de eternos ideales. ¡Es muy, muuuy
agradable!
Después de pronunciar esta perorata, Ippolit estrechó las manos de los
recién casados, se sentó y, muy satisfecho de sí mismo, continuó la lectura de
los papeles de la carpeta n.º 2.
Tras la mesa vecina, los empleados contuvieron la risa sobre los tinteros.
Transcurrió un tranquilo día de trabajo. Nadie perturbó la mesa de
registros de defunciones y matrimonios. Por la ventana se veía cómo los
ciudadanos, encogiéndose por el fresco de la primavera, se marchaban cada
uno a su casa. Justo al mediodía se puso a cantar el gallo de la cooperativa El
Arado y el Martillo. Nadie se asombró de eso. Después resonaron el graznido
metálico y el gañido de águila de un motor. De la calle del camarada
Gubernski salió una densa bocanada de humo violeta. El gañido se reforzó.
Por detrás del humo aparecieron enseguida los contornos del automóvil
oficial matrícula n.º 1 del comité ejecutivo provincial con un diminuto
radiador y una voluminosa carrocería. El automóvil, chapoteando en el barro,
atravesó la plaza Staropánskaia y, balanceándose, desapareció en medio del
venenoso humo. Los empleados estuvieron todavía largo rato junto a la
ventana, comentando el suceso y poniéndolo en relación con una posible
reducción de la plantilla. Al cabo de cierto tiempo pasó con cuidado por las
pasarelas de madera el maestro Bezenchuk. Callejeaba por la ciudad durante
el día entero, averiguando si había muerto alguien.
La jornada de trabajo se acercaba a su fin. En el vecino campanario
amarillento y blanco empezaron a tocar a vuelo las campanas. Los cristales
temblaron. Desde el campanario se esparcieron unas chovas, celebraron un
pequeño mitin sobre la plaza y se alejaron. El cielo vespertino se helaba sobre
la plaza desierta.
Era ya hora de que Ippolit Matvéevich se fuera. Todos los que debían
nacer ese día habían nacido y habían sido inscritos en los gruesos libros.
Todos los que deseaban casarse habían sido casados y también inscritos en los
gruesos libros. Lo único que no había habido era, para la manifiesta ruina de
los dueños de las funerarias, ni un solo fallecimiento. Ippolit Matvéevich
recogió los expedientes, escondió en su cajón el cojín de fieltros, se ahuecó
los bigotes con un peine y ya se disponía a marcharse, soñando con una
humeante sopa, cuando la puerta de la oficina se abrió de par en par. En su
umbral apareció el maestro fabricante de ataúdes Bezenchuk.
—Mis respetos al querido visitante —sonrió Ippolit Matvéevich—. ¿Qué
se te ofrece?

Página 16
La salvaje jeta del maestro resplandecía en el inminente crepúsculo, pero
no pudo articular palabra.
—¿Y bien? —preguntó Ippolit Matvéevich con más severidad.
—¿La Ninfa, maldita sea, acaso ofrece buena mercancía? —pronunció
confusamente el maestro de ataúdes—. ¿Acaso puede satisfacer al
comprador? Un ataúd exige tanto, sólo en madera…
—¿Qué?
—Allí tiene La Ninfa… Tres familias viven de un negocio de nada. Su
material no es bueno, el acabado es peor y las borlas son escasas, maldita sea.
Mientras que yo soy una firma antigua. Fundada en el año 1907. Mis ataúdes
son una cosita preciosa, selecta, pata auténticos entendidos…
—Pero ¿qué te pasa, te has vuelto loco? —preguntó con dulzura Ippolit
Matvéevich, y se dirigió hacia la salida—. Te estás volviendo chiflado entre
tus ataúdes.
Bezenchuk tiró de la puerta respetuosamente, dejó pasar a Ippolit
Matvéevich y se le pegó a los talones, temblando como de impaciencia.
—¡Todavía cuando existía ¡Tenga la bondad!, entonces sí! Contra su
brocado ni una sola firma, incluso en el propio Tver, podía resistir, ¡maldita
sea! Pero ahora, lo diré sin rodeos, mejor que mi mercancía no la hay. Y no se
moleste en buscar siquiera.
Ippolit Matvéevich se volvió lleno de cólera, contempló un segundo a
Bezenchuk con enfado y apretó el paso. Aunque hoy no había tenido ninguna
contrariedad en el trabajo, se sintió muy a disgusto.
Los tres propietarios de La Ninfa estaban de pie junto a su establecimiento
en las mismas poses en las que Ippolit Matvéevich los había dejado por la
mañana. Parecía que desde entonces no se habían dicho unos a otros ni una
palabra, pero una sorprendente transformación en sus rostros, una secreta
satisfacción que titilaba lánguidamente en sus ojos, revelaba que sabían algo
importante.
Al ver a sus enemigos comerciales, Bezenchuk agitó la mano
desesperadamente, se detuvo y cuchicheó detrás de Vorobiáninov:
—Se lo dejaré en treinta y dos rublos.
Ippolit Matvéevich frunció el ceño y aceleró el paso.
—A crédito —añadió Bezenchuk.
Los tres propietarios de La Ninfa no decían nada. Se precipitaron en
silencio detrás de Vorobiáninov, quitándose incesantemente sobre la marcha
las gorras e inclinándose con cortesía.

Página 17
Enfadado en extremo por el modo estúpido en que le importunaban los
dueños de las funerarias, Ippolit Matvéevich subió corriendo al porche, más
rápido que de costumbre, se limpió lleno de irritación el barro contra un
escalón y, experimentando un enorme apetito, entró en el recibidor. A su
encuentro salió de la habitación, con las mejillas ardiendo, el padre Fiódor,
párroco de la iglesia de los Santos Frolo y Lauro. Recogiéndose la sotana con
la mano derecha, y sin prestar atención a Ippolit Matvéevich, el padre Fiódor
voló hacia la salida.
Entonces Ippolit Matvéevich advirtió una excesiva limpieza, una evidente
nueva disposición de sus escasos muebles, y sintió un cosquilleo en la nariz
provocado por el fuerte olor a medicamentos. En la primera habitación recibió
a Ippolit Matvéevich su vecina, la agrónoma Kuznetsova. Esta se puso a
cuchichear y a agitar las manos.
—Está peor, acaba de confesarse. No haga ruido con las botas.
—No hago ruido —respondió sumiso Ippolit Matvéevich—. ¿Qué ha
sucedido?
Madame Kuznetsova frunció los labios y señaló con la mano la puerta de
la segunda habitación:
—Un ataque al corazón muy agudo.
Y, repitiendo evidentemente palabras ajenas, que le habían gustado por su
grandilocuencia, añadió:
—No se excluye la posibilidad de un desenlace fatal. Hoy he estado todo
el día de un lado para otro. Vengo por la mañana a por la picadora de carne,
miro, la puerta está abierta, en la cocina no hay nadie, en está habitación
tampoco, bueno, pienso que Klavdia Ivánovna habrá ido a por harina para los
bollos de Pascua. Hace unos días que pensaba hacerlo. Ahora la harina, usted
mismo lo sabe, si no la compras de antemano…
Madame Kuznetsova hubiera seguido hablando aún largo y tendido sobre
la harina, sobre el coste de la vida y sobre cómo había encontrado a Klavdia
Ivánovna tumbada junto a la estufa de azulejos como si estuviera muerta, pero
un gemido que resonó en la habitación vecina sorprendió dolorosamente el
oído de Ippolit Matvéevich. Se santiguó rápidamente con una mano algo
entumecida y pasó a la habitación de su suegra.

Página 18
II
EL FALLECIMIENTO DE MADAME PETUJOVA

Klavdia Ivánovna estaba tumbada boca arriba, con un brazo debajo de la


cabeza. Se cubría la cabeza con una cofia de color albaricoque intenso, que
estuvo de moda en la época en que las damas llevaban chanteclair y se
empezaba a bailar el tango argentino.
El rostro de Klavdia Ivánovna era solemne, pero no expresaba
absolutamente nada. Sus ojos contemplaban el techo.
—¡Klavdia Ivánovna! —llamó Vorobiáninov.
Su suegra movió con rapidez los labios, pero, en lugar de los sonidos de
trompeta familiares al oído de Ippolit Matvéevich, oyó un gemido débil, tenue
y tan lastimero que su corazón se estremeció. Una lágrima brillante cayó,
inesperadamente rápida, de un ojo y, como mercurio, resbaló por su rostro.
—Klavdia Ivánovna —repitió Vorobiáninov—, ¿qué le pasa?
Pero siguió sin recibir respuesta. La vieja cerró los ojos y se echó un poco
de costado.
La agrónoma entró sin hacer ruido en la habitación y se lo llevó de la
mano, como a un niño al que llevan a lavarse.
—Se ha dormido. El médico ha prohibido que la molesten. Usted,
querido, mire, acérquese a la farmacia. Tome la receta y entérese de a cuánto
van las bolsas para hielo.
Ippolit Matvéevich se sometió en todo a madame Kuznetsova, sintiendo
su indiscutible superioridad en ese tipo de asuntos.
La farmacia estaba lejos. Ippolit Matvéevich salió deprisa a la calle,
apretando en su puño la receta como un colegial.
Era ya casi de noche. Sobre el fondo de la última luz del crepúsculo se
recortaba la flaca figura del maestro fabricante de ataúdes Bezenchuk, el cual,
apoyado en las puertas de abeto, tomaba un poco de pan con cebolla. Allí
mismo, al lado, estaban en cuclillas las tres «ninfas» y, lamiendo las cucharas,

Página 19
comían de un puchero de hierro una papilla de trigo sarraceno. Al ver a
Ippolit Matvéevich, los dueños de la funeraria se pusieron firmes como
soldados. Bezenchuk, molesto, se encogió de hombros y, extendiendo el
brazo en dirección a sus competidores, rezongó:
—Se enredan entre las piernas, maldita sea.
En el centro de la plaza Staropánskaia, junto a un pequeño busto del poeta
Zhukovski con la siguiente inscripción tallada en su pedestal: «La poesía es
Dios en los sueños sagrados de la tierra»,[4] se desarrollaban animadas
conversaciones, suscitadas por la noticia de la grave enfermedad de Klavdia
Ivánovna. La opinión general de los ciudadanos reunidos se reducía a que
«todos pasaremos por eso» y a que «Dios nos la dio, Dios nos la quitó».
El peluquero Pierre y Constantin, que además respondía de buena gana al
nombre de Andréi Ivánovich, tampoco aquí dejó pasar la ocasión de mostrar
sus conocimientos en el campo de la medicina, tomados de la revista
moscovita Ogoniok.
—La ciencia moderna —dijo Andréi Ivánovich— ha llegado hasta lo
imposible. Por ejemplo: a un cliente le ha salido un grano en la barbilla. Antes
se podía llegar hasta la infección de la sangre; en cambio ahora, en Moscú,
dicen, no sé si es verdad o no, que a cada cliente le corresponde un brocha
individual y esterilizada.
Los ciudadanos suspiraron prolongadamente.
—Estás exagerando un poco, Andréi…
—¿Dónde se ha visto una brocha individual para cada persona? ¡Se lo está
inventando!
El antiguo proletario del trabajo intelectual y ahora vendedor ambulante
Prusis incluso se puso nervioso:
—Permítame decirle, Andréi Ivánovich, que, según los datos del último
censo, en Moscú hay más de dos millones de habitantes. ¿Eso quiere decir
que hacen falta más de dos millones de brochas? Es muy original.
La conversación iba subiendo de tono y el diablo sabe en qué habría
parado, si al final de la calle Ósypnaia no hubiera aparecido Ippolit
Matvéevich.
—De nuevo corre a la farmacia. Mal va la cosa, entonces.
—La vieja se va a morir. No en vano Bezenchuk corre fuera de sí por la
ciudad.
—¿Y el doctor qué dice?
—¡El doctor! ¿Acaso hay doctores en la Seguridad Social? ¡Son unos
matasanos!

Página 20
Pierre y Constantin, que ya hacía rato que se moría de ganas de hacer un
informe sobre tema médico, comenzó a hablar, tras mirar a uno y otro lado
temerosamente:
—Ahora toda la fuerza está en la hemoglobina.
Después de decir esto, Pierre y Constantin se calló. Guardaron silencio
también los ciudadanos, meditando cada uno a su manera sobre las fuerzas
secretas de la hemoglobina.
Cuando se hubo elevado la luna y su luz de menta iluminó el busto en
miniatura de Zhukovski, sobre su espalda de bronce se distinguió claramente
una breve palabrota[5] escrita con tiza.
Semejante inscripción apareció por primera vez sobre el pequeño busto el
15 de junio de 1897, la noche inmediatamente siguiente a la inauguración del
monumento. Y por más que los representantes de la policía zarista, y más
tarde los de la soviética, lo intentaran impedir, la injuriosa inscripción se
reponía regularmente todos los días.
En las casitas de madera con postigos exteriores ya cantaban los
samovares. Era la hora de la cena. Los ciudadanos no quisieron perder tiempo
en vano y se marcharon a sus casas. Se puso a soplar viento.
Entre tanto, Klavdia Ivánovna agonizaba. Bien pedía de beber; bien decía
que tenía que levantarse e ir al zapatero a por los botines de gala de Ippolit
Matvéevich; bien se quejaba del polvo, que, según sus palabras, era
asfixiante; bien pedía que encendieran todas las lámparas.
Ippolit Matvéevich, cansado ya de inquietarse, daba vueltas por la
habitación. Le venían a la cabeza desagradables pensamientos materiales.
Pensaba que tendría que pedir un anticipo en la mutualidad, correr a por el
pope y responder a las cartas de pésame de los familiares. Para distraerse un
poco, Ippolit Matvéevich salió al porche. A la luz verde de la luna estaba el
maestro fabricante de ataúdes Bezenchuk.
—Entonces, ¿cómo lo ordena hacer, señor Vorobiáninov? —preguntó el
maestro, apretando la gorra contra su pecho.
—Bueno, veremos —respondió sombrío Ippolit Matvéevich.
—Pero La Ninfa, ¡maldita sea!, ¿acaso ofrece buena mercancía? —se
inquietó Bezenchuk.
—¡Vete al diablo! ¡Estoy harto de ti!
—No quería molestarle. Era a propósito de las borlas y del brocado.
¿Cómo hacerlos, maldita sea? ¿Primera clase, superior? ¿O cómo?
—Sin borlas ni brocados. Un simple ataúd de madera. De pino. ¿Has
comprendido?

Página 21
Bezenchuk se llevó un dedo a los labios, mostrando con esto que lo
comprendía todo, se dio la vuelta y, guardando el equilibrio con la gorra, pero
tambaleándose a pesar de eso, se dirigió a su casa. Sólo entonces se dio
cuenta Ippolit Matvéevich de que el maestro estaba borracho como una cuba.
Ippolit Matvéevich sintió de nuevo en su alma una extraordinaria
repugnancia. No se imaginaba cómo iba a llegar al apartamento vacío y lleno
de suciedad. Le parecía que, con la muerte de su suegra, desaparecerían las
pequeñas comodidades y hábitos que le había costado tanto esfuerzo crear
después de la revolución, que le había arrebatado grandes comodidades y
lujosos hábitos. «¿Casarse?», pensó Ippolit Matvéevich. «¿Con quién? ¿Con
la sobrina del jefe de policía, con Varvara Stepánovna, la hermana de Prusis?
¿O, quizás, contratar una empleada de hogar? ¡Nada de eso! Me llevará por
todos los juzgados. Y además es muy caro».
La vida se volvió enseguida de color negro a los ojos de Ippolit
Matvéevich. Lleno de indignación y asco hacia todo en el mundo, regresó de
nuevo a casa.
Klavdia Ivánovna ya no deliraba. Tumbada en alto sobre las almohadas,
miraba al recién llegado Ippolit Matvéevich, enteramente consciente y, según
le pareció, incluso con severidad.
—Ippolit —murmuró claramente—, siéntese a mi lado. Debo contarle…
Ippolit Matvéevich se sentó con desagrado, escrutando el rostro
enflaquecido y bigotudo de su suegra. Intentó sonreír y decir algo alentador.
Pero le salió una sonrisa ridícula y no encontró ninguna palabra alentadora.
De la garganta de Ippolit Matvéevich escapó sólo un torpe pío.
—Ippolit —repitió la suegra—, ¿recuerda nuestro juego de muebles de
salón?
—¿Cuál? —respondió Ippolit Matvéevich con la atención que se presta
sólo a las personas muy enfermas.
—Ese… tapizado con cretona inglesa…
—Ah, ¿en mi casa?
—Sí, en Stárgorod.[6]
—Lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente… un diván, una docena de
sillas y una mesita redonda de seis patas. Los muebles eran magníficos, de
Gambs… ¿Y por qué se ha acordado?
Pero Klavdia Ivánovna no pudo responder. Su rostro comenzó a cubrirse
lentamente de un color de vitriolo. Por algún motivo se le cortó también la
respiración a Ippolit Matvéevich. Recordó claramente el salón de su mansión,
los muebles de nogal con las patas curvadas, distribuidos simétricamente, el

Página 22
suelo encerado y pulido, el antiguo piano de cola marrón y los marcos negros
y ovalados con daguerrotipos de venerables antepasados en las paredes.
Entonces Klavdia Ivánovna, con una voz inexpresiva, indiferente, dijo:
—En el asiento de una silla yo cosí mis diamantes.
Ippolit Matvéevich miró de reojo a la vieja.
—¿Qué diamantes? —preguntó maquinalmente, pero en ese mismo
momento cayó en la cuenta—. ¿Acaso no se los llevaron durante el registro?
—Escondí los diamantes en una silla —repitió con obstinación la vieja.
Ippolit Matvéevich pegó un salto y, al contemplar el rostro pétreo de
Klavdia Ivánovna, iluminado por el quinqué, comprendió que no deliraba.
—¡Sus diamantes! —gritó, asustándose de la fuerza de su propia voz—.
¡En una silla! ¿Quién se lo sugirió? ¿Por qué no me los dio a mí?
—¿Cómo le iba a dar a usted mis diamantes, cuando dilapidó la fortuna de
mi hija? —pronunció la vieja, tranquila, con rabia.
Ippolit Matvéevich se sentó y se levantó de nuevo al instante. Su corazón
enviaba ruidosas oleadas de sangre a todo su cuerpo. Le comenzó a zumbar la
cabeza.
—Pero ¿usted los sacó de allí? ¿Están aquí?
La vieja movió la cabeza negativamente.
—No tuve tiempo. Recuerde lo rápida e inesperadamente que tuvimos que
huir. Se quedaron en la silla que estaba entre la lámpara de terracota y la
chimenea.
—Pero ¡esto es una insensatez! ¡Cómo se parece usted a su hija! —
comenzó a gritar Ippolit Matvéevich a plena voz.
Y, sin cohibirse ya por encontrarse junto al lecho de una moribunda,
apartó con estrépito su silla y caminó a pequeños pasos por la habitación. La
vieja seguía con apatía los movimientos de Ippolit Matvéevich.
—Pero ¿usted se imagina siquiera adónde han podido ir a parar esas
sillas? ¿O piensa usted, quizás, que están tranquilamente en el salón de mi
casa esperando a que usted acuda a tomar p-posesión de ellas?
La vieja no respondió nada.
Al oficinista del registro civil, de rabia, se le cayeron de la nariz los
quevedos, y, centelleando junto a sus rodillas con su arco de oro, se
desplomaron contra el suelo.
—¿Cómo? ¡Meter en una silla unos diamantes de setenta mil rublos! ¡En
una silla en la que Dios sabe quién estará sentado…!
Entonces Klavdia Ivánovna emitió un sollozo y movió todo su cuerpo
hacia el borde de la cama. Su mano describió un semicírculo, intentó agarrar a

Página 23
Ippolit Matvéevich, pero en ese mismo instante cayó sobre la colcha de color
violeta.
Ippolit Matvéevich, chillando de miedo, se precipitó a casa de la vecina.
—¡Parece que se muere!
La agrónoma se santiguó diligentemente y, sin ocultar su curiosidad, echó
a correr junto a su barbudo marido, el agrónomo, hacia la casa de Ippolit
Matvéevich. Vorobiáninov, por su parte, se adentró aturdido en el parque de
la ciudad.
Mientras el matrimonio de agrónomos y su sirvienta ponían en orden la
habitación de la difunta, Ippolit Matvéevich vagaba por el parque, tropezando
contra los bancos y tomando por arbustos a las parejas ateridas por el
temprano amor primaveral.
En la cabeza de Ippolit Matvéevich, el diablo sabe qué es lo que se cocía.
Resonaban coros de gitanos, orquestas de damas de grandes pectorales
interpretaban sin interrupción el tango Amapa, se le representaban el invierno
moscovita y un largo trotón negro que relinchaba con desprecio a los
transeúntes. Mucho era lo que se imaginaba Ippolit Matvéevich: unos
calzones color naranja embriagadoramente caros, leales lacayos y un posible
viaje a Cannes.
Ippolit Matvéevich comenzó a caminar más lento y de repente tropezó
contra el cuerpo del maestro fabricante de ataúdes Bezenchuk. El maestro
dormía, envuelto en su pelliza, echado de través en un sendero del parqué.
Con el empujón se despertó, estornudó y se levantó aprisa.
—Haga el favor de no inquietarse, señor Vorobiáninov —dijo con ardor,
como retomando la conversación comenzada antes—. Al ataúd le gusta que lo
trabajen.
—Ha muerto Klavdia Ivánovna —comunicó el cliente.
—Bueno, que Dios la acoja en su seno —aprobó Bezenchuk—. La
viejecita se ha presentado, pues, ante el Señor… Las viejecitas se presentan
siempre ante el Señor… o bien entregan su alma a Dios, eso depende de qué
viejecita sea. La suya, por ejemplo, es pequeña y entrada en carnes, entonces
se ha presentado ante el Señor. En cambio, por ejemplo, una más grande y
delgada, esa se considera que entrega el alma a Dios…
—¿Cómo que se considera? ¿Quién lo considera?
—Entre nosotros se considera. Entre los maestros. Usted, por ejemplo, es
un hombre de buena presencia, de alta estatura, aunque delgado. Si usted, no
lo quiera Dios, muere, se considera que «ha dado con sus huesos en la caja».
Y si es una persona del comercio, de un antiguo gremio de mercaderes, este,

Página 24
entonces, «nos ha deseado una larga vida». Y si es de menor rango, un
portero, por ejemplo, o un campesino, sobre este se dice: «Se ha ido al otro
barrio» o «ha estirado la pata». Pero los más poderosos, cuando mueren, los
revisores de tren o los directores de algo, en ese caso se considera que «se han
quedado tiesos». Así que sobre ellos dicen: «Y el nuestro, oigan, se ha
quedado tieso».
Conmocionado por esta extraña clasificación de las muertes humanas,
Ippolit Matvéevich preguntó:
—Entonces, cuando tú te mueras, ¿qué dirán de ti los maestros?
—Yo soy una persona insignificante. Dirán: «La ha espichado
Bezenchuk». Y no dirán nada más —y añadió con aire severo—: Me es
imposible «quedarme tieso» o «dar con mis huesos en la caja»: mi
complexión es menuda… Pero ¿qué hacemos con el ataúd, señor
Vorobiáninov? ¿Es posible que lo quiera sin borlas ni brocado?
Pero Ippolit Matvéevich, que se había hundido de nuevo en deslumbrantes
sueños, no respondió nada y avanzó hacia delante. Bezenchuk le siguió,
contando algo con los dedos y farfullando según su costumbre.
La luna había desaparecido hacía tiempo. Hacía un frío de invierno. Los
charcos se cubrieron de nuevo con un hielo frágil como un barquillo. En la
calle del camarada Gubernski, adonde salieron los compañeros de camino, el
viento luchaba con los carteles. Del lado de la plaza Staropánskaia, con un
sonido de cortina bajada, salió un coche de bomberos tirado por escuálidos
caballos.
Los bomberos, con sus piernas de lona colgando desde la plataforma,
movían sus cabezas con casco y cantaban poniendo a posta una voz
desagradable:
¡Gloria a nuestro jefe de bomberos,
Gloooria a nuestro querido camarada Nasósov…!

—Han estado de juerga en la boda de Kolka, el hijo del jefe de bomberos


—dijo con indiferencia Bezenchuk y se rascó el pecho por debajo de la pelliza
—. ¿Así que de veras hay que hacerlo sin brocado y sin nada?
Justo en ese momento Ippolit Matvéevich acababa de tomar una decisión.
«Iré», decidió. «Y los encontraré. Y luego ya veremos». Y en sus sueños de
diamantes incluso su difunta suegra le pareció más querida de lo que había
sido. Se volvió hacia Bezenchuk:
—¡Que el diablo te lleve! ¡Hazlo! ¡De brocado! ¡Con borlas!

Página 25
III
EL ESPEJO DEL PECADOR

Después de confesar a la moribunda Klavdia Ivánovna, el párroco de la


iglesia de los Santos Frolo y Lauro, el padre Fiódor Vóstrikov, salió de casa
de Vorobiáninov en plena excitación, y recorrió todo el camino hasta su
apartamento mirando distraído a los lados y sonriendo con desconcierto.
Hacia el final del camino, su distracción llegó a tal punto que por poco no lo
atropelló el automóvil oficial n.º 1 del comité ejecutivo provincial. Cuando se
hubo escabullido del humo violeta lanzado por la máquina infernal, el padre
Vóstrikov fue presa de un gran desasosiego y, a pesar de su venerable rango y
su mediana edad, hizo el resto del camino a un frívolo medio galope.
La madrecita[7] Katerina Aleksándrovna ponía la mesa para la cena. Al
padre Fiódor le gustaba cenar pronto los días libres de vísperas. Pero ahora,
después de quitarse el sombrero y la sotana de abrigo, forrada de guata, el
padre pasó rápidamente al dormitorio, se encerró allí, para asombro de la
madrecita, y comenzó a canturrear con voz sorda Justo es.[8]
La madrecita se sentó un momento en una silla y cuchicheó con temor:
—Algo nuevo estará tramando…
El alma impetuosa del padre Fiódor no conocía descanso. No lo había
conocido nunca. Ni cuando era Fedia, pupilo de la escuela parroquial, ni
cuando era el bigotudo seminarista Fiódor Iványch. Después de dejar el
seminario por la universidad y de estudiar en la facultad de derecho durante
tres años, Vóstrikov, temiendo que lo movilizaran, reemprendió la carrera
eclesiástica. Primero fue ordenado diácono y después fue elevado a la
dignidad de presbítero y destinado a la capital de provincias de N. Y siempre,
en todas las etapas de su carrera eclesiástica y civil, el padre Fiódor se había
distinguido por su codicia.
El padre Vóstrikov soñaba con tener su propia fábrica de velas.
Atormentado por la visión de grandes tambores fabriles en los que se

Página 26
enrollaban gruesos cables cubiertos de cera, el padre Fiódor ideó distintos
proyectos, cuya realización debía proporcionarle capitales básico y circulante
para comprar una pequeña fábrica en Samara a la que hacía tiempo que le
había echado el ojo.
Las ideas se le ocurrían al padre Fiódor inesperadamente, y ponía manos a
la obra de inmediato. El padre Fiódor comenzó a hacer un jabón de blancura
marmórea para lavar la ropa. Fabricó kilos y kilos, pero el jabón, aunque
contenía una enorme proporción de grasas, no hacía espuma, y además
costaba tres veces más caro que el de El Arado y el Martillo. El jabón estuvo
después mucho tiempo en el vestíbulo, llenándose de humedad y pudriéndose,
de modo que a Katerina Aleksándrovna, cada vez que pasaba a su lado, se le
llenaban los ojos de lágrimas. Y por fin acabaron arrojando el jabón al pozo
negro.
Después de leer en cierta revista sobre cría de animales que la carne de
conejo es tan tierna como la de pollo, que se reproducen en gran número y
que su cría puede proporcionar al propietario diligente beneficios bastante
grandes, el padre Fiódor se proveyó en el acto de media docena de
reproductores, y al cabo de sólo dos meses la perra Nerka, asustada por la
increíble cantidad de seres orejudos que habían llenado el patio y la casa,
huyó Dios sabe adónde. Los malditos habitantes de la ciudad de N resultaron
ser extremadamente conservadores y, haciendo gala de una rara unanimidad,
no compraron los conejos de Vóstrikov. Entonces el padre Fiódor, tras un
intercambio de opiniones con la popesa, decidió embellecer su menú con
conejo, cuya carne supera en gusto a la del pollo. Con los conejos preparaban
asado, albóndigas, croquetas pozharski; cocían conejos en la sopa, los servían
en frío para la cena y hacían empanadillas con ellos. Esto no condujo a nada.
El padre Fiódor calculó que, incluso aunque pasara a alimentarse
exclusivamente de conejo, una familia no podría comer al mes más de
cuarenta animales, mientras que la camada de cada mes constituía noventa
ejemplares; además, este número aumentaría cada mes en progresión
geométrica.
Entonces los Vóstrikov decidieron ofrecer comidas caseras. El padre
Fiódor estuvo escribiendo toda la tarde con un lápiz de tinta, en hojas de papel
milimetrado cortadas cuidadosamente, anuncios sobre sabrosas comidas
caseras, preparadas exclusivamente con mantequilla fresca. El anuncio
comenzaba con las palabras «Barato y sabroso». La popesa llenó una
escudilla esmaltada con engrudo de harina, y el padre Fiódor pegó por la

Página 27
noche los anuncios en todos los postes de telégrafo y cerca de las instituciones
oficiales soviéticas.
El nuevo proyecto tuvo un gran éxito. Ya el primer día acudieron siete
personas, entre ellas el empleado del comisariado de guerra Bendin y el jefe
de la subsección de urbanismo Kozlov, por cuyo celo había sido demolido
hacía poco el único monumento antiguo de la ciudad, un Arco de Triunfo de
los tiempos de la emperatriz Elizaveta Petrovna, que obstaculizaba, según sus
palabras, el tráfico. A todos ellos les gustó mucho la comida. Al día siguiente
aparecieron catorce personas. No tenían tiempo de quitarle el pellejo a los
conejos. Durante una semana entera el negocio fue magníficamente, y el
padre Fiódor ya se proponía abrir un pequeño taller artesano de peletería,
cuando sucedió un acontecimiento completamente imprevisto.
La cooperativa El Arado y el Martillo, que llevaba cerrada ya tres
semanas con motivo de un inventario de mercancías, se abrió, y los
dependientes, jadeando por el esfuerzo, sacaron al patio trasero, anejo al del
padre Fiódor, un tonel de col podrida, y lo arrojaron al pozo negro. Atraídos
por el olor picante, los conejos acudieron al pozo, y ya a la mañana siguiente
se inició una epidemia entre los tiernos roedores. Causó estragos sólo durante
tres horas, pero acabó con doscientos cuarenta reproductores y con un número
incalculable de crías.
El aturdido padre Fiódor se apaciguó durante dos meses enteros y cobró
ánimos sólo entonces, después de regresar de casa de Vorobiáninov y de
encerrarse, para asombro de la madrecita, en el dormitorio. Todo indicaba que
al padre Fiódor se le había ocurrido una nueva idea, que se había apoderado
por entero de su alma.
Katerina Aleksándrovna llamó a la puerta del dormitorio con el nudillo de
un dedo. No hubo respuesta, sólo se reforzó el canto. Al cabo de un minuto, la
puerta se entreabrió y en la rendija surgió el rostro del padre Fiódor, en el que
asomaba un rubor de doncella.
—Dame las tijeras deprisa, madre —profirió rápidamente el padre Fiódor.
—¿Y la cena qué?
—De acuerdo. Después.
El padre Fiódor cogió las tijeras, se encerró de nuevo y se acercó al espejo
de pared, que tenía un marco negro y arañado.
Junto al espejo colgaba una antigua ilustración popular, El espejo del
pecador, grabada a partir de una plancha de cobre y coloreada a mano de
modo agradable. El espejo del pecador había consolado especialmente al
padre Fiódor después del fracaso con los conejos. La calcografía mostraba

Página 28
claramente la fragilidad de todo lo terreno. En la hilera superior iban cuatro
expresivos dibujos, con una leyenda en letra ornamental eslava, destinados a
apaciguar el alma: «Sem reza, Cam el trigo siembra, Jafet el poder detenta. La
Muerte de todo se apodera». La Muerte estaba representada con guadaña y
con un reloj de arena con alas. Estaba hecha como de prótesis y de partes
ortopédicas, y se alzaba con las piernas muy separadas, sobre una tierra
desierta con colinas. Su aspecto decía claramente que el fracaso con los
conejos era algo sin importancia.
Ahora al padre Fiódor le gustó más la ilustración «Jafet el poder detenta».
Un hombre con barba, obeso y rico estaba sentado en una pequeña sala sobre
un trono.
El padre Fiódor sonrió y, mirándose atentamente en el espejo, comenzó a
cortar su venerable barba. Los pelos caían al suelo, las tijeras rechinaban, y al
cabo de cinco minutos el padre Fiódor se cercioró de que no tenía ni idea de
cómo cortarse la barba. Esta le quedó torcida hacia un lado, con un aspecto
indecoroso y que incluso inspiraba recelo.
Tras observarse en el espejo un poco más, el padre Fiódor se sintió
disgustado, llamó a su mujer y, tendiéndole las tijeras, le dijo con irritación:
—Ayúdame tú por lo menos, madrecita. No hay manera de cortar bien
estos malditos pelos míos.
La madrecita, con la sorpresa, hasta echó los brazos para atrás.
—Pero ¿qué te has hecho? —articuló ella por fin.
—No he hecho nada. Me corto el pelo. Ayúdame, por favor. Aquí parece
que me he torcido…
—¡Dios mío! —dijo la madrecita, atentando contra los rizos del padre
Fiódor—. ¿Será posible, Fédenka, que estés dispuesto a pasarte a los
renovados?[9]
El padre Fiódor se regocijó con el rumbo que tomaba la conversación.
—¿Y por qué, madre, no puedo pasarme a los renovados? Los renovados,
¿qué, es que no son personas?
—Son personas, desde luego que lo son —convino la madre mordazmente
—, sin duda: van al cine, pasan pensiones alimenticias…
—Pues bien, yo también correré a ver el cine.
—Corre, por favor.
—Seguro que lo haré.
—Ya te hartarás de correr. Mírate al espejo.
Y, en efecto, desde el espejo miró al padre Fiódor un rostro de rasgos
vivaces, de ojos negros, con una pequeña y ridícula barbita y unos bigotes

Página 29
absurdamente largos.
Comenzaron a cortar los bigotes, reduciéndolos a unas medidas
proporcionadas.
Lo siguiente sorprendió todavía más a la madre. El padre Fiódor
manifestó que esa misma tarde debía salir de viaje por unos asuntos, y exigió
que Katerina Aleksándrovna corriera a casa de su hermano el panadero y le
pidiera prestados por una semana su abrigo con cuello de piel de cordero y su
gorra de visera marrón.
—¡No iré a ningún sitio! —declaró la madrecita y se echó a llorar.
Durante media hora el padre Fiódor anduvo por la habitación, asustando a
su mujer con su rostro demudado y ensartando estupideces. La madrecita
había comprendido sólo una cosa: el padre Fiódor se había cortado el pelo sin
más ni más, quería marcharse Dios sabía adónde con una estúpida gorra, y la
abandonaba.
—No te abandono —aseguró el padre Fiódor—, no te abandono. Dentro
de una semana estaré de regreso. Después de todo, uno puede tener sus
asuntos. ¿Sí o no?
—No —decía la popesa.
El padre Fiódor, una persona dulce en el trato con sus allegados, hasta
tuvo que golpear con el puño en la mesa. Aunque golpeó con precaución e
inexperiencia, al no haber hecho esto nunca, la popesa se asustó mucho y,
cubriéndose con un pañuelo, echó a correr a casa de su hermano a por la ropa
de paisano.
Cuando se quedó solo, el padre Fiódor quedó pensativo unos instantes y
se dijo: «A las mujeres también les resulta difícil», y sacó de debajo de la
cama un pequeño baúl guarnecido con hojalata. Tales baulitos se encuentran
sobre todo en casa de los soldados del Ejército Rojo. Están forrados con un
empapelado a rayas al que sirven de adorno un retrato de Budionni[10] o el
cartón de una caja de cigarrillos Playa con tres bellezas tumbadas en una
playa de Batumi cubierta de guijarros. El pequeño baúl de los Vóstrikov, para
disgusto del padre Fiódor, también estaba forrado con ilustraciones, pero no
estaban allí ni Budionni ni las beldades de Batumi. La popesa había encolado
todo el interior del baúl con fotografías recortadas de la revísta Crónica de la
guerra de 1914. Allí estaban «La toma de Przemyśl» y la «Distribución de
ropa de abrigo a los grados inferiores en las posiciones de combate», y
muchas cosas más.
El padre Fiódor depositó en el suelo los libros que había por encima: la
colección completa de la revista El peregrino ruso del año 1903, la gordísima

Página 30
Historia del cisma de los viejos creyentes y el folleto El ruso en Italia, en
cuya cubierta estaba estampado un humeante Vesubio; metió la mano justo al
fondo del baúl y extrajo una vieja y usada cofia de su mujer. Con los ojos
entornados a causa del olor a naftalina que le asaltó súbitamente desde el
baúl, el padre Fiódor, desgarrando los encajes y los entredoses, sacó de la
cofia un pesada bolsita de lienzo en forma de salchichón. Esta contenía veinte
monedas de oro de diez rublos: todo lo que quedaba de las aventuras
comerciales del padre Fiódor.
Con un movimiento familiar de la mano levantó un poco el faldón de la
sotana y metió el salchichón en el bolsillo de sus pantalones a rayas. Después
se acercó a la cómoda y sacó de una caja de bombones cincuenta rublos en
billetes de tres y de cinco. En la caja quedaban aún veinte rublos.
—Será suficiente para la casa —decidió.

Página 31
IV
LA MUSA DE LOS LARGOS VIAJES

Una hora antes de la llegada del tren correo de la tarde, el padre Fiódor, con
un abrigo cortito, apenas por debajo de la rodilla, y con una cesta trenzada,
hacía cola en la caja y lanzaba miradas temerosas hacia las puertas de entrada.
Temía que la madrecita, en contra de sus requerimientos, corriera a la
estación a acompañarle, ya que entonces el vendedor ambulante Prusis, que
estaba sentado en la cantina y obsequiaba con cerveza al recaudador de
impuestos, enseguida lo reconocería. El padre Fiódor contemplaba con
asombro y vergüenza sus pantalones a rayas, expuestos a las miradas de todos
los seglares.
La subida a un tren sin reservas poseía su habitual carácter escandaloso.
Los pasajeros, encorvados bajo el peso de grandiosos sacos, iban corriendo
desde la cabeza del tren hasta la cola, y desde la cola hasta la cabeza. El padre
Fiódor, aturdido, corría con la multitud. Él, lo mismo que todos, hablaba con
los encargados de vagón con voz aduladora; lo mismo que todos, temía que el
cajero le hubiera dado un billete «incorrecto», y sólo al ser admitido por fin
en un vagón, recobró su habitual sosiego e incluso se sintió alegre.
La locomotora comenzó a silbar a voz en cuello, y el tren se puso en
marcha, llevándose consigo al padre Fiódor a un lugar lejano y desconocido,
por un asunto misterioso, pero que prometía, por lo visto, grandes ganancias.
¡Qué cosa tan interesante es esta franja de aislamiento del ferrocarril! El
ciudadano más común, cuando se encuentra en ella, siente cierto ajetreo y
rápidamente se convierte o bien en pasajero, o bien en receptor de equipajes,
o bien en un vagabundo sin billete, que ensombrece la vida y el trabajo de las
brigadas de revisores y de inspectores del andén.
Desde el momento en que el ciudadano entra en la franja de aislamiento
que él, de modo diletante, llama estación, su vida cambia bruscamente. En ese
mismo instante se le acercan de un salto un serie de Ermaks Timoféeviches[11]

Página 32
con delantales blancos y placas niqueladas a la altura del corazón, y cogen
servicialmente su equipaje. Desde este momento el ciudadano ya no se
pertenece a sí mismo. Es un pasajero y comienza a cumplir con todas sus
obligaciones de pasajero. Estas son muy complicadas, pero agradables.
El pasajero come muchísimo. Los simples mortales no comen por las
noches, pero el pasajero come incluso entonces. Come pollo asado, que es
precioso para él, huevos duros, perjudiciales para el estómago, y olivas.
Cuando el tren atraviesa una aguja, sobre las literas tintinean las numerosas
teteras y brincan los pollos, envueltos en papel de periódico, privados de
patas, arrancadas de raíz por los pasajeros.
Pero los pasajeros no se dan cuenta de nada de esto. Cuentan chistes. Cada
tres minutos, de modo regular, todo el vagón se desloma de risa. Después
llega el silencio y una voz aterciopelada refiere el siguiente chiste:
—Se está muriendo un viejo judío. A su lado están su mujer, sus hijos.
«¿Monia está aquí?», pregunta el judío a duras penas. «Sí». «¿Y la tía Brana
ha venido?». «Sí». «¿Y dónde está la abuela? No la veo». «Aquí está». «¿E
Isaac?». «Isaac está aquí». «¿Y los hijos?». «Aquí están todos». «Entonces,
¿quién se ha quedado en el negocio?».
En ese mismo instante las teteras comienzan a tintinear y los pollos vuelan
en las literas superiores, perturbados por la risa atronadora. Pero los pasajeros
no se dan cuenta de esto. En el corazón de cada uno hay un chiste secreto que,
impaciente, espera su turno. El nuevo ejecutor, dando un codazo a sus
vecinos, grita con aire suplicante: «¡Pues yo sé uno!», capta a duras penas su
atención y comienza:
—Un judío llega a casa y se acuesta junto a su mujer. De repente oye que
debajo de la cama alguien araña. El judío mete la mano debajo de la cama y
pregunta: «¿Eres tú, Jack?». Y Jack le lame la mano y responde: «Sí, soy yo».
Los pasajeros se mueren de risa, la oscura noche cubre los campos, de la
chimenea de la locomotora salen volando chispas revoltosas y los delgados
semáforos con brillantes gafas verdes pasan al lado, susceptibles, mirando por
encima del tren.
¡Qué cosa tan interesante es la franja de aislamiento del ferrocarril! Hacia
todos los confines del país corren los largos y pesados trenes de largo
recorrido. Por todos lados está abierto el camino. En todas partes brilla la luz
verde: la vía está libre. El expreso Polar sube hacia Murmansk. Doblándose y
encorvándose sobre las agujas sale desde la estación de Kursk el K Primero,
abriendo camino hacia Tiflís. El correo del Lejano Oriente contornea el lago
Baikal, aproximándose a toda marcha al Océano Pacífico.

Página 33
La musa de los largos viajes atrae al hombre. Ya ha arrebatado al padre
Fiódor de su tranquila morada provinciana y lo ha arrojado a no se sabe qué
región. Ya también Ippolit Matvéevich Vorobiáninov, antiguo decano de la
nobleza y ahora empleado del registro civil, se ha visto sacudido en lo
profundo de sus entrañas y se le ha ocurrido el diablo sabe qué idea.
Lleva a la gente por el país. Uno, a diez mil kilómetros de su lugar de
trabajo, encuentra a una novia radiante. Otro, a la búsqueda de tesoros,
abandona la oficina de correos y telégrafos y, como un colegial, corre hacia el
río Aldán. Y un tercero se queda sentado en su casa, acariciando
amorosamente la hernia que le ha salido y leyendo las obras del conde Saliás,
[12] compradas, en lugar de por un rublo, por cinco kopeks.

Al segundo día después del entierro, cuya organización había tomado


amablemente sobre sí el maestro fabricante de ataúdes Bezenchuk, Ippolit
Matvéevich se encaminó al trabajo y, cumpliendo con las obligaciones que le
estaban encomendadas, registró con su propia mano el fallecimiento de
Klavdia Ivánovna Petujova, de cincuenta y nueve años, ama de casa, no
miembro del partido, con domicilio en la capital de provincias de N y
descendiente de nobles de la región de Stárgorod. Después, Ippolit
Matvéevich solicitó sus dos semanas de vacaciones pagadas, recibió sus
cuarenta y un rublos y, despidiéndose de sus compañeros de trabajo, se
encaminó a casa. Por el camino entró en la farmacia.
El farmacéutico Leopold Grigórievich, al que sus familiares y amigos
llamaban Lipa[13], estaba de pie detrás de un mostrador lacado en rojo,
rodeado por botes de veneno de color blanquecino y, con ademán nervioso,
intentaba venderle a la cuñada del jefe de bomberos «la crema Angot, contra
el bronceado y las pecas, da a la piel una blancura excepcional». La cuñada
del jefe de bomberos exigía, sin embargo, «los polvos Rachel de color dorado,
dan al cuerpo un bronceado uniforme, inalcanzable de modo natural». Pero en
la farmacia había sólo crema Angot contra el bronceado, y la lucha entre
productos de perfumería tan opuestos se prolongaba ya media hora. Venció,
no obstante, Lipa, que le vendió a la cuñada del jefe de bomberos un lápiz de
labios y un chinchicida, un aparato construido según el principio del samovar,
pero con un aspecto exterior de regadera.
—¿Qué desea?
—Un producto para el cabello.
—¿Para que crezca, desaparezca o teñirlo?
—¡No me hace falta que crezca! —dijo Ippolit Matvéevich—. Para
teñirlo.

Página 34
—Para teñirlo existe un excelente producto, el Titanic. Procede de la
aduana. Artículo de contrabando. No se quita con agua fría ni caliente, ni con
espuma de jabón, ni con petróleo. Un color negro radical. Un frasco para
medio año cuesta tres rublos y doce kopeks. Se lo recomiendo como a un
buen amigo.
Ippolit Matvéevich dio vueltas en las manos al frasco cuadrado del
Titanic, contempló la etiqueta suspirando y puso el dinero sobre el mostrador.
Ippolit Matvéevich regresó a casa y comenzó a untarse con repugnancia el
Titanic en la cabeza y los bigotes. Por el apartamento se extendió un olor
fétido.
Después de la comida, el hedor disminuyó, los bigotes se secaron, se
pegaron y sólo a duras penas se podían peinar. El color negro radical resultó
tener un cierto matiz verdoso, pero ya no había tiempo de teñirse por segunda
vez.
Ippolit Matvéevich sacó de un estuche de su suegra una lista de joyas que
había encontrado la víspera, recontó todo el dinero en efectivo, cerró con
llave el apartamento, guardó las llaves en su bolsillo trasero, montó en el
expreso n.º 7 y partió hacia Stárgorod.

Página 35
V
EL GRAN INTRIGANTE

A las once y media, desde el noroeste, del lado de la aldea de Chmarovka,


entró en Stárgorod un joven de unos veintiocho años. Tras él corría un
pequeño desharrapado.
—¡Tío —gritaba alegremente—, dame diez kopeks!
El joven sacó del bolsillo una manzana caliente y se la entregó al
desharrapado, pero este no le dejaba en paz. Entonces el transeúnte se detuvo,
miró irónicamente al muchacho y le dijo en voz baja:
—¿Quizás tenga que darte también la llave del apartamento donde guardo
mi dinero?
El desharrapado, que había ido demasiado lejos en sus pretensiones,
comprendió el poco fundamento de estas y le dejó en paz.
El joven había mentido: no tenía dinero, ni apartamento donde guardarlo,
ni llave con la que poder abrir el apartamento. No tenía ni siquiera un abrigo.
El joven entró en la ciudad con un traje verde entallado. Alrededor de su
poderoso cuello llevaba enrollada en varias vueltas una vieja bufanda de lana,
calzaba unos botines de charol con la parte superior de ante color naranja. No
llevaba calcetines bajo los botines. El joven sostenía en la mano un astrolabio.
—Oh, bayadera, ti-ri-rim, ti-ri-rá![14] —comenzó a cantar, mientras se
acercaba al mercado. Allí encontró mucho en qué ocuparse. Se abrió paso a
codazos entre la fila de vendedores que comerciaban con cosas usadas, puso
delante el astrolabio y con voz seria comenzó a gritar—: ¿Quién quiere un
astrolabio? ¡Se vende barato un astrolabio! ¡Para delegaciones y secciones
femeninas hay descuento!
La inesperada proposición no obtuvo demanda durante largo rato. Las
delegaciones de amas de casa se interesaban más por los artículos deficitarios
y se agolpaban junto a los puestos de telas. Frente al vendedor del astrolabio
había pasado ya dos veces un agente de la policía regional de Stárgorod. Pero

Página 36
como el astrolabio no se parecía en nada a la máquina de escribir robada el
día anterior de la oficina del Centro Mantequero, el agente dejó de magnetizar
al joven con sus ojos y se fue.
Hacia la hora de la comida el astrolabio le fue vendido a un cerrajero por
tres rublos.
—Mide él solo —dijo el joven, mientras le daba el astrolabio al
comprador—, sólo hace falta que haya algo para medir.
Después de liberarse del alambicado instrumento, el alegre joven almorzó
en el comedor El Rincón del Gusto y fue a ver la ciudad. Recorrió la calle de
los Soviets, salió a la del Ejército Rojo (la antigua calle Grande de Pushkin),
atravesó la de las Cooperativas y de nuevo fue a parar a la de los Soviets. Pero
esta ya no era la misma que él había recorrido: en la ciudad había dos calles
de los Soviets. Asombrado no poco por esta circunstancia, el joven fue a parar
a la calle de los Sucesos del Lena[15] (antigua calle Denísovskaia). Frente al
n.º 28, una hermosa mansión de dos pisos con la placa:
URSS, RSFSR
2.a CASA DE AMPARO
DE LA SEGURIDAD SOCIAL DE LA REGIÓN
DE STÁRGOROD

El joven se detuvo para pedirle fuego al portero, que estaba sentado en un


banquito de piedra al lado de las puertas cocheras.
—¿Qué, abuelo —preguntó el joven, después de dar una chupada—,
tienen muchachas casaderas en la ciudad?
El viejo portero no se sorprendió lo más mínimo.
—Para algunos, incluso una yegua es una muchacha casadera —
respondió, trabando conversación de buena gana.
—No tengo más preguntas que hacer —pronunció rápidamente el joven.
Y al instante le hizo una nueva:
—¿En semejante casa no hay muchachas casaderas?
—A nuestras muchachas casaderas —replicó el portero— hace tiempo
que las buscan en el otro mundo con linternas. Aquí tenemos un asilo estatal:
las viejas viven a pensión completa.
—Comprendo. ¿Las que nacieron antes del materialismo histórico?
—Exactamente. Nacieron cuando nacieron.
—¿Y en esta casa qué había antes del materialismo histórico?
—¿Cuándo fue eso?
—Pues entonces, durante el antiguo régimen.

Página 37
—Ah, durante el antiguo régimen vivía mi señor.
—¿Un burgués?
—¡Tú si que eres un burgués! Para que lo sepas: el decano de la nobleza.
—¿Un proletario, entonces?
—¡Tú sí que eres un proletario! El decano, te digo.
La conversación con el inteligente portero, que entendía de mala manera
la estructura de clases de la sociedad, hubiera continuado Dios sabe cuánto
tiempo, si el joven no hubiera puesto manos a la obra decididamente.
—¿Sabes qué, abuelo? —profirió—. No estaría mal beber un poco de
vino.
—Bueno, si me invitas.
Ambos desaparecieron por una hora, y cuando regresaron, el portero era
ya el más leal amigo del joven.
—Entonces, pasaré la noche en tu casa —le dijo el nuevo amigo.
—Por mí, como si quieres vivir toda la vida, ya que eres tan buen
muchacho.
Una vez logrado tan aprisa su propósito, el huésped bajó con presteza a la
portería, se quitó los botines color naranja y se estiró sobre el banco,
meditando el plan de acción para el día siguiente.
El joven se llamaba Ostap Bénder. De su biografía hacía saber
normalmente sólo un detalle: «Mi papá», decía, «era un súbdito turco». El
hijo del súbdito turco había cambiado mucho de ocupación durante su vida.
La vivacidad de su carácter, que le impedía consagrarse a ninguna tarea, lo
lanzaba constantemente de un extremo a otro del país y ahora lo había traído a
Stárgorod sin calcetines, sin llave, sin apartamento y sin dinero.
Echado en una portería caliente hasta la fetidez, Ostap Bénder
perfeccionaba en su mente dos posibles variantes para su carrera.
Podía hacerse polígamo y trasladarse tranquilamente de una ciudad a otra,
arrastrando tras de sí una maleta nueva con los objetos valiosos arrebatados a
la esposa de turno.
O podía ir mañana mismo a la Comisión para la Infancia de Stárgorod y
proponerles encargarse de la difusión del cuadro todavía no pintado, pero
genialmente concebido: Los bolcheviques le escriben una carta a
Chamberlain[16], tomando como modelo el popular cuadro del pintor Repin:
Los cosacos zaporogos le escriben una carta al sultán[17]. En caso de éxito,
esta variante podría proporcionarle unos cuatrocientos rublos.
Ambas variantes se le habían ocurrido a Ostap durante su última estancia
en Moscú. La variante con poligamia había surgido bajo la influencia de un

Página 38
informe judicial que había leído en un periódico vespertino, donde se indicaba
claramente que cierto polígamo había sido condenado tan sólo a dos años de
prisión ordinaria. La variante número dos nació en la cabeza de Bénder
mientras contemplaba con una entrada gratuita una exposición de la
Asociación de Artistas de la Rusia Revolucionaria.
Sin embargo, ambos proyectos tenían sus defectos. Comenzar la carrera
de polígamo sin un maravilloso traje gris de lunares era imposible. Además,
había que tener por lo menos diez rublos para gastos de representación y
seducción. Podía, desde luego, casarse con el traje verde de campaña, porque
la fuerza y belleza varoniles de Bénder eran absolutamente irresistibles para
las provincianas Margaritas casaderas, pero eso sería, como decía Ostap:
«Calidad inferior, trabajo sucio». Con el cuadro tampoco marchaba bien todo:
podían surgir dificultades puramente técnicas. ¿Sería oportuno dibujar al
camarada Kalinin[18] con gorra de cosaco y pelliza de cordero blanca, y al
camarada Chicherin[19] desnudo hasta la cintura? Se podía, desde luego,
dibujar a todos los personajes con trajes normales, pero esto ya no sería lo
mismo.
—¡No produciría el mismo efecto! —pronunció Ostap en voz alta.
Entonces se dio cuenta de que hacía ya un rato que el portero hablaba de
algo acaloradamente. El portero se abandonaba a los recuerdos sobre el
antiguo propietario de la casa.
—El comisario de policía le hacía el saludo militar. Ibas a su casa,
supongamos, para Año Nuevo a felicitarle y te daba tres rublos… Para
Pascua, supongamos, otros tres rublos. Si, supongamos, le felicitabas el día de
su santo… En fin, sólo con las felicitaciones en un año juntabas quince
rublos… Incluso una medalla me prometió que me concederían. «Yo», me
dice, «quiero que mi portero tenga una medalla». Así me lo decía: «Tú, Tijon,
considérate ya con la medalla».
—¿Y qué, te la dieron?
—Espera… «No quiero», me dice, «un portero sin medalla». Fue a San
Petersburgo a por la medalla. La primera vez debo decir que no resultó. Los
señores funcionarios no quisieron. «El zar, dicen, se ha ido al extranjero,
ahora no es posible». Mi señor me ordenó esperar. «Tú, Tijon», dice, «espera,
no te quedarás sin medalla».
—¿Y a tu señor, qué, lo fusilaron? —preguntó inesperadamente Ostap.
—Nadie lo fusiló. Se fue por sí mismo. Para qué se iba a quedar aquí con
los soldados… Y ahora, ¿dan medallas por ejercer el oficio de portero?
—Sí. Puedo hacerte las gestiones.

Página 39
El portero miró a Bénder con respeto.
—Yo no puedo estar sin medalla. Con mi oficio.
—¿Adónde se fue tu señor, pues?
—¡Quién lo sabe! La gente decía que a París.
—¡Ah! Las de la acacia blanca, las flores de la emigración…[20] ¿Es,
pues, un emigrado?
—Tú sí que eres un emigrado… La gente dice que se marchó a París. Y la
casa la requisaron para las viejas… ¡A estas, aunque las felicites cada día, no
te darán ni diez kopeks! ¡Ay! ¡Qué buen señor era…!
En ese momento sufrió una sacudida el herrumbroso timbre sobre la
puerta. El portero se arrastró gimoteando hacia la puerta, la abrió y, presa de
una enorme confusión, retrocedió.
En el peldaño superior estaba Ippolit Matvéevich Vorobiáninov, con los
bigotes y el pelo negros. Sus ojos relucían bajo los quevedos con el brillo de
antes de la guerra.
—¡Señor! —mugió Tijon apasionadamente—. ¡Desde París!
Ippolit Matvéevich, desconcertado por la presencia en la portería de un
extraño, cuyas plantas de los pies desnudas y violáceas acababa de ver detrás
del borde de la mesa, se turbó y quiso huir, pero Ostap Bénder dio un rápido
salto y le hizo una gran reverencia a Ippolit Matvéevich.
—Aunque esto no sea París, le rogamos que entre en nuestra humilde
morada.
—Buenos días, Tijon —se vio obligado a decir Ippolit Matvéevich—, en
modo alguno vengo de París. ¿Cómo se te ha metido eso en la cabeza?
Pero Ostap Bénder, cuya larga y noble nariz olfateaba claramente algo
atractivo, no le dejó al portero ni chistar.
—Muy bien —dijo, guiñando un ojo—, usted no viene de París. Desde
luego, usted ha venido desde Kologriv a visitar a su difunta abuela.
Mientras hablaba así, abrazó cariñosamente al estupefacto portero y lo
puso detrás de la puerta antes de que este se diera cuenta de lo que sucedía y,
cuando volvió en sí, lo único que pudo comprender fue que su señor había
llegado de París; que a él, Tijon, lo habían echado de la portería y que en la
mano izquierda apretaba un billete de un rublo.
Tras cerrar con cuidado la puerta detrás del portero, Bénder se volvió
hacia Vorobiáninov, todavía de pie en medio de la habitación, y dijo:
—Calma, todo está en orden. ¡Mi apellido es Bénder! Puede ser que lo
haya oído.
—No lo he oído —respondió nerviosamente Ippolit Matvéevich.

Página 40
—Claro, ¿cómo va a ser conocido en París el nombre de Ostap Bénder?
¿Hace ahora calor en París? Una bonita ciudad. Una prima mía está casada
allí. Hace poco me envió un pañuelo de seda en una carta certificada…
—¡Qué disparate! —exclamó Ippolit Matvéevich—. ¿De qué pañuelos me
habla? Yo no he venido de París, sino de…
—¡Asombroso, asombroso! De Morshansk.
Ippolit Matvéevich nunca se las había visto aún con un joven de tanto
carácter como Bénder y comenzó a sentirse mal.
—Bueno, sabe, yo me voy —dijo.
—¿Adónde se va a ir? No tiene por qué apresurarse. El propio GPU[21]
vendrá a verle.
Ippolit Matvéevich no supo qué responder, se desabrochó el abrigo con el
cuello de terciopelo raído y se sentó en el banco mirando con hostilidad a
Bénder.
—No le comprendo —dijo en voz baja.
—Eso no tiene ninguna importancia. Ahora comprenderá. Un momento.
Ostap se puso los botines color naranja sobre los pies descalzos, se paseó
por la habitación y comenzó:
—¿A través de qué frontera ha pasado? ¿Por la polaca? ¿Por la
finlandesa? ¿Por la rumana? Debe de ser un placer caro. Un conocido mío
atravesó hace poco la frontera, vive en Slavuta, de nuestro lado, y los padres
de su mujer del otro lado. Riñó con su mujer por un asunto familiar y ella, que
es de una familia picajosa, le escupió en la jeta y se largó a través de la
frontera a casa de sus padres. Este conocido mío permaneció solo tres días y
vio que la cosa se ponía mal: no le preparaban la comida, la habitación estaba
sucia, y decidió reconciliarse con ella. Salió por la noche y fue a través de la
frontera a casa de su suegro. Entonces, los guardas de frontera lo cogieron, lo
juzgaron, le echaron seis meses y después lo excluyeron del sindicato. Ahora
dicen que su mujer ha vuelto corriendo, la tonta de ella, pero su marido está
en prisión. Le lleva paquetes… Pero ¿usted también ha pasado por la frontera
polaca?
—Palabra de honor —pronunció Ippolit Matvéevich, sintiendo una
inesperada dependencia del locuaz joven que se había interpuesto en su
camino hacia los diamantes—, palabra de honor que yo soy un súbdito
soviético. Después de todo, puedo mostrarle mi pasaporte.
—Con el moderno desarrollo de la tipografía en occidente, imprimir un
pasaporte soviético es una fruslería tal que resulta ridículo hablar de ello…
Un conocido mío llegó hasta el punto de imprimir dólares. ¿Y usted sabe lo

Página 41
difícil que es falsificar los dólares americanos? Allí tienen un papel con
pequeños filamentos multicolores, ¿sabe? Se necesita un gran conocimiento
de la técnica. Se deshizo de ellos con éxito en el mercado negro de Moscú;
después resultó que su abuelo, un conocido especulador de divisas, los
compró en Kiev y se arruinó por completo, porque los dólares, a pesar de
todo, eran falsos. Así que usted, con su pasaporte, también puede tener
problemas.
Ippolit Matvéevich, enfadado porque, en lugar de buscar con decisión los
diamantes, estaba sentado en la hedionda portería, escuchando la cháchara de
un joven insolente sobre los turbios asuntos de sus conocidos, no se decidía,
sin embargo, a marcharse. Sentía un gran temor al pensar que el joven
desconocido podía propalar por toda la ciudad que había llegado el antiguo
decano de la nobleza. En ese caso, adiós a todo, e incluso podría ser que lo
encarcelaran.
—Usted, en todo caso, no le diga a nadie que me ha visto —dijo
implorante Ippolit Matvéevich—, pueden pensar de verdad que soy un
emigrado.
—¡Bien! ¡Bien! ¡Esto es realmente genial! Antes de nada, el activo:
tenemos un emigrado que ha regresado a su ciudad natal. Pasivo: teme que lo
detengan los del GPU.
—Pero yo le he dicho mil veces que no soy un emigrado.
—Entonces, ¿quién es usted? ¿Para qué ha venido aquí?
—Bueno, he venido de la ciudad de N por un asunto.
—¿Por qué asunto?
—Por un asunto personal.
—¿Y después de esto dice usted que no es un emigrado? Un conocido mío
también llegó…
Entonces, Ippolit Matvéevich, exasperado por las historias de los
conocidos de Bénder, y viendo que no se le podía hacer cambiar de actitud, se
resignó.
—De acuerdo —dijo—, se lo explicaré todo.
«Al fin y al cabo, sin un ayudante me resultará difícil», pensó Ippolit
Matvéevich. «Y este parece que es un granuja redomado. Alguien así puede
serme útil».

Página 42
VI
HUMO DE DIAMANTES

Ippolit Matvéevich se quitó de la cabeza su manchado sombrero de castorina,


se peinó los bigotes, de los que, al contacto con el peine, salió volando una
impetuosa bandada de chispas eléctricas y, tras aclararse la voz con aire
decidido, le contó a Ostap Bénder, el primer granuja con el que se había
cruzado, todo lo que sabía sobre los diamantes de boca de su moribunda
suegra.
Durante el relato, Ostap saltó unas cuantas veces y, dirigiéndose a la
estufa de hierro, gritó entusiasmado:
—¡Se ha roto el hielo, señores miembros del jurado! ¡Se ha roto el hielo!
Y al cabo de una hora, ambos estaban sentados ya detrás de una mesita
coja y leían con las cabezas juntas la larga lista de joyas que adornaron en
otro tiempo los dedos, el cuello, las orejas, el pecho y el cabello de la suegra.
Ippolit Matvéevich, arreglándose a cada momento los quevedos que le
oscilaban sobre la nariz, pronunciaba subrayando las palabras:
—Tres sartas de perlas… Las recuerdo bien. Dos con cuarenta cuentas y
una grande con ciento diez. Un colgante de diamantes… Klavdia Ivánovna
decía que costaban cuatro mil rublos, eran de trabajo antiguo.
Después iban los anillos: no gruesas, estúpidas y baratas alianzas, sino
finos y ligeros anillos, con engaste de diamantes límpidos, lavados; pesados y
deslumbrantes pendientes, que proyectan sobre la pequeña oreja femenina un
fuego multicolor; brazaletes en forma de serpiente con escamas de
esmeraldas; una gargantilla en la que se gastó la cosecha de quinientas
desiatinas[22]; un collar de perlas que sólo habría sido capaz de llevar una
famosa prima donna de opereta; coronaba el conjunto una diadema de
cuarenta mil rublos.
Ippolit Matvéevich miró a su alrededor. Por los oscuros rincones de la
apestosa portería llameaba y temblaba una luz primaveral de esmeralda. Un

Página 43
humo de diamantes flotaba bajo el techo. Los collares de perlas rodaban por
la mesa y saltaban por el suelo. El espejismo de las joyas sacudía la
habitación.
El emocionado Ippolit Matvéevich volvió en sí sólo con el sonido de la
voz de Ostap.
—La selección no es mala. Veo que las piedras fueron escogidas con
gusto. ¿Cuánto costaba toda esta música?
—Unos setenta o setenta y cinco mil.
—Hummm… Entonces, ahora cuestan ciento cincuenta mil.
—¿Tanto? —preguntó con alegría Vorobiáninov.
—No menos. Sin embargo, querido camarada de París, escupa sobre todo
esto.
—¿Cómo que escupa?
—Con saliva —respondió Ostap—, como escupían hasta la época del
materialismo histórico. No va a resultar nada.
—¿Cómo que no?
—Pues ahora lo verá. ¿Cuántas sillas había?
—Una docena. Un juego de salón.
—Seguramente hace tiempo que su juego de salón ha ardido en las
estufas.
Vorobiáninov se asustó tanto que incluso se levantó del sitio.
—Tranquilo, tranquilo. Yo me encargo del asunto. La sesión continúa.
Por cierto, tenemos que concluir un pequeño acuerdo.
Ippolit Matvéevich, que respiraba con esfuerzo, expresó su conformidad
con una inclinación de cabeza. Entonces, Ostap Bénder comenzó a elaborar
las cláusulas.
—En caso de realización del tesoro yo, como participante directo de la
concesión y director técnico del negocio, recibo el sesenta por ciento, pero la
seguridad social por mí puede no pagarla. Eso me da igual.
Ippolit Matvéevich se volvió gris.
—Esto es un atraco a plena luz del día.
—¿Y cuánto había pensado usted proponerme?
—Pue-e-es… el cinco por ciento, bueno, el diez como mucho.
¡Comprenda que eso son quince mil rublos!
—¿No quiere nada más?
—N-no.
—Quizás usted quiera que yo trabaje gratis y que además le dé las llaves
del apartamento donde guardo mi dinero.

Página 44
—En tal caso, perdone —dijo Vorobiáninov con voz nasal—. Tengo todas
las razones para pensar que podré llevar a cabo mi empresa yo solo.
—¡Vaya! En tal caso, perdone —replicó el magnífico Ostap—, tengo no
menos razones, como decía Endy Thacker,[23] para suponer que podré llevar a
cabo su empresa yo solo.
—¡Estafador! —gritó Ippolit Matvéevich, temblando.
Ostap permanecía indiferente.
—Escuche, señor de París, ¿sabe usted que sus diamantes están casi en mi
bolsillo? Y usted me interesa sólo en la medida en que quiero asegurarle la
vejez.
Sólo entonces comprendió Ippolit Matvéevich qué zarpas de hierro lo
tenían agarrado por la garganta.
—El veinte por ciento —dijo con aire sombrío.
—¿Y mi manutención? —preguntó burlonamente Ostap.
—Veinticinco.
—¿Y la llave del apartamento?
—Pero eso son treinta y siete mil quinientos rublos.
—¿Para qué tanta precisión? Bueno, lo dejamos en el cincuenta por
ciento. La mitad para usted, la mitad para mí.
El regateo continuaba. Ostap cedió de nuevo. Él, por consideración hacia
la persona de Vorobiáninov, aceptaba trabajar al cuarenta por ciento.
—¡Sesenta mil! —gritaba Vorobiáninov.
—Es usted una persona bastante ruin —replicaba Bénder—, le gusta el
dinero más de lo que conviene.
—¿Y a usted no le gusta el dinero? —aulló Ippolit Matvéevich con voz de
flauta.
—No me gusta.
—¿Para qué le hacen falta sesenta mil?
—¡Es una cuestión de principios!
Ippolit Matvéevich cobró aliento.
—¿Qué, se ha roto el hielo? —remató Ostap.
Vorobiáninov resopló y dijo con resignación:
—Se ha roto.
—¡Bueno, chóquela, decano provincial de los comanches! ¡Se ha roto el
hielo! ¡Se ha roto el hielo, señores miembros del jurado!
Después de que Ippolit Matvéevich, ofendido por el apodo de «decano de
los comanches», exigiera disculpas y de que Ostap, al excusarse con un

Página 45
discurso, lo llamara mariscal de campo, se pusieron a elaborar la disposición
de combate.
A medianoche, el portero Tijon, agarrándose con las manos a todas las
empalizadas que había en el camino y apoyándose largo rato en los postes, se
arrastró hacia su sótano. Para su desgracia, había luna nueva.
—¡Ah! ¡Proletario del trabajo intelectual! ¡Trabajador de la escoba! —
exclamó Ostap al ver desde lejos al portero hecho un ovillo.
El portero comenzó a mugir con la voz grave y apasionada con la que a
veces, en medio del silencio nocturno, comienza a farfullar de repente el váter
de modo impetuoso y diligente.
—Esto es realmente genial —comunicó Ostap a Ippolit Matvéevich—, su
portero es de una vulgaridad pasmosa. ¿Pero es posible emborracharse tanto
con un rublo?
—Ssííí —dijo el portero inesperadamente.
—Escucha, Tijon —comenzó Ippolit Matvéevich—, ¿no sabrás tú, amigo
mío, qué ha sido de mis muebles?
Ostap sostenía con cuidado a Tijon para que las palabras pudieran fluir
libremente de su boca abierta de par en par. Ippolit Matvéevich esperaba en
tensión, pero de la boca del portero, en la que los dientes no crecían seguidos,
sino alternos, se escapó un grito ensordecedor:
—Habbbbía días ale-le-legres…
La portería se llenó de un ruido estruendoso. El portero interpretaba una
canción con entusiasmo y celo, sin omitir ni una sola palabra. Bramaba, se
movía por la habitación, bien zambulléndose sin conocimiento debajo de la
mesa, bien golpeándose con la gorra contra una de las pesas cilindricas de
bronce del reloj, bien cayendo sobre una sola rodilla. Estaba terriblemente
alegre.
Ippolit Matvéevich se sentía completamente aturdido.
—Habrá que diferir el interrogatorio de los testigos hasta mañana —dijo
Ostap—. Durmamos.
Al portero, que al caer dormido pesaba como una cómoda, lo trasladaron
al banco.
Vorobiáninov y Ostap decidieron acostarse los dos juntos en la cama de la
portería. Resultó que Ostap llevaba bajo la chaqueta un camisa de cowboy a
cuadros negros y rojos. Debajo de la camisa de cowboy ya no había nada más.
En cambio, bajo el chaleco color de luna de Ippolit Matvéevich, ya conocido
por el lector, apareció otro más, de estambre azul claro brillante.

Página 46
—Un chaleco que ni pintado para vender —dijo con envidia Bénder—,
seguro que me sienta bien. Véndamelo.
A Ippolit Matvéevich le resultaba violento decirle no a su nuevo socio y
participante directo de la concesión. Frunciendo el ceño, aceptó vender el
chaleco por su precio, ocho rublos.
—El dinero, después de la realización de nuestro tesoro —declaró Bénder,
tomando de Vorobiáninov el chaleco aún caliente.
—No, yo así no puedo —dijo Ippolit Matvéevich enrojeciendo—. Haga el
favor de devolverme el chaleco.
La delicada naturaleza de Ostap se indignó.
—Pero ¡esto es propio de un tendero! —gritó—. ¡Comenzar un negocio
de ciento cincuenta mil rublos y discutir por ocho rublos! ¡Aprenda a vivir a
lo grande!
Ippolit Matvéevich enrojeció aún más, sacó un pequeño bloc de notas y
apuntó con letra caligráfica:
25-1V-27
Entregados al c. Bénder R.-8

Ostap echó una ojeada a la agenda.


—¡Anda! Si usted me abre ya una cuenta personal, por lo menos llévela
correctamente. Ponga un «debe», ponga un crédito. En el «debe» no olvide
meter los sesenta mil rublos que me debe, y en el crédito, el chaleco. El saldo
está a mi favor. Cincuenta y nueve mil novecientos noventa y dos rublos. Aún
puedo vivir.
Después de esto, Ostap se durmió con un silencioso sueño de niño. Ippolit
Matvéevich se quitó las muñequeras de lana, las botas de barón y, quedándose
sólo con su zurcida ropa interior de la época de Jaeger,[24] se metió
resoplando bajo la manta. Se sentía muy incómodo. Del lado exterior, donde
no le llegaba la manta, hacía frío, y desde el otro lado le quemaba el joven
cuerpo, lleno de febriles ideas, del gran intrigante.
Los tres tuvieron sueños.
Vorobiáninov tuvo negras visiones: microbios, la policía judicial, blusas
campesinas de terciopelo y el maestro fabricante de ataúdes Bezenchuk, con
esmoquin pero sin afeitar.
Ostap soñó con el volcán Fujiyama, con el director del Trust de la
Mantequilla y con Taras Bulba vendiendo postales de la construcción de la
central eléctrica del Dniéper.

Página 47
Y el portero soñó que se había escapado un caballo de las cuadras. Lo
buscó en sueños hasta el amanecer y, sin haberlo encontrado, se despertó
molido y sombrío. Estuvo mirando mucho rato, asombrado, a las personas
que dormían en su cama. Sin comprender nada, cogió la escoba y se dirigió a
la calle a realizar sus obligaciones perentorias: recoger las boñigas de los
caballos y gritar a las ancianas del asilo.

Página 48
VII
LAS HUELLAS DEL TITANIC

Ippolit Matvéevich se despertó, según su costumbre, a las siete y media,


bramó Gut Morgen! y se dirigió hacia el lavabo. Se lavaba con deleite:
escupía, gemía y sacudía la cabeza para librarse del agua que se le había
metido en los oídos. Secarse fue agradable, pero, al quitarse la toalla de la
cara, Ippolit Matvéevich vio que estaba manchada con el color negro radical
con el que hacía dos días había teñido sus bigotes horizontales. El corazón de
Ippolit Matvéevich se paralizó. Se arrojó hacia su espejito de bolsillo. En el
espejito se reflejaron una gran nariz y el bigote izquierdo, verde como la
hierba joven. Ippolit Matvéevich desplazó el espejito hacia la derecha
apresuradamente. El bigote derecho tenía el mismo abominable color.
Inclinando la cabeza, como si quisiera cornear al espejito, el desdichado vio
que el color negro radical predominaba todavía en el centro de su cabellera,
pero en los bordes crecía la misma cenefa de hierba.
Todo el ser de Ippolit Matvéevich exhaló un gemido tan ruidoso que
Ostap Bénder abrió los ojos.
—¿Se ha vuelto loco? —exclamó Bénder y al momento cerró sus
somnolientos párpados.
—Camarada Bénder —murmuró en tono suplicante la víctima del Titanic.
Ostap se despertó después de muchas sacudidas y exhortaciones,
contempló con atención a Ippolit Matvéevich y se echó a reír alegremente. De
espaldas al director-fundador de la concesión, el jefe principal de los trabajos
y director técnico se estremecía, se agarraba al respaldo de la cama, gritaba:
«¡No puedo!» y de nuevo se partía de risa.
—Esto no está bien de su parte, camarada Bénder —dijo Ippolit
Matvéevich, al que le temblaban los bigotes verdes.
Eso dio nuevas fuerzas al desfallecido Ostap. Su ataque de risa continuó
aún diez minutos. Tras cobrar aliento, enseguida se puso muy serio.

Página 49
—¿Por qué me mira con tan mala cara, como un soldado a un piojo?
¡Mírese a sí mismo!
—Pero es que el farmacéutico me dijo que este sería un color negro
radical. No se quita con agua fría ni caliente, ni con espuma de jabón, ni con
petróleo… ¡Un artículo de contrabando!
—¿De contrabando? Todo el contrabando lo hacen en Odesa, en la calle
Pequeña Arnáutskaia. Muéstreme el frasco… Y ahora mire. ¿Ha leído esto?
—Sí.
—¿Y esto, en letra pequeña? Aquí se dice claramente que después de
lavar los cabellos con agua caliente y fría o con espuma de jabón y con
petróleo no hay que enjugarlos, sino secarlos al sol o junto a un hornillo…
¿Por qué no se los ha secado? ¿Adónde irá ahora con este verde de pega?
Ippolit Matvéevich estaba apabullado. Entró Tijon. Al ver a su señor con
los bigotes verdes, se santiguó y les pidió dinero para quitarse la resaca.
—Dele un rublo a un héroe del trabajo —propuso Ostap— y, por favor,
no lo apunte a mi cuenta. Eso es asunto personal suyo con un antiguo
servidor… Espera, abuelo, no te vayas, tengo que tratar contigo un asuntillo.
Ostap entabló conversación con el portero acerca de los muebles, y al
cabo de cinco minutos los concesionarios ya lo sabían todo. En el año 1919 se
llevaron todos los muebles al Servicio de la Vivienda, a excepción de una
silla de salón que primero se encontraba en posesión de Tijon y después le fue
requisada por el administrador de la casa de amparo n.º 2.
—Entonces, ¿está aquí, en la casa?
—Aquí está.
—Dime, amigo mío —le preguntó Vorobiáninov, petrificado—, mientras
tuviste la silla, ¿tú no la… reparaste?
—Repararla era imposible. En los viejos tiempos el trabajo era bueno.
Una silla así puede aguantar aún treinta años.
—Bueno, vete, amigo mío, toma otro rublo, pero cuidado, no digas que he
venido.
—Soy una tumba, ciudadano Vorobiáninov.
Tras deshacerse del portero y vocear: «Se ha roto el hielo», Ostap Bénder
aludió de nuevo a los bigotes de Ippolit Matvéevich.
—Habrá que teñirlos otra vez. Déme dinero, iré a la farmacia. Su Titanic
no vale un comino, sólo para teñir perros… ¡En los viejos tiempos sí que
había buen tinte!… Un catedrático en carreras de caballos me contó una
historia conmovedora. ¿A usted le interesaban las carreras? ¿No? Lástima. Es
una cosa emocionante. Pues bien… Había un famoso aventurero, el conde

Página 50
Drutski. Perdió en las carreras quinientos mil rublos. ¡El rey de las pérdidas!
Y cuando ya, excepto deudas, el conde no tenía nada y estaba pensando en el
suicidio, un bribón le dio un consejo excelente por cincuenta rublos. El conde
se fue y al cabo de un año volvió con un caballo trotón de tres años, de Oriol.
Después de esto, el conde no sólo devolvió su dinero, sino que incluso ganó
unos trescientos mil más. Su Corredor de bolsa de Oriol, con su excelente
pedigrí, siempre llegaba el primero. En el derby adelantó a Mac-Mahon un
cuerpo entero. ¡Fue muy comentado!… Pero entonces Kúrochkin —¿ha oído
hablar de él?— advierte que todos los caballos de Oriol comienzan a mudar el
pelaje y sólo el bueno de Corredor de bolsa no cambia de color. ¡Fue un
escándalo inaudito! Al conde le echaron tres años. Resultó que Corredor de
bolsa no era un caballo de Oriol, sino un mestizo teñido, y los mestizos son
mucho más veloces que los caballos de Oriol y no les dejan acercarse a una
versta[25]. ¿Qué le parece?… ¡Eso sí que es un tinte! ¡No como sus bigotes!…
—Pero ¿y el pedigrí? ¿No tenía un excelente pedigrí?
—Igual que la etiqueta sobre su Titanic, falso. Déme dinero para el tinte.
Ostap volvió con una nueva mixtura.
—Náyade. Puede que sea mejor que su Titanic. ¡Quítese la chaqueta!
Comenzó la ceremonia del tinte. Pero «el maravilloso color castaño que
da a los cabellos suavidad y esponjosidad», al mezclarse con el verde del
Titanic, tiñó inesperadamente la cabeza y los bigotes de Ippolit Matvéevich
con los colores del espectro solar.
En ayunas todavía desde la mañana, Vorobiáninov, rabioso, echaba pestes
de todas las industrias de perfumería, tanto estatales como clandestinas, que
se encontraban en Odesa, en la calle Pequeña Arnáutskaia.
—Unos bigotes así probablemente no los tenga siquiera Aristide
Briand[26] —observó con animación Ostap—, pero vivir con semejantes
cabellos ultravioletas en la Rusia soviética no es recomendable. Habrá que
afeitárselos.
—No puedo —respondió afligido Ippolit Matvéevich—, eso es imposible.
—¿Qué, sus bigotes tienen un gran valor sentimental para usted?
—No puedo —repitió Vorobiáninov, agachando la cabeza.
—Entonces, quédese toda la vida en la portería y yo iré a por las sillas.
Por cierto, la primera silla está sobre nuestras cabezas.
—¡Aféiteme!
Tras encontrar las tijeras, Bénder le cortó en un abrir y cerrar de ojos los
bigotes, que cayeron al suelo silenciosamente. Cuando acabó con el corte, el
director técnico sacó del bolsillo una amarillenta maquinilla Gillette y del

Página 51
billetero una hoja de afeitar de recambio, y comenzó a afeitar al casi lloroso
Ippolit Matvéevich.
—La última cuchilla la gasto en usted. No olvide apuntar en mi débito dos
rublos por el afeitado y el corte.
Estremecido por la pena, Ippolit Matvéevich no dejó de preguntar:
—¿Por qué tan caro? En todas partes cuesta cuarenta kopeks.
—Por la conspiración, camarada mariscal de campo —respondió
rápidamente Bénder.
Los sufrimientos de un hombre al que afeitan la cabeza con una navaja de
afeitar son inimaginables. Esto lo comprendió Ippolit Matvéevich justo desde
el comienzo de la operación.
Pero todo tiene un fin y este llegó.
—¡Listo! ¡La sesión continúa! A la gente nerviosa les rogamos que no
miren. Ahora usted se parece a Boborykin[27], el célebre autor de canciones.
Ippolit Matvéevich se sacudió los infames mechones que hacía tan poco
tiempo habían sido hermosas canas, se lavó y, sintiendo en toda la cabeza un
fuerte ardor, se miró al espejo por centésima vez en ese día. Lo que vio, le
gustó inesperadamente. Le miraba la cara alterada por los sufrimientos, pero
bastante joven, de un actor en paro.
—Y bien, ¡en marcha, la trompeta nos llama! —comenzó a gritar Ostap
—. ¡Yo seguiré la pista en el Servicio de la Vivienda o, mejor dicho, en la
casa en la que una vez estuvo el Servicio de la Vivienda, y usted vaya donde
las viejas!
—No puedo —dijo Ippolit Matvéevich—, me resultará muy penoso entrar
en mi propia casa.
—¡Ah, sí!… ¡Una historia conmovedora! ¡El barón exiliado! De acuerdo.
Vaya al Servicio de la Vivienda y aquí trabajaré yo. Punto de encuentro, la
portería. ¡Adelante, allez!

Página 52
VIII
EL LADRÓN VERGONZANTE

El administrador de la casa de amparo n.º 2 de Stárgorod era un ladronzuelo


tímido. Todo su ser protestaba contra el hecho de robar, pero no podía dejar
de hacerlo. Robaba y sentía vergüenza. Robaba constantemente,
constantemente se avergonzaba y, por eso, sus bien afeitadas mejillas ardían
siempre con el rubor de la turbación, la vergüenza, la timidez y la confusión.
El administrador se llamaba Aleksander Yákovlevich y su mujer Aleksandra
Yákovlevna. Él la llamaba Sashjen, ella le llamaba Aljen. El mundo no había
visto aún un ladrón tan vergonzante como Aleksander Yákovlevich.
No sólo era el administrador, sino también el director. Al anterior lo
habían destituido por tratar de mala manera a las asiladas y lo habían
nombrado director de una orquesta sinfónica. Aljen no recordaba en nada a su
maleducado superior. Dentro de su apretada agenda de trabajo, había tomado
a su cargo la dirección de la casa, a las pensionistas las trataba de un modo
extraordinariamente cortés y realizaba en el asilo importantes reformas e
innovaciones.
Ostap Bénder tiró de la pesada puerta de roble de la mansión de
Vorobiáninov y se encontró en el vestíbulo. Allí olía a papilla quemada. De
las estancias superiores venía un canto discorde, semejante a un lejano
«hurra» en cadena. No había nadie, ni nadie apareció. Conducía arriba una
escalera de roble de dos tramos con unos escalones en otro tiempo barnizados.
Ahora en ella quedaban sólo unas anillas, y no estaban las varillas de cobre
que sujetaban antes la alfombra a los peldaños.
«El decano de los comanches vivía, después de todo, con un lujo
chabacano», pensaba Ostap, mientras subía.
En la primera habitación, luminosa y amplia, estaban sentadas en círculo
unas quince viejecitas de cabellos blancos con vestidos de la más barata

Página 53
loneta de color gris-ratón. Estirando el cuello a más no poder y mirando al
floreciente hombre que estaba de pie en el centro, las viejas cantaban:
Se oyen sonar lejanos cascabeles,
el familiar galope de la troika…
y se extiende sin fin hacia lo le-ejos,
cual blanco manto, la brillante nieve.

El director del coro, con una blusa campesina gris de la misma loneta y
con pantalones de loneta, marcaba el compás con ambas manos y, dando
vueltas, iba gritando:
—¡Las tiples, más bajo! ¡Kokúshkina, pianissimo!
Vio a Ostap, pero, al no poder contener el movimiento de sus manos, lo
único que hizo fue mirar con malevolencia al recién llegado y continuó
dirigiendo. El coro resonó con esfuerzo, como a través de una almohada:
Ta-ta-ta, ta-ta-ta, ta-ta-ta,
to-ro-rom, tu-ru-rum, tu-ru-rum…

—Dígame, ¿dónde se puede ver al camarada administrador? —pronunció


Ostap, abriéndose paso a la primera pausa.
—¿De qué se trata, camarada?
Ostap le dio la mano al director de orquesta y le preguntó amablemente.
—¿Canciones folclóricas? Muy interesante. Soy el inspector de la
Seguridad contra incendios.
El administrador se sintió avergonzado.
—Sí, sí —dijo turbándose—, viene usted en el momento oportuno.
Incluso me disponía a escribir un informe.
—No tiene por qué molestarse —declaró Ostap, magnánimo—, yo mismo
lo escribiré. Y bien, vamos a examinar las instalaciones.
Aljen disolvió el coro con un movimiento de la mano y las viejas se
alejaron con pequeños y alegres pasitos.
—Haga el favor de seguirme —le invitó el administrador.
Antes de pasar adelante, Ostap clavó los ojos en el mobiliario de la
primera habitación. En esta había: una mesa, dos bancos de jardín con patas
de hierro (en el respaldo de uno de ellos estaba grabado profundamente el
nombre de Kolia) y un armonio rojizo.
—¿En esta habitación no se encienden hornillos? ¿Estufas portátiles y
similares?
—No, no. Aquí dan clase los círculos: el de coro, el de arte dramático, el
de artes plásticas y el de música…

Página 54
Al llegar a la palabra «música», Aleksander Yákovlevich se sonrojó.
Primero le ardió la barbilla, luego la frente y las mejillas. Aljen sentía una
gran vergüenza. Hacía ya tiempo que había vendido todos los instrumentos de
la orquesta de viento. De todas formas, los débiles pulmones de las viejas
extraían de ellos sólo chillidos de cachorro. Era ridículo ver esas moles de
metal en tan frágil posición. Aljen no pudo evitar robar la orquesta. Y ahora
sentía una gran vergüenza.
Sobre la pared, tendida de ventana a ventana, colgaba una consigna,
escrita con letras blancas sobre un trozo de loneta de color gris-ratón:
LA ORQUESTA DE VIENTO ES EL CAMINO HACIA LA CREACIÓN COLECTIVA

—Muy bien —dijo Ostap—, la habitación para las actividades de los


círculos no representa ningún peligro en lo que a incendios se refiere.
Sigamos adelante.
Ostap recorrió con paso rápido las habitaciones de la fachada de la
mansión de Vorobiáninov, pero no vio en ninguna parte la silla de nogal con
las patas curvadas, tapizada con cretona inglesa de tonos claros, con flores.
Por las paredes de mármol pulido estaban pegadas las ordenanzas para la casa
de amparo n.º 2 de Stárgorod. Ostap las iba leyendo y preguntaba de vez en
cuando con voz enérgica: «¿Las salidas de humos se limpian regularmente?
¿Las estufas están en orden?». Y, recibiendo detalladas respuestas, seguía
adelante.
El inspector de la Seguridad contra incendios buscaba con celo aunque
fuera un pequeño rincón de la casa que representara peligro en relación con el
fuego, pero todo estaba en orden. En cambio, la búsqueda era vana. Ostap
entró en los dormitorios. Las viejas se levantaban a su paso y le hacían una
profunda reverencia. Allí había catres cubiertos por mantas con tacto de pelo
de perro, en uno de cuyos lados estaba tejida con método fabril la palabra
«Pies». Debajo de las camas había pequeños baúles que, por iniciativa de
Aleksander Yákovlevich, al que le gustaba la disciplina militar, sobresalían
exactamente un tercio.
Todo en la casa n.º 2 sorprendía por su excesiva modestia: tanto el
amueblamiento, compuesto exclusivamente por bancos de jardín, traídos
desde el bulevar Aleksandrovski (ahora llamado de los Sábados
Proletarios[28]), como las lámparas de queroseno compradas en el bazar y las
propias mantas con la amedrentadora palabra «Pies». Una sola cosa en la casa
había sido hecha a conciencia y con lujo: los resortes de las puertas.

Página 55
Los mecanismos de las puertas eran la pasión de Aleksander Yákovlevich.
Invirtiendo grandes esfuerzos, dotó a todas las puertas sin excepción de
resortes de los más variados sistemas y modelos. Había resortes de los más
simples, en forma de barra de hierro. Había resortes de aire comprimido con
bombas cilindricas de cobre. Había mecanismos con poleas, con saquitos de
perdigones que servían de contrapeso. Había también resortes de construcción
tan compleja que el cerrajero de la Seguridad Social sólo movía la cabeza
asombrado. Todos estos cilindros, resortes y contrapesos poseían una enorme
fuerza. Las puertas se cerraban con tanta celeridad como las ratoneras. Al
accionarse los mecanismos temblaba toda la casa. Las viejas, con un gañido
de aflicción, intentaban salvarse de las puertas que se echaban sobre ellas,
pero no siempre conseguían huir. Las puertas alcanzaban a las fugitivas y les
daban un empellón en la espalda, mientras que desde arriba, con un sordo
graznido, descendía ya el contrapeso y pasaba rozándoles la sien como una
bala.
Mientras Bénder y el administrador recorrían la casa, las puertas les
saludaban militarmente con terribles salvas.
Tras toda esta magnificencia de fortaleza no había nada oculto: la silla no
estaba. En busca del riesgo de incendio, el inspector fue a parar a la cocina.
Allí, en una gran olla para la colada, se estaba haciendo la papilla, cuyo olor
había percibido ya el gran intrigante desde el vestíbulo. Ostap husmeó un
poco y dijo:
—¿Es que cocinan con aceite de máquinas?
—¡Con mantequilla fresca, se lo juro! —dijo Aljen, enrojeciendo hasta las
lágrimas—. La compramos en una granja.
Sentía una gran vergüenza.
—Por lo demás, esto no ofrece peligro de incendio —notó Ostap.
En la cocina tampoco estaba la silla. Había sólo un taburete sobre el cual
estaba sentado un cocinero con delantal y gorro de loneta.
—¿Por qué toda la ropa aquí es de color gris y tan fina que con ella sólo
se puede limpiar ventanas?
El tímido Aljen bajó los ojos aún más.
—Nos asignan créditos en cantidad insuficiente.
Sentía repugnancia hacia sí mismo.
Ostap le miró con suspicacia y dijo:
—Eso no es competencia de la Seguridad contra incendios, de la que yo
soy representante en el presente momento.
Aljen se asustó:

Página 56
—Contra el fuego —declaró— hemos tomado todas las medidas.
Tenemos incluso un extintor de espuma Éclair.
El inspector, echando un vistazo a las despensas por el camino, se dirigió
de mala gana hacia el extintor. Aunque era el único objeto de la casa que tenía
relación con la Seguridad contra incendios, el cono rojo de hojalata provocó
en el inspector una especial irritación.
—¿Lo ha comprado en el rastro?
Y, sin esperar la respuesta del fulminado Aleksander Yákovlevich,
descolgó el Éclair de su oxidado clavo, rompió la cápsula sin avisar y volvió
el cono hacia arriba rápidamente. Pero en lugar del chorro de espuma
esperado, el cono lanzó un agudo silbido que recordaba la antigua melodía
Gloria a Nuestro Señor en Sión[29].
—Es evidente que en el rastro —confirmó Ostap su opinión inicial y
colgó el extintor, que continuaba cantando, en su lugar de antes.
Siguieron adelante acompañados por el silbido.
«¿Dónde podrá estar?», pensaba Ostap. «Esto comienza a no gustarme».
Y decidió no abandonar el palacio de la loneta hasta que no se hubiera
enterado de todo.
Mientras el inspector y el administrador se encaramaban por los desvanes,
entrando en todos los detalles de la seguridad contra incendios y de la
disposición de las salidas de humos, la casa de amparo n.º 2 de Stárgorod
vivía su vida habitual.
La comida estaba preparada. El olor a papilla quemada se había
acrecentado sensiblemente y había dominado al resto de los olores ácidos que
moraban en la casa. En los pasillos se oían ya rumores. Las viejas salían con
cuidado de la cocina, llevando con ambas manos las escudillas de hojalata con
papilla, y se sentaban a comer en la mesa común, intentando no mirar las
consignas colgadas por todo el comedor, compuestas personalmente por
Aleksander Yákovlevich y ejecutadas artísticamente por Aleksandra
Yákovlevna. Las consignas eran estas:
EL ALIMENTO ES FUENTE DE SALUD
UN HUEVO CONTIENE TANTAS GRASAS COMO l/2 LIBRA DE CARNE
MASTICANDO CON CUIDADO LOS ALIMENTOS,
AYUDAS A LA SOCIEDAD
Y
LA CARNE ES PERJUDICIAL

Todas estas sagradas palabras evocaban en las viejas el recuerdo de sus


dientes, perdidos antes ya de la revolución; de los huevos, desaparecidos
aproximadamente en esa misma época; de la carne, inferior a los huevos en su

Página 57
contenido de grasas, y quizás de la sociedad, a la que no les era posible
ayudar masticando con cuidado la comida.
Aparte de las viejas, a la mesa estaban sentados Isidor Yákovlevich,
Afanasi Yákovlevich, Kiril Yákovlevich, Oleg Yákovlevich y Pasha
Emílievich. Ni por su edad ni por su sexo armonizaban estos jóvenes con las
funciones de la Seguridad Social, pero los cuatro Yákovlevich eran los
hermanos menores de Aljen, y Pasha Emílievich era sobrino segundo de
Aleksandra Yákovlevna. Los jóvenes, el mayor de los cuales, Pasha
Emílievich, tenía treinta y dos años, no consideraban su vida en la casa de
amparo como algo anormal, vivían en la casa con los mismos derechos que
las viejas, también tenían camas del Estado con mantas sobre las cuales estaba
escrito «Pies», iban vestidos, como las viejas, con loneta de color gris-ratón,
pero gracias a su juventud y a su fuerza se alimentaban mejor que las asiladas.
Robaban en la casa todo lo que no tenía tiempo de robar Aljen. Pasha
Emílievich podía zamparse de una sentada dos kilos de arenques pequeños, lo
que efectivamente hizo una vez, dejando a toda la casa sin comida.
No habían tenido tiempo las viejas de probar siquiera su papilla, cuando
los Yákovlevich, junto con Emílievich, tras engullir sus raciones, se
levantaron de la mesa eructando y fueron a la cocina a la búsqueda de algo
comestible.
La comida continuaba. Las ancianas se pusieron a alborotar.
—¡Ahora se atiborrarán y comenzarán a cantar a grito pelado!
—Pues hoy por la mañana Pasha Emílievich ha vendido la silla del salón
principal. Se la ha sacado a un revendedor por la puerta de servicio.
—Mirad, hoy vendrá borracho…
En ese momento la conversación de las asiladas fue interrumpida por el
sonamiento de narices de un megáfono, que ahogó incluso el canto aún
resonante del extintor, y una voz de vaca comenzó:
—… vento…
Las viejas, encorvándose y sin volverse hacia el altavoz, que se alzaba en
un rincón, sobre el fregado parqué, seguían comiendo, confiando en que Dios
las libraría de ese cáliz de amargura. Pero el altavoz continuaba
animosamente:
—El-l-l-l… es un valioso invento. El maestro ferroviario de la línea de
ferrocarril de Murmansk, el camarada Socutski-Samara, Oriol, Cleopatra,
Ustinia, Tsaritsyn, Klementi, Ifigenia-Socutski…
El megáfono aspiró aire en un estertor y con voz resfriada reanudó la
transmisión.

Página 58
—… ha inventado una señalización luminosa para los quitanieves. El
invento ha sido aprobado por la Sección de inventos de la Dirección general
de ferrocarriles, repetimos…
Las ancianas echaron a nadar como patas grises hacia sus habitaciones. El
megáfono, dando saltos por su propia potencia, continuaba metiendo ruido en
la habitación vacía.
—… y ahora escuchen unas coplas populares de Nóvgorod.
Muy, muy lejos, en el mismo centro de la tierra, alguien pulsó las cuerdas
de una balalaika y un Battistini[30] de las Tierras Negras comenzó a cantar:
Sobre la pared había unas chinches
entornando sus ojos al sol,
a un inspector de hacienda divisaron
y al instante la palmaron.

En el centro de la tierra estas coplas suscitaron una frenética actividad. En


el megáfono se oyó un terrible bramido. O eran atronadores aplausos, o es que
habían entrado en actividad los volcanes subterráneos.
Entre tanto, el cada vez más sombrío inspector de la Seguridad contra
incendios bajó de espaldas por la escalera del desván y, encontrándose de
nuevo en la cocina, vio a cinco ciudadanos que, directamente con las manos,
sacaban «chucrut» de un barril y se daban un atracón. Comían en silencio.
Unicamente Pasha Emílievich movía la cabeza como un gourmet y,
quitándose de los bigotes las algas de la col, decía con esfuerzo:
—Una col así es un pecado comérsela sin vodka.
—¿Un nuevo grupo de ancianas? —preguntó Ostap.
—Son huérfanos —respondió Aljen, sacando con el hombro al inspector
de la cocina y amenazando a los huérfanos con el puño disimuladamente.
—¿Niños de la región del Volga?[31]
Aljen vaciló.
—¿Una pesada herencia del régimen zarista?
Aljen hizo un gesto con las manos como si dijera: ¿qué le vas a hacer si
tienes semejante herencia?
—¿Educación conjunta de ambos sexos según un método combinado?
El tímido Aleksander Yákovlevich, sin demorarse más, invitó al inspector
de incendios a comer con lo que Dios hubiera dispuesto.
Aquel día Dios había dispuesto en la mesa de Aleksander Yákovlevich
una botella de zubrovka[32], setas caseras, paté de arenque, sopa de remolacha
ucraniana con carne de primera clase, pollo con arroz y compota de manzanas
secas.

Página 59
—Sashjen —dijo Aleksander Yákovlevich—, te presento al camarada de
la Inspección regional de incendios.
Ostap le hizo una artística reverencia a la señora de la casa y pronunció un
cumplido tan largo y ambiguo que no pudo siquiera finalizarlo. Sashjen, una
dama alta, cuyo atractivo quedaba un poco desfigurado por unas medias
patillas a lo Nicolás I, se echó a reír suavemente y bebió con los hombres.
—¡Bebo a la salud de su administración! —exclamó Ostap.
La comida transcurrió alegremente y sólo después de la compota Ostap
recordó la finalidad de su visita.
—¿Por qué en esta fábrica de kéfir hay un inventario tan escaso?
—¿Cómo? —se inquietó Aljen—, ¿y el armonio?
—Lo sé, lo sé, vox humanum. Pero no hay ni un solo sitio aquí donde
sentarse a gusto. Sólo esa especie de cubas traídas de los jardines públicos.
—En el salón principal hay una silla —se ofendió Aljen—, una silla
inglesa. Dicen que ha quedado del antiguo mobiliario.
—Por cierto, no he visto su salón principal. ¿Cómo está en relación con la
Seguridad contra incendios? ¿No representará un peligro? Habrá que
examinarlo.
—Tenga la bondad.
Ostap agradeció a la dueña la comida y se puso en marcha.
En el salón principal no se encendían hornillos, no había estufas portátiles,
las salidas de humos estaban en buen estado y se limpiaban regularmente,
pero la silla, ante el desmesurado asombro de Aljen, no estaba. Corrieron a
buscar la silla. Miraron debajo de las camas y bajo los bancos, apartaron
incluso el armonio; estuvieron interrogando a las viejas, que lanzaban miradas
temerosas a Pasha Emílievich, pero la silla siguió sin aparecer. Pasha
Emílievich mostró un gran celo en la búsqueda de la silla. Todos se habían
tranquilizado ya, pero Pasha Emílievich seguía dando vueltas por las
habitaciones, miraba bajo las garrafas, movía los jarros de hojalata para el té y
farfullaba:
—¿Dónde podrá estar? Hoy estaba, la vi con mis propios ojos. Esto es de
lo más ridículo.
—Es triste, señoritas —dijo con voz helada Ostap.
—¡Es simplemente ridículo! —repitió con insolencia Pasha Emílievich.
Pero entonces el extintor de espuma Éclair, que no había dejado de cantar,
dio el más agudo fa, ese del que sólo es capaz la artista popular de la
república Nezhdánova[33], calló por un segundo y soltó con un grito su primer
chorro de espuma, que inundó el techo y le arrancó de la cabeza al cocinero

Página 60
su gorro de loneta. Tras el primer chorro el extintor de espuma lanzó un
segundo chorro de color gris-ratón, que derribó al menor Isidor Yákovlevich.
Después de esto, el Éclair funcionó ininterrumpidamente.
Al lugar del suceso se precipitaron Pasha Emílievich, Aljen y todos los
Yákovlevich todavía ilesos.
—¡Buen trabajo! —dijo Ostap—. ¡Qué invención más idiota!
Las viejas, que se habían quedado a solas con Ostap, sin la superioridad,
comenzaron al instante a exponerle sus quejas.
—¡Ha instalado en la casa a sus hermanos! ¡Se ponen morados de comer!
—¡Alimenta a los cochinillos con leche y a nosotras nos da papilla!
—¡Se lo ha llevado todo de la casa!
—Calma, señoritas —dijo Ostap, retrocediendo—, ya vendrán a verlas los
de Inspección del Trabajo. El Senado no me ha conferido plenos poderes.
Las viejas no escuchaban.
—Ha sido Pashka Melentiévich el que se ha llevado hoy esa silla y la ha
vendido. Yo misma lo he visto.
—¿A quién? —gritó Ostap.
—La ha vendido y ya está. También quería vender mi manta.
En el pasillo tenía lugar un combate encarnizado con el extintor. Por fin
venció el genio humano y el extintor, aplastado por los pies de hierro de
Pasha Emílievich, soltó un último chorro lánguido y calló para siempre.
A las viejas las enviaron a fregar los suelos. El inspector de la Seguridad
contra incendios inclinó un poco la cabeza y, contoneando levemente las
caderas, se acercó a Pasha Emílievich.
—Un conocido mío —dijo Ostap con convicción— también vendía
muebles del Estado. Ahora se ha hecho monje: está en la cárcel.
—Sus infundadas acusaciones me resultan ajenas —advirtió Pasha
Emílievich, que despedía un fuerte olor a espuma.
—¿A quién le has vendido la silla? —preguntó Ostap en un amenazante
susurro.
En ese punto, Pasha Emílievich, que poseía un sexto sentido, comprendió
que ahora le iban a pegar, quizás incluso a darle de patadas.
—A un revendedor —respondió.
—¿Su dirección?
—Lo he visto por primera vez en mi vida.
—¿Por primera vez en tu vida?
—Se lo juro.

Página 61
—Me gustaría romperte la jeta —comunicó soñadoramente Ostap—, pero
Zaratustra no me lo permite. Bueno, vete al diablo.
Pasha Emílievich sonrió adulador y comenzó a alejarse.
—Eh, tú, feto abortivo —dijo Ostap con altanería—, larga amarras pero
no leves anclas. Un revendedor, ¿cómo…? ¿Rubio, moreno?
Pasha Emílievich le dio detalladas explicaciones. Ostap le escuchó con
atención y acabó la entrevista con estas palabras:
—Esto, sin lugar a dudas, no es competencia de la Seguridad contra
incendios.
En el pasillo, cuando Bénder ya se iba, se le acercó el tímido Aljen y le
dio un billete de diez rublos.
—Artículo ciento catorce del Código Penal —dijo Ostap—, entrega de
soborno a un funcionario público en el ejercicio de sus funciones.
Pero cogió el dinero y, sin despedirse de Aleksander Yákovlevich, se
dirigió hacia la salida. La puerta, provista de un potente mecanismo, se abrió
con esfuerzo y le dio a Ostap un empellón en el trasero de tonelada y media
de peso.
—¡El golpe ha tenido lugar —dijo Ostap, frotándose la zona magullada—,
la sesión continúa!

Página 62
IX
¿DÓNDE ESTÁN SUS RIZOS?

Mientras Ostap examinaba la segunda casa de amparo de Stárgorod, Ippolit


Matvéevich salió de la portería y, sintiendo frío en su afeitada cabeza, avanzó
por las calles de su ciudad natal.
Por la calzada corría un agua clara primaveral. Había un ininterrumpido
tintineo y repiqueteo producido por las gotas diamantinas que caían de los
tejados. Los gorriones picoteaban en el estiércol. El sol se posaba en todos los
tejados. Los dorados percherones hacían resonar con fuerza sus cascos por la
desnuda calzada y, con la cabeza gacha, escuchaban gustosos su propio ruido.
Sobre los húmedos postes de telégrafos se arrugaban mojados anuncios de
letras borrosas: «Enseño a tocar la guitarra por el sistema cifrado» y «Doy
clases de ciencias sociales a aspirantes al conservatorio popular». Un
destacamento de soldados del Ejército Rojo con gorros de invierno atravesó
un charco que comenzaba junto a la tienda del Starguikó[34] y se extendía
hasta el edificio del Plan Regional, cuyo frontón estaba coronado por tigres,
victorias y cobras de yeso.
Ippolit Matvéevich caminaba mirando con interés a todos los transeúntes
que iban y venían. Él había vivido en Rusia toda su vida y durante la
revolución había visto cómo las costumbres se habían quebrado, dado la
vuelta y transformado. Él se había acostumbrado a ello, pero resultó que lo
había hecho en un solo punto del globo terráqueo, en la ciudad de provincias
de N. Al llegar a su ciudad natal, vio que no comprendía nada. Se sentía
incómodo y extraño, como si realmente fuera un emigrante y acabara de
llegar de París. En otro tiempo, mientras atravesaba la ciudad en carruaje, no
dejaba de encontrar conocidos, caras familiares. Ahora había recorrido ya
cuatro manzanas por la calle de los Sucesos del Lena sin encontrar ninguno.
Habían desaparecido, o quizás habían envejecido tanto que no se los podía
reconocer, o quizás se habían hecho irreconocibles porque llevaban otra ropa,

Página 63
otros sombreros. Quizás habían cambiado su modo de andar. En cualquier
caso, no estaban.
Ippolit Matvéevich caminaba pálido, frío, perdido. Había olvidado por
completo que debía buscar el Servicio de la Vivienda. Cruzaba de una acera a
otra y giraba por callejas donde los percherones, sueltos, hacían el mayor
ruido posible con sus cascos. En las callejas perduraba más el invierno y en
algunos sitios podía encontrarse hielo podrido. Toda la ciudad tenía otro
color. Las casas azules se habían vuelto verdes; las amarillas, grises; habían
desaparecido las señalizaciones de la torre de bomberos, en la que ya no hacía
guardia ninguno, y en las calles había mucho más ruido del que Ippolit
Matvéevich recordaba.
En la calle Grande de Pushkin, Ippolit Matvéevich se vio sorprendido por
algo nunca visto por él en Stárgorod: los raíles y los postes de tranvía con
cables. Ippolit Matvéevich no leía los periódicos y no sabía que para el
primero de mayo se disponían a inaugurar en Stárgorod dos líneas de tranvía,
la de la estación y la del mercado. Unas veces le parecía a Ippolit Matvéevich
que nunca había abandonado Stárgorod, otras le resultaba un lugar totalmente
desconocido.
Sumido en tales pensamientos, llegó hasta la calle de Marx y Engels. En
aquel lugar revivió una sensación infantil: en ese mismo instante alguien
conocido debía sin falta volver la esquina de una casa de dos plantas con un
largo balcón. Ippolit Matvéevich se detuvo incluso a esperar. Pero el conocido
no vino. Primero dobló la esquina un vidriero con una caja de cristal de
Bohemia y una hogaza de masilla de color cobre. Pasó un petimetre con una
gorra de ante con visera de cuero amarillo. Tras él dieron la vuelta corriendo
unos niños, colegiales de primaria, con sus libros atados con correas.
De repente, Ippolit Matvéevich sintió calor en las palmas de las manos y
frío en el estómago. Derecho hacia él venía un ciudadano desconocido, de
rostro bondadoso, que llevaba colgando, como un violonchelo, una silla.
Ippolit Matvéevich, presa de un inesperado ataque de hipo, miró fijamente y
enseguida reconoció su silla.
¡Sí! Era una silla de Gambs, tapizada con cretona inglesa de florecillas,
oscurecida durante las tempestades revolucionarias, una silla de nogal con las
patas curvadas. Ippolit Matvéevich se sintió como si dispararan salvas en sus
orejas.
—¡Se afilan cuchillos, se reparan tijeras, maquinillas de afeitar! —gritó
cerca de él una voz de bajo barítono.
E inmediatamente se oyó un tenue eco:

Página 64
—¡Se suelda, se arregla!
—¡El periódico Noticias de Moscú, las revistas El gracioso, El campo
rojo…!
Arriba, en algún lugar, rompían un cristal con estrépito. Pasó sacudiendo
la ciudad un camión de la Construcción de Molinos. Un policía silbó. La vida
bullía y se desbordaba. No había tiempo que perder.
Ippolit Matvéevich se aproximó con un salto de leopardo al irritante
desconocido y, sin decir nada, tiró de la silla. El desconocido tiró de ella hacia
sí. Entonces, Ippolit Matvéevich, agarrándose con la mano izquierda a una
pata, intentó con todas sus fuerzas desasir de la silla los gordos dedos del
desconocido.
—¡Que me roban! —dijo en un susurro el desconocido, agarrándose aún
más a la silla.
—Permítame, permítame —balbuceaba Ippolit Matvéevich, mientras
continuaba despegando los dedos del desconocido.
Comenzó a acudir gente. Tres o cuatro personas estaban ya cerca,
siguiendo con el más vivo interés el desarrollo del conflicto.
Entonces, ambos miraron a su alrededor con recelo y, sin mirarse el uno al
otro, pero sin soltar la silla de sus tenaces dedos, se fueron rápidamente, como
si no sucediera nada.
«¿Qué significa esto?», pensaba desesperado Ippolit Matvéevich.
Era imposible saber lo que pensaba el desconocido, pero su paso era de lo
más decidido.
Caminaban cada vez más deprisa y, al divisar en un callejón sin salida un
solar lleno de cascajos y de material de construcción, giraron hacia allí, como
obedeciendo a una orden. Allí las fuerzas de Ippolit Matvéevich se
cuadruplicaron.
—Pero ¡permítame! —gritó, sin cohibirse.
—¡So-co-rro! —exclamó el desconocido, sin que apenas se le oyera.
Y como tenían las manos ocupadas con la silla, la emprendieron a darse
puntapiés. Las botas del desconocido tenían herraduras y, al principio, Ippolit
Matvéevich las pasó bastante mal. Pero rápidamente se habituó y, saltando tan
pronto a la derecha como a la izquierda, como si bailara la cracoviana,
esquivaba los golpes de su contrincante e intentaba asestárselos al enemigo en
el vientre. No consiguió darle allí, porque se lo impedía la silla, pero en
cambio le acertó en una rótula, después de lo cual el contrincante pudo cocear
sólo con la pierna izquierda.
—¡Oh, Señor! —susurró el desconocido.

Página 65
Y entonces Ippolit Matvéevich vio que el desconocido que había hurtado
su silla del modo más indignante no era otro que el párroco de la iglesia de los
Santos Frolo y Lauro, el padre Fiódor Vóstrikov.
Ippolit Matvéevich se quedó boquiabierto.
—¡Padre! —exclamó, soltando, en su asombro, las manos de la silla.
El padre Vóstrikov tomó un color lila y aflojó por fin los dedos. La silla,
al no ser sostenida por nadie, cayó sobre los ladrillos rotos.
—¿Dónde están sus bigotes, estimado Ippolit Matvéevich? —preguntó el
eclesiástico con el mayor sarcasmo que pudo.
—¿Y sus rizos, dónde están? ¿No llevaba usted rizos?
Se percibía un desprecio intolerable en las palabras de Ippolit Matvéevich.
Midió al padre Fiódor con una mirada de extraordinaria nobleza y, cogiendo
bajo el brazo la silla, se volvió para irse. Pero el padre Fiódor, repuesto ya de
su confusión, no le permitió a Vorobiáninov una victoria tan fácil. Al grito de
«¡No, se lo ruego!», se aferró de nuevo a la silla. Se restableció la primera
posición. Los adversarios, como gatos o boxeadores, estaban agarrados a las
patas, se medían el uno al otro con la mirada y andaban de un lado para otro.
Una pausa heladora se prolongó un minuto entero.
—¿Así que es usted, reverendo padre —rechinó los dientes Ippolit
Matvéevich—, quien anda a la caza de mis propiedades?
Con estas palabras, Ippolit Matvéevich le coceó al reverendo padre en un
muslo.
El padre Fiódor se las arregló para darle un puntapié en la ingle al decano
de la nobleza, con tal saña que le hizo doblarse.
—Esta no es su propiedad.
—¿Y de quién es, pues?
—No es suya.
—¿Y de quién es, pues?
—No es suya, no es suya.
—¿Y de quién es, pues, de quién?
—No es suya.
Mientras refunfuñaban de tal modo, se lanzaban coces frenéticamente.
—¿Y de quién es, pues, esta propiedad? —vociferó el decano, hundiendo
el pie en el vientre del reverendo padre.
Venciendo el dolor, el reverendo padre dijo con firmeza:
—Es una propiedad nacionalizada.
—¿Nacionalizada?
—Sí señor, sí señor, nacionalizada.

Página 66
Hablaban con tan extraordinaria rapidez que sus palabras se mezclaban.
—¿Por quién ha sido nacionalizada?
—¡Por el poder soviético! ¡Por el poder soviético!
—¿Por qué poder?
—Por el poder de los trabajadores.
—¡Aaah!… —dijo Ippolit Matvéevich, quedándose helado—. ¿Por el
poder de los obreros y de los campesinos?
—¡Sí-í-í señor!
—¡Hummm!… ¿Quizás sea usted miembro del partido, reverendo padre?
—¡Qui-quizás!
Entonces Ippolit Matvéevich no aguantó más y al grito de «¿Quizás?»
escupió con placer en el rostro bondadoso del padre Fiódor. Este escupió
inmediatamente en el rostro de Ippolit Matvéevich y también acertó. No
tenían con qué secarse la saliva: sus manos estaban ocupadas con la silla.
Ippolit Matvéevich emitió el sonido de una puerta al ser abierta y empujó con
todas sus fuerzas al enemigo con la silla. El enemigo cayó, arrastrando tras de
sí al ahogado Vorobiáninov. La lucha continuó en el patio de butacas.
De repente resonó un crujido, se rompieron a la vez las dos patas
delanteras. Olvidándose el uno del otro, los contrincantes se pusieron a
despanzurrar el asiento de nogal que contenía el tesoro. La cretona de
florecitas inglesa se desgarró con un grito de gaviota. El respaldo se fue
volando, arrojado por un poderoso ímpetu. Los buscadores de tesoros
arrancaron la estera junto con los botoncillos de cobre e, hiriéndose con los
muelles, hundieron los dedos en el relleno de lana. Cantaron los muelles, al
ser inquietados. Al cabo de cinco minutos, la silla estaba roída hasta los
huesos. Sólo quedaba de ella la carcasa. Los muelles rodaban en todas
direcciones. El viento llevaba la lana podrida por el solar. Las patas curvadas
yacían en un agujero. Los diamantes no estaban.
—Y bien, ¿los ha encontrado? —preguntó Ippolit Matvéevich, jadeando.
El padre Fiódor, todo cubierto de jirones de lana, resoplaba y callaba.
—¡Es usted un estafador! —gritó Ippolit Matvéevich—. ¡Le voy a romper
la jeta, padre Fiódor!
—A ver si se atreve —respondió el padre.
—¿Adónde va a ir todo cubierto de plumón?
—¿Y a usted qué le importa?
—¡Qué vergüenza, padre! ¡Es usted un vulgar ladrón!
—¡A usted yo no le he robado nada!

Página 67
—¿Cómo se ha enterado de esto? ¡Ha utilizado para sus propios intereses
el secreto de confesión! ¡Muy bien! ¡Muy bonito!
Ippolit Matvéevich; con un indignado «¡puah!», abandonó el solar y,
sacudiéndose sobre la marcha las mangas del abrigo, se dirigió hacia su casa.
En la esquina de la calle de los Sucesos del Lena y del callejón de Eroféev,
Vorobiáninov vio a su socio. El director técnico y jefe principal de la
concesión estaba de pie, de perfil, con la pierna izquierda levantada: le
estaban limpiando la punta de ante de sus botines con una crema color
canario. Ippolit Matvéevich se acercó corriendo hacia él. El director tarareaba
despreocupadamente un shimmy[35]:
Antes esto lo hacían los camellos,
antes danzaban así los ba-ta-cu-das,
y ahora ya baila el shimmy el mundo en-te-ro…[36]

—¿Qué tal el Servicio de la Vivienda? —preguntó en un tono eficiente e


inmediatamente añadió—: Espere, no me lo cuente, está demasiado
emocionado, tome aire.
Tras entregarle siete kopeks al limpiabotas, Ostap cogió a Vorobiáninov
del brazo y lo llevó por la calle. Todo lo que contó el emocionado Ippolit
Matvéevich, lo escuchó Ostap con gran atención.
—¡Ajá! ¿Una pequeña barbita negra? ¡Justo! ¿Un abrigo con cuello de
cordero? Comprendo. Es la silla del asilo. Ha sido comprada hoy por la
mañana por tres rublos.
—Pero espere…
Ippolit Matvéevich le informó al concesionario principal sobre todas las
infamias del padre Fiódor.
Ostap se ensombreció.
—Mal asunto —dijo—. La cueva de Leichtweis. El rival misterioso[37].
Hay que cogerle la delantera, y la jeta siempre tendremos tiempo de
tentársela.
Mientras los amigos tomaban algo en la cervecería Stenka Razin[38] y
Ostap se enteraba de en qué casa se encontraba antes el Servicio de la
Vivienda y qué centro administrativo la ocupaba ahora, finalizó el día.
Los percherones dorados se volvieron de nuevo marrones. Las gotas
diamantinas se helaban al vuelo y se desplomaban por tierra. En las
cervecerías y en el restaurante El Fénix aumentó el precio de la cerveza: había
llegado la tarde. En la calle Grande de Pushkin se encendieron las farolas y
pasó un destacamento de pioneros que regresaba a casa de su primer paseo
primaveral, produciendo al caminar un ruido de tambor.

Página 68
Los tigres, las victorias y las cobras del Plan Regional brillaban de un
modo misterioso bajo la luna que entraba en la ciudad.
Mientras caminaba hacia casa con Ostap, súbitamente callado, Ippolit
Matvéevich contempló los tigres y las cobras del Plan Regional. En sus
tiempos allí estaba ubicada la Cámara rural regional, y los ciudadanos estaban
muy orgullosos de sus cobras, a las que consideraban una de las curiosidades
de la ciudad.
«Los encontraré», pensó Ippolit Matvéevich, fijando la vista en una
victoria de yeso.
Los tigres agitaban sus colas zalameros, las cobras se contraían
alegremente y el alma de Ippolit Matvéevich se llenó de confianza.

Página 69
X
EL CERRAJERO, EL PAPAGAYO Y LA ADIVINADORA

La casa n.º 7 del callejón Pereléshinski no se contaba entre los mejores


edificios de Stárgorod. Sus dos plantas, construidas en estilo Segundo
Imperio, estaban adornadas con fauces de leones abatidos, que guardaban un
extraordinario parecido con el rostro del escritor Artsybáshev[39], famoso en
su tiempo. Había exactamente ocho semblantes artsybashianos, como el
número de ventanas que daban al callejón. Estas jetas leoninas estaban
situadas en las claves de los arcos de las ventanas.
En la fachada de la casa había otros dos adornos, pero ya de carácter
puramente comercial. A un lado colgaba un letrero azulado:
COOPERATIVA DE ROSCAS DE ODESA
LAS ROSQUILLAS DE MOSCÚ

En el letrero estaba representado un joven con corbata y pantalones cortos


franceses. Sostenía con una mano extendida el fabuloso cuerno de la
abundancia, del cual salía una avalancha de ocres rosquillas de Moscú, que la
necesidad hacía pasar por roscas de Odesa. Además, el joven sonreía de un
modo voluptuoso. Al otro lado, el negocio de embalaje Embalarrápido
informaba sobre su existencia a sus estimados clientes con un letrero negro de
letras redondas y doradas.
A pesar de la sensible diferencia en los letreros y en la magnitud de su
capital circulante, estas dos heterogéneas empresas se dedicaban al mismo
negocio: especular con géneros textiles de todas clases: lana burda, lana fina,
algodón, y si surgía la ocasión de hacerlo con seda de buenos colores y
dibujos, también con seda.
Después de atravesar las puertas cocheras, inundadas por una tiniebla de
pasadizo y por el agua, y girando a la derecha a un patio con un pozo de
cemento, se podían ver dos puertas sin porche que daban directamente al

Página 70
puntiagudo empedrado del patio. En la puerta derecha había una plaquita de
cobre empañado con un apellido grabado a mano sobre ella:
V. M. POLÉSOV

La izquierda estaba provista de una chapa blanca:


MODAS Y SOMBREROS

Eso era también pura apariencia.


Dentro del taller de modas y sombreros no había ni fieltros ni
guarniciones, ni maniquíes descabezados con porte de oficial, ni hormas de
cabeza para elegantes sombreros de dama. En lugar de todo ese oropel, en el
apartamento de tres habitaciones vivía un papagayo de un blanco inmaculado
con calzones rojos. Se lo comían las pulgas, pero no podía quejarse a nadie,
porque no hablaba con voz humana. El papagayo se pasaba el día cascando
pipas de girasol y escupiendo las cáscaras sobre la alfombra a través de los
barrotes de una jaula en forma de torre. Sólo le faltaban un acordeón y unos
chanclos nuevos y rechinantes para parecerse a un artesano achispado. En las
ventanas ondeaban unas cortinas marrón oscuro con borlas. En el apartamento
predominaban los tonos marrón oscuro. Sobre el piano colgaba una
reproducción del cuadro de Böcklin La isla de los muertos en un marco de
fantasía de roble pulido verde oscuro, con cristal. Una esquina del cristal se
había desprendido hacía tiempo y la parte desnuda del cuadro estaba tan
ensuciada por las moscas que se había fusionado por completo con el marco.
Lo que sucedía en esa parte de la isla de los muertos era ya imposible de
saber.
Sobre la cama del dormitorio estaba sentada la dueña de la casa, y, con los
codos apoyados sobre una mesita octogonal, cubierta con un sucio tapete
Richelieu, echaba las cartas. Frente a ella estaba sentada la viuda
Gritsatsueva, con un chal peludo sobre los hombros.
—Debo advertirle, hija mía, que yo no cobro menos de cincuenta kopeks
por sesión.
La viuda, que no conocía límites en su deseo de encontrar un nuevo
marido, aceptó pagar el precio establecido.
—Pero entonces también el futuro, por favor —pidió lastimeramente.
—Usted será la reina de tréboles.
La viuda replicó:
—Yo he sido siempre la reina de corazones.

Página 71
La dueña aceptó con indiferencia y comenzó a echar las cartas. Al cabo de
unos cuantos minutos el destino de la viuda estaba ya bosquejado. A la viuda
le esperaban pequeñas y grandes contrariedades, pero en su corazón llevaba
un rey de tréboles del cual era amiga la reina de diamantes.
Para rematar, le leyó la mano. Las líneas de la mano de la viuda
Gritsatsueva eran netas, bien marcadas e irreprochables. La línea de la vida
llegaba tan lejos que su extremo se internaba en el pulso, y, si la línea decía la
verdad, la viuda debería vivir hasta el Juicio Final. La línea de la inteligencia
y del arte permitían confiar en que la viuda abandonaría el comercio de
ultramarinos y donaría a la humanidad obras maestras sin par en cualquier
rama del arte, de la ciencia o de las letras. Los montes de Venus de la viuda
semejaban volcanes manchúes y revelaban asombrosas reservas de amor y
ternura.
Todo esto se lo explicó la adivinadora a la viuda, empleando palabras y
términos habituales entre los grafólogos, quiromantes y chalanes.
—Pues gracias, madámochka —dijo la viuda—. Ahora sé quién es el rey
de tréboles. Y a la reina de diamantes la conozco también muy bien. Pero este
rey ¿es de matrimonio?
—Así es, hija mía.
La viuda se marchó a su casa con nuevos ánimos. Y la adivinadora,
arrojando las cartas dentro de un cajón, bostezó, mostrando unas fauces de
cincuentona, y se fue a la cocina. Allí se afanó con su comida, que se
calentaba sobre una cocinilla de petróleo Grets, se secó las manos en el
delantal como una cocinera, cogió un cubo con el esmalte descascarillado y
salió al patio a por agua.
Caminaba por el patio, desplazándose pesadamente sobre las planas
plantas de sus pies. Su busto medio desplomado saltaba marchito dentro de su
blusa reteñida. Sobre su cabeza crecía una escobilla de cabellos canosos. Era
vieja, un poco sucia, miraba a todos con recelo y le gustaban los dulces. Si
Ippolit Matvéevich la hubiera visto ahora, nunca habría reconocido a Elena
Bohour, su antiguo amor, sobre la cual el secretario del juzgado había dicho
una vez en verso que «invita a darle un beso / todo en ella es etéreo». Junto al
pozo, madame Bohour fue saludada por su vecino Víktor Mijáilovich
Polésov, cerrajero-intelectual que hacía provisión de agua en un bidón de
gasolina. Polésov tenía la cara de un diablo de ópera al que han untado
concienzudamente de hollín antes de hacerle salir a escena.
Tras intercambiar saludos, los vecinos comenzaron a hablar sobre el
asunto que centraba la atención de todo Stárgorod.

Página 72
—¡A lo que hemos llegado! —dijo irónicamente Polésov—. Ayer me
recorrí toda la ciudad sin poder conseguir cojinetes de tres octavos de
pulgada. Nada. ¡No había! Y van a poner en marcha un tranvía.
Elena Stanislávovna, que tenía sobre los cojinetes de tres octavos de
pulgada la misma noción que tiene sobre agricultura una alumna de los cursos
de danza Leonardo da Vinci, la cual supone que el requesón se extrae de
dentro de las empanadillas, no dejó de compadecerse.
—¡Qué tiendas tenemos ahora! ¡Ahora sólo hay colas, y no tiendas! Y los
nombres de esas tiendas son de lo más espantoso. ¡Starguikó!
—¡No, sabe, Elena Stanislávovna, eso no puede ser! Les quedan cuatro
motores de la Compañía General Eléctrica. Pues bien, esos funcionarán de
mala manera aunque las carrocerías sean una chatarra de tal calibre… Los
cristales no van montados sobre caucho. Yo mismo lo he visto. Va a
temblequear todo. ¡Qué desesperación! Y los restantes motores están hechos
en Járkov. Pura industria metalúrgica estatal. No aguantarán ni una versta.
Los he visto…
El cerrajero se calló irritado. Su rostro negro brillaba al sol. El blanco de
sus ojos estaba amarillento. De entre los artesanos mecanizados de los que
estaba dotada en abundancia Stárgorod, Víktor Mijáilovich era el menos hábil
y el que metía la pata con más frecuencia. La causa de ello residía en su
naturaleza excesivamente apasionada. Era un perezoso apasionado. Estaba en
un estado de continua ebullición. Era imposible encontrarlo en su propio
taller, situado en el segundo patio de la casa n.º 7 del callejón Pereléshinski.
Una fragua transportable apagada permanecía como huérfana en medio del
cobertizo de piedra, en cuyos rincones se hacinaban cámaras de aire
perforadas, protectores de neumáticos Triángulo desgarrados, cerrojos rojizos
tan enormes que con ellos se hubiera podido cerrar ciudades, depósitos de
combustible blandos con las inscripciones Indian y Wanderer, un cochecito de
niño con resortes, una dinamo ensordecida para siempre, unas correas
podridas de cuero sin curtir, estopa ensebada, papel de lija desgastado, una
bayoneta austríaca y una gran cantidad de chatarra rota, doblada y aplastada.
Los clientes no encontraban nunca a Víktor Mijáilovich. Víktor Mijáilovich
andaba ya dando órdenes en alguna parte. No tenía tiempo para trabajar. No
podía parar quieto si veía entrar cargado a un carretero en su patio o en el del
vecino. Polésov salía al momento al patio, y con los brazos cruzados a la
espalda, observaba despectivamente las maniobras del conductor. Al final, su
corazón no lo soportaba.
—Pero ¿qué manera es esa de meterse? —gritaba horrorizado—. ¡Tuerce!

Página 73
El asustado conductor torcía.
—Pero ¿adónde estás torciendo, idiota? —sufría Víktor Mijáilovich,
lanzándose sobre el caballo—. ¡Si en los viejos tiempos te hubieran dado de
bofetadas, ya hubieras torcido, ya!
Después de haber dado órdenes de esta manera durante media hora,
Polésov se disponía ya a regresar al taller, donde le esperaba una bomba de
bicicleta sin reparar, pero entonces la tranquila vida de la ciudad se veía
normalmente perturbada por otra nueva equivocación. Bien en la calle se
enganchaban dos carros por los ejes y Víktor Mijáilovich indicaba la mejor y
más rápida forma de desengancharlos, o bien cambiaban un poste de telégrafo
y Polésov comprobaba si estaba perpendicular al suelo con una plomada
propia, traída especialmente de su taller; o bien, por fin, pasaban los
bomberos y Polésov, alterado por el sonido de la sirena y consumido por el
fuego de la inquietud, corría tras los coches.
A veces, sin embargo, se apoderaba de Víktor Mijáilovich un torbellino de
auténtica actividad. Se encerraba en el taller por unos cuantos días y trabajaba
en silencio. Los niños corrían libremente por el patio y gritaban lo que
querían. Los carreteros describían en el patio las curvas que les daba la gana,
los carros dejaban de engancharse en la calle, y los coches de bomberos y las
carrozas fúnebres rodaban solos hacia el incendio: Víktor Polésov trabajaba.
Una vez, después de una de esas borracheras creativas, sacó al patio, cogida
por los cuernos como un carnero, una motocicleta hecha de piezas de
automóviles, extintores, bicicletas y máquinas de escribir. El motor, con una
potencia de un caballo y medio, era de la marca Wanderer, las ruedas eran
Davidson y las otras partes esenciales hacía ya tiempo que habían perdido la
marca. En el sillín colgaba de un cordelillo el cartel de cartón «Prueba». Se
reunió una multitud. Sin mirar a nadie, Víktor Mijáilovich hizo girar el pedal
con la mano. Durante unos diez minutos no saltó chispa. A continuación sonó
un chasquido metálico, el aparato comenzó a vibrar y se cubrió de sucio
humo. Víktor Mijáilovich saltó sobre el sillín y la motocicleta, cogiendo una
velocidad de locura, lo llevó a través del túnel hacia la mitad de la calzada y
se detuvo al instante, como atravesada por una bala. Víktor Mijáilovich se
disponía ya a bajarse y revisar su enigmática máquina, pero esta dio de
repente marcha atrás y, llevando a su creador a través del mismo túnel, se
detuvo en el lugar de partida, en medio del patio, lanzó un «¡ay!» gruñón y
explotó. Víktor Mijáilovich salió ileso de milagro y en el siguiente periodo de
borrachera creadora construyó con los pedazos de motocicleta un motor fijo
muy parecido a uno de verdad, pero que no funcionaba.

Página 74
El culmen de la actividad académica del cerrajero-intelectual fue la
epopeya con las puertas cocheras de la casa vecina n.º 5. La comunidad de
vecinos de esta casa firmó un acuerdo con Víktor Mijáilovich por el cual
Polésov se comprometía a arreglar las puertas de hierro de la casa y a
pintarlas en algún color económico, según su parecer. Por su parte, la
comunidad de vecinos se comprometía a pagarle a V. M. Polésov 21 rublos
con 75 kopeks, después de la aprobación del trabajo por una comisión
especial. Las pólizas fiscales se dejaban a cuenta del ejecutor del trabajo.
Víktor Mijáilovich cargó con las puertas como Sansón. En el taller
emprendió el trabajo con entusiasmo. Tardó dos días en desmontar las
puertas. Estas fueron desarmadas en sus partes constitutivas. Las espirales de
hierro colado yacían dentro del cochecito de niño, las varillas y los vástagos
de hierro fueron puestos bajo el banco de carpintero. Empleó unos cuantos
días más en examinar los deterioros. Pero después sucedió en la ciudad una
gran contratiempo: reventó la tubería principal de agua en la calle Droviánaia
y Víktor Mijáilovich se pasó el resto de la semana en el lugar de la avería,
sonriendo irónicamente, gritando a los obreros y mirando a cada momento el
foso.
Cuando la pasión organizadora de Víktor Mijáilovich se apaciguó un
poco, de nuevo regresó a las puertas, pero era tarde: los niños del patio
jugaban ya con las espirales de hierro colado y con los vástagos de las puertas
de la casa n.º 5. Al ver al encolerizado cerrajero, los niños, asustados, tiraron
sus juguetes y salieron corriendo. Faltaba la mitad de las espirales y no
consiguió encontrarlas. Después de esto, Víktor Mijáilovich perdió todo
interés por las puertas.
Entretanto, en la casa n.º 5, abierta de par en par, sucedían terribles
acontecimientos. De los desvanes robaban la ropa mojada, y una vez, por la
tarde, incluso se llevaron del patio un samovar hirviendo. Víktor Mijáilovich
tomó parte personalmente en la persecución del ladrón, pero este, aunque
llevaba con las manos extendidas hacia delante el samovar hirviendo, de cuyo
tubo de hojalata brotaba una llama, corría a gran velocidad y, volviéndose
hacia atrás, insultaba con palabras obscenas a Víktor Mijáilovich, que se
mantenía delante de todos. Pero el que peor lo pasó fue el portero de la casa
n.º 5. Perdió su salario nocturno: no había puertas, no había nada que abrir y
los vecinos que venían de parranda no tenían motivo para darle propina. Al
principio, el portero acudía a informarse de si las puertas estarían pronto
montadas, después suplicaba por Cristo Nuestro Señor, y al final comenzó a
pronunciar vagas amenazas. La comunidad de vecinos envió a Víktor

Página 75
Mijáilovich recordatorios por carta. El asunto olía a juzgado. La situación se
hacía cada vez más tensa.
De pie junto al pozo, la adivinadora y el cerrajero entusiasta continuaban
su conversación.
—¡En presencia de la ausencia de traviesas de madera tratada —gritaba
Víktor Mijáilovich a todo el patio—, esto no será un tranvía, sino una plaga!
—¿Cuándo se acabará todo esto? —dijo Elena Stanislávovna—. Vivimos
como salvajes.
—Esto no tendrá fin… ¡Ah! Pero ¿sabe a quién he visto hoy? ¡A
Vorobiáninov!
Elena Stanislávovna se apoyó sobre el pozo, mientras, en su asombro,
continuaba sosteniendo a peso el cubo lleno de agua.
—Acudo al Ayuntamiento para prolongar el contrato de arrendamiento
del taller, voy por el pasillo. De repente se me acercan dos personas. Miro,
noto algo familiar. Como si fuera la cara de Vorobiáninov. Y me preguntan:
«Díganos qué organismo administrativo había antes en este edificio». Les
digo que aquí antes había un Liceo femenino y después estuvo el Servicio de
la Vivienda. «¿Qué asunto les trae?», les pregunto. Y ellos dicen «Gracias» y
siguen adelante. Entonces vi claramente que era el propio Vorobiáninov, sólo
que sin bigotes. ¿De dónde habrá venido? Y el otro que estaba con él era un
hombre guapo, evidentemente un antiguo oficial. Y entonces pensé…
En ese momento Víktor Mijáilovich advirtió algo desagradable.
Interrumpiendo su discurso, cogió su bidón y se ocultó con rapidez tras un
cubo de basura. En el patio había entrado lentamente el portero de la casa n.º
5, se detuvo cerca del pozo y comenzó a examinar los edificios del patio. Al
no ver por ninguna parte a Víktor Mijáilovich, se entristeció.
—¿Otra vez no está Vitka el cerrajero? —le preguntó a Elena
Stanislávovna.
—Ah, yo no sé nada —dijo la adivinadora—, yo no sé nada.
Y con una agitación desacostumbrada, vertiendo agua del cubo, se fue
apresuradamente a su casa.
El portero acarició el costado de cemento del pozo y se dirigió al taller.
Dos pasos después del letrero:
HACIA EL TALLER DE CERRAJERÍA

relucía el letrero:
TALLER DE CERRAJERÍA
Y

Página 76
REPARACIÓN DE HORNILLOS

bajo el cual colgaba un pesado cerrojo. El portero le dio un puntapié al cerrojo


y dijo con odio:
—¡Ay como te coja, gangrena!
El portero estuvo junto al taller unos tres minutos más, mientras se llenaba
de los sentimientos más venenosos, después arrancó el letrero con estrépito, lo
llevó en medio del patio, junto al pozo, y pisoteándolo con ambos pies, se
puso a armar escándalo.
—¡Unos ladrones son los que viven en vuestra casa n.º 7! —vociferó el
portero—. ¡Toda clase de canallas! ¡Una víbora hija de mala madre! ¿Que
tiene estudios secundarios…? ¡Me dan igual sus estudios secundarios…!
¡Gangrena maldita…!
Mientras tanto, la víbora hija de mala madre con estudios secundarios
permanecía sentada sobre un bidón detrás de un cubo de basura, aburriéndose.
Los batientes se abrían de par en par con ruido y a las ventanas se
asomaban alegres vecinos. Desde la calle, sin prisa, los curiosos entraban al
patio. A la vista del auditorio, el portero se inflamó aún más.
—¡Cerrajero mecánico! —gritaba el portero—. ¡Perro aristócrata!
El portero alternaba en abundancia expresiones parlamentarias con
palabras indecentes, aunque otorgaba preferencia a estas últimas. El sexo
débil, que había cubierto espesamente los alféizares, estaba muy indignado
contra el portero, pero no se separaba de las ventanas.
—¡Le romperé la jeta! —se ponía frenético el portero—. ¡Al instruido
ese!
Cuando el escándalo estaba en su cénit, apareció un policía y comenzó a
arrastrar en silencio al escandalizador a la comisaría. Ayudaban al policía los
buenos mozos de Embalarrápido.
El portero abrazó dócilmente del cuello al policía y se echó a llorar.
El peligro había pasado. Entonces, desde detrás del cubo de basura saltó el
extenuado Víktor Mijáilovich. El auditorio comenzó a susurrar.
—¡Descarado! —gritó Víktor Mijáilovich en pos de la procesión—.
¡Descarado! ¡Ya te enseñaré yo! ¡Miserable!
El portero, que sollozaba amargamente, no oyó nada de esto. Lo
conducían a la comisaría en brazos. Allí se llevaron también, en calidad de
prueba material, el letrero «Taller de cerrajería y reparación de hornillos».
Víktor Mijáilovich aún siguió envalentonado un rato.
—¡Hijos de perra! —decía, dirigiéndose a los espectadores—. ¡Se dan
mucha importancia! ¡Descarados!

Página 77
—¡Déjelo ya, Víktor Mijáilovich! —le gritó desde la ventana Elena
Stanislávovna—. Pase por mi casa un minuto.
Ella colocó delante de Víktor Mijáilovich un platito con compota y,
paseándose por la habitación, se puso a interrogarle.
—Pero ¡yo le digo que era él, sin bigotes, pero él —gritaba, según su
costumbre, Víktor Mijáilovich—, lo conozco perfectamente! ¡Vorobiáninov,
clavado!
—¡Más bajo, por Dios! ¿Para qué habrá venido, qué le parece?
En el rostro negro de Víktor Mijáilovich se formó una sonrisa irónica.
—Y bien, ¿qué le parece?
Él se sonrió con una ironía aún mayor.
—En todo caso, no para firmar acuerdos con los bolcheviques.
—¿Usted piensa que corre peligro?
Las reservas de ironía, acumuladas por Víktor Mijáilovich en diez años de
revolución, eran inagotables. En su rostro comenzaron a aparecer series de
sonrisas de distinta fuerza y escepticismo.
—¿Quién no corre peligro en la Rusia soviética, tanto más una persona en
la situación de Vorobiáninov? Los bigotes, Elena Stanislávovna, no se afeitan
así como así.
—¿Habrá sido enviado desde el extranjero? —preguntó Elena
Stanislávovna casi sin aliento.
—Indudablemente —respondió el genial cerrajero.
—¿Con qué finalidad estará aquí?
—No sea infantil.
—Me da igual. Tengo que verle.
—Pero ¿usted sabe a lo que se arriesga?
—Ah, me da igual. Después de diez años de separación no puedo dejar de
encontrarme con Ippolit Matvéevich.
De hecho, a ella le parecía que el destino los había separado en el
momento en que se amaban el uno al otro.
—¡Se lo ruego, encuéntrelo! ¡Entérese de dónde está! ¡Usted suele estar
en todas partes! ¡No le será difícil! Dígale que quiero verle. ¿Me oye?
El papagayo con calzones rojos, que dormitaba sobre su percha, se asustó
de la ruidosa conversación, se dio la vuelta cabeza abajo y quedó inmóvil en
esa posición.
—Elena Stanislávovna —dijo el cerrajero mecánico, levantándose a
medias y apretando las manos contra su pecho—, yo lo encontraré y
estableceré contacto con él.

Página 78
—¿Quizás querrá usted un poco más de compota? —se enterneció la
adivinadora.
Víktor Mijáilovich se comió la compota, le dio una maligna lección sobre
el incorrecto diseño de la jaula del papagayo y se despidió de Elena
Stanislávovna, recomendándole mantenerlo todo en el más estricto secreto.

Página 79
X
EL REGISTRO ALFABÉTICO
«EL ESPEJO DE LA VIDA»

Al segundo día los socios se convencieron de que no era cómodo seguir


viviendo en la portería. Tijon refunfuñaba, completamente anonadado
después de haber visto a su señor primero con el bigote negro, luego verde, y,
por fin, sin nada de bigote. No había dónde dormir. La portería apestaba al
olor a estiércol podrido que desprendían las nuevas botas de fieltro de Tijon.
Las viejas estaban en un rincón y tampoco contribuían a ozonizar el aire.
—Considero cerrada la velada de los recuerdos —dijo Ostap—, hay que
mudarse a un hotel.
Ippolit Matvéevich se estremeció.
—Eso es imposible.
—¿Por qué, si me permite saberlo?
—Allí habrá que registrarse.
—¿Su pasaporte no está en regla?
—Claro que sí, mi pasaporte está en regla, pero en la ciudad conocen bien
mi apellido. Correrán rumores.
Los concesionarios meditaron en silencio.
—¿Y el apellido Mijelsón le gusta? —preguntó inesperadamente el
magnífico Ostap.
—¿Qué Mijelsón? ¿El senador?
—No. El miembro del Sindicato de Empleados de Comercio de la URSS.
—No le comprendo.
—Eso es por falta de hábitos técnicos. No sea apocado.
Bénder sacó de su chaqueta verde un carnet sindical y se lo pasó a Ippolit
Matvéevich.
—Konrad Kárlovich Mijelsón, 48 años, no afiliado al partido, soltero,
miembro del sindicato desde el año 1921, individuo de moralidad intachable,

Página 80
buen conocido mío, al parecer, amante de los niños… Pero usted no necesita
tener amistad con ellos. La policía no se lo va a exigir.
Ippolit Matvéevich se sonrojó.
—Pero ¿acaso eso es decente?
—En comparación con nuestra concesión, este delito, aunque previsto por
el Código Penal, tiene, con todo, el aspecto inocente del juego infantil del
escondite.
Vorobiáninov, no obstante, se quedó confuso.
—Es usted un idealista, Konrad Kárlovich. Aún ha tenido suerte, si no,
imagínese si de repente hubiera tenido que convertirse en un Papa-
Jristozópulo o en un Zlovunov[40].
Siguió un rápido acuerdo y los concesionarios, sin despedirse de Tijon,
salieron a la calle.

Se alojaron en las habitaciones amuebladas Sorbona. Ostap movilizó a toda la


pequeña plantilla del personal del hotel. Primero visitó las habitaciones de
siete rublos, pero quedó descontento de su mobiliario. La decoración de las de
cinco rublos le gustó más, pero las alfombras estaban raídas y su olor era
irritante. En las habitaciones de tres rublos todo estaba bien con excepción de
los cuadros.
—Yo no puedo vivir en la misma habitación que estos paisajes —dijo
Ostap.
Hubo de instalarse en una habitación de un rublo ochenta. Allí no había
paisajes, no había alfombras, y el mobiliario era de una total austeridad: dos
camas y una mesilla de noche.
—El estilo de la Edad de Piedra —señaló Ostap con aprobación—. Pero
¿no habrá animales prehistóricos en los colchones?
—Depende de la estación —respondió el astuto camarero—; si, por
ejemplo, hay algún congreso regional, por supuesto que no, porque hay
muchos viajeros y antes se efectúa una gran limpieza. Pero el resto del tiempo
sucede, efectivamente, que aparecen. De las habitaciones vecinas del Livadia.
Ese mismo día los concesionarios estuvieron en el ayuntamiento de la
ciudad, donde recibieron todas las informaciones necesarias. Resultó que el
Servicio de la Vivienda fue disuelto en 1921 y que su vasto archivo se había
fundido con el del Ayuntamiento de Stárgorod.
El gran intrigante se puso manos a la obra. Por la tarde, los socios ya
sabían la dirección particular del encargado del archivo, Varfoloméi
Korobéinikov, antiguo funcionario de la Cancillería del gobernador,
actualmente empleado de oficina.

Página 81
Ostap se revistió con su chaleco de estambre, sacudió su chaqueta contra
el respaldo de la cama, obtuvo de Ippolit Matvéevich un rublo con veinte
kopeks para gastos de representación y se marchó a visitar al archivero.
Ippolit Matvéevich se quedó en el Sorbona y comenzó a pasearse con
inquietud por el resquicio entre las dos camas. Esa tarde, verde y fría, se
decidía el destino de toda la empresa. Si lograban conseguir copias de las
órdenes de distribución del mobiliario confiscado en la mansión de
Vorobiáninov, se podía considerar realizada la mitad del asunto. Más adelante
habría dificultades, sin duda imprevisibles, pero el hilo estaría ya en sus
manos.
—¡Sólo haría falta conseguir las órdenes —murmuró Ippolit Matvéevich,
tirado en la cama—, sólo harían falta las órdenes…!
Los resortes del roto colchón le mordían como pulgas. Él no lo sentía.
Todavía no tenía una idea clara de lo que seguiría después de recibir las
órdenes, pero estaba seguro de que entonces todo iría como untado con
mantequilla: «Y con la mantequilla», le daba vueltas en la cabeza el refrán,
sin saber por qué, «no se estropea la papilla».
Mientras tanto, se cocía algo bueno. Presa de un sueño color de rosa,
Ippolit Matvéevich daba vueltas en la cama de un lado a otro. Los resortes
balaban debajo de él.
Ostap tuvo que atravesar toda la ciudad. Korobéinikov vivía en Gusische,
un arrabal de Stárgorod.
Allí vivían principalmente ferroviarios. A veces, sobre las casas, por un
terraplén cercado por una delgada tapia de hormigón, pasaba marcha atrás una
resoplante locomotora. Los tejados de las casas se iluminaban un segundo con
las llamaradas del fogón. A veces circulaban vagones sin carga, otras
estallaban petardos. En medio de las chabolas y de los barracones
provisionales se extendían largos bloques de ladrillo de casas cooperativas
aún sin revocar.
Ostap pasó una isla iluminada, el club de los ferroviarios, verificó la
dirección en un papelito y se detuvo junto a la casita del archivero. Hizo girar
un timbre con las letras en relieve «se ruega girar».
Después de prolongadas preguntas del tipo «¿A quién viene a ver?»,
«¿Para qué?», le abrieron, y se encontró en un oscuro recibidor todo ocupado
por armarios. Alguien resoplaba sobre Ostap en la oscuridad, pero no decía
nada.
—¿Dónde está el ciudadano Korobéinikov? —preguntó Bénder.

Página 82
La persona que resoplaba cogió a Ostap del brazo y lo introdujo en un
comedor iluminado por una lámpara colgante de queroseno. Ostap vio ante sí
a un viejecito pequeño, relimpio, con una espalda extraordinariamente
flexible. No había duda de que este viejo era el ciudadano Korobéinikov en
persona. Ostap arrimó una silla sin ser invitado y se sentó.
El viejecito miraba sin temor a la persona que se tomaba tales licencias y
permanecía en silencio. Ostap comenzó amablemente la conversación el
primero.
—He venido a verle por un asunto. ¿Sirve usted en el archivo del
Ayuntamiento?
La espalda del viejecito se puso en movimiento y se curvó
afirmativamente.
—¿Y antes trabajó en el Servicio de la Vivienda?
—Yo he trabajado en todas partes —dijo el viejo alegremente.
—¿Incluso en la Cancillería del gobernador?
Al decir esto, Ostap sonrió graciosamente. La espalda del viejo se retorció
largo rato y por fin se detuvo en una posición que evidenciaba que su servicio
junto al gobernador era un asunto antiguo y que recordarlo todo era
absolutamente imposible.
—Permítame, en todo caso, saber con quién tengo el honor… —preguntó
el dueño, mirando con interés a su huésped.
—Por supuesto —respondió el huésped—. Soy el hijo de Vorobiáninov.
—¿De cuál? ¿Del decano?
—Así es.
—Y él, ¿sigue vivo?
—Murió, ciudadano Korobéinikov. Falleció.
—Sí —dijo el viejo sin especial pena—, un triste suceso. Pero yo creía
que no tenía hijos.
—No tenía —confirmó amablemente Ostap.
—¿Cómo pues…?
—Es fácil de explicar. Yo soy fruto de un matrimonio morganático.
—¿No será usted hijo de Elena Stanislávovna?
—Sí. Precisamente.
—Y ella, ¿cómo está de salud?
—Maman hace tiempo que está en la tumba.
—¡Vaya, vaya, ah, qué triste!
Y durante un buen rato el viejo estuvo mirando con lágrimas de
compasión a Ostap, aunque aquel mismo día, sin ir más lejos, había visto a

Página 83
Elena Stanislávovna en el bazar, en los puestos de la carne.
—Todos mueren —dijo—. No obstante, permítame saber a qué se debe su
visita, estimado… pero no conozco su nombre…
—Voldemar —comunicó rápidamente Ostap.
—¿Vladímir Ippolítovich? Muy bien. Eso es. Le escucho, Vladímir
Ippolítovich.
El viejecito se sentó junto a una mesa cubierta por un hule con dibujos y
miró a Ostap directamente a los ojos.
Ostap expresó con palabras escogidas la tristeza que sentía por sus padres.
Lamentaba mucho haber irrumpido tan tarde en la morada del muy estimado
archivero y haberle ocasionado molestias con su visita, pero confiaba en que
el muy estimado archivero le perdonaría cuando supiera qué clase de
sentimiento le había movido a ello.
—Yo quería —concluyó Ostap con un indecible amor filial— encontrar
algo del mobiliario de mi querido papá, para conservar un recuerdo de él.
¿Usted no sabrá a quién le fueron transmitidos los muebles de la casa de
papá?
—Es un asunto complicado —respondió el viejo, después de pensárselo
—. Eso sólo podría conseguirlo una persona con recursos… ¿Y usted,
perdone, a qué se dedica?
—Profesión liberal. Matadero frigorífico propio en régimen de
cooperativa, en Samara.
El viejo contempló incrédulo la verde armadura del joven Vorobiáninov,
pero prefirió no objetar nada.
«Un joven espabilado», pensó.
Ostap, que para entonces ya había concluido su observación de
Korobéinikov, decidió que «el viejo era el típico canalla».
—Por tanto… —dijo Ostap.
—Por tanto —dijo el archivero—, es difícil pero posible…
—¿Exigirá gastos? —ayudó el propietario del matadero frigorífico.
—Una pequeña suma.
—Vayamos al grano, como dice Maupassant. Las informaciones serán
remuneradas.
—Pues bien, ponga 70 rublos.
—¿Por qué tanto? ¿La avena es ahora cara?[41]
El viejo comenzó a tintinear un poco, moviendo la columna vertebral.
—Le gusta bromear…

Página 84
—De acuerdo, papaíto. El dinero contra las órdenes. ¿Cuándo puedo
volver a su casa?
—¿Lleva el dinero con usted?
Ostap se dio unas palmadas en el bolsillo mostrando su disposición.
—Entonces, haga el favor, pase ahora mismo —dijo solemnemente
Korobéinikov.
Encendió una vela y condujo a Ostap a la habitación vecina. Allí, aparte
de la cama, en la que, por lo visto, dormía el dueño de la casa, había una mesa
de escritorio abarrotada de libros de contabilidad y un largo armario de
oficina con estantes abiertos. Al borde de las estanterías había pegadas letras
impresas: A, B, C, etc., hasta la letra de retaguardia Z. Sobre las estanterías
había paquetes de órdenes de asignación, atados con cordel fresco.
—¡Vaya, vaya! —dijo el maravillado Ostap—. ¡Un archivo entero en
casa!
—Absolutamente entero —respondió con modestia el archivero—. Sabe,
yo, en cualquier caso… el ayuntamiento no lo necesita y a mí me puede ser
útil en la vejez… Sabe, vivimos como sobre un volcán… Todo puede
ocurrir… La gente se lanzará entonces a buscar sus muebles, pero ¿dónde
están sus muebles? ¡Aquí es donde están! ¡Aquí! En el armario. ¿Y quién los
ha conservado, quién los ha protegido? Korobéinikov. Entonces los señores le
darán las gracias al viejecito, le ayudarán en la vejez… A mí no me hace falta
mucho, si me dan diez rublos por cada orden, con eso me daré por satisfecho.
Si no, pruebe a buscar el viento en el campo. ¡Sin mí no encontrarán nada!
Ostap miraba entusiasmado al viejo:
—¡Una cancillería prodigiosa! —dijo—. ¡Una mecanización total! ¡Es
usted un auténtico héroe del trabajo!
El halagado archivero comenzó a iniciar al huésped en los detalles de su
ocupación favorita. Abrió los gruesos libros de inventario y de distribución.
—¡Todo está aquí —dijo—, todo Stárgorod! ¡Todos los muebles! Cuándo
le fue tomado a tal, cuándo le fue dado a cual. ¡Y este es el registro alfabético,
el espejo de la vida! ¿Qué muebles le interesan? ¿Los del comerciante de
primera categoría Ánguelov? Tenga usted la bondad. Mire la letra A. Letra A,
Ak, Am, An, Ánguelov… ¿Número? ¡Aquí está! 82.742. Ahora vamos al
libro de registro. Página 142. ¿Dónde está Ánguelov? Aquí está. Cogido a
Ánguelov el 18 de diciembre de 1918: un piano de cola Becker n.º 97.012 con
su taburete tapizado; escritorios, dos unidades; guardarropas, cuatro (dos de
caoba); chiffonier, uno, y etc. ¿Y a quién le fue entregado?… Miremos el
libro de distribución. El mismo número 82.742… Entregado…: el chiffonier,

Página 85
al Comisariado militar de la ciudad; los guardarropas, tres unidades, al
internado infantil Alondra… Y el otro guardarropa a la disposición personal
del secretario del Comité Regional de Abastos. Y el piano de cola, ¿adónde
fue? El piano fue a la casa de amparo n.º 2 y allí sigue estando ahora…
«Me parece que yo no vi allí ese piano», pensó Ostap, recordando la
tímida carita de Aljen.
—O, por ejemplo, Murin, el regente de la cancillería del Consejo
municipal… Hay que buscar, por lo tanto, en la letra M. Todo está aquí. Toda
la ciudad. Pianos, todo tipo de sofás, espejos de pie, sillones, divanes, pufs,
lámparas… Están incluso los servicios de mesa…
—Y bien —dijo Ostap—, hay que levantarle a usted un monumento
imperecedero. No obstante, vayamos al grano. Por ejemplo, la letra V.
—Tenemos la letra V —contestó de buena gana Korobéinikov—. Ahora.
Vm, Vn, Voritski, n.º 48.238 Vorobiáninov, Ippolit Matvéevich, su papá,
Dios lo tenga en su seno, era un hombre de gran corazón… Piano Becker n.º
54.809; jarrones chinos, cuatro, con el sello de la fábrica francesa de Sévres;
alfombras de Aubusson, ocho, de distintas dimensiones; el gobelino La
pastora, el gobelino El pastor, alfombras de Turkmenia, dos; alfombras de
Jorasán, una; un oso disecado con un plato, uno; un juego de dormitorio, doce
piezas; un juego de comedor, dieciséis piezas; un juego de salón, catorce
piezas, de nogal, trabajo del maestro Gambs…
—¿Y a quién le fue repartido? —preguntó Ostap con impaciencia.
—Ahora mismo. El oso disecado con un plato, a la segunda Comisaría de
policía. El gobelino El pastor, al fondo de tesoros artísticos. El gobelino La
pastora, al club de marineros. Las alfombras de Aubusson, las turkmenias y la
de Jorasán, al Comisariado Popular de Comercio Exterior. El juego de
dormitorio, al sindicato de cazadores. El juego de comedor, a la Dirección
Regional del Té de Stárgorod. El juego de salón de nogal, por partes. La mesa
redonda y una silla, a la segunda casa de amparo; el diván con el respaldo
curvado, a disposición del Servicio de la Vivienda (aún sigue en el vestíbulo,
todo el tapizado lo han llenado de grasa, los muy canallas); y otra silla, para el
camarada Gritsatsuev, como inválido de la Guerra Imperialista[42], a petición
propia y por resolución del jefe del Servicio de la Vivienda, camarada Burkin.
Diez sillas a Moscú, al Museo de Artesanía del mueble, de acuerdo con la
circular del Comisariado Popular de Instrucción… Los jarrones chinos, con
sello…
—¡Le alabo —dijo Ostap, regocijándose—, esto es realmente genial!
Estaría bien mirar también las órdenes.

Página 86
—Ahora, ahora llegaremos también a las órdenes. N.º48.238, letra V.
El archivero se acercó al armario y, poniéndose de puntillas, sacó el
paquete necesario.
—Aquí lo tiene. Todo el mobiliario de su papá está aquí. ¿Quiere todas las
órdenes?
—No me hacen falta todas… Veamos… recuerdos de la infancia, el juego
de salón… Recuerdo que yo solía jugar en el salón sobre la alfombra de
Jorasán, mirando el gobelino La pastora… ¡Eran buenos tiempos, la dorada
infancia!… Así que nos limitaremos al juego de salón, papaíto.
El archivero estiró amorosamente el paquete de los resguardos verdes y se
puso a buscar allí las órdenes exigidas. Korobéinikov escogió cinco: una
orden por diez sillas, dos por una silla cada una, una por la mesa redonda y
una por el gobelino La pastora.
—Tenga la bondad de verlo. Todo en orden. Dónde está cada cosa, todo
queda claro. En los resguardos van escritas todas las direcciones y la firma
manuscrita del destinatario. Así que nadie, si llegara el caso, se desdirá.
¿Quizás quiera el juego de la generala Popova? Es muy bueno. También es
trabajo de Gambs.
Pero Ostap, movido exclusivamente por el amor a sus padres, se apoderó
de las órdenes, las metió bien en el fondo de su bolsillo lateral y rechazó el
juego de la generala.
—¿Puedo hacerle un recibito? —se informó el archivero, encorvándose
del todo.
—Claro —dijo afablemente Bénder—, hágalo, luchador por la idea.
—Ahora lo escribo.
—¡Corra!
Pasaron a la primera habitación. Korobéinikov escribió el recibo con letra
caligráfica y, sonriendo, se lo entregó a su huésped. El concesionario
principal, con una extraordinaria cortesía, cogió el papelito con dos dedos de
la mano derecha y lo colocó en el mismo bolsillo donde ya yacían las valiosas
órdenes.
—Bueno, hasta luego —dijo, entornando los ojos—, parece que le he
importunado demasiado. No me atrevo a abrumarle más con mi presencia. Su
mano, director de la cancillería.
El perplejo archivero apretó sin fuerza la mano que se le tendía.
—Hasta luego —repitió Ostap.
Se dirigió hacia la salida.

Página 87
Korobéinikov no comprendía nada. Incluso miró hacia la mesa, por si el
huésped hubiera dejado el dinero allí, pero sobre la mesa no había dinero.
Entonces el archivero preguntó en voz muy baja:
—¿Y el dinero?
—¿Qué dinero? —dijo Ostap, abriendo la puerta—. Parece que usted ha
preguntado por cierto dinero.
—Sí, desde luego. ¡Por los muebles! ¡Por las órdenes!
—Mi querido señor —cantó Ostap—, Dios es testigo, lo juro por el honor
de mi difunto papá: de buen grado lo haría, pero no lo tengo, he olvidado
sacarlo de mi cuenta corriente.
El viejo comenzó a temblar y tendió hacia delante su endeble garra, con el
deseo de retener al visitante nocturno.
—¡Silencio, estúpido! —dijo Ostap amenazador—. Te dicen en cristiano
que mañana, pues mañana. Bueno, ¡hasta luego! ¡Escríbame cartas!…
La puerta se cerró con estruendo. Korobéinikov la abrió de nuevo y salió
corriendo a la calle, pero Ostap ya no estaba. Caminaba con rapidez frente al
puente. La locomotora que pasaba por el viaducto lo iluminó con sus faros y
lo envolvió en humo.
—¡Se ha roto el hielo! —le gritó al maquinista—. ¡Se ha roto el hielo,
señores miembros del jurado!
El maquinista no le entendió, agitó la mano, las ruedas de la máquina
tiraron con más fuerza de los codos de acero de las bielas y la locomotora
partió a toda prisa.
Korobéinikov permaneció unos dos minutos al viento helado y,
blasfemando de un modo terrible, regresó a su casorrio. Le dominó una
insoportable amargura. Lleno de rabia, se puso a dar puntapiés a la mesa en
medio de la habitación. Un cenicero en forma de chanclo con la inscripción
roja «Triángulo» daba saltos y un vaso chocó con una jarra.
Nunca habían engañado a Varfoloméi Korobéinikov tan vilmente. Él
podía engañar a quien hiciera falta, pero aquí se la habían pegado con una
sencillez tan genial, que aún estuvo de pie un buen rato, golpeando las gruesas
patas de la mesa de comer.
En Gusische a Korobéinikov lo llamaban Varfoloméich. Se dirigían a él
sólo en caso de extrema necesidad. Varfoloméich tomaba cosas en prenda y
fijaba intereses caníbales. Se dedicaba a esto hacía ya unos cuantos años y
todavía no lo habían cogido ni una sola vez. Y ahora había fracasado en su
mejor empresa comercial, de la que esperaba grandes beneficios y una vejez
asegurada.

Página 88
—¡Basta de tomaduras de pelo! —gritó, recordando las órdenes perdidas
—. Desde ahora, el dinero sólo por adelantado. ¿Cómo he podido meter así la
pata? Con mis propias manos he entregado el juego de salón de nogal… ¡Sólo
ya el gobelino La pastora no tiene precio! ¡Hecho a mano…!
El timbre «se ruega girar» hacía ya tiempo que lo accionaba una mano
insegura y Varfoloméich no tuvo tiempo de recordar que la puerta de entrada
se había quedado abierta, cuando en el recibidor resonó un golpe pesado y la
voz de una persona enredada en el laberinto de armarios, imploró:
—¿Por dónde se entra?
Varfoloméich salió al recibidor, tiró hacia sí del abrigo de alguien (al
tacto, de paño) e introdujo en el comedor al padre Fiódor.
—Haga el favor de perdonarme —dijo el padre Fiódor.
Al cabo de diez minutos de mutuas reticencias y artimañas quedó claro
que el ciudadano Korobéinikov poseía realmente ciertas informaciones sobre
los muebles de Vorobiáninov y que el padre Fiódor no se negaba a pagar por
ellas. Además de esto, para gran regocijo del archivero, el visitante resultó ser
el hermano camal del antiguo decano y deseaba ardientemente conservar un
recuerdo de él, adquiriendo el juego de salón de nogal. A este juego estaban
ligados los más cálidos recuerdos de adolescencia del hermano de
Vorobiáninov.
Varfoloméich pidió cien rublos. El visitante tasaba la memoria de su
hermano en un precio sensiblemente menor, unos treinta rublos. Se pusieron
de acuerdo en cincuenta.
—Quisiera pedirle el dinero por adelantado —declaró el archivero—, esa
es mi regla.
—¿No le importa si le pago con monedas de oro de diez rublos? —se
apresuró el padre Fiódor, rompiendo el forro de la chaqueta.
—Las aceptaré según el curso, a nueve y medio. El curso del día.
Vóstrikov sacudió su salchichón de tela e hizo salir cinco monedas
amarillas, añadió dos rublos y medio en plata y acercó todo el montón al
archivero. Varfoloméich contó las monedas dos veces, las apretó en su mano,
pidió al huésped que aguardara un momento y fue a por las órdenes. En su
cancillería secreta Varfoloméich no se paró a meditar mucho, abrió el registro
alfabético El espejo de la vida por la letra P, encontró rápidamente el número
exigido y cogió de la estantería el paquete de órdenes de la generala Popova.
Tras destripar el paquete, Varfoloméich escogió una orden dada al camarada
Bruns, residente en la calle Vinográdnaia, n.º 34, por doce sillas de nogal de

Página 89
la manufactura de Gambs. Asombrado de su sagacidad y su habilidad para
controlar la situación, el archivero se sonrió y llevó las órdenes al comprador.
—¿Todo está en el mismo sitio? —exclamó el comprador.
—A cual mejor. Todas están allí. Es un juego admirable. Para chuparse
los dedos. Por lo demás, ¿qué le voy a decir? ¡Usted mismo lo sabe!
El padre Fiódor, entusiasmado, sacudió largamente la mano del archivero
y, después de golpearse una innumerable cantidad de veces contra los
armarios del recibidor, huyó en la oscuridad de la noche.
Varfoloméich se estuvo riendo aún mucho rato del comprador al que
había embaucado. Las monedas de oro las colocó en fila sobre la mesa y
estuvo sentado largo tiempo con la mirada soñolienta en los cinco brillantes
redondeles.
«¿Y por qué este interés por los muebles de Vorobiáninov?», pensó. «Se
han vuelto todos locos».
Se desvistió, rezó distraídamente sus oraciones, se acostó en su estrecha
camita de doncella y se durmió preocupado.

Página 90
XII
UNA MUJER ARDIENTE, EL SUEÑO DEL POETA

Durante la noche, el frío fue devorado sin dejar rastro. Se puso a hacer tanto
calor que a los paseantes madrugadores les dolían las piernas. Los gorriones
cantaban toda clase de tonterías. Incluso una gallina, saliendo de la cocina al
patio del hotel, sintió una afluencia de fuerzas e intentó echar a volar. El cielo
estaba sembrado de menudas bolitas de nube, del cubo de la basura llegaba
olor a violetas y a sopa paysanne. El viento se adormecía bajo las cornisas.
Los gatos, aposentados sobre el tejado y entornando los ojos con
condescendencia, miraban hacia el patio, a través del cual corría el camarero
Aleksander con un hato de ropa blanca sucia.
En los pasillos del Sorbona comenzó a haber ruido. Los delegados de las
ciudades de la región se habían reunido para la inauguración del tranvía. Del
carruaje del hotel, con el cartel Sorbona, se apeó una muchedumbre entera de
ellos.
El sol pegaba fuerte. Volaban hacia arriba las cortinas de hierro
acanaladas de las tiendas. Los funcionarios soviéticos, que habían salido hacia
el trabajo con abrigos enguatados, se los desabrochaban, sofocados, sintiendo
el peso de la primavera.
En la calle de las Cooperativas se le había reventado un resorte a un
camión sobrecargado de la Construcción de Molinos, y Víktor Mijáilovich
Polésov se había presentado en el lugar del suceso a dar consejos.
En la habitación, amueblada con un lujo práctico (dos camas y una mesilla
de noche), se oyeron un resoplido y un relincho de caballo: Ippolit
Matvéevich se lavaba alegremente y se limpiaba la nariz. El gran intrigante
estaba tumbado sobre su lecho, examinando el deterioro de sus botines.
—Por cierto —dijo—, le ruego que salde su deuda.
Ippolit Matvéevich emergió de la toalla y miró a su compañero con sus
ojos saltones, sin quevedos.

Página 91
—¿Por qué se me queda mirando como un soldado a un piojo? ¿Qué le ha
sorprendido? ¿La deuda? Sí, usted me debe dinero. Ayer olvidé decirle que,
en virtud de sus plenos poderes, pagué setenta rublos por las órdenes. Aquí
adjunto el recibo. Suelte aquí treinta y cinco rublos. Los concesionarios,
espero, participan en los gastos en condiciones de igualdad.
Ippolit Matvéevich se puso los quevedos, leyó la nota y le entregó el
dinero con pena. Pero ni siquiera eso podía ensombrecer su alegría. La
riqueza estaba en sus manos. La mota de polvo de treinta rublos desapareció
en medio del resplandor de la montaña de diamantes.
Ippolit Matvéevich, con una sonrisa radiante, salió al pasillo y comenzó a
pasearse. Los planes de una vida nueva, construida sobre unos valiosos
cimientos, le reconfortaban. «¿Y el reverendo padre?», se mofaba
mentalmente. «Tonto de capirote. No ha de ver las sillas, lo mismo que su
barba».
Llegado al final del pasillo, Vorobiáninov se dio la vuelta. La puerta n.º
13, blanca y agrietada, se abrió y, directo a su encuentro, salió el padre
Fiódor, con una blusa azul ceñida por un raído cordón negro con una
magnífica borla. Su rostro bondadoso no cabía en sí de alegría. Él también
había salido al pasillo a pasear. Los rivales se encontraron unas cuantas veces
e, intercambiando miradas victoriosas, seguían caminando. En los extremos
del pasillo ambos se volvían al mismo tiempo y de nuevo se aproximaban…
En el pecho de Ippolit Matvéevich hervía el entusiasmo. El mismo
sentimiento dominaba también al padre Fiódor. Un sentimiento de compasión
hacia el contrincante vencido les dominaba a ambos. Por fin, durante el quinto
trayecto, Ippolit Matvéevich no se pudo contener.
—Hola, padrecito —dijo con una extraordinaria dulzura.
El padre Fiódor reunió todo el sarcasmo que le había otorgado Dios y
respondió:
—Buenos días, Ippolit Matvéevich.
Los enemigos se separaron. Cuando sus caminos coincidieron de nuevo,
Vorobiáninov dejó caer:
—¿No le habré magullado durante nuestro último encuentro?
—No, en absoluto, estuve encantado de verle —respondió el jubiloso
padre Fiódor.
Se separaron de nuevo. La fisonomía del padre Fiódor comenzó a irritar a
Ippolit Matvéevich.
—¿Ya no canta usted misa? —le preguntó en el siguiente encuentro.

Página 92
—¡Dónde voy a cantarla! Mis feligreses se han marchado a buscar tesoros
por el mundo.
—Fíjese bien: ¡sus tesoros!, ¡los suyos!
—¡No sé de quién son, pero los buscan!
Ippolit Matvéevich quiso decir alguna grosería, e incluso abrió la boca
para hacerlo, pero no se le ocurrió nada y entró enojado en su habitación. Al
cabo de un minuto salió de allí el hijo del súbdito turco, Ostap Bénder, con su
chaleco azul claro, y se dirigió hacia Vóstrikov pisándose los cordones de sus
botines. Las rosas en las mejillas del padre Fiódor se marchitaron y se
transformaron en ceniza.
—¿Compra cosas viejas? —preguntó Ostap amenazadoramente—.
¿Sillas? ¿Menudillos? ¿Cajitas de betún?
—¿Qué se le ofrece? —murmuró el padre Fiódor.
—Quiero venderle unos pantalones viejos.
El sacerdote se quedó helado y retrocedió.
—¿Por qué se calla, como un prelado en una audiencia?
El padre Fiódor se dirigió lentamente hacia su habitación.
—¡Las cosas viejas las compramos, las nuevas las robamos! —gritó Ostap
en pos de él.
Vóstrikov escondió la cabeza entre los hombros y se detuvo junto a su
puerta. Ostap continuó burlándose:
—¿Qué hay de los pantalones, muy estimado servidor del culto? ¿Los
coge? Tengo también las mangas de un chaleco, el agujero de una rosca y las
orejas de un asno muerto. Todo el lote junto saldrá más barato. ¡Y dentro de
las sillas no están, no hay necesidad de buscarlas! ¿Eh?
La puerta se cerró tras el servidor del culto.
El satisfecho Ostap, se fue de vuelta lentamente, azotando con sus
cordones la alfombra. Cuando su recia figura se hubo alejado lo suficiente, el
padre Fiódor sacó rápidamente la cabeza por detrás de la puerta y con una
indignación largo tiempo contenida pio:
—¡El idiota lo serás tú!
—¿Qué? —gritó Ostap, abalanzándose de vuelta, pero la puerta ya había
sido cerrada y sólo chasqueó el cerrojo.
Ostap se inclinó sobre el ojo de la cerradura, dobló la mano sobre la boca
como una bocina y dijo subrayando las palabras:
—¿A cuánto está el opio del pueblo?
Detrás de la puerta callaban.
—¡Abuelo, es usted una persona ruin! —gritó Ostap.

Página 93
En ese mismo segundo por el ojo de la cerradura surgió y se agitó un
lapicero, con cuya punta el padre Fiódor intentaba pinchar al enemigo. El
concesionario reculó a tiempo y se aferró al lapicero. Los enemigos,
separados por la puerta, comenzaron a tirar del lapicero cada uno hacia su
lado en silencio. Venció la juventud y el lapicero, resistiéndose como una
astilla, salió lentamente del ojo de la cerradura. Ostap regresó a su habitación
con este trofeo. Los socios se regocijaron aún más.
—¡Y el enemigo corre, corre, corre! —cantó Ostap.
En una de las caras del lapicero grabó con un cortaplumas una palabra
injuriosa, salió corriendo al pasillo y, tras echar el lapicero por el ojo de la
cerradura, regresó al instante.
Los amigos sacaron a la luz las verdes matrices de las órdenes y se
pusieron a estudiarlas minuciosamente.
—Orden por el gobelino La pastora —dijo Ippolit Matvéevich
soñadoramente—. Le compré este gobelino a un anticuario peterburgués.
—Al diablo la pastora —gritó Ostap, rompiendo la orden en pedazos.
—Una mesa redonda… Por lo que se ve, pertenece al juego…
—Traiga aquí la mesita. ¡Al demonio la mesita!
Quedaron dos órdenes, una por diez sillas, entregada al Museo de
Artesanía del Mueble de Moscú; otra, por una silla, al camarada Gritsatsuev,
de Stárgorod, en la calle de Plejánov[43], n.º 15.
—Prepare dinero —dijo Ostap—, es posible que haya que ir a Moscú.
—Pero ¡aquí también hay una silla!
—Hay una posibilidad contra diez. Puras matemáticas. Y eso si el
camarada Gritsatsuev no encendió con ella su estufa.
—No bromee así, no está bien.
—¡No se preocupe, no se preocupe, lieber Vater Konrad Kárlovich
Mijelsón, las encontraremos! ¡Es una causa sagrada! Llevaremos polainas de
batista, comeremos crema Margot.
—No sé por qué, me parece —observó Ippolit Matvéevich— que las
joyas deben de estar precisamente en esta silla.
—¡Ah! ¿Le parece? ¿Qué más le parece? ¿Nada? Muy bien. Trabajaremos
según el método marxista. Dejémosles el cielo a los pájaros y nosotros
volvamos a las sillas. Me muero de ganas de conocer cuanto antes al inválido
de la Guerra Imperialista, al ciudadano Gritsatsuev, calle de Plejánov, n.º 15.
No se quede atrás, Konrad Kárlovich. Trazaremos el plan por el camino.
Al pasar frente a la puerta del padre Fiódor, el vengativo hijo del súbdito
turco le dio un puntapié. Desde dentro de la habitación se oyó el débil rugido

Página 94
del acorralado competidor.
—¡No vaya a venir detrás de nosotros! —se asustó Ippolit Matvéevich.
—Después de la entrevista mantenida hoy por los ministros a bordo del
yate, es imposible cualquier aproximación. Me tiene miedo.

Los amigos no regresaron hasta la noche. Ippolit Matvéevich estaba


preocupado. Ostap estaba radiante. Llevaba unos botines nuevos de color
frambuesa, con unas tapas redondas de caucho atornilladas a los tacones,
calcetines ajedrezados verdes y negros, una gorra de visera color crema y una
bufanda de seda mezclada de tinte rumano.
—Estar, está —dijo Ippolit Matvéevich, recordando su visita a la viuda
Gritsatsueva—, pero ¿cómo conseguir esa silla? ¿Comprándola?
—Ni hablar —respondió Ostap—, sin contar ya con un gasto
completamente improductivo, eso suscitará rumores. ¿Por qué una sola silla?
¿Por qué precisamente esa silla?
—¿Qué hacer entonces?
Ostap examinó amorosamente los talones de su nuevo calzado.
—Chic moderne —dijo—. ¿Qué hacer? No se inquiete, presidente, yo me
encargo de la operación. Ninguna silla se resistirá ante estos botines.
—No, ¿sabe usted? —se animó Ippolit Matvéevich—, mientras usted
conversaba con la señora Gritsatsueva sobre la inundación, me senté en
nuestra silla y, palabra de honor, sentí debajo algo duro. Están allí, por Dios,
allí… Dios es testigo, lo presiento.
—No se inquiete, ciudadano Mijelsón.
—¡Hay que robarla por la noche! ¡Por Dios, hay que robarla!
—Con todo, para decano de la nobleza, tiene usted poca amplitud de
miras. ¿Conoce usted la técnica de este oficio? ¿Quizás lleva escondido en su
maleta un neceser de viaje con un juego de ganzúas? ¡Quíteselo de la cabeza!
Desvalijar a una pobre viuda es la típica actitud de un petimetre.
Ippolit Matvéevich volvió en sí.
—Es para ir más rápido —dijo suplicante.
—Sólo los gatos nacen rápido —observó sentenciosamente Ostap—. Me
caso con ella.
—¿Con quién?
—Con Madame Gritsatsueva.
—Pero ¿para qué?
—Para hurgar en la silla tranquilamente, sin ruido.
—Pero usted se ata para toda la vida.
—¡Qué no habrá que hacer por el bien de la concesión!

Página 95
—¡Para toda la vida! —murmuró Ippolit Matvéevich.
Ippolit Matvéevich, en el límite de su asombro, agitó los brazos. Su cara
afeitada de pastor protestante se había erizado. Dejó ver sus dientes azules,
que no se había lavado desde el día de su partida de la ciudad de N.
—¡Para toda la vida! —murmuró Ippolit Matvéevich—. Es un gran
sacrificio.
—¡La vida! —dijo Ostap—. ¡El sacrificio! ¿Qué sabe usted sobre la vida
y sobre los sacrificios? ¿Piensa usted que porque le expulsaron de su mansión
ya conoce la vida? ¿Y que si le requisaron un falso jarrón chino, eso es un
sacrificio? La vida, señores miembros del jurado, es una cosa complicada;
pero, señores miembros del jurado, esa cosa complicada se abre
sencillamente, como un cajón. Sólo hay que saber abrirlo. Quien no puede
abrirlo, perece. ¿Ha oído usted hablar del húsar asceta?
Ippolit Matvéevich no había oído hablar de él.
—¡Bulánov! ¿No ha oído hablar de él? ¿Del héroe del Petersburgo
aristocrático? Ahora lo hará.
Y Ostap Bénder le relató a Ippolit Matvéevich una historia cuyo
asombroso comienzo había conmovido a todo Petersburgo, y su aún más
asombroso final se había perdido y había pasado absolutamente desapercibido
en los últimos años.
HISTORIA DEL HÚSAR ASCETA

Un brillante húsar, el conde Alekséi Bulánov, era, en efecto, como había


contado correctamente Bénder, el héroe del Petersburgo aristocrático. El
nombre del magnífico caballero y calavera no abandonaba los labios de los
afectados moradores de los palacios del Malecón de los Ingleses y de las
columnas de la crónica mundana. En las páginas de las revistas ilustradas
aparecía muy a menudo el retrato fotográfico del hermoso húsar, con la
chaqueta adornada con brandemburgos bordados y ribeteada con astracán
granuloso, las altas sienes acicaladas y la corta nariz de vencedor.
El conde Bulánov tenía fama de haber participado en muchos duelos
secretos con desenlace fatal, en romances bien conocidos con las damas de
mundo más hermosas e inaccesibles, en locas travesuras a costa de
personalidades respetadas en la sociedad y en intensas francachelas que
acababan inevitablemente con el apaleamiento de civiles.
El conde era guapo, joven, rico, afortunado en el amor, en las cartas y en
el heredamiento de bienes. Sus parientes morían con frecuencia y sus
herencias acrecentaban su ya enorme fortuna.

Página 96
Era audaz y valiente. Había ayudado al negus abisinio Menelik[44] en su
guerra contra los italianos. Sentado bajo las grandes estrellas abisinias,
envuelto en un blanco burnús[45], consultaba un mapa a escala (de tres verstas
en una pulgada) de la región. La luz de las antorchas lanzaba sombras
vacilantes sobre las atusadas sienes del conde. A sus pies estaba sentado su
nuevo amigo, el niño abisinio Vaska.
Tras derrotar a las tropas del rey italiano, el conde regresó a Petersburgo
junto con el abisinio Vaska. Petersburgo recibió al héroe con flores y
champán. El conde Alekséi se sumió de nuevo en una despreocupada
vorágine de placeres, como se dice en las novelas del gran mundo. Se
continuaba hablando de él con redoblada admiración, las mujeres se
envenenaban por su causa, los hombres lo envidiaban. En la trasera de la
carroza del conde, que pasaba a galope por la calle Miliónaia, iba en pie
invariablemente el abisinio, suscitando con su negrura y con su fino talle el
asombro de los transeúntes.
Y de súbito, todo acabó. El conde Alekséi Bulánov desapareció. La
princesa Belorrusko-Baltískaia, la última pasión del conde, estaba
inconsolable. La desaparición del conde causó sensación. Los periódicos
estaban llenos de conjeturas. Los policías secretos se molieron los pies
investigando. Pero todo fue en vano. No había huellas del conde.
Cuando el ruido se hubo calmado, llegó una carta del monasterio de San
Averki que lo explicó todo. El brillante conde, el héroe del Petersburgo
aristocrático, el Baltasar del siglo XIX, había profesado el ascetismo. Se
transmitían detalles espantosos. Decían que el conde monje llevaba cadenas
de varios puds[46]; que él, que estaba acostumbrado a la refinada cocina
francesa, ahora se alimentaba sólo de mondaduras de patata. Se elevó un
torbellino de suposiciones. Decían que al conde se le había aparecido su
madre muerta. Las mujeres lloraban. A la entrada de la casa de la princesa
Belorrusko-Baltískaia había hileras de carrozas. A la princesa y a su marido
se les expresaban sus condolencias. Surgieron nuevos rumores. Se esperaba el
regreso del conde. Decían que era una demencia temporal bajo el efecto de la
religión. Se afirmaba que el conde había huido debido a sus deudas. Se
comunicaba que la causa de todo era un romance desgraciado.
Pero, en realidad, el húsar se hizo monje para comprender el sentido de la
vida. No regresó. Poco a poco se le fue olvidando. La princesa Baltískaia
conoció a un cantante italiano y el abisinio Vaska se marchó a su país.
En el monasterio, el conde Alekséi Bulánov, que había adoptado el
nombre de Euplo, se extenuaba con extraordinarias penitencias. Realmente

Página 97
llevaba cadenas, pero le pareció que esto era insuficiente para el conocimiento
de la vida. Entonces inventó para su uso personal un hábito monástico
especial: una tiara con un velo que le cubría el rostro y una sotana que trababa
sus movimientos. Comenzó a llevar este hábito con la bendición del
higúmeno.[47] Pero también esto le pareció poco. Presa de la soberbia, se
retiró a una cueva del bosque excavada en la tierra y comenzó a vivir en un
ataúd de roble.
La penitencia del asceta Euplo llenó de asombro al monasterio. Comía
sólo pan tostado, cuya provisión le renovaban una vez cada tres meses.
Así pasaron veinte años. Euplo consideraba su vida sabia, justa y la única
cierta. Vivir se había hecho extraordinariamente fácil y sus pensamientos eran
cristalinos. Había comprendido el sentido de la vida y entendía que era
imposible vivir de otra manera.
Un día se dio cuenta con asombro de que en el lugar donde estaba
acostumbrado a encontrar el pan tostado en el transcurso de veinte años no
había nada. Pasó cuatro días sin comer. Al quinto, llegó un anciano
desconocido calzado con laptis[48] y le dijo que los bolcheviques habían
expulsado a los monjes y que habían instalado un sovjós[49] en el monasterio.
Después de dejar un poco de pan tostado, el viejo se fue llorando. El asceta no
entendió al viejo. Lleno de luz y de paz, yacía en el ataúd y gozaba de la
comprensión de la vida. El viejo campesino continuó llevándole pan tostado.
Así pasaron algunos años más, no turbados por nadie.
Sólo una vez se abrió la puerta de la cueva y unos hombres entraron en
ella, agachándose. Se acercaron al ataúd y se pusieron a examinar en silencio
al eremita. Eran altos, llevaban botas con espuelas, enormes pantalones de
montar y máuseres dentro de sus estuches de madera pulida. El eremita yacía
dentro del ataúd, con los brazos extendidos, y contemplaba a los forasteros
con una mirada radiante. Una barba cana, larga y esponjosa cubría la mitad
del ataúd. Los desconocidos hicieron tintinear sus espuelas, se encogieron de
hombros y se alejaron, después de cerrar la puerta tras ellos con cuidado.
El tiempo pasaba. La vida se reveló ante el asceta en toda su plenitud y
dulzura. La noche que siguió al día en que el asceta comprendió
definitivamente que todo era luz en su conocimiento, se despertó de súbito.
Esto le asombró. Él nunca se despertaba por la noche. Mientras reflexionaba
sobre lo que le había despertado, se durmió de nuevo y al momento se
despertó otra vez, al sentir una quemazón en la espalda. Buscando la causa de
esta quemazón, intentó dormirse, pero no pudo. Algo le molestaba. Estuvo sin
dormir hasta la mañana. La noche siguiente algo le despertó de nuevo. Estuvo

Página 98
revolviéndose hasta la mañana, gimiendo débilmente y rascándose las manos
sin darse cuenta. De día, al levantarse, miró por casualidad dentro del ataúd.
Entonces lo comprendió todo: por los rincones de su lúgubre lecho corrían
chinches de color cereza. El asceta sintió repugnancia.
Ese mismo día llegó el viejo con el pan tostado y he aquí que el mártir,
que había estado callado durante veinticinco años, comenzó a hablar. Pidió
que le trajeran un poco de queroseno. Al oír las palabras del gran silencioso,
el campesino quedó boquiabierto. Sin embargo, escondiendo la botellita con
vergüenza, trajo el queroseno. En cuanto el viejo se hubo ido, el anacoreta
untó con mano temblorosa todas las junturas y ranuras del ataúd. Por primera
vez en tres días Euplo se durmió tranquilo. Nada le perturbó. Continuó
untando el ataúd con queroseno los días siguientes. Pero al cabo de dos meses
comprendió que no se podía eliminar a las chinches con queroseno. Por las
noches no paraba de dar vueltas y rezaba en voz alta, pero las oraciones le
ayudaban aún menos que el queroseno.
Transcurió medio año de indescriptibles sufrimientos, antes de que el
anacoreta se dirigiera de nuevo al viejo. Su segunda petición aún lo dejó más
estupefacto. El asceta le pidió que le trajera de la ciudad polvos Aragats
contra las chinches. Pero tampoco el Aragats sirvió de nada. Las chinches se
reproducían extraordinariamente deprisa. La robusta salud del asceta, que no
había podido quebrantar el ayuno de veinticinco años, empeoraba
visiblemente. Se inició una vida oscura, desesperada. El ataúd comenzó a
parecerle al asceta Euplo abominable e incómodo. Por la noche, siguiendo el
consejo del campesino, quemaba a las chinches con teas. Las chinches
morían, pero no se rendían.
Se probó un último remedio: los productos de los hermanos Glik, un
líquido rosado con olor a melocotón envenenado llamado Antichinches. Pero
tampoco esto sirvió de nada. La situación empeoraba. Dos años después del
comienzo de la gran lucha, el anacoreta advirtió casualmente que había
dejado de pensar por completo en el sentido de la vida, porque se dedicaba día
y noche a la caza de las chinches.
Entonces comprendió que se había equivocado. La vida, lo mismo que
hacía veinticinco años, era oscura y enigmática. No había conseguido huir de
las zozobras del mundo. Vivir con el cuerpo en la tierra y con el alma en los
cielos había resultado imposible.
Entonces el ermitaño se levantó y salió apresuradamente de la cueva.
Estaba en medio de un bosque oscuro y verde. Era a principios de un seco
otoño. Justo al lado de la cueva había brotado de la tierra una familia entera

Página 99
de barrigudos hongos blancos. Un pajarillo desconocido, posado sobre una
rama, cantaba un solo. Se oyó el ruido de un tren al pasar. La tierra tembló.
La vida era hermosa. El ermitaño marchó hacia adelante sin volver la vista.
Ahora trabaja de cochero en la estación de caballos del Ayuntamiento de
Moscú.
Después de contarle a Ippolit Matvéevich esta historia edificante en
extremo, Ostap limpió con la manga de su chaqueta sus botines color
frambuesa, silbó una marcha solemne y se alejó.
Al despuntar el alba irrumpió en la habitación, se descalzó, colocó su
calzado color frambuesa sobre la mesilla de noche y comenzó a acariciar su
piel lustrosa, diciendo con tierna pasión:
—Mis pequeño amigos.
—¿Dónde ha estado? —preguntó Ippolit Matvéevich entre sueños.
—En casa de la viuda —respondió sordamente Ostap.
—¿Y bien?
Ippolit Matvéevich se apoyó sobre un codo.
—¿Se va a casar con ella?
Los ojos de Ostap comenzaron a chispear.
—Ahora debo casarme ya, como un hombre de honor.
Ippolit Matvéevich gruñó confuso.
—Una mujer ardiente —dijo Ostap—, el sueño del poeta. Una
espontaneidad provinciana. En el centro de estos subtrópicos hace tiempo que
ya no existe, pero en la periferia aún se encuentra a veces.
—¿Cuándo será la boda?
—Pasado mañana. Mañana es imposible. Es el primero de mayo, todo está
cerrado.
—¿Qué pasará con nuestro negocio? Usted se casa… Y nosotros quizás
tengamos que viajar a Moscú.
—Pero ¿por qué se inquieta? La sesión continúa.
—¿Y su esposa?
—¿Mi esposa? ¿La viudita de los diamantes? ¡Vaya pregunta! Partida
súbita por una llamada desde el centro. Un breve informe en el Pequeño
Consejo de Comisarios del Pueblo. Escena de despedida y pollo para el
camino. Viajaremos con confort. Duerma. Mañana tenemos el día libre.

Página 100
XIII
RESPIRE HONDO:
ESTÁ EMOCIONADO

La mañana del primero de mayo, Víktor Mijáilovich Polésov, consumido por


su habitual sed de actividad, salió a la calle y se precipitó hacia el centro. Al
principio, sus variados talentos no pudieron encontrar su debida aplicación,
porque todavía había poca gente y las tribunas festivas, vigiladas por policías
a caballo, estaban vacías. Pero hacia las nueve, las orquestas comenzaron a
tatarear, a resoplar y a silbar en distintos extremos de la ciudad. De los
portones salían corriendo las amas de casa.
Una columna de músicos municipales, con cuellos blandos vueltos, que se
habían metido, no se sabe cómo, en mitad de una marcha de ferroviarios, se
enredaban entre las piernas y molestaban a todos.
Un camión cargado con una locomotora de chapa de madera verde de un
modelo anticuado chocaba todo el tiempo por detrás con los músicos
municipales. Mientras, desde el vientre de la locomotora partían gritos contra
los trabajadores del oboe y de la flauta.
—¿Dónde está vuestro director de marcha? ¿Acaso tenéis que pasar por la
calle del Ejército Rojo? ¡No veis que os habéis metido y habéis formado un
atasco!
Entonces, para desgracia de los músicos municipales, se inmiscuyó en el
asunto Víktor Mijáilovich.
—Desde luego, tienen que ir por aquí y girar en el callejón sin salida. ¡Ni
siquiera saben organizar una fiesta! —se desgañitaba Polésov—. ¡Por aquí!
¡Por aquí! ¡Qué follón más increíble!
Los camiones del Ayuntamiento de Stárgorod y de la Construcción de
Molinos transportaban niños. Los más pequeños iban de pie en los bordes del
camión y los de mayor estatura, en el centro. Estas huestes de menores
agitaban banderitas de papel y se divertían a más no poder.

Página 101
Resonaban los tambores de los pioneros. Los futuros soldados sacaban
pecho e intentaban marcar el paso. Había apreturas, ruido y calor. A cada
minuto se formaban atascos y a cada minuto se deshacían. Para pasar el rato,
durante cada atasco manteaban a vejetes y a activistas. Los vejetes se
lamentaban con voces agudas. Los activistas volaban en silencio, con rostros
serios. En una alegre columna tomaron a Víktor Mijáilovich por el director de
marcha cuando intentaba abrirse paso hacia el otro lado, y comenzaron a
mantearlo. Polésov movía las piernas como un payaso.
Trajeron un pelele que representaba al ministro inglés Chamberlain, al que
un obrero con musculatura anatómica golpeaba en el sombrero de copa con
un martillo de cartón. Pasaron en un automóvil tres miembros de las
Juventudes Comunistas vestidos con frac y guantes blancos. Miraban
confusos a la multitud.
—¡Vaska! —gritaban desde la acera—. ¡Burgués! ¡Danos tus tirantes!
Las jovencitas cantaban. Entre la multitud de empleados de la Seguridad
Social caminaba Aljen, con un gran lazo rojo sobre el pecho, y decía
pensativamente con voz nasal:
¡Desde la taiga hasta los mares de Britania
El Ejército Rojo es más fuerte que nadie…!

Los deportistas, a la voz de mando, gritaban, cada uno por su lado, ciertas
consignas incomprensibles.
Todos caminaban, rodaban y desfilaban hacia las nuevas cocheras de
tranvías, desde donde debía salir a la una en punto de la tarde el primer vagón
del tranvía eléctrico de Stárgorod.
Nadie sabía con exactitud cuándo se había comenzado a construir el
tranvía de Stárgorod.
Un día, en el año veinte, cuando comenzaron los sábados de trabajo no
remunerado, los trabajadores de las cocheras y los instaladores de cables
marcharon con música hacia Gusische y estuvieron cavando todo el día una
especie de agujeros.
Excavaron muchos agujeros profundos y grandes.
En medio de los trabajadores corría un camarada con gorra de visera de
ingeniero. Le seguían capataces con varas multicolores. El siguiente sábado
se trabajó en el mismo lugar. Hubo que cegar dos agujeros excavados en mal
sitio. El camarada con la gorra de visera de ingeniero la tomó con los
capataces y les exigió explicaciones. Los nuevos agujeros se hicieron aún más
profundos y anchos.
Después trajeron ladrillos y aparecieron auténticos obreros de la

Página 102
construcción. Comenzaron a echar los cimientos. Después todo cesó. El
camarada con gorra de visera de ingeniero seguía viniendo a veces a la
construcción desierta y se paseaba largo rato por el foso revestido de ladrillos,
musitando:
—Autofinanciación.
Daba golpes con un palo en los cimientos y corría a casa, cubriéndose las
orejas heladas con las palmas.
El apellido del ingeniero era Treújov.
La estación de tranvía, cuya construcción se detuvo en los cimientos,
había sido concebida por Treújov hacía ya tiempo, en 1912, pero el Consejo
municipal rechazó el proyecto. Al cabo de dos años, Treújov reanudó el asalto
al Consejo municipal, pero la guerra le impidió seguir. Después de la guerra
se lo impidió la revolución. Después se lo impidieron la NEP, la
autofinanciación y la autogestión financiera. Los cimientos se cubrían de
flores para el verano, y en invierno los niños organizaban allí rampas de hielo.
Treújov soñaba con una gran obra. Le resultaba aburrido trabajar en la
sección de urbanismo del Ayuntamiento de Stárgorod, reparar los bordillos de
las aceras y hacer presupuestos para la instalación de columnas para anuncios.
Pero no había gran obra. El proyecto del tranvía, sometido de nuevo a
examen, chapoteaba en las altas instancias de la región, se aprobaba, no se
aprobaba, se trasladaba a la capital para su examen, pero, independientemente
de la aprobación o del rechazo, se cubría de polvo, porque ni en un caso ni en
otro se daba dinero.
—¡Esto es la barbarie! —gritaba Treújov a su mujer—. ¿No hay dinero?
¿Y lo hay para pagar de más a los propietarios de carros por llevar a la
estación las mercancías? ¡Los carreteros de Stárgorod despluman a vivos y
muertos! ¡Desde luego, esto es el monopolio de los saqueadores! ¡Intenta
hacer cinco verstas a pie hasta la estación con paquetes!… ¡El tranvía se
amortizará en seis años!
Sus descoloridos bigotes colgaban coléricos. Su rostro de nariz respingona
se agitaba. Sacaba de la mesa copias de sus diseños impresas en papel azul y
se las mostraba enfadado a su mujer por enésima vez. Allí estaban los planos
de la estación, de las cocheras y de las doce líneas del tranvía.
—Al diablo con ellas, con las doce. Pueden esperar. Pero ¡tres, tres líneas!
Sin ellas Stárgorod se asfixiará.
Treújov refunfuñaba e iba a la cocina a serrar leña.
Él mismo realizaba todos los trabajos domésticos en la casa. Diseñó y
construyó una cuna para el niño y una lavadora. Al principio, él mismo lavaba

Página 103
la ropa, mientras explicaba a su mujer cómo había que manejar la máquina.
Al menos una quinta parte del salario se le iba a Treújov en suscripciones a
literatura técnica extranjera.
Para llegar a fin de mes dejó de fumar.
Fue también a ver con su proyecto al nuevo responsable del
Ayuntamiento, Gavrilin, al que habían trasladado a Stárgorod desde
Samarcanda. El nuevo alcalde, ennegrecido bajo el sol del Turkestán, escuchó
a Treújov durante un buen rato, pero sin especial atención, examinó distraído
todos los diseños y dijo al fin:
—Pues en Samarcanda no hace falta ningún tranvía. Allí todos van en
burro. Un burro cuesta tres rublos, una ganga. ¡Y levanta unos diez puds más
o menos…! Tan pequeño como es el burrito, ¡es casi asombroso!
—¡Eso es Asia! —dijo enfadado Treújov—. Un burro cuesta tres rublos,
pero para alimentarlo hacen falta treinta rublos al año.
—¿Y en su tranvía podrá usted viajar mucho por treinta rublos?
Trescientas veces. Ni siquiera cada día del año.
—Entonces ¡puede encargar usted sus dichosos burros! —gritó Treújov, y
salió del despacho dando un portazo.
Desde entonces el nuevo alcalde cogió la costumbre, al encontrarse con
Treújov, de preguntarle en broma:
—¿Qué, encargaremos los burros o construiremos el tranvía?
El rostro de Gavrilin se parecía a un nabo bien cepillado. Sus ojos estaban
llenos de malicia.
Al cabo de unos dos meses, Gavrilin hizo llamar al ingeniero y le dijo
seriamente:
—Tengo perfilado un pequeño plan. Una sola cosa tengo clara, que no
hay dinero, y un tranvía no es un burro, no se puede comprar por tres rublos.
Hay que asentar la base material. ¿Cuál es la solución práctica? ¡Una sociedad
de acciones! ¿Y de qué tipo? ¡Un empréstito! A interés. El tranvía, ¿dentro de
cuántos años debe amortizarse?
—Dentro de seis años, desde el día de la puesta en explotación de las tres
líneas de la primera etapa.
—Bueno, contaremos dentro de diez. Ahora, la sociedad de acciones.
¿Quién entrará? El Trust de la Alimentación, el Centro Mantequero. ¿A los
instaladores de cables les hace falta el tranvía? ¡Claro! Nosotros enviaremos
hasta la estación de ferrocarril vagones de carga. ¡Por consiguiente, la
empresa de cables! El Comisariado de Vías de Comunicación quizás dé un
poco. El Comité Ejecutivo de la región, también. Eso está asegurado. Y una

Página 104
vez que hayamos comenzado, el Banco Estatal y el Banco de Comercio nos
concederán un préstamo. Este es mi pequeño plan. El viernes en el presidium
del Comité Ejecutivo regional se hablará de esto. Si se aprueba, la demora
será ya sólo asunto de usted.
Treújov estuvo lavando la ropa emocionado hasta bien entrada la noche y
explicándole a su mujer las ventajas del transporte tranviario sobre el de
tracción animal.
El viernes, la cuestión se resolvió favorablemente. Y comenzaron los
tormentos. La sociedad de acciones se formaba con gran esfuerzo. El
Comisariado de Vías de Comunicación unas veces entraba en el número de
accionistas, otras no. El Trust de la Alimentación intentaba por todos los
medios recibir sólo el diez por ciento en lugar del quince por ciento de las
acciones. Por fin, todo el paquete de acciones fue repartido, aunque no dejó
de haber conflictos. A Gavrilin lo llamaron a la Comisión de Control de la
región acusado de abuso de autoridad. Por lo demás, todo se concluyó
favorablemente. Sólo faltaba comenzar.
—Bueno, camarada Treújov —dijo Gavrilin—, comienza. ¿Te sientes
capaz de construir? Eso es lo que hay que hacer. No es lo mismo que comprar
un burro.
Treújov se sumergió en el trabajo. Había llegado la hora del gran proyecto
con el que había soñado largos años. Se redactaron los presupuestos, se
realizó el plan de la construcción, se hicieron los encargos. Las dificultades
surgían allí donde menos se las esperaba. En la ciudad no había especialistas
en hormigón y hubo que traerlos desde Leningrado. Gavrilin metía prisa, pero
las fábricas prometieron entregar las máquinas sólo al cabo de año y medio. Y
eran necesarias, a más tardar, dentro de un año. Lo único que funcionó fue la
amenaza de encargar las máquinas en el extranjero. Después hubo
contrariedades menores. O bien era imposible encontrar hierro perfilado de
las medidas necesarias, o bien en lugar de traviesas de madera tratada se
ofrecían no tratadas. Por fin suministraron lo que hacía falta, pero Treújov,
que había ido en persona a la fábrica de traviesas, desechó por defectuosas el
sesenta por ciento de ellas. En las partes de hierro fundido había oquedades.
La madera estaba húmeda. Los raíles eran buenos, pero comenzaron a llegar
con un mes de retraso. Gavrilin venía a menudo a ver la construcción de la
estación en un viejo Fiat constipado. Entonces estallaban las peloteras entre él
y Treújov.
Mientras se construía y montaba la estación del tranvía y las cocheras, los
habitantes de Stárgorod sólo hacían chistes a su costa.

Página 105
En La Verdad de Stárgorod se ocupó de la cuestión del tranvía el Príncipe
de Dinamarca, un articulista satírico conocido de toda la ciudad, que escribía
ahora bajo el seudónimo de Volante. No menos de tres veces por semana,
Volante se explayaba en un gran artículo de actualidad sobre la marcha de la
construcción. La tercera plana del periódico, que abundaba en articulillos con
titulares escépticos: «Huele poco a club», «Veamos los puntos débiles», «Las
inspecciones son necesarias, pero para qué las largas colas», «Bien y… mal»,
«De qué estamos contentos y de qué no», «Apretemos las tuercas a los
saboteadores de la educación» y «Es hora de acabar con el océano de
papeles», comenzó a regalar a los lectores con los titulares radiantes y frescos
de los artículos de Volante: «Vivimos como construimos», «El gigante pronto
comenzará a funcionar», «Un modesto constructor», y otros por el estilo.
Treújov desplegaba el periódico con un estremecimiento y, experimentando
repulsión hacia los hermanos escritores, leía animosas líneas sobre su propia
persona:
… Subo por los cabrios. El viento resuena en mis orejas. En lo alto está él, ese poco
agraciado constructor de nuestra poderosa estación de tranvías, este hombre de apariencia
delgada, de nariz respingona, con una gastada gorra de visera con martillitos.
Recuerdo: «En la orilla de las olas solitarias, lleno de grandes pensamientos, en pie
estaba».[50]
Me acerco. Ni la más mínima brisa. Los cabrios no se mueven.
Pregunto:
—¿Cómo se cumplen los trabajos?
El feo rostro del constructor, del ingeniero Treújov se anima.
Me aprieta la mano. Dice:
—El setenta por ciento de la tarea ya ha sido realizado…

El artículo acababa así:


Me aprieta la mano para despedirse… Detrás de mí silban los cabrios.
Los obreros van y vienen aquí y allá.
¿Quién puede olvidar estas ebulliciones de la construcción obrera, la poco gallarda figura
de nuestro constructor?
Volante

A Treújov le salvaba sólo el hecho de que no tuviera tiempo para leer


periódicos. Y a veces conseguía hacer caso omiso de las creaciones del
camarada Volante.
Una vez Treújov no pudo contenerse y escribió una refutación mordaz,
cuidadosamente pensada:
Desde luego —escribía—, se puede llamar transmisión a los pernos, pero esto lo hace la
gente que no sabe nada de la construcción. Y además, yo querría señalarle al camarada
Volante que los cabrios silban sólo cuando una construcción está a punto de desmoronarse.

Página 106
Hablar así sobre los cabrios es lo mismo que afirmar que un violoncelo puede dar a luz niños.
Queda de usted, etc.

Después de esto, el incansable Príncipe dejó de aparecer por la


construcción, pero sus artículos de actualidad siguieron adornando como
antes la tercera plana, destacándose con fuerza sobre el fondo de los
habituales «Quince mil rublos se están oxidando», «Breves sobre el problema
de la vivienda», «El material llora», «Cosas chistosas y lacrimosas».
La construcción se acercaba a su fin. Los raíles se soldaban con
procedimiento térmico y se extendían sin interrupciones desde la estación de
ferrocarril hasta el matadero y desde el mercado hasta el cementerio.
Al principio querían hacer coincidir la inauguración del tranvía con el
noveno aniversario de la Revolución de Octubre, pero la fábrica de
construcción de vagones, con el pretexto del «armazón», no entregó los
vagones dentro del plazo. Hubo que diferir la inauguración hasta el Primero
de Mayo. Para este día, todo estaba absolutamente preparado.
Los concesionarios llegaron paseando, junto con las manifestaciones,
hasta Gusische. Allí se había reunido todo Stárgorod. Arcos de ramas de pino
rodeaban el nuevo edificio de las cocheras, las banderas batían, el viento
corría por las pancartas con consignas. Un policía a caballo galopaba tras el
primer vendedor de helados, que Dios sabe cómo se había metido en un
círculo vacío, acordonado por los tranviarios. Entre los dos portones de las
cocheras se alzaba una tribuna improvisada, aún vacía, con un micrófono-
amplificador. A la tribuna se iban acercando los delegados. Una orquesta que
reunía la de los empleados municipales y la de los instaladores de cables
probaba la fuerza de sus pulmones. Un tambor yacía en tierra.
Por la luminosa sala de las cocheras, en la cual había diez vagones verde
claro numerados del 701 al 710, deambulaba un corresponsal moscovita con
una gorra de pelo. Sobre su pecho colgaba un aparato de fotos al que echaba
frecuentes ojeadas llenas de preocupación. El corresponsal buscaba al
ingeniero jefe para hacerle unas cuantas preguntas sobre el tema del tranvía.
Aunque ya tenía preparado en su cabeza el artículo sobre la inauguración del
tranvía, incluido un resumen de los discursos todavía no pronunciados, el
corresponsal continuaba su búsqueda concienzudamente, encontrando sólo un
defecto en la ausencia de bufé.
Entretanto, la multitud cantaba, gritaba, cascaba pipas a la espera de la
puesta en servicio del tranvía.
El presidium del Comité Ejecutivo regional subió a la tribuna. El Príncipe
de Dinamarca, tartamudeando, intercambiaba frases con su cofrade de pluma.

Página 107
Esperaban la llegada del equipo del noticiario cinematográfico de Moscú.
—¡Camaradas! —dijo Gavrilin—. Permitidme considerar abierto el
solemne mitin con motivo de la inauguración del tranvía de Stárgorod.
Las trompetas de cobre se movieron, tomaron aliento e interpretaron La
Internacional tres veces seguidas.
—Se concede la palabra al camarada Gavrilin —gritó Gavrilin.
El Príncipe de Dinamarca-Volante y el huésped moscovita anotaron en
sus agendas, sin previo acuerdo: «El solemne mitin se ha abierto con la
intervención del camarada Gavrilin, que preside el ayuntamiento de
Stárgorod. La multitud se ha hecho toda oídos».
Ambos corresponsales eran personas completamente diferentes. El
huésped moscovita era soltero y joven. El Príncipe-Volante, cargado con una
gran familia, hacía tiempo que había pasado los cuarenta. El uno había vivido
siempre en Moscú, el otro no había estado nunca allí. Al moscovita le gustaba
la cerveza, Volante de Dinamarca, excepto vodka, no se llevaba nada a la
boca para beber. Pero, a pesar de esta diferencia de caracteres, edad,
costumbres y educación, las impresiones de ambos periodistas tomaban forma
en las mismas frases gastadas, usadas, llenas de polvo. Sus lapiceros
empezaron a crujir y en las agendas apareció un nuevo apunte: «En el día de
fiesta, las calles de Stárgorod parecieron hacerse más anchas…».
Gavrilin comenzó su discurso de un modo notable y simple:
—Construir un tranvía —dijo— no es como comprar un burro.
Entre la multitud se oyó de súbito la fuerte risa de Ostap Bénder, que
había sabido apreciar esta frase. Alentado por esta acogida, Gavrilin, sin
comprender él mismo por qué, comenzó a hablar de repente sobre la situación
internacional. Intentó unas cuantas veces encarrilar su discurso por los raíles
del tranvía, pero advirtió con horror que no podía hacerlo. Las palabras por sí
mismas, contra la voluntad del orador, le salían de tema internacional.
Después de Chamberlain, al que Gavrilin consagró media hora, saltó a la
arena internacional el senador americano Borah[51]. La multitud se volvió
benevolente. Los corresponsales anotaron a la vez: «El orador bosquejó con
expresiones metafóricas la situación internacional de nuestra Unión…». El
enardecido Gavrilin dio su opinión negativa sobre los nobles rumanos y pasó
a Mussolini. Y sólo al final del discurso dominó su segunda naturaleza
internacional y comenzó a hablar con palabras sencillas y prácticas:
—Y yo pienso, camaradas, que este tranvía que va a salir ahora de las
cocheras, ¿gracias a quién ha sido puesto en circulación? Desde luego,
camaradas, gracias a vosotros, gracias a todos los obreros que verdaderamente

Página 108
han trabajado, no por dinero, camaradas, sino por su honor. Y también,
camaradas, gracias a un honesto especialista soviético, al ingeniero jefe
Treújov. ¡Gracias también a él!
Comenzaron a buscar a Treújov, pero no lo encontraron. El representante
del Centro Mantequero, que ardía en deseos de hacerlo hacía tiempo, se abrió
paso hacia las barandillas de la tribuna, saludó con la mano y comenzó a
hablar en voz alta sobre la situación internacional. Al acabar su discurso,
ambos corresponsales apuntaron deprisa, mientras escuchaban los débiles
aplausos: «Fuertes aplausos que se convierten en una ovación…». Después
pensaron que «se convierten en una ovación…» sería quizás demasiado
exagerado. El moscovita se decidió y tachó lo de ovación. Volante suspiró y
lo dejó.
El sol se iba poniendo rápidamente por un plano inclinado. Desde la
tribuna se pronunciaban salutaciones. La orquesta interpretaba toques de
honor a cada momento. La tarde se había vuelto de un azul oscuro brillante,
pero el mitin continuaba aún. Tanto los que hablaban como los que
escuchaban hacía ya tiempo que sentían que las cosas no iban bien, que el
mitin se había dilatado, que había que pasar cuanto antes a la puesta en
servicio del tranvía. Pero todos se habían acostumbrado tanto a hablar que no
podían dejarlo.
Por fin encontraron a Treújov. Estaba manchado y antes de ir a la tribuna
estuvo mucho rato lavándose la cara y las manos en la oficina.
—¡Se concede la palabra al ingeniero jefe, camarada Treújov! —anunció
alegremente Gavrilin—. Vamos, habla, yo no he dicho nada de nada —añadió
en un murmullo.
Treújov quería hablar de muchas cosas. Sobre los sábados no
remunerados, sobre el pesado trabajo, sobre todo lo que se había hecho y se
podía hacer aún. Y hacer se podía mucho: librar a la ciudad de su hediondo
mercado, construir pabellones acristalados cubiertos, construir un puente
permanente en lugar del provisional, que cada año era arrastrado por el
deshielo, y se podía, por fin, realizar el proyecto de construcción de un
enorme matadero frigorífico.
Treújov abrió la boca y titubeando, comenzó a hablar:
—¡Camaradas! La situación internacional de nuestro estado…
Y a continuación se puso a mascullar tales tópicos que la multitud, que
escuchaba ya el sexto discurso internacional, se enfrió. Sólo al acabar
comprendió Treújov que tampoco él había dicho ni una sola palabra sobre el

Página 109
tranvía. «Qué pena», pensó, «no sabemos hablar en público en absoluto, en
absoluto».
Y se acordó del discurso de un comunista francés al que había oído en una
reunión en Moscú. El francés hablaba sobre la prensa burguesa. «Esos
acróbatas de la pluma», exclamaba, «esos virtuosos de la farsa, esos chacales
de los rotativos…». La primera parte del discurso, el francés la pronunció en
tono la, la segunda en tono do y la última, la patética, en tono mi. Sus gestos
eran comedidos y elegantes.
«En cambio, nosotros lo único que hacemos es remover los posos del
fondo del vaso», decidió Treújov, «más nos valdría quedarnos callados».
Estaba ya oscuro del todo cuando el presidente del Comité Ejecutivo
regional cortó con las tijeras la cinta roja que cerraba la salida de las cocheras.
Los obreros y representantes de las organizaciones sociales comenzaron a
tomar asiento en los vagones en medio de una algarabía. Sonaron unas tenues
campanillas y el primer vagón del tranvía, conducido por el propio Treújov,
salió de las cocheras bajo los gritos ensordecedores de la multitud y los
gemidos de la orquesta. Los vagones iluminados parecían aún más
deslumbrantes que de día. Todos ellos navegaban en fila india por Gusische.
Tras pasar bajo el puente del ferrocarril, subieron ligeros hacia la ciudad y
giraron hacia la calle Grande de Pushkin. En el segundo vagón iba la orquesta
y tocaba la marcha de Budionni con las trompetas saliendo por las ventanas.
Gavrilin, con cazadora de revisor y una bolsa al hombro sonreía con
ternura mientras saltaba de un vagón a otro, daba campanillazos a destiempo
y entregaba a los pasajeros invitaciones para:
Primero de mayo a las 9 de la noche

VELADA DE FIESTA
en el club de empleados municipales
con el siguiente programa:

1. Discurso del camarada Mosin.


2. Entrega de diplomas por el sindicato de empleados municipales.
3. Parte no oficial: gran concierto y cena familiar con bufé.

En la plataforma del último vagón iba montado Víktor Mijáilovich, que,


no se sabe cómo, se encontraba entre el número de invitados de honor.
Olfateaba el olor del motor. Para gran asombro de Polésov, el motor tenía un
aspecto perfecto y, por lo visto, funcionaba con normalidad. Los cristales no
temblequeaban. Después de examinarlos con detalle, Víktor Mijáilovich se
convenció de que, con todo, estaban montados sobre caucho. Él ya le había

Página 110
hecho unas cuantas observaciones al conductor del tranvía y el público lo
consideraba un experto en la industria tranviaria de Occidente.
—El freno de aire comprimido funciona mal —manifestó Polésov,
mirando triunfalmente a los pasajeros—, no aspira.
—Nadie ha preguntado tu opinión —respondió el conductor—, ya verás
como aspira.
Tras hacer una gira inaugural por la ciudad, los vagones regresaron a las
cocheras, donde los esperaba la multitud. Mantearon a Treújov, ya bajo el
resplandor de las lámparas eléctricas. Mantearon también a Gavrilin, pero
como pesaba cerca de seis puds y no volaba alto, lo soltaron enseguida.
Mantearon al camarada Mosin, a los técnicos y a los obreros. Por segunda vez
en ese día mantearon a Víktor Mijáilovich. Ahora ya no movía las piernas,
sino que subía volando y planeaba en la oscuridad de la noche, contemplando
severa y seriamente el cielo estrellado. Cuando aterrizó la última vez, Polésov
se dio cuenta de que quien lo tenía agarrado por una pierna y se reía con una
risa canalla no era otro que el antiguo decano de la nobleza Ippolit
Matvéevich Vorobiáninov. Polésov se desasió cortésmente, se apartó un poco
a un lado, pero ya no perdió de vista al decano. Al advertir que Ippolit
Matvéevich y el joven desconocido, evidentemente un antiguo oficial, se
marchaban, Víktor Mijáilovich los siguió con cautela.
Cuando todo hubo acabado ya y Gavrilin esperaba en su Fiat color lila a
Treújov, que estaba dando las últimas órdenes, para ir con él al club, se acercó
a las puertas de las cocheras una furgoneta Ford con el equipo del noticiario
cinematográfico.
El primero en saltar ágilmente del automóvil fue un hombre con gafas de
carey dodecagonales y un elegante caftán de cuero sin mangas. Una barba
larga y afilada le crecía al individuo justo desde la nuez. Un segundo hombre
cargaba con una cámara de cine, mientras se iba enredando en una larga
bufanda de ese estilo que Ostap Bénder llamaba a menudo chic moderne.
Después se deslizaron desde la furgoneta los asistentes, los focos y unas
jóvenes.
Todo el grupo se precipitó sobre las cocheras entre gritos.
—¡Atención! —gritó el barbudo del caftán—. ¡Kolia! ¡Coloca los focos!
Treújov enrojeció y se dirigió hacia los visitantes nocturnos.
—¿Ustedes son los del cine? —preguntó—. ¿Por qué no han venido de
día?
—¿Cuándo está prevista la inauguración del tranvía?
—Ya está inaugurado.

Página 111
—Sí, sí, nos hemos retrasado un poco. Nos hemos topado con una
hermosa naturaleza. Un montón de trabajo. ¡La puesta de sol! Por lo demás,
aun así nos las arreglaremos. ¡Kolia! ¡Venga la luz! ¡La rueda que gira!
¡Primer plano! ¡Los pies en movimiento de la multitud! ¡Primer plano!
¡Liuda! ¡Mílochka! ¡Paseaos! ¡Kolia, empezamos! Empezamos. ¡Vamos!
Caminad, caminad, caminad… Basta. Gracias. Ahora filmaremos al
constructor. ¿Camarada Treújov? Tenga la bondad, camarada Treújov. No, así
no. De tres cuartos… Justo así, un poco más original, con el tranvía de
fondo… ¡Kolia! ¡Empezamos! ¡Diga algo!…
—¡La verdad es que me resulta violento!…
—¡Excelente!… ¡Bien!… ¡Siga hablando!… Ahora hable con la primera
pasajera del tranvía… ¡Liuda! Entre en el encuadre. Así. ¡Respire hondo: está
emocionado!… ¡Kolia! ¡Las piernas en primer plano!… ¡Empezamos!… Así,
así… Muchas gracias… ¡Stop!
Gavrilin bajó pesadamente del Fiat que hacía tiempo que estaba puesto en
marcha y fue a llamar a su amigo, que se retrasaba. El director de la nuez
peluda se animó.
—¡Kolia! ¡Ven aquí! Un tipo maravilloso. ¡Un obrero! ¡Un pasajero del
tranvía! Respire hondo. Está emocionado… Usted nunca ha montado antes en
tranvía. ¡Empezamos! ¡Respire!
Gavrilin comenzó a resoplar con odio.
—¡Maravilloso!… ¡Mílochka! ¡Ven aquí! ¡Saludos de las Juventudes
Comunistas!… Respire hondo. Está emocionada… Así… Maravilloso. Kolia,
hemos acabado.
—¿Y no va a filmar el tranvía? —preguntó Treújov tímidamente.
—Es que —mugió el director vestido de cuero— las condiciones de
iluminación no lo permiten. Habrá que acabar de rodar en Moscú. ¡Besos!
El noticiario cinematográfico desapareció con la rapidez de un rayo.
—Bueno, amigo, vayamos a descansar —dijo Gavrilin—. ¿Qué te pasa,
has comenzado a fumar?
—Sí —confesó Treújov—, no he podido aguantar.
En la velada familiar, el hambriento Treújov, que había fumado
demasiado, se bebió tres vasitos de vodka y se emborrachó como una cuba.
Besaba a todos y todos le besaban. Quería decirle algo cariñoso a su mujer,
pero sólo pudo estallar en risotadas. Después, estrechó largo rato la mano de
Gavrilin y dijo:
—¡Eres un tipo genial! Tienes que aprender a proyectar puentes de
ferrocarril. Es una ciencia admirable. Y lo principal, absolutamente simple. El

Página 112
puente sobre el Hudson…
Al cabo de media hora, borracho perdido, pronunció una filípica dirigida
contra la prensa burguesa.
—¡Esos acróbatas de la farsa, esas hienas de la pluma! ¡Esos virtuosos de
los rotativos! —gritaba.
Su mujer se lo llevó a casa en coche de punto.
—Quiero ir en tranvía —le decía a su mujer—, ¿cómo no te das cuenta?
¡Si hay un tranvía, entonces hay que ir en él!… ¿Por qué? En primer lugar, es
más barato…

Polésov, que iba siguiendo a los concesionarios, se estuvo conteniendo mucho


rato y, tras esperar a que no hubiera nadie alrededor, se acercó a
Vorobiáninov.
—¡Buenas noches, señor Ippolit Matvéevich! —dijo respetuosamente.
Vorobiáninov se sintió indispuesto.
—No tengo el honor —farfulló.
Ostap adelantó el hombro derecho y se acercó al cerrajero intelectual.
—Y bien —dijo—, ¿qué quiere usted decirle a mi amigo?
—No tiene por qué inquietarse —murmuró Polésov, volviendo la cabeza
hacia ambos lados—. Vengo de parte de Elena Stanislávovna…
—¿Cómo? ¿Ella está aquí?
—Sí. Y tiene muchas ganas de verle.
—¿Para qué? —preguntó Ostap—. ¿Y usted quién es?
—Yo… Usted, Ippolit Matvéevich, no piense nada malo. Usted no me
conoce, pero yo a usted lo recuerdo muy bien.
—Querría acudir a casa de Elena Stanislávovna —dijo indeciso
Vorobiáninov.
—Ella le ruega a usted encarecidamente que acuda.
—Pero ¿cómo se ha enterado…?
—Me encontré con usted en un pasillo del Ayuntamiento y estuve
pensando mucho rato: «Esa cara me resulta familiar». Después lo recordé.
¡Usted, Ippolit Matvéevich, no se inquiete por nada! Todo quedará en
absoluto secreto.
—¿Una conocida? —preguntó Ostap, diligente.
—Hummm, sí, una vieja conocida.
—Entonces, ¿quizás podamos ir a cenar a casa de esa vieja conocida? Yo,
por ejemplo, tengo unas ganas locas de manducar, pero todo está cerrado.
—Sí, por supuesto.
—Entonces, vayamos. Condúzcanos, misterioso desconocido.

Página 113
Y Víktor Míjáilovich, volviéndose a cada momento, condujo a los
compañeros a través de patios abiertos a casa de la adivinadora, al callejón
Pereléshinski.

Página 114
XIV
LA UNIÓN DE LA ESPADA Y EL ARADO

Cuando una mujer envejece le pueden suceder muchas cosas desagradables:


se le pueden caer los dientes, sus cabellos pueden volverse canosos y ralos,
puede contraer disnea, puede volverse obesa, puede abrumarla una extrema
delgadez, pero su voz no cambiará. Seguirá igual que en sus tiempos de
colegiala, novia o amante de un joven calavera.
Por eso, cuando Polésov tocó en la puerta y Elena Stanislávovna
preguntó: «¿Quién es?», Vorobiáninov se estremeció. La voz de su amante
era la misma que en el año noventa y nueve, antes de la inauguración de la
exposición de París. Pero, al entrar en la habitación, con los párpados
entornados a causa de la luz, Ippolit Matvéevich vio que de la antigua belleza
no había quedado ni rastro.
—¡Cómo ha cambiado usted! —dijo sin querer.
La vieja se le echó al cuello.
—Gracias —dijo—, sé a lo que se ha arriesgado al venir a verme. Usted
es el mismo caballero de alma generosa. No le pregunto para qué ha venido
desde París. Ve, no soy curiosa.
—Pero yo no he venido en modo alguno de París —dijo desconcertado
Vorobiáninov.
—Mi colega y yo hemos llegado desde Berlín —corrigió Ostap, dándole
un codazo a Ippolit Matvéevich—, sobre eso no es recomendable hablar en
voz alta.
—¡Ah, estoy tan contenta de verle! —gritó la adivinadora—. Entre aquí, a
esta habitación… Y usted, Víktor Mijáilovich, perdone, pero ¿no podría
pasarse usted dentro de media hora?
—¡Oh! —advirtió Ostap—. ¡La primera cita! ¡Minutos difíciles!
Permítanme también a mí retirarme. ¿Puedo ir con usted, queridísimo Víktor
Mijáilovich?

Página 115
El cerrajero se estremeció de alegría. Ambos se fueron al apartamento de
Polésov, donde Ostap, sentado sobre un pedazo de las puertas de la casa n.º 5
del callejón Pereléshinski, comenzó a desarrollar delante del estupefacto
artesano con motor una serie de ideas fantasmagóricas tendentes a la
salvación de la patria.
Al cabo de una hora regresaron y encontraron a los viejos del todo
enternecidos.
—¿Y usted se acuerda, Elena Stanislávovna? —decía Ippolit Matvéevich.
—¿Y usted se acuerda, Ippolit Matvéevich? —decía Elena Stanislávovna.
«Parece que ha llegado el momento psicológico para la cena», pensó
Ostap. E interrumpiendo a Ippolit Matvéevich, que recordaba las elecciones
para el Consejo municipal, dijo:
—En Berlín hay una costumbre muy extraña: allí comen tan tarde que es
imposible comprender si se trata de una cena temprana o de una comida
tardía.
Elena Stanislávovna volvió en sí, apartó su mirada de conejo de
Vorobiáninov y se arrastró hacia la cocina.
—¡Y ahora, actuar, actuar y actuar! —dijo Ostap, que había bajado la voz
al nivel de una total clandestinidad.
Cogió a Polésov de la mano.
—¿La vieja no nos fallará? ¿Es una mujer digna de confianza?
Polésov puso las manos como para rezar.
—¿Su credo político?
—¡Siempre! —respondió con entusiasmo Polésov.
—¿Usted, espero, será partidario de Kiril[52]?
—Exactamente.
Polésov se cuadró.
—¡Rusia no le olvidará! —vociferó Ostap.
Ippolit Matvéevich, que sostenía en la mano un pastel dulce, escuchaba
lleno de perplejidad a Ostap, pero era imposible detenerlo. No podía parar. El
gran intrigante sentía la inspiración, el embriagador estado que precedía a un
sablazo superior a lo normal. Se puso a dar vueltas por la habitación como
una pantera.
En tal estado de excitación lo encontró Elena Stanislávovna, que traía con
esfuerzo el samovar desde la cocina. Ostap saltó galantemente hacia ella,
tomó el samovar sobre la marcha y lo colocó sobre la mesa. El samovar silbó.
Ostap decidió actuar.
—Madame —dijo—, estamos felices de ver en su persona…

Página 116
No sabía a quién estaba feliz de ver en la persona de Elena Stanislávovna.
Hubo que comenzar de nuevo. De entre todos los circunloquios pomposos del
régimen zarista, sólo algo como «con benevolencia se dignó ordenar» le daba
vueltas en la cabeza. Pero eso no venía a cuento. Por ello comenzó con tono
eficiente:
—¡Estrictamente confidencial! ¡Secreto de estado!
Ostap señaló con la mano a Vorobiáninov.
—¿Quién es, en su opinión, este vigoroso anciano? No hablen, ustedes no
pueden saberlo. Es el gigante del pensamiento, el padre de la democracia rusa
y la personalidad más próxima al emperador.
Ippolit Matvéevich se alzó en toda su imponente estatura y miró con
desconcierto hacia los lados. No comprendía nada, pero, sabiendo por
experiencia que Ostap Bénder nunca hablaba en vano, permaneció callado.
Todo lo que sucedía provocaba un estremecimiento en Polésov. Estaba de pie,
con el mentón levantado hacia el techo, en la pose de un hombre que se
dispone a desfilar durante una ceremonia. Elena Stanislávovna se sentó en
una silla, mirando con temor a Ostap.
—¿Hay muchos de los nuestros en la ciudad? —preguntó Ostap sin
rodeos—. ¿Cuál es su estado de ánimo?
—En presencia de la ausencia… —dijo Víktor Mijáilovich, y comenzó a
explicar sus desgracias embrollándolo todo. Sacó a relucir al portero de la
casa n.º5, ese descarado engreído, los cojinetes de tres octavos de pulgada, el
tranvía y todo lo demás.
—¡Bien! —tronó Ostap—. ¡Elena Stanislávovna! Con su ayuda queremos
ponernos en contacto con las mejores personas de la ciudad, a las que un
destino adverso ha reelucido a la clandestinidad. ¿A quién podemos invitar a
su casa?
—¿A quién podemos invitar? ¿Quizás a Maksim Petróvich y a su mujer?
—Sin su mujer —corrigió Ostap—. ¡Sin mujeres! Usted será la única y
grata excepción. ¿A quién más?
En la deliberación, a la que se adhirió activamente Víktor Mijáilovich, se
dilucidó que se podía invitar a ese tal Maksim Petróvich Charúshnikov,
antiguo consejero de la Duma de la ciudad,[53] y ahora, de modo milagroso,
incluido en la nómina de funcionarios soviéticos; a Diádiev, dueño de
Embalarrápido; a Kisliarski, presidente de la Cooperativa de roscas de Odesa,
Las Rosquillas de Moscú y a dos jóvenes sin apellido, pero absolutamente
dignos de confianza.

Página 117
—En tal caso, les ruego que les inviten ahora mismo a una pequeña
reunión. Bajo el más estricto secreto.
Polésov comenzó a hablar:
—Yo correré a casa de Maksim Petróvich y a por Nikiosha y Vladia, y
usted, Elena Stanislávovna, sírvase acercarse a Embalarrápido y busque a
Kisliarski.
Polésov desapareció. La adivinadora contempló con veneración a Ippolit
Matvéevich y también se fue.
—¿Qué significa esto? —preguntó Ippolit Matvéevich.
—Esto significa —respondió Ostap— que es usted una persona retrasada.
—¿Por qué?
—¡Y aún me lo pregunta! Perdone por lo mezquino de la pregunta,
¿cuánto dinero tiene usted?
—¿Qué dinero?
—Cualquiera. Incluidos plata y cobre.
—Treinta y cinco rublos.
—¿Y con este dinero se disponía usted a cubrir todos los gastos de nuestra
empresa?
Ippolit Matvéevich callaba.
—Mire lo que le digo, querido patrón. Me da en la nariz que usted me
comprende. Tendrá que ser por una hora el gigante del pensamiento y la
personalidad más cercana al emperador.
—¿Por qué?
—Porque nos hace falta un capital circulante. Mañana es mi boda. Yo no
soy un pordiosero. Quiero celebrar un banquete en ese día memorable.
—¿Qué debo hacer? —gimió Ippolit Matvéevich.
—Debe permanecer callado. A ratos, para darse importancia, infle los
carrillos.
—Pero eso… es un engaño.
—¿Quién dice eso? ¿Lo dice el conde Tolstói? ¿O Darwin? No. Yo oigo
eso de labios de un hombre que ayer, sin ir más lejos, se proponía colarse de
noche en el apartamento de la Gritsatsueva y robarle los muebles a la pobre
viuda. No lo piense más. Manténgase callado. Y no olvide inflar los carrillos.
—¿Para qué meterse en un asunto tan peligroso? Pueden denunciarnos.
—¡No se preocupe por eso! Con malas perspectivas yo no voy de pesca.
El asunto se llevará de tal manera que nadie comprenderá nada. Vamos a
beber té.

Página 118
Mientras los concesionarios bebían y comían, y el papagayo cascaba las
pipas de girasol, los invitados iban entrando en el apartamento.
Nikiosha y Vladia llegaron junto a Polésov. Víktor Mijáilovich no se
atrevió a presentar a los jóvenes al gigante del pensamiento. Tomaron asiento
en un rincón y se pusieron a observar cómo el padre de la democracia rusa
comía ternera fría. Nikiosha y Vladia eran unos zotes ya maduros. Los dos
tenían cerca de treinta años. Por lo visto, estaban encantados de que les
hubieran invitado a la reunión.
El antiguo consejero de la Duma de la ciudad Charúshnikov, un viejo
obeso, estrechó largamente la mano de Ippolit Matvéevich mientras le miraba
a los ojos. Bajo la vigilancia de Ostap, los antiguos conciudadanos
comenzaron a intercambiar recuerdos. En medio del capazo, Ostap dejó que
conversaran y se dirigió a Charúshnikov.
—¿En qué regimiento sirvió usted?
Charúshnikov comenzó a sofocarse.
—Yo… yo, por así decirlo, no serví porque, al haberse depositado en mí
la confianza de la sociedad, debía presentarme a las elecciones.
—¿Usted es noble?
—Sí, lo era.
—Espero que lo seguirá siendo ahora. ¡Ánimo! Se exigirá su ayuda.
¿Polésov se lo ha explicado? El extranjero nos ayudará. No falta más que la
opinión pública. La organización se mantiene en estricto secreto. ¡Manténgase
atento!
Ostap apartó a Polésov de Nikiosha y Vladia y con una severidad no
fingida les preguntó:
—¿En qué regimiento han servido? Habrá que servir a la patria. ¿Ustedes
son nobles? Muy bien. Occidente nos ayudará. ¡Ánimo! Las aportaciones, es
decir, la organización, se mantiene en estricto secreto. ¡Manténganse atentos!
Ostap no podía parar. El asunto parecía marchar sobre ruedas. Presentado
por Elena Stanislávovna al propietario de Embalarrápido, Ostap se lo llevó
aparte, le ordenó tener valor, se informó del regimiento en que había servido y
le prometió la colaboración del extranjero y el más estricto secreto en la
organización.
El primer sentimiento del propietario de Embalarrápido fue desear huir lo
más rápido posible del apartamento de los conspiradores. Consideraba su
firma demasiado sólida para intervenir en un asunto arriesgado. Pero,
examinando la desenvuelta figura de Ostap, vaciló y se puso a meditar: «Y
si… Por otra parte, todo depende de con qué salsa se sirva todo esto».

Página 119
La amistosa conversación tras la mesa del té se animó. Los iniciados
guardaban religiosamente el secreto y sólo hablaban de las noticias de la
ciudad.
El último en llegar fue el ciudadano Kisliarski, que aunque no era noble ni
nunca había servido en los regimientos de la guardia imperial, comprendió
enseguida la situación tras una breve charla con Ostap.
—¡Ánimo! —dijo Ostap sentenciosamente.
Kisliarski prometió tenerlo.
—Usted, como representante del capital privado, no puede permanecer
sordo a los gemidos de la patria.
Kisliarski se compungió, compasivo.
—¿Usted sabe quién está sentado aquí? —preguntó Ostap, señalando a
Ippolit Matvéevich.
—Claro —respondió Kisliarski—, es el señor Vorobiáninov.
—Este hombre —dijo Ostap— es el gigante del pensamiento, el padre de
la democracia rusa, la personalidad más cercana al emperador.
«En el mejor de los casos, dos años de prisión incomunicada», pensó
Kisliarski, comenzando a temblar. «¿Para qué habré venido aquí?».
—¡La Unión Secreta de la Espada y el Arado! —murmuró siniestramente
Ostap.
«Diez años», refulgió en la mente de Kisliarski.
—Por lo demás, puede usted irse, pero nosotros, se lo advierto, tenemos el
brazo largo.
«Ya te enseñaré yo, hijo de perra», pensó Ostap. «Por menos de cien
rublos no te dejaré escapar».
Kisliarski se quedó de piedra. Hoy mismo había almorzado tan bien y con
tanta tranquilidad, había comido buches de gallina, caldo con nueces y aún no
sabía nada sobre la terrible Unión de la Espada y el Arado. No se marchó: «el
brazo largo» le produjo una impresión desfavorable.
—¡Ciudadanos! —dijo Ostap, abriendo la sesión—, la vida dicta sus
leyes, sus crueles leyes. Yo no voy a hablarles sobre la finalidad de nuestra
reunión, les es conocida a todos ustedes. Es una finalidad sagrada. Desde
todas partes oímos gemidos. Desde todas los extremos de nuestro vasto país
se implora ayuda. Debemos tender nuestra mano, y la tenderemos. Algunos
de vosotros trabajan por cuenta ajena y comen pan con mantequilla, otros se
dedican a sus propios negocios y comen canapés de caviar. Unos y otros
duermen en sus lechos y se cubren con cálidas mantas. Sólo los niños
pequeños, los niños abandonados se encuentran sin hogar. Estas flores de la

Página 120
calle o, según la expresión de los proletarios del trabajo intelectual, estas
flores del asfalto, merecen una suerte mejor. Nosotros, señores miembros del
jurado, debemos ayudarles. Y nosotros, señores miembros del jurado, les
ayudaremos.
El discurso del gran intrigante suscitó diversos sentimientos entre los
oyentes.
Polésov no comprendió a su nuevo amigo, el joven oficial de la guardia.
«¿Qué niños?», pensó, «¿por qué niños?».
Ippolit Matvéevich no intentaba siquiera comprender nada. Hacía rato ya
que se había desentendido de todo y permanecía sentado en silencio, con los
carrillos inflados.
Elena Stanislávovna se había entristecido.
Nikiosha y Vladia contemplaban con devoción el chaleco azul claro de
Ostap.
El propietario de Embalarrápido estaba extremadamente contento.
«Bien presentado. Aderezado con esta salsa, se puede dar dinero y todo.
En caso de éxito, ¡honor! Que no resulta, yo no pintaba nada. Yo ayudaba a
los niños, y sanseacabó».
Charúshnikov y Diádiev intercambiaron una significativa mirada y,
haciendo justicia a la habilidad conspiradora del conferenciante, continuaron
amasando bolitas de pan sobre la mesa.
Kisliarski estaba en el séptimo cielo.
«Es una cabeza privilegiada», pensaba. Le parecía que nunca había amado
tanto a los niños abandonados como esa noche.
—¡Camaradas! —continuaba Ostap—. Hace falta una ayuda inmediata.
Debemos arrancar a los niños de las garras de la calle, y los arrancaremos de
allí. Ayudaremos a los niños. Recordemos que los niños son las flores de la
vida. Les invito ahora mismo a pagar sus cuotas para ayudar a los niños. Sólo
a los niños y a nadie más. ¿Me comprenden?
Ostap sacó un talonario de su bolsillo lateral.
—Les ruego que paguen sus cuotas. Ippolit Matvéevich confirmará mis
plenos poderes.
Ippolit Matvéevich infló los carrillos e hizo una inclinación con la cabeza.
Entonces, incluso los ingenuos Nikiosha y Vladia y el propio cerrajero
trajinante comprendieron el quid secreto de las alegorías de Ostap.
—Por orden de antigüedad, señores —dijo Ostap—. Comencemos por el
honorable Maksim Petróvich.

Página 121
Maksim Petróvich se removió en su asiento y dio de mal grado treinta
rublos.
—¡Cuando los tiempos sean mejores, daré más! —declaró.
—Los tiempos mejores vendrán enseguida —dijo Ostap—; por lo demás,
eso no tiene nada que ver con los niños abandonados a los que yo represento
en el momento presente.
Nikiosha y Vladia dieron ocho rublos.
—Es poco, jóvenes.
Los jóvenes se sonrojaron.
Polésov fue corriendo a su casa y trajo cincuenta.
—¡Bravo, húsar! —dijo Ostap—. Para un húsar mecanizado de la
cerrajería esto es suficiente para la primera vez. ¿Qué dice el gremio de los
comerciantes?
Diádiev y Kisliarski regatearon largo rato y se lamentaron del impuesto de
nivelación de fortunas. Ostap fue implacable.
—En presencia del propio Ippolit Matvéevich, considero fuera de lugar
estas conversaciones.
Ippolit Matvéevich inclinó la cabeza. Los comerciantes sacrificaron
doscientos rublos cada uno en beneficio de los niños.
—En total —proclamó Ostap—, cuatrocientos ochenta y ocho rublos.
¡Ay! Faltan doce rublos para redondear.
Elena Stanislávovna, que se había estado dominando mucho tiempo, fue a
su dormitorio y trajo en un bolsita de mano los doce rublos que se buscaban.
El resto de la sesión se remató a toda prisa y tomó un carácter menos
solemne. Ostap comenzó a juguetear. Elena Stanislávovna se acabó de
enternecer. Los huéspedes se fueron marchando poco a poco, despidiéndose
respetuosamente de los organizadores.
—Sobre el día de la siguiente sesión serán informados por separado —
decía Ostap para despedirse—, en el más estricto secreto. El asunto de la
ayuda a los niños debe quedar en secreto… Eso, por cierto, es en su propio
interés.
Ante estas palabras, Kisliarski tuvo ganas de dar cincuenta rublos más con
tal de no acudir a ninguna otra sesión. A duras penas pudo contener ese
arrebato.
—Bueno —dijo Ostap—, hay que ponerse en marcha. Usted, Ippolit
Matvéevich, hará uso, espero, de la hospitalidad de Elena Stanislávovna y
pasará la noche en su casa. Por cierto, será beneficioso para la conspiración
que nos separemos un tiempo. Así que me voy.

Página 122
Ippolit Matvéevich le guiñó un ojo a Ostap desesperadamente, pero este
aparentó que no se daba cuenta y salió a la calle.
Al final de la manzana recordó que tenía en el bolsillo quinientos rublos
ganados honradamente.
—¡Cochero! —gritó—. ¡Llévame a El Fénix!
—No faltaba más —dijo el cochero.
Llevó sin prisa a Ostap hasta delante de un restaurante cerrado.
—¿Qué pasa? ¿Está cerrado?
—Con motivo del Primero de mayo.
—¡Que les den por…! ¡Tengo todo el dinero que quiera y no hay dónde
divertirse! Bueno, entonces vamos a la calle de Plejánov. ¿La conoces?
Ostap decidió ir a ver a su novia.
—¿Y antes cómo se llamaba esta calle? —preguntó el cochero.
—No lo sé.
—¿Adónde ir, pues? Yo tampoco lo sé.
Con todo y con eso, Ostap ordenó ponerse en marcha y buscar.
Durante hora y media estuvieron dando vueltas por la desierta ciudad
nocturna, interrogando a los vigilantes y policías de guardia. Un policía hizo
un largo esfuerzo por recordar y al final comunicó que la calle de Plejánov no
era otra que la antigua calle del Gobernador.
—¡Ah, la calle del Gobernador! La calle del Gobernador la conozco bien.
Llevo veinticinco años yendo y viniendo a la calle del Gobernador.
—¡Pues ve de una vez!
Llegaron a la calle del Gobernador, pero resultó que no era la calle de
Plejánov, sino la de Karl Marx.
El enfurecido Ostap reanudó la búsqueda de la desaparecida calle de
Plejánov. Pero no la encontró.
El amanecer iluminó pálidamente el rostro del rico mártir que, aun así, no
había podido divertirse.
—¡Llévame al Sorbona! —gritó—. ¡Vaya un cochero! ¡No conocer a
Plejánov!

El palacio de la viuda Gritsatsueva resplandecía. Presidía la mesa nupcial el


rey de tréboles matrimonial, el hijo del súbdito turco. Estaba elegante y
borracho. Los huéspedes metían mucho ruido.
La joven novia ya no era tan joven. No tenía menos de treinta y cinco
años. La naturaleza la había dotado generosamente. Había de todo: pechos
como sandías, nariz maciza como el peto de un hacha, mejillas lozanas y nuca
poderosa. Idolatraba y temía mucho a su nuevo marido. Por eso no le llamaba

Página 123
por su nombre, ni siquiera por su patronímico, del que aún no se había
enterado, sino por su apellido: camarada Bénder.
Ippolit Matvéevich estaba de nuevo sentado sobre su querida silla.
Durante toda la cena nupcial estuvo dando saltitos sobre ella, para sentir lo
duro. A veces lo conseguía. Entonces todos los presentes le caían bien y
comenzaba a gritar con frenesí «¡Que se besen!».
Ostap estuvo todo el tiempo pronunciando discursos y haciendo brindis.
Bebieron por la instrucción del pueblo y por la irrigación de Uzbekistán.
Después de esto, los invitados comenzaron a irse. Ippolit Matvéevich se
demoró en el recibidor y le susurró a Bénder.
—No se entretenga demasiado. Están allí.
—Es usted un codicioso —respondió Ostap, borracho—, espéreme en el
hotel. No se vaya a ningún sitio. Puedo llegar en cualquier momento. Pague la
cuenta del hotel. Que todo esté preparado. ¡Adieu, mariscal de campo!
¡Deséeme las buenas noches!
Ippolit Matvéevich se las deseó y se dirigió al Sorbona a morirse de
inquietud.
A las cinco de la mañana apareció Ostap con la silla. Ippolit Matvéevich
se sintió impresionado. Ostap colocó la silla en medio de la habitación y se
sentó.
—¿Cómo lo ha conseguido? —articuló por fin Vorobiáninov.
—Muy sencillo, de un modo entrañable. La viuda duerme y tiene dulces
sueños. Daba pena despertarla. Al alba no la despiertes[54]. ¡Ay! Tuve que
dejarle una nota a mi amada. «Me marcho a presentar un informe a
Novojopiorsk. No me esperes a comer. Tu Ratoncito». La silla la cogí del
comedor. No hay tranvía a estas horas de la mañana, así que descansé en la
silla por el camino.
Ippolit Matvéevich se arrojó sobre la silla con un gruñido.
—Silencio —dijo Ostap—, hay que actuar sin ruido.
Sacó del bolsillo unos alicates y se puso a trabajar febrilmente.
—¿Ha cerrado usted la puerta con llave? —preguntó Ostap.
Apartando al impaciente Vorobiáninov, Ostap abrió con cuidado la silla,
intentando no estropear la cretona inglesa de flores.
—Ahora no se encuentra un tejido así, hay que conservarlo. Déficit de
mercancías, qué se le va a hacer.
Todo esto irritó a Ippolit Matvéevich hasta el paroxismo.
—Listo —dijo Ostap en voz baja.

Página 124
Levantó el forro y comenzó a rebuscar entre los resortes con ambas
manos. Sobre la frente se le marcó una vena en forma de V.
—¿Y qué? —repetía Ippolit Matvéevich en diferentes tonos—. ¿Y qué?
¿Y qué?
—¿Qué de qué? —respondió Ostap irritado—. Una probabilidad contra
once. Y esa probabilidad…
Hurgó a conciencia dentro de la silla y concluyó:
—Y esa probabilidad, por ahora, no es la nuestra.
Se levantó todo lo alto que era y se puso a limpiarse las rodillas. Ippolit
Matvéevich se abalanzó sobre la silla.
Los brillantes no estaban. Ippolit Matvéevich dejó caer los brazos. Pero
Ostap seguía tan animoso como antes.
—Ahora nuestras probabilidades han aumentado.
Paseó un poco por la habitación.
—¡No importa! Esta silla le ha costado más a la viuda que a nosotros.
Ostap sacó de su bolsillo lateral un broche de oro con piedras falsas, un
brazalete de oro hueco, media docena de cucharillas doradas y un colador de
té.
Ippolit Matvéevich, en su dolor, ni siquiera se dio cuenta de que se había
convertido en cómplice de un robo ordinario.
—Es una vulgaridad —observó Ostap—, pero convendrá en que yo no
podía abandonar a la mujer amada sin conservar ningún recuerdo de ella. Sin
embargo, no hay tiempo que perder. Esto es sólo el principio. El final está en
Moscú. Y el Museo del Mueble no es una viuda, eso será un poco más
complicado.
Los socios metieron los pedazos de la silla debajo de la cama y, después
de contar el dinero (había quinientos treinta y cinco rublos con los donativos a
beneficio de los niños), partieron hacia la estación a coger el tren de Moscú.
Tuvieron que ir en coche de punto a través de toda la ciudad.
En la calle de las Cooperativas vieron a Polésov corriendo por la acera
como un asustadizo antílope. Le perseguía el portero de la casa n.º 5 del
callejón Pereléshinski. Mientras doblaban la esquina, los concesionarios
tuvieron tiempo de ver cómo el portero alcanzaba a Víktor Mijáilovich y se
ponía a zurrarle. Polésov gritaba «¡Policía!» y «¡Sinvergüenza!».
Estuvieron sentados en los servicios hasta la salida del tren, temiendo un
encuentro con la mujer amada.
El tren llevaba ya a los amigos a la ruidosa capital. Los amigos se
apoyaron en la ventana.

Página 125
Los vagones pasaron sobre Gusische.
De repente, Ostap emitió un rugido y agarró a Vorobiáninov del bíceps.
—¡Mire, mire! —gritó—. ¡Dése prisa! ¡Aljen, hijo de peeerra!…
Ippolit Matvéevich miró hacia abajo. Bajo el terraplén, un buen mozo,
robusto y con bigote, llevaba una carretilla cargada con un armonio rojizo y
con cinco marcos de ventana. Un ciudadano con blusa campesina de color
gris ratón y aire avergonzado la empujaba por detrás.
El sol se abrió paso a través de las nubes. Brillaban las cruces de las
iglesias.
Ostap, riéndose a carcajadas, se asomó por la ventana y chilló:
—¡Pashka! ¿Vas al rastro?
Pasha Emílievich levantó la cabeza, pero vio sólo los topes del último
vagón y siguió con más fuerza aún dándole a las piernas.
—¿Los ha visto? —preguntó Ostap con alegría—. ¡Qué hermosura!
¡Cómo trabaja la gente!
Ostap le dio unas palmadas en la espalda al entristecido Vorobiáninov.
—¡No pasa nada, papaíto! ¡No se desanime! ¡La sesión continúa!
¡Mañana por la tarde estaremos en Moscú!

Página 126
Parte segunda

EN MOSCÚ

Página 127
XV
EN MEDIO DE UN OCÉANO DE SILLAS

La estadística lo sabe todo. Se ha calculado con exactitud la cantidad de tierra


laborable que hay en la URSS, dividida en tierra negra, arcillosa y loess.
Todos los ciudadanos de ambos sexos están registrados en los pulcros y
gruesos libros, tan familiares para Ippolit Matvéevich Vorobiáninov, los
libros del registro civil. Se sabe cuánta y qué clase de comida consume al año
el ciudadano medio de la república. Se sabe cuánto vodka bebe este
ciudadano por término medio, con indicación aproximada del entremés con
que lo ha acompañado. Se sabe cuántos cazadores, bailarinas, tambores de
revólver, perros de todas las razas, bicicletas, monumentos, jovencitas, faros y
máquinas de coser hay en el país.
¡Cuánta vida, llena de polvo, de pasiones y de pensamientos nos mira
desde las tablas estadísticas!
¿Quién es este individuo de mejillas rosadas, sentado a la mesa con una
servilleta atada al cuello y que devora con apetito las humeantes viandas? A
su alrededor hay rebaños de bueyes en miniatura, crasos cerdos se apelotonan
en un rincón de la tabla. En una piscina estadística especial chapotean
innumerables esturiones, Iotas y lochas. Sobre los hombros, los brazos y la
cabeza de este individuo hay encaramadas gallinas. En medio de nubes en
forma de pluma vuelan gansos, patos y pavos domésticos. Bajo la mesa se
esconden dos conejos. En el horizonte se alzan pirámides y torres de Babel de
pan cocido. Una pequeña fortaleza de confitura es bañada por un río de leche.
Un pepinillo del tamaño de la torre de Pisa se eleva en el horizonte. Tras los
parapetos de sal y de pimienta desfilan en media compañía los vinos, los
vodkas y los licores. En la retaguardia se arrastran en miserable grupo las
bebidas no alcohólicas: las tropas auxiliares integradas por las aguas
minerales, las limonadas y los sifones de mallas de alambre.

Página 128
¿Quién es, pues, este individuo de mejillas rosadas, este glotón,
borrachuelo y goloso? ¿Gargantúa, el rey de los Dipsodas? ¿El forzudo Foss?
¿El legendario soldado Yashka Camisa Roja? ¿Lúculo?[55]
No es Lóculo. Es Iván Ivánovich Sídorov o Sídor Sídorovich Ivanov, el
ciudadano medio, que consume como media durante su vida todas las viandas
representadas en la tabla. Es el consumidor tipo de calorías y vitaminas, un
tranquilo soltero de cuarenta años que trabaja en una tienda estatal de
mercería y géneros de punto.
No hay forma de sustraerse a la estadística. Posee datos exactos no sólo
sobre la cantidad de dentistas, de charcuteros, de jeringuillas, de porteros, de
directores de cine, de prostitutas, de tejados de paja, de viudas, de cocheros y
de campanas, sino que sabe incluso cuántos estadísticos hay en el país.
Sólo hay una cosa que no sabe.
No sabe cuántas sillas hay en la URSS.
Hay muchas sillas. El último censo estadístico estimó el número de
habitantes de las repúblicas soviéticas en 143 millones de personas. Si se
omiten los 90 millones de campesinos que prefieren usar en lugar de sillas
bancos de madera o de tierra y yacijas, y, en Oriente, alfombras y tapices
desgastados, con todo quedan 50 millones de personas en cuyo uso doméstico
las sillas son objetos de primera necesidad. Si se toman en cuenta los posibles
errores de cálculo y la costumbre de algunos ciudadanos de la Unión de
sentarse entre dos sillas, entonces, reduciendo por si acaso la cifra total a la
mitad, nos encontraremos con que en el país debe haber no menos de 26
millones y medio de sillas. Para mayor exactitud, renunciemos además a 6
millones y medio. Los 20 millones que quedan serán la cifra mínima.
En medio de este océano de sillas, hechas de nogal, de roble, de fresno, de
palisandro, de caoba y de abedul de Carelia, en medio de las sillas de abeto y
de pino, los héroes de nuestra novela deben encontrar una silla de nogal de
Gambs con las patas curvadas, que guarda en su vientre tapizado con cretona
inglesa los tesoros de Madame Petujova.
Los concesionarios iban durmiendo en las literas superiores, y aún
dormían cuando el tren atravesó con precaución el río Oka y, reforzando la
marcha, comenzó a aproximarse a Moscú.

Página 129
XVI
LA RESIDENCIA MONJE BERTHOLD SCHWARTZ[56]

Ippolit Matvéevich y Ostap, apoyados el uno contra el otro, estaban de pie


junto a la ventana abierta de un vagón de tercera y contemplaban con atención
las vacas que descendían lentamente desde el terraplén, los bosques de pinos
y los andenes de madera de los poblados de dachas.
Se habían contado ya todos los chistes habituales en los viajes. Del
periódico La Verdad de Stárgorod del martes se habían leído hasta los
anuncios y se había quedado lleno de manchas de grasa. Todos los pollos,
huevos y aceitunas habían sido devorados.
Quedaba la parte del viaje más penosa, la última hora hasta llegar a
Moscú.
De los ralos bosquecillos y sotos saltaban hacia el terraplén pequeñas y
alegres dachas. Entre ellas había palacios de madera que resplandecían con el
cristal de sus miradores y con sus tejados de chapa recién pintados. Había
también simples carcasas de madera con minúsculas ventanitas cuadradas,
auténticos cepos para los veraneantes.
Mientras los pasajeros con aspecto entendido examinaban el horizonte y,
confundiendo lo que recordaban sobre la batalla del río Kalka,[57] se contaban
unos a otros el pasado y el presente de Moscú, Ippolit Matvéevich intentaba
obstinadamente representarse el Museo del Mueble. Se lo imaginaba como un
pasillo de muchas verstas, contra cuyas paredes se situaban en hileras las
sillas. Vorobiáninov se veía caminando con rapidez entre ellas.
—Quién sabe lo que puede pasar aún en el Museo del Mueble.
¿Resultará? —decía alarmado.
—Ya es hora, decano de la nobleza, de que se cure usted con
electrochoques. No se ponga histérico antes de tiempo. Si no puede dejar de
estar nervioso, por lo menos hágalo en silencio.

Página 130
El tren saltaba sobre las agujas. Al verlo, los semáforos abrían sus anchas
bocas. Las vías se hacían más frecuentes. Se sentía la proximidad de un
enorme nudo ferroviario. La hierba desapareció, la sustituyó la escoria.
Pitaban las locomotoras en maniobras. Los guardagujas tocaban el silbato. De
súbito, el estruendo se intensificó. El tren entró en un pasillo formado por
convoyes vacíos y, chasqueando como un torniquete, comenzó a hacer el
recuento de sus vagones.
Las vías se bifurcaron.
El tren salió del pasillo. Lo golpeó el sol. Abajo, a ras de suelo, huyeron
en desbandada las linternas de las agujas, semejantes a hachitas. Se elevó un
humo denso. La locomotora dejó escapar entre resoplidos patillas de humo
blancas como la nieve. En la placa giratoria se oían gritos. Los ferroviarios
intentaban hacer entrar a la locomotora en vía muerta.
Con el brusco frenazo crujieron las articulaciones del tren. Todo se puso a
rechinar y a Ippolit Matvéevich le pareció que había ido a parar al reino del
dolor de muelas. El tren atracó en un andén asfaltado.
Estaban en Moscú, en la estación de Riazán, la más fresca y nueva de
todas las estaciones moscovitas.
En ninguna de las ocho estaciones restantes de Moscú hay unas
instalaciones tan espaciosas y altas como en la de Riazán. Toda la estación de
Yaroslavl, con su crestería pseudorrusa y sus gallinitas heráldicas[58], puede
caber fácilmente en el gran bufé-restaurante de la estación de Riazán.
Las estaciones de Moscú son las puertas de la ciudad. Cada día acogen y
despachan a treinta mil pasajeros. A través de la estación Alexándrovski entra
en Moscú el extranjero con suelas de caucho y con traje de jugar al golf
(bombachos y gruesas medias de lana por fuera). Por la de Kursk llegan a
Moscú el caucasiano con gorro de borrego marrón con agujeritos para airearse
y el enorme habitante del Volga con su barba color de cáñamo. De la de
Octubre sale el subdelegado con su cartera de maravillosa piel de cerdo, que
ha venido de Leningrado para coordinar, arreglar y concretizar diversos
asuntos. Los representantes de Kiev y Odesa penetran en la capital a través de
la estación de Briansk. Ya en la estación de la Ermita de San Tijon, los
kievanos comienzan a sonreír con desprecio. Saben a ciencia cierta que su
Kreschátik es la mejor calle del mundo. Los odesanos cargan con cestas y
cajas planas con caballa ahumada. Ellos también conocen la mejor calle del
mundo. Pero esta, por supuesto, no es la Kreschátik, sino la calle de Lassalle,
[59] antigua calle De Ribas.[60] Desde Sarátov, Atkarsk, Tambov, Rtíshchevo y

Kozlovka se llega a Moscú por la estación Páveletski. A través de la estación

Página 131
Saviólovski entra en Moscú el número más modesto de personas: zapateros de
Táldom, habitantes de la ciudad de Dmitrov, obreros textiles de Yájroma o el
taciturno pueblerino que vive en invierno y en verano en su dacha de
Jlébnikovo. No se tarda mucho en ir desde allí a Moscú. La distancia más
grande por esa línea es de ciento treinta verstas. Por la estación de Yaroslavl
viene a parar a la capital la gente que ha llegado desde Vladivostok,
Jabarovsk, Chita, desde grandes y lejanas ciudades.
Los pasajeros más pintorescos, sin embargo, se encuentran en la estación
de Riazán. Son los uzbekos, con turbantes de muselina blanca y túnicas de
flores, los tadzhikos, de barbas rojas, los turkmenos, los naturales de Jivá y de
Bujará, sobre cuyas repúblicas brilla un sol eterno.
Los concesionarios se abrieron paso con dificultad hacia la salida y se
hallaron en la plaza de la Atalaya. A la derecha se elevaban las gallinitas
heráldicas de la estación de Yaroslavl. Justo frente a ellos brillaba
pálidamente la estación de Octubre, pintada al óleo en dos colores. Su reloj
marcaba las diez y cinco. En el reloj de la estación de Yaroslavl eran las diez
en punto. Y cuando contemplaron la esfera azul oscura, adornada con los
signos del zodiaco, de la estación de Riazán, los viajeros advirtieron que el
reloj marcaba las diez menos cinco.
—¡Qué cómodo para las citas! —dijo Ostap—. Siempre hay diez minutos
de margen.
El cochero emitió con los labios el sonido de un beso. Pasaron bajo un
puente y ante los viajeros se desplegó un grandioso panorama de la ciudad.
—¿Pero adónde vamos? —preguntó Ippolit Matvéevich.
—A casa de buena gente —respondió Ostap—, en Moscú hay montones,
y todos son conocidos míos.
—¿Y nos alojaremos en su casa?
—Es una residencia. Si no es donde uno, será donde otro, siempre se
encontrará sitio.
En el Mercado de Cazadores reinaba la confusión. Los vendedores
ambulantes sin permiso corrían en todas direcciones como gansos, con sus
canastillas sobre la cabeza. Tras ellos corría perezoso un policía. Unos
vagabundos estaban sentados cerca de una cuba de asfalto e inhalaban con
deleite el olor del alquitrán hirviendo.
Salieron a la plaza del Arbat, pasaron por el bulevar de la Virgen
Inmaculada y, girando a la derecha, se detuvieron en la calle de Sívtsev
Vrázhek.
—¿Qué casa es esta? —preguntó Ippolit Matvéevich.

Página 132
Ostap miró una casita rosa con sotabanco y respondió:
—Es la residencia para estudiantes de química Monje Berthold Schwartz.
—¿De veras lleva el nombre de un monje?
—Bueno, bromeaba, bromeaba. Se llama Semashko.[61]
Como corresponde a toda residencia estudiantil de Moscú que se precie, la
casa de los estudiantes de química hacía ya tiempo que era habitada por gente
que tenía una relación bastante lejana con la química. Los estudiantes se
habían diseminado. Una parte de ellos había acabado la carrera y había
marchado a sus destinos, otra parte había sido expulsada a causa de sus
fracasos académicos. Precisamente esa parte, que crecía de año en año, había
formado en la casita rosa algo intermedio entre una comunidad de vecinos y
un poblado feudal. Generaciones de nuevos estudiantes intentaban en vano
penetrar en la residencia. Los ex químicos tenían una inventiva extraordinaria
y rechazaban todos los ataques. Se dejó a la casita de la mano de Dios.
Comenzó a considerársela salvaje y desapareció de todos los planes de la
Dirección de la Vivienda de Moscú. Era como si no existiera. Pero, entre
tanto, existía, y en ella vivía gente.
Los concesionarios subieron por la escalera a la segunda planta y giraron
hacia un pasillo completamente oscuro.
—Luz y aire —dijo Ostap.
De repente, en la oscuridad, justo al lado del codo de Ippolit Matvéevich,
alguien resopló.
—No se asuste —advirtió Ostap—, no es en el pasillo. Es al otro lado de
la pared. La chapa de madera, como es sabido por la física, es el mejor
conductor del sonido. ¡Cuidado! ¡Sujétese a mí! Por aquí, en alguna parte,
debe haber una caja fuerte.
El grito que en ese mismo instante emitió Vorobiáninov, al golpearse en el
pecho contra una esquina de hierro puntiaguda, indicó que el armario estaba
realmente en alguna parte por allí.
—¿Qué, le duele? —se informó Ostap—. No es nada, son sufrimientos
físicos. En cambio, es espantoso recordar cuántos sufrimientos morales se han
padecido aquí. Justo aquí al lado había un esqueleto, propiedad del estudiante
Ivanópulo. Lo había comprado en el mercado de Sújarev, pero le daba miedo
tenerlo en la habitación. Así que los visitantes primero se golpeaban contra la
caja y después caía sobre ellos un esqueleto. Las mujeres embarazadas
estaban muy descontentas.
Los compañeros subieron por una escalera de caracol al sotabanco. La
gran habitación del sotabanco estaba dividida por tabiques de chapa de

Página 133
madera en largas rebanadas de dos arshines[62] de anchura cada una. Las
habitaciones semejaban plumieres, con la única diferencia de que, en lugar de
lápices y plumas, allí había personas y hornillos.
—¿Estás en casa, Kolia? —preguntó en voz baja Ostap, detenido junto a
la puerta central.
En respuesta a esto, en los cinco plumieres se removieron y gritaron a la
vez:
—Sí —respondieron tras la puerta.
—¡De nuevo ese estúpido recibe visitas al punto del alba! —murmuró una
voz femenina desde el plumier del extremo izquierdo.
—¡Pero dejad a la gente dormir un poco! —refunfuñó el plumier n.º 2.
En el tercer plumier rezongaron con alegría:
—Ya ha venido la policía a visitar a Kolka. Por lo del cristal de ayer.
En el quinto plumier callaban. Allí relinchaba un hornillo y se oían besos.
Ostap empujó la puerta con el pie. Toda la construcción de chapa de
madera tembló y los concesionarios penetraron en el refugio de Kolka. El
cuadro que se ofreció a los ojos de Ostap fue terrible, en su aparente
inocencia. El único mueble de la habitación era un colchón a rayas rojas que
se tenía sobre cuatro ladrillos. Pero esto no inquietó a Ostap. El mobiliario de
Kolka hacía tiempo que le era conocido. No le causó asombro tampoco el
propio Kolka, sentado con los pies sobre el colchón. Pero a su lado estaba
sentada una criatura tan celestial que Ostap se ensombreció al instante. Tales
muchachas nunca son conocidas del trabajo, para eso tienen los ojos
demasiado azules y el cuello demasiado limpio. Son amantes, o aún peor,
esposas, y esposas amadas. Y, en efecto, Kolia llamaba Liza a la criatura, le
hablaba de tú y le hacía arrumacos.
Ippolit Matvéevich se quitó su gorro de castorina. Ostap llamó a Kolia al
pasillo. Allí estuvieron cuchicheando un buen rato.
—Una hermosa mañana, señora —dijo Ippolit Matvéevich.
La señora de ojos azules se echó a reír y, sin ningún lazo aparente con la
observación de Ippolit Matvéevich, se puso a hablar sobre la gente estúpida
que vivía en el plumier vecino.
—Encienden el hornillo a posta, para que no se les oiga besarse. Pero
comprenderá usted que eso es una tontería. Lo oímos todo. En realidad son
ellos los que no oyen ya nada a causa de su hornillo. ¿Quiere que se lo
muestre ahora? ¡Escuche!
Y la mujer de Kolia, versada en todos los secretos del hornillo, dijo en voz
alta.

Página 134
—¡Los Zvérev son unos estúpidos!
Tras la pared se oía el canto infernal del hornillo y el sonido de los besos.
—¿Ve? No oyen nada. ¡Los Zvérev son unos estúpidos, unos imbéciles y
unos psicópatas! ¿Ve?
—Sí —dijo Ippolit Matvéevich.
—En cambio, nosotros no tenemos hornillo. ¿Para qué? Vamos a comer a
un comedor vegetariano, aunque yo estoy en contra de él. Pero cuando Kolia
y yo nos casamos, él soñaba con que iríamos juntos al vegetariano. Así que
vamos. Me gusta mucho la carne. Y allí las hamburguesas son de pasta. Pero
sobre todo, por favor, no le diga usted nada a Kolia.
En ese momento regresaron Kolia y Ostap.
—Bien, puesto que decididamente no es posible alojarse en tu casa,
iremos a la de Panteléi.
—¡Buena idea, muchachos! —gritó Kolia—. Id a casa de Ivanópulo. Es
uno de los nuestros.
—Vengan a vernos —dijo la mujer de Kolia—, mi marido y yo estaremos
encantados.
—De nuevo haciendo invitaciones —se escandalizaron en el plumier del
extremo izquierdo—. ¡Como si no tuvieran ya pocos huéspedes!
—Y ustedes son unos estúpidos, unos imbéciles y unos psicópatas, esto
no es asunto suyo —dijo la mujer de Kolia, sin alzar la voz.
—Oyes, Iván Andréevich —se alteraron en el plumier del extremo—,
ofenden a tu mujer y tú te quedas callado.
Invisibles comentadores de otros plumieres hicieron también oír su voz.
La bronca verbal fue en aumento. Los socios se fueron abajo, a casa de
Ivanópulo.
El estudiante no estaba en casa. Ippolit Matvéevich encendió una cerilla.
Sobre la puerta colgaba una nota: «No estaré antes de las nueve. Panteléi».
—No tiene importancia —dijo Ostap—, sé dónde está la llave.
Rebuscó bajo la caja fuerte, sacó una llave y abrió la puerta.
La habitación del estudiante Ivanópulo era exactamente del mismo
tamaño que la de Kolia, pero haciendo esquina. Una de las paredes era de
piedra, de lo que el estudiante estaba muy orgulloso. Ippolit Matvéevich
advirtió con amargura que el estudiante no tenía siquiera colchón.
—Nos instalaremos de maravilla —dijo Ostap—. La cubicación es
bastante decente para Moscú. Si nos acostamos los tres en el suelo, quedará
incluso un poco de sitio. Pero ¡será hijo de perra este Panteléi! ¡Me gustaría
saber dónde ha metido el colchón!

Página 135
La ventana daba a un callejón. Por allí daba vueltas un policía. Enfrente,
una casita construida en forma de torre gótica, albergaba la embajada de un
minúsculo estado. Detrás de la reja de hierro jugaban al tenis. Volaba una
pelota blanca. Se oían breves exclamaciones.
—Fuera de juego —dijo Ostap—, el nivel de los jugadores no es nada
alto. Pero vamos a descansar.
Los concesionarios extendieron periódicos sobre el suelo. Ippolit
Matvéevich sacó su almohada-cojín, que llevaba siempre consigo.
Ostap se tumbó sobre los telegramas y se durmió. Ippolit Matvéevich
hacía ya rato que dormía.

Página 136
XVII
¡RESPETEN LOS COLCHONES, CIUDADANOS!

—¡Liza, vayamos a comer!


—No me apetece. Ya comí ayer.
—No te comprendo.
—No iré a comer liebre falsa.
—¡Vaya tontería!
—No puedo alimentarme de salchichas vegetarianas.
—Hoy comerás carlota de manzanas.
—Creo que no me apetece.
—Habla más bajo. Se oye todo.
Y los jóvenes esposos pasaron a un dramático cuchicheo.
Al cabo de dos minutos, Kolia comprendió por primera vez en tres meses
de vida matrimonial que a su amada esposa le gustaban las salchichas de
zanahoria, de patata y de guisantes mucho menos que a él.
—Así pues, prefieres la carne de perro a la alimentación dietética —gritó
Kolia con vehemencia, sin acordarse de los vecinos, que aguzaban el oído.
—Pero ¡habla más bajo! —gritó Liza—. ¡Y además, me tratas mal! ¡Sí!
¡Me gusta la carne! A veces. ¿Qué hay de malo en ello?
Kolia se calló, sorprendido. Ese cariz de la conversación le resultaba
inesperado. La carne abriría una enorme brecha imposible de cerrar en el
presupuesto de Kolia. Paseándose a lo largo del colchón sobre el que estaba
sentada hecha un ovillo la encarnada Liza, el joven esposo realizaba cálculos
desesperados.
Las copias sobre calco en la oficina de diseño Tecnofuerza no le daban a
Kolia Kalachov, ni siquiera en los meses más afortunados, más de cuarenta
rublos. Por el apartamento, Kolia no pagaba. En el poblado salvaje no había
administrador y el pago del alquiler era allí una noción abstracta. Diez rublos
se destinaban a los cursos de corte y confección que seguía Liza y a su

Página 137
matrícula en la Escuela Técnica de Construcción. El almuerzo para los dos
(un solo primero, sopa de remolacha de convento y un solo segundo, liebre
falsa o tallarines verdaderos), honradamente compartido a medias en el
comedor vegetariano No Robes, arrancaba del presupuesto de los esposos
trece rublos al mes. El dinero restante se esfumaba no se sabía cómo. Eso era
lo que más desconcertaba a Kolia. «¿Adónde se va el dinero?», meditaba,
mientras trazaba con el tiralíneas una raya larga y fina sobre el calco de color
celeste. En tales condiciones, pasar a una alimentación carnívora significaba
la ruina. Por eso, Kolia se puso a hablar con ardor:
—¡Párate a pensarlo, devorar cadáveres de animales muertos! ¡Es
canibalismo bajo la máscara de la cultura! Todas las enfermedades provienen
de la carne.
—Desde luego —dijo Liza con tímida ironía—, por ejemplo las anginas.
—¡Sí, sí, también las anginas! ¿Qué piensas? El organismo, debilitado por
el consumo continuo de carne, no tiene fuerzas para hacer frente a la
infección.
—¡Qué tontería!
—No es ninguna tontería. Tonto es el que ansía llenarse el estómago sin
preocuparse de la cantidad de vitaminas.
De repente Kolia se calló. Borrando cada vez más y más el fondo de rosas
y fláccidos tallarines, papillas y bocaditos de patata, apareció ante los ojos de
la imaginación de Kolia una enorme chuleta de cerdo. Por lo que se veía,
estaba recién salida de la sartén. Aún chisporroteaba, crepitaba y desprendía
un humo picante. El hueso de la chuleta sobresalía como una pistola de duelo.
—Pero ¡comprende —gritó Kolia— que una sola chuleta de cerdo le quita
al hombre una semana de vida!
—¡Que se la quite! —dijo Liza—. La liebre falsa le quita medio año.
Ayer, cuando nos comimos el asado de zanahorias, sentí que me moría. Pero
no quise decírtelo.
—¿Por qué no quisiste decírmelo?
—No tenía fuerzas. Tenía miedo de echarme a llorar.
—¿Y ahora no tienes miedo?
—Ahora ya todo me da igual.
Liza lloró un poco.
—Lev Tolstói —dijo Kolia con voz temblorosa— tampoco comía carne.
—Sí —respondió Liza, hipando a causa de las lágrimas—, el conde comía
espárragos.
—Los espárragos no son carne.

Página 138
—Pero ¡cuando escribía Guerra y paz comía carne! ¡La comía, la comía,
la comía! ¡Y cuando escribía Anna Karénina la zampaba, la zampaba, la
zampaba!
—Pero ¡cállate!
—¡La zampaba, la zampaba, la zampaba!
—¿Y cuando escribía La sonata a Kreutzer también la zampaba? —
preguntó mordaz Kolia.
—La sonata a Kreutzer es pequeña. Que hubiera probado a escribir
Guerra y paz alimentándose sólo de salchichas vegetarianas.
—¿Por qué acabas dándome la vara con tu Tolstói?
—¿Que yo te doy la vara con Tolstói? ¿Yo? ¿Que yo le doy a usted la
vara con Tolstói?
Kolia también pasó a hablar de usted. En los plumieres no disimulaban su
regocijo. Liza se caló apresuradamente su gorrito azul de punto desde la nuca
a la frente.
—¿Adónde vas?
—Déjame en paz. Voy a un recado.
Y Liza se fue corriendo.
«¿Adónde ha podido ir?», pensó Kolia. Aguzó el oído.
—El poder soviético ha dado mucha libertad a su compañera —dijeron en
el plumier del extremo izquierdo.
—¡Ha ido a ahogarse! —decidieron en el tercer plumier.
El quinto plumier encendió el hornillo y se dedicó a sus habituales besos.
Liza corría alterada por las calles.
Era esa hora del domingo en que la gente afortunada lleva por el Arbat los
colchones que ha comprado en el mercado.
Los recién casados y los campesinos soviéticos acomodados son los
principales compradores de colchones con resortes. Los llevan verticales y los
abrazan con ambos brazos. ¡Pero cómo no van a abrazar el fundamento de su
felicidad, de color azul claro con relucientes florecillas!
¡Ciudadanos! ¡Respeten el colchón de resortes con florecillas azules! ¡Es
el hogar familiar, el alfa y la omega del mobiliario, la esencia y la suma del
confort doméstico, la base del amor, el padre del hornillo! ¡Qué dulce es
dormir al son democrático de sus resortes! ¡Qué maravillosos sueños tiene el
hombre que se duerme sobre su lienzo azul! ¡De qué estima goza cada
poseedor de un colchón!
El hombre privado de colchón es digno de lástima. No existe. No paga
impuestos, no tiene mujer, sus amigos no le prestan dinero «hasta el

Página 139
miércoles», los taxistas le lanzan injurias a su espalda, las chicas se ríen de él:
no aman a los idealistas.
El hombre privado de colchón suele escribir versos:
Al dulce, acompasado son de un reloj Bourré
qué grato es descansar en una mecedora,
la nieve arremolina sus copos en el patio
y, cual si fueran sueños, así vuelan las chovas.

Crea sus obras sobre el alto mostrador de Telégrafos, entreteniendo a los


atareados poseedores de colchón que han ido a enviar telegramas.
El colchón transforma la vida humana. En su funda y en sus resortes se
esconde cierto tipo de fuerza, atractiva y hasta ahora no investigada. A la
llamada de sus resortes afluyen personas y cosas. Vienen el recaudador de
impuestos y las jovencitas. Quieren trabar amistad con los poseedores de
colchones. El recaudador de impuestos hace esto con fines fiscales, que
persiguen el beneficio del Estado; en cambio las jovencitas lo hacen
desinteresadamente, obedeciendo a las leyes de la naturaleza.
Comienza a florecer la juventud. El recaudador recoge su impuesto, al
igual que la abeja recolecta su soborno primaveral y se va volando hacia la
colmena de su distrito con un alegre rumor. Y a las desvanecidas jovencitas
las sustituyen la esposa y un hornillo Juvel n.º 1.
El colchón es insaciable. Exige que se le hagan sacrificios. Por las noches
emite el sonido de una pelota al caer. Necesita un estante, necesita una mesa
de escritorio con cajoncillos estúpidos. Rechinando con sus resortes, exige
cortinas, guardapuertas y vajilla de cocina. Empuja al hombre y le dice:
—¡Ve a comprar un cuchillo y un rodillo!
—Me das vergüenza, hombre, todavía no tienes alfombra.
—¡Trabaja! Pronto te traeré hijos. Necesitas dinero para los pañales y la
cuna.
El colchón se acuerda de todo y todo lo hace a su manera.
Ni siquiera el poeta puede evitar el destino común. Aquí viene trayendo
del mercado un colchón, estrechándose con terror contra su blanda barriga.
—¡Yo acabaré con tu terquedad, poeta! —dice el colchón—. Ya no
tendrás que correr a Telégrafos a escribir versos. Pero, por otra parte, ¿merece
la pena escribirlos? ¡Trabaja! Y el saldo será siempre a tu favor. Piensa en tu
mujer y en tus hijos.
—¡No tengo mujer! —grita el poeta, apartándose del maestro con
resortes.

Página 140
—La tendrás. Y yo no respondo de que sea la joven más hermosa del
mundo. Ni siquiera sé si será buena. Prepárate para todo. Tendrás hijos.
—No me gustan los niños.
—Te gustarán.
—Usted me asusta, ciudadano colchón.
—¡Cállate, imbécil! ¡No lo sabes todo! Además pedirás un crédito para
comprar los muebles.
—Te mataré, colchón.
—¡Mocoso! Si te atreves a hacer eso, los vecinos te denunciarán al
administrador de la casa.
Así, cada domingo, al son alegre de los colchones, circula por Moscú la
gente afortunada.
Pero no sólo por esto, desde luego, es notable el domingo moscovita. El
domingo es el día de los museos.
Hay en Moscú una categoría especial de personas. No entiende nada de
pintura, no se interesa por la arquitectura y no le gustan los monumentos del
pasado. Esta categoría visita los museos exclusivamente porque están situados
en edificios magníficos. Estas personas vagan por salas deslumbrantes,
contemplan con envidia los techos cubiertos de pinturas, tocan con las manos
lo que está prohibido tocar y musitan sin interrupción:
—¡Ah! ¡Cómo se vivía antes!
No les importa que las paredes hayan sido pintadas por el francés Puvis de
Chavannes[63]. Lo que les importa es saber cuánto le costó esto al antiguo
propietario de la mansión. Suben por la escalera con estatuas de mármol en
los rellanos y se imaginan cuántos lacayos se mantenían allí en pie, cuánto
salario y propinas recibía cada uno. Sobre la chimenea se expone la
porcelana, pero ellos, sin prestarle atención, deciden que la chimenea es algo
poco rentable: se gasta demasiado en madera. En el comedor, revestido de
paneles de roble, no contemplan el admirable tallado. Un único pensamiento
les atormenta: qué comía allí el comerciante antiguo propietario de la casa, y
cuánto costaría eso con la actual inflación de precios.
Puede encontrarse a semejantes personas en cualquier museo. Mientras las
visitas guiadas desfilan animosamente de una obra de arte a otra, esa persona
permanece en medio de la sala y, sin mirar nada, gimotea lleno de tristeza:
—¡Ah! ¡Cómo se vivía antes!

Liza corría por la calle, tragándose las lágrimas. Sus pensamientos la


espoleaban. Pensaba en su vida pobre y feliz.
«Si tuviéramos también una mesa y dos sillas, sería perfecto. Y, al fin y al

Página 141
cabo, hay que adquirir un hornillo. Hay que irse instalando poco a poco».
Acortó el paso porque de repente recordó su riña con Kolia. Además de
eso, tenía unas ganas terribles de comer. El odio hacia su marido prendió en
ella de improviso.
—¡Qué monstruosidad más grande! —dijo en voz alta.
Aún le entraron más ganas de comer.
—Bien, muy bien. Yo misma sé lo que tengo que hacer.
Y Liza, enrojeciendo, le compró a un vendedor un bocadillo de salchichón
cocido. Aunque estaba hambrienta, le pareció violento comer en la calle. A
fin de cuentas, ella era, a pesar de todo, poseedora de un colchón y tenía un
fino conocimiento de la vida. Miró a su alrededor y entró en el portal de una
mansión de dos plantas. Allí, experimentando un gran placer, la emprendió
con el bocadillo. El salchichón estaba fabuloso. Un gran grupo guiado entró
en el portal. Al pasar frente a Liza, apoyada en la pared, los visitantes la
miraban.
«¡Que miren!», decidió la airada Liza.

Página 142
XVIII
EL MUSEO DEL MUEBLE

Liza se limpió la boca con un pañuelo y se sacudió las migas de su chaqueta.


Se sintió más alegre. Estaba parada delante del cartel
MUSEO DE ARTESANÍA DEL MUEBLE

Regresar a casa le resultaba violento. No tenía con quién ir. En su


pequeño bolsillo había veinte kopeks y Liza decidió comenzar una vida
independiente visitando el museo. Tras verificar su dinero en efectivo, Liza
fue al vestíbulo.
Allí enseguida se tropezó con un hombre de barba descuidada que fijaba
su mirada atormentada en una columna de malaquita y mascullaba entre
dientes:
—¡Con qué riqueza se vivía antes!
Liza miró con respeto la columna y siguió hacia arriba.
Liza estuvo vagando unos diez minutos por pequeñas habitaciones
cuadradas de techos tan bajos que toda persona que entraba allí parecía un
gigante.
Eran habitaciones amuebladas en estilo Imperio de la época de Pablo I: en
caoba y abedul de Carelia; eran muebles severos, excelentes y belicosos.
Frente a una mesa de escritorio había dos armarios cuadrados con puertas
vidrieras cruzadas por lanzas. La mesa era inmensa. Sentarse ante ella era lo
mismo que sentarse en la plaza del Teatro. Además, el Teatro Bolshói, con su
columnata y su cuadriga de caballos de bronce llevando a Apolo al estreno de
La amapola roja[64], hubiera parecido un tintero sobre la mesa. Así por lo
menos se lo pareció a Liza, criada con zanahorias como un conejo. En las
esquinas había sillones con altos respaldos cuya cúspide estaba curvada en
forma de cuernos de carnero. El sol daba en su tapicería color melocotón.

Página 143
En semejante sillón apetecía sentarse de inmediato, pero estaba prohibido
hacerlo.
Liza comparó mentalmente el aspecto que tendría el sillón estilo Imperio
de la época de Pablo I, de incalculable valor, al lado de su colchón a rayas
rojas. No quedaba mal del todo. Leyó una placa en la pared con argumentos
científicos e ideológicos sobre el estilo Imperio y, afligida por no tener una
habitación junto a Kolia en ese palacio, salió a un inesperado pasillo.
A mano izquierda, a ras de suelo, se abrían unas claraboyas
semicirculares. A través de ellas, bajo sus pies, Liza vio una enorme sala
blanca con columnas y doble hilera de ventanas. En la sala también había
muebles y erraban los visitantes. Liza se detuvo. Nunca antes había visto una
sala bajo sus pies.
Llena de pasmo y sorpresa, estuvo mirando mucho tiempo hacia abajo. De
repente vio cruzando por allí, desde unas sillas a un escritorio, a sus
conocidos del día, Bénder y su compañero de viaje, el viejo de la cabeza
afeitada y aspecto distinguido.
—¡Qué bien! —dijo Liza—. No será tan aburrido.
Echó a correr toda contenta hacia abajo y enseguida se perdió. Fue a parar
a un salón rojo en el que había unas cuarenta piezas. Eran muebles de nogal
con las patas curvadas. En el salón no había salida. Hubo de retroceder
atravesando una habitación circular con iluminación superior, amueblada, al
parecer, sólo con cojines de flores.
Pasaba corriendo frente a sillones de brocado del Renacimiento italiano,
frente a armarios holandeses, frente a una gran cama gótica con un baldaquino
de negras columnas en espiral. Sobre este lecho un hombre no hubiera
parecido mayor que una nuez.
Liza oyó por fin el rumor de los visitantes que escuchaban sin atención
mientras el guía ponía de manifiesto los propósitos imperialistas de Catalina
II en relación con el gusto de la difunta emperatriz por los muebles estilo Luis
XVI.
Esta era precisamente la gran sala con columnas y doble hilera de
ventanas. Liza siguió hasta el extremo opuesto, donde sus conocidos, el
camarada Bénder y su compañero de viaje de cabeza afeitada, sostenían una
conversación muy animada.
Al acercarse, Liza oyó una voz sonora:
—Mobiliario estilo chic moderne. Pero esto parece que no es lo que
necesitamos.

Página 144
—Sí, pero es evidente que aquí hay más salas. Es indispensable
examinarlo todo sistemáticamente.
—¡Buenos días! —dijo Liza.
Ambos se volvieron y enseguida fruncieron el ceño.
—Buenos días, camarada Bénder. Qué bien que le he encontrado. Si no,
sola, es aburrido. Vamos a verlo todo juntos.
Los concesionarios intercambiaron una mirada. Ippolit Matvéevich
comenzó a pavonearse, aunque no le resultaba nada agradable que Liza
pudiera demorarles en el importante asunto de la búsqueda de los muebles
con diamantes.
—Nosotros somos típicos provincianos —dijo Bénder con impaciencia—.
Pero ¿cómo es que se encuentra aquí usted, una moscovita?
—Por absoluta casualidad. He discutido con Kolia.
—¿No me diga? —notó Ippolit Matvéevich.
—Bueno, dejemos esta sala —dijo Ostap.
—Pero yo todavía no la he visto. Es tan bonita.
—¡Ya empezamos! —le susurró Ostap al oído a Ippolit Matvéevich. Y,
dirigiéndose a Liza, añadió—: No hay absolutamente nada que ver aquí.
Estilo decadente. Epoca de Kérenski.[65]
—Me han dicho que aquí hay muebles del maestro Gambs —comunicó
Ippolit Matvéevich—. Quizás podríamos dirigirnos allí.
Liza accedió y, cogiéndose del brazo de Vorobiáninov (le parecía un
representante de la ciencia en extremo encantador), marchó hacia la salida. A
pesar de lo serio de la situación y de lo inminente del momento decisivo en la
búsqueda del tesoro, Bénder se reía travieso detrás de la pareja. Le hacía
gracia «el decano de los comanches» en su papel de caballero.
Liza no dejaba de incomodar a los concesionarios. Mientras ellos se
percataban con una sola mirada de que en la habitación no estaban los
muebles necesarios, e involuntariamente tendían hacia la siguiente, Liza se
apalancaba largo rato en cada sección. Leía en voz alta todos los comentarios
impresos sobre los muebles, soltaba mordaces observaciones acerca de los
visitantes y se demoraba largo rato ante cada objeto expuesto. Sin querer y sin
darse ninguna cuenta, adaptaba el mueble que veía a su propia habitación y a
sus propias necesidades. La cama gótica no le gustó en absoluto. Era
demasiado grande. Incluso si Kolia, por un milagro, consiguiera una
habitación de tres sazhenas cuadradas,[66] el lecho medieval no cabría en ella.
No obstante, Liza estuvo mucho rato dando vueltas en torno a la cama,
midiendo en pasos su superficie real. Liza estaba muy contenta. No percibía

Página 145
las caras de vinagre de sus acompañantes, cuyos caballerescos caracteres no
les permitían lanzarse a la habitación del maestro Gambs a todo correr.
—Tengamos paciencia —susurró Ostap—, los muebles no se irán; y
usted, decano, no se apriete tanto contra la niña. Me pongo celoso.
Vorobiáninov sonrió, contento de sí mismo.
Las salas se sucedían lentamente. No tenían final. El mobiliario de la
época de Alejandro I estaba representado por un gran número de juegos. Sus
dimensiones relativamente pequeñas entusiasmaron a Liza.
—¡Miren, miren! —gritaba inocentemente, cogiendo a Vorobiáninov por
la manga—. ¿Ve este escritorio? Le iría de maravilla a nuestra habitación.
¿Verdad?
—¡Un mueble precioso! —dijo colérico Ostap—. Lástima que sea
decadente.
—Aquí ya he estado —dijo Liza, entrando en el salón rojo—, aquí pienso
que no merece la pena detenerse.
Para su asombro, sus acompañantes, hasta ese momento indiferentes a los
muebles, se pararon junto a la puerta lo mismo que centinelas.
—¿Por qué se han detenido? Sigamos. Ya estoy cansada.
—Espere —dijo Ippolit Matvéevich, liberándose de su brazo—, un
minuto.
La gran habitación estaba repleta de muebles. Las sillas de Gambs estaban
situadas a lo largo de la pared y alrededor de una mesa. Al diván, en un
rincón, también lo rodeaban las sillas. Sus patas curvadas y sus cómodos
respaldos le resultaban fascinantemente familiares a Ippolit Matvéevich.
Ostap le lanzó una mirada penetrante. Ippolit Matvéevich se puso rojo.
—Está cansada, señorita —le dijo a Liza—. Siéntese aquí un ratito y
descanse, mientras nosotros damos una vuelta. Esta parece una sala
interesante.
Hicieron que Liza se sentara.
Los concesionarios se apartaron a una ventana.
—¿Son estas? —preguntó Ostap.
—Parece que sí. Hay que examinarlas con más detenimiento.
—¿Todas las sillas están aquí?
—Ahora las cuento. Espere, espere…
Vorobiáninov llevó la mirada de una silla a otra.
—Permítame —dijo por fin—, veinte sillas. No puede ser. ¡Si debían ser
diez nada más!
—Examínelas con más atención. Quizás no sean las que buscamos.

Página 146
Comenzaron a caminar entre las sillas.
—¿Y bien? —le apremiaba Ostap.
—El respaldo no parece igual al de las mías.
—Entonces, ¿no son estas?
—No.
—Creo que me he coaligado con usted para nada.
Ippolit Matvéevich estaba muy afligido.
—De acuerdo —dijo Ostap—, la sesión continúa. Una silla no es una
aguja. Las encontraremos. Déme las órdenes de asignación. Habrá que entrar
en desagradable contacto con la administración del museo. Siéntese junto a la
niña y espéreme. Enseguida vuelvo.
—¿Por qué está tan triste? —decía Liza—. ¿Está cansado?
Ippolit Matvéevich se limitaba a callar.
—¿Le duele la cabeza?
—Sí, un poco. Las preocupaciones, sabe usted. La ausencia de ternura
femenina se manifiesta en el modo de vida.
Liza primero se asombró y después miró a su interlocutor de cabeza
afeitada y lo compadeció de verdad. Los ojos de Vorobiáninov eran de mártir.
Los quevedos no ocultaban sus marcadas ojeras. El rápido paso de la vida
tranquila de oficinista de un registro civil provinciano al género de vida
incómodo y ajetreado de cazador de diamantes y aventurero le había cobrado
factura. Ippolit Matvéevich había adelgazado terriblemente y el hígado
comenzaba a molestarle. Bajo la severa vigilancia de Bénder, Ippolit
Matvéevich perdía su fisonomía y se disolvía rápidamente en el poderoso
intelecto del hijo del súbdito turco. Ahora, al quedarse a solas por un
momento con la encantadora ciudadana Kalachova, tuvo ganas de contarle
todas sus penas e inquietudes, pero no se atrevió a hacerlo.
—Sí —dijo, mirando tiernamente a su interlocutora—, así están las cosas.
¿Y a usted, cómo le va, Elizaveta…?
—Petrovna. ¿Y usted cómo se llama?
Intercambiaron nombres y patronímicos.
«Cuento de un amor querido»,[67] pensó Ippolit Matvéevich, mirando
fijamente el ingenuo rostro de Liza. El viejo decano de la nobleza deseó tan
apasionada e irresistiblemente un poco de esa ternura femenina cuya ausencia
se manifiesta hondamente en el modo de vida, que cogió de inmediato la
manita de Liza entre sus manos arrugadas y comenzó a hablar con ardor de
París. Deseó ser rico, pródigo e irresistible. Tenía ganas de seducir y de beber
champán francés al son de la música con una bella dama de la orquesta en un

Página 147
gabinete privado. ¿De qué iba a hablar con esta niña que, sin duda, no sabía
nada ni de champán francés ni de orquestas de damas, y que, por su misma
naturaleza, no podría siquiera concebir todo el hechizo de ese género de
cosas? Pero ¡tenía tantas ganas de ser seductor! E Ippolit Matvéevich fascinó
a Liza con relatos sobre París.
—¿Es usted científico? —preguntó Liza.
—Sí, en cierto modo —respondió Ippolit Matvéevich, sintiendo que,
desde que había conocido a Bénder, había adquirido de nuevo una
desfachatez impropia de él en los últimos años.
—¿Cuántos años tiene, perdone por la indiscreción?
—Eso no tiene relación con la ciencia, a la que yo represento en el
momento presente.
Liza quedó subyugada por esa rápida y certera respuesta.
—Pero ¿con todo…? ¿Treinta? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta?
—Casi. Treinta y ocho.
—¡Vaya! Usted parece mucho más joven.
Ippolit Matvéevich se sintió feliz.
—¿Cuándo me concederá la felicidad de volver a verla? —preguntó
Ippolit Matvéevich con voz nasal.
Liza sintió una gran vergüenza. Se removió en el sillón y deseó irse a su
casa.
—¿Dónde se habrá metido el camarada Bénder? —dijo con una fina
vocecita.
—Entonces, ¿cuándo, pues? —preguntó Vorobiáninov impaciente—.
¿Cuándo y dónde nos veremos?
—Bueno, no sé. Cuando quiera.
—¿Sería posible hoy?
—¿Hoy?
—Se lo suplico.
—De acuerdo, que sea hoy. Venga a nuestra casa.
—No, encontrémonos al aire libre. Ahora hace un tiempo tan maravilloso.
¿Ya conoce los versos: «Mayo, el juguetón, mayo, el hechicero, nos da aire
con su fresco abanico»?[68]
—¿Son versos de Zhárov?[69]
—Hummm. Creo que sí. Entonces, ¿hoy? ¿Dónde, pues?
—¡Qué raro es usted! Donde quiera. ¿Quiere junto a la caja fuerte?
¿Sabe? Al caer la noche…

Página 148
Apenas tuvo tiempo Ippolit Matvéevich de besarle a Liza la mano, cosa
que hizo con gran ceremonia, en tres tiempos, cuando regresó Ostap, que
parecía muy activo.
—Perdone, mademoiselle —dijo rápidamente—, pero mi amigo y yo no
podremos acompañarla. Ha surgido un pequeño, pero muy importante asunto.
Tenemos que dirigirnos urgentemente a cierto lugar.
A Ippolit Matvéevich se le cortó la respiración.
—Adiós, Elizaveta Petrovna —dijo apresuradamente—, perdone,
perdone, perdone, pero tenemos una prisa terrible.
Y los socios salieron corriendo, dejando a la asombrada Liza en la
habitación decorada profusamente con muebles de Gambs.
—Si no hubiera sido por mí —dijo Ostap, mientras bajaban por la escalera
—, no hubiera resultado maldita la cosa. ¡Déme las gracias de rodillas!
Démelas, démelas, no tema, no se le caerá la cabeza. ¡Escuche! Sus muebles
no poseen valor para estar en un museo. Su lugar no está allí, sino en un
cuartel de un batallón de castigo. ¿Está satisfecho de esa situación?
—¿Qué burla es esta? —exclamó Vorobiáninov, que había comenzado a
sacudirse el yugo del poderoso intelecto del hijo del súbdito turco.
—Silencio —dijo fríamente Ostap—. Usted no sabe lo que sucede. Si no
nos apoderamos ahora de nuestros muebles, todo está acabado. Nunca
volveremos a verlos. Acabo de tener una difícil conversación con el
encargado de este basurero histórico.
—¿Y bien? —gritó Ippolit Matvéevich—. ¿Qué le ha dicho el encargado?
—Ha dicho lo necesario. No se inquiete. «Dígame», le pregunté, «¿cómo
se explica que los muebles enviados a usted por disposición legal desde
Stárgorod no se encuentren aquí?». Le pregunté esto, por supuesto,
amablemente, de forma amistosa. «¿Qué muebles son esos?», pregunta. «En
mi museo no se observan tales irregularidades». De inmediato le puse las
órdenes delante de las narices. Hurgó en los libros. Estuvo buscando media
hora y por fin regresó. ¿Y bien, qué se imagina usted? ¿Dónde están los
muebles?
—¿Han desaparecido? —chilló Vorobiáninov.
—Imagínese que no. Imagínese que en medio de semejante caos se han
mantenido sanos y salvos. Como ya le he dicho, no poseen valor para estar en
un museo. Los amontonaron en un almacén y sólo ayer, fíjese bien, ayer, al
cabo de siete años (¡estuvieron en el almacén siete años!), fueron enviados a
una casa de subastas para su venta. Una subasta de la Dirección Científica. ¡Y

Página 149
si no los han comprado ayer u hoy por la mañana, son nuestros! ¿Está
satisfecho?
—¡Rápido! —gritó Ippolit Matvéevich.
—¡Cochero! —vociferó Ostap.
Se montaron sin regatear.
—Déme las gracias de rodillas, démelas. ¡No tenga miedo, mariscal de
palacio! El vino, las mujeres y las cartas están garantizados. Entonces también
ajustaremos cuentas por lo del chaleco azul.
Los concesionarios entraron corriendo, llenos de brío, como potros, en el
pasaje de la Petrovka donde se hallaba la sala de subastas.
En la primera habitación de la sala de subastas vieron lo que tanto tiempo
habían estado buscando. Las diez sillas de Ippolit Matvéevich estaban todas a
lo largo de la pared sobre sus patas curvadas. Su tapicería ni siquiera se había
oscurecido, ni estaba descolorida, ni estropeada. Las sillas estaban frescas y
limpias, como si acabaran de salir de la custodia de la diligente Klavdia
Ivánovna.
—¿Son estas? —preguntó Ostap.
—Dios, Dios —repetía Ippolit Matvéevich—, son estas, son estas. Estas
mismas. Esta vez no hay ninguna duda.
—Por si acaso, verifiquémoslo —dijo Ostap, intentando mantener la
calma.
Se acercó a un vendedor.
—Dígame, ¿estas sillas, según parece, proceden del Museo del Mueble?
—¿Estas? Sí.
—¿Se venden?
—Sí.
—¿Cuál es su precio?
—Todavía no tienen precio. Salen a subasta.
—Ajá. ¿Hoy?
—No, hoy las ventas ya se han acabado. Mañana a partir de las cinco.
—¿Y ahora no se venden?
—No. Mañana a partir de las cinco.
Así, al momento, les resultaba imposible abandonar las sillas.
—Permita usted —balbuceó Ippolit Matvéevich— que las miremos. ¿Se
puede?
Los concesionarios examinaron largo rato las sillas, se sentaron en ellas,
miraron otras cosas para disimular. Vorobiáninov resoplaba y todo el tiempo
le daba a Ostap con el codo.

Página 150
—¡Déme las gracias de rodillas! —susurraba Ostap—. Déme las gracias,
decano.
Ippolit Matvéevich estaba dispuesto no sólo a darle las gracias de rodillas
a Ostap, sino incluso a besarle las suelas de sus botines color frambuesa.
—Mañana —decía—, mañana, mañana, mañana.
Tenía ganas de cantar.

Página 151
XIX
VOTACIÓN A LA EUROPEA

Mientras los dos amigos se dedicaban a actividades culturales, visitaban


museos e intentaban conquistar muchachas, en Stárgorod, en la calle de
Plejánov, la doble viuda Gritsatsueva, mujer gruesa y débil, conferenciaba y
conspiraba con sus vecinas. Todas juntas examinaban la nota dejada por
Bénder, e incluso la observaban a contraluz. Pero en ella no había marcas de
agua, y aunque las hubiera habido, ni siquiera entonces los enigmáticos
garabatos del magnífico Ostap se habrían vuelto más inteligibles.
Pasaron tres días. El horizonte permanecía desierto. Ni Bénder, ni el
colador de té, ni el brazalete hueco ni la silla regresaban. Todos esos objetos
animados e inanimados habían desaparecido del modo más misterioso.
Entonces la viuda tomó medidas radicales. Fue a la oficina de La Verdad
de Stárgorod y allí le pergeñaron un anuncio a toda prisa:
RUEGO
A LAS PERSONAS QUE CONOZCAN SU PARADERO

Abandonó su domicilio el camarada Bénder, 25-30 años. Vestido con traje verde, botines
amarillos y chaleco azul. Moreno.
A los que tengan noticias, pido dirigirse a Gritsatsueva, calle de Plejánov, 15. Se
recompensará generosamente.

—¿Es su hijo? —se informaron con interés en la oficina.


—¡Es mi marido! —respondió la mártir, ocultando el rostro con un
pañuelo.
—¡Ah! ¡Su marido!
—Legítimo. ¿Por qué?
—Por nada. Sería mejor, no obstante, que se dirigiera a la policía.
La viuda se asustó. Le aterraba la policía. Acompañada de miradas de
extrañeza, la viuda se marchó.

Página 152
Tres veces resonó la llamada desde las páginas de La Verdad de
Stárgorod. Pero el gran país callaba. No apareció nadie que supiera el
paradero del moreno calzado con botines amarillos. Nadie se presentaba a por
la generosa recompensa. Las vecinas chismorreaban.
La frente de la viuda se ensombrecía más y más cada día. Y cosa extraña:
el marido había pasado volando como un cohete, llevándose consigo al negro
cielo una bonita silla y el colador de té de la familia, pero la viuda seguía
amándole. ¿Quién puede comprender el corazón de una mujer, especialmente
si es viuda?

En Stárgorod ya se habían acostumbrado al tranvía y montaban en él sin


temor. Los revisores gritaban con voz clara «¡Va lleno!» y todo transcurría
como si el tranvía hubiera sido puesto en funcionamiento en la ciudad ya en
tiempos de Vladímir Hermoso Sol[70]. Los inválidos de todas las categorías,
las mujeres con niños y Víktor Mijáilovich Polésov se montaban en los
vagones por la plataforma delantera. Al grito de «¡Cojan sus billetes!»,
Polésov replicaba con aire de importancia «Pase anual», y se quedaba junto al
conductor. No tenía pase anual ni derecho a tenerlo.
La estancia de Vorobiáninov y del gran intrigante dejó una profunda
huella en la ciudad.
Los conspiradores guardaban celosamente el secreto que les había sido
confiado. Permanecía callado incluso Víktor Mijáilovich, que rabiaba por
contar los secretos que le inquietaban al primer recién llegado. Sin embargo,
al recordar los poderosos hombros de Ostap, Polésov se contenía. Sólo
desahogaba su alma en sus conversaciones con la adivinadora.
—¿Qué piensa usted, Elena Stanislávovna? —decía—, ¿cómo explicar la
ausencia de nuestros jefes?
Elena Stanislávovna sentía también un gran interés por eso, pero no tenía
ninguna noticia.
—¿Y no piensa usted, Elena Stanislávovna —continuaba el infatigable
cerrajero—, que ellos estarán cumpliendo ahora una misión especial?
La adivinadora estaba convencida de que era justo así. De la misma
opinión era, evidentemente, el papagayo de calzones rojos. Miraba a Polésov
con sus ojos redondos y sensatos, como diciendo «Dame pipas y ahora te lo
contaré todo. Víktor, serás gobernador. Todos los demás cerrajeros estarán
subordinados a ti. El portero de la casa n.º 5, ese descarado que se da tanta
importancia, seguirá siendo portero».
—¿Y no piensa usted, Elena Stanislávovna, que tenemos que continuar la
tarea? ¡A fin de cuentas, no se puede estar sentado con los brazos cruzados!

Página 153
La adivinadora convino en esto y notó:
—Pero ¡Ippolit Matvéevich es un héroe!
—¡Un héroe, Elena Stanislávovna! Está claro. ¿Y ese oficial de la guerra
civil que iba con él? ¡Un hombre de acción! Como quiera, Elena
Stanislávovna, pero las cosas no pueden quedar así. Decididamente, no
pueden.
Y Polésov comenzó a actuar. Hizo visitas regulares a todos los miembros
de la sociedad secreta La Espada y el Arado, importunando en especial al
precavido propietario de la Cooperativa de roscas de Odesa Las rosquillas de
Moscú, el ciudadano Kisliarski. Cada vez que veía a Polésov, Kisliarski
cambiaba de color. Y las palabras sobre la necesidad de actuar ponían al
miedoso fabricante fuera de sí.
Al final de la semana, todos se reunieron en casa de Elena Stanislávovna,
en la habitación del papagayo. Polésov bullía.
—Tú, Víktor, cierra el pico —le decía el sensato Diádiev—, ¿por qué te
pasas todo el día corriendo por la ciudad?
—¡Hay que actuar! —gritaba Polésov.
—Actuar sí, pero gritar no, en absoluto. Yo, señores, así es como veo la
situación. Ya que Ippolit Matvéevich lo ha dicho, nuestra empresa es sagrada.
Y hay que suponer que no habrá que esperar mucho tiempo. Cómo se
realizará todo esto, no tenemos por qué saberlo: para eso están los militares.
En cambio, nosotros somos civiles, representantes de la intelectualidad y de la
clase comerciante de la ciudad. ¿Qué es lo que nos importa? Estar preparados.
¿Tenemos algo? ¿Tenemos un centro de mando? No. ¿Quién se pondrá al
frente de la ciudad? No hay nadie. Y esto, señores, es lo principal. Los
ingleses, señores, parece que no se van a andar ya con ceremonias con los
bolcheviques. Esa es la primera señal para nosotros. Todo cambiará, señores,
y muy rápidamente. Se lo aseguro.
—De ello no nos cabe ninguna duda —dijo Charúshnikov, inflando los
carrillos.
—Es estupendo que no dude. ¿Cuál es su opinión, señor Kisliarski? ¿Y la
suya, jóvenes?
Nikiosha y Vladia manifestaron expresivamente su confianza en un rápido
cambio. Por su parte, Kisliarski, que había comprendido por las palabras del
director de la firma comercial Embalarrápido que no tendría que tomar parte
directa en los choques armados, dijo amén a todo con alegría.
—¿Qué podemos hacer ahora? —preguntó con impaciencia Víktor
Mijáilovich.

Página 154
—Espere —dijo Diádiev—, tome ejemplo del compañero del señor
Vorobiáninov. ¡Qué astucia! ¡Qué prudencia! ¿Se dieron cuenta con qué
rapidez transformó el asunto en una ayuda a los niños abandonados? Así
tenemos que actuar también nosotros. Nosotros sólo ayudamos a los niños. ¡Y
bien, señores, presentemos candidaturas!
—Nosotros proponemos a Ippolit Matvéevich Vorobiáninov como decano
de la nobleza —exclamaron los jóvenes Nikiosha y Vladia.
Charúshnikov tosió, indulgente.
—¡Vamos, vamos! No será menos que ministro. ¡Incluso, si subimos más
alto, dictador!
—Pero ¡qué dicen, señores! —dijo Diádiev—. El decano es un cargo de
poca importancia. Hay que pensar en el gobernador, y no en el decano.
Comencemos por el gobernador. Pienso que se podría proponer…
—¡Al señor Diádiev! —gritó entusiasmado Polésov—. ¿Qué otro podría
tomar las riendas de toda la región?
—Me siento muy halagado por la confianza… —comenzó Diádiev. Pero
entonces intervino inesperadamente el enrojecido Charúshnikov.
—Esta cuestión, señores —dijo con voz tensa—, convendría aclararla.
Evitaba mirar a Diádiev.
El propietario de Embalarrápido examinaba con orgullo sus botas, a las
que se habían adherido virutas de madera.
—No tengo nada que objetar —declaró—, vamos a votar. ¿Con voto
secreto o público?
—No al modo soviético —dijo ofendido Charúshnikov—, vamos a votar
honestamente, al modo europeo, en secreto.
Votaron con papeletas. Diádiev recibió cuatro votos. Charúshnikov, dos.
Alguien se abstuvo. Por la cara de Kisliarski, quedó claro que era él. No
quería estropear sus relaciones con el futuro gobernador, quien quiera que
fuese.
Cuando el tembloroso Polésov proclamó los resultados de la honesta
votación europea, en la habitación se hizo un penoso silencio. Se intentaba no
mirar a Charúshnikov. El desafortunado candidato a gobernador permanecía
sentado como si le hubieran escupido.
Elena Stanislávovna sentía mucha lástima de él. Era ella quien había
votado a su favor.
El otro voto se lo había dado a sí mismo el propio Charúshnikov,
experimentado en temas electorales. La bondadosa Elena Stanislávovna dijo
enseguida:

Página 155
—Como alcalde de la ciudad propongo escoger, a pesar de todo, a
monsieur Charúshnikov.
—¿Por qué «a pesar de todo»? —habló el magnánimo gobernador—. No
«a pesar de todo» sino «precisamente» a él y a ningún otro. La actividad
pública del señor Charúshnikov nos es bien conocida.
—¡Por favor, por favor! —gritaron todos.
—¿Se puede considerar ratificada, pues, la elección?
El vejado Charúshnikov revivió e incluso protestó:
—No, no, señores, pido que se vote. El cargo de alcalde hay que votarlo
antes incluso que el de gobernador. Si quieren otorgarme su confianza,
señores, en ese caso, por favor, les ruego encarecidamente que voten.
Las papeletas cayeron dentro de un azucarero vacío.
—Seis votos a favor —dijo Polésov— y una abstención.
—¡Le felicito, señor alcalde! —dijo Kisliarski, por cuya cara se veía que
también esta vez se había abstenido—. ¡Le felicito!
Charúshnikov se puso radiante.
—No nos resta sino refrescarnos, su Excelencia —le dijo a Diádiev—.
Polésov, acércate volando al Octubre. ¿Tienes dinero?
Polésov hizo un gesto misterioso con la mano y salió corriendo. Las
elecciones se interrumpieron por un tiempo y continuaron ya durante la cena.
Como delegado del distrito académico designaron al antiguo director del
gimnasio de la nobleza y, en la actualidad, librero de viejo, Raspópov. Se le
alabó mucho. Sólo Vladia, que había bebido tres vasos de vodka, protestó de
repente:
—No se le puede elegir. En el examen de fin de estudios me puso un
suspenso en Lógica.
Se lanzaron contra Vladia.
—¡En una hora tan decisiva —le gritaron— no se puede pensar en el bien
propio! Piense en la patria.
Se camelaron tan pronto a Vladia, que incluso él mismo votó a favor de su
torturador. Raspópov fue elegido por todos los votos menos una abstención.
Propusieron a Kisliarski para el puesto de presidente del Comité de la
Bolsa. No puso ninguna objeción contra eso, pero en la votación, por si acaso,
se abstuvo.
Pasando revista a sus familiares y conocidos, eligieron: al jefe de policía,
al director de la oficina de contraste de metales preciosos, a los inspectores de
sisas, impuestos y fábricas. Se proveyeron las vacantes de fiscal, presidente,
secretario y miembros del tribunal de distrito. Designaron a los presidentes de

Página 156
la Cámara Rural y de la de Comercio, del Patronazgo de niños y, por fin, de la
Cámara de la burguesía. A Elena Stanislávovna la eligieron presidenta de las
asociaciones La Gota de Leche y La Flor Blanca. A Nikiosha y Vladia los
nombraron, por su juventud, funcionarios para misiones especiales adjuntos al
gobernador.
—¡Per-rmítanme! —exclamó de pronto Charúshnikov—. Al gobernador
se le conceden dos funcionarios en su integridad. ¿Y a mí?
—Al alcalde —dijo dulcemente el gobernador—, según el reglamento, no
le corresponden funcionarios para misiones especiales.
—Bueno, entonces un secretario.
Diádiev se mostró de acuerdo. También se animó Elena Stanislávovna.
—¿No podría ser…? —dijo con timidez—, yo sé de un joven, un chico
muy agradable y educado. Hijo de madame Cherkésova… Muy, muy
agradable, muy capacitado… Ahora está en el paro. Está apuntado en la bolsa
de trabajo. Tiene incluso el carné. Le prometieron inscribirle en el sindicato
dentro de poco… ¿No podría darle ese puesto con usted? Su madre le
quedaría muy agradecida.
—Quizás sea posible —dijo Charúshnikov, benevolente—, ¿qué les
parece, señores? De acuerdo. En suma, pienso que se podrá conseguir.
—Y bien —notó Diádiev—, parece que a grandes rasgos… ¿ya está todo?
¿Hemos acabado, pues?
—¿Y yo? —resonó de pronto una voz fina, emocionada.
Todos se volvieron. En un rincón, cerca del papagayo, estaba en pie
Polésov, completamente desolado. A Víktor Mijáilovich le borboteaban las
lágrimas en sus negros párpados. Todos se sintieron muy avergonzados. Los
huéspedes recordaron de pronto que estaban bebiendo el vodka de Polésov y
que, además, era uno de los principales organizadores de la sección de La
Espada y el Arado en Stárgorod.
Elena Stanislávovna se cogió las sienes y gritó asustada.
—¡Víktor Mijáilovich! —gimieron todos—. ¡Nuestro buen amigo! Pero
¿cómo no le da vergüenza? Pero ¿por qué se ha quedado en un rincón?
¡Venga aquí ahora mismo!
Polésov se acercó. Sufría. No esperaba de sus camaradas de La Espada y
el Arado una dureza semejante.
Elena Stanislávovna no se pudo contener:
—¡Señores —dijo—, esto es terrible! ¿Cómo han podido olvidar a nuestro
querido Víktor Mijáilovich?
Se levantó y besó la frente cubierta de hollín del cerrajero-aristócrata.

Página 157
—¿Señores, acaso Víktor Mijáilovich no podría ser un digno delegado del
distrito académico o un jefe de policía?
—Diga, Víktor Mijáilovich —le preguntó el gobernador—. ¿Quiere ser
delegado?
—¡Por supuesto, será un delegado estupendo, humano! —apoyó el
alcalde, mientras se tragaba una seta y fruncía el ceño.
—¿Y Raspó-ópov? —alargó las palabras Víktor Mijáilovich, con tono
susceptible—. ¿No han nombrado ustedes ya a Raspópov?
—Sí, en efecto, ¿qué hacer con Raspópov?
—¿Nombrarlo jefe de bomberos o qué?
—¿Jefe de bomberos? —se emocionó de repente Víktor Mijáilovich.
Surgieron al instante ante él los coches de bomberos, el resplandor de las
llamas, el sonido de las trompetas y el redoble de los tambores. Brillaron las
hachas, se bambolearon las antorchas, la tierra se abrió y unos negros
dragones le llevaron al incendio del teatro de la ciudad.
—¿Jefe de bomberos? ¡Quiero ser jefe de bomberos!
—¡Perfecto! Le felicito. Desde ahora es usted el jefe de bomberos.
—¡Por la prosperidad del cuerpo de bomberos! —dijo irónicamente el
presidente del Comité de la Bolsa.
Todos se arrojaron sobre Kisliarski:
—¡Usted ha sido siempre de izquierdas! ¡Le conocemos!
—Señores, ¿cómo que soy de izquierdas?
—¡Lo sabemos, lo sabemos…!
—¡De izquierdas!
—Todos los judíos son de izquierdas.
—Pero, por Dios, señores, ¡no comprendo estas bromas!
—¡De izquierdas, de izquierdas, no lo oculte!
—¡Por la noche, cuando duerme, sueña con Miliukov!
—¡Cadete! ¡Cadete!
—¡Los cadetes vendieron Finlandia —mugió de pronto Charúshnikov—,
los japoneses los tenían a sueldo! Pusieron armenios en todos los puestos.[71]
Kisliarski no pudo soportar el torrente de acusaciones injustificadas.
Pálido, con los ojos brillantes, el presidente del Comité de la Bolsa se agarró
al respaldo de la silla y con voz aguda dijo:
—Yo siempre he sido octubrista y lo seguiré siendo.
Comenzaron a dilucidar con qué partido simpatizaba cada uno.
—Antes que nada, señores, la democracia —dijo Charúshnikov—, nuestra
administración autónoma municipal debe ser democrática. Pero nada de

Página 158
cadetes. ¡Ya nos hicieron bastantes marranadas en el diecisiete!
—Espero —se interesó mordazmente el gobernador— que entre nosotros
no haya de los así llamados socialdemócratas.
Más a la izquierda de los octubristas, a los que representaba Kisliarski en
la sesión, no había nadie. Charúshnikov se declaró «centro». En el flanco de
la extrema derecha se situaba el jefe de bomberos. Estaba tan a la derecha que
ni siquiera sabía a qué partido pertenecía.
Se pusieron a hablar sobre la guerra.
—Si no es hoy, mañana —dijo Diádiev.
—Habrá guerra, la habrá.
—Les aconsejo abastecerse de lo necesario antes de que sea tarde.
—¿Usted cree? —se inquietó Kisliarski.
—Pero ¿qué supone usted? ¿Piensa usted que en tiempo de guerra se
podrá conseguir algo? Al momento la harina desaparecerá del mercado. Las
monedas de plata, como si se las tragara la tierra; se pondrán en circulación
distintos tipos de papel moneda, sellos de correos y otras cosas semejantes.
—La guerra es cosa hecha.
—Ustedes hagan lo que quieran —dijo Diádiev—, pero yo todos mis
recursos libres los empleo en la compra de objetos de primera necesidad.
—¿Y sus negocios con los tejidos?
—De los tejidos ni que decir tiene que me ocupo, pero la harina y el
azúcar van aparte. Así que se lo aconsejo también a ustedes. Se lo aconsejo
insistentemente.
Polésov se sonrió.
—Pero ¿cómo van a combatir los bolcheviques? ¿Con qué? ¿Con qué van
a combatir? ¿Con viejos fusiles? ¿Y la flota aérea? Un destacado comunista
me dijo que tienen… bueno, ¿qué les parece? ¿Saben cuántos aeroplanos?
—¡Doscientos!
—¿Doscientos? ¡No doscientos, sino treinta y dos! En cambio, Francia
tiene ochenta mil aviones de combate.
—Sííí… Los bolcheviques nos han llevado a la miseria.
Se separaron pasada la medianoche.
El gobernador fue a acompañar al alcalde. Ambos caminaban a un paso
exageradamente regular.
—¡Gobernador! —decía Charúshnikov—. ¿Qué clase de gobernador eres,
cuando no eres general?
—Seré general civil, ¿no te da envidia? Te meteré en prisión cuando yo
quiera. Te tendré hasta que te hartes.

Página 159
—A mí no se me puede encarcelar. He sido elegido, investido por la
confianza del pueblo.
—Un elegido como tú vale por dos no elegidos.
—Le rue-ego que no haga agudezas a mi costa —gritó de repente
Charúshnikov en plena calle.
—¿Por qué gritas, estúpido? —preguntó el gobernador—. ¿Quieres
dormir en comisaría?
—Es imposible que yo pase la noche en comisaría —respondió el alcalde
—, soy un funcionario soviético…
Una estrella brillaba. Era una noche mágica. En la Segunda calle de los
Soviets continuaba la discusión entre el gobernador y el alcalde.

Página 160
XX
DE SEVILLA A GRANADA

Permítanme preguntarles, ¿dónde está el padre Fiódor? ¿Dónde está el rapado


sacerdote de la iglesia de los Santos Frolo y Lauro? ¿No se disponía a ir a la
calle Vinográdnaia, a la casa n.º 34 a ver al ciudadano Bruns? ¿Dónde está ese
buscador de tesoros con aspecto de ángel, enemigo jurado de Ippolit
Matvéevich Vorobiáninov, el cual está ahora de guardia en el pasillo oscuro,
al lado de la caja fuerte?
El padre Fiódor ha desaparecido. Se lo ha llevado el diablo. Dicen que lo
han visto en la estación de Popásnaia, en la ruta del Don. Corría por el andén
con una tetera de agua hirviendo.
La ambición ha dominado al padre Fiódor. Lo ha embargado el ansia de
riquezas. Se ha visto arrastrado por Rusia en busca del juego de la generala
Popova, dentro del cual, a decir verdad, no hay nada de nada.
El padre viaja por Rusia y le escribe cartas a su mujer.
CARTA DEL PADRE FIÓDOR
ESCRITA POR ÉL EN LA ESTACIÓN DE TREN DE JÁRKOV, A SU MUJER, A LA CAPITAL DE
PROVINCIAS DE N.

¡Palomita mía, Katerina Aleksándrovna!


Me siento muy culpable ante ti. Te he dejado sola, pobrecita, en estos tiempos que corren.
Debo contártelo todo. Tú me comprenderás y puedo esperar que estarás conforme.
Desde luego, no me he pasado a los renovados, ni se me ha cruzado por la cabeza, y Dios
me guarde de hacerlo.
Ahora lee con atención. Pronto empezaremos a vivir de otro modo. ¿Recuerdas que te
hablé sobre una pequeña fábrica de velas? Será nuestra, y quizás alguna otra cosa más. Y ya
no tendrás que hacer tú misma la comida ni tener huéspedes. Iremos a Samara y
contrataremos criados.
El asunto es el siguiente, pero tú manténlo en el mayor secreto, no se lo digas a nadie, ni
siquiera a María Ivánovna. Busco un tesoro. ¿Te acuerdas de la difunta Klavdia Ivánovna
Petujova, la suegra de Vorobiáninov? Antes de morir, Klavdia Ivánovna me reveló que en su
casa de Stárgorod, en una de las sillas del salón (en total eran doce) estaban escondidos sus
diamantes.

Página 161
Tú, Kátenka, no pienses que soy un vulgar ladrón. Estos diamantes me los legó a mí y me
ordenó preservarlos de Ippolit Matvéevich, que la llevaba atormentando muchos años.
Por eso es por lo que te he dejado, pobrecita, tan inesperadamente.
No me culpes.
Llegué a Stárgorod y figúrate, ese viejo mujeriego también se encontraba allí. No sé cómo
se había enterado. Estaba claro que había torturado a la vieja antes de morir. ¡Qué persona
más horrible! Y con él viaja cierto criminal, un malhechor que ha contratado. Se lanzaron
directos sobre mí, querían quitarme de en medio. Pero yo soy duro de pelar, no tengo un pelo
de tonto y no me dejé hacer.
Primero me equivoqué de pista. En casa de Vorobiáninov sólo encontré una silla (ahora
hay allí una institución de beneficencia); llevo el mueble a mi habitación del hotel Sorbona y
de pronto, al doblar un esquina, un hombre se me abalanza rugiendo como un león, se me
echa encima y se apodera de la silla. Por poco no llegamos a las manos. Querían cubrirme de
oprobio. Después le miro con atención y veo que es Vorobiáninov. Se había afeitado,
figúrate, y llevaba rapada la cabeza, el bribón, ¡qué deshonra a sus años!
Rompimos en pedazos la silla, no había nada dentro. Fue después cuando comprendí que
me había equivocado de pista. Pero en ese momento me afligí mucho.
Me sentí ofendido y le solté a la cara toda la verdad a ese libertino.
«¡Qué ignominia —le digo— a sus años!, ¡qué desenfreno —le digo— reina ahora en
Rusia: que el decano de la nobleza se arroje sobre un servidor de la iglesia como un león y le
reproche no ser del partido! Es usted —le digo— un hombre vil, el torturador de Klavdia
Ivánovna, un cazador del bien ajeno, que ahora pertenece al Estado y no a usted».
Sintió vergüenza y se marchó lejos de mí, seguramente a un burdel.
Y yo me fui a mi habitación en el Sorbona y comencé a estudiar el siguiente plan. Caí en
la cuenta de algo que a ese estúpido rapado nunca se le habría ocurrido: decidí encontrar a la
persona que había distribuido los muebles requisados. Figúrate, Kátenka, no en balde estudié
en la Facultad de Derecho; me ha sido de provecho. Encontré a ese hombre. Lo encontré al
día siguiente. Varfoloméich es un viejecito muy honrado. Vive con una vieja abuela, gana el
pan con el sudor de su frente. Me dio todos los documentos. Hubo, es verdad, que
recompensarle por ese servicio. Me quedé sin dinero (pero sobre esto, después). Resulta que
las doce sillas del salón de la casa de Vorobiáninov han ido a parar a casa del ingeniero
Bruns, en la calle Vinográdnaia, casa n.º 34. Date cuenta de que todas las sillas han ido a
parar a casa de una sola persona, lo que yo no esperaba en absoluto (temía que las sillas
hubieran ido a distintos lugares). Me alegré mucho de eso. Precisamente allí, en el Sorbona,
me encontré de nuevo con el canalla de Vorobiáninov. Les sermoneé de lo lindo, a él y a su
amigo, el malhechor; no me mordí la lengua. Sentía mucho miedo de que se enteraran de mi
secreto y me oculté en el hotel hasta que se fueron.
Resulta que Bruns se marchó en 1923 de Stárgorod a Jarkov, adonde lo destinaron a
trabajar. Por el portero averigüé que se llevó consigo todos los muebles y que les tiene mucho
aprecio. Es una persona importante, dicen.
Ahora estoy en Jarkov, en la estación, y te escribo por el siguiente motivo: en primer
lugar, te quiero mucho y me acuerdo mucho de ti, y en segundo lugar, Bruns ya no está aquí.
Pero no te aflijas. Bruns trabaja ahora en Rostov, en los Cementos de la Nueva Rusia, según
he sabido. Tengo el dinero justo para el viaje. Salgo dentro de una hora en un tren mixto. Tú,
mi buena mujer, pásate, por favor, por casa de nuestro cuñado, pídele cincuenta rublos (me
los debe y prometió devolvérmelos) y envíalos a Rostov: Oficina Central de Correos, lista de
correos, a Fiódor Ivánovich Vóstrikov. Para economizar, haz la transferencia por correo.
Costará treinta kopeks.
¿De qué se habla en la ciudad? ¿Qué hay de nuevo?
¿Fue a verte Kondrátievna? Al padre Kiril dile que enseguida regresaré: que he ido a
Vorónezh junto a una tía moribunda. Haz economías. ¿Come todavía Evstignéev? Salúdale
de mi parte. Dile que he ido a ver a mi tía.

Página 162
¿Qué tiempo hace? Aquí, en Jarkov, es pleno verano. Es una ciudad ruidosa, es la capital
de la República Ucraniana.[72] Después de vivir en provincias, es como si estuviera en el
extranjero.

Haz lo siguiente:
1) Lleva mi sotana de verano a la tintorería (mejor pagar tres rublos por la limpieza que
gastar en una nueva); 2) Cuida tu salud; 3) Cuando escribas a Gúlenka menciona como por
casualidad que me he ido a Vorónezh con mi tía.
Saluda a todos de mi parte. Diles que volveré enseguida.
Te doy un cariñoso beso, un abrazo, y te bendigo.

Tu marido, Fedia

Posdata: ¿Dónde parará ahora Vorobiáninov?

El amor consume al hombre. El toro muge de pasión. El gallo se agita sin


cesar. El decano de la nobleza pierde el apetito.
Dejando a Ostap y al estudiante Ivanópulo en una taberna, Ippolit
Matvéevich penetró en la casita rosa y ocupó posiciones junto a la caja fuerte.
Oía el ruido de trenes partiendo hacia Castilla y el chapoteo de barcos que
levaban anclas.
Se apagan de la lejana Alpujarra
los dorados confines.[73]

Su corazón se balanceaba como un péndulo. En sus oídos sonaba un tic-


tac.
Al tañido de mi guitarra llamándote
sal, querida mía.

Su angustia volaba por el pasillo. Nada podía derretir el frío de la caja


fuerte.
De Sevilla a Granada
en la silenciosa oscuridad de las noches…

En los plumieres gemían los gramófonos. Resonaba el zumbido de abejas


de los hornillos.
Resuenan las serenatas,
resuena el sonido de las espadas…

En una palabra, Ippolit Matvéevich estaba locamente enamorado de Liza


Kalachova.
Pasaba mucha gente por el pasillo cerca de Ippolit Matvéevich, pero olían
a tabaco, o a vodka, o a farmacia, o a sopa de col revenida. Entre las tinieblas

Página 163
del pasillo se podía distinguir a las personas sólo por su olor o por la pesadez
de sus pasos. Liza no había venido. De eso estaba convencido Ippolit
Matvéevich. Ella no fumaba, no bebía vodka y no llevaba botas herradas. No
podía oler a yodo o a cabeza de pescado. Ella podía desprender sólo un
delicadísimo olor a papilla de arroz o al heno deliciosamente preparado con el
que la señora Nordman-Séverova alimentó durante tanto tiempo al célebre
pintor Iliá Repin.
Pero he aquí que se oyeron unos pasos ligeros, inseguros. Alguien
caminaba por el pasillo tropezando con las paredes elásticas y musitando algo
dulcemente.
—¿Es usted, Elizaveta Petrovna? —preguntó Ippolit Matvéevich con una
vocecilla de céfiro.
Le respondió una voz de bajo:
—Dígame, por favor, ¿dónde viven los Pfeferkorn? Con esta oscuridad no
se distingue maldita la cosa.
Ippolit Matvéevich calló asustado. El buscador de los Pfeferkorn estuvo
esperando respuesta, perplejo, y, desistiendo, siguió deslizándose a ciegas.
Sólo a eso de las nueve llegó Liza. Salieron a la calle, bajo el cielo verde
caramelo del crepúsculo.
—¿Adónde vamos a pasear? —preguntó Liza.
Ippolit Matvéevich contempló su rostro blanco y resplandeciente y, en
lugar de decir sin rodeos: «Estoy aquí, Inesilla, bajo tu ventana»,[74] comenzó
a hablarle larga y fastidiosamente sobre que hacía tiempo que no estaba en
Moscú y que la ciudad de París no tenía comparación con Moscú, la de
Piedra Blanca, la cual, por más vueltas que se le diera, no dejaba de ser una
gran aldea planificada sin sistema.
—Yo recuerdo un Moscú diferente, Elizaveta Petrovna. Ahora en todo se
aprecia mezquindad. En cambio nosotros, en nuestra época, no
escatimábamos el dinero. «Sólo se vive una vez», dice la canción.
Atravesaron todo el bulevar de la Virgen Inmaculada y salieron al
malecón del río, junto al templo de Cristo Salvador.
Detrás del puente Moskvoretski se extendían unas colas de zorro pardo-
negruzcas. Las centrales eléctricas moscovitas humeaban como una escuadra.
Los tranvías pasaban rodando a través de los puentes. Unas barcas surcaban el
río. Un acordeón tocaba una triste melodía.
Cogida del brazo de Ippolit Matvéevich, Liza le contó todas sus
amarguras: la discusión con su marido, su difícil vida entre los vecinos que

Página 164
aguzaban el oído —los antiguos químicos— y la monotonía de la comida
vegetariana.
Ippolit Matvéevich escuchaba y consideraba la situación. Los demonios se
despertaban dentro de él. Se imaginaba una espléndida cena. Llegó a la
conclusión de que a una muchacha así había que deslumbrarla con algo.
—Vayamos al teatro —propuso Ippolit Matvéevich.
—Mejor al cine —dijo Liza—, es más barato.
—¡Oh! ¿Qué importa el dinero? ¡Semejante noche y hablar de dinero!
Los demonios, completamente desenfrenados, sentaron a la pareja sin
regatear en un coche y la condujeron al cine Ars. Ippolit Matvéevich estuvo
espléndido. Compró las entradas más caras. Por lo demás, no aguantaron
hasta el final de la sesión. Liza estaba acostumbrada a sentarse en los asientos
baratos, cerca, y veía mal desde la cara fila treinta y cuatro.
En el bolsillo de Ippolit Matvéevich se encontraba la mitad de la suma que
los concesionarios habían recibido de los conspiradores de Stárgorod. Era
mucho dinero para Vorobiáninov, desacostumbrado al lujo. Ahora, excitado
por la posibilidad de un amor fácil, se disponía a cegar a Liza con sus alardes
de prodigalidad. Se consideraba magníficamente preparado para ello. Recordó
con orgullo con qué facilidad había conquistado una vez el corazón de la
hermosa Elena Bohour. Le era inherente la costumbre de derrochar el dinero a
la ligera. Era famoso en Stárgorod por su educación y por el arte de mantener
conversación con cualquier dama. Le pareció ridículo gastar todo el brillo de
sus maneras del antiguo régimen en la conquista de una pequeña muchacha
soviética que todavía no había visto ni conocido nada.
Sin que le costara mucho persuadirla, Ippolit Matvéevich condujo a Liza
al Praga, restaurante modelo de la Unión Moscovita de Bienes de Consumo,
«el mejor sitio de Moscú», según le había dicho Bénder.
El Praga dejó pasmada a Liza con su abundancia de espejos, de luz y de
macetas de flores. Esto se le podía perdonar a Liza: nunca había visitado aún
grandes restaurantes modelo. Pero la sala de espejos sorprendió también a
Ippolit Matvéevich de un modo completamente inesperado. Había perdido la
costumbre, había olvidado el funcionamiento de los restaurantes. Ahora se
sentía absolutamente avergonzado de sus botas de barón con puntera
cuadrada, de sus pantalones de sastre de antes de la guerra y de su chaleco
color de luna sembrado de estrellas plateadas.
Ambos permanecieron inmóviles y desconcertados a la vista de un
público bastante abigarrado.

Página 165
—Vayamos allí, al rincón —propuso Vorobiáninov, aunque había mesas
libres justo al lado del escenario, donde la orquesta serraba el popurrí de turno
de La bayadera.[75]
Sintiendo que todos la miraban, Liza aceptó rápidamente. La siguió
confuso Vorobiáninov, el león mundano y conquistador de mujeres. Los
ajados pantalones del león mundano colgaban como un saco de su delgado
trasero. El conquistador de mujeres se encorvó y, para superar la confusión,
comenzó a limpiarse los quevedos.
Nadie se acercó a la mesa. Eso no se lo esperaba Ippolit Matvéevich. Y,
en lugar de conversar galantemente con su dama, permaneció callado,
mientras se reconcomía, pegaba con timidez con el cenicero en la mesa y se
aclaraba la voz sin cesar. Liza miraba hacia los lados con curiosidad, en
medio de un silencio forzado. Pero Ippolit Matvéevich no podía pronunciar ni
una palabra. Había olvidado que él precisamente siempre hablaba en tales
situaciones.
—¡Haga el favor! —llamaba a los trabajadores de la alimentación que
pasaban volando enfrente.
—¡Un momento! —gritaban los camareros al paso.
Por fin trajeron el menú. Ippolit Matvéevich se enfrascó en él con un
sentimiento de alivio.
—Caramba —musitó—, las chuletas de ternera a dos con veinticinco, un
filete a dos con veinticinco, el vodka a cinco rublos.
—A cinco rublos servimos una garrafa grande —comunicó el camarero,
volviéndose con impaciencia.
«¿Qué me pasa?», se horrorizó Ippolit Matvéevich. «Me estoy volviendo
ridículo».
—Bien, por favor —le dijo a Liza con una tardía cortesía—, ¿quiere
elegir? ¿Qué va a comer?
Liza sentía vergüenza. Veía con qué altanería miraba el camarero a su
acompañante y comprendía que no estaba haciendo lo adecuado.
—No tengo nada de hambre —dijo con voz temblorosa—. O si no…
Dígame, camarada, ¿no tienen nada vegetariano?
El camarero comenzó a patalear como un caballo.
—No tenemos comida vegetariana. ¿Quizás una tortilla de jamón?
—Entonces, ya está —dijo Ippolit Matvéevich, decidido—. Dénos
salchichas. ¿Usted, Elizaveta Petrovna, comerá salchichas, no?
—Sí.

Página 166
—Muy bien. Salchichas. Estas de aquí, a un rublo veinticinco. Y una
botella de vodka.
—Tendrá que ser en garrafa…
—Entonces, una garrafa grande.
El trabajador de la alimentación contempló a la indefensa Liza con ojos
transparentes.
—¿Con qué va a acompañar el vodka? ¿Caviar fresco? ¿Salmón?
¿Empanadillas?
Dentro de Ippolit Matvéevich continuaba rugiendo el oficinista del
registro.
—No hace falta —dijo con una desagradable grosería—. ¿A cuánto tienen
los pepinillos salados? Bien, dénos dos.
El camarero se fue corriendo y de nuevo reinó el silencio en la mesa. Liza
habló la primera.
—No había estado nunca aquí. Es encantador.
—Sííí —alargó Ippolit Matvéevich, calculando el coste de lo encargado.
«No importa», pensaba, «cuando beba un poco de vodka me animaré. Si
no, la verdad, la situación es un poco embarazosa».
Pero cuando hubo bebido vodka, acompañándola con un pepinillo, no se
animó, sino que se ensombreció aún más. Liza no bebía. La tirantez no había
desaparecido. Y entonces, para colmo, se acercó un hombre a la mesa y,
mirando cariñosamente a Liza, le propuso comprar flores.
Ippolit Matvéevich fingió que no notaba al bigotudo florista, pero este no
se iba. Decir cumplidos en su presencia era completamente imposible.
El programa musical le sacó de apuros de momento. Salió al escenario un
hombre rollizo con chaqué y zapatos de charol.
—Y bien, otra vez juntos de nuevo —habló ante el público con desenfado
—. Como siguiente número de nuestro programa musical actuará la
mundialmente famosa intérprete de canciones populares rusas, muy célebre
en el Bosque de María,[76] Varvara Ivánovna Godlévskaia. ¡Varvara
Ivánovna! ¡Bienvenida!
Ippolit Matvéevich bebía vodka y callaba. Como Liza no bebía y todo el
tiempo estaba deseando irse a casa, había que apresurarse para acabar con
toda la garrafa.
Cuando salió a escena un cupletista con blusón de terciopelo de canutillo,
sustituyendo a la cantante célebre en el Bosque de María, y comenzó a cantar:
Camináis,
dais vueltas sin parar,
cual si vuestra apendicitis

Página 167
así se fuese a calmar,
camináis,
ta-ra-ra-rá…

Ippolit Matvéevich ya se había emborrachado de lo lindo y, junto al resto


de los visitantes del restaurante modelo, a los que tan sólo media hora antes
había considerado gente grosera y mezquinos delincuentes soviéticos,
comenzó a batir palmas al compás y a hacer coro:
Camináis,
Ta-ra-ra-rá…

A menudo se erguía de un salto y se iba al servicio sin excusarse. En las


mesas vecinas ya lo llamaban «tío» y le invitaban a beber una jarra de
cerveza. Pero él no acudía. Se había vuelto de repente orgulloso y
desconfiado. Liza se levantó de la mesa con decisión.
—Me voy. Pero usted quédese. Puedo llegar sola a casa.
—No, ¿por qué? ¡Como noble que soy, no puedo permitirlo! ¡Señor! ¡La
cuenta! ¡Gra-nu-jas!…
Ippolit Matvéevich contempló largo rato la cuenta, mientras se balanceaba
sobre la silla.
—¿Nueve rublos con veinte kopeks? —farfullaba—. ¿Quizás tenga que
darles también la llave del apartamento donde guardo mi dinero?
Acabaron llevando abajo a Ippolit Matvéevich, sosteniéndolo con cuidado
por los brazos. Liza no podía huir, porque la ficha del guardarropa la tenía el
león del gran mundo.
En el primer callejón Ippolit Matvéevich se echó sobre Liza con todo su
peso e intentó asirla con sus brazos. Liza se desasía en silencio.
—¡Escuche! —decía—. ¡Escuche! ¡Escuche!
—¡Vayamos a un hotel! —la intentaba convencer Vorobiáninov.
Liza se liberó con fuerza y, sin pensárselo dos veces, le dio un puñetazo
en la nariz al conquistador de mujeres. En ese mismo instante se le saltaron
los quevedos con arco de oro y, al caer bajo la puntera cuadrada de las botas
de barón, se hicieron pedazos con un crujido.
Un céfiro nocturno
difunde el éter.

Liza, tragándose las lágrimas, echó a correr por el callejón de la Plata


hacia su casa.
Alborota,
corre

Página 168
el Guadalquivir.[77]

El ofuscado Ippolit Matvéevich echó a correr con un ligero trote en


dirección contraria, gritando:
—¡Al ladrón!
Después estuvo llorando mucho rato y, sin dejar de hacerlo, le compró a
una anciana todas sus rosquillas junto con la cesta. Salió al mercado de
Smolensk, vacío y oscuro, y estuvo paseando mucho rato por allí de un lado
para otro, esparciendo las rosquillas como un sembrador arroja las semillas.
Mientras lo hacía, gritaba con voz desafinada:
Camináis,
Dais vueltas sin parar,
Ta-ra-ra-rá…

Después, Ippolit Matvéevich se hizo amigo de un cochero, le abrió todo


su corazón y le contó un embrollado relato sobre los diamantes.
—¡Un noble alegre! —exclamó el cochero.
Ippolit Matvéevich estaba realmente alegre. Por lo visto, su alegría tenía
un cierto carácter censurable, porque hacia las once de la mañana se despertó
en una comisaría de policía. De los doscientos rublos con los que había
comenzado tan vergonzosamente su noche de deleites y placeres, sólo le
quedaban doce.
Se sentía morir. Le dolía la columna, le molestaba el hígado y sentía que
le habían puesto un caldero de plomo sobre la cabeza. Pero lo más terrible de
todo era que no recordaba en absoluto dónde ni cómo había podido gastar
tanto dinero. De camino a casa tuvo que entrar en una óptica y poner en la
montura de los quevedos unos cristales nuevos.
Ostap examinó largo rato, con asombro, la extenuada figura de Ippolit
Matvéevich, pero no dijo nada. Estaba frío y dispuesto para la lucha.

Página 169
XXI
EL CASTIGO

La subasta se abría a las cinco. El acceso de los ciudadanos para examinar los
objetos comenzaba a partir de las cuatro. Los amigos se presentaron a las tres
y durante una hora entera estuvieron contemplando una exposición de
construcción de maquinaria, situada allí al lado.
—Parece —dijo Ostap— que mañana mismo podremos comprar, si nos
apetece, esta pequeña locomotora. Lástima que no lleve el precio. Es
agradable, con todo, tener una locomotora propia.
Ippolit Matvéevich no podía más. Sólo las sillas podían consolarle.
Sólo se separó de ellas en el momento en que se encaramó en la tribuna un
subastador con pantalones a cuadros tipo «centenario» y una barba que le
colgaba sobre un blusón de paño ruso a rayas.
Los concesionarios tomaron asiento en la cuarta fila de la derecha. Ippolit
Matvéevich comenzó a sentir una fuerte inquietud. Le parecía que iban a
vender las sillas de inmediato. Pero estaban en el número 43 y primero
entraban a la venta los habituales batiburrillos de subasta: servicios de mesa
incompletos con escudo de armas, una salsera, un portavasos de plata, un
paisaje del pintor Petunin, un bolsito de abalorios, un quemador de hornillo
completamente nuevo, un pequeño busto de Napoleón, sostenes de lienzo, el
gobelino El cazador disparando a los patos salvajes y demás cosas
disparatadas.
Había que aguantar y esperar. Pero esto era muy difícil: todas las sillas
estaban a la vista. El objetivo estaba próximo, era posible alcanzarlo con la
mano.
«Qué follón más grande se iba a armar aquí», pensó Ostap, mientras
miraba al público de la subasta, «si supieran qué sorpresita va a venderse hoy
en forma de sillas».

Página 170
—Figura que representa a la Justicia —proclamó el subastador—. De
bronce. En perfecto estado. Cinco rublos. ¿Quién da más? Seis con cincuenta
a la derecha, siete al fondo. Ocho rublos en la primera fila, enfrente. Ocho
rublos, enfrente, a la de dos. Primera fila, enfrente, a la de tres.
Una chica salió disparada en el acto hacia el ciudadano de la primera fila,
con un recibo para cobrar el dinero.
Golpeteaba el pequeño martillo del subastador. Se vendían ceniceros de
palacio, cristal de Baccarat, una polvera de porcelana.
El tiempo se alargaba penosamente.
—Pequeño busto de bronce de Alejandro III. Puede servir de pisapapeles.
Para otra cosa, parece que no sirve. Sale con el precio que se proponga
pequeño busto de Alejandro III.
Hubo risas entre el público.
—Cómprelo, decano —le lanzó una pulla Ostap—, a usted parece que le
gusta.
Ippolit Matvéevich no apartaba los ojos de las sillas y permanecía callado.
—¿No hay nadie que lo quiera? Se retira de la subasta el pequeño busto
de bronce de Alejandro III. Figura que representa a la Justicia. Al parecer, es
gemela de la que acaba de ser comprada. Vasili, muestre La Justicia al
público. Cinco rublos. ¿Quién da más?
En la primera fila, enfrente, se oyó un resoplido. Como se podía ver, el
ciudadano quería poseer La Justicia en su integridad.
—¡Cinco rublos La Justicia de bronce!
—¡Seis! —dijo el ciudadano con claridad.
—Seis rublos, enfrente. Siete. Nueve rublos, al fondo a la derecha.
—Nueve con cincuenta —dijo en voz baja el amante de La Justicia,
levantando la mano.
—Con cincuenta, enfrente. Con cincuenta, enfrente, a la de dos. Con
cincuenta, a la de tres.
Cayó el pequeño martillo. La señorita voló sobre el ciudadano de la
primera fila.
Este pagó y se fue despacio a la otra habitación a recibir su bronce.
—¡Diez sillas de palacio! —dijo de repente el subastador.
—¿Por qué de palacio? —se asombró por lo bajo Ippolit Matvéevich.
Ostap se enfadó.
—Váyase al diablo. Escuche y quédese quieto.
—Diez sillas de palacio. De nogal. De la época de Alejandro II. En
perfecto estado. Trabajo del taller de muebles de Gambs. Vasili, ponga una

Página 171
silla bajo el reflector.
Vasili cogió la silla con tanta rudeza que Ippolit Matvéevich casi pegó un
salto.
—¡Siéntese, maldito idiota, me tiene hasta las narices! —silbó Ostap—.
¡Siéntese, le digo!
A Ippolit Matvéevich le empezó a temblar la mandíbula inferior. Ostap se
puso firme. Sus ojos brillaron.
—Diez sillas de nogal. Ochenta rublos.
La sala se animó. Se vendía una cosa necesaria en el hogar. Una tras otra
se alzaban las manos. Ostap permanecía tranquilo.
—¿Por qué no puja? —le increpó Vorobiáninov.
—Déjeme en paz —respondió Ostap entre dientes.
—Ciento veinte rublos, detrás. Ciento treinta y cinco, allí mismo. Ciento
cuarenta.
Ostap se volvió tranquilamente de espaldas a la tribuna y comenzó a
examinar a sus competidores con una sonrisa burlona.
La subasta estaba en su apogeo. Ya no había sitios libres. Justo detrás de
Ostap, una dama sucumbió a la tentación de las sillas, después de
intercambiar impresiones con su marido (¡qué sillas tapizadas más
maravillosas, qué trabajo más admirable! ¡Sania! ¡Y de palacio!), y levantó la
mano.
—Ciento cuarenta y cinco, en la quinta fila a la derecha. A la una.
La sala se aplacó. Demasiado caro.
—Ciento cuarenta y cinco. A la de dos.
Ostap examinaba con indiferencia las molduras de la cornisa. Ippolit
Matvéevich permanecía sentado, con la cabeza baja y temblando.
—Ciento cuarenta y cinco. A la de tres.
Pero antes de que el pequeño martillo laqueado golpeara contra la tribuna
de chapa de madera, Ostap se volvió, alzó la mano y dijo sin elevar la voz:
—Doscientos.
Todas las cabezas se volvieron en dirección de los concesionarios. Gorras,
viseras, sombreros y gorros se pusieron en movimiento. El subastador levantó
su aburrida cara y contempló a Ostap.
—Doscientos, a la una —dijo—, doscientos en la cuarta fila, a la derecha,
a la de dos. ¿No hay nadie más que desee pujar? Doscientos rublos, juego de
nogal, de palacio, de diez piezas. Doscientos rublos, a la de tres, en la cuarta
fila a la derecha.
La mano con el pequeño martillo pendió sobre la tribuna.

Página 172
—¡Mamá! —dijo Ippolit Matvéevich en voz alta.
Ostap, rosado y tranquilo, sonreía. El martillo cayó, emitiendo un sonido
celestial.
—Adjudicado —dijo el subastador—. ¡Señorita! En la cuarta fila a la
derecha.
—¿Qué, presidente, ha sido efectista? —preguntó Ostap—. Me gustaría
saber qué habría hecho usted sin director técnico.
Ippolit Matvéevich suspiró feliz. La señorita se aproximaba a ellos al
trote.
—¿Ustedes son los que han comprado las sillas?
—¡Nosotros! —exclamó Ippolit Matvéevich, tras haberse contenido
durante tanto tiempo—. Nosotros, nosotros. ¿Cuándo podremos recogerlas?
—Cuando quiera. ¡Ahora mismo!
La melodía Camináis, dais vueltas sin parar comenzó a saltar
frenéticamente en la cabeza de Ippolit Matvéevich. «¡Las sillas son nuestras,
nuestras, nuestras, nuestras!». Esto lo gritaba todo su organismo.
«¡Nuestras!», gritaba el hígado. «¡Nuestras!», corroboraba el intestino ciego.
Estaba tan contento que se sintió el pulso en los sitios más inesperados.
Todo vibraba, se balanceaba y crepitaba bajo la presión de una felicidad
inaudita. Se hizo visible un tren que se aproximaba a Saint-Gothard. En la
plataforma abierta del último vagón estaba en pie Ippolit Matvéevich
Vorobiáninov, con pantalones blancos, fumándose un puro. Sobre su cabeza,
adornada de nuevo con brillantes canas de aluminio, caían suavemente
edelweiss. Rodaba hacia el Edén.
—¿Y por qué doscientos treinta y no doscientos? —oyó Ippolit
Matvéevich.
Esto lo decía Ostap, mientras daba vueltas en sus manos al recibo.
—Va incluido el quince por ciento de comisión —respondió la señorita.
—¡En fin, qué se le va a hacer! ¡Tome!
Ostap sacó su billetero, contó doscientos rublos y se volvió hacia el
director-jefe de la empresa.
—Suelte treinta rublos, queridísimo, y dése más garbo: ¿no ve que la
dama está esperando? ¿Y bien?
Ippolit Matvéevich no hizo ni el menor intento de sacar el dinero.
—¿Y bien? ¿Por qué me mira usted como un soldado a un piojo? ¿Se ha
vuelto lelo de felicidad?
—No tengo dinero —musitó por fin Ippolit Matvéevich.
—¿Quién no lo tiene? —preguntó Ostap en voz muy baja.

Página 173
—Yo.
—¿Y los doscientos rublos?
—Yo… hummm… los he pe-perdido.
Ostap contempló a Vorobiáninov, apreció rápidamente lo ajado de su
rostro, el color verde de sus mejillas y las hinchadas bolsas bajo sus ojos.
—¡Déme el dinero! —susurró con odio—. ¡Viejo canalla!
—Entonces, ¿van a pagar? —preguntó la señorita.
—Un minuto —dijo Ostap, con una sonrisa encantadora—, un pequeño
paréntesis.
Quedaba todavía una pequeña esperanza. Era posible persuadirla a
demorar el pago del dinero.
Entonces, Ippolit Matvéevich, una vez recobrado, irrumpió en la
conversación, rociándoles con saliva.
—¡Permítame! —gritó—. ¿Por qué una comisión? No sabíamos nada de
semejante comisión. Eso hay que advertirlo. Me niego a pagar esos treinta
rublos.
—Muy bien —dijo con dulzura la señorita—, ahora lo arreglaré todo.
Cogiendo el recibo, se alejó hacia el subastador y le dijo unas cuantas
palabras. El subastador se levantó en el acto. Su barba resplandecía a la luz de
las potentes lámparas eléctricas.
—De acuerdo con el reglamento de la venta en subasta —declaró con voz
sonora—, la persona que se niegue a pagar la suma completa por el objeto
comprado debe abandonar la sala. La venta de las sillas queda anulada.
Los estupefactos amigos permanecieron sentados sin moverse.
—¡Ha-agan el favor! —dijo el subastador.
El efecto fue grande. Se oían risas malignas entre el público. Ostap, con
todo, no se levantaba. Hacía tiempo que no había experimentado un golpe así.
—¡Ha-a-ga-an el favor!
El subastador usaba un tono de voz que no admitía réplica.
La risa en la sala se redobló.
Y ellos se marcharon. Pocos eran los que salían de una sala de subasta con
un sentimiento tal de amargura. Vorobiáninov caminaba el primero.
Encorvando sus hombros rectos y huesudos, con la chaqueta encogida y las
estúpidas botas de barón, caminaba como una grulla, sintiendo tras él la cálida
y amistosa mirada del gran intrigante.
Los concesionarios se detuvieron en una habitación vecina a la sala de
subastas. Ahora podían contemplar la puja sólo a través de una puerta

Página 174
acristalada. El paso hacia allí estaba ya bloqueado. Ostap callaba
amistosamente.
—¡Qué reglas más indignantes! —musitó con cobardía Ippolit
Matvéevich—. ¡Es un verdadero escándalo! Hay que ir a la policía a quejarse
de ellos.
Ostap callaba.
—¡No, realmente es una monstruosidad! —continuaba enardeciéndose
Vorobiáninov—. ¡Despluman a los trabajadores! ¡En nombre de Dios…! Por
diez sillas de segunda mano, doscientos treinta rublos. ¡Es para volverse loco!
—Sí —dijo Ostap, impasible.
—¿Verdad? —volvió a preguntar Vorobiáninov—. ¡Es para volverse
loco!
—Sí.
Ostap se pegó a Vorobiáninov y, tras mirar a los lados, le dio al decano en
el costado un golpe corto, fuerte e imperceptible para el ojo ajeno.
—¡Toma policía! ¡Toma carestía de sillas para los trabajadores de todos
los países! ¡Toma paseos nocturnos con jovencitas! ¡Toma a la vejez viruelas!
¡Toma, por viejo verde!
Ippolit Matvéevich no emitió ni un solo sonido durante todo el tiempo del
castigo.
Desde lejos podía parecer que un respetuoso hijo conversaba con su
padre, sólo que el padre sacudía la cabeza con demasiada viveza.
—¡Y ahora lárguese!
Ostap le dio la espalda al director de la empresa y comenzó a mirar hacia
la sala de subastas. Al cabo de un minuto se volvió.
Ippolit Matvéevich estaba todavía detrás, con los brazos pegados al
cuerpo.
—¡Ah! ¿Aún está aquí, alma de la sociedad? ¡Lárguese! ¿Y bien?
—¡Camara-ada Bénder! —imploró Vorobiáninov—. ¡Camarada Bénder!
—¡Vete! ¡Vete! ¡Y no vengas a casa de Ivanópulo! ¡Te echaré!
—¡Camara-ada Bénder!
Ostap ya no se dio más la vuelta. En la sala sucedió algo que interesó
tanto a Bénder, que entreabrió la puerta y comenzó a prestar oído.
—¡Todo está perdido! —musitó.
—¿Qué está perdido? —preguntó solícito Vorobiáninov.
—Las sillas se venden por separado, eso es lo que pasa. ¿Quizás desee
adquirirlas? Por favor. No le retengo. Sólo dudo que le dejen entrar. Además,
de dinero, por lo que parece, está usted a dos velas.

Página 175
Durante ese tiempo, en la sala de subastas había sucedido lo siguiente: el
subastador, al darse cuenta de que no conseguiría sacarle al público
doscientos rublos de una vez ¡era una suma demasiado elevada para la
morralla que permanecía en la sala!, decidió recibir estos doscientos rublos en
partes. Las sillas entraron de nuevo a subasta, pero esta vez por lotes.
—Cuatro sillas de palacio. De nogal. Blandas. Trabajo de Gambs. Treinta
rublos. ¿Quién da más?
Ostap recuperó rápidamente su decisión y su sangre fría.
—Usted, el favorito de las damas, quédese aquí y no salga a ningún sitio.
Volveré dentro de cinco minutos. Y usted, aquí, no pierda un detalle. Que ni
una sola silla se vaya.
En la cabeza de Bénder había madurado enseguida un plan, el único
posible en las penosas condiciones en las que se encontraban.
Salió corriendo a la Petrovka, se dirigió a la cuba de asfalto más próxima
y entabló una conversación de negocios con unos niños vagabundos.
Tal y como había prometido, regresó junto a Ippolit Matvéevich al cabo
de cinco minutos. Los vagabundos estaban apostados a la entrada de la
subasta.
—Las están vendiendo, las están vendiendo —cuchicheó Ippolit
Matvéevich—, cuatro y dos ya las han vendido.
—Usted ha hecho la jugarreta —dijo Ostap—, alégrese. Estaba todo en
nuestras manos, comprende, en nuestras manos. ¿Puede comprenderlo?
En la sala resonó una voz rechinante, otorgada por la naturaleza sólo a los
subastadores, a los crupieres y a los vidrieros.
—Con cincuenta, a la izquierda. A la de tres. Otra silla de palacio. De
nogal. En perfecto estado. Con cincuenta, enfrente. A la una, con cincuenta,
enfrente.
Tres sillas fueron vendidas de una en una. El subastador anunció la puesta
en venta de la última silla. La rabia ahogaba a Ostap. Se arrojó de nuevo sobre
Vorobiáninov. Sus injuriosas observaciones estaban llenas de amargura.
Quién sabe hasta dónde habría llegado Ostap en sus ejercicios satíricos, si no
lo hubiera interrumpido un hombre con un traje de flores marrones hecho en
Lódï, que se había acercado rápidamente. Agitaba sus rollizas manos, se
inclinaba, saltaba y rebotaba como si jugara al tenis.
—Y dígame —le preguntó apresuradamente a Ostap—, ¿aquí hay
realmente una subasta? ¿Sí? ¿Una subasta? ¿Y aquí realmente se venden
cosas? ¡Admirable!
El desconocido rebotó y su cara se iluminó con una multitud de sonrisas.

Página 176
—¿De verdad que se venden cosas aquí? ¿Y realmente se puede comprar
barato? ¡Cuánta clase! ¡Cuánta, cuánta! ¡Ah!…
El desconocido, meneando sus regordetes muslos, pasó corriendo hacia la
sala frente a los perplejos concesionarios y compró la última silla antes de que
Vorobiáninov pudiera siquiera abrir la boca. El desconocido corrió con el
recibo en las manos hacia el mostrador de entrega.
—Y dígame, ¿me puedo llevar la silla ahora? ¡Admirable!… ¡Ah!…
¡Ah!…
Sin dejar de balar y en constante movimiento, el desconocido cargó la
silla en un coche y partió. Tras sus huellas corría un vagabundo.
Poco a poco se dispersaron, a pie o en vehículo, todos los nuevos
poseedores de sillas. Tras ellos se lanzaron los pequeños agentes de Ostap.
Partió también él mismo. Ippolit Matvéevich le seguía por detrás
medrosamente. Ese día le parecía un sueño. Todo había sucedido rápidamente
y de un modo completamente distinto a como había esperado.
En la calle de Sivtsev Vrazhek los pianos, las mandolinas y los
acordeones celebraban la primavera. Las ventanas estaban abiertas de par en
par. Maceteros de barro cubiertos de flores llenaban los alféizares. Un hombre
gordo, con el pecho peludo al descubierto y en tirantes, cantaba con pasión de
pie junto a su ventana. A lo largo de una pared se deslizaba lentamente un
gato. En los puestos de alimentación ardían lámparas de queroseno.
Kolia se paseaba junto a la casita rosa. Al ver a Ostap, que caminaba
delante, se inclinó ante él con cortesía y se acercó a Vorobiáninov. Ippolit
Matvéevich le saludó cordialmente. Kolia, sin embargo, no perdió el tiempo.
—Buenas tardes —dijo con decisión y, sin poder contenerse, golpeó a
Ippolit Matvéevich en la oreja.
Mientras hacía esto, Kolia pronunció una frase bastante trivial, en opinión
de Ostap, que observaba la escena.
—Así será con todos —dijo Kolia con voz infantil— los que atenten…
Contra qué debían atentar exactamente, eso Kolia no lo llegó a decir. Se
puso de puntillas y, cerrando los ojos, le dio una bofetada a Vorobiáninov en
la mejilla.
Ippolit Matvéevich levantó el codo, pero no osó siquiera chistar.
—Muy bien —dictaba sentencia Ostap—, y ahora en el cuello. Dos veces.
Así. Qué le vamos a hacer. A veces los huevos tienen que enseñar a la gallina
cuando esta se propasa… Otra vez más… Así. No se corte. No le pegue más
en la cabeza. Es su punto más débil.

Página 177
Si los conspiradores de Stárgorod hubieran visto al gigante del
pensamiento y al padre de la democracia rusa en este momento crítico para él,
cabe pensar que La Unión Secreta de La Espada y el Arado habría dejado de
existir.
—Bien, parece que es suficiente —dijo Kolia, metiendo la mano en el
bolsillo.
—Otra vez más —suplicaba Ostap.
—¡Que se vaya al diablo! ¡Así aprenderá la próxima vez!
Kolia se fue. Ostap subió a la habitación de Ivanópulo y miró hacia abajo.
Ippolit Matvéevich se había apartado de la casa y estaba apoyado en la verja
de hierro colado de la embajada.
—¡Ciudadano Mijelsón! —gritó Ostap—. ¡Konrad Kárlovich! ¡Entre en el
alojamiento! ¡Le doy permiso!
Ippolit Matvéevich entró en la habitación ya un poco reanimado.
—¡Qué insolencia más inaudita! —dijo colérico—. A duras penas me
pude contener.
—¡Ay, ay, ay! —se compadeció Ostap—. ¡Qué juventud hay ahora! ¡Una
juventud terrible! ¡Persigue a las mujeres ajenas! ¡Derrocha el dinero
ajeno…! ¡Una absoluta decadencia! Pero, dígame, ¿cuando te pegan en la
cabeza, hace realmente daño?
—¡Le retaré a duelo!
—¡Maravilloso! Le puedo recomendar a un buen conocido mío. Se sabe el
código del duelo de memoria y posee dos escobas perfectamente aptas para
un combate a muerte. Como padrinos, se puede coger a Ivanópulo y al vecino
de la derecha. Es un antiguo ciudadano honorario de la ciudad de Kologriv y
hasta hoy se sigue enorgulleciendo de ese título. O se puede organizar un
duelo con picadoras de carne, es más elegante. Cada herida es mortal de
necesidad. El contrincante derrotado se convierte automáticamente en
picadillo. ¿Le conviene eso, decano?
En ese momento llegó un silbido de la calle y Ostap se marchó a recibir
los informes secretos de los niños vagabundos. Estos habían cumplido a las
mil maravillas la misión que se les había encomendado. Cuatro sillas habían
ido a parar al teatro Colón. Uno de los niños contó con todo detalle cómo se
habían llevado estas sillas en una carretilla, cómo las habían descargado y
metido en el edificio a través de la entrada de artistas. Ostap conocía bien el
emplazamiento del teatro.
Dos sillas se las llevó en un coche de punto una «tía muy chic», en
palabras de otro joven rastreador. El chiquillo, por lo visto, no se distinguía

Página 178
por sus grandes aptitudes. Sabía a qué callejón habían transportado las sillas,
al Varsonofevski, se acordaba incluso de que el número del apartamento era
el diecisiete, pero no hubo manera de que recordara el número de la casa.
—He corrido muy deprisa —dijo el vagabundo—, se me ha ido de la
cabeza.
—No cobrarás el dinero —declaró el contratista.
—¡Tííío!… Pero te lo puedo mostrar.
—¡Bien! Quédate. Iremos juntos.
El ciudadano que balaba resultó vivir en la Sadóvaia-Spásskaia. La
dirección exacta la anotó Ostap en su libreta de notas.
La octava silla viajó a la Casa de los Pueblos. El chiquillo que había
perseguido esa silla resultó ser un tunante. Superando los obstáculos de la
administración y de los numerosos ordenanzas, penetró en la casa y se
cercioró de que la silla había sido comprada por el administrador de la
redacción de La Prensa.
Aún faltaban dos chiquillos. Llegaron corriendo casi al mismo tiempo,
sofocados y extenuados…
—Callejón del Cuartel, al lado de los Estanques Limpios.
—¿Número?
—Nueve. Y apartamento nueve. Allí cerca viven unos tártaros. En el
patio. Yo mismo le he llevado la silla. Hemos ido a pie.
El último mensajero trajo malas noticias. Al principio todo iba bien, pero
luego todo se estropeó. El comprador entró con su silla en el patio de
mercancías de la estación de Octubre y colarse tras él era completamente
imposible. A las puertas estaban los fusileros de la Guardia armada del
Comisariado de Vías de Comunicación.
—Seguramente se ha ido en tren —concluyó su informe el vagabundo.
Esto inquietó mucho a Ostap. Después de recompensar a los niños
vagabundos de un modo regio, un rublo por mensajero, a excepción del
correo del callejón Varsonofevski, que había olvidado el número de la casa
(se le había ordenado presentarse al día siguiente a primera hora), el director
técnico regresó a casa y, sin responder a las preguntas del deshonrado
presidente de la gobernación, se puso a hacer combinaciones.
«Todavía no se ha perdido nada. Tenemos las direcciones, y para
conseguir las sillas existen muchos viejos y experimentados métodos: 1)
simple relación, 2) intriga amorosa, 3) relación con fractura, 4) intercambio, y
5) dinero. El último es el más seguro. Pero tenemos poco dinero».

Página 179
Ostap contempló con ironía a Ippolit Matvéevich. El gran intrigante había
recobrado su habitual lucidez de pensamiento y su equilibrio anímico. El
dinero, por supuesto, se podría conseguir. Tenía en reserva: el cuadro Los
bolcheviques escriben una carta a Chamberlain, un colador de té y la
completa posibilidad de continuar la carrera de polígamo.
Le incomodaba sólo la décima silla. Había, desde luego, una huella, pero
¡qué huella!, vaga y nebulosa.
—Bien —dijo Ostap en voz alta—. Con tales probabilidades se puede ir
de caza. Juego nueve contra uno. La sesión continúa. ¿Oye? ¡Usted! ¡Señor
miembro del jurado!

Página 180
XXII
ÉLOCHKA LA CANÍBAL

El vocabulario de William Shakespeare, según cálculos de los investigadores,


consta de doce mil palabras. El vocabulario de un negro de la tribu caníbal de
los Mumbo-Yumbo[78] consta de trescientas palabras.
Élochka Schúkina se las arreglaba sin problemas con treinta.
He aquí las palabras, frases e interjecciones cuidadosamente escogidas por
ella de entre toda la grande, fecunda y vigorosa lengua rusa:

1. Descarado.
2. ¡Ja-ja! (expresa, según las circunstancias: ironía, asombro,
entusiasmo, odio, alegría, desprecio y satisfacción).
3. Estupendo.
4. Siniestro (en relación a todo. Por ejemplo: «ha llegado el siniestro
Petia», «tiempo siniestro», «acontecimiento siniestro», «gato
siniestro», etc.).
5. ¡Qué desesperación!
6. Espanto/espantoso (por ejemplo, al encontrarse con una buena
amiga: «un encuentro espantoso»).
7. Jovencito (respecto a todos los conocidos de sexo masculino,
independientemente de su edad y de su situación social).
8. No me enseñe a vivir.
9. Como a un niño («le doy una tunda como a un niño», al jugar a las
cartas. «Le he cerrado el pico como a un niño», como se ve, sobre
una conversación con el presidente de la comunidad de vecinos).
10. ¡Qué bo-ni-to!
11. Gordo y hermoso (se emplea para caracterizar a objetos animados e
inanimados).
12. Vayamos en coche de punto (cuando le habla al marido).
13. Vayamos en taxi (a los amigos de sexo masculino).
14. Lleva toda la espalda blanca (broma).

Página 181
15. ¿Y qué?
16. —Ulia (diminutivo cariñoso de nombres. Por ejemplo: Mishulia,
Zinulia).
17. ¡Vaya! (ironía, asombro, entusiasmo, odio, alegría, desprecio y
satisfacción).

Las palabras restantes, en un número extremadamente insignificante, servían


de eslabón de transmisión entre Élochka y los vendedores de los grandes
almacenes.
Si se examinaban las fotografías de Élochka Schúkina que colgaban sobre
el lecho de su marido, el ingeniero Ernest Pávlovich Schukin (una de frente,
la otra de perfil), no era difícil apreciar una frente de agradable altura y
relieve, grandes ojos húmedos, la naricita más graciosa de la región de Moscú
y un mentón con un pequeño lunar pintado con tinta china.
La altura de Élochka halagaba a los hombres. Era pequeña, e incluso los
hombres más enclenques a su lado parecían grandes y fuertes varones.
Por lo que respecta a rasgos particulares, no los tenía. Élochka tampoco
los necesitaba. Era hermosa.
Los doscientos rublos al mes que cobraba su marido en la fábrica
Electroaraña eran un insulto para Élochka. No podían ser de ninguna ayuda en
la grandiosa lucha que Élochka había emprendido hacía ya cuatro años, desde
que había ocupado la posición social de ama de casa, esposa de Schukin. La
lucha se llevaba a cabo con todas las fuerzas posibles. Absorbía todos los
recursos. Ernest Pávlovich se traía trabajo a casa por las tardes, había
renunciado a tener criada, encendía el hornillo, sacaba la basura e incluso
freía las albóndigas.
Pero todo era inútil. Un peligroso enemigo destruía más y más cada año
su economía. Élochka se había dado cuenta hacía cuatro años de que tenía una
rival al otro lado del océano. La desgracia visitó a Élochka la alegre tarde en
que se probaba una preciosa chaqueta de crespón de China. Con ese atavío
parecía casi una diosa.
—¡Ja-ja! —exclamó, reuniendo en ese grito caníbal los sentimientos
asombrosamente complejos que se habían apoderado de ella.
De forma simple, estos sentimientos hubieran podido expresarse en la
siguiente frase: «Al verme así, los hombres se sentirán emocionados.
Temblarán. Me seguirán hasta el fin del mundo, tartamudeando de amor. Pero
yo me mantendré fría. ¿Acaso ellos valen lo que yo? Yo soy la más hermosa.
Nadie en el globo terrestre tiene una chaqueta tan elegante».

Página 182
Pero disponía sólo de treinta palabras y Élochka escogió la más expresiva
de ellas: «Ja-ja».
En tan gran hora fue a verla Fima Sóbak. Trajo consigo el soplo helado de
enero y una revista francesa de modas. Élochka se detuvo en la primera
página. Una resplandeciente fotografía representaba a la hija del millonario
americano Vanderbilt, con un vestido de noche. Allí había pieles y plumas,
sedas y perlas, una extraordinaria ligereza de corte y un peinado de locura.
Eso lo decidió todo.
—¡Vaya! —se dijo Élochka a sí misma.
Eso significaba: «O ella o yo».
La mañana del día siguiente sorprendió a Élochka en la peluquería. Allí
perdió su hermosa trenza negra y se tiñó de pelirroja. Después consiguió subir
otro escalón más de la escalera que aproximaba a Élochka al radiante paraíso
donde se pasean las hijas de multimillonarios que no le llegan ni a la suela del
zapato al ama de casa Schúkina. Con un crédito obrero se compró una piel de
perro que imitaba la de desmán almizclero. La empleó en el adorno de un
traje de noche.
Míster Schukin, que acariciaba hacía tiempo el sueño de comprar un
nuevo tablero de dibujo, se sintió un poco abatido.
El vestido guarnecido de perro asestó a la arrogante Vanderbilt un primer
y certero golpe. Después le fueron asestados tres golpes seguidos a la
orgullosa americana. Élochka adquirió en el peletero habitual de Fímochka
Sóbak una estola de chinchilla (liebre rusa muerta en la región de Tula), se
hizo con un delicioso sombrero de fieltro argentino y transformó la americana
nueva de su marido en una chaqueta de señora a la moda. La multimillonaria
se tambaleó, pero la salvó, al parecer, el amoroso papá Vanderbilt.
El siguiente número de la revista de modas contenía retratos de la maldita
rival en cuatro poses distintas: 1) vestida con zorros plateados, 2) con una
estrella de diamantes en la frente, 3) con vestido de aviador (botas altas,
cazadora verde muy entallada y guantes recamados con esmeraldas de
mediano tamaño), y 4) con traje de baile (cascadas de piedras preciosas y un
poco de seda).
Élochka efectuó una movilización. Papá Schukin tomó un préstamo en la
mutualidad. No le dieron más de treinta rublos. Un nuevo y poderoso esfuerzo
recortó radicalmente la economía doméstica. Había que luchar en todas las
esferas de la vida. Hacía poco se habían recibido fotografías de la miss en su
nuevo castillo de la Florida. También Élochka tuvo que proveerse de nuevos
muebles. Compró dos sillas blandas en una subasta (¡una compra afortunada!

Página 183
¡no se la podía dejar pasar de ningún modo!). Sin preguntarle a su marido,
Élochka cogió dinero de las sumas destinadas a la comida. Hasta el día quince
quedaban diez días y cuatro rublos.
Élochka llevó sus sillas por el callejón Varsonofevski con gran
ostentación. Su marido no estaba en casa. Sin embargo, apareció pronto,
trayendo consigo su cartera tipo baúl.
—Ha llegado mi siniestro marido —dijo Élochka con voz nítida.
Todas las palabras las pronunciaba con gran nitidez y saltaban decididas
de su boca, como guisantes.
—¡Hola, Elénochka! ¿Y esto qué es? ¿De dónde han salido estas sillas?
—¡Ja-ja!
—No, en serio.
—¡Qué bo-ni-to!
—Sí, son unas buenas sillas.
—¡Es-tu-pen-das!
—¿Nos las ha regalado alguien?
—¡Vaya!
—¿Cómo? ¿Será posible que las hayas comprado? ¿Con qué dinero?
¿Será posible que con el de la casa? Te he dicho mil veces…
—¡Ernestulia! ¡Descarado!
—Pero ¡cómo se puede obrar así! ¡No tendremos nada que comer!
—¿Y qué?
—Pero ¡esto es indignante! ¡Vives por encima de tus posibilidades!
—¡Bromea!
—Sí, sí, usted vive por encima de sus posibilidades…
—¡No me enseñe a vivir!
—No, vamos a hablar en serio. Yo cobro doscientos rublos…
—¡Qué desesperación!
—No acepto sobornos, no robo dinero y no sé falsificarlo…
—¡Qué espanto!
Ernest Pávlovich se calló.
—Mira bien lo que te digo —dijo por fin—, así no se puede vivir.
—Ja-ja —dijo Élochka, sentándose en una de las nuevas sillas.
—Tenemos que separarnos.
—¿Y qué?
—Tenemos incompatibilidad de caracteres. Yo…
—Tú eres un jovencito gordo y hermoso.
—¡Cuántas veces te he dicho que no me llames jovencito!

Página 184
—¡Bromea!
—¿Y de dónde has sacado esta jerga idiota?
—¡No me enseñe a vivir!
—¡Oh, diablos! —gritó el ingeniero.
—Es usted un descarado, Ernestulia.
—Vamos a separarnos amistosamente.
—¡Vaya!
—¡Tú no me vas a probar nada! Esta discusión…
—Te daré una tunda, como a un niño.
—No, esto es absolutamente insoportable. Tus argumentos no pueden
impedirme dar el paso que me veo forzado a dar. Ahora mismo voy a por el
carro de mudanzas.
—¡Bromea!
—¡Los muebles los repartimos a partes iguales!
—¡Qué espanto!
—Recibirás cien rublos al mes. Incluso ciento veinte. Te quedarás con la
habitación. Vive como quieras, pero yo así no puedo…
—Estupendo —dijo Élochka con desprecio.
—Yo me mudaré a casa de Iván Alekséevich.
—¡Vaya!
—Se ha ido al campo y me ha dejado todo su apartamento por este
verano. Tengo la llave… Sólo me faltan los muebles.
—¡Qué bo-ni-to!
Ernest Pávlovich volvió al cabo de cinco minutos con el portero.
—Bueno, el armario no me lo llevaré, tú lo necesitas más. En cambio, el
escritorio, ten la bondad… Y una de estas sillas, cójala, portero. Me llevaré
una de estas dos sillas. ¡Pienso que tengo derecho a hacerlo!
Ernest Pávlovich hizo un lío con sus cosas, envolvió sus botas en un
periódico y se dio la vuelta hacia la puerta.
—Llevas toda la espalda blanca —dijo Élochka con voz de gramófono.
—Adiós, Elena.
Esperaba que su mujer, al menos en esa ocasión, se abstendría de sus
habituales palabritas metálicas. Élochka también sintió toda la importancia
del momento. Hizo un esfuerzo y comenzó a buscar las palabras oportunas
para una separación. Rápidamente surgieron:
—¿Irás en taxi? ¡Qué bo-ni-to!
El ingeniero bajó por la escalera como una avalancha.

Página 185
Élochka pasó la velada con Fima Sóbak. Estuvieron discutiendo un
acontecimiento de excepcional importancia que amenazaba con trastornar la
economía mundial.
—Parece que se van a llevar las faldas largas y anchas —decía Fima,
metiendo la cabeza entre los hombros, como una gallina.
—¡Qué desesperación!
Y Élochka contempló a Fima Sóbak con respeto. Mademoiselle Sóbak
tenía fama de joven culta: en su vocabulario había cerca de ciento ochenta
palabras. Además, conocía una palabra con la que Élochka no podía siquiera
soñar. Era una palabra rica: «homosexualidad». Fima Sóbak era,
indudablemente, una joven culta.
La animada conversación se prolongó hasta bien pasada la medianoche.
A las diez de la mañana, el gran intrigante entró en el callejón
Varsonofevski. Delante corría el niño vagabundo del día anterior. Este señaló
la casa.
—¿No mientes?
—Que no, tío… Es por aquí, por la entrada principal.
Bénder le entregó al niño el rublo honradamente ganado.
—Déme un suplemento —dijo el niño, al modo de los cocheros.
—Las orejas de un asno muerto. Cóbrale a Pushkin. Adiós, tarado.
Ostap golpeó en la puerta, sin tener la más mínima idea de con qué
pretexto iba a entrar. Para conversar con las damas prefería la inspiración.
—¿Vaya? —preguntaron detrás de la puerta.
—Vengo por un asunto —respondió Ostap.
La puerta se abrió. Ostap pasó a una habitación que sólo podía haber sido
decorada por una criatura con la imaginación de un pájaro carpintero. En las
paredes colgaban postales de estrellas del cine, muñequitas y gobelinos
hechos en Tambov. Sobre este fondo abigarrado, con el que los ojos hacían
chiribitas, era difícil distinguir a la pequeña dueña de la habitación. Llevaba
una batita rehecha a partir de un blusón de Ernest Pávlovich y guarnecida con
una enigmática piel.
Ostap comprendió enseguida cómo había de comportarse en sociedad.
Cerró los ojos y dio un paso atrás.
—¡Qué piel más maravillosa! —exclamó.
—¡Bromea! —dijo Élochka dulcemente—. Es jerbo mejicano.
—No puede ser. La han engañado. Le han dado una piel mucho mejor. Es
pantera de Shangai. ¡Claro! ¡Pantera! La conozco por sus reflejos. ¡Ve qué
visos hace la piel al sol…! ¡Color esmeralda! ¡Esmeralda!

Página 186
La propia Élochka había pintado el jerbo mejicano con acuarela verde. Y
por eso la alabanza del visitante matinal le fue especialmente agradable.
Sin dejar volver en sí a la dueña, el gran intrigante soltó todo lo que había
oído sobre pieles. Después comenzaron a hablar de seda y Ostap prometió
regalarle a la encantadora dueña unos cuantos cientos de capullos de seda que
le había traído el presidente del Comité Ejecutivo Central de Uzbekistán.
—Usted es un jovencito como es debido —observó Élochka después de
los primeros minutos de trato.
—A usted, desde luego, le habrá asombrado la temprana visita de un
hombre desconocido.
—¡Ja-ja!
—Pero yo he venido a verla por un asunto delicado.
—¡Bromea!
—Usted estuvo ayer en una subasta y produjo en mí una impresión
extraordinaria.
—¡Descarado!
—¡Por favor! Ser descarado con una mujer tan encantadora es inhumano.
—¡Qué espanto!
La conversación continuó en la misma dirección, que a veces daba, sin
embargo, frutos prodigiosos. Pero los cumplidos de Ostap se fueron
volviendo cada vez más inexpresivos y breves. Se dio cuenta de que faltaba
una segunda silla en la habitación. Era preciso buscarle el rastro. Alternando
sus preguntas con floridos halagos orientales, Ostap se enteró de los
acontecimientos que habían tenido lugar en la vida de Élochka el día anterior.
«Una cosa nueva», pensó. «Las sillas se dispersan como cucarachas».
—Encantadora joven —dijo inesperadamente Ostap—, véndame esta
silla. Me gusta mucho. Sólo usted, con su intuición femenina, ha podido
escoger un objeto tan artístico. Véndamela, niña, y le daré siete rublos.
—Es usted un descarado, jovencito —le dijo con malicia Élochka.
—Ja-ja —le hizo comprender Ostap.
«Con ella hay que actuar de otra manera», decidió, «propongámosle un
intercambio».
—Sabe, ahora en Europa y en las mejores casas de Filadelfia han
restaurado la antigua moda de servir el té con un pequeño colador. Es de un
efecto excepcional y muy elegante.
Élochka aguzó el oído.
—Precisamente ha venido a verme un diplomático amigo mío desde
Viena y me lo ha traído de regalo. Es un objeto gracioso.

Página 187
—Debe de ser estupendo —se interesó Élochka.
—¡Vaya! ¡Ja-ja! Vamos a hacer un intercambio. Usted me da la silla y yo
a usted el colador. ¿Quiere?
Y Ostap sacó de su bolsillo el pequeño colador dorado.
El sol rodaba dentro del colador como un huevo. Sus reflejos daban saltos
por el techo. Un rincón oscuro de la habitación se iluminó inesperadamente.
El objeto produjo en Élochka la misma irresistible impresión que produce una
vieja lata de conservas en un caníbal Mumbo-Yumbo. En tales casos el
caníbal grita a plena voz, en cambio Élochka gimió muy quedo:
—¡Ja-ja!
Sin dejar que se recobrara, Ostap puso el colador sobre la mesa, cogió la
silla y, después de enterarse por boca de la encantadora mujer de la dirección
de su marido, se despidió con una galante inclinación.

Página 188
XXIII
AVESSALOM VLADÍMIROVICH IZNURÉNKOV

Comenzó una temporada de mucho trabajo para los concesionarios. Ostap


sostenía que había que trabajarse las sillas mientras estaban calientes. Ippolit
Matvéevich había sido amnistiado, aunque de vez en cuando Ostap le sometía
a un interrogatorio:
—¿Por qué diablos me habré asociado con usted? ¿Para qué me sirve
usted, hablando claro? Podía irse a su casa, al registro. Allí le esperan los
difuntos y los recién nacidos. No martirice a los bebés. ¡Váyase!
Pero en el fondo, el gran intrigante le había tomado afecto al asilvestrado
decano. «Sin él la vida no sería tan divertida», pensaba Ostap. Y miraba
alegremente a Vorobiáninov, al cual ya le había crecido en la cabeza un
pequeño césped plateado.
En el plan de trabajo se le había concedido un papel considerable a la
iniciativa de Ippolit Matvéevich. En cuanto el apacible Ivanópulo salía,
Bénder adoctrinaba a su socio sobre los caminos más cortos para hallar
tesoros.
—Actuar con decisión. No preguntar a nadie. Un poco más de cinismo. A
la gente le gusta. No emprender nada por medio de terceras personas. Ya no
quedan tontos. Nadie va a birlar los diamantes de un bolsillo ajeno para
dárselos a usted. Pero sin que haya delito. Debemos respetar el Código.
A pesar de todo, la búsqueda se desarrollaba sin particular brillo. Se lo
impedían el Código penal y la enorme cantidad de prejuicios burgueses que
habían conservado los habitantes de la ciudad. No podían soportar, por
ejemplo, las visitas nocturnas a través de un ventanillo. Había que trabajar
sólo de modo legal.
En la habitación del estudiante Ivanópulo apareció un mueble el día de la
visita de Ostap a Élochka Schúkina. Era la silla cambiada por el colador de té,
el tercer trofeo de la expedición en la cuenta. Estaba ya lejano el tiempo en

Página 189
que la caza de los diamantes suscitaba en los socios poderosas emociones,
cuando despedazaban las sillas con las uñas y roían sus resortes.
—Incluso si en las sillas no hay nada —decía Ostap—, considere que
hemos ganado por lo menos diez mil. Cada silla abierta aumenta nuestras
probabilidades. ¿Que en la silla de la damita no hay nada? No hay que
romperla por eso. Que Ivanópulo se amueble la casa. Para nosotros mismos es
más agradable.
Ese mismo día los concesionarios salieron volando de la casita rosa y se
separaron en distintas direcciones. A Ippolit Matvéevich le fue confiado el
desconocido balador de la Sadóvaia-Spásskaia, se le dieron veinticinco rublos
para gastos, se le ordenó que no entrara en ninguna cervecería y que no
volviera sin la silla. El gran intrigante se encargó del marido de Élochka.
Ippolit Matvéevich cruzó la ciudad en el autobús n.º 6. Mientras daba
botes sobre el banquillo de cuero y levantaba el vuelo justo hasta debajo del
techo lacado del coche, pensaba en cómo se iba a enterar del apellido del
ciudadano balador, con qué pretexto entraría en su casa, qué diría para
empezar y para pasar al fondo de la cuestión.
Tras apearse en las Puertas Rojas, encontró la casa que buscaba según la
dirección apuntada por Ostap y se puso a dar vueltas por los alrededores. No
se decidía a entrar. Era un viejo y sucio hotel moscovita transformado en una
comunidad de viviendas habitada, a juzgar por la ajada fachada, por morosos
recalcitrantes.
Ippolit Matvéevich permaneció largo rato frente al portal. Se acercó varias
veces a él, hasta que se aprendió de memoria el aviso manuscrito con
amenazas relativas a los inquilinos negligentes y, sin haber ideado nada, subió
al segundo piso. Las habitaciones individuales daban a un pasillo.
Lentamente, como si se acercara a la pizarra de la clase para demostrar un
teorema no aprendido, Ippolit Matvéevich se aproximó a la habitación n.º 41.
Sobre la puerta colgaba de una chincheta, boca abajo, una tarjeta de visita:

Completamente ofuscado, Ippolit Matvéevich se olvidó de golpear, abrió


la puerta, dio tres pasos de sonámbulo y se encontró en medio de la
habitación.

Página 190
—Perdone —dijo con voz ahogada—, ¿puedo ver al camarada
Iznurénkov?
Avessalom Vladímirovich no respondía. Vorobiáninov levantó la cabeza y
sólo entonces vio que no había nadie en la habitación.
Por su aspecto exterior no había forma de determinar las inclinaciones de
su dueño. Lo único evidente era que estaba soltero y que no tenía criada.
Sobre el alféizar había un trozo de papel con pieles de salchichón. La cama
turca junto a la pared estaba abarrotada de periódicos. Sobre una pequeña
estantería había unos cuantos libros polvorientos. Desde las paredes le
miraban unas fotografías en color de gatos, gatas y gatitos. En medio de la
habitación, al lado de unos sucios botines tumbados de lado, estaba la silla de
nogal. Sobre todos los objetos del mobiliario, incluida la silla de la mansión
de Stárgorod, colgaban sellos de lacre de color frambuesa. Pero Ippolit
Matvéevich no prestó atención a eso. Al instante se olvidó del Código Penal y
de las instrucciones de Ostap, y dio un salto hacia la silla.
En ese momento se removieron los periódicos sobre la cama turca. Ippolit
Matvéevich se asustó. Los periódicos se deslizaron y cayeron al suelo. De
debajo de ellos salió un tranquilo gatito. Contempló con indiferencia a Ippolit
Matvéevich y comenzó a lavarse, frotándose con la pata la oreja, la mandíbula
y el bigote.
—¡Fu! —dijo Ippolit Matvéevich.
Y se llevó la silla hacia la puerta. Esta se abrió por sí misma. En el umbral
apareció el dueño de la habitación, el desconocido balador. Llevaba puesto un
abrigo bajo el cual asomaban unos calzones de color lila. En la mano sostenía
unos pantalones.
Sobre Avessalom Vladímirovich Iznurénkov se podía decir que no había
otra persona igual en toda la república. La república lo valoraba según sus
méritos. Él le proporcionaba a ella un gran beneficio. Y, a pesar de todo,
seguía siendo un desconocido, aunque, en su arte, era un maestro comparable
a Shaliapin[79] en el canto, a Gorki[80] en la literatura, a Capablanca[81] en el
ajedrez, a Mélnikov[82] en el patinaje y al asirio[83] más narigudo y tostado,
que ocupa el mejor sitio en la esquina de las calles de Tver y de los
Chambelanes, en la limpieza de botas con crema amarilla.
Shaliapin cantaba. Gorki escribía una gran novela. Capablanca se
preparaba para jugar con Aliojin.[84] Mélnikov pulverizaba todos los records.
El asirio hacía brillar los zapatos de los ciudadanos como el sol. Avessalom
Iznurénkov era ocurrente.

Página 191
Nunca era ocurrente sin motivo, sólo por lucirse. Lo hacía por encargo de
las revistas de humor. Sus hombros soportaban las campañas más decisivas,
proveía de temas para dibujos y artículos a la mayoría de las revistas satíricas
de Moscú.
Los grandes hombres son ocurrentes dos veces en su vida. Estas
ocurrencias aumentan su gloria y pasan a la historia. Iznurénkov producía al
mes no menos de sesenta ocurrencias de primera clase, que eran repetidas con
una sonrisa por todos, y aún así permanecía en el anonimato. Si la ocurrencia
de Iznurénkov servía de pie a un dibujo, entonces la gloria recaía en el
dibujante, cuyo nombre estaba escrito sobre el dibujo. El nombre de
Iznurénkov no figuraba.
—¡Esto es terrible! —gritaba—. Es imposible firmar. ¿Debajo de qué voy
a firmar? ¿Debajo de dos líneas?
Y continuaba luchando con pasión contra los enemigos de la sociedad: los
malos cooperativistas, los desfalcadores, Chamberlain, los burócratas.
Mortificaba con sus chistes a los aduladores, a los administradores de fincas,
a los propietarios privados, a los directores, a los gamberros, a los
comerciantes que no deseaban bajar los precios y a los gerentes que se
escaqueaban de las disposiciones del régimen económico.
Después de que salieran a la luz las revistas, los chistes se pronunciaban
en la arena del circo, se reimprimían en los periódicos de la tarde sin indicar
su fuente y eran ofrecidos al público por los autores de cuplés en los
programas de variedades.
Iznurénkov se las arreglaba para ser ocurrente en aquellas esferas donde
parecía que ya no se podía decir nada gracioso. De un desierto tan árido como
era el incremento abusivo de los márgenes comerciales, Iznurénkov se las
arreglaba para extraer cerca de un centenar de obras maestras del humor.
Heine se hubiera rendido si le hubieran propuesto decir algo gracioso y a la
vez útil a la sociedad acerca de la incorrecta tarifación de los cargamentos de
pequeña velocidad. Mark Twain hubiera huido de un tema semejante. Pero
Iznurénkov permanecía en su puesto.
Corría por las redacciones, tropezando con los ceniceros y balando. En
diez minutos el tema estaba elaborado, se había ideado el dibujo y fijado el
encabezamiento.
Al ver en su habitación a un hombre que se llevaba la silla lacrada,
Avessalom Vladímirovich agitó los pantalones, que acababan de ser
planchados en el sastre, dio un salto y se puso a graznar:

Página 192
—¡Usted está loco! ¡Protesto! ¡Usted no tiene derecho! ¡Existe la ley,
después de todo! Aunque no está hecha para los tontos, pero usted quizás sepa
de oídas que los muebles pueden permanecer todavía dos semanas.
¡Presentaré una queja ante el fiscal!… ¡Pagaré de una vez!
Ippolit Matvéevich permanecía inmóvil, e Iznurénkov se quitó
bruscamente el abrigo y, sin apartarse de la puerta, se metió los pantalones
sobre sus piernas, que eran rollizas como las de Chíchikov.[85] Iznurénkov
estaba un poco gordo, pero tenía la cara delgada.
Vorobiáninov no dudaba de que lo iban a prender y a llevar a la policía en
el acto. Por eso se asombró en extremo cuando el dueño de la habitación se
calmó inesperadamente una vez que se hubo arreglado.
—Compréndame —se puso a hablar el dueño en un tono conciliador—,
pero yo no puedo consentirlo.
Ippolit Matvéevich, en el lugar de Iznurénkov, tampoco hubiera
consentido, a fin de cuentas, que le robaran las sillas a plena luz del día. Pero
no sabía qué decir y por eso permanecía callado.
—Yo no soy el que tiene la culpa. La culpable es la propia Sociedad
Musical. Sí, lo reconozco. No he pagado el alquiler del piano durante ocho
meses, pero no lo he vendido, aunque he tenido muchas posibilidades de
hacerlo. He obrado honradamente, y ellos, en cambio, como granujas. Se han
llevado el instrumento y encima me han puesto una demanda en los tribunales
y han embargado los muebles. A mí no se me puede embargar nada. Estos
muebles son un instrumento de trabajo. ¡Y la silla también es un instrumento
de trabajo!
Ippolit Matvéevich comenzó a comprender algo del asunto.
—¡Suelte la silla! —chilló de pronto Avessalom Vladímirovich—. ¿Oye?
¡Usted! ¡Burócrata!
Ippolit Matvéevich soltó la silla dócilmente y balbuceó:
—Perdone, es una equivocación, es el oficio.
Entonces Iznurénkov sintió una alegría loca. Se puso a correr por la
habitación y cantó: «Y por la mañana ella sonreía de nuevo ante su ventanita,
como siempre». No sabía qué hacer con las manos. Le volaban. Comenzó a
atarse la corbata, pero lo dejó a mitad. Después cogió un periódico y lo arrojó
al suelo sin leerlo.
—¿Así que no se llevará hoy los muebles…? ¡Bien…! ¡Ah, ah!
Ippolit Matvéevich, aprovechó que las circunstancias eran favorables y se
movió hacia la puerta.

Página 193
—Espere —gritó de repente Iznurénkov—, ¿ha visto usted alguna vez un
gato semejante? Dígame, ¿a que realmente tiene el pelo de una suavidad
extraordinaria?
El gatito fue a parar a las temblorosas manos de Ippolit Matvéevich.
—¡Cuánta clase! —farfullaba Avessalom Vladímirovich, sin saber qué
hacer con su exceso de energía—. ¡Ah…! ¡Ah…!
Se lanzó hacia la ventana, palmoteó con las manos y se puso a hacer
pequeñas reverencias a dos jovencitas que le miraban desde una ventana de la
casa de enfrente. Se iba apoyando alternativamente en una y otra pierna sin
cambiar de sitio, y prodigaba lánguidos suspiros.
—¡Muchachas de arrabal! ¡El mejor fruto…! ¡Cuánta clase! ¡Ah…! «Y
por la mañana ella sonreía de nuevo ante su ventanita, como siempre…».
—Bueno, yo me voy, ciudadano —dijo estúpidamente el director de la
concesión.
—¡Espere, espere! —se inquietó de pronto Iznurénkov—. ¡Un minuto…!
¡Ah…! ¿Y el gatito? ¿Verdadque tiene el pelo de una suavidad
extraordinaria…? ¡Ahora mismo voy…!
Hurgó confuso en todos sus bolsillos, huyó, regresó, suspiró, echó un
vistazo por la ventana, de nuevo huyó y de nuevo regresó.
—Perdone, amigo mío —le dijo a Vorobiáninov, que en el transcurso de
todas estas manipulaciones había permanecido en pie, cuadrado como un
soldado.
Le dio cincuenta kopeks al decano con estas palabras:
—No, no los rechace, por favor. Todo trabajo debe ser remunerado.
—Le quedo muy agradecido —dijo Ippolit Matvéevich, asombrado de su
propia presencia de ánimo.
—¡Gracias, querido mío, gracias, amigo mío!…
Mientras caminaba por el pasillo, Ippolit Matvéevich oía los balidos,
chillidos, cantos y gritos apasionados que llegaban desde la habitación de
Iznurénkov.
En la calle Vorobiáninov se acordó de Ostap y se puso a temblar de
miedo.
Ernest Pávlovich Schukin vagaba por el apartamento vacío que le había
cedido amablemente para el verano un amigo suyo, y resolvía una cuestión:
bañarse o no bañarse.
El apartamento de tres habitaciones estaba situado justo debajo del tejado
de una casa de nueve plantas. En él, aparte del escritorio y de la silla de
Vorobiáninov, había sólo un espejo de pie. El sol se reflejaba en él y le hería

Página 194
los ojos. El ingeniero se recostó sobre el escritorio, pero saltó de inmediato.
Estaba al rojo vivo.
«Me iré a lavar», resolvió.
Se desnudó, se dejó enfriar, se miró en el espejo y fue a la habitación del
baño. Lo envolvió el frescor. Se metió en la bañera, se roció de agua con un
jarro azul esmaltado y se enjabonó con esmero. Se cubrió de arriba a abajo
con copos de espuma y quedó parecido a Papá Noel.
—¡Qué bien! —dijo Ernest Pávlovich.
Todo era estupendo. Se sentía fresco. No estaba su mujer. Por delante
tenía una libertad absoluta. El ingeniero se sentó en el reborde y abrió el grifo
para aclararse. El grifo se ahogó y comenzó a hablar lentamente algo
ininteligible. No salía agua. Ernest Pávlovich metió su resbaladizo meñique
en el orificio del grifo. Corrió un fino hilo de agua, y nada más. Ernest
Pávlovich frunció el ceño, salió de la bañera, levantando por turno las piernas
y fue hacia el grifo de la cocina. Pero allí tampoco consiguió ordeñar nada.
Ernest Pávlovich fue chapoteando hacia el salón y se detuvo delante del
espejo. La espuma le escocía los ojos, la espalda le picaba, lo copos de jabón
caían sobre el parqué. Después de prestar oído, por si volvía el agua en el
baño, Ernest Pávlovich decidió llamar al portero.
—Que por lo menos traiga un poco de agua —decidió el ingeniero,
frotándose los ojos y con un malhumor en aumento—, no sé qué diablos pasa.
Miró por la ventana. En el fondo del hueco del patio jugaban unos niños.
—¡Portero! —gritó Ernest Pávlovich—. ¡Portero!
Nadie respondió.
Entonces Ernest Pávlovich recordó que el portero vivía en la entrada
principal, debajo de la escalera. Salió a las frías baldosas y, sujetando la
puerta con una mano, se asomó hacia abajo. En el rellano había sólo un
apartamento y Ernest Pávlovich no temía que pudieran verlo con su extraño
atuendo de copos de jabón.
—¡Portero! —gritó hacia abajo.
La palabra retumbó y rodó con estruendo por los peldaños.
—¡Uh, uh! —respondió la escalera.
—¡Portero! ¡Portero!
—¡Bum, bum! ¡Bum, bum!
Entonces, mientras pataleaba impaciente con los pies descalzos, el
ingeniero resbaló y, para conservar el equilibrio, soltó la puerta. El pestillo de
bronce de su cerradura americana dio un chasquido y la puerta se cerró. La

Página 195
pared tembló. Ernest Pávlovich, sin comprender todavía lo irreparable del
suceso, sacudió el tirador de la puerta. La puerta no cedió.
El ingeniero, aturdido, tiró de él unas cuantas veces más y prestó oído con
el corazón palpitante. Reinaba un silencio crepuscular de iglesia. A través de
los cristales multicolores de la alta ventana apenas penetraba la luz.
«Vaya situación», pensó Ernest Pávlovich.
«¡Canalla!», le dijo a la puerta.
Abajo, como petardos, comenzaron a tronar y a dar estampidos unas voces
humanas. Después, como un altavoz, se puso a ladrar un perrito de compañía.
Escalera arriba empujaban un cochecito de niño.
Ernest Pávlovich, acobardado, se puso a ir y venir por el rellano.
—¡Es para volverse loco!
Le pareció que todo era demasiado absurdo para que pudiera suceder
realmente. Se acercó de nuevo a la puerta y prestó oído. Oyó unos sonidos
nuevos. Al principio le pareció que alguien caminaba por el apartamento.
«¿Quizás alguien ha entrado por la escalera de servicio?», pensó, aunque
sabía que la puerta de servicio estaba cerrada y nadie podía entrar en el
apartamento.
El monótono ruido continuaba. El ingeniero contuvo la respiración.
Entonces comprendió que ese ruido lo producía el agua al chapotear. Por lo
visto, salía a chorros de todos los grifos del apartamento. Faltó poco para que
Ernest Pávlovich se echara a llorar.
La situación era terrible. En pleno centro de Moscú, en el rellano de la
novena planta había una persona adulta, con bigote, con estudios superiores,
completamente desnuda y cubierta de espuma de jabón aún hormigueante. No
tenía adónde ir. Antes hubiera aceptado ir a la cárcel que mostrarse en
semejante estado. Sólo quedaba una solución: morir. Las pompas de jabón
reventaban y le quemaban la espalda. En las manos y en la cara la espuma ya
se había secado, se había vuelto parecida a la sarna y le contraía la piel como
una piedra de alumbre.
Así pasó media hora. El ingeniero se restregaba contra los muros de cal y
gemía. Intentó unas cuantas veces, sin éxito, echar abajo la puerta. Se puso
todo sucio y causaba espanto.
Schukin resolvió bajar abajo, a la portería, por más que le costara hacerlo.
«No hay otra salida, no la hay. Sólo esconderse en la portería».
Ahogándose y cubriéndose con la mano al modo en que lo hacen los
hombres al entrar en el agua, Ernest Pávlovich comenzó a deslizarse despacio,

Página 196
pegado a la barandilla. Se encontró en el descansillo entre los pisos octavo y
noveno.
Su figura se iluminó con los rombos y cuadrados multicolores de la
ventana. Se parecía a Arlequín espiando una conversación de Colombina y el
Payaso. Ya había girado hacia un nuevo tramo de la escalera, cuando de
pronto se disparó el cerrojo de la puerta de un apartamento de abajo y salió de
él una señorita con una maletita de ballet. Antes de que la señorita tuviera
tiempo de dar un paso, Ernest Pávlovich se encontraba ya en su rellano. Casi
le ensordecieron los terribles latidos de su corazón.
Sólo al cabo de media hora el ingeniero se recobró y pudo emprender una
nueva incursión. Esta vez estaba firmemente decidido a lanzarse con ímpetu
hacia abajo y, haciendo oídos sordos a todo, llegar corriendo hasta la
protección de la portería.
Así lo hizo. Saltando sigilosamente los escalones de cuatro en cuatro y
dando pequeños aullidos, el miembro de la dirección de la Sección de
ingenieros y técnicos corrió hacia abajo. En el rellano del sexto piso se detuvo
un segundo. Esto le perdió. Alguien subía.
—¡Qué chiquillo más insoportable! —se oyó una voz femenina,
intensificada por la caja de resonancia de la escalera—. ¡Cuántas veces se lo
habré dicho…!
Ernest Pávlovich, obedeciendo ya no a la razón, sino al instinto, subió
volando a la novena planta como un gato perseguido por los perros.
Al llegar a su rellano, ensuciado por las huellas mojadas, se puso a llorar
en silencio, tirándose de los pelos y meciéndose convulsivamente. Sus
ardientes lágrimas grabaron en la costra de jabón dos ondulados surcos.
—¡Señor! —dijo el ingeniero—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
No había vida. Pero entre tanto, oyó claramente el ruido de un camión que
pasaba por la calle. ¡Por lo tanto, en alguna parte, seguían viviendo!
Todavía se animó varias veces a bajar, pero no pudo: los nervios le
traicionaron. Estaba atrapado.
—¡Han dejado sus huellas por todo, como cerdos! —oyó una voz de
anciana desde el rellano inferior.
El ingeniero corrió hacia el muro y lo embistió varias veces con la cabeza.
Lo más razonable hubiera sido, desde luego, gritar hasta que alguien hubiera
acudido y después entregarse a él como prisionero. Pero Ernest Pávlovich
había perdido por completo la facultad de razonar y daba vueltas por el
rellano respirando penosamente.
No había salida.

Página 197
XXIV
EL CLUB AUTOMOVILÍSTICO

En la redacción del gran diario La Prensa, situada en la segunda planta de la


Casa de los Pueblos, preparaban a toda prisa el material para entregarlo a la
composición.
Se escogían de la reserva (material compuesto, pero que no había entrado
en el número pasado) sueltos y artículos, se contaba el número de líneas que
ocupaban y comenzaba el cotidiano comercio por el espacio.
En total, el periódico, en sus cuatro páginas, podía contener cuatro mil
cuatrocientas líneas. Ahí debía entrar todo: breves, artículos, crónicas, cartas
de los corresponsales, anuncios, un artículo satírico en verso y dos en prosa,
caricaturas, fotografías, secciones especiales: teatro, deportes, ajedrez, primer
y segundo editoriales, comunicados de las organizaciones soviéticas, del
partido y de los sindicatos, una novela por entregas, ensayos literarios sobre la
vida de la capital, bagatelas bajo el nombre de «Granos», artículos de
divulgación científica, la radio y material diverso y ocasional. En total, por
secciones, se juntaba material para unas diez mil líneas. Por eso, la
distribución de espacio en las planas se veía acompañada a menudo de
escenas dramáticas.
El primero que acudió corriendo al secretario de redacción fue el jefe de la
sección de ajedrez, el maestro Sudeikin. Formuló una pregunta cortés, pero
llena de amargura.
—¿Cómo? ¿Hoy no habrá ajedrez?
—No cabe —respondió el secretario—. El bajo de página ya es grande.
Trescientas líneas.
—Pero es que hoy es sábado. El lector espera la sección dominical. Tengo
las soluciones a los problemas, tengo un precioso estudio de Neunyvako,
tengo, por último…
—Bien, ¿cuánto quiere?

Página 198
—No menos de ciento cincuenta.
—De acuerdo. Ya que están las soluciones a los problemas, le daremos
sesenta líneas.
El maestro intentó obtener con ruegos treinta líneas más, aunque fuera
para el estudio de Neunyvako (la admirable partida india Tartakóver-
Bogoliúbov la tenía en el cajón hacía más de un mes), pero le despidieron.
Llegó el reportero Persitski.
—¿Hay que entregar las impresiones de la sesión plenaria? —preguntó
muy bajo.
—¡Por supuesto! —gritó el secretario—. Estuvimos hablando anteayer de
eso.
—Tengo la sesión plenaria —dijo Persitski aún más bajo— y dos bocetos,
pero no me dan sitio.
—¿Cómo que no le dan? ¿Con quién ha hablado usted? ¿Se han vuelto
locos, o qué?
El secretario corrió a armar bronca. Le seguía Persitski, intrigando sobre
la marcha, y más atrás corría un colaborador de la sección de anuncios.
—¡Tenemos líquido de Seckar! —gritaba con voz triste.
Tras ellos se arrastraba el administrador, llevando consigo una silla blanda
comprada para el redactor jefe en una subasta.
—El líquido, el martes. ¡Hoy publicamos nuestros suplementos!
—Usted sacará mucho de sus anuncios gratuitos, en cambio por el líquido
ya se ha cobrado el dinero.
—De acuerdo, en la redacción de noche lo aclararemos. Entréguele el
anuncio a Pasha. Precisamente ahora va hacia allí.
El secretario se sentó a leer el editorial. Inmediatamente le distrajeron de
esa fascinante ocupación. Llegó el dibujante.
—Ajá —dijo el secretario—, muy bien. Hay tema para una caricatura
relacionada con las últimas noticias que han llegado de Alemania.
—Pienso lo siguiente —dijo el dibujante—: el Casco de Acero y la
situación general de Alemania…
—Bien. Combínelo como quiera y después muéstremelo.
El dibujante se fue a su sección. Cogió un cuadradito de papel whatman y
esbozó con el lápiz un perro flaco. En la cabeza le puso al perro un casco
prusiano. Después se puso a escribir el texto. En el cuerpo del animal escribió
con letra de imprenta redonda la palabra «Alemania»; en el rabo en espiral,
«Pasillo de Dantzig»; en la mandíbula, «Sueños de revancha»; en el collar,
«Plan Dawes» y en la lengua colgante, «Stressemann»; delante del perro el

Página 199
dibujante puso a Poincaré, con un trozo de carne en la mano.[86] El dibujante
también había pensado escribir algo en la carne, pero el trozo era pequeño y
no cabía. Una persona menos perspicaz que el caricaturista de periódico se
hubiera sentido desconcertado, pero este, sin pensárselo dos veces, le dibujó a
la carne algo parecido a una etiqueta de las que se atan a los cuellos de botella
de los medicamentos y escribió sobre ella con letras diminutas:
«Proposiciones francesas sobre garantías de seguridad». Para que no
confundieran a Poincaré con cualquier otro estadista, el dibujante escribió
sobre su vientre: «Poincaré». El esbozo estaba listo.
Sobre las mesas de la sección de ilustradores había revistas extranjeras,
grandes tijeras, tarros con tinta china y blanco de albayalde. En el suelo había
tirados trozos de fotografías: un hombro, unas piernas y fragmentos de
paisaje.
Cinco o seis dibujantes raspaban las fotografías con cuchillas de afeitar
Gillette, aclarándolas; daban relieve a las tomas sobrepintándolas con tinta
china y albayalde, y ponían en el reverso una nota con las medidas: 33/4, 2
columnas, etc., indicaciones indispensables para la cincografía.
En la habitación del redactor jefe se recibía a una delegación extranjera.
El intérprete de la redacción miraba a la cara al extranjero, mientras este
hablaba, y, dirigiéndose al redactor, le decía:
—El camarada Arnault desea saber…
La conversación giraba en torno a la estructura del periódico soviético.
Mientras el traductor le explicaba al redactor lo que el camarada Arnault
deseaba saber, este último, vestido con pantalones de ciclista de terciopelo, y
los demás extranjeros contemplaban con curiosidad la pluma estilográfica roja
con plumín n.º 86 que estaba apoyada contra un rincón de la habitación. El
plumín casi tocaba el techo y la pluma estilográfica tenía en su parte ancha el
grosor del torso de un hombre mediano. Con esta pluma se podría escribir: el
plumín era auténtico, aunque superaba en tamaño a un lucio grande.
—Oooh! —se reían los extranjeros—. Colossal!
Esta pluma había sido regalada a la redacción por el congreso de
corresponsales.
El redactor jefe, sentado sobre la silla de Vorobiáninov, sonreía y movía
con rapidez la cabeza ya hacia la pluma, ya hacia los huéspedes, mientras les
daba explicaciones alegremente.
Los gritos continuaban en el secretariado. Persitski había llevado un
artículo de Semashko y el secretario suprimió urgentemente de la maqueta de
la tercera plana la sección de ajedrez. El maestro Sudeikin ya no luchaba por

Página 200
el precioso estudio de Neunyvako. Pugnaba por mantener al menos las
soluciones a los problemas. Después de una lucha más encarnizada que la que
había sostenido con Lásker[87] en el torneo de San Sebastián, el maestro
reconquistó para sí un pequeño lugar a cuenta de Los tribunales y la vida.
A Semashko lo enviaron a composición. El secretario se enfrascó de
nuevo en el editorial. Había decidido acabar de leerlo costara lo que costara,
por amor al arte.
Cuando hubo llegado al punto: «… sin embargo, el contenido del último
pacto es de tal clase, que si la Sociedad de Naciones lo reconoce, habrá que
admitir que…» se acercó a él Los tribunales y la vida, un hombre peludo. El
secretario seguía leyendo, ignorando a propósito a Los tribunales y la vida y
poniendo notas innecesarias en el editorial.
Los tribunales y la vida se acercó por el otro lado y dijo con tono
agraviado:
—No comprendo.
—Bueno, bueno —farfulló el secretario, intentando ganar tiempo—, ¿qué
es lo que pasa?
—Pasa que el miércoles no hubo Los tribunales y la vida, que el viernes
no hubo Los tribunales y la vida, que el jueves sacaron de la reserva sólo el
asunto de las pensiones alimenticias, y que el sábado quitan el proceso sobre
el que hace tiempo que se escribe en todos los periódicos y que sólo
nosotros…
—¿Dónde se escribe? —gritó el secretario—. Yo no lo he leído.
—Mañana aparecerá en todas partes y nosotros iremos de nuevo con
retraso.
—¿Y cuando le confiamos a usted el asunto Chubárov[88], qué escribió
usted? Era imposible recibir un línea suya. Lo sé. Usted escribió sobre lo de
Chubárov en el Moscú vespertino.
—¿Cómo sabe eso?
—Lo sé. Me lo han dicho.
—En tal caso, sé quién se lo ha dicho. Se lo ha dicho Persitski, el mismo
Persitski que a la vista de todo Moscú se sirve del aparato de la redacción para
entregar material a Leningrado.
—¡Pasha! —dijo el secretario en voz baja—. Llame a Persitski.
Los tribunales y la vida estaba sentado con aire indiferente sobre el
alféizar. Detrás de él se veía un jardín en el que alborotaban los pájaros y los
jugadores de bolos. Estuvieron viendo el pleito largo rato. El secretario le dio

Página 201
fin con un procedimiento hábil: quitó el ajedrez y en su lugar colocó Los
tribunales y la vida. A Persitski se le hizo una advertencia.
Llegó el momento más febril para la redacción: las cinco.
Sobre las recalentadas máquinas de escribir flotaba humillo. Los
periodistas dictaban con voces desagradables por la prisa. La mecanógrafa
jefe gritaba a los miserables que intentaban meter furtivamente sus materiales
sin guardar cola.
Por el pasillo daba vueltas el poeta de la redacción. Cortejaba a una
maquinista cuyas modestas caderas desataban sus sentimientos poéticos. La
solía llevar hasta el extremo del pasillo y junto a la ventana le decía palabras
de amor a las que la joven respondía:
—Hoy tengo trabajo extra y estoy muy ocupada.
Eso significaba que amaba a otro.
El poeta importunaba a todos sus conocidos con una petición
sorprendentemente monótona:
—¡Déme diez kopeks para el tranvía!
Entró con paso cansino a por esta suma en la sección de corresponsales.
Después de deambular por entre las mesas en las que trabajaban los
«lectores» y de tocar con las manos pilas de correspondencia, el poeta
reanudó sus intentos. Los lectores, las personas más severas de la redacción
(los había vuelto así la necesidad de leer cada día cien cartas garrapateadas
por manos más familiarizadas con el hacha, con la brocha de pintor o con el
carretillo, que con la escritura) permanecían en silencio.
El poeta estuvo en la sección de envíos y, por fin, se trasladó a la oficina.
Pero allí no sólo no recibió diez kopeks, sino que incluso sufrió una agresión
por parte del komsomol[89] Avdótiev: le propuso al poeta ingresar en un club
automovilístico. El alma enamorada del poeta se vio cubierta por los vapores
de la gasolina. Dio dos pasos a un lado y, cogiendo la tercera velocidad,
desapareció de la vista.
Avdótiev no se descorazonó lo más mínimo. Creía en el triunfo de la idea
del automóvil. Llevó a cabo una labor de zapa en el secretariado. Eso impidió
también al secretario acabar la lectura del editorial.
—Escucha, Aleksánder Yósifovich. Espera, es un asunto serio —dijo
Avdótiev, sentándose sobre la mesa del secretario—. Hemos formado un club
automovilístico. ¿La redacción no nos podría prestar quinientos rublos por
ocho meses?
—Puedes estar seguro de que no.
—¿Qué? ¿Piensas que la cosa no tiene futuro?

Página 202
—No lo pienso, lo sé. ¿Cuántos miembros hay en el club?
—Muchos ya.
El único miembro del club era, por el momento, el organizador, pero
Avdótiev no se explayaba sobre ese aspecto.
—Por quinientos rublos compramos un coche en el «cementerio». Egórov
ya le ha echado el ojo a uno. La reparación, dice, no costará más de
quinientos. En total, mil. Por eso pienso admitir a veinte personas, a cincuenta
rublos cada una. Será algo estupendo: aprenderemos a conducir un coche.
Egórov será el jefe. Y dentro de tres meses, para agosto, todos sabemos
conducir, tenemos un coche y cada uno va por turno adonde le apetezca.
—¿Y los quinientos rublos para la compra?
—Nos los prestará la mutualidad a interés. Los pagaremos. Entonces,
¿qué?, ¿te apunto?
Pero el secretario estaba ya un poco calvo, trabajaba mucho, estaba bajo el
poder de su familia y su piso, le gustaba echarse un rato en el diván después
de comer y leer el Pravda antes de dormirse. Reflexionó y le dio una
negativa.
—¡Eres un viejo! —dijo Avdótiev.
Avdótiev se fue acercando a cada mesa y repitió sus apasionadas palabras.
Entre los viejos, que para él eran todos los colegas mayores de veinte años,
sus palabras suscitaban un efecto equívoco. Contraatacaban con cara agria,
insistiendo en que ellos ya eran amigos de los niños y pagaban regularmente
veinte kopeks al año por la buena causa de ayudar a las criaturas pobres. A
decir verdad, aceptarían ingresar en el nuevo club, pero…
—Pero ¿qué? —gritaba Avdótiev—. ¿Y si tuvierais el automóvil hoy
mismo? ¿Eh? ¿Si se os pusiera sobre la mesa un Packard azul oscuro de seis
cilindros por quince kopeks al año, con la gasolina y los lubricantes a cuenta
del estado?
—¡Vete, vete! —le decían los viejecitos—. Ahora es la última edición, no
nos dejas trabajar.
La idea automovilística se extinguía y comenzaba a humear. Por fin se
encontró un pionero de la nueva empresa. Persitski colgó el teléfono
estrepitosamente, escuchó a Avdótiev y dijo:
—No lo estás planteando bien, dame la hoja. Comencemos desde el
principio.
Y Persitski, en compañía de Avdótiev, inició una nueva ronda.
—Tú, viejo colchón —le decía Persitski a un joven de ojos azules—, para
esto no hace falta siquiera dar dinero. ¿Tienes un préstamo del año 27? ¿De

Página 203
cuánto? ¿De cincuenta? Tanto mejor. Tú das estas obligaciones a nuestro
club. Con las obligaciones se constituye un capital. Para agosto podremos
realizar todas las obligaciones y comprar un automóvil.
—¿Y si mi obligación gana? —se defendía el joven.
—¿Y cuánto quieres ganar?
—Cincuenta mil.
—Con estos cincuenta mil se comprarán automóviles. Y si gano yo,
también. Y si es Avdótiev, lo mismo. En una palabra, sea de quien sea la
obligación que gane, el dinero va a los coches. ¿Lo has comprendido ahora?
¡Burro! Irás en tu propio coche por la ruta militar de Georgia. ¡Montañas!
¡Estúpido!… Y detrás de ti, en sus propios coches, ruedan Los tribunales y la
vida, las crónicas, la sección de sucesos y esa damita, sabes, que se encarga
del cine… ¿Y bien? ¿Y bien? ¡Podrás hacerle la corte!
Cada poseedor de obligaciones, en el fondo de su alma, no cree en la
posibilidad de ganar. En cambio, se siente muy celoso de las obligaciones de
sus vecinos y amigos. Le teme más que al fuego que ganen ellos y que él, el
eterno desafortunado, se quede con un palmo de narices. Por esto, la
esperanza de que ganara el vecino de redacción empujaba irresistiblemente a
los poseedores de obligaciones al seno del nuevo club. Sólo les inquietaba el
temor de que ni una sola de las obligaciones ganara. Pero eso, no se sabe por
qué, les parecía poco probable, y, además, el club automovilístico no perdía
nada: un coche del «cementerio» estaba garantizado con el capital de las
obligaciones.
Se reunieron veinte personas en cinco minutos. Cuando se coronó el
asunto, llegó el secretario, que se había enterado de las seductoras
perspectivas del club automovilístico.
—Bueno, muchachos —dijo—, ¿no tendría que inscribirme yo también?
—Inscríbete, viejo, ¿por qué no? —respondió Avdótiev—, con tal de que
no sea en nuestro club. Por desgracia, ya estamos al completo y la admisión
de nuevos miembros ha quedado interrumpida hasta el año 1929. Pero mejor
inscríbete en los amigos de los niños. Es barato y tranquilo. Veinte kopeks y
no hay que ir a ningún sitio.
El secretario titubeó, recordó que, en efecto, ya era un poco viejo, suspiró
y se marchó a terminar la lectura del fascinante editorial.
—Dígame, camarada —le abordó en el pasillo un guapo mozo con cara de
circasiano—, ¿dónde está la redacción del periódico La Prensa?
Era el gran intrigante.

Página 204
XXV
CONVERSACIÓN CON EL INGENIERO DESNUDO

La aparición de Ostap Bénder en la redacción había venido precedida por una


serie de acontecimientos de no poca importancia.
Al no encontrar a Ernest Pávlovich al mediodía (el apartamento estaba
cerrado y el dueño, seguramente, no había vuelto del trabajo), el gran
intrigante decidió pasar a verle un poco más tarde y, mientras tanto, estuvo
paseando por la ciudad. Consumido por una sed de actividad, cruzaba las
calles, se detenía en las plazas, le guiñaba el ojo a los policías, ayudaba a las
damas a subir a los autobuses y, en general, parecía como si todo Moscú, con
sus monumentos, tranvías, vendedoras del Mosselprom,[90] iglesias,
estaciones y columnas de anuncios hubieran sido invitados a una fiesta de
gala por él. Ostap caminaba en medio de sus huéspedes, conversaba
gentilmente con ellos y para cada uno encontraba una palabra amable. La
recepción de un número tan enorme de visitantes fatigó un poco al gran
intrigante. Además, eran ya las cinco pasadas y había que dirigirse a casa del
ingeniero Schukin.
Pero el destino había determinado que, antes de ver a Ernest Pávlovich,
Ostap tenía que demorarse unas dos horas para firmar un pequeño atestado.
En la plaza de los Teatros el gran intrigante fue atropellado por un
caballo. De un modo completamente inesperado, un tímido animal de color
blanco le embistió y empujó con su huesudo pecho. Bénder cayó, bañado en
sudor. Hacía mucho calor. El caballo blanco pedía sonoras disculpas. Ostap se
levantó con viveza. Su vigoroso cuerpo no había sufrido ningún daño. Razón
de más para armar un escándalo.
Al hospitalario y amable dueño de Moscú no se le podía reconocer. Se
acercó con un contoneo al viejo y confuso cochero y le golpeó con el puño en
la espalda de guata. El viejecillo sufrió el castigo con paciencia. Llegó
corriendo un policía.

Página 205
—¡Exijo un atestado! —gritó Ostap con patetismo.
En su voz se oyeron las notas metálicas del hombre que ha sido ofendido
en sus sentimientos más sagrados. Y de pie junto a la pared del teatro Mali, en
el mismo lugar donde más tarde fue erigido un monumento al gran
dramaturgo Ostrovski, Ostap firmó el atestado y le concedió una pequeña
entrevista a Persitski, que pasaba por allí. Persitski no le hacía ascos al trabajo
sucio. Apuntó cuidadosamente en su bloc el nombre y el apellido de la
víctima y siguió adelante.
Ostap se puso en camino con arrogancia. Resintiéndose todavía de la
agresión del caballo blanco y lamentando tardíamente no haber tenido tiempo
para darle también en el cuello al cochero, Ostap subió de dos en dos los
escalones hasta el séptimo piso de la casa de Schukin. Allí le cayó sobre la
cabeza una pesada gota. Miró hacia arriba. Una pequeña catarata de agua
sucia que caía del rellano superior le roció justo en los ojos.
«Por cosas así se le rompe la jeta a la gente», decidió Ostap.
Se precipitó hacia arriba. Un hombre desnudo, cubierto de tiña blanca,
estaba sentado con la espalda apoyada en la puerta del apartamento de
Schukin. Estaba sentado sobre las mismas baldosas, con la cabeza entre las
manos y balanceándose.
Alrededor del hombre desnudo había agua, que se filtraba por la rendija
de la puerta del apartamento.
—¡Oh, oh, oh! —gemía el hombre desnudo—. ¡Oh, oh, oh!…
—Dígame, ¿es usted el que vierte el agua aquí? —preguntó Ostap, irritado
—. ¿Qué sitio es este para bañarse? ¡Se ha vuelto loco!
El hombre desnudo contempló a Ostap y sollozó.
—Escuche, ciudadano, ¿en lugar de llorar, no podría ir a los baños?
¡Mírese lo que parece! ¡Igualito que un picador!
—La llave —mugió el ingeniero.
—¿Qué llave? —preguntó Ostap.
—Del ap-p-parta-amen-to.
—¿Donde guarda su dinero?
El hombre desnudo hipaba con sorprendente rapidez.
Nada podía confundir a Ostap. Comenzaba a comprender. Y cuando al fin
lo hizo, por poco no se cayó por la barandilla, presa de un ataque de risa
irreprimible.
—¿Así que no puede usted entrar en el apartamento? Pero ¡si es tan
sencillo!

Página 206
Intentando no mancharse tocando al hombre desnudo, Ostap se acercó a la
puerta, metió en la ranura del cerrojo americano la larga uña amarilla de su
pulgar y comenzó a girarla con cuidado de derecha a izquierda y de arriba
abajo.
La puerta se abrió sin ruido y el hombre desnudo entró corriendo en el
inundado apartamento con un aullido de alegría.
Los grifos alborotaban. El agua formaba un remolino en el comedor. En el
dormitorio se remansaba en un tranquilo estanque por el que suavemente, con
paso de cisne, flotaban unas pantuflas. Las colillas se habían apelotonado en
un rincón, como un banco de peces somnolientos.
La silla de Vorobiáninov se encontraba en el dormitorio, donde la
corriente de agua era más fuerte. Olitas de espuma blanca se formaban en
torno a sus cuatro patas. La silla temblaba ligeramente y parecía disponerse a
huir flotando en el acto de su perseguidor. Ostap se sentó sobre ella y encogió
las piernas. Ernest Pávlovich, que había vuelto en sí, gritó «Pardon!
Pardon!», cerró los grifos, se lavó y apareció ante Bénder con el torso
desnudo y con los pantalones mojados subidos hasta la rodilla.
—¡Usted sencillamente me ha salvado! —gritaba lleno de excitación—.
Perdone, no puedo darle la mano, estoy todo mojado. Sabe usted, por poco no
me vuelvo loco.
—Estaba cerca de ello, era evidente.
—Me encontraba en una situación terrible.
Y Ernest Pávlovich, reviviendo de nuevo el horrible suceso, ya afligido,
ya riendo nerviosamente, le contó al gran intrigante los detalles de su
desgracia.
—Si no hubiera sido por usted, habría estado perdido —concluyó el
ingeniero.
—Sí —dijo Ostap—, a mí también me pasó una cosa parecida. Incluso
algo peor.
Al ingeniero le interesaba ahora tanto todo lo que se refería a este tipo de
historias, que incluso soltó el cubo con el que recogía agua y se puso a
escuchar con suma atención.
—Lo mismo exactamente que a usted —comenzó Bénder—, sólo que en
invierno, y no en Moscú, sino en Mírgorod, en uno de los alegres intervalos
entre Majnó y Tiutiunik,[91] en el año diecinueve. Vivía yo con una familia.
¡Unos ucranianos cien por cien! Los típicos propietarios: una casita de una
planta y muchos cachivaches de todo tipo. Tengo que advertirle que, con
respecto a la canalización y a otras comodidades, en Mírgorod hay sólo pozos

Página 207
negros. Pues bien, una noche corrí directo a la nieve con sólo la ropa interior:
no temía enfriarme, era cosa de un minuto. Corrí y cerré maquinalmente la
puerta tras de mí. Hacía unos veinte grados bajo cero. Llamo, no abren. Uno
no podía estarse quieto, ¡te congelabas! Llamo y corro, llamo y corro, pero no
me abren. Y lo principal, en la casa no está durmiendo ni uno solo de los
malditos. Una noche terrible. Los perros aúllan. Se oyen disparos. Y yo voy
corriendo por los montones de nieve en calzoncillos de verano. Estuve
llamando una hora entera. Por poco no la espiché. ¿Y por qué piensa usted
que no abrían? Escondían sus bienes, cosían los kérenskis[92] dentro de las
almohadas. Creían que era un registro. Por poco no los mato después.
Al ingeniero le resultaba muy cercana toda la historia.
—Sí —dijo Ostap—, ¿así que es usted el ingeniero Schukin?
—Yo mismo. Pero, por favor, no le cuente esto a nadie. Me resulta
violento, la verdad.
—¡Oh, por favor! Entre nous, tête à tête. Entre cuatro ojos, como dicen
los franceses. Yo venía por un asunto, camarada Schukin.
—Estaré absolutamente encantado de servirle.
—Grand merci. Es una bagatela. Su esposa me pidió que viniera a su casa
a por esta silla. Decía que le hace falta para formar la pareja. Ella, por su
parte, se dispone a enviarle el sillón.
—Pero ¡por favor! —exclamó Ernest Pávlovich—. Estoy encantado. Pero
por qué se va a molestar usted. Puedo llevarla yo hoy mismo.
—No, ¿por qué? Para mí esto es una nadería. Vivo cerca, no me resulta
molestia hacerlo.
El ingeniero, entre aspavientos, acompañó al gran intrigante hasta la
puerta, que temió atravesar, aunque la llave estaba ya precavidamente
depositada en el bolsillo de sus mojados pantalones.

Al antiguo estudiante Ivanópulo le fue regalada otra silla. Su tapizado, la


verdad, estaba un poco deteriorado, pero, con todo, era una silla magnífica y
además era exactamente igual a la primera.
A Ostap no le inquietaba el fracaso con esta silla, la cuarta en la cuenta.
Conocía todas las jugarretas del destino.
Contra el armonioso sistema de sus deducciones se estrellaba sólo, como
una oscura mole, la silla que había desaparecido en la profundidad del patio
de mercancías de la estación de Octubre. Pensar en esa silla le provocaba gran
desasosiego y le inspiraba una duda torturadora.
El gran intrigante se encontraba en la situación del jugador de ruleta que
apuesta exclusivamente sobre los números, ese tipo de personas que desea

Página 208
ganar de golpe treinta y seis veces más que su apuesta. Su situación era
incluso peor: los concesionarios jugaban a una ruleta donde el cero tocaba a
once números de los doce. Y justo el número 12 había desaparecido del
campo visual, se encontraba el diablo sabía dónde y era posible que guardara
en su interior el maravilloso premio.
El hilo de estas penosas reflexiones fue interrumpido por la llegada del
director general. Su solo aspecto bastó para despertar malas sospechas en
Ostap.
—¡Vaya! —dijo el director técnico—. Veo que va progresando. Pero no
bromee conmigo. ¿Por qué ha dejado la silla detrás de la puerta? ¿Para
divertirse a mi costa?
—Camarada Bénder —murmuró el decano.
—¡Ah! ¿Por qué me saca de quicio? ¡Tráigala aquí ahora mismo!
¡Tráigala! Ya ve que la nueva silla sobre la que estoy sentado ha multiplicado
por mucho el valor de su adquisición.
Ostap inclinó la cabeza a un lado y entornó los ojos.
—No atormente a los niños —habló por fin con voz de bajo—. ¿Dónde
está la silla? ¿Por qué no la ha traído?
El incoherente informe de Ippolit Matvéevich fue continuamente
interrumpido por los gritos, aplausos irónicos y preguntas insidiosas de la
sala. Vorobiáninov acabó su informe en medio de la risa unánime de su
auditorio.
—¿Y mis instrucciones? —preguntó Ostap de modo amenazante—.
¿Cuántas veces le he dicho que robar es pecado? Ya cuando en Stárgorod
quiso saquear a mi esposa, madame Gritsatsueva, ya entonces comprendí que
tiene usted un carácter de pequeño delincuente. Lo máximo a lo que le pueden
conducir estas aptitudes es a seis meses de prisión ordinaria. Eso no parece
estar a la altura del gigante del pensamiento y padre de la democracia rusa, y
aquí tiene los resultados. La silla que tenía en sus manos se le fue de ellas.
¡Además de eso, usted ha estropeado un terreno fácil! Pruebe a hacer una
segunda visita. Ese Avessalom le arrancará la cabeza. Tiene suerte de que le
haya ayudado una estúpida casualidad; si no, estaría sentado entre rejas y
esperaría en vano mis paquetes. Yo no le llevaré paquetes, téngalo en cuenta.
¿Qué tiene que ver Hécuba conmigo?[93] Usted, al fin y al cabo, no es ni mi
madre, ni mi hermana, ni mi amante.
Ippolit Matvéevich, consciente de su entera nulidad, permanecía de pie
con la cabeza baja.

Página 209
—Sabe lo que le digo, querido mío, veo la completa inutilidad de nuestro
trabajo en común. En todo caso, trabajar con un socio tan inculto como usted
por el cuarenta por ciento me parece absurdo. Volens nevolens, pero yo debo
poner nuevas condiciones.
Ippolit Matvéevich empezó a respirar. Hasta entonces había intentado no
hacerlo.
—Sí, mi viejo amigo, usted está enfermo de incapacidad organizativa y de
clorosis. En conformidad con esto, se reducen sus acciones. Se lo digo
honradamente, ¿quiere el veinte por ciento?
Ippolit Matvéevich sacudió la cabeza con decisión.
—¿Por qué no quiere? ¿Le parece poco?
—P-poco.
—Pero eso son treinta mil rublos. ¿Cuánto quiere, pues?
—Estoy de acuerdo en el cuarenta.
—¡Es un atraco a plena luz del día! —dijo Ostap, imitando las
entonaciones del decano durante la histórica negociación en la portería—. ¿Le
parecen poco treinta mil? ¿Necesita también la llave de mi apartamento?
—Es usted quien necesita la llave de mi apartamento —balbuceó Ippolit
Matvéevich.
—Coja el veinte antes de que sea tarde, si no, puedo cambiar de opinión.
Aproveche que estoy de buen humor.
Vorobiáninov había perdido ya hacía tiempo ese aire de autocomplacencia
con el que había comenzado una vez la búsqueda de los diamantes.
El hielo, que se había roto ya en la portería, el hielo que resonaba, se
agrietaba y golpeaba contra el granito del malecón, hacía ya tiempo que se
había hecho pedazos y se había fundido. Ya no había hielo. Quedaba un agua
desbordada que arrastraba a Ippolit Matvéevich descuidadamente, y lo
arrojaba de un lado a otro, bien golpeándolo contra un tronco, bien
aproximándolo a las sillas, bien apartándolo de ellas. Ippolit Matvéevich
sentía un temor inexpresable. Todo le asustaba. Por el río flotaban basuras,
restos de petróleo, gallineros agujereados, peces muertos, un horrible
sombrero. ¿Quizás fuera este el sombrero del padre Fiódor, la gorra de visera
que le arrebató el viento en Rostov? ¡Quién sabe! No se veía el final del
camino. La corriente no lo llevaba hasta la orilla, y para nadar contra corriente
el antiguo decano de la nobleza no tenía fuerzas ni ganas.
Se veía arrastrado a la alta mar de las aventuras.

Página 210
XXVI
DOS VISITAS

Como un bebé sin pañales, que, sin parar ni un segundo, abre y cierra sus
puñitos de cera, agita sus piernecitas, mueve una cabeza del tamaño de una
gran manzana reineta, vestida con una cofia, y hace burbujas con la boca,
Avessalom Iznurénkov se encontraba en un estado de eterno desasosiego.
Agitaba sus piernecitas rechonchas, movía su barbillita afeitada, lanzaba
gemidos y realizaba con sus velludos brazos unos gestos como si estuviera
haciendo gimnasia con extensores.
Llevaba una vida muy ajetreada, aparecía por todas partes proponiendo
algo, corría por la calle como una gallina asustada, hablaba rápido y en voz
alta, como si calculara la prima del seguro de una construcción de piedra con
cubierta de hierro. La esencia de su vida y de su actividad residía en que
orgánicamente no podía ocuparse de ningún asunto, objeto o pensamiento
más de un minuto.
Si un chiste no gustaba o no provocaba una risa instantánea, Iznurénkov
no intentaba, como otros, convencer al redactor de que su chiste era bueno y
de que sólo exigía una pequeña reflexión para ser plenamente valorado, sino
que de inmediato proponía uno nuevo.
—Lo que es malo, es malo —decía—, y basta.
En las tiendas Avessalom Vladímirovich sembraba tal confusión, aparecía
y desaparecía con tanta rapidez ante los ojos de los asombrados dependientes,
compraba con tanta fogosidad una caja de chocolate, que la cajera esperaba
cobrarle por lo menos treinta rublos. Pero Iznurénkov, bailoteando junto a la
caja y cogiéndose de la corbata como si se ahogara, echaba sobre la tablilla de
cristal un arrugado billete de tres rublos y, con un balido de agradecimiento,
se marchaba corriendo.
Si este hombre hubiera podido detenerse, aunque fuera por dos horas,
hubieran sucedido los acontecimientos más inesperados.

Página 211
Quizás Iznurénkov se hubiera sentado a una mesa y hubiera escrito una
maravillosa novela. O quizás también una solicitud a la mutualidad para la
concesión de un préstamo a fondo perdido, o un nuevo punto para la ley sobre
utilización de la superficie habitable, o un libro sobre «El arte de vestir bien y
de comportarse en sociedad».
Pero no podía hacer eso. Sus piernas, que se movían frenéticamente, se lo
llevaban lejos, de sus manos en movimiento volaba el lapicero como una
flecha, sus pensamientos saltaban.
Iznurénkov corría por la habitación y los sellos de cera sobre los muebles
se agitaban como los pendientes de una gitana al bailar. Sobre la silla estaba
sentada una risueña muchacha de arrabal.
—¡Ah, ah —gritaba Avessalom Vladímirovich—, es divino! «La
emperatriz, con su voz y su mirada, anima su espléndido banquete…»[94]
¡Ah! ¡Ah! ¡Cuánta clase!… Usted es la reina Margot.
La reina del arrabal, sin comprender nada, se reía respetuosamente.
—Pero ¡coja chocolate, se lo ruego!… ¡Ah, ah!… ¡Es encantador!
Besaba a cada instante las manos de la reina, se extasiaba ante su modesto
atuendo, le alargaba el gato y le preguntaba adulador:
—¿A que se parece a un papagayo? ¡Un león! ¡Un león! ¡Un auténtico
león! Dígame, ¿verdad que tiene el pelo de una suavidad extraordinaria…? ¡Y
la cola! ¡La cola! Dígame, ¿verdad que es una gran cola? ¡Ah!
Después el gato voló a un rincón y Avessalom Vladímirovich, con las
manos apretadas contra su rollizo y lechoso pecho, se puso a intercambiar
reverencias con alguien a través de la ventana. De repente, en su vivaracha
cabeza chasqueó una válvula y comenzó a bromear de modo provocador
acerca de las cualidades físicas y morales de su huésped.
—Dígame, ¿y este broche es realmente de cristal? ¡Ah! ¡Ah! ¡Qué
brillo…! ¡Me ha deslumbrado, palabra de honor…! Pero dígame, ¿París es
realmente una ciudad grande? ¿Allí está realmente la torre Eiffel…? ¡Ah!
¡Ah…! ¡Qué manos…! ¡Qué nariz…! ¡Ah!
No abrazaba a la muchacha. Le resultaba suficiente decirle cumplidos. Y
los decía sin cesar. Su torrente fue interrumpido por la inesperada aparición
de Ostap.
El gran intrigante daba vueltas entre sus manos a un trozo de papel y
preguntaba con severidad.
—¿Iznurénkov vive aquí? ¿Es usted?
Avessalom Vladímirovich escrutó con inquietud el pétreo rostro de su
visitante. Intentaba leer en sus ojos qué reclamaciones exactamente se le iban

Página 212
a presentar ahora: si era un multa por haber roto el cristal de un tranvía
durante una conversación, una citación al tribunal popular por impago del
alquiler o el cobro de la suscripción a una revista para ciegos.
—¿Qué es esto, camarada? —dijo con rudeza Bénder—. No está bien
echar a un correo del estado.
—¿A qué correo? —se horrorizó Iznurénkov.
—Usted lo sabe muy bien. Ahora voy a proceder a llevarme los muebles.
Le pido, ciudadana, que desocupe la silla —profirió severamente Ostap.
La ciudadana sobre la que acababan de recitar versos de los más líricos
poetas se levantó del sitio.
—¡No! ¡Permanezca sentada! —gritó Iznurénkov, cubriendo la silla con
su cuerpo—. No tienen derecho.
—En cuanto a los derechos, más valdría que se callase, ciudadano. Hay
que ser consciente. ¡Deje libres los muebles! ¡La ley hay que respetarla!
Con estas palabras, Ostap agarró la silla y la agitó en el aire.
—¡Me llevo los muebles! —declaró con decisión Bénder.
—¡No, no se los lleva!
—¿Cómo que no me los llevo —se sonrió Ostap, saliendo con la silla al
pasillo—, cuando precisamente eso es lo que estoy haciendo?
Avessalom le besó la mano a la reina e, inclinando la cabeza, echó a
correr tras el severo juez. Este ya bajaba por la escalera.
—Y yo le digo que no tiene derecho. ¡Según la ley, los muebles pueden
permanecer dos semanas y la silla ha estado sólo tres días! ¡Quizás pueda
pagar!
Iznurénkov giraba alrededor de Ostap como una abeja. De ese modo,
ambos fueron a parar a la calle. Avessalom Vladímirovich corrió tras la silla
justo hasta la esquina. Allí vio a unos gorriones que saltaban alrededor de un
montón de estiércol. Los contempló con ojos radiantes, comenzó a murmurar,
palmoteo con las manos y, ahogado por la risa, profirió:
—¡Cuánta clase! ¡Ah! ¡Ah…! ¡Qué viraje del tema!
Cautivado por la elaboración del tema, Iznurénkov se dio la vuelta
alegremente y, saltando, echó a correr hacia casa. Unicamente se acordó de la
silla en casa, cuando encontró a la muchacha de arrabal de pie en medio de la
habitación.
Ostap se llevó la silla en coche de punto.
—Aprenda —le dijo a Ippolit Matvéevich—, la silla ha sido cogida con
las manos desnudas. Gratis. ¿Comprende?
Después de que abrieran la silla, Ippolit Matvéevich se entristeció.

Página 213
—Las posibilidades no dejan de aumentar —dijo Ostap—, pero, de
dinero, ni un kopek. Dígame, ¿a su difunta suegra no le gustaría bromear?
—¿Por qué?
—Quizás no haya diamante alguno.
Ippolit Matvéevich comenzó a manotear de tal manera que se le levantó la
chaqueta sobre la cabeza.
—En tal caso, todo perfecto. Esperemos que el patrimonio de Ivanópulo
aumente ya sólo en una silla.
—Camarada Bénder, hoy han escrito sobre usted en los periódicos —dijo
en tono adulador Ippolit Matvéevich.
Ostap frunció el ceño.
No le gustaba cuando la prensa se ponía a armar ruido alrededor de su
nombre.
—¿Qué tonterías dice? ¿En qué periódico?
Ippolit Matvéevich desplegó con aire de triunfo La Prensa.
—Aquí lo tiene. En la sección Sucesos del día.
Ostap se tranquilizó un poco, porque sólo temía las noticias de las
secciones de denuncia: Nuestras pullas y Los abusos a los tribunales.
En efecto, en la sección Sucesos del día estaba impreso en diminutos
caracteres nomparell:
ATROPELLADO POR UN CABALLO

Ayer, en la plaza de Sverdlov,[95] fue atropellado por el caballo del coche de punto n.º
8974 el ciudadano O. Bénder. La víctima se libró con un pequeño susto.

—Fue el cochero el que se libró con un pequeño susto, y no yo —notó


Ostap Bénder, refunfuñando—. ¡Idiotas! Escriben, escriben, y ni ellos mismos
saben lo que escriben. ¡Ah! Es La Prensa. Muy, muy agradable. ¿Sabe usted,
Vorobiáninov, que esta nota quizás la hayan escrito sentados en nuestra silla?
¡Qué asunto más divertido!
El gran intrigante se quedó pensativo.
Había encontrado un pretexto para visitar la redacción.
Informado por el secretario de que todas las habitaciones a derecha y a
izquierda a lo largo de todo el pasillo estaban ocupadas por la redacción,
Ostap adoptó un aire simplón y emprendió una ronda por los locales de la
redacción: necesitaba saber en qué habitación se encontraba la silla.
Se coló en el comité sindical, donde ya tenía lugar una sesión de los
jóvenes automovilistas, y como enseguida vio que la silla no estaba allí, se
trasladó a la estancia vecina. En la oficina aparentó que esperaba una firma;

Página 214
en la sección de corresponsales se enteró de si era allí donde se vendía papel
usado, como decía el anuncio; en el secretariado se informó de las
condiciones de suscripción, y en la habitación de los cronistas satíricos
preguntó dónde admitían los anuncios de pérdida de documentos.
De tal modo llegó hasta la habitación del redactor jefe, que, sentado sobre
la silla de la concesión, trompeteaba con el auricular del teléfono.
Ostap necesitaba tiempo para estudiar atentamente el terreno.
—Aquí, camarada redactor, se ha insertado una auténtica calumnia contra
mí —dijo Bénder.
—¿Qué calumnia? —preguntó el redactor.
Ostap desplegó sin prisa el ejemplar de La Prensa. Volvió la cabeza hacia
la puerta y vio en ella un cerrojo americano. Si se cortaba un trozo de cristal
de la puerta, entonces se podría meter fácilmente la mano y abrir el cerrojo
desde dentro.
El redactor leyó la nota que le señalaba Ostap.
—¿En qué ve usted la calumnia, camarada?
—¡Cómo! ¿Y esto?:
La víctima se libró con un pequeño susto.

—No comprendo.
Ostap contempló amigablemente al redactor y a la silla.
—¡Que yo vaya a asustarme de un simple cochero de punto! Me han
deshonrado delante de todo el mundo, hace falta un desmentido.
—Mire, ciudadano —dijo el redactor—, nadie le ha deshonrado, y por
tonterías como esta no hacemos desmentidos.
—Bueno, de todas formas la cosa no va a quedar así —le dijo Ostap
mientras abandonaba el despacho.
Ya había visto todo lo que le hacía falta.

Página 215
XXVII
LA EXTRAORDINARIA MALETA PARA LA PRISIÓN
PREVENTIVA

La sección de Stárgorod de la efímera La Espada y el Arado, junto con los


mozos de Embalarrápido, se alinearon en una larguísima cola ante el almacén
de harina Paniproductos.
Los transeúntes se detenían.
—¿Para qué es la cola? —preguntaban los ciudadanos.
En toda aburrida cola junto a una tienda hay siempre una persona cuya
locuacidad es tanto mayor cuanto más lejos está de las puertas de la tienda. Y
el más alejado de todos era Polésov.
—A lo que hemos llegado —decía el jefe de bomberos—, pronto vamos a
tener todos que comer bagazos. Incluso en el año diecinueve estábamos
mejor. En la ciudad sólo queda harina para cuatro días.
Los ciudadanos se retorcían los bigotes con incredulidad, entablaban
discusiones con Polésov y citaban La Verdad de Stárgorod.
Después de demostrarle a Polésov, como dos por dos son cuatro, que en la
ciudad había toda la harina que se quisiera y que no había por qué hacer
cundir el pánico, los ciudadanos corrían a sus casas, cogían todo el dinero
disponible y se unían a la cola de la harina.
Los mozos de Embalarrápido, tras acaparar toda la harina del almacén,
pasaron a la tienda de ultramarinos y formaron cola para el té y el azúcar.
En tres días Stárgorod fue presa de una crisis de víveres y de mercancías.
Los representantes de las cooperativas y del comercio estatal propusieron,
hasta la llegada de los víveres que se hallaban en camino, limitar la venta de
mercancías a una libra de azúcar y cinco libras de harina por persona.
Al día siguiente se había inventado un antídoto.
El primero en la cola del azúcar era Aljen. Tras él, su mujer Sashjen,
Pasha Emílievich, los cuatro Yákovlevich y las quince ancianas del asilo con

Página 216
sus atuendos de loneta. Tras apoderarse en la tienda Starguikó de medio pud
de azúcar, Aljen condujo su cola a otra cooperativa, maldiciendo por el
camino a Pasha Emílievich, que había tenido tiempo de engullir su ración de
una libra de azúcar molido. Pasha echaba un montoncito de azúcar en la
palma de su mano y se lo metía en su ancha bocaza. Aljen estuvo haciendo
gestiones el día entero. Para evitar mermas y pérdidas retiró a Pasha
Emílievich de la cola y lo puso a acarrear al mercado los productos que había
acaparado. Allí Aljen revendía tímidamente a los puestos particulares el
azúcar, la harina, el té y la tela de gasa obtenidos.
Polésov hacía las colas fundamentalmente por principio. No tenía dinero
y, de todas formas, no podía comprar nada. Emigraba de una cola a otra,
prestaba oído a las conversaciones, hacía comentarios corrosivos, levantaba
las cejas significativamente y profetizaba. El fruto de sus reticencias fue que
la ciudad se llenó de rumores sobre la llegada de cierta organización
clandestina desde Espadia y los Urales.
El gobernador Diádiev ganó en un solo día diez mil rublos. Cuánto ganó
el presidente del Comité de la Bolsa, Kisliarski, no lo sabía ni siquiera su
mujer.
La idea de que pertenecía a una sociedad secreta no le daba ni un
momento de reposo a Kisliarski. Los rumores que circulaban por la ciudad lo
acabaron de aterrorizar. Después de pasar una noche en blanco, el presidente
del Comité de la Bolsa decidió que sólo una confesión sincera podía reducir el
plazo de su estancia en la cárcel.
—Escucha, Henrietta —le dijo a su mujer—, ya es hora de transferir los
tejidos a tu hermano.
—¿Por qué, acaso van a venir? —le preguntó Henrietta a Kisliarski.
—Pueden venir. Como en este país no existe libertad de comercio, un día
u otro acabaré en prisión.
—¿Así que ya hay que preparar la ropa blanca? ¡Qué vida más
desgraciada la mía! Llevar siempre paquetes. ¿Y por qué no te haces
funcionario soviético? ¡Mi hermano es miembro del sindicato y no le pasa
nada! ¡En cambio, este tiene que ser por fuerza comerciante de tejidos!
Henrietta no sabía que el destino había elevado a su marido a presidente
del Comité de la Bolsa. Por eso estaba tranquila.
—Quizás no venga a dormir —dijo Kisliarski—, entonces ven mañana
con un paquete. Lo único que te pido, por favor, es que no me traigas
buñuelos. ¿Qué gusto me puede dar comer buñuelos fríos?
—Quizás podrías llevarte el hornillo.

Página 217
—¡Te van a permitir tener un hornillo en la celda! Dame mi maleta.
Kisliarski tenía una maleta especial para la prisión preventiva. Hecha por
encargo especial, era absolutamente universal. Desplegada, servía de cama;
medio desplegada, de mesa. Aparte de eso, podía usarse como armario: en
ella había estanterías, ganchos y cajones. La mujer colocó en la maleta
universal una cena fría y ropa interior limpia.
—No hace falta que me acompañes —dijo el experto marido—. Si llega
Rubens a por el dinero, dile que no hay. ¡Adiós! Rubens puede esperar.
Y Kisliarski salió a la calle con aire grave, sosteniendo por el asa la
maleta para la prisión preventiva.
—¿Adónde va usted, ciudadano Kisliarski? —le llamó Polésov.
Estaba junto a un poste de telégrafos y animaba con sus gritos a un
trabajador del servicio de comunicaciones que, agarrado con ganchos de
hierro al poste, se acercaba a los aisladores.
—Voy a confesar —respondió Kisliarski.
—¿El qué?
—Lo de la espada y el arado.
Víktor Mijáilovich se quedó sin habla. Y Kisliarski, sacando fuera su
vientre ovoide, ceñido por un ancho cinturón campesino con un pequeño
bolsillo postizo para el reloj, se marchó sin prisas hacia la fiscalía regional.
Víktor Mijáilovich batió las alas y voló hacia Diádiev.
—¡Kisliarski es un provocador! —gritó el jefe de bomberos—. Se acaba
de ir a denunciarnos. Aún se le puede ver.
—¿Cómo? ¿Y se lleva la maleta? —se horrorizó el gobernador de
Stárgorod.
—Sí.
Diádiev besó a su mujer, gritó que si llegaba Rubens no le diera dinero, y
salió a la calle precipitadamente. Víktor Mijáilovich comenzó a dar vueltas y
a cloquear como una gallina que ha puesto un huevo, y echó a correr a casa de
Vladia y Nikiosha.
Entre tanto, el ciudadano Kisliarski, paseando con lentitud, se aproximaba
a la fiscalía regional. Por el camino encontró a Rubens y estuvo hablando
mucho rato con él.
—¿Y qué pasa con el dinero? —preguntó Rubens.
—Por el dinero vaya a ver a mi mujer.
—¿Y por qué va con esta maleta? —se informó con desconfianza Rubens.
—Voy al baño.
—Entonces le deseo un buen baño de vapor.

Página 218
Después, Kisliarski entró en una pastelería de la SIS (Sociedad Industrial
Soviética), la antigua Le Bonbon de Varsovie, se tomó un vaso de café y se
comió un pastel de hojaldre. Era hora de ir a confesar los pecados. El
presidente del Comité de la Bolsa penetró en el recibidor de la fiscalía
regional. Estaba vacío. Kisliarski se acercó a la puerta, sobre la que estaba
escrito: «Fiscal regional» y llamó educadamente.
—¡Pase! —respondió una voz bien conocida de Kisliarski.
Kisliarski entró y se detuvo estupefacto. Su vientre ovoide enseguida se
deshinchó y se arrugó como un dátil. Lo que vio era una completa sorpresa
para él.
El escritorio tras el que estaba sentado el fiscal estaba rodeado por los
miembros de la poderosa organización La Espada y el Arado. A juzgar por
sus gestos y sus voces llorosas, estaban confesándolo todo.
—¡Aquí lo tiene —exclamó Diádiev—, el principal octubrista!
—En primer lugar —dijo Kisliarski, poniendo en el suelo la maleta para la
prisión preventiva y acercándose a la mesa—, en primer lugar, yo no soy
octubrista, además yo siempre he simpatizado con el poder soviético, y en
tercer lugar, el jefe no soy yo, sino el camarada Charúshnikov, cuya dirección
es…
—¡Calle del Ejército Rojo! —gritó Diádiev.
—¡Número 3! —manifestaron a coro Vladia y Nikiosha.
—Por el patio, a la izquierda —añadió Víktor Mijáilovich—, yo puedo
mostrarlo.
Al cabo de veinte minutos trajeron a Charúshnikov, el cual, antes que
nada, declaró que nunca en su vida había visto a ninguno de los presentes en
el despacho. Tras esto, sin mediar pausa alguna, Charúshnikov denunció a
Elena Stanislávovna.
El presidente del Comité de la Bolsa sólo se sintió aliviado y tranquilo en
su celda, una vez que se hubo mudado de ropa interior y se hubo tumbado
sobre la maleta para la prisión preventiva.
Durante la crisis, madame Gritsatsueva-Bénder tuvo tiempo de
abastecerse de productos alimenticios y de mercancías para su puesto al
menos para cuatro meses. Una vez tranquila, comenzó a apenarse de nuevo
por su joven esposo, que se consumía en las sesiones del Pequeño Consejo de
Comisarios del Pueblo. La visita a la adivinadora no le trajo ningún sosiego.
Elena Stanislávovna, inquieta por la desaparición de todo el areópago de
Stárgorod, echaba las cartas con una indignante negligencia. Las cartas
anunciaban bien el fin del mundo, bien un aumento de sus ingresos, bien una

Página 219
cita con su marido en un edificio público y en presencia de un malévolo rey
de picas.
Y la propia adivinación acabó de un modo bastante extraño. Llegaron los
agentes (los reyes de picas) y se llevaron a la profetisa a un edificio público,
la fiscalía.
Al quedarse a solas con el papagayo, la viuda, toda confusa, se disponía a
marcharse, cuando de repente el papagayo le dio un picotazo a la jaula y por
vez primera en su vida habló con voz humana.
—¡A lo que hemos llegado! —dijo sardónicamente, se cubrió la cabeza
con un ala y se arrancó una pequeña pluma de debajo de ella.
Madame Gritsatsueva-Bénder, amedrentada, se lanzó hacia la puerta.
A sus espaldas brotaron palabras virulentas y confusas. El vetusto pájaro
estaba tan impresionado por la visita de los agentes y la conducción de su
dueña al edificio público, que comenzó a gritar todas las palabras que
conocía. El lugar más importante en su repertorio lo ocupaba Víktor
Mijáilovich Polésov.
—En presencia de la ausencia —dijo con irritación el pájaro.
Y poniéndose boca abajo en la percha, le guiñó un ojo a la viuda, que
permanecía petrificada en el umbral de la puerta, como diciéndole: «¿Y bien,
qué te parece esto, viuda?».
—¡Madre mía! —gimió Gritsatsueva.
—¿En qué regimiento sirvió? —preguntó el papagayo con la voz de
Bénder—. ¡Cr-r-r-r-aj!… Europa nos ayudará.
Después de que la viuda huyera, el papagayo se arregló la pechera y dijo
las palabras que la gente había intentado arrancarle sin éxito en el transcurso
de treinta años:
—¡Lorito tonto!
La viuda corría por la calle lamentándose a voces. Y en su casa la
esperaba un inquieto viejecillo.
Era Varfoloméich.
—Vengo por el anuncio —dijo Varfoloméich—, llevo dos horas
esperando, señorita.
El pesado casco del presentimiento golpeó a Gritsatsueva en el corazón.
—¡Oh! —cantó la viuda—. ¡Mi alma no puede más!
—¿Parece que es a usted a quien abandonó el ciudadano Bénder? ¿Puso
usted un anuncio?
La viuda cayó sobre unos sacos de harina.

Página 220
—Qué organismo más débil tiene usted —dijo con dulzura Varfoloméich
—. Querría, lo primero, aclarar el asunto de la recompensa…
—¡Oh!… Cójalo todo. ¡Nada me produce duelo ahora! —se lamentó la
sensible viuda.
—Muy bien. Conozco el paradero de su hijito O. Bénder. ¿Qué
recompensa habrá?
—¡Cójalo todo! —repitió la viuda.
—Veinte rublos —dijo secamente Varfoloméich.
La viuda se levantó de los sacos. Estaba manchada de harina. Sus pestañas
enharinadas pestañearon reiteradamente.
—¿Cuánto? —preguntó ella.
—Quince rublos —bajó el precio Varfoloméich.
Presentía que sacarle siquiera tres rublos a la desdichada mujer le sería
difícil.
Pisoteando los sacos, la viuda avanzaba hacia el viejecillo, invocaba como
testigo a la fuerza divina y, con su ayuda, logró fijar un precio.
—De acuerdo, quede con Dios, que sean cinco rublos. Pero el dinero, por
adelantado. Tengo esa regla.
Varfoloméich sacó de su agenda dos recortes de periódico y, sin soltarlos
de las manos, comenzó a leer:
—Tenga la bondad de mirar por orden. Usted escribió, pues: «Ruego… se
fue de casa el camarada Bénder… traje verde, botines amarillos, chaleco
azul…». ¿Es correcto? Esto es La Verdad de Stárgorod, pues. Y he aquí lo
que escriben sobre su hijito en los periódicos de la capital. He aquí…
«Atropellado por un caballo…». Pero no sufra, madámochka, siga
escuchando… «Atropellado por un caballo…». Pero ¡está vivo, vivo! Le digo
que está vivo. ¿Acaso iba a coger yo dinero por un difunto? Y bien:
«Atropellado por un caballo. Ayer, en la plaza de Sverdlov fue atropellado
por el caballo del coche de punto n.º 8974 el ciudadano O. Bénder. La víctima
se libró con un pequeño susto…». Y bien, estos documentos se los doy yo,
pero usted déme el dinero por adelantado. Tengo esa regla.
La viuda le entregó el dinero entre lágrimas. Su marido, su querido
marido con botines amarillos yacía sobre la lejana tierra moscovita y un
caballo de tiro, vomitando fuego por las narices, le golpeaba con un casco en
su pecho de estambre azul.
El alma delicada de Varfoloméich se dio por satisfecha con la decente
recompensa. Se marchó después de explicarle a la viuda que, sin duda alguna,

Página 221
le darían pistas complementarias sobre su marido en la redacción del
periódico La Prensa donde, desde luego, se sabía todo.
CARTA DEL PADRE FIÓDOR
ESCRITA EN ROSTOV, EN EL DESPACHO DE AGUA CALIENTE LA VÍA LÁCTEA A
SU MUJER, A LA CAPITAL DE PROVINCIAS DE N…

¡Mi querida Katia!


He sufrido una nueva amargura, pero sobre esto ya volveré luego. He recibido el dinero a
su debido tiempo, por lo que te doy las gracias de corazón. Al llegar a Rostov corrí enseguida
a la dirección de Cementos de la Nueva Rusia, un organismo muy grande, pero nadie conocía
allí al ingeniero Bruns. Estaba ya a punto de desesperarme del todo, cuando me dieron un
consejo. «Vaya», me dicen, «a la sección de personal». Fui. «Sí», me dijeron, «ese hombre
trabajó con nosotros, desempeñaba un cargo de responsabilidad, pero el año pasado se fue de
aquí. Le ofrecieron un trabajo en Bakú, en el Petróleo de Azerbaiyán, en técnicas de
seguridad».
Y bien, palomita mía, mi viaje no va a ser tan corto como pensábamos. Escribes que el
dinero se está acabando. Qué le vamos a hacer, Katerina Aleksándrovna. No hay que esperar
mucho para el final. Armándote de paciencia y rezándole a Dios, vende mi uniforme de
estudiante a rayas. Habrá que asumir más gastos de otro tipo. Estáte preparada para todo.
Los precios en Rostov son terribles. Por una habitación en un hotel he pagado dos rublos
veinticinco kopeks. Hasta Bakú tengo dinero suficiente. Telegrafiaré desde allí, en caso de
éxito.
Aquí hace calor. Llevo el abrigo en el brazo. Temo dejarlo en la habitación, en cuanto te
descuidas, te lo roban. La gente aquí es despierta.
No me gusta la ciudad de Rostov. Por la cantidad de su población y por su situación
geográfica está considerablemente por detrás de Járkov. Pero no importa, madrecita, si Dios
quiere, iremos juntos a Moscú. Verás entonces una ciudad auténticamente occidental. Y
después viviremos en Samara, cerca de nuestra pequeña fábrica.
¿No ha regresado Vorobiáninov? ¿Dónde podrá andar ahora? ¿Sigue comiendo
Evstignéev? ¿Cómo ha quedado mi sotana después de limpiarla? A todos nuestros conocidos
les sigues asegurando que me encuentro junto al lecho de muerte de mi tía. A Gúlenka
escríbele lo mismo.
¡Ah! Por poco me olvido de contarte una cosa terrible que me ha sucedido hoy.
Estaba cerca de un puente, admirando el apacible Don y soñando con nuestra futura
abundancia, cuando se levantó viento y me tiró al río la gorra de tu hermano, el panadero. Fue
visto y no visto. Tuve que hacer un nuevo gasto: comprar un quepis inglés de dos rublos
cincuenta kopeks. A tu hermano, el panadero, no le cuentes nada de lo sucedido. Asegúrale
que estoy en Vorónezh.
La cosa va mal con la ropa de muda. Por la noche la lavo y, si no esta seca por la mañana,
me la pongo húmeda. Con el calor que hace ahora, es hasta agradable.
Besos y abrazos.
Tu marido por siempre, Fedia

Página 222
XXVIII
LA GALLINITA Y EL GALLITO DEL OCÉANO PACÍFICO

El reportero Persitski se preparaba activamente para el bicentenario del gran


matemático Isaac Newton.
En pleno trabajo entró Stepa, de La ciencia y la vida. Tras él se arrastraba
una obesa ciudadana.
—Escuche, Persitski —dijo Stepa—, aquí tiene a una ciudadana que viene
a verle por un asunto. Venga aquí, ciudadana, este camarada le explicará.
Stepa se fue corriendo, conteniendo la risa.
—¿Y bien? —preguntó Persitski—. ¿Qué se le ofrece?
Madame Gritsatsueva (era ella) alzó hacia el reportero sus lánguidos ojos
y, en silencio, le tendió un papelito.
—Bien… —dijo Persitski—. «Atropellado por un caballo… se libró con
un pequeño susto…». ¿Y qué?
—La dirección —pronunció suplicante la viuda—, ¿no me podría dar la
dirección?
—¿La dirección de quién?
—De O. Bénder.
—¿Cómo la voy a saber?
—Pero su camarada me ha dicho que usted la sabe.
—Yo no sé nada. Diríjase a una oficina de información.
—¿Quizás usted lo recuerde, camarada? Con botines amarillos.
—Yo mismo llevo botines amarillos. En Moscú otras doscientas mil
personas suelen ir con botines amarillos. Quizás necesite saber sus
direcciones. En ese caso, con mucho gusto. Abandonaré todo mi trabajo y me
dedicaré a ese asunto. Dentro de medio año lo sabrá todo. Estoy ocupado,
ciudadana.
Pero la viuda, que experimentaba un gran respeto hacia Persitski,
caminaba tras él por el pasillo y, golpeteando con sus enaguas almidonadas,

Página 223
repetía sus súplicas.
«Ese Stepa es un cerdo. Pero no importa, le haré cargar con el inventor del
movimiento perpetuo, va a saber lo que es bueno».
—Pero ¿qué puedo hacer yo? —preguntó irritado Persitski, deteniéndose
delante de la viuda—. ¿De dónde puedo saber yo la dirección del ciudadano
O. Bénder? ¿Es que soy el caballo que lo atropelló? ¿O el cochero al que, ante
mis ojos, golpeó en la espalda…?
La viuda respondía con un confuso fragor en el que se podía distinguir
sólo «camarada» y «se lo suplico encarecidamente».
El trabajo en la Casa de los Pueblos ya había terminado. Las oficinas y los
pasillos se habían quedado vacíos. Sólo una máquina de escribir, en alguna
parte, acababa de golpetear sobre una página.
—¡Pardon, madame, ya ve usted que estoy ocupado!
Con estas palabras, Persitski se escondió en el servicio. Después de
pasearse allí diez minutos, salió alegremente. Gritsatsueva sacudía
pacientemente sus faldas en la esquina de dos pasillos. Al acercarse Persitski,
rompió a hablar de nuevo.
El reportero se enfureció.
—Muy bien, señora —dijo—, como quiera, le voy a decir dónde está su
O. Bénder. Vaya todo recto por el pasillo, después gire a la derecha y vaya
recto de nuevo. Allí habrá una puerta. Pregunte a Cherepénnikov. Él debe
saberlo.
Y Persitski, satisfecho con su ocurrencia, desapareció con tanta rapidez,
que la almidonada viudita no tuvo tiempo de recibir informes
complementarios.
Madame Gritsatsueva se alisó las faldas y echó a andar por el pasillo.
Los pasillos de la Casa de los Pueblos eran tan largos y estrechos que los
que caminaban por ellos aceleraban el paso sin querer. Sólo con ver al
visitante se podía saber cuánto había recorrido. Si caminaba con un paso un
poco apresurado, significaba que su marcha acababa de comenzar. Los que
habían recorrido dos o tres pasillos desarrollaban un trote medio. Y a veces se
podía ver a un hombre que corría sin aliento: se encontraba en el estadio del
quinto pasillo. El ciudadano que había atravesado ocho pasillos podía
fácilmente rivalizar en velocidad con un pájaro, un caballo de carreras y con
el corredor Nurmi, el campeón del mundo.
Después de girar a la derecha, madame Gritsatsueva echó a correr. El
parqué crujía.

Página 224
A su encuentro caminaba con rapidez un hombre moreno, con un chaleco
azul y unos botines color frambuesa. Por la cara de Ostap se veía que la visita
a la Casa de los Pueblos a una hora tan tardía la provocaban asuntos de la
concesión de carácter extraordinario. Evidentemente, en los planes del
director técnico no entraba un encuentro con su amada.
Al ver a la viudita, Bénder se dio la vuelta y echó a caminar a lo largo de
la pared sin mirar atrás.
—Camarada Bénder —gritó la viuda, entusiasmada—, ¿adónde va usted?
El gran intrigante aceleró el paso. Lo mismo hizo la viuda.
—Espere que le diga algo —le pidió.
Pero sus palabras no llegaron a oídos de Ostap. En sus orejas cantaba y
silbaba ya el viento. Corría por el cuarto pasillo, recorría a galope los tramos
de las escaleras de hierro interiores. A su amada le dejó sólo el eco
prolongado de los ruidos en la escalera.
—¡Bien, gracias! —refunfuñaba Ostap, sentado en la quinta planta—.
Vaya un momento para un rendez-vous. ¿Quién habrá enviado aquí a esta
ardiente damita? Ya es hora de liquidar la sucursal moscovita de la concesión,
si no, a lo mejor viene también a verme el húsar de la cerrajería.
Durante este tiempo, madame Gritsatsueva, separada de Ostap por tres
plantas, mil puertas y una docena de pasillos, se secó con el dobladillo de las
enaguas su rostro acalorado y comenzó la búsqueda. Quería encontrar cuanto
antes a su marido y tener una explicación con él. En los pasillos se
encendieron tenues lámparas. Todas las lámparas, todos los pasillos y todas
las puertas eran idénticos. La viuda sintió miedo. Tuvo ganas de irse.
Sometida a la progresión de los pasillos, corría con una rapidez cada vez
más redoblada. Al cabo de media hora ya le era imposible detenerse. Las
puertas de los presidiums, secretariados, comités sindicales locales, secciones
organizativas y redacciones pasaban volando con estrépito a ambos lados de
su voluminoso cuerpo. Al pasar derribaba con sus faldas de hierro los
ceniceros, que rodaban tras ella con un ruido de cacerolas. En los rincones de
los pasillos se formaban torbellinos y remolinos. Los ventanillos abiertos
batían. Los dedos indicadores, pintarrajeados con plantilla en las paredes, se
clavaban en la pobre caminante.
Por fin, Gritsatsueva fue a parar al rellano de una escalera interior. Allí
estaba oscuro, pero la viuda dominó el miedo, echó a correr hacia abajo y tiró
de una puerta acristalada. La puerta estaba cerrada. La viuda se precipitó
hacia atrás. Pero la puerta por la que acababa de pasar había sido también
cerrada por una mano diligente.

Página 225
En Moscú les gusta cerrar las puertas con cerrojo.
Miles de entradas principales están condenadas por dentro con tablas y
cientos de miles de ciudadanos penetran en sus apartamentos por la entrada de
servicio. Hace tiempo que pasó el año dieciocho, hace tiempo ya que se
volvió vago el concepto de «asalto al apartamento» y desaparecieron los
grupos de defensa de los inmuebles, organizados por los vecinos para
garantizar su seguridad. Se resuelve el problema de la circulación en las
calles, se construyen enormes centrales eléctricas, se hacen enormes
descubrimientos científicos, pero no hay ningún hombre que consagre su vida
a resolver el problema de las puertas cerradas.
¿Quién es la persona que resolverá el enigma de los cines, los teatros y los
circos?
Tres mil personas deben entrar en un circo en diez minutos a través de una
única puerta con un solo batiente abierto. Las diez puertas restantes,
especialmente adaptadas para dejar pasar a grandes multitudes de gente,
permanecen cerradas. ¿Quién sabe por qué lo están? Es posible que hace
veinte años robaran de la cuadra del circo un asno sabio y desde entonces la
dirección, atemorizada, ciegue las entradas y salidas cómodas. O quizás, en
cierta ocasión, un famoso rey del aire se enfrió por culpa de una corriente y
las puertas cerradas son sólo un eco del escándalo que armó.
En los teatros y en el cine dejan salir al público en pequeños grupos, como
para evitar embotellamientos. Evitarlos es muy fácil: sólo hace falta abrir las
abundantes salidas. Pero, en lugar de esto, la administración actúa empleando
la fuerza. Los acomodadores, con los brazos entrelazados, forman una barrera
viva y, de este modo, mantienen asediado al público no menos de media hora.
Y las puertas, las sagradas puertas, cerradas ya en tiempos de Pablo I, siguen
cerradas también hoy.
Quince mil amantes del fútbol, excitados por el bravo juego de la
selección de Moscú, se ven obligados a abrirse paso en un tranvía a través de
una hendidura tan estrecha que un solo guerrero, ligeramente armado, podría
contener allí a cuarenta mil bárbaros reforzados por dos torres de asalto.
Un estadio deportivo no posee techo, pero hay unos cuantos portones.
Está abierto sólo un portillo. Unicamente se puede salir forzando las puertas.
Después de cada gran competición las acaban forzando. Pero preocupados por
cumplir una santa tradición, las reparan con cuidado cada vez y las vuelven a
cerrar herméticamente.
Si no hay ninguna posibilidad de poner una puerta (esto sucede cuando no
hay dónde sujetarla), se emplean puertas disimuladas de todo tipo:

Página 226
1. Barreras
2. Vallas
3. Bancos vueltos del revés
4. Carteles de prohibido
5. Cuerdas

Las barreras se emplean en las instituciones oficiales.


Con ellas se bloquea el acceso al funcionario que se busca. El visitante va
y viene como un tigre a lo largo de la barrera, intentando llamar la atención
hacia sí por señas, lo que no siempre se consigue. ¡Y quizás el visitante haya
traído un invento útil! ¡Quizás simplemente quiera pagar el impuesto sobre la
renta! Pero la barrera se lo ha impedido: el invento permanece desconocido y
el impuesto, impagado.
La valla se utiliza en la calle.
La colocan en primavera en una arteria ruidosa, según parece para cerrar
la acera que se va a reparar. Y, en un instante, la ruidosa calle se queda
desierta. Los transeúntes acceden a los lugares que necesitan a través de otras
calles. Cada día deben hacer un kilómetro de más, pero la alada esperanza no
les abandona. Pasa el verano. Las hojas se marchitan. Pero la valla sigue allí.
La reparación no se ha hecho. Y la calle permanece desierta.
Con los bancos de jardín vueltos del revés se bloquean las entradas a los
jardines moscovitas, que, por una indignante negligencia de sus constructores,
no están provistos de sólidos portones.
Sobre los carteles de prohibido se podría escribir un libro entero, pero esto
no entra ahora en los planes de los autores.
Estos carteles suelen ser de dos tipos: directos e indirectos.
Entre los directos se pueden clasificar:
SE PROHÍBE LA ENTRADA

SE PROHÍBE LA ENTRADA A PERSONAS AJENAS

NO PASAR

Tales carteles se cuelgan a veces sobre las puertas de las instituciones


oficiales visitadas por el público con especial frecuencia.
Los carteles indirectos son los más perniciosos. No prohíben la entrada,
pero raro es el valiente que se arriesgará, sin embargo, a hacer uso de su
derecho. He aquí estos vergonzosos carteles:
NO ENTRAR SIN PREVIO AVISO

NO SE RECIBE

Página 227
CON TU VISITA MOLESTAS A UN HOMBRE OCUPADO

Allí donde no se pueden colocar barreras o vallas, dar la vuelta a bancos o


colgar un cartel de prohibido, se tienden cuerdas. Se tienden según la
inspiración, en los lugares más inesperados. Si están a la altura del pecho
humano, todo queda en un ligero susto y en una risa un poco nerviosa. Pero
una cuerda tendida a la altura del tobillo puede mutilar a una persona.
¡Al diablo las puertas! ¡Al diablo las colas en las entradas de los teatros!
¡Permitidnos entrar sin previo aviso! ¡Rogamos que quiten la valla colocada
por el negligente administrador de un edificio junto a su acera hundida! ¡Los
bancos vueltos del revés colocadlos en su sitio! Por la noche es cuando más
agrada sentarse en un jardín. ¡El aire es limpio y vienen a la cabeza
pensamientos inteligentes!

Madame Gritsatsueva, sentada en la escalera junto a la puerta acristalada


cerrada con llave, justo en el centro de la Casa de los Pueblos, pensaba en su
destino de viuda, echaba una cabezada de vez en cuando y esperaba la
mañana.
Desde el pasillo iluminado, a través de la puerta acristalada, se derramaba
sobre la viuda la luz amarilla de los plafones eléctricos. Un alba cenicienta se
colaba a través de las ventanas de la caja de la escalera.
Era la silenciosa hora en que la mañana es todavía joven y pura. A esta
hora, Gritsatsueva oyó pasos en el pasillo. La viuda se levantó con viveza y se
apretó contra el cristal. Al final del pasillo brilló un chaleco azul. Los botines
color frambuesa estaban espolvoreados de estuco. El veleidoso hijo del
súbdito turco, sacudiéndose el polvo de la chaqueta, se aproximaba hacia la
puerta acristalada.
—¡Ratoncito! —le llamó la viuda—. ¡Ratonci-i-ito!
Soplaba contra el cristal con una indecible ternura. El cristal se empañó,
aparecieron manchas irisadas. Entre la niebla y los arco iris centelleaban
espectros azules y de color frambuesa.
Ostap no oía los arrullos de la viuda. Se rascaba la espalda y giraba la
cabeza con preocupación. Un segundo más y habría desaparecido tras el
recodo.
Con el gemido «¡Camarada Bénder!», la pobre esposa tamborileó en el
cristal. El gran intrigante se volvió.
—¡Ah! —dijo, viendo que estaba separado de la viuda por una puerta
cerrada—. ¿También está usted aquí?

Página 228
—Aquí, aquí —repitió alegremente la viuda.
—Abrázame, alegría mía, hace tanto tiempo que no nos hemos visto —
invitó el director técnico.
La viuda comenzó a removerse. Daba saltos tras la puerta como un
pardillo en una jaula. Las faldas, aplacadas durante la noche, crujieron de
nuevo. Ostap abrió los brazos.
—¿Por qué no vienes, gallinita mía? ¡Tu gallito del Pacífico se ha fatigado
tanto en la sesión del Pequeño Consejo de Comisarios del Pueblo!
La viuda estaba privada de fantasía.
—Ratoncito —dijo por quinta vez—. Ábrame la puerta, camarada Bénder.
—¡Calma, jovencita! El pudor es el ornato de la mujer. ¿A qué vienen
estos saltos?
La viuda sufría.
—Bueno, ¿qué es lo que la atormenta? —preguntó Ostap—. ¿Quién le
impide vivir?
—¡Se marcha de casa y aún me lo pregunta!
Y la viuda rompió a llorar.
—Séquese los ojitos, ciudadana. Cada una de sus lágrimas es una
molécula del cosmos.
—Y yo esperaba, esperaba. He cerrado el negocio. He venido a por usted,
camarada Bénder…
—Bueno, ¿y qué tal le va ahora en la escalera? ¿No hay corrientes de
aire?
La viuda comenzó a hervir lentamente, como un gran samovar de
monasterio.
—¡Traidor! —pronunció con un estremecimiento.
Ostap tenía todavía un poco de tiempo libre. Se puso a chasquear los
dedos y, balanceándose rítmicamente, entonó en voz baja:
¡A menudo encerrado llevamos
un diablillo dentro!
Y el hechizo de una mujer bella
nos incendia el pecho…[96]

—¡Así revientes! —le deseó la viuda al acabar el baile—. Me robaste el


brazalete que me regaló mi marido. Y la silla, ¿por qué la cogiste?
—¿Parece que pasa usted a los reproches personales? —observó Ostap
con frialdad.
—¡Me robaste, me robaste! —repitió la viuda.

Página 229
—Sabe lo que le digo, jovencita: que se le quede bien grabado en la
cabeza que Ostap Bénder nunca ha robado nada.
—Y el colador, ¿quién lo cogió?
—¡Ah, el colador! ¿Uno de sus bienes muebles? ¿Y eso lo considera un
robo? En ese caso, nuestros puntos de vista sobre la vida son diametralmente
opuestos.
—Te lo llevaste —cacareaba la viuda.
—En ese caso, si un hombre joven y sano, le toma prestado a una abuela
de provincias un utensilio de cocina que ella, por su mala salud, no necesita,
¿entonces es un ladrón? ¿Así hay que entenderla a usted?
—¡Ladrón! ¡Ladrón!
—En tal caso, tendremos que separarnos. Estoy conforme en el divorcio.
La viuda se lanzó contra la puerta. Los cristales temblaron.
Ostap comprendió que era hora de marcharse.
—No hay tiempo para abrazos —dijo—. ¡Adiós, amada mía! Nos
alejamos como los barcos en el mar.
—¡¡Socorro!! —vociferó la viuda.
Pero Ostap ya estaba al final del pasillo. Se subió al alféizar, saltó
pesadamente sobre la tierra, húmeda después de la lluvia nocturna, y
desapareció por los resplandecientes jardines del Parque de Deportes.
Los gritos de la viuda despertaron a un guardia. Este acudió y liberó a la
prisionera, después de amenazarla con una multa.

Página 230
XXIX
EL AUTOR DE «LA GAVRILIADA»[97]

Mientras madame Gritsatsueva abandonaba la poco hospitalaria sede de


oficinas, a la Casa de los Pueblos afluían ya los empleados de los rangos más
modestos: mensajeros, señoritas recepcionistas, telefonistas de turno, jóvenes
ayudantes de contable y aprendices.
Entre ellos se movía Nikífor Liapis, un hombre muy joven con el pelo
rizado como un carnero y mirada insolente.
Los zafios, los obstinados y los que la visitaban por primera vez entraban
en la Casa de los Pueblos por la puerta principal. Nikífor Liapis penetró en el
edificio a través del ambulatorio. En la Casa de los Pueblos estaba como en su
propia casa y conocía los caminos más cortos hacia los oasis donde brotan los
claros manantiales de los honorarios, a la amplia sombra de las revistas de la
administración.
Antes que nada, Nikífor Liapis fue al bufé. La caja niquelada tocó una
danza húngara y arrojó tres tiques. Nikífor abrió un vaso sellado con papel, se
bebió la leche agria que contenía y se comió un pastel de crema parecido a un
parterre. Todo esto lo acompañó con té. Después Liapis comenzó a recorrer
sin prisa sus posesiones.
La primera visita la hizo a la redacción de la revista mensual de caza
Guerásim y Mumú[98]. El camarada Napérnikov todavía no estaba y Nikífor
Liapis se dirigió hacia el Correo higroscópico, portavoz semanal de los
trabajadores de farmacia, por medio del cual se comunicaban con el mundo
exterior.
—Buenos días —dijo Nikífor—. He escrito unos versos excelentes.
—¿Sobre qué? —preguntó el encargado de la página literaria—. ¿Sobre
qué tema? Pues ya sabe usted, Trubetskói, que nuestra revista…
El encargado, para precisar con más exactitud la esencia del Correo
higroscópico, agitó levemente los dedos.

Página 231
Trubetskói-Liapis miró sus pantalones de estera blanca, echó el cuerpo
hacia atrás y dijo melodiosamente:
—Balada de la gangrena.
—Interesante —observó el higroscópico personaje—, ya era hora de
difundir las ideas de la profiláctica de una forma accesible al gran público.
Liapis comenzó a declamar inmediatamente:
Gavrila sufría de gangrena,
Gavrila con gangrena cayó en cama…

A continuación, con el mismo audaz yambo de cuatro pies se narraba la


historia de Gavrila, el cual, por ignorancia, no había ido a la farmacia a
tiempo y había perecido por no haber untado su herida con yodo.
—Va progresando, Trubetskói —aprobó el redactor—, pero me gustaría
un poco más de… ¿me comprende usted?
Empezó a mover los dedos, pero se quedó con la terrible balada,
prometiendo pagarle el martes.
En la revista La semana del telegrafista recibieron a Liapis con
hospitalidad.
—Qué bien que hayas venido, Trubetskói. Precisamente nos hacen falta
unos versos. La única condición es que sean sobre la vida normal y corriente,
de cada día. Nada de lirismo. ¿Oye, Trubetskói? Algo sobre la vida de los
empleados de Correos, y además de eso, ¿me comprende…?
—Ayer sin ir más lejos reflexioné sobre la vida de los empleados de
Correos. Y me salió este poema. Se llama La última carta. Dice así:
Trabajaba Gavrila de cartero,
Gavrila llevaba las cartas…

La historia de Gavrila estaba comprendida en setenta y dos versos. Al


final del poema, el repartidor Gavrila, abatido por la bala de un fascista,
llevaba aún así la carta a su destino.
—¿Dónde transcurre la acción? —le preguntaron a Liapis.
La pregunta era legítima. En la URSS no hay fascistas y en el extranjero
no hay Gavrilas miembros del Sindicato de Trabajadores de Comunicaciones.
—¿Dónde está el problema? —dijo Liapis—. La acción transcurre aquí,
desde luego, y el fascista va disfrazado.
—Sabe, Trubetskói, escríbanos mejor sobre una emisora de radio.
—¿Y por qué no quieren al cartero?
—Que se quede. Lo cogemos de modo condicional.

Página 232
El entristecido Nikífor Liapis-Trubetskói se dirigió de nuevo a Guerásim
y Mumú. Napérnikov ya estaba tras su mesa de despacho. En la pared colgaba
un retrato de Turguénev muy aumentado, con quevedos, botas de agua y una
escopeta de dos cañones terciada. Al lado de Napérnikov estaba la
competencia de Liapis, un bardo de arrabal.
Comenzó la vieja canción sobre Gavrila, pero ahora con una orientación
cinegética. La creación se titulaba La oración del cazador furtivo:
Gavrila esperaba emboscado a una liebre,
Gavrila a una liebre disparó.

—¡Muy bien! —dijo el bondadoso Napérnikov—. Usted, Trubetskói, ha


superado al propio Entij en este poema. Sólo hay que corregir algunas cosas.
En primer lugar, suprima de raíz la palabra «oración».
—Y la liebre —dijo la competencia.
—¿Por qué la liebre? —se asombró Napérnikov.
—Porque no es la temporada.
—Ya lo oye, Trubetskói, cambie también a la liebre.
El poema, en su renovado aspecto, llevaba por título: La lección del
cazador furtivo, y las liebres habían sido sustituidas por becadas. Después
resultó que en verano tampoco se cazan becadas. En su forma definitiva, lo
versos decían:
Gavrila esperaba emboscado a un pájaro,
Gavrila a un pájaro disparó…
y etc.

Después de desayunar en el comedor, Liapis la emprendió de nuevo con el


trabajo. Sus pantalones blancos brillaban en la oscuridad de los pasillos.
Entraba en las redacciones y vendía al polifacético Gavrila.
En La flauta cooperativa Gavrila fue despachado bajo el título de La
flauta de Eolo.
Trabajaba Gavrila de dependiente,
Gavrila vendía flautas…

Los simplones de la gruesa revista El bosque tal y como es le compraron a


Liapis el pequeño poema En el lindero. Comenzaba así:
Iba Gavrila por un frondoso bosque,
Bambú cortaba Gavrila.

Página 233
El último Gavrila del día estaba ocupado en la fabricación del pan. Se le
encontró sitio en la redacción de El trabajador del panecillo. El poema
llevaba un largo y melancólico título. Sobre el pan, la calidad de la
producción y la mujer amada y estaba dedicado a una misteriosa Gina Chlek.
Su comienzo era, como siempre, épico:
Trabajaba Gavrila de panadero,
Gavrila cocía panecillos…

La dedicatoria, después de una delicada discusión, fue suprimida.


Lo más triste era que a Liapis no le daban dinero en ninguna parte. Unos
prometían dárselo el martes, otros el jueves o el viernes, o dentro de dos
semanas. Tuvo que ir a que le prestaran dinero al campo enemigo, allí donde
nunca publicaban a Liapis.
Liapis bajó de la quinta planta a la segunda y entró en el secretariado de
La Prensa. Para su desgracia, se topó enseguida con el diligente Persitski.
—¡Ah! —exclamó Persitski—. ¡Lapsus!
—Escuche —dijo Nikífor Liapis, bajando la voz—, présteme tres rublos.
Guerásim y Mumú me debe un montón de dinero.
—Le daré medio rublo. Espere. Ahora vuelvo.
Y Persitski regresó, trayendo con él a una decena de colaboradores de La
Prensa.
Se entabló una conversación general:
—¿Y bien? ¿Qué tal van los negocios? —preguntaba Persitski.
—¡He escrito unos versos excelentes!
—¿Sobre Gavrila? ¿Algo campesino? «Araba Gavrila muy de mañana,
Gavrila su arado adoraba».
—¡Nada de Gavrila! ¡Eso es una chapuza! —se defendía Liapis—. He
escrito sobre el Cáucaso.
—¿Y usted ha estado en el Cáucaso?
—Iré dentro de dos semanas.
—¿Y no le da miedo, Lapsus? ¡Allí hay chacales!
—¡Mucho que me va a asustar eso! ¡En el Cáucaso no son venenosos!
Después de esta respuesta todos se pusieron en guardia.
—Diga, Lapsus —preguntó Persitski—, ¿cómo son los chacales, en su
opinión?
—¡Sé muy bien cómo son, déjeme en paz!
—Entonces, ¡dígalo, si lo sabe!
—Pues así… en forma de serpiente.

Página 234
—Sí, sí, tiene usted razón, como siempre. Y en su opinión, los sillares de
cabra salvaje se sirven a la mesa acompañados de estribos.
—¡Yo nunca he dicho eso! —gritó Trubetskói.
—Usted no lo ha dicho. Lo ha escrito. Napérnikov me dijo que usted
intentó colocarle en Guerásim y Mumú esos versecillos, que supuestamente
trataban sobre la vida cotidiana de los cazadores. Dígalo en conciencia,
Lapsus, ¿por qué escribe sobre lo que no ha visto en su vida y sobre aquello
de lo que no tiene ni la menor idea? ¿Por qué en el poema Cantón un peinador
es un traje de baile? ¿Por qué?
—Usted es un pequeño burgués —dijo Liapis con petulancia.
—¿Por qué en el poema Gran premio hípico Budionni el yóquey aprieta la
correa de la collera del caballo y después se sienta en el pescante? ¿Usted ha
visto alguna vez una correa de collera?
—Sí.
—Entonces, ¡diga cómo es!
—Déjeme en paz. ¡Usted es un enfermo mental!
—¿Y ha visto usted un pescante? ¿Ha estado en las carreras?
—No es obligatorio estar en todas partes —gritaba Liapis—. Pushkin
escribió unos versos turcos y nunca estuvo en Turquía.
—Oh, sí, resulta que Erzerum[99] se encuentra en la región de Tula.
Liapis no comprendió el sarcasmo. Continuó acaloradamente:
—Pushkin escribía basándose en materiales. Leyó la historia de la
rebelión de Pugachov y después escribió una novela.[100] A mí, sobre las
carreras, me lo contó todo Entij.
Después de esta defensa maestra, Persitski arrastró al tozudo Liapis a la
habitación vecina. Los espectadores les siguieron. Allí, sobre la pared, estaba
colgado un gran recorte de periódico, encuadrado por una orla fúnebre.
—¿Usted fue el que escribió este ensayo en La pasarela del capitán?
—Sí, yo.
—Parece que este es su primer intento en prosa. ¡Le felicito! «Las olas
rodaban a través del muelle y caían como un impetuoso cabrestante…». ¡Sí
que le ha hecho usted un gran favor a La pasarela del capitán! ¡La pasarela
tardará ahora mucho tiempo en olvidarle, Liapis!
—¿Qué pasa?
—Pasa que… ¿Usted sabe lo que es un cabrestante?
—Desde luego que lo sé, déjeme en paz…
—¿Cómo se imagina un cabrestante? Descríbalo con sus propias palabras.
—Así… Que cae, en una palabra.

Página 235
—El cabrestante cae. ¡Fíjense todos! ¡El cabrestante cae impetuosamente!
Espere, Lapsus, ahora le traigo medio rublo. ¡No le dejen marchar!
Pero tampoco esta vez le fue entregado el medio rublo. Persitski trajo de
la oficina de información el tomo veintiuno del Brockhaus[101], desde Dömitz
hasta Evréinov. Entre Dömitz, fortaleza del gran ducado de Mecklemburgo-
Schwerin, y Dommel, río de Bélgica y Holanda, encontró la palabra que
buscaba.
—¡Escuchen! «cabrestante (ruso: domkrat): máquina para elevar pesos
importantes. El cabrestante normal y corriente, empleado para elevar
vehículos, etc., se compone de una banda dentada móvil, que depende de una
rueda dentada que gira con ayuda de un manubrio…». Y etcétera. Y más
adelante: «John Dixon alzó en 1879 el obelisco conocido con el nombre de La
aguja de Cleopatra con la ayuda de cuatro obreros que accionaban cuatro
cabrestantes hidráulicos». ¿Y esta máquina, en su opinión, posee la capacidad
de caer impetuosamente? En ese caso, Brockhaus y Efrón han estado
engañando a la humanidad durante cincuenta años. ¿Por qué escribe chapuzas
en lugar de estudiar? ¡Conteste!
—Necesito dinero.
—Pero si usted no lo tiene nunca. Siempre está merodeando a la busca de
medio rublo.
—He comprado unos muebles y me he salido del presupuesto.
—¿Y ha comprado muchos muebles? ¡Porque por sus chapuzas le pagan
lo que estas valen, es decir, ni un céntimo!
—¿Ni un céntimo? Menuda silla he comprado en una subasta…
—¿En forma de serpiente?
—No. Procedente de un palacio. Pero me ha sucedido una desgracia.
Regresé ayer por la noche a casa…
—¿De ver a Gina Chlek? —gritaron los presentes todos a una.
—¡Gina!… Con Gina hace ya tiempo que no vivo. Regresaba de un
debate de Maiakovski. Llego. La ventana está abierta. Enseguida presentí que
algo había sucedido.
—¡Ay, ay, ay! —dijo Persitski, cubriéndose la cara con las manos—. Me
da, camaradas, que a Lapsus le han robado su obra maestra Gavrila trabajaba
de portero, Gavrila como portero se contrató.
—Déjeme terminar. ¡Un inaudito acto de gamberrismo! Unos canallas se
colaron en mi habitación y me rajaron todo el tapizado de la silla. ¿Quizás
alguien me pueda prestar cinco rublos para arreglarla?

Página 236
—Para arreglarla componga un nuevo Gavrila. Puedo incluso decirle el
comienzo. Espere, espere… Ahora… Aquí tiene: Gavrila compró una silla en
el mercado, tenía Gavrila una silla defectuosa. Apúntelo enseguida. Esto se
puede vender con algún beneficio a La voz de la cómoda… ¡Ay, Trubetskói,
Trubetskói!… Y a propósito, Lapsus, ¿por qué es usted Trubetskói? ¿Por qué
no adopta un pseudónimo aún mejor? ¡Por ejemplo, Dolgoruki! ¡Nikífor
Dolgoruki! ¿O Nikífor Valois? O mejor aún: ¿el ciudadano Nikífor
Sumarókov-Elston? Si se le presenta una buena ocasión de agenciarse algo,
enseguida tres versecillos a Guer-Mumú y arreglará la situación
brillantemente. Un desvarío lo firma como Sumarókov, otro bodrio como
Elston, y el tercero como Yusúpov…[102] ¡Ay, menudo chapucero está usted
hecho!

Página 237
XXX
EN EL TEATRO COLÓN

Ippolit Matvéevich se estaba convirtiendo poco a poco en un adulador.


Cuando miraba a Ostap, sus ojos adquirían el matiz azul claro que poseían los
de los antiguos gendarmes.
En la habitación de Ivanópulo hacía tanto calor que las sillas de
Vorobiáninov, resecas, crujían como la leña en la chimenea. El gran intrigante
descansaba con la cabeza recostada sobre su chaleco azul.
Ippolit Matvéevich miraba por la ventana. Por las callejuelas tortuosas,
frente a los minúsculos jardines moscovitas, pasaba un carruaje con un escudo
de armas. En su negro barniz se reflejaban sucesivamente las reverencias de
los transeúntes: un caballero de la Guardia Real con casco de bronce, las
damas de la ciudad y unas vaporosas nubecillas blancas. Fustigando la
calzada con sus herraduras, los caballos arrastraron el carruaje frente a Ippolit
Matvéevich, que se volvió desilusionado.
El carruaje llevaba el escudo del Ayuntamiento de Moscú, estaba
destinado al acarreo de basura y sus flancos de tablas no reflejaban nada.
En el pescante iba sentado un bravo anciano con una barba cana y
esponjosa. Si Ippolit Matvéevich hubiese sabido que el cochero no era otro
que el conde Alekséi Bulánov, el famoso húsar-asceta, seguramente hubiera
llamado al anciano para hablar con él sobre los deliciosos tiempos pasados.
El conde Alekséi Bulánov tenía una grave preocupación. Mientras azotaba
a los caballos, meditaba con tristeza sobre la burocracia que roía la subsección
de saneamiento, que hacía ya medio año que no le proporcionaba al conde el
delantal especial previsto por el convenio colectivo.
—Escuche —dijo de repente el gran intrigante—, ¿cómo le llamaban en
su infancia?
—¿Y para qué quiere saberlo?

Página 238
—Porque sí. No sé cómo llamarle. Estoy harto de llamarle Vorobiáninov,
e Ippolit Matvéevich es demasiado formal. ¿Cómo le llamaban? ¿Ipa?
—Kisa[103] —respondió Ippolit Matvéevich, sonriéndose.
—Realmente genial. Muy bien, Kisa, mire, por favor, lo que tengo en la
espalda. Me duele entre los omoplatos.
Ostap se sacó por la cabeza su camisa de cowboy. Ante Kisa
Vorobiáninov apareció una ancha espalda de Antínoo de provincias, una
espalda de formas encantadoras, pero un poco sucia.
—¡Vaya! —dijo Ippolit Matvéevich—. Hay una especie de
enrojecimiento.
Entre los omóplatos del gran intrigante unos cardenales color lila de
extraños contornos irisaban con los mismos colores de un arco iris en una
mancha de petróleo.
—¡Palabra de honor que es el número 8! —exclamó Vorobiáninov—. Es
la primera vez que veo un cardenal así.
—¿Y no hay otro número? —preguntó tranquilamente Ostap.
—Parece una especie de letra P.
—No hay más preguntas. Está todo claro. ¡Maldita pluma! ¿Ve, Kisa,
cómo sufro, a qué peligros me expongo por culpa de sus sillas? Estos signos
aritméticos me fueron asestados por una gran pluma estilográfica con plumín
n.º 86. Tengo que advertirle que la maldita pluma cayó sobre mi espalda justo
en el instante en que yo hundía mis manos en el interior de la silla del
redactor. En cambio, usted no sabe hacer nada a derechas. La silla de
Iznurénkov, ¿quién la echó a perder de tal modo que después tuve que pagar
el pato por usted? De la subasta mejor no hablar. ¡Vaya un momento para ir
de faldas! ¡A su edad eso es sencillamente nocivo! ¡Cuide su salud…! ¡En
cambio, yo! A mis espaldas, la silla de la viuda. A mis espaldas, las dos de los
Shchukin. ¡La silla de Iznurénkov, en resumidas cuentas, la hice yo! ¡A la
redacción y a casa de Liapis fui yo! ¡Y usted sólo culminó victoriosamente
una única silla, y eso con la ayuda de nuestro santo enemigo, el arzobispo!
Caminando por la habitación sin hacer ruido, con los pies desnudos, el
director técnico le leía la cartilla al dócil Kisa.
La silla que había desaparecido en el patio de mercancías de la estación de
Octubre seguía siendo, como siempre, una mancha oscura en el brillante plan
de los trabajos de la concesión. Las cuatro sillas del teatro Colón eran una
presa segura. Pero el teatro se iba de gira por el Volga en el barco
Scriabin[104], que hacía propaganda de las obligaciones del Estado sorteables,
y hoy daban el estreno de El casamiento como último espectáculo de la

Página 239
temporada. Había que decidir si quedarse en Moscú para buscar la silla
perdida en la extensión de la plaza de la Atalaya o partir de gira junto con la
compañía de teatro. Ostap se inclinaba por lo segundo.
—¿Y si nos separáramos? —preguntó Ostap—. Yo iré con el teatro y
usted quédese y siga el rastro de la silla en el patio de mercancías.
Pero Kisa parpadeó tan cobardemente con sus canosas pestañas que Ostap
no continuó.
—De dos liebres —dijo—, se escoge a la más gorda. Vayamos juntos.
Pero los gastos serán grandes. Nos hará falta dinero. A mí me quedan sesenta
rublos. ¿Y a usted cuántos? ¡Ah, lo olvidaba! ¡A sus años el amor de las
mujeres cuesta tan caro! Decreto que hoy vayamos al teatro, al estreno de El
casamiento. No olvide ponerse el frac. Si las sillas están aún allí y no las han
vendido para pagar las deudas a la Seguridad Social, mañana mismo nos
ponemos en viaje. Recuerde, Vorobiáninov, se aproxima el último acto de la
comedia El tesoro de mi suegra. ¡Se acerca el finita la commedia,
Vorobiáninov! ¡Contenga la respiración, mi viejo amigo! ¡Alinéense en las
candilejas! ¡Oh, mi juventud! ¡Oh, el olor de los bastidores! ¡Cuántos
recuerdos! ¡Cuántas intrigas! ¡Cuánto talento mostré en mi época en el papel
de Hamlet! En una palabra, la sesión continúa.
Para economizar, fueron al teatro a pie. Aún era de día, pero las farolas ya
brillaban con su luz color limón. La primavera perecía ante los ojos de todos.
El polvo la echaba de las plazas, una brisa ardiente la confinaba en las
callejuelas. Allí las ancianas mimaban a la bella muchacha y bebían el té con
ella en los patios, sentadas en mesas redondas. Pero la vida de la primavera se
acababa, no le permitían aparecer en sociedad. Y ella tenía tantas ganas de ir
al monumento de Pushkin, donde ya paseaban jóvenes con gorras abigarradas,
pantalones pitillo, corbatas La alegría de los perros y botines ]immy.
Muchachas empolvadas de color lila circulaban entre el templo de la
Unión Moscovita de Bienes de Consumo y la Cooperativa El Comunero, las
antiguas tiendas de los comerciantes Filíppov y Eliséev. Las muchachas
reñían aparatosamente. A esta hora los transeúntes aflojaban el paso, pero no
sólo porque la calle de Tver se volviera angosta. Los caballos de Moscú no
eran mejores que los de Stárgorod: golpeteaban con los cascos en los tarugos
de madera de la calzada tan adrede como ellos. Los ciclistas volaban sin hacer
ruido desde el estadio de los Jóvenes Pioneros, después de ver el primer gran
partido internacional. Un vendedor de helados empujaba su carrito verde,
ruidoso como una tormenta de mayo, mirando de reojo, con temor, hacia un

Página 240
policía. Pero este, inmovilizado por el brillante semáforo con el que regulaba
el tráfico, no era peligroso.
En medio de todo ese tumulto avanzaban los dos amigos. Las tentaciones
surgían a cada paso. En diminutos merenderos, a la vista de toda la calle,
asaban pinchos de Kars, caucasianos y de solomillo. Un humo caliente y
penetrante subía hacia el claro cielo. Desde las cervecerías, los pequeños
restaurantes y desde el cine El Gran Mudo llegaba música de cuerda. En la
parada de un tranvía se enardecía un altavoz.
Había que apresurarse. Los amigos penetraron en el ruidoso vestíbulo del
teatro Colón.
Vorobiáninov se precipitó hacia la taquilla y leyó los precios de las
entradas.
—La verdad —dijo—, es muy caro. La fila dieciséis, tres rublos.
—¡Cómo odio a estos pequeñoburgueses, estos mentecatos de provincias!
—observó Ostap—. ¿Dónde se ha ido a poner? ¿Acaso no ve que eso es la
taquilla?
—¿Y dónde quiere que me ponga? ¡Sin entradas no nos van a dejar pasar!
—Kisa, es usted un hombre de lo más vulgar. En todo teatro decente hay
dos ventanillas. A la ventanilla de la taquilla se dirigen sólo los enamorados y
los ricos herederos. Los restantes ciudadanos (que son, como puede
apreciarse, la aplastante mayoría) se dirigen directamente a la ventanilla del
administrador.
Y, en efecto, delante de la ventanilla de taquilla había unas cinco personas
modestamente vestidas. Era posible que fueran ricos herederos o enamorados.
En cambio, junto a la ventanilla del administrador reinaba una gran
animación. Había una cola multicolor. Jóvenes vestidos con chaquetas y
pantalones a la moda, de un corte con el que un provinciano puede tan sólo
soñar, agitaban con aplomo notas de amigos directores de escena, de actores,
de redactores, del encargado de la guardarropía, del jefe de policía del distrito
y de otras personalidades estrechamente ligadas con el teatro, a saber:
miembros de la Asociación de Críticos de Teatro y de Cine, de la sociedad
Las Lágrimas de las Madres Pobres, del consejo escolar del Taller de
experimentación circense y de un cierto Fortinbrás[105] adjunto al
Umslopogas. Unas ocho personas esperaban con notas de Esper Eklérovich.
Ostap se introdujo en la cola, apartó a los amigos de Fortinbrás y gritando:
«¡Es sólo para una consulta, no ven que ni siquiera me he quitado los
chanclos de goma!», se abrió paso hacia la ventanilla y se asomó adentro.

Página 241
El administrador se afanaba como un cargador. Un sudor cristalino y
brillante regaba su obeso rostro. El teléfono le interrumpía a cada instante y
sonaba con la obstinación de un vagón de tranvía al abrirse paso a través del
mercado de Smolensk.
—¡Rápido —le gritó a Ostap—, su papel!
—Dos asientos —dijo Ostap en voz baja— en el patio de butacas.
—¿Para quién?
—¡Para mí!
—¿Y quién es usted para que yo le dé unos asientos?
—Pues yo creo que usted me conoce.
—No le reconozco.
Pero la mirada del desconocido era tan limpia, tan clara, que la mano del
administrador por sí sola le proporcionó a Ostap dos asientos en la fila once.
—Vienen gentes de todo tipo —dijo el administrador, encogiéndose de
hombros—. ¿Cómo saber quiénes son? ¿Quizás sea del Comisariado de
Instrucción Pública? Me parece que lo vi en el Comisariado. ¿Dónde he visto
yo esa cara?
Y mientras entregaba maquinalmente los pases a los felices críticos de
teatro y de cine, Yákov Meneláevich, ya calmado, siguió intentando recordar
dónde había visto esos cándidos ojos.
Cuando todos los pases hubieron sido entregados y se atenuaron las luces
del vestíbulo, Yákov Meneláevich recordó al fin: esa mirada confiada, esos
ojos cándidos, los había visto en la prisión de la Taganka en 1922, cuando
también él estuvo encerrado allí por un asunto sin importancia.
Desde la fila once, donde estaban sentados los concesionarios, se oyó una
carcajada. A Ostap le había gustado el preludio musical, ejecutado por los
músicos de la orquesta con botellas, lavativas, saxofones y grandes tambores
de regimiento. Silbó una flauta y el telón se abrió con un soplo frío.
Para asombro de Vorobiáninov, acostumbrado a una interpretación clásica
de El casamiento[106], Podkoliosin no estaba en escena. Buscándolo con los
ojos, Ippolit Matvéevich vio unos rectángulos de chapa de madera que
pendían del techo, pintados con los colores básicos del espectro solar. No
había ni puertas ni ventanas con muselina azul. Bajo los rectángulos
multicolores bailaban unas damitas con grandes sombreros recortados en
cartón negro. Los gemidos de las botellas llamaron a escena a Podkoliosin,
que se abrió paso entre la multitud a caballo sobre Stepán. Podkoliosin iba
vestido con uniforme de chambelán. Ahuyentando a las damitas con palabras
que no figuraban en la obra, Podkoliosin vociferó:

Página 242
—¡Stepá-án!
Al mismo tiempo, saltó a un lado y quedó inmóvil en una difícil pose. Las
lavativas comenzaron a resonar.
—¡¡Stepá-án!! —repitió Podkoliosin, dando un nuevo salto.
Pero como Stepán, que permanecía quieto allí al lado, vestido con una piel
de pantera, no respondía, Podkoliosin preguntó trágicamente:
—¿Por qué callas, como la Sociedad de Naciones?
—Por lo visto, me asusta Chamberlain —respondió Stepán, rascándose las
pieles.
Se percibía que Stepán iba a desplazar a Podkoliosin y a convertirse en el
personaje principal de la pieza teatral modernizada.
—Y bien, ¿está cosiendo el sastre mi levita?
Salto. Golpe en las lavativas. Stepán hizo el pino con gran esfuerzo y en
semejante posición respondió:
—¡Sí!
La orquesta interpretó un popurrí de Madame Butterfly. Todo este tiempo,
Stepán permaneció cabeza abajo. Su cara se fue poniendo colorada.
—¿Y no te ha preguntado el sastre para qué necesita tu señor un paño tan
bueno? —preguntó Podkoliosin.
Stepán, que para entonces estaba ya sentado en la orquesta y abrazaba al
director, respondió:
—No, no me lo ha preguntado. ¿Acaso es un diputado del parlamento
inglés?
—¿Y no te ha preguntado el sastre si no quiere casarse tu señor?
—El sastre me ha preguntado si es que no quiere mi señor pagar la
pensión alimenticia.
Tras esto se fue la luz y el público comenzó a patalear. Pataleó hasta que
se oyó desde el escenario la voz de Podkoliosin.
—¡Ciudadanos! ¡Mantengan la calma! Se ha apagado la luz a propósito,
de acuerdo con el desarrollo de la acción. Lo exige la puesta en escena.
El público se sometió. La luz no se encendió, pues, hasta el final del acto.
Los tambores retumbaban en medio de una completa oscuridad. Pasó un
grupo de soldados con uniforme de conserje de hotel, llevando linternas.
Después, por lo visto, llegó Kochkariov montado en un dromedario. Eso se
podía deducir a partir del siguiente diálogo:
—¡Uf, qué susto me has dado! ¡Y encima vienes montado en un
dromedario!

Página 243
—¡Ah! ¿Te has dado cuenta, a pesar de la oscuridad? ¡Y yo que quería
ofrecerte un dulce dro-Madeira!
Durante el entreacto los concesionarios leyeron el cartel:
EL CASAMIENTO

Texto: N. V. Gógol. Versos: M. Shersheliafamov. Montaje literario: I. Antiojiski.


Acompañamiento musical: J. Ivanov. Autor del espectáculo: Nik. Sestrin. Puesta en escena:
Simbiévich-Sindiévich. Luz: Platón Plaschuk. Montaje sonoro: Galkin, Palkin, Malkin,
Chalkin y Zalkind. Maquillaje: taller Krult. Pelucas: Fomá Kochura. Muebles: talleres de la
madera de Fortinbrás adjunto al Umslopogas «Baltasar». Instructor de acrobacias: Georgetta
Tiraspólskij. Prensa hidráulica bajo la dirección del tramoyista Méchnikov.

Cartel compuesto, compaginado e impreso en la escuela-taller Krult

—¿Le gusta? —preguntó tímidamente Ippolit Matvéevich.


—¿Y a usted?
—Es muy interesante, salvo que Stepán es un poco raro.
—Pues a mí no me ha gustado —dijo Ostap—, y en particular el que los
muebles sean de los talleres de un tal Vogopas. ¿No habrán sometido nuestras
sillas a una adaptación?
Esos recelos resultaron vanos. Al comienzo del segundo acto las cuatro
sillas al completo fueron sacadas a escena por unos negros con sombrero de
copa.
La escena de la casamentera suscitó el mayor interés en la sala. En el
momento en que Agafia Tíjonovna comenzó a bajar por un alambre tendido a
través de toda la sala, la terrible orquesta de J. Ivanov produjo tal ruido que,
sólo por su causa, Agafia Tíjonovna debería haber caído sobre el público. Sin
embargo, Agafia aguantaba en escena perfectamente. Llevaba unas mallas de
color carne y un bombín de hombre. Andaba por el alambre manteniendo el
equilibrio con un paraguas verde con la leyenda «Deseo a Podkoliosin», y
desde abajo todos podían ver las sucias plantas de sus pies. Desde el alambre
saltó directamente sobre una silla. Al tiempo que esto ocurría, todos los
negros, Podkoliosin, Kochkariov con tutú de ballet y la casamentera con traje
de tranviario dieron una voltereta hacia atrás. Después, todos descansaron
cinco minutos y para ocultarlo se apagó de nuevo la luz.
Los pretendientes resultaban muy ridículos, en especial Yaíchnitsa.[107]
En su lugar, sacaron una gran tortilla en una sartén. Sobre el marino había un
mástil con una vela.
En vano gritó el comerciante Stárikov que la patente y el impuesto de
igualación lo ahogaban. No le gustó a Agafia Tíjonovna. Se casó con Stepán.
Ambos se pusieron a engullir la tortilla que les sirvió Podkoliosin,

Página 244
transformado en lacayo. Kochkariov y Fiokla cantaron cuplés sobre
Chamberlain y sobre la pensión alimenticia que el ministro británico percibía
de Alemania. Las lavativas interpretaron un oficio de difuntos. Y el telón
cayó bruscamente con un soplo frío.
—Estoy satisfecho del espectáculo —dijo Ostap—, las sillas están
intactas. Pero no hay ni un minuto que perder. Si Agafia va a saltar sobre ellas
cada día, entonces no durarán mucho tiempo.
Los jóvenes con chaqueta a la moda profundizaban entre empujones y
risas en las sutilezas de la puesta en escena y del montaje sonoro.
—Bien —dijo Ostap—, usted, Kísochka, debe irse a la camita a dormir.
Mañana al punto del alba tiene que hacer cola para comprar los billetes. El
teatro sale a las siete de la tarde en el expreso de Nizhni-Nóvgorod. Así que
coja dos asientos de tercera a Nizhni, por la ruta de Kursk. No importa que
vayamos sentados. Sólo será una noche.

Al día siguiente, todo el teatro Colón se hallaba en el bufé de la estación de


Kursk. Simbiévich-Sindiévich, que había tomado medidas para que la puesta
en escena partiera en ese mismo tren, picaba algo sentado a una mesa. Con los
bigotes mojados de cerveza, le preguntaba con inquietud al tramoyista:
—¿No se romperá la prensa hidráulica por el camino?
—Menudo muerto es esa prensa —respondía Méchnikov—. Sólo se usa
cinco minutos por función y habrá que estarla trasladando el verano entero.
—¿Y con «el proyector de los tiempos» de la obra Polvo de ideología fue
más cómodo?
—Desde luego que sí. El proyector era más grande, pero no tan frágil.
En la mesa vecina estaba sentada Agafia Tíjonovna, una chica jovencita
con las piernas duras y brillantes como bolos. La rodeaba solícito el montaje
sonoro: Galkin, Palkin, Malkin, Chalkin y Zalkind.
—Ayer no me marcasteis el paso —se quejaba Agafia Tíjonovna—, así
puedo caerme.
El montaje sonoro se puso a vociferar a la vez:
—¡Qué se le va a hacer! ¡Se han roto dos lavativas!
—¿Acaso se puede conseguir ahora una lavativa extranjera? —gritaba
Galkin.
—Pásese por el almacén médico estatal. ¡No es que no se puedan comprar
lavativas, es imposible comprar un termómetro! —apoyaba Palkin.
—¿Es que también tocáis con termómetros? —se horrorizó la muchacha.
—No, con termómetros no tocamos —observó Zalkind—, pero a causa de
estas malditas lavativas te pones enfermo y hay que tomarse la temperatura.

Página 245
El autor del espectáculo y director de escena principal Nik. Sestrin se
paseaba junto a su mujer por el andén. Podkoliosin y Kochkariov habían
brindado ya tres veces y competían por cortejar a Georgetta Tiraspólskij.
Los concesionarios, que habían llegado dos horas antes de la partida del
tren, acababan de realizar su quinto recorrido alrededor del jardín plantado
delante de la estación.
A Ippolit Matvéevich le daba vueltas la cabeza. La persecución de las
sillas entraba en su fase decisiva. Sombras alargadas se extendían sobre el
candente pavimento. El polvo se posaba sobre las caras húmedas y sudorosas.
Se acercaban calesas. Olía a gasolina. Los coches de alquiler desembarcaban
a los viajeros. A su encuentro corrían varios Ermaks Timoféeviches, retiraban
las maletas y sus placas ovaladas brillaban al sol. La musa de los largos viajes
agarraba a la gente del pescuezo.
—Bueno, vayamos nosotros también —dijo Ostap.
Ippolit Matvéevich aceptó dócilmente. Entonces se chocó de narices con
el maestro fabricante de ataúdes Bezenchuk.
—¡Bezenchuk! —dijo, en el colmo de su asombro—. ¿Qué haces tú por
aquí?
Bezenchuk se quitó el gorro y se quedó pasmado con la alegría.
—¡Señor Vorobiáninov! —gritó—. ¡Mis respetos al querido visitante!
—Y bien, ¿cómo te va?
—Mal —respondió el fabricante de ataúdes.
—¿Por qué, pues?
—Voy en busca del cliente. El cliente no viene.
—¿La Ninfa arrambla con todo?
—¡Qué va! ¿Acaso ella me va a pasar por delante? No hay fallecimientos.
Después de su querida suegra, sólo Pierre y Constantin se ha ido al otro
barrio.
—¿Pero qué dices? ¿Es que se ha muerto?
—Se ha ido al otro barrio, Ippolit Matvéevich. Se fue al otro barrio en su
puesto. Estaba afeitando a Leopold, nuestro farmacéutico, y se fue al otro
barrio. La gente decía que tuvo un desgarro en las entrañas, pero yo creo que
el difunto respiró demasiado los medicamentos de ese farmacéutico y no lo
soportó.
—¡Vaya, vaya! —farfullaba Ippolit Matvéevich—. ¡Vaya, vaya! Y
entonces, ¿fuiste tú quien lo enterró?
—Yo, desde luego. ¿Qué otro iba a ser? Maldita sea, ¿acaso La Ninfa
pone borlas?

Página 246
—¿Les ganaste la partida, pues?
—Sí. Sólo que después me pegaron. Por poco no me matan. La policía me
salvó. Dos días estuve en cama, me curé con alcohol.
—¿Te diste fricciones?
—¿A qué fin malgastarlo en fricciones?
—¿Y qué es lo que te ha traído por aquí?
—He traído mi mercancía.
—¿Qué mercancía?
—La mía. Un revisor amigo mío me ha ayudado a transportarla gratis en
un vagón de correos. Por amistad.
Sólo entonces se dio cuenta Ippolit Matvéevich de que no lejos de
Bezenchuk, sobre el suelo, había una pila de ataúdes. Unos llevaban borlas,
otros eran simples. Uno de ellos lo reconoció enseguida Ippolit Matvéevich.
Era el gran ataúd de roble, lleno de polvo, que Bezenchuk tenía en su
escaparate.
—Ocho piezas —dijo Bezenchuk, orgulloso de sí mismo—, a cual mejor.
Preciosos.
—¿Y a quién le hace falta aquí tu mercancía? Aquí tienen suficientes
maestros artesanos.
—¿Y la dripe?
—¿Qué dripe?
—La epidemia. Prusis me ha dicho que en Moscú la dripe causa estragos,
que no hay dónde enterrar a la gente. Han acabado con todas las existencias.
Así que he decidido mejorar mi negocio.
Ostap, que había asistido a toda esta conversación con curiosidad,
intervino:
—Escucha, abuelo, es en París donde la gripe causa estragos.
—¿En París?
—Claro. Ve a París. ¡Allí te harás de oro! Bien es verdad que habrá
algunas dificultades con el visado, pero tú no te aflijas, abuelo. Si Briand se
encariña contigo, no vivirás mal: te harán fabricante real de ataúdes de la
Municipalidad de París. Pero aquí tenemos bastante con los nuestros.
Bezenchuk miró a su alrededor asustado. En efecto, a pesar de lo que
aseguraba Prusis, los cadáveres no yacían en medio de la plaza, la gente se
tenía sobre sus piernas con buen aspecto y algunos de ellos incluso se reían.
El tren hacía ya tiempo que se había llevado a los concesionarios y al
teatro Colón y demás público, pero Bezenchuk permanecía aún aturdido junto

Página 247
a sus ataúdes. En la incipiente oscuridad, sus ojos ardían con un inextinguible
fuego amarillo.

Página 248
Parte tercera

EL TESORO DE MADAME PETUJOVA

Página 249
XXXI
UNA NOCHE MÁGICA EN EL VOLGA

A la izquierda de los embarcaderos para pasajeros de la Compañía Estatal de


Navegación Fluvial del Volga, bajo el letrero «Amarra en las anillas, cuida las
rejas, no toques el muro», estaba el gran intrigante con su amigo y más
cercano colaborador Kisa Vorobiáninov.
Sobre los muelles ondeaban las banderas. El humo, rizado como una
coliflor, salía a bocanadas de las chimeneas de los barcos. Tenía lugar la
operación de carga del barco Antón Rubinstein[108], situado en el embarcadero
n.º 2. Los cargadores hincaban sus garras de hierro en las pacas de algodón,
sobre el muelle se disponían en cuadro ollas de hierro fundido, había pieles en
agua con sal, rollos de alambre, cajones con cristal en láminas, ovillos de
bramante para agavillar, muelas, máquinas agrícolas bicolores y huesudas,
horcas de madera, cestas forradas de arpillera con cerezas tempranas y
barriles de arenques. El Scriabin no estaba. Eso inquietaba mucho a Ippolit
Matvéevich.
—¿Por qué sufre? —le preguntó Ostap—. Imagínese que el Scriabin está
aquí. Y bien, ¿cómo se embarcará en él? Incluso aunque tuviéramos dinero
para comprar el billete, sería inútil. Este barco no admite pasajeros.
Ya en el tren, Ostap había tenido tiempo de conversar con el encargado de
la prensa hidráulica, el tramoyista Méchnikov, y se enteró por él de todo. El
barco Scriabin, contratado por el Comisariado Popular de Finanzas, debía
realizar la travesía desde Nizhni a Tsaritsyn[109], deteniéndose en cada muelle
y realizando un sorteo de empréstitos premiables. Con ese fin se había
desplazado desde Moscú una organización entera: la comisión de sorteos, la
administración, una banda de viento, un operador de cine, corresponsales de
los periódicos centrales y el teatro Colón. El teatro debía representar durante
el viaje obras teatrales en las que se popularizaba la idea de las obligaciones
del estado. Hasta Stalingrado el teatro estaba al servicio de la comisión de

Página 250
sorteos, y después se disponía a realizar por su cuenta y riesgo una gran gira
por el Cáucaso y Crimea con El casamiento.
El Scriabin se había retrasado. Aseguraron que hasta la tarde no vendría
del dique donde se hacían los últimos preparativos. Por eso, todo el aparato
que había llegado desde Moscú preparó un vivac en el muelle, a la espera del
embarque.
Las tiernas criaturas con maletitas y portamantas estaban sentadas sobre
los rollos de alambre, custodiando sus máquinas de escribir Underwood, y
miraban con recelo a los cargadores. Un ciudadano con perilla violeta se
había encaramado en una de las muelas. Sobre sus rodillas había una pila de
tablillas esmaltadas. En la parte superior un curioso hubiera podido leer:
SECCIÓN DE CONTABILIDAD GENERAL

Escritorios con cajones y otras mesas más modestas estaban unas sobre
otras. Junto a una caja fuerte sellada se paseaba un centinela. El representante
de La Prensa, Persitski, contemplaba con unos gemelos Zeiss de ocho
aumentos el territorio de la feria.
El barco Scriabin se acercaba virando contra corriente. En sus bordas
llevaba carteles de chapa de madera con irisadas representaciones de
gigantescas obligaciones. El barco empezó a bramar, imitando el grito de un
mamut, o quizás el de otro animal que supliera en los tiempos prehistóricos a
la sirena de los barcos.
El vivac financiero-teatral se animaba. Por las pendientes de la ciudad
corrían los empleados de la comisión de sorteos. El regordete Platón Plaschuk
se deslizaba hacia el barco en medio de una nube de polvo. Galkin, Palkin,
Malkin, Chalkin y Zalkind salieron corriendo de la taberna La Balsa. Los
cargadores se afanaban ya con la caja fuerte. La instructora de acrobacias,
Georgetta Tiraspólskij, subió corriendo por la pasarela con paso gimnástico.
Simbiévich-Sindiévich, preocupado por la puesta en escena, tendía las manos
unas veces hacia las alturas de la ciudadela, otras hacia el capitán, de pie
sobre el puente. El operador de cine hizo pasar en alto su aparato sobre las
cabezas de la muchedumbre y, ya mientras avanzaba, exigía que le asignasen
un camarote de cuatro plazas para instalar en él un laboratorio.
En medio del desorden general, Ippolit Matvéevich se abrió paso hacia las
sillas y, fuera de sí, estuvo a punto de arrastrar una silla a un lado.
—¡Deje la silla! —chilló Bénder—. ¿Qué le pasa, ha perdido la cabeza?
Cogeremos una silla, pero a las restantes las perderemos de vista para
siempre. Mejor sería que pensara en cómo meternos en el barco.

Página 251
Por el embarcadero pasaron los músicos, ceñidos por sus trompas de
cobre. Miraban con repugnancia los saxofones, flexatones, botellas de cerveza
y lavativas con los que estaba armado el montaje sonoro.
Las ruedas de la lotería fueron traídas en una furgoneta Ford. Se trataba de
una construcción compleja, compuesta de seis cilindros giratorios,
centelleante de cobre y de cristal. Su instalación en la cubierta inferior llevó
mucho tiempo.
El movimiento y el guirigay continuaron hasta la noche.
En la sala de sorteos instalaron un estrado, clavaron carteles y consignas
en las paredes, instalaron bancos de madera para los visitantes y conectaron
cables a las ruedas de la lotería. Los escritorios los instalaron en la popa, y
desde el camarote de las mecanógrafas, alternando con las risas, se oía el
golpeteo de las máquinas de escribir. El hombre pálido con perilla violeta
recorría todo el barco y colgaba en sus correspondientes puertas los letreros
esmaltados:
SECCIÓN DE CONTABILIDAD GENERAL

SECCIÓN DE PERSONAL

OFICINA GENERAL

SALA DE MÁQUINAS

A los letreros grandes, el hombre de la perilla les añadía otros más


pequeños:
NO ENTRAR SIN MOTIVO

NO SE RECIBE

SE PROHÍBE LA ENTRADA A PERSONAS AJENAS

INFORMACIÓN EN EL REGISTRO

El salón de primera clase fue acondicionado como exposición de papel


moneda y bonos del Tesoro. Esto provocó un estallido de indignación en
Galkin, Palkin, Malkin, Chalkin y Zalkind.
—¿Dónde vamos a comer? —se inquietaban—. ¿Y si llueve?
—¡Aj! —dijo Nik. Sestrin a su ayudante—: ¡Me tienen harto…! ¿Qué te
parece, Seriozha? ¿No podríamos pasarnos sin el montaje sonoro?
—¡Qué dice, Nikolái Konstantínovich! Los actores están acostumbrados
al ritmo.

Página 252
Entonces se alzó un nuevo vocerío. El quinteto olfateó que el autor del
espectáculo se había llevado las cuatro sillas a su camarote.
—Bien, bien —decía el quinteto con ironía—. Nosotros debemos ensayar
sobre las literas, mientras que sobre las cuatro sillas estarán sentados Nikolái
Konstantínovich y su esposa Gusta, que no tiene ninguna relación con nuestro
colectivo. A nosotros también nos gustaría traer de viaje a nuestras mujeres.
Desde la orilla, el gran intrigante miraba con rabia hacia el barco de la
lotería.
Un nuevo estallido de gritos alcanzó los oídos de los concesionarios.
—¿Por qué no me lo ha dicho antes? —gritaba un miembro de la
comisión.
—¿Cómo iba a saber yo que se pondría enfermo?
—¡Qué desbarajuste de mil demonios! Pues vaya al comité ejecutivo
laboral y exija que nos manden urgentemente un pintor.
—¿Adónde voy a ir? Ahora son las seis. El comité hace tiempo que está
cerrado. Además, el barco sale dentro de media hora.
—Entonces será usted el que pinte. Ya que ha asumido usted la
responsabilidad de la decoración del barco, arrégleselas como pueda.
Ostap corría ya por la pasarela, abriéndose paso a codazos entre los
cargadores, las señoritas y los simples curiosos. A la entrada lo detuvieron:
—¡Su pase!
—¡Camarada! —chilló Bénder—. ¡Usted! ¡Usted! ¡El regordete! ¡El que
necesita un pintor!
Cinco minutos más tarde, el gran intrigante estaba sentado en el blanco
camarote del regordete gerente de la lotería flotante y acordaba las
condiciones de trabajo.
—Bien, camarada —decía el gordinflón—, necesitamos de usted lo
siguiente: realización de carteles artísticos, de letreros, y la finalización de
una pancarta transparente. Nuestro pintor comenzó a hacerla y enfermó. Lo
hemos dejado aquí en el hospital. Y, desde luego, la supervisión general de la
parte artística. ¿Puede usted encargarse de ello? Con todo, le advierto que es
mucho trabajo.
—Sí, puedo encargarme de todo. He realizado ya un trabajo parecido.
—¿Y puede usted partir de viaje con nosotros ahora mismo?
—Será un poco difícil, pero lo procuraré.
El gerente sintió que se le quitaba un peso de encima. Experimentando
una ligereza infantil, el gordinflón contemplaba al nuevo pintor con una
mirada radiante.

Página 253
—¿Sus condiciones? —preguntó Ostap con insolencia—. Tenga en cuenta
que no soy una hermanita de la caridad.
—Trabajo a destajo. Según las tarifas del comité ejecutivo laboral.
Ostap frunció el ceño, con gran esfuerzo por su parte.
—Pero, además de eso, pensión completa —añadió apresuradamente el
gordito— y un camarote individual.
—Bien, bien —dijo Ostap con un suspiro—, estoy de acuerdo. Pero
conmigo viene un muchacho, mi ayudante.
—Acerca del muchacho sí que no sé. No hay asignado crédito para un
ayudante. Téngalo a su costa si quiere. Que viva en su camarote.
—Bueno, que sea como usted quiere. Mi muchacho es espabilado. Está
acostumbrado a unas condiciones espartanas.
Ostap recibió un pase para él y para el espabilado muchacho, se metió en
el bolsillo la llave del camarote y salió a la ardiente cubierta. El roce de la
llave le producía una satisfacción nada pequeña. Era la primera vez en su
agitada vida. Tenía la llave y el apartamento. Sólo le faltaba el dinero. Pero
este se encontraba allí mismo, al lado, dentro de las sillas. El gran intrigante,
con las manos en los bolsillos, se paseaba a lo largo de la borda, sin fijarse en
Vorobiáninov, que se había quedado en la orilla.
Ippolit Ivánovich hizo primero señales mudas, y después incluso se
atrevió a chillar por lo bajo. Pero Bénder estaba sordo. Dándole la espalda al
presidente de la concesión, seguía con atención las maniobras de descenso de
la prensa hidráulica a la bodega.
Se hacían los últimos preparativos para el desamarre. Agafia Tíjonovna, o
Mura, corría, golpeteando con sus piececillos, desde su camarote a la popa,
miraba al agua, compartía ruidosamente sus entusiasmos con un virtuoso de la
balalaika y, con todo esto, provocaba cierta confusión en las filas de las
respetables personalidades de la organización de loterías.
La sirena del barco emitió un segundo pitido. Con su terrible sonido se
desplazaron las nubes. El sol se tiñó de púrpura y se puso tras el horizonte. En
la ciudad alta se encendieron las lámparas y las farolas. Desde el mercado, en
el barranco de Pocháev, llegaron los estertores de los gramófonos, que
competían ante los últimos compradores. Ensordecido y solitario, Ippolit
Matvéevich gritaba algo, pero no se le oía. El rechinar de la cabria apagaba
todos los demás sonidos.
A Ostap Bénder le gustaba el efectismo. Sólo antes del tercer pitido,
cuando Ippolit Matvéevich ya no dudaba de que había sido abandonado a su
suerte, Ostap reparó en él:

Página 254
—¿Por qué se queda ahí plantado como un pasmarote? Pensaba que
estaría hace tiempo en el barco. ¡Ahora están quitando la pasarela! ¡Corra
deprisa! ¡Deje pasar a este ciudadano! Aquí tiene el pase.
Ippolit Matvéevich, casi llorando, entró corriendo en el barco.
—¿Este es su muchacho? —le preguntó el gerente con recelo.
—Así es —dijo Ostap—. ¿Acaso es malo? Quien diga que es una
muchacha, que me tire la primera piedra.
El gordinflón se alejó con aire taciturno.
—Bueno, Kisa —advirtió Ostap—, habrá que ponerse a trabajar desde por
la mañana. Espero que podrá diluir los colores. Y, además, mire lo que le
digo: yo soy pintor, acabé la Escuela de Bellas Artes, y usted es mi ayudante.
Si piensa que eso no es así, corra enseguida de vuelta a la orilla.
Una espuma de un verde negruzco surgía de debajo de la popa. El barco
se estremeció, chapotearon los platillos; las flautas, las cornetas, los
trombones y los bajos comenzaron a tocar una marcha espléndida, y la
ciudad, girando y guardando el equilibrio, se trasladó a la orilla izquierda.
Aún temblando, el barco se instaló en la corriente y se internó rápidamente en
la oscuridad. Detrás se balanceaban las estrellas, las lámparas y las señales
multicolores del puerto. Al cabo de un minuto, el barco se había alejado tanto
que las luces de la ciudad comenzaron a parecer polvo de cohetes helado en el
cielo.
Aún se oía el rumor de las Underwood trabajando, pero la naturaleza y el
Volga ejercieron su influencia. Un bienestar supremo envolvió a todos los que
navegaban en el barco Scriabin. Los miembros de la comisión de sorteos
bebían lánguidamente el té a pequeños sorbos. En la primera sesión del
comité sindical local, que tenía lugar en la proa, reinaba la molicie. La cálida
noche alentaba tan rumorosa, las aguas chapoteaban tan dulcemente contra los
flancos, los oscuros contornos de las orillas pasaban con tanta rapidez a
ambos lados del barco, que el presidente del comité, hombre práctico donde
los haya, al abrir la boca para pronunciar un discurso sobre las condiciones de
trabajo en situaciones extraordinarias, de un modo inesperado para todos y
para él mismo, entonó:
Un barco navegaba por el Volga,
El Volga, río-madre…

Y el resto de los severos participantes en la sesión atronaron con el


estribillo:
Las lilas flore-ecen…

Página 255
Así que la resolución sobre la comunicación del presidente del comité
local no fue escrita. Resonaron los sonidos de un piano. El director del
acompañamiento musical J. Ivanov extraía del instrumento las notas más
líricas. El virtuoso de la balalaika andaba tras Múrochka y, al no encontrar
palabras propias para expresar su amor, balbuceaba las de una romanza:
—¡No te vayas! Tus besos son ardientes, aún no me han extenuado tus apasionadas caricias.
En los desfiladeros de las montañas no se han despertado las nubes, aún brilla la estrella
perlada…

Simbiévich-Sindiévich, asido al pasamanos, contemplaba la inmensidad


de los cielos. En comparación con ella, la puesta en escena de El casamiento
le parecía una irritante porquería. Contempló con asco sus manos, que habían
tomado parte activa en la puesta en escena de la comedia clásica.
En el momento de mayor languidez, Galkin, Palkin, Malkin, Chalkin y
Zalkind, situados en la popa, golpearon en sus instrumentos de farmacia y de
cervecería. Ensayaban. El espejismo se desvaneció enseguida. Agafia
Tíjonovna bostezó y, sin prestar atención al virtuoso suspirante, se fue a
dormir. En las almas de los miembros del comité sindical resonó de nuevo el
convenio general y emprendieron su resolución. Simbiévich-Sindiévich,
después de una madura reflexión, llegó a la conclusión de que la puesta en
escena de El casamiento no era tan mala. Una voz irritada llamaba desde la
oscuridad a Georgetta Tiraspólskij a reunirse con el director de escena. En las
aldeas ladraban los perros. Refrescaba.
En su camarote de primera clase, Ostap, tumbado sobre un diván de piel y
mirando pensativo el salvavidas forrado de lona verde, interrogaba a Ippolit
Matvéevich.
—¿Usted sabe dibujar? Qué pena. Yo, por desgracia, tampoco sé.
Se quedó pensativo y continuó:
—¿Y las letras, sabe? ¿Tampoco? ¡Muy mal! ¡Da la casualidad de que
somos pintores! Bueno, podremos ir tirando dos días y después nos echarán.
En esos dos días debemos tener tiempo de realizar nuestro objetivo. La
situación se ha complicado un poco. Me he enterado de que las sillas se
encuentran en el camarote del director de escena. Pero eso tampoco es tan
terrible, en último término. Lo importante es que estamos en el barco. Antes
de que nos echen, todas las sillas deben ser examinadas. Hoy ya es tarde. El
director duerme en su camarote.

Página 256
XXXII
UNA PAREJA SOSPECHOSA

La gente todavía dormía, pero el río vivía como en pleno día. Pasaban balsas,
enormes campos de troncos con casitas sobre ellos. Un pequeño remolcador
con cara de pocos amigos, en la cubierta de cuya rueda estaba escrito en arco
su nombre, El señor de las tempestades, arrastraba tres barcazas de petróleo
unidas en fila. Pasó corriendo río abajo el rápido correo Letonia roja.[110] El
Scriabin adelantó a una caravana de dragadores y, midiendo la profundidad
con una vara rayada, se puso a describir un arco, girando contra corriente.
En el barco comenzaron a despertarse. Hacia el embarcadero de Bármino
voló una pesa con un bramante. Con semejante sedal, los empleados del
puerto tiraron hacia sí del grueso cabo de amarre. Las hélices giraron al revés.
La mitad del río se cubrió de una agitada espuma. El Scriabin se puso a
temblar con los bruscos golpes de la hélice y atracó en el muelle de costado.
Todavía era pronto. Por eso decidieron comenzar la lotería a las diez.
El trabajo en el Scriabin comenzaba como si estuvieran en tierra firme, a
las nueve en punto. Nadie cambiaba sus costumbres. Aquel que en tierra
firme llegaba tarde, también lo hacía aquí, aunque durmiera en el mismo lugar
de trabajo. Los efectivos de campaña del Comisariado Popular de Finanzas se
habían acostumbrado al nuevo régimen muy deprisa. Los subalternos barrían
sus camarotes con la misma indiferencia con la que barrían sus oficinas de
Moscú. Las señoras de la limpieza repartían el té, corrían con papeles desde el
registro hasta la sección de personal, sin asombrarse lo más mínimo de que
esta estuviera situada en la popa y aquel en la proa. Desde el camarote de la
contabilidad general se extendía el ruido de castañuelas de los ábacos y el
rechinar del aritmómetro. Delante del puente del capitán le echaban la bronca
a alguien.
El gran intrigante, quemándose las plantas desnudas de los pies sobre la
cubierta superior, daba vueltas alrededor de una larga y estrecha banda de

Página 257
percalina roja, pintarrajeando sobre ella un eslogan, cuyo texto verificaba a
cada instante en un papelillo.
«¡Todos al sorteo! Cada trabajador debe tener en su bolsillo una
obligación del empréstito estatal».
El gran intrigante mostraba gran aplicación, pero su ausencia de aptitudes
no dejaba de ponerse de manifiesto. Las letras se habían deslizado hacia abajo
y el trozo de tela roja parecía estropeado irremediablemente. Entonces, Ostap,
con ayuda del aprendiz Kisa, volvió del revés la franja y se puso a pintar de
nuevo. Ahora fue más precavido. Antes de pintar las letras, marcó dos líneas
paralelas con un cordel untado de tiza y, mientras reñía en voz baja al
inocente Vorobiáninov, se puso a trazar las palabras.
Ippolit Matvéevich cumplía a conciencia sus obligaciones de aprendiz.
Corría abajo a por agua caliente, derretía la cola entre estornudos, vertía los
colores en un balde y miraba solícito a los ojos del exigente artista. Una vez
preparado y seco el eslogan, los concesionarios lo bajaron y lo fijaron a la
borda.
El gordinflón que había contratado a Ostap bajó corriendo a la orilla y
desde allí contempló el trabajo del nuevo pintor. Las letras del eslogan eran
de distinto grosor y estaban un poco torcidas hacia los lados. No quedaba, sin
embargo, otra salida, había que contentarse con eso.
La banda de viento descendió a la orilla y se puso a soplar marchas
enardecedoras. Al son de la música, bajaron corriendo los niños desde todo
Bármino y, tras ellos, desde los campos de manzanos, llegaron los mujiks y
las campesinas. La banda estuvo retumbando hasta que descendieron a la
orilla los miembros de la comisión de sorteos. Comenzó el mitin. Desde el
porche de la cantina de Korobkov fluyeron los primeros sonidos del informe
sobre la situación internacional.
Los del Colón curioseaban en la reunión desde el barco. Desde allí se
veían las blancas pañoletas de las campesinas, paradas medrosamente a cierta
distancia del porche, la inmóvil masa de los mujiks, escuchando al orador, y
al propio orador, que de cuando en cuando agitaba los brazos. Después
comenzó a sonar la música. La banda se volvió y, sin dejar de tocar, se dirigió
hacia la pasarela. La multitud se precipitó tras ella.
El aparato de lotería arrojaba metódicamente combinaciones de cifras. Las
ruedas giraban, se anunciaban los números, los habitantes de Bármino
miraban y escuchaban.
Ostap llegó corriendo, se aseguró en un minuto de que todos los
moradores del barco estaban en la sala de sorteos y de nuevo corrió hacia la

Página 258
cubierta.
—Vorobiáninov —susurró—, tengo para usted un asunto urgente en la
parte artística. Póngase junto a la salida del pasillo de primera clase y no se
mueva. Si alguien se acerca, cante bien alto.
El viejo se quedo pasmado.
—¿Qué tengo que cantar?
—¡En todo caso, que no sea Dios salve al zar![111] Algo apasionado: La
manzanita o La donna è mobile. Pero le advierto, ¡como no ataque usted su
aria a tiempo!… ¡Usted no está en el Teatro Experimental! Le arrancaré la
cabeza.
El gran intrigante, golpeteando con sus talones desnudos, salió corriendo
hacia un pasillo revestido con paneles color cereza. Durante un segundo, el
gran espejo al final del pasillo reflejó su figura. Leyó un letrero sobre una
puérta:
NIK. SESTRIN
Director del teatro colón

El espejo quedó vacío. Después volvió a aparecer en él el gran intrigante.


Sostenía en una mano una silla con las patas curvadas. Voló por el pasillo,
salió a la cubierta y, tras intercambiar una mirada con Ippolit Matvéevich,
llevó la silla arriba, a la cabina del timonel. En la cabina de cristal no había
nadie. Ostap se llevó la silla a la popa y dijo sentenciosamente:
—La silla se quedará aquí hasta la noche. Lo he preparado todo. Aquí no
viene casi nadie, excepto nosotros. Vamos a cubrir la silla con los carteles y,
cuando anochezca, nos pondremos tranquilamente al tanto de su contenido.
Al cabo de un minuto, la silla, abarrotada de paneles de chapa de madera
y de percalina roja, dejó de ser visible.
La fiebre del oro se apoderó de nuevo de Ippolit Matvéevich.
—¿Y por qué no llevarla a nuestro camarote? —preguntó con impaciencia
—. Podríamos abrirla ahora mismo. Y si encontráramos los diamantes, de un
salto nos plantábamos en la orilla…
—¿Y si no los encontráramos? Entonces, ¿qué? ¿Dónde meterla? O,
quizás, llevarla de vuelta al ciudadano Sestrin y decirle educadamente:
«¡Perdone, le hemos robado su sillita, pero, por desgracia, no hemos
encontrado nada en su interior, así que tómela otra vez, un poco estropeada!».
¿Así es como actuaría usted?
El gran intrigante tenía razón, como siempre. Ippolit Matvéevich no pudo
dominar su confusión hasta que desde la cubierta llegaron los sonidos de una

Página 259
obertura ejecutada con las lavativas y la batería de botellas de cerveza.
Las operaciones de sorteo se habían acabado por ese día. Los espectadores
se instalaron en las pendientes de la orilla y, contra todo lo esperado,
expresaron ruidosamente su aprobación al conjunto farmacéutico-africano.
Galkin, Palkin, Malkin, Chalkin y Zalkind lanzaban miradas orgullosas, como
diciendo: «¡Veis! Y pretendíais que las grandes masas no nos iban a
comprender. ¡El arte siempre llega a la gente!».
Después, en un escenario improvisado por los del Colón, se interpretó un
vodevil ligero con cantos y bailes, cuyo contenido se reducía a que Vavila
había ganado cincuenta mil rublos y lo que resultó de eso. Los artistas,
liberados de las trabas del constructivismo niksestriano, actuaban con alegría,
bailaban enérgicamente y cantaban con agradables voces. La orilla se
mostraba muy satisfecha.
Como segundo número, actuó el virtuoso de la balalaika. La orilla se
cubrió de sonrisas.
—Señora, señora —tañía con habilidad el virtuoso—, señora nuestra.
La balalaika se puso en movimiento. Voló detrás de la espalda del artista
y desde allí se oyó: Si el señor está encadenado, entonces el señor no tiene
reloj. La balalaika echó a volar al aire y en su corto vuelo esparció no pocas
de las más difíciles variaciones.
Le llegó el turno a Georgetta Tiraspólskij. Trajo consigo una pequeña
bandada de muchachas vestidas con sarafanes.[112] El concierto acabó con
danzas rusas.
Mientras el Scriabin se preparaba para la siguiente travesía, mientras el
capitán conferenciaba por el auricular con la sala de máquinas y las calderas
del barco se encendían, calentando el agua, la banda de viento bajó de nuevo
a la orilla y, para satisfacción general, comenzó a tocar unos bailes. Se
formaron grupos pintorescos, llenos de movimiento. El sol poniente emitía
una suave luz albaricoque. Llegó la hora ideal para las filmaciones. Y,
efectivamente, el operador Polkán salió bostezando de su camarote.
Vorobiáninov, habituado ya a su papel de chico para todo, llevaba con
cuidado la cámara detrás de él. Polkán se acercó a la borda y fijó la vista en la
orilla. Allí, sobre la hierba, bailaban una polka militar. Los jóvenes golpeaban
el suelo con sus pies desnudos con tanta fuerza como si quisieran hender
nuestro planeta. Las muchachas giraban. Los espectadores se habían situado
en las terrazas y pendientes de la orilla. Un operador de cine francés del grupo
Vanguardia habría encontrado allí trabajo para tres días enteros. Pero Polkán,
tras deslizar por la orilla sus ojillos de rata, se dio la vuelta enseguida, se

Página 260
acercó corriendo a paso de ambladura al presidente de la comisión, lo colocó
contra una pared blanca, le puso un libro en la mano y, pidiéndole que no se
moviera, giró rítmicamente la manivela del aparato durante largo tiempo.
Después se llevó al cohibido presidente a la popa y lo filmó sobre el fondo de
la puesta de sol.
Una vez finalizada la toma, Polkán se alejó con aire majestuoso a su
camarote y se encerró con llave.
De nuevo bramó la sirena y de nuevo el sol huyó asustado. Llegó la
segunda noche. El barco estaba preparado para la partida.
Ostap pensaba con temor en la mañana del día siguiente. Tenía que
recortar en una hoja de cartón la silueta de un sembrador esparciendo
obligaciones. Esta prueba artística no se veía capaz de superarla el gran
intrigante. Si Ostap se las arreglaba a trancas y barrancas con las letras, para
la representación artística de un sembrador ya no le quedaban recursos.
—Así que téngalo en cuenta —le advertía el gordinflón—, desde Vasiukí
comenzamos los sorteos nocturnos y no podemos pasar sin la pancarta
transparente.
—Por favor, no se inquiete —le aseguró Ostap, confiando menos en la
mañana siguiente que en la noche de ese día—, tendrá lista su pancarta.
Cayó una noche estrellada y ventosa. La población del Arca de Noé de las
loterías se quedó dormida. Los leones de la comisión de sorteos dormían.
Dormían los corderos de la sección de personal, las cabras de finanzas, los
conejos de la sección de contabilidad general, las hienas y los chacales del
montaje sonoro y las palomas de la oficina de mecanógrafas.
Sólo una pareja sospechosa no dormía. El gran intrigante salió de su
camarote pasada la medianoche. Le seguía la sombra silenciosa del fiel Kisa.
Subieron a la cubierta superior y, sin hacer ruido, se aproximaron a la silla,
oculta bajo paneles de chapa de madera. Después de retirarlos con cuidado,
Ostap puso la silla de pie; apretando las mandíbulas, rajó el tapizado con unos
alicates y metió la mano bajo el asiento.
El viento corría por la cubierta superior. En el cielo titilaban levemente las
estrellas. Bajo sus pies, muy abajo, chapoteaba el agua negra. No se veían las
orillas. Ippolit Matvéevich temblaba.
—¡Están! —dijo Ostap con voz ahogada.
CARTA DEL PADRE FIÓDOR
ESCRITA POR ÉL EN BAKÚ, EN LAS HABITACIONES AMUEBLADAS AL COSTE, A
SU MUJER, A LA CAPITAL DE PROVINCIAS DE N.

¡Mi querida e inapreciable Katia!

Página 261
Con cada hora nos aproximamos más a nuestra felicidad. Te escribo desde las
habitaciones amuebladas Al Coste, después de haberme dedicado a todos mis asuntos. La
ciudad de Bakú es muy grande. Aquí, según dicen, se extrae petróleo, pero hasta allí hay que
ir en tren eléctrico y yo no tengo dinero. Esta pintoresca ciudad está bañada por el mar
Caspio, que, realmente, es de grandes dimensiones. Aquí hace un calor terrible. En una mano
llevo el abrigo, en la otra la chaqueta, y aún así tengo calor. Me sudan las manos. A cada
instante me reconforto con un té, aunque casi no tengo dinero. Pero no importa, palomita mía,
Katerina Aleksándrovna, pronto tendremos dinero en abundancia. Viajaremos por todas
partes y después nos asentaremos tranquilamente en Samara, cerca de nuestra fábrica y
beberemos juntos nuestro buen licorcito. Por lo demás, vayamos al grano.
Por su situación geográfica y por su número de habitantes, la ciudad de Bakú supera
considerablemente a la ciudad de Rostov. Sin embargo, le cede el puesto a Járkov en cuanto a
tráfico rodado. Aquí hay mucha población no nativa, sobre todo muchos armenios y persas.
Esto, madrecita mía, no está lejos de Turquía. Estuve en el bazar y vi muchos chales y cosas
turcas. Quise comprarte de regalo un velo musulmán, pero no tenía dinero. Y pensé que
cuando nos hagamos ricos (y eso es cuestión de días), entonces también podremos comprar
un velo musulmán.
¡Ah! Madrecita, he olvidado escribirte sobre dos terribles infortunios que me han
sucedido en Bakú:
1) Se me cayó la chaqueta de tu hermano, el panadero, al mar Caspio, y 2) en el bazar me
escupió un dromedario. Estos dos sucesos me han dejado completamente asombrado. ¿Por
qué las autoridades permiten que se cometan semejantes abusos con los viajeros de paso,
tanto más cuanto que yo no había tocado al dromedario e, incluso, por agradarle, le hice
cosquillas en una ventana de la nariz con una ramita? Y la chaqueta la atraparon entre todos,
la sacaron del agua a duras penas, pero estaba ya toda empapada de petróleo. No sé qué le
voy a decir a tu hermano, el panadero. Tú, palomita, mantén la boca cerrada por ahora.
¿Come todavía en casa Evstignéev?
He releído la carta y he visto que aún no te he contado nada del asunto. El ingeniero
Bruns trabaja efectivamente en el Petróleo de Azerbaiyán. Pero ahora no está en la ciudad de
Bakú. Se ha ido de vacaciones a Batumi. Su familia tiene allí la residencia habitual. He
hablado con la gente de aquí y dicen que, efectivamente, Bruns tiene todos sus muebles en
Batumi. Vive en una dacha, en Cabo Verde, así se llama un lugar de veraneo de allí (caro,
según dicen). El viaje desde aquí a Batumi cuesta quince rublos y unos kopeks. Envíame
veinte aquí por telégrafo, desde Batumi te telegrafiaré con todo. Haz correr por la ciudad el
rumor de que todavía me encuentro junto al lecho de mi tía en Vorónezh.

Eternamente tuyo, tu marido, Fedia

Posdata: Mientras llevaba la carta al buzón, me han robado en las habitaciones Al Coste el
abrigo de tu hermano, el panadero. ¡Estoy tan apenado! ¡Menos mal que ahora es verano! No
le digas nada a tu hermano.

Página 262
XXXIII
LA EXPULSIÓN DEL PARAÍSO

Mientras que unos héroes de nuestra novela estaban convencidos de que el


tiempo no apremiaba, y otros opinaban que el tiempo no esperaba, este pasaba
con su curso habitual. Tras un polvoriento mes de mayo moscovita, llegó un
polvoriento junio. En la capital de provincias de N el automóvil oficial
matrícula n.º 1, que se había estropeado en un bache, estaba ya hacía dos
semanas en la esquina de la plaza Staropánskaia con la calle del camarada
Gubernski, cubriendo de vez en cuando los alrededores con un humo
detestable. De la prisión de Stárgorod iban saliendo de uno en uno los
confusos miembros de la conspiración de La Espada y el Arado, que se
habían comprometido a no salir de la ciudad. La viuda Gritsatsueva (una
mujer ardiente, el sueño del poeta) regresó a su negocio de ultramarinos y fue
multada con quince rublos por no haber colgado en lugar visible la lista de
precios del jabón, la pimienta, el añil y otras mercancías menudas, ¡una
distracción perdonable en una mujer de gran corazón!

—¡Están! —repitió Ostap con voz quebrada—. ¡Cójalos!


Ippolit Matvéevich tomó en sus manos temblorosas una cajita de madera
plana. Ostap continuaba rebuscando dentro de la silla en medio de la
oscuridad. Brilló un pequeño faro en la orilla. Sobre el agua cayó una
columna de oro que nadó tras el barco.
—¡Qué diablos! —dijo Ostap—. ¡No hay nada más!
—¡N-n-no puede ser! —balbuceó Ippolit Matvéevich.
—¡Pues mire usted si quiere!
Vorobiáninov, sin respirar, cayó de rodillas y metió el brazo bajo el
asiento hasta el codo. Sintió entre los dedos la base de los resortes. No había
nada más que fuera duro. De la silla venía un seco y asqueroso olor a polvo
levantado.

Página 263
—¿No? —preguntó Ostap.
—No.
Entonces Ostap alzó la silla y la arrojó lejos por la borda. Se oyó un
pesado chapoteo. Temblando por la humedad de la noche, los concesionarios
regresaron a su camarote llenos de dudas.
—Bueno —dijo Bénder—, en cualquier caso hemos encontrado algo.
Ippolit Matvéevich sacó de su bolsillo la cajita y la miró somnoliento.
—¡Venga, venga! ¿Por qué se queda mirándola como un bobo?
Abrieron la cajita. En el fondo había una placa de cobre cubierta de verdín
con la siguiente inscripción:
CON ESTA SILLA TAPIZADA
EL MAESTRO GAMBS COMIENZA UNA NUEVA PARTIDA DE MUEBLES
1865 San Petersburgo

Ostap leyó esta inscripción en voz alta.


—Pero ¿dónde están los diamantes? —preguntó Ippolit Matvéevich.
—¡Es usted de una perspicacia asombrosa, querido cazador de taburetes!
Los diamantes, como ve, no están.
Daba pena mirar a Vorobiáninov. Sus bigotes, apenas crecidos, se le
movían, los cristales de sus quevedos estaban empañados. Parecía que, en su
desesperación, las orejas le iban a golpear en las mejillas.
La fría y sensata voz del gran intrigante ejerció su habitual acción mágica.
Vorobiáninov estiró las manos a lo largo de las rozadas costuras de su
pantalón y se quedó callado.
—¡Calla, tristeza mía! ¡Calla, Kisa! Un día nos reiremos de esta estúpida
octava silla en la que apareció una tonta tablilla. ¡Aguante! ¡Aún hay aquí tres
sillas, noventa y nueve posibilidades de entre cien!
Durante la noche, sobre la mejilla de un Vorobiáninov extremadamente
afligido surgió un grano volcánico. Todos sus sufrimientos, todos sus
fracasos, todo el suplicio de la búsqueda de los diamantes, todo eso parecía
haber pasado al grano, que hacía visos nacarados, de cereza poniente y de
añil.
—¿Lo ha hecho usted a propósito? —preguntó Ostap.
Ippolit Matvéevich suspiró convulsivamente y, alto, un poco encorvado,
como una caña de pescar, fue a por los colores. Comenzó la preparación de la
pancarta transparente. Los concesionarios trabajaron con afán en ella en la
cubierta superior.
Y comenzó el tercer día de navegación.

Página 264
Comenzó con un breve altercado entre la banda de viento y el montaje
sonoro a propósito del lugar de los ensayos.
Después del desayuno se dirigieron a la vez a la popa, por un lado los
fortachones con trompetas de cobre y por otro los delgados caballeros de las
lavativas. El primero que logró sentarse en el banco de la popa fue Galkin.
Llegó segundo el clarinete de la banda de viento.
—Este sitio está ocupado —dijo con aire hosco Galkin.
—¿Por quién? —preguntó siniestramente el clarinete.
—Por mí, Galkin.
—¿Y por quién más?
—Por Palkin, Malkin, Chalkin y Zalkind.
—¿Y no tienen a un Yolkin?[113] Este es nuestro sitio.
Se aproximaron refuerzos de ambos bandos. Tres veces ceñido por una
serpiente de cobre, se alzaba el helicón, el más poderoso aparato de la banda.
La trompa se balanceaba, semejante a una oreja. Los trombones estaban en
plena posición de combate. El sol se reflejó mil veces en las armaduras
guerreras. El montaje sonoro tenía un aspecto oscuro y mezquino. Allí titilaba
el cristal de las botellas, brillaban pálidamente los irrigadores de lavativas, y
el saxofón, indignante parodia de instrumento de viento, embrión in vitro de
una auténtica trompeta de viento, tenía un aspecto lamentable y se parecía a
una pipa de fumar corta.
—Un batallón de lavativas —dijo el camorrista clarinete— tiene
pretensiones sobre el sitio.
—¡Ustedes —dijo Zalkind, intentando hallar una expresión especialmente
ofensiva—, ustedes son los reaccionarios de la música!
—¡Déjennos ensayar!
—Ustedes son los que no nos dejan.
—En sus orinales, cuanto menos se ensaya, tanto más bonito resulta.
—Y en sus samovares, se ensaye o no se ensaye, no sale nada de nada.
Al no haber llegado a ningún acuerdo, ambos bandos se quedaron en su
sitio y comenzaron a tocar obstinadamente cada uno lo suyo. Se difundieron
río abajo unos sonidos que sólo podría emitir un tranvía que se arrastrara
lentamente sobre cristales rotos. Los de viento ejecutaron la marcha del
regimiento Keksholmski de la guardia imperial, y el montaje sonoro, la danza
negra Antílope en las fuentes del Zambeze. El escándalo fue interrumpido por
la intervención personal del presidente de la comisión de sorteos.
Pasadas las diez, el gran trabajo estaba acabado. Retrocediendo, Ostap y
Vorobiáninov arrastraron la pancarta hasta el puente del capitán. Delante de

Página 265
ellos, alzando las manos a las estrellas, corría el gordinflón gerente. La
pancarta fue sujetada al pasamanos con la ayuda de todos. Se erguía sobre la
cubierta de pasajeros como una pantalla. En media hora el electricista condujo
los cables al dorso de la pancarta y le ajustó tres bombillas. Sólo faltaba girar
el interruptor.
Por delante, a estribor, ya se divisaban las luces de la ciudad de Vasiukí.
El gerente invitó a todos los pasajeros del barco a la ceremonia de
iluminación de la pancarta transparente. Ippolit Matvéevich y el gran
intrigante miraban a los congregados desde arriba, de pie a los lados de las
todavía oscuras Tablas de la Ley.
Cada acontecimiento en el barco era acogido con entusiasmo por la
institución flotante. Las mecanógrafas, los subalternos, los funcionarios jefes,
los del Colón y la tripulación del barco se agolparon en la cubierta de
pasajeros con las cabezas alzadas.
—¡Adelante! —ordenó el gordinflón.
La pancarta se iluminó.
Ostap miró hacia abajo, hacia la muchedumbre. Una luz rosada cayó sobre
sus caras.
Los espectadores se echaron a reír. Después se hizo el silencio. Y una voz
seca dijo desde abajo:
—¿Dónde está el gerente?
La voz era tan autoritaria que el gerente se lanzó escaleras abajo sin contar
los escalones.
—¡Mire —dijo la voz—, admire su trabajo!
—Ahora nos pondrán de patitas en la calle —le susurró Ostap a Ippolit
Matvéevich.
Y, justamente, el gordinflón salió volando hacia la cubierta superior como
un gavilán.
—Y bien, ¿qué tal la pancarta? —preguntó Ostap con descaro—. ¿Está a
su gusto?
—¡Recojan sus cosas! —gritó el gerente.
—¿Por qué tanta prisa?
—¡Re-co-jan sus cosas! ¡Fuera! ¡Los llevaremos a juicio! A nuestro jefe
no le gusta bromear.
—¡Echadlo! —llegó desde abajo una voz autoritaria.
—No, en serio, ¿no le gusta la pancarta? ¿De verdad es una pancarta tan
mediocre?

Página 266
No tenía sentido continuar el juego. El Scriabin ya había atracado en
Vasiukí y desde el barco se podían ver los rostros perplejos de los vasiukianos
que se habían agolpado en el embarcadero.
Se les negó categóricamente todo dinero. Se les dieron cinco minutos para
hacer las maletas.
—¡Vaya zarpa la de ese hijo de perra! —dijo Simbiévich-Sindiévich,
mientras los socios bajaban al embarcadero—. Podían haberme encargado a
mí el montaje de la pancarta. Lo hubiera hecho de tal manera que ningún
Meyerhold se me hubiera igualado.
En el embarcadero los concesionarios se detuvieron y miraron hacia
arriba. La pancarta transparente resplandecía contra el cielo negro.
—Pues sí —dijo Ostap—, una pancarta bastante ridícula, la pobre. Una
ejecución miserable.
Un dibujo hecho con la cola de un mulo indómito, en comparación con la
pancarta de Ostap, habría parecido una joya de museo. En lugar del
sembrador esparciendo obligaciones, la mano desastrosa de Ostap había
representado una especie de tocón con cabeza en forma de cono y unos finos
látigos en lugar de brazos.
Detrás de los concesionarios, el barco llameaba de luz y resonaba con la
música, y por delante, en la alta orilla, reinaba la oscuridad de la medianoche
provinciana, se oía el ladrido de los perros y un lejano acordeón.
—Resumo la situación —dijo Ostap, lleno de alegría de vivir—. El
pasivo: no tenemos ni un kopek, tres sillas se van río abajo, no tenemos dónde
pasar la noche y ni una sola insignia de la Comisión para la Infancia. Activo:
una guía de viaje por el Volga, edición de 1926 (hubo que tomarla prestada
del camarote de monsieur Simbiévich). Hacer un balance no deficitario es
muy difícil. Habrá que pasar la noche en el embarcadero.
Los concesionarios se instalaron sobre unos bancos del embarcadero. A la
miserable luz de un farol de petróleo, Ostap leyó en la guía.
En la alta orilla derecha se encuentra la ciudad de Vasiukí.[114] Exporta madera, alquitrán,
corteza de tilo, esteras, e importa objetos de primera necesidad para la región, que dista 50
kilómetros de la vía férrea.
En la ciudad hay 8000 habitantes, una fábrica estatal de cartón con 320 obreros, una
pequeña fundición de hierro, una fábrica de cerveza y una curtiduría. Centros docentes, aparte
de los de enseñanza general, una escuela forestal.

—La situación es mucho más seria de lo que yo suponía —dijo Ostap—.


Sacarles dinero a los vasiukianos me parece por ahora un problema insoluble.
Y necesitamos por lo menos treinta rublos. En primer lugar, necesitamos

Página 267
alimentarnos, y, en segundo lugar, adelantar a ese cascarón de los sorteos y
encontramos con los del Colón en tierra firme, en Stalingrado.
Ippolit Matvéevich se hizo un ovillo, como un viejo y delgado gato
después de una refriega con un joven rival, impetuoso poseedor de tejados,
desvanes y tragaluces.
Ostap se estuvo paseando a lo largo de los bancos, reflexionando y
haciendo combinaciones. A la una de la madrugada un magnífico plan estaba
preparado. Bénder se echó junto a su socio y se durmió.

Página 268
XXXIV
EL CONGRESO INTERPLANETARIO DE AJEDREZ

Desde por la mañana estuvo recorriendo Vasiukí un viejo alto y delgado con
quevedos de oro y unas botas cortas, muy sucias, manchadas de pintura. Iba
pegando en las paredes unos anuncios escritos a mano:
22 de junio de 1927
En la sede del club El Cartonero tendrá lugar una conferencia sobre el tema:
«Una fructífera idea para la apertura»
y
una sesión de partidas simultáneas de ajedrez sobre 160 tableros
del gran maestro O. Bénder.
Se ruega traer tablero.
Precio por partida: 50 kopeks. Precio de entrada: 20 kopeks
Comienzo a las 6 en punto de la tarde.
Administración: K. Mijelsón

El gran maestro, por su parte, tampoco perdía el tiempo. Tras alquilar el


club por tres rublos, se trasladó a la Sección de Ajedrez, que, no se sabe bien
por qué, estaba instalada en un pasillo del Departamento de Cría de Caballos.
En la Sección de Ajedrez estaba sentado un tuerto leyendo una novela de
Spielhagen[115] en la edición de Panteléev[116].
—¡Gran maestro O. Bénder! —se presentó Ostap, sentándose sobre el
borde de la mesa—. Organizo aquí una sesión de juego simultáneo.
El único ojo del ajedrecista vasiukiano se abrió hasta los límites
permitidos por la naturaleza.
—¡Enseguida, camarada gran maestro! —gritó el tuerto—. Tome asiento,
por favor. Ahora vuelvo.
Y el tuerto salió corriendo. Ostap examinó la sede de la Sección de
ajedrez. En las paredes colgaban fotografías de caballos de carrera y sobre la
mesa había un libro de registro polvoriento con el título: Resultados de la
Sección de Ajedrez de Vasiukí en 1925.

Página 269
El tuerto regresó con una docena de ciudadanos de distintas edades. Todos
ellos, por turno, se acercaron a presentarse, nombraron su apellido y apretaron
respetuosamente la mano del gran maestro.
—Estoy de paso hacia Kazán —dijo Ostap, de modo entrecortado—. Sí,
sí, la sesión es hoy por la tarde, acudan. Y ahora, perdonen, no estoy en
forma: estoy cansado después del torneo de Carlsbad.
Los ajedrecistas de Vasiukí escuchaban a Ostap con amor filial. Ostap se
dejó llevar por la inspiración. Sintió un flujo de nuevas fuerzas y de ideas
ajedrecísticas.
—Ustedes no van a creer —dijo— lo lejos que ha llegado el pensamiento
ajedrecístico. Saben ustedes, Lásker se comporta con una total vulgaridad,
con él se ha vuelto imposible jugar. Ahuma a sus contrincantes con cigarros
puros. Y fuma de los baratos a propósito, para que el humo sea más apestoso.
El mundo del ajedrez está inquieto.
El gran maestro pasó a temas locales.
—¿Por qué en provincias no se permiten ningún vuelo de la imaginación?
Aquí tenemos, por ejemplo, su Sección de Ajedrez. Así se llama justamente,
Sección de Ajedrez. ¡Qué aburrido, chicas! ¿Por qué no la podrían llamar de
algún modo bonito, de un modo verdaderamente ajedrecístico? Eso arrastraría
a la Sección a la gran masa de los sindicatos. Podrían llamar a su sección, por
ejemplo: «Club de ajedrez de los cuatro caballos», «Final de partida rojo» o
«Pérdida de calidad de posición con ganancia de tiempo». ¡Estaría bien! ¡Qué
sonoridad!
La idea tuvo éxito.
—En efecto —dijeron los vasiukianos—, ¿por qué no rebautizar a nuestra
sección como «Club de los cuatro caballos»?
Como el comité de la Sección de Ajedrez estaba allí mismo, Ostap
organizó, bajo su presidencia de honor, una sesión relámpago en la que
rebautizaron por unanimidad a la Sección como «Club de ajedrez de los
cuatro caballos». El gran maestro, de su propia mano, aprovechando las
lecciones del Scriabin, realizó artísticamente sobre una lámina de cartón un
letrero con cuatro caballos y la correspondiente leyenda.
Esta importante medida prometía el florecimiento del pensamiento
ajedrecístico en Vasiukí.
—¡El ajedrez! —dijo Ostap—. ¿Saben ustedes lo que es el ajedrez? ¡Hace
avanzar no sólo a la cultura, sino también a la economía! ¿Saben ustedes que
su «Club de ajedrez de los cuatro caballos», con un correcto planteamiento
del asunto, podría transformar por completo la ciudad de Vasiukí?

Página 270
Ostap aún no había comido nada desde el día anterior. Por eso su
elocuencia era extraordinaria.
—¡Sí! —gritaba—. ¡El ajedrez enriquece a un país! ¡Si aceptan mi
proyecto, bajarán desde la ciudad al embarcadero por escaleras de mármol!
¡Vasiukí se convertirá en el centro de diez regiones! ¿Qué habían oído ustedes
antes sobre la ciudad de Semmering? ¡Nada! Y ahora esta diminuta ciudad es
rica y famosa sólo porque allí se organizó un torneo internacional. Por eso
digo: en Vasiukí hay que organizar un torneo internacional de ajedrez.
—¿Cómo? —gritaron todos.
—Es algo completamente viable —respondió el gran maestro—. Mis
contactos personales y su iniciativa, eso es todo lo necesario y suficiente para
organizar el torneo internacional de Vasiukí. Piensen en lo bien que sonará
«Torneo internacional de Vasiukí de 1927». La presencia de José-Raúl
Capablanca, de Emmanuel Lásker, de Aliojin, de Niemzowicz, de Reti, de
Rubinstein, de Marozzi, de Tarras, de Wiedmar y del doctor Grigóriev está
garantizada. ¡Además, también está garantizada mi participación!
—Pero ¡el dinero! —gimieron los vasiukianos—. ¡Hay que pagarles a
todos! ¡Son muchos miles de rublos! ¿De dónde los vamos a sacar?
—Todo ha sido previsto por el poderoso huracán —dijo O. Bénder—. El
dinero lo dará la taquilla.
—¿Quién va a pagar aquí tanto dinero? Los vasiukianos…
—¡Qué vasiukianos! Los vasiukianos no pagarán nada. ¡Co-bra-rán! Todo
es extraordinariamente simple. Un torneo en el que participen tan importantes
maestros de renombre mundial congregará a aficionados al ajedrez de todo el
mundo. Cientos de miles de personas, de personas adineradas, acudirán a
Vasiukí. En primer lugar, el transporte fluvial no podrá traer a tal cantidad de
pasajeros. En consecuencia, el Comisariado Popular de Vías de
Comunicación construirá una línea férrea Moscú-Vasiukí. Esto, primero.
Segundo, hoteles y rascacielos para alojar a los huéspedes. Tercero, aumento
de la producción agrícola en un radio de mil kilómetros: hay que proveer a los
huéspedes de verduras, frutas, caviar, bombones de chocolate. El palacio en el
que tendrá lugar el torneo, cuarto. Quinto, la construcción de garajes para el
transporte automóvil de los huéspedes. Para transmitir a todo el mundo los
sensacionales resultados del torneo habrá que construir una estación de radio
de gran potencia. Esto en sexto lugar. Ahora, lo tocante a la línea férrea
Moscú-Vasiukí. Es indudable que no tendrá tanta capacidad de tráfico como
para traer a Vasiukí a todos los que lo deseen. De donde se deriva la
necesidad del aeropuerto Gran Vasiukí, con salida regular de aviones postales

Página 271
y de dirigibles a todos los confines del mundo, incluyendo Los Ángeles y
Melbourne.
Deslumbrantes perspectivas se desplegaron ante los aficionados de
Vasiukí. Los límites de la habitación se ensancharon. Las paredes pútridas de
la sede de la cría de caballos se desplomaron y, en su lugar, se elevó hacia el
cielo azul el palacio de cristal de treinta y tres plantas del pensamiento
ajedrecístico. En cada sala, en cada habitación e incluso en los ascensores,
que iban veloces como balas, estaban sentados hombres meditabundos que
jugaban al ajedrez sobre tableros con incrustaciones de malaquita…
Escaleras de mármol descendían hasta el azul Volga. En el río había
fondeados transatlánticos. Por los funiculares ascendían a la ciudad
extranjeros de caras anchas, ladies del ajedrez, australianos partidarios de la
defensa india, hindúes con blancos turbantes adeptos a la partida española,
alemanes, franceses, neozelandeses, habitantes de la cuenca del río Amazonas
y los envidiosos de los vasiukianos: moscovitas, leningradenses, kievianos,
siberianos y odesanos.
Los automóviles se movían en cadena entre los hoteles de mármol. Pero
entonces todo se detuvo. Del elegante hotel El Peón Pasado salió el campeón
del mundo José-Raúl Capablanca y Graupera. Le rodeaban las damas. Un
policía vestido con un uniforme especial ajedrecístico (pantalón de montar a
cuadros y alfiles en los ojales) se llevó la mano a la gorra cortésmente. El
tuerto presidente del club vasiukiano de Los cuatro caballos se acercó al
campeón con aire digno.
La conversación entre las dos glorias, que se desarrollaba en inglés, fue
interrumpida por la llegada en avión del doctor Grigóriev y del futuro
campeón del mundo Aliojin.
Las aclamaciones de bienvenida sacudieron la ciudad. José-Raúl
Capablanca y Graupera frunció el ceño. A una señal de la mano del tuerto,
acercaron al aeroplano una escalerilla de mármol. El doctor Grigóriev bajó
corriendo por ella, saludando con su nuevo sombrero y comentando sobre la
marcha un posible error de Capablanca en su inminente partida con Aliojin.
De repente, se percibió en el horizonte un punto negro. Se acercaba con
rapidez y crecía, convertido en un gran paracaídas de color esmeralda. Como
un gran rábano, un hombre con un maletín colgaba de la anilla del paracaídas.
—¡Es él! —gritó el tuerto—. ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! Reconozco al gran
filósofo del ajedrez, el doctor Lásker. Sólo él en todo el mundo lleva unos
calcetines tan verdes.
José-Raúl Capablanca y Graupera frunció de nuevo el ceño.

Página 272
Le pusieron solícitamente la escalerilla de mármol a Lásker y el animoso
ex campeón, quitándose de un soplo una mota de polvo que se le había
pegado en la manga izquierda durante su vuelo sobre Silesia, cayó en los
brazos del tuerto. El tuerto cogió a Lásker por el talle, lo condujo hacia el
campeón y le dijo:
—¡Reconcilíense! ¡Se lo ruego en nombre de las grandes masas de
vasiukianos! ¡Reconcilíense!
José-Raúl suspiró sonoramente y, sacudiendo la mano del viejo veterano,
dijo:
—Yo siempre me he inclinado ante su idea de mover el alfil de b5 a c4 en
la partida española.
—¡Hurra! —exclamó el tuerto—. ¡Simple y persuasivo, como un
verdadero campeón!
Y toda la inimaginable multitud secundó:
—¡Hurra! ¡Viva! Banzai! ¡¡¡Simple y persuasivo, como un verdadero
campeón!!!
Los expresos llegaban a las doce estaciones de Vasiukí, desembarcando
nuevas y nuevas multitudes de aficionados al ajedrez.
El cielo ardía ya con los anuncios luminosos, cuando por las calles de la
ciudad hicieron pasar un caballo blanco. Este era el único caballo que había
sobrevivido a la mecanización del transporte de Vasiukí. Por un decreto
especial le fue otorgado el nombre de caballo, aunque siempre se la había
considerado una yegua. Los adoradores del ajedrez le ovacionaban, agitando
palmas y tableros de ajedrez.
—No se inquieten —dijo Ostap—, mi proyecto garantiza a su ciudad un
inaudito florecimiento de sus fuerzas productivas. Piensen en lo que pasará
cuando el torneo acabe y cuando se vayan todos los huéspedes. Los habitantes
de Moscú, constreñidos por la crisis de la vivienda, se abalanzarán sobre su
magnífica ciudad. La capital se traslada automáticamente a Vasiukí. Se instala
aquí el gobierno. A Vasiukí le cambian el nombre por New Moscú, a Moscú
por Viejo Vasiukí. A los leningradenses y los jarkovianos les rechinan los
dientes, pero no pueden hacer nada. New Moscú se vuelve el centro más
elegante de Europa y enseguida de todo el mundo.
—¡¡¡De todo el mundo!!! —gimieron los aturdidos vasiukianos.
—¡Sí! Y, más tarde, incluso del universo. El pensamiento ajedrecístico,
que ha transformado una ciudad de provincias en la capital del globo
terráqueo, se convertirá en una ciencia aplicada e inventará medios de
comunicación interplanetaria. Desde Vasiukí volarán señales a Marte, Júpiter

Página 273
y Neptuno. La comunicación con Venus será tan fácil como el trayecto desde
Rybinsk a Yaroslavl. ¡Y, después, quién sabe, quizás dentro de unos ocho
años tendrá lugar en Vasiukí el primer congreso interplanetario de ajedrez en
la historia del universo!
Ostap secó su noble frente. Tenía tanta hambre que de buena gana se
habría comido un caballo de ajedrez asado.
—Sí-í-í —logró articular el tuerto, recorriendo la sede polvorienta con una
mirada demente—, pero ¿cómo llevar a la práctica el conjunto de medidas,
poner, por así decirlo, las bases?
Los presentes miraban con extrema atención al gran maestro.
—Repito que, prácticamente, el asunto depende sólo de su espíritu de
iniciativa. De toda la organización, repito, me encargo yo. Costes materiales
no hay ningunos, si no contamos el gasto en telegramas.
El tuerto les daba con el codo a sus compañeros.
—¡Y bien! —preguntaba—. ¿Qué dicen?
—¡Lo organizaremos, lo organizaremos! —alborotaron los vasiukianos.
—¿Cuánto dinero hace falta para… esto… los telegramas?
—Una cifra ridícula —dijo Ostap—, cien rublos.
—En la caja sólo tenemos veintiún rublos y dieciséis kopeks. Desde
luego, comprendemos que esto está lejos de ser suficiente…
Pero el gran maestro resultó ser un organizador acomodadizo.
—De acuerdo —dijo—, denme sus veinte rublos.
—Pero ¿es bastante? —preguntó el tuerto.
—Para los primeros telegramas, sí. Y luego comenzarán los donativos y
no sabrán dónde meter el dinero.
Después de esconder el dinero en su chaqueta verde de campaña, el gran
maestro recordó a los reunidos su conferencia y la sesión de simultáneas
sobre ciento sesenta tableros, se despidió amablemente hasta la tarde y se
dirigió al club El Cartonero, a encontrarse con Ippolit Matvéevich.
—Me muero de hambre —dijo Vorobiáninov con voz áspera.
Ya estaba sentado tras la ventanilla de la caja, pero no había reunido
todavía ni un solo kopek y no había podido comprar ni siquiera una libra de
pan. Delante de él había una cestita de alambre verde destinada a los ingresos.
En semejantes cestitas se ponen los cuchillos y los tenedores en las casas de
clase media.
—¡Escuche, Vorobiáninov —gritó Ostap—, deje por hora y media las
operaciones de la caja! Vayamos a comer a un comedor popular. Por el
camino le describiré la situación. A propósito, tiene que afeitarse y asearse.

Página 274
Tiene realmente aspecto de vagabundo. Un gran maestro no puede tener unas
amistades tan sospechosas.
—No he vendido ni un solo billete —le comunicó Ippolit Matvéevich.
—No importa. Esta tarde acudirán en tropel. La ciudad ya me ha donado
veinte rublos para organizar un torneo internacional de ajedrez.
—Entonces, ¿para qué hacer la sesión de simultáneas? —susurró el
administrador—. Pueden darnos una buena tunda. En cambio, con veinte
rublos, ahora mismo podemos montar en un barco (justamente el Karl
Liebknecht[117] ha llegado desde río arriba), viajar tranquilamente a
Stalingrado y esperar allí la llegada del teatro. Acaso allí consigamos abrir las
sillas. Entonces seremos ricos y todo nos pertenecerá.
—Con el estómago vacío no se pueden decir cosas tan estúpidas. Eso
influye negativamente en el cerebro. Con veinte rublos quizás lleguemos
hasta Stalingrado… Pero ¿con qué dinero vamos a alimentarnos? Las
vitaminas, querido camarada decano, no se las dan gratis a nadie. En cambio,
a los expansivos vasiukianos se les podrá sacar por la conferencia y la sesión
una treintena de rublos.
—¡Nos darán una buena tunda! —dijo amargamente Vorobiáninov.
—Desde luego, corremos un riesgo. Pueden darnos para el pelo. Pero
tengo una pequeña idea que, en cualquier caso, le pondrá a usted fuera de
peligro. Pero sobre eso ya hablaremos. Por ahora vamos a degustar los platos
locales.
Hacia las seis de la tarde, el gran maestro, ahíto, afeitado y oliendo a agua
de colonia, entró en la caja del club El Cartonero.
El ahíto y afeitado Vorobiáninov vendía con soltura los billetes.
—¿Qué tal? —preguntó en voz baja el gran maestro.
—Para entrar, treinta, y para jugar, veinte —respondió el administrador.
—Dieciséis rublos. ¡Flojo, flojo!
—Qué va, Bénder. ¡Mire qué cola hay! No nos libraremos de una buena
tunda.
—No piense en eso. ¡Cuando le peguen ya llorará, pero mientras tanto no
se demore! ¡Aprenda a comerciar![118]
Al cabo de una hora en la caja había treinta y cinco rublos. El público se
impacientaba en la sala.
—¡Cierre la ventanilla! ¡Déme el dinero! —dijo Ostap—. Ahora, mire.
Tome estos cinco rublos, vaya al embarcadero, alquile una barca para dos
horas y espéreme en la orilla, más abajo del silo. Usted y yo daremos un
paseo nocturno. Por mí no se preocupe. Hoy estoy en plena forma.

Página 275
El gran maestro entró en la sala. Se sentía lleno de fuerzas y sabía con
seguridad que la primera jugada, e2-e4, no le supondría ninguna
complicación. Bien es verdad que las restantes jugadas se presentaban ya en
medio de una espesa niebla, pero eso no turbaba lo más mínimo al gran
intrigante. Tenía preparada una salida completamente inesperada para
salvarse incluso de la más desesperada partida.
El gran maestro fue recibido con aplausos. La pequeña sala del club
estaba decorada con banderines multicolores.
Hacía una semana había tenido lugar una velada de la Sociedad de
Salvamento en las Aguas, de lo que daba testimonio también un eslogan sobre
la pared:
El socorro a los ahogados
está en manos de los propios ahogados.[119]

Ostap saludó, tendió las manos hacia delante, como para rechazar los
inmerecidos aplausos, y subió al estrado.
—¡Camaradas! —dijo con voz magnífica—. Camaradas y hermanos en el
ajedrez, el tema de mi conferencia de hoy será el mismo sobre el que diserté,
y debo reconocer que no sin éxito, en Nizhni-Nóvgorod hace una semana. El
tema de mi conferencia es «Una fructífera idea para la apertura». ¿Qué es,
camaradas, la apertura, y qué es, camaradas, la idea? La apertura, camaradas,
es quasi una fantasía. ¿Y qué es lo que significa la idea, camaradas? La idea,
camaradas, es el pensamiento humano revestido de la forma lógica del
ajedrez. Incluso con unas fuerzas insignificantes se puede uno adueñar de
todo el tablero. Todo depende de cada individuo por separado. Por ejemplo,
ese rubito de la tercera fila. Supongamos que juega bien.
El rubio de la tercera fila se sonrojó.
—Y ese moreno de allí, pongamos que lo hace peor.
Todos se volvieron y miraron también al moreno.
—¿Qué vemos, pues, camaradas? Vemos que el rubio juega bien y el
moreno juega mal. Y ninguna conferencia cambiará esta correlación de
fuerzas, si cada individuo por separado no se entrena constantemente en jugar
a las dam… quiero decir, al ajedrez… Y ahora, camaradas, les contaré
algunas anécdotas instructivas de la práctica de nuestros estimados
hipermodernistas Capablanca, Lásker y el doctor Grigóriev.
Ostap le contó al auditorio algunos chistes antediluvianos, extraídos en su
infancia de la Revista azul[120] y con esto concluyó el sainete.

Página 276
Todos se asombraron un poco de la brevedad de su conferencia. Y el
tuerto no apartaba su único ojo del calzado del gran maestro.
Sin embargo, el comienzo de la sesión de partidas simultáneas contuvo la
creciente desconfianza del ajedrecista tuerto. Junto a los demás, distribuyó las
mesas en forma de pi griega. En total, se sentaron a jugar frente al gran
maestro treinta aficionados. Muchos de ellos estaban completamente
desconcertados y a cada momento miraban en sus manuales de ajedrez, para
refrescar la memoria sobre las complejas variantes con cuya ayuda esperaban
no rendirse al gran maestro por lo menos hasta la vigésima segunda jugada.
Ostap deslizó su mirada sobre las hileras de «negras» que lo rodeaban por
todos lados y sobre la puerta cerrada, y se puso manos a la obra con
intrepidez. Se acercó al tuerto, que estaba sentado tras el primer tablero, y
desplazó el peón del rey desde la casilla e2 hasta la casilla e4.
El tuerto se cogió enseguida las orejas con las manos y se concentró
profundamente. Por las filas de aficionados se susurró:
—El gran maestro ha jugado e2-e4.
Ostap no mimaba a sus contrincantes con la variedad de sus aperturas. En
los restantes veintinueve tableros realizó la misma operación: llevó el peón
del rey desde e2 hasta e4. Uno tras otro, los aficionados se asían de los
cabellos y se sumían en reflexiones febriles. Los que no jugaban dirigían su
mirada hacia el gran maestro. El único aficionado a la fotografía de la ciudad
ya se había encaramado sobre una silla y se disponía a encender el magnesio,
pero Ostap agitó los brazos enfadado e, interrumpiendo su marcha a lo largo
de los tableros, gritó con fuerza:
—¡Llévense al fotógrafo! Molesta a mi pensamiento ajedrecístico.
«¿A santo de qué dejar mi fotografía en este miserable villorrio? No me
gusta tener asuntos pendientes con la policía», decidió para sí.
El ofendido abucheo de los aficionados obligó al fotógrafo a renunciar a
su tentativa. La indignación era tan grande que incluso lo echaron del local.
Al tercer movimiento quedó claro que el gran maestro jugaba dieciocho
partidas españolas. En las restantes doce, las negras adoptaron la defensa de
Philidor, bastante segura, aunque anticuada. Si Ostap hubiera sabido que
jugaba unas partidas tan complejas y que se topaba con una defensa tan
experimentada, se habría asombrado en extremo. El caso era que el gran
intrigante jugaba al ajedrez por segunda vez en su vida.
Al principio los aficionados, y el tuerto el primero de ellos, se
aterrorizaron. La perfidia del gran maestro era evidente.

Página 277
Con una extraordinaria ligereza y mofándose sin duda en su interior de los
anticuados aficionados de la ciudad de Vasiukí, el gran maestro sacrificaba
peones y piezas con importancia o sin ella, a derecha y a izquierda. Al
moreno criticado durante la conferencia incluso le sacrificó la dama. El
moreno se aterrorizó y quiso rendirse de inmediato, pero sólo con un terrible
esfuerzo de voluntad se forzó a sí mismo a continuar el juego.
Al cabo de cinco minutos resonó un trueno en medio del cielo despejado.
—¡Jaque mate! —balbuceó el moreno, mortalmente asustado—. Le doy
mate, camarada gran maestro.
Ostap analizó la situación, se cubrió de vergüenza al llamar reina a la
dama y felicitó ampulosamente al moreno por su victoria. Un rumor recorrió
las filas de aficionados.
«Es hora de largarse», pensó Ostap, paseándose tranquilo entre las mesas
y moviendo con negligencia las figuras.
—Ha colocado incorrectamente el caballo, camarada gran maestro —le
aduló el tuerto—. El caballo no se mueve así.
—Pardon, pardon, pido disculpas —respondió el gran maestro—, estoy
un poco cansado después de la conferencia.
En el transcurso de los siguientes diez minutos el gran maestro perdió diez
partidas más.
En la sede del club El Cartonero resonaban gritos de asombro. El conflicto
iba madurando. Ostap perdió quince partidas seguidas y a continuación otras
tres. Sólo quedaba el tuerto. Al comienzo de la partida había cometido por
miedo muchos errores y ahora conducía el juego con dificultad hacia un final
victorioso. Sin que lo notaran los que les rodeaban, Ostap robó del tablero la
torre negra y se la escondió en el bolsillo.
La muchedumbre cerró filas en torno a los jugadores.
—¡Mi torre estaba aquí hace un momento! —gritó el tuerto, mirando a su
alrededor—. ¡Y ahora ya no está!
—¡No, y por lo tanto, no estaba! —respondió un poco grosero Ostap.
—¿Cómo que no estaba? ¡Lo recuerdo con claridad!
—¡Desde luego que no estaba!
—¿Dónde se ha metido? ¿Usted me la ha comido?
—Sí.
—¿Cuándo? ¿En qué jugada?
—¿Por qué me marea con su torre? ¡Si se rinde, entonces dígalo claro!
—¡Permítanme, camaradas, tengo todas las jugadas apuntadas!
—Vaya con el escribiente —dijo Ostap.

Página 278
—¡Esto es escandaloso! —chilló el tuerto—. Entrégueme mi torre.
—Ríndase, ríndase. ¿Qué es esto de jugar al ratón y al gato?
—¡Entrégueme mi torre!
Con estas palabras el gran maestro comprendió que cualquier dilación
significaba la muerte, cogió con el puño unas cuantas figuras y se las echó a
la cabeza al contrincante tuerto.
—¡Camaradas! —gañó el tuerto—. ¡Mírenlo todos! ¡Le están pegando a
un aficionado!
Los ajedrecistas de la ciudad de Vasiukí se quedaron boquiabiertos.
Sin perder un tiempo precioso, Ostap lanzó el tablero de ajedrez contra la
lámpara y, golpeando en medio de la oscuridad algunas mandíbulas y frentes,
salió corriendo a la calle. Los aficionados de Vasiukí, cayendo unos sobre
otros, se precipitaron tras él.
Había noche de luna. Ostap se deslizaba por la calle plateada, ligero como
un ángel elevado sobre la tierra pecadora. En vista de que no se había
producido la transformación de Vasiukí en el centro del universo, tuvo que
correr, no en medio de palacios, sino de casitas de troncos con postigos
exteriores.
Por detrás corrían los aficionados al ajedrez.
—¡Atrapen al gran maestro! —bramaba el tuerto.
—¡Estafador! —le respaldaban los restantes.
—¡Lechuguinos! —mostraba los dientes el gran maestro, incrementando
la velocidad.
—¡Policía! —gritaban los ofendidos ajedrecistas.
Ostap comenzó a saltar por la escalera que llevaba al embarcadero. Tenía
que recorrer cuatrocientos peldaños. En el sexto descansillo ya lo aguardaban
dos aficionados que se habían aventurado hasta allí por un atajo en la
pendiente. Ostap se volvió. Desde arriba se precipitaba como una jauría de
perros un apretado grupo de enfurecidos partidarios de la defensa de Philidor.
No había retirada posible. Por eso Ostap corrió hacia delante.
—¡Ahora veréis, canallas! —les aulló a los audaces exploradores,
arrojándose desde el quinto descansillo.
Los asustados rastreadores dieron un grito, saltaron por la barandilla y
rodaron en la oscuridad de montículos y pendientes. El camino estaba
despejado.
—¡Atrapen al gran maestro! —llegó desde arriba.
Los perseguidores corrían, golpeando en la escalera de madera como
bolas al caer.

Página 279
Al salir a la orilla, Ostap se desvió hacia la derecha, buscando con los ojos
la barca de su fiel administrador.
Ippolit Matvéevich estaba sentado dentro de la barquita de un modo
idílico. Ostap se desplomó sobre el banco y comenzó a remar con furia para
alejarse de la orilla. Al cabo de un minuto, las piedras comenzaron a volar
hacia la barca. Una de ellas alcanzó a Ippolit Matvéevich. Un poco más arriba
del grano volcánico le salió un oscuro bulto. Ippolit Matvéevich escondió la
cabeza entre los hombros y se puso a gimotear.
—¡Sólo me faltaba este bobalicón! Por poco no me arrancan la cabeza y
yo como si nada: vivito y coleando. Si tomamos en consideración los
cincuenta rublos de beneficio neto por un solo chichón en su cabeza, son unos
honorarios bastante decentes.
Entre tanto, los perseguidores, que acababan de comprender ahora que el
plan de transformación de Vasiukí en New Moscú se había venido abajo y
que el gran maestro se llevaba de la ciudad cincuenta rublos ganados con el
sudor de Vasiukí, se embarcaron en una gran barca y remaron entre gritos
hasta la mitad del río. En la barca se amontonaron cerca de treinta personas.
Todos querían participar personalmente en el linchamiento del gran maestro.
La expedición la dirigía el tuerto. Su único ojo resplandecía en la noche como
un faro.
—¡Atrapa al gran maestro! —vociferaron en la sobrecargada barcaza.
—¡Vamos, Kisa! —dijo Ostap—. Si nos alcanzan, no puedo responder de
la integridad de sus quevedos.
Ambas barcas iban corriente abajo. La distancia entre ellas disminuía cada
vez más. A Ostap le flaqueaban las fuerzas.
—¡No escaparéis, canallas! —gritaban desde la barcaza.
Ostap no respondía: no tenía tiempo. Los remos salían con fuerza del
agua. El agua volaba a raudales de debajo de los enfurecidos remos y se metía
dentro de la barca.
—¡Vamos! —se murmuraba Ostap a sí mismo.
Ippolit Matvéevich sufría. La barcaza celebraba el triunfo. Su gran casco
ya contorneaba a la barquita de los concesionarios por el lado de babor, para
empujar al gran maestro contra la orilla. A los concesionarios les esperaba un
deplorable destino. La alegría en la barcaza era tan grande que todos los
ajedrecistas se pasaron a estribor para, una vez alcanzada la barquita, caer
sobre el criminal gran maestro con sus muy superiores fuerzan.
—¡Cuidado con sus quevedos, Kisa! —gritó, desesperado, Ostap,
soltando los remos—. ¡Ahora va a comenzar lo bueno!

Página 280
—¡Señores! —exclamó de repente Ippolit Matvéevich con voz chillona—.
¿Es posible que vayan ustedes a darnos una paliza?
—¡Y tanto que sí! —retumbaron los aficionados de Vasiukí, mientras se
disponían a abordar la barca.
Pero en ese momento se produjo un suceso extremadamente ultrajante
para los honrados ajedrecistas de todo el mundo. La barcaza se ladeó
inesperadamente y se llenó de agua por estribor.
—¡Cuidado! —pio el capitán tuerto.
Pero ya era tarde. Se habían amontonado demasiados aficionados a
estribor del acorazado vasiukiano. Al cambiar el centro de gravedad, la
barcaza dejó de bandearse y, en plena conformidad con las leyes de la física,
se volcó.
Un clamor general perturbó la tranquilidad del río.
—¡Aaaay! —gimieron prolongadamente los ajedrecistas.
Los treinta aficionados en su conjunto fueron a parar al agua. Enseguida
salieron rápidamente a flote a la superficie y, uno tras otro, se agarraron a la
barcaza volcada. El último en atracar fue el tuerto.
—¡Lechuguinos! —gritó Ostap entusiasmado—. ¿Por qué no le dais una
paliza a vuestro gran maestro? Si no me equivoco, me la queríais dar.
Ostap describió un círculo alrededor de las víctimas del naufragio.
—Vosotros no comprendéis, individuos vasiukianos, que yo podría
ahogaros de uno en uno, pero que os regalo la vida. ¡Vivid, ciudadanos! ¡Sólo
os pido, por el Creador, que no juguéis al ajedrez! ¡Simplemente, no sabéis
jugar! Ay, lechuguinos, lechuguinos… Sigamos, Ippolit Matvéevich. ¡Adiós,
aficionados tuertos! Me temo que Vasiukí no se convertirá en el centro del
universo. No creo que los maestros del ajedrez vinieran a visitar a unos
idiotas como vosotros, ni aunque yo se lo pidiera. ¡Adiós, aficionados a las
sensaciones fuertes del ajedrez! ¡Viva el club de Los cuatro caballos!

Página 281
XXXV
Y ETC.

El amanecer halló a los concesionarios a la vista de Cheboksary. Ostap


dormitaba al timón. Ippolit Matvéevich, somnoliento, llevaba los remos por el
agua. Con el fresco de la noche ambos sentían escalofríos. En el este
despuntaban botones rosados. Los quevedos de Ippolit Matvéevich se iban
aclarando cada vez más. Sus cristales ovalados comenzaron a centellear. En
ellos se reflejaron por turno ambas orillas. Un semáforo de la orilla izquierda
se curvó en el cristal bicóncavo. Las cúpulas azul oscuras de Cheboksary
flotaban como barcos. El jardín del este creció. Los botones se transformaron
en volcanes y se pusieron a vomitar lava con los mejores colores de la
pastelería. Unos pajarillos armaron en la orilla izquierda un enorme y
estrepitoso escándalo. La pinza dorada de los quevedos se encendió y
deslumbró al gran maestro. Había salido el sol.
Ostap abrió los ojos y se estiró, haciendo crujir sus articulaciones, de
modo que la barca dio un bandazo.
—Buenos días, Kisa —dijo, ahogando un bostezo—. «He venido a
saludarte, a contarte que el sol ha salido, que su luz ardiente ha temblado allí,
sobre no sé qué…».[121]
—Puerto a la vista —informó Ippolit Matvéevich.
Ostap sacó la guía de viaje y la consultó.
—A juzgar por todo, debe de ser Cheboksary. Sí, eso es…
Dirigimos nuestra atención hacia la ciudad de Cheboksary, situada en un lugar muy
hermoso.

—Kisa, ¿realmente está situada en un lugar hermoso?


Actualmente en Cheboksary hay 7702 habitantes.

Página 282
—¡Kisa! Vamos a abandonar la búsqueda de los diamantes y aumentemos
la población de Cheboksary hasta los siete mil setecientos cuatro habitantes.
¿Eh? Eso sería muy efectista… Abriremos un local, Les petits chevaux, y con
él tendremos un gran trozo de pan asegurado cada día… Y bien, sigamos:
Fundada en 1555, la ciudad ha conservado algunas iglesias muy interesantes. Aparte de
los organismos administrativos de la república de Chuvashia, aquí hay: una facultad obrera,
una escuela del partido, un instituto pedagógico, dos centros de enseñanza secundaria, un
museo, una sociedad científica y una biblioteca. En el embarcadero y en el bazar de
Cheboksary se puede ver a los chuvaches y a los cheremisos, que se distinguen por su aspecto
exterior…

Pero antes de que los amigos se hubieran aproximado al embarcadero


donde se podía ver a los chuvaches y a los cheremisos, atrajo su atención un
objeto arrastrado por la corriente que flotaba por delante de la barca.
—¡Una silla! —gritó Ostap—. ¡Administrador! Nuestra silla va flotando.
Los socios remaron hacia la silla. Esta se balanceaba, giraba, se sumergía
en el agua, salía de nuevo a flote, alejándose de la barca de los
concesionarios. El agua pasaba libremente por su vientre descosido.
Era la silla abierta en el Scriabin y que ahora se dirigía lentamente hacia
el mar Caspio.
—¡Hola, amiga! —gritó Ostap—. ¡Hacía tiempo que no nos veíamos!
Sabe, Vorobiáninov, esta silla me recuerda a nuestra vida. También nosotros
navegamos llevados por la corriente. Nos echan a pique, salimos a flote,
aunque parece que nadie se alegra de ello. Nadie nos ama, a excepción de la
Policía Judicial, la cual, por otra parte, tampoco nos ama. A nadie le
importamos. Si ayer los aficionados al ajedrez hubieran logrado ahogarnos, lo
único que quedaría de nosotros sería el acta de reconocimiento de los
cadáveres: «Ambos cuerpos tienen los pies hacia el sudeste y la cabeza hacia
el noroeste. Los cuerpos presentan heridas provocadas, según parece, por un
arma roma». Los aficionados nos habrían zurrado, evidentemente, con sus
tableros de ajedrez. Un arma, ni que decir tiene, sin mucho filo… «El primer
cadáver pertenece a un hombre de unos cincuenta y cinco años, vestido con
una chaqueta desgarrada de lustrina, pantalones viejos y botas viejas. En un
bolsillo de su chaqueta hay un documento identificativo a nombre de Konrad
Kárlovich Mijelsón…». Esto es lo que hubieran escrito sobre usted, Kisa.
—¿Y qué hubieran escrito sobre usted? —preguntó enfadado
Vorobiáninov.
—¡Oh! Sobre mí hubieran escrito algo completamente distinto. Hubieran
escrito lo siguiente: «El segundo cadáver pertenece a un hombre de veintisiete

Página 283
años. Amó y sufrió. Amó el dinero y sufrió por no tenerlo. Su frente es alta,
enmarcada por rizos negros con matices azulados; su cabeza está orientada
hacia el sol. Sus elegantes pies, calzados con un 42, apuntan hacia la aurora
boreal. Su cuerpo está revestido por inmaculadas vestiduras blancas, sobre su
pecho hay un arpa de oro con incrustaciones de nácar y las notas de la
romanza Adiós, Aldea Nueva. El joven fallecido se dedicaba al pirograbado,
lo que deja claro el certificado encontrado en el bolsillo de su frac, expedido
el 23 de agosto de 1924 por la cooperativa de artesanos Pegaso y Parnaso con
el n.º 86/1562». Y me enterrarán con pompa, Kisa, con orquesta, con
discursos, y sobre mi monumento grabarán: «Aquí yace el famoso especialista
en termotecnia y piloto de caza Ostap-Suleimán-Berta-María Bénderbei, cuyo
padre, súbdito turco, murió sin dejarle a su hijo Ostap-Suleimán ni la menor
herencia. La madre del fallecido era condesa y vivía de ingresos
desconocidos».
Conversando en esos términos, los concesionarios atracaron en la orilla de
Cheboksary.
Por la tarde, después de haber aumentado su capital en cinco rublos con la
venta de la barca vasiukiana, los amigos se embarcaron en el barco
Uritski[122] con rumbo a Stalingrado, contando con adelantar por el camino al
lento barco de los sorteos y encontrarse con la compañía del Colón en
Stalingrado.
El Scriabin llegó a Stalingrado a comienzos de julio. Los amigos lo
recibieron escondidos detrás de las cajas del puerto. Antes de la descarga,
tuvo lugar un sorteo en el barco. Se rifaron grandes premios.
Tuvieron que esperar las sillas cerca de cuatro horas. Primero salieron en
tropel del barco los del Colón y los empleados de la lotería. Entre ellos
destacaba el radiante rostro de Persitski.
Sentados en su emboscada, los concesionarios oían sus gritos:
—¡Sí! ¡Me voy a Moscú de inmediato! ¡Ya he enviado un telegrama! ¿Y
saben cuál? «Comparto vuestro alborozo». ¡Que adivinen su significado!
Después, Persitski se montó en un automóvil de alquiler, no sin antes
haberlo examinado por todos lados y haber palpado el radiador, y se marchó,
acompañado, no se sabe bien por qué, por gritos de «¡hurra!».
Después de descargar del barco la prensa hidráulica, comenzaron a sacar
la puesta en escena del Colón. Sacaron las sillas cuando ya había anochecido.
Los del Colón lo cargaron todo en cinco furgones de dos caballos y, con
gritos de alegría, partieron directos a la estación.
—Parece que no van a actuar en Stalingrado —dijo Ippolit Matvéevich.

Página 284
Esto dejó perplejo a Ostap.
—Habrá que viajar —decidió—, pero ¿con qué dinero? En todo caso,
vayamos a la estación y allí veremos.
En la estación se aclaró que el teatro iba a Piatigorsk, vía Tijoretsk y
Mineralnye Vody. Los concesionarios sólo tenían para un billete.
—¿Sabe usted viajar de polizón? —le preguntó Ostap a Vorobiáninov.
—Lo puedo intentar —dijo tímidamente Ippolit Matvéevich.
—¡Váyase al diablo! ¡Mejor no lo intente! Le perdono otra vez. Sea, iré
yo de polizón.
Compraron para Ippolit Matvéevich un billete en un vagón de tercera
clase sin reserva, en el cual el antiguo decano llegó a la estación de
Mineralnye Vody, de los Ferrocarriles del Cáucaso Norte, llena de adelfas en
tinajas verdes. Allí comenzó a buscar a Ostap, intentando no dejarse ver por
los del Colón, que descendían del tren.
Hacía ya tiempo que el teatro se había marchado a Piatigorsk, instalado en
los nuevos vagones de un tren para veraneantes, pero Ostap todavía no
aparecía. No llegó hasta la tarde y encontró a Vorobiáninov fuera de sus
casillas.
—¿Dónde ha estado? —gimió el decano—. ¡He sufrido tanto!
—¿Es usted quien ha sufrido, viajando con un billete en el bolsillo? ¿Y
yo, entonces, no he sufrido? ¿No es a mí, pues, a quien han echado de los
topes de su tren en Tijoretsk? ¿No soy yo, entonces, el que ha estado allí tres
horas como un tonto, esperando un tren de mercancías con botellas de
narzán[123] vacías? ¡Usted es un cerdo, ciudadano decano! ¿Dónde está el
teatro?
—En Piatigorsk.
—¡Vayamos! Me he agenciado algo por el camino. El beneficio neto es de
tres rublos. Esto, desde luego, es poco, pero para una primera provisión de
narzán y de billetes de ferrocarril es suficiente.
El tren para veraneantes, chirriando como una carreta, llevó a los viajeros
en cincuenta minutos hasta Piatigorsk. Pasando por el Zmeika y el Beshtau,
los concesionarios llegaron al pie del monte Mashuk.

Página 285
XXXVI
VISTAS AL CHARCO DE MALAQUITA

Era una tarde de domingo. Todo estaba limpio y lavado. Incluso el Mashuk,
cubierto de arbustos y boscaje, parecía estar cuidadosamente peinado y
esparcía olor a loción con aroma de montaña.
Pantalones blancos de los más variados tipos pasaban por el andén de
juguete: pantalones de dril, de algodón basto, de lino, de lona y de suave
franela. Aquí se llevaban sandalias y camisas «apache». Los concesionarios,
con sus pesadas y sucias botazas, sus pesados y polvorientos pantalones, sus
chalecos tupidos y sus chaquetas calurosas se sentían extraños. En medio de
la variedad general de alegres percales de los que presumían las jóvenes del
balneario, el más vistoso y elegante era el traje de la jefe de estación.
Para asombro de todos los recién llegados, el jefe de estación era una
mujer. Sus rizos pelirrojos escapaban de debajo de su gorra roja con dos
galones de plata sobre la visera. Llevaba una guerrera de uniforme blanca y
una falda del mismo color.
Después de admirar a la jefe, de leer un cartel recién pegado sobre la gira
del teatro Colón en Piatigorsk y de beber dos vasos de narzán de a cinco
kopeks, los viajeros penetraron en la ciudad en un tranvía de la línea
Estación-La Floresta. Por entrar en La Floresta les cobraron diez kopeks.
En La Floresta había mucha música, mucha gente alegre y muy pocas
flores. Una orquesta sinfónica ejecutaba dentro de una concha blanca la
Danza de los mosquitos. En la galería de Lérmontov vendían narzán. Vendían
narzán en kioskos y en puestos ambulantes.
Nadie se preocupaba de los dos sucios buscadores de diamantes.
—Ay, Kisa —dijo Ostap—, somos extraños en esta fiesta de la vida.
La primera noche en el balneario los concesionarios la pasaron junto al
manantial de Narzán.

Página 286
Sólo allí, en Piatigorsk, cuando el teatro Colón representó por tercera vez
su Casamiento delante de los estupefactos ciudadanos, los socios
comprendieron toda la dificultad de la búsqueda del tesoro. Penetrar en el
teatro, como ellos se proponían antes, era imposible. Entre bastidores
pernoctaban Galkin, Palkin, Malkin, Chalkin y Zalkind, que cobraban en
cupones y no se podían permitir vivir en un hotel.
Así pasaban los días, y a los amigos les iban flaqueando ya las fuerzas,
mientras pernoctaban en el lugar del duelo de Lérmontov[124] y se mantenían
trasladando los equipajes de los turistas acomodados.
Al sexto día Ostap consiguió trabar amistad con el tramoyista Méchnikov,
el encargado de la prensa hidráulica. Para entonces, Méchnikov, que, por falta
de dinero, se quitaba cada día la resaca con narzán del manantial, se
encontraba en un estado lamentable y, según observó Ostap, vendía en el
mercado algunos objetos de la utilería del teatro. El acuerdo definitivo se
alcanzó durante unas libaciones matutinas junto al manantial. El tramoyista
Méchnikov llamaba a Ostap «querido» y se mostraba dispuesto al trato.
—Es posible —decía—, eso siempre es posible, querido. Con mucho
gusto, querido.
Ostap comprendió en el acto que el tramoyista era un gran experto en la
materia.
Las partes contratantes se miraban una a la otra a los ojos, se abrazaban,
se daban palmadas en la espalda y se reían cortésmente.
—Bien —dijo Ostap—, ¡por todo el asunto, un billete de diez!
—¡Querido! —se sorprendió el tramoyista—. Usted me exaspera. Soy un
hombre atormentado por el narzán.
—¿Cuánto quiere, pues?
—Ponga cincuenta. Después de todo, son bienes del Estado. Soy un
hombre atormentado.
—Bien. ¡Tome veinte! ¿De acuerdo? Venga, por sus ojos veo que está de
acuerdo.
—El acuerdo es el resultado de la plena no oposición de las partes.
—Qué bien se expresa, el perro —le susurró al oído Ostap a Ippolit
Matvéevich—, aprenda.
—¿Cuándo traerá las sillas?
—Las sillas contra el dinero.
—Se puede hacer así —dijo Ostap sin pensar.
—El dinero, por adelantado —declaró el tramoyista—, por la mañana el
dinero, por la tarde las sillas, o por la tarde el dinero y al día siguiente por la

Página 287
mañana las sillas.
—¿Y no podría ser hoy las sillas y mañana el dinero? —intentó Ostap.
—Yo, querido, soy un hombre atormentado. Tales condiciones no las
acepta mi alma.
—Pero es que hasta mañana no voy a recibir dinero por telégrafo.
—Pues entonces ya hablaremos —concluyó el tozudo tramoyista—, pero
por ahora, querido, quede con bien junto al manantial. Yo me voy: tengo
mucho trabajo con la prensa. Simbiévich no me deja en paz ni un minuto. Me
fallan las fuerzas. ¿Acaso se puede vivir sólo con narzán?
Y Méchnikov, iluminado magníficamente por el sol, se alejó.
Ostap miró con severidad a Ippolit Matvéevich.
—El tiempo —dijo— que tenemos es el dinero que no tenemos. Kisa,
debemos hacer carrera. Ciento cincuenta mil rublos y cero cero kopeks están
ante nosotros. Sólo necesitamos veinte rublos para que ese tesoro sea nuestro.
No hay que desechar ningún medio. O César, o nada. Elijo al César, aunque
sea romano.
Ostap rodeó pensativo a Vorobiáninov.
—Quítese la chaqueta, decano, deprisa —dijo inesperadamente.
Ostap tomó la chaqueta de manos del asombrado Ippolit Matvéevich, la
tiró al suelo y se puso a pisotearla con sus polvorientos botines.
—¿Qué hace usted? —aulló Vorobiáninov—. ¡Hace quince años que
llevo esta chaqueta y aún está como nueva!
—¡No se alarme! ¡Pronto dejará de estarlo! ¡Déme el sombrero! Ahora
échese polvo sobre los pantalones y rocíelos con narzán. ¡Deprisa!
Al cabo de unos minutos, Ippolit Matvéevich estaba repugnantemente
sucio.
—Ahora está maduro y ya tiene la total posibilidad de ganar dinero con un
trabajo honrado.
—¿Qué es lo que debo hacer? —preguntó con voz llorosa Vorobiáninov.
—¿Sabrá francés, espero?
—Muy mal. Lo que aprendí en el liceo.
—Hummm… Habrá que arreglarse con eso. ¿Podrá usted decir en francés
la siguiente frase: «Señores, no he comido en seis días»?
—Mosié —comenzó Ippolit Matvéevich, titubeando—, mosié, mm, mm…
je ne, ¿cómo es?, je ne mange pas… seis, ¿cómo se dice?, un, deux, trois,
quatre, cinq… six… six… jours. Bien, je ne mange pas six jours.
—¡Qué pronunciación tiene usted, Kisa! ¡Por lo demás, qué le vamos a
pedir a un mendigo! Desde luego, un mendigo de la Rusia europea habla

Página 288
francés peor que Millerand.[125] Y bien, Kisulia, ¿hasta dónde llega su
alemán?
—¿Por qué me hace falta todo esto? —exclamó Ippolit Matvéevich.
—Porque —dijo Ostap con autoridad— usted va a ir ahora a La Floresta,
se va a poner a la sombra y va a pedir limosna en francés, alemán y ruso,
insistiendo en que es usted un antiguo miembro de la Duma[126] de la fracción
de los cadetes. Toda la recaudación neta será para el tramoyista Méchnikov.
¿Ha comprendido?
Ippolit Matvéevich se transfiguró. Su pecho se arqueó como el puente de
Palacio de Leningrado, sus ojos lanzaron fuego y de las ventanas de su nariz
(eso le pareció a Ostap) salió un espeso humo. Sus bigotes comenzaron a
levantarse poco a poco.
—Vaya, vaya —dijo el gran intrigante, sin asustarse lo más mínimo—,
miradle. ¡No es un hombre, sino un dragón de cuento!
—Nunca —se puso de repente a ventriloquear Ippolit Matvéevich—,
nunca ha tendido la mano Vorobiáninov.
—Entonces, estire la pata, viejo imbécil —gritó Ostap—. ¿Usted no ha
tendido la mano?
—No.
—¿Qué les parece este gigoló? Tres meses hace que vive a mi costa. Tres
meses que lo alimento, le doy de beber y lo educo, y este gigoló se pone ahora
en pose de ballet y declara que él… ¡Vamos! ¡Basta, camarada! Una de dos: o
usted se dirige ahora mismo a La Floresta y trae a la tarde diez rublos, o lo
excluyo automáticamente del número de accionistas de la concesión. Cuento
hasta cinco. ¿Sí o no? Uno…
—Sí —farfulló el decano.
—En tal caso, repita la súplica.
—Mosié, je ne mange pas six jours. Geben Sie mir, bitte, etwas Kopeck
auf dem Stück Brot. Denle algo a un antiguo diputado de la Duma.
—Otra vez. ¡Más lastimero!
Ippolit Matvéevich lo repitió.
—¡De acuerdo! Usted tiene un talento innato para la mendicidad. Váyase.
Cita junto al manantial a media noche. Eso, téngalo en cuenta, no se debe a
que sea romántico, sino simplemente a que por la noche dan más.
—Y usted —preguntó Ippolit Matvéevich—, ¿adónde irá?
—Por mí no se preocupe. Yo actúo, como siempre, en el sitio más difícil.
Los amigos se separaron.

Página 289
Ostap corrió a una papelería, compró allí un talonario con su última
moneda de diez kopeks y estuvo sentado cerca de una hora sobre un
guardacantón de piedra, numerando los recibos y firmando en cada uno de
ellos.
—Lo primero de todo, sistema —murmuraba—, se debe llevar la cuenta
de cada kopek público.
El gran intrigante avanzó con paso de fusilero por el camino montañoso
que, alrededor del Mashuk, conducía al lugar del duelo de Lérmontov con
Martynov, pasando frente a sanatorios y casas de reposo.
Adelantado por autobuses y coches de dos caballos, Ostap salió a La
Sima.
Una pequeña galería tallada en la roca conducía a una sima cónica. La
galería acababa en un balconcito, desde el que se podía ver en el fondo de La
Sima un charco fétido de líquido verde malaquita. Esta sima se considera una
de las curiosidades de Piatigorsk, y por eso cada día lo visitan un gran número
de excursiones y de turistas individuales.
Ostap advirtió al instante que, para una persona libre de prejuicios, La
Sima podía ser una fuente de ingresos.
«Es asombroso», reflexionaba Ostap, «cómo la ciudad no ha caído hasta
ahora en la cuenta de cobrar diez kopeks por entrar en La Sima. Este es, al
parecer, el único lugar adonde se deja entrar a los turistas sin pagar. Yo
suprimiré esa mancha deshonrosa en la reputación de la ciudad y repararé esa
enojosa negligencia».
Y Ostap obró tal y como le dictaban su razón, su fuerte instinto y la
situación en que se hallaba.
Se detuvo a la entrada de La Sima y, sacudiendo en sus manos el
talonario, gritaba de vez en cuando.
—¡Adquieran sus billetes, ciudadanos! ¡Diez kopeks! ¡Los niños y los
soldados del Ejército Rojo, gratis! ¡Los estudiantes, cinco kopeks! ¡Los no
afiliados a ningún sindicato, treinta kopeks!
Ostap jugaba sobre seguro. Los habitantes de Piatigorsk no solían ir a La
Sima y sacarle diez kopeks a un turista soviético por entrar en «alguna parte»
no representaba el más mínimo esfuerzo. Hacia las cinco había juntado ya seis
rublos. Le ayudaron los no afiliados a ningún sindicato, de los que había a
montones en Piatigorsk. Todos entregaban confiados sus monedas de diez
kopeks, y un turista colorado, al divisar a Ostap, le dijo a su mujer con aire
triunfal:

Página 290
—¿Ves, Taniusha, lo que te decía ayer? Y tú decías que para entrar en La
Sima no hacía falta pagar. Es imposible. ¿No es verdad, camarada?
—Por completo —confirmó Ostap—, es imposible que no se cobre por la
entrada. A los afiliados a un sindicato, diez kopeks, y a los no afiliados,
treinta.
Antes del anochecer llegó a La Sima una excursión de policías de Járkov
en dos carruajes abiertos. Ostap se asustó y quiso fingir que era un inocente
turista, pero los policías se apiñaron tan tímidamente alrededor del gran
intrigante, que no hubo retirada posible. Por eso Ostap gritó con voz bastante
firme:
—A los afiliados a un sindicato, diez kopeks, pero como los
representantes de la policía pueden ser equiparados a estudiantes y niños,
entonces, cinco kopeks cada uno.
Los policías pagaron, después de informarse delicadamente sobre con qué
finalidad se recaudaban los cinco kopeks.
—Para una reparación general de La Sima —respondió con insolencia
Ostap—, para que no se hunda demasiado.
Mientras el gran intrigante comerciaba hábilmente con las vistas al charco
de malaquita, Ippolit Matvéevich, estaba encorvado y muerto de vergüenza
debajo de una acacia y, sin mirar a los paseantes, masticaba las tres frases que
se le habían encomendado.
—Mosié, je ne mange pas… Geben Sie mir, bitte… Denle algo a un
diputado de la Duma…
No es que le dieran poco, pero se lo daban sin mucha alegría. Sin
embargo, con ayuda de la correcta pronunciación parisina de la palabra
mange y conmoviendo las almas con su desgraciada situación de antiguo
miembro de la Duma, consiguió reunir tres rublos en monedas de cobre.
Bajo los pies de los paseantes crujía la grava. La orquesta interpretaba con
pequeñas pausas a Strauss, Brahms y Grieg. Una luminosa muchedumbre
pasaba susurrando frente al viejo decano y volvía sobre sus pasos. La sombra
de Lérmontov planeaba invisible sobre los ciudadanos que degustaban
matsoni[127] en el mirador del bufé. Olía a agua de colonia y a gases de
narzán.
—Denle a un antiguo miembro de la Duma —balbucía el decano.
—Dígame, ¿fue usted de verdad miembro de la Duma? —resonó sobre la
oreja de Ippolit Matvéevich—. ¿Y acudía usted realmente a las sesiones?
¡Ah! ¡Ah! ¡Cuánta clase!

Página 291
Ippolit Matvéevich alzó la cara y se quedó petrificado. Delante de él
saltaba, como un gorrioncillo, el regordete Avessalom Vladímirovich
Iznurénkov. Había cambiado su traje marrón de Lódï por una chaqueta blanca
y unos pantalones grises de juguetones lunares. Estaba extraordinariamente
animado y, de vez en cuando, daba saltos de veinte centímetros por encima
del suelo. Iznurénkov no había reconocido a Ippolit Matvéevich y continuó
acribillándole a preguntas.
—Dígame, ¿de verdad vio usted a Rodzianko?[128] ¿Purishkévich[129] era
calvo de verdad? ¡Ah! ¡Ah! ¡Qué tema! ¡Cuánta clase!
Mientras continuaba girando, Iznurénkov le puso en la mano al
desconcertado decano tres rublos y salió corriendo. Pero durante mucho
tiempo aún siguieron pasando por La Floresta sus regordetes muslos y parecía
oírse desde lo alto de los árboles:
—¡Ah! ¡Ah! «¡No cantes delante de mí, hermosa mía, canciones de la
triste Georgia!». ¡Ah! ¡Ah! «¡Me recuerdan otra vida y una orilla lejana…!
[130] ¡Ah! ¡Ah! ¡Y por la mañana ella de nuevo sonreía! ¡Cuánta clase…!».

Ippolit Matvéevich continuaba de pie, con los ojos fijos en el suelo. Y


hacía mal permaneciendo así. Se perdía muchas cosas.
Entre las encantadoras tinieblas de la noche de Piatigorsk, Élochka
Schúkina paseaba por las avenidas del parque, arrastrando tras de sí al dócil y
reconciliado Ernest Pávlovich. El viaje a las aguas acídulas era el último
acorde en su penosa lucha con la hija de Vanderbilt. La orgullosa americana
había partido recientemente en su yate privado hacia las islas Sandwich en un
crucero de placer.
—¡Ja-ja! —resonó en el silencio de la noche—. ¡Estupendo, Ernestulia!
¡Qué bo-ni-to!
En el bufé iluminado con lámparas estaban sentados Aljen, el ladrón
vergonzante, y su esposa Sashjen, cuyas mejillas seguían adornadas por las
patillas a lo Nicolás I. Aljen comía con timidez un pincho moruno al estilo de
Kars, regado con vino de Kajetia n.º 2, mientras que Sashjen esperaba el
esturión que había pedido acariciándose las patillas.
Después de liquidar la casa de amparo n.º 2 (se había vendido todo, hasta
el gorro de loneta del cocinero y el eslogan: «Masticando con cuidado los
alimentos ayudas a la sociedad»), Aljen había decidido descansar y distraerse
un poco. El propio destino protegía a este granuja ahíto. Ese día tenía
planeado ir a La Sima, pero no le había dado tiempo. Eso le salvó. Ostap no le
habría sacado al medroso administrador menos de treinta rublos.

Página 292
Ippolit Matvéevich echó a andar a duras penas hacia el manantial sólo
cuando los músicos ya plegaban sus atriles, el público festivo se dispersaba y
únicamente las parejas de enamorados redoblaban sus suspiros en las ralas
avenidas de La Floresta.
—¿Cuánto ha reunido? —preguntó Ostap, cuando la encorvada figura del
decano apareció junto al manantial.
—Siete rublos con veintinueve kopeks. Tres rublos en un billete. El resto,
cobre y un poco de plata.
—¡Para la primera gira es formidable! ¡Es el sueldo de un alto
funcionario! ¡Me conmueve usted, Kisa! Pero ¿quién fue el idiota que le dio a
usted tres rublos, me gustaría saberlo? ¿Quizás le dio usted la vuelta?
—Me los dio Iznurénkov.
—¡No puede ser! ¿Avessalom? ¡Vaya con la bolita de sebo! ¡Adónde ha
venido a parar! ¿Habló usted con él? ¡Ah, él no le reconoció!
—¡Me interrogó sobre la Duma! ¡Se rio!
—¡Ve, decano, ser mendigo no es tan malo, especialmente con una
instrucción modesta y una débil vocecilla! ¡Y aún se obstinaba usted,
fingiendo ser el lord guardián del sello! Y bien, Kísochka, yo tampoco he
perdido el tiempo. Quince rublos redondos. En total, es suficiente.
A la mañana siguiente el tramoyista recibió el dinero y por la tarde trajo
dos sillas. La tercera, según dijo, le fue del todo imposible cogerla. Sobre ella
jugaba a las cartas el montaje sonoro.
Para mayor seguridad, los amigos se encaramaron casi hasta la cima del
Mashuk.
Abajo, con luces estables e inmóviles, brillaba Piatigorsk. Más abajo de
Piatigorsk, unas lucecitas ruines señalaban la aldea cosaca de
Goriachevódskaia. En el horizonte, en dos líneas paralelas punteadas,
Kislovodsk sobresalía por detrás de una montaña.
Ostap contempló el cielo estrellado y sacó del bolsillo sus ya conocidos
alicates.

Página 293
XXXVII
CABO VERDE

El ingeniero Bruns estaba sentado en el mirador de piedra de su dacha de


Cabo Verde, debajo de una gran palmera, cuyas hojas almidonadas arrojaban
afiladas y estrechas sombras sobre la nuca afeitada del ingeniero, sobre su
blanca camisa y sobre la silla de Gambs del juego de la generala Popova en la
que estaba sentado, impaciente, esperando la comida.
Bruns abocinó sus gordos y carnosos labios, y con voz de nene travieso
gritó, alargando la palabra:
—¡Mú-ú-úsik!
La dacha callaba.
La flora tropical acariciaba al ingeniero. Los cactus le tendían sus
manoplas erizadas. Resonaban las hojas de las dracenas. Los bananeros y las
palmeras sagúes ahuyentaban a las moscas de la calva del ingeniero. Las rosas
que cubrían todo el mirador caían junto a sus sandalias.
Pero todo era en vano. Bruns quería comer. Miraba irritado hacia la bahía
nacarada, hacia el lejano cabo de Batumi, y llamaba con voz cantarína:
—¡Mú-ú-úsik! ¡Mú-ú-úsik!
En el húmedo aire subtropical, el sonido se apagaba con rapidez. No había
respuesta. Bruns se imaginó un gran ganso marrón, con la piel grasa y
crujiente e, incapaz de contenerse, vociferó:
—¡¡¡Músik!!! ¿Está listo el ganso?
—¡Andréi Mijáilovich! —gritó una voz femenina desde la habitación—.
¡No me marees!
El ingeniero, redondeando sus ya conocidos labios, respondió de
inmediato:
—¡Músik! ¡No te da pena tu maridito!
—¡Déjame en paz, tragón! —le respondieron desde la habitación.

Página 294
Pero el ingeniero no se resignó. Iba a continuar pidiendo el ganso, como
venía haciendo sin éxito hacía ya dos horas, cuando un inesperado susurro le
hizo volverse.
De entre los verdinegros arbustos de bambú salió un hombre vestido con
una desgarrada blusa azul, ceñida por un cordón trenzado raído, con gruesas
borlas, y unos gastados pantalones a rayas. Sobre el bondadoso rostro del
desconocido se erizaba una espesa barbita. En sus manos sostenía una
chaqueta.
El hombre se aproximó y preguntó con voz agradable:
—¿Dónde vive el ingeniero Bruns?
—Yo soy el ingeniero Bruns —dijo el invocador del ganso, con una
inesperada voz de bajo—. ¿En qué puedo servirle?
El hombre se puso de rodillas en silencio. Era el padre Fiódor.
—¡Se ha vuelto usted loco! —exclamó el ingeniero, pegando un salto—.
¡Levántese, por favor!
—No me levantaré —respondió el padre Fiódor, que seguía al ingeniero
con la vista y le miraba con ojos serenos.
—¡Levántese!
—¡No me levantaré!
Y el padre Fiódor comenzó a darse golpes con la cabeza contra la grava,
teniendo cuidado de no hacerse daño.
—¡Músik! ¡Ven aquí! —gritó el asustado ingeniero—. Mira lo que está
pasando. Levántese, se lo ruego. ¡Vamos, se lo suplico!
—No me levantaré —repitió el padre Fiódor.
Músik, que sabía interpretar perfectamente las entonaciones de su marido,
salió corriendo al mirador.
Al divisar a la dama, el padre Fiódor, sin levantarse, se arrastró ágilmente
hacia ella, se prosternó a sus pies y farfulló:
—En usted, madrecita, en usted, palomita, en usted pongo mis esperanzas.
Entonces, el ingeniero Bruns enrojeció, cogió al pedigüeño por debajo de
los brazos e hizo fuerza para ponerlo de pie, pero el padre Fiódor fue astuto y
dobló las piernas. El indignado Bruns arrastró al extraño huésped a un rincón
y le hizo sentarse a la fuerza en una silla (de Gambs, pero ni mucho menos de
la mansión de Vorobiáninov, sino del salón de la generala Popova).
—No oso —musitó el padre Fiódor, colocando sobre sus rodillas la
chaqueta del panadero, que apestaba a petróleo—, no oso permanecer sentado
en presencia de tan altas personalidades.
Y el padre Fiódor hizo amago de caer nuevamente de rodillas.

Página 295
El ingeniero, con un grito dolorido, retuvo al padre Fiódor por los
hombros.
—Músik —dijo, respirando con dificultad—, habla con este ciudadano.
Aquí debe de haber un malentendido.
Músik adoptó enseguida un tono de voz juicioso.
—¡En mi casa —dijo amenazadora— haga el favor de no ponerse de
rodillas bajo ningún concepto!
—¡Palomita! —se enterneció el padre Fiódor—. ¡Madrecita!
—Yo no soy su madrecita. ¿Qué es lo que desea?
El pope comenzó a balbucear algo incomprensible, pero era obvio que
conmovedor. Sólo después de largas indagaciones lograron comprender que
él, como un favor especial, les pedía que le vendieran su juego de doce sillas,
en una de las cuales estaba sentado en ese preciso momento.
El ingeniero, con la sorpresa, soltó los hombros del padre Fiódor, quien,
en el acto, se desplomó de rodillas y comenzó a perseguir al ingeniero como
una tortuga.
—¿Por qué —gritaba el ingeniero, esquivando los largos brazos del padre
Fiódor—, por qué debo vender mis sillas? ¡Por más que caiga usted de
rodillas, no puedo comprender nada!
—Pero es que estas son mis sillas —gimió el padre Fiódor.
—¿Cómo que son suyas? ¿Por qué son suyas? ¿Ha perdido usted la
cabeza? ¡Músik, ahora lo veo todo claro! ¡Está loco de remate!
—Son mías —repitió humildemente el padre Fiódor.
—¿Entonces, según usted, yo se las he robado? —montó en cólera el
ingeniero—. ¿Se las he robado? ¿Oyes, Músik? ¡Esto es una especie de
chantaje!
—No, por Dios —murmuró el padre Fiódor.
—¡Si se las he robado, entonces reclámelas en los tribunales y no organice
en mi casa un pandemónium! ¿Oyes, Músik? A lo que llega la desfachatez.
¡No le dejan comer a uno como es debido!
No, el padre Fiódor no quería reclamar en los tribunales «sus» sillas. Ni
mucho menos. Él sabía que el ingeniero Bruns no se las había robado. ¡Oh,
no! Ni se le había pasado por la cabeza tal cosa. Pero esas sillas, no obstante,
le habían pertenecido a él, el padre Fiódor, antes de la revolución, y su mujer,
que ahora se estaba muriendo en Vorónezh, les tenía un infinito aprecio.
Cumpliendo su última voluntad, y en modo alguno por insolencia propia, se
había permitido enterarse del paradero de las sillas y comparecer ante el
ciudadano Bruns. El padre Fiódor no pedía limosna. ¡Oh, no! Él tenía

Página 296
suficientes recursos (una pequeña fábrica de velas en Samara) para hacer más
agradables los últimos minutos de su mujer con la compra de las viejas sillas.
Estaba dispuesto a no escatimar en gastos y pagar por todo el juego unos
veinte rublos.
—¿Qué? —gritó el ingeniero, tiñéndose de púrpura—. ¿Veinte rublos?
¿Por un juego de salón magnífico? ¡Músik! ¿Oyes? ¡Es un loco, cuando
menos! ¡Por Dios, es un loco!
—Yo no soy un loco. Únicamente cumplo la voluntad de mi mujer, que
me ha enviado…
—¡Oh, diablos! —dijo el ingeniero—. ¡Otra vez ha comenzado a
arrastrarse! ¡Músik! ¡Se arrastra otra vez!
—Ponga un precio —gimió el padre Fiódor, golpeándose la cabeza
precavidamente contra el tronco de una araucaria.
—¡No estropee los árboles, chiflado! Músik, parece que no es un loco.
Simplemente, como se ve, está desolado por la enfermedad de su esposa. ¿Y
si le vendemos las sillas, eh? Así nos dejaría en paz, ¿no? ¡Si no, se romperá
la crisma!
—¿Y nosotros dónde vamos a sentarnos? —preguntó Músik.
—Compraremos otras.
—¿Con esos veinte rublos?
—Por veinte, pongamos, no se las voy a vender. Pongamos que no se las
voy a vender ni por doscientos… Pero por doscientos cincuenta sí que se las
venderé.
Un terrible golpe de cabeza contra la dracena sirvió de respuesta.
—Bueno, Músik, esto ya me tiene harto.
El ingeniero se acercó con decisión al padre Fiódor y le dictó un
ultimátum:
—En primer lugar, aléjese de la palmera a no menos de tres pasos; en
segundo lugar, levántese inmediatamente. En tercer lugar, los muebles se los
venderé por doscientos cincuenta rublos, ni uno menos.
—No es por codicia —canturreó el padre Fiódor—, sino en cumplimiento
de la voluntad de mi esposa enferma.
—Pero, querido, mi esposa también está enferma. ¿Verdad, Músik, que no
tienes bien los pulmones? Pero yo no le exijo, en virtud de eso, que usted… es
un decir… me venda, supongamos, su chaqueta por treinta kopeks.
—¡Se la regalo! —exclamó el padre Fiódor.
El ingeniero agitó una mano, irritado, y dijo fríamente:

Página 297
—Déjese de bromas. No voy a entrar en más discusiones. He tasado las
sillas en doscientos cincuenta rublos y no rebajaré ni un kopek.
—Cincuenta —propuso el padre Fiódor.
—¡Músik! —dijo el ingeniero—. Llama a Bagratión. ¡Que acompañe al
ciudadano!
—No es por codicia…
—¡Bagratión!
El padre Fiódor corrió lleno de miedo y el ingeniero se marchó al
comedor y se sentó delante del ganso. Su ave preferida produjo en Bruns un
efecto favorable. Comenzó a tranquilizarse.
En el momento en que el ingeniero se acercaba a su rosada boca un muslo
de ganso con el hueso envuelto en papel de fumar, apareció en la ventana la
cara suplicante del padre Fiódor.
—No es por codicia —dijo una dulce voz—, cincuenta y cinco rublos.
El ingeniero rugió, sin volverse. El padre Fiódor desapareció.
Durante el resto del día la figura del padre Fiódor estuvo apareciendo por
todos los rincones de la dacha. O bien salía corriendo de entre la sombra de
las criptomerias, o surgía en el bosquecillo de los mandarinos, o pasaba
volando por el patio de servicio y, temblando, se alejaba hacia el jardín
botánico.
El ingeniero estuvo llamando todo el día a Músik, quejándose del dolor de
cabeza que le producía el loco. Al anochecer, resonaba de cuando en cuando
la voz del padre Fiódor.
—¡Ciento treinta y ocho! —gritaba desde algún lugar del cielo.
Y al cabo de un minuto su voz llegaba proveniente de la dacha de
Dumbásov.
—Ciento cuarenta y uno —proponía el padre Fiódor—, no es por codicia,
señor Bruns, sino por…
Por fin, el ingeniero no aguantó más, salió en medio del mirador y,
escrutando la oscuridad, comenzó a gritar pausadamente:
—¡Váyase al diablo! ¡Doscientos rublos! Pero déjenos en paz.
Se oyó un rumor de bambúes apartados, un débil gemido y unos pasos que
se alejaban. Después, todo quedó en silencio.
Las estrellas chapoteaban en la bahía. Las luciérnagas alcanzaban al padre
Fiódor, giraban alrededor de su cabeza, bañando su cara de una luz verdosa y
medicinal.
—¡Vaya bribones que hay ahora! —masculló el ingeniero, entrando en las
habitaciones.

Página 298
Entretanto, el padre Fiódor volaba en el último autobús hacia Batumi a lo
largo de la orilla del mar. Muy cerca, con un sonido de libro al ser hojeado,
rompía un ligero oleaje, el viento le golpeaba en la cara, y al claxon del
automóvil le respondían los gañidos de los chacales.
Esa misma noche el padre Fiódor envió a su mujer, Katerina
Aleksándrovna, a la ciudad de N, el siguiente telegrama:
MERCANCÍA ENCONTRADA ENVÍA DOSCIENTOS TREINTA TELÉGRAFO VENDE
LO QUE QUIERAS FEDIA

Durante dos días estuvo deambulando lleno de entusiasmo en torno a la


dacha de Bruns, le hacía reverencias desde lejos a Músik e incluso, de vez en
cuando, llenaba las lejanías tropicales con gritos:
—¡No es por codicia, sino por cumplir la voluntad de mi esposa, que me
ha enviado!
Al tercer día, recibió el dinero con un telegrama desesperado:
VENDIDO TODO QUEDÉ SIN UN KOPEK BESOS TE ESPERO EVSTEGNÉEV
TODAVÍA COME KATIA

El padre Fiódor contó el dinero, se santiguó con fervor, alquiló un furgón


y fue a Cabo Verde.
El tiempo era sombrío. El viento agolpaba nubarrones desde la frontera
turca. El río Choroj humeaba. La banda azul clara en el cielo disminuía más y
más. El temporal llegaba a los siete grados de fuerza. Estaba prohibido
bañarse y salir al mar en barca. El ruido de los truenos resonaba sobre
Batumi. El temporal sacudía las orillas.
Llegado a la dacha del ingeniero Bruns, el padre Fiódor ordenó esperar al
cochero adzhario encapuchado y se dirigió a por los muebles.
—He traído el dinero —dijo el padre Fiódor—, podría rebajarme un poco.
—Músik —gimió el ingeniero—, no puedo más.
—No, qué va, he traído el dinero —se apresuró el padre Fiódor—,
doscientos rublos, como usted me dijo.
—¡Músik! ¡Coge su dinero! Dale las sillas. Y que haga todo esto cuanto
antes. Tengo migraña.
El objetivo de toda su vida había sido logrado. La pequeña fábrica de
velas de Samara estaba ya en sus manos. Los diamantes caían dentro de sus
bolsillos, como pepitas.
Las doce sillas, una tras otra, fueron cargadas en el furgón. Eran muy
parecidas a las de Vorobiáninov, con la única diferencia de que su tapicería
no era de cretona con florecitas, sino de reps azul oscuro con rayas rosas.

Página 299
La impaciencia dominaba al padre Fiódor. Bajo un faldón de la chaqueta
llevaba al cinto una pequeña hacha sujeta con el cordón trenzado. El padre
Fiódor se sentó junto al cochero y, volviéndose a cada instante hacia las sillas,
partió hacia Batumi. Los gallardos caballos transportaron al padre Fiódor y a
su tesoro hacia abajo, a la carretera. Allí pasaron frente al pequeño restaurante
El Final, por cuyas mesas y cenadores de bambú se paseaba el viento, frente
al túnel que engullía los últimos vagones cisterna de la ruta del petróleo,
frente a un fotógrafo, privado en ese día lúgubre de su habitual clientela,
frente al cartel «Jardín Botánico de Batumi», y lo llevaron sin demasiada
rapidez por delante de la línea del oleaje. En el lugar donde el camino rozaba
con macizos de rocas, al padre Fiódor le salpicaban gotas de agua salada.
Rechazadas por los macizos de la orilla, las olas se transformaban en géiseres,
se elevaban hacia el cielo y caían lentamente.
Los choques y estallidos del oleaje exaltaban el perturbado ánimo del
padre Fiódor. Los caballos, luchando contra el viento, se acercaban
lentamente hacia Majinzhauri. Hasta donde alcanzaba la vista, silbaban y se
hinchaban las turbias aguas verdes. La blanca espuma del oleaje se agitaba
hasta Batumi, como el dobladillo de una enagua que sobresale por debajo del
vestido de una damita desaliñada.
—¡Para! —le gritó de repente el padre Fiódor al cochero—. ¡Para,
musulmán!
Y, temblando y dando traspiés, comenzó a descargar las sillas en la orilla
desierta. El indiferente adzhario recibió sus cinco rublos, azotó a los caballos
y se fue. Y el padre Fiódor, asegurándose de que alrededor no había nadie,
arrastró las sillas desde el talud hasta un pequeño trozo de playa todavía seco
y sacó su hachita.
Vaciló un minuto, sin saber por qué silla comenzar. Después, como un
sonámbulo, se acercó a la tercera silla y golpeó brutalmente el respaldo con su
hacha. La silla se volcó sin sufrir daño.
—¡Ajá! —gritó el padre Fiódor—. ¡Yo t-te enseñaré!
Y se arrojó sobre la silla como sobre una criatura viviente. En un abrir y
cerrar de ojos la silla estaba hecha picadillo. El padre Fiódor no oía los golpes
del hacha contra la madera, contra el reps ni contra los resortes. En medio del
poderoso rugido de la tempestad se amortiguaban, como en un fieltro, todos
los demás sonidos.
—¡Ajá, ajá, ajá! —iba diciendo el padre Fiódor, mientras asestaba
hachazos.

Página 300
Las sillas quedaban fuera de combate una tras otra. La rabia del padre
Fiódor iba en aumento. Aumentaba también la tempestad. Algunas olas le
llegaban ya hasta los pies al padre Fiódor.
Desde Batumi a Sinop había un enorme ruido. El mar se enfurecía y
descargaba su cólera contra cada embarcación. El barco Lenin, humeando por
sus dos chimeneas y con la popa casi sumergida, se acercaba a Novorossíisk.
La tempestad giraba en el mar Negro, arrojando oleadas de miles de toneladas
sobre las costas de Trebisonda, Yalta, Odesa y Constanza. Tras la tranquilidad
del Bosforo y de los Dardanelos resonaba el mar Mediterráneo. Tras el
estrecho de Gibraltar, el océano Atlántico se estrellaba contra Europa. El agua
enfadada ceñía el globo terráqueo.
Y en la orilla de Batumi estaba el padre Fiódor y, bañado en sudor, hacía
pedazos la última silla. Al cabo de un minuto todo había acabado. La
desesperación se apoderó del padre Fiódor. Tras echar una mirada estupefacta
sobre la montaña de patas, respaldos y muelles amontonada por él, retrocedió.
El agua le rodeó las piernas. Se lanzó adelante y saltó empapado a la
carretera. Una gran ola se desplomó sobre el lugar donde acababa de estar el
padre Fiódor y, en su reflujo, arrastró consigo todo el descuartizado juego de
la generala Popova. El padre Fiódor ya no lo veía. Caminaba lentamente por
la carretera, encorvado, y apretaba contra el pecho un puño mojado.
Entró en Batumi como ciego, sin ver nada a su alrededor. Su situación era
de lo más terrible. A cinco mil kilómetros de su casa, con veinte rublos en el
bolsillo, llegar a su ciudad natal era prácticamente imposible.
El padre Fiódor pasó por el bazar turco, donde le propusieron, con un
persuasivo cuchicheo, comprar polvos Coty, medias de seda y tabaco de
contrabando de Sujumi, se arrastró hacia la estación y se perdió entre la
muchedumbre de mozos de cuerda.

Página 301
XXXVIII
BAJO LAS NUBES

Tres días después del acuerdo entre los concesionarios y el tramoyista


Méchnikov, el teatro Colón partió por ferrocarril hacia Tiflís a través de
Majachkalá y Bakú. Durante esos tres días los concesionarios, insatisfechos
con el contenido de las dos sillas abiertas en el Mashuk, esperaron de
Méchnikov la tercera y última de las sillas del Colón. Pero el tramoyista
atormentado por el narzán empleó los veinte rublos en su totalidad en la
compra de vodka barato y se puso en tal estado que lo encerraron bajo llave
en el depósito de accesorios.
—¡Toma ya aguas minerales! —declaró Ostap, al enterarse de la partida
del teatro—. ¡Qué hijo de perra ese tramoyista! ¡Haz negocios, después de
esto, con la gente del teatro!
Ostap se mostró mucho más ajetreado que antes. Las probabilidades de
encontrar el tesoro habían aumentado desmesuradamente.
—Hace falta dinero para viajar a Vladikavkaz —dijo Ostap—. Desde allí
iremos a Tiflís en automóvil por la ruta militar de Georgia. ¡Unas vistas
encantadoras! ¡Un paisaje cautivador! ¡Un maravilloso aire de montaña! Y, al
final de todo, ciento cincuenta mil rublos cero cero kopeks. Vale la pena
continuar lá sesión.
Pero salir de Mineralnye Vody no era tan fácil como parecía.
Vorobiáninov no demostró ningún talento como polizón de ferrocarril, y
como sus tentativas de montar en el tren resultaron vanas, tuvo que aparecer
en escena cerca de La Floresta en calidad de antiguo delegado de distrito
académico. Eso tuvo un éxito muy pequeño. Dos rublos por doce horas de
trabajo pesado y humillante. La suma, sin embargo, fue suficiente para viajar
a Vladikavkaz.
En Beslán echaron del tren a Ostap por viajar sin billete, y el gran
intrigante corrió desafiante en pos del tren unas tres verstas, amenazando con

Página 302
el puño al inocente Ippolit Matvéevich.
Después de eso, Ostap consiguió saltar al estribo de un tren que subía
lentamente hacia la cordillera del Cáucaso. Desde esta posición Ostap
contempló con curiosidad el panorama de la cadena de montañas que se
desplegaba ante él.
Pasaban de las tres de la madrugada. Las cumbres de las montañas se
iluminaron con la luz, de un rosa oscuro, del sol. A Ostap no le gustaron las
montañas.
—Demasiado ostentoso —dijo—. Una hermosura salvaje. La fantasía de
un idiota. Una cosa superflua.
A la salida de la estación de Vladikavkaz, un gran autobús abierto de
Transportes Transcaucásicos esperaba a los recién llegados y unas personas
amables decían:
—A quien vaya por la ruta militar de Georgia, lo llevamos gratis a la
ciudad.
—¿Adónde va usted, Kisa? —dijo Ostap—. Nosotros cogemos el autobús.
Que nos lleven gratis.
Una vez que el autobús los llevó hasta la oficina de Transportes
Transcaucásicos, Ostap, sin embargo, no se apresuró a reservar sitio en
ningún coche. En animada conversación con Ippolit Matvéevich, admiró la
montaña de la Mesa, ceñida por las nubes y, encontrando que la montaña era
realmente parecida a una mesa, se alejaron con rapidez.
Tuvieron que permanecer en Vladikavkaz unos cuantos días. Pero todos
los intentos de conseguir dinero para el viaje por la ruta militar de Georgia o
no daban ningún fruto, o sólo les proporcionaban recursos suficientes para el
sustento diario. La tentativa de cobrarles a los ciudadanos monedas de diez
kopeks no tuvo éxito. La cordillera del Cáucaso era tan alta y visible, que
cobrar dinero por mostrarla resultaba imposible. Se la podía ver desde casi
todas partes. En Vladikavkaz no había otras bellezas naturales. Por lo que se
refiere al río Térek, este corría frente a La Pista, y para entrar en ella la ciudad
ya cobraba dinero sin la ayuda de Ostap. La recaudación de limosnas
efectuada por Ippolit Matvéevich le aportó treinta kopeks en dos días.
—Basta —dijo Ostap—, sólo hay una solución: ir a Tiflís a pie. En cinco
días recorreremos doscientas verstas. ¡No importa, papaíto, encantadoras
vistas de las montañas, aire fresco…! Necesitamos dinero para pan y
mortadela. ¡Puede añadir a su repertorio algunas frases en italiano, eso ya
como usted quiera, pero para la tarde debe haber reunido no menos de dos

Página 303
rublos! Hoy nos veremos obligados a no comer, querido camarada. ¡Ay! Mala
suerte…
Muy de mañana, los concesionarios atravesaron un pequeño puente sobre
el Térek, evitaron los cuarteles y se internaron en un verde valle, por el que
discurría la ruta militar de Georgia.
—Hemos tenido suerte, Kisa —dijo Ostap—, esta noche ha llovido y no
tendremos que tragar polvo. Aspire aire puro, decano. Cante. Recuerde versos
caucasianos. ¡Haga honor al lugar…!
Pero Ippolit Matvéevich no cantaba ni recordaba versos. El camino iba en
cuesta. Las noches pasadas a cielo abierto le dejaban de recuerdo punzadas en
el costado y pesadez en las piernas, y la mortadela, ardores de estómago
constantes y dolorosos. Caminaba encorvado, de lado, llevando en la mano un
pan de cinco libras envuelto en un periódico de Vladikavkaz y arrastrando a
duras penas la pierna izquierda.
¡De nuevo caminar! Esta vez a Tiflís, esta vez por el camino más hermoso
del mundo. A Ippolit Matvéevich le daba todo igual. No miraba a los lados,
como hacía Ostap. No prestaba la más mínima atención al Térek, que
comenzaba ya a tronar en el fondo del valle. Y sólo las cumbres heladas,
resplandecientes bajo el sol, le recordaban vagamente algo: o bien el brillo de
los diamantes o bien los mejores ataúdes con brocado del maestro Bezenchuk.
Después de Balta el camino entraba en un desfiladero y ascendía
convertido en una estrecha cornisa, tallada en las oscuras peñas verticales. La
espiral del camino se iba ondulando hacia arriba y, por la tarde, los
concesionarios se encontraron en la estación de Lars, a mil metros sobre el
nivel del mar.
Pasaron gratis la noche en una pobre hostería e incluso recibieron cada
uno un vaso de leche, al haber cautivado al dueño y a sus huéspedes con unos
trucos de cartas.
La mañana era tan deliciosa que incluso Ippolit Matvéevich, refrescado
por el aire de montaña, comenzó a caminar con más ánimo que la víspera.
Detrás de la estación de Lars se alzó al instante el grandioso muro de la
Cordillera Transversal. El valle del Térek se cerró entonces en estrechas
gargantas. El paisaje se volvía cada vez más sombrío y las inscripciones sobre
las peñas, más numerosas. Allí donde las peñas comprimían tanto el curso del
Térek, que la longitud del puente era sólo de diez sazhenas, los
concesionarios vieron tantas inscripciones sobre las paredes rocosas del
desfiladero, que Ostap olvidó la majestuosidad del desfiladero de Darial y
comenzó a gritar, intentando superar el estruendo y los gemidos del Térek:

Página 304
—¡Qué grandes gentes! Preste atención, decano. ¿Ve? ¡Apenas más alto
que la nube y un poco más bajo que el águila! Una inscripción: «Kolia y
Mika, julio de 1914». ¡Un espectáculo inolvidable! ¡Preste atención a lo
artístico de la ejecución! ¡Cada letra mide un metro de alto y está pintada con
óleo! ¿Dónde estaréis ahora, Kolia y Mika?
—Kisa —continuó Ostap—, vamos a inmortalizarnos nosotros también.
No vamos a ser menos que Mika. ¡Por cierto, que yo tengo una tiza! A fe mía,
que voy a trepar ahora y a escribir: «Kisa y Osia estuvieron aquí».
Y Ostap, sin pensárselo dos veces, puso las provisiones de mortadela
barata sobre el parapeto que protegía la carretera del abismo bullente del
Térek y comenzó a escalar la peña.
Ippolit Matvéevich observó al principio el ascenso del gran intrigante,
pero después se distrajo y, dándose la vuelta, se puso a examinar los
cimientos del castillo de Tamara[131], que se conservaban sobre una peña
semejante a un diente de caballo.
En ese momento, a dos verstas de los concesionarios, por el lado de Tiflís,
el padre Fiódor entró en el desfiladero de Darial. Caminaba con paso regular
de soldado, mirando delante de sí con ojos duros de diamante y se apoyaba
sobre un cayado.
Con el último dinero que le quedaba, el padre Fiódor había llegado hasta
Tiflís y ahora caminaba hacia su tierra natal a pie, viviendo de limosnas. Al
atravesar el puerto de la Cruz (2345 metros sobre el nivel del mar) le picó un
águila. El padre Fiódor amenazó con su cayado a la insolente ave y continuó
adelante.
Caminaba errante entre las nubes y mascullaba:
—¡No es por codicia, sino por cumplir la voluntad de mi mujer, que me
ha enviado!
La distancia entre los enemigos disminuía. Al girar tras un afilado
saliente, el padre Fiódor se dio de bruces contra un viejo con quevedos de oro.
El desfiladero se escindió a los ojos del padre Fiódor. El Térek
interrumpió su clamor milenario.
El padre Fiódor había reconocido a Vorobiáninov. Después del terrible
fracaso en Batumi, después de que todas sus esperanzas se derrumbaran, la
nueva posibilidad de obtener riquezas ejerció un extraordinario efecto sobre el
padre Fiódor.
Agarró a Ippolit Matvéevich por su descarnada nuez y, apretando los
dedos, se puso a gritar con voz ronca:
—¿Dónde has metido el tesoro de tu suegra, a la que asesinaste?

Página 305
Ippolit Matvéevich, que no se esperaba nada semejante, permanecía
callado, con los ojos tan desorbitados que casi rozaban los cristales de sus
quevedos.
—¡Habla! —le ordenaba el padre Fiódor—. ¡Confiesa, pecador!
Vorobiáninov sintió que perdía el aliento.
Entonces, el padre Fiódor, que ya cantaba victoria, vio a Bénder saltando
por una peña. El director técnico descendía gritando a voz en cuello:
Rompiendo en las peñas sombrías
espumean y bullen las olas.[132]

Un gran espanto paralizó el corazón del padre Fiódor. Continuaba


sujetando maquinalmente al decano por la garganta, pero las rodillas le
temblaban.
—¡Vaya quién está aquí! —gritó Ostap en tono amistoso—. ¡La
competencia!
El padre Fiódor no perdió un minuto. Obedeciendo a un benéfico instinto,
cogió la mortadela y el pan de la concesión y echó a correr.
—¡Sacúdale, camarada Bénder! —gritaba desde el suelo Ippolit
Matvéevich, una vez recobrado el aliento.
—¡Atrápalo, a por él!
Ostap comenzó a silbar y a espantar la caza.
—¡Eh, eh! —gritaba, lanzándose en su persecución—. ¡La batalla de las
Pirámides o Bénder de caza! ¿Adónde corre usted, cliente? ¿Puedo ofrecerle
una silla bien destripada?
El padre Fiódor no soportó el tormento de la persecución y trepó a una
peña totalmente vertical. Le empujaban hacia arriba su corazón, que se le
subía hasta la garganta, y una peculiar picazón en los talones conocida sólo
por los cobardes. Sus pies se despegaban por sí solos del granito y llevaban a
su señor hacia lo alto.
—¡Eh, eh, eh! —gritaba Ostap desde abajo—. ¡A por él!
—¡Se ha llevado nuestras provisiones! —vociferó Ippolit Matvéevich,
corriendo hacia Ostap.
—¡Detente! —tronó Ostap—. ¡Detente, te digo!
Pero esto sólo sirvió para dar nuevas fuerzas al desfallecido padre Fiódor.
Subió volando y, en unos cuantos saltos, se encontró a unas diez sazhenas por
encima de la más alta inscripción.
—¡Dame la mortadela! —suplicaba Ostap—. ¡Dame la mortadela,
estúpido! ¡Te lo perdonaré todo!

Página 306
El padre Fiódor ya no oía nada. Se encontraba sobre una plataforma llana,
a la que ningún hombre había conseguido encaramarse hasta la fecha. Un
angustioso horror se apoderó del padre Fiódor. Comprendió que no habría
manera de bajar de allí.
La peña descendía perpendicularmente sobre la carretera y no se podía ni
pensar en el regreso. Miró hacia abajo. Allí estaba el enfurecido Ostap, y en el
fondo del desfiladero centelleaban los quevedos de oro del decano.
—¡Os entregaré la mortadela! —gritó el padre Fiódor—. ¡Bajadme de
aquí!
En respuesta, retumbó el Térek y desde el castillo de Tamara llegaron
gritos apasionados. Allí vivían unas lechuzas.
—¡Bajaaadme de aquí! —gritaba lastimeramente el padre Fiódor.
Veía todas las maniobras de los concesionarios. Estos corrían bajo la peña
y, a juzgar por sus gestos, le lanzaban las más abyectas injurias.
Al cabo de una hora, el padre Fiódor, tumbado sobre el vientre y con la
cabeza colgando hacia abajo, vio que Bénder y Vorobiáninov se marchaban
en dirección al puerto de la Cruz.
La noche cayó rápida. En medio de las profundas tinieblas y del rumor
infernal, justo debajo de las nubes, el padre Fiódor temblaba y lloraba. Ya no
le hacían falta los tesoros terrenales. Sólo quería una cosa, volver abajo, a la
tierra. Por la noche estuvo bramando de tal modo que a veces ahogaba el
ruido del Térek, y por la mañana tomó fuerzas con la mortadela y el pan, y
lanzó carcajadas satánicas sobre los automóviles que pasaban por abajo. El
resto del día lo consagró a la contemplación de las montañas y del astro
celeste, el sol. Y a la noche siguiente vio a la reina Tamara. La reina voló
hasta él desde su castillo y le dijo coquetamente:
—Vamos a ser vecinos.
—¡Madrecita! —dijo con sentimiento el padre Fiódor—. No es por
codicia…
—Lo sé, lo sé —observó la reina—, sino por cumplir la voluntad de tu
mujer.
—¿Cómo lo sabe usted? —se asombró el padre Fiódor.
—Lo sé. Venga a verme, vecino. ¡Jugaremos al sesenta y seis! ¿Eh?
Se echó a reír y se fue volando, lanzando fuegos artificiales hacia el cielo
nocturno.
Al tercer día, el padre Fiódor comenzó a predicar a los pájaros. No se sabe
por qué, los quería atraer hacia el luteranismo.

Página 307
—¡Pájaros! —les decía con voz sonora—. ¡Arrepentíos públicamente de
vuestros pecados!
Al cuarto día, ya lo mostraban desde abajo a los excursionistas.
—A la derecha vemos el castillo de Tamara —decían los experimentados
guías— y a la izquierda hay un hombre vivo, pero cómo se sustenta y cómo
ha ido a parar allí, no se sabe.
—¡Qué salvaje es este pueblo! —se asombraban los excursionistas—.
¡Estos hijos de las montañas!
Pasaban las nubes. Las águilas giraban sobre el padre Fiódor. La más
osada de ellas le robó los restos de la mortadela y, de un aletazo, tiró al
espumeante Térek, libra y media de pan.
El padre Fiódor amenazó al águila con un dedo y, con una sonrisa
radiante, murmuró:
El ave de Dios no sabe
de cuidados ni de esfuerzos,
ni solícita fabrica
ningún nido duradero.[133]

El águila miró de soslayo al padre Fiódor, gritó «ki-ki-ri-kí» y se alejó


volando.
—¡Ay, aguilita, aguilita, menuda bellaca estás hecha!
Al cabo de diez días llegó desde Vladikavkaz un equipo de bomberos con
el convoy y los aparejos necesarios, y bajaron al padre Fiódor.
Mientras lo bajaban, daba palmadas y cantaba con voz privada de
encanto:
¡Y serás la reina del mu-u-u-undo,
mi ami-i-i-iga ete-e-erna![134]

Y el severo Cáucaso siguió repitiendo el texto de Lérmontov y la música


de Rubinstein.
—No es por codicia —le dijo el padre Fiódor al jefe de bomberos—, sino
por…
Pusieron al sacerdote, que se reía a carcajadas, sobre la escalera de
incendios, y se lo llevaron a una clínica psiquiátrica.

Página 308
XXXIX
EL TERREMOTO

—¿Qué le parece, decano —preguntó Ostap cuando los concesionarios se


acercaban al pueblo de Sioni—, con qué se puede ganar dinero en este
marchito lugar situado a una altitud de dos verstas?
Ippolit Matvéevich callaba. La única ocupación con la que él podría
procurarse medios de vida era la mendicidad, pero allí, en las espirales y
cornisas de las montañas, no había a quién pedirle.
Por otra parte, también allí existía la mendicidad, pero una mendicidad de
lo más singular, alpina: a cada autobús o automóvil que pasaba frente al
pueblo se le acercaban niños que ejecutaban ante el auditorio en movimiento
unos pasos de lezguinka[135] de Naur. Después de esto, los niños corrían tras
el coche gritando:
—¡Dadnos dinero! ¡Dadnos dinero!
Los pasajeros lanzaban monedas de cinco kopeks y ascendían al puerto de
la Cruz.
—Es un negocio sublime —dijo Ostap—, no exige gastos de capital, los
beneficios no son grandes, pero en nuestra situación son preciosos.
Hacia las dos de la tarde del segundo día de camino, Ippolit Matvéevich,
bajo la vigilancia del gran intrigante, ejecutó su primera danza delante de los
fugaces pasajeros. Su danza fue parecida a una mazurca, pero los pasajeros,
saturados de las bellezas salvajes del Cáucaso, la tomaron por una lezguinka y
le recompensaron con tres monedas de cinco kopeks. Delante del siguiente
vehículo, que resultó ser un autobús que iba desde Tiflís a Vladikavkaz, bailó
y saltó el director técnico en persona.
—¡Dadnos dinero! ¡Dadnos dinero! —gritó enfadado.
Los pasajeros, riéndose, recompensaron con generosidad sus brincos.
Ostap recogió treinta kopeks del polvo del camino. Pero entonces, los niños
de Sioni cubrieron a la competencia con una granizada de piedras.

Página 309
Protegiéndose del bombardeo, los viajeros se dirigieron a paso rápido hacia el
aúl[136] más próximo, donde gastaron sus ganancias en queso y tortas de pan.
Los concesionarios pasaban los días ocupados en esto. Por las noches
dormían en las saklis[137] de los montañeses. Al cuarto día bajaron por los
zigzagues de la carretera hacia el valle de Kaishauri. Allí lucía un sol ardiente
y los huesos de los socios, helados considerablemente en el puerto de la Cruz,
se calentaron con rapidez.
Las peñas del Darial, las tinieblas y el frío del puerto se trocaron en el
verdor y el buen cultivo de un valle muy profundo. Los viajeros bajaron,
dominando el Aragva, a un valle muy poblado y con abundante ganado y
alimento. Allí se podía mendigar, ganar algo o simplemente robar. Era la
Transcaucasia.
Los regocijados concesionarios aceleraron el paso.
En Passanauri, un rico y caluroso pueblo con dos hoteles y unas cuantas
tabernas, los amigos mendigaron una torta de pan y se echaron entre unos
matorrales frente al Hotel Francia, en cuyo jardín había dos oseznos
encadenados. Gozaron del calor, del sabroso pan y de un merecido descanso.
Sin embargo, su descanso fue pronto perturbado por el sonido de unas
bocinas, el susurro de unas cubiertas nuevas de neumáticos por la carretera
asfaltada y unas alegres exclamaciones. Los amigos se asomaron a mirar. Al
Francia se acercaban en fila india tres automóviles iguales y nuevecitos. Los
automóviles se detuvieron sin hacer ruido. Del primer coche saltó Persitski.
Tras él salió Los tribunales y la vida, atusándose los polvorientos cabellos.
Después, desde todos los coches se precipitaron los miembros del club
automovilístico del periódico La Prensa.
—¡Hacemos un alto! —gritó Persitski—. ¡Patrón! ¡Quince pinchos
morunos!
Dentro del Francia comenzaron a moverse figuras soñolientas y resonaron
los balidos de un carnero al que arrastraban por las patas a la cocina.
—¿No reconoce a ese joven? —preguntó Ostap—. Es el reportero del
Scriabin, uno de los críticos de nuestra pancarta transparente. Pero ¡qué
llegada más ostentosa! ¿Qué significa esto?
Ostap se aproximó a los devoradores de pinchos morunos y, del modo
más elegante, le hizo una reverencia a Persitski.
—Bonjour! —dijo el reportero—. ¿Dónde le he visto a usted, querido
camarada? ¡Ah-ah-ah! Ya me acuerdo. ¡El pintor del Scriabin! ¿No es así?
Ostap se puso la mano sobre el corazón y se inclinó cortésmente.

Página 310
—Permítame, permítame —continuaba Persitski, que poseía la memoria
tenaz del reportero—, ¿no fue a usted a quien atropelló un caballo de coche de
punto en Moscú, en la plaza de Sverdlov?
—¡Por supuesto, por supuesto! Y además, según su certera expresión,
parece que todo quedó en un leve susto.
—¿Y está usted aquí por motivos profesionales de su trabajo artístico?
—No, con fines turísticos.
—¿A pie?
—Sí. Los especialistas afirman que viajar por la ruta militar de Georgia en
automóvil es sencillamente una estupidez.
—¡No siempre es una estupidez, querido mío, no siempre! Nosotros, por
ejemplo, no viajamos tan estúpidamente. Los cochecitos, como ve, son
nuestros, subrayo, nuestros, colectivos. Comunicación directa Moscú-Tiflís.
La gasolina sale por nada. Comodidad y rapidez de desplazamiento. Resortes
blandos. ¡Europa!
—¿De dónde han sacado todo esto? —preguntó Ostap con envidia—.
¿Han ganado cien mil rublos?
—Cien no, pero cincuenta sí que hemos ganado.
—¿Al juego del nueve?
—Con una obligación que pertenecía al club automovilístico.
—Ya —dijo Ostap—. ¿Y con ese dinero compraron los automóviles?
—¡Como lo ve!
—Muy bien. ¿Quizás necesiten un monitor? Conozco a un joven que no
bebe.
—¿Qué clase de monitor?
—Bueno, de todo tipo… dirección general, consejos técnicos, enseñanza
práctica según un método combinado… ¿Eh?
—Le comprendo. No, no nos hace falta.
—¿No les hace falta?
—No. Lo siento. Y tampoco nos hace falta un pintor.
—En tal caso, présteme diez rublos.
—Avdotin —dijo Persitski—, haga el favor de darle a este ciudadano tres
rublos de mi parte. No hace falta recibo. No tiene que rendirnos cuentas.
—Es extremadamente poco —observó Ostap—, pero lo acepto.
Comprendo la enorme dificultad de su situación. Sin duda, si usted hubiera
ganado cien mil, probablemente me habría prestado cinco rublos enteros. Pero
usted ha ganado tan sólo cincuenta mil rublos cero cero kopeks. ¡En cualquier
caso, se lo agradezco!

Página 311
Bénder se quitó cortésmente el sombrero. Persitski se quitó cortésmente el
sombrero. Bénder se inclinó con gran gentileza. Persitski le respondió con una
inclinación gentilísima. Bénder agitó la mano para despedirse. Persitski,
sentado al volante, le hizo un gesto con la mano. Pero Persitski se marchó en
un magnífico automóvil hacia las radiantes lejanías, en compañía de alegres
amigos, mientras que el gran intrigante se quedó en el polvoriento camino con
el tonto de su socio.
—¿Ha visto usted qué esplendor? —le preguntó Ostap a Ippolit
Matvéevich.
—¿Los Transportes Transcaucásicos o la sociedad privada Motor? —se
informó eficientemente Vorobiáninov, que en unos cuantos días de camino se
había familiarizado a la perfección con todos los tipos de transporte que
pasaban—. Quería acercarme a ellos para bailar.
—Pronto se volverá completamente imbécil, mí pobre amigo. ¿De qué
Transportes Transcaucásicos habla? ¡Estas personas, lo oye, Kisa, han ga-na-
do cincuenta mil rublos! ¡Usted mismo ve, Kisulia, qué contentos están y
cuántos cachivaches mecánicos se han comprado! Cuando hayamos
conseguido nuestro dinero, lo gastaremos de un modo mucho más racional.
¿No es verdad?
Y los amigos, soñando con lo que comprarían cuando se hicieran ricos,
salieron de Passanauri. Ippolit Matvéevich se imaginaba con realismo la
compra de unos calcetines nuevos y su partida al extranjero. Los sueños de
Ostap eran más amplios. Sus proyectos eran grandiosos: construir un dique en
el Nilo azul, o bien abrir una casa de juego en Riga con filiales en todos los
países limítrofes.
Al tercer día, antes de la hora de comer, después de pasar por sitios
aburridos y polvorientos como Ananur, Dushet y Tsilkany, los viajeros se
acercaron a Mtsjeta, la antigua capital de Georgia. Allí el Kurá giraba hacia
Tiflís.
Por la tarde, los viajeros pasaron la Central Hidroeléctrica Zemo-
Avchálskaia. El cristal, el agua y la electricidad resplandecían con diferentes
luces. Todo ello se reflejaba y temblaba en el curso rápido del Kurá.
Allí los concesionarios hicieron amistad con un campesino que los llevó
en su arbá[138] a Tiflís a las once de la noche, justo a la hora en que el frescor
nocturno llamaba a la calle a los habitantes de la capital georgiana,
extenuados después de un día sofocante.
—No es una mala ciudad —dijo Ostap, cuando salían a la avenida de
Shotá Rustaveli—,[139] sabe, Kisa…

Página 312
De repente, Ostap, sin acabar la frase, se lanzó tras cierto ciudadano, lo
alcanzó a los diez pasos y se puso a conversar animadamente con él.
Después regresó con rapidez y le clavó un dedo en el costado a Ippolit
Matvéevich.
—¿Sabe quién es? —le susurró rápidamente—. Es la Cooperativa de
Roscas de Odesa Las rosquillas de Moscú, el ciudadano Kisliarski. Vayamos
con él. Ahora usted es de nuevo, por más paradójico que sea, el gigante del
pensamiento y el padre de la democracia rusa. No olvide hinchar los carrillos
y mover el bigote. Por cierto, ya le ha crecido lo bastante. ¡Ah, diablos! ¡Qué
ocasión! ¡Es la fortuna! ¡Si no le saco ahora cincuenta rublos, escúpame en la
cara! ¡Vayamos, vayamos!
En efecto, a cierta distancia de los concesionarios estaba Kisliarski, azul
lechoso a causa del miedo, con un traje de seda y un sombrero de paja.
—Me parece que ustedes ya se conocen —dijo Ostap en un susurro—.
Esta es la personalidad más cercana al emperador, el gigante del pensamiento
y el padre de la democracia rusa. No preste atención a su traje. Es por la
conspiración. Llévenos a algún sitio sin falta. Tenemos que hablar.
Kisliarski, que había venido al Cáucaso para descansar de las emociones
de Stárgorod, estaba completamente apabullado. Musitando algunas tonterías
sobre el estancamiento del negocio de las roscas y rosquillas, Kisliarski hizo
subir a sus terribles amistades a un coche con radios y estribo plateados y los
condujo a la montaña de David. A la cima de esta montaña, donde había un
restaurante, subieron en funicular. Tiflís, con sus mil luces, resbalaba
lentamente hacia el averno. Los conspiradores subían directos a las estrellas.
Las mesas del restaurante estaban colocadas sobre la hierba. Una orquesta
caucasiana salmodiaba a la sordina y una niña pequeña bailaba por propia
iniciativa la lezguinka entre las mesas, bajo la mirada feliz de sus padres.
—¡Mande que nos sirvan algo! —le dio a entener Bénder.
Por orden del experimentado Kisliarski, les sirvieron vino, verdura y
queso georgiano salado.
—Y algo de comer —dijo Ostap—. Si usted supiera, querido señor
Kisliarski, lo que hemos tenido que sufrir hoy Ippolit Matvéevich y yo, se
asombraría usted de nuestro valor.
«¡Otra vez!», pensó con desesperación Kisliarski. «Otra vez comienzan
mis tormentos. ¿Por qué no habré ido a Crimea? Yo prefería claramente ir a
Crimea. ¡Y Henrietta me lo había aconsejado!».
Pero encargó con resignación dos pinchos morunos y volvió hacia Ostap
su cara servicial.

Página 313
—Bien —dijo Ostap, mirando a los lados y bajando la voz—, en dos
palabras. Nos persiguen hace ya dos meses y, seguramente, mañana, en
nuestro apartamento clandestino, nos tenderán una emboscada. Tendremos
que abrir fuego.
A Kisliarski se le platearon las mejillas.
—Estamos contentos —continuó Ostap— de encontrar en esta situación
crítica a un fiel luchador por la patria.
—¡Hummm… sí! —dijo entre dientes, con orgullo, Ippolit Matvéevich,
recordando con qué famélico ardor había bailado la lezguinka no lejos de
Sioni.
—Sí —murmuraba Ostap—. Esperamos derrotar al enemigo con su
ayuda. Le daré una Parabellum.
—No hace falta —dijo Kisliarski con firmeza.
Al minuto siguiente se puso de manifiesto que el presidente del Comité de
la Bolsa no tenía la posibilidad de tomar parte en el combate del día siguiente.
Lo lamentaba mucho, pero no podía. No estaba familiarizado con los asuntos
militares. Por eso justamente lo habían elegido presidente del Comité de la
Bolsa. Estaba completamente desolado, pero para salvar la vida del padre de
la democracia rusa (él mismo era un antiguo octubrista) estaba dispuesto a
prestar la ayuda financiera que pudiera.
—¡Usted es un fiel amigo de la patria! —dijo solemnemente Ostap,
regando un oloroso pedazo de pincho moruno con un dulce Kipiani—.
Quinientos rublos pueden salvar al gigante del pensamiento.
—Dígame —preguntó Kisliarski en tono lastimero—, ¿y doscientos
rublos no pueden salvar al gigante del pensamiento?
Ostap no pudo aguantarse y bajo la mesa le dio un puntapié de entusiasmo
a Ippolit Matvéevich.
—¡Yo pienso —dijo Ippolit Matvéevich— que el regateo aquí está fuera
de lugar!
Al instante recibió un puntapié en un muslo que significaba: «¡Bravo,
Kisa, bravo, lo que es tener escuela!».
Kisliarski había oído por primera vez en su vida la voz del gigante del
pensamiento. Se sorprendió tanto de esta circunstancia, que le entregó
inmediatamente a Ostap los quinientos rublos. Después pagó la cuenta y,
dejando a los amigos sentados a la mesa, se marchó con el pretexto de que le
dolía la cabeza. Al cabo de media hora le envió a su mujer, a Stárgorod, un
telegrama:
VOY TU CONSEJO CRIMEA CUALQUIER CASO PREPARA MALETA

Página 314
Las largas privaciones que había soportado Ostap Bénder exigían una
inmediata compensación. Por ello, el gran intrigante se emborrachó como una
cuba esa misma noche en la montaña del restaurante y por poco no se cayó
del vagón del funicular de camino al hotel. Al día siguiente vio realizado un
viejo sueño suyo. Se compró un maravilloso traje gris de lunares. Le daba
mucho calor, pero no se lo quitaba, aunque iba bañado en sudor. A
Vorobiáninov le compraron en una tienda de confección de La Cooperativa de
Tiflís un traje blanco de piqué y una gorra de marino con la insignia dorada de
un yacht-club desconocido. Con esta indumentaria, Ippolit Matvéevich
parecía ir disfrazado de almirante de la marina mercante. Su talle se enderezó.
Su andar se hizo firme.
—¡Ah! —decía Bénder—. ¡Cuánta clase! Si yo fuera mujer, a un buen
mozo tan viril como usted le haría un ocho por ciento de descuento sobre el
precio normal. ¡Ah! ¡Ah! ¡Con este aspecto podemos mostrarnos en sociedad!
¿Usted sabe hacerlo, no, Kisa?
—Camarada Bénder —repetía Vorobiáninov—, ¿qué va a pasar con la
silla? Hay que enterarse qué ha sido del teatro.
—¡Ja-ja! —replicó Ostap, bailando con una silla en la gran habitación
mora del Hotel Orient—. No me enseñe a vivir. Ahora soy feroz. Tengo
dinero. Pero soy generoso. Le doy veinte rublos y tres días para saquear la
ciudad. ¡Soy como Suvórov![140]… ¡Saquee la ciudad, Kisa! ¡Diviértase!
Y Ostap, con un contoneo de caderas, entonó con un ritmo rápido:
El tañido vespertino, el tañido vespertino,
cuántos pensamientos sugiere.[141]

Los amigos estuvieron de juerga sin parar durante una semana entera. El
traje de almirante de Vorobiáninov se cubrió de lunares de vino multicolores,
mientras que sobre el traje de Ostap estos se difuminaron en un solo y enorme
lunar irisado.
—¡Buenos días! —dijo a la octava mañana Ostap, al que, con la resaca, se
le había ocurrido leer La Aurora de Oriente—. ¡Escuche, borrachín, lo que
escribe la gente inteligente en los periódicos! ¡Escuche!
CRÓNICA TEATRAL

Ayer, tres de septiembre, después de acabar su gira en Tiflís, partió hacia Yalta el teatro
moscovita Colón. El teatro se propone permanecer en Crimea hasta el comienzo de la
temporada de invierno en Moscú.

—¡Ajá! ¡Ya se lo decía! —dijo Vorobiáninov.

Página 315
—¿Qué es lo que me decía? —respondió rabioso Ostap.
Sin embargo, se sentía desconcertado. Esta metedura de pata le resultaba
muy desagradable. En lugar de acabar la búsqueda del tesoro en Tiflís, ahora
había que trasladarse aún a la península de Crimea. Ostap se puso enseguida
manos a la obra. Compraron billetes para Batumi y reservaron pasajes de
segunda clase en el barco Péstel[142], que partía de Batumi hacia Odesa el
siete de septiembre a las veintitrés horas, hora de Moscú.
La noche del diez al once de septiembre, cuando el Péstel, sin hacer escala
en Anapa debido a la tempestad, giró hacia alta mar y tomó rumbo directo a
Yalta, Ippolit Matvéevich tuvo un sueño.
Soñó que estaba en el balcón de su casa de Stárgorod, vestido de
almirante, y sabía que la multitud congregada abajo esperaba algo de él. Una
gran grúa depositó a sus pies un cerdo con manchas negras.
Llegó el portero Tijon con un traje de chaqueta y, agarrando al cerdo por
las patas traseras, dijo:
—¡Ay, maldita sea! ¿Acaso La Ninfa pone borlas?
En las manos de Ippolit Matvéevich apareció un puñal. Le dio con él al
cerdo en un costado y de la grande y ancha herida llovieron diamantes que se
precipitaron por el cemento. Saltaban y golpeteaban haciendo cada vez más
ruido. Y al final, este se volvió insoportable y terrible.
A Ippolit Matvéevich le despertó el choque de una ola contra la portilla.
Se acercaron a Yalta con bonanza, en una mañana de sol agobiante. Una
vez recuperado del mareo, el decano se pavoneaba en la proa, cerca de una
campana de bronce adornada con letra ornamental eslava. La alegre Yalta
había alineado a lo largo de la orilla sus diminutos puestos de comercio y sus
barcos-restaurantes. En el embarcadero había carruajes con asientos de
terciopelo bajo toldos de lienzo, automóviles y autobuses de la Compañía
Balnearia de Crimea y de la sociedad El Chófer de Crimea. Muchachas de
color terracota hacían girar sus sombrillas desplegadas y agitaban pañuelos.
Los amigos fueron los primeros en bajar a un malecón caliente al rojo
vivo. Al ver a los concesionarios, un ciudadano con traje de seda se separó de
la muchedumbre de mirones y de los que habían acudido a recibir al barco, y
echó a andar con rapidez hacia la salida del territorio del puerto. El ojo avizor
del gran intrigante reconoció enseguida al ciudadano vestido de seda.
—¡Espere, Vorobiáninov! —gritó Ostap.
Y se lanzó hacia delante con tal rapidez, que alcanzó al hombre vestido de
seda a diez pasos de la salida. Ostap regresó al momento con cien rublos.

Página 316
—No da más. Por otra parte, no he insistido, si no, no tendrá con qué
volver a casa.
Y, en efecto, Kisliarski, en ese mismo instante, se largaba en automóvil
hacia Sevastópol, para, desde allí, volver a casa, a Stárgorod, en tercera clase.
Los concesionarios pasaron todo el día en el hotel, sentados desnudos
sobre el suelo y corriendo a cada momento al baño a meterse bajo la ducha.
Pero el agua salía caliente como un mal té. No había salvación contra el calor.
Parecía que Yalta iba a derretirse y a escurrirse en el mar de un momento a
otro.
Hacia las ocho de la tarde, maldiciendo todas las sillas del mundo, los
socios se calzaron sus ardientes botines y se marcharon al teatro.
Se representaba El casamiento. Stepán, extenuado por el calor, por poco
no se cayó mientras hacía el pino. Agafia Tíjonova corría por el alambre,
llevando en sus manos sudorosas un paraguas con la leyenda: «Deseo a
Podkoliosin». En ese momento, igual que durante todo el día, deseaba sólo
una cosa: agua fría con hielo. El público también tenía sed. Por eso, y quizás
también porque la visión de Stepán devorando la tortilla caliente daba asco, el
espectáculo no gustó.
Los concesionarios estaban satisfechos, porque su silla, junto con tres
nuevas y espléndidas sillas rococó tapizadas, estaba en su sitio.
Escondidos en uno de los palcos, los amigos esperaron con paciencia el
final del espectáculo, que se alargó desmesuradamente. El público abandonó
la sala por fin y los actores corrieron a refrescarse. En el teatro no quedó
nadie, excepto los miembros accionistas de la concesión. Todo bicho viviente
salió corriendo a la calle, bajo la lluvia fresca que se había desatado al fin.
—Sígame, Kisa —ordenó Ostap—. Si ocurre algo, somos provincianos
que no han encontrado la salida del teatro.
Se metieron tras la escena y lo examinaron todo encendiendo cerillas, a
pesar de lo cual, se golpearon contra la prensa hidráulica.
El gran intrigante subió corriendo por la escalera hacia el depósito de
accesorios.
—¡Venga aquí! —gritó.
Vorobiáninov echó a correr hacia arriba agitando los brazos.
—¿Ve? —dijo Ostap, encendiendo una cerilla.
De las tinieblas surgieron una esquina de la silla de Gambs y una sección
del paraguas con la leyenda «Deseo…».
—¡Aquí está! Aquí están nuestro futuro, nuestro presente y nuestro
pasado. Vaya encendiendo las cerillas, Kisa. Yo la abriré.

Página 317
Y Ostap metió la mano en un bolsillo para coger los instrumentos.
—Venga —dijo, tendiendo la mano hacia la silla—, otra cerilla, decano.
La cerilla se prendió y, cosa extraña, la silla saltó por sí misma hacia un
lado y, de repente, ante los ojos de los estupefactos concesionarios,
desapareció tragada por el suelo.
—¡Mamá! —gritó Ippolit Matvéevich, volando hacia la pared, aunque no
tenía el más mínimo deseo de hacerlo.
Los cristales saltaron con estrépito y el paraguas con la leyenda «Deseo a
Podkoliosin», arrastrado por un torbellino, salió volando por la ventana hacia
el mar. Ostap yacía en el suelo, un poco aplastado por unos tableros de chapa
de madera.
Eran las doce y catorce minutos. Era la primera sacudida del gran
terremoto de Crimea de 1927.
La sacudida de nueve grados, que había causado innumerables daños en
toda la península, arrancó el tesoro de manos de los concesionarios.
—¡Camarada Bénder! ¿Qué es esto? —gritaba Ippolit Matvéevich
aterrorizado.
Ostap estaba fuera de sí: un terremoto se había alzado en su camino. Era
un caso único en su rica práctica.
—¿Qué pasa? —se desgañitaba Vorobiáninov.
De la calle llegaban gritos, chasquidos y ruidos de pasos.
—Pasa que tenemos que largarnos inmediatamente a la calle, antes de que
nos sepulte la pared. ¡Deprisa! ¡Deprisa! Déme la mano, pasmado.
Y se precipitaron hacia la salida. Para su asombro, junto a la puerta que
conducía desde el escenario a un callejón, tumbada sobre su respaldo, estaba
la silla de Gambs, sana y salva. Emitiendo un gañido de perro, Ippolit
Matvéevich se aferró a ella como un perro de presa.
—¡Déme los alicates! —le gritó a Ostap.
—¡Idiota sarnoso! —gimió Ostap—. ¡El techo está a punto de
desplomarse y él se vuelve loco! ¡Deprisa, afuera!
—¡Los alicates! —rugía el enloquecido Ippolit Matvéevich.
—¡Váyase al diablo! ¡Perezca aquí con su silla! ¡Mi vida tiene un gran
valor sentimental para mí!
Con estas palabras, Ostap se lanzó hacia la puerta. Ippolit Matvéevich
ladró y, con la silla agarrada, echó a correr detrás de Ostap. En cuanto se
encontraron en medio del callejón, la tierra comenzó a dar sacudidas bajo sus
pies, provocándoles náuseas; del tejado del teatro se desplomaron unas tejas y

Página 318
en el lugar que los concesionarios acababan de abandonar yacían ya los restos
de la prensa hidráulica.
—Bueno, ahora déme la silla —dijo con sangre fría Bénder—. Veo que ya
está harto de sostenerla.
—¡No se la daré! —chilló Ippolit Matvéevich.
—¿Qué significa esto? ¿Motín a bordo? Entrégueme la silla. ¿Me oye?
—¡Es mi silla! —graznó Vorobiáninov, ahogando los gemidos, llantos y
crujidos que venían de todas partes.
—¡En tal caso, reciba sus honorarios, viejo inútil!
Y Ostap le golpeó a Vorobiáninov en el cuello con su mano de bronce.
En ese momento pasó por el callejón un convoy de coches de bomberos
con antorchas, y a su luz vacilante Ippolit Matvéevich vio en el rostro de
Bénder una expresión tan terrible, que se sometió al instante y le entregó la
silla.
—Bueno, ahora todo está bien —dijo Ostap, recobrando el aliento—, el
motín ha sido sofocado. Y ahora coja la silla y llévela detrás de mí. Usted
responde de la integridad del objeto. Incluso si hay una sacudida de cincuenta
grados, la silla debe ser preservada. ¿Ha comprendido?
—Comprendido.
Los concesionarios estuvieron vagando toda la noche junto con
muchedumbres presas del pánico, sin decidirse, como todos, a entrar en las
casas abandonadas y esperando nuevas sacudidas.
Al amanecer, cuando disminuyó un poco el miedo, Ostap escogió un
lugar, lejos de paredes que pudieran derrumbarse y de gente que pudiera
molestar, y se dispuso a abrir la silla.
Los resultados de la autopsia dejaron atónitos a ambos concesionarios.
Dentro de la silla no había nada. Ippolit Matvéevich, sin poder resistir todas
las conmociones de la noche y la mañana, sufrió un ataque de risa histérica.
Inmediatamente después de esto resonó la tercera sacudida, la tierra se
abrió y se tragó la silla de Gambs, perdonada por el primer temblor de tierra y
destrozada por los hombres, y cuyas florecillas sonreían al sol que había
salido entre un polvo nebuloso.
Ippolit Matvéevich se puso a cuatro patas y, volviendo su rostro ajado
hacia el disco solar, de un púrpura turbio, comenzó a aullar. Mientras le
escuchaba, el gran intrigante se desmayó. Cuando volvió en sí, vio a su lado
el mentón de Vorobiáninov, cubierto de cerdas violáceas. Ippolit Matvéevich
estaba sin conocimiento.

Página 319
—A fin de cuentas —dijo Ostap, con voz de convaleciente del tifus—,
ahora nos quedan cien probabilidades sobre cien. La última silla —con la
palabra «silla» Ippolit Matvéevich volvió en sí— desapareció en el patio de
mercancías de la estación de Octubre, pero en modo alguno se la ha tragado la
tierra. ¿Por qué preocuparse? La sesión continúa.
En algún lugar caían ladrillos con estruendo. Una sirena de barco chillaba
prolongadamente.

Página 320
XL
EL TESORO

Un día lluvioso de finales de octubre Ippolit Matvéevich, sin chaqueta, con su


chaleco color de luna sembrado de pequeñas estrellas plateadas, andaba
haciendo cosas en la habitación de Ivanópulo. Ippolit Matvéevich trabajaba en
el alféizar porque, hasta ese momento, no había mesa en la habitación. El gran
intrigante había recibido un gran encargo de tipo artístico, consistente en
confeccionar placas con direcciones para comunidades de vecinos. La
realización de las placas según una plantilla, se la confió Ostap a
Vorobiáninov, mientras que él mismo estuvo dando vueltas por el barrio de la
estación de Octubre casi un mes entero desde su llegada a Moscú, buscando
con incomprensible ardor las huellas de la última silla, que sin duda guardaba
en su interior los diamantes de madame Petujova.
Con la frente arrugada, Ippolit Matvéevich pasaba la plantilla por las
tablillas de hierro. En medio año de correr tras los diamantes había perdido
todas sus costumbres.
Por las noches, a Ippolit Matvéevich se le aparecían en sueños cadenas
montañosas adornadas con absurdas pancartas transparentes, volaba ante sus
ojos Iznurénkov, con sus muslos marrones temblorosos de grasa, se volcaban
barcas, se ahogaban personas, caían tejas del cielo, y la tierra, al abrirse, le
echaba a los ojos humo sulfúrico.
Ostap, que convivía con Ippolit Matvéevich cada día, no había advertido
ningún cambio en él. Sin embargo, Ippolit Matvéevich había cambiado
extraordinariamente. Su paso ya no era el mismo, la expresión de sus ojos se
había vuelto salvaje, y el bigote ya no le crecía paralelo a la superficie
terrestre, sino casi perpendicular, como a un gato viejo. Ippolit Matvéevich se
había transformado también interiormente. En su carácter aparecieron rasgos
de decisión y crueldad antes impropios de él. Tres episodios hicieron arraigar
poco a poco en él estos nuevos sentimientos: la salvación milagrosa de los

Página 321
feroces puños de los aficionados vasiukianos, su primer debut en la
mendicidad en La Floresta de Piatigorsk y, por fin, el terremoto, del cual
Ippolit Matvéevich no se había recuperado del todo y que le había hecho
guardar un odio secreto hacia su socio.
En los últimos tiempos, Ippolit Matvéevich era presa de las más negras
sospechas. Temía que Ostap abriera la silla él solo, se apoderara del tesoro y
se fuera, abandonándolo a su propia suerte. No osaba expresar sus sospechas,
conociendo la pesada mano de Ostap y su carácter inflexible. Cada día,
sentado junto a la ventana y raspando las letras secas con una vieja maquinilla
de afeitar mellada, Ippolit Matvéevich se consumía. Todos los días temía que
Ostap ya no volvería y que él, un antiguo decano de la nobleza, se acabaría
muriendo de hambre bajo una húmeda tapia moscovita.
Pero Ostap volvía cada tarde, aunque no traía noticías alegres. Su energía
y su jovialidad eran inagotables. La esperanza no le abandonaba ni un minuto.
En el pasillo resonó un ruido de pasos, alguien se estrelló contra la caja
fuerte y la puerta de chapa de madera se abrió de par en par, con la ligereza de
una página vuelta por el viento. En el umbral estaba el gran intrigante. Venía
todo empapado de agua, sus mejillas ardían como manzanas. Apenas podía
respirar.
—¡Ippolit Matvéevich! —gritó—. ¡Escuche, Ippolit Matvéevich!
Vorobiáninov se sorprendió. Nunca hasta entonces le había llamado el
director técnico por su nombre y patronímico. Y de repente comprendió…
—¿Ya está? —exhaló.
—De eso se trata precisamente. ¡Ah, Kisa, que el diablo le lleve!
—No grite, se oye todo.
—Cierto, cierto, pueden oír —comenzó a cuchichear Ostap rápidamente
—. Ya está, Kisa, ya está, y si quiere puedo demostrárselo ahora mismo. Está
en el Club de los Ferroviarios, en el nuevo club… Ayer fue la inauguración…
¿Cómo la he encontrado? ¿Por casualidad? ¡Ha sido algo extraordinariamente
difícil! ¡Una combinación genial, llevada con brillantez hasta el final! ¡Una
hazaña digna de la antigüedad…! ¡En una palabra, mucha clase!
Sin esperar a que Ippolit Matvéevich se enfundase la chaqueta, Ostap
salió corriendo al pasillo. Vorobiáninov se le unió en la escalera. Ambos
corrían por las calles mojadas hacia la plaza de la Atalaya, asediándose el uno
al otro a preguntas, llenos de emoción. Ni siquiera se les ocurrió que podían
coger un tranvía.
—¡Va vestido usted como un zapatero! —parloteaba alegremente Ostap
—. ¿Quién va vestido así, Kisa? Necesita ropa interior almidonada, calcetines

Página 322
de seda y, por supuesto, un sombrero de copa. ¡En su cara hay un algo noble!
Dígame, ¿fue usted realmente decano de la nobleza?
Después de mostrarle al decano la silla, que estaba en la habitación del
club de ajedrez y tenía el aspecto habitual de las sillas de Gambs, aunque
escondía en su interior incalculables riquezas, Ostap arrastró a Vorobiáninov
al pasillo. Allí no había ni un alma. Ostap se acercó a una ventana que todavía
no había sido sellada para el invierno y abrió los pestillos de ambos batientes.
—A través de esta ventana —dijo— podremos entrar fácilmente en el
club a cualquier hora de esta noche, sin ser oídos. Recuérdelo, Kisa, la tercera
ventana a partir de la entrada principal.
Los amigos vagaron aún largo rato por el club, haciéndose pasar por
representantes del Departamento de Educación, y no se cansaban de admirar
sus espléndidas salas y habitaciones.
—Si yo hubiera jugado en Vasiukí sentado en semejante silla —dijo
Ostap—, no hubiera perdido ni una sola partida. El entusiasmo no me lo
hubiera permitido. Pero vamos, viejo amigo, tengo guardados veinticinco
rublos. Debemos beber cerveza y descansar antes de la visita nocturna. ¿No le
disgustará la cerveza, decano? No importa. Mañana se pondrá morado de
beber todo el champán que quiera.
Mientras iban desde la cervecería a Sivtsev Vrazhek, Bénder estaba
terriblemente alegre y provocaba a los transeúntes. Abrazaba por los hombros
a Ippolit Matvéevich, un poco borracho, y le decía con dulzura.
—Usted es un viejecito extraordinariamente simpático, Kisa, pero no le
daré más de un diez por ciento. Por Dios, que no le daré más. Pero ¿para qué,
para qué le hace falta a usted tanto dinero?
—¿Cómo que para qué? ¿Cómo que para qué? —se enardecía Ippolit
Matvéevich.
Ostap se reía con franqueza y apoyaba su mejilla en la manga mojada de
su amigo de concesión.
—¿Qué comprará usted, Kisa? ¿Qué? Si usted no tiene ninguna fantasía.
Por Dios, quince mil le son más que suficientes… Usted se morirá pronto, ya
es viejecito. No necesita el dinero para nada… Sabe, Kisa, me parece que no
le voy a dar nada. Sería malcriarle. Le tomaré como secretario particular,
Kisulia. ¿Eh? Cuarenta rublos al mes. Manutención por cuenta mía. Cuatro
días libres… ¿Eh? Uniforme, propinas, seguro social… ¿Eh? ¿Le conviene
esta oferta?
Ippolit Matvéevich se desasió y se marchó con paso rápido hacia delante.
Estas bromas le ponían frenético.

Página 323
Ostap alcanzó a Vorobiáninov a la entrada de la pequeña mansión rosa.
—¿Se ha ofendido conmigo en serio? —preguntó Ostap—. Pero si
bromeaba. Su tres por ciento lo va a recibir. Por Dios, el tres por ciento le es
suficiente, Kisa.
Ippolit Matvéevich entró con aire sombrío en la habitación.
—¿Eh? Kisa —jugueteaba Ostap—, ¡acepte el tres por ciento! ¡Por Dios,
acepte! Otro en su lugar aceptaría. No necesita comprar habitación, en vista
de que Ivanópulo se ha marchado a Tver por un año entero. O si no, entre a
mi servicio como ayuda de cámara… Es un puesto de lo más cómodo.
Viendo que ya no podía pinchar más a Ippolit Matvéevich, Ostap bostezó
con placer, se estiró hasta tocar el techo, llenando de aire su ancha caja
torácica y dijo:
—Vamos, amigo, prepare los bolsillos. Iremos al club antes del amanecer.
Es el mejor momento. Los guardas duermen y tienen dulces sueños, por lo
que a menudo los echan del trabajo sin indemnización. Por ahora, querido, le
aconsejo que descanse.
Ostap se echó sobre las tres sillas recogidas en distintos distritos de
Moscú y, mientras se dormía, profirió:
—¡Si no, de ayuda de cámara!… Un sueldo decente… Manutención por
cuenta mía… Propinas… Bueno, bueno, bromeaba… ¡La sesión continúa! ¡Se
ha roto el hielo, señores miembros del jurado!
Estas fueron las últimas palabras del gran intrigante. Se durmió con un
sueño despreocupado, profundo, reparador y no turbado por sueños.
Ippolit Matvéevich salió a la calle. Estaba lleno de desesperación y rabia.
La luna saltaba por los montículos de las nubes. Las verjas mojadas de las
mansiones emitían un resplandor grasiento. Las farolas de gas, rodeadas por
aureolas de polvo de agua, brillaban con desasosiego. De la cervecería El
Águila echaron a un borracho. Este se puso a gritar. Ippolit Matvéevich
frunció el ceño y volvió sobre sus pasos con decisión. Tenía un solo deseo:
acabar todo cuanto antes.
Entró en la habitación, contempló con severidad al durmiente Ostap, se
limpió los quevedos y cogió la maquinilla de afeitar del alféizar. Sobre sus
dientes se veían escamitas secas de pintura al óleo. Se metió la maquinilla en
el bolsillo, pasó otra vez frente a Ostap, sin mirarle, pero oyendo su
respiración, y se encontró en el pasillo. Allí reinaba el silencio y todos
dormían. Por lo visto, todos se habían acostado ya. En medio de la total
oscuridad del pasillo Ippolit Matvéevich sonrió de repente con el mayor de
los sarcasmos y sintió que se le movía la piel sobre la frente. Para verificar

Página 324
esta nueva sensación, sonrió de nuevo. Recordó de pronto que en el liceo el
alumno Pyjtéev-Kakúev sabía mover las orejas.
Ippolit Matvéevich llegó hasta la escalera y prestó oído atento. En la
escalera no había nadie. Desde la calle llegó el golpeteo de los cascos de un
caballo de coche de punto, adrede ruidoso y nítido, como si contaran con un
ábaco. El decano regresó a la habitación con paso felino, sacó de la chaqueta
de Ostap, colgada de una silla, veinticinco rublos y los alicates, se puso su
sucia gorra de almirante y prestó oído de nuevo.
Ostap dormía en silencio, sin roncar. Su faringe y sus pulmones
funcionaban a la perfección, aspirando y espirando aire puntualmente. Su
robusto brazo colgaba hasta el suelo. Ippolit Matvéevich, sintiendo los latidos
del pulso de sus sienes, se subió con calma la manga derecha por encima del
codo, envolvió su brazo desnudo con una toalla de felpa, se apartó hacia la
puerta, sacó del bolsillo la maquinilla y, midiendo con la vista las distancias
de la habitación, giró el interruptor. La luz se apagó, pero la habitación quedó
ligeramente iluminada por la luz azulada de acuario de una farola.
—Tanto mejor —murmuró Ippolit Matvéevich.
Se aproximó a la cabecera y, tomando impulso con la mano, clavó de
través, con todas sus fuerzas y de un solo golpe, la cuchilla entera en la
garganta de Ostap, sacó inmediatamente la maquinilla y saltó hacia la pared.
El gran intrigante emitió el sonido que produce una fregadera al absorber un
resto de agua. Ippolit Matvéevich consiguió no mancharse de sangre.
Rozando con su chaqueta la pared de piedra, se deslizó hacia la puerta azul y
contempló de nuevo por un segundo a Ostap. Su cuerpo se curvó dos veces y
se desplomó sobre los respaldos de las sillas. La luz de la calle flotó sobre un
charco negro que se había formado en el suelo.
«¿Qué es este charco?», pensó Ippolit Matvéevich. «Sí, sí, es sangre… El
camarada Bénder ha fallecido».
Vorobiáninov desenrolló la toalla, apenas ensuciada, la arrojó, después
colocó con cuidado la maquinilla sobre el suelo y se fue, entornando
suavemente la puerta.
Al encontrarse en la calle, Ippolit Matvéevich arrugó el entrecejo y,
mascullando «Todos los diamantes son míos y no sólo el seis por ciento», se
dirigió hacia la plaza de la Atalaya.
Ippolit Matvéevich se detuvo ante la tercera ventana a partir de la puerta
principal del Club de los Ferroviarios. Las ventanas acristaladas del nuevo
edificio adquirían un color gris perla a la luz del naciente día. En el aire
húmedo resonaban los silbidos sordos de las locomotoras de maniobras.

Página 325
Ippolit Matvéevich trepó a la cornisa con agilidad, empujó un batiente y saltó
sin ruido al pasillo.
Orientándose fácilmente entre las grises salas del club a la luz del alba,
Ippolit Matvéevich entró en el gabinete de ajedrez, donde se le enganchó a la
cabeza el retrato de Emmanuel Lásker colgado en la pared, y se acercó a la
silla. No se apresuraba. No tenía por qué hacerlo. Nadie le perseguía. El gran
maestro O. Bénder dormía el sueño eterno en la mansión rosa de la calle
Sivtsev Vrazhek.
Ippolit Matvéevich se sentó en el suelo, abrazó la silla con sus nudosas
piernas y con la sangre fría de un dentista se puso a extraer de la silla los
clavos de cobre, sin dejar ni uno. Con el clavo sesenta y dos su trabajo acabó.
La cretona inglesa y la estera estaban sueltos sobre el asiento de la silla.
No había más que levantarlos para ver los estuches, joyeros y cajitas
llenos de piedras preciosas.
«Ahora mismo en automóvil a la estación», pensó Ippolit Matvéevich, que
había aprendido mundología en la escuela del gran intrigante. «Y a la frontera
con Polonia. A cambio de alguna piedrecita me harán pasar al otro lado, y
allí…».
Y deseando ver cuanto antes lo que había «allí», Ippolit Matvéevich
apartó de la silla la cretona y la estera. Ante sus ojos aparecieron los resortes,
unos espléndidos resortes ingleses y el relleno, un magnífico relleno de una
calidad de antes de la guerra, como ahora no se encuentra en ninguna parte.
Pero la silla no contenía nada más. Ippolit Matvéevich desparramó
maquinalmente el tapizado y estuvo sentado media hora entera, sin dejar de
apretar la silla entre sus piernas y repitiendo estúpidamente:
—¿Por qué no hay nada aquí? ¡No puede ser! ¡No puede ser!
Era ya casi de día cuando Vorobiáninov, dejándolo todo tal y como estaba
en el gabinete de ajedrez, olvidando allí los alicates y la gorra con la insignia
dorada de un inexistente yacht-club, se deslizó con dificultad y fatiga hacia la
calle por la ventana, sin que nadie reparara en él.
—¡No puede ser! —repitió, alejándose una manzana del lugar—. ¡No
puede ser!
Y volvió sobre sus pasos al club y comenzó a pasearse a lo largo de sus
ventanales moviendo los labios:
—¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡No puede ser!
De vez en cuando soltaba un grito y se llevaba las manos a la cabeza,
húmeda por la niebla matinal. Al recordar todos los acontecimientos de la
noche, sacudía sus mechones canosos. La excitación provocada por los

Página 326
diamantes resultó ser demasiado fuerte: se había vuelto decrépito en cinco
minutos.
—Vienen y van por aquí toda clase de gentes —oyó Vorobiáninov sobre
su oído.
Vio a un guarda con uniforme de tela impermeable y botas de poco
abrigo. El guarda era muy viejo y, por lo visto, buena persona.
—Vienen y van —decía el viejo por trabar conversación, cansado de la
soledad nocturna—, y usted también, camarada, estará interesado. Y con
razón. Nuestro club se puede decir que es extraordinario.
Ippolit Matvéevich miró con aire de mártir al rubicundo anciano.
—Sí —dijo el viejo—, sí que es extraordinario este club. Otro igual no lo
hay en ningún sitio.
—¿Y qué hay en él de tan extraordinario? —preguntó Ippolit Matvéevich,
poniendo en orden sus pensamientos.
El viejecito miró con alegría a Vorobiáninov. Era obvio que el relato
sobre el extraordinario club le agradaba y le gustaba repetirlo.
—Pues bien —comenzó el viejo—, trabajo aquí de guarda desde hace
diez años y no ha habido nunca un caso igual. Escucha, soldadito. Pues bien,
había aquí permanentemente un club, el del Primer Sector del Servicio de
Tracción. Yo lo vigilaba. No valía para nada ese club… Lo calentaban, lo
calentaban y siempre hacía frío. Y el camarada Krasílnikov viene a verme:
«¿Qué es lo que haces con la leña?», dice. Y yo: «¿Acaso me la como, la
leña?». Se devanaba los sesos el camarada Krasílnikov con el club: aquí
humedad, allí frío, la banda de viento no tiene local y tocar en el teatro es un
auténtico suplicio: los señores artistas se helaban. Llevaban cinco años
pidiendo un crédito para un nuevo club y no sé si iba a conseguirse algo. El
Sindicato de Ferroviarios no concedía el crédito. No fue hasta la primavera
cuando el camarada Krasílnikov compró una silla para la escena, una silla
buena, blanda…
Ippolit Matvéevich, con todo el cuerpo apoyado sobre el guarda,
escuchaba. Estaba medio desmayado. Y el viejo, entre alegres carcajadas,
contó cómo un día se encaramó sobre esa silla para desenroscar una bombilla
y se cayó de ella.
—Resbalé de esa silla y el forro se rasgó. Y veo que de debajo del forro
caen abalorios y collares blancos ensartados en un hilo.
—Collares —pronunció Ippolit Matvéevich.
—Collares —chilló el viejo, encantado—, y sigo mirando, soldadito, y allí
había cajitas de diferentes tipos. Yo ni siquiera toqué esas cajitas, sino que me

Página 327
fui directo al camarada Krasílnikov y le informé. Del mismo modo lo hice
después ante la comisión. No toqué esas cajitas y no las toqué. E hice bien,
soldadito, porque allí se encontraron joyas escondidas por la burguesía…
—¿Dónde están las joyas? —gritó el decano.
—Dónde, dónde —remedó el viejo—, hay que saber razonar, soldadito,
¡aquí las tiene!
—¿Dónde? ¿Dónde?
—¡Pues aquí! —gritó el rubicundo guarda, alegrándose del efecto
producido—. ¡Aquí están! ¡Límpiate las gafas! ¡Han construido el club con
ellas, soldadito! ¿Ves? ¡Aquí lo tienes, el club! ¡Calefacción central, dameros
con reloj, bufé, teatro, no dejan entrar con chanclos!…
Ippolit Matvéevich se quedó helado y, sin moverse del sitio, paseaba sus
ojos por las cornisas.
¡Así que allí era donde estaba el tesoro de madame Petujova! ¡Allí! ¡Todo
allí! El total de los ciento cincuenta mil rublos cero cero kopeks, como le
gustaba decir a Ostap-Suleimán-Berta-María Bénder.
Los diamantes se habían transformado en meros ventanales y en pisos de
hormigón armado, los ventilados gimnasios se habían hecho con las perlas. La
diadema de diamantes se había transformado en una sala de teatro con
escenario giratorio, los pendientes de rubíes se ramificaron hasta hacerse
arañas enteras, los brazaletes de oro y esmeraldas en forma de serpiente se
habían convertido en una magnífica biblioteca, y la gargantilla se transmutó
en una guardería, en un taller de vuelo sin motor, un gabinete de ajedrez y una
sala de billar.
El tesoro seguía existiendo, había sido conservado e incluso aumentado.
Se lo podía tocar con las manos, pero no era posible llevárselo. Había pasado
al servicio de otras personas.
Ippolit Matvéevich tocó con las manos el revestimiento de granito. El frío
de la piedra se le trasmitió hasta el mismo corazón.
Y gritó.
Su grito, rabioso, apasionado y salvaje —el grito de una loba atravesada
por una bala de parte a parte—, voló hasta la mitad de la plaza, se agitó bajo
un puente y, rechazado de todas partes por los sonidos de la gran ciudad que
se despertaba, comenzó a amortiguarse y en un momento se extinguió. La
radiante mañana de otoño se deslizó desde los tejados mojados a las calles de
Moscú. La ciudad emprendió su marcha cotidiana.

Página 328
Ilf, seudónimo de Iliá Arnóldovich Fainzilberg (1897-1937), y Petrov, de
Yevgueni Petróvich Katáev (1903-1942), fueron dos periodistas y escritores
satíricos nacidos en Odesa. Se conocieron en Moscú en 1925 y decidieron
escribir en colaboración. Entre 1927 y 1937 crearon una obra en común que
abarca dos novelas (Las doce sillas y El becerro de oro), un relato largo (Una
personalidad brillante) y un gran número de cuentos humorísticos y satíricos,
de obras dramáticas, cinematográficas e incluso un libro de viajes por los
Estados Unidos (La América de un solo piso).

Página 329
Notas

Página 330
[1] P. N. Miliukov (1859-1943): historiador y político ruso, líder del partido

liberal avanzado de los cadetes (partido constitucional-demócrata) creado en


1905. Ministro de Asuntos Exteriores del primer Gobierno Provisional hasta
mayo de 1917. Emigrado en 1920. <<

Página 331
[2] Eslogan burocrático de la época satirizado por diversos escritores. <<

Página 332
[3]
Actor italiano de proporciones hercúleas que protagonizó una serie de
películas entre 1918 y 1926. <<

Página 333
[4] Final del poema dramático Camoens de V. A. Zhukovski (1783-1852). <<

Página 334
[5] Se refiere a la palabra jui, «carajo», «miembro viril». <<

Página 335
[6] Stárgorod, «ciudad vieja», es una ciudad rusa imaginaria, trasunto de la

Odesa natal de los autores de la novela. <<

Página 336
[7] Apelativo respetuoso de la esposa del sacerdote ortodoxo. <<

Página 337
[8] Plegaria a la Virgen de la Liturgia Divina de San Juan Crisóstomo. <<

Página 338
[9] Los Renovados fueron un movimiento cismático surgido dentro de la
Iglesia Ortodoxa Rusa después de la Revolución de Octubre, en 1922.
Optaron por apoyar al poder soviético en la época de las primeras
persecuciones contra la Iglesia, para salvar a esta de la destrucción.
Modernizaron el culto e introdujeron reformas tales como la autorización a
los sacerdotes a divorciarse o la consagración al sacerdocio de las mujeres. Se
autodisolvieron después de 1945. <<

Página 339
[10] S. M. Budionni (1883-1973), jefe militar soviético, héroe de la Guerra

Civil. <<

Página 340
[11] Ermak Timoféevich (?-1585), atamán cosaco que comenzó la conquista

de la parte occidental de Siberia bajo el reinado de Iván el Terrible. Su


nombre y patronímico son típicamente tártaros. Los individuos de esta
nacionalidad en Moscú y en otras ciudades rusas solían desempeñar oficios
humildes, como el de mozos de cuerda. <<

Página 341
[12] E. A. Saliás, conde de Toumemir (1840-1908), escritor ruso, autor de

novelas históricas y sociológicas. <<

Página 342
[13] La palabra lipa significa «falsificación». <<

Página 343
[14] La Bayadera (1921), opereta del compositor austrohúngaro I. Kálmán

(1882-1953), muy de moda en Rusia. <<

Página 344
[15] El nombre de la calle hace referencia a la represión sangrienta de una

manifestación de mineros siberianos en huelga el 17 de abril de 1912. <<

Página 345
[16] Sir Austen Chamberlain (1863-1937), hombre de Estado, ministro de
Asuntos Exteriores británico entre 1924 y 1929, muy criticado tras romper las
relaciones diplomáticas con la U.R.S.S. en mayo de 1927. <<

Página 346
[17] Los zaporogos eran una rama de los cosacos establecida en las cataratas

del Dniéper. Estuvieron sucesivamente al servicio de Polonia, Suecia y Rusia.


Lucharon contra los turcos y los tártaros de Crimea. En cuanto al célebre
cuadro de I. E. Repin (1844-1930), fue acabado en 1891 y se conserva en el
Museo Ruso de San Petersburgo. <<

Página 347
[18] M. I. Kalinin (1875-1946), revolucionario ruso, Presidente del Comité

Central Ejecutivo de los Soviets, es decir, jefe nominal del Estado Soviético
desde 1919 hasta su muerte. <<

Página 348
[19] G. V. Chicherin (1872-1936), revolucionario ruso, comisario de Asuntos

Exteriores desde 1918 hasta 1930. <<

Página 349
[20] Canción popular entre los emigrados tras la revolución de octubre. <<

Página 350
[21] GPU: «Dirección Política del Estado», sucesora en 1922 de la Cheka y

antecesora del KGB, cuyas funciones fundamentales eran la lucha contra los
contrarrevolucionarios, espías y delincuentes. <<

Página 351
[22] Antigua medida de superficie rusa equivalente a 1,09 hectáreas. <<

Página 352
[23] Personaje de pícaro generoso de un relato del escritor humorístico
estadounidense O’Henry, seudónimo de G. S. Porter (1862-1910). <<

Página 353
[24] H. Jaeger, médico y escritor alemán especialista en higiene, que en los

años 80 del siglo XIX recomendaba llevar ropa interior de lana. <<

Página 354
[25] Antigua medida rusa igual a 1,06 km. <<

Página 355
[26] Aristide Briand (1862-1932), político francés. Primer ministro en diversos

períodos desde 1909 a 1931. <<

Página 356
[27] P. D. Boborykin (1836-1921), prolífico escritor ruso, muy criticado por su

prolijidad y sus escenas superfluas. Aquí se le ridiculiza llamándole «autor de


canciones». <<

Página 357
[28]
Sábados o días festivos, en general, de trabajo voluntario y no
remunerado. Se instauraron en 1919. <<

Página 358
[29] Célebre himno religioso de los años noventa del siglo XVIII, con música de

D. S. Bortnianski (1751-1825) y letra de M. M. Jeráskov (1733-1807), que se


solía ejecutar en ceremonias militares solemnes. El Ejército Blanco lo
convirtió en su himno. <<

Página 359
[30] Mattia Battistini (1856-1928), célebre barítono italiano. <<

Página 360
[31] A comienzos de los años veinte hubo unas terribles hambrunas en la

URSS, especialmente en la cuenca del Volga. Eso, unido a la guerra civil, las
epidemias y los desplazamientos de población provocó que hubiera millones
de niños huérfanos y desamparados. <<

Página 361
[32] Tipo de vodka aromatizado con ciertas gramíneas maceradas. <<

Página 362
[33] A. V. Nezhdánova (1873-1950), soprano rusa muy célebre en su país. <<

Página 363
[34] Acrónimo de «Comité Ejecutivo de Stárgorod». <<

Página 364
[35] Danza de tipo jazz de origen afroamericano, que se fue popularizando a

partir de 1900 y que alcanzó su máxima difusión hacia 1920. Está considerada
uno de los antecedentes del twist. <<

Página 365
[36] Fragmento de Silva (1915), opereta de I. Kálmán (véase nota 14). <<

Página 366
[37] Parodia de títulos de novelas policíacas y de misterio, como las de Conan

Doyle, muy de moda en los años veinte. <<

Página 367
[38]
S. T. Razin (1630-1671), célebre atamán cosaco que encabezó un
levantamiento campesino contra el poder zarista y fue ejecutado en Moscú.
<<

Página 368
[39] M. P. Artsybáshev (1878-1927), escritor ruso de tendencia naturalista. Su

novela Sanin fue considerada inmoral. Emigró en 1923. <<

Página 369
[40] Papa-Jristozópulo, apellido griego que significa «Pope-Hijo de Cristo»;

Zlovunov podría traducirse como «el hediondo». <<

Página 370
[41] Ostap parodia el regateo con los cocheros. <<

Página 371
[42] Así se designaba en época soviética a la Primera Guerra Mundial. <<

Página 372
[43] G. V. Plejánov (1856-1918), filósofo y revolucionario marxista, uno de

los fundadores del movimiento socialdemócrata ruso. Fue muy valorado por
Lenin. <<

Página 373
[44] Negus: título que se daba al emperador etíope. Menelik (1844-1913),

emperador de Abisinia. <<

Página 374
[45] Capa árabe de lana blanca con capucha. <<

Página 375
[46] Pud: medida antigua rusa de peso equivalente a 16,38 kg. <<

Página 376
[47] Superior en los monasterios ortodoxos. <<

Página 377
[48]
Calzado trenzado con corteza de abedul o tilo que llevaban los
campesinos rusos. <<

Página 378
[49] Granja colectivizada del Estado. <<

Página 379
[50] Célebres versos iniciales del poema «El jinete de bronce» (1833) de A. S.

Pushkin (1799-1837), referidos a Pedro I el Grande. <<

Página 380
[51] W. Borah (1865-1940), presidente de la Comisión del Senado de Estados

Unidos para Asuntos Extranjeros, entre 1924 y 1933. Partidario del


establecimiento de relaciones diplomáticas con la URSS. <<

Página 381
[52] Kiril Vladímirovich Romanov (1876-1938), nieto de Alejandro II y primo

de Nicolás II, exiliado en París, donde se autoproclamó en 1924 zar de todas


las Rusias. <<

Página 382
[53] Órgano de administración municipal en la Rusia prerevolucionaria. <<

Página 383
[54] Comienzo de un poema de 1842 del poeta A. A. Fet (1820-1892), al que

puso música Rajmáninov. <<

Página 384
[55] En realidad era Pantagruel, y no su padre Gargantúa, el rey de los
Dipsodas en la novela de Rabelais. El forzudo Foss era, al parecer, un
hercúleo luchador que vivía en Odesa a principios de siglo. Yashka Camisa
Roja es un personaje tradicional de la literatura popular rusa. Lucio Licinio
Lúculo (117-57 a. C.), militar y político romano cuyos banquetes llegaron a
ser proverbiales. <<

Página 385
[56] Berthold Schwartz, monje benedictino y alquimista alemán del siglo XIV.

Pasa por ser el inventor de la pólvora de cañón. <<

Página 386
[57] Junto a este río tuvo lugar la primera derrota de las tropas rusas frente a

los mongoles-tártaros en 1223. <<

Página 387
[58]
La estación moscovita de Yaroslavl fue construida en 1902 en estilo
neorruso por el arquitecto F. J. Shejtel (1859-1926), representante del estilo
modernista. <<

Página 388
[59] F. Lassalle (1825-1865), socialista y agitador alemán. <<

Página 389
[60] J. De Ribas (1749-1800), almirante de la Armada rusa de origen español,

desde 1772 al servicio de Rusia. Fundó la ciudad portuaria de Odesa en 1794.


<<

Página 390
[61] N. A. Semashko (1874-1949), revolucionario ruso, sobrino de Plejánov.

Comisario del Pueblo para la Sanidad Pública entre 1918 y 1930. <<

Página 391
[62] Arshín: antigua medida de longitud rusa equivalente a 0,71 m. <<

Página 392
[63] P. C. Puvis de Chavannes (1824-1898), pintor francés. <<

Página 393
[64] Primer ballet revolucionario, creado en 1927 para el Teatro Bolshói por el

compositor P. M. Glier (1874-1956) en conmemoración del décimo


aniversario de la Revolución de Octubre. <<

Página 394
[65] A. F. Kérenski (1881-1970), abogado y político ruso, líder del partido

laborista. Ministro de Justicia, de Guerra y Jefe de Gobierno durante el


Gobierno Provisional instaurado tras la revolución de febrero de 1917.
Emigrado. <<

Página 395
[66] Algo más de 13 m2. La sazhena es una medida rusa antigua equivalente a

2,134 m. <<

Página 396
[67] Verso de una romanza popular. <<

Página 397
[68] Versos del poeta K. M. Fófanov (1862-1911). <<

Página 398
[69] A. A. Zhárov (1904-1984), poeta ruso popular entre un público poco

culto. <<

Página 399
[70] Con este apelativo es conocido en la épica rusa tradicional el príncipe

Vladímir I de Kiev (?-1015), convertido al cristianismo en el año 988 y bajo


cuyo reinado la antigua Rusia conoció un gran esplendor. <<

Página 400
[71] Los cadetes o miembros del partido constitucional-demócrata, creado en

1905 por Miliukov (vid supra), eran liberales avanzados, mientras que los
octubristas, liderados por M. V. Rodzianko (1859-1924) y que apoyaban el
«Manifiesto imperial de octubre» de 1905, por el que el zar prometía que
ninguna ley podría dictarse sin la autorización de la Duma y se aseguraba una
Constitución para el pueblo ruso, eran liberales moderados. Miliukov era
ministro de Asuntos Exteriores del Primer Gobierno Provisional (marzo-mayo
de 1917) cuando Finlandia recobró su independencia. Los cadetes también
habían apoyado las reivindicaciones independentistas de Armenia. <<

Página 401
[72] Desde 1918 hasta 1934 Járkov fue la capital de Ucrania en lugar de Kiev,

en castigo por la posición contrarrevolucionaria de esta última ciudad durante


la guerra civil. <<

Página 402
[73] Estos versos y los siguientes pertenecen al poema dramático Don Juan de

Alekséi K. Tolstói (1817-1875). <<

Página 403
[74] Versos iniciales de un breve poema de Pushkin ambientado en Sevilla

escrito en 1830. <<

Página 404
[75] Opereta de I. Kálmán (vide supra). <<

Página 405
[76] Barrio del norte de Moscú, famoso por su gente de mala vida. <<

Página 406
[77] Versos de Pushkin, datados en 1828, de tema español. <<

Página 407
[78] Del inglés mumbo jumbo, deformación de Mama Dyumbo, un dios tribal

mandinga, usado en el sentido de «fetiche» y de «lenguaje oscuro y


pretencioso». <<

Página 408
[79] F. I. Shaliapin (1873-1938), célebre cantante de ópera ruso. Emigrado en

1922. <<

Página 409
[80] Maksim Gorki (1868-1936), escritor ruso soviético. <<

Página 410
[81]
Jose-Raúl Capablanca (1888-1942), ajedrecista cubano, campeón del
mundo entre 1921 y 1927. <<

Página 411
[82] Y. F. Mélnikov (1896-1960), deportista soviético, campeón del mundo de

patinaje. <<

Página 412
[83] Individuo perteneciente a una etnia poco numerosa, de religión cristiana

nestoriana, dispersa entre varios países de Oriente Próximo y antiguas


repúblicas de la URSS. <<

Página 413
[84] A. Aliojin (1892-1946), ajedrecista de origen ruso nacionalizado francés,

campeón del mundo de 1927 a 1935 y de 1937 a 1946. <<

Página 414
[85] Héroe de la novela Almas muertas de Gógol. <<

Página 415
[86] El plan Dawes (1923-1929), que tomó su nombre de Ch. Dawes,
economista y político norteamericano, organizó el problema de las
reparaciones de guerra a los aliados y facilitó el retorno de Alemania a una
vida normal, pero la prensa soviética lo presentó como un instrumento de
explotación occidental, pues para Rusia era importante su alianza con
Alemania. Stressemann, ministro alemán de Asuntos Exteriores (1923-1929)
fue el artífice de la entrada de Alemania en la Sociedad de Naciones en 1926.
Poincaré era el primer ministro francés de la época. <<

Página 416
[87] E. Lásker (1868-1941), ajedrecista alemán, campeón del mundo de 1894 a

1921. <<

Página 417
[88]
Alusión a un proceso por violación colectiva que se desarrolló en
Leningrado en diciembre de 1926. <<

Página 418
[89] Miembro de las Juventudes Comunistas. <<

Página 419
[90] Acrónimo de Cooperativa Agrícola e Industrial de Moscú. <<

Página 420
[91] Anarquistas ucranianos apoyados por el campesinado que lucharon contra

el poder bolchevique centralista en Ucrania durante los años de la guerra civil.


En esa época el poder en las ciudades ucranianas cambiaba de manos con
frecuencia de los bolcheviques al ejército blanco o a las bandas locales. <<

Página 421
[92] Papel moneda emitido durante el gobierno provisional de Kérensi, en

circulación desde 1917 hasta 1920. <<

Página 422
[93] Cita de Hamlet, acto II, escena 2.a. <<

Página 423
[94] Cita de un poema de Pushkin incluido en el relato Las noches de Egipto

(1835). <<

Página 424
[95] Y. M. Sverdlov (1885-1919), revolucionario bolchevique, presidente del

Comité Central ejecutivo de los soviets. Antes se alude a esta plaza por su
antiguo nombre, plaza de los Teatros. <<

Página 425
[96] Fragmento de Silva, opereta de Kálmán (vide supra). <<

Página 426
[97] Gavriliada es el título de un poema burlesco y obsceno sobre la Virgen

María y el arcángel san Gabriel escrito por Pushkin en 1821. <<

Página 427
[98] Mumú es un célebre relato de I. S. Turguénev (1818-1883) consagrado a

un perro. <<

Página 428
[99] Pushkin publicó en 1835 la obra Viaje a Erzerum durante la campaña de

1829, en la que recoge los recuerdos de su viaje a través del Cáucaso


acompañando al ejército ruso durante la guerra ruso-turca bajo el reinado de
Nicolás I. <<

Página 429
[100] Sobre la rebelión campesina contra Catalina II encabezada por el cosaco

Pugachov (1740-1775), Pushkin escribió su famosa novela La hija del capitán


(1836). <<

Página 430
[101] Enciclopedia de la editorial alemana Brockhaus aparecida entre 1808 y

1811, con sucesivas ediciones, y traducida al ruso con el nombre de


Brockhaus-Efrón. Fue también una de las fuentes de la conocida enciclopedia
Espasa. <<

Página 431
[102] Los apellidos Sumarókov, Elston y Yusúpov corresponden a la misma

persona, el príncipe Félix Yusúpov, conde Sumarókov-Elston (1887-1967),


que asesinó a Rasputin en 1916 con la ayuda del gran duque Dimitri
Pávlovich y del diputado de extrema derecha Purishkévich. Más arriba,
Dolgoruki es el apellido de una de las más antiguas familias de príncipes
rusos. <<

Página 432
[103] «Minino». <<

Página 433
[104] A. N. Scriabin (1871-1915), compositor ruso. <<

Página 434
[105] Príncipe de Noruega en Hamlet. <<

Página 435
[106] N. V. Gógol (1809-1852) escribió El casamiento en 1842. El argumento

de esta comedia es el siguiente: Agafia Tíjonovna, hija de un rico


comerciante, desea casarse con un noble, aunque sea venido a menos, y
escoge entre los distintos pretendientes que ha buscado para ella la
casamentera Fiokla: Zhevakin, antiguo marino; Anuchkin, oficial retirado;
Yaíchnitsa, funcionario; Stárikov, comerciante, y Podkoliosin, consejero jefe.
Kochkariov, amigo de este último, consigue ahuyentar a los demás
pretendientes y que Podkoliosin sea aceptado por Agafia Tíjonovna. Pero
Podkoliosin, que desde el inicio de la obra, en sus diálogos con su criado
Stepán y con la casamentera, muestra un carácter pusilánime e indeciso, se
arrepiente en el último momento y huye por la ventana poco antes de la boda.
La representación de El casamiento descrita a continuación parodia las
experimentaciones vanguardistas de la época, por ejemplo, las del actor y
director de escena V. E. Meyerhold (1874-1940). <<

Página 436
[107] Apellido que significa «tortilla». <<

Página 437
[108]
A. G. Rubinstein (1829-1894), pianista, compositor y director de
orquesta ruso. <<

Página 438
[109] Luego la llaman por el nombre oficial de Stalingrado, que llevó desde

1925 hasta 1961, en que se cambió por el actual de Volgogrado. <<

Página 439
[110] Desde noviembre de 1917 hasta marzo de 1918 (acuerdos de paz de

Brest-Litovsk) se implantó el régimen soviético en la parte de Letonia libre de


la ocupación alemana. <<

Página 440
[111] Himno del Imperio Ruso desde 1833 hasta 1917, versos del poeta V. A.

Zhukovski (1783-1852) y música de A. F. Lvov (1798-1870). <<

Página 441
[112] El sarafán es el vestido ruso tradicional femenino, sin mangas, que se

lleva sobre la camisa. <<

Página 442
[113]
Juego de palabras con la expresión coloquial yolki-palki: «jolín,
caramba». <<

Página 443
[114] La ciudad de Vasiukí es una invención de los autores. <<

Página 444
[115] F. Spielhagen (1820-1911), escritor alemán de novelas socio-políticas.

<<

Página 445
[116] L. F. Panteléev (1840-1919), activista social y editor progresista de
literatura científica de San Petersburgo. <<

Página 446
[117] Karl Liebknecht (1871-1919), revolucionario alemán asesinado junto a

Rosa Luxemburg. <<

Página 447
[118] Eslogan de Lenin de los años 1921-1922. <<

Página 448
[119] Parodia del eslogan marxista: «La liberación de los trabajadores está en

manos de los propios trabajadores». <<

Página 449
[120] Revista petersburguesa de antes de la revolución, de temas frívolos y

sensacionalistas. <<

Página 450
[121] Cita inexacta de un conocido poema de 1843 de A. A. Fet (1820-1892).

<<

Página 451
[122] M. S. Uritski (1873-1918), revolucionario bolchevique. <<

Página 452
[123] Agua mineral del Cáucaso. <<

Página 453
[124] M. Y. Lérmontov (1814-1841), el más importante poeta romántico ruso.

Murió a los 26 años en un duelo con un tal Martýnov. El lugar está señalado
en Piatigorsk con un obelisco. <<

Página 454
[125] A. Millerand (1859-1943), político de izquierdas francés, ministro en

distintos gobiernos. <<

Página 455
[126]
Órgano de representación legislativa anterior a la revolución rusa y
actual, equivalente al parlamento. <<

Página 456
[127] Especie de yogur georgiano. <<

Página 457
[128] M. V. Rodzianko (1859-1924), líder de los octubristas, presidente de la

Duma desde 1911 hasta 1917. <<

Página 458
[129] V. M. Purishkévich (1870-1920), diputado de extrema derecha, uno de

los asesinos de Rasputín. <<

Página 459
[130] Romanza de S. V. Rajmáninov (1873-1943) sobre un poema de Pushkin

de 1828. <<

Página 460
[131] Tamara, reina de Georgia desde 1184 hasta 1207. <<

Página 461
[132] Cita inexacta del poema de Pushkin El alud (1829), dedicado al río

Térek. <<

Página 462
[133] Versos del poema de Pushkin Los gitanos (1824). <<

Página 463
[134] De la ópera de A. G. Rubinstein El demonio (1871), basada en el poema

narrativo del mismo título de M. Y. Lérmontov, escrito entre 1829 y 1839 y


ambientado en el Cáucaso. <<

Página 464
[135] Danza popular de los pueblos montañeses del Cáucaso con numerosas

variedades. <<

Página 465
[136]
Término turco que designa las aldeas de montañeses en el Cáucaso
Norte. <<

Página 466
[137] Término georgiano que designa las casas de los montañeses del Cáucaso.

<<

Página 467
[138] Término turco que designa un tipo de carreta de cuatro ruedas propia del

Cáucaso. <<

Página 468
[139] Poeta georgiano del siglo XII. <<

Página 469
[140] A. V. Suvórov (1729-1800), general ruso, famoso estratega, vencedor en

diversas campañas, entre ellas la austrorrusa. <<

Página 470
[141]
Poema de I. I. Kozlov (1779-1840) convertido en célebre canción
popular. <<

Página 471
[142]
P. I. Péstel (1793-1826), militar ruso ejecutado por encabezar el
levantamiento de los «decembristas» contra la autocracia zarista. <<

Página 472
Página 473

También podría gustarte