John Dos Passos Iniciación de Un Hombre

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Iniciación

de un Hombre – 1917

Por

John Dos Passos




CAPÍTULO I

En el enorme cobertizo del muelle, atestado de cestos y maletas e


interceptado por pasamanos que conducen hasta los buques que hay a ambos
costados, una banda de música está interpretando una chillona melodía
hawaiana; las gentes danzan por entre las pilas de cajas y baúles. Hay gran
abundancia de uniformes color caqui y numerosos jóvenes están agrupados
riendo y charlando en voces exaltadas por la emoción. A la luz pardusca del
muelle, repleto de hileras de cajas amarillas, barriles y sacos, invadido por el
barullo de las grúas, entre las que serpentea la alegre y trivial tonada
hawaiana, se ve gran profusión de vestidos alegres, sombreros femeninos de
brillante colorido y pañuelos blancos.
El eco retumbante del silbido del buque ahoga todos los demás sonidos.
Cuando este se apaga, el alboroto de las despedidas se eleva agudamente.
Los pañuelos blancos se agitan a la luz pardusca del cobertizo. Los cabos
rechinan en las poleas mientras se izan los pasamanos.
De nuevo en el embarcadero se produce un revuelo de pañuelos blancos,
vítores y trajes alegres. Sobre la construcción del muelle se despliega una
bandera triunfante contra el firmamento celeste de la tarde.
Los edificios de Nueva York, amarillo rosáceos y púrpura amarillentos, se
elevan en una pirámide sobre manchas oscuras de humo flotando encima del
agua, que se une a tierra por medio de las negruzcas curvas de los puentes.
De vez en cuando llega una ráfaga salada del mar en la fresca brisa del
puerto.
Martin Howe está de pie en la popa que se mece con el vibrante impulso de
la hélice.
Un chico que se encuentra junto a él se vuelve y le pregunta con voz
temblorosa:
—¿Es tu primera travesía?
—Sí… ¿También la tuya?
—Sí… jamás me vino la idea de que a los diecinueve años estaría
atravesando el Atlántico para ir a una guerra en Francia.
El muchacho se detuvo bruscamente y se sonrojó; luego, tragando saliva,
añadió:
—Debe de ser la hora del almuerzo.
¡Dios ampare al káiser Bill!
El vie-e-ejo Tío Sam
tiene la caballería,
tiene la infantería,
tiene la artillería.
¡Y así, voto a Dios, iremos todos a Alemania!
¡Dios ampare al káiser Bill!
Las ventanas de la sala de fumar se cubren con unas cubiertas de hierro
para impedir que asome ninguna luz. El ambiente, por tanto, está denso con el
humo del tabaco y el olor a cerveza y champaña. En un ángulo, unos hombres
sin chaqueta están jugando al póquer. Todas las sillas están ocupadas por
jóvenes sentados con las piernas extendidas, siguiendo con sus pies el compás
y aporreando las mesas con los puños hasta hacer brincar las botellas.
¡Dios ampare al káiser Bill!
El color del cielo y el mar es gris irisado. Martin está tendido en la cubierta
de proa del buque, junto a un libro cerrado. Jamás se había sentido tan feliz. El
futuro no tiene significado alguno para él, el pasado tampoco significa nada.
Toda su vida se ve borrada por la grisácea languidez de las aguas y el suave
oleaje en torno a la proa del buque, mientras este surca el anchuroso mar en
dirección al este. La tibia humedad de la corriente del Golfo empapa sus ropas
y los mechones que le caen sobre la frente. En torno al buque hay varias
marsopas brincando perezosamente en la marejada y unos peces voladores
deslizándose de una ola grisácea a otra, mientras la proa se iza y se hunde
suavemente al compás ondulante de las olas que se rompen contra el casco.
Martin se ha quedado dormido. Como a través de infinitas brumas
grisáceas, reflexiona acerca de los intensos odios y los desesperados anhelos
de su vida. Ahora parece que ha pasado página y que ante sus ojos se extiende
una hoja limpia y en blanco. Por fin han sucedido cosas.
Y muy débilmente, como música que se escucha a través del sonido del
agua al atardecer, confundiéndose en extrañas armonías, sus antiguas
consignas le rondan un poco la mente. Como la roja llama del crepúsculo
prendiendo fuego al cielo y mar irisados, la vieja exaltación, la vieja llama que
consumiría todas las mentiras del mundo hasta reducirlas a cenizas, el
trompetazo bajo el que se desplomarían las murallas de Jericó, se agita y anida
en las entrañas de su oscura languidez. La proa se iza y se hunde suavemente
al compás ondulante de las olas que se rompen contra el casco, mientras el
vapor surca el anchuroso mar de la corriente del Golfo, en dirección al este.
—¿Ves a ese tipo, a ese sujeto con el sombrero de paja? Anoche perdió
quinientos dólares jugando a los dados.
—¡Menudas apuestas!
Es casi de noche. Cielo y mar resplandecen envueltos en un tono rosado,
oscurecido por el oeste en un frío verde azulado. En un extremo de la cubierta
hay un grupo de hombres formando un círculo en torno a uno que agita los
dados con un extraño temblor nervioso, hasta lanzarlos rodando por la cubierta
con un chasquido de los dedos.
—Ha salido el siete.
Del salón de fumar proviene un sonido de voces cantando y vasos
golpeados sobre las mesas.
Vamos a la feria de Hamburgo,
a ver el elefante y el canguro salvaje,
e iremos todos juntos,
haga bueno o haga malo,
¡para ver el maldito espectáculo!
Un joven está sentado en el sofá haciendo tintinear el hielo en su vaso de
whisky con soda, mientras dice:
—No pueden hacer nada contra este nuevo gas… Te corroe los pulmones
como si estuviesen podridos dentro de un cadáver. En los hospitales, se limitan
a sostener a los pobres diablos contra una pared y los dejan morir. Dicen que
su piel se torna verde y que tardan de cinco a siete días en morir, cinco o siete
días asfixiándose lentamente.
—¡Oh!, pero a mí me parece espléndido —dijo ella esbozando una sonrisa
y mostrando una dentadura blanca y regular como las de la vitrina de un
dentista— que ustedes hayan venido hasta aquí para ayudar a Francia.
—Tal vez sea solo por curiosidad —murmuró Martin.
—¡Oh, no…! Es demasiado modesto… Lo que quise decir es que me
parece espléndido que hayan comprendido los puntos en cuestión… Ese es mi
parecer. Dije a papá que yo debía venir a aportar mi granito de arena, como
dicen los ingleses.
—¿Qué va usted a hacer?
—Algo en París. No lo sé exactamente, pero le aseguro que será algo de
provecho. —Le sonrió de manera provocativa—. De haber nacido hombre, ya
me habría echado el fusil al hombro el primer día; vaya que sí.
—Pero entonces los acontecimientos todavía no estaban… claros —se
aventuró a decir Martin.
—No era necesario que lo estuviesen. Odio a esos salvajes. Siempre he
sentido odio por los alemanes, su lengua, su país, todo lo que se refiere a ellos.
Y, después de haber cometido tantas barbaridades…
—Me pregunto si será todo verdad…
—¡Verdad! Por supuesto que todo es verdad, y mucho más que no han
publicado, porque a la gente le da vergüenza decirlo.
—Han ido bastante lejos —repuso Martin soltando una carcajada.
—Si todavía quedan algunos después de la guerra, deberían ser
cloroformizados… Y, verdaderamente, no creo que sea patriótico ni caritativo
tomarse las atrocidades tan a la ligera… Pero, de veras, debe disculparme si le
parezco incorrecta; me excito y sulfuro tanto cuando pienso en esas cosas tan
terribles… Me sacan de quicio; estoy convencida de que, en el fondo, a usted
le ocurre lo mismo… Cualquier persona sensible se sentiría igual.
—Solo que yo dudo…
—¡Pues con eso les hace el juego a ellos…! ¡Oh, Dios mío! Tan solo de
pensarlo, me pongo fuera de mis casillas. —Se llevó su pequeña mano
enguantada a su sonrosada mejilla con un gesto de horror y se acomodó en su
silla de cubierta—. De veras, no debería hablar de ello. Cuando lo hago,
pierdo el control. Los odio tanto, que me pongo enferma… ¡Los muy canallas!
¡Los muy hunos! Déjeme que le cuente una historia… Sé que hará que le
hierva la sangre. Además, es completamente auténtica. La oí, antes de
abandonar Nueva York, de labios de una chica que es realmente la mejor
amiga que tengo en el mundo. Ella la oyó de una amiga suya que la había oído
directamente de labios de una pequeña muchacha belga, pobrecita, que estaba
en aquellos días en el convento…
—¡Oh!, no sé por qué se toman tantas molestias en hacerlos prisioneros; yo
los mataría a todos como si fuesen perros rabiosos.
—¿Cuál es esa historia?
—¡Oh!, no puedo contarla. Me afecta demasiado… No, eso es una
tontería; debo empezar a enfrentarme con las realidades… Los ulanos
irrumpieron en ese convento justamente cuando los alemanes se apoderaron de
Brujas… Pero creo que fue en Lovaina, no Brujas… Tengo una memoria
terrible para los nombres… Bien, atacaron el convento y cogieron a todas esas
desdichadas e indefensas muchachas…
—Está sonando la campana de la cena.
—¡Oh, así es! Debo ir corriendo a cambiarme. Tendré que contárselo más
tarde…
Con los ojos semicerrados, Martin observó el revuelo del vestido y los
tacones de los diminutos y pulcros zapatos blancos, bajando airosamente por
cubierta.
De nuevo en la sala de fumar. Tintineo de vasos y charla en tono
confidencial. Dos hombres están hablando por encima del borde de sus vasos.
—Me han dicho que París es una ciudad de espanto.
—Antes de la guerra, era el sitio más inmoral del mundo. Allí hay casas
donde… —bajó el tono de su voz hasta reducirlo a un murmullo, y el otro
estalló en estrepitosas carcajadas.
—Pero la guerra ha puesto punto final a todo eso. Me han dicho que los
franceses se han regenerado positivamente.
—Dicen que la escasez de comida es algo terrible, que es imposible
conseguir alimentos como Dios manda. Hasta comen carne de caballo.
—¿Oíste lo que decían aquellos tipos acerca del nuevo gas? Parece
espantoso, ¿verdad? Las balas me traen sin cuidado, pero eso me pone los
pelos de punta… Las balas no me importan un comino, pero ese gas…
—Por eso muchos disparan contra sus amigos después de que estos han
aspirado las emanaciones de ese gas…
—¡Eh!, vosotros, ¿qué os parece si echamos una partida de póquer?
Salta el tapón de una botella de champaña.
—¡Caramba, no me lo tiréis encima!
—¿Adónde vamos, muchachos?
Vamos a la feria de Hamburgo,
a ver el elefante y el canguro salvaje,
e iremos todos juntos,
haga bueno o haga malo,
¡para ver el maldito espectáculo!

CAPÍTULO II

Antes de irse a acostar, Martin había visto los faros emitiendo señales a la
entrada de la Gironde y se había llenado los pulmones con el viento fresco y
vagamente perfumado que provenía de tierra. El sonido de las clamorosas
sirenas de los remolcadores le había despertado. Oyó ruido de pisadas en
cubierta. En sus oídos sonó el estridente plañido de una grúa y el grito gutural
de unos hombres izando algo al unísono.
A través de su portilla vio, en el todavía pálido amanecer, las rojizas aguas
de un río sobre el cual flotaban barcas de vela pintadas de negro, así como
algunos vapores de un diseño desconocido para él. Aspiró nuevamente el
nuevo e indefinido aroma procedente de tierra.
Una vez en cubierta, envuelto en la fresca brisa, contempló a la pálida luz
una hilera de viviendas situadas más allá de los bajos edificios del muelle,
viejas casas grises de cuatro plantas con tejados de ladrillo y balcones de
intrincada obra de hierro, cuidadosamente forjado por artesanos muertos desde
hacía muchos años, en curvas y espirales hábilmente moldeadas.
Los hombres de las ambulancias, algunos vestidos de uniforme y otros no,
caminaban por las grises calles de Burdeos en dirección a la estación. En una
ocasión, una mujer apareció en una ventana gritando: «Vive l’Amérique!» y
arrojó afuera un manojo de rosas y margaritas. Cuando se disponían a doblar
la esquina, un hombre de levita corrió hacia ellos y colocó su propio sombrero
sobre uno de los americanos que llevaba la cabeza descubierta. Frente a la
estación, mientras aguardaban al tren, se sentaron en torno a las pequeñas
mesas de los cafés, recostándose cómodamente en la temprana claridad del
día, bebiendo cerveza y coñac.
Los vagones eran estrechos, por lo que estaban todos apiñados con las
rodillas fuertemente apretadas; y en el exterior, deslizándose frente a ellos,
campos azul verde, álamos surgiendo en medio de la bruma matutina y
amplias extensiones de amapolas. Amapolas escarlatas, margaritas y azulejos
blancos, y las casitas de campo cubiertas de tejados de ladrillos rojos y paredes
blancas, todo ello destacándose contra un panorama de cercas y campos
verdemar. Tours, Poitiers, Orléans. Los nombres de las estaciones evocaban
antiguas guerras y las extensiones de amapolas escarlatas parecían la sangre de
los combatientes muertos a través de la historia. Por fin, al anochecer, París; y,
al atravesar un puente sobre el Sena, un vistazo a las dos torres enlazadas de
Notre-Dame, gris rosáceas en la pardusca bruma del río.
—Oye, estas mujeres de aquí me irritan.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, yo estaba en el Olympia con Johnson y esa pandilla. Allí no
cesan de importunarte. Había oído decir que París era inmoral, pero no supuse
que sería así.
—Es la guerra.
—Pero la tía con la que fui…
—¿Por qué no pasaste la noche con ella?
—Me sentía asqueado, y entonces me serené.
—Deberías tomar precauciones.
—Desde luego. De todos modos, es repugnante, ¿no crees?
—Parece como si todas las mujeres que ves por la calle fuesen rameras. No
obstante, hay que reconocer que son atractivas.
—A King y su pandilla van a enviarlos de regreso a los Estados Unidos.
—¡Caramba! Han estado borrachos desde que abandonaron el vapor.
—Ayer noche armaron la gresca en Maxim’s. Intentaron reformar el local y
vino la policía. Estaban todos como cubas y pretendían obligar a todo el
mundo a cantar el Star Spangled Banner.
—¡Qué estupidez!
Martin Howe tomó asiento en una mesa sobre la acera, bajo el toldo
castaño de un restaurante. Frente a él, la frondosidad del Jardín del
Luxemburgo resplandecía en todo su verdor sobre las amplias avenidas de
azulada sombra, bañadas por los últimos rayos de sol de un transparente
topacio. Sobre las aceras frente a las casas color malva, se alzaban los
quioscos con anuncios en brillantes tonos naranja, azul y bermellón. En medio
del triángulo formado por las calles y el jardín, había una charca redonda de
agua de color jade. Martin se recostó en su silla contemplando el panorama
con los ojos entornados y aspirando profundamente de vez en cuando el olor
rancio de París, que se confundía con la suave frescura de las fresas silvestres
que tenía en un plato ante él.
Mientras miraba al frente, dos figuras atravesaron su campo visual. Una
mujer, con el rostro cubierto por un velo negro de seda, estaba ayudando a un
soldado a tomar asiento en la mesa de al lado. Martin se encontró observando
fijamente un rostro, un rostro que todavía conservaba la redondez de la
adolescencia. Entre los ojos castaño claro, donde debiera estar la nariz, había
una pieza negra triangular que terminaba en cierto artilugio mecánico con
pequeñas y relucientes varillas negras de metal, el cual ocupaba el lugar de la
mandíbula. Martin no podía apartar la vista de los ojos del soldado, los cuales
parecían los de un animal herido, llenos de humilde consternación. Alguien le
tiró de la manga y Martin se volvió, súbitamente asustado.
Una anciana con la espalda encorvada le estaba ofreciendo flores con una
torpe reverencia.
—Solo una rosa, para que le dé buena suerte.
—No, gracias.
—Le traerá felicidad.
Martin tomó un par de las rosas más encarnadas.
—¿Entiende usted el lenguaje de las flores?
—No.
—Yo se lo enseñaré… Muchas gracias…
Añadió unas cuantas margaritas grandes a las rosas encarnadas que él
sostenía en la mano.
—Estas le traerán amor… Pero otro día le enseñaré el lenguaje de las
flores, el lenguaje del amor.
Tras una nueva reverencia, empezó a abrirse paso por entre las mesas de la
acera, haciendo sonar la plata que sostenía en la mano.
Martin se metió las rosas y margaritas en el cinturón de su uniforme y se
quedó sentado frente a la llama verde de la copita de Chartreuse que tenía ante
él, contemplando los jardines, donde el anochecer estaba tornando las hojas
azuladas y del color del espliego, y las sombras se oscurecían hasta hacerse
gris púrpura y negras. De cuando en cuando dirigía una mirada furtiva,
avergonzado, al hombre sentado en la mesa de al lado. Cuando el restaurante
cerró sus puertas, caminó por las oscuras calles en dirección al río, escuchando
las risas y conversaciones, que brotaban alegres como el vino espumoso de
Borgoña en la noche púrpura estival.
Pero, dondequiera que su vista se posaba, en los rostros afables de los
jóvenes, en las provocativas miradas de las mujeres, veía los ojos pardos y
heridos del soldado, y la pieza triangular que ocupaba el lugar de la nariz.

CAPÍTULO III

La estación de Epernay estaba destrozada; el palastro ondulado del techo


caía en tiras sobre los desmoronados muros de ladrillo.
—Dicen que anoche llegaron los alemanes. Mataron a un gran número de
licenciados.
—Ese es el río Marne.
—¡Diantre! ¿Es cierto? Deja que me acerque a la ventana.
El vagón de tercera, circulando a sacudidas sobre una rueda achatada,
estaba lleno de un olor a sudor y vino agrio. Afuera, verde amarilla y azul
amarilla, atravesada por largas procesiones de álamos, resplandeciente con el
bermellón y el carmín de las amapolas, pasaba deslizándose la campiña. En
una estación donde el tren se detuvo en un apartadero, se oía un sonido tenue y
cavernoso: eran los cañones.
La Croix de Guerre había sido entregada aquel día en el parque de
automóviles de Châlons. Una cena extraordinariamente copiosa había sido
dispuesta sobre mesas de madera en el estrecho barracón móvil, y durante el
postre el general se había paseado entre ellas para beber una copa de
champaña a la salud de todos los presentes. Los soldados lucían su mejor
uniforme y sudaban profusamente en el angosto edificio, debido al vino, a la
champaña y al espeso guisado, fuertemente sazonado, que había constituido el
plato principal.
—Todos formamos una gran familia —dijo el general desde el último
extremo del barracón—, por Francia.
Aquella noche, Martin se despertó bruscamente con el silbido de una
sirena y se incorporó temblando en su litera, sin saber con exactitud dónde se
hallaba. Semejante al grito de una mujer en una pesadilla, el silbido de la
sirena se hizo más y más agudo, para luego disminuir su volumen y
desvanecerse lentamente.
—No enciendas ninguna luz. Son aviones alemanes.
Afuera, la noche era fría y estaba débilmente iluminada por una luna
menguante.
—¡Fijaos en la metralla! —exclamó alguien.
—Por su sonido, se diría que los alemanes llevan un motor Mercedes —
dijo otro.
—He oído decir que el otro día uno de sus aviones estuvo persiguiendo a
una ambulancia por una carretera recta, durante diez millas, con el fin de
ametrallarla. El conductor consiguió huir, pero más tarde sufrió un shock.
—¿De veras?
—Yo voy a acostarme. ¡Dios mío, qué frías son estas noches francesas!
La espesa lluvia repiqueteaba incesante y acompasadamente sobre el tejado
del pequeño cenador. Martin se acomodó sobre la rústica mesa de madera,
apoyó la barbilla en sus manos entrelazadas y se puso a observar, a través de
las tintineantes gotitas de lluvia, el extremo opuesto del jardín cubierto de
maleza, donde, bajo un techo de lona, los cocineros se paseaban de un lado
para otro frente a un par de calderas negras y humeantes. Por entre el fresco
aroma de las hojas sacudidas por la lluvia, llegaba un grasiento olor a sopa.
Martin pensaba en las alegres fiestas matrimoniales que debieron de celebrarse
bebiendo y bailando en este jardín antes de la guerra y en los enamorados que
debieron de sentarse en este mismo cenador, con sus tostadas mejillas
rozándose y enlazando sus manos encallecidas por la labor en los campos. A
sus espaldas, un hombre irrumpió en el cenador y se detuvo sacudiéndose con
la gorra el agua de su uniforme. Su cabello, rojizo, estaba húmedo y aplastado
en pequeños mechones sobre la frente, una frente que era el entablamento de
un rostro resuelto y como esculpido en piedra.
—¡Hola! —dijo Martin volviendo la cabeza para mirar al recién llegado—,
¿eres de la sección 24?
—Sí… ¿Has leído alguna vez Alicia en el país de las maravillas? —
preguntó el empapado sujeto, sentándose de pronto a la mesa.
—Claro que sí.
—¿No te recuerda a todo esto?
—¿Qué?
—Todo este asunto de la guerra. Siempre pienso que voy a tropezarme con
aquel conejo que ponía mantequilla a su reloj en cada esquina.
—Era mantequilla de la mejor calidad.
—Eso es lo condenado del asunto.
—¿Cuándo se marcha de aquí tu sección? —inquirió Martin, reanudando
la conversación tras una breve pausa en que ambos se habían quedado
contemplando la lluvia.
Se oía casi incesantemente el estrépito de los camiones que pasaban por la
carretera situada tras el café, y el incierto deslizar de sus ruedas por los
charcos de lodo a la entrada de la población.
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa?
—Esta mañana alguien fue informado de que mañana partiríamos para
Soissons.
Las palabras de Martin concluyeron en un murmullo que expresaba su
escasa convicción.
—Desde luego, todo esto es distinto a lo que habías supuesto, ¿me
equivoco?
Se quedaron mirándose mutuamente mientras gruesas gotas caían, a través
del agujereado techo, sobre la mesa o salpicaban frías sus rostros.
—¿Qué opinas de todo esto? —preguntó de repente el empapado sujeto,
bajando la voz y adoptando un tono confidencial.
—No lo sé. Nunca supuse que resultaría tal y como nos habían contado…
Las cosas no suelen suceder así.
—Pero no podías imaginarte que sería así…, como Alicia en el país de las
maravillas, semejante a una maliciosa pantomima en el Drury Lane, como la
polvorienta frivolidad del circo Barnum & Bailey.
—No, pensé que sería espeluznante —repuso Martin.
—¡Piensa, hombre, piensa en todos los mares de mentiras que han debido
fraguarse a través de todos los tiempos para hacer que todo esto fuese posible!
Piensa, particularmente, en esta cosecha de mentiras tan hábilmente sonsacada
a la prensa y al púlpito. ¿No te da vértigo?
Martin asintió.
—Las mentiras son como un jugo pegajoso que se extiende sobre el
universo, un papel cazamoscas, vivo y creciente, para atrapar y pegarle las alas
a cada alma humana… Y el murmullo insignificante e inútil de las gentes
honestas, liberales y caritativas, ¿no te recuerda al débil e insignificante sonido
que hacen las moscas cuando son atrapadas?
—Estoy de acuerdo en que el sonido débil e insignificante es una estupidez
—dijo Martin.
Martin cerró de golpe la capota del vehículo y se enderezó. Un frío reguero
de lluvia se deslizaba por las mangas de su impermeable y caía goteando de
sus manos grasientas.
La infantería desfiló frente a él, el frío fulgor de la lluvia salpicando los
cascos grises, los cañones de los fusiles, las correas del equipo. Rostros
enrojecidos y sudorosos, inclinándose bajo los pesados cascos, agachados
hacia el suelo por sostener el peso del equipo; las filas y grupos de rostros eran
la única nota cálida en medio de la desolación de barro negruzco, de cuerpos
encorvados cubiertos de lodo y del cielo chorreante del color del fango. En el
frío y descolorido paisaje, eran como los rostros débiles y delicados de los
niños, tiernos y sonrosados bajo las salpicaduras de barro y el vello que cubría
sus barbillas.
Martin se frotó la cara con el dorso de la mano. Su piel también era así,
suave como los pétalos de una flor, suave y cálida entre todo este fango
encharcado, en medio de todo este duro acero cubierto de barro.
Se apoyó contra el costado del vehículo, con los oídos repletos del pesado
caminar, del ruido de las armas, de botas cubiertas de lodo chapoteando en los
charcos, y se quedó contemplando las interminables filas de rostros pasando
de largo, los rostros inclinados sobre las enfangadas botas que se alzaban y se
hundían en el lodo negruzco del camino, batiéndolo hasta convertirlo en
espuma.
El jardín del maestro de escuela estaba lleno de rosas tardías y clavelones
resecos y descoloridos por la espesa capa de polvo que los cubría. Junto al
enrejado, del color de la enredadera, que separa al jardín del camino, había una
mesa verde y algunas sillas de junco. El maestro de escuela —había algo
deliciosamente dieciochesco en el corte de sus pantalones y en sus pantorrillas
enfundadas en gruesos calcetines de jugador de golf— los condujo hasta el
jardín sosteniendo en la mano una jarra marrón de vino. Martin Howe y el
muchacho de pelo negro y tez tostada, de Nueva Orléans, que era su
compañero de ambulancia, le siguieron. Luego apareció una mujer de baja
estatura y cabellos grises, envuelta en una toquilla de lana rosa, que traía
consigo una bandeja con vasos.
—En el Verdunois, nuestro vino no es muy bueno —dijo el maestro
indicándoles que tomaran asiento—. Es frío y ligero como nuestro clima. A su
salud, caballeros.
—A la salud de Francia.
—A la salud de América.
—Y abajo los alemanes.
En la pálida y amarillenta luz que se filtraba entre las nubes que se
deslizaban por el firmamento, el vino tenía el frío resplandor de los diamantes
amarillos.
—¡Ah!, debieran haber visto la carretera en 1916 —dijo el maestro,
pasándose una mano por sus lacrimosos ojos azules—. Eso, ¿saben?, es la
Voie Sacrée, el camino sagrado que salvó a Verdún. Durante todo el día
subieron por él dobles hileras de camiones repletos de municiones,
ravitaillement y hombres.
—¡Oh, los pobres muchachos; vimos subir a tantos…! —se oyó en la voz,
seca como el susurro del viento en los pámpanos, de la vieja y canosa mujer,
que estaba de pie, apoyada en la silla del maestro de escuela y mirando a
través de una rendija en el enrejado hacia la carretera llena de baches y
cubierta de polvo—; y jamás vimos regresar a ninguno de ellos.
—Lo hicieron por Francia.
—Pero esta era una población agradable antes de la guerra. El courrier des
postes solía decirnos que, desde Verdún a Bar-le-Duc, no había población más
pulcra y con tan hermosos pomares como esta —dijo la anciana, inclinándose
afanosamente sobre el hombro del maestro, uniéndose a la conversación.
—La fruta sigue siendo muy buena —dijo Martin.
—Pero ustedes, los soldados, la roban —declaró la anciana alzando los
brazos—. No nos dejan nada, nada.
—No nos importa —dijo el maestro—; todo lo que tenemos es producto de
nuestra tierra.
—Entonces, nos moriremos de hambre…
Al hablar la mujer, los vasos temblaron sobre la mesa: un camión pasó de
largo con un estrépito de pesadas ruedas y el rechinar de los cambios de
marcha.
—¡Oh, Dios bendito! —exclamó la anciana, observando la carretera con
expresión de terror y parpadeando ante la espesa polvareda.
Lenta y estruendosamente pasaron camión tras camión, en medio del
estrépito de pesadas ruedas, el rechinar de los cambios de marcha y la
vibración de los motores. Los hombres apretujados en su interior se asomaban
por entre las cubiertas de lona para saludar con la mano y vociferar.
—¡Oh, pobres muchachos! —dijo la anciana retorciéndose las manos y con
la voz ahogada por el estruendo y el vocerío.
—No deberían destruir la propiedad de esa forma —dijo el maestro—. El
año pasado fue espantoso. Se produjeron varias insurrecciones.
Martin permaneció sentado, su silla inclinada hacia atrás, con las manos
temblando, contemplando fijamente y con los labios apretados a los hombres
que pasaban de largo en los estrepitosos y vibrantes camiones. En su mente
apareció una palabra: «chirriones».
Los hombres de algunos camiones estaban borrachos y cantaban agitando
sus bidones en el aire, gritando a los transeúntes y profiriendo todo tipo de
exclamaciones: «¡Vete al frente!», «¡A las trincheras con ellos!», «¡Abajo la
guerra!». Otros estaban sentados en silencio, sus caras, cubiertas de polvo,
semejantes a las de un cadáver. Martin los estuvo observando a través de la
abertura en el enrejado, viendo caras inteligentes, caras hermosas, caras
brutalmente alegres y caras miserables como las de los borrachos cuando se
lamentan.
Por fin pasó el último convoy y el polvo volvió a posarse sobre la carretera
llena de baches.
—¡Oh, pobres criaturas! —exclamó la anciana—. Saben que van a la
muerte.
Todos procuraron disimular su turbación. El maestro escanció más vino.
—Efectivamente —dijo Martin—, hay unos hermosos pomares en las
colinas de estos contornos.
—Deberían ver las ciruelas en sazón —dijo el maestro.
Un hombre alto y con barba, cubierto de polvo hasta las pestañas y vestido
con el uniforme de comandante, entró en el jardín.
—¡Mis queridos amigos! —dijo, y estrechó la mano del maestro y la
anciana, y saludó a los dos americanos—. No podía pasar por aquí sin
detenerme un instante. Nos dirigimos a una ofensiva. Nos cabe el honor de
adelantarnos.
—Tomará un vaso de vino, ¿no es así?
—Con gran placer.
—Julie, ve en busca de una botella; ya sabes a cuál me refiero… ¿Cómo
está la moral?
—Perfectamente.
—Me pareció que estaban algo disgustados.
—No… Siempre sucede lo mismo… Están gritando a unos gendarmes.
Desde luego, les estaría bien merecido que ahorcaran a unos cuantos, los muy
cochinos.
—Todos sus soldados están en contra de los gendarmes.
—Así es. Combatimos contra el enemigo, pero odiamos a los gendarmes.
El comandante se frotó las manos, se bebió el vino de un trago y se puso a
reír.
—¡Ah! Ahí está el siguiente convoy. Debo irme.
—Buena suerte.
El comandante se encogió de hombros, saludó chocando los talones y,
sonriendo, al llegar a la verja del jardín desapareció.
De nuevo, la calle del pueblo se vio invadida por el estrépito y rugido de
los camiones, rebosante de un furor de ruedas y gritos de borrachos.
—¡Eh, vosotros, dadnos un trago!
—Somos el convoy de lujo, eso es lo que somos.
—¡Abajo la guerra!
Y la anciana de cabellos grises dijo, retorciéndose las manos:
—¡Oh, pobres criaturas, saben que van a la muerte!

CAPÍTULO IV

Martin, envuelto en su saco de dormir sobre el suelo del henil deshabitado,


se despertó sobresaltado.
—¡Eh, Howe! —Tom Randolph, acostado junto a él, le estaba apretando la
mano—. Creo haber oído pasar volando una bomba.
Tras pronunciar estas palabras, se oyó un clamor agudo y arreciante,
seguido de una explosión que sacudió el granero. Sobre el rostro de Martin
cayó un poco de tierra.
—Eh, chicos, eso ha sido condenadamente cerca —dijo una voz que se
alzaba desde el suelo del granero.
—Será mejor que vayamos a la cantera.
—¡Maldita sea! ¡Estaba completamente dormido!
Se oyó un violento estrépito sobre sus cabezas y el resoplido trepidante de
una explosión.
—¡Caray! Eso fue en la casa, detrás de nosotros…
—Huelo a gas.
—Es carburo, idiota.
—Uno de los franceses dijo que era gas.
—Está bien, chicos, poneos vuestras máscaras.
En el exterior, un olor malsano y áspero se mezclaba extrañamente con el
fresco aroma de la noche, melodiosa con el murmullo del riachuelo que
atravesaba el valle por donde estaba situado el granero. Un grupo de hombres,
en cuclillas y semidesnudos, se acurrucaron en una cantera junto al camino y
se pusieron a observar los destellos en el firmamento, hacia el norte, donde la
artillería mantenía un continuo redoble a lo largo de las líneas de combate. Las
bombas pasaban zumbando sobre ellos en intervalos de dos minutos, yendo a
estallar violentamente en el poblado al otro lado del valle.
—Maldita estupidez —murmuró Tom Randolph con su pronunciado
acento sureño—. ¿Por qué no se van a dormir, esos condenados artilleros, y
nos dejan dormir tranquilos…? Deben de estar tan cansados como nosotros.
Una bomba estalló en una casa sobre la cima de la colina frente a ellos,
produciendo un resplandor que se destacaba contra el estrellado cielo
nocturno. En medio del silencio que siguió, llegó hasta ellos el grito afligido
de un hombre.
Martin se sentó en los escalones del refugio subterráneo, alzando la mirada
a través del destrozado tronco de un árbol, en cuya copa flotaban algunas tiras
de corteza contra el cielo color malva del ocaso. En la quietud, oía las voces
de los hombres más abajo, charlando en la oscuridad, y el sonido de alguien
silbando mientras trabajaba. De cuando en cuando, semejante al torpe vuelo de
un pájaro, surcaba el aire una bomba de gran calibre y, después de que su
zumbido se hubiera desvanecido totalmente, llegaba el estruendo de la
explosión. Esas enormes moles volando en todo lo alto por el anochecer, ahora
por un lado, ahora por el otro, le recordaban el juego del volante. A Martin le
proporcionaban cierta agradable sensación de seguridad, como si se hallara
debajo de una especie de puente sobre el cual circularan furiosamente unos
furgones en una y otra dirección.
El médico encargado del puesto subió y se sentó junto a Martin. Era un
hombre pequeño, de tez tostada y finos bigotes que se curvaban como las astas
de un buey de larga cornamenta. Se puso de puntillas sobre el escalón
superior, mirando en todas direcciones con aire de dominio, y luego volvió a
sentarse y comenzó a hablar atropelladamente.
—Estamos exactamente a cuatrocientos cinco métres de los alemanes… A
quinientos métres de aquí hay unos hombres bebiendo cerveza y exclamando:
«Hoch der Kaiser!».
—Supongo que lo mismo que nosotros exclamamos: «Vive la
République!».
—¿Quién sabe? Pero esto está muy tranquilo, ¿no le parece? Más tranquilo
que París.
—El cielo está muy hermoso esta noche.
—He oído decir que hoy están bombardeando el Etat-Major. Malditos
embusqués; les hará bien un poco de su propia medicina.
Martin no respondió. Mentalmente estaba recorriendo los cuatrocientos
cinco métres que los separaban del primer puesto de escucha alemán. Pasada
la galería, estaban las letrinas, de las que un soplo de viento hacía llegar, de
cuando en cuando, un olor nauseabundo. Luego estaba el techo de hojalata,
que constituía el cobertizo del cocinero y que parecía haber sido estrujado
como por una mano. Eso estaba situado justamente tras la segunda línea de
trincheras que serpenteaban entre grandes abscesos de tierra húmeda y
revuelta, a lo largo de la cima de un pequeño montículo. Hace unos días había
estado allí, trepando por la grasienta tierra donde la tripa se había hundido,
para contemplar desde el nivel del suelo, durante uno o dos angustiosos
minutos, la maraña de trincheras, así como la tierra gangrenada y repleta de
hoyos que se extendía hacia las avanzadas alemanas. Y a lo largo de todas esas
heridas desperdigadas en la inmunda tierra, había hombres, piernas y pies
enormes por los coágulos y coágulos de arcilla que los cubrían, hombres de
rostro verde grisáceo con las cicatrices de la fatiga, el temor y el hastío, al
igual que las trincheras y los agujeros de las bombas habían marcado la ladera
hasta hacerla irreconocible.
—Aquí estamos tranquilos —volvió a decir el médico—. No se ha
presentado un solo caso grave en todo el día.
—Ahí arriba, en un lugar en la línea del frente, han plantado ruibarbo… Ya
sabe, donde la ladera comienza a hacerse pedregosa.
—Lo hicieron los alemanes… Nosotros nos apoderamos hace dos meses
de esa vertiente… ¿Qué tal crece?
—Dicen que el gas arruga las hojas —dijo Martin riendo.
Se quedó largo rato observando las pequeñas filas de nubes que empezaban
a cubrir el cielo, semejantes a los volantes del vestido de una mujer. ¿Acaso no
era posible, se preguntaba repetidamente, que el cielo fuese una diosa
bondadosa que se agacharía suavemente, desde los espacios infinitos, para
alzarlo hasta su pecho, donde él se recostaría entre los volantes de nubes de
borde ambarino, para desde ahí arriba contemplar la bola giratoria de la
Tierra? Tal vez si se hallara lo bastante lejos como para desprenderse de la
pestilencia del dolor, pudiese incluso descubrir su belleza.
—Resulta curioso —dijo de pronto el pequeño médico— observar que,
tanto en nuestra mente como en todo lo demás, estamos mucho más cerca de
los alemanes que de otros seres.
—¿Se refiere a que los soldados, en las trincheras, sea cual sea el lado al
que pertenecen, están más apartados de sus hogares que unos de otros?
El pequeño médico asintió.
—¡Dios mío, qué absurdo es todo esto! ¿Por qué no podemos acercarnos y
hablar con ellos? Nadie lucha por nada… ¡Oh, Dios, qué espantosamente
estúpido es! —exclamó Martin de repente, en un arrebato que le dejaba
indefenso ante el torrente de su encendida sublevación.
—La vida es estúpida —dijo el pequeño médico, en tono sentencioso.
De pronto se produjo un estallido de ametralladoras procedente de las
líneas de combate.
—¡Santo cielo! —exclamó el pequeño médico—. ¡Ay, aquí habrá trabajo!
Será mejor que prepare su ambulancia, amigo mío.
Los brancardiers colocaron la camilla en la parte alta de los escalones que
conducían a la puerta del refugio y Martin se encontró contemplando
fijamente el rostro del herido, fino, sensible y manchado de sangre junto a la
boca. Su mirada recorrió los deformes bultos del uniforme salpicado de sangre
hasta que, súbitamente, la apartó. En el centro del cuerpo, donde antes había
estado la curva de la tripa y los genitales, donde los muslos habían estado
unidos al tronco por medio de fuertes músculos, había una concavidad, un
profundo charco de sangre que brillaba tenue a los fríos rayos de luz grisácea
del oeste.
La lluvia caía espesa sobre los cuarterones de la ventana de la pequeña
habitación y se deslizaba silbando por la chimenea hasta el fuego humeante
que despedía un denso humo verdoso. Martin Howe y Tom Randolph estaban
sentados ante una mesa tosca frente a la chimenea; Tom Randolph con sus
tostadas manos de sucias uñas y la cabeza apoyada entre ellas sobre la mesa,
de forma que Martin podía observar los cabellos negros y tiesos de su
coronilla y el oscuro cogote, que desaparecía en sombras bajo el cuello de la
camisa de franela.
—¡Oh, Dios mío, esto es demasiado, y terriblemente absurdo! Un maldito
arreglo para suicidarse mutuamente, y no otra cosa —exclamó Randolph
alzando la cabeza.
—No obstante, tiene cierto carácter grotescamente jovial y estúpido. Me
refiero a que, si tú fueses Dios y pudieses contemplarlo de esa forma… ¡Oh,
Randy!, ¿por qué disfrutarán tanto con el odio?
—Es cuestión de gustos… como dijo la dama besando a la vaca.
—Pues no lo es. No es natural que la gente odie de esa forma, no puede
serlo. Incluso repugna a los perfectamente estúpidos y necios como Higgins,
que cree que la Biblia fue escrita por Dios de su puño y letra, y que los
periódicos dicen la verdad.
—Se me revuelven las tripas, Howe, al hablar con esas mujeres que sienten
tal odio hacia los hunos, sean hembras o varones.
—Como dijo ayer el médico en P. I., la vie es una estúpida cuestión…
—¡Diablos!, así es…
Se quedaron sentados en silencio, contemplando la lluvia repiqueteando
sobre la ventana y deslizándose en brillantes regueros de la anchura de un
dedo.
—No consigo acostumbrarme a estas francesas. —Randolph echó la
cabeza hacia atrás y se puso a reír—. Son tan terriblemente francas… ¿Te
conté lo que me sucedió en la última población, en la carretera hacia Verdún?
—No.
—Estaba echando la siesta bajo un ciruelo, en un paraje maravillosamente
agradable, junto a un pequeño arroyo y todo, cuando, de pronto, esa loca… Ya
sabes, la que solía tirarnos piedras desde aquella casa en ruinas, situada en la
esquina de la carretera… Bien, pues se tumba a mi lado y, sin apenas darme
tiempo a sacudirme el sueño de encima, ya está abrazada a mí y lista para
entrar en acción. Tuve que luchar como un boxeador para librarme de ella.
—Extraña situación, tú librándote de una mujer.
—Pero ¿no te parece curioso? De donde yo provengo, ni una mulata
borracha se comportaría de esa forma. Todas simulan rechazar tus atenciones.
Sus negros ojos resplandecían, y soltó una sonora carcajada que hizo
sonreír a la marchita mujer que estaba colocando una tortilla frente a ellos.
—Voilà, messieurs —dijo con aire solemne, como si estuviera sirviendo
una cabeza de jabalí.
Tres soldados franceses de infantería entraron en el café sacudiéndose la
lluvia de los hombros.
—Solo pueden beber champaña, a cuatro francos cincuenta —gritó Howe
—. Cochina noche, ¿verdad?
—En ese caso, ¡eso es lo que beberemos!
Howe y Randolph les hicieron sitio y los soldados se sentaron a su mesa.
—¿Destino de guerra?
—¡Ah, la guerra!, ¿qué piensan sobre la guerra? —inquirió Martin.
—¿Qué se piensa sobre la peste? Uno piensa solo en salvar el pescuezo.
—Lo curioso es que los tres salvamos juntos el pescuezo —dijo uno de los
franceses.
—Así es: tenemos el mismo rango —dijo otro, alzando el pulgar—; fuimos
movilizados el mismo día —y alzó el índice—; pertenecemos a la misma
compañía —y alzó el dedo medio—; fuimos heridos por la misma granada…
Nos evacuaron al mismo hospital; convalecimos juntos… Réformé al mismo
dépôt tras las líneas de combate.
—No se les ocurrirá casarse con la misma chica para redondear la cosa,
¿eh? —dijo Randolph.
Todos rompieron en estrepitosas carcajadas que hicieron sonar los vasos a
lo largo del mostrador.
—No exactamente, aunque una vez estuvimos en una población donde solo
había una mujer. Para el caso, es lo mismo…
—Ustedes deben de ser Athos, Porthos y d’Artagnan.
—Más champaña para los tres mosqueteros, madame —exclamó Randolph
en una especie de garganteo operístico tirolés.
—Esto es lo último que me queda —dijo la marchita mujer colocando una
botella sobre la mesa.
—¿Es veneno?
—Es coñac y muy bueno, por cierto —dijo la mujer con rostro grave.
—C’est du cognac! Vive le roi cognac! —exclamaron todos a un tiempo.
Au plein de mon cognac
Qu’il fait bon, fait bon,
fait bon, Au plein de mon cognac
Qu’il fait bon dormir.
—¡Abajo la guerra! ¿Quién sabe la Internacional?
—No hagan tanto ruido, caballeros, se lo ruego —dijo la mujer marchita,
con acento plañidero—. Ya es muy tarde. La semana pasada me multaron. La
próxima vez me cerrarán el local.
La noche era negra cuando Martin y Randolph, tras prolongadas y
elaboradas despedidas, comenzaron a descender por la embarrada carretera en
dirección al hospital. Fueron tambaleándose por el resbaladizo sendero junto a
la carretera, salpicados a cada instante de lodo por los oscuros y enormes
camiones que pasaban roncando junto a ellos. Se pusieron a correr y brincar
agarrados del brazo, gritando a pleno pulmón.
Auprès de ma blonde,
Qu’il fait bon, fait bon, fait bon,
Auprès de ma blonde,
Qu’il fait bon dormir.
Un olor pestilente a sudor, porquería y formaldehído les atenazó la
garganta al entrar en la tienda del hospital, dándoles la sensación de hallarse
rodeados de cuerpos febriles que yacían retorciéndose de dolor.
—Un coche para La Bassée, ambulancia 4 —dijo el ordenanza.
Howe se levantó de la camilla del hospital y se metió apresuradamente los
faldones de la camisa de franela en los pantalones, se puso la chaqueta y se
dirigió a tientas hasta la puerta, tropezando con las piernas de los brancardiers
que dormían. Los hombres blasfemaban entre sueños y se volvían torpemente.
Al llegar a la puerta, se detuvo un instante y luego gritó:
—¿Vienes, Tom?
—Tengo un tremendo sueño —surgió la voz de Randolph de debajo de una
manta.
—Tengo cigarrillos, Tom. Si no vienes, me los fumaré yo todos.
—Está bien, ya voy.
—¡En nombre de Dios, a ver si hacéis menos ruido! —gritó un hombre,
incorporándose en su camilla.
Después del olor a cloruro, mantas y ropas apestosas del hospital, el aire
nocturno era increíblemente perfumado. Una pequeña franja de resplandor,
semejante a una orla dorada sobre una toquilla negra, había aparecido por el
este.
—Vaya amanecer, ¿eh, Howe?
Cuando se disponían a partir, ya el ruido del motor sonando
acompasadamente, un ordenanza se les acercó y dijo:
—Se trata de un caso especial. Vayan al comandante a que les dé órdenes.
Mientras aclaraba el día, los colores iban surgiendo gradualmente del
caótico gris. Al llegar al puesto de socorro un ordenanza se acercó corriendo a
ellos.
—¿Vienen por el caso especial? ¿Tienen algo con que sujetar a un hombre?
—No, ¿por qué?
—No es nada. Solo intentó apuñalar al sargento mayor.
El ordenanza se llevó un puño a la frente y la golpeó como si se tratara de
una puerta.
—No es nada. Ahora está más calmado.
—¿Cuál fue la causa?
—¿Quién sabe? Hay tantas… Asegura que tiene que matar a todo el
mundo…
—¿Están dispuestos?
Un teniente del cuerpo sanitario se asomó por la puerta. Dirigió a Martin
Howe una sonrisa tranquilizadora.
—Ya no se comporta con violencia. Además, enviaremos a dos guardianes.
Salió un sargento con un pequeño paquete que entregó a Martin.
—Esto le pertenece. ¿Querrá entregarlo a los del hospital en Fourreaux? Y
aquí está su cuchillo. Pueden devolvérselo cuando esté más tranquilo. Se le ha
metido en la cabeza la idea de que tiene que matar a todo aquel que vea…
Curiosa idea.
El sol resplandecía dorado por encima del extenso y ondulado terreno,
haciendo que los setos e hileras de álamos proyectasen largas sombras
azuladas sobre los campos. El hombre, dócil y mirando al frente, salió del
oscuro interior del puesto de socorro, caminando entre dos guardianes que
echaban nerviosas ojeadas a diestra y siniestra. Era un individuo de baja
estatura, bigotes finos y labios pequeños y bonachones en forma de «o». Al
llegar al vehículo, se volvió para saludar.
—¡Adiós, mi teniente! Gracias por su amabilidad —dijo.
—¡Adiós, muchacho!
El pequeño individuo subió al coche mirando ansiosamente a su alrededor.
—He perdido mi cuchillo. ¿Dónde está mi cuchillo?
Los guardianes subieron tras él con aire nervioso y pusilánime. Le
contestaron en tono tranquilizador:
—Lo tiene el conductor. Lo tiene el americano.
—Está bien.
El ordenanza saltó sobre el asiento, junto a los dos americanos, para
indicarles el camino. Murmuró a Martin al oído:
—Está loco. Dice que para detener la guerra tiene que matar a todo el
mundo, a todo el mundo.
En un valle extendido que formaba un declive entre colinas repletas de
bosques de hayas, se alzaba la elevada abadía, una nave y un ábside góticos
con ventanas de hermosa tracería, con las ruinas de una capilla muy antigua a
un lado y, atravesando la parte posterior, un edificio renacentista bien
proporcionado que había constituido un dormitorio. La primera vez que
Martin contempló la abadía, esta se erguía como una torre de fantástica
perfección sobre un velo de brumas a escasa altura, haciendo que el valle
pareciese un lago bañado por la resplandeciente luz de la luna. Los frentes de
combate estaban totalmente silenciosos y, tras detener el motor de su
ambulancia, podía escuchar el viento susurrando entre los bosques de hayas. A
excepción del olor pestilente a soldados arracimados que de vez en cuando se
confundía en ráfagas con el fresco aroma del bosque, parecía como si la guerra
no existiese. A la suave luz de la luna, las grandes ventanas de tracería, los
contrafuertes y el techo parecían exquisitamente libres de deterioro, como si
las esculturas en las coronas de cierre y los arcos acabasen de salir de los
delicados cinceles de los artesanos góticos.
—Y tú afirmas que hemos progresado… —murmuró a Tom Randolph.
—¡Dios mío, qué hermoso es!
Estuvieron largo rato paseándose arriba y abajo por la carretera, en
silencio, contemplando el elevado ábside de la abadía y aspirando la fresca
brisa nocturna, humedecida por la bruma que, de cuando en cuando, traía hasta
ellos el inquietante olor a soldados apiñados. Finalmente, la luna, inmensa y
rebosante de oro, se ocultó tras las arboladas colinas y ellos regresaron al
vehículo, se envolvieron en sus mantas y se quedaron dormidos.
Detrás de la linterna rectangular que se alzaba sobre el crucero había una
puerta caediza, en el derruido tejado, desde la cual uno podía encaramarse al
puesto de observación en la linterna. Aquí, mitad sobre el tejado y mitad sobre
la plataforma detrás de la puerta, Martin pasaba las largas tardes estivales
cuando la ambulancia no era requerida, observando las ventanas góticas de la
linterna y, más allá, el cielo azul, donde grandes y delicadas nubes se
deslizaban lentamente, oscureciendo el verde de los bosques y los campos del
valle, cubiertos de maleza con sus sombras móviles.
Apenas había actividad en aquella parte del frente de combate. Un par de
veces al día se producían algunas violentas descargas de los cañones del
setenta y cinco de la batería situada tras el monasterio, y los bosques
resonaban como cuerdas estremecidas de un arpa, mientras pasaban volando
las bombas para estallar en la cima de la colina que bloqueaba el valle donde
se encontraban los alemanes.
Martin solía sentarse y soñar con la vida apacible de los antiguos monjes
en su hermosa y alejada abadía en el bosque de Argonne, cavando y
cultivando las fértiles tierras del valle y haciendo que brotaran flores de las
que aún quedaban residuos en los grandes lechos de girasoles y clavelones que
florecían a lo largo de los muros del dormitorio. En una estancia de la parte
superior del edificio, Martin había hallado los restos de algunos libros; debió
de ser una biblioteca, a juzgar por las hileras de volúmenes que olían a moho,
encuadernados en suntuosa piel de becerro castaño cuyo frecuente uso había
dado un tacto aterciopelado, y en pergamino color crema, donde las huellas de
generaciones resaltaban en un tono pardusco; grandes salterios con notas y
cánticos ilustrados en verde, azul ultramar y oro; manuscritos extraídos de la
Edad Media con extraños escritos e ilustraciones en puros y vívidos colores;
vidas de santos; pensamientos bruñidos por los años de serena meditación de
viejos teólogos; viejas romanzas de caballería; leyendas de sangre, muerte y
amor, donde la cruda agonía de la vida era contemplada a través de una
delicada hermosura semejante a las brumas del amanecer.
«¡Dios mío!, si por lo menos existiese algún lugar adonde uno pudiera huir
de toda esta estupidez, de la hipocresía de los gobiernos, de esta terrible
reiteración de odio, este odio asfixiante…», se decía para sus adentros,
mientras se veía trabajando en los campos, copiando pergaminos con extrañas
inscripciones, templando sus apasionados anhelos en los enardecidos y graves
cánticos de los interminables oficios de la Iglesia.
Un día, hacia el atardecer, mientras estaba tendido sobre el tejado con la
camisa abierta para recibir los cálidos rayos del sol sobre su pecho y garganta,
medio adormecido en la belleza del edificio, los bosques y las nubes que se
deslizaban sobre él, oyó sonar un acorde del órgano de la iglesia; unas cuantas
notas graves en ritmo interrumpido que le llenaron de asombro, como si de
pronto se viese transportado nuevamente a los tiempos apacibles de los
monjes. El ritmo cambió súbitamente y, mezclándose con el rechinar de los
estropeados cañones del órgano, llegó hasta él una ráfaga de compás moderno,
con falso aire oriental, que resonó entre las viejas bóvedas y arcos como una
risa burlona. Martin bajó a la iglesia y encontró a Tom Randolph sentado ante
el pequeño órgano, siguiendo furiosamente el compás con los pies.
—¡Hola! Eso es lo que yo llamo impiedad; tocando tus sensuales melodías
sobre ese pío y viejo órgano.
—Apuesto a que los viejos monjes llevaron una vida alegre, los muy
libertinos —dijo Tom mientras seguía tocando.
—Si hoy en día hubiese monasterios —dijo Martin—, creo que entraría en
uno.
—¡Pero si los hay! Lo más probable es que yo termine en uno, a menos
que me metan antes en la cárcel. Creo que cualquier alma viviente sería
candidata para uno de ellos, si eso las librara de esta condenada guerra.
Sobre ellos se produjo un clamor que resonó curiosamente en las bóvedas
de la iglesia, haciendo que las golondrinas que ahí anidaban alzaran el vuelo,
entrando y saliendo por las ventanas sin cristales. Tom Randolph se detuvo
con un furioso acorde.
—Supongo que mi forma de tocar no les agrada.
—Aunque esa no estalló.
—¡Pues esa sí, maldita sea! —exclamó Randolph, alzándose del suelo
sobre el que se había arrojado automáticamente.
Una lluvia de ladrillos cayó estrepitosamente del techo y, a través del
ruido, se oyeron los asustados chillidos de las golondrinas.
—Temo que esa habrá tocado a alguien.
—Deben de haberse enterado del depósito de municiones que hay en el
sótano.
—Un pésimo lugar para poner un puesto de socorro… ¡Nada menos que
encima de un depósito de municiones!
En la blanqueada estancia utilizada como puesto de socorro el olor a
sangre era más potente que el del cloruro. Mientras se dirigía a su vehículo,
Martin vio a un médico inclinado sobre una camilla de la que asomaban dos
piernas blancas, desnudas y manchadas de sangre.
—Tres casos de camilla para Les Islettes. Con mucha suavidad —dijo el
ordenanza, entregándole los papeles.
Traqueteando por la carretera llena de hendeduras producidas por las
bombas, el coche fue serpenteando lentamente a través de campos incultos y
cubiertos de maleza. Cada sacudida venía acompañada del ronco quejido de
los heridos.
Al regresar de nuevo a los puestos del frente, se encontraron con que todas
las baterías a lo largo de la carretera estaban disparando. La atmósfera era un
caos de explosiones que herían los oídos por encima del ronroneo
tranquilizador del motor. Un soldado los detuvo a poca distancia de la abadía.
—Coloquen el vehículo tras los árboles y métanse en un refugio. Están
bombardeando la abadía.
Al pronunciar estas palabras, un agudo y creciente clamor se izó sobre sus
cabezas. El soldado se arrojó de bruces sobre la enfangada carretera. El
estallido levantó una nube de grava en torno a sus orejas y el aire se impregnó
de un curioso olor a almendras.
Se apiñaron a la puerta del refugio situado en la colina de enfrente, y desde
ahí contemplaron la abadía mientras las bombas se precipitaban a través del
tejado o estallaban en los sólidos contrafuertes del ábside. Se alzó una
polvareda sobre el tejado y el aire se llenó con un olor a tejas húmedas y yeso.
Las baterías comenzaron a disparar una tras otra, haciendo que la sonora
vibración retumbara por los bosques.
—¡Dios mío, cómo los odio por hacer eso! —exclamó Randolph entre
dientes.
—¿Qué quieres? Es un puesto de observación.
—Lo sé, pero ¡maldita sea!
Se produjo una serie de explosiones; el fragmento de una granada pasó
silbando sobre ellos.
—Ahí no están seguros. Será mejor que entren del todo —gritó alguien
desde el interior del refugio.
—Quiero contemplarlo, ¡maldita sea…! Voy a permanecer aquí hasta el
final, Howe. Ese lugar significó mucho para mí.
Randolph se sonrojó al decirlo.
Otro grupo de bombas explotaron tan próximas unas de otras que no
distinguieron su clamor. Cuando la nube de polvo se hubo disipado,
observaron que la linterna se había desplomado sobre el tejado del ábside,
dejando solo uno de los muros y la tracería de una ventana, cuya destruida
entalladura se destacaba en un blanco cremoso contra el cielo rojizo del
crepúsculo.
Los disparos cesaron momentáneamente. Unas cuantas golondrinas
seguían revoloteando en torno a los muros, emitiendo agudos y pequeños
chillidos. Hubo un resplandor en el firmamento al estallar una bomba en la
parte alta del tejado, que aún seguía en pie. Este cedió y se desmoronó, y la
abadía volvió a quedar oculta por una nube de polvo.
—¡Odio todo esto! —exclamó Tom Randolph—. Pero la cuestión es: ¿qué
ha sucedido con nuestro papeo? La popote ha quedado sepultada a un metro y
pico, rodeada de arte gótico… ¡Qué estúpida idea la de poner un puesto de
socorro sobre un depósito de municiones!
El ordenanza se acercó a ellos y preguntó:
—¿Le han dado al vehículo?
—No lo creo.
—Bien. Cuatro casos de camilla para transportar inmediatamente a la 42.
De noche, en un refugio subterráneo. Cinco individuos jugando a las cartas
en torno a la llama de una lámpara que sopla de un lado a otro, impulsada por
la ventolera que de cuando en cuando penetra por la entrada del refugio y
revolotea a su alrededor como un ser viviente intentando descubrir una salida.
Cada vez que la llama oscila, las sombras de cinco cabezas se agitan sobre
el techo de palastro. Los cañones retumban constantemente en la lejanía como
un redoble de tambores para una danza.
Martin Howe, tendido sobre la paja de una de las literas, observa sus
rostros en las sombras ondulantes. Le agradaría tener la paciencia precisa para
unirse al juego. No, tal vez sea preferible que se limite a contemplarlo;
resultaría absurdo que le matasen en medio de uno de esos gestos majestuosos
que hace uno al lanzar la carta para tomar una baza. Súbitamente se pone a
pensar en todas las vidas que, en estos últimos tres años, tuvieron que verse
truncadas en uno de esos magníficos gestos. Es demasiado ridículo. Le parece
estar observando sus pobres y laceradas almas, asidas a los naipes mugrientos
y estropeados, trepando hasta un escuálido Valhalla, y allí, en estancias
hediendo a tabaco y sudor, como las de esos cafetuchos tras las líneas de
combate, sentarse en grupos de cinco y mezclar, repartir y tomar bazas,
empleando siempre el mismo gesto para arrojar los naipes sobre el tapete,
deteniéndose de cuando en cuando para rascarse sus carnes comidas por los
piojos.
¡Cuántos hombres deben de estar a estas horas, a lo largo de todo el
Gólgota que se extiende desde Belfort hasta el mar, procurando engañar su
hastío y miseria con ese gesto majestuoso con que lanzan una carta para tomar
la baza, mientras en sus oídos, como el batir de tambores, resuena la danza de
la muerte de los cañonazos!
Martin está tendido de espaldas contemplando el techo curvado de palastro
del refugio, sobre el que las siluetas de cinco cabezas se agitan en formas
fantasmales. ¿Es porque están jugando una partida contra la muerte, por lo que
se ponen tan contentos cada vez que toman una baza?

CAPÍTULO V

Los tres aeroplanos relucían como mica en el intenso azul del cielo. A su
alrededor, las bombas estallaban en pequeñas bocanadas de algodón. Un grito
surgió del grupo de soldados que transitaban por la calle de la asolada
población. Un silbido surcó los aires, seguido por una violenta explosión y los
lamentos de un herido.
—¡Maldita sea! Se ha de tener valor. Han dejado caer una bomba.
—¡Vaya si lo han hecho!
—Los cochinos bastardos… ¡Herir a un hombre que se va de permiso! Si
te ensartan cuando regresas, ya no te importa tanto.
Una escuadrilla de aviones franceses había aparecido en el firmamento, y
las tres motitas alemanas se habían desvanecido, seguidas de tres pequeñas
bocanadas de metralla. La majestuosa bóveda añil del cielo del mediodía
estaba llena del distante rugido de los motores.
El tren se detuvo con un chirrido frente a la estación y los licenciados, con
sus repletas musettes balanceándose sobre sus caderas, corrieron hacia la
plataforma.
Los bulevares están oscuros, con algún que otro farol iluminando un banco
y troncos de árboles, o el tenue resplandor del interior de un café, donde un
chico en mangas de camisa está barriendo el suelo. Hay multitudes de
soldados, belgas, americanos y canadienses, civiles con bastones, sombreros
de paja y mujeres bien vestidas del brazo, dependientas que pasean en grupos
de dos y de tres riendo con voces chillonas y alegres, y, por doquier,
prostitutas que ríen roncamente con voces disipadas, asidas al brazo de
soldados borrachos, contoneándose provocativamente frente a los hombres.
Cigarrillos y puros producen unas manchitas de luz rojiza, y de cuando en
cuando un fósforo encendido pone de relieve amarillo la cara de un hombre y
lanza reflejos rojos sobre las pupilas de la gente que transita por ahí.
Sintiendo la embriaguez de su libertad, el estrépito de voces, el murmullo
de los árboles en la tenue luz, el aroma del cabello de las mujeres y los
perfumes baratos, Howe y Randolph caminan lentamente por la acera hacia las
umbrosas columnas de la Madeleine, donde unas cuantas vendedoras ofrecen
todavía rosas que perfuman la oscuridad. Luego, de regreso, pasan frente a la
Opera, hacia la Porte Saint-Martin, deteniéndose para contemplar los rostros
que les ofrecen las mujeres, para escuchar retazos de conversaciones o para
charlar alegremente con las muchachas que les estrujan impacientemente el
brazo.
—Buscaré a la chica más bonita de París, y entonces verás, querido Howe,
la gresca que organizo.
Los entremeses llegaron servidos sobre una plataforma circular de tres
pisos; tiras rojas de arenques y anchoas plateadas, ensaladas donde guisantes
verdes y pedacitos de zanahoria se asomaban por entre la salsa, rodajas de
tomate, ensalada de patatas espolvoreadas con perejil, huevos duros apenas
visibles bajo un aderezo teñido de rojo, olivas, rábanos, rodajas de embutidos
de diversas formas y colores, complicados manojos de pescado salado
sazonado y, en la cúspide, un gran tarro de barro cocido con pâté de foie gras.
Howe escanció el pálido Chablis.
—Yo creía que mi tierra era el único lugar donde sabían vivir, pero
muchacho… —dijo Tom Randolph partiendo una barrita de pan con un alegre
crujido.
—Merece la pena morirse de hambre durante cuatro meses tomando solo
singe y pinard.
Una vez que los entremeses hubieron sido retirados, dejándolos con una
alegría rabelaisiana, con una jubilosa sensación orgiástica, llegó el lenguado,
oculto bajo una salsa de mejillones color crema.
—Cuando haya terminado la guerra, querido Howe, recorreremos toda
Europa armando la gresca; estoy empezando a tomarle gusto a este tipo de
vida.
—Tú sabes tocar el violín, ¿verdad, Tom?
—Lo bastante para rasguear Auprès de ma blonde por una apuesta.
—En ese caso, nos iremos por esos mundos y tú podrás mantenerme… O
me disfrazaré de mico y, mientras tú tocas el violín, yo recogeré las monedas.
—Eso sí que sería divertido, ¡caramba!
—Mira, tenemos que beber vino tinto con la ternera.
—Pidamos Mâcon.
—Mientras nos traigan en abundancia me da lo mismo.
La mesa redonda, con su mantel blanco, sus botellas de vino y sus
montones de restos de hojas de alcachofas, constituía el centro de un mundo
ruidoso y fantástico. Desde la orgía de los entremeses, las cosas habían ido
evolucionando hasta lo grotesco: los diversos rostros, el blanco de los ojos, los
labios rojos y retorcidos, los camareros con aspecto de cuervos y el colorido
de los sombreros y uniformes, todo estaba mezclado y envuelto en una
confusión de charla, chocar de copas y alboroto.
La mano enrojecida del camarero escanciando Chartreuse, verde como un
crepúsculo tormentoso, en las pequeñas copas que tenían ante sí, irrumpió en
las vívidas fantasías que habían ido forjándose en la conversación a lo largo de
toda la cena. No, estaban diciendo, eso no puede continuar; algún día, entre el
violento estallido de las bombas y el clamor de los fragmentos de metralla,
individuos en todos los rincones del mundo, luciendo diversos uniformes, en
las trincheras, arracimados en camiones, tendidos sobre camillas, en
hospitales, apiñados tras los cañones, implicados en el aparato telefónico,
generales sentados a cenar, coroneles sorbiendo licores y mayores revelando
fotografías, se levantarían de un salto y estallarían en carcajadas ante la
solemne estupidez, la ridícula y malvada ostentación de lo que estaban
haciendo. La risa abriría los cielos. Sería un nuevo proceso de Baco.
Embriagados por la risa ante la súbita visión de la necedad del mundo,
oficiales y soldados, presos trabajando en las carreteras y desertores
conducidos hacia las trincheras, arrojarían sus fusiles, espadas y pesados
fardos, y se pondrían en marcha, en carros de artillería o camiones, vehículos
del estado mayor o trenes privados, hacia sus capitales, donde reirían hasta
sacar de sus sillas a los diputados, senadores y miembros del Congreso, hasta
sacar de sus suntuosas oficinas a los káiseres y dictadores; el sol luciría una
amplia sonrisa y murmuraría el chiste a oídos de la luna, y esta se pasaría la
noche entera riendo entre dientes… La mano enrojecida del camarero, de
toscas uñas y abultados nudillos, escanció Chartreuse en las pequeñas copas
que ellos tenían ante sí.
—Esa —dijo Tom Randolph tras apurar su copa de licor—, es la chica que
ando buscando.
—Pero, Tom, si está con un oficial francés…
—¿Es que no ves que están peleándose como perro y gato?
—Sí —asintió Howe distraídamente.
—Paga la cuenta. Me reuniré contigo en la esquina del bulevar.
Tom Randolph desapareció por la puerta. La muchacha —que, por cierto,
tenía cierto aire de pierrot, de tez oscura, labios relucientes y sombrero y
vestido de color dorado— y su acompañante, un oficial de expresión
avinagrada, se disponían a marcharse.
Cuando llegó a la esquina del bulevar, Howe oyó la voz de una mujer
uniéndose a la risa grave de Randolph.
—¿Qué te dije? Se separaron a la puerta y aquí nos tienes, Howe…
Mademoiselle Montreil, permítame que le presente a un amigo. Bueno,
vayamos a tomar una copa antes de que se haga demasiado tarde.
En la mesa que había junto a ellos, en el café, estaba sentado un inglés con
la cabeza inclinada sobre el pecho.
—¡Vaya, me han despertado!
—Disculpe.
—No importa. Lo prefiero.
Le invitaron a sentarse a su mesa. La humedad en torno a sus ojos y el
espesor de su voz denotaban que había estado ingiriendo alcohol.
—No me hagan caso. Estoy olvidando… He estado haciéndolo durante una
semana. Este es el primer permiso que tengo en dieciocho meses. ¿Son
canadienses?
—No, americanos; servicio de ambulancias.
—Es decir, novatos en el juego. Tienen suerte… Antes de abandonar el
frente vi a un individuo colocar una granada de mano bajo la almohada de un
pobre diablo alemán que había sido apresado. El prisionero le dijo: «Gracias».
La granada le hizo saltar en mil pedazos. ¡Santo Dios! ¿Conocéis algún lugar
en este maldito pueblo donde se pueda conseguir whisky?
—Tendremos que apresurarnos: es casi la hora de cerrar.
—Conforme.
Se pusieron en camino; Randolph, hablando en tono íntimo con la
muchacha, muy juntas sus cabezas; Martin, sosteniendo al inglés.
—Necesito un trago de whisky para sostenerme.
Entraron en un bar americano y se desplomaron sobre las sillas que había
en torno a una mesa.
El inglés se palpó los bolsillos.
—¡Caramba! —dijo—, tengo una entrada para el teatro. Es un palco…
Podemos ir todos. Vamos ya; apresurémonos.
Caminaron largo trecho, serpenteando por las oscuras calles, y, por fin, se
detuvieron ante una puerta iluminada por una bombilla azul.
—Hemos llegado; empujad la puerta.
—Pero el palco ya está ocupado por dos caballeros y una dama, señor.
—No importa, aún quedará sitio.
El inglés agitó el billete en el aire.
El hombre bajito y gordinflón, de cara redonda, que se hacía cargo de las
entradas, empezó chapurreando un mal inglés y luego pasó al francés.
Mientras tanto, el grupo había entrado dejando atrás al inglés, que no
cesaba de agitar el billete en las barbas del hombre bajito.
Dos gendarmes, que eran los guardas del teatro, se acercaron con aire
amenazador. El rostro del inglés se deshizo en sonrisas; agarró del brazo a los
gendarmes y los condujo hacia el bar.
—Vengan a beber a la salud de la Entente Cordiale… Vive la France!
El palco estaba ocupado por dos australianos y una mujer que apoyaba
sucesivamente la cabeza sobre el pecho de uno y otro, mientras se reía
mostrando coronas de oro en sus ennegrecidos dientes.
Parecían irritados ante la intromisión, que llenó el palco de forma
asfixiante, obligando a la mujer a sentarse sobre el regazo de uno de los
individuos, pero pronto se aclaró la atmósfera con risas que hicieron que el
público de la platea dirigiese furibundas miradas hacia el ruidoso palco
atestado de individuos vestidos de caqui. Por fin apareció el inglés,
introduciéndose en el palco con aire misterioso y un dedo sobre los labios. Se
pegó al brazo de Martin y sus grises ojos se ensombrecieron repentinamente.
—Sucedió así… —Su aliento, impregnado de whisky, era como una
aureola en torno a la cabeza de Martin.
—El huno era un individuo pequeño y afable que no debía de contar más
de dieciocho años; tenía un hombro partido y creyó que mi amigo le estaba
arreglando la almohada. Le dijo «gracias» con un curioso acento alemán…
¿Te das cuenta? Le dijo «gracias»; eso fue lo que más me dolió. Y el otro se
echó a reír. ¡Maldito sea! Se echó a reír cuando el pobre diablo le dijo
«gracias». Y la granada le hizo saltar en pedazos.
El escenario era un destello de luz ante los ojos de Martin. Tenía la misma
sensación que había experimentado un día en su casa, cuando se inclinó para
contemplar fijamente los faros de un automóvil que se había detenido junto al
camino. Los dorsos de las cabezas de la gente le protegían del resplandor. Las
cabezas de Tom Randolph y de su chica, juntas, con las mejillas rozándose, la
puntiaguda y enrojecida barbilla de uno de los australianos y la rizada
cabellera de la otra mujer.
En el entreacto se dirigieron todos al bar, donde hacía mucho calor, había
una orquesta tocando y numerosos individuos de caqui, en diversos grados de
embriaguez, eran conducidos por mujeres que se hacían bromas mutuamente a
espaldas de los sujetos.
—A la salud del fango —dijo uno de los australianos—. La guerra
terminará cuando todo el mundo se haya ahogado en el fango.
La orquesta comenzó a tocar la Madelon y todo el mundo se puso a
vociferar la letra de esa marcha, la cual, pese a haber sido cantada en tantas
ocasiones, aún poseía un aire alegre y fanfarrón capaz de hacer hervir la
sangre.
El público había regresado para presenciar el último acto. Los dos
australianos, el inglés y los dos americanos permanecían de pie frente al
mostrador.
—Aunque, fijaos bien, yo no soy lo que pudiera decirse susceptible. No
soy blando. Hace tiempo que dejé de serlo. —El inglés estaba dirigiéndose a
todos en general—. Pero el pobre diablo dijo «gracias».
—¿Qué está diciendo? —preguntó una mujer, tirando a Martin de la
manga.
—Está hablando sobre una atrocidad alemana.
—¡Oh, los puercos alemanes! ¡Las cosas que han llegado a hacer! —
repuso automáticamente la mujer.
Durante el entreacto, los australianos se las habían ingeniado para recoger
a otra mujer; y una curiosa mujer gorda, de labios pintados muy finos y ojos
grandes y saltones, se había unido a Martin. Este la soportaba porque, cada vez
que la miraba, ella se ponía a reír.
Estaban cerrando el bar. Bebieron todos una copa de champaña y la mujer
gorda se puso a lanzar pequeños gritos de gozo. Se encaminaron hacia la
puerta y, una vez en la calle, se detuvieron frente al teatro, formando un grupo
informe e indeciso.
Randolph se acercó a Martin.
—Oye, nos vamos. Tal vez sería mejor que te confiase mi dinero…
—Dudo de que esta noche esté seguro conmigo…
—De acuerdo: me lo llevaré. Oye…, podemos reunirnos para desayunar.
—En el Café de la Paix.
—Conforme. Si resulta simpática, la traeré.
—Parece encantadora.
Tom Randolph estrechó la mano de Martin y se alejó. Se oyó el ruido de
besos en la oscuridad.
—Esto…, yo tengo que comer algo —dijo el inglés—. No he cenado nada.
Esto… mangai, mangai —dijo dirigiéndose a la mujer gorda y haciendo gestos
de meterse algo en la boca.
Las tres mujeres juntaron las cabezas. Una de ellas conocía un lugar,
aunque era un lugar terrible. No debían creer que, realmente… Lo conocía
porque, de muy joven, un hombre la había llevado allí con ánimo de seducirla.
Todos se echaron a reír ante la ocurrencia y el tono de las mujeres se elevó
agudamente.
—Está bien, no hablemos más; vamos allí —dijo uno de los australianos
—. Presenciaremos la seducción.
Una mujer corpulenta, de pelo negro peinado en forma de moño y con una
peineta alta sujetándolo, de rostro impasible y mandíbula fuerte como la de un
boxeador, les sirvió pollo frío, jamón y champaña en una habitación cuyas
paredes, iluminadas por una lámpara con pantalla roja, estaban cubiertas por
un papel gastado y verdoso.
Los australianos comieron, bebieron e hicieron el amor a sus mujeres. El
inglés se durmió con la cabeza reclinada sobre la mesa.
Martin se recostó hacia atrás para huir del círculo de luz, sosteniendo una
conversación inconsecuente con la mujer que estaba a su lado, escuchando las
voces de los hombres que procedían de más abajo, por los pasillos, el sonido
de la puerta principal abriéndose y cerrándose una y otra vez, y las risitas
agudas y forzadas de las mujeres.
—Desgraciadamente, esta noche tengo un compromiso —dijo Martin a la
mujer que tenía a su lado.
La mujer, cuyos pechos, grandes y esféricos, se izaban y bajaban al hablar,
se volvía provocativamente para acercarse más a él. Toda ella, con sus grandes
ojos redondos y saltones, y sus rechonchas mejillas, parecía estar enteramente
compuesta de pequeñas esferas y otras mayores y blandas.
—¡Oh!, ya es demasiado tarde. Puedes deshacerlo.
—Es a las cuatro en punto.
—Entonces, todavía tenemos tiempo, encanto.
—Es que se trata de algo verdaderamente romántico, ¿comprendes?
—La juventud siempre es afortunada.
Puso los ojos en blanco en señal de comprensiva admiración.
—Esta será la cuarta noche, esta semana, en la que dormiré sin un
hombre… Pronto me arrojaré al río.
Martin sintió ablandarse hacia ella. Le puso un billete de veinte francos en
la mano.
—¡Oh!, eres demasiado bondadoso. Tú eres realmente un galant homme.
Martin se cubrió el rostro con las manos soñando con la mujer a la que le
gustaría hacer el amor esa noche. Debía ser muy morena, con los labios rojos y
las mejillas pintadas, como la chica de Randolph; sus pechos debían ser
menudos y sus muslos esbeltos y oscuros como los de una bailarina, y en sus
brazos podría olvidarse de todo, excepto de la locura, el misterio y la
intrincada vida del París que los rodeaba. Pensó en Montmartre, y Louise en la
ópera, de pie frente a su ventana, cantando la locura de París…
Uno de los australianos había desaparecido acompañado de una mujer de
pequeña estatura vestida con un salto de cama rosa. El otro australiano y el
inglés estaban de pie junto a la mesa, tambaleándose, sostenidos por dos
muchachas de aspecto soñoliento. Dejaron a la mujer gorda acabándose los
restos del pollo mientras gruesas lágrimas resbalaban de sus ojos, abandonaron
la casa y estuvieron largo rato caminando por calles oscuras, tres hombres y
dos mujeres, el inglés sostenido en el centro, cantando de modo intermitente.
Las muchachas tenían dos habitaciones en el cuarto piso. En cuanto
llegaron, el inglés cayó sobre la cama y se quedó dormido, roncando
estrepitosamente.
El australiano se quitó la chaqueta y se desabrochó la camisa. Las chicas
comenzaron a desvestirse, procurando convertir sus bostezos en pequeños
gestos seductores.
—Oye, viejo, ¿tienes un…? —murmuró el australiano al oído de Martin.
—No, no tengo… Lo siento mucho.
—No te preocupes… Vamos, Janey.
Alzó a la muchacha cogiéndola por debajo de los sobacos y, estrechándola
contra sí, la condujo a la otra alcoba.
—Bueno… —La otra muchacha, en corsé y pantalones, con la cabellera,
castaña y rizada, cayéndole sobre un ojo y los labios recién pintados, tendió la
mano a Martin—. Ahora solo quedamos tú y yo.
—No, querida, debo irme —dijo Martin.
—Como quieras. Me ocuparé de tu amigo —y bostezó.
Él la besó y bajó precipitadamente por la oscura escalera, sus fosas nasales
impregnadas del olor a carmín de los labios de la muchacha.
Anduvo un largo trecho con la cabeza descubierta, aspirando
profundamente el fresco aire nocturno. Las calles estaban negras y silenciosas.
Unos deseos febriles le rondaban como gatos en la oscuridad.
Se despertó y estiró sus rígidos miembros, oliendo a hierba y tierra
húmeda.
Una nacarada neblina del color del espliego le rodeaba por todas partes, y a
través de ella se alzaban las torres rectangulares de Notre-Dame, la hilera de
reyes sobre su fachada y el cincelado en torno a los oscuros portales. Martin se
había tendido de espaldas en el pequeño pedazo de hierba del Parvis Notre-
Dame para contemplar las estrellas, y se quedó dormido.
Probablemente, hacía poco que había amanecido. Unas palabras le
rondaban importunamente por la cabeza: «El pobre diablo dijo “gracias” con
un curioso acento alemán, y la granada le hizo saltar en pedazos». Recordó al
hombre que en una ocasión ayudó a recoger, y en cuyo bolsillo explotó una
granada. Fue la primera vez que tuvo ocasión de comprobar que la carne
desgarrada tiene el mismo tono oscuro que la de los embutidos.
—Levántese, no puede quedarse ahí tumbado —gritó un gendarme.
—Notre-Dame está muy hermosa esta mañana —dijo Martin, salvando la
pequeña barandilla que daba a la acera.
—Ah, sí; es hermosa.
Martin Howe se sentó en la balaustrada del puente y dirigió la mirada
frente a sí. Ante sus ojos, nada aún claramente distinguible, había dos torres
rectangulares, la obra de tracería que se extendía entre ellas y la hilera de reyes
en la fachada, así como las largas series de arbotantes laterales
resplandeciendo a través de la bruma y, apenas visible, el oscuro y esbelto
chapitel alzándose sobre el crucero. Así había brillado la abadía en el bosque,
majestuosa a la luz nebulosa de la luna. Al igual que la bruma, solo que más
espeso y pardusco, el polvo se había levantado sobre el elevado ábside
mientras las bombas lo hacían pedazos.
Rodeado por el aroma a café recién tostado, se sentó a una mesa y se puso
a observar a la gente que pasaba rápidamente de largo bajo la viva luz del sol.
Unos camareros, en mangas de camisa, estaban limpiando las demás mesas y
sacando las sillas. Martin permaneció sentado sorbiendo su café con cierta
sensación de languidez y enervamiento. Al cabo de un rato apareció Tom
Randolph, con aire tostado y juvenil, y el sombrero levemente ladeado. Le
acompañaba la joven, vestida con un sencillo vestido de algodón. Se sentaron
y ella reclinó la cabeza sobre el hombro de Tom, con sus ojos ocultos tras las
negras pestañas.
—¡Oh, qué cansada me siento!
—¡Pobre criatura! Debes irte a casa y acostarte de nuevo.
—Tengo que trabajar…
—Pobrecita.
Se besaron tierna y lánguidamente.
El camarero trajo café y leche caliente, y unas pequeñas y crujientes
rodajas de pan.
—¡Qué maravilloso es París en la mañana temprana! —exclamó Martin.
—Sí que lo es… Adiós, pequeña, si es que debes irte. Volveremos a
vernos.
—Debes llamarme Yvonne —dijo ella haciendo un pequeño mohín.
—Está bien, Yvonne.
Se puso en pie y le estrechó ambas manos.
—Y bien, ¿qué clase de noche pasaste, Howe?
—Una noche muy singular. Fui perdiendo uno a uno a nuestros amigos,
dejé a dos mujeres y dormí un rato sobre la hierba frente a Notre-Dame. Ese
fue mi verdadero amor de esta noche.
—Mi chica resultó encantadora… Me casaría ahora mismo con ella, de
veras.
Soltó una alegre carcajada.
—Tomemos un taxi para ir a algún sitio.
Subieron a un victoria y ordenaron al conductor que los llevara a la
Madeleine.
—Oye, antes debo pasar por el hotel.
—¿Para qué?
—Preservativos.
—Desde luego; será mejor que vayas cuanto antes.
El taxi circuló alegremente por las calles, donde la temprana luz del sol
proyectaba manchas rojizas sobre las grises viviendas y las apiñadas y
fantásticas caperuzas de chimenea que se alzaban en grupos e hileras sobre las
mansardas.

CAPÍTULO VI

La lámpara de la caseta de control de carretera arrojaba un haz de luz


rectangular sobre el muro blanco que había enfrente. La mancha de luz se ve
constantemente atravesada, festoneada y oscurecida por las sombras de los
rifles, cascos y armamento de los hombres que pasan de largo. De cuando en
cuando, la silueta de un solo hombre, una nariz y una barbilla bajo un casco,
una cabeza agachada hacia delante bajo el peso del armamento, o una sola
mochila junto a la que hay un rifle ladeado, aparece enorme y quimérica con
su hogaza de pan, su par de botas y sus ollas y cacerolas.
Luego, con ruido de arneses y rechinar de acero, uno tras otro, los trenes de
artillería surgen de la oscuridad de la carretera, la luz les da relieve y vuelven a
ser tragados por la negrura de la calle de la población, asomando por entre sus
ruedas los cortos cañones del setenta y cinco como si se tratara de colas de
pato; furgón tras furgón de municiones, grandes vagones cubiertos y
descubiertos, donde un caos de armamento recibe fantásticos reflejos y arroja
enormes y confusas sombras sobre el blanco muro de la vivienda.
—Apaga esa luz. ¡En nombre de Dios! ¿Es que pretendes que comiencen a
lanzar bombas aquí dentro? —suena una voz encolerizada.
El trote veloz del caballo del oficial se pierde en el estruendo.
La puerta de la caseta se cierra de golpe y tan solo un débil haz de luz
anaranjada penetra la oscuridad de la carretera, donde, entre el ruido de los
arneses y el estrépito del acero y las pisadas de los cascos, pasan desfilando
rifle tras rifle, furgón tras furgón y carreta tras carreta. De cuando en cuando
se detiene el desfile y se ven los destellos de los fósforos que los hombres
emplean para encender sus pipas y cigarrillos. En dirección opuesta, los
motores rugiendo, baja estrepitosamente por el otro lado de la carretera un
convoy de camiones rectangulares, negros e inmensos. Los caballos se
encabritan y en la oscuridad se oyen gritos, blasfemias y el chasquido de
riendas.
A lo lejos, donde las nubes bajas rozan las colinas que se alzan tras el
poblado, un gran resplandor blanco aparece y se desvanece sucesivamente:
son bombas luminosas.
—Hay una enorme concentración de secciones sanitarias.
—Ya lo creo; en esta población hay dos secciones americanas y una
francesa; más abajo hay tres. Algo se está tramando.
—Un francés me dijo que iba a efectuarse un ataque en Saint-Mihiel.
—He oído decir que los alemanes se estaban concentrando para una
ofensiva en Four-de-Paris.
—Me parece completamente inverosímil.
—De cualquier forma, hace ya tres semanas que estamos en este maldito
refugio, con barro hasta los tobillos.
—Nos tienen acuartelados en un granero por cuyo centro pasa un
verdadero arroyo.
—Lo peor de esta maldita guerra es el hastío… el puro y simple ennui.
—Sin olvidarnos del fango.
En el asiento delantero del vehículo había tres conductores de ambulancias
cubiertos con unos impermeables. La lluvia caía en cortinas perpendiculares,
repiqueteando sobre el techo del automóvil y en los charcos esparcidos por la
calle de la población. Frente a ellos, por encima de una espesa hilera de
hierbajos, se alzaban unas casas en ruinas por cuyos ennegrecidos muros
resbalaba la lluvia en torrentes. Más allá estaban las colinas, ocultas por una
cortina de agua. A cada poco rato, un convoy de camiones pasaba junto a ellos
y desaparecía, camión tras camión, patinando y salpicando lodo a diestra y
siniestra en la blanca lluvia torrencial.
En el interior del vehículo, Tom Randolph estaba tocando un acordeón,
dejando que breves y nostálgicas canciones fueran a mezclarse con el recio y
acompasado sonido de la lluvia.
¡Oh!, he estado trabajando en el ferrocarril
todo el santo día;
he estado trabajando en el ferrocarril
simplemente para pasar el tiempo.
Los hombres del asiento delantero se reclinaron hacia atrás, se sacudieron
el agua de las rodillas y se pusieron a canturrear la tonada.
El acordeón había enmudecido. Tom Randolph estaba tendido de espaldas
en el suelo del vehículo, con un brazo apoyado sobre los ojos. La lluvia caía
incesante, repiqueteando sobre el techo del automóvil y danzando plateada en
los charcos parduscos de la carretera. Su hastío se unió al monótono compás
de autocompasión reflejada en la vieja canción de los negros:
¡Oh!, he estado trabajando en el ferrocarril
todo el santo día;
he estado trabajando en el ferrocarril
simplemente para pasar el tiempo.
—¡Oh, Dios!, algo tiene que suceder pronto.
El jefe de la sección atravesó la carretera chapoteando, envuelto en un
enorme y reluciente impermeable con capucha y unas botas de goma.
—Todos los vehículos deberán estar dispuestos para partir a las seis de esta
noche.
—Conforme. ¿Adónde nos dirigimos?
—Todavía no han llegado las órdenes. Tenemos que estar listos para partir
esta noche a las seis…
—Muchachos, os digo que va a haber un ataque. Esta concentración de
secciones sanitarias significa algo. Que no me digan a mí…
—Dicen que tienen cerveza —dijo el aspirante situado detrás de Martin en
la larga fila de hombres aguardando a que abrieran el copé, mientras la
polvareda levantada por los coches del estado mayor y los camiones que
circulaban veloces por la carretera se posaba como una manta sobre la
población.
—¿Cerveza fría?
—Desde luego que no —dijo el aspirante soltando una carcajada y
mostrando una brillante y marfileña dentadura tras sus rojos labios—. Será
detestable. Yo voy a pedirla porque constituye una rareza, por razones
sentimentales.
Martin se puso a reír mientras observaba el tostado rostro del individuo, un
rostro en el que todas las expresiones anteriores parecían perpetuadas en las
finas líneas en torno a la boca y los ojos, y en el modelado de mejillas y
sienes.
—Usted no lo comprende —dijo nuevamente el aspirante.
—Por supuesto que sí.
Más tarde se sentaron en el borde de la fuente de piedra situada en el patio
tras el establecimiento, bebiendo cerveza tibia en tazas de hojalata
ennegrecidas por el vino y contemplando el elevado granero, cuyo extremo
derrumbado y dos pequeñas y amedrentadas ventanas le daban el aspecto de
una vaca puesta de rodillas.
—¿Es cierto que la 92 parte esta noche para las líneas de combate?
—Sí, vamos a llevar a cabo un pequeño ataque. Probablemente regresaré
en su pequeño ómnibus.
—Confío en que no sea así.
—Yo me alegraría mucho. ¡Una herida afortunada! Pero probablemente
resulte muerto. Esta vez será la primera en que iré al frente sin pensar que
vayan a matarme. Así que probablemente sucederá.
Martin Howe no pudo remediar quedarse de pronto contemplándolo
fijamente. El aspirante estaba tranquilamente sentado en el borde de piedra de
la fuente, apoyado contra el soporte de hierro forjado del cubo, con una rodilla
asida entre sus vigorosas y nervudas manos. Muerto no tendría el mismo
aspecto. La mente de Martin apenas podía comprender la relación que pudiese
haber entre ese hombre lleno de energías latentes, de pensamientos y deseos,
ese hombre a quien le habría gustado rodear los hombros con su brazo en señal
de amistad, con quien le habría gustado dar largos paseos, con quien le habría
gustado sentarse charlando y bebiendo hasta avanzada la noche… y esos
montones pulposos y arracimados de uniformes azules medio sepultados en el
lodo de las trincheras.
—¿Ha visto alguna vez un rebaño de reses conducido al matadero en una
espléndida mañana de mayo? —preguntó el aspirante en tono vivo y
desdeñoso, como si hubiese adivinado los pensamientos de Martin.
—Me pregunto qué piensan de todo ello.
—No es que me haya resignado… No crea que es eso. La resignación es
demasiado simple. Es por este motivo que un rebaño puede ser conducido por
un muchacho de seis años… ¡o un primer ministro!
Martin estaba sentado con los brazos cruzados. Los dedos de una mano
apretaban el músculo de su antebrazo. Le resultaba agradable sentir el suave y
firme modelado de su brazo a través de la manga. ¿Qué tacto tendría una vez
muerto, cuando un fragmento de acero lo hubiese atravesado? Un repentino
hedor a putrefacción llenó sus fosas nasales, haciendo que las náuseas
contrajeran su estómago.
—Yo tampoco estoy resignado —exclamó con una carcajada—. Algún día
haré algo, pero antes debo ver lo que hay a mi alrededor. Quiero iniciarme en
todas las esferas del infierno.
—Yo desempeñaría bastante bien el papel de Virgilio —dijo el aspirante—,
pero supongo que Virgilio era un oficial del estado mayor.
—Debo irme —dijo Martin—. Mi nombre es Martin Howe, S. S. U. 84.
—Ya sé, está acuartelado en la plaza. Mi nombre es Merrier. Seguramente
me transportará en su pequeño ómnibus.
Cuando Howe regresó al lugar donde los vehículos estaban estacionados
en fila en la plaza de la población, Randolph se acercó a él y le susurró al oído:
—D. J. será mañana.
—¿Qué es eso?
—El ataque. Será mañana a las tres de la madrugada; se darán las
instrucciones esta noche.
Una detonación a sus espaldas fue como un mazazo en la cabeza que hizo
que les zumbaran los oídos. El faro de uno de los coches cayó al suelo
tintineando.
—Eso fue la 410, detrás de la iglesia. Por poco nos deja sin resuello.
—Oye, Randolph, ¿te has enterado de las órdenes?
—No.
Un hombre alto y de cabello claro apareció por la parte delantera del
vehículo, donde había estado trabajando en el motor, extendiendo frente a sí
las manos llenas de grasa.
—Ha sido aplazado —dijo, bajando misteriosamente la voz—. D. J. no
será hasta pasado mañana a las cuatro y veinte. Pero mañana iremos a relevar
a la sección que se marcha, para hacernos cargo de los puestos. Dicen que
aquello es un infierno. Los alemanes tienen un nuevo gas que no huele a nada.
En la otra sección ha habido cinco casos de envenenamiento por él, y unos
cuantos han sido abatidos. Los puestos están siendo constantemente
bombardeados.
—Estupendo —dijo Tom Randolph—. Esta vez contemplaremos lo
verdaderamente auténtico.
Se oyó un silbante clamor sobre los tres, que se arrojaron a un tiempo al
suelo frente al vehículo. La explosión retumbó entre las paredes de las
viviendas y una columna de humo negro se alzó como un ciprés en el otro
extremo de la calle.
—¡Hablando de lo auténtico! —exclamó Martin.
—Supongo que la vieja 410 los habrá despertado.
Era la quinta vez en ese día que el vehículo de Martin atravesaba la
encrucijada donde se hallaba el Calvario. Alguien había enderezado el
crucifijo y sus brazos se tendían oscuros y desesperanzados hacia el cielo
crepuscular, donde el sol refulgía como una inmensa caldera envuelta en su
propio vaho. La lluvia dibujaba brillantes fajas amarillas sobre el cielo y caía
chorreando de los pies quebrados del viejo Cristo de madera, cuya flaca y
lastimada figura pendía de la cruz ladeada, oscilando levemente bajo el azote
de la lluvia. Martin estaba limpiándose el fango de sus manos tras haber
cambiado una rueda. Se quedó observando con curiosidad la desencajada
mandíbula y los hundidos ojos, que años atrás habrían simbolizado para algún
escultor rural la suma agonía del dolor. De pronto observó que alguien había
rodeado la frente del Cristo con espino artificial, en el lugar donde antaño
debió de estar la corona de espinas. Sonrió y le preguntó mentalmente a la
figura oscilante: «¿Qué opinas Tú de todo ello? ¿Qué piensas acerca de tus
seguidores?».
Se agachó para arrancar con la manivela.
La carretera se llenó súbitamente con las pisadas y salpicaduras de las
tropas que desfilaban, sus cascos húmedos y los rifles brillando en el cobrizo
crepúsculo. El hedor a suciedad, sudor y miseria de las tropas que avanzaban,
traspasaba incluso las límpidas gotas de agua. Los semblantes, bajo los cascos,
de aquellos hombres que soportaban el peso del equipo sobre sus cuellos,
espaldas y muslos, parecían fatigados, descoloridos y cadavéricos. Bajo los
cascos, los rostros se inclinaban a uno y otro lado, retorcidos y de palo, como
la figura que colgaba de la cruz.
De vez en cuando, por entre el chapoteo de las pisadas en el lodo y el ruido
del armamento, se oía el estallido de la metralla en la siguiente encrucijada en
los linderos del bosque.
Martin se quedó en el interior del vehículo, con el motor en marcha,
esperando que pasara la columna.
Uno de los rezagados, que caminaba torpemente por el lodo revuelto de la
carretera, siguiendo a las filas regulares, se detuvo y alzó los ojos hacia el
ladeado crucifijo. De la siguiente encrucijada llegaba a intervalos el recio y
vibrante sonido de las granadas al estallar.
Súbitamente, el rezagado comenzó a dar débiles puntapiés al soporte de la
cruz, y luego prosiguió arrastrándose tras la columna. La cruz cayó hacia
delante, sobre el fango, con un ruido sordo de astillas y salpicaduras.
La carretera descendía en largos zigzags por la colina, atravesaba una aldea
situada en su falda, en la que, a través de la bruma que flotaba sobre el
pequeño río, se erguía un campanario con una veleta torcida sobre el
agujereado techo de la iglesia, y ascendía nuevamente por la colina en
dirección a los bosques. En estos, la carretera se extendía verde y oro bajo los
primeros rayos horizontales del sol. Por entre la espesura de los árboles, con
los techos cubiertos con ramas, se divisaban las filas de largos barracones
móviles con puertas almohadilladas. En un lugar había una señal con estacas
que decía: «Camp des Pommiers».
En los bosques se oía el canto de algunos pájaros, y, al pasar frente a una
bomba de agua, vieron a varios hombres con el torso desnudo inclinados sobre
ella lavándose, riendo y chapoteando a la luz del sol. De cuando en cuando, el
ruido distante y metálico de una batería de cañones del setenta y cinco
retumbaba entre los susurrantes árboles.
—Parece un terreno propio para una congregación religiosa al aire libre en
Georgia —dijo Tom Randolph, tocando su silbato para que se apartasen a un
lado dos hombres que portaban un gran puchero humeante con una estaca.
A medida que se adentraban en el bosque, la carretera se hacía más
fangosa, y, al tomar por un atajo, el vehículo se lio a vacilar, patinando
ligeramente en los virajes, a través del espeso barro. El bosque, a ambos lados,
comenzaba a mostrar un aspecto desolador, con el suelo cubierto con pedazos
de tronco y ramas esparcidas y árboles partidos por la mitad. En el aire flotaba
un aroma a madera recién cortada y tierra removida y, en medio de todo ello,
un olor áspero y dulzón.
Los camiones que regresaban del frente comenzaron a pasarles por la
carretera, cubiertos de lodo verdoso y salpicando barro a diestra y siniestra con
sus grandes ruedas lisas.
Por fin se detuvieron ante una pequeña bandera de la Cruz Roja,
condujeron el vehículo hasta una arboleda de elevados castaños, lo
estacionaron junto a otra ambulancia de su sección y se tendieron sobre las
crujientes hojas, escuchando de vez en cuando las bombas que zumbaban a lo
lejos sobre sus cabezas. Por el bosque resonaban continuamente las baterías,
así como algún que otro cañonazo, semejante al gruñido nocturno de una rana
en un estanque, en medio del sonsonete de las demás ranas pequeñas.
Por entre los árboles que los rodeaban, podían distinguir las arracimadas
cruces de madera de un cementerio del que provenía el sonido de tierra
cavada, y adonde, precedidas por un sacerdote con la sotana cubierta de barro,
iban y venían incesantemente pequeñas carretas de dos ruedas para descargar
unos bultos informes metidos en sacos.
Frente a Martin y Randolph, mostrándose alternativamente oscuro y pálido
bajo el sol y la sombra de la carretera, circula estrepitosamente un carro-
cocina con calderas humeantes y una pequeña chimenea que exhala un humo
azulado, de cuyo estrecho asiento delantero asoman los cascos y las espaldas
de dos hombres con gruesas chaquetas azules. A ambos lados de la carretera,
unos cañones invisibles escupen sin parar pequeñas llamas amarillas y
oblicuas, produciendo un ruido infernal.
Más arriba, una súbita columna de humo negro se alza entre los árboles
caídos. Se oye un estallido más potente y el carro-cocina, que circula frente a
ellos, se desvanece en un nuevo remolino de humo denso. Con el acelerador
pisado a fondo, el vehículo se lanza por la surcada carretera, se inclina de un
lado y una de sus ruedas se hunde en el flamante agujero que acaba de hacer
una bomba. Las ruedas traseras giran por momento, esparciendo grava a su
alrededor y, en el preciso instante en que un nuevo estallido suena a sus
espaldas, vuelven a clavarse en el asfalto, y el automóvil prosigue su camino,
circulando sucesivamente bajo el sol y la sombra de los bosques. Martin
recuerda una mula que vio tendida al borde del camino con las patas
agitándose y, humeante en la fresca atmósfera matutina, su vientre desgarrado
de color púrpura, rojo y amarillo.
—¿Percibes este olor a almendras? —dice Randolph aspirando
profundamente mientras el vehículo vuelve a reducir la marcha.
Los bosques por la noche, una negrura quimérica impregnada de ruido y
llamas amarillas que surgen de las bocas de los cañones. De cuando en
cuando, el sulfúreo resplandor del estallido de una bomba, el ruido de árboles
al desplomarse y fragmentos de granadas volando por los aires. Sobre una
pequeña loma en dirección a las trincheras, una bomba blanca luminosa cae a
intervalos y lentamente, haciendo que los árboles y los cañones ocultos entre
una maraña de ramas arrojen largas sombras verdinegras, envolviendo al
bosque en un extraño fulgor de desolación.
—¿Dónde diablos está el abri?
Todo quedaba ahogado por las sucesivas detonaciones de tres cañones, tan
cerca de ellos que un cálido aire bañaba sus rostros en medio del impacto
cegador.
—Oye, Tom: esto es estúpido; el abri tiene que estar aquí mismo.
—Yo no lo tengo en el bolsillo, Howe. ¡Malditos sean esos cañones!
El impacto de los cañonazos ahoga nuevamente todos los demás sonidos.
Una bomba gime y estalla, y ambos se arrojan al suelo. Hay un instante de
calma y en torno a ellos cae una lluvia de grava y pedazos de corteza de los
árboles.
—Tenemos que dar con ese abri. ¡Ojalá no hubiese perdido mi linterna!
—¡Aquí está! No, eso apesta demasiado. Debe de ser la letrina.
—¡Eh, Tom!
—Aquí estoy.
—¡Maldita sea! He tropezado con un árbol. Ya lo he encontrado.
—De acuerdo. Ahora voy.
Martin alargó la mano hasta que Randolph tropezó con ella; luego bajaron
precipitadamente los rústicos escalones de piedra, apartaron la manta que
impedía que se filtrase la luz y penetraron parpadeando en el túnel subterráneo
del abri.
Los brancardiers estaban durmiendo en las dos filas de literas que había a
ambos costados y, sentado ante una mesa situada en el extremo, un teniente
del cuerpo sanitario escribía a la luz de una lámpara humeante.
—Están derribando a unos cuantos por aquí, esta noche —dijo señalando
dos literas desocupadas—. Los avisaré cuando necesitemos un vehículo.
Mientras pronunciaba estas palabras, se oyeron tres violentos cañonazos.
El impacto apagó la luz de la lámpara.
—¡Maldita sea! —exclamó Tom Randolph.
El teniente soltó un juramento y encendió un fósforo.
—La luz roja del poste de secours también se ha apagado —dijo Martin.
—Es inútil volver a encenderla con esos condenados morteros… Es una
estupidez instalar un poste de secours en medio de esta batería.
Los americanos se tumbaron intentando conciliar el sueño. Las bombas
estallaban sucesivamente en torno al refugio, pero, de forma regular y cada
pocos minutos, llegaban también los martillazos de los morteros, la mitad de
las veces apagando la luz.
La explosión de una bomba pareció partir en dos el refugio y un fragmento
de metralla entró volando a través de la manta que colgaba frente a la puerta.
Alguien intentó cogerlo del suelo, donde había quedado medio sepultado entre
las tablas, pero retiró rápidamente la mano soplándose los dedos. Los hombres
se volvieron sobre sus literas y se echaron a reír, y sobre el semblante verdoso
y enjuto de un herido sentado en silencio detrás del teniente, observando la
llama humeante de la lámpara, se extendió una sonrisa.
La cortina se hizo a un lado y entró tambaleándose un hombre que se
sostenía con una mano el brazo del otro lado, rígido y envuelto en una manga
cubierta de barro de la que caían gotas de sangre y lodo.
—¡Hola, amigo! —dijo el médico en voz baja.
Por el refugio se extendió un olor a desinfectante.
A través del ruido incesante de las explosiones, se oyó el débil sonido de
una bocina de automóvil.
—¡Ah, el gas! —dijo el médico—. Pónganse sus máscaras, muchachos.
Un hombre recorrió el refugio despertando a los que dormían y
entregándoles máscaras nuevas. Alguien se acercó a la puerta para tocar un
agudo silbato y luego volvió a oírse el clamor de una bocina cercana.
La tirante banda de la máscara de gas apretaba la frente de Martin,
mordiéndole la piel.
Él y Randolph se sentaron en el borde de la litera y observaron a los
individuos en el refugio, la mayoría de los cuales habían vuelto a dormirse, a
través de las rugosas lentes de gelatina.
—¡Dios mío, cómo envidio a un sujeto que pueda roncar a través de una
máscara de gas! —dijo Randolph.
Las cabezas de los hombres tenían un aspecto fantasmal, extraños y
grandes ojos, y pedazos de hule gris en lugar de semblantes.
En el exterior, las constantes explosiones habían dado paso a una serie de
silbidos que surcaban los aires, mezclándose en un sonido parecido al del agua
cuando cae, solo que menos regular, más sibilante. De cuando en cuando se
oía el violento estallido de una bomba y, en intervalos, las vibrantes
detonaciones de los tres cañones.
En el refugio, a excepción de individuos que emitían fuertes e irritantes
ronquidos, todo el mundo estaba en silencio.
Varias camillas con heridos fueron traídas y colocadas en un extremo del
refugio.
Gradualmente, mientras duraba el bombardeo, los hombres empezaron a
penetrar en el refugio, apiñándose, rozándose para sentirse acompañados,
hablando en voz baja a través de sus máscaras.
—¡Una máscara, en nombre de Dios, una máscara! —exclamó una voz,
rompiendo en un berrido, mientras un hombre sin afeitar, con lodo pegado a
los cabellos y la barba, se precipitaba a través de la cortina. Sus párpados se
movían en continuo temblor, y el agua se deslizaba a chorros a ambos lados de
su nariz.
—¡Dios mío! —repetía en tono bronco una y otra vez—. ¡Dios mío, están
todas muertas! Había seis mulas en mi carro y una bomba las mató a todas y
me arrojó a la cuneta. Es imposible hallar el camino. Están todas muertas.
Un ordenanza le enjugaba el rostro como si se tratara de una criatura.
—Están todas muertas y yo he perdido mi máscara… Dios mío, este gas…
El médico, un hombre de baja estatura que parecía un gnomo con máscara,
jadeando a través del pedazo de goma que le cubría la nariz, se paseaba arriba
y abajo con pasos cortos y lentos.
De pronto, al ver entrar a tres soldados a través de la cortina, gritó en voz
alta y penetrante:
—¡No descorran la cortina! ¿Es que quieren asfixiarnos?
Se acercó a los recién llegados, y su estridente voz era semejante a la de
una mujer encolerizada.
—¿Qué hacen aquí? Este es el poste de secours. ¿Están heridos?
—Pero, mi teniente, no podemos quedarnos fuera…
—¿Dónde está su propio acuartelamiento? No pueden permanecer aquí,
¡no pueden permanecer aquí! —gritó.
—Pero, mi teniente, nuestro refugio fue bombardeado.
—No pueden quedarse aquí, no pueden quedarse aquí. No hay suficiente
espacio para los heridos. ¡En nombre de Dios!
—Pero, mi teniente…
—Salgan inmediatamente de aquí, ¿han oído?
Los hombres comenzaron a salir precipitadamente a la oscuridad,
ajustándose las máscaras en torno a la cabeza.
Los cañones habían cesado en sus disparos. Solo se oía el constante
revoloteo y zumbido de las bombas de gas, como interminables palanganas de
agua sucia arrojada sobre la grava.
—Hace tres horas que estamos aquí —susurró Martin a Tom Randolph.
—¡Dios mío, supón que estas máscaras necesiten reponerse!
El sudor sobre el rostro de Martin emitía tal vaho sobre las piezas frente a
sus ojos que le cegaba.
—¿Hay más máscaras? —preguntó.
Un brancardier le tendió una.
—No hay más en el abri.
—Yo tengo más en el coche —dijo Martin.
—Iré a por una —exclamó Randolph poniéndose en pie.
Se dispusieron a salir juntos. La luz que se filtraba al retirar la cortina
iluminó un árbol frente a ellos. Una bomba estalló, al parecer, justamente
sobre sus cabezas; el árbol se irguió, se inclinó hacia ellos y cayó.
—¿Estás aún de una pieza, Tom? —murmuró Martin con los oídos
zumbándole.
—Desde luego.
Alguien los metió de un tirón en el abri.
—Aquí; hemos encontrado otra.
Martin volvió a tenderse en la litera, aspirando con dificultad cada
bocanada de aire. Sus labios tenían un tacto húmedo y corrompido.
Apoyó la cabeza sobre un brazo y se quedó escuchando el grato tictac del
reloj sobre su muñeca.
Se puso a pensar en lo ridículo que sería si él, Martin Howe, se extinguiese
en esta posición. Tal vez la máscara de gas fuese defectuosa. ¡Qué estúpido
resultaría!
Afuera, las bombas de gas seguían estallando. La lámpara aparecía
envuelta en un tenue resplandor azulado. Todo el mundo seguía aguardando.
Otra hora más.
Una y otra vez, al compás del tictac de su reloj, Martin recitó para sus
adentros la única cosa que podía recordar.
¡Ah, girasol!, hastiado del tiempo.
¡Ah, girasol!, hastiado del tiempo,
que cuentas los pasos del sol;
¡ah, girasol!, hastiado del tiempo,
que cuentas…
«Una, dos, tres, cuatro…» Se puso a contar las bombas que estallaban
afuera en intervalos irregulares.
En los ratos de silencio absoluto podían oírse las baterías resonando a lo
lejos.
Comenzó nuevamente.
¡Ah, girasol!, hastiado del tiempo,
que cuentas los pasos del sol;
en busca de esa lejana y dorada región
donde concluye el viaje del peregrino.
Donde el joven consumido por el deseo
y la pálida virgen envuelta en nieve
se alzan de sus tumbas y ascienden
al lugar anhelado por mi girasol.
¡Bang, bang, bang! La batería próxima a ellos inició nuevamente sus
disparos, apagando la luz. Alguien apartó a un lado la cortina. Un débil rayo
grisáceo y lacerado se filtró dentro del refugio.
—¡Ah! Ya está amaneciendo.
El médico salió y oyeron sus pasos mientras se encaramaba a la superficie.
Howe vio a un individuo quitarse la máscara y escupir.
—¡Por el amor de Dios, un cigarrillo! —exclamó Tom Randolph,
arrancándose la máscara.
Afuera, el aire de los bosques era fresco y puro. Todo estaba envuelto en la
bruma, que llenaba los agujeros de las bombas como si se tratase de agua y se
enrollaba fantásticamente en torno a los destrozados troncos de los árboles.
Una pequeña nube de gas flotaba aún en algunos puntos, atenazando la
garganta y haciéndoles llorar los ojos al aspirar el fresco aire del amanecer.
Amanecer en una selva de troncos derrumbados y tierra revuelta. Contra el
amarillo del cielo se destaca el resplandor amarillo de los cañones,
acuclillados como ranas en una maraña de alambres, montones de metralla y
cajas rotas de madera. Las largas y surcadas carreteras, repletas de estuches de
granadas, se extienden a la luz amarillenta a través de los asolados bosques;
colgando junto a ellas, un enmarañado revoltijo de cables telefónicos. Restos
de camuflaje verde gris se agitan contra el ardiente cielo amarillo, y, en torno a
los quiméricos árboles, negros y deshojados, verdosas espirales de gas
venenoso. A lo largo de los caminos hay camiones volcados, mulas muertas
enredadas en sus tirantes, junto a los destrozados furgones, y cuerpos
arracimados envueltos en largas chaquetas azules, medio sepultados en el
fango de las cunetas.
—Tenemos que pasar… Transportamos cinco casos muy graves.
—Imposible.
—Tenemos que pasar… ¡En nombre de Dios!
—Pues es imposible: hay dos camiones bloqueando la carretera, y tres
baterías de cañones del setenta y cinco están aguardando para proseguir
carretera arriba.
Hay largas hileras de hombres a caballo cubiertos con máscaras de gas, y
se oyen los relinchos de los atemorizados caballos, que se encabritan, y el
sonido de los arneses.
—¡Por el amor de Dios, Howe, háblales tú: tenemos que pasar!
—Estoy haciendo todo lo posible, Tom.
—Bien, pues apresúrate. ¡Maldito sea este gas!
—Vuelvan a ponerse sus máscaras; no se puede respirar sin ellas en este
valle.
—¡Eh, vosotros, hijos de perra, apartaos del camino!
—Es que no pueden.
—¡Maldita sea! Iré a hablar con ellos. Tú coge el volante.
—No, quédate sentado y no te exaltes.
—Tú eres quien se exalta.
—¡Maldito sea este gas!
—Mi teniente, le ruego que conduzca los caballos a un lado de la carretera.
Llevo cinco hombres muy malheridos. Este gas los matará. Tengo que pasar.
—¡Maldita sea! Dile que se apresure.
—¡Cállate, Tom, por Dios!
—Están moviéndose. No puedo ver nada con esta máscara.
—Esos fueron los dos caballos de atrás.
—¡Deténganse! ¿Hay sitio en la ambulancia? Uno de mis hombres tiene un
muslo desgarrado.
—No hay sitio, no hay sitio.
—Tendrá que ir a un poste de secours.
El aire, fresco, sopla sobre sus rostros; y, a ambos lados, el bosque va
haciéndose cada vez más verde, cubierto de helechos y pequeños arbustos
semiocultando las tiras de espino artificial e hileras de granadas.
En el extremo del bosque, el sol se eleva dorado en un cielo sin nubes, y un
rebaño de pequeños borricos y corderos pastando en el herboso declive del
valle levantan la vista para observar la ambulancia que pasa de largo,
exhalando un olor a sangre y ropas pestilentes empapadas de sudor, mientras
mueven silenciosamente sus quijadas.
La noche es oscura. Los morteros, agazapados por todo el bosque a lo
largo de la carretera, escupen llamas amarillas. Las detonaciones producen un
incesante clamor.
Martin, en el interior de la ambulancia que circula lentamente y a
sacudidas, está sosteniendo una camilla rota. La oscuridad dentro del vehículo
es total, excepto cuando el resplandor de un cañón cercano permite ver
momentáneamente la cabeza del individuo, una masa de vendajes de cuyo
centro asoma un pedazo de barba empapada de sangre, y la flaca figura que se
agita sobre la camilla con cada sacudida del coche. Martin está arrodillado en
el suelo del vehículo, con las rodillas moradas por las sacudidas, sosteniendo
al hombre sobre la camilla, con su pecho apretado contra el del herido y un
brazo extendido para impedir que se mueva la rígida pierna vendada.
La respiración del individuo es como un sonido burbujeante al que de vez
en cuando se une un fuerte lamento.
—Suavemente… ¡Oh!, suavemente… ¡Ay… ay… ay!
—Tom, muchacho, ve todo lo despacio que puedas —grita Martin por
encima del estruendo de los disparos que suenan a ambos lados de la carretera,
tensando los músculos de sus brazos en un desesperado esfuerzo por impedir
que salte la pierna rígida del herido.
Su nariz ha de soportar la tortura del olor a sangre e inmundicia…
—Suavemente… suavemente… ¡Ay… ay… ay!
La jadeante respiración apenas deja oír el gemido.
En el interior del vehículo reina una oscuridad absoluta. Martin, cada
músculo de su cuerpo tensado por la agonía del hombre, está de rodillas,
apretando su pecho contra el pecho del individuo, procurando, con un brazo
extendido sobre la pierna del herido, que esta no vaya rebotando sobre la rota
camilla.
—No debieron molestarse en traerle —dijo el ordenanza del hospital,
mientras la sangre caía a raudales de la camilla, negra a la luz de la linterna—.
Está prácticamente muerto. No durará mucho.

CAPÍTULO VII

—De modo que este tipo de cosas te gusta, ¿eh, Will?


Martin Howe estaba tendido sobre la hierba, en una ladera situada algo
más arriba de la encrucijada. Junto a él había, en cuclillas, un joven de mejillas
sonrosadas y una mancha de grasa en la nariz, ligeramente aguileña. Una
botella de champaña estaba apoyada contra sus rodillas.
—Así es. Jamás me he sentido tan feliz. Es un tipo de vida ruda y de
mucho beber, pero me gusta.
Se quedaron contemplando el panorama de colinas grises y ondulantes,
cubiertas de cicatrices producidas por las nuevas carreteras y las filas de
cabañas rústicas. Más abajo, los interminables convoyes de camiones se
arrastraban como escarabajos por la carretera. El viento que llegaba hasta ellos
estaba impregnado del hedor de las letrinas y los tubos de escape de los
motores.
—La última vez que te vi —dijo Martin, tras una pausa—, fue durante una
mañana temprano, sobre el puente de Cambridge. Yo dejaba Boston y
charlamos sobre la Heroica que habían interpretado en la Sinfónica, y tú dijiste
que era ridículo que un gran músico jugara a los soldados. ¿Recuerdas?
—No. Eso sucedió durante otra encarnación. Toma un trago del espumoso.
Escanció el líquido en una abollada taza de hojalata.
—Pero, hablando sobre jugar a los soldados, Howe, debo contarte cómo
nuestro teniente obtuvo la Croix de Guerre… Alguien debería escribir un libro
titulado Heroísmos de la Gran Guerra…
—Estoy seguro de que mucha gente lo ha hecho ya, y lo seguirán
haciendo. Probablemente, tú mismo lo hagas algún día, Will. Pero continúa.
El sol estalló momentáneamente tras las apiñadas nubes, salpicando de luz
las colinas y los valles cubiertos de cicatrices. Sobre los campos pasó volando
a escasa altura la silueta de un avión, y el rugido de sus motores ahogó todos
los demás sonidos.
—Pues bien, el nombre de nuestro teniente es Duval, pero él lo escribe con
una «d» minúscula y una «V» mayúscula. Muchos tipos de su sección habían
obtenido ya la Croix de Guerre, y él anhelaba poseerla desde hacía mucho
tiempo. Intentó ofrecer cenas al estado mayor general y todo eso, pero no
obtuvo resultado. De manera que no le quedaba otro remedio que caer herido.
Así que comenzó a ir a los puestos del frente; pero lo malo era que aquel
sector era condenadamente pacífico, y las bombas no se aproximaban ni a una
milla. Finalmente, alguien cometió un error y un pequeño 88 austríaco cayó y
fue a estallar a unos cuarenta y cinco metros de su vehículo del estado mayor.
Mostrando la más fantástica presencia de ánimo, se tapó el ojo con una mano
y se recostó, gimiendo, sobre su asiento. El médico le preguntó qué había
sucedido, pero el viejo Duval se limitó a apretarse el ojo con la mano,
diciendo: «Nada, nada; no es más que un pequeño rasguño», y se fue a
inspeccionar los puestos. Por supuesto, estos no precisaban una inspección. Y
estuvo cabalgando todo el día con un pañuelo sobre un ojo y un aire de
heroísmo en el otro. Pero no dejó que el médico le diera siquiera un vistazo. A
la mañana siguiente apareció con una venda en torno a su cabeza, más grande
que el turbante de un jeque. Se dirigió con ese atuendo al cuartel general y
estuvo almorzando con los oficiales del estado mayor. Bien, pues consiguió su
Croix de Guerre, y fue nombrado por haber asegurado la evacuación de los
heridos bajo el fuego y todo lo demás.
—Menudo pájaro. Lo más seguro es que llegue a general antes de que
termine la guerra.
Howe se sirvió las gotas que quedaban de champaña y arrojó
descuidadamente la botella sobre la hierba, donde fue a chocar contra la
carcasa vacía de una granada y se rompió.
—Pero, Will, esto no puede gustarte —dijo—. Es demasiado parecido a un
montón de escombros, un enorme basurero de hombres y armamento.
—Supongo que así es… —repuso el joven de rostro encendido,
descubriendo la mancha de grasa sobre su nariz y frotándosela con el dorso de
la mano.
—¡Malditos sean esos cochinos Ford! Te llenan de grasa. Supongo que,
debido a lo insípida que resulta la vida en América, cualquier cosa me parece
mejor. Antes de dejar mi casa, estuve un año trabajando en una oficina.
Prefiero el basurero.
—Mira —dijo Martin, haciéndose sombra en los ojos con la mano y
contemplando fijamente el cielo—: hay dos aviones combatiendo.
Ambos entornaron los ojos para observar el firmamento, donde dos
pedacitos de mica estaban dibujando círculos. Debajo de ellos, semejantes a
trozos de algodón, unos blancos y otros negros, había unas hileras de nubecitas
producidas por los disparos de los cañones antiaéreos.
Ambos jóvenes se quedaron contemplando las manchitas en silencio. Por
fin, una comenzó a hacerse más grande, dando la sensación de estar cayendo
en amplias espirales. La otra se había desvanecido. El avión que había sido
derribado se alzó nuevamente hacia el centro del cielo, se detuvo súbitamente,
estalló en llamas y cayó detrás de las colinas, dejando un rastro informe de
humo.
—Más basura —dijo el joven de rostro encendido, poniéndose en pie.
—Metralla. ¡Qué lugar más curioso para disparar metralla!
—Debieron de informarse acerca de ese montón de material que va a traer
el general.
Entre los árboles se oyó una explosión y un violento clamor de metralla.
Un coche del estado mayor que circulaba por la carretera giró deprisa y
regresó a toda velocidad.
Martin, tendido en la hierba bajo un pino y contemplando el firmamento,
se levantó y se puso el casco; al hacerlo, otro potente ¡bang! sonó sobre su
cabeza, y de pronto se extendió una pequeña nube castaño rojiza que empezó a
deslizarse entre las silenciosas copas de los árboles. Se quitó el casco y lo miró
extrañado.
—Oye, Tom, tengo una abolladura en el casco.
Tom Randolph recogió el pequeño fragmento de hierro dentado que había
rebotado del casco, yendo a caer a sus pies.
—¡Maldita sea, está ardiendo! —exclamó, dejándolo caer—. De todos
modos, el haberlo descubierto me da derecho a quedármelo —afirmó,
poniendo el pie sobre el fragmento de metralla.
—Pero eso me pertenece, Tom.
—Tú ya tienes la abolladura, Howe; ¿qué más quieres?
—¡Maldito puerco!
Martin se sentó en el escalón superior del refugio, precipitándose a su
interior cada vez que oía el creciente clamor de una bomba en la lejanía. A su
lado había un hombre alto, con el cañón atravesado de la artillería en su casco,
y un semblante enjuto y tostado, con mejillas de venas carmesí y bigotes muy
largos, negros y sedosos.
—Esto es un sucio asunto —dijo—. Es estúpido… ¡Por Satanás!
Agarrándose mutuamente de los brazos, rodaron por los escalones mientras
una bomba pasaba volando sobre ellos y explotaba en un árbol que había más
abajo, en la carretera.
—Fíjese. —El individuo alzó su musette frente a Howe—. Se ha roto la
botella de burdeos que llevaba en mi musette. Es estúpido.
—¿Ha estado de permiso?
—¿Acaso no se nota?
Volvieron a sentarse en la cima de las escaleras y el hombre sacó de su
pequeña bolsa los húmedos pedacitos de cristal chorreando vino tinto,
mientras no cesaba de blasfemar.
—Se lo traía al pequeño capitán. Ese pequeñajo es un tipo agradable, y le
encanta el buen vino.
—¿Burdeos?
—¿No lo huele? Medoc, 1900, de mis propios viñedos… Mire, pruébelo,
aún queda un poco.
Alzó el cuello de la botella y Martin tomó un trago.
El artillero se bebió lo que quedaba, se retorció los largos bigotes y suspiró
profundamente.
—Adiós, mi viejo y pobre vino.
Arrojó los restos de la botella entre los arbustos. Más abajo, en la carretera,
se produjo un pequeño estallido de metralla.
—¡Oh, este es un sucio asunto! Yo soy gascón… Me gusta vivir.
Puso su mano, mugrienta y tostada, sobre el brazo de Martin.
—¿Qué edad cree que tengo?
—Treinta y cinco años.
—Tengo veinticuatro. Mire la fotografía.
De una estropeada libreta negra sostenida por una cinta elástica, sacó el
retrato de un joven de aspecto jovial y cara gordinflona, con las manos metidas
en el borde superior de una amplia faja fuertemente ceñida. Observó el retrato
sonriendo y tirando de uno de sus largos bigotes.
—En aquel entonces tenía veinte años. Son cosas de la guerra.
Se encogió de hombros y volvió a guardar la fotografía en su bolsillo
interior.
—¡Oh, qué absurdo es todo esto!
—Debe haberlo pasado mal.
—Es solo que la gente no ha nacido para este tipo de cosas —dijo el
artillero—. No logras acostumbrarte. Cuanto más lo contemplas, peor resulta.
Luego, uno termina por enloquecer. ¡Oh, es absurdo!
—¿Cómo iban las cosas en casa?
—¡Oh, en casa! ¿Qué puede importarme eso ahora? Las cosas siguen
aunque uno falte… Pero nosotros, los gascones, sabíamos vivir. Trabajábamos
muy duro con los viñedos y los árboles frutales, y teníamos un coche de
caballos. Yo tenía el mejor carruaje del distrito. Los domingos era muy
divertido; jugábamos a los bolos y me iba de paseo en coche con mi mujer.
¡Qué agradable era ella en aquellos días! Era joven y rechoncha, y se pasaba el
tiempo riendo. Su figura era algo que un hombre podía rodear con sus brazos.
Salíamos de paseo en mi carruaje. Un par de chasquidos con el látigo y ya
estábamos en la amplia carretera… ¡Diablos, esa sí que fue cerca…! Y el
marqués de Montmarieul también tenía un carruaje, aunque no tan bueno
como el mío, y mi caballo le pasaba siempre en la carretera. Resultaba muy
divertido, y él ponía una cara avinagrada al ver que gentes plebeyas como
nosotros le pasábamos en la carretera… ¡Boom! Ahí va otra… Y ahora el
marqués está cómodamente embusqué en el servicio de automóviles. Está
destinado en Versalles… Y ¡míreme a mí…! Pero ¿qué me importa ahora todo
eso?
—Claro que, después de la guerra…
—¿Después de la guerra? —Escupió violentamente sobre escalón superior
del refugio—. La gente aprende a arreglárselas sin uno.
—Pero seremos libres para hacer lo que nos plazca.
—Jamás lograremos olvidar.
—Yo iré a España…
Un fragmento de metralla pasó silbando junto al oído de Martin,
interrumpiendo la frase a la mitad.
—¡En nombre de Dios! Esto está poniéndose feo… España…, conozco
España.
El artillero se puso en pie de un salto y comenzó a bailar al estilo español,
chasqueando los dedos mientras sus grandes bigotes se movían y temblaban.
Varias bombas estallaron más abajo, por la carretera, en rápida sucesión,
llenando la atmósfera con el clamor de los fragmentos.
—¡Ha caído sobre un carro-cocina! —gritó el artillero mientras proseguía
con su danza—. ¡Tra-la la la-la-la-la, la-la la! —canturreó, haciendo chasquear
los dedos.
Se detuvo y volvió a escupir.
—¿Qué me importa? —dijo luego—. Bien, adiós, muchacho. Debo irme…
Oiga, podríamos intercambiarnos los cuchillos… Un pequeño souvenir.
—Estupendo.
—Buena suerte.
El artillero atravesó el bosque, pasando frente a la verja portátil que
circundaba las apiñadas cruces en el cementerio.
Contra el rojo resplandor del amanecer, la selva de árboles derruidos
destaca en un tono púrpura, ocultos aquellos por la bruma grisácea en las
cañadas, rodeados y cubiertos caprichosamente con cables telefónicos y espino
artificial, enredados como enredaderas deshojadas, colgando en racimos contra
el rojo firmamento. Unos cuantos cañones, agazapados entre los montones de
granadas cubiertas por estopilla con motas verdes, escupen largas lenguas de
fuego amarillo que destacan contra el cielo. La ambulancia aguarda junto a la
carretera llena de baches, latas y las carcasas de latón de las granadas,
mientras un médico y dos camilleros se inclinan sobre un hombre en una
camilla colocada entre la maleza. El individuo se lamenta y se oye el sonido
de vendas desgarradas. Al otro lado de la carretera yace una mula que mueve a
un lado y otro la cabeza, mientras de su boca y hocico, escarlata y dilatado,
cuelga una masa de espuma purpúrea.
En el viento flota un nuevo olor, un olor increíblemente sórdido, semejante
al de los pobres emigrantes desembarcando en Ellis Island. Martin Howe mira
en torno suyo y ve, avanzando carretera abajo, hilera tras hilera de extraños
individuos grises cuyos cascos en forma de hongo les dan un aire fantasmal,
como seres de la luna extraídos de un cuento de hadas.
«¡Pero si son alemanes! —se dice para sus adentros—; había olvidado
completamente que existían.»
—¡Ah, prisioneros!
El médico se pone en pie, echa un vistazo hacia la carretera y reanuda su
labor.
Pisadas que marchan al unísono por la escabrosa carretera repleta de
agujeros de bombas, y montones y montones de grises individuos cubiertos de
lodo seco exhalando el nuevo olor, el sórdido y miserable olor del enemigo.
—¿Marchan bien las cosas? —pregunta Martin a un guarda, un hombre de
pálido semblante y mirada abrasadora que surge de las negras cuencas de sus
ojos.
—¿Cómo iba a saberlo?
—¿Muchos prisioneros?
—¿Cómo iba a saberlo?
El capitán y el aumonier están desayunando, sentados sobre cajas de
embalaje, con sus tazas y platos de hojalata colocados sobre el tablero
apoyado entre ambos. Están rodeados por la tierra roja de la que fue excavado
el abri. Un olor a desinfectante filtrándose de la puerta del puesto de socorro, a
cal y a letrinas, se confunde con el grasiento olor a la cercana cocina móvil.
Están tomando el postre, sacando de una lata rodajas de piña ensartadas en un
cuchillo. Hay algo en su actitud que los hace parecer, a los ojos de Martin, dos
caballeros vestidos de levita cenando en una mesa situada bajo el toldo de un
café en los bulevares. Su pausada ceremonia y desenvoltura no podrían haber
existido en ningún otro lugar.
—No, amigo mío —está diciendo el médico—: no creo que en la mente
del hombre paleolítico existiese un temor religioso.
—Pero, mi capitán, ¿no cree que ustedes, las gentes científicas, a veces
pierden un poco el significado de las cosas, insistiendo siempre en su aspecto
científico, en este caso antropológico?
—En absoluto; es la única forma de verlas.
—Hay otros medios —dice sonriendo el aumonier.
—Un momento… —y el capitán saca una pequeña botella de anisette de
debajo de la caja de embalaje—. Tomará un vasito, ¿verdad?
—Con el mayor placer. El anisette, aquí, es una rareza.
—Pues, como iba a decirle, fíjese, por ejemplo, en la vida que llevamos
aquí.
Una bomba pasa gimiendo sobre ellos y se estrella con un ruido sordo en
los bosques que hay tras el refugio subterráneo. Le sigue otra, estallando más
cerca. El capitán sacude un poco de grava que ha caído sobre la mesa, extiende
la mano hacia su casco, y prosigue:
—Por ejemplo, nuestra vida aquí, al igual que la vida del hombre
paleolítico, está únicamente basada en la desnuda lucha por la supervivencia
contra las abrumadoras fuerzas superiores. Usted mismo sabe bien que esto no
conduce a la religión ni a ningún otro sentimiento, excepto al de la
preservación.
—No puedo aceptar eso… ¡Ah, la salvé! —anuncia el aumonier, agarrando
la botella de anisette cuando esta estaba a punto de caerse de la mesa.
El estallido de otra bomba desgarra la atmósfera que los rodea. Se produce
una pausa y en torno a sus orejas cae una lluvia de tierra y grava.
—Debo ir a ver si hay algún herido —declara el aumonier, trepando por el
talud de tierra hasta la superficie—; pero admitirá usted, mi capitán, que el
sentimiento de preservación es, cuando menos, semejante a los sentimientos
fundamentales de la religión.
—Mi querido amigo, yo no admito nada… ¡Adiós, hasta la tarde!
Hace un saludo con la mano y penetra en el refugio.
Martin y dos soldados franceses bebían vinagrón en el portal de una casa
abandonada. Afuera estaba lloviendo y, de cuando en cuando, pasaba un
camión chorreando por la carretera, patinando sobre el barro.
—Este será el último verano de la guerra… Tiene que serlo —dice el
pequeño individuo de grandes ojos castaños y cara infantil, gordinflona y
tostada, que está sentado a la izquierda de Martin.
—¿Por qué?
—¡Oh, no lo sé! Es lo que piensa todo el mundo.
—No veo por qué no habría de prolongarse durante diez o veinte años —
dijo Martin—. Otras guerras lo han hecho antes…
—¿Cuánto tiempo hace que está en el frente?
—Seis meses, a intervalos.
—Cuando hayan transcurrido seis meses, comprenderá por qué no puede
continuar.
—No sé; a mí no me desagrada —dijo el otro hombre al lado de Martin, un
individuo de rostro jovial y aspecto conejuno—. Claro que no me gusta estar
sucio y apestoso y todo eso, pero uno se acostumbra a ello.
—Pero usted es alsaciano; a usted le tiene sin cuidado.
—Yo era panadero. Van a enviarme pronto a Dijon para que cueza el pan
para el ejército. Será un cambio. Habrá vino y muchas jovencitas. ¡Dios
bendito, cómo voy a emborracharme! Y, muchacho, solo tiene que observarme
con las mujeres…
—A mí me gustaría volver a casa y que dejaran de darme órdenes —dijo el
primer individuo—. Aunque he tenido suerte —prosiguió—: me he pasado la
mayor parte del tiempo en retén. Solo tuve que emplear una vez la bayoneta.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Martin.
—Cerca de Mont Cornélien, el año pasado. Los pasábamos a bayoneta y
yo estaba corriendo cuando un hombre alzó los brazos frente a mí diciendo:
Mon ami, mon ami, en francés. Yo seguí corriendo porque no podía detenerme
y oí el rechinar de mi bayoneta al traspasarle. Tropecé con algo y me caí.
—Tendría miedo —dijo el alsaciano.
—Claro que tenía miedo. Temblaba de pies a cabeza, como un perro viejo
durante una tormenta. Al levantarme vi al hombre tendido de costado con la
boca abierta, echando sangre por ella, y mi bayoneta seguía clavada en su
cuerpo. Supongo que sabrán que, para sacarla, uno ha de apoyar el pie contra
el individuo y tirar violentamente.
—Y, si lo hace como es debido —exclamó el alsaciano—, se la extrae al
alemán mientras este cae y se prepara para el siguiente. A mí me dieron la
Croix de Guerre tras haber ensartado a tres, igual que durante el
entrenamiento.
—¡Oh, sentí tanto haberlo matado! —prosiguió el otro francés—. Al
registrar sus bolsillos encontré una tarjeta postal. Aquí está; la llevo encima.
—Sacó una gastada y raída cartera de la que extrajo una fotografía y un
montón de retratos—. Miren, también encontré esta fotografía. Cuando la vi,
me dolió en lo más profundo del alma. Ya lo ven, se trata de una mujer y dos
niñas. Parecen encantadoras… Es curioso, pero yo también tengo dos hijos,
solo que uno es chico. Me tendí en el suelo junto a él, yo estaba ileso, y me
puse a escuchar el penetrante ruido de las ametralladoras que me rodeaban.
Hubiese preferido que me mataran a mí en su lugar. ¿No les parece curioso?
—Pues es estúpido sentirse así. Hay que pasar a todos los puercos
alemanes a bayoneta. El único dinero que tuve desde que comenzó la guerra,
excepto mis cinco sous, fueron cincuenta francos que encontré sobre un oficial
alemán. Me pregunto dónde los conseguiría, ¡el muy ladrón de cadáveres!
—¡Oh, es vergonzoso! Me avergüenzo de ser hombre. ¡Qué vergüenza, qué
vergüenza…!
Y el otro individuo ocultó el rostro entre las manos.
—¡Ojalá nos sirvieran ahora mismo gniolle para un ataque! —dijo el
alsaciano—. Aunque el gniolle sin el ataque aún sería mejor.
—Aguarden aquí —dijo Martin—, me llegaré hasta el copé y traeré una
botella de champaña. Beberemos a la salud de la paz o de la guerra, como
gusten. ¡Maldita sea esta lluvia!
—Es una lástima enterrar esas botas —dijo el sargento de los camilleros.
Un par de botas altas, nuevas y pulidas como para un desfile, sobresalían
de la larga manta enrollada colocada en el suelo junto a la sepultura recién
cavada. El terreno estaba repleto de cicatrices, con tierra revuelta como
heridas abiertas, y los brazos inclinados de las pequeñas y apiñadas cruces de
madera, con alguna que otra corona torcida y un ramo de flores mustias. Un
pájaro cantaba en lo alto, entre los deshojados árboles.
—¿Se las quitamos? Es una lástima enterrar un par de botas como esas.
—Hay tantos pobres diablos que necesitan botas…
—Las botas son tan caras…
Dos hombres estaban empezando a introducir el alargado bulto en la
sepultura.
—Un momento; debemos conseguirle un ataúd.
Trajeron un ataúd blanco de madera.
Al meter en él el pesado bulto, las botas chocaron contra el fondo.
Un oficial entró en el recinto del cementerio golpeándose ligeramente las
rodillas con una rama.
—¿Es ese el teniente Dupont? —preguntó al sargento.
—Sí, mi teniente.
—¿Puedo verle la cara?
El oficial se inclinó y retiró la manta a la altura de la cabeza.
—Pobre René —dijo—. Gracias. Adiós —y salió del cementerio.
La tierra, amarillenta, cayó en grumos sobre las tablas del ataúd. El
sargento se descubrió la cabeza y se acercó el aumonier abriendo su libro con
un aire levemente profesional.
—Fue una lástima enterrar esas botas. Son tan caras las botas hoy en día…
—dijo el sargento, mascullando para sus adentros mientras volvía a la pequeña
cabaña rústica que utilizaban como depósito de cadáveres.
Aunque de la vivienda, una pequeña villa color salmón pálido, solo
quedaba el esqueleto, el jardín estaba indemne; entre la crecida hierba y las
intrusas ortigas florecían rosas otoñales y racimos de flox de color blanco, rosa
y violeta. En el centro, la fuente redonda de hormigón ya no contenía agua,
pero seguía habitada por algunas ranas parduscas. El lugar olía a boj, a
eglantina roja y a tejo, y, al tenderse bajo el viejo árbol de tejo junto a la
fuente, donde la hierba crecía escasa, uno no veía más que el sereno
firmamento y las trémulas hojas verdes. Martin Howe y Tom Randolph
pasaban ahí las tardes apacibles, cuando no estaban de servicio, durmiendo
bajo la lánguida luz del sol o charlando perezosamente, señalándose entre sí
cosas sin importancia, como la forma de las caracolas, el resplandor de las alas
de los insectos, colores y fragancias que de pronto ponían de relieve ante ellos
la belleza y la vida, todo aquello que las bombas, que pasaban gimiendo sobre
sus cabezas para estallar en la carretera a sus espaldas, amenazaban borrar.
Una tarde se unió a ellos un joven alto, de rostro enjuto, nariz aguileña y
cabellos sorprendentemente claros, llamado Russell.
—El chef dice que dentro de tres días podremos ir en repos —dijo,
arrojándose al suelo junto a los otros dos.
—Eso ya lo hemos oído antes —dijo Tom Randolph—. La división aún no
se ha puesto en camino, viejo, y nosotros formamos parte de la cola de la
división.
—¡Dios mío! Me alegraré de irme de aquí… Estoy muerto —declaró
Russell.
—Ayer me pasé la noche en vela a causa de la disentería.
—También yo… Fue curioso; primero los vómitos, luego la diarrea, y, por
último, las bombas. Pasé un rato muy entretenido.
—Dicen que es debido al gas —afirmó Martin.
—¡Oh, ese gas! Me pone enfermo solo pensarlo —dijo Russell, pasándose
la mano por la frente—. ¿Os he contado lo que me sucedió ahí arriba en los
bosques, la noche siguiente al ataque?
—No.
—Pues bien, yo estaba transportando un cargamento de heridos del P. J.
derecha y acababa de rebasar la curva donde está la pequeña colina cenagosa,
ya sabéis, donde siempre hay bombardeo, cuando observé que la carretera
estaba bloqueada. Todo estaba tan terriblemente oscuro, que no veía a un
palmo de mis narices. Un camión se había salido de la carretera, chocó otro
contra él y había cajas de granadas diseminadas por todos lados.
—Seguro que eso resultó muy agradable —comentó Randolph.
—Lo peor era que yo estaba completamente solo. Coney estaba demasiado
enfermo, con diarrea, para serme de alguna utilidad, conque le dejé en el
puesto, evacuando por ambos extremos como si estuviera a punto de morirse.
Bueno… me puse a gritar y chillar como el mismo diablo en mi mal francés,
toqué mi silbato y sudé, mientras los malditos heridos no cesaban de gemir y
lamentarse. Y las bombas aparecían tan seguidas unas de otras, que creí que
me había llegado el momento. Y no podía conseguir que acudiera nadie. De
modo que me encaramé al segundo camión y fui haciendo marcha atrás hasta
meterlo entre los arbustos… ¡Dios! Apuesto a que será preciso un equipo de
auxilio para sacarlo…
—Eso fue un buen trabajo.
—Pero ahí estaba yo, con otro atravesado de pleno en la carretera, y, según
pude distinguir en aquella oscuridad, no tenía la menor probabilidad de pasar
por ella. Entonces sucedió lo que iba a contaros. Vi un destello de luz en la
cuneta, junto a un enorme vehículo que parecía haber volcado, bajé hasta ahí y
vi a un grupo de camioneros sentados en torno a una linterna, bebiendo.
“¡Hola, toma un trago!”, me gritaron.
»Y uno se levantó, agitando los brazos y borracho como una cuba, me
arrojó los brazos al cuello y me besó en la nuca. Su barba y cabello estaban
llenos de barro húmedo… Luego me arrastró hacia el grupo.
“He aquí un copain que ha venido a morir con nosotros”, gritó.
»Yo le di un empujón que le hizo caer. Pero se puso en pie y me alargó una
taza de hojalata repleta de ese maldito gniolle, que yo bebí para no desairarlos.
Luego se pusieron a gritar y me rodearon, diciendo:
“El americano va a morir con nosotros. Va a beber con nosotros. Va a
morir con nosotros”.
»Y las bombas seguían estallando constantemente. ¡Dios, qué miedo pasé!
“Quiero apartar un camión a un lado de la carretera… ¡Adiós!”, les dije.
Parecía inútil hablar con ellos.
“Pero si acaba de venir para quedarse con nosotros”, dijeron ellos,
haciéndome beber otro trago. “Ha venido a morir con nosotros. Recuerde que
lo dijo.”
»El sudor me resbalaba por la frente y me caía en los ojos, nublándome la
vista. Les dije que volvería en seguida y me largué en la oscuridad. Luego
pensé que jamás lograría poner en marcha el segundo camión. Por fin, lo
conseguí, colocándolo de forma que me permitiera pasar, pero ellos, al verme,
saltaron sobre el estribo de la ambulancia, intentando detenerla, y gritaron al
unísono:
“¡Es inútil, la carretera está bloqueada a ambos lados! No podrá pasar. Será
mejor que se quede aquí para morir con nosotros. Kaputt”.
»Bien, puse el pie sobre el acelerador y golpeé a uno tan fuerte con el
guardabarro que cayó sobre la linterna y la apagó. Luego hui de allí. Fue
simple cuestión de suerte que lograse atravesar todo aquello. Estaba todo tan
terriblemente oscuro y yo me sentía tan nervioso, que no distinguía nada.
Jamás olvidaré a esos tipos gritando: “¡He aquí un amigo que ha venido a
morir con nosotros!”.
—¡Caramba, menuda historia! —exclamó Randolph.
—Será un buen tema para escribir a casa, ¿eh? —dijo Russell, sonriendo
—. Supongo que después de eso mi chica creerá que soy un auténtico héroe.
Martin estaba observando una gran libélula, de cuerpo castaño y alas de un
color crema irisado, que revoloteaba sobre la fuente vacía; al tenderse los tres
muchachos sobre la hierba, esta desapareció en el firmamento celeste.
La carne grisácea del prisionero estaba tan sucia de barro, que era
imposible distinguir si era joven o viejo. El uniforme caía como un saco en
torno a su enjuta figura. En el puesto de socorro le habían tratado una herida
en la parte superior de un brazo, y ahora empleaban al hombre para que
ayudase a los camilleros. Martin, ocupando el asiento delantero de la
ambulancia, le observaba distraídamente mientras bajaba por la surcada
carretera, bajo los desgarrados pedazos del camuflaje, que el viento sacudía
ligeramente. Martin se preguntó en qué estaría pensando. ¿Acaso aceptaba
toda esta pestilencia, inmundicia, degradación y esclavitud como parte del
orden divino de las cosas? ¿O también le abrasaban la repugnancia y la
sublevación?
Y todos esos hombres que había más allá de la colina y el bosque, ¿en qué
estarían pensando? Pero ¿cómo podían siquiera pensar? Las mentiras que los
embriagaban se lo impedirían eternamente. Jamás habían tenido oportunidad
de pensar hasta verse precipitados en las garras de todo aquello, donde solo
tenían cabida la risa, la miseria y el olor a sangre.
La carretera, llena de hoyos, estaba ahora desierta. La mayor parte de las
baterías permanecían en silencio. En lo alto, los aviones roncaban
monótonamente a través del cielo resplandeciente.
Los bosques que la rodeaban eran como un amplio depósito de
desperdicios; los troncos maltrechos y partidos de los árboles deshojados se
alzaban por doquier, entre los montones de carcasas de latón de las granadas,
fragmentos de hojalata y pedazos de uniformes y armamento. El viento llegaba
en ráfagas impregnadas de un olor semejante al de ratas muertas en un desván.
Y para esto habían estado luchando todos los siglos de civilización. Para esto
habían consumido las generaciones sus vidas en minas, fábricas, fraguas,
campos y talleres, afanándose, tensando más y más sus mentes y músculos,
puliendo el espejo de su inteligencia. ¡Todo para esto!
El prisionero alemán y otro individuo aparecieron de nuevo por la
carretera, transportando entre ambos una camilla, caminando con pasos lentos
y precisos que denotaban una gran fatiga. Se produjo el estallido de una serie
de bombas, como tres chasquidos de un látigo sobre la carretera. Martin siguió
a los camilleros hasta el refugio subterráneo.
El prisionero se limpió el sudor de su mugrienta frente y volvió a ascender
los escalones del refugio con una camilla plegada al hombro. Algo hizo que
Martin le siguiera con la mirada mientras bajaba por la carretera llena de
hoyos. Le hubiera gustado saber hablar alemán para gritarle, preguntándole
qué clase de individuo era.
Nuevamente, como el chasquido de un látigo, tres bombas arrojaron un
resplandor amarillo al explotar sobre la carretera bajo el esplendoroso sol. De
pronto, la flaca figura del prisionero se dobló como una navaja al cerrarse y se
quedó inmóvil sobre el suelo. Martin salió precipitadamente, tropezando con
los escabrosos baches. El prisionero no cesaba de balbucir en un tono
satisfecho y suave, como el de una criatura. Martin se arrodilló junto a él e
intentó incorporarle, agarrándole por el pecho y debajo de los brazos. Era muy
difícil levantarlo, pues sus rígidas piernas se arrastraban sin vida, enfundadas
en los empapados pantalones, donde la sangre empezaba a saturar
pegajosamente las ropas llenas de barro. El sudor se deslizaba del rostro de
Martin, yendo a caer sobre la cabeza del individuo; en un esfuerzo por llevarle
hasta el refugio, Martin sintió los músculos de sus brazos y sus costillas
adheridos al cuerpo del herido. Era como si su propio cuerpo participara en la
agonía de este hombre. Por fin, todos los odios y mentiras estaban siendo
purificados con sangre y sudor. No quedaba más que una serena amistad entre
seres semejantes que habitaban en diferentes rincones del universo,
eternamente semejantes.
Dos hombres salieron del refugio portando una camilla, y Martin colocó
cuidadosamente el cuerpo del individuo, que a cada instante se tornaba más
rígido e inerte.
Se quedó de pie junto al vehículo, limpiándose la sangre de las manos con
un trapo grasiento y sintiendo todavía las costillas y los músculos del brazo del
herido contra su costado. Eso le proporcionó una extraña sensación de
bienestar.
En el extremo del refugio había un hombre que respiraba lenta y
fatigosamente, como si hubiese estado corriendo. En el aire flotaba el
acostumbrado olor a sangre, cloruro, vendajes y carne inmunda y miserable.
Howe se tendió sobre una camilla, enrollado en su manta y cubierto por una
chaqueta, e intentó dormir. En el ángulo donde estaban los heridos había una
lámpara humeante que arrojaba escasa luz. Las baterías francesas se
mantenían bastante silenciosas, pero las bombas alemanas estaban peinando
los bosques, apareciendo en series de tres y cuatro, acercándose y alejándose
sucesivamente del refugio. Howe se imaginó el bosque como una mesa de
juego donde, lance tras lance, eran arrojados los dados fortuitos de la muerte.
Tiró de la manta para cubrirse la cabeza. Tenía que dormir. ¡Qué estupidez
ponerse a pensar en ello! Era cuestión de suerte. Si una bomba llevaba inscrito
su número, habría desaparecido sin darle tiempo a pronunciar una palabra.
¡Qué absurdo que pudiera morirse en cualquier instante! ¿Qué derecho tenía
un pequeño y asqueroso pedazo de latón a traspasar su carne, viva y sensible,
para extinguirla?
Semejante al zumbido de un mosquito, solo que más potente y malvado, el
agudo clamor de una bomba fue cobrando estridencia hasta concluir en un
estallido.
¡Maldita sea! ¡Qué estupidez, qué soberana estupidez, que unos hombres
fatigados, situados en alguna parte del bosque, a lo lejos, más allá de las filas
de combate, estuvieran metiendo una granada en la boca de un cañón para
aniquilarle a él, a Martin Howe!
Como dados arrojados sobre un tapete, las bombas explotaban en torno al
refugio, a uno y otro lado.
—Parece que esta noche la tienen tomada con nosotros —oyó Howe que
decía Tom Randolph desde la litera que tenía enfrente.
—Una… —murmuró Martin para sus adentros, mientras permanecía
tumbado de espaldas, congelado de terror, mordiéndose los temblorosos labios
—, dos… ¡Dios santo, qué cerca cayó esa!
Una prolongada pausa de incertidumbre, y de pronto un agudo y creciente
clamor que surge de la distancia.
—Esta somos nosotros.
Se aferró a los bordes de la camilla.
Un violento rugido sacudió el refugio. Un poco de tierra le cayó sobre la
cara. Miró a su alrededor, aturdido. La lámpara seguía ardiendo. Uno de los
heridos, con una venda en torno a su cabeza, semejante al turbante de un
árabe, se incorporó en su camilla abriendo de par en par los ojos aterrorizados.
—Dios vela por los borrachos y los imbéciles. No nos preocupemos, Howe
—gritó Randolph desde su litera.
—Esa seguramente habrá dejado al vehículo número cuatro inutilizado por
siempre jamás —repuso Howe, dando media vuelta en su camilla y
sintiéndose algo aliviado de la glacial incertidumbre.
—¡Para qué vamos a preocuparnos! Tendremos que ir andando a casa, eso
es todo.
De nuevo empezaron a ser arrojados los dados, esta vez más lejos.
«Hemos ganado ese lance», se dijo Martin para sus adentros.

CAPÍTULO VIII

Los graznidos de unos patos despertaron a Martin. Se quedó por espacio de


un instante procurando recordar dónde se hallaba; luego lo recordó. De las
vigas del desván de la alquería colgaban unos racimos de hierbas que estaban
secándose. Permaneció largo rato contemplándolos, aspirando la dulce
atmósfera y con los oídos ocupados por los sonidos procedentes del corral: las
gallinas cacareando, los gruñidos de los cerdos y ru-cu-cu-cu, ru-cu-cu-cu de
las palomas bajo el alero. Se desperezó y echó una ojeada a su alrededor.
Estaba solo, a excepción de Tom Randolph, que dormía sobre un montón de
mantas junto a la pared, con la cabeza, de cabello negro y corto, apoyada sobre
un brazo desnudo. Martin se levantó del catre de lona sobre el que había
dormido y se dirigió a la ventana del desván, una pequeña abertura rectangular
a ras del suelo, a través de la cual penetraba un resplandor azul, verde y oro.
Miró el exterior. Más abajo, a ambos lados del corral, estaban los establos y
graneros. Tras ellos había un montón de encinas cuyas hojas susurraban al
viento. Sobre los tejados, de un tono aceitunado, se pavoneaban los pichones,
posando delicadamente sus patas de color coral una frente a otra e hinchando
sus relucientes pechugas. Martin aspiró profundamente el olor a heno, abono,
vacas y granjas impolutas.
Del corral provenían un desenfrenado cacareo de gallinas y el graznido de
los patos, mezclándose con el pipiar de los polluelos. En el centro, una
muchacha con un vestido azul de guinga y las mangas enrolladas sobre sus
tostados brazos, una joven con una abundante cabellera oscura recogida
descuidadamente sobre la nuca, estaba arrojando, con amplio gesto, unos
puñados de grano a las aves.
«Y pensar que tan solo ayer… —se dijo Martin, y permaneció durante un
rato escuchando atentamente—. ¡Magnífico! Ni siquiera pueden oírse los
cañones.»

CAPÍTULO IX

El atardecer era gris perla cuando abandonaron el pueblo; su olfato estaba


impregnado con el aroma de la lenta muerte del año, de hojas secas y
cayéndose, de frutos maduros y vainas de simientes a punto de reventar.
—El otoño me produce una sensación enloquecedora —dijo Tom
Randolph—. Me hace arder en deseos de subirme sobre mis patas traseras y
hacer cosas, ir a sitios.
—Supongo que se debe a que la tierra tiene ese aspecto de haber cumplido
su misión —dijo Howe.
—Uno se siente como si la naturaleza hubiese hecho su parte del trabajo y
estuviera descansando.
Se detuvieron un instante para mirar a su alrededor, aspirando
profundamente. A un lado del camino se extendían bosques donde las largas
avenidas de brumas se oscurecían hasta unirse de púrpura.
—Fíjate en la luna.
—¡Dios mío, parece una calabaza!
—Ojalá se callasen esos cañones de ahí, a lo lejos, hacia el norte.
—Parecen algo fuera de lugar, ¿verdad?
Siguieron caminando en silencio, escuchando cómo los cañones estallaban,
a lo lejos, como el sordo ruido de tambores golpeados nerviosa y
precipitadamente.
—Suena casi como una cortina de fuego.
Martin, sin saber el motivo, estaba pensando en los últimos versos del
Helias de Shelley. Le habría gustado saber recitarlos.
Faiths and empires gleam
Like wrecks in a dissolving dream.
Siguieron caminando, contemplando los troncos púrpura de los renuevos
pasar lentamente sobre la amplia faz de la luna. ¡Qué bello era el mundo!
—Mira, Tom. —Martin rodeó con un brazo los hombros de Randolph y le
señaló la luna—. Los árboles le dan ahora un aspecto semejante al de un
buque con velas hinchadas de color calabaza.
—¿Verdad que sería estupendo hacernos a la mar? —dijo Randolph,
observando fijamente la luna—. Y dejar este matadero. Es agradable
contemplar de cerca la guerra, pero no tengo la menor intención de adoptar la
profesión de carnicero… Hay demasiadas cosas que hacer en el mundo.
Marchaban lentamente por la carretera, charlando acerca del mar, y Martin
contó que de niño había tenido un tío que solía hablarle de los vikingos y de la
«Senda del Cisne», y que uno de los momentos cumbre de su vida fue cuando
él y un amigo se asomaron una mañana a la ventana de su habitación en una
pequeña hostería en Cape Cod, y contemplaron el mar sobre el cual se
extendía a lo lejos, más allá del horizonte, la senda dorada y oscilante del sol.
—¡Pobre vida! —exclamó—. ¡Y yo esperaba hacer tantas cosas en ella!
Y ambos se echaron a reír con cierta amargura.
Pasaron frente a una espaciosa granja que se erguía, como una gallina
clueca entre sus polluelos, en medio de una multitud de pequeñas
dependencias. Un hombre que transitaba por la carretera encendió un cigarrillo
y, con el resplandor anaranjado de la cerilla, Martin reconoció su rostro.
—¡Monsieur Merrier!
Le tendió la mano. Era el aspirante con el cual había estado bebiendo
cerveza, unas semanas antes, en Brocourt.
—¡Ah, es usted!
—De modo que también está usted aquí en repos, ¿eh?
—En efecto. Pero tienen ustedes que venir a vernos; estamos muertos de
melancolía.
—Sería un placer entrar un instante para visitarlos.
En la chimenea de la cocina de la granja ardía un fuego que arrojaba una
pequeña e informe orla de luz roja sobre el suelo de mosaico. En un extremo
de la habitación, cerca de la puerta, había tres hombres sentados en torno a una
mesa redonda, fumando. La llama de una vela proyectaba inmensas y
grotescas sombras sobre el suelo y las paredes blanqueadas, iluminando las
oscuras vigas de aquella parte del techo. Los tres hombres se pusieron en pie
para estrechar la mano a los recién llegados, llenando la estancia con sombras
gigantescas y ondulantes. Trajeron champaña, tazas de hojalata y más velas, y
cedieron a los americanos las dos sillas más cómodas.
—Es todo un descubrimiento hallar americanos que hablen francés —dijo
un hombre con barba y ojos extraordinariamente grandes y brillantes.
Fue presentado como André Dubois, «una persona muy terrible», añadió
riendo Merrier. Saltó el tapón de la botella con el que había estado
forcejeando.
—Nunca logramos descubrir lo que piensan sobre las cosas,
¿comprenden…? No podemos hacer otra cosa que mostrarnos estúpidamente
comprensivos y vive les braves alliés, y todo eso.
—Dudo de que nosotros, los americanos, seamos capaces de pensar —dijo
Martin.
—Cigarrillos, ¿quién quiere un cigarrillo? —preguntó Lully, un hombre
pequeño, cuyas largas pestañas y fino y sedoso bigote daban a su rostro,
tostado y ovalado, cierto atractivo.
Cuando se reía, mostraba una dentadura brillante y regular. Al ofrecer los
cigarrillos, se quedó observando fijamente a Martin con una mirada turbadora
y penetrante.
—Merrier nos ha hablado de usted —añadió—. Parece que es usted el
primer americano que está de acuerdo con nosotros.
—¿Sobre qué?
—Sobre la guerra, desde luego.
—Sí —intervino el cuarto individuo, un normando de cabello rubio y
semblante notable, más bien majestuoso—; nos sentíamos muy interesados.
Comprenda que resulta aburrido estar siempre charlando entre nosotros…
Espero que no se ofenda si le digo que estoy conforme en que los americanos
jamás piensan. Yo estuve en Texas, ¿sabe?
—¿De veras?
—Sí, fui a una escuela jesuita en Dallas. Me estaba preparando para
ingresar en la Compañía de Jesús.
—¿Cuánto hace que está en la guerra? —preguntó André Dubois,
acariciándose la barba.
—Hemos estado ambos el mismo tiempo…, unos seis meses.
—¿Le gusta?
—No lo paso mal… Pero las gentes de Boccaccio consiguieron divertirse
incluso durante la plaga en Florencia. Creo que ese es el único modo de
tomarse la guerra.
—Aunque no disponemos de una villa donde refugiarnos —dijo Dubois—,
y hemos olvidado todas nuestras historias divertidas.
—Y en América, ¿les gusta la guerra?
—Ignoran lo que es. Son como criaturas. Se creen todo lo que les dicen; no
tienen ninguna experiencia en cuestiones internacionales, como ustedes los
europeos. A mi entender, nuestra participación en la guerra ha sido una
tragedia.
—Es como retroceder a nuestro único pretexto para existir —intervino
Randolph.
—A cambio de la serena civilización y la belleza de existencias ordenadas
a que renunciaron los europeos al ir al Nuevo Mundo, nosotros les dimos la
oportunidad de ganarse el lujo y, cosa infinitamente más importante, de
liberarse del pasado, ese fantasma gangrenado del pasado que hoy en día está
aniquilando a Europa con su infección de odios, codicias y asesinatos.
»América ha traicionado todo esto, ¿comprenden?; así es como nosotros lo
vemos. Ahora somos una nación militar, un pirata organizado como lo son
también Francia, Inglaterra y Alemania.
—Pero ¿y el idealismo americano? ¿Las disertaciones y memorias? —
exclamó Lully, aferrándose con ambas manos al borde de la mesa.
—Camuflaje —repuso Martin.
—¿Quiere decir que es insincero?
—El mejor camuflaje siempre es sincero.
Dubois se pasó la mano por los cabellos.
—Naturalmente, ¿por qué habría de haber ninguna diferencia? —dijo.
—¡Oh, somos unos ingenuos, todos somos unos ingenuos! Oye, Lully,
viejo, llena los vasos de los americanos.
—Gracias.
—Yo solía creer en la libertad —dijo Martin.
Alzó su copa y observó la vela a través del pálido líquido amarillo del
champaña. A sus espaldas, sobre la pared, de un oscuro azul espliego, su copa
y su brazo proyectaban sombras enormes. Se dio cuenta de que él era el único
que bebía en cristal.
—Me siento honrado —dijo—; soy el único que tiene una copa.
—Es el fruto de un saqueo.
—Es curioso… —Martin se sintió de pronto ansioso de hablar—. Me he
pasado la vida luchando, a mi pequeña manera, por mi propia libertad. Ahora
no estoy seguro de que exista tal cosa.
—¿Existir? Por supuesto que existe, ya que, de no ser así, la gente no la
odiaría tanto —exclamó Lully.
—Pensaba que era de mi familia de quien debía huir para ser libre —
prosiguió Martin—; me refiero a todos los lazos convencionales, el culto al
triunfo y los principios que a uno le inculcan desde joven.
—Supongo que todo el mundo ha pensado eso…
—¡Qué necios éramos antes de la guerra, parloteando sobre pequeñas
revueltas y riéndonos con las pequeñas bromas sobre la religión y el gobierno!
Y, durante todo ese tiempo, la infinita codicia e infinita estupidez de los
hombres fraguaba todo esto —dijo André Dubois, mientras fumaba
nerviosamente entre cada frase y tiraba de su barba, de cuando en cuando, con
la mano, de dedos largos y vigorosos.
—Lo que más me aterra es su poder para esclavizar nuestras mentes —
prosiguió Martin, haciéndose su voz cada vez más fuerte y segura, a la vez que
se sentía transportado por la idea—. Jamás olvidaré las retadoras y triunfales
banderas ondeando por todas las calles antes de marcharnos a la guerra, el
paulatino asomo de las garras, el paulatino adormecimiento de la bondad y el
buen sentido de las gentes por medio de frases y más frases… América, como
saben, está regida por la prensa. ¿Y por quién está regida la prensa? ¿Quién
sabrá nunca qué fuerzas ocultas la sobornaron una y otra vez, hasta que
estuvimos dispuestos a ir, cegados y amordazados, a la guerra…? Parece que a
la gente le agrada que la engañen. El talento solía significar libertad, una luz
luchando contra la oscuridad. Ahora, la oscuridad emplea la luz para sus
propios designios… Somos esclavos del talento adquirido, unos esclavos
voluntarios.
—Pero, Howe, en cuanto uno comprende eso y se ríe de ello, deja de ser
esclavo. Ríete y procura ser, individualmente, lo más decente posible, y no te
preocupes por el resto del mundo; diviértete, pese a los malditos bribones —
interrumpió Randolph en inglés—. No merece la pena que uno se mate
preocupándose por algo que no puede impedir.
—Amigos míos, existe una, solo una solución —dijo el rubio normando—;
la Iglesia… —Se incorporó en su silla hablando pausadamente y con rostro
impasible—. La gente es demasiado débil y blanda para efectuar por sí misma
algún cambio. Tiene que existir algún tipo de gobierno. A través de todos los
trágicos años de la historia, el gobierno seglar ha demostrado ser un simple
instrumento de los poderosos para oprimir a los débiles, de los astutos para
engañar a los confiados. Solo queda la religión. La medida natural y adecuada
para la felicidad del hombre yace en la organización de la religión. La Iglesia
no gobernará por la fuerza física, sino mediante la fuerza espiritual.
—La fuerza del temor —replicó Lully, que se levantó impaciente de un
salto y haciendo que se tambaleasen las botellas sobre la mesa.
—La fuerza del amor… Una vez pensé como tú, amigo mío —dijo el
normando, obligando a Lully, con una sonrisa, a sentarse nuevamente.
Lully se bebió de un trago su vaso de champaña y se desabrochó los
botones de su chaqueta azul.
—Prosigue —dijo—; pero es una locura.
—Toda la maldad de la Iglesia —siguió diciendo el normando, con voz
suave— proviene de sus luchas para obtener la supremacía. Una vez segura
del triunfo, establecida como la soberanía del mundo, se convierte en el cauce
natural a través del cual los sabios gobiernan y dirigen a los estúpidos, no en
interés propio, no por afán de cosas materiales, sino por el amor que hay en
ellos. La libertad que la Iglesia ofrece es la única libertad verdadera. Renuncia
al universo, así como a las servidumbres y recompensas de este. Entrega el
amor de Dios como único objetivo de la vida.
—Pero piensa en la Iglesia de hoy en día, en los cardenales en Roma, en la
Iglesia orientada en todas partes hacia el culto de los dioses tribales…
—Sí, pero debes reconocer que eso puede ser modificado. En el pasado, la
Iglesia ha sido suprema; ¿acaso no puede volver a serlo? Toda la maldad
proviene de la lucha, del compromiso. Imagínate por un instante un mundo
conquistado por la Iglesia, regido por medio de la mente y el espíritu, donde
no existirá la fuerza, donde, en lugar de todas las numerosas tiranías con que el
hombre ha sofocado su vida organizándose contra otros seres, existirá una
cosa suprema, la Iglesia de Dios. En lugar de muchos odios, un solo amor. En
lugar de muchas servidumbres, una libertad.
—Una sola tiranía en lugar de un millón de tiranías. ¿Dónde está la
elección? —exclamó Lully.
—Queridos muchachos, ambos tenéis un temperamento violento —dijo
Merrier; se puso en pie y llenó sonriente todos los vasos—. Contempláis la
cuestión desde un punto de vista excesivamente heroico. Todo ese sermonear
no sirve para nada. Somos gentes muy sencillas que quieren vivir
tranquilamente y tener suficiente que comer, sin que nadie nos moleste o hiera
en este pequeño espacio de luz solar antes de morirnos. Todo lo que sucede
hoy en día no es más que la misma lucha entre las clases: las que explotan a
los demás y las que se dejan explotar. La gente astuta y carente de escrúpulos
controla a la gente caritativa y bondadosa. A mí me parece que esta guerra que
ha destrozado nuestro pequeño mundo europeo, en que el orden estaba
ocupando tan laboriosamente el puesto del caos, no es más que una lucha
titánica originada por el saqueo del mundo por los piratas que han engordado
hasta la demencia con el sudor de sus propias gentes, con el trabajo de
millones de habitantes en África, India y América, que han caído, directa o
indirectamente, bajo el yugo de la insensata locura de las razas blancas. Bien,
nuestro edificio ha sido destruido. No pensemos más en ello. Nuestra
obligación, ahora, es la de reconstruir, reorganizar. No tengo suficiente fe en la
naturaleza humana para poder ser anarquista… Somos demasiado parecidos a
las ovejas; debemos movernos en rebaños, y un rebaño tiene que vivir
organizado. Hay bastante para todos, incluso pese al enorme crecimiento de la
población en todo el mundo. Lo que queremos es una organización desde
abajo, una organización realizada por los que no son codiciosos, los
humanitarios, los que no son astutos; un socialismo de masas que surgirá de la
natural necesidad del hombre de ayudarse mutuamente; no el socialismo desde
lo más alto, para los fines de los gobernantes, para que puedan apretarnos más
los grilletes. Debemos detener la guerra económica, la guerra del hombre
contra el hombre por la existencia. Ese será el primer paso en el largo ascenso
hacia la civilización. Tienen que cooperar, tienen que aprender que resulta más
sensato y ventajoso ayudarse mutuamente que perjudicarse unos a otros en la
gran lucha contra la naturaleza. Y la tiranía de los ricos feudales, la inenarrable
miseria de esta guerra, están llevando a los hombres hacia una fraternidad, una
cooperación. Por tanto, es en las clases inferiores donde debe fundarse el
nuevo mundo. Los ricos deberán ser extinguidos; con ellos morirán las
guerras. Primero entre los ricos y los pobres, entre los que explotan y los que
son explotados…
—Tienen algo en común —interrumpió sonriendo el rubio normando.
—¿Qué?
—Humanidad… Es decir, debilidad, cobardía.
—No estoy de acuerdo. A través de toda la historia del universo, siempre
ha habido una ley para el señor y otra para el siervo, una humanidad para el
amo y otra para el esclavo. Lo que tenemos que hacer es esforzarnos para
lograr una humanidad verdadera y universal.
—Cierto —exclamó Lully—, pero ¿por qué escoger el camino más largo y
penoso? Dices que somos parecidos a las ovejas; debemos ser conducidos. Yo
afirmo que tú, yo y nuestros amigos americanos que están aquí no somos
ovejas. Somos capaces de valernos por nuestros propios medios, de juzgar por
nosotros mismos, y no somos más que gente corriente, como todo el mundo.
—¡Oh, pero míranos, Lully! —interrumpió Merrier—. Somos demasiado
débiles y cobardes…
—Un ejemplo —dijo Martin, inclinándose afanosamente sobre la mesa—:
Nadie de nosotros cree que la guerra sea justa ni útil ni nada, sino un método
terrible para el mutuo suicidio. ¿Y acaso tenemos el coraje de realizar nuestras
propias convicciones?
—Como ya dije antes —volvía a tomar la palabra Merrier—, mi fe es
demasiado escasa para hacerme anarquista, pero, por otro lado, tengo
demasiada para creer en la religión.
Se sentó, y su taza de hojalata repiqueteó violentamente sobre la mesa.
—No —continuó Lully, tras una pausa—, es preferible que el hombre
adore a Dios, que al vulgar instrumento de la vida organizada: el gobierno. Es
preferible que sacrifique sus hijos a Moloch, que a esa sociedad para la
propagación y protección del comercio: la nación. Piensa en el coste del
gobierno durante todas las épocas, desde que el hombre dejó de vivir en tribus
vagabundas; piensa en los grandes hombres martirizados; piensa en las ideas
que han sido pisoteadas… Dale al hombre, por una vez, una oportunidad. El
gobierno debería ser puramente utilitario, como los cables eléctricos en las
viviendas. Es un medio para lograr paz y comodidad… aunque, bien pensado,
opino que es un mal método; no una cosa para ser adorada como a Dios. Su
única razón de existir es la protección de los bienes. Y ¿por qué habríamos de
tener bienes? Esa es la principal calamidad del mundo… Ese es el cáncer que
hasta ahora ha convertido la vida en un infierno de miseria; el desmedido afán
por los bienes ha empujado a nuestras naciones de Occidente a arrojarse hacia
atrás, tal vez para siempre, en las simas de la barbarie… ¡Oh, si tan solo la
gente confiara en su propia y fundamental bondad, en su fraternidad, en el
amor, que es la fuente más poderosa de la vida! Suprimamos los bienes y el
enfermizo afán por ellos, el anhelo de coger y poseer, y no tendremos
necesidad de un gobierno que nos proteja. La fuerza y la elasticidad de la vida
del hombre están siendo rápidamente aplastadas bajo la organización y la
tabulación. Una excesiva organización significa la muerte. El objetivo de la
vida es la desorganización, no la organización.
—Admito que todo lo que habéis dicho es cierto, pero ¿por qué repetirlo
una y otra vez? —replicó André Dubois, gesticulando y paseándose arriba y
abajo junto a la mesa; le seguía su sombra compuesta que las llamas de las
velas proyectaban sobre la pared blanca, mofándose de él con amplios y
confusos gestos—. Ha sido expresado ya por los filósofos griegos y los sabios
de la India. Dentro de miles de años, lo dirán nuestros descendientes y se
retorcerán las manos igual que lo hacemos nosotros. ¿Es que no hay nadie en
el mundo que tenga el valor de actuar…?
Los hombres sentados en torno a la mesa se volvieron hada él, observando
cómo su corpulenta figura se movía de un lado a otro.
—Somos esclavos. Estamos ciegos. Estamos sordos. ¿Para qué vamos a
discutir, nosotros, que no tenemos la experiencia de otras cosas sobre las que
basarnos? Siempre ha sido lo mismo: el hombre esclavo de los bienes, de la
religión, de su propia sombra… En primer lugar debemos romper nuestros
lazos, abrir los ojos, limpiarnos los oídos. Ahora no sabemos otra cosa sino
aquello que nos dicen los dirigentes. ¡Oh, mentiras, mentiras, mentiras y más
mentiras que están asfixiando la vida! Debemos arremeter una vez más en
favor de la libertad, por el bien de la dignidad humana. Debemos alzarnos
desesperada, cínica y despiadadamente, para demostrar, al menos, que no
vamos a consentirlo; que somos esclavos, pero no esclavos voluntarios. ¡Oh,
hemos sido engañados tantas veces! ¡Hemos sido tan ingenuos, tan ingenuos!
—Tienes razón —dijo el rubio normando, en tono hosco—, hemos sido
unos ingenuos.
La súbita reflexión congeló a todos en el silencio durante un rato. Sin
proponérselo, aguzaron el oído para oír el sonido de los cañones. Ahí estaban,
estallando violentamente, incesantes, hacia el norte, como un sordo y
apresurado golpear de tambores.
Cease; drain not to its dregs the wine
Of bitter Prophecy.
The world is weary of its past.
Oh, might it die or rest, at last!
Unos fragmentos del Helias habían estado rondando la mente de Howe
mientras se desarrollaba toda la conversación.
Tras una larga pausa, se volvió hacia Merrier y le preguntó cómo le había
ido durante el ataque.
—¡Oh!, no me fue mal del todo. He podido conservar el pellejo —dijo
Merrier, sonriendo—. Resultó un asunto muy aburrido. Tras aguardar durante
ocho horas bajo un bombardeo de gas, recibimos la orden de avanzar, conque
nos pusimos en marcha precedidos por la cortina de fuego antiaérea. Al llegar,
no hubo resistencia. Cogimos muchos prisioneros e hicimos volar varios
refugios, y yo tuve la fortuna de hallar gran cantidad de chocolate alemán. Le
aseguro que nos resultó muy útil, pues estuvimos dos días sin recibir
ravitaillement. No disponíamos más que de galletas, así que las asé junto con
el chocolate y comimos bastante bien, aunque luego casi me muero de sed…
No obstante, tuvimos muchas bajas al comenzar el contraataque.
—¿Y ninguno de ustedes resultó herido?
—Cuestión de suerte… Pero perdimos a muchos y muy queridos amigos.
Siempre sucede igual.
—Mirad lo que me traje…, un fusil alemán —dijo André Dubois, mientras
se dirigía hacia el extremo de la habitación.
—Vaya souvenir —dijo Tom Randolph, incorporándose de pronto y
surgiendo del ensimismamiento en que había estado sumido durante toda la
conversación en aquel atardecer.
—Y tengo tengo trescientas balas. Algún día me serán de utilidad.
—¿Cuándo?
—Durante la revolución…, después de la guerra.
—Esa es la clase de palabras que me gusta oír —exclamó Randolph,
poniéndose en pie—. ¿Por qué esperar a que termine la guerra?
—¿Por qué? Porque no tenemos el valor… Pero no será posible hasta
después de que acabe la guerra.
—Y, entonces, ¿cree que será posible?
—Sí.
—¿Se conseguirá algo con ello?
—¡Dios lo sabe!
—¡Una última botella de champaña! —exclamó Merrier.
Volvieron a tomar asiento en torno a la mesa. Martin echó una ojeada a su
alrededor y, al contemplar aquellos rostros tostados y ansiosos, los ojos
ardientes de esperanza y resolución, sintió que le invadía una súbita alegría.
—Todavía existe la esperanza —dijo, alzando su copa—. Somos
demasiado jóvenes y estamos demasiado necesitados para fracasar. Tenemos
que hallar el medio, descubrir el primer paso hacia una senda que nos guíe
hacia la libertad, o la vida no será más que una burla.
—¡A la salud de la Revolución, la Anarquía y el Estado socialista! —
exclamaron todos a un tiempo, apurando los vasos.
Todas las velas, excepto una, se habían consumido. Sus siluetas vibraban y
oscilaban reflejadas en largos brazos y piernas grotescas y cambiantes en torno
a la estancia.
—Pero antes tiene que haber paz —dijo Jean Chenier, el normando,
torciendo la boca en una sonrisa ligeramente amarga.
—¡Oh, desde luego, tiene que haber paz!
—De todas las esclavitudes, la esclavitud de la guerra, la de los ejércitos,
es la más amarga y deplorable de todas. —Estaba hablando Lully, con el
semblante, moreno y terso, contraído en una mueca de odio y exaltación—. La
guerra es nuestro principal enemigo.
—Pero, amigo mío —dijo Merrier—, al final venceremos. Todos los
hombres, en todos los ejércitos del mundo, piensan igual que nosotros. La
simiente está brotando en todas las mentes.
—El día no tardará en llegar. Sonará el toque a rebato.
—¿Lo cree realmente? —inquirió Martin—. ¿Es que poseemos el valor,
poseemos la energía, poseemos el poder? ¿Somos acaso los hombres que
fueron nuestros antecesores?
—No —dijo Dubois, golpeando violentamente la mesa con el puño—,
somos simples intelectuales. Nos aferramos a un mundo momificado. Pero
ellos sí poseen el poder y el valor.
—¿Quiénes?
—La estúpida masa de gente trabajadora.
—Solo podemos combatir las mentiras —dijo Lully—; se los engaña tan
fácilmente… Eso es lo que debemos hacer cuando haya terminado la guerra.
—¡Oh sí, somos tan ingenuos! —exclamó Dubois—. En primer lugar,
debemos luchar contra las falsedades. Son las que nos asfixian.
Era muy tarde. Howe y Tom Randolph regresaban a casa caminando bajo
una fría y pálida luna casi oculta por el oeste; hacia el norte se distinguía un
débil y vacilante resplandor sobre las cimas de las pequeñas colinas, y llegaba
el sonido de los cañonazos, semejante al sordo ruido de un tambor golpeado
apresuradamente.
—Mientras haya gente como esa, no debemos desesperar de la civilización
—dijo Howe.
—Con gente joven y sin temor pueden hacerse muchas cosas.
—Debemos volver a visitar a esos tipos. Es tan consolador poder hablar…
—Y te dan la sensación de que en el mundo está ocurriendo realmente
algo, ¿no es así?
—¡Oh, es magnífico! Imagínate, quizá llegue pronto el despertar.
—Quizá nos despertemos mañana y…
—Esto es demasiado importante para tomarlo a broma; no seas borrico,
Tom.
Se envolvieron en sus mantas, en el oscuro granero, escuchando el fuego
semejante a un redoble de tambores en la lejanía. Tendido de costado, con los
ojos cerrados, Martin volvió a ver al grupo de individuos vestidos con
uniformes azules, hombres de rostros tostados y ansiosos y mirada
resplandeciente de esperanza, y les vio mover sus rojos y carnosos labios
mientras hablaban.
La luz de la vela arrojaba la sombra de sus cabezas, inmensas y fantásticas,
y de sus brazos gesticulantes sobre las paredes blancas de la cocina. Y a
Martin Howe le pareció que todos sus amigos estaban reunidos en aquella
habitación.

CAPÍTULO X

—He oído decir que usted vende cordones de zapato —dijo Martin,
parpadeando a la escasa luz de la vela.
En el extremo del refugio, agachado, había un hombre de tez morena,
semejante al cuero arrugado, y cejas y bigotes blancos. Estaba rodeado por un
montón de botas viejas, destrozadas por el uso y el fango, que conservaban
caprichosamente las huellas de los dedos y tobillos de los pies que las habían
utilizado. La vela proyectaba sobre ellas sombras fugaces que hacían que
pareciesen estar moviéndose levemente hacia delante y hacia atrás, como los
pies de los heridos tendidos sobre el suelo del puesto de socorro.
—Mi profesión es la de zapatero remendón —dijo el individuo, y señaló
con la hoja de su cuchillo la gran masa de cordones de cuero que colgaban de
una viga—. Llevo hechos todos esos desde ayer. Corto botas viejas para hacer
cordones.
—Ayudan un poco a los cinco sous… —dijo Martin riendo.
—Este puesto es muy conveniente para mi trabajo —prosiguió el zapatero,
cogiendo otra bota para sacar de ella cordones y empezando a rajar la parte
superior de la gastada suela—. En la pequeña barraca donde amontonan los
cadáveres antes de quemarlos, ya sabe, a la izquierda, frente al abri, siempre
hay muchas botas. Puedo tomar tantas como guste.
Hizo un corte en espiral sobre el cuero con la navaja, y extrajo una tira
delgada. Estaba inclinado sobre su tarea, con sus pobladas cejas contraídas. La
luz de la vela se reflejaba sobre la hoja de la navaja mientras él la manipulaba
hábilmente.
—Sí —prosiguió—, muchos copains míos han llevado sus pobres pies
enfundados en esas botas. ¿Y qué? Algún día habrá otro sujeto haciendo
cordones con las mías, ¿no?
Soltó una carcajada áspera y jadeante.
—Creo que me llevaré un par. ¿Cuánto valen?
—Seis sous.
—Está bien.
Las monedas brillaban a la luz de la vela mientras tintineaban en la palma
curtida y ennegrecida del individuo.
—¡Adiós! —dijo Martin.
Al encaminarse hacia la escalera, pasó frente a los hombres que dormían
en literas a ambos lados de la estancia.
En el extremo del refugio permanecía el hombre acuclillado sobre su
montón de viejo cuero, con su navaja brillando a la luz de la vela, cortando
hábilmente cordones de las botas de aquellos que ya no las necesitaban.

CAPÍTULO XI

En el poste de secours no se oye el menor sonido. Una tenue luz verdosa se


filtra de los plácidos bosques en el exterior. Martin está arrodillado junto a una
camilla sobre la que yace una destrozada masa de uniforme azul, traspasada en
varios puntos por blancos vendajes empapados en sangre oscura. El abultado
rostro, cubierto de barro, está muy descolorido y gris. Los pálidos cabellos
caen en mechones sobre la frente. La nariz es afilada, pero en torno a los
labios, crispados de dolor, hay una leve sonrisa dibujada.
—¿Hay algo que quiera que le traiga? —pregunta Martin suavemente.
—Nada.
Los azulados párpados descubren lentamente unos ojos avellana que arden
febrilmente.
—Aún no me lo ha dicho… ¿Cómo está Merrier?
—Una bomba… Muerto… ¡Pobre muchacho!
—¿Y Lully, el anarquista?
—Muerto.
—¿Y Dubois?
—¿De qué sirve preguntar? —replica bruscamente la débil y susurrante
voz—. Todo el mundo está muerto. Usted está muerto, ¿verdad?
—No, estoy vivo; y también usted. Un poco de valor… Debemos confiar.
—Ya falta poco. Mañana, al día siguiente…
Los azulados párpados se deslizan hacia atrás sobre los ojos enloquecidos
y febriles, y el rostro vuelve a adoptar el aspecto macilento de la muerte.

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