John Dos Passos Iniciación de Un Hombre
John Dos Passos Iniciación de Un Hombre
John Dos Passos Iniciación de Un Hombre
de un Hombre – 1917
Por
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
Antes de irse a acostar, Martin había visto los faros emitiendo señales a la
entrada de la Gironde y se había llenado los pulmones con el viento fresco y
vagamente perfumado que provenía de tierra. El sonido de las clamorosas
sirenas de los remolcadores le había despertado. Oyó ruido de pisadas en
cubierta. En sus oídos sonó el estridente plañido de una grúa y el grito gutural
de unos hombres izando algo al unísono.
A través de su portilla vio, en el todavía pálido amanecer, las rojizas aguas
de un río sobre el cual flotaban barcas de vela pintadas de negro, así como
algunos vapores de un diseño desconocido para él. Aspiró nuevamente el
nuevo e indefinido aroma procedente de tierra.
Una vez en cubierta, envuelto en la fresca brisa, contempló a la pálida luz
una hilera de viviendas situadas más allá de los bajos edificios del muelle,
viejas casas grises de cuatro plantas con tejados de ladrillo y balcones de
intrincada obra de hierro, cuidadosamente forjado por artesanos muertos desde
hacía muchos años, en curvas y espirales hábilmente moldeadas.
Los hombres de las ambulancias, algunos vestidos de uniforme y otros no,
caminaban por las grises calles de Burdeos en dirección a la estación. En una
ocasión, una mujer apareció en una ventana gritando: «Vive l’Amérique!» y
arrojó afuera un manojo de rosas y margaritas. Cuando se disponían a doblar
la esquina, un hombre de levita corrió hacia ellos y colocó su propio sombrero
sobre uno de los americanos que llevaba la cabeza descubierta. Frente a la
estación, mientras aguardaban al tren, se sentaron en torno a las pequeñas
mesas de los cafés, recostándose cómodamente en la temprana claridad del
día, bebiendo cerveza y coñac.
Los vagones eran estrechos, por lo que estaban todos apiñados con las
rodillas fuertemente apretadas; y en el exterior, deslizándose frente a ellos,
campos azul verde, álamos surgiendo en medio de la bruma matutina y
amplias extensiones de amapolas. Amapolas escarlatas, margaritas y azulejos
blancos, y las casitas de campo cubiertas de tejados de ladrillos rojos y paredes
blancas, todo ello destacándose contra un panorama de cercas y campos
verdemar. Tours, Poitiers, Orléans. Los nombres de las estaciones evocaban
antiguas guerras y las extensiones de amapolas escarlatas parecían la sangre de
los combatientes muertos a través de la historia. Por fin, al anochecer, París; y,
al atravesar un puente sobre el Sena, un vistazo a las dos torres enlazadas de
Notre-Dame, gris rosáceas en la pardusca bruma del río.
—Oye, estas mujeres de aquí me irritan.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, yo estaba en el Olympia con Johnson y esa pandilla. Allí no
cesan de importunarte. Había oído decir que París era inmoral, pero no supuse
que sería así.
—Es la guerra.
—Pero la tía con la que fui…
—¿Por qué no pasaste la noche con ella?
—Me sentía asqueado, y entonces me serené.
—Deberías tomar precauciones.
—Desde luego. De todos modos, es repugnante, ¿no crees?
—Parece como si todas las mujeres que ves por la calle fuesen rameras. No
obstante, hay que reconocer que son atractivas.
—A King y su pandilla van a enviarlos de regreso a los Estados Unidos.
—¡Caramba! Han estado borrachos desde que abandonaron el vapor.
—Ayer noche armaron la gresca en Maxim’s. Intentaron reformar el local y
vino la policía. Estaban todos como cubas y pretendían obligar a todo el
mundo a cantar el Star Spangled Banner.
—¡Qué estupidez!
Martin Howe tomó asiento en una mesa sobre la acera, bajo el toldo
castaño de un restaurante. Frente a él, la frondosidad del Jardín del
Luxemburgo resplandecía en todo su verdor sobre las amplias avenidas de
azulada sombra, bañadas por los últimos rayos de sol de un transparente
topacio. Sobre las aceras frente a las casas color malva, se alzaban los
quioscos con anuncios en brillantes tonos naranja, azul y bermellón. En medio
del triángulo formado por las calles y el jardín, había una charca redonda de
agua de color jade. Martin se recostó en su silla contemplando el panorama
con los ojos entornados y aspirando profundamente de vez en cuando el olor
rancio de París, que se confundía con la suave frescura de las fresas silvestres
que tenía en un plato ante él.
Mientras miraba al frente, dos figuras atravesaron su campo visual. Una
mujer, con el rostro cubierto por un velo negro de seda, estaba ayudando a un
soldado a tomar asiento en la mesa de al lado. Martin se encontró observando
fijamente un rostro, un rostro que todavía conservaba la redondez de la
adolescencia. Entre los ojos castaño claro, donde debiera estar la nariz, había
una pieza negra triangular que terminaba en cierto artilugio mecánico con
pequeñas y relucientes varillas negras de metal, el cual ocupaba el lugar de la
mandíbula. Martin no podía apartar la vista de los ojos del soldado, los cuales
parecían los de un animal herido, llenos de humilde consternación. Alguien le
tiró de la manga y Martin se volvió, súbitamente asustado.
Una anciana con la espalda encorvada le estaba ofreciendo flores con una
torpe reverencia.
—Solo una rosa, para que le dé buena suerte.
—No, gracias.
—Le traerá felicidad.
Martin tomó un par de las rosas más encarnadas.
—¿Entiende usted el lenguaje de las flores?
—No.
—Yo se lo enseñaré… Muchas gracias…
Añadió unas cuantas margaritas grandes a las rosas encarnadas que él
sostenía en la mano.
—Estas le traerán amor… Pero otro día le enseñaré el lenguaje de las
flores, el lenguaje del amor.
Tras una nueva reverencia, empezó a abrirse paso por entre las mesas de la
acera, haciendo sonar la plata que sostenía en la mano.
Martin se metió las rosas y margaritas en el cinturón de su uniforme y se
quedó sentado frente a la llama verde de la copita de Chartreuse que tenía ante
él, contemplando los jardines, donde el anochecer estaba tornando las hojas
azuladas y del color del espliego, y las sombras se oscurecían hasta hacerse
gris púrpura y negras. De cuando en cuando dirigía una mirada furtiva,
avergonzado, al hombre sentado en la mesa de al lado. Cuando el restaurante
cerró sus puertas, caminó por las oscuras calles en dirección al río, escuchando
las risas y conversaciones, que brotaban alegres como el vino espumoso de
Borgoña en la noche púrpura estival.
Pero, dondequiera que su vista se posaba, en los rostros afables de los
jóvenes, en las provocativas miradas de las mujeres, veía los ojos pardos y
heridos del soldado, y la pieza triangular que ocupaba el lugar de la nariz.
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
Los tres aeroplanos relucían como mica en el intenso azul del cielo. A su
alrededor, las bombas estallaban en pequeñas bocanadas de algodón. Un grito
surgió del grupo de soldados que transitaban por la calle de la asolada
población. Un silbido surcó los aires, seguido por una violenta explosión y los
lamentos de un herido.
—¡Maldita sea! Se ha de tener valor. Han dejado caer una bomba.
—¡Vaya si lo han hecho!
—Los cochinos bastardos… ¡Herir a un hombre que se va de permiso! Si
te ensartan cuando regresas, ya no te importa tanto.
Una escuadrilla de aviones franceses había aparecido en el firmamento, y
las tres motitas alemanas se habían desvanecido, seguidas de tres pequeñas
bocanadas de metralla. La majestuosa bóveda añil del cielo del mediodía
estaba llena del distante rugido de los motores.
El tren se detuvo con un chirrido frente a la estación y los licenciados, con
sus repletas musettes balanceándose sobre sus caderas, corrieron hacia la
plataforma.
Los bulevares están oscuros, con algún que otro farol iluminando un banco
y troncos de árboles, o el tenue resplandor del interior de un café, donde un
chico en mangas de camisa está barriendo el suelo. Hay multitudes de
soldados, belgas, americanos y canadienses, civiles con bastones, sombreros
de paja y mujeres bien vestidas del brazo, dependientas que pasean en grupos
de dos y de tres riendo con voces chillonas y alegres, y, por doquier,
prostitutas que ríen roncamente con voces disipadas, asidas al brazo de
soldados borrachos, contoneándose provocativamente frente a los hombres.
Cigarrillos y puros producen unas manchitas de luz rojiza, y de cuando en
cuando un fósforo encendido pone de relieve amarillo la cara de un hombre y
lanza reflejos rojos sobre las pupilas de la gente que transita por ahí.
Sintiendo la embriaguez de su libertad, el estrépito de voces, el murmullo
de los árboles en la tenue luz, el aroma del cabello de las mujeres y los
perfumes baratos, Howe y Randolph caminan lentamente por la acera hacia las
umbrosas columnas de la Madeleine, donde unas cuantas vendedoras ofrecen
todavía rosas que perfuman la oscuridad. Luego, de regreso, pasan frente a la
Opera, hacia la Porte Saint-Martin, deteniéndose para contemplar los rostros
que les ofrecen las mujeres, para escuchar retazos de conversaciones o para
charlar alegremente con las muchachas que les estrujan impacientemente el
brazo.
—Buscaré a la chica más bonita de París, y entonces verás, querido Howe,
la gresca que organizo.
Los entremeses llegaron servidos sobre una plataforma circular de tres
pisos; tiras rojas de arenques y anchoas plateadas, ensaladas donde guisantes
verdes y pedacitos de zanahoria se asomaban por entre la salsa, rodajas de
tomate, ensalada de patatas espolvoreadas con perejil, huevos duros apenas
visibles bajo un aderezo teñido de rojo, olivas, rábanos, rodajas de embutidos
de diversas formas y colores, complicados manojos de pescado salado
sazonado y, en la cúspide, un gran tarro de barro cocido con pâté de foie gras.
Howe escanció el pálido Chablis.
—Yo creía que mi tierra era el único lugar donde sabían vivir, pero
muchacho… —dijo Tom Randolph partiendo una barrita de pan con un alegre
crujido.
—Merece la pena morirse de hambre durante cuatro meses tomando solo
singe y pinard.
Una vez que los entremeses hubieron sido retirados, dejándolos con una
alegría rabelaisiana, con una jubilosa sensación orgiástica, llegó el lenguado,
oculto bajo una salsa de mejillones color crema.
—Cuando haya terminado la guerra, querido Howe, recorreremos toda
Europa armando la gresca; estoy empezando a tomarle gusto a este tipo de
vida.
—Tú sabes tocar el violín, ¿verdad, Tom?
—Lo bastante para rasguear Auprès de ma blonde por una apuesta.
—En ese caso, nos iremos por esos mundos y tú podrás mantenerme… O
me disfrazaré de mico y, mientras tú tocas el violín, yo recogeré las monedas.
—Eso sí que sería divertido, ¡caramba!
—Mira, tenemos que beber vino tinto con la ternera.
—Pidamos Mâcon.
—Mientras nos traigan en abundancia me da lo mismo.
La mesa redonda, con su mantel blanco, sus botellas de vino y sus
montones de restos de hojas de alcachofas, constituía el centro de un mundo
ruidoso y fantástico. Desde la orgía de los entremeses, las cosas habían ido
evolucionando hasta lo grotesco: los diversos rostros, el blanco de los ojos, los
labios rojos y retorcidos, los camareros con aspecto de cuervos y el colorido
de los sombreros y uniformes, todo estaba mezclado y envuelto en una
confusión de charla, chocar de copas y alboroto.
La mano enrojecida del camarero escanciando Chartreuse, verde como un
crepúsculo tormentoso, en las pequeñas copas que tenían ante sí, irrumpió en
las vívidas fantasías que habían ido forjándose en la conversación a lo largo de
toda la cena. No, estaban diciendo, eso no puede continuar; algún día, entre el
violento estallido de las bombas y el clamor de los fragmentos de metralla,
individuos en todos los rincones del mundo, luciendo diversos uniformes, en
las trincheras, arracimados en camiones, tendidos sobre camillas, en
hospitales, apiñados tras los cañones, implicados en el aparato telefónico,
generales sentados a cenar, coroneles sorbiendo licores y mayores revelando
fotografías, se levantarían de un salto y estallarían en carcajadas ante la
solemne estupidez, la ridícula y malvada ostentación de lo que estaban
haciendo. La risa abriría los cielos. Sería un nuevo proceso de Baco.
Embriagados por la risa ante la súbita visión de la necedad del mundo,
oficiales y soldados, presos trabajando en las carreteras y desertores
conducidos hacia las trincheras, arrojarían sus fusiles, espadas y pesados
fardos, y se pondrían en marcha, en carros de artillería o camiones, vehículos
del estado mayor o trenes privados, hacia sus capitales, donde reirían hasta
sacar de sus sillas a los diputados, senadores y miembros del Congreso, hasta
sacar de sus suntuosas oficinas a los káiseres y dictadores; el sol luciría una
amplia sonrisa y murmuraría el chiste a oídos de la luna, y esta se pasaría la
noche entera riendo entre dientes… La mano enrojecida del camarero, de
toscas uñas y abultados nudillos, escanció Chartreuse en las pequeñas copas
que ellos tenían ante sí.
—Esa —dijo Tom Randolph tras apurar su copa de licor—, es la chica que
ando buscando.
—Pero, Tom, si está con un oficial francés…
—¿Es que no ves que están peleándose como perro y gato?
—Sí —asintió Howe distraídamente.
—Paga la cuenta. Me reuniré contigo en la esquina del bulevar.
Tom Randolph desapareció por la puerta. La muchacha —que, por cierto,
tenía cierto aire de pierrot, de tez oscura, labios relucientes y sombrero y
vestido de color dorado— y su acompañante, un oficial de expresión
avinagrada, se disponían a marcharse.
Cuando llegó a la esquina del bulevar, Howe oyó la voz de una mujer
uniéndose a la risa grave de Randolph.
—¿Qué te dije? Se separaron a la puerta y aquí nos tienes, Howe…
Mademoiselle Montreil, permítame que le presente a un amigo. Bueno,
vayamos a tomar una copa antes de que se haga demasiado tarde.
En la mesa que había junto a ellos, en el café, estaba sentado un inglés con
la cabeza inclinada sobre el pecho.
—¡Vaya, me han despertado!
—Disculpe.
—No importa. Lo prefiero.
Le invitaron a sentarse a su mesa. La humedad en torno a sus ojos y el
espesor de su voz denotaban que había estado ingiriendo alcohol.
—No me hagan caso. Estoy olvidando… He estado haciéndolo durante una
semana. Este es el primer permiso que tengo en dieciocho meses. ¿Son
canadienses?
—No, americanos; servicio de ambulancias.
—Es decir, novatos en el juego. Tienen suerte… Antes de abandonar el
frente vi a un individuo colocar una granada de mano bajo la almohada de un
pobre diablo alemán que había sido apresado. El prisionero le dijo: «Gracias».
La granada le hizo saltar en mil pedazos. ¡Santo Dios! ¿Conocéis algún lugar
en este maldito pueblo donde se pueda conseguir whisky?
—Tendremos que apresurarnos: es casi la hora de cerrar.
—Conforme.
Se pusieron en camino; Randolph, hablando en tono íntimo con la
muchacha, muy juntas sus cabezas; Martin, sosteniendo al inglés.
—Necesito un trago de whisky para sostenerme.
Entraron en un bar americano y se desplomaron sobre las sillas que había
en torno a una mesa.
El inglés se palpó los bolsillos.
—¡Caramba! —dijo—, tengo una entrada para el teatro. Es un palco…
Podemos ir todos. Vamos ya; apresurémonos.
Caminaron largo trecho, serpenteando por las oscuras calles, y, por fin, se
detuvieron ante una puerta iluminada por una bombilla azul.
—Hemos llegado; empujad la puerta.
—Pero el palco ya está ocupado por dos caballeros y una dama, señor.
—No importa, aún quedará sitio.
El inglés agitó el billete en el aire.
El hombre bajito y gordinflón, de cara redonda, que se hacía cargo de las
entradas, empezó chapurreando un mal inglés y luego pasó al francés.
Mientras tanto, el grupo había entrado dejando atrás al inglés, que no
cesaba de agitar el billete en las barbas del hombre bajito.
Dos gendarmes, que eran los guardas del teatro, se acercaron con aire
amenazador. El rostro del inglés se deshizo en sonrisas; agarró del brazo a los
gendarmes y los condujo hacia el bar.
—Vengan a beber a la salud de la Entente Cordiale… Vive la France!
El palco estaba ocupado por dos australianos y una mujer que apoyaba
sucesivamente la cabeza sobre el pecho de uno y otro, mientras se reía
mostrando coronas de oro en sus ennegrecidos dientes.
Parecían irritados ante la intromisión, que llenó el palco de forma
asfixiante, obligando a la mujer a sentarse sobre el regazo de uno de los
individuos, pero pronto se aclaró la atmósfera con risas que hicieron que el
público de la platea dirigiese furibundas miradas hacia el ruidoso palco
atestado de individuos vestidos de caqui. Por fin apareció el inglés,
introduciéndose en el palco con aire misterioso y un dedo sobre los labios. Se
pegó al brazo de Martin y sus grises ojos se ensombrecieron repentinamente.
—Sucedió así… —Su aliento, impregnado de whisky, era como una
aureola en torno a la cabeza de Martin.
—El huno era un individuo pequeño y afable que no debía de contar más
de dieciocho años; tenía un hombro partido y creyó que mi amigo le estaba
arreglando la almohada. Le dijo «gracias» con un curioso acento alemán…
¿Te das cuenta? Le dijo «gracias»; eso fue lo que más me dolió. Y el otro se
echó a reír. ¡Maldito sea! Se echó a reír cuando el pobre diablo le dijo
«gracias». Y la granada le hizo saltar en pedazos.
El escenario era un destello de luz ante los ojos de Martin. Tenía la misma
sensación que había experimentado un día en su casa, cuando se inclinó para
contemplar fijamente los faros de un automóvil que se había detenido junto al
camino. Los dorsos de las cabezas de la gente le protegían del resplandor. Las
cabezas de Tom Randolph y de su chica, juntas, con las mejillas rozándose, la
puntiaguda y enrojecida barbilla de uno de los australianos y la rizada
cabellera de la otra mujer.
En el entreacto se dirigieron todos al bar, donde hacía mucho calor, había
una orquesta tocando y numerosos individuos de caqui, en diversos grados de
embriaguez, eran conducidos por mujeres que se hacían bromas mutuamente a
espaldas de los sujetos.
—A la salud del fango —dijo uno de los australianos—. La guerra
terminará cuando todo el mundo se haya ahogado en el fango.
La orquesta comenzó a tocar la Madelon y todo el mundo se puso a
vociferar la letra de esa marcha, la cual, pese a haber sido cantada en tantas
ocasiones, aún poseía un aire alegre y fanfarrón capaz de hacer hervir la
sangre.
El público había regresado para presenciar el último acto. Los dos
australianos, el inglés y los dos americanos permanecían de pie frente al
mostrador.
—Aunque, fijaos bien, yo no soy lo que pudiera decirse susceptible. No
soy blando. Hace tiempo que dejé de serlo. —El inglés estaba dirigiéndose a
todos en general—. Pero el pobre diablo dijo «gracias».
—¿Qué está diciendo? —preguntó una mujer, tirando a Martin de la
manga.
—Está hablando sobre una atrocidad alemana.
—¡Oh, los puercos alemanes! ¡Las cosas que han llegado a hacer! —
repuso automáticamente la mujer.
Durante el entreacto, los australianos se las habían ingeniado para recoger
a otra mujer; y una curiosa mujer gorda, de labios pintados muy finos y ojos
grandes y saltones, se había unido a Martin. Este la soportaba porque, cada vez
que la miraba, ella se ponía a reír.
Estaban cerrando el bar. Bebieron todos una copa de champaña y la mujer
gorda se puso a lanzar pequeños gritos de gozo. Se encaminaron hacia la
puerta y, una vez en la calle, se detuvieron frente al teatro, formando un grupo
informe e indeciso.
Randolph se acercó a Martin.
—Oye, nos vamos. Tal vez sería mejor que te confiase mi dinero…
—Dudo de que esta noche esté seguro conmigo…
—De acuerdo: me lo llevaré. Oye…, podemos reunirnos para desayunar.
—En el Café de la Paix.
—Conforme. Si resulta simpática, la traeré.
—Parece encantadora.
Tom Randolph estrechó la mano de Martin y se alejó. Se oyó el ruido de
besos en la oscuridad.
—Esto…, yo tengo que comer algo —dijo el inglés—. No he cenado nada.
Esto… mangai, mangai —dijo dirigiéndose a la mujer gorda y haciendo gestos
de meterse algo en la boca.
Las tres mujeres juntaron las cabezas. Una de ellas conocía un lugar,
aunque era un lugar terrible. No debían creer que, realmente… Lo conocía
porque, de muy joven, un hombre la había llevado allí con ánimo de seducirla.
Todos se echaron a reír ante la ocurrencia y el tono de las mujeres se elevó
agudamente.
—Está bien, no hablemos más; vamos allí —dijo uno de los australianos
—. Presenciaremos la seducción.
Una mujer corpulenta, de pelo negro peinado en forma de moño y con una
peineta alta sujetándolo, de rostro impasible y mandíbula fuerte como la de un
boxeador, les sirvió pollo frío, jamón y champaña en una habitación cuyas
paredes, iluminadas por una lámpara con pantalla roja, estaban cubiertas por
un papel gastado y verdoso.
Los australianos comieron, bebieron e hicieron el amor a sus mujeres. El
inglés se durmió con la cabeza reclinada sobre la mesa.
Martin se recostó hacia atrás para huir del círculo de luz, sosteniendo una
conversación inconsecuente con la mujer que estaba a su lado, escuchando las
voces de los hombres que procedían de más abajo, por los pasillos, el sonido
de la puerta principal abriéndose y cerrándose una y otra vez, y las risitas
agudas y forzadas de las mujeres.
—Desgraciadamente, esta noche tengo un compromiso —dijo Martin a la
mujer que tenía a su lado.
La mujer, cuyos pechos, grandes y esféricos, se izaban y bajaban al hablar,
se volvía provocativamente para acercarse más a él. Toda ella, con sus grandes
ojos redondos y saltones, y sus rechonchas mejillas, parecía estar enteramente
compuesta de pequeñas esferas y otras mayores y blandas.
—¡Oh!, ya es demasiado tarde. Puedes deshacerlo.
—Es a las cuatro en punto.
—Entonces, todavía tenemos tiempo, encanto.
—Es que se trata de algo verdaderamente romántico, ¿comprendes?
—La juventud siempre es afortunada.
Puso los ojos en blanco en señal de comprensiva admiración.
—Esta será la cuarta noche, esta semana, en la que dormiré sin un
hombre… Pronto me arrojaré al río.
Martin sintió ablandarse hacia ella. Le puso un billete de veinte francos en
la mano.
—¡Oh!, eres demasiado bondadoso. Tú eres realmente un galant homme.
Martin se cubrió el rostro con las manos soñando con la mujer a la que le
gustaría hacer el amor esa noche. Debía ser muy morena, con los labios rojos y
las mejillas pintadas, como la chica de Randolph; sus pechos debían ser
menudos y sus muslos esbeltos y oscuros como los de una bailarina, y en sus
brazos podría olvidarse de todo, excepto de la locura, el misterio y la
intrincada vida del París que los rodeaba. Pensó en Montmartre, y Louise en la
ópera, de pie frente a su ventana, cantando la locura de París…
Uno de los australianos había desaparecido acompañado de una mujer de
pequeña estatura vestida con un salto de cama rosa. El otro australiano y el
inglés estaban de pie junto a la mesa, tambaleándose, sostenidos por dos
muchachas de aspecto soñoliento. Dejaron a la mujer gorda acabándose los
restos del pollo mientras gruesas lágrimas resbalaban de sus ojos, abandonaron
la casa y estuvieron largo rato caminando por calles oscuras, tres hombres y
dos mujeres, el inglés sostenido en el centro, cantando de modo intermitente.
Las muchachas tenían dos habitaciones en el cuarto piso. En cuanto
llegaron, el inglés cayó sobre la cama y se quedó dormido, roncando
estrepitosamente.
El australiano se quitó la chaqueta y se desabrochó la camisa. Las chicas
comenzaron a desvestirse, procurando convertir sus bostezos en pequeños
gestos seductores.
—Oye, viejo, ¿tienes un…? —murmuró el australiano al oído de Martin.
—No, no tengo… Lo siento mucho.
—No te preocupes… Vamos, Janey.
Alzó a la muchacha cogiéndola por debajo de los sobacos y, estrechándola
contra sí, la condujo a la otra alcoba.
—Bueno… —La otra muchacha, en corsé y pantalones, con la cabellera,
castaña y rizada, cayéndole sobre un ojo y los labios recién pintados, tendió la
mano a Martin—. Ahora solo quedamos tú y yo.
—No, querida, debo irme —dijo Martin.
—Como quieras. Me ocuparé de tu amigo —y bostezó.
Él la besó y bajó precipitadamente por la oscura escalera, sus fosas nasales
impregnadas del olor a carmín de los labios de la muchacha.
Anduvo un largo trecho con la cabeza descubierta, aspirando
profundamente el fresco aire nocturno. Las calles estaban negras y silenciosas.
Unos deseos febriles le rondaban como gatos en la oscuridad.
Se despertó y estiró sus rígidos miembros, oliendo a hierba y tierra
húmeda.
Una nacarada neblina del color del espliego le rodeaba por todas partes, y a
través de ella se alzaban las torres rectangulares de Notre-Dame, la hilera de
reyes sobre su fachada y el cincelado en torno a los oscuros portales. Martin se
había tendido de espaldas en el pequeño pedazo de hierba del Parvis Notre-
Dame para contemplar las estrellas, y se quedó dormido.
Probablemente, hacía poco que había amanecido. Unas palabras le
rondaban importunamente por la cabeza: «El pobre diablo dijo “gracias” con
un curioso acento alemán, y la granada le hizo saltar en pedazos». Recordó al
hombre que en una ocasión ayudó a recoger, y en cuyo bolsillo explotó una
granada. Fue la primera vez que tuvo ocasión de comprobar que la carne
desgarrada tiene el mismo tono oscuro que la de los embutidos.
—Levántese, no puede quedarse ahí tumbado —gritó un gendarme.
—Notre-Dame está muy hermosa esta mañana —dijo Martin, salvando la
pequeña barandilla que daba a la acera.
—Ah, sí; es hermosa.
Martin Howe se sentó en la balaustrada del puente y dirigió la mirada
frente a sí. Ante sus ojos, nada aún claramente distinguible, había dos torres
rectangulares, la obra de tracería que se extendía entre ellas y la hilera de reyes
en la fachada, así como las largas series de arbotantes laterales
resplandeciendo a través de la bruma y, apenas visible, el oscuro y esbelto
chapitel alzándose sobre el crucero. Así había brillado la abadía en el bosque,
majestuosa a la luz nebulosa de la luna. Al igual que la bruma, solo que más
espeso y pardusco, el polvo se había levantado sobre el elevado ábside
mientras las bombas lo hacían pedazos.
Rodeado por el aroma a café recién tostado, se sentó a una mesa y se puso
a observar a la gente que pasaba rápidamente de largo bajo la viva luz del sol.
Unos camareros, en mangas de camisa, estaban limpiando las demás mesas y
sacando las sillas. Martin permaneció sentado sorbiendo su café con cierta
sensación de languidez y enervamiento. Al cabo de un rato apareció Tom
Randolph, con aire tostado y juvenil, y el sombrero levemente ladeado. Le
acompañaba la joven, vestida con un sencillo vestido de algodón. Se sentaron
y ella reclinó la cabeza sobre el hombro de Tom, con sus ojos ocultos tras las
negras pestañas.
—¡Oh, qué cansada me siento!
—¡Pobre criatura! Debes irte a casa y acostarte de nuevo.
—Tengo que trabajar…
—Pobrecita.
Se besaron tierna y lánguidamente.
El camarero trajo café y leche caliente, y unas pequeñas y crujientes
rodajas de pan.
—¡Qué maravilloso es París en la mañana temprana! —exclamó Martin.
—Sí que lo es… Adiós, pequeña, si es que debes irte. Volveremos a
vernos.
—Debes llamarme Yvonne —dijo ella haciendo un pequeño mohín.
—Está bien, Yvonne.
Se puso en pie y le estrechó ambas manos.
—Y bien, ¿qué clase de noche pasaste, Howe?
—Una noche muy singular. Fui perdiendo uno a uno a nuestros amigos,
dejé a dos mujeres y dormí un rato sobre la hierba frente a Notre-Dame. Ese
fue mi verdadero amor de esta noche.
—Mi chica resultó encantadora… Me casaría ahora mismo con ella, de
veras.
Soltó una alegre carcajada.
—Tomemos un taxi para ir a algún sitio.
Subieron a un victoria y ordenaron al conductor que los llevara a la
Madeleine.
—Oye, antes debo pasar por el hotel.
—¿Para qué?
—Preservativos.
—Desde luego; será mejor que vayas cuanto antes.
El taxi circuló alegremente por las calles, donde la temprana luz del sol
proyectaba manchas rojizas sobre las grises viviendas y las apiñadas y
fantásticas caperuzas de chimenea que se alzaban en grupos e hileras sobre las
mansardas.
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
—He oído decir que usted vende cordones de zapato —dijo Martin,
parpadeando a la escasa luz de la vela.
En el extremo del refugio, agachado, había un hombre de tez morena,
semejante al cuero arrugado, y cejas y bigotes blancos. Estaba rodeado por un
montón de botas viejas, destrozadas por el uso y el fango, que conservaban
caprichosamente las huellas de los dedos y tobillos de los pies que las habían
utilizado. La vela proyectaba sobre ellas sombras fugaces que hacían que
pareciesen estar moviéndose levemente hacia delante y hacia atrás, como los
pies de los heridos tendidos sobre el suelo del puesto de socorro.
—Mi profesión es la de zapatero remendón —dijo el individuo, y señaló
con la hoja de su cuchillo la gran masa de cordones de cuero que colgaban de
una viga—. Llevo hechos todos esos desde ayer. Corto botas viejas para hacer
cordones.
—Ayudan un poco a los cinco sous… —dijo Martin riendo.
—Este puesto es muy conveniente para mi trabajo —prosiguió el zapatero,
cogiendo otra bota para sacar de ella cordones y empezando a rajar la parte
superior de la gastada suela—. En la pequeña barraca donde amontonan los
cadáveres antes de quemarlos, ya sabe, a la izquierda, frente al abri, siempre
hay muchas botas. Puedo tomar tantas como guste.
Hizo un corte en espiral sobre el cuero con la navaja, y extrajo una tira
delgada. Estaba inclinado sobre su tarea, con sus pobladas cejas contraídas. La
luz de la vela se reflejaba sobre la hoja de la navaja mientras él la manipulaba
hábilmente.
—Sí —prosiguió—, muchos copains míos han llevado sus pobres pies
enfundados en esas botas. ¿Y qué? Algún día habrá otro sujeto haciendo
cordones con las mías, ¿no?
Soltó una carcajada áspera y jadeante.
—Creo que me llevaré un par. ¿Cuánto valen?
—Seis sous.
—Está bien.
Las monedas brillaban a la luz de la vela mientras tintineaban en la palma
curtida y ennegrecida del individuo.
—¡Adiós! —dijo Martin.
Al encaminarse hacia la escalera, pasó frente a los hombres que dormían
en literas a ambos lados de la estancia.
En el extremo del refugio permanecía el hombre acuclillado sobre su
montón de viejo cuero, con su navaja brillando a la luz de la vela, cortando
hábilmente cordones de las botas de aquellos que ya no las necesitaban.
CAPÍTULO XI