ELPATO

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ELPATO

Se despertó en su nido de pajas. La noche había sido fresca, pero ahora el calor
desentumecía sus plumas. Batió unas cuantas veces las alas y estiró el cuerpo. Lanzó
un par de graznidos. Y, como todas las mañanas, comenzó su paso lento y
bamboleante hacia el río.

Con pesadez recorría los escasos cincuenta metros que le separaban del agua; casi
no había andado, pero ya estaba cansado. Oyó unos ladridos y, de repente, como una
exhalación, pasó a su lado el perro de la granja de al lado. No es que le asustase: no
hacía nada a los patos, si acaso jugueteaba persiguiéndoles un rato, por puro
entretenimiento, pues estaba bien advertido por el granjero de que se guardara
mucho de quitarles una sola pluma. Pese a todo, Puntillas no podía sufrirlo. Ese
correteo incesante, esa velocidad inusitada eran para él una auténtica cruz. ¡Qué
gusto debía de dar correr de esa manera! ¡Moverse con esa desenvoltura! ¡Y, de
paso, un día, sacudirle él un trompazo a toda velocidad, de esos que dejaban
atontado durante unos segundos! Pero... ¿por qué soñaba? Él no era más que un pato
y no podía sino andar de esa manera tan torpe y característica. Pensó que los perros
–y vete a saber tú si también los humanos– se reirían de su paso, de su lentitud y de
su zarandeo.

Al fin llegó al río y empezó a flotar suavemente. Metió varias veces la cabeza en el
agua para refrescarse y coger tono. Ya estaba más tranquilo. Ahora comería algo.
Flotando sobre el agua pilló unos gusanitos y, cerca de la orilla, unas moscas aún
atontadas por lo temprano de la mañana. Bueno –se dijo– es un comienzo. Metió la
cabeza en el agua para tratar de encontrar algo más sustancioso: quizás algún
pececillo despistado. Pero hoy no debía de ser su día pues los peces más grandes,
que nadaban con gracia y velocidad, le arrebataban con giros instantáneos todos los
pececillos que se ponían a su alcance. Puntillas lamentó entonces no poder cambiar
de dirección con esa rapidez, desplazarse en el agua como esos torpedos acuáticos
perfectamente aerodinámicos. Realmente –pensó– los patos somos seres muy
inferiores. No sé ni cómo sobrevivimos comiendo algo del río. ¡Ojalá pudiera yo
desplazarme en el agua como estos peces!

Muy desanimado salió del río y resolvió que tal vez le costase menos comer algo en
seco. Los patos pueden alimentarse de muchas cosas terrestres: granos de maíz,
trigo, hierbas, insectos, etc., así que quizás ahora tuviera más suerte. Empezó a andar
por la tierra esperando la salida de algún gusano o un saltamontes, que eran sus
favoritos, pero, por el momento, no aparecía ninguno. Al fin, a unos dos metros, vio
un grillo de espaldas. ¡La oportunidad que esperaba! Comenzó a andar muy
lentamente hacia él. Ya estaba cerca. Únicamente unos centímetros. Si se estiraba de
golpe sería suyo. Sólo un segundo más y... en ese instante, un ligero gorrión voló de
una rama y apresó el grillo en un instante; y con él en su pico, disparado, retomó el
vuelo. Puntillas no había podido ni reaccionar. ¡Era lo que le faltaba!
Inevitablemente comenzó a lamentar su suerte. ¡Y ahora un gorrión! ¡Tampoco
podía ser él capaz de volar así! ¡¿No era acaso también un ave?! Cómo podía la
naturaleza ser tan cruel para hacer un pájaro con esas alas redondas, un cuerpo tan
gordo, tan lento y tan pesado. Podía volar, pero para despegar del agua no tenía más
remedio que gastar unas fuerzas inmensas, chapoteando un buen rato. Y luego...
¿para qué? ¿Acaso podía él hacer esos picados, esos giros, que veía en las águilas y
halcones?, ¿de volar a esas velocidades? ¡Eso sí que era un privilegio! ¡O la gracia y
movilidad que tenía el colibrí! ¡Qué belleza, qué perfección de movimientos!

Con todas estas reflexiones en la cabeza Puntillas se deprimió tanto que se encontró
mal físicamente, incluso con mal cuerpo, enfermo. A lo mejor la solución de su
malestar pasaba por visitar a algún patoterapeuta. De hecho, le habían hablado de
uno muy bueno que atendía en la charca cercana. Seguramente él podría hacer que
se encontrase mejor.

El patoterapeuta, muy amable, tuvo a bien hacer un hueco en su agenda y le atendió


a los pocos días. En la primera sesión, le escuchó con mucha atención y le dijo que
no se preocupara, que su caso tenía solución. Para empezar debía librarse de esa
ansiedad que arrastraba. Le recomendó algunas técnicas de relajación y respiración
abdominal que debía practicar, sobre todo cuando estuviera en su nido. Igualmente,
le indicó que durante su conversación había detectado muchos pensamientos
negativos, por ejemplo, “no soy bueno”, “no valgo nada”, “me gustaría ser otro”,
“¿por qué tengo tanta mala suerte?”, “soy un incompetente”, etc. Estos
pensamientos –le dijo– son la causa de tu malestar, por tanto es fundamental que los
deseches por irracionales y los modifiques por otros que te hagan sentir mejor,
como: “en realidad, valgo mucho”, “tengo que quererme”, “si no consigo más cosas
es porque yo mismo me saboteo”, “soy capaz de todo”, “tengo suficiente confianza
en mí”, “soy especial”, “tengo un gran potencial, como el que más”, etc.

Puntillas salió bastante animado de la consulta y se aplicó a poner en práctica tanto


la relajación como la patoterapia cognitiva. Al principio, le pareció que el
tratamiento estaba resultando un éxito, pues se sentía claramente más aliviado. Sin
embargo, tras unos días, sus sentimientos primitivos volvieron a imponerse. El
patoterapeuta le explicó que debía esforzarse más y trabajar con mayor ahínco para
cambiar todos los pensamientos negativos por los positivos. Puntillas lo intentaba
pero, ignoraba por qué, al final siempre acababa pensando que él no era capaz de
correr como un perro, nadar como un pez o volar como la mayoría de las aves. Más
deprimido que nunca abandonó la patoterapia con un sentimiento de absoluta
desesperanza.

Así transcurrieron varias semanas hasta que, una tarde, llegó volando una bandada
de patos que nunca antes había descansado allí. Migraban desde Alaska y, como
Puntillas sabía, siempre era interesante escucharles, pues traían novedades y
contaban historias curiosas. Uno que parecía de más edad miró a Puntillas y notó su
tristeza.

—¿Qué te aflige, muchacho? ¿Te pasa algo? ¿Estás enfermo?

—Me siento como si lo estuviese –respondió Puntillas–. Creo que llevo una vida
miserable.

—¿Por qué? ¿Qué te falta? ¡Cómo es posible que un pato se lamente!

—¿Qué cómo es posible? ¿Acaso tú no ves que somos animales limitados? ¡Los
mediocres de la Naturaleza!

—Pues... Bueno... No sé. Lo cierto es que yo nunca me paro a pensar eso. Podemos
nadar, volar y andar. No somos los únicos, pero la mayoría de los animales no tienen
esas posibilidades. Además, ya sé que no lo hacemos tan bien como otros,
especialmente lo de correr, no se debe negar la realidad, pero justamente por no
habernos especializado en nada tenemos la ocasión de disfrutar de varias
alternativas. Creo que para volar tan velozmente como un halcón tienes que
dedicarte sólo a eso; igual que para correr como una gacela, o nadar como una carpa.
Yo, la verdad, prefiero tener todas las posibilidades y no agobiarme por ser tan
perfecto como otros. Me parece que así estoy más relajado. Y... ¡qué demonios!,
¿podemos hacer algo para cambiarlo? Mejor será que tomemos las cosas tal y como
son.

Puntillas quedó muy impresionado por la conversación con su congénere. Lo cierto


es que, hasta ahora, no había visto las cosas así. Se había preocupado más por sus
imperfecciones o limitaciones que por sus cualidades, y también podía disfrutar de
estas, aunque no fuesen tan extraordinarias como las de otros. Al fin, ¿por qué era
tan importante ser más que otros, hacer las cosas mejor que otros? Este cambio de
actitud influyó positivamente en su ansiedad, que se relajó de forma natural y sin
hacer nada por ello, y también sobre el curso de su pensamiento. No es que ya no
surgiesen pensamientos como: “¡Qué bien corre ese perro o nada ese pez, ojalá
pudiese yo correr o nadar así!” Y también se enfadaba cuando un avecilla mucho
más grácil que él le arrebataba un bocado. Pero sabía que eran solo pensamientos o
solo sentimientos que surgían de forma lógica dados los acontecimientos; y no tenía
por qué quedarse aferrado a ellos como lo único importante o crucial de su vida.

Pasó algo más de tiempo y Puntillas se sintió aún mejor. Pero, según se dio cuenta,
no tanto por su cambio de actitud, sino por experimentar de forma más directa y sin
tantas vueltas el placer mismo de andar sobre la tierra, nadar en el agua y
desplazarse por el aire. Cuando no pensaba en ellas y simplemente hacía esas cosas
Puntillas se sentía pleno y vital.
***
Se dice que las comparaciones son odiosas. Y así es, sobre todo para el que las hace.
En este mundo tan competitivo y en el que destacar o sobresalir como sea parece la
clave de la felicidad, es difícil no sentirse desdichado cuando apreciamos nuestra
inferioridad y nuestros muchos defectos. Puntillas era un claro ejemplo de esa
actitud. Y, en general, yo diría que el pato pasa por ser un animal bien representativo
de esto: nadie lo cree especial en ningún sentido; sin embargo, solo algunos insectos
y unas pocas aves pueden volar, nadar y correr; ningún mamífero de los miles y
miles que pueblan en el planeta es capaz de hacerlo. Puntillas no se fijaba –y, sobre
todo, no disfrutaba– de sus potencialidades: únicamente veía sus imperfecciones.

La solución que eligen algunas personas ante su inferioridad o sus limitaciones es la


de negarlas y creerse que, en el fondo, ellos sí poseen esas virtudes, aunque nadie las
quiera reconocer; o que, si se esforzasen de verdad, las adquirirían. Pero violentar la
realidad para nuestra conveniencia suele resultar un remedio consolador únicamente
a muy corto plazo: al cabo del tiempo los hechos se imponen y acabamos por
sentirnos aún más frustrados. Por tanto, es mejor, desde el principio, ver las cosas
con realismo, tal y como son. Esto no quiere decir, sin embargo, que debamos
deprimirnos: todo lo contrario. ¿Quién no posee al menos una cosa de la que
enorgullecerse?, ¿una cualidad positiva? Si su respuesta es que usted mismo, le
garantizo que, al menos, ya tiene dos: la modestia y la intención de ser sincero y
juzgarse con realismo, lo que no es poca cosa.

Muchos manuales de autoayuda y muchos consejos populares tratan de mejorar la


autoestima de las personas recurriendo a mensajes positivos, gracias a los cuales
procuran que sus lectores se sientan mejor. Los mensajes positivos o “pensar en
positivo” es lo que el patoterapeuta de Puntillas le recomienda. Y es cierto que,
durante un tiempo, tienen sentido y animan a la gente. Además, dirigir la atención
hacia cosas agradables y distraerse un rato no significa minimizar ni negar un
problema importante, aunque, por supuesto, no lo resuelve.

No obstante, cuando esa “solución” se lleva al extremo y se intenta controlar


totalmente los pensamientos, y parar o hacer desaparecer permanentemente los que
no nos gustan el método está abocado al fracaso. Muchas personas creen que la
solución de su malestar consistiría justamente en eso: hacer desaparecer de una
(¡maldita!) vez determinados pensamientos negativos, borrar ciertos recuerdos o no
reexperimentar algunas experiencias dolorosas. Es un deseo comprensible, pero
también es una quimera. Mas aún: tratar con todas nuestras fuerzas de conseguirlo
probablemente nos conduzca al agotamiento psíquico y a un malestar permanente.
¿No hay que intentar controlar los pensamientos entonces? ¿No hay que esforzarse
en cambiar los pensamientos negativos por otros positivos? La respuesta es no,
categóricamente.
Uno de los principios de la atención plena consiste en que hay que aceptar lo que
aparezca en nuestra vida –también en nuestra vida mental naturalmente; esto es,
sentimientos, pensamientos, recuerdos, etc.– sin negarlo, cambiarlo, minimizarlo,
magnificarlo o rechazarlo. Que todo lo que venga tenga su espacio, su derecho a
estar allí. Y esto significa que si aparece un pensamiento desagradable como “soy
inferior, soy raro y soy idiota”, hay que verlo tal cual es, aceptarlo y no tratar de
argumentar en su contra –o sea, empezar a repetirse que “en realidad, no soy
inferior, ni raro, ni idiota”– ni tampoco criticarse a uno mismo por tener esos
pensamientos –“¿Por qué me aparecen estas ideas?”. “No debería tener estos
pensamientos”–. Argumentar y contra-argumentar así, permanentemente, resulta
bastante más cansado e ineficaz que ser realista y tomar las cosas tal cual son, lo que
supone no que uno sea idiota, claro, sino que se tiene el pensamiento “soy idiota”,
por las razones que sean. Y eso no significa, necesariamente, que sea verdad. La
única verdad es que se ha tenido ese pensamiento, cosa que puede tomarse con más
tranquilidad.

Así que es normal que el protagonista de nuestro cuento, Puntillas, acabase frustrado
por no ser capaz de contrarrestar los pensamientos negativos con otros positivos, tal
y como le recomendó su patoterapeuta y él intentó con ahínco. Y que las ideas
negativas volvieran al cabo del tiempo. Al fin, ¿cómo negar que él no era el que
mejor volaba o nadaba, y, más aún, que andaba como un pato? ¿Cómo no reconocer
que animales más rápidos le arrebataban la comida? A la larga, a Puntillas le valió
más saber que era normal que tuviese esos pensamientos (y los sentimientos
lógicamente asociados a ellos, como la frustración), pero que eso no implicaba
quedarse dándoles vueltas y más vueltas, lamentándose continuamente por ellos y
haciéndolos el único foco de su atención y de su vida. Los pensamientos de
incompetencia frente a otros pueden ser lógicos, pero siempre serán solo eso,
pensamientos, juicios de la mente que surgen en un momento dado; podemos
dejarlos como nuestro único objeto de interés o podemos dejarlos marchar.

Puede que esto le parezca un recurso un tanto engañoso, sobre todo si cree que
determinados pensamientos de inferioridad que tiene sobre usted mismo son la pura
verdad. Pero no estoy negando que unos pensamientos se acomoden más o menos a
los hechos y sean producto de evidencias observables, lo que estoy sugiriendo es
que tanto los razonables como los exagerados, todos ellos sin excepción, son
siempre pensamientos y, distanciados así de ambos, podemos darles más o menos
peso en nuestra vida, hacerlos el único dato de nuestra consideración o apreciar a la
vez otras cosas de nuestra vida. En el conjunto de todo lo que aparece por nuestra
mente, de todo lo que vivimos y sentimos, un determinado pensamiento es una gota
en un océano. ¿Vamos a quedarnos mirando esa única gota? Podemos hacer peor las
cosas que otros, pero ¿vamos a pensar con exclusividad en ello todo el tiempo?

Otra cuestión sobre la que pueden surgir dudas radica en que esta actitud de ver los
pensamientos solo como lo que son (pensamientos), es posible con un contenido
teórico, tal y como aquí ejemplifico en el caso de Puntillas, pero ¿es acaso posible
con los pensamientos realmente propios y dolorosos?, ¿cuando se revive una
situación de acoso en el trabajo?, ¿con el recuerdo de la infidelidad de la pareja?,
¿con un posible diagnóstico grave?, ¿y... , más aún, con ese diagnóstico
confirmado?, ¿con la muerte de un hijo? Naturalmente, no es igual de factible, y
lograrlo requiere un trabajo mayor de distanciamiento que, muchas veces, se volverá
casi imposible durante largos periodos de tiempo. Pero lo que estoy señalando aquí
es que aceptar que pueden aparecer y que son lo que son evita, al menos, enfrascarse
en una lucha estéril y agotadora de negación y de olvido autoengañoso. Además,
tratar de vivir con atención plena supone no pasar el tiempo dándoles vueltas y
vueltas, soñando despierto, viviendo en la irrealidad, sin contacto con la vida,
rumiando problemas, centrado en uno mismo o siempre dentro en las propias cuitas.
La atención plena es todo lo contrario del listado anterior, es el camino para estar en
el mundo sin excluir todos los pensamientos negativos antes mencionados, pero no
permanente o únicamente en contacto con ellos.

Si bien la atención plena es posible para todas las personas y usted, aunque no lo
sepa o no lo crea, puede ponerla en práctica perfectamente, también es siempre una
elección. No olvide que si la elige no van a desaparecer como por ensalmo todas sus
preocupaciones. Es importante abandonar ya desde ahora esa imagen coloquial del
monje budista meditando, ajeno al mundo y al que nada parece afectarle. Por abrir
los sentidos al ahora no va a dejar de sufrir, pero es un camino para no quedarse
enganchado de forma patológica en el malestar.

El patoterapeuta recomendó a Puntillas el ejercicio de la relajación y la respiración


abdominal. Una práctica que, como se contó en la fábula, le resultó útil durante un
tiempo, aunque no a la larga. Y es lógico, puesto que si determinados pensamientos
siguen presentes, ¿cómo vamos a poder mantenernos tranquilos mucho tiempo?
¿Acaso tenemos que estar siempre relajándonos, bien por medio de la respiración
abdominal, el yoga, el deporte, bien recurriendo a fármacos como los ansiolíticos?
Lo más lógico es pensar que lo único práctico a largo plazo es cambiar la forma en
que encaramos la vida, y una buena manera de hacerlo es recurrir a la atención
plena.

No obstante, la atención plena no es una forma de relajación; es más, en algunos


casos puede implicar hallarse especialmente activo y lleno de dinamismo. Aunque,
igualmente, es cierto que, para algunas personas y en algunos momentos, se
convierte en una poderosa técnica de relajación, sobre todo cuando la atención se
dirige hacia la propia respiración o el propio cuerpo. Pero es verdad que en todos los
casos se vuelve un método indirecto para contrarrestar la ansiedad, ya que al
conseguir que determinados pensamientos dejen de enseñorearse de nuestra
conciencia y nos arrebaten el contacto con el presente, es fácil que también pierdan
su efecto perverso; y eso es justamente lo que le pasó a Puntillas al final de la
historia.
Después de lo leído podría quedar la impresión de que pensar es algo
contraproducente, algo que siempre nos perturba y nos impide ser felices. Nada más
lejos de la realidad. Pensar es una capacidad humana extraordinaria, un regalo y
quizás un milagro de la Naturaleza. Pero, como bien podemos apreciar, tiene su cara
y su cruz. Gracias al pensamiento podemos imaginarnos como los seres más
maravillosos del Cosmos, podemos idear y crear inventos extraordinarios; el
pensamiento posibilita la Filosofía, la Ciencia, la Teología, la Literatura y quizás
incluso todo el Arte. Pero, dado que pensamos, también podemos recordar nuestros
momentos más amargos, podemos maquinar los crímenes más nefandos, y hasta
somos capaces de imaginar nuestra propia muerte. Por tanto, no se trata de que
dejemos de apreciar el valor del pensamiento ni de que queramos desterrarlo; se
trata de que lo situemos correctamente en nuestra vida, que lo veamos tal cual es,
que no consintamos que los pensamientos negativos (ni los positivos) sean los que
gobiernen nuestra vida, los que nos dirijan; no permitamos que se nos aparezcan
como lo que no son y nunca serán: nuestros dueños.

Debemos encontrar momentos para pensar; para pensar con creatividad y


productivamente. Y podemos decidir pensar todo el tiempo que queramos; de forma

semejante a decidir hacer otras cosas durante mucho tiempo de nuestra vida.
Además, si tenemos cosas que decidir, temas sobre los que reflexionar,
planificaciones que llevar a cabo, elaborar ideas, etc., es necesario buscar instantes
para dedicarse a ello, con todas nuestras energías y sin distracciones. Ciertamente,
no podemos impedir que todo tipo de pensamiento surja en un momento dado, pero
siempre podemos considerarlos meros pensamientos, darnos cuenta de que los
tenemos, y ya está. Disfrutemos de los pensamientos agradables que puedan venir,
seamos creativos con nuestros pensamientos y, a la vez, aceptemos los
desagradables. Pero juzguemos unos y otros como lo que son: un componente más
de nuestra vida. Esa actitud es la que promueve la atención plena.

Los pensamientos son una parte de nuestra existencia –quizás para algunos la más
importante– pero innegablemente hay también otras cosas interesantes en ella:
sensaciones maravillosas, sentimientos abrasadores, percepciones de sonidos
bellísimos, movimientos corporales de inaudita precisión... ¿Qué pasa con estas
cosas? ¿No son a c a s o e xc e ls a s ? ¿ C ó m o lo s c o n t e m p la la a t e n c ió n
p le n a ? P a r a r e s p o n d e r a e s t a s preguntas quizás sea bueno que les cuente
una historia más, una muy curiosa sobre una ballena un tanto aprensiva que se
llamaba Goteras. Cuando se sumergía...

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