La Primera Democracia Espanola - Stanley G. Payne

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El significado de la Segunda República española, eclipsado en gran

parte por la sangrienta y catastrófica guerra civil que la siguió, fue en


el fondo, y sin lugar a dudas, el de una entidad histórica por derecho
propio, uno de los mayores intentos nacionales de democratización
y reforma política habidos en Europa entre las dos guerras
mundiales. Empeñado en nadar contra la corriente del fascismo
europeo de la época, y situado en el marco histórico del liberalismo
español, el régimen se esforzó por establecer las primeras bases
verdaderamente democráticas de la historia de España e instituir
reformas fundamentales en el ámbito estatal. Pues bien, a partir de
ahí, el libro de Stanley G. Payne se dedica a destacar las reformas
emprendidas en materia de política y gobierno en ese período, y a
analizar las relaciones Iglesia-Estado, la educación y la cultura, las
obras públicas, los asuntos militares y la sociedad en su conjunto,
con el fin de someter a examen los éxitos y fracasos de esas
reformas, así como los motivos de sus limitaciones: un análisis de
los conflictos políticos y de la consiguiente escisión social que lleva
a Payne a explorar con brillantez las fuentes y el carácter de la
polarización política que se desarrolló como resultado de los
enfrentamientos de la República tanto con la derecha como con la
izquierda.
Al final, Payne somete a examen a los actores políticos principales
de este drama histórico y analiza el papel que desempeñaron en el
colapso definitivo de la República, prestando a la vez cuidadosa
atención al progresivo deterioro de su política en la primera mitad de
1936. De esta manera, al analizar la importancia de la violencia
política en la caída de la democracia, así como los motivos del
fracaso final del régimen, Payne nos presenta una interpretación
sólida y detallada de ese período histórico, y destaca sobre todo su
llamativo paralelismo con la República de Weimar alemana. Un
espléndido libro de historia, pero también un minucioso análisis
político.
Stanley G. Payne

La primera democracia española


La Segunda República, 1931-1936

ePub r1.0
Titivillus 22.12.2021
Título original: Spain’s first democracy. The Second Republic, 1931-1936
Stanley G. Payne, 1993
Traducción: Luis Romano Haces, 1995

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
A Julia
«Lo viejo está muriéndose y lo nuevo no puede nacer. En el
interregno se presentan gran variedad de síntomas
malignos».
Antonio Gramsci (1891-1937)
PREFACIO

Durante muchas décadas el general Franco y sus propagandistas


afirmaron con insistencia que la sociedad y la cultura española no
estaban capacitadas sencillamente para una política democrática y
ésta, en consecuencia, nunca podría tener éxito en España, punto
de vista compartido en ocasiones por los observadores extranjeros.
Hace más de veinte años, estando todavía Franco en el poder,
sugerí en el segundo tomo de mi Historia de España y Portugal que
el balance del liberalismo político en España no era tan negativo
como habían pretendido tantas personas y que revelaba una
capacidad decidida para hacer una reforma y un autogobierno
representativos, aunque un año antes había terminado yo mi estudio
sobre La Revolución y la Guerra Civil Española con la clara
conclusión de que un segundo intento de establecer una democracia
en España tenía que evitar el extremismo y sectarismo de la década
de 1930.
Poco después España y Portugal abanderaban lo que iba a
terminar convirtiéndose en la tercera gran ola democratizadora del
siglo XX, enterrando los viejos tópicos referentes a la ineptitud de las
sociedades de la Península para practicar la democracia. El éxito de
la monarquía democrática despertó seguidamente mi interés por los
motivos del fracaso del primer intento y el resultado es el presente
libro.
Quiero dar las gracias a Juan J. Linz y a Robert Kern por su
cuidada lectura de este estudio y por sus sugerencias referentes a
mejoras, y estoy agradecido asimismo a Lydia Howarth por haber
corregido el manuscrito final.
Las ilustraciones reproducidas son cortesía de Información y
Revistas, S. A.
CAPÍTULO 1

LA RIGUROSA PRUEBA DE LA MODERNIZACIÓN DE ESPAÑA

La aparición y el éxito inicial de la Segunda República en España


fue el acontecimiento político más insólito, y probablemente el más
positivo, de Europa durante los primeros años de la gran depresión.
Esto iba en contra del curso de las cosas reinantes en la Europa del
Sur y Oriental, donde los países menos desarrollados iban
sucumbiendo a gobiernos autoritarios. Mientras los sistemas
políticos de países más adelantados de Europa Central se veían
sometidos a graves desafíos o iniciaban una decadencia, la
sociedad española se embarcó en su primera experiencia completa
en la democracia moderna, en dramático contraste con la dirección
perceptible en los asuntos europeos.
Aunque fueron necesarios muy pocos años para evidenciar que
el aparente consenso democrático de España era poco fiable, los
primeros logros de la República no carecieron de importancia ni
fueron tampoco una simple racha de suerte de un tipo distinto de
sociedad «latinoamericana» o «mediterránea». Constituyeron la
culminación de dos generaciones de reforma y modernización de
lenta puesta en marcha que en años recientes habían hecho
progresos para franquear parte del abismo existente entre España y
la Europa noroccidental por primera vez en más de un siglo.
El drama de la historia de España se deriva en medida
considerable de su situación periférica en Europa Occidental, como
el vínculo geográfico más cercano con África y el Oriente Medio. De
todos los países occidentales, sólo la Península Ibérica fue
conquistada, convertida e inculturada en su mayor parte por una
civilización oriental y, entre todos los territorios islamizados en
general, fue también el único totalmente reconquistado y
reconvertido por el cristianismo. La generalizada imagen de una
«España Mora» y de las cualidades semiorientales de la cultura
española lleva arrastrándose ya desde la Edad Media. En realidad,
el perfil cultural y la religión de la España cristiana han sido siempre
plenamente occidentales y ortodoxos, e incluso su idioma contiene
menos arabismos (menos del 2 por ciento) que lo que muchos
creen. Sin embargo, España fue territorio de frontera durante la
Edad Media y —a excepción de Cataluña, el rincón nororiental,
típicamente «latino» y «europeo»— no alcanzó nunca plenamente el
nivel más alto del desarrollo cultural, educativo y económico
occidental.
Fue la herencia de España y Portugal, como sociedades de
frontera empeñadas en una cruzada en la primera línea de la
cristiandad, lo que les permitió encabezar la expansión de la Europa
moderna iniciada en el siglo XV. Aquélla fue acompañada después
por un desarrollo más completo de la economía española y un
florecimiento de su educación y cultura hacia la parte final del
siglo XVI que catapultó a los reinos de la Península Ibérica desde
esa periferia al desempeño de un papel directivo en la vida europea.
Esa dinámica evolución se vio detenida durante el siglo XVII. Hacia
1650 tanto el poderío militar de España como el económico habían
experimentado una seria decadencia. Aunque la Corona española
conservó todavía durante mucho tiempo el primer imperio mundial,
se había convertido ya en una potencia militar europea de segunda
clase.
El siglo XVII influyó crucialmente en la aparición del «atraso»
español, pues a la vez que se estancaban su economía y su vida
cultural, España no logró participar en términos generales en la
«modernización» de la ciencia, la tecnología, la producción
económica, las relaciones comerciales y las estructuras políticas,
típicas más bien de la Europa Noroccidental (Inglaterra, Holanda,
parte de Francia) durante ese período. Con una definición más
acusada que en ninguna otra cultura mundial precedente, la historia
de la civilización occidental ha estado dividida en dos ciclos
distintos: el «antiguo régimen» de la cristiandad occidental que
abarca mil años desde comienzos de la Edad Media hasta el
siglo XVIII y la «modernidad» —la época de la ciencia, tecnología,
industrialización y democratización modernas— desde los siglos XVII
y XVIII hasta la actualidad. El filósofo historicista alemán Oswald
Spengler hizo la observación de que el apogeo de la cultura del
«antiguo régimen» se había logrado en la España del siglo XVII[1], lo
que, de ser cierto, habría hecho de España el país occidental más
«típico» o representativo del cénit o cristalización del primer ciclo
milenario de la cultura occidental. No existe ningún método evidente
para comprobar una generalización tan amplia, pero es desde luego
más cierto que las anquilosadas estructuras del antiguo régimen
español no fueron capaces de lograr la transición a la incipiente
modernización durante el siglo XVII.
El nadir de la decadencia se había echado encima antes de
1700, y el siglo XVIII fue para España una época de desarrollo
limitado bajo la nueva dinastía borbónica. Crecieron tanto la
población como el producto bruto, pero el crecimiento fue más
extensivo que intensivo, es decir, implicó más la expansión de unas
estructuras, las existentes, que la transformación cualitativa de la
actividad cultural y económica. Al mismo tiempo, sería un error
ignorar del todo las reformas educativas de ese período o unos
cambios de la política social y fiscal que redujeron drásticamente los
efectivos nominales de la aristocracia hacia 1780.
La época de la modernización directa se inició con el comienzo
del liberalismo del siglo XIX, que empezó relativamente tarde en
España, cuando el colapso del antiguo régimen provocado desde
fuera por la invasión napoleónica de 1808. Aquello permitió que una
pequeña minoría de liberales de las clases superior y media
introdujesen la Constitución liberal de 1812, derogada a su vez, dos
años después, por el retorno del antiguo régimen en la persona del
exiliado monarca Fernando VIL Siguieron seis decenios de caos
intermitente al quedar el país preso en una trampa histórica. El
antiguo régimen era demasiado débil y sus dirigentes demasiado
ineptos para permitirle sobrevivir, pero las fuerzas del flamante
liberalismo no eran tampoco demasiado vigorosas, carentes del
respaldo de una economía productiva o de una sociedad
alfabetizada en general. Por ese motivo, los tres primeros cuartos
del siglo XIX constituyeron un periodo de persistente conflicto dentro
de la elite, en el que surgieron los militares como un árbitro casi
inevitable, con participación directa en un sistema político
demasiado débil y dividido para funcionar por sí mismo.
La Constitución liberal fue restablecida en 1820 por un
pronunciamiento militar que condujo a una radicalización de las
cosas y a un estado de guerra civil en el nordeste, terminados por
una invasión francesa que restauró el absolutismo en 1823. Diez
años después la familia real se escindió en torno a la sucesión
dinástica, poniéndose los tradicionalistas del lado de don Carlos,
hermano menor del rey y supuesto heredero suyo, mientras los
partidarios de su hija única, la princesa Isabel, de dos años de edad,
abrazaron un liberalismo moderno en apoyo del trono. La inmediata
Primera Guerra Carlista (1833-1840) fue una lucha agotadora entre
las fuerzas del tradicionalismo y las de un liberalismo moderado, sin
precedentes en cuanto a ensañamiento y duración en Europa
Occidental. Tras la derrota final de los tradicionalistas, los liberales
se dividieron en moderados y progresistas, prevaleciendo los
primeros durante el largo reinado de Isabel II (1833-1868). Una
Constitución de cuño más avanzado, de 1837, fue sustituida en
1845 por la Constitución moderada del mismo año, que se convirtió
en el documento normativo de la monarquía constitucional de
España (con una revisión en 1876) durante casi un siglo. Sin
embargo, ni los moderados mismos eran un partido moderno, sino
una imprecisa alianza de elites. Las elecciones, a base de un
sufragio sumamente restringido, se controlaban desde Madrid, y los
líderes moderados, la reina y la camarilla de la corte impedían por
norma el acceso de los progresistas al gobierno. Aunque otro
levantamiento militar les dio el poder momentáneamente a estos
últimos en 1854, junto con la oportunidad de introducir en 1855 una
Constitución más progresista, otra intervención pretoriana restauró
al año siguiente el gobierno de los moderados, y en la década de
1860, la Corona restringió todavía más el acceso a la política. Ello
provocó un levantamiento militar y civil de amplia base en 1868, la
llamada «revolución gloriosa», que trajo consigo otra Constitución
temporal más al año siguiente, acompañada del principio del
sufragio universal masculino. Da la impresión de que aquella mayor
libertad sólo sirvió para exacerbar el fratricida conflicto político,
provocando la abdicación en 1873 de Amadeo de Saboya, el
príncipe italiano traído a España como nuevo soberano
constitucional. Ello fue seguido de un esfuerzo abortivo para
implantar una «república federal» (1873-1874), que se hundió por su
propio peso cuando distintas agrupaciones provinciales trataron de
instituir unos «cantones» cuasiindependientes. Una vez más
tomaron las riendas los militares restaurando la dinastía regular en
la persona del joven príncipe Alfonso, heredero del trono, que reinó
con el nombre de Alfonso XII (1874-1885).
El verdadero arquitecto del sistema de la Restauración fue su
líder civil, el veterano político profesional (e historiador por vocación)
Antonio Cánovas del Castillo. Sus objetivos eran el orden y la
estabilidad basados en un liberalismo elitista moderado. Con
Cánovas surgieron dos partidos políticos básicos, los conservadores
y los liberales, que durante más de tres decenios se alternaron
básicamente dentro de un sistema «de turnos» arbitrado por la
Corona. Por primera vez desde la terminación del antiguo régimen
se consiguió la estabilidad política y fue creado un sistema de
acceso al poder para unas elites políticas competidoras, aunque se
trataba de un sistema oligárquico y en manera alguna democrático.
España no se había implicado en absoluto desde 1814 en
ninguna guerra internacional de envergadura, pero la guerra
constituyó un azote continuo de su sociedad y su economía durante
el siglo XIX. La Guerra de la Independencia (1808-1814) fue seguida
por una década de campañas coloniales cada vez más frustrantes
que terminaron en una gran derrota. Hubo guerras civiles en
1822-1823, 1833-1840 y 1869-1876, así como varias campañas de
menor relieve contra rebeldes locales y una breve guerra
internacional con Marruecos (1859). España había conservado
Cuba, Puerto Rico, las Filipinas y otras islas del Pacífico Occidental,
y carecía de otras ambiciones internacionales, pero aquellas últimas
posesiones la involucraron en una guerra colonial de diez años en
Cuba (1868-1878), seguida finalmente por una desastrosa campaña
de tres años (1895-1898) que terminó con la humillación y derrota
total de la guerra con los Estados Unidos (Guerra de Cuba). Se
perdieron todos los retazos significativos que quedaban del histórico
imperio, quedándole solo unos pequeños enclaves en África
Noroccidental. O sea que, vistas las cosas en su conjunto, España
pasó más años en guerra que casi ningún otro país durante el
siglo XIX, con un coste grandísimo, no sólo en vidas humanas (en la
Primera Guerra Carlista se perdió un 1 por ciento de la población y
hubo más de cincuenta mil muertos en la campaña final de Cuba),
sino también en gastos y retraso económico.
Aunque el régimen de la Restauración no logró conservar los
restos del Imperio, consiguió establecer un nuevo modus vivendi
con las fuerzas armadas y alejar a los militares de una intervención
abierta en la política. Con todo, la alta jerarquía militar siguió siendo
una elite privilegiada con una virtual autonomía en la administración
militar, escaños en un Senado por designación, e incluso con una
participación ocasional de los generales de más rango como
primeros ministros temporales en los momentos de transición.
La época del liberalismo convulsivo (1810-1874) había sido la
más difícil por tratarse de un período en el que hubo únicamente un
crecimiento económico marginal. Desde 1800 hasta 1860 la
expansión del producto nacional bruto de España equivalió
aproximadamente al (relativamente lento) crecimiento demográfico,
y no se registró un aumento proporcionado. Ello se había debido en
grado muy pequeño a la pérdida de la mayoría del Imperio
Hispanoamericano, pues las investigaciones recientes indican que a
este último le correspondió menos del 6 por ciento del producto
nacional bruto en su fase final[2]. No se debió ello tampoco a una
«dependencia» o explotación por parte de potencias más
adelantadas, dado que durante la mayor parte del siglo XIX —
especialmente durante el período de crecimiento más lento— las
condiciones internacionales de intercambio favorecieron a España, y
sólo pasaron a ser negativas ya avanzado el siglo, en un momento
en el que aumentó de hecho la tasa de crecimiento[3]. Ese
lamentable rendimiento económico se debió más bien al
estancamiento parcial de la agricultura, a una expansión muy
limitada de la industria, y al creciente proteccionismo de la política
del Estado, que aisló del todo la mayor parte de la economía
nacional, reduciendo la competencia, el ritmo de adaptación y el
establecimiento de nuevas relaciones de exportación[4]. Como
consecuencia, mientras los productos manufacturados españoles
supusieron en 1800 casi el 5 por ciento del total europeo, se habían
reducido en 1913 a un precario 2 por ciento dentro de una economía
internacional mucho más grande[5].
La venta de la mayoría de las tierras de la Iglesia y comunales
entre 1836 y la década de 1880 desvió gran parte del limitado
capital de España hacia los bienes raíces, creando temporalmente
la ilusión de una renta nacional mayor debido a la rápida expansión
de las tierras de cultivo de cereales, hasta que la disminución de su
productividad reclamó una búsqueda de alternativas. El Estado
absorbía también una proporción considerable del capital disponible
a través de una copiosa emisión de deuda, al tiempo que el
creciente proteccionismo desestimulaba la transformación
estructural. De todas maneras, no escapa al término «cultural» parte
de la explicación del retraso de la industrialización, por la escasa
vocación de las elites españolas a invertir o hacer ensayos en
empresas económicas de nuevo cuño. El fin del antiguo régimen no
terminó en absoluto con las actitudes y valores propios de la vida
tradicional, y la conversión a un sistema de propiedad privada y
métodos capitalistas no generó por sí misma una burguesía muy
productiva. Siguió siendo norma la tendencia a invertir
principalmente en el campo, las fincas urbanas y los bonos del
Estado, excluyendo en cambio las empresas innovadoras
industriales o comerciales, más arriesgadas.
El resultado fue un modelo español, casi único, de
modernización decimonónica, liberal en su estructura institucional
formal, pero de hecho elitista y oligárquico, favorecido por las
condiciones de intercambio que, aunque terminó disfrutando incluso
de una balanza de pagos positiva, permaneció parcialmente cerrado
a la economía internacional, carente de cualquier política activa de
desarrollo industrial y orientado hacia una agricultura semitradicional
que sólo empezó a crecer en productividad y a cambiar lentamente
de estructura después de 1860. Considerado un país pobre de la
Europa del Sur, la renta per cápita de España venía a ser la misma
de Italia en las décadas medias y finales del siglo XIX; Italia
comenzaría a crecer con más rapidez sólo en la década de 1890,
para aumentar intermitentemente su ventaja en la de 1950[6].
La primera década de la Restauración fue relativamente
próspera, y durante unos cinco años a mediados de la década de
1880, España dominó el mercado mundial del vino, debido
principalmente a la epidemia de la filoxera en Francia. La agricultura
aumentó durante el medio siglo que media entre 1860 y 1910 a un
ritmo de crecimiento neto del 1 por ciento anual, mientras que la
expansión industrial alcanzó la modesta cifra de alrededor del 2 por
ciento al año entre 1830 y 1910. Tras el cambio de las leyes mineras
de 1854-1855, se produjo un aumento importante en la producción
de cobre, convirtiéndose España en la mayor exportadora de cobre
de Europa, al tiempo que aumentaban también los envíos al
extranjero del hierro vizcaíno. La producción textil catalana estuvo a
la cabeza de la industria durante la mayor parte de ese período,
beneficiándose sustancialmente de la ampliación del mercado
cubano después de 1882. Sin embargo, se pudo notar un cambio a
la baja en la mayoría de las áreas de la exportación después de
1887 al aumentar casi en todo el mundo las barreras arancelarias.
España se convirtió enseguida en un líder de esa tendencia
mediante su drástica tarifa protectora propia de 1891, que defendía
el mercado nacional, pero hacía muy poco para estimular su
desarrollo ulterior. Hacia 1900 la industrialización se confinaba
principalmente en Cataluña y el País Vasco, seguidos por Asturias y
la región valenciana. La producción textil y alimentaria ascendía al
67 por ciento de la producción industrial, sólo el 13,68 por ciento
correspondía a la metalurgia y la industria química juntas[7].
Durante el siglo XIX tuvo España un índice de crecimiento
demográfico bastante bajo en comparación con la norma europea,
debido al casamiento tardío, a unos índices globales de nupcialidad
bajos y unos índices de mortalidad altos. En 1900 la población del
país alcanzó los dieciocho millones y crecía con más rapidez debido
a la reducción del índice de mortalidad, aunque éste siguió siendo
desmesuradamente alto. En 1930 la población alcanzó casi los 24
millones y se iniciaba entonces finalmente un descenso
impresionante de la mortalidad infantil. Todo el aumento de
población de principios del siglo XX o bien se concentró en las
ciudades o se desplazó hacia ellas, o engrosó la cuantiosa
emigración (principalmente hacia Hispanoamérica), que en 1912
alcanzó un máximo anual de 134 000[8]. El desarrollo urbano se
aceleró a partir de 1890 y durante la primera parte del siglo XX los
centros principales empezaron a adquirir el perfil y los hábitos de las
ciudades típicas europeas modernas.
Durante las últimas décadas del siglo XIX se inició una transición
hacia una agricultura de exportación más intensiva, centrada en el
vino, los productos cítricos y las aceitunas[9]. Las zonas productoras
de cereales de Castilla y León empezaron a perder parte de su
influencia después de 1900, al tiempo que la producción global de
trigo descendía del 41 por ciento de la producción agrícola total en
1797 al 27,5 por ciento en 1910[10]. Por otra parte, la lenta
transformación de las técnicas y los cultivos, junto con la aceleración
de las oportunidades del empleo urbano, se tradujeron en un
descenso de las cifras absolutas de la mano de obra agrícola
masculina de alrededor del 18 por ciento entre 1900 y 1930, aunque
seguía siendo desproporcionadamente grande y adolecía de
desempleo estructural.
Fue en ese período, poco después de comienzos de siglo,
cuando empezaron a ocupar cada vez más la pública atención los
problemas básicos de la agricultura latifundista del Centro y Sur del
país. Los reformadores se dieron cada vez más cuenta de que el
proletariado rural constituía el mayor y más serio problema del país.
Los grandes predios donde trabajaban eran producto de la
expansión aristocrática en la época medieval tardía y la moderna
temprana así como de la transformación de los anticuados patrones
de tenencia en la propiedad privada capitalista durante el siglo XIX.
El problema no se reducía a la desigual distribución, puesto que
hacia 1700 había habido proporcionalmente más campesinos sin
tierras en Inglaterra que en España[11], pero los latifundios ingleses
habían adquirido rápidamente una técnica eficaz y ayudaron con
frecuencia a encabezar la modernización agrícola al tiempo que
dejaban mano de obra disponible para el funcionamiento de la
revolución industrial. En Francia, en cambio, había pasado más
tierra directamente a manos de las clases medias y del
campesinado incluso antes de terminar el antiguo régimen[12].
España no había experimentado ni la modernización de los
latifundios de Inglaterra ni la acusada tendencia a la desmembración
de los mismos de Francia.
La extensión del terreno sometido a cultivo aumentó de 12
millones de hectáreas en 1833 a unos 20 millones en 1910 y 22,4
millones en el catastro de 1930. Este último reveló que 7,5 millones
de hectáreas se concentraban en propiedades de 250 hectáreas o
más, y aproximadamente otro tercio de la tierra estaba en manos de
un 1,8 por ciento del número total de propietarios en predios
mediano-pequeños a mediano-grandes de entre 10 y 250 hectáreas
de extensión, mientras que el tercio restante (para ser precisos, el
36 por ciento) de la tierra pertenecía a un 98 por ciento de los
propietarios de tierras en minifundios de menos de 10 hectáreas. En
las cinco provincias latifundistas de Andalucía Occidental (Cádiz,
Córdoba, Huelva, Jaén y Sevilla) los grandes predios ascendían al
42 por ciento del total[13]. En su conjunto, el 60 por ciento de la
población agraria de Castilla la Nueva carecía de tierras; en
Andalucía era aún mayor ese porcentaje. Esto quiere decir que no
menos del 40 por ciento de la mano de obra agraria de España
carecía completamente de empleo durante parte del año.
La primera fase importante de crecimiento acelerado se produjo
en España entre 1910 y 1930. La agricultura siguió expandiéndose
lentamente, atenida a una reestructuración paulatina, mientras la
industria progresaba lanzada. Durante el medio siglo precursor, de
1860 a 1910, la agricultura, la industria y los servicios habían
crecido a unos ritmos anuales respectivos del 1,5, 2 y 1,6 por ciento,
pero de 1910 a 1930 los mismos aumentaron en un 1,7, 2,5 y 2,9
por ciento[14]. Durante ese intervalo de dos décadas, la economía
española empezó a acortar por vez primera en un siglo la distancia
que la separaba de los países europeos principales, reduciendo
aproximadamente en un 12,5 por ciento, según una medición
catastral, la diferencia existente entre su propio producto
proporcional y los de Gran Bretaña, Francia y Alemania[15].

La lucha por la reforma, 1885-1923

Aunque las autodestructoras convulsiones de 1868-1875


desacreditaron la causa republicana durante más de una
generación, el nuevo Partido Liberal hizo suya enseguida la política
reformista. Sus mayores logros fueron obra del «largo gobierno
liberal» de 1885-1890 que restituyó los juicios por jurado, estableció
una ley formal de asociaciones que legalizaba los sindicatos,
completó un nuevo Código Civil y estrenó el sufragio universal
masculino en las elecciones de 1890.
El lado oscuro de la política de la Restauración residía en su
innata estructura caciquil (la palabra cacique [=jefe de tribu] es de
origen indoamericano). Las elecciones se hacían desde Madrid,
controladas básicamente por los «caciques» locales. Algunos
especialistas sostienen que los sistemas de clientelismo y
caciquismo son naturales e inherentes a las sociedades de Europa
del Sur con anterioridad a su modernización completa. Mecanismos
similares podrían haber existido en Italia, Grecia y Portugal (así
como en otros países). Es cierto también que continuó reinando la
apatía incluso después de la introducción del sufragio universal
masculino, y algunos distritos electorales se constituyeron en forma
de seguros «encasillados» (especie de canonjías) para cualesquiera
candidatos que desearan nombrar quiénes ocupaban el poder. Los
liberales o los conservadores no subían al poder como resultado de
las elecciones, sino que recibían del rey el encargo de «hacerlas»
en favor propio, garantizándose así una mayoría parlamentaria
durante varios años. Sin embargo, incluso en los primeros años, no
toda la opinión pública era apática, y por ese motivo, en las regiones
más adelantadas o donde existía una mayor conciencia política se
hacía necesario recurrir a los pucherazos (consistentes en un fraude
electoral directo o un «cocinamiento» de las elecciones). Al entrar el
siglo XX se hizo más corriente recurrir en algunas zonas a la compra
descarada de votos, y la distribución de favores a nivel local en
vísperas de elecciones fue siempre una práctica común.
Comoquiera que en algunos distritos sólo se presentaba un único
candidato, una medida reformadora de 1907 (conocida como el
artículo 29) se encargó de simplificar los procedimientos usuales y
de eliminar un aspecto del control del sufragio al estipular que a
partir de entonces, los candidatos que se presentasen en distritos
sin competidores, serían declarados elegidos automáticamente. En
consecuencia, se declararon así 119 de un total de 404 diputados
elegidos en 1910, número que ascendió a 146 de 409 en 1923[16].
Durante la mayor parte del siglo XIX España había ido a la
cabeza de la atrasada Europa del Sur y Oriental en el intento de
introducir unas formas políticas liberales de corte moderno y
avanzado en ausencia de la base correspondiente de desarrollo
social y económico. Durante los decenios de 1820 y 1830 el
liberalismo español había constituido una de las principales fuentes
de inspiración contemporáneas de los nacionalistas italianos, los
decembristas rusos y los liberales germanos. Antes del fin del siglo
la experiencia española se vería repetida en diferente medida en
cada uno de los demás Estados independientes de Europa del Sur,
dado que cualquiera de ellos se encontraba con muchas de esas
mismas contradicciones entre la política y la sociedad. Aunque Italia
alcanzó enseguida una estabilidad mayor, ningún otro Estado del
Sur de Europa halló la posibilidad de dejar atrás los sistemas,
esencialmente elitistas y clientelistas, característicos de ese período,
con la posible excepción de la Serbia de finales de siglo[17].
En España el esquema fundamental mencionado de control
electoral nunca se vería quebrantado del todo bajo la monarquía
constitucional. Sin embargo, las elecciones fueron haciéndose poco
a poco cada vez más auténticas en algunas de las ciudades
mayores, y al cabo de pocos años se concedió una representación
algo más amplia a terceros partidos, algunos de ellos republicanos.
Entre 1907 y 1923 se les permitiría a esos republicanos ocupar
entre el 2 y el 4 por ciento de los escaños del Parlamento, a pesar
de que el abstencionismo registrado aumentó después del cambio
de siglo.
La «regeneración» se convirtió en el lema fundamental de
comienzos del siglo XX en respuesta al desastre nacional, imperial y
militar, de 1898. El hecho de que otros países de Europa del Sur
como Italia, Portugal y Grecia experimentaran también humillaciones
extrafronterizas en la década de 1890 era un flaco consuelo cuando
la nueva generación de dirigentes españoles andaba en busca de
claves capaces de acelerar la modernización interna. El primero de
los libros reformistas del género «catastrofista», Los males de la
patria, de Lucas Mallada, había sido publicado nada menos que en
1890. Definía acertadamente el caciquismo no como la causa sino
como un efecto del subdesarrollo social, económico y educativo de
la sociedad. Posiblemente el fallo máximo residía en la educación, a
la que España —que había disfrutado en otro tiempo del sistema
educativo superior proporcionalmente mayor del mundo— le
dedicaba en ese momento o la más baja o una de las más bajas
asignaciones presupuestarias per cápita de Europa. El flaco
existente en la educación pública se veía muy escasamente
compensado por las escuelas católicas que proporcionaban gran
parte de la instrucción elemental. La proporción de personas
capaces de leer y escribir había aumentado de acaso el 35 por
ciento en 1877 a sólo el 44 por ciento en 1900, lo que situaba a
España sólo por delante de Rusia, Portugal y unas pocas regiones
de los Balcanes[18].
Al igual que en Rusia, la cultura de la elite era mucho más
pujante, porque el período regeneracionista coincidió con la «época
de plata» (generación del 98) moderna de las Letras Españolas,
inferior sólo al «Siglo de oro» de principios de la Edad Moderna. En
los años veinte de este siglo, la cultura española presentó figuras de
talla mundial como los pensadores Ortega y Gasset y Unamuno, el
novelista Pío Baroja, los poetas Juan Ramón Jiménez y García
Lorca, un hombre de ciencia del calibre del histólogo Ramón y Cajal
y pintores de vanguardia de la talla de Picasso, Gris y Miró.
Aunque el catolicismo había perdido parte de su posición en la
vida española, la Iglesia seguía siendo una institución importante.
Los liberales habían confiscado en el decenio de 1830 la mayoría de
su patrimonio rústico, pero los sectores moderados del liberalismo
habían logrado enseguida un modus vivendi con el catolicismo,
consagrado en el Concordato de 1851. Durante el resto del siglo XIX
el régimen liberal de España —especialmente bajo el liderato de los
conservadores parlamentarios— fue el más católico y clerical de
todo el suroeste de Europa. Los privilegios especiales de que
gozaba todavía la Iglesia y su hostilidad a la innovación convertían
tanto a la Iglesia como al clero en un blanco continuo de la izquierda
y también del Partido Liberal oficial. El progresismo español
sostenía que, sin unos cambios drásticos y una reducción radical de
la influencia católica en la educación, la cultura e incluso en la
economía, nunca sería posible una modernización y
democratización completa de España[19].
La identidad religiosa del país estaba marcadamente dividida
según las regiones y las clases sociales. El Norte de España era
católico en términos generales, mientras que la Iglesia acusaba
mucho menos su presencia y tenía menos partidarios en el Sur
(diferencia que databa hasta cierto punto de la Edad Media). Por
otra parte le era imposible en gran medida al clero mantener una
presencia adecuada en las zonas urbanas de nueva expansión, por
lo que no únicamente gran parte del campesinado del Sur sino
también la mayoría de la nueva clase obrera iba dejando de ser
católica. La animosidad de los radicales de la clase media y de los
descatolizados obreros se demostró de manera patente en los
grandes disturbios anticlericales de la Semana Trágica de Barcelona
en julio de 1909, en cuya ocasión la destrucción de docenas de
iglesias y otros edificios religiosos puso en dramática evidencia
hasta qué punto se culpaba a la Iglesia de los males de la sociedad
española contemporánea[20].
La España de comienzos del siglo XX era un caso único en
cuanto a la ausencia de una fuerza significativa en el nacionalismo
español, a la vez que, en el otro extremo, habían surgido pujantes
movimientos de nacionalismo regional centrífugo de nuevo cuño que
buscaban la separación del Estado español central. La ausencia de
nacionalismo español es explicable debido a varios rasgos
fundamentales de la historia de España. El Estado español dinástico
tenía ya casi cinco siglos y había sido una gran potencia durante un
prolongado período, mientras que en épocas más recientes no se
había enfrentado a rivalidades importantes o a desafíos con otros
Estados europeos. España no tenía delante ningún estímulo de
unificación nacional ni de irredentismo de importancia. La lenta
modernización frenaba además a los nuevos grupos de interés que
fomentaban el nacionalismo en otros países. Por otra parte, la
ausencia virtual de un nacionalismo español quería decir también
que brillaba por su ausencia el apoyo principal que necesita
cualquier tipo de política derechista moderna potencialmente
autoritaria.
La monarquía española clásica había gobernado un Estado
confederativo, no unitario, por lo menos antes del siglo XVIII, que
había permitido la conservación de instituciones e identidades
regionales distintas, especialmente en la región nororiental de la
Península. Ulteriormente, el lento índice de modernización había
hecho imposible integrar todas esas identidades regionales en una
identidad nacional común, como había ocurrido en el caso de
Francia durante el siglo XIX. O sea que el nacionalismo moderno
catalán y vasco tiene sus raíces en unas instituciones, idiomas e
identidades características, pero no aflora hasta el siglo XIX como
consecuencia de unos patrones de modernización más dinámicos
en estas regiones en comparación con los del promedio español. A
comienzo del siglo XX la industria moderna se acumulaba
desproporcionadamente en Cataluña y el País Vasco. Mientras en la
mayoría de los demás países el regionalismo centrífugo ha
procedido de regiones atrasadas que se sienten postergadas, en
España produjeron esa divergencia las dos zonas de más rápido
desarrollo. En ambas regiones el nacionalismo fue abanderado
especialmente por las clases medias e inicialmente tuvo poco apoyo
entre los trabajadores, especialmente los nuevos inmigrantes de
otras regiones. Al ser Cataluña la parte más moderna y dinámica de
España, el nacionalismo catalán empezó primero a desarrollarse,
surgiendo como una fuerza importante muy al principio del siglo XX.
El nacionalismo vasco fue más lento. Aunque el Partido Nacionalista
Vasco se formó en 1895, no empezó a adquirir una fuerza electoral
significativa hasta la Primera Guerra Mundial ni se convirtió tampoco
en un frente potente hasta el advenimiento de la Segunda
República[21].
Al principio del siglo XX existían dos formas distintas,
competidoras, de movimientos obreros revolucionarios, el
anarcosindicalismo y el socialismo. El anarquismo bakuninista entró
en España en 1868, y la combinación del anarquismo y el
sindicalismo en forma de instrumento organizativo produjo
posteriormente el anarcosindicalismo. Pero sólo surgió un
movimiento permanente de importancia al fundarse la CNT
(Confederación Nacional del Trabajo) en 1910-1911. Se convirtió en
una organización de masas a finales de la Primera Guerra Mundial,
interviniendo en numerosos actos de pistolerismo (violencia política)
y huelgas tumultuosas. En 1927 los anarquistas más inflexibles
organizaron una Federación Anarquista Ibérica (FAI), separada,
para garantizar el predominio de la ideología y la táctica anarquistas
dentro del conjunto de la CNT[22].
La primera agrupación socialista marxista fue organizada en
Madrid en 1879, pero no consiguió muchos miembros. El Partido
Socialista oficial (PSOE) y su movimiento sindical (UGT, Unión
General de Trabajadores) surgieron en 1888. Este partido español
era una organización socialista bastante típica de la Segunda
Internacional, dedicada a la actividad sindical y a presentarse a las
elecciones, renunciando a toda militancia revolucionaria en pro de
ganancias tangibles. Durante casi una década del siglo XX no llegó a
ganar un solo escaño en el Congreso, hasta que una «conjunción»
electoral con los republicanos efectuada en 1910 situó por fin a un
socialista en las Cortes. El asunto del comunismo y la Tercera
Internacional dividieron lastimosamente el partido después de 1919.
El socialismo español optó finalmente por la Internacional «Dos y
media» o Reconstruccionista, encabezada por los austríacos, a
medio camino entre el revolucionarismo y la socialdemocracia.
Aunque el número de miembros había caído a plomo en 1923, el
partido se fijó un derrotero estricto no comunista[23].
A esas alturas el anarcosindicalismo había dejado totalmente
atrás al socialismo dentro de la organización trabajadora y la CNT
se había convertido en el mayor movimiento laboral de masas de
España con casi un millón de miembros, siendo el primero y único
movimiento de masas anarcosindicalista de toda Europa. Los
marxistas lo atribuían con disgusto al atraso español y a la
estructura de taller pequeño de la industria española, que no
producía unas concentraciones de trabajadores tan densas como
las de otros países más adelantados o incluso de la atrasada Rusia.
Sin embargo, visto que el marxismo ganaba adhesión de masas en
algunas sociedades decididamente más atrasadas que España y
que el anarcosindicalismo no tenía tampoco un éxito similar en
ninguna otra sociedad menos adelantada que España, el argumento
sólo del atraso es totalmente inadecuado para explicar este
fenómeno, en el que hay que considerar otros muchos factores. En
Rusia, por ejemplo, los anarquistas lograron arraigo entre los
campesinos ucranianos y los obreros y artesanos judíos, residentes
unos y otros en aldeas y ciudades pequeñas, y representantes
además de los sectores más individualistas de la sociedad. Por otra
parte, los anarquistas de San Petersburgo estaban ganando apoyo
rápidamente en algunas de las áreas industriales más modernas y
concentradas en vísperas del golpe de Lenin de 1917.
Durante el siglo XIX y principios del XX, el Estado español era
débil, más débil desde luego que en algunos otros países
subdesarrollados. La falta de penetración estatal facilitaba a los
anarquistas el concebir el Estado como un factor nulo o negativo,
haciéndose más fácil ignorarlo al no ser una fuente de progreso, ni
siquiera de un poder decisivo. Por otro lado, la sociedad española
tenía una larga tradición histórica de localismo y particularismo,
pactista y confederativo a nivel nacional, y traducido en un
autogobierno de facto a nivel local[24]. El anarcosindicalismo echó
raíces tanto en el atrasado Sur agrario como en una Cataluña que
se modernizaba e industrializaba. En ambos casos ese proceso se
veía alentado probablemente por el muy amplio contexto social y
cultural. En la Andalucía Suroccidental, donde el anarquismo había
ganado el respaldo más fuerte, las clases medias bajas y los
obreros de las ciudades se habían sentido muy atraídos desde
mediados del siglo XIX hacia un republicanismo radical sumamente
individualista, igualitario y anticlerical, muy apto para crear un
ambiente más propicio a un movimiento libertario entre las clases
trabajadoras. Además, los anarquistas andaluces no atraían
solamente a la gente más depauperada, sino a una sección
transversal más amplia de la sociedad[25]. La Cataluña de
comienzos del siglo XX rebosaba individualismo y particularismo
político a nivel burgués, situación acaso no totalmente ajena al
creciente libertarismo de los trabajadores.
El éxito del anarcosindicalismo en España se atribuía en parte al
fracaso socialista. La UGT, socialista, fue fundada inicialmente en
Barcelona, con mucho el centro proletario de todo el país, pero la
directiva madrileña del movimiento no se entendió con Cataluña y
terminó retirándose a la capital de España[26]. El socialismo español
era al principio intolerante, rígido y carente de imaginación. Andaba
a la greña tanto con los sindicalistas moderados de Cataluña[27]
como con los anarquistas incendiarios y tardó mucho en desarrollar
una estrategia capaz de alcanzar el proletariado más numeroso y
pobre, situado no en las ciudades sino en la España profunda del
Sur. Mientras la UGT se atenía al restrictivo principio de los
sindicatos gremiales, la CNT adoptó en 1919 el sindicato único
(sindicalismo industrial), elevando al máximo su potencial de
movilización.
En último término, los anarcosindicalistas de la CNT tuvieron
más éxito en el desarrollo de un sindicalismo radical sencillamente
porque eran más radicales, y también más violentos, practicando a
menudo la violencia contra los trabajadores que se resistían a unirse
a sus filas. La violencia y el revolucionismo anarcosindicalista
terminaron formando un círculo vicioso perpetuado traducido en una
autorradicalización de las relaciones industriales que con frecuencia
forzaba la decisión, provocando una polarización de actitudes y
acciones laborales que nunca habrían adoptado ese mismo curso a
través de medidas sindicales pacíficas como las que practicaban
normalmente los socialistas. El anarcosindicalismo evidenció en
consecuencia una capacidad de autogeneración revolucionaria de la
que carecían sencillamente los marxistas, más disciplinados y
moderados[28].
Hubo un movimiento lento pero creciente en general hacia la
organización y regularización en la sociedad española posterior a
1900, al entrar en el orden del día político oficial la reforma social
profesional. En 1903 se estableció bajo la égida del Estado un
Instituto de Reformas Sociales para llevar a cabo investigaciones y
compilar informaciones que permitieran estimular la mejora de las
condiciones sociales[29]. Algunas medidas gubernamentales
destinadas a fomentar los limitados seguros de los trabajadores
fueron seguidas por la formación del Instituto Nacional de Previsión,
una organización de tipo también semiautónomo para estudiar los
problemas de las pensiones y recomendar posibles mejorías.
Aunque despacio, cobró impulso el mejoramiento de las condiciones
laborales. En la industria textil la jornada de trabajo se vio limitada
por una ley en 1913 a diez horas (aunque a todas luces no se
convirtió en realidad) y en 1920 la de los mineros del carbón se
redujo a siete horas, al tiempo que se incorporaba al gobierno ese
mismo año un Ministerio de Trabajo. Entretanto, los intereses
comerciales, industriales y agrícolas del país empezaron a cobrar
cierto grado de organización corporativa en vísperas de la Primera
Guerra Mundial, al tiempo que las clases profesionales españolas
pequeñas y los empleados del Estado empezaban a formar también
sus propios grupos corporativos[30].
Los seis años últimos de la monarquía parlamentaria regular
(1917-23) constituyeron una época de crisis continua[31]. La
neutralidad en la Primera Guerra Mundial estuvo acompañada por
una actividad económica acelerada y escaseces puntuales que a su
vez provocaron inflación y un rápido aumento del descontento entre
los obreros y los trabajadores del campo[32] y en las clases medias
profesionales[33]. León Trotsky (exiliado temporalmente en España
en 1916) anticipó la idea de que España se había convertido en la
«Rusia del Oeste», una sociedad atrasada atrapada ahora en unas
contradicciones evolutivas sin salida que la hacían madura para la
revolución. Esa idea fascinó también a varios pensadores españoles
de primera fila[34] e iba a reaparecer con más fuerza bajo la
Segunda República. Se vio estimulada momentáneamente por la
triple crisis de 1917, que provocó la impresión de que España se
tambaleaba al borde de un caos por el estilo del de Rusia.
Lo que, en realidad, se había desarrollado en España durante la
Primera Guerra Mundial no era tanto una situación revolucionaria
como una crisis de autoridad[35]. Al ser el país más grande e
importante de la Europa neutral, España se aprovechó
considerablemente del conflicto, que también la dividió a su vez
cada vez más. La escisión existente entre los germanófilos,
conservadores, y los izquierdistas y liberales que respaldaban a la
Entente era más seria que en ningún otro país neutral excepto
Grecia, y produjo una «guerra civil de palabras» y la primera gran
polarización de izquierda-derecha del siglo. Los conservadores se
dieron cuenta de que España no poseía ni la fuerza ni la ventaja
geográfica precisas para intervenir del lado de Alemania y se
concentraron con éxito en mantener neutral al país, mientras los
izquierdistas y liberales hacían presión a favor de una intervención
del lado de la Entente. El gobierno conservador de 1914-1915 cayó
en diciembre de 1915 después de una pequeña crisis de
procedimiento parlamentaria, pero la administración liberal que lo
sucedió carecía de poder para gobernar con eficacia y sólo
consiguió malquistarse con los militares.
Tres drásticas iniciativas nuevas hicieron su aparición en el
crítico año de 1917. Muchos jefes y oficiales del ejército ingresaron
en una nueva organización ilegal de los mismos (una especie de
sindicalismo militar), las Juntas Militares, que dio pábulo a la
insubordinación, pidió aumento de sueldo y ejerció una fuerte
presión sobre el gobierno[36]. Los catalanistas y otros elementos
progresistas situados fuera de los dos partidos principales
aprovecharon la oportunidad para convocar una «Asamblea
Parlamentaria» autónoma en Barcelona para presionar en pro de
una reforma constitucional de envergadura, pero no lograron el
apoyo de los militares ni de los sectores más liberales de los
partidos del establishment. Por último, la socialista UGT hizo en
agosto el esfuerzo más serio en forma de una huelga general en
España para exigir mejoras económicas y reformas políticas
democráticas, pero no logró conseguir el pleno respaldo de la CNT
ni un apoyo amplio del mundo laboral en general[37]. Cada una de
esas iniciativas representaba intereses distintos y tenía objetivos
incompatibles entre sí, lo que suponía una escasa amenaza para el
sistema establecido.
Inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, las
dificultades del ajuste económico se vieron exacerbadas por dos
problemas nuevos e importantes. Uno fue el nacimiento de una
violenta lucha de clases en las zonas industriales por vez primera en
la historia de España. En 1919 la CNT era un movimiento de masas
(con casi un millón de miembros) capaz de generar huelgas a gran
escala acompañadas de asesinatos políticos. La violencia había
empezado en Barcelona en 1917, fomentada en parte por agentes
alemanes que trataban de desbaratar un centro industrial puesto al
servicio de los aliados. El sector más temerario de la CNT recurrió a
la violencia política en forma de pistolerismo, que halló por
respuesta la vigilancia particular de una «policía empresarial»,
seguida a su vez por una represión estatal bajo ley marcial (en la
que la policía regular hizo uso de la ley de fugas «abatido cuando
intentaba escapar[38]»). La aparición del nuevo y pequeño Partido
Comunista de España (PCE) no hizo más que empeorar el
problema.
Entre 1918 y 1920 el intenso conflicto existente en los centros
industriales se combinó con el llamado «Trienio bolchevique» de las
provincias agrarias del Sur y del Centro-Sur. De hecho ese «trienio»
sólo duró de la primavera de 1918 a la de 1920 en forma de huelgas
y disturbios generalizados de los trabajadores del campo,
incluyendo numerosos casos de incendios y destrucción de
propiedades. La violencia (pistolerismo) contra las personas fue
mucho menos común en el área rural, pero las huelgas campesinas
provocaron en una ocasión la intervención del ejército y suscitaron
un temor extendido, aunque totalmente exagerado, a que los
despojados trabajadores del campo españoles trataran de emular a
los bolcheviques de Rusia[39].
El otro nuevo problema capital residía en la prolongada guerra
colonial en el nuevo protectorado marroquí de España. Después de
la debacle de 1898 el neoimperialismo tenía menos apoyo en
España que en cualquier otro país europeo importante (o que en
muchos de los pequeños). Aunque estaban en juego intereses
económicos españoles de poca monta, el factor principal que llevó al
gobierno a establecer un protectorado en el 5 por ciento norteño de
Marruecos en 1913 tuvo probablemente un carácter más defensivo
que agresivo: evitar el flanqueamiento total tanto geográfico como
militar por parte de Francia y el postergamiento absoluto ante las
demás potencias occidentales de Europa. Las cabilas de nativos del
Norte de Marruecos eran hostiles y belicosas. Un conflicto de
fronteras habido allí había provocado indirectamente ya una crisis
política nacional de importancia en España en 1909. Tras el fin de la
Primera Guerra Mundial, se hizo un esfuerzo para ocupar el
protectorado español entero, dejado hasta entonces en gran parte
en manos de los rifeños, pero el inepto ejército español sufrió una
resonante derrota en el Rif en 1921, seguida de dos años de
humillante estancamiento. La guerra de Marruecos era la más sucia
y difícil existente en el momento en cualquier parte del mundo
afroasiático. Se traducía en una creciente discordia intestina en
España al resistirse los políticos civiles a adoptar una política militar
más dinámica y costosa, a la vez que parte de los mandos del
ejército pedían insistentemente una venganza y la conquista total.
Todo ese tiempo respiraba el país entero una exigencia mayoritaria
de una investigación oficial de las «responsabilidades» del desastre
de 1921, y los jefes del ejército temían que esa campaña pudiera
llevar a un debilitamiento de las instituciones militares.
En medio del creciente descontento y hastío político, los antiguos
partidos republicanos no eran capaces de presentar una alternativa
viable, no tanto a causa del falseamiento electoral (aunque siguió
produciéndose durante 1923) como a su propia falta de prestigio y
seguidores. El desastre supuesto por la República Federal de
1873-1874 —cuatro presidentes en un año y una virtual
desintegración cívica nacional— había desacreditado al
republicanismo durante dos generaciones. La primera señal de una
revitalización republicana fue el apoyo ganado entre los obreros y
los electores de clase media baja en Barcelona en los años
posteriores a 1900 por el demagógico Partido Republicano Radical,
recientemente fundado por Alejandro Lerroux[40]. Dado a un
anticlericalismo feroz, su apogeo fue fugaz, arrollado enseguida por
la expansión de la izquierda revolucionaria y también del
catalanismo. Una forma nueva y más pragmática de republicanismo
surgió en el Partido Republicano Reformista de Melquíades Álvarez
en 1914, que hacía más hincapié en los principios básicos de la
reforma política y la democracia que en la instauración de una
república[41].
En términos generales, el republicanismo existente en el
contexto español abogaba por una democracia parlamentaria directa
y el cumplimiento de todas las reformas identificadas con el
liberalismo clásico de la clase media, incluyendo la separación de la
Iglesia y el Estado, una rápida expansión de los medios educativos y
una reforma administrativa e institucional básica. Los republicanos
se diferenciaban entre sí respecto a problemas como la
centralización frente a la descentralización y demostraban escaso
interés por reformas sociales dirigidas por el Estado que no
concernieran a los derechos civiles, la democratización política y la
expansión educativa. A pesar de ello, el Partido Socialista estableció
alianzas electorales temporales con algunos grupos republicanos
sobre la base de un reformismo político democrático entre 1910 y
1918. Aun así, los pequeños partidos republicanos demostraron su
incapacidad para beneficiarse del creciente descontento social y
político anterior a 1923, y los reformistas de Melquíades Álvarez
terminaron uniendo fuerzas con el Partido Liberal del establishment
monárquico.
En 1923 el sistema parlamentario había llegado a un bajo nivel
de estimación. Los partidos establecidos estaban divididos y eran
ineficaces, al tiempo que los grupos de la oposición carecían de
fuerza o de acceso legal. Aunque a finales de 1922 se formó una
nueva «Concentración Liberal» que controló completamente las
elecciones de mayo de 1923, la mayoría de los hombres mayores
de edad de hecho ni siquiera intentaron votar, y la opinión pública
acusaba en su conjunto un abismo entre el pays réel y el pays
officiel. (Véase la tabla 1.1.) Reinaba un clima de crisis permanente
aunque poco acusada, y en medio del descontento general, un
pequeño número de generales del ejército tomaron la iniciativa para
llevar a cabo un nuevo pronunciamiento destinado a desplazar —
aunque sólo con carácter temporal— a los políticos parlamentarios.
Encabezado por el general Miguel Primo de Rivera, aquel
levantamiento incruento que se inició el 13 de septiembre de 1923,
apenas tropezó con resistencia por parte del gobierno
parlamentario, que parecía estar ansioso de dimitir. El rey,
Alfonso XIII, presidió una monarquía constitucional cuyo soberano
era más el regulador del acceso que un simple espectador pasivo de
unas elecciones democráticas genuinas. Había sido siempre
responsabilidad de la Corona determinar qué líder o grupo debía
formar el gobierno siguiente, dado que bajo el sistema del
liberalismo oligárquico el gobierno siguiente no era fruto de unas
elecciones democráticas que, de hecho, no se efectuaban nunca.
Era en realidad el nuevo gobierno quién dirigía y controlaba siempre
unas elecciones hechas para obtener una mayoría parlamentaria y
gobernar con ella. Comoquiera que el gobierno parlamentario
decidió de hecho dimitir, don Alfonso le confirió al general Primo de
Rivera el cargo de Primer ministro para que formase un gobierno
propio con el objeto de resolver la crisis y decretar las reformas
necesarias y ser sucedido a continuación por la reanudación del
funcionamiento constitucional normal. Aunque se procuró en un
principio disfrazar aquel drástico cambio con una fachada de
legalidad, se trataba de hecho de una dictadura de urgencia que dio
lugar a la primera dictadura militar en la historia de España[42].
Tabla 1.1. Abstencionismo voluntario y forzado en las elecciones españolas,
1899-1923

Votantes Porcentaje de Porcentaje de votantes Porcentaje total de


Año
registrados abstenciones afectados por el artículo 29 no votantes
1899 4 273 000 35 … 35
1901 4 300 000 33 … 33
1907 4 579 000 33 … 33
1910 4 650 000 24 29 54
1914 4 714 000 31,2 21,1 52,4
1916 4 754 000 31,5 35,7 67,2
1918 4 720 000 29,6 11,3 40,9
1919 4 720 000 36 19,4 55,4
1920 4 750 000 33,6 17,6 51,2
1923 4 783 000 35,5 35,1 70,6

Fuente: Miguel Martínez Cuadrado, La burguesía conservadora (1874-1931),


Madrid, 1973, 404.

La dictadura de Primo de Rivera, 1923-1930

La primera dictadura española del siglo XX no se inició


esgrimiendo una doctrina o ideología explícitas, sino simplemente
con el objetivo de salvar a España de la oligarquía política que la
había maladministrado, restableciendo la ley y el orden y la unidad
nacional, haciendo frente a los problemas financieros y económicos
y resolviendo el embrollo de Marruecos. Por su parte Primo de
Rivera era un general muy profesional, de sólido prestigio militar,
valiente y jovial, que había alimentado crecientes ambiciones
políticas en los últimos años. Negando sin embargo albergar deseos
de dictador, anunció al principio que su nuevo «Directorio Militar»
gobernaría sólo durante noventa días, e insistió en que la
Constitución del año 1876 seguía siendo la ley de la nación.
El problema más fácil de resolver fue el del orden público. La ley
marcial puso rápido fin a la violencia política; en los siete años
siguientes se oyó hablar poco de los anarquistas y comunistas.
«Salvar a España de los políticos» resultó en cambio una cosa
mucho más difícil, porque los jefes militares estaban muy poco
preparados para hacer frente a los complejos problemas
administrativos. Pasaron enseguida los noventa días, pero el
Directorio Militar gobernó durante dos años y medio, dando paso por
último en febrero de 1926 a un gabinete regular, compuesto
principalmente por civiles, pero encabezado siempre por el dictador
temporal.
Al principio el problema más difícil de abordar fue el de
Marruecos. El ejército español carecía sencillamente de la fuerza y
eficacia necesarias para aplastar la insurrección y ocupar todo el
protectorado. Durante 1924 Primo de Rivera tuvo que llevar a cabo
una retirada estratégica parcial a un costo considerable, a fin de
acortar las líneas españolas y proporcionarse un área de respiro
donde organizar las unidades de combate. El jefe rifeño Abdul Karim
cometió entonces el fatal error de irrumpir también hacia el Sur en la
zona francesa, lo que se tradujo en una cooperación militar
francoespañola que atrapó a sus huestes en un torniquete a partir
de 1925. Una operación francoespañola anfibia ocupó el corazón de
la zona insurgente y en 1926 los rebeldes habían quedado
derrotados, completándose las operaciones finales de limpieza
durante los dos años siguientes[43].
El otro triunfo de la dictadura fue el desarrollo económico. El
nuevo régimen cabalgó en la cresta de la gran prosperidad de los
años veinte, lo que se tradujo en la más rápida industrialización de
la historia de España. La expansión de la renta nacional y estatal
permitió a la dictadura acometer el mayor programa de obras
públicas visto nunca en España, iniciando la construcción del
sistema de carreteras modernas del país, y promover un crecimiento
económico ulterior[44]. En las relaciones laborales introdujo un
sistema de comités paritarios (de representación igual) que hacían
de árbitros entre el capital y el trabajo en la negociación de nuevos
contratos. La socialista UGT accedió a participar en ese sistema,
que benefició a algunos sectores del trabajo industrial, pero sin
llegar a tener nunca alcance nacional[45].
El problema insoluble de la dictadura fue la reforma política.
Primo de Rivera trató al principio de fomentar la honestidad y la
eficiencia en la administración provincial nombrando como
supervisores a delegados militares, pero ello creó más problemas
que soluciones, y nunca llegó a realizarse una descentralización
proyectada del gobierno y la administración locales. Ocurrió de
hecho lo contrario, porque la limitada autonomía otorgada a las
cuatro provincias catalanas en 1913 (la Mancomunitat) fue abrogada
enseguida, dejando a los catalanes y vascos cada vez más
agraviados con el renuevo de la centralización[46].
La dictadura tuvo el respaldo de una especie de frente cívico, la
Unión Patriótica Española (UPE), formada en 1924, adicta a un
amorfo credo basado en el nacionalismo, un catolicismo derechista,
y un gobierno fuerte autoritario, junto con unos principios
corporativos en la organización económica y política. Da la
impresión de que Primo de Rivera tenía in mente un futuro político
basado en algún tipo de fuerza nacionalista moderna de derechas
complementada por un Partido Socialista domesticado que podría
representar el trabajo organizado, aunque de hecho sus planes eran
demasiado confusos para cristalizar en alternativas bien definidas.
La dictadura puso también énfasis en unas relaciones estrechas con
la Iglesia católica que no se tradujeron sin embargo en un apoyo
económico excesivo.
Al cabo de cinco años se hizo un esfuerzo para emprender una
reforma constitucional a través de la convocatoria de una Asamblea
Nacional elegida por representación corporativa indirecta en vez de
unas elecciones directas. Atestada de partidarios de la dictadura,
propuso convertir el sufragio corporativo parcial en un sistema
permanente, reduciendo el alcance de las elecciones directas y
aumentando mucho los poderes de la Corona y del ejecutivo central.
Aunque la dictadura había sido recibida positivamente por la
mayoría de la opinión de la clase media en 1923, había sido
completamente incapaz de plasmar algún tipo de nuevo consenso a
favor de un sistema más autoritario como solución a largo plazo. La
reforma constitucional propuesta en 1928-1929 fue ásperamente
criticada por una prensa todavía básicamente libre y consiguió poco
apoyo, desconcertando en último término tanto a Primo de Rivera
como al rey antes de ser arrumbada calladamente[47].
La dictadura había sobrevivido ya con mucho cualquier utilidad
que hubiera brindado anteriormente y había sido completamente
incapaz de proporcionar una alternativa política. A comienzos de
1930 el descontento aumentaba por todas partes. La agricultura se
resentía ya del comienzo de la depresión, el presupuesto estaba ya
muy sumido en los números rojos y la peseta había caído en
barrena. Incluso aquellos hombres de negocios que habían apoyado
en su día al régimen se habían vuelto más escépticos, mientras la
burguesía catalana en particular se había vuelto completamente
contra él. Los socialistas se habían distanciado cada vez más[48],
mientras que los intelectuales y la pequeña pero ruidosa población
estudiantil universitaria se habían lanzado a una oposición
estrepitosa[49]. Por primera vez en dos generaciones los partidos
republicanos crecían rápidamente. Por último, y esto fue lo más
decisivo, la dictadura había perdido el respaldo de los militares,
algunos sectores de los cuales habían sido siempre fríos para con
ella. Primo de Rivera padecía a esas alturas una seria diabetes y se
había aletargado. El rey estaba cada vez más desconcertado con la
dictadura y era lo suficientemente perspicaz para no sentirse atraído
por ninguna propuesta de constitución autoritaria. Ante una parte de
los militares en activa conspiración contra un dictador militar, Primo
de Rivera accedió a la petición real de su dimisión a finales de enero
de 1930.
El dictador se había ido, pero después de seis años y medio, no
era demasiado fácil deshacerse del gobierno autoritario. Todas las
alternativas derechistas se había desacreditado al tiempo que crecía
la oposición republicana e izquierdista. La iniciativa quedaba ahora
en manos de un monarca cada vez más desconcertado que
encontraba muy difícil desmontar del tigre en que se había
convertido el autoritarismo de derechas.
CAPÍTULO 2

LA TRANSICIÓN REPUBLICANA, 1930-1931

Durante decenios después del desastre de la República Federal,


los adultos españoles solían comentar al ver crios peleando, «esto
es una república». Durante los primeros años del siglo XX, sólo una
minoría relativamente pequeña de la gente interesada en el
progreso y la reforma se sentía atraída por las agrupaciones
republicanas. Aquello empezó a cambiar después de 1925, pues la
continuación de la dictadura ayudó a crear condiciones idóneas para
la máxima expansión del republicanismo en la historia de España.
Ese aumento repentino fue promovido además por la constante
campaña propagandística de la dictadura para desacreditar los
antiguos partidos parlamentarios monárquicos por su corrupción e
ineptitud. Estos últimos tenían en la sociedad unas raíces
relativamente superficiales y una organización endeble. Su vida se
había centrado en torno a las elecciones y las sesiones
parlamentarias; como ninguna de ellas existía desde 1923, se
habían extinguido en su mayoría durante un período de varios años.
Como consecuencia, la creciente repulsa contra la férula autoritaria
y la asociación de la monarquía con ella, produjeron una nueva ola
de apoyo en sectores considerables de la intelectualidad y de clases
medias anteriormente nada atraídas por el republicanismo.
Se veía alentada también una nueva orientación por los rápidos
cambios experimentados en la estructura social y económica y hasta
cierto límite en la cultura española en los años transcurridos entre
1915 y 1930. Ello produjo la expansión proporcionalmente más
rápida de la población urbana y de la fuerza laboral industrial de
toda la historia de España. (Véase tabla 2.1.) Entre 1910 y 1930 el
empleo industrial se había casi duplicado, del 15,8 por ciento de la
fuerza laboral al 26,5 por ciento. Aquello superó incluso el
desplazamiento proporcional hacia el empleo industrial de la gran
década de prosperidad de la segunda postguerra mundial en la
década de 1960, única época que igualó a los años 20 como
período de expansión y modernización[1]. Aunque la agricultura
siguió siendo el sector individual más grande, en 1930 el porcentaje
de la población activa dedicada a la agricultura y la pesca se había
reducido a menos de la mitad por primera vez, habiéndose contraído
del 66 por ciento en 1910 al 45,5 por ciento de 1930, una
disminución proporcional nunca igualada antes o después[2].
España había dejado de ser el país abrumadoramente rural y
agrario de antes de 1910. Debido a la expansión urbana y a la
prosperidad del transporte y las comunicaciones, el crecimiento del
empleo en los servicios fue incluso más rápido que el de la industria,
aumentando de un 20,8 por ciento en 1920 al 28 por ciento en 1930.
Esto constituía también un indicador capital del aceleramiento de la
modernización social y económica[3].
Tabla 2.1. Cambios de la fuerza laboral española, 1920-1930

Sector Porcentaje en 1920 Porcentaje en 1930


Agricultura y pesca 57,2 45,5
Minería 2,3 2,1
Industria fabril 15,6 19,2
Construcción 4,1 5,2
Total de la industria 22,0 26,5

Transporte y comunicaciones 2,9 4,6


Comercio 5,9 7,6
Otros servicios 12,0 15,8
Total de servicios 20,8 28,0

Fuente: Estadísticas históricas de España siglos XIX-XX, Madrid, 1989, 79.


La fuerza laboral activa totalizaba en 1930 aproximadamente
8 773 000 personas. De ellas, unos 2 325 000 eran trabajadores
industriales, alrededor de 1 900 000 trabajadores del campo y casi
2 500 000 pertenecía a los servicios. Había más de un millón de
propietarios minifundistas, 700 000 arrendadores y aparceros
rurales, 400 000 hombres de negocios y artesanos en menor escala,
y unos 225 000 funcionarios gubernamentales. Los terratenientes de
bastante importancia eran unos 12 000 y los sirvientes domésticos
unos 350 000[4].
Estaban en marcha mejoras considerables en materia de
educación. El analfabetismo de la población adulta descendió en
casi un 9 por ciento durante los años 20, constituyendo también la
mejora más rápida hecha en el curso de diez años en toda la
historia de España. También experimentaban una rápida expansión
las oportunidades para la mujer, otro indicador básico. La proporción
de mujeres dentro de la fuerza laboral aumentó casi en un 9 por
ciento durante los años 20, y es digno de destacar que el porcentaje
de ellas entre los estudiantes universitarios casi se duplicó de un
4,79 a un 8,3 por ciento en los cuatro años que median entre 1923 y
1927. Por otra parte, el número absoluto de estudiantes
universitarios casi se duplicó también entre 1923 y 1930. Aunque
España seguía estando seriamente subdesarrollada frente a la
Europa del Noroeste, aquellos rápidos cambios se iban traduciendo
en una sociedad cada vez más educada, cada vez más ubicada en
ciudades y potencialmente más sintonizada con una
democratización, algo equivalente a lo que un historiador ha llamado
«un ambiente republicano[5]». Se estaba produciendo asimismo un
nivel mucho más elevado de conciencia social y política y una
acusada revolución en el aumento de expectativas, especialmente
entre los trabajadores industriales y los jornaleros del campo. Desde
luego, aquellas expectativas iban a revestir tal dimensión que con
toda lógica cualquier sociedad democrática que no hubiese
alcanzado todavía una modernización completa iba a hallar grandes
dificultades para satisfacerlas, sobre todo en un momento de
incipiente depresión.
Ante estos hechos, aunque una pequeña minoría de
monárquicos de derecha estaban a favor del establecimiento de un
sistema de autoritarismo real vagamente similar a la dictadura
monárquica impuesta unos meses antes por el rey Alejandro en
Yugoslavia, esto no constituía una opción para Alfonso XIII, quien
nunca la consideró en serio. La opinión cívica no la habría tolerado
mucho tiempo, y la respuesta habría sido probablemente una
sublevación militar. Para el rey y sus consejeros, la única alternativa
viable residía en tratar de facilitar el regreso al sistema
parlamentario anterior a 1923. Como éste ya no existía, no se podía
intentar esa transición de la noche a la mañana.
El 30 de enero de 1930 fue nombrado un nuevo gobierno
provisional a las órdenes del general Dámaso Berenguer, un
miembro de la casa militar del rey que había asumido en el pasado
altos cargos militares, aunque había evitado una implicación directa
en las controversias políticas de la dictadura. Para iniciar un regreso
gradual a la constitucionalidad, su gobierno canceló rápidamente las
medidas políticas principales de Primo de Rivera. Fue disuelta la
Asamblea Nacional corporativa, se decretó una amnistía política
general, y fueron restituidos en sus cargos los catedráticos
universitarios depuestos por la dictadura. Se levantó en abril la
prohibición impuesta a la CNT anarcosindicalista; aumentaron
enseguida palpablemente la actividad sindical y los movimientos de
huelga. Pero nada de ello fue suficiente para conseguir la
participación pública de los antiguos líderes parlamentarios[6]. El
gabinete de Berenguer estuvo compuesto en consecuencia por
monárquicos ultraderechistas y por unas cuantas figuras de
segunda fila del viejo Partido Conservador. No representaba a
ningún sector importante de la sociedad política y por lo mismo
mantuvo una actitud vacilante ante el dilema del salto al vacío de
unas nuevas elecciones[7].
Algunos de los políticos más liberales del antiguo sistema
apañaron entre ellos un «Bloque Constitucional», pero era poco más
que un grupo de tertulia de las elites y carecía de base sólida. En el
extremo opuesto, varias figuras reciamente identificadas con la
dictadura, como el ministro de Hacienda de Primo de Rivera, José
Calvo Sotelo, organizaron una nueva «Unión Monárquica Nacional»,
destinada a abrir camino a un sistema autoritario de derechas de
carácter más permanente. Este grupo siguió siendo muy reducido y
elitista, aunque estaba flanqueado por otras nuevas minúsculas
organizaciones ultraderechistas[8].
Proliferaron rápidamente las nuevas organizaciones
republicanas. El único partido republicano «histórico» de alguna
cuantía era el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux,
que se había ido moderando conforme pasaban los años hasta
terminar convirtiéndose en una especie de democracia liberal
centrista, equidistante de la derecha y de la izquierda. En cambio, el
viejo Partido Republicano Federal era un cascarón vacío. Era más
importante la nueva agrupación Acción Republicana, formada en
1925 y dirigida por intelectuales y profesionales más jóvenes, entre
ellos, el más destacado Manuel Azaña, jefe de departamento del
Ministerio de Gracia y Justicia. Esa nueva organización proponía un
tipo de república reformista más radical e izquierdista que el ya
anticuado Partido Radical.
Se había unido a esas tres formaciones el Partit Catalanista
Republicà, formado en su origen como ala izquierda del catalanismo
político en 1917 para crear una Alianza Republicana informal en
1926. Las organizaciones republicanas no fueron de hecho
especialmente activas al principio dentro de la oposición a Primo de
Rivera, que había estado dirigida en cambio por figuras militares,
políticos monárquicos reformistas, intelectuales inconformistas y
estudiantes universitarios. Sólo empezaron a ponerse muy en boga
cuando el descontento alcanzó proporciones mayores en
1929-1930. Algunos de los republicanos más extremistas se
escindieron de las demás organizaciones en 1929 dando lugar a un
partido más avanzado, de tipo jacobino, el Partido Republicano
Radical Socialista, inspirado sin duda en la terminología francesa de
finales de siglo. En 1930 Acción Republicana se había constituido
en partido político, y figuras del máximo relieve del régimen
parlamentario anterior, como el ex primer ministro conservador José
Sánchez Guerra[9], el católico progresista Ángel Ossorio y Gallardo,
y el reformista Melquíades Álvarez habían hecho declaración pública
de su falta de fe en la monarquía al tiempo que el jefe de una rama
menor de los antiguos liberales monárquicos, Niceto Alcalá Zamora,
y Miguel Maura, hijo del famoso y cuatro veces Primer ministro
conservador, se declararon por su parte republicanos. Al unirse,
formaron un nuevo partido republicano conservador, la Derecha
Liberal Republicana (DLR), mientras tres de los principales
intelectuales del país, encabezados por el mundialmente famoso
pensador José Ortega y Gasset, organizaban una pequeña
Agrupación al Servicio de la República[10].
Las fuerzas republicanas iban cobrando envergadura sobre todo
en la mayoría de las regiones centrífugas (a excepción de las
provincias vascongadas, de carácter más conservador). Las dos
nuevas agrupaciones catalanistas de izquierda, la ultraliberal Acció
Catalana y el extremista Estat Català, eran ambas republicanas,
aunque el ala izquierda de la primera se había escindido
recientemente con el nombre de Acció Republicana de Catalunya, si
bien ambas alas volvieron a unirse en febrero de 1931 para formar
una coalición nueva, la Esquerra Republicana de Catalunya[11]. En
Galicia los republicanos regionalistas formaron su propio partido
ORGA (Organización Republicana Gallega Autónoma), mientras se
desarrollaba en la región valenciana un partido republicano
regionalista, similar, aunque algo más débil.
Las agrupaciones republicanas unieron sus fuerzas en una
reunión efectuada en San Sebastián el 17 de agosto de 1930. Su
acuerdo, conocido posteriormente como el «Pacto de San
Sebastián», reunió a los radicales, la Acción Republicana, los
radical-socialistas, la ORGA, los tres partidos catalanistas y la más
conservadora DLR, que estarían representados juntamente por un
«Comité Ejecutivo de la Conjunción», encabezado por el moderado
Alcalá Zamora de la DLR, y dedicado al derrocamiento directo de la
monarquía. Aunque no se firmó ningún documento formal, todos los
partidos convinieron en subordinar sus intereses particulares al
objetivo común, comprometiéndose también a dar pasos hacia el
establecimiento de un amplio sistema de autonomía regional para
Cataluña una vez establecida la República[12].
El Partido Socialista no fue incluido al principio. Desde su
conflicto interno en torno a la Tercera Internacional en 1919-1921,
este partido había tendido cada vez más a la moderación. Sus jefes
principales habían dado la bienvenida a la formación del primer
gobierno laborista democrático en Inglaterra en 1924. Pablo Iglesias,
su legendario jefe y fundador virtual, había declarado que aquello
podía deshacer el daño infligido por el bolchevismo, mientras el
veterano jefe de la UGT, Francisco Largo Caballero, celebró la
victoria laborista como el «hecho más importante en toda la historia
del socialismo democrático[13]». Sin embargo, en el contexto
español aquello había revertido en una política de colaboración
sindical con las instituciones sociales de la dictadura. En 1924 los
representantes de la UGT habían aceptado asientos en varias juntas
y comités patrocinados por el gobierno, incluyendo el carácter de
miembro de Largo Caballero en el Consejo de Estado, seguido de
una participación activa en los comités paritarios de trabajo del
régimen. Primo de Rivera había esperado de hecho una
colaboración aún mayor, pero la UGT sacó unos beneficios muy
limitados de aquellas relaciones y su afiliación tuvo un crecimiento
muy marginal de los 210 617 miembros de 1923 a la todavía
modesta cifra de 223 449 en 1927. En 1928 el desasosiego laboral
iba en aumento dado que los salarios reales disminuyeron. En el
congreso del Partido Socialista de 1928 el socialdemócrata Indalecio
Prieto, el opositor más declarado a la colaboración con la dictadura,
declaró: «Somos el coco, como antes lo eran esos pobres
comunistas, responsables hasta cierto punto, con nosotros, y con
los sindicalistas, por sus excesos, del advenimiento de esta
situación[14]». Aunque el partido había rechazado entonces su
demanda de poner fin a toda colaboración, no hubo iniciativas
ulteriores. Sin embargo, los socialistas no eran oficialmente
republicanos, y a principios de 1930 una valoración hecha por la
policía estimaba que seguían constituyendo más una fuerza
estabilizadora que una oposición.
A mediados de ese año, la lógica del propio interés empezó a
empujarlos hacia los republicanos, cuando incluso la apolítica CNT
respaldaba la necesidad de una República y la realización de unas
elecciones completamente democráticas y entró en unas
negociaciones un tanto vagas con los dirigentes republicanos. En
consecuencia, Prieto asistió al Pacto de San Sebastián como
observador, y en octubre los líderes del Partido Socialista y de la
UGT llegaron a un acuerdo con el Comité Republicano, según el
cual Prieto, Largo Caballero y Fernando de los Ríos se le
incorporarían como representantes socialistas y la UGT apoyaría la
proyectada sublevación con una huelga general.
Aun cuando España no había sufrido todavía los peores efectos
de la depresión internacional, algunos sectores de la economía
nacional habían estado sometidos a tensión desde hacía más de un
año y la peseta seguía cayendo. En ese clima, la UGT creció
rápidamente, pero tras su legalización en abril, la CNT aumentó
incluso con mayor rapidez. La UGT trató de no quedarse atrás
creando una importante federación nueva de trabajadores del
campo (FNTT, Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra),
para organizar a los jornaleros rurales principalmente en el Centro y
el Sur. Hacia junio la actividad huelguista de la CNT se extendía
rápidamente, con la UGT a menudo codo con codo en su apoyo. El
mal tiempo de aquel año perjudicó en gran medida la economía
agraria de Andalucía, que se convirtió en un foco capital de
conflictividad laboral. De acuerdo con las estadísticas del Ministerio
de Trabajo, el número de huelgas de 1930 superó más de diez
veces el del año anterior (402 a 29), el número de huelguistas
aumentó cinco veces, a 247 460, y el de jornadas de trabajo
perdidas aumentó más de diez veces, hasta 3 745 360. Durante el
verano y el otoño empeoró continuamente la posición del gobierno.
Todos los esfuerzos hechos en pro de una mayor colaboración
fueron rechazados por los políticos moderados, y las limitadas
medidas de represión consistentes en detener a una serie de
personajes republicanos sólo lograron aumentar la oposición.
Seguro del apoyo socialista, el Comité Republicano se convirtió
en octubre en un sedicente gobierno provisional. Niceto Alcalá
Zamora pasó a ser en la sombra un Primer ministro nombrado,
dándole al movimiento un sesgo moderado que muy bien podría ser
aceptable para extensos sectores, mientras que Miguel Maura, su
compañero de la Derecha Liberal Republicana, sería ministro de
Gobernación. El prominente «republicano histórico», Alejandro
Lerroux, prez de los radicales, fue relegado con sus sesenta y seis
años de edad, a la función básicamente decorativa de ministro de
Relaciones Exteriores, combinándose la izquierda y la derecha de
los políticos republicanos para envolver tácticamente al centro[15].
El «Gobierno Provisional» siguió adelante con sus planes de
sublevación, mientras un «Comité Militar» de jefes y oficiales
republicanos encabezado por el veterano general de brigada
Gonzalo Queipo de Llano preparaba por su cuenta una rebelión
militar para mediados de diciembre que sería apoyada por una
huelga general. La CNT siguió escalando sus propias acciones
huelguistas durante el otoño, pero desdeñó las medidas de los
republicanos hacia una acción concertada. Las posturas políticas de
la mayoría de los jefes y oficiales del ejército a esas alturas eran
moderadas, por lo que los conspiradores republicanos lograron
concitar muy escaso apoyo para una rebelión declarada. Sin
embargo, dos jóvenes republicanos exaltados de la guarnición de la
ciudad pirenaica de Jaca precipitaron las cosas por su cuenta el 12
de diciembre, tres días antes de lo establecido en el plan general de
la insurrección[16]. Los capitanes Fermín Galán y Ángel García
Hernández se hicieron con el control de la guarnición de Jaca,
declararon por su cuenta la ley marcial al amanecer, e intentaron
marchar sobre Huesca, capital de la provincia, aunque les pararon
los pies tropas leales[17].
Tres días después, el 15 de diciembre, fecha designada
originalmente, un puñado de militares republicanos dirigidos por
Queipo de Llano y el entonces legendario aviador Ramón Franco[18]
se hicieron momentáneamente con el control del aeródromo militar
de Cuatro Vientos, situado en las afueras de Madrid; pero al no
recibir ningún apoyo, huyeron enseguida en avión a Portugal[19]. No
hubo ninguna huelga general de apoyo en la capital, debido a la
división existente dentro de la directiva socialista[20], aunque la UGT
inició paros en gran escala en las ciudades principales del Norte y el
Este, consiguiendo también en algunas zonas el apoyo de la CNT.
En Alicante la huelga se convirtió brevemente en una insurrección, y
fue enviada allá, desde Marruecos, una unidad de la Legión. La
empresa entera fue un fracaso completo; fueron detenidos algunos
miembros del Gobierno Provisional y el resto se escondieron o
exiliaron. Galán y García Hernández fueron sometidos enseguida a
consejo de guerra y ejecutados[21].
Aquello fue una victoria pírrica para el gobierno de Berenguer,
todavía tan lejano como siempre de conseguir cualquier apoyo
centrista o conservador de importancia. Los militares rebeldes
ejecutados se convirtieron enseguida en mártires contra la tiranía
monárquica y, cuando el gobierno anunció finalmente el 8 de febrero
de 1931 que se celebrarían elecciones parlamentarias el primero de
marzo, los republicanos, socialistas, centristas y conservadores
moderados, sin excepción, o bien anunciaron su abstención o
apremiaron a la Corona para que pospusiese las elecciones hasta
que no se formase un gobierno más representativo.
La envergadura de aquel rechazo fue tal que tanto don Alfonso
como el general Berenguer vieron con claridad que el gobierno
carecía de legitimidad para seguir más adelante. De ese modo llegó
a su fin la dictablanda del ministerio autoritario «blando» de
Berenguer el 14 de febrero, para ser sustituido por un gobierno
conservador más normal que representaba por lo menos a algunas
fuerzas políticas civiles. Los candidatos iniciales fueron los
dirigentes del nuevo Partido Constitucionalista, primero José
Sánchez Guerra y después Melquíades Álvarez, pero ambos
toparon con una abstención sistemática de los residuos de los
antiguos partidos parlamentarios y fueron incapaces de formar un
gobierno efectivo. Ninguno de los demás personajes importantes de
la generación anterior quiso aceptar la invitación real. No se halló
mejor opción que nombrar a un almirante apolítico de la armada,
Juan Bautista Aznar, que formó un gabinete muy conservador a
base de políticos profesionales de la vieja guardia sin ningún apoyo
nuevo. Aquello representaba una especie de última posición de un
círculo ultraconservador todavía leal al rey, que había agotado todas
las alternativas.
El gobierno de Aznar trató al principio de conseguir un mínimo de
legitimidad devolviendo el cargo a los miembros de los
ayuntamientos y de las diputaciones provinciales que habían sido
destituidos por la dictadura. Fueron pospuestas de momento las
elecciones para permitir que el gobierno se organizase y éste
anunció el 16 de marzo una serie de fases electorales consecutivas
del nivel local al nacional. Las elecciones de concejales se
efectuarían el 12 de abril, las de las diputaciones (asambleas
provinciales) seguirían el 3 de mayo, las elecciones parlamentarias
generales el 7 de mayo, y se designaría un Senado nuevo el 14 de
mayo. El gobierno de Aznar chocó contra un verdadero torrente de
oposición sobre todo por parte de los estudiantes universitarios, al
hallarse la masa estudiantil madrileña en un estado de insurrección
virtual tras haber matado la policía a un estudiante en la universidad,
al tiempo que la oleada de huelgas mantenía su ímpetu. La calma
volvió solo, hasta cierto punto, hacia finales de marzo, cuando
empezó la campaña electoral.
La táctica de iniciar el regreso a la normalidad con unas
elecciones municipales no estuvo bien escogida desde el punto de
vista del gobierno, porque la mayor fuerza de los republicanos
residía en las ciudades más grandes. El voto urbano iba a atraer la
máxima atención; incluso antes de 1923 se le había considerado
como el único voto honrado, con un recuento imparcial y a salvo de
las uñas de los caciques rurales y provinciales. Aunque no contaban
con una fuerte presencia en las elecciones municipales capaz de
derribar por sí misma a la monarquía, los republicanos y la izquierda
trataron la contienda municipal como una especie de plebiscito
popular, e hicieron lo mismo algunos ministros del gobierno. Los
monárquicos invirtieron bastante tiempo y dinero para asegurarse un
gran número de votantes conservadores, pero sus fuerzas estaban
divididas, puesto que los residuos de los antiguos partidos Liberal y
Conservador rehusaron el cooperar de lleno con el gobierno y
rechazaron la nueva Unión Monárquica Nacional por su mentalidad
autoritaria. Los antiguos liberales llegaron incluso a alquilar los
servicios de una flamante empresa publicitaria madrileña para
mejorar su imagen, pero los partidos monárquicos del régimen
anterior se habían basado en sistemas de clientelismo y
manipulación que no se podían resucitar de la noche al día. Por otra
parte, los rápidos cambios sociales y el aumento de la alfabetización
durante los ocho años últimos habían hecho muchísimo más difícil
influir o manipular el voto popular.
La apertura de la campaña coincidió con el sometimiento a
consejo de guerra de Niceto Alcalá Zamora, cabeza del Comité
Republicano y del Gobierno Provisional, y de otros cinco miembros
que no habían sido capaces de escapar a la detención. Aquel
acontecimiento evidenció de modo impresionante la debilidad de los
sentimientos monárquicos en los medios de información, entre los
intelectuales y entre las clases medias urbanas en general. El
presidente del tribunal militar se situó de hecho a favor de su
absolución y la sentencia final fue un simple gesto, seis meses. Fue
suspendida inmediatamente, dejando en libertad a los acusados.
Aquel juicio supuso una abrumadora victoria moral y política para los
republicanos y puso la campaña muy en primer plano.
Los partidos republicanos y los socialistas se presentaron
unidos, mientras la CNT, rehusando su participación como de
costumbre, dejó a sus miembros libres para votar como quisieran, lo
que aumentó en general el voto republicano y socialista. La Alianza
Republicana evitó la presentación de un programa específico, pero
hizo una vigorosa campaña en pro de un voto decisivo a favor del
progreso y el cambio institucional. Aunque las primeras elecciones
se desarrollaron exclusivamente a nivel municipal, apenas se
tocaron los problemas locales. El debate se centró en cambio en el
futuro de las instituciones nacionales.
La campaña alcanzó un clima incandescente en las dos
semanas que precedieron a la votación, y se produjo la movilización
más intensa existente hasta entonces en la historia de España. Un
redactor jefe de Sevilla hizo la observación de que la campaña en
curso, «tan diferente de… elecciones anteriores, nos recuerda los
métodos empleados en las elecciones presidenciales de Estados
Unidos[22]». Los socialistas sobre todo eran bien conscientes de
aquella dirección contra corriente de la política española y sostenían
que podía iniciar en Europa una tendencia nueva de envergadura.
En palabras de Largo Caballero: «Nuestra lucha es internacional a
la vez que nacional… Si derrocamos a la monarquía, morirá también
el fascismo en Europa[23]». Eso era totalmente improbable, pero la
iniciativa republicana española representaba claramente un rumbo
nuevo único en la Europa de la era de la depresión.
El resultado colmó realmente las expectativas que podría haber
tenido la Alianza Republicana. Con un censo electoral que
registraba 5 440 103 votantes adultos varones, una afluencia del
53,56 por ciento podría parecemos pequeña comparada con la
mayoría de los demás países occidentales europeos, pero constituía
de hecho la participación más densa de la historia de España, con
una oportunidad de fraude también decididamente inferior a
cualquier momento anterior. Por otra parte, de acuerdo con el
«artículo 29» de la ley electoral de 1907, en los distritos donde sólo
se presentara un candidato o alianza, salía elegida automáticamente
la lista de candidatos existente. Una vez que hubo expirado el 5 de
abril el período obligatorio de presentación de candidaturas, el
gobierno aplicó esa ley, y en consecuencia no se produjo campaña
alguna en unos distritos —principalmente rurales y del Norte—
donde residía un 20,25 por ciento del electorado. El índice real de
participación del total del país donde hubo de hecho elecciones
ascendió al 67,16 por ciento del electorado combinado
correspondiente a sus distritos.
Se presentaban a elección un total de 81 099 escaños de
concejales. Los candidatos monárquicos ganaron 34 233, casi un
tercio de ellos gracias al articulo 29 en los distritos rurales. Aquello
ascendía al 42,2 por cierto del total. Los candidatos inclasificables,
algunos de ellos probablemente monárquicos, ganaron 4813 (5,9
por ciento) y los comunistas, que se presentaron como
revolucionarios leninista-estalinistas, unos 67 escaños. En
consecuencia, la alianza republicano-socialista no llegó a ganar la
mayoría absoluta de los votos, pero lo hizo aplastantemente en las
capitales de provincia, donde los republicanos lograron el 44,8 por
ciento de los puestos y los socialistas otro 16,8 por ciento,
correspondiéndoles a los monárquicos sólo el 27 por ciento[24].
Los miembros del gobierno quedaron abrumados ante el
resultado y el conde de Romanones, ministro de Relaciones
Exteriores y la figura más influyente del gabinete, hizo una
declaración a la prensa antes de cerrar la noche en que admitía una
«derrota monárquica absoluta[25]». El general Sanjurjo, director de la
guardia civil, explicó a los miembros del gabinete que aquel
resultado iba a tener un gran efecto psicológico en el cuerpo
militarizado de su mando, en el que ya no se podía confiar «con
carácter absoluto» para sostener la monarquía. De camino a un
consejo de ministros de urgencia al día siguiente, el almirante Aznar
replicó a una pregunta de un periodista: «¿Puede haber crisis mayor
que la de una nación que se acuesta monárquica y despierta
republicana?»[26]. Todos los ministros del gobierno menos dos
estuvieron de acuerdo en que la administración existente no tenía
otra alternativa que la dimisión. En palabras de Romanones: «El
mauser [fusil reglamentario de la guardia civil] es una respuesta
inadecuada al resultado del sufragio[27]».
Los miembros del Gobierno Provisional republicano habían
esperado quedar bien en las ciudades mayores, pero el alcance de
su victoria los incitó a hacer presión por una toma de posesión más
rápida de lo que se habían imaginado nunca[28]. El día 13 de abril
publicaron una declaración afirmando que las elecciones
municipales tenían «el valor de un plebiscito» y pidiéndole a la
monarquía que «se sometiese a la voluntad nacional[29]». En
respuesta al llamamiento del Gobierno Provisional de que se
produjesen manifestaciones públicas, multitudes eufóricas se
lanzaron a la calle en distintas capitales de provincia y en las
ciudades más grandes, cantando a voz en cuello el «Himno de
Riego» (un himno de los liberales desde comienzos del siglo XIX) y
«La Marsellesa[30]».
El rey se mantuvo tranquilo, dando al principio la impresión de
creer que seguían estando abiertas varias opciones. Romanones,
en cambio, temía que la pretoriana tradición del ejército español no
había terminado y que las unidades militares podían precipitar una
rebelión armada. Le envió al monarca una nota escrita en la mañana
del 14 de abril advirtiéndole que «la única solución» era salir del
país lo más rápidamente posible[31]. Don Alfonso accedió
enseguida, aunque propuso antes constituir un consejo de regencia
para administrar los intereses de la Corona y formar un gobierno
constituyente que pudiese efectuar unas elecciones regulares y
convocar la formación de un nuevo Parlamento constitucional.
La República tuvo su primera proclamación a las 6 de la mañana
del 14 de abril por parte de los concejales republicanos recién
elegidos en la villa guipuzcoana de Eibar (donde eran fuertes los
socialistas), acción que se repitió en otras localidades durante la
mañana y las primeras horas de la tarde. A eso de la 1.30 de la
tarde el alcalde de Barcelona puso el gobierno de la segunda ciudad
de España en manos del catalanista de izquierda Lluís Companys y
otros concejales republicanos acabados de elegir. Una hora
después, Francesc Macià, de setenta y un años de edad, jefe del
militante Estat Català y de la Esquerra, una confederación numerosa
de agrupaciones catalanistas de izquierda, declaraba desde el
Gobierno Civil de la provincia: «En nombre del pueblo de Cataluña
proclamo el Estado catalán, bajo el régimen de una República
catalana que libremente y con una amabilidad completa reclama la
colaboración de los demás pueblos de España para crear una
Confederación de pueblos ibéricos…»[32]. Pocos minutos después,
ese mensaje fue transmitido por radio a toda España.

Lluís Companys, primer alcalde republicano de Barcelona, llevado en hombros por


sus simpatizantes hasta el ayuntamiento.

Entretanto Romanones había acudido a la residencia de Alcalá


Zamora «con bandera blanca», según dijo, proponiendo a los
republicanos que accedieran a la formación de un nuevo gobierno
constitucionalista para efectuar unas elecciones constituyentes.
Alcalá Zamora rehusó y pidió en cambio que el rey dejara el país
«antes de ponerse el sol[33]». A las 4 de la tarde, mientras se
formaban en el centro de Madrid grandes y entusiasmadas
multitudes republicanas, el general Sanjurjo acudió a declarar su
lealtad y la de la guardia civil al Gobierno Provisional, al tiempo que
los altos mandos del ejército rehusaron inequívocamente emprender
acción alguna en apoyo de la monarquía. Berenguer, entonces
ministro de Guerra, admitió que todo estaba perdido y don Alfonso,
sin abdicar formalmente, accedió a abandonar España
inmediatamente. A las 8 de la tarde los dirigentes republicanos se
habían hecho cargo del Ministerio de Gobernación, desde cuyo
balcón, en la Puerta del Sol, Alcalá Zamora proclamó oficialmente la
instauración de la República de acuerdo con la «voluntad
nacional[34]».
Como vemos, el Gobierno Provisional tomó el poder
pacíficamente y en medio de una euforia general. Las grandes
multitudes y el contagioso entusiasmo popular indicaban que se
estaba produciendo un cambio popular dramático. Los republicanos
aclamaron aquel cambio hacia una España progresista y moderna,
llena de éxito, libre de las contradicciones y limitaciones del siglo XIX.
Se oían con frecuencia comparaciones con la Revolución francesa,
pero con la ventaja de que la República española había nacido sin
violencia. La Voz, uno de los diarios más ardientemente
republicanos de Madrid, decía, «España. Dueña de sus destinos. El
nuevo régimen viene puro e inmaculado, sin traer sangre ni
lágrimas[35]».
Semejante entusiasmo era comprensible, pero la comparación
histórica delataba una confusión nada pequeña. La Revolución
francesa había degenerado en la represión y la violencia al cabo de
sólo tres años, por lo que cualquier paralelismo futuro con su fase
de máximo conflicto exigía aguardar a una fase ulterior, que de
momento era aún imprevisible. Por otro lado, la Revolución
francesa, tanto en su fase constructiva inicial como en su desenlace
final después de 1830, había adoptado la forma de un liberalismo
elitista bajo una monarquía parlamentaria, un sistema que había
sido instaurado en España, nada menos que en 1812, para ser
tirado por la borda como saldo y finiquito en 1923. Podría haberse
visto un paralelismo histórico más exacto en la fundación de la
Tercera República de Francia en 1871. Esta última, sin embargo,
había adoptado una forma muy conservadora durante un decenio,
que aumentó su estabilidad y se hallaba muy lejos del talante del
nuevo gobierno de España y sus seguidores. La República española
estuvo basada sin duda alguna en los ideales de 1789, pero incluía
además la intención de alcanzar, además de la libertad, la
fraternidad y la democracia, cierto grado de igualdad, un proyecto
fundamentalmente socialdemócrata de amplia reforma, reflejado en
el clima a menudo delirantemente aprobador de grandes sectores
de la población común y corriente.
La dificultad que encaraba España para conseguir la estabilidad
y un grado razonable de consenso bajo una forma avanzada de
democracia republicana en los primeros años treinta podría
entenderse mejor si se considera también el nivel relativo de
modernización cultural, social y económica existente en aquel
momento en el país. Aunque se había logrado un progreso
impresionante y acelerado durante la generación de entre,
aproximadamente, los años 1910 y 1930, aquello constituía sólo el
primer gran paso dado para elevar a España al nivel de la Europa
Noroccidental. De hecho seguía conservando un retraso de varias
generaciones enteras. Sobre la base de la cultura cívica, índices de
alfabetización y desarrollo económico, se podía considerar que en
1930 España estaba al nivel de la Inglaterra de los años 1850 y
1860 o al de Francia en 1870 y 1880. Ni la Inglaterra de mediados
del siglo XIX ni siquiera Francia al comienzo de su Tercera República
tuvieron que hacer frente a unas pruebas políticas tan serias como
las que sufrió España en la década de 1930. El principio de la
Inglaterra victoriana vivió bajo un controlado sistema de oligarquía
modernizadora. Francia, tras salir de la segunda dictadura
bonapartista, tuvo que afrontar una insurrección revolucionaria en
sólo una gran ciudad, y la misma fue reprimida con una ferocidad
exacerbada que dejó atrás la de cualesquiera de los bandos de la
Guerra Civil española. Dejando a un lado la equívoca experiencia de
la Comuna, el movimiento de la clase trabajadora fue muy débil en
la Francia de la primera década de la Segunda República, pero, con
un grado de desarrollo similar en 1930, la sociedad política española
se vio sometida a graves presiones de movilizaciones de masas.

La multitud celebra la proclamación de la República en la calle de Alcalá, corazón


de Madrid, el 15 de abril de 1931.

En consecuencia el nuevo proyecto republicano no admitía


mucha comparación ni con la Revolución francesa ni con la
fundación de la Tercera República en Francia. Representaba más
bien una partida, significativamente nueva, hacia un reformismo
liberal democrático y en cierta extensión, socialdemocrático, en
medio de una época de fascismo y autoritarismo de derechas
reinante en la Europa del Centro, el Sur y el Este. En ese sentido,
señalaba la segunda vez en poco más de un siglo que España
mostraba el camino para lograr la liberalización. Y del mismo modo
que la Constitución liberal española de 1812 y su restauración en
1820 habían servido de inspiración a una generación de liberales en
países tan diferentes como Italia, Alemania y Rusia, la Segunda
República iba a representar un nuevo gran empeño en practicar el
reformismo democrático durante una década en la que la corriente
seguía con fuerza el sentido opuesto. Los liberales de principios del
siglo XIX habían fracasado, sin embargo, porque la sociedad
española no estaba debidamente preparada para un gobierno liberal
y el clima internacional les era hostil. Un acelerado nuevo desarrollo
había ayudado a hacer posible el decisivo avance de 1931, pero
subsistía el peligro de que ese mismo progreso hubiese armado una
especie de trampa dentro del desarrollo, suscitando demandas
nuevas y una movilización de gran envergadura antes de haber
concluido el desarrollo de los medios precisos para satisfacerlas.
La coalición republicana descansaba en una alianza de amplia
base entre la izquierda republicana, el centro-derecha republicano y
los socialistas. La cabeza del Gobierno Provisional y su Primer
ministro fundador fue Niceto Alcalá Zamora, que antes de 1923
había sido el líder de una de las ramas menores del viejo Partido
Liberal y también dos veces ministro bajo el antiguo régimen
parlamentario. Destacado jurista y autoridad en materia de derecho,
Alcalá Zamora era un hombre de considerable cultura, ducho en la
práctica de la más florida retórica andaluza. Era capaz de
entregarse a una vena oratoria interminable, repleta de florituras
literarias a la antigua, un estilo que ya se estaba haciendo
anacrónico. Como la mayoría de los políticos españoles, tenía un
acusado sentido del ego y era sumamente personalista en su estilo
y modales, pero también un liberal muy sincero de auténtico corte
decimonónico. Había sido monárquico durante mucho tiempo y
veterano de la «antigua política», y en 1931 era uno de los más
recientes conversos importantes al republicanismo. Su liberalismo
se combinaba con un catolicismo personal devoto, cosa rara entre
los dirigentes republicanos. Aquello, junto con su posición de
dirigente más antiguo de la nueva Derecha Liberal Republicana, la
más conservadora de las agrupaciones republicanas, lo convertían
en un símbolo de la moderación y fiabilidad republicanas, calculado
desde un principio para tranquilizar a los conservadores.
Otros tres moderados tuvieron también cargos en el primer
gobierno republicano. Alejandro Lerroux (ministro de Relaciones
Exteriores), su lugarteniente principal en el Partido Radical —de
clase media—, Diego Martínez Barrio (ministro de Comunicaciones),
que era el jefe de los radicales en Sevilla, y Miguel Maura (ministro
de Gobernación), cofundador más joven del partido de Alcalá
Zamora. Los radicales representaban de ese modo la fuerza
principal del centro-derecha republicano y vieron crecer rápidamente
su apoyo en los sectores moderados de las clases medias. El
centro-derecha estaba a favor de un cambio político y hasta cierto
límite institucional, pero abogaba por una transformación cultural
bastante limitada. Se oponían a cualquier reforma drástica social o
económica. Entendían la democracia republicana ante todo como un
sistema político democrático liberal, como una gama de reglas
nueva y más libre del juego político, pero sin implicar
necesariamente un proyecto de cambio estructural de gran
envergadura.
El verdadero punto de apoyo de la coalición estaba en los
partidos de la izquierda republicana de clase media, cuya
concepción de la República iba bastante más allá de un cambio de
reglas del juego político para embarcarse en una drástica revolución
cultural junto con una reforma social (aunque este último objetivo no
dejó de ser una cosa relativamente vaga y limitada). Su agrupación
más importante fue el Partido de Acción Republicana, encabezado
por el escritor y funcionario del Estado Manuel Azaña (ministro de
Guerra) y Marcelino Domingo (ministro de Instrucción Pública).
Asociada con ellos estaba la galleguista ORGA, representada en el
gobierno por Santiago Casares Quiroga (ministro de Marina), así
como la Esquerra Catalana, representada por Nicolau d’Olwer
(ministro de Hacienda). El sector más extremo de la izquierda de
clase media estaba en el nuevo Partido Republicano Radical
Socialista, que iba tras de conseguir una reforma más extensiva en
materia cultural y social e incluso, posiblemente, económica. Los
radical-socialistas estaban representados en el gabinete por Álvaro
de Albornoz (ministro de Obras Públicas).
Enseguida iba a dar mucho que hacer la afiliación masónica de
muchos políticos republicanos. Durante más de cien años la Orden
Masónica había sido intensamente combatida en España por los
conservadores católicos que veían en la masonería la punta de
lanza del anticlericalismo liberal. Una considerable sección
representativa de los republicanos eran desde luego masones, pero
los historiadores pondrían de hincapié posteriormente que los
mismos masones se fueron dividiendo cada vez más en el aspecto
político, terminando en algunos casos en campos opuestos de la
Guerra Civil. Está claro que la masonería española no representaba
ninguna conspiración monolítica[36], aunque también es cierto que
en el segundo año de la República el sector dominante de los
masones madrileños se implicarían a fondo en la política
republicana de izquierdas, lo que a su vez provocó considerable
resistencia entre los miembros más moderados de la orden[37].
El extremo izquierdo de la coalición estaba compuesto por los
socialistas, que tuvieron tres representantes en el gobierno:
Francisco Largo Caballero (ministro de Trabajo), Indalecio Prieto
(ministro de Hacienda) y Fernando de los Ríos (ministro de Justicia).
El 22 de febrero de 1930 una asamblea conjunta de los comités
nacionales del Partido Socialista (PSOE) y la federación de
sindicatos (UGT) había decidido mediante un voto combinado de
treinta y cinco contra doce permanecer en la coalición y participar
como aliado total en el nuevo gobierno. Esa decisión no se había
sometido a un análisis a fondo[38], pero sostenía en general que una
república completamente democrática, comprometida con una
modernización y cambio básicos, completaría el desarrollo de la
«democracia burguesa» en España, eliminaría los residuos del
«feudalismo» y el tradicionalismo, iniciaría unas reformas sociales e
institucionales audaces, y abriría en términos generales el camino a
una transición hacia un modelo de socialismo sin especificar de
alguna manera, en un momento sin especificar del futuro. Los
socialistas, aún menos que la izquierda republicana, identificaban el
nuevo sistema con la práctica democrática formal como un fin en sí
misma, definiendo los últimos objetivos que esperaban de la
República como unos cambios institucionales y socioeconómicos de
gran envergadura.

Gobierno provisional de la República, 30 de junio de 1931.

La decisión de participar en el gobierno republicano fue


aprobada para la fase de apertura de la consolidación inicial del
nuevo régimen, cuando era de esperar que el gobierno se hallase
en su momento más débil, y no se extendía necesariamente a una
participación permanente dentro de un gobierno democrático
«reformista burgués». Aun así, el Partido Socialista español había
ido ya más allá que su equivalente francés (y antiguo modelo),
porque los socialistas franceses seguían rechazando la participación
directa en el gobierno de la Tercera República. Habían establecido
coaliciones electorales victoriosas con los liberales de clase media
(principalmente el Partido Radical francés) en 1924 y volverían a
hacerlo en 1932, pero los socialistas franceses no irían más allá de
proporcionar un apoyo del voto parlamentario a ministerios
compuestos esencialmente por liberales de la clase media. Entre los
grandes partidos socialistas, el español figuraba en 1931 sólo
después del alemán en cuanto a su grado de colaboracionismo
democrático.
A excepción de los más moderados —Alcalá Zamora y Lerroux—
los dirigentes y políticos republicanos tenían muy poca experiencia
política práctica. No representaban únicamente una generación
nueva, sino también unos sectores nuevos que habían
desempeñado unos papeles muy limitados, si acaso, dentro del
régimen parlamentario anterior. Con la excepción parcial de los
socialistas, provenían principalmente de los sectores más liberales y
radicales de las clases intelectuales y profesionales, pero tenían
poca continuidad con las antiguas elites y elementos profesionales
que habían manejado el viejo sistema parlamentario. Desde el punto
de vista propio de los republicanos, aquello era ante todo una
ventaja, al estar libres de la corrupción de la «vieja política», pero su
inexperiencia y su enfoque doctrinario los dejaba desprovistos de
algún punto de contacto con grandes sectores moderados y
conservadores de las clases medias que no compartían sus
objetivos políticos.
Los dirigentes republicanos se hallaban impresionados por el
reciente aumento de la actividad huelguista, mucha de ella, al
menos parcialmente, Con fines políticos, y por las eufóricas
multitudes lanzadas a las calles de las grandes ciudades. Pero lo
que no llegaban a captar totalmente era que cientos de miles, más
aún, millones, de obreros y trabajadores del campo, aclamaban la
República como el comienzo de lo que esperaban que iba a
constituir una gran mejora, tal vez un cambio decisivo, para su
propia situación. O sea que la República no sólo hacía cuajar los
sueños e ideales de los políticos e ideólogos de la clase media, sino
también las difusas expectativas de millones de españoles
corrientes de que había empezado una época nueva de reformas
radicales.
Aunque la actitud adoptada hacia la República podía variar
muchísimo en diferentes sectores, existía muy escasa hostilidad
declarada. Desde el extranjero, Alfonso XIII recomendó a sus
partidarios que colaborasen con el nuevo régimen. A juzgar por la
respuesta general, incluso muchos de los considerados como
votantes por los candidatos monárquicos o por lo menos como no
votantes por los republicanos, adoptaron una actitud relativamente
benigna, aunque pasiva, hacia el nuevo régimen. Al principio, la
oposición más intransigente no ascendía a más del 15 por ciento,
probablemente menos, del electorado. Se hallaba compuesta por la
extrema derecha —la diminuta minoría carlista, el limitado número
de recalcitrantes de la dictadura (Unión Monárquica Nacional), y un
pequeño residuo de monárquicos ultraconservadores— además de
la izquierda revolucionaria del minúsculo Partido Comunista, que
rechazaba la República por tratarse sencillamente de otra forma
más de moda de la represión burguesa.
El Gobierno Provisional se encontró en una situación
técnicamente revolucionaria, al habérsele permitido hacerse con el
poder sin resistencia alguna y ejercer el poder por completo sin la
mediación de un proceso legal. Actuó rápidamente para regularizar
su situación constitucional, primero con un decreto en la tarde del 14
de abril que le daba temporalmente a Alcalá Zamora el poder legal
propio de jefe del Estado (en lugar del rey) así como de presidente
del gobierno (primer ministro). Al día siguiente, la nueva y oficial
Gaceta de la República publicó el texto de un Estatuto Jurídico
especial promulgado a fin de proporcionar un código legal y
constitucional al Estado y a la sociedad en el ínterin previo a la
realización de una Constitución nueva.
Aquel estatuto contenía seis disposiciones básicas:
1.a Prometía unas nuevas Cortes Constituyentes para preparar
una Constitución democrática basada en «normas de justicia», a
cuyo juicio se someterían todos los actos del Gobierno Provisional,
aunque entretanto este último se reservaba plenos poderes en lo
tocante a la ley y el gobierno, «sometido a normas jurídicas».
2.a Prometía someter a un juicio de responsabilidades a aquellos
actos de delincuencia pública que no hubieran pasado por un
proceso completo con anterioridad a la dictadura o que hubieran
sido cometidos por los gobiernos extraparlamentarios de 1923-1931.
3.a Prometía «respetar de manera plena la conciencia individual
mediante la libertad de creencias y de cultos», lo que abrogaba
implícitamente el Concordato de 1851 que había otorgado a la
Iglesia católica una posición privilegiada.
4.a Garantizaba los derechos civiles y reconocía «el derecho
sindical y la libertad corporativa», considerando esto último como la
«base de una nueva ley social», un compromiso explícito con los
sindicatos.
5.a «La libertad privada queda garantizada por la ley. En
consecuencia, no podrá ser expropiada sino por causas de utilidad
pública y previa la indemnización correspondiente. Mas este
gobierno adopta, como norma de su actuación, que el derecho
agrario debe responder a la función social de la tierra».
6.a «El gobierno se reserva la facultad de someter los derechos
ciudadanos a un régimen de fiscalización previa, dando cuenta de
ello a las Cortes en su día».
Este estatuto era una fiel y honrada declaración de los planes del
gobierno. Prometía una Constitución democrática, poniendo
hincapié al mismo tiempo en que mantendría las riendas firmes en
materia de gobierno, y que se comprometía con respecto a los
sindicatos y con la necesidad de algún tipo de reforma de la
propiedad o del trabajo en el campo.
El gobierno declaró una amnistía de todos los presos políticos al
mismo tiempo que afirmaba que no habría amnistía para los
dirigentes de la dictadura. El «Himno de Riego» fue proclamado
himno nacional en vez de la «Marcha Real» y la bandera rojo y
gualda, enseña oficial desde 1785, se convirtió en una «bandera
republicana», tricolor, cambiando una banda roja por el color
morado.
El primer problema peliagudo del gobierno surgió de sus aliados
catalanistas. Francesc Macià —alto, delgado, de mirada fiera y
blanco bigote, un excoronel del ejército que parecía la viva imagen
de un anciano Don Quijote catalán— se había convertido en la
figura dominante en Barcelona[39], donde había proclamado
unilateralmente el día 14 una «República catalana» dentro de una
«Federación ibérica», sin formar parte lo uno ni lo otro del Pacto de
San Sebastián. Siguió adelante, también unilateralmente, con el
nombramiento de los funcionarios estatales principales de Cataluña.
Como consecuencia, tres de los flamantes ministros del gabinete
republicano se personaron apresuradamente en Barcelona, donde
pusieron hincapié en la importancia de atenerse a aquel pacto que
había prometido un estatuto de autonomía para Cataluña como
parte de un proceso constitucional en toda forma, no unilateral.
Enseguida quedó concertado un acuerdo con Macià, quien no
trataba tanto de subvertir el pacto como de acelerar el proceso,
mediante el cual los catalanistas renunciaban a cualquier pretensión
inmediata de conseguir un Estado catalán a cambio del
establecimiento inmediato de un poder ejecutivo autónomo, la
Generalitat, con sede en Barcelona, para las cuatro provincias
catalanas y la facultad de preparar los términos de su propio
estatuto de autonomía, someterlo a un referéndum popular en
Cataluña y a la aprobación de las próximas Cortes Constituyentes
republicanas. El 21 de abril Alcalá Zamora firmó un decreto que
establecía la Generalitat; ésta tendría entretanto autoridad en
materia de educación, obras públicas, hacienda y sanidad[40]. Alcalá
Zamora hizo su primera visita de Estado a Barcelona el 27 de abril y
fue recibido con entusiasmo, aunque el comienzo de la autonomía
de facto catalana fue recibida con hostilidad en otras regiones,
donde se habló de boicotear los artículos procedentes de la región
«separatista».
Dejando aparte el pequeño número de víctimas que acompañó la
abortiva sublevación y huelgas de diciembre de 1930, la entrada de
la República había sido prácticamente incruenta. Sin embargo, la
violencia política reapareció enseguida en Barcelona, por iniciativa
de los anarquistas locales. Pistoleros de la FAI y la CNT
reaccionaron ante la restauración de las libertades civiles en 1931
como habían hecho en 1922, con una serie de ataques contra sus
enemigos declarados, los derechistas Sindicatos Libres[41]. En
menos de un mes, 22 trabajadores antiCNT habían muerto a
tiros[42], pero no hubo procesamientos y a todas luces ni siquiera
detenciones, dado que todos los homicidas eran izquierdistas.
Correspondió a los redactores más responsables de Solidaridad
Obrera, órgano oficial de la CNT, publicar un editorial el 22 de abril,
titulado «Es preciso terminar», pidiendo a los comités de
organización de la CNT y la FAI que declarasen «que ellos son
absolutamente opuestos al retorno a los atentados individuales,
procedimiento que, si en el orden material es completamente
ineficaz, en el moral hace aborrecibles a los que a tal procedimiento
apelan». Aquella primera nueva ola de violencia anarquista fue
puesta bajo control a todas luces por los anarquistas mismos.
Durante sus primeras semanas el nuevo gobierno catalán
disfrutó de una luna de miel en sus relaciones con la CNT. Los
líderes de la Esquerra estaban convencidos de que la violencia
política del pasado había sido un fruto de la represiva política
derechista. La policía desvió sus ojos de aquella ola inicial de
violencia anarquista y Lluís Companys, el nuevo gobernador civil de
Barcelona, ordenó en mayo una destrucción a gran escala de los
archivos de distrito, haciendo tabla rasa por igual de las fichas de
trabajadores inocentes, asesinos anarquistas y delincuentes
comunes. Como presidente de la nueva Generalitat, Macià dijo con
insistencia a los anarcosindicalistas «Soy vuestro hermano[43]».
Muchos cenetistas habían votado por la Esquerra en las elecciones
municipales y su órgano oficial describía a Macià como «un hombre
honrado» con el que habían contraído una «alianza[44]», aunque
aquello iba a cambiar pronto.
Dejando a Cataluña con su limitada autonomía recientemente
establecida, el Gobierno Provisional asumió el control de todas las
demás regiones, nombrando comisiones gestoras (de carácter
administrativo) de republicanos en todas partes en sustitución de los
gobiernos provinciales. Reemplazó también todos los ayuntamientos
donde tenían mayoría los monárquicos y anunció el 30 de abril que
habría que efectuar nuevas elecciones en todos los ayuntamientos
donde se hubiesen presentado protestas formales relativas a
prácticas sucias el 12 de abril (aproximadamente el 5 por ciento del
total).
No se produjo ninguna purga general del aparato del Estado en
su conjunto. Miguel Maura, ministro de Gobernación, estableció
enseguida por decreto que no se despediría a ningún funcionario
regular del Estado únicamente por motivos políticos y por lo tanto, la
gran mayoría de los empleados estatales admitidos bajo la
monarquía conservaron sus puestos. Sin embargo, se hicieron
numerosos cambios en los niveles más altos, acompañados por una
arrebatiña alocada entre los antiguos candidatos republicanos (entre
los que figuraban muchos aspirantes nuevos que se declararon
sencillamente republicanos después del 14 de abril). El gobierno se
esforzó en cierta medida por hacer frente a la nueva avalancha de
oportunistas, pero el enchufismo (plaga nacional) e incluso el
nepotismo, desempeñaron su eterno papel; uno de los más
flagrantes casos de este último fue el nombramiento de Aurelio
Lerroux, hijo adoptivo del líder radical, para un alto puesto de la
Telefónica. Maura confesó posteriormente que le había
proporcionado bastante frustración la búsqueda de elementos
competentes:
¡Los gobernadores civiles! Ellos fueron los sayones del suplicio a que estuve
sometido los cinco meses que aún permanecí en el potro de tormento de la Puerta del
Sol. ¡Los gobernadores! Sólo con evocarlos, al cabo de treinta años, ¡aún se me pone la
carne de gallina!
La flor y nata me venía del campo radical-socialista. Marcelino Domingo y Álvaro de
Albornoz disponían de una clientela sencillamente única e indescriptible. Claramente se
veía que a ese partido habían ido a parar los viejos elementos tradicionalmente rebeldes
a lo constituido[45].

Durante los primeros cinco meses, el Gobierno Provisional, en


ausencia de un Parlamento, gobernó por decretos que tendrían que
ser aprobados ulteriormente por las Cortes Constituyentes. En
algunas áreas —especialmente las de Trabajo, Instrucción Pública y
Guerra— los ministros del Gobierno Provisional dieron los primeros
pasos de lo que se había concebido ya como unas reformas
fundamentales y de gran alcance. Los decretos de los ministerios de
Justicia y del Trabajo proporcionaron una protección a los
arrendatarios de propiedades agrarias pequeñas (en espera de una
reforma agraria de más envergadura), extendieron la legislación
existente sobre accidentes laborales y compensación de manera
que incluyese por primera vez a los jornaleros rurales, establecieron
una jornada laboral de ocho horas y extendieron al campo la
competencia de los comités de arbitración laboral. El ministro de
Instrucción Pública inició un aumento sin precedentes de la
construcción de nuevas escuelas, aumentó un poco los sueldos de
los maestros, y decretó el comienzo de la coeducación en los
centros de enseñanza secundaria. El ministro de Guerra puso en
marcha un programa de largo alcance de reorganización y
modernización del ejército, reduciendo los efectivos de la oficialidad
e introduciendo cambios en aspectos clave de su estructura. Un
decreto del 26 de mayo redujo el número de divisiones de dieciséis
a ocho. Fueron abolidos el grado de teniente general y todas las
capitanías generales. Se anunciaron planes para incentivar el retiro
anticipado en masa del exceso existente de jefes y oficiales,
reexaminar todos los ascensos por méritos efectuados bajo la
dictadura y cerrar la Academia Militar General a cuyo mando estaba
el general Franco. Las reformas militares, sobre todo, fueron
acogidas calurosamente por la opinión progresista, suscitando
elogios, por ejemplo, de don José Ortega y Gasset[46].
Todo el mundo entendía que los partidos republicanos no tenían
prioridad alguna más alta que la secularización de la política y la
sociedad, aunque no estaba del todo claro hasta dónde se habían
propuesto llegar. Las primeras medidas que afectaron a los católicos
fueron un decreto del 2 de mayo que prohibía la venta o
transferencia de propiedades de la Iglesia y otro, cuatro días
después, que daba fin a la enseñanza religiosa obligatoria en las
escuelas públicas. El Vaticano aconsejó al principio a la jerarquía
episcopal que mostrase respeto y moderación al tratar con el nuevo
régimen. El Debate, el más prominente diario católico, recomendó
una cooperación combinada con una movilización política de nuevo
cuño para defender los principios católicos conservadores.
El primer pronunciamiento católico oficial bajo el nuevo régimen
fue una carta pastoral del arzobispo de Toledo y primado, don Pedro
Segura y Sáenz, fechada el 1.o de Mayo, pero publicada en la
prensa en general sólo seis días después. El cardenal Segura
afirmaba repetidas veces que la Iglesia no estaba comprometida con
ninguna forma específica de gobierno, pero expresó su
agradecimiento a la abatida monarquía por su respeto a la Iglesia y
su apoyo a la religión católica, gesto que provocó gran antipatía en
muchos republicanos. Llamaba a una «cruzada» de oración y
penitencia y hacía saber que esperaba que el nuevo régimen
respetara los derechos de la Iglesia. Reclamaba también una
«acción prudente» de parte de los católicos en la esfera política,
apremiándolos a que se uniesen a fin de elegir delegados católicos
para las nuevas Cortes y se opusiesen a los que trataban de
«destruir la religión». Su pastoral suscitó inmediatamente las iras de
los republicanos anticlericales, que como es natural vieron en ella un
llamamiento a la confrontación política.
Durante la primera semana de mayo se produjo un acalorado
debate dentro de la prensa católica acerca del curso político
adecuado. El Debate recomendó una política de «accidentalismo» y
de aceptar el mal menor. El influyente diario monárquico ABC
insistía en que sólo la monarquía podía garantizar un orden social
católico. Los pragmatistas existentes entre los conservadores
españoles trazaron enseguida planes para organizar un gran
movimiento de «Acción Nacional» que sería «neutral» con respecto
del régimen, aunque dedicado a la salvaguardia de los intereses
conservadores y católicos. Pero aquello resultaba inadecuado para
los monárquicos de pura cepa, y a las pocas semanas habían hecho
planes para organizar un nuevo «Círculo Monárquico
Independiente» y lanzar una campaña de propaganda y guerra
económica enderezada a desacreditar rápidamente la República
dentro del país y en el extranjero.
El Gobierno Provisional mantuvo en general un firme control del
orden público y negó a los monárquicos, o a cualquier otra fuerza
que tratase de derrocar el nuevo régimen, el derecho a celebrar
mítines o manifestaciones públicas, aunque se permitían los mítines
privados, a puertas cerradas. De acuerdo con ello, la primera
reunión privada del «Círculo Monárquico» recibió autorización de la
policía para celebrarse en un local cerca del centro de Madrid el
domingo, 10 de mayo. Informes posteriores señalan que se dejó oír
la «Marcha Real» a gran volumen a través de las ventanas abiertas,
tras lo cual, jóvenes enardecidos salieron a la acera echando vivas a
la monarquía, produciéndose una pelea con espectadores
republicanos. La policía cerró inmediatamente el nuevo centro
monárquico y detuvo a numerosos participantes[47], pero se
extendió rápidamente el rumor de que los monárquicos habían
matado a un taxista y a media tarde se congregó una multitud para
prender fuego a las oficinas del ABC. Según los informes de la
prensa, alguien disparó sobre la gente, hiriendo a dos personas, tras
lo cual la turba trató de asaltar el edificio.
En ese momento justo, un mes escaso dentro del nuevo
régimen, se presentó un problema básico de orden público de la
España de comienzos del siglo XX. La policía municipal era débil y
del todo incapaz para ejercer un control serio de la multitud. En
cualquier caso de importancia había que acudir a las unidades de la
guardia civil, pero ésta era un instituto nacional armado, militarizado
(fundada en 1844 sobre el modelo de la gendarmerie francesa).
Destinada a mantener el orden en la zona rural, carecía de
entrenamiento para ejercer un control moderado de las multitudes y
normalmente iba armada solo con fusiles mauser. Cuando la
multitud se lanzó de repente al asalto del edificio, el pelotón de
guardias civiles que lo defendían apuntó con los mauser y disparó,
matando a dos personas e hiriendo a muchas más[48]. Se había
iniciado una trágica secuencia de provocación grosera y represalia
brutal.
Aquella noche se reunió el gobierno en el Ministerio de
Gobernación, mientras fuera aullaba una multitud que pedía la
dimisión de Maura. Los miembros del gabinete eran muy
conscientes de la anarquía que había quemado a la Primera
República en 1873-1874, y Maura en especial estaba resuelto a
mantener el orden. Advirtió que algunos miembros del Ateneo, el
prestigioso centro cultural liberal (del que era presidente Azaña,
ministro de Guerra), estaban repartiendo ya listas de iglesias y otros
edificios eclesiásticos que había que incendiar al día siguiente.
Azaña, sin embargo, se negó a intervenir entre los miembros del
Ateneo y dirigió enérgicamente en el gabinete a la oposición para el
empleo ulterior de la guardia civil[49].
Apenas se había vuelto a reunir el gobierno en la mañana del día
11, cuando se supo que había comenzado ya la quema de los
conventos. Maura afirma que Azaña dijo en aquella ocasión que
«todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano»
y que hizo saber altaneramente a sus colegas que dimitiría «si hay
un solo herido en Madrid por esa estupidez[50]». Según Maura, los
únicos entre los demás miembros del gabinete que comprendieron
la gravedad de la situación fueron los socialistas, Prieto y Largo
Caballero, pero en vista de la actitud de casi todos los demás
dirigentes republicanos, no iban a aceptar ninguna responsabilidad
llamando a la guardia civil. No sólo se negó el gobierno a proteger
las propiedades de la Iglesia, sino que accedió incluso a recibir a
una delegación de los incendiarios. Maura se marchó entonces a su
casa y se preparaba para dimitir cuando se enteró de que el
gobierno había dado marcha atrás. Tras recibir más informaciones
sobre la continuada quema de iglesias y otros edificios eclesiásticos,
el gabinete decidió muy a su pesar que había que intervenir. En vez
de autorizar el empleo de la policía o de la guardia civil, había
decidido declarar la ley marcial y sacar el ejército a las calles de
Madrid. Aquel comportamiento espasmódico, primero el no saber
adoptar unas medidas normales y prudentes y después la reacción
exagerada mediante una violencia excesiva iba a convertirse en un
método bastante usual del gobierno republicano.
El 12 de mayo la quema de iglesias se extendía por Sevilla,
Granada, Málaga, Cádiz, Alicante y otras ciudades del sureste del
país. Y no terminó antes de que fuesen quemados o saqueados, por
completo o en parte, más de cien edificios de la Iglesia. Los
desmanes alcanzaron su máxima gravedad en Málaga (cuarenta y
un incendios), la región valenciana (veintiuno), Alicante (trece) y
Madrid (once). Se desconocía con certeza la identidad de los
incendiarios. En Madrid habían tomado la iniciativa los liberales
radicales del Ateneo, que fueron seguidos, ya sea allí o en otros
sitios, por los anarquistas y comunistas. El grueso de la destrucción
tuvo lugar en ciudades donde era fuerte la FAI-CNT. En cada uno de
los casos, los disturbios fueron controlados con facilidad en cuanto
las autoridades locales pusieron algún empeño. No hubo muertos
puesto que el encono de las turbas se dirigió contra las propiedades
de la Iglesia, como en 1909, y no contra los miembros del clero,
como había ocurrido en los primeros tumultos anticlericales de 1835.
Pero en el curso de la quema fueron destruidos y dañados
importantes iglesias y colegios y obras de arte irrecuperables[51]. Le
dieron por último a Maura carta blanca para hacer frente a futuros
disturbios. Expulsó por negligencia al director general de seguridad,
a cinco gobernadores y a numerosos funcionarios de rango inferior,
pero no se hizo nada para detener y juzgar a los centenares de
personas que habían tomado parte en la quema[52].
El efecto de indignada conmoción que produjo la quema de
conventos en la opinión moderada y conservadora fue enorme.
Incluso una asociación liberal republicana, la «Agrupación al
Servicio de la República», de Ortega y Gasset, publicó una extensa
declaración que reclamaba al gobierno que emprendiese una acción
más firme y eficaz. Todo aquello apuntaba a la necesidad de un
cuerpo de policía moderno, entrenado y equipado para ejercer un
control metódico de la multitud. El único punto del reglamento de la
guardia civil referente a tales asuntos eran los tres toques de
corneta antes de abrir fuego. Aquélla no podía funcionar en absoluto
en una república democrática enfrentada con una agitación social
creciente[53], y el 15 de mayo tomó el Gobierno la decisión inicial
para crear un cuerpo de policía nacional nuevo, de perfil más
urbano. Enseguida tomó forma en los guardias de asalto de
uniforme azul oscuro[54], elegidos de acuerdo con rígidas normas de
admisión de personal (con una estatura mínima de un metro
ochenta centímetros), sometidos a una férrea disciplina y armados
con pistolas y porras en vez de fusiles de infantería. Aquel nuevo
cuerpo de treinta mil miembros, aproximadamente tan numeroso
como la guardia civil, iba a estar listo para el otoño.
Sin embargo, la consecuencia más inmediata de la quema de
conventos fue cierta radicalización de la reforma política para dar
contento a la izquierda. Fueron detenidos más militantes
monárquicos y el 18 de mayo fue expulsado del país el obispo de
Vitoria por ejercer acciones subversivas. El 22 de mayo el gobierno
declaró una libertad religiosa completa a la vez que desterraba la
presencia de imágenes religiosas en las escuelas públicas
(haciendo hincapié en que la costumbre de besar imágenes era
antihigiénica). El 30 de mayo el Vaticano manifestó su descontento
negándose a aceptar las credenciales de Luis de Zulueta, el nuevo
embajador republicano. Al día siguiente el gobierno se desquitó
suspendiendo temporalmente El Debate. La jerarquía eclesiástica
española respondió publicando una carta pastoral colectiva de
protesta el 3 de junio en la que insistía en que la libertad total e
igualitaria de todas las religiones y la propuesta separación de la
Iglesia y el Estado violaban el Concordato de 1851, al tiempo que
protestaba por la secularización de los cementerios y la eliminación
de la instrucción religiosa obligatoria. El cardenal Segura, primado
de España, había abandonado el país después del 11 de mayo, al
negarse el gobierno a garantizar su seguridad personal. Los
comentarios que hizo en el extranjero fueron sumamente críticos, y
al día siguiente de su regreso en junio, fue detenido y deportado
sumariamente. Entretanto se producían diversos incidentes en
ciudades de provincias. En una serie de ellas los nuevos
ayuntamientos republicanos amenazaron con incautarse de los
colegios de la Iglesia. En agosto y tras haber sido detenido en la
frontera el vicario general de Vitoria llevando varias cartas del
cardenal Segura con instrucciones para vender objetos propiedad
de la Iglesia y situar su importe en el extranjero, el cardenal Segura
fue obligado a renunciar a su sede.
Sólo había hecho falta un mes para traer la confrontación, la
violencia y la salida del ejército a las calles bajo ley marcial. Un
comienzo diáfano y prometedor había empezado a nublarse.
CAPÍTULO 3

LA CONSTITUCIÓN REPUBLICANA

El Gobierno Provisional prometió hacer unas elecciones para


nombrar un nuevo Parlamento constituyente en unos términos que
romperían por completo con el viejo sistema de elecciones
amañadas o corruptas. La nueva legislatura sería unicameral al
haberse suprimido el Senado. En lugar de la antigua estructura a
base de circunscripciones electorales de un solo miembro, tan
fáciles de manipular por el caciquismo, la nueva ley electoral del 8
de mayo establecía un sistema de listas con distritos grandes con
varios candidatos. Ello estaba organizado por provincias sobre la
base de un escaño por cada 50 000 habitantes o fracción mayor de
30 000, con la disposición adicional de que cualquier ciudad con una
población de 100 000 o más personas constituiría un distrito
electoral aparte. Además, el gobierno republicano adoptó una
variación de la ley italiana de Acerbo, destinada a impedir la
fragmentación. A la lista electoral que ganase por mayoría absoluta
en cualquier distrito se le garantizaba un 80 por ciento de los
escaños de esa circunscripción y si la lista que sacara más votos en
un distrito dado ganaba sólo una mayoría relativa, se le
garantizaban el 67 por ciento de los escaños. La lista más grande
dentro de un distrito quedaba limitada por el mismo dispositivo a un
máximo del 80 por ciento de los escaños, reservando siempre un 20
por ciento para la minoría (segunda en volumen total), a condición
de que ésta obtuviese al menos el 20 por ciento de los votos.
Además, cada votante tenía el derecho de no votar por todos los
escaños de su distrito, pudiendo limitarse a votar por sólo el 80 por
ciento de ellos. La edad de votar para los varones se reducía de los
25 a los 23 años, quedando a la decisión del nuevo Parlamento el
tema del sufragio femenino. Sin embargo, las mujeres y el clero
podían presentarse a las elecciones parlamentarias y saldrían
elegidos de hecho algunos diputados incluidos en estas dos
especificaciones, entre ellos las primeras mujeres elegidas
diputadas en la historia de España.
El ministro de Gobernación impartió instrucciones categóricas de
que las autoridades locales no interfiriesen de manera alguna en el
proceso electoral, y no hay duda de que las tres elecciones
republicanas fueron con mucho las más honradas y democráticas de
España en ese sentido. Se produjeron con todo irregularidades en
ocasiones, y los gobiernos republicanos no se abstuvieron tampoco
totalmente de involucrarse en el proceso electoral. Muchos
miembros de alto nivel de la administración se presentaron como
candidatos, empezando por el subsecretario de Gobernación e
incluyendo a numerosos directores generales de ministerios y
gobernadores (aunque no como candidatos en las provincias donde
gobernaban).
Elecciones municipales parciales se efectuaron por vez primera
el 31 de mayo en 882 localidades, incluyendo cuatro capitales de
provincia, donde se habían presentado pruebas de corrupción en las
elecciones del 12 de abril tras haberse producido en ellas triunfos de
los monárquicos. En esas elecciones municipales parciales, de
acuerdo con el más perspicaz tratadista de la transición republicana:
… la tendencia principal… condujo a una victoria republicana casi completa, en una
proporción de 8 a 1. Pero habría que señalar que la victoria «republicana» de mayo, al
igual que la victoria «monárquica» de abril tenía connotaciones caciquistas. En ambos
casos el rival sufrió discriminación, incluso fue «perseguido»… El resultado inequívoco
fue, en consecuencia, que en las elecciones de junio los republicanos se habían
asegurado el predominio en cientos de ayuntamientos rurales a base de sustituir el
caciquismo monárquico por su propio tipo de manejo electoral[1].

En varias zonas se formó una «guardia civil de republicanos» sui


generis que patrulló las calles durante la campaña, desalentando
probablemente a la oposición.
Los partidos de la coalición republicano-socialista dominaron
totalmente la campaña parlamentaria, no a base de represión sino
de una mayor militancia y una organización más eficaz. La derecha
estaba todavía atolondrada por las secuelas del colapso de la
monarquía y reveló su incapacidad organizativa. Las dos principales
fuerzas conservadoras fueron en consecuencia un nuevo y pequeño
partido católico llamado Acción Nacional y un Partido Agrario nuevo,
de derechas. Sólo en el País Vasco y Navarra existió una
coordinación efectiva entre las agrupaciones derechistas, y el
conjunto de los partidos conservadores presentaron sólo 123
candidatos en comparación con 144 de los socialistas solos y 608
del total de los partidos republicanos[2]. No fueron pocos los
conservadores que se apresuraron a «chaquetear», siendo Galicia
donde probablemente la «republicanización» llegó más lejos, y los
antiguos monárquicos hallaron enseguida identidades nuevas. El
paso más descarado tuvo lugar, sin embargo, en Colunga (Asturias),
donde se formó un efímero Partido Monárquico-Republicano[3].
El nuevo sistema favorecía sin duda las coaliciones
multipartidistas. En once distritos donde seguía siendo importante la
influencia conservadora, los republicanos y socialistas unificaron sus
listas. En veintisiete distritos hubo una coalición principalmente
republicano-socialista, flanqueada además por candidaturas aliadas
menores que esperaban ganar los escaños de la minoría. En
veinticinco distritos se dio una competición electoral directa entre
republicanos y socialistas, y en ocasiones dos o más partidos
republicanos se presentaron también compitiendo entre sí[4].
Sólo cuatro partidos destacaban como fuerzas de importancia[5].
La Derecha Liberal Republicana (DLR) de Alcalá Zamora y Maura
era el más conservador y, como reveló el resultado, el más débil. Se
presentaba como el único partido republicano católico y
nominalmente el más empeñado en recibir conversos de la
monarquía. Pero, aunque presentó 116 candidatos, su campaña no
estuvo bien organizada y su campaña recaudatoria nacional sólo
recogió cincuenta y ocho mil pesetas (unos 6000 dólares[6]).
El Partido Radical, de Lerroux, ocupaba el centro y se convirtió
enseguida en la mayor fuerza de los moderados, dejando atrás a la
Derecha Liberal en la captación de antiguos conservadores y
elementos moderados de clase media. A Lerroux le encantaba
declarar que la República tenía que ser legalista y moderada o si no
no habría República. Sus propios admiradores le llamaban el
«Tardieu español», haciendo referencia al entonces Primer ministro
conservador de Francia, pero aquella comparación exageraba
probablemente su grado de conservadurismo.
A la izquierda se hallaba el partido pequeño-burgués Radical-
Socialista, una imitación de su equivalente francés de comienzos de
siglo Los radical-socialistas esperaban atraerse a los trabajadores y
hablaban a menudo de «justicia social» y de una «transformación
del concepto legal de la propiedad». Sus máximos directivos, Álvaro
de Albornoz y Marcelino Domingo, eran doctrinarios y extremistas.
Albornoz insistía en que la República no debía ser conservadora
«porque no hay nada que conservar», y Marcelino Domingo decía
que el nuevo Parlamento debía ser «una convención, una asamblea
tempestuosa[7]».
Los flanqueaba de cerca el partido azañista de Acción
Republicana, que hablaba poco de asuntos socioeconómicos pero
era casi igual de doctrinario[8]. Azaña detestaba la moderación de
Lerroux y su propensión al compromiso incluso más que su fama de
corrupto, y daba vueltas al eslogan de don Alejandro, recalcando en
cambio que «la República debía ser radical y si no, dejaría de
existir[9]». Azaña declaró que tan pronto como se hubiese
completado la Constitución, su partido buscaría una alianza con los
socialistas contra los radicales para garantizar la existencia de una
República «revolucionaria» y «laica».
A la izquierda de la coalición estaban los socialistas, que habían
crecido hasta convertirse en un movimiento de masas con una gran
base sindicalista nacional por vez primera. Aunque había una
división interna nada pequeña, el liderato dominante mantuvo al
partido firmemente alineado dentro de la coalición. Largo Caballero,
ministro de Trabajo, hablaba de una «revolución legal» y afirmaba
que el verdadero «extremismo no echaría nunca raíces en
España[10]». Sin embargo, los socialistas no trataron de ocultar en
absoluto las diferencias que había entre ellos y los partidos
republicanos. Percibiendo la competencia de los revolucionarios
militantes de la CNT-FAI, sus oradores recalcaban también la
naturaleza circunstancial de la coalición, atentos a apresurar el
advenimiento de un socialismo total.
A nivel local la alianza fracasó en ocasiones, pero no por culpa
de los socialistas. La divergencia más común consistía en que los
demás partidos excluían a veces a la DLR debido a su
conservadurismo, mientras que en unos pocos casos los radical-
socialistas se presentaron solos para no tener que ir junto a la DLR.
Los más maleables de todos eran los radicales, dispuestos
normalmente a aliarse ya sea con la DLR o con los partidos
izquierdistas, según exigieran las circunstancias.
Durante la campaña se produjeron incidentes violentos menores,
pero sólo se sabe de dos víctimas, una en el País Vasco y la otra en
Granada. Hubo varios incidentes de menor importancia. Un caso fue
una arremetida socialista en un mitin electoral del nuevo Partido
Liberal Demócrata de Melquíades Álvarez en Oviedo, que causó
muy pocos daños, pero hizo que don Melquíades se retirara de la
campaña en protesta por ello[11].
Las elecciones del 28 de junio proporcionaron un triunfo
arrollador de la alianza republicano-socialista, con numerosas
variaciones individuales, según los distritos[12]. El sistema de
alianzas multipartidistas, junto con la opción del voto limitado, hizo
imposible calcular con precisión absoluta los totales del sufragio
nacional de cada partido, pero en la tabla 3.1. se presentan las
aproximaciones más cercanas.
Tabla 3.1. Totales del voto por partidos de las elecciones de 1931
Totales de promedio Totales máximos
Socialistas 1 941 627 2 097 802
Radicales 1 755 948 1 629 507
Radical-socialistas 1 283 514 1 487 873
Derecha Republicana Liberal 793 270 1 104 732

Fuente: Tusell, Constituyentes, 103.

La participación osciló entre un mínimo del 56 por ciento en


Ceuta y un 61 por ciento en la provincia de Almería y un máximo del
88 por ciento en Palencia. Hubo cierto grado de abstencionismo
derechista, pero también, sin duda, debido a la orientación,
predominantemente liberal, del electorado. El esquema común,
establecido ya bajo el viejo sistema antes de 1923, de una
participación más elevada en el Norte (excepto en Galicia) y más
baja en el Sur, se repitió en general. Aunque la derecha ganó casi
todos sus escaños en el conservador Norte, incluso allí la mayor
parte del voto favoreció a la alianza republicana. El índice total de
abstención fue del 30 por ciento, alto para algunos países, pero bajo
para España. No hubo grandes cambios de participación entre las
tres elecciones de la República, por lo que hay que reconocer que el
talante del electorado en su conjunto —no meramente el de la
izquierda medular— fue más liberal de lo que iba a ser en 1933 o
1936. (Véase tabla 3.2.)
Pese a ciertas irregularidades, fue una contienda con mucho
más honrada y genuinamente democrática que ninguna vista en
España. Después se produjeron no pocas acusaciones de fraude
electoral y la Comisión de Actas del nuevo Parlamento examinó las
pruebas de los casos más serios. Sólo en la provincia de Lugo
consideró que había pruebas suficientes para exigir una nueva
votación. La comisión dictaminó que en varias otras provincias se
habían producido irregularidades menores, aunque no de suficiente
magnitud como para alterar los resultados[13].
La ley electoral tenía prevista una segunda vuelta de votación en
las provincias y distritos donde ninguna lista hubiese ganado al
menos un 20 por ciento de los votos. Por ese motivo se efectuaron
posteriormente una serie de votaciones de segunda vuelta en
veintiocho distritos. De los cuarenta y seis escaños pendientes, los
socialistas ganaron diez y las agrupaciones derechistas tres,
pasando los treinta y tres escaños restantes a diversos partidos
republicanos, la mayoría de ellos ganados por grupos republicanos
más izquierdistas[14]. Como vemos, los resultados de la segunda
vuelta no se diferenciaron sobremanera de la contienda principal,
aunque los partidos republicanos lograron agrandar un poco su
ventaja. En conjunto, la composición final de las Cortes
Constituyentes se formó con 327 republicanos, 123 socialistas y 54
derechistas (incluyendo a los nacionalistas vascos).
Tabla 3.2. Escaños parlamentarios obtenidos en la primera vuelta, 1931

Coalición Republicana
Socialistas 113
Radicales 87
Esquerra Republicana 36
Derecha Republicana Liberal 27
Federalistas 19
Galleguistas 19
Acción Republicana 16
Radical-socialistas 61
Republicanos independientes 18
«Al Servicio de la República» 7
Liberal-demócratas 4
Total 407
Oposición
Nacionalistas vascos 6
Lliga Catalana 2
Partido Agrario 14
Acción Nacional 5
Tradicionalistas 4
Monárquicos 1
Derechistas diversos 19
Total 51

Fuente: Tusell, Constituyentes, 128.


Los socialistas y los radicales fueron los principales ganadores.
El PSOE apareció por vez primera como un partido electoral de
masas, mientras en cambio, con la relativa frustración de la DLR de
Alcalá Zamora, los radicales se alzaron como la primera fuerza del
republicanismo moderado. Lerroux, que ganó 133 789 votos en
Madrid y fue elegido en otras cuatro capitales de provincia, se
convirtió en el nuevo paladín del centro, que veía en él al dirigente
que podía salvar la República para la causa conservadora.
Dos semanas después de las elecciones, se reunió el 11 de julio
el Consejo Nacional de la Alianza Republicana, y Lerroux y Azaña
llegaron a un acuerdo, accediendo a formar un amplio bloque
parlamentario republicano con los radicales, Acción Republicana, los
federalistas y varias otras agrupaciones menores. Alcalá Zamora y
Maura, dado su resultado electoral tan poco lucido, se interesaron
tanto más en conservar sus puestos en el Gobierno y, en
consecuencia, la composición del gabinete no resultó alterada por el
resultado de los comicios.

La ofensiva anarquista

El primer desafío al que tuvo que hacer frente la República llegó


de la izquierda anarquista. Durante la dictadura, las agrupaciones de
afinidad anarquista más exaltada se habían organizado en forma de
una pequeña federación (la FAI - Federación Anarquista Ibérica),
con la intención de dominar a la anarcosindicalista CNT, que en
1930-1931 se expandió de nuevo rápidamente hasta convertirse en
movimiento de masas. La CNT había sido la fuerza mayor situada
tras la actividad huelguista que tanta presión había hecho contra los
últimos gobiernos monárquicos, pero la luna de miel que acompañó
la fundación de la República fue cosa breve. Pese a la política
conciliadora de los gobiernos republicano y catalán, el día 1.o de
Mayo se produjeron en Barcelona estallidos de violencia menores
obra de los faístas (militantes de la FAI), produciéndose además ese
mes varios otros incidentes menores. A partir del fin de abril hubo
huelgas de importancia en siete provincias del Norte industrial y del
Sur agrario, así como numerosas huelgas menores. Los cenetistas
desempeñaron sin duda un papel destacado en la quema de
conventos del 12-14 de mayo. Como hemos señalado, la ley marcial
fue declarada en Madrid el 12 de mayo y se extendió enseguida a
siete provincias del Sur y del Este, y también a Logroño. Para
entonces estaban produciéndose disturbios en la zona rural del Sur
(aunque con poca violencia contra las personas), debido a lo cual,
cuando se levantó la ley marcial en Madrid el 21 de mayo, aún
permanecía en vigor en algunas partes de Andalucía.
El suceso más sangriento de las primeras semanas se produjo
en las afueras de San Sebastián el 28 de mayo. Huelguistas del
vecino puerto de Pasajes trataron de marchar contra la ciudad, pero
les salió al paso la guardia civil, y como los huelguistas porfiaron en
entrar, abrió fuego, y mató a ocho e hirió a más de cincuenta[15], lo
que condujo a la declaración de la ley marcial en la zona. Aquel
suceso, junto con la inmediatamente anterior quema de conventos,
planteó los dilemas básicos del problema del orden público en la
República. Este régimen había empezado con buenas intenciones y
bastante empeño en apaciguar a la izquierda anarquista, pero al
mismo tiempo reclamó prudentemente el ejercicio de los «plenos
poderes». De hecho se había permitido al principio que los
anarquistas asesinaran impunemente a algunos obreros católicos
derechistas y no se había hecho nada para controlar a los primeros
incendiarios de iglesias y conventos. Como el asunto adquirió
enseguida verdadera gravedad, el gobierno dio un bandazo hacia el
extremo opuesto, acudiendo a la mortífera guardia civil e incluso
sacando el ejército a las calles. Los huelguistas y manifestantes que
no querían dispersarse eran sometidos ipso facto a fuego a
discreción. Semejante estado conflictivo era sin duda inevitable
dentro del contexto existente: los anarquistas rechazaban el
reformismo socialdemócrata y no querían cooperar con los comités
paritarios (unos comités de arbitraje laboral respaldados por el
Gobierno), y optaban por la acción directa. A causa de ello una
huelga general en Gerona llevó a la declaración de la ley marcial en
la provincia el 18 de junio, y doce días después se adoptó una
medida similar en Málaga tras haberse producido allí una serie de
huelgas[16].
Elementos anarcosindicalistas moderados, los
«construccionistas», eran partidarios dentro de la CNT de tácticas
más pragmáticas. Cuando se reunió en Madrid a mediados de junio
el primer congreso nacional de la CNT desde 1919, los temas
principales se referían a la política a adoptar para con la República
democrática y a la estructuración de unas federaciones laborales
más amplias y organizadas de carácter nacional (más parecidas a la
UGT), que pudieran sustituir la existente autonomía «de gato
montes» por una actuación sindicalista más disciplinada. Los
anarcosindicalistas más moderados deseaban sostener un régimen
democrático que garantizase plenos derechos civiles, libertad
laboral y tomase medidas enérgicas para sacar adelante una mayor
justicia social. Aunque aquel congreso se negó a respaldar a la
República, aprobó un programa mínimo redactado por los
moderados para presentárselo al gobierno. La proposición de
establecer unas federaciones nacionales de la industria salió
adelante con un voto aplastante en contra de la enconada oposición
de la FAI, con lo que salió reforzada la directiva de elementos
moderados en las oficinas nacionales de la CNT[17].
En cuanto a la militancia de la FAI, era relativamente modesta y
constaba al principio de poco más de diez mil miembros, mientras
que la CNT aseguraba en agosto tener ochocientos mil afiliados,
pero los partidarios de la acción directa ganaron adeptos entre las
nuevas filas. Los faístas predicaban una vaga doctrina de un
«comunismo libertario» o sea un comunalismo totalmente
descentralizado que se debía conseguir mediante huelgas radicales
y la insurrección armada[18]. La primera acción laboral de
envergadura después del congreso fue la convocatoria de una
huelga de teléfonos nacional por parte del sindicato único de los
trabajadores de teléfonos de la CNT para el 4 de julio, víspera de la
apertura de las nuevas Cortes Constituyentes. El servicio empezó
interrumpiéndose en ciudades grandes como Barcelona y Sevilla, en
que a veces hacían de esquiroles los trabajadores de la UGT. Como
la CNT se negaba a trabajar dentro del nuevo marco legal de
relaciones laborales, Largo Caballero declaró la huelga ilegal. Ante
la perspectiva de una creciente violencia obrera, las primeras
unidades de la nueva guardia de asalto republicana, aún en
formación, recibieron órdenes de hacer «fuego sin previo aviso» si
era necesario, y enseguida habían sido detenidos dos mil
cenetistas. Solidaridad Obrera, órgano principal de la CNT, que
había declarado con orgullo el 1.o de Mayo que «España es un país
revolucionario sin igual en Europa», advertía ya el 2 de julio que el
nuevo régimen estaba convirtiéndose rápidamente en «una
República administrada por verdugos y asesinos».
El Socialista había afirmado ya el 13 de junio: «No vacilamos en
decirlo: todo el pistolerismo, todos los crímenes que se han
cometido en Barcelona, incluso la ley de fugas, son obra
indirectamente de los Sindicatos Únicos. La Confederación Nacional
de Trabajo es una organización obrera a base de pistolas». Y el 9
de julio:
Cuando advino la dictadura, Cataluña, y especialmente Barcelona, incluso los
trabajadores, aplaudieron al dictador, porque vieron en la nueva situación política el
medio único de verse libres de aquellos hechos deshonrosos. Desapareció la dictadura y
la monarquía y pronto asomaron los procedimientos de violencia. En Barcelona todo el
mundo estaba armado; los sindicalistas se entregan a toda clase de excesos. ¿A dónde
conducirá a Barcelona esta situación?

El diario republicano La Voz se lamentaba el 24 de julio:


«Sencillamente intolerable. La pobre y débil economía española no
puede resistir este constante asalto. Se cierran las fábricas. Nadie
construye. El comercio no vende. Las industrias secundarias
languidecen». Aunque esas quejas eran exageradas, reflejaban una
reacción republicana común contra la ofensiva anarquista.
Aunque los anarquistas, casi por definición, no podían tener
aliados, su postura revolucionaria tuvo como paralelo el diminuto
Partido Comunista de España. El undécimo pleno del Comité
Ejecutivo de la Comintern, reunido en abril de 1931, aclamó la
llegada de la crisis definitiva del capitalismo que estaba produciendo
al parecer una lucha revolucionaria en los países capitalistas. De
ese modo el Partido Comunista de España declaraba la guerra a la
República, con el objetivo de reemplazarla lo antes posible con una
«República-Consejos de trabajadores, campesinos y soldados»,
puro lenguaje soviético de 1917[19].
La única ciudad donde tenían una fuerza significativa tanto los
anarquistas como los comunistas era Sevilla, centro comercial y de
la industria ligera de Andalucía, donde no había reinado la paz ni
siquiera durante los primerísimos días felices de la República. La
cuarta capital de provincia de España, Sevilla, se situaba sólo detrás
de Barcelona como escenario de la agitación laboral. En las
primeras semanas de la República la CNT contaba
aproximadamente con veintiséis mil miembros —como el 30 por
ciento de la fuerza laboral— mientras la CGTU (llamada allí Unión
Local de Sindicatos) comunista contaba con unos quince mil (casi el
18 por ciento). En 1931 Sevilla era la cosa más parecida a un centro
del comunismo español (al haber absorbido anteriormente los
comunistas a parte de la CNT local), que ejercía el monopolio entre
los estibadores. En comparación, la UGT tenía al principio sólo unos
cuatro mil miembros en Sevilla y no creció significativamente
durante dos años más.
Las manifestaciones comunistas del 14 de abril en Sevilla habían
degenerado en minidisturbios, mientras que otra manifestación al
día siguiente logró organizar una fuga de la cárcel. Fueron
saqueadas varias armerías y hubo incluso un intento de asalto de un
cuartel de infantería local, produciéndose muchos tiroteos y un
muerto. La ley marcial se proclamó en Sevilla ya el 16 de abril, al
tercer día de la República, antes que en ninguna otra parte de
España. Hubo en conjunto allí treinta y cuatro huelgas entre abril y
diciembre, la mayoría de ellas entre abril y julio[20].
Uno de los principales generales republicanos, Miguel
Cabanellas, fue enviado a Sevilla como capitán general de la región.
Propuso sus propias soluciones para la agitación laboral: medidas
de reforma económica para aumentar el empleo acompañadas por
una continuación de la ley marcial, prohibición de las huelgas,
clausura de los locales sindicales de la CNT y comunistas, y
deportación de los revolucionarios, agitadores laborales y
delincuentes locales a Guinea Ecuatorial. Aquello era demasiado
para que lo tragasen los ministros socialistas del Gobierno;
Cabanellas fue sustituido al fin y la ley marcial levantada el 15 de
junio[21].
Los militantes de la CNT de Sevilla se oponían abiertamente a
los comunistas, pero, al igual que otros grupos regionales, se
inclinaron cada vez más hacia la FAI. La mayor ola de huelgas, de
junio y julio, empezó a llegar al clímax el 18 de julio, con una
violenta manifestación huelguista que condujo a una huelga aún
mayor dos días después, con más actuación violenta en el curso de
la cual murieron un cenetista y un policía. El 22 de julio se había
convertido ya en una huelga general en toda Sevilla, secundada por
los comunistas. La ley marcial, tras haber permanecido levantada
durante sólo treinta y siete días, fue impuesta de nuevo y se declaró
el cierre oficial de la CNT. La policía urbana de Sevilla contaba sólo
con cuarenta y nueve miembros. Eran totalmente insuficientes para
hacer frente a aquella situación y fueron reforzados con una milicia
civil constituida ad hoc. El suceso más atroz de todo el episodio
huelguista se produjo en las primeras horas del 23 de julio, cuando
unos miembros de esa milicia conservadora aplicaron la ley de
fugas a cuatro detenidos comunistas en el parque central de Sevilla,
matándolos sin más. Más tarde, ese mismo día, se dio orden a la
artillería de que derribara a cañonazos un edificio donde había un
bar propiedad de un comunista. Los disturbios terminaron por fin en
Sevilla el 26 de julio, tras haber perecido en ellos un mínimo de
veinte personas (dieciséis en la capital y cuatro en la provincia) y
haber resultado heridas más del doble[22]. Una comisión
parlamentaria de investigación, dirigida por socialistas, indagó
después sobre la matanza del 23 de julio, pero no fue capaz de
alcanzar ninguna conclusión definitiva.
El 1.o de agosto declaraba Solidaridad Obrera que «a partir de
ahora sabemos que las Cortes Constituyentes están contra el
pueblo. A partir de ahora no puede haber ni paz ni un minuto de
tregua entre las Cortes Constituyentes y la CNT». Los sindicatos de
la CNT aceptaron ocasionalmente la mediación en las disputas
laborales del gobernador civil de alguna provincia dada, cosa que
ocurrió en Cataluña y en Cádiz, pero prevaleció en general la línea
faísta que rechazaba una arbitración normal. Conforme avanzaba el
verano, los líderes anarquistas que habían regresado del exilio con
la llegada de la República ganaban cada vez más apoyo entre las
federaciones regionales más activas[23]. La larga y enconada huelga
telefónica fue zanjada al fin en condiciones moderadas el 28 de
agosto, pero un día antes se inició una nueva ola de huelgas en
Barcelona al declararse en huelga veinte mil obreros metalúrgicos.
Los presos de la cárcel Modelo de Barcelona se amotinaron,
apoderándose temporalmente de la misma, tras lo cual la CNT de
Barcelona declaró una huelga general el 3 de septiembre exigiendo
la libertad de todos sus miembros detenidos en los últimos meses.
Macià, presidente de la Generalitat, que había encabezado una
suscripción para recaudar fondos a favor de los trabajadores de
teléfonos de la CNT, mantuvo su política de apaciguamiento. Apoyó
la nueva exigencia de la CNT de que se dejasen en libertad todos
sus miembros que estaban presos en Barcelona, pero el gobierno
local y la autoridad policíaca estaban en manos del gobernador civil,
el republicano católico conservador José Anguera de Sojo (el tercer
gobernador provincial en cinco meses), quien adoptó una línea dura
y rodeó de guardias civiles la sede local de la CNT. Para cuando
terminó aquella huelga, había habido por lo menos seis muertos y
además habían sido detenidos muchos cenetistas, para mayor
seguridad, en un barco prisión[24].
Septiembre fue un mes agitado en todas partes, pues la huelga
general de Barcelona fue seguida por otra en Zaragoza y estuvo
acompañada por muchas huelgas menores, algunas con tumultos,
extendidas por lo menos a dieciocho provincias, produciéndose
algunos muertos más. Octubre trajo consigo más de lo mismo, con
huelgas e incidentes por lo menos en doce provincias y varios
muertos más de carácter político. Los disturbios fueron más
pertinaces en parte de Andalucía y Extremadura.
Esa extensión de las huelgas y la frecuente violencia, tanto por
parte de los trabajadores como de las autoridades, fueron parte del
dinámico proceso mediante el que logró la FAI invertir rápidamente
las conclusiones del congreso de junio de la CNT y establecer la
hegemonía del anarquismo revolucionario. El faísmo era un
fenómeno básicamente urbano, con mucho menos respaldo entre
los cenetistas rurales, pero esa circunstancia le proporcionaba una
influencia mayor. A finales de verano, la fusión de los acrónimos —
CNT-FAI— reflejó una nueva política de total confrontación con el
orden social establecido y con la República misma.
Los líderes moderados de la CNT se hallaron representando a
una minoría, al menos en las ciudades. Adoptaron una posición
pública en la declaración treintista del 1.o de septiembre, llamada así
al estar firmada por treinta figuras más moderadas, encabezadas
por Ángel Pestaña y Joan Peiró. Denunciaban la violencia y el
revolucionarismo faístas, afirmando lisa y llanamente que podían
conducir a un «fascismo republicano». Los treintistas recalcaban la
necesidad de una educación laboral, organización sindical práctica,
objetivos sensatos y un sentido de responsabilidad política, y
amenazaban con una ruptura completa entre su sector de
sindicalismo laboral y el anarquismo revolucionario, pero los
treintistas sólo lograron un apoyo firme en Valencia y en el
estratégico suburbio barcelonés de Sabadell, mientras los faístas se
hacían dueños de Solidaridad Obrera y dominaban la mayor parte
de la CNT de Cataluña y el resto de España. Llegó a haber incluso
unos cuantos altercados callejeros violentos entre los dos sectores,
acusando algunos treintistas a la FAI de tener las características de
una organización leninista[25].

La política socialista

El contraste entre la política de la FAI-CNT y la de los socialistas


era como la diferencia existente entre la noche y el día. Durante los
meses finales de la Monarquía y la primera fase de la República, los
dirigentes del partido se atuvieron a la idea de que la participación
socialista en el gobierno era necesaria para estabilizar y proteger la
naciente democracia republicana y que esta última proporcionaría a
su vez las condiciones necesarias para avanzar hacia el socialismo.
Se asociaba a ello la conclusión predominante de que la «revolución
burguesa» postulada por el marxismo nunca se había completado, y
que durante un siglo el país había seguido viviendo en una especie
de casa a medio camino entre un tradicionalismo y feudalismo
mezclados con capitalismo y un tipo de liberalismo muy limitado.
Esto puede haber constituido una lectura errónea de la historia de
España[26], porque el liberalismo elitista del siglo XIX había tenido de
hecho un claro paralelo con los desarrollos producidos en Europa
Noroccidental, cosa que confundía a las clases medias y la
intelectualidad republicanas con la burguesía verdadera que iba a
volverse enseguida cada vez más antiliberal, pero esta
interpretación proporcionó una base lógica teórica e histórica para
toda una serie de colaboraciones. La irrupción republicana fue una
cosa desde luego buena para la UGT, que había tenido sólo 277 011
miembros a finales de 1930 y alcanzó en cambio un total de
1 041 539 en junio de 1932, rivalizando o superando por primera vez
sus efectivos a los de la CNT[27].
El problema de continuar o no esa colaboración constituyó el
tema principal del Congreso Extraordinario del partido que tuvo lugar
en Madrid el 10 de julio, cuatro días antes de la apertura de las
Cortes Constituyentes. El informe del comité sobre esta cuestión
recomendaba continuar con ella hasta que se redactara la
Constitución y se estableciera el primer gobierno regular. Sin
embargo, fuera de Alemania y Escandinavia, los partidos socialistas
europeos se hacían eco todavía de la ortodoxia de la Segunda
Internacional y mantenían una postura ambivalente en lo tocante al
tema de la colaboración regular. Por esa razón el informe
mencionado terminaba afirmando que «el partido se declara en
principio contra la participación en el poder», pero que el partido
seguiría colaborando en el futuro, de ser necesario, para evitar el
regreso de los poderes derechistas o una amenaza de envergadura
a las nuevas formas. El pragmático Indalecio Prieto, reconocido
plenamente a esas alturas como el jefe del centro socialdemócrata o
centro-derecha del partido, añadió allí una enmienda que facultaba a
la delegación parlamentaria socialista y a la comisión ejecutiva del
partido a tomar conjuntamente las decisiones futuras en torno a
problemas fundamentales de ese tipo siempre que pudiera cambiar
la situación o aparecer una nueva crisis[28].
La oposición a continuar aquella participación vino del
catedrático madrileño de filosofía, Julián Besteiro, que había
sucedido al fundador del partido, Pablo Iglesias, como figura central
de la directiva socialista tras la muerte de éste en 1925, y de una
minoría ultraizquierdista que sostenía que tanto la participación
como el reformismo eran totalmente inadecuados y constituían una
trampa que desviaba al movimiento de sus objetivos
revolucionarios[29]. Besteiro nunca claudicó de su postura de que
aquella colaboración estaba equivocada, debido a las razones
opuestas: porque el socialismo español era todavía relativamente
débil e inmaduro y por lo mismo se vería inevitablemente
comprometido, diluido y desviado de su auténtico objetivo de
trabajar de modo paciente y constructivo por un futuro socialista.
Besteiro había ganado la reputación de ser el teórico marxista más
distinguido del partido. Sostenía que la doctrina marxista era una
hipótesis idealista que se convertía en realidad dentro de un
desarrollo histórico, igual que en los ejemplos de la teoría
científica[30], pero que era completamente imposible acelerar la
historia artificialmente, remachando de ese modo la ortodoxia
kautskista de otrora de la vieja Segunda Internacional[31]. Besteiro
recomendó encarecidamente que el partido se limitase a concurrir a
las elecciones y a trabajar por el logro de una reforma social práctica
en el Parlamento. Había dimitido de sus puestos directivos tanto en
el partido como en la UGT a principios de 1931, pero después
aceptó la presidencia de las nuevas Cortes con la esperanza de
facilitar una legislación reformista. En el congreso de julio advirtió
que, en las condiciones existentes, la participación continua en el
gobierno podría llevar al desgaste y agotamiento del movimiento o a
un adelantamiento prematuro hacia un gobierno socialista que,
entonces, tendría que ser dictatorial:
Pero yo he dicho antes que nosotros en el poder, a la larga, o nos dejamos arrastrar
por los elementos que abusan de nuestra bondad, o tendremos que tener mano dura y
ser dictadores. Y yo temo más una dictadura socialista que una dictadura burguesa. De
la segunda nos defenderíamos; en la primera mataríamos nosotros solos[32].

Su moción abstencionista fue rechazada en el congreso, que


votó por la moción de Prieto enmendada, 10 607 contra 8362, una
división relativamente reñida, que indició que gran parte del partido
no estaba completamente de acuerdo.
El más entusiasta de todos fue el jefe de la UGT, Largo
Caballero, en su nuevo puesto de ministro de Trabajo. Para aquel
viejo líder sindical, bajo y de ojos azules, que había dedicado toda
su vida a asuntos prácticos de organización y reformismo laboral,
aquello era casi un sueño convertido en realidad. No soportaba en
cambio en absoluto el extremismo de la CNT y su negativa a
prestarse al arbitraje. El 21 de julio reclamó que el gobierno
adoptase una línea más dura ante los disturbios anarquistas[33].
Como contraste, Prieto, que había impulsado inicialmente la línea
colaboracionista y era un político más sofisticado y hábil, daba
cabida a una vena de pesimismo intermitente y antes de terminar el
año hablaba incluso de dimitir como ministro de Hacienda debido a
los obstáculos existentes, al paso que por entonces Largo Caballero
llegó a especular ocasionalmente sobre un gobierno republicano del
todo socialista[34].

La redacción de la Constitución

Se había acordado que las Cortes Constituyentes se reunieran el


14 de julio, Día de la Bastilla, lo que suscitaba recuerdos de la
Revolución francesa y de las Repúblicas francesas. La composición
de las mismas mostraba una hiriente discontinuidad con la de los
últimos Parlamentos de la monarquía[35]. Para la mayoría
izquierdista aquello era exactamente como debía ser, una ruptura
completa con un pasado monárquico corrupto y retrógrado. La
verdad es que a la nueva asamblea le faltaba experiencia política
práctica y sabiduría y carecía además de contacto con sectores
significativos de la sociedad española. El colapso de las viejas
organizaciones políticas y la confusión de la derecha había dejado
muy mal representada a una gran minoría conservadora y católica y
había tenido también el efecto de hacer creer a los diputados
republicanos y socialistas que representaban al conjunto de la
sociedad española más de lo que ocurría en realidad.
El nuevo cuerpo legislativo provenía predominantemente de las
clases medias profesionales y burocráticas, que suponían el 81 por
ciento de la Cámara, encabezado por abogados (150) y maestros y
profesores catedráticos (80[36]). Esas cifras incluían también a los
intelectuales más destacados del país, pues dos de los pensadores
españoles más conocidos, José Ortega y Gasset y Miguel de
Unamuno, eran diputados, al igual que el famoso médico y
ensayista Gregorio Marañón, y Ramón Pérez de Ayala, uno de los
dos novelistas principales del país (los dos últimos directivos con
Ortega de la pequeña «Agrupación al Servicio de la República»). Lo
más curioso es que el asesoramiento y el comentario político de
aquellos sabios era por lo general muy sensato y más de fiar que el
de la mayoría izquierdista. Ortega, por ejemplo, recomendó que las
Cortes Constituyentes evitasen la retórica, la venganza y el
radicalismo contraproducente, centrándose en cambio en una
reforma pragmática y en los asuntos económicos[37]. Aquel oportuno
consejo fue rechazado de plano.
En mayo había nombrado Alcalá Zamora una Comisión Jurídica
Asesora especial, de trece miembros, con el encargo de preparar un
proyecto de borrador constitucional para someterlo a la
consideración de las nuevas Cortes. Aquella comisión estaba
compuesta por elementos moderados que prepararon un borrador
que incluía una legislatura bicameral y una presidencia con amplios
poderes y que reconocía una libertad de creencias total, incluyendo
a la Iglesia católica, que disfrutaría de un estatuto especial. Se
trataba de una cosa tan sensata y moderada que el gobierno
republicano lo rechazó enseguida. Los miembros de las nuevas
Cortes formaron en cambio otro comité constitucional. Encabezado
por el catedrático de derecho Luis Jiménez de Asúa, un socialista
relativamente moderado, estaba compuesto por cinco socialistas,
cuatro radicales, tres radical-socialistas, dos catalanistas, y siete
miembros de otros partidos republicanos. Desempeñando un papel
destacado tanto los socialistas[38] como los radical-socialistas,
completaron un borrador de 121 artículos que sometieron a las
Cortes el 27 de agosto. Jiménez de Asúa lo presentó como «de
izquierda, pero no socialista», «democrático, iluminado por la
libertad y de un gran contenido social». Citó entre las
«constituciones madres» que habían aportado su inspiración al
borrador el documento mexicano de 1917[39], la primera
Constitución soviética de 1918[40], y la Constitución alemana de
Weimar de 1919. Definía la República como un «Estado integral»,
no federal[41], y estipulaba una separación completa de la Iglesia y
el Estado, con la disolución de todas las órdenes religiosas y la
nacionalización de sus propiedades. Jiménez de Asúa recalcó
también que la Constitución propuesta garantizaba el derecho a la
propiedad privada, aunque su objetivo residía en «avanzar
gradualmente hacia su socialización[42]», el proyecto daba también
al Parlamento el derecho a confiscar propiedades sin indemnización.
La discusión en serio se inició el 11 de septiembre y llevó a un
debate de tres meses de duración, a veces acalorado, a menudo
subido de tono, y muy ocasionalmente elocuente, normalmente en
forma de prolongadas sesiones que empezaban a las 4 de la tarde y
seguían intermitentemente hasta muy entrada la noche. La primera
discusión fuerte surgió en torno al intento de los socialistas y radical-
socialistas de definir el nuevo Estado en el artículo 1.o como una
«República de trabajadores», cosa no aceptable por entero a toda la
izquierda republicana. Adquirió un nivel aún más polémico la
discusión del grado de autonomía que iba a permitir el Estado
republicano, porque los socialistas y la Acción Republicana de
Azaña querían conservar un Estado central bastante fuerte que se
limitaría a conceder una autonomía limitada a algunas regiones en
especial. El texto final se redactó así: «España es una república
democrática de trabajadores de todas clases, que se organiza en
régimen de libertad y de justicia. Los poderes de todos sus órganos
emanan del pueblo. La República constituye un Estado integral,
compatible con la autonomía de los municipios y las regiones».
El artículo 2.o establecía la igualdad de todos los españoles ante
la ley, mientras que el artículo 4.o declaraba el castellano como
idioma oficial de la República, añadiendo que «Todo español tiene
obligación de saberlo y de usarlo, sin perjuicio de los derechos que
las leyes del Estado reconozcan a las lenguas de las provincias o
regiones». Otras secciones de la Constitución renunciaban a la
guerra como instrumento de política nacional, dividían los poderes
del gobierno en los que se declaraban de la exclusiva competencia
del Estado español (artículo 14), los correspondientes a esferas en
las que el Estado podía legislar, aunque podían administrar las
regiones autónomas (artículo 15) y determinadas materias cuya
jurisdicción podría corresponder en exclusiva a la competencia de
aquellas regiones autónomas que se pudieran crear (artículo 16). No
se llegó a un acuerdo en lo tocante a la abolición de la pena de
muerte, por lo que ese tema fue omitido.
El artículo 36, que estipulaba el derecho de todos los ciudadanos
de uno u otro sexo mayores de 23 años para votar en las elecciones
mediante sufragio universal, directo e igualitario resultó
controvertidísimo. Los radicales y la izquierda republicana se
opusieron con vigor a la concesión del voto a la mujer debido a su
supuesto conservadurismo y religiosidad. Victoria Kent, diputada
radical socialista, una de las tres mujeres elegidas, llegó nada
menos que a afirmar que «la mujer es retrógrada, reaccionaria e
inculta[43]», pero las feministas conservadoras de la «Unión de
Damas Españolas» demostraron estar sorprendentemente bien
organizadas. Presentaron una petición con las firmas de millón y
medio de mujeres a favor del derecho a votar. Una inusual alianza
de socialistas y moderados logró la aprobación del tema con una
votación de 160 contra 121.
La gran discusión siguiente giró en torno al artículo 44, que
afirmaba que:
La propiedad de toda clase de bienes podrá ser objeto de expropiación forzosa por
causa de utilidad social mediante adecuada indemnización, a menos que disponga otra
cosa una ley aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las Cortes… En ningún
caso se impondrá la pena de confiscación de bienes.

Fue aprobado por un estrecho margen. Este artículo chocó con


la oposición no sólo de la pequeña minoría derechista, sino también
con el pequeño grupo de republicanos conservadores encabezados
por Maura y Alcalá de Zamora, y estuvo a punto de provocar la
dimisión del último como presidente.
La confrontación en tomo al artículo 44 constituyó el preludio del
mayor conflicto concreto, la controversia sobre la separación de la
Iglesia y el Estado. Gran parte de la opinión católica de entonces
aceptaba ya una separación formal de la Iglesia y el Estado, pero
pretendía una legislación especial que garantizase una libertad
completa para el culto y la educación católica, que le garantizase a
la Iglesia el control completo de sus propiedades, y que se hiciese
cargo de la continuación del presupuesto eclesiástico mediante el
cual el Estado pagaba los sueldos de los párrocos. Pero, muy al
contrario, el borrador propuesto declaraba que «El Estado disolverá
todas las órdenes religiosas y nacionalizará sus bienes», y fue
seguido el 13 de octubre por una enmienda socialista que pretendía
la prohibición permanente de todas las órdenes religiosas. Aquello
creó una situación tan explosiva que incluso la derecha republicana
amenazó con pasarse a la oposición.
La formulación final fue algo más moderada. La desarrolló
Manuel Azaña, el firme e ingenioso ministro de la Guerra que se
había convertido entonces en la figura dominante de la izquierda
republicana. En el discurso más citado de todo el debate
constitucional, declaró el 15 de octubre: «La premisa de este
problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha
dejado de ser católica». No quería decir con aquella expresión que
no hubiese todavía muchos millones de católicos en España, sino
que en la cuarta década del siglo XX el catolicismo había perdido su
antiguo papel hegemónico en la cultura, la política y la sociedad.
Azaña añadió: «Nosotros tenemos de una parte la obligación de
respetar la libertad de conciencia», pero insistió en que estaba
primero la protección de la seguridad del Estado republicano. Por lo
tanto: «A mí que no me vengan a decir que esto es contrario a la
libertad; porque esto es una cuestión de salud pública[44]». Hizo
hincapié en que, en vez de proscribir todas las órdenes, sólo hacía
falta en aquella ocasión expulsar a los jesuitas, y que se podía
legislar en el futuro para prohibir cualquier enseñanza a los
miembros de órdenes religiosas. No habría ningún reconocimiento
jurídico especial de la Iglesia en lo tocante a subvención económica,
derechos o propiedades. Aquellos términos, algo más suaves,
resultaron aceptables para los socialistas, que retiraron su
enmienda. El revisado artículo 26 fue aprobado por 175 votos contra
59, lo que provocó la salida en masa de la minoría derechista, así
como las dimisiones de los dos ministros católico-republicanos,
Maura y Alcalá Zamora[45].
El artículo siguiente (27) garantizaba la libertad de conciencia,
junto con la jurisdicción civil sobre todos los comentarios. El artículo
29 aseguraba el derecho al habeas corpus, y en títulos siguientes se
reconocía el derecho de todas las confesiones a enseñar libremente
su propia doctrina dentro de sus «establecimientos», entendiendo
por tales a los edificios de las mismas.
El artículo 71 determinaba el mandato del presidente de la
República, designado por un colegio electoral especial con una
duración de seis años. El presidente tenía la facultad de nombrar al
Primer ministro encargado de formar gobierno y de ratificar el
gabinete de ministros propuesto por aquél, estipulándose que un
gabinete tenía que tener una mayoría parlamentaria para
permanecer en el poder. Se le concedía al presidente la facultad de
disolver las Cortes hasta dos veces durante un mandato
presidencial, pero la segunda disolución tendría que ser revisada y
aprobada por el nuevo congreso resultante. De no ser así, el
presidente sería destituido (artículo 81). Se le admitía por otra parte
un poder de veto muy parcial y limitado en materia legislativa
(artículo 83). Podía también ser llevado a comparecer ante el nuevo
Tribunal de Garantías Constitucionales por acuerdo de tres quintas
partes del voto del Congreso que lo destituiría, desde luego, de
hallarlo culpable de infracción delictiva de sus obligaciones
constitucionales[46].
Ese modelo de presidencia se basaba en medida considerable
en el de la contemporánea República de Weimar y trataba de lograr
una especie de compromiso entre el sistema presidencial
estadounidense y el parlamentario francés. De hecho, al aumentar
la inestabilidad política después de 1933, la autoridad de facto del
presidente español aumentó también constantemente, lo que lo
convirtió hasta un grado significativo en eje y árbitro del sistema
gubernamental y político entre septiembre de 1933 y febrero de
1936[47].
El título VII trataba de la justicia, y el artículo 94 aseguraba a
todos una justicia gratuita e imparcial mediante una judicatura del
todo independiente y responsable de sus actuaciones propias civiles
y criminales. El sistema de justicia se hacía más unitario al abolirse
la jurisdicción aparte militar y eclesiástica (excepto en tiempo de
guerra). Aunque no quedaban totalmente definidos los límites
jurisdiccionales existentes entre distintas secciones y niveles, el
sistema quedaba sometido a un Tribunal Supremo y también a un
Tribunal de Garantías Constitucionales. Este último tendría
autoridad para juzgar la constitucionalidad de cualquier legislación
que le fuese presentada y se le dio también jurisdicción en lo
tocante a la resolución de cualesquiera conflictos entre el Estado
español y cualesquiera regiones autónomas futuras[48].
El título VIII, dedicado a la hacienda pública, fue redactado
minuciosamente y especificaba que todos los impuestos tenían que
ser votados por el Congreso. Cada año tendría que presentar en
octubre el gobierno al Congreso para su aprobación un único
proyecto de presupuesto general, quedando específicamente
prohibidos los presupuestos secundarios o excepcionales como los
que se habían añadido durante la dictadura.
En otras secciones se establecían términos indulgentes para el
divorcio de cualesquiera de las partes de un matrimonio, se
asignaba la igualdad de derechos para los hijos habidos fuera del
matrimonio y se prometía que «El Estado prestará asistencia a los
enfermos y ancianos, y protección a la maternidad y a la infancia».
La Constitución reconocía también la responsabilidad de la
República de «asegurar a todo trabajador las condiciones
necesarias para una existencia digna», y prometía: «La enseñanza
será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metódica y se
inspirará en ideales de solidaridad humana».
La Constitución podría ser reformada mediante el voto, acorde
con la reforma de dos terceras partes de los diputados durante los
cuatro años primeros de vida constitucional, y por la mayoría
absoluta en lo sucesivo. En la práctica, la creciente fragmentación
de la vida política iba a imposibilitar la reforma de la Constitución
republicana en ningún momento.
En la mayoría de sus aspectos, se trataba de una Constitución
democrática liberal típica del primer tercio del siglo XX, influida
posiblemente más por la de Weimar que por ninguna otra existente.
Divergía, sin embargo, de otros sistemas parlamentarios «de clase
media» en determinados aspectos neurálgicos. La Constitución
republicana española brindaba garantías sociales mayores, por
vago y general que fuese su texto, y mencionaba explícitamente el
tema de la nacionalización de la propiedad. Su trato de la Iglesia
católica (cosa que analizaremos más a fondo en el capítulo
siguiente) fue más allá de la separación de las esferas, rechazó el
principio de una Iglesia libre en un Estado libre, y sujetó a la Iglesia
católica (y sólo a ella) a severas restricciones y a cierto grado de
persecución; algunos aspectos de ésta —sobre todo la prohibición
de impartir la enseñanza los religiosos— tendrían graves
consecuencias. La Constitución avanzó también más en dirección a
una democracia plebiscitaria que la mayoría de sus predecesores,
incluso que otros sistemas democráticos. El Parlamento era
unicameral y sería elegido por sufragio universal (y no
exclusivamente masculino[49]).
La mayoría de los republicanos quedaron contentos con la
Constitución, y al fin la aprobaron las Cortes el 9 de diciembre. Sin
embargo, y desde el comienzo mismo se vio sometida a las críticas
más severas desde la derecha e incluso desde parte del centro[50].
Toda la opinión católica, con rarísimas excepciones, repudió el
artículo 26, mientras que el artículo 44 llenó igualmente de
preocupación a la mayoría de los conservadores. Ortega y Gasset
acusó a las Cortes Constituyentes de sectarismo y de radicalismo
huero ya desde el 9 de septiembre[51], motejando a los extremistas
radical-socialistas más exaltados de jabalíes, apodo que se
mantuvo. Calificaría más adelante al nuevo documento de
«Constitución lamentable, sin pies ni cabeza, ni el resto de materia
orgánica que suele haber entre los pies y la cabeza[52]». El 6 de
diciembre, cuando la Constitución se acercaba a su término,
pronunció en Madrid una magna conferencia en la que recalcó que
«es preciso rescatar el perfil de la República… Lo que no se
comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta
plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida, ni apenas dolores,
hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país
desazón, descontento, desánimo, en suma, tristeza[53]».

Formación del gobierno de Azaña

Tras ser aprobado el artículo 26, Alcalá Zamora, que había


dimitido en protesta, fue sucedido como Primer ministro por don
Manuel Azaña Díaz, el escritor y funcionario público, de 51 años de
edad, que se ocupaba del Ministerio de la Guerra. Sencillamente un
año antes nadie habría imaginado aquel ascenso de Azaña, pero los
acontecimientos de 1931 lo revelaron como la personalidad política
más impresionante y el verdadero líder de la izquierda burguesa,
saludado por Ortega como «la revelación» de la República. Salvador
de Madariaga, que tan a menudo estuvo en desacuerdo con la
política de Azaña, lo definiría más adelante como «el español de
más talla que reveló la breve etapa republicana[54]».
Azaña había nacido en el seno de una familia acomodada de
Alcalá de Henares, ciudad provinciana situada a unos treinta
kilómetros al este de Madrid. Huérfano a temprana edad, lo crió su
abuela paterna y estudió durante cuatro años en el colegio de los
agustinos de El Escorial antes de obtener la licenciatura en Derecho
y después el doctorado en la Universidad de Madrid. Con ingresos
propios ya desde muy joven, llevó una vida de señorito literato
durante unos años, pero la ruina de la fortuna familiar lo obligó
pronto a conseguir una colocación en la burocracia del Estado.
Consiguió el cargo de jefe de negociado en el archivo general del
notariado del Ministerio de Justicia, colocación que le dejaba tiempo
libre para escribir y después para dedicarse a la política. En 1913
había participado activamente en la nueva Liga de Educación
Política formada por Ortega y otros y el año siguiente se convirtió en
temprano miembro del Partido Republicano Reformista, de
Melquíades Álvarez. Fue un partidario declarado de los aliados
durante la guerra europea y contendió dos veces, sin éxito, por un
escaño en las Cortes por el Partido Reformista.
Su trabajo literario se enfocó hacia tres campos: la crítica literaria
(especialmente una serie de escritos sobre el novelista Juan Valera);
las bellas letras (una novela y un drama teatral, además de otra
novela casi terminada en los años del advenimiento de la
República); y la escritura didáctica y las traducciones (destaca entre
lo más notable de ellas en este sentido sus Estudios de política
francesa contemporánea, aunque sólo terminó un tomo sobre
política militar). Azaña tuvo mucha actividad en el Ateneo, principal
centro cultural madrileño, donde ocupó varios años el cargo de
secretario hasta ser elegido presidente en 1930. Por este motivo era
ya muy conocido desde hacía tiempo en la vida literaria y cultural de
la capital, aunque nunca había publicado ninguna obra de verdadera
importancia y sus escritos suscitaron un interés muy limitado. El
mordaz crítico que era Azaña se definía como un «autor sin
lectores[55]».
Manuel Azaña Díaz

Su punto más débil como político, junto con su falta de


experiencia, era probablemente su personalidad, altanera, áspera y
arrogante en extremo. Miguel Maura haría más adelante esta
observación: «El Azaña que conocí en 1930 carecía del más
elemental trato de gentes. Cuando quería ser amable era adusto.
Cuando alguien le era indiferente, resultaba el prototipo de la
grosería». Evidenciaba un «desdén por todo y por todos, nacido de
la convicción que le poseía de ser un genio incomprendido y
menospreciado…», mostrándose a menudo «despectivo, soberbio,
incisivo sin piedad y sin gracia, reservado para cuántos fuesen sus
habituales contertulios, despiadado en los juicios sobre las personas
y los actos ajenos; en una palabra, insoportable[56]».
Tampoco era atrayente su aspecto físico. De mediana estatura,
grueso, cargado de espaldas y sobrado de carnes, calvo, el
semblante sumamente pálido, carirredondo y tristón, normalmente
inexpresivo, adornado por varias verrugas grandes que hacían las
delicias del caricaturista. En las contadas ocasiones en que se reía
o sonreía, podía llegar a ser bastante simpático para con sus
íntimos. Éstos no eran numerosos, pero muy adictos. Azaña no se
había casado hasta los cuarenta y ocho años, y lo hizo entonces
con la hermana, muy joven, de su mejor amigo.
Pese a su tendencia al retraimiento intelectual, Azaña era al
mismo tiempo atraído de un modo algo contradictorio por la vida
pública, en parte porque
era un hombre teatral; le gustaba el escenario. En una ocasión se vistió de cardenal
para un baile de disfraces, propendía a la grandilocuencia. Alguno de sus mejores
escritos está en forma de diálogo, casi escénico. La realidad le disgustaba, en el fondo
la despreciaba; prefería recrearla él mismo. Como muchos buenos artistas, no advertía
sus defectos y errores; eran el público y la crítica los que se equivocaban[57].

Acaso no era cosa accidental que su mejor amigo y cuñado


fuese un conocido director teatral.
La experiencia de la dictadura de Primo de Rivera había
cristalizado sus ideas políticas y reorientado sus actividades. Azaña
había sacado en conclusión que el liberalismo histórico español
había fracasado debido tanto a su timidez como a su debilidad,
debido a no haber sido, en sus palabras, suficientemente «radical».
No había aceptado nunca del todo la opinión reinante en general de
que la política es el arte de lo posible, porque creía que España
poseía una oportunidad única de lograr una dramática ruptura y un
conjunto decisivo de nuevas reformas, que sólo podrían tener éxito
si se rechazaba el compromiso con el conservadurismo y los
católicos. Uno de sus biógrafos ha calificado su posición como
«intransigencia liberal[58]», pero este término no es del todo
adecuado. Azaña no era liberal en el sentido liberal-demócrata, sino
un sectario liberal virulento. En un mitin efectuado en 1930, azuzó al
auditorio con estas palabras: «No temáis que os llamen sectarios.
Yo lo soy[59]». Y no se trataba de mera retórica. Azaña era en
algunos aspectos el último de una larga lista de reformistas liberal-
radicales del «largo siglo XIX» de España, convencido de que sus
predecesores habían fracasado por haber sido demasiado tímidos.
Su fuerza estribaba en unas ideas firmes y claras que
cristalizaban los objetivos de la izquierda moderada, en una clara
voluntad de capitanear sin un asomo de compromiso serio ni el
menor atisbo de corrupción, y sus convincentes facultades oratorias.
Maura hace esta observación: «La oratoria de Azaña ofrece la
particularidad de que no se parecía a ninguna anterior. Es fría,
helada, dura, incisiva, monótona, sin matices de voz ni de gesto y,
sin embargo, demoledora y fascinante. ¡Cuántas veces oyéndole
sentado frente a frente en los escaños del Congreso me hacía esta
reflexión: “¿Cómo es posible que la oratoria de este hombre
convenza, subyugue y arrastre a las masas?”! ¡Nunca llegué a
explicármelo!»[60].
Su lengua y su inteligencia le hacían a la vez respetado y temido,
aunque su retórica llegó a hacerse contraproducente.
Sus famosas frases incisivas e hirientes contribuyeron, no poco, al terrible odio que
las derechas llegaron a dedicarle… Las lanzaba con auténtico regodeo y, sabiendo su
alcance, como un verdadero masoquista perseguidor de la enemistad y del odio hacia su
persona.
Una vez le pregunté la razón de esa manía de herir por herir, que hacía que no
perdiese ocasión de desprestigiar al adversario, y me contestó: «Lo hago porque me
divierte». Estoy seguro de que era cierto. Positivamente gozaba pensando en lo que
contra él desencadenaba. Reconozcamos que no era un carácter corriente y vulgar[61].

Pero, como tantos intelectuales metidos en la política, lo


caracterizaba también una ambivalencia profunda. Físicamente
tímido y por naturaleza opuesto a la violencia, estaba determinado,
sin embargo, a no contraer nunca un compromiso. Su ambición y
energía políticas, innegablemente grandes, tenían sus limitaciones,
porque carecía de la paciencia, tolerancia y nervio necesarios en la
política cotidiana a lo largo de un prolongado período de liderato, y
sufría periódicamente de baches profundos de ensimismamiento
con nostalgias de retiro. En la mañana de su derrota electoral de
1933, un partidario suyo se escandalizó al hallarse con un Azaña
dedicado a leer plácidamente una historia esotérica sobre el Imperio
Bizantino, a mil años de distancia en el tiempo y el espacio.
Lo que buscaba Azaña era una República reformista radical que
no se limitase a acabar con la monarquía, sino también con la
influencia cultural y política de la Iglesia católica y la oligarquías
conservadoras dominantes. Aquello se llevaría a cabo a base de
una reforma institucional incisiva, incluso intolerante, y a través de
un amplio programa educacional nuevo. Sus objetivos básicos eran
los de un radicalismo decimonónico de clase media, y pretendía
modernizar España y hacer cambiar su «carácter nacional» a base
de completar la revolución cultural del siglo XIX en la España de
1930. Para Azaña, como para la izquierda en general, la República
no era tanto una forma o conjunto de instituciones —democracia
constitucional con sus reglas de juego— como un proyecto de
reforma específica de la política de Iglesia y Estado, de educación y
gobierno.
Como la mayoría de los intelectuales y escritores, no estaba
realmente interesado en los asuntos económicos ni tenía un
programa particular de modernización económica del tipo que
buscaba Ortega. Al principio daba la impresión de no acabar de
darse cuenta de que en la década de 1930 el marco histórico no era
ya el del siglo XIX, porque unos nuevos desafíos, esperanzas y
ambiciones estaban creando entre los trabajadores españoles unas
demandas radicalmente distintas, a las que no podía ser indiferente
la izquierda moderada.
Subyace aquí una profunda ironía, porque Azaña tenía
suficientes conocimientos de la sociedad española básica como
para darse perfecta cuenta de que, incluso en el año 1931, el
republicanismo progresista de clase media no representaba ya en
realidad una clara mayoría de la población, y que era indispensable
una alianza con el principal partido organizado de los trabajadores
—los socialistas— para tener el apoyo popular imprescindible para
mantenerse en el poder. Y le preocupaba mucho más mantener la
alianza con los socialistas que con los republicanos centristas y
conservadores, cuyo apoyo sólo consideró necesario durante la
redacción de la Constitución. Los socialistas y la izquierda
republicana no empezaron a llegar a un entendimiento especial
hasta septiembre, cuando los socialistas se decidieron a aceptar el
principio básico de la autonomía catalana y la izquierda burguesa
manifestó a su vez el apoyo a una reforma agraria más radical que
la que preferían los republicanos moderados.
Cuando la legislación anticlerical provocó la dimisión de Alcalá
Zamora, Azaña se convirtió en el sustituto de rigor, dado que la
izquierda republicana se había convertido entonces en el centro de
gravedad de la coalición gobernante. Los socialistas consideraban a
los radicales centristas demasiado burgueses y básicamente
conservadores, al paso que Lerroux y sus partidarios radicales no
disimulaban su creciente disgusto por seguir siendo aliados de los
socialistas. En el segundo gobierno republicano formado a
mediados de octubre, Azaña combinó el Ministerio de la Guerra con
el cargo de Primer ministro, cambiando a su aliado gallego Santiago
Casares Quiroga del Ministerio de Marina al neurálgico puesto de
ministro de Gobernación (en sustitución de Maura). Aunque Lerroux
permaneció en el gabinete como ministro de Relaciones Exteriores,
sus días estaban contados. La multipartidista alianza republicano-
socialista estaba en vías de reducirse rápidamente a una alianza de
los socialistas con los partidos de la izquierda republicana que iba a
gobernar en los dos años siguientes. Aquello permitiría mantener la
orientación política «francamente izquierdista» que Azaña
consideraba imprescindible para consolidar la República.
Al mismo tiempo Azaña tenía el sentido práctico necesario para
darse cuenta de que algunos de los gestos más extremistas de la
izquierda en las Cortes Constituyentes eran contraproducentes. Las
Cortes habían creado, por ejemplo, una Comisión de
Responsabilidades especial, y la legislación ulterior le dio poderes
para investigar y castigar los abusos del poder político producidos
bajo el régimen precedente en cinco campos: (1) la política
marroquí; (2) la política social ejercida en Barcelona antes de la
dictadura; (3) el pronunciamiento de 1923; (4) las responsabilidades
administrativas y políticas de las dictaduras de Primo de Rivera y
Berenguer; y (5) los consejos de guerra de Galán y Hernández. El
gobierno se esforzó lo más que pudo en moderar aquel proceso,
comprendiendo la limitada utilidad de las venganzas y la dificultad
existente en muchos casos para determinar las
«responsabilidades». Sin embargo, la comisión se apresuró a
detener a doce hombres que eran, o bien viejos generales retirados,
o funcionarios civiles relativamente poco importantes, al haber
muerto o estar en el exilio otros personajes más importantes. De los
grandes protagonistas, sólo fue a la prisión Berenguer. Azaña se
sintió irritado por la mezquindad de los procedimientos, pues temía
que podían convertir en mártires a algunas personas sin importancia
sin conseguir por otra parte ningún resultado positivo.
El 12 de noviembre la Comisión de Responsabilidades presentó
cargos formales contra el rey. Don Alfonso fue acusado de «una
inclinación incontrolable hacia el poder absoluto», aunque no se
presentó ninguna prueba concreta. En vez de ello, y aduciendo el
«público conocimiento», el rey fue declarado oficialmente convicto
del «delito de alta traición» por una mayoría parlamentaria
aplastante. Don Alfonso fue despojado oficialmente de todos sus
títulos y dignidades y fueron confiscados todos sus bienes en
España.
El trabajo de esa comisión continuó durante un año más. Tres de
sus cinco subcomités terminaron declarando que habían sido
incapaces de incoar procedimiento alguno. Por último se
presentaron en junio de 1932 cargos en dos categorías, no por
delitos específicos de ningún tipo, sino simplemente por haber
colaborado con la dictadura y por responsabilidades políticas.
Seguidamente fueron vistos por un Tribunal de Responsabilidades
compuesto para ese fin por veintiún diputados a Cortes
seleccionados. Las sentencias fueron decepcionantes: ocho
generales y funcionarios de rango menor fueron sentenciados a
veinte años de inhabilitación (pérdida de derechos civiles). A cuatro
personajes civiles y militares que habían desempeñado papeles de
importancia en el pronunciamiento y la dictadura se les aplicaron
sentencias más duras y a otros dos generales situados en la misma
categoría se les trató con más benevolencia porque posteriormente
habían colaborado en el advenimiento de la República. La única
pena mayor le fue impuesta a Severiano Martínez Anido, el general
que había llevado a cabo en Barcelona la violenta represión de los
años 1920-1922 y fue condenado a veinticuatro años de prisión e
inhabilitación[62].
Esto no equivalió precisamente a una persecución brutal, pero
constituyó desde luego en la mayoría de los casos una venganza
sectaria, dado que casi todos los acusados se habían limitado,
técnicamente, a obedecer las leyes del país. Sentaba el precedente
de que a cada vuelta de la rueda de la fortuna política se podría
tomar venganza de los que anteriormente habían ocupado el poder.
Peor que las penas impuestas fue el modo de imponerlas, pues ello
violaba la promesa hecha por los republicanos de unas instituciones
judiciales independientes, dado que el proceso entero fue efectuado
por bandos políticos del Congreso. No se consiguió nada, se había
perdido no poco y Azaña estuvo totalmente acertado en su opinión
de que el procedimiento entero había sido un error.
La elección presidencial de Alcalá Zamora

Cuando la Constitución se acercaba a su terminación en los


últimos días de 1931 había llegado el momento de la elección del
primer presidente regular de la República, que en ese caso inicial
iba a estar a cargo de las Cortes Constituyentes. Había pocos
dirigentes republicanos antiguos de verdadera talla. Había ciertas
simpatías, incluso entre los políticos rivales que trataban de
neutralizarlo, a favor de Lerroux, pero sus propios radicales fueron
inamovibles en no querer perderlo como activo líder de su partido.
Asentado sólidamente Azaña como Primer ministro, el otro único
candidato de talla era Alcalá Zamora. Había desempeñado
inicialmente un papel muy activo en el debate parlamentario, pero
hacía enojar a menudo a la izquierda, y en las últimas semanas
había adoptado un perfil menos acusado, especialmente tras su
dimisión a cuenta del artículo 26, para no perder ya más partidarios.
Hombre de pelo cano y bastantes escrúpulos, Alcalá Zamora era
también vanidoso y ambicioso, producto de aquella vieja escuela
política que apenas podía resistirse a las formas más exageradas de
la grandilocuencia retórica, notable en su caso por un estilo
fraygerundiano[63]. Su propio grupo político, rebautizado entonces
como el Partido Republicano Progresista[64], era tan pequeño, que
carecía de una masa electoral propia, políticamente apreciable,
susceptible de influir en la presidencia. Su elección podía
tranquilizar a la opinión moderada y conservadora, y tenía una
reputación personal mejor que la de Lerroux. No es pues extraño
que Alcalá Zamora fuese elegido por mayoría abrumadora como
primer presidente republicano regular el día 10 de diciembre.
La conclusión de la Constitución y la normalización de los
asuntos políticos volvió a poner en el candelero la identidad de la
coalición republicana, especialmente en lo que toca a los socialistas.
Algunos miembros del propio partido de Azaña no compartían su
interés en mantener la alianza con estos últimos y en algún
momento él mismo sacó en conclusión que el gobierno tendría que
convertirse en una coalición de partidos republicanos en exclusiva.
Pero al mismo tiempo, incluso los moderados se resistían desde
luego a despedir a los socialistas, por temor a verlos en la
oposición[65]. El resultado fue que, cuando el gobierno de Azaña se
reorganizó por primera vez el 15 de diciembre, se inclinó hacia la
izquierda, dejando fuera no a los socialistas, sino a los radicales.
Lerroux y sus partidarios prefirieron situarse como la alternativa a la
izquierdista coalición de Azaña, desplazándose así hacia lo que, a lo
largo de 1932 se convirtió en una posición intermedia: ni de total
apoyo ni de plena oposición. Vista en retrospectiva, aquella
maniobra resultó fatal, porque señaló el comienzo de la escisión de
los republicanos entre moderados e izquierdistas, una insalvable
disyuntiva que siguió aumentando hasta el momento de no poder
ser mayor. Una vez evidenciado que los partidos republicanos eran
incapaces de entenderse entre ellos, se hizo cada vez más difícil
defender el régimen parlamentario democrático de sus enemigos
tanto de la izquierda como de la derecha. Corresponde ya al punto
de vista de cada uno el echarle el peso de la culpa a los
republicanos moderados por resistirse a llegar a un entendimiento
con los socialistas, o a los republicanos de izquierda por preferir una
alianza con los socialistas a una política más moderada en armonía
con los demás grupos republicanos.
Niceto Alcalá Zamora, Primer ministro y primer presidente de la República, en el
jardín de su casa, verano de 1931.

Lerroux fue sustituido como ministro de Relaciones Exteriores


por el izquierdista republicano Luis de Zulueta. El catalanista Jaume
Carner sucedió a Prieto en la cartera de Hacienda. Prieto pasó al
ministerio de Obras Públicas, para el que se hallaba bastante más
cualificado, y cambiaron de manos unas cuantas carteras más. El
Gobierno quedó compuesto entonces por la «coalición azañista»
básica de los republicanos de izquierda y los socialistas, lista ya
para llevar a cabo el programa de reformas básicas, meollo del
proyecto de la izquierda republicana.

El problema del orden público

El orden público se había convertido desde luego en un


problema muy serio, y la primera iniciativa del gobierno de Azaña
fue la introducción el 20 de octubre de un proyecto de «Ley de
Defensa de la República». Llevaba el sello personal de Azaña, que
había escrito ya en su diario el 20 de abril: «Propongo una política
enérgica, que haga temible a la República[66]». Había empleado el
mismo lenguaje en su discurso de investidura como Primer ministro,
afirmando entonces que «si no fuese respetada, el gobierno la hará
temer», anotando con satisfacción aquella noche (14 de octubre) en
su diario que el discurso «ha dado la impresión de autoridad y
seguridad[67]».
El proyecto de ley en sí se inspiraba en parte en la Ley de
Defensa de la Democracia de la República de Weimar, aprobada en
1925, pero, a pesar de sus duras disposiciones, no iba a resultar a
la larga más eficaz para defender la democracia que su precursora
alemana[68]. El texto especificaba once categorías de delitos sujetas
a su jurisdicción. A saber: (1) incitación a resistir o desobedecer la
ley; (2) incitación a la indisciplina militar o al conflicto entre las
fuerzas armadas y el Gobierno; (3) difusión de noticias o rumores
destinados a perturbar la paz o la economía; (4) actos de violencia
contra las personas o la propiedad, e incitación a los mismos; (5)
cualquier acto o declaración destinado a desacreditar al gobierno y a
sus instituciones; (6) apología de la monarquía o sus dirigentes, y el
empleo de emblemas o insignias asociados con los mismos; (7)
posesión ilegal de armas de fuego o explosivos; (8) cualquier forma
de suspensión de empleo o trabajo sin causa justificada; (9) todas
las huelgas no anunciadas con ocho días de antelación (de no ser
modificada por legislación ulterior), todas las huelgas no
relacionadas con las condiciones laborales, y todas las huelgas
cuyos participantes se negasen a someterse a arbitraje; (10) los
aumentos injustificados de precios; y (11) la falta de celo y la
negligencia de los empleados públicos. Esta ley sería de
competencia del ministerio de Gobernación, al que se le conferían
también poderes excepcionales de censura, facultándolo para
prohibir toda clase de reuniones públicas, ya fuesen políticas,
religiosas o sociales, que permitiesen intuir una perturbación de la
paz, para clausurar todos los centros y asociaciones que pudieran
prestarse a la incitación de cualesquiera de los hechos
especificados y para confiscar cualquier tipo de armas que se
creyera necesario, incluso de propiedad legal[69]. Cualquiera que
infringiese alguna de dichas estipulaciones podría ser sometido a
detención durante un período indefinido, al exilio interno o a una
multa hasta de 10 000 pesetas. No existía prácticamente ninguna
disposición dedicada a la apelación contra el encausamiento y la
única estipulación existente era un recurso con el que cualquier
persona detenida o inculpada podría apelar directamente al ministro
de Gobernación siempre que lo hiciera dentro de las veinticuatro
horas de su detención o encausamiento. Esta figura ni siquiera
existía en el proyecto de ley original, sino que fue introducida en
forma de enmienda por el diputado católico progresista Ossorio y
Gallardo y aceptada por el gobierno[70].
Aquel represivo proyecto de ley hacía peligrar gravemente los
derechos civiles y revela de modo muy elocuente el talante del
gobierno de Azaña. El único ministro del gabinete que se opuso fue
Indalecio Prieto, que una vez más demostró tener más discreción
que sus colegas. Otros socialistas exteriorizaron cierta intranquilidad
al darse cuenta de que tales disposiciones dictatoriales sólo
favorecían a quienes pudiesen permanecer en el gobierno, pero el
proyecto se abrió camino a través de unas Cortes Constituyentes de
las que se había retirado la derecha, y topó sólo con la fuerte
oposición de viejos liberales monárquicos como Santiago Alba y
Antonio Royo Vilanova, que hicieron resaltar el hecho de que las
leyes de la monarquía parlamentaria habían sido más liberales. Se
iban a encargar de su cumplimiento sobre todo los nuevos guardias
de asalto, la mayoría de cuyas unidades se incorporaban al servicio
en aquellos momentos. En palabras ulteriores del socialista Juan
Simeón Vidarte[71], el nombre mismo del nuevo cuerpo era
probablemente una «majadera» equivocación que daba pábulo a la
nueva imagen de un gobierno republicano agresivo y de mano dura.
Se autorizó a que la Ley de Orden Público permaneciese en
vigor hasta la disolución de las Cortes Constituyentes. Cuando la
Constitución se acercaba a su terminación se evidenció que aquella
ley iba en contra de la garantía de los derechos civiles incluida en
ella, al tiempo que las Cortes Constituyentes proponían mantener su
poder legislativo algún tiempo más. En vez de tratar de resolver la
contradicción resultante, el gobierno dispuso sencillamente que la
ley permaneciese en vigor como una adición a la Constitución.
Había entrado en acción inmediatamente, pues un político
derechista de Zaragoza fue sentenciado antes de concluir
noviembre a seis meses de exilio interno por haber pronunciado en
la Diputación Provincial un discurso que atacaba la labor de las
Cortes Constituyentes. No es extraño que Azaña pudiera jactarse
casi dos años después de que había tenido «en mis manos, señores
diputados, un poder como pocos lo habrán tenido en este país en
los tiempos modernos», y de que lo había empleado «en poner el
pie encima a los enemigos de la República, y cuando alguien ha
levantado la cabeza más arriba de la suela de mi zapato, en ponerle
el zapato encima[72]».
La primera línea de la defensa ciudadana en la zona rural seguía
siendo la guardia civil, y distintas unidades de la misma habían
matado a siete personas en algunas manifestaciones agrarias
habidas en las provincias de Toledo y Salamanca durante el mes de
septiembre. Otras dos más cayeron en acciones emprendidas por la
guardia civil en las provincias de Burgos y Córdoba en noviembre, lo
que se sumaba a la lista de víctimas iniciada en mayo. Sevilla siguió
siendo el mayor centro de disturbios durante el otoño. Más de la
mitad de su fuerza laboral asalariada estaba organizada,
constituyendo el tercer porcentaje más alto del país después de
Barcelona y Oviedo. Una huelga importante de estibadores
efectuada en Sevilla en noviembre se tradujo a su vez en una lucha
violenta entre los anarquistas y los comunistas. En conjunto, entre
septiembre y diciembre fueron muertas por lo menos cuatro
personas más en incidentes políticos y laborales, incluyendo a un
hombre de negocios, un anarquista, y dos obreros acusados de ser
esquiroles[73]. Una nueva ola de huelgas de la CNT estalló en los
dos últimos meses del año, concentrada principalmente en las
provincias industriales del Norte y las agrarias del Sur; aunque los
socialistas se pronunciaban duramente en contra de aquel
desorden, los miembros nuevos y más jóvenes de la UGT se
sumaban a veces a las actividades huelguistas.
El nuevo suceso de más notoriedad se produjo el último día del
año en el pequeño y remoto pueblo de Castilblanco, provincia de
Badajoz, en pleno Suroeste profundo. El invierno constituía siempre
una época de desempleo, angustia y miseria para los trabajadores
del campo en todo el Sur. Cinco días antes de Navidad, la guardia
civil había disuelto una manifestación pacífica de jornaleros en paro
que pedían trabajo, organizada por el sindicato local de la UGT. Los
líderes provinciales del sindicato en la UGT de Badajoz convocaron
entonces una huelga general provincial de dos días para exigir la
destitución del gobernador provincial (miembro del partido azañista
de Acción Republicana) y del comandante local de la guardia civil,
acusados ambos de complicidad con los terratenientes en el
bloqueo de la aplicación de las nuevas reformas laborales
republicanas. El 30 de diciembre se produjeron manifestaciones
pacíficas, pero al día siguiente, el alcalde de Castilblanco envió el
destacamento local de cuatro números de la guardia civil a la Casa
del Pueblo de la aldea (sede de la UGT) a pedirles que
suspendieran la segunda manifestación. Cuando llegaron los
guardias, se hallaron muy desbordados en número por un gran
grupo de trabajadores, y las mujeres presentes se burlaron de ellos.
Tal vez presas del pánico, los civiles reaccionaron de la manera
usual, abriendo fuego, matando al parecer a un hombre e hiriendo a
otros dos. Pero en aquel caso, se vieron los cuatro rodeados muy de
cerca y sin poder disparar por segunda vez. Los enfurecidos
trabajadores se lanzaron desde todas partes contra los guardias
civiles a los que abatieron rápidamente, matándolos y ensañándose
con ellos con sus navajas y aperos campesinos. Les aplastaron el
cráneo y les sacaron los ojos, y supuestamente algunas mujeres
bailaron ante los cadáveres mutilados de las víctimas, montando
una escena que, en palabras del general Sanjurjo, director entonces
de la guardia civil, había sido peor que todo lo ocurrido en las
guerras de Marruecos. Con gran publicidad de prensa en los
primeros días de enero, Castilblanco hizo correr «un
estremecimiento de horror por todo el país[74]». El mismo día de
aquella carnicería, un trabajador del campo que participaba en la
huelga fue muerto a tiros por los guardias en otra parte de la
provincia, y a consecuencia de los sucesos muchos labradores
fueron detenidos en Castilblanco, y después diez de ellos
sentenciados a cadena perpetua.
El comienzo de 1932 no fue muy alentador, pues en los días 3 y
4 de enero hubo huelgas y disturbios en cuatro provincias,
incluyendo un ataque a un cuartel de la guardia civil en la provincia
de Valencia. La guardia civil mató en esos dos días a un total de
cinco anarquistas y obreros en huelga, mientras que un sacerdote
moría asesinado en Bilbao, en un incidente aparte, al parecer
político. La Benemérita (sinónimo de la guardia civil) por ajuste de
cuentas se tomó la venganza de lo de Castilblanco el 5 de enero en
Arnedo, pequeña localidad semiindustrial de la provincia de
Logroño. Los obreros de una fábrica local estaban en huelga y se
habían reunido en la plaza del pueblo para protestar. Una unidad
reforzada de la guardia civil (veintiocho números) les ordenó
dispersarse y, tras haber sido recibida con gritos desafiantes, abrió
fuego directamente sobre la multitud, matando posiblemente a no
menos de once personas (incluyendo a un niño y posiblemente
hasta a cuatro mujeres) e hiriendo a muchas más[75].
Arnedo fue a todas luces un Castilblanco a la inversa, y suscitó
ruidosas protestas en las Cortes, aunque más por parte de los
radical-socialistas de la clase media que de unos socialistas
desconcertados ante la gravedad del problema de orden público y el
hecho de encontrarse implicados trabajadores de la UGT. El
gobierno prometió una investigación y castigo completos, y el 5 de
febrero sustituyó a Sanjurjo como director de la guardia civil por don
Miguel Cabanellas, uno de los pocos generales formalmente
partidarios de la República. Sanjurjo fue puesto al mando de los
carabineros (un cuerpo de policía fronteriza y de aduanas), que no
intervenían normalmente en los problemas de orden público y
control de multitudes.
Numerosos incidentes se sucedieron sin tregua. El 6 de enero, al
día siguiente de los sucesos de Arnedo, la guardia civil se vio
implicada en un tiroteo contra unos huelguistas en Calzada de
Calatrava (Ciudad Real), con un saldo de otros dos trabajadores
muertos. Varias huelgas extendidas por el País Vasco protestaron
contra los sucesos de la vecina Arnedo, al tiempo que seguía
habiendo disturbios rurales menores en la provincia de Badajoz.
El 17 de enero hubo un brote de violencia callejera en Bilbao:
carlistas y nacionalistas vascos chocaron con elementos socialistas
matando a tres de estos últimos. La UGT convocó inmediatamente
una huelga general como protesta y destruyó el local bilbaíno de
Acción Católica. Antes de concluir el día siguiente, el gobierno
invocó la Ley de Defensa de la República y clausuró muchos
centros políticos en el País Vasco, deteniendo a un número
indeterminado de nacionalistas vascos, carlistas y otros derechistas.
Durante todo este tiempo la FAI-CNT se dedicaba a calentar
motores para su primera ofensiva concertada contra la República,
que empezó en la provincia de Valencia el 18 de enero con la
quema de iglesias en tres localidades. El movimiento principal —
según el plan de la FAI, el comienzo de una insurrección
revolucionaria— se inició en dos localidades industriales de la
provincia de Barcelona el día 19 y para el 21 se había extendido por
la cuenca del Llobregat en las afueras de Barcelona. Los cenetistas
lograron apoderarse momentáneamente de seis pequeños
municipios y cortar en varios sitios las líneas ferroviarias en torno a
la Ciudad Condal. En la villa minera de Fígols fue proclamado un
estado de «comunismo libertario» revolucionario, acaso en toda
forma por primera vez en un ayuntamiento español. El manifiesto
oficial de la CNT, publicado en Barcelona el día 20, declaraba que la
República no había sido capaz de cumplir sus promesas, «De todo
ello resulta que el Estado es el primer enemigo del pueblo[76]».
Cuando el Congreso inició sus actividades al día siguiente, el
gobierno de Azaña recibió un voto de confianza abrumador: 285
contra 4. A aquellas alturas el ejército había vuelto a salir a la calle y
el Primer ministro informaba a las Cortes de que «El Gobierno no
tiene inconveniente en declarar que se preparaba en España un
movimiento revolucionario para el día 25 con el objeto de derribar la
República», añadiendo que los elementos subversivos habían
recibido ayuda e instrucciones del extranjero, «de poderes enemigos
del Estado español», refiriéndose tal vez a actividades de los
comunistas de curso paralelo a las de los anarquistas. Todo aquello,
prosiguió, era del agrado de la «extrema derecha», pero Azaña
prometió que les daría pocas oportunidades, jactándose de haberle
dicho al general que tenía el mando del ejército en Cataluña: «no le
doy más que quince minutos entre la llegada de las fuerzas al lugar
de los sucesos y la extinción de éstos[77]». Añadió que enviaba un
delegado general especial del gobierno a las provincias
vascongadas y Navarra para que aplicase la Ley de Defensa de la
República a los elementos subversivos derechistas de allí.
La insurrección anarcosindicalista principal de Cataluña fue
sofocada por el ejército y la guardia civil en tres días, pero estallaron
aquí y allá chispazos subversivos en la semana siguiente. Se supo
que unos comunistas que se habían apoderado fugazmente de la
pequeña localidad de Sollana, en la provincia de Valencia, habían
proclamado allí una «república soviética». Enseguida quedaron
detenidos varios cientos más de anarcosindicalistas así como cierto
número de comunistas, y un tribunal especial de Barcelona condenó
rápidamente a los líderes y a otros inculpados convictos de
responsabilidad especial a ser deportados a una colonia penal en
Guinea Ecuatorial. El 10 de febrero zarpó un buque de Barcelona
con 104 presos cenetistas (incluyendo a Buenaventura Durruti y a
los hermanos Ascaso), que se detuvo para recoger a otros 15
presos más (algunos de ellos comunistas) en Valencia y Cádiz.
Aunque todos los partidos del Congreso condenaron la
insurrección y las huelgas generales revolucionarias concomitantes
—un rudimentario «juego a la revolución» típicamente anarquista—
tres diputados radical-socialistas (uno de ellos Ramón Franco)
interpelaron al gobierno en el Congreso el 11 de febrero a cuenta de
la aplicación de la Ley de Defensa de la República para llevar a
cabo unas deportaciones penales tan rápidas, en palabras suyas
«un acto inicuo, desconocido bajo la monarquía o la dictadura»,
cosa técnicamente correcta. Casares Quiroga, el mercúrico y
enfermizo amigo íntimo de Azaña que era ministro de Gobernación,
replicó que la República se había enfrentado a una grave amenaza
revolucionaria. En varios sitios, dijo, los revoltosos habían
proclamado la «República soviética» e informó de que Radio Moscú
había anunciado públicamente la existencia de una lucha por una
República soviética en España en el mismo momento en que
llegaban al Ministerio de Gobernación las primeras noticias de
aquella subversión.
El país estuvo tranquilo durante una quincena, sólo para
encontrarse con más disensiones a mediados de febrero, con
huelgas y disturbios políticos al menos en siete provincias
diferentes. Perecieron varias personas más en esos choques que
culminaron en un suceso más grave en Zaragoza el 16 de febrero
en el que la policía mató a cuatro cenetistas. Las consecuencias de
la subversión no eran alentadoras, porque aquella cadena de
acontecimientos no debilitaba, sino que reforzó de hecho el
predominio de la FAI dentro de la CNT, cuyo moderado secretario,
Ángel Pestaña, se vio forzado a dimitir en febrero.
La censura de prensa se había endurecido tanto que el 19 de
febrero Royo Villanova, Unamuno y otros solicitaron en las Cortes
que el Gobierno volviera sencillamente a la aplicación estricta de la
vieja Ley de Prensa liberal monárquica de 1883, que ofrecía sólo
algunas garantías contra el afán incendiario y la difamación, pero
dejaba más libertad que el nuevo y draconiano régimen republicano.
Azaña replicó en palabras secas y capciosas que «el régimen de
prensa es de absoluta libertad. Todo el mundo puede decir lo que
quiera, siempre que no ataque a la República en los actos definidos
por la ley[78]», una fórmula que suscribirían desde luego de buena
gana la mayoría de las dictaduras. Posteriormente, el 9 de marzo,
Lerroux, Unamuno, Melquíades Álvarez, Maura y otros miembros de
la Cámara hicieron presión para que al menos los periódicos que no
hubiesen resultado convictos por un fallo judicial específico, no
fueran suspendidos arbitrariamente por el gobierno. Azaña admitió
que el poder de éste era «extraordinario», pero culpó de ello a los
problemas que provenían del régimen anterior, cosa que había sido
ya la disculpa de rigor por los excesos cometidos por la política y los
gobiernos españoles durante el siglo XIX. El Gobierno, dijo, se
limitaba a defender la libertad, y añadió su citadísima frase
socarrona: «Ladran, luego cabalgamos», aunque unos minutos
después tuvo que tomar de nuevo la palabra, esta vez para suavizar
el efecto de sus comentarios[79]. A lo largo de 1932 el prestigio de
Azaña se mantuvo en alto, pues incluso algunos elementos
moderados siguieron aclamando al único republicano que a la vista
de todos aparecía como un jefe realmente fuerte. En una ocasión, el
mismo Mussolini declaró, con su acostumbrada extravagancia, que
Azaña era lo único que había en España parecido al fascismo
debido a la firmeza de su liderazgo[80].
Marzo y abril trajeron una mejora limitadísima del orden público.
En más de veinte provincias se registraron sucesos violentos,
explosiones de bombas y huelgas políticas, produciéndose al menos
siete muertes más. La prohibición legal siguió pesando sobre
muchas nuevas reuniones políticas de derechas, pero los
derechistas se dedicaban ya a devolver los golpes en forma de
interrupciones violentas de mítines izquierdistas. Entre febrero y
abril fueron interrumpidos mítines republicanos y socialistas,
«reventados» incluso en varios casos, en diez provincias diferentes.
La primavera registró un aumento de la conflictividad directa entre
grupos políticos, no de extrema izquierda, sino a base de broncas a
puñetazo limpio entre republicanos o socialistas, de un lado, y
carlistas u otros derechistas del otro, y en un caso entre socialistas y
radicales. La división política se ahondaba también entre los
estudiantes universitarios. La Federación Universitaria Española
(FUE), de alma republicana, que había dominado las universidades
en 1930-1931, se veía desafiada ahora en algunos casos por la
Federación de Estudiantes Católicos y la Agrupación de Estudiantes
Tradicionalistas (carlista). El 6 de abril se produjo una reyerta
importante entre estudiantes republicanos y derechistas en la
Universidad de Madrid, y hubo ese mes disturbios en cinco
universidades y colegios. Aumentaba también la preocupación
debido al aumento de la delincuencia común, sobre todo de los
atracos a mano armada, y el 8 de abril varios diputados trataron de
presentar un proyecto de ley para restablecer la pena de muerte.
La semana del 10 al 17 de abril fue dedicada a festejos y actos
conmemorativos en honor del primer aniversario de la República.
Aquello le dio a Azaña una oportunidad para exhibir el opulento
nuevo mobiliario del Palacio de la Presidencia (residencia y
despachos del Primer ministro) situado en la Castellana. Se había
hecho con muebles y objetos artísticos procedentes de uno de los
palacios reales. Como el año anterior, la UGT brilló por su ausencia
en las marchas y manifestaciones del 1.o de Mayo, aunque el paro
fue general ese día. A pesar de ello, la prensa se hizo eco de
conflictos violentos al menos en siete provincias, traducidos en diez
muertos y muchos lesionados.
Durante el resto de mayo, Sevilla fue el escenario conflictivo
principal, con otra huelga general de la CNT a finales de mes. Los
motines y peleas dentro de las cárceles, encabezados
principalmente por los anarquistas, constituyeron una nota general
de la primavera, incluyendo un motín en una leprosería. Todo
aquello culminó con una fuga en masa de veintiséis presos en la
provincia de Cádiz y el cese, el 5 de junio, de la directora general de
Prisiones, la radical-socialista Victoria Kent (la funcionaria de más
rango en la España de entonces).
En total, el Ministerio del Trabajo registró 139 huelgas en los tres
primeros meses de 1932 y 124 en los tres que van de abril a junio.
Asturias registró el mayor número de ellos en el trimestre
primaveral, con 35, así como el máximo número de huelguistas en
cuanto a huelgas, mientras Sevilla ocupaba ese año el tercero en
ambos apartados[81]. Pero las huelgas asturianas tuvieron con
menos frecuencia un carácter político, y la conflictividad más intensa
se registró en los reductos cenetistas de Barcelona y Sevilla.
En los meses de junio a julio perecieron un total de al menos
trece personas en las huelgas y manifestaciones. El más resonante
de los sucesos de julio fue una insurrección de inspiración
comunista de labradores pobres y obreros en la Villa de Don
Fadrique, provincia de Toledo, donde abrieron una especie de
trinchera alrededor de la pequeña localidad y la defendieron
armados de escopetas y aperos de labranza para mantener a raya a
la guardia civil. Ésta recibió refuerzos, lo que decidió a los aldeanos
a rendirse al día siguiente, tras la muerte de dos de ellos y un
guardia civil.
La opinión general de la extrema izquierda en 1932 abundaba en
que la República había resultado peor que la monarquía. Como
consecuencia de su política incendiaria, la extrema izquierda había
sufrido más víctimas y detenciones en poco más de un año de
República que en ocho años de descarado régimen autoritario.
Comentaba El Socialista el 11 de junio:
Comunistas y anarcosindicalistas actúan de manera que la clase obrera se halla en
permanente desesperación. Su concepto de la revolución implica esos crímenes que
hacen imposible la vida de los trabajadores. A ese fin tiran el pescado al río. El pescado
sube de precio. Los trabajadores reniegan de la República. Para ello también imponen
jornales que no se pueden pagar, puesto que no es lógico que un edificio valga la suma
de los salarios que se han invertido en las obras… De ahí procede en gran parte el paro
forzoso sevillano. Los obreros se llaman a engaño y odian la República, «que los
condena a la miseria».
El panorama social de Sevilla con todo lo que tiene de doloroso para el proletariado,
lo han forjado ahora, en su agudización trágica, comunistas y sindicalistas… El
extremismo insensato ha hecho esa absurda Sevilla de hoy, anarquizada, que es
ciertamente un polvorín. Pero un polvorín que sólo estalla contra el proletariado.

La extrema izquierda buscaba el dominio revolucionario, pero en


ese proceso dividió la organización laboral y convirtió a gran parte
de la izquierda en enemiga de la República, creando un serio
obstáculo para la consolidación de la democracia[82].
CAPÍTULO 4

LAS REFORMAS REPUBLICANAS

La República inició la época de reforma más intensa en España


desde que las instituciones del liberalismo se habían implantado por
vez primera en la década de 1840. Las agrupaciones republicanas
de izquierda intentaron ir bastante más allá del reformismo,
principalmente jurídico, del liberalismo clásico, y remodelar aspectos
mayores de la sociedad, la cultura y las instituciones nacionales.
Aquello implicaba la separación de la Iglesia y el Estado y una
restricción muy dura del catolicismo a fin de dar nueva forma al
carácter nacional, dar una gran expansión a la educación, la reforma
y modernización de las fuerzas armadas, la autonomía regional,
unas reformas agrarias de gran alcance, la intensificación de las
obras públicas, y una reforma agraria básica en favor de los
minifundistas y de los trabajadores del campo desprovistos de
tierras. No todos los partidos republicanos estuvieron de acuerdo en
los aspectos principales y la extensión de la reforma a efectuar en
cada una de esas áreas, y algunos de esos proyectos resultaron
controvertidísimos dentro de las Cortes Constituyentes mismas.

La Iglesia y el Estado

El apartado correspondiente a la política religiosa fue el artículo


26 de la Constitución, que decía así:
Todas las confesiones religiosas serán consideradas como asociaciones sometidas a
una ley especial.
El Estado, las regiones, las provincias y los municipios no mantendrán, favorecerán
ni auxiliarán económicamente a las Iglesias, asociaciones e instituciones religiosas.
Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del
presupuesto del clero.
Quedan disueltas aquellas órdenes religiosas que estatutariamente impongan,
además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de
la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y
docentes.
Las demás órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por estas
Cortes Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:

1.a Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la
seguridad del Estado.
2.a Inscripción de las que deban subsistir en un registro especial dependiente del
Ministerio de Justicia.
3.a Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes
de los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de
sus fines privativos.
4.a Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza.
5.a Sumisión a todas las leyes tributarias del país.
6.a Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes
en relación con los fines de la asociación.
7.a Los bienes de las órdenes religiosas podrán ser nacionalizados.

De acuerdo con los datos de la Iglesia, en 1930 el clero sumaba


34 176 sacerdotes a lo que hay que añadir más de 60 000 religiosos
de ambos sexos (predominantemente monjas). Además de dirigir la
vida espiritual de los fieles, participaban activamente en actividades
educativas y de beneficencia, influyendo por lo mismo en
determinadas áreas sociales, sobre todo en la vida familiar. Los
protestantes, en cambio, seguían siendo poquísimos, apenas un 0,1
por ciento de la población total.
Además de separar la Iglesia y el Estado, el gobierno
republicano introdujo el matrimonio civil y el divorcio, prometía hacer
un sistema de enseñanza estatal completamente laico, terminar con
la paga estatal del clero, disolver la Compañía de Jesús y prohibir a
los miembros de las órdenes religiosas el ejercicio de la industria, el
comercio y la enseñanza, lo que eliminaría prácticamente a la larga
las escuelas católicas. Los jerarcas eclesiásticos y muchos católicos
seglares estaban dispuestos a aceptar a regañadientes la
separación de la Iglesia y el Estado, pero habían contado todavía
con conservar determinados artículos del Concordato, en especial
los referentes al subsidio eclesiástico, a la libertad de las órdenes y
a todas las demás actividades católicas. La determinación del
Gobierno de poner fin a la «paga de los curas» tuvo por resultado el
convertir a la Iglesia católica en España en una asociación
voluntaria de fieles que tendría que mantenerse a base de
contribuciones individuales. La mayoría de los católicos españoles
aportaron relativamente poco dinero, por lo que la cancelación de la
paga en cuestión era casi más difícil de aceptar que la separación
misma de la Iglesia y el Estado. Pero a la larga era más terrible
todavía la arremetida contra las órdenes religiosas y la clara
determinación consiguiente de eliminar la enseñanza católica.
«Estos últimos constituían un ataque a los derechos básicos de los
ciudadanos católicos y con ellos se ejercía un ataque intolerable
contra la Iglesia, incompatible, según señalarían enseguida los
críticos, con los mismos principios liberales de la Constitución[1]».
En años posteriores, incluso personas partidarias de la izquierda
sacarían en consecuencia que la radical campaña anticlerical fue un
error mayúsculo, pero los republicanos de izquierda y los socialistas
partieron en 1931 de la convicción de que la gran mayoría de los
católicos practicantes eran enemigos acérrimos del progreso y de
que, a fin de cuentas, no quedaba nadie con quien malquistarse
dentro de los derechistas católicos dado que todos ellos eran de
antemano enemigos decididos de la nueva República. Era cierto
desde luego que la gran mayoría de los católicos eran
conservadores fervorosos y que la Iglesia estaba plenamente
identificada con el antiguo orden, tanto en lo político como en lo
económico. En consecuencia, a fin de establecer una nueva
República radical había que atacar directamente al catolicismo,
dejándolo fuera de combate con la mayor rapidez posible. Si hubiera
habido la intención de establecer un sistema democrático liberal de
«vive y deja vivir», podría haber dado buen resultado un modus
vivendi. Ésa era la meta de Alcalá Zamora y de los republicanos
más moderados, pero la izquierda republicano-socialista insistió en
imponer una solución radical.
El artículo 26 establecía solamente las directrices generales de
una política anticlerical, dejando a cargo de una legislación ulterior la
codificación de sus aspectos específicos. Por lo mismo, un decreto
del 24 de enero de 1932 disolvía la Compañía de Jesús y
confiscaba sus bienes de propiedad oficial. Aquello acabó con toda
la actividad formal de los jesuitas, aunque sus miembros
individuales no fueron expulsados del país y pudieron seguir
dedicándose a otras funciones religiosas. La Compañía retiró de
España la mayoría de su personal joven, aunque en algunas
ciudades los colegios de jesuitas siguieron funcionando como
instituciones nominalmente privadas[2]. Según escribiría Alcalá
Zamora años después, aquello fue una medida destructora que le
produjo al Gobierno muy poca compensación económica e hirió en
cambio profundamente los sentimientos de millones de católicos y
dio un ejemplo, contraproducente del todo, de falta de respeto a la
libertad de creencias y a los derechos civiles[3].
Otro decreto, del 30 de enero, secularizó oficialmente todos los
cementerios, unificando la administración de los civiles y los
religiosos y traspasando la administración de estos últimos a los
ayuntamientos respectivos. Todas las ceremonias religiosas
externas quedaban sometidas a la regulación de las autoridades
locales, que podrían restringirlas o prohibirlas si lo creían
conveniente. Aquello estaba de acuerdo con la legislación
republicana general que prohibía las manifestaciones religiosas de
carácter público. Hubo numerosos casos de funcionarios locales
republicanos que impusieron multas por celebrar actos de culto en
público e incluso por sacar crucifijos a la calle, y llegaron a darse
casos de poner multas a párrocos por supuestas alusiones
monárquicas en los sermones. Todo aquello sacaba de quicio a la
sensibilidad católica general, al añadir el insulto a la injusticia.
Además de eso, otras medidas legislativas estipularon que el
subsidio eclesiástico terminaría totalmente a finales de 1933 y que,
entretanto, la exigua paga de los curas se vería reducida en un 20 a
30 por ciento, y la de otros miembros del clero en un 50 por ciento,
recortando el presupuesto entero del clero de sesenta y siete
millones de pesetas en 1931 a sólo veintidós millones en los nueve
primeros meses de 1932.
Las Cortes aprobaron una ley el 2 de febrero que autorizaba el
divorcio civil por vez primera en la historia de España. Sus
condiciones eran francamente restrictivas, exigiéndose pruebas de
adulterio por parte al menos de uno de los cónyuges, y de hecho no
se tradujo en ninguna avalancha repentina de divorcios,
consumándose un total aproximado de sólo 3500 durante los dos
años 1932-1933.
Lo más controvertido de toda la legislación siguiente fue la Ley
de Confesiones y Congregaciones Religiosas, introducida en el
Congreso en octubre de 1932, porque iba a determinar el grado de
limitación de la actividad católica, sobre todo en la enseñanza.
Delimitaba los derechos y funciones de todas las personas e
instituciones religiosas, reduciéndolas principalmente a ejercer
actividades espirituales y de culto, prohibiendo expresamente el
ejercicio de la actividad docente regular a los religiosos y religiosas
(que constituían casi el 100 por cien del personal docente de las
escuelas católicas), así como la mayoría de los programas de
beneficencia y de atención curativa especial. Todas las iglesias y
demás edificios religiosos fueron declarados propiedad de la nación,
aunque las congregaciones religiosas podían seguir utilizándolos
para fines estrictamente religiosos. Las organizaciones religiosas
tendrían también derecho a adquirir más propiedades, pero sólo en
la medida necesaria para ejercer actividades exclusivamente
religiosas. Cualquier excedente sería confiscado y su producto
invertido en bonos destinados a reducir la deuda del Estado. Se
prohibía a todos los miembros de la Iglesia el ejercicio del comercio
y la industria así como de la enseñanza y el recurso a terceras
personas para ejercer esas actividades, todas estas funciones
deberían terminar con el año de 1933. La ley estipulaba de nuevo la
fecha límite del subsidio del clero, declaraba que la Iglesia tendría
que pagar impuestos y especificaba por último el derecho del
Gobierno para vetar cualquier nombramiento de la jerarquía
eclesiástica que le pareciera inadecuado.
Se recibieron muchas peticiones por parte de asociaciones de
padres y otras agrupaciones católicas a favor de las escuelas
religiosas. Cuando el diputado demócrata-cristiano Ossorio y
Gallardo preguntó quién iba a encargarse de las escuelas de
retardados mentales, se le contestó que lo haría el gobierno. El
diputado republicano Federico Fernández de Castillejo expresó su
pesar porque «Este proyecto va contra principios consagrados en el
mundo, como el de la libre emisión del pensamiento, del cual es
consecuencia la libertad de enseñanza[4]». Pero el Gobierno replicó
una vez más que aquello era cuestión de salud pública. Las
condiciones finales de la ley exigieron que los colegios de
enseñanza secundaria católicos cerrasen el 1.o de octubre de 1933
y las escuelas primarias en el primer semestre de 1934. Cerró la
discusión una votación que arrojó el resultado de 240 contra 34, y la
ley quedó aprobada el 11 de mayo de 1933 por 278 votos contra 50,
votando los radicales con la coalición del gobierno. Se especuló
mucho sobre si Alcalá Zamora se negaría a firmarla, pero tras una
demora de tres semanas, lo hizo el 2 de junio.
Victoria Kent, primera directora general de Prisiones republicana y primera mujer
que ejerció cómo funcionaría de máximo rango en la administración del Estado
español.

La respuesta de los católicos aireó su escándalo y sentimiento


de desafuero; las líneas se endurecieron y las posiciones se
radicalizaron. Al principio, tras la forzada dimisión del primado, el
cardenal Segura, los asuntos eclesiásticos habían estado en manos
del moderado y pragmático nuncio papal monseñor Tedeschini y el
moderadamente liberal cardenal catalán Vidal i Barraquer, arzobispo
de Tarragona[5]. Una carta pastoral colectiva del episcopado
publicada el 1.o de enero de 1932 aconsejaba el respeto hacia la
autoridad constituida, pero condenaba la nueva legislación sin
reserva y exhortaba a todos los católicos a que trabajasen de modo
constructivo por su rápida revocación. Las procesiones de Semana
Santa se suprimieron como protesta en 1932 y 1933, aunque,
desafiando abiertamente el edicto gubernamental, muchas casas de
católicos exhibieron ostentosamente emblemas confesionales
externos. En 1933, al coincidir el Viernes Santo con el segundo
aniversario de la República, el comercio en general cerró sus
puertas pero la conmemoración del nuevo régimen se pospuso para
el día siguiente. El 2 de junio, fecha de la firma de la Ley de
Congregaciones, Vidal i Barraquer publicó otra carta pastoral
denunciando cualquier interferencia en las actividades de la Iglesia y
declarando que aquella ley los convertía en «un departamento
administrativo del Estado». Al día siguiente el papa Pío XI publicó la
encíclica Dilectissima nobis, que denunciaba la nueva legislación.
Muchos católicos se pusieron a trabajar para eludir sus aspectos
más draconianos. Algunas de las órdenes dedicadas a la
enseñanza, procedieron a constituir centros docentes nominalmente
privados bajo la dirección nominal de seglares católicos o incluso de
algunos de los profesores seglares. Se constituyó una nueva
asociación, la SADEL (Sociedad Anónima de Enseñanza Libre),
para permitir que seglares católicos se responsabilizasen
formalmente de colegios en los que impartían la enseñanza
religiosos vestidos de seglares[6].

La expansión de la enseñanza

Uno de los mayores obstáculos para la modernización de


España y la estabilización de un sistema político representativo
residía en lo inadecuado de la instrucción pública. De ser tal vez el
país de mayor densidad de escuelas latinas e instituciones de
enseñanza superior de Europa en 1600, España había descendido
en menos de un siglo a un nivel de abandono educativo y a
mediados del siglo XIX tenía, junto con Portugal, la población más
analfabeta de Europa Occidental. La mayor parte de la enseñanza
había estado en manos de la Iglesia, que se concentró en la
aristocracia y las clases medias. A mediados del siglo XIX las
reformas liberales habían secularizado y centralizado un sistema
universitario relativamente reducido e iniciado el desarrollo de un
sistema moderno de escuelas públicas, aunque con fondos
lamentablemente inadecuados. El progreso fue lento, aunque
relativamente firme, pero en 1930 seguían siendo analfabetos al
menos una cuarta parte de los adultos, a la vez que muchas aldeas
pobres, así como algunos suburbios de ciudades grandes, seguían
careciendo totalmente de escuelas. (Véase tabla 4.1.)
Los dirigentes republicanos no tenían una prioridad mayor que la
enseñanza, porque a sus ojos una República progresista dependía
de una educación impartida y garantizada por escuelas públicas
laicas. El precedente más cercano se situaba probablemente en las
«Leyes de Ferry» francesas de 1881-1886, bautizadas así debido al
famoso ministro de la Tercera República, autor de un sistema de
instrucción pública laico, centralizado, gratuito y obligatorio. Es de
notar, sin embargo, que el sistema de enseñanza de la Tercera
República francesa se había organizado básicamente para sostener
un statu quo de clase media y tenía unos objetivos bastante más
modestos que los del programa educativo de la República en
España[7].
Tabla 4.1. El analfabetismo en España (10 años o más de edad)

1900 1910 1920 1930 1940 1970


Hombres 36,8 32,1 28,1 19,5 13,8 5,1
Mujeres 54,0 47,5 41,2 32,0 23,2 12,1
Ambos 45,3 40,0 34,8 25,9 18,7 8,9

Fuente: Junta Nacional de Alfabetización, en Víctor García Hoz, La educación en


la España del siglo XX, Madrid, 1980.

Al comienzo de la República había en España por lo menos


33 000 escuelas públicas, en su mayoría pequeñas, con una
población escolar de entre 1,5 y 2 millones de alumnos, al tiempo
que otro millón más o menos carecía casi por completo de
instrucción. Entre 1909 y 1931 había construido el Estado 11 128
escuelas, con un promedio aproximado de 500 al año[8], ritmo que
los dirigentes republicanos se proponían acelerar mucho. Pero el
proyecto de cerrar las escuelas católicas iba a agravar el problema a
corto plazo. El Ministerio de Justicia calculó que las escuelas de la
Iglesia contaban con 351 037 alumnos de enseñanza primaria y
17 098 estudiantes de secundaria, aunque los portavoces católicos
insistieron en que las verdaderas cifras eran mucho más altas[9].
Rodolfo Llopis, socialista, el nuevo director de enseñanza primaria,
admitió que era difícil de buenas a primeras reunir datos completos
sobre las necesidades educativas. Su cálculo inicial fue que las
33 000 escuelas públicas tenían un personal de más de 37 000
maestros, y que para cubrir las necesidades del total de la población
mediante el sistema de escuelas públicas harían falta 27 151
escuelas más y, al menos, otros tantos maestros. El déficit existente,
junto con el nuevo vacío creado al cerrar las escuelas católicas, se
remediaría manteniendo un alto índice de expansión —más de 5000
escuelas nuevas cada año— en los cinco años siguientes.
Desde luego las Cortes Constituyentes se volcaron más en las
necesidades educativas que ningún otro Parlamento de la historia
de España. Ochenta y ocho de sus miembros —casi una quinta
parte— eran maestros o profesores de un tipo u otro, aunque sólo
cinco de ellos lo eran de escuelas primarias y cuatro más
inspectores de las mismas. La provisión de los fondos adecuados
era otra cuestión. Un decreto de junio de 1931 delegó la autoridad
de la construcción de escuelas primarias a los ayuntamientos, a los
que se encargó la constitución de comisiones municipales que
colaborarían con el Ministerio de Instrucción Pública. Pero su base
financiera era limitada y se basaba en unas rentas públicas bastante
rígidas en forma de impuestos de la propiedad o imposiciones
indirectas. Aquel dinero tendría que llegar básicamente del
presupuesto nacional.
La dotación estatal directa para el aceleramiento de la
construcción y la provisión de más plazas de maestros había
empezado ya muy al comienzo del Gobierno Provisional, y las
Cortes adoptaron en octubre de 1931 una especie de plan
quinquenal que proyectaba la creación de veintisiete mil escuelas
nuevas y un número equivalente de nuevas plazas de maestros,
entendiéndose generalmente como «escuelas» unos centros rurales
de una sola aula o a veces la adición de otra aula con su respectivo
enseñante a un centro ya existente. Sin embargo, no se pudo
mantener aquel ritmo de expansión. Marcelino Domingo, el primer
ministro de Instrucción Pública, gastó más de lo que le permitía el
presupuesto y fue sustituido en el segundo gabinete de Azaña por el
moderado profesor socialista, de talante socialdemócrata, Fernando
de los Ríos.
Era necesario también aumentar el cuerpo magisterial y mejorar
los sueldos, miserables por lo general. El viejo dicho castellano
«hambriento como un maestro de escuela» correspondía a una
cruda realidad. En 1931 la mayor parte de los empleados del Estado
recibían una paga mínima de cuatro mil pesetas al año, y los
conserjes de algunos ministerios cobraban más que muchos
maestros de escuela de aldea. Sólo el 1 por ciento de los maestros
del país llegaban a ganar las ocho mil pesetas, mientras que en
algunos ministerios recibían por lo menos aquel sueldo hasta un 25
por ciento del personal. Los maestros esperaban tener un sueldo
mínimo de cuatro mil pesetas, cosa que la República no podía
proporcionarles[10].
El objetivo residía en un único cuerpo magisterial unificado y en
septiembre de 1931 se estipuló, de entrada, un sueldo de cuatro mil
pesetas para todos los graduados del sistema escolar reorganizado
dentro de la norma en el país, pero un decreto del mes siguiente
asignaba a 6833 maestros del nivel más bajo un sueldo mínimo
anual de sólo tres mil pesetas (en un momento en el que las
reformas laborales habían hecho posible que los trabajadores
manuales no cualificados ganasen más de dos mil pesetas anuales
si trabajaban el año entero). Sin embargo, los maestros recién
graduados solían tener una paga mucho mayor, a veces hasta de
siete mil pesetas[11]. Cuando se suscitó más adelante, en el debate
sobre la Ley de Confesiones, la cuestión de cómo iba a hallar el
Estado profesores de segunda enseñanza cualificados para cubrir el
vacío supuesto por el cierre de los colegios católicos, De los Ríos
contestó que se organizarían cursos intensivos para capacitar
pedagógicamente a un buen número de candidatos con licenciatura
universitaria, que serían atraídos por la mejora de los sueldos.
España disponía desde luego de un número significativo de
graduados universitarios subempleados, y el cuerpo docente del
Estado aumentó de 36 680 que había al llegar la República a más
de 46 000 en 1933, pero esto significaba que la mayoría de los
aumentos presupuestarios tendrían que servir obviamente para
cubrir los mayores gastos salariales, mientras bajaba durante 1932 y
1933 el ritmo efectivo de construcción de escuelas. En conjunto, la
partida presupuestaria de la enseñanza casi se duplicó en 1931 y
siguió aumentando hasta alcanzar un nivel de más del 7 por ciento
del total en 1934. (Véase tabla 4.2.) Sin embargo, en presencia de
una acusada depresión no se disponía de dinero para cubrir todas
las necesidades, y aquel programa de urgencia que carecía a
menudo de una planificación cuidada no supo emplear siempre los
fondos con una eficacia máxima.
Tabla 4.2. Porcentaje destinado a Instrucción Pública en los presupuestos nacionales

1931 5,69
1932 5,92
1933 6,57
1934 7,08
1935 6,60
1936 6,54

Fuente: datos del Anuario Estadístico de España y de Manuel Pérez Galán, La


enseñanza en la Segunda República, Madrid, 1975, correlacionados por Charles
F. Gallagher, Culture and Education in Spain, vol. 5, The Second Republic (American
Universities Field Staff Reports, n. 22, 1979).

Se tropezó con una gran resistencia por parte de los padres


católicos intransigentes a la vez que en algunas zonas rurales
donde los padres no eran especialmente religiosos les pareció
impertinente el énfasis que se ponía ahora en las escuelas mixtas.
Se había organizado ya en 1930 una Federación de Amigos de la
Educación (FAE), de matiz católico, y la movilización de los católicos
se aceleró en 1932 con la organización de una confederación de
padres católicos de más amplitud, aunque sus afiliados no llegaron
a alcanzar el número deseado[12]. Como resultado de la ulterior
victoria del centro y la derecha en las elecciones de 1933, los
colegios católicos no llegaron a cerrar de hecho de acuerdo con el
plan original, y permanecieron abiertos hasta el triunfo del Frente
Popular en 1936.
Marcelino Domingo afirmaría más adelante que se habían
creado 12 988 «escuelas» en los años 1931 a 1933, en
comparación con sólo 3421 bajo el gobierno de centro-derecha de
1933 a 1935[13]. Esas cifras engañan. Un estudio más minucioso
revela que durante el período republicano entero se construyeron
menos de 10 000 nuevas escuelas (Véase tabla 4.3.).[14] Lo que se
entendía a veces oficialmente como «escuelas» parece referirse de
hecho a plazas de maestro (o sea, empleos), que al parecer habían
aumentado en unos 14 000 hasta el momento en que empezó la
Guerra Civil. Aunque no fue una cosa tan impresionante como
dieron a entender los portavoces republicanos, fue de todas
maneras un logro considerable[15]. Si la República hubiera
disfrutado de una generación de paz, es muy posible que hubiera
formado una nueva generación más prudente y madura que la de
sus padres.
Tabla 4.3. Construcción de escuelas, 1931-1936

Año Número de escuelas Aumento sobre el año anterior


1931-1932 35 989 2543
1932-1933 37 072 1083
1933-1934 38 499 1427
1934-1935 40 830 2331
1935-1936 42 766 1936
Fuente: véase tabla 4.2.

La República coincidió en términos generales con el apogeo de


la alta cultura de principios del siglo XX, la fase final de la «época de
plata» española. Aunque los años de la República no destacaron
tanto en producción literaria como la segunda mitad de los años
veinte[16], poetas de la talla de Federico García Lorca añadieron
lustre a una literatura que había contado ya con luminarias tales
como el novelista Pío Baroja, el poeta Juan Ramón Jiménez, el
dramaturgo Jacinto Benavente y filósofos y ensayistas de la talla de
Unamuno, Ortega y Madariaga.
La política de la República trataba de dar mayor difusión a la
cultura superior y hacer más asequible la enseñanza universitaria.
Se creó un nuevo tipo de sistema de extensión de la enseñanza
denominado «universidades populares», sobre la base de un
modelo existente ya en Madrid, se organizó en Santander una
universidad especial de verano, y se abrió en la Universidad de
Granada un nuevo Instituto Nacional de Estudios Árabes (que se
convertiría después en algo así como un centro mundial). Pero a lo
que se dio más publicidad fue a la formación de «misiones
pedagógicas», destinadas a llevar la cultura moderna a remotas
zonas rurales. Incluían las mismas minimuseos, representaciones
teatrales (algunas de ellas organizadas por García Lorca), funciones
de marionetas y proyección de transparencias, películas, conciertos
y bibliotecas ambulantes[17]. Esas misiones empezaron a funcionar
en el verano de 1933. Aunque hubo que restringirlas después por
escasez de fondos, la política republicana logró inyectar savia nueva
en las actividades correspondientes a la educación superior y
extensión de la enseñanza[18].

La reforma militar de Azaña

El desorden existente en el ejército español había constituido


todo un problema durante más de un siglo. Dada la debilidad del
gobierno español, la fragmentación de las fuerzas políticas y la
influencia de los altos mandos del ejército como árbitros de la
política, se habían malogrado un plan de reforma tras otro. La
mayoría de los personajes políticos tenían pocos conocimientos en
materia militar, pero don Manuel Azaña había adquirido fama como
el experto en asuntos militares de la izquierda republicana,
especialmente con su libro Estudios de política francesa
contemporánea: La política militar, publicado en 1919, y varios
artículos y documentos de tema de posición del partido de los años
veinte. Para Azaña, en palabras suyas, era una «cuestión de vida o
de muerte poner bajo control, reformar y “republicanizar” a los
militares».
Como en casi todas las cosas, su modelo residía en la Tercera
República francesa, aunque Azaña decía con insistencia que copiar
o servirse de un modelo no era lo mismo que imitar. Creía que el
ejército francés había padecido algunos de los defectos que
aquejaban al español antes de la reforma republicana francesa que
empezó en 1905. En su lectura, un tanto simplista, de la historia
reciente de Francia, la reforma efectuada por la Tercera República
había constituido un éxito imponente al transformar la estructura, el
papel político, y la psicología de los mandos del ejército francés.
Aquella interpretación ignoraba desde luego su tradición de la
grande muette (la gran muda), que a diferencia de su masculino
homólogo español, se mantuvo alejada de la política desde mucho
antes de la reforma republicana. Ignoraba también el hecho de que
el esfuerzo republicano francés de ajustar los ascensos y
nombramientos militares a las actitudes políticas había producido
graves problemas morales y había habido que abandonarlo. Se le
había escapado por último, captar el hecho de que la vocación
política de los jefes militares españoles se debía menos a ningún
tipo de carácter codicioso o violento propio de ellos que a la
debilidad y división de la sociedad civil española.
En la reforma que emprendió como ministro de Guerra y Primer
ministro, Azaña tuvo dos objetivos: «republicanizar» el ejército y
corregir sus problemas institucionales y profesionales, resultantes
estos últimos de una estructura atrasada e ineficaz, y una lastimosa
falta de modernización en cuanto a disponibilidad combativa. Como
una modernización efectiva costaría más de lo que el gobierno
podía afrontar, el objetivo más práctico iba a ser una reforma
estructural, destinada a ahorrar dinero a la larga.
La máxima prioridad de Azaña residió en establecer un control
del personal y de los nombramientos, para iniciar el proceso de
«republicanización». A este fin empezó a legislar por decreto en
cuanto asumió el cargo. Su primer decreto del 22 de abril de 1931
exigió que todos los jefes y oficiales hiciesen por escrito un
juramento de lealtad a la República o dimitiesen de sus cargos. Sólo
una minoría de los jefes y oficiales se habían opuesto en realidad al
advenimiento de la República y sólo seis de ellos en desempeño de
puestos activos optaron por dimitir[19]. La republicanización exigía
también cambiar el nombre del ministerio. Primo de Rivera, imitando
el estilo francés, había cambiado el nombre de Ministerio de Guerra
a Ministerio del Ejército, pero como aquel cambio había sido hecho
por el dictador, Azaña —pese a su furibunda francofilia— le devolvió
el nombre de Ministerio de Guerra, extraña nomenclatura para un
régimen que había renunciado en teoría a la guerra como
instrumento de política nacional, algo tan contradictorio como el
término de «guardia de asalto» para el nuevo cuerpo de policía
urbana.
Dentro del ministerio Azaña formó un consejo especial de jefes
oficiales partidarios de la República como asesores, conocido por
sus críticos como el gabinete negro, compuesto de militares que no
habían caído en gracia durante el régimen anterior. Sin embargo, no
dejó de darse cuenta del grado de partidismo y resentimiento
evidenciado por aquellos asesores y, por lo mismo, dejó al general
monárquico Ruiz Fornells como subsecretario del ministerio con
cierto carácter de freno equilibrador.
El sistema de ascensos había constituido desde muchos años
antes un asunto muy delicado dentro del escalafón. La mayoría de
los jefes y oficiales daban preferencia a la rigurosa antigüedad,
mientras que una minoría era partidaria de los méritos de guerra, lo
que favorecía a la elite combativa y había convertido en 1927 a
Francisco Franco en el general de brigada más joven de Europa. Un
decreto de mayo de 1931 restablecía la antigüedad estricta, al
tiempo que uno posterior hacía saber el 3 de junio que todos los
ascensos por méritos desde 1923 serían sometidos a revisión. Al
mismo tiempo, comoquiera que un objetivo residía en poner el
ejército en las manos de los jefes de más confianza para la
República, el decreto del 4 de mayo especificaba también que los
nombramientos y ascensos principales de la más alta graduación
seguirían siendo de la competencia directa del gobierno (mediante
elección, obviando la antigüedad). En realidad quedaron al final
como estaban casi todos los ascensos antiguos por méritos, y nunca
se llegó a aplicar del todo el regreso a la antigüedad. Aunque la
mayoría de los mandos más altos fueron conferidos enseguida a
jefes partidarios nominalmente de la República, Azaña nunca supo
hallar una fórmula acertada para determinar el conjunto de los
ascensos. Lo que hizo su política fue dar una gran sensación de
favoritismo político en los dos años siguientes que terminó uniendo
a muchos militares de alta graduación en su oposición al ministerio.
Uno de los peores problemas era la sobreabundancia misma de
jefes y oficiales, que eran casi 21 000 frente a unos efectivos de
118 000 soldados rasos y suboficiales, algo así como tres veces
más de los necesarios. La solución de Azaña fue simple y directa e
incluso bastante generosa. Un decreto del 25 de abril de 1931
permitía a todos los jefes y oficiales optar por un retiro inmediato y
completo conservando la paga entera durante la duración normal de
su carrera. Aunque la medida equivalía a tener que mantener la
paga a miles de oficiales por no hacer nada, Azaña juzgaba que
aquello estaba ya ocurriendo en realidad y que, a la larga, una
reducción tajante del escalafón ahorraría mucho dinero. La mayoría
de los generales dimitieron y en una ocasión posterior Azaña
presumió de que la mitad del escalafón había aceptado el retiro bajo
el nuevo régimen, aunque de hecho el número de retirados parece
haber estado más cerca de los 8000[20]. Realizó de ese modo la
reducción más radical lograda en el escalafón en más de un siglo,
aunque es más discutible si aquello contribuyó en algo a
«republicanizar» el ejército, porque hay pruebas evidentísimas de
que los más inclinados a dejar el servicio activo fueron la minoría
más progresiva o izquierdista de la oficialidad.
La reforma estructural empezó con un decreto del 25 de mayo
que redujo el número de divisiones de dieciséis a ocho, asignando a
cada una de ellas dos brigadas de infantería (compuesta cada una
de dos regimientos), una brigada de artillería y un escuadrón de
caballería. Dejaron así de existir aproximadamente la mitad de las
unidades militares existentes (en general muy inferiores a sus
efectivos teóricos) y Azaña declaró que esa reforma ahorraría a la
hacienda pública un mínimo de 200 millones de pesetas al año. Un
decreto subsiguiente, del 3 de junio, reorganizó y redujo también el
«ejército de África», situado en el protectorado de Marruecos. De un
modo parecido, el ministro de Marina, Santiago Casares Quiroga,
amigo íntimo y compañero de Azaña, redujo la armada en su
estructura de once unidades operativas a sólo cinco.
Un objetivo mayor de aquella reforma residió en el sistema de
justicia militar, tenido por un feudo presuntuoso, poseído de espíritu
de casta, e impenetrable a la autoridad civil. El decreto primerísimo
de Azaña, abolía el 17 de abril la infame «Ley de Jurisdicciones» de
1906, que había dado a los tribunales militares facultades para
enjuiciar a cualquier portavoz o publicación civil culpable de haber
insultado a los militares. Un segundo decreto del 11 de mayo
reducía la jurisdicción del sistema de tribunales militares a los
«actos o delitos de naturaleza esencialmente militar», por lo que los
miembros del ejército podían ser encausados en los tribunales
civiles por cualquier tipo de transgresiones de carácter no militar.
(No se eliminó, sin embargo, la jurisdicción militar sobre
determinadas categorías de infracciones cometidas por civiles que
violasen normas en detrimento de la policía, como los ataques
verbales o de otro tipo hechos a la misma, así como las infracciones
cometidas por civiles en situaciones de ley marcial, cosa que iba de
acuerdo con la política de mano dura del gobierno en materia de
orden público). Fue abolido también el Consejo Supremo de Guerra
y Marina y sustituido por una sala especial militar del Tribunal
Supremo civil. Se abolieron además por completo todas las
prácticas religiosas tradicionales de las fuerzas armadas.
Las siete academias militares diferentes fueron reducidas a tres,
si bien se planeó una nueva para la aviación. Fue suprimida también
la Academia Militar General de Zaragoza, creada por Primo de
Rivera sólo tres años antes y dirigida entonces por el general
Francisco Franco porque tendía a fomentar un rígido espíritu de
casta, al tiempo que se restablecía el Estado Mayor Central,
suprimido en 1925 por Primo de Rivera. Se suprimieron también en
su totalidad las capitanías generales regionales de distrito, que
databan de principios del siglo XVIII, así como los grados de capitán
general y teniente general. Otro decreto unificaba las dos
situaciones separadas de oficiales en activo y de la reserva (los
primeros procedían de las academias y los segundos por ascenso a
partir de la clase de tropa). Todos estos decretos iniciales fueron
ratificados por las Cortes Constituyentes en la legislación regular
aprobada en agosto de 1931.
Azaña se preocupó también por modernizar la tecnología militar
en lo que permitiera el presupuesto, y la beneficiaria principal fue la
fuerza aérea, constituida formalmente por primera vez como un
cuerpo aéreo aparte por un decreto del 26 de junio de 1931 como el
Cuerpo de Aviación. Hasta entonces había constituido un «servicio»
especial dentro del ejército, que había sido disuelto oficialmente por
Berenguer a finales de 1930 por su abierta simpatía por la
República. El acto de Azaña le confirió estructura y autonomía[21], y
más adelante, el 5 de abril de 1933, creó él mismo una Dirección
General de Aeronáutica, encargada de supervisar tanto la fuerza
aérea como la aviación civil, bajo la autoridad del Primer ministro.
Se llevaron a cabo más cambios, a un ritmo más lento, en los
últimos meses de 1931, el año siguiente, y la primera parte de 1933.
Un rasgo del esfuerzo hecho para democratizar el ejército fue la
mejora de categoría que se les dio a los suboficiales mediante la
creación en diciembre de 1931 de un nuevo cuerpo de suboficiales,
situado entre los oficiales regulares y las graduaciones más bajas
del ejército. Se compondría de las cuatro graduaciones de sargento
primero, brigadas, subayudantes y subtenientes. Sin embargo, el 60
por ciento de las futuras plazas disponibles en las academias
profesionales se reservaría a aquellos suboficiales que, fuese por
antigüedad o a través de exámenes especiales demostrasen su
capacidad para ejercer como oficiales. En lo sucesivo, a los
aspirantes a ingresar en las academias para ser oficiales de carrera
se les exigiría haber terminado un curso universitario normal y seis
meses de servicio con la tropa.
Otro objetivo de Azaña era conseguir un sistema más igualitario
de servicio militar obligatorio análogo al del concepto de «nación en
armas» de la ley francesa de servicio universal de 1905. Los
obstáculos principales surgieron, sin embargo, del hecho de que el
ejército español ni necesitaba ni podía hacerse cargo de todos los
reclutas disponibles, al tiempo que el sistema «de cuota» mediante
el cual los pudientes podían reducir su servicio militar a seis meses
(o eximirse totalmente del mismo en algunos casos) mediante el
pago de una suma situada fuera del alcance de las clases más
pobres producía unos ingresos anuales de unos 15 millones de
pesetas. En consecuencia se conservó el antidemocrático sistema
«de cuota», aunque a partir de octubre de 1931 Azaña hizo un serio
intento de mejorar las condiciones materiales de los reclutas
ordinarios proporcionándoles mejor rancho y mejores cuarteles.
Un problema conflictivo inevitable era el tener que ahorrar
gastos. El presupuesto militar para 1932 fue reducido a 390 millones
de pesetas en comparación con los 478 millones del primer año de
la República, procediendo la mayor parte del ahorro de la reducción
de costos administrativos, la eliminación de las unidades superfluas
y algunas pequeñas reducciones hechas en Marruecos. En cambio
aumentaron, muy ligeramente, los gastos en mantenimiento y
equipo, porque seguía siendo necesario pagar los sueldos de los
casi 9000 oficiales y suboficiales que se habían retirado (aunque
esos gastos se transfirieron a una partida diferente del presupuesto
del Estado). De hecho, los gastos ordinarios ascendieron a 402
millones de pesetas en 1932 y a 433 en 1933, pero no había dinero
para permitir una modernización auténtica o aumentar los sueldos a
niveles equivalentes a los de otros ejércitos de Europa Occidental.
Las seis pequeñas fábricas de armas administradas por el Cuerpo
de Artillería fueron traspasadas por ley en febrero de 1932 a un
nuevo Consorcio de Industrias Militares supeditado al Ministerio de
la Guerra, compuesto por representantes del gobierno, la industria
privada y los sindicatos, pero no se pudo poner en marcha ninguna
modernización tecnológica de alcance. En conjunto, el presupuesto
de 1933 cubrió las necesidades de un ejército peninsular de 145 000
hombres más una fuerza adicional de 35 000 en Marruecos,
compuesta ésta de 25 500 europeos (incluyendo 4000 de la Legión
extranjera) y casi 9500 marroquíes (regulares).
La reacción de los militares fue en su mayor parte negativa, y se
expresó especialmente en los dos periódicos militares. La
Correspondencia Militar y Ejército y Armada, y en la murmuración
reinante en docenas de guarniciones. Los militares querían saber
por qué la reforma y reducción de gastos de los servicios
gubernamentales tenía que hacerse sobre todo a expensas de las
fuerzas armadas, y el Gobierno anunció enseguida que habría
reducciones equivalentes en otros ministerios. Aquello suscitó tal
aluvión de protestas de los empleados del Estado que nunca llegó a
cuajar el plan correspondiente.
¿Qué juicio se podría hacer de la reforma de Azaña? Como
tantos españoles del siglo XIX y comienzos del XX, Azaña tenía la
tendencia a hablar más de la cuenta y luego lo arrastraba su propia
retórica. Por otra parte, su mordaz estilo daba a indicar a veces que
el objetivo más importante consistía sencillamente en poner a los
militares en su sitio. Según proclamó en las Cortes el 1.o de marzo
de 1932, «Del ejército no habla nadie, pero el ejército tampoco
habla. Cada cual en su sitio».
Las palabras por las que se le recordaría más (aunque
incurriendo desde luego en la inexactitud) proceden de un discurso
pronunciado en Valencia el 7 de junio de 1931, donde prometió en
un mitin republicano que trituraría el caciquismo político «con la
misma energía y resolución que he tenido para triturar otras cosas
no menos amenazadoras para la República[22]». Después sacaron
en limpio algunos que aquello se refería al ejército, y de ahí
provienen las ulteriores referencias hechas a la supuesta
baladronada de Azaña de que «iba a triturar» a los militares.
La oratoria de Azaña iba siempre más allá que sus actos, porque
su reforma fue de hecho limitada, llevó a cabo una modernización
muy escasa, y la democratización lograda en las fuerzas armadas
fue relativamente modesta. Hubo una republicanización también
escasa, si entendemos por tal una purga política de alguna
envergadura, y los izquierdistas culparían más adelante a Azaña de
haber sido un «blandengue» incapaz en absoluto de purgar el
ejército de sus más peligrosos elementos.
A pesar de todo, y de una serie de graves limitaciones, aquello
fue de todas maneras el esfuerzo más serio hecho para reformar las
fuerzas armadas en más de un siglo. Ni desmanteló ni arruinó el
ejército como afirmaron los críticos derechistas, pero se las arregló
para darle cierta racionalidad a su estructura organizativa y mejorar
algunos aspectos de su funcionamiento. No se habría podido
conseguir más en un período tan breve, al tiempo que se lograron
reducciones de gastos significativos[23].
El fallo más grande de la ley de la reforma residió en las
relaciones públicas, donde el desastroso estilo político de Azaña
hizo que las nuevas medidas políticas parecieran mucho más
insultantes para los militares de lo que habría sido necesario[24].
Azaña mismo reconoció en su diario que se había dejado influir más
de la cuenta por su propia camarilla militar haciendo nombramientos
muy desacertados, dando la impresión de que el Ministerio de la
Guerra daba cabida al favoritismo político. En cualquier caso,
muchos jefes y oficiales se sintieron postergados por su ministro y
acabaron compartiendo la idea de que aquella reforma era un
«ataque» contra las instituciones militares. De esa manera empezó
una animadversión cada vez mayor en las relaciones entre los
militares y la República que no había existido en abril de 1931.

La sanjurjada

La pasiva actitud de los militares con ocasión de la llegada de la


República no se debió tanto a cierto entusiasmo hacia una política
progresista como a una reacción contra los fallos de la dictadura,
que había comprometido y desprestigiado al ejército, estimulando el
deseo de muchos militares de evitar cualquier implicación política.
Los militares eran más conservadores que liberales y en general
más monárquicos que republicanos. Una vez que se evidenció que
la República tomaba un derrotero izquierdista y tenía en la mira al
ejército para reformarlo a fondo, empezaron a circular los rumores
de una conspiración militar contra el nuevo régimen ya en junio de
1931. A mediados de ese mes dos generales antiguos,
acérrimamente monárquicos, Emilio Barrera y Luis Orgaz, fueron
detenidos junto con otros dos militares más jóvenes y seis
monárquicos civiles, aunque fueron puestos en libertad enseguida la
mayoría de estos últimos. El mes siguiente, una serie de generales
monárquicos, en su mayoría retirados, empezó a conspirar de modo
más activo consiguiendo alguna ayuda financiera de aristócratas
acaudalados. En agosto, Azaña deportó a Canarias al general
Orgaz y a otros dos jefes de menor graduación, pero carecía de
jurisdicción directa sobre los militares retirados.
La figura protagonista durante el primer año de la República fue
el general José Sanjurjo, el «León del Rif», todo un héroe de las
primeras campañas de Marruecos. Había desempeñado tiempo
antes cierto papel en el establecimiento de la dictadura en 1923,
pero es dudoso que su relación con el advenimiento de la República
fuese más importante. Director general de la guardia civil durante la
fase final de la monarquía, su negativa a emplear la única policía
nacional del país contra los republicanos después de las elecciones
municipales fue uno de los factores que decidieron la caída de
aquélla. Con 1,57 m de altura, Sanjurjo era exclusivamente un
hombre de acción con un sentido político de lo más rudimentario, y
prudentemente rehusó el escaño de las Cortes para el que le había
elegido el voto entusiasta de los republicanos en junio de 1931. Hizo
de árbitro apaciguador a favor del gobierno republicano durante las
primeras semanas; éste le había enviado a Tetuán a sofocar una
perturbación surgida en el protectorado inmediatamente después del
cambio de régimen y después al aeródromo de Tablada, junto a
Sevilla, tras una fracasada semianarquista rebelión surgida allí en
junio. Sin embargo, distaba totalmente de ser un hombre de
convicción progresista y, dadas sus confusas ideas políticas, no es
sorprendente que se convirtiese en la meta de las maniobras
emprendidas por unos cuantos republicanos de derechas que
contemplaban una «conspiración constitucionalista» para
restablecer la ley y el orden e imponer una democracia
estrictamente liberal capaz de evitar todas las salidas de tono
izquierdistas y excluir prácticamente las reformas serias. Don
Manuel Burgos y Mazo, de setenta años de edad, político veterano
del régimen monárquico, fue el primero en contactar con Sanjurjo ya
en noviembre de 1931[25], y al cabo de dos meses sus esfuerzos se
vieron reforzados por Melquíades Álvarez, jefe del pequeño Partido
Liberal-Demócrata. En las primeras semanas de 1932 el nombre de
Sanjurjo había perdido su aureola para el Gobierno. La «crisis de la
guardia civil», provocada por los sucesos de Castilblanco y Arnedo,
suscitó unas exigencias de la izquierda que se tradujeron en hacer
de Sanjurjo el chivo expiatorio, por lo que fue sustituido el 5 de
febrero por el general Miguel Cabanellas como director general.
Aquello fue un serio golpe para Sanjurjo, que empezó a mostrar
más interés hacia las personas que le decían que la República
necesitaba un golpe de timón decidido. Su contacto principal entre
los republicanos de más categoría era don Alejandro Lerroux, que
siempre había tratado de mantener buenas relaciones con los
militares y, procurando jugar dos cartas al mismo tiempo, había
advertido a Azaña ya nada menos que a mediados de 1931 del
peligro del descontento castrense. Lerroux no quiso aparecer
implicado en ninguna conspiración militar, pero tanto Burgos y Mazo
como Sanjurjo se reunieron en consejo con don Alejandro y le
hicieron presión para que adoptase una actitud más firme contra la
izquierda[26]. En la primavera de 1932 existieron ya al parecer dos o
incluso tres tramas conspirativas distintas. Mientras Burgos y Mazo
trataba de convencer a Sanjurjo para que encabezase una rebelión
«constitucional», los generales retirados monárquicos trataban de
promover una restauración mediante un golpe de Estado. También,
al parecer, un puñado de jefes militares de alto rango consideraban
la conveniencia de un movimiento exclusivamente militar para
«enderezar» el curso de la República, equidistante en términos
políticos entre las conspiraciones «constitucionalista» y monárquica.
Para establecer una disciplina más firme, el gobierno de Azaña
aprobó dos nuevas leyes. La primera, del 9 de marzo de 1932,
autorizaba al gobierno para pasar al retiro a cualquier general que
hubiera estado seis meses sin desempeñar ningún cargo activo (en
situación de disponible). Facultaba también al Gobierno para
suspender de sueldo a todo militar retirado culpable de cualquier
acto incluido dentro del gran abanico de actividades proscritas por la
Ley de Defensa de la República y suprimía la prensa política militar,
entonces ya muy hostil para con el gobierno. La meta era permitir la
expurgación selectiva de los altos cargos y de impactar en el bolsillo
de los retirados conspirantes. Una segunda ley, del 16 de abril,
ordenaba la revisión obligatoria de todas las sentencias aún en vigor
impuestas por tribunales de honor del ejército con anterioridad a la
abolición de éstas por la nueva Constitución. Aquello tenía por
objetivo revocar determinadas decisiones, tomadas anteriormente
por los tribunales de honor, que se habían traducido en la
degradación, o incluso la expulsión de militares izquierdistas. Como
aquellos tribunales habían castigado en realidad con más frecuencia
los actos inmorales o deshonrosos que las opiniones políticas, la
nueva ley suscitó un tremendo antagonismo entre los militares que
la consideraban como un intento de atacar el honor militar y politizar
todavía más los nombramientos del personal.
En junio Azaña estaba bien al tanto de la conspiración existente
entre algunos altos jefes militares, y en la noche del 7 de junio
permaneció despierto hasta las 3 de la madrugada esperando más
noticias de una rebelión al parecer en puertas[27]. Aunque se
practicaron unas cuantas detenciones más, el gobierno no encontró
pruebas concluyentes de la conspiración. Azaña juzgó,
acertadamente, que el complot carecía de un respaldo serio o
extenso y que el fracaso de un golpe mal planeado fortalecería a la
larga a la República. Y la conspiración continuó así su curso, como
escribiría más adelante el hijo de uno de los principales
protagonistas:
No sabemos si encaja con exactitud el calificativo de conspiración a una serie
ininterrumpida de entrevistas, viajes, o sobremesas muy poco recatadas, según confiesa
uno de los testigos. «Se celebraron», dijo éste, «fraternales comidas en la piscina de la
Isla de Madrid, en las que se reunían Sanjurjo y Goded en conferencia y a las que
asistíamos el hijo del primero, Justo, y yo, como escuderos. A todas ellas asistía, desde
lejos, un jefe de la policía de Madrid[28]».

La conspiración se debilitó debido a un incidente que ocurrió


durante un desayuno de despedida, al aire libre, de alumnos
graduados de las academias militares, celebrado en la base del
ejército situada en Carabanchel, en las afueras de Madrid, el 27 de
junio. El general Manuel Goded, el nuevo Jefe del Estado Mayor,
concluyó sus comentarios sobre la ceremonia más o menos con
estas palabras: «Ahora sólo me resta dar un viva a España, y nada
más». Uno de los jefes del ejército de un republicanismo más
radical, presente allí, el teniente coronel Julio Mangada (al que
Azaña tildaba en privado de «loco») mostró gran indignación por la
actitud de Goded y por no haber exclamado éste «¡Viva la
República!», lo que provocó un intercambio de palabras con el
destacado general y el arresto de Mangada. Por este motivo.
Mangada, poseído literalmente de un acceso de cólera, se arrancó
la guerrera y la pisoteó.
El asunto fue puesto inmediatamente en conocimiento de Azaña
por sus asesores militares republicanistas, que insistieron al parecer
para que el ministro hiciera algo ante el desacato cometido contra la
República. Azaña mantuvo discretamente el arresto de Mangada,
pero pasadas unas horas relevó de sus cargos a los generales de
división y brigada asistentes al acto, que se habían implicado en
apoyo de Goded y contra Mangada. Azaña tuvo en cuenta la gran
capacidad del general Goded y no quiso hacer un mártir del Jefe de
Estado Mayor, pero Goded dimitió entonces repentina y
tajantemente en solidaridad con los compañeros suyos que
acababan de ser depuestos. Fue sustituido por el general
Masquelet, uno de los pocos generales de más rango
declaradamente republicanistas[29]. Como los tres generales que
habían cambiado de puesto o dimitido estaban implicados en la
conspiración, sus perspectivas de éxito en Madrid —donde todas las
unidades importantes quedaban desde ese momento bajo el mando
de generales leales— se vieron muy reducidas debido a aquel
incidente.
Burgos y Mazo afirma que él puso a Sanjurjo en contacto con los
mandos de la gran guarnición de Sevilla muy a principios de julio y
que había redactado después un «manifiesto constitucional
republicano» para iniciar el golpe con el mismo, pero lo cierto es que
Sanjurjo se decidió finalmente por actuar en exclusiva con otros
militares que, en su mayoría, eran más derechistas que Burgos y
Mazo. Cuando se evidenció, durante el mes de julio, que Lerroux y
los republicanos moderados no tenían capacidad para imponer un
cambio en el Gobierno, los planes encaminados a un simple
pronunciamiento se combinaron toscamente bajo el mando supremo
nominal del general retirado Emilio Barrera, que tenía más
antigüedad que Sanjurjo. Es dudoso que estuviesen implicados en
él directamente mucho más de cien jefes y oficiales, pero se tomó la
decisión de actuar rápidamente antes de que el gobierno pudiese
terminar la legislación a favor de un estatuto catalán de autonomía,
al que se oponían directamente los militares más derechistas,
opuestos al «desmembramiento» de España. Aquel plan tenía más
de un pronunciamiento decimonónico que de un golpe de Estado
quirúrgico tipo siglo XX, dado que los conspiradores sabían que
probablemente serían incapaces de apoderarse inmediatamente de
Madrid entera. Contaban, sin embargo, con hacerse con algunas
posiciones fuertes dentro de la capital así como con el control
completo de Sevilla y de otras capitales de provincia. Entonces se
enviarían refuerzos desde estas últimas para ayudar a conseguir el
control de Madrid, un esquema que se parece algo al que adoptaría
más adelante la gran conspiración de 1936. Se suponía que la
carlista Navarra se alzaría en apoyo del plan, pero no se había
hecho mucho para garantizarlo. La idea básica era que habría
relativamente poca lucha, dado que la mayoría del ejército se
sumaría al alzamiento y el apoyo al gobierno se haría agua de
borrajas. En palabras de uno de los conspiradores más jóvenes:
«Nunca se creyó que llegaría el momento de combatir[30]».
De hecho aquella conspiración se convirtió enseguida en un
secreto a voces. Se hicieron algunas detenciones preventivas más,
incluyendo a los cuarenta y siete participantes detenidos al tiempo
en una reunión monárquica efectuada en Madrid. En la mañana del
10 de agosto, poco después de las 7 de la mañana, grupúsculos de
civiles derechistas y un puñado de efectivos del ejército empezaron
a avanzar hacia el Ministerio de la Guerra desde direcciones
opuestas. Siguieron noventa minutos de escaramuzas (en ese
tiempo Azaña fisgaba de vez en cuando desde detrás de una cortina
de una de las ventanas de arriba del Ministerio) antes de que varias
unidades importantes de la guardia civil y la guardia de asalto
sofocaran la rebelión. Murieron unas diez personas, dos de ellas
civiles de derechas. Entretanto, los conspiradores habían enviado a
Sanjurjo a Sevilla, el centro activo más importante del Sur, debido en
parte a que se temía que pudiera ser demasiado republicanista y
sería preferible mantenerlo alejado de Madrid. Aquella mañana se
las arregló para hacerse con el mando de la guarnición de Sevilla,
diciendo que se les sumarían enseguida compañeros de todas
partes de España. En vez de ello, se encontraron con una huelga
general en la ciudad, al tiempo que unidades leales a la República
fueron enviadas a toda prisa hacia el Sur para que convergiesen en
lo que se había convertido en el único foco de la rebelión. Sanjurjo,
en vista de los hechos, huyó de allí el día once temprano,
rindiéndose horas después en la cercana Huelva. Como solo había
sido capaz de arrastrar a la rebelión una guarnición completa, al
complot entero le dio mucha gente el nombre de la sanjurjada,
aunque en realidad él no fue ni el organizador principal ni el jefe de
la misma. Ninguna otra guarnición lo secundó, y los únicos
combates tuvieron lugar en Madrid. Aunque el general Barrera fue
puesto a buen recaudo en el extranjero en una avioneta particular,
docenas de otros sospechosos fueron detenidos, especialmente en
Madrid, y sobre todo monárquicos de los más prominentes. La
fracasada rebelión dio lugar a su vez a una nueva andanada de
quema de iglesias por parte de la extrema izquierda, sobre todo en
Sevilla y Granada.
En los meses siguientes, unos 200 jefes y oficiales
comparecieron a juicio por rebelión armada. Muchos de ellos
adujeron como defensa que su deber era defender la patria contra
todos los enemigos, españoles y extranjeros incluyendo al gobierno
izquierdista de Madrid. El defensor de un general preguntó por qué
se había justificado la rebelión de los republicanos Galán y García
Hernández en diciembre de 1930, mientras que la de su defendido
se consideraba sediciosa. Al ser el rebelde detenido de más alta
graduación, Sanjurjo fue condenado a muerte, pero como el
gobierno no quería crear un mártir, le conmutaron la pena por la de
cadena perpetua[31]. La conmutación provocó manifestaciones
tumultuosas de las agrupaciones izquierdistas; un obrero murió en
una de ellas en Vizcaya. Por último, 145 jefes y oficiales fueron
deportados a Villa Cisneros (casi igual que lo ocurrido con los
anarquistas enviados a Guinea a comienzos de año), y alrededor de
300 militares más, sospechosos de complicidad, fueron despojados
del mando o pasados a la lista de la reserva. A consecuencia de los
hechos, el gobierno clausuró por diferentes plazos de tiempo un
total de 128 diarios y semanarios[32]. Se hicieron además varios
cambios en las fuerzas de policía. Fue suprimida la Dirección
General de Carabineros, donde había mandado Sanjurjo desde
febrero, y se puso su personal bajo la supervisión del Ministerio de
Hacienda. Se dio un paso similar con la guardia civil, que fue
transferida al Ministerio de Gobernación, y la guardia de asalto fue
incrementada en 2500 números más.
Azaña, como es natural, quedó contento con el desenlace, que
tuvo el efecto de romper un atolladero temporal existente en las
Cortes y de permitir al gobierno avanzar más rápidamente en la
cuestión de la autonomía catalana y lograr la aprobación del primer
proyecto de ley de reforma agraria. Observó con satisfacción que los
militares habían sido eliminados como factor de la ecuación política
por primera vez en más de un siglo.

La autonomía regional

La reacción contra el centralismo estuvo en las raíces mismas de


la guerras civiles españolas del siglo XIX y dio origen posteriormente
a potentes movimientos de nacionalismo regional en Cataluña y el
País Vasco. Corrientes nacionalistas, mucho más débiles, se habían
desarrollado también en regiones tan diferentes como Galicia,
Valencia, Andalucía y Aragón. El movimiento catalanista era el más
antiguo y poderoso y a la vez el más moderno, y había dado origen
tanto a un gran partido catalanista moderado, la Liga Regionalista,
rebautizada en 1933 como la Lliga Catalana[33], como a unas
agrupaciones no menos poderosas de talante liberal izquierdista
que, con el advenimiento de la República, se habían aliado en su
mayoría dando lugar a la Esquerra Catalana. El nacionalismo vasco
estaba dominado por el Partido Nacionalista Vasco (PNV), fundado
en 1895 e inicialmente mucho más exclusivista y separatista que el
antiguo movimiento catalanista. Durante la primera parte del siglo XX
una nueva generación de dirigentes vascos habían moderado este
movimiento, pero para los liberales y los izquierdistas seguía siendo
sospechosamente tradicionalista, clerical y derechista.
Los catalanistas de la izquierda liberal, muy por el contrario,
apoyaron con fuerza al movimiento republicano y sus dirigentes
habían participado en el no poco ambiguo «Pacto de San
Sebastián», donde los jefes republicanos habían prometido actuar
rápidamente a favor de la autonomía catalana a cambio del apoyo
de la República por parte de los catalanes. La prematura
proclamación por el líder de la Esquerra, Macià, de un Estat català
había provocado la primera minicrisis republicana, según hemos
referido en el capítulo 2, traducida en la inmediata restauración de la
Generalitat, brazo ejecutivo del Parlamento catalán medieval
(suprimido en 1713), como un poder ejecutivo regional de facto.
El 24 de mayo de 1931 los concejales catalanes habían elegido una
legislatura provisional (Diputación provisional), que se reunió el 9 de
junio y nombró inmediatamente una comisión encargada de
preparar el borrador de un estatuto de autonomía[34]. Hubo algo más
que un poco de aprensión por toda España cuando Macià hizo
afirmaciones como «Soy el presidente de un Estado revolucionario e
izquierdista», y cuando la Esquerra hizo su campaña para las
elecciones parlamentarias nacionales sobre la base de un
nacionalismo francamente demagógico, con una resonante
declaración a favor de la «socialización de la tierra y la
propiedad[35]», rumbo a una victoria aplastante[36].
Sin embargo, el texto que presentó la comisión catalana el 20 de
junio fue calificado de moderado en la mayoría de sus puntos, al no
poner en tela de juicio, por ejemplo, la soberanía del Estado español
en el reñidísimo tema de los aranceles. El borrador del estatuto fue
aprobado por los concejales catalanes de modo casi unánime y
sometido a un plebiscito popular el 2 de agosto. Participó el setenta
y cinco por ciento del electorado, y el 99 por ciento de los votantes
aprobó el estatuto, que fue presentado al gobierno de Madrid dos
semanas después. Pero en aquel momento, las Cortes
Constituyentes habían iniciado el debate de la Constitución, y se
pospuso el del estatuto. Por otra parte, pese a la relativa
moderación del proyecto catalán, algunas estipulaciones habían ido
más allá de lo que la coalición republicana estaba preparada para
reconocer, y se transfirió el asunto a un comité a comienzos de
1932.
Los dirigentes nacionalistas vascos trataron de moverse con
idéntica rapidez y convocaron una reunión de los alcaldes
pronacionalistas de los ayuntamientos vascos en Guernica, sede de
los juramentos forales tradicionales el 17 de abril de 1931, que fue
seguida por una asamblea de los alcaldes nacionalistas de las tres
provincias el 8 de mayo en San Sebastián, para iniciar los planes
para un estatuto de autonomía. Para atajar lo que temían que
pudiera ser una propuesta nacionalista conservadora, la nueva
Comisión Gestora republicana de Guipúzcoa anunció el 7 de mayo
la formación de una nueva comisión encargada de preparar una
propuesta de autonomía provincial para Guipúzcoa. La asamblea de
alcaldes actuó entonces con celeridad autorizando a la prestigiosa
Sociedad de Estudios Vascos para redactar un proyecto cuanto
antes. El 31 de mayo presentó ya un texto de estatuto general del
Estado vasco, y a pesar de ciertas reservas, los republicanos y
socialistas vascos accedieron a apoyarlo.
Pero aquella proposición fue enmendada radicalmente por una
asamblea de delegados municipales que incluía a los de los
ayuntamientos de Navarra, que se reunieron en Estella (Navarra) el
14 de junio. Incluía la misma un alto grado de autonomía, la
restauración del sufragio no democrático tradicional en las
elecciones internas, y una autonomía total en lo tocante a relaciones
Iglesia-Estado, incluyendo el derecho a negociar un Concordato
aparte vasco-navarro con el Vaticano. Los representantes de los
ayuntamientos navarros se reunieron el 10 de agosto para estudiar
un estatuto navarro propuesto por la Comisión Gestora navarra en
funciones, pero en vez de ello, los delegados de unos municipios
que abarcaban el 89,5 de la población de Navarra votaron a favor de
incluir a Navarra en el proyecto vasco.
Sólo en las provincias vascongadas y en Navarra se habían
atrevido las fuerzas de la derecha a hacer una campaña vigorosa, y
con gran éxito, en las recientes elecciones para las Cortes. Aquel
advenimiento entre adversarios, combinado con los términos que se
proponían para el nuevo estatuto, produjo buena alarma en la
coalición gobernante. El dirigente socialista asturiano, activo en
Bilbao, Indalecio Prieto, advirtió del peligro de un «Gibraltar
vaticanista», al tiempo que el Ministerio de Guerra se estremecía
sólo de pensar en el peligro de una rebelión regionalista y en la
posible necesidad de intervenir con el ejército. Lo cierto es que José
Antonio de Aguirre, lehendakari del Partido Nacionalista Vasco
(PNV), se reunió con uno de los generales monárquicos que
conspiraban durante el verano de 1931, pero no hubo manera de
que se pusieran de acuerdo[37]. El 21 de agosto el gobierno
suspendió la publicación de cuatro periódicos en Bilbao, dos en San
Sebastián y tres en Pamplona, a la vez que procedía a incautarse
de las fábricas de armas de las localidades vascas de Guernica y
Eibar. Seguidamente se efectuaron maniobras militares en Vizcaya y
Navarra.
La relación existente entre los partidos de trabajadores y la
autonomía regional era ambivalente. Los socialistas vascos
apoyaban la autonomía hasta cierto punto, pero se oponían al
nacionalismo por considerarlo clerical y derechista[38]. Los
socialistas desconfiaban también del catalanismo, al tiempo que las
amistosas relaciones existentes entre el nuevo gobierno de
Barcelona empezaron a deteriorarse enseguida[39]. Existían sin
embargo, pequeños grupos independientes socialistas y comunistas
en Cataluña que apoyaban enérgicamente la autonomía[40], a la vez
que el Comintern y el Partido Comunista de España procuraban
explotar el nacionalismo regional para acelerar el proceso
revolucionario.
El estatuto vasco propuesto fue presentado al Primer ministro el
22 de septiembre, pero el debate parlamentario concluyó en una
decisión tomada el día 26, de que las cláusulas religiosas eran
anticonstitucionales, lo que dio al traste con el proyecto entero. En
las semanas siguientes, los portavoces nacionalistas vascos
tomaron parte muy activa dentro de la minoría que se opuso a la
aprobación del articulo 26 de la Constitución, llegando a ser
abofeteado en la Cortes Leizaola, uno de sus portavoces, por un
diputado anticlerical. El 15 de octubre, tras ser aprobada aquella
legislación, Aguirre declaró que era «completamente inútil seguir
discutiendo en las Cortes[41]», y toda la delegación vasconavarra las
abandonó ostensiblemente.
Los vascos tendrían que renunciar a la deseada autonomía en
las relaciones Iglesia-Estado, lo que significaba en gran medida
tener que volver al enfoque original de la comisión de la Sociedad
de Estudios Vascos. El 6 de noviembre el Gobierno republicano
decidió que las comisiones gestoras de las cuatro provincias
(incluyendo a Navarra) se responsabilizaran de hacer un nuevo
borrador y el 8 de diciembre decretó que la nueva comisión
encargada de hacerlo se compusiera de un representante de cada
una de las cuatro Comisiones Gestoras y de tres representantes de
los municipios vascos, aunque, tras haberse quejado los socialistas
de su falta de representación, se añadieron también tres delegados
socialistas vascos. En diciembre, convertida ya en realidad la
Constitución republicana, los diputados del PNV empezaron a
reconsiderar su posición, manifestando una reconciliación
condicional con el nuevo régimen al votar por Alcalá Zamora como
presidente, mientras el resto de la minoría católica se abstenía. A
finales de 1931 la coalición vasconavarra de nacionalistas,
derechistas y tradicionalistas carlistas empezaba a escindirse al
aumentar las diferencias existentes entre los nacionalistas y los
carlistas. El 20 de diciembre los líderes carlistas decidieron que no
tenían nada que hacer con un estatuto de autonomía preparado
principalmente por las comisiones gestoras republicanas. A aquellas
alturas iban en aumento los incidentes violentos entre carlistas y
socialistas, culminando en el del 17 de enero de 1932 en el que
cayeron muertos tres socialistas al protestar contra un mitin
tradicionalista en Bilbao[42].
El nuevo procedimiento de instauración de un estatuto vasco
exigía que unas asambleas independientes de cada una de las
cuatro provincias votasen en torno al tema de un estatuto único, o
sea un único estatuto de autonomía para las cuatro. Los grupos en
cuestión se reunieron el 31 de enero de 1932 y aprobaron ese
principio en una proporción de once a uno, votando a favor de él los
representantes de ochenta y cinco municipios navarros. El nuevo
documento tenía unas atribuciones algo más limitadas que su
predecesor, pero conservaba la mayoría de los aspectos relativos a
la autonomía en materia de legislación interna, regulación social, y
política económica, a la vez que dejaba en manos del Estado más
autonomía en asuntos de interés conjunto. No se mencionaba un
«Estado vasco» y la nueva entidad autónoma recibía el término de
«unidad autónoma político-administrativa dentro del Estado
español», que recibiría el nombre de «País Vasconavarro» en
español y el de «Euzkadi» en vascuence. Sus ciudadanos sólo
prestarían el servicio militar dentro de la región vasconavarra, salvo
para prácticas especiales y en casos de emergencia, pero toda la
legislación religiosa se ajustaría a la existente en el resto del Estado
español. El estatuto propuesto conservaba el concierto económico
especial de las tres provincias vascongadas y el convenio de
Navarra referentes a fiscalidad, pero necesitaría una nueva
reasignación de la carga tributaria precisa. Debido sobre todo a la
insistencia de los socialistas, el Parlamento regional propuesto
estaría constituido por una mitad de diputados elegidos por sufragio
universal, igualitario y proporcional de cada una de las cuatro
provincias por igual y por otra mitad de listas generales elegidas
dentro de la región entera como unidad (esto último otorgaba algo
más de voz a las masas obreras de las zonas industriales). Cada
provincia gozaría además de autonomía interna y se proporcionaba
un amplio autogobierno a los municipios[43].
La oposición al borrador anterior había venido de la izquierda; el
nuevo texto suscitó la hostilidad de la derecha. Las objeciones de
los carlistas fueron numerosas y de fundamento: el proyecto entero
era modernista e ignoraba el restablecimiento de instituciones
tradicionales, se ajustaba a una República izquierdista y aceptaba
sin más una Constitución anticlerical y atea; se le criticó además de
sobrerrepresentar a la izquierda y de subrepresentar a los
tradicionalistas. El 19 de junio de 1932 se congregó en Pamplona
una asamblea de representantes de los municipios para someter a
votación el nuevo documento. Los procedentes de las localidades
de las tres provincias vascongadas votaron abrumadoramente a
favor del mismo, pero los representantes de 123 ayuntamientos
navarros votaron en contra, haciéndolo a favor las delegaciones de
sólo 109, absteniéndose 35[44]. Desde entonces, la carlista Navarra,
con mucho la provincia más derechista de España, adoptaría una
postura cada vez más antagónica frente a los intereses del
nacionalismo vasco[45]. Por otra parte, el rechazo del segundo
proyecto por parte de Navarra plantearía la redacción de un
documento algo diferente, ajustado únicamente a las tres provincias
del País Vasco. A la exasperación de los nacionalistas se añadió el
hecho de que la retirada de la rural Navarra empezó a suscitar
dudas en una Álava igual de rural[46], y también una agitación contra
el estatuto de parte de los intereses derechistas de esta provincia y
de las otras dos del País Vasco. Ya en 1933 el nacionalismo era
fuerte únicamente en las dos provincias industriales costeras de
Vizcaya y Guipúzcoa[47].
Entretanto, la Comisión del Estatuto en las Cortes de Madrid
había presentado su propio proyecto de estatuto de autonomía para
Cataluña, muy similar al propuesto originalmente por Barcelona,
aunque con algunos cambios que delimitaban la extensión de la
autonomía catalana. Francesc Cambó, el portavoz principal del
catalanismo moderado, declaró aquellos cambios como aceptables,
pero provocaron tremendas protestas en Barcelona. Para entonces
se había iniciado una reacción antiseparatista en otras partes de
España. Prominentes figuras republicanas de tan distinto matiz
como Lerroux, Ortega y Gasset, Maura, Melquíades Álvarez, y el
diputado, más liberal, Felipe Sánchez Román declaraban sin
excepción que el proyecto básico de autonomía iba demasiado
lejos. Hubo protestas estudiantiles contra el estatuto catalán en la
Universidad de Madrid y en varias otras ciudades, mientras que el
27 de abril el ayuntamiento de Palencia (Castilla la Vieja) hizo
presión para que los diputados castellanos se retirasen del
Congreso como protesta.
El debate en las Cortes se inició el 6 de mayo, para estancarse
inmediatamente en un laberinto de críticas que se tradujo a fin de
cuentas en unas doscientas solicitudes de enmiendas y mociones
distintas. Azaña trató de enderezar la situación mediante un largo y
enérgico discurso el 27 de mayo que establecía una clara distinción
entre lo que podría debilitar realmente el Estado y el propio y sincero
compromiso de la República hacia una autonomía legítima, aunque
un tanto limitada. Pero aquello tuvo poco efecto, y a pesar de las
sesiones dobles, continuó la discusión parlamentaria, aunque
debilitándose su energía, durante la mayor parte del verano. Fue
necesario el efecto de shock de la sanjurjada el 10 de agosto para
volver a galvanizar las energías reformistas, y se aprobó finalmente
el estatuto catalán el 9 de septiembre por una votación de 314
contra 24. Como un gesto de aliento hacia los cada vez más
frustrados vascos, la ceremonia de la firma que ponía oficialmente
en vigor la autonomía catalana tuvo lugar en San Sebastián, capital
de Guipúzcoa, al tiempo que se produjeron en toda Cataluña
grandes celebraciones, acompañadas algunas por gritos de «¡Viva
España!».
El estatuto otorgaba al gobierno catalán la jurisdicción exclusiva
en materia de derecho civil y en la mayoría de las áreas de la
administración interna, especialmente en las de sanidad, transportes
y bienestar público. Recibía también la facultad de administrar la
legislación general española en lo tocante a obras públicas,
seguros, explotación minera, bosques, agricultura y ganadería,
servicios sociales y orden público, y compartiría con el Estado
español la administración de los impuestos y la educación.
Determinadas áreas fundamentales como los aranceles, el control
fronterizo, las relaciones exteriores y las fuerzas armadas, seguían
siendo de competencia exclusiva del Estado español; Cataluña
tendría su legislatura, himno y bandera propios, y el catalán y el
castellano serían idiomas cooficiales dentro de su territorio. Habría
también un tribunal especial de apelaciones (el Tribunal de
Casación) catalán, con jurisdicción en las áreas traspasadas a la
administración catalana[48].
La federación de la Esquerra de Macià barrió en las primeras
elecciones al Parlamento catalán el 30 de noviembre de 1932, tras
las cuales Macià fue elegido primer presidente de la Generalitat y
formó un gabinete exclusivamente de la Esquerra[49]. El traspaso de
servicios se inició poco después. Durante el primer año, la
administración de Macià se ocupó a fondo con los trámites de
aprobación de una nueva legislación reguladora y anduvo
sumamente activa en lo referente a asuntos culturales, fomentando
el uso del catalán y trabajando de veras para extender los servicios
de educación y bibliotecas. Fue un logro muy especial la mejora de
los servicios de salud pública, incluyendo alguna atención a los
psiquiátricos. Macià se esforzó también mucho en sacar adelante la
reforma agraria y en estimular las cooperativas rurales, la
experimentación agrícola y el crédito del campo. La única fuente de
conflicto fueron los impuestos, porque sólo una tercera parte de los
recaudados en Cataluña iban a parar a la Generalitat[50].
El tercer movimiento nacionalista notable, el gallego, era
considerablemente más débil que los nacionalismos catalán o
vasco, debido al menos en parte al subdesarrollado carácter rural de
Galicia. Los republicanos izquierdistas galleguistas se habían
reunido en una «Organización Republicana Gallega Autónoma»,
que constituyera la parte fundamental de la «Federación
Republicana Gallega» en 1930, pero era un sector político más
ocupado con los problemas de la España republicana en Madrid que
con el nacionalismo gallego, al tiempo que el «Partido Galleguista»
formado a finales de 1931 era mucho más débil. La primera
asamblea dedicada a discutir la autonomía gallega se reunió en La
Coruña el 4 de junio de 1931 para estudiar proposiciones
provenientes de cuatro agrupaciones distintas. Adoptó
provisionalmente el proyecto preparado por la Federación
Republicana Gallega[51], pero aquella proposición, y otra más
moderada que la sucedió, sucumbieron a la oposición, tanto en
Madrid como en Galicia. Otra asamblea, que se reunió en Santiago
de Compostela el 3 de junio de 1932, nombró una nueva comisión
para que presentase otra proposición más que estuvo lista para el
otoño. Entonces se reunió en diciembre una asamblea plenaria de
los representantes municipales de Galicia en Santiago, y en ella fue
aprobado el proyecto por un 76 por ciento de los municipios gallegos
que representaban casi el 84 por ciento de los habitantes de la
región. El siguiente paso a dar, de rigor, sería un plebiscito regional,
pero las sucesivas crisis de gobierno de 1933 lo harían imposible, y
no volvió a haber circunstancias favorables hasta después de las
elecciones de 1936[52].
En el año 1932 se pusieron en marcha iniciativas autonómicas
de otras varias regiones. La «Unión Aragonesa» convocó una gran
asamblea en Zaragoza el 26 de junio, y en una reunión habida en
Valencia el 1 de noviembre los alcaldes de 229 de los 263
municipios de la provincia votaron para que se procediese a la
preparación de un estatuto para la autonomía de las provincias de
Valencia, Alicante y Castellón[53]. El 23 de noviembre se izó una
«bandera andaluza» delante del ayuntamiento de Sevilla para
simbolizar la puesta en marcha de un movimiento andalucista[54].
Las reformas laborales

Para los socialistas, las dos áreas fundamentales de la reforma


residían en el trabajo y en la propiedad de la tierra. La iniciativa de lo
primero le competía al ministro de Trabajo, Francisco Largo
Caballero, que trató de explotar al máximo las posibilidades
existentes de reformismo republicano. El hecho de que se pudiese
lograr una posición de relativa hegemonía para el sindicalismo
socialista de una manera legal y constitucional a través de la
administración republicana se lo facilitaba con gran eficacia. La
fórmula reformista no sólo daría lugar a un sólido nuevo sistema de
legislación obligatoria en el marco laboral español, sino que
comprometería en él asimismo el apoyo de la izquierda de clase
media, multiplicando el poder potencial del partido y de la UGT,
dándoles una base más amplia que la que podrían conseguir ellos
solos. Por este motivo Largo Caballero pudo declarar lleno de
confianza al comienzo de la República que «el radicalismo»,
refiriéndose con ello al revolucionarismo violento, no podía tener
cabida en España.
Declaró a El Socialista el 18 de abril de 1931 que había ideado
ya «un plan de organización corporativa[55]». Lo construía sobre la
base de la legislación social del régimen anterior, incluyendo la de la
dictadura, vigente aún en su totalidad, y estaba destinado
explícitamente a funcionar dentro de un marco de capitalismo
socialdemócrata. El programa de Largo Caballero admitía que, de
momento, la economía española se mantendría «dentro de la órbita
de un sistema económico determinado» y que no sería posible «ir
más allá de los límites establecidos en los países más adelantados
del occidente europeo[56]».
El núcleo de la reforma de Largo Caballero fue presentado en
ocho leyes[57], cuyos términos básicos estableció él mismo en una
serie de decretos emitidos en sus tres primeros meses como
ministro. Las nuevas leyes de Largo Caballero, igual que otros
decretos reformistas de la fase inicial, fueron aprobados como
legislación obligatoria por las Cortes Constituyentes. Se trataba de
cuatro leyes sobre la regulación laboral —la Ley de Contratos
Laborales, la de los Jurados Mixtos, la de la Colocación Obrera, y la
de Intervención Obrera— junto con reformas administrativas básicas
—reestructuración del ministerio mismo y creación de delegaciones
provinciales del ministerio— y dos leyes sobre organización —la Ley
de Asociaciones Obreras y la Ley de Cooperativas.
El primer decreto del activo ministro, del 22 de abril de 1931,
estableció el 1.o de Mayo como fiesta nacional del trabajo, y lo
siguieron otros más en una sucesión bastante rápida. Un decreto del
7 de mayo señaló el comienzo de un sistema nacional de jurados
mixtos, comités conjuntos de arbitración laboral, que habían
funcionado por primera vez de manera limitada en el campo de
trabajo industrial durante la dictadura. Ratificado su funcionamiento
por legislación posterior, el 27 de noviembre, los jurados mixtos se
hicieron extensivos también al resto de la industria así como a la
agricultura y los servicios. Se prestó mucha atención a simplificar los
procedimientos para hacerlos más eficaces, y se destinaron muchos
más fondos para su mantenimiento. Los sindicatos participantes y
las asociaciones patronales nombrarían sus jurados respectivos en
cada ramo y en cada distrito local. Esos miembros tenían que
alcanzar un acuerdo unánime en lo tocante al presidente o si no,
tendría que nombrarlo el ministerio, que nombraba además al
secretario de cada jurado mixto.
Todavía más importante fue la aprobación de una nueva Ley de
Contratos Laborales el 21 de noviembre, que reorganizó una ley ya
existente con el objeto de facilitar los contratos colectivos (es decir,
por sindicatos) como base de los contratos de trabajo a partir de
entonces. Se encargó de que todos los contratos y acuerdos
laborales se ajustasen totalmente a la legislación nacional laboral,
especialmente en lo referente al trabajo de las mujeres y niños, al
descanso dominical, la duración de la jornada laboral y el seguro. La
jornada de ocho horas se había hecho ya normativa por obra de
decretos anteriores, del 1 y 3 de julio. Los términos de las
regulaciones laborales de todas las fábricas que diesen empleo a
cincuenta o más personas tendrían que estipularse por escrito,
aunque en las empresas menores podían seguir existiendo unas
relaciones más informales. Se negociarían las normas generales
correspondientes a cada ramo y cada área a través de los jurados
mixtos. Los contratos colectivos tendrían que hacerse por escrito y
con una validez mínima de dos años, y se definían también las
condiciones en que podían rescindirse los contratos. Todo esto se
puede comparar en general con la legislación alemana y
escandinava de esa época y con la del New Deal de E D. Roosevelt
en lo tocante a la regulación de los términos colectivos del trabajo y
hasta cierto punto fue calcado de las líneas normativas respectivas
de la República de Weimar[58].
Francisco Largo Caballero, primer ministro de Trabajo de la República.

Otras leyes se encaminaron a reducir el desempleo. Uno de los


decretos iniciales de Largo Caballero (28 de abril de 1931)
determinaba que se contratase por obligación a los jornaleros de
cada término municipal antes de poder traer trabajadores de fuera.
Otro decreto (8 de mayo de 1931) estipulaba el laboreo forzoso
(cultivo obligatorio) de determinada parte de las grandes fincas cada
año, para mitigar los problemas suscitados por el absentismo de los
propietarios y por retirar tierras del cultivo, encargando a los
gobiernos provinciales de la administración y el cumplimiento de
esta ley.
El 8 de abril de 1932 fue aprobada la versión final de un nuevo
proyecto de Ley de Asociaciones Laborales. Ponía al día la
legislación existente y facilitaba la organización y actividad de los
sindicatos. Los sindicatos agrarios estarían también capacitados
para negociar contratos colectivos de arriendo para grupos de
pequeños campesinos.
La reorganización administrativa del Ministerio de Trabajo no se
terminó hasta fines de 1932. La principal reforma nueva, la creación
de delegaciones provinciales en todo el país para hacer cumplir los
cambios y arreglar los problemas, tuvo por objeto que las nuevas
medidas políticas se hicieran efectivas incluso en las provincias más
pobres y facilitar la organización y representación de los
trabajadores. Se trataba evidentemente de un buen paso adelante
para los trabajadores españoles, pero nunca llegó a alcanzar las
metas que deseaba Largo Caballero, porque no se pudieron
desarrollar los mecanismos necesarios a escala nacional completa.
Dentro del aparato administrativo republicano las delegaciones
provinciales siguieron estando subordinadas a los gobernadores
civiles de cada provincia, y su eficacia real estuvo determinada en
gran medida por estos últimos.
La más controvertida parcela legislativa fue la proposición de una
«Ley de Intervención Obrera en la Gestión de la Industria»,
presentada a las Cortes en octubre de 1931, pero no sometida
nunca a votación debido a la fuerte oposición. Aquel proyecto de ley
supuso un audaz empeño socialista de convertir en realidad ya al
principio algunas de las implicaciones más avanzadas de la
Constitución, aunque de hecho tenía menos alcance del que
parecía, al proponer el establecimiento de «comisiones gestoras de
obreros y empleados» sólo en aquellas empresas que dieran
empleo a más de cincuenta personas. Los miembros de esas
comisiones tendrían que estar afiliados a sindicatos debidamente
constituidos e iban a tener un papel esencialmente consultivo sólo
en los aspectos técnicos del trabajo. En cambio no iban a tener voto
en las mesas directivas ni autoridad alguna en lo tocante a la
financiación o las utilidades. No se trataba de una proposición de
auténtico «control obrero», pero aun así representaba un cambio de
alguna importancia, y no recibió el apoyo general de los partidos
republicanos[59].
Un objetivo mayor de la reforma laboral residía en crear un
sistema nacional de seguro general y completo, una cosa que
denominó Largo Caballero «el seguro integral». El artículo 46 de la
Constitución, referente al trabajo, era detallado y especificaba entre
otros aspectos que «Su legislación social regulará: los casos de
seguros de enfermedad, accidente, paro forzoso, vejez, invalidez y
muerte; el trabajo de las mujeres y de los jóvenes y especialmente
la protección a la maternidad»; había existido ya durante más de
veinte años un Instituto Nacional de Previsión, pero carecía de
recursos para extender la cobertura del seguro a gran escala por
todo el país. Largo Caballero se movió con rapidez para
proporcionar a los jornaleros del campo las mismas oportunidades
que tenían ya los obreros de la industria, pero habrían hecho falta
fuertes subsidios del Estado para crear un amplio sistema de
seguros nacional y en consecuencia, los logros en su conjunto
fueron más bien limitados. Durante los años de la República el
seguro de pensiones se extendió a 1 300 000 trabajadores más,
alcanzando un total nacional de 5 500 000, mucho más de la mitad
de la población activa de 8 800 000. En 1935 los fondos dedicados
al seguro de maternidad eran 12,5 veces superiores a los existentes
en 1926, aunque distaban de ser completos. Se avanzó mucho en
cuanto al seguro por accidentes, aumentando los pagos en un 300
por ciento entre 1933 y 1935[60].
Las reformas laborales constituyeron un logro impresionante. El
trabajo organizado y los obreros en general obtuvieron mejoras
salariales, poder, respeto y mejores condiciones de trabajo que las
que habían conocido nunca[61]. Se prestó mucha atención a los
derechos y situaciones de las mujeres trabajadoras, aunque es
cierto que siguieron existiendo problemas graves[62]. Los resultados
conseguidos fueron más impresionantes en la agricultura, donde los
jornales aumentaron acusadamente en los años 1932-1933. Es
evidente que los términos de la legislación estaban redactados a
favor de la UGT, pero la negativa general de la CNT a participar en
los jurados mixtos y demás instituciones no fue culpa ni del
Gobierno republicano ni de los socialistas.
Existieron al mismo tiempo serias cortapisas para el
cumplimiento de las reformas laborales. Dependían, para empezar,
de una imposición local que a menudo brilló por su ausencia. Los
funcionarios republicanos provinciales eran por lo común mucho
más conservadores que los socialistas del Ministerio del Trabajo. Se
produjo además en cosa de meses una fuerte resistencia entre los
patronos, especialmente en los distritos rurales, donde se
empeñaban cada vez más en ignorar o en sabotear de arriba a
abajo gran parte de aquella reforma. Unos cuantos aspectos de ella,
por ejemplo el decreto concerniente a los términos municipales,
estaban sencillamente equivocados, porque, sin ir más lejos, servían
de muy poco en las zonas de desempleo masivo y por otra parte
impedían el flujo de la mano de obra.
Por todos esos motivos, no se puede establecer un balance
riguroso de las reformas laborales. Fueron en general progresistas y
saludables y presentaban facetas sumamente beneficiosas, y
sirvieron sobre todo para mejorar la paga de los jornaleros. Es
evidente que hicieron subir los costos, en algunas áreas más de lo
que podía soportar la economía, pero fueron en general
beneficiosos para una sociedad conflictiva y subdesarrollada en una
época de depresión.

Obras públicas
El desarrollo de las Obras Públicas constituía desde luego una
necesidad perentoria, cuyo remedio se inició por primera vez en
gran escala en tiempos de la dictadura, que puso en marcha un
sistema moderno de carreteras y aumentó las inversiones dedicadas
a ferrocarriles y obras hidráulicas. El último gobierno regular de la
monarquía, enfrentado a un aumento de la deuda pública, había
hecho cortes considerables en 1930, a la vez que el programa
original de la República puso mucho menos hincapié en los
problemas económicos que en la reforma política, institucional y
sociocultural. El primer ministro de Obras Públicas republicano,
Álvaro de Albornoz, canceló gran número de proyectos anteriores,
aunque en agosto de 1931 anunció un nuevo programa para
Andalucía y Extremadura que gastaría 423 millones de pesetas en
tres años, en parte mediante una financiación del déficit. Tenía por
objetivo la construcción de carreteras y sistemas de riego e iba
destinado a combatir el desempleo en la parte más pobre de
España.
El principal ministro de Obras Públicas de la República fue
Indalecio Prieto, que sustituyó a Albornoz en el segundo gabinete de
Azaña de diciembre de 1931 y permaneció en el cargo durante
veintiún meses. Puso el máximo hincapié en los programas
hidráulicos, cuyos gastos casi se triplicaron en 1933 en comparación
con el último presupuesto regular de la monarquía. En noviembre de
1933 (poco después de dejar el cargo Indalecio Prieto) fue aprobado
un nuevo Plan Nacional de Obras Hidráulicas para los veinticinco
años siguientes, trazado bajo la supervisión de Manuel Lorenzo
Pardo, el principal ingeniero y planificador de regadío de España,
cesado por el sectario y superficial Albornoz y restituido al cargo por
Prieto. Mientras que la construcción de presas y los nuevos
programas de regadío efectuados bajo la dictadura habían estado
relativamente descentralizados y se autorizaban en aquellas zonas
donde se necesitaban más, la política ministerial de Prieto tuvo un
carácter más nacional y centralizado. Se dirigió por otra parte más
hacia el Sur, tendiendo a cubrir tanto las necesidades inmediatas
como las de a largo plazo, enfocada hacia algunas de las zonas
más secas y pobres en las que los propietarios mismos se resistían
a pasar al sistema de regadío. Aunque el plan se basó en la
asignación presupuestaria pública, una nueva ley de 1932 exigía
que todos los terratenientes cuyos predios incluyesen un 20 por
ciento de tierra de regadío pagasen determinada cantidad de los
proyectos nuevos. El objetivo era triplicar en veinticinco años la
superficie de tierra irrigada y los resultados inmediatos fueron
impresionantes. Mientras la dictadura había aumentado ya en casi el
doble el número de embalses de veintinueve existentes en 1920 a
cincuenta y uno en 1930 y algo más que duplicado el volumen total
de capacidad de agua, entre 1930 y 1935 se construyeron un total
de veintinueve pantanos más —en su mayoría mayores— más que
triplicando la capacidad total de agua embalsada[63].
Indalecio Prieto

En 1932 inició además Prieto nuevos y significativos


desembolsos en ferrocarriles, principalmente en el Norte, aunque
más de la mitad del costo iba a estar a cargo de los gobiernos e
instituciones locales, y establecieron un nuevo sistema de
supervisores e inspectores del Estado para las compañías de
ferrocarriles, todavía de propiedad privada. Se inició en Madrid un
proyecto de gran alcance de construcción de nuevas oficinas
gubernamentales, los nuevos ministerios, para proporcionar espacio
administrativo moderno adecuado a un gobierno del siglo XX.
Comoquiera que la administración republicana, de un carácter
fiscal bastante conservador, se resistía a aceptar todo lo que no
fuese una cantidad relativamente modesta de déficit presupuestario,
se impusieron límites estrictos a la expansión de las obras públicas.
El logro principal fue la construcción masiva del programa de obras
hidráulicas, aunque nunca se cumplió el objetivo paralelo de crear
suficientes nuevos empleos en obras públicas para eliminar el
desempleo[64].

La reforma agraria

Todo el mundo reconocía que la existencia de un enorme


proletariado rural sumido en la miseria en la mitad sur del país
constituía el más importante problema social de España, pero las
propuestas existentes para hacerle frente eran diferentes en
extremo. La postura de los conservadores sostenía que aquel
problema estaba tan gravemente tarado por limitaciones técnicas y
económicas que no era posible en absoluto su solución inmediata;
sólo se podían destinar unas partidas limitadísimas para la
adquisición de secciones de los latifundios destinados a la
distribución, de tal manera que el problema básico sólo se podría
resolver mediante una modernización a largo plazo, capaz de
transformar la estructura de la agricultura y absorber la mano de
obra excedente mediante el empleo urbano. En el extremo opuesto
se situaban los distintos grupos de revolucionarios que clamaban al
unísono por una reforma agraria radical, con la confiscación o
adquisición de las propiedades más extensas y su distribución entre
los jornaleros y minifundistas, de preferencia en forma de unidades
de explotación colectiva. Ocupando una especie de término medio
estaban las distintas actitudes de los republicanos de clase media,
quienes creían que había que tratar de hacer la reforma agraria,
pero no estaban de suyo dispuestos a hacer grandes sacrificios para
proporcionar la financiación adecuada y desde luego no creían en la
colectivización de la agricultura[65].
Aunque el problema era grave, sus dimensiones eran
prácticamente las mismas que en la mitad meridional de Italia y de
Portugal, y no alcanzaban dimensiones coloniales ni
tercermundistas. En el México de 1940, por ejemplo, incluso
después de la reforma de Lázaro Cárdenas, las propiedades de más
de mil hectáreas ocupaban en conjunto el 61,9 por ciento de la
superficie agrícola del país, mientras que la estadística equivalente
para España era de alrededor del 5 por ciento[66].
España se caracterizaba tanto por unos minifundios diminutos
como por los grandes latifundios, concentrados los primeros
principalmente en el Norte. Técnicamente el grueso de las unidades
de explotación agraria —casi 42 millones de un total nacional de un
poco más de cincuenta y cuatro millones en 1959— se componía de
posesiones minúsculas de menos de media hectárea, en que a
menudo una familia era dueña de unas cuantas de esas fincas
enanas. Ascendían éstas en su conjunto a menos del 11 por ciento
de toda la superficie de cultivo de España. Las fincas de entre media
y una hectárea hacían un total de casi 6 900 000 y componían en
conjunto otro 10 por ciento de la tierra cultivada, mientras las de una
a cinco hectáreas eran 4 243 122 y suponían casi el 18 por ciento
de las tierras cultivadas. En 1959 había 596 035 posesiones de
entre cinco y diez hectáreas, correspondientes sólo al 8,3 por ciento
de la superficie cultivada, y sólo 439 404 «fincas medianas» de
entre diez y cien hectáreas de extensión que sumaban alrededor del
25 por ciento de la superficie cultivada. Como vemos, propiedades
muy pequeñas, de menos de diez hectáreas equivalían al 99,1 por
ciento del total de fincas rústicas[67].
Había unas cincuenta mil propiedades extensas de más de cien
hectáreas y algo más de mil latifundios propiamente dichos, de más
de mil hectáreas. Este total de algo más de cincuenta y una mil
propiedades grandes de más de 100 hectáreas de superficie
ocupaban alrededor del 35 por ciento del total del terreno cultivado
(correspondiendo a los verdaderos latifundios sólo un 5 por ciento
del total), aunque constituían el 53,5 por ciento de los bienes raíces
y contenían proporcionalmente más superficie no cultivada[68].
El problema no residía sólo en las dimensiones estrictas de las
propiedades, sino incluso más en la ineficacia técnica de la mayor
parte de la agricultura española, debida a una combinación del
frecuente absentismo de los propietarios de los grandes predios y la
falta de alternativas existente para unos jornaleros subempleados y
sumidos en la miseria. La aristocracia no constituía más que una
parte del problema total, dado que poseía sólo un 6 por ciento de la
tierra. La propiedad de la mayoría de las posesiones grandes tenía
un origen relativamente reciente, el grueso de los títulos de la
propiedad rural databa de mediados del siglo XIX, y una minoría
significativa de comienzos del siglo XX. Era más significativo el
hecho de que, existiendo un mercado interior protegido y abundante
mano de obra barata, la mayoría de los propietarios tenían poco
incentivo racional para modernizar sus técnicas, aunque en
determinadas regiones había habido una mejoría lenta, pero
continua, desde finales del siglo XIX.
El asunto se complicaba aún más debido al considerable abismo
político y cultural existente entre las poblaciones agrarias del Norte y
el Sur de España. Las familias propietarias —pequeños propietarios,
propietarios de clase media y latifundistas ricos combinados—
comprendían el 60 por ciento de la población agraria del Norte y
Centro de España, e incluso más en el tercio septentrional solo.
Esto le daba al Norte de España e incluso a parte de la España
central un perfil político más conservador, reforzado por la identidad
y cultura religiosa católica extensivas a la mayor parte de la
población rural.
En el Sur, en cambio, las familias con propiedad agraria
constituían poco más de un tercio de la población rural. Los
1 900 000 jornaleros varones adultos del campo de España se
concentraban, aunque desde luego no exclusivamente, en el Sur,
donde todavía en 1956 alcanzaban un 43,3 por ciento de la
población rural activa[69]. La población agraria del Sur de España no
sólo tenía muchas menos propiedades y era en general más pobre,
sino que se había ido separando cada vez más de la religión
establecida hasta entonces, lo que exacerbaba el antagonismo
hacia el orden existente. Un aumento, lento pero continuo, de la
proporción de la población correspondiente al Sur, debido
principalmente a un índice menor de emigración, hacía aumentar
inevitablemente el crónico desempleo y el malestar general. Aunque
la agricultura española en general iba modernizándose lentamente,
la difícil situación habitual del 1 900 000 jornaleros y de los estratos
más bajos de los 700 000 pequeños arrendatarios y aparceros —
sujetos a jornales muy bajos o a rentas relativamente altas, o a
ambas cosas, a lo que se añadía la inseguridad de los contratos de
arrendamiento o aparcería— mejoraba muy poca cosa.
La agitación y la actividad huelguista entre los trabajadores del
campo había alcanzado proporciones notables por primera vez en
1903-1904, y disminuyó después para resurgir con más fuerza que
nunca en el denominado trienio bolchevique de 1918-1920. La ligera
mejora de condiciones de comienzos y mediados de los años veinte,
unida al aumento de la alfabetización y al renuevo de la
organización y la agitación, potenció la toma de conciencia de gran
parte del empobrecido Sur. Esta tendencia no hizo más que
acentuarse bajo los efectos de la predepresión agrícola que se inició
con una caída general de los precios en 1927, seguida muy de
cerca por una reducción de la superficie cultivada y un claro
aumento del desempleo ya desde la primavera de 1929. La mala
meteorología de los años 1930-1931 exacerbó todavía más la crisis
agraria[70], aunque la llegada de la República trajo de pronto nuevas
esperanzas. En consecuencia el nuevo régimen coincidió con un
ahondamiento del sentido de indignación y un salto repentino en
cuanto a expectativas, lo que produjo unas condiciones más
volátiles que las que había habido hasta entonces.
Los dirigentes republicanos reconocían en general que había
que hacer algo, pero los socialistas insistían en que había que darle
a aquello una gran prioridad. Sin embargo, no hubo acuerdo alguno
en cuanto a la solución, y es cierto que no había opciones fáciles.
Nos dice Edward Malefakis:
España carecía de todas las ventajas que habían hecho más fácil la reforma agraria
en otras naciones. A diferencia de los nuevos continentes de América del Norte y del
Sur, ni el Estado ni los municipios poseían tierra laborable que se pudiera entregar a los
campesinos por disposición ejecutiva y sin expropiación. En contraste con Grecia en la
década de 1920 o con la Francia revolucionaria, le pertenecía a la Iglesia tan poca tierra,
que la vía alternativa que habría permitido evitar la expropiación de propiedad individual
estaba también cerrada. A diferencia de Rumania en 1918 y Argelia en 1963, no
pertenecían a extranjeros extensiones importantes de tierra, por lo que no se podía
desviar hacia fuera del marco político de la nación ninguna de las repercusiones que
habrían seguido a la expropiación de la propiedad particular. Ni pertenecía tampoco en
España suficiente tierra a la nobleza para hacer posible una reforma agraria significativa
sobre la base única de una cruzada antiaristocrática. Si había que distribuir tierra entre
los campesinos, sólo había un grupo al que se le podía quitar: a los propietarios
burgueses que, en la mayoría de los aspectos esenciales, estaban plenamente
integrados en la estructura política de la nación, y no podían ser sujetos de expropiación
sino a costa de atacar algunos de los principios básicos de esa estructura[71].

El Gobierno Provisional actuó rápidamente, por decreto, para dar


algún alivio a los arrendatarios rurales y a los jornaleros
subempleados. Una medida adoptada el 29 de abril de 1931
protegió a los arrendatarios contra la cancelación repentina de sus
arrendamientos, mientras que, desde el Ministerio del Trabajo,
decretó Largo Caballero la jornada de ocho horas, inició la
expansión de los jurados mixtos e impuso los controvertidos
decretos sobre los términos municipales para conservar las
oportunidades laborales existentes para la población local, y el
laboreo forzoso, que exigía a los grandes propietarios que se
atuviesen a los «usos y costumbres» conservando en cultivo una
proporción razonable de su superficie o que procediesen a la
entrega a las asociaciones de labradores de una proporción
equivalente de la misma.
El primer paso dado hacia una reforma agraria fue el
nombramiento de una Comisión Técnica presidida por el eminente
jurista liberal Felipe Sánchez Román, que presentó un proyecto a
las Cortes Constituyentes el 20 de julio de 1931. Proponía
establecer al año de cincuenta a setenta y cinco mil familias sin
tierras por períodos de doce a quince años en tierras tomadas
exclusivamente de las propiedades más grandes. No iba a haber
ninguna expropiación sin una compensación razonable, aunque se
aceptaba de entrada que aquello podría costar hasta un 7 por ciento
del presupuesto anual del Estado. El borrador proponía financiar la
mayor parte del programa con un impuesto aplicado a los grandes
terratenientes. Se trataba de una proposición coherente,
técnicamente sensata y honrada, pero chocó con una rígida
oposición de los conservadores y no fue apoyada por los socialistas,
que querían algo más[72].
En consecuencia, la proposición de Sánchez Román fue
sustituida por un proyecto alternativo redactado por Alcalá Zamora,
que proponía concentrarse especialmente en las propiedades de los
aristócratas y las abandonadas. La Comisión de Agricultura de las
Cortes, que enmendó el proyecto en octubre, le dio unos términos
mucho más radicales. El proyecto revisado no concedía exención a
las tierras sometidas a cultivo directo, ninguna compensación en la
expropiación de tierras de aristócratas que procediesen de dominios
señoriales tradicionales y una compensación de las demás tierras a
razón de poco más del tercio a la mitad de su valor de mercado.
Esta medida había pesado casi tanto como la aprobación del
artículo 26 en la dimisión de Alcalá Zamora como Primer ministro.
Como reacción presentaron dos proyectos más moderados Diego
Hidalgo, de los radicales (a pesar de su lerrouxista nombre, el más
conservador de los partidos republicanos en las cuestiones
económicas) y Juan Díaz del Moral (un escritor notable sobre temas
agrarios del Sur) de la orteguiana Agrupación al Servicio de la
República[73]. Aquellas proposiciones fueron rechazadas
categóricamente por los socialistas, que lograron que se presentara
a las Cortes el 26 de noviembre el proyecto de ley principal con sus
aspectos más radicales acentuados. Pero a la coalición de Azaña le
faltó la fuerza necesaria para pasar por el Parlamento esa
legislación entera, y aquella controversia se convirtió en uno de los
principales factores de la retirada de los radicales del gobierno en
diciembre[74].
La gran extensión de la oposición llevó al gobierno a presentar
una versión más, algo más moderada, que fue remitida a la
comisión el 24 de marzo de 1932. Su debate se convirtió en el
principal drama legislativo del verano de 1932 (eclipsando incluso al
del estatuto catalán), pues se le dedicaron como tres cuartas partes
de la discusión en las Cortes entre el 10 de mayo y el 9 de
septiembre. Igual que en el caso de la autonomía catalana, el atasco
fue roto al final por la catarsis de la sanjurjada, que fortaleció de
veras al gobierno a la vez que debilitaba a la oposición. El 8 de
septiembre Azaña mismo pronunció por primera vez un gran
discurso a favor de la reforma agraria, y al día siguiente los
principales partidos republicanos (incluyendo a los radicales) se
unieron a la aprobación del proyecto de ley por la aplastante
votación de 318 contra 19. Sólo los agrarios votaron contra él, pero
más de un cuarto de los diputados —130 en total, incluyendo a
Ortega y su pequeña agrupación— se abstuvieron. El gobierno
añadió todavía una enmienda en la que se culpaba a la gran
aristocracia, a los Grandes de España de la reciente rebelión, a
pesar de que, de los treinta y un aristócratas detenidos en conexión
con ella, sólo dos eran Grandes y no existían pruebas de ningún tipo
de que estuviesen implicados la mayoría de ellos. La enmienda los
castigaba confiscando sin compensación todas las tierras propiedad
de Grandes de España sometidas a la nueva legislación, aunque se
les permitía conservar los bosques y las tierras de pastoreo y una
porción menor de sus tierras cultivadas. Azaña declaró que la
República era «revolucionaria» y tenía que adoptar normas de
justicia revolucionaria: por esa razón carecía de importancia (en una
expresión típica de la lógica azañista) el que los distintos Grandes
tuviesen algo que ver con la rebelión; había que romper el poder
económico de la derecha monárquica, y aquellas confiscaciones
constituirían un arranque libre de gastos para la reforma agraria.
La Ley de Reforma Agraria de septiembre de 1932 resultó
complicada en extremo, pero era en general más suave que las
leyes de reforma agraria de Europa Oriental de la década anterior.
Como se iban a proporcionar compensaciones para todas las
tierras, excepto las de los Grandes, y se respetó el principio de
propiedad privada —con límites que variaban de acuerdo con la
cantidad sujeta a expropiación en las diferentes categorías—,
constituía más una reforma auténtica que un acto revolucionario. La
ley definía trece categorías de tierra expropiables, con unos límites
máximos no sometidos a expropiación que variaban de 100 a 150
hectáreas tratándose de viñedos, a 300 a 600 hectáreas si se
trataba de cultivos de cereales (la categoría más común) y de 400 a
750 hectáreas en los pastos y dehesas parcialmente cultivados.
Estipulaciones adicionales permitían reducir en ciertos casos los
límites excluyentes, aplicándose la más importante de ellas al ruedo
o sea las tierras que rodeaban de cerca las aldeas y localidades
rurales, permitiendo la expropiación de todas las tierras sin cultivar
en un radio de dos kilómetros en torno a las aldeas habitadas que
superasen la tierra tasada a más de 1000 pesetas (es decir,
alrededor de 20 hectáreas de cultivos de cereales) por cada
propietario residente en el municipio en cuestión. Aquello satisfizo
una exigencia de los socialistas, que esperaban hacer más
atrayente la labranza colectiva mediante la asignación de secciones
de fincas grandes directamente adyacentes a las zonas habitadas.
Sólo cuatro tipos de propiedades quedaron sujetas a una
expropiación completa: la tierra procedente del dominio feudal, la
tierra de arrendamiento permanente, la tierra de zonas propiamente
de regadío que no estuviese regada y la tierra cuyo cultivo se
considerase inadecuado o muy deficiente, manifiestamente
mejorable. Estipulaciones muy complejas definían los casos en
cuestión para salvaguardar la pertinencia del proceso y su
objetividad. Casi ninguna de aquellas especificaciones era cosa
nueva, y habían sido presagiadas todas ellas en la serie de
proyectos de reforma agraria desarrollados desde 1907. Por otra
parte, el máximo total que cada propietario podría tener libre de
expropiación no se computaría sobre la base del total de sus
propiedades rústicas en cada distrito municipal. La tierra calificada
como directamente cultivada (un término muy flexible) le aportaría a
su propietario una bonificación hasta del 33 por ciento más en su
límite máximo dentro de cada municipio no sujeto a expropiación,
con lo que el grueso de la tierra cultivable de la nación quedaba a
salvo de riesgos[75].
Aquella ley produciría unos efectos dramáticos sólo en las zonas
de latifundios del Sur y Centro-Sur del país, donde en algunos
municipios el 50 al 60 por ciento, o incluso en unos pocos casos el
70 por ciento de la tierra podía estar sujeta a expropiación. En las
tres provincias fundamentalmente latifundistas, ello podría incluir el
46,3 por ciento de la tierra de cultivo, en Badajoz, el 46,6 por ciento,
en Córdoba, y el 52,8 por ciento, en Sevilla. Pero incluso allí había
tantas limitaciones individuales, que la extensión real de tierra
susceptible de expropiación era de hecho considerablemente menor.
Además, la cláusula de arrendamiento referente a la expropiación
de tierras en arriendo permanente se restringía a los distritos con
latifundios, quedando excluidas las pequeñas unidades de arriendo
tradicionales del Centro y Norte de España.
Con todo, en otros sentidos el efecto de las complejas
estipulaciones de la ley era paradójico, porque la gran mayoría de
los predios sujetos técnicamente a la obligatoriedad del registro y
potencialmente susceptibles de algún grado de expropiación, ni eran
latifundios ni tampoco estaban situados en las principales provincias
latifundistas. Cuando se terminó de hacer en 1933 el censo de los
propietarios de tierras que podrían estar sujetas a expropiación,
contenía 79 554 nombres, más de dos tercios de la España Central
y del Norte y no de los distritos latifundistas, aunque en su mayoría
no iban a quedar de hecho muy afectados por la expropiación. Si el
censo se hubiera limitado a las once provincias más latifundistas,
sólo habrían sido afectados potencialmente 20 469 propietarios. Por
otra parte, de 879 371 unidades de tierra potencialmente afectadas,
sólo el 17,6 por ciento estaban situadas en las once provincias
latifundistas. Casi todas las estipulaciones salvo la cláusula de
arriendos se aplicaron por igual a todas las regiones, debido a la
insistencia de los socialistas en que la ley fuese uniforme y tuviese
el máximo alcance posible. En los pequeños distritos municipales
montañosos del Norte y en las zonas de denso cultivo de Levante
junto al Mediterráneo, las exenciones de la cláusula de arriendos
eran muy superadas por los efectos de la cláusula del ruedo, porque
al existir tantos municipios pequeños en esos distritos ocurría que
casi la mitad de la tierra quedaba clasificada como tierra del ruedo.
Incluso en el Sur, había un número considerable de propietarios
medianos e incluso bastante pequeños que, a causa de los
intrincados términos de la reforma, verían en realidad sujeta a
expropiación una proporción mayor de su total de propiedades que
la que les correspondería a la mayoría de los latifundistas, debido a
las consecuencias de las cláusulas de arriendo y de ruedo y a la
ausencia de los totales acumulativos correspondientes a cada gran
terrateniente[76].
Como consecuencia, a pesar de existir sólo de diez a doce mil
verdaderos latifundistas, los términos potenciales de la reforma
afectaron en teoría a no menos de ochenta mil propietarios. Podían
verse afectadas casi novecientas mil fincas, aunque las
verdaderamente grandes eran entre treinta y cuarenta mil. Los
socialistas habían aceptado algo que en la mayoría de los aspectos
era una reforma muy moderada, pero insistieron en que se aplicase
muy extensamente, suscitando la enemistad de hacendados
medianos y pequeños. Y a la inversa, sus opositores principales
dedicaban su trabajo especialmente a proteger sobre todo la
propiedad de los hacendados medianos y grandes, al tiempo que
ignoraban los intereses de los propietarios medianos y mediano-
pequeños.
Aunque sólo se iban a confiscar de un golpe algunas heredades
extensas de los Grandes de España, los términos de compensación
podían variar muchísimo. Un complejísimo conjunto de fórmulas se
encargaban de que los dueños de propiedades pequeñas y
medianas recibieran el 20 por ciento del valor total en efectivo y una
compensación complementaria de un 67 por ciento, el resto en
bonos a diez años con un 5 por ciento de interés. Los dueños de los
latifundios más grandes recibirían inicialmente solo el 1 por ciento
en efectivo y una compensación complementaria que ascendía sólo
al 28 por ciento. Sin embargo, una vez terminada la valoración,
resultó que las estipulaciones más extremas de la compensación
limitada iban a afectar a unos pocos. No más de 99 de los 262
Grandes iban a sufrir las expropiaciones más rigurosas dado que en
su mayoría no poseían suficiente tierra de las categorías indicadas
en distritos individuales, y las propiedades afectadas iban a sumar
menos de seiscientas mil hectáreas, capaces de dar acomodo a
poco más de sesenta mil familias sin tierras, una exigua minoría de
las que las necesitaban. Si las expropiaciones seguían adelante de
acuerdo con la legislación, la mayor parte de la tierra tendría que
venir de otros propietarios y de fincas más pequeñas, a las que
correspondía un mayor índice de compensación, lo que elevaría
mucho la carga del Estado. Por lo demás, el Gobierno convino
también en redimir las hipotecas existentes en las unidades
expropiadas y dar una compensación por las cosechas y cultivos
afectados, lo que subía los costos todavía más[77].
La ley concedía prioridad a los campesinos totalmente carentes
de tierras como beneficiarios de las adjudicaciones disponibles. A
petición de los socialistas, se concedió la segunda prioridad a
sociedades de trabajadores del campo ya existentes que se habían
constituido por lo menos dos años antes (en la mayoría de los
casos, por la UGT[78]). La tercera prioridad les correspondía a los
dueños de fincas de menos de diez hectáreas, mientras que la
última prioridad en la adjudicación de tierras se le dio a los
pequeños arrendatarios y aparceros que ocupaban unidades de
menos de diez hectáreas. Este último apartado mejoró con la
circunstancia de que a los arrendatarios que hubiesen trabajado una
misma tierra en unidades de menos de veinte hectáreas durante
seis años o más se les garantizaba el arriendo enfitéutico (vitalicio),
que se aplicaría también a los arrendatarios de unidades mayores
que las hubiesen trabajado durante treinta años o más. La
propiedad final del total de las fincas sujetas a la reforma agraria
correspondería al Estado y no pasaría directamente a los
labradores, disposición que provocó muchas críticas. Se creó un
Instituto de Reforma Agraria con un consejo ejecutivo propio, así
como juntas provinciales para administrar la reforma, y se dispuso
también la creación de un Banco Agrario Nacional para proporcionar
crédito a los beneficiarios y ayudar a otros pequeños labradores
necesitados[79].
El resultado fue un programa complicado en extremo,
básicamente inadecuado para lograr los objetivos buscados por sus
promotores iniciales y desesperadamente escaso de fondos. Se
disponía de tan poco dinero que, como se indica en la tabla 4.4,
después de más de dos años sólo se habían dejado establecidas
12 260 familias, un número tan diminuto que apenas llegaba a
constituir un comienzo. Entre los defectos básicos estuvieron la
determinación de los socialistas de aplicarlo al país entero, incluso a
regiones donde no era apropiado, la negativa categórica a conceder
la propiedad directa, y el rechazo de cualquier programa de
redistribución fiscal, ya fuese mediante un impuesto sobre la renta o
un impuesto adicional sobre las grandes propiedades, para
financiarlo. Como consecuencia, la reforma terminó sin conseguir lo
uno ni lo otro, pretendiendo los socialistas extenderla y mostrando la
izquierda republicana de clase media demasiada tibieza en lo
referente a los cambios económicos básicos necesarios para darle
apoyo y financiamiento para hacerla eficaz. O sea que la oposición
derechista tuvo más éxito en la defensa de sus intereses en este
apartado que en ningún otro. Según escribiría más adelante un líder
republicano, la debilidad de la reforma no ganó simpatizantes para
la defensa de la República, pero el hecho mismo de que existiese, y
con una estructura tan complicada, le buscó a la República nuevos
enemigos en el centro y la derecha.
Tabla 4.4. Tierra expropiada y ocupada bajo la Ley de Reforma Agraria hasta el 31 de
diciembre de 1934

Número de fincas Extensión (en hectáreas) Propietarios establecidos


Expropiadas 468 89 133 8609
Ocupadas 61 27 704 3651
Total 529 116 837 12 260

Fuente: Instituto de Reforma Agraria, Agrarian Reform in Spain, Londres, 1937,


29.

Las reformas republicanas vistas en retrospectiva

La legislación reformista de 1931-1933 representó un esfuerzo


significativo, a menudo impresionante, para remediar algunos de los
problemas cruciales de la democratización y modernización de
España. Hubo logros de envergadura en cuanto a construcción de
nuevas escuelas, expansión del cuerpo de maestros del Estado,
reforma y modernización del trabajo, y un programa más creativo de
obras públicas, dirigido hacia el Sur y hacia un crecimiento
económico futuro. Aunque limitada, la reforma militar de Azaña fue
la más extensa, y en algunos aspectos, la mejor concebida en más
de un siglo. Por primera vez se dio un avance decisivo en cuanto a
autonomía regional, indispensable para el desarrollo de una
democracia moderna estable en España. Además, el nuevo sistema
amplió sobremanera los derechos de la mujer. El articulo 25 de la
Constitución especificó que no habría ninguna distinción de los
privilegios legales por el sexo, al tiempo que la legislación ulterior
establecería unos términos liberales en lo tocante al divorcio y al
aborto[80].
Pero algunas de las reformas fundamentales fueron muy
defectuosas en cuanto a objetivo o diseño y en último término
contraproducentes. Aquella obsesión anticlerical que insistía en que
la mera separación de la Iglesia y el Estado era una cosa
inadecuada, que había que perseguir el catolicismo y eliminar la
enseñanza católica, constituyó un error fundamental que nunca se
podrá justificar sin más haciendo referencia a la ejecutoria anterior
de la Iglesia. Azaña mismo reconoció en cierta medida la
contradicción existente en tratar de construir una democracia sobre
la base de negar derechos, aunque insistía en que aquello era
necesario por motivos de «salud pública». La consecuencia fue el
comienzo de un proceso de polarización política y la aparición de
una nueva derecha católica hostil a la democracia republicana. Y
además zancadilleó hasta cierto punto la expansión educativa,
porque muchas de las nuevas escuelas hicieron falta sencillamente
para sustituir a las instituciones católicas que iban a ser suprimidas
arbitrariamente.
La plataforma republicana dio total prioridad a una consumación
de la reforma liberal decimonónica en cuanto a democratización,
secularización y revolución cultural, pero casi por definición eso era
una cosa inadecuada para hacer frente al total de problemas del
siglo XX. Ortega y unos pocos más llamaron la atención sobre la
ausencia de una política económica coordinada hacia el logro de
una expansión y modernización económicas, sin las que jamás se
podrían resolver los problemas básicos. Los republicanos de clase
media carecían sencillamente de objetivos económicos y se les
escapó incluso prestar atención a una reforma fiscal y a una
tributación más progresista. Los socialistas se dedicaron mucho más
a los asuntos sociales y económicos y se puede considerar a Prieto
y Largo Caballero —con métodos sumamente distintos— como
ministros desarrollistas y modernizadores. Sin embargo, la
preocupación última de los socialistas residía en la redistribución y,
en cierta medida, en promover el colectivismo, por encima de la
modernización y el aumento de la productividad. Estas dos últimas,
por descontado, no constituían los objetivos supremos de la mayoría
de las agrupaciones políticas europeas de los años treinta.
Incluso algunas de las reformas más positivas, como la
autonomía catalana y la reorganización de las fuerzas armadas,
incluyeron aspectos negativos de importancia. Los términos del
estatuto de autonomía eran básicamente justos y razonables; en
parte por esa misma razón no satisficieron del todo a los
catalanistas de izquierda y en consecuencia resultaron inadecuados
para capear la primera crisis grave en 1934. Al mismo tiempo, el
relativo éxito del catalanismo provocó una reacción antagónica entre
los militares y otros sectores de la derecha, donde empezaba a
desarrollarse un nuevo nacionalismo a contracorriente españolista
de ultraderecha. Aunque la reforma militar tuvo mucho más de
positivo que de negativo, sus logros fueron limitados, y el estilo
mismo de liderato de Azaña era contraproducente. Puede haber
sido también un error gastar tanto como lo que se gastó en los
militares. Habría sido mejor gastar aquel dinero en educación o en
obras públicas.
Aparte de la eclesiástica, la más problemática de todas las
reformas fue la agraria, que implicó intereses económicos de
envergadura y reveló el grado de división existente en las
agrupaciones políticas y sociales. Ninguno de los partidos
republicanos regulares se hallaba realmente comprometido en una
reestructuración radical de la propiedad ni está muy claro de qué
habría servido una expansión masiva del número de
minipropietarios rurales. Dejando muy aparte la fundamental división
de prioridades existente entre los republicanos de clase media y los
socialistas, se tropezaba con la limitadísima base material existente
para el financiamiento y el crédito, la modernización y la
productividad, claves de cualquier mejoría real. La reforma fue
concebida en su mayoría como un «juego de suma de ceros»
bastante penalizador. A la vez que se malquistaba con la mayoría de
los propietarios de tierras, la limitada reforma no era realmente
convincente para los arrendatarios pobres y los jornaleros. En
algunos casos pudo haber exacerbado la expresión de
resentimiento, como en el caso de los disturbios campesinos que
aumentaron en la provincia de Badajoz en los tres últimos meses de
1932[81].
Se ha dicho que la Segunda República trató de resolver
demasiados problemas y practicar demasiadas reformas a la vez,
sobrecargando inevitablemente el sistema. Esto tiene algo de cierto.
El modelo históricamente más cercano de que dispusieron los
líderes republicanos fue el reformismo de fin de siglo de la Tercera
República francesa, pero la secuencia de los hechos y la estructura
de los problemas existentes en España eran de suyo muy
diferentes. La Tercera República francesa se instaura tras haberse
logrado en las décadas de 1840-1870 la ruptura fundamental hacia
la industrialización moderna y el desarrollo técnico. La primera
década de la Tercera República francesa se dedicó principalmente a
la consolidación política en ausencia de toda reforma estructural,
cultural, institucional o social de alcance. El reformismo republicano
francés no se puso en marcha hasta 1880 y se concentró en la
educación y la sanidad, prestando también alguna atención a la
vivienda, las condiciones de trabajo y la ayuda mutua. Su ritmo fue
mucho más cuidadoso y mesurado y cubrió una prolongada
segunda fase de la historia de esa República[82]. La Iglesia y el
Estado se separaron en 1905, sólo cuando la República llevaba ya
tres décadas y media de existencia y estaba firmemente afianzada.
E incluso en Francia, aquella politización de la política militar
posterior a 1900, que Azaña tenía en tan alta estima, fue
considerada como un error y se moderó a continuación en gran
manera.
La Segunda República española había seguido mucho más de
cerca el patrón de la República portuguesa que se había
proclamado en 1910 y había procedido inmediatamente a hacer una
tajante separación de la Iglesia y el Estado. En los dieciséis años
siguientes, acumuló el récord más triste de Europa en lo tocante a
luchas intestinas e inestabilidad. No hace falta decir que ningún
español se rebajaría a aprender una lección a partir de los males de
los portugueses. Desde la perspectiva de Azaña, a los portugueses
les había faltado sencillamente ser suficientemente autoritarios y
radicales.
Aunque el liberalismo había llegado pronto, la plena
democratización había llegado tarde a España, que en
consecuencia tenía más problemas que resolver a la vez, pero esto
no basta en absoluto para explicar la incapacidad de los
republicanos para concebir una amplia plataforma nacional de
progreso que habría podido apoyar una clara mayoría. La
modernización parcial y desigual había fragmentado ya la sociedad
tanto en lo cultural como en lo político. Exceptuando los esfuerzos
hechos para superar la escisión regionalista y promover las obras
públicas, las reformas republicanas tendieron más a reflejar esa
fragmentación que a proporcionar medios para superarla.
La alternativa práctica habría podido ser una coalición
mayoritaria de republicanos de clase media a favor de la
democratización política y la modernización económica, esquivando
los intentos radicales de revolución cultural e institucional a corto
plazo y con un programa social más modesto. Lo habían propuesto
personalidades tan dispares como Ortega, Lerroux y Alcalá Zamora,
en todo o en parte. Eso habría tenido que hacer frente a una
oposición inicial más fuerte de la izquierda, pero se habría ganado a
la derecha moderada. No tenemos garantías de que eso habría
tenido éxito, pero difícilmente su fracaso habría sido una cosa peor
que lo que se produjo a fin de cuentas.
La coalición reformista que gobernó en realidad —compuesta por
republicanos de izquierda y socialistas— era demasiado débil y
poco representativa y a la vez llena de contradicciones mutuas para
poder tener éxito. Los socialistas se engañaron durante dos años
creyendo que habían ganado un fuerte aliado en la burguesía
progresista, cuando lo cierto es que Acción Republicana y los
radical-socialistas sólo representaban a la pequeña burguesía
radical de profesionales universitarios y sectores limitados de las
clases medias, aunque probablemente no a la mayoría de las
mismas. Una consecuencia de ello fue que los socialistas cargaran
con un peso excesivo. Para la Izquierda Republicana los socialistas
eran los dueños de un gran apoyo secular, necesario para garantizar
el éxito de una especie de democracia radical. Aunque
relativamente bien representados en las elecciones de 1931, los
socialistas no tenían la fuerza necesaria para desempeñar tal papel,
especialmente frente a la competencia revolucionaria de los
anarcosindicalistas y las excesivas expectativas de gran parte de los
trabajadores españoles.
Las reformas de 1931-1933 fueron, por lo mismo, los triunfos de
una temporada, pero a la vez inadecuadas en algunos aspectos y
contraproducentes en otros. El problema principal no fue tanto que
la coalición gobernante intentase hacer demasiado, porque había
que hacer mucho. Residió más bien en que aquel paquete de
reformas, en parte liberales, en parte izquierdistas, era políticamente
contradictorio e inviable, y no satisfizo en su conjunto ni a las clases
medias ni a los sectores trabajadores. Ante aquel creciente
descontento, la alianza se rompió enseguida, para sucumbir ante la
reacción de los moderados y conservadores.
CAPÍTULO 5

DECADENCIA DE LA COALICIÓN REPUBLICANA DE


IZQUIERDAS

El sofocamiento de la sanjurjada, seguido en menos de un mes


por el cumplimiento del programa de reformas básicas, llevó a la
alianza republicana al apogeo de su poder y sus logros. Había
triunfado contra toda la oposición y carecía de rivales serios. La
posición del gobierno parecía ser tan dominante que incluso Lerroux
(de momento algo desacreditado debido a los rumores de
complicidad suya con Sanjurjo) ponía de relieve que los radicales,
aunque fuera de la coalición gobernante, eran también en un sentido
amplio republicanos de izquierdas. Su fuerza creció también dentro
de la prensa, dado que los nuevos propietarios de los principales
periódicos republicanos de Madrid se alinearon firmemente detrás
de la administración azañista[1].
Pero el gobierno seguía siendo de coalición, y allí estaba el
problema. Éste era doble, referido al futuro de la alianza con los
socialistas de una parte, y a la unidad interpartidaria de las
agrupaciones republicanas de la otra. En un discurso pronunciado
en Santander el 30 de septiembre, Azaña suscitó públicamente el
problema del futuro del poder de los republicanos de izquierda, y
recomendó la formación de una amplia confederación capaz de
proporcionar una base para el gobierno republicano después que
hubiera terminado el trabajo de la administración existente y los
socialistas hubieran salido de ella. La respuesta fue favorable en
general, aunque existían obstáculos. La única baja fue la de la
Agrupación al Servicio de la República, orteguiana y nunca un
verdadero grupo «izquierdista» republicano, pues sus miembros o
bien habían votado en contra o se habían abstenido básicamente
tanto en el proyecto de ley catalán como en el agrario. Su disolución
fue anunciada el 13 de octubre. Finalmente se anunció el 23 de
diciembre el nacimiento de una nueva confederación, la FIRPE
(Federación de Izquierdas Republicanas Parlamentarias), que
reunió en su seno a los partidos republicanos de izquierda, que
habían ocupado entre ellos por lo menos el 30 por ciento de los
escaños de las Cortes[2]. Pero sólo hicieron falta unos cuantos
meses para revelar que aquella aparente unidad era un tanto
ilusoria y que seguía habiendo un potencial de seria división dentro
de las agrupaciones republicanas de izquierda.
Azaña se hallaba entonces en el cenit de su poder nominal, pero
sus actitudes y sentimientos personales seguían siendo
disimuladamente ambiguos. Había escrito en su diario el 20 de
agosto:
Mi situación es dramática. Cada suceso de éstos me clava al poder, donde no quiero
estar, y a medida que me destaca sobre los demás, se agrava la carga que pesa sobre
mí. Me aterra pensar que no tengo ahora sustituto posible que satisfaga a los
republicanos y sea capaz de dirigir al Gobierno. ¿Adónde va a conducirnos todo esto?

El problema se hacía tanto más acuciante cuanto que no había


perspectivas de un sistema democrático de coexistencia más amplio
capaz de satisfacer a las principales fuerzas sociales y políticas.
Azaña y la mayoría de sus colegas seguían concibiendo la política
republicana como un «juego de suma de ceros» en el que su
proyecto particular era consustancial con la República misma y no
podía albergar división alguna del poder.
Esa circunstancia se evidencia de un modo dramático, y casi
cómico, en un debate de las Cortes sobre la independencia judicial
el 23 de noviembre. En el curso del año anterior el ministro de
Justicia había cesado a varios cientos de funcionarios judiciales —
magistrados, jueces y fiscales— por tener una identidad
abiertamente católica o simpatías monárquicas, en ocasiones por
haber hecho observaciones monárquicas dentro de un cargo
privado, en unos pocos casos por seguir empleando títulos
aristocráticos, y en una ocasión por haber dado albergue a un
jesuita. Movidos por ello, los radicales y los agrarios presentaron un
proyecto de ley para exigir al gobierno que actuase con la mayor
rapidez posible para crear el Tribunal de Garantías Constituyentes
que había sido ya propuesto en las Cortes. El problema de fondo se
evidenció dramáticamente en un debate que se produjo entre Azaña
y el nuevo líder derechista católico José María Gil Robles:
Azaña:…Se hacen ciertas protestas contra las modificaciones en el personal de la
Magistratura y se dice: «Se pone en peligro la independencia del poder judicial». No.
¿Por qué? En primer lugar, yo no sé lo que es el poder judicial. Aquí está la
Constitución. Yo no gobierno con libros de texto, ni artículos, ni con tratados filosóficos y
doctrinales. Gobierno con este librito —la Constitución— y digo que se me busque en
este libro el poder judicial, a ver si lo encuentran. Va mucha e importante diferencia de
decir «poder judicial» a decir «administración de justicia»; va todo un mundo en el
concepto del Estado. ¿Independencia del poder judicial? ¡Según! ¿Independencia de
qué?
Gil Robles: Del Gobierno, de las intromisiones del Gobierno.
Azaña: Pues yo no creo en la independencia del poder judicial.
Gil Robles: Pero lo dice la Constitución.
Azaña: Dirá lo que quiera la Constitución; lo que yo digo…
Gil Robles: Artículo 94.
Azaña: Lo que yo digo, es que ni el poder judicial, ni el legislativo, ni el ejecutivo
pueden ser independientes del espíritu público nacional, y menos hostiles al espíritu
público que penetra a todo el Estado.
Gil Robles: Eso lo dijo ya Primo de Rivera.
Azaña: Pues alguna vez tenía que acertar Primo de Rivera. Lo que no se puede
consentir a los funcionarios de todo orden, vistan o no toga, es que se sienten ante una
mesa a despachar con el ánimo de contrariar la voluntad del espíritu público y del
Estado.

El proyecto fue derrotado por 142 votos contra 100, señalando


por primera vez que los radicales votaron directamente contra el
Gobierno[3].

La segunda ofensiva anarquista


La destrucción, las muertes y la derrota que había conocido la
primera ofensiva de la FAI-CNT contra la República y el capitalismo
español en 1931-1932 no habían desanimado a los revolucionarios.
Aunque se quejaban de que las medidas políticas republicanas eran
«peores que la monarquía», el grado de represión había sido
relativamente blando en la mayoría de los casos, y la mayoría de los
cuadros anarquistas permanecían intactos. Por otra parte, la
organización laboral había obtenido unos logros impresionantes
desde la caída de la monarquía. Aunque eso se debía
principalmente al reformismo socialista dentro de la República,
ejerció también el efecto de animar a los militantes cenetistas para
hacer cosas mayores. Por consiguiente, 1932 había sido un año de
radicalización general de la FAI-CNT, mediante la purga sistemática
de los moderados y un dominio de la militancia anarquista
revolucionaria en la mayoría de los sectores de un movimiento
laboral que contaba entonces casi con un millón de afiliados.
Hubo numerosas huelgas en septiembre y octubre de 1932,
acompañadas de explosiones de bombas en cinco ciudades
principales y quemas u otras agresiones contra las iglesias en nueve
ciudades, volviendo a ser particularmente serias las cometidas en
Sevilla. Una pequeña localidad de la provincia de Huelva fue tomada
brevemente por la FAI y por lo menos cinco obreros hallaron la
muerte en esos dos meses, la mayor parte en choques con la
policía.
No todos los disturbios laborales eran obra de los anarquistas.
Durante el otoño hubo cada vez más quejas de «anarquía» en el
área rural de Extremadura y en las provincias de Sevilla y Jaén, con
informaciones sobre invasiones de fincas en cuatro provincias del
Sur así como en Zaragoza, Toledo y Ávila. En algunas de esas
zonas predominaba claramente la UGT y estuvieron implicados
trabajadores del campo socialistas, y en el Suroeste hubo pruebas
de que algunas de las Casas del Pueblo de las aldeas habían
tomado la iniciativa para imponer su propia interpretación de los
decretos sobre el laboreo forzoso. La aprobación de la legislación de
la reforma agraria no había hecho otra cosa que estimular a los
jornaleros militantes a emprender la acción directa, lo que a su vez
llevó a dos interpelaciones en las Cortes. El diario azañista Ahora se
lamentaba así el 12 de noviembre:
Como resultado de propagandas demagógicas irresponsables, se ha producido en el
campo extremeño un estado de verdadera anarquía que imposibilita el normal desarrollo
de las faenas agrícolas. Choques sangrientos e incidentes cotidianos hacen ilusoria la
propiedad en las comarcas de Extremadura. La autoridad pierde cada día más prestigio
y aumenta la audacia de los fautores del desorden.

En la segunda mitad de noviembre hubo intentos de huelgas


generales en seis capitales de provincia, empezando por Sevilla el
día 16 de ese mes. Sin embargo, la más importante parada laboral
desde el comienzo de la República fue la huelga en Asturias de
treinta mil mineros del carbón, que empezó el día catorce. Las
consecuencias de la depresión habían producido unos excedentes
de carbón y la semana laboral de los que aún tenían empleo se
había reducido a cuatro días o menos. Aquella huelga constituía
todo un atolladero para la UGT, y el gobierno accedió por último a
adquirir cien mil toneladas —casi un tercio del excedente de carbón
—, pero la calma completa no volvió a Asturias hasta pasado casi
un mes. Otra huelga de la UGT de bastantes proporciones se inició
en Salamanca el 5 de diciembre y se propagó enseguida fuera de la
ciudad. La dirección nacional de la UGT en Madrid hizo lo más
posible para poner fin a aquellos paros, aunque los obreros sin
trabajo de la UGT pedían unos subsidios de paro demasiado altos
para todos los que no tenían trabajo. Cuando los trabajadores
ferroviarios de la UGT amenazaron con una paralizadora huelga
nacional de ferrocarriles si no recibían concesiones mayores,
Indalecio Prieto, ministro socialista de Obras Públicas adoptó una
postura decidida contra ellos y a favor del interés público de la
nación.
Continuaron los actos menores de violencia política durante las
últimas semanas de 1932. Los elementos antiizquierdistas eran
entonces ya más agresivos. Un socialista fue muerto en Vizcaya por
los nacionalistas vascos y otros dos por los derechistas en Orense y
Ciudad Real a la vez que recibía la muerte en la provincia de
Córdoba el alcalde socialista de una localidad pequeña. Dos
guardias de asalto fueron matados en la provincia de Valencia y un
juez en la de Córdoba. Frente a todos esos homicidios, hubo
poquísimas detenciones y también muy pocas condenas.
El objetivo de la FAI era provocar otra insurrección
revolucionaria, acompañada por un mayor esfuerzo en cuanto a
coordinación y planificación que en enero de 1932. Tomaron la
iniciativa Juan García Oliver y sus cuadros de defensa de la FAI,
que contaban con dar origen a rebeliones simultáneas en las zonas
industriales y ciudades pequeñas, principalmente en Cataluña y
Andalucía, aunque incluían también otras zonas del Noreste y de
Levante. En el último momento, la confederación ferroviaria de la
CNT decidió no participar y reinó hasta el fin confusión sobre si el
comité nacional de la CNT apoyaba en realidad aquella tentativa. En
los últimos días de 1932, estaba a la vista la actividad
prerrevolucionaria de la FAI-CNT, con explosiones de bombas en
una serie de ciudades. El 3 de enero la policía había descubierto
unos pequeños locales de fabricación de bombas en Zaragoza y
San Sebastián, dos escondrijos con bombas en Barcelona y uno en
Valencia. En la primera semana de enero estallaron una serie de
disturbios menores en puntos muy dispersos al tiempo que se
iniciaba en Alcalá de Henares un consejo de guerra contra seis
soldados y varios civiles acusados de participar en una conspiración
comunista.
La nueva miniinsurrección empezó al anochecer del 8 de enero
de 1933. Los principales ataques fueron obra de anarquistas
armados contra comisarías e instalaciones militares de Barcelona,
así como de al menos otras siete localidades de Cataluña. Algunos
débiles ataques contra cuarteles del ejército en Madrid fueron
rechazados fácilmente. Murieron en Barcelona al menos ocho
personas, incluidos dos guardias. El episodio más cruento fue un
asalto de la FAI contra un cuartel del ejército de Lérida en el que
murieron cinco faístas y un soldado. Varias personas más
perecieron en otros incidentes en Cataluña. Aquella noche
estallaron más de veinte bombas en la ciudad de Valencia y varios
pueblos de la provincia fueron ocupados momentáneamente por la
FAI, que mató a cinco guardias civiles en uno de ellos. Se
produjeron también disturbios en Sevilla, Zaragoza, Málaga, Gijón y
otras ciudades más.
El gobierno estaba relativamente bien informado y al día
siguiente (9 de enero) declaró la ley marcial en las provincias más
afectadas. Cerró las oficinas de los sindicatos de la CNT en toda
España y puso en marcha proyectos de legislación nueva para erigir
un penal especial en los territorios africanos. Los conflictos
continuaron en zonas de Barcelona y Valencia, y hubo un intento de
huelga general en Granada, pero el día once se había restablecido
el orden en general, aunque siguió habiendo disturbios menores.
Hubo informes distintos sobre la muerte de más de ochenta
personas, en su mayoría supuestos revolucionarios, pero el
gobierno no publicó nunca estadísticas completas de aquellos
sucesos[4]. El esperado apoyo de las masas nunca se hizo realidad.
Se trata de otro caso de anarquistas españoles «jugando a la
revolución», emprendiendo sublevaciones pequeñas y dispersas, a
menudo aisladas, sin posibilidades de éxito. Lo que es innegable es
que los ataques de la FAI y la CNT contra la República y la sociedad
española habían sido persistentes, constituyendo la arremetida más
extensa lanzada desde cualquier procedencia contra un nuevo
régimen de España desde la última guerra carlista.
El efecto tanto de la CNT como de la FAI fue destructor. Además
de los centenares de detenidos y las duras multas impuestas a las
principales publicaciones anarquistas, el apoyo popular disminuyó.
La FAI empezó a perder miembros y pronto habían abandonado
también la CNT como un tercio de sus afiliados.
Casas Viejas

Pero el gran drama de la insurrección de enero de 1933 no se


produjo en ningún centro importante de la FAI como Barcelona,
Zaragoza o Valencia, sino en el pueblo de Casas Viejas, en la
provincia de Cádiz, en el extremo Sur. Casas Viejas, tenía una
población de unas 2000 personas, incluyendo casi quinientos
braceros, de los que se decía que apenas cien tenían un empleo
seguro. De seis mil hectáreas de tierra cultivable de su término,
poco más de dos mil se sembraban en algunos años. Aunque la
FAI-CNT prestaba mucha menos atención al campo que a las zonas
industriales, Casas Viejas era uno de tantos pueblos andaluces
donde se habían hecho planes para secundar la insurrección
anarquista del Noreste. Consecuentes con ello, al amanecer del día
11, cuando la insurrección se extinguía ya en todas partes, los
braceros anarcosindicalistas de Casas Viejas —una buena parte del
total de ellos— se apoderaron de la pequeña localidad, declararon el
«comunismo libertario», destruyeron los archivos municipales y
rodearon el pequeño edificio en que vivían los cuatro guardias
civiles del pueblo, hiriendo de muerte a dos de ellos. A eso del
mediodía llegaron de la cercana Medina Sidonia una docena de
guardias civiles y despejaron enseguida las calles, disparando los
fusiles prudentemente al aire para evitar bajas innecesarias.
Cogieron presos a cuatro o cinco insurrectos, incluyendo al menos a
uno que había participado en el asalto al cuartelillo de la guardia
civil. Le dieron una gran paliza, haciéndole revelar la identidad de
los demás participantes. Entretanto se había derrumbado la moral
de aquellos revolucionarios in fieri tras la llegada de los primeros
refuerzos, y casi todos los rebeldes de aquella mañana habían
escapado del pueblo acogiéndose al monte.
A eso de las 5 de la tarde, los guardias recibieron nuevos
refuerzos, consistentes en doce guardias de asalto y cuatro guardias
civiles más. Exploraron cuidadosamente la rústica localidad y hacia
el anochecer se acercaron a la choza, techada de paja, de
Francisco Cruz Gutiérrez, un carbonero septuagenario, conocido por
su apodo de «Seisdedos», cuyos dos hijos y un yerno habían
intervenido a buen seguro en el suceso. Los tres estaban dentro de
la cabaña con otros miembros de la familia y cuando un guardia civil
entró por la puerta, lo mataron de un tiro de escopeta. La cabaña
estaba rodeada, pero era difícil hacer fuego sobre ella porque
estaba situada en una hondonada y los guardias de asalto no tenían
fusiles. Los campesinos que estaban dentro de ella sabían tirar bien,
y también otros sublevados situados en los montículos y tejados
vecinos dispararon sobre los guardias, hiriendo a varios. Entre las
10 y las 11 de la noche llegaron unos cuantos guardias más con una
ametralladora que se negó a disparar.
Por último, hacia las 2 de la mañana llegaron cuarenta guardias
de asalto más bajo el mando del capitán Manuel Rojas. Formaban
parte de una compañía entera enviada desde Madrid a Jerez la
noche anterior y se había pasado el día entero patrullando por
Jerez; sin haber descansado debidamente durante casi 48 horas, se
les ordenó desplazarse a Casas Viejas. El capitán declaró
posteriormente que la Dirección General de Seguridad les había
dado órdenes directas de que sofocaran cualquier resistencia
aquella noche, aunque hubiera que quemar cabañas. Fue reparada
la ametralladora y se hizo posible expulsar así a la mayoría de los
francotiradores de los alrededores, tras lo cual llegó un telegrama
del gobernador civil de la provincia indicándoles que destruyeran la
cabaña si era preciso para acabar con la resistencia. Prendieron
fuego a la choza, cuyo techo ardió como una antorcha. Se permitió
que escaparan a una mujer joven y un niño, pero todos los demás
moradores de la choza murieron de heridas de bala o quemados.
Los muertos fueron en total cuatro anarcosindicalistas de la aldea
implicados en el asalto de la mañana anterior, el anciano
«Seisdedos» y otro hombre joven, y dos mujeres. Durante el asedio
fue muerto un guardia y heridos unos cuantos.
Guardias de asalto ponen sitio a la cabaña de «Seisdedos» en Casas Viejas,
Cádiz, el 11 de enero de 1933.

Al amanecer, los agotados guardias estaban llenos de cólera y


frustración. Se dio una batida al pueblo para detener a cualquiera
que pudiera estar implicado en los hechos. En esa batida fue muerto
a tiros un anciano y detenidos doce jóvenes (probablemente
inocentes en su mayoría, puesto que casi todos los rebeldes activos
habían escapado al llegar los refuerzos de los guardias el día
anterior). Los doce detenidos (en su mayoría muy jóvenes) fueron
llevados en tropel hasta los humeantes restos de la choza para que
vieran los cadáveres. El capitán Rojas atestiguó después que uno o
más de ellos hicieron gestos insolentes, y entonces los guardias de
asalto abrieron fuego, abatiendo rápidamente a tiros a los doce. En
total murieron veintidós personas civiles en Casas Viejas, doce de
ellas ejecutadas sumariamente a sangre fría y perecieron tres
guardias (incluyendo dos que murieron después a consecuencia de
las heridas[5]).
Durante una quincena no aparecieron otras noticias en los
medios que la limitada versión oficial de que unos veinte anarquistas
habían sido muertos en una insurrección habida en la provincia de
Cádiz. Pero poco después, la prensa anarquista superviviente
empezó a difundir una versión diferente, más cercana a la verdad[6].
El gobierno defendió enérgicamente su dura actitud, lamentándose
Azaña en su diario el 15 de enero de que «nadie quería obedecer,
excepto a la fuerza[7]». Una vez que las Cortes reanudaron sus
sesiones el 1 de febrero, la oposición empezó a cuestionar la
actuación del gobierno y al día siguiente, el diputado radical-
socialista disidente Balbontín lanzó la acusación de que la actuación
de los guardias de asalto en Casas Viejas había sido peor que
cualquier cosa ocurrida durante la monarquía. El 15 de febrero el
Partido Radical inició una política de obstrucción parlamentaria
sistemática. Como el gobierno se negó a practicar una investigación,
siete diputados de la oposición marcharon a Casas Viejas por su
cuenta e informaron de mucho de lo ocurrido en las Cortes el 23 de
febrero. Al día siguiente, un diputado lanzó la acusación de que
aquello era todavía mucho peor que la conocida ejecución de
Francisco Ferrer en 1909, que se había convertido en una «causa
célebre» internacional, aunque por lo menos había seguido a un
proceso apegado a la ley. En consecuencia, le quedaba al gobierno
poca alternativa a nombrar el día 24 una comisión oficial
parlamentaria para que investigase lo ocurrido.
El 7 de marzo, después de haber revelado la verdad un guardia
de asalto y de que el capitán Rojas hubiese hecho al gobierno una
confesión parcial y secreta de lo ocurrido, Azaña comunicó la
dimisión de Arturo Menéndez, director general de Seguridad, así
como que el capitán Rojas y su segundo habían sido relevados del
mando. La comisión investigadora informó entonces en las Cortes
de que los hechos se habían correspondido sustancialmente con la
acusación, pero que no había pruebas de que hubiera estado
implicado en ellos ningún miembro del gobierno. El gobierno replicó
a su vez que en otras partes habían sido sacrificados
innecesariamente miembros de la policía para evitar muertes en la
población civil y que numerosos francotiradores habían hecho fuego
sobre los guardias de asalto en Casas Viejas en la noche del 11 al
12 de enero, verdaderas, a todas luces, estas dos alegaciones.
El capitán Rojas y otros oficiales de la guardia de asalto
sostuvieron tenazmente que Arturo Menéndez les había dado
instrucciones categóricas de hacer un castigo ejemplar con los
rebeldes y que no querían «ni prisioneros ni heridos», al tiempo que
un oficial del Estado Mayor con destino en el Ministerio de Guerra
de Azaña aseguró que había recibido órdenes directas de Azaña en
estos términos: «Ni prisioneros ni heridos. Tiros a la barriga». Esto
último implicó probablemente un perjurio por parte del capitán, pero
había bastantes pruebas circunstanciales de que Arturo Menéndez
había dado unas órdenes excepcionalmente duras. Finalmente el
capitán Rojas fue procesado en marzo de 1934, resultó convicto y
recibió la pena de 21 años de cárcel[8], y fue el único miembro de
las fuerzas de seguridad procesado en firme por cometer
atrocidades en acto de servicio durante la República hasta 1936.
Las Cortes habían suprimido la pena de muerte el 6 de
septiembre de 1932 y reducido la pena máxima de prisión a veinte
años, pero el gobierno estaba determinado a imponer una política
muy firme contra la subversión. Casas Viejas fue la peor de varias
atrocidades cometidas por los cuerpos de seguridad durante la
coalición republicana de izquierdas, y fue un hecho muy censurado
por el centro, la derecha y la extrema izquierda, aunque el gobierno
superó un voto de confianza con la abstención de la oposición. Lo
que más sacudió los ánimos del público español fue que se hubiese
aplicado el trato más despiadado a un grupo sin importancia de
trabajadores del campo pobrísimos, posiblemente analfabetos del
Sur profundo, mientras los líderes anarquistas, más sofisticados, y
los obreros cualificados del Noreste industrial, que eran los rebeldes
de más importancia, hubiesen sido tratados con mucho más
cuidado. Por otro lado, la medida política del gobierno de crear un
nuevo cuerpo, los guardias de asalto, para disponer de un control
policíaco más humano, daba la impresión de ser un tiro por la
culata, puesto que fueron esos guardias los principales
perpetradores de aquella atrocidad.
Los que ocupaban el gobierno se consideraban, por supuesto,
más ofendidos que ofensores, puesto que ningún gobierno de la
monarquía había recibido un ataque tan extremado y sostenido de
parte de los anarquistas y comunistas como el que recibía la
República democrática. En un país subdesarrollado que estaba
experimentando una modernización tan rápida, la democratización
política tuvo el efecto de incitar a la extrema izquierda a la práctica
de acciones cada vez más extensas y violentas, dando lugar a la
aparente paradoja de que, cuanto más libre y moderna se hacía la
sociedad, se volvían al parecer más acusadas sus contradicciones
sociales y políticas.
Por otra parte, el sofocamiento de la insurrección de enero sólo
produjo un alivio temporal de los disturbios, que volvieron a
producirse a las pocas semanas. Estallaron bombas al menos en
veinte ciudades entre marzo y junio, y tres guardias civiles fueron
muertos en la isla canaria de la Gomera el 23 de marzo. Da la
impresión también de que hubo un aumento de la delincuencia
común, lo que hace más difícil distinguir la violencia política de la
puramente delictiva.
Entre febrero y junio la CNT intentó provocar huelgas generales
al menos en nueve ciudades grandes o medianas y entre los
campesinos de la provincia de Sevilla, y muchas otras huelgas
ordinarias, en que tal vez la más notable de ellas fue la emprendida
por los mineros de Asturias a partir del 7 de febrero para protestar
contra los despidos. Los socialistas declararon una huelga general
nacional para el 1.o de Mayo, como el año anterior, sencillamente
como un gesto de observancia. Ese día la UGT se abstuvo de
participar en marchas o manifestaciones por respeto a la
participación de los socialistas en el gobierno, aunque la CNT y los
comunistas hicieron todo lo posible para compensar tal ausencia.
Tres días después, el 4 de mayo, la Solidaridad de Obreros Vascos
(SOV, de carácter nacionalista) declaró una huelga general en la
comarca de Bilbao con ocasión de una visita de Azaña, y 71
nacionalistas que estaban presos iniciaron una huelga de hambre.
La CNT, a su vez, decidió como primera actividad suya de
importancia desde enero, efectuar una nueva huelga de protesta a
escala nacional para pedir la excarcelación de cientos de
anarcosindicalistas presos. La misma comenzó el 8 de mayo, con
disturbios y explosiones de bombas en Madrid, Barcelona, Bilbao,
Sevilla y Asturias. Sacó de sus puestos de trabajo a muchos obreros
de esas provincias y se convirtió en una huelga general virtual en La
Coruña y Salamanca, extendiéndose más el día 9. Ese día
perecieron tres personas en Madrid (dos de ellas guardias) y otra en
Alicante, al tiempo que morían en Játiva dos guardias civiles y tres
huelguistas. Esa agitación duró como término medio tres días, con
disturbios de menos bulto en localidades muy dispersas, con un
grado de alteración particularmente alto en Valencia. En total fueron
detenidos dos mil obreros más. El nacimiento y la agitación política
produjeron considerable malestar en las cárceles, y se produjo una
fuga en masa de una cárcel de Valencia.
El desasosiego rural seguía siendo intenso en el Suroeste, con
numerosas denuncias de invasión de fincas, derribos de árboles,
matanzas de ganado y quemas de cosechas. Hubo varios tiroteos
en la provincia de Badajoz en febrero con una serie de muertos. El 1
de marzo, la Asociación General de Ganaderos declaró que el valor
del ganado de la provincia había disminuido en un tercio debido a la
frecuencia de las matanzas de reses, aunque se trataba sin duda de
una exageración. Se supo que el alcalde de una pequeña localidad
de Córdoba había sido muerto, supuestamente por un socialista, el
25 de marzo; en la provincia de Sevilla fueron abatidos dos hombres
identificados como «invasores» de fincas, y una semana después
fue asesinado al parecer un cura de Ciudad Real, identificado como
administrador de fincas rústicas. Esas muertes y otras similares
deben incluirse mejor en las macroestadísticas, puesto que a
menudo eran más que dudosas las circunstancias y
responsabilidades respectivas. El 8 de mayo dos mil personas
llegaron a Madrid desde Sevilla para protestar contra la «anarquía
económica» reinante en el Sur. Doce días después Pedro Caravaca,
secretario de la «Federación Económica de Andalucía», que había
organizado aquella marcha de protesta, fue asesinado a tiros en una
calle de Sevilla; el ministro de Gobernación estuvo presente en sus
funerales. La «Federación Patronal» de Madrid publicó después
unas estadísticas sobre los «crímenes sociales» acaecidos en la
primera mitad de 1933, alegando que habían producido 102 muertos
además de 140 heridos. Si se incluye la pérdida de vidas humanas
en la insurrección de enero, esa estadística se quedó
probablemente corta.

El gobierno se debilita

Los sucesos de Casas Viejas y los continuos disturbios no sólo


alentaban a la oposición, sino que acentuaban además la división
intestina de la Alianza Republicana. Aquella amplia unidad de la
izquierda republicana pretendida por la FIRPE se reveló enseguida
como un fracaso, puesto que muchos de los otrora incendiarios
radical-socialistas o se desplazaron hacia posiciones más
moderadas o adoptaron actitudes más críticas contra el gobierno. La
respuesta de Azaña apuntó en el sentido opuesto, porque ahora le
parecía más importante que nunca la coalición con los socialistas.
En un gran discurso pronunciado en Madrid el 14 de febrero
declaraba que como «todas las sociedades modernas están en un
trance de transformación vertiginosa», era vital «si es posible, que
en nuestro país se haga una transformación profunda de la sociedad
española, ahorrándonos los horrores de una revolución social[9]»,
indicando con estas frases su propia inclinación hacia una posición
reformista más acusadamente socialdemócrata que hasta entonces.
A comienzos de la primavera se centró mucho la atención en
unas elecciones aproximadamente a 19 000 escaños de concejales
en 2478 ayuntamientos —un equivalente total a alrededor del 10 por
ciento de toda España y situados principalmente en el conservador
Norte del país— donde las elecciones no habían tenido oposición en
1931 y donde desde el comienzo de la República esos escaños
habían sido ocupados por comisiones gestoras nombradas por el
gobierno. Gil Robles pidió formalmente al gobierno que suspendiera
la Ley de Defensa de la República durante aquella campaña, en
vista de que, de acuerdo con los tajantes términos de ella, cualquier
crítica hecha al gobierno podía acarrear un duro castigo. Tras
haberse negado Azaña, una moción presentada para suspender la
ley fue derrotada en las Cortes por 132 votos contra 87. Durante la
campaña, los conservadores presentaron una serie de alegatos
referentes al recorte de la libertad electoral y a las agresiones de
poca monta por parte de la izquierda. Durante ese tiempo, el Partido
Radical se dedicó a hacer su campaña de oposición propia,
quejándose de que durante dos años el gobierno había mostrado un
favoritismo sistemático por la UGT (cosa que era cierta desde luego)
y de que los funcionarios locales habían fomentado de hecho los
trastornos agrarios en el Sur y el Suroeste.
Los resultados de las elecciones municipales parciales del 23 de
abril se tradujeron en la primera clara derrota del gobierno. De los
19 000 puestos municipales, los partidos del gobierno ganaron sólo
5048 (1826 de ellos socialistas), la derecha un número
aproximadamente igual (unos 4000 de ellos de los agrarios),
mientras que los republicanos moderados e independientes situados
fuera del gobierno sacaron la mejor parte, con unos 6000, yendo a
parar los 2500 restantes a diversos partidos independientes de
todos los matices y a elementos locales inclasificables[10]. La
derecha se había recuperado, aunque la opinión pública incluso del
conservador Norte no había perdido su republicanismo, sino que
respaldaba ampliamente un tipo de democracia republicana más
moderada y conservadora. Azaña trató de restarle importancia al
hecho, descalificando a aquellos municipios, principalmente del
Norte, comparándolos con los que en la Inglaterra del siglo XVIII se
denominaban «burgos podridos» (rotten boroughs), completamente
manipulados y controlados.
Fue en aquellas circunstancias cuando el 11 de mayo aprobaron
las Cortes los términos finales de la Ley de Congregaciones
Religiosas, que firmó de mala gana Alcalá Zamora el 2 de junio.
Hubo nuevos casos de incendios o intentos de ellos contra edificios
de la Iglesia en más de una veintena de localidades en los meses de
mayo y junio, aunque los portavoces católicos mencionaron con
orgullo el gran número de colgaduras de carácter religioso visibles
en casas particulares de Madrid y otras ciudades con ocasión de la
festividad del Sagrado Corazón el 23 de junio. A aquellas alturas
eran cada vez más los republicanos que ponían en duda la
sabiduría política revelada con el estricto cumplimiento de la
prohibición de exhibir objetos de carácter confesional, traducido en
tantas multas de poca monta impuestas en los años 1931-1932.
Ante el claro debilitamiento de la posición del gobierno, Azaña
les propuso una tregua a Lerroux y los radicales —el único partido
republicano importante de la oposición— a fin de completar la
legislación básica republicana. Los radicales se negaron en
redondo, aunque votaron con el gobierno el 7 de junio en favor de
una nueva ley para instaurar un Tribunal de Garantías
Constitucionales, que haría de suprema instancia de apelación en lo
relativo a la constitucionalidad de la legislación futura. Pese a las
protestas de la oposición, la nueva ley eximía específicamente de la
revisión constitucional la legislación obra de las Cortes
Constituyentes entonces en funciones.
El prestigio de la alianza gobernante se debilitó todavía un poco
más debido a la hostilidad de algunos de los intelectuales más
señeros de la nación que ocupaba escaños en la Cámara.
Luminarias como Ortega y Gasset y Unamuno habían empezado
por criticar al Gobierno cuando se presentaron en otoño de 1931
algunos de los proyectos más extremistas del articulado de la
Constitución y habían mostrado una hostilidad aún más declarada
un año después. Unamuno declaró en un discurso pronunciado en
el Ateneo de Madrid el 28 de noviembre de 1932: «No me importa
que me tachen de derechista». Dijo después a la prensa que el
gobierno republicano estaba ejerciendo «una dictadura de mayoría
parlamentaria» y practicando de hecho «eso que llaman revolución y
es guerra civil[11]». Ortega y Gasset, tras haber disuelto su propia
agrupación política, siguió criticando el sectarismo del gobierno, y
durante la primavera de 1933 pronunció una serie de discursos en
distintas partes del país sobre la necesidad de formar un gran
partido de unidad nacional capaz de terminar con la discordia y
concentrarse en las perentorias tareas de la modernización. En
octubre llegó a afirmar:
La República utiliza ideas viejas mandadas a retirar en todas las naciones. Es
lamentable que la República, que ha podido aprovechar el momento de su instauración
maravillosa para realizar una gran obra nueva, haya utilizado tan sólo programas y
postulados del siglo XIX, sin crear una ideología y una filosofía político-social nuevas[12].

Aquella crítica actitud se reflejaba cada vez más en la prensa


liberal madrileña. El Sol, La Voz y Luz, hasta entonces
simpatizantes con Azaña, sufrieron nuevos cambios en su
administración y desde mediados de 1933 se dedicaban a atacar
con fuerza al gobierno por su parcialidad, sectarismo y actitud
discordante. El enfoque de Ortega y Gasset, aparentemente elitista,
le ganó apoyo político directo, pero el rechazo de los principales
intelectuales y de la prensa madrileña liberal empañaron aún más el
apagado lustre de la coalición gobernante.

Reajuste del gabinete

El gabinete tuvo que enfrentarse a un reajuste debido a la


creciente disensión de los partidos republicanos y más
específicamente a la funesta enfermedad de Jaume Carner, ministro
de Hacienda que padecía un cáncer de garganta terminal. Azaña se
había visto obligado a encargarse de la supervisión del ministerio de
Carner desde el 24 de febrero, una situación que no podía continuar
por mucho tiempo. Tras haber logrado la aprobación de la principal
legislación nueva, completada en los primeros días de junio, fue a
ver al presidente para obtener su aprobación, necesaria para el
nombramiento de un nuevo ministro de Hacienda. Pero Alcalá
Zamora se había sentido cada vez más preocupado con la coalición
gobernante, a la que él se oponía en el fondo, y desde hacía
semanas había tenido conversaciones con dirigentes de grupos
políticos republicanos más moderados teniendo en perspectiva la
formación de una coalición más conservadora que pudiera sustituir a
Azaña[13]. Por lo mismo, en vez de aceptar la sustitución del ministro
de Hacienda como quería Azaña, el presidente optó por tratar el
asunto como una crisis total del gabinete e «iniciar consultas» con
una larga lista de veinte lideres de partidos republicanos, incluyendo
a intelectuales de la talla de Ortega, Unamuno y Marañón,
conocidos entonces por sus críticas actitudes. La mayoría de ellos
recomendaron una ampliación y equilibramiento de la coalición
existente, inclinándola algo más hacia la derecha.
Aparte de Azaña, los otros dos únicos jefes de partido con una
posibilidad real de formar gobierno eran Prieto, de los socialistas, y
Marcelino Domingo, de los radical-socialistas. Ninguno de ellos fue
capaz de conseguirlo. En el caso de Prieto, Alcalá Zamora expresó
que contaba con un regreso del Partido Radical para formar una
coalición equilibrada, pero la comisión ejecutiva socialista y su grupo
parlamentario vetaron cualquier negociación con los radicales, no
dejando otra alternativa que la continuación de Azaña, quien dio a
conocer su nuevo gabinete el 13 de junio. El economista y director
financiero Agustín Viñuales se convirtió en ministro de Hacienda, la
Esquerra Republicana de Cataluña entró en el gabinete al ser
nombrado ministro de Marina Lluís Companys, y entró también en la
coalición el pequeño Partido Republicano Federal al ser nombrado
uno de sus dirigentes, José Franchy Roca, ministro de Industria y
Comercio.
El precio que puso el Partido Republicano Federal fue la
extinción de la draconiana Ley de Defensa de la República. Las
Cortes aprobaron en consecuencia el 25 de julio una nueva Ley de
Orden Público. Abarcaba muchas de las disposiciones de la antigua
ley, pero de un modo más cualificado. La nueva ley definió tres
estados diferentes de excepción legal. El primero y más benigno,
denominado «estado de prevención», podía ser impuesto por un
máximo de sesenta días sin suspender las garantías
constitucionales y ofrecía más semejanza con la legislación de 1867
durante la fase más represiva del régimen isabelino y con la de la
dictadura que con las normas jurídicas de la monarquía
constitucional. Le permitía al gobierno prohibir reuniones y
publicaciones, hacer viajes, e intervenir en el comercio y la industria.
La segunda categoría, el «estado de alarma», podía ser
declarado por el Consejo de Ministros siempre que lo exigiera la
«seguridad del Estado» y lo autorizaba para detener a personas,
entrar en domicilios particulares e imponer el exilio temporal a una
distancia hasta de 250 kilómetros del lugar de residencia. La tercera
y más grave categoría era el «estado de guerra», o de ley marcial
durante el cual el mando pasaba a manos de los militares sin la
estipulación de formar «consejos de guerra» conjuntos de civiles y
jefes militares como ocurría en la legislación de la monarquía
constitucional. Además, la Ley de Orden Público autorizaba la
formación de tribunales de emergencia, compuestos por jueces
provinciales facultados para tratar sumariamente todos los delitos
contra el orden público cometidos bajo los estados de prevención y
alarma[14].
Esta legislación fue aprobada sin mucha oposición, y los nuevos
poderes se pusieron en práctica por vez primera para imponer el
estado de prevención en Sevilla del 18 de agosto al 18 de octubre. A
partir de entonces, uno u otro de aquellos estados de excepción
estarían en vigor en alguna parte de España y en algunos
momentos en toda la nación, casi a diario hasta que estalló la
Guerra Civil.
El 26 de julio, al día siguiente de la aprobación de la nueva Ley
de Orden Público, las Cortes aprobaron con la aplastante mayoría
de 244 votos contra 4 una disposición que limitaba el alcance de los
juicios por jurado. Excluía de la jurisdicción de estos últimos todos
los delitos cometidos contra las Cortes o sus miembros, contra el
gobierno o la forma de gobierno existente, así como el homicidio, el
delito incendiario, el terrorismo, el robo a mano armada y el empleo
de explosivos. Para que aquello no fuese considerado antiliberal,
Álvaro de Albornoz, ministro de Justicia radical-socialista, dijo en el
Congreso: «Yo no participo, en modo alguno, de las ideas liberales y
democráticas del siglo diecinueve. Yo declaro ante la Cámara que
soy cada día menos liberal y menos demócrata y cada vez comulgo
menos con esos tópicos liberales y democráticos… Para mí no hay
derecho alguno sino en el Estado y por el Estado». Justificó su
posición ante el hecho de que en once casos de delitos de sedición
o rebelión llevados en Bilbao ante un jurado de acusación en 1932,
no se había realizado un solo procesamiento.

La ambivalencia socialista

Pese a una larvada indecisión, el compromiso de los socialistas


con la coalición republicana aumentó de hecho en 1932 y la primera
parte de 1933. El decimotercer Congreso del PSOE tuvo lugar del 6
al 13 de octubre de 1932, y la moción de continuar con la
participación, una vez encabezada por Indalecio Prieto, fue
aprobada por los representantes de las secciones votando a favor
23 718 miembros del partido contra 6356, un margen más sólido
que el del año anterior. Aunque se encendió una acalorada
discusión sobre la responsabilidad habida por no haber prestado un
apoyo eficaz a la fracasada rebelión republicana de 1930, los
dirigentes estuvieron relativamente unidos en cuanto a los objetivos
a corto plazo. Incluso Besteiro admitió que no era aconsejable de
momento una retirada de la coalición. En una reñida votación Largo
Caballero le ganó a Besteiro la presidencia de la comisión ejecutiva
del partido por 15 817 votos contra 14 261. El Congreso de la UGT,
que se inició al día siguiente de cerrarse el congreso del partido,
resultó un gran triunfo para Besteiro, que fue nombrado presidente
de la comisión ejecutiva del sindicato[15]. La cosa más parecida a un
ala izquierda semidisidente estuvo representada por la Juventud
Socialista (JS). En su tercer Congreso Nacional de febrero de 1932
aprobaron la eliminación virtual del presupuesto de la defensa, la
retirada de todo el ejército de Marruecos, y una reducción drástica
de las fuerzas armadas. Las Juventudes Socialistas habían
solicitado además a la directiva del partido que iniciara la formación
de organismos paragubernamentales encargados de sustituir más
adelante a los ministerios del «régimen burgués[16]».
El enorme crecimiento de la UGT en los años 1930-1932 la
había convertido en el centro de gravedad del movimiento socialista,
dado que el número de miembros había aumentado hasta ser casi
20 veces los del Partido Socialista, que en comparación, siguió
siendo bastante pequeño y de elite. A mediados de 1932 la FNTT
(Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra) había alcanzado
los 445 000 miembros, o sea casi la mitad del total. Sin embargo,
esto representaba a una nueva agrupación de trabajadores,
atrasados, relativamente poco preparados e inestables, muy
diferentes de los obreros industriales cualificados y semicualificados
que habían constituido antes el grueso del sindicato, y entre los
líderes más antiguos y moderados aumentaba la preocupación de
que aquella inundación de trabajadores del campo analfabetos o
semianalfabetos pudiera distorsionar seriamente el carácter del
movimiento sindical. Al mismo tiempo, el mayor aumento de la
afiliación al partido se había producido en Andalucía, que tenía ya
mayor número de miembros que ninguna otra región[17].
Las primeras reformas laborales de 1931-1932 habían producido
un gran entusiasmo, pero aquello dio paso a una frustración tanto
más grande en el verano de 1932, cuando se evidenció que al
gobierno le faltaban los instrumentos necesarios para convertir en
realidad todas las nuevas disposiciones, especialmente en las zonas
rurales. Hubo una disminución de la extensión de tierra cultivada en
1931 debido a la situación económica y hasta cierto punto debido
también a las reformas. A mediados de 1932 un número
considerable de arrendatarios a gran escala y de los intermediarios,
que en realidad administraban gran parte de la tierra en las grandes
haciendas del Sur, reducían sus actividades aduciendo que los
jornales habían alcanzado niveles antieconómicos. Las dos partes
estaban descontentas, porque las condiciones del mercado no
permitían a los terratenientes ganar mucho dinero, al tiempo que la
reducción del área cultivada les dificultaba aún más a los jornaleros
el hallar empleo, de manera que el aumento de jornal no favorecía a
algunos. Muchos de los terratenientes en menor escala lo pasaban
muy mal y en 1932 tomaron en ocasiones iniciativas concertadas
para eludir el cumplimiento de los términos de las reformas
laborales. Según las estadísticas presentadas por el Ministerio del
Trabajo, el 83 por ciento de las infracciones o quejas de infracciones
de las ordenanzas laborales en 1932 tuvieron que ver con las
cometidas por los patronos[18].
Aquella revolución de aumento de las expectativas que se había
producido al principio se iba convirtiendo en muchas regiones en
desilusión e incluso amargura y cólera, bajo el impacto unido de la
depresión y la resistencia patronal. Los mineros del carbón de
Asturias se indignaban al ver cómo perdían empleos y les reducían
el tiempo de trabajo a la vez que el país seguía importando carbón
inglés (de Cardiff) más barato y de mejor calidad, y los líderes de la
UGT no siempre eran capaces de hacerles conservar la disciplina,
pese al argumento de la UGT de que las huelgas eran
contraproducentes en tiempos de depresión y siendo un socialista
ministro de Trabajo[19]. Trabajadores disidentes ferroviarios
constituyeron su propio sindicato rival de ferrocarriles y trataron de
organizar una gran huelga. La directiva nacional de la UGT se
mantuvo firme, evitándola, pero a costa de perder varios miles de
afiliados. En Salamanca, donde los trabajadores del campo de la
UGT se quejaban de que el sistema de los jurados no funcionaba en
realidad y que los aumentos de salarios acordados no se estaban
pagando en su totalidad, no se pudo evitar una breve huelga general
a mediados de diciembre de 1932[20]. Aunque los líderes de la UGT
lograron poner pronto fin a aquella huelga, se sentían cada vez más
preocupados por la rivalidad y las tácticas extremistas de la CNT,
cuya incesante presión sobre los sindicatos socialistas era cada vez
más difícil de ignorar. Incluso en un reciente congreso del partido
que había vuelto a apoyar la participación, algunos de los líderes
más importantes del mismo eludieron el dar la cara, mientras Largo
Caballero especificaba que el partido «no es [puramente] reformista,
ni lo es el espíritu de sus miembros. Y ahí está la historia del partido
para demostrarlo, para demostrar que la legalidad se ha roto cuando
ello convenía a nuestras ideas… Nadie intenta someter a revisión
nuestra doctrina. Se trata ahora únicamente de una cuestión de
táctica[21]».
Tabla 5.1. Estadística de las huelgas en España

Número de huelgas Trabajadores en huelga


1930 402 247 460
1931 734 236 177
1932 681 269 104
1933 1127 843 303

Fuente: Anuario Español de Política Social 1934-1935, Madrid, 1936.

Aunque como dos tercios de los nuevos convenios arbitrados por


los jurados mixtos seguían siendo considerados como favorables
para los trabajadores[22], la actividad huelguista aumentó
acusadamente en 1933, según indica la tabla 5.1, y se iban
involucrando cada vez más sindicatos de la UGT. El aumento de las
huelgas tuvo varias causas, una de ellas era que la gran proporción
de los nuevos contratos negociados en 1931 eran acuerdos de dos
años a renovar durante 1933. La incitación continua de parte de la
CNT fue otro factor, a lo que hay que añadir el creciente desempleo
(véase tabla 5.2) al entrar España en el punto más bajo de su
depresión (véase capítulo 6), la frustración de los trabajadores ante
las limitaciones prácticas del sistema de jurados y la efectiva
realización de las nuevas ordenanzas, así como una impaciencia
creciente por tomar de una vez la iniciativa antes de que las cosas
volvieran a ponerse verdaderamente mal de nuevo. De ahí la
aparente paradoja de que conforme se ahondaba la depresión, las
acciones de huelga aumentaron más del doble y el número de
jornadas de trabajo perdidas saltó de 3 589 473 en 1932 a
14 440 629 en 1933.
Las protestas de los patronos y propietarios de tierras
aumentaron, cada vez con más quejas sobre la acción directa por
parte de trabajadores del campo y arrendatarios socialistas en el Sur
de España. La realización legal de exigencia del laboreo forzoso era
sumamente complicada y requería varios pasos y fases diferentes.
Cada vez más los jornaleros, arrendatarios y aparceros tomaron las
cosas de su mano, prendiendo a veces fuego a los cortijos de los
propietarios que, a sus ojos, se negaban a colaborar. Los
terratenientes acudieron a su vez a la violencia como respuesta,
haciendo fuego en algunos casos sobre los intrusos o los
sospechosos de ser incendiarios[23]. En el verano de 1933 el
gobernador provincial, republicano, de Badajoz, dimitió, aduciendo
entre otros motivos, que los alcaldes socialistas de los pueblos se
negaban a colaborar para mantener la ley y el orden. Es imposible
comprobar al por menor todas las acusaciones y recriminaciones.
En la macroestadística, la producción agrícola descendió un poco en
1933 en comparación con el año anterior, pero el factor principal fue
sin duda de tipo meteorológico; proporcionalmente las cosechas del
Sur resistieron bien en comparación con las del Norte del país.
Tabla 5.2. Aumento del desempleo, julio-diciembre 1933
Desempleo agrícola Total de desempleados
Julio 341 018 544 837
Agosto 387 570 588 837
Septiembre 395 253 611 701
Octubre 368 106 586 105
Noviembre 391 205 603 995
Diciembre 414 690 618 947

Fuente: Anuario Estadístico de España 1933-1934, Madrid, 1935.

El papel de los socialistas del gobierno asumió un aspecto


defensivo en la primavera y verano de 1933, reduciéndose a
mantener sencillamente la situación reinante. Los líderes del partido
eran conscientes de que el gobierno en general y la estrategia
socialista en particular estaban haciendo frente a graves obstáculos.
Para Besteiro aquello no significaba otra cosa sino que había
llegado el momento de retirarse del gobierno. Para Prieto significaba
que el partido tenía que seguir una política todavía más pragmática.
En cambio, para Largo Caballero, se trataba de continuar la
coalición en el poder todo lo más posible, manteniendo al mismo
tiempo una disposición a adoptar una alternativa francamente
tajante si era preciso. En un importante discurso pronunciado en
Madrid el 23 de julio, Largo Caballero insistió una vez más en que
«El Partido Socialista va a la conquista del poder dentro de la
Constitución y de las leyes del Estado», pero advirtió también contra
el peligro del «fascismo» —refiriéndose al crecimiento del poder de
la derecha—, convertido entonces en un gran motivo de
preocupación. Aquello podría hacer necesaria una toma del poder
mediante la acción directa. Recordó a su auditorio, nominalmente
marxista, que Marx había declarado categóricamente que era
inevitable una dictadura del proletariado para consolidar una
sociedad socialista y que, aunque probablemente sería todavía
posible adueñarse del gobierno por métodos parlamentarios, la
democracia liberal sola nunca sería suficiente. Habría que llevar a la
práctica la dictadura definitiva del proletariado con la menor
violencia posible, pero ello dependería del grado de resistencia
existente[24].
En el mes siguiente los líderes socialistas tuvieron ocasión de
definir sus preferencias posibles en discursos pronunciados en la
escuela de verano de Torrelodones de las Juventudes Socialistas.
Besteiro fue el primero que habló y aquellos jóvenes radicales lo
recibieron con frialdad. Un mes antes había señalado la
responsabilidad que les tocaba a los socialistas italianos y alemanes
por haber empujado a la burguesía hacia el fascismo debido al
desarrollo prematuro del poder socialista, aun teniendo en cuenta
que el desarrollo socialista en Alemania había adoptado
principalmente la forma de una participación en gobiernos
parlamentarios[25]. Y puso en guardia en Torrelodones contra el
extremismo, afirmando que «si un estado mayor envía a su ejército
al combate en condiciones desfavorables, se hace totalmente
responsable de la consiguiente derrota y desmoralización», y añadió
que «a menudo es más revolucionario resistir la locura colectiva que
dejarse arrastrar por ella[26]».
Prieto era menos desafiante, pero advirtió que existían unos
límites concretos de lo que podía conseguir el socialismo español en
el estado de desarrollo existente y teniendo en cuenta las
cambiantes relaciones de las fuerzas políticas de Europa y de
España. Puso de relieve el engaño existente en las comparaciones
que hacía el ala izquierda del partido entre la Rusia de 1917 y la
España de 1933. En Rusia la mayoría de las instituciones políticas
se habían venido abajo antes de que empezara la revolución
socialista; en España estaban intactos el gobierno, la Iglesia y las
fuerzas armadas y había a la vez una burguesía mucho más fuerte
que la rusa.
Ya desde los últimos meses de 1932 Largo Caballero había sido
cada vez más consciente de la radicalización del sentimiento de los
trabajadores y de la necesidad de adaptarse a ella. En su discurso
de Torrelodones defendió una vez más la participación en el
gobierno que calificó de actitud marxista ortodoxa, refiriéndose a
una carta de Engels a Kautsky en 1875 en la que afirmaba el
primero que una república democrática constituía la forma política
específica que conduciría a la dictadura del proletariado. «Yo mismo
he tenido siempre fama de hombre conservador y reformista. Han
confundido las cosas», dijo Largo Caballero, y recalcó: «Hoy estoy
convencido de que es imposible llevar a cabo una tarea socialista
dentro de una democracia burguesa».
Vamos a suponer que llega el momento de intentar la instauración de nuestro
régimen. No sólo fuera de nuestras filas, sino en ellas mismas, hay quien teme que fuera
preciso implantar una dictadura. Si esto ocurre, ¿cuál sería nuestra situación? Porque
nosotros no podemos renunciar ni podemos realizar acto alguno que tienda a impedir el
logro de esta aspiración.

Citó a Marx una vez más en lo referente a que el último cambio


hacia el socialismo no se podía efectuar por otros medios que por la
dictadura del proletariado. Con respecto al único modelo existente,
la Unión Soviética, afirmó que no estaba de acuerdo con la política
soviética exterior, pero que sí lo estaba, plenamente, con la política
interna de Rusia[27]. Dijo todo aquello en el momento del clímax de
la genocida campaña contra el campesinado soviético, cosa que
revela probablemente no que Largo Caballero predicara el asesinato
en masa, sino que tenía bastante ignorancia de lo que estaba
hablando. El viejo líder sindical navegaba ahora en medio de un mar
de fondo político que no podían dominar sencillamente sus
facultades mentales y emocionales, pero les dijo a los jóvenes
militantes precisamente lo que ellos querían oír y se oyeron en aquel
momento los primeros gritos de «¡Viva el Lenin español!»[28].
La radicalización de las organizaciones laborales en Madrid en
1933 nos pinta perfectamente el dilema de tener que afrontar las
relaciones industriales de España en general y las socialistas en
particular. La capital de España nunca había sido un centro
industrial importante. Aparte del comercio y el gobierno, el mayor
sector del empleo estaba constituido por la industria de la
construcción, que había tenido un gran auge con la expansión tanto
de las obras públicas, como de la construcción privada durante los
años 1920. Aquello atrajo muchos nuevos obreros de las zonas
rurales que, a pesar de su a menudo limitada capacitación, se
habían organizado gracias a la UGT, que ejercía más o menos tanto
monopolio laboral en Madrid como la CNT en Barcelona. Con la
República, la organización laboral había alcanzado un nuevo
apogeo, y se habían organizado ya sindicalmente la mayoría de los
obreros de Madrid, pero gracias al predominio de la UGT, el capital
se había visto poco afectado por huelgas de importancia o disturbios
laborales en los años 1931-1932.
En 1933 el desempleo había alcanzado un 30 por ciento o más
en la industria de la construcción en Madrid. Por primera vez, la
CNT hizo un esfuerzo considerable para organizar a los obreros de
un sector significativo de la economía madrileña, dirigiéndose
especialmente a los peones en paro (obreros de escasa
cualificación). Su objetivo era conseguir que reconocieran su
importancia los patronos más importantes y romper el monopolio de
la UGT en lograr nuevos miembros en las obras en construcción. En
septiembre, cuando se hundía el gobierno de Azaña, el Sindicato
Único de la Construcción (SUC), de la CNT, inició una huelga de
cinco mil obreros de la construcción, que se extendió rápidamente y
duró tres semanas, pese a los grandes esfuerzos que hizo la UGT
por romperla. Irónicamente, el sistema de jurados mixtos de la
República había conseguido un buen aumento en las utilidades
económicas a favor de los obreros de la construcción de Madrid,
pero la depresión había impuesto tantos despidos, que miles de
obreros estaban maduros para una radicalización. La SUC ganó su
huelga no tanto en términos económicos como en el logro de unos
derechos de negociación colectiva iguales que los de la UGT,
orillando el jurado mixto oficial. La táctica legalista y reformista de la
UGT había quedado desbordada por la acción directa de los
anarcosindicalistas. Y se producían ahora como consecuencia
fuertes presiones de los jóvenes líderes ugetistas de obreros y
empleados de comercio para emular aquella táctica, lo que trajo
consigo que el sistema de arbitración por jurados no volviera a
levantar cabeza en la capital[29].

La caída de la coalición de Azaña

La creciente fuerza de la oposición, el aumento del malestar


laboral, y las difíciles relaciones internas existentes entre los
sectores clave de la coalición dejaban ver a mediados del verano
que los días del gobierno estaban probablemente contados. Se
había completado ya la legislación básica del proyecto republicano
original y elementos que se hacían oír mucho entre los socialistas y
más aún entre los republicanos de izquierda se cuestionaban ahora
la necesidad o conveniencia de mantener la coalición. La actividad
de la Cámara se redujo en picado en agosto, dedicándose la
mayoría de las sesiones a discutir fastidiosos detalles técnicos de la
nueva legislación sobre los arriendos de las fincas rústicas en medio
de temperaturas bochornosas y con tan poca asistencia, incluso de
los diputados de la mayoría, que con frecuencia no se veían en la
Cámara más de cuarenta o cincuenta diputados. Ya a finales de
julio, tanto Alcalá Zamora como Azaña, así como los líderes de
varios de los grupos republicanos más importantes, se dedicaban a
hacer sondeos sobre la formación de un nuevo gobierno de
«concentración republicana» que excluyera a los socialistas.
El sector más disidente del gobierno eran los radical-socialistas,
el mayor de los partidos republicanos de izquierda, que acusaba
bastante inclinación hacia el centro y expresaba una clara antipatía
hacia los socialistas. El año anterior se había escindido de ellos un
pequeño Partido de Izquierda Radical Socialista, y a finales del
verano de 1933 el partido en sí se había roto virtualmente debido a
una lucha por el poder entre los centristas, encabezados por el
veterinario Félix Gordón Ordás[30] (apodado satíricamente por
algunos «el Marañón de los veterinarios»), jefe de la Alianza de
Labradores (de campesinos de clase media), y los centro-
izquierdistas, encabezados por Marcelino Domingo y Albornoz. Tras
un estridente congreso extraordinario celebrado a finales de
septiembre, Gordón Ordás y los centristas se hicieron con el control,
después de lo cual Marcelino Domingo y el centro-izquierda
formaron su propio Partido Radical Socialista Independiente[31].
Aquella triple escisión anuló virtualmente a los radical-socialistas
como fuerza política. Entretanto, el ya minúsculo Partido
Republicano Federal se iba a escindir también pronto en otros tres,
muestra todo ello del carácter fisíparo de las organizaciones
republicanas.
El gobierno sufrió otra derrota con la formación del
recientemente autorizado Tribunal de Garantías Constitucionales.
Veinte de los treinta y cinco miembros del tribunal constitucional
fueron elegidos por las Cortes, designados automáticamente ex
officio, o nombrados por el Colegio de Abogados (asociación
nacional) y las facultades universitarias, pero los otros quince lo
fueron con carácter general sobre una base regional por los
municipios de toda España. La votación tuvo lugar el 3 de
septiembre, y los partidos del gobierno ganaron sólo cinco plazas,
mientras que los de la oposición, encabezados por los radicales,
ganaron diez, doblando el total de votos de los del gobierno. Aquella
derrota parecía confirmar la tesis de la oposición de que el gobierno
ya no reflejaba la opinión pública, aunque, de haberse mantenido la
coalición original de 1931, habría triunfado fácilmente, por haberles
correspondido a los radicales casi el 30 por ciento de los votos.
Cuando volvieron a abrirse las Cortes tres días después, Azaña
negó que la elección de un organismo judicial pudiera considerarse
como un voto de castigo político. El gobierno ganó fácilmente un
voto parlamentario por 146 votos contra 3, pero la abstención de la
mayoría de los diputados socavó todavía más su posición. Aunque
seguía aumentando su propia ambivalencia[32], Azaña sentía que no
podía rendirse, aunque sólo fuese porque una administración más
conservadora o unas nuevas elecciones, o ambas cosas,
debilitarían probablemente a la izquierda. Alcalá Zamora le hizo una
serie de preguntas críticas y, sacando en conclusión que la mayoría
existente era demasiado vacilante para durar mucho, decidió
retirarle la confianza a la coalición establecida y abrir consultas con
vistas a un nuevo gabinete, más amplio y moderado, encabezado
por Lerroux. El patriarca radical estaba más que ganoso de acceder,
e intentó sin éxito interesar a elementos moderados e
independientes como Ortega, Marañón y Sánchez Román en la
formación de un gabinete. Entretanto la coalición saliente fue
derrotada en otro foro de la opinión pública: en las elecciones
internas para el Colegio de Abogados y las universidades el 10 de
septiembre del mismo modo que lo había sido antes cuando los
conservadores ganaron a últimos de mayo las elecciones para las
juntas de la Academia de Jurisprudencia y el Colegio de Médicos. Y
el 12 de septiembre un ufano Lerroux pudo anunciar la formación de
un nuevo gobierno de concentración republicana, compuesto por
otros cinco representantes radicales, cinco representantes de los
distintos partidos republicanos de izquierdas, y un republicano
independiente. Anunció un programa dirigido hacia la cancelación
de la Ley de Términos Municipales, una reducción tanto de los
impuestos como de los gastos, la readmisión de los funcionarios
despedidos por motivos políticos, y la suspensión de las relaciones
diplomáticas recién establecidas con la Unión Soviética. Entretanto
continuaron las huelgas y disturbios laborales en las provincias
agrarias del Sur, con informes de más de cincuenta casos de
incendios de fincas sólo en la provincia de Cádiz durante el verano.
Los socialistas hostilizaron al nuevo gobierno materialmente a cada
paso, y algunos de los republicanos de izquierda empezaron a
apartarse de su nueva alianza. El 3 de octubre el gobierno de
Lerroux fue rechazado en el Congreso, intercambiando en esa
ocasión enconados comentarios del Primer ministro saliente y
Azaña.
A Alcalá Zamora le costaba trabajo barajar cualquier tipo de
administración alternativa. Contaba con que algún político
republicano independiente moderado pudiera ser capaz de formar
una coalición que no concitase tanta hostilidad desde la izquierda,
pero no había ningún líder de ese tipo. El presidente estaba ansioso
por evitar la alternativa —una disolución del Parlamento y nuevas
elecciones— dado que la Constitución sólo le permitía recurrir una
disolución regular dentro de un término presidencial, pero se
evidenció que la única opción a la vista era formar una coalición de
carácter temporal cuya tarea consistiría en convocar elecciones. En
consecuencia, el 9 de octubre se anunció una amplia coalición de
los grupos republicanos encabezada por el lugarteniente de Lerroux,
el sevillano Diego Martínez Barrio, y al día siguiente fueron disueltas
oficialmente las Cortes, fijando el 19 de noviembre como fecha de
unas nuevas elecciones.
De esa manera había llegado a su fin la primera gran etapa de la
República. Había logrado mucho, realizando reformas importantes y
de gran alcance. El gobierno de Azaña había cometido también
errores capitales, gobernando a veces de un modo grosero y rígido
y hostigando innecesariamente a la oposición, en particular a la
derecha moderada. Se había despreciado y ofendido estúpidamente
a la opinión católica, se seguía gastando todavía demasiado dinero
en el ejército, y la persecución de la enseñanza religiosa anuló gran
parte del esfuerzo hecho para extender la educación. Se habían
hecho trascendentales reformas laborales, pero la reforma agraria
se había convertido en una cosa tan confusa y contradictoria, que
provocaría únicamente frustración. Los mismos republicanos de
izquierda se atuvieron a una política fiscal y económica
conservadora, llena de limitaciones técnicas y contradicciones
políticas. El nuevo régimen se había visto sometido a unos ataques
sin precedentes de los anarquistas y la izquierda comunista, al
tiempo que crecía rápidamente una reacción derechista. La rivalidad
por el prestigio entre los principales políticos republicanos había
llegado al extremo, eclipsando los intereses y objetivos comunes y
revelando una debilidad básica de la cultura política republicana.
Los socialistas, aliados principales de los republicanos de izquierda,
mostraban también ahora su alejamiento dando un golpe de timón
hacia la izquierda más extremista.
La estrategia básica de Azaña, la alianza centro-izquierdista
entre republicanos de izquierda y socialistas, había fracasado. Las
alternativas principales eran una coalición republicana de centro que
excluyese a toda la izquierda obrera así como a la derecha no
republicana, según había sugerido Gordón Ordás y, más
vagamente, Ortega y Gasset, o bien la estrategia ulterior de Lerroux
de una coalición de centro-derecha para incorporar y democratizar a
la derecha moderada no republicana. Mientras los republicanos
moderados habían rechazado la alianza de centro-izquierda, su
alternativa ideal de una amplia alianza centrorrepublicana era
inviable, no tanto debido a la oposición de los socialistas como al
rechazo de la mayoría de la izquierda republicana. Sin embargo, la
consecución de una coalición centrista era la única estrategia que
no implicaba contradicciones insuperables, como las ya
manifestadas por la alianza centroizquierdista y las que revelaría
ulteriormente una coalición de centro-derecha. No hay desde luego
pruebas de que una coalición republicana de centro habría tenido
una base suficientemente amplia para durar, aunque podría haber
tenido éxito alentando sencillamente una democratización política
básica y una reforma social moderada al tiempo que se granjeaba la
opinión católica. Semejante derrotero habría sido complicadísimo y
habría exigido mucho tacto y cooperación. Acaso habría
sobrepasado sencillamente las posibilidades emocionales de los
políticos republicanos de clase media, ambiciosos, personalistas en
extremo y vanidosos, que en varios aspectos acusaban mucho más
los vicios tradicionales de la política española decimonónica que el
nuevo espíritu progresista que invocaban con retórica regularidad.
Una alternativa de ese tipo, por remota que fuese su probabilidad de
éxito, podría haber sido la única esperanza de consolidación de un
sistema democrático durante una década de depresión. En lo
sucesivo, la política republicana quedaría cada vez más a merced
de los extremos.
CAPÍTULO 6

LA POLÍTICA ECONÓMICA Y SUS RESULTADOS

La desgracia de la República fue haber coincidido con la gran


depresión mundial y a partir de este hecho obvio es fácil sacar en
conclusión que el conflicto político y social de España fue
alimentado en gran medida por el impacto de aquella depresión. En
cambio, una serie de historiadores y comentadores a partir de
Vicens Vives[1] y Gabriel Jackson han hecho resaltar que el efecto
proporcional de la depresión en España fue menor que en muchos
otros países y que las fuentes de conflicto principales fueron
políticas e ideológicas, así como estructurales e históricas, sin
deberse primariamente a la depresión misma. Este argumento no
deja de ser acertado. El desempleo absoluto no era tan grande en
España como en los países muy industrializados, y los conflictos
sociales y políticos se debían en gran medida a estímulos políticos
directos cuyo ritmo no obedecía de ningún modo directo al
rendimiento económico del momento. En cualquier caso, España no
fue inmune del todo a la depresión, y las nuevas presiones
económicas aumentaron el malestar social de una manera que no
puede considerarse como independiente de los conflictos que se
desarrollaron[2].
La recién terminada década de los años veinte había constituido
el máximo período de auge de toda la historia de España, con
rápido aumento del desarrollo industrial y del empleo en los
servicios, y un crecimiento significativo de las exportaciones, de tal
manera que 1930 fue probablemente el año de máximo volumen de
exportaciones registrado en el país, incluso mayor que en las
cúspides precedentes de 1913-1918. En 1930 el empleo rural
declinaba con relativa rapidez en términos proporcionales y con un
45,5 por ciento abarcaba ya menos de la mitad de la fuerza laboral
(aunque esa proporción no iba a volver a cambiar significativamente
durante un cuarto de siglo), y la agricultura produjo sólo un 40 por
ciento de la renta nacional. La mano de obra industrial había
aumentado hasta ser el 26,5 por ciento del total, y la industria
produjo aproximadamente el 34 por ciento de la renta nacional.
Aunque la mayoría de los españoles seguían viviendo en comarcas
rurales y ciudades pequeñas, la urbanización crecía rápidamente.
La economía española estaba arropada hasta cierto punto por su
limitada dependencia del mercado exterior. Aunque la producción
nacional cayó en picado en 1930, se debió a que la agricultura sufrió
una meteorología muy adversa y a la pérdida de mercados de
exportación agraria, puesto que la producción industrial de hecho
aumentó. (Véase tabla 6.1.) La depresión sólo empezó a impactar
en realidad en la economía industrial en 1932, pero el producto
nacional bruto aumentó de hecho, debido a la recuperación de la
agricultura con la República. En 1935 la industria había recuperado
sus niveles de 1929-1931, pero los sectores primarios de la
agricultura se resentían debido a la pérdida de mercados.
Tabla 6.1. Fluctuaciones de la producción económica (100 = media de 1900-1930)

Agricultura Industria Producción total


1929 129,6 141,9 134,5
1930 99,4 144,0 117,2
1931 101,9 146,1 119,6
1932 129,1 132,8 130,6
1933 122,2 122,1 122,2
1934 127,2 134,4 130,1
1935 113,2 142,4 124,9
1940 75,6 96,0 83,8

Fuente: L. Benavides, Política económica en la Segunda República española,


Madrid, 1972, 268.
Los productores españoles estaban protegidos ya por una de las
murallas arancelarias más altas del mundo[3]. Aunque los sectores
principales de la exportación agrícola —el vino, los cítricos, la
aceituna— sufrieron un serio declive, los sectores que producían
sobre todo para el mercado nacional —especialmente el trigo, pero
también las hortalizas— se portaron relativamente bien, con unas
cosechas espléndidas en los años 1932 y 1934. En el fondo de la
depresión en 1933, hubo un bajón del 7 por ciento en los precios
agrícolas, pero gran parte de aquella pérdida se recuperó en el año
siguiente. Además, la lenta pero bastante firme modernización de la
producción agrícola que había ido produciéndose durante el medio
siglo anterior, continuó más o menos al mismo ritmo durante los
años de la depresión.
Industrias básicas tales como la metalurgia, la minería, el
cemento, la producción química y la energía habían crecido más
aprisa que la economía en conjunto durante la década de 1920,
pero después cayeron más del promedio en los años 1932 y 1933.
Sufrieron sobre todo la metalurgia y la minería, cayendo la primera
por lo menos un 50 por ciento a finales de 1933. La construcción se
veía también muy afectada en varias comarcas, aunque no en
todas. La industria textil sufrió menos, apuntalada tal vez por el
aumento de los salarios reales y el poder de adquisición durante la
República. En 1935, sin embargo, la producción industrial casi se
había recuperado, gracias al mantenimiento de la demanda y al
aumento del crédito estatal para la construcción.
Las exportaciones habían llegado a alcanzar alrededor del 8 por
ciento del producto nacional bruto durante la parte principal de los
años 1920 y casi el 10 por ciento en 1930 (casi un 84 por ciento
compuesto por alimentos y materias primas). En 1933 el volumen
comercial de algunos productos descendió hasta en un 75 por ciento
y escasamente llegó al 4 por ciento del producto nacional en 1935.
Las exportaciones e importaciones combinadas habían alcanzado al
23 por ciento del producto nacional durante 1929-1930, pero sólo el
12 por ciento en 1934. Después de la Primera Guerra Mundial, el
único año en que España había disfrutado de un balance comercial
favorable había sido 1919. El coeficiente de cobertura había sido de
un promedio del 83 por ciento en los años 1926-1931, pero esa cifra
descendió a sólo el 60 por ciento en 1932-1935 al no seguir las
importaciones el ritmo de caída de las exportaciones. El bajón de la
exportación se acusó al máximo en algunos minerales, como el
plomo, seguido por el vino y el aceite de oliva, pero la exportación
de cítricos sufrió una disminución menor y la demanda extranjera de
la almendra española se mantuvo firme. El gobierno logró cerrar con
éxito varios acuerdos concretos comerciales y de trueque, lo que
alivió un poco la situación. El más importante fue un convenio
comercial con Francia en 1933 que establecía la reciprocidad y
ciertas reducciones tarifarias mutuas. Se negociaron acuerdos de
trueque para el petróleo soviético y el trigo de Argentina, pero en
otros aspectos se endurecieron los aranceles frente a unos cuantos
países. (Véase tabla 6.2.) Pero en general no se subió más la
barrera arancelaria, ya bastante alta, la renta nacional se mantuvo
con respecto a la capacidad general interna de adquisición, y en
1932 la peseta no sólo se había estabilizado, sino que se había
revaluado ligeramente, todo lo cual contribuyó a aumentar la
importación.
La principal controversia política relacionada con el comercio
internacional se debió a la considerable importación de cereales
efectuada en 1932 para compensar la notoria escasez resultante de
la mala cosecha nacional de 1931. El gobierno fijó unos precios
mínimos del trigo velando por el interés de los cosecheros
españoles, y en 1932 los mismos se esforzaron en que subieran los
precios debido a la reducción de la cosecha y al aumento de los
jornales. Aunque el Ministerio del Trabajo ayudó a negociar algunos
ajustes a la baja de los salarios para salvar la cosecha de 1932,
autorizó también la importación de casi 300 000 toneladas de
cereales entre abril y junio de ese año. Los precios del trigo
alcanzaron su máximo en julio, momento en el que gran cantidad de
grano nacional que había sido retirado fue volcado en el mercado,
haciendo desplomarse los precios. Todo ello coincidió con una
estupenda cosecha de trigo en 1932, lo que para el otoño había
llevado el precio de los cereales a su punto mínimo de muchos
años. El Ministerio de Agricultura se vio denunciado a mansalva por
haber autorizado una importación excesiva[4]. Aquello afectó no
solamente a los grandes productores de trigo, sino incluso más a los
pequeños cosecheros, porque la mayoría de los pequeños
propietarios y arrendatarios produjeron por lo menos bastante
cantidad de trigo y el mercado respectivo no se recuperó para ellos
hasta 1934-1935.
La dictadura había seguido una política económica
expansionista, aunque aquello condujo a la larga a unos déficits
mayores y un debilitamiento de la divisa nacional. Los dirigentes
republicanos se comprometieron a lograr una honrada unificación de
las cuentas del país en vez de los presupuestos de la dictadura y
procuraron evitar el aumento de la deuda, pero no pudieron negarse
a ciertas políticas reflacionistas en medio de la gran depresión. A
causa de todo ello, la llegada de la República no señaló una ruptura
drástica con la política económica general, porque el verdadero
cambio se había producido ya en 1925-1926, cuando Primo de
Rivera hizo cambiar la política tradicional de escaso
intervencionismo del Gobierno español.
Tabla 6.2. Volumen proporcional del comercio exterior

1929 100
1930 100,5
1931 73,8
1932 52,5
1933 54,5
1934 58,0

Fuente: Servicio de Estudios, Banco de España, Ritmo de la crisis económica


española en relación con la mundial, Madrid, 1934, 40-41.

Indalecio Prieto, el primer ministro de Hacienda republicano,


hubo de enfrentarse a problemas formidables, porque la reacción
inicial hacia el nuevo régimen consistió en un leve pánico financiero
con alguna evasión de capital y un descenso temporal del 20 por
ciento en el valor de la peseta[5]. Adoptó medidas enérgicas para
detener la caída de la peseta, declarando inmediatamente de tomar
posesión: «No estoy aquí como socialista, sino sólo como ministro
de Hacienda[6]». Aunque sus esfuerzos por devolver a España al
patrón oro fracasaron pronto, la peseta, que había caído de 9,09
frente al dólar al entrar la República a 11,86 pesetas por dólar el 16
de enero de 1932, empezó a revalorizarse ligeramente durante el
año 1932. Prieto se las arregló también para hacerse con algo más
de control gubernamental en el Banco de España, que era de
propiedad privada.
Los impuestos eran bajos en general y los líderes republicanos
sentían poca inclinación a subirlos. Don José Calvo Sotelo, ministro
de Hacienda de la dictadura, había subido las contribuciones
ligeramente y hecho una estructura fiscal algo más progresista en
una reforma que efectuó en 1926-1927, pero el apreciable aumento
de los ingresos estatales habido desde entonces se debió sobre
todo a una mayor eficacia recaudatoria[7]. Jaume Carner, que
sucedió a Prieto, añadió un modesto aumento de algunos impuestos
de más volumen, pero el nuevo impuesto sobre la renta siguió
siendo bastante modesto. Aprobado a fines de 1932 para ser
aplicado en 1933, su horquilla empezaba por un 1 por ciento y
aumentaba hasta el 6,8 por ciento en ingresos situados entre
100 000 y un millón de pesetas. En las rentas superiores a un
millón, el primer millón soportaba un gravamen del 7,7 por ciento y
los siguientes del 11 por ciento[8]. Aquello pudo haber aumentado la
presión fiscal total en alrededor del 10 por ciento.
El gasto del gobierno durante la República fue moderadamente
expansionista, lo que se tradujo en déficits permanentes. Los
mayores aumentos se dedicaron a la educación, las fuerzas de
seguridad y las obras hidráulicas. Entre 1930 y 1933 los
presupuestos tanto del Ministerio de Instrucción Pública como del de
Gobernación aumentaron aproximadamente un 50 por ciento,
superando continuamente el aumento del último al del primero. El
aumento proporcionalmente mayor correspondió al desarrollo de las
obras hidráulicas; Primo de Rivera no había invertido nunca más de
60 millones de pesetas anuales en la construcción de presas, pero
Prieto gastó aproximadamente 80 millones en 1932 y 175 en 1933.
Se produjeron también aumentos significativos en el financiamiento
de la deuda y en el personal (especialmente en los retiros de los
militares), y los gastos sociales aumentaron más en general en
1933. En consecuencia, el presupuesto total sobrepasó los 4000
millones de pesetas por primera vez en 1932, con lo que había
subido un 12 por ciento en dos años, aumentando sin cesar. Los
déficits no eran ninguna novedad para el gobierno español. Los de
las administraciones republicanas empezaron por 373 millones en
1931, subieron a 535 millones en 1932, a 616 en 1933, y a 812
millones en 1934[9]. Los déficits presupuestarios se financiaban con
bastante facilidad mediante bonos a corto plazo al 5 por ciento
(algunos sólo a 24 meses). Se observaron escrupulosamente su
pago y los plazos de amortización, lo que ayudó a mantener el valor
de la peseta[10]. Teniendo en cuenta los problemas a que se
encararon, las administraciones de la República no pueden ser
acusadas sin más de despilfarradoras, aunque los portavoces de la
oposición se extendían con ganas mencionando el número de
lujosos grandes coches Chrysler importados para los altos
funcionarios del gobierno.
De hecho, la emisión de pagarés del tesoro disminuyó en el
primer año de la República, y sólo recuperó y superó el nivel del
último año de la Monarquía en 1932, momento en el que el volumen
de dinero empezó de hecho a reducirse, según indica la tabla 6.3.
En conjunto el Banco de España elevó muy ligeramente el tipo de
redescuento[11], todo lo contrario de una política reflacionista. Los
líderes republicanos y socialistas, con pocas excepciones, tenían
unas ideas económicas muy rudimentarias, y la teoría keynesiana
sobre estrategias reflacionistas amplias se salían de sus
alcances[12]. Incluso la izquierda republicana pensó al principio en
reducir el déficit y tratar de crear unos pocos puestos de trabajo más
mediante las obras públicas. Los socialistas, cuando se vieron
presionados, no pudieron añadir otra táctica que la de redistribución
mediante impuestos fuertes y los arreglos salariales unilaterales, o
la confiscación directa. No hubo mucho interés en proporcionar
crédito barato o subsidios a las empresas tambaleantes, lo que hizo
que aumentara enseguida la antipatía entre el gobierno por un lado
y los negocios y la industria por el otro, incluso cuando como
consecuencia crecía con más fuerza el desencanto de los
trabajadores. Al igual que en otros países, se hizo bastante para
reducir los cuadros de funcionarios públicos, criticados en general
por su excesivo número y su ineficacia, y para lograr una mayor
productividad mediante aumentos de sueldos en determinadas
categorías[13], aunque no está tan claro si lograron mucho con esas
medidas.
Tabla 6.3. Aumento en la circulación de billetes de banco (1913 = 100)

1929 312,9
1930 239,7
1931 267,5
1932 259,9
1933 255,2
1934 249,5
1935 248,5

Fuente: Benavides, Política económica, 251.

Gracias al aislamiento parcial de la economía nacional y a la


política laboral de la República, el aumento de los salarios reales
que había sido un rasgo significativo en los años 1920, continuó de
hecho durante la depresión. Los salarios reales habían aumentado a
un promedio aproximado del 2 por ciento anual de 1923 a 1929, y
de acuerdo con un cómputo lo hicieron en un 2,9 por ciento en el
año 1930. Durante los tres años siguientes, los salarios reales
aumentaron en conjunto por lo menos un 7 por ciento más —incluso
con más rapidez los de los jornaleros del campo (véase tabla 6.4)—
aunque en conjunto cayeron en un mínimo del 3 por ciento
(posiblemente más) entre 1933 y 1935[14]. Los aumentos salariales
nominales pueden traducirse directamente a ganancias reales
porque se produjeron en medio de unos precios generalmente
estables. Hay que tener en cuenta además que ese cómputo no
tiene en cuenta el considerable aumento en ingresos accesorios y
condiciones de trabajo en los dos primeros años de la República[15].
Por lo tanto, pese al aumento del desempleo, la renta per cápita se
mantuvo estable según indica la tabla 6.5.
Tabla 6.4. Salario de los jornaleros en la provincia de Córdoba, 1930-1934

Salario por jornada de ocho horas


Tipo de trabajo 1930 1932 1933 1934
Recogida de aceitunas 5,50 6,50 5,85 5,75
Siembra a mano 6,00 9,00 8,10 8,10
Siega con hoz (7 horas) … 9,40 8,50 9,00
Siega con guadaña (6 horas) … 11,00 9,90 10,40
Azadonar olivares 4,50 5,75 5,25 5,25
Sin especificar 3,75 4,75 4,25 4,25

Fuente: M. Pérez Yruela, La conflictividad campesina en la provincia de Córdoba


1931-1936, Madrid, 1979, 179.

Tabla 6.5. Ingresos per cápita (en pesetas)

1929 1092
1930 1033
1931 1020
1932 967
1933 1078
1934 1078
1935 1033
1939 729
1940 819

Fuente: Benavides, Política económica, 251.

El rendimiento del capital no se mantuvo constante, pero a pesar


del aumento de las quejas —que en algunos sectores rondaron la
histeria— referentes a los ruinosos efectos de la política
republicana, las utilidades de la mayoría de ellos no sufrieron una
caída desastrosa, aunque sectores como la minería y la metalurgia
sufrieron desde luego un duro golpe. La Bolsa bajó, pero el índice
general de quiebras no pareció haber aumentado mucho, aunque
muchas más empresas recurrieron en ocasiones a la suspensión de
pagos. La renta no se redujo drásticamente aunque el tipo real de
interés descendió un poco. Las utilidades declaradas por la banca,
que habían sido de un promedio del 16 por ciento de 1923 a 1930,
cayeron al 11,6 por ciento de 1931 a 1935, lo que no puede llamarse
una situación calamitosa[16]. Las utilidades declaradas en general
por las empresas principales, excepto unas pocas en los sectores
más afectados, se mantuvieron francamente estables, mientras que
la renta agrícola en su conjunto aumentó en términos generales
tanto en 1932 como en 1934. El Anuario Financiero de 1933 (en
general el más bajo de ese tiempo) revelaba que sólo una minoría
de las empresas registraron unas utilidades significativamente
inferiores a las del año anterior, mientras unas pocas las superaron
bastante. El total del ahorro en los bancos y cajas de ahorros
aumentó continuamente de alrededor de 4000 millones de pesetas
en 1929 a 5 227 405 335 pesetas en 1934[17]. El número de nuevos
vehículos a motor matriculados disminuyó de un máximo de 37 335
en 1929 a un mínimo de 11 105 en 1932, pero repuntó rápidamente
el año siguiente hasta alcanzar los 26 064 en 1935[18].
La causa principal de sufrimiento para la población en general
fue, por lo tanto, el desempleo, que aumentó sin parar durante todo
el período republicano. (Véase tabla 6.6.) El desempleo siguió
aumentando incluso cuando la economía y producción generales
mejoraban, debido a la pérdida de mercados de exportación,
aumento de los costos laborales, y preocupación por una
racionalización y una productividad mayores, consecuencia natural
todo ello de la depresión, de las reformas republicanas, y de la
constante aunque lenta modernización de la economía. El
desempleo alcanzó su máximo con 821 322 parados en junio de
1936, afectaba entonces aproximadamente al 10 por ciento de la
población activa. Comoquiera que las estadísticas españolas
incluían también a las personas que tenían un empleo limitado a
tiempo parcial, el desempleo absoluto no llegó probablemente nunca
más allá del 7 por ciento, una cifra modesta si se compara con las
de Alemania o Estados Unidos. Pero en España no había, en
cambio, apenas subsidios de desempleo. A Largo Caballero no le
fue posible conseguir mucho en este campo en los años 1931-1933
debido a la penuria de fondos, aunque en 1931 se inició un sistema
de seguro de desempleo. Nunca le tocó siquiera la mitad del 1 por
ciento del presupuesto nacional. Sabemos, por ejemplo, que en
febrero de 1933 sólo el 2,4 por ciento de los que figuraban como
totalmente desempleados recibían algún tipo de compensación, e
incluso la misma no pasaba del 60 por ciento de su salario normal
durante un máximo de sesenta días consecutivos al año[19].
Tabla 6.6. Desempleo total

Desempleo completo Desempleo parcial Total


Enero de 1932 … … 389 000
Junio de 1932 … … 446 263
1 de julio de 1933 285 900 258 900 544 800
Octubre de 1933 348 200 237 900 586 100
Diciembre de 1933 351 800 267 000 618 900
Enero de 1934 381 200 243 900 625 100
Febrero de 1934 378 100 230 600 608 700
Marzo de 1934 416 300 250 300 666 600
Diciembre de 1934 406 743 261 155 667 897

Fuente: diversas, compiladas en J. Hernández Andreu, Depresión económica,


175.

El desempleo fue particularmente duro en industrias como la


minería, la metalurgia y (menos continuo) en la construcción, pero
su grueso se concentró en la agricultura. Dedicándose
aproximadamente el 45 por ciento de la población activa a la
agricultura (y gran parte de ella subempleada incluso en tiempos
relativamente buenos), la parcela agraria del desempleo subió del
58 por ciento a comienzos de 1932 al 65 por ciento en 1936[20].
Como más de la mitad de la población agraria activa tenía alguna
tierra de su propiedad y es menos probable que figurase en estas
estadísticas, la incidencia real del desempleo en los trabajadores sin
tierras fue evidentemente muy superior al promedio nacional. En
1934 un portavoz de la Cámara mencionó unas tasas de desempleo
del 46 por ciento entre los jornaleros del campo de la provincia de
Jaén, el 39 en la de Badajoz y el 36 por ciento en la de Córdoba.
La tradicional válvula de seguridad de la emigración quedó
además bloqueada casi del todo. En 1928 habían emigrado sólo a
Argentina 33 000 españoles, pero con la depresión aquella corriente
salvadora empezó a invertirse. En 1935 había habido un regreso
neto de aproximadamente doscientos mil emigrantes, al tiempo que
los jóvenes trabajadores que habían constituido una emigración
interna, del campo a las ciudades, en busca de trabajo estaban
regresando en algunos casos también a sus pueblos.
Así pues, aunque el impacto proporcional de la depresión fue
más suave en España que en otras partes y las cifras de desempleo
absoluto eran relativamente modestas, el sector más pobre de la
población recibió un golpe durísimo y lo pasaba en realidad bastante
peor que los obreros en paro, por ejemplo, de Alemania, donde el
índice nacional de desempleo era mucho más alto. No crearon
aquellas presiones los conflictos sociales y políticos de los años
republicanos, pero los intensificaron, exacerbando su amargura.
CAPÍTULO 7

LA POLÍTICA EXTERIOR

La política exterior no supuso nunca una gran preocupación para


los líderes republicanos, por dos motivos básicos. España había
sido el gran país neutral de Europa Occidental, sin amenazas
exteriores y exenta de implicaciones en los grandes duelos de
potencias. Se añade el hecho de no existir deseos tangibles ni
capacidad para cambiar tal estado de cosas, al tiempo que, por el
contrario, la gran mayoría de los dirigentes políticos estaban
totalmente absorbidos por problemas internos mucho más
acuciantes y conflictivos. A diferencia de casi todos los países más
débiles y subdesarrollados del Sur y Este de Europa, el
nacionalismo no constituía ni una fuerza política significativa ni un
problema para España. Aunque la sociedad española padecía un
subdesarrollo económico, el Estado español era uno de los Estados
de más antigua existencia continua del mundo, y había sido
expansionista militante mucho antes de que llegara a existir siquiera
el nacionalismo moderno. Una vez perdido su histórico imperio, el
país se había sumido en luchas intestinas y no volvió a constituir un
peligro serio para ninguna otra potencia. La ideología de la derecha
española consistía en distintas variantes de catolicismo,
conservadurismo y tradicionalismo, todas ellas muy ajenas a los
vectores románticos y radicales del nacionalismo moderno, al
tiempo que la izquierda estaba absorbida por los problemas políticos
y sociales internos. La lentitud misma de su desarrollo económico
antes de la Primera Guerra Mundial desalentaba el desarrollo de
nuevos intereses nacionalistas sociales y económicos. Cuando
España volvió a implicarse en el imperialismo moderno con el
establecimiento del pequeño protectorado del Norte de Marruecos,
la motivación primaria fue más defensiva que ofensiva: para evitar
verse completamente envuelta en lo geográfico por el
expansionismo francés. El que las expresiones más activas del
nacionalismo fuesen las fuerzas centrífugas del catalanismo y el
nacionalismo vasco constituyen de suyo un elocuente testimonio de
la debilidad, es más, de la virtual inexistencia, de cualquier
sentimiento o movimiento definido de nacionalismo español[1].
El progresismo republicano no dejaba de tener, sin embargo,
ciertas nociones y preferencias claras en materia de asuntos
exteriores. Sus miembros fueron en general francófilos, en apoyo de
la más antigua república democrática de Europa, y la cosa más
parecida a un modelo para ellos. Casi todos habían apoyado a los
aliados durante la Primera Guerra Mundial y en consecuencia
respaldaban en general el cuasidemocrático statu quo favorecido
por las grandes potencias de Europa Occidental y asociado a la Liga
de las Naciones. Le reprochaban también en general a la monarquía
el haber carecido, como afirmaban Azaña y otros, de una auténtica
política exterior, dejando a España convertida en una indolente
nulidad en el concierto de las potencias. En consecuencia, Azaña
recalcó que el nuevo régimen tenía que superar «aquel espíritu de
achicamiento y de encogimiento[2]» característico de la monarquía y
hacer que la voz de España volviera a oírse, y que lo hiciera del lado
de una neutralidad activa y progresista que no proyectase
ambiciones draconianas en el escenario internacional[3].
Al igual que la mayoría de sus colegas, Azaña estaba absorbido
por los asuntos nacionales, por lo que el principal portavoz de la
política exterior de la República fue el sofisticado internacionalista
Salvador de Madariaga, intelectual, erudito y ensayista, que escribía
con fluidez y casi por igual en español, francés e inglés. Secundado
en ocasiones por Ortega, Madariaga fue el principal portaestandarte
del europeísmo bajo la égida del Gobierno republicano, o sea la
unidad dentro de la diversidad, bajo la del patrimonio común
occidental, humanista y progresista[4].
No siendo más que un liberal moderado, Madariaga se daba
perfecta cuenta de que la República constituía potencialmente «el
régimen más avanzado de Europa después de Rusia» y debía
desempeñar en consecuencia un papel decidido a favor de la paz y
la armonía. Él y otros liberales españoles estaban también de
acuerdo con ello dentro del más noble sentido de una tradición
histórica que permitiría poner en práctica los principios de derecho
internacional compilados por vez primera por teóricos españoles,
como los gigantes del siglo XVI Francisco de Vitoria y Francisco
Suárez. Todavía antes, el gran teólogo y filósofo mallorquín Ramón
Llull (Raimundo Lulio) había propuesto la reunión de una asamblea
internacional para resolver los problemas de Europa a finales del
siglo XIII. En 1931 la Fundación Carnegie subvencionaba una
«Asociación Internacional Vitoria-Suárez» como complemento de la
sociedad del mismo nombre que existía ya en Madrid[5], y en 1933
tuvo lugar en Salamanca una gran conmemoración internacional de
Vitoria y sus obras.
El cargo de ministro de Asuntos Exteriores distaba de ser el más
importante entre los numerosos administrativos republicanos.
Empezando por Lerroux en 1931 (quien, a pesar de su apellido, ni
siquiera sabía mucho francés, y no digamos ningún otro idioma
extranjero[6]), los ministros de Asuntos Exteriores carecían de
experiencia o de aptitudes (o de ambas cosas) y se les cambiaba
con frecuencia llegando a ocupar el cargo diez personajes distintos
en poco más de cinco años. Se puso empeño en nombrar
embajadores republicanos bien cualificados en las capitales
principales, aunque, pese a una serie de dimisiones iniciales, se
mantuvo el conjunto principal de figurones aristócratas
conservadores monárquicos que siguieron formando la base del
cuerpo diplomático español. Después de la sanjurjada fueron
purgados parte de los miembros más declaradamente monárquicos
del servicio diplomático, pese a que no se disponía siempre de
sustitutos adecuados. La relativa falta de prestigio de los asuntos
exteriores y general falta de interés en ellos se reflejaba también en
la falta de discusión en las Cortes sobre los temas de la política
exterior.

Salvador de Madariaga, fotografiado durante una entrevista de la BBC.

Aquella actitud general plasmó el papel de Madariaga, que fue


nombrado primero embajador en Washington, en mayo de 1931,
para ser enviado pronto a Ginebra, donde desempeñó el cargo de
representante español de facto (aunque nunca de jure) ante la
Sociedad de Naciones durante casi cinco años. Ésta tuvo una
importancia muy especial para Madariaga y para la mayoría de la
clase política republicana, que de hecho incorporó directamente a la
Sociedad de Naciones a la nueva Constitución. El artículo 6
declaraba: «España renuncia a la guerra como instrumento de
política nacional», y el artículo 77 estipulaba: «El presidente de la
República no podrá firmar declaración alguna de guerra sino en las
condiciones prescritas en el Pacto de la Sociedad de Naciones, y
sólo una vez agotados aquellos medios defensivos que no tengan
carácter bélico». Cualquier declaración de guerra no sólo tendría
que ser votada por las Cortes, sino también seguida de todos los
procedimientos y disposiciones de arbitraje establecidas por la
Sociedad de Naciones.
Los principios básicos de una neutralidad activa, tal como la
entendía Madariaga, consistirían en trabajar para fortalecer la Liga,
colaborar con Gran Bretaña y Francia, ejercer una colaboración
igual o incluso mayor con las democracias menores de Europa
Occidental (cuyo poder e intereses se identificaban
presumiblemente más con los de España), mantener una estrecha
colaboración con los países iberoamericanos y con Portugal, y
seguir defendiendo de manera constructiva los derechos de España
sobre Gibraltar[7].
La elección de España para el Consejo de la Sociedad de
Naciones dio ocasión para que Madariaga fuera destinado a
Ginebra, y don Salvador ocupaba la presidencia del mismo cuando
fue llevado a la Sociedad de Naciones el problema de la agresión de
los japoneses a Manchuria en enero de 1932. Fue tan decidido en
su denuncia de la invasión japonesa —en un momento en el que las
demás potencias de Europa Occidental se inclinaban a pasarla por
alto— que Madariaga se ganó enseguida el remoquete de «Don
Quijote de la Manchuria». Aquella postura molestó un poco a la
delegación británica, pero le ganó el respeto de las democracias
europeas menores y de algunas de las delegaciones
iberoamericanas[8].
La actividad de Madariaga consiguió por lo menos algún grado
de éxito al constituir una especie de entente entre los miembros del
«Grupo de los Ocho», agrupación de los seis países democráticos
de segunda fila declaradamente neutrales (España, Suiza, Holanda
y los tres países escandinavos), además de Bélgica y
Checoslovaquia (aunque estos dos últimos se retiraron de aquel
grupo oficioso cuando Alemania abandonó la Liga en octubre de
1933). Aquella actitud gozaba del estímulo más directo de Luis de
Zulueta, ministro de Relaciones Exteriores, de la izquierda
republicana, de diciembre de 1931 a junio de 1933, con la tenencia
más prolongada de ese cargo durante la República. El tándem
Zulueta-Madariaga brindó el más firme liderato en política exterior
que iba a conocer la República.
En su ejecutoria, Madariaga actuó en la Comisión de los Doce
que investigó la invasión de Manchuria, presidió el Comité de
Aviación de la Conferencia Internacional de Desarme que se reunió
en febrero de 1932, fue uno de los mediadores oficiales en la Guerra
del Chaco, entre Bolivia y Paraguay así como en la disputa
fronteriza habida entre Perú y Colombia, y presidió también más
adelante el Comité de la Liga que recomendó ejercer sanciones
contra Italia por la invasión de Etiopía. Madariaga propugnó siempre
el objetivo del desarme mundial y últimamente una especie de
Estado federal mundial. En la Conferencia de 1932 propuso la
supresión de la aviación militar y la creación de una comisión
internacional de aeronáutica civil como también la iniciación de un
desarme general mediante reducciones mutuas de todos los
presupuestos militares[9]. Todo esto no suscitó ningún entusiasmo
especial en el seno de la envidiosa opinión política española, muy
poco interesada en los asuntos exteriores y pronta a resentirse
porque destacase tanto una personalidad única como la de
Madariaga, y desde luego con una gran tendencia a desdeñar sus
«quijotescas» proposiciones.
Entre 1931 y 1934 España poseyó en Ginebra una autoridad
moral bastante mayor que la que le habría correspondido
normalmente por su poder económico o militar. Su objetivo fue
nominalmente llegar a ser un poco más independiente de las dos
potencias dominantes, Gran Bretaña y Francia. Aquello, por
supuesto, hacía muy poca gracia en Londres y en París, al temer los
diplomáticos británicos que Madrid fuera a acercarse demasiado a
París[10], y temer los franceses que Madrid llegara a adquirir una
independencia más auténtica. Sin embargo, cuando venían mal
dadas, la diplomacia española no podía evitar —ni hizo demasiado
por evitarlo— el ponerse del lado de París y Londres en los asuntos
de más alcance. Junto con Estados Unidos, eran los países de
mayor intercambio comercial con España, y pese al enojoso tema
de Gibraltar y a las fricciones con Francia a cuenta de Marruecos,
no había en el candelero antagonismos activos de mayor monta. En
cambio, fueron principalmente políticos de derechas los que trataron
de establecer unas relaciones más estrechas con Alemania, tanto
antes de la llegada de Hitler al poder como después de ella,
resaltando siempre el hecho de que históricamente jamás había
habido un conflicto entre España y Alemania. Pero se puede decir
también que no había convergencia de intereses, especialmente
después de enero de 1933.
La prensa francesa, en su mayor parte relativamente
conservadora, fue al principio algo hostil hacia la República y
disfrutaba explayándose a cuenta de cada información que llegaba
sobre divisiones internas o disturbios sociales en España, al tiempo
que se mostraba bastante amistosa para con el rey, que residió en
París durante algunos años. Pero aquello empezó a cambiar en
1932, cuando el centro-izquierda francés empezó a lograr una
mayor unidad y energía, ganando las elecciones nacionales de
1932. En la segunda mitad de ese año, la prensa francesa perdió
bastante de su hostilidad, y Eduardo Herriot, el Primer ministro, del
Partido Radical, decidió enderezar el entuerto mediante una visita
oficial de Estado en octubre de 1932. Ni la organizaron bien desde
el principio ni tampoco fue recibida en España con demasiada
simpatía, pero terminó sin embargo con un éxito aceptable,
traduciéndose en un nuevo tratado comercial razonablemente
constructivo así como en otros dos acuerdos de menos relieve.
Posteriormente, en diciembre de 1935, se firmó un contrato especial
de compra de armas.
El ahondamiento de la depresión económica trajo dificultades
con todos los países socios mercantiles importantes, agravadas por
las nuevas disposiciones de la República (sobre todo en lo tocante
al trabajo) y por nuevas restricciones comerciales. Hubo problemas
más serios con Estados Unidos que con Gran Bretaña o Francia,
debido en gran medida a la actitud, más dura, de los Estados
Unidos[11].
El foco mayor de fricción activa en las relaciones con las
principales potencias europeas no residió en la posesión británica
del Peñón de Gibraltar (aunque se mantuvo siempre la protesta,
nunca se ejercieron presiones activas), sino en los enojosos
términos de la administración del enclave de Tánger en el
protectorado de Marruecos. A pesar de estar situada en lo mejor de
la zona española, en pleno estrecho y justo frente a la península,
Tánger era una ciudad libre internacional, sometida a una
administración multinacional, que favorecía mucho los intereses de
Francia frente a los de España. El estatuto internacional existente
iba a expirar en mayo de 1936, y durante los dos años anteriores, la
administración de centro-derecha de Madrid trató de conseguir una
revisión más favorable. Se oponían a ella el gobierno francés y no la
apoyaban Gran Bretaña ni Italia, las otras dos potencias de la
comisión internacional de gobierno. Fue uno de los pocos asuntos
de política exterior que se discutieron realmente en las Cortes, pero
la correlación de poder existente evidenció una vez más que España
difícilmente podría imponerse en un contencioso con una potencia
importante si no la apoyaba directamente otra gran potencia. El
nuevo tratado, firmado en París en noviembre de 1935, le otorgaba
a España concesiones muy limitadas, aunque sus términos fueron
algo menos enojosos que los anteriores[12].
La política general de la República referente al protectorado de
Marruecos consistió en aceptar el statu quo, que en 1931 gozaba en
general de la aquiescencia de la población indígena. Dentro de
España, sólo la izquierda revolucionaria propuso la independencia
de Marruecos[13]. Se hizo algo por racionalizar y modernizar algunos
aspectos de la administración, que estaba centralizada bajo el cargo
de un alto comisario civil, y se intentó reducir los gastos. Aunque los
marroquíes aceptaban en términos generales la ocupación
española, crecía el sentimiento nacionalista y hubo disturbios y
manifestaciones de escasa importancia en 1931, 1933 y 1934, y de
nuevo en junio de 1936. La política española consistió siempre en
apoyar la autoridad de los jefes marroquíes más conservadores y
reprimir con mano suave toda nueva actividad política descarada.
En 1934 el gobierno de centro-derecha de Lerroux tomó una
actitud más enérgica y anunció el 19 de abril que una expedición
española de volumen muy reducido a las órdenes del coronel Capaz
(intitulado a veces «el último de los conquistadores») había ocupado
oficialmente el pequeño enclave de Ifni, situado en la costa atlántica
del protectorado francés. Se trataba de un territorio virtualmente
deshabitado (la antigua Sta. Cruz de Mar Pequeña), cuyos derechos
por parte de España habían sido reconocidos por varios tratados
con Marruecos y otras naciones entre 1767 y 1884. El gobierno de
Azaña se había mostrado ya favorable a su ocupación, y en
consecuencia, se encargó de la expedición el coronel Capaz,
delegado de Asuntos Indígenas en el protectorado del Rif. Asimismo
se dieron algunos pasos para extender la ocupación militar del
Sahara español, situado inmediatamente al Sur del Marruecos
francés, donde las incursiones nómadas a través de las fronteras
habían dado pábulo a que el gobierno francés explorase la
posibilidad de adquirir aquel territorio para Francia.
Un objetivo prioritario de la política republicana fue establecer
unas relaciones más estrechas con Iberoamérica. El artículo 24 de
la Constitución garantizaba un trato preferencial para todos los
ciudadanos de los países hispánicos de América (comprendidos los
brasileños) y para los portugueses, estipulando que los naturales de
estos países residentes en España podían adquirir la ciudadanía
española sin perder la suya. En 1931 vivían en Hispanoamérica
aproximadamente tres millones de personas de nacionalidad
española, sobre todo en Argentina y Cuba. Las legaciones
españolas existentes en México y Brasil fueron ascendidas al rango
de embajadas de primera clase y las Cortes aprobaron la creación
de un Centro de Estudios de Historia de América, el primero de esa
clase en España, en la Universidad de Sevilla. Madariaga ejerció
mucha actividad mediadora para resolver la cruenta disputa
fronteriza del Chaco, y la diplomacia española ayudó con éxito a
resolver unos cuantos enfrentamientos violentos de menor
importancia. Madariaga tomó la iniciativa en Ginebra en distintos
asuntos de interés para los países hispanoamericanos, y existió al
menos cierta tendencia de parte de varias delegaciones
hispanoamericanas a seguir sus iniciativas en la Sociedad de
Naciones. Por otra parte, las relaciones económicas con
Hispanoamérica eran limitadas, debido esencialmente a la no
complementariedad de las economías, sufriendo España en general
un balance comercial negativo. Julio Álvarez del Vayo, el ingenioso
embajador en México durante el primer bienio republicano, fue
desusadamente activo, aunque España disfrutó tal vez de unas
relaciones más íntimas con Chile que con cualquier otro país
hispanoamericano. Ya antes de la República se había hablado de
algún tipo de federalismo panhispánico, aunque existían desde
luego demasiados obstáculos prácticos para emprender cualquier
iniciativa seria en ese sentido[14].
Los problemas de las grandes potencias empezaron a hacerse
más difíciles a partir de 1933. El último paso importante dado por la
administración azañista fue consumar el mutuo reconocimiento
diplomático entre los gobiernos español y soviético en julio de 1933,
aunque se limitó a intercambiar representantes de rango menor, sin
establecer embajadas a máximo nivel. Aquellas relaciones fueron
congeladas después por la centroderecha, y el primer embajador
oficial soviético no llegó hasta después del comienzo de la Guerra
Civil.
El crecimiento de la fuerza política conservadora después de
1933 trajo consigo preferencias nuevas en política exterior. La
opinión católica procuró distanciar a España todavía más de las
políticas británica y francesa, buscando una neutralidad estricta en
las discusiones entre las grandes potencias. La actitud básica de
Mussolini hacia la República era hostil[15], y el desarrollo de la
política de apaciguamiento de Francia para con Italia en 1935 dio la
impresión de producirse a costa de terceros, por ejemplo, España
en África. Aunque no hubo intereses españoles directamente
amenazados, el hecho de que los intereses y la opinión española
fuesen ignorados totalmente provocó resentimientos, y uno de los
pocos debates sobre política exterior de las Cortes republicanas. El
resultado fue un ligero desplazamiento de la alineación general de
España, que se aproximó un poco a Inglaterra —que mostraría
cierto apoyo a la posición española con respecto de Tánger, aunque
por lo demás se inclinó a garantizar el statu quo— así como un
movimiento ligerísimo en dirección a la Alemania nazi, donde el
gobierno de centro-derecha consideró fugazmente la adquisición de
armas. El gobierno español fue uno de los cinco cuyos
representantes supervisaron ese año el plebiscito del Sarre, ganado
por Alemania.
El asunto más preocupante a finales de 1935 fue la invasión de
Etiopía por Italia y el consiguiente embargo económico de la
Sociedad de Naciones contra ésta, respaldado enérgicamente por
Madariaga. El gobierno español apoyó las sanciones impuestas por
la Liga, pero hizo profesión de una neutralidad estricta en el caso de
una extensión de la guerra, postura compartida por casi todos los
partidos políticos del país. Es de observar que los derechistas
pidieron una neutralidad absoluta y la no participación en las
sanciones.
Las relaciones más tensas para España atañían al vecino
Portugal, país sometido entonces a una directriz política muy
diferente. Al tiempo que la política española se volvía radicalmente
democrática, la dictadura introducida en 1926 por los militares
portugueses iba adoptando una forma más rígida e
institucionalizada en 1931-1933 bajo el «Estado Novo» de Oliveira
Salazar. Los portugueses habían temido una posible intervención
española desde hacía bastante más de medio milenio, por lo que «o
perigo espanhol» (el peligro español) se había estereotipado en sus
actitudes, reavivándose en los años siguientes a 1910 en los que los
monárquicos portugueses organizaron en el suelo español varias
intentonas de hacer incursiones contra el naciente régimen
republicano portugués de 1910 a 1926. Las relaciones habían
mejorado durante la dictadura de Primo de Rivera, que se empeñó
en serio por poner en práctica unos contactos amistosos y
respetuosos, especialmente tras la introducción de un régimen
paralelamente autoritario en Portugal[16].
Quisieron las cosas que el nacimiento de la nueva República
española coincidiese con una serie de rebeliones armadas en los
territorios ultramarinos portugueses (Madeira, las Azores, Guinea) a
partir del 4 de abril de 1931[17]. Las autoridades lisboetas temieron
que pudiera existir alguna conexión. La nueva prensa republicana
española hacía unas críticas feroces del autoritario régimen
portugués, y los elementos opositores portugueses se reunían en
España con una libertad de movimientos total. Cierto número de
ellos se concentraron junto a la frontera portuguesa con ocasión de
otras rebeliones portuguesas en agosto y diciembre de aquel año, lo
que hizo que el gobierno portugués pidiera que se les impidiese
ejercer actividades a menos de cien kilómetros de la frontera. El 28
de agosto de 1931, unos exiliados portugueses lanzaron una bomba
contra la embajada portuguesa en Madrid, y en esa ocasión la
opinión española volcó su simpatía y su sentimiento de pesar hacia
el embajador[18].
El gobierno de Azaña se esforzó muy poco en disimular su
hostilidad hacia el régimen portugués, e hizo lo que pudo para
alentar su derrocamiento, poniendo en práctica lo que el principal
historiador español del problema denomina una guerra oculta contra
el gobierno de Salazar. Ramón Franco, director general de Aviación
por breve tiempo con Azaña, proporcionó armas para ayudar a la
rebelión portuguesa de agosto de 1931, al tiempo que Azaña
mismo, siendo ministro de Guerra, permitió el apoyo económico de
los militares portugueses, autorizados a acogerse a España al
fracasar su rebelión. En junio de 1932 se autorizó el desembarco en
Bilbao de un cargamento de armas alemanas adquirido por los
rebeldes portugueses, y posteriormente el constructor de buques y
hombre de negocios bilbaíno Horacio Echavarrieta hizo arreglos
para financiar un alijo de armas mayor, destinado a los demócratas
portugueses de la oposición. Cuando alegó carecer de fondos para
seguir adelante con aquel negocio, Azaña autorizó a que el
Consorcio de Industrias Militares le vendiera las armas a crédito a
Echevarrieta para su exportación, de manera que pudiera pasarlas a
la oposición portuguesa. Se firmó un contrato en octubre de 1932,
pero aquellas armas nunca fueron más allá de Cádiz, donde
quedaron depositadas en un almacén (para ser adquiridas
posteriormente por los socialistas españoles con destino a su
levantamiento de 1934). Los hechos básicos fueron aireados en su
día en un debate de las Cortes en marzo de 1935[19].
Después de establecerse la República en España algunos
derechistas españoles se refugiaron también en Portugal, pero el
gobierno de Lisboa se abstuvo discretamente de darles un apoyo
abierto contra el régimen republicano. El historiador español De la
Torre dice:
Sin embargo, me parece que en caso alguno puede equipararse el alcance de los
comportamientos de los emigrados políticos españoles en Portugal y el de los
portugueses en España, ni las respectivas actitudes hacia ellos de las autoridades de
uno y otro país… Que yo sepa, no hubo en Portugal ni el contrabando de armas, ni las
acciones conspirativas de frontera que se dieron en el Estado vecino[20].

Una ventaja que sacó el régimen portugués de su situación fue la


oportunidad de utilizar pruebas de un auténtico «peligro español» a
favor de su propia propaganda dentro de los sectores
conservadores de la opinión portuguesa. Además de eso, el
presidente Alcalá Zamora logró convencer en abril de 1933 a la
administración de Azaña para que brindase un firme apoyo a Lisboa
contra las crecientes presiones internacionales sobre las colonias
portuguesas desde África del Sur y la posibilidad de un nuevo
entendimiento angloalemán a costa de Portugal. Tras la formación
de un nuevo gobierno de centro-derecha en Madrid a finales de
1933, las relaciones mejoraron acusadamente. Lerroux repitió las
garantías de apoyo a las colonias portuguesas en cuanto fue Primer
ministro en septiembre de 1933 y de nuevo después en un discurso
pronunciado en 1935. El apogeo de las buenas relaciones llegó con
la visita oficial del ministro de Asuntos Exteriores de Portugal,
Armindo Monteiro a Madrid en 1935, en medio de las
especulaciones de la prensa portuguesa sobre la posibilidad de una
alianza peninsular oficial entre los dos países (que haría realidad
Franco pocos años después). En medio de la armonía reinante en
1935 se hicieron gestiones para alcanzar un nuevo entendimiento
completo con Portugal a través de un tratado comercial y otro de no
agresión, aunque las negociaciones respectivas nunca llegaron a
cristalizar[21].
La situación se invirtió dramáticamente después del triunfo
electoral del Frente Popular en febrero de 1936. Dada la ejecutoria
de la primera administración de Azaña y la intensificada beligerancia
de la izquierda española, las autoridades de Lisboa temieron de
veras algún tipo de ataque o de estallido revolucionario montado
desde España. En realidad, el gobierno izquierdista de Madrid se
mostró entonces escrupulosamente correcto y Azaña puso gran
cuidado en asegurar al embajador de Portugal que su gobierno no
tenía nada que temer del de Madrid, que consideraba a su
representación en Lisboa como su «embajada más importante».
Azaña, como es obvio, fue incapaz de tener a raya a la izquierda
revolucionaria, cuyos militantes emitieron una serie de amenazas
contra el personal de las embajadas de Alemania, Italia y Portugal.
Cuando la situación se deterioró en España, el gobierno alemán
ordenó a su embajador que se retirase a París, y se informó de que
los representantes de las embajadas de Gran Bretaña, Alemania,
Holanda, Argentina y Suecia tenían encuentros en Madrid para
analizar el problema del asilo diplomático en el caso de una
emergencia[22]. Los elementos emigrados de la oposición
portuguesa volvieron a sus actividades conspirativas junto a la
frontera en Galicia y Extremadura, mientras que tenía lugar en
Madrid en mayo una reunión bastante concurrida de grupos de la
oposición lusitana. A aquellas alturas el gobierno portugués estaba
alarmado de verdad y no se esforzó ya gran cosa en restringir las
actividades de los derechistas españoles que conspiraban contra el
régimen republicano desde su exilio portugués. Aunque las
relaciones entre Lisboa y Madrid siguieron siendo formalmente
correctas, se habían hecho más tirantes que en ningún momento
desde más de un siglo antes, todo un presagio de la explosión que
iba a producirse en España.
CAPÍTULO 8

EL RESURGIMIENTO DE LA DERECHA, 1933-1934

La reorganización de la derecha tardó dos años y medio en


alcanzar su plena forma. La ausencia de organizaciones modernas
del nuevo cuño político derechista al comienzo de la República y el
descrédito general adquirido por la derecha durante la dictadura y la
fase final de la monarquía obstaculizaban su empeño en recuperar
el poder. Sólo después de quedar completa una Constitución liberal
de izquierda se puso en marcha una reacción seria, alimentada por
los continuos disturbios y la legislación reformista que la siguieron.
El realineamiento básico se compuso de cuatro elementos
diferentes, aunque un tanto interrelacionados: el catolicismo político,
las fuerzas monárquicas, una reorganización de intereses
económicos con militancia nueva, y la aparición de un nuevo
movimiento fascista[1]. El más importante de ellos era con mucho la
aparición de un catolicismo político de masas, algo desconocido
hasta entonces en la historia moderna de los regímenes
parlamentarios españoles.
A pesar de la posición firmemente conservadora, por no decir
frecuentemente reaccionaria, de la opinión católica y de la Iglesia
desde la caída del antiguo régimen, el único partido oficialmente
católico de alguna importancia había sido el tradicionalismo carlista
del siglo XIX. Sin embargo, en contra de una opinión importante, la
Iglesia española moderna nunca se casó con el carlismo. Durante la
mayor parte de los siglos XIX y comienzo del XX, el principal protector
de los intereses católicos había sido de hecho el Partido
Conservador monárquico, ya desde sus prolegómenos como Partido
Moderado en los años 1830 y 1840. La jerarquía eclesiástica nunca
había aprobado el sistema parlamentario liberal en ningún momento
del siglo XIX, pero se inclinaba a aceptar una situación de facto
dentro de la que el Partido Conservador le reservaba a la Iglesia una
posición más privilegiada que en ningún otro país europeo
occidental y en ningún otro país católico europeo de importancia,
salvo acaso la Austria de los Habsburgo. Hubo de vez en cuando
algunas tentativas de organizar unas fuerzas políticas
específicamente católicas, que abarcasen desde la extrema derecha
hasta el primer partido español demócrata-cristiano en 1922, pero
ninguna de ellas cuajó, en gran medida porque, antes de 1931, no
había una necesidad especial de un nuevo partido católico
confesional[2].
Como hemos explicado en el capítulo 3, la mayoría de los
dirigentes políticos católicos contaban con que se podría lograr
algún modus vivendi razonable con la República, pero cada mes
que pasaba les hacía ver más claro que haría falta una
representación católica nueva y fuerte. La empresa no se podía
dejar ya a los conservadores monárquicos puesto que habían
pasado a ser un factor nulo. La única alternativa viable residía en la
creación de una nueva organización política de masas derechista de
forma moderna capaz de funcionar dentro del sistema
parlamentario. Sólo unos pocos días después del nacimiento de la
República, El Debate, el diario católico más sofisticado e influyente
de España, declaraba que los católicos tenían que unirse bajo los
principios de «Religión, Patria, Orden, Familia y Propiedad»; aunque
se trataba exactamente de los mismos principios que había
defendido la derecha monárquica durante el año anterior, el
cardenal Pacelli le indicó en un telegrama al arzobispo Vidal i
Barraquer que los católicos españoles debían seguir en 1931 el
ejemplo de los católicos bávaros en 1919 tras la caída de su
monarquía[3], al tiempo que don Ángel Herrera Oria, director de El
Debate, invocaba el del monárquico mariscal Hindenburg, que había
aceptado la presidencia de la República alemana por imperativo
patriótico. Aquello no implicaba necesariamente la plena aceptación
del liberalismo, ni ideológica ni políticamente. Durante las dos
generaciones anteriores la posición católica básica, tanto en lo
político como en lo económico, había cuajado en forma de un
corporativismo conservador, explícitamente aconsejada en la política
económica por la encíclica Quadragesimo Atino, publicada en mayo
de 1931.
La principal nueva agrupación católica formada ante las primeras
elecciones republicanas fue Acción Nacional, con base especial en
la conservadora mitad norte-central de España. Consiguió llevar a
las Cortes Constituyentes un puñado de diputados, y su líder
principal, José María Gil Robles, un joven catedrático universitario
elocuente y de gran agilidad mental, empezó enseguida a coger
fama como el principal portavoz parlamentario de la derecha. Sus
interpelaciones forzaron al Primer ministro a reconocer situaciones
dignas de ser reseñadas, como en el caso de un intercambio
dialéctico habido el 9 de marzo de 1932, al protestar Gil Robles por
el arbitrario cierre de un periódico católico por expresar opiniones
opositivas:
GIL ROBLES: ¿Tiene el Gobierno unas normas para sus amigos políticos y otras
para sus enemigos?
AZAÑA: ¡Naturalmente[4]!

Tras haberlo obligado por decreto el gobierno a cambiar de


nombre en abril de 1932, el partido tuvo su primera asamblea con el
de Acción Popular en octubre de ese año[5]. Se acordó actuar
legalmente dentro del régimen y rechazar la violencia, pero fue
adoptada una posición oficialmente «accidentalista» en cuanto a la
forma de gobierno, y declaró que toleraría la diversidad de opiniones
entre sus miembros. La posición básica de su directiva coincidía en
que la monarquía era inadecuada como bandera política, pero
según admitió Gil Robles años después en sus memorias: «En un
orden teórico fui y soy monárquico», y también «La inmensa
mayoría de los afiliados a Acción Popular eran decididamente
monárquicos[6]».
Sin embargo, no toda la opinión católica era tan monárquica, y
existía una gran tendencia a organizarse por agrupaciones
regionales. Acción Popular se asoció en consecuencia con una serie
de organizaciones políticas católicas que constituirían un nuevo gran
paraguas político, la Confederación Española de Derechas
Autónomas (CEDA), que tuvo su primer gran congreso nacional en
Madrid el 28 de febrero de 1933. Los delegados afirmaban
representar a un total de 735 058 afiliados en un momento en el que
la Acción Republicana de Azaña contaba con unos 130 000. Azaña
pudo haber estado en lo cierto hasta cierto punto cuando afirmó que
España en su conjunto había dejado de ser católica, pero un mayor
número de españoles seguían creyendo más en el catolicismo que
en cualquier otro credo o ideología. Los católicos militantes no
pasaban de ser una gran minoría dentro de la sociedad española,
pero estando en su mayor parte organizados en la CEDA, esta
última estaba en condiciones de convertirse en la mayor fuerza
política unida del país, como demostraron las dos elecciones
republicanas siguientes. El catolicismo se prestaba muy en especial
para movilizar políticamente a las mujeres que, se decía, componían
el 45 por ciento de la afiliación de la CEDA en Madrid, lo que de ser
cierto, suponía con mucho la mayor proporción de afiliación
femenina de cualquier grupo de los importantes.
La discusión que se organizó enseguida en torno a la CEDA
tenía que ver con su verdadera identidad e intenciones. Los
republicanos moderados esperaban ganársela para una República
liberal moderada con derechos iguales para todo el mundo. Los
republicanos de izquierda y la izquierda obrera calificaron a la CEDA
como el caballo de Troya de un autoritarismo derechista,
«objetivamente fascista», y la historiografía ha seguido discutiendo
ese tema hasta la actualidad[7].
De hecho parece estar bastante claro que las intenciones
básicas de la CEDA eran hacerse con un poder político decisivo con
medios legales —constituyendo la excepción una situación «de
emergencia» no muy bien definida— para imponer entonces unas
revisiones constitucionales fundamentales capaces de proteger la
religión y la propiedad y hacer cambiar el sistema político básico. La
CEDA no era ni el partido verdaderamente democrático que querían
ver algunos de sus amigos y aliados, ni tampoco, en ningún sentido
auténtico o categórico, el partido «fascista» que señalaban sus
enemigos. La plataforma de la CEDA era la de un corporativismo
católico, no únicamente como estructura económica sino también
como organización política. Aunque los portavoces principales de la
CEDA solían ser retraídos a la hora de definir sus objetivos a largo
plazo, su meta no era ni un Estado fascista ni la restauración de la
monarquía, sino una República corporativa y conservadora,
reorganizada mediante una representación corporativa que
entrañaría alguna limitación de los derechos democráticos directos.
Aquello podría estar alejadísimo de la República de 1931-1933, pero
tampoco era el estado mussoliniano o hitleriano que le imputaban
sus enemigos. Si la CEDA tuvo algún modelo (y si un partido
español de los grandes había sido capaz de tomar en serio a los
portugueses), podría haberlo sido el conservador y autoritario
«Estado Novo» de la vecina Lusitania. En 1934 el único régimen
autoritario que encomiaban sin reservas El Debate y los cedistas era
el nuevo Estado corporativo católico de Dollfuss y Schuschnigg en
Austria, que puso a Dios por escrito en el primer artículo de su
Constitución.
José María Gil Robles, jefe de la CEDA.

Aunque El Debate y otras publicaciones asociadas con la CEDA


presentaban a veces artículos a favor de la Italia fascista, Gil Robles
puso cierto empeño en diferenciar su movimiento del fascismo. El
cargo de fascista, en honor a la verdad, lo aplicaban de vez en
cuando los diputados católicos en las Cortes Constituyentes contra
la administración de Azaña, aludiendo a su poder estatal arbitrario.
El demócrata-cristiano catalán Carrasco Formiguera se refirió a lo
que él denominó «concepto fascista del Estado» de Azaña, el viejo
político liberal Royo Vilanova calificó al nuevo régimen de
«República fascista», y los portavoces nacionalistas vascos dirían
que el proyecto de educación de 1933 era una expresión de
«estatismo gentileano» (haciendo referencia a Gentile, primer
ministro de Educación de Mussolini) y de «fascismo puro[8]».
La posición de la CEDA ante el fascismo y el autoritarismo
parecía un tanto equívoca. Gil Robles visitó Roma a comienzos de
1933 y asistió en septiembre a la concentración del Partido Nazi en
Núremberg, y don Ángel Herrera viajó posteriormente a Alemania,
en mayo de 1934. Pero Gil Robles seguía afirmando que la CEDA
rechazaba el estatismo, tanto comunista como fascista, y a
principios de 1933 declaró: «No se lucha contra el marxismo con
milicias hitlerianas o legiones fascistas, sino con un programa social
avanzado[9]», postura que reiteró en una asamblea de su partido en
Barcelona el 21 de marzo. El Debate no respaldó nunca
directamente a Mussolini ni a Hitler, desviándose aquí de la
tendencia existente en la prensa de extrema derecha, pero les daba
desde luego un trato más favorable que desfavorable[10], y en otoño
de 1933 Gil Robles declaraba que se podía aprender mucho de
ellos, aunque siguió evitando siempre cualquier aprobación
declarada. Sus observaciones más objetables se le escaparon en el
calor de un magno discurso de campaña electoral el 15 de octubre:
«Queremos una patria totalitaria, y me sorprende que se nos invite a
que vayamos fuera en busca de novedades, cuando la política
unitaria y totalitaria la tenemos en nuestra gloriosa tradición»,
refiriéndose al nuevo concepto adoptado unos años antes por
ideólogos de la derecha radical, de que la monarquía unificada de
Isabel y Fernando, que había creado el Estado español en el
siglo XV, era una especie de «régimen totalitario» (de hecho, una
interpretación errónea de la historia de España). Y siguió diciendo:
«El poder ha de ser íntegro para nosotros. Para la realización de
nuestro ideal no nos detendremos en formas arcaicas. Cuando
llegue el momento, el Parlamento se somete o desaparece. La
democracia será un medio, pero no un fin. Vamos a liquidar la
revolución[11]». La ambigüedad de la CEDA con respecto del
fascismo se traslucía en el saludo oficial de su movimiento juvenil,
Juventudes de Acción Popular (JAP): alzaban el brazo derecho sólo
a medias y luego lo doblaban a la izquierda delante del pecho,
mientras exclamaban «¡jefe, jefe, jefe!».

El realineamiento monárquico

Era sencillamente natural que un movimiento derechista


semimoderado como la CEDA se hiciera con el grueso de la opinión
católica y conservadora de clase media. Las clases medias
conservadoras, por definición, querían evitarse problemas y aquella
alternativa, técnicamente legalista, reflejaba sus costumbres y
valores. Sin embargo, algunos grupos pequeños de la derecha
monárquica, más extremista, no podían aceptar siquiera la relativa
moderación de la CEDA. Aunque la mayoría de los monárquicos
común y corrientes siguieron a la CEDA[12], un sector más pequeño
de elementos doctrinarios organizaron una solución más definida
para la derecha radical.
Se formó en torno a un diario llamado Acción Española que
empezó a publicarse en diciembre de 1931. Los activistas de Acción
Española procedían de tres áreas: antiguos partidarios del jefe
conservador monárquico don Antonio Maura, el ala más
ultraconservadora del catolicismo social, y el carlismo. Cada una de
esas tres antiguas fuentes había sido sustituida dentro de la
ideología de la nueva agrupación; porque el maurismo clásico había
sido demasiado legalista y parlamentario, el naciente
socialcatolicismo español de los primeros años veinte demasiado
heterogéneo, remilgado, e incluso democrático[13], y el carlismo
demasiado reaccionario y retrógrado[14]. El respaldo financiero llegó
de los conservadores adinerados, sobre todo de la bien organizada
elite industrial-financiera de Bilbao[15].
El título mismo de Acción Española evidenciaba una inspiración
en la derecha radical francesa maurrasiana. El fascismo italiano era
una influencia secundaria, más distante. Sus principales
colaboradores extranjeros fueron miembros de la Action Française,
seguidos de integralistas nacionalsindicalistas portugueses y unos
pocos fascistas italianos. Acción Española aplaudía al hitlerismo en
general, pero criticaba el alma secular y la demagogia del
movimiento alemán, y sostenía que el Führerprinzip (principio de un
Führer) no era un sustituto de la monarquía.
Acción Española prometía resucitar la ideología española
tradicional, fundada en la religión y en unas sólidas instituciones
monárquicas. Se inspiró bastante en el régimen de Primo de Rivera
al que habían estado asociados casi todos sus miembros; la crítica
del fracaso de aquel régimen era para ellos un objetivo primario[16].
Echaban la culpa a la falta de apoyo de la elite y a la ausencia de
una clara visión de una nueva estructura autoritaria moderna.
El director de Acción Española era Ramiro de Maeztu, en sus
comienzos un escritor noventayochista que se había convertido a
los principios de la autoridad y la religión en los años de la Primera
Guerra Mundial. Maeztu iba a proporcionar una definición histórica
definitiva a la ideología tradicional española en su polémico libro
Defensa de la Hispanidad (1934), escrito en defensa de la cultura y
religión hispánicas tradicionales, tanto europeas como americanas,
planteadas en oposición tanto al socialismo soviético como al
liberalismo materialista angloamericano[17].
El líder político supremo de la agrupación fue al final José Calvo
Sotelo, joven maurista en su tiempo y ministro de Hacienda de
Primo de Rivera. Obligado a acogerse al extranjero en 1931, se
convirtió al radicalismo derechista bajo la influencia de la Action
Française y otras ideas francesas e italianas en su exilio de París. El
regreso de Calvo Sotelo a España fue posible primero gracias a su
elección para el nuevo Tribunal de Garantías Constitucionales y por
último al ser elegido diputado a Cortes en la lista del nuevo partido
monárquico Renovación Española en 1933. Este último, brazo
político de Acción Española, se organizó tras evidenciarse que la
CEDA rechazaba los principios de su agrupación. La CEDA a su vez
fue acusada de excesivamente moderada, condescendiente y
ambigua —insuficientemente nacionalista y autoritaria— mientras
que Renovación Española resultaba demasiado pequeña y estrecha
de miras. Posteriormente se escindió lastimosamente en un ala más
conservadora y otra más radical, desgarradas por los choques de
personalidades[18].
Entonces, Calvo Sotelo trató de formar una coalición más amplia
de grupos derechistas radicales, que cobró porte con el nombre de
Bloque Nacional, organizado en diciembre de 1934 a raíz de la
insurrección de Asturias. Calvo Sotelo y los escritores de Acción
Española no proponían la restauración, sino la instauración de una
monarquía autoritaria, que tendría que ir precedida por un período
indeterminado de dictadura. En su manifiesto funcional, el Bloque
Nacional pedía la creación de un «estado integrador» encargado de
concentrar las energías nacionales. El Congreso de elección directa
sería sustituido por una Cámara corporativa, elegida mediante
sufragio «orgánico» del tipo de las de Italia, Portugal o Austria, y los
problemas sociales y económicos se resolverían mediante una
regulación estatal, la intervención económica y medidas
reflacionarias. Calvo Sotelo daba a entender claramente que aquello
no tenía vías de producirse mediante la movilización política y que
exigiría probablemente una intervención armada de las fuerzas
militares. El nuevo Estado adoptaría una política nacionalista
militante y fomentaría particularmente el desarrollo de las fuerzas
armadas. Rechazaría el laicismo, restaurando la identidad católica
del gobierno español[19].
El derechismo radical de Acción Española y el Bloque Nacional
no se diferenciaban del fascismo genérico por ningún tipo de
miramiento con respecto a la violencia y la dictadura ni tampoco por
diferencia alguna en cuanto al objetivo imperial, sino por unas
estrategias socioeconómicas y fórmulas culturales distintas. Acción
Española propugnaba la restauración de las elites derechistas
tradicionales y temía la aparición de competidores de nuevo cuño,
aunque tuvieran una orientación nacionalista. Tanto los
neomonárquicos como los fascistas españoles luchaban por crear
un Estado corporativo, pero para estos últimos aquello implicaba
una movilización laboral y una articulación radicalmente nueva de
los intereses nacionales detrás del nacionalsindicalismo. En lo
tocante a lo religioso y lo cultural, los neomonárquicos eran
clericales y neotradicionalistas, mientras que los incipientes
fascistas españoles eran católicos, pero no clericales y les
apasionaba combinar el tradicionalismo con la modernización.
Sin embargo, y a diferencia de muchos otros derechistas, a
Calvo Sotelo no le molestaba que lo tildaran de fascista. Su propia
definición del fascismo parece haber sido algo imprecisa, referida de
un modo bastante vago a un nacionalismo y corporativismo
autoritarios. En honor a la verdad, cualquier análisis del régimen
ulterior de Franco —especialmente la «fase culminante» del sistema
franquista de 1937 a 1959— revelará que se basó más en las ideas
y doctrinas de Calvo Sotelo y de la agrupación de Acción Española
que en las del partido fascista, la Falange Española, que utilizó
Franco como base de su propio partido único. La dependencia de
los militares, las Cortes corporativas y la instauración monárquica
correspondían por entero a aquella doctrina. El sistema nacionalista
mismo funcionó más que nada como un organismo de control
regulador estatal, apegado más o menos a las directrices
concebidas por Calvo Sotelo. Y de manera similar, el carácter
intensamente católico del sistema franquista en su apogeo
correspondió mucho más a la concepción de Acción Española que a
la de los falangistas.
Con mucha más claridad que el moderado Gil Robles o el radical
jefe falangista José Antonio Primo de Rivera, Calvo Sotelo se dio
cuenta de que la alternativa más factible del sistema republicano no
era ni un parlamentarismo conservador ni un nacionalsindicalismo
popular, sino una movilización integrada de todos los recursos de la
derecha contrarrevolucionaria. La diferencia, por supuesto, no era
sólo una cuestión de táctica, sino también de valores. Para el jefe de
la CEDA, semejante nivel de dictadura era una cosa repugnante,
mientras que para los falangistas era inadecuada y reaccionaria. La
política de Calvo Sotelo llegó a hacerse catastrófica. La reacción
derechista de los militares en la que terminó por confiar, sólo se
podía conseguir en una situación de polarización intensa bajo la
amenaza de un cataclismo. Por ello es tan irónico que el mismo
asesinato final de Calvo Sotelo constituyese una parte integral del
proceso mismo de que dependía para la realización de sus ideas y
consecución de sus objetivos.
El autoritario monarquismo alfonsino en apoyo del exilado rey y
su heredero no constituyó, sin embargo, el único sector significativo
del monarquismo derechista, dado que, con la República, revivió el
carlismo tradicionalista, cobrando nueva vitalidad. Al ser la derecha
radical clásica de España, y sin duda el prototipo original
decimonónico de una fuerza de ese tipo, el carlismo había sido el
único movimiento de masas de la Península durante gran parte del
siglo pasado. Las derrotas sufridas en dos cruentas guerras civiles,
sumadas a los extensos cambios sociales y culturales, habían
erosionado muchísimo la razón de ser del carlismo, pero del mismo
modo que la proclamación de la anticlerical Primera República había
hecho despertar al carlismo en 1873, el anticlericalismo y la radical
movilización de masas izquierdistas de la Segunda República lo
consiguieron también en los primeros años de la década de los
treinta. Le había proporcionado una base doctrinal más
contemporánea e integrada en los primeros años del siglo XX el
teórico político Juan Vázquez de Mella y Fanjul, quien adoptó
plenamente los principios carlistas al molde de un corporativismo
católico derechista encabezado por una monarquía tradicionalista,
pero teóricamente descentralizada.
Durante la primera fase de la República, Manuel Fal Conde, un
nuevo dirigente de Sevilla, supo reunir las ramas principales del
carlismo bajo un enérgico liderazgo. Su apoyo popular se
concentraba desproporcionadamente en la provincia nororiental de
Navarra, reino en otros tiempos e históricamente autónoma. Parte
de los carlistas unieron fuerzas después con Renovación Española
dentro del Bloque Nacional de Calvo Sotelo, aunque la asociación
resultó bastante incómoda.
La principal formulación nueva de la doctrina carlista fue El
Estado nuevo (1935) de Víctor Pradera. Se establecía en él la
identidad católica y una forma de corporativismo societario, dentro
de una monarquía, pero autónomo del Estado aunque parcialmente
regulado por él y compatible asimismo con una descentralización
regional parcial. Aunque la organización juvenil carlista, al igual que
las Juventudes de Acción Popular de la CEDA, adolecía de facetas
del vértigo fascista y empleaba en ocasiones eslóganes de ese tipo,
el corporativismo carlista, monárquico, tradicionalista, ultracatólico y
descentralizado en parte, se diferenciaba claramente del
autoritarismo moderno, radical y centralizado de Italia y
Alemania[20].

La aparición del fascismo español

Tardó en plasmarse en España un movimiento categóricamente


fascista, debido en medida considerable a la debilidad de su
nacionalismo. Durante los años veinte el espacio político fue
monopolizado por la dictadura de Primo de Rivera, simpatizante del
fascismo italiano, pero carente de un contenido político equivalente
al fascista. Algunos conatos de imitación apuntados a crear un
nuevo nacionalismo extremista o protofascismo entre 1923 y 1931
nacieron muertos. La primera figura digna de mención que propagó
la doctrina fascista en España fue Ernesto Giménez Caballero,
director de La Gaceta Literaria (principal revista literaria
vanguardista de la España de finales de los veinte[21]). Pero le faltó
capacidad o la oportunidad para crear un movimiento político y
enseguida se vio ignorado por el establishment cultural,
predominantemente liberal e izquierdista, convertido en sus propias
palabras en un «Robinson Crusoe literario[22]».
El primer grupo fascista organizado y continuo fue un núcleo
formado en Madrid por Ramiro Ledesma Ramos, joven intelectual
que empezó publicando un semanario, La Conquista del Estado, de
nombre derivado de un prototipo fascista italiano ampliamente
conocido. Seguían a Ramiro Ledesma un puñado de estudiantes,
eran diez, pero enseguida hicieron rancho común con Onésimo
Redondo Ortega, un abogado ultraderechista de Valladolid. En
octubre de 1931 fundaron la primera organización política española
de categórico cuño fascista, las Juntas de Ofensiva Nacional
Sindicalista, expresión típicamente prolija, que dio lugar al popular
acrónimo de JONS y al término de jonsistas, aplicado a sus escasos
miembros. Ledesma Ramos fue posiblemente la figura intelectual
más incisiva en la historia del fascismo español. Aspiraba a
desarrollar un nacionalismo revolucionario de tipo fascista que
pudiera competir con la izquierda entre las clases bajas, pero la
JONS nunca atrajo a más de unos dos mil partidarios en torno a
Castilla la Vieja, sin que lograra nada parecido a una movilización
política[23].
Elementos importantes de la extrema derecha española pusieron
empeño, con energía y un mejor financiamiento, en promover un
fascismo español en 1933. El triunfo de Hitler llamó vivamente la
atención y el interés, no tanto de los fascistas potenciales —pues al
parecer había muy pocos en España— como de los ultraderechistas
consumados o los potenciales, que eran mucho más numerosos. En
el verano de 1933 los representantes de los financieros e
industriales adinerados bilbaínos se pusieron a buscar un posible
jefe para un fascismo español, contrarrevolucionario y demagógico.
La figura más llamativa en ese sentido era José Antonio Primo
de Rivera, hijo mayor del difunto dictador, que se hallaba en plena
evolución, despegado del autoritarismo monárquico conservador,
hacia una forma más radical de autoritarismo nacionalista que, al
principio, no se diferenciaba mucho del de Calvo Sotelo. En 1933, el
joven abogado —conocido enseguida por todo el mundo como José
Antonio— se interesaba ya a fondo en algo bastante parecido al
fascismo (de cuño italiano) como vehículo capaz de dar forma y
contenido ideológico al régimen autoritario nacional procurado con
tanta inseguridad como poco éxito por su padre. A diferencia de
Ramiro Ledesma, que inicialmente mostró una mayor perspicacia
ideológica, José Antonio no se mostró al principio opuesto a emplear
la etiqueta de «fascista», aunque se decidió bautizar al nuevo
movimiento que fundó en octubre de 1933 con el nombre, más
original, de Falange Española (FE).
La Falange empezó desde el principio con mucho mayor
respaldo financiero que la JONS, impulsando a esta última a
fusionarse con ellos a principios de 1934, y la organización
resultante recibió el nombre de Falange Española de las JONS. En
los dos años siguientes, la Falange se distinguió sobre todo por su
insignificancia. Al igual que la Guardia de Hierro rumana y algunos
otros movimientos fascistas, dependía más que nada de un
creciente número de partidarios entre los estudiantes de
universidad, pero a diferencia del movimiento rumano, fue del todo
incapaz de lograr un apoyo de mayor espectro. La depresión había
producido en España proporcionalmente menos desempleo entre
los sectores de clase media baja que en Europa Central y Centro-
oriental, lo que evitó una seria desestabilización de lo que constituye
a ojos de muchos la «clase potencialmente fascista» por excelencia.
La única ventaja de ese período «de hablar en el desierto» fue
que les dio a los líderes del movimiento algún tiempo para
reflexionar sobre lo que en realidad buscaban. Al cabo de un año o
cosa así, José Antonio Primo de Rivera empezó a «virar hacia la
izquierda», al asumir matices más radicales el componente
nacionalsindicalista de los falangistas. A diferencia de otros
movimientos fascistas, los falangistas concretaron un programa
oficial, el de los Veintisiete Puntos, antes de terminar 1934. A esas
alturas se produjo una reacción, algo atrasada, ante el peligro de
caer en la imitación —ya Ledesma se había quejado del
«mimetismo» inicial de los falangistas—, y antes de concluir 1934,
los líderes falangistas negaban ser fascistas. Aun admitiendo que
tenían mucho en común, por ejemplo, con los fascistas italianos, los
falangistas hacían gran hincapié en la hispanidad y singularidad del
movimiento falangista.
En realidad, por su estilo, organización y doctrina, la Falange no
se diferenciaba en ningún aspecto realmente significativo del partido
de Mussolini. La retórica falangista seguía en ocasiones la línea
produccionista del fascismo italiano temprano, y José Antonio habló
de convertir a España en un «gigantesco sindicato de productores»,
aunque nunca se aclaró la articulación exacta de esa frase. La
Falange esgrimía la idea de una reforma agraria significativa y se
daba perfecta cuenta de que la solución del eterno subempleo
estaba en la industrialización, pero su única propuesta radical
concreta fue la nacionalización de la banca y el crédito[24].
Como otros muchos dirigentes fascistas, José Antonio
proyectaba un carisma inconfundible entre sus pocos seguidores.
En realidad fue tal vez el más ambiguo de los jefes de partidos
fascistas europeos de aquella época, al combinar un esteticismo
quisquilloso con un auténtico aunque contradictorio sentido de los
escrúpulos morales, un cultivado tono de distancia e ironía y, para
ser un político español de aquella época, una dosis escasísima de
espíritu sectario y de rencilla política. Entre todos los líderes del
fascismo nacional europeo, fue acaso al que más le asqueaba la
brutalidad y la violencia que lleva consigo toda empresa fascista, y
sin embargo, por inseguro y rebuscado que fuera su enfoque, nunca
renunció a los objetivos básicos del fascismo[25].
Hasta la primavera de 1936, Falange no había contado
probablemente nunca con más de diez mil afiliados regulares. Trató
de constituir un movimiento sindicalista nacionalista y antimarxista,
la CONS (Confederación Obrera Nacional-Sindicalista), que
pretendía contar con veinticinco mil miembros a principios de 1935,
cifra realmente dudosa. En agosto de 1934 firmó un acuerdo con
Renovación Española en el que Falange prometía no hacer nada
que obstaculizase la expansión de los monárquicos, a cambio de
una subvención mensual[26], pero aquel arreglo no duró mucho
tiempo. En la segunda mitad de 1935 el Gobierno italiano les
proporcionó una subvención mensual de 50 000 liras (unos 4500
dólares de entonces), suma inadecuada para llevar muy lejos al
partido. Aquella suma fue reducida pronto a la mitad y después
suprimida totalmente[27]. En España, el fascismo categórico no
estuvo nunca en condiciones de hacer frente a las fuerzas de la
izquierda en una contienda política directa, como en Europa
Central[28]. Aquella tarea quedó de cuenta de la derecha
conservadora.

La movilización de los intereses económicos

La combinación de la depresión, las reformas republicanas


laboral y de los reglamentos, y el aumento de las huelgas y los
disturbios, provocaron una oposición y movilización crecientes entre
las organizaciones de los intereses económicos. Tanto la
Confederación Gremial Española como la Confederación Patronal
Española se habían organizado en vísperas de la Primera Guerra
Mundial, seguidas de una Federación de Industrias Nacionales en
1924. Existían además numerosas estructuras provinciales y
regionales organizadas por asociaciones económicas tanto
sectoriales como de ámbito general, así como una serie de
agrupaciones de agricultores y ganaderos. Desde luego estas
últimas fueron las primeras en proyectar una influencia política
directa con la aparición del pequeño Partido Agrario en las Cortes
Constituyentes para proteger allí los intereses de los hacendados
conservadores. En marzo de 1933 los terratenientes de más talla se
congregaron para formar la nueva Confederación Española Patronal
Agrícola, y las diferentes agrupaciones de agricultores y ganaderos
ejercieron una oposición activa a la reforma agraria y su legislación
respectiva[29].
Las principales fuerzas industriales y comerciales se dieron
cuenta de que sus organizaciones estaban demasiado divididas y
tenían una estructura demasiado débil para constituir grupos de
presión eficaces, al menos en la mayoría de los casos, y ello se
tradujo en la formación de una nueva Unión Nacional Económica en
noviembre de 1931. Sin embargo, la UNE padecía las mismas
limitaciones que las organizaciones anteriores y nunca fue capaz de
lograr su objetivo de actuar en forma de un único portavoz, unido y
potente, de los intereses de la economía. En julio de 1933 se
convocó en Madrid una gran conferencia de protesta, a la que
asistieron representantes, según los anuncios, de «más de mil»
agrupaciones económicas locales, provinciales, regionales,
sectoriales y nacionales. Se dio un nuevo paso adelante para
conseguir un frente único, sólido y apiñado, con la formación de un
Bloque Patronal nuevo, y de ámbito nacional, en febrero de 1934[30].
La mayoría de los grandes intereses económicos se declararon
independientes de partidos específicos, pero apelaron a las fuerzas
patrióticas de centro-izquierda, centro y derecha para que opusieran
resistencia a las costosas reformas que aumentaban el coste de la
producción y alteraban las relaciones de propiedad existentes. En la
práctica, apoyaron básicamente al centro-derecha y a la derecha,
desde el Partido Radical a Renovación Española. Es cierto que
algunos hombres de empresa menores eran republicanos de
izquierda, o sea que no todos los sectores de las clases patronales
se alineaban sin más con la derecha política. Los grandes intereses
económicos no sólo buscaban la revocación de la mayoría de las
reformas del primer bienio, sino además un fortalecimiento positivo
propio en forma de más apoyos arancelarios y créditos y nuevos
contratos estatales de obras públicas. Intentaban como meta última
conseguir unas relaciones corporativas especiales con el Estado
español. Las elecciones de noviembre de 1933 les brindaban la
oportunidad de más alcance para hacer cambiar el rumbo de las
cosas. Invirtieron en aquella campaña sumas considerables de
dinero, cuyos beneficiarios principales fueron la CEDA y los
radicales. Con todo, los intereses económicos y patronales nunca
fueron capaces de hablar eficazmente con una sola voz. Los
empresarios menores hallaban que sus intereses estaban mal
representados por las grandes empresas que dominaban en las
asociaciones de más peso. Por otra parte, otros empresarios de tipo
más liberal, especialmente en Cataluña, tenían a veces una actitud
radicalmente distinta de las posiciones derechistas de los principales
grupos de intereses. Como vemos, la fragmentación de las fuerzas
sociales y políticas tenía un paralelo, aunque en menor grado, en la
relativa fragmentación de los intereses económicos[31].

Las elecciones a Cortes de noviembre de 1933

Las elecciones de noviembre de 1933 constituyeron la segunda


contienda parlamentaria democrática en la historia de España y las
únicas realmente reñidas, habida cuenta del desbarajuste de la
derecha en 1931. La campaña duró un mes entero y fue en general
muy activa, incluso apasionada, aunque hubo relativamente pocos
incidentes hasta muy avanzada la misma. Aunque reñida de veras,
no fue una campaña de polarización o amenaza total por parte de
los partidos principales, exceptuando dos discursos de Gil Robles[32]
y una llamada ocasional a la revolución hecha por un orador
socialista.
El sistema electoral existente había sido diseñado para
beneficiar a los grandes partidos o alianzas de carácter nacional,
pero el efecto que ejerció en 1933 fue diametralmente opuesto al
que se había producido dos años antes. Entonces los distintos
partidos republicanos y los socialistas habían formado alianzas
triunfadoras en la mayoría de los distritos, pero en 1933 los partidos
republicanos estaban divididos y se había hecho trizas la alianza
con los socialistas. La directiva socialista se sintió traicionada por el
resultado del primer bienio y por el veto que les habían aplicado al
final muchos republicanos, incluyendo a algunos republicanos de
izquierda. En consecuencia, los socialistas prefirieron ir solos, cosa
que hicieron también en la mayoría de los casos los partidos de la
izquierda republicana. Los grandes beneficiarios del voto de la clase
media-baja, liberal y moderada, emitido por gente desilusionada con
los dos primeros años iban a ser los radicales, mientras la CEDA
capitalizaría la reacción católica a gran escala producida entre los
sufragistas rurales del Norte y los de la clase media en general. En
un número considerable de provincias los radicales y los cedistas
formaron una alianza de centro-derecha, aunque la CEDA consiguió
también un entendimiento electoral general con los demás partidos
derechistas (carlistas, agrarios, Renovación Española) sobre la base
de una amplia amnistía, la defensa de la propiedad, y la prioridad de
someter a revisión la legislación laica y socialista. Los socialistas y
la CEDA se dedicaron mutuamente gran parte del lado ofensivo de
sus campañas, señalando especialmente los socialistas el uniforme
que vestían los jóvenes de la JAP y su invocación al estado
corporativo como precursores del fascismo. La CEDA, entretanto,
contaba con ser favorecida por una innovación republicana, la
concesión del voto a las mujeres, verdadera innovación de la
Constitución[33].
En el año último gran parte de la prensa, desde la conservadora
moderada a liberal hasta la ultraderechista, se había consagrado al
cultivo de un continuo crescendo de críticas al gobierno republicano
de izquierdas y a las Cortes Constituyentes. Una serie interminable
de nuevos libros volcaban críticas y acusaciones de todo tipo, desde
las razonables hasta las más sucias y desde críticas detalladísimas
de los gajes y honorarios embolsados por los diputados a Cortes de
los partidos del gobierno[34] hasta las diatribas ideológicas más
absolutas.
La campaña desplegó muchas emisiones de radio y algunos
vuelos de candidatos en avión. La CEDA hizo uso de los esquemas
más elaborados, llegando a imprimir al parecer doscientas mil fotos
en color y a presentar «cortos» cinematográficos de discursos de Gil
Robles. En los últimos días se emitieron «spots» de radio hasta
veinte veces al día, e incluso aparecieron algunos anuncios de
neón. En esos días los tumultos estudiantiles cerraron varias
universidades, mientras la huelga de la construcción produjo en
Madrid la muerte de tres trabajadores.
El día de las elecciones transcurrió en general tranquilo: hubo
algunos disturbios y un total de seis muertos[35]. Los socialistas
presentaron después acusaciones de fraude electoral —a cargo,
sobre todo, de los radicales— en dos provincias gallegas (Orense y
Pontevedra) y en Granada, con algunas pruebas en qué apoyar sus
reclamaciones, y hubo indicios de fraudes menores izquierdistas en
Valencia, pero aunque estuviesen justificadas todas aquellas
acusaciones, se puede decir en último término que fue una
contienda electoral libre y limpia.
Los grandes ganadores fueron los radicales y la CEDA, y ambos
sacaron ventaja tanto del sistema electoral como de la reacción de
los moderados y los conservadores. Los radicales, que supieron
jugar la partida mejor que ninguno, lograron una representación
superior a la que les correspondía, con 104 diputados, mientras la
CEDA se alzó con la mayor delegación parlamentaria unitaria: 115
diputados. Los socialistas sufrieron un gran castigo por presentarse
solos y les quedaron sólo 60 escaños, aunque habían conservado la
mayor parte de su voto popular. La gran perdedora fue la izquierda
republicana, privada de un apoyo de coalición en la mayoría de las
provincias y abandonada por muchos de sus antiguos votantes, y
quedó desinflada del todo. (Véase la tabla 8.1.)
Tabla 8.1. Resultados electorales de 1933
Número estimado Porcentaje total Número de Porcentaje de
Sector
de votantes de votantes escaños escaños
Izquierda
190 244 2,24 1 0,2
revolucionaria
Socialistas 1 685 318 19,84 62 13,1
Republicanos de
1 199 976 14,13 36 7,6
izquierda
Republicanos
2 548 939 30,01 176 37,2
del centro
Derecha
2 059 290 24,25 153 32,4
moderada
Extrema derecha 777 254 9,15 45 9,5
Diversos 32 259 0,38 … …

Fuente: Irwin, 1933 Cortes Elections, 269.

Había habido sin duda algún desplazamiento de la opinión


pública hacia el centro y el centro-derecha, unido a una movilización
mucho más intensa del voto derechista, aunque el cambio real de la
opinión fue muy inferior al que daba a entender el teatral cambio de
la composición del Congreso. El índice general de abstención, del
32 por ciento, no se alejó del promedio de los tres comicios
republicanos. Se situaba así bastante por encima de la norma
europea occidental, pero no era sorprendente en un país con un 25
por ciento de adultos analfabetos. Otro factor debilitador de la
izquierda fue el alejamiento de los anarcosindicalistas, con un índice
de abstención a todas luces mayor que en 1931[36].
El sistema electoral había producido el efecto de un gran vaivén
de péndulo y no el de un simple ajuste[37]. Los socialistas y
republicanos de izquierda, autores principalmente del nuevo
sistema, se veían ahora convertidos en una minoría pequeña e
impotente, y tanto más inclinada hacia una radicalización. El nuevo
Parlamento iba a estar más equilibrado en lo político y lo ideológico,
pero iba a contener unas agrupaciones, izquierdistas y derechistas,
mutuamente antagonistas, que producirían casi inevitablemente una
polarización más acusada. Por otra parte, la discontinuidad de la
experiencia parlamentaria, tan marcada en las Cortes
Constituyentes, iba a continuar. En 1931 sólo 64 diputados habían
tenido escaños en el antiguo Congreso monárquico, y el 55,6 por
ciento de los diputados elegidos aquel año no volvieron a sentarse
en los Congresos republicanos siguientes. El 46 por ciento de los
diputados elegidos en 1933 no se habían sentado en las Cortes
Constituyentes y tampoco serían elegidos de nuevo en 1936, y en
esas últimas elecciones republicanas la proporción aproximada de
diputados noveles vendría a ser la misma[38]. Del gran bloque de los
nuevos diputados de la CEDA, sólo diez tenían experiencia
parlamentaria anterior.

Julian Besteiro, votando en Madrid en noviembre de 1933.

El único rasgo potencialmente constructivo de las nuevas Cortes


fue el mayor poder del centro democrático. Los radicales casi
igualaban en número a los cedistas, mientras que los republicanos
progresistas de Alcalá Zamora y los republicanos conservadores de
Maura habían conservado la mayoría de sus escaños (aunque
bajaban de un total combinado de 28 a sólo 21), los
liberaldemócratas de Melquíades Álvarez ascendieron de un total de
dos a ocho, y los nacionalistas vascos perdieron sólo dos escaños.
Las derrotadas izquierdas reaccionaron con rabia y
desesperación, temiendo que un gobierno derechista o
semiderechista deshiciera la mayoría de las reformas logradas en el
bienio anterior. Estaban menos dispuestos que la derecha en 1931 a
aceptar una derrota electoral temporal, a pesar de haber redactado
ellos la ley electoral y haber administrado las elecciones un gabinete
de republicanos. «De ahí», escribe Santos Juliá, «que tanto los
republicanos de izquierda como los socialistas reaccionaran sin
demora para solicitar, algunos, la formación de un gobierno de
concentración republicana que, en caso de no obtener la mayoría al
presentarse ante las Cortes, las disolviera y convocara nuevas
elecciones[39]».
Se hicieron varias propuestas que apuntaban en ese sentido
todavía bajo el calor de las elecciones. La primera fue presentada
por el ministro de Justicia radicalsocialista de izquierda Botella
Asensi justo al día siguiente (20 de noviembre), apremiando a Alcalá
Zamora para que firmase inmediatamente un decreto para anular el
resultado de las elecciones. Tal solicitud fue repetida por Gordón
Ordás, de otro modo más moderado ministro de Industria radical-
socialista, quien propuso que el presidente disolviera el Parlamento
antes de que se efectuase la segunda ronda del desempate
electoral[40]. En el mismo tono, Largo Caballero declaraba que la
única salida sería una disolución lo antes posible[41].
Algo después, el 4 de diciembre, al día siguiente de efectuarse la
segunda ronda de los comicios, Azaña se entrevistó privadamente
con Martínez Barrio, el Primer ministro provisional. Se lamentaba de
que la izquierda estuviese tan seriamente subrepresentada en el
nuevo Congreso en comparación con el total de su voto combinado,
ignorando la circunstancia de que la izquierda había redactado
aquella ley electoral, dirigido la campaña respectiva y la política de
alianzas exactamente como le pareció oportuno, y había sido
derrotada en unas elecciones libres y limpias. En consecuencia lo
presionó para que se formara inmediatamente un nuevo gobierno
republicano de coalición para efectuar unas nuevas elecciones.
Aunque la proposición fue rechazada por Martínez Barrio, fue
repetida al día siguiente en una carta al Primer ministro firmada por
Azaña, Casares Quiroga y Marcelino Domingo[42].
Otra proposición fue presentada a Alcalá Zamora por el diputado
socialista Juan Negrín en nombre de la delegación parlamentaria
socialista, presionándolo para que se formara un nuevo gobierno
republicano de izquierdas, se redactase una nueva ley electoral que
garantizara la victoria de las izquierdas, que se cancelaran entonces
los resultados electorales y se hicieran nuevas elecciones. Cuando
el presidente les preguntó que cómo esperaban que un Parlamento
nuevo fuera a aprobar una ley para su propia extinción, Negrín
replicó que las nuevas Cortes aceptarían un decreto presidencial
que pospusiera temporalmente su convocación. En ese tiempo
podría aprobar una nueva ley electoral una Diputación Permanente
reconvocada de las antiguas Cortes Constituyentes[43]. Alcalá
Zamora rechazó todas aquellas solicitudes de hacer trampa al
proceso constitucional, pero toda aquella impaciencia por parte de
los autores de la nueva democracia para pasar por alto el proceso
democrático no auguraba nada bueno para el futuro de la política
española.
Mientras el presidente se mantenía firme contra todos aquellos
empeños de burlar el resultado de las elecciones, el gabinete
provisional de Martínez Barrio tuvo que hacer frente a otra crisis
más de orden público, de inspiración anarquista. El año de 1933
había señalado una etapa de decadencia tanto para la FAI como
para la CNT, pero los faístas empecinados sacaron en conclusión de
algún modo que había llegado la hora para un último espasmo
insurreccional antes de que pudiera formarse un nuevo gobierno
regular. Se trataba de otro «juego revolucionario» anarquista más,
con la idea de que, como Barcelona renqueaba, había que tomar la
iniciativa en Zaragoza y otros centros más periféricos de la actividad
faísta, lo que encendería de algún modo una mayor insurrección. La
realidad fue que sólo el sector zaragozano del movimiento mostró
verdadero entusiasmo por el novísimo paroxismo[44].
El 1 de diciembre estallaron dos grandes bombas en Barcelona,
y al día siguiente, a petición de la Generalitat catalana misma, el
gobierno declaró el estado de prevención en toda Cataluña, y dos
días después en toda España. La policía empezó a cerrar los
centros de la CNT, y también los de los carlistas y de la Falange,
como buena medida. La insurrección, la última de los tres ochos[45],
empezó el 8 de diciembre (fecha señalada para la apertura de las
nuevas Cortes) con explosiones e incidentes en ocho ciudades
distintas. En la mañana del día 9 se había declarado en todo el país
el estado de alarma. Los disturbios principales se produjeron en
Zaragoza y Barcelona, pero hubo también incidentes violentos en
otras nueve provincias del Norte, Este y Sur. Hicieron descarrilar
varios trenes; la voladura de un puente en Valencia produjo una
catástrofe en la que, según distintas fuentes, murieron entre 16 y 20
pasajeros. El episodio más espectacular se produjo en la localidad
de Villanueva de la Serena (Badajoz), donde se sublevó el sargento
encargado de un centro local de reclutamiento del ejército,
apoderándose del cuartelillo con ayuda de unos cuantos soldados y
unos quince civiles anarquistas. Se movilizaron tropas para tomar el
cuartel a la mañana siguiente. Murieron siete rebeldes, incluyendo el
sargento.
La rebelión tuvo su fuerte en Zaragoza, de donde se extendió a
cuatro provincias vecinas. La FAI-CNT se adueñó
momentáneamente de varias pequeñas ciudades de Huesca, Álava
y Logroño, donde declaró oficialmente el «comunismo libertario»,
quemando archivos y aboliendo el dinero. El 12 de diciembre las
autoridades habían logrado un amplio control de la situación, y un
mes después el Ministerio de Gobernación informaba de que la
insurrección había costado la vida a once guardias civiles, otros tres
policías, y setenta y cinco civiles, unas estadísticas probablemente
incompletas. Fueron detenidos centenares de activistas de la
CNT[46].
El gobierno de centro-derecha

El problema más difícil al que tuvo que enfrentarse la República


fue el intento de formar un nuevo gobierno estable a partir de un
Parlamento nuevo lastimosamente fragmentado y polarizado. La
Constitución dejaba la iniciativa en manos del presidente, que se vio
entonces situado en la primera fila de los trajines políticos, posición
que iba a conservar durante más de dos años, hasta las siguientes
elecciones. Don Niceto estaba ansioso por ejercer un papel más
dominante y, a pesar de las destructoras consecuencias de algunas
de sus maniobras, sus a menudo miopes iniciativas trataban
sinceramente de sentar un régimen liberaldemócrata más
moderado, equidistante de la derecha y la izquierda.
La CEDA contaba en aquel momento con la delegación
parlamentaria más numerosa, normalmente la base de una coalición
idónea. Pero Gil Robles se había adelantado a decir, más de una
vez, que la CEDA no estaba aún preparada para gobernar, por no
hallarse aún totalmente unificada ni madura como organización
política, y lo estaba en cambio para apoyar a un gobierno no
izquierdista moderado, compuesto por otros partidos. De ahí que, a
ojos de Alcalá Zamora, la mejor opción se situaba claramente en el
partido número dos, los radicales de Lerroux, principal fuerza del
centro. A los radicales no les faltaban inconvenientes: don Alejandro
acababa de cumplir los setenta, y su energía empezaba a declinar.
Los radicales habían sido siempre personalistas y oportunistas y
habían dado cabida últimamente a muchos nuevos elementos
conservadores, moderados, deseosos de hacer carrera con la
República. Su postura en muchos temas era no poco ambigua, y
carecían de un programa completamente definido. Algunos de los
viejos líderes radicales habían logrado en años anteriores bastante
fama de corruptos en su desempeño del gobierno local. Su partido
era muy localista, se componía de muchos grupos provinciales
distintos, aglutinados por el carisma de Lerroux. La talla de la
directiva radical era en el mejor caso dudosa, y les faltaban al
parecer portavoces sólidos, experimentados y enérgicos, capaces
de hacer frente a los grandes problemas. Un diputado de la CEDA
dijo: «Esta minoría radical me recuerda un viaje en barco: personas
de toda edad y condición, reunidas únicamente para hacer el
viaje[47]». Pero la diversidad misma de los radicales podía constituir
también una fuente de energía. A finales de 1933 se habían
convertido en varios sentidos en la mayor fuerza existente en la vida
política local, e incluían en sus filas a muchos alcaldes y presidentes
de diputaciones provinciales, especialmente en Levante y en el
Sur[48].
Lerroux presentó su nuevo gobierno a las Cortes el 19 de
diciembre. Su gabinete se componía de siete radicales (contado él
mismo), dos republicanos independientes y un ministro de los
republicanos progresistas de Alcalá Zamora, otro de los
liberaldemócratas[49], y otro de los agrarios, más conservadores.
Prometió mantener la Constitución republicana y las reformas
positivas del bienio anterior, ejercer un gobierno equitativo para todo
el mundo, y la corrección de todo tipo de abusos. El problema
residía en que los cuatro partidos que componían la nueva coalición,
representaban entre todos apenas un tercio de los votos de la
Cámara y no podían sobrevivir sin la aquiescencia de la CEDA. Gil
Robles estaba dispuesto a concedérsela, a pesar de sus
expresiones ocasionalmente amenazadoras durante la campaña.
Aquel mismo día presentó a las Cortes el programa legislativo de la
CEDA, que incluía una amnistía completa para los presos políticos,
una revisión de la legislación en materia religiosa y la anulación de
determinadas reformas económicas. Atacó a los jurados mixtos, al
laboreo forzoso y a la legislación referente a los términos
municipales, y ejerció presión además en pro de una reducción de la
extensión de tierra sometida a expropiación bajo la reforma agraria.
Al mismo tiempo expresó Gil Robles la necesidad de ejercer un
esfuerzo mayor contra el desempleo y de una expansión de las
obras públicas, que se pagarían con unos impuestos más altos.
Estableció públicamente sus diferencias con el jefe falangista José
Antonio Primo de Rivera sobre el tema de una dictadura nacional,
afirmando que «la deificación del Estado y la anulación de la
personalidad individual» iban contra sus principios. En tanto que el
gobierno radical procediese actuando de una manera constructiva
de acuerdo con las normas de la CEDA, disfrutaría, al menos de
momento, del apoyo del voto de la misma, extendido también a un
nuevo proyecto de ley del ministro de Agricultura progresista, de
febrero de 1934, que permitía a los yunteros extremeños
desprovistos de tierras que permaneciesen de momento en las
tierras donde se les había situado con carácter temporal[50]. Gil
Robles empezó a utilizar términos como «en deferencia a»,
«disposición a trabajar dentro de la» y «respeto por» la
República[51]. Los agrarios, representados esta vez en el gobierno,
fueron más lejos: el 23 de enero de 1934 su minoría se reorganizó
oficialmente como el Partido Agrario Español y declaró su deseo
«de acatar el régimen legalmente establecido», aunque aquello
provocó la dimisión de los cinco diputados más conservadores del
grupo.
Lerroux estaba a sus anchas. Y convencido de que los radicales
cumplían toda una tarea patriótica empezando a domesticar a las
derechas dentro de la República, algo que, con todo acierto,
consideraba necesario para la supervivencia del régimen[52]. El
tanto más inmediato para la CEDA fue que la nueva administración
ignoró la Ley de Congregaciones, aprobada seis meses antes, lo
que permitió a los colegios católicos seguir funcionando con
normalidad. En enero de 1934, el nuevo ministro de Relaciones
Exteriores, Pita Romero, fue enviado a Roma a iniciar negociaciones
para establecer un nuevo Concordato y poco después, el 4 de abril,
se aprobó una ley que autorizaba al gobierno a seguir pagando a los
curas de más de 40 años de edad en las localidades pequeñas un
sueldo equivalente a dos tercios del de 1931. La Semana Santa de
aquella primavera se celebró por todo lo alto por primera vez en tres
años, y los radicales anticlericales de la vieja ola vieron con gran
disgusto cómo el nuevo ministro de Gobernación radical participaba
a pie en una procesión sevillana.
El compromiso centroderechista —única opción viable en las
circunstancias inmediatas— provocó enseguida nuevas tensiones
tanto en su ala izquierda como en la derecha. Martínez Barrio, figura
número dos del Partido Radical y jefe del reciente gobierno
provisional, evidenció un descontento creciente a cuenta del giro de
su partido hacia la derecha. Se ha especulado con que sintiera
también envidia por el encumbramiento logrado por el nuevo
miembro más ilustre del partido, don Santiago Alba —figura muy
importante en el antiguo Partido Liberal de la monarquía—, que
acababa de ser elegido presidente de las Cortes. Martínez Barrio
era además Gran Maestre del Gran Oriente español, o sea el masón
número uno de España, y por lo tanto, el líder del liberalismo
masónico. La muy leída revista Blanco y Negro publicó una
entrevista que le había hecho el 4 de febrero, en la que declaraba
que era «un hombre de izquierdas», y afirmaba que no podía
colaborar con una política centroderechista. Recibió como
contestación un manifiesto público de 16 de los diputados radicales
más conservadores, que pedían una revisión de la Constitución, una
política más propicia hacia la Iglesia, y la dimisión de cualquier
ministro del Gobierno que no estuviese de acuerdo. Lerroux trató de
suavizar todo el asunto, pero a final de mes Martínez Barrio dimitió
de su cartera de ministro de Guerra, junto con el ministro de
Hacienda, radical también. Dos meses y medio después,
abandonaría del todo el partido[53], seguido por una serie de
diputados radicales más liberales y un sector liberal del partido en
Valencia, uno de los baluartes radicales[54].
Aquello exigía una reorganización del gobierno de Lerroux al
cabo de sólo dos meses y medio, y siguiendo su costumbre, el
presidente Alcalá Zamora, sacó ventaja de la ocasión para
desplegar toda su pompa y retórica, tratando el asunto como una
crisis grave que podía exigir una intervención presidencial. En pocos
días quedó reorganizado el gabinete prácticamente sobre la misma
base. Rafael Salazar Alonso, un político del sector más conservador
del partido, se convirtió en ministro de Gobernación, y Salvador de
Madariaga aceptó la cartera de Instrucción Pública, cumpliéndose
de esta manera, aunque por poco tiempo, el objetivo de Lerroux de
incluir en su gabinete por lo menos a uno de los intelectuales más
prestigiosos del país[55].
Entretanto, la complacencia mostrada por la CEDA apoyando a
un gobierno de centro-derecha había puesto furiosos a sus recientes
aliados electorales de la extrema derecha, que rompieron enseguida
con el partido de Gil Robles, pasando rápidamente a una posición
totalmente polarizada y subversiva. Aunque la CEDA había ganado
el apoyo del Vaticano, los monárquicos buscaron el respaldo directo
del partido fascista de Mussolini, e hicieron negociaciones para
lograr un apoyo italiano a un derrocamiento violento de la República
por la derecha monárquica. Representantes de Renovación
Española y de la Comunión Tradicionalista (carlista) se reunieron en
Roma el 31 de marzo con el ministro italiano del Aire Italo Balbo y
firmaron con él un acuerdo secreto que prometía a los rebeldes
españoles 1 500 000 pesetas de ayuda económica, 10 000 fusiles,
200 ametralladoras y otras formas de ayuda, además de la
oportunidad de entrenar a voluntarios militares en Libia, entonces
colonia italiana. Se convenía además en aquel pacto que el nuevo
régimen español negociaría un tratado de neutralidad y amistad con
Italia y que se coordinarían los intereses comerciales mutuos[56]. El
primer medio millón de pesetas les fue pagado al día siguiente, y
enseguida marcharon a Libia unos cincuenta voluntarios
tradicionalistas a recibir entrenamiento militar. El arreglo entero se
mantuvo en secreto con éxito, pero se convirtió pronto en letra
muerta porque los grupos monárquicos demostraron su incapacidad
para concitar la fuerza y unidad precisas para aprovecharse de él. Ni
un arma fue enviada a España, y el proyecto entero fue cancelado
por Mussolini un año después al no haber sido capaces los
monárquicos españoles de dar muchas señales de vida. El Duce no
deseaba complicar su política exterior al estar preparando su ataque
a Etiopía[57]. A pesar de todo, las publicaciones españolas de
extrema derecha empezaron desde aquel momento a discutir
abiertamente la doctrina de justificación de la insurrección[58], y en
mayo los carlistas se desplazaron todavía más hacia la derecha. Se
disolvió la junta existente, que había estado dispuesta a colaborar
con los monárquicos alfonsinos, y fue nombrado un nuevo secretario
general, Manuel Fal Conde. Extremista y exclusivista, Fal Conde
trataba de efectuar una restauración carlista manu militari y estimuló
el entrenamiento de las milicias tradicionalistas (requetés).
Entretanto el Gobierno había cumplido su promesa de introducir
una legislación de amnistía, presentada por el ministro de Justicia,
Ramón Álvarez Valdés, liberaldemócrata, el 23 de marzo. Álvarez
Valdés se vio pronto en aprietos al declarar que se oponía a todos
los intentos de hacerse con el poder mediante la fuerza, ya se
tratara de derechistas en 1932 o de anarquistas en 1933. El astuto
Indalecio Prieto, percibiendo un lado flaco por donde se podía
debilitar al gobierno, quiso saber si Álvarez Valdés repudiaba
también a los rebeldes republicanos de Jaca de diciembre de 1930.
Dicho sea en su honor, el ministro de Justicia mantuvo una postura
coherente, recalcando que la República había sido traída al país por
las elecciones del 14 de abril de 1931. Su negativa a aprobar la
conducta de Galán y García Hernández le acarreó una andanada
furiosa de la izquierda, que afirmaba que Álvarez Valdés había
difamado a los sagrados mártires de la República. El infeliz ministro
—cuya postura personal era de hecho irreprochable— dimitió
enseguida, para ser sustituido el 17 de abril por Madariaga, quien
ocupó temporalmente dos ministerios. Madariaga creía que era
necesario hacer lo más posible para conseguir la reconciliación
política nacional antes de que la polarización llegara al extremo.
Cuando los socialistas pusieron la objeción de que la nueva ley
concedía la amnistía exclusivamente por los actos cometidos hasta
el 3 de diciembre de 1933 con lo que quedaban excluidos los
muchos centenares de anarcosindicalistas detenidos después de la
insurrección más reciente, la fecha límite fue extendida hasta el 14
de abril de 1934, tercer aniversario de la proclamación de la
República. Se aprobó el día 20 por 269 votos contra uno.
Enseguida se presentó un callejón sin salida a nivel presidencial,
al oponerse Alcalá Zamora a la ley porque debilitaba a la República
y dejaba en libertad a sus enemigos. Prefirió devolverla al Congreso
para su reconsideración, cosa que le permitía hacer el artículo 83 de
la Constitución, pero el artículo 84 exigía el refrendo respectivo de al
menos un ministro del gobierno para un acto de ese tipo, y ninguno
de los ministros en funciones accedió. Lerroux, siguiendo su
costumbre, sugirió un compromiso. Se promulgarían con la amnistía
dos decretos adicionales, especificando uno que no se restituyese
nada de la tierra expropiada a los Grandes ni a ninguna de las
personas convictas de implicación en la sanjurjada, y el otro que
ninguno de los jefes militares amnistiados volviese al servicio activo.
La amnistía, de fecha 20 de abril, fue anunciada al fin oficialmente el
2 de mayo. Y por primera vez desde agosto de 1932 se autorizó la
apertura de la sede de Acción Española, y Calvo Sotelo regresó a
España dos días después.
Entonces, Alcalá Zamora provocó deliberadamente una crisis de
gobierno, adjuntando a su firma de la nueva ley un ampuloso
memorándum de treinta y cuatro páginas en forma de un mensaje a
las Cortes, en el que se detallaban todas las objeciones jurídicas y
políticas del presidente contra ella[59]. Gil Robles le prometió a
Lerroux el apoyo de los votos de la CEDA para un voto de confianza
parlamentario, pero el viejo león no deseaba crear una nueva crisis
que pudiera amenazar el equilibrio de las instituciones republicanas
y dimitió el día 25. Al día siguiente corrieron rápidamente rumores
de que los radicales y sus amigos del alto mando militar preparaban
un golpe. Aunque se trataba evidentemente de una falsa alarma, se
declaró en toda España el estado de alarma, mientras Azaña y otros
muchos republicanos de izquierda pasaban la noche en vela[60],
aliviados de sólo pensar que el presidente había sabido vetar la
continuación de Lerroux como Primer ministro.
Al día siguiente, Alcalá Zamora pidió a Ricardo Samper, uno de
los lugartenientes de Lerroux, que formase gobierno. Hombre
sencillo, calvo, de cara cómica y alargada, Samper era un veterano
radical valenciano, antiguo partidario del novelista Blasco Ibáñez
desde el lado más liberal del partido. Aunque el veto de don Niceto a
Lerroux puso furiosos del todo a muchos radicales, constituían el
partido de compromiso por excelencia, y Lerroux les recomendó que
colaborasen. El nuevo gabinete de Samper se compuso de ocho
radicales, un ministro agrario, otro de los republicanos progresistas y
otro liberaldemócrata, además de un independiente. Y Madariaga
(que nunca había sido diputado) regresó a Ginebra. La impresión
general de que se trataba de un gabinete de nulidades manipuladas
por Alcalá Zamora era bastante atinada. Azaña hizo la desdeñosa
observación de que habría preferido que semejante conjunto de
ceros a la izquierda hubiesen pertenecido a un gobierno
monárquico.
Aquella crisis puso en el candelero el problema mayor del
gobierno republicano en los dos años siguientes: una negativa
generalizada a permitir el funcionamiento normal del sistema
parlamentario constitucional. Se trataba de una crisis personal y
artificial provocada por el presidente mismo, que se las había
arreglado para vetar como Primeros ministros a los líderes de los
dos mayores partidos del Congreso. En un sentido, su interferencia
y manipulación había llegado a mayores extremos que los
imputados a don Alfonso XIII, porque, según evidenciarían los
acontecimientos, trataba personalmente de sustituir a Lerroux —al
que veía entonces como rival personal— como líder del centro
republicano[61]. En el proceso de los acontecimientos consiguió
ganarse la enemistad de todos, porque había sido incapaz de
bloquear la ley de amnistía del centro y la derecha, que a partir de
entonces cada vez lo aborrecieron más, y al mismo tiempo fracasó
de lleno en su intento de apaciguar a las izquierdas, que exigían
mucho más. En los dos años siguientes se repetiría varias veces
ese tipo de maniobra, cada vez para mayor descrédito y
debilitamiento del sistema parlamentario.
CAPÍTULO 9

LA INSURRECCIÓN REVOLUCIONARIA DE 1934

Varios historiadores aseguran que el proceso más decisivo


ocurrido durante la historia de la República antes de julio de 1936
fue el cambio de la política socialista en 1933-1934, aunque no
existe coincidencia en cuanto a las causas de ese cambio. Unos lo
atribuyen sobre todo al peligro que suponía la derecha tras la
derrota socialista en las elecciones de 1933 y el ascenso
consiguiente de la CEDA. Otros señalan la influencia del estado de
cosas reinante en Europa Central tras la implantación del régimen
de Hitler y de una dictadura derechista en Austria, señales claras de
la derrota de los dos movimientos socialistas más fuertes de Europa.
Algunos citan también el relativo empeoramiento de la depresión en
1932-1933. Finalmente apuntan otras el comienzo de la
radicalización socialista en el verano de 1933, un fenómeno no
relacionado específicamente con la cronología de los asuntos
exteriores ni con la derrota electoral nacional, sino originado al
parecer por el debilitamiento de la coalición de los socialistas con la
izquierda republicana, la creciente frustración que sufrían las
iniciativas reformistas republicanas, y la pendiente amenaza de la
pérdida del gobierno[1].
Escribe Santos Juliá:
Quizá convenga recordar en este contexto que las primeras manifestaciones de
dirigentes socialistas sobre la necesidad de adueñarse de todo el poder o de
conquistarlo por los medios que fuese —lo que no excluía naturalmente el empleo de la
violencia— no guardan relación alguna con un presunto temor a la amenaza del
fascismo. Los socialistas comenzaron a elaborar el discurso de la conquista del poder
inmediatamente que fueron excluidos del gobierno y ante la perspectiva de que fuesen
los radicales quienes se hicieran con la presidencia. En estos momentos, nadie
identificaba a Lerroux con el fascismo y nadie, ni siquiera Lerroux, pensaba que a los
dos meses tendría que gobernar apoyado parlamentariamente por la CEDA. A los
socialistas les bastó sentirse excluidos, expulsados de la responsabilidad de gobernar
para anunciar sus nuevas intenciones políticas: ese cambio, todavía incipiente, es
incomprensible si no se tiene en cuenta que todos consideraban a la República como
criatura propia y todos creían gozar de un derecho, anterior a las elecciones y al voto
popular, para gobernarla[2].

La posibilidad de un cambio fundamental en la política no fue, sin


embargo, el mero resultado de los cálculos de determinados líderes.
Estaba muy condicionado por una creciente marea de descontento
entre los obreros de la UGT en 1933 y 1934. El ahondamiento de la
depresión se tradujo en un aumento continuo del desempleo, según
señala la tabla 9.1, al tiempo que la reforma laboral y social habían
perdido el tren menos de un año después de la aprobación de una
ley de reforma agraria mal concebida. Los grandes intereses
económicos —muy en especial los grandes latifundistas— pasaron
a la ofensiva en el año 1933, cuando se demostró que un Estado
español relativamente débil carecía del aparato administrativo
necesario para imponer todas las nuevas reformas, sobre todo en el
campo. Las nuevas regulaciones estaban convirtiéndose en letra
muerta en parte de algunas provincias rurales, y Largo Caballero
aseguraba que en sus últimos meses como ministro de Trabajo
recibía continuamente a delegaciones de trabajadores de provincias
que acudían a Madrid para apremiar al partido para que
interviniese[3]. El comité nacional de la UGT se había reunido, ya el
18 de junio de 1933, para hacer frente al problema de la disminución
de afiliados. A finales de ese año, el número de ellos se había
reducido hasta en un tercio. La FNTT se quejaba de que en las
provincias campesinas del Sur los jornales habían bajado hasta en
un 60 por ciento (dato, probablemente, muy exagerado) y que en
algunas comarcas sólo se daba trabajo a los jornaleros que
estuviesen dispuestos a salirse del sindicato. La combinación de
todos esos factores dio pábulo a una militancia cada vez mayor
entre muchos trabajadores socialistas, y todavía en mayor medida
en las Juventudes Socialistas.
Tabla 9.1. Aumento del desempleo

Junio de 1932 446 263


Agosto de 1933 588 174
Diciembre de 1933 618 947
Abril de 1934 703 814

Fuente: Boletín del Ministerio de Trabajo, Enero, 1935, en Preston, CSCW, 219.

Fue en medio de ese clima donde Largo Caballero había


ventilado la idea de una revolución directa en la escuela de verano
de las Juventudes Socialistas en agosto de 1933, opinión que
repitió, aunque usualmente en términos más discretos o equívocos,
en una serie de discursos pronunciados el año siguiente. La
izquierda socialista aumentó sin cesar en fuerza e influencia bajo su
liderato fáctico, aunque no estaba claro qué nuevas medidas
políticas u objetivos podrían sustituir al colaboracionismo. La
izquierda más exaltada se había opuesto siempre a la participación,
pero Largo Caballero y los demás líderes no tenían una estrategia
alternativa que proponer. Al caer el primer gobierno de Lerroux, los
jefes del partido habían dado su apoyo a una tentativa malograda de
Felipe Sánchez Román, diputado moderado de la izquierda
republicana, para reorganizar la coalición izquierda republicana-
socialista, incluso con una base más moderada.
El desastre electoral que sobrevino enseguida, evidenció que no
era posible ninguna forma de coalición izquierdista y que era
inevitable un gobierno más conservador. Si, como hemos indicado
en el capítulo 8, la primera reacción fue una solicitud urgente hecha
a Alcalá Zamora de que se tomaran disposiciones para cambiar la
ley electoral, disolver el nuevo Parlamento y hacer después unas
nuevas elecciones en condiciones más favorables a las izquierdas,
la segunda consistió en prepararse para tomar medidas activas. En
consecuencia, en una reunión conjunta de las comisiones ejecutivas
del partido y la UGT el 25 de noviembre de 1933, se acordó que si
se hacían con el poder «elementos reaccionarios», los socialistas
«tendrían que alzarse enérgicamente[4]», aunque quedó en el aire lo
que significaba aquello exactamente. Cuando la FAI-CNT lanzó su
última miniinsurrección el 8 de diciembre, la comisión ejecutiva del
partido se pronunció inmediatamente desmintiendo cualquier
conexión.
Aunque se hablaba mucho de revolución en algunos centros, y
se oían disparates cada vez mayores sobre la similitud con la
situación reinante en Rusia en 1917, la única estrategia que supo
concebir la directiva del partido fue una especie de acción
semidefensiva indefinida para impedir que formaran gobierno las
derechas. El continuo deterioro reflejado por las relaciones
industriales servía sólo para exacerbar el clima de militancia
reinante entre los trabajadores socialistas. El primer gobierno de
Lerroux había suspendido el decreto de los términos municipales en
algunas provincias, y el segundo gobierno de don Alejandro había
abrogado por completo, con carácter provisional, a principios de
1934. Incluso algunos socialistas podrían haber admitido que la ley
de los términos había sido mal pergeñada. Mucho más serio era el
cambio que se había iniciado en el funcionamiento de los jurados
mixtos, que habían dejado de ser particularmente favorables a los
trabajadores. Aunque toda la legislación reformista seguía vigente
en los libros, parte de ella no se ponía en práctica en absoluto, al
tiempo que el desempleo mantenía su aumento inexorable. La
respuesta de la directiva seguía siendo equívoca. El 3 de enero
bramaba El Socialista: «¿Armonía? ¡No! ¡Lucha de clases! ¡Odio a
muerte a la burguesía criminal!», pero cinco días después una
delegación de la FNTT visitaba al ministro de Trabajo para
presionarlo a fin de que siguiera exigiendo la práctica de la
legislación existente. Entretanto la CEDA anunciaba unos planes
para cambiar radicalmente las normas existentes e incluso para
tratar de aumentar los efectivos de la guardia civil para controlar la
disidencia.
Aumentaba también la animosidad contra los antiguos aliados de
los socialistas y Azaña mismo expresó su alarma. Anotaba en su
diario el 2 de enero: «Una derrota electoral y sus desastrosas
consecuencias deben repararse en el mismo terreno», lamentando
la creciente tendencia de los socialistas a amontonar a los
republicanos reformistas democráticos dentro de la categoría
general de fuerzas burguesas reaccionarias. Aunque el gobierno de
Lerroux había rechazado claramente el hacer más reformas y no
convertía en realidad todas las que se habían promulgado, no era
un gobierno descaradamente reaccionario que justificase «una
respuesta violenta». Azaña lo expuso sucintamente: «El país no
secundará una insurrección, porque en sus cuatro quintas partes no
es socialista», cosa que resumía exactamente la proporción de
votos que habían recibido los socialistas. Un gobierno socialista
revolucionario no tendría otra legitimidad que la fuerza: «Su poder
alcanzaría a dónde alcanzasen las pistolas. Tal situación,
insoportable a mi pensamiento político e insostenible en la realidad,
daría pretexto a una reacción espantosa». Tanto el análisis como la
profecía iban a resultar completamente acertados.
Besteiro y la directiva veterana de la UGT seguían oponiéndose
a la radicalización. Pese a su enfoque teórico, o debido a él,
Besteiro tenía un sentido mucho más claro de la situación general
que la mayoría de sus colegas. Se daba cuenta de que la sociedad
española había entrado en una zona de peligro situada entre el
subdesarrollo puro y duro de una parte y una situación madura para
un socialismo próspero y pacífico de la otra. Había afirmado en uno
de sus discursos principales del verano anterior que los obreros
españoles reflejaban todavía demasiado la reacción destructiva
propia de las primeras fases de la industrialización, enfocada contra
la disciplina y la moderación, al mismo tiempo que la economía
española había alcanzado ya un nivel de desarrollo lo
suficientemente complejo para no poder ser «conquistada» ya fácil y
directamente por una única clase revolucionaria. Advirtió con
clarividencia que, en una situación bastante parecida en la Italia de
1920, la ocupación de fábricas por los sindicalistas socialistas había
sido el preludio de una triunfante reacción fascista. La sociedad
española no estaba preparada para una hegemonía socialista
creativa, que según la definición de Besteiro tendría que ser
democrática.
A principios de enero hubo encuentros de los líderes del partido
con los de la UGT para determinar una línea de acción. Besteiro
procuró emplear tácticas dilatorias, insistiendo que cualquier
iniciativa tajante debía ser aprobada por un Congreso Nacional en
pleno de la UGT y tenía que tener unas metas perfectamente claras.
Para dar respuesta a esta última objeción, la comisión ejecutiva del
partido aprobó el 13 de enero un programa de diez puntos
redactado por Indalecio Prieto. Exigía:

1. La nacionalización de la tierra.
2. Mayor prioridad para los proyectos de regadío.
3. Una reforma radical de la educación.
4. La disolución de todas las órdenes religiosas, con incautación
de sus bienes y la expulsión de las consideradas peligrosas.
5. La disolución del ejército, para sustituirlo por una milicia
democrática.
6. La disolución de la guardia civil.
7. Una reforma de la burocracia con una purga de elementos
antirrepublicanos.
8. Una mejora de las condiciones de los obreros de la industria,
pero sin nacionalización de ésta por el momento.
9. Una reforma tributaria, con la introducción de un impuesto de
la herencia.
10. Todos estos cambios, iniciados por decreto, serían ratificados
por una nueva legislatura elegida democráticamente.

Largo Caballero añadió a ese programa cinco puntos tácticos de


acción concreta, incluyendo la inclusión en el nuevo gobierno de
todas las fuerzas que colaborasen a llevarlo al poder. Besteiro y la
comisión ejecutiva de la UGT respondieron con un largo programa
de su propio cuño, clamando la formación de una asamblea
corporativa nacional especial encargada de iniciar un gran programa
contra el desempleo y poner en marcha una nacionalización de la
industria de gran envergadura y cuidadosamente planificada[5].
A aquellas alturas la anciana directiva oficial de la UGT perdía el
contacto a ojos vistas con los líderes a nivel más bajo y con gran
parte de los miembros ordinarios, influidos cada vez más por la
nueva militancia. Cuando se reunió el 27 de enero el comité
nacional de la UGT, votó con bastante mayoría por la aceptación de
la propuesta más radical del partido, dando lugar así a la dimisión
inmediata de Besteiro y sus colegas moderados de la directiva. El
comité nacional procedió entonces a elegir una comisión ejecutiva
nueva, dominada por los caballeristas[6], y Largo Caballero se sintió
libre para asumir activamente el puesto de secretario general de la
UGT, para el que había sido elegido en 1932, aunque se había
negado a aceptarlo mientras predominasen los besteiristas. Llevaba
ya más de cinco años de presidente del partido y ahora encabezaba
también los sindicatos del mismo. Los caballeristas dominaban ya
una serie de distintas federaciones de la UGT y al día siguiente
asumieron el mando de la FNTT, la mayor de todas, y seguidamente
el de la neurálgica sección madrileña del partido[7]. A comienzos de
febrero se constituyó un comité revolucionario de enlace bajo el
mando personal de Largo Caballero. Sus diez miembros
representaban al partido, a la UGT y a la organización de las
Juventudes Socialistas.
El comité revolucionario quedó encargado de la organización
técnica y financiamiento de una insurrección revolucionaria así como
de entablar negociaciones con posibles colaboradores. Siguiendo la
tradición española de larga historia, Indalecio Prieto se encargaría
de establecer contactos con cualesquiera elementos simpatizantes
que se pudieran hallar entre los militares. En aquel inseguro
proceso, las Juventudes Socialistas, cuyos representantes tenían
tres de los diez puestos del comité, empezaron a ocupar el primer
plano. Iban a desempeñar un papel de primera fila en la creación de
milicias de voluntarios, y aportaron también un sentido de la
revolución más sofisticado, «bolchevique», en forma de un golpe
directo y violento. Mientras Largo Caballero y los líderes «de
siempre» habían sido preparados para la aplicación de tácticas
sindicales y electorales, y habían concebido siempre la actividad
revolucionaria en forma de una huelga general de los trabajadores,
los nuevos activistas de las Juventudes Socialistas estaban muy
inspirados por lecturas sobre la Revolución Rusa. Pensaban más
bien en términos de violencia organizada. Se sentían también más
atraídos hacia las pequeñas pero revolucionarias agrupaciones
comunistas de España, menospreciadas hasta entonces por la
directiva del partido tanto por su extremismo como por su
insignificancia[8].
En aquella situación llegaron noticias de la represión de un
intento de sublevación de los socialistas austríacos contra el nuevo
régimen autoritario de Viena[9]. Celebrada con júbilo por la prensa
católica española, produjo una fuerte impresión negativa en la
izquierda, sobre todo entre los socialistas, y dio lugar a una fugaz
huelga de simpatía de la UGT en Asturias.
El descenso de la afiliación de las dos principales federaciones
sindicales nacionales no se tradujo tanto en una reducción de las
huelgas como en una febril preocupación en contrarrestar ese
descenso y la presión sobre los trabajadores mediante un aumento
de los movimientos huelguistas. El paro laboral más intenso fue una
huelga general de la CNT en Zaragoza que duró seis semanas e
incluyó el envío de dieciocho mil hijos de obreros a Barcelona para
que les dieran de comer los camaradas catalanes. Entretanto, una
huelga de tipógrafos en Madrid cerró durante unos días los
principales periódicos derechistas de la capital. El gobierno declaró
el estado de alarma, cerrando las sedes de las Juventudes
Socialistas, los comunistas y la CNT. La JAP (la organización juvenil
cedista) se encargó por su parte de que El Debate siguiera saliendo,
y después de diez días más o menos, los demás diarios
conservadores lograron reanudar su publicación. La huelga había
sido rota, y el sindicato de impresores de la UGT tuvo que negociar
el mejor arreglo que pudo. La larga huelga de la construcción se
arregló por fin el 20 de marzo mediante un laudo del Ministerio del
Trabajo que reducía la semana laboral a 44 horas manteniendo una
paga equivalente a 48 horas. Una huelga metalúrgica en Madrid
continuó hasta el 1.o de junio, para arreglarse entonces sobre una
base muy similar, unas condiciones laborales nada draconianas.
Pero habían constituido discusiones enconadas, acompañadas por
disturbios nada pequeños, destrucción de propiedades y
explosiones de bombas ocasionales. Se reveló además en aquella
ocasión una tendencia creciente a que, en algunas áreas, los
ugetistas y cenetistas hiciesen causa común en algunos de aquellos
conflictos.
La iniciativa para tratar de organizar una izquierda obrera más
amplia había sido tomada ya en Barcelona por Joaquín Maurín y su
Bloc Obrer i Camperol (BOC, Bloque Obrero y Campesino, marxista-
leninista independiente), centrado en Barcelona. El BOC constituía
un desenvolvimiento de la vieja Federación Comunista Catalano-
Balear (FCCB), la sección catalana del Partido Comunista de
España original (PCE), que había sido expulsada del partido en
1928 por haberse negado a aceptar la línea de Moscú. En un
momento dado había reunido casi a la mitad de la militancia del
PCE y en marzo de 1931, en vísperas del advenimiento de la
República, se había fusionado con el Partit Comunista Català
(PCC), una diminuta agrupación comunista catalana disidente, para
formar el BOC. La postura de Maurín era paralela a la del Partido
Comunista regular en lo tocante a su rechazo de la República y del
reformismo parlamentario. Maurín era posiblemente la cosa más
parecida a un teórico marxista original de España y había sostenido
con empecinamiento que la actitud política entera de los socialistas
había estado equivocada, porque la República no había constituido
el comienzo de una revolución democrática burguesa completa. Una
especie de revolución capitalista burguesa se había producido en la
España del siglo XIX dentro de una burguesía débil e incompetente
sin traer la democracia. En los años treinta la burguesía española
estaba sencillamente agotada y había dejado de ser progresista y
activamente reaccionaria. Las clases medias ni podían completar la
revolución democrática ni servir como un aliado eficaz rumbó a una
revolución socialista y, por lo mismo, la política socialista había sido
totalmente descabellada. En cambio España había desarrollado ya
una sociedad lo suficientemente avanzada como para cristalizar en
torno a dos fuerzas sociales, la burguesía derechista y los
trabajadores izquierdistas. Les correspondía ahora a estos últimos
finiquitar la revolución democrática, y también moverse directamente
hacia una revolución socialista, con el doble objetivo de llevar a
cabo casi simultáneamente una revolución democrática y socialista.
Rechazaban a los socialistas por su compromiso y su reformismo, y
al minúsculo grupo comunista por su estalinismo y dominio
soviético, pero entretanto los marxistas disidentes eran poco más
que unas sectas.
A comienzos de 1933 se tomó una iniciativa nueva, poco
después de hacerse Hitler con el poder en Alemania, al unirse el
BOC con el pequeño partido socialista catalanista, la Unió Socialista
de Catalunya (USC[10]), para formar una Alianza Obrera Antifascista
(AOA), utilizando la terminología de la Alleanza del Lavoro (Alianza
del Trabajo), una alianza antifascista de gran parte de las izquierdas
italianas de 1922. Los objetivos de la AOA, que cambió poco
después su nombre a Alianza Obrera (AO), probablemente para
evitar todo matiz negativista y para simplificar, eran triples: defender
los avances de la clase obrera, derrotar al fascismo en España, y
preparar una revolución creadora de una república socialista federal.
Al BOC y la USC se sumaron después los treintistas, que se habían
escindido de la CNT, la Unió de Rabassaires de los aparceros
catalanes, la diminuta Izquierda Comunista (trotskista) de Andreu
Nin, y (en diciembre de 1933) las secciones catalanas del Partido
Socialista y de la UGT[11].
Maurín y los líderes barceloneses de la AO esperaban
extenderse hasta constituir una organización de toda España.
Acompañado por un líder socialista de Barcelona, Maurín se
entrevistó con Largo Caballero y otras figuras socialistas en Madrid
en enero de 1934, y Largo Caballero devolvió la visita a Barcelona el
mes siguiente. Existía sin embargo, una divergencia fundamental
entre la meta de Maurín y la de Largo Caballero. Maurín tenía
puestas sus esperanzas en que la AO se convirtiera en el vehículo
creador de una gran fuerza revolucionaria nueva marxista-leninista;
Largo Caballero y los dirigentes socialistas veían en ella
sencillamente una gran organización-paraguas para instrumentalizar
una huelga general en la que desempeñaría el papel principal el ya
existente Partido Socialista. Da la impresión sin embargo, de que la
pequeña Izquierda Comunista Trotskista tomó la iniciativa el 21-22
de abril, extendiendo su actividad a una gran huelga que cerró en
Madrid la mayoría de los bares, cafés y demás locales públicos
como protesta contra una gran concentración de la CEDA en El
Escorial[12].
El dilema de costumbre en cualquier plan de acción unida de la
izquierda obrera residía en la colaboración de la CNT y la UGT. Y
como de costumbre, la CNT votó negativamente en una concurrida
reunión de representantes regionales de toda España efectuada en
Barcelona el 10 de febrero. Se negaron a sumarse a cualquier
acción revolucionaria no apuntada directamente a lograr el objetivo
anarquista de un comunismo libertario. La situación al caso era
diferente únicamente en Asturias, donde la grave depresión de la
industria minera y otros problemas habían contribuido a que se
produjese allí el índice de huelgas más alto de toda España.
También habían colaborado allí por primera vez los socialistas y los
anarcosindicalistas en la huelga general de 1917 y habían
participado en una serie de acciones conjuntas desde la entrada de
la República. Se explica así que las secciones asturianas de la CNT
y la UGT firmasen una inusitada alianza el 31 de marzo, que dio
origen a un frente unido llamado la «Alianza Revolucionaria»,
destinada a crear «un régimen de igualdad económica, política y
social fundado en principios socialistas federalistas», un intento
único en su clase de sintetizar las aspiraciones revolucionarias de
los socialistas y los anarcosindicalistas[13].
El 5 de mayo El Socialista anunció la formación de la Alianza
Obrera en Madrid para «la lucha contra el fascismo en todas sus
formas y la preparación de los movimientos de la clase obrera para
el establecimiento de una República federal socialista». Aquello
repetía exactamente la fórmula de la AOA de Barcelona de un año
antes. Bajo la Alianza Obrera, cada organización asociada era libre
de llevar a cabo su propia actividad y propaganda
independientemente, pero tenía que haber comités al nivel regional
de cada área para la mutua coordinación, y los mismos terminarían
eligiendo un comité nacional. Pero la abstención de la CNT en todas
partes salvo en Asturias, quería decir que la AO tendría que
componerse básicamente de los socialistas y una serie de aliados
menores, cuya importancia se limitaba casi siempre a parte de
Cataluña. Después de cierto tiempo, la USC, catalana y
cofundadora original de la alianza, la abandonó en protesta contra el
dominio de los socialistas con la base en Madrid.
En la primavera de 1934 pasó a asumir el papel más activo en
los asuntos rurales la FNTT, federación de obreros del campo de la
UGT, centrada en Extremadura y Andalucía. Si es cierto que la
situación de los obreros de ciudad había empeorado muy poco en
los últimos meses, existía en cambio una sensación creciente de
desesperación entre los trabajadores del campo, que habían sufrido
un aumento de más del 50 por ciento en el desempleo en los dos
años anteriores. El nuevo trato que les había ofrecido la República
parecía esfumarse, mientras los terratenientes endurecían cada vez
más su postura y solían hallar mil maneras de eludir, o en algunos
casos, ignorar sencillamente la legislación de reforma de 1931-1933.
Sin subsidios de desempleo ni otros recursos, aquellos jornaleros
con las manos vacías tenían que oír a menudo «¡Comed
República!». Tenían la sensación creciente de que el gobierno se
había convertido en el amigo de los hacendados y el enemigo de los
trabajadores, aunque los hechos no confirmaran siempre esa
interpretación. Se habían revocado algunas de las disposiciones
más excesivas, pero el gobierno trataba de mantener la mayoría de
las nuevas estipulaciones y regir los jurados laborales con mano
pareja. Los trabajadores ganaban todavía algunas de las
negociaciones, y de hecho el gobierno radical se mostró más neutral
en esos asuntos que su predecesor. Hay que decir también que, en
los 10 meses que van de diciembre de 1933 a septiembre de 1934
se distribuyó tierra a más familias rurales que durante los últimos
diez meses de la administración de Azaña. En la primavera de 1934
algunas de las organizaciones de intereses económicos que habían
respaldado a los radicales en las elecciones se quejaban de haber
sido traicionadas. La reducción de los jornales contra la que
protestaban los trabajadores del campo seguía siendo relativamente
pequeña[14], aunque el desempleo continuaba extendiéndose
bastante aprisa, y algunos de los dispositivos destinados a
combatirlo, como el laboreo forzoso, no se aplicaban rigurosamente.
La nueva directiva caballerista de la FNTT encabezaba su
primera declaración en El Obrero de la Tierra del 3 de febrero con
este titular: «¡Nos declaramos a favor de la Revolución!». Exigían la
plena socialización y ensalzaban la colectivización soviética. Y sin
embargo, la directiva de la FNTT bombardeaba al Ministerio del
Trabajo con solicitudes de tipo práctico y pedía con frecuencia al
Ministerio de Gobernación que interviniese más la policía para exigir
el cumplimiento de las disposiciones laborales y los contratos de
trabajo, y para revocar los recientes cierres de Casas del Pueblo
(centros socialistas) en una serie de municipios. Protestas de ese
tipo fueron bastante frecuentes en la tercera semana de marzo y
culminaron en una petición hecha a Alcalá Zamora. La FNTT se
quejaba de que cientos de recursos hechos por impago de salarios
no habían tenido respuesta (lo que puede haber sido muy cierto) y
de que habían sido encarcelados quinientos trabajadores sólo en la
provincia de Badajoz. La prensa socialista estaba llena de
relaciones de casos horripilantes sobre la arbitraria reducción de
jornales (posiblemente cierta en casos individuales, pero no
extensible necesariamente al conjunto de los dueños de tierras) y de
draconianas intervenciones de la policía, incluyendo la muerte a
tiros de cuatro jornaleros durante una huelga rural.
La nueva administración de Samper, aunque elegida a dedo por
Alcalá Zamora, revelaba al parecer una actuación más derechista
que la del reciente gobierno de Lerroux. Un decreto del 4 de mayo
anuló las disposiciones originales de la reforma agraria en lo tocante
a confiscación directa, garantizando la compensación de cualquier
expropiación. El 24 de mayo las Cortes votaron, 254 contra 44, para
abolir la Ley de Términos Municipales, al mismo tiempo que se
estipulaba que no podía haber una reducción unilateral de los
salarios. El nuevo ministro de Gobernación, Rafael Salazar Alonso,
era un hombre de línea dura. Mientras que el ministro de
Gobernación de Azaña, Casares Quiroga, había intervenido en la
sustitución de un total de 270 alcaldes o municipios locales en un
período de dos años. Salazar Alonso utilizó el centralizadísimo
sistema español para suspender a un total de 193 en menos de
siete meses, sobre todo, según dijo, a fin de eliminar el empecinado
favoritismo socialista, especialmente en las provincias de Badajoz,
Cáceres, Alicante y Jaén[15].
Después de una última apelación al ministro del Trabajo el 28 de
abril, el comité nacional de la FNTT se reunió el 11-12 de mayo para
considerar una huelga nacional de la UGT, que calificó la huelga
agraria de idea equivocada. Sería una empresa difícil y
económicamente algo injusta debido a que la cosecha de primavera
se realizaba en tiempos diferentes en las distintas regiones y sería
sumamente difícil de coordinar, a la vez que una huelga general
sería un golpe más fuerte para los minifundistas y aparceros, que a
menudo necesitaban recurrir a unos cuantos jornaleros en la época
de la cosecha, que para los latifundistas. En las condiciones
existentes, una huelga semejante sería considerada como
provocativa y reprimida, desde luego, por la fuerza. El comité
revolucionario de Largo Caballero quería reservar cualquier huelga
general para un momento de máxima crisis política. Envió mensajes
a sus secciones provinciales recalcando que una huelga agraria
nacional no tenía nada que ver con su movimiento revolucionario, al
tiempo que la UGT le dijo a la FNTT que no contara con un apoyo
de los sindicatos de ciudad.
El comité nacional de la FNTT redactó una lista de diez
demandas de bastante alcance, pero no realmente revolucionarias.
Incluían el turno riguroso (contratar la gente en orden riguroso según
la lista organizada por el sindicato), la ilegalización de la maquinaria
agrícola en muchas comarcas, la creación de comités locales de
supervisión de los trabajadores de la tierra en todos los distritos para
garantizar el cumplimiento de los contratos, y otros cambios
destinados a inclinar el equilibrio de las relaciones laborales
claramente a favor de los trabajadores del campo. Tales exigencias,
de gran envergadura, pueden haber sido prerrevolucionarias, pero
no eran revolucionarias en lo de exigir un cambio de la propiedad de
tierras. El objetivo básico era una nueva estructura de las relaciones
laborales y no la eliminación del capitalismo agrario en sí[16].
La actitud oficial del Ministerio de Agricultura se mantuvo en
términos bastante conciliatorios, mientras que el ministro de Trabajo,
el radical José Estadella, hizo demostraciones significativas.
El 24 de mayo el Gobierno ordenó a los inspectores del campo del Ministerio de
Trabajo que evitasen discriminaciones en la contrata y apremió a las mesas de arbitraje
rurales a que concertasen rápidamente contratos de recolección favorables para los
trabajadores. El 2 de junio el gobierno hizo aún más concesiones endureciendo una
legislación que obligaba a los propietarios a contratar a los jornaleros sólo a través de
las oficinas locales de empleo (aunque no necesariamente siguiendo el «tumo riguroso»
que exigían los socialistas) y autorizando a sus inspectores del campo para asignar
jornaleros adicionales a cada propietario en las zonas donde fuese grave el desempleo.
Entretanto, los contratos de recolección extendidos por las mesas locales de arbitraje
establecían unos salarios mínimos tan altos como los que habían prevalecido durante la
época de Azaña[17].

Se hacían claros progresos, pero a ojos de la FNTT los


contrarrestaba negativamente la rigurosa política policíaca de
Salazar Alonso, quien consideraba cualquier mención de la huelga
como una subversión intolerable, declarando fuera de la ley muchos
mítines huelguistas locales y deteniendo a un número considerable
de líderes locales. El Gobierno no tenía desde luego intención
alguna de dar satisfacción a las diez peticiones, y contra la enérgica
desaprobación de Largo Caballero y la UGT, la FNTT convocó una
huelga nacional agraria para el 5 de junio.
Mientras el Boletín mensual del Ministerio del Trabajo
mencionaba noventa y ocho huelgas agrarias en los cinco primeros
meses de 1934, la huelga general de la FNTT se declaró en un total
de 1563 municipios repartidos por la mayoría de las comarcas
importantes de España. Fue especialmente efectiva en las zonas
latifundistas; fueron afectados aproximadamente la mitad de los
municipios rurales de Córdoba, Málaga y Ciudad Real, y como la
cuarta parte de los de Badajoz, Huelva y Jaén. La huelga recibió
también el apoyo de la UGT en la provincia de Sevilla, donde duró
más e implicó más sabotajes de la propiedad y las instalaciones que
en ningún otro sitio, y no terminó hasta el 20 de junio. La conducta
se mantuvo en general a raya por ambos lados, y el gobierno no
declaró la ley marcial. Hay noticia de un total de trece muertos, no
tanto en choques con la policía como en los encuentros entre
huelguistas y esquiroles. La policía detuvo aproximadamente a siete
mil participantes en una huelga que se había declarado ilegal, pero
antes de un mes habían soltado a la mayoría de ellos. En cambio,
los tribunales de urgencia juzgaron y condenaron a una serie de
líderes de la FNTT a penas de cuatro o más años de cárcel. La
huelga había constituido un fracaso total, y la mayor filial de la UGT
quedó seriamente debilitada y desalentada. Muchas Casas del
Pueblo del Sur de España no volverían a abrirse hasta febrero de
1936[18].
Mientras tanto en Madrid y varias otras partes del país se estaba
desarrollando un drama de menos dimensiones pero
proporcionalmente mucho más mortífero, entre las Juventudes
Socialistas (JS) y otros elementos activistas de izquierda de un lado
y los militantes de Falange Española, la nueva organización fascista,
del otro. Las Juventudes Socialistas en especial tomaron
trágicamente en serio la formación de un partido fascista y no
estaba dispuesta a sufrir la misma suerte que sus camaradas, en
manos parecidas, en Italia, Alemania y Austria. Por esa razón, en
España fue la izquierda la que tomó la iniciativa. El primer joven
fascista fue abatido en noviembre de 1933, seguido por otros siete
falangistas muertos a intervalos durante el invierno y la primavera de
1934[19]. Un tiroteo abierto entre falangistas y socialistas en Don
Benito (Badajoz), dejó un saldo de ocho heridos. El 10 de junio,
mientras la huelga agraria caldeaba los ánimos en algunas
comarcas, tuvo lugar otra escaramuza entre miembros de ambas
agrupaciones en Madrid en la zona recreativa de la Casa de Campo,
al otro lado del Manzanares. En este caso fue muerto a tiros un
joven de Falange y por lo visto se ensañaron en su cadáver[20].
Bastante antes de aquello, los editores de la prensa derechista
ridiculizaban a los falangistas tildándolos de ser más «franciscanos»
que «fascistas», dando a entender que las iniciales «FE» (Falange
Española) querían decir en realidad «Funeraria Española», y que
había que llamar al fundador Juan Simón (el enterrador de la
canción) en vez de José Antonio[21]. Aunque la prensa falangista
había anunciado el 1.o de febrero que no iba a tomar represalias, se
trataba a todas luces de una decisión temporal. A principios de junio
la Falange había organizado ya ocho centurias, algo así como
compañías, en Madrid, su centro más importante, y formado
también una «Falange de la sangre», para las represalias violentas.
Al atardecer del 10 de junio, un autocar del que bajaban jóvenes
socialistas en Madrid recibió una rociada de balas desde un coche
con falangistas que pasó a su lado. Una joven llamada Juanita Rico
resultó muerta y otras dos personas gravemente heridas[22]. A
Juanita se le tributó un entierro concurridísimo y en los dos años
siguientes se honró su memoria como «la primera víctima del
fascismo» en España. Desgraciadamente era cierto, pues la
preocupación de la izquierda por la violencia fascista era ya una
profecía cumplida, y Juanita Rico no iba a ser la última víctima. La
lucha incesante entre los falangistas y socialistas iba a prolongarse
durante dos años, alcanzando un clímax en la primavera y comienzo
del verano de 1936, donde terminó encendiendo la chispa final que
provocó el estallido de la Guerra Civil.
Viendo en retrospectiva, años después, los hechos de 1934, se
lamentaría Indalecio Prieto:
Se había dejado adrede manos libres a las Juventudes Socialistas, a fin de que, con
absoluta irresponsabilidad cometieran toda clase de desmanes, que al impulso de
frenético entusiasmo, resultaban dañosos para la finalidad perseguida. Nadie ponía coto
a la acción desaforada de las Juventudes Socialistas, quienes, sin contar con nadie,
provocaban huelgas generales en Madrid, no dándose cuenta de que frustraban la
huelga general, clave del movimiento proyectado, pues no se puede someter a una gran
ciudad a ensayos de tal naturaleza. Además, ciertos hechos que la prudencia me obliga
a silenciar cometidos por miembros de las J. S. no tuvieron reproches, ni se les puso
freno, ni originaron la llamada a la responsabilidad[23].

De cualquier modo, después del fracaso de la huelga agraria,


que sólo sirvió para fortalecer el centro-derecha y la derecha,
«empezó a enfriarse el ardor revolucionario de Prieto e incluso de
Largo Caballero[24]». En Madrid la Alianza Obrera bloqueó todas las
propuestas de acción revolucionaria de la Izquierda Comunista
Trotskista en el verano de 1934 alegando que la UGT tenía que
evitar las acciones parciales. El 31 de julio el comité nacional de la
UGT efectuó una indagación sobre el desastre de la FNTT. Largo
Caballero recalcó enérgicamente que no quería una repetición de la
fracasada huelga general de 1917 ni iba a seguir a ciegas las
tácticas leninistas[25].

Los conflictos catalán y vasco

Para los catalanistas, el gran logro de la República era su


autonomía, que aportó una mayor libertad política y administrativa y
la oportunidad de introducir cambios ulteriores. El otro lado de la
moneda fueron las relaciones sociales, en cuyo campo los líderes
de la izquierda catalanista aseguraron al principio que la República y
la autonomía iban a iniciar un capítulo completamente nuevo. Como
hemos visto, lo que ocurrió no implicó novedad alguna; la
democracia y la autonomía no ejercieron ninguna impresión en la
CNT, y las relaciones sociales empeoraron enseguida hasta
alcanzar un clima tipo 1917-1923, último período en el que Cataluña
había conocido un gobierno parcialmente constitucional. En 1933
era ya corriente que los catalanes le echaran la culpa a una policía
controlada por Madrid. Desde luego esta última no mostraba
entusiasmo alguno por tener que servir a las órdenes de las
autoridades autonómicas; cuando tuvo lugar el traspaso de las
funciones de seguridad en abril de 1934, gran parte del personal de
la policía regular dimitió o fue trasladado. Se fundó un nuevo cuerpo
de policía catalán, los mossos d’esquadra, en cuyo uniforme
figuraban entre otras cosas espardenyes (alpargatas) y capotes con
galón dorado, dedicado a patrullar las localidades rurales y
complementar a la guardia civil (conocida entonces en Cataluña
como guardia nacional republicana).
A diferencia de las provincias vascongadas, Cataluña se hallaba
dividida políticamente en una izquierda moderada y una derecha
más moderada. En las elecciones nacionales de 1933, la
conservadora Lliga Catalana había sacado ventaja del cambio de la
opinión y de la nueva dinámica de alianzas para superar a la
Esquerra, dueña hasta entonces del poder, por 25 escaños contra
diecinueve. En cambio, en las segundas elecciones regionales
catalanas, celebradas en enero de 1934, la Esquerra ganó con buen
margen, correspondiéndole 162 216 votos a la izquierda unida y
sólo 132 942 a la Lliga. Fueron las únicas elecciones ganadas por
los republicanos españoles de izquierda en 1933-1934, lo que dio
origen al dicho de que Cataluña era el «último bastión» de la
República izquierdista original.
Pero la disensión existente dentro de las filas catalanistas había
crecido mucho en 1932-1933, al rebelarse los elementos
extremistas contra el eclecticismo y la creciente moderación de la
dominante Esquerra. Los separatistas extremistas del original Estat
Català de Macià protestaban contra el compromiso establecido con
el gobierno español y formaron varias agrupaciones disidentes. Los
separatistas más derechistas formaron un Partit Nacionalista Català,
separatista y muy pequeño, mientras los separatistas de izquierda
adoptaban una orientación cada vez más nacional-socialista y
marxista, formando el pomposamente titulado Estat Català (Força
Separatista d’Extrema Esquerra) (Estado Catalán - Fuerza
Separatista de Extrema Izquierda), así como el posterior Partit
Català Proletari (que se fusionaría después con los comunistas
catalanes y varias otras pequeñas agrupaciones catalanas
marxistas). La tendencia a la disensión existente en el catalanismo
político hizo que el semanario satírico Be Negre (La Oveja negra),
publicase este sardónico pareado: «D’Estats catalans/N’hi ha mes
que dits a les mans» («Hay más estados catalanes/que dedos en las
manos[26]»).
Pero la nueva fuerza más importante del nacionalismo catalán
era la juventud de la Esquerra, formada en conjunción con el partido
gobernante en 1932 con el nombre de Joventut d’Esquerra
Republicana - Estat Català (JEREC, «Juventud de la Izquierda
Republicana - Estado Catalán»). Los jóvenes milicianos de la
JEREC adoptaron el nombre de escamots (pelotones), vestían
camisas verde oliva, y luchaban a brazo partido contra la CNT, lo
que hizo que algunos los calificaran de «fascistas catalanes». Los
jefes de los escamots, como el policía y antiguo oficial del ejército
Miquel Badía y el médico Josep Dencàs, hablaban de preparar el
camino para una Esquerra en forma de partit unie del Estat Català,
dirigiendo un nuevo orden social corporativo «nacional» y
«socialista», si bien algunos comentaristas opinaban que sus
objetivos se acercaban bastante más a los del México
postrevolucionario o a los regímenes de Europa Oriental que a los
de la Italia fascista[27].
El anciano Macià murió por causas naturales el día de Navidad
de 1933, sucediéndole el líder político más prominente del
catalanismo republicano izquierdista, Lluís Companys[28]. El nuevo
presidente de la Generalitat no disfrutaba de las íntimas relaciones
que Macià había establecido con Alcalá Zamora, pero los
catalanistas esperaban que completase los traspasos de
responsabilidades gubernamentales que tan lentamente se habían
efectuado durante el año anterior y agilizara un programa de
reforma activa para el desarrollo de la región.
Aunque Cataluña era el centro industrial mayor de España, tenía
también una importante economía agraria. La agricultura catalana
era en general más moderna y la propiedad de la tierra estaba más
distribuida que en el Centro y Sur de España, pero seguía teniendo
problemas. En la zona rural la presión más militante provenía de la
«Unió de Rabassaires» (UR), una organización de aparceros que
trabajaba gran parte de la tierra en las comarcas de mayor
producción vinícola; Companys había ayudado a constituirla unos
quince años antes. Aunque la UR fue haciéndose cada vez más
radical, la meta de la mayoría de sus miembros residía en convertir
en propiedad suya la tierra que trabajaban[29]. Aquella idea encajaba
perfectamente en las tesis socioeconómicas del republicanismo de
izquierda y en el tipo de reforma que los líderes catalanistas
intentaban conseguir dentro de la autonomía.
En abril de 1934 la Generalitat aprobó su reforma
socioeconómica más importante, la «Llei de Contractes de Conreu»
(Ley de Contratos del Cultivo), destinada a dar a los rabassaires
acceso a la propiedad de la tierra. Con la tenencia de rabassa morta
(de cepa muerta) en las comarcas productoras de uva, los
aparceros poseían normalmente las viñas mientras vivían las cepas
(unos 50 años), repartiendo las ganancias a medias con el
propietario y conservando parte de la tierra hasta que habían muerto
unos tres cuartos de las vides. A principios del siglo XX había surgido
un problema nuevo debido a que los nuevos tipos de vid
introducidos después de la epidemia de la filoxera de la década de
1890, vivían sólo unos veinticinco años, limitando el tiempo de
tenencia y reduciendo los ingresos en algún sentido. La nueva
legislación permitiría a los aparceros y arrendatarios comprar la
tierra que hubiesen cultivado directamente durante un mínimo de
quince años, con lo que era bastante parecida en ese sentido a la
propuesta ley de arrendamientos que no había logrado salir
adelante en las Cortes Españolas el verano anterior. Establecía
también un mínimo de seis años para los contratos de
arrendamiento, representando en esto un esfuerzo para resolver un
conflicto económico existente para la mayor parte del campo catalán
en beneficio de lo que podríamos llamar el estrato inferior de la
clase media-baja, en oposición a la clase media-alta y a los ricos.
Muchos rabassaires y otros arrendatarios catalanes eran ya en
realidad pequeños capitalistas en tanto que poseían normalmente
algo de dinero así como equipo de su propiedad, al tiempo que los
grandes empresarios de Barcelona y la gente muy acaudalada no
controlaba gran parte de la zona rural. Desde el comienzo de la
República, los rabassaires constituían una parte importante del voto
de la Esquerra. Su militancia había crecido y habían violado o
ignorado cada vez más los contratos existentes, de manera que
hacia 1934 se había acumulado mucha confusión legal. La
organización de los rabassaires era más fuerte en las provincias de
Barcelona y Gerona, donde había una sociedad rural de clase
media-baja más desarrollada y que se hacía oír —aun careciendo
técnicamente de tierras en algunos casos— más que la de las
provincias, menos desarrolladas, de Tarragona y Lérida.
El estatuto catalán le daba a la Generalitat ciertas facultades
para legislar en los asuntos civiles, pero la Constitución reservaba la
legislación social para la jurisdicción del gobierno central, al paso
que la Ley de Reforma Agraria reservaba al Parlamento español
todo lo referente a todos los contratos de cultivo. La Lliga y otras
agrupaciones conservadoras catalanas protestaron sosteniendo que
la nueva legislación era radical, injusta para con los propietarios y
además inconstitucional. Presentaron una apelación al Tribunal de
Garantías Constitucionales. Ésta fue aprobada por el gabinete de
Madrid el 4 de mayo, y el 10 de junio el alto tribunal decidió, por una
votación de 13 contra 10, que la Ley de los Contratos de Cultivo era
inconstitucional[30].
El veredicto desencadenó fortísimas protestas en Barcelona y
algunas otras partes de Cataluña. Cuando se reunió la Generalitat
dos días más tarde, aprobó una legislación idéntica desafiando al
tribunal, con una cláusula además que hacía retroactiva la
aplicación de dicha ley a su fecha original, al tiempo que la Esquerra
y la minúscula Unió Socialista de Catalunya anunciaban su retirada
del Congreso nacional. El Primer ministro, Samper, indignado,
preguntó por qué habían tomado una iniciativa tan tajante sin
ninguna tentativa de negociar, y señaló su buena disposición a
discutir aquel problema esforzándose por alcanzar un compromiso.
Durante el resto del verano de 1934, la discusión del asunto de
los rabassaires siguió estando en el candelero de la atención
pública. Toda la izquierda, así como los nacionalistas vascos,
apoyaron a la Esquerra. En un discurso ante el Congreso el 21 de
junio, Azaña saludó a Cataluña como el «último bastión que le
quedaba a la República», añadiendo literalmente: «El poder
autónomo de Cataluña es el último poder republicano que queda en
pie en España[31]». Aquello era un disparate peligroso de la peor
ralea. Se rumoreó incluso que Azaña y sus partidarios hablaban de
retirarse a Barcelona para formar allí un nuevo gobierno provisional
ad hoc de la República. El dirigente de la Lliga, Cambó, señaló que
era irracional que el gobierno autónomo ignorase los términos de
cambio, sobre todo cuando Azaña y la izquierda eran los
responsables principales de los términos de la Constitución: «… de
manera que, si de algo ha de protestar Su Señoría es de sus
propios actos[32]». Condenó también que se hablase de Cataluña
como de un simple baluarte de la izquierda, puesto que una
Cataluña democrática tenía que incluir y representar a toda su
ciudadanía. El doctor Josep Dencàs, jefe principal de la JEREC y de
los escamots, camisas verdes fue nombrado entretanto nuevo
consejero de Seguridad del gobierno catalán, y se puso a trabajar
(con mucha ineficacia, cosa que se comprobó enseguida) para
desarrollar los medios de resistencia armada en Barcelona[33].
El 26 de junio, el gabinete de Madrid decidió por voto considerar
la última ley catalana del cultivo nula y sin efecto, puesto que era
mera repetición de una legislación que acababa de ser declarada
anticonstitucional. Y anunció al día siguiente que pensaba pedir
autorización para decidir por decreto en lo tocante a las cosas que
había que dirimir directamente con la Generalitat. Aquello lo
reprobaron tanto los derechistas como Azaña, quien lo calificó de
«un verdadero golpe de Estado». Cuando las Cortes expresaron su
clara desaprobación, el gobierno de Samper desistió de su empeño
de asumir facultades plenarias y el 4 de julio anunció que el
gobierno se limitaría a pedir un voto de confianza para resolver
legalmente aquel asunto y obtener después la autorización
presidencial para suspender la sesión del Congreso, alegando que
los diputados estaban al borde del agotamiento y que el gobierno
necesitaba concentrarse en la solución de complicados temas
económicos. Aquel día se produjo en las Cortes un acalorado
debate cuando Gil Robles lanzó la acusación de que la rebelión de
la Generalitat tenía cómplices en el Congreso mismo. Un diputado
socialista que trató de hacerle callar fue agredido físicamente,
mientras, según las crónicas, Prieto y algunos otros diputados
sacaban a relucir las pistolas. Don Santiago Alba, el presidente del
Congreso, abandonó la cámara durante diez minutos, como
protesta[34]. El gobierno ganó a continuación el voto de confianza
por 192 votos contra 62, aunque votaron a su favor en realidad
menos de la mitad de los diputados.
La Generalitat procedió a aprobar el 10 de julio treinta
disposiciones que la autorizaban a poner en práctica los términos de
la controvertida legislación, pero al mismo tiempo se hicieron
diversas tentativas encaminadas a hallar una solución. Companys
se hallaba en desventaja al carecer de relaciones personales
íntimas con Alcalá Zamora como las que había logrado establecer
Macià, pero no era ningún extremista. El día antes de aprobar los
nuevos reglamentos, La Publicitat, uno de los diarios principales de
la Esquerra, declaraba que si aquel contencioso implicaba «algún
error que pudiera corregirse con dignidad», el asunto debía
resolverse mediante negociación. Poco después, el consejero de
Justicia de la Generalitat se entrevistó con Samper, mientras que el
gobierno catalán afirmaba oficialmente que procuraría que la
legislación se adaptase a las «leyes básicas» de la República.
Aunque dos redactores de periódicos catalanes habían sido
condenados a ir a la cárcel por los tribunales de la República en los
dos meses últimos por difamar a la República y su aparato judicial,
el gobierno de Madrid siguió colaborando en la delegación de
competencias administrativas y fiscales a Barcelona, haciendo
entrega de más facultades en materia tributaria el 12 de julio.
Justamente cuando parecía posible una solución del conflicto
catalán, empezó a desarrollarse una nueva discusión con las
provincias vascongadas, donde había fracasado, a finales del año
anterior, un tercer intento de cuajar un estatuto de autonomía,
debido a la oposición de la provincia de Álava. Hicieron que se
disparase el nuevo conflicto unas nuevas disposiciones tributarias
sobre vinos procedentes del gobierno nacional de Madrid e
impugnadas por alcaldes y concejales de las provincias
vascongadas como una violación del concierto económico de que
habían gozado siempre estas provincias y un serio golpe contra la
hacienda de su gobierno local. Numerosas visitas hechas a Madrid
no lograron producir un acuerdo. Los portavoces vascos empezaron
a pedir que se celebrasen elecciones provinciales cuanto antes
posible, dado que no las había habido todavía con la República, e
hicieron planes para hacer unas extraordinarias para ellos a
mediados de agosto para elegir una nueva Comisión Ejecutiva de
todo el País Vasco, encargada de defender sus derechos.
El 10 de agosto, víspera de realizarse la nueva iniciativa vasca,
el gobierno de Samper prometió celebrar elecciones para las
diputaciones provinciales de toda España en el plazo de tres meses
y prometió además respetar los términos del concierto económico.
Adoptó también la postura de que la elección especial de una
Comisión Ejecutiva vasca por los municipios sería ilegal y procedió
durante la semana siguiente más o menos a detener a veinticinco
alcaldes y treinta concejales en Vizcaya y quince alcaldes y
veintitrés concejales en Guipúzcoa. Sin embargo, una Comisión
Vasca interina creada por los nacionalistas para supervisar aquellas
elecciones especiales anunció el 21 de agosto que las elecciones se
habían celebrado ya. Un incidente de importancia, producido ese día
en San Sebastián, conllevó la detención de ochenta y siete
nacionalistas, incluyendo diez alcaldes más. El 26 de agosto José
Antonio de Aguirre, el jefe nacionalista, se entrevistó con Samper,
quien le repitió la promesa del gobierno de hallar una solución
hacedera. La misma se reiteró en una nota del gobierno varios días
después en que se comprometía a respetar todos los privilegios
fiscales vascos, suspender toda recaudación del impuesto sobre la
renta en las provincias vascongadas y hacer todo lo que estuviera
en sus manos para que fuese una representación vasca a Madrid
para negociar directamente todos esos asuntos en cuanto volvieran
a abrirse las Cortes. Y preguntó en tono lastimero: «¿Qué más
puede hacer el gobierno?»[35].
Mientras tanto, los nacionalistas vascos, poniendo por obra una
propuesta del diputado bilbaíno Indalecio Prieto, siguieron adelante
con sus planes de celebrar una asamblea especial de sus
representantes recién elegidos junto con diputados a Cortes,
simpatizantes con ellos, de las tres provincias en Zumárraga el 2 de
septiembre. La villa fue acordonada por la policía, que sólo permitió
entrar en ella a los diputados. Aproximadamente quince diputados
de la Esquerra Catalana (presentes allí en señal de solidaridad),
cinco diputados de Vizcaya y otros cinco de Guipúzcoa, y uno de
Álava, se reunieron brevemente y acordaron enseguida que todos
los demás concejales de los ayuntamientos vascos dimitiesen el día
siete. Aquello produjo una ola de dimisiones en las dos provincias
vascas del Norte, pero en Álava sólo hubo tales dimisiones en cinco
de los 77 municipios de la provincia. Se produjo a continuación una
reunión de los representantes de los nacionalistas vascos,
socialistas, la UGT, los comunistas y republicanos de izquierda en
San Sebastián. Los partidos de izquierdas querían hacer un frente
común con los nacionalistas vascos contra el centro-derecha y la
derecha, pero los nacionalistas vascos no prometieron otra cosa que
oponerse «con toda su fuerza» a una restauración monárquica o a
una nueva dictadura, negándose a unir sus fuerzas en general con
la izquierda.

Hacia un Octubre Rojo

La crisis política del verano y comienzos del otoño de 1934 se


desarrollaba sobre el telón de fondo de una relativa recuperación
económica. La cosecha del año había sido una de las dos mejores
en la historia de España, y la producción industrial iba recobrándose
de la depresión de 1932-1933, aunque el aumento del desempleo
sólo se había detenido temporalmente. Aquella mejora proporcional
no se tradujo en ninguna mejora significativa de la situación
económica inmediata de los trabajadores pero pone de relieve el
hecho de que los sucesos de septiembre-octubre de 1934 fueron
ante todo un asunto político, aunque sin duda muy condicionado por
un contexto general de depresión.
Al empezar el otoño pronunció Alcalá Zamora en una ceremonia
celebrada en Valladolid uno de sus barrocos discursos típicos, en el
que se dio gusto diciendo que la República tendría pronto:
… economía sana, presupuesto nivelado, poca deuda exterior, con una
transformación política en paz y orden, compensado el antiguo desgaste de las guerras
civiles. Por todo eso, al alcance de la España de nuestro tiempo se muestra un porvenir
de grandeza y bienestar como jamás pudo soñarse… En el año 1935 y, si me apuráis,
en los meses que quedan del 34, el horizonte de la grandeza española puede aparecer
diáfano y sin nubes, si los españoles queremos que España sea uno de los paraísos
relativos de la tierra. La impaciencia y la inquietud española no tienen justificación[36].

La inminente crisis política era, por supuesto, más un asunto


emotivo, de resentimientos reprimidos y de sectarismo político que
de cálculo racional. Tres días más tarde, cuando se disponía a
presenciar unas maniobras militares en León, Martínez Barrio
advirtió a Alcalá Zamora de que había serios rumores de que estaba
a punto de ser secuestrado por las fuerzas de seguridad o por el
ejército. Aquella noche anotó el presidente en su diario: «Creía estar
soñando o hallarme en un manicomio[37]».
El comité revolucionario socialista bajo la dirección de Largo
Caballero seguía haciendo preparativos para una posible
sublevación, pero su organización era bastante limitada[38]. Tenía
mucha importancia su sincronización y desencadenamiento y Largo
Caballero creía que el elemento disparador de la rebelión podría ser
la entrada de la CEDA en el gobierno republicano. Paradójicamente
abundan los testimonios de que Largo Caballero estaba convencido
de que Alcalá Zamora nunca permitiría la entrada de la CEDA al
poder. Vemos que Paul Preston escribe que «los socialistas trataban
de mantener el carácter progresista del régimen republicano con
unas amenazas de revolución que esperaban no tendrían que
cumplir nunca[39]».
El principal publicista del socialismo revolucionario era el
periodista y ensayista Luis Araquistáin. Su revista mensual Leviatán
declaraba en su primer número, de mayo de 1934: «La República es
un accidente» y añadía que «el socialismo reformista está
fracasado», sacando como conclusión: «No fiemos únicamente en la
democracia parlamentaria, incluso si alguna vez el socialismo logra
una mayoría: si no emplea la violencia, el capitalismo le derrotará en
otros frentes con sus formidables armas económicas[40]». Sólo unas
cuantas semanas antes había escrito atinadamente en la revista
estadounidense Foreign Affairs (abril de 1934) que un fascismo
auténtico, al estilo italiano o alemán, era imposible en España
debido a la ausencia de gran cantidad de veteranos de guerra en
paro o estudiantes universitarios sin futuro, y que —en comparación
con Alemania— ni había una gran población desempleada ni un
apoyo virtual para un nacionalismo o un imperialismo español, ni
tampoco líderes de peso. Todo eso era verdad. Pero para la
izquierda española, el equivalente funcional del fascismo eran
sencillamente las derechas, en general, y muy en especial su fuerza
más importante, la CEDA, debido a la oposición de la CEDA a las
reformas republicanas y en gran medida a la democracia
republicana misma. No caracterizó a la CEDA precisamente la
introducción de una política de masas o de mítines de multitudes,
pero su amplia movilización propendía a la escalada de ese
fenómeno. La concentración de 50 000 jóvenes japistas en El
Escorial el 22 de abril se pareció muchísimo a un gran mitin fascista,
henchido de eslóganes como «¡Antiparlamentarismo!» o «¡El jefe no
se equivoca nunca!», referido a Gil Robles, al que recibieron al grito
de «¡Jefe, jefe, jefe!» en un mitin algo menor celebrado en
Covadonga, cuna simbólica de la nación española, el 6 de
septiembre.
Mientras tanto, las fuerzas principales de la izquierda republicana
se sometían a una reorganización y asumían una posición más
avanzada. En un mitin celebrado el 1-2 de abril, el partido azañista
de Acción Republicana, el escindido Partido Radical Socialista
Independiente, y la mayor parte del izquierdista-galleguista Partido
Republicano Gallego se fusionaron para formar un Partido de
Izquierda Republicana, nuevo, unido. Lo más notable de él fue su
nuevo programa económico, anunciado ya en un discurso de Azaña
el 11 de febrero. Reclamaba una mayor regulación estatal del
crédito y las finanzas, el control de determinadas industrias por
organismos estatales o incluso su posible nacionalización, la
extensión de las obras públicas, la continuación de la reforma
agraria, aunque exceptuando claramente a los propietarios
pequeños y medianos, la creación de un Banco Nacional del Crédito
Agrícola, una revisión arancelaria, una reforma progresista de los
impuestos, la expansión de la Seguridad Social y la creación de un
consejo económico central del gobierno[41]. De ese modo, la
Izquierda Republicana, de clase media, trataba de acercarse a los
socialistas y suscitar un mayor apoyo de una opinión izquierdista
cada vez más radicalizada. Más adelante, a finales de junio,
celebraron su primer Congreso las flamantes Juventudes de
Izquierda Republicana, declarándose sus miembros: «izquierdistas,
demócratas, parlamentaristas, por este orden». Con voz más
estridente aún que la de su partido matriz, las Juventudes de
Izquierda Republicana querían dejar muy claro que, si hacía falta,
los objetivos izquierdistas estaban por encima de una democracia
técnica y legalista, según las circunstancias[42].
En mayo, Martínez Barrio, que ya había dimitido antes de un
puesto en el gobierno radical, abandonó definitivamente el Partido
Radical para formar un diminuto Partido Radical Demócrata, situado
claramente a la izquierda de su partido anterior. Como Gran Maestre
del Gran Oriente Español, fue capaz de llevarse consigo alrededor
de un tercio de los masones del Partido Radical[43]. La posición de
la agrupación de Martínez Barrio como el sector más moderado de
un amplio republicanismo de izquierdas de clase media estaba muy
cerca de lo que quedaba del Partido Radical-Socialista original,
dirigido entonces por Gordón Ordás, que compartía con ella una
antipatía igual hacia los socialistas. En un discurso del 25 de julio
decía en tono de queja:
La trágica situación de España es la existencia numerosísima de dos grandes
fuerzas que fuera de la República están actuando, una fuerza de extrema derecha que,
por procedimientos internos o importados de Italia o de Alemania, quiere establecer aquí
el Estado totalitario con el dominio capitalista, y otra de extrema izquierda que, por
procedimientos análogos a los de Lenin, quiere establecer aquí el tipo totalitario de
aspecto proletario[44].

Martínez Barrio y Gordón Ordás instaron a Felipe Sánchez


Román, el otro centro-izquierdista republicano moderado de
importancia, a que se les uniese, pero este último organizó aparte
un Partido Nacional Republicano. Los partidarios de Martínez Barrio
y Gordón Ordás se unieron entonces, a finales de septiembre, para
formar un nuevo Partido de Unión Republicana. Ocuparon los
puestos principales de la directiva el relativamente pragmático
Martínez Barrio y sus antiguos compañeros radicales, que
adoptaron un programa mínimo, moderado pero firme. Reclamaban
una mayor atención por las obras públicas y la reforma agraria, y
también por un equilibrio presupuestario, unido a un
restablecimiento de la autoridad del Estado y la disolución de todos
los partidos o agrupaciones que trataran de subvertirlo y a la
ilegalización de todas las organizaciones políticas paramilitares[45].
A partir de abril, los dirigentes republicanos de izquierdas se
habían ido alarmando cada vez más con la posibilidad de un golpe
derechista o de la entrada de la CEDA en el gobierno. Hubo
sucesivas reuniones entre Azaña, Miguel Maura, Sánchez Román y
Martínez Barrio, este último, había visitado a Alcalá Zamora el 7 de
julio instándole a que nombrase un nuevo gobierno de todos los
republicanos, encargado de organizar unas nuevas elecciones
capaces de invertir los resultados del año anterior[46]. Para Azaña
tenía una importancia no menor el restablecimiento de la alianza con
los socialistas, y hubo una reunión una semana después a la que
asistieron Largo Caballero y otros, para estudiar el asunto, pero los
socialistas caballeristas no se impresionaron con el nuevo programa
económico muy intervencionista de Izquierda Republicana y
desecharon cualquier reanudación de la alianza.
Eran un secreto casi a voces los preparativos socialistas para
algún tipo de acción directa. El 6 de junio la policía madrileña
descubrió un alijo de 616 pistolas y 80 000 cartuchos, cuyos
guardianes alegaron que estaban destinados a un diputado
socialista del Congreso, y en el domicilio de éste fueron halladas
otras 54 pistolas. Sin embargo, después del fracaso de la huelga
agraria, la única medida directa del gobierno contra los socialistas
consistió en una censura más frecuente de su prensa, cada vez más
incendiaria. Trató de mantenerse imparcial ante la escalada de
violencia entre los socialistas y falangistas. Ochenta de éstos fueron
detenidos en la sede de Falange de Madrid el 11 de julio, tras lo
cual, un decreto del Ministerio de Gobernación declaraba ilegal
cualquier mitin donde se hiciera uso del saludo fascista con el brazo
en alto o del revolucionario con el puño cerrado. La canícula fue
testigo de más desfiles públicos de las Juventudes Socialistas, al
tiempo que el comité nacional de la UGT denunciaba públicamente
el 1.o de agosto a la administración de Samper con la grotesca
exageración de que era «un régimen del fascismo blanco». Con más
exactitud, ponía de relieve que de los 415 días del «gobierno
lerrouxista», 222 habían transcurrido en estado de prevención o
alarma, y que sólo había habido 93 días de normalidad
constitucional y derechos civiles plenos (y 60 de ellos habían
pertenecido al período electoral[47]).
El escándalo principal en lo tocante a descubrimientos de armas
antes de la revolución de octubre tuvo lugar en la costa asturiana el
10 de septiembre. Consistió en un alijo de armas que el gobierno de
Azaña había conseguido originalmente para unos rebeldes
portugueses dos años antes y que al final habían logrado adquirir
los socialistas a través de terceros del Consorcio Estatal de
Industrias Militares. Las armas fueron cargadas desde un almacén
situado en el Sur del país en un «bou» llamado La Turquesa que se
puso a descargarlas de noche frente a la costa asturiana, y que fue
descubierto enseguida por los carabineros. La Turquesa, con la
mayoría de aquellas armas aún a bordo, salió hacia mar abierto y se
fue hasta Burdeos, donde tanto el barco como su carga fueron
confiscados por el cónsul de España. Indalecio Prieto, director
general de la operación, estaba cerca del lugar del desembarco,
pero se las arregló para despistar a la policía y huir enseguida a
Francia, donde permanecería durante los diecisiete meses
siguientes[48]. La Casa del Pueblo de Madrid fue registrada por la
policía el día 11. El registro permitió descubrir un número
considerable de armas de fuego, 107 cajas pequeñas de cartuchos,
y 37 paquetes de bombas de mano. En la capital y otros sitios
fueron descubiertos entonces varios otros pequeños escondrijos con
armas en poder de los socialistas, pero también unos días después
y a la búsqueda de armas en la carretera de Madrid a León, la
guardia civil mató por error a un conductor inocente[49].
El volumen de huelgas se mantuvo alto durante todo el verano.
Hubo numerosos choques menores con tiroteos así como
frecuentes actos incendiarios en partes muy distintas de España.
Murieron a tiros cuatro personas moderadas y conservadoras, y una
serie de trabajadores. Las muertes más divulgadas fueron el
asesinato del jefe provincial de Falange en Guipúzcoa, abatido en
San Sebastián, seguida del asesinato en represalia, aquel mismo
día, de Manuel Andrés Casaus, ministro de Gobernación en el
último Gobierno republicano de izquierda.
El mayor de los paros laborales del verano fue una huelga
general convocada por la UGT en Madrid con motivo de la
celebración en la capital de un gran mitin de protesta de las
principales asociaciones de terratenientes. Murieron en total seis
personas en Madrid en aquella ocasión. Decía un editorial de El Sol
al día siguiente:
Arma que se emplea demasiado en menesteres impropios termina por mellarse
hasta no poder ser usada cuando llega el momento propicio, porque no solamente se
embota ella y cansa su filo, sino que además aquellos menesteres van produciendo la
reacción adecuada para contrarrestarla y perfeccionar el arma contraria.
… Empleándose todos los resortes revolucionarios con desmedida frecuencia para
combatir un fascismo que no existe, sino como pálido remedo, lo que en definitiva puede
ocurrir es que produzca todas las condiciones necesarias, el suelo, el clima, para que
surja el fascismo. No ese fascismo enclenque, señoritil, que tenemos por razón de
moda, sino el verdadero, el temible, contra el cual no valen las armas que se arrojan
contra el Estado liberal. No de distinta manera se ha engendrado en otros países.

Creyendo que seguían las lecciones de la historia, los socialistas


fueron aquel mes cada vez más presa de la confusión hasta
terminar ignorando por completo las verdaderas lecciones de
aquélla.
Hasta entonces los socialistas habrían tratado sin éxito de
superar el ámbito de la Alianza Obrera. La CNT, a excepción de su
rama asturiana, seguía negándose a participar. Por otra parte se
hacían cada vez más íntimas las relaciones entre las Juventudes
Socialistas y el pequeño Partido Comunista (PCE), especialmente
en Madrid, donde el entierro de un miembro del Comité Central
comunista asesinado por falangistas el 29 de agosto se convirtió en
una gran ocasión para fraternizar las dos agrupaciones. Las
juventudes socialistas y comunistas celebraron su primer mitin
juntas en un estadio de Madrid a principios de septiembre para
protestar contra el nuevo decreto del Ministerio de la Gobernación
que prohibía la participación de menores de edad en las
agrupaciones políticas. Un objetivo principal de la política comunista
había sido siempre la inclusión de los socialistas en un Frente único
de ambos partidos que podría darles una mayor influencia en una
organización socialista, que era mucho más grande y heterogénea,
y estaba mucho menos unificada. Los socialistas se habían negado
siempre a ello, al tiempo que desbordaban a los comunistas con la
nueva y militante Alianza Obrera, que incluía a todas las
organizaciones socialistas y marxistas de España, excepto a los
comunistas mismos. Unírseles era una cosa claramente preferible al
continuo aislamiento, y el alto mando moscovita de la Tercera
Internacional, siguiendo un precedente reciente ocurrido en Francia,
terminó dando la luz verde a los líderes comunistas españoles. El 12
de septiembre el PCE se unió oficialmente a la Alianza Obrera.
Ocuparon el primer plano del mes de septiembre una nueva
serie de crisis legales de poca monta entre Barcelona y Madrid,
culminadas sin embargo por la tajante resolución del contencioso de
la reforma agraria catalana. El 9 de septiembre, un abogado catalán
sometido a juicio por desacato al tribunal, fue «rescatado» a la
fuerza por una multitud, y cuando el Fiscal del Estado en Barcelona
trató de poner coto a aquella interferencia, Miquel Badía, jefe de los
mossos d’esquadra, ordenó sin más que lo detuviesen. El gobierno
de Madrid, indignado, puso en marcha el 10 de septiembre algunas
medidas constitucionales de intervención directa para restaurar la
integridad del tribunal (debido a que aquél no era más que uno de
tantos abusos judiciales y carcelarios ocurridos en Barcelona). La
Generalitat respondió consecuentemente obligando a Badía a dimitir
el día 12. Las agrupaciones izquierdistas catalanas celebraron por
aquel entonces una serie de mítines multitudinarios, pero cuando los
tradicionalistas catalanes quisieron celebrar uno, ya autorizado,
noventa y nueve de ellos fueron detenidos sin más. Entonces, y
para poner coto al abuso de los procedimientos judiciales, el
gobierno promulgó una nueva disposición que limitaba el poder de la
Generalitat sobre el personal de los tribunales. La respuesta de
Companys el día 25 fue tan desmedida, que el gobierno de Madrid
presentó una demanda contra el catalán ante el Tribunal de
Garantías Constitucionales, acusándolo de perjuicio y desacato. A
pesar de todo, aquella secuencia de revancha de opereta terminó en
un compromiso práctico en torno al conflicto agrario original. El 13
de septiembre publicó la Generalitat una serie de disposiciones
nuevas que modificaban ligeramente los términos originales de
acuerdo con la línea deseada por Madrid, y cuando se abrieron las
Cortes para la temporada de otoño el 1.o de octubre, el Primer
ministro anunció que aquella modificación equivalía a una revisión
de la Ley de Contratos del Cultivo dotada de «carácter y fuerza de
ley», por lo que consideraba que dicha legislación era constitucional,
lo que resolvía finalmente el prolongado contencioso[50].
Por desgracia, la resolución de la Ley de Contratos del Cultivo no
fue el asunto principal del orden del día de apertura de las Cortes,
porque el gobierno de Samper dimitió inmediatamente. Cuatro días
antes había anunciado la CEDA que no apoyaría por más tiempo a
un gobierno minoritario ineficaz y que exigiría la participación en
cualquier nueva coalición. Con un carácter similar, los líderes del
Partido Radical se habían reunido el 29 de septiembre, poniéndose
de acuerdo en no ceder a más presiones del presidente o de la
izquierda para mantener a Lerroux fuera del cargo de Primer
ministro. En consecuencia, cuando Samper inauguró la nueva
temporada de las Cortes el 1.o de octubre, el único portavoz que
contestó a su discurso fue Gil Robles, quien se limitó a decir que
tenía que haber un cambio de gobierno, lo que motivó la inmediata
dimisión del gabinete.
Era muy de esperar que la entrada de la CEDA en el gobierno
podía desencadenar una rebelión socialista, pero la CEDA y la
directiva de los radicales estaban dispuestos a correr tal riesgo, y sin
duda algunos de ellos preferían hacer frente a una insurrección en
un momento en el que la izquierda seguía dividida y el centro-
derecha estaba unido y fuerte[51]. A Alcalá Zamora no le quedaba
mucho entre qué escoger, dado que una coalición encabezada por
Lerroux con inclusión, como ocurrió, de tres cedistas, era la única
fórmula capaz de lograr una mayoría parlamentaria. La alternativa
era la disolución, cosa a que se resistía el presidente porque podía
verse sometido a una revisión parlamentaria y a la acusación de
haber convocado dos elecciones en el transcurso de un año. Los
tres ministros cedistas serían Rafael Aizpún (Justicia), José Oriol
Anguera de Sojo (Trabajo), y Manuel Giménez Fernández
(Agricultura). Aunque tenían los tres fama de moderados, Giménez
Fernández era probablemente el más liberal de los dirigentes de la
CEDA. El otro cambio grande del nuevo gobierno se debió a la
insistencia de Alcalá Zamora en sustituir como ministro de
Gobernación al duro Salazar Alonso por Eloy Vaquero, más liberal,
un autodidacta, profesor y abogado cordobés, y compinche de
Lerroux[52].
Aunque Largo Caballero había dudado de que fuese a llegar
siquiera un día así, ésa era la «provocación» que aguardaban los
socialistas. El Socialista había anunciado amenazante el 27 de
septiembre:
Las nubes van cargadas camino de octubre. Repetimos lo que dijimos hace meses:
¡Atención al disco rojo! El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días
de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y de sus
cabezas puede ser enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado. Y
nuestra política internacional. Y nuestros planes de socialización.

El Heraldo de Madrid, diario republicano de izquierda, sacaba


esta conclusión en la mañana del 4 de octubre: «La República del
14 de abril se ha perdido tal vez para siempre. La que hoy inicia su
vida no nos interesa. A nuestra República la conceptuamos ya
exánime».
Cuando se filtraron al público noticias de la nueva coalición el 4
de octubre, los líderes republicanos de izquierda de clase media
trataron de lograr una fórmula común de protesta, pero fracasaron.
Les impedía hacerlo, al menos hasta cierto punto, el que la
formación del nuevo gobierno no era resultado de ninguna acción
directa extraparlamentaria, como en Italia, o de una componenda
clandestina, como en Alemania, sino una coalición,
escrupulosamente legal y constitucional de los dos partidos mayores
elegidos menos de un año antes por sufragio democrático en unas
elecciones libres. En la tarde del 5 de octubre, la Izquierda
Republicana de Azaña emitió el manifiesto siguiente: «Izquierda
Republicana declara que el hecho monstruoso de entregar el
gobierno de la República a sus enemigos es ya una traición; rompe
toda solidaridad con las instituciones actuales del régimen y afirma
su decisión de acudir a todos los medios de defensa de la
República». Declaraciones un tanto parecidas, fácilmente
interpretables como un alineamiento de los republicanos de
izquierda con la insurrección de la Alianza Obrera que se iniciaba,
fueron emitidas por la Unión Republicana (de Martínez Barrio), el
Partido Nacional Republicano (de Sánchez Román), el Partido
Republicano Conservador (de Miguel Maura, que dijo que el nuevo
gobierno estaba «engendrando una guerra civil»), la Izquierda
Radical Socialista, y el Partido Federal Autónomo. El problema
nacía, desde luego, de la insistencia de los republicanos de
izquierda en identificar la República no con la democracia o con la
ley constitucional, sino con un conjunto específico de ideas políticas
y de políticos y en considerar como una traición cualquier cambio de
unos y otros.
La iniciativa de la Alianza Obrera empezó a entrar en acción el 4
de octubre, pero estaba divididísima y descentralizada, y tan
escasamente coordinada que apenas se podía hablar de un
verdadero plan. Tampoco se anunció ningún programa o conjunto de
objetivos; el programa acordado en enero de 1934 no fue publicado
por primera vez hasta enero de 1936[53]. A nivel nacional, la
iniciativa descansaba sobre todo en el arma tradicional de la huelga
general, que empezó en Madrid, Barcelona y todas las zonas donde
los socialistas estaban fuertes el 5 de octubre. Sin embargo, los
preparativos hechos para una insurrección revolucionaria eran
débiles o inexistentes. En Madrid, por ejemplo, la fuerza armada iba
a estar a cargo de la milicia organizada nominalmente de las
Juventudes Socialistas[54], de elementos izquierdistas ganados
supuestamente para la causa dentro de los cuarteles, y de
estratagemas para atraerse a los elementos simpatizantes de las
fuerzas de seguridad, especialmente los guardias de asalto. La
verdad es que las Juventudes Socialistas sencillamente no estaban
preparadas para una actividad militar seria, y fracasaron todos los
dispositivos encaminados a captar sectores de los militares y la
policía. No existía la más remota comparación entre el ejército ruso
de 1917 —desmoralizado por tres años de derrota, malos mandos, y
millones de bajas— y el modesto pero eficaz ejército español de
1934, muy descansado, relativamente unido, y con una moral del
todo intacta. Los planes para apoderarse de los centros públicos
neurálgicos de Madrid se desmoronaron enseguida en forma de
escaramuzas débiles e inútiles. La huelga en sí fue razonablemente
efectiva, pero tanto los obreros como sus líderes se limitaron a
quedarse en casa, desalentados además con el «paqueo» callejero
que mantuvieron durante unas cuarenta y ocho horas los
francotiradores de los sectores armados de las Juventudes
Socialistas. Se alzaron algunas barricadas en los distritos obreros,
pero las masas revolucionarias brillaron en general por su ausencia
en las calles.
La respuesta del gobierno corrió casi pareja en su lentitud con el
ritmo letárgico de la ofensiva obrera misma. Si Largo Caballero no
había creído nunca que Alcalá Zamora fuese a permitir la entrada en
el gobierno de ministros de la CEDA, Lerroux tampoco había
pensado que los socialistas fuesen a armar una insurrección de
verdad[55]. La ley marcial tardó más de veinticuatro horas en ser
declarada en toda España, pero al fin se impuso en la mañana del 6
de octubre. El ministro de Guerra, radical, del nuevo gabinete, era
Diego Hidalgo, que había ocupado ese cargo desde diciembre de
1933. Hidalgo pertenecía a uno de los sectores más liberales del
Partido Radical y había sido uno de los radicales que más habían
apoyado la reforma agraria, pero desconfiaba del jefe del Estado
Mayor del ejército, general Masquelet, por considerarlo demasiado
liberal y posiblemente simpatizante con los rebeldes. Por esa razón,
Hidalgo había escogido ya a un asesor especial en la persona del
general Francisco Franco, que siete años antes se había convertido
en el general más joven de cualquier ejército europeo, y era todo un
héroe de las campañas de Marruecos y una de las figuras más
prestigiosas entre los militares españoles. Hidalgo le había
concedido el primer ascenso al rango de general de división
disponible bajo el gobierno de centro-derecha. Hidalgo había
invitado a Franco a asistir a las recientes maniobras del ejército en
León y había regresado con él a Madrid. Enseguida que se inició la
rebelión, Hidalgo puso la coordinación de su represión a cargo de
Franco, quien durmió en una habitación del Ministerio de la Guerra
durante las dos semanas siguientes[56].
En Barcelona la Alianza Obrera encontró un aliado en el
gobierno de la Generalitat, que había estado organizando unos
planes bastante poco entusiastas de resistencia armada contra
Madrid dependientes del desenlace de la crisis autonómica del
verano y de la lucha por el poder en Madrid. La Alianza Obrera
empezó su huelga general en la capital catalana el 5 de octubre, con
cierto éxito, si tenemos en cuenta que la mayoría de las
organizaciones laborales estaban dominadas por la CNT. Al día
siguiente se intentó extender la huelga a toda Cataluña con la ayuda
de los escamots camisas verdes de la Esquerra. Al mismo tiempo,
los mossos d’esquadra detuvieron a algunos de los principales
líderes anarquistas, por temor a que fuesen a sabotear la operación.
A las 8 de la mañana del día 6, se pronunciaba Companys desde el
balcón de la sede de la Generalitat en estos términos: «Catalanes:
las fuerzas monarquizantes y fascistas… han asaltado el poder… La
República en sus fundamentales postulados democráticos se
encuentra en gravísimo peligro[57]». Aseguró que todos los
republicanos auténticos se habían sublevado y que la Generalitat
asumía todo el poder en Cataluña. Anunció la formación del «Estado
Catalán dentro de la República Federal Española» e invitó a los
demás republicanos de izquierda a que estableciesen un nuevo
gobierno provisional de la República en Barcelona. La Generalitat
tenía el respaldo de todas las agrupaciones catalanistas
republicanas de izquierda y de los pequeños partidos obreros de la
Alianza Obrera.

Guardias de asalto cachean a la gente durante la huelga revolucionaria de Madrid,


octubre de 1934.

Companys era un hombre básicamente sensato que llevaba


meses sometido a presiones extremas de los catalanistas radicales.
Todos los preparativos de la rebelión habían quedado en manos del
conseller de Governació, el aventurero extremista Josep Dencàs.
Había organizado sobre el papel siete mil escamots voluntarios, y
logró dotar de armas a algunos de ellos, pero al igual que los
socialistas de Madrid, no estaban preparados para luchar de veras.
La respuesta popular en la capital catalana se pareció menos al
activo entusiasmo de Madrid y Barcelona en abril de 1931 que a la
pasiva ansiedad de Berlín en septiembre de 1938: un relativo
silencio, nada de multitudes en las calles, gente que se apresura
hacia sus casas. La rebelión catalana, en dos palabras, adoptó la
forma de una especie de pronunciamiento civil, en la esperanza no
de conquistar Madrid, sino de que se les reuniesen el número
suficiente de izquierdistas en un esfuerzo común.
El comandante de las guarniciones militares del distrito de
Barcelona era el general Domingo Batet. Su ascendencia catalana
había hecho suponer o esperar a algunos de los líderes de la
rebelión que adoptaría una actitud de espectador pasivo, pero la de
Batet fue en realidad enérgica y absolutamente decisiva. Declaró la
ley marcial en toda Cataluña a las 9 de la mañana, sólo una hora
después de la proclamación de Companys, y para las 11.30 de
aquella noche un pequeño destacamento del ejército había
emplazado estratégicamente artillería ligera que empezó a cañonear
el palacio de la Generalitat. Justo antes, dos salvas que impactaron
en la sede de la CADCI, el sindicato de dependientes
ultracatalanistas, habían matado a su líder, Jaume Compte,
provocando su rendición, mientras se rendía con la misma rapidez la
Comandancia General de Somatenes (cuartel general de la milicia
catalana). El bombardeo del ayuntamiento de Barcelona, el otro
centro rebelde que quedaba, empezó justo antes del amanecer, y
enseguida asomó otra bandera blanca. Sin duda Dencàs le había
prometido a Companys que el ejército de la guarnición no ofrecía un
peligro inmediato y que por la mañana empezarían a llegarles
refuerzos. Como ambas cosas eran inexactas, Companys entregó la
Generalitat a las 6 de la mañana. Batet le echó entonces un
rapapolvo sobre los males que trae el recurrir a la fuerza y exigió
que anunciara su rendición a través de la radio. Dencàs había
contado con el apoyo de la milicia catalanista de las zonas rurales,
pero en vez de eso desertó parte de su policía. Escapó por una
escotilla de escape a través del alcantarillado, cosa que sin duda
tenía preparada de antemano y dio lugar a muchas burlas. En
conjunto, la fracasada rebelión de Barcelona causó la muerte de
cuarenta y seis personas, ocho soldados y treinta y ocho civiles[58].
Hubo escaramuzas menores en varias partes de Cataluña el 6 y
el 7 de octubre, al apoderarse las agrupaciones de la Alianza Obrera
de varias localidades, incluyendo, por muy poco tiempo, parte de
Gerona y de Lérida. Fueron sometidas enseguida por el ejército y la
policía[59], aunque cometieron antes varios homicidios, incluyendo el
asesinato, por lo menos, de un sacerdote.
Azaña permaneció en Barcelona durante la rebelión, sus
intenciones eran dudosas. Desde luego no iba a desempeñar un
papel de leal oposición a Alcalá Zamora y Lerroux. No intentó en
absoluto advertir al gobierno, y el pronunciamiento de su partido
podía ser interpretado fácilmente como un apoyo a la rebelión.
Azaña había salido de Madrid el 27 de septiembre, llevando solo
una maleta, para asistir a los funerales de su exministro de
Hacienda Jaume Carner. Pasó después los días 3 y 4 de octubre en
una serie de entrevistas con dirigentes de la izquierda catalanista.
Se ha barajado que un objetivo de aquellas conversaciones era
disuadir a Companys de su intento de declarar el separatismo. Es
muy probable que Azaña permaneciese en la Ciudad Condal debido
a que su denso clima izquierdista la convertía en el lugar más
seguro en una crisis. A las 8 de la mañana del 6 de octubre se fue
de su habitación del Hotel Colón a casa de un amigo barcelonés, en
la que fue detenido tres días más tarde, y trasladado seguidamente
a un buque prisión[60].
El comité revolucionario de Largo Caballero había nombrado en
teoría comisiones rebeldes en todas las capitales de provincia de
España, pero la mayoría de las ciudades permanecieron tranquilas,
mientras que los socialistas de la zona rural del Sur de España
estaban todavía agotados debido a la fracasada huelga agraria.
Hubo varias huelgas y disturbios en puntos dispersos del Sur, en los
que murieron algunas personas, pero en general no hubo
insurrección en esa parte[61]. En Aragón algunos grupos anarquistas
provocaron estallidos sueltos por su cuenta. Una huelga general en
Zaragoza duró del 6 al 9 de octubre, y los anarcosindicalistas
declararon el comunismo libertario efímeramente en algunas
localidades menores.
Aparte de Asturias, las únicas rebeliones socialistas serias se
produjeron en las dos provincias vascongadas industriales: Vizcaya
y Guipúzcoa, y en Palencia y León. La huelga general se hizo
efectiva durante algunos días en las zonas industriales de Vizcaya,
mientras que en Guipúzcoa los socialistas se apoderaron
temporalmente de las villas de Mondragón y Eibar, proclamando
oficialmente la revolución social y matando a dos rehenes en la
primera. Acudieron tropas desde otras regiones y hubo algo de
lucha antes de ser pacificada la zona[62]. En Palencia se inició una
insurrección de los mineros socialistas el día 5, apoderándose
durante varios días de parte de la provincia. La rebelión estalló al
día siguiente en León (parte de cuya guarnición había sido enviada
ya a otro sitio), y se apoderó como de tres cuartas partes de la
provincia durante varios días, hasta que recuperaron el control de la
zona destacamentos militares.
El gran drama de la insurrección de 1934 se produjo en Asturias,
donde una Alianza Obrera unida y revolucionaria, con base
especialmente en la cuenca minera, implantó la primera comuna
revolucionaria de Europa Occidental desde la de París de 1871.
Vista la ineptitud y falta de agallas de los preparativos socialistas en
la mayoría de las demás regiones, ¿por qué fue la rebelión asturiana
tan fiera y decidida? La primera respuesta está en la unidad de la
izquierda obrera en una región donde casi el 70 por ciento de los
obreros estaba sindicado. Aunque estaba muy lejos de ejercer un
monopolio, el Sindicato Minero Asturiano de la UGT se había hecho
una sólida posición aproximadamente en los años de la Primera
Guerra Mundial, sólo para contemplar un descenso precipitado tanto
del sindicato como del empleo ante la competencia extranjera
durante los años veinte. La República había proporcionado una gran
oportunidad para la reorganización sindical, pero la ausencia de
soluciones eficaces para los problemas de la minería y la metalurgia
durante la depresión hizo que aquella renovada actividad sindical se
tradujese sencillamente en frustración y agresividad, exacerbándose
sobre todo la actitud de los obreros más jóvenes. El hecho de que la
fuerza laboral siguiera siendo parcialmente rural y parte de los
obreros trabajasen en el campo además de la mina, amortiguó los
efectos de la industrialización, pero a todas luces no retrasó la
radicalización[63]. Como hemos visto, Asturias había encabezado
proporcionalmente los movimientos huelguistas de España bajo la
República, haciendo cada vez más causa común la UGT y la CNT;
fruto de ello fue la Alianza Revolucionaria, formada el 31 de marzo y
única alianza de obreros a la que se había sumado la CNT. Por otra
parte, aquella militante unidad se tradujo en que los sindicatos
asturianos desarrollasen objetivos propios de un régimen «socialista
federal» como fruto de la insurrección[64].
La revolución de Asturias empezó la noche del 4 al 5 de octubre.
Cayó rápidamente en su poder la cuenca minera, y sólo resistieron
hasta el segundo día tres importantes cuarteles de la guardia civil. El
plan defensivo de las autoridades locales fue pasivo, atenido a que
la guardia civil resistiría en sus puestos de distrito como lo había
hecho siempre durante las miniinsurrecciones anarquistas. Pero la
fuerza y espíritu combativo de la insurrección asturiana eran mucho
mayores. Fueron movilizados enseguida más de veinte mil
milicianos de la clase obrera. Aunque muchos carecían de armas,
fueron adquiriéndolas sucesivamente en cada cuartel que se les
rendía y terminaron apoderándose de la fábrica de cañones de
Trubia así como de 29 piezas de artillería. Además, en los primeros
días, los milicianos mineros hicieron una innovación en lo tocante al
armamento: el empleo de cartuchos de dinamita que, encendidos,
utilizaban como bombas de mano, lo que infundió al principio el
terror entre sus enemigos. El sexto día de la insurrección avanzaron
sobre Oviedo, una ciudad de 80 000 habitantes, capital de la
provincia, con una guarnición de 900 soldados además de 300
hombres de las fuerzas de seguridad. Como estas fuerzas parecían
ser insuficientes para defender toda la zona urbana, los mandos del
ejército, un tanto débiles y divididos, recurrieron a otro sistema de
defensa pasiva, organizada exclusivamente en torno a nueve puntos
fuertes de la ciudad. Entonces, ocho mil mineros revolucionarios
ocuparon la mayor parte de Oviedo, incluyendo el centro de la
ciudad. En la «zona liberada», proclamaron oficialmente los mineros
la revolución proletaria, suprimieron la moneda oficial, e implantaron
además un terror revolucionario que costó la vida a más de veinte
personas, en su mayoría sacerdotes. Como los combates
continuaron, parte de la ciudad sufrió voladuras ocasionadas por la
artillería, los bombardeos y la dinamita. Aunque la falta de
coordinación privó a los revolucionarios del apoyo de otros
contingentes de la UGT de León y Palencia, el gobierno fue a su vez
incapaz de proporcionar a los defensores del orden refuerzos
inmediatos. El único apoyo que recibieron en los primeros días
consistió en dos escuadrones de la aviación española que trataron
de bombardear y ametrallar las posiciones de los rebeldes, matando
a diez personas cuando una bomba cayó en la plaza mayor el día
10.
Enseguida empezaron a enviar a toda prisa refuerzos militares a
la región y había que nombrar un nuevo jefe de campaña de los
mismos. A Franco le habría gustado aquel puesto, pero el nuevo
Primer ministro, Lerroux, prefirió tener al mando de aquellas fuerzas
a un miembro de la minoría liberal del alto mando del ejército, y le
confió al inspector general del mismo, el general Eduardo López
Ochoa el mando de la principal columna de socorro. López Ochoa
era un republicano liberal, y masón, y había sido uno de los
encartados en la conspiración militar de 1930 a favor de la
República. Fue enviado en avión a Galicia en la tarde del día 6. Al
día siguiente empezó a abrirse camino hacia el este con un modesto
contingente de 360 soldados; iban en camiones y la mitad de ellos
tuvieron que quedar destacados de camino para mantener el paso
abierto. Entretanto, unos efectivos de guarnición de 460 soldados y
guardias habían resistido en Gijón, importante ciudad costera y
puerto, adonde llegaron ya los primeros refuerzos por mar el día 7,
seguidos de unidades mayores procedentes del protectorado de
Marruecos, el día 10[65], por lo que la principal ayuda militar de
Oviedo llegó desde Gijón, rumbo sur, el día 11. Aquella operación
implicó también el primer empleo histórico militar de un autogiro (en
gran parte invento español) como elemento de reconocimiento de la
columna de Gijón, que ocupó de nuevo la parte principal de la
capital de Asturias entre el 12 y el 13 de octubre. El comité
revolucionario de Oviedo cedió su puesto temporalmente el día 12 a
un comité compuesto exclusivamente de comunistas mientras los
grupos principales de milicianos empezaban a retirarse. La lucha
más encarnizada se produjo probablemente entre los días 14 y 17
por el control de los aledaños del sur y del este que cubrían el
acceso a la cuenca minera. Para entonces había llegado ya otra
columna de socorro del este y López Ochoa disponía de un total de
15 000 soldados y 3000 guardias concentrados en la comarca, lo
que superaba el número de los milicianos mineros. Tras un
parlamento efectuado el día 18, los revolucionarios se rindieron y al
día siguiente se inició la ocupación relativamente pacífica de la
cuenca minera.
Se produjo entonces una situación muy tensa entre el moderado
general López Ochoa y su subordinado principal, el duro teniente
coronel Juan Yagüe, comandante de las unidades de elite de la
Legión y regulares, traídas desde Marruecos. Yagüe, compañero
íntimo de Franco, se quejaba de que las órdenes de López Ochoa
habían expuesto a sus tropas a peligros innecesarios durante el
avance y de que López Ochoa había accedido a las exigencias del
comité revolucionario de que no se las dejase entrar en las
localidades principales de la cuenca[66]. Y acusaba además al
comandante en jefe de que había sido «un blandengue» con los
revolucionarios y no les había exigido entregar todas sus armas. El
día 20 fue dinamitado un camión lleno de soldados, informando el
ejército de 25 muertos. Aquello provocó un decreto inmediato de
López Ochoa de que cualquiera que llevase armas o las tuviera en
su casa sería sometido a juicio sumarísimo y, de ser culpable,
ejecutado inmediatamente. Al parecer dio también su aprobación a
una serie de ejecuciones sumarias efectuadas bajo la ley marcial.
Algunos «pacos» siguieron disparando sobre los soldados y los
guardias, y tampoco fueron recuperadas todas las armas; siguió
habiendo actividades guerrilleras menores hasta principios de 1935.
Es imposible determinar el número exacto de vidas humanas que
costó la insurrección de octubre. Las estimaciones más fiables
hablan de 1200 muertos entre los rebeldes, 1100 de ellos en
Asturias[67]. Los muertos entre el ejército y las fuerzas de seguridad
se aproximan a 450, concentrados también principalmente en
Asturias[68].

Guardias civiles transportados en camión durante la represión del Octubre Rojo en


Asturias en 1934.
Tras la ocupación militar, las comarcas mineras fueron
registradas a fondo, produciéndose miles de detenciones. Cientos
de los prisioneros fueron sometidos a palizas y torturas sistemáticas,
sobre todo en la represión policíaca especial efectuada en Asturias
por la guardia civil, a las órdenes del comandante Lisardo Doval[69].
Bastantes de los detenidos fueron muertos literalmente a palos o por
la tortura. En toda España se practicaron más de 15 000
detenciones, aunque la izquierda asegura que el total fue por lo
menos el doble[70].
En los dieciocho meses siguientes, España se llenó de relatos de
atrocidades. Las derechas resaltaban la violencia de los
revolucionarios y los asesinatos de sacerdotes y otras personas
civiles (al parecer unos cuarenta en total, incluyendo 34
eclesiásticos y seminaristas, y un diputado a Cortes conservador —
Marcelino Oreja, en Mondragón—.[71] Las izquierdas hablaban de
docenas y docenas de ejecuciones con y sin juicios sumarísimos,
supuestas atrocidades cometidas por los militares contra las familias
de los mineros, y del maltratamiento brutal y continuo de algunos de
los prisioneros[72]. Gabriel Jackson escribiría al respecto treinta años
después: «En realidad, cualquier forma de fanatismo o crueldad de
las que iban a caracterizar la Guerra Civil se produjo ya en la
revolución de octubre y a continuación de ella sus repercusiones:
una revolución utópica desfigurada por un terror rojo esporádico;
una represión sanguinaria sistemática de las “fuerzas del orden”;
confusión y desmoralización de la izquierda moderada; revanchismo
vengativo fanático por parte de la derecha[73]».
Hubo también numerosas detenciones y procesamientos dentro
de las fuerzas armadas, empezando por seis jefes de las
guarniciones del ejército y la guardia civil de Oviedo, condenados
todos ellos a prisión. Además, un teniente del ejército y un soldado
raso recibieron penas graves por haberse sumado a los
revolucionarios. En los grados inferiores de la guardia civil fueron
condenados a penas de cárcel nueve hombres, incluyendo un oficial
y cuatro suboficiales. Al igual que a los jefes de mayor grado, se les
acusó de negligencia en el cumplimiento del deber, salvo a un
guardia civil inculpado por haberse sumado a los revolucionarios.
Los casos de deserción o amotinamiento entre las tropas de tierra
fueron raros, pero el caso fue diferente entre los marineros. Existían
unas cuantas células izquierdistas organizadas entre ellos al tener
una mayor identidad común debido al carácter circunscrito de la vida
a bordo. Aunque ninguno de los distintos motines supuestos
tramados en los barcos llegaron realmente a producirse, fueron
arrestados y procesados 72 marineros. En cambio, los únicos
soldados castigados directamente por excederse en la represión
fueron cuatro regulares marroquíes ejecutados sumariamente por
López Ochoa.
Para la izquierda el resultado fue un desastre, con la pérdida de
muchas vidas y miles de militantes detenidos además de los que
estaban ya en la cárcel, la detención o huida de la mayoría de sus
dirigentes, el cierre de muchas (aunque no todas) sedes locales del
Partido Socialista y la UGT, y la eliminación de la izquierda como
fuerza parlamentaria y política en los dieciséis meses siguientes. El
fiasco entero había querido justificarse en base a las siniestras
intenciones fascistoides de la CEDA. Si aquellas intenciones
hubieran sido tales como las pintaba la izquierda, la CEDA habría
tenido entonces una oportunidad de dar el golpe con más facilidad
que nunca. De hecho, Ramiro Ledesma Ramos, intelectual fascista
de veras, escribiría unos meses después que gran parte de la
derecha española era «aparentemente fascista, pero, en muchos
casos, esencialmente antifascista» debido a su legalismo y aversión
a la violencia, mientras que gran parte de la izquierda española era
«aparentemente antifascista, pero en muchas de sus características
y objetivos, esencialmente fascista», debido a su inclinación a
emplear la violencia y su rechazo del legalismo democrático[74].
Los historiadores han considerado casi con unanimidad la
insurrección revolucionaria como el comienzo de la decadencia de la
Segunda República y del gobierno constitucional y el consenso
constitucional en España. Historiadores tan diferentes como Gerald
Brenan, Salvador de Madariaga, Raymond Carr, Gabriel Jackson,
Richard Robinson, Carlos M. Rama, Carlos Seco Serrano, y Ricardo
de la Cierva la han descrito ya sea como «el preludio» o como la
«primera batalla» de la Guerra Civil. La evaluación más citada es tal
vez la de Madariaga:
La rebelión de 1934 es imperdonable. La decisión del presidente de llamar a la
CEDA para que participase en el gobierno no sólo era inobjetable, no sólo era inevitable,
sino más que tardía. El argumento de que el señor Gil Robles intentaba traer el fascismo
era a la vez hipócrita y demostrablemente falso… En lo que respecta a los mineros
asturianos, su rebelión se debió totalmente a una prepotencia doctrinaria y teórica. Si se
hubieran alzado en una rebelión los hambrientos campesinos de Andalucía, ¿quién no
habría comprendido su desesperación? Pero los mineros asturianos estaban bien
pagados, y de hecho, aquella industria entera, debido a la connivencia de los patronos y
los obreros, se mantenía funcionando a un ritmo artificial mediante subsidios estatales
muy por encima de los que se merece una economía sana. Por último, el caso catalán
no estaba más justificado[75].

Edward Malefakis escribe: «La tragedia de la izquierda española,


y en último término, de España misma, fue que en 1934 careció de
confianza en sí misma para superar la crisis que estaba atravesando
como había salvado la derecha su propia crisis en 1931-1933[76]».
Raymond Carr hace la siguiente observación:
Los socialistas podrían haber hecho la reflexión de que, igual que la CEDA, tenían su
forma propia de accidentalismo. Eran un partido comprometido en teoría a lograr
cambios sociales mayores, que tenían que destruir la sociedad burguesa, pero habían
accedido a colaborar dentro de un gobierno parlamentario burgués.
La revolución de octubre constituye el origen inmediato de la Guerra Civil. La
izquierda, sobre todos los socialistas, había rechazado los procesos legales del
gobierno; el gobierno contra el que se rebelaron estaba legitimado electoralmente. La
izquierda iba a airear mucho posteriormente el argumento de la «legalidad» para
condenar la rebelión de los generales en julio de 1936 contra un gobierno elegido[77].

De los grandes líderes socialistas —además de Besteiro, quien


había reconocido siempre el desastre que podía acarrear una
revolución—, el que más rápidamente se dio cuenta de la magnitud
del error y más se arrepintió de él, decidido a no repetirlo nunca, fue
Indalecio Prieto. Años después, confesó lo siguiente en un discurso
pronunciado en la ciudad de México el 1.o de Mayo de 1942:
Me declaro culpable, ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España
entera, de mi participación en el movimiento revolucionario de 1934. Lo declaro como
culpa, como pecado; no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la génesis de
aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo… Y yo acepté
misiones que rehuyeron otros, porque tras ellas asomaba no sólo el peligro de perder la
libertad, sino el más doloroso de perder la honra. Sin embargo, las asumí[78]…

A partir de ese momento, el objetivo de la izquierda republicana y


del ala moderada de los socialistas consistiría en restaurar la
actividad política unificada, no revolucionaria, para superar los
desastres gemelos de 1933 y 1934.
CAPÍTULO 10

EL GOBIERNO DE CENTRO-DERECHA, 1934-1935

La alocución por radio a la nación de Lerroux del 7 de octubre


pidió calma y respeto a la Constitución. El Primer ministro expresó
su confianza en que la mayoría de los catalanes apoyarían el orden
establecido legalmente y prometió que el gobierno «conservaría las
libertades que les había reconocido la República», asegurando
además que triunfaría «el imperio de la ley». Cuando se oían
todavía los disparos ocasionales de los «pacos» volvieron a abrirse
las Cortes el día 9 con un aplauso atronador para Lerroux, que iba a
afrontar la tarea de completar la derrota de la insurrección y
encargarse de su inevitable represión con la máxima equidad
posible. Esto último iba a ser difícil, porque del mismo modo que la
sanjurjada había fortalecido a la coalición republicana de izquierda,
la fracasada insurrección llenó de energía a la derecha e incluso
llevó a algunos liberales moderados a reclamar una política de un
rigor extremado. La prensa derechista rebosaba en narraciones de
atrocidades espeluznantes y aseguraba a sus lectores que los
revolucionarios culpables de aquellos hechos no podían ser seres
humanos. El 19 de octubre de 1934 incluso El Sol alzaba el tono:
«Para las fieras capaces de hechos monstruosos que ni un
degenerado es capaz de imaginar, pedimos castigo tremendo,
implacable, definitivo. A los hombres, como hombres, a las fieras,
como fieras».
Bastante más de quince mil personas fueron detenidas en las
semanas siguientes, incluyendo unas tres mil tanto en Madrid como
en Barcelona, unas mil quinientas en Vizcaya y Guipúzcoa y la
mayoría de las demás en Asturias. De acuerdo con lo previsto en la
legislación republicana de seguridad, los tribunales militares se
pusieron a actuar enseguida mediante juicios sumarísimos de
excepción contra las principales figuras del movimiento. Un tribunal
de Barcelona pronunció enseguida seis sentencias de pena de
muerte, empezando por el comandante Pérez Farrás y otros dos
antiguos oficiales del ejército que habían estado al mando del nuevo
cuerpo de policía catalán (los mossos d’esquadra) y el somatén,
implicados en la insurrección.
Los términos de la represión se convirtieron en el drama político
principal de los tres meses siguientes. Las Cortes, que se habían
negado antes a restaurar la pena de muerte tras la última
insurrección anarquista, aprobaron esta vez el restablecimiento de la
pena capital. Toda la derecha exigió severidad, pero el presidente, el
cardenal Vidal i Barraquer, Cambó, los dirigentes de la Lliga
Catalana, y algunos otros políticos moderados pidieron indulgencia,
y la conmutación de las penas de muerte. Aunque la postura del
nuevo gobierno era al principio unánimemente opuesta a la
conmutación (con la excepción del caso del capitán Federico
Escofet, cuya implicación había sido limitada[1]), empezó a tener
enseguida una serie de prolongadas reuniones. Alcalá Zamora, en
otra más de sus acostumbradas extralimitaciones de las
prerrogativas presidenciales, presentó al gabinete el 18 de octubre
una de sus interminables exposiciones, citando el artículo 102 de la
Constitución, que rezaba: «En los delitos de extrema gravedad,
podrá indultar el presidente de la República, previo informe del
Tribunal Supremo y a propuesta del gobierno responsable». Dejó
claro que haría uso de su autoridad aun en el caso de que el
gobierno se negase a apelar a él[2]. La tensión resultante dio pie a
un rumor, aireado por Radio Toulouse, de que podrían obligar al
presidente a que dimitiera para ser sustituido por un gobierno militar
presidido por el general Franco, aunque no hay señales de que
hubiese ninguna conspiración militar en aquel momento. Aunque las
presiones que ejerció y el procedimiento con el que amenazaba
eran básicamente anticonstitucionales, es evidente que Alcalá
Zamora no tenía la menor intención de dejar el puesto[3].
El 31 de octubre hubo dos reuniones del gabinete y dos más al
día siguiente, amenazando Alcalá Zamora directamente con
retirarles la confianza e imponer una reorganización del gobierno o
la celebración de nuevas elecciones. Aunque el informe del Tribunal
Supremo no recomendó la conmutación, Lerroux optó al fin por
ceder a fin de hacer las paces con el presidente y apaciguar a los
moderados. Tras otra reunión del gabinete el 5 de noviembre,
Lerroux anunció que de las primeras veintitrés sentencias de
muerte, se conmutarían veintiuna.
La reapertura oficial de las sesiones de las Cortes tuvo lugar en
consecuencia el 5 de noviembre, y Lerroux expresó su satisfacción
a las derechas:
Y moriré satisfecho de haber prestado a mi patria el servicio de haberos arrancado a
vosotros, los monárquicos, todos estos elementos que hoy constituyen la derecha de la
República… Se nos acusa de fascistas y de haber alterado el espíritu de la República.
¿Qué proyectos se han aprobado contrarios al espíritu y la letra de la Constitución?…
No habrá modificación de leyes fundamentales, si no es siguiendo el curso prescrito en
la misma Constitución.

Melquíades Álvarez, el veterano republicano y líder de los liberal-


demócratas, hizo notar que él había sido un dirigente del
movimiento popular de protesta de 1917, pero que tanto él como sus
compañeros habían evitado la comisión de asesinatos políticos y
delitos comunes. Invocó el ejemplo de los fundadores de la Tercera
República francesa que ejecutaron en masa a los communards y
concluyó afirmando que «Con aquellos fusilamientos se salvó la
República, y las instituciones, y se mantuvo el orden». Calvo Sotelo
pronunció un discurso todavía más duro, y al referirse a los
socialistas españoles resaltó: «Su técnica discrepa de la de todos
los partidos socialistas solventes de Europa, puesto que ninguno
patrocina la lucha de clases de forma violenta». En una situación
así, añadió, el ejército se había convertido en «la columna vertebral»
de España. El gobierno ganó entonces un fácil voto de confianza por
233 votos contra ninguno, absteniéndose la extrema derecha.
Aunque ninguno de los diputados de la izquierda y el centro-
izquierda regresó al principio al Congreso, Martínez Barrio y Miguel
Maura lo hicieron el día 9, seguidos seis días después por los
diputados de la izquierda catalanista. Una vez que el gobierno puso
fin a la censura temporal del debate parlamentario antes de mediar
noviembre, volvieron a sus escaños otros diputados. Entretanto, y
por una votación de 161 contra 13, la CEDA sacó adelante una
moción que establecía que todos los diputados personalmente
implicados en la insurrección habían perdido el derecho a sus
escaños y ordenaba una investigación de todos los sindicatos, que
acarreaba la disolución de los que resultasen implicados así como la
confiscación de sus bienes para resarcir los daños causados a la
propiedad.
Don Alejandro Lerroux pronunciando un discurso al aire libre.

El primer conflicto de la nueva temporada fue un ataque contra


dos miembros del gabinete, Samper e Hidalgo, por su presunta
responsabilidad en su gobierno anterior al ser incapaces de prevenir
la preparación de la insurrección. Sin el apoyo de la CEDA,
dimitieron el 16 de noviembre, teniendo que hacer también Lerroux
de ministro de Guerra en vez de Hidalgo y sustituyendo el veterano
radical Juan José Rocha a Samper como ministro de Relaciones
Exteriores, lo que se consideraba como una cartera de segunda.
Como Rocha había sido ya ministro de Guerra en el primer gobierno
de Lerroux y ministro de Marina en las tres últimas administraciones,
empezó a ser conocido desde entonces como «Miss Ministerios»,
porque le correspondió siempre alguna cartera en los siguientes
gabinetes.
Durante aquella minicrisis, los rumores de conspiración militar
que habían circulado desde algunas semanas antes, asumieron una
forma más concreta cuando dos generales de la línea dura, Goded y
Fanjul, presionaron a Gil Robles para que adoptara una política más
firme en la represión prometiéndole el apoyo de los militares. Pero
habían hablado demasiado pronto; después de dos días de sondear
la opinión de los militares, regresaron a aconsejar al líder de la
CEDA que siguiese colaborando con el gobierno de coalición,
porque los jefes del ejército eran contrarios en general a la adopción
de ninguna responsabilidad política y unas nuevas elecciones
prematuras podrían devolverle el poder a la izquierda[4].
Se nombró una comisión de cuatro ministros del gabinete para
que hicieran una recomendación de cómo proceder en el caso de la
autonomía de Cataluña. Presentaron el 28 de noviembre un
proyecto de ley que suspendía la autonomía temporalmente,
encargándose sin embargo de que todos sus derechos y garantías
se restableciesen en un plazo no mayor de tres meses una vez que
se devolviesen las plenas garantías constitucionales a toda España.
Se nombraría entretanto un gobernador general interino en
Barcelona al tiempo que una nueva comisión determinaría el grado
de autonomía de que gozaría la administración catalana en ese
intervalo. En los diez días siguientes fue derrotado en la Cámara un
proyecto de ley de la extrema derecha para sustituir el estatuto de
autonomía de Cataluña por una legislación completamente nueva,
pero la CEDA añadió enmiendas al proyecto de ley principal para
que se suspendiese indefinidamente la autonomía hasta el momento
en que el gobierno y las Cortes juzgasen oportuno reinstaurarlas,
paso a paso. Esta versión enmendada fue aprobada al fin el 14 de
diciembre. Trece días después, el gobierno nombró a Manuel
Portela Valladares como gobernador general. Político viejo, veterano
del antiguo Partido Liberal monárquico, Portela había ganado una
reputación positiva como último gobernador provincial constitucional
de Barcelona en 1923. Procedió a nombrar alcalde de Barcelona a
José Pich y Pon, un veterano político radical, y puso en manos de
los radicales el ayuntamiento de la Ciudad Condal. Entretanto se le
hizo imposible al gobierno preparar un nuevo presupuesto adecuado
para el año siguiente, por lo que el 14 de diciembre prorrogaron
sencillamente por tres meses el anterior.
El debate sobre la represión prosiguió sin tregua. Mientras la
extrema derecha condenaba el «apaciguamiento» pretendido por el
gobierno al conmutar la mayoría de las penas de muerte, subía de
tono la protesta de la izquierda ante los brutales procedimientos
represivos de Asturias. Mientras en Cataluña y el resto de España
los términos de la represión parecen haber sido relativamente
moderados, la ejecutoria de la guardia civil en Asturias, donde se
encargó de practicar las investigaciones el brutal comandante
Lisardo Doval, parece haber sido un cruel punto y aparte. Seguían a
la orden del día palizas y torturas feroces, y murieron varios presos
más. En el caso de atrocidad que recibiría después más publicidad,
un periodista investigador liberal que trabajaba con el pseudónimo
de Luis Sirval, fue detenido arbitrariamente, y después muerto sin
más de un tiro en la cárcel por un sádico oficial de la Legión búlgaro,
apellidado Ivanov. La continuación de la censura bajo la ley marcial
imposibilitaba casi del todo el reportaje independiente, por lo que
una comisión especial de diputados socialistas y republicanos de
izquierda efectuó por su cuenta una misión investigadora. Su
informe sirvió para desechar los relatos de atrocidades más
exagerados de ambas partes, pero aportó pruebas de que
continuaban las palizas y la tortura en las cárceles de Asturias.
Como se acumulaban las protestas y Doval intentó apelar por su
cuenta a los diputados monárquicos para que le diesen una
protección especial, Lerroux trasladó al execrable comandante el 7
de diciembre, pero ni así se moderó del todo la actuación de la
guardia civil en Asturias. En enero 564 presos firmaron una carta
colectiva protestando contra el empleo de la tortura en la cárcel de
Oviedo. Aquella carta fue seguida por otra carta colectiva de
protesta dirigida a Alcalá Zamora, que incluía las firmas de
personajes eximios moderados y conservadores como Unamuno y
Valle Inclán. A aquellas alturas la protesta se había hecho
internacional, una cosa equivalente en la época de la depresión a la
campaña a favor de Ferrer en 1909, concediéndole mucha atención
la izquierda de toda Europa Occidental e invirtiendo también
recursos considerables la Comintern. Se permitió la visita a Asturias
de una comisión de diputados laboristas y en febrero de 1935 el
diputado socialista francés Vincent Auriol habló con Lerroux
mientras su partido recogía miles de firmas de peticiones de
amnistía en Francia. Los consejos de guerra continuaron, pero
fueron conmutadas todas las penas de muerte, salvo las de dos
presos ejecutados en febrero, el sargento y desertor del ejército
Diego Vázquez, que había luchado al lado de los revolucionarios, y
un obrero conocido como «El Pichilatu», acusado de varios
asesinatos.
Aunque el gobierno había tratado de ser tolerante, y lo fue en
realidad en la mayoría de los casos, no hay duda de que la
represión no se llevó a cabo bien. La justicia fue desigual y en
Asturias se le dio rienda suelta a su administración en manos de la
guardia civil. Aunque sólo se produjeron cuatro ejecuciones —todas
de sujetos convictos de delitos sanguinarios— los presos de
Asturias fueron demasiado maltratados, lo que produjo otra serie de
muertes. Por otra parte, la rebelión del gobierno de la Esquerra no
fue un motivo constitucional adecuado para suspender la autonomía
catalana, sin establecer una diferencia entre los excesos cometidos
por una agrupación política y los derechos constitucionales de la
región[5]. Tras la rebelión, el gobierno sustituyó en las semanas
siguientes a más de una octava parte de los alcaldes de toda
España[6]. El mantenimiento de la censura fue contraproducente y
pasado un tiempo incluso los diputados monárquicos iniciaron un
debate en las Cortes sobre lo innecesario de su prolongación. Por
fin se levantó la ley marcial en la mayor parte de España el 23 de
enero de 1935, aunque se mantuvo en las provincias de Madrid,
Barcelona y otras seis del Norte que se habían señalado ya sea en
la rebelión de octubre o en la última insurrección anarquista. Tres
semanas después, Calvo Sotelo hizo la observación de que, en los
casi cuatro años transcurridos desde el comienzo de la República,
España había disfrutado sólo de veintitrés días de plenitud
constitucional en todo el país. Los excesos cometidos en Asturias, y
también la difundida propaganda derechista sobre aquellas
atrocidades, fueron todavía más contraproducentes, acrecentando la
simpatía hacia la izquierda entre los sectores más moderados del
centro-izquierda y el centro. Lo mismo se podría decir de la
renuencia del gobierno a dejar en libertad a los dirigentes
izquierdistas que habían tenido poca responsabilidad o ninguna. El
prolongado cautiverio de Azaña y el empeño en procesarlo se
volvieron también en contra, ganándole al ilustre preso más
simpatías y prestigio entre la izquierda e incluso parte del centro.
Otro ejemplo más fue la política de aprovecharse de la situación
para cerrar muchos centros de la CNT y detener a centenares de
anarcosindicalistas fuera de Asturias, que no habían tenido nada
que ver con la sublevación; semejante práctica originó una mayor
simpatía mutua entre los anarquistas y los socialistas —y mejores
perspectivas para la unidad de la izquierda que las existentes antes
de la rebelión. La insurrección había constituido un desastre para los
socialistas, pero los errores de cálculo y excesos de la represión
tuvieron el efecto de devolverle a la izquierda gran parte de la fuerza
perdida. Además, las discusiones resultantes terminaron debilitando
al gobierno mismo, dividiendo entre sí al centro y la derecha.
Probablemente la voz más clara y razonable de las Cortes de
1935 fue la del centrista catalán Francesc Cambó. Contestó al
discurso de Calvo Sotelo del 13 de febrero dos días después
negando taxativamente que la democracia en sí fuese responsable
de los males de la sociedad española contemporánea o incapaz de
producir progreso y concordia. Los peores horrores del momento
presente, afirmó, no se estaban dando en la Europa Occidental
democrática, sino en las nuevas dictaduras de Europa Oriental y
Central. Y señaló otra causa del deterioro de la situación de España:
Asistimos a un período de debilidad del poder público, como quizá no lo habíamos
vivido nunca, y esta debilidad, que nace en el sistema colectivo, se refleja en la Cámara,
pues yo he de decir que no he pertenecido a ninguna tan insensible a las heridas que se
infieren al interés público como la Cámara actual.

Cambó se instituyó además en el principal defensor de los


intereses de Cataluña y del principio constitucional de la autonomía.
El procesamiento de los afectados por la represión siguió su
curso, que continuaría hasta el comienzo de 1936. De todos los
acusados, el más conocido era Azaña, que había sido puesto en
libertad por decisión del Tribunal Supremo el 28 de diciembre de
1934. Los resultados de la investigación judicial en el papel que
había desempeñado, junto con los hechos relacionados con el
arreglo inicial para proporcionar armas a los exiliados portugueses y
el asunto de La Turquesa, fueron presentados a la Cámara el 15 de
febrero de 1935, aunque el debate sobre este último caso no
empezó hasta el 20 de marzo. Saltaba a la vista que no había
pruebas que conectasen a Azaña ni con la trama ni con el estallido
de la insurrección misma, y que sacar a la luz el asunto de las
armas para los conspiradores portugueses era peligroso para un
aspecto delicado de las relaciones exteriores. Azaña fue aclamado
públicamente por una gran multitud cuando salió del Congreso tras
la conclusión del estéril debate del 21 de marzo, y fue absuelto
totalmente de cualquier cargo relacionado con la insurrección misma
por el Tribunal Supremo el 6 de abril.
La ronda final del procesamiento de Azaña giró en torno al
informe de una comisión parlamentaria especial de veintiún
diputados referente a su responsabilidad en la adquisición de las
armas a través del asunto de La Turquesa. La comisión fue
lentísima en la entrega de su informe. Pese a aquella dilación,
resultado del entorpecimiento provocado por los miembros radicales
de la comisión que se resistían a encausar al ex Primer ministro, la
recomendación final hecha a la Cámara el 20 de julio fue que el
juicio de Azaña en lo tocante a su participación en aquel asunto
fuese remitido al Tribunal de Garantías Constitucionales debido a
que implicaba temas internacionales. Los radicales eludieron aquella
sesión, que se tradujo en 189 bolas negras de la derecha contra 68
bolas blancas de la izquierda y el centro. Para seguir adelante con
aquel proceso hacía falta una mayoría absoluta (222 bolas), y en
consecuencia, Azaña se vio libre de todo encausamiento ulterior.
Mientras tanto, la última serie de consejos de guerra pidió penas
de muerte para algunos de los principales dirigentes socialistas de
Asturias, incluyendo a Ramón González Peña —posiblemente el
líder más importante de la insurrección— y el moderado Teodomiro
Menéndez, que en realidad se había opuesto siempre al
alzamiento[7]. En aquel caso, el Tribunal Supremo recomendó la
conmutación de la pena para González Peña y varios más. El
asunto se discutió en un consejo de ministros el 29 de marzo, y
Lerroux propuso la conmutación para González Peña y otros veinte,
incluyendo a Teodomiro Menéndez. El gabinete se escindió por la
mitad, votando a favor Lerroux y los otros seis radicales, y los tres
cedistas, el agrario y el liberal demócrata en contra[8]. Aquella
votación fue suficiente para zanjar el asunto, pero sirvió también
para deshacer el gabinete, y Alcalá Zamora inició ya consultas para
una nueva coalición al día siguiente.
La reconstrucción de la coalición no fue viable porque tanto la
CEDA como los agrarios pidieron una representación mayor y
competían entre sí por las carteras de más peso. Alcalá Zamora
seguía decidido a excluir a la CEDA de cualquier posición de poder
proporcional a su fuerza parlamentaria. Se decidió por la solución
provisional de invocar el artículo 81 de la Constitución que lo
facultaba para suspender las funciones de la Cámara durante 30
días y nombrar un gabinete interino: lo presidió Lerroux y se
compuso principalmente de radicales, pero incluía a dos diputados
del Partido Republicano Progresista —el de Alcalá Zamora— y en
Gobernación el independiente Portela Valladares (que no era
diputado a Cortes), en reconocimiento a su reciente labor como
gobernador general de Cataluña. Aunque Alcalá Zamora lo calificó
hiperbólicamente como «el mejor gobierno de la República», estaba
compuesto en su mayor parte por paniaguados del presidente y el
Primer ministro. Un sorprendente número de aquellos ministros
habían sido miembros de la antigua facción de García Prieto del
Partido Liberal monárquico, y por primera vez dentro de la
República, un general y un almirante ocuparon las carteras de
Guerra y Marina respectivamente. Aquel gobierno fue capaz por fin
de acabar con la ley marcial en toda España el 9 de abril y presidió
un aniversario de la República bastante aburrido (en comparación
con la Semana Santa, que aquel año se celebró con ganas), pero
evidentemente tenía los días contados. Tratando de dar una nota
positiva y de identificarse con luminarias prestigiosas, el Gobierno
otorgó la recién creada «Banda de la República» a Ortega y Gasset.
Éste eludió aceptar la condecoración diciendo que ya no tenía nada
que ver con la política. Pero al hacerlo, expresó el desencanto de
muchos elementos moderados.
El logro más positivo del gobierno interino fue devolver las
competencias autonómicas, exceptuando la de orden público, a una
Generalitat reconstituida a mediados de abril. El nuevo presidente
fue Pich y Pon, el político radical más importante de la región, que
ejerció en colaboración con la Lliga. En el curso de la primavera las
condiciones se deterioraron. Por una parte, Pich y Pon otorgó
muchos cargos a compinches suyos, lo que no mejoró la eficiencia
ni la honradez. Por la otra, al haber terminado la ley marcial, la
FAI-CNT cobró una nueva actividad. Disturbios de poca monta,
como quemas periódicas de tranvías municipales, se hicieron más
frecuentes, y también la violencia contra las personas. El 29 de junio
volvió a establecerse la ley marcial en la provincia de Barcelona,
adonde se trasladaron en avión los ministros de Guerra y
Gobernación para restablecer el orden[9].
Durante el mes de abril los cuatro líderes de partidos de la
coalición anterior (Lerroux, Gil Robles, Melquíades Álvarez y
Martínez de Velasco) empezaron a conseguir un nuevo acuerdo por
el inescapable motivo de que el único gobierno viable pasaba por
renovar la coalición, especialmente entre los radicales y la CEDA.
Gil Robles exigió entonces una mayor representación de su partido,
a lo que accedió Lerroux. Alcalá Zamora había agotado sus
alternativas y en consecuencia, el 6 de mayo formó gabinete una
nueva coalición bajo el mando de Lerroux. Gil Robles, el más
importante de los cinco ministros de la CEDA, se encargó del
neurálgico ministerio de la Guerra. Federico Salmón, uno de los
políticos más progresistas de la CEDA, se convirtió en ministro de
Trabajo. En cambio, el liberal Manuel Giménez Fernández, que
había ejercido una política bastante reformista como ministro de
Agricultura de la coalición del otoño-invierno, fue vetado por ese
motivo por la mayoría conservadora de su propio partido. Giménez
Fernández fue sustituido por el ultraconservador Nicasio Velayos,
del Partido Agrario. El «inevitable» Rocha («Miss Ministerios»)
siguió de ministro de Relaciones Exteriores, como en los dos
gabinetes precedentes. En conjunto el nuevo gobierno se compuso
de cinco cedistas, cuatro radicales (incluyendo al Primer ministro),
dos agrarios, un liberal demócrata, y un independiente, Portela
Valladares, que siguió en Gobernación. El logro principal de Alcalá
Zamora en aquel nuevo arreglo fue mantener la exclusión del cargo
de «premier» del líder del partido más grande; Gil Robles por su
parte había decidido no insistir en conseguirlo.
Aunque se había levantado la ley marcial en la mayor parte de
España, se mantenía un estado de alarma o de prevención en
dieciséis provincias. El 6 de junio el gobierno obtuvo la aprobación
para prorrogar aquella situación por otros treinta días, la octava
prórroga de un estado de excepción constitucional en la República.
Aquello le dio oportunidad a Calvo Sotelo para declarar aquel día en
el Congreso que la situación demostraba a todas luces «que la
Constitución no es viable». Los gobiernos de Lerroux de principios
de 1935 se habían esforzado intermitentemente en superar el
dilema que les planteaba una censura continua y habían presentado
dos proyectos distintos para dos leyes nuevas de regulación de la
prensa (en febrero y mayo, respectivamente), pero terminaron por
desistir, incapaces de alcanzar un equilibrio estable entre los
derechos civiles y la necesidad de controlar una agitación
incendiaria y subversiva.
La continua represión había traído consigo un firme
establecimiento del principio de conmutación de la pena capital. No
se producirían ya más ejecuciones, y el nuevo gobierno empezó sus
labores con una serie de indultos, incluso de delincuentes comunes.
El procesamiento nuevo más importante fue el de Companys y
demás consellers (consejeros) de la Generalitat rebelde. Había
reinado la incertidumbre con respecto a qué tribunal sería
competente para encargarse de su caso dentro del sistema judicial
republicano, un tanto ambiguo y no consolidado totalmente, y,
debido a su relación con un gobierno regional autónomo, se había
acordado remitirlo al Tribunal de Garantías Constitucionales. El 6 de
junio dio a conocer éste su veredicto, de que eran culpables todos
de «rebelión militar» y fueron condenados cada uno a treinta
años[10].
Los consejos de guerra seguían juzgando casos que se referían
a actos de violencia cometidos durante la insurrección. En el
balance de junio, se pronunciaron otras nueve condenas de muerte,
aunque no parecía probable que fueran a ejecutarse, y se
impusieron muchas penas de cárcel largas. Pero para entonces,
levantada ya la ley marcial, había cobrado mucha más fuerza la
indignada reacción de la izquierda. Los mineros asturianos hicieron
en aquel momento su primera nueva huelga de simpatía en
solidaridad con los condenados, y varios jueces recibieron por
correo amenazas anónimas de muerte[11].
Mayo y junio fueron una temporada de nuevas y grandes
concentraciones políticas. Azaña inició su retorno político con un
mitin enorme que llenó en mayo el estadio de Mestalla, en Valencia.
La CEDA fue el partido más activo en cuanto a organización de
mítines gigantes y Gil Robles se dirigió a un auditorio más o menos
tan grande como el de Azaña también en Mestalla, el 30 de junio.
Para no ser menos, Lerroux dirigió la palabra a una gran audiencia
en el mismo sitio una semana después, proclamando: «¿Quién ha
evolucionado? Ellos [la derecha]; y así en otras cosas… Yo os
profetizo que la República está definitivamente instaurada en
España[12]».
Los dirigentes monárquicos, dolidos de veras con el
«oportunismo» de la CEDA, se inclinaban a estar de acuerdo con
Lerroux en ese punto. Aunque seguía existiendo una tensión
considerable entre los radicales y la CEDA, el Primer ministro se
sentía convencido aquel verano de que había salvado la República
al domesticar al partido más fuerte de la derecha. Da la impresión
de que creía que, si los republicanos de izquierda se aposentaban y
unían dando lugar a un partido oposicionista grande, pero
responsable, la misión de los radicales consistiría en mantener un
equilibrio del poder entre una izquierda y una derecha republicanas,
y que pronto podría enfrentarse a un honroso retiro[13].

La reforma republicana «rectificada»

Un gobierno de coalición cedorradical era ya posible, porque,


además de su común oposición a la izquierda, ambos partidos
reconocían la necesidad de «rectificar» las reformas del primer
bienio. Pero diferían profundamente en cuanto al carácter y
extensión de la rectificación en sí. Los radicales buscaban sólo una
rectificación auténtica, equivalente a una moderación, mientras en
algunos aspectos neurálgicos la CEDA buscaba una contrarreforma,
especialmente de la política religiosa y socioeconómica, y unos
cambios básicos de la Constitución.
Los términos de las relaciones industriales habían empezado ya
a cambiar algo con los primeros gobiernos de Lerroux de
1933-1934, lo que fue un factor potenciador de la radicalización
sindical, pero en cualquier caso, antes de la insurrección de octubre
no había habido inversión legal alguna de las reformas básicas.
La situación había cambiado mucho como resultado de la
insurrección. Aunque los sindicatos de la UGT no fueron disueltos
en general (al no ser capaz el gobierno de probar su responsabilidad
en la rebelión), fueron suprimidos centenares de jurados mixtos,
sobre todo en las comarcas industriales, y entretanto habían ido
perdiendo fuerza en el campo. Un decreto del gobierno del 1 de
noviembre de 1934 había establecido la categoría legal de huelga
abusiva (más o menos, ilegal) que, a partir de entonces se aplicaría
a todas las huelgas emprendidas al margen de temas laborales
específicos o que no se apegasen a todas las disposiciones legales.
En semejante situación, los patronos serían libres en lo sucesivo
para rescindir contratos o despedir a trabajadores.
Federico Salmón, el nuevo ministro de Trabajo de la CEDA en
mayo de 1935, era un representante del ala «social católica» de su
partido. Trató de conseguir que los jurados fuesen más neutrales y
eficaces incorporándoles funcionarios del Estado como presidentes,
pero ni la UGT ni la CNT se prestaron a participar, y Salmón tuvo
que admitir virtualmente que en aquel momento los trabajadores no
estaban representados equitativamente. En muchas zonas los
jurados dejaron prácticamente de funcionar, al tiempo que la
aplanadora oficial suprimía algunas conquistas concretas. Volvió a
implantarse, por ejemplo, en las industrias de la construcción y
metalúrgica la semana de 48 horas. Y seguía aumentando el paro.
Los patronos habían despedido a miles de obreros por haber
participado en huelgas políticas o de otro tipo, aunque se les había
instado oficialmente a que no tomasen represalias. La mejora de la
producción industrial en 1934-1935 y el aumento de la confianza
empresarial y de la inversión con el centro-derecha pudo haber
reducido la tasa de crecimiento del paro en 1935, pero desde luego
no consiguió invertir la tendencia existente, dado que los patronos
procuraron limitar y racionalizar el empleo de unos obreros que
seguían disfrutando en general de mejores salarios que en 1931.
Las estadísticas del desempleo de 1935 (véase tabla 10.1) acusan
un bajón significativo a mediados de año debido al gran aumento
estacional del empleo agrícola, pero el problema de conjunto seguía
empeorando.
Tabla 10.1. Desempleo, 1934-1936

1934
Enero 625 097
Abril 703 814
Julio 520 847
Octubre 629 730
1935
Enero 711 184
Abril 732 034
Julio 578 833
Diciembre 780 242
1936
Enero 748 810
Febrero 843 872

Fuente: Boletín informativo de la oficina central de colocación obrera y defensa


contra el paro, en J. Tusell, La Segunda República en Madrid, Madrid, 1970, 84, 128.

Entonces Salmón dio prioridad a reducir el paro. Introdujo


inmediatamente un nuevo plan para gastar 200 millones de pesetas
en nuevas construcciones y obras públicas, con subsidios e
incentivos mutuales destinados a movilizar un volumen total de
nueva inversión privada al menos cuatro veces mayor. Aquel plan se
encaminaba en gran medida, aunque no en exclusiva, hacia el
sector privado y también a nivel local. Fue aprobado en junio de
1935 y señaló el primer plan directo de empleo nuevo por parte del
gobierno. Aquel dinero se gastó, de hecho, muy poco a poco y en
proporciones pequeñas y nunca desencadenó el volumen de
construcciones y empleos nuevos que se esperaban.
Seguidamente, Luis Lucia, uno de los dos políticos
democratacristianos más importantes de la CEDA, se convirtió en
ministro de Obras Públicas en septiembre y estableció la base de un
nuevo programa de obras públicas que fue presentado al Congreso
en vísperas del hundimiento de la coalición. Aquellas iniciativas bien
intencionadas, la segunda de las cuales llegó demasiado tarde para
su aprobación, adolecieron de demasiado poco y demasiado tarde y
no consiguieron reducir el aumento del paro.
Más discutible fue la revisión de la reforma agraria. Había sido
ministro de Agricultura durante gran parte de 1934 el republicano
progresista Cirilo del Río, quien trató de seguir con el programa
básico de la reforma agraria y corregir a la vez otros abusos. Se
procedió en consecuencia a desahuciar a los aparceros colocados
en 1931-1932 en tierras sin cultivar, se anuló la Ley de Términos
Municipales, se suspendieron las revisiones de rentas y se
agilizaron los procedimientos para desahuciar a los arrendatarios
insolventes, pero siguió adelante sin trabas la reforma agraria
regular, estableciéndose más familias sin tierra en 1934 que durante
1932-1933.
El ministro de Agricultura del primer gobierno cedorradical de
octubre de 1934 fue el avanzado político social católico y cristiano
demócrata Giménez Fernández. Su primera actuación importante
había sido prolongar por un año más (hasta el 31 de julio de 1935)
la ocupación continuada de tierras no labradas anteriormente
trabajadas por los yunteros en Extremadura desde 1932-1933.
Aunque aquel asunto escindió la CEDA (Gil Robles lo apoyó), la
medida fue aprobada el 20 de diciembre de 1934. La segunda
actuación importante de Giménez Fernández fue un decreto del 2 de
enero de 1935 que alteró un tanto los términos de la administración
de la reforma agraria. Durante el resto del año no hubo más
expropiaciones forzosas, se dio preferencia a las familias sin tierras
que tuviesen instrumentos de cultivo propios y se fijó para ese año
el objetivo de establecer diez mil campesinos sin tierras en terrenos
nuevos. No se trataba, en contra de la afirmación de la izquierda, de
un intento de acabar con la reforma, sino sencillamente de un
esfuerzo por hacerla menos costosa y más eficaz. El número total
de no propietarios a establecer era exactamente el mismo que había
sido propuesto por Azaña para 1933, al tiempo que la terminación
de las expropiaciones forzosas tenía por objeto, al menos en parte,
ahorrar dinero hasta que se elaborase un sistema de compensación
más flexible. De hecho, la colonización de acuerdo con la reforma
agraria siguió su curso normal hasta mayo de 1935.
Giménez Fernández topó con la oposición más dura en sus
proyectos de beneficiar a los arrendatarios rurales. Él se atuvo a la
posición socialcatólica de que la propiedad privada era un derecho
básico, pero no absoluto, y su usufructo estaba sujeto a regulación
por las necesidades objetivas de la comunidad. Dando extensión a
un plan anterior obra de del Río, propuso que se permitiera a los
arrendadores adquirir la tierra de cultivo que hubiesen trabajado por
un mínimo de doce años a precios acordados mutuamente con los
propietarios o fijados por una arbitración independiente. De no ser
así, se les garantizarían seis años de arrendamiento, recibir una
compensación por las mejoras hechas, disfrutar de la oportunidad
de que fijasen esas rentas tribunales de arbitraje, y sólo se les
desahuciaría por impago de la renta. Giménez Fernández adujo que
el gobierno carecía sencillamente de fondos para compensar a los
propietarios por la expropiación legal a un ritmo superior al lentísimo
existente y que, en consecuencia, la alternativa idónea era posibilitar
a los arrendatarios a largo plazo productivos la adquisición de sus
tierras de cultivo en el mercado privado. Aquella constructiva
propuesta chocó contra una tormenta de críticas cual si fuese una
subversión de la propiedad privada: se le motejó enconadamente de
bolchevique blanco y tuvo que renunciar a sus términos principales.
La legislación aprobada por último en el Congreso en febrero-marzo
de 1935 otorgó a los arrendatarios únicamente unos plazos mínimos
de cuatro años y cierta compensación por las mejoras hechas, y
dejó el arbitraje en manos de los tribunales corrientes[14].
Cuando la CEDA volvió al gobierno en mayo de 1935, se hizo
cargo del ministerio el ultraconservador Nicasio Velayos, del Partido
Agrario. En los meses siguientes, muchos propietarios —
posiblemente no menos de «varios miles[15]»— aprovecharon una
estipulación surgida en la reciente legislación que permitía a los
dueños expulsar a los arrendatarios a fin de trabajar las tierras
directamente, en muchos casos con carácter fraudulento, sin
dedicarse en absoluto al cultivo directo. El número de labradores
desahuciados ilegalmente debieron haber sido decenas de miles,
pero Velayos se negó a intervenir para ver si se observaban las
reglas.
Presentó al Congreso en julio su proposición de una nueva «Ley
de Reforma de la Reforma Agraria». Introdujo en ella el principio de
que no se efectuarían expropiaciones de ningún tipo sin una
compensación completa, al tiempo que se cambiaban
sustancialmente los métodos para calcularla a favor de los
terratenientes. Anulaba el inventario de las propiedades sometidas
técnicamente a la expropiación, lo que permitió a los propietarios de
ocho novenas partes de las tierras incluidas en tal categoría vender
sus propiedades a terceros, otorgarlas a los hijos o adoptar una
serie de medidas diversas para obtener la exención. Determinados
tipos de tierras quedaban ahora totalmente excluidas, y prohibidos
todos los experimentos colectivos. El proyecto de ley revocaba
también las estipulaciones relativas a los ruedos (uno de los
aspectos más dudosos del primer proyecto) y los convenios de
expropiación de propiedades arrendadas. El aumento de los costes
de administración de la reforma iba a reducir radicalmente el número
de nuevos campesinos establecidos, al tiempo que se les fijaba un
listón muy alto a los solicitantes. Por último, como un regalito hecho
a los moderados y cristianodemócratas, el proyecto le daba al
Estado el derecho a incautar cualquier tierra por motivos de «utilidad
social», pero sin incluir asomos de ningún plan a que atenerse en tal
medida.
El nuevo proyecto de Velayos fue denunciado a voz en cuello por
la izquierda así como por parte del centro. El líder de Falange, José
Antonio Primo de Rivera, calculó públicamente que a aquel paso, la
reforma agraria tardaría más de 160 años en completarse y advirtió
que el enmendado proyecto se mantendría en pie únicamente
«hasta el próximo movimiento de represalia». Cuando fue aprobada
la enmienda el 25 de julio, los republicanos de izquierda se
ausentaron temporalmente del Congreso una vez más.
En general, 1935 fue un año de represalias feroces en el Centro
y Sur de la España rural, con numerosas expulsiones y despidos,
reducción de jornales, y cambios arbitrarios en las condiciones del
trabajo. El historiador conservador más importante de ese período
opina que la ofensiva de los terratenientes en el Sur… «alcanzó
proporciones… de auténtico ensañamiento, incluyendo violencias
así como la muerte de una serie de socialistas y trabajadores del
campo». Y termina diciendo que «La actuación de las derechas y los
derechistas en el campo… en el segundo semestre de 1935 fue uno
de los principales determinantes del odio de la Guerra Civil y,
probablemente, de la Guerra Civil misma[16]».
Otra área básica de reforma para el gobierno cedorradical fue la
política militar, aunque ahí había diferencias de interés e intenciones
entre los dos socios de la coalición. Entre septiembre de 1933 y
diciembre de 1935 hubo en total siete ministros de Guerra
diferentes, pero los dos que ejercieron una influencia importante
fueron el radical Diego Hidalgo (ministro de enero a noviembre de
1934) y Gil Robles (ministro de mayo a diciembre de 1935). El
objetivo de los radicales residía en bienquistarse a los militares —a
los que Lerroux consideraba relativamente liberales en el fondo del
alma— tras la supuesta trituración de Azaña, a fin de hacerlos
sentirse más a gusto con la República, sin necesidad de hacer más
cambios ni gastar mucho más dinero. A todos los procesados
anteriormente y amnistiados después por la legislación de 1934,
salvo a los cabecillas de la sanjurjada, se les brindó la opción de
pasar a la reserva con la paga entera, o volver al servicio activo. La
mayoría optaron por la primera de las dos opciones, pero algunos
elementos clave como el general Emilio Mola (último director
general de Seguridad de la monarquía), el general Andrés Saliquet,
el coronel José Millán Astray, y algunos otros, prefirieron volver al
servicio activo. A Franco se le otorgó el primer nuevo ascenso a
general de división, al tiempo que el 19 de julio de 1934 Diego
Hidalgo publicaba un nuevo decreto prohibiendo cualquier actividad
política a los militares. Cuando Hidalgo fue obligado a dimitir,
Lerroux asumió también la importante cartera y procuró ejercer una
política castrense ecuánime y constructiva que tuviese en cuenta a
la vez más preocupaciones de los altos jefes conservadores de línea
dura y de los de talante republicano.
Cuando Gil Robles entró en el Ministerio de la Guerra en 1935,
los izquierdistas profetizaron lo peor, temiendo la preparación de un
golpe de Estado de la CEDA. Calvo Sotelo y su Bloque Nacional, al
tener tan escaso apoyo civil, buscaban públicamente el apoyo de los
militares, y aclamaban al ejército como «la columna vertebral de la
patria». Gil Robles se burlaba de la idea de un golpe y decía que,
por un lado, una dictadura nunca podría resolver los problemas
políticos del país, y por el otro, que la CEDA tenía un apoyo político
legal suficiente para triunfar. «El pueblo», y no el ejército, era la
«columna vertebral», mientras que el ejército era «el brazo armado»
del Estado para todos los ciudadanos y no debía intervenir en la
política[17]. Propuso, sin embargo, hacer más derechistas a la
oficialidad y a los altos mandos del ejército, y mejorar su
preparación combativa para hacer frente a cualquier sublevación
futura.
Los altos nombramientos que hizo Gil Robles fueron muy
derechistas. El otrora diputado agrario y ultraderechista general
Joaquín Fanjul se convirtió en su subsecretario en el ministerio, y
Franco fue nombrado jefe de Estado Mayor. Gil Robles se quejó
públicamente de la «influencia masónica» en los mandos del
ejército, y retiró de sus cargos y en algunos casos envió a la reserva
a unos cuarenta altos jefes militares de mentalidad liberal que
habían sido nombrados por Azaña. Se devolvieron nombres
antiguos a los regimientos, se le devolvió a la Iglesia su presencia
en los cuarteles y se sometió a una revisión parcial el Código de
Justicia Militar, como también a determinados casos de ascensos
por méritos de guerra que habían sido anulados por Azaña. Un
proyecto presentado para reducir en dos años la edad del paso a la
reserva fue bloqueado por la intensa oposición del presidente y de
los generales republicanos más antiguos, algunos de los cuales
habrían sido eliminados por él.
No había dinero para subir las pagas, pero en diciembre aprobó
el Congreso una ley que ascendía a tenientes a todos los
subtenientes creados por Azaña, lo que aumentaba a la oficialidad
en 3500 hombres, de modo que el número total de la misma subió a
alrededor de 14 000. Se aumentó al 8 por ciento la proporción de
voluntarios en el total de los nuevos reclutas, y una nueva ley del
mes de julio exigía a todos los aspirantes a ingreso en cualesquiera
de los cuerpos de seguridad la permanencia previa de tres años en
el servicio militar activo.
Pese a la escasez de dinero, se trazó un plan de rearme en tres
años, proyectándose un nuevo presupuesto extraordinario que se
costearía a base del ahorro y de una fiscalidad más progresista,
pero esta última fue estrangulada por el gobierno. Se crearon dos
brigadas nuevas y se hicieron planes para la adquisición de nuevos
aviones militares, tanques, artillería y ametralladoras, aunque en
realidad se pudo comprar muy poca cosa[18]. El aspecto más turbio
de todos aquellos planes fue una proposición de Cándido
Casanueva, el ministro de Justicia, de la CEDA, de hacer unos
arreglos con abastecedores alemanes para aquel rearme, que
incluirían una «tajada» que iría a parar a los fondos de campaña
electoral del partido[19]. Nada de esto llegó a cuajar.
Desde finales de 1933 se había ido formando una nueva
asociación semiclandestina entre la oficialidad y jefes de las
guarniciones españolas. Denominada la Unión Militar Española
(UME), era una especie de variante, más derechista, del movimiento
de las Juntas Militares que había prosperado en los años
1917-1919. Gil Robles menospreciaba a la UME, pues no quería
saber nada con sectarismos castrenses que se apartaran de una
línea militar profesional estricta y de tipo más conservador. Su
objetivo principal fue lograr la inversión completa de todas las
reformas del personal y políticas de Azaña. La UME fue organizada
y estaba dirigida por monárquicos, especialmente los oficiales de
Estado Mayor el capitán Bartolomé Barba Hernández y el teniente
coronel Valentín Galarza, pero era una organización flexible,
atrayente para los jefes y oficiales en activo más por motivos
profesionales que por su programa político. Pudo haber sido
alentada y protegida por el general Fanjul y otros jefes nombrados
por Gil Robles.
Cambió también la política educativa. Las conquistas más
positivas fueron obra de Filiberto Villalobos, un liberaldemócrata que
actuó como ministro de Instrucción Pública durante ocho meses,
entre abril y diciembre de 1934, antes de ser obligado a renunciar
por la CEDA[20]. Entre el 29 de diciembre de 1934 y el 30 de
diciembre de 1935, la cartera en cuestión se convirtió en un balón
de fútbol, y cambió de manos siete veces entre seis ministros
diferentes, incluyendo al ubicuo y pertinaz Rocha (durante un mes),
para terminar con un breve regreso a Villalobos. Los primeros
gobiernos radicales no cortaron los gastos de la enseñanza, sino
que los aumentaron hasta alcanzar un máximo histórico del 7,08 por
ciento del total de los gastos del Estado, que descendió al 6,6 por
ciento en 1935. El número de escuelas nuevas construidas se
redujo a sólo 1300 en 1934, pero al no cerrarse más escuelas
católicas, el déficit fue mucho menor. En julio de 1934 se
estandarizaron los requisitos y exámenes de todos los niveles de la
enseñanza secundaria, y en agosto (Ley de 1934), se reorganizó el
bachillerato en forma de ciclos sucesivos, reforma bien recibida en
general. Al mismo tiempo se acabó con la enseñanza mixta en las
escuelas primarias, y en 1935 fue eliminado en su mayor parte el
aparato de inspección de las escuelas nacionales, desarrollado en la
época de la izquierda. La política de enseñanza del centro-derecha
se hizo cada vez más conservadora, sobre todo en 1935. Después
de la insurrección de octubre fue suprimida la representación
estudiantil en las universidades, a la vez que cobraban cada vez
más actividad las agrupaciones educativas católicas[21].
De todos los cambios hechos y por hacer, el más elemental para
la CEDA era la reforma constitucional. La táctica a seguir consistía
básicamente en contrarrestar la legislación anticatólica, introducir
aspectos del programa social de la CEDA, fortalecer las
instituciones conservadoras (como las fuerzas armadas), y preparar
una reforma constitucional fundamental. Pero aunque ese objetivo
era absolutamente crucial, la directiva del partido no tenía
demasiada prisa, porque cualquier enmienda constitucional
adoptada antes del 9 de diciembre de 1935 (4.o aniversario de la
Constitución) requeriría una mayoría de dos tercios, mientras que
después de esa fecha, bastaría con una mayoría simple
parlamentaria. Además, la ley exigía la disolución de la Cámara tras
haber aprobado alguna enmienda, y por otra parte, la coalición
cedista no necesitaba enfrentarse a nuevas elecciones hasta
noviembre de 1937, por lo cual, en ese aspecto, el más crítico de
todos, su directiva procedió lógicamente con lentitud.
Alcalá Zamora coincidía en cuanto al objetivo de la reforma
constitucional, pero sus objetivos propios eran básicamente
distintos, porque deseaba cambiar la carta magna republicana por
otra más moderada y eficaz, pero sin dejar de ser esencialmente
liberaldemócrata. Había presentado una larga exposición al primer
gabinete cedorradical en enero de 1935, proponiendo la reforma de
los cuatro artículos pertenecientes a los estatutos regionales, de los
artículos 26 y 27 referentes a la religión, y del artículo 51 relativo a la
Cámara única, a fin de crear un sistema legislativo bicameral.
Propuso también un cambio en lo referente a la socialización de la
propiedad y a hacer cambios en otros veintisiete artículos, lo que
equivalía virtualmente a una nueva Constitución[22]. El Gobierno
nombró una comisión parlamentaria presidida por el
liberaldemócrata Joaquín Dualde para preparar un conjunto formal
de proyectos de borradores. Pero aquello avanzó muy poco, debido
al menos en parte a que la CEDA y otros grupos no consideraban
necesario hacerlo antes de diciembre.
Entretanto se tomaba muy en serio una reforma de la ley
electoral. El 16 de junio se celebró una primera reunión de los
representantes de los partidos, seguida de otra reunión no mucho
después. La CEDA era partidaria de la representación proporcional,
mientras que los radicales y la mayoría de los demás partidos
republicanos instaban por la eliminación del quorum del 40 por
ciento y pedían cortar en dos los distritos electorales más grandes.
Lerroux anunció que tomaría de su cuenta la elaboración de una
nueva ley electoral que «satisficiera a todo el mundo», basada en un
sistema mayoritario en los distritos menores y la representación
proporcional únicamente en los cuatro o cinco mayores. Pero sus
energías acusaban un serio decaimiento, y nunca cristalizó aquella
proposición[23].
El 5 de julio presentó Lerroux al Congreso las proposiciones de
la comisión Dualde. Su preámbulo afirmaba con orgullo:
Por primera vez en la historia política de España, una revisión constituida se realiza
aprovechando las posibilidades jurídicas que otorga la misma Constitución vigente. Los
regímenes preconstitucionales y las Constituciones han tendido a la inmutabilidad, con
lo cual todo cambio no tuvo más trámites que los de la violencia.

Aquella proposición contenía las líneas maestras para la revisión


de no menos de 41 de los 125 artículos de la Constitución.
Primaban en ella la revisión de las disposiciones referentes a la
autonomía regional, para salvaguardar el orden público y la unidad,
la democratización de los artículos en materia religiosa, previéndose
la negociación de un Concordato, una revisión del artículo 44, que
permitía la expropiación sin compensación, la creación de un
Senado, y la revisión de las prerrogativas presidenciales para
conferir al presidente mayor libertad para disolver el Parlamento,
reduciendo en cambio su autoridad sobre la conducta ordinaria del
gobierno. La proposición se ganó el respaldo de la coalición
gubernamental, pero fue rechazada vehementemente por toda la
izquierda. Inmediatamente se nombró una comisión de veintiún
diputados para estudiarla y hacer otras recomendaciones detalladas
que pudieran ser discutidas en la Cámara en los últimos meses del
año.
Aquellas proposiciones eran más moderadas que los objetivos
establecidos anteriormente por la CEDA y en especial por la JAP, su
agrupación joven. Es dudoso que aquellos cambios hubiesen
completado la reforma constitucional deseada por el movimiento
católico. Las publicaciones de la JAP habían estado exigiendo una
ejecutiva más fuerte, con limitaciones del poder de la Cámara[24]. En
distintos momentos del año 1935 Gil Robles trató de alejarse de la
retórica nacionalista, extremadamente autoritaria de la JAP —a
menudo más cercana al Bloque Nacional de Calvo Sotelo que a la
CEDA—, aunque no emprendió ninguna acción decisiva para
silenciarla. El líder de la CEDA dio algunas indicaciones respecto a
que reconocía la importancia del Parlamento, aunque creía también
que había que reducir algo sus facultades y funciones[25].
Un problema más inmediato que la reforma constitucional era el
del presupuesto. Los gobiernos republicanos hallaron cada vez más
difícil su preparación, no porque se tambaleasen al borde de la
bancarrota —ocurría casi el extremo contrario—, sino a causa de la
fragmentación política. El acuerdo se veía obstaculizado por el
crecimiento del déficit, permanente aunque escasamente
abrumador, la continua depresión relativa, y sobre todo, por la
inestabilidad de los gobiernos[26]. Durante el gobierno cedorradical
de mediados de 1935, aquel problema quedó en las manos, muy
expertas, de don Joaquín Chapaprieta, acaudalado abogado y
hombre de negocios, miembro del ala de don Santiago Alba dentro
del antiguo Partido Liberal, y último ministro de Trabajo antes de la
dictadura. Elegido como republicano independiente en 1933,
Chapaprieta tenía alguna fama como experto en administración y
hacienda. Sus proposiciones iniciales, presentadas el 29 de mayo,
preveían la reducción del déficit de 750 millones de pesetas en un
tercio durante el año en curso, con la meta de lograr un equilibrio
completo en 1937 o en los últimos meses de 1936 mediante una
combinación de unas reducciones presupuestarias en determinadas
categorías, modestos aumentos y revisiones tributarios, y una
mejora en la recaudación. Sus reducciones apuntaban al recorte de
los gastos de la administración del gobierno y del personal, al
tiempo que conservaba los neurálgicos programas de obras públicas
y social. Hizo esta observación: «En política económica no veo que
los gobiernos de izquierdas hayan tenido una política distinta de los
de centro y derecha[27]», y tenía la creencia de que con una
administración más sólida, la economía española recibiría pronto
inversiones considerables tanto de fuentes nacionales como
extranjeras. Chapaprieta reflotó una parte significativa de la deuda
pública, pero sus proposiciones principales suscitaron una fuerte
oposición de la izquierda, el funcionariado civil, y determinados
grupos de interés económico. Una característica notable de su plan
de reorganización administrativa y reducción presupuestaria era la
eliminación de tres ministerios del gobierno, para condensar sus
actividades entre los ministerios restantes[28].
En cuanto fue aceptada su reforma el 19 de septiembre,
dimitieron repentinamente los dos ministros agrarios, en primer lugar
por oponerse ellos a que se devolviesen más competencias (en
aquel caso, las de obras públicas) a la restaurada Generalitat
catalana, y en parte también por el impacto de la reforma en sus
ministerios. No había ningún motivo para que su dimisión se
tradujera en una crisis mayor, puesto que ninguno de los partidos
principales de la coalición se sentía afectado y ambos estaban
perfectamente preparados para mantener la coalición existente
sobre la misma base, pero al día siguiente, para cumplir
escrupulosamente con los precedentes políticos, dimitió
formalmente el gabinete entero, como paso preliminar para
reorganizar la coalición.

El colapso de los radicales y la frustración del sistema parlamentario


Aquella crisis de gobierno le dio a Alcalá Zamora una
oportunidad dorada para debilitar a los radicales y a la CEDA y tratar
de desplazar el gobierno de manera más decisiva hacia el centro.
En vez de autorizar inmediatamente la reconstitución de la coalición
por los dos partidos parlamentarios más grandes, abrió otra tanda
completa de consultas, lo que hizo opinar al radical Guerra del Río:
«Estamos en un manicomio». El plan inicial de Alcalá Zamora fue
pedirle al distinguido presidente del Congreso, el antiguo líder del
Partido Liberal y ahora radical converso, don Santiago Alba, que
formase una nueva coalición que abarcara todo el centro-izquierda,
incluyendo a los republicanos de izquierda y al ala más moderada
de los socialistas, el grupo de Besteiro (a pesar de la palmaria
oposición de éstos a participar en el gobierno). Alba aceptó aquella
responsabilidad, pero halló que Gil Robles no admitía la coalición
con ningún elemento situado más allá del centro, y desistió
enseguida[29].
No queriendo acudir a los líderes de ninguno de los dos partidos
mayores del Congreso para que encabezasen el gobierno siguiente,
Alcalá Zamora se volvió en cambio hacia el ministro de Hacienda,
hombre independiente que no pertenecía a ningún partido,
pidiéndole que reorganizase la coalición, una decisión garantizada
para hacer el próximo gabinete lo más débil posible. Una vez más,
Lerroux y Gil Robles dieron su anuencia, y Chapaprieta formó
enseguida un nuevo gobierno, cargándolo ligeramente hacia el
centro mediante la inclusión de un miembro de la Lliga Catalana
como ministro de Marina. Chapaprieta era un hombre menudo, de
poco más de metro y medio de alto, inteligente, enérgico y de recia
voluntad. De acuerdo con la austeridad presupuestaria planificada,
redujo el número de ministerios de trece a nueve a base de
combinar una serie de asignaciones ministeriales. La CEDA siguió
teniendo tres carteras: Gil Robles la de Guerra, Lucia la de Obras
Públicas y Comunicaciones, y Salmón la de Trabajo y Justicia. Se
evidenció de nuevo, lamentablemente, el manipulador papel del
presidente, facultado por la Constitución para designar cada nuevo
Primer ministro encargándose éste por su parte de escoger a los
ministros de su gabinete.
El nuevo gobierno se presentó a la Cámara el 1 de octubre,
donde tuvo que hacer frente a una andanada de Calvo Sotelo. El
líder monárquico definió la situación como «crisis patológica», la
decimotercera o decimocuarta en los cuatro años y medio de la
República, en los que el gobierno del país había soportado setenta
ministros diferentes, con ministerios que habían conocido diez
ministros diferentes, ministros que habían tenido al menos cuatro
carteras distintas, y gobiernos de no más de treinta días de
duración, todo ello con el acompañamiento de prolijas declaraciones
presidenciales, a la vez «difusas y profusas, de prosa
fraygerundiana y gongorina». La manera de manipular los gobiernos
Alcalá Zamora «desconoce y oscurece la llamada egregia soberanía
del Parlamento». Calvo Sotelo echó en cara que Alcalá Zamora no
sólo determinaba personalmente, casi en cada ocasión, quién tenía
que ser el Primer ministro, sino que interfería además en la
selección de los diferentes ministros, cosa que era técnicamente
anticonstitucional. En consecuencia, «el Jefe del Estado dirige en la
actualidad la política española. A mí no me parece mal que el Jefe
del Estado tenga un poder dirimente fuerte. Todo lo contrario. Si
España hubiera de vivir de manera definitiva en régimen
republicano, yo votaría cien veces mejor por una República
presidencialista que por una República parlamentaria». A ojos de
Calvo Sotelo el fallo residía en primer lugar en que el sistema
republicano estaba dividido sin remedio contra sí mismo, y en
segundo lugar en que: «El Jefe del Estado no apoya a la
contrarrevolución». En un momento en el que la revolución, dijo:
«está más viva hoy que hace un año».
Las tareas principales de la nueva administración eran de tipo
financiero, y Chapaprieta planeaba completar su reforma fiscal y
administrativa lo antes posible. El nuevo ministro cedista de Obras
Públicas, el democratacristiano Luis Lucia, se dedicaba al mismo
tiempo a la redacción de un nuevo programa de obras públicas en
beneficio de las comunidades rurales pequeñas, a base de mejorar
las carreteras, las comunicaciones y los servicios ferroviarios, al
tiempo que se mantenía el programa existente de construcción de
presas. Además de empezar a equilibrar el presupuesto, el nuevo
gobierno esperaba también preparar una reforma electoral que
introdujese cierta proporcionalidad, redujese el quorum del 40 por
ciento, y dividiese al menos los distritos más grandes. Ganó
fácilmente el voto de confianza por 211 contra 15, desde luego con
muchísimas abstenciones. Los diecisiete decretos básicos de
reducción presupuestaria habían aparecido ya en la Gaceta el 30 de
septiembre. Se eliminaban cinco direcciones generales (secciones
administrativas) en el Ministerio de Agricultura, tres en el de Justicia,
y así sucesivamente. Los sueldos y gratificaciones gubernamentales
superiores a las 1000 pesetas se reducirían automáticamente en un
10 por ciento. Se eliminarían en lo sucesivo la mitad de las vacantes
de empleo en el gobierno, como también 597 conserjes en los
ministerios y 300 automóviles oficiales. Chapaprieta presentó al
Congreso una exposición más detallada de su presupuesto el 15 de
octubre, en la que explicaba que había reconvertido ya gran parte
de la deuda del 5 al 4 por ciento y reducido en 400 millones de
pesetas el monto total presupuestario, mientras se aumentaban los
impuestos en una cantidad aproximadamente equivalente y una
mejor recaudación había añadido en los cinco meses anteriores
otros 172 millones de pesetas más de ingresos públicos. Por lo
tanto, aunque el gobierno planeaba gastar 400 millones más que
antes en obras públicas y 250 millones más en la defensa nacional,
el déficit calculado previamente para 1936 se reduciría sólo a 148
millones, y sería eliminado totalmente para finales de año. Aquello
parecía una hazaña impresionante y asombró a la Cámara. En
general, la producción industrial había acusado cierto aumento a la
vez que la cosecha de 1935 fue excelente, tanto fue así que se
originó el problema de cómo retirar del mercado los excedentes de
cereales a fin de mantener unos precios adecuados.
Chapaprieta reconoció públicamente el especial papel ejercido
en su gabinete por Gil Robles, que acudía a menudo a los consejos
de ministros media hora antes para analizar asuntos importantes
con él. Chapaprieta a su vez visitó al ministro de la Guerra, a veces
a diario, prestándole una consideración especial dentro de su
ajustadísimo presupuesto.
Un objetivo final del nuevo gobierno era normalizar la vida
política, y en tal contexto se autorizó la reapertura de todos los
centros políticos de Barcelona, exceptuando al extremista Estat
Català. Los mítines multitudinarios continuaron, batiendo un récord
Azaña con una gran concurrencia (200 000 o más personas) que
acudió a oírle hablar durante más de tres horas al sur de Madrid. La
CEDA anunció sus planes para un mitin del «medio millón», y se
autorizó a los socialistas para celebrar también ellos uno, así como
un nuevo congreso nacional.
La violencia política no había desaparecido desde luego, pero el
ritmo de 1935 fue algo menos fuerte que en los dos años
precedentes. El gobierno anunció, detalle curioso, que sólo habían
resultado muertas 140 personas en actos de violencia política desde
el inicio de la República, aunque la cifra real era mucho mayor. Todo
aquel tiempo continuaron su labor represiva los consejos de guerra,
traducida en numerosas condenas con penas de prisión largas, así
como más de aquellas ritualizadas penas de muerte que no llegaban
a ejecutarse. El 6 de octubre se produjo la única condena por
haberse excedido en la represión misma, consistente en imponerle a
uno de los acusados en el caso de asesinato de Sirval —el teniente
Dmitri Ivanov, que había tirado del gatillo— la exigua condena de
seis meses de prisión y una indemnización de 15 000 pesetas a la
familia de la víctima por considerarle culpable de homicidio por
imprudencia. La última gran ronda de consejos de guerra tuvo lugar
los primeros días de 1936, y treinta y cuatro líderes de las milicias
socialistas, incluyendo a los militantes socialistas más activos de
ellas, pertenecientes anteriormente a la guardia civil y a la de asalto,
fueron condenados a penas de distinta duración.
Y fue en aquel ambiente de parcial mejoría económica, con
perspectivas de alguna reforma constructiva y un precario equilibrio
económico, cuando estallaron de pronto los principales escándalos
por corrupción de la República. Correspondió el primero a un
novedoso artilugio electrónico de juego, tipo ruleta, conocido como
el «Straperlo[30]», cuyos propietarios habían esperado legalizar su
uso en España mediante negociaciones personales con algunos
políticos, sobre todo radicales. Hubo al parecer un toma y daca de
sobornos, pero la legalización nunca llegó a cristalizar, y los
frustrados propietarios terminaron buscando una compensación o
una venganza. David Strauss, un hombre de negocios holandés que
era el promotor principal, había logrado ponerse al fin en contacto
con Indalecio Prieto (que había trasladado temporalmente su exilio a
Holanda) y con Azaña, que instó a Strauss a que escribiese al
presidente de la República, cosa que se apresuró a hacer[31].
En vez de presentar aquel material a los tribunales para su
investigación, Alcalá Zamora retuvo la correspondencia,
presentándosela primero a Lerroux justo antes de la crisis de
septiembre. Don Alejandro le echó a un lado, por considerarla una
nimiedad sin importancia (como así era hasta cierto punto). Pero
aquello le daba a Alcalá Zamora una nueva oportunidad de
manipular y desacreditar al mayor partido del centro, su principal
competidor personal por el espacio político. Los antiguos radicales
de la política municipal de Barcelona se habían ganado justa fama
de corruptos en los primeros años del siglo, fama que el extendido
partido cógelotodo de los años republicanos nunca había sido capaz
de quitarse del todo de encima. A pesar de que habían sido el
presidente y la derecha después de todo los responsables de las
continuas crisis desde finales de 1933, el espectáculo producido por
tantos y tantos ministros radicales —encabezados por el incansable
Rocha— jugando al «quítate que me ponga» con las carteras
ministeriales, dio pie a la cínica convicción entre ciertos medios de
que la principal motivación de todas aquellas crisis era permitir que
el mayor número de radicales antiguos posible se hiciera con la
jugosa pensión ministerial[32]. El partido se había extendido mucho
en los años 1931-1932, como una especie de paraguas político
republicano moderado sin una ideología definida, al menos
comparado con las agrupaciones de izquierda y derecha, que
discutían los temas políticos en unos términos maniqueístas de
salvación y condenación. Lerroux siguió apoyándose en sus
veteranos compinches del liderato del partido, personas leales para
con él, pero no demasiado competentes en la mayoría de los casos,
que a menudo daban la impresión de ser un hatajo de mercachifles
del partido (cosa que sin duda eran algunos[33]).
Alcalá Zamora sólo informó al nuevo Primer ministro de la
existencia de aquellas cartas después del primero de octubre, y
Chapaprieta se alarmó ante las potenciales complicaciones.
Aconsejó al presidente que no le contestase a Strauss y que le
dejase llevar el asunto a los tribunales si le parecía, de seguro el
consejo más sensato y oportuno. Y es de creer que Alcalá Zamora
habría seguido la vía de la discreción de no haber mediado un
incidentillo pocos días después. Los radicales habían organizado
algunos grandes banquetes «de desagravio» (sin mayor implicación
de suyo) a Lerroux en vista del dudoso modo con que el «señor
presidente» le había despojado sin más de la cabecera del
gobierno. Uno de los banquetes se celebró en el lujoso Hotel Ritz de
Barcelona el 9 de octubre, al que asistió con cierta ostentación Gil
Robles, quien se deshizo en elogios hacia don Alejandro. El anciano
jefe radical, en su contestación, añadió unas palabras que indicaban
más o menos que hay que respetar siempre a quien ocupa la
jefatura del Estado, independientemente de la opinión que se pueda
tener de la persona en cuestión[34]. Aquel incidente ofendió en lo
más hondo la susceptible y puntillosa vanidad de don Niceto, y
antes de anochecer el día siguiente informó al Primer ministro de
que iba a entregar al gobierno toda la correspondencia referente al
Straperlo, cosa que hizo el 15 de octubre. El consejo de ministros se
hizo cargo del asunto inmediatamente, al tener noticias de que
Azaña se disponía a hacer referencia pública al mismo en un
inminente mitin multitudinario. Se decidió anunciar que se había
recibido una demanda de origen extranjero en lo tocante a
irregularidades cometidas por determinados funcionarios españoles
y que se procedía a entregarla al fiscal del Tribunal Supremo para
su investigación.
En cuanto se publicó la noticia (19 de octubre), los diputados de
la oposición, oliendo sangre, pidieron una investigación
parlamentaria completa, y enseguida fue nombrada la comisión de
costumbre. A diferencia del paso de tortuga empleado por el
Congreso en los dos años y medio anteriores, la «comisión del
Straperlo» se movió con rapidez desacostumbrada, dando su
informe a la Cámara a los cuatro días. De acuerdo con los datos
disponibles, David Strauss había tratado primero de conseguir
autorización para su máquina de juego en Barcelona a finales de
1933 y fue presentado al dirigente radical de allí, Pich y Pon
(entonces subsecretario de Marina) y a Aurelio Lerroux, sobrino e
hijo adoptivo del jefe del partido. Los dos convencieron a Strauss
para formar una nueva sociedad en la que Pich y Pon y Aurelio
Lerroux[35] recibían el 50 por ciento de las acciones a cambio de
obtener la correspondiente autorización del gobierno. Consiguieron
la aprobación del ministro de Gobernación, entonces Salazar
Alonso, y de su subsecretario (Eduardo Benzo), aunque al parecer
no recibieron en realidad soborno alguno estos funcionarios, y era
necesario obtener también el visto bueno del Primer ministro,
Samper. Un íntimo colega de éste, Sigfrido Blasco Ibáñez, hijo del
famoso novelista radical, prometió supuestamente arreglar aquel
asunto a cambio de un soborno de 400 000 pts. para el Primer
ministro y una cantidad menor para el ministro de Gobernación. Se
consiguió el permiso y en agosto de 1934 Strauss obsequió a don
Alejandro y a Salazar Alonso con sendos relojes de oro valorados
cada uno en 4600 pesetas, único valor en dinero o especies que se
sepa que cambió de manos. El casino con el Straperlo se abrió en
San Sebastián el 12 de septiembre de 1934, pero lo clausuró la
policía tres horas después, supuestamente porque Strauss no había
entregado el dinero del soborno. Strauss, enfurecido, exigió
entonces a Aurelio Lerroux la devolución de todo lo que había
invertido, pero este último lo convenció al parecer de que sería
posible montar aquel negocio con éxito en la isla balear de
Formentera, siempre que se pagaran unos pequeños sobornos a
Juan José Rocha, ministro entonces de Marina, a Pich y Pon, a
Benzo y a algunos otros. Strauss invirtió entonces dinero para abrir
un nuevo casino en Formentera, para ver cómo se lo cerraban sin
más a los ocho días debido a la presión ejercida por personas
económicamente influyentes de Baleares. Strauss intentó
seguidamente salvar lo más posible de sus inversiones exigiendo la
devolución de 50 000 pesetas supuestamente pagadas a Aurelio
Lerroux y otras 25 000, pagadas a Benzo. Se disolvió la sociedad en
cuestión y Strauss reconoció haber recibido unas 75 000 pesetas
frente a las 450 000 que aseguraba haber perdido[36].
El documento principal presentado por Strauss y su abogado
estaba escrito en correcto español, pero carecía de firmas y no se
acompañaba de prueba alguna de haber pagado sobornos. Tal vez
sea casi imposible averiguar la verdad de todos aquellos alegatos,
pues los dos relojes de oro fueron las únicas cosas valorables que
cambiaron de dueño. El juego del Straperlo no estaba prohibido en
realidad por las leyes españolas existentes, y cuando el informe se
sometió a debate en la Cámara el 28 de octubre, Arranz, jefe
independiente de la comisión parlamentaria, declaró: «No me
atrevería a afirmar que en los hechos enjuiciados pueda existir
delito». Sin embargo, el informe de la comisión recomendó que
todas las personas importantes que habían sido objeto de
alegaciones graves —Salazar Alonso, entonces alcalde de Madrid,
Pich y Pon, gobernador general de Cataluña, Aurelio Lerroux,
representante del gobierno en la Compañía Telefónica Nacional, el
diputado a Cortes Blasco Ibáñez, el subsecretario de Gobernación,
Benzo, y otras dos personas de menos relieve— presentaran la
dimisión de sus cargos. Lo hicieron inmediatamente.
El informe del Straperlo causó auténtica sensación, simbolizada
con máxima elocuencia en las palabras del líder falangista José
Antonio Primo de Rivera, quien declaró en el Congreso: «Aquí hay
sencillamente un caso de descalificación de un partido político: que
es el Partido Republicano Radical». Pocos días después, les gritó a
los diputados desde las tribunas del Congreso: «¡Viva el
estraperlo!». Aquello se convirtió para los elementos extremistas de
la izquierda y la derecha en un símbolo perfecto para satirizar la
pretendida corrupción invencible del sistema parlamentario. Otros
diputados más moderados censuraron también duramente a los
radicales, y sus aliados de la CEDA se mostraron cada vez más
celosos en lo tocante al procesamiento. Una reñida votación
parlamentaria salvó a Salazar Alonso, pero, esa misma votación,
ordenó el procesamiento de todos los demás mencionados en el
informe, pese a la ausencia de pruebas claras.
Al día siguiente dimitían los dos principales políticos radicales del
gobierno, Lerroux y Rocha, pero en esa ocasión no hubo ninguna
«crisis presidencial», dado que Alcalá Zamora no tenía alternativa
para Chapaprieta. Este último reorganizó su gabinete con el jefe
agrario Martínez de Velasco como sustituto de Lerroux en
Relaciones Exteriores, mientras dos radicales de segunda fila se
hacían cargo de las dos carteras que tenía entonces el ubicuo
Rocha. Poco después, el 19 de noviembre, el cedista Ignacio
Villalonga fue nombrado para sustituir a Pich y Pon en Barcelona,
donde trabajó en colaboración con los políticos de la Lliga.
El impacto del escándalo fue muy profundo en los radicales.
Hubo toda una serie de reuniones, pero a los setenta y un años
Lerroux estaba cada vez más apagado y había perdido toda su
inspiración. No sabía que hacer y no ofrecía tampoco recursos ni
capacidad de liderazgo. Aunque siguieron en la coalición, los
radicales se abstuvieron en el voto inicial de confianza del nuevo
gobierno, dando la impresión de ser incapaces de contraatacar o de
tomar medidas enérgicas para limpiar su reputación. La opinión
general de la Cámara era de que las imputaciones eran
básicamente ciertas, aunque no se había podido probar casi nada
hasta entonces. Los radicales a su vez se habían vuelto cada vez
más hostiles hacia el Primer ministro, aunque el desdichado
Chapaprieta había tratado de disuadir a Alcalá Zamora de que
permitiera que aquel escándalo llegara a convertirse en un asunto
político y sólo había actuado en el asunto como un honesto
intermediario[37].
La actualidad del Congreso había vuelto a disminuir, con las
escasas apariciones de la izquierda y la desorientación de los
radicales. Sólo algún ataque personal ocasional de parte de un
miembro de la oposición —o el famoso del 12 de noviembre del
radical Pérez de Madrigal contra el Primer ministro— era capaz de
suscitar un interés momentáneo, llegándose a veces a un
desbarajuste verbal o un tumulto, cosa que calificó en una ocasión,
a mediados de noviembre, el presidente del Congreso de un
«espectáculo vergonzoso».
El 28 de noviembre estalló otro escándalo, cuando el exinspector
general de administración colonial, un antiguo oficial del ejército
apellidado Nombela, presentó una protesta pública ante la Cámara a
cuenta de un pago indebido de fondos públicos por parte de Lerroux
cuando era Primer ministro, que se había traducido en el cese de
Nombela como consecuencia de sus primeras protestas. Aquel
turbio asunto se originó con la cancelación de un contrato de
transportes marítimos con las colonias algunos años antes al no
haber prestación de servicios. En abril de 1935 el Tribunal Supremo
había fallado a favor del demandante, un anciano consignatario
catalán apellidado Tayá, que exigía 3 millones de pesetas como
liquidación. El tribunal había ordenado que determinase la suma
final una comisión de expertos, pero Tayá, que había tenido tratos
financieros con Lerroux en años anteriores, se las arregló para
conseguir que le pagaran directamente a cargo de los fondos de
administración colonial a través de Moreno Calvo, subsecretario de
Lerroux como Primer ministro. Nombela había protestado, y un
subcomité de ministros del gabinete había revisado el asunto, pero
aprobó de rutina el pago el 11 de julio. Nombela volvió a protestar,
esta vez directamente ante Gil Robles, y el 17 de julio, el consejo de
ministros canceló aquel pago, pero al mismo tiempo fue cesado
Nombela. Éste pedía ahora justicia y la restitución de su buena
fama.
Había pocas dudas de que se había cometido alguna
irregularidad; pero ese tipo de problemas no se resuelven
normalmente llevándolos al Congreso, donde se convierten
fácilmente en fútbol político. Nombela había llevado el asunto
directamente a Alcalá Zamora[38], y Chapaprieta vio la mano del
presidente, decidido a acabar con Lerroux y con el poder que les
quedaba a los radicales, tras aquella apelación al Congreso[39]. La
Cámara nombró inmediatamente una comisión investigadora,
presidida, como en el caso del Straperlo, por el conservador
independiente Arranz. Se descubrió que la única persona culpable
era, de nuevo el subsecretario Moreno Calvo, pero en esta ocasión
Arranz dimitió de su puesto en la comisión debido al blando lenguaje
del informe. Fue sustituido en la fase final por un liberaldemócrata.
El informe se discutió en una sesión nocturna de la Cámara del 7
al 8 de diciembre, y fue aprobado por 105 votos contra 7,
aceptándolo la CEDA y absteniéndose la mayoría de los diputados.
La minoría monárquica presentó entonces un voto particular contra
Lerroux por prevaricación y falsificación, pero don Alejandro fue
absuelto técnicamente por una votación de 119 votos contra 60. En
cambio, una votación dirigida contra Moreno Calvo, arrojó 116 votos
contra 48.
Este segundo escándalo —aunque en último término no había
habido ningún pago incorrecto— acabó de desacreditar a Lerroux y
a los radicales, estando pendientes aún más demandas por
corrupción contra éstos. Los escándalos del estraperlo y de
Nombela han sido comparados con el affaire de Stavisky en la
Francia de 1933-1934, en el que los políticos radicales franceses
habían estado implicados en un escandaloso caso de soborno.
Aunque el caso de Stavisky sacudió los cimientos de la política
francesa, su desenlace final no le afectó gran cosa, y a la larga, el
Partido Radical francés, sumamente institucionalizado, sufrió un
perjuicio relativamente menor. Pero en el sistema político español,
mucho más fragmentado y apenas institucionalizado, el efecto
combinado de los casos del Straperlo y Nombela —aunque no
pasaron de ser unas minucias— el daño fue devastador.
Existen dos razones para explicarlo. Una es que en España, a
diferencia de otros países, por ejemplo, de Europa Oriental o
Iberoamérica, que trataban asimismo de establecer sistemas
democráticos, los funcionarios del gobierno eran honrados por lo
general y no se prestaban a tapujos financieros. Cuando se
descubrieron casos de corrupción pública, el clamor resultante fue
lógicamente mucho más fuerte.
Un segundo motivo es que muchas agrupaciones políticas
españolas argumentaban a base de términos utopistas de una
moralidad absoluta y una ideología doctrinaria. En un clima político
tan sobrecargado, el espectáculo que daban los radicales de un
partido democrático «normal y cógelotodo», acostumbrado al
tejemaneje político ordinario e involucrado en un grado de
corrupción de cierto bulto, provocó una censura universal, y la
rápida descomposición del viejo partido. Los radicales tenían una
estructura y cohesión interna limitadas: su punto más fuerte residía
en la política de nivel local y en la resolución de los problemas
corrientes de la gente. Habían conseguido más alcaldes, más
concejales y miembros de las diputaciones provinciales que ninguna
otra fuerza política concreta, pero esas pequeñas personalidades
locales no estaban capacitadas para proporcionar una gran directiva
a nivel nacional. La mayoría de sus miembros eran afiliados
recientes de motivación pragmática. Cuando su organización
nacional se fue a pique y un Lerroux agotado y amargado evidenció
su pérdida de capacidad de liderazgo, muchos radicales común y
corrientes se pusieron a buscar nuevos pesebres políticos[40].
En medio de aquel tedioso panorama, el menudo y asediado
Primer ministro luchaba por llevar a cabo su reforma presupuestaria
y financiera. Con ocasión de un acto público, llamó a capítulo a la
Cámara por los intereses sectarios y partidistas de la mayor parte de
los diputados y su falta de interés por asuntos económicos
acuciantes[41], y tenía razón sobrada para hacerlo. Ante el
desbarajuste de los radicales, la mayoría de Chapaprieta dependía
de la CEDA, la mayor parte de cuyos diputados se oponían a
aspectos clave de sus reformas presupuestarias y de impuestos.
Cuando se reunió el consejo de ministros el 9 de diciembre, Gil
Robles volvió a decirle al Primer ministro que la CEDA aceptaría el
pequeño aumento propuesto para los impuestos de sociedades,
pero que tendría que votar contra otros aspectos, especialmente
contra un pequeño aumento de los impuestos del patrimonio. Para
Chapaprieta, carente de partido o mayoría propia alguna y azotado
por todo tipo de presiones partidistas, aquello fue el colmo. Como
había previsto la CEDA, el Primer ministro dimitió, señalando en su
nota a la prensa que el fracaso de su gobierno equivalía a «una
confesión de la incapacidad de esta Cámara para dejar terminado
un solo presupuesto ordinario[42]».
La pelota volvía a estar en el tejado del presidente, que se había
negado a permitir que ninguno de los líderes de los dos mayores
partidos del Congreso presidiesen un gabinete con normalidad, y en
el caso de Gil Robles, le denegó taxativamente el máximo cargo
ejecutivo. Hubo al parecer varios elementos detrás de aquella «gran
estrategia» de don Niceto. Uno era impedir a toda costa que la
CEDA dominase en el gobierno, y el segundo consistía en tener a
Lerroux alejado del poder, cosas ambas que había logrado
ampliamente. Igual que las izquierdas, el presidente prefería unas
nuevas elecciones que debilitasen a las derechas, pero se encontró
él a su vez en una posición constitucional ambigua. Habiendo
disuelto ya unas Cortes, aunque constituyentes, una segunda
disolución podía proporcionar motivos para la censura consiguiente.
El objetivo positivo de Alcalá Zamora, por otro lado, era una reforma
constructiva de la Constitución, muy necesitada de enmienda. Había
contado con mantener el gobierno existente sometido a su arbitraje
y manipulación hasta que se aprobasen las reformas
constitucionales, planteadas ya para su discusión en las últimas
semanas del año, posiblemente junto con una ley de reforma
electoral. Una enmienda constitucional incluso muy limitada, o
simplemente un cambio de las reglas de la reforma constitucional,
podrían bastar de suyo para provocar la autodisolución espontánea
de las Cortes que la hubiesen votado. De aquella manera, y de una
buena vez, se podía conseguir alguna clase de reforma
constitucional así como la liquidación de una Cámara
centroderechista —aborrecida por el presidente y por la izquierda—
sin que el Jefe de Estado tuviese que cargar con la responsabilidad
de tal disolución. Pero la gran incógnita era ahora cómo conseguir
que la Cámara siguiera funcionando hasta conseguir aquella
reforma en vista de la creciente hostilidad de la CEDA y del
incipiente colapso de los radicales.
Los cálculos de Gil Robles eran, desde luego, diferentes. Aunque
se daba perfecta cuenta del constructivo carácter de las reformas
financieras de Chapaprieta, Gil Robles estuvo lejos de hacer el
máximo esfuerzo para superar la oposición existente hacia ellas
dentro de su partido. Visto el grave derrumbe de los radicales, la
caída del gobierno presente dejaría escasa alternativa al deseado
objetivo de un gabinete dominado por la CEDA con Gil Robles de
Primer ministro. Un gobierno así podría continuar las
contrarreformas conservadoras de 1935 y, por lo menos, iniciar el
proceso de la reforma constitucional, aunque podría no ser capaz de
hacerse con la mayoría del 51 por ciento de la Cámara necesaria
después del 9 de diciembre. Aquella meta sería una reforma mucho
más derechista que la deseada por Alcalá Zamora, con un ejecutivo
mucho más poderoso y una estructura parcialmente corporativa al
menos, y al presidente apenas le quedaría otra alternativa que
disolver las Cortes por iniciativa propia. El planteamiento de Gil
Robles era correcto, pero no tuvo del todo en cuenta la infinita
capacidad de manipulación del presidente.
Alcalá Zamora inició sus consultas el 10 de diciembre. Su
primera tentativa residía en convencer al honrado y apreciado líder
agrario Martínez de Velasco para que formase una nueva coalición
centro-derechista como maniobra dilatoria, con las Cortes en
suspenso durante treinta días. Pero una fuerte oposición de la
CEDA y otros elementos demostró que aquello era imposible.
Al anochecer del día 11 de diciembre se veía muy claro que
Alcalá Zamora tenía menos intenciones que nunca de nombrar un
gobierno de la CEDA, aunque ello equivaliese a una disolución
directa con toda la incertidumbre consiguiente. Gil Robles fue
directamente a ver al Jefe de Estado para protestar en tono airado y
vehemente contra aquel salto en el vacío. Prometió que un gobierno
encabezado por la CEDA equilibraría el presupuesto con más
fondos para obras públicas y las medidas para aliviar el paro,
terminaría los procesos todavía pendientes originados en la
insurrección, fortalecería simultáneamente la economía y las fuerzas
armadas e iniciaría también la reforma constitucional, pero Alcalá
Zamora se mantuvo inamovible[43].
Habían vuelto a circular rumores de un golpe militar, y el
Ministerio de Guerra se hallaba ya bajo la vigilancia armada de
destacamentos de la guardia civil. Dentro del ministerio, dos
militares de bastante peso (Fanjul y Varela) hablaban
apresuradamente tratando de convencer al enojadísimo e indignado
líder de la CEDA de que había llegado la hora de emplear las
fuerzas armadas. Por vez primera, Gil Robles llegó a vacilar. Otro
pronunciamiento parcial sería un desastre, pero si los altos mandos
de las fuerzas armadas estaban unidos detrás de una actuación de
ese tipo para prevenir la violación de la ley constitucional y una
disolución «ilegal» del Parlamento, Gil Robles facilitaría aquel paso
«decretando el estado de guerra y transmitiendo las órdenes[44]». La
figura clave era entonces Franco, quien, como jefe del Estado
Mayor, podría aglutinar de modo más eficaz a los militares.
Consultado inmediatamente, Franco fue categórico: la crisis
presente, no era de un carácter tal que justificara la intervención
militar. Gran parte del ejército no apoyaría un paso así, lo que en
aquel momento sólo podría terminar en un desastre[45].
Alcalá Zamora consultó entonces con Miguel Maura tratando de
formar una nueva coalición centroderechistas, pero aquella jugada
suscitó enseguida el veto de Gil Robles, al tiempo que Chapaprieta
rechazaba repetidas peticiones de hacer un nuevo intento. No
quedaba entonces otra alternativa que preparar la disolución, pero el
presidente trató entonces de recurrir a un gobierno de gestión
(interino) a base de elementos centristas, lo suficientemente fuerte
para formar una coalición de centro capaz de conseguir el equilibrio
del poder. Su elección cayó en Maura y en el anciano político
exliberal Manuel Portela Valladares, que había demostrado su tacto
y firmeza como ministro de Gobernación a principios de año. El que
Portela no fuese miembro de la Cámara ni tuviera un partido que lo
respaldara no era un punto flaco a los ojos del presidente, porque
así tendría que ser más dependiente de él y leal a una nueva
coalición centrista dirigida indirectamente por el Jefe de Estado
mismo. Miguel Maura, en cambio, se negó indignado a participar en
tal jugada, la más ambiciosa y escandalosa de las manipulaciones
del presidente, y comunicó a los reporteros de la prensa el 13 de
diciembre que Alcalá Zamora planeaba formar un gobierno mediante
una «vieja política del peor estilo».
Y de ese modo se formó un gabinete el 14 de diciembre
encabezado por Portela Valladares con la clara idea de organizar
unas nuevas elecciones (aunque no se las mencionó de momento),
en las que sería posible, en palabras de Alcalá Zamora, «centrar la
República» a base de conseguir de 140 a 150 diputados mediante
un nuevo bloque centrista. El Jefe de Estado calculaba que Portela,
que tenía casi setenta años de edad, necesitaría varios meses para
llevar a cabo aquel plan. En consecuencia se presentó el gobierno
como una nueva coalición centrista que empezaría cerrando el
Congreso durante treinta días de acuerdo con la prerrogativa del
presidente. Se componía de dos independientes (Portela mismo y
Chapaprieta, en Hacienda), los radicales (inmediatamente
desautorizados por Lerroux), dos militares (un general y un
almirante, encargados respectivamente de los Ministerios de Guerra
y Marina), un agrario, un liberaldemócrata, un republicano
progresista, y un ministro de la Lliga Catalana.

Manuel Portela Valladares cuando era gobernador general de Cataluña en 1935

Gil Robles entregó a la prensa una extensa nota el 16 de


diciembre, afirmando que a resultas de la crisis desaparecía
cualquier posibilidad de que la CEDA realizase sus objetivos
económicos, como el gran programa nuevo de obras públicas, el
crédito gubernamental para combatir el paro y mantener los precios
de los cereales, o el fortalecimiento de las fuerzas armadas.
Dimitieron los representantes de la CEDA en los ayuntamientos y
diputaciones provinciales en todo el país y los medios del partido
lanzaron toda una campaña de propaganda contra el nuevo
gobierno y, por implicación, contra el presidente, al que desde ese
momento Gil Robles había resuelto echar fuera. La izquierda, en
cambio, estaba jubilosa, y supo interpretar el nombramiento del
nuevo gobierno como el preludio de unas nuevas elecciones.
La izquierda pasó inmediatamente a apodar el período
centroderechista de 1934-1935 como el bienio negro, dedicado a la
destrucción de las reformas republicanas, aunque tal enfoque
propagandístico se pasaba de simplista. No habían sido anuladas
por ley ninguna de las principales reformas republicanas,
exceptuando la draconiana reducción de una reforma agraria que
nunca había sido muy extensa. Se había dejado que perdiese fuerza
en la práctica gran parte de la reforma laboral, cosa que había
ocurrido también con el programa discriminatorio contra la Iglesia,
habiéndose iniciado ya negociaciones con el Vaticano para
establecer un nuevo Concordato. Con esas notables excepciones, la
legislación reformista seguía en pie y los Parlamentos de 1934-1935
habían aprobado en total 180 elementos de legislación nueva, que
en varios aspectos complementaban las reformas originales. Pero lo
que desde luego parecía decidido en aquel momento era un veto a
más reformas junto a una determinación general de limitar las que
se habían efectuado. Los resultados temporales de ese tipo son
cosa normal en los sistemas representativos, pero para la izquierda
equivalía todo aquello a dos años de reacción y esterilidad.
El bienio en sí había sido realmente una época de esterilidad,
porque ni la CEDA ni los radicales habían sido capaces de cumplir
sus objetivos principales, y todas las fuerzas políticas, exceptuando
parcialmente a los partidos más centristas, compartían la
responsabilidad por aquel fracaso. El concepto de oposición leal era
del todo ajeno a la izquierda, pues los republicanos de izquierda
identificaban el régimen exclusivamente con sus propios objetivos y
proyectos, denegando a sus rivales una representación eficaz o una
participación en el poder. Los anarquistas y socialistas fueron
peores todavía, y en cuanto a la postura y la retórica de la CEDA
eran a menudo provocativas y amenazadoras. La actividad de los
monárquicos fue ante todo obstruccionista.
Hicieron sentir su peso numerosas influencias negativas, entre
ellas el destructivo poder de una gran prensa tendenciosa de los
partidos, la influencia de los grupos de presión, y los efectos de los
escándalos financieros. La represión se ejerció con gran torpeza y
fue en último término contraproducente, suscitando simpatía hacia la
izquierda entre los elementos moderados del centro. Fue inepta la
política social y económica de unos gobiernos cada vez más
efímeros, y la misma reforma de Chapaprieta inadecuada y
restrictiva. A los trabajadores les tocó una organización sindical
demasiado politizada, y el endeble movimiento sindical católico, con
apenas un cuarto de millón de afiliados, fue incapaz de brindar una
alternativa no izquierdista viable.
Alcalá Zamora estuvo motivado por el laudable objetivo de
defender un gobierno democrático centrista y liberal, pero una
vanidad y un ego demasiado grandes no le permitieron ser un
presidente plenamente funcional. Sus continuas interferencias
imposibilitaron el normal funcionamiento del Congreso y de la
Constitución. Nada se ganó con su incesante manipulación y la
negativa de un mayor acceso a la CEDA. Incluso habría sido
preferible la posibilidad del dominio de Gil Robles en el gobierno y la
introducción en la República de aspectos más conservadores y
autoritarios que el derrumbe absoluto que se produjo en 1936.
Sólo los partidos del centro se empeñaron de verdad en romper
con las fuerzas antidemocráticas y apegarse al perfil de una
democracia constitucional. Vista así la cosa, habría dado resultado
esforzarse más por ampliar el centro, tal vez en el sentido de los
nacionalistas vascos o de la Lliga Catalana con anterioridad a 1935.
Una política de miras más amplias podría también haber sacado
ventaja de la escisión de la CNT. Todos los líderes responsables,
salvo el presidente, reconocieron la importancia de mantener una
coalición viable, prosiguiendo la labor gubernativa y evitando unas
elecciones prematuras que podrían traducirse en otra oscilación del
péndulo, inherentemente destructora. Si se hubieran retrasado las
elecciones hasta el final del mandato constitucional, en noviembre
de 1937, había por lo menos algunos motivos para creer que la
polarización podía reducirse, el centro se habría fortalecido algo, y la
economía habría seguido mejorando a la vez que el aumento de la
tensión internacional podría haber alentado de hecho la moderación
nacional. Una amnistía de los presos políticos en 1936 (aunque
prácticamente impensable con la CEDA) habría atenuado mucho la
frustración y resentimiento de la izquierda, y en cualquier caso, una
coalición dirigida por la CEDA pudo decididamente haber gobernado
hasta 1937. Más aún, cierto grado de reforma electoral (siguiendo
las líneas de una mayor proporcionalidad, tan deseadas por la
CEDA y por la Lliga) habrían moderado la polarización electoral[46].
El único gran partido que apoyó la democracia liberal fueron los
radicales. Su misma ausencia de doctrinarismo y su tendencia al
compromiso los hacían sospechosos por antonomasia a los ojos de
las agrupaciones doctrinarias y extremistas, y sin embargo
constituyeron la única fuerza política de peso que jugó siempre de
acuerdo con el código constitucional y democrático, por
injustamente que les cargaran la mano. Las agrupaciones
extremistas de izquierda y derecha que execraban la «inmoralidad»
de los radicales, iban a dedicarse enseguida al mutuo asesinato a
gran escala a la vez que el modo que tuvieron de manejar las
finanzas del Estado y otras sólo un año después, durante la Guerra
Civil, convertirían los pecadillos de los desdichados radicales en
algo así como una tómbola catequística. Vemos así que el concepto
de la moralidad política es sumamente elástico. Hablará siempre en
pro de los radicales el hecho de que para bien o para mal camparon
siempre como los principales defensores y practicantes de una
democracia republicana y ello debe merecerles una cierta hazaña
en la historia de España[47].
El fracaso político de 1935 fue tanto más hiriente si lo
comparamos con el éxito de España en esa época en el campo de
las artes y, aunque muy modesto, también en el de la ciencia. La
República coincidió con un boom general de la publicación,
traducido en muchas colecciones de libros originales y de obras
traducidas. Hubo un teatro pujante con dramaturgos añejos como
Jacinto Benavente y otros novedosos como Alejandro Casona,
mientras Federico García Lorca, la estrella nova más luminosa en
un firmamento literario impresionante, además de poeta, llegó a
estrenar tres obras dramáticas distintas en poco más de doce
meses entre el otoño de 1934 y el final de 1935. Otros nuevos
poetas de la talla de Vicente Aleixandre, Rafael Alberti y Jorge
Guillen estaban adquiriendo fama propia, mientras que los pintores
españoles —Picasso, Gris y Miró— coronaban el mundo de la
pintura internacional. El violoncelista Pau Casals era ya un mito
internacional, y empezaban a llamar la atención creadores de cine
españoles del tipo de Luis Buñuel. Don Ramón Menéndez Pidal
estaba en el apogeo de sus facultades y era ya el decano de los
historiadores españoles; acababa de empezar su enciclopédica
Historia de España en 40 tomos. En 1935 un entomólogo español
de fama mundial presidió en Madrid un Congreso Internacional de
Entomología, y España triunfaba también en los concursos de
belleza, cuando Alicia Navarro, «Miss España 1935», ganaba en
Londres el título de «Miss Europa». La piel de toro pudo asomarse
además a otra dimensión máxima del espectáculo deportivo
internacional cuando el boxeador guipuzcoano Paulino Uzcudun
luchó, y perdió por puntos, por el campeonato mundial de pesos
pesados.
CAPÍTULO 11

LAS ELECCIONES DE 1936

Era ampliamente previsible que un gobierno tan irregular como el


de Portela Valladares no podía ser más que el preludio de la
disolución del Congreso y de unas nuevas elecciones. Quedaban en
pie dos cuestiones básicas: una era el momento de los nuevos
comicios; y la otra la estructura de las alianzas que iban a contender
en ellos. De acuerdo con las memorias de Portela[1], éste convino
inicialmente con Alcalá Zamora que su gobierno seguiría en
funciones durante un mínimo de dos meses, lo que le daría tiempo
para adquirir un firme control de los mecanismos administrativos y
organizar una nueva y eficiente organización centrista. Las nuevas
elecciones no se anunciarían hasta mediados de febrero de 1936,
para ser celebradas a comienzos de abril, pero distintas presiones
aceleraron aquel calendario reduciendo considerablemente el
proyecto en cuestión.
Portela Valladares, alto y nada joven, la cabeza coronada por
una nívea melena, se aparecía ante algunos observadores como
una especie de mago o hechicero envejecido, encargado de lanzar
un nuevo conjuro capaz de superar de algún modo la fragmentación
cívica. Durante toda la segunda mitad de diciembre se afanó con los
usuales cambios de personal y sustituciones de gobernadores
civiles, en un esfuerzo por hacerse con un mecanismo de poder
político nuevo y adicto con la mayor rapidez posible.
La innovación más notable del nuevo gobierno de coalición
extraparlamentaria consistió en el total restablecimiento de las
garantías civiles por una de las primeras veces en la historia de la
República. La prensa izquierdista resurgió en todo su esplendor,
dedicada por un lado a atacar a los militares y a los gobiernos del
bienio negro —sinónimo consagrado para ella de los dos últimos
años de gobierno centroderechista— y por el otro a elogiar el
autosacrificio y los supuestos logros de los rebeldes de 1934. La
izquierda socialista sostenía ahora que la revolución de octubre,
aunque aparentemente había sido un desastre, había sido de hecho
una victoria defensiva, porque había demostrado a las fuerzas
reaccionarias y fascistas que no serían toleradas y había salvado a
la República de desviarse del todo hacia la derecha.
Aparte del Primer ministro, el miembro más activo de la coalición
fue Chapaprieta, dedicado esta vez no a reformas financieras (que
había que posponer de momento) sino a los intentos de negociación
de una nueva y amplia alianza electoral de centro-derecha que
podría incluir a la CEDA. Como se sabía que la izquierda (según
veremos luego) había tenido éxito en los últimos meses en la
reconstrucción de la alianza izquierdista republicano-socialista,
Chapaprieta tenía muy claro que un nuevo frente izquierdista amplio
sólo podía ser derrotado por una alianza, de la misma amplitud, de
todas las fuerzas parlamentarias constitucionalistas del centro y la
derecha moderada. Aunque la CEDA había lanzado una furiosa
campaña contra el presidente y contra el gobierno de Portela,
Chapaprieta prosiguió sus negociaciones y tuvo una alentadora
entrevista con Gil Robles el 19 de diciembre[2].
Se convirtió en un obstáculo de calibre el plan, anunciado por el
nuevo gobierno, de prorrogar por decreto el presupuesto en vigor
por tres meses más. Era necesario tomar una medida de ese tipo,
puesto que no se había votado un presupuesto, pero la Constitución
indicaba que sólo las Cortes tenían el poder presupuestario y de
cualquier prorrogación de este tipo. Alcalá Zamora y Portela
asumieron la no poco ingenua postura de que, como el presupuesto
anterior había sido aprobado por la Cámara, era legal que el
gobierno prorrogase temporalmente aquel mismo presupuesto en
ausencia de sesiones de la Cámara, pasando por alto el hecho de
que tenían cerrada la Cámara intencionadamente. Gil Robles
escribió una vehemente carta de protesta al presidente de las
Cortes el 17 de diciembre, y hubo una reunión de los líderes de las
diferentes minorías parlamentarias el día 23 para discutir aquel
problema[3].
El líder de la CEDA estaba cada vez más impaciente. Pensaba
(y no se equivocaba) que los objetivos de fondo de Portela eran tan
antiderechistas como antiizquierdistas, y el 27 de diciembre
anunciaba la CEDA sus planes de formación de «un amplísimo
frente contrarrevolucionario» en el que no se admitiría ningún
partido que siguiera formando parte del gobierno de Portela. Cuando
se reunió el consejo de ministros el 30 de diciembre, Portela
Valladares denunció las actividades de varios miembros del
gabinete que mantenían negociaciones a espaldas del gobierno, a
pesar de haber dado él ya su aprobación nominal a los esfuerzos de
Chapaprieta para negociar con la CEDA. Dimitió entonces el
gabinete entero, tras lo que Alcalá Zamora autorizó inmediatamente
a Portela para sustituir a todos los ministros del mismo, cosa que
logró hacer para las 7 de aquella tarde. El nuevo gabinete se
componía de dos radicales disidentes, un republicano progresista,
un liberaldemócrata y unos cuantos independientes. La nota
entregada a la prensa al día siguiente justificaba la formación del
nuevo gabinete como un esfuerzo necesario para crear un centro
republicano capaz de superar la polarización existente entre la
izquierda y la derecha antes de que fuese demasiado tarde. El 31 de
diciembre fue prorrogado el presupuesto por decreto a pesar de la
dudosa constitucionalidad del procedimiento, y el 2 de enero la
Gaceta publicaba un decreto presidencial suspendiendo las Cortes
por otros treinta días. Su objeto era desde luego darle tiempo al
nuevo gabinete para conseguir el control de los mecanismos
políticos y administrativos antes de celebrar las nuevas elecciones.
A aquellas alturas, la rutina gubernamental de la República
española había iniciado un curso paralelo al de algunos de los
aspectos negativos de la República de Weimar en sus últimos años
de vigencia en Alemania. En ambos casos la autoridad presidencial
había suplantado el funcionamiento normal del Parlamento. Aunque
esa tendencia no había ido ni con mucho tan lejos como la de
Alemania entre 1930 y 1933, la intermitente costumbre de Alcalá
Zamora de nombrar gobiernos efímeros sin apoyo parlamentario iba
traduciéndose en un vacío de autoridad parecido, y facilitaba, en vez
de ponerle coto, el comportamiento irresponsable de los partidos
políticos.
El 2 de enero cuarenta y seis diputados de la CEDA en unión de
cierto número de diputados radicales y monárquicos, solicitaron del
presidente de la Cámara una reunión inmediata de la Diputación
Permanente del Congreso —el pequeño organismo permanente que
podía ser convocado cuando el Congreso no celebraba sesiones—
para acusar al Primer ministro y a su gabinete de responsabilidades
penales incurridas por la prorrogación ilegal del presupuesto y la
suspensión «anticonstitucional» del Parlamento. Portela accedió a
comparecer ante la Diputación Permanente, cuya reunión se fijó
para el 7 de enero. Pero el día anterior, Portela fue a ver al
presidente y publicó inmediatamente un decreto de éste que disolvía
el Parlamento y convocaba elecciones para el 16 de febrero, al
tiempo que anunciaba que estaría representado en la reunión de la
Diputación Permanente por su ministro de Agricultura.
Cuando se reunieron al día siguiente, Miguel Maura acusó al
gobierno de Portela en los siguientes términos:
Está pendiente una acusación contra el gobierno con todos los requisitos que la
Constitución exige para que sea cursada. Y cuando está pendiente esa acusación
motivada, el presidente de la República, de acuerdo con el gobierno, disuelve el
Parlamento y no comparece siquiera ante la Diputación. Eso es veinte veces peor que lo
de la monarquía y no tiene nada que ver ni de cerca ni de lejos con la República[4].

Portela pondría enseguida manos a la obra para cocinar su


nuevo Partido del Centro Democrático (una especie de puesta al día
del Partido Republicano Progresista de Alcalá Zamora), mientras la
CEDA se preparaba para lanzar una gran operación electoral por su
cuenta.

Creación del Frente Popular

Todos los republicanos de izquierda, junto con muchos


socialistas estaban de acuerdo en que el motivo del desastre
electoral de 1933 había estado en la ruptura de su alianza. Para los
republicanos de izquierda su renovación se convirtió en una meta
básica. En abril de 1935 los primeros en lograr un convenio de
unidad de acción fueron tres partidos republicanos de izquierda, la
Izquierda Republicana de Azaña, la Unión Republicana, más
moderada, de Martínez Barrio, y el minúsculo Partido Nacional
Republicano. El 12 de abril, cuarto aniversario de la derrota de la
monarquía, emitieron una declaración conjunta especificando los
requisitos mínimos de la restauración de una democracia
republicana tal como la definían ellos: el restablecimiento de las
garantías constitucionales, la excarcelación de los detenidos de
octubre, la abolición de la tortura policíaca, poner fin a cualquier
discriminación contra los liberales e izquierdistas en los empleos del
Estado, libertad para todos los sindicatos, readmisión de todas las
personas cesadas desde octubre por motivos políticos, y el
restablecimiento de todos los ayuntamientos sustituidos por el
gobierno desde octubre[5].
Desde noviembre de 1934 Azaña e Indalecio Prieto habían
mantenido correspondencia sobre la necesidad de reconstruir la
alianza. Prieto aprovechó su libertad en el exilio para convertirse en
la figura más activa de la directiva socialista. La línea de
argumentación que adoptó a partir de noviembre de 1934 rezaba
que la insurrección había luchado para defender la democracia
republicana y no para imponer la revolución y que la meta
fundamental tenía que situarse en la restauración completa de la
democracia republicana. Ya en enero de 1935 alcanzó una
concordancia básica de opiniones con Azaña: los socialistas y los
republicanos de izquierdas tenían que restablecer su alianza en
unas nuevas elecciones adoptando un programa sumamente
moderado dentro de los cauces del constitucionalismo republicano y
dejando lugar para un número considerable de candidatos
republicanos de izquierda dentro de la coalición electoral de modo
que ésta disfrutase de una sólida base parlamentaria para formar un
gabinete compuesto exclusivamente de republicanos de
izquierdas[6]. El 23 de marzo de 1935 escribió Prieto a la comisión
ejecutiva del partido esbozando algunos planes iniciales, recalcando
la importancia de la alianza con los republicanos de izquierda, y
mencionando también la necesidad de disciplinar a las Juventudes
Socialistas[7]. A finales de aquel mes, Juan-Simeón Vidarte, hombre
de confianza de Prieto, secretario de la comisión ejecutiva y cabeza
de facto del aparato del partido, había publicado una circular del
mismo que hacía mucho hincapié en la importancia de las libertades
republicanas, la naturaleza defensiva de la insurrección de octubre,
y el carácter moderado y responsable del partido[8]. El 14 de abril,
cuarto aniversario de la fundación de la República, Prieto y el
republicano centroizquierdista Sánchez Román publicaron sendos
artículos en El Liberal, periódico de Prieto, sobre la necesidad de
unidad de la izquierda.
Largo Caballero protestó cuanto pudo contra cualquier alianza en
una carta dirigida a la comisión ejecutiva el 29 de abril. Santos Julia
ha llamado a esto el comienzo del caballerismo como facción aparte
dentro del partido. Aquella carta recalcaba la naturaleza proletaria,
revolucionaria y clasista del partido y la UGT, y protestaba contra
cualquier movimiento o gesto que apuntase a una alianza con los
republicanos de izquierda[9]. A aquellas alturas los socialistas se
hallaban claramente divididos en tres sectores, los pequeños e
impotentes marxistas «ortodoxos» de cuño propio de la «derecha»
besteirista, el «centro» socialdemócrata prietista, y la «izquierda»
caballerista. Desde abril de 1935 hasta el comienzo mismo de la
Guerra Civil, la prensa socialista estaría colmada de enconada
polémica entre estos tres sectores. El 28 de abril, el día anterior a la
carta formal de protesta de Largo Caballero, Besteiro pronunció su
discurso de entrada en la Academia de Ciencias Políticas y Morales
sobre «Marxismo y antimarxismo», asegurando que Marx no había
propuesto la dictadura del proletariado como un objetivo de suyo
necesario o deseable, y que el verdadero marxismo conducía a un
socialismo democrático[10].
La principal tribuna de expresión de Prieto en 1935 era El
Liberal, diario bilbaíno de su propiedad, donde publicó una serie de
cinco artículos a finales de mayo, reproducidos por lo menos en
otros ocho periódicos, sobre la necesidad de un programa práctico
de unidad más amplia. Advirtió que cuando los incendiarios
portavoces de las Juventudes Socialistas hablaban sobre el
socavamiento del socialismo, sus palabras debían empezar por
dirigirse antes que nada contra las sectarias actividades de las
Juventudes Socialistas mismas. Recopiladas en el opúsculo
Posiciones socialistas del momento, recibieron como contestación
inmediata Las falsas «posiciones socialistas» de Indalecio Prieto, de
Carlos de Baráibar, que sostenía entre otras cosas que una nueva
coalición electoral sería una cosa inútil porque, para el momento en
que se celebrasen las próximas elecciones, el gobierno cedorradical
habría cambiado ya totalmente la ley electoral, cuando de lo que se
trataba era de destruir el sistema entero.
La nueva ola del radicalismo caballerista propugnaba como
objetivo la «bolchevización», o sea convertir el socialismo español
en el mismo tipo de «instrumento revolucionario» que había sido el
bolchevismo ruso en 1917. Sus portavoces principales eran el
Leviatán, revista teóricamente mensual de Araquistain y el nuevo
semanario caballerista Claridad, que empezó a publicarse en julio.
Araquistain afirmaba aquel mes en Leviatán: «Hoy la CEDA está
más cerca de la Izquierda Republicana que de los monárquicos de
Renovación Española, e Izquierda Republicana más cerca de la
CEDA —en cuanto a su concepción final de la República— que del
Partido Socialista». Profetizó que la CEDA se uniría con los
republicanos moderados y acudiría a las elecciones siguientes «con
bandera francamente republicana». Araquistain concluía con que
Azaña «y unos cuantos más como él» postulaban como principio
una democracia «utópica» situada por encima de las clases
sociales, pero aseguraba a sus lectores que un proyecto de aquel
tipo sería destruido por procesos históricos inevitables. La
afirmación más extremista en cuanto a «bolchevización» la
constituyó probablemente el opúsculo Octubre, segunda etapa,
escrito por Carlos Hernández Zancajo, presidente de la comisión
ejecutiva de la sección madrileña de las Juventudes Socialistas, y
otros colegas de él. Reclamaba la expulsión de los besteiristas y la
total bolchevización del partido, pidiendo una consumación de la
revolución de octubre española mediante una segunda fase que
construyera una organización leninista centralizada con un aparato
político secreto, un ejército rojo revolucionario, y el establecimiento
final en todo el mundo de una dictadura del proletariado[11].
Las organizaciones socialistas no sólo tenían que dirimir la
cuestión de la alianza con los republicanos de izquierda, situados a
su derecha, sino también con el pequeño pero creciente Partido
Comunista, más a la izquierda. La insurrección de octubre, a la que
los comunistas sólo pudieron sumarse en el último minuto, después
de un cambio habido en la línea de Moscú, señaló una ruptura para
ellos. Por vez primera participaron como un aliado total con los
demás movimientos obreros de importancia en una empresa
revolucionaria. Más aún, mientras la línea socialista enmudeció
posteriormente —negando cínicamente Largo Caballero cualquier
responsabilidad a fin de evitar una pena de cárcel grave—, los
comunistas se envolvieron en la enseña de la insurrección,
identificándose plenamente con ella, exagerando mucho en los
procesos la importancia de su propio papel y ganando así las
simpatías de algunos de los sectores más incendiarios de los demás
movimientos obreros. Su objetivo era un frente unido con los
socialistas que los colocara en una posición de apoderarse de la
organización más grande, y desde noviembre de 1934 hasta todo el
primer semestre de 1935 hicieron continuas proposiciones a los
socialistas de establecer unos comités de enlace amplios,
encargados de coordinar las distintas organizaciones de los dos
movimientos e incluso de iniciar la fusión de la UGT y de la CGTU,
el sindicato comunista. A pesar de la actitud procomunista de
muchos de los bolchevizantes del PSOE, la directiva de este partido
(empezando por Largo Caballero y sus más íntimos) rechazaron
tenazmente aquellas proposiciones, estableciendo solo un comité
conjunto para administrar el socorro a las víctimas de la
represión[12]. La Alianza Obrera se había extinguido virtualmente y a
mediados de 1935 los socialistas se hallaron de hecho aislados.
El verano de 1935 constituyó una época de grandes mítines
izquierdistas multitudinarios. La mayor concentración comunista
efectuada en España se celebró en Madrid el 2 de junio, y no dejó
dudas de que el partido estaba creciendo. Pero las mayores
multitudes eran obra de Azaña, especialmente sus grandes mítines
al aire libre del 26 de mayo en Valencia y el 14 de julio en
Baracaldo. El volumen de las multitudes azañistas no escapó
siquiera a la izquierda socialista. Los sectores prietistas celebraron
también unos cuantos mítines unidos con los republicanos de
izquierdas, y algunas de las concentraciones izquierdistas se
efectuaron bajo la bandera de la Alianza Obrera o del Frente
Antifascista, para mantener la idea de que existía algún tipo de
unión de amplio espectro.
Los caballeristas no se dejaron impresionar al principio.
Sostenían que lo que menos falta hacía era resucitar la diluida
Alianza Obrera. Las llamadas a la acción conjunta fueron atribuidas
(en parte estaban en lo cierto) a las exigencias de la política
soviética exterior, e interpretaron al principio las grandes multitudes
azañistas como puro sentimentalismo pequeñoburgués. Araquistain
exclamaba infalible que Azaña no debía olvidar realmente el papel
que estaba desempeñando, dando a entender que no era otro que
el de Kerensky, al servicio de los bolchevistas/caballeristas.
La iniciativa en la unión de la izquierda había sido emprendida en
Francia en 1934 por las organizaciones comunistas y socialistas y
dio lugar al gran rassemblement populaire de izquierdistas y
liberales de clase media (principalmente los radicales franceses) en
París, el Día de la Bastilla, 14 de julio de 1935. Aquella directriz de
la política comunista culminó en la decisión del Séptimo Congreso
de la Comintern celebrado en Moscú el mes siguiente para adoptar
una política de establecimiento de un Frente Popular político con
otras agrupaciones izquierdistas y con liberales burgueses para
cerrar la puerta al fascismo y preparar el camino para el triunfo del
socialismo. Como de costumbre, la política de los comunistas
funcionaría a diferentes niveles, de acuerdo con las circunstancias.
En un país donde existieran verdaderas probabilidades de dominar
a través de un frente único de trabajadores, ésa sería la opción
preferible, mientras que, en el caso contrario, la misión de un frente
popular no consistía en suprimir la posibilidad de la revolución, sino
en reforzar la izquierda para apresurar la llegada de ese día en
aquellas situaciones donde compareciera la amenaza del fascismo o
de la derecha[13]. Pero mientras la iniciativa para el Frente Popular
de Francia llegó en gran medida de los comunistas, su escaso
número en España les daba apenas oportunidad para suscitar aquí
un pacto de este tipo.
Los factores primordiales seguían siendo en España, primero, la
unión de los republicanos de izquierda y segundo las negociaciones
entre ellos y los socialistas. En el verano de 1935 los republicanos
de izquierda empezaron a ocuparse de la definición de un programa
electoral común, pero durante algún tiempo no se avanzó nada en
las negociaciones con los socialistas debido a la oposición
caballerista. Azaña hizo uso de la palabra en el mayor de todos los
mítines multitudinarios de aquel año en el Campo de Comillas, junto
a Madrid el 20 de octubre. Asistieron por lo menos 200 000
personas (según los organizadores, muchas más), y puede haber
sido el mayor mitin político de la historia de España hasta entonces,
figurando en el auditorio muchos socialistas y comunistas. El
discurso de Azaña fue más bien moderado, y puso adrede mucho
cuidado en no contestar a los saludos puño en alto de los muchos
jóvenes revolucionarios[14]. Estaba bien claro que se trataba de
algún tipo de movimiento de rechazo a los excesos de la represión y
a las frustraciones políticas del momento. Aquel fenómeno de
movilización de masas impresionó incluso a los caballeristas, y el 2
de noviembre, su órgano, Claridad, habló por primera vez de la
posibilidad de una alianza electoral temporal con los republicanos de
izquierda, siempre que no entrasen en ella los elementos más
moderados de esa agrupación.
El 14 de noviembre Azaña envió una carta formal a la directiva
del Partido Socialista proponiendo una nueva alianza electoral con
su programa común y recibió una contestación sorprendentemente
rápida y positiva. Largo Caballero estaba incubando en aquel
momento uno más de los chaqueteos que habían caracterizado a su
liderato —si se le podía llamar así— en los once años últimos.
Reunió inmediatamente a las comisiones ejecutivas de todas las
agrupaciones socialistas de peso (el partido, la UGT, y las
Juventudes Socialistas) y las mismas aceptaron la propuesta de
Azaña, siempre que se incluyese al Partido Comunista y su
sindicato, la CGTU. Esto último quedaba claramente fuera de la
propuesta hecha por Azaña, que no tenía la menor intención de
formar un Frente Popular al estilo francés o de la Comintern.
Pero Largo Caballero estaba ahora decidido a practicar otra de
sus hegelianas contorsiones de Flucht nach vorn (= huida hacia
adelante). Había dispuesto que la UGT propusiera a la CGTU iniciar
un proceso de fusión de ambas organizaciones sindicales y adoptó
también la postura de que el Partido Comunista y la CGTU tenían
que tener derecho a participar en la aprobación del programa
electoral de la nueva alianza. Aquel cambio chaquetero sorprendió y
enfureció a Indalecio Prieto y al «centro» socialista, porque la nueva
virada caballerista podía desplazar el peso de la alianza más hacia
la izquierda y dejar a los tres partidos republicanos de izquierda muy
superados en número frente a las cuatro organizaciones obreras.
Los comunistas se apresuraron a aceptar el ofrecimiento de la UGT,
y la fusión de las dos organizaciones sindicales empezó el 30 de
noviembre.
Aquellas diferencias se vieron cara a cara en una reunión del
comité nacional del partido, el 16 de diciembre. Largo Caballero
insistió en la participación de los comunistas en la preparación del
programa de la nueva alianza electoral, a sabiendas de que ese
punto había sido rechazado inicialmente por los jefes republicanos
de izquierdas. En ese momento —sin duda alguna para provocar y
debilitar a Largo Caballero— Indalecio Prieto sacó de nuevo a
colación un viejo asunto que había dividido a la directiva en vísperas
de la insurrección de octubre. Propuso que la minoría parlamentaria
socialista se atuviese en sus actividades a las decisiones de la
comisión ejecutiva y del comité nacional. Largo Caballero se opuso
con vehemencia a aquella propuesta por sus motivos de costumbre,
no muy confesables (ya anteriormente había dimitido temporalmente
de la presidencia del partido a causa de ello). Consideró la
proposición como una movida de los moderados para ganar peso
político y sostuvo la postura de que en una organización
revolucionaria había que tomar todas las decisiones por unanimidad
(lo que sin duda habría garantizado que jamás habría una
revolución). Cuando el comité nacional aprobó la proposición de
Prieto por nueve votos contra cinco, con dos abstenciones, Largo
Caballero dimitió definitivamente, y a su dimisión se sumaron las de
sus tres máximos partidarios de la comisión ejecutiva. La creciente
antipatía, convertida ya en odio declarado, entre Prieto y Largo
Caballero había salido a la luz, y contribuido a que se dividiera el
partido. A partir de entonces, la comisión ejecutiva y el comité
nacional del partido estarían dominados por el centro prietista, y la
UGT por la caballerista izquierda (aunque dos de las agrupaciones
regionales más importantes del sindicato, la de Asturias y la de las
Vascongadas, eran básicamente prietistas). De hecho la UGT se
había escindido del partido y a partir de entonces funcionaría casi
como su propio sindicato socialista separado.
Las negociaciones en curso entre los socialistas y los
republicanos de izquierda se acelerarían rápidamente en la semana
posterior al anuncio oficial de las elecciones por Portela, aunque el
pacto oficial de creación de lo que iba a ser conocido enseguida
como el Frente Popular (con bastante disgusto de Azaña) no se
anunció hasta el 15 de enero. Largo Caballero y la UGT no
participaron directamente en él, pero se las arreglaron para imponer
algunas condiciones básicas[15]. Primera, la alianza tendría unos
fines estrictamente electorales (a diferencia del plan de Prieto de
mantener una estrecha colaboración con un gobierno postelectoral
de republicanos de izquierdas); segunda, aunque el nuevo programa
sería republicano, y no un programa revolucionario, los socialistas y
otros miembros dejarían bien claras las diferencias existentes entre
un programa electoral temporal y sus propios objetivos a largo
plazo; y tercera, todas las demás agrupaciones y partidos obreros
que deseasen participar, podrían unirse a la nueva alianza electoral.
En consecuencia, aunque el programa del Frente Popular fue
negociado por los líderes de los partidos republicanos de izquierda y
el socialista, se sumaron a la alianza electoral resultante el Partido
Comunista, la CGTU, el pequeño Partido Sindicalista disidente de
Ángel Pestaña, y el nuevo Partido Obrero de Unificación Marxista
(POUM), resultado de la unión de la Izquierda Comunista de
carácter trotskista, y el BOC marxista-leninista en septiembre de
1935[16].
Si Prieto había tenido al principio bastantes dificultades para
conseguir la aquiescencia de la izquierda socialista, Azaña las tuvo
sin cesar con los dos partidos republicanos izquierdistas, más
moderados. Inicialmente, Martínez Barrio había buscado una unión
de las agrupaciones republicanas de izquierda solas, pero Azaña lo
convenció de que era indispensable el apoyo de los socialistas. Tras
haber accedido a esto, el dúctil Martínez Barrio no puso reparos a la
inclusión final de los comunistas y otros elementos de la extrema
izquierda. En cambio, Felipe Sánchez Román, líder del diminuto
Partido Nacional Republicano (compuesto básicamente por
profesionales progresistas y unos cuantos pequeños industriales de
los más progresistas), había reconocido siempre la
indispensabilidad de los socialistas. Tomó parte activa en la
negociación de los términos principales del programa de la alianza y
él mismo escribió gran parte de él. Pero en el último momento se
retiró de una alianza que tanto había hecho por promover, como
protesta a la inclusión en ella del stalinista Partido Comunista.
El manifiesto del Frente Popular fue bastante extenso. Exigía
una «amplia amnistía» de los delitos políticos cometidos desde
noviembre de 1933 y la readmisión de los empleados del Estado
suspendidos, trasladados o cesados «sin garantía de expediente o
por motivos de persecución política». Proponía una reforma del
Tribunal de Garantías Constitucionales «a fin de impedir que la
defensa de la Constitución resulte encomendada a conciencias
formadas en una convicción o en un interés contrarios a la salud del
régimen». Entre otros objetivos estaban una reforma del reglamento
de la Cámara para facilitar el trabajo de las comisiones
parlamentarias, establecimiento de la independencia del poder
judicial, y la investigación y persecución de los actos de violencia
injustificada cometidos por la policía, así como una revisión de la
Ley de Orden Público (redactada en su día precisamente por los
republicanos de izquierda), «para que, sin perder nada de su
eficacia defensiva, provea de una mejor garantía al ciudadano
contra la arbitrariedad del poder».
En las cuestiones económicas, «los republicanos no aceptan el
principio de la nacionalización de la tierra y su entrega gratuita a los
campesinos, solicitada por los delegados del Partido Socialista». El
manifiesto proponía en vez de ello una ayuda económica a la
agricultura, una ley de arrendamiento nueva y más progresista, y un
estímulo a las formas colectivas de la producción. Las referencias a
la industria eran más vagas, se recalcaba la necesidad de «un
criterio estricto de subordinación al interés del conjunto de la
economía». El manifiesto prometía protección para la industria
nacional y un estímulo a la investigación del Estado en beneficio de
ella, junto con nuevas medidas de protección de la pequeña
empresa. Se daba gran prioridad a una importante expansión de las
obras públicas, aunque no se indicaba cómo habría que pagarla. El
manifiesto reclamaba una reforma tributaria más progresista, pero
no daba detalles sobre la misma y pedía también una recaudación y
administración fiscal más eficaces.
«La República que conciben los partidos republicanos no es una
República dirigida por motivos sociales o económicos de clase, sino
un régimen de libertad democrática…». Por lo tanto, «no aceptan los
partidos republicanos el control obrero solicitado por la
representación del Partido Socialista», pero prometían el completo
restablecimiento de la legislación social de 1931-1933 y sobre todo
el apoyo a los salarios de los trabajadores del campo, junto con el
total restablecimiento de la legislación respecto a la autonomía
regional[17].
Se trataba estrictamente de un programa electoral y no de un
programa de gobierno de coalición. No se hizo ningún esfuerzo, ni
se habría podido hacer, para despejar las contradicciones existentes
entre los revolucionarios y los republicanos, cuyo papel a los ojos de
los primeros era básicamente kerenskista. Dos días antes de la
publicación del manifiesto, El Socialista, que no era desde luego un
órgano de los bolchevizantes, declaraba: «Cabe, pues, que nosotros
digamos: 1936, año revolucionario. Victoriosas las izquierdas, nada
se opondrá a que el 1936 sirva para dar comienzo a la revolución
que no llegó a producirse al desmoronarse el régimen monárquico y
amanecer el republicano».
Se ha recalcado a menudo la relativa moderación del programa
del Frente Popular de España, pero se puede entender mejor su
carácter comparándolo con su equivalente más cercano, el
contemporáneo Frente Popular de Francia. Éste representaba
también una coalición heterogénea que reunía a socialistas,
comunistas y liberales de clase media (principalmente a los
radicales franceses). Pero el objetivo del Frente Popular francés
residía antes que nada en defender la democracia reinante en
Francia contra la amenaza del fascismo. Proponía algunas reformas
sociales, pero eran relativamente más sencillas que las de su
homólogo español, y no incluía agrupaciones de peso que
defendieran una rápida transformación en un colectivismo
revolucionario ni en la dictadura del proletariado, como en el caso
español. El Frente Popular francés no proponía llevar a cabo
cambios institucionales drásticos para asegurar el futuro predominio
político de la izquierda, y hacía en cambio de la democracia un valor
por derecho propio. Los radicales se las arreglaron incluso para
imponer el título formal de «Rassemblement Populaire» (Formación
Popular), debido a que «Front Populaire» se identificaría demasiado
con la Comintern. Por último, el Frente Popular francés
proporcionaba una base positiva para gobernar, pues los socialistas
y los radicales colaborarían en la formación de una coalición
democrática, parlamentaria y apegada a la ley. O sea que el Frente
Popular francés reflejaba un consenso democrático (aunque de
origen reciente) y carecía del grado de matices hostiles de
reformismo radical que insinuaba su equivalente español. Ambos
frentes populares abarcaban fuerzas políticas liberales e
izquierdistas inherentemente contradictorias, por lo que la coalición
francesa empezó ya a romperse antes de pasar un año, cosa que
habría ocurrido también sin duda en España de no haber intervenido
la Guerra Civil, a pesar de la posición liberal radical de la Izquierda
Republicana de Azaña. El Frente Popular español aparecía situado,
sin embargo, un poco a la izquierda de su homólogo francés, y por
lo mismo —al combinarse ello con la posición ultraderechista de sus
adversarios principales—, fue capaz de contribuir a una polarización
política nacional decisiva que nunca llegó a producirse en Francia.
El único partido obrero/revolucionario representado en el comité
central del Frente Popular fue el Partido Socialista. Los republicanos
de izquierda le negaron un asiento a los comunistas, y se brindaron
en cambio a aceptar a un representante de la UGT, cosa que éstos
despreciaron. El plan original de Azaña-Prieto se llevó al extremo de
que a los partidos republicanos de izquierda les correspondió la
parte del león en las candidaturas electorales, aun siendo más que
dudoso que fueran a proporcionar la parte del león de los votos. En
total 193 candidatos republicanos de izquierda aparecieron en las
listas electorales del Frente Popular en comparación con 125
socialistas. A los demás pequeños partidos obreros les
correspondieron sólo 25 candidaturas, diecinueve de las cuales
fueron para los comunistas, potencialmente el único partido aparte
de los republicanos de izquierdas que estaba más representado de
la cuenta en lo tocante a la distribución de escaños[18]. La FAI-CNT
rechazó oficialmente la participación en las elecciones, con la
intención declarada de hacer campaña contra ellas. Pero la
propaganda al caso de los anarcosindicalistas fue tan débil y
vacilante que la mayoría de los observadores sacaron la conclusión
de que muchos, acaso la mayoría de los miembros de la CNT,
votarían por el Frente Popular, aunque la única posición en ese
sentido fue adoptada por la CNT de Asturias, y eso con carácter no
oficial[19].
Se encargó de dirigir la campaña electoral socialista Largo
Caballero, dado que Prieto permanecía en el exilio (al no haber sido
eximido nunca de complicidad en la insurrección) y sólo podía
participar a través de artículos publicados en la prensa. El 12 de
enero, justo antes de la formación oficial del Frente Popular, Largo
Caballero recalcó mucho que los arreglos electorales no significaban
un regreso a un simple reformismo socialdemocrático, y puso de
hincapié que la República tenía que convertirse en una «República
socialista». «Quede bien claro que nosotros no hipotecamos nuestra
ideología ni nuestra libertad de acción por lo por venir[20]». Claridad
llegó a aceptar básicamente la teoría de las «dos clases» del
POUM, aclarando que, aunque la pequeña burguesía
republicanoizquierdista podría sobrevivir por el momento con el
apoyo electoral de los obreros, al fin y a la postre tendría que unirse
a ellos en una revolución obrera, o regresar a la burguesía formal.
El 9 de febrero, Martínez Barrio —representante por excelencia de
la pequeña burguesía dentro del Frente Popular— repitió su máxima
programática de que la empresa en que estaban empeñados era
esencialmente una «empresa conservadora», pero aquel mismo día
proclamaba El Socialista: «Estamos decididos a hacer en España lo
que se ha hecho en Rusia. El plan del socialismo español y del
comunismo ruso es el mismo. Ciertos detalles del plan pueden
cambiar, pero no los decretos fundamentales del mismo…».
Pese a la incesante antipatía de los republicanos de izquierdas,
el Frente Popular constituyó toda una bonanza para los comunistas,
quienes instaron la formación de comités del Frente Popular a todos
los niveles. Los comunistas ponían todo su esfuerzo en propugnar la
unidad de la izquierda, mucho más que los caballeristas, y las
experiencias comunes hechas en la cárcel por militantes de diversas
organizaciones en los años 1934-1935 hacían parecer más tangible
aquella meta. Las relaciones entre los comunistas y las Juventudes
Socialistas, sobre todo, se hicieron cada vez más estrechas. Para
las juventudes, los comunistas representaban una revolución
auténtica, un marxismo-leninismo categórico y victorioso, que
además, predicaba la unidad de la izquierda sin desdecirse de sus
objetivos revolucionarios.
La propaganda de los partidos obreros, como la de la derecha,
fue a menudo virulenta, cargada de narraciones de las atrocidades
cometidas por la represión. Se capitalizó mucho la supuesta cifra de
treinta mil presos izquierdistas aún tras las rejas cuando en realidad
eran poco más de la mitad[21]. Sea cual fuese el número exacto, la
represión en sí y el no haber amnistiado a aquellos miles de presos
constituyó el arma más fuerte del arsenal electoral del Frente
Popular, que se atrajo así el apoyo de elementos moderados y de
anarquistas que de otro modo no es de creer que hubiesen votado
por la izquierda. Sin embargo, y a la vista de la imponente campaña
que desarrollaban las derechas, no había más confianza de la
cuenta. Aunque se contaba lógicamente con que el Frente Popular
iba a salir mejor parado que las desunidas izquierdas de 1933, no
había una suposición por descontado de una victoria decisiva. En el
curso de una entrevista muy bien difundida, en la víspera de las
elecciones, Largo Caballero dio rienda suelta al pesimismo y
profetizó virtualmente una derrota.

Las campañas del centro y de la derecha

Portela Valladares se sentía muy orgulloso del hecho de que el


período de la campaña electoral hubiese restablecido unas
garantías civiles plenas durante una de las pocas ocasiones de ese
tipo de la historia de la República, pero halló más difícil de lo
imaginado sacar adelante a su nuevo Partido del Centro
Democrático. Gran parte de la sociedad estaba ya movilizada
políticamente y era consciente de su papel cívico, por lo que en la
mayoría de los casos no tenían sentido las manipulaciones
administrativas y electorales a la antigua. En una situación tan
tensa, con casi todo el espacio político ocupado ya, era casi
imposible la creación de una nueva fuerza política a partir de la
nada. Portela había contado con disponer al menos de un mes más
antes de anunciar las elecciones, pero la oposición de la derecha
había hecho imposible aquella dilación. Muy a principios de febrero
trató de ganar tiempo proponiéndole a Alcalá Zamora que
pospusiese la fecha real de las elecciones hasta alrededor del 10 de
marzo (de acuerdo con la dilación de 40 días que la Constitución le
permitía decretar al presidente), pero este último puso pegas,
alegando que aquello crearía demasiadas complicaciones[22].
Portela ha reivindicado que lo que el presidente quería sobre
todo era hacer lo más posible para que la izquierda lograra una
representación mayor, incluso hasta de 180 escaños, mientras que
Portela esperaba que las fuerzas centristas consiguieran por lo
menos 100 escaños, para que mediasen entre una derecha más
débil y una izquierda más fuerte. Calculaba que la Lliga podía ganar
la mayoría en Cataluña, obteniendo al menos 20 escaños, y que los
centristas consiguieran cuarenta más entre el Sur y la región
valenciana, a sumar a unos veinte de su Galicia natal y al menos a
otros veinte del resto de España[23]. Pero la realidad demostraría
que casi todo eso estaba fuera de su alcance.
El manifiesto del Partido del Centro Democrático del 28 de enero
rechazaba tanto la «guerra civil» como la «revolución roja», y
propugnaba el proceso constitucional, la unidad nacional y el
progreso. Pero aquel manifiesto era de suyo vago y estaba lleno de
perogrulladas liberales, de tal modo que, aunque más apetecible
que los extremismos de izquierda o derecha, la nueva formación fue
incapaz de presentar una imagen clara. El plan de Portela apuntaba
más hacia una alianza con la izquierda que con la derecha, pero,
aunque el Frente Popular le puso al principio algo de mejor cara,
sólo se llegó a conseguir una alianza normal centro-izquierda en
Lugo, donde el Primer ministro dominaba toda la maquinaria
política[24]. Un objetivo esencial era consumar la desintegración de
los radicales, atrayéndose el mayor número posible de ellos, pero
esto dio también muy poco resultado. Portela sólo gozaba de una
influencia significativa en algunas provincias de Galicia y del
Sureste, y el 7 de febrero dio a entender que su partido estaba
dispuesto a aliarse con la derecha en las circunscripciones donde no
lograra entenderse con la izquierda. Resultaron de ahí algunas
alianzas centroderechistas que terminaron formándose en varias
provincias del Sur donde la derecha estaba dispuesta a aliarse
debido a su relativa debilidad[25]. En la de Alicante empezó Portela
tratando de entenderse con la derecha; cuando esto le resultó
imposible, hizo tratos con la izquierda, poniendo el gobierno
provincial y la mayoría de los ayuntamientos en manos de los
republicanos de izquierda o de los socialistas. La derecha reaccionó
ante aquello ofreciéndole condiciones más favorables, y entonces,
los flamantes cargos izquierdistas locales fueron sustituidos por
decreto con derechistas[26]. El resultado final fue que Portela sólo
pudo presentar candidaturas en la mitad, más o menos, de los
distritos electorales de todo el país y, cuando consiguió hacer
alianzas, tuvo que hacerlo normalmente con la parte más débil.
La campaña electoral más fuerte a cargo de partidos moderados
fue la del País Vasco y la de Cataluña. Tanto los nacionalistas
vascos como la Lliga Catalana se esforzaron al máximo. Los
residuos de los radicales lucharon cuánto pudieron e hicieron su
campaña más fuerte en Cataluña. Pero, debido a un sinfín de
deserciones, sólo lograron lanzar setenta y ocho candidatos, y sólo
23 de ellos llegaron a ocupar sitio en listas electorales de amplia
coalición centro-derechista[27].
La derecha era mucho más fuerte que el centro, pero nunca
estuvo tan unida como el Frente Popular. Las agrupaciones
monárquicas pidieron a Gil Robles que hiciera una gran alianza
nacional de la derecha con un programa muy conservador, cosa que
la CEDA rechazó con gran sentido común. Las coaliciones
derechistas hicieron a menudo referencia en aquella campaña a un
«Bloque Nacional», que en realidad nunca existió, pues la CEDA
hizo todas sus alianzas sobre una base provincial. Donde la
izquierda era fuerte, como en el Sur y en Asturias, la CEDA
estableció alianzas centroderechistas. En Salamanca, más
conservadora, se alió con los tradicionalistas y los agrarios, y en la
carlista Navarra, sólo con los tradicionalistas. En Cataluña formaron
un amplio Front Català de l’Ordre (Frente Catalán del Orden) la
CEDA, la Lliga, los radicales y los tradicionalistas. La estrategia
electoral de la CEDA resultó a la larga excesivamente ambigua y
oportunista, porque una alianza amplia y más categórica sólo con el
centro habría favorecido probablemente tanto al centro como a la
derecha moderada, cosa propugnada siempre por Chapaprieta.
La campaña de la CEDA constituyó en sus aspectos únicos la
más elaborada que hubo en España antes de 1977. No pasó por
alto ninguna avenida o ningún medio de expresión. Lanzaron su
mensaje electoral luces de neón, teléfonos, emisiones de radio,
cortos cinematográficos preparados ad hoc, y grandes anuncios
murales, amén de 50 millones de folletos y 10 000 posters. Gil
Robles y otros dirigentes del partido estuvieron en continuo
movimiento, desplazándose a menudo en avión, al estilo de Hitler en
1932. Se dice que sólo en Madrid distribuyó el correo medio millón
de folletos destinados a los electores y el gran anuncio de la Puerta
del Sol, centro de la Villa y Corte, tenía tres pisos de alto.
El leitmotiv de la campaña de la CEDA «¡Contra la revolución y
sus cómplices!», parece sonar aún. Su propaganda machacaba los
temas de la insurrección, las atrocidades cometidas por los
revolucionarios y el gran aumento de la delincuencia con la
República, sin omitir una serie de cosas alucinantes a cuenta de la
supuesta colectivización de la familia y los niños en la Unión
Soviética estalinista. Sin embargo, en algunos momentos, daba la
impresión de que la campaña de la CEDA apuntaba tanto contra
Alcalá Zamora como contra la izquierda, pues no cesaban sus
denuncias de los bloqueos del presidente contra el acceso de la
CEDA al gobierno y su complicidad con la izquierda, muy ciertas las
primeras y en cambio básicamente inconsistente esta última.
Digamos también que la CEDA denunció públicamente una pequeña
serie de abusivas manipulaciones que cometía entonces Portela
Valladares en su empeño de crear un nuevo gobierno dirigido por el
centro.
Como de costumbre, los portavoces de la JAP eran más
extremistas que los líderes principales de la CEDA. Las no siempre
demasiado juveniles multitudes de la JAP aclamaban a Gil Robles al
estilo mussoliniano al grito de «¡Jefe, jefe, jefe!». Los líderes de la
JAP proponían destituir a Alcalá Zamora, darle plenos poderes a un
nuevo ejecutivo derechista, disolver el Partido Socialista y redactar
una nueva Constitución. Gil Robles y la directiva principal
procuraron mantener siempre la ambigüedad básica del gran
partido, rehusando a comprometerse en ningún momento con un
anteproyecto concreto de todos los cambios que se producirían si la
CEDA conseguía la mayoría absoluta a que apuntaba. Sin embargo,
y presionado por la JAP, Gil Robles se vio forzado a anunciar en la
semana final de la campaña que el objetivo de las próximas Cortes
sería la revisión de la Constitución.
Los peores tremendismos de la derecha no provenían de Gil
Robles, sino de Calvo Sotelo y los monárquicos, que defendían una
postura clara y sin ambigüedades. Calvo Sotelo insistía en que en
1934 los republicanos de izquierda habían matado ya su
Constitución y que la República democrática había muerto ya dado
que la mayoría de los españoles políticamente activos en el invierno
de 1936 habían dejado también de reconocer su legalidad y validez
y tampoco pensaban en respetarla en el futuro. Repetía siempre que
España necesitaba un Estado autoritario, corporativo, unitario,
católico y nacionalista. Seguía exaltando a los militares como la
«columna vertebral» de la nación y aceptaba de buena gana los
calificativos de «militarista» y «pretoriano» (como también el de
«fascista»), porque sólo los militares podían salvar a España del
estallido revolucionario y de la guerra civil que se incubaban.
Afirmaba categórico que aquellas elecciones iban a ser «las últimas
en mucho tiempo[28]», cosa que, por desgracia, resultó ser cierta.
Al mismo tiempo se alzaban muchas voces en tono sensato y
moderado. En La Publicidad, un diario provincial republicano
moderado de Granada, un redactor se lamentaba así:
Oyendo a los líderes de los partidos en sus discursos o leyendo sus escritos y
manifestaciones se llega a la plena evidencia de que actualmente ninguno de ellos tiene
una visión clara y cabal, ni ha hecho un estudio concienzudo de la situación social y
económica y sicológica de nuestro país, a la vista de la historia y de la evolución de las
ideas y sistemas en el mundo. Vivimos en plena epilepsia política gesticulante. Esto
parece un país de simios y posesos[29].

Una minoría significativa de los españoles buscaba un terreno


político centrado y sensato, pero se hallaba con la mayor parte del
espacio político ocupado ya por la izquierda, ya por la derecha.
Aunque los dos lados ponían de relieve constantemente el
carácter plebiscitario y decisivo, incluso cuasiapocalíptico, de la
contienda electoral, hubo relativamente pocos incidentes durante la
campaña y murieron en ella muy pocas personas. Las quejas
principales tuvieron que ver con hechos violentos cometidos por las
fuerzas políticas conservadoras en la parte rural de Granada,
provincia donde se habían extendido cuatro mil permisos de armas
de fuego en relativamente poco tiempo. La Bolsa subió de hecho
durante la campaña, debido en considerable medida a que se
preveía sobre todo algún tipo de triunfo derechista, aunque no la
mayoría absoluta.

Los resultados electorales

La situación general para los comicios del 16 de febrero fue


buena, y las elecciones fueron en general libres y limpias. Las
únicas comarcas donde hubo pruebas palmarias de corrupción o
coacciones se situaron en Galicia (debido a la manipulación del
gobierno y en La Coruña de los republicanos de izquierda) y en
Granada, donde la votación fue dominada en algunos distritos
rurales por la aplicación de la fuerza por la derecha[30]. Los primeros
resultados conocidos en circunscripciones urbanas indicaban una
presencia de la izquierda mayor de la prevista, debida en cierta
medida al apoyo electoral de los anarcosindicalistas y ya entrada la
noche estaba claro que ganaba el Frente Popular, aunque no se
conocía todavía las dimensiones de su triunfo. El escrutinio oficial
del resultado definitivo no se completaría hasta cuatro días después,
el 20 de febrero.
Celebración multitudinaria del triunfo del Frente Popular en el centro de Madrid el
17 de febrero de 1936

Pero el día 17 estaba ya muy claro no sólo el triunfo del Frente


Popular, sino también que iba a tener la mayoría parlamentaria. El
hecho en sí no fue impugnado de momento, pero enseguida hubo
mucha confusión y discusiones en lo tocante a los totales generales
del voto popular, más desconcertantes aún habida cuenta del
irregular funcionamiento del sistema de alianzas. El gobierno nunca
publicó unas cifras globales exactas, y el diario católico El Debate
fue el único periódico de difusión nacional que publicó informaciones
relativamente completas y precisas de todas las provincias y
distritos principales. Los resultados encendieron polémicas
posteriormente, y los historiadores emplearían después
estimaciones aproximadas muy influidas por sus preferencias
políticas[31]. Las mismas sugerirían unas diferencias tales del voto
popular como de casi 5 millones para las izquierdas y menos de 4
millones para la derecha, cifra conseguida al parecer, añadiéndole al
Frente Popular los resultados de la segunda vuelta electoral en
algunas provincias el 1.o de marzo y restando de la derecha todos
los votos anulados por una nueva Cámara, sumamente parcial, así
como los de aquellos distritos de los que se retiró la derecha en la
segunda vuelta. En último término, la única manera de reconstruir
aquel resultado con exactitud consistió en compilar los totales
originales de votos de cada distrito según aparecieron en la prensa,
tarea que efectuaron treinta y cinco años después el historiador
Javier Tusell y un grupo de colaboradores. Los totales resultantes
aparecen en la tabla 11.1[32].
Tabla 11.1. Resultado de las elecciones del 16 de febrero de 1936

Categoría Número total Porcentaje del electorado


Votantes potenciales 13 553 710 …
Votos emitidos 9 864 783 72,0
Frente Popular 4 555 401 …
Frente Popular con Centro (Lugo) 98 715 34,3
Centro 400 901 5,4
Nacionalistas vascos 125 714 …
Derecha 1 866 981 …
Derecha con el Centro 2 636 524 32,2

Fuente: Javier Tusell y otros, Las elecciones del Frente Popular, Madrid, 1971,
2:13.

De los totales acumulativos se evidencia que el Frente Popular


ganó las elecciones, pero su margen sobre la derecha puede
parecemos grande o pequeño según se categoricen los votos
resultantes del centro y la derecha, que unidos, superaron el total de
la izquierda. De casi diez millones de votantes, un 47,2 por ciento
votaron por el Frente Popular y sus aliados, mientras un 45,7 por
ciento lo hicieron por la derecha y los suyos. Si calificamos todo este
voto de derechista, nos saldrá entonces que la derecha quedó atrás
por solo un 1,5 por ciento del total de votantes, mientras que los
votos emitidos exclusivamente a favor del centro sólo llegan al 4,1
por ciento si nos referimos al Centro Democrático de Portela, o bien
al 5,4 por ciento, si se añade el voto de los nacionalistas vascos.
Si descomponemos, en cambio, el voto siguiendo las listas
electorales de cada distrito, se presenta un cuadro algo distinto.
Admitimos de antemano que esto es muy difícil de hacer con total
precisión debido a la complejidad del sistema de alianzas y a la
existencia de varias listas electorales menores o incompletas. La
mayor aproximación lograda en este sentido es obra de Juan Linz y
Jesús de Miguel, que se han esforzado en separar los totales de los
diferentes partidos, especialmente en lo que atañe a las listas de la
coalición de centro-derecha. (Véase tabla 11.2.) Sus resultados son
menos definitivos que los totales brutos que hemos presentado
antes, pero dan a entender que el Frente Popular recibió
directamente alrededor del 43 por ciento de los votos emitidos, que
la derecha recibió directamente solo el 30,4 por ciento, y que a las
diferentes agrupaciones del centro y centro-derecha les corresponde
un total colectivo del 21 por ciento, yendo a parar el 5,6 por ciento
de los votos a candidatos inclasificables[33].
Tabla 11.2. Diputados elegidos en la primera vuelta el 16 de febrero de 1936
Frente Popular Bloque Nacional Centro
Socialistas (88) CEDA (101) Partido Centrista (21)
Izquierda Republicana (79) Tradicionalistas (15) Lliga Catalana (12)
Unión Republicana (34) Renovación Española (13) Radicales (9)
Esquerra Catalana (22) Agrarios (11) Progresistas (6)
Derechistas independientes Nacionalistas vascos
Comunistas (14)
(10) (5)
Liberal-Demócratas
Acció Catalana (5) Conservadores (2)
(1)
Independientes de izquierda (4) Conservadores (2) Total (54)
Monárquicos independientes
Unió Socialista de Catalunya (3)
(2)
Partido Nacionalista Español
Galleguistas (3)
(1)
Republicanos federales (2) Católicos (1)
Unió de Rabassaires (2) Total (156)
POUM (1)
Partit Català Proletari (1)
Estat Català (1)
Revolucionarios catalanes
nacionalistas (1)
Partido Sindicalista (1)
Sindicalistas independientes (1)
Esquerra Valenciana (1)
Total (263)

Fuente: Tusell y otros, Las elecciones, 2:82-83.

El índice de abstención del 28 por ciento —frente al 32,6 por


ciento de 1933— señala que, a pesar del frenesí observable en
muchas agrupaciones, la sociedad española en su conjunto no
estaba tan ultrapolitizada como se podría suponer. Es dudoso que
se pueda atribuir directamente más del 1 o 2 por ciento de esa
abstención a la coacción derechista en provincias, aunque una
pequeña parte de la misma debe atribuirse sin duda a aquellos
anarcosindicalistas que siguieron negándose a participar en las
elecciones. El índice de abstención alcanzó su máximo en Cádiz,
Málaga y Sevilla, donde el analfabetismo y la pobreza coincidían
con un apoyo considerable al anarcosindicalismo.
El voto izquierdista reveló su máxima fuerza en el Sur y el
Suroeste —las regiones agrarias de gran pobreza y de poder de la
UGT y la CNT— así como en Levante, donde la izquierda estaba
bien organizada y existía una tradición histórica de oposición, y
también en gran parte del Cantábrico y en Madrid. Fue
particularmente fuerte en la mayoría de las ciudades principales
donde era más fácil movilizar a las masas. La participación
anarquista constituyó una verdadera ayuda en algunas comarcas,
en tanto que en determinados distritos el Frente Popular atrajo votos
de elementos moderados o de clase media que habían ido al centro-
derecha en 1933, pero que se sentían indignados por las
represiones y frustraciones de 1935.
La derecha, en cambio, había logrado sus mejores bazas en los
típicos baluartes de la sociedad católica y minifundista del Norte y
Castilla la Vieja y León, aunque tuvo focos significativos de fuerza
en muy distintas partes del país. La CEDA siguió siendo el partido
más fuerte de España, recibiendo por lo menos el 23,2 por ciento
del total de votos emitidos, mientras los socialistas obtuvieron el
16,4 por ciento y los dos partidos nacionales de republicanos de
izquierda unidos un total del 19,6 por ciento (aunque desde luego es
difícil separar con precisión el voto de los socialistas del de los
republicanos de izquierda). Los aliados de la CEDA, en cambio, le
dieron menos votos, por lo que ésta obtuvo únicamente un 19 por
ciento de los escaños con un 23,2 por ciento de los votos, mientras
que los socialistas obtenían el 21,4 por ciento de los escaños con un
16,4 por ciento de los votos, y los dos partidos principales de la
izquierda republicana un 27,2 por ciento de los escaños con un 19,6
por ciento del voto[34].
Las elecciones fueron un desastre para el centro, no tanto
debido a la disminución del número absoluto de los votantes como a
las consecuencias de la manipulación de Alcalá Zamora y al
carácter de las alianzas que pudo establecer el centro. En total, los
diferentes candidatos de centro y centro-derecha consiguieron
alrededor del 21 por ciento de los votos, frente al 26,3 por ciento de
1931 y el 22,3 por ciento de 1933, pero en la primera de esas
elecciones el centro se había aliado en muchos casos con una
izquierda triunfante y en la segunda con una derecha victoriosa. En
1936 las pequeñas agrupaciones del centro o bien se habían
presentado como independientes o en algunos casos con una
derecha más débil en provincias donde ésta tenía menos fuerza.
Las maquinaciones de Alcalá Zamora habían contribuido a destruir
al único partido de peso del centro, a la vez que su empeño de
sustituirlo con una formación novedosa e instrumentada, sacada de
la nada por un gobierno estrictamente provisional, fracasó por
completo. En la mitad de las provincias Portela no fue capaz
siquiera de presentar candidatos al tiempo que los radicales se
veían abandonados en masa por sus electores de antaño. Los
diminutos partidos centroliberales de Miguel Maura y Sánchez
Román carecían de aliados y no estaban mucho mejor situados los
liberal-demócratas de Melquíades Álvarez. Sólo 8 de los setenta y
ocho candidatos radicales salieron elegidos, seis como aliados de la
derecha, dos como independientes. Posteriormente, el Congreso de
los frentepopulistas les negó los escaños a tres de ellos, y uno de
los cinco restantes se convirtió en independiente, quedando en la
última Cámara republicana sólo cuatro radicales liderados por
Santiago Alba. De todos los cambios supuestos por las elecciones
de 1936, uno de los mayores lo constituyó probablemente el gran
número de moderados que habían votado anteriormente por los
radicales y constituían ahora el ala más conservadora de los
electores del Frente Popular. Los votantes radicales eran a menudo
más liberales que los líderes del partido, y en la segunda vuelta,
efectuada dos semanas después, pasaron a la izquierda al parecer
todavía más de los antiguos votos radicales[35]. El centro ganó unos
pocos escaños en alianza con el Frente Popular en las provincias
gallegas de La Coruña y Lugo, donde se produjeron probablemente
dos de las campañas más corruptas y manipuladas. Aunque los
nacionalistas vascos, que se negaron a asociarse con la izquierda o
la derecha, mantuvieron la mayor parte de su terreno, su voto
descendió frente al de 1933. En una contienda bastante polarizada
en general, ninguno de los movimientos autonomistas hizo un papel
demasiado bueno a fin de cuentas.
La mayoría absoluta de escaños ganada por el Frente Popular
suponía un alucinante vaivén del péndulo en comparación con los
resultados de 1933, pero ése es el efecto de votar en bloque para
los sistemas de alianzas, aunque de hecho el perfil del voto en
España era bastante más estable de lo que daba a entender el
resultado en cuanto a escaños en la Cámara. La gran mayoría de
los votos fueron emitidos prácticamente en el mismo sentido que en
1933; las mayores diferencias las constituían el desplazamiento de
los votantes radicales y la participación parcial de los miembros de
la CNT. En consecuencia, el cambio principal no se produjo hacia
los extremos de la derecha y la izquierda, y residió en un
desplazamiento del centro o centro-derecha hacia el centro-
izquierda, unido a la consecución de la unidad izquierdista. Aunque
es imposible de medir, existió también el fenómeno del voto útil,
emitido por un número indeterminado de elementos moderados que
imaginaron que iba a ganar la izquierda o la derecha y no quisieron
desperdiciar su voto, emitiéndolo del lado al que se oponían menos.
Hay que insistir en que, pese a la voluminosa representación de
la izquierda y la derecha y la virtual desaparición del centro, la
tendencia del voto no fue en manera alguna tan extremista como
parecía. Los republicanos de izquierda encabezaron la lista del
Frente Popular, obteniendo el mayor número de votos izquierdistas
en treinta y seis provincias, frente a sólo ocho de los socialistas. En
Madrid, Azaña y Julián Besteiro —y no los caballeristas—
obtuvieron el mayor número de votos, y en total los republicanos de
izquierda consiguieron 151 de los 263 votos del Frente Popular. Los
candidatos comunistas ocuparon invariablemente el último lugar, y
de hecho estuvieron más representados que lo que les correspondía
debido al éxito que lograron al obtener un considerable número de
puestos en la lista electoral del Frente Popular. La Falange sólo
consiguió 46 466 votos, o sea apenas más del 0,5 por ciento del
total, posiblemente el más bajo porcentaje de votos de un partido
fascista en toda Europa.
Los socialistas caballeristas alegaron desde luego, apoyándose
en bastantes pruebas, que de hecho a los republicanos de izquierda
se les había concedido deliberadamente una representación
superior a la real en la composición de las listas electorales para
darles la fuerza parlamentaria necesaria para formar gobierno
propio. La consecuencia fue una representación desventajosa para
los socialistas[36], mientras que la CNT no estuvo representada
directamente en absoluto.
La relativa autenticidad del mapa electoral dibujado por las
elecciones se confirmó cinco meses después, cuando empezó la
Guerra Civil. La división de España en dos campamentos armados
se ciñó grosso modo a los resultados electorales[37].

La precipitada dimisión de Portela Valladares

El resultado electoral dejó al principio estupefacta a la derecha,


que había tenido bastante confianza en la victoria, aunque ninguno
de los portavoces derechistas impugnó en los primeros días la
validez del triunfo del Frente Popular. El proceso electoral había sido
en general muy ordenado, aunque un total de seis personas
resultaron muertas en distintas partes del país aquel día, y hubo
aproximadamente treinta heridos. Al anochecer del 16 de febrero
hubo ya manifestaciones tumultuarias a favor del Frente Popular en
una serie de ciudades. Ardieron varias iglesias y otros edificios
religiosos, produciéndose al día siguiente algunos disturbios de
carácter más grave. No hay sin embargo, ningún indicio de que
aquella agitación interfiriese de modo significativo en el recuento y
registro de los votos.
La primera reacción táctica de la CEDA fue muy similar a la de
los republicanos de izquierda en noviembre de 1933. En cuanto las
izquierdas se dieron cuenta de que habían perdido desastrosamente
en aquella ocasión, empezaron a importunar al presidente
pidiéndole que anulase las elecciones y formase un gobierno
extraordinario encargado de organizar unos nuevos comicios más
favorables a la izquierda. De modo similar, en las primeras horas del
17 de febrero Gil Robles fue a ver a Portela Valladares a apremiarle
para que no dimitiera y que declarara en cambio el estado de
guerra, quedando en el poder como una especie de dictador
temporal, prometiéndole un pleno apoyo casi incondicional. La
diferencia principal entre la proposición de Gil Robles en 1936 y la
de Azaña en 1933 fue que el primero no propuso celebrar más
elecciones —al menos por el momento—, sino sencillamente el
gobierno por decreto. Portela le contestó que estaba profundamente
decepcionado y lleno de aprensión, pues temía que unas elecciones
tan polarizadas fuesen el preludio de una guerra civil, pero que no
podía hacer de dictador por motivos de principios. Había dirigido el
proceso electoral y se resistía a dar por nulos sus propios esfuerzos,
por decepcionantes que fuesen los resultados. En segundo lugar,
era demasiado viejo y no tenía ambiciones de dictador. En tercer
lugar, y probablemente lo más importante, carecía de un partido
político o fuerza organizada en que apoyarse, ni una ideología
indicada (para una dictadura) al haber sido liberal toda su vida. Por
último, aunque contaba con que la situación iba a deteriorarse
rápidamente, todos los efectos no iban a dejarse sentir hasta
pasadas unas semanas o meses, y a raíz de unas elecciones habría
habido poco apoyo para una dictadura[38]. Portela sabía bien que
pronto iban a llegar cosas peores, pero no tenía madera de dictador
y por lo tanto pensaba dimitir lo antes posible una vez registrados
los resultados de las elecciones el 20 de febrero. Cuando se le
objetó que aquello era demasiado precipitado y que Martínez Barrio
había permanecido en el cargo durante un mes después de haber
dirigido las elecciones de 1933, Portela insistió en que la situación
era del todo distinta, puesto que Martínez Barrio había sido
entonces líder en uno de los mayores partidos vencedores de
aquellas elecciones y tenía por lo mismo el apoyo del segundo
partido más grande de la nueva Cámara. El continuo aumento de los
disturbios sólo fortaleció su resolución de dimitir cuanto antes.
El jefe del Estado Mayor, el general Franco, se sentía cada vez
más alarmado. Avanzada la noche del 16 de febrero, telefoneó al
inspector de la Guardia Civil, el general Pozas, planteándole la
necesidad de sofocar cualquier disturbio, pero, según el testimonio
posterior de Franco, Pozas se negó a adoptar ningún tipo de
medidas especiales. Todavía más tarde, el general Fanjul acudió al
Ministerio de la Guerra a informar de que los disturbios estaban
llegando al extremo en algunos distritos, tras lo cual Franco
despertó al ministro, general Molero, quien supuestamente accedió
a presionar al Primer ministro para que declarase el estado de
guerra[39].
Alcalá Zamora presidió un consejo de ministros especial a eso
del mediodía del 17 de febrero, inmediatamente después de haber
concluido un violento disturbio en Madrid. A continuación anunció
Portela la declaración del estado de alarma, incluyendo la previa
censura, durante siete días, y añadió en su nota de prensa que el
presidente le había dado ya una autorización firmada para imponer
el estado de guerra en el momento que le pareciera necesario[40].
En el transcurso de aquel día dimitieron los gobernadores en tres de
las provincias donde los disturbios fueron más extensos, y se
ordenó la salida a la calle de unidades del ejército para mantener el
orden en varias ciudades. Según el Primer ministro, Franco fue a
verlo alrededor de las 7 de la tarde para instarle «cortés y
respetuosamente» a que no dimitiese sino que se mantuviese en su
cargo con carácter indefinido, recurriendo a la imposición del estado
de guerra si era necesario. Le prometió el apoyo del ejército, pero
Portela puso objeciones de nuevo[41]. La versión de Franco difiere
de la de Portela en que el primero declara que fue a ver al Primer
ministro hacia las 2 de la tarde del día 18 para insistirle en que la
situación estaba desbordándose y que había que imponer el estado
de guerra, y que el Primer ministro le contestó sencillamente que
tenía que «consultarlo con la almohada». Añade que más adelante,
aquella misma tarde, otros varios militares de alta graduación
acudieron a decirle que el ejército tenía que actuar por cuenta
propia, si era necesario, pero que les contestó que tenían que
consultar primero con los comandantes de sus regimientos para
concretar su grado de apoyo. Como muchas de las respuestas
recibidas fueron negativas, Franco se negó a actuar por su
cuenta[42].
Portela afirma que, a instancias de Gil Robles, se entrevistó con
él de nuevo en un lugar retirado junto a la carretera del Norte en las
afueras de Madrid y que resistió de nuevo sus apremios para que
permaneciese en el poder e ignorase los resultados de las
elecciones[43]. Pero las noticias recibidas a la mañana siguiente de
todo el país eran aún más desalentadoras. Portela llegó a
convencerse de que sería muy difícil seguir resistiéndose a la
insistencia apasionada, casi violenta, de que fueran puestos
inmediatamente en libertad todos los presos y se restituyese en sus
cargos a los funcionarios locales expulsados de ellos en 1934. En
consecuencia, concertó con Martínez Barrio que fuese a verlo
aquella tarde a fin de informar a Azaña de que Portela pensaba
dimitir en menos de cuarenta y ocho horas. La noticia le ocasionó un
visible desagrado al jefe de Unión Republicana, porque ni él ni sus
compañeros estaban ansiosos por asumir la responsabilidad directa
del gobierno para tranquilizar a las masas de la izquierda[44].
En la mañana del día 19, la prensa nacional se hacía eco de
unos rumores de conspiración militar y de un posible golpe que
habían empezado a circular ya durante la campaña electoral.
Cuando se reunió el gabinete a media mañana, las informaciones
sobre manifestaciones, motines, quemas de iglesias y
adueñamiento de varias cárceles por los presos o liberación de
éstos, eran todavía más numerosas que el día anterior, por lo que
los ministros acordaron por unanimidad dimitir inmediatamente.
Portela opinaba que incluso los republicanos de izquierda estaban
alentando aquellos tumultos, y que en consecuencia debían
encargarse de la responsabilidad del gobierno cuanto antes. Al
pasar por el Ministerio de la Gobernación de camino al palacio
presidencial, se encontró con Franco que estaba esperándolo.
Franco volvió a insistir en que Portela no debía dimitir, sino imponer
el estado de guerra inmediatamente. Cuando Portela le hizo la
objeción de que parte del ejército podría no colaborar, Franco le
contestó que se podían traer de Marruecos unidades del Tercio y de
los regulares para fortalecer la disciplina. Pero, aunque Portela
estuvo de acuerdo con mucho de lo que dijo Franco[45], tenía ya
tomada su decisión.
Marchó entonces directamente a ver a Alcalá Zamora y
presentarle inmediatamente la dimisión efectiva del gabinete entero.
El presidente puso resistencia ante la incorrección de semejante
maniobra e insistió en que se mantuviese el gobierno existente
hasta la apertura de la nueva Cámara, si era necesario, imponiendo
el estado de guerra cuyo decreto estaba firmado ya. Ante la
renuncia de Portela, Alcalá Zamora insistió en convocar al gabinete
entero al palacio presidencial, pero se halló con que los únicos
ministros en funciones dispuestos a plantar cara a la explosiva
situación eran los dos altos jefes de las fuerzas armadas al cargo de
los ministerios de Guerra y Marina, excluidos por la Constitución de
ocupar el cargo de Primer ministro. En consecuencia, el gobierno
provisional dimitió en masa el día 19, sin esperar siquiera la
publicación de la versión oficial de los resultados de las elecciones a
la mañana siguiente, acarreando consigo el éxodo en masa de
muchos gobernadores provinciales y otros funcionarios
gubernamentales locales, que dimitieron aterrados sin esperar la
llegada de unos sustitutos adecuados[46].
CAPÍTULO 12

LA IZQUIERDA VUELVE AL PODER, FEBRERO A MAYO DE 1936

El nuevo gobierno de republicanos de izquierda encabezado por


Azaña se organizó enseguida y tomó posesión antes de concluir el
19 de febrero. A Azaña le desagradaba el indecoroso
apresuramiento en dimitir de su predecesor, porque eso obligaba a
la nueva administración a hacerse cargo de las cosas mucho antes
de que hubiesen concluido las responsabilidades del gabinete de
Portela[1]. Como el gobierno iba a componerse exclusivamente de
republicanos de izquierda, Azaña contaba con reunir una
representación lo más amplia posible, que abarcara desde el centro-
izquierda hasta la Unión Republicana de Martínez Barrio (en la que
no confiaba demasiado por estar compuesta de exradicales) y hasta
Felipe Sánchez Román, a quien respetaba mucho, a pesar de
haberse retirado del Frente Popular. Pero siendo como era un liberal
prudente, Sánchez Román rechazó el ofrecimiento de Azaña,
temiendo con razón que, en las circunstancias del momento, el
nuevo gobierno iba a estar sometido a una presión intolerable de la
izquierda obrera.
De los trece miembros del gabinete (incluyendo al Primer
ministro), diez eran de Izquierda Republicana y fuerzas afiliadas,
dos de Unión Republicana y uno republicano independiente liberal-
izquierdista. Casi todos eran hombres de carrera liberal (en su
mayoría abogados y catedráticos), y algunos de medios adinerados.
Azaña siguió el precedente de Portela, nombrando a un general
como ministro de Guerra en la persona del anciano Carlos
Masquelet, un general liberal y republicano que había sido uno de
sus asesores en los años 1931-1933. Masquelet sustituyó también a
Franco como jefe del Estado Mayor.
Azaña se dirigió a la nación por radio en la tarde siguiente (20 de
febrero). Su mensaje fue tal vez el más conciliador desde que había
sido por primera vez Primer ministro en 1931, en estos términos:
El gobierno se dirige con palabras de paz. Espera que toda la nación corresponda a
los propósitos de pacificación, de restablecimiento de la justicia y la paz… No tenemos
que perseguir a nadie mientras todos se limiten al cumplimiento de los derechos que la
Constitución a todos nos concede. El que no esté en paz con la ley y las autoridades
públicas, podrá temer el rigor del gobierno, que en ningún caso se apartará de lo que le
manden sus deberes y las leyes… A su vez el pueblo debe de confiar en que
aplicaremos puntualmente lo concertado… Unámonos todos bajo esa bandera en la que
caben los republicanos y no republicanos, y todo el que sienta el amor a la patria, la
disciplina y el respeto a la autoridad constituida[2].

El orden público constituía un problema grande y el gobierno, de


momento, se tomó un respiro. Hubo informes de quemas,
vandalismo y manifestaciones cargadas de violencia por lo menos
en once provincias y, probablemente, en muchas más, menudeando
los asaltos a los locales de las agrupaciones derechistas e incluso
en algunos casos, a los del Partido Radical. Azaña hizo el día 20 la
observación de que «La irritación de las gentes va a desfogarse en
iglesias y conventos, y resulta que el gobierno nace, como el 31, con
chamusquinas. El resultado es deplorable. Parecen pagados por
nuestros enemigos[3]». Nombró ministro de Gobernación al afable y
honrado Amos Salvador, de Izquierda Republicana, un arquitecto
muy apreciado, propietario de valiosas fincas, que carecía de la
energía y habilidad exigidas por una tarea tan difícil[4]. Para el
neurálgico puesto de director general de Seguridad, el nuevo
gobierno nombró a José Alfonso Mallol, un exradical socialista de
mediana edad que había ejercido como gobernador civil en dos
provincias diferentes durante el primer bienio. Mallol tuvo que
plegarse enseguida a la política de restituir en sus puestos a varios
oficiales izquierdistas revolucionarios de la guardia civil y la guardia
de asalto convictos de rebelión armada en 1934.
Pero era más urgente todavía la necesidad de cumplir la
promesa, hecha en la campaña electoral, de una amnistía general
de los revolucionarios encarcelados, lo antes posible, porque cientos
de izquierdistas estaban tomando ya la justicia por su cuenta en las
prisiones provinciales[5]. Fue convocada apresuradamente la
Diputación Permanente de las Cortes el 21 de febrero y, con la
colaboración de la derecha, se acordó enseguida la concesión de
una amnistía general para todos los encarcelados o convictos por
delitos políticos y sociales desde las elecciones de 1933, entre los
que se incluían también cierto número de falangistas, que
abandonaron la prisión al día siguiente entre los alrededor de 15 000
excarcelados oficialmente.
El gobierno procedió a disolver aproximadamente la mitad de los
ayuntamientos de España, restituyendo en sus puestos en la
mayoría de los casos a los concejales de izquierdas que habían sido
destituidos en 1934 basándose en que, como estos últimos habían
sido elegidos legalmente en la mayoría de los casos, debían cumplir
el resto de su mandato independientemente de si habían estado
implicados o no en insurrecciones violentas. De modo similar, se
nombraron nuevas comisiones gestoras en todos los gobiernos
provinciales (en su mayoría derechistas) donde las había constituido
el primer gobierno izquierdista en los años 1931-1933[6].
Al ser excarcelado, Lluís Companys, presidente anterior de la
Generalitat Catalana, lanzó un discurso por radio dirigido a su
circunscripción catalana en el que elogiaba el esfuerzo hecho en
octubre de 1934 y se negaba a regresar a Barcelona mientras no se
hubiese restablecido oficialmente la autonomía. Tras dos
prolongadas sesiones, la Diputación Permanente se puso por último
de acuerdo el 26 de febrero respecto a los términos en que se
autorizaba al Parlamento catalán a que reanudara sus funciones y
eligiera a un nuevo presidente, cosa que hizo inmediatamente,
eligiendo a Companys aquel mismo día. Quedó rápidamente
restablecido todo el sistema legal y político de la autonomía
catalana. Estando todavía en Madrid, Companys asistió a un gran
mitin socialista-comunista, celebrado en la plaza de toros el 26 de
febrero, donde saludó puño en alto en medio de banderas rojas y
retratos de Lenin y Stalin.
Regresó a Barcelona el 2 de marzo, recibiendo un saludo
entusiasta de la multitud. Una vez más exaltó los logros de octubre y
procedió a restituir en sus puestos a casi todos los miembros de su
gabinete que habían sufrido la derrota. Fueron dos excepciones
notables los líderes militares catalanes protofascistas de aquella
asonada, el consejero de gobernación Dencàs y el jefe de policía,
Badía, que no los recuperaron. (El último, junto con su hermano,
caería muerto a tiros poco después, víctimas de pistoleros
anarquistas, en uno de los pocos asesinatos políticos que se
produjeron en Barcelona en la primavera de 1936). A partir de
entonces Companys adoptaría una actitud conciliadora hacia el
Madrid republicano y la izquierda situada dentro de Cataluña[7]. El 3
de marzo, el Tribunal de Garantías Constitucionales de Madrid
declaró inconstitucional la legislación del 2 de enero de 1935 que
había anulado la autonomía catalana.
Se cree que participaron unas 250 000 personas en el desfile
triunfal del Frente Popular que se celebró en Madrid el 1 de marzo.
Los participantes socialistas y comunistas destacaron en él con
miles de jóvenes uniformados, emblemas revolucionarios e himnos
trepidantes. Pero fue aún más importante el decreto emitido aquel
día por el gobierno que exigía a todos los empresarios españoles la
readmisión de todos los trabajadores despedidos por motivos
políticos o por huelgas políticas desde comienzos de 1934 y a
resarcirles por los salarios perdidos en una cuantía no inferior a 39
días de paga ni a más de seis meses, según los diferentes casos. Al
día siguiente empezaron a poner en vigor la nueva ley los
gobernadores civiles y las mesas laborales de cada distrito. La
Cámara de la Industria de Madrid y otras organizaciones
empresariales protestaron alegando que todo lo que habían hecho
los empresarios había sido legal bajo la legislación en vigor en 1934
y que el nuevo decreto produciría el caos y unos costes
abrumadores. Los derechistas afirmarían más adelante que por lo
menos en un caso una viuda situada al cargo de un negocio fue
obligada a readmitir a un obrero responsable de la muerte de su
esposo en un altercado político.
La segunda vuelta electoral se efectuó el 2 de marzo. Se llevó a
cabo en todos aquellos sitios donde la lista electoral más votada
había recibido menos del 40 por ciento de los votos, pero gracias al
sistema de alianzas ocurrió ello en menos provincias que en 1933, y
sólo fue necesario en Castellón, Soria y las provincias vascongadas.
La derecha se retiró en gran medida, por lo que la izquierda sacó
mejor resultado que nunca, aunque se trataba de distritos en
general moderados. La derecha brindó su apoyo en el País Vasco a
los nacionalistas, que ganaron así en Vizcaya y Guipúzcoa, mientras
los dos escaños de Álava se dividieron. En suma el Frente Popular,
que había sacado en la primera vuelta solo una delantera de cinco
escaños en esas cinco provincias, ganó ocho, la derecha (que había
sacado una ventaja de once) añadió sólo tres, mientras que el
centro (principalmente nacionalistas vascos), ganó nueve,
incluyendo uno en Soria para Miguel Maura.
La respuesta inicial de la CEDA fue conciliadora. El liderato del
partido había quedado temporalmente en manos del demócrata
cristiano Giménez Fernández[8], quien explicó a El Adelanto de
Segovia el 22 de febrero que la CEDA era sencillamente «la
derecha de la República» y actuaría siempre «dentro de la legalidad
y dentro de la República». Cuando el consejo nacional de la CEDA
se reunió el 4 de marzo, declaró que el total de los votos revelaba
que el partido estaba más fuerte que nunca, aunque con menos
diputados debido al modo con que había funcionado el sistema de
alianzas. Prometió que continuaría la «lucha legal» y que apoyaría
al gobierno «en cuanto afectara el orden público y al interés
nacional», y que se opondría a «cuanto fuese revolucionario[9]».
Poco después, en la primera reunión de la nueva delegación
parlamentaria de la CEDA, celebrada el 19 de marzo, Giménez
Fernández suscitó dramáticamente la pregunta de si el partido
apoyaría a «la democracia o al fascismo», y la delegación de la
CEDA se decidió por la democracia, aunque se hizo la salvedad de
que, si la democracia resultaba imposible, el partido se disolvería
para que sus miembros pudieran seguir su propio camino[10]. Estaba
haciéndolo ya la agrupación juvenil de uno de los sectores más
extremistas del partido, la Derecha Regional Valenciana, que había
iniciado conversaciones secretas con oficiales del ejército y otros
elementos sobre la posibilidad de una rebelión armada. Aunque la
posición oficial del partido estaba clara, sus juventudes, más
exaltadas, empezaban ya a cruzar otros linderos.
El nivel de disturbios y violencia siguió siendo alto y no
disminuiría hasta el último tramo de marzo. Siguió habiendo
numerosos incidentes con quemas de iglesias, y casi cada día moría
alguien en altercados políticos. La mayor perturbación se produjo en
Granada donde, supuestamente como respuesta a un violento
incidente cometido por la derecha, se produjo el 10 de marzo una
huelga general con tumultos multitudinarios, incluyendo el incendio
de la imprenta y las oficinas del diario conservador El Ideal, junto
con las de centros políticos derechistas y una serie de iglesias, y por
lo menos dos casas particulares. Dos personas resultaron muertas y
por lo menos siete heridas[11]. Incluso en Pamplona fue colocada
una bandera comunista en el balcón del gobierno provincial, y doce
izquierdistas quedaron heridos a consecuencia de un choque con la
policía.
La mayoría de las víctimas de las agresiones políticas fueron
derechistas o no izquierdistas asesinados por izquierdistas, aunque
algunos de estos últimos cayeron también asesinados por
derechistas y falangistas. Sin embargo, la mayoría de las bajas
sufridas por la izquierda fueron causadas por la policía al tratar de
reprimir manifestaciones y disturbios[12]. En una demostración
realmente grotesca, Amós Salvador trató precariamente de
tranquilizar a la opinión pública asegurando que la situación no era
tan grave como parecía, alegando que los peores incidentes eran
obra de «bandas de gente joven no pertenecientes a ninguna
disciplina o partido», cosa que era técnicamente cierta en algunos
casos, aunque a menudo estaba bien clara su alineación política. La
respuesta sistemática de los dirigentes izquierdistas era que la
violencia se debía a provocaciones de los falangistas y de la
derecha y que las acciones de los izquierdistas eran sencillamente
una respuesta a aquellas provocaciones. Los principales líderes
izquierdistas se pronunciaron ocasionalmente en contra de la
violencia de sus partidarios, pero las agrupaciones jóvenes
extremistas campaban ampliamente por su lado.
Aunque los elementos derechistas tomaron a veces la iniciativa
en la violencia cometida en provincias, las refriegas mayores de las
ciudades importantes estuvieron a cargo de los jóvenes socialistas y
comunistas y de los falangistas. El 27 de febrero clausuró la policía
el centro falangista de Madrid por tenencia ilícita de armas por parte
de sus miembros. Por supuesto que no se hizo nada por controlar
los centros izquierdistas. El gobierno reconocería después que unos
fascistas habían sido muertos en Almoradiel. El 6 de marzo cuatro
miembros de la CONS, el sindicato obrero de la Falange, que no se
sumaron a una huelga izquierdista y trabajaban en la demolición de
la vieja plaza de toros de Madrid, fueron abatidos con armas
automáticas. Al día siguiente, moría a consecuencia de las heridas
de disparos de pistola recibidas días antes en un ataque sufrido en
un mitin del SEU (Sindicato Español Universitario, falangista) un
miembro de este último. Cuatro días después, el 11 de marzo, dos
jóvenes estudiantes de derecho, uno falangista y el otro
tradicionalista, caían muertos a tiros en Madrid, disparados al
parecer por miembros de las Juventudes Socialistas. Como aquel
caído era ya el sexto afiliado a Falange abatido a tiros en Madrid en
cinco días, los falangistas tomaron represalias enseguida. En la
mañana del 13 de marzo, varios pistoleros dispararon sobre el
conocido líder socialista y catedrático de derecho, Luis Jiménez de
Asúa, uno de los padres de la Constitución republicana. Logró
escapar ileso, pero su escolta murió poco después de las heridas.
Como ya no se trataba de un derechista atacado por la izquierda,
sino del caso contrario, la policía se esforzó por hacer detenciones,
y encarceló a algunos estudiantes falangistas, aunque el verdadero
asesino huyó en avión a Francia[13]. El entierro del policía de escolta
muerto se convirtió a su vez en ocasión para otra manifestación y
otro disturbio. Ardieron las oficinas de un periódico derechista que
nunca volvió a publicarse, a la vez que ardían dos iglesias
importantes de los suburbios de Madrid, quedando una totalmente
destruida por dentro. Sin embargo, la declaración oficial publicada
por la Dirección General de Seguridad situaba aquellos hechos en
una perspectiva más clara que la de otros escritores posteriores, al
relacionar el atentado contra Jiménez de Asúa con las anteriores
muertes de «fascistas» de Almoradiel, el asesinato de los obreros el
día 6 y el de los estudiantes el día 11[14]. Hubo un muerto en los
disturbios que siguieron al entierro del escolta policíaco, y al parecer
dos comunistas fueron abatidos después en un bar en un segundo
atentado falangista[15].
El efectuado sobre Jiménez de Asúa suponía algún tipo de
escalada, porque en medio de toda la violencia de los años
republicanos, los líderes de los partidos principales, aunque iban
acompañados frecuentemente por escoltas armados (desde 1934),
casi nunca habían sido objetivo de intentos directos de asesinato.
Azaña presidió un consejo de ministros de muy larga duración,
seguido de una declaración oficial que exigía calma y orden. Lo que
estaba claro es que aquel atentado había sido obra de falangistas,
el único movimiento categóricamente fascista del país, que había
quedado aislado y excluido de toda alianza electoral por la CEDA en
las recientes elecciones. Aunque el grueso de la violencia desde la
entrada de la República había procedido siempre de la izquierda, el
gobierno de Azaña juzgó que la prohibición de la Falange sólo
podría beneficiar al orden público y reducir la provocación y las
excusas de los revolucionarios. El 14 de marzo fue detenida toda la
junta política y la directiva nacional del partido, incluyendo a José
Antonio Primo de Rivera, y se hizo también una redada de muchos
de los jefes provinciales. Tres días después, un tribunal de Madrid
declaraba fuera de la ley al partido por posesión ilegal de armas y
actividades violentas y suspendía todas sus actividades. Aquello
«acabaría» sencillamente con el «fascismo», aunque en realidad no
era la cosa así de fácil. La Falange no pudo volver a actuar más
como un movimiento político ordinario, pero la España republicana
no era un Estado policíaco. Aunque el partido pasó a la
clandestinidad, los nuevos miembros de la Falange superaron con
mucho el número de los detenidos. Desacreditada la moderación
cedista, miles de miembros de la JAP empezaron a pasarse a
Falange, al tiempo que otros muchos hacían causa común con los
falangistas. La ilegalización del partido se tradujo en una
disminución momentánea de la violencia en la segunda mitad de
marzo, pero su tasa volvió a aumentar a mediados de abril, para
mantenerse a un nivel alto.
El gobierno no podía permitirse el mismo enfoque con los
revolucionarios que con los fascistas, puesto que se debía a los
votos de los revolucionarios. Aunque los izquierdistas podrían
refunfuñar (con alguna razón) del conservadurismo de los jueces
que eran demasiado indulgentes con los falangistas encarcelados,
la policía era de hecho más rigurosa con estos últimos, al tiempo
que hacía la vista gorda la mayoría de las veces que los
izquierdistas atacaban a los falangistas[16]. Los republicanos de
izquierda se sentían cada vez más desconcertados por la
incapacidad o falta de interés de los líderes izquierdistas para
controlar a sus activistas. Política, órgano del partido de Azaña,
decía el 27 de marzo:
Resulta casi una perogrullada decir que el fascismo no es temible por lo que
representa numéricamente, sino porque, tratándose de un fenómeno de disgregación
social, se engendra en la demagogia y la agitación estéril. De ahí que la táctica fundada
en la teoría de la «revolución permanente» haya sido desechada por sus resultados
catastróficos en Alemania y en otros países afectados por el fascismo… No se
comprende cómo fuerzas que no representaron nunca el obrerismo extremo remueven
métodos de derrota y sufren el deslumbramiento de una revolución a la que falta incluso
el proceso previsto por Marx.
Luis Romero ha presentado tal vez el mejor resumen analítico de
la dialéctica de la violencia que se desató en la primavera de 1936:
El gobierno se ve incapaz de controlar el orden, y los incidentes con sangre —
muertes y heridos graves— salpican toda España. Templos, conventos, centros
derechistas, imágenes en ocasiones con valor artístico más o menos grande, son
quemados o saqueados en diversos puntos. A mediados de marzo en Yecla se
desencadenó un ataque de furia iconoclasta que prendió fuego a las iglesias y en
particular a un número elevado de imágenes; el día 22 del mismo mes, en Oviedo matan
al que fue fugaz ministro liberal-demócrata, Alfredo Martínez García-Argüelles, que
había desempeñado la cartera de Trabajo, Justicia y Sanidad en el primer gobierno de
Portela. El 31 por la mañana, cuando salía de su domicilio de Madrid, Cava Baja,
número 22, el estudiante de medicina Antonio Luis Espiñeira, de 19 años, de ideología
«fascista», es agredido a tiros por tres o cuatro pistoleros que luego huyen; el mismo
día, en Sevilla, cuatro individuos mataron a tiros a Manuel Giráldez Mora, «afiliado al
fascio», que cumplía el servicio militar, aunque la causa del atentado es que trabajaba
en el muelle como capataz…
Algunos autores, y Josep Pla entre ellos, publican una larga relación de hechos
sangrientos; no todos se reflejaban en la prensa, sobre la cual se ejerció la censura,
pero basta un repaso de los periódicos para comprobar el elevado número de delitos de
sangre de origen políticosocial. La escasa importancia que se les atribuye, salvo a los
casos de mayor relieve, es indicio de que impresionan escasamente a la opinión pública,
a menos que ocurrieran en la misma ciudad o región. Comenta Pla: «La fórmula política
imperante ¿permitía abrigar la esperanza de algún apaciguamiento? Era, a mi entender,
imposible. En primer lugar, la fórmula política encubierta con las palabras Frente
Popular, era la revolución misma. Significaba, como ya dijimos, la posibilidad de hacer la
revolución con impunidad completa. Son los elementos del Frente Popular mismo, los
aliados del gobierno, las fuerzas que constituyen su mayoría parlamentaria, los que
cubren, dirigen y mantienen la subversión»… Este texto quizá adolezca de una visión
propia de posguerra que fue cuando se escribió este libro, lo cual hace que se
generalice demasiado. Lo que ocurría es que los republicanos estaban obligados a
pagar en mala moneda la victoria que el Frente Popular les había dado. Poquísimas
veces los desmanes provienen de un elemento de Izquierda o Unión Republicana; los
actores de los atentados como de los destrozos, incendios y demás son socialistas y
comunistas, y, en ocasiones, anarcosindicalistas. Y aunque se ha estado insistiendo en
el extremismo político de los seguidores de Largo Caballero, a la hora de la acción los
partidarios de Prieto no se quedaban atrás.
Las derechas tampoco demostraban ser mancas, aunque en este período, por lo
general, actuaban a la defensiva. En los pueblos principalmente, votantes y militantes de
la CEDA recurrían a las armas con frecuencia; según quien redactara la noticia, le
colocaba la etiqueta de «fascista» (en calidad de matador o de víctima) y asunto
concluido. En publicaciones de carácter derechista posteriores a la guerra, se ponen de
manifiesto incendios, destrucciones y otros horrores sin citar cómo empezaron; en algún
caso consigue averiguarse que fueron consecuencia de la «muerte de un socialista», o
de dos… Los falangistas también actuaban, y a partir de estas fechas, más; sucede que
entonces y después se jactaron de ello, lo cual ha permitido a otros elementos, que
actuaban con mayor discreción política, aceptar que se carguen todas las culpas sobre
Falange.
En los libros publicados durante la guerra o en el exilio se ha exagerado de tal
manera, que acusar a los falangistas se ha convertido en un tópico sin valor
demostrativo. Unos utilizaban la exageración como arma política, pero muchos lo hacían
porque habían llegado a creerlo; más adelante fueron copiándose unos a otros[17]…

Romero hace la observación de que a los derechistas les ofendía


sobremanera la violencia anticlerical y destructiva y aprovechaban el
asunto para atraerse a la gente moderada y de recursos modestos:
La tolerancia del gobierno, que reaccionaba con retraso y escasa energía frente a los
desmanes, atrajo a la derecha a muchos españoles que, en razón de su débil economía,
de la precariedad de sus ingresos, del desamparo sociocultural en que se debatían,
carecían de otras razones si no eran las religiosas para unirse a quienes eran sus
«enemigos» naturales. La izquierda burguesa, gobernante en este momento,
rabiosamente anticlerical y con elevado porcentaje de masones entre sus dirigentes,
creía ver una válvula de escape en los ataques a la Iglesia. Casi podrá decirse que se
complacían en ellos, al considerarlos un desquite histórico y justiciero[18].

Algunos sectores de la izquierda republicana reaccionaron sin


embargo, con más alarma que la del gobierno. A mediados de
marzo los gobernadores de cinco provincias diferentes dimitieron
debido a su incapacidad para hacer frente a aquellos problemas, y
en algunos casos porque se daban cuenta de que el gobierno no
estaba haciendo un esfuerzo serio para mantener el orden. En
último término esta circunstancia suscitó la cuestión del futuro del
Frente Popular, que seguía existiendo a nivel político, pero no a
nivel gubernamental. El destacado historiador y dirigente moderado
de Izquierda Republicana Claudio Sánchez Albornoz fue uno de los
primeros en poner en el candelero el tema de la descomposición de
la alianza con la izquierda obrera, y antes del fin de marzo habló con
Azaña de la necesidad de prepararse para una mayoría
parlamentaria diferente y más responsable, incluso sin el apoyo de
los socialistas[19].

Los militares
El eterno «problema de los militares» había sido resuelto
supuestamente por las reformas de Azaña en 1931-1933, pero la
izquierda descubrió enseguida que eso no era cierto. Actuando en
consecuencia, el Frente Popular resucitó en 1936 el añejo asunto
«de las responsabilidades» que había dominado en gran medida la
vida política en los años 1921-1923 y 1931. Su demanda de
amnistía para los presos políticos responsables de homicidios
durante la insurrección de octubre no incluyó a los militares que
habían matado gente durante la represión. De acuerdo con la lógica
de la izquierda, los primeros habían sido hechos «políticos» y los
segundos, hechos «criminales». La demagoga por excelencia en lo
tocante a este tema fue la mordaz Dolores Ibárruri, «La Pasionaria»,
líder de primera fila del Partido Comunista, que exclamaba en un
discurso pronunciado el 1 de marzo:
Vivimos en una situación revolucionaria que no puede ser demorada con obstáculos
legales, de los que ya hemos tenido demasiados desde el 14 de abril. El pueblo impone
su propia legalidad y el 16 de febrero pidió la ejecución de sus asesinos. La República
debe satisfacer las necesidades del pueblo. Si no lo hace, el pueblo la derribará e
impondrá su propia voluntad[20].

El gobierno de Azaña halló que no podía resistirse a aquellas


demandas, repetidas desde casi todos los sectores de la izquierda
obrera, y el 10 de marzo arrestó al general López Ochoa,
exinspector general del ejército que había estado a la cabeza de la
campaña de Asturias (en la que, paradójicamente, había sido
criticado por los militares de la línea dura por ser demasiado
indulgente con los rebeldes). Fueron detenidos también un capitán
de la guardia civil y otros oficiales más.
Las presiones de los militares a favor de un golpe no eran del
todo un secreto para los dirigentes del gobierno, que reaccionaron
haciendo cambios en todos los altos mandos, colocándolos casi sin
excepción en manos de generales de talante republicano o en el
peor caso neutrales. Franco fue sustituido como jefe del Estado
Mayor y se le dio el mando de las Islas Canarias, a miles de
kilómetros en pleno Atlántico, desde donde le sería imposible
conspirar directamente con los demás generales. Fanjul, el anterior
subsecretario, fue dejado sin empleo. El general Goded, director
general de Aeronáutica, fue trasladado a las Islas Baleares, el
general Mola lo fue de un alto mando en Marruecos a la XII Brigada,
situada en Pamplona, y así sucesivamente. Cuando quedó
organizada totalmente la «cúpula militar» a mediados de marzo, una
estimación calculaba que de los veintidós mandos supremos del
ejército, catorce estaban en manos de elementos leales a la
República, cuatro en manos de conservadores, y sólo tres en las de
conspiradores potencialmente activos. Se procedió acto seguido a
seguir más o menos la misma política con los altos mandos de la
guardia civil. Un decreto especial del 21 de marzo inauguró la
categoría de disponible forzoso (sin cargo activo) destinada a los
jefes y oficiales sospechosos, y en los cinco meses que mediaron
hasta el 18 de julio, el gobierno trasladó a 206 de los 318 capitanes
del cuerpo, a 99 de los 124 comandantes, a 68 de los 74 tenientes
coroneles, y a los 26 coroneles[21]. Todos los elementos
izquierdistas expulsados del ejército y los cuerpos de seguridad por
complicidad en los sucesos de 1934 fueron restituidos por decretos
del 22 de febrero y 2 de marzo.
El odio a los militares era tan intenso entre la izquierda que hubo
frecuentes casos de insultos en público a los oficiales del ejército e
incluso algunos casos de agresión física. Azaña consigna en su
diario que un ayudante del nuevo ministro de Guerra, oficial de
conducta irreprochable había recibido empellones de una turba
izquierdista, y el 13 de marzo el ministro de Guerra publicó una nota
expresando su «indignación por las injustas agresiones» hechas a
los oficiales, instando a estos últimos a que no permitiesen las
provocaciones. El ministerio en cuestión negó además públicamente
que hubiese ningún peligro de «conspiraciones militares» de que se
rumoreaba y declaró que los militares merecían el respeto y el
apoyo de todo el mundo por ser «el más firme apoyo del Estado
republicano[22]».
El gobierno se había asegurado desde luego la lealtad de la
mayoría de los más altos jefes militares. La rebelión que se
produciría el 18 de julio sólo recibiría respaldo al nivel activo más
alto del director general de Carabineros (Queipo de Llano), dos de
los generales de división (Cabanellas y Franco), y dos de los de
brigada (Goded y Mola). Pero el simple traslado de los cargos distó
mucho de detener la conspiración, que se había iniciado ya en la
tarde del 16 de febrero entre los militares de extrema derecha y no
cesó después en ningún momento.
Existía de hecho una organización semisecreta, la Unión Militar
Española (UME), y en la primavera de 1936 aseguraba tener 3436
miembros, o sea alrededor de una cuarta parte de los jefes y
oficiales en activo, junto con el apoyo de 1843 retirados y 2131
suboficiales[23]. El matiz político de la UME era antiizquierdista, pero
por lo demás su programa era impreciso. Era una organización
profesional de jefes y oficiales de tipo sindical, carecía de una
estructura y liderato rigurosos y no constituía un instrumento eficaz
de conspiración.
En 1935 se había creado una organización izquierdista
equivalente, de más directa implicación, la Unión Militar Republicana
Antifascista (UMRA) mediante la fusión de la Unión Militar
Republicana (creada en Marruecos el año anterior) y la minúscula y
clandestina Unión Militar Antifascista, dirigida por comunistas. La
UMRA no tenía más allá de unos pocos cientos de miembros, pero
contaba entre ellos con dos generales, incluyendo el nuevo director
general de Aeronáutica, Miguel Núñez de Prado. La pertenencia a la
masonería tenía también importancia en la UMRA, cuyas dos ramas
principales estaban en Madrid y Barcelona[24].
El 8 de marzo algunos de los principales militares
antiizquierdistas se reunieron en Madrid en casa de un dirigente de
la CEDA que era oficial de la reserva[25]. Cinco horas de
conversación no llegaron a traducirse en un acuerdo completo ni en
un plan de acción detallado, aunque convinieron en estar prestos a
rebelarse si el sector revolucionario de los socialistas asumía el
poder o si se producía una emergencia grave que amenazase con
un colapso completo. Al general retirado Rodríguez del Barrio, se le
encargó que hiciese de una especie de enlace y organizador en
Madrid, pero sus actividades del mes siguiente sólo sirvieron para
que fuesen detenidos dos jefes militares y no dieron resultado. Se
habló y se dijo de una fecha tope del 20 de abril sin que ocurriese
nada. Se le concedió cierta primacía al general Sanjurjo entre los
rebeldes, pero vivía en Portugal e hizo poca cosa por organizar
directamente una conspiración[26].
A consecuencia de todo esto, al comenzar la primavera había ya
muchos cabos, pero ninguna trama eficaz. Hasta que cayó enfermo,
el general Rodríguez del Barrio trató de coordinar los planes
existentes en Madrid con otros varios generales; Sanjurjo vegetaba
semiasilado en el extranjero, Franco había asumido un mando con
el Atlántico de por medio, y los diferentes grupos de la UME estaban
inseguros y carecían de organización. Los tradicionalistas
entrenaban en forma semisecreta su propia milicia, pero sólo eran
dignos de mención en Navarra. La Falange había sido disuelta y sus
miembros habían pasado a la clandestinidad. Aun así, su número
aumentaba rápidamente. Parte de los jóvenes de la JAP se volvían
ya hacia la Falange o hacían sus planes propios paramilitares en
unas pocas zonas, pero después del 19 de febrero los líderes de la
CEDA habían regresado rápidamente a la legalidad. Calvo Sotelo y
los monárquicos más extremistas propugnaban una dictadura
corporativa patrocinada por los militares, pero carecían de apoyo
directo, tanto civil como militar.
El Primer ministro y el ministro de Guerra eran conscientes de
que el complot estaba en marcha, pero se resistían a purgar
directamente a los militares, por varias razones. Por una parte,
tenían un bajo concepto de los mandos del ejército y dudaban de su
capacidad para organizar una conspiración eficaz. Por la otra, no
podían abandonar del todo sus esfuerzos de coexistencia con la
derecha. Existía además la paradoja de que el ejército era en último
término la única protección del gobierno de Azaña contra la
izquierda revolucionaria en el caso de desintegración del Frente
Popular. En consecuencia el gobierno vacilaba en ir más allá de
alguna pálida demostración del tipo de un decreto del 18 de abril
que autorizaba al gobierno a suspender la pensión a cualquier
militar retirado que perteneciese de seguro a alguna organización
política ilegal, tal como la Falange. El gobierno estaba jugando con
fuego, o dicho con más precisión, con dos fuegos diferentes, y no se
atrevía a tratar de extinguir ninguno de ellos por temor a que el otro
se escapara del control. Aquel modo de actuar, tan indeciso,
continuó durante cinco meses, y terminó desastrosamente.

Se ahonda la escisión de los socialistas

El triunfo electoral no resolvió las divisiones internas de las filas


socialistas, y no hizo otra cosa que ahondarlas, porque
inmediatamente se suscitó la pregunta de cómo había que utilizar la
victoria. Los prietistas continuaban sus maniobras tratando de seguir
un derrotero relativamente moderado aliados con los republicanos
de izquierda, mientras que los caballeristas seguían vetando
tenazmente la participación en el gobierno, e incluso, en algunos
casos, la colaboración con él. Insistían en practicar una política
radical buscando la alianza con los comunistas e incluso con la CNT.
El problema interno principal que tenían que resolver los
socialistas era el de la jefatura nacional, dado que Largo Caballero
había dimitido de su puesto en diciembre y la comisión ejecutiva en
funciones tenía más de tres años al haber sido elegida después del
XIII Congreso del Partido Socialista de octubre de 1932. El 8 de
marzo se celebraron nuevas elecciones para la directiva de la
sección madrileña del partido y las ganaron los caballeristas —que
normalmente hacían referencia a sí mismos como socialistas «de
izquierdas» o «revolucionarios marxistas»— por un margen de tres
a uno. O sea que los socialistas de izquierdas se adueñaron de ese
modo del control de la sección madrileña del partido y de la mayoría
de la UGT, su principal base de apoyo. Los prietistas —llamados
también «centristas» o «moderados»— ejercían el control del
aparato nacional del partido, la dirección de El Socialista, diario del
partido, la poderosa sección vasca de la UGT[27], y también la
sección asturiana de la UGT. Sin embargo, tras la dimisión de Largo
Caballero y tres partidarios suyos de la Comisión Ejecutiva, la
retirada de otros dos miembros hizo que la Comisión Ejecutiva en
funciones estuviese compuesta por Prieto y cuatro partidarios suyos,
que en total suponían menos de la mitad de los miembros
nominales. Un nuevo congreso del partido sería desde luego crucial.
Los caballeristas insistían en celebrarlo en Madrid, su gran baluarte,
mientras los prietistas votaron por aplazarlo y hacer un posible
congreso en otoño en Asturias, donde eran mucho más fuertes. El
resultado fue un empate, sin ser capaces ni los izquierdistas ni los
moderados de imponer su política a los demás.
La estrategia básica de los socialistas izquierdistas residía en
disponer las cosas para que el gobierno de Azaña, después de
haber completado su tarea aparentemente kerenskiana, diese lugar
a un gobierno socialista, presumiblemente (aunque eso nunca
estuvo claro) por medios legales. Como su partido solo poseía un
quinto de los votos de la Cámara, un gobierno revolucionario
encabezado por los socialistas tendría que ser de coalición,
apoyado por los comunistas y por otros; en sus fases iniciales
requeriría también el apoyo del voto de los republicanos de
izquierda. En otras palabras, tendría que invertirse la relación actual
de los socialistas y los republicanos de izquierda. Pese a haber
mucha retórica en torno a la «dictadura del proletariado», no había
ningún plan ni preparación para una toma directa del poder de tipo
revolucionario. La única otra alternativa que estudiaron fue la
respuesta necesaria a un intento de golpe militar o derechista, que
adoptaría la forma de una huelga general revolucionaria, seguida
supuestamente de una entrega del poder a un régimen dirigido por
socialistas, aunque posiblemente no de inmediato.
En esa situación el Partido Comunista fue capaz de desempeñar
un papel de alguna importancia por vez primera. Dieciséis diputados
comunistas convertían a su partido en una fuerza de la minoría
parlamentaria (gracias también en parte a los caballeristas), y la
influencia comunista se veía reforzada por sus estrechas relaciones
con las Juventudes Socialistas, por la ayuda proporcionada a las
víctimas de la represión por el Socorro Rojo Internacional, y por un
montón de organizaciones de primera línea y auxiliares, desde
agrupaciones culturales y deportivas femeninas hasta la oficial
Amigos de la URSS. El partido era un firme defensor tanto del
Frente Popular en general como de la administración azañista en
particular, aunque sólo fuese a corto plazo. Las exigencias que
planteaban los comunistas al gobierno no se referían
exclusivamente al cumplimiento de la plataforma del Frente Popular,
sino que se extendían a la expropiación de tierras en gran escala sin
compensación y a la eliminación efectiva de los partidos derechistas
ya fuese por vía judicial, legislativa o gubernamental, como en el
caso de la ilegalización de Falange. Una vez logrado esto, se
esperaba que la administración de Azaña diese paso a una coalición
izquierdista revolucionaria que podría denominarse «Gobierno
Obrero-Campesino». Pero incluso esto seguiría siendo una fase
preliminar, y en una reunión conjunta de comunistas y socialistas
celebrada en Madrid justo antes de las elecciones, José Díaz,
secretario del Partido Comunista, había manifestado que «Un
gobierno obrero-campesino no equivale todavía a la dictadura del
proletariado ni a la construcción del socialismo[28]», que constituiría
la tercera fase, no la segunda, de un proceso trifásico.
Posteriormente los comunistas reprendieron a los caballeristas por
hablar con poca seriedad de la dictadura del proletariado.
La directiva comunista apremiaba por la creación de «Bloques
Populares» que representasen a las agrupaciones del Frente
Popular en los niveles local y provincial de toda España, de
«Alianzas Obreras» individuales de todas las agrupaciones obreras,
y por la unidad orgánica con los socialistas. En los primeros meses
de 1936 se llevó a cabo la fusión de la pequeña CGTU comunista
con la UGT. El 4 de marzo el Comité Central comunista envió una
larga carta a la Comisión Ejecutiva socialista proponiendo la
formación de un comité permanente de enlace que llevaría a la
creación de un partido unido marxista-leninista. Serían sus bases:
Independencia completa con respecto a la burguesía y ruptura completa del bloque
de la socialdemocracia con la burguesía; realización de antemano de la unidad de
acción; reconocimiento de la necesidad del derrocamiento revolucionario de la
dominación de la burguesía y la instauración de la dictadura del proletariado en la forma
de soviets; renuncia al apoyo de la propia burguesía en caso de guerra imperialista;
edificación del partido sobre la base del centralismo democrático, asegurando la unidad
de voluntad y acción, templada por la experiencia de los bolcheviques rusos.

El partido unificado llevaría una alianza obrero-campesina más


amplia a un gobierno obrero-campesino que sustituiría en último
término a la administración de Azaña. Ese régimen prepararía el
camino hacia el socialismo mediante la confiscación de todas las
fincas rurales grandes, la nacionalización de la gran industria y la
sustitución de las fuerzas armadas por una Guardia Roja
revolucionaria[29]. En ese momento la única proposición más
extremista vino del POUM, que apremiaba por una alianza de todas
las agrupaciones revolucionarias que procedería directamente a la
implantación de un régimen socialista.
Durante la campaña electoral, un Largo Caballero de 66 años de
edad había recalcado que los socialistas de izquierda no estaban
separados del PCE por «ninguna diferencia grande. ¡Qué digo yo!
¡No hay ninguna diferencia!». Y añadió: «El punto fundamental: la
conquista del poder no se puede hacer con la democracia
burguesa». Largo Caballero se había lamentado además de que
«había incluso socialistas» que no eran capaces de darse cuenta de
la belleza de una dictadura socialista-comunista y todavía «hablan
contra todas las dictaduras[30]».
El 5 de marzo la Comisión Ejecutiva de la UGT propuso a la
ejecutiva del partido que se formase un nuevo comité conjunto de
dos representantes de cada uno de los partidos obreros para unir
fuerzas para el cumplimiento del programa del Frente Popular. Dos
semanas después, la directiva caballerista de la sección madrileña
del partido anunciaba que haría presión en el siguiente congreso del
partido para que se diese prioridad a la creación de un partido unido
con los comunistas.
Fue en medio de ese clima cuando el besteirista Gabriel Mario
de Coca publicó un breve libro criticando la «bolchevización del
partido», y concluía diciendo:
Cierro mi trabajo con la impresión del triunfo bolchevizante en todos los frentes del
partido. La minoría parlamentaria de las nuevas Cortes estará impregnada de un fuerte
tono leninista. Prieto tendrá escasos diputados a su favor y Besteiro estará
completamente solo como discrepante marxista…
Y la impresión que todo esto deja en relación al porvenir obrero y nacional no puede
ser más pésima. El ciempiés bolchevizante está solo y señor en el horizonte proletario y
mi marxismo sólo puede imaginar que va en busca de una de sus rotundas victorias. Si
en octubre de 1934 no logró más que Gil Robles gobernara una etapa negra de
Constitución suspensa y poderes excepcionales, con el más horrible y estéril derroche
de sangre obrera, sólo cabe esperar que en el futuro complete su obra definitiva[31].

Aquella profecía, exacta como pronóstico a largo plazo,


exageraba sin embargo la situación que se presentaba en marzo de
1936. El dominio prietista del aparato del Partido Socialista equivalía
sencillamente a que todas las proposiciones directamente
comunistas serían bloqueadas por completo en tanto que los
centristas siguieran siendo dueños del control, y de hecho no se
inició nunca ningún proceso de fusión del partido, y siguió
ensanchándose en cambio el abismo interno existente entre la
izquierda socialista y el centro prietista. Claridad presentó el 19 de
marzo los objetivos de la izquierda socialista: un régimen obrero, la
colectivización de la propiedad, una «confederación» de las
«nacionalidades ibéricas», y la disolución del ejército regular, pero
ninguno de ellos fue aceptado como meta inmediata de trabajo por
la directiva prietista.
Las tácticas comunistas de fusión sólo tuvieron éxito con las
Juventudes Socialistas. El 5 de abril se crearon las Juventudes
Socialistas Unificadas (ISU), fusionándose los cuarenta mil o más
miembros de las Juventudes Socialistas con sus tres mil miembros
de la formación homologa comunista en unas condiciones que
equivalían a una toma de posesión de parte de la directiva
comunista[32]. Los oradores comunistas pronunciaron unos
discursos más extremistas que los de ningún otro grupo de
dirigentes de partido durante la primavera de 1936, y el 1 de abril
Mundo Obrero apremiaba: «Todo el poder deberá ser para las
alianzas obreras y campesinas, que con carácter nacional serán los
órganos encargados de ejercer la dictadura de la clase proletaria,
superando la etapa democrática burguesa rápidamente,
transformándola en la revolución socialista».
Pero, por el momento, los comunistas apoyaron a la
administración de Azaña mucho más que a la izquierda socialista. Y
se opusieron más que esta última a la gran ola de huelgas que se
iniciaba, tildándola de prematura y contraproducente, cosa que era
en realidad. De momento, propusieron únicamente una extensión
radical de la reforma agraria que sería pagada con bonos del
Estado. En esos meses el Partido Comunista presentó el concepto
del «pueblo laborioso», no refiriéndose a la clase obrera, sino a
todas las personas productoras, incluyendo a los minifundistas, a la
clase media baja, e incluso al sector «no fascista» de la burguesía.
Los estrategas comunistas se dieron buena cuenta de que no se
podía dar un salto sin más al régimen revolucionario y que era
importante el mantenimiento temporal del Frente Popular. La
afiliación de su partido crecía rápidamente, y el PCE se convirtió en
un auténtico partido de masas por vez primera con una estructura
perfectamente desarrollada, aunque suscita algunas dudas el que
tuviese en junio ya realmente los 100 000 miembros de que
alardeaba[33].
Aparte de los comunistas, la otra preocupación de Largo
Caballero y la directiva de la UGT era conseguir alguna forma de
acción conjunta con la CNT. Esta última era recelosa y rechazaba
los intentos de acercamiento de la UGT, que en ocasiones apuntaba
a una alianza y llegó a hablar incluso vagamente de una fusión. Los
portavoces de la CNT refiriéndose a aquélla, se quejaban de «que
nunca se sabe cómo será estructurada y que frecuentemente se
orienta por el camino de la absorción[34]» de la CNT y sacaban
siempre en conclusión que «la revolución de España sería de tipo
libertario[35]» y no marxista-leninista. Sin embargo, por la primavera
de 1936 había entre los miembros de la CNT y la UGT unos
sentimientos más fraternales que en muchos años. La experiencia
común de la represión los había acercado entre sí, lo mismo que la
común expectativa de nuevas victorias decisivas. Iba a haber
muchas huelgas unidas de la UGT y la CNT aquella primavera,
aunque iba a seguir reinando la gran rivalidad de siempre.
En aquella situación de creciente violencia, vértigo huelguista, y
más y más bravatas sobre la revolución, hizo su aparición otro
nuevo síntoma a poco de empezar el mes de abril: una distribución
de folletos falsos, confeccionados al parecer por agentes
provocadores derechistas que presentaban planes detallados de
una revolución violenta, con listas de personas de derechas que
había que eliminar[36]. La ultraderecha estaba ansiosa por terminar
de una vez con toda aquella agitación prerrevolucionaria, pero se
daba cuenta también de que la oportunidad no se presentaría por sí
sola de no ser que se diera por lo menos otro paso adelante en
materia de provocación y polarización.

La Comisión de Actas

La Cámara inauguró sus sesiones el 15 de marzo con una de


trámite presidida por el «presidente de edad» (el diputado más
viejo), un conocido derechista gaditano. Su negativa a terminar la
sesión con un «¡Viva la República!» provocó un tumulto, y los
diputados comunistas cantaron la «Internacional» en el Congreso
por primera vez. Estaban representados treinta y tres partidos
políticos. Había habido un gran cambio de diputados e infinidad de
caras nuevas. Incluso entre los socialistas, que con la CEDA habían
disfrutado de la mayor continuidad en cuanto a volumen de
delegación entre 1933 y 1936, casi la mitad de sus diputados eran
nuevos en la Cámara. Las Cortes aprobaron la continuación del
existente «estado de alarma» por otros treinta días (de hecho
conservó su permanencia hasta el comienzo de la Guerra Civil), y al
día siguiente fue elegido Martínez Barrio presidente de la Cámara.
Enseguida hubo más incidentes. El 20 de marzo hubo que impedir
mediante el empleo de la fuerza que varios diputados izquierdistas
agrediesen a uno conservador[37].
Bajo el sistema republicano, la primera tarea importante de una
Cámara nueva consistía en elegir una Comisión de Actas encargada
de revisar los resultados electorales y decidir si había que anularlos
o revisarlos en alguna circunscripción debido a fraudes u otras
irregularidades. Aquello suponía en realidad que los vencedores de
los comicios respectivos tenían la facultad de sentarse a juzgar a los
perdedores y determinar si había que reducir todavía más su
representación parlamentaria. Aquella facultad fue ejercida con
moderación por el centro-derecha en 1933, pero el Frente Popular
trató de llevar a cabo una revisión exagerada de todos los distritos
ganados por el centro y la derecha en 1936. La extrema izquierda
pedía la anulación de casi todos los triunfos de las derechas[38],
alegando, según pretendía El Socialista el 20 de marzo, que «ni un
solo diputado de derechas puede afirmar que alcanzó limpiamente
su escaño». El 17 de marzo se votó la composición de la comisión
con una gran mayoría izquierdista.
Carlos Seco Serrano expone la situación en estas palabras: «La
superioridad izquierdista no era tan absoluta que proporcionase el
quorum reglamentariamente preciso para la aprobación de las leyes.
A corregir esta circunstancia se aplicaría, en breve, la Comisión de
Actas, acudiendo a tal número… que para lograr el “desempate”,
hubo que batir todas las marcas del antiguo régimen en cuanto a
manipulación[39]». O, expuesto en palabras de Madariaga:

Conquistada… la mayoría, fue fácil hacerla aplastante.


Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el
Frente Popular eligió una Comisión de Actas y ésta procedió de una
manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias
donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a
candidatos amigos vencidos. Se expulsó de las Cortes a varios
diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega
pasión sectaria; se trataba de la ejecución de un plan deliberado y
de gran envergadura. Se perseguían dos fines: hacer de la Cámara
una convención, aplastar a la oposición y asegurar el grupo menos
exaltado del Frente Popular[40].
Los votos decisivos de la Comisión de Actas fueron los de los
republicanos de izquierdas, aunque se vieron presionados
constantemente por los partidos obreros. Se decidió no poner en
duda los resultados en una serie de provincias impugnadas por la
extrema izquierda, en las que sin embargo, las pruebas de que
existía la «certeza moral» de fraude o coacción derechista carecían
de solidez. La comisión empezó por anular el 24 de marzo la
elección de los candidatos conservadores de Burgos y Salamanca.
Cuando los diputados derechistas pidieron la investigación de la
exigua victoria izquierdista en Valencia y del triunfo del Frente
Popular en Cáceres, su exigencia fue ignorada y el 31 de marzo los
diputados derechistas se retiraron temporalmente de la Cámara.
Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes en 1936.

La cosa más parecida a un palmario ejemplo de fraude y


coacción pueden haber sido los comicios de Granada. Se obtuvieron
70 declaraciones juradas de ciudadanos de esa provincia relativas a
amenazas de violencia, presiones económicas y fraude del voto. En
una serie de pueblos pobres no aparecieron votos de la izquierda,
mientras que en una localidad de montaña (Huéscar), los dos mil
votos aparecían ganados por la derecha[41]. Desde las elecciones
se habían incautado en esa provincia un total de 10 298 armas de
fuego, principalmente de personas de derechas. Aunque no llegó a
hacerse una presentación completa y detallada de todas las
pruebas, se anularon los resultados y se convocó a nuevas
elecciones[42]. Se produjo un veredicto bastante similar en la
provincia de Cuenca, donde se calculó que si se excluían todos los
votos fraudulentos, las victoriosas derechas no hubieran llegado al
exigido 40 por ciento, aunque en este caso las pruebas no eran tan
claras y los nacionalistas vascos se negaron a votar con la mayoría,
cosa que habían hecho antes.
Galicia tenía la peor marca de manipulación electoral, pero la
minoría radical no consiguió que se sometiese a nuevo examen
ningún caso del voto del Frente Popular en Pontevedra. Se dejó en
pie de manera parecida el triunfo izquierdista de La Coruña, aunque
sus procedimientos resultaban bastante dudosos. Hubo en cambio
mucho más interés en anular el voto derechista de Orense, porque
así se le podía quitar el escaño a Calvo Sotelo. Los términos
realmente incendiarios e incluso groseros de Dolores Ibárruri
animando a la comisión a que tirasen aquellos votos, resultaron
enconados en demasía y más bien contraproducentes. Se le
concedió la palabra al mismo Calvo Sotelo y pronunció un elocuente
discurso. Puso de manifiesto la imposibilidad de que hubiera habido
nada menos que 106 000 votos fraudulentos, como pretendían los
comunistas, y se explayó revolviendo las contradicciones del
proceso de revisión. Si España tenía que tener una dictadura
marxista o totalitaria, las elecciones carecerían de importancia, pero
si debía seguir habiendo una República democrática, sólo podría
existir sobre la base de respetar los resultados electorales. Terminó
comparando aquella purga con la eliminación que hizo Hitler de los
diputados comunistas en cuanto se convirtió en canciller, y aquello
parece que hizo reflexionar a los republicanos de izquierda. La
mayoría reconsideró el asunto y, con gran enojo de la extrema
izquierda, se le permitió conservar su escaño a Calvo Sotelo.
El resultado final fue la anulación completa de las elecciones de
Cuenca y Granada, provincias en que había ganado la derecha, y
hubo anulaciones parciales que afectaron a uno o más escaños en
Albacete, Burgos, Ciudad Real, Jaén, Orense, Asturias, Salamanca
y Tenerife. Se celebrarían nuevas elecciones en las dos provincias
mencionadas antes y los escaños sueltos de todas las demás fueron
traspasados sin más a la mayoría del Frente Popular, aunque el
centro obtuvo también unos cuantos escaños, y otro de Jaén,
restado a los radicales, fue concedido a la CEDA para no dar una
impresión de parcialidad total. No hubo pruebas de fraude claro y
descarado más que en Granada y acaso en parte de Galicia[43]. Las
irregularidades gallegas fueron ignoradas en su mayoría debido a
que habían favorecido más al Frente Popular que a la derecha.
Innecesario decir que en ningún caso se le quitó un escaño a la
izquierda. La derecha presentó la acusación de que la izquierda les
había robado las elecciones en cuatro o cinco provincias donde los
disturbios de los días 17-20 de febrero habían permitido la
falsificación de los resultados electorales. Negaron categóricamente
aquellos cargos los diputados frentepopulistas de la comisión y
nunca fueron investigados. Un total de treinta y dos escaños
cambiaron de mano, en su mayoría a favor del Frente Popular,
saliendo más favorecida que ningún otro partido la Unión
Republicana de Martínez Barrio, una entidad relativamente
pequeña. Después de efectuados todos aquellos traspasos de
escaños, la composición final de la Cámara fue de 277 escaños
para la izquierda, 60 para el centro, y 131 para la derecha.
En el curso de esa reorganización de los resultados electorales,
el presidente de la comisión, Indalecio Prieto, dimitió. No se debió su
dimisión a que objetase en principio la invalidación de los votos
derechistas fraudulentos, sino a que pensaba que la mayoría del
Frente Popular estaba yendo demasiado lejos. Habría preferido
también presenciar una investigación menos parcial del proceso
electoral de Galicia, aunque Alcalá Zamora dio al principio la
impresión de estar tan preocupado por proteger las manipulaciones
de la administración de Portela como el Frente Popular por las de la
derecha[44].
Dolores Ibárruri, «La Pasionaria».

El veredicto final del estudio más concienzudo de aquel proceso


electoral concluye así:
Si las irregularidades no afectan a la suma total de sufragios obtenidos por ambas
fuerzas políticas, en cambio el número de diputados, aparte de las modificaciones
producidas por la ley electoral, se vio gravemente afectado por su discusión de las actas
en las Cortes, a la que merecidamente se puede calificar de penosa. Si cabe acusar a
las derechas de este momento de haber tenido una mentalidad mucho más reaccionaria
que conservadora y de haber aprovechado al electorado más ignorante en el terreno
político, cabe también acusar a las izquierdas, de que teniendo más a la vista los
beneficios momentáneos que los de a largo plazo, actuó con sentido absolutamente
partidista en la determinación de actas válidas y no válidas. La izquierda debería haber
comprendido que, a largo plazo, le resultaba incluso más rentable el consolidar el
sistema democrático que, creándose una mayoría momentánea, lanzar a la derecha por
el camino de la subversión. De esta discusión de las actas hay, además, que hacer
especialmente responsable a la izquierda burguesa, pues buena parte del socialismo y
del comunismo se colocaban ya al margen del sistema democrático. Es la izquierda
republicana, que teóricamente constituía el puntal más firme y la base de la República,
la que se beneficia más de las modificaciones en la distribución de las actas y es quien
es incapaz de enfrentarse al extremismo en las Cortes de manera directa. Es ella,
finalmente, la que, ante la intervención personal de Azaña para evitar que se impidiera el
acceso a las Cortes de Calvo Sotelo, recurre a afirmar, como hemos visto que hace un
diputado, la «necesidad de sacrificio». Y esa frase es suficientemente expresiva de su
olvido de las esencias democráticas[45].

Alcalá Zamora estuvo de acuerdo con la derecha en esta


ocasión:
… Con todo esto la hueste parlamentaria del Frente Popular [sic], si bien cercana a la
mayoría absoluta, y desde luego superior a doscientos diputados, no alcanzaba aquélla
con los resultados del 16 de febrero. Llegó a esa mayoría absoluta, y aun a la
aplastante, en las etapas del sobreparto electoral, todas de licitud y violencias
manifiestas, tal como las pedían y echaban de menos los hombres decididos y prácticos
en 1933…
La fuga de los gobernadores y su reemplazo tumultuario por irresponsables y aun
anónimos, permitió que la documentación electoral quedase en poder de subalternos,
carteros, peones camineros o sencillamente audaces asaltantes y con ello todo fue
posible… Ya las elecciones de segunda vuelta del 1 de marzo, aunque afectaron a muy
pocos escaños, fueron resultado de coacciones y pasó lo que el gobierno quiso.
¿Cuántas actas falsificaron?… Lo de Cáceres no podía negarse… En cuanto a La
Coruña y a toda Galicia, como también pasa desgraciadamente en Almería, a causa de
incurables males endémicos, todas las elecciones deben reputarse nulas aunque
documentalmente aparezcan válidas. El cálculo más generalizado de las alteraciones
postelectorales podría ser de ochenta actas; pero de ese número… hay que deducir, por
no haber sido todas las alteraciones en provecho del Frente Popular, ya que como
precio de su complicidad se adjudicaron deslealmente actas a hombres de las
oposiciones…
Las mayores y más patentes audacias las llevó a cabo la Comisión de Actas del
Congreso… En la historia parlamentaria de España, no muy escrupulosa, no hay
memoria de nada comparable a la Comisión de Actas de 1936[46].

Reanudación de la reforma radical

La política de la nueva administración de Azaña iba a ser más


directamente intervencionista y más radical que la de 1931-1933,
por varias razones. La más importante fue sin duda la presión de los
partidos obreros, pero esto le convenía teóricamente al giro a la
izquierda adoptado por Izquierda Republicana en su constitución
formal de 1934, mucho más estatista e intervencionista que su
predecesora, la Acción Republicana. Aunque se había producido
alguna recuperación de la depresión existente en 1934-1935,
aquella mejora no había repercutido en el desempleo, que seguía
empeorando, alcanzándose un total de parados de 843 872 a finales
de febrero de 1936[47]. Esta cifra incluía las personas con
desempleo parcial, pero alcanzaba de todos modos a casi el 9 por
ciento de la población activa.
Como de costumbre, las tensiones más agudas se produjeron en
el campo. El invierno en que triunfó el Frente Popular fue lluvioso en
extremo, el más húmedo del siglo hasta entonces, lo que se tradujo
en grandes pérdidas de cosechas y un mayor paro rural. Mientras
en el área urbana el desempleo sólo había aumentado en un 5 por
ciento, el desempleo rural aumentó en algunas comarcas en más
del 20 por ciento. La coincidencia de las mayores privaciones con el
triunfo electoral de la izquierda volvió a producir un rápido aumento
de la sindicación rural, que recuperó y superó el nivel de afiliados de
1933[48]. La radicalización del estado de ánimo de los jornaleros del
campo fue extremada. El 3 de marzo los vecinos de Cenicientos,
pequeña localidad agreste de la provincia de Madrid, ocuparon unos
terrenos de paso que afirmaban habían sido antes parte de las
tierras comunes del pueblo y estaban prácticamente abandonadas.
Fue la primera de una larga serie de ocupaciones directas ilegales
de terrenos ocurridas en docenas de localidades y en las que
participaron decenas de miles de jornaleros y minifundistas en las
provincias de Madrid, Toledo, Salamanca y Murcia, y después en
otras más del Centro y del Sur.
El gobierno trató de responder con mucha más rapidez y
radicalización que antes. El nuevo director del Instituto de Reforma
Agraria declaró antes de que terminase febrero: «El concepto de
propiedad privada, con todos sus privilegios y prerrogativas, en lo
referente a la tierra, es anticuado tanto de hecho como en
teoría[49]». Mariano Ruiz Funes, ministro de Agricultura, publicó un
decreto el 3 de marzo instando a los yunteros que habían sido
desposeídos en Extremadura durante el año anterior a que
solicitasen su restitución. Esos términos experimentaron una rápida
expansión y el 20 de marzo «eliminó todas las demás exenciones y
autorizó al Instituto de Reforma Agraria a que ocupase
inmediatamente cualquier finca rústica en cualquier parte de España
si le parecía socialmente necesario[50]». Esta medida suponía un
intento (posibilitado irónicamente por una cláusula de la revisión
legislativa de 1935) de atajar la acción directa de los sin tierra, pero
enseguida se reveló su fracaso total en ese sentido.
A pesar del empeño de Ruiz Funes en agilizar aquel proceso, la
colocación de los yunteros procedió a un ritmo mesurado durante
dos semanas, consiguiendo alrededor de tres mil la autorización
para ocupar tierras. La FNTT, socialista, decidió que la cosa iba
demasiado despacio, y al amanecer del 25 de marzo lanzó una
ocupación en masa de tierras en la provincia de Badajoz, en la que
participaron unos sesenta mil jornaleros y arrendatarios. Aunque
Azaña ordenó el envío de tropas y fueron detenidos algunos
activistas, el gobierno hubo de ceder enseguida retirando las tropas
y soltando los detenidos el día 30. Se reinició la ocupación en masa,
la legalizada después como hecho consumado por el gobierno.
Con la entrada de la temporada primaveral llegó un intervalo de
calma. Para recoger la cosecha primaveral de cereales el gobierno
estableció el turno riguroso (pero no los términos municipales),
sustituyó a los presidentes de los jurados mixtos y empezó a
imponer multas fuertes a los terratenientes que infringían los nuevos
contratos de trabajo. Esas medidas, aunque más extensas que las
adoptadas en 1931-1933, no tuvieron éxito en su empeño de evitar
un gran brote de huelgas campesinas. El Ministerio de Agricultura
registró 192 entre el 1 de mayo y el 18 de julio, lo que igualaba
aproximadamente al total de las efectuadas en 1932 y se acercaba
a la mitad de las habidas en el más agitado período anterior de doce
meses (1933). En esta ocasión colaboraron los socialistas con los
anarquistas, provocando extensos paros laborales comarcales. En
algunas semanas de finales de la primavera, llegaron a estar en
huelga al mismo tiempo por lo menos 100 000 trabajadores de la
tierra.
Los costes laborales aumentaron muchísimo, y a un ritmo mucho
más alto que en 1931-1933. En muchas provincias se fijaron
jornales de 11 a 13 pesetas diarias, aproximadamente el doble de
1935, y por lo menos un 20 por ciento más que en 1933. Por otra
parte, los sindicatos rurales impusieron a menudo acuerdos para
limitar la maquinaria y otras reformas estructurales. El turno riguroso
equivalió a aceptar a muchos jornaleros inexpertos registrados en la
localidad y también se impuso con frecuencia la política del
alojamiento (o sea un «alojamiento» directo de los jornaleros en una
parcela de tierra específica), traducido en algunos casos en que los
trabajadores se adueñaban prácticamente de la tierra o exigían el
contrato de más jornaleros que los que hacían falta. Aunque en junio
el gobierno mismo hizo presión para que los jornaleros se basaran
en el rendimiento de acuerdo con una norma de producción
específica, los sindicatos acordaron al parecer una reducción del
ritmo de trabajo. El estudio más exhaustivo ha sacado en conclusión
al respecto que, en comparación incluso con los niveles anteriores
más altos (1933), los costes laborales rurales habían subido en
conjunto en junio y julio en un 50 a 60 por ciento[51]. El objetivo de la
FNTT y la CNT no era tanto en ese momento apoderarse de la tierra
como conseguir una alteración draconiana de las condiciones
laborales y un nuevo dominio sindical de la economía agraria
existente.
El gobierno trató de hacerse con el control de la reforma agraria
y de agilizarla mediante una legislación nueva que Ruiz Funes
presentó a la Cámara el 19 de abril. La misma reducía
considerablemente los límites máximos de la propiedad exenta de la
reforma (del 16,6 al 62,5 por ciento, según la categoría), restablecía
los niveles originales de compensación de 1932-1933, y le otorgaba
al gobierno una autoridad completa para expropiar cualquier predio
rural «por razones de utilidad social». Otro proyecto de ley propuso
dos semanas después iniciar la expropiación por tasación,
imponiendo una sobretasa de más del 100 por ciento en los
terratenientes con ingresos agrarios de más de 20 000 pesetas al
año. Además el gobierno se movió mucho más aprisa que durante el
primer bienio. El 2 de junio aprobaron las Cortes la devolución de
todas las tierras quitadas a los nuevos arrendatarios durante el
bienio conservador, y el 11 de junio se aprobaba una versión mucho
más radical de la Ley de Reforma Agraria original de 1932. Según
indica la tabla 12.1, se redistribuyó mucha más tierra en los cinco
meses que van de marzo a julio de 1936 que en los cinco años
anteriores de la República.
Tabla 12.1. Distribución de tierras bajo el Frente Popular, 1936

Mes Campesinos establecidos Superficie ocupada (hectáreas)


Marzo 72 428 249 616
Abril 21 789 150 490
Mayo 5940 41 921
Junio 3855 55 282
Julio 6909 74 746
Total 110 921 572 055

Fuente: Boletín del Instituto de la Reforma Agraria (marzo-julio, 1936), en


Malefakis, Agrarian Reform, 377.

Los especialistas coinciden en que estas cifras son incompletas,


dado que el IRA era bastante lento en el registro de las
transferencias reales. En los meses de junio y julio la prensa se hizo
eco de traspasos de tierras que no aparecían en las estadísticas del
IRA, mientras que el mismo Ruiz Funes declaraba públicamente que
con fecha 19 de junio 193 183 campesinos con sus familias habían
sido colocados en 755 888 hectáreas[52], una estadística
probablemente de mucha mayor exactitud. Da la impresión de que
el IRA había adquirido algún control de la situación durante la
primavera. Aunque las condiciones se habían radicalizado para
golpear con más dureza a los terratenientes acaudalados y someter
más tierras a una expropiación potencial, no se resucitó la cláusula
del ruedo en 1932 que afectaba a los propietarios modestos.
Aunque se procedía virtualmente a la expropiación de tierras de los
más ricos, los propietarios de nivel medio que perdían tierras
llevaban camino de que se les pagara con cierta aproximación al
valor real del mercado, al tiempo que los nuevos arrendatarios
podían aprovechar aquellas disposiciones para adquirir
definitivamente su tierra. Pero aun así, en las condiciones reinantes
en 1936, no era lo suficiente para devolver la paz al campo del Sur
de España.
Una continuación rápida y general de la reforma agraria era la
única política económica clara del nuevo gobierno. Procedió en
cambio despacio tocante a dar pasos concretos para combatir el
paro o la depresión, y las declaraciones más incisivas referentes a
problemas económicos en la Cámara procedían de los portavoces
centristas y derechistas. El gobierno de Azaña nunca llegó a
presentar un presupuesto entero, pero aumentó los gastos en la
mayoría de las categorías. Fueron rechazadas de plano las
reformas de Chapaprieta, y aumentó la nómina estatal, con cantidad
de empleos nuevos, innecesario decir que para izquierdistas de
confianza[53].
Un objetivo evidente de la política laboral era el pleno
restablecimiento de los jurados mixtos, tal como habían existido en
1931-1933, pero esta vez se procedió poco a poco y no se
emprendió una acción categórica a escala nacional hasta el 28 de
mayo[54]. Como hemos indicado, el 3 de marzo el gobierno había
decretado una restitución y compensación general de los
trabajadores despedidos por motivos políticos, aunque resistió las
demandas de los comunistas y socialistas que pedían la cárcel para
los empresarios que hubiesen violado las ordenanzas laborales. El
gobierno tenía que hacer frente desde luego a una avalancha de
demandas en materia laboral, especialmente tras el comienzo de la
gran ola de huelgas de abril, cuyos objetivos no eran sólo mejores
salarios y condiciones de trabajo, sino cambios categóricos de las
condiciones laborales, como la semana de 36 horas y el retiro con
pensión a los sesenta años. Se restableció enseguida la semana de
44 horas en la metalurgia y la construcción, pero los empresarios
españoles carecían de recursos para hacer frente a muchas de las
nuevas exigencias. Los costes laborales aumentaron
vertiginosamente y en la primavera lo hizo también el número de
quiebras. Los sindicatos se opusieron en ocasiones al cierre de las
empresas y pedían que se les dejara hacerse cargo de ellas. Por
último, en el mes de mayo, el gobierno anunció planes de aumento
del gasto público para combatir el desempleo y también la
introducción de una legislación tributaria más progresista, pero no
llegaron a verse realizados antes del comienzo de la Guerra Civil.
El otro gran campo de activación gubernamental fue la
enseñanza, a la que regresó como ministro Marcelino Domingo.
Presentó inmediatamente planes para cerrar los colegios donde
enseñaba personal religioso a más tardar a mediados de 1936. Un
decreto del 29 de febrero anunciaba la creación de 5300 nuevos
empleos docentes estatales. El ministro afirmó que en 1931 España
necesitaba 27 151 «escuelas» (aulas) nuevas y que se habían
construido 16 409, 12 988 de ellas en los años 1931-1933. De las
10 472 que seguían haciendo falta, se construirían la mitad (5300)
en los diez meses que quedaban de 1936, y se dejarían terminadas
las demás a más tardar el 1 de mayo de 1938[55].
Marcelino Domingo publicó otro decreto el 6 de mayo
autorizando a que los inspectores escolares comarcales lograsen
soluciones temporales en las zonas donde hicieran mucha falta
nuevas aulas y no se pudieran construir por distintas razones. Esto
condujo a una serie de incautaciones de escuelas privadas y
algunos otros locales que incluso el órgano oficial de Izquierda
Republicana, Política, admitía el 29 de mayo que en algunas
ocasiones habían sido de «dudosa legalidad». Cinco días después
protestaba la Lliga en la Cámara de que había habido muchas
incautaciones arbitrarias de escuelas privadas. En algunos casos se
cerraron escuelas sencillamente por el motivo de haber impartido
una instrucción confesional. El 4 de junio un diputado de la CEDA
afirmaba que en los veinticinco días anteriores al 15 de mayo se
habían cerrado, incautado o incendiado un total de 79 escuelas
privadas con 5095 alumnos.
El gobierno de Azaña, como era de esperar, estaba totalmente
absorbido con los asuntos interiores y prestó poca atención a los
dramáticos sucesos que se estaban produciendo entonces en
Europa y en África. Pese al acusado antifascismo del Frente
Popular, Azaña no tenía interés en seguir participando en las
sanciones económicas contra Italia por la invasión de Etiopía actitud
que contrastaba diametralmente con la del último gobierno
parlamentario encabezado por Chapaprieta. Azaña temía unas
complicaciones diplomáticas, económicas y militares a las que
España sencillamente no estaba en condiciones de hacer frente.
Según Madariaga, portavoz de la República en Ginebra: «Lo
primero que me dijo Azaña fue: “Tiene que librarme del artículo 16
[el de las sanciones]. No tengo nada que ver con él”. Ése era su
lenguaje oficial. Su lenguaje no oficial era: “¿Qué me importa a mí el
Negus [el depuesto Haile Selassie]?”[56]». Los políticos republicanos
de izquierda no se consideraban implicados en ninguna grande y
continuada lucha internacional entre la democracia y el fascismo.
Después del comienzo de la Guerra Civil aquella actitud cambiaría.

Propagación de la violencia y los disturbios

En el mes de abril los disturbios siguieron y aumentaron,


adoptando cuatro formas distintas: quemas y asaltos perpetrados en
edificios de la Iglesia, huelgas y manifestaciones en las ciudades
que adoptaban con frecuencia un sesgo violento (implicando
ocasionalmente más incendios), la ocupación directa de fincas
rústicas en las provincias del Centro y Sur ya sea en forma de
ocupación permanente o de imposición de nuevas condiciones
laborales controladas por los trabajadores, y los choques directos
entre los grupos políticos, efectuados a menudo por pequeñas
«escuadras» de choque de la izquierda (sobre todo la socialista y la
comunista, y ocasionalmente la anarquista) y de los falangistas.
En palabras de Madariaga:
El país había entrado en una fase claramente revolucionaria. Ni la vida ni la
propiedad estaban a salvo en ninguna parte. Es un prejuicio absoluto explicar aquel
estado de cosas con chillidos de loro en variaciones de la palabra «feudal». No se
trataba ya de que al propietario de miles de hectáreas otorgadas a sus antepasados por
el rey Fulano de Tal le invadieran la residencia y le dejaran el ganado sangrando con las
patas rotas en los humeantes campos de su propiedad. Era el modesto médico o
abogado madrileño que tenía un chalet con cuatro habitaciones y baño y un huerto del
tamaño de un pañuelo, que veía cómo le ocupaban la casa unos trabajadores de la
tierra que en absoluto carecían de casa ni pasaban hambre, y acudían a recogerle la
cosecha: llegaban diez hombres a hacer el trabajo de uno y se le quedaban en casa
hasta que terminaban. Era el secretario del sindicato local de jardineros que iba a decirle
con amenazas a la chica que regaba las rosas que todo riego tenían que hacerlo los del
sindicato; era un movimiento encaminado a prohibir la conducción del propio coche e
imponer la aceptación de un chófer del sindicato[57].

En la España rural los trabajadores del campo tropezaban a


veces con la guardia civil o con terratenientes armados. En los años
1934-1935 el gobierno había concedido 270 000 permisos
particulares de armas de fuego, en su mayor parte a personas de
derechas, y en muchas provincias la gente de derechas distaba de
estar indefensa[58], aunque parte de aquellos permisos habían sido
rescindidos y muchas armas confiscadas por la nueva
administración. En las provincias de Málaga y Sevilla seis jornaleros
habían resultado muertos el primero de abril, al parecer durante la
«invasión de fincas». Más adelante de ese mes, la guardia civil de
Huelva mató a tiros a cuatro jornaleros, al parecer tras haberse
descontrolado una manifestación. Los policías y la guardia civil
sufrían también una o más muertes cada semana, a veces en
choques directos, otras bajo el fuego de francotiradores. El
asesinato político más notorio de la primera mitad de abril,
perpetrado por falangistas el día 13, fue el de Manuel Pedregal, un
juez madrileño que había condenado a los encartados en el
atentado a Jiménez de Asúa. En Barcelona, abril fue el mes más
violento de la primavera, con numerosos casos de incendios y
explosiones de bombas, algunos de ellos en conexión con una gran
huelga metalúrgica de la CNT. La CNT cometió también cuatro
asesinatos políticos aquel mes, abatiendo a los hermanos Badía del
Estat Català así como a dos obreros no izquierdistas, pero a
continuación las agresiones se calmaron un tanto y la violencia letal
se hizo más rara en la capital catalana.
Los incidentes de más relieve se produjeron en Madrid a
mediados de abril. En pleno desfile del Día de la República, el 14 de
abril, un falangista lanzó una bomba de humo contra la tribuna
presidencial, y cuando desfilaba la guardia civil parte de la multitud
prorrumpió en insultos contra ella. Algunos oficiales de la misma,
fuera de servicio y de paisano, reconvinieron a los abucheadores
situados junto a la tribuna presidencial. En ese momento abrieron
fuego varios izquierdistas, y mataron a un oficial de la guardia civil
de 55 años de edad que estaba entre la multitud e hirieron a dos
números de la misma, fuera de servicio, así como a una mujer y a
un niño. El entierro del teniente de la guardia civil Anastasio de los
Reyes, efectuado dos días después, se convirtió en una gran
manifestación derechista que degeneró en una batalla campal en las
calles de Madrid. Aunque se había prohibido que el cortejo fúnebre
desfilara por el centro de la Villa y Corte, sus organizadores
insistieron en hacerlo y elementos izquierdistas hicieron fuego sobre
él en numerosas ocasiones. En total cayeron muertas seis personas
—al parecer todas ellas participantes en el cortejo fúnebre— y hubo
muchos heridos[59]. Ese mismo día hubo también una algarada
izquierdista de graves consecuencias en Jerez de la Frontera, algo
así como una copia de los incidentes de Granada de los días 9-10
de marzo, con la quema de las oficinas de dos periódicos y la
detención temporal de «enemigos de la clase obrera». Se
produjeron muchos heridos, pero no se sabe de muertos.
Azaña se sentía cada vez más violento e incluso asustado con
todo aquel desorden[60], pero adoptó la actitud de costumbre el 17
de abril, y declaró que todo se había debido a la provocación
fascista. Fue precisamente el día en que el gobierno introdujo la
nueva legislación que estipulaba que los jefes militares retirados que
ingresaran en agrupaciones políticas ilegales perderían
automáticamente la pensión. Un general monárquico retirado
implicado en la conspiración fue desterrado a las Canarias y
numerosos jefes y oficiales de la guardia civil fueron cambiados de
puesto. Los tribunales empezaban entonces también el juicio de las
personas acusadas de haber cometido crímenes durante la
represión de 1934, que acarreó la condena de un sargento de la
guardia civil acusado de haber matado a un alcalde socialista. Se
decía que su condena a doce años de cárcel y una multa de quince
mil pesetas había sido el primer caso de ese tipo en la historia de la
Benemérita[61].
La situación variaba enormemente de unas provincias a otras.
Algunas no habían sido afectadas gran cosa, y en varias se
esforzaron bastante más las autoridades en mantener el orden que
en otras. Entre los peores casos estaba Fernando Bosque,
gobernador civil de Oviedo, al que citaba el Mundo Obrero del 20 de
abril pronunciando estas palabras:
He nombrado delegados del Frente Popular en toda Asturias, los cuales realizan
batidas antifascistas con buen resultado: meten en la cárcel a curas, médicos,
secretarios de ayuntamiento y al que sea. Cumplen admirablemente su cometido.
Algunos de los delegados son comunistas, e incluso como Fermín López, de Irún,
condenados a muerte por su intervención en los sucesos de octubre… El de Teverga
tiene en la cárcel al telegrafista y al secretario judicial; al primero le hace atender por el
día el servicio telegráfico y por la noche lo encarcela. Entre los detenidos figuran dos
canónigos de Covadonga.

Esta descarada declaración muestra con perfecta claridad por


qué no podía haber orden público bajo la administración de la
izquierda republicana. Aquello suscitó un escándalo en Madrid y por
último Bosque, que había sido trasladado como gobernador civil de
Huesca a Oviedo el 11 de marzo, fue obligado a dimitir, cosa que
anunció finalmente el ministro de Gobernación el 18 de junio[62].
La amenaza de violencia estaba presente incluso en la Cámara.
En palabras de un historiador socialista:
Las Cortes, desde que comenzaron a funcionar, asfixiaban al gobierno y actuaban de
caja de resonancia de la guerra civil, pues devolvían a la nación, centuplicada, su propia
turbulencia. Los diputados se injuriaban y agredían de obra; cada sesión era un tumulto
continuo; y como casi todos los representantes, cabales representantes, de la nación
iban armados, podía temerse cualquier tarde una catástrofe. En vista de la frecuencia
con que se exhibían o insinuaban las armas de fuego, se adoptó la denigrante
precaución de cachear a los legisladores a la entrada[63].

La destitución de Alcalá Zamora

Tanto las izquierdas como las derechas hicieron campaña contra


el presidente antes de las elecciones. La CEDA en particular,
convencida de que le había robado su mandato anterior, no trataba
de ocultar el hecho de que, si las ganaba, pediría a las nuevas
Cortes que revisaran la última disolución de la Cámara, con el
objetivo de destituir a Alcalá Zamora de acuerdo con la Constitución.
Sin embargo, el objetivo del presidente nunca había sido
entregar todo el poder a la izquierda, y tras el completo fracaso de
su estrategia electoral, Alcalá Zamora enfocó su animosidad contra
las izquierdas y su nuevo gobierno, cuyo extremismo y
comportamiento general hallaba incluso más insoportable que el de
la CEDA. No hay duda de que don Niceto buscaba sinceramente lo
que creía mejor para la República, pero su estilo vanidoso, inflado y
personalista, con sus constantes zancadilleos, le hicieron
malquistarse con casi todos los políticos principales de la izquierda y
la derecha, e incluso del centro. En las primeras semanas del nuevo
gobierno de Azaña, Alcalá Zamora asistió varias veces al consejo de
ministros e intentó en vano alentar un curso de mayor moderación.
En su opinión, la nueva administración estaba sirviéndose del
estado de alarma y de la suspensión parcial de las garantías
constitucionales no ya para mantener la ley y el orden, sino para
dejar manos libres a las fuerzas del desorden[64]. Las mutuas
relaciones se hacían cada vez más tensas, y Azaña asegura que
obligó al presidente a dar marcha atrás a base de hablarle en un
idioma duro y agresivo[65].
En una ocasión, los jornaleros ocuparon el 20 de febrero una
finca de la provincia de Jaén de la que Alcalá Zamora era
copropietario. Cuando llegaron los guardias de asalto detuvieron a
los parientes del presidente, pero hicieron muy poco o nada para
poner fin a la ocupación ilegal, y terminaron poniendo en libertad a
los últimos, con la advertencia de que no regresasen a sus
casas[66]. Según las quejas del presidente al gobernador, la guardia
de asalto no hizo uso de la autoridad creada por la suspensión de
las garantías para restablecer el orden, sino que «La dejó…
prácticamente en manos de los perturbadores; ordenaba a la
autoridad que la emplease al servicio y según el criterio de
éstos[67]».
Encareció a Azaña que anunciase un programa legislativo
detallado lo antes posible y que procediese a través de las vías
legales con remedios positivos, pero en la mayoría de los temas el
gobierno parecía no tener prisa. En cambio, Alcalá Zamora protestó
enérgicamente contra uno de los primeros decretos del gobierno y
contra las condiciones terminantes de la readmisión y compensación
de los trabajadores despedidos en 1934, dado que en algunos
casos «hubo pequeños patrones de talleres domésticos llevados en
familia, donde ésta se vio obligada a convivir con los asesinos del
padre o del hermano… En el Banco de España, según me refirió su
exgobernador Zavala, se exigió por el gobierno la readmisión de
quien había disparado siete tiros de pistola contra un
subgobernador…»[68]. Alcalá Zamora consiguió vetar tajantemente
una proposición,
… por absolutamente ilegal…, opuesta incluso a la Constitución misma. Se trata de
crear unas comisiones municipales, a la vez revolucionarias y caciquiles, las cuales
fijarían arbitrariamente a cada propietario sus gastos de cultivo y además podrían, por el
juicio que sobre éste formaran, privarle sin la menor indemnización de todos sus bienes
rústicos para darlos en disfrute individual o colectivo a quien quisieran. Se prohibía todo
amparo judicial y el recurso gubernativo, siempre sin garantías, quedaba también
suprimido si habían estado unánimes, como era de prever, los tiranos locales[69].

Y añade:
Hubo un momento en que tuve esperanzas de enmienda en la tolerancia de la
anarquía. Fue cuando coincidieron las alarmas del extranjero, transmitidas a la vez por
Buylla, Barcia y Madariaga, que reflejaban la inquietud incluso con burlas en extremo
sarcásticas de los mismos soviets. Entonces me llevaron los ceses de varios
gobernadores, pero en forma atenuada y honorífica, que no merecían, de dimisión
voluntaria. Firmé la fórmula de injusta benevolencia respecto al de Jaén, culpable contra
mi familia y contra mí, lo cual me impulsaba a extremar la delicadeza, pero devolví los
otros cuatro decretos, relativos a las provincias de Cádiz, Granada, Murcia y Logroño,
aconsejando al gobierno que llegara siquiera a la mínima sanción de destituirlos si no se
atrevía al procesamiento. Reconocieron los ministros que no me faltaba razón, pero
suplicaron la firma de tales lenidades para no disgustar a los elementos del Frente
Popular. Eran casos gravísimos en los que se había llegado a complicaciones
internacionales con desagravio humillante; incendios de casas y fábricas de enemigos
políticos; asesinatos de guardias con empleo de sus mismas armas; y choque
sangriento contra la guardia de un cuartel, con varios muertos.
… el gobierno me ocultaba cuánto ocurría…, sólo me refirieron en un consejo el
incendio de dos iglesias en Alcoy, llevado a efecto por el ayuntamiento en corporación.
Invité a poner remedio y el ministro de Justicia se inhibió por creer que correspondía el
caso al de Gobernación, el cual permaneció mudo ante las preguntas con aquella actitud
en él tan fácil de indiferencia desdeñosa, que le había encargado Azaña… Sabiendo yo
que mi teléfono estaba intervenido, dije una noche de graves trastornos que estaba
resuelto a no acostarme sin hablar con el ministro de Gobernación. Viose éste obligado
a llamarme… y hacia la medianoche hubo entre nosotros el siguiente diálogo:
«Le llamo para decirle que sigue el deporte».
«¿Y llama usted deporte a esa vergüenza de incendios?»
«Sí, en ellos terminan las manifestaciones que antes son pacíficas.»
«Pero la de hoy estaba presidida por el ministro de la Guerra y por usted mismo y ha
acabado en el incendio de la iglesia de San Luis, a la vista y a pocos pasos del
ministerio lleno de guardias y frente al propio despacho de usted. ¿Cómo no ha podido
evitarse?»
«Los guardias no lo han conseguido por impedirlo, aunque no ha habido choque, el
público. Por poco queman también el convento de las trinitarias.»
«Pero ¿usted no sabe quién está allí enterrado? Su profanación hubiese sido la
última ignominia ante el mundo.»
«No lo sé, pero se ha salvado por casualidad.»
«Quién estaba allí enterrado era Cervantes. ¿No lo sabía usted?»
«No.»
No lo sabía, ni le importaba, ni eso ni nada[70].

A finales de marzo, el nuevo asunto de más importancia, aparte


de las partidistas deliberaciones de la Comisión de Actas, eran las
elecciones municipales, cuya celebración había sido fijada por el
gobierno para el mes siguiente en toda España, salvo Cataluña. No
había habido elecciones municipales desde el comienzo de la
República, excepto las efectuadas en una minoría de
circunscripciones en 1933. Aunque la Constitución establecía que se
sometieran a elección la mitad de los puestos cada tres años, el
gobierno tenía ahora la intención de efectuar unas elecciones
municipales totalmente plebiscitarias. La CEDA alzó su protesta por
considerarlo anticonstitucional, alegando además que, ante el clima
existente de violencia, desorden y censura, sería imposible hacer
una campaña y unas elecciones imparciales. Alcalá Zamora se
mostró de acuerdo y advirtió además que el inevitable triunfo de las
izquierdas degeneraría en una demanda revolucionaria de un nuevo
sistema izquierdista, análogo al originado por el triunfo republicano
del 12 de abril de 1931[71].
El presidente poseía aún el poder constitucional requerido para
destituir al gobierno, aun teniendo la mayoría parlamentaria, como
había hecho en septiembre de 1933 y en diciembre de 1935,
sustituyéndolo por un gobierno de minoría capaz de celebrar nuevas
elecciones. El 31 de marzo Chapaprieta habló con don Niceto y le
instó a que lo hiciera, añadiendo que creía que el presidente podía
contar con el apoyo del ejército en una crisis[72]. El Jefe de Estado
se resistía a dar aquel paso porque podría poner al país al borde de
la guerra civil. El gobierno por su parte tenía casi decidido deponer
al presidente, pero a la vista del problema de las elecciones
municipales, optó por la discreción como política más atinada.
Algunos republicanos de izquierda coincidían en que lo más
apropiado sería posponer aquellas elecciones, tanto más si se
perfilaba una crisis constitucional. El 3 de abril, horas antes de
abrirse la primera sesión ordinaria de las nuevas Cortes, el gobierno
anunció su posposición[73].
Aquella tarde se dirigió Azaña al nuevo Congreso por vez
primera, recalcando especialmente la necesidad de una política
económica más radical. Prometió gobernar dentro de la ley y la
Constitución, pero advirtió:
Hay otro género de obstáculos: las agresiones y reacciones ofensivas de los
intereses lastimados por la política del gobierno. Sí, es cierto, vamos a lastimar intereses
cuya legitimidad histórica no voy a poner en cuestión, pero que constituyen la parte
principal del desequilibrio que padece la sociedad española. ¡Ahora quisieran los que
nos acusaban de destruir la economía española que aquella otra política no se hubiera
interrumpido, porque ahora el sacrificio tendrá que ser mayor! Venimos a romper toda
concentración abusiva de riqueza dondequiera que esté; a equilibrar las cargas sociales
y a no considerar en la sociedad más que dos tipos de hombres: los que colaboran en la
producción y los que viven del trabajo y a costa de la labor ajena. Para los privilegiados
de España se presentará la opción entre acceder al sacrificio o afrontar los efectos de la
desesperación. Si la reacción ofensiva de los intereses lastimados llega a producir lo
que se produjo contra la política de las Cortes Constituyentes, habremos perdido la
última coyuntura legal, parlamentaria y republicana de atacar de frente el problema y
resolverlo en justicia.

No hubo detalles ni discusión de los problemas económicos


básicos aparte de una referencia a «la creciente actividad
interventora del Estado en la regulación de los problemas de la
producción y del trabajo[74]».
La CEDA regresó con ocasión de la apertura de las Cortes, y en
una reunión de su grupo parlamentario, la gran mayoría votó a favor
de seguir colaborando con el gobierno[75]. El Debate había sugerido
ya que había la posibilidad de un entendimiento sobre la base de
desarmar todas las milicias políticas y emprender un extenso
programa nacional para superar el desempleo y la depresión. Pero
la verdad es que el gobierno había dejado bien claro que se
proponía desarmar únicamente a la Falange e imponer su propio
programa económico, aunque fue muy vago y lento en cuanto al
desarrollo del mismo.
Ya antes del discurso de Azaña había sido presentada una
petición al presidente de la Cámara en el sentido de que se
invocase el artículo 81, que permitía a un nuevo Congreso
producido por una segunda disolución durante un mismo mandato
presidencial el derecho a someter a examen dicha disolución, y, de
hallar injustificada esa acción, votar en su caso la destitución del
presidente de la República. Aquella petición había sido organizada
por Prieto y estaba firmada por diecisiete diputados de los partidos
obreros, sobre todo de los socialistas. El argumento inicial era que la
disolución de 1933 debía contar como una disolución ordinaria y no
como la conclusión proforma de unas Cortes Constituyentes de
corta duración, dado que las primeras Cortes siguieron funcionando
hasta casi dos años después de que quedara terminada la
Constitución. Los portavoces del centro y la derecha sostuvieron
que el asunto era tan complicado que habría que presentarlo al
Tribunal de Garantías Constitucionales. Existía también el artículo
82, referente a la destitución pura y simple, que estipulaba que una
iniciativa de destitución del presidente tenía que estar respaldada
por cien diputados con tres días de antelación, y aprobada entonces
por tres quintas partes de los miembros del Congreso. Prieto prefirió
eludir el artículo 82 por temor a no reunir entonces los votos
necesarios. La propuesta inicial arrojó 181 contra 88, con muchas
abstenciones, y el crucial debate fue fijado para el 7 de abril[76].
En cuanto a Azaña, permaneció indeciso durante tres días. En
diciembre de 1931 había adoptado la posición de que la disolución
de las Cortes Constituyentes no debía contar en contra del
presidente, y no eran pocos los republicanos de izquierda que
vacilaban tanto ante la hipocresía implícita en destituir al presidente
ahora por haber hecho lo que le habían rogado que hiciera durante
dos años, como por el hecho de convertir la presidencia en la más
descarada pelota del juego de la pasión partidista. Por último, como
ocurría siempre con Azaña, salió ganando el sectarismo. Empleando
un lenguaje típicamente exagerado, afirmó Azaña: «Me dije que no
podía cargar con la responsabilidad de dejar en la presidencia de la
República a su mayor enemigo[77]». Su decisión de comprometer en
su destitución al gobierno, y por lo mismo a todos los partidos del
Frente Popular, decidía de antemano el resultado.
El argumento empleado el día 7 de abril fue bizantino, por no
decir otra cosa. Justificaba la destitución sobre la base de que la
última disolución «no había sido necesaria» porque (1) debía haber
sido hecha mucho antes y (2) cuando se llevó a cabo, tuvo un
carácter indebido, con la intención de manipular el resultado. Había
desde luego algo de verdad en el último cargo. Además, Prieto leyó
a voz en cuello frases de discursos de la campaña de Gil Robles en
las que se declaraba que la disolución de enero había estado
injustificada. Alcalá Zamora se había malquistado con casi todas las
personalidades políticas importantes. No hubo nadie que hablara en
favor suyo, aunque algunos dirigentes del centro y la derecha
instaron por la aplicación de un procedimiento más prudente y
deliberado, ya fuese acudiendo al artículo 82 o trasladando el
asunto al Tribunal de Garantías Constitucionales. Miguel Maura hizo
esta advertencia: «¿Qué necesidad tenéis de manchar la limpieza
de unas Cortes, para hacer creer a las gentes que obráis solamente
por pasión? ¡Oídlo bien! Lo que nos estamos jugando esta tarde es
más que un mero pleito político y personal: es la esencia de la
República». Los diputados del Frente Popular entendieron aquello
bastante bien y procuraron ajustar del todo la «esencia de la
República» a su propio dominio eliminando el último obstáculo que
se oponía al poder absoluto. Hubo 238 votos en pro de la destitución
y sólo cinco de los diputados de Portela votaron contra ella, con la
abstención de la derecha y del resto del centro.
Citando de nuevo a Madariaga:
Y ahora este Parlamento que debía su existencia al decreto presidencial, un decreto
que había convertido una mayoría de la derecha en una mayoría de la izquierda y que
demostró de esa manera, en cualquier caso para satisfacción de la izquierda, que la
nación había cambiado radicalmente de opinión, y que por lo tanto el Parlamento
anterior ya no representaba la voluntad de la nación en el momento en que fue disuelto,
este Parlamento declaraba oficialmente por 238 contra 5 (la derecha se abstuvo) que la
disolución no había sido necesaria. Es decir, no vaciló en mostrar al mundo que la
República española era incapaz de mantener a su primer presidente en el cargo durante
más de la mitad de su mandato, y a fin de satisfacer su revanchismo (aunque no es fácil
averiguar por qué), se entregó a la más flagrante negación de la lógica que puede
mostrar la historia de una nación libre[78].

La Constitución preveía que el presidente de las Cortes ocupase


un puesto vacante presidencial de la nación hasta que unas
elecciones especiales, mediante compromisarios, nombrasen al
nuevo presidente, y en consecuencia, Martínez Barrio pronunció
aquella noche el juramento como presidente interino. A
continuación, las Cortes, creyendo al parecer que no había otros
asuntos serios que tratar en medio de aquella crisis nacional, se
tomó ocho días de vacaciones.
Enormemente ofendido, Alcalá Zamora no mostró gesto alguno
de rebelión. Sabía que estaba en sus manos apelar al apoyo de los
militares en una especie de golpe para mantenerse en el cargo (y se
sabe que un coronel del Estado Mayor, posiblemente Valentín
Galarza, le instó a que lo hiciera), pero no deseaba asumir
responsabilidad alguna en el desencadenamiento del grave conflicto
que veía echarse encima[79]. Escribió posteriormente:
Es posible que de haber yo resistido, la guerra de tres años hubiera sido de tres
meses, semanas o días, pero aún con eso, entonces tan dudoso, habría sido mi guerra,
la mía, con sus muertos, sus horrores, sus iniquidades y sus estragos sobre mi
conciencia. Ha sido la guerra de ellos, de unos y otros, que se jactan de las falsas y
execrables glorias, de las epopeyas populares o nacionales y los años triunfales: para
ellos íntegras esas mentirosas glorias, con sus terribles responsabilidades[80].

El duelo parlamentario del 15-16 de abril

Las nuevas Cortes no iniciaron su trabajo ordinario hasta el 15


de abril en que Azaña presentó su programa legislativo. Incluía
reparaciones por la persecución política, el total restablecimiento de
la autonomía de Cataluña, la reforma del reglamento de la Cámara
para agilizar el proceso legislativo, y la reforma de la elección de los
miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales y del
presidente del Tribunal Supremo, para asegurar el dominio de los
izquierdistas en los dos tribunales más altos. Todo ello había
formado parte del programa del Frente Popular, y los dos primeros
puntos habían sido realizados ya por decreto. En su conjunto, aquel
programa mal podía ser considerado como una respuesta adecuada
al fermento protorrevolucionario que afectaba ya a gran parte del
país.
Azaña, en consecuencia, puso también de manifiesto que: «El
fenómeno a que asistimos en España es el acceso al poder político
de nuevas clases sociales, fenómeno que localizamos en el primer
tercio de este siglo». «Por el momento», el gobierno se preocupaba
sobre todo del desempleo y de los problemas de trabajo en el
campo, aunque los continuos déficits, las débiles finanzas estatales
y el negativo balance de pagos limitaba seriamente los recursos del
Estado. Azaña admitía de ese modo que la situación de la economía
era seria y declaró que era muy importante estabilizar la deuda
exterior para no poner en peligro importaciones vitales. Expuso
también que sería necesario reducir gastos en algunas áreas no
especificadas así como redistribuir más los ingresos mediante una
tributación progresiva, extender las obras públicas y acelerar la
reforma agraria. Había que mantener los salarios, pero controlarlos
también de modo suficiente para impedir la inflación. Azaña terminó
diciendo que había que emprender las reformas principales sobre
una base de virtual autofinanciación, tarea tan difícil que no estaba
en condiciones de dar datos específicos. Enfocó la violencia y el
desorden situándose en parte en un papel de espectador: «Ya sé yo
que estando arraigada como está en el carácter español la violencia,
no se la puede proscribir por decreto, pero es conforme a nuestros
sentimientos desear que haya sonado la hora en que los españoles
dejen de fusilarse los unos a los otros», y mencionó también la
circunstancia de que el gobierno no había reprimido determinados
excesos por «piedad y misericordia».
Calvo Sotelo y Gil Robles contestaron en nombre de las
derechas, con la diferencia de que el primero, hablando en el de la
derecha radical, denunció de plano la situación existente, y pidió una
alternativa tajante de la misma, mientras que el jefe de la CEDA
trató todavía de influir en el gobierno para que moderase su política
aun cuando siguiera en el poder. En un discurso cuyo texto y
apéndice llenaron once extensas páginas del Diario de Sesiones,
Calvo Sotelo presentó el primero de lo que iba a convertirse en una
serie de informes estadísticos de supuestos actos de violencia,
afirmando que entre el 16 de febrero y el 1.o de abril habían muerto
en incidentes políticos un total de 74 personas, con 345 heridos, y
habían sido incendiadas 106 iglesias, 56 de ellas totalmente
destrozadas. Citó a continuación discursos de líderes
revolucionarios que indicaban que aquello no era más que el
comienzo de la destrucción. Hizo también la siguiente advertencia,
en oposición a la dictadura del proletariado: «Yo quiero decir en
nombre del Bloque Nacional que España podría salvarse también
con una fórmula de Estado autoritario y corporativo».
Gil Robles habló después, entre gritos y gran alboroto y dijo que
las reformas sociales necesarias tendrían los votos de la CEDA,
pero que estaban siendo agredidas personas de derechas en toda
España y que no daba ya la impresión de que constituyese la
principal preocupación hacer una reforma social atenida a la
legalidad. Gil Robles advirtió en contra del sectario concepto de
tratar de gobernar sólo para la mitad de España: «Una masa
considerable de la opinión española que, por lo menos, es la mitad
de la nación, no se resigna a morir; yo os lo aseguro». Y
volviéndose hacia Azaña, añadió:
Yo creo que S. S. va a tener dentro de la República otro sino más triste, que es el de
presidir la liquidación de la República democrática… Cuando la guerra civil estalle en
España, que se sepa que las armas las ha cargado la incuria de un Gobierno que no ha
sabido cumplir con su deber frente a los grupos que se han mantenido dentro de la más
estricta legalidad.

Aquella sesión fue también la ocasión en que José Díaz,


secretario del Partido Comunista, declaró en un discurso
pronunciado después que Gil Robles «moriría con los zapatos
puestos». Martínez Barrio, presidente de la Cámara, llamó la
atención a José Díaz, y ordenó que se borrara aquella frase de las
actas del día. Benito Pabón, del minúsculo Partido Sindicalista, el
más moderado de los grupos obreros, apremió después a los
partidos obreros para que apoyasen al gobierno con más lealtad
dado que «Azaña no ha empleado la violencia contra los excesos de
las masas obreras».
La Cámara se reunió al día siguiente en un clima sobrecargado
por el cortejo fúnebre de de los Reyes, cuyos participantes
amenazaron en un momento dado con marchar hacia el Congreso.
Azaña empezó faroleando con su fanfarronería de costumbre y
afirmó una vez más que eran la derecha y sus «profecías» quienes
alimentaban el desorden: «Yo no me quiero lucir sirviendo de ángel
custodio de nadie. Pierdan SS. SS. el miedo y no me pidan que les
tienda la mano… ¿No querían violencia, no les molestaban las
instituciones sociales de la República? Pues tengan violencia…
Aténgase a las consecuencias…». A pesar de aquel lenguaje
incendiario proveniente de un Primer ministro parlamentario, Azaña
iba a quedar del todo consternado cuando la derecha le tomó la
palabra.
Azaña subrayaba la importancia de mantener la unidad de la
izquierda. «Es preciso que no se abra en nuestra coalición ni una
brecha. No seré yo quien la abra.» Después recogió velas de la
provocativa actitud que acababa de adoptar. Volviéndose a Gil
Robles le preguntó:
¿Con qué autoridad increpa S. S. a esos hombres que un día por venganza o por
despiste se han lanzado a una revolución? La venganza es un instinto que no debe
entrar, no ya sólo en la vida personal, mucho menos en la vida pública. En ningún
momento tiene nadie derecho a tomarse eso que se llama la justicia por su mano…
Nadie puede pintar con bastante crudeza y vigor, no digo la contrariedad, la repugnancia
del gobierno delante de ciertos hechos que se producen esporádicamente en España;
nadie puede dudar de los desvelos del gobierno por impedirlos o por reprimirlos; yo
estoy persuadido de que las llamas son una endemia española; antes quemaban a los
herejes, ahora queman a los santos, aunque sea en imagen.

Aquel endeble argumento de echar la culpa de los males a un


supuesto «carácter español» demuestra cuánto le costaba a Azaña
descender a encararse con la realidad. La tomó a continuación con
la prensa extranjera por hacer que las cosas parecieran peores de lo
que eran y la culpó de desalentar la afluencia del turismo primaveral.
Juan Ventosa, de la Lliga terminó con estas palabras:
Sólo con asistir a este debate, sólo con escuchar las manifestaciones de ayer y de
hoy —insultos reiterados, incitaciones al atentado personal, invocaciones a aquella
forma bárbara y primitiva de la justicia que se llama ley del talión, petición insólita y
absurda del desarme de las derechas, y no de todos—, sólo con presenciar y observar
el espíritu de persecución y opresión que se manifiestan en algunos sectores de la
Cámara, claramente se ve la génesis de todas las violencias que se están desarrollando
en el país.

Las elecciones especiales de Cuenca y Granada

El 9 de abril anunció el gobierno que, de acuerdo con el fallo de


la Comisión de Actas, se había anulado totalmente el triunfo
electoral en las provincias de Cuenca y Granada y se convocaban
nuevas elecciones para el 5 de mayo. Los dos bandos se aprestaron
en un esfuerzo máximo. La CEDA preparó una candidatura de
batalla para Granada, compuesta por cinco candidatos cedistas
jóvenes y arrojados, cuatro falangistas y un «independiente» (de
hecho, tradicionalista), el coronel José Enrique Varela (muy
dedicado ya a la conspiración militar). La unión con Falange causó
verdadera sensación, porque en las elecciones ordinarias la CEDA
le había vuelto la espalda al partido fascista. Como consecuencia,
José Antonio Primo de Rivera había perdido su escaño en la
Cámara y, como casi todos los demás jefes principales de su
partido, estaba en la cárcel. Esto da la medida de lo que habían
cambiado ya las cosas en sólo dos meses. La candidatura del
Frente Popular estaba compuesta exclusivamente por
representantes de la izquierda obrera, sin ningún republicano de
izquierda, otra señal del nuevo estado de las cosas.
La descripción más sencilla de la campaña para las nuevas
elecciones en Granada consiste en decir que se habían invertido,
posiblemente en exceso, las condiciones reinantes en la campaña
original. En enero y febrero había habido coacción derechista contra
la izquierda, y en abril y mayo ocurrió sin más el caso contrario. Gil
Robles aseguró que en un momento dado le habían ofrecido a la
derecha un trato que le permitiría tener los tres escaños de la
minoría. Denunció aquella presión en una carta escrita al ministro de
Gobernación, que leyó en la Cámara para ser consignada en el acta
del día[81]. Al fallar aquella medida, los obstáculos que se le
pusieron a la derecha fueron tales, que se retiró del todo de las
elecciones de Granada.
En el caso de Cuenca se organizó el 23 de abril una lista
electoral original derechista con nombres de tanto relieve como el
político monárquico Antonio Goicoechea, José Antonio Primo de
Rivera y el general Franco. Fue José Antonio quien indicó
privadamente desde la cárcel que se retirase la candidatura de
Franco, porque le daba a la lista electoral derechista un matiz
demasiado militar y sólo serviría para exacerbar la presión del
gobierno. Franco accedió enseguida[82], pero el 27 de abril la Junta
Provincial del Censo decidió a favor de una petición de Prieto de
que no se permitiera la presentación de ningún candidato nuevo que
no hubiera recibido por lo menos un 8 por ciento de los votos
emitidos en las elecciones originales. En 1933 se había producido
en Cuenca un triunfo derechista completo, y en la votación original
del 16 de febrero de 1936 la izquierda no había llegado a ganar un
solo escaño. La izquierda estaba dispuesta a darle una vuelta total
al asunto; para darle un tono adecuado a la campaña se les dio a un
número considerable de miembros de la agrupación miliciana
socialista conocida como «La Motorizada» la categoría oficial de
policía auxiliar de la campaña como delegados gubernativos[83],
Esto fue parte de un proceso con el que el gobierno de Izquierda
Republicana colocó activistas de los partidos obreros dentro de las
estructuras ordinarias de la policía, un proceso que posibilitaría
ulteriormente cosas como el extrañísimo asesinato de Calvo Sotelo
el 13 de julio.
El 1.o de Mayo hubo un impresionante desfile unido de
socialistas y comunistas Castellana abajo en el que participaron
unas 300 000 personas, provocando un escándalo mayúsculo entre
la gente católica de clase media el eslogan de «hijos sí, maridos no»
que coreaban algunas de las activistas más jóvenes. Aquella gran
manifestación fue pacífica, pero las celebradas en muchas otras
partes del país dieron lugar a los alborotos de costumbre, con varios
muertos y muchos heridos.
Dos días después se originó el sonadísimo bulo de los
caramelos —según un rumor que se suscitó en un distrito obrero
madrileño de que las monjas de una de las contadas escuelas
católicas aún existentes repartían caramelos envenenados entre sus
pequeños alumnos—, elocuente indicación del grado que había
alcanzado la histeria en aquel momento. Enseguida empezó a arder
una iglesia y fueron agredidos religiosos y religiosas, y al día
siguiente seis iglesias y escuelas católicas fueron pasto de las
llamas, y resultan agredidas unas cuarenta personas, religiosas y
seglares, y por lo menos una, muerta[84]. En la noche del 4 de mayo
el gobierno se sintió obligado a anunciar públicamente que no había
habido envenenamiento de ninguna clase. Los políticos izquierdistas
redujeron todo aquel asunto a «otra provocación más» de la
derecha[85].
En la ciudad de Cuenca fueron quemados en los días 1 y 2 de
mayo la sede local de la CEDA y varios otros locales derechistas, y
por lo menos, otra iglesia. Los nuevos «delegados gubernativos»
llegaron en la tarde del 1.o de Mayo y en los tres días siguientes
camparon con mano de hierro poniéndole muy difícil la campaña a
la derecha. Prieto llegó también en automóvil la tarde del día uno
para pronunciar el discurso principal de la campaña izquierdista.
Escribiría años después: «Cuando llegué al teatro, humeaban cerca
las cenizas de la hoguera en que habían ardido los enseres de un
casino derechista asaltado por las masas populares. En un céntrico
hotel hallábanse sitiadas desde la víspera significadísimas
personalidades monárquicas. El ambiente era de frenesí[86]». El
líder socialista pronunció aquel día uno de sus discursos más
importantes y sofisticados de aquel año, esforzándose por un lado
en alentar a la izquierda hacia el triunfo electoral y al máximo, por el
otro, en poner freno al tipo de desorden y violencia que seguía
produciéndose en aquel momento fuera del teatro.
Enseguida sacó a relucir su satisfacción personal por la retirada
de la candidatura de Franco. Al tiempo que elogió la pericia
profesional del general, demostró su acostumbrada presciencia al
indicar que sus aptitudes hacían precisamente de Franco el
personaje de perfil más capaz de encabezar una potencial rebelión
militar, y añadió diplomáticamente: «No me atrevo a atribuir al
general Franco propósitos de tal naturaleza».
Con idéntica previsión del futuro, Indalecio Prieto dedicó gran
parte de su discurso al problema del orden público. Mientras que
ponía de hincapié con certeras palabras que la verdadera causa de
la mayoría de los excesos del momento nacían como reacción a la
injustificada dureza de la represión que había seguido a la
revolución de octubre, insistió enérgicamente que había llegado la
hora de atajar dichos excesos y mostrar una mayor disciplina.
¡Basta ya! ¡Basta, basta! ¿Sabéis por qué? Porque en esos desmanes cuya
explicación os he dado, no veo signo alguno de la fortaleza revolucionaria. Si lo viera,
quizá los exaltase. No, un país puede soportar la convulsión de una revolución
verdadera… Lo que no puede soportar es la sangría constante del desorden público sin
finalidad revolucionaria inmediata; lo que no soporta una nación es el desgaste de un
poder público y de su propia vitalidad económica, manteniendo el desasosiego, la
zozobra y la intranquilidad. Podrían decir espíritus simples que este desasosiego lo
producen sólo las clases dominantes. Ello, a mi juicio, constituye un error. De ese
desasosiego no tarda en sufrir los efectos perniciosos la propia clase trabajadora en
virtud de trastornos y posibles colapsos de la economía… En el exterior España es hoy
un país sobre el cual se ha colgado el papel de insolvente.
Si el desmán y el desorden se convierten en un sistema perenne… no se va a la
consolidación de la revolución, ni se va al socialismo, ni se va al comunismo; se va a
una monarquía desesperada, que ni siquiera está dentro del ideal libertario; se va a un
desorden económico que puede acabar con el país.

Su advertencia final, otra vez acertada del todo, fue que la


continuación del desorden sólo aumentaría la posibilidad de una
reacción «fascista[87]».
Los cuatro últimos días de la campaña electoral de Cuenca
evidenciaron que las palabras de Prieto no habían surtido el menor
efecto. Se había ordenado a varias compañías de guardias de
asalto patrullar por la provincia y el gobernador civil dio orden
además de proceder a la detención preventiva de decenas de
derechistas, tantas que hubo que habilitar prisiones de emergencia
para alojarlos hasta que pasaran los comicios. Se registró un triunfo
abrumador del Frente Popular en medio de la coacción armada y un
descarado fraude electoral, desempeñando un papel descollante los
delegados prietistas, a pesar de la casi increíble franqueza
demostrada por su líder en el discurso del 1.o de Mayo, como
flagrante burla a su llamada a la moderación. Por una parte había
pedido él una mayor responsabilidad y moderación, pero por la otra
puso también todo su empeño en que la izquierda «barriese» en
aquellas elecciones especiales.
Luis Romero les dedicó el más idóneo epitafio:
Las segundas elecciones de Cuenca son un episodio que electoralmente puede
calificarse de vergonzoso, en el cual Prieto desempeñó un papel preponderante; las
tomó de su cargo. Toda clase de atropellos y abusos fueron cometidos, se recurrió a la
violencia más extrema, a las ilegalidades más descaradas. El gobernador civil, la Junta
del Censo, y para dar remate, los muchachos de «La Motorizada», pistola en mano,
ganaron aquellas elecciones con ninguna gloria. A Primo de Rivera lo despojaron de un
acta que había ganado en votaciones, a pesar de que el gobernador anunció que sus
papeletas no se computarían, como así se hizo en distintos colegios, y ese anuncio de la
primera autoridad provincial retrajo a eventuales votantes[88].

No fue únicamente Largo Caballero, sino también a veces el


mismo Prieto, quien dio expresión a la dualidad casi esquizofrénica
del socialismo español.
Al día siguiente, Calvo Sotelo se levantó en la Cámara para dar
lectura de sus últimos datos sobre la violencia, aseverando que
entre el 1.o de abril y el 5 de mayo habían muerto 47 personas en
refriegas políticas. Santiago Casares Quiroga, otro de los
incondicionales de Azaña, ahora ministro de Gobernación, le
contestó que el gobierno: «es el primero en condenar y execrar los
lamentables sucesos ocurridos», pero dijo también que, sin
embargo, el único problema real provenía de la derecha. «Pero a mí
me preocupan sólo las derechas y en cambio no me preocupa la
revolución social. En las masas proletarias he encontrado lealtad y
ayuda para salir del trance.» Dijo que un objetivo primario de la
política del gobierno residía en desarmar a las derechas, a las que
se les habían confiscado trece mil armas de fuego en la provincia de
Granada y siete mil en la de Jaén. Pero ni una palabra sobre
desarmar a las izquierdas. Calvo Sotelo replicó que era irracional
suponer que la violencia reinante se debiera únicamente a rumores
lanzados por la derecha a fin de perjudicarse a sí misma, y añadió
que la derecha no quería una guerra civil, pero que la violencia tenía
que cesar de ambas partes, no sólo de una. El fascismo «aquí y
fuera no es un momento primero, es un momento segundo. No es
una acción, es una reacción».
Dos días antes, José Antonio Primo de Rivera se había decidido
a hacer un cambio fundamental en las tácticas de la Falange.
Anteriormente había procurado evitar toda implicación en la
conspiración militar porque le parecían reaccionarios y explotadores
sus objetivos y su estilo. Pero había abandonado toda esperanza de
unas relaciones políticas normales o un proceso apegado a la
legalidad dentro del régimen de la izquierda republicana. Por ese
motivo escribió una Carta a los militares de España, distribuida
enseguida como hoja clandestina, instándolos a que se prepararan
rápidamente para una intervención política decisiva[89]. Desde
finales de abril los pluriformes cordones de la conspiración militar
habían empezado a trenzarse de una manera más clara por vez
primera, aunque aquello era sólo del dominio de una pequeña
minoría dentro de los mismos militares.
CAPÍTULO 13

EL DERRUMBE, MAYO A JULIO DE 1936

Ningún otro candidato estaba en condiciones de disputarle a


Azaña la presidencia. No cabe duda de que él habría preferido ver la
jefatura del Estado en manos de Felipe Sánchez Román, cuya
estatura personal era, a ojos de Azaña, inversamente proporcional a
las exiguas dimensiones de su partido y fuerza parlamentaria. Como
Sánchez Román no era miembro del Frente Popular, eso era
imposible. Largo Caballero daba preferencia a la candidatura del
meteórico Álvaro de Albornoz, situado muy claramente a la izquierda
de Azaña, pero Albornoz propendía a la irresponsabilidad y tenía
escaso apoyo. En consecuencia, la Unión Republicana propuso
enseguida como candidato a Azaña y, tras superar la resistencia
nominal de Izquierda Republicana, el partido de Azaña —que al
principio se resistió a perder su liderazgo en aras del cargo, más
distante, de Jefe de Estado—, Prieto ayudó a que los votos
socialistas se pusieran de ese lado, y el problema quedó resuelto
enseguida.
La votación de los compromisarios para la nueva elección
presidencial tuvo lugar el 26 de abril. Como gran parte de la derecha
se abstuvo, la izquierda barrió en aquellas elecciones, logrando el
Frente Popular 358 compromisarios frente a los 63 de la oposición, y
Azaña fue elegido abrumadoramente por una asamblea especial de
electores el 10 de mayo en el Palacio de Cristal del madrileño
Parque del Retiro. La solemne ceremonia de su investidura tuvo
lugar al día siguiente, y Gil Robles asegura que le impresionó la
extrema palidez y aparente ensimismamiento que mostraba el
nuevo presidente[1].
Los motivos de los principales jefes izquierdistas para elevar a
Azaña a la presidencia suscitaron mucha discusión, que no ha
terminado aún del todo. Aunque parecía estar bastante claro que
entre los socialistas la iniciativa entera había sido obra de Prieto, el
socialista de izquierda Luis Araquistain sostendría más adelante que
el asunto entero era una trama maquiavélica para quitarle al
gobierno su timonel supremo, arrinconando a Azaña hacia la
egregia presidencia y dejando la admiración en manos de una figura
de menor talla que sería del todo incapaz de moderar a los
revolucionarios, llevando de ese modo al máximo la táctica del
Caballo de Troya del Frente Popular[2]. Pero habla en contra de esto
la evidente iniciativa de Prieto, no de Largo Caballero, y el gran
resentimiento de este último por la actividad mostrada por Prieto
para que la comisión ejecutiva del partido respaldase enseguida la
candidatura de Azaña[3].
En cuanto a Azaña, se ha especulado con la idea de que él
esperaba realmente tener más eficacia para estabilizar el régimen
desde la presidencia —que aceptó el nuevo cargo por motivos
positivos— frente a la interpretación de que aceptó la presidencia
sobre todo por consideraciones negativas, al ser incapaz de seguir
controlando los acontecimientos, prefiriendo aquella escapatoria
hacia un cargo más retirado y protocolario. No disponemos de
pruebas adecuadas para resolver esta incógnita, y acaso no sería
realista una disyuntiva categórica. Existen pocas dudas de que
Azaña deseaba sustraerse a determinado nivel, cosa que había
dado ya a entender en más de una ocasión, pero en expresión de
algunos de sus amigos, indicó también la justificación de que las
facultades de la presidencia podrían permitirle de algún modo
proteger la República con más eficacia.
Con todo, el principal personaje político de aquel drama no fue
Azaña, ni Largo Caballero, sino Indalecio Prieto. Está claro que su
plan a largo plazo era hacer un reajuste del gobierno que permitiera
consolidar el poder de un régimen republicano de izquierda-
socialista. A ese fin había que destituir a Alcalá Zamora y retirar a
Azaña de la política activa al cargo de presidente. Fuera de
circulación la única personalidad política dominante de veras,
quedaría abierto el camino para una coalición más fuerte liderada
por Prieto, capaz de gobernar con más firmeza y eficacia y dotada
de una base más amplia.
El mismo Azaña se daba también cuenta al parecer de que el
gobierno existente de izquierda republicana (técnicamente
minoritario) no era capaz de gobernar con eficacia, y desde
principios del mes anterior (abril) había habido una serie de
conversaciones privadas y reuniones entre los dirigentes más
moderados y prácticos del centro-izquierda encaminados a
establecer una base para un gobierno mayoritario más fuerte, capaz
de restablecer la autoridad y el orden, sin dejar de seguir sacando
adelante las reformas básicas. Prieto fue la figura clave de aquellas
conversaciones un tanto fuera de lo corriente, que incluyeron
también en ocasiones a los dos dirigentes más progresistas de la
CEDA, Giménez Fernández y Luis Lucia, a Miguel Maura, del
Centro Republicano, y también al inteligente y pragmático Claudio
Sánchez Albornoz, y ocasionalmente incluso a Besteiro. Sánchez
Albornoz ha escrito que a comienzos de mayo una reunión de la
elite de Izquierda Republicana (ministros y exministros) sacaron en
conclusión que sólo una dictadura republicana legalista a corto plazo
podría restablecer el orden y salvar al régimen[4].
El problema residía en cómo lograr una mayoría progresista de
centro o centro-izquierda. Ése había sido siempre el dilema básico
de Alcalá Zamora, y su eliminación cambió sólo un poco los
términos de la ecuación. Una auténtica coalición republicana
centrista habría exigido probablemente la escisión de la CEDA o de
los socialistas, o posiblemente de ambos. La CEDA sólo podría
haber quedado incluida en la medida en que Lucia y Giménez
Fernández pudieran haberse atraído a una minoría significativa de
diputados de la CEDA quitándole a ésta los más liberales, pero las
perspectivas de tal maniobra eran más que dudosas. El centro de
gravedad seguía vinculado al restablecimiento de la alianza
izquierda republicana-socialista que había dirigido el gobierno
durante el primer bienio.
Aunque Prieto alegaría posteriormente que las intenciones de
Azaña no eran del todo serias[5], el nuevo presidente, el mismo día
de su investidura, le pidió a Prieto que formase el nuevo gobierno.
Hay pocas dudas de que aquello le interesaba de veras o incluso de
que era la mejor opción imaginable. El diputado socialista por Bilbao
no era un hombre milagroso, pero su sentido común y su patriotismo
habían atraído la atención de otros líderes del centro e incluso de la
derecha moderada. Todos los grupos republicanos de izquierda, e
incluso Portela Valladares, parecían dispuestos a apoyar una
coalición encabezada por Prieto. Giménez Fernández estaba
personalmente entusiasmado en colaborar en ese sentido, porque
en una ocasión José Antonio Primo de Rivera había propuesto
medio en serio que, si Prieto patrocinase un nacionalismo socialista,
Falange se sumaría a su rama del Partido Socialista, convirtiéndose
él (José Antonio) en subordinado[6].
El tipo de gobierno que proponía Prieto al parecer no era una
gran «coalición nacional», sino sencillamente una auténtica coalición
de Frente Popular (probablemente sin los comunistas ni el POUM),
capaz de llevar a cabo unas reformas económicas aceleradas,
aplastar la latente conspiración militar con una purga limitada pero
decisiva del ejército, y restablecer el orden mediante una política
policíaca más enérgica y responsable para conseguir la
despistolización de España. Propuso dar una atención prioritaria a la
reforma agraria y a nuevos proyectos de regadío y más
construcciones de viviendas, esto último sobre todo a fin de reducir
el paro. Tenía también la intención de aumentar la guardia de asalto,
básicamente republicanista, y reducir al mismo tiempo el poder de la
guardia civil.
Pero el obstáculo principal seguía residiendo en la izquierda
socialista, que se negaba a abandonar su postura, mantenida
tenazmente desde el otoño de 1933, de que el partido no debía
volver a entrar en otra coalición de gobierno con los republicanos de
izquierda. En palabras de Paul Preston: «En el sentido más
auténtico, la ambigüedad de la actitud socialista frente a la
República iba a ser el factor crucial de 1936[7]». A ojos de los
socialistas de izquierda, la presidencia de Azaña, que no habían
apoyado la mayoría de ellos, debía únicamente facilitar la tarea de
los republicanos de izquierda de llevar adelante y liquidar la «fase
burguesa» de la República. El 9 de mayo Claridad decía con mucho
énfasis que la España presidida por Azaña sería totalmente
diferente de la de su primer gobierno de 1931: «Azaña se ha dado
cuenta de ello y de ahí su drama interior. Azaña no es capaz de
enfrentarse violentamente con esta marcha ascensional e inevitable
del proletariado. No puede ser ni un Kerensky ni un Hitler… Ojalá
que sea un buen comadrón de la historia. Esperemos[8]». Largo
Caballero se lamentaría más adelante de que «según Prieto, el
Partido Socialista no tuvo otro papel en la vida política española que
el de mozo de estoques de Azaña[9]», y la izquierda socialista
estaba dispuesta a evitarlo, temiendo que Prieto se convirtiera en el
«Noske español». En consecuencia, en una votación apresurada de
la mayor parte de la delegación parlamentaria socialista, se rechazó,
por 49 contra 19, la participación en el gobierno.
Aquello fue un amargo golpe para Prieto, pero era un desenlace
previsible. La izquierda socialista se consolidaba, y la escisión
existente en las filas socialistas se abrió algo más. Pero Prieto no
echó mucha leña en aquel fuego. Había esperado, a fin de cuentas,
contra toda esperanza que, enfrentada a una nueva ecuación
política después de la exaltación de Azaña, la izquierda socialista
cambiaría de opinión. Al haber fracasado aquello, el único recurso
práctico habría consistido en escindir oficialmente el partido, lo que
en muchos sentidos habría sido muy de desear y habría reconocido
un hecho virtualmente consumado. Pero la identidad del partido y la
lealtad al mismo estaban hondamente desarrolladas entre los
socialistas, al tiempo que la polarización básica de la vida política
española había abierto en ésta un abismo mucho más profundo que
la escisión existente entre los socialistas, y por ello Prieto no se
atrevió a dividir oficialmente el partido. Cuando su amigo socialista y
aliado Juan-Simeón Vidarte le instó a que siguiese adelante y
formase una coalición, alegando con fundamento que una vez que
fuese Prieto Primer ministro los caballeristas no se atreverían a
votar de veras contra él, Prieto rehusó hacerlo, añadiendo con
amargura: «¡Que se vaya Caballero [sic] a la mierda!». Según
Vidarte, Prieto temía desempeñar el papel de un «Briand español» y
dejar atrás a gran parte del partido en medio de la polarización
existente[10]. Por otra parte, y siendo un político práctico, no debió
haber creído que una escisión del partido fuese viable de no ser que
lograse llevar consigo por lo menos una simple mayoría de la
delegación parlamentaria, cosa imposible en aquel momento.
Aunque siguió habiendo algunas conversaciones con los elementos
más liberales de la CEDA[11], la posibilidad de un gobierno de Prieto
o cualquier tipo de gobierno más amplio del Frente Popular había
terminado por el momento. Azaña se volvió entonces a Martínez
Barrio, cuyo partido había ganado un número de escaños nada
despreciable gracias a la Comisión de Actas, pero él rehusó
rápidamente debido a los formidables obstáculos existentes.
O sea que Azaña se vio realmente arrinconado. De no ser que
quisiera romper el Frente Popular, cosa que no tenía intención de
hacer, la única alternativa era algún tipo de gobierno de Azaña sin
Azaña, dirigido por alguno de sus compañeros de Izquierda
Republicana. Él mismo reconocía que su partido andaba muy
escaso en cuanto a capacidad de liderazgo[12], pero no halló mejor
alternativa que recurrir a uno de sus colaboradores más íntimos,
Santiago Casares Quiroga, que había sido durante el mes anterior
—con una ineficacia total— ministro de Gobernación. Casares era
totalmente leal a Azaña, y sus esposas eran amigas íntimas. Había
dado pruebas de energía como ministro de Gobernación en los años
1931-1933 y había gozado antes de cierta fama de hombre recio y
decidido, aunque esto se debió más a la emocionalidad y a la
retórica partidista que a sus logros. En 1936 padecía tuberculosis, y
su acción más notable en el mes anterior se había limitado a
trasladar a muchos oficiales de la guardia civil. Según Martínez
Barrio, cuando se anunció su nombramiento como Primer ministro,
«La opinión pública y los propios grupos del Frente Popular no
ocultaron su sorpresa y disgusto[13]», porque estaba claro que
Azaña había hecho un nombramiento muy dudoso procedente de su
camarilla personal. Según su cuñado, Rivas Cherif, Azaña mismo
tenía sus reservas, pero no tuvo otra alternativa[14]. En el nuevo
gabinete, Casares tendría también el ministerio de la Guerra para
eludir la necesidad de un miembro militar y, supuestamente,
controlar mejor el ejército. Gabriel Franco, ministro de Hacienda, se
negó a continuar en el cargo debido a la contradictoria y caótica
política fiscal del gobierno y fue sustituido por un miembro de
Izquierda Republicana. Se amplió el gabinete para dar entrada a un
representante de la Esquerra Catalana, Juan Lluhí Vallescà, como
ministro de Trabajo, cometido para el cual demostró enseguida ser
incompetente. En conjunto el último gobierno ordinario de la
República incluyó siete ministros de Izquierda Republicana, tres de
Unión Republicana, uno de la Esquerra, y un Republicano
Independiente en el neurálgico Ministerio de Gobernación.
Aquel exiguo esfuerzo constituyó la última iniciativa política
directa de Azaña antes de que empezara la Guerra Civil. A partir de
entonces se recluyó en la presidencia, preocupado, al parecer, por
la estética, posiblemente lo que más le interesaba. Dio comienzo a
una importante redecoración del Palacio de Oriente, mientras residía
temporalmente en la Casita del Palacio del Pardo (cerca del edificio
donde residiría Franco durante treinta y seis años). Aumentó la
partida presupuestaria presidencial, aumentando sobremanera la
dotación de coches de lujo[15], y dedicó su atención a preparar una
nueva legislación que establecería graves penas por las agresiones
cometidas contra la familia presidencial. En sólo una ocasión
posterior, en la noche del 18 al 19 de julio, haría un tardío esfuerzo
tratando de establecer un gobierno de coalición más amplio y eficaz,
medida que ya entonces llegaba al menos con seis o siete días de
atraso.
Casares Quiroga presentó su nuevo gabinete a la Cámara el 19
de mayo, en unos términos beligerantes:
Al cabo de cinco años, la República necesita todavía defenderse de sus enemigos.
¿Hasta cuándo va a durar eso? Estando yo en la cabecera de este banco azul, prometo
que durará lo menos posible. La táctica de la simple defensa no basta. Es más eficaz el
ataque a fondo…
Al enemigo declarado lo aplastaremos. No puedo presenciar tranquilo cómo, cuando
esos enemigos se alzan contra la República y son llevados a los tribunales, algunos de
estos tribunales perdonan sus culpas y los absuelven. Hemos de pensar en aquellas
leyes que hayamos de traer a la Cámara para cortar este abuso radicalmente… Y digo
que cuando se trata del fascismo, yo no sé permanecer al margen de esas luchas y os
manifiesto que contra el fascismo el gobierno es beligerante.
Santiago Casares Quiroga

El nombramiento de Casares había agradado a Claridad, que el


13 de mayo lo elogió como uno de los mejores posibles, debido al
descarado partidismo del Primer ministro. En cambio, no sólo los
moderados, sino también algunos republicanos de izquierda
criticaron mucho lo «beligerante» de su discurso, que lo hacía a la
vez sectario y ambiguo[16], dado que la propaganda izquierdista
llamaba por rutina «fascistas» a todos los derechistas. Casares, por
otro lado, añadió en sus aseveraciones que la izquierda tenía que
obedecer también a la ley, y renunciar a «huelgas políticas fuera de
la ley, incautaciones que no pueden ser permitidas y actos de
violencia que son un trágala o una coacción».
La sesión parlamentaria de aquel día fue una de las más
tumultuosas, con mucho griterío, interrupciones y excesos verbales.
Gil Robles advirtió una vez más del peligro de guerra civil de no ser
que la ley se aplicara con firmeza a todo el mundo y Calvo Sotelo se
vio implicado en un intercambio de insultos con un diputado
socialista. Juan Ventosa halló que las observaciones de Calvo
Sotelo eran demasiado partidistas, pero dejó claro:
… pero yo creo que los «enemigos de la República» son todos aquellos que
provocan diariamente los desórdenes públicos que determinan este estado de anarquía
en que se está consumiendo España. En todos los países donde se ha instaurado el
fascismo precedieron a éste desórdenes y persecuciones como los que vienen
sucediendo en España… Yo os llamo la atención sobre la evidente similitud que existe
entre la situación política en que se encontraba Italia en los años 20 y 21, y de Alemania
en años posteriores.

Estaba claro desde el comienzo que la administración de


Casares Quiroga no iba a dar contestación a los problemas de
España, y siguieron conversando los políticos moderados del
centro-izquierda y el centro-derecha sobre la formación de una
nueva coalición práctica fuerte. Seguían implicadas en aquellos
intentos las mismas personalidades que se ocupaban del tema en
abril y comienzos de mayo, y el líder soñado seguía siendo, a falta
de cualquier alternativa real, Indalecio Prieto. El conocido periodista
Manuel Aznar escribía en El Heraldo de Aragón el 29 de mayo: «Se
habla cada día más de un gobierno Prieto y se dice quiénes lo
compondrán». Pero el quid de la cuestión seguía residiendo en su
disposición a partir en dos (o no) al Partido Socialista, que sufría en
ese preciso momento aún más convulsiones internas. Una
escenificación de aquéllas presentaba a la comisión ejecutiva del
partido aprobando la participación en el gobierno (aunque la misma
sería rechazada siempre por la UGT), con Ricardo Zabalza de la
FNTT, un disidente de la UGT, haciéndose cargo del Ministerio de
Agricultura, Miguel Maura del de Exteriores, y Lucia, de la CEDA,
del Ministerio de Comunicaciones (al parecer para asegurar la
unidad nacional). Sin embargo, y debido a la creciente lucha
intestina del partido. Prieto no pudo decidirse a dar aquel salto, y Gil
Robles, por parte de la derecha, había sido siempre muy escéptico
en lo tocante a esos temas. Bajo ciertas condiciones, habría
apoyado una coalición de base más amplia con votos cedistas, pero
no hay ningún indicio de que estuviese dispuesto a aprobar la
participación de la CEDA en un gobierno de Prieto. Informa de que
prohibía el 2 de junio cualquier participación de representantes de la
CEDA en tales negociaciones, y poco después es evidente que
aquel proyecto fue archivado en su totalidad[17].
El gobierno de Casares Quiroga siguió adelante con las medidas
laborales y económicas de su antecesor, así como con las relativas
al cambio educativo y la reforma judicial. El nuevo ministro de
Instrucción Pública, Francisco J. Barnés, fue incluso más radical que
Marcelino Domingo.
El gobierno de Azaña ordenó el 28 de febrero que los inspectores visitaran las
escuelas a cargo de congregaciones religiosas. Al parecer esos inspectores habían
cerrado a menudo escuelas por iniciativa propia. Pero con el nombramiento de Barnés
daba la impresión de que el cierre de las escuelas a cargo de congregaciones y la
incautación ilegal de las escuelas privadas se había convertido de hecho en una política
oficial. Los portavoces de la CEDA pidieron que no se cerrasen escuelas mientras no
hubiera plazas disponibles para sus alumnos en las escuelas del Estado. El ministro les
contestó que los católicos tenían que pagar ahora su pecado de omisión por no haber
desarrollado suficientemente el sistema estatal desde 1933. El 4 de junio, se retiró la
CEDA temporalmente de la Cámara tanto por el insultante lenguaje del ministro como
porque su política constituía una «ofensa intolerable a la conciencia católica del país».
Los cedistas siguieron quejándose de la persecución religiosa, mientras el gobierno
seguía adelante con su política secularizadora[18].

El gobierno era «beligerante» no únicamente contra el


«fascismo», las escuelas particulares, y la estructura de la
propiedad, sino también contra la judicatura existente, por no
considerarla adecuadamente izquierdista. El 3 de junio fue
presentada una nueva legislación para crear un jurado especial, tal
como preveía el artículo 99 de la Constitución, para exigir
responsabilidades a los jueces, magistrados y fiscales que pudiesen
incurrir en delitos civiles o criminales. Contra las protestas de las
derechas, el proyecto fue aprobado el 10 de junio: fue seguido de
otra medida, aprobada por las Cortes el 9 de julio, que preveía el
retiro forzoso de los jueces y fiscales, que, según la CEDA, no era
otra cosa que un arma política a utilizar contra los derechistas.
Después del orden público, el problema más serio al que tenía
que hacer frente el nuevo gobierno era el económico. Los precios
subían rápidamente, la peseta sufría una seria devaluación y los
valores de la Bolsa habían caído como es natural. El gobierno de
Azaña había adoptado la postura de que todos los problemas
económicos habían sido causados por las derechas, pero había
continuado con una contradictoria política de expansión de las
principales partidas presupuestarias y aplicación de una línea más
intervencionista, esperando al mismo tiempo estabilizar la peseta y
reducir tanto el desequilibrio comercial como la deuda interna. La
reforma tributaria progresiva propuesta por Gabriel Franco, ministro
de Hacienda de Azaña, no se había discutido nunca en la Cámara,
donde los diputados estaban demasiado ocupados en denunciarse
entre sí. El 14 de mayo quiso saber el Bloque Patronal si el gobierno
estaba a favor de abolir el empleo capitalista y eliminar la industria
privada[19].
Del discurso de investidura de Casares Quiroga el 19 de mayo
se deducía claramente que el gobierno seguía careciendo de una
política coherente. Se refirió únicamente a mantener la aceleración
de la reforma agraria, a restablecer todas las regulaciones laborales
de 1931-1933, y a añadir otros 100 millones de pesetas a los 90 ya
destinados a Obras Públicas para combatir el desempleo. No había
respuesta posible a la crítica tanto del centro como de la derecha de
que la administración de la izquierda republicana era el único
gobierno izquierdista nuevo de Europa carente de una estrategia
fiscal seria: ni claramente deflacionista ni claramente reflacionaria,
aunque en la práctica se acercaba algo más a esta última. Es obvio
que el gobierno no estaba apegándose a la relativa moderación del
programa original del Frente Popular, pero tampoco lo había
sustituido con una alternativa sistemática. En vez de ello, implantó
medidas de remiendo, como la de limitar la cantidad de dinero que
se podía sacar del país, y nunca fue capaz de preparar un
presupuesto. Por último, el 30 de junio, el gobierno pidió a la
Cámara que prorrogase el presupuesto anterior durante el tercer
trimestre del año. Las únicas observaciones lúcidas en materia
económica hechas en el Congreso procedieron del centro y de la
derecha; los diputados del Frente Popular se preocupaban por otros
asuntos.
El mayor desbarajuste económico se produjo en parte en la zona
rural del Centro y Sur del país, mientras la industria urbana resultó
algo menos afectada. De todas maneras, los grandes aumentos de
los costes de producción, debidos especialmente a las subidas
salariales y al aumento de los beneficios adicionales, unidos a la
pérdida de inversiones, se convirtieron en toda una cuesta arriba.
Disminuyó a ojos vistas la actividad de la industria catalana debido
al descenso de la demanda interna y externa y a la evasión del
capital[20]. A mediados de junio, hasta los portavoces de la derecha
elogiaban a León Blum, líder del gobierno del Frente Popular en
Francia, por haber desarrollado un plan coherente de reconstrucción
nacional tanto para el capital como para el trabajo, y Calvo Sotelo
tuvo palabras positivas para el New Deal de Roosevelt, por la misma
razón. Andando el tiempo, Fernando Varela, de Unión Republicana,
admitía que mal podría aquel gobierno remediar el desempleo
cuando ni siquiera era capaz de redactar un presupuesto, padecía
un déficit tanto fiscal como de balanza de pagos y tenía que
habérselas con una estructura fiscal que no era suficientemente
fuerte para absorber todas las reposiciones laborales impuestas por
el decreto de febrero[21].
El 11 de junio votaron por fin las Cortes el restablecimiento de la
ley original de reforma agraria del 15 de septiembre de 1932, pero
las derechas alzaron el grito porque los nuevos decretos, más
radicales aún, habían ido mucho más allá que la legislación original,
técnicamente correcta. Mucho más graves que cualquier incautación
de latifundios eran los problemas laborales y el gran aumento de los
costes debidos a los nuevos convenios salariales y alojamientos
(asignación de trabajadores a las propiedades). El 15 de mayo, la
Confederación Española Patronal Agrícola solicitó formalmente que
entrasen en vigor todas las relaciones laborales —actitud nueva en
ella—, pero pidió también que quedasen allí las cosas[22]. Doce días
después el gobernador de la provincia de Badajoz informaba de que
algunos peones no querían aceptar siquiera salarios de 12 pesetas
diarias, más del doble de los que habían recibido el año anterior[23].
En ocasiones los mismos minifundistas y aparceros tenían que «tirar
dinero» para evitar los ruinosos alojamientos[24], Por otra parte, la
repercusión práctica de la aceleración de la reforma agraria se iba
haciendo cada vez más desordenada e incierta. Algunas de las
pocas familias que habían recibido tierras en 1935 se veían ahora
obligadas a devolverlas sencillamente porque las habían recibido
durante la legislación anterior, cuando la superficie media de las
adjudicaciones era de sólo 5,5 hectáreas, y Ruiz Funes admitió ante
la Cámara el 27 de mayo que en realidad no se podía esperar que el
índice de éxito económico de unas fincas tan pequeñas fuese mayor
del 40 por ciento, lo que equivalía de hecho a que el gobierno
admitía ya que no era probable que tuviera éxito la mayor parte de
su reforma agraria. Los patronos empezaron a exigir que todos los
convenios salariales incluyeran normativas de producción,
especificándose el grado de labor efectiva que se estaba pagando
mediante aquellos grandes aumentos salariales. Como era de
esperar, los socialistas y comunistas rechazaron las normas de
producción, pero el inepto ministro de Trabajo Lluhí admitió el 1.o de
julio que convenía probablemente que hubiese normas de
producción. En la interpelación ante la Cámara la oposición lanzó el
grave cargo de que, partiendo de las estadísticas oficiales del
Ministerio de Trabajo, el coste total de la cosecha superaría a su
valor de mercado, y Lluhí tuvo dificultades para urdir una réplica.
La actitud de los socialistas —o al menos la de la UGT— era que
había llegado la hora de la socialización de la industria, pero no
presentaron ningún plan concreto. El 9 de junio presentó el gobierno
una legislación dirigida a la industria minera de Asturias y León que
preveía que los pozos de mina y filones que ya no se explotasen
activamente pasaran a formar parte de cooperativas obreras. A
finales de ese mes los diputados socialistas y comunistas
reclamaban que el grado de obstrucción de los terratenientes era tal
que en algunas comarcas habían tenido que encargarse de levantar
la cosecha las autoridades locales o bien los sindicatos de
trabajadores del campo.

El impulso a favor de las autonomías regionales

La pleamar de cambios desencadenada por el triunfo del Frente


Popular aceleró todos los movimientos regionalistas. El
restablecimiento de la autonomía catalana se vio seguido pronto por
una nueva iniciativa de los nacionalistas vascos. El efecto revulsivo
que produjeron, unido a los ejemplos a la vista de nuevas iniciativas
obreras de todo tipo y el estímulo, o al menos el apoyo, que les
brindaba la administración de la izquierda republicana, potenció las
fuerzas autonomistas de todas las regiones importantes.
Enseguida se restablecieron la mayoría de las competencias
básicas de la autonomía catalana. La Esquerra había aprendido
mucho más del chasco de 1934 que, por ejemplo, los socialistas de
izquierda en cualquier parte, y la moderada Lliga estaba en la mejor
disposición para desempeñar en Cataluña el papel de una leal
oposición conservadora. En consecuencia, y a diferencia del resto
de España, los dos polos de la política catalana revelaron una
actitud de mutua colaboración. Aunque había muchas huelgas y
algún desorden a cargo de la CNT, hubo pocas muertes.
Comparada con Madrid o Sevilla, Barcelona (y desde luego Bilbao)
respiraba una calma relativa. Fue restablecida el 10 de mayo la
Junta de Seguridad Catalana, estableciéndose condiciones para el
traspaso de otras competencias autonómicas, y el 2 de junio se
devolvió a Barcelona, por decreto, la crucial administración del
orden público.
En aquel momento Indalecio Prieto, desde luego el líder no
nacionalista más influyente de Bilbao, se dio cuenta de que
cualquier otro retraso en la concertación de la autonomía vasca sólo
redundaría a favor de los nacionalistas más radicales, mientras que
el Partido Nacionalista Vasco se dio cuenta cabal de que la
autonomía sólo les podía llegar con la democracia y no de la
derecha o de una alianza con ésta. Se estableció una comisión
especial en la Cámara, compuesta por José Antonio de Aguirre (el
líder del PNV), un socialista vasco y un diputado vasco de la
izquierda republicana, encargados de elaborar los términos de la
autonomía vasca, y el 24 de mayo declaraba Prieto en Bilbao que
estaba decidido a conseguir la autonomía vasca lo antes posible,
aunque aquello fuese su último logro político. En abril recibió esta
comisión un nuevo plan de estatuto vasco y su aprobación estaba
casi lista a mediados de julio.
A comienzos de mayo se reunieron en Caspe los representantes
de las tres provincias aragonesas para iniciar la redacción de un
estatuto para Aragón, moldeado muy de cerca por el catalán[25]. Los
delegados de los agrarios y la CEDA empezaron a trabajar sobre un
estatuto para Castilla y León el 20 de mayo, aunque hubo disidentes
que lo querían en exclusiva para Castilla la Vieja y León, mientras
que el 9 de junio, el ayuntamiento de Burgos votaba a favor de un
estatuto para Castilla la Vieja sola. El 29 de mayo se inició una
campaña en Gijón para conseguir apoyo para un estatuto asturiano,
mientras que estaban ya en marcha esfuerzos de más ámbito al
respecto en la región valenciana. El 6 de julio se reunió en Sevilla un
cuerpo de delegados para iniciar la redacción de un estatuto para
Andalucía, mientras que el día 15 otro organismo parecido se dio
cita en Santa Cruz de Tenerife para preparar un documento similar
para las Islas Canarias.
Donde iba más adelantado un proceso de ese tipo era en
Galicia, cuya campaña autonomista estaba promovida activamente
por el Frente Popular. El 28 de junio se celebró en la región un
plebiscito para votar en torno a un estatuto recién preparado, con
una participación electoral del 74,52 por ciento, y un 74 por ciento
de votantes a su favor. Este último resultado sorprendió a todos los
observadores objetivos, dado que Galicia contaba tradicionalmente
con el más elevado índice de abstención de España, y el número de
votantes registrados en las elecciones generales de febrero había
sido considerablemente inferior. De hecho, antes del plebiscito, los
galleguistas se habían esforzado por conseguir una excepción del
requisito constitucional de que tenía que votar a favor de una
propuesta de estatuto una mayoría absoluta del electorado. Se sacó
la conclusión general de que había habido una manipulación
tremenda, sobre todo después de que se demostró que en algunas
circunscripciones rurales, típicamente abstencionistas, se había
registrado el voto favorable del 100 por cien del electorado local. El
nuevo estatuto gallego fue enviado oficialmente a la Cámara el 15
de julio para su ratificación final[26].
Ante el desarrollo de campañas autonómicas en toda España,
hubo peticiones tanto de la ultraderecha como de la izquierda
revolucionaria de que aquel proceso fuera sometido a normas
generales. Calvo Sotelo expuso en el ABC del 20 de mayo que
tendría que haber estatutos de autonomía para todas las regiones o
para ninguna, mientras el POUM, marxista-leninista, pregonaba la
creación de una «Unión de Repúblicas Socialistas de Iberia», una
especie de Unión Soviética, uno de los pocos puntos en que
coincidía con el stalinista Partido Comunista de España.

La reunificación de la CNT

La CNT llevaba largo tiempo debilitada por su desastrosa serie


de miniinsurrecciones de 1931-1933 y la represión provocada por
las mismas. El segundo congreso extraordinario en la historia de
esta organización se produjo en Zaragoza en los primeros diez días
de mayo con el fin de reunificar la CNT y forjar una política unitaria.
Los delegados de Zaragoza representaban oficialmente a unos
sindicatos con un total de 550 595 afiliados. Ese número indicaba
una disminución de entre el 40 y 50 por ciento frente al apogeo de la
organización en 1931-1932, aunque aquel declive estaba siendo
rápidamente subsanado por una activa campaña de expansión en la
que desempeñaron papeles de importancia la nueva ofensiva de
huelgas y la competencia con la UGT. El informe del secretariado de
la CNT ridiculizaba las pretensiones de los socialistas caballeristas
diciendo que alardear de un «Lenin español» recordaba aquella
fábula del sapo que quiso convertirse en buey. Hacía hincapié
además en que la división interna y la «indecisión» del movimiento
anarcosindicalista en los dos años últimos había permitido a los
comunistas y demás partidos marxistas crecer a expensas de ellos y
había hecho que la izquierda burguesa se encaramara en el poder
con una política «exactamente como cuando Casas Viejas[27]».
El comité encargado de investigar el papel desempeñado por la
CNT en la insurrección de octubre atribuyó tanto la iniciativa como el
fracaso de aquel intento a la «iracundia de los socialistas por haber
sido arrojados del poder». Y le dedicaban también una participación
igual en aquella vergüenza a Azaña, el «jefe del radicalismo
socializante, el político más cínico y fríamente cruel que nació a la
vida española». Ridiculizaban también el exiguo esfuerzo de los
catalanistas y de los socialistas, excepto en Asturias, y justificaban
en cambio la no participación de la CNT en ninguna parte, hecho
que «obedeció a que no quiso ser la vanguardia de sacrificio por
unas facciones que hubiesen rematado fríamente a nuestros
supervivientes de la lucha contra el gobierno». Se declaró que la
unión con la UGT sólo sería posible sobre la base de una
renunciación completa de esta última a cualquier colaboración con
un gobierno republicano, un acuerdo para «destruir completamente
el régimen político y social», y el apoyo del 75 por ciento de los
afiliados en un referéndum hecho a tal fin[28].
Aquel congreso propugnó una vez más «el método
insurreccional por la conquista de la riqueza social». Un informe
sobre la implantación del comunismo libertario declaraba que su
objetivo era suprimir la propiedad privada y reorganizar la sociedad
sobre la base de sindicatos y comunas autónomos que constituirían
la «Confederación Ibérica de Comunas Autónomas Libertarias». Se
suprimirían también el ejército y la policía, se entregarían todas las
armas a las comunas, y se enseñaría en las escuelas la teoría de la
no existencia de Dios[29].
Aunque las relaciones con la UGT seguían siendo difíciles, hubo
más colaboración a nivel local que nunca, al convertirse en
iniciativas conjuntas UGT-CNT un número creciente de las nuevas
huelgas multitudinarias. El 24 de mayo Largo Caballero abrazó
públicamente en Cádiz a un líder de la CNT, pero siguieron en pie la
mayoría de sus diferencias. En algunas huelgas de gran
envergadura la CNT asumió la iniciativa en oposición a la UGT,
cuyos líderes trataban a veces de seguir un método más prudente
que el indicado por la retórica revolucionaria.
La «radicalización competitiva» entre ambos movimientos
alcanzó su clímax en Málaga, donde una huelga de los de la
salazón del pescado de la CNT no fue secundada por el sindicato
local de pescadores de la UGT. Como represalia, el 10 de junio los
pistoleros de la CNT asesinaron a un concejal comunista que había
apoyado a la UGT. Entonces se lanzó a la huelga la UGT
malagueña, pero lo hizo contra sus «hermanos proletarios» de la
CNT, atacando a varios centros cenetistas locales, y causando una
serie de heridos de ambas partes. Tras haber sido asesinado el 11
de junio el presidente socialista de la Diputación Provincial,
aparentemente por cenetistas, el gobierno clausuró todos los
centros de la CNT de la provincia, pero la violencia continuó. Fueron
enviados desde Madrid a toda prisa refuerzos de la policía; fueron
detenidos muchos cenetistas, y uno muerto, mientras los socialistas
y comunistas distribuían hojas volantes en las que se acusaba a la
CNT de «servir al fascio».

El cisma socialista se profundiza

La creciente polarización de la política nacional no se tradujo en


un alivio de la escisión existente entre la «izquierda» y el «centro»
de los socialistas, que no hizo otra cosa que aumentar. Aquello hizo
imposible cualquier respuesta coherente del Partido Socialista y la
UGT a la crisis de la República. La «izquierda» estaba empeñada en
evitar cualquier nueva coalición que pudiera fortalecer al gobierno
de la izquierda republicana y tildaba constantemente a todos los que
apoyaban aquella táctica de «traidores» que merecían ser
expulsados del partido, mientras el centro prietista —que carecía de
una verdadera mayoría en el partido, pero controlaba la comisión
ejecutiva— vio siempre frustrados sus esfuerzos.
Aunque la política de la izquierda socialista era exclusivamente
negativa y destructora, encaminada al deterioro de la estructura
económica y en último término del gobierno de la izquierda
republicana, carecía de plan revolucionario propio. La izquierda
socialista, según ha indicado Santos Juliá, no era un grupo unido,
sino que se componía de cuatro núcleos distintos:

1.o La mayoría de la UGT, liderada por Largo Caballero,


constituía la fuerza principal. A pesar de su radical postura, los
líderes ugetistas llegaron a sentirse algo asustados por la ingente
nueva ola de huelgas. Pese a lo que renegaban de Prieto y de
Besteiro, querían evitar una escisión oficial, tanto en el partido como
en la UGT, y pese a sus habladurías filocomunistas, eludieron
ulteriores fusiones con los comunistas.
2.o Formaban un segundo grupo los retóricos revolucionarios
apiñados en torno a Araquistain y el cuadro editorial de Claridad.
Aunque eran los principales proveedores de la retórica
revolucionaria, tenían desde luego mucho más interés que Largo
Caballero en sostener el gobierno de Casares Quiroga, que
Araquistain consideraba fundamental.
3.o Constituían un tercer sector las Juventudes Socialistas
Unificadas (JSU), dominadas desde mayo prácticamente por los
comunistas. Muy receptivas antes del argumento del POUM de
pasar directamente a la revolución, se apegaban ahora a la línea
comunista de una lealtad temporal a la más abierta fórmula del
Frente Popular.
4.o Había también un pequeño número de criptocomunistas del
tipo de Julio Álvarez del Vayo, cuñado de Araquistain, que tenían
cierta influencia pero sin formar un grupo organizado. Sólo estos
criptocomunistas estaban realmente interesados en la escisión
oficial del partido, para unir la izquierda socialista con los
comunistas[30].

A pesar de la baladronada de Araquistain a un reportero


estadounidense de que «los socialistas españoles somos ahora más
avanzados, más comunistas, que el Partido Comunista[31]», la
izquierda socialista estaba basada en el sindicalismo de la UGT y no
mostraba en general ni mucha comprensión ni interés por la táctica
leninista de la «vanguardia del partido». Araquistain trataba de
compensar esa realidad «platicando» —en una especie de «estilo
latinoamericano»— sobre el papel de un «caudillo revolucionario»
con respecto de las masas, hasta el punto de que El Socialista se
quejó el 13 de mayo de que Claridad: «está forjando la autoridad
universal del futuro dictador».
El 25 de mayo la comisión ejecutiva prietista convocó una
reunión del comité nacional del partido, que decidió que el siguiente
congreso del mismo tendría lugar en octubre en Asturias. Se
hicieron unas elecciones especiales con el fin declarado de cubrir
los puestos vacantes en la comisión ejecutiva, y el centro presentó
una lista moderada encabezada por Ramón González Peña al
tiempo que advertía a través del comité nacional que las secciones
locales del partido que no se atuviesen a las ordenanzas e
instrucciones del mismo serían disueltas. Los caballeristas, que
controlaban la sección madrileña del partido replicaron con una lista
electoral propia, encabezada por Largo Caballero, e hicieron planes
para convocar su propio congreso del partido en Madrid a finales de
julio, aunque el centro advirtió que aquello constituiría un congreso
cismático que sólo produciría una ruptura oficial del partido.
El conflicto interno del histórico partido alcanzó un punto álgido
en un mitin socialista celebrado el 31 de mayo en la pequeña ciudad
sevillana de Écija, donde Prieto y González Peña trataron de dirigir
la palabra a un auditorio socialista cada vez más hostil que incluía a
muchos caballeristas. Se oyeron insultos, después volaron piedras y
botellas y por último sonaron tiros de escopeta, lo que obligó a los
líderes asturianos centristas a salir corriendo hacia los coches que
los aguardaban. Salieron pisando el acelerador, seguidos por los
izquierdistas ecijanos también en vehículos de motor. Hubo varios
heridos, y el secretario de Prieto fue capturado temporalmente en la
carretera por sus perseguidores, que lo llevaron a Écija, donde lo
liberó por último ¡la guardia civil!
La guerra de palabras se enconó todavía más cuando Prieto
acusó a Largo Caballero de haber traicionado al partido en octubre
de 1934. Prieto empezó entonces a tomar en serio una inevitable
escisión formal y se expresaba cada vez con más pesimismo. La
Petite Gironde, de Burdeos, citó el 15 de junio estas supuestas
palabras suyas: «Es injusto considerar a todos los derechistas como
fascistas. El peligro fascista sólo existe donde lo produce la
izquierda. El próximo congreso del Partido Socialista va a producir
una escisión». Dos días después, declaraba en su propio periódico
El Liberal: «Pensemos viendo la ruta peligrosa por donde van las
cosas que alguna razón pueden tener nuestros impugnadores». Y
tras haber presentado Jiménez de Asúa una petición en el Congreso
para la construcción de una prisión especial para los detenidos
políticos, Prieto apostilló: «Que nos preparen el presidio con todo el
confort posible, por si no tenemos de nuevo la fortuna de atravesar
la frontera. Que el porvenir nos depare de nuevo la expatriación o el
presidio. Nos estará bien merecido. Por insensatos».
Cuando el secretariado prietista publicó a fin de mes los
resultados de la elección especial para la comisión ejecutiva, la lista
electoral de González Peña fue declarada vencedora con 10 933
votos contra 2876. Este sufragio parece muy bajo en vista de los
59 000 votantes que resultan de las listas de miembros del partido,
pero la administración de éste había anulado sistemáticamente los
votos de los grupos caballeristas locales que no habían pagado sus
cuotas o tenían deudas por infracciones de otro tipo, e ignorado
también los votos de los miembros de las JSU que no podían
considerarse como afiliados propiamente dichos al partido[32].
El 2 de julio Claridad contestó que en realidad se habían
depositado casi 22 000 votos a favor de Largo Caballero y
aseguraba además que en un reciente congreso habido en Jaén, la
plataforma revolucionaria, que incluía la formación de una amplia
alianza obrero-campesina y un partido unificado socialista-
comunista, se había impuesto por 1438 votos contra 523. Y
solicitaba que se eligiese un comité especial de investigación,
seleccionado a medias por la comisión ejecutiva y por la sección
madrileña del partido, para hacer el escrutinio de los resultados
electorales, pero la comisión ejecutiva decidió enseguida que
aquello estaba de sobra.
En la segunda semana de julio, Largo Caballero estuvo en
Londres representando a la UGT en el Congreso Internacional de
sindicatos. Allí, una vez más, echó por tierra la versión asiduamente
cultivada por los moderados, que intentaban presentar la
insurrección de 1934 como un intento de «salvar la democracia
republicana», recalcando en cambio que no había sido otra cosa
que un «movimiento de clases[33]». El 10 de julio otro congreso
socialista provincial de Andalucía, esta vez en Cádiz, respaldó la
postura izquierdista por una votación de 88 contra 2.[34]
Aparte de las JSU, dominadas por los comunistas, la única
unidad que campaba en junio lo hacía en Cataluña, donde las
secciones regionales catalanas de los partidos socialista y
comunista, unidas a la pequeña Unió Socialista de Catalunya, de
carácter regional, y al Partit Català Proletari, llegaron a un acuerdo
para la formación de un nuevo y unido Partit Socialista Unificat de
Catalunya (PSUC), que como es lógico estuvo cada vez más
dominado por los comunistas[35].

El «oasis catalán»

Cataluña constituyó de hecho una excepción parcial dentro de


aquel rompecabezas de desgobierno, polarización extrema y
violencia que fue la primavera de 1936. Aunque la CNT mantuvo
«en funciones» un gran volumen de actividad huelguista y hubo
numerosos incidentes debidos a las huelgas así como explosiones
de bombas, sin muertos, sólo se registraron en la Ciudad Condal
tres asesinatos políticos (dos de ellos los de los hermanos Badía en
abril). La economía catalana sufrió, como la del resto de España,
pero escasearon el gran desorden y las quemas de importancia. El
gobierno catalán sacó adelante una nueva versión de la «Llei de
Contractes de Conreu» (Ley de Contratos de Cultivo), que la Lliga
aceptó básicamente, resolviéndose las diferencias iniciales de 1934.
Lluís Companys, de nuevo presidente de la Generalitat, había
aprendido mucho más que los caballeristas. Hizo esfuerzos mucho
más serios que los de Azaña y Casares Quiroga para mantener el
orden, lo que le ahorró a Cataluña por lo menos los peores efectos
de una nueva tanda de quemas de iglesias y persecución religiosa.
Companys trató además de alentar un amplio acuerdo laboral para
reforzar la economía, pero en esto tuvo menos éxito. No promovió la
política de polarización, y en mayo, el Estat Català, sección más
extremista, se separó de la Esquerra, aunque siguió participando en
el gobierno catalán. Aunque existía también en Cataluña una aguda
tensión entre la izquierda y la derecha, tanto el gobierno de
Companys como el centro-derecha se esforzaron en conseguir un
entendimiento. Las autoridades cerraron una serie de centros
locales de la Lliga, pero los líderes de ésta procuraron estar a la
altura de la responsabilidad de una oposición leal, y a principios de
julio Companys había iniciado negociaciones para conseguir un
nuevo acuerdo con los conservadores catalanes[36].

La ola de huelgas y los disturbios de mayo y junio

Las primeras semanas que siguieron al triunfo del Frente Popular


no se caracterizaron sobre todo por más huelgas de las usuales.
Las medidas negativas adoptadas por ciertos intereses
empresariales —el abandono de una serie de empresas, una serie
de huelgas empresariales y sobre todo, la evasión de capital—
constituían una respuesta a los resultados de las elecciones, pero al
principio no se debieron a una nueva gran presión de los sindicatos.
La administración de Azaña, como hemos visto ya, se había
apresurado a iniciar el restablecimiento de la estructura y autoridad
de los jurados mixtos, aunque la nueva legislación que les
devolvería del todo su carácter original no fue aprobada en la
Cámara hasta el 20-21 de junio. Las grandes huelgas sólo hicieron
su aparición con el «buen tiempo» de mediados de la primavera,
con un gran aumento en mayo que siguió acrecentándose en el mes
de junio. En sólo esos dos meses, la actividad huelguista fue
aproximadamente tan grande como en todo 1932 o en 1934 (menos
octubre), y en los primeros seis meses y medio de 1936 fue mayor
que en todo 1933 (récord anterior en la historia de España), si
tenemos en cuenta también el número total de huelguistas. (Véase
tabla 13.1.) El volumen absoluto, que pudo haber implicado a no
menos de un millón de huelguistas al mismo tiempo a finales de
junio, no fue proporcionalmente mayor que el de la ola de huelgas
que se desarrolló en Francia tras el triunfo allí del Frente Popular en
mayo. Se cree que la ola de huelgas de Francia de finales de mayo
y junio afectó posiblemente en su apogeo a dos millones de obreros,
más o menos la misma proporción, servatis servandis que en
España. La diferencia principal es que en Francia el gobierno
encauzó rápidamente las huelgas hacia convenios económicos
pragmáticos, mientras que los masivos paros laborales de España
adoptaban más bien un tono prerrevolucionario. No se debía eso a
que la CNT y la UGT pidieran ya la colectivización inmediata de la
industria o las tierras, sino a que los términos económicos impuestos
en España estaban tan fuera de lugar que en muchos casos
escapaba sencillamente a la capacidad de los patronos hacer los
pagos o, si se cumplían por completo, habría equivalido al control
fáctico de los obreros. Éstos consiguieron en muchos casos imponer
el «coto cerrado laboral», lo que se tradujo en el despido de un
número considerable de miembros de sindicatos católicos, lo que
trajo consigo un derrumbe precipitado de los sindicatos católicos,
poco fuertes[37]. Un dato digno de notar es que todo esto estaba
ocurriendo en un momento en el que la tasa oficial de desempleo se
situaba en unos 800 000 (aproximadamente el mismo total que en
Francia, lo que indica que el paro registrado era proporcionalmente
casi el doble en España —aunque a su vez las estadísticas
españolas incluían también a los de empleo parcial). Esto pone de
hincapié el carácter esencialmente político de muchas de las
huelgas, rasgo recogido por muchos comentadores.
Tabla 13.1. Actividad huelguista durante la República
Huelgas por años
1931 734
1932 681
1933 1127
1934 594
1935 181
1936 1108
Huelgas por meses en 1936
Enero 26
Febrero 19
Marzo 47
Abril 105
Mayo 242
Junio 444
Julio 225

Fuente: Boletín del Ministerio de Trabajo, 1936.

La gran huelga de marineros de mayo tuvo repercusiones


internacionales, pues paralizó también a barcos españoles que se
hallaban en algunos puertos del extranjero. A principios de junio, los
estibadores y los tripulantes de barcos habían logrado un triunfo
total con gran aumento de sueldos, reducción de horas y abultados
beneficios adicionales. Los términos del convenio exigirían de hecho
tal aumento en mano de obra que ni habría tripulantes ni espacio
suficientes a bordo de los buques mercantes españoles para
alojarlos, lo que dejó a algunos barcos atracados en los puertos y al
comercio español enfrentado a unos costes catastróficos. Indalecio
Prieto llamó la atención el 25 de mayo sobre que los términos
acordados iban a provocar «una crisis infinitamente mayor[38]» que
la explotación padecida por los estibadores y marineros.
En Barcelona las demandas de los empleados en los hoteles
podrían haber arruinado a la industria hotelera. Cuando los
propietarios ofrecieron ceder a los trabajadores parte de su
propiedad en forma de acciones a cambio de un arreglo más
solidario, la CNT no la aceptó. En operaciones similares, la
Compañía de Tranvías de Valencia y una línea ferroviaria de
Andalucía se vieron obligadas a disolverse, teniendo que hacerse
cargo de los servicios los respectivos gobiernos locales. De un
modo menos espectacular, iban hacia la ruina también cientos de
pequeños empresarios. Tras haber accedido la asociación de
contratistas a las exorbitantes demandas de los obreros cenetistas
de la construcción en Sevilla, el secretario del comité nacional de la
CNT, Horacio Prieto, instó a sus camaradas a que moderasen sus
demandas antes que unos patronos desesperados, que estaban
dispuestos ya a conceder cualquier cosa razonable, se lanzaran en
brazos de una reacción protofascista.
El desempleo aumentó inevitablemente en algunas categorías, la
producción general disminuyó, bajaron los ingresos por impuestos y
huía del país cada vez más capital. Cada vez se hacía más difícil
consolidar la deuda y colocar los bonos del Estado. Los dirigentes
empresariales suplicaron al gobierno que adoptara medidas
decisivas para estabilizar la economía y conseguir algún tipo de
convenio con los sindicatos. El 7 de junio La Veu de Catalunya
publicó un manifest (manifiesto) firmado por 126 asociaciones de
empresarios locales y regionales. Expresaba su buena disposición a
aceptar la mayor parte del programa económico del Frente Popular,
pero apremiaba al gobierno para que adoptase medidas inmediatas
para controlar la anarquía económica, sugiriendo una congelación
temporal de los aumentos salariales, una reforma de los tribunales
laborales para conseguir arbitrajes imparciales, y una «Conferencia
del Trabajo» nacional destinada a enderezar las cosas. Las
resoluciones adoptadas por una asamblea extraordinaria de las
cámaras nacionales del comercio y la industria celebrada en Madrid,
según señala El Sol del 26 de junio y 5 de julio, expresaron la misma
preocupación. Aquellas apremiantes peticiones fueron ignoradas
virtualmente.
La huelga tal vez más llamativa y conflictiva fue la iniciada por la
CNT el 1.o de junio en la construcción madrileña. Según hemos
indicado, el Sindicato Único de la Construcción (SUC), cenetista,
había crecido muchísimo en Madrid, sobre todo a base de defender
a obreros no cualificados. El 19 de abril había decidido por votación
pedir la semana de 36 horas, un aumento de paga del 15 al 17 por
ciento para los obreros cualificados y semicualificados, y del 50 por
ciento para los peones (no cualificados). La UGT se hizo eco al mes
siguiente de todas aquellas demandas para no verse desbordada
por el sindicato rival. Los empresarios, enfrentados a aumentos de
costes ruinosos, adoptaron la línea dura, y poco después de
iniciarse, la huelga afectó a 110 000 obreros, al haberse unido a los
de la construcción los de otros sindicatos afines. Como de
costumbre, la CNT se negó a colaborar con el jurado mixto, aunque
la UGT estaba dispuesta a hacerlo, por lo que el Ministerio de
Trabajo presentó unilateralmente su propio laudo el 3 de julio sobre
la base de una semana de 40 horas y unos aumentos salariales
situados entre el 5 y 12 por ciento, muy generosos, dadas las
circunstancias, sin ser ruinosos para los patronos. Los huelguistas
de la UGT votaron, tres contra uno, a favor de aceptar aquellos
términos, que fueron rechazados por el SUC. Incluso los ugetistas
se incorporaron al trabajo con lentitud, y la huelga seguía en pie
cuando empezó la Guerra Civil[39].
Las huelgas grandes como aquella incluían manifestaciones a
gran escala y a menudo violencia; la CNT sobre todo tenía poco
empacho en hacer uso de la fuerza para imponer sus huelgas. Al
final de la primavera se hallaban en huelga en Barcelona 60 000
empleados de tiendas, y se aseguraba que aproximadamente la
mitad de los obreros de Madrid hacían paro en julio, aunque ese
estado de cosas, como de costumbre, era muy diferente en las
distintas partes del país[40].
Los líderes mismos de la izquierda socialista empezaban a
preocuparse lo suyo ante la proliferación y radicalización de las
huelgas. El 22 de mayo la comisión ejecutiva de la UGT estableció
que no habría más huelgas de la UGT sin autorización directa de la
federación nacional correspondiente, pero esto fue ignorado a
veces. A partir de la segunda mitad de mayo la prensa
republicanista acusó una alarma creciente y Política, órgano
principal de Izquierda Republicana, clamaba cada vez con más
frecuencia por que hubiese ley y orden. El 23 de junio, los editores
de Solidaridad Obrera admitían también que la ola de huelgas se
había descontrolado y recomendaban que la CNT en su conjunto
podría optar por tratar de conseguir precios más bajos en vez de
unos convenios salariales cada vez más altos y menos realistas.
Como alternativa, otros líderes de la CNT sugerían que los
sindicatos podrían muy bien reservar su esfuerzo para la gran
huelga general revolucionaria en algún momento no especificado del
futuro. El liderazgo del Partido Comunista empezó también por
hacer algo para moderar la ola de huelgas, pero tenía una influencia
limitadísima en las organizaciones laborales.
El mayor desorden laboral no estaba en las ciudades, sino en las
comarcas rurales de Castilla la Nueva y del Sur. La FNTT rechazó
de plano cualquier norma de trabajo mínimo o de productividad,
como también, por considerarla inadecuada, la propuesta del
gobierno a dar tierras a 100 000 nuevos campesinos al año. La CNT
sumaba también con gran rapidez nuevos afiliados en la zona rural
del Sur y seguía fijando términos todavía más radicales. Los
alojamientos y siegas por asalto (iniciación arbitraria de la cosecha
por iniciativa de los jornaleros) ponían a los pequeños propietarios al
borde de la ruina, y tampoco remediaban todas las necesidades de
los peones. Los nuevos contratos de trabajo en el campo imponían
condiciones muy duras para aumentar al máximo el empleo de la
mano de obra masculina. El gran aumento de costes laborales con
la República había hecho que muchos propietarios tendieran a
mecanizar el trabajo lo más posible y ahora los nuevos contratos de
trabajo del Sur de España ponían trabas específicas al empleo de la
maquinaria[41]. El mal tiempo de aquel año, con siembras y
cosechas tardías, y la falta de crédito para los pequeños propietarios
y nuevos campesinos complicaron a tal punto los problemas, que el
Ministerio de Agricultura llegó a pronosticar una disminución del 27
por ciento en la cosecha de trigo[42]. Parte de las tierras estaban
abandonadas sin más y los pequeños propietarios sólo deseaban
recurrir al mínimo de jornaleros posible. Las condiciones más
extremas azotaron probablemente a la provincia de Badajoz, donde
más de un tercio de los jornaleros adultos habían recibido ya algún
terreno. Aquello solo sirvió para suscitar la apetencia de más ayuda
económica lo que se traducía en actividades arbitrarias a gran
escala, mientras «miles de jornaleros andaban de acá para allá…
buscando en vano trabajo en una provincia en la que parece haber
reinado un caos completo en vísperas de la Guerra Civil[43]». A
finales de junio la UGT había iniciado una campaña nacional en pro
de la expropiación inmediata sin compensación de todas las tierras
sin cultivar, y al parecer seguían produciéndose en algunas
provincias las apropiaciones ilegales de una forma u otra.
Probablemente nunca será posible conseguir un censo exacto de
todas las tierras que cambiaron de dueño en aquellos meses. Un
prominente historiador social saca esta conclusión:
Nuestra hipótesis, nada segura y sometida a cualquier comprobación en uno u otro
sentido, es que la ocupación de hecho de tierras, bien en calidad de yunteros, de
beneficiarios legales de ocupaciones, de asentados en expropiaciones ya tramitadas, de
ocupaciones de hecho —a veces incluso en forma de alojamiento—, transmitidas
simplemente por la Comisión de Policía Rural a la Junta Provincial Agraria, debía
acercarse al millón de hectáreas cuando estalló la Guerra Civil[44].

Ese cálculo, el mejor que se puede hacer sin mucha mayor


investigación, equivaldría a alrededor del 2,5 por ciento de los 40
millones de hectáreas de propiedad agraria de España, o al 5 por
ciento de los aproximadamente 20 millones de hectáreas de tierra
de cultivo. Aquello no era todavía una revolución, pero se podría
considerar como el comienzo de la misma. El cambio de la
propiedad de la tierra había provocado ya consecuencias de
envergadura en algunas provincias del Sur donde la proporción de
tierra de cultivo que había cambiado de dueño era muy superior al 5
por ciento[45].
Sin embargo, la gran mayoría de los trabajadores de la tierra de
la UGT y la CNT tenían al parecer pocas nociones de lo que es una
revolución económica hecha a fondo. Es evidente que en su
mayoría querían jornales mucho más altos o bien tierra de su
propiedad donde trabajar en condiciones fáciles. Según advirtió
Julián Besteiro en el Congreso y según señalaba un experto en
cuestiones agrarias en El Sol (15 y 17 de julio), el efecto real de
todas las huelgas y el acosamiento rural, especialmente en el
Suroeste, no se tradujo en una revolución positiva de la propiedad y
la producción, sino en desviar la mayor proporción posible de la
renta a corto plazo hacia los jornaleros y algunos pequeños
propietarios. La mecanización se frustró, y los medianos propietarios
y a veces incluso los pequeños estaban arruinándose sin que se
hiciera ningún verdadero intento de construir la base de una
economía rural más moderna y eficiente. Las consecuencias
económicas de la prerrevolución agraria en el Sur de España fueron
básicamente destructoras.
Muchas huelgas estuvieron acompañadas por actos de violencia,
cuyo ritmo había empezado a acelerarse a mediados de abril. La
incidencia de la violencia siguió aumentando con el avance del buen
tiempo, alcanzando un clímax hacia el 25 de mayo y manteniéndose
muy cerca de aquel nivel en las siete semanas siguientes. Las
izquierdas mataban falangistas y derechistas, y caían izquierdistas a
su vez, principalmente por obra de los falangistas, la policía tiraba a
matar contra los obreros en huelga (generalmente en las
manifestaciones), y a veces morían a tiros miembros de las fuerzas
de seguridad. Tras haber matado los falangistas al director de un
diario socialista de Santander el 3 de junio, cuatro falangistas o
sospechosos de serlo fueron asesinados en esa ciudad en las 48
horas siguientes.
Una de las retahílas de incidentes más descabelladas de
entonces, aunque no causó muertos, se inició en Alcalá de Henares
el 15 de mayo: varios oficiales de la guarnición local fueron
agredidos por izquierdistas, que a continuación prendieron fuego a
la casa de uno de ellos. Los socialistas de Alcalá de Henares
pidieron entonces al gobierno el traslado de los dos regimientos de
aquella guarnición, alegando que había tendencias fascistas y
conspiratorias entre sus oficiales. Casares Quiroga accedió, y se
ordenó a ambas unidades que estuviesen dispuestas para el
traslado en 48 horas. Cuando los jefes y oficiales protestaron, fueron
arrestados una serie de ellos, sometidos a consejo de guerra, y
condenados a distintas penas de prisión, lo que exacerbó los
sentimientos de indignación existentes entre los militares. De un
modo bastante parecido, después de una refriega ocurrida en
Oviedo el 23 de mayo entre unos obreros y la guardia civil, las
protestas producidas por el empleo de la fuerza por esta última se
tradujeron en el arresto y procesamiento de cinco oficiales de la
Benemérita.
La peor mortandad por explosiones de violencia de aquella
primavera se produjo el 29 de mayo cerca de la pequeña localidad
de Yeste, en la provincia de Albacete. Los vecinos de un pueblo
cercano de la sierra llamado La Graya habían perdido gran parte de
sus medios de vida tras la inauguración en el año anterior de un
nuevo pantano que ocupó el valle situado justo debajo como
consecuencia del programa en curso de obras públicas de la
República. Aproximadamente unas mil familias habían ganado el
sustento del derribo de árboles y otras actividades en la zona
situada ahora bajo el agua, mientras que el bosque que quedaba en
las laderas situadas sobre ella no se podía explotar
económicamente por el motivo opuesto, quedaba una distancia
demasiado grande entre los troncos derribados y el agua necesaria
para su transporte. La nueva diputación provincial nombrada por la
administración de Azaña había abierto algunos terrenos comunes a
la explotación forestal de los trabajadores locales, pero al llegar el
buen tiempo muchos de ellos empezaron a tomar la ley por su mano
y cortar madera ilegalmente en propiedad privada, aunque no
podían explotarla en grandes cantidades. Ante las quejas de los
dueños de esas tierras, se ordenó a los leñadores que suspendieran
aquella actividad, y fueron enviados 19 guardias civiles a La Graya,
donde detuvieron a seis trabajadores el 27 de mayo. Su detención
provocó una gran concentración de trabajadores que acudieron con
sus familias de las aldeas vecinas y bloquearon la carretera el día
29 cuando la guardia civil trataba de llevar a los detenidos a Yeste.
Las autoridades locales trataron de apaciguar a la multitud
ordenando la excarcelación de los detenidos.
Pero cuando el destacamento de la guardia civil reanudó su
marcha hacia Yeste, se vio rodeado y casi aplastado en la carretera
por una multitud tal vez de dos mil personas. Un guardia civil resultó
muerto al ser golpeado en la cabeza con un «gancho pinero», y
todos los demás sufrieron lesiones de algún tipo, desde contusiones
hasta heridas de importancia. Tres de ellos lograron hacerse con
sus armas y separarse de la muchedumbre justo lo suficiente para
empezar a disparar una salva tras otra contra ella, casi a
quemarropa. Los disparos de los máuseres hicieron que aquel
gentío huyese al punto presa del pánico y conforme otros guardias
se reponían y recuperaban las armas, se sumaban al tiroteo. Para
cuando aquella multitud se puso fuera de tiro, quedaban en el suelo
diecisiete muertos y habían resultado heridas más de treinta
personas[46].
Aquel cruento suceso reflejaba el sentido de desesperación
reinante entre los despojados leñadores, así como su extremada
hostilidad y agresividad, como también la demostradísima ineficacia
de la guardia civil —tanto por su poca preparación como por el mal
equipo— para ejercer un control humano de las masas. Se alzó un
vendaval de protestas de la extrema izquierda que hablaba de otro
Arnedo o Casas Viejas, aunque las circunstancias fuesen del todo
diferentes. El asunto se ventiló en la Cámara el 5 de junio, aunque
se acordó entonces dejarlo en manos del juez instructor.
La única respuesta del gobierno a aquellos incidentes consistió
en detener más falangistas y también en algunos casos en cerrar los
centros o secciones locales de la CNT que seguían haciendo
huelgas ilegales o violentas, pasando por alto los jurados mixtos.
Ninguna de tales medidas dio gran resultado, porque tanto las
organizaciones fascistas como las anarcosindicalistas crecían con
gran rapidez. No es exagerado decir que por cada falangista
detenido —y llegó a haber al final siete mil encarcelados— diez
jóvenes derechistas se sumaban a su movimiento para tomar parte
en la acción directa contra la izquierda[47].
Ni dio tampoco resultado alguno en el apaciguamiento de las
pasiones la censura parcial de la prensa, que se mantuvo hasta el
último día. En palabras de un estudioso americano:
La censura gubernamental procuraba suprimir las noticias referentes a huelgas y
asesinatos porque los ministros temían el contagio de la violencia. Había que enviar
apresuradamente a la oficina de prensa ejemplares de los diarios para su previo
examen; las secciones suprimidas aparecían como espacios en blanco o con tipografía
borrosa. Le Temps de París, que llegaba a Madrid con unos días de retraso, ofrecía a
menudo más información que los diarios de la capital de España. Sólo cuando uno
conseguía un rimero de diarios de provincias y leía las páginas tituladas Conflictos
sociales podía darse cuenta cabal de las proporciones de un descontento laboral que
escapaba a las estadísticas oficiales[48].

El consejo nacional de Izquierda Republicana dio a conocer el 30


de mayo una declaración pública en la que se lamentaba así:
«España ha sido juzgada en el exterior como un país en
permanente guerra civil, incapaz para la convivencia democrática.
La República ha sido vista como un régimen interino e inestable, al
que los propios republicanos dificultan la base de su
afianzamiento[49]». Urgía a todas las secciones locales del partido a
que hicieran lo más posible por aplacar las pasiones y mantener la
legalidad. Política, el diario del partido, hacía frecuentes
llamamientos a la moderación a la vez que lamentaba que los
convictos falangistas y derechistas recibieran a menudo condenas
leves. Las delegaciones parlamentarias de Izquierda Republicana y
Unión Republicana aprobaron el 11 de junio una resolución conjunta
pidiendo al gobierno que tomase medidas más enérgicas para
restablecer el orden. En los días siguientes Política elogió a la CGT
francesa porque acababa de firmar un impresionante convenio
laboral nacional nuevo que amortiguaba la ola de huelgas de
Francia, al tiempo que seguía acusando la actitud de la CNT de
pasarse por alto los jurados de arbitraje y tratar de arruinar a la UGT.
Defendía al mismo tiempo la postura de la pequeña burguesía y
recalcaba la importancia de la alianza entre los republicanos de
izquierda pequeño-burgueses y las organizaciones laborales,
achacando la máxima responsabilidad del torbellino social y
económico a los grandes empresarios. La única polémica digna de
tal nombre entre Política y Claridad tuvo lugar durante la segunda
quincena de junio, cuando el primero echó la culpa a la izquierda
socialista del alucinante incidente de Écija y de la subversión interna
del Partido Socialista y de la unidad del Frente Popular.
El 11 de junio, el gobierno propuso a la Cámara, como de
costumbre, prorrogar el estado de alarma durante otros treinta días
y aquella mañana publicó nuevas órdenes contra la posesión ilegal
de armas (aunque casi nunca llegaron a detener a socialistas por tal
motivo), junto con más sanciones contra los empresarios que
burlaban las regulaciones laborales oficiales y más medidas para
acabar con las huelgas producidas con medios ilegales. Todo ello
acompañado de más traslados en las guarniciones militares y
cuarteles de la guardia civil, aunque no hay pruebas de que se
consiguiera nada con tales medidas. El gobierno se daba entonces
cuenta cabal de que estaba librando una batalla en dos frentes, con
la mayor confusión, incertidumbre e incoherencia imaginarias.
Buena prueba de ello es que nos hallamos a mediados de junio a
Casares Quiroga haciendo observaciones positivas referentes a la
guardia civil.

La confrontación en la Cámara

Algunos republicanos moderados perdieron en cuestión de días


sus esperanzas en el gobierno de Casares Quiroga y enseguida
unos cuantos propusieron la adopción de medidas más tajantes.
Felipe Sánchez Román había tomado parte activa en unas
conversaciones de seis semanas de duración en torno a la
formación de una coalición mayoritaria mayor y más fuerte, pero el
líder propuesto, Indalecio Prieto, había rehusado a jugárselo todo
debido al veto de los socialistas de izquierda. Como consecuencia,
una asamblea de la directiva del minúsculo Partido Nacional
Republicano (PNR), de Sánchez Román, aprobaba la siguiente
declaración el 25 de mayo:
En los actuales momentos, robustecida la autoridad del PNR por haber previsto las
dificultades que encontraría en su camino la política del Frente Popular, y con la libertad
de enjuiciamiento que le proporciona su apartamiento de las funciones de gobierno, le
corresponde la misión de hacer coincidir a los republicanos en la apreciación de la
gravedad del momento político, en el reconocimiento del fracaso del llamado Frente
Popular en la forma que actualmente se desenvuelve y en la necesidad de poner en
práctica los medios de acción para salvar al país y a la República.
El concierto de acción política ha de descansar sobre las bases siguientes:
Ejecución inmediata del programa de defensa del Estado republicano. Tal vez una
referencia a la vigorosa Ley de Seguridad del Estado aprobada por el primer gobierno de
Azaña restableciendo con todo vigor el principio de autoridad, reconstrucción económica
y política social concertada por los partidos de Izquierda Republicana, Unión
Republicana y otros republicanos nacionalistas.
Cumplimiento de las reformas beneficiosas para la clase obrera incorporadas al
programa electoral del Frente Popular.
Se pondrán en práctica aquellas medidas necesarias para evitar que las fuerzas
políticas y sociales principalmente interesadas en la ejecución del plan político
representen el obstáculo más fuerte para su realización.
Se adoptarán las siguientes medidas:

a) Reprimir severamente la incitación a la violencia revolucionaria como forma de


contienda civil o política.
b) Desarme general.
c) Disolución de las organizaciones económicas, profesionales, políticas o
confesionales cuya actuación amenace gravemente la independencia, la unidad
constitucional, la forma democrático-republicana o la seguridad de la República
española.
d) Prohibición del funcionamiento de sociedades uniformadas o militarizadas.
e) Ley de responsabilidad de los jefes o elementos directivos de las organizaciones
políticas por los delitos motivados por la propaganda de aquéllas.
f) Se exigirá responsabilidad a las autoridades locales por las infracciones de las
leyes cometidas en el ejercicio de sus funciones. Se podrá privar, en donde las
circunstancias lo exijan, a los alcaldes del ejercicio de la política de orden público,
transfiriéndola a otras autoridades, institutos o delegados especiales.
g) Se reformará el reglamento de la Cámara modificando la estructura y funciones de
las comisiones parlamentarias, para que con el auxilio de los organismos técnicos rindan
eficacia y rapidez en el trámite formativo de las leyes.

El requerimiento de nuestra agrupación política a los partidos de Izquierda


Republicana y Unión Republicana debe ser hecho por el señor Sánchez Román a los
jefes de los grupos políticos expresados.
Una vez concertados, los republicanos invitarán públicamente al Partido Socialista
Obrero a compartir con los republicanos las funciones de gobierno para realizar los
objetivos del plan político aprobado.
En el caso de que rechacen los socialistas el requerimiento de colaboración, los
republicanos [de izquierda] aconsejarán al presidente de la República la formación de un
gobierno integrado por los representantes de todas las fuerzas republicanas [se refieren
al parecer a los partidos del centro] que coincidan en la apreciación de la conveniencia
de la política aprobada por los partidos de izquierda.
Se designará un equipo de ministros republicanos para integrar en el gobierno a
quienes se reconozca autoridad, competencia y prestigio. Actuarán por encima de
exigencias de partido con renuncia y proscripción de toda tendencia demagógica.
Si el gobierno no cuenta con asistencia parlamentaria, se suspenderán las sesiones
de Cortes de conformidad con los preceptos constitucionales.
En otro caso, podrá intentarse la presentación al Parlamento de bases que autoricen
al gobierno a legislar por decreto, dentro de las atribuciones que concede el artículo 81
de la Constitución, y sobre las materias concretas propias del plan político de urgente
realización[50].

Por algo era Sánchez Román el personaje político a quien tal vez
admiraba más Azaña por su ponderación, sabiduría y
discernimiento, pero el presidente no mostró inclinación alguna a
seguir aquel consejo, juicioso aunque tajante, de su buen amigo.
Habría exigido del Jefe de Estado el abandono de aquella estrategia
básicamente izquierdista a que se había aferrado siempre y habría
roto oficialmente el Frente Popular, aunque este último no existía ya
oficial mente a nivel nacional desde las elecciones.
De todas maneras, aquella proposición del PNR, en cierta
manera una alternativa lógica al proyecto precedente de una
coalición mayoritaria con Prieto, halló apoyo en algunos de los
republicanos de izquierda más moderados y prudentes, así como
entre los sectores del centro, y tal vez en el mismo Prieto. Fue
discutido a todas luces en la reunión de los grupos parlamentarios
de Izquierda Republicana y Unión Republicana, que debieron haber
pasado la propuesta al gabinete de Casares Quiroga, que la
rechazó[51]. Casares declaró que no hacía falta ninguna coalición
especial ni un gobierno dotado de poderes extraordinarios,
afirmando en la sesión siguiente de las Cortes, el 16 de junio, que
aquello podría «abrir el camino a la dictadura».
En los dos meses últimos de la República, las Cortes se
constituyeron en el único tablero de resonancia política no sometido
a la censura, y en esa última fase los principales portavoces de los
dos lados en pugna fueron el Primer ministro de una parte y Calvo
Sotelo de la otra. Aunque Gil Robles y los portavoces del centro
siguieron subiendo a la tribuna de vez en cuando, Calvo Sotelo, más
claro y con menos compromisos, se había convertido cada vez más
en la voz de la derecha. Casares Quiroga y Calvo Sotelo eran
gallegos, aunque del todo diferentes en cuanto a físico, estilo y
afinidad política, y se detestaban con toda el alma. Casares era
enjuto, intenso, emotivo y padecía físicamente de una consunción
que, aunque controlada, nunca se le curó del todo. Calvo Sotelo era
ancho de espaldas, corpulento, un hombre como un toro, robusto,
analítico y dotado de un mayor control emocional, aunque no tenía
en absoluto pelos en la lengua.
La sesión del 16 de junio fue posiblemente la más dramática y
también la más citada de la historia de la República. Gil Robles leyó
otro de sus resúmenes periódicos del desorden reinante, afirmando
que del 15 de febrero al 15 de junio la violencia política había
costado la vida a 269 personas y habían sido heridas 1287 personas
más, con 160 iglesias totalmente destruidas, y habían sufrido daños
251 iglesias y otros edificios religiosos. En el mes transcurrido desde
el nombramiento de Casares Quiroga, había habido 69 muertos y
habían sido destruidas 36 iglesias. Aquella seria de acusaciones de
la derecha constituía sencillamente el reverso de las que hacía la
izquierda; mientras ésta repetía que la culpa de todo la tenía la
derecha, los portavoces derechistas achacaban categóricamente
toda la violencia al gobierno y a la izquierda. Gil Robles concluyó
con una lista final de los desórdenes que afirmó que habían sido
cometidos en las últimas veinticuatro horas, y dio la noticia de que el
Club Automovilista Británico había puesto en conocimiento de sus
socios que era inseguro conducir vehículos de motor en España
debido a la violencia reinante, incluyendo que los izquierdistas
sometían a extorsión monetaria a la gente que circulaba en
automóvil por la carretera.
Entonces tomó la palabra Calvo Sotelo e indicó que era ya la
cuarta vez en tres meses que se dirigía a la Cámara a causa del
problema de orden público. En aquel momento la sesión se había
caldeado de veras con frecuentes interrupciones y alusiones
personales, táctica a cuyo empleo contra el Primer ministro no pudo
resistirse Calvo Sotelo cuando aquél interrumpió su discurso con
una observación. Calvo Sotelo insistió en que la situación de
España sólo podía corregirse mediante un «Estado integrador»
autoritario, y que si un Estado de ese tipo había que llamarlo
«fascista», entonces «yo me declaro fascista». Casares subió al
estrado para atacar al orador de la derecha y afirmó: «Después de
lo que ha dicho su señoría ante el Parlamento, de cualquier cosa
que pudiera ocurrir, que no ocurrirá, haré responsable ante el país a
su señoría». Casares negó además que el Socorro Rojo
Internacional practicara la extorsión en las carreteras, una mentira
descarada, pues el mismo Alcalá Zamora había sido uno de los
atracados[52].
Como de costumbre, el diputado de la Lliga Juan Ventosa nos
proporciona el análisis más objetivo y elocuente:
Lo que más me alarma de la sesión de hoy es el optimismo del presidente del
Consejo de Ministros, que encuentra la situación bastante agradable e incluso
soportable. No parece verosímil. Le dejo la responsabilidad de esa afirmación ante
España y ante el extranjero, pues en todas partes, desgraciadamente, son conocidos los
hechos que aquí ocurren. Y lo más grave que pueda aducirse es el argumento de que
todo lo que pasa ahora está justificado por lo que ocurrió hace dos años. Yo no quiero
discutir lo que ocurrió. Pero ¿es que los excesos e injusticias de unos pueden justificar el
atropello, la violencia, y las injusticias de los demás? ¿Es que estamos condenados a
vivir en España perpetuamente en un régimen de conflictos sucesivos, en que a la
subida al poder o al triunfo de unas elecciones se inicie la caza, la persecución o el
aplastamiento del adversario? Si fuera así, habríamos de renunciar a ser españoles,
porque ello sería incompatible con la vida civilizada de nuestro país.

Ventosa acusó a la nueva legislación de «republicanizar la


justicia», calificándola acertadamente como un proyecto para
«destruir la independencia del poder judicial», y terminó así:
Mantened el Frente Popular o rompedlo; haced lo que os plazca; pero si el gobierno
no está dispuesto a dejar de ser beligerante, para imponer a todos por igual el respeto a
la ley, vale más que se marche, porque por encima de los partidos y combinaciones está
el interés supremo de España, que se halla amenazada por una catástrofe.
Joaquín Maurín, del POUM, se levantó para defender
exactamente lo contrario, asegurando: «El gobierno no ha hecho ni
la centésima parte de lo que contiene el programa del Frente
Popular», y también que lo que se necesitaba era el gobierno de los
partidos revolucionarios, la nacionalización de gran parte de la
economía, y la eliminación del fascismo, que era: «hoy un peligro
real».
Después de haber hablado Gil Robles por segunda vez, Calvo
Sotelo se levantó para pronunciar la andanada más famosa de su
vida, citada después muy a menudo como una especie de epitafio:
Yo tengo, señor Casares Quiroga, anchas espaldas. Su señoría es hombre fácil y
pronto para el gesto de reto y para las palabras de amenaza. Le he oído tres o cuatro
discursos en mi vida, los tres o cuatro desde ese banco azul, y en todos ha habido
siempre la nota amenazadora. Bien, señor Casares Quiroga. Me doy por notificado de la
amenaza de su señoría… Yo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las
responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice, y las
responsabilidades ajenas, si son para bien de mi patria y para gloria de España, las
acepto también… Pero, a su vez, invito al señor Casares Quiroga a que mida sus
responsabilidades estrechamente… repase la historia de los veinticinco últimos años y
verá el resplandor doloroso y sangriento que acompaña a dos figuras que han tenido
participación primerísima en la tragedia de dos pueblos: Rusia y Hungría. Fueron
Kerensky y Karolyi. Kerensky fue la inconsciencia; Karolyi la traición a toda una
civilización milenaria. Su señoría no será Kerensky, porque no es inconsciente, tiene
plena consciencia de lo que dice, de lo que calla y de lo que piensa. Quiera Dios que su
señoría no puede equipararse jamás a Karolyi.
José Calvo Sotelo

Aquel debate terminó al fin con un voto de confianza ganado por


el gobierno por un amplio margen.
Julián Zugazagoitia, el director de El Socialista, escribiría más
adelante que aquella sesión:
… fue uno de los días en que mayor preocupación observé en Prieto. A su inquietud
se unía una suerte de sorda irritación: «Ésta es una Cámara sin sensibilidad. No sé si es
que estamos sordos o es que lo fingimos. El discurso que ha pronunciado Gil Robles
esta tarde es de una gravedad inmensa. Cuando detrás de mi banco oía risotadas e
interrupciones estúpidas, no podía evitar el sentirme abochornado. Gil Robles, que tenía
conciencia de lo que estaba diciendo, debía considerarnos con una mezcla de piedad y
desprecio. Recuerde que el jefe de la CEDA nos ha dicho que su fuerza política,
después de madurado examen, había venido desarrollando su actividad en el área de la
República, y que él, personalmente, no sabía si había cometido una ligereza culpable al
aconsejar a sus amigos esa conducta, pero que, en todo caso, cada día era mejor su
autoridad para convencerlos de que no se debía romper con ella. Esa merma de mi
autoridad, decía, procede de la conducta de la República y de la disminución de mi
propia fe en que pueda acabar siendo un cauce legal y una voluntad nacional. Y todavía
ha añadido “condeno la violencia, de la que ningún bien me prometo, y deploro que
amigos muy queridos y numerosos se acojan a esa esperanza como única solución”. La
interpretación de esas palabras no puede ser más diáfana. La propia CEDA está siendo
absorbida por el movimiento que en connivencia con los militares están preparando los
monárquicos». Con una suerte de desánimo fatalista, Prieto añadió: «Una sola cosa está
clara: que vamos a merecer, por estúpidos, la catástrofe[53]».

Perdida al parecer toda esperanza de una coalición mayoritaria


más amplia de centro-izquierda/centro, analizó aquella situación
cada vez más desesperada Miguel Maura, uno de los fundadores de
la República en una serie de artículos, muy leídos, aparecidos en El
Sol entre el 18 y el 27 de junio. Observaba entre otras cosas que:
En la vida provincial y rural son las masas anónimas y exaltadas las que mandan y
gobiernan a través de gobernadores sometidos a los comités jacobinos del Frente
Popular, cuyos excesos y desmanes tiene aquella autoridad que refrendar, a través de
los alcaldes y presidentes de gestoras[54], verdadera plaga bolchevizante que está
asolando el país. Los ciudadanos pacíficos viven con la sensación de que las leyes son
letra muerta y que los incendios, asaltos, allanamientos de morada, homicidios, insultos
y agresiones a la fuerza armada han dejado de figurar en los preceptos del Código
Penal para quienes pueden alegar como eximente el uso de una camisa roja y azul[55], o
la insignia estrellada con la hoz y el martillo. El puño en alto es un salvoconducto y
talismán que permite los mayores excesos.
La reacción no podía faltar. Así ha tomado cuerpo hasta llegar a ser una realidad
preocupadora lo que se llama «fascismo». La masa incorporada a ese movimiento se ha
formado por aluvión… aunque del auténtico y legítimo fascismo italiano no tiene este
movimiento de la opinión española sino el nombre y tal cual postulado doctrinal, que la
mayoría de los afiliados desconoce.
Hoy, la República no es otra cosa —quiero creer que inconscientemente— que la
parte exaltada y revolucionaria de la masa proletaria, que al socaire del sistema
democrático y liberal y de la ceguera de algunos hombres representativos de los
partidos republicanos prepara con prolija minuciosidad el asalto al poder y el exterminio
de la organización social, capitalista y burguesa. Nos lo dicen ellos mismos en sus
propagandas en la prensa y en actos públicos.
… Si la República ha de ser eso, la República está inexorablemente condenada a
muerte próxima, a manos de esos mismos que hoy se dicen sus únicos defensores o, lo
que es más probable, a manos de la reacción opuesta.
Maura invocaba la necesidad de una «dictadura republicana
nacional» multipartita[56] para salvar al país, pero añadía «no abrigo
la menor esperanza de que mis razonamientos logren convencer a
quienes tienen sobre sí el peso de la mayor responsabilidad en la
hora actual de España». Aquella sombría conclusión era totalmente
acertada, porque el elocuente análisis de Maura, preciso tanto en su
perspectiva como en el detalle, sólo sirvió para suscitar las sabidas
condenas de la prensa de la izquierda republicana, caballerista,
comunista y anarquista. Política despotricaba el 28 de junio
asegurando que aquella proposición era «tan reaccionaria como [la
que] pudiera ocurrírsele a cualquier líder de las derechas
intransigentes». Cuatro días antes había asegurado [ese periódico]
a sus lectores que si la CEDA llegase a volver al gobierno
«establecería un fascismo tan inhumano y feroz como el de los
nazis».
De los grupos del Frente Popular el que se mostró más
preocupado fue Unión Republicana, el más moderado de ellos.
Celebró un congreso nacional del 27 al 29 de junio en Madrid y en él
advirtió Martínez Barrio: «Lo que no puede [soportar el pueblo
español] es vivir en un estado de constante insurrección» y propuso
como posible solución «la colaboración gubernamental con los
socialistas, incluso cediendo a éstos la dirección». Sin embargo, en
el discurso final, dijo que el gobierno de Casares Quiroga no
terminaría pronto, y repitió Martínez Barrio que, a la larga tenían que
mirar hacia una colaboración con los socialistas, posiblemente bajo
el liderazgo de ellos. Las referencias a un posible gabinete de Prieto
podían verse todavía de vez en cuando en la prensa de la izquierda
republicana[57], y el 2 de julio citaba un diario francés al político
ovetense afirmando que lo que necesitaba la República era un
gobierno que no fuese «dictatorial, pero sí autoritario. La autoridad
tenía que residir, más que en las personas, en las instituciones[58]».
Ya había escrito Ossorio y Gallardo unos días antes:
De la situación actual nadie está contento. Hablo con representantes de todos los
sectores del Frente Popular y en la intimidad de la conversación todos se muestran tan
preocupados, tan inquietos, tan acongojados, como las clases conservadoras. Ésta es la
verdad, la pura verdad, aunque luego hay que disimularlo en servicio del partidismo[59].

El último debate de las Cortes, largo y conflictivo, empezó a las 7


de la tarde del 1.o de julio y duró doce horas, salpicadas de
frecuentes improperios e incidentes. Al menos en dos ocasiones
hubo diputados implicados en mutuos empujones y golpes, un
diputado de la CEDA fue expulsado de la Cámara, e incluso el
presidente de ella, Martínez Barrio, llegó a amenazar con irse de allí
como protesta. Fue también aquélla la sesión en la que el socialista
Ángel Galarza contestó a Calvo Sotelo haciendo la observación de
que: «Pensando en su señoría encuentro justificado todo, incluso el
atentado personal», palabras que Martínez Barrio ordenó fuesen
tachadas del acta del día, aunque las recogieron varios
periodistas[60].
El asunto principal fue la interpelación de la derecha a Ruiz
Funes, ministro de Agricultura, que los socialistas trataron de
«guillotinar», sin conseguirlo, por falta de votos. José María Cid
habló en nombre del Partido Agrario, recitando una larga letanía de
abusos ocurridos en el campo y concluyendo: «¿Acaso quiere el
gobierno convertir el régimen capitalista en marxista? ¡Pues dígase
con toda claridad!». Ruiz Funes replicó que el gobierno tenía que
vérselas con graves problemas, incluyendo no menos de ocho mil
reclamaciones pendientes por daños ante el Ministerio de
Agricultura por pérdidas de empleos y reducciones ilegales de
salarios en los dos años anteriores. Y aseguró: «En todas las
cuestiones de trabajo en que intervengo respeto el límite del
beneficio industrial. No permito que se juegue con esto de que el
gobierno tolera que se vaya a una socialización».
En aquella fase final, el grupo izquierdista de política más
claramente definida era el relativamente insignificante Partido
Comunista. Dos de sus prioridades para la fase en curso del Frente
Popular —la incautación de extensiones de terreno considerables y
el comienzo de la eliminación directa de los grupos políticos
derechistas— habían sido iniciadas ya poco a poco por el gobierno,
aunque éste no las definiera en absoluto en los mismos términos.
El 1.o de julio la delegación comunista de la Cámara presentó a las
demás delegaciones del Frente Popular una proposición de ley para
ordenar la detención de cualquier persona que ocupase un puesto
de responsabilidad en el momento de la insurrección de Asturias, de
Lerroux para abajo, y someterla a un procesamiento plenario con
incautación de sus bienes[61]. La constitucionalidad de la misma era
muy dudosa y no fue aceptada por los republicanos de izquierda,
pero el 9 de julio los comunistas obtuvieron un voto favorable de los
demás grupos del Frente Popular para retrasar las vacaciones
estivales hasta que quedase zanjado el asunto de las
«responsabilidades» de la representación[62].
Las últimas ocho sesiones ordinarias de las Cortes a principios
de julio se dedicaron principalmente a discutir la restitución de las
tierras comunales tradicionales a los municipios y un posible y muy
fuerte impuesto adicional a los terratenientes más acaudalados.
Conforme aumentaba el calor veraniego se reducían el interés y la
asistencia al Congreso. Éste tomó también de su cuenta ampliar la
legislación de la amnistía, alegando en contra los diputados del
centro y la derecha que cualquier iniciativa de ese tenor sería injusta
de no extenderse la amnistía a las personas que habían defendido
en 1934 el orden establecido.
Hubo unas cuantas señales de moderación. Tras una reunión
especial de la camarilla política del Frente Popular y unas visitas de
la comisión ejecutiva socialista al Primer ministro el 9 y 10 de julio,
volvió a surgir la especulación en torno a un posible cambio de
gobierno. Circulaban rumores sobre si la izquierda socialista habría
perdido el control de su delegación parlamentaria y ésta se hallaría
dispuesta a apoyar una coalición de base más amplia, aunque
nunca hubo prueba alguna que apoyase tal especulación. En una
entrevista hecha a un reportero argentino el 11 de julio, Calvo Sotelo
dijo que a pesar del aumento de las huelgas, creía que había menos
peligro de otra insurrección izquierdista que en febrero.
Los rumores y conversaciones del 9 al 11 de julio se revelaron
como una fugaz calma antes de la tormenta final. Calvo Sotelo y los
principales líderes de la CEDA habían sido informados ya de que
era inminente una rebelión militar y habían prometido su apoyo.

El asesinato de Calvo Sotelo

La extrema tensión reinante en el verano de 1936 ha eclipsado el


hecho de que la gran mayoría de los españoles llevaban una vida
muy normal y gastaban en divertirse una cantidad de dinero mayor
de la normal. Los cines estaban abarrotados, hubo numerosos
festivales de verano y acontecimientos atléticos especiales, siendo
el más llamativo de ellos la «Olimpiada Popular» internacional, que
iba a inaugurarse en Barcelona el 19 de julio como antítesis de los
Juegos Olímpicos oficiales a celebrar aquel verano en el Berlín de
Hitler[63]. La «Olimpiada Popular» tenía un matiz político
acusadísimo, pero en todas las demás partes muchos millones de
personas trataban sencillamente de pasarlo bien y de olvidar las
disensiones sociales y políticas.
Pero la violencia continuaba sin respiro apreciable, al ritmo de la
quema de iglesias y la incautación de bienes eclesiásticos. Un grupo
de miembros de la CEDA de Levante pidieron la intervención del
ministro de Justicia, pues en una circunscripción de la provincia de
Valencia que incluía 41 localidades con una población total de unas
100 000 personas habían cerrado todas las iglesias y expulsado a
88 sacerdotes. En la tarde del sábado 11 de julio se produjo en
Valencia un incidente de mayor resonancia cuando cuatro
falangistas armados se apoderaron brevemente del micrófono de
Radio Valencia y anunciaron el inminente estallido de una
«revolución nacionalsindicalista». Aquello provocó un tumulto
izquierdista en la cuarta ciudad mayor de España con incendios de
centros derechistas que no se apaciguó hasta que salió a las calles
un regimiento de caballería.
Cuatro días antes El Socialista se lamentaba en estos términos:
«El sistema de la violencia como política de partido se va
extendiendo en proporciones intimidantes y ninguna ventaja de
orden civilizador se desprende de la eliminación alevosa de
ciudadanos. Un retroceso psicológico nos ha conducido al
“gangsterismo” político…». A aquellas alturas, un Prieto pesimista
había perdido finalmente las esperanzas de salvar la situación
política inmediata y consideraba ya como cosa inevitable algún tipo
de colapso, explosión o rebelión armada de la derecha que ya no
podía tardar en producirse. Dejó de lanzar sus insistentes y
desoídos llamamientos a la moderación y pasó entonces a poner su
énfasis en la unidad de la izquierda, apremiando al gobierno a que
estuviese más vigilante y preparado, y escribió estas palabras en El
Liberal del 9 de julio: «Hombre prevenido vale por dos y un gobierno
prevenido vale por cuarenta».
La fase violenta final y concluyente empezó en Madrid el 2 de
julio cuando un grupo de pistoleros de las JSU disparó contra un bar
frecuentado por falangistas, matando a dos estudiantes falangistas
además de a otro cliente. Aquella noche, unos pistoleros falangistas
abrieron fuego contra un grupo de obreros que salían de una Casa
del Pueblo cercana, matando a dos obreros ugetistas e hiriendo de
gravedad a varios. Al día siguiente fueron descubiertos dos
cadáveres en las afueras de Madrid. Uno de ellos fue identificado
como un estudiante de 18 años de edad, hijo de un conocido
hombre de negocios, no afiliado a Falange, pero amigo de
falangistas, que había estado detenido durante varios días y fue
después muerto a tiros. El otro era el de un oficial de infantería
retirado, de treinta años de edad, o afiliado o simpatizante de
Falange, que había sido secuestrado y recibido treinta y tres
puñaladas. El gobierno respondió con más detenciones de
falangistas; en los tres días siguientes dio a conocer la detención de
trescientos falangistas y derechistas sólo en la provincia de Madrid,
aunque según costumbre, no hubo detenciones de socialistas[64].
Los hechos culminantes se produjeron el fin de semana
siguiente. A eso de las 10 de la noche del domingo, 12 de julio, José
del Castillo, teniente de la guardia de asalto, fue muerto a tiros en
una céntrica calle madrileña cuando iba a pie a presentarse a su
servicio en el turno de noche. Castillo había sido oficial del ejército y
era un socialista ferviente que había pasado a la guardia de asalto, y
que fue arrestado en 1934 por negarse a obedecer órdenes durante
la represión. El gobierno de Azaña lo había devuelto una vez más al
servicio activo, y en los últimos meses había destacado por su celo
en reprimir a la derecha; había herido gravemente a un estudiante
tradicionalista durante la carnicería del 16 de abril, y había tomado
parte también en diversas operaciones antifalangistas. Militante de
la UMRA y líder de la milicia socialista, era desde hacía tiempo un
hombre marcado[65].

El teniente José del Castillo


Su asesinato suscitó inmediatamente reacciones enconadas
entre sus camaradas de la UMRA, la guardia de asalto y la milicia
socialista. Dos meses antes, el 8 de mayo, habían asesinado en
Madrid los falangistas al capitán Carlos Faraudo, miembro del
ejército en servicio activo y también figura prominente de la UMRA e
instructor de la milicia socialista. Aunque enseguida habían sido
detenidos dos falangistas por el asesinato de Faraudo, sus
compañeros de la UMRA habían jurado vengarse si volvía a caer
otro de los suyos. Enseguida de enterarse de la muerte de del
Castillo, un grupo de oficiales de la guardia de asalto fueron
directamente al Ministerio de Gobernación en demanda de acción y
los recibió el subsecretario, Bibiano Ossorio Tafall, de Izquierda
Republicana, que era asiduamente cortejado entonces por los
comunistas e iba a revelarse después como un filocomunista
consumado[66]. Los llevó enseguida a ver al ministro, Juan Moles,
quien dio aprobación a su demanda de detención de derechistas
prominentes como represalia y ordenó que la Dirección General de
Seguridad proporcionara rápidamente listas de derechistas
sospechosos para detenerlos aquella noche. Una vez
confeccionadas las listas, los oficiales de la guardia de asalto
regresaron directamente a su cuartel central de Pontejos, situado a
menos de una manzana del ministerio, donde se prepararon las
órdenes de detención, que fueron entregadas a distintos pelotones
de guardias de asalto[67].
El efervescente cuartel de Pontejos fue visitado aquella noche
por multitud de otras personas, incluyendo activistas y milicianos
socialistas y comunistas además del personal autorizado. Había
sido una política habitual del gobierno restituir a sus cargos al
personal izquierdista independientemente de las acusaciones
pendientes en su contra y de dar por buena la creciente politización
de las funciones de la policía, incluyendo el ingreso intermitente en
ella de activistas izquierdistas civiles, como en el caso de los
milicianos socialistas «comisionados» a las elecciones de Cuenca.
No es extraño pues que los pelotones de guardias de asalto que
aquella noche detuvieron docenas de derechistas en Madrid
estuviesen a veces acompañados por personas civiles de
izquierdas[68].
Como no se podían detener en una sola noche todas las
personas que figuraban en las listas, se hizo en algunos casos una
selección de los derechistas más importantes. No está claro si las
listas originales preparadas por la Dirección General de Seguridad
incluían los nombres de líderes parlamentarios de primera fila como
Calvo Sotelo y Gil Robles, que poseían inmunidad y contra los que
no existían cargos, pero al parecer sus nombres y los de unos
cuantos líderes derechistas más fueron añadidos en el cuartel de
Pontejos, con el objetivo, al parecer, de retenerlos al menos
temporalmente como rehenes para evitar más asesinatos de parte
de la derecha o incluso de hallar pruebas inculpatorias que
permitieran despojarlos de la inmunidad parlamentaria.
La unidad encargada de detener a Calvo Sotelo no iba dirigida
por un oficial de la guardia de asalto, sino por un capitán de la
guardia civil, de nombre Fernando Condes. Al igual que el
asesinado teniente del Castillo, Condes había sido antes oficial del
ejército (condecorado en la campaña final de Marruecos), y había
pasado a la guardia civil, donde había sido uno de los contados
oficiales izquierdistas de ésta. Había desempeñado un papel directo
en la fracasada insurrección de octubre de 1934 en Madrid, que le
había ganado una cadena perpetua, para ser indultado por el triunfo
del Frente Popular. Pero, como había traicionado a la guardia civil
en 1934, incluso las administraciones de Azaña y Casares Quiroga
vacilaron ante su inmediata restitución al servicio. Por último se
había incorporado a éste, ascendido a capitán en recompensa por
su anterior rebelión. Pero aun así no había vuelto todavía al servicio
activo e iba vestido de paisano cuando iba al mando de un camión
con guardias de asalto en las primeras horas del 13 de julio.
Acompañaban a Condes de diez a doce guardias de asalto
uniformados (nunca se ha averiguado el número exacto de ellos),
excepto uno que no estaba de servicio aquella noche e iba también
de paisano, al igual que cuatro jóvenes socialistas, en su mayoría
relacionados con «La Motorizada». La informal reunión y el
despacho público de las órdenes en el cuartel de Pontejos apuntan
en contra de la posibilidad de una conspiración tramada de
antemano, según se dijo después.
El pelotón de Condes se dirigió al edificio donde vivía Calvo
Sotelo no lejos del centro de Madrid y no tuvo dificultad para entrar
en él. (Hay algunas pruebas de que este pelotón u otros intentaron
detener también a personajes como Gil Robles y Lerroux, pero
ambos se habían ausentado de la ciudad.) A la puerta de su piso
mostró Condes al jefe monárquico su carnet de guardia civil, y le
aseguró que no se trataba de una detención —puesto que tenía
inmunidad parlamentaria—, sino que lo iban a conducir a una
reunión urgente con el director general de Seguridad. Calvo Sotelo
pudo ver el camión oficial de la guardia de asalto abajo en la calle
junto a una farola y sin mayor resistencia accedió a acompañarlos.
Condes ordenó al conductor que los llevara de regreso al cuartel de
Pontejos. Cuando el camión había dejado atrás solo unas pocas
manzanas, un joven de las JSU, sumamente exaltado, llamado Luis
Cuenca (alias «Victoriano Cuenca» y «El Cubano»), uno de los que
habían recibido antes carnets de guardias de asalto cuando las
elecciones de Cuenca, le disparó a Calvo Sotelo de repente dos
tiros de pistola en la nuca matándolo casi instantáneamente. La
ausencia de pruebas completas da a entender que se trató de un
hecho perpetrado sobre la marcha, lo que desmiente por completo
la versión de que el objetivo de aquella misión era detener al
principal líder monárquico, cosa que suscitó desde luego un
escándalo policíaco de un calibre insuperable. Para ganar tiempo,
dejaron el cadáver de Calvo Sotelo en el depósito del cementerio de
la Almudena, el principal de Madrid.
Aunque el gobierno impuso inmediatamente la censura[69], la
noticia se difundió rápidamente en la mañana del día 13. En cuanto
se conocieron los hechos, toda la derecha y muchos elementos
moderados quedaron convencidos de que constituían la prueba más
decisiva y alucinante de todas las acusaciones hechas sobre el
partidismo político de la administración del orden público. En toda la
historia de los regímenes parlamentarios no se había dado jamás el
caso de que un jefe de la oposición parlamentaria hubiera sido
asesinado por un destacamento de la policía nacional. Condes se
dio cuenta enseguida de que había sido responsable de una
metedura de pata inmensa, de incalculables consecuencias, y se
dirigió inmediatamente a la sede principal del Partido Socialista y
habló después con Prieto, que le aconsejó que se escondiera, en
vista de que aquella situación no tenía remedio[70]. La primera
respuesta política vino de los líderes del Partido Comunista, que
decidieron aquella mañana apremiar públicamente al gobierno para
que disolviera todos los partidos políticos derechistas y fascistas,
detuviera a todas las personas conocidas por ejercer actividades
importantes en esas agrupaciones y se incautara de los principales
periódicos conservadores[71].
El Consejo de Ministros se reunió dos veces aquel día, acordó
suspender la sesión de las Cortes, condenó el asesinato de Calvo
Sotelo en un breve comunicado, y declaró que habría una
investigación y procesamiento públicos completos del mismo, pero
dio a conocer también la decisión de clausurar los centros de
Renovación Española (organización monárquica) y de la CNT de
Madrid (aunque ninguna de ellas estaba implicada en el asunto) y
de detener a muchos más derechistas. El día 15 de julio, el director
general de Seguridad dio a conocer que habían sido detenidos en
los últimos días 185 jefes provinciales y locales de Falange, y al día
siguiente fueron clausurados todos los centros derechistas de
Barcelona. Como vemos, la única respuesta inmediata efectiva del
gobierno fue iniciar un proceso de prohibición de la actividad política
de la derecha. Claridad tronaba complacido el 15 de julio: «¿No
quieren este gobierno? Pues que se sustituya por un gobierno
dictatorial de izquierdas. ¿No quieren el estado de alarma? Pues
que haya guerra civil a fondo». Los jefes de redacción iban a tener
muy pronto más «guerra civil a fondo» de la que esperaban. En
cuanto a Prieto no hizo ya nada para corregir aquella situación y se
limitó a reclamar en El Liberal del día 14 la unión de la izquierda y a
amenazar a la derecha si se atrevía a responder con nueva
violencia de su parte.
El día 14, Marcelino Domingo habló con Martínez Barrio, quien
convino en instar a Azaña para que sustituyera la administración de
Casares Quiroga por un gobierno mejor, pero Azaña se negó,
diciendo que aquello equivaldría a hacer a Casares Quiroga
responsable del asesinato[72]. La investigación judicial siguió su
curso, obstaculizada por el encubrimiento de la documentación de la
guardia de asalto. Tres guardias de asalto sin importancia fueron
detenidos, pero ninguno de los principales. Por último, se dio orden
de detener una serie de guardias del pelotón de Condes (que al
parecer se habían escondido), pero no se dio ninguna orden relativa
a Condes, quien se había refugiado en el domicilio de un líder
socialista.
Mientras la UMRA sólo vio en el asesinato de del Castillo uno
más dentro de una serie de asesinatos de oficiales izquierdistas, los
derechistas no tuvieron la menor duda de que el asesinato de Calvo
Sotelo era fruto de una conspiración izquierdista organizada.
Muchos lo vincularon con los dos asesinatos previo secuestro
cometidos por la izquierda el fin de semana anterior como parte de
una nueva táctica izquierdista consistente en secuestrar y asesinar
después a sus víctimas. Los entierros tanto de del Castillo como de
Calvo Sotelo tuvieron lugar el día 14. A continuación, jóvenes
falangistas y derechistas marcharon hacia el centro de Madrid,
donde les salieron al encuentro gran número de agresivos guardias
de asalto. Hubo bastantes tiros y cayeron muertos entre dos y cinco
manifestantes, según las diferentes referencias periodísticas.
Aunque todo el mundo veía ya una ruptura completa entre la
izquierda y la derecha, las medidas del gobierno contra la CNT sólo
exacerbaron la hostilidad existente entre ambas centrales laborales,
y en una refriega habida aquel día en Madrid cayó muerto un
cenetista. Es de advertir que no todos los oficiales de la guardia de
asalto eran izquierdistas declarados, y al parecer hubo varios que
protestaron contra el papel desempeñado por su cuerpo en el
asesinato de Calvo Sotelo y por el fuego abierto aquel día contra
unos manifestantes inermes. Sus protestas condujeron a su arresto
por insubordinación[73].
El gobierno no pudo negarse a convocar una reunión de la
Diputación Permanente de las Cortes a las 11.30 de la mañana del
día 15. Aquella sesión final de una sección del Parlamento
republicano fue abierta por el conde de Vallellano, monárquico,
quien lanzó esta acusación:
Este crimen, sin precedentes en nuestra historia política, ha podido realizarse
merced al ambiente creado por las incitaciones a la violencia y al atentado personal
contra los diputados de derechas que a diario se profieren en el Parlamento… Nosotros
no podemos convivir un momento más con los amparadores y cómplices morales de
este acto.

Tras lo cual, salió inmediatamente del recinto.


El discurso principal de aquel día fue pronunciado con
agresividad y elocuencia por Gil Robles. Tras haber expuesto su
último resumen estadístico de los desórdenes, que incluían, en sus
palabras, sesenta y un muertos en sucesos de fondo político entre el
16 de junio y el 13 de julio, denunció que cada día leía en periódicos
del Frente Popular frases como «hay que aplastar al adversario» o
que había que «practicar con él una política de exterminio».
Sé que vais a hacer una política de persecución, de exterminio y de violencia de todo
lo que signifique derechas. Os engañáis profundamente: cuánto mayor sea la violencia,
mayor será la reacción; por cada uno de los muertos surgirá otro combatiente…
Vosotros, que estáis fraguando la violencia, seréis las primeras víctimas de ella. Muy
vulgar por muy conocida, pero no menos exacta, es la frase de que las revoluciones,
como Saturno, devoran a sus propios hijos. Ahora estáis muy tranquilos, porque veis
que cae el adversario. Ya llegará un día en que la misma violencia que habéis desatado
se volverá contra vosotros.

Los diputados derechistas no aseguraron que el gobierno


hubiese planeado u ordenado la ejecución, sino que era
responsable de las circunstancias que la habían hecho posible.
Ventosa y Portela hablaron por el centro; el primero afirmó que el
gobierno de Casares Quiroga era absolutamente incompetente para
hacer frente a la crisis del momento debido a su confesado
partidismo y a su negativa a aplicar la ley por igual a todos, y que el
Primer ministro era «un hombre que se prestaba más para
desencadenar una guerra civil que para devolver la normalidad».
Portela hizo hincapié en que la eterna letanía del gobierno de
atribuir todos los excesos e irregularidades al pretendido desorden
que había heredado era un fraude absoluto, dado que durante su
gobierno (el de Portela) había habido, insistió, libertad constitucional
y una justicia igual para todos.

El papel de la violencia

La violencia desempeñó desde luego un papel primordial en la


vida y en la muerte de la Segunda República, y fue
proporcionalmente más generalizada que en ningún otro régimen de
la Europa Central u Occidental de aquella época. A partir de las
elecciones del día 16 de febrero de 1936, se había producido una
rápida reescalada de la violencia que culminó en los terribles
sucesos del 12-13 de julio. Al gobierno no le interesaba en absoluto
compilar ni publicar «estadísticas de crímenes políticos» y por ese
motivo, los únicos datos globales presentados en la primavera y
verano de 1936 fueron los proporcionados por los líderes
derechistas, sobre todo Gil Robles, en discursos parlamentarios
dedicados a denunciar el creciente caos. Dejando a un lado los
numerosos casos de incendio y destrucción de la propiedad, las
fuentes derechistas, eclesiásticas y seglares, aseguraban que se
habían producido 204 asesinatos políticos entre el 16 de febrero y
mediados de mayo, 65 más en el mes siguiente, y otros 61 entre
mediados de junio y el 13 de julio[74]. Aunque estas cifras fueron
rechazadas por exageradas en su tiempo, fueron aceptadas
ocasionalmente en años posteriores por algunos autores
izquierdistas como un reflejo aproximadamente exacto del estado
general de cosas[75].
El único estudio estadístico detallado de la violencia política
durante ese período (o cualquier otra fase de la República) es el que
hizo Edward E. Malefakis, reelaborado y complementado por Ramiro
Cibrián[76]. En ausencia de registros oficiales, este estudio se basó
en el prominente diario español de los años republicanos, El Sol,
complementado por la extensa cobertura de los asuntos españoles
en La Nación y La Prensa de Buenos Aires, para compensar las
limitaciones impuestas por la censura reinante en España. Su
investigación arrojó un total de 273 homicidios políticos del 31 de
enero al 17 de julio de 1936, alrededor del 20 por ciento menos de
las cifras presentadas por Gil Robles (330 en el período que va del
16 de febrero al 13 de julio). La tabla 13.2 presenta una sucinta
descomposición por distritos y categorías.
Tabla 13.2. Muertes causadas por la lucha política, del 3 de febrero al 17 de julio de
1936

Madrid 45
Barcelona 3
Sevilla, Málaga y Granada 35
Otras capitales de provincia 54
Otras ciudades 13
Total (centros urbanos) 150
Localidades rurales en 13 provincias con reforma agraria 34
Aldeas en 13 provincias con reforma agraria 32
Localidades rurales en otras provincias 25
Aldeas en otras provincias 28
Total (centros rurales) 119
Suma total 269

Fuente: Datos proporcionados por E. E. Malefakis en J. J. Linz, «From Great


Hopes to Civil War: The Breakdown of Democracy in Spain», en Linz y A. Stepan
(edición a cargo de), The Breakdown of Democratic Regimes: Europe, Baltimore,
1978, 188.

Esos datos señalan en general dos puntos culminantes de la


violencia, situados al principio y al final de este último período de la
República. La ola inicial de incidentes mortales que tuvo lugar en el
primer mes después del triunfo electoral del Frente Popular se
redujo tras la ilegalización de la Falange a mediados de marzo. El
volumen de incidentes volvió a aumentar después de mediar abril
para alcanzar una segunda cúspide alrededor del 25 de mayo, que
se mantendría hasta el colapso final. Estos datos refutan por
completo la aseveración del historiador estadounidense Gabriel
Jackson de que se había producido un declive relativo en las últimas
semanas que precedieron a la Guerra Civil[77].
Esas muertes se concentraron especialmente en varias ciudades
grandes, encabezadas por Madrid, con Sevilla y Málaga a
continuación. Hubo también un alto índice de desorden en algunas
partes de la conservadora Castilla la Vieja, con Logroño a la cabeza.
En cambio no existió correlación en cuanto a la incidencia de
violencia en 1936 y la insurrección revolucionaria de 1934. En los
centros principales implicados en esta última, Asturias acusó apenas
un índice mediano de incidentes violentos en 1936, mientras
Cataluña y el Pais Vasco figuraron entre las regiones más pacíficas.
Dos de las regiones que habían acusado algunas de las más altas
concentraciones de actividad extremista campesina, Extremadura y
Andalucía oriental, no acusaron en 1936 índices de violencia
particularmente altos.
Cibrián formula una teoría para explicar la distribución regional
de la violencia en 1936 que combina las tres variables de la fuerza
socialista, la polarización política y la radicalización política. Mide la
fuerza socialista por los votos recibidos por el Partido Socialista en
las elecciones de febrero, la polarización sumando los votos
combinados de los partidos situados claramente a la derecha o la
izquierda, y la radicalización por el número combinado de
candidatos presentados en un distrito dado por los comunistas y
falangistas. Las magnitudes combinadas producidas por esos
factores se correlacionan por lo general muy de cerca con los
diferentes niveles regionales de violencia[78].
Juan Linz ha observado que el total aproximado de los 270
homicidios políticos de España en los cinco meses y medio primeros
de 1936 contrasta desfavorablemente con el volumen de los 207
homicidios políticos registrados en Italia durante los cuatro meses y
medio primeros de 1921[79], posiblemente el apogeo de la violencia
allí. Como Italia tenía una población casi un 50 por ciento mayor que
la de España, el índice de violencia italiano fue proporcionalmente
claramente inferior.
Los totales provisionales correspondientes a las muertes
políticas producidas en los cinco años de la República serían
aproximadamente los que se presentan en la tabla 13.3.
Tabla 13.3. Total de homicidios políticos
Año Mes Suceso Número de muertes
1931 Abril Asesinatos anarquistas en Barcelona 22
Mayo Quema de conventos 3
Mayo San Sebastián 8
Julio Huelga general de Sevilla 20
Sep. Huelga general de Barcelona 6
Sep.-Dic. Diversos incidentes 12
Dic. Castilblanco 5
1932 Ene. Arnedo y otros incidentes 16
Ene. Insurrección anarquista 30
Feb. Diversos incidentes 6
Marzo-Abril “” 7
Mayo-Julio “” 24
Ago. Sanjurjada 10
Sep.-Dic. Diversos incidentes 9
1933 Ene. Insurrección anarquista 80
Feb.-Mayo Diversos incidentes 23
Junio-Sep. “” 4
Oct.-Nov. Campaña electoral y huelga madrileña 9
Dic. Insurrección anarquista 89
1934 Nov.-Junio Falangistas asesinados por la izquierda 9
Junio-Dic. Asesinados por los falangistas 5
Junio Huelga nacional del campo 13
Oct. Insurrección de octubre 1500
1935 Ejecuciones 2
Diversos incidentes 43
1936 Numerosos incidentes 270
Total 2225

Fuentes: numerosos periódicos, monografías y otras obras correlacionadas por el


autor.

La violencia fue en España proporcionalmente más grave que la


de las luchas intestinas producidas antes del derrumbe de la
democracia en Italia, Alemania[80], y Austria[81], con la posible
excepción de los primeros meses de semiguerra civil en la
República de Weimar en 1918-1919[82]. Los desorbitados poderes
legales empleados, por los diferentes gobiernos republicanos, la
semimilitarización del sistema policíaco y judicial y la prontitud en
tirar del gatillo de la guardia civil y los guardias de asalto, vistos
incluso en su conjunto, fueron inadecuados para controlar la
situación, y equivalieron a lo que llamaría el socialista Juan-Simeón
Vidarte unos «palos de ciego».
Convendría no olvidar que la extensión de la violencia fue muy
inferior en los tres primeros años de la República y no amenazó
entonces con desestabilizar el régimen. La violencia realmente
grave sólo empezó tras haberse agudizado la polarización política
en 1934. El cambio de los socialistas hacia la violencia y las tácticas
insurreccionistas crearon en España una polarización mucho más
grave que la desarrollada nunca en los otros tres países
mencionados, donde los socialistas y comunistas emplearon tácticas
más moderadas. El carácter de la violencia producida en España se
diferenció también de la de los casos centroeuropeos, al deberse el
grueso de ella a una gran insurrección revolucionaria. Los llamados
Zusammenstösse (choques entre grupos rivales), tan comunes en
Alemania e Italia, lo fueron mucho menos en España, debido a la
debilidad numérica de los fascistas españoles y a la renuencia de la
derecha no fascista a implicarse en la violencia callejera organizada.
En palabras de Paul Preston, la violencia de la derecha corrió de
cuenta de «pistoleros aislados y no de escuadrones de Camisas
Negras o de grupos de las SA[83]», y en cierta medida podría
decirse también lo mismo de la izquierda.
Aunque la espiral final de la violencia en 1936 fue extrema, otras
formas de gobierno han soportado violencias o desórdenes casi
iguales sin venirse abajo. En los acontecimientos finales de la
República tuvo importancia crucial el carácter de la política
gubernativa. Desde 1931 a 1935, las diferentes administraciones
republicanas habían adoptado generalmente una mano dura contra
cualquier expresión desaforada de violencia, tanto de la izquierda
como de la derecha. Pero en 1936, el gobierno de Azaña-Casares
Quiroga tuvo miedo a adoptar medidas realmente fuertes, debido en
parte a que su propia política había quedado enredada en una
alianza con una actividad protorrevolucionaria y sus líderes no
supieron hallar una manera de superar esta contradicción. Ni
siquiera llegaron a perseguir una política partidaria coherente y
sistemática, pues sus únicas medidas —dirigidas principalmente
contra las derechas— fueron demasiado limitadas para reprimir con
eficacia a los activistas falangistas o a los conspiradores militares.
Por lo mismo, las dos polaridades se hicieron cada vez más
violentas y extremas, hasta que se disolvió el gobierno mismo.
El golpe final y decisivo fue el asesinato del líder derechista
Calvo Sotelo por un grupo compuesto por guardias de asalto
izquierdistas insubordinados y socialistas exaltados. Aquel asesinato
fue por su efecto el equivalente español al Asunto Matteotti en Italia.
Este último produjo una crisis que precipitó la dictadura fascista; el
primero fue el último catalizador de la guerra civil. El que Matteotti
fuese matado por fascistas y Calvo Sotelo por socialistas refleja las
diferencias existentes en cuanto a fuente principal de violencia entre
los dos sistemas. Pero hubo también otras diferencias, igualmente
importantes, entre la situación de Italia y la de España. En la
primera, el gobierno fascista había alimentado la violencia contra la
oposición izquierdista aunque probablemente no había ordenado el
asesinato de Matteotti, y sus propios partidarios lo obligaron por
último a hacerse responsable de su muerte. En España, el gobierno
republicano de izquierdas nunca había alentado la violencia, pero
sencillamente fue incapaz de reprimirla y después demostró su
absoluta ineficacia para perseguir a los responsables.
Podemos preguntarnos, por último, por qué la violencia
desempeñó un papel tan grande en la socavación del sistema en la
República española cuando un elevado y continuo índice de
muertes por terrorismo fue incapaz de lograr un efecto similar en la
monarquía democrática existente desde 1975. La respuesta está
probablemente en la negativa del gobierno de la izquierda
republicana a hacer un esfuerzo serio para reprimir el desorden en
ambos lados, vendido todo el tiempo al apoyo político y en materia
de votos, de los socialistas, una de las mayores fuentes de la
violencia. La monarquía democrática posterior a 1975 hizo
esfuerzos enérgicos para garantizar los derechos civiles a todo el
mundo y reprimir y perseguir la violencia política procedente de
cualquier parte, al tiempo que todos los partidos políticos de
importancia —llegando a incluir por último a los sectores principales
del nacionalismo vasco— repudiaron categóricamente la violencia.
Por este motivo, con la monarquía democrática, la violencia política,
aun siendo extensa, se ha visto limitada a pequeños grupos
terroristas de actividad clandestina. Aunque se produjeron más de
setecientos asesinatos políticos (en su gran mayoría obra del
movimiento terrorista vasco ETA) en los 16 años que median entre
el comienzo de 1976 y el final de 1991, esto no se puede comparar
con las más de 2200 muertes habidas bajo la República en poco
más de cinco años, incluyendo una gran insurrección y la
implicación de algunas de las principales fuerzas políticas.

La rebelión militar del 17 al 20 de julio

La conspiración y rebelión militar española de 1936 es


posiblemente la que ha hecho correr más tinta, si no la investigada
más a fondo, de la historia mundial. Numerosos detalles de ella han
sido relatados con cariño, a menudo muy embellecidos y con
frecuencia se ha enmascarado la verdad entera, en la historiografía
oficial y no oficial del prolongado régimen franquista que la siguió[84].
La conspiración en sí fue extensa y compleja, afectada también de
división interna, y tardó lo suyo en madurar. Como hemos visto
antes, algunos generales con mando empezaron a conspirar a las
primeras noticias del triunfo del Frente Popular, y el general Franco,
un jefe del Estado Mayor muy circunspecto, se alarmó lo suficiente
para instar a los dirigentes políticos a que efectuasen un golpe de
Estado constitucional, si no existía alguna contradicción al respecto,
e incluso para considerar por vez primera la necesidad de la acción
directa de los militares. Franco sacó enseguida en conclusión, sin
embargo, que esto último no era posible a causa de que los mandos
militares estaban demasiado divididos políticamente, y su parecer
era acertado sin duda alguna. Aunque la administración azañista
actuó con rapidez para colocar casi todos los mandos principales en
manos de generales de su confianza, otros altos militares
derechistas convinieron —aunque en términos vagos— en hacer
planes para actuar contra el régimen el 10 de marzo. En abril
pululaba ya la conspiración derechista. Los grupos de la UME
hacían ya planes en todas las guarniciones de España con escasa
coordinación, la sedicente «junta de generales» se reunía
periódicamente en Madrid tratando en vano de establecer la máxima
coordinación posible. Calvo Sotelo y otros líderes de la extrema
derecha monárquica incitaban sin tregua a los militares, los
tradicionalistas habían formado su propia Junta Suprema Militar
Carlista en San Juan de Luz, al otro lado de la frontera francesa, y
los falangistas se preparaban también por su cuenta para actuar.
Algunos de los sectores más moderados de la JAP, como los
conectados con la rama valenciana de la democracia cristiana, la
Derecha Regional Valenciana (DRV), habían empezado a hacer
planes, tan independientes como ineficaces, días después del
triunfo del Frente Popular. Los políticos del gobierno estaban en
conocimiento de no pocas de esas cosas, pero no es sorprendente
el que dudasen de veras que aquel caleidoscopio de potencial
rebelión pudiera llegar a cuajar en un peligro efectivo.
El alto jefe militar que surgió al fin como organizador fue el
general de brigada Emilio Mola, veterano de las campañas de
Marruecos y último director general de Seguridad de la monarquía,
que empezó a ser reconocido en abril por los jefes de distintas
secciones de la UME de las guarniciones de la región Norte-Central
de España como la cabeza planificadora de un levantamiento contra
el gobierno. Sin embargo, la trama nacional de la conspiración sólo
empezó a tomar forma un mes después, porque la respuesta de los
militares era en general lenta aunque acumulativa, según se
multiplicaban los hechos sangrientos y se extendía la tensión. Por
otra parte, era difícil resolver la cuestión de la autoridad y la
legitimidad. El militar rebelde más antiguo durante la República
había sido Sanjurjo, cuya prominencia y antigüedad había recibido
el espaldarazo de su liderazgo parcial de la fracasada rebelión de
agosto de 1932. Desde que se le había amnistiado había vivido en
el exilio en Portugal, y le faltó oportunidad o capacidad para
organizar una conspiración eficiente desde el extranjero. En
consecuencia, a finales de mayo traspasó su autoridad activa a
Mola, quien planeaba convertir a Sanjurjo en la cabeza en funciones
de una junta militar en cuanto hubiese cristalizado la rebelión.
Mola se entregó también a una planificación política embrionaria
y se presentaba el resultado de un levantamiento con éxito no como
una restauración monárquica sino como una República autoritaria
derechista. Conservaría algunos vestigios liberales, como la
separación de la Iglesia y el Estado, pero aumentaría mucho la
autoridad del gobierno y establecería probablemente alguna especie
de sistema corporativo, bastante por el estilo del Estado Novo
autoritario republicano del vecino Portugal. Trataba al parecer de
atraerse la mayoría de las fuerzas del centro así como de la
derecha.
El problema principal era el ejército mismo. Los jefes y oficiales
constituían también una clase burocrática, y la gran mayoría de sus
miembros no deseaban implicarse en una empresa desesperada
que pudiera fácilmente acarrearles la ruina. Tenían que estar
preocupados por sus familias y sus pensiones. El gobierno
republicano seguía existiendo, y la Constitución seguía siendo la ley
de la nación, aunque cada día perdiera algo de su vigencia. Los
revolucionarios no habían intentado todavía hacerse cargo del poder
directamente; al cabo de unos cuantos meses, podrían empezar a
aposentarse, y entonces la crisis se aliviaría. El activismo militar
había constituido un desastre para la política española entre 1917 y
1931; la mayoría de los jefes y oficiales se daban buena cuenta de
ello y no deseaban en absoluto lanzarse a la aventura. Ocurría
además que la feroz propaganda de la izquierda dejaba bien claro
que, de haber cualquier confrontación radical, los militares
disidentes no serían tratados con tanta indulgencia como en las
generaciones anteriores. Por esos motivos, algunos de los
principales rebeldes potenciales sólo se comprometerían desde
luego plenamente en un levantamiento tras haber llegado a la
negativa conclusión de que sería más peligroso para ellos el no
hacerlo, y esa situación no maduró hasta el mes de julio.
Los enlaces existentes entre los militares y las agrupaciones
civiles eran exiguos. Mola recibió al fin apoyo económico de los
monárquicos y la CEDA, pero de hecho nunca gastó la mayor parte
de aquel dinero y tenía en poca estima a las fuerzas políticas
derechistas[85]. Tenían escasos efectivos paramilitares que
ofrecer[86], y Mola les tenía cierta aversión, como unos fracasados
poco de fiar. Por otra parte, aunque Calvo Sotelo había alentado
siempre la rebelión militar, no hay indicios claros de que
desempeñara ningún papel en la conspiración. Esto puede haberse
debido a que Mola procuraba no comprometerse con la ultraderecha
monárquica, que gozaba de escaso apoyo popular.
La fuerza antiizquierdista más importante implicada en la acción
directa era la Falange. Sin embargo, y a pesar de su carta abierta en
la que a comienzos de mayo instaba a los militares a rebelarse,
José Antonio Primo de Rivera tenía la misma opinión de los militares
que Mola de los políticos civiles. No accedió a la participación de los
falangistas en un levantamiento militar hasta el 29 de junio y la limitó
entonces a un plazo de once días. Mola trató de fijar una fecha de
entrevista del 10 de julio, pero tuvo que cancelarla debido a la
ausencia de un apoyo adecuado así como a la detención de uno de
los principales falangistas implicados. Era aún más difícil tratar con
los jefes tradicionalistas. Tras haberse visto obligado a cancelar su
primera fecha proyectada, Mola hizo un último esfuerzo para hacer
tratos con los tradicionalistas el 9 de julio, y esa vez tuvo éxito: en
los seis días siguientes se acordaron algunos términos imprecisos.
En el resto del país la situación seguía siendo confusa y
problemática; todavía el 12 de julio se dice que Franco le envió un
mensaje urgente a Mola expresando su renuencia a comprometerse
en un levantamiento en ese momento[87]. La mayoría de los jefes y
oficiales sólo actuarían siguiendo órdenes recibidas directamente
desde arriba, y éstas no eran de prever. La conspiración se vio
además debilitada debido a que se basaba sobre todo en
consideraciones preventivas. Daba la impresión de que sólo se
podría lanzar una contrarrevolución triunfante a la vista de una
amenaza revolucionaria madura, pero la izquierda revolucionaria
seguía pensándolo. El trastorno económico era grande, había
considerable violencia en algunas áreas, y el gobierno dejaba ver
claramente que era partidario de la izquierda y no ejercería una
administración imparcial respecto al centro y la derecha. Pero la
izquierda estaba desunida en su conjunto y hasta entonces no se
apreciaba ninguna acción apuntada directamente al derrocamiento
inmediato del Estado republicano.
Esto evidencia la decisiva importancia del asesinato de Calvo
Sotelo. A los ojos de muchos representó el descontrol total del
radicalismo y de la complicidad gubernamental, el fin mismo del
sistema constitucional. En los treinta años siguientes los apologistas
del levantamiento militar harían referencia a documentos falseados
referentes a que el asesinato de Calvo Sotelo era sólo el preludio de
una trama comunista para adueñarse del poder a finales de julio. En
realidad no se ha descubierto nunca un plan izquierdista concreto
para apoderarse del gobierno, y es absolutamente insostenible que
los comunistas —una fuerza todavía relativamente pequeña—
pudiesen haber soñado con semejante cronología. Por otra parte,
todos los grupos parlamentarios afirmaban que, en su opinión, los
días de gobierno nominalmente parlamentario estaban contados y
esperaban que iba a sucederlo en un futuro próximo alguna especie
de régimen revolucionario. Esa creencia se manifestó con toda
claridad en múltiples pronunciamientos públicos de la primavera y
verano de 1936.
Mola había hecho una nueva planificación para que la rebelión
militar se iniciase en los días 18, 19 y 20 de julio en una serie de
zonas, extendiéndose a partir de la sólida posición del ejército en el
protectorado marroquí hacia la parte meridional de la Península y
después a las guarniciones del Norte. Se precipitó en Marruecos en
la tarde del 17 debido a un delator, pero los sublevados se hicieron
dueños enseguida del protectorado entero, a pesar de que la
mayoría de la pequeña población española del mismo había votado
por el Frente Popular. Pese a ello y debido a los muchos cabos
sueltos y al escalonamiento cronológico del programa de Mola, no
se produjo un levantamiento generalizado en las guarniciones
peninsulares en las 36 horas siguientes.
Posteriormente se ha especulado mucho sobre por qué el
gobierno de la izquierda republicana no tomó unas medidas más
rigurosas para impedir un levantamiento de aquella magnitud. La
conspiración no constituía precisamente un secreto porque, aunque
el gobierno desconocía los detalles, los rumores habían circulado
durante meses, habían sido detenidos determinados contactos
civiles, y se conocía la clara hostilidad de la mayoría de los
conjurados activos. El gobierno había adoptado de hecho no pocas
medidas para mantener al ejército bajo control. Habían sido
cambiados casi todos los mandos supremos, y la mayoría de los
generales antiguos en activo, según demostraron los
acontecimientos, fueron leales al régimen. Habían sido detenidos
muchos activistas civiles, falangistas en su mayoría, y algunos de
los principales conspiradores estaban sometidos, al menos, a una
vigilancia parcial[88].
Hubo motivos de mucha hondura que explican por qué Azaña y
Casares Quiroga no fueron más allá. Acaso el más fundamental de
ellos fue que se sintieron atrapados entre dos fuegos. Toda la
política de Azaña estaba apostada por el mantenimiento del Frente
Popular, pero el gobierno corría peligro de convertirse más en su
prisionero o su rehén que en un aliado. Tampoco estaba descontada
la posibilidad de algún tipo de ruptura con la izquierda
revolucionaria, aunque tanto Azaña como Casares Quiroga estaban
decididos por su parte a no tener parte en su precipitación. De llegar
a producirse aquello, sólo se podía neutralizar a una izquierda
revolucionaria lanzada a las calles mediante un ejército
relativamente fuerte en sus cuarteles. Azaña deseaba ser aliado de
la izquierda revolucionaria, pero no su prisionero. Tras haberse
convertido en presidente de la República, se volvió un hombre cada
vez más angustiado, asustado y retraído. En una conversación que
tuvo con Gil Robles inmediatamente después de su investidura de
Jefe del Estado, parecía haber perdido su arrogancia acostumbrada,
y le dijo: «No sé adónde vamos a parar. Que sus amigos me den,
por lo menos, un margen de confianza. Que no me creen
complicaciones. Bastantes problemas tengo por el lado
contrario[89]». Uno de los analistas más perspicaces del presidente
afirma que las preocupaciones referentes a la conspiración militar
«no desempeñaron un papel equiparable al de las acciones y
actitudes de la extrema izquierda en la preocupación agónica de
Manuel Azaña[90]».
O sea que a Azaña y Casares Quiroga les parecía atinada y
coherente. Habían tomado algunas medidas y no querían
sobrestimar sin más el peligro de la derecha. La sanjurjada había
sido una finta indecisa y se sabía que los militares se hallaban
divididos. El momento idóneo para que hubiesen actuado habría
sido entre octubre de 1934 y febrero de 1936, y no habían hecho
nada. Por otra parte, una política agresiva de neutralización de los
militares podría servir sin ir más lejos para cristalizar una
determinación que de otra manera podría muy bien seguir latente y
dejaría en cambio al gobierno cada vez más indefenso frente a la
izquierda revolucionaria. Casares Quiroga había empezado a hablar
encomiásticamente de la guardia civil, cuya disciplina necesitaba
entonces, y rechazaba desdeñosamente cualquier preocupación a
cuenta de los militares, que achacaba a histerias personales o al
miedo, o a actitudes sectarias muy superadas[91]. Los portavoces de
la izquierda revolucionaria habían hecho frecuentes referencias al
papel de Casares como al de un Kerensky, hasta al punto que,
según el socialista Juan-Simeón Vidarte, tenía en su despacho una
foto del político ruso para que le recordase la necesidad de evitar un
destino semejante[92]. Juan Moles, el ministro de Gobernación
republicano independiente, consideraba importante no arrinconar a
los militares hacia un sentimiento reactivo de solidaridad[93]. A
consecuencia de todo esto, los oficiales izquierdistas de la guardia
de asalto y la UMRA se habían convertido en unos críticos
descarados del Primer ministro y habían estado a punto de
amotinarse durante algunas horas tras la muerte del teniente del
Castillo.
Hay testimonios de que Casares informó por primera vez al
Consejo de Ministros en la reunión del 10 de julio de que existía sin
duda una conspiración militar, y que podría estallar en las siguientes
cuarenta y ocho horas. Les proporcionó bastante información,
aunque el gobierno no había sido capaz de identificar a «El
Director» (Mola) que había firmado los documentos principales.
Tenían la opción de hacer abortar el levantamiento mediante una
serie de arrestos inmediatos, pero les faltaban pruebas concluyentes
sobre los cabecillas y ello les impedía procesarle en firme. La
alternativa era esperar el momento de su maduración —suponiendo
siempre que sería poco más que una repetición de la sanjurjada— y
aplastarlo por completo una vez que empezara, y ésa fue la decisión
tomada ya por Azaña y por él[94].
El gabinete se reunió una semana después en la tarde del
viernes, 17 de julio, dos horas escasas antes de que se iniciase la
rebelión en Marruecos. Según una versión, Casares admitió que era
posible que los rebeldes lograran apoderarse de todo el
protectorado, pero sabía a qué atenerse cuando aseguró que una
escuadra leal les impediría llegar a la Península. Sin embargo, y
más allá de esa limitada conclusión, el Primer ministro parecía como
paralizado y no adoptó ninguna iniciativa importante[95]. No quería
hacer de Kornilov, ni tampoco de Noske, pero parecía más decidido
que nunca a no ser otro Kerensky. En las cruciales veinticuatro
horas siguientes, el gobierno hizo un poco más que dejar correr el
tiempo, mientras el levantamiento empezaba a extenderse (un tanto
despacio) a algunas de las guarniciones peninsulares.
Desde el día 15 se habían visto ocasionalmente en las calles de
Madrid patrullas socialistas y comunistas durante tres días, pero
ninguno de los dos movimientos obreros de masas tenía una
auténtica milicia paramilitar. Aunque Largo Caballero había hablado
el 16 de junio de la necesidad de crear un «ejército rojo», los
socialistas habían organizado poco más que la escasa afiliación del
grupo «La Motorizada» de Madrid. Algunos grupos de la FAI-CNT
habían empezado a reunir armas, pero carecían de milicias
debidamente equipadas y organizadas. Sólo los comunistas estaban
mejor preparados, y habían organizado ya posiblemente a alrededor
de dos mil hombres en sus MAOC, en su mayoría en la zona de
Madrid, con jefes como Enrique Líster, que había recibido algún
entrenamiento en la Academia Frunze de Moscú[96], mientras que el
organizador principal de la UMRA era el capitán Eleuterio Díaz
Tendero, oficial comunista situado en el Estado Mayor del ejército
republicano.
En la tarde del sábado, 18 de julio, Largo Caballero y otros
líderes revolucionarios empezaron a exigir el «armamento del
pueblo», refiriéndose a los socialistas y comunistas. Casares se
resistía todavía a hacerlo, sumido en un estado de semiparálisis.
Por último, el teniente coronel Juan Hernández Saravia, secretario
militar personal de Azaña (que acababa de recibir un destino activo
en el Ministerio de Guerra), se hizo responsable de la entrega inicial
del armamento necesario para dotar a cinco batallones de
voluntarios de los partidos del Frente Popular de Madrid[97].
A eso de las 10 de aquella noche dimitió Casares Quiroga, y
Azaña autorizó a Martínez Barrio, como líder del «ala derecha» del
Frente Popular, a formar una nueva y más amplia coalición de
«todos los partidos republicanos» de la izquierda y centro,
excluyendo únicamente a los comunistas y al POUM en la izquierda,
y a la CEDA y demás grupos derechistas, y en el centro sólo a la
Lliga. Martínez Barrio recibió una virtual carta blanca de atribuciones
para aplastar el levantamiento y restablecer el orden. Miguel Maura
se negó a participar en ella aduciendo que era demasiado poco y
demasiado tarde, y Prieto tuvo que hacer lo mismo también
enseguida obedeciendo instrucciones del Partido Socialista, aunque
este último le prometió después todo su apoyo al nuevo gobierno[98].
A eso de las 4 de la mañana del día 19 Martínez Barrio empezó
a ponerse en contacto telefónico con los comandantes de los
distritos militares de la Península. Aunque no pudo establecer
contacto con todos, se encontró con que varios de los que eran
leales a la República, habían sido ya depuestos de hecho por jefes
menos antiguos. Martínez Barrio pudo hablar también directamente
con el general Mola, y desde entonces la principal controversia
relativa al fracaso de su efímero intento de gobierno giraría en torno
a los términos de aquella conversación. Martínez Barrio ha
asegurado que se limitó a decirle a Mola que el nuevo gobierno
restablecería el orden y la justicia y le pidió insistentemente que no
se rebelara[99]. Hay otras fuentes, en cambio, que afirman que fue
mucho más lejos, hasta llegar incluso a sugerirle un pacto político
directo con los militares, que podrían nombrar sus propios
candidatos para los ministerios de Guerra y Marina, así como para
el de Gobernación. El peso de las pruebas existentes da a entender
que se trataron desde luego esos temas[100], y que si Azaña hubiese
tenido el valor suficiente para autorizar un compromiso menos fuerte
una semana antes, podría haberse evitado la guerra civil total. La
realidad es que Mola contestó que era demasiado tarde, porque los
sublevados se habían juramentado a no dejarse disuadir por ningún
tipo de tratos o compromisos políticos en el cumplimiento de su
derrocamiento del régimen.
El gran compromiso se había intentado demasiado tarde, aunque
Martínez Barrio siguió trabajando por la formación de una nueva
coalición de centro-izquierda que quedó terminada hacia las 5 de la
mañana del día 19. Se apoyó especialmente en Felipe Sánchez
Román y Marcelino Domingo por ser sus lugartenientes de más
peso, y su coalición incluyó cinco miembros de Unión Republicana,
tres de Izquierda Republicana, tres del PNR de Sánchez Román, un
miembro de Esquerra, y un general antiguo, el republicano José
Miaja, que no tenía afiliación partidista, en el Ministerio de Guerra.
Aquella coalición suponía todo un desplazamiento de la izquierda
moderada hacia el centro-izquierda, sin ser tampoco una amplia
coalición tipo unidad nacional. Aun así, fue rechazada enseguida por
algunos de los elementos más radicales del propio partido de
Azaña, y a las 7 de la mañana la izquierda socialista había
organizado ya una manifestación en las calles de Madrid contra ella.
Aquello fue ya lo último para Martínez Barrio, que había dormido
sólo cosa de una hora en las últimas 48, y a eso de las 8 de la
mañana dimitió, lanzando más adelante la acusación de que «el
gobierno de Martínez Barrio había muerto a manos de los socialistas
de Caballero, los comunistas y también de republicanos
irresponsables[101]».
La tentativa del compromiso se había esfumado y el nuevo
gobierno encabezado por José Giral, que lo siguió inmediatamente,
constituía básicamente un reanudación del de Casares Quiroga. La
Guerra Civil había empezado, y terminado con ella la vida
constitucional de la República, sustituida por lo que se ha llamado la
«Tercera República[102]», la «República Popular Española[103]», y la
«Confederación Republicana Revolucionaria[104]». La República que
vivió esa guerra fue en diferente grado lo que indican esas
denominaciones, pero no una continuación del régimen
parlamentario de 1931-1936.
CAPÍTULO 14

¿POR QUÉ FRACASÓ LA REPÚBLICA?

Como el drama de la República desembocó en una de las


guerras civiles de mayor relieve de este siglo, su propia historia se
ha visto eclipsada casi siempre por el conflicto que la siguió, para
convertirse también enseguida en parte de la historia internacional.
Sin embargo, está perfectamente claro, parafraseando a Ortega[1],
que la Guerra Civil no se puede entender sin conocer la historia de
la República que la precedió. La opinión general ha presentado
habitualmente explicaciones simplistas y compendiadas del fracaso
de la República que van desde la teoría conspiratoria —una trama
de la izquierda o de la derecha, o de las potencias del Eje o de la
Unión Soviética, de acuerdo con una de las primeras— hasta, en el
extremo más abstracto, el irresistible extremismo de la izquierda o la
derecha (o ambas), o las inevitables limitaciones del atraso.
Mientras que la supuesta responsabilidad de las potencias
extranjeras no pasa de una filfa, producto de la propaganda de la
Guerra Civil de un lado u otro, las demás explicaciones «estándar»
no contienen otra cosa que parte de la verdad, que en cualquier
caso se queda lejos de proporcionar una explicación completa y
adecuada.
La fundación de la República democrática española puede ser
vista, dentro de una amplia perspectiva, como la fase final de la
extensa ola de liberalización que siguió el final de la Primera Guerra
Mundial, que añadiera diez nuevas repúblicas, en cada caso
nominalmente democráticas, en la Europa Central y del Este (así
como el Estado libre de Irlanda) a las que existían ya en Francia,
Suiza y Portugal. El que aquella nueva ola de democratización no
impactase antes de lleno en España se debió sobre todo a su
neutralidad en la guerra, lo que le dio al régimen oligárquico
establecido unos años más de vida de los que le habrían
correspondido. Sin embargo, incluso los primeros impulsos de la
democratización prebélica habían tenido ya repercusiones muy
grandes en España y contribuyeron junto con la debacle colonial a la
ruina del sistema parlamentario monárquico en 1923 y de la efímera
dictadura que lo siguió. Vistas así las cosas, la democratización
española no fue algo totalmente distinto dentro de la cronología
europea general, sólo que España dio ese paso en dos fases
diferentes, la segunda mucho más fuerte que la primera.
La paradoja, según hemos señalado, estriba en que la revulsiva
democratización republicana se produjo sólo durante el segundo
año de la Gran Depresión, después de haber descendido en su
conjunto la pleamar general de democratización de Europa y cuando
la historia fluía precisamente en el sentido opuesto. Las razones de
este rezago se deben en parte a la sin igual posición geográfica de
España y a la mencionada neutralidad, combinadas con la debilidad
del nacionalismo hispanista y de la derecha en general, y unido todo
ello al efecto acumulativo de la tradición liberal y progresista
española —una fuente de iniciativas reincidentes desde 1810—
estimulada por los acontecimientos políticos y económicos de los
últimos años veinte. En último término, como era de prever, todos
los nuevos regímenes republicanos o nominalmente democráticos
establecidos tras el fin de la Gran Guerra fracasaron, exceptuando
sólo a Finlandia, Irlanda y Checoslovaquia. Aunque los desenlaces
no estaban predeterminados en ningún caso, los avatares de este
tiempo no apuntaban desde luego a favor de un buen resultado.
Más aún, como todos los demás nuevos regímenes democráticos
establecidos en la subdesarrollada Europa Oriental y Meridional
dieron origen a regímenes más autoritarios, no se puede desechar a
la ligera el argumento vinculado al atraso social y económico. Por
otra parte, los niveles solos del desarrollo pueden no ser siempre del
todo determinantes, porque la democracia fracasó también en una
Alemania mucho más moderna y lo hizo también, en época más
reciente, en otras sociedades económicamente más adelantadas
que la España de 1936[2]. En cambio, los primeros sistemas
parlamentarios liberales se introdujeron y estabilizaron en países
situados entonces a un nivel de modernización inferior al de la
España de la Segunda República.
Detlev Peukert ha descrito el drama de la República de Weimar
como el paradigma de los «años de crisis de la época clásica
moderna[3]», es decir, el período en el que alcanzaron su plena
expresión y conflicto directo las fuerzas típicas políticas, culturales,
sociales y económicas de la primera parte del siglo XX. Es evidente
que ese planteamiento no puede trasladarse con exactitud a
España, por estar mucho menos adelantada, aunque España no
estaba en realidad tampoco tan atrasada como han supuesto
muchos autores. Su crecimiento económico y cambio social durante
los años veinte habían estado entre los más rápidos del mundo, la
alfabetización progresaba con bastante rapidez, y el sector agrario
de su fuerza laboral empezaba a situarse por debajo del 50 por
ciento por vez primera. Por otra parte tenía España ya un historial
de gobierno liberal moderno mucho más prolongado que el de
Alemania, aunque poseía todavía menos experiencia en cuanto a
democratización directa. La larga carrera del gobierno constitucional
de España —aunque a menudo caracterizada sólo por sus
interrupciones— había hecho surgir un desconcertante panel de
partidos, igual de complicado y dotado por lo menos de tantas
opciones diferentes, sociales e ideológicas, como el de Alemania.
Hasta ese punto, la Segunda República constituyó una versión
característicamente española de la «crisis (política y cultural) de la
época clásica moderna», habida cuenta de que todas las fuerzas
decisivas, políticas e ideológicas, del siglo XX surgieron y
convergieron en España, aunque en una sociedad
considerablemente menos adelantada respecto al desarrollo
educativo y tecnológico que Alemania. Movimientos como el
neotradicionalismo, el anarquismo, el comunismo trotskista-leninista,
y el micronacionalizado con movimiento de masas estaban más
desarrollados en España que en Alemania, aunque el fascismo
español fue bastante endeble durante algún tiempo. En total se
prestaron en España durante la República un mínimo de doce
proyectos reformistas izquierdistas y liberales diferentes, sin contar
toda la gama de propuestas contrarrevolucionarias. Una lista mínima
incluiría los siguientes:

1.o Democracia liberal moderada (los distintos partidos del


centro)
2.o Nacionalismo y autonomía regionales (PNV, Esquerra
Catalana y muchas otras agrupaciones)
3.o Izquierda republicana moderada (Unión Republicana, Partido
Nacional Republicano)
4.o Izquierda republicana radical (Izquierda Republicana, radical-
socialistas)
5.o Socialismo evolucionista democrático (Besteiro)
6.o Socialdemocracia avanzada (I. Prieto)
7.o Socialismo semirrevolucionario (Largo Caballero y la
izquierda socialista)
8.o Leninismo (BOC-POUM)
9.o Trotskismo (izquierda comunista)
10.o Stalinismo (PCE)
11.o Sindicalismo (treintistas, Partido Sindicalista)
12.o Anarcosindicalismo (FAI-CNT)

La Segunda República se inició con ciertas ventajas sobre


algunos de los nuevos regímenes democráticos de Europa Oriental.
No era necesario formar una nación recién unida o construir un
nuevo sistema nacional a partir de escombros, ni de reconstruir una
economía devastada por la Primera Guerra Mundial ni de absorber
gran número de refugiados de un territorio irredentorista, hacer
frente un sentimiento monárquico populista de masas ni de
habérselas con una población mayoritariamente campesina (en el
sentido antropológico), aún admitiendo que los problemas agrarios
de España eran desde luego graves. Y la proliferación y
fragmentación de los partidos políticos estaban inicialmente aún
más acusadas en una República euro-oriental como la de Polonia[4].
Los problemas capitales que, en general, asedian a la República,
se pueden dividir, para su análisis, en tres categorías: los
estructurales, los coyunturales, y los más técnicamente políticos. En
cada una de ellas se evidenciaron deficiencias graves. Los
problemas estructurales sociales y económicos eran sin duda serios,
de los que el peor era la crítica situación de los casi dos millones de
jornaleros desprovistos de tierras con sus familias, situación
exacerbada por el hecho de que España era un país en rápida
modernización con movilización de masas democráticas. Los bajos
salarios, la limitada productividad y las pobres condiciones de vida
de cuatro millones más de obreros de la industria y los servicios
constituían también todo un problema, aunque no tan acuciante
traducido a descarnada miseria social. Aunque la industria y las
finanzas se habían expansionado rápidamente en los años veinte,
su capacidad para soportar más expansión y perfeccionamiento
durante la depresión era, en el mejor caso, problemática. Un tipo
especial de problema estructural residía en la incompleta integración
de las regiones principales con sus diferentes índices de
modernización, gestadores de un nacionalismo regional moderno, lo
que añadía una escisión política horizontal a las divisiones
sociopolíticas verticales. Al mismo tiempo, sería difícil dictaminar de
modo concluyente que esos problemas estructurales fuesen de suyo
decisivos, pues algunos de ellos habían sido peores una generación
antes. El rápido desarrollo producido entre 1915 y 1930 no había
superado ninguna de esas dificultades, pero en cambio había
ejercido el efecto, un tanto paradójico, de agudizarlas. Las recientes
mejoras económicas, unidas al aumento de la educación y a la
creciente movilización, habían elevado los niveles de consciencia y
de expectativas. Una sociedad algo más moderna, productiva, y
políticamente consciente exigía un cambio todavía más rápido que
el que se había producido últimamente o que el que era, en realidad,
posible. Hacia 1930 España había empezado a entrar en la fase
media de una expansión industrial en la que los conflictos sociales
se agudizaban al máximo. Era un momento en el que los obreros
estaban lo suficientemente movilizados para pedir mucho más,
dándose en cambio también el caso de que no estaban aún
disponibles los medios requeridos por una completa industrialización
y el logro de la prosperidad general.
Y la coyuntura resultaba todavía más negativa porque los años
treinta constituyeron el clímax de la «larga generación» de guerra
mundial e intenso conflicto sociopolítico que se extendió de 1914 a
1945. Éste fue el período de la más extrema disensión interna y
externa de la historia moderna, provocada por el clímax del
nacionalismo e imperialismo europeos, y por batallas sociales y
políticas multitudinarias sobre los temas de la modernización, la
democracia y la igualdad. Por todos esos motivos, los años de la
depresión no eran los más propicios para hacer experimentos
democráticos nuevos. En gran parte de Europa se crearon
condiciones ventajosas para la derecha autoritaria y el fascismo, y
ese tipo de influencia se dejó sentir en España a partir de 1933,
convirtiéndose en un factor crucial para las preferencias políticas
tanto de la derecha como de la izquierda. Con todo, sería difícil de
demostrar que la coyuntura histórica determinó necesariamente por
sí sola el curso de los acontecimientos. España fue durante largo
tiempo notablemente inmune a algunas de las principales fuerzas
motivadoras del gran conflicto europeo, como el nacionalismo
intenso (salvo el caso de los micronacionalismos) y el gran
imperialismo, a la vez que el fascismo genérico siguió siendo débil
hasta las últimas semanas de la República. El impacto de la
depresión fue proporcionalmente inferior al producido en varios otros
países, y gran parte de la economía estaba recuperándose en 1935,
proporcionalmente más que en Francia y en los Estados Unidos.
Sin embargo, la coyuntura ejerció un poderoso efecto a través
del radicalizador impacto de los acontecimientos neurálgicos que se
producían en el extranjero, tanto respecto a las inspiraciones
positivas como a las aprensiones negativas. La izquierda se sentía
cada vez más atraída por el espejismo de la revolución, en parte la
que representaban la revolución bolchevique y la Unión Soviética.
Aunque los anarquistas marchaban al compás de sus propios
tambores, los socialistas y demás agrupaciones marxistas se
sentían más y más atraídos hacia el ideal leninista (aunque desde
luego no siempre convencidos por él) y al mismo tiempo estaban lo
suficientemente alejados de la escalofriante realidad de la Unión
Soviética de Stalin para no sentirse desilusionados. Igual o mayor
era el rechazo de las izquierdas contra los triunfos del fascismo y de
la derecha autoritaria en Europa Central y otras partes en
1933-1934, que supusieron un fuerte efecto demostrativo negativo,
contribuyendo en gran medida a la polarización de España.
Se puede argumentar también que los problemas peores y de
más peso surgieron de la dinámica específica del liderazgo político,
de las preferencias políticas y de los conflictos de partido más que
del inevitable efecto de los problemas estructurales o de las
influencias coyunturales internacionales. Desde luego es cierto que
el sistema político republicano padeció un liderazgo
impresionantemente pobre en todos los sectores principales,
aunque no tuvo tampoco el monopolio de esta negativa
característica, no menos evidente en un país más moderno, como
era Alemania.
Los problemas políticos de la República empezaron antes que
nada con los fundadores mismos de ella. Aunque pretendían
representar —y en algunos aspectos lo hicieron— una ruptura
decisiva con el pasado, los republicanos de izquierda siguieron
siendo un típico producto del liberalismo y el radicalismo español
modernos. Reflejaron el pertinaz sectarismo y personalismo de la
política faccional decimonónica de estilo antiguo y su insistencia a
apegarse al gobierno más como una especie de patrimonio que
como una amplia representación del sinfín de distintos intereses
nacionales. Al igual que lo que les ocurrió a una serie de líderes
responsables de cambios de régimen en el siglo XIX, no
representaron tanto un esfuerzo para superar y rebasar las
divisiones del pasado como el celo de un grupo nuevo que quiso
imponer sus propios valores y vengarse de sus derrocados
precursores.
Ese resurgimiento del radicalismo pequeñoburgués
decimonónico había sido provocado, sin duda, por la dictadura de
Primo de Rivera. Aunque el régimen del marqués de Estella había
constituido una forma de autoritarismo sumamente moderado, había
destruido empero la continuidad constitucional y sus consecuencias
pesaron como una oscura sombra sobre la vida de la República. Le
corresponde a aquélla la responsabilidad de haber iniciado la nueva
política de polarización y represión a la que los republicanos de
izquierda respondieron en parte con la misma moneda, siendo
incapaces de superar la ruptura original con el liberalismo producida
en 1923.
La nueva Constitución de 1931, a la vez que codificó principios
importantes, se ajustó al patrón de las demás Constituciones
españolas modernas anteriores en cuanto a creación de un
importante sector de la sociedad política destinada a ser impuesta a
aquel sector de la sociedad que no compartía sus valores. En
algunos aspectos clave no tuvo más de amplio consenso ni de
acuerdo nacional que el que habían tenido sus antecesoras del
siglo XIX (con la excepción parcial de la Constitución de 1876).
Ocurrió algo aún peor, que reveló enseguida que los grupos que
habían sido más responsables de la redacción de la Constitución no
estaban dispuestos a cumplir con las reglas que acababan de
imponer precisamente ellos. En cuanto perdieron las elecciones
siguientes, exigieron la anulación de su resultado y la oportunidad
de intentarlo de nuevo, porque su concepción de la República era
«patrimonial», en cuanto a que fueron incapaces de tolerar que ella
representase otras políticas que las suyas propias. A decir verdad,
pocos sectores de la política española fueron incondicionalmente
leales a la República como método democrático y había que
buscarlos en el cada vez más angosto centro del espectro político[5].
La falta de consenso en lo tocante a reglas básicas de juego
constituyó un obstáculo desde su mismo comienzo, y algunas obras
escritas después dan a entender que un acuerdo básico de las elites
tiene más importancia que el puro nivel de desarrollo para garantizar
la estabilidad de una democracia nueva[6].
Para los sectores clave de la coalición fundadora de la
República, el nuevo sistema no representaba tanto un compromiso
con un conjunto de reglas constitucionales como la ruptura decisiva
y la hegemonía definitiva de un proceso reformista básico liberal-
izquierdista que no sólo implicaba cambios políticos decisivos sino
también cambios irreversibles en las relaciones Iglesia-Estado, la
educación, la cultura y la estructura socioeconómica, junto con la
solución de dilemas neurálgicos en lo tocante a autonomía regional
y reforma militar. La mayoría de aquellas formas eran saludables,
pero no deberían haber excluido un respeto equivalente al proceso
democrático, aun a costa de su inversión parcial o temporal.
Muchas personas se han planteado la pregunta de si la directiva
política republicana original no trataría en realidad de reformar
demasiadas cosas demasiado aprisa, lo que sobrecogió
irremediablemente al sistema. Si nos atenemos al modo en que se
emprendieron aquellas reformas, la respuesta es un sí categórico,
pero no está tan claro el que ello hubiera ocurrido forzosamente con
la sustancia de muchas de las reformas mismas. El país tenía gran
necesidad de continuar la reforma modernizadora, y una amplia
política que se concentrara en aquellas reformas técnicas y
prácticas que aportarían beneficios innegables —el desarrollo
educativo, la reforma militar, la autonomía regional, las obras
públicas, la mejora de las condiciones laborales, y cierto grado de
reforma agraria— constituían en la mayoría de los aspectos unas
necesidades nacionales tan absolutas, que acaso no habría sido
necesariamente imposible la formación de una coalición nacional a
favor de ellas.
Los logros republicanos en materia de enseñanza, autonomía
regional, obras públicas y trabajo fueron fecundos e impresionantes.
La reforma militar llegaba con gran retraso y fue en muchos
aspectos positiva, aunque estuvo sometida a limitaciones notables.
Casi todo el mundo estaba de acuerdo en que la reforma agraria era
necesaria, pero, como hemos visto, la legislación correspondiente
no estuvo bien concebida en cuanto a sus términos sociales y
técnicos, aunque sus objetivos eran encomiables. Era también
necesaria una separación y reforma en las relaciones de la Iglesia y
el Estado, y allí podría haberse logrado mucho a un coste mínimo.
En cambio, la introducción política y el estilo de las reformas
fueron muy mal llevados desde el comienzo, debido a la sectaria
mentalidad y procedimientos de la coalición izquierda republicana-
socialista. En algunos terrenos fue fomentada sin necesidad una
oposición no existente al principio debido a la ausencia de espíritu
de conciliación o deseo de consenso de parte de los reformistas.
Una política militar en general razonable fue convertida por la falta
de tacto de Azaña en algo que —con bastante exageración— dio la
impresión de ser una revancha antimilitarista, suscitando hostilidad
entre unos jefes y oficiales que no eran al principio hostiles hacia la
República. Lo peor de todo, desde luego, fueron tanto el estilo como
la sustancia de las reformas religiosas, concebidas como una
venganza contra los intereses eclesiásticos —pese a que la mayoría
de los españoles creían en el catolicismo más que en cualquier
credo filosófico o político— que implicó no sólo la separación de la
Iglesia y el Estado sino una flagrante infracción de los derechos
civiles y una persecución de la devoción religiosa.
Hubo también fallos de calibre en la política económica. La
reforma fiscal estuvo mal enfocada al tener que destinar cantidades
de dinero innecesarias a la sustitución de todo el sistema de
enseñanza católico. Aquello dejó tanto menos dinero para promover
el empleo, añadir infraestructuras necesarias y estimular la
expansión económica, por no hablar de la reforma agraria. La
mayoría de los líderes republicanos tenía una ignorancia en materia
económica que corría pareja con su falta de interés en la misma, de
lo que se sigue el que no prestasen la debida atención a esta área,
pero se trata de un fallo tan común de esa década, que en absoluto
es típicamente español o republicano.
El enfoque de algunos de esos problemas como un «juego de
suma de ceros» fue contraproducente sobremanera. Aquella
perspectiva extendió el precedente de que había que dar cada
nuevo giro del timón político para tomar venganza de los anteriores
dueños del poder, estableciendo nuevas jurisdicciones retroactivas
politizadas, el polo opuesto a cualquier consenso. En ese sentido, la
República, muy lejos de representar un mejoramiento del viejo
sistema monárquico constitucional anterior a 1923, representó en
aspectos cruciales una regresión al faccionalismo extremo de
mediados del siglo XIX. Eso es lo que tenía en la mente Ortega en
1932-1933 cuando se lamentaba de que los líderes republicanos, en
vez de tratar los problemas más importantes del siglo XX,
representaran en cambio un regreso a determinadas fijaciones del
pasado.
Una de las consecuencias más destructoras del nuevo
«republicanismo patrimonial» fue que desdibujó las realidades de la
sociedad española a los ojos de la mayoría de los nuevos líderes.
Desconocían por una parte la importancia de los intereses
conservadores[7] y de las creencias de la gente y el potencial del
extremismo revolucionario por la otra, a la vez que exageraban con
excesivo optimismo el probable atractivo de sus propias formas de
progresismo republicano. Tal exceso de confianza se debió a los
efectos iniciales de la ruptura de 1931, momento en el que los
intereses conservadores estuvieran demasiado indecisos y
desorientados para contender con eficacia en las primeras
elecciones celebradas, y salieron de allí un Parlamento y una
Constitución que no representaban al conjunto del país[8]. En
cambio, un Parlamento provisto de una representación más
auténtica se habría empeñado probablemente en sacar adelante
una Constitución más moderada, aunque progresista, que pudiera
haber hecho la República más aceptable a la gran masa de la
opinión. Aquello habría producido en algunos aspectos una política
social más moderada, indisponiéndose con los obreros todavía más
aprisa de como lo hizo en realidad, pero podría haber alimentado un
liberalismo democrático más amplio en las clases medias, buena
parte de la población campesina, e incluso en una minoría de los
trabajadores, lo que pudiera haber producido unas mayorías
electorales más estables. No hay garantía alguna de que hubiera
sido ése el desenlace —los antagonismos sociales podrían haberse
intensificado hasta el punto de no haber dejado sobrevivir a ningún
régimen democrático liberal—, pero la estrategia moderada ofrecía
una alternativa potencialmente viable a la política de la polarización.
El funcionamiento del sistema republicano se vio obstaculizado
además por un sistema electoral defectuoso y un índice sumamente
alto de rotación del personal político. El sistema electoral corrigió en
demasía al alza el problema potencial de la proporcionalidad
multipartidista dando origen a efectos muy sesgados que traducían
cualquier desplazamiento de la opinión pública o cualquier cambio
importante de las estrategias de las alianzas en masivas
oscilaciones polarizantes de la representación. En consecuencia, le
tocó al sistema político padecer a un mismo tiempo los efectos tanto
de la fragmentación como de la polarización. Un error mayúsculo fue
no haber avanzado hacia una reforma electoral en 1935.
La exagerada volatilidad del personal político fue otra de las
consecuencias destructoras de la dictadura, que había acabado con
las viejas fuerzas políticas existentes y dejado tras sí un vacío,
ocupado, no es de sorprenderse, por novatos en materia política. La
teatral rotación de ese personal que se produjo en 1931 se repitió en
cada una de las dos elecciones siguientes, debido en parte a las
exageradas consecuencias de la ley electoral, y constituyó una de
las mayores precariedades del nuevo régimen. Las figuras más
tolerantes en tiempos de la República aparecieron sobre todo entre
la minoría de centristas y conservadores moderados que habían
adquirido ya experiencia bajo el régimen precedente, aunque se
vieron sumamente desbordados por los grupos radicalizados de
novatos que habían empezado a destacar después de 1931.
Los intereses económicos españoles se comportaron de modo
muy similar a como lo han hecho los grandes intereses económicos
en cualquier otra parte en circunstancias similares, apoyando al
centro-derecha y a la derecha moderada, aunque en algunos casos
se desplazaron hacia la derecha radical. Mercedes Cabrera, la
principal estudiosa de la política de los grupos de interés, deduce
que no desarrollaron ninguna alternativa real por su parte y que
esperaban sobre todo que un régimen republicano más estable y
moderado pudiera conservar la ley y el orden. Los grandes
terratenientes constituyeron el principal sector que fue más atraído
por la derecha radical, pero ni siquiera ellos como conjunto
desempeñaron ningún papel corporado dedicado a derrocar
directamente el sistema[9].
Las fuerzas abiertamente subversivas no eran al principio ni
numerosas ni importantes, con la excepción parcial de la CNT. Ésta
se hallaba flanqueada en la extrema izquierda por los comunistas,
mientras que posteriormente la República hubo de enfrentarse a la
subversión de la ultraderecha monárquica y de la Falange. Ninguna
de ellas fue realmente significativa, salvo los anarquistas. Éstos
constituían un movimiento de masa, pero sus tácticas
insurreccionistas libertarias nunca amenazaron en serio con
derrocar el régimen. Tal vez la consecuencia principal del
extremismo anarquista fue ejercer una presión en la UGT que
debilitó el compromiso socialista con el reformismo socialdemócrata.
Mucho más importantes y decisivas fueron las posturas de lo que
Juan Linz ha llamado los grandes partidos «semileales»: los
socialistas y la CEDA. La ambigüedad de la CEDA era de cajón,
porque el gran partido nunca podría comprometerse sin más al
«republicanismo» ni al sistema democrático. La contribución de la
CEDA no residió en «republicanizar» la derecha, sino en asegurar el
compromiso del grueso del electorado católico con los
procedimientos parlamentarios y legalistas. Ello tuvo no poca
importancia para la República, pero en absoluto resolvía el problema
del futuro de la misma, según denunciaban a cada paso las
izquierdas. Aunque la CEDA fue mucho más renuente que los
socialistas en recurrir a la violencia política, adoptó una postura
ambigua en lo tocante a los objetivos últimos, que para no pocos de
sus miembros consistían claramente en sustituir la República por un
sistema corporativo y más autoritario. Esa ambigüedad fue utilizada
a su vez, tanto por el presidente centrista como por la izquierda,
para negar a la CEDA un acceso constitucional normal al gobierno.
La directiva de la CEDA fue a su vez culpable de graves errores
que ayudaron a socavar la normalidad política. Pero más importante
todavía que la cuestión de su ambigüedad en lo tocante a últimos
objetivos fue lo que hizo la CEDA en 1935. Sus excesos al aplicar la
represión fueron del todo contraproducentes y no hicieron más que
ayudar a que se formase una izquierda más amplia, fuerte y
aglutinada. No fue capaz de llevar a cabo una reforma constructiva
en áreas cruciales y se concentró en cambio en ejercer una política
reaccionaria de deshacer ciertos aspectos de la legislación anterior.
No supo poner énfasis en cambios vitales del sistema que estaban
ya a su alcance, como la reforma electoral —apoyada con todo
empeño por el, en lo demás, antagónico Alcalá Zamora—, cosa que
podría haber tenido un impacto fundamental reductor de la
polarización en las elecciones siguientes. Además, a finales de ese
año, Gil Robles y sus correligionarios adoptaron un estilo político
arrogante y autocomplaciente que sencillamente hizo el juego a las
manipulaciones de don Niceto, error complicado encima por su
exclusivista acercamiento a los comicios que dividieran la oposición
al Frente Popular.
A pesar de todos esos errores, hay que cuestionar seriamente la
política exclusionista contra la CEDA. La CEDA no era una pequeña
agrupación revolucionaria violenta terrorista o fascista que pudiera
ser suprimida o ignorada sin más. Representaba de hecho a la
mayor unidad de orientación política específica existente entre los
ciudadanos españoles. Ningún sistema democrático español podría
funcionar ni sobrevivir jamás sin llegar a un entendimiento con la
opinión católica, orientación preferida por gran parte de la población
si no por su mayoría. Hay que cuestionar por lo mismo si el modo de
actuar adecuado en 1934-1935 debiera haber consistido —o no—
en atenerse al proceso constitucional ortodoxo, dado que una
democracia no puede funcionar mucho tiempo de otra manera. No
es convincente el no justificar de lleno la decisión inicial de Alcalá
Zamora de concederle a la CEDA sólo una participación limitada en
1934, y tampoco se puede calificar la violenta reacción de la
izquierda sino de injustificada y desastrosa para la nación. En
aquella ocasión, tanto el presidente como el Primer ministro, junto
con el partido dominante de la coalición, estaban plenamente
comprometidos con la democracia parlamentaria. La situación
brindaba una oportunidad razonable para ampliar la base del
gobierno, crear una mayoría estable, y plasmar un consenso
democrático más amplio, justo como planeaba Lerroux. Pero a
continuación, Alcalá Zamora se negó a atenerse de lleno a la lógica
de la democracia parlamentaria permitiendo que encabezase el
gobierno el partido más grande. De haberlo hecho así, el peor guión
imaginable habría conducido en último término a una coalición
dominada por la CEDA que habría efectuado una reforma
constitucional muy fuerte en 1936. Si ello se hubiera traducido en un
sistema semicorporativo y más autoritario, podría haber constituido
el fin de la democracia republicana durante una década o algo así,
pero habría evitado los horrores de la Guerra Civil y el régimen de
Franco. Visto en retrospectiva, incluso el peor guión imaginable con
la inclusión de la CEDA difícilmente habría producido un resultado
peor.
Los socialistas dentro de la izquierda desempeñaron un papel
similar al de la CEDA en la derecha por su «semilealtad». Su
contribución a la coalición del primer bienio es digna de señalar,
pues marcó un gran paso adelante en la evolución, maduración y
expansión del socialismo en España en un momento en el que sólo
en los países más desarrollados de Alemania y la Europa del Norte
habían avanzado los partidos socialistas tanto como el PSOE. Pero
le faltó a éste la madurez y unidad de los socialdemócratas
alemanes, y su respuesta a la adversidad política fue directamente
opuesta a la de estos últimos[10]. Aunque accedió a una
colaboración gubernamental cinco años antes que los socialistas
franceses, sus ambigüedades reflejaron bastante de cerca las de los
socialdemócratas austríacos del «dos y medio», porque los
socialistas franceses se comprometieron a la postre en una
colaboración socialdemócrata completa igual que la que tuviera el
caballerismo en la fase ascendente de España.
La polarización cuaja no tanto con el triunfo de la CEDA en 1933
como con la insurrección de 1934, que puso de evidencia que el
grueso de la izquierda obrera estaba vendido a distintas formas de
acción revolucionaria. La riqueza y diversidad del abanico
revolucionario durante la República apenas tiene igual en el mundo.
Su extensión y variedad se debieron a la combinación de una
estructura social conflictiva y subdesarrollada con un sistema
político democrático movilizado y sumamente fragmentado. La
política española moderna se había caracterizado normalmente por
una combinación más que peculiar de formas e instituciones
políticas avanzadas en medio de un innegable atraso
socioeconómico, combinación que diferencia a España, por ejemplo,
de la mayor parte de Europa Oriental y de los Balcanes. La
oportunidad existente de movilización de masas y democracia sin
trabas en medio de la depresión[11], tras una generación sin
precedentes de modernización acelerada, elevaron de pronto a la
«contradicción española» clásica a un nuevo nivel que convertía los
desafíos revolucionarios en casi inevitables, aunque no
forzosamente irresistibles.
Esto no quiere decir que España estuviese sencillamente
«madura» para la revolución, como han sostenido muchos teóricos,
porque en algunos aspectos clave su sociedad se había convertido
ya en algo demasiado fuerte y complejo para que lo conquistasen
los revolucionarios. Si la fuerza laboral urbana e industrial era
proporcionadamente mucho mayor que la de Rusia en 1917, lo eran
también las clases medias y la derecha en general. Algunas de las
condiciones clave que alentaron el éxito de la revolución en
sociedades más atrasadas, como el dominio extranjero económico y
político o la ausencia de instituciones libres, no se daban en
absoluto en España, cuyas circunstancias eran mucho más
parecidas a las de Italia después de 1919. Allí había sucumbido la
izquierda a una coalición derechista-fascista muy similar en varios
aspectos a la que en último término ganó la Guerra Civil española,
cosa sobre la que habían advertido muchas veces los elementos
moderados entre 1934 y 1936, y que la mayoría de la izquierda se
negó a escuchar. Los análisis políticos efectuados por los líderes y
teóricos de la izquierda revolucionaria, al igual que muchos de los
efectuados por los republicanos de izquierda, tuvieron con
frecuencia más un efecto de enmascarar que de clarificar las
realidades más neurálgicas.
Está, por supuesto, fuera de lugar esperar que quienes
rechazaron básicamente la democracia parlamentaria, tanto por la
izquierda como por la derecha, se hubiesen responsabilizado de
salvaguardar las instituciones parlamentarias. La principal
responsabilidad en la salvaguarda de la democracia constitucional
residió en sus principales creadores, los liberales y los republicanos
de izquierda.
De todos los sectores políticos, sólo los liberales centristas —los
de Alcalá Zamora, Maura, los radicales, y la Lliga catalana—
adoptaron posiciones situadas ante todo en defensa de la
democracia constitucional y las reglas del juego. Sin embargo, los
partidos pequeños como los de Maura, Sánchez Román, e incluso la
respetable Lliga, carecieron de la fuerza precisa para influir
decisivamente en la situación, de tal manera que los papeles
principales del centro fueron desempeñados por Alcalá Zamora y
por Lerroux y sus radicales. Para que la Segunda República
española llegara a estabilizarse en forma de una democracia
constitucional como la Tercera República francesa, habría sido
necesario probablemente que los radicales moderados de clase
media hubiesen desempeñado básicamente el mismo papel
estabilizador que sus homónimos y equivalentes franceses, cosa
que desde luego trataron de hacer en 1933-1935. Los radicales
españoles fracasaron, aunque sus pecados fueron más de omisión
que de comisión. O sea que no cometieron faltas importantes que
violasen la letra y el espíritu de la práctica democrática, como la
mayoría de los demás partidos de importancia, sino que les faltó una
organización fuerte a unos objetivos claros y fructíferos. Los
radicales se convirtieron enseguida en los únicos representantes en
España de algo que era mucho más común en las demás
democracias establecidas —un sector político de bastante volumen,
dedicado a la política cucharera y a una filosofía liberal tolerante que
vive y deja vivir. En la sobrecargada atmósfera española tal política
tenía un atractivo limitadísimo y equivalía a una ausencia de
moralidad y de metas. A los radicales les faltó también liderazgo al
ser Lerroux demasiado viejo y escaso de energía, y carecer de
visión o de capacidad las demás figuras del partido. En
consecuencia, los radicales fracasaron por ser tan poca cosa, pero
si hubiesen poseído un peso significativo, la democracia
constitucional podría haber durado.
En una situación cada vez más polarizada en la que la mayor
parte de los actores de importancia tenían un compromiso limitado o
nulo con la democracia, el presidente, Alcalá Zamora, se consideró
siempre el supremo garante de la república liberal. Esto era, desde
luego, técnicamente cierto, y no había la menor duda de la
sinceridad de don Niceto, pero él mismo se convirtió enseguida en
un problema muy grande. Aunque Alcalá Zamora era un liberal y
constitucionalista sincero, y un distinguido jurista, era también un
producto de la vieja tradición y cultura liberal decimonónica de
España. Se trataba de una cultura política esencialmente elitista y
oligárquica, cuajada de notables provincianos y figurones del
partido. Representaba una forma de transición salida de una cultura
tradicional basada en buena medida en el prestigio, la aristocracia, y
los conceptos del linaje y del honor. Por lo mismo, le costaba trabajo
superar un elitismo y personalismo profundos, y una obsesión por el
prestigio y las preocupaciones egocéntricas.
Por las razones que fuesen —algunas de ellas temores
objetivamente fundados frente al poder de las fuerzas
antidemocráticas de la izquierda y la derecha— Alcalá Zamora llegó
enseguida a concebir su papel como el de un poder moderador
independiente, de un estilo casi monárquico. Se puede afirmar con
seriedad que don Niceto interfirió de modo más descarado en el
normal funcionamiento del gobierno constitucional que el tan
criticado don Alfonso XIII. En cuanto empezó a desvanecerse la
fuerza inicial de la coalición de Azaña, el presidente entró en acción,
relevando del poder al líder de la izquierda republicana incluso antes
de que hubiera desaparecido técnicamente su mayoría
parlamentaria. En cualquier caso, la interferencia de Alcalá Zamora
en el gobierno de Azaña fue menos abierta que su actitud cuando
las Segundas Cortes, durante cuya vigencia actuó constantemente
obstaculizando la posibilidad de un gobierno parlamentario
mayoritario normal, haciendo y deshaciendo a su arbitrio gabinetes
minoritarios o no del todo representativos. En semejante proceso,
cosechó inevitablemente el aborrecimiento tanto de la derecha como
de la izquierda, decididas también ambas a retirarlo del cargo lo
antes posible.
En algún sentido es perfectamente comprensible que el
presidente sintiese la necesidad de intervenir para restablecer algún
tipo de equilibrio o salvaguardia ante la izquierda y la derecha a la
vez. Es menos defendible su palpable inclinación a procurar destruir
una estructura que funcionaba en el centro —Lerroux y los radicales
— a fin de reconstruirla en una forma nueva, subordinada
indirectamente a su «presidencial» liderazgo. Aquello fue una locura
rematada y no es de sorprender que terminara en un desastre. El
hecho mismo de que Alcalá Zamora contara en serio con reconstruir
un centro nuevo a partir del centro de gravedad del poder estatal
indica hasta qué punto siguió siendo, cultural y psicológicamente, un
liberal del antiguo régimen, totalmente incapaz de entender el
carácter y fuerza de las nuevas instituciones políticas y la nueva
sociedad que él mismo había ayudado a formarse bajo la República.
El otro único líder republicano que disfrutó de una
responsabilidad equivalente a la de Alcalá Zamora fue Manuel
Azaña, el único otro político que llegó a tener unos poderes e
iniciativa más o menos iguales en el liderazgo nacional durante un
período casi tan largo como el de él. Azaña confesaba públicamente
que era «sectario» y no «liberal». Fue terminante, al menos durante
su primer gobierno, en cuanto a que había que interpretar el
constitucionalismo republicano mediante reglas esencialmente
partidistas a fin de conseguir sus objetivos, pero no llegó a entender
hasta demasiado tarde que semejante enfoque hacía imposible la
democracia republicana. Él mismo reconocía la magnitud de su
soberbia y arrogancia, pero tenía tal fe en su propia capacidad de
juicio (en ocasiones muy limitada), que se llegó a convencer de que
era indispensable. Su rechazo de una democracia liberal más
tolerante en aras de una política radicalizante y polarizadora
coincidió con una movilización y radicalización de las masas que
aumentó en gran manera las consecuencias de su sectarismo.
Cuando los principales líderes de la política republicana rechazaron
en la práctica las reglas de juego que ellos mismos habían creado,
el estado en sí no pudo seguir funcionando.
Aunque decidido a representar una política nueva, Azaña se
describió a sí mismo en privado como el «mayor tradicionalista» de
la vida pública española. Fue en realidad mucho más hijo de la vieja
cultura elitista y sectaria del siglo XIX de lo que él creía.
Descendiente directo de los exaltados de 1820, Azaña representaba
tanto lo viejo como lo nuevo. Fue el último vástago de una larga
letanía de políticos burgueses sectarios y decimonónicos, y se le
puede calificar exagerando muy poco como el último gran
protagonista de la arrogancia castellana tradicional de la historia de
España.
Azaña recalcó siempre el papel crucial de su propia izquierda
burguesa en el devenir de la República, y dijo a voz en cuello en un
discurso pronunciado el 17 de julio de 1931:
Miradlo bien, republicanos, que el día de nuestro fracaso no tendremos a mano el
fácil recurso de echar la culpa a nuestro vecino. No; si la República española se hunde,
nuestra será la culpa. Si no sabemos gobernar, la culpa será nuestra. No hay a quien
echar el fardo de la responsabilidad. Ved que la libertad trae consigo esta tremenda
consecuencia: la de una responsabilidad ineludible, no sólo ante nuestros
conciudadanos, sino ante la historia[12].

Mucho mejor escritor que político, mucho mejor moldeador de


palabras que dirigente de personas. Azaña tenía en realidad escasa
auténtica capacidad política, y era en realidad, en palabras de
Portela Valladares, más «antipolítico» que «político[13]». Su hibridez
extrema lo proyecta en un papel de protagonista de tragedia clásica.
Manuel Azaña no fue otra cosa que el ejemplo más patente del
fracaso del liderazgo en la República[14].
Azaña clamaba por la necesidad de «una política radical» debido
a las lecciones de la historia reciente, pero, igual que tantos otros
intelectuales del primer tercio del siglo XX, leyó mal esa historia. Casi
dos generaciones después, el siguiente grupo de políticos
españoles que tuvieron la oportunidad de establecer un régimen
democrático, leyeron su historia con más exactitud, y pusieron
hincapié en la tolerancia, la igualdad de derechos y el consenso. Su
tarea fue más fácil en medio de una ciudadanía moderna, urbana,
con más educación general, y próspera, y dentro del contexto de
una Europa próspera, estable y democrática. Pero su éxito no fue un
resultado inevitable. Sacó provecho decisivamente de un liderazgo
capaz, hábil y prudente que, determinado a evitar los errores del
pasado, supo repudiar calladamente el sectario legado de la
República. La Segunda República probablemente lo tuvo todo en su
contra desde el comienzo, pero recibió desde luego un flaco servicio
de sus propios dirigentes principales, que facilitaron sobremanera el
trabajo de los inteligentes enemigos de la República.
MONOGRAFÍAS GENERALES SOBRE LA REPÚBLICA

Existen numerosas relaciones generales de la Segunda República


española, en su mayoría superficiales y muchas de ellas
tendenciosas. Los primeros estudios generales tuvieron un carácter
periodístico o político (a menudo ambas cosas). Ya durante la
Guerra Civil, publicó Marco Alessi una crítica de la Italia fascista en
La Spagna dalla monarchia al governo di Franco, Milán, 1937,
mientras Juan Guixé defendía el programa de reformas en Le vrai
visage de la République espagnole, Paris, 1938.
Las relaciones más extensas son dos obras de cuatro tomos en
español, tituladas ambas Historia de la Segunda República
española, siendo también las dos unas críticas acusadamente
conservadoras. La primera fue escrita por el prominente periodista y
ensayista catalán Josep Pla inmediatamente después de la Guerra
Civil y publicada en Barcelona en 1940-1941. Proporciona extensos
fragmentos de discursos y sesiones parlamentarios e incluye
bastantes listas de disturbios y actos de violencia sin ninguna
referencia a su origen. La segunda, obra del veterano periodista
franquista Joaquín Arrarás, Madrid, 1956-1963, ofrece muchos
aspectos similares, pero está más acabada y también profusamente
ilustrada, aunque sus referencias a las fuentes de origen dejan a
veces mucho que desear. Estas dos extensas descripciones se
centran mucho en la narrativa política en detrimento de otros
aspectos. Ocurre lo mismo con la síntesis, más breve, obra del
conocido historiador Melchor Fernández Almagro, Historia de la
República española (1931-1936), Madrid, 1940. La posterior,
Historia secreta de la Segunda República, Madrid, 1954-1955, 2
vols., obra del autor policíaco Eduardo Comín Colomer, pretende ser
una revelación, no es en realidad una obra histórica, sino una
diatriba.
No abundan los estudios serios en otros idiomas. El primer
tratado de envergadura publicado fuera de España ocupa la primera
mitad de The Spanish Republic and Civil War, de Gabriel Jackson,
Princeton, 1965, que, sin ser una historia completa, consiguió una
perspectiva general más acabada, convirtiéndose en la exposición
clásica desde una perspectiva moderada de izquierda. La crisis
española del siglo XX, de Carlos M. Rama, México-Buenos Aires,
1960, presenta muchos rasgos parecidos, pero trató de tener un
alcance todavía mayor, y fue el primer libro sobre el tema escrito por
un especialista hispanoamericano. La Deuxième République
espagnole 1931-1936, París, 1962, es una obra tan breve que ni es
una historia ni un libro propiamente dicho, sino una sucinta
monografía analítica centrada en varios problemas neurálgicos.
El primer estudio objetivo publicado en español fue presentado
por Carlos Seco Serrano en el volumen 6 de la Historia de España
de la Editorial Gallach, Barcelona, 1968. Lo siguió enseguida la
obra, mucho más extensa, de Ricardo de la Cierva, Historia de la
Guerra Civil española, I. Antecedentes: Monarquía y República
1898-1936, Madrid, 1969, dedicada sobre todo a constituir otra
historia política completa de la República desde una perspectiva
conservadora. El detallado estudio de de la Cierva ocupó en la
derecha moderada el lugar que había ocupado el de Jackson en la
izquierda moderada, y se le puede considerar como el mejor relato
escrito en un solo volumen antes de que empezara a desaparecer la
censura.
La década de los setenta fue la más abundante en publicaciones
generales de este tema debido a la creciente libertad de expresión,
culminada con la muerte de Franco en 1975 y el fin de la dictadura
poco después. La mejor obra general dedicada al tema que apareció
fue Cara y cruz de la República 1931-1936, de Luis Romero,
Barcelona, 1980, una relación inquisitiva y bien escrita que se
aprovechó de parte de lo investigado recientemente y sigue siendo
una de las dos historias del tema en español más equilibradas y
objetivas. Otras producciones de la década de la liberación han sido
La II República, de Manuel Tuñón de Lara, Madrid, 1976, un análisis
sobre todo estructural, y La Segunda República fue así, de Eduardo
de Guzmán, Barcelona, 1977, obra narrativa, muy competente, que
evitó en general las distorsiones e inexactitudes. La adornada obra
de Jesús Lozano González La Segunda República, Barcelona, 1973
trató esa época entera hasta el fin de la Guerra Civil.
Otras descripciones generales de los años 1970 son menos
recomendables. Las más extensas fueron La República, Madrid,
1973, 5 vols., e Historia de la República (1931-1936), Barcelona,
1977, 2 vols., de Federico Bravo Morata, que podrían haber sido
escritas perfectamente treinta años antes. Estas obras presentan
una perspectiva y un análisis crítico deficientes, defienden a los
políticos republicanos y se basan en el concepto de que «el pueblo
no estuvo a la altura de sus líderes», idea más que vacía, habida
cuenta de la escasa talla de la mayoría de sus dirigentes.
Merece mención aparte La Segunda República, Madrid, 1989,
obra de Julio Gil Pecharromán muy profesional y minuciosamente
informada. Aunque se trata de un libro de sólo 194 breves páginas
de texto, constituye, palabra por palabra, el tratado más preciso
existente.
STANLEY GEORGE PAYNE. (Denton, Texas, 9 de septiembre de
1934) es un hispanista estadounidense. Doctor en Historia por la
Universidad de Columbia y profesor emérito de Historia en la
Universidad de Wisconsin-Madison, donde ostenta la cátedra
Hilldale-Jaume Vicens Vives.
También es codirector del Journal of Contemporary History, miembro
de la Academia Americana de Artes y Ciencias (American Academy
of Arts and Sciences) y, desde 1987, académico correspondiente de
la Real Academia Española de la Historia.
Payne escribe con cierta frecuencia artículos de opinión en los
periódicos españoles ABC y El Mundo sobre actualidad hispana.
También en la Revista de Libros colabora asiduamente con sus
ensayos bibliográficos. Con dilatada presencia en el panorama
académico español, dirigió en la Universidad de Burgos, en julio del
2005, el curso La represión durante la guerra civil y bajo el
franquismo: historia y memoria histórica.
Ha publicado una veintena de libros y más de 150 artículos en
revistas especializadas, mayoritariamente sobre la Historia de
España. Los primeros libros de Payne, traducidos al castellano en
los años sesenta, hubieron de ser publicados en París por la
editorial Ruedo Ibérico, ya que eran inaceptables para la censura
franquista. Entre los títulos de este autor destacan: Falange. Historia
del fascismo español (1965), El nacionalismo vasco. De sus
orígenes a la ETA (1974), La primera democracia española: La
Segunda República, 1931-1936 (1993), Unión Soviética, comunismo
y revolución en España (2003), El colapso de la República. Los
orígenes de la Guerra Civil (1933-1936) (2005), 40 preguntas
fundamentales sobre la Guerra Civil (2006), Franco y Hitler. España,
Alemania, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto (2008) y
España. Una historia única (2012).
El 9 de junio de 2004, la Universidad CEU Cardenal Herrera lo
nombró doctor honoris causa. En 2006 Payne fue el director del
curso «La guerra civil: conflicto revolucionario y acontecimiento
internacional» en la Universidad Rey Juan Carlos, España. En 2009
recibió la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica. En 2013 ha
sido galardonado con el premio Españoles Ejemplares, otorgado por
la fundación presidida por Santiago Abascal Conde, DENAES, en la
categoría de Arte y Humanidades.
NOTAS
[1]Oswald Spengler, The Decline of the West, Nueva York, 1926,
1:107-108, 148-150. <<
[2]
Leandro Prados de la Escosura, De imperio a nación: Crecimiento
y atraso económico de España (1780-1930), Madrid, 1988, 67-94.
<<
[3]Leandro Prados de la Escosura, Comercio exterior y crecimiento
económico en España, 1826-1913, Madrid, 1982, y «Las relaciones
reales de intercambio entre España y Gran Bretaña durante los
siglos XVIII y XIX», en P. Martín Aceña y L. Prados, (edición a cargo
de), La nueva historia económica de España, Madrid,
1985, 119-165. <<
[4]
Figuran éstas entre las conclusiones principales de Prados, De
imperio. <<
[5]Ibíd. Véase también Jordi Nadal, El fracaso de la revolución
industrial en España, 1814-1913, Barcelona, 1975; N. Sánchez-
Albornoz (edición a cargo de), La modernización económica de
España, 1830-1930, Madrid, 1985; y J. Nadal, A. Carreras, y
C. Sudriá (edición a cargo de) La economía española en el siglo XX:
Una perspectiva histórica, Barcelona, 1987. <<
[6]Albert Carreras, Industrialización española: estudios de historia
cuantitativa, Madrid, 1990; Pedro Fraile, «Crecimiento económico y
demanda de acero: España 1900-1950», en Martín Aceña y Prados,
La nueva historia económica, 71-100; Rosa Vaccaro,
«Industrialization in Spain and Italy (1860-1914)», The Journal of
European Economic History 9, invierno de 1980; y C. Molinas y
L. Prados de la Escosura, «Was Spain Different? Historical
Backwardness Revisited», Explorations in Economic History 26,
octubre de 1987, 385-402. <<
[7]
Jordi Nadal, «La industria fabril española en 1900» en Nadal,
Carreras y Sudriá, La economía española, 23-61. <<
[8]Véase N. Sánchez Albornoz (edición a cargo de), Españoles
hacia América: la emigración en masa, 1880-1930, Madrid, 1988. <<
[9]Véanse los artículos sobre la agricultura española de finales del
siglo XIX de A. M. Bernal, J. Sanz Fernández, R. Robledo
Hernández, y R. Garrabou en J. L. García Delgado (edición a cargo
de), La España de la Restauración, Madrid, 1985, así como R.
Garrabou y otros (edición a cargo de), Historia agraria de la España
contemporánea, Barcelona, 1986, vol. 2; R. Garrabou, Un fals
dilema: modernitat o endarreriment de l’agricultura valenciana
(1850-1900), Valencia, 1985; y R. Garrabou (edición a cargo de), La
crisis agraria de fines del siglo XIX, Barcelona, 1988. <<
[10] Prados, De imperio, 121. <<
[11]
Richard Lachmann, Front Manor to Market: Structural Change in
England, 1536-1640, Madison, 1987. <<
[12]En 1797 la aristocracia española era dueña de alrededor del 50
por ciento de la tierra española, la Iglesia del 17 por ciento, mientras
que las tierras comunes, las propiedades de la clase media y los
minifundios de los campesinos (de «realengo») sumaban sólo en
conjunto alrededor del 33 por ciento. Diez años antes, los
campesinos de Francia eran dueños o laboraban como
semipropietarios el 40 por ciento de la tierra, los propietarios
burgueses ocupaban otro 20 por ciento, el estado llano una cantidad
aproximadamente igual, los dominios de la nobleza ascendían sólo
al 16 por ciento y la Iglesia era dueña del 4 por ciento. Guy Hermet,
Le problème meridional de l’Espagne, París, 1965, 2. <<
[13] Pascual Carrión, Los latifundios en España, Madrid, 1932, 51-52.
<<
[14] Prados, De imperio, 227. <<
[15] Ibíd., 224. <<
[16]La estructura de la política de la Restauración aparece expuesta
por José Varela Ortega, Los amigos políticos, Madrid 1977; Javier
Tusell, Oligarquía y caciquismo en Andalucía, Barcelona, 1976, 2
vols.; y Robert W. Kern, Liberals, Reformers and Caciques in
Restoration Spain 1875-1909, Albuquerque, 1974. Carlos Serrano,
Le tour du peuple, Madrid, 1987, analiza el fracaso de los primeros
desafíos al sistema hechos en la década de 1890. <<
[17]Véase Gail Stokes, Politics as Development: The Emergence of
Political Parties in Nineteenth-Century Serbia, Durham, N. G, 1990.
<<
[18]
El volumen colectivo publicado bajo la dirección de G Serrano y
S. Solaun, 1900 en Espagne fessai d’histoire culturelle, Burdeos,
1988, proporciona un incisivo panorama de la cultura española de
hace unos cien años. <<
[19]Sobre el catolicismo español del siglo XIX véanse William
J. Callahan, Church, Politics and Society in Spain, 1750-1874,
Cambridge, 1984, y Frances Lannon, Privilege, Persecution, and
Prophecy: The Catholic Church in Spain, 1875-1975, Oxford, 1987.
<<
[20]
Joan C. Ullman, The Tragic Week, Cambridge, 1968, y Joaquín
Romero Maura, La rosa de fuego, Barcelona, 1975. <<
[21]Brindan acceso a la historia de Cataluña los ocho volúmenes de
la Història de Catalunya, publicados bajo la dirección de P. Vilar,
Barcelona, 1979-1982, especialmente el volumen sexto referente al
período de 1868 a 1939, de Josep Termes. Sobre el siglo XX, véase
Albert Balcells, Historia contemporánea de Cataluña, Barcelona,
1983. El nacionalismo catalán presenta ahora una amplia
bibliografía. Véanse Jaume Rossinyol, Le problème national catalan,
París, 1974; J. M. Poblet, Història básica del catalanisme,
Barcelona, 1975; J. A. González Casanova, Federalisme i
autonomia a Catalunya (1868-1939), Barcelona, 1974; y los textos
publicados por F. Cucurull, Panorámica del nacionalisme català,
París, 1975, 6 vols.
La bibliografía de la historia y el nacionalismo vascos se halla
también en rápido crecimiento. El Diccionario histórico del País
Vasco, Bilbao, 1982, 2 vols., de F. García de Cortázar y M. Montero,
constituye un útil instrumento. Mi Basque Nationalism, Reno, 1975
presenta una relación en inglés desde comienzos del movimiento
nacionalista hasta los años de la Guerra Civil. <<
[22]La mejor introducción breve a la historia de las organizaciones
laborales en España en Benjamín Martin, The Agony of
Modernization. Labor and Industrialization in Spain, Ithaca, 1990.
Existe en español una obra en tres volúmenes de M. Tuñón de Lara,
El movimiento obrero en la historia de España, Barcelona, 1972, un
tanto parcial y hoy en día anticuado.
El principal estudio de los orígenes del anarquismo español es
Josep Termes, Anarquismo y socialismo en España: La Primera
Internacional (1864-1881), Barcelona, 1972, pero véase también
Clara Lida, Anarquismo y revolución en la España del siglo XIX,
Madrid, 1972. Entre los estudios generales están Robert W. Kern,
Red Years/Black Years: Political History of Spanish Anarchism,
1911-1937, Filadelfia, 1978; César Lorenzo, Les anarchistes
espagnols et le pouvoir 1868-1939, París, 1969; Manuel Buenacasa,
El movimiento obrero español 1886-1926, Barcelona, 1928;
A. Padilla Bolívar, El movimiento anarquista español, Barcelona,
1976; Jacques Maurice, L’anarchisme espagnol, Madrid, 1968 e
Historia de la F. A. I., Bilbao, 1977. El estudio más preciso y
sistemático hecho sobre el anarquismo bético es Jacques Maurice,
El anarquismo andaluz, Barcelona, 1990.
Las obras principales sobre la ideología anarquista temprana son
José Álvarez Junco, La ideología política del anarquismo español
(1868-1910), Madrid, 1976, y George R. Esenwein, Anarchist
Ideology and the Working-Class Movement in Spain, 1868-1898,
Berkeley-Los Ángeles, 1989. Los estudios principales sobre los
orígenes y primeros años de la CNT son J. Romero Maura, La Rosa
de Fuego, Barcelona, 1975; Xavier Cuadrat, Socialismo y
Anarquismo en Cataluña (1899-1911), Madrid, 1976; y Antonio Bar,
La CNT en los años rojos, Madrid, 1981. En cuanto a la cultura
anarquista, véanse Lily Litvak, La musa libertaria, Barcelona, 1981 y
España 1900: Modernismo, anarquismo, y fin de siglo, Barcelona,
1990, que se puede comparar con Richard D. Sonn, Anarchism and
Cultural Politics in Fin-de-Siècle France, Lincoln, Neb., 1989. <<
[23]La principal historia del socialismo español es la Historia del
socialismo español, cinco volúmenes, Barcelona, 1989, publicada
bajo la dirección de M. Tuñón de Lara, aunque en parte
generalizada y parcial. Sobre sus años primeros véanse V.
M. Arbeloa, Orígenes del PSOE (1873-1880), Madrid, 1972;
A. Elorza y M. Ralle, La formación del PSOE, Barcelona, 1989;
Francisco Mora, Historia del socialismo obrero español, Madrid,
1902; y J. J. Morato, El Partido Socialista Obrero, Madrid, 1918;
reimpr. 1976. E. del Moral (edición a cargo de), Cien años de
socialismo en España, Madrid, 1977, presenta la primera bibliografía
básica. Hay varios estudios generales breves, como A. Padilla
Bolívar, El movimiento socialista español, Barcelona, 1977.
El estudio principal hecho sobre los primeros años de la UGT es «La
Unión General de Trabajadores: Ideología y Organización
(1888-1931)», de Manuel Pérez Ledesma, tesis doctoral,
Universidad Autónoma de Madrid, 1976. Véase también su obra El
obrero consciente. Madrid, 1987 y J. Aisa y V. M. Arbeloa, Historia
de la Unión General de Trabajadores, 1888-1931, Bilbao, 1974; así
como el estudio un tanto deformado de Amaro del Rosal, Historia de
la UGT de España (1901-1939), Barcelona, 1977, 2 vols. <<
[24] Véase Helen Nader, Liberty in Absolutist Spain, Baltimore, 1990.
<<
[25]
Jacques Maurice, El anarquismo andaluz, Barcelona, 1990, y
Temma Kaplan, Anarchists of Andalusia, 1868-1903, Princeton,
1977. <<
[26]Javier Paniagua, Anarquistas y Socialistas, Madrid, 1989,
estudia las primeras relaciones existentes entre ambos
movimientos. <<
[27]
Miquel Izard, Revolució industrial i obrerisme: Les «Tres Classes
de Vapor» a Catalunya 1869-1913, Barcelona, 1970. <<
[28]Hallaremos el análisis más extenso, expresado en términos un
tanto diferentes, en la larga introducción de Albert Balcells a su obra
El arraigo del anarquismo en Cataluña: Textos de 1926-1934,
Barcelona, 1973, que reproduce el debate inicial de este problema
efectuado por teóricos catalanes marxistas y anarquistas en el
periódico L’Opinió durante 1928. En su obra Marxism and the Failure
of Organized Socialism in Spain, 1879-1936, Cambridge,
1990, 1-84, Paul Heywood analiza con algún detalle las
insuficiencias del enfoque adoptado por el Partido Socialista. <<
[29]El estudio más completo de estos primeros pasos vacilantes es
la obra de J. I. Palacio Morena, La institucionalización de la reforma
social en España: La Comisión y el Instituto de Reformas Sociales.
Madrid, 1988. <<
[30]
Francisco Villacorta Baños, Profesionales y burócratas: Estado y
poder corporativo en la España del siglo XX, 1890-1923, Madrid,
1989. <<
[31]El estudio más completo y fiable en un volumen sobre la España
del siglo XX es el de Javier Tusell, El siglo XX, Manual de historia de
España, VI, Madrid, 1990. El mejor estudio general hecho en inglés
sigue siendo el de Raymond Carr, Spain 1808-1975, Oxford, 1982.
El mejor estudio breve hecho en otro idioma es Guy Hermet,
L’Espagne au XXe siècle, París, 1986. Podemos hallar un punto de
vista soviético en Ispániya 1918-1972 gg. Istoríchesskii ócherk, de la
Akadémiya Nauk SSSR, Moscú, 1975, en tanto que el de Werner
Krauss (edición a cargo de), Spanien 1900-1965, Múnich, 1972, es
de palpitante actualidad. <<
[32]Gerald Meaker, The Revolutionary Left in Spain, 1914-1923,
Stanford, 1974, proporciona un excelente estudio general de la
izquierda obrera de esos años. <<
[33]Sobre la rebelión de las clases medias, véanse Villacorta Baños,
Profesionales, 331-502, y L. Rodríguez Camuñas, El problema de
las clases medias como principio de regeneración nacional, Madrid,
1923. <<
[34]
Salvador de Madariaga se interesó por este tema en «Spain and
Russia: A Parallel», New Europe, 4, 1917, 198-204, y Ortega y
Gasset lo recogió después brevemente en España Invertebrada,
Madrid, 1921. <<
[35]El mejor análisis escrito en cualquier idioma sobre el impacto de
la Primera Guerra Mundial en España es el de Gerald H. Meaker,
«Spain», en H. Schmitt (edición a cargo de). Neutral Europe
Between War and Revolution 1917-1923, Charlottesville, Va.,
1988, 1-65. <<
[36]
Véase Carolyn P. Boyd, Pretorian Politics in Liberal Spain,
Durham, N. G, 1979. <<
[37]
J. A. Lacomba Avellán, La crisis española de 1917, Málaga,
1970, es la menor monografía existente. <<
[38] Sobre el problema de la violencia anarquista, llamada en
ocasiones «terrorismo», durante el primer cuarto de este siglo,
véanse Rafael Núñez Florencio, El terrorismo anarquista, 1888-1909
, Madrid, 1983; J. Romero Maura, «Terrorism in Barcelona and Its
Impact on Spanish Politics 1904-1909», Past and Present 41,
1968, 130-183; Walther L. Bernecker, «Strategien der “direkten
Aktion” under Gewaltanwendung im spanischen Anarchismus», en
W. Mommsen y G. Hirschfeld (edición a cargo de), Sozialprotest,
Gewalt, Terror, Stuttgart, 1982, 107-134; Albert Balcells, «Violencia y
terrorismo en la lucha de clases de Barcelona de 1913 a 1923»,
Estudios de Historia Social 3-4, 1987, 37-79; Ángel Pestaña, Lo que
yo aprendí en la vida, Barcelona, 1934, reproducido en su
Trayectoria sindicalista, Madrid, 1974; y en su Terrorismo en
Barcelona (edición a cargo de), J. Tusell, Barcelona, 1979; León-
Ignacio, Los años del pistolerismo, Barcelona, 1981; Amaro del
Rosal, La violencia, enfermedad del anarquismo, Barcelona, 1976; y
Colin Winston, Workers and the Right in Spain, 1900-1930,
Princeton, 1985. <<
[39]Véanse Antonio Barragán Moriana, Conflictividad social y
desarticulación política en la provincia de Córdoba 1918-1920,
Córdoba, 1920; M. Tuñón de Lara, Luchas obreras y campesinas en
la Andalucía del siglo XX: Jaén (1917-1920), Sevilla (1930-1932),
Madrid, 1978; y J. M. Macarro, Conflictos sociales en la ciudad de
Sevilla en los años 1918-1920, Córdoba, 1984. <<
[40]José Álvarez Junco, El emperador del Paralelo: Lerroux y la
demagogia populista. Madrid, 1990, J. B. Culla i Clarà, El
republicanisme lerrouxista a Catalunya (1901-1923), Barcelona,
1986; y John R. Mosher, The Birth of Mass Politics in Spain:
Lerrouxismo in Barcelona, 1901-1909, Nueva York, 1991. <<
[41]Véase Manuel Suárez Cortina, El reformismo en España,
Madrid, 1986. Sobre el líder de este partido, están Mariano Cuber,
Melquíades Álvarez, Madrid 1985; Maximiano García Venero,
Melquíades Álvarez: Historia de un liberal, Madrid, 1974; y E.
G. Gingold, «Melquíades Álvarez and the Reformist Party,
1901-1926» (tesis doctoral, University of Wisconsin), 1973. <<
[42]Javier Tusell, Radiografía de un golpe de estado, Madrid, 1987,
presenta una detallada descripción del pronunciamiento y de la
descomposición del gobierno parlamentario. El fracaso de los
liberales aparece estudiado en Thomas G. Trice, Spanish Liberalism
in Crisis: a Study of the Liberal Party during Spain’s Parliamentary
Collapse, 1913-1923, Nueva York, 1991.
En Alfonso XIII y la crisis de la Restauración, de Carlos Seco
Serrano, Madrid, 1979, hallaremos un estudio indulgente de cómo
enfrentó don Alfonso los graves problemas planteados al gobierno
de España. Véase también Vicente Pilapil, Alfonso XIII, Nueva York,
1969. <<
[43]Shannon E. Fleming, Primo de Rivera and Abd el-Krim: The
Struggle in Spanish Morocco, 1923-1927, Nueva York, 1991, y S.
E. Fleming y A. K. Fleming, «Primo de Rivera and Spain’s Moroccan
Problem, 1923-1927», Journal of Contemporary History (citado en lo
sucesivo como JCH), 12:1, enero de 1977, 85-100. <<
[44] James Rial, Revolution from Above: The Primo de Rivera
Dictatorship in Spain, 1923-1930, Fairfax, 1986, se enfoca en la
política económica de aquel régimen. <<
[45]El estudio principal de la política de la dictadura es Shlomo
Ben-Ami, Fascism from Above: The Dictatorship of Primo de Rivera
in Spain 1923-1930, Oxford, 1983. Véase también J. L. Gómez
Navarro, El régimen de Primo de Rivera, Madrid, 1991. <<
[46]
Anthony D. McIvor, «Spanish Labor Policy during the Dictablanda
of Primo de Rivera», tesis doctoral, Universidad de California, San
Diego, 1982; Eduardo Aunós, Política social de la dictadura, Madrid,
1944; y Alfredo Montoya Melgar, Ideología y lenguaje en las leyes
laborales de España: La dictadura de Primo de Rivera, Murcia,
1981. <<
[47] Véase M. García Canales, El problema constitucional en la
dictadura de Primo de Rivera, Madrid, 1980, y en lo tocante a las
relaciones con la Italia fascista, G. Palomares Lerma, Mussolini y
Primo de Rivera, Madrid, 1989. <<
[48]José Andrés Gallego, El socialismo durante la dictadura,
1923-1930, Madrid, 1977, estudia aspectos de la política socialista
de aquellos años. <<
[49]
G. García Queipo de Llano en Los intelectuales y la dictadura de
Primo de Rivera, Madrid, 1988, estudia exhaustivamente la
oposición de la mayoría de los grandes intelectuales españoles. <<
[1]
Insiste en este aspecto Shlomo Ben-Ami, «The Republican “take-
over”: prelude to inevitable catastrophe?», en P. Preston (edición a
cargo de), Revolution and War in Spain 1931-1939, Londres,
1984, 14-34. <<
[2]Durante el gran auge de 1960-1975, la fuerza laboral agrícola
experimentó un descenso del 19 por ciento respecto al total de la
fuerza laboral española. <<
[3]
El sector de servicios de la fuerza laboral española no volvería a
mostrar una expansión significativa hasta después de 1960. <<
[4]Algunos de estos datos están tomados de M. Tuñón de Lara,
Historia de España: la población, la economía, la sociedad
(1898-1931), Madrid, 1984, 601. <<
[5]
Shlomo Ben-Ami, The Origins of the Second Republic in Spain,
Oxford, 1978, 26-36. <<
[6]Existe un estudio detallado de la deserción de los antiguos líderes
parlamentarios en Carlos Seco Serrano, «El cerco de la monarquía:
La ruptura de los partidos dinásticos con Alfonso XIII durante la
dictadura de Primo de Rivera», Boletín de la Real Academia de la
Historia, 187:2, 1987, 161-269. <<
[7] Berenguer publicó posteriormente unas memorias, De la
dictadura a la República, Madrid, 1975. <<
[8]
Shlomo Ben-Ami, «The Forerunners of Spanish Fascism: Unión
Patriótica y Monárquica», JCH 9:1, enero de 1979, 49-79. <<
[9] José Sánchez Guerra, Al servicio de España, Madrid, 1931. <<
[10]El mejor relato general de las maniobras políticas de 1930 se
encuentra en Ben-Ami, Origins, aunque Eduardo de Guzmán, 1930;
Historia política de un año decisivo, Madrid, 1973, presenta buen
número de detalles. <<
[11]M. Baras i Gómez, Acció Catalana (1922-1936), Barcelona,
1984, presenta el estudio más completo sobre Acció Catalana.
«Estat Català», tesis doctoral, Universidad de Columbia, 2 vols., de
Enrique Ucelay da Cal, constituye el estudio más acabado de esa
organización hasta la muerte de su fundador, Francesc Macià, en
1933. La formación de la Esquerra aparece tratada en el estudio
más extenso hecho sobre esta coalición, M. D. Ivern i Salvá,
Esquerra Republicana de Catalunya (1931-1936), Montserrat, 1988,
1, 1-73. Véanse también J. B. Culla i Clara, El catalanisme
d’esquerra (1928-1936); Josep M. Poblet, Historia de l’Esquerra
Republicana de Catalunya, Barcelona, 1976; y Da Cal, «La formació
d’Esquerra Republicana de Catalunya», L’Avenç 4, julio-agosto de
1977, así como otras referencias en Ivern i Salvá, Esquerra
Republicana, 1, 51-52. <<
[12]
Sobre el compromiso por la autonomía de Cataluña, véase
Adolfo Hernández Lafuente, Autonomía e integración en la Segunda
República, Madrid, 1980, 16-43. <<
[13]
El Socialista, 5 y 13 de febrero, 1924, citado en Paul Preston,
The Coming of the Spanish Civil War, Londres, 1978, 15. <<
[14] Citado en Maximiano García Venero, Historia de las
Internacionales en España, Madrid, 1958, 3, 423. A. C. Sáiz
Valdivielso, Indalecio Prieto, Barcelona, 1984, es su única biografía,
pero véase también el prólogo de Edward Malefakis a los Discursos
fundamentales de Prieto, Madrid, 1975, 7-32. <<
[15]
Lerroux ofrece su versión de esta maniobra en sus memorias, La
pequeña historia, Madrid, 1963, 60-67. <<
[16] El Comité Republicano había enviado unos emisarios,
encabezados por Santiago Casares Quiroga, político de la ORGA, a
Jaca en la víspera de aquella acción para informar a Galán y a
García Hernández de que la fecha había sido pospuesta. Casares
Quiroga, en mal estado de salud, llegó a Jaca entrada la noche
anterior y se fue a la cama sin haber establecido contacto con los
conspiradores. Vemos de este modo que ya en los albores mismos
de su vida política republicana evidenció lo que iba a manifestarse
como una ineptitud continua para encararse a situaciones críticas.
<<
[17]Por lo menos cinco soldados y miembros de la policía cayeron
en el episodio de Jaca, además de varios heridos. El texto de las
proclamas revolucionarias, preparado por Galán, pero de hecho
nunca publicado, decretaba la ejecución sumaria de cuantos se
resistieran. Afirmaban con bastante inexactitud que aquel
movimiento estaba dirigido por oficiales, del grado de capitán para
abajo, que se sometería a graves purgas el escalafón superior y que
el ejército sería sustituido por una nueva y extensa guardia nacional.
Se nombraría un «comité de productores» especial para supervisar
cada fábrica de España. Este bando nunca publicado aparece por
entero en Emilio Mola Vidal, Tempestad, calma, intriga y crisis,
Madrid, sin fecha, 56-57. Véase también Graco Marsá, La
sublevación de Jaca, Madrid, 1931, pero sobre todo el reciente
estudio de J. M. Azpiroz Pascual y F. Elbot Broto, La sublevación de
Jaca, Zaragoza, 1984. <<
[18]Ramón Franco, hermano menor del ya famoso general, era todo
un héroe de leyenda nacional por derecho propio, equiparable en
España a Lindbergh, tras su triunfal vuelo transatlántico en el
hidroavión Plus Ultra de España a Argentina, en 1926. <<
[19] Los conspiradores militares republicanos habían formado una
pequeña «Unión Militar Republicana». Existen tres memorias de
este grupo: Eduardo López Ochoa, De la dictadura a la República,
Madrid, 1931; Gonzalo Queipo de Llano, El movimiento
reivindicativo de Cuatro Vientos, Madrid, 1933; y Ramón Franco,
Madrid bajo las bombas, Madrid, 1931. <<
[20]El moderado y apolítico Julián Besteiro, presidente del comité
nacional de la UGT, se opuso a hacer una huelga general y nunca
despachó órdenes en ese sentido, según admitiría posteriormente
en un debate de las Cortes el 11 de abril de 1934. La división
existente en el seno de la directiva fue sometida a extensa discusión
en el congreso del partido de 1934. Actas de las sesiones
celebradas por el XIII Congreso ordinario del PSOE, Madrid, 1934.
Un manuscrito de Antonio Bartolomé y Más, existente en la sección
Guerra Civil del Archivo Histórico Nacional, da una versión
lerrouxista de los sucesos de diciembre. <<
[21]José Casado García, Por qué condené a los capitanes Galán y
García Hernández, Madrid, 1935, presenta la justificación del jefe
militar que presidió su consejo de guerra. J. Arderíus y J. Díaz
Fernández, Vida de Fermín Galán, Madrid, 1931, es una obra típica
de la bibliografía republicana sobre Galán: no una biografía seria,
sino una especie de hagiografía novelada. <<
[22] Citado en Ben-Ami, Origins, 233. <<
[23] El Socialista, 5 de abril de 1931. <<
[24]
Todos estos datos son del Anuario Estadístico de España 1932.
Como estudio de carácter local, véase A. M. Lorenzo Górriz,
Movilización popular y burguesía republicana en Castellón de la
Plana: Las elecciones del 12 de abril de 1931, Castellón de la Plana,
1988. <<
[25] ABC (Madrid), 14 de abril de 1931. <<
[26] Citado en Ben-Ami, Origins, 241. <<
[27] Id., 242. <<
[28]Lerroux, Pequeña historia, 20; Francisco Largo Caballero, Mis
recuerdos, Ciudad de México, 1954, 107-109. <<
[29] El Sol (Madrid), abril de 1931. <<
[30]La única muerte se produjo en Huelva, ABC (de Sevilla), 14 de
abril de 1931. <<
[31]
Conde de Romanones, Las últimas horas de una monarquía,
Madrid, 1931, 8. <<
[32]
La Vanguardia (Barcelona), 15 de abril de 1931. La proclamación
de la República en Barcelona aparece expuesta con detalles en
José Gaya Picón, La jornada histórica de Barcelona, Madrid, sin
fecha. <<
[33]Romanones ha dado dos versiones, algo diferentes, de estos
acontecimientos en sus Últimas horas y en Reflexiones y recuerdos:
Historia de cuatro días, Madrid, 1940. La de Alcalá Zamora apareció
en El Sol, 17 de mayo de 1931. <<
[34]
El recuerdo más extenso de aquellos días escrito por un político
republicano es Miguel Maura, Así cayó Alfonso XIII, Barcelona,
1966, 141-189. Las memorias principales obra de monárquicos,
además de las de Romanones, son las de Emilio Mola Vidal en sus
Obras Completas, Valladolid, 1940 y las de Juan de la Cierva y
Peñafiel, Notas de mi vida, Madrid, 1955, 343-372.
Existen dos extensas crónicas de aquellos meses: Fernando Díaz
Plaja, España, los años decisivos: 1931, Madrid, 1970 y J.
L. Fernández-Rua, 1931: La Segunda República, Madrid, 1977. Tres
relaciones de los últimos días de la monarquía, simpatizantes con la
Corona, son las de Julián Cortés Cavanillas, La caída de
Alfonso XIII, Madrid, 1932; Álvaro Alcalá Galiano, La caída de un
trono, Madrid, 1933; y J. M. Tavera, Los últimos días, Barcelona,
1976. Entre otras más están A. Piracés. Por qué se proclamó la
Segunda República en España, Barcelona, 1931; Rafael Sánchez
Guerra, Proceso de un cambio de régimen, Madrid, 1932; Nicola
Pascazio, La rivoluzione di Spagna, Roma, 1933; y Julio Merino,
Todos contra la Monarquía, 1930-1931, Barcelona, 1985. <<
[35]Josep Pla, el primer historiador de la Segunda República, cita
irónicamente palabras similares de Fernando VII el 19 de julio de
1920, referentes a la primera restauración del liberalismo, y de
Estanislao Figueras, primer presidente de la Primera República, el
11 de febrero de 1873. Este último había proclamado que «Un
pueblo capaz de realizar esta profunda transformación sin el más
leve desorden demuestra que es un pueblo apto para la libertad»,
sangrantes últimas palabras habida cuenta de la lastimosa historia
de aquel nuevo régimen. Josep Pla, Historia de la Segunda
República española, Barcelona, 1940, 1, 102. <<
[36]El principal historiador de la masonería española es J. A. Ferrer
Benimeli. Véanse su Masonería española contemporánea, Madrid,
1980, 2 vols., y sus obras publicadas La Masonería en la historia de
España, Zaragoza, 1985 y Masonería: Política y sociedad, Madrid,
1989, 2 vols., así como J. Ignacio Cruz, «Masonería y política en la
II República», Historia 16, 14:160, agosto de 1989, 21-27.
Podríamos fijarnos además en que diversos sectores de la
masonería europea fueron capaces de mostrar nuevos entusiasmos
políticos de muy diverso cuño. Algunas logias masónicas italianas
del rito escocés se convirtieron enseguida a un ardiente entusiasmo
fascista, y en el primer año del gobierno de Mussolini eran masones
no menos de doce de los veintiocho miembros del Gran Consejo
Fascista, aunque el Duce los obligó muy pronto a escoger entre el
fascismo y la masonería. Véase Claudio Segrè, Italo Balbo; A
Fascist Life, Berkeley-Los Ángeles, 1987, 139. <<
[37] Esto queda patente en el principal estudio de la masonería
durante la República, M. D. Gómez Molleda, La Masonería en la
crisis española del siglo XX, Madrid, 1986. <<
[38]Como declararía Largo Caballero en un discurso dirigido más
adelante a la juventud socialista: «Aunque tenemos algunas ideas
teóricas, no tenemos tiempo para exponerlas, porque absorbe
nuestra actividad una tarea más urgente, la de hacer frente al
enemigo común». Largo Caballero, Posibilismo socialista en la
democracia, Madrid, 1933, 9. <<
[39] Aunque no hay ninguna biografía definitiva de Macià, la
bibliografía al respecto es extensa, empezando por L. Aymamí i
Baudina, Macià, Barcelona, 1933. Hay una bibliografía de obras
posteriores en Ivern i Salva, Esquerra, 50, y, más recientemente, en
el sucinto Francesc Macià de Enric Jardí, Barcelona, 1991. <<
[40]
Las relaciones iniciales entre Cataluña y el Gobierno Provisional
aparecen en Hernández Lafuente, Autonomía, 47-66. <<
[41]Colin Winston, Workers and the Right in Spain, 1900-1936,
Princeton, 1985, presenta un estudio definitivo de los Sindicatos
Libres. <<
[42]
Todos estos derramamientos de sangre aparecen en la prensa.
Winston hace mención de dieciséis en Barcelona y otros tres tanto
en Badalona como Sabadell (id., 291-292). <<
[43] La Vanguardia, 3 de mayo de 1931. <<
[44]
Solidaridad Obrera, 24 de abril y 11 de junio, 1931, en Ben-Ami,
Origins, 263. <<
[45] Maura, Así cayó, 266, 267. <<
[46]
Ortega afirmaba en Crisol, el 1 de junio de 1931: «No hay en el
mundo otro pueblo que sea capaz de hacer cosa parecida, cuando
todos, conste así, todos sueñan con hacerlo». <<
[47]
Tres de los jóvenes monárquicos más militantes, los famosos
hermanos Miralles, pasaron dos años en la cárcel como resultado
de este incidente. Fueron finalmente juzgados y absueltos en 1933.
Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda República española,
Madrid, 1956-1963, 2, 185. <<
[48] El Sol, 11 de mayo de 1931; Maura, Así cayó, 245. Este
incidente condujo además a la detención de más monárquicos y al
cierre de ABC durante un largo período de tiempo. <<
[49] Maura, Así cayó, 246-250. <<
[50] Ibíd., 251-252. <<
[51]Los historiadores de temas eclesiásticos han reunido una lista de
119 agresiones a propiedades de la Iglesia del 11 al 13 de mayo,
aunque la prensa anduvo muy lejos entonces de informar de todos
ellos. Antonio Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa
en España, Madrid, 1961, 25, Francisco Narbona, La quema de
conventos, Madrid, 1959, y Arrarás, Segunda República, 2, 74-100,
presentan detalladas descripciones de ellas desde el punto de vista
católico. Véase también Vicente Cárcel Ortí, La persecución
religiosa en España durante la Segunda República (1931-1939),
Madrid, 1990, 107-114. <<
[52]Las agresiones a los edificios y la propiedad católicos siguieron
produciéndose esporádicamente durante los dos años siguientes y
se reanudaron en gran escala en 1936. La primera sentencia que se
conoce se produjo en Zaragoza en abril de 1934, cuando un
incendiario fue condenado a diez años de cárcel y una multa de
15 000 pesetas por haber prendido fuego a una iglesia. Cárcel Ortí,
Persecución religiosa, 113. <<
[53] Marcelino Domingo, La experiencia del poder, Madrid,
1934, 88-90, expresa cuánto sufrieron algunos miembros del
gabinete ante la ausencia de un cuerpo policíaco más moderado y
humano. <<
[54]Se trataba en realidad de una «policía antidisturbios». El nombre
oficial de guardias de asalto fue probablemente demasiado agresivo,
pero expresa muy bien la belicosidad y decisión del Gobierno de
hacer frente a cualquier oposición. <<
[1]
Shlomo Ben-Ami, The Origins of the Second Republic in Spain,
Oxford, 1978, 274, 275. <<
[2]Este relato sobre las elecciones de 1931 sigue de cerca el
minucioso estudio de Javier Tusell, Las Constituyentes del 1931:
unas elecciones de transición, Madrid, 1982, 25-40. <<
[3]Véase Ben-Ami, Origins, 264-270, y los irónicos comentarios de
Julio Camba, Haciendo de República, Madrid, 1968, 91-99. <<
[4] Tusell, Constituyentes, 39-45. <<
[5]Los mejores estudios sobre el nuevo sistema republicano de
partidos se encuentran en J. J. Linz, «The Party System in Spain:
Past and Future», en S. Lipset y S. Rokkan (edición a cargo de),
Party Systems and Voter Alignments, Nueva York, 1967, 197-282, y
Santiago Varela, Partidos y parlamento en la Segunda República,
Barcelona, 1978. <<
[6]
De acuerdo con el director de su campaña electoral, Joaquín
Chapaprieta, en su obra La paz fue posible, Barcelona,
1971, 150-156. <<
[7] Citado en Ben-Ami, Origins, 293. <<
[8]El principal estudio es Eduardo Espín, Azaña en el poder: El
partido de Acción Republicana, Madrid, 1980. <<
[9] Citado en Ben-Ami, Origins, 293. <<
[10] Ibíd., 281. <<
[11]
Respecto a la violencia durante esta campaña, véase Tusell,
Constituyentes, 72-76.
El incidente de más resonancia fue con mucho el supuesto «complot
de Tablada», relacionado con la pretendida conspiración de Ramón
Franco y elementos extremistas de izquierda en Andalucía (donde
Franco figuraba como candidato) para iniciar un levantamiento
armado en el aeródromo de Tablada, situado en las afueras de
Sevilla, el 27 de junio y declarar un «Estado republicano de
Andalucía» independiente. Algunos de los acusados fueron
detenidos antes del día 27, al tiempo que Franco se rompió una
pierna al hundirse un tablado de la campaña electoral, pero no está
claro en absoluto si existió de hecho semejante conspiración.
Véanse Blas Infante Pérez, La verdad sobre el complot de Tablada y
el Estado libre de Andalucía, Sevilla, 1931; J. L. Ortiz de Lanzagorta,
Blas Infante, Sevilla, 1979; y M. Tuñón de Lara, Luchas obreras y
campesinas en la Andalucía del siglo XX Jaén (1917-1920) Sevilla
(1930-1932), Madrid, 1978, 169-178. <<
[12]Existen actualmente numerosos estudios electorales de carácter
local de los años republicanos, aunque con suficientes lagunas para
alimentar tesis doctorales en años presentes y futuros. Enumerados
alfabéticamente por ciudades o provincias, están entre ellos: S. de
Pablo, La Segunda República en Álava: elecciones, partidos y vida
pública, Bilbao, 1989; J. Sánchez y M. A. Mateos Rodríguez,
Elecciones y partidos en Albacete durante la Segunda República
(1931-1936), Albacete, 1977; M. García Andreu, Alicante en las
elecciones republicanas 1931-1936, Alicante, 1985; para Aragón:
E. Fernández Clemente y C. Forcadell, Estudios de historia
contemporánea de Aragón, Zaragoza, 1978, 141-190. A. Peiró
Arroyo y E. Pinilla Navarro, Nacionalismo y Regionalismo en Aragón
(1868-1942), Zaragoza, 1981, 125-204; y L. Germán Zubero, Aragón
en la II República, Zaragoza, 1984, 225-303; J. A. González
Casanova, Elecciones en Barcelona (1931-1936), Madrid, 1969; L.
Palacios Buñuelos, Las elecciones en Burgos, 1931-1936, Madrid,
1980; D. Caro Cancela, La Segunda República en Cádiz: Elecciones
y partidos políticos, Cádiz, 1987; M. A. Cabrera Acosta, Las
elecciones a Cortes durante la 11 República en las Canarias
occidentales, Tenerife, 1990; Mercé Vilanova, Atlas electoral de
Catalunya durant la Segona República, Barcelona, 1986; J. A.
Sancho Calatrava, Elecciones en la II República: Ciudad Real
(1931-1936), Ciudad Real, 1989; Antonio Barragán, Realidad
política en Córdoba 1931, Córdoba, 1980; P. Cornelia i Roca, Las
elecciones de la Segunda República a la ciutat de Girona 1931-1936
, Gerona, 1975; L. E. Esteban Barahona, El comportamiento
electoral de la ciudad de Guadalajara durante la Segunda
República, Guadalajara, 1988; A. Cillán Apalategui, Sociología
electoral de Guipúzcoa (1900-1936), San Sebastián, 1975; S.
Hernández Armenteros, Jaén ante la Segunda República, Granada,
1988; E. Pardas Martínez, La Segunda República y La Rioja
(1931-1936), Logroño, 1982; A. Millares Cantero, La Segunda
República y las elecciones en la provincia de Las Palmas, Las
Palmas, 1982; Conxita Mir, Lleida (1890-1936), Montserrat, 1985; F.
Bermejo Martín, La II República en Logroño, Logroño, 1984; M.
Mante Bartra, La problemática de la Segunda República a través del
estudio de una situación concreta: el Mataró de los años treinta,
Mataró, 1977; J. M. Quintana, Menorca, siglo XX: De la Monarquía a
la República, Mallorca, 1976; J. A. Ayala, Murcia y su huerta en la
Segunda República, 1931-1939, Murcia, 1978; J. Gómez Salvago,
La Segunda República: Elecciones y partidos políticos en Sevilla y
provincia, Sevilla, 1986; L. Aguiló Lucia, Las elecciones en Valencia
durante la Segunda República, Valencia, 1974; J. Serralonga
Urquidi, Eleccions y partits polítics a la Plana de Vic (1931-1936),
Barcelona, 1977; F. Costa Vidal, Villena durante la Segunda
República: Vida política y elecciones, Alicante, 1989; y J. Bueno, C.
Gaudo, y L. Germán, Elecciones en Zaragoza capital durante la
Segunda República, Zaragoza, 1980. Entre los numerosos artículos
publicados sobre las elecciones republicanas, destacan los de
Mercedes Villanova Ribas sobre las efectuadas en Cataluña. <<
[13] Tusell, Constituyentes, 141-154. <<
[14]
Anuario Estadístico 1932, Madrid. 1933; Tusell, Constituyentes,
133-139. <<
[15]Véase Manuel Ballbé, Orden público y militarismo en la España
constitucional (1812-1983), Madrid, 1983, 319-320. El Gobierno se
sintió abochornadísimo e hizo lo más que pudo para eliminar los
informes sobre este incidente, cuya única referencia publicada en
Madrid apareció en las páginas posteriores del diario republicano La
Voz. Maura, ministro de Gobernación, que se había negado
«categóricamente» a reformar la guardia civil o a «alterar una sola
coma de las famosas ordenanzas», escribiría posteriormente: «fue
un verdadero milagro que la descarga cerrada no causase mayor
número de víctimas en un lugar tan angosto y con la potencia de las
armas que empleaban», y admitió que un tipo de policía diferente
armada con porras y pistolas habría podido disolver la manifestación
de modo más pacífico. Así cayó, 279. <<
[16]No fueron los anarquistas la única fuente de preocupaciones en
la campaña electoral. El 20 de junio dos regimientos de infantería
patrullaron brevemente las calles de Oviedo tras haber alterado los
socialistas violentamente un mitin del Partido Liberal Demócrata. <<
[17]La CNT publicó una Memoria del Congreso extraordinario
celebrado en Madrid, los días 11 al 16 de junio de 1931, Barcelona,
1931. El principal estudio hecho de la FAI-CNT durante la República
sigue siendo el de John Brademas, Anarcosindicalismo y revolución
en España, 1930-1937, Barcelona, 1974. En inglés véase Robert
W. Kern, Red Years, Black Years, Filadelfia, 1978, y en francés,
César Lorenzo, Les anarchistes espagnols et le pouvoir, 1968-1939,
París, 1969. <<
[18]
Se estudian las doctrinas de la FAI en el artículo introductorio de
Antonio Elorza, La utopía anarquista bajo la Segunda República,
Madrid, 1973, y en Xavier Paniagua, La sociedad libertaria:
Agrarismo e industrialización en el anarquismo español (1930-1939),
Barcelona, 1982. <<
[19]
El principal estudio hecho sobre el Partido Comunista de España
durante la República es Rafael de la Cruz, El Partido Comunista de
España en la Segunda República, Madrid, 1987. Véanse también
Joan Estruch, Historia del Partido Comunista de España, Barcelona,
1978; Pelai Pagès, Historia del Partido Comunista de España,
Barcelona, 1978; Antonio Padilla Bolívar, El movimiento comunista
español, Barcelona, 1979; y Víctor Alba, El Partido Comunista en
España, Barcelona, 1979. <<
[20]El mejor estudio es el de J. M. Macarro, La utopía revolucionaria:
Sevilla en la Segunda República, Sevilla, 1985, 13-14. De acuerdo
con su relación, las mismas se tradujeron en veinte nuevos
contratos laborales y cinco contratos mejorados, habiendo sido
incitadas trece de esas huelgas por los esfuerzos de los patronos
para reducir beneficios. Véanse también, de Macarro Sevilla la roja,
Branes, Sevilla, 1989; N. Salas, El Moscú sevillano: Sevilla la roja,
Sevilla, 1990; y, referente a lo sucedido en el campo, M. Tuñón de
Lara, Luchas obreras y campesinas en la Andalucía del siglo XX:
Jaén (1917-1920) Sevilla (1930-1932), Madrid, 1978. <<
[21] Guillermo Cabanellas, Cuatro generales, Barcelona, 1979,
1, 231-232. <<
[22] Macarro, Utopía, 149-155. <<
[23]El más famoso de ellos fue Buenaventura Durruti, sujeto de
varias biografías, siendo la más completa de ellas, Abel Paz, Durruti,
Barcelona, 1978. <<
[24]Existe una descripción derechista pero francamente precisa de
los sucesos de septiembre de 1931 en Barcelona en Josep Pla,
Historia de la Segunda República española, Barcelona, 1940,
1, 190-199. <<
[25]Los principales estudios sobre el conflicto intestino de la CNT
son los de Eulalia Vega, Anarquistas y sindicalistas, 1931-1936,
Valencia, 1987, y El trentisme a Catalunya (1930-1933), Barcelona,
1980. Son también importantes Manuel Buenacasa, La CNT, Los
«Treinta» y la FAI, Barcelona, 1933, y dos obras de Albert Balcells,
Crisis económica y agitación social en Cataluña, 1930-1936,
Barcelona, 1971 y «La crisis del movimiento anarcosindicalista y el
movimiento obrero en Sabadell entre 1930 y 1936», en su Trabajo
industrial y organización obrera en la Cataluña contemporánea
(1900-1936), Barcelona, 1974. Véase también la biografía Ángel
Pestaña de A. M. de Lera, Barcelona, 1978. <<
[26]Este tema fue sometido a debate en la historiografía española
más de una generación después. Véase J. S. Pérez Garzón, «La
revolución burguesa en España: los inicios de un debate científico,
1966-1979», en M. Tuñón de Lara y otros, Historiografía española
contemporánea, Madrid, 1980, 98-112. <<
[27]El papel y la actitud de la UGT fueron expuestos por uno de sus
líderes, Enrique de Santiago, en su obra La UGT ante la revolución,
Madrid, 1932. <<
[28] El Socialista, 12 de julio de 1931. <<
[29]
Expresados, por ejemplo, en dos libros, Javier Bueno, El Estado
socialista: Nueva interpretación del comunismo (Madrid), que
apareció en junio de 1931, y Gabriel Morón, La ruta del socialismo
en España, Madrid, 1932. <<
[30]Declaró en el Congreso de la UGT de 1932: «El marxismo es
una posición idealista que constituye la realidad de la historia
estudiando los movimientos económicos», como las hipótesis de
«los poetas de la ciencia». Citado en Marta Bizcarrondo, Araquistain
y la crisis socialista en la II República, Madrid, 1975, 183. <<
[31] Besteiro explicó su posición en su obra Marxismo y
antimarxismo, Madrid, 1935 y es a su vez el sujeto de una serie de
libros. El primero, de Andrés Saborit, Julián Besteiro, Ciudad de
México, 1961, es una biografía política, mientras que el de E. Lamo
de Espinosa, Filosofía y política en Julián Besteiro, Madrid, 1973, y
Carlos Díaz, Besteiro: El socialismo en libertad, Madrid, 1976, tratan
de sus ideas políticas y filosóficas. <<
[32] El Socialista, 12 de julio de 1931. <<
[33]Según sus compañeros de gabinete. Maura, Así cayó, 278-287;
Manuel Azaña, Obras completas, Ciudad de México, 1965-1968, 4,
37. <<
[34]Los principales discursos de Largo Caballero correspondientes a
este período están reunidos en su obra Posibilismo socialista en la
democracia, Madrid, 1933. Como biografía del tercer ministro
socialista, véase Virgilio Zapatero, Fernando de los Ríos, Madrid,
1974. Enrique López Sevilla nos brinda un estudio general en El
Partido Socialista Obrero Español en las Cortes Constituyentes de la
Segunda República, México, D. F., 1969, y Juan-Simeón Vidarte ha
escrito unas memorias dignas de lectura, Las Cortes Constituyentes
de 1931-1933, Barcelona, 1976. Entre los numerosos escritos de los
últimos años de Prieto, el primer volumen de sus Convulsiones de
España, 3 vols., México, D. F., 1967-1969, contiene el material más
extenso sobre la época de la República. <<
[35]
En total, combinados los tres Parlamentos republicanos, sólo un
11,7 por ciento del número total de diputados se había sentado en el
Parlamento de la monarquía constitucional. Juan J. Linz,
«Continuidad y discontinuidad en la elite política española, de la
Restauración al Régimen actual», en Estudios de ciencia política y
sociología: Homenaje al Profesor Carlos Ollero, Guadalajara,
1972, 361-423. <<
[36] Julio Gil Pecharromán, La Segunda República, Madrid, 1989, 43.
<<
[37] Los discursos y escritos políticos de Ortega y Gasset
correspondientes a esta época se hallan reunidos en su
Rectificación de la República, Madrid, 1973, los de su colega Ramón
Pérez de Ayala en los Escritos políticos, de éste, Madrid, 1967, y los
de Unamuno en su República española y España republicana,
Salamanca, 1979. Los principales estudios son los de Gonzalo
Redondo, Las empresas políticas de José Ortega y Gasset, Madrid,
1970; Andrew Dobson, An Introduction to the Politics and Philosophy
of José Ortega y Gasset, Cambridge, 1989; y Jean Becarud, Miguel
de Unamuno y la Segunda República, Madrid, 1965. Véanse
también Gabriel Morón, Historia política de José Ortega y Gasset,
Madrid, 1965; V. Romano García, José Ortega y Gasset, publicista,
Madrid, 1976, 243-251; y M. Cabrera y A. Elorza, «Urgoiti-Ortega: El
“partido nacional” en 1931», en J. L. García Delgado (edición a
cargo de), La II República española: El primer bienio, Madrid,
1987, 233-263.
El papel de los intelectuales en su conjunto aparece tratado en
J. Tusell y G. García Queipo de Llano, Los intelectuales y la
Segunda República, Madrid, 1990; J. Becarud y E. López Campillo,
Los intelectuales españoles durante la II República, Madrid, 1978; y
Paul Aubert, «Los intelectuales en el poder (1931-1933)», en García
Delgado, La II República, 169-231. V. M. Arbeloa y M. de Santiago,
Intelectuales ante la Segunda República, Salamanca, 1981
presentan una breve antología de distintas opiniones de los
principales intelectuales de entonces. <<
[38]
Según afirmación, por ejemplo, del periodista socialista Luis
Araquistain, miembro de la comisión, en El Sol, 8 de diciembre de
1931. <<
[39]
Véase Ma. P. Villabona, «La Constitución mexicana de 1917 y la
española de 1931», Revista de Estudios Políticos (mencionada en lo
sucesivo como REP) 31-32, enero-abril de 1983, 199-208. <<
[40]Aunque era relativamente moderado, Jiménez de Asúa hablaba
favorablemente de la Unión Soviética y trataba de establecer una
distinción entre el Terror Rojo de 1918-1921 y lo que prefería
mencionar como el «régimen jurídico» soviético, como si este último
hubiese sustituido al primero. Libertad (Madrid), 27 de mayo de
1931. <<
[41]
Sobre el desarrollo y aplicación de este concepto véase F. Tomás
y Valiente, «El “Estado integral”: Nacimiento y virtualidad de una
fórmula poco estudiada», en J. L. García Delgado (edición a cargo
de), La II República española: El primer bienio, Madrid,
1987, 379-395. <<
[42] Citado en Arrarás, Segunda República, 1, 148-149. <<
[43] Citado en Arrarás, Segunda República, 1, 156. <<
[44]Diario de las Sesiones de las Cortes Constituyentes, 15 de
octubre de 1931, 1666-1672. De no indicarse lo contrario, las citas
de discursos parlamentarios aparecidas en este capítulo y los
siguientes están tomadas de la misma fuente y no se hará
referencia a ellas. <<
[45]El estudio más completo del debate sobre el artículo 26 es el de
Fernando de Meer, La cuestión religiosa en las Cortes de la
Segunda República, Pamplona, 1975. Véanse también V.
M. Arbeloa, La semana trágica de la Iglesia en España (octubre de
1931), Barcelona, 1976; Cesare Marongiu Buonaiuti, Spagna 1931:
La Seconda República e la Chiesa, Roma, 1976; y F. Astarloa
Villena, Región y religión en las Constituyentes de 1931, Valencia,
1976. <<
[46]
Véase Joaquín Tomás Villarroya, «Presidente de la República y
Gobierno: Sus relaciones», REP 31-32, enero-abril de 1983, 71-99.
<<
[47]Gil Pecharromán calcula que en los sesenta y tres meses de
República en tiempo de paz hubo dieciocho gabinetes distintos, de
una duración media de unos tres meses y medio. Entre ellos, sólo
dos cayeron a causa de votaciones parlamentarias adversas, tres lo
hicieron al retirárseles la confianza del presidente, tres más como
resultado de las elecciones de Parlamentos nuevos y un nuevo
presidente, y nueve debido a desacuerdo interno. Gil Pecharromán,
Segunda República, 78. La última cifra es un síntoma de la extrema
fragmentación que se produjo enseguida. <<
[48]
M. Bassols, La jurisprudencia del Tribunal de Garantías
Constitucionales, Madrid, 1981. <<
[49]El principal estudio contemporáneo fue el de Nicolás Pérez
Serrano, La Constitución española (9 de diciembre de 1931):
Antecedentes, texto, comentarios, Madrid, 1932. La parte publicada
del Diario de las Sesiones de las Cortes Constituyentes, 1931-1933,
Madrid, 1933, comprende 25 volúmenes, mientras que la Crónica de
las Cortes Constituyentes de la Segunda República, Madrid,
1931-1934, preparada por Arturo Mori, se compone de doce
volúmenes. Se puede encontrar un tratamiento detallado de los
debates en Fernando de Meer, La Constitución de la II República,
Pamplona, 1978. Luis Jiménez de Asúa publicó después La
constitución política de la democracia española, Santiago de Chile,
1942; así como sus desenfadadas Anécdotas de las Constituyentes,
Buenos Aires, 1942. La terminología y vocabulario de las Cortes
Constituyentes y la política republicana en general aparecen en J.
F. García Santos, Léxico y política de la Segunda República,
Salamanca, 1980, y M. A. Rebollo Torio, Vocabulario político,
republicano y franquista (1931-1971), Valencia, 1978. Alfonso
García Valdecasas presenta un resumen breve en «La elaboración
del texto constitucional», REP 31-32, enero-abril de 1983, 57-70, y
M. García Canales nos presenta una extensa bibliografía en «La
Constitución española y su aplicación (Bibliografía comentada)», en
REP 31-32, enero-abril de 1983, 209-264. Luis de Sirval
(seudónimo), Huellas de las Constituyentes, Madrid, 1933, brinda un
enfoque anecdótico obra de un periodista del momento. En cuanto a
comparaciones con Constituciones españolas anteriores, véanse
F. Fernández Segado, Las Constituciones históricas españolas,
Madrid, 1981, y J. F. Merino Merchán, Regímenes históricos
españoles, Madrid, 1988. <<
[50]
La crítica más detallada fue publicada por Alcalá Zamora tras su
destitución como presidente bajo el título: Los defectos de la
Constitución de 1931, Madrid, 1936. <<
[51]Aquel día escribió en Crisol: «Una cantidad inmensa de
españoles que colaboraron en el advenimiento de la República con
su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con
su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos:
¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El “radicalismo”
es otra». <<
[52] Luz, Madrid, 16 de julio de 1932. <<
[53]
Publicada inmediatamente como el opúsculo Rectificación de la
República, Madrid, 1931. <<
[54]
Salvador de Madariaga, Españoles de mi tiempo, Barcelona,
1974, 293. <<
[55]Las primeras biografías de Azaña fueron obra de Frank Sedwick,
The Tragedy of Manuel Azaña and the Fate of the Spanish Republic,
Columbus, Ohio, 1963, y Emiliano Aguado, Don Manuel Azaña Díaz,
Barcelona, 1972, pero el estudio político más completo es el de
Santos Juliá, Manuel Azaña, una biografía política, Madrid, 1990.
Retrato de un desconocido, por Cipriano de Rivas Cherif, Barcelona,
1980, es un retrato entrañable obra de su cuñado y la mejor fuente
en cuanto a detalles íntimos. J. M. Marco, La inteligencia
republicana, Manuel Azaña, 1897-1930, Madrid, 1988, es bueno
sobre sus primeros años. José Montero, El drama de la verdad en
Manuel Azaña, Sevilla, 1979, estudia su vida intelectual, y Manuel
Muela, Azaña, estadista, Madrid, 1983, sus objetivos y proyectos
políticos. Son importantes también los prólogos de Juan Manchal a
los cuatro volúmenes de las Obras completas de Azaña, México,
D. F., 1965-1968, y el libro de Marichal La vocación de Manuel
Azaña, Madrid, 1968. La colección Azaña, Madrid, 1980, y Los que
le llamábamos Don Manuel, de Josefina Carabias, Madrid, 1980,
son obras publicadas por admiradores suyos, aunque a veces no
carecen de crítica. Se pueden encontrar otros estudios de este tema
en cinco libros recientes, L. Arias, Azaña o el sueño de la razón,
Madrid, 1990; J. M. Marco, Azaña, Madrid, 1990; Jesús Ferrer Solá,
Azaña: Una pasión intelectual, Barcelona, 1991; J. Peña González,
Manuel Azaña: El hombre, el intelectual y el político, Madrid, 1991; y
Ministerio de Justicia, Azaña, jurista, Madrid, 1990; así como en
Carlos Rojas, Dos presidentes: Azaña/Companys, Barcelona, 1977;
dos libros de Víctor Alba, Los sepultureros de la República,
Barcelona, 1977 y Los conservadores en España, Barcelona, 1981;
y tres artículos en Historia contemporánea, vol. 1, 1988. <<
[56] Maura, Así cayó, 223-225. <<
[57] Del prólogo de Manuel Fraga Iribarne a Rojas, Dos presidentes.
<<
[58] Marichal, Vocación, 133-134, 141-143. <<
[59] Citado en Alba, Conservadores, 253. <<
[60] Maura, Así cayó, 229. <<
[61] Ibíd., 230. <<
[62]
Martínez de Anido, al igual que otros personajes destacados,
permaneció a salvo en el exilio. Sobre todo, este proceso, véase
Carolyn P. Boyd, «“Responsabilidades” and the Second Republic,
1931-1936», en M. Blinkhorn (edición a cargo de), Spain in Conflict
1931-1939, Londres, 1986, 14-35. <<
[63]Las principales piezas oratorias públicas de Alcalá Zamora
pronunciadas durante el período republicano aparecen
coleccionadas en sus Discursos, Madrid, 1979. <<
[64]Su correligionario Miguel Maura había seguido un sendero
aparte, formando su propio y minúsculo Partido Republicano
Conservador, con el que coqueteó fugazmente Ortega y Gasset. <<
[65]
Analiza este punto más a fondo Juan Avilés Farré, La izquierda
burguesa en la Segunda República, Madrid, 1985, 118-121. <<
[66] Obras completas, 4:93. <<
[67] Ibíd., 4, 185. <<
[68]Véase Gerhard Jasper, Der Schutz der Republik: Studien zur
staatlichen Sicherung der Demokratie in der Weimarer Republik,
1922-1930, Tubinga, 1963. <<
[69] El Sol, 21 de octubre de 1931. <<
[70] El mejor análisis está en Ballbé, Orden público, 323-335. <<
[71] Vidarte, Cortes Constituyentes, 293. <<
[72] Obras completas, 2:871-872. <<
[73]Estos incidentes aparecen detallados en Macarro, Utopía,
174-195. <<
[74]Esta frase aparece en Gabriel Jackson, The Spanish Republic
and the Civil War 1931-1939, Princeton, 1965,70. Las noticias
aparecidas en la prensa madrileña fueron un tanto contradictorias.
Luis Jiménez de Asúa y otros, Castilblanco, Madrid, 1933, presentan
la versión socialista de aquellos sucesos.
Parecen justificadas las anotaciones de Azaña en su diario,
comentando la «horrible barbarie» de Castilblanco: «La guardia civil
ha sido siempre dura, y lo que es peor, irresponsable. “Con un
papel, paga”, dice el pueblo, refiriéndose a su impunidad. La guardia
civil ha servido mucho y bien a la antigua política y sus caciques la
emplearon en asuntos electorales, y en cuestiones sociales,
aumentaron no sólo su número, sino la frecuencia y la amplitud de
sus intervenciones. En los pueblos pequeños, el jefe del puesto es
un reyezuelo. Y las vejaciones personales son incontables. Todo
esto siembra el odio.
Hay socialistas que no son enemigos de la guardia civil, por
ejemplo, Besteiro, que hace tiempo me dijo: “Es una máquina
admirable. No hay que suprimirla, sino hacer que funcione en favor
nuestro”». Obras completas, 4, 294. <<
[75]
Los informes de la prensa a raíz del incidente varían respecto al
número de víctimas. <<
[76]
Existen breves descripciones del levantamiento en Kern, Red
Years, 107-109, y en Arrarás, Segunda República, 1, 255-259. <<
[77] Obras completas, 2, 139-144. <<
[78] Obras completas, 2, 167-171. El 19 de febrero, catorce
periódicos madrileños formaron una «Liga Defensora de la Prensa»
para protegerse contra el Gobierno. El autor derechista Domingo de
Arrese, en su obra Bajo la Ley de Defensa de la República, Madrid,
1933, 9-14, presentó una lista de los periódicos multados o
suspendidos entre 1931 y 1933. <<
[79] Obras completas, 2, 191-200. <<
[80] El demócrata cristiano Ángel Ossorio y Gallardo (que se
alinearía del lado republicano durante la Guerra Civil) publicó un
atinadísimo comentario de lo que calificó como «el inquietante caso
de Azaña»:
«Hoy no es el señor Azaña un cultivador del poder personal. Vive en
contacto con el Parlamento… Huye de lo espectacular y
rimbombante, tan característico de todos los dictadores, discute
llanamente, de vez en cuando se deja convencer. Su preocupación
de la eficacia del mando le hace unas veces olvidar la ley y otras
quebrantar su propia ley. Si O’Donnell no hubiera dicho aquello de
no morir de empacho de legalidad, Azaña lo habría inventado. El
honesto desenfado con que procrea leyes legítimas, mas no
jurídicas; la rapidez con que pide y logra del Parlamento facultades
para erigir su criterio o el de sus colaboradores en normas
obligatorias; el desdén que no disimula hacia los modos de derecho,
hacen del Jefe del Gobierno algo más respetable y peligroso que un
dictador: el doctrinario de la arbitrariedad… España lo necesita hoy,
y según las trazas, lo necesitará mucho tiempo. Mas por lo mismo
que sus cualidades son tan excelentes, hácese en él archidañosa la
tendencia al poder abusivo, porque no lo impone airadamente, sino
que convence a las gentes de su conveniencia. Cuando alguien le
interpela sobre la injusticia de una determinación, se contenta con
responder: el Estado la necesitaba. Y aplauden la subversiva, la
anárquica tesis, todos los que ayer clamaban por la vindicación de la
libertad, y hasta hay quien dice: “Yo no odiaba la dictadura, sino al
dictador”. ¡Pues eso es la simiente fascista! Su evolución aparece
luego fatal, irreprimible. El Estado se halla por encima del derecho
individual, porque la nación es el Estado. Pronto seguirá el ciclo
abominable. El Estado es el Gobierno, el Gobierno es un partido. El
partido es su jefe, Luis XIV se paseará entre nosotros sin plumas,
encajes ni espadín, sino tocado de un flexible gesto de
campechano. Es así de arriesgada la política de don Manuel Azaña.
Hoy la traza él; mañana será su prisionero». Luz, Madrid, 5 de
marzo de 1932. <<
[81] Véase este análisis en Tuñón de Lara, Luchas obreras. 245-246.
<<
[82]Hasta el punto de que el especialista francés en la materia, Guy
Hermet, cree que el extremismo de los anarcosindicalistas,
combinado con su capacidad de generar el seguimiento de masas,
constituyó el principal obstáculo a la consolidación de la democracia
liberal en España. Hermet, L’Espagne au XXme siècle, París, 1983.
<<
[1]Frances Lannon, Privilege, Persecution and Prophecy: The
Catholic Church in Spain 1875-1975, Oxford, 1987, 182. <<
[2] Según Joaquín Arrarás, la Compañía de Jesús en 1932 tenía
3630 miembros españoles, 2987 de los cuales vivían en España. Lo
hacían en 40 residencias oficiales y dirigían 8 universidades y
centros superiores, 21 colegios de enseñanza secundaria, 3
«colegios máximos», 6 noviciados, 2 observatorios astronómicos, y
un total de 163 escuelas primarias y profesionales, al tiempo que
dirigían 481 asociaciones piadosas y enviaban muchos misioneros
al extranjero. En sus colegios de enseñanza secundaria (en general
muy acreditados y elitistas) estudiaban un total de 6798 estudiantes,
y una leprosería administrada por ellos atendía a 635 pacientes. Los
cálculos del patrimonio de los jesuitas en España andaban por los
200 millones de pesetas (más de 20 millones de dólares), y sólo fue
confiscada una parte del mismo. Ya desde la ofensiva del Partido
Liberal en 1910 los jesuitas habían traspasado sistemáticamente la
titularidad de muchas de sus propiedades. J. Arrarás, Historia de la
Segunda República española, Madrid, 1956-1963, 1, I, 281. <<
[3]
Niceto Alcalá Zamora, Los defectos de la Constitución de 1931,
Madrid, 1936, 93. <<
[4] Citado en Arrarás, Segunda República, 2:123. <<
[5] El Arxiu Vidal i Barraquer, 6 volúmenes, Montserrat, 1976,
publicado por M. Batllori y V. M. Arbeloa, proporciona un acervo de
material vital sobre la obra del cardenal y sobre las principales
personalidades y problemas relacionadas con las relaciones
Iglesia/Estado. <<
[6]El estudio más completo en un volumen sobre el conflicto habido
entre la Iglesia y la República se halla probablemente en José M.
Sánchez, Reform and Reaction, Chapel Hill, 1964. Además de las
referencias citadas en el capítulo anterior, véanse C. Marongiu
Buonaiuti, «La Santa Sede e la República Spagnola dopo la
Constituzione (9 diciembre 1931-19 novembre 1933)», Storia e
Política 23:4, 1984, 600-644, y los estudios hechos por Manuel
Ramírez Jiménez en sus obras Los grupos de presión en la
Segunda República española, Madrid, 1969, 193-262, y Las
reformas de la II República, Madrid, 1977, 9-42. Revisa la
bibliografía sobre este tema E. García de Cortázar, «La Iglesia
imposible de la Segunda República (Comentario bibliográfico)»,
REP 31-32, enero-abril de 1983, 295-311.
Entre las obras escritas en la época, la política del gobierno aparece
expuesta por Álvaro de Albornoz, La política religiosa de la
República, Madrid, 1935, al tiempo que el sacerdote vasco Antonio
de Pildain, uno de los pocos miembros del clero dentro de las Cortes
Constituyentes y uno de los elocuentes defensores de la Iglesia,
publicó una colección de sus discursos, En defensa de la Iglesia y la
libertad de enseñanza, Madrid, 1935. Alfred Mendizábal, Aux
origines d’une tragédie, París, 1937, presenta el punto de vista de
uno de los poquísimos católicos liberales de entonces, mientras que
E. Allison Peers, Spain, the Church and the Orders, Londres, 1945,
es un prominente hispanista británico que rompe lanzas a favor de
la Iglesia. <<
[7]Véanse Barry R. Bergen, «Molding Citizens: Ideology, Class and
Primary Education in Nineteenth-Century France», tesis doctoral,
Universidad de Pensilvania, 1987, y algunas obras francesas más
antiguas como Mona Ozouf, L’École, l’Église et la Repúblique,
1871-1914, París, 1982, y Pierre Chevalier, La separation de l’Église
et de l’école: Jules Ferry et Léon XIII, París, 1981. <<
[8]Para más datos, véase Encamación González, Sociedad y
educación en la España de Alfonso XIII, Madrid, 1988. <<
[9]La controversia sobre la enseñanza secundaria en lo tocante a
este punto se estudia en E. Díaz de la Guardia Bueno, Evolución y
desarrollo de la Enseñanza Media en España, 1875-1930, Madrid,
1988. <<
[10]
Datos sacados en su mayoría de un trabajo no publicado de
David V. Holtby, «Education during the Second Republic: Toward a
Reconsideration», con permiso de su autor. <<
[11]
Mariano Pérez Galán, La enseñanza en la Segunda República
española, Madrid, 1975, 49-50, 339-340. <<
[12]
Presentaron la posición católica Teodoro Martínez, Hacia una
España comunista: La escuela única, Valladolid, 1931, y de manera
más convincente, Enrique Herrera Oria, Educación de una España
nueva, Madrid, 1934. <<
[13] Gaceta de la República, 29 de febrero de 1936. <<
[14]
Véanse también los datos que aparecen en los capítulos 7 y 8 de
Mercedes Samaniego Boneu, La política educativa de la Segunda
República durante el bienio azañista, Madrid, 1977. <<
[15] Existen actualmente una serie de estudios hechos sobre la
reforma y expansión de la enseñanza durante la República; tal vez
el mejor sea el de Pérez Galán, Enseñanza en la Segunda
República. Están además, aparte de Samaniego Boneu, Política
educativa, otros como Antonio Molero Pintado, La reforma educativa
de la Segunda República española, Madrid, 1977; la colección La
revolución laica, Valencia, 1983; David V. Holtby, «Society and
Primary Schools in Spain, 1898-1936», (tesis doctoral, Universidad
de Nuevo México, 1978); Manuel de Puelles Benítez, Educación e
ideología en la España contemporánea (1767-1975), Barcelona,
1980, 316-341; y Carlos Alba Tercedor, «La educación en la
II República», en M. Ramírez Jiménez (edición a cargo de), Estudios
sobre la II República española, Madrid, 1975, 49-85. Hay también
estudios de carácter regional, como el de E. Cortada Andrev,
Escuela mixta y coeducación en Cataluña durante la II República,
Madrid, 1988, y X. Cid Fernández, Educación e ideología en
Ourense na IIa República, Santiago de Compostela, 1989. Los
abanderados republicanos de la reforma educativa presentaron su
posición en la obra de Marcelino Domingo, La escuela en la
República, Madrid, 1932, y en la de Rodolfo Llopis, La revolución en
la escuela, Madrid, 1933. <<
[16]Según Julián Marías, «La vida intelectual durante la
República/2», El País (Madrid), 10 de agosto de 1981. <<
[17]
Patronato de misiones pedagógicas, Madrid, 1934-1935, 2 vols.,
y Francisco Caudet, «Las misiones pedagógicas, 1931-1935»,
Cuadernos hispanoamericanos 453, 1988, 93-108. <<
[18]Eduardo Huertas Vázquez, La política cultural de la Segunda
República española, Madrid, 1988, pasa revista a los principales
programas culturales de la República, y G. Santonja, La República
de los libros: El nuevo libro popular, Barcelona, 1989, estudia la
expansión de la publicación. Ian Gibson, Federico García Lorca,
Nueva York, 1989, 319-345, 407-412, describe la experiencia del
grupo teatral «La Barraca» encabezado por el malogrado poeta. <<
[19]
Gabriel Cardona, El poder militar en la España contemporánea
hasta la Guerra Civil, Madrid, 1983, 139. <<
[20] El estudio más completo es el de Michael Alpert, La reforma
militar de Azaña (1931-1933), Madrid, 1982, que revela que se
retiraron 7613 jefes y oficiales de un total de 20 576, o sea un
porcentaje del 36,9 (pág. 156). Se retiraron también al parecer más
de mil sargentos (incluidos también en aquellas disposiciones). <<
[21]
Azaña empezó por restablecer sencillamente el «servicio» aéreo,
nombrando director general de Aviación al comandante Ramón
Franco, hermano menor del general y héroe del aire republicano.
Sin embargo, la continua radicalización política del brillante aviador
y su posible conexión con una de las primeras rebeliones
anarquistas (junio de 1931) movió a Azaña a sustituirlo y a
reorganizar aquel servicio como un cuerpo aparte. <<
[22] El texto entero rezaba así:
«Mientras queden en los pueblos o en las capitales confabulaciones
personales, económicas, bancadas o territoriales de las gentes que,
durante más de un siglo han venido monopolizando el esquilmo de
la nación; mientras eso no quede triturado, y disuelto por la acción
gubernamental de los partidos, no podemos tener la seguridad de
que un día no nos han de dar una sorpresa. Dicho en una palabra:
bien destruyendo la organización municipal o apoderándose del
Gobierno por algún medio ilícito y corrompido. Eso hay que triturarlo,
hay que deshacerlo; y hay que deshacerlo desde el Gobierno.
Yo os aseguro que, si alguna vez tengo participación en ese género
de asuntos, he de triturar, he de arrancar esta organización con la
misma energía, con la misma resolución, sin perder la serenidad,
que he puesto en deshacer otras cosas no menos amenazadoras
para la República». (Ovación). El Pueblo (Valencia), 9 de junio de
1931, citado en Eduardo Espín, Azaña en el poder: El partido de
Acción Republicana, Madrid, 1980, 330. <<
[23]El estudio principal es el de Alpert, Reforma militar de Azaña,
mientras que la descripción más detallada referente a los militares
durante la República es la de Mariano Aguilar Olivencia, El ejército
español durante la Segunda República, Madrid, 1986. Además de El
poder militar, de Cardona, Carolyn Boyd nos proporciona un análisis
excelente y conciso en su capítulo «Las reformas militares», en
L. Suárez Hernández, (edición a cargo de), Historia General de
España y América, Madrid, 1986, vol. 17, 141-173. F. Bravo Morata,
La República y el Ejército, Madrid, 1978, carece de objetividad, pero
la colección Les Armées espagnoles et françaises: Modernisation et
reforme entre les deux Guerres Mondiales, Madrid, 1989, vale la
pena.
Entre los principales estudios de la época, que varían
considerablemente de acuerdo con la perspectiva del autor, se
hallan N. Cebreiros, Las reformas militares, Santander, 1931; J.
García-Benítez, Estudios de política militar contemporánea de
España, Madrid, 1931; Eduardo Benzo, Al servicio del ejército,
Madrid, 1931; Tomás Peire, Una política militar expuesta ante las
Cortes Constituyentes, Madrid, 1933; y Guillermo Cabanellas,
Militarismo y militaradas, Madrid, 1933; así como la obra de Ramón
Franco, Decíamos ayer, Barcelona, 1932 y las observaciones del
general Emilio Mola Vidal en sus Obras completas, Valladolid, 1940.
Las motivaciones y actitudes de Azaña se reflejan en sus discursos
y en su diario, en los volúmenes segundo y cuarto de sus Obras
completas, México, D. F., 1965-1968. <<
[24]
Decenios después, el general de aviación e historiador militar
Ramón Salas Larrazábal, expresó una opinión generalizada:
Azaña cometió, con contumacia inconcebible, el grave error del uso,
y aun abuso, de la frase hiriente y mordaz, y el autobombo excesivo
en discursos, declaraciones y conversaciones; de manera muy
especial, en sus largos preámbulos a los decretos reformadores en
los que con mucha frecuencia acusaba a tirios y troyanos de todos
los males que él venía a reparar, y anunciaba a bombo y platillo
consecuencias inmediatas de sus medidas, que no sólo no se
produjeron, sino que en ocasiones fueron causa de efectos
totalmente contrarios a lo previsto por el legislador…
Las medidas, en términos generales, eran bienintencionadas y
muchas de ellas acertadas, pero seguían maleadas por el prejuicio,
tan poco justificado a la sazón, de ver en el ejército un enemigo nato
de la República al que había que humillar. [Historia del Ejército
Popular de la República, Madrid, 1973, vol. 1, 22-23].
El coronel Segismundo Casado, último jefe militar del Madrid
republicano durante la Guerra Civil, se lamentaba todavía más
tarde:
«Si el señor Azaña hubiera guardado al ejército la consideración
debida, no solamente por su excelsa misión, sino también por haber
acatado lealmente la República, es indudable que esas mejoras
hubieran merecido la aquiescencia de la mayoría de la oficialidad.
Pero, desgraciadamente, el señor Azaña no era un hombre
equilibrado, pues padecía un complejo de inferioridad civil, que se
reflejaba en el odio y el desprecio incontenibles que sentía por el
hombre militar. Este complejo fue perfectamente comprobado
durante su larga actuación política». [Pueblo, 7 de octubre de 1986,
en Aguilar Olivencia, El Ejército, 235]. <<
[25]
Manuel Burgos y Mazo, La Dictadura y los constitucionalistas,
Madrid, 1935, 4:195, y Antología histórica, Valencia, 1944, 157-164.
<<
[26]
La versión, muy precavida, de Lerroux a este respecto, aparece
en La pequeña historia, Madrid, 1963, 144-145. <<
[27] Azaña, Obras completas, 4, 399. <<
[28] Manuel Goded, Un faccioso cien por cien, Zaragoza, 1939, 18.
<<
[29]La explicación de Azaña de este incidente aparece en su diario
(Obras completas, 4, 413-418) y en su discurso en la Cámara al día
siguiente. <<
[30]
Emilio Esteban Infantes, La sublevación del general Sanjurjo,
Madrid, 1933, 31. <<
[31]Durante el año siguiente, las fotos, ampliamente difundidas, de
Sanjurjo y varios militares compañeros suyos vestidos de
presidiarios entre otros delincuentes comunes, llenaron de
indignación a muchísimos otros militares que no se habían implicado
en aquella rebelión. <<
[32]
En Segunda República, de Arrarás, 1:419-484, aparece un relato
detallado y exacto en términos generales de la sanjurjada.
Enseguida surgieron numerosas publicaciones, obra en gran parte
de los apologistas del general. Están entre ellas, además de las
memorias de su ayudante, Esteban Infantes, General Sanjurjo,
obras del tipo de R. Gómez Fernández, «El 52»: de general a
presidiario, Madrid, 1932; Andrés Coll, Memorias de un deportado,
Madrid, 1933; A. Cano y Sánchez Pastor, Cautivos en las arenas,
Madrid, 1933; Luciano de Taxonera, 10 de agosto de 1932, Madrid,
1933; y otra ulterior, Sanjurjo, Madrid, 1943, de C. González Ruano
y E. R. Tarduchy. Se puede sacar algo en limpio sobre el papel
desempeñado por Barrera en la obra de Julio Milego, El general
Barrera, Madrid, 1935. <<
[33] Hay un excelente estudio de Isidre Molas, Lliga Catalana,
Barcelona, 1972, 2 vols. El político más prominente de la Lliga,
Francesc Cambó, fue también una figura de máxima categoría de la
política española. Existen dos biografías cortas: M. García Venero,
Vida de Cambó, Barcelona, 1952, e Ignacio Buqueras, Cambó,
Barcelona, 1987, pero la obra principal al respecto es el magistral
Cambó de Jesús Pabón, Barcelona, 1969; tal vez se trata de la
única biografía independiente de una figura del siglo XX en España.
Como obra póstuma se han publicado Las Memorias (1876-1936),
Barcelona, 1987, de Cambó. Bernat Muniesa, Burguesía catalana
ante la República española (1931-1936), 2 vols., es un relato
sumamente crítico del conservadurismo catalán durante la
República. <<
[34] Aquellos ayuntamientos estaban compuestos o bien por
representantes de la Esquerra elegidos el 12 de abril o por
comisiones gestoras de la misma nombradas por el gobierno
republicano. De ese modo consiguió la Esquerra dos tercios de los
escaños de la primera legislatura catalana mediante un proceso
boicoteado por la Lliga como también por los republicanos
federalistas y la Derecha Republicana de Alcalá Zamora. También
apuntaron hacia la oposición los intereses locales rurales, que
temían el dominio de Barcelona. Se editaron entonces varias
relaciones: Antoni Rovira i Virgili, Catalunya y la República,
Barcelona, 1931; F. de Solá Cañizares, El moviment revolucionari a
Catalunya, Barcelona, 1932; y Lliga Catalana, Historia d’una política
1901-1933, Barcelona, 1933. <<
[35]Citado en Shlomo Ben-Ami, The Origins of the Second Republic
in Spain, Oxford, 1978, 295. <<
[36] Isidre Molas, El sistema de partidos políticos en Cataluña,
1931-1936, Barcelona, 1974, proporciona un buen vistazo general
del sistema político catalán durante la República. <<
[37]La versión de Aguirre aparece en su Entre la libertad y la
revolución, 1930-1935, Bilbao, 1935, 152-153. La de Ramón Sierra,
Euzkadi, Madrid, 1941, 128-131, es un tanto tendenciosa. <<
[38]El estudio básico es el de Ricardo Miralles Palencia, El
socialismo vasco durante la II República, Bilbao, 1988. <<
[39] Albert Balcells, «Anarquistas y socialistas ante la autonomía
catalana, 1930-1936», en M. Tuñón de Lara (edición a cargo de), La
crisis del Estado español 1898-1936, Madrid, 1978, 81-108,
proporciona un excelente panorama del problema. <<
[40]Roger Arnau, Marxisme catalá i qüestió nacional catalana,
1930-1936, París, 1974, 2 vols., es una colección de textos básicos.
Véanse también Andreu Nin, Els moviments d’emancipació nacional,
Barcelona, 1935, y su obra La cuestión nacional en el Estado
español, Barcelona, 1979, colección póstuma de documentos y
escritos suyos. <<
[41]
Euzkadi (Bilbao), 16 de octubre de 1931. Los discursos aparecen
compilados y expuestos por entero o resumidos en Domingo de
Arrese, El País Vasco y las Constituyentes de la Segunda
República, Madrid, 1931. <<
[42]El Pensamiento Navarro, Pamplona, 19-22 de enero de 1932,
citado en Martin Blinkhorn, Carlism and Crisis in Spain 1931-1939,
Cambridge, 1975, 77. <<
[43]Aparece un extenso análisis de este tema en Aguirre, Entre la
libertad, 196-217. <<
[44]Euzkadi (Bilbao), 21 de junio de 1932. J. M. Jimeno Jurío,
Navarra jamás dijo no al Estatuto Vasco, Pamplona, 1977, sostiene
que aquella votación no representó en realidad a la mayoría de los
navarros. El creciente conflicto resultante entre los nacionalistas
vascos y otros elementos católicos aparece tratado en J. M. Goñi
Galárraga, La Guerra Civil en el País Vasco: Una guerra entre
católicos, Vitoria, 1989, 37-114. <<
[45] Blinkhorn, Carlism and Crisis, estudia la fuerza política
dominante de Navarra. Nos brinda un vistazo del problema su
escrito «War on Two Fronts: Politics and Society in Navarre,
1931-1936», en P. Preston (edición a cargo de), Revolution and War
in Spain 1931-1939, Londres, 1984, 59-84. Ha crecido
considerablemente en años recientes la bibliografía existente sobre
las minorías liberal e izquierdista en Navarra: J. J. Virto Ibáñez,
Partidos republicanos de Navarra, Pamplona, 1986 y «La Navarra
que fue a la guerra», Historia 16, febrero de 1989, 11-20; A. García
Sanz, Republicanos navarros, Pamplona, 1985; y dos libros de
E. Majuelo Gil, La II República en Navarra, Pamplona, 1986 y
Luchas de clases en Navarra (1931-1936), Pamplona, 1989. <<
[46]Santiago de Pablo, El nacionalismo vasco en Álava (1907-1936),
Bilbao, 1988. <<
[47]El estudio fundamental del nacionalismo vasco durante este
período es obra de J. L. de la Granja, Nacionalismo y II República
en el País Vasco, Madrid, 1986, mientras que J. P. Fusi Aizpurúa, El
problema vasco en la II República, Madrid, 1979, ofrece el análisis
más incisivo. Referente a la neurálgica provincia de Vizcaya, véase
J. J. Díaz Freire, Expectativas y frustraciones en la Segunda
República, Vizcaya, 1931-1933, Bilbao, 1990. <<
[48]
El debate sobre el estatuto y su estructura aparece tratado en J.
M. Roig i Rosich, L’Estatut de Catalunya a les Corts Constituents,
1932, Barcelona, 1978 y Manuel Gerpe Landín, L’Estatut
d’autonomia de Catalunya i l’Estat integral, Barcelona, 1977.
Respecto a las dimensiones autonómicas básicas de Cataluña y
otras regiones, véase Adolfo Hernández Lafuente, Autonomía e
integración en la Segunda República española, Madrid, 1980 y su
artículo «En torno a la bibliografía sobre la cuestión autonómica en
la Segunda República española», REP, 31-32, enero-abril de
1983, 279-286, así como Santiago Varela, El problema regional en
la Segunda República española, Madrid, 1976. Los nacionalismos
en la España de la II República, Madrid, 1991, publicado bajo la
dirección de J. Beramendi y R. Maíz, contiene valiosos artículos
sobre los distintos movimientos de aquellos años. Se puede hallar
una perspectiva soviética preglásnost en L. V. Ponomaryova,
«Natsionalyi voprós v Ispanii i osvobodítelnoe dvizhéñe katalóntsev
v 1931-1933 gg.», en el Institut Istorii Akadémiya Nauk SSSR, Iz
istorii osvobodítelnoi borby ispánskogo naroda, Moscú,
1959, 55-122. <<
[49]Ismael E. Pitarch, Sociología dels polítics de la Generalitat
(1931-1939), Barcelona, 1977, estudia la elite política catalana. <<
[50]
José Arias Velasco, La Hacienda de la Generalidad, 1931-1938,
Barcelona, 1977. J. Camps i Arboix, El parlament de Catalunya
(1931-1932), Barcelona, 1976, proporciona un tratamiento más
amplio de la legislatura catalana. <<
[51] X. Vilas Nogueira, «La primera fase del proceso estatutario
gallego: Asamblea de La Coruña, del 4 de junio de 1931», Boletín
de Ciencia Política, 11-12, abril de 1973, 185-204. <<
[52]
Véase Alfonso Bozzo, Los partidos políticos y la autonomía en
Galicia, 1931-1936, Madrid, 1976. Emilio González López, Memorias
de un diputado de las Cortes de la República, La Coruña, 1989,
presenta las de uno de los dos líderes fundamentales de la ORGA.
Algunos de los documentos básicos aparecen en B. Cores
Trasmonte (edición a cargo de), El Estatuto de Galicia, La Coruña,
1976. <<
[53]
Alfons Cucó, El valencianismo político, 1874-1939, Barcelona,
1977, constituye el estudio principal. <<
[54]
Véase J. A. Lacomba Avellán, Regionalismo y autonomía en la
Andalucía contemporánea (1875-1936), Granada, 1988. <<
[55]Santos Juliá, «Francisco Largo Caballero y la lucha de
tendencias en el socialismo español», Annali della Fondazione
Giangiacomo Feltrinelli (1983-1984), 857-885, lo califica de plan de
«corporativismo obrero». <<
[56]
Ministerio de Trabajo y Previsión Social, Labor realizada desde la
proclamación de la República hasta el 8 de septiembre de 1932,
Madrid, sin fecha. <<
[57] Ibíd. <<
[58] Existe un breve estudio, obra de S. González Gómez y
M. Redero San Juan, «La Ley de Contratos de Trabajo de 1931», en
J. L. García Delgado (edición a cargo de), La II República española:
el primer bienio, Madrid, 1987, 75-93. J. de Hinojosa Ferrer, El
contrato de trabajo, Madrid, 1932, es un estudio de esa época,
mientras que S. González Gómez, «Antecedentes históricos de la
ley de trabajo de la II República», Studia Histórica, 1:4 1983, 89-103,
analiza el trasfondo. <<
[59]
A. Martín Valverde, «El proyecto de ley de intervención obrera de
la Segunda República Española», en M. Alonso Olea y otros,
Estudios de Derecho del Trabajo. En memoria del profesor Gaspar
Bayón Chacón, Madrid, 1980, 279-293. Estudios Sociales y
Económicos de la Asociación Patronal, El control obrero, Madrid,
1931, presentó el enfoque de los empresarios. <<
[60] El estudio básico es el de Mercedes Samaniego Boneu, La
unificación de los seguros sociales a debate: La Segunda República,
Madrid, 1988. <<
[61]Julio Aróstegui, «Largo Caballero, ministro de Trabajo», en J.
L. García Delgado (edición a cargo de), La II República española: El
primer bienio, 59-74, presenta un claro panorama del tema.
A. Montoya Melgar, Ideología y lenguaje en las leyes laborales de la
Segunda República, Murcia, 1983, estudia la doctrina y la
terminología, mientras que A. Mazueco Jiménez, «La política social
socialista durante el primer bienio republicano», Estudios de Historia
Social 14, 1980, 135-155, presenta una crítica desde la izquierda. El
Anuario Español de Política Social correspondiente a 1934
proporciona los textos de toda la legislación de la reforma social y
económica. <<
[62]
Gloria Núñez, Trabajadoras en la Segunda República, Madrid,
1989, presenta un gran acopio de datos sobre los problemas de las
mujeres trabajadoras. <<
[63]Enrique Prieto Tejeiro, Agricultura y atraso en la España
contemporánea, Madrid, 1988, 67. <<
[64]
El estudio más detallado corresponde a David W. Beck, «Public
Works in Spain, 1926-1933», tesis doctoral, Universidad de México,
1980. <<
[65]José Sánchez Jiménez, «Política y agrarismo durante la
Segunda República», Cuadernos de Historia Moderna y
Contemporánea 8, 1987, 211-233, analiza diferentes soluciones
propuestas, que clasifica diversamente como técnicas, colectivistas,
socialistas, católicas, monárquico-conservadoras y fascistas. <<
[66]Estos datos proceden de E. E. Malefakis, Agrarian Reform and
Peasant Revolution in Spain, New Haven, 1970, 72, que sigue
siendo el estudio fundamental de la reforma agraria republicana. <<
[67]
G. García-Badell, «La distribución de la propiedad agrícola de
España en las diferentes categorías de fincas», Revista de Estudios
Agro-Sociales, 30, enero-marzo de 1960. <<
[68] Ibíd. <<
[69]Malefakis, Agrarian Reform, 98. Añade que «si se tiene en
cuenta el trabajo diurno de la mujer, la proporción de la población
agrícola formada por los trabajadores diurnos ascendería al 50,2 por
ciento en el Sur de España frente al sólo 21,8 por ciento del resto de
la nación». <<
[70]El informe hecho por encargo del Ministerio del Trabajo, La crisis
agraria andaluza de 1930-1931, Madrid, 1931, fue sombrío en
extremo. <<
[71] Malefakis, Agrarian Reform, 91. <<
[72]
Ibíd., 166-179; Pascual Carrión, Los latifundios en España,
Madrid, 1932, 420-434. <<
[73]Juan Díaz del Moral y José Ortega y Gasset, La reforma agraria
y el Estatuto catalán, Madrid, 1932. <<
[74] Malefakis, Agrarian Reform, 179-185. <<
[75] Ibíd., 205-210. <<
[76] Ibíd., 210-218. <<
[77] Ibíd., 218-225. <<
[78]
Los escasos esfuerzos hechos en cuanto a agricultura colectiva
aparecen estudiados en Julián Casanova y otros, El sueño
igualitario: Campesinos y colectivizaciones en la España
republicana, 1931-1936, Zaragoza, 1989, y Luis Garrido González,
Colectividades agrarias en Andalucía: Jaén (1931-1939), Madrid,
1979. <<
[79]Véanse, además del clásico estudio obra de Malefakis, Jacques
Maurice, La reforma agraria en España en el siglo XX (1900-1936),
Madrid, 1975; M. Tuñón de Lara, Tres claves de la Segunda
República, Madrid, 1985, 21-92; y la corta revisión de Ramírez
Jiménez, Los grupos de presión, 165-192. Alejandro López, El
boicot de las derechas a las reformas de la II República: La minoría
agraria, el rechazo constitucional y la cuestión de la tierra, Madrid,
1984, analiza la oposición derechista. <<
[80]Sobre el desarrollo de los derechos de la mujer en España,
véanse Condesa Campo-Alonge, La mujer en España, Madrid, 1964
y M. A. Capmany, El feminismo ibérico, Barcelona, 1970, y sobre la
legislación del divorcio, véase Ricardo Lezcano, El divorcio en la
II República, Madrid, 1979. <<
[81]Francisca Rosique Navarro, La reforma agraria en Badajoz
durante la II República, Badajoz, 1988, 225-228. <<
[82]
Véase Sanford Elwitt, The Third Republic Defended: Bourgeois
Reform in France: 1880-1914, Baton Rouge, 1986. <<
[1]Esta actitud incluyó a Luz, El Sol, y La Voz, aunque su apoyo sólo
fue temporal y enseguida giraron hacia la oposición. Sobre la
proliferación de la prensa partidista durante la República, véase el
catálogo que aparece en Antonio Checa Godoy, Prensa y partidos
políticos durante la II República, Salamanca, 1989. <<
[2]
Juan Avilés Farré, La izquierda burguesa en la II República,
Madrid, 1985, 159-165. <<
[3]Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda República española,
Madrid, 1956-1963, vol. 2, 53, observa que hasta el doctor Marañón,
hombre liberal y normalmente muy equilibrado, en un prólogo a los
Tópicos revolucionarios del diputado radical socialista Fernando
Varela, apoyó el punto de vista de que la «juridicidad» podía
convertirse ocasionalmente en «arbitrariedad» y aseguraba que «sin
estas fugas oportunas y breves de la juridicidad habitual, el proceso
se anularía». El diputado demócrata cristiano Ossorio y Gallardo se
lamentaba, con bastante más juicio, de que semejante modo de
pensar era peligroso y se hallaba extendido entre los republicanos
que gobernaban, porque «eso es lo que han dicho y sentido, ¡con
absoluta buena fe!». Ahora, 15 de noviembre de 1932. <<
[4]
La minisublevación recibió una cobertura de prensa considerable.
Aparecen relatos cortos y sintetizadores en John Brademas,
Anarcosindicalismo y revolución en España, Madrid, 1974, 98-103, y
en Robert W. Kern, Red Years, Black Years, Filadelfia,
1978, 115-118. <<
[5]Los hechos básicos fueron expuestos en el informe preliminar de
la oposición a la Cámara el 23 de febrero y en el informe oficial de la
comisión investigadora encargada del caso en el 10 de marzo.
Manuel García Ceballos ha publicado una compilación de material
en Casas Viejas: Un proceso que pertenece a la historia, Madrid,
1965, pero la reconstrucción más completa del suceso es la de
Jerome Mintz, The Anarchists of Casas Viejas, Chicago, 1982. Entre
otras obras, están Gerard Brey y Jacques Maurice, Historia y
leyenda de Casas Viejas, Madrid, 1977 y Antonio Ramos Espejo,
Después de Casas Viejas, Barcelona, 1984. <<
[6]
La versión anarquista aparece presentada de lleno en Ramón
Sender, Viaje a la aldea del crimen, Madrid, 1934. Federico Urales,
España, 1933: La barbarie gubernamental, Barcelona, 1933,
constituye una acusación general de la represión del Gobierno. <<
[7]
J. Arrarás (edición a cargo de), Memorias íntimas de Azaña,
Madrid, 1939, 15 de enero de 1933. <<
[8]El Sol, 23, 24 y 27 de mayo de 1934. Rojas fue excarcelado por
los nacionales tras el comienzo de la Guerra Civil, y éstos le
otorgaron un destino en el ejército. Participó en la brutal represión
de Granada en 1936-1937 llegando a cosechar criticas incluso de
sus camaradas nacionales, traducidas en un consejo de guerra con
expulsión del ejército al terminar la Guerra Civil, según Ramón Salas
Larrazábal citado en Mintz, Anarchists, 287, 307. <<
[9] Obras completas, México, D. F., 1965-1968, vol. 2, 635. <<
[10] Según El Sol, 25 de abril de 1933, y el Anuario Estadístico de
1934, y otras fuentes citadas por William J. Irwin en The
1933 Cortes Elections, Nueva York, 1991, 3. Unos resultados
iniciales bastante diferentes aparecieron primero en El Sol y otros
diarios antes de que se dispusiera de todos los datos y esos
resultados de carácter bastante fragmentario son los que aparecen
citados por una serie de historiadores al referirse a las elecciones.
<<
[11]
Citado en Emilio Salcedo, Vida de Don Miguel, Salamanca, 1964,
357. <<
[12]El Sol, 9 de octubre de 1933. J. Becarud y E. López Campillo
examinan las actitudes y tendencias políticas de los intelectuales en
aquellos meses en «Radicalización y vacilaciones de los
intelectuales españoles en 1933-1934», en M. Tuñón de Lara
(edición a cargo de), La crisis del Estado español 1898-1936,
Madrid, 1978, 321-341. <<
[13]
Había incluso llegado a animarlos a que ayudasen al gobierno a
completar el programa legislativo en curso agotando de esa manera
su mandato político y abriendo camino a una reestructuración de la
coalición. Véanse las detalladas observaciones de Diego Martínez
Barrio, de los radicales, que se encontró con Alcalá Zamora cinco
veces durante ese tiempo, en sus Memorias (Barcelona, 1983),
176-178. <<
[14]
Existe un sucinto análisis de esta ley en Manuel Ballbé, Orden
público y militarismo en la España constitucional 1812-1983, Madrid,
1983, 359-363. <<
[15]
El Sol, 23 de octubre de 1932; El Socialista, 23 y 25 de octubre
de 1932; Paul Preston, The Coming of the Spanish Civil War,
Londres, 1978,77-78 (CSCW), y Amaro del Rosal, Historia de la
UGT de España 19 011 939, Barcelona, 1977, vol. 1, 350-352. <<
[16] El Socialista, 12 de febrero de 1932. <<
[17]Sobre la estructura y afiliación del Partido Socialista, véase
Manuel Contreras, El PSOE en la II República, Madrid,
1981, 61-206. Dos estudios de carácter regional son Ricardo
Miralles, El socialismo vasco durante la II República, Bilbao, 1988, y
J. M. Palomares Ibáñez, El socialismo en Castilla: Partido y
sindicato durante el primer tercio del s. XX, Valladolid, 1988, y,
referido a Valladolid: A. de Prado Moura, El movimiento obrero en
Valladolid durante la II República (1931-1936), Valladolid, 1985. <<
[18]
Boletín del Ministerio de Trabajo y Previsión Social, abril, 1933,
en Preston, CSCW, 71, 217. <<
[19]Adrian Shubert, The Road to Revolution in Spain: The Coal
Miners of Asturias 1860-1934, Urbana y Chicago, 1987, 141-149.
Debido al número de huelgas salvajes y al activismo de su
minoritaria CNT, Asturias encabezó al país en cuanto al número de
huelgas en proporción con la población obrera durante 1932-1933.
<<
[20] Salamanca fue una de las distintas provincias de León y Castilla
la Vieja en que había un número considerable de jornaleros sin
tierras cuya militancia igualó en ocasiones a la de sus compañeros
del Sur de España. Véase Carlos Hermida Revillas, Economía
agraria y agitaciones campesinas en Castilla la Vieja y León:
1900-1936, Madrid, 1989, 216-270, en cuya obra dice sobre la
huelga de Salamanca (pág. 250): «Los incidentes fueron muy
numerosos, con manifestaciones, choques con la guardia civil, y
bloqueo de carreteras y del servicio telefónico». <<
[21]
El Socialista, 13 de octubre de 1932, citado en Contreras, El
PSOE, 245. <<
[22]Según Avilés Farré, Izquierda Burguesa, 187, un total de 22 670
de los aproximadamente 35 000 acuerdos negociados por los
jurados durante 1933 se consideraron como favorables para los
trabajadores. Pero seguían pesando la significativa minoría ganada
por los empresarios y los efectos del creciente desempleo. <<
[23] Véanse las citas de prensa que hace Preston en CSCW, 78. <<
[24] El Socialista, 25 de julio de 1933. <<
[25] Ibíd., 4 de julio de 1933. <<
[26] Estas dos citas proceden de Preston, CSCW, 85. <<
[27]
El Socialista, 16 de agosto de 1933. Los principales discursos
pronunciados entonces por Largo Caballero están reunidos en sus
Discursos a los trabajadores, Madrid, 1934. <<
[28]Andrés de Blas Guerrero presenta una sucinta panorámica del
proceso de radicalización del socialismo español en su obra El
socialismo radical en la II República, Madrid, 1978. Podemos hallar
un enfoque soviético clásico en S. P. Porhárskaya, «Táktika
ispánskoi sotsialistícheskoi rabóchei pártii v piérvye gódy
burzhuázno-demokraticheskoi revollútsii (1931-1933 gg.)», en
Institut Istórii Akadémiya Nauk SSSR, Iz istórii osvobodítelnoi borby
ispánskogo naróda, Moscú, 1959, 263-307. <<
[29]Existe un detallado estudio de Santos Juliá, Madrid 1931-1934:
De la fiesta popular a la lucha de clases, Madrid, 1984, y un
resumen en inglés en su «Economic crisis, social conflict and the
Popular Front: Madrid, 1931-1936», en P. Preston (edición a cargo
de), Revolution and War in Spain 1931-1939, Londres,
1984, 137-158. <<
[30]
Los discursos y artículos principales de Gordón Ordás aparecen
reunidos en su obra en dos volúmenes, Mi política en España,
México, D. F., 1961-1962. <<
[31]
Avilés Farré, en su Izquierda burguesa, 199-202, y Manuel
Ramírez Jiménez, en Las Reformas de la II República, Madrid,
1977, 91-124, tratan la desintegración de los radical-socialistas. <<
[32] Ya el día de Navidad había escrito en su diario:
«Me extravía mi formación de artista y mi sensibilidad por lo
histórico y temo que he transportado la acción política al ángulo
invulnerable de los valores estéticos. Entre mi pensamiento y, más
exactamente, mi actitud, mi disposición de ánimo y la realidad de mi
país, hay una distancia que no se llena con toda mi popularidad y mi
autoridad personal, comprobadas cotidianamente.
Otra vez la repulsión es tanta, que siento náuseas e impulsos de
fuga… Con todo, la única moral en este sitio es sujetarse al trabajo
por el futuro de España. ¡El futuro de España!… ¡Terrible secreto!».
<<
[1]C. Martí, J. Nadal y J. Vicens Vives, «El moviment obrer a
Espanya de 1929 a 1936 en relació amb la crisis económica», Serra
d’Or, febrero de 1961. <<
[2]Los principales estudios de la depresión en España y su relación
con la economía mundial son obra de Juan Hernández Andreu,
Depresión económica en España 1925-1934, Madrid, 1980 y
España y la crisis de 1929, Madrid, 1986. Véase también Leandro
Benavides, Política económica en la II República española, Madrid,
1972, y, para tener más referencias, Francisco Comín, «Una guía
bibliográfica para el estudio de la economía en la Segunda
República», REP 31-32, enero-abril de 1983, 313-334. <<
[3] Estudian los aranceles industriales F. Pelecha Zozaya, El
proteccionismo industrial en España (1914-1931), Barcelona, 1987,
y P. Fraile Balbín, Industrialización y grupos de presión: la economía
política de protección en España 1900-1950, Madrid, 1991. <<
[4]Marcelino Domingo, ministro entonces de Agricultura, da su
propia versión en su obra La experiencia del poder, Madrid,
1934, 240-248. <<
[5]
Sobre estos problemas iniciales, véanse Juan Ventosa y Clavell,
La situación política y los problemas económicos de España,
Barcelona, 1932, y Charles Lefaucheux, La peseta et l’économie
espagnole depuis 1928, París, 1935. <<
[6] El Sol, 22 de abril de 1931. <<
[7]
Según destaca Calvo Sotelo en su En defensa propia, Madrid,
1932, 64-65. <<
[8]Ramírez Jiménez, Las reformas de la II República, Madrid,
1977, 171-184; Benavides, Política económica, 122-123. La renta
per cápita aquel año fue de 1075 pesetas. <<
[9]«Resúmenes estadísticos, 1931-1934», citado en Hernández
Andreu, Depresión económica, 195, y en Benavides, Política
económica, 122-142. <<
[10]
Esto aparece brevemente resumido en Douglas W. Richmond,
«The Politics of Spanish Financial and Economic Policies During the
Second Republic, 1931-1933», The Historian 49:3, mayo de
1987:348-367. Brinda una historia detallada de la hacienda
Francisco Comín Comín, Hacienda y economía en la España
contemporánea, (1800-1936). Vol. 2, La Hacienda transicional
(1875-1936), Madrid, 1988. <<
[11]
Véase en especial Pablo Martín Aceña, La política monetaria en
España, 1919-1935, Madrid, 1984. <<
[12] El «Keynes español» de aquella época fue Germán Bernácer,
que ocupaba la cátedra de física y química de la Escuela de
Comercio. Bernácer fue discípulo del excéntrico teórico
estadounidense Henry George, que sostenía que la dolencia
económica se debía a la monopolización de la propiedad de la tierra
y se podía curar mediante la nacionalización de la misma. El primer
libro de Bernácer, Sociedad y felicidad: Ensayo de mecánica social,
1916, fue largo y prolijo, e ignorado en términos generales. Fue más
importante su artículo «La teoría de las disponibilidades como
interpretación de las crisis económicas y del problema social», que
publicó en la Revista Nacional de Economía en 1922, seguido de un
empeño suyo en presentar una nueva teoría del interés y de los
ciclos económicos en su segundo libro La teoría del interés (1925).
Sostenía que la expansión económica podía deberse a una serie de
factores, tales como una mayor inversión, el crecimiento del
consumo o la expansión monetaria. Pero mientras la mayoría de los
economistas prekeynesianos tendían a sostener que las crisis se
debían, entre otras cosas, a tensiones existentes en el mercado
crediticio, Bernácer sustentaba que se debían sencillamente a una
reducción del consumo, debida ya sea a la inflación o al mucho
ahorro. Más aún, negaba que existiesen ya mecanismos
autocorrectores de ningún tipo capaces de limitar la duración de una
depresión. Esa teoría de la «demanda efectiva», que ignoraba
ampliamente el papel de la inversión, fue desarrollada por él
ulteriormente en numerosos artículos publicados en la Revista
Nacional de Economía y, a partir de 1933, en Economía Española.
Como georgista que era, Bernácer sostenía que la renta de la tierra
constituía la verdadera fuente del interés producido por el capital,
por lo cual la propiedad pública de los recursos naturales era la
clave de la economía, mientras que otros remedios usuales, como
las obras públicas, la tasa de interés, etc., eran cosa secundaria y
no resolverían básicamente el problema. Con el advenimiento de la
República, Bernácer se convirtió en el jefe del servicio de estudios
del Banco de España. Criticaría posteriormente tanto el New Deal
estadounidense como los frentes populares español y francés por
presentar elementos secundarios y no ir al meollo de los problemas
económicos. Véase G. Ruiz, Germán Bernácer, un economista
anticipativo (Madrid, 1984). <<
[13]
J. M. Canales Aliende, La administración de la Segunda
República: la organización central del Estado, Madrid, 1986. <<
[14]Francisco Comín, «La economía española en el período de
entreguerras (1919-1935)», en J. Nadal, A. Carreras y C. Sudriá
(edición a cargo de), La economía española en el siglo XX,
Barcelona, 1987, 105-149. <<
[15]No existe ningún estudio de autoridad concerniente al monto de
los aumentos de los salarios. Juan Avilés Farré, La izquierda
burguesa en la II República, Madrid, 1985, 186, informa de que las
Cámaras de Comercio publicaron unos datos en 1933 que indicaban
que en los tres años anteriores (desde 1930) los salarios habían
subido de un índice de 107 al 124, o sea alrededor del 16 por ciento,
lo que concuerda con los cálculos de Albert Balcells, Crisis
económica, 167. Mercedes Cabrera. La patronal ante la
II República, Madrid, 1983, sugiere algo así como el «20 por ciento
en términos reales», (pág. 132), lo que es probablemente
demasiado alto. Sin embargo, Jordi Palafox, «La gran depresión de
los años treinta y la crisis industrial española», Investigaciones
económicas 11, 1980, 5-46, saca en conclusión que, en su conjunto,
el aumento de los salarios reales fue algo más alto del 20 por ciento.
Desde luego, según dice Malefakis, Agrarian Reform, las categorías
individuales de los jornaleros campesinos se duplicaron
temporalmente en algunas provincias. <<
[16] Comín, «La economía». <<
[17] Benavides, Política económica, 137. <<
[18] Ibíd., 256. <<
[19] Balcells, Crisis económica, 127. <<
[20]Según datos de diversas fuentes compilados por Benjamin
Martin, The Agony of Modernization, Ithaca, 1990, 348-349. <<
[1]
Como introducción general a la política exterior de la España
moderna véase James W. Cortada (edición a cargo de), Spain in the
Twentieth-Century World, Westport, Conn., 1980. <<
[2]
Discurso pronunciado el 19 de abril de 1933 en Bilbao; el texto
aparece en Manuel Azaña, Obras completas, México, D. F., 1966, 2,
689. <<
[3]
Salvador de Madariaga, Bosquejo de Europa, México, D. F., 1951.
<<
[4]La política exterior española en el primer bienio republicano
aparece evaluada en Ismael Saz Campos, «La política exterior de la
Segunda República en el primer bienio (1931-1933): Una
valoración», Revista de Estudios Internacionales 6:4, 1985, 843-858.
<<
[5]Véase C. Barcia Trelles, Francisco de Vitoria, fundador del
Derecho internacional moderno, Madrid, 1928. <<
[6]Según admite Lerroux refiriéndose a su propio turno de servicio,
«la política internacional fue el asunto menos importante». La
pequeña historia, Madrid, 1963, 99. <<
[7]
Madariaga expone estos principios en Spain: A Modern History,
Nueva York, 1958, 464-465, y, con mayor extensión, en sus
Memorias (1921-1936), Madrid, 1977. Véase también Carlos
Fernández Santander, Madariaga, ciudadano del mundo, Madrid,
1991. <<
[8] Madariaga, Memorias, 290-317, 344-354. <<
[9]
Madariaga había publicado anteriormente el libro Disarmament,
Nueva York, 1928, sobre sus proposiciones. <<
[10]Véase el breve estudio de J. F. Pertierra, Las relaciones hispano-
británicas durante la República española (1931-1936), Madrid, 1984.
<<
[11] Estos problemas aparecen detallados por Douglas Little,
Malevolent Neutrality: The United States, Great Britain, and the
Origins of the Spanish Civil War, Ithaca, 1985. Pese a su inflado
título, este estudio tiene poco o nada que ver con los «orígenes de
la Guerra Civil», y se refiere principalmente a las relaciones
económicas de Gran Bretaña y Estados Unidos con la República.
Una importante manzana de la discordia fue la amenaza de
nacionalizar la compañía telefónica subsidiaria de la ITT que se
había constituido durante la dictadura. Proyectan algo más de luz
sobre las relaciones estadounidenses las memorias del embajador
de los Estados Unidos, el elegante historiador Claude G. Bowers,
My Mission to Spain, Nueva York, 1954. <<
[12]M. A. Egido León, La concepción de la política exterior durante la
II República (1931-1936), Madrid, 1987, 329-339. Este detallado
estudio brinda la mejor relación escrita sobre las posturas y
prácticas de política exterior durante la República. <<
[13]Véase el mismo en lo tocante al análisis de los objetivos de la
extrema izquierda en materia de política exterior, 521-610. <<
[14]Véase el mismo en lo tocante al análisis de los problemas
referentes a la formación de un federalismo panhispánico, 171-195,
296-299. <<
[15]
Ismael Saz Campos, Mussolini contra la II República, Valencia,
1986. <<
[16]
Hipólito de la Torre Gómez, Do «perigo espanhol» a amizade
peninsular: Portugal-Espanha, 1919-1930, Lisboa, 1985. <<
[17] João Soares, A Revolta de Madeira, Lisboa, sin fecha. <<
[18]H. de la Torre Gómez, La relación peninsular en la antecámara
de la guerra civil de España (1931-1936), Mérida, 1988; Cesar
Oliveira, Portugal e a II República de Espanha, 1931-1936, Lisboa,
1985. <<
[19] De la Torre, La relación, 32-33, basado en documentos
existentes en la publicación del Gobierno portugués A Espanha
Vermelha contra Portugal, Lisboa, 1937, 20-25, 106-109; J.
L. Alcofar Nassaes, «Azaña frente a Oliveira Salazar», Historia y
Vida 163, octubre de 1981, 92-106; y Manuel Azaña, Obras
completas, México, D. F., 1965-1968), 1, 130-131, 265. <<
[20] De la Torre, La relación, 39. <<
[21] Ibíd., 72-87. <<
[22]Informe de la embajada portuguesa, 1 de abril de 1936, Ibíd.,
110. Desde 1933, los diplomáticos y hombres de negocios
extranjeros habían profetizado, cada vez con más frecuencia, el
peor desenlace imaginable como consecuencia de la creciente
polarización política, a veces en términos espeluznantes y
apocalípticos. (Véase Little, Malevolent Neutrality, 132 y en todas
partes). Desgraciadamente resultaron acertadas aquellas
jeremiadas. <<
[1]El único estudio general hecho de todos los grupos derechistas
existentes durante la República es el de Richard A. H. Robinson,
The Origins of Franco’s Spain, Londres, 1970. Véanse también los
artículos reunidos en Paul Preston, Las derechas españolas en el
siglo XX, Madrid, 1986. <<
[2]Hallará una breve panorámica de la cultura religiosa y política
católica moderna en España en mi Spanish Catholicism, Madison,
1984. <<
[3]
En los documentos publicados del cardenal Vidal i Barraquer,
Església i Estal durant la segona República espanyola, Montserrat,
1971, 1, 27-29. <<
[4] Mencionado en Robinson, The Origins, 81. <<
[5]
José Monge Bernal, Acción Popular, Madrid, 1936, constituye un
estudio temprano hecho por un entusiasta. <<
[6]José María Gil Robles, No fue posible la paz, Barcelona, 1968,
79. Hay otros dos libros más sobre el «jefe» de la CEDA. El de Juan
Arrabal, José María Gil Robles, Ávila, 1935 fue una especie de
biografía electoral llena de admiración, mientras que Gil Robles,
caudillo frustrado, Madrid, 1967, de J. W. Gutiérrez Ravé, constituye
un ataque lanzado desde la ultraderecha. <<
[7]El estudio más concienzudo es el de José Ramón Montero, La
CEDA, Madrid, 1977, 2 vols. Robinson ha presentado la valoración
positiva de la CEDA de más sutileza histórica en The Origins, y
Preston la acusación más hiriente en The Coming of the Spanish
Civil War, Londres, 1978 (CSCW). La sección de prensa y
propaganda de la CEDA fue activísima; Montero nos da en su CEDA
1, 495, una lista de publicaciones. <<
[8] Citado de Robinson, The Origins, 118, 124. <<
[9] Ibíd., 115. <<
[10]El corresponsal de El Debate en Berlín en 1932-1933 fue
Antonio Bermúdez Cañete, que había participado en el primer
esfuerzo hecho para plasmar un movimiento fascista español en
1931. <<
[11]
ABC, 17 de octubre de 1933. Véase también Montero, CEDA,
2:249-255. <<
[12]Gil Robles visitó a Alfonso XIII en París en junio de 1933 para
conseguir su visto bueno político hacia la CEDA, cosa que supo
lograr, al menos circunstancialmente. En aquella sazón el rey se
sentía escéptico respecto a lo que pudiera llegar a conseguir el
nuevo partido monárquico Renovación Española y por ese motivo
deseaba ver lo que podría llevar a cabo la CEDA, dado que aquello
no comprometía formalmente a la monarquía. S. Galindo Herrero,
Los partidos monárquicos bajo la Segunda República, Madrid, 1956,
115; J. Cortés Cavanillas, Confesiones y muerte de Alfonso XIII,
Madrid, 1951, 32, 106. <<
[13]
Véase Óscar Alzaga, La primera democracia cristiana en
España, Barcelona, 1973. <<
[14]Raúl Morodo, Orígenes ideológicos del franquismo, Madrid,
1985, es un estudio ideológico consumado que hace sobrar al de
Luis M.a Ansón, Acción Española, Zaragoza, 1960. <<
[15] En Orígenes, 65-73, presenta Morodo una lista de
patrocinadores. <<
[16]
Víctor Pradera, Al servicio de la Patria: Las ocasiones perdidas,
Madrid, 1930, es el primero en formular esa crítica. <<
[17]Obra de Ramiro de Maeztu, Madrid, 1974 y, más concretamente,
Frente a la República, Madrid, 1955, antología de sus escritos de
aquellos años. Los estudios principales son Vicente Marrero,
Maeztu, Madrid, 1955 y, con carácter más sucinto, Ricardo Landeira,
Ramiro de Maeztu, Boston, 1978. Douglas Foard, presenta una
lúcida perspectiva en «Ramiro de Maeztu y el fascismo», Historia 16
4:37, mayo, 1979, 106-116. <<
[18]El principal estudio es el de Julio Gil Pecharromán, «Renovación
Española: Una alternativa monárquica a la Segunda República»,
tesis doctoral, Universidad Complutense, 1985, 2 vols. <<
[19] Existe bastante bibliografía sobre Calvo Sotelo, pero no hay
ningún estudio adecuado de él. Publicó dos colecciones de escritos
suyos a principios de los años treinta, En defensa propia, Madrid,
1933, y La voz de un perseguido, Madrid, 1933, 2 vols., y destacó
algunas de sus concepciones económicas en El capitalismo
contemporáneo y su evolución, Madrid, 1935. Dos estudios
preliminares de la primera parte de su carrera son Manuel Pi y
Navarro, Los primeros veinticinco años de Calvo Sotelo, Zaragoza,
1961, y J. Soriano Flores de Lemus, Calvo Sotelo ante la Segunda
República, Madrid, 1975. Todas las relaciones biográficas de
carácter general han sido escritas por admiradores suyos. Las
principales son Aurelio Joaniquet, Calvo Sotelo, Madrid, 1939;
Eduardo Aunós, Calvo Sotelo y la política de su tiempo, Madrid,
1941; y general Felipe Acedo Colunga, José Calvo Sotelo,
Barcelona, 1957. Eugenio Vegas Latapié, uno de los principales
escritores y activistas de Acción Española, publicó El pensamiento
político de Calvo Sotelo, Madrid, 1941, así como sus propios
Escritos políticos, Madrid, 1940, y más adelante Memorias políticas,
Madrid, 1983.
A partir de 1933 aparecieron en España toda una serie de libros
sobre la ideología corporativista. Acaso los más notables son
Eduardo Aunós, La reforma corporativa del Estado, Madrid, 1935, y
Joaquín Azpiazu, El Estado Corporativo, Madrid, 1936. <<
[20]
El estudio básico es Martin Blinkhom, Carlism and Crisis in
Spain, 1931-1939, Londres, 1975, 1-206. Luis Redondo y Juan
Zavala, El Requeté, Barcelona, 1957, 225-310, un relato carlista. <<
[21]Carmen Bassolas, La ideología de los escritores: Literatura y
política en La Gaceta Literaria (1927-1932), Barcelona, 1975. <<
[22]
Véase Douglas W. Foard, The Revolt of the Aesthetes: Ernesto
Giménez Caballero and the Origins of Spanish Fascism, Nueva
York, 1989. <<
[23]
Existen dos biografías de cuerpo completo tituladas Ramiro
Ledesma Ramos, la mejor, la de José M.a Sánchez Diana, Madrid,
1975. <<
[24]
El mejor estudio de la doctrina falangista original es el de Javier
Jiménez Campos, El fascismo en la crisis de la Segunda República
española, Madrid, 1979. Véase también Bernd Nellessen, Die
verbotene Revolution, Hamburgo, 1963. <<
[25]
Hay numerosos estudios biográficos de José Antonio Primo de
Rivera. Y siguen apareciendo otros nuevos. El mejor es el de Ian
Gibson, En busca de José Antonio, Barcelona, 1980. <<
[26]Pedro Sainz Rodríguez me dio en Lisboa en mayo de 1959 una
copia del texto de aquel convenio. Entretanto ha sido publicado por
Gil Robles en su obra No fue posible, 442-443. <<
[27] El primero en publicar documentación perteneciente a esas
relaciones fue Ángel Viñas, La Alemania nazi y el 18 de julio,
Madrid, 1974, seguido de cerca por John E. Coverdale, Italian
Intervention in the Spanish Civil War, Princeton, 1975, 57-58. Pero el
estudio más completo del tema aparece en Ismael Saz Campos,
Mussolini contra la II República, Valencia, 1986. <<
[28]
Una narración detallada del partido durante la República aparece
en mi obra Falange: A History o Spanish Fascism, Stanford,
1961, 1-115. <<
[29]
Véase Mercedes Cabrera, La patronal ante la II República,
Madrid, 1983, 61-71, 152-195, 274-286. <<
[30] Ibíd., 50-57, 215-218, 233-236. <<
[31] Esta situación podría compararse con distintos aspectos de la
fragmentación surgida entre los intereses sociales y económicos de
la clase media alemana durante la República de Weimar, puestos de
relieve en la obra de historiadores tan distintos como Jurgen Kocka,
Heinrich Winkler, Larry E. Jones, y Peter Fritzsche. En España, las
organizaciones de los intereses tendieron a una asociación menos
eficaz con los partidos políticos y a fragmentarse en cambio
siguiendo perspectivas regionales. En Francia, durante la
generación fundadora de la Tercera República, prevaleció un
ambiente sumamente distinto, según nos indica Hermán Lebovics,
The Alliance of Iron and Wheat in the Third French Republic,
1860-1914: Origins of the New Conservatism, Baton Rouge, 1988.
<<
[32]Uno de ellos fue una llamada por el «poder total», empleando la
democracia solo como un medio para «hacer desaparecer el
Parlamento», si hacía falta, pronunciada el 15 de octubre, según
hemos visto antes (en la nota 11), y otro de ellos un segundo
discurso tremendista del 2 de noviembre, en el que declaró que
«vamos a someter a prueba a la democracia, acaso por última vez…
Si mañana el Parlamento se opone a nuestros ideales, iremos
contra el Parlamento», citado esto último en Robinson, The Origins,
141. <<
[33]
R. M. Capel Martínez, El sufragio femenino en la Segunda
República española, Granada, 1975. <<
[34]
En su Oligarquía y enchufismo, Madrid, 1933, 61-70, Joaquín del
Moral aseguraba que los ganadores eran los 27 diputados de la
Acción Republicana de Azaña, cuyos emolumentos totales
ascendían a 278 841 pesetas al mes, o sea 9943 por diputado, y los
41 diputados de la Esquerra Catalana, cuyos diferentes puestos en
el gobierno suponían unos ingresos mensuales combinados de
476 000 pesetas, o sea un promedio de 11 609 por diputado. <<
[35]Robinson, The Origins, 150. Esta cifra, sin embargo, incluye
tanto a los tres miembros de la CEDA asesinados al parecer por la
izquierda durante la fase final de la campaña en provincias, como a
un mínimo de tres personas (incluyendo a otro cedista) muertos
según noticias el día de las elecciones. El Debate, 21 de noviembre
de 1933, y Monge Bernal, Acción Popular, 217, 360-361, aseguran
en cambio, que por lo menos fueron asesinados el doble de
cedistas, pero no se puede comprobar esa cifra. <<
[36]William J. Irwin ha calculado la abstención aproximada de unos
545 000 cenetistas, que podrían haber supuesto un 6,02 por ciento
del total de votos. The 1933 Cortes Elections, Nueva York,
1991, 270-271. Por otra parte, los derechistas pagaron a algunos
cenetistas para que no votaran; Robinson The Origins, 337,
presenta bastantes pruebas de que se produjeron sobornos de tal
guisa. El efecto de la abstención anarquista llegó muy posiblemente
al máximo en la provincia de Cádiz, donde dejó de votar el 62,7 por
ciento del electorado, permitiendo de ese modo que un 25 por ciento
o menos de los electores sacasen adelante una lista de centro-
derechas que incluía al jefe de Falange, José Antonio Primo de
Rivera. <<
[37]El secretariado del Partido Socialista informó posteriormente de
que, según sus propios cálculos, los diversos partidos de la
desunida izquierda habían obtenido de hecho unos 30 000 votos
populares más combinados que las unidas derechas en la primera
vuelta de las elecciones. Ello podría ser cierto, porque, de acuerdo
con las cifras de Irwin que aparecen en la tabla 8.1, los porcentajes
del voto total habrían sido un 33,97 para la primera coalición y un
33,40 para toda la derecha, pero esto deja fuera desde luego el 30
por ciento del electorado que votó por el centro, más afín por lo
común con la derecha moderada. Para mayor estudio del
comportamiento electoral, véase Barry B. Seldes, «Social Cleavages
and Electoral Behavior: The Case of Republican Spain», tesis
doctoral, Universidad de Rutgers, 1971. <<
[38] En conjunto, casi dos tercios de los diputados durante la
República tuvieron escaños en sólo uno de los tres Parlamentos
republicanos, y sólo 71 de un total de 992 fueron miembros de los
tres Congresos. Estas tablas estadísticas están tomadas de J.
J. Linz, «Continuidad y discontinuidad en la élite política española»,
en Estudios de Ciencia Política y Sociología (Homenaje al profesor
Carlos Ollero), Madrid, 1972, 362-394. <<
[39]
Santos Juliá, Historia del socialismo español, edición a cargo de
M. Tuñón de Lara, Barcelona, 1989, 3:85. <<
[40] Alcalá Zamora, Memorias, Barcelona, 1977, 259-260. <<
[41]
De acuerdo con un documento citado en Santos Juliá, Manuel
Azaña, Madrid, 1990, 311. <<
[42]El texto de esta carta era algo más velado, aunque su intención
estaba perfectamente clara, y la cita entera Diego Martínez Barrio
en sus Memorias, Barcelona, 1983, 212. Dicha proposición aparece
corroborada en Alcalá Zamora, Memorias, 260. Véase el análisis de
Carlos Seco Serrano, «De la democracia la guerra civil», Historia
General de España y América, Madrid, 1986, 17: xxii-xxiii. <<
[43] Alcalá Zamora, Memorias, 260. <<
[44]Zaragoza era el cuartel «nacional» de la FAI. Véase Graham
Kelsey, «Anarchism in Aragon during the Second Republic: The
emergence of a mass movement», en M. Blinkhorn (edición a cargo
de), Spain in Conflict 1931-1939, Londres, 1986, 60-82, y Enrique
Montañés, Anarcosindicalismo y cambio político: Zaragoza
1930-1936, Zaragoza, 1989. <<
[45]
Los tres ochos fueron las tres miniinsurrecciones del 18 de enero
de 1932, el 8 de enero de 1933 y el 8 de diciembre de 1933. <<
[46]John Brademas, Anarcosindicalismo y revolución en España,
Madrid, 1974, 112-117; Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda
República española, Madrid, 1956-1963, 2, 250-256; y Robert
W. Kern, Red Years, Black Years, Filadelfia, 1978, 123-125. <<
[47]
Citado en Jesús Pabón, Palabras en la oposición, Sevilla, 1965,
196. <<
[48]El estudio básico de este partido es Octavio Ruiz Manjón, El
Partido Republicano Radical 1908-1936, Madrid, 1976. Véase
también Andrés de Blas Guerrero, «El Partido Radical en la política
española de la Segunda República», REP, 31-32, (enero-abril de
1983), 137-164. Antonio Marsá Bragado, El republicanismo
histórico, Madrid, 1933, presentó la imagen propia del Partido
Radical en este contexto. <<
[49] Los liberaldemócratas constituían el nuevo partido de
Melquíades Álvarez, estudiado en esa época por Mariano Cuber en
su Melquíades Álvarez, Madrid, 1935, y de modo más amplio en el
libro del mismo título de M. García Venero, Madrid, 1974, y en E.
G. Gingold, «Melquíades Álvarez and the Reformist Party,
1901-1936», tesis doctoral, Universidad de Wisconsin, 1973. <<
[50]Los yunteros habían sido provistos de tierras bajo la égida de la
Ley de Intensificación del Cultivo, y no por la reforma agraria misma,
y carecían de los certificados de tenencia proporcionados por esta
última. <<
[51] Según observa Preston, CSCW, 107. <<
[52]Lerroux escribiría más adelante en sus memorias que las
elecciones de 1933 podrían haber sido consideradas como una
derrota de los republicanos, y que éstos deberían haber agradecido
a la CEDA y los agrarios el apoyo por éstos al siguiente gobierno
republicano. La pequeña historia, Madrid, 1963, 210-212. <<
[53]
Ruiz Manjón es quien mejor estudia este punto en El Partido,
413-419. <<
[54]Sobre el Partido Radical en Valencia véanse Stephen Lynam,
«Modérate Conservatism and the Second Republic: The case of
Valencia», en M. Blinkhorn (edición a cargo de), Spain in Conflict
1931-1939, Londres, 1986, 133-159, y L. Aguiló Lucia, «El sistema
de partidos políticos en el País Valencià durante la Segunda
República», en M. Tuñón (edición a cargo de), La Crisis del Estado
español, Madrid, 1978, 505-516. <<
[55]Lerroux había invitado a Madariaga a que formara parte de su
primer gobierno en septiembre de 1933, pero don Salvador hizo ver
que mantenía unas relaciones cordiales con los socialistas y se
opuso a amnistiar en absoluto a Sanjurjo, condiciones ambas que
Lerroux no podía aceptar. Madariaga era a pesar de eso todo un
conservador con una elitista aura liberal, cosa que evidenciaría
enseguida en un nuevo ensayo referente a reforma política,
Anarquía o jerarquía, publicado en forma de libro a finales de 1934.
Afirmaba en él que la democracia con sufragio universal directo era
una receta infalible para la demagogia y el desastre político y
preconizaba en cambio limitar la democracia directa al nivel local, y
que los representantes elegidos a ese nivel inferior, eligiesen a su
vez por vía indirecta y orgánica las asambleas provinciales y la
nacional, por ese orden. Esa «democracia orgánica» sería
complementada por un sistema corporativo de administración
económica nacional. Véanse también P. C. González Cuevas,
«Salvador de Madariaga y la democracia orgánica», Historia 16
9:127, noviembre de 1986, 27-31, y G. Fernández de la Mora, Los
teóricos izquierdistas de la democracia orgánica, Barcelona, 1985.
<<
[56]
El estudio más completo está en Saz Campos, Mussolini, 66-85.
Antonio de Lizarza Iribarren, Memorias de la conspiración,
Pamplona, 1969, 34-36, son las de uno de los participantes
españoles. <<
[57]John F. Coverdale, Italian Intervention in the Spanish Civil War,
Princeton, 1975, 64. <<
[58] La más llamativa fue un opúsculo publicado por el canónigo
Aniceto de Castro Albarrán, El derecho a la rebeldía, Madrid, 1934,
pero Catolicismo y República, de Eugenio Vegas Latapié, Madrid,
1934 incluyó un apéndice sobre «Insurrección» que trataba de dar
legitimidad a ese concepto. <<
[59]
Alcalá Zamora ha presentado su versión de esto en sus
Memorias, Barcelona, 1977, 271-274. La versión de Lerroux está en
Pequeña historia, 248-252. <<
[60] Manuel Azaña, Mi rebelión en Barcelona, Madrid, 1935, 82. <<
[61]Algunos radicales y conservadores empezaron a llamar a Alcalá
Zamora un «Alfonso en rústica», rebajándolo a una edición barata
del rey destronado. <<
[1]Una de las exposiciones más convincentes de esta interpretación
aparece en J. M. Macarro Vera, «Causas de la radicalización
socialista en la II República», Revista de Historia Contemporánea, 1,
diciembre de 1982. Julio Merino, Los socialistas rompen las urnas:
1933, Barcelona, 1986, incluye muchos detalles, pero añade poca
sustancia. <<
[2]
Santos Juliá, Historia del socialismo español (1931-1939), vol. 3
de M. Tuñón de Lara (edición a cargo de), Historia del socialismo
español, Barcelona, 1989, 79. <<
[3]
Paul Preston, The Coming of the Spanish Civil War, Londres,
1978, (CSCW), 100. <<
[4] Citado en Juliá, Historia, 85. <<
[5]Se pueden hallar los textos de ambos proyectos en Dolores
Ibárruri y otros. Guerra y revolución en España, Moscú, 1967, 1:52-
57, mientras que Juliá da el del partido, Historia, 347-349. La versión
de Largo Caballero aparece en su obra Mis recuerdos, México,
D. F., 1954, 134-135. <<
[6]Amaro del Rosal ha publicado gran parte de las discusiones
efectuadas allí y en otras reuniones de máximo nivel de la UGT en
los dos meses anteriores en su libro 1934: Movimiento
revolucionario de octubre, Madrid, 1983, 34-204. <<
[7]
Respecto a la sección madrileña, véase A. Pastor Ugeña, La
Agrupación Socialista Madrileña durante la Segunda República,
Madrid, 1985, 2 vols. <<
[8] Véanse las observaciones de Juliá, Historia, 101-106. <<
[9]El estudio más reciente sobre el derrumbe de los socialistas
austríacos es A. G. Rabinbach, The Crisis of Austrian Socialism,
1927-1934, Ithaca, 1983. <<
[10]
Referente a este grupo, véase A. Balcells, Ideari de Rafael
Campalans, Barcelona, 1973. <<
[11] Según Maurín, el BOC creció de unos tres mil miembros que
tenía en 1931 a cinco mil en 1934, con una afiliación apreciable
fuera de Cataluña sólo en Castellón y Valencia. (Respuesta a un
cuestionario del 24 de febrero de 1968). No existe ningún estudio
crítico convincente sobre Maurín. Veánse Antoni Monreal, El
pensamiento político de Joaquín Maurín, Barcelona, 1984; Manuel
Sánchez, Maurín, gran enigma de la guerra y otros recuerdos,
Madrid, 1976; Víctor Alba, Dos revolucionarios: Andreu Nin/Joaquín
Maurín, Madrid, 1975; y el libro de Maurín La revolución española,
Barcelona, 1932; 1977. Una historia del BOC constituye el primer
volumen de la serie de Víctor Alba El marxisme a Catalunya,
Barcelona, 1974-1975), que dedica a Nin y a Maurín los volúmenes
tercero y cuarto. V. Alba (edición a cargo de), La Nueva Era
1930-1936, Gijón, 1976, es una antología del periódico principal del
BOC, y J. Coll y J. Pane, Josep Rovira, Barcelona, 1978, la biografía
de uno de sus líderes de segunda fila. Se puede hallar un excelente
análisis de las maniobras ideológicas implicadas en este caso en
Paul Heywood, «The Development of Marxist Theory in Spain and
the Frente Popular», en M. S. Alexander y F. Graham (edición a
cargo de), The French and Spanish Popular Fronts, Cambridge,
1989, 116-130. Respecto al Partido Socialista en Barcelona durante
la República, véase Albert Balcells, «El socialismo en Cataluña
durante la Segunda República (1931-1936)», en Sociedad, política y
cultura en la España de los siglos XIX-XX, Madrid, 1973, 177-213. <<
[12]La Izquierda Comunista aparece tratada en Pelai Pagès, El
movimiento trotskista en España (1930-1935), Barcelona, 1977;
Ignacio Iglesias, Leon Trotski y España, Madrid, 1977; y Francesc
Bonamusa, Andreu Nin y el movimiento comunista en España
(1930-1937), Barcelona, 1977. Existen distintas antologías de los
escritos de su líder, Andreu Nin, publicadas bajo los títulos: Los
problemas de la revolución española (1931-1937), París, 1971; Por
la unificación marxista, Madrid, 1978; y La revolución española,
Barcelona, 1978. <<
[13]Adrián Shubert, The Road to Revolution in Spain, Urbana-
Chicago, 1987, 141-162; Juliá, Historia, 115-116. <<
[14]Véase J. M. Macarro Vera, «Octubre, un error de cálculo y
perspectiva», en G. Ojeda (edición a cargo de), Octubre 1934,
Madrid, 1985, 269-282. <<
[15]
Rafael Salazar Alonso, Bajo el signo de la revolución, Madrid,
1935, 75-77, 122-128. <<
[16] Preston, CSCW 114-115, y E. E. Malefakis, Agrarian Reform and
Peasant Revolution in Spain, New Haven, 1970, 317-342. George
A. Collier, Socialists of Rural Andalusia: Unacknowledged
Revolutionaries of the Second Republic, Stanford, 1987 es una obra
digna de consideración a este respecto. Se trata de un estudio
antropológico de una localidad habitada por mil jornaleros en la
sierra del norte de la provincia de Huelva. Los socialistas ganaron
allí las elecciones municipales en abril de 1933 y administraron la
localidad y la comarca hasta octubre de 1934. Se interesaron al
parecer poca cosa por la colectivización y por el socialismo
auténtico, y buscaron en vez de ello cambios radicales en las
relaciones laborales. Les dio pábulo una revolución muy
prometedora, estimulados hasta el extremo por su aparente éxito.
En Robert Edelman, Proletarian Peasants: The Revolution of 1905 in
Russia’s Southwest, Cornell, 1986, se puede leer un ejemplo
diferente de unos campesinos que presentan gran parte de las
actitudes y comportamiento de los obreros proletarios. <<
[17] Malefakis, Agrarian Reform, 337. <<
[18]Los mejores relatos de esta huelga aparecen en Malefakis,
Agrarian Reform, 338-342, y M. Tuñón de Lara, Tres claves de la
República, 130-153. <<
[19]En el caso más sensacional, el del asesinato deliberado del líder
estudiantil falangista Matías Montero Rodríguez, el 9 de febrero de
1934, el individuo responsable del mismo (que no era miembro
oficial de las Juventudes Socialistas) fue detenido. Convicto y
condenado a 20 años de cárcel, fue excarcelado tras el triunfo del
Frente Popular en 1936. <<
[20]Estos datos se basan en el reportaje de esos incidentes
aparecido en la prensa madrileña, especialmente en El Sol. <<
[21] Véase ABC, 13 de febrero de 1934. <<
[22]Estos sucesos aparecen tratados con más detalle en mi obra
Falange: A History of Spanish Fascism, Stanford, 1961, 51-58. <<
[23]
Indalecio Prieto, Discursos en América, México, D. F., 1944, 106.
O también, en comentarios ulteriores de Largo Caballero sobre las
Juventudes Socialistas: «Hacían lo que les daba la gana». Mis
recuerdos, 141. <<
[24] Preston, CSCW, 117. <<
[25] Boletín de la UGT, agosto de 1934, Id., 118. <<
[26]
La disgregación del catalanismo de izquierda aparece tratada en
E. Ucelay da Cal, «Estat Català», tesis doctoral, Universidad de
Columbia, 1979, 495-549, M. D. Ivern i Salva, Esquerra Republicana
de Catalunya (1931-1936) (Montserrat, 1988), 1:265-428. <<
[27] Dencàs declaraba:
«¿Soy comunista? ¿Soy fascista? Ni yo lo sé. Pero de lo que me
doy cuenta es de que, cualquier programa político, para triunfar,
tiene que movilizar gente joven, darles una mística, una disciplina y
hacerles entrar en acción. Esto es lo que quiero hacer en Cataluña.
Quiero escapar de los viejos moldes del republicanismo. No quiero
meterme tampoco en los moldes —ignorados en casa— pero ya
anticuados en otros países donde hay un marxismo dogmático.
Formar un movimiento político fuerte y entusiasta, basado en dos
principios fundamentales: nacionalismo y socialismo, eso es lo que
quiero». Citado en J. Miravitlles, Crítica del 6 d’octubre, Barcelona,
1935, 117, citado a su vez en Da Cal, «Estat Català», 541-542. <<
[28]
La primera biografía suya fue la de Ángel Ossorio y Gallardo,
Vida y sacrificio de Companys, Buenos Aires, 1943, pero J.
M. Poblet, Vida i mort de Lluís Companys, Barcelona, 1976,
constituye un estudio más completo. <<
[29]Albert Balcells estudia el desarrollo de este problema en su obra
El problema agrari a Catalunya (1890-1936): La qüestió rabassaire,
Barcelona, 1968. <<
[30]Defendió aquel caso en nombre de la Generalitat Amadeu
Hurtado, según refiere en sus memorias: Quaranta anys d’advocat,
Esplugues de Llobregat, 1967, 2:256-298.
En cuanto a aspectos técnicos, véase André Lubac, Le Tribunal
Espagnol des Garanties Constitutionelles, Montpellier, 1936. <<
[31] Obras completas, México, D. F., 1965-1968, 2, 977-982. <<
[32] Jesús Pabón, Cambó, Barcelona, 1969, vol. 2, pt. 2, 356-358. <<
[33]Durante el año anterior Dencàs había servido eficazmente como
conseller de Sanidad y Asistencia Social y merece su parte en los
logros del nuevo gobierno en materia de instalaciones sanitarias y
médicas. Sus escamots habían hecho su primera aparición con sus
camisas verdes en un desfile multitudinario efectuado en el estadio
de Montjuich, Barcelona, en octubre de 1933. Desde aquel
momento, sus adversarios habían hablado cada vez más del
«fascismo catalán», y los mismos escamots solían referirse a ellos
mismos como el «Ejército catalán de liberación». El único estudio al
respecto es J. M. Morreres Boix, «El enigma de Josep Dencàs»,
Historia Nueva 21, octubre, 1978, 94-104. <<
[34]
Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda República española,
Madrid, 1956-1963, 2:381-382. <<
[35] Ibíd., 395-396. <<
[36] Alcalá Zamora, Discursos. Madrid, 1979, 638-645. <<
[37] Alcalá Zamora, Memorias, Barcelona, 1977, 279-284. <<
[38]Sobre los tan prolongados como mal enfocados preparativos de
la insurrección, véanse las memorias de Rosal, 1934, 205-206, y
Juan-Simeón Vidarte, El Bienio Negro y la insurrección de Asturias,
Barcelona, 1978, 163-236, y con referencia al contexto general, los
estudios de la colección Octubre 1934: Cincuenta años para la
reflexión, Madrid, 1985. <<
[39] Preston, CSCW, 127. <<
[40]Marta Bizcarrondo lo ha estudiado en Araquistain y la crisis
socialista en la II República: Leviatán (1934-1936), Madrid, 1975.
Véanse también la antología editada por Paul Preston, Leviatán,
Madrid, 1976, y de Preston «The Struggle against Fascism in Spain:
Leviatán and the Contradictions of the Socialist Left, 1934-1936», en
M. Blinkhorn (edición a cargo de), Spain in Conflict, Londres,
1986, 40-59. <<
[41]Juan Avilés Farré, La izquierda burguesa en la II República,
Madrid, 1985, 232-236. Aquel movimiento hacia la izquierda
económica por parte de la Izquierda Republicana puede compararse
con el «Nuevo Movimiento Radical» del Partido Radical francés
entre 1926 y 1932. La diferencia residía, desde luego, en que los
radicales franceses constituían una agrupación mucho más fuerte y
de cimientos más amplios y no los devoró a la larga el nuevo
izquierdismo económico. Véase Mildred Schlesinger, «The
Development of the Radical Party in the Third Republic: The New
Radical Movement, 1926-1932», Journal of Modern History 46:3,
septiembre de 1974, 476-501. <<
[42] Avilés Farré, Izquierda burguesa, 243-244. <<
[43] Ibíd., 239-240. <<
[44] Ibíd., 245-246. <<
[45] Ibíd., 246-248. <<
[46] Alcalá Zamora, Memorias, 277-278. Alcalá Zamora escribiría
más adelante que sufrió una noche de insomnio pertinaz tras la
visita de Martínez Barrio, porque se dio cuenta entonces de que la
izquierda nunca aceptaría el funcionamiento normal de la
Constitución si ello significaba su exclusión del poder, lo que hacía
casi inevitable algún tipo de rebelión o colapso. <<
[47] Arrarás, Segunda República, 2:410. <<
[48] Prieto dio más adelante su versión en su artículo «Mi escapatoria
de 1934», El Socialista, (Toulouse), 5 de julio de 1951. Víctor Alba
ha denunciado sus incongruencias como líder socialista en su obra
Los sepultureros de la República, Barcelona, 1977, 105-195. La
reconstrucción más completa del suceso del Turquesa, aparece en
P. I. Taibo II, Asturias 1934, Gijón, 1984, 1, 81-96. <<
[49] El Sol, 18 de septiembre de 1934. <<
[50]
Aquellas conclusiones aparecen bien resumidas en Arrarás,
Segunda República, 2:424-443. <<
[51]
J. M. Gil Robles, No fue posible la paz, Barcelona. 1968, 161;
Salazar Alonso, Bajo el signo, 319-320. <<
[52]
Entrevistas mías con Eloy Vaquero en Nueva York, mayo-junio
de 1958. <<
[53] En El Liberal (periódico de Prieto, Bilbao), 23 de enero de 1936.
<<
[54]Aunque algunos de ellos hallaron la energía precisa para agredir
la fachada del domicilio de su «bestia negra», Besteiro. Preston,
CSCW 133. <<
[55] Alejandro Lerroux, La pequeña historia, Madrid, 1963, 302. <<
[56] Elsa López y otros, Diego Hidalgo, Madrid, 1986 y Concha
Muñoz Tinoco, Diego Hidalgo, Badajoz, 1986, son unos breves
relatos de su carrera. Hidalgo publicó unas memorias del momento
sobre su experiencia como ministro de Guerra, ¿Por qué fui lanzado
desde el Ministerio de la Guerra?, Madrid, 1935. <<
[57]El texto catalán original se puede ver en Lluís Aymamí i Baudina,
El 6 d’octubre tal com jo l’he vist, Barcelona, 1935, 249-251. <<
[58] Existen varias descripciones contemporáneas de aquel
tragicómico drama en Barcelona: L. Aymamf i Baudina, El 6 d
’octubre tal com jo l’he vist, Barcelona, 1935; Enrique de Angulo,
Diez horas de Estat Català, Madrid, 1935; F. Gómez Hidalgo,
Cataluña-Companys, Madrid, 1935; Angel Estivill, 6 d’octubre:
L’ensulsiada deis jacobins, Barcelona, 1935; Jaume Miravitlles,
Critica del 6 d’octubre, Barcelona, 1935; y de edición más reciente,
Manuel Cruells, El 6 d’octubre a Catalunya, Barcelona, 1970, y J.
Tarín-Iglesias, La rebelión de la Generalidad, Barcelona, 1988. <<
[59]Sebastiá Campos i Terre, El 6 d’octubre a les comarques,
Barcelona, 1935; reimpresión, Tortosa, 1987. Se produjeron también
unos cuantos disturbios dispersos en las zonas rurales catalanas en
las semanas siguientes. Véase también Ricard Vinyes i Ribes, La
Catalunya internacional: El front-populisme en l’exemple catalá,
Barcelona, 1983, 98-120. <<
[60]El recuerdo de Azaña al respecto es Mi rebelión en Barcelona,
Madrid, 1935, reimpreso en el vol. III de sus Obras completas.
Afirma que los líderes catalanes le dijeron que no se le daría a un
levantamiento otro empleo que el de un tanto de regateo (págs. 74-
76), cosa muy verosímil. El matiz de pronunciamiento decimonónico
de todo aquello es doblemente irónico tratándose de Azaña. Don
Manuel nunca habría respaldado una violencia revolucionaria, pero
está fuera de duda que deseaba el triunfo de la ilegal insurrección,
lo que indica que algunos de sus instintos políticos no diferían
demasiado de los de aquellos militares hispanos a la antigua por los
que expresara un desdén realmente exacerbado. <<
[61]Véase J. D. Carrión Iñiguez, La insurrección de 1934 en la
provincia de Albacete, Albacete, 1990. <<
[62]El mejor estudio sucinto de la revuelta en las Provincias
Vascongadas es el de J. P. Fusi, «Nacionalismo y revolución:
Octubre de 1934 en el País Vasco», en G. Jackson y otros. Octubre
1934, Madrid, 1985, 177-196. <<
[63]Véase Ludolfo Paramio, «Revolución y conciencia preindustrial
en octubre del 34», en Jackson y otros, Octubre 1934, 301-315. <<
[64]Se estudia el trasfondo asturiano en Adrián Shubert, The Road
to Revolution in Spain: The Coal Miners of Asturias 1860-1934,
Urbana-Chicago, 1987. Saca en conclusión que la minería, por sí
misma, no produce necesariamente una fuerza laboral más unida o
radical que los demás sectores del empleo industrial, y destaca en
cambio el contexto histórico y económico de Asturias. El carbón
asturiano, aunque relativamente abundante, es de poca calidad, y la
industria respectiva nunca estuvo suficientemente capitalizada ni fue
lo debidamente eficaz para lograr una alta productividad. Tanto la
dictadura como la República habían tratado en vano de darle
remedio, cuando la única solución auténtica residía en un mayor
desarrollo o diversificación, algo virtualmente imposible durante la
depresión. La Asturias contemporánea es estudiada de modo más
general en David Ruiz y otros, Asturias contemporánea, 1808-1975,
Madrid, 1981. Sobre la CNT en esta región, véase A. Barrio Alonso,
Anarquismo y anarcosindicalismo en Asturias (1890-1936), Madrid,
1988. Los preparativos de la rebelión aparecen detallados en Taibo,
Asturias 1934, 1, 17-112, y en el artículo de Taibo «Las diferencias
asturianas», en Octubre 1934, 231-242. <<
[65]La izquierda criticó a diestro y siniestro el empleo de tropas
marroquíes como también la traída de la Legión del protectorado,
pero Azaña había recurrido también tanto al Tercio como a los
regulares en 1934. Las fuerzas de África no ejercieron un monopolio
en cuanto a atrocidades si se las compara con los españoles de uno
y otro lado, y no se las debe hacer responsables principales de las
ejecuciones sumarias que tuvieron lugar. <<
[66]
Según observaciones de Yagüe citadas en J. Arrarás (edición a
cargo de), Historia de la Cruzada española, Madrid, 1940, 7:259. <<
[67]
Algunos de los cálculos más precisos en cuanto a víctimas,
aparecen en Aurelio de Llano Roza de Ampudia, Pequeños anales
de quince días, Oviedo, 1935, la mejor de las crónicas de esa
época; y también en Bernardo Díaz Nosty, La comuna asturiana,
Madrid, 1974; y en Taibo, Asturias 1934, 2:243. <<
[68]Un informe del gobierno del 30 de octubre de 1934 menciona a
20 oficiales y soldados muertos y 43 desaparecidos, con un total de
263. La guardia civil sufrió al parecer 111 bajas y otras fuerzas de
policía un total de 81. Véanse E. Barco Teruel, El «golpe» socialista
del 6 de octubre de 1934, Madrid, 1984, 258 y F. Aguado Sánchez,
La revolución de octubre de 1934, Madrid, 1972, 503.
La bibliografía sobre el «Octubre rojo» español adquirió envergadura
enseguida y ha seguido aumentando. El general Eduardo López
Ochoa publicó unas memorias, Campaña militar en Asturias en
octubre de 1934, Madrid, 1936. Otros relatos de la época, además
del de Llano Roza, incluyen a Reporteros unidos, Octubre rojo,
Madrid, 1934; Ignacio Núñez, La revolución de octubre de 1934,
Barcelona, 1935, 2 vols.; J. S. Valdivielso, Farsa y tragedia de
España en el 1934, Oviedo, 1935; Heraclio Iglesia Somoza, Asedio
y defensa de la cárcel de Oviedo, Vitoria, 1935; Jenaro G. Geijo,
Episodios de la revolución, Santander, 1935; M. Martínez de Aguiar,
¿A dónde va el Estado español? Rebelión socialista y separatista de
1934, Madrid, 1935; Vicente Madera, El Sindicato Católico de
Moreda y la revolución de octubre, Madrid, 1935; y el pequeño tomo
de entrevistas de Luis Octavio Madero, El octubre español, Madrid,
1935.
Entre los principales relatos contemporáneos de tendencia
izquierdista, se pueden destacar: Manuel Grossi, La insurrección de
Asturias, Barcelona, 1935; Antonio Ramos Oliveira, La revolución
española de octubre, Madrid, 1935; Manuel D. Benavides, La
revolución fue así (Barcelona, 1937); José Canel (pseudónimo),
Octubre rojo en Asturias, Madrid, 1935; Ramón González Peña, Un
hombre en la revolución, Madrid, 1935; Marcelino Domingo, La
revolución de octubre, Madrid, 1935; «Ignotus» (Manuel Villar), El
anarquismo en la insurrección de octubre, Valencia, 1935; Solano
Palacio, La revolución de octubre, Barcelona, 1935; y Julián Orbón,
Avilés en el movimiento revolucionario de Asturias, Gijón, 1934.
Entre otros estudios detallados posteriores, además de las obras ya
citadas de Aguado Sánchez, Barco Teruel, Díaz Nosty, y Taibo, J.
A. Sánchez Saúco, La revolución de 1934 en Asturias, Madrid,
1974, y David Ruiz, Insurrección defensiva y revolución obrera: El
octubre español de 1934, Barcelona, 1988. Marta Bizcarrondo,
Octubre del 1934; Reflexiones sobre una revolución, Madrid, 1977,
compila una serie de textos, con una introducción sobre los orígenes
de la Alianza Obrera. Hay bibliografías más detalladas en Jackson y
otros, Octubre 1934, 320-344, y en Taibo, Asturias, 1934,
2, 245-251. Antonio Padilla Bolívar, 1934: Las semillas de una
guerra, Barcelona, 1988, presenta una crónica del año entero. <<
[69]Doval había perdido su puesto en el ejército por su implicación
en la sanjurjada, pero había sido admitido en la guardia civil en la
reciente amnistía. Franco parece haber alentado su destino a
Asturias. <<
[70]
El número total de presos «nuevos» encerrados en las cárceles
españolas durante 1935 fue aproximadamente de 15 000, pero
puede haber habido un número adicional de ellos, detenidos
temporalmente en octubre y noviembre de 1934. <<
[71] Gabriel Jackson, The Spanish Republic and the Civil War,
1931-1939, Princeton, 1965, 166, los calcula en unos cuarenta, cifra
que parece ser aproximadamente correcta. El principal estudio
hecho sobre las agresiones al clero es el de Ángel Garralda, La
persecución religiosa del clero en Asturias (1934 y 1936-1937),
Avilés, 1977, 2 vols. Véase también ACNP de Oviedo, Asturias roja:
Sacerdotes y religiosos perseguidos y martirizados, Oviedo, 1935, y
la hagiografía Los mártires de Turón, Madrid, 1935.
Casi inevitablemente en medio de una revolución violenta tuvieron
que ocurrir cierto número de delitos comunes (crímenes,
violaciones, robos) al socaire de la tormenta revolucionaria. El
informe del gobierno En servicio a la República: La revolución de
octubre en Asturias, Madrid, 1935, hace referencia a tres mujeres
violadas y asesinadas al parecer por los revolucionarios. <<
[72]Uno de los informes más completo es «Ignotus» (Manuel Villar),
La represión de octubre, Barcelona, 1936. Sin embargo, incluso tras
la victoria del Frente Popular en 1936, no se llevó a cabo una
investigación sistemática completa, por lo cual no se dispone de
estadísticas fiables. <<
[73] Spanish Republic, 167. <<
[74]Ramiro Ledesma Ramos, ¿Fascismo en España?, Madrid,
1935,38. (Letra cursiva en el original). <<
[75]
Salvador de Madariaga, Spain: A Modern History, Nueva York,
1958, 434-435. <<
[76]
Edward Malefakis, en R. Carr (edición a cargo de), The Republic
and the Civil War in Spain, Londres, 1971, 34. <<
[77]
Raymond Carr, ibíd., 10. Richard Robinson lo expresa aún con
más fuerza:
Tanto los socialistas como la CEDA tenían ideales compatibles con
la democracia liberal, pero mientras la táctica evolucionaría era un
dogma para la CEDA, no lo era para los socialistas. Éstos habían
acusado a la primera de fascista en 1933, pero mientras Largo
Caballero había amenazado con el empleo de la violencia desde el
otoño de 1931, Gil Robles no contestó con otras amenazas hasta el
otoño de 1933. Fueron los socialistas, no la CEDA, quienes se
volvieron contra el sistema democrático. [Richard A. H. Robinson,
The Origins of Franco’s Spain, Londres, 1970, 106. <<
[78] Indalecio Prieto, Discursos en América, México, D. F., 1944, 102.
<<
[1]Federico Escofet ha publicado una nota biográfica, De una
derrota a una victoria, Barcelona, 1984, 69-143. <<
[2]
Alcalá Zamora, Los defectos de la Constitución de 1931, Madrid,
1936, 190-191. <<
[3]
Sin embargo, la versión que dejó en sus Memorias, Barcelona,
1977, 292-294, es reducida y engañosa. <<
[4] Gil Robles, No fue posible la paz, Barcelona, 1968, 145-148. <<
[5]Existen dos informes sobre la represión, distintos, pero no
incongruentes, en Gabriel Jackson, The Spanish Republic and the
Civil War 1931-1939, Princeton, 1965, 159-164, y Ricardo de la
Cierva, Historia de la Guerra Civil española, vol. 1, Perspectivas y
antecedentes 1898-1936, Madrid, 1969,455-456. <<
[6]
Un total de 1116 a 8436 que había, según Rafael Salazar Alonso,
Bajo el signo de la revolución, Madrid, 1935, 116-129. <<
[7] Teodomiro Menéndez había sufrido muchísimo en la cárcel e
intentado suicidarse, aunque no quedó claro si había sido sometido
a tortura física. <<
[8]El breve informe de Lerroux aparece en su obra La pequeña
historia, Madrid, 1963, 373-374. <<
[9]Sobre los términos de represión que se dieron en la zona rural de
Cataluña durante 1935, véase Unió de Rabassaires, Els
desnonaments rústics a Catalunya, Barcelona, 1935, y Ricard
Vinyes i Ribes, La Catalunya internacional: El frontpopulisme en
l’exemple català, Barcelona, 1983, 98-138. <<
[10]
Alardo Prats, El gobierno de la Generalidad en el banquillo,
Madrid, 1935, da un relato del juicio. <<
[11]
Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda República, Madrid,
1956-1963, 3:153. <<
[12]Citado en Arrarás, Segunda República, 3, 161. Cambó, como de
costumbre, hizo la observación más oportuna sobre el fenómeno de
tales actos multitudinarios. Puso de relieve que: «La excitación de
las masas es la preparación indispensable para un golpe fascista o
para una revolución proletaria… Estas concentraciones no las
puede emplear nunca un partido que quiera mantener una posición
de centro», citado en Jesús Pabón, Cambó, Barcelona, 1969, 2,
433. <<
[13]La actitud de Lerroux quedó simbolizada del modo más gráfico
por un desfile militar seguido de un banquete al que asistieron tanto
él como Gil Robles en la archicedista ciudad de Salamanca.
Escribiría más tarde refiriéndose a aquella ocasión:
«Había llegado a formularme esta conclusión: para que la República
se equilibre y dure, necesita pasar de la triste experiencia
demagógica de sus dos años con Azaña a la experiencia de otros
dos años de gobierno templado y moderado que faciliten más tarde
el de gabinetes de centro, equilibrados y progresivos. La segunda
experiencia pide que el poder vaya a manos de la CEDA. Que vaya
y en él pierda ese partido rigideces doctrinarias, adquiera
ductibilidad, se homogenice más, acabe de organizarse y se vincule
a la República, por muy de derechas que sea. Después, el péndulo
recobrará su marcha sincrónica». [Lerroux, Pequeña historia, 393].
Aquello condujo a que se hablase de un «Pacto de Salamanca»,
que había sustituido supuestamente al original «Pacto de San
Sebastián». <<
[14]
Malefakis, Agrarian Reform and Peasant Revolution in Spain,
New Haven, 1970, 343-355. Véase también J. Tusell y J. Calvo,
Giménez Fernández, precursor de la democracia española, Sevilla,
1990, 70-100. <<
[15] Malefakis, Agrarian Reform, 362. <<
[16] De la Cierva, Historia, 1:487. <<
[17]
Richard A. H. Robinson, The Origins of Franco’s Spain, Londres,
1970, 226-227. <<
[18] Hallará el lector el mejor estudio sucinto de la administración
militar en el año 1935 en Carolyn Boyd, Historia General de España
y América, Madrid, 1986, 17, 162-169, y el más completo en
Mariano Aguilar Olivencia, El Ejército español durante la Segunda
República, Madrid, 1986, 365-468. <<
[19]Documents on German Foreign Policy, Washington, D. G, 1950,
serie C, vol. 4, docs., 303, 330, 445, citados originalmente en Paul
Preston, The Coming of the Spanish Civil War, Londres, 1978, 159
(CSCW). <<
[20]Antonio Rodríguez de las Heras, Filiberto Villalobos: Su obra
social y política (1900-1936), Salamanca, 1985, 177-272, brinda una
detallada relación de su obra durante el gobierno de Samper y el
cuarto de Lerroux. <<
[21]Véase Mariano Pérez Galán, La enseñanza en la Segunda
República española, Madrid, 1975, 203-304, y Manuel de Puelles
Benítez, Educación e ideología en la España contemporánea
(1767-1975), Barcelona, 1980, 342-345. <<
[22]Tales fueron las proposiciones que don Niceto elaboró en su
pequeño libro. Los defectos de la Constitución de 1931, Madrid,
1936. En sus Memorias, sostiene que Azaña llegó a admitirle incluso
que la Constitución era todavía más defectuosa que lo que
aseguraba el presidente, pero que, como la reforma se había
convertido en un tema tan polarizador entre la izquierda y la
derecha, él, Azaña, tenía que oponerse a aquella reforma.
En las primeras semanas de 1935 apareció el nuevo libro de
Madariaga sobre la representación popular Jerarquía o anarquía
que proponía una representación parcialmente indirecta y
corporativa junto con una votación directa limitada. La gente se fijó
en su parcial coincidencia con la crítica efectuada por la derecha
moderada, lo que redundó en cierta atención hacia el libro. <<
[23]Véase Francesc Carreras, «Los intentos de reforma electoral
durante la Segunda República», REP, 31-32, enero-abril de
1983, 165-197. <<
[24]
En distintos artículos semanales aparecidos en el periódico JAP
de noviembre de 1934 a marzo de 1935. <<
[25] Robinson, The Origins, 208-215. <<
[26]Calvo Sotelo, que estaba a favor de más financiación del déficit,
hizo la observación de que la República había tenido un
presupuesto de doce meses, otro de nueve, dos de seis meses, y
cinco prórrogas de trimestre. <<
[27] Citado en Arrarás, Segunda República, 3, 148. <<
[28] Joaquín Chapaprieta, La paz fue posible, Barcelona,
1971, 165-201. Véanse también «Las reformas tributarias en la
II República española», en Manuel Ramírez Jiménez, Las reformas
de la II República, Madrid, 1977, 185-198, y J. Gil Pecharromán, «La
opinión pública ante las reformas hacendísticas de Joaquín
Chapaprieta», Hispania, 47, 167, 1987, 1001-1026. <<
[29]
Véase el análisis de Carlos Seco Serrano en su prólogo a
Chapaprieta, La paz, 58-59. <<
[30]«Straperlo» (= estraperlo) fue un neologismo que combina los
apellidos de sus dos inventores y promotores, Strauss y Perle. Este
término pasó enseguida al idioma de la calle, convirtiéndose en la
palabra de uso nacional para designar el mercado negro, totalmente
generalizado a partir de la Guerra Civil. La rueda del Straperlo se
diferenciaba de la de la ruleta convencional en que no funcionaba
exclusivamente a base del puro azar, sino siguiendo unos
mecanismos complicados, pero regulares, que podían calcular los
jugadores duchos (aunque el empleado de turno tenía también sus
medios para intervenir, si lo creía conveniente, en el resultado,
«echando fuera» un cálculo ganador). En teoría, aquello daba origen
a un nuevo juego, más de «maña» que de suerte ciega. <<
[31]Se dijo que había proporcionado el contacto inicial el periodista
liberal mexicano Martín Luis Guzmán, antes administrador de El Sol
y amigo personal de Azaña. La principal carta de Strauss a Alcalá
Zamora, acompañada de muchas supuestas pruebas documentales,
estaba fechada el 5 de septiembre de 1935. Chapaprieta, La paz,
267-268; Octavio Ruiz Manjón, El Partido Republicano Radical
1908-1936, Madrid, 1976, 503-504; Alcalá Zamora, Memorias, 312.
<<
[32]Gil Robles nos dice que en el período inmediatamente posterior
a las elecciones de 1933 había llegado a un acuerdo de trabajo con
Cambó para que la CEDA y la Lliga hicieran todo lo posible para no
perder de vista a los radicales en el poder, y adoptar medidas
comunes si se producían señales significativas de corrupción
financiera. No fue posible, 144. <<
[33]Véanse las francas observaciones que hace el periodista y algún
tiempo ministro radical César Jalón en sus Memorias políticas,
Madrid, 1973, 214-218 y en muchas partes. <<
[34] Chapaprieta, La paz, 256-260. <<
[35]Jalón, que sentía el máximo respeto y admiración por Lerroux,
hacía referencia a su hijo adoptivo y camarilla respectiva como «el
clan Aurelio» y como la aduana. Memorias, 223. <<
[36]Véase en especial la abundante cobertura de El Debate, 26 de
octubre de 1935 y días siguientes. <<
[37] El impacto del asunto del Straperlo en los radicales aparece
tratado en Ruiz Manjón, El Partido, 500-527. <<
[38]Según Alcalá Zamora admite en sus Memorias, 311. Asegura
también que el contrato original con Tayá había sido cancelado por
no prestación de servicios, cosa que parece cierta. <<
[39]Chapaprieta, La paz, 307-309; Lerroux, Pequeña historia,
394-400. <<
[40]Ruiz Manjón somete a examen el colapso interno en El Partido,
529-559. Esto se puede comparar con la situación, muy diferente,
en 1990, cuando un Estado socialista sólidamente organizado, con
una mayoría parlamentaria escasa fue capaz de quitarse de encima
unos escándalos financieros mucho más graves, e incluso aumentar
su voto en las elecciones autonómicas de Andalucía. <<
[41] Chapaprieta, La paz, 82. <<
[42] Citado en Arrarás, Segunda República, 3:267. <<
[43]La versión de Gil Robles aparece en No fue posible, 361-364.
Alcalá Zamora justificó posteriormente su veto a Gil Robles en vista
de la incapacidad de éste para poner coto a los elementos
autoritarios «fascistas» de su partido, especialmente a la JAR
Aseguró que Gil Robles trató de justificar ante él su permisiva
política al respecto alegando que aquellos elementos (ultras) eran
menos peligrosos con la CEDA, donde podía controlarlos, que si se
pasaban a la Falange. Memorias, 341, 343. <<
[44]
Gil Robles da su explicación de su maniobra en No fue posible,
362-366. <<
[45]Franco reiteró su postura del 11 de diciembre de 1935 en una
carta escrita a Gil Robles durante la guerra, aclarando en ella que
aquella postura suya era compartida por otros generales, y que no
había que culpar a Gil Robles. Esa carta se publicó por primera vez
en El Correo de Andalucía, el 6 de abril de 1937. <<
[46]El mejor análisis de esas diferentes alternativas aparece en J.
J. Linz, «From Great Hopes to Civil War: The Breakdown of
Democracy in Spain», en J. Linz y A. Stepan (edición a cargo de),
The Breakdown of Democratic Regimes: Europe, Baltimore,
1978, 142-215. <<
[47] Lerroux reconoció muy bien la ecléctica composición de su
partido durante la República, recalcando que hacía todo un servicio
con la incorporación de unos elementos tan variopintos a la
democracia republicana, y especuló sobre su posible desaparición
final una vez que se hubiesen consolidado una izquierda y una
derecha auténticamente republicanas. En Ruiz Manjón, El Partido,
677-685, se puede hallar una valoración final de los radicales. <<
[1] Manuel Portela Valladares, Memorias, Madrid, 1988, 160-161. <<
[2] Joaquín Chapaprieta, La paz fue posible, Barcelona,
1971, 353-360. <<
[3]
J. M. Gil Robles, No fue posible la paz, Barcelona, 1968, 386-390.
<<
[4]Citado en Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda República
española, Madrid, 1956-1963, 3:293. <<
[5]
La Libertad (Madrid), 13 de abril de 1935; Diego Martínez Barrio,
Orígenes del Frente Popular español, Buenos Aires, 1943, 24-31. <<
[6]
El mejor estudio es Santos Juliá, Orígenes del Frente Popular en
España (1934-1936), Madrid, 1979, 27-41. <<
[7] Su texto aparece por primera vez en Carlos de Baráibar, Las
falsas «posiciones socialistas» de Indalecio Prieto, Madrid,
1935, 139-145. <<
[8]Su texto apareció en La Libertad (Madrid), el 30 de marzo de
1935. Véase Juan-Simeón Vidarte, El bienio negro y la insurrección
de Asturias, Barcelona, 1978, 387-398. <<
[9] Juliá, Historia, 147-148. <<
[10]Julián Besteiro, Marxismo y antimarxismo, Madrid, 1935. Preston
hace observar que «sus insinuaciones de que la violencia de la
Izquierda Socialista apenas se diferenciaba de la del fascismo, no le
granjearon las simpatías de los caballeristas». Paul Preston, The
Coming of the Spanish Civil War, Londres, 1978, CSCW, 138. Los
besteiristas publicaron su propio seminario Democracia de junio a
diciembre de 1935. Hemos de recordar que entonces no existía en
España una auténtica «derecha socialista», como el neosocialismo
de Déat de Francia o el «planismo» de Man de Bélgica. El
besteirismo era esencialmente una vuelta al Kautskismo. <<
[11]El análisis más detallado de la radicalización socialista es el de
Santos Juliá, La izquierda del PSOE 1935-1936, Madrid, 1977.
Véase también Andrés de Blas Guerrero, El socialismo radical en la
II República, Madrid, 1978. Se pueden hallar unos estudios sucintos
y útiles en Preston, CSCW, 131-150, y en su «The struggle against
Fascism in Spain: Leviatán, y las contradicciones de la Izquierda
Socialista, 1934-1936», en M. Blinkhorn (edición a cargo de), Spain
in Conflict 1931-1939, Londres, 1986, 40-59, siendo el más amplio
vistazo resumido la obra de Helen Graham, «The Eclipse of the
Socialist Left. 1934-1937», en F. Lannon y P. Preston (edición a
cargo de), Elites and Power in Twentieth-Century Spain, Oxford,
1990, 127-151. <<
[12]
Tocante a estas maniobras, véase Julia, Orígenes, 12-26, y
Rafael Cruz, El Partido Comunista de España en la Segunda
República, Madrid, 1987, 217-247. <<
[13]El estudio más reciente, y posiblemente el mejor, del Frente
Popular en Francia es Julián Jackson, The Popular Front in France
1934-1938, Cambridge, 1988. Véanse también Karl G. Harr, Jr., The
Genesis and Effect of the Popular Front in France, Lanham, Md.,
1987, y Georges Lefranc, Histoire du Front Populaire, París, 1974.
Víctor Alba, El Frente Popular, Barcelona, 1976, es un estudio muy
general. El desarrollo del Frente Popular francés y su influencia en
España, y en el conjunto de Europa, aparecen en M. S. Alexander y
H. Graham (edición a cargo de), The French and Spanish Popular
Fronts: Comparative Perspectives, Cambridge, 1989, y en
H. Graham y P. Preston (edición a cargo de), The Popular Front in
Europe, Nueva York, 1987. <<
[14] Los tres discursos principales de Azaña en 1935 fueron
publicados como Discursos en campo abierto, Madrid, 1936. El gran
mitin de Comillas aparece descrito por un testigo presencial, Henry
Buckley, en su The Life and Death of the Spanish Republic, Londres,
1940, 179-188, y por Frank Sedwick, The Tragedy of Manuel Azaña
and the Fate of the Spanish Republic, Athens, Ohio, 1963, 145-150.
<<
[15]
Algunas relaciones un tanto dispares sobre aquel encuentro y la
escisión en sí pueden hallarse en Claridad, 23 de diciembre de
1935; El Socialista, 20-25 de diciembre, 1935; Francisco Largo
Caballero, Mis recuerdos, México, D. F., 1954, 146-148; Vidarte, El
bienio negro, 26; y G. Mario de Coca, Anti-Caballero, Madrid,
1936, 152-154, 193-198. <<
[16]Joaquín Maurín, líder del BOC, seguía apegado básicamente a
su teoría biclasista de la revolución española, según la cual la
burguesía no podía desempeñar ya un papel progresista. Sólo la
clase trabajadora entera podía garantizar una revolución socialista,
que tendría que dar lugar enseguida a una fase socialista
revolucionaria, aunque los pequeños sectores progresistas de la
pequeña burguesía podrían colaborar con la izquierda obrera en la
fase democrática inicial.
La Izquierda Comunista de Andreu Nin había terminado por romper
con Trotsky en el otoño de 1934, al rechazar aquélla la insistencia
de éste en el «entrismo», o sea en la fusión con el Partido
Socialista, al que Nin y sus camaradas consideraban demasiado
socialdemócrata y comprometido con el republicanismo burgués. La
decisión de Maurín y Nin de formar un partido nuevo en 1935 en vez
de unirse a los socialistas tuvo consecuencias destructoras, porque
debilitó a los socialistas y dejó aislado al POUM, al tiempo que
facilitaba a los comunistas la absorción de las Juventudes
Socialistas y de las asociaciones menores socialistas catalanas en
1936. Maurín y Nin habrían preferido sobre todo un bloque
revolucionario de la izquierda obrera no estalinista, pero se unieron
al Frente Popular como la mejor opción disponible. Sobre la
formación del POUM y su postura revolucionaria, véase Joaquín
Maurín, Revolución y contrarrevolución en España, Barcelona, 1935;
París, 1966; Víctor Alba, Historia del POUM, vol. 2 de El marxismo a
Catalunya, Barcelona, 1974; y en inglés: V. Alba y S. Schwartz,
Spanish Marxism versus Soviet Communism: A History of the
POUM, New Brunswick, N. J., 1988, 87-110. <<
[17] Este manifiesto apareció en la prensa el 16 de enero de 1935.
<<
[18] Juliá, Los orígenes, 134-149. <<
[19]Adrián Shubert, «A Reinterpretation of the Spanish Popular
Front: The Case of Asturias», en Alexander y Graham, The French
and Spanish Popular Fronts, 213-225. Véase Diego Abad de
Santillán, Por qué perdimos la guerra, Buenos Aires, 1940, 36 y
César M. Lorenzo, Les anarchistes espagnols et le pouvoir
1868-1939, París, 1969, 89-92. <<
[20] El Sol, 14 de enero de 1936. <<
[21]La población penal de España verificada oficialmente el 15 de
febrero de 1936, era de 34 526 personas. El promedio anterior a
mediados de 1934 había sido de unas 20 000, por lo que el número
de nuevos presos debidos a la insurrección andaba
presumiblemente en torno a los 15 000. Benito Pabón, uno de los
dos diputados elegidos por el Partido Sindicalista de Pestaña,
admitió otros tantos en la Cámara el 2 de julio de 1936. <<
[22] Portela Valladares, Memorias, 167-168. <<
[23] Ibíd. <<
[24] Portela indica que se consiguió también una inteligencia más
indirecta con Martínez Barrio en Sevilla. Ibíd., 166. <<
[25]
Con todo, en la provincia de Badajoz Portela se las arregló para
hacer un trato con los socialistas, según explica J.-S. Vidarte en
Todos fuimos culpables, Barcelona, 1977, 38-41. <<
[26]
Según Joaquín Chapaprieta, La paz fue posible, Barcelona,
1971, 390-396. <<
[27]
Octavio Ruiz Manjón, El partido Republicano Radical 1908-1936,
Madrid, 1976, 559-572. <<
[28]La mejor descripción breve de la campaña de la derecha
aparece en Richard A. H. Robinson, The Origins of Franco’s Spain,
Londres, 1970, 241-247. <<
[29]La Publicidad (Granada), 23 de enero de 1936, en Miguel
Pertíñez Díaz, Granada 1936: Elecciones a Cortes, Granada, 1987,
46. <<
[30] El único estudio existente es Pertíñez Díaz, Granada 1936,
(citado en la nota precedente), y se limita principalmente a citar las
versiones de periódicos partidistas locales mutuamente hostiles. <<
[31]Javier Tusell halla que, de todos los grandes relatos históricos, el
que más se acerca a las cifras reales es la ultraderechista Historia
de la Cruzada española, Madrid, 1940, dirigida por Joaquín Arrarás.
En Tusell y otros, Las elecciones del Frente Popular, Madrid, 1971,
2:15, aparecen las estimaciones de distintos autores. <<
[32] Esto es lo que más se acerca al estudio definitivo que
probablemente llegaríamos a tener y tiene en cuenta los totales
correspondientes a cada distrito referentes al máximo número de
votos del candidato de cabecera de cada lista (presumiblemente el
número total absoluto de votantes que eligieron esa lista concreta en
la circunscripción), con alguna corrección cuando una lista consiguió
tanto la mayoría como la minoría en un distrito dado. <<
[33]Juan J. Linz y Jesús M. de Miguel, «Hacia un análisis regional de
las elecciones de 1936 en España», Revista Española de la Opinión
Pública, 48, abril-junio de 1977, 27-67. <<
[34]De acuerdo con el análisis hecho en Linz y De Miguel, «Las
elecciones de 1936». <<
[35] Ruiz Manjón, El Partido, 572-588. <<
[36]En Badajoz, donde en 1933 los socialistas habían obtenido
139 000 votos frente a los 8000 del partido de Azaña, los de
Izquierda Republicana habían recibido cuatro de las diez concejalías
de la lista del Frente Popular a fin de negar representación a los
besteiristas, según Preston, CSCW, 148. Shubert, en «A
Reinterpretation», 221, asegura que en Asturias cada candidatura
concedida a los republicanos representó 8552 votos, mientras que
«cada puesto socialista equivalía a 12 775». <<
[37]Las principales diferencias surgidas tras el comienzo de la
Guerra Civil aparecerían en Castilla la Nueva y Galicia, cuyas
identidades se invirtieron. Castilla la Nueva había votado en su
mayoría por la derecha, pero quedó en la zona republicana debido a
la fuerza centrípeta de Madrid, mientras Galicia, que sacó más
diputados del Frente Popular que ninguna otra región, fue ganada
por los sublevados. El voto popular en Galicia resultó de hecho
claramente más triangulado que en la mayoría de las regiones y por
lo mismo, el resultado se vio muy influido por el sistema de alianzas,
de tal modo que la mayoría real obtenida allí por el Frente Popular
fue considerablemente inferior que lo que hacía suponer el número
de diputados. <<
[38]
La versión de Portela Valladares aparece en sus Memorias,
175-182, y la de Gil Robles en No fue posible, 492-497. <<
[39]
La versión de Franco aparece en Arrarás, La Segunda
República, 4:50-51. <<
[40] Portela Valladares, Memorias, 182-184. <<
[41] Id., 184-185. <<
[42] Arrarás, La Segunda República, 4:57-58. <<
[43] Portela Valladares, Memorias, 186-187. <<
[44]Id., 188-190. Puede verse otra perspectiva diferente en J.-
S. Vidarte, Todos fuimos culpables, Barcelona, 1977, 40-50. <<
[45]Añade de un modo algo críptico, tras mencionar el ofrecimiento
de Franco de traer a la Península las unidades de elite: «En esto
[Franco] tenía razón. Las noticias más frescas que llegaban al
ministerio no hacían otra cosa que confirmar con creces las que se
habían recibido antes», refiriéndose probablemente a la expansión
de los disturbios. Portela Valladares, Memorias, 192. <<
[46]Como se podría esperar, hay cierta diferencia entre la prolija
versión de Portela Valladares, Memorias, 192-196, y la explicación,
más nítida, de Alcalá Zamora, Memorias, Barcelona, 1977, 347-348,
que titula esa breve sección de su relato «Dimisión-huida de
Portela». Don Niceto asegura que, hasta el último minuto, Portela
estaba convencido de que iba a tener éxito su maniobra electoral
centrista, pero se le vinieron abajo los nervios en la tarde del día 16.
Afirma que lo que más preocupaba a Portela el día 17 eran los
disturbios de la izquierda, pero que después lo fueron alarmando
cada vez más las presiones de los militares el día 18 justo antes de
caer presa del pánico debido a las crecientes revueltas de la
izquierda para, finalmente, dimitir ante la situación el día 19. Alcalá
Zamora, según algunas citas, se quejaba un mes más tarde en una
conversación privada de Portela en estos términos: «Me falló del
todo; se aterró y, en su deserción, no obstante, mis esfuerzos, dejó
que el frente revolucionario se llevara indebidamente sesenta actas
con los atropellos postelectorales». J. Tusell y J. Calvo, Giménez
Fernández, precursor de la democracia española, Sevilla, 1990,
201. <<
[1]En cuanto le llegaron las nuevas de la dimisión de Portela, Azaña
escribió en su diario (Obras completas, México, D. F., 1965-1968,
4:564):
«Lo regular sería, en nuestro sentir, que el gobierno aguardase a la
reunión de las Cortes para dimitir. Hoy, ni siquiera sabemos cuál es
el resultado electoral, ni por tanto, qué mayoría tenemos… Entrando
de improviso, y a un mes de distancia de la apertura de las Cortes,
nuestra situación sería más delicada y difícil, sin el respaldo del
Parlamento… Siempre he temido que volviésemos al gobierno en
malas condiciones. No pueden ser peores. Una vez más hay que
segar el trigo en verde».
Respecto del virtual miedo al triunfo y a tener que encabezar un
nuevo gobierno, véase la introducción de Marichal al III Volumen de
las Obras completas de Azaña, págs. xxvii-xxix. <<
[2]Azaña asegura que el tono de aquel mensaje «lo habíamos
acordado en el consejo, a fin de calmar el desordenado empuje del
Frente Popular y aconsejar a todos la calma». Ibíd., 4, 566. <<
[3] El Sol, 21 de febrero de 1936. <<
[4]
Véanse las observaciones al tenor de Manuel Portela Valladares
en sus Memorias, Madrid, 1988, 197-198. <<
[5]
El Socialista dio a conocer el 18 de febrero que algunos grupos
del Frente Popular se las habían arreglado para abrir ya una serie
de cárceles el día anterior, y noticias de tipo similar aparecieron en
varios otros diarios izquierdistas. <<
[6] El Sol, 26 de febrero de 1933. <<
[7]
Cataluña bajo el Frente Popular es analizada en Ricard Vinyes,
La Catalunya Internacional: el frontpopulisme en l’exemple català,
Barcelona, 1983. <<
[8]Caracteriza la distancia existente entre los líderes de la izquierda
y la derecha el que Azaña pudiese anotar en su diario que se había
encontrado personalmente con Giménez Fernández por primera vez
el 20 de febrero, y añade: «Asegura que no le separa de mí más
que la política religiosa. Nunca le he oído hablar, ni leído nada suyo.
Ignoro si vale para algo… Me aparece como un conservador
utópico, para discursos en los juegos florales». Azaña escribió
también que las derechas: «Tienen un miedo horrible. Ahora quieren
pacificar… Si hubiesen ganado las elecciones, no se habrían
cuidado de pacificar y, lejos de dar la amnistía, habrían metido en la
cárcel a los que aún andan sueltos». Cuando Giménez Fernández
se le quejó de las violentas agresiones hechas contra los centros y
periódicos de la CEDA, Azaña le quitó importancia a aquello con
una finta retórica de repertorio: «Tienen ustedes que convencerse»,
le dijo riendo, «de que la derecha de la República soy yo y ustedes
unos aprendices extraviados». Obras completas, 4, 570 y 572. <<
[9] El Debate, 6 de marzo de 1933; Gil Robles, No fue, 575. <<
[10] Gil Robles, No fue, 576. <<
[11]Véase Miguel Pertínez Díaz, Granada, 1936: Elecciones a
Cortes, Granada, 1987, 102-106 y la espeluznante pieza
propagandista de Ángel Gollonet y José Morales, Rojo y azul en
Granada, Granada, 1937. <<
[12]Muchos incidentes de éstos, aunque con mucho no todos, se
pueden reconstruir a partir de una prensa censurada parcialmente.
Aparecen extensos relatos de aquellos disturbios en Josep Pla,
Historia de la Segunda República española, Barcelona, 1940, vol. 4
y Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda República española,
Madrid, 1908, vol. 4, y también en Fernando Rivas, El Frente
Popular, Madrid, 1976. <<
[13] David Jato, La rebelión de los estudiantes, Madrid,
1967, 285-289, relata aquellos incidentes desde la perspectiva
falangista. Juan Antonio Ansaldo, ¿Para qué…?, Buenos Aires,
1953, describe cómo llevó a Biarritz en avioneta a los pistoleros
falangistas. <<
[14]
El único historiador de la República que sitúa estas cosas en una
perspectiva objetiva es Luis Romero, Por qué y cómo mataron a
Calvo Sotelo, Barcelona, 1982, 40-42. <<
[15] Según Rivas, El Frente, 122. <<
[16]Luis Romero comenta al hablar de los izquierdistas que
cometían actos violentos: «La policía nunca los detenía». Historia 16
100, agosto de 1984, 55. <<
[17] Luis Romero, Por qué y cómo, 56-58. <<
[18]
Ibíd., 59. Sin embargo, como hemos visto ya, a Azaña no le
hacían la menor gracia aquellas atrocidades anticlericales.
El caso incendiario más espectacular del mes de marzo, aparte del
tumulto de Granada, se produjo en la localidad de Yecla, donde
ardieron en un solo día catorce iglesias y otros edificios de la Iglesia.
Aquel huracán de incendios y tumultos provocó la huida temporal de
parte de la población de Yecla, pero dio pie a que el órgano
comunista Mundo Obrero, se preguntase retóricamente el 21 de
marzo cuántas iglesias habría que quemar en toda España si había
habido que incendiar tantas en una ciudad relativamente tan
pequeña. <<
[19]Claudio Sánchez Albornoz, De mi anecdotario político, Buenos
Aires, 1972, 116. <<
[20] Mundo Obrero, Madrid, 2 de marzo de 1936. <<
[21] Rivas, El Frente, 149-151. <<
[22] Arrarás, Segunda República, 4:87-88. <<
[23]
Antonio Cacho Zabalza, La Unión Militar Española, Alicante,
1940, no constituye un relato totalmente fiable. <<
[24]Juan-Simeón Vidarte, Todos fuimos culpables, Barcelona, 1977,
1:50-51. Referente a la diminuta minoría izquierdista de la
oficialidad, léase la primera parte de las memorias de Antonio
Cordón, Trayectoria, Barcelona, 1977. <<
[25]De los ocho generales que asistieron, sólo dos tenían mandos
activos y cinco estaban retirados. Estuvieron presentes también dos
coroneles monárquicos (Galarza y Varela). <<
[26]
Véase F. Olaya Morales, La conspiración contra la República,
Barcelona, 1979, 314-323, y Daniel Suerio, «Sublevación contra la
República», Pt. 2, Historia 16 8:90, octubre de 1983, 21-32. <<
[27]Sobre los socialistas vascos en aquella fase final, véase,
además del libro de Miralles citado antes, su artículo «La crisis del
movimiento socialista en el País Vasco, 1935-1936», Estudios de
Historia Social 3-4, 1987, 275-287. <<
[28] El Socialista, 12 de febrero de 1936. <<
[29]Mundo Obrero, 5 de marzo de 1936. Se trataba esencialmente
del mismo programa de 13 puntos que había publicado Mundo
Obrero el 15 de febrero, la víspera de las elecciones. <<
[30] Claridad, 25 de enero de 1936. <<
[31]Gabriel Mario de Coca, Anti-Caballero, Crítica marxista de la
bolchevización del Partido Socialista, Madrid, 1936, 207, 211. <<
[32] Ricard Viñas, La formación de las Juventudes Socialistas
Unificadas, Madrid, 1978. La memoria biográfica del antiguo
activista de las Juventudes Socialistas, Ángel Merino Galán, Mi
guerra empezó antes, Madrid, 1976, 73-99, destaca el hecho de que
la unificación fue efectuada exclusivamente por la directiva suprema,
sin consulta alguna. <<
[33]Véase Rafael Cruz, El Partido Comunista de España en la
Segunda República, Madrid, 1987, 248-293, y del mismo autor «El
Partido Comunista y el Frente Popular, 1935-1936», Historia 16 11:
123, julio de 1986, 22-28. <<
[34] Solidaridad Obrera, 15 abril de 1936. <<
[35] Ibíd., 24 de abril de 1936. <<
[36]
Según apareció en Claridad, 6 de abril y 30 de mayo de 1936,
comentado por Paul Preston, The Coming of the Spanish Civil War,
Londres, 1978; CSCW. <<
[37]
Muchos de aquellos incidentes no se registraron en el Diado de
sesiones, aunque a veces los sacaba a relucir la prensa. <<
[38] Mundo Obrero presentó su lista el 19 de febrero. <<
[39]
Carlos Seco Serrano en la Historia de España, Barcelona, 1968,
6:158. <<
[40] Salvador de Madariaga, España, Buenos Aires, 1964, 359-360.
<<
[41] Véase Preston, CSCW, 175. <<
[42]
El estudio más cabal es el de Pertíñez Díaz, Granada 1936,
106-122. <<
[43]Las derechas habían dispuesto desde luego de más dinero que
las izquierdas para intentar corromper el proceso electoral en varias
comarcas, pero, a excepción de Granada, la principal interferencia
se debió probablemente a las maquinaciones del Ministerio del
Interior, hechas para favorecer al centro. <<
[44]
Véase el prólogo de Prieto a Luis Solano Palacio, Vísperas de la
guerra de España, México, D. F., sin fecha, 6-7. <<
[45]
Javier Tusell Gómez y otros, Las elecciones del Frente Popular
en España, Madrid, 1971, 2:190. <<
[46] Alcalá Zamora, Memorias, Barcelona, 1977, 351. <<
[47] Boletín del Ministerio de Trabajo, en Preston, CSCW, 178. <<
[48]
Malefakis, Agrarian Reform and Peasant Revolution in Spain,
New Haven, 1970, 367-368. <<
[49]
Citado en Mercedes Cabrera, La patronal ante la II República,
Madrid, 1983, 293. <<
[50] Malefakis, Agrarian Reform, 369. <<
[51] Ibíd., 373. <<
[52] El Sol, 23 de junio de 1936. <<
[53]El mejor estudio sucinto de la política económica del último
gobierno republicano es el de J. M. Macarro Vera, «Social and
Economic Policies of the Spanish Left in Theory and in Practice», en
M. S. Alexander y H. Graham (edición a cargo de), The French and
Spanish Popular Fronts, Cambridge, 1989, 171-184. <<
[54]
Sobre la restauración de los jurados mixtos y el problema de los
costos laborales, véase J. Montero, Los Tribunales de Trabajo
(1908-1938), Valencia, 1976, 193-198. <<
[55]
Mariano Pérez Galán, La enseñanza en la Segunda República
española, Madrid, 1975, 309-322; Manuel de Puelles Benítez,
Educación e ideología en la España contemporánea (1767-1975),
Barcelona, 1980, 345-347. <<
[56]
Salvador de Madariaga, Spain: A modern History, Nueva York,
1985, 475. <<
[57] Madariaga, Spain, 452-453. <<
[58]
Una de tantas provincias donde los terratenientes se volvieron
agresivos fue Guadalajara. Véase A. R. Diez Torres, «Guadalajara
1936: La primera crisis del caciquismo», Estudios de Historia Social,
1987, 3-4, 289-305. <<
[59]La mayoría de aquellos sucesos fueron descritos por la prensa.
Las relaciones más extensas aparecen en Rivas, El Frente,
172-190, y en Ian Gibson, La noche en que mataron a Calvo Sotelo,
Madrid, 1982, 250-253. Las autoridades policíacas de Madrid se
esforzaron en comportarse de un modo responsable, deteniendo a
numerosos obreros por sospechar que habían disparado contra el
cortejo fúnebre y arrestando incluso brevemente, para interrogarlo,
al teniente de la guardia de asalto y socialista militante José Castillo,
quien se mostró agresivo al reprimir aquella manifestación,
disparando a quemarropa e hiriendo gravemente a uno de los
participantes. <<
[60]En la tarde del 16 de abril, Azaña le espetó con enojo al diputado
socialista J.-S. Vidarte: «Ustedes [los socialistas] con sus silbidos
contra la guardia civil ponen a esta gente contra la República, como
el día 14, cuando la manifestación». Vidarte, Todos fuimos, 90-91.
<<
[61] Ibíd., 103. <<
[62]Romero, Por qué y cómo, 87; Arrarás, Segunda República,
4:242. <<
[63]Antonio Ramos Oliveira, Historia de España, México, D. F., 1952,
3, 244. <<
[64] Alcalá Zamora, Memorias, 353. <<
[65]Según las cartas que escribió a su cuñado, Cipriano de Rivas
Cherif, citado en la obra de este último Retrato de un desconocido,
Barcelona, 1980, 667-672. Azaña recordaría más adelante, durante
la Guerra Civil, que Alcalá Zamora actuaba como si fuera «el líder
de la oposición antirrepublicana». Obras completas, México, D. F.,
1965-1968, 4, 719. En este caso, como de costumbre, emplea
Azaña el término «republicano» en su sentido sectario habitual. <<
[66]
Y, añade Alcalá Zamora, al parecer con mucha razón, porque
cuatro miembros de su familia fueron asesinados en las ejecuciones
en masa que se produjeron en Jaén al principio de la Guerra Civil.
Memorias, 353. <<
[67] Ibíd., 352. <<
[68] Ibíd., 357. <<
[69] Ibíd. <<
[70] Ibíd., 358. <<
[71] Ibíd., 359. <<
[72]Joaquín Chapaprieta, La paz fue posible, Barcelona,
1971, 407-412. <<
[73] Carta de Azaña en Rivas Cherif, Retrato, 674. <<
[74]
Chapaprieta, La paz, 414, hace la desdeñosa observación de
que «Azaña hablaba de los problemas económicos con su
acostumbrada ignorancia de ellos». <<
[75]O al menos eso le dijo Giménez Fernández a Gabriel Jackson
años después, The Spanish Republic and the Civil War, 1931-1939,
Princeton, 1965, 215. <<
[76] La relación completa de los problemas constitucionales
implicados y de la sesión del 3 de abril aparece en Joaquín Tomás
Villarroya, La destitución de Alcalá Zamora, Valencia, 1988, 85-106.
<<
[77] Azaña a Rivas Cherif, en Retrato, 676. <<
[78]
Madariaga, Spain, 454. Vidarte, Todos fuimos, 75, pone en boca
de Julián Besteiro las palabras siguientes, dichas al parecer a la
delegación parlamentaria socialista: «Me parece que los que menos
autoridad tenemos para decir que las Cortes de la CEDA no estaban
bien disueltas somos nosotros, que en mítines, en la prensa y en
todas partes no nos cansábamos de solicitar la disolución». <<
[79] Alcalá Zamora, Memorias, 360-373. <<
[80] Ibíd., 372. <<
[81] Gil Robles, No fue posible, 559-560. <<
[82]
Este episodio aparece explicado en diferentes maneras por el
cuñado y medianero de Franco, Ramón Serrano Suñer, en sus
Memorias, Barcelona, 1977, 56-58; José Gutiérrez Rave, Gil Robles,
caudillo frustrado, Madrid, 1967, 165; Gil Robles, No fue posible,
563-567; y Maximiano García Venero, El general Fanjul, Madrid,
1967, 227. <<
[83]La única fuerza armada de los socialistas madrileños fue un
grupo conocido como «La Motorizada», por su costumbre de
desplazarse en automóviles, autocares o camiones. Se nutría
especialmente de miembros del sindicato ugetista de las «Artes
Blancas» (compuesto sobre todo de panaderos) así como de
algunos de las JSU. Organizados en torno al primero de marzo, sus
integrantes eran al parecer tan adictos a Prieto como a Largo
Caballero, lo que nos indica lo simplista que es atribuir todo aquel
activismo a los caballeristas.
Los comunistas del área madrileña habían organizado también sus
propias Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas (MAOC) que,
aunque de escaso número, tenían un carácter paramilitar más
descarado y recibían algo de «instrucción» de fin de semana de
oficiales de la UMRA. Véase Enrique Líster, Memorias de un
luchador, Madrid, 1977, 67. <<
[84] Regina García, Yo he sido marxista, Madrid, 1953, 115,
constituye un relato hecho por la otra socialista hija de una de las
víctimas más destacadas. <<
[85] Nos dice Romero con su dura sinceridad habitual: «Costumbre
bastante generalizada, entonces y ahora y más en la izquierda que
en la derecha, es la de achacar culpas de hechos criminales o
vergonzosos a misteriosos agentes provocadores que se presume
pertenecen y obran por cuenta e instigación del bando opuesto.
Obsérvese que esos agentes provocadores nunca son habidos, y
que cuando alguna vez se da con los culpables y se los identifica,
pertenecen a organizaciones propias o afines, no a las contrarias, y
que acaban siendo defendidos con energía por los suyos. De
abundar los auténticos agentes provocadores serían
desenmascarados por el partido en el cual han conseguido
infiltrarse… Lo que abunda son los individuos exaltados por
naturaleza, que se dejan arrastrar por furias fanáticas que les privan
del raciocinio, y los inducen a cometer actos impolíticos y torpes,
que indignan y avergüenzan a sus correligionarios». Por qué y
cómo, 103. <<
[86] Indalecio Prieto, Cartas a un escultor, Buenos Aires, 1961, 94.
<<
[87] Josep Pla, Historia de la Segunda República española,
Barcelona, 1940, 4:437-438. Prieto lo consideró posteriormente
como uno de los discursos más importantes de su carrera política, lo
hizo reimprimir dos veces durante la Guerra Civil y lo citó en
numerosas ocasiones en escritos posteriores suyos. Pero Claridad
rechazó de plano el 4 de mayo aquel mensaje, a la vez que sostenía
que lo que más falta hacía era intensificar aún más la lucha de
clases. <<
[88] Romero, Por qué, 100. <<
[89] Primo de Rivera, Obras completas, Madrid, 1952, 919-923. <<
[1] Cuenta Gil Robles: «La palidez del rostro [de Azaña] era
cadavérica… A todos nos impresionó también su nerviosismo… A
pesar del extraordinario dominio de la palabra que tenía, vaciló
varias veces al pronunciar la breve fórmula de fidelidad a la
República… En su recorrido hasta el coche que le llevaría a palacio
se mostró frío y esquivo. No sonrió ni pestañeó una sola vez», No
fue posible la paz, Barcelona, 1968, 605. Es posible que Gil Robles
no fuese capaz de recordar cada detalle con la precisión con que lo
narra, pero está fuera de duda que para entonces Azaña estaba
alarmado de verdad. <<
[2]Véase la introducción de Marichal al vol. III de las Obras
completas de Azaña, México, D. F., 1965-1968, xxxi-xxxii. <<
[3]Por ejemplo, Juan-Simeón Vidarte, Todos fuimos culpables,
Barcelona, 1977, 1:74-80; Julián Zugazagoitia, Guerra y vicisitudes
de los españoles, París, 1968, 1:20; e incluso Francisco Largo
Caballero, Mis recuerdos, México, D. F., 1954, 155. <<
[4]
Claudio Sánchez Albornoz, De mi anecdotario, Buenos Aires,
1972, 127. <<
[5]
Aunque Azaña no ha dejado testimonios al respecto, su cuñado y
confidente Cipriano de Rivas Cherif asegura que don Manuel
respaldó con seriedad la opción de Indalecio Prieto. Retrato de un
desconocido, Barcelona, 1980, 328. <<
[6]Aunque aquella proposición era escasamente admisible, en una
carta escrita al autor de este libro el 30 de octubre de 1959, Prieto
expresó su nostálgica pesadumbre por no haber hecho un mayor
esfuerzo para lograr un entendimiento con los elementos de miras
más amplias situados a la derecha de los socialistas. <<
[7]
Paul Preston, The Coming of the Spanish Civil War, Londres,
1978, 178 (CSCW). <<
[8] Ibíd. <<
[9] Largo Caballero, Mis memorias, 145. <<
[10]
Vidarte, Todos fuimos, 117-126; Indalecio Prieto, Convulsiones
de España, México, D. F., 1967, 1, 164 y 3, 135-136; Amaro del
Rosal, Historia de la U. G.T. de España 1901-1939, Barcelona,
1977, 1,479. <<
[11]
Según la versión de José Larraz, que participó en aquellas
conversaciones, ABC, 16 de junio de 1965. <<
[12] Obras completas, 4, 570-571. <<
[13]Diego Martínez Barrio, Memorias, Barcelona, 1983, 329, véase
Josefina Carabias, Azaña: los que le llamábamos don Manuel,
Barcelona, 1980, 230-233. (Hay que advertir, sin embargo, que las
memorias de Martínez Barrio figuran entre las más engañosas e
incompletas correspondientes a políticos de aquella época). <<
[14] Retrato, 328-329. <<
[15]Véanse las observaciones que hace Alcalá Zamora, hombre
austero en lo económico, Memorias, Barcelona, 1977, 378. <<
[16]El diputado Mariano Ansó, de Izquierda Republicana, escribiría
años después que la actitud de Casares asegurando estar «en
estado de guerra contra una fracción [considerable] del cuerpo
nacional» era algo «totalmente desacostumbrado en los jefes de
gobierno». Yo fui ministro de Negrín, Barcelona, 1976, 118. En la
misma vena véase Félix Gordón Ordás, Mi política en España,
México, D. F., 1962, 2:526. <<
[17]Gil Robles, No fue posible, 618-619; Joaquín Arrarás, Historia de
la Segunda República española, 4, 275; Vidarte, Todos fuimos,
135-136; y Juan Avilés Farré, La izquierda burguesa en la
II República, Madrid, 1985, 305. Años después, poco antes de su
muerte, escribió Giménez Fernández: «Desde abril de ese año,
Besteiro, Maura, Sánchez Albornoz y yo pensábamos sobre un
posible gobierno parlamentario de centro, que comprendiera desde
la derecha socialista de Besteiro y Prieto hasta la izquierda
democristiana de Lucia, para oponerse y combatir la demagogia
fascista y frentepopulista. Desgraciadamente, este plan, que en
principio no les parecía mal ni a Gil Robles ni a Prieto, no pudo
cuajar por los siguientes obstáculos: a) La miopía política de
Martínez Barrio que, a cambio de lograr siete actas en el despojo
que se hizo a las derechas pasando de treinta y cinco a cuarenta y
dos, no se dio cuenta de que su grupo pasaba de ser fiel de la
balanza en la Cámara a quedar englobado en la derecha,
resultando, como luego demostró el curso de los sucesos,
completamente inoperantes, b) El miedo de Azaña, percatado de
que se le escapaba el control de las izquierdas y que aceptó por ello
a pasar a la Presidencia…, sin darse cuenta de que al destituir a
don Niceto perdía un apoyo fortísimo en sus propósitos
repentinamente templados… c) La obstinación de Prieto que, para
no ser tachado de traidor a los suyos, no quería escindir la minoría
parlamentaria socialista mientras no contara con la mayoría de ella;
pues aunque en mayo de 1935 pasó de treinta a cuarenta y cinco
adeptos, sobre todo después de la agresión a Negrín en Écija, le
faltaban ocho diputados, que no llegaron a decidirse en tiempo útil
para haber provocado la escisión y tras ella la crisis con la que,
según Sánchez Albornoz, estaría conforme Azaña para solucionarla
con un gobierno Prieto, ya que, también por miedo, no aceptaba la
jefatura Sánchez Román, d) La presión a favor de la guerra civil en
la derecha, donde las juventudes de Acción Popular, irritadas por los
atropellos de la extrema izquierda y la lenidad de los poderes
públicos, pasaban en oleadas al fascismo o a los requetés, los
financieros volcaban sus arcas a favor de quienes preparaban la
rebelión y, finalmente, Gil Robles nos planteó a finales de mayo a
Lucia y a mí la imposibilidad de seguir preparando la posición
centro, que realmente queríamos muy pocos, pues la mística de la
guerra civil se había apoderado desgraciadamente de la gran
mayoría de los españoles». [Citado por Carlos Seco Serrano en su
prólogo a Javier Tusell Gómez y otros, Las elecciones del Frente
Popular en España, Madrid, 1971, 1:xvii-xviii]. <<
[18]Richard A. H. Robinson, The Origins of Franco’s Spain, Londres,
1970, 226-267. Todos los colegios católicos fueron objeto de una
incautación oficial por un decreto del 28 de julio, tras el inicio de la
Guerra Civil. <<
[19]Información, 14 de mayo de 1936, en Mercedes Cabrera, La
patronal ante la II República, Madrid, 1983, 30-3-04. <<
[20]
Véase Alberto Balcells, Crisis económica y agitación social en
Cataluña de 1930 a 1936, Esplugues de Llobregat, 1971, 233-234.
<<
[21]
Véase de nuevo aquí el análisis de J. M. Macarro Vera, «Social
and Economic Policies of the Spanish Left in Theory and in
Practice», en M. S. Alexander y H. Graham (edición a cargo de),
The French are Spanish Popular Fronts, Cambridge, 1989, 171-184.
<<
[22] Cabrera, La patronal, 291. <<
[23]
Hoy (Badajoz), 27 de mayo de 1936, en Francisca Rosique
Navarro, La reforma agraria en Badajoz durante la II República,
Badajoz, 1988, 304. <<
[24]
M. Pérez Yruela, La conflictividad campesina en la provincia de
Córdoba 1931-1936, Madrid, 1979, 204. <<
[25]Caspe: Un estatuto de autonomía, Zaragoza, 1977; Luis Germán
Zubero, Aragón en la II República, Zaragoza, 1984, 189-206; y
R. Sainz de Varanda, «La autonomía de Aragón en el período del
Frente Popular», en M. Tuñón de Lara (edición a cargo de). La crisis
del Estado español, Madrid, 1978. 517-533. <<
[26]
X. Vilas Nogueira, O Estatuto Galego, Pontevedra, 1975; Alfonso
Bozzo, Los partidos políticos y la autonomía de Galicia (1931-1936),
Madrid, 1976; Xavier Castro, O galeguismo na encrucillada
republicana, Orense, 1985; Bernardo Maíz, Galicia na IIa República
e baixo o franquismo, Vigo, 1987; Adolfo Hernández Lafuente,
Autonomía e integración en la Segunda República, Madrid,
1980, 386-390. <<
[27] El Congreso confederal de Zaragoza (mayo, 1936), Toulouse,
1955. Las cifras de la CNT del I de mayo de 1936 arrojaron poco
más del 30 por ciento de los trabajadores industriales catalanes
dentro de sus sindicatos en comparación con más del 60 por ciento
a finales de 1931. Balcells, Crisis económica, 198. <<
[28]
Solidaridad Obrera, 11 de mayo de 1936. Véase también el
comentario de John Brademas, Anarcosindicalismo y revolución en
España (1930-1937), Esplugues de Llobregat, 1974, 168-170. <<
[29] Solidaridad Obrera, 13 de mayo de 1936. <<
[30]
El mejor análisis es el de Santos Juliá, La izquierda del PSOE
(1935-1936), Madrid, 1977. <<
[31] New York Times, 26 de junio de 1936. <<
[32]
El Socialista, 1 de julio de 1936, y las memorias de Vidarte, a la
sazón a la cabeza del secretariado, Todos fuimos, 195-208. Asegura
que él anuló también algunos votos de su Badajoz natal por los
mismos motivos. <<
[33] Claridad, 10 de julio de 1936. <<
[34] Ibíd., 13 de julio de 1936. <<
[35]Véanse J. L. Martín i Ramos, Els orígens del Partit Socialista
Unificat de Catalunya, Barcelona, 1977 y, sobre los antecedentes de
sus componentes, Montserrat Roig, Rafael Vidiella, Barcelona,
1976, e Imma Tubella, Jaume Compte i el Partit Català Proletari,
Barcelona, 1979. <<
[36]Angel Ossorio y Gallardo, Vida y sacrificio de Companys, Buenos
Aires, 1943, 148-155; M. D. Ivern i Salvà, Esquerra Republicana de
Catalunya (1931-1936), Montserrat, 1988, 2:177-210; Jesús Pabón,
Cambó, Barcelona, 1969, 2:486-489; y M. García Venero, Historia
del nacionalismo catalán, Madrid, 1967, 2, 417-419.
En su capítulo «L’oasi català: un miratge», Ricard Vinyes i Ribes (La
Catalunya internacional, Barcelona, 1983, 303-335), disiente de tal
interpretación, resaltando que el primero que sugirió el concepto del
«Oasis catalán» fue Manuel Brunet, como una propuesta de mejora
en La Veu de Catalunya el 4 de marzo de 1936. Desde luego hubo
muchas huelgas y bastantes disturbios en Cataluña, pero la
diferencia (con el resto del país) fue considerable a dos niveles:
política de gobierno y administración, y la tasa, considerablemente
menor, de homicidio político. <<
[37]A finales de 1935 distintas agrupaciones laborales católicas se
habían unido en un «Frente Nacional Unido de Trabajo», que
contaba con 276 389 miembros, que en ese momento constituían
técnicamente casi el 20 por ciento de los trabajadores organizados
de España. En junio de 1936 el gobierno cerró su sede madrileña
debido a supuestas «provocaciones», lo que constituía parte de la
política consumada gubernamental de ir cerrando
«progresivamente» las organizaciones derechistas, al compás del
apremio periódico de los comunistas. <<
[38] El Sol, 26 de mayo de 1936. <<
[39]
Francisco Sánchez Pérez, «La huelga de la construcción en
Madrid (junio-julio, 1936)», Historia 16, 14:154, febrero de
1989, 21-26. <<
[40]Debido a esa acusada variación, sólo se puede alcanzar un claro
entendimiento de la situación reinante tras hacer un estudio
monográfico de cada región principal. Un ejemplo parcial de esto
último aparece en el estudio de J. A. Alarcón Caballero, El
movimiento obrero en Granada en la II República (1931-1936),
Granada, 1990, 420-426. <<
[41]Como aparece en los términos establecidos el 26 de junio por el
jurado mixto de Córdoba, estudiado a M. Pérez Yruela, La
conflictividad campesina en la Provincia de Córdoba, 1931-1936,
Madrid, 1979, 412-429. <<
[42]
E. E. Malefakis, Agrarian Reform and Peasant Revolution in
Spain, New Haven, 1970, 384. <<
[43] Ibíd., 383. Baldomero Díaz de Entresotos, Seis meses de
anarquía en Extremadura, Cáceres, 1937, constituye una relación
melodramática publicada después de la Guerra Civil, pero la
realidad fue de suyo bastante seria. <<
[44]
Manuel Tuñón de Lara, Tres claves de la Segunda República,
Madrid, 1985, 194-195. <<
[45]Casi todas las formas de actividad agraria radical presentes en la
revolución rusa de 1905, tal como las detalla Teodor Shanin, Russia
1905-1907: Revolution as a Moment of Truth, New Haven,
1986, 84-90, hallaron expresión en la España del Sur en la
primavera de 1936. Esto no quiere decir que las condiciones
existentes se correspondieran en términos generales en ambos
países como un conjunto, pero hubo algunos claros paralelismos
entre Rusia y la agitación agraria del Sur de España. <<
[46]
El estudio más completo aparece en Fernando Rivas, El Frente
Popular, Madrid, 1976, 275-280. <<
[47]
Calvo Sotelo lanzó en las Cortes el 6 de mayo la acusación de
que estaban en la cárcel entre ocho y diez mil falangistas y
derechistas, posiblemente una exageración. Los falangistas
aseguraban que setenta miembros de Falange habían perecido de
muerte violenta entre noviembre de 1933 y junio de 1936, y los
cedistas aseguraban haber perdido a veintiséis miembros por
muerte violenta antes de 1936. Las dos acusaciones son con
probabilidad aproximadamente exactas.
Es un cambio insoslayable el repentino aumento del apoyo a la
ahora ilegalizada organización, y el volumen de reacción existente
en la derecha en general. El diputado democristiano Ossorio y
Gallardo se lamentó el 10 de junio en Ahora, de que el
comportamiento de la izquierda se había vuelto irracional y
destructor, sin ningún resultado positivo a la vista: «El Frente
Popular fue creado para combatir el fascismo, pero por el camino
que llevan las cosas en España, el único fascismo va a ser el del
Frente Popular».
Agustín Calvet («Gaziel»), el prestigioso director conservador de La
Vanguardia de Barcelona escribía en ésta el 12 de junio:
«¿Cuántos votos tuvieron los fascistas en España, cuando las
últimas elecciones? Nada: una ridiculez… Hoy, por el contrario, los
viajeros llegan de las tierras de España diciendo: “Allí todo el mundo
se vuelve fascista”. ¿Qué cambio es ése? Lo que ocurre es,
sencillamente, que allí no se puede vivir, que no hay gobierno… Y
en esta situación, buscan instintivamente una salida… ¿Cuál es la
forma política que suprime radicalmente esos insoportables
excesos? La dictadura, el fascismo. Y he aquí cómo sin querer, casi
sin darse cuenta, la gente se siente fascista. De los inconvenientes
de una dictadura no saben nada, como es natural. De ellos sabrían
después, cuando hubiesen de soportarlos.
»… Fascismo es, en el caso de España y de Francia, la sombra fatal
que proyecta sobre el suelo del país la democracia misma, cuando
su descomposición interna la convierte en anarquía. Cuanto más
crece la podredumbre, tanto más se agiganta el fantasma. Y la
preocupación alucinada que el Frente Popular triunfante
experimenta por el fascismo vencido no es, por lo tanto, otra cosa
que el miedo de su propia sombra». <<
[48]
Frank Manuel, The Politics of Modern Spain, Nueva York, 1938,
168. <<
[49]
Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda República española,
Madrid, 1956-1963, 4:280. <<
[50] Maximiano García Venero, Historia de las Internacionales en
España, Madrid, 1958, 3, 106-108 Este documento nunca fue
publicado por el PNR, pero García Venero asegura haber visto el
original y no tuvo «duda de su autenticidad». <<
[51]
Aviles Farré, La izquierda, 306-307; Gil Robles, No fue posible,
680. <<
[52]Alcalá Zamora, Memorias, 376-378, dice que fue obligado a
entregarles dinero dos veces. <<
[53]
Zugazagoitia, Historia de la guerra de España, Buenos Aires,
1940, 9. <<
[54]Refiriéndose a aquellas mesas administrativas especiales
nombradas por el gobierno en determinadas provincias donde había
predominado la derecha. <<
[55] Los colores de las Juventudes Socialistas Unificadas. <<
[56]Hans Buchheim ha puntualizado: «La dictadura es un aspecto
legítimo de las constituciones republicanas», que no debe ser
confundido con un «régimen autoritario» que funciona en forma de
«un dictador sin límites temporales». Durante las crisis de la
República romana, se establecía una dictadura «a la que se dotaba
de poderes ilimitados, sin que tuviera que rendir cuenta de su
administración… Pero hay que tener en cuenta que la duración de
su mandato estaba limitada a un máximo de seis meses».
Totalitarian Rule, Middletown, Conn, 1968, 21. <<
[57] La libertad, 28 de junio de 1936. <<
[58]
Le Petit Journal (París), 2 de julio de 1936, en Gil Robles, No fue
posible, 681. <<
[59]Y añadía Ossorio y Gallardo: «Y si esto es así, ¿a quién le
apetece el frenesí actual? ¿A quién aprovecha? Sólo tendría
explicación lo que vemos si los revolucionarios estuvieran seguros
de ganar la revolución. Mas serían muy ciegos si lo creen. En
España no ganará el juego la primera revolución, sino la segunda: la
de la reedificación». Ahora, 30 de junio de 1936. <<
[60]Luis Romero, Por qué y cómo mataron a Calvo Sotelo,
Barcelona, 1982, 165-166. <<
[61] Claridad, 3 de julio de 1936. <<
[62] Mundo Obrero, 10 de julio de 1936. <<
[63]
C. Santacana y X. Pujadas, L’altra olimpíada: Barcelona’36,
Badalona, 1990. <<
[64]
Todos aquellos sucesos aparecieron en la prensa madrileña. Hay
resúmenes de los relatos en Luis Romero, Por qué y cómo,
167-170, y Rivas, El Frente, 350-351. <<
[65]Durante mucho tiempo se había supuesto que a Castillo lo
habían matado pistoleros falangistas, suposición natural puesto que
éstos habían sido responsables de casi todos los asesinatos de
socialistas en el área madrileña. Sin embargo, el estudio más
objetivo disponible, el de Ian Gibson, La noche en que mataron a
Calvo Sotelo, (Madrid, 1982, descubrió algunas pruebas que indican
que podrían haber cometido su asesinato elementos carlistas en
venganza por el tiroteo del 16 de abril, págs. 204-214. <<
[66]Los suspicaces entre los republicanos de izquierda más
moderados, como el líder galleguista Emilio González López,
cargaron después contra Ossorio Tafall por el papel que había
desempeñado en este asunto, Entrevista que mantuve con
González López en Nueva York, el 10 de junio de 1958. <<
[67]La reconstrucción más precisa de estos sucesos es el libro de
lan Gibson, La noche en que mataron a Calvo Sotelo, Madrid, 1982.
Muchos detalles valiosos, amasados entre mucha interpretación y
distorsiones, aparecen en la Comisión sobre ilegitimidad de los
poderes actuantes el 18 de julio de 1936, Barcelona, 1939, Ap. I y la
Causa General: La dominación roja en España, Madrid, 1943,
preparadas ambas por encargo especial del régimen franquista. <<
[68]Al menos un líder de los milicianos comunistas ha admitido su
participación en tales redadas de detención, otra señal innegable del
gran deterioro de los métodos normales de la policía. Juan Tagüeña,
Testimonio de dos guerras, Barcelona, 1978, 72. <<
[69]
Los órganos derechistas Ya, y La Época, publicaron aquel día la
escasa información disponible, y fueron suspendidos
inmediatamente, con carácter indefinido, por orden del gobierno. <<
[70] Vidarte, Todos fuimos, 213-214; Prieto, Convulsiones, I, 162. <<
[71] Mundo Obrero, 14 de julio de 1935. <<
[72] Aviles Farré, La izquierda, 311. <<
[73] Según Romero, Cómo y por qué, 252. <<
[74] En las intervenciones de Gil Robles y Calvo Sotelo,
frecuentemente citadas aquí y en otras partes, y reproducidas
extensamente en las obras históricas mayores, de varios
volúmenes, y en R. de la Cierva (edición a cargo de), Los
documentos de la primavera trágica, Madrid, 1967.
Las descripciones generales breves, como las de P. Vicente Murga,
Determinación de la Guerra civil española, San Juan, Puerto Rico,
1936, y Hugh R. Wilson, Descent into Violence, Spain January-July,
1936, Ilfracombe, Devon, 1969, son en el mejor caso partidistas y
sensacionalistas. <<
[75]Véase José Peirats, La CNT en la revolución española,
Toulouse, 1951, 1:121. <<
[76]
Ramiro Cibrián, «Violencia política y crisis democrática: España
en 1936», REP 6, noviembre-diciembre de 1978, 81-115. <<
[77] The Spanish Republic and Civil War, Princeton, 1965, 222. <<
[78] Cibrián, «Violencia política». <<
[79]Renzo de Felice, Mussolini il fascista: La conquista del potere,
Turin, 1966, 35-39, 87. <<
[80]Respecto a fechas de la República de Weimar, véanse Eve
Rosenhaft, Beating the Fascists? The German Communists and
Political Violence 1929-1933, Cambridge, 1983 y Richard Bessel,
Political Violence and the Rise of Nazism: The Storm Troopers in
Eastern Germany, 1925-1934, Londres, 1984. <<
[81]
Gerhard Botz, Gewalt in der Politik: Attentate, Zusammenstösse,
Putschversuche, Unruhen in Östereich 1918 bis 1934,, 2.a ed.,
Viena, 1983. <<
[82]Hannsjoachim W. Koch, Der deutsche Bürgerkrieg: eine
Geschichte der deutschen und österreichischen Freikorps
1918-1923, Berlin, 1978; el relato anónimo Die Münchner Tragödie:
Entstehung, Verlauf und Zusammenbruch der Räterepublik
München, Berlin, 1919; Heinrich Hillmayr, Roter und Weisser Terror
in Bayern nach 1918, Munich, 1974; y H. A. Winkler, Von der
Revolution zur Stabilisierung: Arbeiter und Arbeiterbewegung in der
Weimarer Republik 1918 bis 1924, Berlín y Bonn, 1984. <<
[83]
Paul Preston, The Spanish Right Under the Second Republic,
Conferencia de 1971, 6. <<
[84]La historiografía seria es mucho menos prolija, pero no exenta
de detalle. El estudio más amplio es F. Olaya Morales, La
conspiración contra la República, Barcelona, 1979, aunque viciada
en parte al constituir una relación parcial escrita desde la
perspectiva opuesta. El mejor estudio hecho en español sigue
siendo Ricardo de la Cierva, Historia de la guerra civil española:
Antecedentes, Madrid, 1969, 735-816. En inglés estudian el tema
mis obras Politics and the Military in Modern Spain, Stanford,
1967, 314-340, y The Franco Regime, Madison, 1987, 78-100. <<
[85]Gil Robles ha escrito que la CEDA proporcionó una subvención
«poco antes del alzamiento», pero indica que él no tuvo contacto
directo alguno con los conspiradores militares principales. Aunque
esto suene un tanto a ingenuo, podría ser técnicamente correcto. Gil
Robles asegura que dio a los miembros de su partido instrucciones
de «actuar cada cual individualmente según su conciencia, sin
implicar al partido; establecer contacto directo con las fuerzas
militares, no formar milicias autónomas y, sobre todo, esperar
órdenes concretas en cuanto el alzamiento se produjese». No fue
posible, 730, 798. <<
[86]
El secretario de la sección valenciana, DRV (Derecha Regional
Valenciana), le prometió al parecer a Mola 1250 voluntarios para el
comienzo del alzamiento y 50 000 para cinco días después. La
Cierva, Historia, 743-744; pero en la mayoría de los terrenos, ni la
CEDA ni la JAP podían hacer promesas convincentes de ese tipo.
<<
[87] Véase Romero, Por qué y cómo, 238; Ramón Garriga, Los
validos de Franco, Barcelona, 1981, 25; y Ramón Serrano Suñer,
Memorias, Barcelona, 1977, 52-60.
Pasados los años, Franco recalcaría su resistencia a sublevarse.
Según comentó el 29 de junio de 1965: «Siempre dije a mis
compañeros “Mientras haya alguna esperanza de que el régimen
republicano pueda impedir la anarquía o no se entregue a Moscú,
hay que estar al lado de la República, que fue aceptada por el rey
primeramente, por el gobierno monárquico después y luego por el
ejército”». Francisco Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones
privadas con Franco, Barcelona, 1979, 452. Consecuentemente, los
exaltados conspiradores de Pamplona habían llegado a referirse a
Franco burlonamente como «Miss Canarias 1936» por su
«coquetería». <<
[88]Para un análisis más a fondo, véase Vicente Palacio Atard, «El
Gobierno ante la conspiración de 1936», en Aproximación histórica
a la guerra de España, Madrid, 1970, 133-165. <<
[89] Gil Robles, No fue posible, 608. <<
[90]
Juan Marichal, en su introducción a las Obras completas de
Azaña, 3: xxxii. <<
[91] Zugazagoitia, Historia, 5-6; Prieto, Convulsiones, 1, 163 y
3, 143-144; Vidarte, Todos fuimos, 146-147, 190-192; Largo
Caballero, Mis memorias, 161-163. <<
[92] Vidarte, Todos fuimos, 151-152. <<
[93] Ibíd., 192. <<
[94] Ibíd., 252-255. <<
[95] Ibíd., 255-256; Martínez Barrio, Memorias, Barcelona,
1983, 358-359. <<
[96]Las MAOC tenían por objetivo convertirse en «las bases de
organización del futuro ejército rojo obrero y campesino». Material
de discusión para el Congreso Provincial del Partido Comunista que
se celebra en Madrid, durante los días 20, 21 y 22 de junio de 1936.
<<
[97]Eligió de Mateo Sousa, «La sublevación en Madrid», Historia 16,
15, 165, enero de 1990, 111-116. Además, uno o dos jefes militares
izquierdistas más se pusieron a distribuir armas aquella noche,
según distintas fuentes citadas en Burnett Bolloten, The Spanish
Civil War, Chapel Hill, 1991, 39, 754. <<
[98]
Martínez Barrio, Memorias, 361-363; Azaña, Obras completas, 4:
714-715. Existe cierto desacuerdo entre Martínez Barrio y Azaña en
cuanto a la amplitud de la nueva coalición, que según Azaña tenía
que extenderse «desde las derechas republicanas hasta los
comunistas», mientras Martínez Barrio se contradice en este sentido
y en otras afirmaciones que hace. <<
[99]
Martínez Barrio, Memorias, 363-364 y Antonio Alonso Baño,
Homenaje a Diego Martínez Barrio, París, 1978, 67-107. <<
[100]Vidarte, Todos fuimos, 236-238, 252-253, 280-284, confirma
este aserto basándose en los informes de los escuchas del gobierno
que escucharon aquellas conversaciones, como lo hizo Sánchez
Román (que había estado en el despacho con Martínez Barrio en
ese momento) a una tercera persona, según afirma Gil Robles en
No fue posible, 791. Una edición de El Pensamiento Navarro,
(Pamplona) que apareció más tarde aquel mismo día afirmaba que
le habían ofrecido a Mola el Ministerio de la Guerra. Se pueden
hallar más referencias al caso en Bolloten, Spanish Civil War, 755.
Véanse también, J. M. Iribarren, Con el general Mola, Madrid,
1945, 102-103; Zugazagoitia, Historia, 58-65; Luis Romero, Tres
días de julio, Barcelona, 1967, 158, 193; Maximiano García Venero,
El general Fanjul, Madrid, 1970, 287-290; Largo Caballero, Mis
memorias, 156-157; y J. Pérez Madrigal, Memorias de un converso,
Madrid, 1943-1951, 7, 65-68. <<
[101]En una carta escrita a Madariaga, citada en el prólogo a la
cuarta edición de España de Madariaga, Buenos Aires, 1944.
Martínez Barrio escribe que, cuando se esforzaba para formar
aquella coalición, se dio cuenta de que «Ya no era la rebelión militar
nuestro enemigo peor. El más eficaz estaba dentro de nosotros
mismos. Lo constituía la irresolución, la desorientación, el temor a
las decisiones heroicas…». Memorias, 361. <<
[102]Término «acuñado» por Burnett Bolloten, especialmente en el
capítulo cuarto de Spanish Civil War, titulado «The Revolution and
the Rise of the Third Republic». <<
[103]Título normativo de la Comintern, empleado por vez primera por
la directiva comunista española al referirse a la República en marzo
de 1937, y elaborada después hasta lo infinito en el órgano
comunista español oficial Nuestra Bandera, en los años que
siguieron inmediatamente a la II Guerra Mundial. <<
[104]
Denominación para el primer año de la Guerra Civil inventada
por Carlos M. Rama, La crisis española del siglo XX, México, D. F.,
1960. <<
[1] Según formuló Ortega en su «Epílogo para ingleses» de las
últimas ediciones de La rebelión de las masas: «Tendrá el inglés o el
americano todo el derecho que quiera a opinar sobre lo que ha
pasado y debe pasar en España, pero ese derecho es una injuria si
no acepta una obligación correspondiente: la de estar bien
informado sobre la realidad de la Guerra Civil española, cuyo
primero y más sustancial capítulo es su origen, las causas que la
han producido». <<
[2]
Todavía están discutiendo los historiadores hasta qué punto corrió
peligro, por ejemplo, la Tercera República francesa. Véase Philippe
Bernard y Henri Dubief, The Decline of the Third Republic,
1914-1938, Cambridge, 1988. <<
[3] Detlev Peukert, Die Weimarer Republik: Krisenjahre der
klassischen Moderna, Fráncfort, 1987. <<
[4]Véanse a este respecto las convincentes observaciones de
Edward Malefakis, «La Segunda República española: Algunas
observaciones en su 50 aniversario», La II República española,
Barcelona, 1983, 97-109. <<
[5] Se podría sostener que la judicatura constituyó un elemento de
notoria fortaleza, porque el sistema judicial permaneció ampliamente
al margen de una politización abierta, atrayéndose en ese sentido
críticas tanto de la derecha como de la izquierda. No practicó una
discriminación indebida en lo tocante a los culpables de delitos o
violencia políticos ya en la izquierda (como en la Alemania de
Weimar) o en la derecha. La acuciante preocupación de la izquierda
por sacar adelante una legislación nueva para la purga política del
cuerpo judicial señala claramente que éste se había mantenido en
un grado considerablemente libre de la partidista hegemonía
izquierdista de 1936. <<
[6] Dankwart Rustow recalca la crucial importancia del consenso
logrado entre las elites al iniciarse un sistema nuevo, puesto que
«las luchas más duras se producen contra los defectos de
nacimiento de la comunidad política». «Transitions to Democracy:
Toward a Dynamic Model», Comparative Politics 2, abril de
1970, 337-363. Véase Herbert J. Spiro, Government by Constitution,
Nueva York, 1959, 361-383; Robert A. Dahl, Polyarchy: Participation
and Oppression, New Haven, 1971, 71; Samuel P. Huntington, «Will
More Countries Become Democratic?», Political Science
Quarterly 99, verano de 1984, 193-218; y J. Higley y R. Gunther,
Elites and Democratic Consolidation in Latin America and Southern
Europe, Cambridge, 1992. <<
[7]Tanto los republicanos de izquierda como los socialistas tendieron
a confundir en general los intereses de los intelectuales izquierdistas
de clase media y pequeños sectores progresistas con los del
conjunto de la burguesía, grosero error de cálculo sociopolítico que
volvió a caer en un momento sorprendentemente tardío y desde
luego en forma diferente, en la misma confusión hallada en Rusia en
1905. Véase Teodor Shanin, Russia, 1905-1907: Revolution as a
Moment of Truth, New Haven, 1986, 73 y en otras partes. <<
[8]En Alemania, por ejemplo, la Constitución de Weimar fue creada
por una coalición provisional de socialistas moderados, demócratas
de clase media, y el centro católico (este último participó en la
empresa, porque el catolicismo político, siempre minoritario en
Alemania, era allí más liberal y progresista que en España). <<
[9]Mercedes Cabrera, La patronal ante la II República, Madrid,
1983, 307-312. <<
[10]
H. A. Winkler, «Choosing the Lesser Evil: The German Social
Democrats and the Fall of the Weimar Republic», JCH, 25:2-3,
mayo-junio de 1990, 205-207, y la obra de Winkler, Der Weg in die
Katastrophe: Arbeiter und Arbeiterbewegung in der Weimarer
Republik 1930-1933, Berlín, 1990. <<
[11]En observación de Sydney Tarrow sobre un período posterior de
conflictos en Italia, la crisis tiende a desarrollarse cuando «el
conflicto social es transparente y las oportunidades políticas se
hallan en expansión», y no en los tiempos de restricción de los
derechos y oportunidades políticas. Democracy and Disorder:
Protest and Politics in Italy, 1965-1975, Nueva York, 1989, 48-49. <<
[12]
Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda República española,
Madrid, 1956-1963, 1:231-232. <<
[13] Manuel Portela Valladares, Memorias, Madrid, 1988, 211. <<
[14]
Al liderazgo le corresponde gran parte de la culpa por la bajísima
puntuación obtenida por la República en las mediciones operativas
practicadas por T. R. Gurr y M. McClellan, Political Performance: A
Twelve-Nation Study, Beverly Hills, 1981, 72. La puntuación sumaria
correspondiente a la República española fue de -7,80, comparada
con -6,01 de Alemania entre 1923 y 1932 y -3,95 Yugoslavia entre
1921 y 1929. La República acusó también el máximo en cuanto a
polarización, con un 15,9 en ese parámetro en comparación con el
6,16 de la Alemania de Weimar. Además, el promedio de duración
de los gabinetes, de sólo 101 días en España, se compara
desfavorablemente incluso con el de Austria durante la crisis de la
depresión (149 días), y fue más del doble de malo que el de
Alemania o Italia. <<

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