Atravesando Galicia Adelanto

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A(través)ando

GALICIA
Fran Zabaleta
Este es para Sonia, Colli, Susana, Manu, Lois, Juan y
Diana, compañeros de viaje a través de tantos mundos y cami‐
nos. Gracias por estos veinte años de amistad. Sin vosotros, la
vida habría estado mucho menos viva.
«Ti dis Galicia é ben pequena. Eu dígoche: Galicia é
un mundo. Cada terra é coma se fose un mundo enteiro. Po-
derala andar en pouco tempo de norte a sur, de leste a oeste
noutro tanto; poderala andar outra vez, mais non a has dar
andado. E de cada vez que a andes, has atopar cousas novas
e outras has botalas de menos. Pode ser pequena en exten-
sión. En fondura, en entidade é tan grande como queiras...».

(Tú dices: Galicia es bien pequeña. Yo te digo: Galicia


es un mundo. Cada tierra es como si fuese un mundo ente-
ro. Podrás andarla en poco tiempo de norte a sur, de este a
oeste en otro tanto; podrás andarla otra vez, pero no la vas
a dar andado. Y cada vez que la andes, encontrarás cosas
nuevas y otras las echarás de menos. Puede ser pequeña en
extensión. En profundidad, en entidad es tan grande como
quieras…).

Vicente Risco
© Fran Zabaleta, 2021

Título
Atravesando Galicia. Un viaje a pie de extremo a extremo

Primera edición: junio 2021

Colección
Nómadas 2

Ilustraciones
Portada: Imagen de Adrian Campfield en Pixabay
Huellas: Clker-Free-Vector-Images en Pixabay
Mapa e ilustración interior: Sal Donaire

Editorial
Los Libros del Salvaje
Rúa Troncoso 4, 2º
36206 Vigo

ISBN: 978-84-121997-7-2

La editorial Los Libros del Salvaje está convencida de que el copyright estimula la
creatividad, permite a los autores vivir dignamente de su esfuerzo y su trabajo, de-
fiende la diversidad y es herramienta fundamental para que la cultura viva y se
expanda. Por ello, te agradecemos que hayas comprado una edición autorizada de
este libro y que respetes las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distri‐
buir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso expreso del autor
y/o la editorial. Al hacerlo, respaldas a los creadores y permites que Los Libros del
Salvaje siga publicando libros. Si deseas fotocopiar o escanear algún fragmento de
esta obra, dirígete a CEDRO, el Centro Español de Derechos Repográficos: cedro.org.
ÍNDICE

UN VIAJE QUE ES UN PRÓLOGO …………………………………… 13

PRIMERA PARTE. LUGO DE NORTE A SUR …………………..….… 29

1 En la villa indiana ………….……………….…….….. 31


2 De Ribadeo a San Tirso de Abres ……………...… 45
3 Desde San Tirso hasta A Pontenova ……...….… 72
4 De A Pontenova a Meira …………….…………….... 94
5 De Meira al castro de Viladonga ……...……….. 113
6 Fin de semana en Lugo ………………..………….. 133
7 De Lugo a Guntín ………………………….………… 154
8 De Guntín a Portomarín ……………………………. 177
9 De Portomarín a Currelos ……………..………….. 195
10 De Currelos a Chantada …………….…………… 218

SEGUNDA PARTE. A TRAVÉS DE OURENSE …….……… 235


11 De Oseira a Cea ………………………….………. 237
12 De Cea a Carballiño ………………………..…….. 260
13 De Carballiño a Ribadavia ……………..…..…… 273
14 De Ribadavia a Crecente …………….……..….. 296
TERCERA PARTE. POR EL SUR DE PONTEVEDRA …………..….. 315

15 De Crecente a Arbo ………………………………………. 317

16 De Arbo a Salvaterra ………………………………..…… 330

17 De Salvaterra a Tui …………………………………..…… 345

18 De Tui a Vila Nova da Cerveira …………….……...… 362

19 De Vila Nova da Cerveira al fin del mundo ……..... 372

EPÍLOGO. A TRAVÉS DE GALICIA ………………….…………….. 385

Agradecimientos …………………………….…………….… 389

Sobre mí ………………………………….………………….….. 395

Antes de que te vayas ……………………………………….. 397


UN VIAJE QUE ES UN PRÓLOGO

La estación de autobuses de Vigo está casi vacía a primera


hora de la tarde. Es un edificio desangelado, uno de esos espacios
que parecen envueltos en una nube de desamparo y abandono per‐
manentes. Le queda poca vida: ya están construyendo una nueva,
así que esta se hunde en la melancolía de la vejez sin que nadie le
haga caso.
Llego pronto, siempre llego pronto a todas partes, como si
algo en mi cabeza temiera que el mundo entero fuera a estallar en
pedazos si alguna vez osara retrasarme. Es el último domingo de
agosto del año de la pandemia y me dispongo a emprender un via‐
je con el que soñé durante las largas semanas de confinamiento, en
primavera: cruzar Galicia andando desde Ribadeo, en el extremo
noreste, hasta A Guarda, en el suroeste, siguiendo más o menos el
curso del mayor y más caudaloso río de Galicia, o pai Miño, el padre
Miño, que gobierna con autoridad indiscutida la tierra de los mil
ríos. Un viaje de extremo a extremo, de confín a confín.
Por eso estoy aquí hoy, en esta estación silenciosa y embo‐
zada, esperando al autobús que me llevará hasta el punto de parti‐
da de mi andadura. Tras una primavera de confinamiento forzoso
y un verano de semiconfinamiento voluntario por motivos familia‐
res, necesito salir. Escapar. Recuperar el contacto con la tierra y el
cielo, con el frío de las madrugadas, el calor sofocante de los medio‐
días, el verde eterno de los prados y el pardo de los caminos polvo‐

A(través)ando Galicia ~ 13
Fran Zabaleta

rientos. Necesito transpirar hasta que mi cuerpo se licúe y sentir


ese feliz agotamiento de los músculos que te recuerda que estás
vivo, asombrosamente vivo.
—¿Sale de aquí el que va a Ribadeo? —La parte inferior de la
estación, donde se hallan las dársenas de las que parten los auto‐
buses, permanece en penumbra. Solo hay dos o tres personas ab‐
sortas en sus teléfonos móviles, ajenas al mundo que las rodea,
protegiéndose la boca y la nariz con mascarillas.
—Sí, pero todavía no ha llegado —me responde la mujer a la
que acabo de preguntar. Dejo la mochila en el suelo y me quedo de
pie, sin nada más que hacer salvo aguardar, pensando en el viaje
que estoy a punto de emprender.
Hay algo en la idea de viajar a pie que siempre me ha atraído.
Cuando necesito escapar de la rutina y despejar la mente, mi cabe‐
za me imagina viajando a pie, mochila a la espalda, dejándome
mecer por el ritmo de los pasos. Y cuando un viaje así se apodera
de mi imaginación, sé que de nada vale resistirme: tarde o tem-
prano me pondré en marcha. A diferencia de Ulises, nunca consigo
atarme al mástil de mi barco a tiempo para resistir el canto de las
sirenas.
Cuando publiqué mi primera novela, en 2005, se me ocurrió
que una estupenda forma de celebrarlo sería hacer un buena cami‐
nata en solitario, y unos días después estaba recorriendo a pie el
perímetro de la isla de La Palma, en las Canarias. Claro que por en‐
tonces todavía no conocía las islas, no había oído hablar de sus ba-
rrancos y pensaba, en mi ingenuidad, que si iba por la costa no
tendría que superar muchos desniveles...
Años después se me metió en la cabeza la idea de recorrer a
pie la cordillera del Atlas, en Marruecos, y terminé subiendo al Ighil
M'goun, un pico de 4071 metros, y descendiendo después durante
una semana por los cañones y gargantas del río M'goun, dejándo‐
me llevar por el lecho de las aguas.
Viajar a pie es simplificar la vida, reducirla a lo esencial. Es
volver a esa larguísima infancia de nuestra especie durante la cual
nuestros antepasados erraban por estepas, selvas, valles, hielos y
montañas con sus escasas posesiones a cuestas, tratando de so‐
brevivir en un mundo tan vasto como peligroso. Durante cientos

14 ~ A(través)ando Galicia
PRÓLOGO

de miles de años hemos sido nómadas. Se dice pronto, pero ra‐


ramente conseguimos darnos cuenta de lo que significa una cifra
tal, cientos de miles de años, comparada con los ochenta, cien en
el mejor de los casos, de nuestras vidas. Hace solo doscientos años,
un microsuspiro a escala evolutiva, todavía estábamos inventan‐
do el ferrocarril y los únicos coches que existían eran los tirados
por caballos. Hace quinientos, los europeos estábamos exploran‐
do y conquistando el que para nosotros era un nuevo continente.
Hace mil vivíamos bajo los terrores imaginarios del miedo al inmi‐
nente fin del mundo, que se produciría en el milenario de la muer‐
te de un profeta judío. Toda nuestra historia, tan impresionante,
cabe en un puñado de años: cinco, seis mil, poco más. Pero cuando
esta empezó o, mejor dicho, cuando comenzamos a dejar constan-
cia por escrito de los principales hechos de nuestro pasado, llevába-
mos cientos de miles de años vagando de un lugar a otro, nómadas
y caminantes.
Cientos de miles, ahí es nada. Y eso sin considerar las es-
pecies que nos precedieron, en cuyo caso estaríamos hablando de
millones de años.
Nuestro cuerpo se ha ido adaptando lentamente, a lo largo de
incontables generaciones, a la necesidad de caminar, hasta el punto
de que cuando dejamos de hacerlo y nos volvemos sedentarios todo
empieza a fallar: acumulamos más grasa de la necesaria, sube nues‐
tra tensión arterial, desarrollamos enfermedades cardiovasculares,
se incrementan nuestras posibilidades de morir prematuramente
y crece exponencialmente el riesgo de padecer depresión.
Somos nómadas, seguimos siendo nómadas. Diez mil años
de sedentarismo no son más que un abrir y cerrar de ojos para nues‐
tros genes. Pese a toda nuestra sofisticación, nuestras casas con cale-
facción central y nuestras obras de arte, pese a las asombrosas tec‐
nologías que hemos desarrollado y la inmensa cantidad de objetos
que acumulamos, bajo la piel de nuestra modernidad seguimos
siendo nómadas, frágiles e indefensos, desplazándonos a través
de un mundo aterrador.
No estamos hechos para permanecer quietos demasiado
tiempo, y de ahí, supongo, esa ansia por viajar que nos lleva cons‐
tantemente de aquí para allá en coche, tren, autobús, barco o avión;

A(través)ando Galicia ~ 15
Fran Zabaleta

y de ahí también esa pulsión que empuja a tantos millones de per‐


sonas a lanzarse a caminar para recuperar el contacto con una natu-
raleza a la que, da la impresión, en algún momento hemos vuelto
la espalda, sin saber muy bien cómo ni por qué.
Nuestro cuerpo sigue siendo nómada, pero nuestra mente
ya ha olvidado las habilidades de nuestros antepasados —orien‐
tarse por el sol, la luna y las estrellas, protegerse del frío y de los
depredadores, buscar refugio, rastrear huellas, encontrar alimen‐
to, utilizar las plantas para curarnos, percibir las sutiles señales de
la naturaleza—. Por eso, en las últimas décadas, los senderos ba‐
lizados han llenado nuestra geografía, para ayudarnos a disfrutar
de la naturaleza sin perdernos. Fue el francés Henry Viaux el pri‐
mero que pensó, allá por 1947, en marcar un camino, en trazar una
serie de señales en él para que aquellos que no supieran interpretar
un mapa u orientarse con una brújula fueran capaces de disfrutar
de un paseo por el campo sin perderse. La brillante idea fue acogi‐
da con entusiasmo por la Asociación de Turismo Pedestre de París,
cuyos miembros se lanzaron a balizar sendas por toda Francia: así
nació el senderismo y los miles de recorridos que hoy encontra‐
mos convenientemente marcados en cada rincón de nuestras geo‐
grafías.

Peregrinos y senderos
Unas voces cercanas me arrancan de mis pensamientos. El
autobús ya ha llegado y el conductor está comprobando los bille‐
tes. Dejo la mochila en las entrañas metálicas del mastodonte y me
acomodo en mi asiento, dispuesto a llevar con paciencia un trayec‐
to de casi seis horas con paradas en cuanta población de mediano
tamaño crucemos.
Da igual. Viajar es esto también, acomodarse a los tiempos
de los demás y desechar urgencias. Somos pocos viajeros, apenas
media docena de personas en un autobús de gran tamaño, aunque
se irá llenando a medida que nos detengamos en las sucesivas lo‐
calidades. Viajo poco en autobús, y quizá por eso me llama la aten-
ción el silencio, que parece intensificado por las mascarillas que

16 ~ A(través)ando Galicia
PRÓLOGO

llevamos. Todos nos volvemos hacia nosotros mismos y hacia nues‐


tro mundo, nos conectamos a nuestras pantallas para ver una pe‐
lícula, leer un libro, responder a un correo, revisar nuestras redes
sociales o enviar un wasap. Nuestra permanente conexión con el
mundo nos cierra los ojos a lo que nos rodea, nos aísla de quienes
nos rodean.
Al llegar a Santiago de Compostela, el autobús se llena con
peregrinos que ya han alcanzado su meta y regresan a sus casas.
Dos chicas de veintitantos años se sientan del otro lado del pasillo
y las oigo conversar en un inglés dificultoso preñado de risas. Una
debe de ser alemana y la otra española, valenciana o catalana, y se
han conocido haciendo el camino. Están recordando anécdotas de
los albergues, de los días que ahora terminan para ellas, y al hacerlo
comienzan a construir, sin darse cuenta, el relato de sus respec‐
tivos caminos, fijando en sus memorias aquello que recordarán ya
para siempre de estos días. Mientras habla, la que está más cerca
de mí tiene el codo apoyado en el reposabrazos y mece la mano en
el aire, de forma inconsciente, como siguiendo una melodía que
solo ella puede oír.
Los peregrinos, sus bordones, mochilas y vieiras —la concha
de un molusco muy común en Galicia que se ha convertido en el
símbolo de cuantos hacen el Camino de Santiago— son un espec‐
táculo habitual en Galicia, tanto que ya nadie repara en ellos. Son
el día a día de un país que lleva ochocientos años recibiendo cami‐
nantes, alimentándose de caminantes y, de paso, inevitable y afor-
tunadamente, absorbiendo los aires y las ideas nuevas que traen
consigo.
Nadie repara en ellos, nadie repara en lo que tiene todos los
días ante los ojos. Sin embargo, hoy sí me llaman la atención porque
la aventura que estoy a punto de empezar se parece mucho a la que
estos peregrinos terminan. Con matices, eso sí. Yo también hice,
hace años y en dos ocasiones, el Camino de Santiago, una vez desde
Portugal y otra desde Roncesvalles, y conozco bien tanto la cama‐
radería y la generosidad del camino como la incomodidad de los
albergues atestados o las carreras para conseguir cama en ellos.
Hacer el Camino de Santiago, cualquiera que hagas, es seguir
una ruta pisada y asentada por miles, millones de peregrinos que

A(través)ando Galicia ~ 17
Fran Zabaleta

te han precedido. Todo está establecido de antemano: la longitud


de las etapas, la senda por la que avanzas, los lugares de avitualla‐
miento, los albergues donde dormir. La comodidad de recorrer una
senda sin sobresaltos y sabiendo que al final de cada etapa encon‐
trarás un albergue en el que descansar es algo deseable para mu‐
chos, libera la mente de las preocupaciones de la intendencia y
permite concentrarse en el simple hecho de andar. En el camino,
además, la compañía está garantizada, pues los peregrinos son mu‐
chos y el ambiente, en general, es receptivo y amigable.
Sin embargo, no es eso lo que busco. Me tiran mucho más los
senderos desconocidos: los que no están marcados, aquellos que
no sabes siempre a donde te llevarán. Por eso no me planteo con-
vertirme en peregrino, aunque muchos me confundirán con uno
de ellos en los próximos días, sino trazar mi propio sendero desde
Ribadeo hasta A Guarda. Que yo sepa, nadie lo ha hecho antes —no
por su dificultad, que es poca, sino porque a nadie se le habrá ocu‐
rrido antes tan «peregrina» idea—, y eso es en sí mismo un acica‐
te: me atrae la idea de abrir una ruta que quizá, quién sabe, otros
seguirán e irán mejorando después. Me atrae la libertad de elegir
cada día el mejor trayecto por el que avanzar, aunque esa libertad
implique asumir los inevitables errores. Me atrae calcular las jor‐
nadas para que los descansos coincidan con poblaciones que cuen-
ten con restaurantes y hoteles, hostales, casas rurales o similares,
el equivalente, adaptado a nuestros tiempos, de los terrenos pro‐
picios para la caza o la recolección y los abrigos naturales de la pre-
historia. Me atrae, sobre todo, la idea de atravesar un paisaje poco
frecuentado por otros caminantes, de perderme por pueblos y mon-
tes, atravesar mundos, atisbar vidas ajenas y, con suerte, compartir
instantes con ellas.
Sí, me gusta andar. Siempre que me atasco con una novela,
un personaje, una trama, me voy a dar un paseo, a patear el monte,
a dar vueltas por la playa. Andando el cuerpo se cansa, las barreras
y tensiones mentales ceden y, en ese terreno fronterizo entre la
consciencia y la inconsciencia, la creatividad aflora. Andar es una
catarsis que limpia la mente y reduce todo a lo esencial.
Me atrae la idea de viajar a pie, día tras día, en pos de una
meta cualquiera. Porque no es solo un tópico: lo importante, al cabo,

18 ~ A(través)ando Galicia
PRÓLOGO

no es a donde vas, sino el hecho de ir. Y de sentirte, mientras lo


haces, intensamente vivo.

Tierra de osos
Varias horas después de salir de Vigo y tras una breve parada
de descanso en Lugo, el autobús emprende el último tramo, el que
nos lleva desde esta ciudad hasta Ribadeo. Estoy ya en el trayecto
que recorreré en unos días, de vuelta y a pie, así que dejo el libro que
estoy leyendo y observo con interés el paisaje tras la ventana. He
estado alguna vez por la zona, hace ya años, pero no guardo una
imagen muy precisa de ella, y de ahí mi curiosidad. Tenía la idea de
que las tierras más cercanas a Ribadeo son montañosas y que las
primeras jornadas voy a atravesar un territorio poco poblado, a ca‐
ballo entre Asturias y Galicia, pero no me imaginaba lo que ahora
veo por la ventana del autobús. Al menos, lo que intuyo, pues está
oscureciendo y cada vez distingo menos: un territorio en efecto
montañoso, cubierto por una vegetación densa que oscurece las
laderas y que, en estas horas crepusculares y bajo una fina lluvia,
transmite una sensación lúgubre, de territorio al margen, frío e
inhóspito.
La oscuridad termina por imponerse en el exterior, así que
vuelvo al libro con el que estoy: El río de la luz, de Javier Reverte,
viajero de los de verdad y uno de mis escritores de viajes de refe-
rencia, en el que se narra una aventura del autor por Alaska y Canadá
durante la cual —eso sí que me pone los dientes largos— recorrió
en canoa unos setecientos cincuenta kilómetros por el río Yukón,
hasta Dawson City, la legendaria capital de la fiebre del oro del
Klondike.
Mientras el autobús silencioso se desplaza a través de la ne-
grura montañosa que nos rodea, Reverte me habla de los osos, que
abundan por Alaska y Canadá, y de los frecuentes ataques a huma‐
nos que protagonizan. Explica con no poca ironía que, según leyó
en un libro sobre el tema, la conducta que debe adoptarse cuando
te topas con un oso varía según la especie de que se trate.

A(través)ando Galicia ~ 19
Fran Zabaleta

Los osos polares son los más fieros y atacan a los humanos
nada más verlos, por lo que la única defensa posible es correr y es-
conderse. Claro que, apostilla Reverte, «No especifica el autor del
libro, sin embargo, en qué lugar de una plataforma helada puede
encontrarse escondite contra un oso enfurecido que corre a casi se-
senta kilómetros por hora sobre el hielo».
Los osos pardos, entre los que se encuentran los gigantescos
grizzlies, no suelen sentir demasiado interés por los seres huma‐
nos, así que lo mejor es adoptar una posición fetal y quedarse inmó-
vil, esperando que se limite a olfatearnos y zarandearnos un poco
y se le pase la curiosidad, pues plantarle cara es garantía de muerte.
Los osos negros, finalmente, son mucho más agresivos que
los pardos. Ante ellos, lo peor es quedarse quietos: hay que gritar,
tirarle palos y piedras, mostrarse más violento y amenazador que
ellos para intimidarlos. Si lo conseguimos, nos dejará en paz; si
no... En fin, ya dará igual.
El problema, termina diciendo Reverte, es el último consejo
del libro: «Lo primero que debe procurar cualquiera que viaje a te-
rritorios de osos es aprender a distinguir entre un oso negro y un
oso pardo, sobre todo fijándose en su constitución, puesto que a
veces hay osos negros con pelaje pardo y osos pardos con pelaje
negro». Ante lo cual concluye Javier Reverte: «Imagine el lector
que le ataca un oso negro y adopta la posición fetal. O viceversa:
que ataca un pardo y le llama uno ramera a su madre a voz en gri‐
to. En fin...».
La anécdota me hace sonreír… hasta que dejo vagar la mi-
rada por el oscuro exterior y se me ocurre que por estas montañas,
que voy a recorrer a pie en breve, también hay osos. En los últimos
años, los osos pardos, que habían desaparecido de Galicia debido
a la presión humana, están regresando.
Me quedo contemplando el vacío con una sensación de desa-
sosiego. Me pongo a buscar en internet información sobre avista‐
mientos de osos en esta zona y descubro que se les ha visto en los
Ancares y en el Courel, en esta misma provincia de Lugo que estoy
atravesando, y también en los montes de O Invernadeiro y en Pena
Trevinca, en Ourense, provincia que atravesaré, en territorios don-
de estaban desaparecidos desde mediados del siglo pasado. Leo

20 ~ A(través)ando Galicia
PRÓLOGO

noticias sobre ataques a colmenas y veo un vídeo de un oso que se


pasea de noche por la devesa da Rogueira, en O Courel, el escenario
de mi novela Lo extraordinario. El vídeo me encanta, pero no sus
implicaciones.
Cómo cambia nuestra perspectiva cuando algo nos toca de
cerca: la idea de que el oso esté regresando a Galicia me resulta
muy seductora; al cabo, nunca veré un oso en mi ciudad, Vigo,
como no sea en su zoo —y ni ahí, pues nunca visito un zoo—, ni
tendré que lidiar con la posibilidad de toparme con uno al salir al
jardín, como le sucedió hace poco a un hombre en un pueblo de
León. Pero ahora que la idea se convierte en real, que voy a atrave‐
sar un territorio en el que existe la posibilidad, aunque remota, de
toparme con un oso, la cosa cambia...
Mientras estoy dándole vueltas a esto encuentro una noticia
sobre un avistamiento de un oso, a plena luz del día, en una carre‐
tera que va de Ribadeo al municipio limítrofe de Barreiros... justo
en la zona por la que pasaré dentro de dos días. Es un suceso de va‐
rios años atrás, pero la idea me deja inquieto.
Me llega un correo. La remitente, Elena, a la que no conozco,
me cuenta que es de A Pontenova —una de las localidades por las
que estoy pasando justo en estos momentos—, que se ha enterado
de mi aventura al leer mi blog y que, aunque no va a estar en su
pueblo cuando yo pase por allí, quería saludarme y desearme buen
camino. Le respondo agradeciéndole sus buenos deseos, pero cuan‐
do voy a enviar el correo se me ocurre preguntarle si sabe si hay
osos por la zona, entre Ribadeo y Meira. Me da un poco de vergüen-
za, mi mente racional sabe que la posibilidad de toparme con un
oso es mínima, pero la noche, los jirones de niebla que envuelven
las montañas más allá de la ventana del autobús y la imaginación
me pueden. «¿Quién eres tú, que oculto por la noche entras en mis
secretos pensamientos?», escribió William Shakespeare, refirién‐
dose quizás al amor. Aunque igualmente podía referirse al temor...
Al cabo de un rato me llega la respuesta de Elena: «Osos no.
Jabalíes muchos, pero de día no se ven. Como mucho, algún lobo».

A(través)ando Galicia ~ 21
Fran Zabaleta

Una historia que contar


Contemplo la pantalla del móvil con una media sonrisa en
los labios mientras empiezo a preguntarme si todo esto no es una
locura, si no me habré dejado arrastrar, como siempre, por el deseo
de encontrar una historia que contar.
Siempre supe, desde niño, que soy escritor, hasta el punto de
que no me recuerdo dudando de ello ni por un instante. He dudado
muchas veces si conseguiría alguna vez publicar algo, si sería me‐
jor o peor escritor o si alguna vez podría ganarme la vida como tal,
pero el hecho indiscutible es que siempre he necesitado contar his‐
torias, aunque tardé en darme cuenta de qué es lo que me impulsa
a hacerlo.
Eso lo comprendí de forma súbita, casi como si de una reve‐
lación cósmica se tratara, por culpa de un respingo colectivo. Al
principio de mi vida laboral me dediqué unos años a dar clase de
Geografía, Historia y Arte a alumnos de secundaria y bachillerato
en dos colegios privados. Me gustaba mucho, realmente lo disfru‐
taba, y en algún momento llegué a plantearme seguir haciéndolo
siempre. No iba a dejar de escribir, no podría hacerlo aunque quisie-
ra, pero la escritura bien podía ser una actividad secundaria, una
mera afición, en vez de mi actividad principal.
Hasta que una mañana, mientras daba una clase de Historia
del Mundo Contemporáneo a alumnos de COU, sucedió algo que
me hizo entenderme mucho mejor. No recuerdo bien cuál era el te-
ma que estaba exponiendo, creo que la Revolución Industrial, pero
sí recuerdo perfectamente cómo me sentía. Toda la clase perma‐
necía atenta, atrapada por mis palabras, mientras dibujaba un mun-
do ya desaparecido, en uno de esos raros momentos de conexión
colectiva. Yo mismo, arrastrado por la fuerza del conjuro, notaba a
medida que hablaba cómo piezas sueltas, ideas leídas aquí y allá y
conceptos dispersos iban encajando en el puzle histórico que mon-
taba. No solo estaba explicando un momento de la historia: al mismo
tiempo estaba comprendiendo lo que explicaba. O, al menos, esta‐
ba comprendiéndolo de una forma mucho más cabal de lo que lo
hacía hasta ese mismo instante. El esfuerzo intelectual que me exi‐

22 ~ A(través)ando Galicia
PRÓLOGO

gía la necesidad de exponer un cuadro coherente de los hechos me


estaba haciendo entender mejor esos mismos hechos.
De repente, sonó el timbre que indicaba el final de la clase.
Un respingo colectivo de sorpresa interrumpió la atmósfera alquí‐
mica que se había creado. Uno por uno, los alumnos y las alumnas
fueron volviendo al presente. Había en sus miradas un deje de nos‐
talgia por el mundo del que el timbre nos había arrancado. Sonreí,
consciente de que todos habíamos estado bajo los efectos de un po-
deroso hechizo colectivo, y salí del aula.
Sin embargo, no fui directamente a la siguiente clase. Me re‐
fugié en los baños porque necesitaba estar unos minutos a solas
para digerir lo sucedido. Acababa de comprender por qué escribo:
porque mi curiosidad es un estómago insaciable que me exige en‐
tender el mundo, y porque entiendo mucho mejor el mundo cuan‐
do lo cuento. El hecho de escribir me obliga a reflexionar sobre lo
vivido, a organizar y a categorizar, y solo cuando lo hago las piezas
encajan y cobran sentido. Para mí, escribir es vivir porque es esfor-
zarse por entender la vida, por darle la coherencia que, real o no, ne-
cesitamos para seguir adelante en un cosmos que nos sobrepasa.
Al final, todos lo hacemos: nos esforzamos, cada uno a nues‐
tra manera, por explorar y ordenar el mundo, lo hacemos encajar
a la fuerza en nuestros esquemas aprendidos desde niños o desa-
rrollados a base de esfuerzo ya de mayores. El resultado es una ima-
gen necesariamente falsa, incompleta y parcial de cuanto nos rodea,
pero qué más da: necesitamos agarrarnos a esa narrativa para nave-
gar con cierta tranquilidad a través de un universo que nos abru‐
ma y nos convierte en motas de polvo. Unos lo hacen volcándose
en religiones y creencias, otros buscan las respuestas en la ciencia
y en la investigación, otros se refugian en ideologías o en causas per-
sonales y otros exploramos el mundo a través de las palabras.
Ese día comprendí también otra cosa, y fue el respingo colec-
tivo lo que me la enseñó: no solo necesitaba escribir para entender
el mundo; además, era capaz de atrapar la atención, de trasladar al
oyente a otros mundos con la sola guía de mis palabras. Si era ca‐
paz de hacerlo hablando, debía de ser capaz de hacerlo igualmente
escribiendo. Y quería intentarlo en serio.

A(través)ando Galicia ~ 23
Fran Zabaleta

Ese día decidí convertir la escritura en mi profesión. Desde


entonces, siempre estoy a la caza de una nueva historia que contar
que me ayude a darle forma al universo que nos rodea.
Por eso estoy aquí, en este autobús silencioso, atravesando
un túnel de oscuridad camino de Ribadeo, persiguiendo una vez más
una historia que contar. Y dejándome arrastrar por la imaginación,
igual que hice con Viaje al interior, cuando la lectura de un libro me
llevó a comprar una furgo y me lanzó a recorrer el país. Porque está
en nuestra naturaleza humana, fundido con nuestras células, el de‐
seo de saber, de saciar nuestra curiosidad. Lo está en el niño que
pregunta por qué sin parar, lo está en el vecino o la vecina que se
pasa la vida cotilleando sobre los demás, lo está en los relatos que
escuchaban nuestros antepasados a la luz de las hogueras, en medio
de la selva africana. Porque a través de los cuentos infantiles, de los
cotilleos de patio de vecinos y de los relatos que las tribus se conta‐
ban a la luz de las hogueras conocemos el mundo y le damos forma
a nuestra sociedad. Es esa misma curiosidad la que me lleva, una
vez más, a salir al camino, a plantearme retos y tratar de conectar
con el mundo.
Dice María Belmonte en su libro Los senderos del mar que...

Cuando uno se dispone a explorar los viejos caminos le salen al paso


los fantasmas y las voces del pasado; voces que te cuentan historias y
relatos que allí sucedieron y han quedado suspendidos en el aire (...)

—¿Alguien para Ribadeo?


Estoy tan absorto en mis pensamientos que tardo en darme
cuenta de que el autobús se ha detenido. La oscuridad es casi total,
solo rota por el débil resplandor de las lámparas de lectura de algu‐
nos asientos. Nadie responde al conductor, que se vuelve a sentar
ante el volante y se dispone a reemprender la marcha. Solo entonces
salgo de mi abstracción y me doy cuenta de que estamos detenidos
y esta es mi parada. Me levanto apresuradamente y le pido que es-
pere, que me bajo aquí.
Se baja conmigo para abrir el maletero y, un tanto atolon-
dradamente, agarro mi mochila y la saco. El conductor sube, pone
en marcha el autobús y comienza a alejarse. Y en ese momento me
acuerdo de que he dejado en el asiento el portátil que llevo conmigo.

24 ~ A(través)ando Galicia
PRÓLOGO

—¡Espere!
Golpeo con la mano el lateral del autobús que ya se aleja y
consigo que este se detenga. Subo otra vez en medio del silencio
colectivo: nadie me dice nada, aunque muchos me miran. Algo aver-
gonzado por mi torpeza, encuentro el portátil y desciendo de nuevo.
El autobús arranca.
Me quedo solo en la estación desierta, en medio de la noche,
con la mochila a mis pies.
Estoy en Ribadeo. Preparado para perseguir historias, una
vez más.

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PRIMERA PARTE

LUGO DE NORTE A SUR

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1

EN LA VILLA INDIANA

Un italiano en moto
—¿Eres italiano? —Angelo habla español perfectamente, aun-
que con un ligero acento que no me cuesta detectar.
—Sí, pero llevo tres años viviendo en Barcelona.
Nos acabamos de cruzar en la pensión donde voy a dormir
hoy y mañana. Nada más recoger la llave de mi habitación me topo
con él, que sale de la suya, nos saludamos y nos ponemos a hablar.
Al instante nos reconocemos como miembros de la misma tribu: la
de los viajeros solitarios.
Cuando viajamos acompañados, nuestra atención, de forma
natural, se centra en aquella o aquellas personas con las que vamos.
Aunque no nos lo propongamos, ellas se convierten en el escudo
que nos protege y separa del mundo, son nuestra referencia cotidi-
ana y nuestro apoyo, las destinatarias de nuestra atención. El resto
es un simple decorado, pues nuestras necesidades —bienestar, es‐
tímulo intelectual, placer, apoyo— las satisface en gran medida
nuestra compañía. Para el resto del mundo, una pareja o un grupo
de viajeros son un universo en sí mismo, un ente cerrado que oca‐
sionalmente puede relacionarse con otros entes, pero que tiene sen-
tido completo en sí mismo.
Por el contrario, viajar sin compañía derriba las barreras y
cambia el foco de atención: te vuelve más receptivo a cuanto su‐

A(través)ando Galicia ~ 31
Fran Zabaleta

cede a tu alrededor y más dispuesto a entablar una conversación


con quien se cruza en tu camino. Al cabo somos animales sociales:
necesitamos el contacto con otros mamíferos. Gran parte de nues‐
tra vida consiste en encontrar nuestro lugar en el grupo del que
dependemos para criarnos, alimentarnos, aparearnos y defender‐
nos. Da igual que llamemos a ese grupo pareja, familia, tribu, aldea,
ciudad o nación, nuestro cerebro está programado para integrarse
en un grupo: es capaz de captar con asombrosa habilidad los cam-
bios emocionales de los que nos rodean, desde el fruncimiento de
un ceño al brillo de alegría o emoción de una mirada. Nuestra ca‐
pacidad para percibir —e identificarnos con— las emociones aje‐
nas, la empatía, es la clave de nuestro cerebro social y de nuestro
bienestar. Al participar de los sentimientos del otro le brindamos
nuestro apoyo emocional, y ese apoyo es clave para que nos sinta‐
mos seguros. Desde niños aprendemos a sentirnos protegidos gra-
cias al apoyo emocional que nos ofrecen nuestros padres y nuestra
familia más cercana y, desde niños también, aprendemos a prote-
ger y apoyar emocionalmente a los que nos rodean. La clave está
en la reciprocidad: necesitamos ser escuchados, y por tanto apren-
demos a escuchar; necesitamos ser queridos, y por tanto aprende‐
mos a querer.
Sí, somos seres inevitablemente sociales, y de ahí que, cuan‐
do viajamos solos, nuestro cerebro emocional busque el contacto.
Lo hace por su cuenta y riesgo, sin pedirnos permiso: permanece
atento a las señales del exterior, dispuesto a entablar conversación
aquí y allá a la menor oportunidad. Por eso, supongo, los viajeros
solitarios nos reconocemos al instante, porque no estamos aco‐
razados tras las barreras que protegen al grupo.
—¿Y qué haces por aquí?
Angelo está recorriendo el norte de España en moto... y tra‐
bajando a la vez. Es programador en una empresa radicada en Bar-
celona y, desde que estalló la pandemia, trabaja a distancia. Un día,
cansado de las horas de encierro en un piso compartido en Barce‐
lona, decidió que «a distancia» no es sinónimo de «en casa» y se
subió a la moto. Desde entonces va de un lugar a otro, explorando
los paisajes norteños. Cada día se pasa ocho horas trabajando en
el hospedaje en el que se encuentre y después, al terminar su jor‐

32 ~ A(través)ando Galicia
PRIMERA PARTE. LUGO DE NORTE A SUR

nada, se sube a la moto y se va a recorrer la zona o se desplaza a su


próximo destino.
—¿Has cenado? —le pregunto.
Un rato después estamos sentados en una terraza cercana
mientras le explico qué es el raxo, un plato típico de Galicia a base
de lomo de cerdo fresco cortado en dados y adobado con ajo, sal,
pimienta negra, vino blanco y orégano, y servido con patatas fritas
y pimientos de Padrón. Un plato sencillo y sabroso que se puede
encontrar en casi cualquier parte. Tuvimos suerte, además, y por
pura casualidad resultó que nos habíamos sentado en uno de los
locales de tapas mejor valorados de Ribadeo, El Rincón del Gordo.
¡Magnífico nombre para un local de tapas!
—Guau, esto está buenísimo...
Angelo tiene treinta y tantos años, un cuerpo macizo y un ros‐
tro franco que transmite una cordialidad contagiosa. Enseguida
congeniamos y nos descubrimos hablando de nuestras vidas y ex‐
periencias. Tras bombardearme a preguntas sobre sus próximos
destinos y trazar entre los dos una posible ruta —quiere verlo todo
en los pocos días que le quedan en Galicia, pues dentro de una se‐
mana ha quedado con su hermana en Lisboa—, terminamos, no sé
por qué, hablando de seres mágicos, duendes y similares. Me cuen‐
ta que en su pueblo, una pequeña localidad del norte de Nápoles,
cuando un niño tenía una pesadilla se decía que se la provocaba un
babbaceglie...
—¿Y eso qué es?
—Un ser pequeñito y perverso que siempre va con un gorro
y vive bajo la tierra. Es curioso y travieso y, aunque pequeño, pesa
mucho. Le gusta sentarse en el pecho de los que duermen para pro-
vocarles opresión y pesadillas...
—¡Ostras! ¡Igualito que los tardos gallegos!
Y es que la fantasía, como la vida, no entiende de fronteras.
Seguimos hablando y disfrutando de la noche tibia del final
del verano. Y así, dejándome llevar por lo inesperado, redescubro
de golpe el placer del viaje, de los encuentros fortuitos, de las char-
las sin trabas y de los mundos que se cruzan como faros en una ca-
rretera nocturna para no volver a verse jamás.
O tal vez sí.

A(través)ando Galicia ~ 33

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