Este documento resume los conceptos fundamentales del psicoanálisis en los primeros años de vida según Freud. Describe el desarrollo inicial del aparato psíquico desde una etapa sin diferenciación entre yo y ello, hasta la emergencia del yo placer purificado y el narcisismo primario. Explica cómo se van formando las representaciones, la polaridad afectiva amor-odio, y los procesos iniciales de pensamiento a través de la transferencia de carga entre representaciones.
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Este documento resume los conceptos fundamentales del psicoanálisis en los primeros años de vida según Freud. Describe el desarrollo inicial del aparato psíquico desde una etapa sin diferenciación entre yo y ello, hasta la emergencia del yo placer purificado y el narcisismo primario. Explica cómo se van formando las representaciones, la polaridad afectiva amor-odio, y los procesos iniciales de pensamiento a través de la transferencia de carga entre representaciones.
Este documento resume los conceptos fundamentales del psicoanálisis en los primeros años de vida según Freud. Describe el desarrollo inicial del aparato psíquico desde una etapa sin diferenciación entre yo y ello, hasta la emergencia del yo placer purificado y el narcisismo primario. Explica cómo se van formando las representaciones, la polaridad afectiva amor-odio, y los procesos iniciales de pensamiento a través de la transferencia de carga entre representaciones.
Este documento resume los conceptos fundamentales del psicoanálisis en los primeros años de vida según Freud. Describe el desarrollo inicial del aparato psíquico desde una etapa sin diferenciación entre yo y ello, hasta la emergencia del yo placer purificado y el narcisismo primario. Explica cómo se van formando las representaciones, la polaridad afectiva amor-odio, y los procesos iniciales de pensamiento a través de la transferencia de carga entre representaciones.
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LOS COMIENZOS DEL APARATO PSÍQUICO.
Juan José Calzetta
En este trabajo se examinan –sin pretensión de agotar su sentido- algunos
de los conceptos fundamentales del psicoanálisis en sus manifestaciones a lo largo de un período fundamental de la vida: los dos o tres primeros años. El recorrido remite a la concepción de S. Freud, procurando poner en relación escritos de distintos momentos de su obra. El trayecto que comienza antes de fin de siglo XIX con Proyecto de psicología culmina cuarenta años más tarde con Esquema del psicoanálisis. Es, como ha sido dicho, el desarrollo de un enorme proyecto de investigación sobre la psique, que reconoció en ese trayecto numerosas resignificaciones de sus conceptos básicos. Esas retranscripciones no invalidan, en muchos casos, el valor de las primeras versiones del tema, sino que les otorgan un nuevo status, un nuevo sentido que se subsume al posterior. Tal el caso, por ejemplo, de las teorías de la angustia o de las pulsiones. La misma noción de aparato psíquico conoció diversas versiones, ninguna de las cuales ha perdido validez. Desde el punto de vista psicoanalítico puede afirmarse que el hombre no renuncia jamás totalmente a nada. Cada uno de los momentos constitutivos del aparato psíquico, cada una de las configuraciones desiderativo–defensivas permanece y hasta puede resurgir en circunstancias particulares. Freud apela en “El malestar en la cultura" a una metáfora que ilustra esta afirmación. Ocurre, explica, como si en una ciudad de larga historia –Roma, por ejemplo- pudiera observarse simultáneamente cada una de las sucesivas configuraciones urbanas. Según como el observador dirigiera su mirada o modificara su punto de observación, haría surgir las imágenes correspondientes a los edificios que ocupaban cada lugar en los distintos momentos históricos y que fueron siendo reemplazados unos por otros. Junto con el concepto de resignificación (reinscripción o reorganización del material mnémico, al que se le asigna nuevo sentido en función de experiencias ulteriores), el concepto de la conservación del material psíquico como regla -a menos, claro está, que medie lesión de la sustancia nerviosa- es indispensable para entender la cuestión de la constitución del aparato psíquico. Es necesario articular ambos conceptos para evitar una idea errónea que reduzca el proceso a una mera progresión lineal. Tomando estos recaudos, es posible internarse en la reconstrucción de esa historia, tarea que implica ordenar según una secuencia cronológica los estados del aparato psíquico que se han ido develando a partir, en primer lugar, del análisis de las neurosis. Cuanto más cercanos al comienzo, tanto más especulativos serán los momentos de esta construcción. Puede entonces concebirse un punto de partida inicial indiscriminado, en los primeros momentos de la vida, cuando el yo (en el sentido de sentimiento de sí, lo que el sujeto considera como su mismidad) no se ha separado aún de la matriz originaria yo-ello, es decir, no ha reconocido aún a un otro, un mundo, un “no–yo”. Freud establece una primera localización, a la que apenas correspondería denominar psíquica, que se funda sobre la comprobación de que ciertos estímulos son discontinuos (el niño asocia su desaparición con los movimientos que realiza con su cuerpo), mientras que otros mantienen constante su presión, por más que se realicen movimientos; es decir, no resulta posible apartarse de ellos. Para comprender esta cuestión es necesario recordar que el psicoanálisis parte de conceptualizar a la sustancia nerviosa, y en principio al aparato psíquico por ella soportado, como un dispositivo destinado al apartamiento de estímulos, de acuerdo con el Principio de Constancia que tiende a mantener en todo momento la excitación en el nivel más bajo posible. Por esa razón adquiere particular importancia la posibilidad de suprimir estímulos mediante la fuga, la que comienza siendo un reflejo. El yo real primitivo, que se funda en la discriminación arriba señalada, comienza por la delimitación de un lugar (antecedente de lo interior) como sede de lo inevitable. Por fuera queda un incipiente exterior, que en principio será aquello que puede ser suprimido, de lo que es posible fugarse, es decir, lo indiferente. Las exigencias provenientes del soma rompen una y otra vez la tendencia original al apartamiento total de estímulos. La madre (en tanto función) cumple para el pequeño el papel de asegurar la satisfacción de las necesidades que él, en la más total inermidad, es aún incapaz de percibir más que como tensión sin nombre y frente a las que, por provenir de fuentes internas, es ineficaz el mecanismo de la fuga. Tales primeras experiencias de satisfacción dejan sus huellas, primeras marcas mnémicas (o sea, de memoria), sobre las que irá a fundarse la compleja armazón del aparato psíquico. A partir de estas huellas de las primeras experiencias de satisfacción se configura el polo del placer de lo que será después la serie placer-displacer. Estas investiduras originarias, primeros anclajes de lo cuantitativo en una cualidad determinada, son los basamentos del narcisismo primitivo; el origen de la representación del yo, así como, al mismo tiempo, de la del objeto deseado. Se va constituyendo desde este punto de partida un incipiente aparato capaz de procesar la cantidad de excitación que llega desde las fuentes somáticas. Este rudimentario proceso psíquico consiste en la reactivación de las huellas mnémicas por vía de la alucinación. Esta evocación es un intento de repetir la experiencia que había sido anteriormente ocasión del descenso de la cantidad de excitación, dado que proveyó la satisfacción adecuada. Ese movimiento psíquico prefigura las posteriores identificaciones; pero por el momento, en tanto el yo no se diferencia de su objeto, la identificación es indistinguible de la investidura de objeto, o aún del deseo. No existe todavía un otro, un no–yo definido. Se origina en estos momentos iniciales la polaridad afectiva amor–indiferencia. Amor hacia el conjunto yo-objeto fusionado; indiferencia con respecto a todo lo demás: cuando el pequeño está en brazos de su madre –recuerda Freud- lo malo no existe. A partir de lo señalado, se observa que operan simultáneamente dos tendencias distintas: a) una orientación realista inicial cuyo fundamento es biológico, reflejo; y b) una tendencia a la repetición imaginaria de la experiencia de satisfacción. De la relación entre ambas surge un nuevo nivel: el yo-placer purificado, lo que incrementa la posibilidad de representación de la realidad y, por lo tanto, también la estabilidad de la estructura yoica. En esta forma del yo, éste queda identificado con el polo de lo placiente, mientras que lo displaciente, ahora reconocido, es proyectado al exterior. El borde yoico prefigurado en el yo real primitivo (es decir, el borde que separa lo evitable mediante la fuga de lo no evitable) es ahora utilizado con un nuevo sentido. Comienza a surgir un no-yo, un exterior ahora no indiferente en torno al yo, constituido por lo odiado, lo relacionado con el dolor y el displacer, aquello de lo cual procura fugarse el yo una vez descubierta la posibilidad de la fuga. La polaridad afectiva no es más “amor–indiferencia”, sino, a partir de esto, amor–odio. El primer sentimiento destinado a un objeto reconocido como exterior es, entonces, el odio; y, en una aparente paradoja, ese objeto exterior es primordialmente el interior del propio cuerpo, en tanto que es asiento de las sensaciones displacientes, aquellas de las que no es posible la fuga. Queda ahora completada la serie placer–displacer que se superpone con “yo-no yo”. Las representaciones–cosa que constituyen el núcleo del yo son también las del objeto amado; o mejor las del objeto fusionado con las partes del cuerpo propio con las que entra en contacto (como, por ejemplo, boca y pezón, que forman un continuo). Obsérvese que no hay aún posibilidad para el niño de establecer una distinción clara entre yo y objeto amado. En este sentido el yo es, ante todo un yo corporal, en la medida en que partes de la superficie del cuerpo han sido significadas libidinalmente (investidas) por la madre, en el curso de la alimentación y el cuidado del bebé. Este yo ahora configurado, omnipotente en su capacidad de reproducir al objeto satisfaciente mediante el recurso alucinatorio apenas se establece la tensión de necesidad, es el lugar de lo “bueno absoluto”. Se constituye así un yo ideal cuyo rastro se hallará más tarde en la construcción del ideal del yo. La puesta en acción del yo placer purificado, sede de lo idealizado y núcleo del narcisismo primario, no implica la desaparición del yo-real; por el contrario, la contradicción entre ambos impulsa el proceso de constitución del psiquismo, en la medida en que la realidad sigue aportando información tanto de fuentes externas como internas al organismo. El narcisismo primario absoluto es el del yo placer purificado; por otra parte, a la percepción –es decir, a la consciencia- llega una y otra vez información de la realidad sobre el doloroso fracaso del intento alucinatorio de satisfacer la necesidad. En el curso de los momentos constitutivos, los procesos de carga de las representaciones –que se organizan a partir de las huellas mnémicas, enriqueciendo su sentido con cada nueva experiencia- exceden la mera alucinación y dan lugar a formas primitivas de pensamiento como transferencia de carga entre representaciones, hasta el momento sólo representaciones-cosa. Tal pensamiento es aún inconsciente ya que las huellas mnémicas son en sí inconscientes y carecen de signos de cualidad perceptibles por la conciencia, salvo en el caso que se reactualice su percepción, o sea alucinatoriamente. Este primer pensamiento inconsciente se ejemplifica con el “pensamiento reproductor”, que Freud describe en el Proyecto de psicología: la actividad judicativa se pone en marcha a partir de las diferencias entre el complejo desiderativo y el perceptual – dadas, por supuesto, las semejanzas necesarias- y se detiene cuando ambos complejos coinciden. Pero ese proceso es en acto; tal pensamiento es una actividad motriz, que el lactante realiza (básicamente un movimiento cefálico), evocando movimientos anteriores, seguramente reflejos. El primer pensamiento no sería otra cosa que esa acción, un movimiento de la cabeza que lo lleva a reencontrar el pecho en posición favorable para la succión, sin otra representación consciente implicada. Así transforma una realidad excitante pero frustrante en el objeto anhelado. Paulatinamente, las representaciones –construidas a partir de diversas experiencias de placer y displacer que se reiteran- aisladas en un principio e independientes de sus relaciones mutuas, comienzan a vincularse entre sí, constituyendo una trama representacional cada vez más compleja. Este camino conduce a la inhibición de los procesos primarios y la instalación del Juicio de Realidad. Un nuevo nivel de complejidad se produce con el acceso a la palabra, que surge apoyándose sobre el llanto que invocaba a la madre: el pensamiento, hasta entonces inconsciente, adquiere la posibilidad de consciencia dado el enlace de las huellas mnémicas de la cosa con las de palabra. Se constituye así el proceso preconsciente y se enriquece extraordinariamente la capacidad de procesamiento de cantidades de excitación. El pensamiento preconsciente puede concebirse como un lenguaje interior, una acción virtual que recae sobre las representaciones de palabra, perceptible y por lo tanto capaz de consciencia Este nuevo nivel de funcionamiento mental conduce a la implementación de la acción específica por parte del yo, lo que permite obtener satisfacciones de manera más autónoma, dado que el yo logra así anticipar los resultados de su acción y planificar, por lo tanto, respuestas eficaces en la realidad. La instalación del Juicio de Realidad se establece por imperio de la necesidad. Hasta ese momento –es decir, durante el predominio del yo placer purificado-, la demora que el sistema interponía en el camino de la descarga vía acción inespecífica (llanto, movimientos espontáneos, alteraciones internas, etc.), era aún muy pequeña. El yo, en tanto sede omnipotente del bien, que fabricaba alucinatoriamente su objeto cada vez que la tensión aumentaba, podía mantenerse escaso tiempo. La urgencia corporal insistía exigiendo la reducción de tensión y terminaba por desarticular esa ilusión. La realización alucinatoria estallaba en una explosión de displacer, la angustia automática o cuantitativa, que sigue el modelo de la reacción ante el nacimiento y desarticula al incipiente aparato psíquico. Tal angustia solo cesaba cuando el auxiliar externo --la madre– acudía a proporcionar una nueva experiencia de satisfacción. La reiteración de estas frustraciones obliga al yo a desarrollar un dispositivo que inhiba las grandes transferencias de cantidad de excitación que constituyen el proceso primario. Para que esa inhibición del proceso primario sea posible –o sea, para que se instale el proceso secundario- es necesario que se produzca la complejización de la trama representacional, lo que permite atenuar la cantidad de carga que inviste a la huella mnémica de la cosa. En otros términos: el yo logra reprimir la reproducción alucinatoria del objeto deseado, ya que ese camino (la Identidad de Percepción) demostró terminar ocasionando displacer. Comienza a actuar el Principio de Realidad, el que en última instancia está al Servicio del Principio del Placer y lo perfecciona, ya que su finalidad es, precisamente, evitar el displacer. Este procedimiento por el cual el yo logra evitar la repercepción alucinatoria de la satisfacción es llamado por Freud, en el Proyecto de psicología, “Defensa Primaria”. Permite el pasaje de la Identidad de Percepción (alucinación primitiva) a la búsqueda de Identidad de Pensamiento (rodeos mentales necesarios para alcanzar efectivamente la satisfacción) o, en otras palabras, discrimina la percepción del recuerdo. Para este funcionamiento es imprescindible la complejización de la trama representacional que se logra con el nuevo nivel de representaciones (de palabra), ligadas asociativamente a las representaciones cosa. El yo se defiende así de la sensación de displacer que sobreviene a la frustración y se asegura algunas formas de actuar en el mundo exterior para lograr la satisfacción real. Por esta razón es que, si bien el Principio de Realidad parece contrariar al de Placer, oponiéndose a la realización alucinatoria que es el intento de obtener placer sin demora, en realidad lo perfecciona, poniéndose a su servicio. El yo que logra esta doma no es más en principio que un sistema de representaciones investidas libidinalmente, que retiene en esa trama representacional una cantidad de energía (cantidad de excitación no descargada) suficiente como para asegurar su eficacia. Las ideas que lo forman se estructuran alrededor de la representación de objeto. Como se dijo más arriba, esa representación primitiva de objeto es, a la vez, representación del yo mismo. El núcleo del yo es esa identificación primaria. De su objeto –al principio no reconocido como tal- aprende el yo su capacidad discriminadora, habilidad que le resultará imprescindible en el progresivo dominio de la realidad. Este aprendizaje se produce, precisamente, como consecuencia de la identificación. El otro y su perspectiva están incluidos en el yo desde el comienzo de la constitución psíquica. Este proceso lleva a que el yo logre al fin diferenciarse de manera estable de su objeto. Antes, la inmediata producción alucinatoria con que se intentaba cancelar todo aumento de tensión impedía esta discriminación. Si el yo reproducía el objeto a voluntad, éste era entonces parte de aquél: precisamente su parte más valiosa. Pero desde el momento en que el objeto se reconoce como externo, el yo debe tolerar el doloroso aprendizaje de que esas partes valiosas de sí mismo se encuentran, en realidad, fuera de él. En otras palabras: el yo debe comenzar a aprender a esperar. Es decir, deberá aplazar los movimientos de descarga (acciones específicas) hasta que haya comprobado los signos de realidad que aseguran que se ha reencontrado afuera el objeto deseado. De modo que lo “bueno” absoluto se fractura; el amor del yo a sí mismo y el odio al objeto son ya insostenibles. Si parte de lo bueno está afuera, en el no-yo, y parte de lo malo es propio del yo, la ambivalencia afectiva se torna inevitable. Los sentimientos hacia el objeto -y también hacia el yo- consistirán en una mezcla de amor y odio. Así como en la etapa anterior la principal exigencia planteada al incipiente aparato psíquico había sido la cualificación de las cantidades de excitación, ahora se hace imperativo el dominio del objeto. Por imposición de la realidad el yo se vio obligado a separarse de él, pero al hacerlo, el objeto arrastró consigo –como se señaló- algunas de las pertenencias más valiosas del yo. Este último queda entonces marcado, para el resto de su historia, por la tendencia perpetuamente insatisfecha a recuperar lo perdido, reincorporando el objeto. Es cierto que la anterior forma de buscar el placer, vía realización alucinatoria, terminaba siendo frustrante; pero es particularmente difícil renunciar a las ilusiones. El yo deberá soportar en adelante la nostalgia de un objeto perdido que en realidad nunca poseyó. El mantenimiento de la defensa primaria, que permite el ejercicio del juicio de realidad, representa un tensionamiento constante que el Yo debe esforzarse por sostener; sólo prescinde de él en esa profunda transformación que experimenta cada noche, cuando se entrega al reposo, y las alucinaciones oníricas reinstalan un primitivo modo de procesar los deseos. Desde el punto de vista económico, como se señaló más arriba, el esfuerzo de sostener el juicio de realidad corresponde al mantenimiento, dentro de la trama representacional yoica, de una cantidad de energía psíquica que se sustraerá a la descarga, oponiéndose a la tendencia más elemental del sistema, que era, como se recordará, a la descarga sin demora y lo más completa posible. Esta tendencia a la descarga no desaparece jamás, corresponde al proceso primario y su presencia puede observarse a menudo en rasgos como la intolerancia a la frustración o a la demora, observable sobre todo en la conducta de los niños, en mayor medida cuanto más pequeños son. Es claro, entonces, que si no puede reincorporar el objeto perdido deberá procurar dominarlo por cuanto medio disponga. Esta es, precisamente, la edad del dominio muscular y también de los caprichos. En tanto manifestación de la pulsión de dominio, éstos tienen por finalidad imponer el objeto que se aleja una conducta determinada por los propios deseos. Es también la edad del sadismo –pulsión sexual apuntalada sobre el apoderamiento del objeto-, porque en el sufrimiento del otro, ocasionado por el yo, se manifiestan la voluntad de dominio y la ambivalencia afectiva. A la vez, desde el punto de vista de la última teoría de las pulsiones, el sadismo significa la ligadura de importantes magnitudes de pulsión de muerte con Eros, lo que implica la posibilidad de deflexionar destructividad hacia el exterior, mediante esa sexualización del dominio. Por tal camino se llega a un desenlace paradójico: el mayor dominio posible consiste en la destrucción del objeto y, por lo tanto, su pérdida definitiva. De la confrontación con esta aterradora posibilidad parte también la primera gran renuncia por amor: el control de esfínteres. Para retener el amor, inseparable aún de la presencia corporal del objeto, el yo renuncia a su placer y a su producto. La angustia experimenta en esta etapa una gran transformación. Si antes era producto de una invasión de cantidad de excitación que excedía las posibilidades metabolizadoras de la estructura yoica (y por lo tanto, desarticulaba momentáneamente al yo) ahora será en cambio, anticipación. El yo, advertido de la posibilidad de perder a su objeto, anticipará las condiciones de su pérdida: separado de su objeto, quedaría nuevamente expuesto a las invasiones de cantidad y, por lo tanto, a la situación de desvalimiento. El tipo de vínculo que puede establecer con un objeto conserva aún mucho del modo de enlace identificatorio narcisista. El yo construye su objeto a su semejanza y mantiene con él una relación de prolongación y apoyo. En términos de Duelo y melancolía puede decirse que se trata de una elección objetal–narcisista. La pérdida del objeto implica, necesariamente, un desgarro vivido como irreparable en el yo. En el transcurso de este proceso, el yo encuentra en la realidad obstáculos para el desarrollo de su sadismo (la educación por parte de los padres, el control de esfínteres) que determinan la actuación de su forma reflexiva: el masoquismo; retorno autoerótico de la pulsión que implica la recuperación de un modo narcisista de satisfacción. Corresponde a la puesta en acción del mecanismo de defensa primitivo de la vuelta sobre sí mismo, que junto a la transformación en lo contrario anteceden a la represión como recurso para el dominio de la pulsión. El yo se identifica con el objeto de la pulsión sádica produciendo un pasaje de la actividad a la pasividad, polaridad que impregna todos los vínculos que se establecen en esta etapa. El antecedente de la pulsión de dominio es el esfuerzo del yo por dominar las cantidades de excitación que afluyen del cuerpo, asignándoles cualidad; esto es, enlazándolas a la representación de objeto y elaborando la serie placer– displacer, según la cual se establece un adentro y un afuera en el sentido de lo propio–amado, y lo ajeno–odiado, respectivamente. Después se tratará de dominar el objeto mismo, dominio que se apoya en el anhelo subyacente de desobjetalizarlo; es decir, reincorporarlo al yo. En este sentido, el intento de dominio es impulsado por el amor. Lo que para el yo-placer purificado se plantea en términos de oposición adentro–afuera, se reeditará luego como activo–pasivo, dominador–dominado, sádico–masoquista. De esta polaridad tomará sus materiales la posterior diferencia fálico-castrado, sobre la que se apoya el sentido inconsciente de la oposición masculino–femenino. Pero el Yo de la etapa sádica no reconoce aún tales diferencias o, por lo menos, no les asigna mayor significación; el objeto es, ante todo, igual al Yo. Más tarde, cuando la comprobación de las diferencias sexuales se haga inevitable, comenzará a ponerse en escena el drama edípico. Si se articulan los conceptos antes desarrollados con las fases de evolución de la libido, puede diseñarse el siguiente cuadro sinóptico, en el que la defensa primaria ocupa una zona de transición. Debe hacerse la salvedad de que constituye una esquematización de procesos que no reconocen límites rígidos, y que, necesariamente, omite una gran cantidad de variables; su interés es apenas ilustrativo.
FASE ORAL FASE SÁDICO-ANAL
Identidad de percepción Búsqueda de identidad de pensamiento Ser = tener Ser =/= tener
Enlace identificatorio DEFENSA PRIMARIA Elección de objeto narcisista
Cualificación de las cantidades Dominio del objeto
Angustia automática Angustia de pérdida de objeto
Indiferencia yo-objeto Diferencia yo-objeto
Acción inespecífica Acción específica frente a los
signos de realidad BIBLIOGRAFÍA
Avenburg, Ricardo “El aparato psíquico y la realidad”. Ed. Nueva Visión,
Bs. As., 1975.
Freud, Sigmund (1950 [1895]) “Proyecto de Psicología”, Obras
Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1985. (1900) “La interpretación de los sueños”
Calzetta, J.J. (2006) - Algunas Puntualizaciones Sobre Los Momentos Iniciales en La Constitución Del Aparato Psíquico. Buenos Aires: UBA, Facultad de Psicología, Depto. de Publicaciones.
Caracterización de La Calidad Del Sueño y de La Somnolencia Diurna Excesiva en Una Muestra de Estudiantes Del Programa de Medicina de La Universidad de Manizales (Colombia)