Cuentos Jose María Arguedas

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Casi todos los carteros, al pasar, le han hecho demostraciones de sorna; solo algunos le han

mirado compasivamente y otros con mucha seriedad, como se mira a los ricos.
El cargador - José María Arguedas
Severino ha permanecido callado y sereno; pero he notado que ajustó fuertemente sus
Me han cambiado de ayudante: el nuevo se llama Severino, es hijo de un árabe y de una criolla. mandíbulas y miró desfilar a los carteros con una expresión de gran amargura en los ojos.
Severino es moreno, de ojos pequeños y muy negros, usa bigotes, su cara está bien afeitada, Después quiso reírse fuerte, a carcajadas; vino abriendo mucho la boca hacia mi carpeta y siguió
es bajo. Sus cejas espesas y algo erizadas, la córnea amarilla y turbia, y su costumbre de mirar mostrando los dientes durante unos minutos; pero eso no era más que una estridencia de su
con las pupilas siempre al centro de los ojos, le dan cierto aire de locura, de duda, de extravío desequilibrio, de su despecho, de su abrumadora desgracia.
en la expresión.

—Yo, hijito, soy bueno con los buenos y canalla con los de mal corazón. Tú eres bueno, jefe. En
la cara se ve si la gente es buena o mala. Hermanito, yo soy trabajador, yo he sido cargador de —¡No te rías, Severino!; puede verte el jefe y molestarse.
azúcar en las haciendas de Huacho, he sudado allí como nadie. Yo soy hombre, jefe; hombre
de a de veras; no como éstos, que trabajando bajo techo, desde las nueve de la mañana como —¡Siete mil soles, jefecito, hermanito! ¡Siete mil soles ha guardado este bolsillo de cartero! Pero
caballeros, todavía se quejan como perrillos. ¿Verdad, hijito? los boté, como un perro loco, los tiré, y me quedé limpio, pelado. Hombres y mujeres se
agarraron de mis bolsillos como garrapatas. Después, mis hijos lloraron de hambre y tuve que
Severino se dio una vuelta completa sobre sí mismo y después me miró con desdén, con largarme a Huacho, a sudar, desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde por un sol
bastante menosprecio; enseguida miró al resto, a todos los empleados ayudantes de la sección. miserable que aquí me dan para almorzar un día de “Panamá”. Pero —y se acercó hasta
Se irguió con un ademán militar y habló: ponerme sus labios en mis oídos— estos carteros sonsos creen que he enterrado el dinero; son
malos, me hacen perjuicio con eso, la Superioridad creerá y no me dará el empleo en propiedad.
—Éstos se morirían en las haciendas de Huacho. Son maulas, yo soy el único hombre aquí. ¡Por Dios, por mi madre, no tengo un medio!
Estiró su labio inferior; hizo más sombra sobre sus ojos con las cejas erizadas y permaneció Volteó sus bolsillos violentamente, casi hasta romperlos.
unos instantes silencioso, en una actitud de gran desprecio.
—¿Ves? No hay nada, ni restos de tabaco. Porque ya no fumo, ya no chupo. He sido un
Al poco rato mi ayudante se rió, muy llanamente, con una risa pura, sincera, con una tierna risa borracho; cuando tenía miles, chupé champán como los caballeros. Y me volví borracho. Ahora
de niño. soy sano, honrado y bueno.
—¡Jefecito! Agachó la cabeza, sus cejas se arquearon, noté que pensaba muy seriamente. Levantó del suelo
Ahora sus ojos estaban llenos de cariño, de franqueza, de una sencillez placentera. Y tuve la una encomienda pesada y me enseñó el número del registro, sin decir nada, muy callado. Anoté
convicción de que Severino era bueno y sincero. la encomienda y le indiqué que la echara al saco. Después tomó otra pieza. Y nos pusimos a
trabajar.
—Choquemos, jefe. Tú para mí, yo para ti.
Cuando terminamos de envalijar la última encomienda, mi ayudante se secó el sudor de la frente
Y nos dimos la mano, nos apretamos los dedos muy amistosamente. Habíamos congeniado; con el revés de la mano. Estaba ahora muy alegre; sus pupilas se contrajeron en el centro mismo
nos estimábamos yo y él. de sus ojos; brillaban radiantes de regocijo.

El ayudante es un subordinado del empleado; está a las órdenes de éste; reglamentariamente —Pero Dios, que me dio desde el alto esos siete mil soles para mi mal, tiene que mandarme
le debe guardar respeto. Pero entre Severino y yo no hay más que un simple acuerdo para otra suerte para remediarlo todo.
trabajar lo mejor posible. A pesar de su carácter desigual, de la superioridad de sus sufrimientos
en que funda su orgullo, hemos logrado vincularnos afectuosamente. Él me dice “Jefecito”, Con gran dificultad extrajo de la secreta de su pantalón un “huachito” apachurrado y sucio.
“Hijito”, siempre en diminutivo, como a una cosa pequeña. Yo le llamo: “Mi estimado y buen —¡Éste es el que vale, jefe!
Severino”. Cuando nos miramos de frente, él sonríe con su cara híbrida de árabe criollo: yo
también sonrío procurando expresarle toda la amistad que siento por él. Y estamos muy bien, Se llevó a los labios el quinto, le dio un beso fuerte, lo miró un instante muy apasionadamente y
mucho mejor que si hubiera entre nosotros ese respeto oficioso y pesado que señala el lo guardó de nuevo.
reglamento; no hay desconfianza entre nosotros; no existe ese ambiente difícil, opresor, bajo
cuya influencia he vivido a veces aturdido y enfermo. Bajé de mi banco, me acerqué junto a él y le pregunté con gran interés:

Mi ayudante no es nuevo en el servicio; es un cartero antiguo que ha vuelto después de cuatro —Oye, mi buen Severino, ¿qué sentiste en el momento de saber que te habías sacado la suerte?
años, durante los que hizo una vida tormentosa y desordenada, que lo ha llevado hasta la
semilocura. Esta mañana sus antiguos camaradas, los carteros, a la hora de salir para hacer el Mi ayudante no contestó rápidamente, como creí; estuvo unos segundos aturdidos, desorientado
primer recorrido, se han burlado descarada y cruelmente de Severino. por mi pregunta.

—¡Eh! ¡Millonario Severino! Has enterrado la plata y vienes ahora a trabajar con los pobres como
un bellaco —le ha gritado uno mirándole despectivamente.
—No me acuerdo, jefe. De verdad, no me acuerdo. Al día siguiente llevé a mi casa toda la plata.
Me dieron un alto de billetes nuevecitos, lindos, como nunca había visto. Mi mujer no es de —¿Y allí, Severino?
experiencia, es cabeza volada como yo. ¡Cualquiera otra me amarra, si es posible me pega y Mi ayudante se puso serio. Apareció en su rostro ese su orgullo de que ya he hablado, una
después guarda el dinero! Sí, me hubiera roto aunque sea la cabeza, ¡me hubiera apaleado! altanería algo cómica, casi ridícula.
Pero no; llamó a sus compadres y comadres, amigos y vecinos, a todo el mundo y nos
jaraneamos como locos. Al atardecer me escapé, calladito, a escondidas, como ladrón; tenía —Allí trabajé desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde por un sol de jornal.
un bolsillo lleno de billetes. ¡Mil soles, hermanito! Reuní a dos o tres amigos y nos fuimos a
chupar pisco donde un chino. Pero la gente huele el dinero desde lejos. A las once éramos —¿No era desde las cinco?
como veinte. Todos me vivaban, me trataban como a patrón, como a caballero. Y yo ¡animal!
me pavoneaba en medio de ellos como un general; estaba hinchado, mi cabeza parecía piedra. —A las cinco pasaban lista y se empezaba a las seis. ¡Cuántos sacos de azúcar habrán cargado
A medianoche me llevaron a “La Perricholi”; “esas” mujeres se pegaron a mi mesa, se quitaban estos brazos y esta espalda! Quisiera saber, jefecito. Iba, levantaba un saco, lo llevaba hasta
el sitio para sentarse a mi lado; gritaban. “Lindo, amorcito, queridito”, me decían. Me el camión, y volvía a regresar por otro saco, y volvía, y volvía, y volvía; así, de seis a seis,
enamoraban las bandidas. Una rubia, que me gustó más que todas, se sentó sobre mis rodillas; durante dos años, por un sol de jornal. En las noches me temblaban las piernas y me daban
era de ojos azules, blanca; yo la abracé. “¿Quieres besarme? Dame propina”. Le di una, dos, mareos. Pero yo soy hombre de a verdad y aguantaba todo eso como si nada.
tres libras. Verdad que la besé, ¿pero eso qué vale? Me “tapé” esa noche hasta quedarme
como muerto. Amanecí tirado en la vereda, con la boca en el suelo. Recordé de mi plata y me Después de oírlo, pienso:
tanteé el bolsillo. ¡Ni siquiera un billetito de cinco soles! Sentí un arrepentimiento y me eché a “¿Y cómo ha dicho que es malo con los canallas? Habla casi tranquilo de sus desgracias, sin
correr por las calles, como loco. En la casa mi mujer me estaba esperando. Me preguntó, como rencor, con una ligera amargura y con mucho arrepentimiento de sus propios actos; su corazón
si nada, dónde había estado. Yo me fui a un rincón y estuve sentado como una hora sin hablar, es sencillo y noble”.
mirando enojado a mi mujer.
—¿Y ahora, Severino?
Viendo que yo le escuchaba con mucho interés, Severino siguió hablando.
—Soy gente de mal genio, jefe. No sé dónde iré a dar. Por ejemplo: voy donde un hombre a
—Como un mes estuve yendo todos los días donde esa gringa. ¿Sabes, hermanito? La bandida pedirle cincuenta centavos, sé que en su bolsillo tiene bastante plata, que puede darme los
me cobraba dos libras por pasearse conmigo. No creas, por pasearse no más. A los cinco o cincuenta centavos, sin que le hagan mucha falta; pero como es egoísta, me niega. “No tengo”,
seis días ya se quedó conmigo haciéndose pagar cien soles. Yo estaba atontado. La plata, me dice colérico. Claro, yo me humillo, me voy avergonzado. Pero no paro ahí; apenas he dado
hijito, cuando viene de repente, cae como maldición sobre uno, lo vuelve sonso, le hace perder unos pasos y me lleno de rabia. “Tiene y no quiere darme, digo, es un perro”. Y regreso,
el recuerdo de la familia, de todo. Yo vivía como en otro mundo, parecía afiebrado, con despacito, con cara de hambriento, de desgraciado. Le digo otra vez: “Usted tiene, papacito”.
pesadilla; ni en comer ya pensaba; andaba de aquí para allá, vivo, sin parar, como algunos
animalitos enjaulados. ¡Qué perdido era! Pero ya no es lo mismo, ahora estoy avisado; esto Si el hombre se niega de nuevo y con más furia, yo seguro lo apuñaleo, y después me trago su
que tengo en el bolsillo va a salir mañana; entonces ya sabré manejarme. Después de un mes sangre a sorbos. Y eso no lo haría libremente; no, hermanito; esa idea desde el alto, desde
me entró la serenidad un poco; compré unos terrenos, casitas en las afueras; gasté en eso tres Dios. (Hizo el movimiento del tornillo en su sien derecha). Aquí, en la cabeza, está ya señalado
mil soles. Estaba alegre, ya era propietario, dueño; eso estaba en mis manos. ¡Era de mí! Pero el camino; como esas hormiguitas que corren sobre un cabello, sin sobrarse, sin caerse, así
los compadres seguían viniendo; los amigos cada día eran más. Presté mucha plata, me ando yo por la señal que Dios ha puesto en mi delante. ¡Pero odio a los malos, a los egoístas!
ofrecían ciento cuarenta por cien soles; y yo confiado en su buen corazón, les daba. ¡Qué iba Por eso, hermano, no quisiera ser guardia, porque entonces tendría un buen revólver en la
a desconfiar! Juraban pagarme por Dios, por sus madres; se fueron con la plata y no volvieron. cintura; y al que no siguiera la ley de mi corazón, al primero que viera haciendo una maldad, lo
Ahora me encuentro todavía con uno que otro de ésos en la calle, pero se pasan muy prosistas, atravesaría a balazos; y después me reiría bien fuerte, hasta hacerme oír con el mismo
mirándome de arriba abajo, porque me ven pobre, casi rotoso, y yo les tengo miedo de cobrar; Presidente de la República. Así soy, jefecito.
no les digo nada. Algunos no más, para qué es decir, han sido caballeros, cuando me vino la
mala. Y con una risita suave y satisfecha en los labios, se dio otra vuelta completa sobre sí mismo y
puso sobre mí sus ojos pequeños, negrísimos, con las pupilas contraídas al centro; en un
Severino puso su brazo derecho sobre mi hombro y, con un gesto de reproche, de profundo esfuerzo desesperado de atención.
resentimiento, dijo en voz alta:
*FIN*
—¡Nada, nada! ¿Sabes lo que me hicieron al último? Me quitaron los terrenitos, las casitas, me
botaron a la calle. ¡Eso no era de mí! ¡Qué sé yo de pleitos, de papeles! Me dijeron que me
habían vendido cosa ajena, arrendada, hipotecada… Verdad que solo me dieron un papel
escrito, de esos de oficio, a cambio de la plata. ¿Por qué algunos hombres serán tan perros,
hermanito? ¿Será porque necesitan, porque no tienen que comer, o es solo porque tienen alma
y corazón de animales? De esa vez le tuve miedo a Lima; mi sangre se cuajó en el miedo;
parecía que a mí también, así feo y tonto como soy, me iban a robar. Entonces me corrí hasta
Huacho, a trabajar como buen peón, como hombre.
—¡Gringo! ¡Aquí sufriremos! Pero no será de hambre —le dijo—. Comida hay, harto. Los patrones pelean,
matan sus animales; por eso dicen que Lucas Huayk’o es infierno. Pero tú eres de Singuncha, “endio”
sirviente. ¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela, torcacita! ¡Canta, tuyay; tuyacha! ¡Todo tranquilo!
Hijo solo - José María Arguedas Abrazó al perro, más estrechamente; lo levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste de Hijo Solo se
apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún desconcertado. Sonriendo, Singuncha alzó con
Llegaban por bandadas las torcazas a la hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En una mano el hocico del perro, para mirarlo más detenidamente e infundirle confianza.
cambio, las calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre los lúcumos, en Vio que el iris de los ojos del perro clareaba. Él conocía cómo era eso. El agua de los remansos renace así,
las más altas ramas, y cantaban. cuando la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen los colores de las piedras del fondo y de los
A esa hora descansaba un rato, Singu, el pequeño sirviente de la hacienda. Subía a la piedra amarilla que costados, las yerbas acuáticas ondean sus ramas en la luz del agua que va clareando; los peces cruzan sus
había frente a la puerta falsa de la casa; y miraba la quebrada, el espectáculo del río al anochecer. Veía rayos. Hijo Solo movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó la lengua,
pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles frutales. también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No deseaba ver más el Singuncha; no esperaba
más del mundo.
La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su
alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca en Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado sobre los pellejos en que el cholito dormía, junto a la despensa,
los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las palomas. Creía Singu en una habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o regaban, rezumaba agua
que de ese canto invisible brotaba la noche; porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como por ese muro.
ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le extrañaba que precisamente al Quizá los perros conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. Hijo Solo comprendió cuál era la condición
anochecer se destacara tanto la flor de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y de sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los dueños de la hacienda,
mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos oscuros, de las los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte? ¿Había oído las historias y rumores que
flores rosadas. corrían en los pueblos sobre los señores de Lucas Huayk’o?
—¿Viven aún los dos? —se preguntaban en las aldeas—. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los
Estaba mirando el camino de la huerta, cuando vio entrar, en el callejón empedrado del caserío, un perro cercos, las tomas de agua, los andenes?
escuálido, de color amarillo. Andaba husmeando con el rabo metido entre las patas. Tenía “anteojos”; unas —Dicen que don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas lecheras de su hermano. Con veinte
manchas redondas de color claro, arriba de los ojos. peones las robó y las espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas y
Se detuvo frente a la puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la cocinera había echado el agua con que los cóndores están despedazando a los animales finos.
lavó las ollas. Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba el agua sucia estirando el cuello. Se agazapó un poco. —¡Anticristos!
Estaba atento, para saltar y echarse a correr si alguien abría la puerta. Se hundieron aún más los costados —¡Y su padre vive!
de su vientre; resaltaban los huesos de las patas; sus orejas se recogieron hacia atrás; eran oscuras, por —¡Se emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca.
las puntas. —¿De dónde, de quién vendrá la maldición?
Singu buscaba un nombre. Recordaba febrilmente nombres de perros. No criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban perros. Podían ser objetos de
—¡“Hijo Solo”! —le dijo cariñosamente—. ¡Hijo Solo! ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Niñito! venganza, fáciles.
Como no huyó, sino que lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió hablándole en —Lucas Huayk’o arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente? Los viajeros pasan
quechua con tono cada vez más familiar. corriendo el puente.
—¿Has venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con quién? Sin embargo, Hijo Solo conquistó su derecho a vivir en la hacienda. Él y su dueño procedieron con sabiduría.
Se bajó de la piedra, sonriendo. El perro no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos también eran de color Un perro allí era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero los habían matado a balazos, con veneno
amarillo, el iris negro se contraía sin decidirse. o ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos señores criaron, en esta y en la otra banda.
—Yo, pues, soy Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido, yo te daba Los primeros ladridos de Hijo Solo fueron escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto del corredor, Hijo
queso fresco, leche también; harto. ¿Por qué te fuiste? Solo ladró al descubrir una piara de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo.
Singu corrió a defenderlo.
Abrió la puerta. De la leche que había para los señores echó apresuradamente, bastante, en un plato hondo;
y corrió. Estaba aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso el plato en el suelo. Hijo Solo se acercó casi
temblando. Y bebió la leche. Mientras lamía haciendo ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron —¿Es tuyo? ¿Desde cuándo?
nuevamente hacia arriba; cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era negro. —Desde la otra vida, señor —contestó apresuradamente el sirviente.
Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro, conteniendo la respiración, tratando —¿Qué?
de no parecer ni siquiera un ser vivo. No huyó el perro, cesó por un instante de lamer el plato. También él —Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el callejón se ha
paralizó su aliento; pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las orejas. quedado, oliendo. Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va a hacer caso. De “endio” es, no es de
Jamás había visto un animal más desvalido; casi sin vientre y sin músculos. “¿No habrá vuelto de acompañar werak’ocha. Tranquilo va a cuidar la hacienda.
a su dueño, desde la otra vida?”, pensó. Pero viéndole la barriga y la forma de las patas, comprendió que —¿Contra quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que don Adalberto come sangre?
era aún muy joven. Solo los perros maduros pueden guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y —Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va ladrar. No contra don Adalberto.
necesitan los ojos del perro para caminar en la oscuridad de la otra vida.
Se abrazó al cuello de Hijo Solo. Todavía pasaban bandadas de palomas por el aire; y algunas calandrias, Hijo Solo los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina luz que tenía en los
brillando. ojos, desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha, junto a la puerta falsa de la casa grande.
Hacía tiempo que Singu no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad del cuello y de su hocico. Si el señor
no lo admitía en la casa, él se iría, fugaría a cualquier pueblo o estancia de la altura, donde podían necesitar —Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda —dijo don Ángel—. Se desprecia a los perros. Se les mata
pastores. No lo iban a separar del compañero que Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada fácil. No hay condena por eso. Que se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te
escondida. Debía ser cierto que Hijo Solo fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los niños. Le cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le beberá la sangre, siempre, ese
había dicho eso al perro, solo para engañarlo; pero si él había oído, si le había entendido, era porque así Caín. ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído recuerdos a la quebrada.
tenía que suceder; porque debían encontrarse allí, en Lucas Huayk’o, la hacienda temida y odiada en cien —Hijo Solo, patrón.
pueblos. ¿Cómo, por qué mandato Hijo Solo había llegado hasta ese infierno odioso? ¿Por qué no se había
ido, de frente, por el puente, y había escapado de Lucas Huayk’o?
Se tendieron en la arena. Hijo Solo boqueaba, vomitaba agua como un odre.
Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la placidez de la luz, no del crepúsculo Singuncha empezó a temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando maldecía a don Adalberto, en quechua:
sino del sol declinante que se posaba sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras las calandrias “Excremento del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita como a las velas que los condenados
cantaban desde los grandes árboles de la huerta. llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en la cima de Aukimana; Hijo Solo comerá tus ojos, tu
“Más fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él. Quizá mi hermano lengua, y vomitará tu pestilencia, como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!”.
los despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo, rápido”.
El dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja. Se calentó en la arena el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo sus “anteojos”, lo
No se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la hacienda por la banda izquierda que miraba. Entonces lloró Singu.
pertenecía a don Ángel. No escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía en la —¡Papacito! ¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero!
alfalfa floreada; corría a saltos, levantaba la cabeza, para mirar a su dueño. Su cuerpo amarillo, lustroso ya, Le tocaba las manchas redondas que tenía en la frente, sus “anteojos”.
por el buen trato, resaltaba entre el verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía. —¡Vamos a matar a don Adalberto! ¡Dice Dios quiere! —le dijo.
—¡Hijos de Dios en medio de la maldición! —decía de ellos la cocinera. Sabía que en los bosques de retama y lambras de los molinos cantaban las torcazas más hermosas del
mundo. Desde centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler su trigo a Lucas Huayk’o, porque
El perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los bosques de retama de los pequeños abismos. El se afirmaba que esas palomas eran la voz del Señor, sus criaturas. Hacían turnos que duraban meses, y
chihuillo tiene vuelo lento y bajo; da la impresión de que va a caer, que está cansado. El perro se lanzaba, don Adalberto tenía peones de sobra. Se reía de su hermano.
anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los campos de alfalfa buscando los árboles que orillaban —¡Para mí cantan, por orden del cielo, estas palomas! —decía—. Me traen gente de cinco provincias.
las acequias. El Singuncha reía a carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, a la orilla Escondido, Singuncha rezó toda la tarde. Oyó, llorando, el canto de las torcazas que se posaban en el
del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en Lucas Huayk’o. bosque, a tomar sombra.
Singu era becerrero, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores, vigilante de los riegos, espantador Al anochecer se encaminó hacia los molinos. Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose tras los
de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde que encontró a su perro Hijo Solo, fue aún arbustos y las piedras. Llegó frente al caserío donde residía don Adalberto; pudo ver los techos de calamina
más diligente. Había trabajado siempre. Huérfano recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar. del primer molino, del más alto.
Lo alimentaron bien, con suero, leche, desperdicios de la comida, huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó
al cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No era tonto. Entendía bien Cortó un retazo de su camisa y lo deshizo, hilo tras hilo; escarmenándolas con las uñas, formó una mota
las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo, le llenaban una bolsa con mote y queso. Regresaba con las hilachas, las convirtió en una mecha suave.
cantando y silbando. Los señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El otro, Había escogido las piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte aun a plena luz
don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las aldeas de la hacienda, y las minas. Don del sol.
Ángel, los alfalfares, la huerta, el ganado, el trapiche. Más tarde vendrían “concertados” a la orilla del río, a vigilar, armados de escopetas. Anochecía. Los patitos
volaban a poca altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando las manchas rojas de sus
Singu no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de animales, los incendios de los campos de trigo, las alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus ojos y la cabeza.
peleas, se producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes; traían los caballos. Se armaban de látigos —¡Adiós, niñitas! —les dijo en voz alta.
y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, Sabía que el sonido del río apagaría su voz. Pero agarró del hocico al Hijo Solo para que no ladrase. El
el aire parecía caliente. La cocinera lloraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho, como ladrido de los perros corta todos los sonidos que brotan de la tierra.
si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el agua. Singuncha bajaba hasta el Tupidas matas de retama seca escalaban la ladera, desde el río. No las quemaban ni las tumbaban, porque
puente. El tropel de los caballos, los insultos en quechua de los jinetes, su huida por el camino angosto; todo vivían allí las torcazas.
le confirmaba que en Lucas Huayk’o, de veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a batir el Llegaron palomas en grandes bandadas, y empezaron a cantar.
viento, desde las cumbres. Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de k’opayso y retama. No oía el
canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre
Hubo un periodo de calma en la quebrada; coincidió con la llegada de Hijo Solo. el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó; de rodillas, mientras con un brazo tenía al perro por el
—Este perro puede ser más de lo que parece —comentó don Ángel semanas después. cuello, sopló la llama que se formaba. Después, a pocos, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se
Pero sorprendieron a Hijo Solo, en medio del puente, al mediodía. retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el bosque, a devorarlo.
Singuncha gritó, pidió auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés.
Oyó que el perro caía al río. El sonido fue hondo, no como el de un pequeño animal que golpeara con su —¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida! —gritó alejándose, y volvió a
desigual cuerpo la superficie del remanso. A él lo dejaron con un costal sucio amarrado al cuello. arrodillarse sobre la arena.
Mientras se arrancaba el costal de la cabeza, huyeron los emisarios de don Adalberto. Los pudo ver aún en
el recodo del camino, sobre la tierra roja del barranco. Se quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita.
Nadie había oído los gritos del becerrero. El remanso brillaba; tenía espumas en el centro, donde se percibía
la corriente. Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó al río. Hijo Solo aulló un poco y lo
siguió. Llegaban las palomas a esta banda, a la de don Ángel, volando descarriadas, cayendo a los alfalfares,
Singu miró el agua. Era transparente, pero honda. Cantaba con voz profunda; no solo ella, sino también los tonteando por los aires.
árboles y el abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el espacio. Singu no alcanzaría Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de
jamás a Hijo Solo. Iba a lanzarse al agua. Dudó y corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia; o el Señor Dios lo haría llamar con algún
ponchito de ovejas. Pasó a la otra banda, a la del demonio don Adalberto; bajó al remanso. Era profundo mensajero, el Jakakllu o el Patrón Santiago. Entonces seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún
pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más ligero que las cabras, siguió por la orilla, mirando arco iris escalaría al cielo, cantando a dúo con el Hijo Solo.
el agua, sin llorar. Su rostro brillaba, parecía sorber el río. —¡Amarillito! ¡Jilguero! —iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz de las
llamas que devoraban la otra banda de la hacienda.
¡Era cierto! Hijo Solo luchaba, a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en la zona del vado. Pudo
sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchillo, un trozo de fleje que él había afilado en las piedras. Pero En la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque don Adalberto no murió
el perro estaba ya aturdido, boqueando. El río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del en el incendio.
recodo, tras el que aparecían los molinos de don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de las ramas de un
sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la orilla, arrastrando al perro. *FIN*

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