FEDERICI, Carlos M.-Relatos CF-fantasia-terror

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CARLOS M.

FEDERICI (Montevideo, Uruguay, 3 de Diciembre de 1941) es un prolífico creador: escritor


de ciencia-ficción, policial y terror, además de guionista y dibujante de historietas gráficas; está conside -
rado padre de la ciencia-ficción y el policial en su país. Ha recibido varios premios en los géneros de cien -
cia-ficción y policial por sendos cuentos (Final de Película en 1971; Christine, segunda opción en 1987;
Perla Rosa del Reino de las Sombras, el español Hucha de Plata de 1997 o Aquel viejo perfume que hoy
no está en 2003) y novela ( Goddeu$ . Los Ejecutivos de Dios en 1986); además del Premio Morosoli de
Plata por Trayectoria en Historieta, en el 2010.

RELATOS: los de CF Complejo de culpa (p.1), Un camino hacia el país del Sol (p.2) y Acci-
dente de ruta (p.5); el fantástico Rubíes de sangre (p.18); y el minicuento de terror Luna de la
maldición (p.19).

COMPLEJO DE CULPA (en rev. Nueva Dimensión nº 8 de Marzo-Abril de 1969)

El doctor Van Erth volvió a ocupar la misma silla.


El loco lo miró.
—Hable —pidió suavemente el doctor—. Le escucho.
El loco extendió los brazos hacia él; la cara se le distorsionó en una expresión ansiosa y febril.
—¿Me escuchará, dice? ¿Me creerá? ¡Nadie me hace caso! ¡Dicen que estoy loco! Pero usted pa-
rece distinto. Usted comprenderá… ¡La salvación del mundo depende de que usted comprenda!
—Yo comprenderé —aseguró el doctor Van Erth—. Hable.
El hombre tenía los ojos fuera de las órbitas. Gritó:
—¡Nos están invadiendo, doctor! ¡Los marcianos! Ya sé que parece una locura… ¡pero es ver-
dad! ¡Yo los vi!
—Ah… Los vio. ¿Y cómo son?
—Iguales a nosotros… Como cualquiera, como usted, como yo… Pero infinitamente más inteli-
gentes…, más avanzados. ¡Si viera usted su cosmonave! Es… fantástica. Sus armas…
El doctor Van Erth se reclinó en la silla.
—Hábleme de eso.
—¿Su técnica? Oh… ¡Qué sé yo! No soy un hombre de ciencia… Sólo le puedo decir que la nave
parecía un plato enorme; que volaba sin hacer ruido… Las armas eran capaces de vaporizar un
ombú en una fracción de segundo…, sin ruido también… No sé más. ¿Cómo quiere que entienda
de eso? Son cosas tan extrañas para nosotros…
El doctor Van Erth suspiró. Lo de siempre, se dijo.
—¡Usted tiene que creerme! —un fulgor de alarma apareció en los ojos extraviados del loco, al
notar que la atención del doctor decaía—. ¡Es verdad! ¡Hay que informar al Presidente! ¡Al Mi-
nisterio de Defensa…, al Ejército! ¡A la Central Atómica! ¡Nos invaden! ¡Nos invaden! ¿Com-
prende usted? ¡Nuestro mundo está perdido! ¡Los marcianos son una raza enormemente superior
a la nuestra! ¿Qué posibilidades quedan? ¡No tenemos salvación! ¡Es el horror! ¡La muerte! ¡El
fin! ¡EL FIN!
Con gesto resignado, el doctor Van Erth se levantó de la silla. Su índice se apretó sobre un botón
oculto. Acudieron dos fornidos enfermeros.
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—Otro ataque —manifestó el doctor—. Lo de siempre.
Mientras los enfermeros sujetaban al loco y le aplicaban una inyección sedante, Van Erth se reu-
nía con otros médicos en la habitación contigua.
—¿Y, doctor? —le interrogó uno de ellos.
—Complejo de culpa —dictaminó Van Erth—. No tiene remedio. El esquema clásico: manía per-
secutoria y psico-identificación morbosa con el ego de su víctima. El sujeto hace suya la identi-
dad del que daña; es una forma de autocastigo…
—¿Y no le sacó nada concreto…, sobre su técnica, sus argumentos…?
—¡Nada! —repuso malhumorado el doctor Van Erth—. ¡Maldita sea! El único marciano que lo-
gramos capturar vivo desde el comienzo de la invasión… ¡y está completamente loco!

UN CAMINO HACIA EL PAÍS DEL SOL (en rev. Nueva Dimensión nº 16 de


Agosto de 1970)

EN LA CALLE:
Caminaba a paso regular. Los tacos golpeaban con un sonido neutro las baldosas de la gastada
acera; el aliento formaba nubecitas en el aire frío. Tenía las manos en los bolsillos del sobretodo,
y no pensaba conscientemente en algo determinado. Los árboles de troncos negruzcos se suce-
dían en grotesca fila; arriba, un cielo gris. Las antenas de televisión asomaban por sobre las azo-
teas como insectos fantásticos de otro planeta. ¿Cuánto hace, pensó absurdamente, que no es ve-
rano? Y entonces volvió aquella idea: un camino hacia aquel país dichoso; un camino hacia el
país del Sol.
En las paredes, los carteles de propaganda política, los avisos comerciales, las palabras toscamen-
te emborronadas con pintura roja o con alquitrán, se oponían y se superponían en una extraña lu-
cha a la vez muda y estridente.
¡FUERA YANQUIS IMPERIALISTAS DE VIETNAM!; ESTA NOCHE: ORQUESTA TÍPICA
DE; PRESUPUESTO SÍ, SANCIONES NO; LOS FASCISTAS asecinos SON HIJOS DE; EL
CANAL DE LAS FAMILIAS: SIEMPRE LOS MEJORES PROGRAMAS; REPUDIO A LA
AGRESIÓN POLICIAL.
Un camino, pensaba él, un camino hacia el pasado… Atrás, atrás, a aquellos tiempos más felices,
cuando la gente no estaba totalmente imbecilizada… Tengo que hallar el modo de volver atrás…
Tengo que encontrarlo.
Se detuvo. Había llegado a la parada del ómnibus. La calle estaba desierta en aquel helado atarde-
cer. Consultó el reloj, maquinalmente, sin enterarse de la hora que indicaba. Volvió los ojos a la
larga avenida que había recorrido. La solitaria perspectiva era un tanto borrosa a causa de la ne-
blina y de su propia miopía. Atrás, atrás, repitióse; tengo que encontrar la manera.

EN EL ÓMNIBUS:
Semiacurrucado en el asiento de cuero raído, envuelto en la bufanda, miraba sin verlo su propio
reflejo —rostro pálido, ojos enrojecidos, pelo oscuro—, sobre la ventanilla. Fragmentos de diálo-
gos de otros pasajeros, risas, sonidos, rumores, le golpeaban los oídos.

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—… la última materia, ¿sabés? Pero le tengo miedo a ese profesor; dicen que es un amargo, ¿sa-
bés?
Atrás, atrás, pensaba. Tengo que volver. El pasado no ha muerto: el tiempo no muere, como no
mueren las calles que este ómnibus va dejando atrás. Yo sé que existe un modo de regresar, y lo
voy a encontrar. El presente es un asco; no comprendo este mundo de hoy; no pertenezco a él; lo
detesto.
—… ¡déjelos, no más! ¡Van a provocar otra Corea, eso es lo que van a conseguir! ¡Otra Corea!
¡Eso!
—… Subió a trescientos pesos. ¡Esto no puede ser! ¡Si cuando yo te digo que este país va cuesta
abajo…!
… El tiempo es una dimensión, como la altura, como la distancia. Podemos viajar horizontal-
mente, hacia adelante y hacia atrás, simplemente caminando. Podemos ir hacia abajo, haciendo
un pozo, sumergiéndonos en el mar, cayendo… Pero para ir hacia arriba, ¡se necesitan vehícu-
los especiales! De otra forma, no es posible desplazarse en esa dirección… Las dificultades au-
mentan de acuerdo a la dimensión en que se quiera moverse… ¡Es raro que nadie haya pensado
en eso!
—… son todos riquísimos. Pero el que más me gusta es Jorge… Ringo tiene un no sé qué que me
hace erizar… ¿A vos no? ¡Me enloquecen los…!
… ¿Y cuál puede ser el vehículo apropiado para viajar en el tiempo? ¿Una máquina, como las
de las novelas de ciencia-ficción? No. ¡Algo mucho más simple… y a la vez inmensamente más
complejo! ¡Curioso que nadie lo haya pensado…!
—… son divisas que el país pierde. ¡Es una inconsciencia!
—… él la quiere con locura. Se desespera por verla, la llama por teléfono, le regala flores… Es
un amor con ella. La quiere de verdad y…
… ¡La mente! Es la única solución. Solamente mediante el pensamiento, o el poder mental, o lo
que sea (los nombres no importan), se puede viajar al pasado. Parece fantástico; pero lo que
ocurre es que se trata de un concepto totalmente nuevo y distinto. Todo lo estructurado anterior-
mente no sirve de nada ante esta nueva concepción. El adelantarse a ella requiere todo un es-
fuerzo mental; es cierto. Pero si se reflexiona un poco, se llegará inevitablemente a la misma
conclusión a que yo llegué… Lo único que nos llevará al pasado es la mente… ¡Y yo tengo que
llegar! Atrás, atrás… a aquellos tiempos mejores y más felices…
—… ¿Viste «El Show de las Risas»? Es bárbaro; bárbaro, te digo…
—… ¿a trabajar en el Banco? Te felicito, pibe. ¡Tenés un porvenir seguro…! Hoy en día…
… Volver… volver. La Historieta era un arte entonces, y se escribía con mayúscula… Todo el
mundo conocía a sus personajes y a sus dibujantes… Yo hubiese podido ser algo en esa época:
me hubiera destacado en ese género… Ahora… Ahora no me queda nada; no puedo esperar
nada; no veo ninguna luz delante mío… ¿Qué puedo hacer en este mundo que no entiendo y en-
tre esta gente que desprecio?… Televisión, TV, hoy, serial, show, Nueva Ola… sólo se habla de
eso. ¡Cómo ha decaído, cómo se ha deformado la mentalidad del público! No leen, no van al
cine, y menos al teatro; no piensan. No hacen otra cosa que sentarse frente a una pantalla a mi-
rar tonterías todo el día… Tengo que volver atrás…
—… ¡Si es usted el que empuja, imbécil!

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—… no es que no sepan, viejito. ¡Que se lo cuenten a su tío! Es que son unos sinvergüenzas y
nada más. Se dedican a robar en vez de gobernar… ¡Eso…!
—… porque está «Misión Imposible» y no me lo quiero perder…
—… El diario, nada más. Pero no tengo tiempo de agarrar libros…
Además están por las nubes…
—… dos bailes seguidos; uno de quince, con la orquesta de…
—… ¡Por supuesto! Si no gana bien, no. La nena no puede…
… Un camino. Un camino hacia el pasado. Atrás, atrás…
EN LA CASA:
Por suerte no hay nadie, felicitóse interiormente; podré experimentar. La última vez casi lo con-
sigo. Recordó que se había tendido en la cama, relajando los músculos y tratando de poner la
mente en blanco. Después se había concentrado intensamente… atrás, atrás… atrás… Creía re-
cordar todavía la humedad del sudor que le cubrió la frente y el esfuerzo tremendo a que sometió
a su cerebro. ¡Y había logrado algo! De pronto se halló tendiéndose en la cama una vez más; ¿o
sería la misma vez?… No recordaba haberse levantado en ningún momento; así que ¿cómo podía
estar reclinándose de nuevo? ¡Era que había tenido éxito! ¡Había logrado retroceder en el tiempo!
Unos minutos… acaso solamente unos cuantos segundos… pero había tenido éxito. Él necesitaba
remontarse dieciocho años atrás, al principio mismo de aquel lapso feliz que añoraba… Le iba a
costar mucho más, naturalmente, pero llegaría. Estaba dispuesto a sufrir lo que fuese, con tal de
llegar. El experimento exitoso habíale costado tres días de terribles dolores de cabeza… dolores
tales, como jamás creyó se pudiesen sentir…; pero estaba decidido a continuar hasta el fin. Por-
que debía encontrar el camino hacia aquel tiempo de Sol, atrás, atrás.
Se tendió en el lecho, cerrando los ojos y aflojando el cuerpo; ya podía conseguir esto con entera
facilidad. Después se concentró:
Atrás. Atrás. A aquellos tiempos dichosos en que los quioscos exhibían abigarrados montones de
revistas de historietas. Cuando todo el mundo conocía a los personajes de las tiras diarias y de los
«comics»: Mandrake, El Príncipe Valiente, Flash Gordon, El Hombre Plástico, Spirit, Cuentos de
Brujas… En aquel tiempo en que los dibujantes eran estrellas refulgentes: Cullen Murphy, Ray-
mond, Lubbers, Powell, Wood, Eisner… Entonces, —atrás, atrás—, cuando aparecían los prime-
ros puestos callejeros de venta y canje de revistas; puestos de madera claveteada, donde se amon-
tonaban los muchachos revolviendo en las pilas de revistas de historietas; muchas, muchísimas;
todas distintas y todas de buena calidad; hechas con cariño, como una obra artística —porque en-
tonces la historieta era un arte—, por hombres que sabían su trabajo y conocían el valor del mis-
mo… En ese tiempo en que él era uno de esos muchachos —quizá el más aficionado—, que to -
dos los días rebañaba de sus monedas sueltas para comprar revistas, y se pasaba las horas en
aquel puesto callejero —cuatro estantes de madera junto al cordón de la vereda, casi en la esquina
—, inclinado sobre las tapas de colores y las páginas manoseadas, buscando, gozando… Atrás…

EN EL PAÍS DEL SOL:


… es hoy, ahora. Supo que lo había conseguido. Estaba en una calle soleada, alegre. La gente dis-
curría gozosamente por las aceras tibias; los automóviles circulaban discretos, sin demasiada pri-
sa, sin demasiado ruido.

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Caminaba a paso regular sobre las baldosas cálidas como carne, llenos los sentidos de aquello. El
cielo azulísimo, el aire suave y tibio, el Sol brillando tan magníficamente que hacía doler los ojos.
Nunca creí, pensó maravillado, que pudiera verse tanto cielo; nunca esperé que hubiera tanto
Sol y tanta luz.
Entonces notó que las azoteas estaban limpias de los fantásticos insectos de metal que las oscure-
cían en otro tiempo…; aquello permitía que la luz y el calor del Sol se derramasen por entero y
sin obstáculos sobre las calles, sobre la gente, sobre él, bañándolos cálidamente, revificándolo
todo…
El país del Sol, pensó; el país del Sol.
Y entonces lo vio. Junto a la acera, casi en la esquina de la calle, pleno de colorido y de olor a pa-
pel —delicioso olor—; flanqueado por docenas de muchachos inclinados sobre las estanterías re-
pletas. El puesto de revistas usadas. Aquel puesto.
Se acercó, y al hacerlo sintióse estremecer. Porque había reconocido una forma familiar, una in-
clinación particular de hombros y espaldas… Sabía quién era ese muchacho que revolvía infati-
gable y ansiosamente los montones de revistas. Aproximóse, empapado en la dulzura cálida del
Sol, colmados los oídos y las narices y los ojos y la piel de aquellas deleitosas sensaciones.
Entonces se volvió el muchacho. Era pequeño y delgado, de grandes pupilas luminosas.
—Hola… Pablito —dijo él, pronunciando las sílabas con la deliberada lentitud del que las sabo-
rea.
El chico sonrió.
—Hola, Pablo —respondió.
Se dieron la mano, y el Sol esplendoroso se agigantó hasta inundarlo todo.

—… Derrame cerebral —diagnóstico el médico, cubriendo el cuerpo con una sábana.


—¡Pobre Pablo! —lamentóse el padre—. ¡Con tanto futuro por delante!
—¡Hijo mío! —sollozó la madre—. ¡Cuánto debió de sufrir!

ACCIDENTE DE RUTA (en rev. en Red NGC 3660, Enero de 2018)

MENOS SIETE:
Una discreta tosecilla hizo volverse a Vaevar:
—Ah…, es usted, Tanassa. ¡Un segundo!
Sus manos, pálidas y eficientes, se movieron alrededor de los aparatos. Terminó de realizar el ex-
perimento y se quitó las antiparras de pinza, metiéndolas en el bolsillo superior del guardapolvo.
Después miró al boravi interrogativamente.
—Perdone —murmuró Tanassa. Su afilada lengua apareció y desapareció entre los labios esca-
mosos—. Le traigo una copia de su tesis.
Tendió a Vaevar un manojo de pliegos pulcramente encarpetados. Ella le agradeció con una incli-
nación de cabeza.
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«¿Por qué me habrá dicho «perdone»?», se preguntó la doctora. ¡Típico de los boravis! Siempre
exhibiendo ese aire de disculpa perpetua… Parecían únicamente destinados a puestos de secreta-
rios u ordenanzas; pero era forzoso admitir que resultaban perfectos para esas actividades. Su
celo corría parejo con la discreción que los caracterizaba; su humildad, por otra parte, llegaba a
irritar.
Otro carraspeo.
—Muchas gracias, Tanassa —Vaevar interrumpió el curso errático de sus ideas—. Puede retirar-
se… No lo necesito más por hoy.
—¿La doctora va a quedarse trabajando hasta muy tarde…?
—Un par de horas más. ¡Pero no se preocupe, Tanassa! Puedo arreglármelas sola.
—Muy bien, doctora —el boravi se inclinó, exponiendo a los ojos de Vaevar el achatado cráneo,
cubierto de escamas verduscas—. Buenas noches, doctora —y se alejó sin ruido. Las colas de su
levita flotaron durante un instante tras las cortas piernas y luego desaparecieron a través del hue-
co de la puerta; enseguida el propio hueco se esfumó, sin que se oyese golpe alguno. Los boravis
jamás azotaban las puertas.
Vaevar se quedó inmóvil por corto lapso, en medio de la callada habitación llena de luz. Des-
pués… obedeció al imán.
En el centro del laboratorio, aquello tiraba de ella como si estuviese provisto de tentáculos. Sus
duras aristas devolvían a capricho el fulgor de las lámparas de gas, desparramándolo en haces po-
lícromos… Los sensitivos dedos de la doctora acariciaron el disco de vidrio, la cromada manive-
la, las almohadillas de crin, el colector. Sus ojos, verdes y hondos como océanos gemelos, relu-
cieron.
«Estaba al borde…, al borde».
Luz…, mucho más intensa y clara que la del queroseno o la del gas. Calor… ¡Energía! La pode-
rosa energía de las tormentas. El nervio del relámpago. La posibilidad de… Respiró profunda-
mente, mordiéndose un labio.
Se acomodó en una butaca y empezó a estudiar las carpetas que le trajera su asistente. Si en ver-
dad había sabido presentar la tesis en forma debida, la Comisión de Ciencias no podría menos
que interesarse. Con su respaldo, una generosa financiación, y todo el personal necesario a sus ór-
denes… Se abrían propuestas deslumbrantes.
Hojeó su trabajo, transcripto con toda prolijidad en la hermosa cursiva del boravi, harto más legi-
ble que los nerviosos garabatos de ella. Sí, pensó. Todo estaba ahí, paso por paso: tres años de su-
dar. Desde aquellas primeras experiencias con cometas de papel, desde los tímidos ensayos a
base de barritas de ámbar, hasta culminar en… esto.
El autogen ya era una realidad: de veras funcionaba.
«Pero usted sabe bien que todo esto es un juego de niños, doctora. ¿O no ha visitado el Bolar?
Allí están las verdaderas respuestas, doctora».
Palideció. No podía negar el roce del papel entre las yemas; las letras negras le golpeaban la vis-
ta. Sin embargo, le costaba aceptar su existencia.
Una nota entre las hojas de su tesis. ¿AcasoTanassa…? ¿Pero se habría atrevido a tanto un bora-
vi? Pensativa, se golpeó los dientes con los anteojos de pinza. Comprendió que aquello, en rigor,
no la encolerizaba. Tan solo le provocaba un sabor amargo en lo profundo de la garganta y un ric-

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tus en la boca… Porque no era sino la versión por escrito de sus propios pensamientos escondi-
dos: la futilidad de todo, la necedad de todo.
El anónimo tenía razón: solamente en el Bolar (enormidad-misterio-eternidad) se encontraban las
respuestas. Las que ella, Vaevar, necesitaba.
 
MENOS SEIS:
Se había quedado dormido esperándola.
Lo contempló enternecida. Sobre el respaldar carmín del sillón, la espesa barba, que Danahem
llevaba dividida en dos enormes trenzas brillantes, le enmarcaba el rostro como un halo de ébano.
Una suave sonrisa le curvaba apenas los labios, y el amplio tórax asomaba, al alentar, por entre la
bata semiabierta.
Cinco años ya… Un lustro de una dicha tan intensa que no alcanzaba a contenerla el corazón. La
sentía derramándosele por todo el cuerpo, hasta las mismas plantas de los pies.
—Danahem —se le escapó, en un suspiro—. Danahem, mi vida…
Los párpados del hombre temblaron. Se movió entre sueños, murmurando algo que ella no llegó a
entender, pero que con seguridad sería su nombre.
Se inclinó para rozarle la frente con los labios.
—Querido…
Él abrió los ojos y la miró. Lucía esa sonrisa un poco infantil con que siempre despertaba.
—Vaevar… Me quedé dormido. Quise esperarte…
Lo reprendió con cariño:
—No tenías por qué, amor. ¡Tan tarde como es!
—Tengo una esposa muy trabajadora… —sonrió el hombre, levantándose.
—Ven —dijo ella—. Vamos a dormir…, como es debido, ¿eh?
Lo era todo para ella, pensó cuando, pasado el brazo en torno a su talle, lo conducía a la alcoba.
Por eso ella jamás completaría su bitrimonio. ¡Nadie más le hacía falta! Y por eso tampoco había
querido hijos, a pesar de que el desove no habría significado ninguna molestia a su edad. No que-
ría compartirlo.
…Sin embargo, más tarde, ardiendo en su abrazo, los ojos de la doctora se abrieron y sus pensa-
mientos emprendieron vuelo, para acabar hundiéndose en el acostumbrado tembladeral de dudas
y preguntas sin respuesta.
La sensibilidad del marido captó el trastorno de inmediato: el estremecimiento sin causa, la in-
quietud extemporánea.
Danahem se apoyó en un codo, esforzándose por discernir las formas de ella.
—¿Qué tienes, dulzura?
Ella le oprimió un hombro, sin contestarle.
—¿Qué es lo que te preocupa? —persistió él—. ¡Sé cómo te pones cuando te está preocupando
algo!
En voz muy baja:
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—Mi vida —repuso Vaevar, simplemente—. Me preocupa mi vida, porque no le veo el objeto,
¿te das cuenta?
—¿Cómo hablas así?… —Había dolorido reproche en la voz de él.
Las respiraciones de ambos. Luego:
—Me lastimas diciendo cosas como ésa, ya lo sabes.
«Oh, perdóname», pensó ella. «No tengo derecho a esto. Tú sólo eres culpable de mi felicidad,
Danahem…, mi mundo».
—A dormir… —le susurró al oído—. ¡Ya casi amanece!
Sintió la caricia de sus labios; escuchó el crujir de la cama bajo los movimientos de él; un suspiro
y, por último, el soplo regular de su aliento dormido.
Ella permaneció de espaldas largo tiempo, escudriñando las sombras nocturnas.
 
MENOS CINCO:
Con un codo apoyado en el marco de la ventanilla, la doctora Vaevar miraba distraídamente el
fluido paisaje, en tanto sus cavilaciones se retorcían y se anudaban unas con otras como entes ma-
lévolos. El trote acompasado de los impallos, en sordina, repiqueteaba en sus tímpanos.
Golpeó el cristal divisorio con el bastón.
—Cochera —ordenó—, más rápido, por favor.
Allá afuera, en su alto sitial, la mujer debió haber fustigado a los impallos, porque los cascos gol-
pearon el camino a ritmo más acelerado y el bamboleo del carruaje aumentó.
Toc-tocotóc-tocotóc.
La doctora se arrellanó en el asiento. Sin darse cuenta, deslizó la mano dentro del bolsillo del
pantalón y tocó el papel, cuya escritura parecía arder y quemarla a través de la ropa.
Tanassa, pensó. Tanassa. Si fuera posible averiguar qué es lo que persigue con esto…
Toc-tocotóc-tocotóc-tocotóc.
Tanassa. Boravis. Enigmas.
Toco-toco-toc. Toco-tocotóc. Tocotocotóc.
Un presagio. Un presagio. Un presagio. Un presagio.
Entre hileras de árboles fugitivos y áspero encaje de polvo volador, el coche seguía su carrera,
con la doctora en las entrañas, y los impallos, sudorosos y espumeantes, a proa.
Un fulgor repentino contra los ojos.
El Bolar.
—¡Cochera! —llamó Vaevar—. Deténgase aquí.
—¡Soo! —gritó desde arriba la invisible auriga—. ¡Párense, bestias!
Resoplaron los impallos, frenando en una explosión de polvo.
A través de la ventanilla, el límpido cielo mañanero de Dene. La verde plaza del Bolar, con sus
caminillos de cascajo anaranjado. El sol, encadilante, en lo alto.

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Y el Bolar.
Erecto como un tallo gigantesco, sólido como los siglos, bruñido como gota de mercurio. Su base
circular aplastaba la hierba y las florecillas silvestres en un área de dos kilómetros cuadrados.
Muy por encima de los árboles más elevados, el agudo remate de la cúspide se quebraba en un
abanico de agujas relumbrantes, diez mil pequeños soles hechos trizas.
Bandadas de aves, itinerante salpullido del cielo, evolucionaban en torno al punto en ignición, y
uno no podía sino preguntarse (con el cuello doblado hacia atrás y la mano haciendo visera a los
ojos) si el vértice oro/plata no punzaría de verdad el firmamento.
La doctora Vaevar descendió del carruaje. Indicó a la cochera que la esperase, se aseguró los
anteojos sobre la nariz y comenzó a caminar hacia el Bolar. La brisa matutina, fresca y embal-
samada, le alborotaba el corto cabello renegrido y hacía flotar ante sus ojos las puntas oscuras de
la corbata.
A cada paso de la doctora, el Bolar crecía como un absceso titánico. Ella se sentía diluir progresi-
vamente en la nada ante la mole que amenazaba colmar el universo hasta el último resquicio.
… ¿Por cuántos milenios había estado allí? Las crónicas más antiguas ya lo mencionaban, y bala-
das semienterradas en la prememoria de la raza cantaban su imponente majestad. Era… más que
viejo: una excrecencia del mundo.
Se detuvo. Ante ella se abría la resplandeciente sonrisa de El-Mig.
—Saludos, El-Mig —dijo la doctora. Era frase ritual.
Se sintió encoger bajo la mirada del otro, consciente del duro roce del cuello erguido a ambos la-
dos de la barbilla. Inclinóse El-Mig, observándola siempre afable desde su estatura de dos metros
cincuenta. El sol cayó sobre su cabellera y se licuó en dorado chorro, desde la amplia frente al
torso vigoroso. Los arcos metálicos gemelos que convergían en la espina dorsal de El-Mig,
abriéndose a los lados en una delicada trama de sutilísimos filamentos de plata, temblaron al do-
blarse él, como las alas de un hiperinsecto.
—Saludos, doctora Vaevar —repuso, en su vibrante tono—. Feliz de verla otra vez por aquí. ¿Se-
guramente trae usted su pase…?
Exhibió ella la tarjeta azul (hecha de un extraño material virtualmente indestructible, cuya natura-
leza no había logrado descubrir), y El-Mig le franqueó el paso con ampuloso ademán del brazo
enfundado en blanco lienzo. La doctora comenzó la ascensión de la interminable escala metálica
que desembocaba en la puerta del Bolar. Según salvaba peldaño tras peldaño, la cambiante
perspectiva iba descubriéndole nuevos detalles del escenario circundante.
El Bolar descansaba en medio de un anillo de césped esmeraldino, cruzado por treinta y seis sen-
das de grava que se reunían al centro a la manera de los rayos de una rueda. En la parte baja de la
torre, una multitud de bolarianos hormigueaba sin reposo, eternamente afanada en misteriosas ac-
tividades.
Vaevar se detuvo, exhausta. Había alcanzado la mitad de la escalera. Ahora los peldaños mismos
se encargarían de todo, y ella subiría sin mover un músculo hasta el elevado umbral. En tanto el
sordo hmmm de la maquinaria se imponía al jadear de sus pulmones, sentía que los mil y un inte-
rrogantes de siempre se agitaban en su interior.
«¿Cómo? ¿Por qué medios? ¿Qué clase de combustible? ¿En base a cuáles principios funda-
mentales?».
Sus dedos estrujaron la nota que conservaba entre sus ropas.
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«Pero usted sabe bien que todo esto es un juego de niños…».
Juego de niños, Bolar, juego de niños…, juego de niños…
El delgado rostro de la doctora se posó, temblando, en los azules ojos de El-Gabri, el Portero. Ha-
bía llegado.
—Pase, doctora Vaevar.
Ella entró.
Y la Maravilla se le arrojó encima, se multiplicó por mil, por un millón…, hasta estrujarle todas y
cada una de sus células pensantes, para exprimirlas de razón entre los infinitos anillos de sus por-
qués y sus cómos.
Y sus síes…
Si ella pudiese comprender. Si los bolarianos condescendiesen a explicar… Pero ellos nunca ex-
plicaban. Permitían a algunos acercarse, entrar en el Bolar, observar, tomar notas, deducir, lucu-
brar… Les concedían el triste derecho de sofocarse en la propia impotencia ante la posibilidad de
tantos imposibles juntos…, materializados allí, en el Bolar, ante su vista incrédula.
Pero no pasaban de eso. Sólo quedaba, entonces, el recurso de abrir los ojos como platos, dilatar
al máximo los oídos, y hasta las narices y los mismos poros, y procurar entender algo.
La luz. Brotaba de todas partes y de ninguna a la vez, blancoazulada, firme. La temperatura.
Siempre estable, sin importar cuál fuera la estación reinante en Dene.
Y las máquinas.
Los ojos se agrandaban y las mentes se encogían ante los semiseres multiformes y autónomos,
zumbantes, sibilantes, gimientes, chirriantes o silenciosos, que cumplían impávidos sus sempiter-
nas funciones, sin fallar jamás.
¿Cómo? Oh, Diosa…, ¿cómo?
…La doctora vio nuevamente los millares de cuartillas que había emborronado con menuda e in-
segura caligrafía durante media vida. Las monografías, los artículos… Las notas, tomadas en
años y años y años de golpearse el cráneo contra la roca aquella.
Toneladas de papel, ríos de tinta. Ríos inútiles, que agonizaban dolorosamente entre arenas secas,
muy lejos del mar.
 
MENOS CUATRO:
Ninguno de los dos hablaba. Evitaban mirarse. Al menos la doctora lo evitaba; pero una tácita
comprensión mutua flotaba en el aire, como pompa de jabón urticante.
Ella dilataba deliberadamente el término de un experimento bastante sencillo, y el boravi, inclina-
do sobre sus carpetas, se afanaba, al parecer, en un ringorrango final. En torno, y acompañado por
el ocasional rasguido de la pluma de Tanassa, el reloj urdía una malla de sonora monotonía, más
y más oprimente, más espesa…
—¿Por qué es un juego de niños?
La aguda intensidad de su propia voz la alarmó. Inspiró profundamente y se quedó inmóvil.
El tiempo aminoró su marcha hasta lo inaudito. Vio volverse hacia ella la achatada cabeza del bo-
ravi; el giro tardaba horas y horas en completarse. Y la sonrisa de la boca pringosa se formaba
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con la pereza de una nube deshaciéndose, y la lengua bífida onduló al brotar entre los dientes có-
nicos, igual que la cola de un fantástico barrilete suspendido en un aire gelatinoso…
—Usted sabe perfectamente la razón, doctora.
—¡Explíquese!
—Hoy mismo ha estado en el Bolar. ¿Qué vio ahí, doctora, eh?
Enfrentados, tan sólo la mesa de trabajo los separaba. Los ojos amarillentos la observaban de sos-
layo. Percibió con asombro el descaro casi lúbrico que aquellos ojos contenían y se dio cuenta en-
tonces de lo equivocada que había estado siempre con respecto a los boravis.
Había en Tanasssa un oscuro núcleo de malignidad, que se traslucía ahora como una araña agaza-
pada en el interior de un frasco sucio; y, por otro lado, una precomprensión tan obvia de todo
cuanto la doctora era, o había sido, o llegaría a ser, que ella sintió que la sangre le caldeaba las
mejillas y el cuello.
«Peor que estar desnuda delante de él», pensó.
Y de súbito se le hizo claro que los denenses siempre habían estado así en lo que a los boravis
concernía: peor que desnudos.
Se odió por ello, pero no pudo evitar inquirir:
—¿Usted, Tanassa…, sabe algo? ¿Podría responder a alguna pregunta?
La sonrisa del boravi se ensanchó como un tajo.
—¿Permitiría que me sentase, doctora? Es un poco largo de explicar.
Ella asintió con la cabeza. Sentía los párpados congelados y pensó que jamás podría volver a ce-
rrarlos.
—Ustedes han estado exprimiéndose el cerebro durante centurias, pretendiendo explicar el origen
del Bolar —dijo Tanassa—. En tiempos antiguos no debió resultarles difícil: las religiones carga-
ron con el fardo. ¡Son estómagos complacientes para el forraje mítico! Una nueva leyenda mara-
villosa…, y sanseacabó.
Pero ésta es la Edad de la Razón, doctora, o al menos así la llaman. Ahora disponen ustedes de
una lógica, o cosa parecida, y naturalmente intentan comprenderlo todo en base a ella, y dentro de
ella. El método, empero, no funciona con el Bolar, por desgracia.
El Bolar es ajeno a Dene y a su lógica, doctora…, y usted lo sabe de sobra.
Vaevar palideció. Estaba oyendo el eco de su propio subconsciente.
—Siempre tuve esa sospecha —murmuró—. Sin base racional alguna, pero siempre… —Irguió
la cabeza—. ¿De dónde… vino el Bolar?
Los ojos amarillos la enfrentaron por primera vez.
—Del espacio exterior. ¡Sí, doctora! ¡La teoría de que existe vida en los cuerpos celestes es fun-
dada! De hecho, esa vida existe…, en una variedad y en una extensión tales que no resulta fácil
concebirlas.
El mundo de ustedes, Dene, no significó otra cosa que un… accidente de ruta. Planetizaje forzo-
so, lo llamamos, si es que eso tiene algún sentido para ustedes… ¡Mejor digamos «varadura»! Lo
cierto es que nuestra nave se vio imposibilitada de continuar su itinerario. Fue preciso repararla.
Y en eso estamos.

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La mente de la doctora se había detenido en un concepto anterior a la última frase del boravi.
—¿Nuestra nave? —interrogó.
Llamearon las pupilas ambarinas; en sus profundidades bullían las sombras.
—Vinimos juntos…, ellos y nosotros. En el Bolar. Pero esto carece de importancia. El problema
actual es otro: una divergencia de opiniones. Los boravis creemos que los denenses tienen dere-
cho a saber. Ellos piensan, en cambio, que ustedes deben descubrir.
Los dedos de la doctora se engarfiaron en el borde de la mesa. Se inclinó hacia Tanassa hasta que
el vaho acre de su aliento le revolvió el estómago.
—¿Hay… hay algún modo de saber?
 
MENOS TRES:
Eran aquellos segundos anhelantes, de anticipación…, el umbral de la plenitud. Luego, el estre-
mecimiento que habría de recorrerle las entrañas como un licor ardiente, la piel erizada y el fuego
final.
Sus ojos se abrieron en la oscuridad.
Entre los brazos de él, soldada a él, sintió por primera vez que no se completaba.
Se aflojó el abrazo.
—¿Qué te…?
«Que ya no estoy entera. Que tú no eres más mi otra mitad. Que, aun fundida en ti, sigo pade-
ciendo hambre y sed».
—No es nada —le dijo a él—. Nada.
—¡Pero si te noto extraña…!
Se alejó de él, que no intentó retenerla. Vaevar adivinó el reproche instalado en sus rasgos.
—¿Dónde quedó tu confianza en mí? —le oyó quejarse.
Contestó con una cálida presión de sus dedos en torno a la muñeca de él. Ambos pulsos latían al
unísono… Ya no podía pretender continuar ocultándoselo.
—Es que… no sé qué camino tomar —murmuró.
—Cuéntame, dulzura. Si puedo ayudarte…
—¿Qué harías tú —empezó ella, luego que hubo reflexionado unos instantes en cuanto al mejor
modo de expresarlo— si necesitaras algo con desesperación…? Me refiero a verdaderas ansias…,
algo así como la necesidad que siempre hemos sentido uno del otro… ¿Qué harías si anhelases
algo de ese modo, y para conseguirlo tuvieses que hacer… una cosa prohibida, algo que nadie se
atrevió a hacer jamás? ¿Qué es lo que harías?
Hubo una pausa.
—Si no pudieras vivir sin eso, lo que fuera —dijo Danahem, al rato—. Si lo necesitaras tanto,
tanto…
La respiración de Vaevar hendió el aire.
—Lo necesito —repuso, con voz ronca—. Más que a… casi todo.

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Instantáneamente supo que lo había herido. Pero la voz del hombre no reflejó sino ansiedad por
ella, al preguntarle:
—¿Y cuál es… esa cosa prohibida que tienes que hacer…, eso que parece que te aterra de sólo
pensarlo?
Ella no dijo más que:
—El Bolar.
Y se produjo un nuevo bloque de silencio, pero la cualidad dominante en éste era la amenaza.
Una nueva sombra se cernía entré las otras, por encima del lecho en que yacía la pareja. Ensegui-
da:
—¡No! —fue apenas un susurrro, aunque tuvo la intensidad de un alarido—. ¡Eso no…, te lo su-
plico, Vaevar, dulzura, eso no!
 
MENOS DOS:
Un puño descomunal oprimía al universo.
Se aflojó el nudo de la corbata y arrojó el sombrero de copa sobre el asiento. Su mano húmeda
aferró el asa del maletín. Saltó fuera del coche, detrás del boravi. Al cerrarse, la portezuela con-
movió en tardas ondas de sonido el aire oleaginoso.
Inquietos, los impallos piafaban. Uno de ellos, de color azabache, se irguió sobre las patas trase-
ras, elevando hacia el cielo los retorcidos cuernos. Su lúgubre relincho tajeó el silencio.
—¡Ahora! —Había urgencia y fiebre en los amarillos ojos de Tanassa—. Vaya, doctora, y no se
equivoque. ¡La puertecilla del pestillo rojo! Déle dos vueltas, y se abrirá.
La doctora se sintió empujada por una garra impaciente, y el suelo comenzó a retroceder bajo sus
pasos.
Miró hacia adelante.
Ni una brizna temblaba. La sangre le golpeaba dentro de los oídos como un tronar diminuto.
Horizontales y verticales sobre fondo gris; horizontales y verticales sobre fondo gris: era la pauta
dominante en el decurso de la Estación de las Tormentas. El Bolar se proyectaba obscenamente
hacia los hinchados vientres de las nubes, allá arriba. Sólo se escuchaba el roce de las suelas de la
doctora contra la grava del caminillo.
«…Sí que hay un modo, doctora. Durante la próxima Estación de las Tormentas. Ellos estarán
en su período de descanso… Como un sueño profundo, sí, podría decirse; sólo que mucho más
de lo que ustedes conocen: “vida suspendida”, sería un término más aproximado».
El Bolar se agigantaba frente a Vaevar. Arriba, arriba, arriba.
«…Nosotros no podemos. Han colocado… defensas. Microorganismos letales. Virus, dirían uste-
des…, deletéreos. No, no resultan nocivos para los denenses. Por eso es que tiene que ser uno de
ustedes el que entre».
La escala. Los zapatos de la doctora dieron contra el metal, y las reverberaciones acústicas flota-
ron como borlas de algodón.
«¿…Cómo no pensamos antes en valernos de ustedes? ¿Antes…?». (Las pupilas amarillas habían
reflejado incomprensión. Vaevar intentó ser más específica, pero se vio obligada a desistir. No

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podía esperar que existiera compatibilidad entre sus concepciones y las de los boravis, era evi-
dente, al menos en lo que al elemento temporal se refería).
Los últimos ecos se extinguieron lánguidamente al detenerse Vaevar en mitad de la escala. Espe-
ró, tensa, el tirón de la máquina.
Pero los peldaños permanecieron inmóviles en su espinazo metálico, como un colosal miriápodo
hibernante.
«…Naturalmente que la escala mecánica va a funcionar, doctora. Pero accione primero el con-
mutador que encontrará a su derecha…, esa lengüeta blanca, sí. Perfecto».
El ronroneo de la maquinaria se abrió paso entre la densa atmósfera. La mano invisible condujo a
la doctora en dirección de la boca negra y oblonga que se abría en la cima.
«…Use el aparatito que le di, doctora, o no va a poder pasar. Un campo de fuerzas…, algo así
como una pared… que no se ve. El artilugio lo interrumpe. No se preocupe; ya entenderá. Ya lo
entenderá todo…, siempre que regrese con eso dentro de la maleta. ¡El corazón, doctora! ¡La
llave que le abrirá todas las puertas…, incluso la de las fuerzas dinámicas que mueven a los
mundos en sus órbitas y desgarran los soles en pedazos…!».
El asa del maletín le mordía la palma. Cambió de mano la valija y extrajo de un bolsillo la dimi-
nuta pirámide, con su vértice fluorescente.
La sostuvo apuntando hacia la puerta por espacio de unos instantes; luego presionó la base con el
pulgar.
No sucedió nada visible.
El rectángulo negro permaneció inalterado.
Durante un rato Vaevar no consiguió moverse. Sentía el labio superior inundado de gotitas frías,
y seca la garganta. Los lentes le pellizcaban sin piedad el puente de la nariz…
…Estaba adentro. Nunca llegó a explicarse cómo había podido hacerlo.
Sus pasos sonaban a hueco en el centro del abovedado silencio. Todo era muy distinto a como lo
viera en sus visitas «oficiales».
La ubicua luz fulgía tenue, verdeazulada. El ambiente estaba como teñido de irrealidad…, seme-
jante a la escena de algún viejo sueño apenas recordado. Los ojos de Vaevar giraban inquietos
tras las empañadas antiparras.
«…No permita que nada la distraiga de lo que debe hacer, doctora. La portezuela del picaporte
rojo. La portezuela del picaporte rojo. La portezuela del picaporte rojo».
La portezuela del picaporte rojo.
Dio un salto. Se le había antojado que el metal iba a quemarla; pero, en cambio, lo encontró hela-
do.
Hizo girar la manija.
La portezuela se abrió sin un rumor.
«…Dos pequeños hexaedros negros. Son envases, pero no se ocurra tratar de abrirlos. Sería
muy peligroso. Sáquelos del nicho y métalos en la maleta. Eso será todo. Vuelva inmediatamente
al coche. La estaré esperando, doctora».
Congelada en un semiesferoide, la mano se paralizó a medio ademán. Después, con lentitud, fue
cerrándose.
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No había esperado que pesaran así. Entre jadeos, las falanges a punto de descoyuntársele, deposi-
tó muy cuidadosamente uno de los hexaedros dentro de la maleta.
En rápido movimiento, se sirvió de ambas manos para levantar el otro e introducirlo también en-
tre las mandíbulas cromadas.
Snap, se cerraron.
Corrió.
No se detuvo a pensar en qué consistiría con exactitud la amenaza que de tal modo la angustiaba.
Sus pulmones gemían con ansias de aire nuevo.
«…La manija blanca superior, ahora».
Y los peldaños mágicos, esta vez despiertos, la arrojaron hacia abajo. Con el mismo impulso con-
tinuó el descenso, entre el golpetear de sus pies enloquecidos.
No se dio cuenta del momento en que pisó un nivel horizontal. Siguió su carrera ciegamente, ace-
zante; la grava húmeda gemía bajo su calzado.
Un velo ceniciento lo cubría todo… Durante un instante alucinado manoteó con desesperación, a
tientas en un mundo gris y mudo.
De la bruma se despegó una silueta.
—¡Pronto, doctora! ¡Por acá!
Dedos escamosos a través de la manga, apretándole un codo. Tropiezo de una arista dura contra
el empeine. La blandura del cojín… La portezuela del coche besó con estrépito al marco.
Vaevar se recostó contra el respaldo. Con los ojos apretados y la boca entreabierta, intentaba
abrirle paso al aliento a través del nudo que le obstruía la garganta.
—¿Lo tiene, doctora?
La chata cabeza del boravi oscureció la ventanilla, quemando a Vaevar con el fuego ámbar de sus
pupilas. Ella asintió por medio de un movimiento de cabeza, sin separar los párpados. Sintió que
la sonrisa del boravi se los atravesaba. Tanassa saltó ágilmente sobre sus cortas piernas y desapa-
reció. Un momento después restallaba el látigo. Relinchos, el galope furioso de los impallos, los
botes de las ruedas en cada bache del camino.
A través del cristal, Vaevar vio una herida cárdena que se abría entre lo gris. Casi sin transición,
la ensordeció un rugido.
Se descargaba la primera tempestad de la estación.
 
MENOS UNO:
Todas las furias castigaban la tierra blanda, afuera. Gemían y crujían los árboles, brutalmente sa-
cudidos y doblados; y había silbidos feroces y fragores violentos y súbitas deflagraciones de luz
violácea.
A través de las paredes del laboratorio no llegaba sino un inmenso resollar veteado de pulsiones
luminosas que se filtraban por entre las rendijas de las persianas y terminaban fundidas en el res-
plandor del gas.

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Abierta como un vientre, la maleta negra había parido sobre una mesa oscura los dos hexaedros
de antracita. Vaevar se inclinaba sobre ellos, los dedos estirados rozaban ya su pulida superfi-
cie…
—No, doctora.
Se volvió. Los ojos amarillos habían cambiado mucho.
—Me los llevo yo, doctora. Póngalos de nuevo en la maleta.
Vaevar irguió la frente. Las mandíbulas le tensaban la piel del rostro. La sintió erizada, y com-
prendió que debía estar horriblemente pálida. Encaró a Tanassa:
—Eso no fue lo convenido.
—No discuta. ¡Haga como le dije! —El boravi no se molestaba en disimular la amenaza que hin-
chaba su tono. Conservaba una mano dentro del bolsillo e hipnotizaba a la mujer con un par de
discos duros y opacos, amarillos y fijos.
Vaevar alzó la voz hasta el falsete:
—¡Tanassa! ¡No sea insolente! ¿Qué se ha creído?
El boravi rió con grosería, agitando la lengua. Después la risa se esfumó, como el aliento desapa-
rece de un espejo.
Su diestra dejó el bolsillo: un pequeño tubo negro apuntaba hacia la doctora.
—Meta esos hexaedros en la maleta —repitió Tanassa—.  Me los llevo.
Ella percibió el aura del peligro como el calor de una llama. No podía desconocer la cualidad
mortal de aquel tubito negro.
—Está bien —dijo—. Lléveselos, si quiere.
Había ido retrocediendo de manera imperceptible. Una de sus manos, por detrás de la espalda, ro-
zó una superficie curva y lisa.
Reconoció el frasco, y su contenido, igual que si las yemas de sus dedos hubiesen tenido ojos.
—Me estoy impacientando, doctora. —El puño verdusco aumentó la presión en torno del tubo—.
No puedo seguir deteniéndome más en esto. De cualquier modo, la mentalidad de ustedes todavía
no es apta pa…
Un semicírculo borroso enturbió el aire, con el hombro derecho de la doctora como centro. Tras
describir un arco fulgurante, el frasco se estrelló contra la cabeza del boravi.
Revolcándose entre las llamas de cincuenta infiernos, Tanassa aulló seis veces y por fin quedó in-
móvil, estirado sobre el piso. La doctora Vaevar ahogó un sollozo entre los dedos que estrujaban
su cara.
Al rato se apagó el último siseo del ácido. La doctora se dobló por la cintura, como hachada, y
vomitó. Luego las luces menguaron hasta desaparecer…
…Se sostuvo sobre una palma, ahogando un gemido agónico. Tenía todo el cuerpo entumecido.
Consiguió incorporarse; al momento, todo se le agolpó en la mente.
¿Cuánto tiempo habría permanecido sumida en la inconsciencia? ¿Minutos? ¿Horas?… El apaga-
do bramar del temporal seguía oyéndose, y tan sólo la noche y las centellas atisbaban por entre
los intersticios de las ventanas.

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Avanzó algunos pasos, no sin dificultad. Sabía que con sólo volverse un poco vería aquel horror,
que continuaba tendido sobre el entarimado; pero evitó hacerlo.
La mesa. Los hexaedros negros.
El corazón de todo.
«…La respuesta a todos los enigmas. ¿Acaso no se ha preguntado cómo pudo ser posible mover
algo tan voluminoso como el Bolar? ¿No le ha intrigado el origen de la tremenda energía que
debió necesitarse para arrancar a semejante mole de la atracción gravitatoria? ¿No se ha desve-
lado cavilando en cuál podría ser la Fuente Milagrosa…?
»¿Dónde está el músculo impulsor de esa linfa increíble y cuasiomnipotente? ¿No lo adivina,
doctora? ¡Son dos hexaedros de color negro! ¡Contienen los Nódulos! Un par de esferillas casi
invisibles…, pero tan poderosas como la mano de un Dios. El corazón, doctora… ¡El núcleo de
la energía viva del Universo!».
Los dedos de Vaevar no aparecían nítidos, a causa de su incontrolable temblor; pero, como si los
guiara algún sexto sentido, hallaron el resorte.
Se abrió uno de los hexaedros.
Retrocedió ella con tal violencia que derribó una mesita repleta de matraces y tubos de ensayo.
Hubo un estallido de cristales y un borbotear de líquidos regados por el piso.
Vaevar se enjugó la cara con el helado dorso de la mano. Una mancha cárdena se le demoraba en
las retinas.
Por un momento se quedó inmóvil…
…Pero necesitaba saber.
Abrió el otro hexaedro.
No fue un relámpago. Fueron todos los relámpagos del mundo, y algo más.
Cegador: blanco y púrpura y escarlata y dorado.
Y se produjo un temblor ciclópeo, y hubo un titánico tirón hacia adentro.
La vida retornó a su condición primigenia.
 
CERO:
La minúscula espora flotaría a través de los espacios sin fin por los siglos de los siglos, hasta
que encontrase otro ambiente favorable a su desarrollo.
Todos los ingredientes vitales precedentes estaban allí, contenidos en el submicroscópico átomo
vital. Se aglutinaban en una ultraconcentración, destinada a expandirse oportunamente hasta
colmar un mundo.
Pero iba a haber cambios.
Las especies vegetales, mezcladas, serían diferentes. La fauna, por su parte, presentaría nuevas
variedades, nacidas a partir de las infinitas combinaciones resultantes de haberse reunido brus-
camente, en un único núcleo, todas las especies que una vez coexistieran… Muchas de las que
habían volado, nadarían ahora en las aguas, conservando vestigios de inútiles alas y resabios de
vuelos abortados. Otras, que caminaran sobre miembros articulados, iban a perderlos, conde-
nándose a un perpetuo reptar.
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Y, por sobre todo, la inmortal Memoria de la Vida conservaría el recuerdo aleccionador de la
catástrofe.
Y, de producirse (en el azar de la nueva evolución), el renacer de la raza humana, la mujer, cau-
sante de la regresión abortiva a los Comienzos, no volvería a ser ama, sino que serviría al va-
rón; y él se enseñorearía de ella; y se multiplicarían sus dolores en sus preñeces, y daría a luz a
sus hijos con dolor.
La nueva etapa comenzaría de cero.
Ahora, tal vez, se diese al macho la oportunidad de destrozarlo todo.

RUBÍES DEL CÉSAR (en rev. en Red NGC 3660, Marzo de 2018)

Se sentía desfallecer a causa del dolor insufrible de los tendones; sus vísceras, hinchadas, pare-
cían a punto de estallar… ¡Nunca habría creído que la muerte iba a hacerse desear de tal manera!
Pero al oír la grosera imprecación de su antiguo compañero (el mismo que le había traicionado),
torció el cuello entre mil punzadas de martirio para increparlo con los restos de su aliento:
—¡Calla, infeliz! ¿Cómo te atreves a injuriar a este Justo? ¡Nosotros merecemos este destino,
pero él es inocente de todo mal, y ni siquiera ha emitido un quejido, a pesar de que está clavado y
no atado, como estamos nosotros!
Y rompió en gemidos desesperados, porque su carne ya no resistía el suplicio de la cruz. Pero le
confortaba lo que el Justo le había susurrado, mirándole con Sus ojos cargados de bondad…
¡Iban a encontrarse en el Paraíso! (Sin embargo, Dimas no comprendió del todo aquella mínima
torsión en la comisura de Su boca…, un extraño dejo de ironía en los bordes de Su sonrisa tierna.
Por cierto, nada había de sardónico o mordaz en aquella ironía —Dimas lo percibió confusamente
—, sino mucha melancolía y… también resignación, lo cual planteaba un enigma indescifrable al
espíritu simple del ladrón).
…El otro, Gestas, había delinquido porque ese era su modo de vida; él solo llegó a tal extremo
cuando no pudo soportar la impotencia de su miseria, su hijita llorando de hambre y de frío, el
cielo encapotado como único techo sobre sus cabezas huérfanas de todo socorro humano… Los
habían atrapado en aquella enorme y lujosa mansión, pero Dimas había conseguido deshacerse —
del modo más expeditivo— de la evidencia de su delito justo antes de que la guardia los redujera.
Malévolo, su compinche ocasional no vaciló en acusarlo cuando él mismo se vio perdido. Y así
les cupo a ambos el destino de flanquear al Crucificado, compartiendo su padecer cada cual a su
modo, el mal ladrón y el bueno.
Caía la tarde y se estiraba la agonía, en una cadena de tormento que se propagaba en cada nervio,
en cada lamento… La muchedumbre, por su parte, clamaba en distintos tonos, desde la befa ini-
cua hasta el inenarrable desconsuelo. Se arremolinaban las nubes, pavorosas y espesas, y los pri-
meros truenos comenzaban a insinuarse, entre resplandores lívidos, sobre los picos del Calvario.
 
Pálido y consternado, Pilatos observaba, impotente… Su esposa, a su lado, prorrumpió en amargo
llanto. De pronto, el rostro cerúleo del gobernador se iluminó:

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—¡Por Júpiter…, el anillo! —barbotó—. ¡El anillo de rubíes del César!… Me habilita para libe-
rar a otro condenado más en este día. ¡Pronto, Marcelo! —ordenó a un servidor, sacudiéndolo por
un brazo, en su febril excitación—. ¡Corre a mi casa y pídele al mayordomo el anillo del César!
Aún hay esperanza…, él todavía alienta, y si lo sacamos enseguida de allí, quizás… ¡Vuela, mu-
chacho, vuela!
…Los minutos se le antojaron horas, y en el ínterin:
—Elí! Elí! Lama sabactani? —resonó Su lamento.
—¡Señor! ¡Señor! —era la voz del servidor, que, ya de vuelta, se prosternaba ante él, blanca la
faz, desorbitados los ojos—. ¡Ha ocurrido una desgracia! ¡No os enfadéis, señor, os lo imploro!
¡No hay… anillo, señor!
En ese instante se oyó un estruendo horrísono, el rayo se abatió sobre el Templo, y la Tierra tem -
bló bajo los pies de la multitud que, abrumada por el espanto, emitió un colectivo bramido de an-
gustia. El gobernador cerró los ojos, meneando con pesadumbre la cabeza.
—¡En Tus manos… encomiendo mi espíritu! —y fue el final.

En la cruz de Su izquierda, Dimas también moría… Y al convulsionarse en un espasmo final sus


entrañas martirizadas, al filo del más allá, un objeto cayó de él, rebotando sobre las piedras, oscu-
ro e innoble como el barro en que terminó por descansar.
La tempestad explotó en lluvia torrencial. A chorros se precipitó sobre la tierra aquel ciclópeo
llanto de los cielos, inundándolo todo, y lavando con su fluir irresistible las rojas piedras del ani-
llo del César, ahora tan sólo otros trozos anodinos de mineral, perdidos entre las rocas del Gólgo-
ta.
Consummatum est.

LUNA DE LA MALDICIÓN (en rev. en Red NGC 3660, Enero de 2018)

Me estoy muriendo.
La vida se me escapa en chorros escarlatas que no puedo contener. Igual que los demás… Me
descuidé. La horrorosa visión me conmovió de tal manera que olvidé la prudencia. Debió de ha-
ber visto mi sombra…, o quizás hice algún ruido.
Ahora está a salvo. Yo era el único que sospechaba de él. ¡Nadie lo creería!… Parecía uno de tan-
tos, a pesar de su reserva y de sus costumbres algo raras. Yo fui el único que recordó que él cono-
cía a todas las víctimas. Y todas las muertes habían ocurrido en noches de luna nueva. Y las heri-
das… ¡Sólo uno de ellos podía causar esas heridas!
Pensé en las viejas leyendas… y me dediqué a vigilarlo de cerca.
Y ahora confirmo mis sospechas. Pero me muero, y ya nadie lo sabrá…
Aún lo distingo, aunque cada vez con menos claridad, erguido frente a mí sobre sus dos patas
blancas…, su repulsiva desnudez sin pelo, y su hierro tronador humeante todavía. Y ríe…, ríe,
¡con la espantosa risa roma de los lobos-hombres!

FIN
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