Literatura 5to Vanina PDF

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LENGUA Y LITERATURA

5TO AÑO. ESCUELA TÉCNICA N° 1 GUERNICA

DOCENTES, MARTINEZ CELESTE, de la TORRE VANINA

CLASE 1
CLASE 2
CLASE 3
CLASE 4

El Abanico

—Como deseaba escrutar el corazón de mi novia —díjome Sandalio

Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias,

cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando

débiles, a manera de fatigadas mariposas—, y en las conversaciones de

amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me

ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la

educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La

tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a llevar,

según ella decía, el peso de la «cesta».

Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted:

Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lucientes). No, no crea usted que

me he interrumpido porque me corte el habla ninguna emoción. Es que la


noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan

en seguida. ¡Ejem!...

Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan,

aplicando a la boca un fino pañuelo, fragante, de amplísima orla.

—Bien; ya hemos pagado el tributo irremisible a la señora tos... Quedamos

en que me instalé a la vera de mi novia, que por cierto estaba guapísima

con su mantilla blanca de encaje rancio. Llevaba un traje rosa salmón, o

más bien, rosa carne, escotado, y la juguetona blonda confundía de un

modo delicioso los tonos similares de la tez y de la vestidura. Sobre su

pelo castaño y fosco, que el sol rafagueaba de oro viejo, un manojo entero

de clavelones enormes, de ese matiz indeciso que no es rojo ni rosa y que

al remate de las hojas se cambia en gris argentado, se erguía provocativo,

dentro del medio canalón de la peinetaza de carey. No llevaba guantes, y

su manita, cuajada de sortijas, relucía al manejar el abanico, un gran

pericón manileño sembrado de flores extravagantes, imposibles. La

aureola de la mantilla, haciendo sombra a frente y sienes, profundizaba

sus ojos atrayentes e insondables... En fin, era necesario tener mi calma,

mi espíritu analítico, para no olvidar completamente que se trataba de una

experiencia de psicología, de que impresiones fuertes e inesperadas

descubriesen algún rincón del alma de una mujer destinada a ser toda la

vida mi amante compañera... Me dediqué, solícito, a explicar lo que allí iba

a suceder, y desde el primer momento sufrí una decepción: Bertina sabía

perfectamente los mínimos detalles de la fiesta nacional. Periódicos y

conversaciones la tenían bien enterada. ¡Cualquier enseña nada nuevo a

nadie en la época presente! No quedan divinas ignorancias. Me sentí

contrariado de veras. ¡Qué iniciación me perdía!... Mi amor propio sufrió

involuntariamente. ¡Cuánto placer en el capullo cerrado, cuánta delicia en

rasgar el velo...! Para más mortificarme, trocándose los papeles, ella

misma, experta por intuición, me iba guiando a mí...

—Ahora es lo más lucido: el despejo de la plaza y salida de la cuadrilla.

¡Qué precioso! Ahí vienen Sombrerito Chico y El Pajel, con unos andares...
Los trajes me encantan. Un ascua de oro el de Pajel y una pura filigrana

de plata el de Sombrerito. Visten mejor que nosotras... El Pajel es muy

elegante, muy esbelto. De cara morena... Es chistosa su cara...

—De cerca, picado de viruelas, con cada agujero así —advertí, porque a

ningún novio le hace maldita la gracia que su novia ensalce a otro

hombre—. Un tío más bruto que un cerrojo. Si le zamarrean, echa bellotas.

—¡Bah! De cerca creo que no habrá muchas ocasiones de contemplarle

—respondió Bertina, riendo coquetamente, penetrando mi intención con

agudeza de mujer—, por más que a él y a los de su cuadrilla me los

encuentro en la calle vestidos de corto y me echan chicoleos. ¡Ay!... Mira:

acaba de entregar el capote de paseo a Félix Nieva... Son muy amigotes.

—Veo que estás informadísima...

—¡Ah, el toro! —exclamó vivamente.

La fiera, que había salido corriendo, se plantó en mitad de la plaza. Era un

bicho negro, poderoso, que parecía modelado por Benlliure. Sus astas,

finísimas en la punta, curvadas con brío amenazador, contrastaban con la

cabeza estúpida, casi dulce, casi pacífica. La ferocidad vendría a su hora,

cuando hubiesen acosado a la res, desgarrado su piel, acribillado su

carne, inflamado su sangre, excitado su desesperación, hinchando sus

pulmones con la queja cavernosa del mugido; pero en aquel instante,

sorprendido y deslumbrado, molestado sólo por el picotazo de la divisa, el

toro no sentía más que extrañeza y la nostalgia con que el instinto le

recordaba los frescores de la dehesa, los aromas de los pastos, el

borboteo del agua del arroyo...

Iba a comenzar la faena de caballos. Allí esperaba yo a Bertina. Espiaba,

en el lago pérfido de sus pupilas, la agitación de la sensibilidad. Por mucho

que se la hubiesen explicado, la suerte de varas tiene siempre lo

imprevisto y brutal del espectáculo cruento; la sensación material es nueva

necesariamente, aunque la inteligencia la haya razonado de antemano.

Rígidos, terciada la pica, los varilargueros esperaban la embestida de la

fiera, que, después de recorrer a escape el redondel dos o tres vueltas,


distraída y desdeñosa, se fijó, por fin, en aquellas macizas estantiguas

ecuestres, en los famélicos bultos que las soportaban, y cuya línea

angulosa, desvencijada, se exageraba caricaturesca en la proyección de

sombra. Resopló el toro, partió como un rayo, y mientras la puya se le

hincaba en la carne, rasgó él con la aguda cuerna el arca del vientre del

caballo... Brotó de la rasgadura larga, humeante, todo el paquete intestinal;

fiemo y sangre, en hedionda mescolanza, se emplastaron en la arena; las

patas del caballo, al querer arrancar en espantada huida, se enredaron en

el revoltijo de tripas colgantes, y lo pisotearon y despedazaron, sacudiendo

trozos y piltrafas; el jaco, vacío, titubeó, tembló convulsivo sobre sus

cuatro remos, y en tanto que el picador se zafaba pesadamente, tumbose

desplomado, mascando el aire con bascas de agonía...

Fijamente miraba a Bertina yo. Su perfil, de entre las ondas de la mantilla,

salía acentuado, como adelgazado por una contracción nerviosa. Las alas

de su nariz delicada, palpitaban, y sus mejillas eran dos hojas de

magnolia, recién abierta, tersas y blancas, que jamás ha regado el rocío...

Es indudable que siente —pensé al pronto—. Es el horror lo que hace

aletear su corazón y albear su tez. Va a volverse y a decirme que no la

traiga más a esta carnicería.

Volvíase Bertina, en efecto. Su rostro, al buscar el mío, sonreía, con

travesura deliciosa, con una mezcla de queja y mimo, de resignación y

chuscada, que desafiaba el pincel del retratista más expresivo. Y su mano,

cual relicario de anillos de pedrería, engaste de la joya más valiosa aún de

los deditos ebúrneos y las uñas rosadas, alzaba airosamente el abierto

abanico madrileño, poniéndolo como un biombo ante la vista del cuerpo de

la sardina despanzurrada, y dejando, a la parte que el país exornado con

extravagantes flores no interceptaba, libre el campo para contemplar

ávidamente cómo El Pajel iba a parear: una galantería al público, un rasgo

de condescendencia del diestro...

—De estas cosas feas, lo mejor es defenderse con el abanico —murmuró,

traduciendo a su manera la pregunta de mis ojos—. Porque no viéndolas,


¿verdad?, es lo mismo que si no las hubiese...

—¿Te basta a ti con el abanico? —respondí en el mismo tono confidencial

y afable.

—Claro que sí... Ya no se ve ese asco —afirmó, acercando a su nariz el

esenciero, que con otros dijes minúsculos colgaba de su cadena de oro.

Me precio de prudente, de hábil, y tardé aún seis meses en retirar de un

modo suave e insensible mi candidatura a la mano ensortijada de Bertina.

En este tiempo pude cerciorarme de que el sistema del abanico lo aplicaba

a todos los casos posibles. Tapar, tapar, que ojos que no ven, corazón que

no quiebra... ¡Y yo no quiero un corazón que se regula por la materialidad

de los ojos!

—No estaba usted enamorado de Bertina —objeté—. Si lo estuviese,

prescindiría de estos tiquis miquis; y aun sin estarlo, debió usted

comprender que su actitud era eminentemente social. Nadie hace otra

cosa. No se mira lo que no puede evitarse. La sociedad esgrime un

abanico inmenso.

Actividades: El abanico de Emilia Pardo Bazán.

1) Leer atentamente el texto y luego realizar las siguientes consignas:

a) Buscar en el diccionario las palabras que desconozcas y copiar el significado de cada una

de ellas.

b) Investigar la biografía de la autora.

c) ¿Para qué lleva el protagonista a su novia a una corrida de toros?

d) ¿Qué desilusiones va sufriendo Sandalio a lo largo del encuentro?

e) ¿Qué medida toma Sandalio después de la corrida de toros? ¿Por qué?

f) Definí si Sandalio emplea o no en su relación amorosa la misma “táctica del abanico”.

Justificá tu opinión.

g) ¿Qué tipo de mujer es Bertina? Justificar con citas textuales o ejemplos del texto.

h) ¿Qué tipo de hombre es Sandalio? Justificar con citas textuales o ejemplos del texto
1)

2)
CLASE 5
CLASE 6

La Ajorca de Oro

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo,

hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos

en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica,

que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus

instrumentos en la tierra.

El la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite; la

amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran

martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase

que lo infunde el Cielo para la expiación de una culpa.

Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres

del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los

hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alonso de

Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que

los vio nacer.

La tradición que refiere esta maravillosa historia acaecida hace muchos

años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi

cosecha para caracterizarlos; mejor.

El la encontró un día llorando, y la preguntó:

¿Por qué lloras?

Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo

en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río

y tornó a decirle:

¿Por qué lloras?

El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre las

que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos; la

niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono


ruido del agua interrumpía el alto silencio.

María exclamó:

No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré

contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra

alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que

cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio,

fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el

hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa

de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.

Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a

reiterar sus preguntas.

La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su amante con

voz sorda y entrecortada:

Tú lo quieres; es una locura que te hará reír; pero no importa; te lo diré,

puesto que lo deseas. Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de

la Virgen, su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro,

resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban,

dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los

sacerdotes entonaban el Salve, Regina. Yo rezaba, rezaba absorta en mis

pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi

vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en

la imagen; digo mal; en la imagen, no; se fijaron en un objeto que, hasta

entonces, no había visto, un objeto que, sin que pudiera explicármelo,

llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías...; aquel objeto era la ajorca

de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa

su Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se

volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose

en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera

prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas,

volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego,

como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan
con su brillo y su increíble inquietud... Salí del templo; vine a casa, pero

vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no

pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se

cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar,

perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que

llevaba la joya de oro y pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen

que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo,

que me miraba y se reía mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme,

mostrándome la joya. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas

arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya,

no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es

posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan

fascinador..., nunca, nunca. Desperté; pero con la misma idea fija aquí,

entonces como ahora, semejante a un clavo ardiendo, diabólica,

incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?...

Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada,

levantó la cabeza, que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz sorda:

—¿Qué Virgen tiene esa presea?

—La del Sagrario— murmuró María.

—¡La del Sagrario! —repitió el joven con acento de terror—. ¡La del

Sagrario de la Catedral! ...

Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada

de una idea.

—¡Ah! ¿Por qué no la posee otra Virgen? —prosiguió con acento enérgico

y apasionado—. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su

corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me

costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra

Santa Patrona, yo..., yo, que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!

—¡Nunca! —murmuró María con voz casi imperceptible—. ¡Nunca!

Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río; en la corriente, que

pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie

del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial.

¡La Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de

granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y

magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado, el

genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y

confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas

donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las

lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra

religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y

todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del

entusiasmo y de la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han

derramado a porfía el tesoro de sus creencias; de su inspiración y de sus

artes.

En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un

santo honor que defiende sus umbrales contra los pensamientos

mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material

se alivia respirando el aire puro de las montañas; el ateísmo debe curarse

respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a

cualquier hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca

produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega

todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren

de oro y pedrería; sus gradas, de alfombras, y sus pilares, de tapices.

Entonces cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas

de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro

y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el

edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que
lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda

majestad de Dios, que vive en él, y lo anima con su soplo, y lo llena con el

reflejo de su omnipotencia.

El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir se

celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la

Virgen.

La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero

ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado

las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del

templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último

toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la

estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su

emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo

hasta la verja del crucero. Allí, la claridad de una lámpara permitía

distinguir sus facciones.

Era Pedro.

¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se aprestara, al fin, a

poner por obra una idea que sólo al concebirla había erizado sus cabellos

de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para

llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de

sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba

escrito su pensamiento.

La catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un silencio

profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos

rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento,

o, ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su

exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a

sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se

comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos

que van y vienen sin cesar.

Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y siguió


la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las

tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la

empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a

cuya sombra descansan por toda una eternidad. ¡Adelante!, murmuró en

voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado

en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror; el

suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.

Por un momento creyó que una mano fría y descarnada lo sujetaba en

aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas, que

brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las

sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y

las imágenes del altar, y osciló el templo todo, con sus arcadas de granito

y sus manchones de sillería.

¡Adelante!, volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara; y

trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor

suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas o luz

dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos,

suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila,

bondadosa y serena en medio de tanto horror.

Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que lo tranquilizara un

instante concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más

profundo que el que hasta entonces había sentido.

Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano,

con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca, la ajorca de oro,

piadosa ofrenda de un santo arzobispo, la ajorca de oro cuyo valor

equivalía a una fortuna.

Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una

fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era

preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver

los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de

los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a
blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las

naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.

Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus

labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con

luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban

todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila.

Santos, monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y

villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies

oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los

arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus

lechos mortuorios, mientras que, arrastrándose por las losas, trepando por

los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos en las bóvedas

ululaba, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de

reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.

Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia

espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo

grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el

ara.

Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del

altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse

exclamó con una estridente carcajada:—

—¡Suya, suya!

El infeliz estaba loco.


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Salsa Carina

(Claudia Piñeiro)

Carina prepara el almuerzo familiar con sus hijos, como todos los primeros sábados de cada
mes.

Un anuncio inesperado de su marido cambia drásticamente la situación.

Se detiene frente a la góndola de conservas. Quiere hacer una rica salsa, la mejor que haya
hecho. Aunque sea la misma de siempre. No cocina bien, pero sabe que preparando buenos
acompañamientos cualquier plato mejora. Tres recetas alternó hasta el hartazgo en estos
veinticuatro años de matrimonio. Veinticuatro años. Salsa de champiñones para las carnes,
crema de puerros para los pescados y salsa de tomate Carina para las pastas. Se apropió de
una receta de un viejo libro de cocina y la bautizó con su propio nombre, Carina. Una mentira
piadosa. Se agrega al tomate vegetales picados en trozos muy pequeños: zanahorias, puerro,
alcaparras. Ya los había cortado esa mañana, lo estaba haciendo cuando apareció Arturo en la
cocina. Como todos los primeros sábados de cada mes, vendrían sus hijos, Marcela y Tomás,
que ya vivían solos. Luego de varios desencuentros habían llegado a ese arreglo: el almuerzo
del primer sábado del mes era sagrado. Por eso su asombro cuando Arturo le dijo que se iba.
Por muy importante que fuera lo que tenía que hacer, nada cambiaba que lo hubiera dejado
para después de comer. Carina elige dos latas de tomate y las pone dentro del carro donde ya
están el frasco de alcaparras, dos botellas del vino tinto que le gusta a Arturo y las cajas de
ravioles. Mira las latas dentro del chango, levanta una y después de inspeccionar+9la la
descarta porque tiene una pequeña abolladura. La cambia por otra. Por qué escoger una lata
abollada si la cobran igual que las sanas. Recuerda una frase que solía usar Arturo: no pagar
gato por liebre. Pobre Arturo. Va hacia la línea de cajas, se para en aquella donde hay menos
hombres. Los hombres hacen mal las compras, piensa, cargan de más y cuando pasan por la
caja dudan, se dan cuenta de que no pesaron algunos alimentos, van a buscar algo que se
olvidaron. Arturo nunca hizo las compras. Ni ella le reclamó. Ella no le reclamó nada en
veinticuatro años de matrimonio. Él tampoco hasta esa mañana. Aunque lo de Arturo tampoco
fue un reclamo. Reclama quien pide un cambio, una modificación. Él apenas informó, dijo pero
no pidió nada. Ojalá hubiera pedido. La última mujer delante de ella avanza y empieza a
descargar sus compras. Carina mira la hora. A pesar de que le llevó tiempo limpiar la cocina, va
a llegar bien. Los chicos no vendrán antes de las dos. Le dijo a Arturo: “¿Y qué les digo a los
chicos?”. “Yo les voy a explicar”, le contestó él, “después”. Sí, claro, Arturo siempre después.
Pero antes ella tendría que enfrentarlos y decirles por qué su padre había faltado al almuerzo
de todos los primeros sábados. Trató de convencerlo de que se fuera después de comer. Pero
él dijo que no, que ya tenía la valija lista. Ese no fue el punto, ni la valija lista, ni el almuerzo al
que no asistiría. Hasta ahí ella estaba aturdida, pero entera. Él agregó que lo estaban
esperando. Otra mujer. Y ese tampoco fue el punto porque siempre hay otra mujer. Pero
entonces ella quiso saber qué. No le importaba ni quién ni por qué ni cómo. Qué. “¿Cómo
qué?”, preguntó él. Carina le explicó: “¿Qué cosa de mí te hizo buscar otra mujer, alejarte?”. Él
habló de generalidades, el tiempo que pasa, el amor que se desvanece, la cotidianeidad que
arrasa con lo que se ponga delante. Sin embargo ella insistió, qué. No lo dejaría ir sin que él
diera un motivo concreto. Y por fin él dijo, para que lo dejara ir. “Tu olor, olés mal”. Ella sintió
un hachazo en el cuerpo. “Huele mal tu aliento, tu piel, tu pelo”. Esa confesión fue la que cortó
el hilo que sostiene a las personas para que no pasen del deseo al acto. Así como ella sintió un
hachazo en el cuerpo, tuvo el deseo de que un hachazo lo atravesara a él. Y aún empuñaba la
cuchilla con la que acababa de cortar los vegetales.

Paga la cuenta, mete las bolsas en el chango y va al estacionamiento. No puede recordar


dónde dejó su auto. Recorre la playa en un sentido y en otro. Un vigilador se le acerca: “¿La
ayudo?, no se inquiete le pasa a mucha gente”. Pero ella claro que está inquieta, porque tiene
que ir a su casa, terminar la salsa, decirle a sus hijos que su padre no almorzará con ellos. No
quiere que ese hombre la acompañe. Él le pide las llaves, casi se las saca de las manos. Apunta
a un lado y al otro hasta que por fin oyen el sonido de una alarma que se desactiva y ven luces
titilando a unos metros de ellos. Carina da las gracias y se dispone a irse pero el hombre no
deja que empuje el carro. Mientras avanzan, ella puede ver el hilo de sangre que chorrea del
baúl. La sangre de Arturo. Mira al vigilador que todavía no parece haberse dado cuenta. “La
ayudo a cargar”. Carina sabe que es en vano negarse. “En el baúl no, cargue todo en el asiento
de atrás”, dice ella y se para sobre una pequeña mancha en el piso, ahí donde caen las gotas
de sangre. El hombre baja la mirada: “¿Qué hizo señora?”. Ella está a punto de confesar, o de
empujar el carro sobre él y salir corriendo, o de clavarle la cuchilla con la que mató a Arturo y
lleva en la cartera. Pero entonces el hombre se sonríe y agrega: “Se ve que estaba muy
distraída esta mañana”, mientras señala los pies de Carina. Recién entonces ella nota que lleva
puesto un zapato marrón y otro negro.

Actividades:

1) Responde:

A) ¿Por qué el cuento se titula así?

B) ¿Qué le preocupaba a la protagonista?

C) ¿Qué le dice Arturo a Carina para terminar la discusión?

D) ¿Qué fue lo que más le dolió a la protagonista?

E) ¿Aparece algún indicio en el relato que anticipe lo que sucedió al final?

F) ¿Qué expresiones te generaron suspenso?

G) Menciona el marco del cuento.

H) ¿Qué tipo de narrador cuenta los hechos?


CLASE 28

El abuelo Martín

(Claudia Piñeiro)

Pasa a buscar a su hijo a las nueve en punto, como cada sábado. Así lo acordó con Marina

cuando se separaron. El niño se le abraza a las piernas en cuanto su madre abre la puerta.

Casi sin más palabras que un saludo, ella le da su mochila. Hernán le pide una campera. “No

creo que haga falta”, dice ella, pero él insiste.

No le aclara que llevará a Nicolás fuera de la ciudad, a la casa del abuelo Martín, donde la

temperatura siempre es menor en unos grados. Para qué, ella empezaría con sus

recomendaciones: que los caballos pueden patear al chico, que el estanque es peligroso,

que no vaya a treparse a ningún árbol. Las mismas recomendaciones que daba cuando

estaban casados y que hicieron que Hernán dejara de ir. Ahora que es tarde, se

arrepiente. La muerte del abuelo Martín, tres meses atrás, canceló cualquier

posibilidad de reparación.

Es un día de sol y la ruta está vacía. Hernán pone uno de los cedés preferidos de Nicolás, pero

antes de salir de la ciudad su hijo ya está dormido. Siendo así, él prefiere el silencio y dedicarse

a pensar en lo que tiene que hacer, su madre le encargó ocuparse de la venta de la casa. A él

no le cayó bien el encargo; bastante tiene con sus cosas, pero era el candidato natural para la

tarea y no pudo negarse. No sólo había sido el preferido de

su abuelo, sino que además es arquitecto. Qué mejor que un arquitecto para poner a punto

una casa que se quiere vender. En la familia se dice que Hernán es arquitecto por el abuelo

Martín. Mientras sus hermanos y primos andaban a caballo o se metían en el estanque, él lo

acompañaba en las múltiples tareas que le demandaba la casa. El abuelo tenía una empresa

constructora y aunque no estudió arquitectura era como si lo hubiera hecho. Incluso mejor,

muchas tareas las realizaba con sus propias manos: levantar una pared, pintar un ambiente,

reparar los techos. Por el cariño que le tiene y si no fuera tan desastroso el estado de

sus finanzas después del divorcio, lejos de venderla, Hernán se quedaría con esa casa. Pasa la

tranquera y se alegra de que su madre se haya ocupado al menos de deshacerse de los

animales. Para él queda, además de las reparaciones, contactar una inmobiliaria, fijar un

precio de venta, mandar a hacer una limpieza profunda.

Sin embargo, Hernán tiene muy claro qué será lo primero: tirar la pared que su abuelo
levantó en medio del living, una pared sin sentido arquitectónico que divide el ambiente en

dos e interrumpe el paso. Levantada para tapar un dolor o fijarlo para siempre. Porque en

medio de esa pared, frente al sillón preferido de su abuelo, cuelga el retrato de Carmiña

Núñez, su abuela, a quien Hernán apenas conoció. Muchas tardes, cuando bajaba el sol, vio a

su abuelo sentarse con un vaso de whisky frente a esa pared y admirar el retrato. Una mujer

morena, bonita, luciendo un vestido de encaje blanco que tal vez haya sido el que llevó puesto

el día de su casamiento. Pasaban los años y el abuelo Martín parecía seguir enamorado de

ella, aferrado al recuerdo de su mujer muerta. O eso creía Hernán, hasta que un día se lo

comentó a su madre. Ella puso mala cara: “De esa mujer yo no hablo”. Entonces se dio cuenta

de que casi nadie en la familia mencionaba a su abuela, sólo el abuelo Martín que, cuando

insinuaban algún enojo, decía: “Todos hablan, pero nadie sabe”. Muchos años después se

enteró por una prima de que su abuela no estaba muerta sino que se había ido con otro

hombre. Nadie supo más de ella, si formó otra familia en alguna parte del mundo, ni siquiera

si seguía viva o no. Nadie volvió a mencionarla, excepto el abuelo. Para él ella seguía

inmaculada, en su vestido de encaje con el que la contempló tantas tardes, frente a la pared

que Hernán se dispone a tirar. A poco de llegar, Nicolás ya se mueve en el lugar como si

viviera allí. “¿Me querés ayudar?”, le dice Hernán cuando pasa junto a él con las herramientas.

“No”, contesta el niño y

se sube a la hamaca que cuelga de un árbol. Él se ríe, le gusta que Nicolás haga lo que tenga

ganas. Entra a la casa, deja las herramientas junto a la pared y descuelga el retrato. Lo deja a

un costado, ya verá cómo deshacerse de él más tarde. Toma cincel y martillo y empieza a

golpear.

Se pregunta si Marina, a pesar de haberlo negado, lo habrá dejado por otro, como hizo su

abuela. El cincel se clava con facilidad, la pared es hueca. No le sorprende, no debía sostener

nada, apenas un cuadro. Apoya el cincel y golpea otra vez, los ladrillos casi se le desarman en

la mano. Y una vez más. Hasta que el cincel se engancha y queda atrapado. Hernán tira y la

herramienta sale con un pedazo de encaje blanco, sucio, envejecido. Siente un mareo, como si

el aire se hubiera enviciado con algo más que el polvillo, le cuesta respirar. Se detiene un

instante a la espera de no sabe qué. Sus ojos clavados en ese muro a medio demoler. Y de

repente, como si ahora sí lo supiera, rompe la pared con los puños, la desarma, va haciendo a

un lado los pedazos, hasta que aparece el vestido de su abuela y su esqueleto sostenido por la
tela que impidió que se convirtiera en un manojo de huesos. Se le nubla la vista. Busca luz

mirando a través de la ventana. Nicolás acaba de saltar de la hamaca y viene hacia la casa.

Actividades:

1) Responde:

A) ¿Por qué Hernán dejó de visitar a su abuelo?

B) ¿Qué debía hacer Hernán en la casa luego de la muerte de su abuelo? ¿Por

qué no podía negarse?

C) ¿Qué particularidad presentaba la casa en el living?

D) ¿Por qué nadie hablaba de la abuela en la familia de Hernán?

E) ¿Qué sucede al final? ¿Aparece algún indicio en el relato que anticipe lo

que encuentra Hernán?

F) ¿Qué expresiones te generaron suspenso?

G) Menciona el marco del cuento. (Recordá que el marco del cuento es lugar y

tiempo en que se desarrollan los hechos)

H) ¿Qué tipo de narrador cuenta los hechos?

Clase 29

Variaciones lingüísticas

Nuestra lengua varía según el lugar en el que se la usa, pero además varía por la condición
socio-cultural y la edad de cada hablante en particular. Es decir, distintos factores influyen en
la conformación de nuestra identidad como hablantes. Estas variedades lingüísticas se
clasifican de la siguiente manera:

LOS LECTOS: Se producen cuando el uso de una variedad determinada del español depende de
algunas características del emisor. Existen tres lectos:

DIALECTOS: es la variedad del lenguaje determinada por la ubicación geográfica. Además de la


diferencia entre países, también existen diferencias entre el dialecto rural y el dialecto urbano,
según la zona en la que viva el hablante. Por ejemplo:

-Español del Río de la Plata (Che chabón, ¿se están divirtiendo?) -Español de Salta y
alrededores (Eh, chango, ¿se están divirtiendo?) -Español de Centroamérica (Oiga, chamaco,
¿está buena la vaina?) -Español de España (Oye, tío, ¿la estáis pasando bien?)

CRONOLECTOS: es la variedad del lenguaje determinada por la edad del hablante. Se divide en
cronolecto infantil, adolescente, adulto y anciano. Por ejemplo:
-Infantil (¿Vo viste a babau?) -Adolescente (Eh amigo, ¿viste al dogo?) -Adulto (¿Viste a mi
perro?)

SOCIOLECTOS: es la variedad del lenguaje determinada por factores sociales, tales como el
género al que pertenece el hablante, el nivel de escolarización alcanzado y los ámbitos sociales
en los que participa. Se divide en masculino/femenino, profesional/no profesional, popular/no
popular. Por ejemplo:

-Escolarizado (De repente volvimos entre los muertos) -No escolarizado (Redepente volvimo'
dentre lo' muerto')

La combinación del dialecto, el sociolecto y el cronolecto da como resultado el IDIOLECTO de


cada hablante. Así, como “idio” (del griego) significa “propio, particular”, podemos afirmar que
la forma de expresarse de cada individuo posee rasgos personales.

Viaje

Lingüístico

Un español, que ha pasado muchos años en los Estados Unidos lidiando infructuosamente con
el inglés, decide irse a Méjico, porque allá se habla español, que es, como todo el mundo sabe,
lo cómodo y lo natural. Sorpresa: en el desayuno le sirven bolillos. ¿Qué exquisitez será? Pues
simples panecillos que en Guadalajara los llaman virotes y en Veracruz cojinillos. Si desea
limpiarse los zapatos tendrá que recurrir a un bolero que se los boleará en un santiamén.
Asombro frente a un cartel: “Prohibido a los materialistas estacionar en lo absoluto” y luego se
entera que son los trasportistas de materiales para la construcción. Le pide al chofer que lo
lleve al hotel, y le sorprende la respuesta:

—Luego, señor.

— ¡Cómo luego! Ahora mismo.

—Sí, luego, luego.

Está a punto de estallar, pero le han recomendado prudencia. Después comprenderá que
luego significa “al instante”.

Y mientras hace las valijas para irse a Venezuela recordaba la advertencia en cuanto pisó
Méjico: “Abusado, joven, no deje los velices en la banqueta, porque se los vuelan” (abusado:
ojo, cuidado; velices: maletas; banqueta: acera; se los vuelan: … bien se adivina).

AhorallegaaCaracas;primerasorpresa:enelaeropuertodeMaiquetíaledicealchofer:“Musiú,porsei
scachetesle piso la chancleta y lo pongo en Caracas”. (Musiú: extranjero; cachetes: monedas
de plata de cinco bolívares; chancleta: acelerador). En Caracas lo invitan a comer y se presenta
a la una de la tarde, con gran sorpresa de sus anfitriones que lo esperaban a las ocho de la
noche (comida es cena).Lediceaunainvita:“Esustedmuymona”yestaselotoma a mal. Mona es
presumida, afectada, melindrosa. Pero lo que lo sacó de quicio fue que alguien que ni siquiera
era muy amigo suyo, se le acercara y le dijera:

—Le exijo que me preste 100 bolívares.

—Si me lo exige usted –exclamo colérico- no le presto ni una perra chica. Si me lo ruega, lo
pensaré. El exigir venezolano equivale a rogar encarecidamente.
Nuestro amigo turista llega a Bogotá: nuevas sorpresas: los autos se parquean, el tinto es un
café negro, un perico es un café cortado.

Debe hacer un trámite y al llegar a la oficina, golpea discretamente. Le contestan con energía:
¡Siga!

Se marcha amoscado, pero un empleado se asoma diligente. Siga significa “pase adelante”. Le
sorprenden tantos “ala”: ¡Ala, pero que chisga!(ganga); ¡ala, esa chica es bestial!;
¡Ala,queviejatanchusca!(la“vieja” tienequince años y es graciosa).

Su recorrido lo acerca a Buenos Aires, donde es fama que se habla el peor castellano del
mundo. Lo admiraron los che, los chau, los tarado, macana. Pero después de unos días no le
pareció ni peor ni mejor castellano que el de otras partes. Se llevó eso sí, de recuerdo un
diálogo entre jóvenes estudiantes:

—Che, ¿sabes que me bochó en franchute el cusifai?

— ¿Y por qué no le tiraste la bronca?

— Pa´ qué,me hice el otario…en cambiome pelé un diezmacanudo…

— ¿En qué?

—En Casteyano.

Ángel Rosenblat. El castellano de España y el Castellano de América. 1971

Lucas, sus compras.

En vista de que la Tota le ha pedido que baje a comprar una caja de fósforos, Lucas sale en
piyama porque la canícula impera en la metrópoli, y se constituye en el café del gordo Muzzio
donde antes de comprar los fósforos decide mandarse un aperital con soda. Va por la mitad de
este noble digestivo cuando su amigo Juárez entra también en piyama y al verlo prorrumpe
que tiene a su hermana con la otitis aguda y el boticario no quiere venderla las gotas
calmantes porque la receta no aparece y las gotas son una especie de alucinógeno que ya ha
electrocutado a más de cuatro hippies del barrio. A vos te conoce bien y te las venderá, vení en
seguida, la Rosita se retuerce que no la puedo ni mirar.

Lucas paga, se olvida de comprar los fósforos y va con Juárez a la farmacia donde el viejo
Olivetti dice que no es cosa, que nada, que se vayan a otro lado, y en ese momento su señora
sale de la trastienda con una kodak en la mano y usted, señor Lucas, seguro que sabe cómo se
la carga, estamos de cumpleaños de la nena y dése cuenta justo se nos acaba el rollo, se nos
acaba. Es que tengo que llevarle los fósforos a la Tota, dice Lucas antes que Juárez le pise un
pie y Lucas se comida a cargar la kodak al comprender que el viejo Olivetti le va a retribuir con
las gotas ominosas, Juárez se deshace en gratitud y sale echando putas mientras la señora
agarra a Lucas y lo mete toda contenta en el cumpleaños, no se va a ir sin probar la torta de
manteca que hizo doña Luisa, que los cumplas muy felices dice Lucas a la nena que le contesta
con un borborigmo a través de la quinta tajada de torta. Todos cantan el apio verde tuyú y
otro brindis con naranjada, pero la señora tiene una cervecita bien helada para el señor Lucas
que además va a sacar las fotos porque ahí no tienen mucha cancha, y Lucas atenti el pajarito,
ésta con flash y ésta en el patio porque la nena quiere que también salga el jilguero, quiere.
-Bueno -dice Lucas- to voy a tener que irme porque resulta que la Tota.

Frase eternamente inconclusa puesto que en la farmacia cunden alaridos y toda clase de
instrucciones y contraórdenes, Lucas corre a ver que paso y de paso rajar, y se encuentra con
el sector masculino de la familia Salinsky y en medio el viejo Salinsky que se ha caído de la silla
y lo traen porque vive al lado y no es cosa de molestar al doctor si no tiene fractura de coxis o
algo peor. El petiso Salinsky que es como fierro con Lucas se le agarra del piyama y le dice que
el viejo es duro pero que el porlan del patio es peor, razón por la cual no sería de excluir una
fractura fatal máxime cuando el viejo se ha puesto verde y no siquiera atina a frotarse el culo
como es su costumbre habitual. Este detalle contradictorio no se le ha escapado al viejo
Olivetti que pone a su señora al teléfono y en menos de cuarto de minuto hay una ambulancia
y dos camilleros, Lucas ayuda a subir al viejo que vaya a saber por qué le ha pasado los brazos
por el pescuezo ignorando por completo a sus hijos, y cuando Lucas va a bajarse de la
ambulancia los camilleros se la cierran en la cara porque están discutiendo lo de Boca versus
River el domingo y no es cosa de distraerse con parentescos, total que Lucas va a parar al suelo
con el arranque supersónico y el viejo Salinsky desde la camilla jodéte, pibe, ahora vas a saber
cómo duele. En el hospital que queda en la otra punta del ovillo Lucas tiene que explicar el
fato, pero eso es algo que lleva su tiempo en un nosocomio y usted es de la familia, no, en
realidad yo, pero entonces qué, espere que le voy a explicar lo que pasó, está bien pero
muestre sus documentos, es que estoy en piyama, doctor, su piyama tiene dos bolsillos, de
acuerdo pero resulta que la Tota, no me a decir que el viejo se llama Tota, quiero decir que yo
tenía que comprarle una caja de fósforos a la Tota y en eso viene Juárez y. Está bien, suspira el
médico, bajále los calzoncillos al viejo, Morgada, usted se puede ir. Me quedo hasta que llegue
la familia y me de plata para un taxi, dice Lucas, así no voy a tomar el colectivo. Depende dice,
el médico, ahora se san indumentos de alta fantasía, la moda es tan versátil, hacéle una radio
de cúbito,Morgada. Cuando los Salinsky desembocan de un taxi Lucas les da las noticias y el
petiso le larga la guita justa pero eso si le agradece cinco minutos la solidaridad y el
compañerismo, de golpe no hay taxis por ninguna parte y Lucas ya no puede más se larga calle
abajo pero es raro andar en piyama fuera del barrio, nunca se le había ocurrido que es propio
como estar en pelotas, para peor ni siquiera un colectivo rasposo hasta que al final el 128 y
Lucas parado entre dos chicas que lo miran estupefactas, después una vieja que desde su
asiento le va subiendo los ojos por las rayas del piyama como para apreciar el grado de
decencia de esa vestimenta que poco disimula las protuberancias. Santa Fe y Canning no llegan
nunca y con razón porque Lucas ha tomado el colectivo que va a Saavedra, entonces bajarse y
esperar en una especie de potrero con dos arbolitos y un peine roto, la Tota debe estar como
una pantera en un lavarropas, una hora y media madre querida y cuándo carajo va a venir el
colectivo. A lo mejor ya no viene nunca se dice Lucas con una especie de siniestra iluminación
a lo mejor esto es algo así como el alejamiento de Almotásim, piensa Lucas culto. Casi no ve
llegar a la viejita desdentada que se le arrima de a poco para preguntarle si por casualidad no
tiene un fósforo.

Julio Cortázar, en Un tal Lucas, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1979.


CLASE 30

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