Cuentos Robados

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uento El asno y el caballo: adaptación de la fábula de

Jean de la Fontaine.
 

Un asno y un caballo vivían juntos desde su más tierna infancia y,


como buenos amigos que eran, utilizaban el mismo establo,
compartían la bandeja de heno, y se repartían el trabajo
equitativamente. Su dueño era molinero, así que su tarea diaria
consistía en transportar la harina de trigo desde el campo al
mercado principal de la ciudad.

La rutina era la misma todas las mañanas: el hombre colocaba un


enorme y pesado saco sobre el lomo del asno, y minutos después,
otro igual de enorme y pesado sobre el lomo del caballo. En cuanto
todo estaba preparado los tres abandonaban el establo y se ponían
en marcha. Para los animales el trayecto era aburrido y bastante
duro, pero como su sustento dependía de cumplir órdenes sin
rechistar, ni se les pasaba por la mente quejarse de su suerte.

Un día, no se sabe por qué razón, el amo decidió poner dos sacos
sobre el lomo de asno y ninguno sobre el lomo del caballo. Lo
siguiente que hizo fue dar la orden de partir.

– ¡Arre, caballo! ¡Vamos, borrico!… ¡Daos prisa o llegaremos


tarde!

Se adelantó unos metros y ellos fueron siguiendo sus pasos, como


siempre perfectamente sincronizados.  Mientras caminaban, por
primera vez desde que tenía uso de razón, el asno se lamentó:

– ¡Ay, amigo, fíjate en qué estado me encuentro! Nuestro dueño


puso todo el peso sobre mi espalda y creo que es injusto. ¡Apenas
puedo sostenerme en pie y me cuesta mucho respirar!
El pequeño burro tenía toda la razón: soportar esa carga era
imposible para él. El caballo, en cambio, avanzaba a su lado ligero
como una pluma y sintiendo la perfumada brisa de primavera
peinando su crin. Se sentía tan dichoso, le invadía una sensación de
libertad tan grande, que ni se paró a pensar en el sufrimiento de su
colega. A decir verdad, hasta se sintió molesto por el comentario.

– Sí amiguete, ya sé que hoy no es el mejor día de tu vida, pero…


¡¿qué puedo hacer?!… ¡Yo no tengo la culpa de lo que te pasa!

Al burro le sorprendió la indiferencia y poca sensibilidad de su


compañero de fatigas, pero estaba tan agobiado que se atrevió a
pedirle ayuda.

– Te ruego que no me malinterpretes, amigo mío. Por nada del


mundo quiero fastidiarte, pero la verdad es que me vendría de
perlas que me echaras una mano. Me conoces y sabes que no te lo
pediría si no fuera absolutamente necesario.

El caballo dio un respingo y puso cara de sorpresa.

– ¡¿Perdona?!… ¡¿Me lo estás diciendo en serio?!

El asno, ya medio mareado, pensó  que estaba en medio de una


pesadilla.

– ‘No, esto no puede ser real… ¡Seguro que estoy soñando y pronto
despertaré!’

El sudor empezó a caerle a chorros por el pelaje y notó que sus


grandes ojos almendrados  empezaban a girar cada uno hacia un
lado, completamente descontrolados. Segundos después todo se
volvió borroso y se quedó prácticamente sin energía. Tuvo que
hacer un esfuerzo descomunal para seguir pidiendo auxilio.
– Necesito que me ayudes porque yo… yo no puedo, amigo, no
puedo continuar… Yo me… yo… ¡me voy a desmayar!

El caballo resopló con fastidio.

– ¡Bah, venga, no te pongas dramático que tampoco es para tanto!


Te recuerdo que eres más joven que yo y estás en plena forma.
Además, para un día que me libro de cargar no voy a llevar parte de
lo tuyo. ¡Sería un tonto redomado si lo hiciera!

Bajo el sol abrasador al pobre asno se le doblaron las patas como si


fueran de gelatina.

– ¡Ayuda… ayuda… por favor!

Fueron sus últimas palabras antes de derrumbarse sobre la hierba.

¡Blooom!

El dueño, hasta ese momento ajeno a todo lo que ocurría tras de sí,
escuchó el ruido sordo que hizo el animal al caer. Asustado se giró
y vio al burro inmóvil, tirado con la panza hacia arriba y la lengua
fuera.

– ¡Oh, no, mi querido burro se ha desplomado!… ¡Pobre animal!


Tengo que llevarlo a la granja y avisar a un veterinario lo antes
posible, pero  ¿cómo puedo hacerlo?

Hecho un manojo de nervios miró a su alrededor y detuvo la mirada


sobre el caballo.

– ¡Ahora que lo pienso te tengo a ti! Tú serás quien me ayude en


esta difícil situación. ¡Venga, no perdamos tiempo, agáchate!

El desconcertado caballo obedeció y se tumbó en el suelo.


Entonces, el hombre colocó sobre su lomo los dos sacos de harina,
y seguidamente arrastró al burro para acomodarlo también sobre la
montura. Cuando tuvo todo bien atado le dio unas palmaditas
cariñosas en el cuello.

– ¡Ya puedes ponerte en pie!

El animal puso cara de pánico ante lo que se avecinaba.

– Sí, ya sé que es muchísimo peso para ti, pero si queremos salvar a


nuestro amigo solo podemos  hacerlo de esta manera. ¡Prometo que
te recompensaré con una buena ración de forraje!

El caballo soltó un relincho que sonó a quejido, pero de nada 


sirvió. Le gustara o no, debía  realizar la ruta de regreso a casa con
un cargamento descomunal sobre la espalda.

Gracias a la rápida decisión del molinero llegaron a tiempo de que


el veterinario pudiera reanimar al burro y dejarlo como nuevo en
pocas horas. El caballo, por el contrario, se quedó tan hecho polvo,
tan dolorido y tan débil,  que tardó tres semanas en recuperarse. Un
tiempo muy duro en el que también lo pasó mal a nivel emocional
porque se sentía muy culpable. Tumbado sobre el heno del establo
lloriqueaba y repetía sin parar:

– Por mi mal comportamiento casi pierdo al mejor amigo que


tengo…  ¿Cómo he podido portarme así con él?… ¡Tenía que
haberle ayudado!… ¡Tenía que haberle ayudado desde el principio!

Por eso, cuando se reunieron de nuevo, con mucha humildad le


pidió perdón y le prometió que jamás volvería a suceder. El burro,
que era un buenazo y le quería con locura, aceptó las disculpas y lo
abrazó más fuerte que nunca.
Moraleja: Esta fábula nos enseña lo importante que es cuidar,
respetar y acompañar a las personas que amamos no solo en los
buenos tiempos, sino también cuando atraviesan un mal  momento
en su vida. No olvides nunca el sabio refrán español: ‘Hoy por ti,
mañana por mí’.

Cuento El zorro y el espino: adaptación de la fábula


de Esopo.
 

Érase una vez un zorro pelirrojo que vivía en el bosque. El animal


era joven y gozaba de muy buena salud, así que se pasaba las horas
corriendo por la hierba, husmeando entre las zarzamoras,
escarbando dentro de las toperas, y descubriendo misteriosos
escondrijos. ¡Nunca permanecía quieto más de un segundo!

A lo largo del día jugaba mucho, pero por la noche… ¡por la noche
su actividad era todavía más desenfrenada! Y es que mientras la
mayoría de los animales roncaban plácidamente dentro de sus
madrigueras, el incansable zorrito aprovechaba para encaramarse a
los árboles y saltar de rama en rama como si fuera un equilibrista de
circo. Tanto practicó que llegó a ser capaz de subirse a un pino y
lanzarse a otro situado a varios metros de distancia con la precisión
de un mono. Increíble, ¿verdad?

Durante meses disfrutó de lo lindo haciendo estas locas piruetas


nocturnas, pero llegó un momento en que se aburrió y decidió
intentar una proeza realmente arriesgada: escalar una altísima
montaña por la parte más rocosa. Se trataba de un reto peligroso
para alguien de su especie, pero lejos de acobardarse sacó pecho y
se lanzó a la aventura.

Una noche, justo cuando la luna nacarada estaba más alta en el


firmamento, el valiente y atlético animal comenzó a subir la ladera
cubierta de piedras.

Logró su objetivo en apenas tres horas, por lo que llegó con tiempo
de sobra para ver despuntar el día. Las cabras, hasta ese momento
únicos seres capaces de realizar semejante hazaña, se quedaron
patitiesas cuando advirtieron que un pequeño zorro naranja
alcanzaba la cumbre en tiempo record y sin apenas despeinarse el
flequillo.

– ¡Lo he conseguido!… ¡Casi puedo tocar las nubes!… ¡Yujuuuuu!

Como es lógico, lo primero que hizo al llegar arriba fue celebrarlo


dando botes y gritando de alegría. ¡Se sentía tan orgulloso de sí
mismo!… Después hizo un esfuerzo por tranquilizarse, y cuando
consiguió bajar las pulsaciones de su corazón y respirar con cierta
normalidad, se sentó a disfrutar de la salida del sol.

– Qué aire tan puro se respira aquí… ¡y qué amanecer tan


impresionante!

Con el mundo a sus pies se sintió el rey de la montaña.

– Ya que subir me resultó fácil, a partir de ahora vendré a menudo.


¡Las vistas son increíbles!

Tras una buena dosis de belleza y meditación, resolvió que había


llegado la hora de regresar a su hogar.

– ¡Bajar va a ser pan comido!… ¡Vamos allá!


Pegó un salto para levantarse y fue entonces cuando algo terrible
sucedió: por un descuido resbaló y empezó a caer montaña abajo
dando más botes que una pelota de goma en el patio de un colegio.

– ¡Socorro, que alguien me ayude!

Rodó y rodó durante un par de minutos que le resultaron


interminables, al tiempo que gritaba:

– ¡Ay, ay, me voy a estrellar!… ¡Socorro!… ¡Auxilio!

Cuando estaba a punto de llegar al final y darse el tortazo del siglo,


pasó junto a un arbolito cubierto de flores blancas. ¡Era su única
oportunidad de salvación! Demostrando buenos reflejos estiró las
patas delanteras y se agarró a él desesperadamente. En ese mismo
instante, sintió un dolor muy intenso en los dedos.

– ¡Ay, ay, ay, ay! ¡¿Pero qué demonios…?! ¡Ay!

¡Qué mala suerte! El arbusto en cuestión era un espino que, como


todos los espinos, tenía las ramas cubiertas de afiladísimas púas que
se clavaron sin piedad en las patas del zorro.

– ¡Oh, no, esto es horrible, creo que me voy a desmayar!…


¡Maldita planta!

Al escuchar estas palabras, el espino se mostró muy ofendido.

– Perdona que te lo diga, amigo, pero no sé de qué te quejas. Te


sujetaste a mí porque te dio la gana. ¡Que yo sepa nadie te obligó!

Con los ojos bañados en lágrimas, el zorro se lamentó:

– ¡¿Cómo no me voy a quejar?! Solicité tu ayuda porque estaba a


punto de matarme ¿y de esta forma me tratas?…  ¡Eres un ser
verdaderamente cruel! Mira, me has herido a traición y ahora tengo
las patas bañadas en sangre y… ¡llenas de agujeros!

El orgulloso espino, con gesto enfadado, le replicó:

– ¡Por supuesto que te he pinchado!… ¿Sabes por qué? ¡Pues


porque soy un espino! Hago daño a todo el que se me acerca y,
desde luego, tú no eres una excepción.

El maltrecho zorro puso cara de no entender muy bien la situación,


así que la planta volvió a dejar muy clara su manera de ser, su
manera de vivir la vida, su manera de sentir.

– Creo que estoy siendo muy sincero contigo: yo soy como ves y no
voy a cambiar, así que lo mejor que puedes hacer es alejarte de mí
para siempre. ¡Ah!, y un consejito te voy a dar: la próxima vez que
necesites que alguien te eche una mano, recuerda elegir mejor al
amigo que te pueda ayudar.

El zorro se quedó en silencio y se puso a reflexionar sobre las


palabras que acababa de escuchar. Finalmente, y a pesar de la
frustración, la pena y el dolor que estaba sintiendo, fue capaz de
comprender lo que el espino le quería decir.

Y tú… ¿lo has entendido también?

Moraleja: A lo largo de la vida conocemos a infinidad de personas.


La mayoría suelen ser amigables, honestas, sensibles… En
definitiva, seres humanos que se esfuerzan por hacer del mundo un
lugar mejor. Pero también es cierto que a veces nos topamos con
otras que solo piensan en sí mismas, hacen daño sin pensar en las
consecuencias, y son incapaces de abrir su corazón para ponerse en
el lugar del otro.
Tú tienes capacidad para elegir a la mayoría de tus amigos, para
decidir quién es la gente de confianza con la que quieres compartir
los momentos más importantes de tu existencia, así que procura
rodearte de personas bondadosas que te respeten y te quieran de
verdad. Aprenderás buenos valores, serás mucho más feliz, y si
alguna vez necesitas consejo o tienes un problema importante,
estarán a tu lado para ayudarte y demostrarte su amor sincero.

Cuento La historia de Llivan: adaptación del cuento


popular de Colombia.
 

En un país llamado Colombia, cerca de la cordillera de los Andes,


habitaba una tribu indígena que llevaba muchísimos años instalada
en esas tierras.

Sus miembros eran personas sencillas que convivían pacíficamente,


hasta que un día el grupo de los jóvenes se reunió en asamblea y
tomó una terrible decisión: ¡expulsar del poblado a todos los
ancianos!

Los arrogantes muchachos  declararon que los viejecitos  se habían


convertido en un estorbo para el buen funcionamiento de la
comunidad porque ya no tenían fuerzas para cargar los sacos de
semillas y porque sus movimientos se habían vuelto tan torpes que
necesitaban ayuda incluso para comer o asearse. Por estas razones,
aseguraron, era necesario echarlos para siempre.

Tan solo un chico bueno y generoso llamado Llivan creyó que se


estaba cometiendo una gran injusticia y se rebeló contra los demás:

– ¡¿Estáis locos?!… ¡No podemos hacer esa barbaridad! Les


debemos todo lo que somos, todo lo que poseemos. Ellos  siempre
nos han ayudado y ahora somos nosotros quienes debemos
cuidarlos con amor y respeto.

Desgraciadamente ninguno se conmovió y Llivan tuvo que


contemplar horrorizado cómo los ancianos eran obligados a
abandonar sus hogares.

– ¡Esto es horrible! Nadie se merece que le traten así.

Cuando los vio alejarse del pueblo con la cabeza agachada y


arrastrando los pies, decidió que no podía quedarse de brazos
cruzados. Sin pararse a pensar, echó a correr hasta alcanzarlos.

– ¡Esperen, por favor, esperen! Si me lo permiten iré con ustedes


para que se sientan más seguros y ayudarles a buscar un buen lugar
donde vivir.

El de más edad sonrió y aceptó la propuesta en su nombre y el de


los demás.

– Claro que sí, Llivan. Tú eres un buen muchacho y no un canalla.


Agradecemos mucho tu compañía y toda la ayuda que nos puedas
proporcionar.

– ¡Oh no, no me den las gracias! Siento que es mi deber, pero les
aseguro que lo hago con gusto.
Llivan se puso al frente y los dirigió hacia un cálido y hermoso
valle rodeado de montañas. Tardaron varias horas, pero mereció la
pena.

– ¡Este es el lugar elegido para montar el nuevo poblado! La tierra


es fértil, ideal para cultivar. Además, está atravesado por un rio en
el que podremos pescar a diario. ¿No les parece perfecto?

El más anciano reconoció que la elección era excelente.

– Tienes buen ojo, Llivan. Ciertamente es un paraje maravilloso.

Llivan respiró hondo y llenó sus pulmones de aire puro.

– ¿Pues a qué estamos esperando?… ¡Pongámonos manos a la obra!

Durante semanas el muchacho trabajó a un ritmo frenético,


construyendo casas de barro, madera y paja durante el día, y
fabricando artilugios de caza y pesca a la luz de la hoguera al caer
la noche. Era el único que tenía fuerza física para realizar las tareas
más duras, pero los ancianos, que poseían la sabiduría y experiencia
de toda una vida, también ponían su granito de arena dirigiendo las
obras.

Gracias a los buenos consejos de los mayores y al gran esfuerzo de


Llivan, el objetivo se consiguió antes de lo esperado. Mientras
tanto, en la otra tribu, los jóvenes tomaron el mando y todo se
descontroló, principalmente porque ignoraban cómo se hacían las
cosas y no había ancianos a los que pedir consejo. Esto era muy
grave sobre todo si alguien caía enfermo, pues los remedios a base
de plantas medicinales solo los conocían los abuelos y allí no
quedaba ni uno. Donde antes había paz y bienestar, ahora reinaba el
caos.
Pasaron unos años y Llivan se convirtió en un adulto sano y fuerte.
Su vida con los ancianos era feliz y solo echaba en falta una cosa:
formar su propia familia. Por esa razón, un día decidió expresarles
sus sentimientos.

– Queridos amigos, saben que soy muy dichoso aquí, pero la verdad
es que también me gustaría casarme y tener hijos. El problema es
que en este poblado no hay ninguna mujer. Como ustedes son como
mis padres quiero pedirles permiso para ir al pueblo de los jóvenes.
¡Quién sabe, quizás allí pueda conocer alguna chica especial!

El que siempre daba el visto bueno le dio una palmadita en el


hombro y expresó su conformidad:

– ¡Por supuesto que tienes nuestra aprobación! Nosotros te


adoramos, pero es normal que quieras enamorarte, casarte y tener
hijos. Anda, ve y busca esa esposa que tanto deseas, pero por favor,
ten mucho cuidado.

– ¡Gracias, muchas gracias, les llevaré en mi corazón!

Después de repartir un montón de abrazos, Llivan tomó rumbo a su


antigua aldea. Era casi de noche cuando puso un pie en ella y no
pudo evitar emocionarse.

– ¡Oh, cuántos años sin ver el lugar donde nací! Pero… ¿por qué
está todo tan sucio y  destartalado? ¡Me temo que aquí pasa algo
raro!

Estaba intentando comprender qué sucedía en el instante en que  se


le echaron encima varios hombres que le apresaron y ataron a un
árbol. El que parecía el líder, le gritó al oído:
– Te hemos reconocido, Llivan… ¡¿Cómo te atreves a volver?!…
¡Tú, que hace años nos traicionaste!

Llivan se percató de que estaba ante el grupo que había expulsado a


los viejecitos y enrojeció de ira.

– ¿Qué yo os traicioné?… ¡Sois una panda de desvergonzados y


cobardes! … ¡Suéltame ahora mismo!

El jefecillo se rio y dijo en tono burlón:

– ¡Uy, sí, creerás que soy tan tonto!… Ahora mandamos nosotros, y
mira por donde, eres nuestro prisionero. En cuanto amanezca,
tendrás tu merecido.

Dicho esto se alejaron unos cincuenta metros y se sentaron en corro,


a comer y beber sin medida. Aprovechando que estaban
entretenidos y no le hacían ni caso, Llivan trató de liberarse, pero
¡las cuerdas apretaban demasiado!

Estaba a punto de resignarse cuando de entre las sombras apareció


una  mujer de ojos negros y cabello rizado hasta la cintura que, sin
hacer ruido, se acercó a él  y le susurró:

– ¿Quién eres tú y qué haces atado a un tronco?

Llivan también le contestó en tono bajito.

– Me llamo Llivan y crecí en este poblado, pero cuando hace años


desterraron a los ancianos me fui con ellos. Hoy he regresado a este
lugar que tanto amo, pero nada más llegar he sido capturado por esa
gentuza que ves allí.

La muchacha miró de reojo al grupo de hombres, temerosa de que


la descubrieran.
– Llivan… Llivan… Sí, claro, me acuerdo de ti. Bueno, en realidad
todo el mundo en esta zona conoce tu historia.

– ¿Ah, sí?… Y dime, ¿qué tal van las cosas en la tribu?

– ¡Pues la verdad es que fatal! Esos tipos no son buenos y no tienen


ni idea de gobernar. Por su culpa la gente es cada vez más pobre e
ignorante.

– ¿Echaron a los ancianos y encima llevan años comportándose


como tiranos?…  Lo siento, pero no entiendo que aceptéis sus
normas… ¡Deberíais sublevaros!

– No, no las aceptamos, pero siempre van armados y nadie se atreve


a enfrentarse a ellos. ¡No podemos hacer nada más que aguantar!

– ¡Pues creo que ha llegado la hora de poner fin a esta indecencia!


Si me ayudas a escapar lo solucionaré…  ¡Te lo prometo!

La mujer clavó sus ojos en los de Llivan y sintió que estaba siendo
sincero. Sin dudarlo, desató la cuerda que ataba sus manos.

– ¡Vamos a mi casa, allí estarás seguro!

Se fueron sigilosamente y llegaron a una choza pequeña y humilde.


Junto a la entrada, tumbado en una hamaca polvorienta, estaba su
hermano pequeño.

– Querido hermanito, escúchame con atención: mi amigo Llivan va


a ayudarnos a deshacernos de esos déspotas que tienen a todo el
pueblo dominado, pero necesitamos tu colaboración.

– Eso está bien, pero…  ¿qué es lo que tengo que hacer?

Llivan tenía muy claros los pasos a seguir.


– Por favor, avisa a todos los vecinos ¡Quiero que vengan aquí
cuanto antes!

– De acuerdo, no tardaré.

Minutos después, decenas de personas escuchaban el discurso de


Llivan bajo la pálida luz de la luna.

– Amigos, este era un pueblo próspero hasta que un día los jóvenes
se hicieron con el gobierno. Han pasado los años y mirad el
resultado: sois más infelices y vivís mucho peor que antes.

Todos asintieron con la cabeza reconociendo que lo que decía era


cierto.

– Echar a los ancianos fue un error, pero creo que todavía hay
solución. ¡Vamos a hacer  que los gobernantes se arrepientan! Para
ello necesito que cada uno de vosotros coja una ortiga del campo.

No sabían que pretendía Llivan, pero obedecieron sin rechistar;


después, se fueron en busca de los dictadores y los encontraron
tirados en el suelo,  profundamente dormidos.  Llivan dio la orden
de actuar.

– Están roncando como leones… ¡Es nuestra oportunidad! Vamos a


desnudarlos y a esperar.

Les quitaron las ropas en un santiamén y aguardaron unos minutos


a que el frío de la noche los despertara. Cuando los individuos
abrieron los ojos se encontraron rodeados por más de cien personas
con cara amenazadora y una ortiga en la mano. ¡No tenían
escapatoria!

Entonces, Llivan alzó la voz:


– Hace años cometisteis una injusticia tremenda con vuestros
mayores, y por si eso fuera poco, habéis arruinado a vuestro pueblo.
¡Sois unos auténticos irresponsables! Si no queréis que frotemos
vuestros cuerpos con ortigas, reconoced error y disculpaos ahora
mismo.

Los hombres se miraron aterrados y ni lo dudaron: se pusieron de


rodillas y llorando como niños pidieron perdón entre lagrimones.

– A partir de ahora respetaréis a todas las personas por igual y


trabajaréis en beneficio de la comunidad hasta que el pueblo  vuelva
a ser un lugar floreciente.

El aplauso fue unánime.

– Gracias, muchas gracias, amigos, pero falta lo más importante:


que regresen los abuelos que un día tuvieron que abandonar su
hogar.

Llivan escuchó  otra ovación y sintió que había dicho y hecho lo


correcto.

– En cuanto salga el sol iré a por ellos. Espero que cuando vuelvan
les traten con el amor y respeto que merecen.

Tres días después, los abuelitos entraron en su antiguo pueblo y


fueron recibidos con aplausos, abrazos y besos. El momento de
felicidad colectiva que se vivió fue único e irrepetible.

¡Al fin todo volvía a ser como antes!… Bueno, todo no, porque para
Llivan las cosas fueron aún mejor. Por unanimidad fue elegido
gobernador del pueblo y, al llegar la primavera, se casó con la
hermosa muchacha que le había ayudado a acabar con la injusticia.
Dice la historia que formaron una familia numerosa y fueron felices
para siempre.
Cuento El mono y la tortuga: adaptación del cuento
popular de Filipinas.
 

Había una vez un mono y una tortuga que se llevaban


estupendamente y eran muy amigos.

Formaban una pareja peculiar que llamaba la atención allá donde


iban, pero pertenecer a distintas especies nunca había sido un
problema para ellos. Su amistad era sincera y se basaba en el
respeto mutuo. Bueno, al menos eso parecía…

Cierto día iban paseando y charlando de sus cosas cuando se


encontraron dos plataneros tirados en el suelo. La tortuguita, muy
sorprendida, exclamó:

– ¡Oh, amigo mono, qué pena me da ver esos plataneros! Tengo la


impresión de que los ha tumbado el viento. ¿No sería genial
plantarlos de nuevo? Seguro que volverían a crecer con fuerza y
nosotros tendríamos plátanos para comer a cualquier hora.

El mono dio un salto de alegría y empezó a aplaudir. ¡No había ser


en este planeta más fanático de las bananas que él!

– ¡Me encanta tu idea! ¡Venga, vamos a ponernos manos a la obra!

Con mucho esfuerzo los dos animales levantaron las pesadas


plantas y cubrieron sus raíces con tierra húmeda para que quedasen
bien sujetas. Cuando terminaron la tarea se fundieron en un fuerte
abrazo, orgullosos de la fantástica labor que acababan de realizar.

El tiempo les dio la razón y los plataneros empezaron a dar plátanos


en abundancia.  Una tarde, el espabilado mono detectó que estaban
amarillitos, en el punto justo de madurez, y sin dar explicaciones
trepó por la planta y se puso a comer  uno tras otro como si no
hubiera un mañana. La tortuga quiso hacer lo mismo, pero como no
podía subir, tuvo que quedarse abajo mirando cómo su colega se
atiborraba.

Al cabo de un rato, extrañada de que no se dignara a bajarle alguno


para ella, empezó a mostrar inquietud.

– ¡Eh, amigo, deben estar buenísimos porque ya te has comido más


de veinte!

Desde lo alto, con los dos carrillos hinchados, el mono le replicó:

– ¡Están exquisitos! La pulpa es dulcísima y se deshace en la boca


como si fuera  mantequilla.

– ¡Oh, se me hace la boca agua!… Estoy deseando probarlos, pero


ya sabes soy una tortuga y las tortugas no tenemos el don de
escalar. ¡Necesito tu ayuda, compañero! ¿Serías tan amable de
coger alguno para mí?

– Tranquila, querida amiga, hay un montón. En unos minutitos te


bajo unas cuantas docenas.

La tortuga sonrió y le dijo:

– ¡Ah, está bien! Come tranquilo, no tengo prisa.

Pasó una hora hasta que por fin vio bajar al mono… ¡con las manos
vacías!

– Pero… ¿dónde están mis plátanos?

El simio, inflado como un globo de tanto engullir, le contestó con


una desfachatez pasmosa:
– Lo siento, amiga, al final me los he comido todos. Ahora mismo
debo tener el potasio por las nubes, pero es que estaban tan ricos
que no me pude contener.

– ¿Cómo dices?… ¡Eres un caradura y un abusón! ¡La mitad de los


plátanos eran míos!

– Ya, pero entiende que me entusiasman y que como dice el refrán


“comer y rascar todo es empezar”.

Ante semejante injusticia, la tortuga se vio obligada a tomar una


decisión tajante.

– ¡Nuestra amistad se termina aquí y ahora! No quiero volver a


verte, así que lo mejor es que uno de los dos haga las maletas y se
largue para siempre.

El mono, mirándola por encima del hombro, respondió con aires de


superioridad:

– ¡¿Pues sabes qué te digo?! Me parece muy buena idea porque


empiezo a estar muy harto de ti. ¡Ya estás tardando en irte a vivir a
otro sitio!… ¡Fuera de aquí!

La tortuga apretó las mandíbulas y soltó un gruñido que mostraba


verdadero enfado.

– ¡Grrr! ¡De eso nada, monada! Te reto a una carrera por la orilla
hasta el final del río. Quien obtenga la victoria se quedará con los
dos plataneros, y quien pierda se irá a vivir a otro bosque.

Como te puedes imaginar, el mono soltó una carcajada y respondió


en tono burlón.
– ¡Ja, ja, ja! ¡¿Estás de broma?! ¿Tú, uno de los animales más lentos
del planeta, pretendes que nos lo juguemos todo en una carrera?
¡Ay, que me descoyunto de la risa! ¡Ja, ja, ja!

– Si tan seguro estás de tu superioridad, no sé a qué esperas para


aceptar mi desafío. ¡Acabemos con esto de una vez!

Un águila, un búfalo y un pequeño roedor actuaron como testigos


del evento para que constara en acta el resultado.

Ellos fueron también quienes fijaron el punto de salida y la línea de


meta. Cuando todo estuvo en orden, el búfalo gritó con su potente
voz:

– Tres… dos… uno… ¡ya!

En un abrir y cerrar de ojos el mono logró sacar una tremenda


ventaja a la tortuga pues la  pobre, cargada con su pesado caparazón
y dando pasitos cortos, avanzaba muy despacio, casi a ritmo de
caracol. Sabiéndose claro ganador, a mitad de camino frenó en
seco.

– ¡Vaya aburrimiento! Me sobra tanto tiempo que voy a descansar


un poco antes de retomar la carrera.

Iba a ser un ratito nada más,  pero su plan falló porque había
comido tantos plátanos que cayó en un profundo sopor. En cuanto
se sentó empezó a bostezar,  y segundos después estaba roncando
como un oso.

Dos horas estuvo durmiendo a pierna suelta, y más habrían sido si


no fuera porque un mosquito muy pesado le despertó justo en el
momento en que  la tortuga pasaba por su lado. El mono, indignado,
se puso en pie de un salto y agarrándola por el pescuezo, le dijo:
– ¡Eh, tú! ¿A dónde crees que vas? Pensabas adelantarme
aprovechando que me estaba echando un sueñecito ¿verdad?…
¡Hala, a tomar viento fresco!

En un ataque de locura, el insensato animal dio una cruel patada a la


tortuga y la lanzó al río.

¿Quieres saber cómo termina esta historia?… No te preocupes,


tiene un final feliz gracias a que la tortuga tuvo la gran suerte de
encontrarse con la corriente a favor, en dirección a la meta. Por
mucho que el mono corrió como un loco por la orilla, le resultó
imposible llegar antes que ella, que solo tuvo que ponerse boca
arriba y dejarse arrastrar  para proclamarse  vencedora con todos los
honores.

Al mono le invadió una sensación horrible cuando se dio cuenta que


por culpa de su egoísmo y mal comportamiento había perdido a su
mejor amiga, pero ya era demasiado tarde: antes de caer la noche,
abandonó el bosque en busca de otro lugar donde vivir. La tortuga,
por su parte, regresó a su hogar y se convirtió en la única dueña y
señora de los dos plataneros.
Cuento Kuta, la tortuga inteligente: adaptación del
cuento popular de África.
 

Kuta era una tortuga macho que tenía su hogar en una pradera de
África.

El reptil, de carácter tranquilo y conformista, siempre se había


sentido muy orgulloso de vivir en ese hermoso lugar hasta que las
cosas cambiaron y empezó a plantearse emigrar para no volver. La
razón era que por culpa de la sequía de los últimos meses casi no
crecía hierba fresca y apenas se encontraban bichitos entre las
piedras. Debido a la escasez de comida, Kuta pasaba hambre.

Una mañana que caminaba cabizbajo y con el ánimo por los suelos
se cruzó con Wolo, un pájaro que solía anidar por los alrededores.
El ave levantó la cabeza y saludó muy amablemente.

– Buenas tardes, señor Kuta, ¡cuánto tiempo sin saber de usted!


¿Qué tal le va la vida? Me da la sensación de que está más flaco y
ojeroso… ¿Se encuentra bien?

Kuta se sentía débil y no tenía muchas ganas de ponerse a charlar,


pero respondió con su habitual cortesía.

– Buenas tardes, señor Wolo. La verdad es que estoy pasando una


mala racha. ¿Se puede creer que por más que busco no encuentro ni
un mísero gusano que llevarme a la boca? … Como no llueva me
temo que muchos animales acabaremos yéndonos de estas tierras.

Wolo puso cara de tristeza al conocer la complicada situación de su


vecino.
– ¡Oh, vaya, cuánto lo siento!…  Se me ocurre que, si le apetece,
puede acompañarme a buscar semillas.

– ¿Semillas?

– Sé que para una tortuga como usted no son un manjar, pero al


menos llenará la tripa con algo de alimento.

Wolo tenía toda la razón: las semillas no eran ni de lejos su comida


favorita, pero sopesó la oferta y le pareció una oportunidad que no
podía rechazar.

– ¡Ah, pues muchas gracias, menos es nada! Y dígame, ¿a dónde


tenemos que ir?

El pájaro señaló con el ala hacia el noroeste.

– Detrás de esos árboles hay una finca enorme y el granjero ha


plantado un montón de grano. ¡Podremos comer hasta reventar!

La tortuga negó con la cabeza.

– No, no, no,  ahí no quiero ir. Ese hombre se pasa horas vigilando
con una escopeta y si me descubre estoy perdido.  Tenga en cuenta
que yo camino, como es obvio, a paso de tortuga, y que no tengo
alas para salir volando en caso de peligro.

El señor Wolo se mostró un poco ofendido.

– ¡Por favor, señor Kuta, no se preocupe por eso! ¿Para qué estamos
los amigos?… Yo seré  como un guardaespaldas para usted.  En
caso de que aparezca el granjero le asiré por el caparazón y le
trasladaré por los aires a un sitio seguro.

Kuta no acababa de fiarse y temía que la cosa acabara mal para él.
– No sé, no sé… El tipo del que hablamos no se anda con tonterías
y a la mínima nos mete un cartucho a cada uno en el trasero.

– ¡Calle, calle, no sea agorero! Venga, hombre, sea usted un poco


más valiente. Son las mejores semillas de la zona y le van a
encantar, se lo aseguro.

El pobre Kuta tenía tanta hambre que empezó a salivar y se dejó


convencer.

– ¡Está bien, iré y que la suerte nos acompañe!

El pájaro y la tortuga se dirigieron juntos a la enorme finca. Al


llegar, cada uno atravesó la valla a su manera, Wolo sobrevolándola
y Kuta escarbando un pequeño túnel para pasar por debajo de ella.
Una vez dentro empezaron a desenterrar simientes y a zampárselas
con avidez.

– ¿Qué me dice, señor Kuta? … ¿Tenía yo razón o no?

Con la boca llena y masticando a dos carrillos, la tortuga exclamó:

– ¡Oh, señor Wolo, estoy disfrutando de lo lindo! ¡Están tan ricas


que creo que me voy a hacer vegetariano!

De repente, en plena degustación,  casi se atragantan al escuchar


unos pasos, los gritos de un hombre… ¡y el sonido de tres disparos!

‘¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!’

Sin pararse a pensar que dejaba a su amigo tirado en la finca, Wolo


salió volando a la velocidad del rayo y desapareció del mapa en un
santiamén. Por el contrario el pobre Kuta se quedó quieto como una
estatua, observando estupefacto cómo su supuesto colega defensor
se largaba a la primera de cambio.
Tras unos instantes de confusión se percató  de que estaba
completamente solo e indefenso y se puso a temblar. Un minuto
después, el  rudo granjero apareció ante él con los brazos en jarras y
cara de malas pulgas.

– ¡Ajajá! ¡¿Con que tú eres el bribón que me roba las semillas cada
día?!…  ¡Pues al saco vas! Esta noche mi mujer y yo cenaremos
una riquísima sopa de tortuga macho.

Sin decir nada más, agarró a Kuta por el cogote y lo metió en una
bolsa de tela que llevaba colgada en el cinturón. El pobre animal,
absolutamente horrorizado, empezó a patalear mientras gritaba:

– ¡Señor,  por favor, no lo haga, no lo haga!

El hombre le contestó con retintín.

– Perdone usted, señorito, ¿que no haga qué?

– Déjeme libre, por favor. Es la primera vez que entro en su


propiedad, se lo prometo. De hecho yo no quería, pero un pájaro
que dijo ser mi amigo insistió y yo… yo  tenía tanta hambre que…

– No me sirven las excusitas de última hora… ¡Cazado estás y al


puchero irás!

Ignorando las súplicas del animal el granjero puso rumbo a casa


mientras Kuta, dentro del saco, empezó a maquinar algo para salvar
el pellejo y evitar un final atroz: la cazuela.

– Solo dispongo de unos minutos para idear un plan… ¡Ay, creo


que no tengo escapatoria!

Estaba a punto de rendirse cuando la bombilla de las ideas que tenía


dentro de su cabecita se  iluminó. Sin perder tiempo, desde el
interior del saco, gritó lo más alto que pudo:
– ¡Señor, atiéndame un momento, por favor! Usted no lo sabe, pero
soy un gran cantante. ¿Quiere escuchar mi dulce voz?

Al granjero no le interesaba en absoluto oír canturrear a una tortuga


ladrona, pero no quiso parecer insensible.

– ¡De acuerdo, a mí me da igual, canta si quieres!

Kuta tenía mucha imaginación e inventó en rápidamente una


simpática canción que le permitió sacar a relucir todo su talento.

Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

¡Acabar en la barriga

del granjero y su mujer!

El granjero, sorprendido, empezó a partirse de risa.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, qué gracioso eres! No se puede negar que tienes
ingenio y cantas estupendamente.

Kuta había conseguido captar su interés y aprovechó la


oportunidad. ¡Era ahora o nunca!

– Me encantaría poder cantársela a su esposa también… Si le


parece, será mi último deseo.

– Por mí no hay problema, pero ya sabes que después te cenaremos.


El granjero llegó al hogar, pero no vio a su mujer por ninguna parte.

– Por la hora que es debe estar en el río haciendo la colada… ¡Iré  a


enseñarle el botín!

Enseguida la encontró,  aclarando la ropa sucia en el agua.

– ¡Querida, mira lo que traigo para ti!

El granjero abrió la bolsa y Kuta asomó la carita para respirar un


poco de aire fresco.

– ¡Oh, qué suerte, una tortuga! En cuanto termine nos iremos a casa
y prepararemos un caldo especial.

En ese momento, Kuta miró al hombre.

– Recuerde que me prometió que podría cantar a su esposa.

Él le respondió.

– Cierto, y yo siempre cumplo lo que prometo.

La granjera puso cara de asombro.

– ¿He oído bien?… ¿Esta tortuga sabe cantar y quiere que yo la


escuche?

– ¡Es toda una artista, ahora lo verás! Tortuguita, demuéstrale a mi


mujer lo que sabes hacer.

Kuta trató de ocultar el nerviosismo que le invadía.

– Señora, será un placer actuar para usted, pero aquí dentro hace
tanto calor que estoy a puntito de desmayarme.  Déjenme en el
suelo junto a la orilla para que se me pase el sofoco y me pondré a
cantar. Después yo mismo regresaré al saco sin rechistar.
A ambos les pareció que no había inconveniente porque sabían que
un animal tan lento jamás podría escapar. Confiado, el granjero 
colocó a Kuta en la orilla del río.

– Oxigénate un poco aquí fuera y canta la dichosa canción de una


vez que se está haciendo tarde.

La tortuga se mostró agradecida.

– Muchas gracias, señores. Esta brisa es maravillosa y ya me


encuentro mucho mejor.

Seguidamente, carraspeó para afinar la voz y…

Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

¡Acabar en la barriga

del granjero y su mujer!

A la granjera también le dio un ataque de risa.

– ¡Ja, ja, ja!! No sabía que existían tortugas capaces de inventar


canciones tan divertidas.

– ¿A que es increíble?… ¡Sin duda estamos ante una tortuga


extremadamente lista!

La mujer, entusiasmada, miró a Kuta y le rogó:


– ¡Por favor, cántala de nuevo para que mi esposo y yo podamos
bailar! Hace tanto que no lo hacemos…

– ¡Faltaría más, señora!

La tortuga empezó a repetir la tonadilla, que era de lo más pegadiza,


y los esposos se pusieron  a dar palmas y a danzar alborozados.

Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Se lo estaban pasando tan bien que ni se fijaron que, mientras


cantaba, Kuta iba dando pasitos  hacia atrás hasta casi tocar el agua
con las patas traseras.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

Acabar en la barriga,

del granjero y su mujer.

Según entonó el último verso,  se tiró al río de espaldas y se dejó


arrastrar por la corriente, utilizando su caparazón como si fuera el
casco de un barco. Mientras se alejaba vio cómo el granjero y su
mujer dejaban de bailotear y se ponían a hacer aspavientos con los
brazos, rabiosos por haber sido engañados por una simple tortuga
macho.

Cuando los perdió de vista, la inteligente Kuta salió del agua y, sin
dejar de tararear la cancioncilla gracias a la cual se había salvado de
una muerte segura, buscó un lugar confortable donde pasar la
noche.

Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

Acabar en la barriga,

del granjero y su mujer.


Cuento El secreto del rey Mahón: adaptación de la
leyenda de Irlanda.
 

Al este de Irlanda, en una provincia llamada Leinster, reinaba hace


muchísimos años un monarca llamado Maón.

Este rey tenía una rareza que todo el mundo conocía y a la que
nadie encontraba explicación: siempre llevaba una capucha que le
tapaba la cabeza y sólo se dejaba cortar el pelo una vez al año. Para
decidir quién tendría el honor de ser su peluquero por un día,
realizaba un sorteo público entre todos sus súbditos.

Lo verdaderamente extraño de todo esto era que quien resultaba


agraciado cumplía su tarea pero después jamás regresaba a su casa.
Como si se lo hubiese tragado la tierra, nadie volvía a saber nada de
él porque el rey Maón lo hacía desaparecer. Lógicamente, cuando la
fecha de la elección se acercaba, todos los vecinos sentían que su
destino dependía de un juego maldito e injusto y se echaban a
temblar

Pero ¿por qué el rey hacía esto? … La razón, que nadie sabía, era
que tenía unas orejas horribles, grandes y puntiagudas como las de
un elfo del bosque, y no soportaba que nadie lo supiera ¡Era su
secreto mejor guardado! Por eso, para asegurarse de que no se
corriera la voz y se enterara todo el mundo, cada año le cortaba el
pelo una persona de su reino y luego la encerraba de por vida en
una mazmorra.

En cierta ocasión el desgraciado ganador del sorteo fue un joven


leñador llamado Liam que, en contra de su voluntad, fue conducido
hasta un lugar recóndito de palacio donde el rey le estaba
esperando.

– Pasa, muchacho. Este año te toca a ti cortarme el cabello.

Liam vio cómo el rey se quitaba muy lentamente la capucha y al


momento comprendió que había descubierto el famoso secreto del
rey. Sintió un pánico terrible y deseos de escapar, pero no tenía otra
opción que cumplir el mandato real. Asustadísimo, cogió las tijeras
y empezó a recortarle las puntas y el flequillo.

Cuando terminó, el rey se puso de nuevo la capucha. Liam,


temiéndose lo peor, se arrodilló ante él y llorando como un
chiquillo le suplicó:

– Majestad, se lo ruego, deje que me vaya! Tengo una madre


anciana a la que debo cuidar. Si yo no regreso ¿quién la va a
atender? ¿Quién va a trabajar para llevar el dinero a casa?

– ¡Ya sabes que no puedo dejarte en libertad porque ahora conoces


mi secreto!

– Señor, por favor ¡le juro que nunca se lo contaré a nadie!


¡Créame, soy un hombre de palabra!

Al rey le pareció un chico sincero y sintió lástima por él.

– ¡Está bien, está bien, deja de lloriquear! Esta vez voy a hacer una
excepción y permitiré que te marches, pero más te vale que jamás le
cuentes a nadie lo de mis orejas o no habrá lugar en el mundo donde
puedas esconderte. Te aviso: iré a por ti y el castigo que recibirás
será terrible ¿Entendido?

– ¡Gracias, gracias, gracias! Le prometo, majestad, que me llevaré


el secreto a la tumba.
El joven campesino acababa de ser el primero en muchos años en
salvar el pellejo tras haber visto las espantosas orejas del rey.
Aliviado, regresó a su hogar dispuesto a retomar su tranquila vida
de leñador.

Los primeros días se sintió plenamente feliz y afortunado porque el


rey le había liberado, pero con el paso del tiempo empezó a
encontrase mal porque le resultaba insoportable tener que guardar
un secreto tan importante ¡La idea de no poder contárselo ni
siquiera a su madre le torturaba!

Poco a poco el secreto fue convirtiéndose  en una obsesión que


ocupaba sus pensamientos las veinticuatro horas del día. Esto afectó
tanto a su mente y a su cuerpo que se fue debilitando, y   se
marchitó como una planta a la que nadie riega. Una mañana no
pudo más y se desmayó.

Su madre llevaba una temporada viendo que a su hijo le pasaba algo


raro, pero el día en que se quedó sin fuerzas y se desplomó sobre la
cama, supo que había caído gravemente enfermo.   Desesperada fue
a buscar al druida, el hombre más sabio de la aldea, para que le
diera un remedio para sanarlo.

El hombre la acompañó a la casa y vio a Liam completamente


inmóvil y empapado en sudor. Enseguida tuvo muy claro el
diagnóstico:

– El problema de su hijo es que guarda un secreto muy importante


que no puede contar y esa responsabilidad  está acabando con su
vida. Solo si se lo cuenta a alguien podrá salvarse.

La pobre mujer  se quedó sin habla ¡Jamás habría imaginado que su
querido hijo estuviera tan malito por culpa de un secreto!
– Créame señora, es la única solución y debe darse prisa.

Después de decir esto, el druida se acercó al tembloroso y pálido


Liam y le habló despacito al oído para que pudiera comprender bien
sus palabras.

– Escúchame, muchacho, te diré lo que has de hacer si quieres


ponerte bien: ponte una capa para no coger frío y ve al bosque. Una
vez allí, busca el lugar donde se cruzan cuatro caminos y toma el de
la derecha. Encontrarás un enorme sauce y a él le contarás el
secreto. El árbol no tiene boca y no podrá contárselo a nadie, pero
al menos tú te habrás librado de él de una vez por todas.

El muchacho obedeció. A pesar de que se encontraba muy débil fue


al bosque, encontró el sauce y acercándose al tronco le contó en voz
baja su secreto. De repente, algo cambió: desapareció la fiebre, dejó
de tiritar, y recuperó el color en sus mejillas y la fuerza de sus
músculos ¡Había sanado!

Ocurrió que unas semanas después, un músico que buscaba madera


en el bosque vio el enorme sauce y le llamó la atención.

– ¡Oh, qué árbol tan impresionante! La madera de su tronco es


perfecta para fabricar un arpa… ¡Ahora mismo voy a talarlo!

Así lo hizo. Con un hacha muy afilada derribó el tronco y llevó la


madera a su taller. Allí, con sus propias manos, fabricó el arpa con
el sonido más hermoso del universo y después se fue a recorrer los
pueblos de los alrededores para deleitar con su música a todo aquel
que quisiera escucharle. Las melodías eran tan bellas que
rápidamente se hizo famoso en toda la provincia.
Cómo no, la destreza musical del arpista llegó a oídos del rey, quien
un día le dijo a su consejero:

– Esta noche daré un banquete para quinientas personas y te ordeno


que encuentres a ese músico del que todo el mundo habla. Quiero
que toque el arpa después de los postres así que no hay tiempo que
perder  ¡Ve a buscarlo ahora mismo!

El consejero obedeció y el arpista se presentó ataviado con sus


mejores galas ante la corte. Al finalizar la comida, el monarca le dio
permiso para empezar a tocar. El músico se situó en el centro del
salón, y con mucha finura posó sus manos sobre las cuerdas de su
maravilloso instrumento.

Pero algo inesperado sucedió: el arpa, fabricada con la madera del


sauce que conocía el secreto del rey, no pudo contenerse y en vez
de emitir notas musicales habló a los espectadores:

¡DOS GRANDES OREJAS TIENE EL REY MAÓN!

¡DOS GRANDES OREJAS TIENE EL REY MAÓN!

¡DOS GRANDES OREJAS TIENE EL REY MAÓN!

El rey Maón se quedó de piedra y se puso colorado como un tomate


por la vergüenza tan grande que le invadió, pero al ver que nadie se
reía de él, pensó ya no tenía sentido seguir ocultándose por más
tiempo.

Muy dignamente, como corresponde a un monarca, se levantó del


trono y se quitó la capucha para que todos vieran sus feas orejas.
Los quinientos invitados se pusieron en pie y agradecieron su
valentía con un aplauso atronador.
El rey Maón se sintió inmensamente liberado y feliz. A partir de ese
día dejó de llevar capucha y jamás volvió a castigar a nadie por
cortarle el pelo.
Cuento El campesino y el diablo: adaptación del
cuento de los Hermanos Grimm.
 

Érase una vez un campesino famoso en el lugar por ser un chico


muy listo y ocurrente.

Tan espabilado era que un día consiguió burlar a un diablo.


¿Quieres conocer la historia?

Cuentan por ahí que un día, mientras estaba labrando la tierra, el


joven campesino se encontró a un diablillo sentado  encima de unas
brasas.

– ¿Qué haces ahí? ¿Acaso estás descansando sobre el fuego? – le


preguntó con curiosidad.

– No exactamente – respondió el diablo con cierta chulería –. En


realidad, debajo de esta fogata he escondido un gran tesoro. Tengo
un cofre lleno de joyas y piedras preciosas y no quiero que nadie las
descubra.

– ¿Un tesoro? – El campesino abrió los ojos como platos –.


Entonces es mío, porque esta tierra me pertenece y, todo lo que hay
aquí, es de mi propiedad.

El pequeño demonio se quedó pasmado ante la soltura que tenía ese


jovenzuelo. ¡No se dejaba asustar ni siquiera por un diablo! Como
sabía que en el fondo el chico tenía razón, le propuso un acuerdo.

– Tuyo será el tesoro, pero con la condición de que me des la mitad


de tu cosecha durante dos años. Donde vivo no existen ni las
hortalizas ni las verduras y la verdad es que estoy deseando darme
un buen atracón de ellas porque me encantan.
El joven, que a inteligente no le ganaba nadie, aceptó el trato pero
puso una condición.

– Me parece bien, pero para que luego no haya peleas, tú te


quedarás con lo que crezca de la tierra hacia arriba y yo con lo que
crezca de la tierra hacia abajo.

El diablillo aceptó y firmaron el acuerdo con un apretón de manos.


Después, cada uno se fue a lo suyo. El campesino plantó
remolachas, que como todos sabemos, es una raíz, y cuando llegó el
momento de la cosecha, apareció el diablo por allí.

– Vengo a buscar mi parte – le dijo al muchacho, que sudoroso


recogía cientos de remolachas de la tierra.

– ¡Ay, no, no puedo darte nada! Quedamos en que te llevarías lo


que creciera de la tierra hacia arriba y este año sólo he plantado
remolachas, que como tú mismo estás viendo, nacen y crecen hacia
abajo, en el interior de la tierra.

El diablo se enfadó y quiso cambiar las condiciones del acuerdo.

– ¡Está bien! – gruñó –. La próxima vez será al revés: serás tú quien


se quede con lo que brote sobre la tierra y yo con lo que crezca
hacia abajo.

Y dicho esto, se marchó refunfuñando. Pasado un tiempo el


campesino volvió a la tarea de sembrar y esta vez cambió las
remolachas por semillas de trigo. Meses después, llegó la hora de
recoger el grano de las doradas espigas. Cuando reapareció el
diablo dispuesto a llevarse lo suyo, vio que el campesino se la había
vuelto a dar con queso.

– ¿Dónde está mi parte de la cosecha?


– Esta vez he plantado trigo, así que todo será para mí – dijo el
muchacho -. Como ves, el trigo crece sobre la tierra, hacia arriba,
así que lárgate porque no pienso darte nada de nada.

El diablo entró en cólera y pataleó el suelo echando espuma por la


boca, pero tuvo que cumplir su palabra porque un trato es un trato y
jamás se puede romper. Se fue de allí maldiciendo y el campesino
listo, muerto de risa, fue a buscar su tesoro.
Cuento El valor de la verdad: adaptación del cuento
popular de China.
 

Hace muchísimos años, un guapo y apuesto príncipe de China se


propuso encontrar  la esposa adecuada con quien contraer
matrimonio.

Todas las jóvenes ricas y casaderas del reino  deseaban que el


heredero se fijara en ellas para convertirse en la afortunada
princesa. El príncipe lo tenía complicado a la hora de elegir, pues
eran muchas las pretendientes y sólo podía dar el sí quiero a una.

Durante muchos días estuvo dándole vueltas a un asunto: la


cualidad en la que debía basar su elección.

¿Debía, quizá, escoger a la muchacha más bella? ¿Sería mejor


quedarse con la más rica? ¿O mejor comprometerse con la más
inteligente?…Era una decisión de por vida y tenía que tenerlo muy
claro.

Un día, por fin, se disiparon todas sus dudas y mandó llamar a los
mensajeros reales.

– Quiero que anunciéis a lo largo y ancho de mis dominios, que


todas las mujeres que deseen convertirse en mi esposa tendrán que
presentarse dentro de una semana en  palacio, a primera hora de la
mañana.

Los mensajeros, obedientes y siempre leales a la corona, recorrieron


a caballo todos los pueblos y ciudades del reino. No quedó un solo
rincón ajeno a la noticia.
Cuando llegó el día señalado, cientos de chicas se presentaron
vestidas con sus mejores galas en los fabulosos jardines de la corte.
Impacientes, esperaron a que el príncipe se asomara al balcón e
hiciera públicas sus intenciones. Cuando apareció, suspiraron
emocionadas e hicieron una pequeña reverencia. En silencio,
escucharon sus palabras con atención.

– Os he pedido que vinierais hoy porque he de escoger la mujer que


será mi esposa. Os daré a cada una de vosotras una semilla para que
la plantéis. Dentro de seis meses, os convocaré aquí otra vez, y la
que me traiga la flor más hermosa de todas, será la elegida para
casarse conmigo y convertirse en princesa.

Entre tanta muchacha distinguida se escondía una muy humilde,


hija de una de las cocineras de palacio. Era una jovencita linda de
ojos grandes y largos cabellos, pero sus ropas eran viejas y estaban
manchadas de hollín porque siempre andaba entre fogones.  A pesar
de que era pobre y se sentía como una mota de polvo entre tanta
bella mujer, aceptó la semilla que le ofrecieron y la plantó en una
vieja maceta de barro ¡Siempre había estado enamorada del príncipe
y casarse con él era su sueño desde niña!

Durante semanas la regó varias veces al día e hizo todo lo posible


para que brotara una planta que luego diera una hermosísima flor.
Probó a cantarle con dulzura y a resguardarla del frío de la noche,
pero no fue posible. Desgraciadamente, su semilla no germinó.

Cuando se cumplieron los seis meses de plazo, todas las muchachas


acudieron a la cita con el príncipe y formaron una larga fila. Cada
una de ellas portaba una maceta en la que crecía una magnífica flor;
si una era hermosa, la siguiente todavía era más exuberante.
El príncipe bajó a los jardines y, muy serio, empezó a pasar revista.
Ninguna flor parecía interesarle demasiado. De pronto, se paró
frente a la hija de la cocinera, la única chica que sostenía una
maceta sin flor y donde no había nada más que tierra que apestaba
a  humedad. La pobre miraba al suelo avergonzada.

– ¿Qué ha pasado?  ¿Tú no me traes una maravillosa flor como las


demás?

– Señor, no sé qué decirle… Planté mi semilla con mucho amor y la


cuidé durante todo este tiempo para que naciera una bonita planta,
pero el esfuerzo fue inútil. No conseguí  que germinara. Lo siento
mucho.

El príncipe sonrió, acercó la mano a la barbilla de la linda


muchacha  y la levantó para que le mirara a los ojos.

– No lo sientas… ¡Tú serás mi esposa!

Las damas presentes se giraron extrañadas y comenzaron a


cuchichear: ¿Su esposa?  ¡Pero si es la única que no ha traído
ninguna flor! ¡Será una broma!…

El príncipe, haciendo caso omiso a los comentarios, tomó de la


mano a su prometida y juntos subieron al balcón de palacio que
daba al jardín. Desde allí, habló a la multitud que estaba esperando
una explicación.

– Durante mucho tiempo estuve meditando sobre cuál  es la


cualidad que más me atrae de una mujer  y me di cuenta de que es
la sinceridad. Ella ha sido honesta conmigo y la única que no ha
tratado de engañarme.

Todas las demás se miraban perplejas  sin entender nada de nada.


– Os regalé semillas a todas, pero  semillas estériles. Sabía que era
totalmente imposible que de ellas brotara nada. La única que ha
tenido el valor de venir y contar la verdad ha sido esta joven.  Me
siento feliz y honrado de comunicaros que ella será la futura
emperatriz.

Y así fue cómo el príncipe de China encontró a la mujer de sus


sueños y la hija de la cocinera, se casó con el príncipe soñado.
Cuento El zapatero y el millonario: adaptación de la
fábula de La Fontaine.
 

Cuenta la historia que en una pequeña ciudad vivía un zapatero que


siempre se sentía feliz.

Dentro de casa tenía un humilde taller donde trabajaba sin descanso


remendando zapatos y poniendo suelas a las botas de sus clientes.
Era una labor dura pero él nunca se quejaba. Todo lo contrario,
cantaba a todas horas de lo contento que estaba.

En la casa de al lado vivía un hombre muy rico pero que dormía


poco y mal, porque en cuanto conseguía conciliar el sueño, se
despertaba por  los cantos del zapatero que le llegaban a través de la
pared.

Cierto día, el vecino ricachón se presentó  en casa del zapatero


remendón.

– Buenas noches – le dijo.

– Buenas noches, señor – contestó sorprendido – ¿En qué puedo


ayudarle?

– Venía a hacerle una pregunta. Veo que usted se pasa el día


cantando, por lo que imagino que será un hombre muy feliz y
afortunado. Dígame… ¿Cuánto dinero gana al día?

– Bueno… – respondió pensativo el zapatero – Si le soy sincero,


gano lo justo para vivir. Con las monedas que me dan por mi
trabajo compro algo de comida y por la noche ya no me queda ni
una moneda para gastar ¡Es tan poquito que nunca consigo ahorrar
ni darme ningún capricho!
– Vaya, pues quisiera ayudarle para que viva usted un poco mejor.
Tenga, aquí tiene una bolsa con cien monedas de oro. Espero que
con esto sea suficiente.

El zapatero abrió los ojos como platos ¡Era muchísimo dinero!


Pensó que estaba soñando o que se trataba de un milagro. Después
de darle las gracias al generoso y acaudalado vecino, levantó una
baldosa que había debajo de su cama y escondió la bolsa en el
agujero. Volvió a taparlo y se acostó.

Pero el zapatero  no podía dormir. No hacía más que pensar que
ahora era rico y tenía que estar alerta por si alguien entraba en su
hogar para robarle las monedas. Esa noche y a partir de esa, todas
las noches, daba vueltas y vueltas en la cama, con un ojo medio
abierto vigilando la puerta y poniéndose nervioso en cuanto oía un
ruidito ¡La tensión le resultaba insoportable! Como no dormía casi
nada,  se levantaba tan cansado que no le apetecía ni cantar. Dejó de
ser el hombre alegre que trabajaba cada día con ilusión.

¡Pasadas dos semanas ya no pudo más! De un salto se levantó de la


cama y cogió la bolsa  de monedas de oro que tenía camufladas
bajo la baldosa del suelo. Se puso un batín, unas zapatillas, y pulsó
el timbre de la casa del vecino.

– Buenas noches, querido vecino. Vengo a devolverle su generoso


regalo. Le estoy muy agradecido pero ya no lo quiero – dijo el
zapatero al tiempo que alargaba la mano que sujetaba la bolsa.

– ¿Cómo? ¿Me está diciendo que no quiere el dinero que le regalé?


– contestó sorprendido el millonario.

– ¡Así es, señor, ya no lo quiero! Yo era un hombre pobre pero


vivía tranquilo. Me levantaba cada jornada con ganas de trabajar y
cantaba porque me sentía satisfecho y feliz con mi vida. Desde que
tengo todo ese dinero, vivo obsesionado con que me lo van a robar,
no duermo por las noches, no disfruto de mi trabajo y ya no me
quedan fuerzas. Prefiero vivir en paz a tener tantas riquezas.

Sin esperar la réplica, se dio media vuelta y regresó a su hogar. Se


quitó el batín, se descalzó y se metió de nuevo en la cama. Esa
noche durmió profundamente y con la sensación de haber hecho lo
correcto.

Moraleja:   no por ser más rico serás más feliz, ya que la dicha y
el sentirse bien con uno mismo se encuentran en muchas pequeñas
cosas de la vida.
Cuento Los dos conejos: adaptación de la fábula de
Tomás de Iriarte.
 

La primavera había llegado al campo. El sol brillaba sobre la


montaña y derretía las últimas nieves.

Abajo, en la pradera, los animales recibían con gusto el calorcito


propio del cambio de temporada. La brisa tibia y el cielo azul,
animaron a salir de sus madrigueras a muchos animales que
llevaban semanas escondidos ¡Por fin el duro invierno había
desaparecido!

Las vacas pacían tranquilas mordisqueando briznas de hierba y las


ovejas, en grupo, seguían al pastor al ritmo de sus propios balidos.
Los pajaritos animaban la jornada con sus cantos y, de vez en
cuando, algún caballo salvaje pasaba galopando por delante de
todos, disfrutando de su libertad.

Los más numerosos eran los conejos. Cientos de ellos aprovechaban


el magnífico día para ir en  busca de frutos silvestres y, de paso,
estirar sus entumecidas patas.

Todo parecía tranquilo y se respiraba paz en el ambiente, pero, de


repente, de entre unos arbustos, salió un conejo blanco corriendo y
chillando como un loco. Su vecino, un conejo gris que se
consideraba a sí mismo muy listo, se apartó hacia un lado y le gritó:

– ¡Eh, amigo! ¡Detente! ¿Qué te sucede?

El conejo blanco frenó en seco. El pobre sudaba a chorros y casi no


podía respirar por el esfuerzo. Jadeando, se giró para contestar.
– ¿Tú que crees? No hace falta ser muy listo para imaginar que me
están persiguiendo, y no uno, sino dos enormes galgos.

El conejo gris frunció el ceño y puso cara de circunstancias.

– ¡Vaya, pues sí que es mala suerte! Tienes razón, por allí los veo
venir, pero he de decirte que no son galgos.

Y como quien no quiere la cosa, comenzaron a discutir.

– ¿Qué no son galgos?

– No, amigo mío… Son perros de otra raza ¡Son podencos! ¡Lo sé
bien porque ya soy mayor y he conocido muchos a lo largo de mi
vida!

– ¡Pero qué dices! ¡Son galgos! ¡Tienen las patas largas y esa
manera de correr les delata!

– Lo siento, pero estás equivocado ¡Creo que deberías revisarte la


vista, porque no ves más allá de tus narices!

– ¿Eso crees? ¿No será que ya estás demasiado viejo y el que


necesita gafas eres tú?

– ¡Cómo te atreves!…

Enzarzados en la pelea, no se dieron cuenta de que los perros se


habían acercado peligrosamente y los tenían sobre el cogote.
Cuando notaron el calor del aliento canino en sus largas orejas,
dieron un gran salto a la vez y, por suerte, consiguieron meterse en
una topera que estaba medio camuflada a escasa distancia.

Se salvaron de milagro, pero  una vez bajo tierra, se sintieron muy


avergonzados. El  conejo blanco fue el primero en reconocer lo
estúpido que había sido.
– ¡Esos perros casi nos hincan el diente! ¡Y todo por liarnos a
discutir sobre tonterías en vez de poner a salvo el pellejo!

El viejo conejo gris, asintió compungido.

– ¡Tienes toda la razón! No era el momento de pelearse por algo tan


absurdo ¡Lo importante era huir del enemigo!

Los conejos de esta fábula se fundieron en un abrazo y, cuando los


perros, fueran galgos o podencos,  se alejaron, salieron a dar un
paseo como dos buenos amigos que, gracias a su  torpeza, habían
aprendido una importante lección.

Moraleja: En la vida debemos aprender a distinguir las cosas que


son realmente importantes de las que no lo son. Esto nos resultará
muy útil para no perder el tiempo en cosas que no merecen la pena.

Cuento La leyenda de la araña: adaptación de una


antigua leyenda quechua.
 

La princesa Uru era la heredera al trono del Imperio Inca. Su padre


la adoraba y deseaba que en un futuro, cuando él dejara de ser rey,

ella se convirtiera en una gobernante justa y querida por su pueblo.


Por esta noble causa se había esmerado en educarla de forma
exquisita desde el día de su nacimiento, siempre rodeada de los
mejores maestros y asesores de la ciudad.

Desgraciadamente la muchacha no era consciente de quién era ni de


lo que se esperaba de ella. Le daban igual los estudios y no le
importaba nada seguir siendo una ignorante. Lo único que le
gustaba holgazanear y vestirse con elegantes vestidos que resaltaran
su belleza.

Por si esto fuera poco tenía muy mal carácter y se pasaba el día
mangoneando a todo el mundo. Si no conseguía lo que quería
perdía los nervios y se comportaba como una joven malcriada y
déspota que pasaba por encima de todo aquel que le llevara la
contraria. Así eran las cosas el día en que su padre el rey falleció y
no tuvo más remedio que ocupar su lugar en el trono.

Los primeros días la nueva reina puso cierto interés en escuchar a


sus ayudantes y actuó con responsabilidad, pero una semana
después estaba más que aburrida de dirigir el imperio. Harta de
reuniones y de tomar decisiones importantes, comenzó a
comportarse como  verdaderamente era: una mujer frívola que solo
rendía cuentas ante ella misma.

Una mañana, de muy malos modos, se plantó ante sus secretarios.

– ¡Todo esto me da igual! Yo no quiero pasarme el día dirigiendo


este imperio ¡Es el trabajo más aburrido del mundo! Yo he nacido
para viajar, lucir hermosos  vestidos y asistir a fiestas ¡De los
asuntos de estado que se preocupe otro porque yo lo dejo!

Fueron muchos los que intentaron hacerla entrar en razón, entre


ellos el consejero real.
– Señora, eso no es posible… ¡Usted debe comportarse como una
reina madura y  responsable! ¿Acaso no se da cuenta de que su
pueblo la necesita? ¡No puede abandonar sus tareas de gobierno!

La reina Uru se giró apretando los puños y sus ojos se llenaron de


rabia.

– ¡A todos los que estáis aquí os digo que sois unos insolentes!
¡¿Cómo osáis cuestionar mi decisión?! ¡Yo soy la reina y hago lo
que me da la gana!

Estaba tan enloquecida que en un arrebato cogió un cinturón de


cuero y lo blandió en el aire con furia.

– ¡Quiero que os tumbéis boca abajo  porque voy a azotaros uno a


uno! … ¡He dicho que todos al suelo!

El salón se quedó completamente mudo. El consejero y los


ayudantes de la reina sintieron un escalofrío de terror, pero ninguno
se atrevió a desobedecer la orden. Lentamente se arrodillaron y se
dejaron caer sobre el pecho.

La reina apretó los dientes y  levantó el brazo derecho, pero cuando


estaba a punto de proceder, se quedó completamente paralizada
como una estatua.

– ¡¿Pero qué demonios me está pasando?!  ¡No puedo bajar el


brazo! ¡No puedo moverme!

Todos los presentes se miraron unos a otros sin saber qué hacer,
pero su sorpresa fue aún mayor cuando, sobre sus cabezas, apareció
una majestuosa diosa cubierta con un manto de oro.

La divinidad permaneció unos segundos suspendida en el aire y fue


descendiendo levemente hasta posarse frente a la paralizada reina
Uru. Ante el asombro de los que estaban allí, habló. Sus palabras
fueron demoledoras.

– ¡Eres una mujer malvada y egoísta!  En vez de gobernar el reino


con sabiduría y bondad prefieres humillar a tus súbditos y tratarlos
con desprecio. A partir de ahora perderás tu belleza y todos los
privilegios que posees ¡Te aseguro que  sabrás lo que es trabajar sin
descanso por toda la eternidad!

El suelo tembló y alrededor de la reina se formó una gran nube de


humo gris. Cuando el humo se evaporó, en su lugar apareció una
araña negra y peluda ¡La diosa había convertido a Uru en un
arácnido feo y repugnante!

Uru no pudo protestar ni quejarse de su nueva condición. Su única


opción fue echar a correr por los baldosines del palacio para no
morir aplastada de un pisotón. Para su fortuna consiguió ocultarse
en un rincón y, como todas las arañas, empezó a fabricar una tela
con su propio hilo.

Cuenta la leyenda que, aunque han pasado varios siglos, Uru


todavía habita en algún lugar del palacio imperial. Hay quien
incluso asegura que la ha visto tejer sin parar mientras contempla
con tristeza cómo la vida sigue su curso en el que un día muy
lejano, fue su hogar.
Cuento El monstruo del lago: adaptación del cuento
popular de África.
 

Érase una vez una preciosa muchacha llamada Untombina, hija del
rey de una tribu africana.

A unos kilómetros de su hogar había un lago muy famoso en toda la


comarca porque en él se escondía un terrible monstruo que, según
se contaba, devoraba a todo aquel que merodeaba por allí.

Nadie, ni de día ni de noche, osaba acercarse a muchos metros a la


redonda de ese lugar. Untombina, en cambio, valiente y curiosa por
naturaleza, estaba deseando conocer el aspecto de ese monstruo que
tanto miedo daba a la gente.

Un año llegó el otoño y con él tantas lluvias, que toda la región se


inundó. Muchos hogares se vinieron abajo y los cultivos fueron
devorados por las aguas. La joven Untombina pensó que quizá el
monstruo tendría una solución a tanta desgracia y pidió permiso a
sus padres para ir a hablar con él. Aterrorizados, no sólo se negaron,
sino que le prohibieron terminantemente que se alejara de la casa.

Pero no hubo manera; Utombina, además de valiente, era terca y


decidida, así que reunió a todas las chicas del pueblo y juntas
partieron en busca del monstruo. La hija del rey dirigió la comitiva
a paso rápido, y justo cuando el sol estaba más alto en el cielo, el
grupo de muchachas llegó al lago.

En apariencia todo estaba muy tranquilo y el lugar les parecía


encantador. Se respiraba aire puro y el agua transparente dejaba ver
el fondo de piedras y arena blanca. La caminata había sido dura y el
calor intenso, así que nada les apetecía más que darse un buen
chapuzón. Entre risas, se quitaron la ropa, las sandalias y las joyas,
y se tiraron de cabeza.

Durante un buen rato, nadaron, bucearon y jugaron a salpicarse


unas a otras. Tan entretenidas estaban que no se dieron cuenta de
que el monstruo, sigilosamente, se había acercado a la orilla por
otro lado y les había robado todas sus pertenencias.

Cuando la primera de las muchachas salió del agua para vestirse, no


encontró su ropa y avisó a todas las demás de lo que había
sucedido.  Asutadísimas comenzaron a gritar y a preguntarse qué
podían hacer ¡No podían volver desnudas al pueblo!

Se acercaron al lago y, en fila, comenzaron a llamar al monstruo.


Entre llantos, le rogaron que les devolviera la ropa. Todas menos
Utombina, que como hija del rey, se negaba a humillarse y a
suplicar nada de nada.

El monstruo escuchó las peticiones y, asomando la cabeza,


comenzó a escupir prendas, anillos y pulseras, que las chicas
recogieron rápidamente. Devolvió todo lo que había robado excepto
las cosas de la orgullosa Utombina. Las chicas querían volver, pero
ella seguía negándose a implorar y se quedó inmóvil, en la orilla,
mirando al lago. Su actitud consiguió enfadar al monstruo que, en
un arrebato de ira, salió inesperadamente del lago y de un bocado se
la tragó.

Todas las jovencitas volvieron a chillar presas del pánico y


corrieron al pueblo para contar al rey lo que había sucedido.
Destrozado por la pena, decidió actuar: reclutó a su ejército y lo
envió al lago para acabar con el horrible ser que se había comido a
su niña.
Cuando los soldados llegaron armados hasta los dientes, el
monstruo  se dio cuenta de sus intenciones y se enfureció todavía
más. A manotazos, empezó a atrapar hombres de dos en dos y a
comérselos sin darles tiempo a huir. Uno delgaducho y muy hábil se
zafó de sus garras, pero el monstruo le persiguió sin descanso hasta
que, casualmente, llegó a la casa del rey. Para entonces, de tanto
comer, su cuerpo se había transformado en una bola descomunal
que  parecía a punto de explotar.

El monarca, muy hábil con el manejo de las armas, sospechó que su


hija y los soldados todavía podrían estar vivos dentro de la enorme
barriga, y sin dudarlo ni un segundo, comenzó a disparar flechas a
su ombligo. Le hizo tantos agujeros que parecía un colador.

Por el más grande, fueron saliendo uno a uno todos los hombres que
habían sido engullidos por la fiera. La última en aparecer ante sus
ojos,  sana y salva, fue su preciosa hija.

El malvado monstruo dejó de respirar y todos agradecieron a


Utombina su valentía. Gracias a su orgullo y tozudez, habían
conseguido acabar con él para siempre.

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