La Pintura Novohispana

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LA PINTURA NOVOHISPANA

LOS INICIOS: CATEQUIZACIÓN Y PINTURA MURAL

Desde los comienzos de la evangelización las artes plásticas, en especial la pintura y escultura, están
presentes en la Nueva España, por la necesidad que tenía la Iglesia Católica de ilustrar con imágenes su
labor catequizadora. La palabra oral o escrita es mucho más eficaz si se plasma gráficamente,
especialmente aquellos pasajes más importantes y a la vez difícilmente comprensibles, como la Pasión de
Cristo, la vida de María o de aquellos santos que se proponían como modelos a seguir. Ejemplo de ello
serán los primeros catecismos, como el de Fray Pedro de Gante, conservado en la Biblioteca Nacional de
Madrid, cuyos pequeños apuntes, a manera de jeroglíficos de tanto arraigo en el mundo prehispánico,
debieron ser obra de algún tlacuilo (pintor indígena), siguiendo siempre las directrices de este misionero.
Es más, Fray Pedro de Gante, fue el fundador de la Escuela de Artes y Oficios de San José de los
Naturales, en el Convento de San Francisco de la capital virreinal. Aquí los indígenas, además de la
doctrina, a leer y a cantar, aprenderán un oficio, pues era muy necesario preparar la mano de obra que se
encargaría de edificar las iglesias, conventos, así como amueblarlas de todo lo necesario. Aprovechando
para ello la habilidad artística de los naturales que partía, lógicamente, del cultivo de las artes de la cultura
azteca. Esta primera escuela sirvió de modelo para el establecimiento de otras, no sólo de franciscanos,
sino imitadas por agustinos y dominicos. Incluso, el propio obispo Vasco de Quiroga instalaría
instituciones similares en sus pueblos-hospitales de Michoacán.

Consecuencia directa de este sistema de aprendizaje y de catequización será que el primer gran capítulo
artístico tengamos que localizarlo en los propios conventos. Grandes programas de pintura mural se
desarrollarán en las capillas abiertas, posas, atrios, iglesias y claustros. Unas veces con fines catequéticos,
didácticos y devocionales y, otras veces, con intención propagandística (de exaltación de la orden).

Por fortuna, cada vez es mayor el interés por estos amplios conjuntos de pinturas murales, que durante
centurias permanecieron en el más completo de los abandonos, lo cual les perjudicó enormemente. Hoy
estamos en condiciones de afirmar que es una de las manifestaciones artísticas de mayor desarrollo, tanto
en calidad como en cantidad de todo el periodo virreinal. Circunscritas a ámbitos conventuales y fechables,
casi todas ellas, en el siglo XVI, expresan, además, su clara continuidad con el periodo prehispánico al ser
obra de artistas indígenas una vez cristianizados.

Técnicamente no son frescos (error corriente de interpretación) pues domina el temple a base de pigmentos
de origen vegetal y mineral, con una gama cromática muy limitada, con dominio del blanco y el negro.
No siempre se pintaba directamente sobre el muro, sino que a veces se hacía sobre papel amate o
Pergamino que se adhería a la pared o, incluso, quedaban sueltos, como las llamadas sargas que fueron
tan útiles en la evangelización.

Cada vez son más numerosos los ejemplos recuperados, aunque casi siempre con ausencias que no
permiten la lectura iconográfica completa. No obstante, sólo señalaremos algunas muestras conventuales
destacadas y, después, el único caso significativo del ámbito civil. Nos referimos a la Casa del Deán
(Puebla de los Ángeles) donde se desarrolla un interesante programa dedicado a las Sibilas y a los Triunfos
de Petrarca, que dejan entrever un fuerte contenido moral.
Dentro del primer grupo señalar las pinturas de Epazoyucan, las de Actopan —ambos conventos
agustinos del Estado de Hidalgo—, las de la bóveda del sotocoro del convento franciscano de
Tecamachalco, en el de Puebla, el único conjunto fechado y firmado, para terminar aludiendo a las
singulares pinturas que adornan la iglesia del convento de Ixmiquilpan. En el primer caso citado, figuran
en unos arcosolios de los ángulos del claustro y están dedicadas a la Pasión de Cristo y a la Virgen María
—el Ecce Homo, Cristo camino del Calvario, su encuentro con María, el Descendimiento de la Cruz y la
Dormición de la Virgen—. Están inspiradas en modelos flamencos e italianos.

Gran interés y categoría artística tienen las del Convento de Actopan, —fundado por Fray Andrés de
Mata, en 1546, a quien se le atribuyen también las trazas—, que debió ser obra de varios artistas avezados,
que manejaron con soltura diversos repertorios de grabados y tratados de arquitectura. Cuatro son los
ámbitos con pinturas murales: en primer lugar la gran escalera, en cuya caja nos encontramos con el más
completo programa iconográfico de exaltación de la orden de San Agustín —sus cuatro paños van
divididos en varias franjas horizontales, decoradas con ricos grutescos, el escudo de la orden, el anagrama
de Cristo y el de María, y dentro de unos arcos de medio punto rebajados aparece un famoso agustino,
rematando el conjunto la Magdalena, la Virgen y un santo ermitaño— en alusión a la oración, como base
del buen religioso. En la sala de profundis, donde se velaba a los religiosos fallecidos, tenemos la Tebaida
o lo que es lo mismo los orígenes míticos de la orden. En la portería un gran mural nos presenta a San
Agustín como protector de la Orden y por ende de los que allí se acerquen y, por último, la capilla abierta
nos brinda un amplio programa iconográfico dedicado a exaltar la bondad del catolicismo a través de
pasajes claves del Antiguo y del Nuevo Testamento.

Las pinturas de la bóveda del sotocoro del convento franciscano de Tecamachalco son de tema bíblico;
están pintadas al óleo sobre papel amate y adheridas a los distintos huecos que forman las nervaduras de
su bóveda estrellada. Han sido fechadas en 1562 y documentado su autor, el tlacuilo Juan Gerson. Domina
el azul, los tonos dorados y ocres y una gran gama de grises hasta llegar al negro.

Finalmente, en la nave de la iglesia del antiguo convento agustino de Ixmiquilpan tenemos una serie de
pinturas donde se alude a la eterna lucha entre el bien y el mal. Obra indudable de indígenas que
representan las “guerras floridas” prehispánicas. Los guerreros con escudos circulares y vestidos a su
antigua usanza se enfrentan entre sí con arcos, flechas y afiladas macanas de obsidiana, mientras los
caballos, traídos por los españoles, ahora con cabezas de cocodrilos, evocan el cipactli —cocodrilo en
náhuatl— y la sangre se derrama en grandes volutas vegetales, de color verde-azul, evocándonos el jade
azteca.

La nómina de conventos con restos de pintura mural es inmensa. Normalmente son grandes frisos en que
se entrelazan roleos, guirnaldas, racimos de frutas, cabezas de ángeles, tritones, monstruos mitológicos.
Otras veces desarrollan hermosas letras capitales, con textos del antiguo o del nuevo Testamento, el escudo
de la orden en cuestión, el anagrama de Jesús o de María, etc. Completamos el panorama citando el
convento agustino de Acolman donde, aparte de algunas pinturas dedicadas a la vida de Cristo o de María
en sus dos claustros, en la cabecera de su templo conventual se nos ofrece un amplio programa
iconográfico dedicado a exaltar a la orden agustina a través de algunos de sus principales miembros que
aparece entronizados con gran solemnidad, constituyendo, en última instancia, una galería de frailes
ilustres. En Huejotzingo, la pintura mural fue muy numerosa, mas, de lo poco que nos ha llegado a la
actualidad, sobresale por su gran valor histórico el fragmento dedicado a los doce primeros franciscanos
adorando la cruz, dándonos incluso sus nombres, y la gran pintura dedicada a la Inmaculada o Tota
Pulchra. Recientemente, en el antiguo convento agustino de Malinalco, se han descubierto importantes
pinturas en su claustro alto. Aquí, en los ángulos y en pequeños nichos como en Epazoyucan, nos
encontramos con temas alusivos a la Pasión de Cristo, introduciendo el artista en el del Calvario a San
Agustín orando al pie de la cruz, mientras en los muros laterales y en su bóveda son grandes paneles
decorativos de tema vegetal y geométrico, algunos de clara ascendencia serliana. Finalmente, y como
ejemplo de virtuosismo formal y técnico, en el pequeño convento de Charo, en el Estado de Morelia,
tenemos a lo largo de los cuatro pandas de su claustro un complejo ciclo dedicado a exaltar a la orden
agustina, tanto en su rama femenina como masculina.

Dentro de la pintura simbólica-humanística un caso singular lo constituyen las pinturas de la Casa del
Deán de Puebla de los Ángeles, pues nos muestra como ese ambiente culto y refinado propio del
Renacimiento había calado en ciertos sectores de la sociedad novohispana. Construida en el último tercio
del siglo XVI por el que fuera tercer deán de la catedral angelopolitana, don Tomás de la Plaza, solamente
nos han llegado a la actualidad dos grandes salas. Una de ellas está dedicada a las sibilas o profetisas de
la antigüedad que anunciaron al mundo pagano la misión redentora de Cristo —aunque son doce, aquí
aparecen sólo nueve, formando un largo cortejo de jóvenes muchachas, con ricas vestiduras, sobre caballos
ricamente enjaezados y dentro de un paisaje ideal, en la parte superior de cada escena y dentro de un tondo
aparece el motivo cristífero que anuncian—. Mientras en la otra sala tenemos una exaltación de los carros
triunfales de la antigüedad —el triunfo del amor, de la castidad, del tiempo, de la muerte y de la fama—,
según la versión cristianizada que en el trecento italiano realizó Petrarca.

LA PINTURA DE CABALLETE

En los comienzos de la cristianización los objetos de culto y litúrgicos, aunque muy necesarios, eran muy
escasos. Todo tenía que ser importado, si bien pronto se echó mano de la destreza de los naturales,
supliendo la necesidad de pinturas con los mosaicos de plumas, las sargas, etc. Además, el auge económico
español del momento no invitaba a los artistas de la Península Ibérica a iniciar la aventura americana. No
obstante, para la temprana fecha de 1557, ya habría un número considerable de pintores, pues se crea el
gremio, al que se dota con sus respectivas ordenanzas. En ellas se establecen cuatro categorías: imagineros,
doradores, fresquistas y sargueros. Son realmente los primeros, los pintores, a los que se les exigía un
cabal conocimiento de los procedimientos técnicos (saber dibujar, dominar el desnudo, la perspectiva y
los paños) y de los materiales. A los segundos se les encargaba el policromado de retablos e imágenes, a
los terceros las pinturas murales y los últimos o sargueros la realización de esas grandes telas, con un
carácter provisional y con abundantes trampantojos. A partir de ahora los talleres novohispanos legalmente
podrían ser los encargados de suministrar la mayor parte de las pinturas que se destinaban a ennoblecer
tanto los ámbitos eclesiásticos como los civiles.
Esto no implica que durante mucho tiempo la producción esté en manos de artistas provenientes del viejo
mundo, quienes abrirían talleres donde se formarían numerosos artistas locales. Serán éstos quienes,
andando el tiempo y en consonancia con la sociedad para la que trabajaban, imprimirían a sus trabajos
unas soluciones y expresiones propias que nos permiten hablar de una “escuela de pintura novohispana”,
aunque, en última instancia, siempre dentro de la órbita estética del viejo continente.

Desde el punto de vista técnico domina el óleo, tanto por su facilidad de aplicación, como por la brillantez
de los colores y lo lustroso de sus resultados. El soporte durante casi todo el siglo XVI será el lienzo sobre
tabla pero, como sucede en la Península, no se pinta directamente sobre la madera sino sobre la tela, que
previamente, para darle mayor consistencia, se adhería a gruesos tablones muy bien trabados. A comienzos
del siglo XVII la tabla dejó paso al lienzo. El uso del cobre fue mucho más reducido, aunque su textura
final, por su finura y lisura, es mucho más exquisita y refinada.

La gama cromática es muy limitada, sobre todo en los comienzos. Sobresalen el bermellón, el azul, el
ocre, aparte de la amplitud de negros y blancos.

Igual sucede con la temática, donde hay un claro predominio de la religiosa, pues la pintura era el mejor
complemento de la catequesis. Los principales pasajes representados son del Antiguo y del Nuevo
Testamento, la vida de Cristo y de la Virgen, incluso, en un primer momento buscando lo agradable y
poco cruento, si se trata de la Pasión. Igualmente, en las vidas de santos se huye de las escenas de dolor,
prefiriendo exaltarse sus grandes virtudes a seguir e imitar por los fieles. Todo ello dentro de la más pura
ortodoxia para no caer en manos de la Inquisición. Temas tan comunes, en este lado del Atlántico, como
el paisaje, los bodegones, las escenas de género o la mitología, son muy escasos hasta bien avanzado el
siglo XVII. Se salva el retrato de algunos arzobispos y virreyes, generalmente, de tipo convencional, casi
inexpresivo, dentro de composiciones simples, donde las únicas innovaciones están en el vestuario o en el
mobiliario, tratados con gran esmero para impresionar al espectador.

El hecho de que los artistas vivieran bastante aislados con respecto a lo que se hacía en España y en Europa
y, sobre todo, a las grandes colecciones limitó su horizonte y formación. No era fácil viajar a la metrópoli,
lo que les hubiera permitido evolucionar hacia las nuevas tendencias estilísticas. Tampoco existió una
labor de mecenazgo, siendo la clientela fundamental los conventos, los cabildos catedralicios y
municipales, importantes personajes de la sociedad novohispana, etc., quienes encargarán grandes ciclos
de temática religiosa. Incluso imponiendo los modelos a seguir, a partir de repertorios de estampas y
grabados (gran incidencia tuvieron las colecciones de Alberto Durero, Marcantonio Raimondi, y sobre
todo las de Martín del Vos).

DE LOS INICIOS A LA PRIMERA GRAN GENERACIÓN MANIERISTA

Obviando aquellos primeros y espontáneos pintores que proliferarían al inicio, entre ellos los frailes,
quienes con más voluntad que conocimientos instruirían a los naturales en los caminos del arte, así como
una serie de nombres, como Cristóbal de Quesada o Juan de Illescas, de los que no tenemos ninguna obra
documentada, aunque sí abundantes noticias que nos prueban su actividad, el primer artista con obra
documentada es Nicolás de Texeda Guzmán, autor, con otros artífices, del retablo mayor de
Cuauhtinchan, en el Estado de Puebla. Gozó de gran prestigio en el gremio, pues fue su veedor, y además
de un solicitado diseñador —trazó los púlpitos de la primera catedral de la Ciudad de México—. A este
momento pertenecen algunas obras anónimas como el retablo de la Iglesia de Tecali o algunas tablas
sueltas del primer retablo de los conventos de Acolman o de Epazoyucan.
Estas figuras, muchas aún anónimas, y obras serán la base y el fundamento de la primera generación de
pintores manieristas, activos durante casi toda la segunda mitad del Quinientos y que alcanzará su plenitud
con la llegada a México de dos grandes pintores: el flamenco Simón Pereyns y el sevillano Andrés de la
Concha. Junto a ellos, ya en el último tercio del siglo, encontramos a otros como Francisco de Zumaya,

Francisco de Morales, Alonso Franco o Pedro de Arrué. Pintores poco conocidos, si bien son la base de
una tradición pictórica rica y de gran calidad, muy distinta de la pintura mural de los conjuntos
conventuales.

Simón Pereyns (1566-1589) es uno de los grandes maestros del siglo XVI. Natural de Amberes, tras pasar
por Lisboa y Madrid, llegó a México, como pintor del virrey Gastón de Peralta, marqués de Falces. Fue
procesado por la Inquisición por denuncia de Francisco de Morales en razón de su vida licenciosa de la
que se jactaba en público. Gracias a este proceso conocemos numerosas noticias de su vida. Así, sabemos
que como castigo tuvo que pintar el desaparecido retablo de la Virgen de la Merced de la primera catedral
de México. Tampoco queda nada de los retablos que hizo, junto con otros artistas, para la primera iglesia
de los agustinos. La colaboración con otros artistas la repetiría en otras ocasiones. Así, lo hizo con el
arquitecto Claudio de Arciniega, con su hijo Luis y con el pintor Andrés de la Concha. Mas salvo el retablo
de Huejotzingo, realizado con éste último, con el escultor Pedro de Requena y con el dorador Marcos de
San Pedro, no se conserva nada de su obra en colaboración. Incluso también se perdió en el incendio que,
en 1967, sufrió la catedral de México, el famoso cuadro de la Virgen de los Perdones del trascoro.
Inspirado en modelos rafaelescos, a través de un grabado de Marcantonio Raimondi, hoy ocupa su lugar
una buena copia. En cambio, sí se conserva su San Cristóbal, en la capilla de la Inmaculada Concepción,
firmado en 1588.

Andrés de la Concha (1568-1612) es la otra gran figura del renacimiento novohispano. Oriundo de
Sevilla, donde tal vez fue discípulo de Luis de Vargas, llega a México plenamente formado, logrando gran
fama. Su venida se debe al contrato que firmó en Sevilla con el encomendero de Yanhuitlán —Gonzalo
de las Casas— para realizar un retablo, por fortuna conservado. No obstante, su primer trabajo fue el
retablo mayor de la catedral de Oaxaca, así como algunos colaterales. Todos perdidos, aunque se
conservan algunas tablas aisladas (un San Sebastián, un San Miguel, muy próximo a otro de Martín del
Vos, y una Sagrada Familia, todos muy manieristas).

Pronto se establece en la capital del virreinato, iniciando una fructífera colaboración, entre otros, con
Pereyns (retablo de Huejotzingo ya citado y el de la primera iglesia de Santo Domingo). Precisamente,
años más tarde, en Santo Domingo, por encargo de la Inquisición, se ocupó de las pinturas del túmulo
funerario de Felipe II.
No obstante, la mayor parte de su obra se conserva en la Mixteca oaxaqueña participando en los retablos
de Yanhuitlán, Coixtlahuaca, Tamazulapan, Achiutla y Teposcolula. Los tres primeros se conservan,
sumando un total de 30 tablas. A partir de ahora trabajara esencialmente para los dominicos, precisamente
la muerte le llega en 1612, realizando el retablo de Oaxtepec y el mayor del convento de Oaxaca. No
obstante, como artista del renacimiento, su actividad fue mucho más compleja. Así, paralelamente tuvo
una intervención muy decidida como arquitecto (en 1597 era obrero mayor del Estado y Marquesado del
Valle de Oaxaca, en 1599 opositó sin éxito, por oposición del virrey don Gonzalo de Zúñiga y Acevedo,
a la maestría mayor de la catedral de Guadalajara, aunque sí logró, en 1601, la de la catedral de México,
al morir Diego de Aguilera, aunque sólo de una forma interina por decisión del mismo virrey. Incluso,
como diseñador de arquitecturas a él se le deben las trazas de la iglesia de San Hipólito, en la capital
virreinal). En definitiva, nos encontramos con una figura sumamente compleja (pintor, escultor,
arquitecto, policromador y estofador de imágenes, de tallas, de retablos, tasaciones, inspecciones y
peritajes, planos y dibujos arquitectónicos), aunque, lo más probable, es que esta febril actividad estuviera
respaldada por un activo taller, donde sus distintos oficiales y aprendices serían los encargados de
materializar muchas de las labores que se le atribuyen a su persona.

De su producción señalar las tres magníficas tablas conservadas en el Museo Nacional de México
(MUNAL) dedicadas a Santa Cecilia, a la Sagrada Familia con San Juanito y al Martirio de San Lorenzo.
Constituyen lo mejor del manierismo novohispano, junto a la tabla de los Cinco Señores o la Santa
Parentela (Catedral de México), de clara ascendencia rafaelesca y la Virgen del Rosario de Tlahuac. Por
último, de su amplia producción para sus retablos de la Mixteca destacaremos: en Coixtlahuaca la
Anunciación, la Adoración de los Reyes Magos y de los pastores, así como los apóstoles del banco, de
movidas actitudes. En Yanhuitlán, aparte de la Virgen del Rosario, de exquisita finura como la de Tlahuac,
aunque aquí están los donantes que son verdaderos retratos, el Juicio Final, con ecos miguelanguelescos,
y el Descendimiento de la cruz, que nos evocan el de Pedro de Campaña de la sacristía de la catedral de
Sevilla. En cambio, las de Tamazulapan, en líneas generales son de inferior calidad y en gran medida
obras de taller.

Junto a estos dos grandes maestros mencionar otros dos, todavía poco conocidos y documentados. Se trata
del toledano Francisco de Morales, quien aparece hacia 1560, en Michoacán, trabajando con Pereyns,
aunque al final lo denunciaría al Santo Oficio. Fue el autor, junto a otros artistas, del desaparecido retablo
del convento agustino de Yuririapúndaro, del que en el Museo del Virreinato se conserva una Inmaculada,
rodeada de angelitos y de torpe factura. En el caso de su paisano Alonso Franco se establece en México
al fracasar una embajada que por encargo real iba a China. Asociado en algunas ocasiones con Francisco
de Zumaya y Baltasar de Echave Orio, se vinculó laboralmente a los dominicos, en especial para la iglesia
vieja de la capital virreinal. De lo poco conservado y documentado sobresale la Última Cena, en Texcoco,
un martirio de San Sebastián y de San Pedro en la catedral de México, mientras en la iglesia nueva Santo
Domingo se le atribuye una Piedad.
LA SEGUNDA GENERACIÓN

Se trata de una serie de artistas que constituirían una segunda generación. Oriundos de España, su
producción presenta una serie de rasgos difíciles de explicar, a partir de un aprendizaje enteramente
hispano, pues aparecen algunos elementos autóctonos del ámbito mexicano. Entre ellos destacamos a
Alonso Vázquez, Baltasar de Echave Orio y Juan de Urrúe.

Alonso Vázquez, natural de Ronda, se formó en Córdoba con Pablo de Céspedes y César Arbasia, a
quienes debe su afición por los cuerpos musculosos. Con Pacheco, quien nos informa que fue un buen
bodegonista, realizó la serie de la vida de San Pedro Nolasco para el convento de la Merced de Sevilla.
Buen dibujante, colorista y amigo de los escorzos, compone sabiamente, aunque las vestiduras de sus
figuras resultan artificiosas. Llega a Nueva España a comienzos del Seiscientos en el séquito del Marqués
de Montesclaros, falleciendo pronto, por lo que su obra no sería muy extensa, si bien gozó de un enorme
prestigio por su gran preparación teórica. De entre su obra tenemos una serie de cuadros de la Virgen con
el Niño, muy elegantemente compuestos, como la Virgen de las uvas (colección particular). El Museo
Nacional de Historia de México guarda de este pintor un Martirio de San Hipólito.

Este limitado conjunto de obras se contrapone con la extensa producción conservada de Baltasar de
Echave Orio (1558-1623). Es más, el prestigio y fama que alcanzó en su época hizo que, ignorando todo
lo anterior, en algún momento, fuera tenido, por cabeza de la escuela de pintura novohispana. Nacido en
Zumaya (Guipúzcoa), hacia 1558, para 1580 ya estaba en México, por lo que ignoramos donde se formó,
aunque su bagaje y repertorio artístico es mucho más amplio que el de sus contemporáneos. Sin duda, su
formación española la completaría con Francisco Zumaya —su futuro suegro, pues casó con su hija
Isabel—. Dos de sus hijos, Baltasar y Manuel, heredarían su oficio, más no su calidad, pues la obra del
padre se distingue por su refinado manierismo italiano, dentro de una sequedad de indudable raigambre
hispánica.
Artista muy prolífico, en las décadas a caballo entre el quinientos y el seiscientos realizó las pinturas de
los retablos de la iglesia franciscana de Tlatelolco y de la Profesa —de la Compañía de Jesús—, de Ciudad
de México, amén de otros muchos encargos sueltos. Con su suegro hizo varios retablos para Puebla —
para la primera catedral y para la iglesia de San Miguel, etc—. Se le atribuyen las tablas del gran retablo
franciscano de Xochimilco, dedicadas a la vida de Cristo, así como las procedentes del retablo de
Tlamanalco.

Por fortuna el Munal guarda un buen número de pinturas. Así, procedentes de los retablos de Tlatelolco:
La Anunciación, la Visitación y la Porciúncula; del desaparecido retablo mayor de la Profesa: la Epifanía
y la excepcional Oración en el Huerto, de una enorme repercusión posterior. De esta iglesia jesuítica
vienen los retóricos martirios de San Aproniamo y San Ponciano. Por último, por su gran calidad,
citaremos: la Resurrección y la Estigmatización de San Francisco, del Museo de Guadalajara.
Juan de Arrúe es el primer pintor natural de México, aunque su progenitor era sevillano. Discípulo, tal
vez, con Pereyns, trabajó en algunos frescos del Hospital de Jesús, así como en varios retablos para los
dominicos en el Estado de Oaxaca —acabó el retablo mayor de Santo Domingo, iniciado por A. de la
Concha—. En Puebla trabajó para el cabildo catedralicio —retablos para la primera catedral—, y en
Ciudad de México —retablo mayor de la Iglesia de San Jerónimo, junto con Gaspar de Angulo—.

Finalmente, no debemos olvidar la enorme influencia que en este periodo tuvo la obra importada y sobre
todo la difusión de los grabados del pintor flamenco Martín del Vos. Nacido en Amberes, residió algún
tiempo en Italia, trabajando con Tintoretto, por lo que en su obra se hermanan las formas flamencas,
venecianas y romanistas. De sus muchos cuadros sobresalen Tobías y el arcángel San Rafael de la capilla
de Nuestra Señora de las Angustias de Granada, en la Catedral de México, el San Juan y el Apocalipsis
en el Museo Nacional del Virreinato de Tepotzotlán, así como las sorprendentes tablas dedicadas a San
Pedro, San Pablo y a la Inmaculada Concepción de la localidad de Cuauhtitlán.
LA ÚLTIMA GRAN GENERACIÓN MANIERISTA

Hasta hace poco, las décadas a caballo entre los siglos XVI y XVII —casi hasta la llegada de Sebastián
López de Arteaga, en 1640—, eran injustamente consideradas poco novedosas. Y es que este periodo se
ha estudiado superficialmente y, en consecuencia, no se ha valorado el buen hacer de una serie de artistas
que, en definitiva, fueron los que realizaron la transición del manierismo al barroco. Además, este grupo
de pintores, en parte ya autóctonos, empiezan a sentir la historia de la Nueva España como algo propio.
Es decir, ya tienen conciencia de que, cultural y espiritualmente, son algo diferentes al español de la
Península, lo que influirá en el campo del arte y en la conformación de una serie de características que
definirán la pintura barroca novohispana.

La primera figura a destacar es Luis Xuárez. Activo entre 1609 y 1639, el hecho de que en algunas
ocasiones firme sus obras como Luis Juárez de Alcaudete nos lleva a pensar que proceda de esta localidad
jiennense. Discípulo tal vez de Alonso Vázquez y de Echave Orio, su expresión artística es ya claramente
la de un pintor novohispano hasta el punto que se le considera uno de los mejores cultivadores de esa
suavidad y amabilidad tan privativa de la pintura del México Virreinal, desempeñando, además, un papel
clave en la fijación y divulgación de temas y motivos iconográficos.

Artista muy prolífico, fue origen de una significativa dinastía de pintores, que culminará, a finales del
Seiscientos y primer tercio del Setecientos, con sus bisnietos Nicolás y Juan Rodríguez Juárez. En su
producción, muy dispersa por museos e iglesias, en general, se puede advertir una gran nobleza, sinceridad
y exquisito realismo, a veces falto de fuerza y profundidad, por lo que resulta algo monótono, aunque
siempre con un gran decoro. Como obras a señalar tenemos: la Oración en el huerto —muy próxima
iconográficamente a la de Echave Orio—, los Desposorios Místicos de Santa Catalina, las tablas de San
Miguel y el Ángel de la Guarda —aquí nos deja uno de los más encantadores retratos infantiles del
momento—, o la imposición de la casulla a San Ildefonso, todos en el Munal. En el Museo de Querétaro
tenemos varios cuadros destacando por su monumentalidad y valentía la Asunción de Cristo y en la
Parroquia de Atlixco los Desposorios de la Virgen.

Baltasar de Echave Ibía, hijo de Echave Orio y padre, a su vez, de Echave Rioja, aún hoy, es bastante
desconocido, al quedar ensombrecido entre la avasalladora figura del padre y el arte grandilocuente y
dramático del hijo. Artista ecléctico por excelencia, en su arte tiene cabida tanto el trazo firme y correcto
como la pincelada desenfadada, el interés por lo pequeño y la eliminación de lo accesorio. En su escasa
obra conocida dominan los amplios paisajes y el color azul, de ahí que haya sido llamado “Echave el de
los azules”. Como trabajos significativos señalaremos: en el Munal dos versiones de la Inmaculada, una
Conversación de San Pablo y San Antonio ermitaños, los cuatro evangelistas —excepto San Mateo que
se encuentra en el Museo de Querétaro— y el magnífico retrato de una Dama, con sus magistrales
veladuras, y en el Museo de la Basílica de Guadalupe un hermoso lienzo dedicado a San Francisco de
Paula y dos láminas de tema mariano —la Anunciación y la Visitación—atribuidas hasta hace poco a
Alonso Vázquez—.

Alonso López de Herrera es uno de los artistas más sorprendentes y no sólo de este periodo sino de toda
la época virreinal, pues en él se combina tanto la fuerza y calidad de su dibujo -por lo que fue llamado “el
divino Herrera”- y la brillantez de su colorido con lo pesado y arcaico de las telas de algunos de sus
personajes. Autor de grandes cuadros tiene la virtud de recrearse en los más mínimos detalles. Oriundo de
Valladolid, llega a México, en 1608, en el séquito de su protector, el arzobispo García Guerra, cuyo
magistral retrato nos da una idea de sus grandes dotes como retratista. Artista de neta formación hispana
supo adaptarse a los gustos y modas imperantes en el virreinato, destacado también como dorador y
estofador en la capilla del Rosario de Santo Domingo de Ciudad de México. En 1625, profesó como
dominico, siendo destinado al convento de Zacatecas, donde permaneció hasta su muerte en 1642, -
entremedias debió estar casado, pues una hija suya profesó en el Convento de Regina Coeli-. Al hacerse
religioso y al residir en la lejana Zacatecas se desconectó bastante del ambiente artístico de su época, por
lo que su producción es escasa, aunque de gran calidad, sobre todo en su primera época. La Resurrección
y la Asunción (del Munal), tal vez restos del primitivo retablo de Santo Domingo, junto con la Imposición
de la casulla a San Ildefonso son obras muy elocuentes de su buen trabajo. En una colección privada de
Puebla se conserva un espléndido cuadro con San Agustín y Santo Domingo en cada una de sus caras. Se
conocen varias versiones de la Santa Faz, tema puesto de moda por la piedad postrentina, como la del
Museo Nacional del Virreinato, muy similar a la del altar del Perdón de la Catedral de México, perdida en
el incendio de 1967.

Otros artistas menos conocidos, aunque esenciales para conocer en su cabal dimensión la escuela de
pintura novohispana, son Gaspar de Angulo y Basilio de Salazar. El primero, de origen vallisoletano,
está ya en México hacia 1621 colaborando con Juan de Arrúe en el túmulo funerario de Felipe III. También
con él trabajaría en el desaparecido retablo mayor de la iglesia de San Jerónimo. La austeridad y sequedad
de la pintura castellana está presente en su San Pedro orando ante Cristo a la columna, de la parroquia de
Culhuacán, de lo mejor de su producción. El segundo gozó de gran fama, especialmente entre los
franciscanos, que le encomendaron el perdido retablo mayor de su iglesia conventual de México. Sus dotes
como retratista se ponen de manifiesto en el del arzobispo Juan Pérez de la Serna, mientras que su dominio
de la alegoría queda patente en la Exaltación franciscana de la Inmaculada Concepción, de 1637, en el
Museo de Querétaro. No queda aquí la nómina de artistas, pues, en definitiva, aún queda mucho por hacer,
atribuciones que confirmar u otros grandes conjuntos pictóricos que documentar

EL DESARROLLO DEL BARROCO EN EL SIGLO XVII


A partir del segundo tercio del siglo XVII se van a producir una serie de cambios que nos introducen
decididamente en el ámbito del barroco. Este periodo artísticamente es considerado como uno de los más
brillantes y originales de toda la época virreinal. Así, en el campo de la pintura, que sigue siendo el más
significativo, del manierismo algo artificioso se pasa a una pintura totalmente distinta, de acuerdo con las
nuevas influencias que llegan de la metrópoli en particular -el toque recio y austero de Zurbarán, la
suavidad y la gracia de Murillo y el vigor plástico y cromático de Valdés Leal-, y de Europa en general,
especialmente el arte fastuoso y rico de Rubens.

Excepto el último, cuya influencia llegaría básicamente a través de los numerosos grabados que se hicieron
de su obra, todos son sevillanos, siendo pues esta importante escuela la que habría de tener una mayor
incidencia en el arte novohispano, bien con importación de obra o por la llegada de artistas.
LA PINTURA NATURALISTA (o TENEBRISTA)

El primer movimiento estético que vamos a referir es el naturalismo o tenebrismo, aunque allí no tuvo
tanto arraigo y difusión como en España, especialmente en el ámbito sevillano, siendo su introductor y
gran cultivador la señera figura de Sebastián López de Arteaga.
Esta tendencia, de origen caravaggiesco y amiga de los fuertes contrastes de luces y sombras, del realismo
como principal recurso expresivo, así como de la construcción de sombríos y austeros ambientes que
sirvieran de fondo a vigorosas figuras casi siempre de tema religioso, pronto desembocará en el pleno
barroco, pletórico en las formas y en los colores, que tiene como grandes ejemplos a las señeras figuras
de Cristóbal de Villalpando y Juan Correa. Si todos estos artistas trabajan fundamentalmente en la capital
del virreinato, aunque los encargos le llegan desde los más alejados lugares, tampoco podemos olvidar,
aquí y ahora, la escuela poblana, que en torno a la figura del obispo Palafox y Mendoza, alcanzará un alto
grado de calidad en lo referente a dotación de obras y muebles para la catedral, siendo el turolense Mosén
Pedro García Ferrer una de sus personalidades más significativas.

Debemos comenzar por Sebastián López de Arteaga (1610-1652) hijo de un platero sevillano.
Desconocemos quien fue su maestro, aunque sí es evidente el gran impacto que tuvo en él la pintura de
Zurbarán. Su llegada a México, en el séquito del virrey Marqués de Villena, tuvo que ser hacia 1640. Ocho
años más tarde figura ejecutando las pinturas mitológicas del arco de triunfo levantado con motivo de la
llegada del nuevo virrey Conde de Salvatierra, falleciendo tempranamente y a causa de las heridas
causadas por una disputa.

Arteaga es un gran pintor, y no sólo pintó por afición, como decía al ser nombrado notario del Santo
Oficio, pues fue sólo a título honorífico, sino que esa era su verdadera profesión, con la que alcanzó fama
y encargos, aunque se haya conservado poco. Artista vacilante, lo mismo se recrea en vigorosos modelados
de fuertes contrastes y empastes lumínicos que en la serenidad y amabilidad de la pintura italianizante, de
pincelada más ligera y luminosa. Así, jamás se podría pensar que fueran de la misma mano el Cristo
crucificado de la Basílica de Guadalupe, de correcta anatomía y semblante reposado, y el que se guarda
en el Munal, de expresión dolorida, musculoso modelado y de líneas ondulantes, inmersas en una
atmósfera patética y densa.

Mayores contrates hay aún entre el cuadro de los Desposorios de la Virgen y la Incredulidad de Santo
Tomás. En el primero, la escena, aunque muy narrativa, se desenvuelve en un ambiente elegante, de
armonioso colorido y figuras idealizadas, de estirpe rafaelesca; mientras el segundo, muy claroscurista y
efectista, nos lleva directamente a Zurbarán. Aquí, el realismo es excepcional, el color adquiere su pleno
valor en función de los contrastes y las figuras poseen una gran monumentalidad. De ahí que la
propongamos como una pieza maestra del tenebrismo, tanto por el fulgor del manto que resalta el cuerpo
de Cristo desnudo, muy bien definido, radiante de energía y eje de la composición al separarse del apretado
grupo de apóstoles del entorno. Entre otras obras de interés señalaremos: una Virgen con el Niño y un
Apostolado, en el Munal, donde se aprecian sus dotes como gran dibujante y la Estigmatización de San
Francisco, del Museo de la Basílica de Guadalupe, donde sigue muy de cerca una composición de Rubens,
a través de un grabado de Lucas Vosterman, aunque dulcifica el rostro del santo, de acuerdo con los gustos
de su medio. También destacó como retratista, como el del arzobispo Monzó y Zúñiga o los 16 de
inquisidores. En cuanto a cronología, hoy se cree que sus cuadros tenebristas son los más tempranos,
atemperándose estos ideales pictóricos a fin de adaptarse a los novohispanos, más dulces y suaves, lo que
no quita calidad a su obra, sino que, en definitiva, resulta más acorde con las preferencias estéticas del
medio donde trabaja.

José Xuárez (1615-1661) es, probablemente, el mejor pintor novohispano de mediados del siglo XVII.
Hijo Luis Xuárez, se formó en el taller paterno, si bien pronto quedaría atraído por el tenebrismo de López
de Arteaga, siendo también él uno de sus principales cultivadores. Dueño de un activo taller, donde se
formarían, entre otros, Echave Rioja y Antonio Rodríguez, que al casar con su hija Antonia, posibilitaría
la continuación de la escuela familiar. Sus compactas figuras, iluminadas lateralmente, dan a su obra y a
sus volúmenes una mayor precisión, siendo en los rostros y en las manos, en la caída y textura de los paños
donde sigue más de cerca a su maestro.

El Munal guarda sus mejores obras, como la Adoración de los Reyes, donde a la nobleza de María y el
Niño hay que sumar el exquisito tratamiento de los reyes, en especial la humildad del que está arrodillado,
que contrasta con el tono solemne del que aparece de pie mirando al espectador. La Aparición de la Virgen
a San Francisco sobresale por su virtuoso manejo de luces y sombras, que imprimen una eficaz volumetría
a las figuras. Excepcional es su gran cuadro dedicado a los Santos Mártires Justo y Pastor, realizado entre
1653-55. Concebido como una típica apoteosis sevillana -los ecos de Róelas, Francisco Herrera el Viejo
y Zurbarán son evidentes-, las figuras de los niños, sueltas, naturales y encantadoras son de lo más logrado
que produjo la escuela novohispana, pudiéndose decir lo mismo de los cuatro ángeles que los coronan y
adoran el Cordero Místico. También se le atribuye el gran lienzo dedicado al martirio de San Lorenzo. En
la Profesa tenemos el hermoso cuadro dedicado al Calvario, inspirado en un grabado flamenco y con un
fuerte acento rubensiano, al igual que también lo están los dedicados a la Pasión de Cristo de la Capilla de
las Reliquias de la Catedral de México. También fue un solicitado retratista, aunque se conocen pocos,
destacando el del Arzobispo Barrientos y el del Conde de Baños, su protector.

Pedro Ramírez, aunque sus contrastes lumínicos no sean tan intensos se puede adscribir a esta tendencia.
Figura aún muy desconocida, pues ignoramos su lugar de nacimiento, la fecha, quién fue su maestro o
cuándo falleció Su producción ofrece grandes contrastes, pues sin perder la austeridad y el realismo
hispano, se dejó seducir por los modos flamencos y por los gustos de la clientela novohispana. Entre sus
obras sobresale, la Liberación de San Pedro, en el Museo Nacional del Virreinato, y el muy original Jesús
asistido por los ángeles de la Parroquia de San Miguel. En el primero, las luces y las sombras están tan
bien resueltas que, en algún momento, se tuvo por obra de Zurbarán, sobresaliendo la vitalidad plástica de
San Pedro frente a la delicadeza y gracia del ángel, de belleza casi femenina. El segundo cuadro, el único
de este tema conocido en el mundo novohispano, nos muestra su habilidad para distribuir las figuras, con
las más variadas actitudes, junto al paisaje del fondo de una gran luminosidad. Suyas son las pinturas del
retablo de la Soledad de la Catedral de México, destacando la Oración en el huerto y la Flagelación.

En la Catedral de la vecina Guatemala se han documentado varios cuadros suyos. Se trata de una serie de
pinturas dedicadas a la Vida de la Virgen y dos grandes lienzos, de magnífica factura, fechados en 1673
con el Triunfo de la Iglesia y el de la Eucaristía, inspirados en los grabados que Bolswert divulgó de los
cartones de Rubens para los tapices de las Descalzas Reales de Madrid. Finalmente, también cultivó el
retrato como el del obispo Bohórquez. Baltasar de Echave Rioja, es el último gran tenebrista, aunque
derivó hacia un barroco más teatral y efectista, de ahí que sea tenido como uno de los responsables del
paso del tenebrismo zurbaranesco al barroquismo pleno, a lo Valdés Leal, cuyo mejor representante en
México será Cristóbal de Villalpando. Discípulo de José Juárez e hijo y nieto de pintores, nació en la
capital mexicana en 1632 y murió en 1682, cerrando dignamente la dinastía que comenzó su abuelo
Echave Orio. Su obra conocida es más bien escasa, mas suficiente para valorar el vigor y empaque de su
pintura, aunque su dibujo es débil y sus figuras inconsistentes.
En el Munal se guarda su Entierro de Cristo, de teatral iluminación, y el Martirio de San Pedro de Arbués,
encargo del Santo Oficio. En el retablo de San Pedro de la Catedral Primada de México tenemos cinco
lienzos dedicados a Santa Teresa. Sin embargo, sus obras más famosas y conocidas son los tres grandes
lienzos de la sacristía de la Catedral de Puebla, de correcto dibujo y contrastado colorido. Dedicados a los
triunfos de la Eucaristía y de la Iglesia, siguiendo, una vez más, los cartones de Rubens para las Descalzas
Reales de Madrid.
EL PLENO BARROCO. LOS PINTORES DE FINES DEL XVII

La moda claroscurista, de tono austero, sombrío y realista, empieza a perder fuerza a partir del último
tercio del siglo XVII, ya en el pleno barroco, retornándose a la manera luminosa, idealista y directa, tan
tradicional en el mundo pictórico novohispano. Fue un tránsito progresivo, en el que tuvieron mucho que
ver los nuevos aires que, provenientes de la Península, se comenzaban a sentir, a saber, el estilo agradable
y emotivo de Murillo y el arte sublime, rico y complejo de Valdés Leal, incluso se da el hecho de artistas
que cultivan con el mismo acierto las dos tendencias

Esta singular etapa, una de las más gloriosas de la pintura novohispana, está básicamente representada por
dos artistas de compleja personalidad, fecundo pincel y desbordante imaginación: Cristóbal de
Villalpando y Juan Correa. Junto a ellos, no olvidemos a otros, menos conocidos y valorados, que
contribuyeron al enriquecimiento del movimiento pictórico barroco, creando un mundo de vibrantes
formas y colorido en consonancia con el esplendor y exuberancia de la escultura y de la arquitectura de la
época, aunque a veces, lo que ganan en efectismo y decorativismo lo pierden en consistencia.

Uno de estos últimos artistas citados, a quien la historiografía contemporánea le ha prestado poca atención,
es Antonio Rodríguez. Apodado en su época “el Tiziano de este nuevo mundo”, lo que nos da una idea
de su fama. Fue además un activo defensor del gremio de pintores, hasta el punto de que, junto a José
Rodríguez Carnero, en 1681, pidió, aunque sin éxito, a las autoridades la redacción de unas nuevas
ordenanzas, pues las de 1557 ya estaban desfasadas.

Discípulo y yerno del pintor José Xuárez, del matrimonio con su hija Antonia nacerían los pintores Nicolás
y Juan Rodríguez Xuárez. Como su suegro, construye muy bien sus figuras, recreándose en los detalles
más insignificantes. Obra destacada es el gran cuadro las Ánimas del Purgatorio de la sacristía del
Convento de Churubusco. En el Munal se guardan tres cuadros —Santo Tomás de Villanueva, Santo
Tomás de Aquino y San Agustín—, de correcta factura y agradable colorido y finalmente, en el Museo de
Querétaro, existen unos cuadros de santos, tal vez resto de una serie dedicada a fundadores de órdenes
religiosas.

José Rodríguez Carnero, nacido en México e hijo también de pintor —Nicolás Rodríguez Carnero—,
su actividad rebasó con creces el Setecientos. Pintor de dibujo seco y modelado fuerte, una de sus obras
más alabadas en su época fue el arco de triunfo que, junto con Antonio de Alvarado, levantó con motivo
de la llegada del virrey Conde de Paredes, representando a los Reyes Aztecas. En su madurez se trasladó
a Puebla de los Ángeles, que lo considera como uno de sus mejores pintores, destacando de entre su
producción: el Triunfo de la Compañía de Jesús, en la sacristía de la iglesia de los jesuitas, inspirado en el
Triunfo de la Iglesia de Rubens, así como las series para los conventos de San Juan de Dios y Santo
Domingo. Aquí, en la capilla de la Virgen del Rosario, está lo mejor de su producción. Son una serie de
telas, de 1690, dedicadas a la Vida de la Virgen, donde cultiva las dos modalidades estilísticas del
momento: el tenebrismo en los de la nave, dedicados a narrar la vida terrenal de María, frente a las pinturas
luminosas del crucero y ábside, ocupadas de su glorificación celestial. Finalmente, en el Museo Virreinal
hay un Santo Niño de la Guardia —tema muy solicitado en su época— muy similar al del Convento de
San Agustín de Puebla.

Son muchos más los artistas, aún poco estudiados, activos en este momento, alcanzando algunos gran
fama y prestigio. Tal sería el caso de aquellos siete pintores que fueron llamados, en 1666, a dictaminar
sobre el original de la Virgen de Guadalupe, a saber: Nicolás de Angulo, Tomás Conrado, Nicolás de
Fuenlabrada, Sebastián López Ávalos, Juan Salguero, Juan Sánchez Salmerón y Antonio Alonso de
Zárate. A ellos pueden sumarse Cristóbal de Villalpando y Juan Correa.

Cristóbal de Villalpando, por su fecundo y grandilocuente pincel, es la figura central de la pintura barroca
novohispana. Nacido en la Ciudad de México en fecha aún desconocida, aquí vivió y murió en 1714.
Casado con María de Mendoza, hija del pintor poblano Diego de Mendoza, probablemente su maestro
junto con Echave Rioja, de entre sus hijos, el bachiller Diego Villalpando también sería pintor.

Principal seguidor del arte deslumbrante y desenvuelto de Valdés Leal, su primera obra documentada es
el retablo de Huaquechula, 1675, en el Estado de Puebla. A partir de aquí, y durante cuarenta años de
trabajo, produjo una de las obras más numerosas y llenas de vitalidad de toda la pintura novohispana. Si
bien, como afirmara Francisco de la Maza, uno de sus primeros estudiosos: “pasa de las alturas del genio
a las bajezas del burdo artesano, asemejándose también mucho a Valdés Leal”. Mas, a pesar de ello, es el
pintor más importante del barroco novohispano y en un momento también del mundo hispano, una vez
que han muerto los grandes maestros —Ribera, Zurbarán, Cano, Velázquez, Murillo, Coello, etc.—
Maneja el pincel con gran maestría, regalándonos un legado pictórico exuberante en el color y en las
formas, aunque evidentemente tan amplia y extensa producción no se puede entender sin la ayuda de un
activo y prolífico taller con numerosos aprendices y oficiales.

Estudiar su obra nos llevaría a recorrer el País entero -iglesias, catedrales, conventos, museos y colecciones
particulares-, pero para tener un aproximado conocimiento de su buen hacer tal vez baste con acercarnos
a la sacristía de la Catedral Metropolitana de México, donde tenemos algunas de sus composiciones más
grandiosas. Fechadas, en la octava década del siglo XVII, son de inspiración rubensiana y muy similares
a las realizadas por Pedro Ramírez y Echave Rioja, en Guatemala y Puebla de los Ángeles,
respectivamente. Son cuatro grandes lienzos: la Iglesia Militante y la Triunfante, el Triunfo de la Religión,
la Aparición de San Miguel y la Mujer Apocalíptica, donde tenemos la más bella, heroica e impetuosa
imagen que, en toda la Nueva España, se pintara del Arcángel San Miguel y el triunfo de San Miguel.
Trabajó en numerosas ocasiones para la Compañía de Jesús, tanto para la Profesa, donde realizó una serie
dedicada a la Pasión de Cristo, como para el noviciado de Tepotzotlán, ahora centrado en la Vida de San
Ignacio. Igualmente lo hizo para los dominicos y franciscanos. Otra obra excepcional, que nos permite
valorar su hábil manejo de los contrastes lumínicos, honda religiosidad y correcto dibujo, serían los
cuadros de la sacristía de la iglesia del Exconvento del Carmen de San Ángel, en la Ciudad de México y
sobre todo la gran cúpula de la Capilla de los Reyes de la Catedral de Puebla, dedicada a la glorificación
de la Virgen María, donde la luminosidad alcanza a su plenitud y apoteosis. El retrato del arzobispo
Aguilar y Seijas es un ejemplo de sus dotes para este género, y en su Vista de la Plaza Mayor de la Ciudad
de México, nos deja una pormenorizada crónica de la vida cotidiana a finales del siglo XVII.

Finalmente, y prueba de la enorme estima y respeto que se le tuvo en su ámbito socioprofesional, señalar
que desde 1686 ocupó ininterrumpidamente el alto puesto de veedor y alcalde del gremio de pintores.

Juan Correa, miembro de una extensa familia de pintores, es uno de los primeros artistas mulatos
conocidos —el padre era médico y su madre una morena libre—. Desconocemos su fecha de nacimiento,
aunque debió ser hacia 1647, falleciendo en 1716. Su pintura ofrece bastantes semejanzas con Villalpando,
por la facilidad y soltura en el manejo del pincel, en la firmeza de algunos toques y en su rico colorido,
aunque a veces, debido tal vez a la necesidad de cumplir con sus muchos encargos, su calidad presenta
altibajos.

Creador de un amplio taller con una producción muy extensa, también pintó grandes lienzos para la
Catedral de México, entre 1689 y 1691. Destacamos la Asunción y Coronación de la Virgen y la entrada
de Jesús en Jerusalén en la sacristía, en el coro el Apocalipsis, perdida en el incendio de 1967 y, algo más
tardías, las pinturas de los retablos laterales de la Capilla de los Ángeles.

No obstante, como trabajo totalmente innovador, donde, además, nos muestra su interés por temas
totalmente nuevos, es el biombo dedicado a las artes liberales, por un lado, y por el otro a los cuatro
elementos de la naturaleza -Museo Franz Mayer de Ciudad de México- o el que lleva por título el
Encuentro de Cortés y Moctezuma y alegoría de los cuatro continentes -Fomento Cultural Banamex-,
donde aflora su vena naturalista y paisajística en idílicas vistas. Este interés por el paisaje está también
presente en los numerosos jardines y aves que aparecen insistentemente en sus composiciones, como el
sueño de San José del Museo de Churubusco, en la Magdalena penitente del Munal o en la tabla con la
Expulsión del Paraíso del Museo Nacional del Virreinato.

LA ESCUELA POBLANA

Desde su fundación, Puebla de los Ángeles, la segunda ciudad en importancia del virreinato, fue un centro
artístico de gran importancia, digno de competir con la capital. Mas es ahora, en la segunda mitad del siglo
XVII, cuando una serie de destacados artistas hacen que sobresalga una pujante escuela de pintura.

Necesariamente, hay que comenzar por el polifacético Pedro García Ferrer. Natural de Alcorisa, en
Teruel, llega con el obispo don Juan Palafox y Mendoza, colaborando decididamente en las obras de la
catedral. A él se le debe la gran cúpula del crucero, así como su participación en el retablo de la Capilla
de los Reyes. Dedicado a exaltar a monarcas que han alcanzado la santidad, a través de esculturas, obra
de Lucas Méndez, y a la Vida de Cristo y María mediante las pinturas de García Ferrer. En total son seis
lienzos, sobresaliendo el cuadro central, de grandes proporciones, consagrado a la Inmaculada
Concepción, sobre él la Coronación de María y otros menores, como la Adoración de los Pastores y de los
Reyes Magos, todos de tono austero y tenebrista, muy en la línea de Ribalta.
Junto a él está el flamenco Diego de Borgraf, quien también llegó a Puebla en el sequito del obispo
Palafox. De seco dibujo y correcto en las formas, sus paisajes, como buen flamenco, son realmente
excepcionales y sirva como ejemplo el que envuelve a su San Apeles, en el Museo Universitario de Puebla.
Juan Tinoco, considerado español durante mucho tiempo por su fuerte acento zurbaranesco, hoy se sabe
que fue poblano de nacimiento. Buen dibujante y muy hábil en el manejo del color, en el Museo
Universitario de Puebla se guarda un Apostolado, realizado a partir de los grabados de Lucas de Leyden.
Aunque, su San Jerónimo, del Museo de Churubusco, está más próximo a Ribera.

Finalmente, otros nombres insignes serían el prolífico lego franciscano Fray Diego de Becerra, autor de
una Vida de San Agustín —hoy en manos particulares— y muy cercana estilísticamente a José Xuárez, y
Antonio Santander. El dibujo de éste es duro y meticuloso, aunque su paleta es muy rica, como se aprecia
en su San Miguel del Museo Nacional del Virreinato. Precisamente él y Nicolás Correa —primo hermano
de Juan Correa— son de los principales cultivadores de la pintura de enconchados.

EL SIGLO XVIII: ENTRE EL BARROCO Y EL ROCOCÓ

Al igual que en la Península, el segundo y tercer cuarto del Setecientos es una época de auténtica
fecundidad artística, en gran medida fruto de la gran prosperidad económica que disfruta la sociedad
novohispana, cuya labor de mecenazgo se incrementará, en especial el religioso o favoreciendo el cultivo
de algún género muy concreto, como puede ser el retrato o la llamada pintura de castas. Al mismo tiempo
toman carta de naturaleza una serie de rasgos propios, que ya apuntaban en el siglo anterior, y que le darán
a las artes en general un aire muy personal. En el caso de la pintura, aparte de un mayor dinamismo en el
desarrollo de las composiciones, la gama cromática se amplia, aparecen o se potencian nuevos temas.
En primer lugar, señalar que pronto se percibe en los lienzos una sensibilidad refinada y exquisita, muy
distinta a la del siglo anterior, con un predominio, a la vez, de las formas suntuosas y opulentas, llenas de
movimiento y colorido a la manera rubensiana. Es pues, una nueva manera de expresarse, tanto en lo
pictórico como en lo decorativo, de acuerdo con las nuevas condiciones sociales del virreinato, que
parecen traslucir esa sensación de optimismo social, causante, en última instancia, de que se multipliquen
los encargos por parte de la cada vez más próspera y amplia capa burguesa, poseedora de un alto nivel
económico.

No obstante, siguen vigentes una serie de aspectos tradicionales, ahora ya bastante negativos, a los que no
escapan ni los grandes maestros. Por ejemplo, la monotonía temática, con un claro predominio de lo
religioso, aunque asuntos poco cultivados hasta aquí, a partir de ahora adquieren un gran incremento. Tal
sucede con la pintura de género con los cuadros de castas, —para mostrar la gran variedad étnica del
territorio novohispano, fruto del cruce de blanco, negro e indio—, el bodegón —como expositores de la
riqueza natural del territorio— y sobre todo el retrato, destacando como algo casi peculiar el de las monjas
coronadas. Esa monotonía temática tipo religioso es también de color, pues la gama cromática sigue siendo
bastante limitada, existiendo un abuso del rojo, el azul, el blanco y el negro.

Un hecho importante será, a mediados de siglo, el intento de crear una Academia de Pintores, origen
de la actual Academia de San Carlos -aunque hubo una tentativa anterior por parte de Nicolás Rodríguez
Xuárez-. Será, hacia 1753, cuando José de Ibarra aglutinará un grupo de pintores -Miguel Cabrera, Juan
Patricio Morlete, Francisco Antonio Vallejo, José de Alzíbar, José de Ibarra, etc.- y un arquitecto para
establecer una compañía de pintores, aunque ya se venían reuniendo con el “noble deseo de mejor
instruirse en su arte”. Al año siguiente dan carácter legal a esta Academia, siendo su director José de Ibarra
“artífice decano en el nobilísimo arte de la pintura”. Mas, en el fondo, también les movía la defensa de sus
intereses ante la competencia de otros pintores, que ejercían sin estar examinados. Dieron cuenta a la
Academia de San Fernando, pidiendo ser reconocidos, pero hicieron las negociaciones -y aquí estuvo su
error- no a través del virrey, sino directamente a la Corte. Tal vez esta sea la razón de que el intento no
fructificara hasta 1783, naciendo ahora la Academia de San Carlos.

El estudio de los grandes protagonistas de la pintura debe comenzar por una serie de artistas que trabajan
a caballo entre los siglos XVII y XVIII. Tal sucede con los hermanos Nicolás y Juan Rodríguez Xuárez,
algo posteriores a los maestros Villalpando y Correa, ejemplifican como muy pocos el paso del pleno al
barroco final.

Descendientes del matrimonio formado por Antonio Rodríguez y Antonia Xuárez, por lo tanto, nietos de
José Xuárez y bisnietos de Luis Juárez, se formaron en el taller paterno, al que pronto superaron con
creces. Nicolás (1667-1734), quien se hizo sacerdote en 1728 después de enviudar, ha sido menos
estudiado, si bien con anterioridad a ese último año su labor es muy importante en número de obras y en
calidad, más a partir de su entrada en el estamento eclesiástico hay un gran declive, debido, sin duda, a
que ya no lo hacía por necesidad, ni tenía taller ni tienda abierta al público. Obra temprana, de 1695, es el
cuadro dedicado al Triunfo de la Iglesia, para el Carmen de Celaya, donde sigue grabados flamencos,
especialmente rubensianos, dentro de cierta influencia tenebrista. En la gran serie dedicada a la Vida de
la Virgen de la sacristía de la Soledad de Puebla el tenebrismo ha desaparecido totalmente, manejando
con gran soltura los tonos claros y luminosos. De esta primera época citaremos las del soberbio retablo de
Meztitlán (Hidalgo), ensamblado por Tomás Xuárez, recién restaurado, con un buen dibujo, correctas
anatomías y sólidas figuras. Las pinturas de su segunda etapa son más descuidadas y débiles, tal sucede a
su monumental San Cristóbal de la escalera del Convento de Guadalupe en Zacatecas.

La trayectoria artística de su hermano menor Juan Rodríguez Xuárez (1675-1728) es mucho más atractiva,
pues si empezó siendo buena, cada vez se fue mejorando, hasta el punto que, una vez desaparecidos
Villalpando y Correa y su hermano Nicolás ordenado de presbítero, sería el mejor pintor de su momento.
Y buena prueba de ello es que, en 1719, recibió el encargo de pintar los dos grandes lienzos -la Adoración
de los Reyes y la Asunción- para el retablo que Jerónimo Balbás levantaba en la capilla de los Reyes de
la Catedral de México. De gran interés son sus cuatro grandes lienzos de la Vida de Jesús que, en 1720,
pintó para la Profesa, pues en ellos se señala el nuevo rumbo que habría de seguir la pintura novohispana
durante casi toda la centuria. Aquí las escenas, envueltas por resplandores de suave luz y dulce colorido,
se nos ofrecen con gran emotividad, ternura y delicadeza. Por lo que ha sido considerado el introductor de
ese estilo amable, devoto, superficial de ascendencia murillesca, e incluso, algunos lo tuvieron como
iniciador de la decadencia pictórica en el México virreinal, como injustamente, en algún momento del
siglo pasado, fue valorada la pintura del siglo XVIII. Cuando, en realidad, su obra es el puente entre la
exuberante fuerza y energía de los pinceles de finales del siglo XVII -Villalpando y Correa-, y el arte
sosegado, agradable y ligero que habrían de practicar los artistas del segundo tercio del siglo XVIII.

Tampoco debemos olvidar su faceta como gran retratista, sobresaliendo su innovador autorretrato, donde
nos dejó a un mestizo de pelo largo y lacio, en escorzo y de tres cuartos, que mira desafiante al espectador,
el del arzobispo Lanciego y Eguiluz y especialmente el del virrey Duque de Linares, revestido de toda su
pompa y boato de cara a la galería. Finalmente, junto con Cabrera e Ibarra, será un gran cultivador del
tema de las castas, dejándonos series -generalmente 16 lienzos- de una gran calidad.

Entre otros muchos artistas que colaboraron activamente en este cambio estético tenemos a Antonio de
Torres (1666-1731), primo de los dos anteriores, es también figura sobresaliente, y prueba de ello es que
participó en el reconocimiento que se le hizo, en 1714, a la Virgen de Guadalupe. Dueño de un activo
taller, realizó grandes series claustrales de vidas de santos fundadores, especialmente para carmelitas y
franciscanos. Como la de San Francisco para San Luis de Potosí o la de la Vida de la Virgen del antiguo
Colegio de Guadalupe en Zacatecas. Precisamente aquí, en la sacristía se conserva su San Francisco de
Asís ante el ángel, que le ofrece la redoma, buen ejemplo de su maestría en el manejo del dibujo y del
color, aunque generalmente sus series más auténticamente originales están pensadas y hechas para
satisfacer la piedad de los comitentes.
En la Parroquia del antiguo pueblo de Tacuba se guarda un Apostolado de vigorosas figuras, obra del aún
desconocido jesuita Padre Manuel. Igual de desconocido es aún Juan Francisco de Aguilera, formado con
los hermanos Rodríguez Xuárez, quien, en 1720, firma el magnífico cuadro El Patrocinio de la Inmaculada
sobre la Compañía de Jesús —hoy en el Munal—, de un fuerte acento idealista de corte murillesco.
Precisamente en el Museo de Guadalajara hay una serie suya dedicada a la Vida de San Francisco, que
durante mucho tiempo se tuvo por obra de Murillo.

Otro fraile-pintor fue el agustino Fray Miguel de Herrera, autor de una extensa producción de tema
religioso, aunque también cultivó con fortuna el retrato, como el de Sor Juana Inés de la Cruz, inspirado
en el de Juan de Miranda, el de la joven María Josefa Aldaco y Fagoaga y el del obispo Palafox y Mendoza.

Por último, Francisco Martínez, menos original como pintor, aunque muy activo y polifacético, fue
también ensamblador y dorador —el doró los retablos balbasianos del Perdón y de los Reyes de la Catedral
de México—. Fue además un solicitado retratista, sobresaliendo los de monjas coronadas por la
minuciosidad con que trata todo el aparato que envuelve a la religiosa.

Con él llegamos a la que con toda justicia denominados la Gran Generación. Se trata de una serie de
artistas, cuya actividad llena, y con fortuna, los dos primeros tercios del siglo XVIII novohispano.
La primera gran figura es José de Ibarra (1685-1756), pintor de grandes recursos, oriundo de
Guadalajara, debió pasar muy joven a México, siendo sus maestros Juan Correa y Juan Rodríguez Xuárez,
sucesivamente. De una vida personal muy compleja y azarosa -por sus tres casamientos y su numerosa
descendencia- también él, en 1751, junto con otros artistas, efectuó un segundo reconocimiento a la Virgen
de Guadalupe, siendo su parecer sobre la Virgen de una gran candidez. Incluso al mismo añadió un texto
dedicado a los pintores del pasado, que, andado el tiempo, sería aprovechado y publicado, en 1756, por
Miguel Cabrera en su obra: Maravilla americana y conjunto de raras maravilla observadas con la
dirección de las Reglas del Arte de la Pintura en la prodigiosa imagen de Ntra. Sra. de Guadalupe de
México. Fue también pieza clave de aquella asociación de artistas, génesis y origen de la futura Academia
de San Carlos.
Por lo que atañe a su obra, pese a que documentalmente sabemos que fue muy extensa, en realidad se ha
conservado bastante poco y además muy dispar. Tal sucede con sus cuatro grandes tablas sobre el tema
de las Mujeres del Evangelio, de pobre dibujo, monótono colorido y personajes aún amanerados. Mejores
son la serie de ocho láminas de cobre, también en el Munal, sobre la Vida de la Virgen, siendo la dedicada
a la Virgen del Apocalipsis de una gran popularidad -las restantes son el Nacimiento de la Virgen,
Pentecostés y la Asunción-. Para 1732 había finalizado sus cuatro grandes lienzos de los laterales del coro
de la Catedral de Puebla -La Asunción, la Coronación del Niño Jesús, La Adoración del Santísimo
Sacramento y El Patrocinio de la Virgen sobre la Ciudad de Puebla, donde aparece San Miguel y San José-
, sin duda de lo mejor de su obra, donde, dentro del gran barroquismo, consigue un equilibrio, difícil de
encontrar en otros trabajos salidos de su mano o de su taller.

Es ahora, cuando el culto a San José, como protector, alcanza un gran desarrollo. En varias ocasiones
Ibarra afrontó su vida y beneficioso patrocinio, siendo buenos ejemplos los lienzos que, hacia 1738, pintó
para su capilla de la iglesia jesuítica de Tepotzotlán. En esta misma línea está el cuadro con los donantes
de la escalera del Excolegio de Guadalupe en Zacatecas.
También, a mediados del siglo XVIII se difunde la Inmaculada Apocalíptica, siendo él uno de sus mejores
definidores a partir del desaparecido modelo rubensiano de la antigua pinacoteca de Munich. Muy
significativa en su momento tuvo que ser su Virgen Apocalíptica del Munal, modelo para otros muchos
artistas posteriores como Cabrera, José Páez, Francisco Antonio Vallejo o Diego de Cuentas.

Finalmente, sus grandes dotes como retratista fueron muy valorados por la alta sociedad de su momento,
que pidieron posar para él, sobresaliendo el de don Pedro de Villavicencio, Duque de la Conquista o el
del Virrey Conde de Fuenclara, Pedro Cebrián Agustín. Incluso, en esta parcela hay que destacar sus
retratos de donantes, que aparecen en algunas de sus obras de tema religioso.

Miguel Cabrera (¿1695?-1769), es, sin duda la figura más compleja y polifacética de todo el Setecientos.
Pintor, diseñador de retablos, túmulos funerarios, etc, y dueño, en definitiva, de un gran taller,
desconocemos, con total precisión, tanto su lugar como su fecha de nacimiento. Tradicionalmente se viene
afirmando que debió ser en Oaxaca y hacia 1695, acaso de padres indígenas que le abandonaron al nacer.
Según el cronista Luis González Obregón, hacia 1719, con 24 años, se avecindó en México, donde casó y
fue padre de una amplia descendencia. Su agradable carácter y dotes artísticas le posibilitaron mantener
excelentes relaciones tanto con la Iglesia —el arzobispo Miguel Rubio Salinas, su protector, lo nombró su
pintor particular y la Compañía de Jesús lo tuvo por su casi único pintor—, con el gobierno virreinal, así
como la nobleza y enriquecida burguesía novohispana, que le hicieron grandes encargos, bien de tipo
religioso, retratos, bodegones, series de castas, etc.

Prueba de su valía y reconocimiento social es que, también él, junto a otros pintores, examinó el cuadro
de la Virgen de Guadalupe. Causa y origen de su trabajo ya citado la Maravilla Americana... Hombre de
una gran cultura, pues, aparte de conocer el latín, poseía una basta biblioteca, donde junto a libros
religiosos los había de Historia e incluso de arte como Los cuatro libros de la simetría... de Alberto Durero
o el Museo Pictórico de Antonio A. Palomino. Asimismo, tuvo parte muy activa en la fundación de la
frustrada academia de pintores, germen de la actual Academia de San Carlos.

Analizar su obra, resulta bastante complejo, pues no resulta fácil deslindar lo que es suyo personal, de la
obra de taller que, aunque controló personalmente, palidece en muchos casos. Es más, tradicionalmente
se le han adjudicado algunos cuadros, que ya está comprobado que tienen otra paternidad. Organizaremos
para su estudio la obra por temáticas.
Sin duda la más sobresaliente es la pintura religiosa, donde también incluimos los lienzos de vanitas -
representación de objetos con fines moralizantes-. Es el capítulo más numeroso, incluso comparativamente
con todos sus coetáneos. La pintura religiosa del Setecientos gracias a él está muy dignamente
representada, aunque debemos puntualizar que Miguel Cabrera, que tenía todas las cualidades necesarias
para ser un gran pintor, en muchas ocasiones, no llegó a serlo, pues su afán virtuosista chocaba con la
urgencia y rapidez en cumplir los compromisos contraídos. Este dilema será el que, en definitiva, le obligó
a crear un gran taller, donde trabajaban algunos de sus compañeros de oficio, aparte de muchos discípulos
y aprendices. En líneas generales, en sus telas hay un excesivo número de figuras, sobre todo angelitos de
fisonomías anodinas y sin un estudio de las estructuras anatómicas, lo que también se advierte en algunos
santos y vírgenes. Este mismo condicionante -la existencia de complejos contratos a cumplir en poco
tiempo- hace que en muchos cuadros su dibujo tenga una pobre factura y que el estudio del cuerpo humano
esté bastante descuidado.

Sus figuras, en especial aquellas que forman grupo, son de una belleza cándida y se repiten los modelos
con frecuencia, por lo que pueden venir de un mismo repertorio. En cuanto al color se destaca por su tono
cerúleo -azul del cielo despejado de alta mar o de los grandes lagos-, como fondo, aunque empleo una
interesante gama de colores, predominan el rojo, el azul, el blanco y el negro, con sus diversas tonalidades.

No es en sus grandes series donde está lo mejor de su obra, más de todas las que hizo para las órdenes
religiosas sobresalen las que pintó para los jesuitas de Tepotzotlán y Querétaro o para los dominicos de la
Ciudad de México, dedicadas a la vida de San Ignacio y Santo Domingo, respectivamente. Gran interés
tiene la que comienza, a partir de 1755, para la Iglesia y la sacristía de Taxco. Dedicada,
fundamentalmente, a la Vida de la Virgen, aparte de otros lienzos como San Miguel, protector de las
almas, y los martirios de Santa Prisca y San Sebastián, titulares de la Parroquia, lo acreditan como un gran
pintor de temas marianos, aunque a veces sigue muy de cerca estampas rubensianas. Sus dos grandes
lienzos de la escalera del Excolegio de Guadalupe de Zacatecas: la Virgen del Apocalipsis -donde para
San Miguel sigue muy de cerca el de Villalpando de la sacristía de la Catedral de México- y el Patrocinio
de la Virgen de Guadalupe sobre los franciscanos, nos dan una idea de cómo cambiaba las figuras en
función de los encargos. Precisamente, aquí, en Guadalupe-Zacatecas tenemos una de sus mejores series
dedicada a la Vida de la Virgen, en pequeños cuadros ovalados.

Autor también de una extensa obra suelta, sobresale por su delicadeza la Virgen del Apocalipsis -en el
Munal-, de inspiración rubensiana, o Nuestra Señora de los Siete Gozos, de 1756, donde combina
sabiamente los colores en la composición y el dinamismo de las figuras, así como su magnífica serie de
santos -San Anselmo o San Bernabé-, que son considerados como retratos a lo divino, y el entierro de
Cristo, 1761, del Museo Regional de Querétaro.

En el campo del retrato no tuvo rival, pues no se reduce sólo a aplicar las recetas tradicionales, sino que
nos proyecta sus individualidades. Buen ejemplo de ello son el que realiza a Sor Juana Inés de la Cruz, en
el Museo Nacional de Historia, -inspirado en el que, en 1713, le realizara Juan de Miranda, a su vez basado
en otro coetáneo a la muerte de la religiosa, en 1695-, o el de Sor Francisca Ana de Neve en la sacristía de
Santa Rosa de Querétaro, donde hace un canto a la belleza femenina, a sus dotes intelectuales y a su rica
vida interior. Dentro del campo civil sobresale el de don Francisco de Güemes y Orcasitas, de 1755, donde
si por un lado nos muestra el carácter enérgico del gobernante, por el otro se recrea en el tratamiento de
las ricas vestiduras que engalanan y enaltecen su figura. En diversas ocasiones pintó a su protector el
arzobispo Manuel Rubio y Salinas, mientras que la elegancia y la riqueza que caracterizó a la sociedad
criolla novohispana del Setecientos queda muy bien reflejada en el que hizo a Dª María de la Luz Padilla
Cervantes -en el Museo de Brooklyn-, que puede competir con lo mejor de la Europa de su momento por
el mimo y entrega con que trata los brocados, las alhajas y sobre todo su rostro, sin falsear nada su imagen.

Dentro de la pintura que podemos denominar como costumbrista, sobresalen sus series de castas,
dedicadas a dar a conocer la gran variedad étnica de la sociedad novohispana, con destino
fundamentalmente a la metrópoli, donde el tema era totalmente desconocido. Su serie del Museo de
América de Madrid es un singular muestrario de los ricos y variados vestuarios, así como de las jugosas
frutas del país, por lo que constituyen a veces verdaderos bodegones.

No queda aquí totalmente reflejada la fecunda trayectoria profesional de Cabrera, sino que abarcó otros
campos. Así por ejemplo sabemos que diseñó los soberbios retablos de la cabecera de la iglesia jesuítica
de Tepotzotlán, que serían materializados por el ensamblador Higinio Chávez, así como algunos túmulos
funerarios como el de las honras fúnebres de su protector, el mencionado arzobispo Rubio y Salinas.

Para completar el panorama pictórico del Setecientos, debemos incluir aquí una sería de pintores coetáneos
de Cabrera, -algunos, incluso, trabajaron para él-, que fueron destacados miembros de la Academia de San
Carlos. Del primero, Juan Patricio Morlete Ruiz (1713-1772), discípulo tal vez de José de Ibarra, se
conservan numerosos dibujos. En su pintura religiosa, imbuida de ese espíritu delicado y refinado propio
del siglo XVIII, sobresalen su San Luis Gonzaga, en el Munal, o su Inmaculada Apocalíptica defendiendo
la fe, del Museo Virreinal, donde aparecen ciertas notas tremendistas. También cultivó con notable acierto
el retrato, como el del Marqués de Croix, don Agustín de Ahumada Villalón. Mas lo realmente novedoso
son sus vistas de puertos franceses, hechas a partir de grabados de las pinturas originales de C. J. Venert,
conservadas en la Valetta, Malta, donde también se guardan dos interesantes vistas de las plazas del Zócalo
y del Volador de la Ciudad de México.

Francisco Antonio Vallejo (1722-1785) hijo de una pintora, gozó de gran fama y prestigio en su época.
Fue uno de los que, en 1756, analizó la Virgen de Guadalupe, llegando, incluso, a ser teniente de pintura
de la Academia de San Carlos. Autor de grandes series, como la dedicada a San Elías y Santa Teresa, en
la Iglesia del Carmen de San Luis de Potosí, en su obra se advierte unos acentuados contrastes de luz,
además de enriquecer sus fondos grandes conjuntos arquitectónicos, de franca inspiración neoclásica.
Entre sus cuadros de tema religioso sobresalen su Sagrada Familia atendida por ángeles y un Pentecostés,
ambos en la sacristía de la iglesia del colegio jesuítico de San Ildefonso y fechados en 1756. Su capacidad
para crear grandes lienzos queda bien manifiesta en el denominado Glorificación del dogma de la
Inmaculada Concepción, que formaba parte de una serie que cubría las paredes de la Universidad -hoy en
el Munal- y que tenía como fin conmemorar la autorización del Papa Clemente XIV a Carlos III para
incluir en las letanías lauretanas la advocación Mater Inmaculata. Concebido en dos registros, en la parte
inferior están, entre otros, los retratos del Rey y del Papa, en cuestión. Fue esta —la de retratista—, otra
de sus grandes facetas, siendo un buen ejemplo de ello el que dedicó al Virrey Antonio María de Bucareli
y Ursúa.
José de Alzíbar, oriundo de Texcoco, debió tener una larga vida, pues su primer cuadro conocido es de
1751 y falleció en 1803. Artista muy prolífico, fue autor tanto de cuadros sueltos o de series temáticas en
especial para retablos. Entre su producción religiosa sobresale el Patrocinio de San José a los Filipenses -
hoy en la Profesa-, y la Bendición de la Mesa -en el Munal- con unos encantadores angelillos y hermosas
guirnaldas de flores, de una exquisita y refinada elegancia. Gran cultivador de retratos, en especial el de
las monjas coronadas, obra maestra por su extraordinario barroquismo es el de la madre Sor Ignacia de la
Sangre de Cristo, monja profesa del Convento de Santa Clara de la Ciudad de México, fechado en 1777 -
en el Museo Nacional de Historia-. En algún momento cultivó la escultura, -se le atribuye la Dolorosa del
Sagrario Metropolitano-, e incluso la retablística, siendo suyo el retablo de la iglesia del Hospital de San
Juan de Dios. Por todo ello, alcanzó una gran fama, llegando a ser “teniente de director de la Academia
de esta Nueva España”.

Finalmente, y para no hacer excesivamente larga la nómina, Luis Berrueco, miembro destacado de una
extensa familia dedicada a la pintura, tuvo una vida tanto personal como profesional muy activa, casi
siempre en Puebla de los Ángeles. Amigo de las grandes composiciones, en su San Miguel del Milagro,
del crucero norte de la Catedral angelopolitana, se nos muestra seguidor de Cristóbal de Villalpando, sobre
todo en sus ángeles y arcángeles. Autor de varias series dedicadas a la vida de San Francisco de Asís,
como la de Puebla o Huaquechula, en ambas se nos muestra como un gran colorista. En sus cuadros, que
ambienta en su época, introduce elegantes jóvenes, que tal vez haya que considerar como retratos a lo
divino.

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