Cuentos - de - Canterbury - Geoffrey - Chaucer Recortado
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Geoffrey Chaucer
Cuentos de Canterbury
ePUB v1.2
Pepotem 25.06.12
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Prologo general
Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de
marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la flor;
el delicado aliento de Céfiro[1] ha avivado en los bosques y campos los tiernos
retoños y el joven sol ha recorrido la mitad de su camino en el signo de Aries[2]; las
avecillas, que duermen toda la noche con los ojos abiertos, han comenzado a trinar,
pues la Naturaleza les despierta los instintos. En esta época la gente siente el ansia de
peregrinar, y los piadosos viajeros desean visitar tierras y distantes santuarios en
países extranjeros; especialmente desde los lugares más recónditos de los condados
ingleses llegan a Canterbury para visitar al bienaventurado y santo mártir[3] que les
ayudó cuando estaban enfermos.
Un día, por aquellas fechas del año, a la posada de «El Tabardo», de
Southwark[4], en donde me alojaba dispuesto a emprender mi devota peregrinación a
Canterbury, llegó al anochecer un grupo de 29 personas. Pertenecían a diversos
estamentos, se habían reunido por casualidad, e iban de camino hacia Canterbury.
Las habitaciones y establos eran cómodos y todos recibimos el cuidado más
esmerado. En resumen, a la puesta del sol ya había conversado con todos ellos y me
habían aceptado en el grupo. Acordamos levantarnos pronto para emprender el viaje
como les voy a contar.
Sin embargo, creo conveniente, antes de proseguir la historia, describir, mientras
tengo tiempo y ocasión, cómo era cada uno de ellos según yo los veía, quiénes eran,
de qué clase social y cómo iban vestidos. Empezaré por el Caballero.
El Caballero era un hombre distinguido. Desde los inicios de su carrera había
amado la caballería, la lealtad, honorabilidad, generosidad y buenos modales. Había
luchado con bravura al servicio de su rey[5]. Además había viajado más lejos que la
mayoría de los hombres de tierras paganas y cristianas. En todas partes se le honraba
por su bravura. Había estado en la caída de Alejandría[6]. Casi siempre se le otorgó el
lugar de honor con preeminencia a los caballeros de todas las otras naciones cuando
estuvo en Prusia[7]. Ningún otro caballero cristiano de su categoría había participado
más veces en las incursiones por Lituania y Rusia. También había intervenido en el
sitio de Algeciras en Granada, luchado en Benmarin[8] y tomado Ayar y Atalia[9], y
en expediciones por el Mediterráneo oriental. Había sobrevivido a 15 mortíferas
batallas y entablado combate en Trasimeno para defender la fe en tres torneos, y
siempre había dado muerte a su rival. Este distinguido Caballero había asistido al rey
de Palacia en sus luchas contra un enemigo pagano en Turquía. Y siempre consiguió
una gran reputación. Aunque sobresalía, era prudente y se comportaba con la
modestia de una doncella. Nunca se dirigió con descortesía a nadie. A decir verdad,
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era un perfecto caballero. Por lo que respecta a su apariencia, sus monturas eran
excelentes, pero no llevaba vestidos llamativos. Vestía un sobretodo de algodón
grueso marcado con el orín de su cota de mallas. Acababa de llegar de sus
expediciones y se disponía a peregrinar.
Le acompañaba su hijo, que era un joven Escudero, aprendiz de Caballero y
enamoradizo, de rizados cabellos como si se acabara de quitar los rulos. Frisaría, al
parecer los veinte años. Era de mediana estatura, lleno de vida y fortaleza. Había
intervenido en salidas de caballería en Flandes, Artois y Picardía[10]. En tan poco
tiempo se había comportado excelentemente y esperaba obtener el favor de su dama.
Iba adomado como pradera repleta de frescas flores, rojas y blancas. Todo el día
tocaba la flauta o cantaba y era alegre como el mes de mayo. Su túnica, corta y de
anchas y largas mangas.
Era un buen jinete y sabía dominar a su montura. Podía componer la música y la
letra de sus canciones, lidiar en torneos, bailar, dibujar bien y escribir. Era un amante
tan apasionado, que de noche no dormía más que un ruiseñor[11]. Era cortés, modesto,
servicial y cortaba la carne para su padre en las comidas.
El Asistente era el único criado que acompañaba al Caballero en aquella ocasión:
así lo había querido. Iba vestido de verde —jubón y capucha—, con un haz de agudas
flechas rematadas con plumas brillantes de pavo real que llevaba a mano en
bandolera. Preparaba, como el mejor, todos los aparejos de su grado: sus flechas
nunca dejaban de alcanzar el blanco por no tener las plumas bien dispuestas.
En la mano llevaba un potente arco. Su tez era morena, su cabello cortado a
cepillo y era hábil en todo lo relacionado con el trabajo de la madera. Llevaba el
brazo protegido por una pieza de cuero, y a un costado, la espada y el escudo; al otro,
una daga de buena montura, aguda como la punta de una espada; sobre el pecho, una
medalla de San Cristóbal de plata brillante. De un cinturón verde, en bandolera, le
colgaba el cuerno. Era un verdadero hombre de los bosques.
También había una Monja, una Priora que sonreía de modo natural y sosegado; su
mayor juramento era: «¡Por San Eligio!»[12]. Se llamaba señora Eglantine. Cantaba
bonitamente las horas litúrgicas, pero entonadas con voz nasal[13]. Hablaba un francés
bueno y elegante, según la escuela de Strafford at Bow, porque desconocía el francés
de París [14].
En la mesa mostraba en todo sus buenos modales. De su boca nunca caía migaja
alguna o se humedecían sus dedos por meterlos codiciosamente en la salsa. Cuando
se llevaba la comida a la boca tenía cuidado en no derramar gota alguna sobre su
toca. Mostraba gran interés por los buenos modales. Se secaba el labio superior con
tanto cuidado, que no dejaba la más mínima señal de grasa en el borde de su copa
después de haber bebido. Al comer tomaba los alimentos con delicadeza. Era muy
alegre, agradable y amistosa. Se esforzaba en imitar la conducta cortesana y cultivar
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un porte digno, de forma que se le considerase persona merecedora de respeto.
Era tan sensible y de corazón tan delicado y lleno de compasión que lloraba si
veía a un ratón atrapado, sobre todo si sangraba o estaba muerto. Cuidaba unos
perrillos, a los que alimentaba con carne frita, leche y pan de la mejor calidad. Si uno
de ellos moría o alguien cogía un palo amenazándolos, lloraba amargamente. Era
todo sensibilidad y ternura de corazón. Llevaba su toca adecuadamente plegada. Su
nariz estaba bien formada; sus ojos eran grises como el vidrio; su boca, pequeña, pero
suave y roja. Su frente, sin embargo, era amplia; posiblemente tendría un palmo de
amplitud. A decir verdad, estaba bastante desarrollada.
Sus vestidos eran, a mi entender, elegantes. Llevaba en el brazo un rosario de
pequeñas cuentas de coral, intercaladas con otras grandes y verdes; de él colgaba un
broche dorado y brillante que tenía escrita una A coronada y debajo el lema: Amor
vincit omnia[15].
Como secretaria y ayudante le acompañaba otra Monja, su capellán y tres
sacerdotes[16]. Se hallaba también un Monje de buen aspecto, administrador de las
posesiones del convento y amante de la caza; un hombre cabal con cualidades más
que sobradas para convertirse en abad. Guardaba muchos y hermosos caballos en el
establo. Mientras cabalgaba, se podía escuchar a pleno viento silbante el tintineo de
las campanitas con la misma claridad y fuerza que el de la campana de la capilla del
convento filial del que era prior. Como la regla de San Mauro o de San Benito[17]le
resultaba anticuada y demasiado estricta a este monje, descuidaba las normas pasadas
de moda y se guiaba por otras más modernas y mundanas.
Le importaba un comino el texto en donde se afirmaba que los cazadores no
pueden ser santos; o que monje que no guarde la clausura, o sea, monje fuera del
convento, es como un pez fuera del agua; para él todo esto eran tortas y pan pintado.
Su opinión me parecía correcta. ¿Por qué debía estudiar y malgastar su talento en
libros de convento, o dedicarse al trabajo manual y trabajar como lo ordenó San
Agustín? Que se quede Agustín con su trabajo manual. Por eso era un cazador
empedernido de a caballo. Poseía podencos veloces como pájaros. Todo su placer
consistía en perseguir y cazar liebres, sin reparar en gastos.
Vi que sus bocamangas estaban ribeteadas con pieles, grises y costosas, las
mejores del país. Le sujetaba la capucha un broche labrado en oro, rematado con un
complicado lazo por debajo de la barbilla. Tenía una calva brillante como bola de
cristal, al igual que la cara; parecía que la hubieran ungido. Estaba rechoncho y
gordinflón.
Sus ojos, saltones e inquietos, relampagueaban como ascuas bajo el caldero.
Llevaba unas botas flexibles y su caballo era perfecto. Más parecía un vistoso prelado
que un ajado espíritu. Su plato favorito era el pavo cebado rustido. Su montura, de
color castaño bayo.
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Nos acompañaba también un Fraile mendicante, un festivo y alegre distrital de
aspecto solemne. No existía en las cuatro Ordenes mendicantes[18]nadie que le
superase en adulación y chismorreo. Había financiado el matrimonio de muchas
jóvenes[19]. Era una firme columna de su Orden. Se le tenía en gran consideración y
recibía el trato familiar de los hacendados de toda la zona, así como de las señoras
ricas de la ciudad. Tenía más poder de absolución que un simple párroco: era
licenciado de su Ordene[20]. Escuchaba las confesiones con dulzura y absolvía con
gusto, si estaba seguro de obtener un buen rancho. La generosidad con una Orden
mendicante era, para él, la mejor señal de una buena confesión. Ante la dádiva se
vanagloriaba de conocer el arrepentimiento de un hombre. A tanto llega la dureza de
corazón, que mucha gente, aun con remordimiento sincero, no puede llorar. Por
consiguiente, las oraciones y lágrimas pueden ser sustituidas por la entrega de dinero
a los pobres frailes. Llevaba siempre la capucha cargada de cuchillos y agujas para
hermosas mujeres.
¡Qué agradable era su voz! Podía cantar y tocar el violín a la perfección y
entonaba las baladas como el mejor. Su cuello, blanco como un lirio, escondía la
fortaleza de un luchador. Conocía las tabernas, posaderos y mozas de mesón mejor
que a los leprosos y mendigos. No resultaba adecuado a un hombre de tan distinguida
posición alternar con enfermos leprosos ni era conveniente ni lucrativo tratar con
semejante puma; pero sí con mercaderes y acomodados. Por esto ofrecía humilde y
amablemente sus servicios allí donde podía sacar tajada.
Era el más capacitado de todos y el más efectivo mendicante de su comunidad.
Pagaba una cantidad fija por tener el territorio donde mendigaba; ningún miembro de
su fratemidad «trabajaba» furtivamente en sus dominios.
Aunque se topara con una viuda sin zapatos, tan persuasivo resultaba su In
Principio[21] que siempre obtenía alguna pequeña dádiva antes de partir. Lo que
recogía superaba con creces a sus ingresos legales.
En los días en que había que arreglar querellas domésticas era de gran ayuda.
Tenía aspecto de maestro o Papa, no el de un monje con hábito raído como de
estudiante.
Su capa era doble, redonda como campana recién salida del molde. Tartamudeaba
un tanto, con cierto amaneramiento para hacer su inglés más atractivo. Cuando tocaba
el arpa y terminaba su canción le brillaban los ojos bajo las cejas como estrellas en
noche de helada. Este singular fraile se apellidaba Hubert.
Había también un Mercader de barba partida, de vestido multicolor, montado en
silla elevada, botas con hermosas y limpias hebillas. Sobre la cabeza, un sombrero
flamenco de castor. Hablaba con engolamiento de los numerosos beneficios que
obtenía. Deseaba que los mares entre Middleburg y Orwell[22]quedaran navegables a
cualquier precio.
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Era un experto en el cambio de escudos. Este distinguido mercader utilizaba su
cerebro en provecho propio. Todos ignoraban que estaba adeudado (tan dignamente
ejecutaba sus transacciones y peticiones de crédito). Era un personaje notable, pero,
en verdad, no recuerdo su nombre.
También estaba un Erudito de Oxford que llevaba largo tiempo estudiando
lógica[23]. Su caballo era delgado como un poste y os aseguro que él no estaba más
gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa corta muy
raída. No había encontrado todavía subvención y era demasiado poco mundano para
ejercer un empleo.
Prefería tener en la cabecera de su cama los 20 libros de Aristóteles
encuadernados en negro o en rojo que vestidos lujosos, el violín y el salterio. A pesar
de toda su sabiduría, guardaba poco dinero en su cofre. Gastaba en libros y erudición
todo lo que podía conseguir de sus amigos, y en pago rezaba activamente por las
almas de los que le facilitaban dinero para proseguir su formación. Dedicaba la
máxima atención y cuidado al estudio.
Nunca pronunciaba palabras innecesarias y hablaba siempre con circunspección,
brevedad y concisión, y selecto vocabulario. Sus palabras impulsaban hacia las
virtudes morales. Disfrutaba estudiando y enseñando.
No faltaba también un Magistrado[24], prudente y habilidoso, que frecuentaba los
porches[25], y era muy conocido, discreto y distinguido; o al menos así lo parecía; sus
palabras rezumaban sabiduría. Había actuado como juez en los procesos por real
decreto y tenía jurisdicción plena para enjuiciar todos los casos; por su saber y
reputación se había hecho acreedor a muchos regalos y vestidos. Nunca compró nadie
propiedades por tan poco; los asuntos más embrollados los clarificaba y dejaba libres
de carga.
Era el más ocupado de los mortales y, sin embargo, todavía lo parecía más de lo
que en realidad lo estaba. Conocía todos los casos legales y decisiones que se habían
dictaminado en los procesos desde los tiempos de Guillermo el Conquistador[26]. Se
sabía las leyes de memoria.
Integraba también el grupo un Terrateniente, de barba blanca como pétalos de
margarita. Era de temperamento sanguíneo[27]. Por las mañanas le apetecía pan
remojado en vino.
Si Epicuro sostenía que la plenitud de la felicidad consistía en el deleite perfecto,
nuestro terrateniente era verdadero hijo suyo. En su casa ejercía la hospitalidad en
sumo grado. Era el San Julián[28] de su comarca. Su pan y cerveza poseían una
calidad exquisita. Su bodega estaba repleta de vinos selectos. La despensa rebosaba
de tortas, pescados, carne… Inundaba la casa de alimentos y bebidas con todos los
refinamientos que imaginarse puedan y variaba los platos y comidas de acuerdo con
las distintas estaciones del año.
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Poseía muchas perdices, bien criadas, en pequeñas jaulas, así como peces de agua
dulce, brecas y lucios, en un estanque. ¡Ay del cocinero si no condimentaba la salsa
fuerte y picante y no estaba preparado para cualquier contingencia! Su comedor
siempre se hallaba dispuesto a acoger posibles comensales.
Presidía frecuentemente las sesiones de los jueces de paz y a menudo había sido
elegido representante por su condado[29]. De su cinto colgaba una pequeña daga y una
bolsa blanca cual leche recién ordeñada. Había desempeñado también el cargo de
sheriffy de supervisor en el pago de impuestos. En resumen, era un respetabilísimo
terrateniente.
Entre los demás se hallaban un Mercero, un Carpintero, un Tejedor, un Teñidor y
un Tapicero, todos ataviados con librea uniforme, perteneciente a un gremio poderoso
y honorable. Su atuendo era nuevo y recién repasado; sus dagas no terminaban en
latón, sino que estaban delicadamente montadas con plata forjada cincelada, haciendo
juego con sus cinturones y bolsas[30]. Cada uno parecía un auténtico ciudadano de
burgo, digno de tener un lugar en el estrado de la casa consistorial y su capacidad y
buen juicio, aparte de suficientes posesiones e ingresos, para ostentar el cargo de
concejal. Para esto todos ellos contarían con el entusiasta asentimiento de sus esposas
—de lo contrario, dichas señoras merecerían total reprobación. Pues resulta muy
agradable ser llamada «Doña» y desfilar en primer lugar en las fiestas de la iglesia y
que le lleven a una el manto con gran pompa. Habían llevado con ellos, para tal
ocasión, a un Cocinero que se quedaba solo cuando hervía pollo con huesos de
tuétano, sazonándolo con pimienta y especias. ¡Y lo bien que conocía el sabor de la
cerveza de Londres![31]. Sabía asar, freír, hervir, tostar, hacer guisos y repostería. Pero
era una verdadera lástima que tuviera una supurante úlcera en la espinilla, o al menos
así pensaba yo, pues hacía budín de arroz condimentado con salsa blanca con los
ejemplares de pollo más selectos.
Se encontraba, además, en el grupo un Marino que vivía en la parte occidental del
país; me imagino que procedía de Dartmouth[32]. Cabalgaba lo mejor que podía,
montado sobre un caballo de granja y vestía una túnica de basta sarga que le llegaba a
las rodillas. Bajo el brazo llevaba una daga colgada de una correa que le rodeaba el
cuello. El cálido verano había tostado su piel; era todo un pillastre, capaz de echarse
al coleto cualquier cantidad de vino de Burdeos mientras los mercaderes dormían. No
tenía escrúpulos de ningún género: si luchaba y vencía, arrojaba a sus prisioneros por
la borda y les enviaba a casa por mar, procedieran de donde fuera. Desde Hull a
Cartagena[33] no había quien le igualara en conocimientos marinos para calcular
mareas, corrientes y calibrar los peligros que le rodeaban; o en su experiencia de
puertos, navegación y cambios de la Luna. Era un aventurero intrépido y astuto; su
barba había recibido el azote de muchas tormentas y galemas. Conocía todos los
puertos existentes entre Gottland (Suecia) y el cabo Finisterre y todas las
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ensenadas[34] de Bretaña y España. Su barco se llamaba Magdalena.
Nos acompañaba un Doctor en Medicina. No tenía rival en cuestiones de
medicina y cirugía, pues poseía buenos fundamentos en astrología. Estos
conocimientos le permitían elegir la hora más conveniente para administrar remedios
a sus pacientes; y tenía gran destreza en calcular el momento más propicio para
fabricar talismanes para sus clientes[35]. Sabía diagnosticar toda suerte de
enfermedades y decir qué organo o cuál de los cuatro humores —el caliente, el frío,
el húmedo o el seco— era el culpable de la dolencia. Era un médico modelo. Tan
pronto como descubría el origen de la perturbación, daba allí mismo al enfermo la
medicina correspondiente, pues tenía sus farmacéuticos a mano para suministrarle
drogas y jarabes. De este modo cada uno actuaba en beneficio del otro —su
asociación no era reciente. El Doctor estaba muy versado en los autores antiguos de
la clase médica[36]: Esculapio, Dioscóndes, Rufo, Hall, Galeno, Serapio, Rhazes,
Avicena, Averroes, Damasceno, Constantino, Bernardo, Gaddesden y Gilbert. Era
moderado para su propia dieta: no contenía nada superfluo, sino sólo lo que era
nutritivo y digestivo. Raramente se le veía con la Biblia en las manos. Vestía ropajes
de color rojo sangre y azul grisáceo, forrados de seda y tafetán; sin embargo, no era
ningún manirroto, sino que ahorraba todo lo que ganaba gracias a la peste[37]. En la
medicina, el oro es un gran reconstituyente; y por eso le tenía un afecto especial.
Entre nosotros se hallaba una digna Comadre que procedía de las cercanías de la
ciudad cle Bath[38]; por desgracia, era un poco sorda. Tejiendo telas llegaba a superar
incluso a los famosos tejedores de Ypres y Gante. Ninguna mujer de su parroquia
osaba adelantársele cuando se dirigía al ofertorio; pues si alguna se atrevía, se
enojaba hasta perder los estribos. Sus pañuelos eran del más fino lienzo; y me atrevo
a decir que el que llevaba los domingos sobre la cabeza pesaba diez libras. Sus
medias eran del más hermoso color escarlata y las llevaba tensas; calzaba relucientes
zapatos nuevos; su rostro era bello; su expresión, altanera, y su talante, gracioso.
Toda su vida había sido una mujer respetable. Se había casado consecutivamente por
la Iglesia con cinco maridos, sin contar sus varios amores de juventud, de los que no
es preciso hablar ahora. Había visitado Jerusalén tres veces y cruzado muchísimos
ríos del extranjero; había estado en Roma, en Boulogne, en la catedral de Santiago de
Compostela y en Colonia[39], por lo que sabía muchísimo de viajes. Por cierto que
tenía los dientes separados[40]. Montaba cómodamente a lomos de un caballo cansino
y cubría su cabeza con una toca y un sombrero que más parecía un escudo o coraza.
Una falda exterior cubría sus anchas caderas, mientras que en sus talones llevaba un
par de puntiagudas espuelas. Cuando tenía compañía, reía con sonoras carcajadas. Sin
duda conocía todos los remedios para el amor, pues en ese juego había sido maestra.
Nos acompañaba también un hombre religioso y bueno, Párroco de una ciudad,
pobre en dinero, pero rico en santas obras y pensamientos. Era, además, hombre
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culto, un erudito que predicaba la verdad del Evangelio de Jesucristo y enseñaba con
devoción a sus feligreses. De carácter apacible y bonachón, buen trabajador y
paciente en la adversidad —pues había estado sometido con frecuencia a duras
pruebas—, se sentía reacio a excomulgar[41] a los que dejaban de pagar el diezmo. A
decir verdad, solía repartir entre los pobres de su parroquia lo que le habían dado los
ricos, o lo que tenía de su propio peculio, pues se las arreglaba para vivir con muy
poco. A pesar de regentar una parroquia extensa, con pocas casas y muy distantes
entre sí, ni la lluvia ni el trueno, ni la enfermedad ni el infortunio le impedían ir a pie,
con la vara en la mano, a visitar a sus feligreses más alejados, tanto si eran de alta
alcurnia como de baja condición. A su grey le daba el hermoso ejemplo de practicar,
luego predicar. Era un precepto que había sacado del Evangelio, al que añadía este
proverbio: «Si el oro puede oxidarse, ¿qué es lo que hará el hierro?» Pues si el cura
en el que confiamos está corrompido, nadie debe maravillarse de que el hombre
corriente se corrompa también. ¡Que tomen nota los sacerdotes! ¿No es una
vergüenza que el pastor se halle cubierto de estiércol mientras sus ovejas están
limpias?
Al sacerdote corresponde dar ejemplo a su rebaño con una vida pura y sin mácula.
Él no era de los que recogían su beneficio y dejaban a las ovejas revolcándose en el
fango mientras coman a la catedral de San Pablo en Londres en pos de una vida fácil,
como una chantría, en la que, les pagaran para cantar misas por el alma de los
difuntos, o una capellanía en uno de los gremios, sino de los que permanecían en casa
vigilantes sobre su rebaño para que el lobo no le hiciese daño. Era un pastor de
ovejas, no un sacerdote mercenano[42]. Pero, a pesar de su virtud, no despreciaba al
pecador. Su forma de hablar no era ni distante ni severa; al revés, se mostraba
considerado y benigno al impartir sus enseñanzas. Se esforzaba en ganar adeptos para
el cielo mediante el ejemplo de una vida modélica. Sin embargo, si alguien —sin
importarle su rango— se empeñaba en ser obstinado, jamás dudaba en propinarle una
severa amonestación. Me atrevería a decir que no existe en parte alguna mejor
sacerdote. Nunca buscaba ser objeto de ceremonias o de especial deferencia, y su
conciencia no era excesivamente escrupulosa. Enseñaba, es verdad, el Evangelio de
Jesucristo y sus doce Apóstoles; pero él era el primero en cumplirlo al pie de la letra.
Venía con él su hermano, un Labrador. ¡La de cargas de estiércol que había
llevado en el carro este buen y fiel trabajador! Vivía en paz y armonía con todos. En
primer lugar, amaba a Dios con todo su corazón, tanto en los buenos tiempos como
en los malos; luego amaba a su prójimo como a sí Mismo[43]. Trillaba, cavaba y abría
zanjas y, por amor a Jesucristo, cuando sus caudales se lo permitían, hacía lo mismo
para cualquier persona pobre sin percibir emolumento alguno. Pagaba el justo
diezmo, tanto por sus cosechas como por el aumento de su ganado, sin escatimar
nada. Cabalgaba humildemente sobre una yegua y vestía una holgada camisa de
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labriego.
Por último, había un Administrador, un Molinero, un Alguacil, un Bulero, un
Intendente y, el último de todos, yo. El Molinero era un sujeto alto y fornido, de
osamenta grande y poderosos músculos que utilizaba a las mil maravillas en las justas
de lucha de un extremo al otro del país, pues se llevaba el premio en cada una de
ellas. Era rechoncho, cuadrado y musculoso; no había puerta que no pudiera sacar de
sus goznes o derribarla embistiéndola con la cabeza. Su barba era pelirroja como el
pelaje de una zorra o las cerdas de una marrana, y por su anchura, semejante a una
azada. En el lado derecho de la punta de la nariz tenía una verruga de la que surgía un
penacho de pelos rojos parecidos a las cerdas de la oreja de un puerco. Sus fosas
nasales eran inmensas y negras. En bandolera ceñía espada y escudo. Tenía una
bocaza ancha como la puerta de un horno y su hablar era generalmente obsceno y
picante. Contaba chistes irreverentes y era todo un parlanchían goliárdico[44]. Y hay
que ver lo bien que se sabía todos los trucos de su oficio, como sisar grano y cobrar
tres veces el justo valor; sin embargo, era bastante honrado para ser molinero. Vestía
una chaqueta blanca y una caperuza azul y nos sacó de la ciudad al son alegre de la
gaita.
Otro personaje era Intendente de uno de los Colegios de Abogados, que podía
haber servido de modelo a todos los proveedores por su astucia al comprar víveres;
pues, tanto si pagaba al contado como si compraba a crédito, vigilaba los precios del
momento, por lo que siempre era el primero en entrar y hacer una buena compra.
Ahora bien, ¿no es notable ejemplo de la gracia de Dios que el ingenio de un hombre
sin educación, como éste, sobrepasase la sabiduría de un grupo de hombres cultos?
Sus superiores eran más de treinta, y todos ellos eruditos y expertos en cuestiones
legales. Había una docena de ellos en el Colegio capaces de manejar las rentas y las
tierras de cualquier par de Inglaterra de modo que, a no ser que éste fuese un loco
despilfarrador, podría vivir honorablemente y libre de deudas con sus ingresos, o, al
menos, del modo sencillo que le gustase; capaces también de asesorar a todo un
condado sobre cualquier pleito que pudiera surgir. A pesar de todo ello, este tal
administrador podía engañar a todos ellos juntos.
Era un hombre delgado y colérico. Apuraba el afeitado de su barba al máximo y
recortaba los cabellos alrededor de sus orejas dejándolos muy cortos; la parte superior
de la cabeza la llevaba tundida por delante como si fuera la de un sacerdote. Sus
piernas, largas y escuálidas, parecían estacas; sus pantorrillas no se veían. Cuidaba
hábilmente de las arcas y graneros; ningún interventor podía con él. Observando la
sequía y las precipitaciones de lluvia podía estimar con bastante precisión el
rendimiento de sus semillas y granos. Todo el ganado de su dueño, tanto bovino
como vacuno, porcino y caballar, la producción de leche y las aves de corral, estaban
a cargo de este hombre, que había tenido que rendir cuentas desde que su amo
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cumplió los veinte años. Nadie podía demostrar que iba atrasado en los pagos. Estaba
al corriente de todos los trucos y timos realizados por los administradores, vaqueros y
trabajadores de la granja, por lo que le temían como a la peste. Residía en una bonita
casa sombreada por frondosos árboles y circundada por un prado. Sabía comprar
mejor que su dueño y había sido capaz de almacenar bienes secretamente. Era muy
ducho en obsequiar a su amo con regalos que ya le pertenecían, por lo que, al mismo
tiempo que conseguía ganar su aprecio, obtenía el obsequio de un traje o una
caperuza. De joven había aprendido un buen oficio en el que era muy diestro: el de
carpintero. Montaba una robusta jaca de color gris, moteada, a la que llamaba
«Escocesa». Vestía un largo gabán azul; de su cinto colgaba una espada herrumbrosa.
Procedía de los alrededores de la ciudad de Bawdeswell, en Norfolk[45]. Llevaba el
gabán recogido con un ceñidor, al estilo de los frailes, y siempre era el que cerraba el
cortejo cuando cabalgábamos.
En la posada, entre nosotros, había un Alguacil de menudos ojos y rostro
encendido como el de un querubín[46] totalmente cubierto de granos. Era cachondo y
lascivo como un gorrión. Los niños se asustaban de su cara con sus roñosas cejas
negras y su escuálida barba. Ni el mercurio, el blanco de plomo, el azufre, el bórax, el
albayalde, el crémor tártaro ni otros ungüentos que limpian y queman podían librarle
de las blancas pústulas o de los botones granulentos que llenaban sus mejillas. Tenía
una gran pasión por los ajos, cebollas y puerros[47] por beber un fuerte vino tinto, rojo
como la sangre de toro, que le hacía bramar y charlar como si estuviera chiflado;
cuando estaba realmente borracho de vino no hablaba más que en latín. Sabía dos o
tres términos legales que había aprendido de algún edicto, lo que no es de extrañar,
puesto que oía latín durante todo el día, pues, como se sabe, cualquier individuo
puede enseñar a un grajo a pronunciar wat[48] igual que el mismísimo Papa. Sin
embargo, si se hurgaba más en él, se descubría que era poco profundo; todo lo que
sabía hacer era repetir como un loro questio quid juns[49] una y otra vez.
Era un tipo sinvergüenza y campechano, tan bueno como ustedes puedan
imaginar. Por un litro escaso de vino permitía a cualquier camarada conservar su
concubina durante un año y, además, le perdonaba. Además era muy capaz de seducir
a una mujer. Si alguna vez hallaba a un tipo amartelado con una chica, solía decirle
que no se preocupara por la excomunión del Arcediano para tal caso, a menos que
creyera que su bolsa se hallaba en el lugar de su alma, pues era precisamente en la
bolsa donde sería castigado. «Tu bolsa es el infierno del Arcediano», solía decir. Pero
estoy seguro de que mentía como un bellaco; los culpables deben temer el
significavit[50] porque destruye el alma de la misma forma que la absolución la salva,
y, por consiguiente, también debía estar al cuidado del mandato judicial que los metía
en la cárcel. Todas las prostitutas jóvenes de la diócesis estaban enteramente bajo su
dominio, puesto que era su confidente y único asesor y consejero. Este alguacil había
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colocado sobre su cabeza una guirnalda tan grande como las que cuelgan de las
fachadas de las cervecerías. Llevaba un escudo redondo como una torta.
Con él cabalgaba un digno Bulero de Rouncival[51]su amigo y compañero del
alma, que había llegado directamente desde el Vaticano de Roma. Canturreaba en voz
alta «Acércate, amor»[52] mientras el alguacil entonaba la parte baja con mas
estridencia que una trompeta. El cabello de este Bulero tenía el color amarillo cual la
cera y lo llevaba lustroso y brillante como madeja de lino; los rizos le caían en
pequeños grupos extendidos sobre sus hombros, en donde descansaban en forma de
mechones finamente esparcidos. Se sentía más cómodo cuando andaba sin caperuza,
que llevaba metida en un hato. Por el hecho de llevar el cabello suelto y sin cubrir,
salvo por un pequeño solideo, pensaba estar a la última moda. Tenía unos grandes
ojos saltones como los de un conejo. En la parte interior del solideo llevaba cosida
una pequeña reproducción del lienzo de la Verónica. Su cartera, que apoyaba en su
regazo, iba llena a reventar de indulgencias, todavía calentitas, procedentes de Roma.
Tenía una voz delgada como de cabra y su rostro no mostraba ni el menor vestigio de
barba, que parecía no tener ganas de crecer; su cutis era tan fino como acabado de
afeitar. Lo tomé por castrado o invertido. Pero en cuanto a su profesión, desde
Berwick a Ware[53] no había bulero que le llegase a la suela del zapato, puesto que en
su bolsa guardaba una funda de almohada que, según él decía, estaba hecha del velo
de Nuestra Señora. Aseguraba poseer un fragmento de la vela de la barca
perteneciente a San Pedro cuando intentó caminar sobre las aguas y Jesucristo le
sostuvo. Tenía una cruz de latón montada en guijarros y un relicario de vidrio lleno
de huesos de cerdo. Sin embargo, cuando tropezaba con un pobre clérigo campesino
sabía hacer más dinero en un día con dichas reliquias que el clérigo en dos meses. Es
decir, por medio de una descarada adulación y un poco de pases y visajes se metía al
clérigo y a su gente en el bolsillo. Si queremos ser justos con él, en la iglesia era,
desde todos los puntos de vista, un buen eclesiástico. Leía a la perfección un pasaje o
una parábola, pero sobresalía en el himno del ofertorio, porque después de haberlo
cantado, consciente de que tenía que predicar, sabía muy bien cómo hacer soltar
dinero a los fieles con su hablar meloso. Por eso siempre cantaba con gran fuerza y
alegría.
Hasta aquí les he descrito a ustedes en pocas palabras la clase de gente, atuendo y
número que formaba nuestro grupo y la razón por la que se reunieron en esta
excelente posada de Southwark, «El Tabardo», al lado mismo de «La Campana»[54].
Ha llegado ya el momento de contarles la forma de comportarnos la noche en que
llegamos a la posada; luego les hablaré de nuestro viaje y del resto del peregrinaje.
Pero, en primer lugar, debo rogar a ustedes indulgencia en no atribuirme falta de
refinamiento si utilizo aquí un lenguaje sencillo al dar cuenta de su conversación y
conducta y reproduzco las palabras exactas que utilizaron. Pues ya saben ustedes tan
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bien como yo que quien repite una historia o un cuento que ha explicado otro, debe
hacerlo reproduciendo con la máxima fidelidad posible las palabras que se le han
confiado, por grosero o descuidado que sea su lenguaje; de otro modo debe falsificar
el cuento o reinventarlo o encontrar nuevas palabras para relatarlo. Aunque el hombre
sea su hermano, no debe contenerse sino utilizar las palabras que usó, cualesquiera
que fueren. En la Biblia, el lenguaje del propio Jesucristo es claro y directo; pero,
como ustedes saben, esta condición no constituye ningún atentado al buen gusto.
Además, Platón dice (como cualquiera que le lea puede comprobar por sí mismo):
«Las palabras deben corresponder a la acción»[55]. Por ello les ruego que me
perdonen si en este relato no presto la debida atención al rango de las personas en el
orden en que debieran aparecer. No soy tan listo como ustedes podrían suponer.
Nuestro Anfitrión nos recibió con los brazos abiertos a todos y nos asignó
inmediatamente lugares para la cena. Nos sirvió las mejores viandas; el vino era
fuerte y nos apetecía beber. Era un individuo de aspecto sorprendente, un adecuado
maestro de ceremonias para cualquier sala. Era corpulento, de ojos saltones (no hay
ciudadano en Cheapsides[56] con mejor presencia que él), atrevido en el hablar, pero
astuto y cortés; un hombre de cuerpo entero. Además era bastante bromista, puesto
que, después de cenar, cuando habíamos pagado cada uno la cuenta, empezó a hablar
de proporcionarnos diversión, diciendo:
—Damas y caballeros: bienvenidos. Les doy mi palabra de que no miento si
afirmo que no he visto compañía más agradable bajo mi techo en lo que va de año. Si
supieran cómo me gustaría proporcionarles alguna diversión… Pero acaba de
ocurrírseme un juego que les divertirá y no les va a costar ni un penique. Ustedes van
a Canterbury. ¡Que tengan un buen viaje y que el santo mártir les recompense! Sin
embargo, pueden divertirse relatando cuentos durante el camino. No tiene sentido
cabalgar mudos como estatuas. Por ello, tal como les acabo de decir, idearé un juego
que les aporte alguna diversión. Si les gusta, acepten unánimemente mi decisión y
hagan lo que les indicaré cuando partan mañana. Les juro por el alma de mi padre que
podrán cortarme la cabeza si no lo pasan bien. Ni una palabra más. ¡Levanten todos la
mano!
No tardamos mucho en decidirnos. No vimos ventaja alguna en discutir su
propuesta, por lo que la aceptamos sin rechistar y le rogamos que nos diese las
órdenes pertinentes.
—Damas y caballeros —empezó el anfitrión—, háganse a sí mismos un favor y
escuchen lo que voy a decir y no menosprecien mis palabras. En resumen, he ahí mi
propuesta: cada uno de ustedes, para que el camino les parezca más corto, deberá
contar dos cuentos durante el viaje. Quiero decir, dos en la ida y dos en la vuelta.
Cuentos del estilo de «érase una vez…». El que relate su historia mejor —con el
argumento más edificante y divertido— será obsequiado con un banquete a costa del
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resto del grupo, aquí, en esta posada y bajo este mismo techo, al regresar de
Canterbury. Y para hacerlo más divertido, tendré mucho gusto en cabalgar junto a
ustedes a mis propias expensas y en ser su guía. El que no se someta a mi decisión
deberá pagar todos los gastos del trayecto. Ahora, si ustedes están de acuerdo,
háganmelo saber enseguida, sin más dilación, y efectuaré los preparativos pertinentes.
Su propuesta fue aceptada. Alegremente le dimos palabra y le encarecimos que,
tal como había manifestado, fuera nuestro guía, juez y árbitro de nuestros relatos y
que dispusiera una cena a un precio fijo de antemano. Aceptamos ser gobernados por
sus decisiones en todo, por lo que unánimemente nos sometimos a su buen juicio.
Entonces mandó a buscar más vino, y cuando nos lo hubimos bebido, nos fuimos a la
cama sin dilación.
A la mañana siguiente nuestro anfitrión se levantó al romper el alba, nos despertó
y nos reunió a todos en grupo. Salimos cabalgando un poco más rápido que al paso,
hasta que llegamos al abrevadero de Santo Tomáss[57], donde nuestro anfitrión tiró de
la brida de su caballo y dijo:
—Damas y caballeros, ¡atiendan, por favor! ¿Recuerdan lo que prometieron? Si
en esta mañana persisten en la misma idea que tenían anoche, vamos a ver a quién le
toca contar el primer cuento. El que se rebele contra mis disposiciones tendrá que
pagar todo lo que gastemos por el camino; de lo contrario, que nunca más beba ni una
sola gota. Ahora, antes de proseguir, echemos suertes.
—Señor caballero —dijo él—, ¿quiere su señoría echar las suertes?, pues ésta es
mi voluntad. Acérquese más, mi señora priora, y usted también, señor erudito;
abandonen esa timidez y actitud comedida. ¡Todos a echar suertes!
Todos pusieron manos a la obra. Por cierto que, sea por casualidad, destino o
fatalidad, la verdad es que le tocó la china al caballero, para deleite de todos. Por lo
que ahora le corresponde a él relatar su historia, de acuerdo con lo estipulado y según
lo descrito. ¡¿Qué más puedo decir yo? Cuando el buen hombre vio cómo estaban las
cosas, con gran sensatez cumplió la promesa que había hecho libremente, y dijo:
—Ya que me corresponde a mí iniciar el juego, así sea, ¡por Dios! y ¡bendita sea
mi suerte! Ahora sigamos cabalgando y escuchad lo que voy a decir.
Proseguimos nuestro viaje a caballo y enseguida empezó su animado relato con
estas palabras.
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Diálogo entre el anfitrión y el molinero
Cuando el caballero hubo concluido su relato, todos, jóvenes y viejos, sobre todo
los miembros de más categoría del grupo, coincidieron en que era una historia digna
de recordarse.
Nuestro anfitrión empezó a reírse y a comentar:
—Esto marcha. Ya se ha roto el hielo. Veamos quién sugiere otro cuento. El juego
ha tenido un buen comienzo. Ahora, señor Monje, es su turno. Cuéntenos algo que
pueda compararse al relato del caballero.
El molinero, pálido en su embriaguez, que apenas se mantenía en su montura ni
podía quitarse el sombrero y guardar la compostura, exclamó con voz de falsete[98],
soltando maldiciones:
—Por los brazos, la sangre y las entrañas de Cristo. Os podría relatar ahora algo
que haría la competencia al cuento del caballero.
Al ver al anfitrión lo embriagado que estaba el molinero a causa de la cerveza, le
cortó:
—Espera, querido hermano Robin. Demos la oportunidad en primer lugar a
alguien mejor que tú. Espera, hagamos las cosas bien.
—¡Rediez! —contestó el molinero—. No esperaré. Lo hago ahora mismo o me
largo.
Nuestro anfitrión le contestó: —¡Caramba! No estás en tus cabales. Eres un necio.
Has perdido el juicio.
—Escuchad todos y cada uno de vosotros —dijo el molinero—. En primer lugar,
sin embargo, confieso que estoy borracho. Lo reconozco en mi voz. Por consiguiente,
echadle la culpa a la cerveza de Southwark. Os contaré el cuento y la vida de un
carpintero y su esposa y la forma en que un estudiante les tomó el pelo.
El administrador le respondió diciéndole: —Cierra el pico. Abandona tu
libidinosa embriaguez. Pecado es y gran locura injuriar o difamar a los hombres y a
sus esposas. Conténtate con explicar otras cosas.
El embriagado molinero contestó rápido:
—Mi querido hermano Oswald, el que no tiene esposa no puede ser cabrón. Por
lo tanto, no digo que tú lo seas. Existen incontables esposas fieles. Más de mil buenas
por una mala. Eso lo sabes tú, a menos que estés loco. ¡.Por qué te enfadas ahora con
mi cuento? Yo tengo esposa como tú la tienes. Y por ello no me voy a considerar
cornudo. Por mi yunta de bueyes que no me debo preocupar en exceso. Un marido no
debe indagar las interioridades de Dios ni de su mujer. Puede encontrar allí la
plenitud divina. Del resto, mejor no preocuparse.
¿Qué más puedo decir? Este molinero no escatimó palabras con nadie y contó su
relato de modo grosero. Lamento tenerlo que repetir aquí. Pido disculpas a todos los
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gentil hombres. ¡Por el amor de Dios! No juzguéis equivocadamente mi relato.
Carece de cualquier mala intención. Relato todos los cuentos, buenos o malos. De
otra forma no sería fiel testigo de los acontecimientos.
Por consiguiente, si no deseáis escucharlo, girad página y escoged otro. Tendréis
donde elegir: cuentos largos y cortos, de trasfondo y hechos caballerescos,
moralizantes y santos.
No me condenéis si seleccionas mal. El molinero es un rufián. De sobra lo sabéis.
Así lo eran el administrador y otros varios. De liviandades es su cuento. Os aviso para
que no me echéis la culpa. Además, ¿por qué adoptar una actitud seria ante un juego?
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El cuento del molinero[99]
Erase una vez un rústico adinerado, entrado ya en años, que vivía en Oxford.
Tenía el oficio de carpintero y aceptaba huéspedes en su casa. Vivía con él un
estudiante pobre, muy entendido en artes liberales, que sentía una irresistible pasión
por el estudio de la astrología. Sabía calcular respuestas a ciertos problemas; por
ejemplo, uno podía preguntarle cuándo las estrellas predecían lluvia o sequía, o
vaticinar acontecimientos de cualquier clase. No puedo relacionarlos todos.
Este estudiante se llamaba Nicolás el Espabilado. Aunque al mirarle parecía
poseer la mansedumbre de una niña, tenía una gracia especial para secretas aventuras
y placeres del amor, pues era al mismo tiempo ingenioso y extremadamente discreto.
En su alojamiento ocupaba un aposento privado, muy bien cuidado con hierbas
olorosas. El mismo era tan delicioso como el regaliz o la valeriana. Su Almagesto[100]
y otros libros de texto de astrología, grandes y pequeños, y el astrolabio[101] y las
tablas de cálculo que precisaba para su ciencia estaban situados en estanterías a la
cabecera de su cama. Un burdo paño rojo cubría el hierro de planchar vestidos, y
sobre éste tenía un salterio que tocaba cada noche, llenando su aposento de
agradables melodías; solía entonar el Angelus de la Virgen, cantando a continuación
la Tonadilla del rey. La gente elogiaba a menudo su timbrada voz. De este modo
pasaba el tiempo este simpático estudiante, con la ayuda de los ingresos que tenía y
de lo que sus amigos proveían.
El carpintero se había casado poco ha con una mujer de dieciocho años, a la que
amaba más que a su propia vida. Como ella era joven y retozona y él era viejo, los
celos le movieron a mantenerla estrechamente confinada, pues ya se había imaginado
cornudo. Por su deficiente educación, nunca había leído el consejo de Catón[102] de
que un hombre debe casarse con alguien que se le parezca. Los hombres deben
contraer nupcias con mujeres de posición y edad similar, ya que la juventud y la
vejez, generalmente, no concuerdan: están a matar. Pero al haber caído en la trampa,
tuvo que pasar sus apuros como otros.
Era ella una mujer hermosa y joven, con un cuerpo cimbreante y flexible como el
de una nutria. Rodeándole el talle llevaba un delantal de un blanco deslumbrante, una
faja de seda rayada y una camisa blanca con un cuello todo bordado alrededor con
seda negrísima por dentro y por fuera. Se adornaba con una cofia blanca con cintas
que hacían juego con el cuello de la camisa y una ancha cinta de seda ciñéndole la
parte superior de la cabeza. Debajo de sus arqueadas cejas, delgadas y negras como
endrinas, mostraba unos ojos profundamente lascivos.
Era más deliciosa de mirar que un peral en flor y más suave que los añinos al
tacto. Una bolsa de cuero con borlas de seda y botones redondos de metal le pendía
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del cinto de la faja. Resulta difícil poder soñar en una chica como ésa o en semejante
preciosidad. Su tez brillaba más que una moneda de oro recién acuñada en la
Torre[103]; cantaba con la alegría y la claridad de una golondrina posada en el
granero; solía saltar y retozar como una cabritilla o un ternero que corre tras su
madre; su boca era dulce como la miel o el arrope, o como una manzana colocada
sobre heno; era retozona como un potrillo, alta como un mástil y erguida como una
flecha. De la parte baja del cuello colgaba un broche grande como el remate de un
escudo, y los cordones de sus zapatos los llevaba entrelazados, como el rosetón de
San Pablo[104], por las pantorrillas, cubiertas con medias rojas. Era un pimpollo, un
bombón para la cama de un príncipe o esposa digna de algún acaudalado labrador.
Ahora bien, señores, sucedió que un día, cuando su marido se hallaba en
Oseney[105], Nicolás, el Espabilado —estos estudiantes son unos tíos hábiles y
astutos—, empezó a retozar y a hacer bromas con la joven. Con disimulo la palpó en
sus partes y le dijo:
—Querida, si no dejas que me salga con la mía, moriré de amor.
Y prosiguió mientras la abrazaba por las caderas:
—Por el amor de Dios, querida, hagamos el amor ahora mismo, o me voy a morir.
Ella se retorcía como un potrillo que están herrando y apartó su cabeza diciendo:
—Vete, no te besaré. Vete, Nicolás, o gritaré pidiendo socorro. ¡Quítame las
manos de encima! ¿Es éste modo de comportarse?
Pero Nicolás empezó a rogarle, y lo hizo con tal vehemencia, que, al fin, ella se
rindió y juró por Santo Tomás de Canterbury que sería suya tan pronto como pudiera
encontrar la ocasión.
—Mi esposo está tan roído por los celos que, si no esperas pacientemente y vas
con mucho cuidado, estoy segura que me destruirás —dijo ella—. Por eso, debemos
mantenerlo en secreto.
—No te preocupes por ello —dijo Nicolás—. Si un estudiante no se las sabe más
que un carpintero, habrá estado perdiendo el tiempo.
Por ello, y como dije antes, estuvieron de acuerdo en aguardar la ocasión
propicia.
Arreglado esto, Nicolás dio a los muslos de la muchacha un buen magreo; luego
la besó dulcemente, tomó su salterio y pulsó enardecido una alegre tonadilla.
Pero ocurrió que, un buen día, esta buena mujer interrumpió sus faenas
domésticas, se lavó la cara hasta que relució de limpia y se dirigió a la iglesia de su
parroquia para practicar sus devociones. Ahora bien, en aquella iglesia había un
sacristán llamado Absalón. Su rizado cabello brillaba como el oro y se extendía como
un gran abanico a cada lado de la raya que le recorría el centro de la cabeza. Era un
individuo enamoradizo en el sentido más amplio de la palabra. Tenía una tez rosada,
ojos grises de ganso y vestía con gran estilo, calzando medias y zapatos escarlatas
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con dibujos tan fantásticos como el rosetón de la catedral de San Pablo. La chaqueta
larga de color azul claro le sentaba muy bien: con encajes ribeteados, estaba cubierta
por un vistoso sobrepelliz de color blanco que semejaba un conjunto de retoños en
flor. A fe mía que era todo un buen mozo. Sabía hacer de barbero, sangrar y extender
documentos legales; sabía bailar en veinte estilos diferentes (pero siguiendo la moda
de aquellos días procedentes de Oxford, con las piernas que salían disparadas a uno y
otro lado); cantaba con un agudo falsete acompañándose de un violín de dos cuerdas.
También tocaba la guitarra. No había posada o taberna de la ciudad que no hubiera
animado con su visita, especialmente las que había con vivarachas muchachas de
mesón. Pero, para decir verdad, era un poco pesado: se tiraba ventosidades y tenía
una conversación latosa.
En aquel día festivo estaba de excelente humor cuando, al tomar el incensario, se
puso a escudriñar amorosamente a las mujeres de la parroquia mientras las incensaba;
dedicaba especial atención cuando miraba a la mujer del carpintero; era tan bella,
dulce y apetecible, que le parecía que podría pasarse toda la vida contemplándola. Si
ella hubiera sido un ratón y Absalón un gato, juro que se le hubiera arrojado encima
inmediatamente. Tan chalado estaba el zumbón sacristán, que no admitía donativos
de las mujeres al hacer la colecta; su buena educación se lo impedía, según
comentaba.
Aquella noche la Luna brillaba intensamente cuando Absalón cogió la guitarra
para ir a cortejar. Lleno de ardor, salió de su casa con mucho ánimo, hasta que llegó a
la casa del carpintero después del canto del gallo y se situó cerca de un ventanal que
sobresalía de la pared. Entonces cantó con voz baja y suave, acompañándose con su
guitarra:
Queridísima dama, escucha mi plegaria y apiádate de mí, por favor.
El carpintero se despertó y le oyó.
—Alison —dijo a su mujer—, ¿no oyes a Absalón cantando bajo el muro de
nuestro dormitorio?
Ella replicó:
—Sí, Juan; claro que oigo cada nota.
Las cosas prosiguieron como podéis suponer. El alegre Absalón fue a cortejarla
diariamente, hasta que se puso tan desconsolado, que no podía dormir ni de día ni de
noche. Se peinó sus espesos rizos y se acicaló, cortejándola por intermediarios, y
prometió que sería su esclavo, le hacía gorgoritos como un ruiseñor y le enviaba vino,
aguamiel, cerveza especiada y pasteles recién salidos del homo; le ofreció dinero,
pues ella vivía en una ciudad en la que había cosas que comprar. Algunas pueden ser
conquistadas con riquezas; otras, a golpes, y otras, finalmente, con dulzura y
habilidad.
En una ocasión, para que ella contemplara su talento y versatilidad, hizo el papel
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de Herodes en el escenario. Pero ¿de qué le sirvió todo eso? Tanto amaba ella a
Nicolás, que Absalón hubiera podido arrojarse al río; sólo recibía burlas por sus
desvelos. Por lo que ella convirtió a Absalón en un mono bufón y su devoción en
chanza. He aquí un proverbio que dice gran verdad: «Si quieres avanzar, acércate y
disimula. Un amante ausente no satisface su gula.»
Ya podía Absalón fanfarronear y desvariar, que Nicolás, sólo por estar presente,
lo desbancaba sin esfuerzo.
¡Vamos, espabilado Nicolás, muestra tu valor y deja a Absalón con su gimoteo!
Sucedió que un sábado el carpintero tuvo que ir a Oseney. Nicolás y Alison
convinieron que idearían alguna estratagema para engañar al pobre esposo celoso, de
modo que, si todo salía bien, ella pudiera dormir toda la noche en sus brazos, como
ambos deseaban. Sin decir ni una palabra, Nicolás, que ya no podía esperar más,
llevó silenciosamente a su aposento suficiente comida y bebida para un día o dos.
Entonces, Nicolás dijo a Álison que cuando su esposo preguntara por él, ella le
contestase que no le había visto en todo el día y que ignoraba dónde podía hallarse;
aunque creía que debía de haber caído enfermo, puesto que cuando la criada fue a
llamarle, él no había replicado, a pesar de las grandes voces que dio.
Así, Nicolás se quedó en su aposento, callado, durante todo el sábado, comiendo,
durmiendo, o haciendo lo que le daba la gana hasta que anocheció. Era la noche del
sábado al domingo. El pobre carpintero empezó a preguntarse qué diablos podría
ocurrirle a Nicolás:
—¡Por Santo Tomás, empiezo a temer que Nicolás no está nada bien! Espero,
Dios mío, que no haya fallecido repentinamente. Este es un mundo poco seguro, en
verdad: hoy mismo he presenciado cómo llevaban a la iglesia el cadáver de un
hombre al que había visto trabajando este lunes. Entonces dijo al muchacho que le
servía.
—Sube corriendo y grita a su puerta o golpéala con una piedra. Ve qué pasa y ven
enseguida a decirme qué es lo que hay.
El muchacho subió decidido las escaleras y voceó y aporreó la puerta del
aposento.
—¡Eh! ¿Qué hacéis, maese Nicolás? ¿Cómo podéis estar durmiendo todo el día?
Pero no sirvió de nada. No hubo respuesta. Sin embargo, en uno de los paneles
inferiores descubrió un agujero, que servía de gatera, y dio un vistazo al interior. Al
final logró ver a Nicolás sentado muy tieso y con la boca abierta como si tuviera
trastornado el juicio; por lo que bajó corriendo y explicó a su dueño inmediatamente
el estado en que le había encontrado.
El carpintero empezó a persignarse diciendo: —¡Ayúdanos, Santa Frideswide!
[106]. ¿Quién puede predecirnos lo que el destino nos depara? A este individuo le ha
sobrevenido una especie de ataque con este astrobolio[107] suyo. ¡Y sabía yo que algo
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le ocurriría! La gente no debe meter sus narices en los secretos divinos. ¡Bendito sea
el hombre que no sabe más que el Credo! Esto mismo es lo que le pasó a aquel otro
estudiante del astrobolio que salió a andar por los campos contemplando las estrellas
y tratando de adivinar el futuro. Cayó dentro de una almarga: algo que no previó. Sin
embargo, ¡por Santo Tomás que lo siento por el pobre Nicolás! Por Jesucristo, que
está en el cielo, que le voy a escarmentar de sus estudios, si es que yo valgo para
algo. Dame una vara, Robin; apalancaré la puerta mientras tú la levantas. Esto pondrá
fin a sus estudios, supongo.
Y se dirigió a la puerta del aposento. El criado era un muchacho muy fuerte, y la
puso fuera de sus goznes en un momento. La puerta cayó al suelo. Allí se hallaba
Nicolás sentado como si estuviera petrificado, con la boca abierta tragando aire. El
carpintero supuso que estaba en trance de desesperación; le agarró fuertemente por
los hombros y le sacudió con fuerza diciéndole:
—¡Eh, Nicolás! ¡Eh! ¡Baja la vista! ¡Despierta! ¡Acuérdate de la pasión de
Jesucristo! ¡Que el signo de la cruz te proteja de duendes y espíritus!
Entonces empezó a murmurar un encantamiento en cada uno de los cuatro
rincones de la casa y la parte exterior del umbral de la puerta:
Jesucristo, San Benito.
Los malos espíritus prohibid: espíritus nocturnos, huid del Padrenuestro[108].
Hermana de San Pedro, no abandones a este siervo vuestro.
Después de un rato, Nicolás el Espabilado suspiró profundamente y dijo:
—¡Ay! ¿Debe el mundo terminar tan pronto?
El carpintero contestó:
—¿De qué hablas? Conga en Dios, como el resto de los que ganan el pan con el
sudor de su frente.
A lo que replicó Nicolás:
—Vete a buscarme una bebida y te diré —en la más estricta confianza, te advierto
algo sobre un asunto que nos concierne a ambos. Te aseguro que no se lo diré a nadie
más.
El carpintero bajó y regresó con casi un litro de buena cerveza. Cuando cada uno
hubo bebido su parte, Nicolás cerró bien la puerta e hizo sentar al carpintero junto a
él diciéndole:
—¡Querido Juan, querido anfitrión!, me debes jurar aquí mismo y por tu honor
que nunca revelarás este secreto a nadie, pues te revelaré el secreto de Jesucristo, y
estás perdido si lo cuentas a otra alma. Pues éste será el castigo: si me traicionas, te
convertirás en un loco rematado.
—¡Que Jesucristo y su santa sangre me protejan! —repuso el ingenuo carpintero
—. No soy ningún boquirroto y, aunque está mal que lo diga, no soy nada locuaz.
Puedes hablar libremente: por Jesucristo que bajó a los infiernos: no lo repetiré a
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hombre, mujer o niño alguno.
—Pues bien, Juan —dijo Nicolas—. Te aseguro que no miento: por mis estudios
de astrología y mis observaciones de la Luna cuando brilla en el cielo, he averiguado
que durante la noche del próximo lunes, a eso de las nueve, lloverá de una forma tan
torrencial y asombrosa, que el diluvio de Noé quedará minimizado[109]. El aguacero
será tan tremendo —prosiguió—, que todo el mundo se ahogará en menos de una
hora, y la Humanidad perecerá.
Al oír eso, el carpintero exclamó:
—¡Pobre esposa mía! ¿Se ahogará también? ¡Ay, pobre Alison!
Quedó tan impresionado, que casi se desmayó.
—¿No puede hacerse nada? —preguntó.
—Sí, ya lo creo que sí —dijo Nicolás—; pero solamente si te dejas guiar por un
consejo experto, en vez de seguir ideas propias que te puedan parecer brillantes.
Como muy bien dice Salomón: «No hagas nada sin consejo, y te alegrarás de ello.»
Ahora bien, si actúas siguiendo mi buen consejo, te prometo que nos salvaremos los
tres, incluso sin mástil ni vela. ¿No sabes cómo Noé fue salvado cuando el Señor le
advirtió por anticipado que todo el mundo perecería bajo las aguas?
—Sí —dijo el carpintero—, hace mucho, muchísimo tiempo.
—¿No has oído también —prosiguió Nicolás— lo que le costó a Noé y a todos
los demás conseguir que su esposa subiera a bordo del arca? Me atrevo a asegurar
que, en aquellos momentos, hubiera dado lo que fuese para que ella tuviera una barca
sólo para ella. ¿Sabes qué es lo mejor que podríamos hacer? Esto requiere actuar con
rapidez, y en una emergencia no hay tiempo para parloteos ni retrasos. Corre y trae
enseguida a casa una amasadera o una gran tina poco profunda para cada uno de
nosotros tres y asegúrate que sean lo suficientemente grandes para poderlas utilizar
como barcas. Pon alimentos en ellas para un día, no necesitamos más, pues las aguas
retrocederán y desaparecerán a eso de las nueve de la mañana siguiente. Pero tu
muchacho Robin no debe saber nada de esto. Tampoco puedo salvar a Gillian, la
criada; no preguntes por qué, pues incluso si me lo preguntaras, no revelaría los
secretos de Dios. A menos que estés loco, debería ser suficiente para ti el ser
favorecido igual que el propio Noé. No te preocupes: salvaré a tu mujer. Ahora, vete
y busca bien.
»Cuando tengas las tres amasaderas, una para ella, una para mí y otra para ti, las
colgarás en lo alto del techo para que nadie se dé cuenta de tus preparativos. Cuando
hayas hecho lo que te he dicho y hayas colocado los alimentos en cada una de ellas,
no te olvides de coger un hacha para cortar la cuerda y poder huir cuando llegue el
agua, ni tampoco de practicar una abertura en la parte alta del tejado por el lado que
da al jardín, por donde se hallan los establos, para que podamos pasar por él. Cuando
haya terminado el diluvio, te aseguro que vas a remar tan alegremente como un pato
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blanco detrás de su pareja. Cuando grite: "¡Eh, Alison! ¡Eh, Juan! Animaos, las aguas
descienden", tú responderás: "Hola, maese Nicolás. Buenos días. Te veo muy bien,
pues es de día." Y entonces seremos los reyes de la Creación para el resto de nuestras
vidas, igual que Noé y su mujer.
»Pero te tengo que advertir una cosa: cuando embarquemos esa noche, procura
que ninguno de nosotros diga una sola palabra, o llame o grite, pues debemos rezar
para cumplir las órdenes divinas.
»Tú y tu mujer deberéis estar lo más alejados que podáis el uno del otro para que
no exista pecado entre vosotros, ni una sola mirada, y mucho menos el acto sexual.
Esas son tus instrucciones. Vete, y ¡buenas suerte! Mañana por la noche, cuanto todos
duerman, nos meteremos en nuestras amasaderas y permaneceremos allí sentados
confiando en que Dios nos libere. Ahora, vete. No tengo tiempo de seguir hablando
de esto. La gente dice: "Envía a un sabio y ahorra tu aliento." Pero tú eres tan listo,
que no necesitas que nadie te enseñe. Anda y salva nuestras vidas. Te lo ruego.
El ingenuo carpintero salió lamentándose y confió el secreto a su mujer, que ya
sabía la finalidad de todo el plan mucho mejor que él. Sin embargo, simuló estar
asustadísima.
—¡Ay! —exclamó—, apresúrate y ayúdanos a escapar, o pereceremos. Yo soy tu
esposa verdadera y legítima; por eso, querido esposo, vete y ayuda a salvar nuestras
vidas.
¡Qué poder tiene la fantasía! La gente es tan impresionable, que puede morir de
imaginación. El pobre carpintero empezó a temblar; creía realmente que iba a ver
cómo el diluvio de Noé llegaba arrollándolo todo para ahogar a su dulce mujercita,
Alison. Suspiró entrecortadamente, lloró, se lamentó y se sintió muy desgraciado.
Luego, después de haber encontrado una amasadora y un par de grandes tinas, las
metió subrepticiamente en la casa y, en secreto, las colgó de lo alto. Con sus propias
manos hizo tres escaleras de mano con todos sus peldaños para poder alcanzar las
tinas que colgaban de las vigas. Luego puso provisiones, tanto en la amasadera como
en las dos tinas, de pan, queso y una jarra de buena cerveza, en cantidad suficiente
para todo un día. Antes de ejecutar estos preparativos envió al muchacho que le
servía y a la criada a Londres a hacer unos recados. El lunes, cuando se acercaba la
noche, cerró la puerta sin encender las velas y comprobó que todo estuviera como es
debido. Un momento más tarde, los tres subieron a sus tinas respectivas y se sentaron
en ellas, permaneciendo inmóviles unos cuantos minutos.
—Ahora reza el Padrenuestro —dijo Nicolás—, y ¡chitón!
—¡Chitón! —respondió Juan.
—¡Chitón! —repitió Alison.
El carpintero rezó sus oraciones y permaneció sentado en silencio; luego oró
nuevamente, aguzando el oído por si oía llover.
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Tras un día tan fatigoso y ajetreado, el carpintero cayó dormido como un tronco a
eso del toque de queda, o quizá un poco más tarde. Unas pesadillas hicieron que
empezase a emitir sonidos quejumbrosos; pero como sea que su cabeza no
descansaba bien, pronto estuvo roncando ruidosamente. Nicolás bajó silenciosamente
por la escalera de mano, así como Alison, que se deslizó sin hacer ruido. Sin
pronunciar palabra se fueron al lecho en la que el carpintero solía dormir. Todo fue
alegría y jolgorio mientras Alison y Nicolás estuvieron allí acostados, ocupados en
gozar de los placeres de la cama, hasta que la campana comenzó a sonar para los
maitines y los frailes empezaron a cantar en el presbiterio.
Aquel lunes, Absalón, el sacristán herido de amor, suspirando de amor como de
costumbre, se divertía en Oseney con un grupo de amigos, cuando, casualmente,
preguntó a uno de los residentes en el claustro acerca de Juan, el carpintero. El
hombre le tomó aparte, fuera de la iglesia, y le dijo:
—No sé; no le he visto trabajando aquí desde el sábado. Creo que habrá ido a
buscar madera para el abad[110]; a este efecto, a menudo se ausenta y se queda en la
granja un día o dos. Quizá habrá ido a casa. No sé realmente dónde se halla.
Absalón pensó para sí con gran deleite: «Esta noche no es para dormir. Es cierto;
no le he visto salir de casa desde el amanecer. Como me llamo Absalón, al cantar el
gallo iré a golpear la ventana de su dormitorio y le declararé a Alison todo mi amor.
Espero que, por lo menos, podré besarla; de todas formas, y como me llamo Absalón,
seguro estoy que conseguiré alguna satisfacción. Mi boca me ha dolido todo el día:
buen augurio de que al menos la besaré. Pensar que he estado soñando toda la noche
que estaba en un banquete… Ahora haré una siesta de una o dos horas, y así esta
noche podré estar despierto y divertirme un poco.»
Al primer canto del gallo, este animoso amante se levantó y se vistió con sus
mejores galas. Antes de peinarse, masticó cardamomo y regaliz para que su aliento
fuera dulce y se colocó una hoja de zarza debajo de la lengua, pensando que esto le
haría atractivo. Luego se encaminó hacia la casa del carpintero y, silenciosamente, se
colocó debajo del ventanal (cuyo alféizar era tan bajo que le llegaba a la altura del
pecho) y en voz baja y medio reprimida, dijo:
—¿Dónde estás, dulce Alison, bonita, chatita, flor de canela? ¡Despierta, amor
mío, háblame! No pienses en mi infortunio; sin embargo, languidezco de amor por ti,
cuando te deseo tanto como el cordento ansía la ubre de su madre. De verdad, cariño,
estoy tan enamorado de ti, que suspiro por ti como una paloma enamorada y como
menos que una chiquilla.
—¡Aléjate de la ventana, mastuerzo! —respondió ella—. Por Dios que no vas a
tener mis besos; amo a otro —tonta sería si no le amase—, un hombre mucho mejor
que tú: Absalón. ¡Por amor de Dios, vete al diablo y déjame dormir, o te arrojaré una
piedra!
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—¡Córcholis y recórcholis! —repuso Absalón—. Jamás fue el amor verdadero
tan mal recibido. No obstante, ya que no puedo esperar nada mejor, bésame por amor
de Dios y por amor a mí.
—Prometes marcharte si lo hago? —le replicó ella.
—Sí, desde luego, amor mío —respondió Absalón.
—Entonces, prepárate —repuso ella—, que ahora vengo.
Y susurró a Nicolás:
—No hagas ruido, que podrás reír a gusto. Absalón se dejó caer de rodillas
diciendo:
—De todas formas salgo ganando, pues después del beso vendrá algo más,
espero. ¡Oh, cariño! Sé buena, chatita; sé amable conmigo.
Apresuradamente ella alzó el cerrojo de la ventana y dijo: —Vamos, acabemos de
una vez.
Y añadió:
—No te entretengas, que no quiero que algún vecino te vea. Absalón empezó por
secarse los labios. La noche era oscura como boca de lobo, negra como el carbón,
cuando ella sacó las posaderas por la ventana. Y sucedió que Absalón, antes de
comprobar lo que era, dio a su culo desnudo un sonoro beso. Pero retrocedió
inmediatamente: había algo que no concordaba bien, pues notó una cosa áspera y
peluda, y sabía que las mujeres no tienen barba.
—¡Uf! ¿Qué he hecho?
—¡Ja, ja, ja! —exclamó ella, y cerró la ventana de golpe. Absalón se quedó
meditando su triste caso.
—¡Una barba! ¡Una barba! —gritó Nicolás el Espabilado—. Por Dios, ésta sí que
es buena.
El pobre Absalón oyó todas las palabras y se mordió los labios de rabia. Se dijo a
sí mismo:
—¡Te haré pagar por esto!
¡Si supierais lo que Absalón frotó y restregó sus labios con polvo, arena, paja,
trapos y raspaduras!
—¡Que el diablo me lleve! Pero prefiero vengar este insulto antes que llegar a
poseer la ciudad entera —se repetía a sí mismo—. ¡Ay, si al menos me hubiera
echado para atrás!
Su ardiente amor se había enfriado y apagado. Desde el momento en que le besó
el culo, se le curó la enfermedad. No estaba ya dispuesto a dar un ochavo por una
mujer hermosa. Empezó a lanzar improperios contra las mujeres veleidosas, llorando
como un niño al que acababan de zurrar.
Lentamente cruzó la calle para visitar a un herrero amigo suyo, llamado maese
Gervasio, que hacía aperos de labranza en su forja. Estaba ocupado afilando rastrillos
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y rejas, cuando Absalón llamó con los nudillos diciendo:
—Abre, Gervasio, y deprisa, por favor. —¿Qué? ¿Quién esta ahí?
—Soy yo: Absalón.
—¡Cómo, Ábsalón! ¿Cómo es que estás levantando tan temprano? ¿Eh? ¡Dios
nos bendiga! ¿Qué te pasa? Alguna mujerzuela que te hace bailar al son que quiere,
supongo. ¡Por San Nedo! Sé lo que quieres decirme.
Absalón no le hizo caso y no soltó prenda, pues la cuestión era mucho más
complicada de lo que imaginaba Gervasio. Así que fue y le dijo:
—¿Ves aquel rastrillo al rojo que está allí junto a la chimenea, amigo? Pues
déjamelo; lo necesito para una cosa. Te lo devolveré enseguida.
Gervasio contestó:
—Por supuesto que te lo presto. Te lo prestaría aunque fuese de oro, o una bolsa
llena de soberanos. Pero, en nombre de Jesucristo, ¿para qué lo quieres?
—No te preocupes —repuso Absalón—. Cualquier día te lo explicaré.
Y cogió el rastrillo por el mango, que estaba frío. Muy silenciosamente salió por
la puerta y se dirigió al muro de la casa del carpintero. Primero tosió y luego llamó a
la ventana, igual que lo había hecho antes.
Alison respondió:
—¿Quién está ahí llamando? Seguro que es un ladrón.
—¡Oh, no! —dijo Absalón—. El cielo sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te
quiere tanto. Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en gloria esté. Es
muy bonito y está muy bien grabado. Te lo daré si me das otro beso. Nicolás, que se
había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que Absalón le besase el
culo antes de marcharse. Abrió rápidamente la ventana y, silenciosamente, asomó las
nalgas. A esto, Absalón dijo:
—Habla, chatita mía, que no sé dónde estás.
Entonces, Nicolás soltó un sonoro pedo, que resonó como un trueno. Absalón
quedó medio ciego por la explosion; pero, como tenía preparado el hierro candente,
lo aplicó al trasero de Nicolás. El ardiente rastrillo le chamuscó la parte posterior,
haciéndole saltar la piel en un ruedo del ancho de una mano. Nicolás creyó morir de
dolor, y en su angustia empezó a dar gritos frenéticamente diciendo:
—¡Socorro! ¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro!
El carpintero se despertó sobresaltado. Oyendo a alguien gritar «¡Agua!» como si
estuviese loco, pensó: «¡Ay! Ahí llega el diluvio de Noé»[111]; sin más, se levantó y
cortó la soga con el hacha. Todo se vino abajo, cayendo sobre los tableros del suelo,
donde quedó casi sin sentido.
Alison y Nicolás se levantaron de un salto y salieron a la calle gritando:
—¡Socorro, que quiere matarnos!
Todos los vecinos se acercaron corriendo a contemplar al atónito carpintero, que
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seguía echado en el suelo, pálido como un muerto. Pues, además, se había roto un
brazo en la caída. Sus problemas, sin embargo, no habían terminado todavía, pues tan
pronto intentó hablar, Alison y Nicolás le interrumpieron. Explicaron a todo el mundo
que estaba loco de atar: aterrorizado por un imaginario diluvio como el de Noé, había
comprado tres amasaderas y las había colgado de las vigas, rogándoles por el amor de
Dios que se sentasen allí con él y le hiciesen compañía.
Todos empezaron a reír de sus propósitos, mirando embobados hacia las vigas en
lo alto y chanceándose de sus apuros. Era inútil cuanto dijese el carpintero: nadie
podía tomarlo en serio. Juró y perjuró hasta tal punto, que toda la ciudad le creyó
loco. Los lugareños cultos, sin dudarlo, estuvieron de acuerdo en que estaba como
una regadera, y todos se rieron mucho de este asunto. Y así es cómo, a pesar de todos
sus celos y precauciones, la esposa del carpintero fue jodida, Absalón le besó su
hermoso culo y a Nicolás le marcaron el suyo con un hierro candente.
Así acaba esta historia, y que Dios nos proteja.
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Prólogo al cuento del administrador
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El cuento del administrador
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la sangre divina, aunque para ello tuviera que devorar a la Santa Madre Iglesia.
Por cierto, que mucha gente acudía a él con el trigo y la cebada de toda la
comarca circundante. En particular, había un gran colegio en Cambridge llamado
King's Hall[117], cuyo trigo y cebada molía. Un día sucedió que su administrador cayó
enfermo y pareció que iba a morir sin remedio. A consecuencia de ello, el molinero
empezó a robar cien veces más harina y trigo que antes. Hasta entonces él se había
contentado con una mesurada expoliación, pero ahora era ya un ladrón a la descarada.
El director se encolerizó y armó un zipizape, pero el molinero no cedió ni un ápice;
profirió amenazas y negó la acusación en redondo.
Ahora bien, en el colegio del que hablo había dos jóvenes estudiantes, unos tipos
testarudos dispuestos a todo. Simplemente por deseo aventurero, solicitaron del
director permiso para ir a ver moler el grano del colegio. Estaban dispuestos a jugarse
el cuello a que el molinero no conseguiría robarles, por la fuerza o por fraude, ni
media espuerta de trigo. Al final, el director cedió y les dio permiso. Uno de ellos se
llamaba Juan; el otro, Alano. Ambos habían nacido en la misma ciudad, un lugar
llamado Strotherl[118], situado muy al norte del país.
Alano cogió todas sus pertenencias y cargó un saco de grano sobre el caballo.
Luego, Juan y Alano partieron, cada uno con su buena espada y broquel al cinto. No
necesitaron guía, pues Juan conocía el camino. Cuando hubieron llegado al molino,
echaron el saco de grano al suelo.
Alano habló[119] en primer lugar:
—¡Ah de la casa! Hola, Simón. ¿Cómo están tu esposa y tu chica?
—Bienvenido, Alano —dijo Simkin—. ¡Por mi vida! ¡Si está aquí Juan también!
¿Cómo os van las cosas? ¿Qué os trae por aquí?
—¡Vive Dios! Nos trae, Simón, la necesidad, que no conoce leyes —dijo Juan—.
«Si no tienes sirviente, cuídate a ti mismo o eres un imbécil», como dicen los sabios.
Nuestro administrador esta a punto de morir de dolor de muelas, y por eso he venido
con Alano a que tritures nuestro grano para luego llevárnoslo a casa. Espero que te
des prisa en despacharnos.
—Ahora mismo lo haré; confiad en mí —dijo Simkin—. Pero ¿qué haréis
mientras estoy trabajando?
—Yo me situaré junto a la tolva —le replicó Alano— y miraré cómo entra el
grano. En mi vida he visto funcionar esta tolva tuya.
—Hazlo, Juan —repuso Alano—. Yo me pondré debajo para ver cómo la harina
cae en esa artesa. Creo que lo haré bien, puesto que tú y yo somos tan parecidos,
Juan. Soy tan mal molinero como tú.
El molinero sonrió para sí y pensó: «Esto es sólo una argucia: creen que nadie
puede burlarles; pero, a pesar de su inteligencia y filosofia, a fe de molinero que
lograré engañarles. Cuanto más inteligentes sean los trucos que utilicen, más les
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robaré al final. Incluso llegaré a darles salvado por harina. Como le dijo la yegua al
lobo "los que más saben no son los más listos". Me río yo de todo lo que han
aprendido en los libros.»
Cuando tuvo ocasión, se deslizó silenciosamente por la puerta y buscó el caballo
de los estudiantes hasta que lo halló atado a un espeso arbusto detrás del molino. Se
dirigió decididamente hacia la montura y le quitó la brida. Una vez suelto el animal,
caminó hacia el pantano en donde había unas yeguas salvajes en libertad, y dando un
relincho las persiguió a campo través.
El molinero regresó y no dijo una palabra; prosiguió con su trabajo haciendo
broma con los dos estudiantes hasta que todo el grano estuvo totalmente molido. Pero
cuando la harina estuvo en el saco y Juan salió y descubrió que el caballo no estaba
gritó:
—¡Socorro! ¡Socorro! El caballo se ha escapado. Por el amor de Dios, Alano,
muévete. Sal enseguida, hombre. Se nos ha extraviado el palafrén del director.
Alano se olvido de la harina, del trigo y de todo. La necesidad de no quitar ojo de
encima de las cosas se esfumó como por encanto.
—¿Cómo? ¿A dónde ha ido? —gritó.
La mujer del molinero entró corriendo y dijo:
—¡Ay! Vuestro caballo se ha ido con las yeguas salvajes del pantano, galopando
tan deprisa como podía. La mano que lo ató era inexperta. Debiste haber hecho un
nudo mejor con las riendas.
—¡Ay! —exclamó Juan—. Alano, desenvaina la espada; yo haré lo mismo. Dios
sabe que no valgo más que un corzo, pero, ¡vive Dios!, no se escapará a nosotros dos.
¿Por qué no lo pusiste en ese establo? ¡El diablo te lleve, Alano; eres un imbécil!
Y los dos simples salieron corriendo lo más rápidamente posible hacia el pantano.
Cuando el molinero observó que se habían ido, tomó dos arrobas de su harina y le
dijo a su mujer que con ella hiciese un pastel.
—Te aseguro que voy a dar un susto a esos estudiantes —le espetó—. Un
molinero puede chamuscar la barba de un estudiante, a pesar de los libros que hayan
leído. Déjales que corran. Contémplales y ve cómo se van. ¡Que jueguen los niños!
¡No van a recuperarlo fácilmente, por mis barbas!
Los pobres estudiantes corrían de acá para allá gritando: —¡Ojo! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
¡Ahí! ¡Vigila por detrás! Tú le silbas y yo le agarro.
En pocas palabras, por mucho que lo intentaron, el caballo corría tanto, que no
pudieron cogerlo hasta que al anochecer lo acorralaron en una zanja.
Los pobres Juan y Alano regresaron sudados y cansados como el ganado bajo la
lluvia. Decía Juan:
—¡Ojalá no hubiera nacido! Hemos sido burlados. Se ha reído de nosotros. Ha
robado nuestro grano, y todos nos llamarán tontos: el director, nuestros compañeros
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y, lo que es peor, también el molinero.
Así refunfuñaba Juan al caminar hacia el molino llevando a su bayardo de la
rienda. Encontraron al molinero sentado junto al fuego. Como era de noche y no
podían ir a ningún otro sitio, le rogaron al molinero que, por amor de Dios, les diese
comida y albergue a cambio de dinero.
Profirió el molinero:
—Si hay sitio, tendréis vuestra parte; pero ocurre que mi casa es muy pequeña.
Ahora bien, como vosotros habéis estudiado, sabréis cómo arreglároslas para
convertir un espacio de veinte pies de anchura en una milla. Ahora, veamos si el
espacio os conviene. Siempre lo podréis hacer mayor hablando, que es como arregláis
las cosas los que sois sabios.
—Oye, Simón —dijo Juan—, aquí nos tienes cogidos. Por San Cuzberto[120],
cómo te burlas de nosotros. Pero muy bien dice el proverbio: «Un hombre solamente
podrá tener una de estas dos cosas: o lo que encuentra o lo que trae.» Buen hombre,
por favor, acógenos y danos comida y bebida, que te pagaremos a tocateja. No puedes
cazar un halcón con las manos vacías. Mira; aquí están nuestras monedas, listas para
gastar.
El molinero les asó una oca y mandó a su hija a la ciudad a por pan y cerveza; ató
su caballo para que no se soltara de nuevo y les preparó una buena cama con sábanas
y mantas en su propia habitación, a menos de doce pies de su propio lecho.
Allí cerca, en el mismo aposento, su hija tenía una cama para ella sola. Era aquél
el mejor lugar que podían tener, por la simple razón de que no había ningún otro más
en la casa donde dormir. Cenaron, charlaron, hicieron jolgorio y bebieron toda la
cerveza que les vino en gana, hasta que hacia la medianoche se acostaron.
El molinero se había embriagado a fondo, pero la bebida no le había hecho subir
los colores, sino más bien estaba pálido; le sacudía el hipo y hablaba por la nariz
como si tuviera asma o un resfriado de cabeza. Se acostó junto con su mujer; ella
estaba alegre como un grajo, pues también se había remojado el gaznate. La cuna
estaba al pie de la cama para poder mecer al niño o darle de mamar. Cuando hubieron
terminado la jarra, la hija se fue directamente al lecho, seguida de Alano y Juan. No
quedó ni una gota de vino, y no tuvieron necesidad de ninguna poción para dormir. El
molinero la había cogido de órdago, pues roncó como un caballo mientras dormía,
dando ruidosos graznidos después de cada ronquido; pronto su mujer le acompañó en
el coro, metiendo más ruido que él, si cabe. Se les podía oír roncar a medio kilómetro
de distancia. Para no dejarles solos, la hija también roncaba a placer.
Después de escuchar esta sonora melodía, Alano dio un codazo a Juan y le dijo:
—¿Estás dormido? ¿Oíste alguna vez graznidos semejantes? ¡Vaya concierto! Así
les dé sarna. Es la cosa más horrible que he escuchado jamás. Y esto va de mal en
peor. Ya veo que no pegaré ojo en lo que queda de noche; pero no importa, todo será
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para bien, pues te aseguro, Juan, que intentaré trabajarme esa chica si puedo. La ley
nos permite alguna compensación, Juan, pues hay una ley que dice que si un hombre
es perjudicado de alguna forma, debe ser compensado de otra. No hay quien niegue
que nos robaron el grano. Hemos tenido mala suerte todo el día; pero como sea que
no da satisfacción por la pérdida que he tenido, me tomaré la compensación. ¡Por
Dios que va a ser así!
—Mira lo que haces, Alano —repuso Juan—. Ese molinero es un tipo de cuidado,
y si despierta de repente, puede darnos un disgusto.
—Una pulga me da más miedo que él —repuso Alano, quien se levantó y se
deslizó hasta donde se hallaba la chica, que estaba profundamente dormida panza
arriba, pero cuando lo vio, estaba tan cerca que era ya tarde para gritar. En otras
palabras, que pronto llegaron a un acuerdo. Pero dejemos a Alano divirtiéndose y
hablemos de Juan.
Juan se quedó donde estaba unos cuantos minutos y empezó a lamentarse.
—¡No le veo la diversión! —se dijo—. Solamente puedo decir que me han
tomado el pelo a fondo sin que, como mi compañero, obtenga algo a cambio. El, por
lo menos, tiene a la hija del molinero en sus brazos. Ha probado fortuna y le ha salido
bien, mientras yo sigo aquí acostado como un saco de patatas. Y cuando se cuente
esta aventura algún día, parecerá que he estado haciendo el imbécil. Me acercaré a
tomar fortuna y ¡que pase lo que Dios quiera!, como suele decirse.
Por lo que se levantó y, sin hacer ruido, se acercó a la cuna, la cogió y
sigilosamente la llevó al pie de su propia cama. Poco después, la mujer del molinero
dejó de roncar y se despertó. Se fue a orinar, regresó y no encontró la cuna. En la
oscuridad buscó a tientas aquí y allá, pero no la pudo localizar. «¡Dios mío! —pensó
—. Por poco me equivoco y me meto en la cama de los estudiantes. Dios me proteja,
pues me habría encontrado con un buen lío.»
Y siguió buscando hasta que localizó la cuna.
Entonces siguió tocando los objetos con las manos a tientas hasta que encontró la
cama, pensando que era la suya, pues la cuna estaba junto a ella. No sabiendo
exactamente dónde estaba, se introdujo en el lecho del estudiante. Se quedó quieta y
se hubiese dormido si Juan, cobrando vida, no se hubiera echado encima de la buena
mujer. Ésta pasó el mejor rato que había gozado en años, pues él la trajinó como un
loco, entrando a por uvas con fuerza. Así fue cómo los dos estudiantes lo pasaron tan
ricamente hasta bien avanzado el alba.
Por la mañana, Alano empezó a cansarse de tanto trabajo nocturno y susurró:
Adiós, dulce Molly; ya llega el día; no me puedo quedar más. Pero, por mi vida,
que mientras viva y respire seré tu hombre, dondequiera que esté.
—Entonces ve, cariño, y adiós —dijo ella—; pero te diré una cosa antes de irte:
cuando os marchéis a casa, al pasar frente al molino, detrás de la puerta, encontraréis
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un pastel hecho con dos arrobas de vuestra harina, que ayudé a mi padre a robar. ¡Que
Dios te bendiga y te proteja, cariño!
Y al decir esto casi se puso a llorar.
Alano se levantó y pensó: «Me deslizaré dentro de la cama de mi amigo antes de
que rompa el día.» Pero su mano tropezó con la cuna y pensó: «Dios mío, sí que
estoy errado. Mi cabeza me da vueltas después del trabajo de esta noche, y por esto
no sé caminar recto. Por la cuna, veo que me he equivocado de ruta. Aquí duermen el
molinero y su mujer.»
Así quiso el diablo que el estudiante se metiera en la cama en la que dormía el
molinero. Pensando que se metía al lado de su amigo Juan, se colocó al lado del
molinero, le echó el brazo alrededor del cuello y dijo en voz baja:
—Tú, Juan, imbécil, despierta, por Dios, y escucha, ¡por Santiago! Esta noche he
jodido a la hija del molinero tres veces, mientras tú has estado aquí hecho un flan,
temblando de frío.
—¿Qué has hecho, bandido? —gritó el molinero—. ¡Por Dios que voy a matarte,
mequetrefe, traidor! ¿Cómo te atreves a deshonrar a mi hija, ella que es de cuna tan
noble?
Y agarró a Alano por la nuez, quien a su vez se revolvió y le dio un puñetazo en
la nariz. Un chorro de sangre le bajó por el pecho, y los dos se revolcaron por el suelo
como dos cerdos en la pocilga, sangrando por la boca y la nariz, y se atizaron de lo
lindo hasta que el molinero tropezó con una piedra y cayó de espaldas sobre su mujer,
que no se había enterado de esta tonta pelea. Acababa de dormirse en los brazos de
Juan, que la había retenido toda la noche, pero la caída la despertó sobresaltándola.
—¡Socorro, Santa Cruz de Bromeholme![121] —exclamó—. A tus manos me
encomiendo, señor[122]. ¡Despierta, Simón! Tengo un diablo encima. Mi corazón
estalla. ¡Ayúdame, que me muero! Tengo a alguien sobre mi estómago y sobre mi
cabeza. ¡Ayúdame, Simkin! Estos malditos muchachos están peleándose.
Juan saltó de la cama lo más deprisa posible que pudo y, a tientas, buscó un palo
por la pared. La mujer del molinero se levantó también y, conociendo la habitación
mejor que Juan, pronto encontró uno apoyado junto a la pared. Por la débil luz que
daba la resplandeciente luna al filtrarse por la rendija de la puerta distinguió a la
pareja que estaba luchando, pero sin poder saber quién era quién, hasta que su vista
distinguió algo blanco. Suponiendo que eso blanco era el gorro de dormir de uno de
los estudiantes, se acercó con el palo con la intención de darle un buen estacazo a
Alano, pero le dio a su marido en plena calva, que cayó al suelo dando voces.
—¡Socorro, me han matado!
Los estudiantes le dieron una buena paliza y le dejaron tendido en el suelo.
Entonces se vistieron, recogieron su caballo y la harina y se fueron, no sin antes
detenerse en el molino para recobrar el pastel hecho con sus dos arrobas de harina.
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De esta manera el fanfarrón molinero recibió una buena paliza, perdió su paga por
moler el grano y tuvo que apoquinar todo lo que había costado la cena de Alano y
Juan y acabó cornudo y apaleado. Le jodieron a la mujer y a la hija. Este es el pago
que recibió por ser molinero y ladrón. Ya dice bien el proverbio: «Quien a hierro
mata, a hierro muere.» Los timadores, al final, acaban siendo ellos mismos timados.
Y Dios, que se halla con toda su majestad en la gloria, bendiga a todos los que me
han escuchado. Así he correspondido yo al molinero con mi cuento.
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