Un Tunel Bajo El Mundo
Un Tunel Bajo El Mundo
Un Tunel Bajo El Mundo
Pohl
Había sido el sueño más real que nunca hubiera tenido. Aún podía oír la
deflagración, la sacudida que lo había lanzado fuera de su cama, y la ardiente
vaharada que lo había invadido. Se sentó en la cama, y se sintió sorprendido al
ver el sol que penetraba a raudales por la ventana de su habitación.
—El desayuno está en la mesa —dijo Mary, tras un silencio—. ¿No necesitas
nada, de veras? Me había parecido oírte gritar.
—He tenido una pesadilla —dijo él, algo más seguro de sí mismo—. Ahora
bajo.
Mientras se duchaba, se dijo que aquel sueño había sido realmente fantástico.
Sin embargo, todo el mundo tenía pesadillas, y lo más frecuente era soñar en
explosiones. En aquellos treinta años de psicosis de la bomba H, ¿quién no había
soñado más de una vez en explosiones?
—Quizá —admitió—. Tienes que darte prisa, querido. Son casi las ocho y
media. Vas a llegar tarde a la oficina.
No conocía a nadie de entre los pasajeros del autobús, así que no se atrevió a
interrogar a nadie. Cuando bajó en la esquina de la Avenida Lehigh y la Calle
Quinta, estaba casi convencido en que toda la historia había sido un producto de
su imaginación.
—Muy bien, señor. —El hombre tomó un paquete de la estantería situada tras
él y lo depositó en el mostrador. Burckhardt no reconoció el envoltorio verde y
amarillo—. Pruebe éstos, señor —sugirió el hombre—. Ya me dirá que le pare-
cen. Contienen un ingrediente contra la tos. Ya sabe usted que los cigarrillos
normales acaban produciendo siempre irritación de garganta y tos.
—De acuerdo, no tengo nada que perder. Pero deme también de todos modos
un paquete de Chesterfield.
La puerta del ascensor se abrió dejando oír una nota suave. Burckhardt entró
junto con otras dos o tres personas, a las que saludó con una inclinación de
cabeza. Las puertas se cerraron y la nota musical se interrumpió para dejar paso
a la voz del locutor que, desde el techo de la cabina, dejaba oír los anuncios
publicitarios habituales.
Burckhardt había llegado a su planta, y salió del ascensor sin esperar al final.
Se sentía desconcertado. Ninguno de aquellos anuncios era de marcas conocidas.
Y además, en su confección había algo insólito.
La oficina parecía tan normal como siempre..., excepto que el señor Barth no
estaba en ella. La señorita Mitkin, la recepcionista, bostezaba delicadamente en
su escritorio, y afirmó no saber exactamente los motivos de su ausencia.
—Han telefoneado desde su casa —informó—. Han dicho que estará aquí
mañana.
—Quizá haya ido a la fábrica —supuso Burckhardt—. Está muy cerca de su
casa.
Según le había estado explicando Barth, cada una de las máquinas estaba
controlada por una computadora que reproducía en sus fríos circuitos
electrónicos la memoria e inteligencia de un ser humano. Era una idea
desagradable. Riendo, Barth había afirmado que no se trataba de una historia a lo
Frankenstein, y que nadie había acudido a violar cementerios para proporcionar
cerebros a las máquinas. Simplemente, se habían transferido las funciones de las
células cerebrales humanas a otras células constituidas por tubos de vacío. Esto
no hacía ningún daño a los seres humanos, y tampoco convertía a las máquinas
en monstruos.
—Puesto que el señor Barth no está, será mejor que nos turnemos para comer
—dijo—. Vaya usted primero.
—No dijo nada —la señorita Mitkin retocaba cuidadosamente sus labios con
ayuda de un kleenex—. Además, no fue su mujer quien llamó, sino su hija.
—Hola —dijo, dándose cuenta con desánimo que había perdido el autobús.
—No hay nada que hacer —murmuró, aparentemente para sí mismo. Inclinó
ligeramente la cabeza, con aire distraído, en dirección a Burckhardt, y giró sobre
sus talones.
No son los objetos que funcionan a la perfección los que crean la rutina de la
existencia, sino aquellos ligeramente defectuosos: la cadenilla de la puerta que se
engancha un poco, el conmutador de arriba en la escalera que hay que pulsar
más fuerte porque el muelle está algo gastado, la alfombra que inevitablemente
patina bajo tu pie desnudo.
Lo que intranquilizaba a Burckhardt no era tan sólo el hecho que ciertas cosas
no marcharan como siempre, sino el que estas variaciones eran absolutamente
inesperadas. Por ejemplo, el hecho que Barth no hubiera acudido a la oficina,
cuando hasta entonces no había faltado ni un solo día.
Había sido el sueño más real que nunca hubiera tenido. Aún podía oír la
deflagración, la ardiente vaharada que lo aplastaba contra la pared. No le pareció
normal encontrarse sentado en su cama, en una habitación perfectamente en
orden.
Su mujer subía las escaleras.
Fue interrumpida por un estruendo afuera. Parecía algo así como un mugir de
sirenas mezclado con un repicar de campanas, algo atronador. Los Burckhardt se
cruzaron una sorprendida mirada y luego corrieron a la ventana.
«¡Freezer Feckle!
¡Freezer Feckle!
sin ninguna interrupción. Varios rostros se asomaron en las ventanas. La voz era
realmente ensordecedora.
—¡Dios santo, ¿qué demonios es eso del Freezer Feckle?! —gritó Burckhardt
a su mujer por encima del estruendo.
—Supongo que una nueva marca de congeladores —dijo ella, sin excesiva
convicción.
El reinicio del ruido lo pilló por sorpresa, dándole la sensación de una fuerte
palmada en sus orejas. Una voz aguda y resonante, más sonora que las trompetas
del juicio final, aulló:
—¿Posee usted un congelador? ¡Es una mierda! Si no es un Freezer Feckle,
¡es una mierda! Si es un Freezer Feckle del año pasado, ¡es una mierda! Lo que
necesita usted es un Feckle de este año. ¿Sabe usted quien compra los congela-
dores Ajax? ¡Los imbéciles! ¿Sabe usted quien utiliza los congeladores
Triplefrío? ¡Los comunistas! ¡Tan sólo los Freezer Feckle de este año no son una
mierda! Así que ya lo saben. ¡Vayan corriendo a comprar un Freezer Feckle!
¡Aprisa, aprisa! ¡Corriendo a comprar un Freezer Feckle! ¡Aprisa! ¡Feckle!
¡Feckle! ¡Feckle!
Se tomó el Frosty Flip de dos sorbos. Era un aperitivo que hasta entonces le
había sido desconocido, pero tenía un gusto curioso que no era en absoluto
desagradable. Al menos, le había dicho el camarero al recomendárselo, refresca-
ba. Se prometió a sí mismo comprar una caja para casa. Estaba seguro que a
Mary le gustaría: a ella siempre le gustaban las cosas nuevas.
Vio a una chica joven que atravesaba el restaurante y se dirigía hacia él; se
levantó, indeciso. Era la chica más hermosa que jamás hubiera visto en Tylerton.
Le llegaba a la barbilla, tenía un cabello color trigo, y unas curvas..., bueno, vaya
curvas. Todo lo que llevaba encima de su esbelto cuerpo era un traje que se le
ajustaba casi como una malla elástica. Tuvo la impresión que él enrojecía cuando
ella le dirigió la palabra:
—Me llamo April Horn —dijo ella, sentándose a su lado y no al otro lado de
la mesa, donde él le indicaba—. Pero llámeme April, ¿quiere?
—Oh, no fue tan terrible como eso. Un poco ruidoso sí, pero nada más...,
April.
Burckhardt tosió.
Burckhardt llegó a su oficina con una hora de retraso. No había sido tan sólo
por culpa de la chica. Se había encontrado también con un hombrecillo llamado
Swanson, al que apenas conocía, pero que lo había parado en medio de la calle
con aire desesperado y finalmente se había ido sin decirle nada en concreto.
Además, por primera vez desde que Burckhardt trabajaba para la Contro,
Barth se había ausentado todo el día, dejándole la papeleta de rellenar las hojas
de los impuestos trimestrales. Pero eso no tenía realmente importancia. Lo
importante era que había firmado un pedido para un Freezer Feckle de 400 litros,
último modelo, descongelación automática, al precio de 625 dólares, con un
descuento de un 10 % «por toda esa terrible historia de esta mañana, señor
Burckhardt», había dicho April. ¿Cómo iba a explicarle eso a su mujer?
Pero no tuvo que preocuparse por ello. Apenas regresar a su casa, su mujer le
dijo:
Había sido un maldito día, pensó Burckhardt mientras subía a las habitaciones
para acostarse. Pero aquello aún no era el final. El conmutador de arriba en la
escalera se negó a funcionar. Se enfureció y lo pulsó repetidas veces con fuerza,
sin conseguir otra cosa que provocar un cortocircuito: todas las luces de la casa
se apagaron.
Allá donde había estado originalmente la vieja caja, el suelo del sótano relucía
de una forma extraña. Lo examinó a la luz de la linterna. Era metal.
—Diablos —murmuró. Agitó incrédulo la cabeza. Miró desde más cerca, pasó
experimentalmente un dedo por los bordes de la placa metálica. Se hizo un
profundo corte.
—¡Yo construí este bote hasta el último detalle! —gritó en voz alta.
Aquello era imposible. El 15 de junio había sido ayer. Era una fecha que no
podía olvidar, ya que era el último día para enviar las declaraciones trimestrales
de impuestos. Volvió a entrar en la casa y tomó el teléfono. Marcó el número de
Información Meteorológica. Una voz bien modulada estaba diciendo:
—... más frío, con algunas lloviznas. Barómetro en alza, alcanzando los 1040
milibares. Boletín meteorológico del día 15 de junio: Tiempo cálido y soleado.
Temperatura máxima...
—Pero Guy, ayer no se atascó el conmutador. Fui yo quien apagó las luces.
—Sé lo que me estoy diciendo, Mary —dijo Burckhardt, irritado—. Ven a ver
el conmutador.
—Buenos días —dijo con voz soñolienta—. El señor Barth no vendrá hoy.
Burckhardt fue a decirle algo, pero se contuvo. No podía saber que Barth
tampoco había acudido a la oficina el día anterior, pensó. En aquellos momentos
la señorita Mitkin estaba arrancando la hoja correspondiente al 14 de junio de su
calendario para dejar a la vista la del día de hoy: 15 de junio.
—¿Sí?
Otra larga pausa. Finalmente, con una voz triste y resignada, Swanson dijo:
Colgó.
Mientras esperaba a Swanson, una chica, con una falda transparente como las
que llevaban habitualmente las vendedoras de cigarrillos de los clubes
nocturnos, atravesó el restaurante llevando una bandeja llena de bombones de
chocolate envueltos con papel rojo.
El encargado estaba mirando a Burckhardt con aire suspicaz, así que éste se
sentó de nuevo y adoptó una actitud indiferente. No había sido en absoluto
incorrecto con la chica, pensó. Aunque quizás ella fuera un tanto estricta en sus
principios, pese a sus largas piernas desnudas bajo su falda transparente, y había
interpretado mal su actitud de levantarse.
La calle estaba llena de gente, pero nadie les prestaba atención. El aire era
frío. Pese al boletín meteorológico, pensó Burckhardt, parecía que estuvieran
más bien en octubre que en junio.
Se sentía un poco ridículo siguiendo a aquel Swanson, que huía de unos
enemigos indeterminados. ¿Adónde demonios le llevaba? Era probable que el
hombrecillo estuviera loco; lo que sí era cierto es que estaba aterrorizado. Y su
terror era comunicativo.
El restaurante tenía forma de L, con un segundo acceso por una calle lateral,
perpendicular a la primera. Atravesaron la calzada y se detuvieron en la otra
acera, bajo la marquesina de un cine. El rostro de Swanson pareció relajarse un
poco.
—Parece que los hemos despistado —hizo notar—. Vamos, ya estamos cerca.
El local estaba casi vacío, una típica sesión de tarde de un día entre semana.
La pantalla estaba llena de disparos y ruido de cabalgadas. Una aburrida
acomodadora apoyada en una barandilla de cobre les dirigió una indiferente
mirada y no se movió. Burckhardt siguió a Swanson, que lo arrastraba bajando
unos escalones de mármol recubiertos con una alfombra desgastada hacia el bar.
A un lado había una puerta que llevaba a los lavabos de caballeros, al otro una
que conducía a los lavabos de señoras, y al fondo una tercera puerta que indicaba
con letras doradas: DIRECCIóN. Swanson apoyó la oreja en el batiente,
escuchó, luego entreabrió la hoja y miró al interior.
Burckhardt le pisó los talones a través de una oficina desierta hasta otra
puerta, que debía conducir sin duda a un cuarto anejo, ya que no llevaba ninguna
indicación.
Pero no era ningún cuarto anejo. Swanson abrió con precaución la puerta,
echó una mirada cautelosa, e hizo una nueva seña a Burckhardt.
Swanson suspiró.
—Así que hay que empezar otra vez por el principio. Está bien. Hace como
unos dos meses, vino usted a llamar a mi puerta, muy tarde, por la noche.
Parecía como si hubiera recibido una paliza espantosa. Apenas se podía entender
lo que decía. Me suplicó que lo ayudara.
—¿Quién, yo?
—¿Desvanecimos?
Swanson asintió.
—Los dos a la vez. Como si nos hubieran golpeado en plena cabeza. Pero
dígame, ¿no fue eso también lo que le ocurrió ayer por la noche?
—Creo que sí. —Burckhardt asintió con la cabeza, con aire dubitativo.
—¿Y cuanto tiempo hace que se oculta usted cada noche en aquella estancia
secreta? —dijo.
La idea de Burckhardt era simple. Había una cosa de la que estaba seguro:
aquel túnel debía conducir a alguna parte. Marcianos o rusos, complots
fantásticos o alucinaciones histéricas, todo lo que había de anormal en Tylerton
debía tener una explicación. Y esa explicación sólo podía estar al final del túnel.
Entre los cuales se hallaba April Horn. Era tras haberla visto meterse
imprudentemente en una cabina telefónica de la que no había vuelto a salir que
Swanson había descubierto el túnel. Y también estaba el empleado del estanco
en el vestíbulo del inmueble donde trabajaba Burckhardt. Y muchos otros.
Swanson había descubierto a más de una docena.
Desde el momento en que supo dónde debía buscarlos, le fue fácil irlos
localizando. Puesto que eran los únicos en Tylerton cuyo papel cambiaba cada
día. Cuando Burckhardt tomaba cada mañana el autobús de las ocho horas y
cincuenta y un minutos, cada uno de los nuevos 15 de junio que no se
diferenciaban entre sí ni en un segundo, los ocupantes del vehículo eran siempre
los mismos. April Horn no era en cambio siempre la misma. Tan pronto aparecía
vestida con una falda transparente y distribuía cigarrillos o bombones, como iba
vestida igual que todo el mundo. Y a veces Swanson ni siquiera conseguía verla.
Tras cruzar una enorme nave y subir unos cuantos escalones, Burckhardt se
dio cuenta con sorpresa que se hallaban en la fábrica de Industrias Químicas
Contro.
Sin embargo, hoy todas las máquinas estaban paradas. Excepto algunos ruidos
inconcretos a lo lejos, no había el menor signo de vida. Los cerebros electrónicos
no enviaban ya sus órdenes. Los automatismos y los relés ya no actuaban.
Una docena de esos robots bastaban para hacer funcionar la fábrica sin
interrupción, veinticuatro horas cada día, siete días a la semana, sin olvidar nada,
sin cansarse nunca.
Habían atravesado toda la gran nave, y ahora los sonidos les llegaban
amplificados. No eran sonidos de máquinas, sino de voces. Burckhardt avanzó
lentamente hasta una puerta y arriesgó una mirada al otro lado.
Era una habitación más pequeña, con las paredes cubiertas de pantallas de
televisión. Ante cada batería de ellas se hallaba sentada una persona, hombre o
mujer, que miraba las pantallas y dictaba a un magnetófono. Cada pantalla mos-
traba una imagen distinta.
Era algo alucinante. Burckhardt hubiera querido quedarse allí e intentar hallar
una explicación, pero había demasiada gente. Cualquiera, en cualquier momento,
podía levantar los ojos y verle, o salir y tropezar con él.
Burckhardt le miró con aire ausente, absorto aún por lo que acababa de leer y
sus implicaciones. De pronto, como si finalmente las palabras de Swanson
hubieran llegado hasta su cerebro, exclamó:
Las Pruebas del grupo 47-K2 vienen en segundo lugar. Creemos aconsejable
repetirlas, apoyándonos en la misma motivación. Así podríamos establecer, para
las tres campañas mejor conseguidas, un estudio comparativo de las diferentes
técnicas de muestreo.
Burckhardt asintió.
—Sí, es absurdo, pero no hay nada en todo este asunto que no sea absurdo.
Tenemos que reconocer que la ciudad de Tylerton está reviviendo una vez tras
otra la misma jornada del 15 de junio. Hemos podido constatarlo con nuestros
propios ojos. O esto es la verdad, o entonces estamos todos locos. Una vez
admitamos que esa gente, sean quienes sean, son capaces de realizar algo así con
pleno éxito, todo lo demás se explica. Piense en ello, Swanson: están probándolo
todo hasta el menor detalle antes de lanzar sus campañas publicitarias. ¿Se da
cuenta de qué significa eso? Ignoro las cantidades de dinero que hay en juego
aquí, pero sé que existen algunas empresas que gastan de veinte a treinta
millones de dólares al año en publicidad. ¿Calcula usted lo que puede
representar eso para un centenar de sociedades? En el mejor de los casos,
actualmente, consiguen tan sólo reducir sus presupuestos en un diez por ciento.
Una miseria, créame. Pero si supieran por anticipado cual es el producto que se
venderá mejor, podrían reducir sus costos en un cincuenta por ciento, incluso
más. Lo cual representaría una economía de dos a trescientos millones de dólares
anuales. Aunque dedicaran un veinte por ciento de esa cantidad al
mantenimiento del «control» sobre Tylerton, seguirían haciendo un buen
negocio. Y el que hubiera conseguido ese control obtendría una ganancia sin
precedentes.
—¿Quiere decir entonces que no somos más que una especie de reflejos
condicionados?
—¿Y qué podemos hacer nosotros? —murmuró Swanson con voz débil.
Burckhardt dudó.
No tuvieron que esperar mucho. Habría transcurrido una media hora cuando
oyeron pasos acercándose. Burckhardt tuvo apenas tiempo de hacerle una seña a
Swanson antes de pegarse a la pared.
—Eso queda por ver —dijo, con una nota de triunfo en la voz. Se sentía
recompensado por todos los sufrimientos que había tenido que soportar hasta
entonces, las horas de terror, los momentos en que había creído que se había
vuelto loco. La boca de Dorchin se abrió mucho, sus ojos se desorbitaron. Lanzó
un sonido de interrogación, pero fue incapaz de formular su pregunta.
—Retiro todo lo dicho. Tenía usted razón. Está bien, Burckhardt: ¿qué es lo
que desea?
—Porque es cierto.
Dorchin pareció dudar. Iba a decir algo, pero la joven rubia a la que había
llamado Janet se interpuso entre él y la pistola.
—¡Apártese!
Burckhardt no quería matar: por eso apuntó a las piernas de Dorchin. Pero no
calculó el movimiento de la muchacha. La bala se alojó a la altura de su
estómago.
No podía sentir su pulso, pero, a través de sus rígidos dedos, percibió algo así
como una rítmica pulsación..., la pulsación de un mecanismo. Su respiración era
tan sólo como un silbido, acompañado con ligeros chasquidos. Sus ojos,
abiertos, miraban fijamente a Burckhardt. No había en ellos ni odio ni dolor, sino
tan sólo una profunda piedad.
Swanson emitió un sonido inarticulado, se dirigió al escritorio, y se sentó cara
a la pared. Burckhardt, de pie junto a la muñeca inarticulada que yacía en el
suelo, inclinado de nuevo hacia ella, no sabía qué hacer.
Y todas las pruebas habían estado ante sus ojos: la fábrica automática, con sus
cerebros transplantados. ¿Qué impedía transferir un cerebro humano a un robot
humanoide, dando a este último los rasgos y las características del individuo
original? ¿Y cómo podía saber ese robot que era un robot?
—¿Y nosotros?
—Su caso es distinto, señor Burckhardt. Yo trabajo aquí. Estoy a las órdenes
directas del señor Dorchin. Registro los resultados de las pruebas publicitarias,
estudio la forma de vivir de ustedes desde el momento mismo en que él les da la
vida. Lo hago porque yo elegí hacerlo, pero ustedes no tienen la posibilidad de
elegir. Porque..., ¿saben?..., todos ustedes están muertos.
»En primer lugar, estaban las casas en las que incluso los cerebros de sus
habitantes habían quedado destruidos. Fueron reconstruidas tan sólo las
fachadas, dejando el interior vacío. Los sótanos, por otro lado, no necesitaban ser
perfectos, y algunas calles no tenían excesiva importancia. De todos modos, los
experimentos no duran nunca más de un día..., siempre el mismo: el 15 de junio.
Y si alguien descubre algún detalle equivocado, no tendrá tiempo de asimilarlo e
ir atando cabos de tal modo que modifiquen los resultados de la prueba, ya que
todos los errores son borrados a medianoche.
»Este es el sueño, señor Burckhardt: este día del 15 de junio, ya que usted
nunca llegó a vivirlo realmente. Es un obsequio del señor Dorchin, un sueño que
le da cada día y que le retira cada noche, cuando dispone ya de todas las cifras
relativas a sus reacciones ante tal o cual variable en una campaña publicitaria.
Entonces los equipos de mantenimiento se extienden por ese túnel debajo de la
ciudad, y extraen el sueño de todos sus habitantes con ayuda de sus instrumentos
electrónicos.
—Sí —dijo el robot que era April Horn y que se llamaba Janet—. Pero
también le ha reportado millones. Y esto no es el final. Cuando descubra el
elemento clave que hace actuar a la gente de tal o cual manera, ¿imagina que va
a detenerse ahí?
—No dispare —dijo una voz tranquila. No era Dorchin, sino otro robot. Su
apariencia no había sido disimulada para hacerle parecer humano, sino que su
superficie metálica brillaba fríamente—. Quédese tranquilo, Burckhardt —dijo
con voz metálica—. No conseguirá nada usando la violencia. Deme esa arma
antes de causar más destrozos. Démela inmediatamente.
Burckhardt parpadeó.
—¡Usted no es Dorchin!
La voz del robot pareció manifestar por primera vez una cierta sorpresa:
—¿Castigarles? ¿Cómo?
Al otro lado de la puerta, Burckhardt se detuvo. Era una locura por parte de
Dorchin dejarle partir. Robot o ser de carne y huesos, víctima de un complot o
beneficiario de una resurrección, nadie iba a impedirle presentar una denuncia al
FBI o a la primera comisaría de policía que encontrara una vez salido del
imperio sintético de Dorchin. Seguro que las sociedades que le pagaban por los
resultados de sus pruebas publicitarias no tenían la menor idea de los satánicos
medios que empleaba para conseguirlos. Todo aquel tinglado iba a derrumbarse
apenas se supiera la verdad. Haciendo aquello Burckhardt arriesgaba su vida,
pero..., ¿qué era aquello, sino tan sólo una apariencia de vida? En aquel
momento no sentía ningún temor a la muerte.
Por su parte interior parecía una puerta normal. Pero apenas la abrió y salió al
exterior, el espectáculo lo dejó alucinado.
No era extraño que Dorchin le hubiera dejado partir libremente. Aquel camino
no conducía a ninguna parte. Pero un abismo como el que se abría a sus pies era
algo inimaginable, tanto como aquellos terribles soles que, por centenares,
lanzaban sus rayos contra él.
—Soy Dorchin. Y esta vez no se trata de un robot, sino del Dorchin en carne y
huesos hablándole a través de un micrófono. Ahora que ha podido darse cuenta
de la situación, ¿se mostrará razonable y dejará que el equipo de mantenimiento
se ocupe de usted?
—Bien —dijo Dorchin, con un suspiro—. Veo que ha terminado usted por
comprender. No hay ninguna salida, Burckhardt. Hubiera podido decírselo, pero
usted no me hubiera creído. Después de todo, Burckhardt, ¿qué me obligaba a
reconstruir la ciudad exactamente igual a como era antes? Yo soy un hombre de
negocios: tengo muy en cuenta los costos. Si hay que reconstruir exactamente a
escala real, lo hago. Pero en este caso no era imprescindible.
—¿Es usted un blando? ¿Es usted un inconsciente? ¿Va a dejar que los
políticos vendidos se apoderen del país? ¡No! ¿Va a dejar que nuestro país se
anegue otros cuatro años en la corrupción y en el crimen? ¡No! ¿Va a votar esta
vez sin dudarlo por el Partido Federal? ¡Sí! ¡Por supuesto que va a hacerlo!
Pero siempre está ahí. Sin descanso. Y su voz se deja oír, una vez tras otra,
cada día: el 15 de junio, y el 15 de junio, y el 15 de junio...
F I N
Revisión 2.