Un Tunel Bajo El Mundo

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Frederik

Pohl

EL TÚNEL BAJO EL MUNDO



1

Guy Burckhardt se despertó gritando en la madrugada del 15 de junio. Había


tenido un sueño.

Había sido el sueño más real que nunca hubiera tenido. Aún podía oír la
deflagración, la sacudida que lo había lanzado fuera de su cama, y la ardiente
vaharada que lo había invadido. Se sentó en la cama, y se sintió sorprendido al
ver el sol que penetraba a raudales por la ventana de su habitación.

—¿Mary? —llamó con voz estrangulada.

Su mujer no estaba a su lado. Las ropas de la cama estaban revueltas, como si


ella acabara de levantarse. El sueño había sido tan real que, instintivamente, bajó
la vista para comprobar que la explosión no hubiera arrojado a Mary al suelo.

No, no estaba en la habitación.

Las cosas tenían un aspecto tranquilo. El tocador, la mecedora, todo estaba en


su sitio habitual. No había ningún cristal roto, ninguna grieta en las paredes.

Por supuesto, no había sido más que un mal sueño.

—Guy, ¿me llamabas? —dijo su mujer desde el piso de abajo.

—No, no —dijo él, con voz poco firme.

—El desayuno está en la mesa —dijo Mary, tras un silencio—. ¿No necesitas
nada, de veras? Me había parecido oírte gritar.

—He tenido una pesadilla —dijo él, algo más seguro de sí mismo—. Ahora
bajo.

Mientras se duchaba, se dijo que aquel sueño había sido realmente fantástico.
Sin embargo, todo el mundo tenía pesadillas, y lo más frecuente era soñar en
explosiones. En aquellos treinta años de psicosis de la bomba H, ¿quién no había
soñado más de una vez en explosiones?

Incluso Mary había soñado en explosiones. Cuando le contó su pesadilla, ella


le interrumpió:

—¿Tú también? Yo he soñado lo mismo. Bueno, casi lo mismo. La verdad es


que no he oído realmente nada. Pero he soñado que algo me despertaba. Luego
se ha producido algo así como una breve detonación, y he recibido como un
golpe en la cabeza. Y eso ha sido todo. ¿Y tú?

—Bueno, ha sido algo diferente —dijo Burckhardt, carraspeando. Mary no era


exactamente lo que se dice una leona, de modo que decidió dejar a un lado toda
la serie de pequeños detalles que habían dado tanta realidad al sueño. ¿Para qué
hablar de aquella sensación de hundimiento de sus costillas, de aquella bola de
sal que cerraba su garganta, de la sensación de la muerte que estaba cerca?

Decidió aventurar una hipótesis:

—Bueno, seguramente se ha producido una explosión en alguna parte de la


ciudad —dijo—. La hemos oído mientras dormíamos, y nuestro subconsciente
ha desencadenado la pesadilla.

Mary le palmeó la mano con aire ausente.

—Quizá —admitió—. Tienes que darte prisa, querido. Son casi las ocho y
media. Vas a llegar tarde a la oficina.

Engulló el resto de su desayuno, besó a Mary, y salió apresuradamente, menos


para llegar a tiempo que para comprobar que su teoría era exacta.

Pero la pequeña ciudad de Tylerton ofrecía su aspecto habitual. En el autobús,


Burckhardt miró por las ventanillas, buscando en vano las huellas de alguna
explosión. Por el contrario, Tylerton estaba más alegre que nunca. El tiempo era
espléndido, el cielo estaba libre de nubes, las casas se veían limpias y hermosas.
Observó que habían repintado la fachada del edificio de Power and Ligth, el
único rascacielos de la ciudad. Era el tributo que había que pagar al hecho de
haber instalado en los límites de la ciudad la fábrica central de Industrias
Químicas Contro. Los vapores de sus enormes torres de destilación dejaban sus
huellas en las fachadas de todas las casas.

No conocía a nadie de entre los pasajeros del autobús, así que no se atrevió a
interrogar a nadie. Cuando bajó en la esquina de la Avenida Lehigh y la Calle
Quinta, estaba casi convencido en que toda la historia había sido un producto de
su imaginación.

Se detuvo en el estanco del vestíbulo del edificio donde trabajaba. Ralph no


estaba tras el mostrador.

—¿Dónde está el señor Stebbins? —preguntó al desconocido que ocupaba su


lugar.

—Hoy no se encontraba bien, pero seguramente volverá mañana. ¿Un paquete


de Marlin, señor?

—No, Chesterfield —corrigió Burckhardt.

—Muy bien, señor. —El hombre tomó un paquete de la estantería situada tras
él y lo depositó en el mostrador. Burckhardt no reconoció el envoltorio verde y
amarillo—. Pruebe éstos, señor —sugirió el hombre—. Ya me dirá que le pare-
cen. Contienen un ingrediente contra la tos. Ya sabe usted que los cigarrillos
normales acaban produciendo siempre irritación de garganta y tos.

—Nunca he oído hablar de esta marca —dijo Burckhardt con desconfianza.

—Claro que no. Es nueva. —Y al observar la reluctancia de Burckhardt,


añadió con tono persuasivo—: Pruébela, y si no le gusta, me trae usted el
paquete vacío y le devolveré su dinero. ¿De acuerdo?

Burckhardt se alzó de hombros.

—De acuerdo, no tengo nada que perder. Pero deme también de todos modos
un paquete de Chesterfield.

Mientras esperaba el ascensor, abrió el paquete de Marlin y encendió uno. No


eran malos, aunque no le gustaba que el tabaco fuera tratado con sustancias
químicas. Y tampoco tenía una alta opinión del sustituto de Ralph: si le decía lo
mismo a todo el mundo, el negocio se iba a resentir.

La puerta del ascensor se abrió dejando oír una nota suave. Burckhardt entró
junto con otras dos o tres personas, a las que saludó con una inclinación de
cabeza. Las puertas se cerraron y la nota musical se interrumpió para dejar paso
a la voz del locutor que, desde el techo de la cabina, dejaba oír los anuncios
publicitarios habituales.

Pero no, un momento, no se trataba de los anuncios habituales, pensó


Burckhardt. Hacía tanto tiempo que sufría aquel bombardeo publicitario que
apenas le prestaba atención. Pero en esta ocasión se sintió sorprendido por la
grabación emitida desde el subsuelo. Y no era tan sólo el hecho que las marcas
fueran distintas, sino también la forma en que eran anunciadas. Había una serie
de cancioncillas de ritmo sincopado acerca de unas bebidas no alcohólicas que
nunca había probado. Luego vino un diálogo de dos niños acerca de una marca
de chocolate, reforzado por una voz grave y definitiva: «¡Corra a comprar su
Chococrok! ¡Usted no sabrá pasarse sin él! ¡Ohhh, el delicioso sabor de
Chococrok!». Y luego una lánguida voz femenina: «¡Ay, si tuviera un Freezer
Feckle, el congelador definitivo! ¡Sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de
poseer un Freezer Feckle!».

Burckhardt había llegado a su planta, y salió del ascensor sin esperar al final.
Se sentía desconcertado. Ninguno de aquellos anuncios era de marcas conocidas.
Y además, en su confección había algo insólito.

La oficina parecía tan normal como siempre..., excepto que el señor Barth no
estaba en ella. La señorita Mitkin, la recepcionista, bostezaba delicadamente en
su escritorio, y afirmó no saber exactamente los motivos de su ausencia.

—Han telefoneado desde su casa —informó—. Han dicho que estará aquí
mañana.
—Quizá haya ido a la fábrica —supuso Burckhardt—. Está muy cerca de su
casa.

—Quizá —dijo ella indiferentemente, sin demasiada convicción.

—¡Pero hoy estamos a 15 de junio! —recordó repentinamente Burckhardt—.


¡Hoy es el último día de plazo para la declaración fiscal trimestral! ¡Necesito
absolutamente su firma!

La señorita Mitkin se alzó ligeramente de hombros, como para dar a entender


que aquello no le concernía. Tomó su lima de uñas y siguió con su manicura.

Exasperado, Burckhardt se sentó ante su escritorio. Por supuesto, él podía


firmar las declaraciones tanto como Barth, pero aquello no era su
responsabilidad. Era Barth quien debía tomarla, como gerente de Industrias
Químicas Contro. Por un instante pensó en telefonear a casa de Barth o a la
fábrica, pero desechó aquella idea. Siempre había considerado que no tenía nada
que ver con la gente de la fábrica, y cuanta menor relación tuviera con ella mejor
se sentía. Tan sólo había ido una vez con Barth a la fábrica, y la experiencia lo
había desconcertado y asustado: aparte de un puñado de directores e ingenieros,
el lugar estaba completamente desierto. Tan sólo había máquinas. Ni un alma
viviente, había dicho Barth. Burckhardt se estremeció al recordar aquellas
palabras.

Según le había estado explicando Barth, cada una de las máquinas estaba
controlada por una computadora que reproducía en sus fríos circuitos
electrónicos la memoria e inteligencia de un ser humano. Era una idea
desagradable. Riendo, Barth había afirmado que no se trataba de una historia a lo
Frankenstein, y que nadie había acudido a violar cementerios para proporcionar
cerebros a las máquinas. Simplemente, se habían transferido las funciones de las
células cerebrales humanas a otras células constituidas por tubos de vacío. Esto
no hacía ningún daño a los seres humanos, y tampoco convertía a las máquinas
en monstruos.

Tal vez fuera cierto, pensaba Burckhardt, pero aquello no mitigaba su


desagrado.
Apartó todas aquellas ideas malsanas de su cabeza, y se sumergió en la
declaración de impuestos. Estuvo verificando las cifras hasta el mediodía. Barth
lo hubiera hecho en diez minutos, utilizando su memoria o consultando su
registro personal, pensó irritadamente.

Metió los formularios en un sobre y se dirigió a la señorita Mitkin.

—Puesto que el señor Barth no está, será mejor que nos turnemos para comer
—dijo—. Vaya usted primero.

—Gracias. —Con un aire lánguido, la señorita Mitkin sacó su bolso de un


cajón y se empolvó la nariz.

Burckhardt le tendió el sobre.

—¿Será tan amable de echar esto al correo? No, espere. Me pregunto si no


será mejor telefonear antes al señor Barth. ¿Cree usted que su esposa sabrá
dónde se le puede localizar?

—No dijo nada —la señorita Mitkin retocaba cuidadosamente sus labios con
ayuda de un kleenex—. Además, no fue su mujer quien llamó, sino su hija.

—¿La chica? —Burckhardt frunció el ceño—. Creía que estaba en la escuela.

—Lo único que sé es que fue ella quien telefoneó.

Burckhardt regresó a su oficina y miró ceñudo el correo que estaba esperando


sobre la mesa. No le gustaban las pesadillas: le habían estropeado el día. Tendría
que haberse quedado en cama, como Barth.

Al regresar a su casa le ocurrió algo extraño. Había como una especie de


tumulto en la esquina donde solía tomar el autobús: alguien estaba gritando algo
acerca de una nueva marca de congeladores. De modo que prosiguió a pie hasta
la parada siguiente. Vio llegar el autobús y apresuró el paso. Pero alguien lo
llamó desde atrás por su nombre. Se volvió: un hombrecillo de aspecto taciturno
avanzaba hacia él.

Lo reconoció tras una breve vacilación. Era un hombre vagamente conocido,


llamado Swanson.

—Hola —dijo, dándose cuenta con desánimo que había perdido el autobús.

—Usted es Burckhardt, ¿verdad? —dijo Swanson, con voz vacilante y una


desesperada ansiedad pintada en su rostro. Parecía abrumado por algo.
Permaneció inmóvil frente a Burckhardt sin decir nada, espiando la reacción del
otro. Parecía estar esperando algo, pero su esperanza se desvaneció dejando paso
al abatimiento.

Parecía realmente estar buscando algo, esperando algo, pero Burckhardt


ignoraba el qué.

—Hola, Swanson —repitió Burckhardt, con una tosecilla.

Swanson no respondió, limitándose a exhalar un profundo suspiro.

—No hay nada que hacer —murmuró, aparentemente para sí mismo. Inclinó
ligeramente la cabeza, con aire distraído, en dirección a Burckhardt, y giró sobre
sus talones.

Burckhardt siguió con la mirada aquella silueta encorvada que se mezclaba


entre la gente. Este es un día extraño, pensó. Y no me gusta. Hay algo que no
marcha bien en él.

Tomó el siguiente autobús y se puso a reflexionar. Nada terrible había


ocurrido, nada desastroso, pero había una serie de incidentes que rompían
constantemente la cotidianeidad. Uno tiene su vida como todo el mundo, edifica
todo un conglomerado de impresiones, una cadena de reacciones. Uno prevé las
cosas. Cuando abre el armario de su baño espera encontrar la maquinilla de
afeitar en el segundo estante. Cuando cierra la puerta de entrada sabe que tendrá
que empujar ligeramente la hoja para que la llave gire en la cerradura.

No son los objetos que funcionan a la perfección los que crean la rutina de la
existencia, sino aquellos ligeramente defectuosos: la cadenilla de la puerta que se
engancha un poco, el conmutador de arriba en la escalera que hay que pulsar
más fuerte porque el muelle está algo gastado, la alfombra que inevitablemente
patina bajo tu pie desnudo.

Lo que intranquilizaba a Burckhardt no era tan sólo el hecho que ciertas cosas
no marcharan como siempre, sino el que estas variaciones eran absolutamente
inesperadas. Por ejemplo, el hecho que Barth no hubiera acudido a la oficina,
cuando hasta entonces no había faltado ni un solo día.

Durante toda la cena siguió reflexionando. Más tarde, en casa de los


Dennerman, y pese a los esfuerzos de su mujer por interesarle en la partida de
bridge, siguió pensativo y ausente. Sin embargo, Anne y Farley Dennerman eran
viejos amigos. Aunque esta noche parecían también extraños y pensativos.
Apenas prestó atención a Farley, que se quejaba de lo mal que funcionaba el
teléfono, ni a su mujer, que criticaba la mala calidad de las emisiones
publicitarias de la televisión.

Burckhardt estaba a punto de batir el récord mundial del ensimismamiento


cuando, a medianoche, tendido en su cama, se hundió con una brusquedad de la
que tuvo una sorprendente y repentina consciencia en un sueño extraño, profun-
do y sin ningún recuerdo.

Burckhardt se despertó gritando en la madrugada del 15 de junio.

Había sido el sueño más real que nunca hubiera tenido. Aún podía oír la
deflagración, la ardiente vaharada que lo aplastaba contra la pared. No le pareció
normal encontrarse sentado en su cama, en una habitación perfectamente en
orden.
Su mujer subía las escaleras.

—Querido, ¿ocurre algo? —preguntó.

—No, nada, tan sólo un mal sueño —murmuró.

Ella se relajó, con una mano sobre el corazón.

—Me has dado un susto... —dijo, entre aliviada e irritada.

Fue interrumpida por un estruendo afuera. Parecía algo así como un mugir de
sirenas mezclado con un repicar de campanas, algo atronador. Los Burckhardt se
cruzaron una sorprendida mirada y luego corrieron a la ventana.

No había ningún ensordecedor coche de bomberos avisando de su presencia.


Se trataba tan sólo de una camioneta que avanzaba lentamente a lo largo de la
calle, con una batería de altavoces puestos en círculo sobre su capota. De allí
surgían los ensordecedores mugidos de sirenas, entremezclados con el pulsar de
enormes máquinas y el repicar de grandes campanas. Se trataba de una
grabación que reproducía con la máxima fidelidad la llegada de toda una brigada
de bomberos a un incendio de la máxima importancia.

—¡Pero Mary, esto es ilegal! —exclamó Burckhardt, estupefacto—. ¿Sabes lo


que están haciendo? ¡Están pasando una grabación de una alerta de incendio de
primer orden! ¿Qué demonios significa esto?

—Quizá se trate de una broma —aventuró su mujer.

—¿Una broma? ¿Despertar a todo el vecindario a las seis de la madrugada? —


Agitó la cabeza—. La policía va a estar aquí en menos de diez minutos, ya verás.

Pero la policía no apareció, ni a los diez minutos ni luego. Los bromistas,


fueran quienes fuesen, parecían tener autorización para dedicarse a sus
distracciones favoritas.

El vehículo se inmovilizó en medio de la calle, y durante algunos minutos se


hizo el silencio. Luego los altavoces chirriaron y una potente voz aulló:

«¡Freezer Feckle!

¡Freezer Feckle!

¡Adquieran ahora ya...

...su Freezer Feckle!

¡Feckle, Feckle, Feckle,

Feckle, Feckle, Feckle...!»

sin ninguna interrupción. Varios rostros se asomaron en las ventanas. La voz era
realmente ensordecedora.

—¡Dios santo, ¿qué demonios es eso del Freezer Feckle?! —gritó Burckhardt
a su mujer por encima del estruendo.

—Supongo que una nueva marca de congeladores —dijo ella, sin excesiva
convicción.

De pronto, el ruido cesó tan bruscamente como había empezado. La camioneta


permanecía inmóvil. Todo estaba aún bañado por la incierta luz del amanecer,
con los primeros rayos del sol derramándose horizontalmente por encima de los
tejados. Era difícil imaginar que hacía apenas un instante la silenciosa calle
bramaba con el nombre de un nuevo congelador.

—Esta publicidad es estúpida —dijo Burckhardt, irritado—. Será mejor que


me vista. Acaban de estropearme el resto de la noche... —Bostezó y se apartó de
la ventana.

El reinicio del ruido lo pilló por sorpresa, dándole la sensación de una fuerte
palmada en sus orejas. Una voz aguda y resonante, más sonora que las trompetas
del juicio final, aulló:
—¿Posee usted un congelador? ¡Es una mierda! Si no es un Freezer Feckle,
¡es una mierda! Si es un Freezer Feckle del año pasado, ¡es una mierda! Lo que
necesita usted es un Feckle de este año. ¿Sabe usted quien compra los congela-
dores Ajax? ¡Los imbéciles! ¿Sabe usted quien utiliza los congeladores
Triplefrío? ¡Los comunistas! ¡Tan sólo los Freezer Feckle de este año no son una
mierda! Así que ya lo saben. ¡Vayan corriendo a comprar un Freezer Feckle!
¡Aprisa, aprisa! ¡Corriendo a comprar un Freezer Feckle! ¡Aprisa! ¡Feckle!
¡Feckle! ¡Feckle!

Se produjo una pausa. Burckhardt tragó saliva y se humedeció los labios.

—Quizá sería mejor avisar a la policía —dijo a su mujer.

Entonces los altavoces estallaron de nuevo. Era un efecto deliberado. La


misma voz de antes aulló:

—¡Feckle! ¡Feckle! ¡Feckle! ¡Feckle! ¡Feckle! Los congeladores baratos


estropean sus alimentos. Se pondrá usted enfermo y vomitará... Se pondrá usted
enfermo y se morirá... ¿No ha notado usted, cuando saca un alimento de su
congelador, que está negruzco, estropeado..., podrido? ¡Por eso tiene que
comprar un Feckle, Feckle, Feckle! No irá a comer usted alimentos hediondos,
¿verdad? ¿No? Entonces piénselo: Feckle no es un simple congelador, es un...
¡Freezer! ¡Entre en contacto con Feckle! ¡Feckle! ¡Feckle! ¡Feckle!

Aquello era ya demasiado. Con manos temblorosas, Burckhardt marcó el


número del puesto de policía más próximo. Comunicaba. Sin duda no era él el
único que había tenido aquella idea. Mientras marcaba por segunda vez, el ruido
cesó.

Miró a través de la ventana. La camioneta había desaparecido.

Burckhardt se aflojó el nudo de la corbata y pidió al camarero un segundo


Frosty Flip. Si tan sólo no hiciera tanto calor en el interior de la cafetería Crystal.
Las paredes habían sido repintadas recientemente de color rojo escarlata y ama-
rillo limón. El resultado no era de lo más afortunado, pero si al menos no se
obstinaran en creer que estaban en enero en vez de en junio. La temperatura era
sofocante, como mínimo diez grados más alta que en la calle.

Se tomó el Frosty Flip de dos sorbos. Era un aperitivo que hasta entonces le
había sido desconocido, pero tenía un gusto curioso que no era en absoluto
desagradable. Al menos, le había dicho el camarero al recomendárselo, refresca-
ba. Se prometió a sí mismo comprar una caja para casa. Estaba seguro que a
Mary le gustaría: a ella siempre le gustaban las cosas nuevas.

Vio a una chica joven que atravesaba el restaurante y se dirigía hacia él; se
levantó, indeciso. Era la chica más hermosa que jamás hubiera visto en Tylerton.
Le llegaba a la barbilla, tenía un cabello color trigo, y unas curvas..., bueno, vaya
curvas. Todo lo que llevaba encima de su esbelto cuerpo era un traje que se le
ajustaba casi como una malla elástica. Tuvo la impresión que él enrojecía cuando
ella le dirigió la palabra:

—¿Señor Burckhardt? —su voz parecía la llamada de un lejano tam-tam—.


Me alegra tanto que acceda a escucharme después de todo lo de esta mañana.

—Oh, no, en absoluto. ¿Quiere sentarse, señorita...?

—Me llamo April Horn —dijo ella, sentándose a su lado y no al otro lado de
la mesa, donde él le indicaba—. Pero llámeme April, ¿quiere?

Le gustan los perfumes agresivos, pensó Burckhardt, notando que sus


facultades mentales se ablandaban como la mantequilla al sol. Era desleal
utilizar un perfume así cuando se tenían esos encantos naturales... Recuperó el
aplomo, pero ya era demasiado tarde: acababa de encargar dos filetes mignon, y
el camarero se alejaba ya hacia las cocinas. Intentó llamarlo, pero la muchacha
puso una mano sobre la de él.

—Por favor, señor Burckhardt —dijo, arrimándose a él y mirándole con unos


ojos que rebosaban ternura y solicitud—. La Sociedad Feckle le invita. Por
favor, acepte. Es lo menos que le deben. —Sintió que la mano de ella se
deslizaba en su bolsillo—. Es para la comida —susurró con voz de conspiradora
—. No lo rechace, por favor. Quiero decir, pague usted..., en algunas cosas tengo
ideas un poco anticuadas, ¿sabe? —Sonrió, y adoptó un tono de mujer de
negocios—. Al fin y al cabo, Feckle va a salir ganando con ello. ¿Sabe?, podría
usted demandarles por haber turbado de aquella manera su sueño, y sacarles una
buena cantidad de dinero...

Sorprendido por aquel torrente de palabras, como si acabara de ver a un


prestidigitador hacer desaparecer un conejo dentro de un sombrero de copa,
Burckhardt murmuró:

—Oh, no fue tan terrible como eso. Un poco ruidoso sí, pero nada más...,
April.

Los azules ojos de ella se abrieron admirativos.

—Oh, señor Burckhardt, estaba segura que usted lo comprendería. ¿Sabe?,


vendemos un congelador tan fan-tás-ti-co, que algunos de nuestros empleados
toman por su cuenta iniciativas no del todo correctas. Desde que la Dirección
supo lo que había pasado, ha enviado a una serie de representantes a pedir
disculpas a todas las casas de la zona. Su esposa nos ha dicho por teléfono dónde
podíamos localizarle. Soy tan feliz porque haya aceptado comer conmigo. Eso
me permitirá pedirle disculpas por lo ocurrido. Francamente, señor Burckhardt,
se trata de veras de un magnífico congelador. No debería decírselo —la
muchacha bajó los ojos—, pero haría prácticamente cualquier cosa por los
congeladores Feckle. Es mucho más que un empleo para mí. —Levantó de
nuevo los ojos. Era adorable—. Imagino que me considerará usted tonta,
¿verdad?

Burckhardt tosió.

—Entiendo, es usted demasiado indulgente —dijo ella—. No se sienta


obligado a mostrarse educado, seguro que debe pensar que todo esto es estúpido.
Pero estoy segura que cambiaría de opinión si conociera usted un poco mejor los
Feckle... Espere, le daré un folleto...

Burckhardt llegó a su oficina con una hora de retraso. No había sido tan sólo
por culpa de la chica. Se había encontrado también con un hombrecillo llamado
Swanson, al que apenas conocía, pero que lo había parado en medio de la calle
con aire desesperado y finalmente se había ido sin decirle nada en concreto.

Además, por primera vez desde que Burckhardt trabajaba para la Contro,
Barth se había ausentado todo el día, dejándole la papeleta de rellenar las hojas
de los impuestos trimestrales. Pero eso no tenía realmente importancia. Lo
importante era que había firmado un pedido para un Freezer Feckle de 400 litros,
último modelo, descongelación automática, al precio de 625 dólares, con un
descuento de un 10 % «por toda esa terrible historia de esta mañana, señor
Burckhardt», había dicho April. ¿Cómo iba a explicarle eso a su mujer?

Pero no tuvo que preocuparse por ello. Apenas regresar a su casa, su mujer le
dijo:

—Me pregunto si no valdría la pena comprar un nuevo congelador, querido.


Ha venido un hombre a pedir disculpas por todo ese ruido; hemos empezado a
hablar, y...

En resumen: ella había firmado también un pedido para un congelador último


modelo, etc., etc., etc.

Había sido un maldito día, pensó Burckhardt mientras subía a las habitaciones
para acostarse. Pero aquello aún no era el final. El conmutador de arriba en la
escalera se negó a funcionar. Se enfureció y lo pulsó repetidas veces con fuerza,
sin conseguir otra cosa que provocar un cortocircuito: todas las luces de la casa
se apagaron.

—¿Los fusibles? —dijo su mujer con voz soñolienta, mientras él maldecía en


voz baja—. Oh, déjalo para mañana por la mañana.

Burckhardt negó con la cabeza.

—Ve a acostarte. Lo arreglo en un momento.


La verdad era que no tenía el menor deseo de cambiar el fusible, pero se sentía
demasiado agitado para dormirse. Desmontó el conmutador con un
destornillador, fue a tientas hasta la cocina, encontró una linterna, bajó al sótano,
tomó un fusible de recambio, desplazó un caja vieja para subirse a ella, vio cuál
era el fusible que había saltado, y lo cambió. Sobre su cabeza, en la cocina, oyó
el tranquilizante sonido de la nevera de nuevo en funcionamiento.

Se dirigía ya hacia la escalera para abandonar el sótano cuando algo lo hizo


inmovilizarse bruscamente.

Allá donde había estado originalmente la vieja caja, el suelo del sótano relucía
de una forma extraña. Lo examinó a la luz de la linterna. Era metal.

—Diablos —murmuró. Agitó incrédulo la cabeza. Miró desde más cerca, pasó
experimentalmente un dedo por los bordes de la placa metálica. Se hizo un
profundo corte.

Tomó un martillo y golpeó en varios lugares el suelo de cemento del sótano.


La delgada capa saltó fácilmente: debajo todo era metal.

Siguió golpeando, y se estremeció. Incluso los ladrillos de las paredes no eran


más que un decorado ocultando planchas de metal. Todo el sótano no era más
que una gran caja de cobre.

Aterrado, probó con las columnas de cimentación. Estas al menos sí eran de


madera. Y los cristales de las ventanas eran auténtico cristal.

Se chupó la herida del pulgar, de donde manaba abundante sangre, y golpeó


con el martillo el primer peldaño de la escalera. También era madera. Luego
probó los ladrillos bajo la caldera de la calefacción: también eran ladrillos. Pero
las paredes y el suelo eran de cobre. Parecía como si alguien hubiera reforzado la
casa con un armazón metálico y luego se hubiera preocupado de disimular
cuidadosamente su obra.

Su sorpresa alcanzó cotas inauditas cuando tuvo la idea de ir a mirar bajo el


casco de un bote que ocupaba el fondo del sótano, reliquia de una época, dos
años antes, en que se había dedicado furiosamente al bricolage. El casco inver-
tido parecía completamente normal, pero una vez dado la vuelta descubrió con
asombro que en lugar de bancos, travesaños y refuerzos tan sólo había un
amasijo de tablones de sustentación tremendamente mal desbastados.

—¡Yo construí este bote hasta el último detalle! —gritó en voz alta.

Se apoyó en el bote, sintiendo que la cabeza le daba vueltas. Estaba intentando


desesperadamente comprender. Aquello superaba todo lo imaginable: alguien
había tomado su bote, su sótano y quizá tal vez toda su casa y la había re-
construido de punta a rabo, con una minuciosa perfección..., al menos en su parte
visible.

—Esto es demencial —murmuró, paseando el haz de su linterna a todo su


alrededor—. ¿Qué demonios significa?

Permaneció unos instantes inmóvil, intentando serenarse, y luego volvió a


mirar el interior del bote, esperando que su imaginación le hubiera gastado antes
una mala pasada. Pero no, los maderos burdamente desbastados y clavados sin el
menor orden no habían cambiado de aspecto. Se metió bajo el casco y tocó los
ásperos maderos. Increíble. Apagó la linterna e intentó salir de debajo del bote.
No lo consiguió. De repente se sintió invadido por un profundo cansancio.

Intentó rebelarse, con la oscura sensación que alguien estaba intentando


forzarle a algo que él no quería. Pero no lo consiguió. Muy a pesar suyo, se
durmió.

Guy Burckhardt se despertó en la madrugada del 16 de junio en una postura


incómoda, acurrucado bajo el casco de su bote, en el sótano de su casa. Subió
apresuradamente la escalera, y muy pronto se dio cuenta que aquella era la
madrugada..., del 15 de junio.
Su primer cuidado había sido investigar febrilmente el casco del bote, el suelo
del sótano, las paredes de falsos ladrillos. Nada había cambiado con relación a la
víspera. Todo aquello era increíble.

La cocina estaba tranquila como siempre. El reloj tictaqueaba normalmente.


Señalaba las seis. Muy pronto Mary iba a despertarse.

Burckhardt abrió la puerta de entrada y miró al exterior. La calle estaba


tranquila. El periódico estaba caído junto a los peldaños; lo tomó y miró la
fecha: 15 de junio.

Aquello era imposible. El 15 de junio había sido ayer. Era una fecha que no
podía olvidar, ya que era el último día para enviar las declaraciones trimestrales
de impuestos. Volvió a entrar en la casa y tomó el teléfono. Marcó el número de
Información Meteorológica. Una voz bien modulada estaba diciendo:

—... más frío, con algunas lloviznas. Barómetro en alza, alcanzando los 1040
milibares. Boletín meteorológico del día 15 de junio: Tiempo cálido y soleado.
Temperatura máxima...

Colgó. Día 15 de junio.

—Dios Santo —murmuró con tono suplicante. Estaban pasando cosas


demasiado extrañas. Oyó el despertador en su cuarto, y se precipitó escaleras
arriba.

Mary Burckhardt, sentada en la cama, tenía la expresión aterrada de alguien


que acaba de despertar de una pesadilla.

—Oh —suspiró, cuando su marido entró en la estancia—. Querido, acabo de


tener una pesadilla atroz. Fue como una explosión, y luego...

—¿Todavía? —dijo Burckhardt sin la menor compasión—. Mary, aquí está


ocurriendo algo extraño. Ayer, durante todo el día, tuve la sensación que algo
marchaba mal... —le contó que el sótano era una caja de cobre con un recubri-
miento imitando cemento y ladrillos, que su bote había sido sustituido por otro
que lo imitaba pero tan sólo en su parte externa. Mary se mostró primero
sorprendida, luego alarmada.
—¿Estás seguro? —preguntó, con una extraña suavidad en la voz—. Hace una
semana limpié el sótano y no descubrí nada anormal.

—Estoy completamente seguro —dijo él—. La arrastré hasta la pared para


subirme y cambiar el fusible tras la avería de anoche, y...

—¿Qué avería? —preguntó Mary, con voz alarmada.

—Cuando saltó el fusible. Ya sabes, el conmutador de arriba de la escalera se


atascó, y tuve que bajar al sótano para...

—Pero Guy, ayer no se atascó el conmutador. Fui yo quien apagó las luces.

—Sé lo que me estoy diciendo, Mary —dijo Burckhardt, irritado—. Ven a ver
el conmutador.

La arrastró por el descansillo para mostrarle con un gesto teatral el


conmutador desmontado..., sólo que el conmutador no estaba desmontado. Sin
acabar de creer en sus ojos, lo pulsó: la luz brilló alegremente en los dos pisos de
la casa.

Mary, pálida e inquieta, bajó a la cocina para preparar el desayuno. Burckhardt


permaneció un largo rato contemplando el conmutador. Había superado la etapa
de la incredulidad. Ahora ya no conseguía que su mente siguiera funcionando
razonablemente.

Se duchó y afeitó, se vistió, y tomó su desayuno como un autómata. Mary


estaba silenciosa. Se sentía preocupada, pero no quería alterarle más a él. Le dio
un beso de despedida, y lo contempló mientras se alejaba, sin decir una palabra,
en busca del autobús.

La señorita Mitkin lo recibió en la oficina con un bostezo.

—Buenos días —dijo con voz soñolienta—. El señor Barth no vendrá hoy.
Burckhardt fue a decirle algo, pero se contuvo. No podía saber que Barth
tampoco había acudido a la oficina el día anterior, pensó. En aquellos momentos
la señorita Mitkin estaba arrancando la hoja correspondiente al 14 de junio de su
calendario para dejar a la vista la del día de hoy: 15 de junio.

Se arrastró hasta su oficina y contempló el correo con aire ausente. Todavía no


lo había abierto, pero ya sabía que la carta de Distribuciones Industriales era un
pedido de dos mil metros cuadrados de material insonorizante, y que la de
Finebeck e Hijos era una reclamación.

Necesitó un buen momento para obligarse a abrirlas. No se había equivocado.

Cuando llegó la hora de la comida, movido por una irresistible necesidad,


decidió tomar él la delantera. Ordenó a la señorita Mitkin que fuera primero ella
a comer. El día 15 de junio de ayer había sido él quien había ido primero. La
insistencia de su voz no dejó de sorprender un poco a la señorita Mitkin.
Obedeció, pero su marcha no tranquilizó a Burckhardt.

Sonó el teléfono. Burckhardt tomó el auricular en un gesto maquinal.

—Industrias Químicas Contro. Burckhardt al aparato. ¿Dígame?

—Aquí Swanson —dijo una voz. Luego hubo una pausa.

Burckhardt aguardó unos instantes, y luego insistió:

—¿Sí?

Otra larga pausa. Finalmente, con una voz triste y resignada, Swanson dijo:

—Así que todavía nada, ¿eh?

—¿Nada de qué? Swanson, ¿qué es lo que desea exactamente? Ayer me paró


en plena calle sin decirme finalmente nada, y hoy de nuevo...

—¡Burckhardt! ¡Dios de los cielos, lo recuerda! ¡No se mueva de donde está,


regreso en veinte minutos!
—¿Pero de qué diablos se trata?

—No se preocupe —dijo el hombrecillo, con voz exultante—. Se lo explicaré


personalmente. No haga ningún comentario por teléfono: alguien podría estar
escuchando. Espéreme. ¿Estará usted solo en su oficina?

—No, seguramente estará también la señorita Mitkin.

—Diablos. Escuche, Burckhardt, ¿dónde piensa ir a comer? ¿Es un lugar


ruidoso?

—Bueno, sí, me parece. Es el Crystal. Está en...

—Sé donde está. Nos encontraremos allí en veinte minutos.

Colgó.

En el Crystal la temperatura seguía siendo elevada, pero no estaba pintado de


rojo y amarillo. Había una suave música ambiental, interrumpida de tanto en
tanto por la voz de un locutor que difundía mensajes publicitarios. Alababan las
cualidades de una bebida llamada Frosty Flip, y de unos cigarrillos llamados
Marlin «los cigarrillos higiénicos», así como de una nueva marca de bombones
llamada Chococrock, de la que Burckhardt jamás había oído hablar. No iba a ser
por mucho tiempo.

Mientras esperaba a Swanson, una chica, con una falda transparente como las
que llevaban habitualmente las vendedoras de cigarrillos de los clubes
nocturnos, atravesó el restaurante llevando una bandeja llena de bombones de
chocolate envueltos con papel rojo.

—¡Degusten estos deliciosos Chococrocks! —murmuraba con voz seductora


mientras se acercaba a su mesa—. ¡Un sabor inigualado!

Burckhardt, atento a la llegada de Swanson, apenas le prestó atención. Pero en


el momento en que ella depositaba un puñado de bombones y una sonrisa en la
mesa de al lado, entró en su campo de visión. Burckhardt se volvió con un
sobresalto para contemplarla.

—¡Señorita Horn! —exclamó, sorprendido—. ¡April!

La muchacha soltó su bandeja. Burckhardt se levantó, entre sorprendido e


inquieto.

—¿Ocurre algo, señorita Horn? —preguntó. Pero ella ya había huido


precipitadamente.

El encargado estaba mirando a Burckhardt con aire suspicaz, así que éste se
sentó de nuevo y adoptó una actitud indiferente. No había sido en absoluto
incorrecto con la chica, pensó. Aunque quizás ella fuera un tanto estricta en sus
principios, pese a sus largas piernas desnudas bajo su falda transparente, y había
interpretado mal su actitud de levantarse.

Aquello era absurdo. Tomó la carta y se enfrascó en su lectura, esbozando una


sonrisa contrita. Al cabo de un momento sintió que le llamaban. Levantó la vista
y vio con sorpresa a Swanson sentado ante él.

—Burckhardt —dijo Swanson de nuevo, con aire temeroso—. Salgamos de


aquí. Están sobre su pista. Vámonos si aprecia en algo su vida.

No había nada que discutir. Burckhardt dirigió al encargado del restaurante


una inconcreta sonrisa de disculpa y siguió a Swanson al exterior. El hombrecillo
daba la impresión de saber a dónde iba. En la calle, tomó a Burckhardt por el
codo y tiró de él hacia la esquina.

—¿La ha visto? —preguntó—. ¿A esa chica, Horn, en la cabina telefónica?


Les estaba avisando. Estarán aquí en menos de cinco minutos. ¡Vamos,
apresúrese!

La calle estaba llena de gente, pero nadie les prestaba atención. El aire era
frío. Pese al boletín meteorológico, pensó Burckhardt, parecía que estuvieran
más bien en octubre que en junio.
Se sentía un poco ridículo siguiendo a aquel Swanson, que huía de unos
enemigos indeterminados. ¿Adónde demonios le llevaba? Era probable que el
hombrecillo estuviera loco; lo que sí era cierto es que estaba aterrorizado. Y su
terror era comunicativo.

—¡Entremos aquí! —dijo de pronto Swanson, jadeante.

Era un restaurante de segunda categoría, más exactamente un bar donde


también hacían comidas, y donde Burckhardt no había estado nunca. Entraron.

—Salgamos por la puerta del otro lado —susurró Swanson autoritariamente.


Burckhardt obedeció sin comentarios. La cajera se los quedó mirando entre
sorprendida y suspicaz mientras fintaban entre las mesas, pero no dijo nada.

El restaurante tenía forma de L, con un segundo acceso por una calle lateral,
perpendicular a la primera. Atravesaron la calzada y se detuvieron en la otra
acera, bajo la marquesina de un cine. El rostro de Swanson pareció relajarse un
poco.

—Parece que los hemos despistado —hizo notar—. Vamos, ya estamos cerca.

Se acercó a la taquilla y compró dos entradas. Burckhardt le siguió como un


niño pequeño al interior del cine.

El local estaba casi vacío, una típica sesión de tarde de un día entre semana.
La pantalla estaba llena de disparos y ruido de cabalgadas. Una aburrida
acomodadora apoyada en una barandilla de cobre les dirigió una indiferente
mirada y no se movió. Burckhardt siguió a Swanson, que lo arrastraba bajando
unos escalones de mármol recubiertos con una alfombra desgastada hacia el bar.
A un lado había una puerta que llevaba a los lavabos de caballeros, al otro una
que conducía a los lavabos de señoras, y al fondo una tercera puerta que indicaba
con letras doradas: DIRECCIóN. Swanson apoyó la oreja en el batiente,
escuchó, luego entreabrió la hoja y miró al interior.

—Adelante —dijo, haciéndole señas a Burckhardt para que le siguiera.

Burckhardt le pisó los talones a través de una oficina desierta hasta otra
puerta, que debía conducir sin duda a un cuarto anejo, ya que no llevaba ninguna
indicación.

Pero no era ningún cuarto anejo. Swanson abrió con precaución la puerta,
echó una mirada cautelosa, e hizo una nueva seña a Burckhardt.

La puerta desembocaba en un túnel de paredes metálicas, brillantemente


iluminado, que se extendía desierto en ambas direcciones. Burckhardt abrió
mucho los ojos: sabía que no existía ningún túnel como aquél en todo Tylerton.

Había una especie de hornacina en el túnel, como una pequeña habitación


amueblada con algunas sillas, un escritorio, y una batería de aparatos parecidos a
pantallas de televisión. Swanson se dejó caer jadeante en una de las sillas.

—Aquí estaremos tranquilos por el momento —suspiró, recuperando el


aliento—. No suelen venir muy a menudo. Y aunque vinieran, los oiríamos
llegar y podríamos ocultarnos.

—¿Quienes deben venir? —preguntó Burckhardt.

—¡Los marcianos! —dijo el hombrecillo. Su voz se quebró y toda su vitalidad


pareció abandonarle. Con voz apagada, prosiguió—: Bueno, al menos yo creo
que son marcianos. Aunque quizás esté equivocado. He tenido tiempo para
reflexionar estas últimas semanas, después que lo capturaran a usted. Es posible
que sean los rusos. Sin embargo...

—Un momento. ¿Y si empezáramos por el principio? ¿Quién me ha


capturado, y cuándo?

Swanson suspiró.

—Así que hay que empezar otra vez por el principio. Está bien. Hace como
unos dos meses, vino usted a llamar a mi puerta, muy tarde, por la noche.
Parecía como si hubiera recibido una paliza espantosa. Apenas se podía entender
lo que decía. Me suplicó que lo ayudara.

—¿Quién, yo?

—Naturalmente, ahora ya no recuerda usted nada de eso. Escuche y lo


comprenderá. Me contó una historia incoherente acerca que usted había sido
amenazado y que querían capturarle, que su esposa estaba muerta y luego había
resucitado, y no sé cuántas cosas absurdas más. Creí que se había vuelto usted
loco. Pero siempre le he tenido un profundo respeto. Me suplicó usted que lo
ocultara y, puesto que como sabe poseo una habitación secreta que instalé yo
mismo y que sólo puede cerrarse desde dentro, no quise contrariarle. Entramos
en la habitación secreta y unos veinte minutos más tarde, hacia medianoche,
ambos nos desvanecimos.

—¿Desvanecimos?

Swanson asintió.

—Los dos a la vez. Como si nos hubieran golpeado en plena cabeza. Pero
dígame, ¿no fue eso también lo que le ocurrió ayer por la noche?

—Creo que sí. —Burckhardt asintió con la cabeza, con aire dubitativo.

—Por supuesto —dijo Swanson—. Y luego recuperamos de nuevo la


consciencia, y usted me dijo que iba a mostrarme algo realmente extraño.
Salimos a la calle para comprar el periódico. Estaba fechado a 15 de junio.

—¿15 de junio? ¡Pero si es hoy! Quiero decir, esto...

—Ahora está empezando a comprender, amigo mío. ¡Siempre es hoy!

Burckhardt tardó un tiempo en asimilar la idea. Luego:

—¿Y cuanto tiempo hace que se oculta usted cada noche en aquella estancia
secreta? —dijo.

—¿Y cómo puedo saberlo? Cuatro o cinco semanas, quizá. He perdido la


cuenta. Y cada día es idéntico al anterior. Siempre es 15 de junio, y cada día la
señora Keefer está barriendo la calle a la misma hora, y cada día el kiosco de la
esquina tiene los mismos titulares en los periódicos. Y la verdad es que esto, a la
larga, empieza a hacerse monótono...

La idea se le ocurrió a Burckhardt. Swanson se mostró reticente al principio,


pero terminó aceptando: siempre se dejaba arrastrar por las ideas de los demás.

—Pero es peligroso —murmuró—. Supongamos que viene alguien. Nos


verán, y...

—¿Qué tenemos que perder?

—Pero es peligroso —protestó Swanson. Aunque aceptó con un alzarse de


hombros.

La idea de Burckhardt era simple. Había una cosa de la que estaba seguro:
aquel túnel debía conducir a alguna parte. Marcianos o rusos, complots
fantásticos o alucinaciones histéricas, todo lo que había de anormal en Tylerton
debía tener una explicación. Y esa explicación sólo podía estar al final del túnel.

Así que iniciaron su marcha. Recorrieron casi dos kilómetros antes de


empezar a ver el final. Tuvieron suerte: no había nadie en el túnel. Pero Swanson
le había dicho que el túnel era utilizado aparentemente tan sólo a unas horas
determinadas.

Siempre el 15 de junio. ¿Por qué?, se preguntaba Burckhardt. No cómo, sino


por qué. Y dormirse de aquella manera, involuntariamente, pese a sus deseos. Y
todos al mismo tiempo. ¡Y no recordar nada a la mañana siguiente, nunca
recordar nada!

Swanson le había explicado con qué alegría y aprensión lo había visto de


nuevo a la mañana siguiente del día en que Burckhardt, temerariamente, había
esperado cinco minutos más antes de retirarse a la habitación secreta. Cuando
había vuelto a ella, Burckhardt no estaba allí. Lo había encontrado al mediodía
siguiente, pero Burckhardt no recordaba absolutamente nada.
Swanson llevaba semanas con aquella vida de conejo en su madriguera. Se
ocultaba durante la noche en su habitación secreta, y a la mañana siguiente,
animado por la esperanza de volver a hallar a Burckhardt, salía temerosamente a
la calle y partía en su busca, al tiempo que se esforzaba en escapar a las
implacables miradas de sus enemigos.

Entre los cuales se hallaba April Horn. Era tras haberla visto meterse
imprudentemente en una cabina telefónica de la que no había vuelto a salir que
Swanson había descubierto el túnel. Y también estaba el empleado del estanco
en el vestíbulo del inmueble donde trabajaba Burckhardt. Y muchos otros.
Swanson había descubierto a más de una docena.

Desde el momento en que supo dónde debía buscarlos, le fue fácil irlos
localizando. Puesto que eran los únicos en Tylerton cuyo papel cambiaba cada
día. Cuando Burckhardt tomaba cada mañana el autobús de las ocho horas y
cincuenta y un minutos, cada uno de los nuevos 15 de junio que no se
diferenciaban entre sí ni en un segundo, los ocupantes del vehículo eran siempre
los mismos. April Horn no era en cambio siempre la misma. Tan pronto aparecía
vestida con una falda transparente y distribuía cigarrillos o bombones, como iba
vestida igual que todo el mundo. Y a veces Swanson ni siquiera conseguía verla.

Fueran quienes fuesen, rusos o marcianos, ¿qué provecho esperaban obtener


de toda aquella mascarada?

Quizá la respuesta a aquella pregunta estuviera tras la puerta que marcaba el


final del túnel. Escucharon atentamente. Hasta ellos llegaban sonidos distantes e
inidentificables, que no parecían amenazadores. Atravesaron la puerta.

Tras cruzar una enorme nave y subir unos cuantos escalones, Burckhardt se
dio cuenta con sorpresa que se hallaban en la fábrica de Industrias Químicas
Contro.

No había nadie a la vista. Esto no resultaba en absoluto extraordinario: nunca


había demasiada gente en aquella fábrica completamente automatizada. Pero
Burckhardt recordaba de su única visita a aquel lugar la incesante actividad de
las máquinas, las válvulas abriéndose y cerrándose. Los depósitos que se
vaciaban y volvían a llenarse, se agitaban, sometían a cocción y probaban por
procedimientos químicos los líquidos que hervían en sus senos. Nunca había
nadie, pero la fábrica funcionaba a la perfección.

Sin embargo, hoy todas las máquinas estaban paradas. Excepto algunos ruidos
inconcretos a lo lejos, no había el menor signo de vida. Los cerebros electrónicos
no enviaban ya sus órdenes. Los automatismos y los relés ya no actuaban.

—Por aquí —dijo Burckhardt.

Swanson lo siguió a regañadientes a través del laberinto de contenedores y


cilindros de acero inoxidable. Avanzaban como por una necrópolis. ¿Y qué eran
las computadoras que hasta ahora habían hecho funcionar aquella fábrica, sino
unos cadáveres? Ya que no eran realmente computadoras, sino réplicas
electrónicas de cerebros humanos. Por ejemplo, se había elegido a una
celebridad en el campo de la petroquímica especializado en el fraccionamiento
del petróleo bruto, y se le había conducido a una sala de experimentación, donde
se había sondeado su cerebro por medio de electrodos. El aparato había calcado
sus procesos cerebrales y los había traducido a gráficas y sinusoides. Luego se
habían transferido esas sinusoides a una computadora. Así se había conseguido
crear un químico electrónico, que si se deseaba podía ser reproducido millones
de veces, con todos sus conocimientos, toda su competencia profesional, y
ninguna de las limitaciones impuestas por la naturaleza humana.

Una docena de esos robots bastaban para hacer funcionar la fábrica sin
interrupción, veinticuatro horas cada día, siete días a la semana, sin olvidar nada,
sin cansarse nunca.

Pero ahora estaban parados.

Swanson se acercó a Burckhardt.

—Tengo miedo —dijo.

Habían atravesado toda la gran nave, y ahora los sonidos les llegaban
amplificados. No eran sonidos de máquinas, sino de voces. Burckhardt avanzó
lentamente hasta una puerta y arriesgó una mirada al otro lado.

Era una habitación más pequeña, con las paredes cubiertas de pantallas de
televisión. Ante cada batería de ellas se hallaba sentada una persona, hombre o
mujer, que miraba las pantallas y dictaba a un magnetófono. Cada pantalla mos-
traba una imagen distinta.

Y ninguna de aquellas imágenes tenía nada en común. Una de ellas


representaba un almacén, donde una chica joven vestida como April Horn estaba
haciendo la demostración de un congelador. Otra mostraba varias imágenes de
cocinas. Burckhardt observó que una de ellas parecía mostrar el expendeduría
del vestíbulo del edificio donde trabajaba.

Era algo alucinante. Burckhardt hubiera querido quedarse allí e intentar hallar
una explicación, pero había demasiada gente. Cualquiera, en cualquier momento,
podía levantar los ojos y verle, o salir y tropezar con él.

Llegaron a otra habitación, sin nadie. Era grande y estaba lujosamente


amueblada. En su centro había un gran escritorio lleno de papeles. Burckhardt
les echó una rápida ojeada. Unas palabras escritas en una de las hojas llamaron
de pronto su atención. La tomó y la leyó, luego tomó otra, mientras Swanson
registraba frenéticamente los cajones.

—Dios mío —murmuró Burckhardt, incrédulo. Dejó los papeles sobre la


mesa.

—¡Hey, mire! —exclamó en aquel momento Swanson, mostrando un revólver


que había encontrado en uno de los cajones—. ¡Está cargado!

Burckhardt le miró con aire ausente, absorto aún por lo que acababa de leer y
sus implicaciones. De pronto, como si finalmente las palabras de Swanson
hubieran llegado hasta su cerebro, exclamó:

—¡Estupendo! Tomémoslo. Nos ayudará a salir de aquí. Swanson, hay que


avisar a la policía. No a la local de Tylerton, sino al FBI. ¡Lea eso!

Le tendió un fajo de papeles. Su título era: Informe sobre la Zona de Prueba.


Objeto: Campaña Cigarrillos Marlin. Dentro había columnas de cifras sin
demasiado significado a los ojos de Burckhardt y Swanson, pero el resumen
final del informe decía:
Aunque la Prueba 47-K3 haya suscitado dos veces más compras que todos los
demás, probablemente sea inaplicable al exterior debido a las leyes que
reglamentan el uso de vehículos provistos de altavoces.

Las Pruebas del grupo 47-K2 vienen en segundo lugar. Creemos aconsejable
repetirlas, apoyándonos en la misma motivación. Así podríamos establecer, para
las tres campañas mejor conseguidas, un estudio comparativo de las diferentes
técnicas de muestreo.

En el caso que nuestro cliente se negara a asumir los gastos adicionales de


nuevos estudios complementarios, podríamos basarnos en la motivación
clasificada en cabeza para el lanzamiento del producto.

Todas estas previsiones poseen una probabilidad de un 80 % de ser realizadas


con un margen de error de un 0,5 %, y una probabilidad de un 90 % de ser
realizadas con un margen de error de un 5 %.

—No lo entiendo —dijo Swanson con tono plañidero.

—No puedo reprochárselo —dijo Burckhardt—. Parece idiota, pero es lo


único que encaja con los hechos. No se trata de los rusos ni de los marcianos,
Swanson. Se trata de especialistas en marketing. No sé cómo lo han conseguido,
pero han logrado apoderarse de Tylerton. Nos tienen en su poder, no sólo a usted
y a mí, sino a los veintitantos mil habitantes de la ciudad. No sé cómo lo hacen.
Quizá nos mantengan a todos hipnotizados. Sea como sea, el hecho es que nos
hacen revivir incesantemente el mismo día de nuestras respectivas vidas. Y
durante todo este día nos inundan con su publicidad. Por la noche, examinan los
resultados obtenidos. Tras lo cual borran este día de nuestra memoria y
comienzan de nuevo al día siguiente, con una publicidad distinta.

A Swanson se le cayó la mandíbula. Finalmente consiguió tragar saliva.

—Esto es absurdo —murmuró.

Burckhardt asintió.

—Sí, es absurdo, pero no hay nada en todo este asunto que no sea absurdo.
Tenemos que reconocer que la ciudad de Tylerton está reviviendo una vez tras
otra la misma jornada del 15 de junio. Hemos podido constatarlo con nuestros
propios ojos. O esto es la verdad, o entonces estamos todos locos. Una vez
admitamos que esa gente, sean quienes sean, son capaces de realizar algo así con
pleno éxito, todo lo demás se explica. Piense en ello, Swanson: están probándolo
todo hasta el menor detalle antes de lanzar sus campañas publicitarias. ¿Se da
cuenta de qué significa eso? Ignoro las cantidades de dinero que hay en juego
aquí, pero sé que existen algunas empresas que gastan de veinte a treinta
millones de dólares al año en publicidad. ¿Calcula usted lo que puede
representar eso para un centenar de sociedades? En el mejor de los casos,
actualmente, consiguen tan sólo reducir sus presupuestos en un diez por ciento.
Una miseria, créame. Pero si supieran por anticipado cual es el producto que se
venderá mejor, podrían reducir sus costos en un cincuenta por ciento, incluso
más. Lo cual representaría una economía de dos a trescientos millones de dólares
anuales. Aunque dedicaran un veinte por ciento de esa cantidad al
mantenimiento del «control» sobre Tylerton, seguirían haciendo un buen
negocio. Y el que hubiera conseguido ese control obtendría una ganancia sin
precedentes.

Swanson parecía alucinado.

—¿Quiere decir entonces que no somos más que una especie de reflejos
condicionados?

Burckhardt permaneció pensativo unos instantes.

—No exactamente —murmuró—. ¿Sabe usted cómo controlan los médicos la


eficacia de un antibiótico, por ejemplo? Sitúan toda una serie de colonias
microbianas sobre placas de gelatina, y las tratan con diversas cantidades de
antibiótico. Así pueden medir las reacciones de tal o cual colonia, e ir
comparando. Lo mismo ocurre con nosotros. Nosotros somos los microbios,
Swanson. Pero su método es aún más perfeccionado. Pueden realizar sus expe-
riencias sobre una colonia única, ya que tienen la posibilidad de actuar siempre
sobre los mismos sujetos, día tras día.

—¿Y qué podemos hacer nosotros? —murmuró Swanson con voz débil.

—No podemos dejar que sigan utilizándonos como cobayas —dijo


firmemente Burckhardt—. Somos seres humanos. Hay que avisar a la policía.

—Sí, pero, ¿cómo podemos llegar hasta ella?

Burckhardt dudó.

—Al parecer estamos en la oficina de alguien importante —dijo finalmente—.


Y tenemos un arma. Esperemos aquí. Tarde o temprano vendrá alguien, y
entonces le obligaremos a que nos saque de la fábrica.

Era un plan sencillo y directo. Swanson se tranquilizó un poco. Se sentó junto


a la pared, en el lado más alejado de la puerta. Burckhardt tomó posición cerca
de ella.

No tuvieron que esperar mucho. Habría transcurrido una media hora cuando
oyeron pasos acercándose. Burckhardt tuvo apenas tiempo de hacerle una seña a
Swanson antes de pegarse a la pared.

—¿... y por qué no me lo ha dicho por teléfono? ¡Esto invalida la prueba de


todo el día! ¿Qué demonios le ocurre, Janet?

—Lo siento, señor Dorchin. Creí que era importante.

—¡Importante, importante! ¡Una simple unidad entre veintiuna mil!

—Pero se trata de Burckhardt, señor Dorchin. Y por la forma en que ha


desaparecido, creo que alguien le ha ayudado.

—Está bien, está bien. No tiene importancia. Vamos adelantados con el


programa de Chococrock. Ya que está usted aquí, venga a mi despacho y redacte
su hoja de trabajo. Y no se preocupe más por el asunto Burckhardt, Janet. Debe
estar en algún lugar. Volveremos a tenerlo con nosotros esta noche...

Habían entrado en la oficina. Burckhardt cerró la puerta tras ellos de una


patada y los encañó con la pistola.

—Eso queda por ver —dijo, con una nota de triunfo en la voz. Se sentía
recompensado por todos los sufrimientos que había tenido que soportar hasta
entonces, las horas de terror, los momentos en que había creído que se había
vuelto loco. La boca de Dorchin se abrió mucho, sus ojos se desorbitaron. Lanzó
un sonido de interrogación, pero fue incapaz de formular su pregunta.

La joven estaba tan sorprendida como su jefe. Al verla, Burckhardt


comprendió por qué su voz le había parecido familiar: era la misma joven que se
había presentado a él como April Horn.

Dorchin se recuperó rápidamente.

—¿Es él? —preguntó con brusquedad a la muchacha.

—Sí —dijo ella.

Dorchin hizo una inclinación de cabeza en su honor.

—Retiro todo lo dicho. Tenía usted razón. Está bien, Burckhardt: ¿qué es lo
que desea?

—¡Cuidado! —advirtió Swanson—. ¡Puede que tenga otra pistola!

—Regístrelo —dijo Burckhardt—. Le explicaré lo que queremos, Dorchin.


Queremos que nos acompañe a la policía, y que le explique cómo ha conseguido
raptar en bloque a más de veinte mil personas.

—¿Raptar? ¡Oh, esto es ridículo! Guarde esta pistola, señor Burckhardt. No


crea que le va a servir de algo.

Burckhardt la blandió en forma amenazadora.

—Yo creo más bien que sí.

Dorchin parecía incómodo y disgustado, pero no parecía en absoluto tener


miedo. Quizá más bien irritación.

—Dios santo, escuche —dijo, con tono persuasivo—. Está cometiendo el


mayor error de su vida. Nadie ha raptado a nadie.
—No le creo —dijo Burckhardt secamente—. ¿Por qué habría de hacerlo?

—Porque es cierto.

—Eso ya lo dirá en todo caso la policía. Ahora, ¿cómo salimos de aquí?

Dorchin abrió la boca para decir algo, y Burckhardt gritó:

—¡Cállese! ¿No comprende que estoy dispuesto a matarle si es necesario?


Acabo de pasar dos días infernales, y a usted le debo cada segundo de ellos.
¿Matarle? Sería un placer para mí. Y ahora dígame como podemos salir de aquí.

Dorchin pareció dudar. Iba a decir algo, pero la joven rubia a la que había
llamado Janet se interpuso entre él y la pistola.

—Por favor, Burckhardt. Usted no lo entiende. No puede disparar.

—¡Apártese!

—Pero señor Burckhardt...

No terminó la frase. Dorchin se giró y se lanzó hacia la puerta. Burckhardt


levantó la pistola y se ladeó un poco. La muchacha gritó. El dedo de Burckhardt
se engarfió en el gatillo. La muchacha se interpuso de nuevo entre él y su ob-
jetivo.

Burckhardt no quería matar: por eso apuntó a las piernas de Dorchin. Pero no
calculó el movimiento de la muchacha. La bala se alojó a la altura de su
estómago.

Y Dorchin estaba ya fuera. Oyeron el seco chasquido de la puerta al cerrarse, y


el ruido de sus pasos alejándose apresuradamente.

Burckhardt sintió deseos de tirar rabiosamente la pistola al otro lado de la


habitación. Se arrodilló junto a la muchacha. Swanson, a sus espaldas, se
lamentaba:

—Estamos perdidos, Burckhardt. ¿Por qué ha tenido que hacer eso?


Hubiéramos podido irnos y acudir a la policía. Estábamos ya prácticamente
fuera...

Burckhardt ni siquiera le escuchaba. Arrodillado al lado de la muchacha,


observaba. Ella estaba caída de espaldas, con los brazos como desarticulados. No
había sangre ni ningún rastro de herida. Y ningún ser humano era capaz de
adoptar la postura que ella tenía.

Sin embargo, no estaba muerta. Y Burckhardt, alucinado, tuvo que reconocer:


pero tampoco viva.

No podía sentir su pulso, pero, a través de sus rígidos dedos, percibió algo así
como una rítmica pulsación..., la pulsación de un mecanismo. Su respiración era
tan sólo como un silbido, acompañado con ligeros chasquidos. Sus ojos,
abiertos, miraban fijamente a Burckhardt. No había en ellos ni odio ni dolor, sino
tan sólo una profunda piedad.

Con un rictus extraño en su boca, murmuró:

—No..., no se preocupe, señor Burckhardt... Estoy... bien...

Burckhardt se levantó lentamente, con los ojos desorbitados. Allá donde la


sangre debería manar a borbotones había tan sólo un limpio agujero practicado
en una sustancia que no era carne, y de donde surgía el extremo de un delgado
hilo de cobre.

—Usted... —murmuró, humedeciéndose los labios—, usted es un robot.

—Sí. Y ustedes también.


Swanson emitió un sonido inarticulado, se dirigió al escritorio, y se sentó cara
a la pared. Burckhardt, de pie junto a la muñeca inarticulada que yacía en el
suelo, inclinado de nuevo hacia ella, no sabía qué hacer.

—Siento... todo lo ocurrido —murmuró la joven, con sus hermosos labios


crispándose en un rictus que era aún más horrible en aquel agraciado rostro.
Intentó dominarse—. Lo siento —repitió—. La bala me ha alcanzado muy cerca
del centro nervioso..., me cuesta controlar este cuerpo.

Burckhardt asintió maquinalmente, como aceptando sus disculpas. Su mente


giraba y giraba. Robots. Era evidente, ahora que lo sabía. Pensó en sus locas
ideas de hipnosis, de marcianos y de tantas otras cosas extrañas. Era estúpido
imaginar todo aquello, cuando la creación de robots lo explicaba todo mucho
mejor.

Y todas las pruebas habían estado ante sus ojos: la fábrica automática, con sus
cerebros transplantados. ¿Qué impedía transferir un cerebro humano a un robot
humanoide, dando a este último los rasgos y las características del individuo
original? ¿Y cómo podía saber ese robot que era un robot?

—Todos nosotros —murmuró Burckhardt, sin darse cuenta que estaba


hablando en voz alta—. Todos nosotros: mi mujer, mi secretaria, usted, los
vecinos... Todos nosotros.

—No, no todos. —La muchacha parecía ir recuperando de nuevo el control—.


Yo tuve la oportunidad de elegir. Y elegí esto porque era una mujer vieja y fea,
que tenía casi sesenta años y había fracasado en mi vida. Cuando el señor
Dorchin me ofreció la posibilidad de revivir bajo la forma de una mujer joven y
hermosa, no dudé ni un instante. Mi cuerpo de carne y huesos vive todavía, se
halla en animación suspendida, mientras yo estoy aquí. Puedo volver a él en el
momento en que quiera. Pero no lo haré nunca.

—¿Y nosotros?

—Su caso es distinto, señor Burckhardt. Yo trabajo aquí. Estoy a las órdenes
directas del señor Dorchin. Registro los resultados de las pruebas publicitarias,
estudio la forma de vivir de ustedes desde el momento mismo en que él les da la
vida. Lo hago porque yo elegí hacerlo, pero ustedes no tienen la posibilidad de
elegir. Porque..., ¿saben?..., todos ustedes están muertos.

—¿Muertos? —murmuró Burckhardt.

Los azules ojos de la muchacha lo miraron sin parpadear. Comprendió que no


le mentía. Tragó saliva, maravillándose de aquel complejo mecanismo que le
permitía tragar saliva, sudar, comer..., a él, a un muerto.

—Oh —dijo de pronto—. La explosión de mi sueño.

—No fue un sueño. La explosión ocurrió realmente, aquí mismo, en esta


fábrica. Los tanques estallaron, y los que no fueron muertos por la explosión
murieron un poco más tarde por los gases escapados de los depósitos. Las
veintiuna mil personas. Y esa fue la gran oportunidad del señor Dorchin.

—Vampiro —susurró Burckhardt.

La muchacha alzó los hombros en un gesto extrañamente gracioso.

—¿Vampiro? ¿Por qué? Todos ustedes estaban muertos. El señor Dorchin


deseaba una comunidad entera, una muestra representativa de la vida
norteamericana. Y es tan fácil trasladar los esquemas cerebrales de una persona
muerta como los de una persona viva. Incluso es más sencillo, ya que los
muertos no pueden negarse a ello. Por supuesto, se necesitó una gran cantidad de
trabajo y de dinero, ya que la ciudad estaba completamente en ruinas, pero se
pudo hacer completamente, ya que al fin y al cabo no era indispensable
reproducirla exactamente en todos sus detalles.

»En primer lugar, estaban las casas en las que incluso los cerebros de sus
habitantes habían quedado destruidos. Fueron reconstruidas tan sólo las
fachadas, dejando el interior vacío. Los sótanos, por otro lado, no necesitaban ser
perfectos, y algunas calles no tenían excesiva importancia. De todos modos, los
experimentos no duran nunca más de un día..., siempre el mismo: el 15 de junio.
Y si alguien descubre algún detalle equivocado, no tendrá tiempo de asimilarlo e
ir atando cabos de tal modo que modifiquen los resultados de la prueba, ya que
todos los errores son borrados a medianoche.
»Este es el sueño, señor Burckhardt: este día del 15 de junio, ya que usted
nunca llegó a vivirlo realmente. Es un obsequio del señor Dorchin, un sueño que
le da cada día y que le retira cada noche, cuando dispone ya de todas las cifras
relativas a sus reacciones ante tal o cual variable en una campaña publicitaria.
Entonces los equipos de mantenimiento se extienden por ese túnel debajo de la
ciudad, y extraen el sueño de todos sus habitantes con ayuda de sus instrumentos
electrónicos.

»Y luego el sueño vuelve a empezar: de nuevo el 15 de junio..., siempre el 15


de junio. Porque el 14 de junio es el último día que pueden recordar haber
vivido. De tanto en tanto, los equipos olvidan a alguien, como le han olvidado a
usted esta noche, ya que había quedado oculto por su bote en su sótano. Pero eso
no tiene importancia. Todos ellos se traicionan a sí mismos, y aunque no se
traicionaran su comportamiento tampoco influye en los resultados de la prueba.
Sólo a nosotros, los que trabajamos para el señor Dorchin, se nos respetan
nuestros recuerdos: nos dormimos también cuando se corta la corriente, como
todos los demás, pero cuando despertamos al siguiente 15 de junio recordamos
todo lo ocurrido el día anterior.

Su rostro sufrió una convulsión.

—Si al menos pudiera olvidar —murmuró.

—Y todo esto para vender productos —murmuró Burckhardt con voz


incrédula—. Dorchin tiene que haber gastado millones en ello.

—Sí —dijo el robot que era April Horn y que se llamaba Janet—. Pero
también le ha reportado millones. Y esto no es el final. Cuando descubra el
elemento clave que hace actuar a la gente de tal o cual manera, ¿imagina que va
a detenerse ahí?

La puerta se abrió, interrumpiendo a la joven. Burckhardt se volvió y alzó la


pistola. Recordó, demasiado tarde, que Dorchin había huido y había tenido
tiempo de avisar a su gente.

—No dispare —dijo una voz tranquila. No era Dorchin, sino otro robot. Su
apariencia no había sido disimulada para hacerle parecer humano, sino que su
superficie metálica brillaba fríamente—. Quédese tranquilo, Burckhardt —dijo
con voz metálica—. No conseguirá nada usando la violencia. Deme esa arma
antes de causar más destrozos. Démela inmediatamente.

Burckhardt lanzó un rugido furioso. El cuerpo del robot era de acero:


Burckhardt no sabía si las balas lo perforarían. Y aunque lo perforasen... Sin
embargo, tenía que intentarlo.

Swanson, sin embargo, a quien el miedo había vuelto histérico, se lanzó en


aquel momento contra él, lloriqueando. Chocó tan violentamente con Burckhardt
que lo hizo caer al suelo. La pistola escapó de su mano.

—Por favor —suplicó Swanson al robot, de rodillas ante su caparazón


metálico—. ¡Iba a matarle! Yo se lo he impedido. Por favor, no me haga daño.
Déjenme trabajar para ustedes, como esa chica. Haré cualquier cosa. Todo lo que
me ordenen...

—No necesitamos para nada su ayuda —dijo fríamente el robot.


Tranquilamente, se situó al lado del arma, sin molestarse en recogerla.

La averiada muñeca rubia dijo, sin el menor asomo de emoción:

—Temo que no voy a poder resistir mucho tiempo, señor Dorchin.

—Está bien —dijo el robot metálico—. Desconéctese si lo considera prudente.

Burckhardt parpadeó.

—¡Usted no es Dorchin!

El robot se volvió hacia él y lo miró directamente a los ojos.

—Soy Dorchin —dijo—. No en carne y huesos, sino utilizando


momentáneamente este cuerpo metálico. No creo que pudiera causarle usted
ningún daño con esa pistola, señor Burckhardt. El otro cuerpo era mucho más
vulnerable. Ahora, ¿aceptará dejar de hacer tonterías? No tengo el menor deseo
de dañarlo: me ha costado usted muy caro. Siéntese y déjese poner en
condiciones por el equipo de mantenimiento.
—Entonces..., entonces..., ¿no va usted a castigarnos? —murmuró Swanson.

La voz del robot pareció manifestar por primera vez una cierta sorpresa:

—¿Castigarles? ¿Cómo?

Swanson se estremeció, como si aquellas palabras hubieran sido un latigazo.


Pero Burckhardt estalló:

—Póngale en condiciones a él si está de acuerdo, ¡pero no a mí! Va a tener


que destrozarme para conseguirlo, Dorchin. No me importa lo que le haya
costado o si luego resulta rentable mi reparación. Voy a cruzar esta puerta. Si
quiere detenerme tendrá que matarme de nuevo. No hay otro medio.

El robot se acero dio un paso adelante e, instintivamente, Burckhardt se


detuvo. Aguardó, inmóvil y tembloroso, dispuesto a morir, dispuesto a atacar,
dispuesto a hacer frente a cualquier eventualidad. Pero se produjo lo imprevi-
sible. El robot se apartó a un lado: seguía aún entre Burckhardt y la pistola, pero
el paso quedaba expedito.

—Adelante —dijo el robot—. Nadie le impide que se vaya.

Al otro lado de la puerta, Burckhardt se detuvo. Era una locura por parte de
Dorchin dejarle partir. Robot o ser de carne y huesos, víctima de un complot o
beneficiario de una resurrección, nadie iba a impedirle presentar una denuncia al
FBI o a la primera comisaría de policía que encontrara una vez salido del
imperio sintético de Dorchin. Seguro que las sociedades que le pagaban por los
resultados de sus pruebas publicitarias no tenían la menor idea de los satánicos
medios que empleaba para conseguirlos. Todo aquel tinglado iba a derrumbarse
apenas se supiera la verdad. Haciendo aquello Burckhardt arriesgaba su vida,
pero..., ¿qué era aquello, sino tan sólo una apariencia de vida? En aquel
momento no sentía ningún temor a la muerte.

No había nadie en el corredor. Se acercó a una ventana. Tylerton se extendía


ante sus ojos: una ciudad-decorado, pero parecía tan real, tan familiar, que
Burckhardt tuvo la sensación de seguir todavía soñando. Pero no era un sueño.
Estaba seguro de ello. Y tenía también la certeza que nadie de Tylerton acudiría
en su ayuda.
Había que partir en dirección opuesta.

Tardó un cuarto de hora en hallar el camino. Se deslizó a través de los


corredores, atento al menor ruido. Sabía que era inútil esconderse, Dorchin debía
estar al corriente de todos sus movimientos. Pero nadie le detuvo hasta que en-
contró la otra salida.

Por su parte interior parecía una puerta normal. Pero apenas la abrió y salió al
exterior, el espectáculo lo dejó alucinado.

En primer lugar la luz. Una luz increíble, cegadora, potentísima. Burckhardt


alzó la vista y parpadeó. Era algo aterrador. Se encontraba sobre una plataforma
de pulido mental..., que se interrumpía en seco a diez metros delante de él. Se
acercó reluctante al borde del precipicio, sin lograr divisar el fondo. El terrible
abismo se perdía en la deslumbrante luz.

No era extraño que Dorchin le hubiera dejado partir libremente. Aquel camino
no conducía a ninguna parte. Pero un abismo como el que se abría a sus pies era
algo inimaginable, tanto como aquellos terribles soles que, por centenares,
lanzaban sus rayos contra él.

—¿Burckhardt? —tronó una voz cerca de él. Un retumbar de ecos invadió el


abismo que se abría a sus pies.

Burckhardt se humedeció los labios.

—¿Sí? —dijo con voz estrangulada.

—Soy Dorchin. Y esta vez no se trata de un robot, sino del Dorchin en carne y
huesos hablándole a través de un micrófono. Ahora que ha podido darse cuenta
de la situación, ¿se mostrará razonable y dejará que el equipo de mantenimiento
se ocupe de usted?

Burckhardt estaba como paralizado. Una de las montañas que se movían


vagamente en la cegadora luz se acercó a él. Mediría unos cien metros de alto, y
aunque lo intentó no pudo distinguir su cima, cegado por la deslumbrante lumi-
nosidad. Parecía como si..., pero no, era imposible.
—¿Burckhardt? —llamó el altavoz encima de la puerta.

Burckhardt se sintió incapaz de responder.

—Bien —dijo Dorchin, con un suspiro—. Veo que ha terminado usted por
comprender. No hay ninguna salida, Burckhardt. Hubiera podido decírselo, pero
usted no me hubiera creído. Después de todo, Burckhardt, ¿qué me obligaba a
reconstruir la ciudad exactamente igual a como era antes? Yo soy un hombre de
negocios: tengo muy en cuenta los costos. Si hay que reconstruir exactamente a
escala real, lo hago. Pero en este caso no era imprescindible.

Un enorme acantilado se desprendió de la gigantesca masa que se erguía ante


él, algo largo y oscuro que descendió en su dirección. Estaba rematado por una
masa blanca con prolongaciones parecidas a dedos.

—Mi pobre pequeño Burckhardt —murmuró la voz en el altavoz, mientras sus


ecos resonaban en la gigantesca bóveda que no era más que las paredes y el
techo de un taller—. Debe haber sido para usted un terrible shock el descubrir
que vivía en la maqueta de una ciudad, construida sobre una simple mesa.

Era la madrugada del 15 de junio, y Guy Burckhardt se despertó gritando.


Había tenido un sueño.

Había sido un sueño monstruoso e incomprensible, con explosiones y sombras


que no tenían nada de humano, y un terror inconmensurable.

Se estremeció y abrió los ojos.

Una voz ensordecedora, terriblemente amplificada, penetraba a través de la


ventana. Se acercó y miró afuera. El frescor del aire recordaba más a octubre que
a junio, pero todo parecía normal, excepto la camioneta provista de altavoces
estacionada junto a la acera, a un par de manzanas de distancia. Una voz aullaba:

—¿Es usted un blando? ¿Es usted un inconsciente? ¿Va a dejar que los
políticos vendidos se apoderen del país? ¡No! ¿Va a dejar que nuestro país se
anegue otros cuatro años en la corrupción y en el crimen? ¡No! ¿Va a votar esta
vez sin dudarlo por el Partido Federal? ¡Sí! ¡Por supuesto que va a hacerlo!

Pobre Burckhardt. A veces el altavoz grita, a veces amenaza, a veces gime, a


veces suplica, a veces halaga.

Pero siempre está ahí. Sin descanso. Y su voz se deja oír, una vez tras otra,
cada día: el 15 de junio, y el 15 de junio, y el 15 de junio...

F I N

Título Original: The Tunnel Under the World. © 1955.

Traducción de Sebastián Castro & Domingo Santos.

Edición Digital de Arácnido.

Revisión 2.

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