41 Castigar
41 Castigar
41 Castigar
41. ¿CASTIGAR?
“Los delincuentes deben ir a la cárcel”. Casi todos están de acuerdo con esta idea
(incluso algunos delincuentes, que formulan mentalmente la excepción “…menos mis
amigos y yo”). No faltan, por cierto, quienes creen que la prisión es poco para ciertas
personas, a quienes preferirían ejecutar. Los que han visto las cárceles por dentro y
conocen su horror cotidiano son a menudo más piadosos: quieren restringir las penas
privativas de libertad a los casos extremos. Por último, algunos van más allá: proponen
derechamente abolir los castigos y, en especial, impedir que un ser humano sea
encerrado, por el motivo que fuere.
Este debate acerca de la naturaleza de las penas se halla cruzado por otro relativo a su
propósito. Muchos sostienen, no sin razón, que el castigo, tal como se lo aplica, sirve de
poco en la lucha contra el delito. Estadísticas en mano, proclaman que el sistema penal
es socialmente selectivo y constituye un instrumento del poder que ejercen las clases
normalmente impunes (poder es impunidad, dijo antes de matarse un hombre que había
ejercido mucho del primero). Y, a la vez, la condena opera a favor del narcisismo de los
poderosos como el espejo de la madrastra de Blancanieves: ellos son estigmatizados por
el castigo (o son propensos a serlo), de modo que nosotros somos moralmente superiores
(además de ser más ricos, claro, y no por casualidad).
Acerca de esa pregunta, varias respuestas se han ensayado. Ellas, aunque distintas, no
son necesariamente incompatibles: y, de hecho, la mayoría de las personas
(especialmente las que menos han meditado en el asunto) fundan sus propias actitudes
en dos o más de ellas simultáneamente. Trataré de esbozarlas de manera muy resumida,
aunque sólo sea para facilitar su replanteo.
Más común, sin embargo, es atribuir a la pena la función de prevención general. Ella es
llamada positiva en la medida en que, al señalar, doblegar y castigar al culpable, refuerza
la adhesión de los inocentes al sentimiento de pertenencia que los une a la comunidad. Y
negativa cuando se espera de ella que sirva de ejemplo y de advertencia a aquellas
personas que, careciendo de principios morales suficientemente sólidos como para
cumplir la ley de buen grado, puedan desistir de sus malos propósitos al ver el precio
que otros pagan por infringirla.
Las teorías, como puede advertirse, son claras. Los problemas empiezan – y no terminan
– cuando se trata de decidir cuán plausible es cada una a la luz de los hechos y teniendo
en cuenta el sistema de pensamiento adoptado por cada observador.
El retribucionismo, en efecto, satisface la mayoría de los preconceptos con los que nos
acercamos al problema pero no deja de reposar sobre un mito inverificable. ¿Qué cosa es
lo que el delincuente debe pagar? ¿Por qué dos males – el delito y la pena – se
compensan entre sí en vez de sumarse? ¿Qué clase de balanza es ésa en la que uno de los
males va en un platillo y el otro, en el platillo opuesto, hace las veces de bien? ¿Qué
criterio trascendente, cósmica o sobrenatural permite comparar de modo tan peculiar dos
sufrimientos semejantes?
Cada individuo, como dije al principio, mantiene alguna actitud personal frente al
problema del castigo, ya sea que la haya meditado personalmente o la tome sin pensarlo
mucho de su propio medio social. Cualquier actitud implica inevitablemente la
aceptación de una o más de las respuestas indicadas, así como la asunción de los riesgos
y problemas que ellas comportan. Sin perjuicio del análisis que cada uno pueda ejercer
mediante introspección, vale la pena considerar de qué manera configura sus actitudes la
sociedad como un todo, habida cuenta de sus tradiciones, sus preconceptos y prejuicios,
sus leyes y sus prácticas, resultados actuales y provisionales de las relaciones de poder
que en ella habitan.
Ante todo, el estado de las cárceles, el presupuesto que se les destina y las prácticas que
en ellas se ejercitan o se toleran indican que la resocialización carece de relevancia como
fundamento del castigo. Muchos ciudadanos confían en las virtudes del encierro como
medio físico de la prevención especial; por eso se sienten atemorizados cuando un
prisionero recupera su libertad y preferirían penas más largas: en realidad, desde su
punto de vista sería mejor que la reclusión fuera indeterminada, hasta que el convicto
diese claras muestras de arrepentimiento sincero y de inocuidad hacia el futuro. Por las
dudas, todo ex convicto es considerado peligroso porque, si lo hizo una vez, puede
hacerlo de nuevo. Las leyes no satisfacen, por cierto, este punto de vista: su esquema de
proporcionalidad entre delitos y penas y sus normas acerca de las garantías procesales
parecen cortadas sobre el molde del retribucionismo. Y el retribucionismo, a su vez,
opera como el marco teórico de la mayor parte del discurso cotidiano acerca del castigo:
es extremadamente común oír expresiones como “el que la hace, la paga” o referirse a
los internos del servicio penitenciario como a personas que están pagando su deuda con
la sociedad. En el mismo andarivel corren los reclamos para que las víctimas recuperen
mayor protagonismo en los procesos penales.
A su vez, las actitudes individuales – fruto de aquel desinterés cultural – oscilan entre el
sentimentalismo y el temor vengativo, dentro de un marco influido por vagas
consideraciones acerca de las estructuras sociales más profundas. Creo que mucho
podría hacerse si empezáramos por clarificar nuestro pensamiento. Por ejemplo,
podríamos decidir en qué marco de referencia económico y social estamos dispuestos
ahora mismo a desarrollar nuestro pensamiento acerca del tema; si en ese marco creemos
que el castigo tiene alguna justificación y, en su caso, cuál de las respuestas posibles
respecto de sus objetivos estamos dispuestos a aceptar operativamente. Este último
adverbio implica que, en caso de aceptar dos o más respuestas, tendremos que decidir
cómo combinarlas entre sí y resolver sus eventuales conflictos; y, además, que el
resultado que obtengamos no debería ser el fruto de un impulso despreocupado sino la
idea que, habida cuenta de las circunstancias, estemos dispuestos a defender y, llegado el
caso, a poner en práctica en la medida que nos toque.