Arthur Conan Doyle - Espanto en Las Alturas
Arthur Conan Doyle - Espanto en Las Alturas
Arthur Conan Doyle - Espanto en Las Alturas
Ha quedado descartada por cuantos han entrado a fondo en el estudio del caso la
idea de que el relato extraordinario conocido con el nombre de Notas—
fragmentarias de Joyce—Armstrong, sea una complicada y macabra broma
tramada por un desconocido que poseía un sentido perverso del humorismo.
Hasta el maquinador más fantástico y tortuoso vacilaría ante la perspectiva de
ligar sus morbosas alucinaciones con sucesos trágicos y fehacientes para darles
una mayor credibilidad. A pesar de que las afirmaciones hechas en esas notas
sean asombrosas y lleguen incluso hasta la monstruosidad, lo cierto es que la
opinión general se está viendo obligada a darlas por auténticas, y resulta
imprescindible que reajustemos nuestras ideas de acuerdo con la nueva situación.
Según parece, este mundo nuestro se encuentra ante un peligro por demás
extraño e inesperado, del que únicamente lo separa un margen de seguridad muy
ligero y precario. En este relato, en el que se transcribe el documento original en
su forma, que es por fuerza algo fragmentaria, trataré de exponer ante el lector el
conjunto de los hechos hasta el día de hoy, y como prefacio a lo que voy a narrar,
diré que si alguien duda de lo que cuenta Joyce—Armstrong, no puede ponerse ni
por un momento en tela de juicio todo cuanto se refiere al teniente Myrtle, R. N. y a
míster Harry Connor, que halló su fin, sin ninguna duda posible, de la manera que
en el documento se describe.
Faltan las dos primeras páginas del manuscrito, y también ha sido arrancada la
página final en que termina el relato: sin embargo, su pérdida no le hace perder
coherencia. Se supone que las primeras exponían en detalle los títulos que como
aeronauta poseía míster Joyce—Armstrong, pero esos títulos pueden buscarse en
otras fuentes, siendo cosa reconocida por todos que nadie le superaba entre los
muchos pilotos aéreos de Inglaterra. Míster Joyce—Armstrong gozó durante
muchos años la reputación de ser el más audaz y el más cerebral de los
aviadores. Esa combinación de cualidades lo puso en condiciones de inventar y de
poner a prueba varios dispositivos nuevos entre los que está incluido el hoy
corriente mecanismo giroscópico bautizado con su apellido. La parte principal del
manuscrito está escrita con tinta y buena letra. pero, unas cuantas líneas del final
lo están a lápiz y con letra tan confusa, que resultan difíciles de leer. Para ser
exactos, diríamos que están escritas como si hubiesen sido garrapateadas
apresuradamente desde el asiento de un aeroplano en vuelo. Conviene que
digamos también que hay varias manchas, tanto en la última página como en la
tapa exterior, y que los técnicos del Ministerio del Interior han dictaminado que se
trata de manchas de sangre, sangre humana probablemente y, sin duda alguna,
de animal mamífero. Como en esas manchas de sangre se descubrió algo que se
parece extraordinariamente al microbio de la malaria, y como se sabe que Joyce—
Armstrong padecía de fiebres intermitentes, podemos presentar el caso como un
ejemplo notable de las nuevas armas que la ciencia moderna ha puesto en manos
de nuestros detectives.
Otro detalle característico era la impresión morbosa que produjo en sus facultades
el accidente del teniente Myrtle. Éste había caído desde una altura aproximada de
treinta mil pies, cuando intentaba superar la marca. Aunque su cuerpo conservó su
apariencia de tal, la verdad horrible fue que no quedó el menor rastro de su
cabeza. Joyce—Armstrong, según cuenta Dangerfield, planteaba en toda reunión
de aviadores la siguiente pregunta, subrayada con una enigmática sonrisa:
¿Quieren decirme adónde fue a parar la cabeza de Myrtle?
"Sin embargo, durante mi cena en Reims con Coselli y con Gustavo Raymond,
pude convencerme de que ni el uno ni el otro habían percibido ningún peligro
especial en las capas más altas de la atmósfera. No les expuse lo que pensaba;
pero como estuve tan próximo a ese peligro, tengo la seguridad de que si ellos lo
hubiesen percibido de una manera parecida, habrían expuesto, sin duda alguna, lo
que les había ocurrido. Ahora bien; esos dos aviadores son hombres hueros y
vanidosos, que sólo piensan en ver sus nombres en los periódicos. Es interesante
hacer constar que ni el uno ni el otro pasaron nunca mucho más allá de los veinte
mil pies de altura. Todos sabemos que en algunas ascensiones en globo y en la
escalada de montañas se ha llegado a cifras más elevadas. Tiene que ser
bastante más allá de esa altura cuando el aeroplano penetra en la zona de peligro,
dando siempre por bueno el que mis barruntos y corazonadas sean exactos.
La aviación se practica entre nosotros desde hace más de veinte años, y surge en
el acto la siguiente pregunta: ¿Por qué este peligro no se ha descubierto hasta el
día de hoy? La respuesta es evidente. Antaño, cuando se pensaba que un motor
de cien caballos de las marcas Gnome o Green bastaba y sobraba para todas las
necesidades, los vuelos eran muy limitados. En la actualidad, cuando el motor de
trescientos caballos es la regla y no la excepción, el vuelo hasta las capas
superiores de la atmósfera se ha hecho fácil y es más corriente. Algunos de
nosotros podemos recordar que, siendo jóvenes, Garros conquistó celebridad
mundial alcanzando los mil novecientos pies de altura y que sobrevolar los Alpes
fue juzgado hazaña extraordinaria. En la actualidad, la norma corriente es
inconmensurablemente más elevada, y se hacen veinte vuelos de altura al año por
cada uno de los que se hacían en épocas pasadas. Muchos de esos vuelos de
altura se han acometido sin daño alguno. Los treinta mil pies han sido alcanzados
una y otra vez sin más molestias que el frío y la dificultad de respirar. ¿Qué
demuestra esto? Un visitante ajeno a nuestro planeta podría realizar mil
descensos en éste sin ver jamás un tigre. Sin embargo, los tigres existen, y si ese
visitante descendiera en el interior de una selva, quizá fuese devorado por ellos.
Pues bien: en las regiones superiores del aire existen selvas y habitan en ellas
cosas peores que los tigres. Yo creo que se llegará, andando el tiempo, a trazar
mapas exactos de esas selvas y junglas. Hoy mismo podría yo citar los nombres
de dos de ellas. Una se extiende sobre el distrito Pau—Biarritz, en Francia: la otra
queda exactamente sobre mi cabeza en este momento, cuando escribo estas
líneas en mi casa de Wiltshire. Y estoy por creer que existe otra en el distrito de
Homburg—Wiesbaden.
El día era sofocante y caluroso para lo que suele ser un mes de septiembre en
Inglaterra, y se advertían el silencio y la pesadez de la lluvia inminente. De cuando
en cuando llegaban por el Sudoeste súbitas ráfagas de viento. Una de ellas fue
tan violenta e inesperada que me sorprendió distraído y casi me hizo cambiar de
dirección por un instante. Recuerdo los tiempos en que bastaba una ráfaga, un
súbito torbellino o un bache en el aire para poner en peligro a un aparato; eso
ocurría antes de que aprendiésemos a dotar a nuestros aeroplanos de motores
potentes capaces de dominarlo todo. En el momento en que yo alcanzaba los
bancos de nubes y el altímetro señalaba los tres mil pies, empezó a caer la lluvia.
¡Qué manera de diluviar! El agua tamborileaba sobre las alas del aparato y me
azotaba en la cara, empañando mis anteojos de manera que apenas podía
distinguir nada. Puse la máquina a la velocidad mínima, porque resultaba difícil
avanzar a contralluvia. Al ganar altura, la lluvia se convirtió en granizo, y no tuve
más remedio que volverle la espalda. Uno de los cilindros dejó de funcionar; creo
que por culpa de una bujía sucia; pero yo seguía subiendo, a pesar de todo, y a la
máquina le sobraba fuerza. Todas esas molestias del cilindro, obedeciesen a la
causa que fuere, pasaron al cabo de un rato, y pude oír el runruneo pleno y
profundo de la máquina, los diez cilindros cantaban al unísono. Ahí es donde se
advierte la belleza de nuestros modernos silenciadores. Nos permiten por lo
menos el control de nuestros motores por el oído. ¡Cómo chillan, berrean y
sollozan cuando funcionan defectuosamente! Antaño se perdían todos esos gritos
con que piden socorro, porque el estruendo monstruoso del aparato se lo tragaba
todo. ¡Qué lástima que los aviadores primitivos no puedan resucitar para ver la
belleza y la perfección del mecanismo, conseguidas al precio de sus vidas!
A eso de las nueve y media me estaba yo aproximando a las nubes. Allá abajo,
convertida en borrón oscuro por la lluvia, se extendía la gran llanura de Salisbury.
Media docena de aparatos volaban llevando pasajeros a una altura de dos mil
pies, y parecían negras golondrinas sobre el fondo verde. Supongo que se
preguntaban qué diablos hacía yo tan arriba, en la región de las nubes. De pronto
se extendió por debajo de mí una cortina gris y sentí que los pliegues húmedos del
vapor formaban torbellinos alrededor de mi cara. Experimenté una sensación
desagradable de frío y de viscosidad. Pero me encontraba sobre la tormenta de
granizo, y eso era una ventaja. La nube era tan negra y espesa como las nieblas
londinenses. Anhelando salir de ella, dirigir el aparato hacia arriba hasta que
resonó la campanilla de alarma, y advertí que me estaba deslizando hacia atrás.
Las alas de mi aparato, empapadas de agua, le habían dado un peso mayor que
el que yo pensaba; pero entré en una nube menos espesa y no tardé en superar la
primera capa nubosa. Surgió una segunda capa, de color opalino y como
deshilachada, a gran altura por encima de mi cabeza; me encontré, pues, con un
techo igualmente blanco por encima mío y con un suelo negro e ininterrumpido por
debajo, mientras el monoplano ascendía trazando una espiral enorme entre los
dos estratos de nubes. En esos espacios de nube a nube se experimenta una
mortal sensación de soledad. En cierta ocasión, se me adelantó una gran bandada
de pequeñas aves acuáticas, que volaban rapidísimas hacia Occidente. El rápido
revuelo de sus alas y sus chillidos sonoros fueron una delicia para mis oídos. Creo
que se trataba de cercetas, pero valgo poco como zoólogo Ahora que nosotros los
hombres nos hemos convertido en pájaros, sería preciso que aprendiésemos a
conocer a fondo y de una sola ojeada a nuestras hermanas las aves.
Por debajo de mí, el viento soplaba con fuerza e imprimía balanceos a la inmensa
llanura de nubes. En un momento dado se formó una gran marea, un torbellino de
vapores, y a través de su centro, que tomó la configuración de una chimenea,
distinguí un trozo del mundo lejano. Un gran biplano blanco cruzó a enorme
profundidad por debajo de mí. Me imagino que sería el encargado del servicio
matutino de correos entre Bristol y Londres. El agujero provocado por el torbellino
de nubes volvió a cerrarse y entonces nada alteró la inmensa soledad en que me
encontraba.
Poco después de las diez alcancé el borde inferior del estrato de nubes sobre mí.
Estaban formadas por finos vapores diáfanos que se deslizaban rápidamente
desde el Oeste. Durante todo ese tiempo había ido subiendo de manera constante
la fuerza del viento hasta convertirse en una fuerte brisa de veintiocho millas por
hora, según mi aparato. La temperatura era ya muy fría, a pesar de que mi
altímetro sólo señalaba los nueve mil pies. El motor funcionaba admirablemente, y
nos lanzamos hacia arriba con firme runruneo. El banco de nubes era de mayor
espesor que lo calculado por mí, pero pude salir de él, poco después,
descubriendo un cielo sin nubes y un sol brillante, es decir, todo azul y oro por
encima; y todo plata brillante por debajo, formando una llanura inmensa y
luminosa hasta perderse de vista. Eran ya más de las diez y cuarto, y la aguja del
barógrafo señalaba los doce mil ochocientos pies. Seguí subiendo y subiendo, con
el oído puesto en el profundo runruneo de mi motor y los ojos clavados tan pronto
en el indicador de revoluciones, como en el marcador del combustible y en la
bomba de aceite. Con razón se afirma que los aviadores son gente que no conoce
el miedo. La verdad es que tienen que pensar en tantas cosas, que no les queda
tiempo para preocuparse de sí mismos. Fue en ese momento cuando advertí la
poca confianza que se podía tener en la brújula al alcanzar determinadas alturas.
A los quince mil pies, la mía señalaba hacia Occidente,
con un punto de desviación hacia el Sur; pero el sol y el viento me proporcionaron
la orientación exacta.
Éstos eran los pensamientos que circulaban por mi cerebro mientras trepaba por
aquel monstruoso plano inclinado, y el viento me azotaba unas veces en la cara y
otras me silbaba detrás de las orejas, y el país de nubes que quedaba por debajo
de mí se hundía a distancia tal, que los pliegues y montículos de plata habían
quedado alisados y convertidos en una llanura resplandeciente. Pero tuve de
pronto la sensación de algo horrible y sin precedentes. Antes había tenido
conciencia práctica de lo que suponía encontrarse metido dentro de un torbellino,
pero jamás en un torbellino de semejante magnitud. Aquella enorme y
arrebatadora riada de viento de que he hablado ya, tenía, según parece, dentro de
su corriente, unos remolinos tan monstruosos como ella. Me vi arrastrado
súbitamente y sin un segundo de advertencia hasta el corazón de uno de ellos.
Giré sobre mí mismo por espacio de un par de minutos con tal velocidad que perdí
casi el sentido, y de pronto caí a plomo, sobre el ala izquierda, dentro de la hueca
chimenea que formaba el eje de aquél. Caí lo mismo que una piedra, y perdí casi
mil pies de altura. Sólo gracias a mi cinturón permanecí en mi asiento, y el golpe
de la sorpresa y la falta de respiración me dejaron tirado y casi insensible, de
bruces sobre el costado del fuselaje. Pero yo he sido siempre capaz de realizar un
esfuerzo supremo; ése es mi único gran mérito como aviador. Tuve la sensación
de que el descenso se retardaba. El torbellino tenía más bien forma de cono que
de túnel vertical, y yo me había metido durante mi ascensión en el vértice mismo.
Con un tirón terrorífico, echando todo mi peso a un lado, enderecé los planos del
timón y me zafé del viento. Un instante después salí como una bala de aquel
oleaje y me deslizaba suavemente por el firmamento abajo. Después, zarandeado,
pero victorioso, dirigí la cabeza del aparato hacia arriba y reanudé mi firme
esfuerzo por la espiral hacia lo alto. Di un gran rodeo para evitar el punto de
peligro del torbellino, y no tardé en hallarme a salvo por encima suyo. Muy poco
después de la una me encontraba a veintiún mil pies sobre el nivel del mar. Vi
jubiloso que había salido por encima del huracán, y que el aire se iba calmando
más y más a cada cien metros que subía.
Por otro lado, la temperatura era muy fría, y sentí las nauseas características que
se producen por el enrarecimiento del aire. Desatornillé por vez primera la boca de
mi bolsa de oxígeno y aspiré de cuando en cuando una bocanada del gas
reconfortante. Lo sentía correr por mis venas igual que una bebida cordial, y me
sentí jubiloso casi hasta el punto de la borrachera. Me puse a gritar y cantar a
medida que me remontaba cada vez más arriba, dentro de un mundo exterior
helado y silencioso.
Fue en esos momentos cuando me ocurrió una cosa extraordinaria. Sentí que
pasaba por mi lado y que se me adelantaba algo sibilante que dejaba un reguero
de humo y que estalló con un ruido estrepitoso y siseante, despidiendo una nube
de vapor. De momento no pude imaginarme lo que había ocurrido. Luego, recordé
que la Tierra sufre un constante bombardeo de piedras meteóricas, y que apenas
sería habitable si ésas piedras no se convirtiesen casi siempre en vapor al entrar
en las capas exteriores de la atmósfera. He ahí un peligro más para el aviador de
las grandes alturas; lo digo porque pasaron por mi lado otras dos cuando estaba
acercándome a la marca de los cuarenta mil pies. No me cabe la menor duda de
que ese peligro ha de ser muy grande en el borde de la envoltura de la Tierra.
He dicho que me cernía trazando círculos. Se me ocurrió de pronto que haría bien
en dar una mayor amplitud a esos círculos, trazando una nueva ruta aérea. El
cazador que penetra en una selva terrestre, la atraviesa cuando busca levantar
caza. Mis razonamientos me llevaron a pensar que la selva aérea cuya existencia
yo había supuesto tenía que caer más o menos por encima del Wiltshire. En ese
caso, debía de estar hacia el Sur y el Oeste de donde yo me encontraba. Me
orienté por el sol, puesto que la brújula de nada me servía, y tampoco era visible
punto alguno de la Tierra. Únicamente se distinguía la lejana llanura plateada de
nubes. Sin embargo, obtuve mi dirección hacia el punto señalado. Calculé que mi
provisión de gasolina no duraría sino otra hora más o menos; pero podía
permitirme gastarla hasta la última gota, ya que me era posible en cualquier
momento lanzarme en un planeo ininterrumpido y magnífico que me condujese
hasta la superficie de la Tierra.
De pronto tuve la sensación de algo nuevo para mí. La atmósfera que tenía
delante había perdido su transparencia cristalina. Estaba cubierta de manojitos
alargados y desflecados de una cosa que yo podría comparar únicamente con las
volutas finísimas del humo de cigarrillos. Flotaba formando roscas y guirnaldas, y
se retorcía y giraba lentamente a la luz del sol. Cuando el monoplano los atravesó
como una flecha, percibí en mis labios un regusto débil de aceite, y en las partes
de madera del aparato apareció una espuma grasienta. Se habría dicho que una
materia orgánica infinitamente tenue flotaba en la atmósfera. Orgánica, pero sin
vida, como algo difuso y en iniciación, que se extendía por muchos acres
cuadrados y que se iba desflecando hasta penetrar en el vacío. No; aquello no
tenía vida. ¿Y no podrían ser unos restos de vida? Y, sobre todo, ¿no podría ser el
alimento de una vida, de una vida monstruosa, de la misma manera que la pobre
grasa del océano sirve de alimento a la enorme ballena? Eso iba pensando
cuando alcé los ojos y distinguí la más asombrosa visión que se ofreció nunca a
los ojos de un hombre. ¿Podré describírsela al lector tal como yo mismo la vi el
jueves pasado?
Imagínese el lector una medusa de mar como las que cruzan por nuestros mares
en verano, en forma de campana y de un tamaño enorme; mucho más
voluminosa, por lo que a mí me pareció, que la cúpula de la iglesia de San Pablo.
Su color era ligeramente sonrosado con venas de un fino color verde; pero el
conjunto de aquella colosal construcción era tan tenue que apenas se vislumbraba
su silueta sobre el fondo azul oscuro del firmamento.
Pero me esperaba otra experiencia más terrible. Dejándose caer ingrávida desde
una gran altura, vino hacia mí una mancha vaporosa y purpúrea. Cuando la vi por
vez primera, me pareció pequeña; pero se fue agrandando rápidamente a medida
que se me aproximaba, hasta llegar a ser de centenares de pies cuadrados de
volumen. Aunque moldeada en alguna sustancia transparente y como gelatinosa,
tenía contornos mucho más marcados y una consistencia más sólida que todo lo
que había visto anteriormente. Se advertían también más detalles de que poseía
una organización física; destacaban de una manera especial dos láminas
circulares, enormes y sombreadas, a uno y otro lado, que podían ser sus ojos, y
entre las dos láminas un saliente blanco perfectamente sólido, que presentaba la
curvatura y la crueldad del pico de un buitre.
En ese momento disparé los dos cañones de mi escopeta, aunque era lo mismo
que atacar a un elefante con un tirador, pues no se podía suponer que ningún
arma humana dejara lisiado a aquel volumen gigantesco. Sin embargo, mi
puntería fue mejor de lo que yo podía imaginar; una de las grandes ampollas o
burbujas que aquel ser tenía en lo alto de la espalda estalló con una tremenda
explosión al ser perforada por las postas de mi escopeta. Había acertado en mi
suposición: aquellas vejigas enormes y transparentes encerraban un gas que las
distendía con su fuerza elevadora; el cuerpo enorme y de aspecto de nube cayó
instantáneamente de costado, en medio de retorcimientos desesperados para
volver a encontrar el equilibrio, y mientras tanto el pico blanco castañeteaba y
jadeaba, presa de una furia espantosa.
Pero yo había huido, lanzándome por el plano más escarpado que me atreví a
buscar; mi motor a toda marcha y la hélice en plena propulsión, unidos a la fuerza
de gravedad, me lanzaron hacia la tierra lo mismo que un aerolito. Al volver la
vista, vi que la mancha informe y purpúrea se empequeñecía rápidamente hasta
fundirse en el azul del firmamento que tenía detrás. Yo me encontraba fuera de la
selva mortal de la región exterior de la atmósfera.
Cuando me vi fuera de peligro, cerré la válvula del combustible del motor, porque
no hay nada que destroce tan rápidamente a un avión como el lanzarse con toda
la potencia del motor en marcha desde gran altura. Fue el mío un vuelo planeado
magnífico, en espiral, desde casi ocho millas de altura primero, hasta el nivel del
banco de nubes de plata; después, hasta la nube tormentosa del estrato inferior, y,
por último, atravesando los goterones de lluvia, hasta la superficie de la tierra. Al
salir de las nubes, distinguí por debajo de mí el canal de Bristol; pero como aún
me quedaba en el depósito algo de gasolina, me metí veinte millas tierra adentro
antes de aterrizar en un campo que quedaba a media milla de la aldea de
Ashcombe. Un automóvil que pasaba por allí me cedió tres latas de gasolina, y a
las seis y diez minutos de aquella tarde logré posarme suavemente en un prado
de mi propia casa, en Devizes, después de una excursión que ningún ser humano
ha realizado jamás, quedando con vida para contarlo. He visto la belleza y he visto
también el espanto de las alturas; una belleza mayor y un espanto mayor que ésos
no están al alcance del hombre.
Pues bien: tengo el proyecto de volver a esas alturas antes de anunciar al mundo
lo que he descubierto. Me mueve a ello el que necesito poder mostrar algo
tangible, a manera de prueba, antes de dar a conocer a los hombres lo que llevo
relatado. Es cierto que no tardarán otros en seguir mi camino y traerán la
confirmación de lo que yo he afirmado; pero quisiera convencer a todos desde el
primer momento. No creo que resulte difícil la captura de aquellas burbujas
iridiscentes y encantadoras del aire. Se dejan arrastrar tan lentamente en su
carrera, que un monoplano rápido no tendría dificultad alguna en cortarles el paso.
Es muy probable que se disolverían en las capas más densas de la atmósfera, en
cuyo caso todo lo que yo podría traerme a la tierra sería un montoncito de jalea
amorfa. Sin embargo, no dejaría de ser algo que proporcionaría consistencia a mi
relato. Sí, volveré a subir, aunque con ello corra un peligro. No parece que esos
espantables seres purpúreos abunden. Es probable que no tropiece con ninguno;
pero si tropiezo, me zambulliré en el acto hacia la tierra. En el peor de los casos,
dispongo siempre de mi escopeta y sé que debo apuntar..."
Aquí falta, por desgracia, una página del manuscrito. En la siguiente, con letras
grandes e inseguras, aparecen estas líneas:
"Cuarenta y tres mil pies. No volveré ya a ver de nuevo la tierra. Por debajo de mí
hay tres de esos
seres. ¡Que Dios me valga, porque será morir de muerte espantosa!"