Arthur Conan Doyle - Espanto en Las Alturas

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Espanto en la Alturas

Arthur Conan Doyle


En el que se transcribe el manuscrito conocido con el nombre de Notas Fragmentarias de Joyce—
Amstrong.

Ha quedado descartada por cuantos han entrado a fondo en el estudio del caso la
idea de que el relato extraordinario conocido con el nombre de Notas—
fragmentarias de Joyce—Armstrong, sea una complicada y macabra broma
tramada por un desconocido que poseía un sentido perverso del humorismo.
Hasta el maquinador más fantástico y tortuoso vacilaría ante la perspectiva de
ligar sus morbosas alucinaciones con sucesos trágicos y fehacientes para darles
una mayor credibilidad. A pesar de que las afirmaciones hechas en esas notas
sean asombrosas y lleguen incluso hasta la monstruosidad, lo cierto es que la
opinión general se está viendo obligada a darlas por auténticas, y resulta
imprescindible que reajustemos nuestras ideas de acuerdo con la nueva situación.
Según parece, este mundo nuestro se encuentra ante un peligro por demás
extraño e inesperado, del que únicamente lo separa un margen de seguridad muy
ligero y precario. En este relato, en el que se transcribe el documento original en
su forma, que es por fuerza algo fragmentaria, trataré de exponer ante el lector el
conjunto de los hechos hasta el día de hoy, y como prefacio a lo que voy a narrar,
diré que si alguien duda de lo que cuenta Joyce—Armstrong, no puede ponerse ni
por un momento en tela de juicio todo cuanto se refiere al teniente Myrtle, R. N. y a
míster Harry Connor, que halló su fin, sin ninguna duda posible, de la manera que
en el documento se describe.

Las Notas fragmentarias de Joyce—Armstrong fueron encontradas en el campo


conocido con el nombre de Lower Haycook, que queda a una milla al oeste de la
aldea de Withyham, en la divisoria de los condados de Kent y de Sussex. El día 15
del pasado mes de septiembre, James Flynn, un peón de labranza que trabaja con
el agricultor Mathew Dodd, de la granja Chanutry, de Withyham, vio una pipa de
palo de rosa, cerca del sendero que rodea el cierre de arbustos de Lower
Haycook. A pocos pasos de distancia recogió unos prismáticos rotos. Por último,
distinguió entre algunas ortigas que había en el canal lateral un libro poco
abultado, con tapas de lona, que resultó ser un cuaderno de hojas desprendibles,
algunas de las cuales se habían soltado y se movían aquí y allá por la base de la
cerca. El campesino las recogió, pero algunas de esas hojas, y entre ellas la que
debía ser la primera del cuaderno, no se encontraron por más que se las buscó, y
esas páginas perdidas dejan un vacío lamentable en este importantísimo relato. El
peón entregó el cuaderno a su amo, y éste, a su vez, se lo mostró al doctor H. M.
Atherton, de Hartfield. Este caballero comprendió en el acto la necesidad de que
tal documento fuese sometido al examen de un técnico, y con ese objeto lo hizo
llegar al Club Aéreo de Londres, donde se encuentra actualmente.

Faltan las dos primeras páginas del manuscrito, y también ha sido arrancada la
página final en que termina el relato: sin embargo, su pérdida no le hace perder
coherencia. Se supone que las primeras exponían en detalle los títulos que como
aeronauta poseía míster Joyce—Armstrong, pero esos títulos pueden buscarse en
otras fuentes, siendo cosa reconocida por todos que nadie le superaba entre los
muchos pilotos aéreos de Inglaterra. Míster Joyce—Armstrong gozó durante
muchos años la reputación de ser el más audaz y el más cerebral de los
aviadores. Esa combinación de cualidades lo puso en condiciones de inventar y de
poner a prueba varios dispositivos nuevos entre los que está incluido el hoy
corriente mecanismo giroscópico bautizado con su apellido. La parte principal del
manuscrito está escrita con tinta y buena letra. pero, unas cuantas líneas del final
lo están a lápiz y con letra tan confusa, que resultan difíciles de leer. Para ser
exactos, diríamos que están escritas como si hubiesen sido garrapateadas
apresuradamente desde el asiento de un aeroplano en vuelo. Conviene que
digamos también que hay varias manchas, tanto en la última página como en la
tapa exterior, y que los técnicos del Ministerio del Interior han dictaminado que se
trata de manchas de sangre, sangre humana probablemente y, sin duda alguna,
de animal mamífero. Como en esas manchas de sangre se descubrió algo que se
parece extraordinariamente al microbio de la malaria, y como se sabe que Joyce—
Armstrong padecía de fiebres intermitentes, podemos presentar el caso como un
ejemplo notable de las nuevas armas que la ciencia moderna ha puesto en manos
de nuestros detectives.

Digamos ahora algunas palabras acerca de la personalidad del autor de este


relato que hará época. Según lo que afirman los pocos amigos que sabían en
verdad algo de Joyce—Armstrong, era éste un poeta y un soñador, además de
mecánico e inventor. Disponía de una fortuna importante, y había invertido buena
parte de ella en su afición al vuelo. En sus cobertizos de las proximidades de
Devizes tenía cuatro aeroplanos particulares, y se asegura que en el transcurso
del año pasado realizó no menos de ciento setenta vuelos. Era hombre reservado
y sufría de accesos de misantropía. En esos accesos esquivaba el trato con los
demás. El capitán Dangerfield, que era quien más a fondo le trataba, afirma que
en ciertos momentos la excentricidad de su amigo amenazaba con adquirir
contornos de algo más grave. Una manifestación de esa excentricidad era su
costumbre de llevar una escopeta en su aeroplano.

Otro detalle característico era la impresión morbosa que produjo en sus facultades
el accidente del teniente Myrtle. Éste había caído desde una altura aproximada de
treinta mil pies, cuando intentaba superar la marca. Aunque su cuerpo conservó su
apariencia de tal, la verdad horrible fue que no quedó el menor rastro de su
cabeza. Joyce—Armstrong, según cuenta Dangerfield, planteaba en toda reunión
de aviadores la siguiente pregunta, subrayada con una enigmática sonrisa:
¿Quieren decirme adónde fue a parar la cabeza de Myrtle?

En otra ocasión, estando de sobremesa en el comedor común de la Escuela de


Aviación de Salisbury Plain, planteó un debate acerca de cuál sería el mayor
peligro permanente con el que tendrían que enfrentarse los aviadores. Después de
escuchar las opiniones que allí se fueron exponiendo acerca de los baches
aéreos, la construcción defectuosa y la pérdida de velocidad, al llegarle el turno
para exponer su opinión, se encogió de hombros y rehusó hacerlo, dejando la
impresión de que no estaba conforme con ninguna de las expuestas por sus
compañeros.
No estará de más que digamos que, al examinar sus asuntos particulares,
después de la total desaparición de este aviador, se vio que lo tenía todo
arreglado con tal exactitud que parece indicar que había tenido una fuerte
premonición de la catástrofe. Hechas estas advertencias esenciales, paso a copiar
la narración al pie de la letra, empezando en la página tercera del ensangrentado
cuaderno:

"Sin embargo, durante mi cena en Reims con Coselli y con Gustavo Raymond,
pude convencerme de que ni el uno ni el otro habían percibido ningún peligro
especial en las capas más altas de la atmósfera. No les expuse lo que pensaba;
pero como estuve tan próximo a ese peligro, tengo la seguridad de que si ellos lo
hubiesen percibido de una manera parecida, habrían expuesto, sin duda alguna, lo
que les había ocurrido. Ahora bien; esos dos aviadores son hombres hueros y
vanidosos, que sólo piensan en ver sus nombres en los periódicos. Es interesante
hacer constar que ni el uno ni el otro pasaron nunca mucho más allá de los veinte
mil pies de altura. Todos sabemos que en algunas ascensiones en globo y en la
escalada de montañas se ha llegado a cifras más elevadas. Tiene que ser
bastante más allá de esa altura cuando el aeroplano penetra en la zona de peligro,
dando siempre por bueno el que mis barruntos y corazonadas sean exactos.

La aviación se practica entre nosotros desde hace más de veinte años, y surge en
el acto la siguiente pregunta: ¿Por qué este peligro no se ha descubierto hasta el
día de hoy? La respuesta es evidente. Antaño, cuando se pensaba que un motor
de cien caballos de las marcas Gnome o Green bastaba y sobraba para todas las
necesidades, los vuelos eran muy limitados. En la actualidad, cuando el motor de
trescientos caballos es la regla y no la excepción, el vuelo hasta las capas
superiores de la atmósfera se ha hecho fácil y es más corriente. Algunos de
nosotros podemos recordar que, siendo jóvenes, Garros conquistó celebridad
mundial alcanzando los mil novecientos pies de altura y que sobrevolar los Alpes
fue juzgado hazaña extraordinaria. En la actualidad, la norma corriente es
inconmensurablemente más elevada, y se hacen veinte vuelos de altura al año por
cada uno de los que se hacían en épocas pasadas. Muchos de esos vuelos de
altura se han acometido sin daño alguno. Los treinta mil pies han sido alcanzados
una y otra vez sin más molestias que el frío y la dificultad de respirar. ¿Qué
demuestra esto? Un visitante ajeno a nuestro planeta podría realizar mil
descensos en éste sin ver jamás un tigre. Sin embargo, los tigres existen, y si ese
visitante descendiera en el interior de una selva, quizá fuese devorado por ellos.
Pues bien: en las regiones superiores del aire existen selvas y habitan en ellas
cosas peores que los tigres. Yo creo que se llegará, andando el tiempo, a trazar
mapas exactos de esas selvas y junglas. Hoy mismo podría yo citar los nombres
de dos de ellas. Una se extiende sobre el distrito Pau—Biarritz, en Francia: la otra
queda exactamente sobre mi cabeza en este momento, cuando escribo estas
líneas en mi casa de Wiltshire. Y estoy por creer que existe otra en el distrito de
Homburg—Wiesbaden.

Empecé a pensar en el problema al ver cómo desaparecían algunos aviadores.


Claro está que todo el mundo aseguraba que habían caído en el mar; pero yo no
me quedé en modo alguno satisfecho con esa explicación. Por ejemplo, el caso de
Verrier en Francia: su aparato fue encontrado en las proximidades de Bayona,
pero nunca se descubrió el paradero de su cadáver. Vino después el caso de
Baxter, que desapareció, aunque su motor y una parte de la armazón de hierro
fueron descubiertos en un bosque de Leicestershire. El doctor Middleton, de
Amesbury, que seguía el vuelo de ese aviador por medio de un telescopio, declara
que un momento antes de que las nubes ocultasen el campo visual, vio cómo el
aparato, que se encontraba a enorme altura, picó súbitamente en línea
perpendicular hacia arriba, y dio una serie de respingos sucesivos de que él jamás
habría creído capaz a un aeroplano. Esa fue la última visión que se tuvo de
Baxter. Se publicaron en los periódicos cartas, pero no se llegó a nada concreto.
Ocurrieron otros casos similares, y de pronto se produjo la muerte de Harry
Connor. ¡Qué cacareo se armó a propósito del misterio sin resolver que se
encerraba en los aires. y cuántas columnas se imprimieron a ese respecto en los
periódicos populares; pero qué, poco se hizo para llegar hasta el fondo mismo del
problema! Harry Connor descendió desde una altura ignorada y lo hizo en un
fantástico planeo. No salió del aparato y murió en su asiento de piloto. ¿De qué
murió? Enfermedad cardíaca, dijeron los médicos. ¡Tonterías! El corazón de
Connor funcionaba tan a la perfección como funciona el mío. ¿Qué fue lo que dijo
Venables? Venables fue el único que estaba a su lado cuando Connor murió. Dijo
que el piloto temblaba y daba la impresión de un hombre que ha sufrido un susto
terrible. Murió de miedo, afirmó Venables; pero no podía imaginarse qué fue lo que
le asustó. Una sola palabra pronunció el muerto delante de Venables; una palabra
que sonó algo así como monstruoso. En la investigación judicial no consiguieron
sacar nada en limpio. Pero yo sí que pude sacar. ¡Monstruos! Esa fue la última
palabra que pronunció el pobre Harry Connor. Y, en efecto, murió de miedo, tal y
como opinó Venables. Tenemos luego el caso de la cabeza de Myrtle. ¿Creen
ustedes —cree en realidad nadie— que la fuerza de la caída desde lo alto puede
arrancar limpiamente a una persona la cabeza del resto del cuerpo? Bien; quizá
eso sea posible pero yo al menos no he creído nunca que a Myrtle le ocurriese
una cosa semejante. Tenemos, además, la grasa con que estaban manchadas
sus ropas; alguien declaró en la investigación que estaban pegajosas de grasa. ¡Y
pensar que esas palabras no intrigaron a nadie! A mí sí que me hicieron meditar,
aunque, a decir verdad. ya pensaba en eso hace bastante tiempo. He llevado a
cabo tres vuelos de altura, pero nunca llegué a la suficiente
—¡cuántas bromas me dirigía Dangerfield a propósito de mi escopeta! En la
actualidad, disponiendo como dispongo de este aparato ligero de Paul Veroner,
con su motor Robur de ciento setenta caballos, podría alcanzar fácilmente mañana
mismo los treinta mil pies. Llevaré mi escopeta al tratar de superar esa marca, y
quizá al mismo tiempo de apuntar a otra cosa. Es peligroso, sin duda alguna.
Quien no quiera correr peligros es mejor que renuncie por completo a volar y que
se acoja a las zapatillas de franela y al batín. Pero yo haré mañana una visita a la
selva de la atmósfera, y si hay algo oculto en ella lo descubriré. Si vuelvo de la
escalada, me habré convertido en hombre bastante célebre. Si no regreso este
cuaderno podrá servir de explicación de lo que intento hacer, y de cómo perdí mi
vida al intentarlo. Pero, por favor, señores: nada de chácharas tontas acerca de
accidentes ni de misterios.
Para realizar mi tarea he elegido mi monoplano Paul Veroner. Cuando se trata de
hacer algo práctico, no hay nada como el monoplano. Ya Beaumont lo descubrió
en los primeros días de la aviación. Empezando porque no le perjudica la
humedad, y se tiene la impresión en todo momento de que se vuela entre nubes,
este aparato mío es un pequeño y simpático modelo, que me responde lo mismo
que responde a las riendas un caballo de boca blanda. El motor es un Robur de
seis cilindros, que desarrolla una potencia de ciento setenta y cinco caballos.
Dispone de todos los adelantos modernos: fuselaje cerrado, buen tren de
aterrizaje, frenos, estabilizadores giroscópicos y tres velocidades, se timonea
mediante la alteración del ángulo de los planos, de acuerdo con el principio de las
persianas de Venecia. Llevo conmigo una escopeta y una docena de cartuchos
cargados con postas de caza mayor. ¡Qué cara puso Perkins, mi buen mecánico,
cuando le ordené que pusiese esas cosas dentro del aparato! Me vestí con la
indumentaria de un explorador del Polo Ártico, con dos elásticos debajo de mi traje
especial, y con gruesos calcetines dentro de botas acolchadas, un pasamontañas
con orejeras, y mis anteojeras de talco. Dentro del cobertizo me ahogaba de calor,
pero yo pretendía subir a alturas de Himalayas y tenía que ataviarme en
consecuencia. Perkins se dio cuenta de que yo me traía entre manos algo
importante, y me suplicó que lo dejara acompañarme. Quizá lo habría hecho si el
aparato hubiese sido un biplano, pero el monoplano es cosa de un solo hombre, si
de veras se quiere aprovechar toda su capacidad de ascensión. Metí, como es
lógico, una bolsa de oxígeno; quien intente superar la marca de altura y no la lleve
se quedará helado o se hará pedazos, si no le ocurren ambas cosas a la vez.

Revisé cuidadosamente los planos del timón, la dirección y la palanca elevadora.


Hecho eso, me metí en el aparato. Todo, por lo que pude ver, estaba en
condiciones. Entonces puse en marcha el motor y comprobé que funcionaba con
toda suavidad. Cuando soltaron el aparato, éste se elevó casi instantáneamente
en su velocidad mínima. Tracé un par de círculos por encima de mi campo de
aviación para que el motor se calentase; saludé entonces a Perkins y a los demás
con la mano, horizontalicé los planos y puse el motor en la máxima velocidad. El
aparato se deslizó igual que una golondrina a favor del viento por espacio de ocho
o diez millas; luego lo levanté un poco de cabeza y empezó a subir trazando una
enorme espiral, en dirección al banco de nubes que tenía por encima de mí. Es de
la máxima importancia ir ganando altura lentamente para adaptar el organismo a
la presión atmosférica conforme se sube.

El día era sofocante y caluroso para lo que suele ser un mes de septiembre en
Inglaterra, y se advertían el silencio y la pesadez de la lluvia inminente. De cuando
en cuando llegaban por el Sudoeste súbitas ráfagas de viento. Una de ellas fue
tan violenta e inesperada que me sorprendió distraído y casi me hizo cambiar de
dirección por un instante. Recuerdo los tiempos en que bastaba una ráfaga, un
súbito torbellino o un bache en el aire para poner en peligro a un aparato; eso
ocurría antes de que aprendiésemos a dotar a nuestros aeroplanos de motores
potentes capaces de dominarlo todo. En el momento en que yo alcanzaba los
bancos de nubes y el altímetro señalaba los tres mil pies, empezó a caer la lluvia.
¡Qué manera de diluviar! El agua tamborileaba sobre las alas del aparato y me
azotaba en la cara, empañando mis anteojos de manera que apenas podía
distinguir nada. Puse la máquina a la velocidad mínima, porque resultaba difícil
avanzar a contralluvia. Al ganar altura, la lluvia se convirtió en granizo, y no tuve
más remedio que volverle la espalda. Uno de los cilindros dejó de funcionar; creo
que por culpa de una bujía sucia; pero yo seguía subiendo, a pesar de todo, y a la
máquina le sobraba fuerza. Todas esas molestias del cilindro, obedeciesen a la
causa que fuere, pasaron al cabo de un rato, y pude oír el runruneo pleno y
profundo de la máquina, los diez cilindros cantaban al unísono. Ahí es donde se
advierte la belleza de nuestros modernos silenciadores. Nos permiten por lo
menos el control de nuestros motores por el oído. ¡Cómo chillan, berrean y
sollozan cuando funcionan defectuosamente! Antaño se perdían todos esos gritos
con que piden socorro, porque el estruendo monstruoso del aparato se lo tragaba
todo. ¡Qué lástima que los aviadores primitivos no puedan resucitar para ver la
belleza y la perfección del mecanismo, conseguidas al precio de sus vidas!

A eso de las nueve y media me estaba yo aproximando a las nubes. Allá abajo,
convertida en borrón oscuro por la lluvia, se extendía la gran llanura de Salisbury.
Media docena de aparatos volaban llevando pasajeros a una altura de dos mil
pies, y parecían negras golondrinas sobre el fondo verde. Supongo que se
preguntaban qué diablos hacía yo tan arriba, en la región de las nubes. De pronto
se extendió por debajo de mí una cortina gris y sentí que los pliegues húmedos del
vapor formaban torbellinos alrededor de mi cara. Experimenté una sensación
desagradable de frío y de viscosidad. Pero me encontraba sobre la tormenta de
granizo, y eso era una ventaja. La nube era tan negra y espesa como las nieblas
londinenses. Anhelando salir de ella, dirigir el aparato hacia arriba hasta que
resonó la campanilla de alarma, y advertí que me estaba deslizando hacia atrás.
Las alas de mi aparato, empapadas de agua, le habían dado un peso mayor que
el que yo pensaba; pero entré en una nube menos espesa y no tardé en superar la
primera capa nubosa. Surgió una segunda capa, de color opalino y como
deshilachada, a gran altura por encima de mi cabeza; me encontré, pues, con un
techo igualmente blanco por encima mío y con un suelo negro e ininterrumpido por
debajo, mientras el monoplano ascendía trazando una espiral enorme entre los
dos estratos de nubes. En esos espacios de nube a nube se experimenta una
mortal sensación de soledad. En cierta ocasión, se me adelantó una gran bandada
de pequeñas aves acuáticas, que volaban rapidísimas hacia Occidente. El rápido
revuelo de sus alas y sus chillidos sonoros fueron una delicia para mis oídos. Creo
que se trataba de cercetas, pero valgo poco como zoólogo Ahora que nosotros los
hombres nos hemos convertido en pájaros, sería preciso que aprendiésemos a
conocer a fondo y de una sola ojeada a nuestras hermanas las aves.

Por debajo de mí, el viento soplaba con fuerza e imprimía balanceos a la inmensa
llanura de nubes. En un momento dado se formó una gran marea, un torbellino de
vapores, y a través de su centro, que tomó la configuración de una chimenea,
distinguí un trozo del mundo lejano. Un gran biplano blanco cruzó a enorme
profundidad por debajo de mí. Me imagino que sería el encargado del servicio
matutino de correos entre Bristol y Londres. El agujero provocado por el torbellino
de nubes volvió a cerrarse y entonces nada alteró la inmensa soledad en que me
encontraba.
Poco después de las diez alcancé el borde inferior del estrato de nubes sobre mí.
Estaban formadas por finos vapores diáfanos que se deslizaban rápidamente
desde el Oeste. Durante todo ese tiempo había ido subiendo de manera constante
la fuerza del viento hasta convertirse en una fuerte brisa de veintiocho millas por
hora, según mi aparato. La temperatura era ya muy fría, a pesar de que mi
altímetro sólo señalaba los nueve mil pies. El motor funcionaba admirablemente, y
nos lanzamos hacia arriba con firme runruneo. El banco de nubes era de mayor
espesor que lo calculado por mí, pero pude salir de él, poco después,
descubriendo un cielo sin nubes y un sol brillante, es decir, todo azul y oro por
encima; y todo plata brillante por debajo, formando una llanura inmensa y
luminosa hasta perderse de vista. Eran ya más de las diez y cuarto, y la aguja del
barógrafo señalaba los doce mil ochocientos pies. Seguí subiendo y subiendo, con
el oído puesto en el profundo runruneo de mi motor y los ojos clavados tan pronto
en el indicador de revoluciones, como en el marcador del combustible y en la
bomba de aceite. Con razón se afirma que los aviadores son gente que no conoce
el miedo. La verdad es que tienen que pensar en tantas cosas, que no les queda
tiempo para preocuparse de sí mismos. Fue en ese momento cuando advertí la
poca confianza que se podía tener en la brújula al alcanzar determinadas alturas.
A los quince mil pies, la mía señalaba hacia Occidente,
con un punto de desviación hacia el Sur; pero el sol y el viento me proporcionaron
la orientación exacta.

Esperaba encontrar en semejantes alturas una inmovilidad absoluta; pero a cada


mil pies de nueva elevación, el viento adquiría mayor fuerza. Mi aparato gruñía y
se estremecía en todas sus junturas y remaches cuando se ponía de cara al
viento, y era arrastrado lo mismo que una hoja de papel cuando yo lo frenaba para
hacer un viraje, resbalando a favor del viento a una velocidad superior quizá a la
que ha viajado mortal alguno. Sin embargo, tenía que seguir haciendo virajes a
sotavento, porque lo que me proponía no era únicamente superar la marca de
altura. Según todos mis cálculos mi selva aérea quedaba por encima del pequeño
Wiltshire, y todo mi esfuerzo resultaría perdido si saliese a la superficie superior
del estrato de nubes más allá de ese punto.
Cuando alcancé los diecinueve mil pies de altura, a eso del mediodía, el viento
soplaba con tal fuerza que no pude menos que observar con algo de preocupación
los sostenes de mis alas, temiendo que de un momento a otro estallasen, o se
aflojasen. Llegué incluso a soltar el paracaídas que llevaba detrás y aseguré su
gancho en la argolla de mi cinturón de cuero, para estar preparado por si ocurría lo
peor. Había llegado el momento en que la más pequeña chapucería en la tarea del
mecánico se paga con la vida del aviador. El aparato, sin embargo, resistió
valerosamente. Todas las fibras y tirantes zumbaban y vibraban lo mismo que
cuerdas de arpa bien templada; pero resultaba magnífico ver cómo el aparato
seguía imponiéndose a la naturaleza y enseñoreándose del firmamento, a pesar
de todos los golpes y sacudidas. Algo hay, sin duda alguna, de divino en el
hombre mismo para que haya podido superar las limitaciones que parecían serle
impuestas por la creación; para superarlas, además, con el desprendimiento, el
heroísmo y la abnegación que ha demostrado en esta conquista del aire. ¡Que se
callen los que hablan de que el hombre degenera! ¿En qué época de los anales
de nuestra raza se ha escrito hazaña como la de la aviación?

Éstos eran los pensamientos que circulaban por mi cerebro mientras trepaba por
aquel monstruoso plano inclinado, y el viento me azotaba unas veces en la cara y
otras me silbaba detrás de las orejas, y el país de nubes que quedaba por debajo
de mí se hundía a distancia tal, que los pliegues y montículos de plata habían
quedado alisados y convertidos en una llanura resplandeciente. Pero tuve de
pronto la sensación de algo horrible y sin precedentes. Antes había tenido
conciencia práctica de lo que suponía encontrarse metido dentro de un torbellino,
pero jamás en un torbellino de semejante magnitud. Aquella enorme y
arrebatadora riada de viento de que he hablado ya, tenía, según parece, dentro de
su corriente, unos remolinos tan monstruosos como ella. Me vi arrastrado
súbitamente y sin un segundo de advertencia hasta el corazón de uno de ellos.
Giré sobre mí mismo por espacio de un par de minutos con tal velocidad que perdí
casi el sentido, y de pronto caí a plomo, sobre el ala izquierda, dentro de la hueca
chimenea que formaba el eje de aquél. Caí lo mismo que una piedra, y perdí casi
mil pies de altura. Sólo gracias a mi cinturón permanecí en mi asiento, y el golpe
de la sorpresa y la falta de respiración me dejaron tirado y casi insensible, de
bruces sobre el costado del fuselaje. Pero yo he sido siempre capaz de realizar un
esfuerzo supremo; ése es mi único gran mérito como aviador. Tuve la sensación
de que el descenso se retardaba. El torbellino tenía más bien forma de cono que
de túnel vertical, y yo me había metido durante mi ascensión en el vértice mismo.
Con un tirón terrorífico, echando todo mi peso a un lado, enderecé los planos del
timón y me zafé del viento. Un instante después salí como una bala de aquel
oleaje y me deslizaba suavemente por el firmamento abajo. Después, zarandeado,
pero victorioso, dirigí la cabeza del aparato hacia arriba y reanudé mi firme
esfuerzo por la espiral hacia lo alto. Di un gran rodeo para evitar el punto de
peligro del torbellino, y no tardé en hallarme a salvo por encima suyo. Muy poco
después de la una me encontraba a veintiún mil pies sobre el nivel del mar. Vi
jubiloso que había salido por encima del huracán, y que el aire se iba calmando
más y más a cada cien metros que subía.

Por otro lado, la temperatura era muy fría, y sentí las nauseas características que
se producen por el enrarecimiento del aire. Desatornillé por vez primera la boca de
mi bolsa de oxígeno y aspiré de cuando en cuando una bocanada del gas
reconfortante. Lo sentía correr por mis venas igual que una bebida cordial, y me
sentí jubiloso casi hasta el punto de la borrachera. Me puse a gritar y cantar a
medida que me remontaba cada vez más arriba, dentro de un mundo exterior
helado y silencioso.

Para mí es cosa completamente clara que la insensibilidad que se apoderó de


Glaisher, y en menor grado de Coxnvell, cuando, en 1862, llegaron en su
ascensión en globo hasta la altura de treinta mil pies, fue causada por la
extraordinaria velocidad con que se realiza una subida perpendicular. No se
producen esos síntomas tan espantosos cuando la ascensión se lleva a cabo
siguiendo una suave cuesta arriba, acostumbrándose de ese modo, por una
graduación lenta, a la menor presión barométrica. A esa misma altura de los
treinta mil pies no necesité ni inhalador de oxígeno, y pude respirar sin exagerada
fatiga. Sin embargo, el frío era crudísimo, y mi termómetro estaba a cero grado
Fahrenheit. A la una y media me hallaba yo casi a siete millas por encima de la
superficie de la tierra, y seguía elevándome más y más. Comprobé, sin embargo,
que el aire rarificado presentaba un apoyo mucho menos sensible a mis planos, y
en consecuencia fue necesario rebajar mucho mi ángulo de ascenso. Era evidente
que a pesar de lo ligero de mi peso y de la gran fuerza de mi motor, llegaría a un
punto del que no podría pasar. Para empeorar la situación aún más, una de las
bujías, empezó a fallar otra vez, y el motor producía explosiones intermitentes a
destiempo. Se me angustió el corazón temiendo que iba a fracasar.

Fue en esos momentos cuando me ocurrió una cosa extraordinaria. Sentí que
pasaba por mi lado y que se me adelantaba algo sibilante que dejaba un reguero
de humo y que estalló con un ruido estrepitoso y siseante, despidiendo una nube
de vapor. De momento no pude imaginarme lo que había ocurrido. Luego, recordé
que la Tierra sufre un constante bombardeo de piedras meteóricas, y que apenas
sería habitable si ésas piedras no se convirtiesen casi siempre en vapor al entrar
en las capas exteriores de la atmósfera. He ahí un peligro más para el aviador de
las grandes alturas; lo digo porque pasaron por mi lado otras dos cuando estaba
acercándome a la marca de los cuarenta mil pies. No me cabe la menor duda de
que ese peligro ha de ser muy grande en el borde de la envoltura de la Tierra.

La aguja de mi barógrafo marcaba cuarenta y un mil trescientos pies, cuando me


di cuenta de que ya no podía seguir subiendo. Físicamente, el esfuerzo no era
todavía tan grande que me resultase insoportable; pero mi aparato sí que había
llegado a su límite. El aire rarificado no presentaba seguro apoyo a las alas, y el
menor movimiento se convertía en un deslizamiento lateral; también sus controles
respondían como con pereza. Quizá si el motor hubiese funcionado de una
manera perfecta, habríamos podido subir otro millar de pies, pero seguía teniendo
fallos, y dos de los diez cilindros parecían estar inutilizados. Si yo no había
alcanzado aún la zona del espacio que venía buscando, era evidente que ya no
tropezaría con ella en este viaje. ¿Y no sería posible que la hubiese alcanzado ya?
Cerniéndome en círculo, lo mismo que un colosal halcón, al nivel de los cuarenta
mil pies, dejé que el monoplano marchase libre, y me dediqué a observar con
cuidado los alrededores con mis prismáticos Mannheim. El firmamento estaba
absolutamente limpio sin indicio alguno de los peligros que yo había supuesto.

He dicho que me cernía trazando círculos. Se me ocurrió de pronto que haría bien
en dar una mayor amplitud a esos círculos, trazando una nueva ruta aérea. El
cazador que penetra en una selva terrestre, la atraviesa cuando busca levantar
caza. Mis razonamientos me llevaron a pensar que la selva aérea cuya existencia
yo había supuesto tenía que caer más o menos por encima del Wiltshire. En ese
caso, debía de estar hacia el Sur y el Oeste de donde yo me encontraba. Me
orienté por el sol, puesto que la brújula de nada me servía, y tampoco era visible
punto alguno de la Tierra. Únicamente se distinguía la lejana llanura plateada de
nubes. Sin embargo, obtuve mi dirección hacia el punto señalado. Calculé que mi
provisión de gasolina no duraría sino otra hora más o menos; pero podía
permitirme gastarla hasta la última gota, ya que me era posible en cualquier
momento lanzarme en un planeo ininterrumpido y magnífico que me condujese
hasta la superficie de la Tierra.

De pronto tuve la sensación de algo nuevo para mí. La atmósfera que tenía
delante había perdido su transparencia cristalina. Estaba cubierta de manojitos
alargados y desflecados de una cosa que yo podría comparar únicamente con las
volutas finísimas del humo de cigarrillos. Flotaba formando roscas y guirnaldas, y
se retorcía y giraba lentamente a la luz del sol. Cuando el monoplano los atravesó
como una flecha, percibí en mis labios un regusto débil de aceite, y en las partes
de madera del aparato apareció una espuma grasienta. Se habría dicho que una
materia orgánica infinitamente tenue flotaba en la atmósfera. Orgánica, pero sin
vida, como algo difuso y en iniciación, que se extendía por muchos acres
cuadrados y que se iba desflecando hasta penetrar en el vacío. No; aquello no
tenía vida. ¿Y no podrían ser unos restos de vida? Y, sobre todo, ¿no podría ser el
alimento de una vida, de una vida monstruosa, de la misma manera que la pobre
grasa del océano sirve de alimento a la enorme ballena? Eso iba pensando
cuando alcé los ojos y distinguí la más asombrosa visión que se ofreció nunca a
los ojos de un hombre. ¿Podré describírsela al lector tal como yo mismo la vi el
jueves pasado?

Imagínese el lector una medusa de mar como las que cruzan por nuestros mares
en verano, en forma de campana y de un tamaño enorme; mucho más
voluminosa, por lo que a mí me pareció, que la cúpula de la iglesia de San Pablo.
Su color era ligeramente sonrosado con venas de un fino color verde; pero el
conjunto de aquella colosal construcción era tan tenue que apenas se vislumbraba
su silueta sobre el fondo azul oscuro del firmamento.

Un ritmo suave y regular marcaba sus pulsaciones. De ese cuerpo enorme


colgaban dos tentáculos verdes y fláccidos que se balanceaban con lentitud hacia
atrás y hacia adelante. Esa visión magnífica cruzó suavemente, con silenciosa
majestad, por encima de mi cabeza; era tan ingrávida y frágil como una pompa de
jabón, y se deslizó majestuosa por su ruta.

Yo había impreso un medio viraje a mi monoplano, a fin de poder seguir


contemplando aquel ser grandioso; de pronto, y de una manera instantánea, me
encontré en medio de una verdadera escuadra de otros iguales, de todos los
tamaños, aunque ninguno de la magnitud del primero. Algunos eran
pequeñísimos, pero la mayoría tenía más o menos el volumen de un globo
corriente, con idéntica curvatura en la parte superior. Se observaba en ellos una
finura de grano y de color que me trajo a la memoria los espejos venecianos de
mejor calidad. Los matices predominantes eran el rosa y el verde, pero todos
mostraban encantadoras iridiscencias allí donde el sol brillaba a través de sus
formas delicadas. Cruzaron, dejándome atrás, algunos centenares de esos seres,
formando una escuadra fantástica y maravillosa de bajeles sorprendentes y
desconocidos del océano del firmamento. Eran unas criaturas cuyas formas y
sustancia se hallaban tan a tono con aquellas alturas serenas que no podía
concebirse cosa tan delicada dentro del radio visual y de sonido de nuestra tierra.

Pero un nuevo fenómeno atrajo casi en seguida mi atención: el de las serpientes


de las regiones exteriores de la atmósfera. Eran éstas unas espirales largas,
delgadas y fantásticas de una materia vaporosa, que giraban y se enroscaban con
gran rapidez, volando y retorciéndose sobre sí mismas con tal velocidad que
apenas mis ojos podían seguirlas. Algunos de esos seres fantasmales tenían
veinte o treinta pies de largura, y era difícil calcular su grosor, porque sus diluidos
perfiles parecían esfumarse en la atmósfera que las circundaba. Esas serpientes
aéreas eran de un color gris muy claro, del color del humo, advirtiéndose en su
interior algunas líneas más oscuras, que producían la impresión de un auténtico
organismo. Una de esas serpientes pasó rozándome casi la cara. Tuve la
sensación de un contacto frío y viscoso; pero la composición era tan impalpable,
que no me sugirió la idea de ninguna clase de peligro físico, como tampoco me lo
sugirieron los bellos seres acompañados que los habían precedido. Su contextura
no ofrecía solidez mayor que la espuma flotante que deja una ola al romperse.

Pero me esperaba otra experiencia más terrible. Dejándose caer ingrávida desde
una gran altura, vino hacia mí una mancha vaporosa y purpúrea. Cuando la vi por
vez primera, me pareció pequeña; pero se fue agrandando rápidamente a medida
que se me aproximaba, hasta llegar a ser de centenares de pies cuadrados de
volumen. Aunque moldeada en alguna sustancia transparente y como gelatinosa,
tenía contornos mucho más marcados y una consistencia más sólida que todo lo
que había visto anteriormente. Se advertían también más detalles de que poseía
una organización física; destacaban de una manera especial dos láminas
circulares, enormes y sombreadas, a uno y otro lado, que podían ser sus ojos, y
entre las dos láminas un saliente blanco perfectamente sólido, que presentaba la
curvatura y la crueldad del pico de un buitre.

El aspecto total de aquel monstruo era terrible y amenazador; cambiaba


constantemente de colores, pasando desde un malva muy claro hasta un púrpura
sombrío e irritado, tan espeso, que, al interponerse entre mi monoplano y el sol,
proyectó una sombra. En la curva superior de su cuerpo inmenso se distinguían
tres grandes salientes que sólo se me ocurre comparar con enormes burbujas, y al
contemplarlas quedé convencido de que estaban repletas de algún gas
extraordinariamente ligero, con el fin de sostener la masa informe y semisólida que
flota en el aire rarificado. Aquel ser avanzó rápido, manteniéndose paralelo al
monoplano y siguiendo fácilmente su misma velocidad: me dio escolta horrible en
un trecho de más de veinte millas, cerniéndose sobre mí como ave de presa que
espera el instante de lanzarse sobre su víctima. Su sistema de avance —tan
rápido que no era fácil seguirlo— consistía en proyectar delante de él un saliente
largo y gelatinoso que, a su vez, parecía tirar hacia sí el resto de aquel cuerpo
contorsionante. Era tan elástico y gelatinoso, que no ofrecía en dos momentos
sucesivos idéntica conformación, y, sin embargo, a cada nuevo cambio parecía
más amenazador y repugnante.

Me di cuenta de que traía malas intenciones. Lo pregonaba con los sucesivos


aflujos purpúreos de su repugnante cuerpo. Aquellos ojos difusos y salientes,
vueltos siempre hacia mí, eran fríos e implacables dentro de su glutinosidad
rencorosa. Lancé mi monoplano en picada hacia abajo para huir de aquello. Al
hacer yo esa maniobra, con la rapidez de un relámpago se disparó desde aquella
masa de burbuja flotante un largo tentáculo y cayó tan rápido y sinuoso como un
trallazo sobre la parte delantera de mi aparato. Al apoyarse por un instante sobre
el motor caldeado, se oyó un ruidoso silbido, y el tentáculo se retiró con la misma
rapidez, mientras que el cuerpo enorme y sin relieve se encogió como acometido
de un dolor súbito. Yo me dejé caer en picada; pero el tentáculo volvió a
descargarse sobre mi monoplano, y la hélice lo cortó con la misma facilidad que
habría cortado una voluta de humo. Una espiral larga, reptante, pegajosa,
parecida al anillo de una serpiente, me agarró por detrás, rodeó mi cintura y
comenzó a arrastrarme fuera del fuselaje. Yo pugné por libertarme; mis dedos se
hundieron en la superficie viscosa, gelatinosa, y logré desembarazarme por un
instante de aquella presión; sólo por un instante, porque otro anillo me aferró por
una de mis botas y me dio tal tirón, que casi me hizo caer de espaldas.

En ese momento disparé los dos cañones de mi escopeta, aunque era lo mismo
que atacar a un elefante con un tirador, pues no se podía suponer que ningún
arma humana dejara lisiado a aquel volumen gigantesco. Sin embargo, mi
puntería fue mejor de lo que yo podía imaginar; una de las grandes ampollas o
burbujas que aquel ser tenía en lo alto de la espalda estalló con una tremenda
explosión al ser perforada por las postas de mi escopeta. Había acertado en mi
suposición: aquellas vejigas enormes y transparentes encerraban un gas que las
distendía con su fuerza elevadora; el cuerpo enorme y de aspecto de nube cayó
instantáneamente de costado, en medio de retorcimientos desesperados para
volver a encontrar el equilibrio, y mientras tanto el pico blanco castañeteaba y
jadeaba, presa de una furia espantosa.

Pero yo había huido, lanzándome por el plano más escarpado que me atreví a
buscar; mi motor a toda marcha y la hélice en plena propulsión, unidos a la fuerza
de gravedad, me lanzaron hacia la tierra lo mismo que un aerolito. Al volver la
vista, vi que la mancha informe y purpúrea se empequeñecía rápidamente hasta
fundirse en el azul del firmamento que tenía detrás. Yo me encontraba fuera de la
selva mortal de la región exterior de la atmósfera.

Cuando me vi fuera de peligro, cerré la válvula del combustible del motor, porque
no hay nada que destroce tan rápidamente a un avión como el lanzarse con toda
la potencia del motor en marcha desde gran altura. Fue el mío un vuelo planeado
magnífico, en espiral, desde casi ocho millas de altura primero, hasta el nivel del
banco de nubes de plata; después, hasta la nube tormentosa del estrato inferior, y,
por último, atravesando los goterones de lluvia, hasta la superficie de la tierra. Al
salir de las nubes, distinguí por debajo de mí el canal de Bristol; pero como aún
me quedaba en el depósito algo de gasolina, me metí veinte millas tierra adentro
antes de aterrizar en un campo que quedaba a media milla de la aldea de
Ashcombe. Un automóvil que pasaba por allí me cedió tres latas de gasolina, y a
las seis y diez minutos de aquella tarde logré posarme suavemente en un prado
de mi propia casa, en Devizes, después de una excursión que ningún ser humano
ha realizado jamás, quedando con vida para contarlo. He visto la belleza y he visto
también el espanto de las alturas; una belleza mayor y un espanto mayor que ésos
no están al alcance del hombre.
Pues bien: tengo el proyecto de volver a esas alturas antes de anunciar al mundo
lo que he descubierto. Me mueve a ello el que necesito poder mostrar algo
tangible, a manera de prueba, antes de dar a conocer a los hombres lo que llevo
relatado. Es cierto que no tardarán otros en seguir mi camino y traerán la
confirmación de lo que yo he afirmado; pero quisiera convencer a todos desde el
primer momento. No creo que resulte difícil la captura de aquellas burbujas
iridiscentes y encantadoras del aire. Se dejan arrastrar tan lentamente en su
carrera, que un monoplano rápido no tendría dificultad alguna en cortarles el paso.
Es muy probable que se disolverían en las capas más densas de la atmósfera, en
cuyo caso todo lo que yo podría traerme a la tierra sería un montoncito de jalea
amorfa. Sin embargo, no dejaría de ser algo que proporcionaría consistencia a mi
relato. Sí, volveré a subir, aunque con ello corra un peligro. No parece que esos
espantables seres purpúreos abunden. Es probable que no tropiece con ninguno;
pero si tropiezo, me zambulliré en el acto hacia la tierra. En el peor de los casos,
dispongo siempre de mi escopeta y sé que debo apuntar..."

Aquí falta, por desgracia, una página del manuscrito. En la siguiente, con letras
grandes e inseguras, aparecen estas líneas:

"Cuarenta y tres mil pies. No volveré ya a ver de nuevo la tierra. Por debajo de mí
hay tres de esos
seres. ¡Que Dios me valga, porque será morir de muerte espantosa!"

Tal es, al pie de la letra, el relato de Joyce—Armstrong. De su autor nada ha


vuelto a saberse. En el coto de míster Budd—Lushington, en los límites de Kent y
de Sussex, a pocas millas del lugar en que fue encontrado el cuaderno, han sido
recogidas algunas piezas de su monoplano destrozado. Si la hipótesis del
desdichado aviador sobre la existencia de lo que él llama la selva aérea en un
espacio limitado de las regiones atmosféricas que quedan encima del Sudoeste de
Inglaterra resulta exacta, se deduciría de ello que Joyce—Armstrong lanzó su
monoplano a toda velocidad para salir de la misma, pero que fue alcanzado y
devorado por aquellos seres espantosos en algún lugar por debajo de la atmósfera
exterior y por encima del sitio en el que fueron encontrados esos restos dolorosos.
Una persona que apreciase su equilibrio cerebral preferiría no hacer hincapié en el
cuadro de aquel monoplano resbalando a toda velocidad cielo abajo, perseguido
por los seres espantosos e innominados que se deslizaban con igual rapidez por
debajo de él, cortándole siempre el camino de la tierra y estrechando el cerco de
su víctima gradualmente. Sé muy bien que son muchos los que todavía toman a
chacota los hechos que acabo de relatar; pero incluso quienes se mofan tendrán
que reconocer por fuerza que Joyce—Armstrong ha desaparecido, y yo les
recomendaría que hiciesen caso de las palabras que él escribió: "Este cuaderno
puede servir de explicación de lo que estoy intentando y de cómo perdí mi vida en
el intento. Pero, por favor, que se dejen de chácharas y no hablen de accidentes y
de misterios".

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