Sepulcro de Hielo Carlos Letterer

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SEPULCRO

DE
HIELO

CARLOS LETTERER
Copyright © 2023 Carlos Letterer

Todos los derechos reservados.

DEDICATORIA

Para Marga, sin cuya influencia mi vida hubiera seguido siendo el


descontrol que era.

Eres mi equilibrio, la luz que me guía, el calor que me reconforta, la


paz que me llena y el genio que me inspira y, desde que te conocí, el
propósito de mi vida siempre ha sido intentar ser mejor para que te sintieras
orgullosa de mí.

.
ÍNDICE
CAPÍTULO 0

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14

FIN
AGRADECIMIENTOS

Tal y como siempre hago en todas mis novelas, el más sincero va


dirigido a ti, mi lector o lectora, por permitirme compartir mis historias
contigo.

Reconozco que disfruto mientras escribo y me encantaría saber que tú


también lo haces, cuando las lees. Espero que esta te guste y que, aunque yo
nunca llegue a saberlo, pases un buen rato mientras estás en ese sitio
especial, ese lugar en el que más te gusta relajarte en compañía de un libro:
ese será mi mejor premio.

Mis más sinceras gracias.

Carlos Letterer
SEPULCRO DE HIELO

Qué mudos pasos traes, ¡oh! muerte fría, pues con callados pies todo
lo igualas.

Francisco de Quevedo

Vivir mi vida así, me ha llevado a mi muerte.

Anónimo
CAPÍTULO 0

El paraguas apenas era capaz de contener la intensa lluvia y las embestidas


de aquel helado viento. Sandra, resguardada debajo y arropada por su
gabardina, se despidió de ellos y se alejó del grupo. «Necesito estar sola»,
les dijo.

Los observó mientras caminaban hacia los coches. A pesar de la dureza


de aquel tiempo infernal, lo hacían de forma pausada, abatidos por lo que
acababan de hacer.

Arrastró las lágrimas por sus mejillas con el dorso de la mano y fijó su
mirada en un punto situado a unos doscientos metros de allí, donde decidió
que debía reposar. Aquel lugar, bajo el precioso roble que presidía el rincón,
era perfecto: un retiro que transmitía paz, la que nunca tuvo.

No obstante, el daño sufrido había sido devastador. Toda su vida estaba


resquebrajada sin siquiera imaginarlo. Lo que hacía cuarenta y ocho horas
era perfecto se había fracturado.

Cuando vio que los chicos subían a los vehículos y se iban del
cementerio, decidió acercarse hasta el paraje elegido. Quiso darle su único
adiós, aunque aún no descansara allí.
CAPÍTULO 1
Navidades de 2018

Mario y ella llegaron a Washington DC el día veintidós de diciembre.


Se quedaron en casa de los padres de Sandra hasta el veintiocho, pasando
las Navidades con ellos en Estados Unidos. Desde allí, volaron a Barcelona,
para disfrutar del fin de año con los del inspector y quedarse unos días en la
ciudad condal.

Durante el tiempo que estuvieron allí, Mario se reencontró con varios


amigos de su juventud, en especial con Albert, el que había sido su
compañero de correrías desde, que eran niños hasta el final de su
adolescencia. Aquella amistad se había mantenido en el tiempo y siempre
que iba a Barcelona se encontraban.

Albert Baldoví estaba casado y tenía un hijo, que se llamaba igual que
él. Nuria Miralles, su esposa, también había sido compañera de estudios,
aunque era tres años menor que ellos. Se conocieron en el instituto, pero
perdieron el contacto con ella. Al cabo de un tiempo, cuando ya estaban
estudiando sus respectivas carreras, lo retomaron. Albert y ella, un par de
meses después, se hicieron novios. Mario actuó de padrino en el enlace que
tuvo lugar tres años después.

Su amigo tenía una empresa de informática, y Nuria, casualmente,


también pertenecía a los cuerpos policiales. Servía en la Policía de la
Generalitat: Els Mossos d'Esquadra.

Tenía el grado de sotinspectora, subinspectora, y estaba integrada en la


Unitat d'Investigació, la Policía Judicial. De su departamento dependían el
grupo de investigación y el grupo de la policía científica. Aquella
maravillosa casualidad ayudó a que Sandra y ella conectaran de forma
inmediata, y forjaran una buena amistad. Se habían conocido un año atrás,
durante su primer viaje a Barcelona, poco tiempo después de solucionar el
caso del asesino de la crucifixión.

Sandra y Mario, se quedaron en Barcelona hasta el martes uno de


enero, disfrutando de la compañía de los padres del inspector. Comieron
con ellos y a primera hora de la tarde salieron hacia Andorra. Se llevaron el
todoterreno del padre de Mario, un BMW X3.

Habían reservado una Suite Junior en uno de los mejores hoteles del
Principado, El Grau Roig Boutique Hotel & Spa. Estaba situado en una
enorme zona esquiable, Grandvalira, en la base de una de las estaciones,
Grau Roig, y a solo unos metros del remonte. Su idea era la de disfrutar de
unos días de esquí y no tener que coger el coche durante la estancia.
Alquilarían todo el material, ya que el suyo estaba en Madrid.

Sandra sabía que Mario querría ir de compras, era muy caprichoso,


pero a ella no le apetecía. Quería estar tranquila y todo lo que necesitaban lo
tenían allí, en el mismo hotel: lujo, confort, Spa, esquí desde la misma
puerta del hotel, la mejor comida y, sobre todo, descanso. Descanso… ¡y
sexo!

«Solos los dos, el uno con el otro», le susurró ella luciendo su mejor
sonrisa. Él la miró y asintió con la cabeza. Esa frase terminó de
convencerlo: no habría tarde de compras.
Viernes 4 de enero de 2019

Sandra de la Rosa

Sandra se deslizaba, rápida y segura, por la pista de esquí, disfrutando


con la pericia que había adquirido desde niña. Mario, con la formación que
recibió durante sus años en el Grupo de Operaciones Especiales, no le iba a
la zaga, aunque su estilo era algo más rudo. Ella, su preciosa inspectora, se
asemejaba a una danzarina mientras bajaba, acariciando la nieve,
levantando nubes blancas cada vez que giraba para adaptarse a la
sinuosidad de la pendiente.

Era su último día allí y querían aprovecharlo al máximo. El hotel


disponía de tres restaurantes temáticos, además de otro de maridaje con
vinos, pero, a diferencia de los demás días, en los que después de comer se
quedaban en la habitación, decidieron volver a esquiar hasta última hora de
la tarde. Al día siguiente, sábado, volvían a Barcelona a primera hora, para
dejar el coche y despedirse de los padres del inspector. Tenían reservado un
vuelo para llegar a Madrid a mitad de tarde.

El día siete, se reincorporaban a su trabajo en la Brigada de Homicidios


y Desaparecidos. Podrían descansar y retomar su vida normal en casa de
Sandra durante apenas veinticuatro horas. El lunes volvían a la vorágine de
su trabajo.
Paola

Al entrar en el rooftop, de Sercotel Rosellón, miró el reloj y pasaban


dos minutos de las siete de la tarde, la hora a la que había quedado. Tal y
como habían acordado a través del chat, llevaba una rosa roja en su mano.
«Igual que en las películas» pensó sonriendo cuando ella se lo propuso.

Era viernes y ya comenzaba a haber cierto ambiente en la amplia


terraza, aunque lo gordo aún estaba por llegar. En un par de horas aquello se
convertiría en un hervidero de cuerpos hacinados en aquel precioso mirador.

Barrió con su mirada a los grupos que estaban allí y los descartó.
Imaginó que estaría sola, como ella, esperando el momento de conocerse en
persona. Recordaba con claridad su imagen en el perfil. Si tal y como le
había dicho todo era real, la reconocería al instante a pesar de que allí había
muchas chicas, pero ninguna llevaba una rosa. Sabía que tenía el pelo
negro, muy liso y con flequillo. Sus ojos eran azules y llevaba unas gafas
sin montura que le daban un cierto aspecto de intelectual. Era delgada, de
treinta y cinco años…

Vio a una chica que estaba apartada de los demás, sola, en una de las
esquinas y apoyada en la barandilla. Parecía admirar la sobrecogedora
imagen de la Sagrada Familia, de Gaudí.

Aunque estaba de espaldas, vio su negro pelo, que ondeaba con aquella
ligera brisa, y la flor en su mano izquierda, la que indicaba que era la
persona que buscaba. Taconeó hasta ella, cruzando los metros que las
separaban. Al llegar hasta allí percibió el agradable aroma de su perfume.
Preguntó, aunque sabía la respuesta:

—¿Alex?

Al oír su nombre, la chica se giró y Paola supo que no había mentido.


Era preciosa, joven y atractiva. Le pareció muy sensual enfundada en aquel
ajustado vestido blanco conformado por diminutas lentejuelas. Lo
complementaba con unas botas del mismo color, y que le llegaban por
encima de la rodilla. Todo en ella brillaba, al igual que sus ojos en la mirada
que se cruzaron. Le gustó al instante.

—Hola, Paola —dijo la chica al girarse, regalándole una sonrisa—.


Eres más guapa de lo que imaginaba. Deberías cambiar la foto de tu perfil,
no te hace justicia.

Mientras la miraba de arriba abajo, con sensualidad, añadió:

—Estás preciosa con el fulgor de los focos. Al reflejarse en tu rubia


melena crean una especie de aureola de luz. Si quieres te hago una foto,
para enviártela. Me gustaría que todo el mundo te pudiera ver como yo lo
hago ahora. —se acercó a ella y añadió—: Encantada de conocerte, soy
Alex. Déjame tu móvil y te la hago.

Paola sonrió, halagada por su comentario. Se dieron dos besos y le dio


su móvil. Se puso en posición y Alex se la hizo.

—Gracias por tus palabras —comentó al separarse—, pero no creo que


tengas nada que envidiarme. Espera…, estoy subiendo la foto que me has
hecho… ¡Ya está! —dijo, con una sonrisa, y añadió—: Tú también eres
mejor de lo que esperaba, y no siempre es así.

—Dímelo a mí —respondió Alex, lamentándose—. Hay mucha gente


con perfiles falsos, y te llevas cada sorpresa…

—Nunca entenderé por qué hacen eso, si al final la realidad es la que


es. ¿No te parece?

—Estoy de acuerdo, y la tuya es embriagadora —comentó,


despertando una nueva sonrisa en Paola.

Se apoyaron en la barandilla, juntas, admirando las preciosas vistas de


Barcelona. La Sagrada Familia, justo frente a ellas, presidía la ciudad.

—Es preciosa, ¿no te parece? —preguntó Alex.


—Increíble. Es algo admirable —comentó fascinada Paola—. Es
alucinante el talento que tienen algunas personas para poder hacer algo así.

—¿Tienes alguno?

Paola giró la cabeza hacia ella. Se fijó en sus preciosos ojos azules, en
aquella mirada que la estaba taladrando. Lo transmitía todo.

—¿Talento? —preguntó Paola. Soltó una carcajada al ver que Alex


asentía con la cabeza. Respondió:

—Bueno…, soy buena en varias cosas —le respondió mirándola con


picardía. Con sensualidad añadió—: Algunas de ellas, si tú quieres, tal vez
te las pueda demostrar.

—Si tienen que ver con lo que me imagino, es fácil que nos pongamos
de acuerdo —susurró Alex.

—Tenemos toda la noche por delante.

—¿Tanto tiempo vamos a estar aquí? —inquirió Alex, haciendo un


mohín.

—Si te parece bien, el tiempo justo para tomarnos un par de mojitos. El


alcohol me desinhibe…

—¿Lo necesitas?

—No, pero en su justa medida me pone cachonda.

—Eso está bien. —Alex soltó una carcajada y añadió—: A mí me pasa


lo mismo. ¿A qué te dedicas?

—Trabajo en una clínica dental, ¿y tú?

—Tengo un salón de masajes.

Paola se sorprendió y le dijo, cohibida.


—No te sepa mal, pero suena a algo sórdido.

Alex soltó una carcajada.

—No eres la primera persona que me lo dice, pero no es lo que te


imaginas. Hablo de masaje terapéutico. La masoterapia consiste en aliviar
el dolor y aflojar las contracturas, para eliminar la fatiga. —Abrió los
brazos y sonrió—. También hacemos masaje relajante, que es a lo que te
refieres, pero para mejorar el estado de bienestar de la persona a través de la
estimulación de la producción de endorfinas.

—Eso suena bien. ¿Con final feliz, si el cliente lo solicita? —preguntó


Paola, inclinando la cabeza, mostrando cierta picardía.

—Solo en casos excepcionales —afirmó Alex, guiñando un ojo—. En


realidad, muy pocas veces. Solamente cuando a mí me apetece, o la persona
me gusta; y prefiero que sean mujeres. Sus orgasmos son mejores.

Paola abrió los ojos como platos al oír aquello.

—¿¡Me estás diciendo que eres una experta en masaje!? —preguntó


alucinada.

—Sí: en unos más que en otros, pero en casi todos. ¿Te sorprende?

—Eres la persona que siempre había querido conocer. ¿Sabes dónde


está el punto G?

Alex soltó de nuevo una carcajada.

—¿Y tú no? —le preguntó.

Paola hizo un gesto de asentimiento, y le confesó:

—Una vez tuve sexo con una amiga de la universidad. Ella tenía
verdadero talento con las manos y me volvió loca. Yo nunca lo había
experimentado, pero me abrió a un mundo nuevo que yo no conocía. Ahora
ya no puedo renunciar a él.
—Un mundo maravilloso.

—Alex: me estoy poniendo enferma. Vamos a por el segundo mojito,


nos conocemos un poco más, y, después, si te parece bien, nos vamos a
experimentar. La noche es nuestra.

—Yo no lo podría haber expresado mejor —comento Alex.

Paola se alegró de su elección. Mientras sentía su caricia en el


antebrazo, supo cómo acabaría la noche. Estaba segura de que Alex se iba a
llevar una buena sorpresa cuando viera lo intensa que era. Pero se equivocó.

La que no lo hizo fue Alex. Ella sí sabía cuál iba a ser el final de la
velada. Puso una mano sobre la suya, acariciándola, y extendió el brazo en
su dirección, sujetando la copa de cava y sugiriendo un brindis.

Paola, con una sincera sonrisa, hizo lo mismo y entrechocaron las


copas.

—Vamos a por esos mojitos —dijo Alex tras apurar el último trago de
cava—. La noche es nuestra. Y después de lo que pase entre nosotras,
dictará sentencia.

La habitación estaba en penumbras. Una docena de pequeñas velas,


repartidas por la estancia, envolvían el lugar con su fulgor. El intenso olor a
incienso completaba un escenario embriagador.

Permanecía sentada en la camilla, obediente y ansiosa por verificar la


promesa que Alex le había hecho un par de horas antes. Aún recordaba sus
palabras: «al acabar te daré el mejor masaje de tu vida. Puedes estar segura
de que el final de esta noche será memorable».

Durante más de dos horas, en la cama, le había demostrado su


habilidad en todo lo que tuviera que ver con el placer. En especial con las
manos, auténtico arte, pero también con su lengua. La había llevado una y
otra vez hasta el paroxismo.
Pensó que, si su destreza en la camilla era comparable a la del sexo que
acababan de tener, podía estar tranquila: tal y como le había dicho iba a ser
alucinante.

Vio su mano ofreciéndole uno de los dos mojitos que acababa de


preparar, mientras la dejaba sola en la sala de masaje. Lo tomó y dio un
gran sorbo a través de la pajita. Estaba perfecto, y ella sedienta: la
combinación ideal. El olor de la hierbabuena y los matices de la lima, se
entremezclaron con el sabor del ron cubano, algo azucarado, en aquella
helada bebida medio cubierta de hielo.

Dieron un buen sorbo, sin hablar, solo mirándose. Cuando aquellos


preciosos ojos azules se clavaron en los suyos, con aquella intensa mirada,
se excitó de nuevo. Entrechocaron las copas.

—¿Hasta el fondo? —le preguntó, regalándole una sonrisa.

Vio cómo asentía con la cabeza. Paola sorbió de un trago lo que restaba
en el vaso y se lo devolvió. Era el momento. A un gesto de Alex, se tumbó
bocabajo y reposó su rostro en el hueco que se abría ante ella.

El aroma del aceite corporal, cayendo sobre su cuerpo, impregnó la


habitación. Al momento percibió la suavidad de aquellas manos que,
mientras lo extendían por su espalda, la acariciaban con sensualidad. Las
acercó a sus glúteos y se recreó en ellos.

Pronto comenzó a sentir dos cosas: el efecto del alcohol, acompañado


de una sensación extraña, y aquella mano que por el interior de sus muslos
comenzaba a subir hacia lo que en aquel momento era el epicentro de su
cuerpo.

Entreabrió las piernas y se dejó ir. Notó la caricia, pero no pudo ver su
extraña sonrisa.
Sábado, 5 de enero de 2019

Marc

Marc llegó a casa a las cuatro de la madrugada. El coche de Laura aún


no estaba allí. Aparcó en el garaje, adyacente a la mansión, y se acercó al
portón de entrada. Dejó sus llaves en la mesita del recibidor y al ver
reflejado su aspecto en el espejo de la entrada, se sintió bien. El frondoso
pelo rubio se le había secado tras la reparadora ducha, y no presentaba
señales del cansancio que había acumulado aquella noche.

Colgó su abrigo del armario y entró en el distribuidor. Lo cruzó y se


acercó a la cocina. Sacó una botella de agua y se sirvió dos vasos seguidos.

Cuando subió a su habitación, abrió la puerta de la de sus hijas para


comprobar que dormían. Sabía que su esposa no lo haría al llegar, pero
necesitaba saber que estaban bien.

Mientras se desnudaba, pensó que había sido una noche más intensa de
lo que había supuesto: estaba desfallecido. Menos mal que Laura y él no
compartían habitación. Ya hacía demasiado tiempo que se había acabado
aquella inicial pasión, y habían llegado a un acuerdo tácito que beneficiaba
a ambos. Cada uno de ellos hacía lo que quería con su vida, y ninguno de
los dos se metía en la del otro.

A, Marc, cuatro años atrás, cuando ocurrió aquello, se le pasó por la


cabeza la idea del divorcio, pero decidió no plantearlo. A ninguno de los
dos le convenía. Ella tenía la vida que siempre había querido, y, él, que
conocía a Laura, sabía que tenía muy mala hostia. Iría a por él, no dejaría
títere con cabeza, incluso la bodega podía estar en juego.
***

Marc siempre había creído que el matrimonio era una mierda, la


monogamia en realidad. Pero todas sus expectativas de tener una vida
sexual activa y variada se rompieron con aquel desafortunado embarazo.
Durante sus años de universidad se lo pasó muy bien y cultivó buenas
amistades femeninas. Pero él fue su primer novio, y nada más acabar la
carrera se encontró con aquella sorpresa. Todo lo que esperaba de su
juventud se hizo trizas.

Por imposición de sus padres, Laura y él se casaron. Él acababa de


cumplir veintitrés años y ella los dieciocho. Unos meses después, en dos
mil tres, nació Carla. Laura, debido a su estado, tuvo que dejar de estudiar.
Con ese matrimonio se esfumó para ambos la posibilidad de conocer e
interactuar con miembros del sexo opuesto.

Aquello influyó en Marc. Desde que era un adolescente, tenía una


extraña fijación: le gustaban todas las mujeres que conocía, sin excepción,
salvo los extremos de peso y edad que consideraba obvios. Eso parecía
bastante normal en un hombre joven y sano, salvo por una extraña
circunstancia: lo primero que pasaba por su mente cuando le presentaban a
alguna, era intentar adivinar cómo eran sus orgasmos. Y por extraño que
parezca, en muchas ocasiones, cuando lo había podido comprobar, acertaba
bastante.

Sin embargo, a pesar de los cuatro años en los que ya no compartían


lecho, aún recordaba los de Laura. Siempre había pensado que los dos
motivos que le abocaron al matrimonio, además del embarazo que fue la
consecuencia de estos, fueron, su juventud, y los brutales orgasmos que ella
tenía cuando estaba con él. Esa peculiaridad había sido su perdición,
precipitó el nacimiento de su hija y rompió la vida que Marc esperaba tener.

No obstante, aquella desbordante pasión que los unía solo duró un


tiempo. Dos años después de la boda nació su segunda hija, y a partir de ahí
todo fue decayendo. Desde hacía más de diez, ambos sabían que no había
amor en su relación, nunca lo había habido, y esa llama que se había
mantenido viva gracias a la pasión de ambos, se fue apagando. Apenas
quedaban unas pocas brasas que ya no aportaban calor, y comprendieron
dos cosas: que lo que existía entre ellos estaba agotado, y que eran
demasiado jóvenes para desperdiciar la juventud que les quedaba atados a
una fidelidad que no reconocían.

Pasó el tiempo, y cada vez más se fue instaurando aquella mutua


indiferencia. Cuatro años atrás, motu proprio y en secreto, cada uno de ellos
vulneró la promesa de lealtad que se habían hecho: Marc con Érica, la
esposa de un amigo, y Laura con Carlos, el abogado de la empresa que
gestionaba la bodega familiar en Sant Sadurní d´Anoia.

Después de Érica, Marc encadenó varias amantes fijas: Joana, Lourdes,


Mariló, Ivana… Ahora, a sus treinta y nueve, iba a la caza de la siguiente.

Actuaba como un caballo desbocado buscando mujeres que cumplieran


sus expectativas. Si no había alguna a mano, recurría a prostitutas de lujo.
Cuando conocía a una chica que le demostraba la fogosidad que necesitaba,
la convertía en su amante durante unos meses, hasta que se cansaba de ella.

Ivana había sido la última, pero necesitaba una nueva candidata.

***

Mientras se metía bajo el grueso edredón, Marc pensó que, al fin y al cabo,
hacía lo que quería sin tener que darle explicaciones a su mujer. Era muy
atractivo y lo sabía. Siempre había estado de acuerdo con aquella
maravillosa frase de Paulo Coelho: «la modestia es la virtud de los
mediocres». ¿Para qué se iba a engañar?, le sobraban aptitudes para atraer
al sexo opuesto.

Tenía treinta y nueve años. Su pelo rubio y los azules ojos, apenas
escondidos tras unas gafas de montura al aire, le daban un aire nórdico que
parecía encantar a las mujeres. Sus facciones eran viriles, con unos labios
gruesos y una dentadura que parecía sacada de una revista de odontología.
Los años de ortodoncia habían podido corregir aquellos dientes tan
parecidos a los de su padre, y que su madre tanto odiaba.
Estaba en la flor de la vida, entrando en aquella madurez que le ofrecía
un sinfín de posibilidades. Y, aunque seguía casado, eso no era un obstáculo
para disfrutar de todo lo que la vida le ofrecía. Le sobraba el dinero: por
herencia, por los beneficios de la bodega de la que era socio, y de su sueldo
como gerente de la sociedad que la gestionaba.

Y, además, le importaba una mierda lo que Laura hiciera. Era muy


posible que en aquel momento estuviera con otro, pero… ¿de qué se podía
quejar?: ¡él se acababa de follar a una preciosa oriental!

Lástima que la noche anterior hubiera acabado así: la china era


exactamente lo que buscaba, pero el final no había sido el ideal para
mantener la relación.

Podía haber sido una de las fijas. Una de las que más se había acercado
a la intensidad de los orgasmos de su esposa, pero ya se había acabado: no
la volvería a ver.
Laura

Aún sentía los efectos de la bebida que se había tomado estando con
ella. Se concentró en la carretera y agradeció no encontrar un control de
tráfico, aunque a aquellas horas era difícil que estuvieran apostados en los
puntos que ya conocía. Ese era uno de los privilegios de vivir en un pueblo
del interior de Catalunya, alejado del bullicio de la capital y de los férreos
controles que allí había.

Cuando se iba de fiesta a Barcelona, aunque lo intentaba, casi nunca


conseguía moderar el consumo de alcohol y drogas. Todo estaba demasiado
a mano y ella no se caracterizaba por su fuerza de voluntad. Si se notaba
muy mal, algunas veces se quedaba a dormir con alguien, o en algún hotel,
aunque casi nunca era necesario. Tres cuartos de hora de conducción hasta
la finca eran un riesgo excesivo.

Tomó el desvío de la entrada. La casa familiar estaba a tres kilómetros


de allí, alejada de la curiosidad de extraños. Solo un discreto cartel señalaba
el acceso a la propiedad. Miró el reloj y faltaban cinco minutos para las
cinco. No sabía si Marc ya estaría allí, pero le era indiferente. No sería la
primera vez que no viniera a dormir.

Pasó por delante de la casa de Águeda, la prima de su marido, y todas


las luces permanecían apagadas. Levantando el polvo del camino de tierra,
entró por debajo del arco que indicaba el lugar: «El Celler de Can Font».

El coche de Marc ya estaba en el garaje. Aparcó el suyo y recorrió los


escasos metros que lo separaban del portón de entrada. Penetró en la casa
solariega, colgó su abrigo en el armario, y, al igual que él había hecho una
hora antes, se tomó un par de vasos de agua. Se llenó una botella para
llevársela a la habitación.

***
Laura, a sus treinta y cuatro años, no desperdiciaba el tiempo mientras su
marido iba de flor en flor. Durante los dos años que fue la amante de Carlos,
el abogado de la empresa, todo fue bien, pero, cuando se cansó de aquella
relación, buscó llenar ese vacío.

Solo conocía las relaciones sexuales a través de aquellos dos hombres,


su marido y su amante, y, aunque las disfrutaba con una intensidad extrema,
se cansó y decidió apostar por la diversidad. Era el momento y tenía la
madurez necesaria para afrontar ese nuevo reto. Recién cumplidos los
treinta y un años, una edad perfecta para comenzar a vivir todas aquellas
fantasías que se había perdido debido a su inoportuno embarazo, y al tomar
el camino de la sacristía.

Se apuntó a una web de citas, por probar, y eso le abrió un abanico de


posibilidades que jamás pensó encontrar. Desde entonces, hacía ya casi tres
años, un par de veces al mes quedaba para mantener sexo; con chicos o con
chicas, no tenía preferencias. Dependía del momento, y la amante de
aquella noche había sido una excelente elección.

***

Subió las escaleras y entró en su suite, la más soleada y grande de las


ocho que tenían, y la más alejada de la de él, que estaba en el otro extremo.
Necesitaba darse una ducha para sentirse limpia. La noche había sido muy
intensa y estaba cansada, pero no tenía sueño. Al final decidió darse un
baño. Pensó que sería la perfecta conjunción. La incitaría a dormir, se
relajaría y se quitaría el aceite que todavía pringaba su cuerpo.

Se desnudó y metió la ropa en el cesto. Le pediría a Isabel, la chica de


servicio, que llevara la falda y la chaqueta a la tintorería. Se soltó el moño
que se había hecho para no pringarse el pelo de aceite, y su frondosa melena
rubia cayó sobre sus hombros, reposando en ellos.

Mientras se llenaba la bañera de hidromasaje, puso una buena cantidad


de sales en el agua. Se acercó al espejo y se quitó las pestañas postizas que
ayudaban a resaltar aquellos preciosos ojos de color verde.
Se desmaquilló y se sumergió en el agua, más caliente de lo normal, tal
como le gustaba. Cuando lo hizo, solo sus pechos emergían del líquido,
húmedos del agua y brillantes del aceite. Tomó un poco de espuma y la
extendió por ellos.

Cuando los miró se alegró de haberse negado a dar el pecho a sus hijas.
Estaba segura de que esa inteligente medida era la responsable de lo tersos
que aún estaban tras los dos partos. Eso, y el ejercicio que hacía en el
gimnasio al que iba cuatro veces por semana.

Se encendió un porro de marihuana. Aquello la relajaría y la ayudaría a


dormir, y si aquel relax lo complementaba con uno físico, supo que caería
antes en los brazos de Morfeo.

Aspiró el humo y comenzó a quitarse los restos de aceite que


impregnaban sus pechos, los que aquella chica le había amasado un par de
horas antes. Incidió demasiado en ellos y los notó aún muy sensibles. Pensó
que se había comportado como una experta y había sido muy intensa, no
tanto como ella, pero sí una buena elección.

En un principio dudó entre la chica y el macho alfa, pero se decantó


por el mimo y la pasión femenina. Y no se había equivocado. Aquellas
femíneas y expertas manos habían sacado lo mejor de ella, y su extrema
fogosidad había hecho el resto y sorprendido a su amante.

Insistió en volver a quedar, le pasaba muy a menudo, pero Laura nunca


repetía. Y, además, el macho alfa seguía a la espera. ¡No!: todo se había
acabado aquella noche.

Entre el porro, el recuerdo de las horas de pasión vividas y sus caricias,


se excitó en apenas unos minutos. Bajó su mano a la entrepierna y comenzó
a jugar en ella con sus dedos. Un par de orgasmos después, relajada, pensó
que ya era el momento de irse a dormir: su estrategia había funcionado.
CAPÍTULO 2

Águeda

Miró el reloj y eran las cinco de la mañana. A pesar de que solo llevaba
unas pocas horas durmiendo, ya se había despertado dos veces: cuando oyó
pasar el todoterreno de Marc, a las cuatro, y ahora. Tenía el sueño muy
ligero y el motor del Jaguar de Laura tenía un sonido inconfundible.

El sepulcral silencio de aquellas madrugadas se rompía en aquellas


ocasiones, pero era inevitable. Tener la vivienda tan cerca del camino de
acceso a la casa principal, aunque estaba fuera de la vista, se convertía en
un incordio. Era lo único que rompía la paz que la había llevado allí.

Esa tranquilidad era lo que la ayudaba a escribir, porque su libro


siempre era lo más importante. No tenía ningún plazo de entrega, pero
cuando sentía la inspiración debía aprovechar la oportunidad. Y hoy estaba
contenta: la experiencia de la pasada noche le daría para un buen capítulo.

Decidió dormir un poco más. Faltaba solo una hora para las seis,
cuando tenía programado su despertador. Le gustaba madrugar y correr los
diez kilómetros de todos los días. Cuando sonó la alarma, miró el
termómetro exterior y la temperatura era de siete grados.

A las siete y media, tras el acostumbrado ejercicio, se dio una ducha.


Se puso un ancho pantalón de peto, un jersey de lana, con una camiseta
debajo, y se hizo una coleta en su media melena castaña. Le gustaba ir
cómoda y, al fin y al cabo, salvo Laura, la mujer de su primo que alguna vez
se acercaba por allí, casi nunca recibía visitas; aunque tampoco las quería.
Introdujo el pan en el hornillo para que estuviera crujiente, y se preparó
un bocadillo con tomate restregado y jamón, lo mismo de cada día. Lo
acompañó con dos tazas de té rojo. Tras la ingesta, intentó retomar su
novela, pero le resultó tedioso coger el hilo de nuevo. Decidió ponerse a
leer.

Salió al porche y se recostó en su sofá preferido. Solo eran las ocho y


media de la mañana y el sol hacía acto de presencia. El cielo, huérfano de
nubes, insinuaba la certeza de que sería un día perfecto para disfrutar en el
que era su hogar desde hacía años.

***

La edificación en la que Águeda vivía tenía cincuenta años y había


sido un capricho de su abuela. Sus recios muros de piedra, cubiertos por una
hiedra que se empeñaba en trepar por ellos, le conferían una imagen
singular. El tejado de pizarra y los portones de madera que cerraban las
ventanas, definían un aspecto que pasaría desapercibido en pleno Pirineo
Catalán, pero, allí, en una población del Penedés, parecía fuera de lugar.
Aunque había sido una decisión de su antepasada, Águeda estaba encantada
con aquella afortunada circunstancia.

La vivienda estaba dentro de los terrenos de la finca, a un kilómetro de


la casa principal y de la bodega. Bastante cerca, pero alejada de molestos
vecinos. A Águeda le obsesionaba su privacidad.

Estaba construida en una sola planta, y disponía de tres habitaciones y


dos cuartos de baño. Un enorme salón comedor, con chimenea y cocina
office, ocupaba el resto del espacio. El porche que daba entrada a la casa, de
piedra y madera, asediado y conquistado por la hiedra, era su lugar
preferido.

En la parte derecha de aquel maravilloso espacio tenía una mesa de


mármol y cuatro cómodas sillas, y casi siempre desayunaba allí, salvo
cuando la temperatura era demasiado baja. En el otro extremo, presidiendo
el lugar, había un sofá de piel marrón que encontró en una tienda de
antigüedades. Parecía estar hecho para ser colocado allí y eran incontables
las horas que se pasaba recostada en él disfrutando de un buen libro.

Ahora, a sus treinta y siete años, podía considerarse una persona feliz:
se dedicaba a leer, a escribir cuando le apetecía o le venía la inspiración, y a
dar largos paseos por la finca a pie o a caballo. Nieve, su yegua, podía dar
buena fe de ello.

***

Recostada en la tumbona del jardín desde hacía un par de horas, el sol


ya resplandecía en toda su magnitud, haciendo que el día fuera precioso y la
temperatura ideal. Tras dos horas disfrutando de aquella novela de
asesinatos, se quitó las gruesas gafas de pasta y apartó la cansada vista de
las páginas del libro, dejándolo caer sobre su pecho. Decidió darse un
respiro.

Se quedó extasiada mirando la luz del sol que se filtraba por entre las
ramas de los pinos que rodeaban su propiedad, confiriendo una imagen
mágica a la que, desde hacía diecinueve años, era su hogar.

Recorrió el verde jardín con la mirada. Estaba rodeado por un espeso


bosque, y sembrado de césped, excepto el sendero de entrada que daba al
camino que circundaba las viñas de la finca. Se asemejaba a un precioso
oasis en mitad de aquel terreno de labranza. Era su remanso de paz, lo que
complementaba, junto con su autoimpuesta soledad, su idea de la felicidad
absoluta.

Todos sabían que no era una persona sociable, incluso ella misma se
reconocía como asocial. Jamás abandonaba su mundo, de hecho, cada vez
se encerraba más en él. Su plácida vida había transcurrido inalterable
durante diecisiete años, desde que pasó lo de Marc. No obstante, lo
sucedido a principios de noviembre de 2017, hacía algo más de dos años,
removió sus más olvidados recuerdos. Laura, con su insistencia, aunque
sabía que no había sido su intención, fue la responsable.
Aquello le hizo revivir el miedo y el asco que sintió una mañana de
invierno, diez días después de instalarse, cuando Marc la sujetó por detrás.

***

Diecinueve años antes…

Diciembre de 1999

Poco después de cumplir los dieciocho, por aquellas fechas más o


menos, se instaló en la casita de verano, tal y como siempre la habían
llamado. Tres meses antes había encargado una reforma integral, pero
insistió en respetar el estilo de la construcción. Quería mantener la misma
esencia, pero con las comodidades de una vivienda moderna. Lo había
logrado.

A pesar del poco tiempo que llevaba allí, apenas unos días, se sentía
llena de paz y felicidad por cumplir aquel sueño que la acompañaba desde
niña. Siempre había sido su lugar preferido en la finca y había conseguido
tenerlo para ella sola.

Vio llegar el todoterreno de su primo mientras fregaba la taza y el plato


que había utilizado para el desayuno. No le gustaba que Marc se acercara
por allí, sabía lo que quería y ella no estaba dispuesta a dárselo. Cuando
Águeda cumplió los quince, un año después de fallecer su padre en la
cabaña y tras su vuelta de Alicante, se dio cuenta de que su forma de
mirarla había cambiado.

Desde entonces, intentaba rehuir al máximo el contacto con él, en


especial cuando estaba sola. Pero, ahora, desde que vivía allí hacía poco
más de una semana, era consciente de que el riesgo de que la molestara se
había acentuado. Ya había estado hacía un par de días, llevando con él
media docena de latas de cerveza con la idea de que se las tomaran juntos.

Nada más lejos de su voluntad, y de manera bastante fría, le dijo que se


fuera, que le molestaba su presencia y que se había ido a vivir allí para
encontrar la soledad que buscaba. Marc se molestó con su petición y se fue,
pero, por lo que estaba viendo, no le había quedado claro.

Tenía que solucionar aquello. Estaba demasiado incómoda cerca de él,


y no quería que cada dos por tres se presentara por allí. Lo vio bajar del
coche y cruzar el porche para entrar. A pesar de ser diciembre, la
temperatura no era demasiado fría y le gustaba ventilar la casa por las
mañanas antes de encender la chimenea. Las ventanas, al igual que la
puerta, estaban abiertas de par en par.

Águeda percibió su mirada nada más verlo: era obscena, sucia, y el


mero hecho de notar sus ojos clavados en su cuerpo le producía asco.

—Buenos días, prima —le dijo con aquel acento engreído que
derrochaba.

Águeda no le devolvió el saludo. Necesitaba solucionar aquello,


demostrarle su fastidio por el hecho de que estuviera allí.

—¿No te quedó claro el otro día? —preguntó Águeda, de forma seca


—. Quiero estar sola y tu presencia me incomoda. No quiero que estés aquí:
no soporto que vengas a mi casa.

Marc la miró de forma socarrona. Le dijo:

—Es muy práctico esto de que vivas sola. No tienes que dar
explicaciones. Puedes hacer lo que quieras y nadie se va a enterar.

—No lo hago por eso. Busco la soledad y tú la estás invadiendo.

—Nos lo podríamos pasar muy bien juntos. ¡No seas tonta!, nadie se
enteraría.
Águeda lo miró con los ojos desorbitados. ¿De verdad le sugería lo que
estaba imaginando? Se dio cuenta de que su primo presentaba una evidente
erección. Mientras sujetaba el plato y se daba la vuelta para colocarlo en la
estantería, exclamó:

—¡Marc, estás loco! Si crees que…

No pudo acabar la frase. Marc se le acercó por la espalda y agarró sus


pechos, amasándolos de forma bastante ruda. Águeda hizo un enérgico
gesto para desasirse, pero era más fuerte que ella. Su erección presionaba su
espalda por encima de los glúteos, moviendo las caderas hacia ella,
embistiéndola.

Apenas un segundo después, mientras intentaba desasirse, notó que le


soltaba uno de los pechos y bajaba la mano a su entrepierna. Dio un fuerte
golpe con el culo hacia atrás y, al ver que no conseguía nada, lo repitió con
la cabeza, con toda su rabia.

La mano de él, metida en el interior de sus bragas, ya había encontrado


su destino, pero eso funcionó. El cabezazo que le propinó le partió la nariz,
pero no consiguió soltarse. Marc, de un fuerte tirón, le arrancó las bragas y
la tiró al suelo. Intentó incorporarse, pero era mucho más fuerte que ella. Le
sujetó las manos con una de las suyas, por encima de su cabeza, y con la
otra presionaba sobre una de sus piernas para mantenerla abierta.

Entre gritos histéricos, y rabia sin contener, sintió un fuerte dolor en su


entrepierna cuando su erecto miembro la penetró.

Marc estaba desatado. Siempre había deseado a su prima, desde que la


veía contoneándose con aquel diminuto bikini, en la piscina de la finca.

El único consuelo de Águeda fue que apenas duró un par de minutos.


Gritando como el cerdo que era, se corrió en su interior. Se dejó caer a un
lado, dejándola libre y ella se levantó como impulsada por un resorte.

Tomó el plato que iba a colocar en el estante y lo rompió en su cabeza.


Debido al dolor y a la sangre que empezaba a manar, tanto de la herida
como de su nariz que se había roto unos instantes antes con el cabezazo que
ella le había dado, Marc le gritó:

—¡Serás hija de puta!: me has partido la nariz…

—¡Me acabas de violar, cabrón! ¿Qué esperabas?, ¿qué me quedara


impasible?

Antes de que él reaccionara, se acercó a la pared del salón y cogió una


hoz que había pertenecido a su abuelo. Marc, al ver la cara de Águeda, se
asustó y reculó: parecía una loca. Se refugió en un rincón de la pared, junto
a un mueble, pero cuando se dio cuenta estaba acorralado, no tenía escape
posible.

Águeda se abalanzó hacia él, blandiendo la guadaña, y agarró sus


testículos con fuerza, notando que su sexo había perdido la erección de
hacía unos instantes. Lo miró con cara de odio y con una frialdad que Marc
no conocía, en tono muy sereno, le dijo:

—Si vuelves a intentarlo te cortaré esto. Aunque pase el tiempo,


incluso años, dedicaré mi vida a ello. Y te aseguro que en algún momento
lo haré. ¿Te quieres arriesgar?

Jamás la volvió a molestar.

***

Desde entonces, las pocas veces que se había acercado por allí, había
sido para comentar algún tema relacionado con la bodega familiar de la que
eran socios, y siempre lo había hecho acompañado de Carlos, el abogado de
la empresa.

Solo Laura, su prima política, la visitaba de forma regular. Siempre se


habían llevado bastante bien, porque sabían que estaban unidas por un
sentimiento común: su desprecio hacia él.
Ivana

Se despertó a las doce. A pesar de que había estado a punto de parar el


despertador y seguir durmiendo un poco más, era disciplinada y no lo hizo.

La noche anterior, viernes, había sido una más. El mismo ambiente de


siempre: gente rica y guapa. Algunos no tan ricos, que iban a conocer a los
que sí lo eran. Era uno de los lugares de moda en Barcelona, el Bing Bing, y
de todos era sabido el tipo de público que se movía por la discoteca.

Viendo su aspecto mientras servía los cócteles en los que se había


especializado, nadie dudaría de que ella pertenecía a aquel mundo. Ivana no
desentonaba en aquel ambiente.

Su cabello rubio, suelto y con su ondulado natural, apenas reposaba


sobre sus hombros. El verde de sus ojos y el sutil lunar cerca del izquierdo,
en la mejilla, resaltaban el atractivo de un rostro ya bello de por sí, con unas
facciones suaves y femeninas.

Cuando se enfundaba en los ajustados vestidos que llevaba durante el


trabajo, le llovían más insinuaciones de las que estaba dispuesta a aceptar,
aunque, desde lo de Marc, prefería la compañía femenina.

Aquella gente de la capital no tenía nada que ver con ella. Había
nacido en un pueblo del Pirineo Catalán hacía treinta y tres años, y se había
desplazado a la capital para vivir una vida imposible de tener en aquel
idílico lugar donde nació. Sin embargo, nadie de su entorno, excepto sus
padres, sabía lo que le había pasado: ese era su secreto.

***

Catorce años atrás, recién cumplidos los diecinueve, dejó su casa


familiar en Viella, y el modesto hotel rural que regentaban sus padres, y se
desplazó a Barcelona. Buscaba una vida diferente. Una semana después de
instalarse en el piso que compartía con dos estudiantes, al salir de una
discoteca, dos hombres la agredieron sexualmente y la dejaron malherida.

Las dos chicas que la encontraron la llevaron al hospital, y al llamar


este a la policía, Ivana puso la denuncia y los agentes avisaron a sus padres
que acudieron de forma inmediata. La convencieron de que volviera a casa,
para recuperarse y con la esperanza de que aquello fuera el final de su
aventura. Sin embargo, su plan no resultó como esperaban. A consecuencia
de la agresión, Ivana se quedó en estado. Nueve meses después dio a luz a
su hijo Daniel.

Ivana Pou Riera nunca había sentido el más mínimo instinto maternal,
y aquel niño que la molestaba con sus lloros, no era deseado; solo era el
fruto de una agresión que demasiadas veces la asaltaba durante su sueño,
arrancándola de él. Nunca lo había podido olvidar.

Cuando cumplió los veinticinco, harta de su vida en aquel lugar y del


mocoso que la importunaba, decidió irse de nuevo y retomar la aventura
que nunca llegó a comenzar. Dejó al niño viviendo con sus abuelos y volvió
a Barcelona. De eso hacía ocho años.

***

Mientras se duchaba no le quedó más remedio que acordarse del cabrón de


Marc. El caro gel que él utilizaba aún estaba allí, en el estante de la ducha.
Lo cogió, abrió la mampara y lo arrojó al suelo del cuarto de baño. De hoy
no pasaba: lo tiraría a la basura, al igual que lo había hecho con su sucio
recuerdo.

***

Cuando Ivana pronunció la palabra embarazo, Marc, no la dejó


continuar, la cortó en seco. No quería volver a pasar por aquello. Soltó una
interminable perorata, sobre no tener más hijos y menos con ella, y salió de
la habitación del hotel en el que se habían alojado en Mallorca. Ivana sonrió
y pensó: «No ha habido sorpresas: es un auténtico gilipollas».
Al menos tuvo el detalle de pagar la cuenta del hotel, y, sin dar ninguna
explicación, desapareció. Lo siguiente que supo de él tras su huida de la
suite, fue a las tres horas, cuando ya había aterrizado en Barcelona. Le
envió un miserable y grosero wasap diciéndole, tras dos meses de relación,
que todo se había acabado.

Marc no pudo ver la sonrisa de Ivana cuando abrió el mensaje.

***

Y para acabarlo de arreglar, la noche anterior lo había visto con una


chica oriental. «¿No había otro sitio para ir a bailar? —se preguntó—. Tenía
que ir allí a tocarme los cojones», afirmó cabreada.

No le gustaba verlo por allí, pero encontró consuelo con una asidua del
local que hacía tiempo que le tiraba los tejos. Y tenía que reconocer que
había estado mejor de lo que en un principio pensó.
Marc

Era ya la una del mediodía cuando Marc se acercó a hablar con el


encargado de la finca. Estuvo con él una media hora, coordinando la agenda
de las catas de vino que tenían programadas para el fin de semana, y se
acercó hasta la casa de Francis. Iba a comer allí, junto con dos amigos más,
Pere y Ronaldo, y después, a las cuatro de la tarde, verían el partido de
fútbol del Barça.

Este último, sumiller en la bodega de su amigo, era argentino. Al igual


que todos los días de partido, era quien se encargaba de la comida. Marc se
asombraba de la destreza y meticulosidad que dedicaba a preparar la carne.
Era toda una ceremonia, cada trozo lo cocinaba de forma diferente y en un
orden concreto.

Él no tenía interés en aquello, lo único que le importaba era el sabor


del asado de tira y el vacío. Solo eran costillas; y el vacío, según le había
explicado Francis, era un trozo de carne que pertenecía a la llamada falda
de la vaca. Siempre había pensado que Ronaldo era un prepotente, no le
caía bien. Solo lo soportaba porque trabajaba con Francis y porque era de su
equipo de fútbol.

«Los argentinos, que os creéis los reyes de la barbacoa, os empeñáis en


cambiarle el nombre a la carne. Eso que cocinas es costilla y falda», se le
ocurrió decirle un día. Entre Francis y Pere, que estaban presentes, tuvieron
que sujetar a Ronaldo para que no le partiera la cara.

Eso ratificó que el argentino era un gilipollas engreído, pero no le


quedaba otra que soportar su presencia si quería ver los partidos con ellos.
Decidió que lo ignoraría a partir de aquel momento. Pero, y de eso hacía
cuatro meses, el gaucho apenas se dirigía a él, parecía ser de la misma
opinión. Ambos, sin pretenderlo, tenían una idéntica y recíproca opinión del
otro: «es un engreído y prepotente gilipollas».
El Barça ganó y Marc se fue a celebrarlo a un hotel, como hacía
siempre. Quedó con Úrsula, una preciosa escort a la que llamaba después
de los partidos. Cuando su equipo ganaba, ella era la elegida.

No obstante, si perdía, quedaba con Paloma. La conoció a través de


Úrsula. Esta, por casualidad, un día le comentó que su íntima amiga, que
también era acompañante, era socia y forofa del Real Madrid.

Le gustaba desfogar su ira follándose a una merengue.


Laura

Estaba recostada en el balancín que tenían en el porche exterior,


adormilada. Con todas aquellas plantas que ella misma se encargaba de
cuidar parecía un invernadero. Gran parte de su tiempo libre lo ocupaba en
eso, y el resto en ir de compras o al gimnasio.

Al oír entrar a su hija menor, Martina, de trece años, entreabrió los


ojos.

—Mamá: Isabel dice que la comida ya está preparada. ¿Vamos a comer


juntas hoy? —le preguntó, indecisa, pero ilusionada.

—No. Hace poco que me he despertado —contestó seca —. Comed


vosotras y yo ya lo haré cuando tenga hambre.

—Como el papá no está, había pensado que comerías con nosotras…

—Ya te lo he dicho: estoy cansada y no tengo hambre —cerró los ojos


y la ignoró.

Martina asintió con la cabeza. Ya se lo había advertido Carla, cuando le


dijo que iría a preguntarle a su madre si quería comer con ellas. Su
hermana, a sus quince años, ya tenía aprendida la lección. «Mamá no nos
quiere, Martina, nunca nos ha querido: estoy harta de decírtelo». Aquellas
palabras, repetidas por Carla hasta la saciedad, sabía que eran ciertas, pero
no le gustaba no tener madre…

Bueno… sí que la tenía…: ¿o no?

Laura se despertó a las cuatro de la tarde. No podía llamarla siesta,


porque aún no había comido, pero le había servido para recuperar fuerzas y
hambre.
Prefirió no pedirle a Isabel que le hiciera un sándwich. Imaginó que sus
hijas estarían viendo una película con ella. Los fines de semana lo toleraba.
De esa forma, ellas encontraban la compañía y el cariño que no les daba y
la dejaban en paz.

***

Siempre se había lamentado de aquel desafortunado embarazo, pero


Marc parecía volverse loco cuando mantenían sexo. A sus dieciocho años,
aún no sabía que el don que tenía para experimentar placer no era normal.
Pero su novio sí, y todo el día estaba encima de ella. Con tanto ardor, y tan
poca cabeza por parte de ambos, el obvio resultado fue el que fue, y
siempre lo había lamentado.

Al principio, el sexo con él fue divertido además de frecuente, pero


aquellos años en los que eso los unía ya habían quedado atrás. Su presente
era mucho mejor que el pasado que recordaba.

No, no tenía buenos recuerdos de su matrimonio. Aquel día que Marc


la abofeteó, cuando ella le reprochó su actitud durante la partida de póker,
supo que todo se había acabado. Se la devolvió, con todas sus fuerzas, y le
dejó la mano bien marcada en su mejilla.

Le dejó muy claro que él no era su dueño, y que jamás ningún hombre
le pondría la mano encima, salvo que ella se lo pidiera. Y desde hacía
tiempo, eso ocurría muy a menudo. Aunque también había aprendido que
las manos femeninas no sugerían problemas, solo ventajas.

***

Se comió un sándwich de jamón y queso y una manzana. Aún tenía el


estómago algo revuelto por el exceso de mojitos de la noche anterior.

No le apetecía estar por allí. Marc no volvería hasta la noche. Después


del fútbol se iría de putas, como hacía siempre. Él no sabía que ella era
conocedora de sus andanzas tras los partidos, cuando jugaba el Barça.
***

Se enteró en una fiesta de cumpleaños a la que acudieron. No fue por


casualidad, se lo dijo Ronaldo, el argentino. También hizo alusión a una
demanda por paternidad que Marc había llevado en secreto. Se había tenido
que someter a pruebas de ADN, para demostrar su ausencia de
responsabilidad en el supuesto embarazo.

Ni Francis ni Pere soltaban prenda, pero Laura sabía que el sumiller no


tenía a Marc en mucha estima. A eso se juntaba, dadas sus constantes
insinuaciones, que bebía los vientos por ella.

Aunque le resultó muy útil la confidencia del argentino, y se sintió


halagada por su interés, Ronaldo era la antítesis de lo que le gustaba en un
hombre. Su aspecto físico le desagradaba. Su calva era el epicentro de su
rostro solo enturbiado por una nariz aguileña. Y el pelo, del que carecía en
su cabeza, contrastaba con la abundancia del que cubría el resto de su
cuerpo. A Laura le parecía desproporcionado:

No, no era su tipo, pero cualquier día le seguía la corriente y se lo


tiraba: eso le jodería a su «querido esposo».

***

Tras el sucinto ágape, el mísero sándwich, decidió dar un paseo y


recorrer la distancia que separaba su casa de la de Águeda, apenas un
kilómetro. Tal y como siempre hacía, la invitaría a un té.

Al llegar la encontró tumbada en el sofá del porche, su lugar preferido.


Nada más verla, dejó caer el libro sobre su pecho y se ajustó las gruesas
gafas de concha.

—¿Estabas aburrida y has venido a verme? —le preguntó cuando


Laura llegó hasta el porche.

—Solo para que tengas contacto con el género humano —dijo


sonriendo y abriendo los brazos—. Soy una buena amiga.
—No sabes cuánto te lo agradezco —respondió Águeda, reprimiendo
su cinismo.

Laura asintió con la cabeza, como si lo que iba a decir fuera una gran
verdad.

—Águeda, cariño: los domingos por la tarde son para descansar y


charlar, no para estar sola.

La escritora la miró con escepticismo y le dijo:

—Laura, siempre estoy sola.

—Lo sé, por eso te lo digo.

Águeda clavó sus ojos en los suyos, sin denotar nada en la mirada.

—¿Sabes que soy escritora, y que mi trabajo lo hago en casa? Tal vez
sea como dices, en tu caso —dijo Águeda con firmeza—. De lunes a
viernes, tu trabajo en la distribuidora, tus compromisos y cenas de empresa
con clientes, te mantienen ocupada; y el fin de semana con tus juergas…, no
paras. Pero yo vivo una vida tranquila, exactamente la que quiero tener.

—¡Cuánta razón tienes! Estoy agotada, Águeda.

—Y la noche de ayer, dada la hora que llegaste, debió ser intensa,


imagino.

—No lo sabes tú bien. Estuve con una chica que hacía maravillas con
sus manos y su boca. ¡Buf!

Águeda sonrió interiormente. Sabía que Laura era muy intensa, ella
misma se lo había dicho. Cuando salía el tema del sexo, y salía mucho
porque ella no parecía tener otra cosa en mente, le gustaba explicarle cómo
había sido su última cita, siempre y cuando hubiera sido una mujer.

Laura era conocedora de que Águeda odiaba al género masculino.


Nunca le había dicho por qué, aunque no era una simple cuestión de gustos.
Sabía que de joven tuvo un par de relaciones fugaces, pero con chicas. No
estaba segura, pero creía que desde hacía un par de años no se relacionaba
con nadie, apenas salía de allí. La única que la había incitado a hacerlo
había sido ella, y de eso hacía ya… ¿dos años?

Se acordaba de aquella noche, ¡cómo iba a olvidarlo!, no se borraría


nunca de su mente. El treinta y uno de octubre, la víspera de todos los
santos: El puto Halloween. Pero disimuló y, tal y como siempre había
hecho, ocultó su secreto, no quería que nadie supiera lo que pasó. Y,
Águeda, no era una excepción, pero tenía que mostrar naturalidad. Debía
disimular.

—Hace mucho tiempo que no sales a tomar algo. ¿Tan mal estuvo
cuando salimos juntas aquel día? —le preguntó.

—No, pero me di cuenta de que eso no está hecho para mí. Por eso me
fui. Me gusta demasiado mi soledad…

—Si quieres me voy —dijo Laura, con cinismo, pero con una sonrisa,
intuyendo la respuesta.

—No, ya sabes que no. —Águeda prefirió mentir. Si ella supiera…—.


Eres la única persona que viene aquí con total libertad. Ya sabes que la
gente me incomoda.

—Y ¿qué tengo yo de especial?

—¿Que eres de la familia?…

—También lo es tu primo… —comentó Laura, conociendo su


animadversión hacia él—, pero nunca me has dicho por qué le odias tanto.

—Prefiero no hablar de él —respondió Águeda negando con la cabeza.

Su actitud lo decía todo. Laura dijo, cambiando de tema:

—Ayer llegó antes que yo. Pensé que iba a pasar la noche fuera
—Sí. Le oí pasar, a las cuatro.

—¡Coño!, vaya oído que tienes —comentó asombrada.

—Y tú llegaste a las cinco —recalcó Águeda.

Laura abrió mucho los ojos y le preguntó:

—¿Es que nos controlas?

—Tengo el sueño ligero —respondió soltando una carcajada.

—Eres una especie de ermitaña, cielo. Te acomodas al horario de las


gallinas y te acuestas temprano. A esa hora ya estarías harta de dormir.

—Claro: eso es lo que pasó anoche —dijo Águeda recreándose en su


sonrisa interior.

«Los secretos son para guardarlos», se dijo a sí misma.


Sandra de la Rosa

El sábado resultó un día agotador. Salieron de Andorra a las nueve de


la mañana, comieron en casa de los padres de Mario y después los
acompañaron al aeropuerto del Prat. Aterrizaron en Madrid a mitad de
tarde.

Cuando entraron en su casa, la vivienda estaba a veintiún grados. A


través de la aplicación del móvil, Sandra había programado la calefacción
para que se pusiera en marcha a las nueve de la mañana y tuviera tiempo de
calentarse.

Nada más llegar, Mario sacó del congelador dos raciones de lasaña,
una de las comidas preferidas de Sandra. Las había cocinado la noche antes
de irse de viaje. Cuatro cazuelitas de barro: dos para aquella noche, y estas
dos para su vuelta. La baguette la descongelaría en el último momento.

Sandra le dijo que se iba a dar una ducha. Mario le sugirió la


posibilidad de un baño, pero se negó. Estaba demasiado cansada y no tenía
ganas de líos. Ya lo conocía, y a poco que se esmerara la haría entrar en
materia, pero hoy no.

Pondría algo de Bach y retomaría el libro del que se había tenido que
olvidar en Andorra con tanto esquí y tanto sexo. Unas horas de tranquilidad,
le sentarían bien.

Mientras Mario calentaba la lasaña en el horno, esperando el momento


de meter el pan, Sandra acabó el libro que estaba leyendo y se lo quedó
mirando. Vio cómo extendía el mantel sobre la mesa, para ponerla.

—¿Quieres que te ayude, cielo? —le preguntó Sandra, solícita.


—¿A poner dos vasos y dos platos? Tengo la suficiente energía para
hacerlo solo, gracias, cariño.

—¿Eso es un reproche por no haberte agotado durante las tres horas


que llevamos aquí?

Mario puso los ojos en blanco. Exclamó:

—¡Joder, Sandra!: cada día eres más desconfiada y puntillosa. ¿Crees


que el sexo es lo único que me importa cuando estoy contigo?

—Estos últimos días has estado desatado, reconócelo.

—¡Coño, amor! Hemos estado en casa de tus padres, y el sexo ha sido


tirando a discreto teniendo en cuenta lo grande que es su mansión. Su
habitación estaba en la otra punta, y las otras siete vacías…

Sandra lo miró reconociendo que tenía razón, pero no le dio tiempo a


decir nada, porque Mario continuó:

—La de mis padres solo tiene cuatro, y la suya era la de enfrente de la


nuestra… Ahí lo entiendo, pero…

—Cielo, sé que tienes razón —le dijo ella de forma modosa—. Sabes
que me siento cortada cuando ellos están cerca.

Sandra se dio cuenta de que él hacía un gesto extraño con la cabeza y


le reprochó:

—¡Si no gritaras tanto cuando…!

Aquello la enfureció. ¿Cómo podía decirle eso?

—¡Serás cabrón! ¡Ahora va a resultar que la culpa es mía! Y tú debes


pensar que eres un monje que ha hecho voto de silencio, ¿no?

Mario soltó una carcajada con la ocurrencia, pero Sandra no lo


acompañó. Lo miraba furiosa.
—¡Cuántos hombres querrían tener una mujer que respondiera con la
intensidad con la que yo lo hago!

—Eso es gracias a mí, no te equivoques, guapa: sé que soy un artista y


que te vuelvo loca. Tienes suerte, bonita.

La cara de Sandra era un poema. En aquel momento, ni siquiera la


lasaña que él estaba sacando del horno fue capaz de calmarla. Solo le faltó
oír que Mario le decía:

—Te voy a decir algo que no te he comentado nunca, pero quiero que
sepas que lo sé.

Sandra fijó sus ojos en los suyos, estaba rabiosa, pero su curiosidad se
despertó con aquella frase. No dijo nada, no le preguntó, aunque él parecía
hacerse el remolón en continuar. Sabía que acabaría claudicando y le
revelaría aquel extraño secreto, era muy simplón, a veces. Tardó casi un
minuto en explicarse, se entretuvo cortando el pan para meterlo en la
panera. De repente, clavó sus ojos en ella y le dijo:

—Sé que tienes marcado, en el calendario del programa de la brigada,


el día que me conociste: el más feliz de tu vida. Lo he visto y lo tienes
señalado en rojo, como algo muy importante.

Sandra soltó una carcajada. Claro que lo tenía, y bien marcado. Lo hizo
porque tenía interés en saber cuánto tiempo tendría que aguantar a aquel
insufrible gilipollas que el comisario la había obligado a aceptar en el
equipo.

Aunque la realidad era que, si bien pensaba que pronto marcaría otra
fecha con su marcha, hoy no solo seguía en la brigada, sino que se había
convertido en una de las tres personas más importantes de su vida.

De repente lo miró y supo que, entre otras muchas, era por aquellas
pequeñas cosas por las que lo quería tanto. Sabía que ese fingido
engreimiento solo era una fachada, una burla al empático y alegre carácter
que Mario tenía.
Él era su vida y ella la suya. Habían tenido la suerte de encontrarse, y,
eso, dados los ejemplos que conocía por amigos o por su trabajo, era
demasiado importante como para obviarlo.

Decidió perdonarlo y, sin responder de la forma que él esperaba, le


sugirió:

—¿Piensas traer la lasaña? Tengo hambre.

—¿De mí? —preguntó Mario, extrañado por su reacción.

—Eso será mañana. Tendremos todo el día para nosotros. O casi: Elena
me ha enviado un mensaje para que comamos con ellos, en su casa, pero la
mañana es muy larga, y la tarde también.

—Ya estoy deseando despertarme.

—Pero iremos por partes. Primero ejercicio y running, y después unas


katas, arriba; también algo de combate, para bajarte los humos. Cuando
acabemos, un buen desayuno, aquí, en casa, los dos solos.

Mario movió la cabeza, pautando con ella su lamento.

—¡El desayuno que tendré que hacer yo, como siempre! —la miró de
forma inquisitiva y le dijo—. Lo que quieres es agotarme, ya te veo venir,
preciosa.

Sandra soltó una carcajada. Lo miró de forma pícara y le aclaró:

—No, cielo: ¡eso será después!, hasta la hora de comer. Y, si por la


tarde te quedan fuerzas…, aprovecharemos nuestro último domingo de
vacaciones.

—Creo que el lunes vas a estar muy cansada. Si quieres les llamaré,
para decirles que te quedas en casa.

La carcajada de Sandra debió de oírse desde la casa de Elena, su amiga


y antigua propietaria de la vivienda, que vivía en la calle de detrás.
Domingo 6 de enero de 2019

El domingo transcurrió de la forma en que Sandra había vaticinado,


salvo por un excepcional detalle que ocurrió mientras Mario retiraba los
platos de la cena, cuando le dijo que iba a llamar a Conrado, su mano
derecha, uno de los subinspectores que componían el equipo del que estaba
al mando.

—Buenas noches, Conrado. ¿Cómo va el fin de semana de guardia?

—Buenas noches, jefa. No esperaba saber nada de ti hasta mañana a


primera hora, en la comisaría. ¿Qué tal las vacaciones?

—Ya sabes cómo soy, siempre pensando en el trabajo. Y en respuesta a


tu pregunta te diré que han sido agotadoras, sobre todo por aguantar tantas
horas a Mario. También muy movidas.

—No será para tanto… —dijo Conrado mientras se reía

—Washington, Barcelona, Andorra… No hemos parado.

—Nosotros hemos estado bastante tranquilos, nada especial a remarcar


en todo el fin de semana, pero acaba de ocurrir algo que seguro que te va a
interesar.

Aquello despertó la alarma en Sandra. Si Conrado se lo decía de


aquella manera era porque había algo especial. Por desgracia, en su día a
día, se habían acostumbrado a los homicidios. Casi todas las semanas tenían
casos que investigar, los más habituales, aunque no por ello menos
importantes. Eran peleas entre bandas, violencia de género, crímenes en
lugares de ocio…

—Dame más datos, Conrado.


—Apenas sabemos nada. Hace media hora nos han avisado de que han
encontrado un cadáver. Rubén y yo estamos yendo hacia el lugar.

—¿Dónde?

—En el bosque de la Herrería, en San Lorenzo de El Escorial, a 58


kilómetros de Madrid.

—Bueno —dijo Sandra con pesar—. Casi prefiero no conocer los


detalles, si no, no me podré dormir. Mañana me lo explicas

—Lástima, porque lo que vamos a encontrar se sale de lo normal.

Sandra movió la cabeza de lado a lado y cerró los ojos. «Es un


cabrón», pensó. Conrado sabía que aquello despertaría su curiosidad. Le
dijo:

—¡Subinspector: eres odioso! Dime lo que sabes, ¡y es una orden! —


exclamó.

—Aún no te has reincorporado, jefa. Hasta mañana no te puedo decir


nada.

—¡No me vaciles! —dijo Sandra con una sonrisa—. Te recuerdo que


soy tu superior

—¿Está Mario contigo? —preguntó.

—Sí, pero no te está oyendo —respondió Sandra un tanto intrigada—,


aunque ahora le explicaré el desacato que estás cometiendo al desobedecer
una orden directa.

Conrado soltó una carcajada, al igual que Rubén, que iba a su lado,
conduciendo.
—Pon el altavoz, jefa: creo que a ambos os gustará oír lo que voy a
decir.

—Espera —dijo Sandra mientras Mario se acercaba hasta ella al


hacerle una seña— Ya está a mi lado: dinos lo que sabes.

Conrado pareció recrearse unos instantes antes de hablar:

—Vamos a un lugar perdido en mitad de un bosque. Hace un par de


horas, dos excursionistas han encontrado un cadáver. Pero es un tanto
especial, Sandra —hizo una pequeña pausa y añadió—: está congelado.

Sandra y Mario se miraron.

—¿Qué temperatura hizo anoche en esa zona?

—Una mínima de cinco grados.

Sandra afirmó con la cabeza mientras Mario a su lado sonreía al ver su


cara de satisfacción. Aquello que decía su compañero se salía de lo normal.
Esos eran los retos con los que, a Sandra, le gustaba lidiar, ese tipo de
muertes, las más complejas que pudieran aparecer.

—¡Conrado: con seguridad es un asesinato! —exclamó.

—Sin duda, Sandra. Mañana te doy un informe, a primera hora.

A pesar de que Mario se esmeró en aprovechar su última noche de


vacaciones e intentó desbordar la sexualidad de Sandra para que, agotada,
pudiera dormir, su esfuerzo se quedó a medias.

Acabaron exhaustos. Él cayó rendido y se durmió en apenas unos


minutos, Sandra tardó un par de horas en poder conciliar el sueño.

Su cabeza iba a mil por hora, y aún no sabía nada del nuevo caso que
acababa de surgir.
CAPÍTULO 3
Lunes, 7 de enero de 2019

Sandra de la Rosa

Aunque siempre le gustaba llegar a comisaría unos pocos minutos


antes de las nueve, su hora oficial de entrada, el reloj marcaba las ocho y
treinta y dos cuando Sandra salía del ascensor que llevaba hasta la planta de
homicidios. Mario, que era igual que ella en ese sentido, no había puesto
ninguna pega en adelantar la llegada e incorporarse lo antes posible a su
trabajo.

La gran sala, en la que se situaban las mesas de la mayoría de sus


compañeros del Departamento de Homicidios y Desaparecidos, estaba ya
repleta de agentes. Saludaron, de forma general, y entraron en las
dependencias de la brigada.

Las noticias de Conrado, al responder a su llamada la noche anterior,


eran demasiado excepcionales como para no mostrar interés. Y, tras
aquellas largas vacaciones, Mario y ella estaban deseando reunirse con los
compañeros, no solo para verlos de nuevo, sino para conocer los detalles de
aquel extraño hallazgo.

El comisario aún no había llegado, y la sala que ocupaban seguía vacía


esperando la aparición de los demás. Se metió en su despacho para
encender el ordenador, y abrió el programa que utilizaban. Quería recabar
detalles del caso, pero se dio cuenta de que aún no había nada. Debía
esperar a que Conrado y Rubén aparecieran, para conocer las circunstancias
de lo que, sin duda, era un asesinato.

En aquel momento vio entrar al comisario Álvarez que salía del


ascensor. Se levantó y, acompañada de Mario, salió para saludarlo.

—Buenos días, señor comisario —dijeron, de forma simultánea.


—Buenos días, inspectores. Me alegro de su vuelta. ¿Qué tal esas
merecidas vacaciones? —preguntó con calidez.

—Gratificantes, pero aburridas, señor —respondió Sandra—.


Estábamos deseando reincorporarnos, y más después de enterarnos por el
subinspector García de lo que sucedió ayer.

—Vamos a mi despacho y hablaremos con tranquilidad —dijo.

Sandra y Mario saludaron a José Luis Navarro, el inspector que dirigía


la otra Brigada de Homicidios, y que en aquel momento entraba en las
dependencias policiales. Siguieron al comisario y una vez en su despacho se
sentaron frente a él.

Sandra esperaba que les aportara información de lo que se había


encontrado, pero les comentó que no sabía nada nuevo. Deberían esperar a
la llegada de los subinspectores para recabar todos los detalles.

—Tengo cierta información, pero no será muy diferente a lo que


ustedes ya conocen. Me consta que ayer, a sesenta kilómetros de Madrid,
unos excursionistas encontraron un cadáver en un bosque. Lo más
destacable es que estaba congelado, según comentaron ellos mismos al
llamar a emergencias. Anoche estuve en una cena con varios compañeros,
celebrando la jubilación de un buen amigo —comentó, justificando su
desconocimiento del tema—. Le dije al subinspector García que, esta
mañana, en cuanto llegara, nos diera información de lo que habían
encontrado.

—Entonces…, ¿no sabe nada que nosotros no sepamos, señor? —


preguntó Sandra denotando impaciencia.

Álvarez sonrió. Era obvio que la inspectora no había cambiado, y que


su trabajo seguía siendo lo único importante.

—De momento no. —dijo mirando el reloj—, pero dentro de quince


minutos, por boca del subinspector, tendremos todos los detalles del caso.
Me uniré a ustedes en la reunión diaria. Quiero conocer todos los detalles
de lo que encontraron los subinspectores.

Pidió que lo avisaran cuando llegaran sus subordinados, y ellos dos


regresaron a sus dependencias. Sandra se entretuvo en revisar los informes
de los casos que habían llevado durante sus vacaciones. Se levantó de su
silla en cuanto vio que Conrado y Rubén, acompañados por Guillermo, otro
de los agentes que componían la brigada, salían del ascensor. Solo faltaba
Sergio, el analista de datos, que siempre llegaba el último. Aún no habían
entrado por la puerta cuando este hizo acto de presencia.

A pesar de la impaciencia de Sandra por conocer las circunstancias de


lo ocurrido la noche anterior, se entretuvieron unos minutos en saludarse y
en responder a las mil preguntas que sus compañeros les hicieron para que
explicaran detalles de sus merecidas vacaciones.

Sandra, mientras Mario relataba grosso modo su estancia en Estados


Unidos, en Barcelona y en Andorra, los miró con orgullo. Aquellos
excelentes policías habían sido elegidos según sus instrucciones, y
conformaban un equipo que había roto todos los moldes de eficacia en un
departamento tan complicado como aquel. Tras unos cinco minutos de
charla, que a Sandra se le hicieron eternos, les dijo que ya era el momento
de tener la reunión.

—Ya tendremos tiempo para hablar con más calma, chicos —dijo
Sandra—. El comisario me ha dicho que vendrá para informarse del caso.
Voy a llamar a su ayudante para que le avise de que ya estamos preparados.
Empezamos en cuanto llegue.

Conrado y Rubén, cómplices en la información, cruzaron una mirada


sonriente. Sabían que Sandra estaba ansiosa por recabar los detalles, y
estaban seguros de que, lo que iban a explicar, le iba a interesar.

Cinco minutos después, por boca del subinspector García, Sandra


escuchaba los detalles que necesitaba conocer, al menos de lo que se sabía
hasta el momento. Según la versión de Conrado, se trataba del cadáver
desnudo de un hombre de unos cuarenta años. El subinspector les explicó
que, cuando llegaron al lugar, el cuerpo presentaba un ligero grado de
descongelación. Tenía amputados los genitales, pero no había sangre en el
escenario. Eso de por sí ya era muy insólito, pero hubo algo que no solo la
sorprendió, sino que la alarmó. Fue cuando Conrado dijo:

—Hay algo que os va a resultar muy extraño —los barrió con su


mirada y añadió—: junto con el cuerpo encontramos su móvil, estaba
colocado en su mano y cargado al 95 %. Eso es muy raro, y más en un
cadáver congelado. ¿Cómo puede estar cargado a tope?

»Como os podéis imaginar, con su huella dactilar lo pudimos


desbloquear sin ningún problema —hizo una pausa y continuó—. Y ahora
viene lo bueno: el fondo de su pantalla es una foto de una lápida, con un
epitafio grabado en ella. El texto que aparece es: «vivir mi vida así, me ha
llevado a mi muerte».

Cruzaron sus miradas, entendiendo que aquello era un detalle muy


significativo, pero su sorpresa fue mayor cuando Conrado apuntó:

—Pero hay algo más, algo muy sorprendente y a la vez inquietante. En


la imagen de la pantalla, bajo la lápida, en pequeño y situados en una
esquina, aparecen dos dedos cortados, sangrantes —miró fijamente a
Sandra y añadió—: están colocados en paralelo.

La inspectora miró al comisario y a Mario, los únicos que sabían la


verdad. También a los componentes del grupo. La perplejidad que
reflejaban sus caras lo decía todo. Estaban pensando lo mismo que ella.
Preguntó:

—¿Su significado es el que todos estamos suponiendo?

—Sí, Sandra, no tengo ninguna duda —respondió el subinspector—.


De alguna manera parece tener relación con el asesino de los números
romanos. No le encuentro otra explicación.
Conrado buscó en su móvil, y envió la imagen que se había encontrado
en el celular del cadáver.

Sergio, al momento, tecleó en su portátil, y en el enorme monitor que


tenían en la pared del despacho de Sandra, donde se reunían cada mañana,
apareció el fotomontaje del que Conrado hablaba.

Era un fondo nevado, con una lápida de piedra envejecida y con aquel
extraño epitafio grabado en ella: «vivir mi vida así, me ha llevado a mi
muerte». En la esquina inferior, claramente visibles, aparecían los dos dedos
amputados. Estaban colocados en paralelo y chorreaban sangre.

Sandra aún recordaba las últimas palabras que escuchó del asesino de
los números romanos tras su interrogatorio: «A ti también te violaré y te
mataré, inspectora Sandra de la Rosa»

Lo que acababa de oír, y su aparente relación con este nuevo caso hizo
que se despertaran sus más ocultos recuerdos. Su cruel pasado aparecía de
nuevo.
Marc

Eran las ocho de la mañana. Marc llegó a las oficinas de la bodega,


saludó a Raquel, su secretaria personal, y se acomodó en la mesa de su
ostentoso despacho. A pesar de que lo tenía todo registrado en el ordenador,
un par de minutos más tarde, ella entró para especificarle la agenda del día.
Era parte de su trabajo y lo hacía muy bien, era muy competente. Marc lo
reconocía, pero, a pesar de que la relación entre ellos era cordial, se había
vuelto fría.

Raquel era bastante atractiva, lo suficiente como para que, cuando la


contrató hacía ya un par de años, decidiera seducirla. Dada su obsesión,
pensó que, a sus veintiséis, sería muy activa en el sexo; pero sus
expectativas respecto a ella y sus orgasmos se desvanecieron tras una tarde
loca en el sofá de su despacho. No lo era, o al menos no lo fue esa tarde.

Sabía que él no era torpe cuando estaba con una mujer, lo había
comprobado muchas veces y nunca había tenido quejas, todo lo contrario.
Pero lo que imaginó que iba a resultar una relación interesante dada la
proximidad de ambos, se convirtió en decepción. Su mísero orgasmo no
estuvo a la altura de lo que esperaba y su interés por ella desapareció como
por arte de magia. Desde entonces, su contacto era cordial y profesional.

Raquel no era de la misma opinión. Le hubiera gustado que hubiera


algo más, pero, dado el nulo interés que le demostró tras aquella tarde de
sexo, se mantuvo en un segundo plano limitándose a hacer su trabajo de
forma eficiente.

Nunca supo la razón, pero Marc jamás volvió a manifestar interés por
ella a pesar de que en varias ocasiones Raquel intentó un nuevo
acercamiento. Al final decidió que era obvio que, para él, ella solo había
sido un capricho que había podido cumplir.
No obstante, a pesar de su extraña forma de ser, le gustaba trabajar allí.
Marc derrochaba prepotencia y era un engreído, algo que todo el mundo
percibía, pero a ella no le importaba. Pensaba que era el típico rico que se
creía superior a los demás. De hecho, la mayoría de los empleados no le
aguantaban y preferían que se mantuviera lejos. La única excepción era el
señor Paco, que ya era encargado en la bodega cuando aún la llevaba su
padre, antes de que él accediera al cargo de director. Solo él se atrevía a
decirle las cosas que no quería oír.
Laura

Cuando Laura llegó a la empresa distribuidora donde trabajaba,


Martívins SL, cruzó frente al despacho de Ricard, el gerente. Estaba
hablando por teléfono y lo saludó con la mano. Este devolvió el saludo.

Se acercó hasta su despacho y, al momento, Marta, su ayudante


ejecutiva, entró en él.

—Buenos días, Laura.

—Buenos días, Marta —saludó en el tono de voz pijo que la


caracterizaba. Nadie hubiera podido dudar de cuál era su ascendencia social
—. No he visto en mi agenda de hoy a Gabriel Galdós —le dijo, señalando
su pantalla del ordenador y haciendo un gesto de extrañeza con las manos.

—Tienes razón, no está —respondió ella mientras admiraba la


femenina figura de Laura enfundada en aquel vestido tan ajustado.

—¿Por qué no has cerrado la cita con él? —le preguntó incrédula.

—Lo siento, Laura, pero parece que tiene la agenda muy complicada.
Se va mañana a Francia, a la feria del vino, y me ha dicho que no tenía
tiempo para quedar contigo.

—¡Que no tiene tiempo…! —exclamó muy enfadada— ¡La madre que


lo parió!

Marta, turbada, le dijo:

—Creo que tiene que ver con vuestra última reunión. Me ha dado la
impresión, por sus palabras, que las cosas no salieron como esperaba.

Laura puso una clara expresión de fastidio.


—¡Joder! —exclamó furiosa—. Si el único interés que demostró fue en
que lo acompañara a su habitación del hotel, obviamente para meterme en
su cama. —Hizo un aspaviento—. Cómo si yo no tuviera nada mejor que
hacer…

Marta sabía la historia, Laura ya se la comentó al día siguiente de la


reunión en Bruselas. Pero ambas sabían que Galdosavin era uno de los
principales clientes de la empresa.

—Ya sabes cómo son estos hombres con tanto poder, Laura. Imagino
que piensa que por ser nuestro mejor cliente tiene derecho de pernada —le
confesó su ayudante, azorada.

Laura sacudió la cabeza, demostrando su enfado. Admitió:

—Si es necesario le pagaré media docena de putas, pero te aseguro que


a mí no me va a tocar un pelo: es un viejo impresentable.

—Es cierto, pero factura más de un millón de euros al año —le recordó
Marta.

—¿Y qué sugieres? —preguntó furiosa, con todo su cinismo—: ¿qué


me meta en su cama para que nos compre un millón y medio?

—Sabes que yo no quería decir eso, Laura —le respondió con cautela.

Laura la miró de arriba abajo. Estaba segura de que Marta no era su


tipo. Si lo fuera la habría mandado en su lugar y asunto resuelto. Pero lo
que tenía muy claro es que ella no iba a acceder a sus pretensiones.

—Vale: ya se lo aclararé yo, cuando vuelva de París. ¿Has podido


hablar con el señor Yoshida?

—Sí. He hablado con él hace diez minutos y me ha dicho que le llames


dentro de media hora.

—¡Menos mal que me das una buena noticia! Si lo de Japón sale bien,
al señor Galdós le van a dar por… —no quiso acabar la frase, pero no hizo
falta—. Ponme con él en cuanto sea la hora, por favor.

La secretaria asintió con la cabeza. Le recordó:

—El señor Ricard y tú, coméis en la finca del señor Mayoral.

—Sí, eso ya lo tenía claro. Pídele a contabilidad que me envíen los


últimos datos de su empresa, por favor.

Marta asintió y le dijo:

—Si no necesitas nada más, me voy a mi mesa para prepararlo todo.

—Gracias, Marta —dijo Laura conteniendo su rabia.

Necesitaba pensar en otra cosa. Cuando se quedó sola, tecleó la


contraseña de acceso a la red de contactos. Tenía poco más de veinte
minutos hasta que Marta la avisara de que tenía a Japón en línea y le
apetecía ver si había aparecido algo interesante.

El macho alfa le había mandado un mensaje para quedar con ella.


Inconscientemente, negó con la cabeza. Le gustaba marcar sus propias
pautas y no quedaba tan seguido a través de la web, acostumbraba a hacerlo
cada dos semanas. También le gustaba salir sin compromiso, y casi nunca
tenía problemas para encontrar a alguien interesante. Lo dejaría en stand by.
Águeda

«El subcomisario Martínez, acompañado de Alves, su subordinado y


mano derecha, estaba llegando al lugar del suceso. Toda la zona ya estaba
acordonada para preservar el escenario a la espera de que llegara la
Policía científica.

Alves, que conducía el zeta, aparcó a unos metros del lugar. Los dos
agentes que habían encontrado el cuerpo, o los trozos de este que
resultaban visibles, estaban lívidos. Aquello había sido una carnicería.

Lo primero que vio fue un brazo amputado, pero parecía arrancado


del torso. En ningún caso se había cortado con precisión. A un par de
metros de distancia de este se apreciaba una pierna, en las mismas
condiciones y tirada junto a un contenedor de basura.

Martínez, visiblemente afectado por el alcohol que había ingerido a


pesar de que solo eran las nueve y media de la mañana, clavó sus vidriosos
ojos en los restos que reposaban sobre un extenso charco de sangre que
surgía del depósito. Con la voz un tanto quebrada por la ingesta de las tres
copas de brandy que ya se había tomado, preguntó:

—Habéis mirado dentro…»

Águeda se paró un momento y, tras quitarse las gafas, se frotó los ojos.
Estaba cansada. Llevaba casi dos horas redactando el sexto capítulo de la
tercera novela de la saga del subcomisario Martínez.

La complejidad de aquella historia la retaba. Un descuartizador que ya


había matado dos veces y lo único que la policía había podido encontrar en
los escenarios eran trozos de los cadáveres. A todos los cuerpos les faltaba
la cabeza. No había pelo, ni rastros de ADN, que no fuera de las víctimas.
El alcoholizado subcomisario Martínez lo iba a tener complicado para
llegar hasta aquel asesino.

Se había despertado a las seis de la mañana, con una idea en la mente


para la novela, y le gustaba aprovechar aquellos retazos de inspiración
cuando surgían, pero, por hoy, ya estaba bien. No tenía prisa. Escribía
cuando le apetecía, o cuando surgía aquella magia que a menudo la
sorprendía. Entonces, de la nada, se le aparecía un camino a seguir para que
su subcomisario resolviera aquellos crueles asesinatos a los que se
enfrentaba.

Decidió salir a correr, como cada día. Haría el trayecto habitual y, dada
la hora que era, en vez del ejercicio físico que hacía en su casa, montaría a
caballo.

Estuvo algo más de una hora paseando y cabalgando con Nieve, un


nombre curioso para una yegua que era negra como el azabache. Cuando
decidió llamarla así, lo hizo para demostrarse a sí misma que los
convencionalismos no iban con ella. Adoraba a Nieve, era uno de los dos
únicos seres que no despreciaba.

Se le escapó un suspiro al recordar la sensual imagen del otro. «Ella es


el único humano que soporto…, y que disfruto», pensó.

La sola idea de tener contacto con alguien de su propia especie la


incomodaba. «En especial los hombres: los putos machos», pensó.

Desde muy niña sabía el motivo, y cuando aquella tarde pasó por
delante del camino que llevaba hasta los restos de la cabaña de madera, la
que ella misma se había encargado de demoler, volvieron a su mente
imágenes que prefería no tener que recuperar del lugar de su conciencia en
el que las había desterrado. Pero siempre que montaba por allí le resultaba
inevitable pensar en ello.
No obstante, producían en ella sentimientos contradictorios. Por un
lado, resucitaban el recuerdo del maltrato que sufrió por parte de su padre, y
por otro, se alegraba de que aquel simbólico lugar, apartado de todo, le
hubiera regalado una solución para resolver el problema.

***

Veintitrés años antes…

Agosto de 1995

Hacía apenas una semana que Águeda acababa de cumplir los catorce
años. Tras la comida, su padre, David Font, le dijo que se fuera a preparar,
que irían a montar a caballo. La niña miró a su madre en tono de súplica,
esperando una reacción, pero solo percibió la más absoluta indiferencia. El
día que le insinuó lo que pasaba, ella le soltó una bofetada para hacerla
callar. Nunca lo volvió a intentar. Estaba sola, nadie la iba a ayudar, y
menos su madre que parecía abducida por su esposo. Afirmó con la cabeza
y en silencio se fue a su habitación.

Águeda, tumbada en aquel viejo jergón, soportaba las embestidas de su


progenitor. Sus ojos, como siempre, miraban al vacío intentando evadirse.
Él resoplaba, como el cerdo que era. Después de casi tres años de suplicio,
cada vez que lo tenía encima, tres veces por semana, sentía unas náuseas
que, aunque no lo supiera entonces, la acompañarían de por vida.

Pero, ese día todo cambió. De repente, tras gritar como un loco
mientras tenía el orgasmo, un desgarrador quejido salió por su boca. Se
encogió sobre sí mismo y se llevó las dos manos al pecho, a la altura del
corazón. Su cara lo expresaba todo: sentía dolor, mucho dolor.

Se incorporó como pudo y le dijo:


—¡Ve a casa, Águeda, por Dios! Que llamen a una ambulancia, creo
que me está dando un infarto —le explicó mientras el rictus de su cara era
un libro abierto—. Si no vas ya, me moriré aquí. ¡¡Vete!!

Águeda salió de la cabaña, montó su caballo… y se quedó pensando:


«Si no vas ya, me moriré aquí», recordó. Una sonrisa fue la muda respuesta
a sus pensamientos.

Casi una hora después, tras diez minutos de silencio hasta entonces
solo roto por los quejidos de su padre, Águeda decidió entrar. Al verlo, supo
que ya estaba libre de aquel suplicio. Sus ojos, abiertos y fijos en un lugar
del techo, denotaban su estado.

Montó en su caballo y se acercó a la casa. Su madre, que estaba


cosiendo en la salita, le dijo sin apenas mirarla:

—Ve a darte una ducha. Seguro que apestas.

—Hay algo que debes saber, madre…

La obligó a acompañarla hasta la cabaña de madera, donde sabía que


estaba su marido. Cuando vio el cadáver de él, desnudo, la miró con odio.
Los restos de semen aún mojaban aquella sucia sábana que presentaba
infinidad de manchas.

Marina, su madre, clavó su mirada en la suya y le dijo:

—Eres una vergüenza para todos, Águeda, y siempre lo serás —La


miró con cara de estar al corriente de lo que pasaba entre ellos—. Me lo
dijo, ¿sabes? Me explicó que cuando yo no estaba delante, tú le provocabas.

—Pero ¡qué dices! ¿Cómo puedes pensar eso, mamá?


—Tu padre no era un enfermo, solo un hombre como los demás. La
naturaleza los ha hecho débiles y vulnerables cuando una mujer los
provoca, o una niña en este caso: una guarra como tú. Por tu culpa lo hemos
perdido.

Esa última frase fue lo único que la hizo sentir bien.

La autopsia determinó que la muerte había sido por cardiopatía


isquémica. La Policía hizo constar en el informe que dado el lugar donde
ocurrió el ataque cardíaco, hubiera sido difícil que la ambulancia llegara a
tiempo para salvar la vida de David Font.

Todo quedó en nada, salvo la insalvable distancia con su madre, que se


acrecentó, y la prueba positiva de embarazo que se hizo dos meses después,
cuando se dio cuenta del retraso que llevaba.

De haberse sabido, habría sido un escándalo mayúsculo. Necesitaban


taparlo como fuera. A sus catorce años, estaba embarazada de su padre,
pero nadie podía saberlo. La reputación de la familia estaba en juego.

Se fueron a una casa que tenían en la costa de Alicante, en Calpe. Su


madre decidió residir allí durante casi un año, el tiempo suficiente para que
Águeda diera a luz. La criatura que naciera la justificaría como un milagro
del Señor, le diría a todo el mundo que había nacido de su vientre y que era
el último regalo de su amado esposo.

No hubo necesidad, ya que Águeda tuvo un aborto espontáneo a los


seis meses de gestación.

Al acabar, de forma abrupta, aquel voluntario destierro, «para llorar su


muerte en soledad», tal como su madre le había dicho a la familia,
volvieron a la finca.

Tres años más tarde, su madre, totalmente alcoholizada, murió de


cirrosis. Águeda acababa de cumplir los dieciocho
Sandra de la Rosa

Tras exponer Conrado lo acontecido la noche anterior y comentar todos


los datos que sabían hasta el momento, el comisario se levantó. Ya tenía la
información preliminar y a partir de ahí, Sandra y su equipo se encargarían
de investigar el caso y de mantenerle informado. Todo sugería que sería
complejo, no era habitual encontrar un cadáver congelado.

—Si les parece, les dejo para que hagan su trabajo. Cualquier novedad
que aparezca me la hacen llegar. Buenos días —dijo mientras salía del
despacho de Sandra para que se pusieran a trabajar.

Sandra tomó la palabra y preguntó:

—¿Sabemos algo de las huellas, Conrado?

—Eso es lo único que tenemos. Ayer, en cuanto las tomé, se las envié a
la científica para que las pasaran por el programa, pero no han dado
ninguna coincidencia, no estaba fichado. Estamos en blanco: de momento
no sabemos quién era.

—¿Sergio…?

—¿A mí me preguntas? —preguntó con su aflautada voz. Movió la


cabeza de lado a lado en tono de reproche y añadió—: Si Conrado me
hubiera llamado anoche, cuando se descubrió el cuerpo, ya tendríamos algo.
Pero como siempre me tenéis al margen… —dijo en tono lastimoso.

Sandra hizo un gesto que denotaba lo poco que le gustaban las salidas
de tono de Sergio, aunque lo hacía con cierta gracia.

—¡Eso no es cierto, Sergio, y tú lo sabes! Eres un miembro muy


importante en el equipo, igual que los demás. Siempre aportas información
vital para el esclarecimiento de los crímenes que llevamos —le dijo
conciliadora, intentando calmarlo, pero escondiendo su sonrisa al ver su
actitud.

Sergio era un loco de la informática, de la búsqueda de información, y


si Sandra se lo permitiera continuaría trabajando desde casa. Pero una de
sus directrices era que desconectaran cuando estuvieran con sus familias o
sus parejas.

No obstante, sabía que Rodrigo, el novio del analista, trabajaba en un


bar de copas y que por las noches estaba solo. Se aburría, pero eso no
justificaba que se tuviera que llevar trabajo a casa.

—Vamos a dejarlo —comentó la inspectora—. En cuanto te pongas a


buscar, estoy segura de que encontrarás algo que nos ayude a esclarecer
quién era el fallecido. Pero, de momento, no tenemos nada.

Mario dijo:

—Al margen del vínculo que representan esos dos dedos amputados,
hay un detalle muy significativo, y es el hecho de que, si la teoría es
correcta, representen un dos.

—Es cierto —dijo Sandra—. Tienes toda la razón. Eso parece indicar
que, si la teoría se cumple, hay un número uno. Pero no tenemos noticias de
un hallazgo así, de ningún cuerpo que coincidiera en algún detalle con este
caso. Un epitafio, con esa curiosa frase y dedos amputados, llamaría mucho
la atención. Es demasiado especial para que esa información no nos hubiera
llegado por algún canal, se habría comentado en todos los Departamentos
de Homicidios.

—Tal vez ese cuerpo aún no ha aparecido —expuso Guillermo—.


Recordemos que el nuestro se encontró en un lugar muy aislado, en mitad
de un bosque, y solo el azar quiso que esos excursionistas lo encontraran.

—Es cierto, es una clara posibilidad —confirmó Sandra—. No


sabemos si la voluntad del asesino fue la de que se encontrara tan pronto.
—También podría ocurrir que el primer cadáver apareciera en otro país
—compartió Rubén—, en algún lugar de Europa, y no sepamos nada.
Deberíamos acceder a la base de datos de Interpol, para saber si hay algún
caso parecido.

Sergio saltó al instante, diciendo:

—Yo tengo contacto con uno de sus mejores analistas. Si queréis


puedo hablar con él —comentó, prestándose a colaborar. Y añadió—: Por
cierto, es muy guapo.

—Eres muy capaz, Sergio, puedes hacerlo solo —soltó Sandra, algo
seca en su tono—. Y te recuerdo que tenemos acceso a ella. Necesitamos un
nombre, para poder empezar a buscar. Sus huellas no han aportado nada e,
imagino, que cuando lo pasemos por reconocimiento facial pasará lo
mismo. Si no está fichado…

—No creo que haya nada nuevo —dijo Guillermo—, pero podríamos
hablar con la Policía Local, para saber si ha aparecido algún vehículo
abandonado en las inmediaciones.

—Me extrañaría mucho. Por la temperatura que hizo los días


anteriores, allí no se pudo congelar. No es algo casual, si no algo externo,
con seguridad premeditado. No obstante, no vamos a dejar nada en el
tintero —miró al subinspector y le dijo—: Conrado, poneos en contacto con
ellos, por favor. Mario y yo nos vamos a hablar con los forenses. Tal vez
puedan aportar datos que pongan algo de luz en todo esto.

Se levantó de la silla, le hizo una seña a Mario, y salieron juntos,


mientras los demás ocupaban sus respectivas mesas.
CAPÍTULO 4

Departamento Forense

Doctor Eneko Isasa

Mario y ella entraron en la sala de disección. Vieron a Eneko en su


despacho, frente al ordenador. Se acercaron hasta allí y, al verlos llegar, el
forense se levantó de su silla y salió a recibirlos. Con su fuerte acento vasco
y una gran sonrisa exclamó:

—¡Buenos días, inspectores! Venís radiantes. Imagino que esas


vacaciones os han sentado de maravilla —dijo en el momento en que se
disponía a abrazarlos.

—No nos podemos quejar, Eneko, al contrario, han sido fantásticas —


comentó Sandra.

Mario añadió:

—Todo lo que tenga que ver conmigo le encanta, Eneko: ya sabes lo


loca que está por mí. Me ha disfrutado mucho, en todos los sentidos, y a
todas horas —añadió Mario con convicción.

Aquello hizo soltar una carcajada al vasco y consiguió que Sandra


pusiera los ojos en blanco. «Ya le bajaré los humos», pensó.

—En especial en casa de sus padres —le aclaró ella al doctor—. Estaba
muy feliz, sobre todo cuando llegaba la noche.
Mario, que sabía las razones por las que Sandra hacía aquel
comentario, la proximidad con la habitación de sus padres y su
apocamiento, replicó:

—Lo cierto es que, como es tan modosita, aunque solo cuando quiere,
las veladas nocturnas en nuestra habitación no fueron tan intensas como
esperaba…, pero lo compensamos en Andorra. Allí renació la fiera y
reapareció la pasión desmedida de dos escorpio, perfectamente conjuntados
en un universo de fogosidad extrema.

Sandra lo miró sorprendida. Le dijo:

—Deberías dejar las fuerzas policiales y dedicarte a escribir novelas de


misterio y ficción. Tienes una imaginación desbordante, inspector.

Eneko los miraba divertido. Ya hacía casi un par de años que los
conocía y, gracias a Marta, su compañera y amiga, la otra forense, sabía que
tenían una relación un tanto peculiar. Pero se llevaban muy bien.

En el fondo se parecían en muchas cosas. Según el inspector Vargas,


era por la coincidencia de sus horóscopos, y según la doctora Suñer, porque
eran dos policías increíbles, volcados en su trabajo y con verdadero talento
para la investigación. En especial ella que decía que era la mejor policía que
había conocido. Marta le explicó, cuando Eneko se incorporó al
departamento, que se complementaban muy bien, tanto en el trabajo como
en su vida privada.

—Bueno, ya me lo explicaréis con calma —dijo el forense—. Marta


vuelve de sus vacaciones en un par de días y, si os parece bien, podríamos ir
a cenar los cuatro, cuando se recupere del jet lag.

—Está en Tailandia, ¿no? —preguntó Sandra.

—Sí. Se fue con una amiga, hace ya diez días.

—Nos encantará cenar con vosotros. ¿Cómo lo lleváis? —preguntó la


inspectora, refiriéndose a su relación. Sabía que, desde hacía un tiempo, ya
no era la misma que al principio.

—Nos llevamos muy bien —comentó Eneko con satisfacción,


haciendo un gesto de obviedad con el rostro—. Marta es una chica
estupenda, y es imposible llevarse mal con ella. Pero no tenemos una
relación como tal, si lo queréis llamar así.

—Follamigos…, ¡tampoco está mal! —dijo Mario entusiasmado.

—¡¡Mario!! —exclamó Sandra, riñéndole.

—¡Coño, Sandra, ya somos mayorcitos! Solo es sexo, pero sin


romanticismo —dijo él, como si fuera lo más normal del mundo—. Puede
estar bien. Te recuerdo que tú, a veces, eres un poco empalagosa.

—¡Que yo soy…! Pero ¿tú te has visto en un espejo? —le preguntó,


furiosa.

—Sí, y ya sé que soy muy tierno: un osito de peluche que te encanta


abrazar —le dijo en un tono falsamente mimoso que ella supo ver.

Mario soltó una carcajada al decir aquello, y Eneko la acompañó.

Sandra movió la cabeza de lado a lado. Aquello se estaba yendo de


madre. Se lo quitó de la cabeza y decidió abordar el tema que los había
llevado allí. Cuando vio que el forense conseguía dejar de reír tras el
comentario del inspector, pidió:

—¡Vamos a dejarnos de chorradas! — exclamó molesta. Miró al


forense y le dijo—: Eneko, por favor: si dice alguna tontería más, que hoy
está sembrado, ignórale.

Eneko hizo un gesto de conformidad. Sonrió, miró a Mario, con


complicidad, y dijo:

—Vamos a centrarnos en el tema. Queréis información sobre el


cadáver congelado. Ahora mismo estaba redactando el informe, pero os
puedo adelantar cosas.
Al ver que Sandra afirmaba con la cabeza, tras mirar de reojo a Mario
para reprocharle su actitud, comenzó su exposición:

—Os puedo decir que el cadáver ha estado congelado desde su muerte.


Tal como se encontró, un cuerpo no se puede examinar. Para descongelarlo
por completo, lo hemos tenido sumergido en una solución salina, a treinta y
siete grados.

»Está muy bien conservado, lo que ha sido muy útil para la


investigación. La degradación de las células y la putrefacción no son
evidentes. Los cambios post mortem son leves y sus órganos internos están
blandos. Eso nos ha permitido realizar un examen completo, incluida la
autopsia y una investigación histológica.

»No presenta ningún tipo de herida, salvo la amputación de los


genitales. Esa es, sin duda, la causa de la muerte, por exanguinación en este
caso, o desangramiento, como queráis llamarlo. Pero, como es obvio por su
herida, no murió por hipotermia. Tampoco aparecen lesiones en la piel,
alrededor de la nariz y la boca, ni tampoco en el cuello.

»En los casos de muerte por congelación se observa un tipo de úlcera


gástrica aguda que adopta un patrón particular. Su rasgo más conocido son
las llamadas manchas de Wischnewski. Hay estudios que afirman que se
producen a causa del estrés previo a la muerte. Pero, si el sujeto ya está
muerto, como en este caso, no aparecen.

»Lo que sí os puedo decir es que, o lo dejaron morir en un lugar donde


la temperatura era extremadamente baja, que es lo más probable, o fue
congelado inmediatamente después de la muerte;

—Te refieres a un congelador, ¿no?

—Con toda seguridad. Es más, dada la postura del cadáver, debieron


sentarlo en una silla, maniatado. Presenta señales de ligaduras en tobillos y
muñecas que parecen estar hechas con unas bridas. El dolor que debió sufrir
durante la amputación, y tras ella, hizo que se clavaran en su piel dejando
unas marcas muy visibles.
Eneko afirmó con la cabeza y añadió:

—Lo único bueno es que murió muy rápido. Gracias a eso y a la


congelación, los fenómenos cadavéricos quedaron detenidos. De ahí su
buen estado de conservación.

Sandra comprendía lo que Eneko comentaba, pero necesitaba saber


algo que le resultara útil. Le preguntó:

—Podemos saber una fecha aproximada de la muerte?

—Los tiempos en Medicina Forense son siempre aproximaciones. Es


la investigación policial la que más y mejor puede obtener datos válidos al
respecto. En cualquier caso, si como comentamos antes, se congeló
inmediatamente tras la muerte y no se ha interrumpido el proceso, se
pueden obtener muchos datos, al menos desde el punto de vista médico,
pero en lo que se refiere a la data de la muerte, en estas condiciones, es muy
difícil de concretar. No os puedo ayudar en eso.

—Sus huellas dactilares no han aportado nada y estamos en blanco —


comentó Sandra, preocupada—. Su rostro no coincide con las
desapariciones del último mes, aunque, por lo que nos acabas de decir, es
posible que fuera anterior a esas fechas. Ya que no puedes aportarnos datos
aproximados respecto a la fecha de su muerte, le pediré a Sergio que
aumente el rango de búsqueda. ¿Has encontrado algo en el cuerpo que nos
pueda ayudar en la investigación? —preguntó Sandra.

—Vello corporal y pelos, once en concreto. Pero os adelanto que,


según el laboratorio, son de dos sujetos, una mujer y un hombre. Alguno de
ellos tiene raíz y de ahí podremos sacar ADN. No tiene marcas visibles ni
tatuajes; no ha sufrido ninguna operación quirúrgica, salvo una
apendicectomía, y eso poco nos va a aportar —comentó, haciendo un gesto
de desánimo—. No hay nada traumatológico. Ya sabéis que a menudo se
traduce en pistas, como clavos o placas… ¡No!: no hay nada significativo.

—¡Pues vaya mierda!, era un tío sano —exclamó Sandra al saber que
no había indicios.
—Se podría confirmar desde el punto de vista físico, aunque tenía el
hígado hecho polvo. Pero…, si le han amputado los genitales… —Abrió los
brazos denotando lo aparente de aquel detalle—. Eso indica, y tú lo sabes
mejor que yo, que el sujeto que ha hecho esto tiene algún desarreglo mental.
No es algo que se haga sin justificación, alguna debe tener.

—El asesino, o asesina, tiene sus motivos, e imagino que están


relacionados con algo sexual, aunque aún no los sabemos —comentó
Sandra—. Pero es muy significativo.

—No puedo estar más de acuerdo contigo —confirmó el galeno—.


Cuando reciba el informe del laboratorio, de la analítica, te podré decir algo
más.

—Gracias, Eneko —dijo Sandra un tanto decepcionada—. Imagino


que Marta me llamará en cuanto llegue —comentó, cambiando de tema y
añadió—: Cuando queráis nos vamos a cenar los cuatro.

—Te mantendré informada, inspectora.

Se dieron dos besos, y ellos se estrecharon la mano. Salieron de allí y


volvieron a la brigada. Tal vez Sergio ya tuviera algo.

Mientras iban hacia el coche, Sandra le recriminó a Mario:

—¿Tú eres idiota, o te lo haces? A Eneko no le interesan nuestras


relaciones personales. Además, has sido bastante grosero con tus
comentarios, inspector.

Mario la miró de reojo y pensó: «¡Mira que es rara!».


Ivana

Abstraída, recorría los pasillos del centro comercial. Despertó de su


ensimismamiento al pasar por delante de la tienda de lencería a la que Marc
solía llevarla. Recordó cuánto le gustaba toda la parafernalia que rodeaba al
sexo. Además de un prepotente y un creído, era un auténtico obseso sexual.

Siempre que lo había visto por la discoteca se comportaba como un


pavo real. Desplegaba sus plumas, en forma de abultada cartera, y se
pavoneaba de lo mucho que tenía. En aquel sórdido y superficial ambiente
le resultaba fácil encontrar presas. Al fin y al cabo, muchas de las chicas
que acudían allí lo hacían para conocer a gente cómo él.

Ivana lo tenía bien calado y si no fuera por lo que fue, jamás habría
tenido nada con él. Y más después de ver el desprecio con el que la trató,
aunque fuera parte del plan. Pero eso la ayudó a tenerlo claro: Marc se
merecía lo que iba a pasar.

Y estaba funcionando de maravilla. Todo estaba muy bien atado y él


era desconocedor del tema. Jamás imaginaría donde residía el origen de
todo aquello. No entendería cómo, ni por qué, pero la policía llegaría hasta
él: las pruebas eran inequívocas.

***

Conseguirlas le resultó más fácil de lo que había pensado. El primer


día, cuando fueron al ático de Ivana, la despreció. Cuestionó cómo una
mujer de su baja clase social podía permitirse tener un piso como aquel.

¿¡Cómo podía decirle aquello si apenas la conocía!? Estuvo a punto de


mandarlo a la mierda, pero se contuvo. Para Marc, ella solo era una
pringada, una más entre las mujeres que utilizaba para saciar su obsesión.

Sin embargo, cuando Marc se encontró con la sorpresa de su fingida


fogosidad, cayó en sus redes. Fue el insecto atrapado en la tela de araña del
depredador que lo va a devorar. No, no sabía nada. Él, que se creía tan listo,
se estaba metiendo en la boca del lobo.

El sacrificio que tuvo que sufrir, si lo podía definir como tal, tampoco
fue desagradable. Reconocía que Marc sabía cómo dar placer a una mujer, o
a dos, porque a las primeras de cambio le sugirió la posibilidad de que una
amiga se uniera a ellos.

Conoció a Úrsula, su amiga, que desde el primer día se manifestó


como una amante entregada, aunque, según su opinión, le pareció algo
fingida. Fue en su tercer encuentro cuando se enteró de que ella era una
acompañante de lujo.

Tras aquellas orgías, la vio por la discoteca en varias ocasiones. Se


saludaron, con cariño y cierta complicidad, y ella le reveló que seguía
cumpliendo sus servicios con Marc, en especial los días de partido.

Ella le caía bien, e Ivana estaba agradecida, porque gracias a Úrsula


había conseguido las pruebas que lo implicarían en el caso.
Marc

Tomó el teléfono y llamó a Albert, pero no le contestó. La partida de


póker sería en su casa y aún no había avisado de su vuelta. Pensó que tal
vez estaría volando. En teoría llegaba hoy, tras una semana de vacaciones
en Tailandia. Le encantaba vanagloriarse de su privilegio de poder viajar, y
seguir trabajando allí donde fuera.

Marc no podía entender cómo una persona tan simple como él, podía
tener tanto éxito escribiendo novelas. Albert Navas había creado una saga
policíaca sobre un subcomisario de la Guardia Civil, y había resultado un
éxito de ventas. Ya se había hecho un nombre en ese difícil mundo, salía a
menudo en la prensa y le hacían muchas entrevistas. Ganaba mucho más
dinero del que nadie pudiera imaginar, y, además, cómo él decía: «desde mi
casa, o desde cualquier lugar al que me lleve mi portátil».

Y, se jactaba, añadiendo: «Si un día no me apetece trabajar, no lo


hago».

«¡Joder! —pensó—: el muy cabrón lo tiene bien montado».

Pero si algo tenía que reconocer era que jugaba muy bien al póker. La
mayoría de las veces ganaba. Un día les comentó que había vivido en Brasil
durante ocho meses, y que un jugador de póker profesional, que era vecino
suyo, le había dado clases.

Los otros dos jugadores eran: Ferran Busquets, el propietario de otra de


las bodegas de la zona, y Pep Ferrer, concejal y empresario. Casi siempre
eran las víctimas propiciatorias de aquellas partidas, pero ninguno de los
cuatro tenía el menor problema de dinero.

Todo cambió un día. Las apuestas se les fueron de las manos y pasó
algo que todos seguían recordando, que marcó un antes y un después. Por
imposición de estos últimos, viendo el cariz que tomaba aquello, Ferran y
Pep acordaron marcar el límite de dinero que se podía jugar en una noche.
Cada jugador podía llevar un máximo de diez mil euros. No se aceptaban
cheques, ni pagarés, ni cualquier cantidad añadida, en la forma que fuera,
que hiciera exceder ese límite. Si se acababa el dinero, se debía abandonar
la partida.

Marc aún se acordaba de aquella noche: ¡cómo olvidarla!

***

Por aquel entonces, cuatro años atrás, sus parejas acudían a la partida.
Laura, su esposa, y Mónica, la amante puntual de Ferran que estaba
divorciado, eran asiduas. Pep acudía para huir del tedio de su matrimonio
con la santurrona de su esposa, y alguna vez, Albert, que nunca se había
casado, llevaba a una acompañante. Casi siempre era alguna fan de su
escritura que bebía los vientos por él y por su fama. Aquella noche lo
acompañaba una veinteañera que parecía sacada de una revista porno.
Mientras se desarrollaba la partida, ellas veían una película y se tomaban
algo, casi siempre mojitos que se encargaba de preparar Laura que les tenía
cogido el punto.

Pero ese día cruzaron el límite de lo racional en sus apuestas, y llegó


un momento en que las cantidades se desbordaron. Pep ya hacía media hora
que se había retirado, y Ferran duró unos veinte minutos más. Albert y él se
quedaron solos en la mesa.

El escritor era de su misma edad, treinta y cinco años en aquel


momento. Pero a diferencia de Marc, que físicamente era muy atractivo y
elegante, el novelista resultaba bastante vulgar en lo físico. Era delgado y
un tanto desgarbado, y siempre iba sin afeitar. Si de algo carecía era de
clase, al menos de la que Marc derrochaba.

Laura pensaba lo mismo, alguna vez lo habían hablado. Y, además, le


dijo que siempre la miraba de una forma muy lasciva. Marc sabía que no
debía preocuparse por él, siempre se quedaría con las ganas de descubrir los
increíbles orgasmos que ella tenía.
Pero aquella noche ocurrió algo que lo cambió todo. En la partida solo
quedaban, él, y el novelista. Marc miró sus cartas y tenía un póker de
damas, la mejor mano de la noche. Las apuestas habían ido subiendo y la
mayor parte de las fichas formaban una gran pirámide en el centro de la
mesa.

A él le quedaban solo un par de miles, pero Albert tendría algo más de


diez mil euros. Le jodía no poder ganarle más dinero a aquel cabrón. Tenía
una mano ganadora, pero ya no era por el dinero, sino por demostrarle que
solo era un fanfarrón maleducado que siempre se jactaba de ganar.

En aquel momento, Laura se le acercó, y le preguntó si tardarían


mucho en irse, estaba cansada y aquel día la partida estaba siendo más larga
de lo normal. Marc le dijo que era la última mano, el todo o nada.

—Gano esta última mano y nos vamos a casa, con la billetera repleta
—dijo con prepotencia.

Cuando levantó la vista de sus cartas, tras responder a Laura, vio la


lujuriosa mirada de Albert en su cuerpo. Pensó que ella tenía razón.

—Voy con el resto. Es una lástima que no pueda poner más dinero para
ganarte lo que te queda.

Albert soltó una carcajada.

—Diez mil cuatrocientos —le dijo orgulloso—. ¿No tienes nada que
valga algo? Estaría dispuesto a apostar, pero por algo que valiera la pena.

—Mi Rolex, pero me he traído el Submariner. Vale unos siete mil


euros.

—No me interesa un Rolex, tengo varios.

—Entonces… ¿no hay nada que…? —cuando lo estaba diciendo, vio


la mirada de Albert. Estaba fija en Laura que había entrado para coger un
cigarrillo de su paquete de tabaco.
«¡Claro que hay algo que te gustaría conseguir, hijo de puta!», pensó.
Sonrió y le dijo:

—Estoy pensando que tal vez te pueda ofrecer algo que vale más que
lo que tienes en la mesa —le dijo, mirando de reojo a Laura que en aquel
momento salía de allí.

—Tú hablas, pero, si pensamos lo mismo, da la apuesta por aceptada.


Sandra de la Rosa

Cuando entraron en la brigada, los chicos estaban en sus mesas,


intentando recabar alguna información que los llevara hasta la identidad del
cadáver.

La miraron expectantes, tal vez ella sabría algo nuevo que los acercara
a un nombre; pero al ver su cara, supieron que aún no tenían nada. La
autopsia no había aportado datos válidos.

Sandra se fue directa a la mesa de Sergio.

—¿Sabes algo, Sergio? —le preguntó ansiosa.

—Nada, jefa. He buscado en la base de datos del Centro Nacional de


Desaparecidos y he ampliado las fechas de desaparición a tres meses atrás,
pero si tú no tienes una fecha aproximada de la muerte, hay demasiados
nombres para llegar hasta alguien.

Los miembros de la brigada se habían acercado hasta ellos. Sandra los


miró y les dijo:

—Lo más importante es que la autopsia no nos ha dado respuestas


sobre la fecha de la muerte. El doctor Isasa ha dicho que no puede averiguar
cuándo fue asesinado. Nos ha confirmado que el deceso fue a causa de la
amputación, por la pérdida de sangre, y que fue congelado mientras moría o
inmediatamente después de fallecer. —Hizo una pequeña pausa y continuó
—. Los tejidos y los órganos se han mantenido en estado óptimo, para el
examen y para la analítica. No obstante, salvo la deducción de que debía ser
un bebedor compulsivo por el estado de su hígado, era un hombre joven y
sano; no presenta traumatismos ni operaciones visibles que nos ayuden a
conocer su identidad. Tampoco tiene ningún tatuaje,

Sabían cómo era y estar tan perdida y desinformada la sacaba de


quicio. La oyeron preguntar:
—Conrado: ¿sabemos algo de la Policía Local?

En el momento en que miraba la negativa de Conrado y antes de que


este hablara, sonó su móvil y apareció la imagen del comisario. Hizo un
gesto de stop con la mano, deteniendo la respuesta del subinspector.

—¿Señor…?

—………………

Vieron que afirmaba con la cabeza y decía:

—Ahora mismo voy, señor —mostró una espontánea sonrisa y les dijo
—: el comisario me ha pedido que vaya a su despacho. Hay importantes
novedades. Ahora vuelvo.

Se dio media vuelta y salió de allí.


Laura

Tras la conversación con Japón, se acercó hasta el despacho de Ricard


para informarle de las buenas noticias. Yoshida había aceptado las
condiciones, les había abierto las puertas a ese nuevo mercado asiático en el
que intentaban introducirse hacía casi un año.

Aquel contacto había sido una iniciativa de Laura, y Ricard había


confiado en ella prestándole todo el apoyo que necesitaba. Le dijo que
tendrían que celebrarlo.

—¿Estás libre mañana por la noche? —preguntó.

—Siempre lo estoy —respondió ella.

Laura sabía que Ricard era gay, y que estaba casado con su entrenador
personal. A sus cuarenta y seis años se mantenía en una forma excelente.
Aquello no era una invitación, aunque pudiera parecerlo, sino una
celebración por el éxito del negocio que acababan de cerrar.

Al oír aquella fría respuesta, Ricard le preguntó:

—Tu matrimonio no parece ir tan bien como te hubiera gustado, ¿me


equivoco?

—Para nada: va fatal, en eso tienes razón, aunque la verdad es que


nunca me ha interesado. Desde hace varios años, yo hago lo que quiero, y él
también. Los dos lo sabemos y lo aceptamos.

Aquello le hizo recordar aquella sórdida partida de póker, cuando se


acabó de resquebrajar lo que ya estaba roto.
Cuatro años atrás…

No sospechó nada, pero aquella noche Marc estaba eufórico.


Demasiado. Ganó todo el dinero que se habían jugado los cuatro, casi
sesenta mil euros, y llegó a casa con una fogosidad que se vio incapaz de
reprimir.

Imaginó que era por el dinero, pero nunca lo había visto tan contento
por ganar. La verdad es que su cuenta corriente, la de ambos, tenía muchos
ceros, más de lo que jamás se hubieran podido gastar. Ella tenía más de un
millón y medio de euros en el banco, y él, algo más de dos, además de las
propiedades que ambos poseían por separado.

Por esa razón le resultaba tan extraño el comportamiento de él. Ya por


entonces, sus relaciones sexuales eran más bien escasas, y aquella
desmedida pasión le pareció extraña. Al final, la naturaleza se impuso y la
noche resultó memorable.

Pero fue una casualidad la que dio sentido a todo, la que ayudó a
resolver las dudas que Laura tenía, el detonante que cambió la vida de
ambos. Y esa casualidad fue coincidir con Mónica.

Llevaría unos cinco minutos en la bicicleta estática del gimnasio


cuando vio entrar a Mónica, su compañera durante las tediosas partidas de
póker y amante de Ferran.

La saludó, desde la distancia, y ella se acercó.

—Buenas tardes, cielo— la saludó Mónica mientras se subía a la


bicicleta que estaba a su lado.

—¿Qué tal, Mónica? —preguntó sin dejar de pedalear.

—Hoy no iba a venir, pero Ferran se ha ido a una cena de trabajo y he


adelantado el día. Ya sabes que solo vengo los martes y los jueves.
—Me ha sorprendido. Ayer ya viniste y luego estuvimos juntas en la
partida… ¡te veo hasta en la sopa, cariño! —le dijo riendo

—Es cierto. —Mónica también se rio—.¡Vaya historia la de ayer, ¿no?

—Sí, fue un poco rollo. Acabamos muy tarde, ya estaba cansada.

—¡Tu marido se llevó una pasta!

—Le sobra el dinero —dijo un tanto despreciativa—. De todas


maneras, no sé por qué, pero ayer estaba muy contento.

—Porque le ganó la última mano a Albert —dijo Mónica, levantando


los hombros como si aquello fuera una gran hazaña—. Y menos mal que lo
hizo, porque no me imagino metiéndome en la cama con el novelista.

Laura la miró sorprendida. No la entendió.

—Y ¿por qué deberías hacerlo?, no te entiendo. Es un hombre bastante


repulsivo.

—Pues no te hubiera quedado otra, amor —dijo afligida—. ¡Menos


mal que ganó Marc!

Laura lo entendió al instante. Por eso, el muy hijo de puta estaba tan
contento: ¡porque se la había jugado a las cartas en aquella última mano!
¡¡A ella!!

Tuvo que cerrar los ojos y respirar profundamente para no empezar a


lanzar improperios. Aquello era lo que lo tenía tan alterado: el saber que
había apostado contra Albert y ganado, pero jugándosela a ella, como si
fuera una propiedad suya.

—Algo he oído, aunque no sé los términos exactos de la apuesta —dijo


disimulando. Necesitaba conocer los detalles.

Mónica no se hizo de rogar y con naturalidad le explicó la apuesta.


—Apostaron el resto, pero como Marc quería ganar todo el dinero que
le quedaba al gilipollas del escritor, se apostó que pasarías una noche con él,
en su casa, cuando él quisiera.

—Menos mal que ganó —dijo, disimulando, pero también


agradeciendo la mano ganadora que Marc llevaba.

—Sí, menos mal —respondió Mónica.

No hubiera aceptado cumplir la apuesta. Pero, Marc, aunque había


ganado aquella última mano, había perdido. A partir de entonces, lo poco
que quedaba de su relación se rompió del todo.

Se fue a su casa, aún aturdida y furiosa por lo que acababa de averiguar


y esperó a que él llegara.

Tuvieron una trifulca que atemorizó a sus hijas. Les dijeron que se
fueran a la habitación y, cuando Laura le reprochó su conducta diciéndole
que ella no era de su propiedad, Marc le cruzó la cara de una bofetada. Ella
se la devolvió al instante, con toda la intensidad que pudo.

Ese día, salvo roces casuales, fue la última vez que sus pieles entraron
en contacto.
CAPÍTULO 5

Sandra de la Rosa

Cuando entró en el despacho del comisario, vio a José Luis Navarro, el


inspector de la otra brigada, sentado en una de las sillas que estaban frente a
la mesa de su superior. Le extrañó verlo allí.

Ambos se levantaron al verla entrar.

—Buenos días, Sandra. Siéntese, por favor —le pidió su superior.

Sandra y José Luis se saludaron con la mirada y se sentaron uno al lado


del otro. «¿Qué ha pasado para que él esté aquí?», se preguntó Sandra. El
comisario comenzó a hablar:

—Le he comentado por el móvil que había importantes novedades en


el caso y, si le parece bien, su compañero José Luis se las explicará, ya que
han llegado a través suyo.

Sandra asintió con la cabeza, muy interesada por lo que su compañero


iba a decir.

—Te lo hubiera dicho personalmente, pero ya sabes… los protocolos…

Sandra sonrió. Sabía que se lo decía por haber seguido la cadena de


mando y avisado al comisario antes que a ella.

—¡Claro, no te preocupes!, yo hubiera hecho lo mismo. Son las


órdenes —dijo bromeando— Si no, el comisario igual nos echa a los dos —
añadió, soltando una carcajada.
Ambos acompañaron su risa y Álvarez instó con su mirada a José Luis
para que comenzara. Este se giró hacia Sandra y le dijo:

—Ha sido hace quince minutos. He llamado a un amigo con el que a


menudo hago submarinismo. Habíamos quedado el próximo fin de semana
y quería confirmar el viaje.

Sandra miraba a José Luis, nerviosa, esperando llegar al quid de la


cuestión. Todo se comenzó a aclarar cuando el inspector dijo:

—Mi amigo Joan pertenece a los Cuerpos de Seguridad de Catalunya,


es Mosso d’Esquadra. También está en homicidios, como nosotros, y me ha
comentado que llevan una mañana muy agitada. Cuando le he preguntado la
razón, me ha dicho que esta madrugada, hace cuatro horas, unos cazadores
han encontrado un cadáver.

Sandra, con la mirada fija en él, ya había deducido lo que iba a decir a
continuación.

—Como ya imaginarás, por hacerte venir de forma tan urgente, el


cuerpo con el que se han tropezado los cazadores estaba parcialmente
congelado y le habían amputado los genitales. Un varón de algo más de
treinta y cinco años. Desnudo y con un móvil en la mano. El resto ya lo
sabes: todo igual que en tu caso.

—¿Sabes cuántos dedos había en la imagen? —le preguntó la


inspectora.

—Uno. Se lo he preguntado.

—Ese es el dato que nos temíamos. Es un asesino en serie y, de alguna


manera, está relacionado con el asesino de los números romanos. Tal vez
sea un admirador, o alguien que quiere ser mejor que él… —dijo mientras
su cabeza iba a mil por hora— Tendremos que descubrirlo.

En aquel momento el comisario dijo:


—Por supuesto, el caso sigue siendo de su brigada, Sandra. El
inspector le dará los datos que necesite de su contacto para que pueda
recabar toda la información.

—Estaré encantada de ponerme en contacto con Joan, pero yo también


tengo a una buena amiga trabajando en el cuerpo. Está en la Unidad de
Investigación, es subinspectora de la Policía Judicial.

—Perfecto —dijo el comisario—. Ténganme al corriente de los


avances en la investigación. Si necesitan algo de Los Mossos, hágamelo
saber, Sandra, y haré algunas llamadas, para que nos den vía libre.

—Estoy segura de que no habrá ningún problema, señor —dijo ella


mientras se levantaba, al igual que José Luis.

Cuando llegó al despacho, todos estaban esperando expectantes.

Miró hacia el grupo y clavó su mirada en la de Mario.

—Por la premura de la llamada, ya os podéis imaginar lo que ha


pasado: han encontrado el otro cadáver. Al igual que el nuestro, está
parcialmente congelado, tiene amputados los genitales y en su mano
reposaba un móvil. En la imagen solo aparece un dedo cortado.

Se miraron entre ellos.

—Ya sabemos lo que eso significa: es el número uno, pero hay un


detalle que aún no sabéis: el cuerpo se ha encontrado en Catalunya —hizo
una pequeña pausa y añadió—: Aún no sé dónde, pero lo sabremos muy
rápido.

»José Luis tiene un amigo que es mosso, y se lo ha dicho hace media


hora. Voy a llamarlo, para hablar con él. Después llamaré a una amiga
nuestra —dijo señalando a Mario—. Está en la Unidad de Investigación, en
Barcelona. Dadme unos minutos.
Se metió en su despacho y Mario fue el único que entró tras ella.

Cogió el móvil y abrió el contacto que le acababa de pasar José Luis,


junto a una nota en la que le decía que ya había hablado con él y que
esperaba su llamada.

Escuchó un par de tonos y al momento, una voz muy masculina que le


decía.

—¡Ya te tengo fichada, inspectora De la Rosa! José Luis me ha pasado


tu número hace unos minutos y esperaba tu llamada —le dijo, y añadió—:
Encantado de conocerte, Sandra, y con ganas de hacerlo en persona.

A Sandra le salió una sonrisa con aquella larga perorata. Le dijo de


forma amable, pero impaciente:

—Lo mismo te digo, Joan. Ya tendremos tiempo para hablar con


calma, pero ahora estoy muy interesada en lo que me puedas decir sobre el
caso que os ha surgido. Hasta donde sé, nosotros tenemos otro exacto, con
el mismo modus operandi, y no hemos encontrado nada que nos lleve hasta
un nombre.

Joan le repitió lo que ya sabía y la única diferencia era el lugar. En su


caso había sido encontrado junto a un camino de tierra que llevaba hasta
unas naves agrícolas. Unos obreros estaban haciendo una reforma allí, y
unos minutos antes de las siete de la mañana, al llegar, habían visto el
cuerpo.

Lo encontraron tirado a un lado de la senda, muy visible y en una


postura que semejaba un cuatro. Llamaron a emergencias y Joan, junto a
tres compañeros y varias patrullas, se habían acercado hasta allí. Junto con
el cuerpo encontraron su móvil, colocado en su mano. Mencionó el fondo
de pantalla, el extraño epitafio y la singularidad de que hubiera un dedo
cortado en la imagen.

Todo lo que le explicó, salvo el lugar, era igual en ambos casos, pero…
Se quedó pensando un instante y le preguntó:
—¿Sabes qué grado de descongelación presentaba el cuerpo?

—¡Coño, Sandra! No sabía que había grados, no le tomé la


temperatura, pero fiebre no tenía —le dijo Joan en broma.

Miró a Mario y pensó: ¿Es que todos los catalanes son igual de
gilipollas al principio? Sonrió y aceptó la broma, aunque sabía que un par
de años atrás, aquello la hubiera enfurecido.

«¡Con el trabajo no se bromea!» Esa era su forma de pensar…, pero


eso era antes, ahora ya no. Había recuperado un sentido del humor que no
sabía que tenía y había sido gracias al catalán que tenía delante, mirándola
con aquellos ojos que la ponían enferma: de rabia, o de pasión, dependía del
momento. Volvió con Joan.

—No me vaciles, Joan: ya sabes a lo que me refiero.

—Sí, claro. Te puedo decir que no estaba duro como una piedra, si te
refieres a eso. Ayer la temperatura no fue muy baja y se estaba
descongelando, pero aún le faltaban varias horas, bastantes, para acabarse
de descongelar. Creo que el forense lo ha metido en agua, o algo así, para
acelerar el proceso

—Sí, ya sé cómo funciona. Si lo encontraron a las siete de la mañana y


seguía muy congelado, no llevaría muchas horas allí, ¿no te parece?

—Sí, estoy de acuerdo. No sé cuánto tiempo tardaría en descongelarse,


pero ¿algo tan voluminoso como un cuerpo humano…? Supongo que
muchas horas. Imagino que depende de varios factores: volumen,
temperatura…

—Vale, de todas maneras… —comenzó a decir, pero Joan la cortó para


decirle algo que ella estaba deseando oír. Le indicó el hilo del que poder
tirar.

—Espera, Sandra, me acaba de llegar el nombre del sujeto. Se llamaba


Lucas Martínez Guzmán —dijo con voz tranquila—. Cuando era muy joven
lo fichamos por varios delitos menores: por robo de un vehículo y
escándalo público, pero hace tiempo. También se presentó, hace casi un
año, una denuncia contra él por agresión sexual, pero luego fue retirada. —
Hizo una pausa y continuó—. Se denunció su desaparición el día dos de
noviembre de 2018, hace algo más de dos meses. La presentó su madre.

Estuvieron un par de minutos más hablando, y Joan le dijo que se iba a


ver al forense. Estarían en contacto y le enviaría lo que tuvieran del
fallecido. Sandra dijo que harían lo mismo, aunque apenas tenían nada.

«¡¿Dos meses que había desaparecido?!», pensó Sandra al colgar.


Aquello no les aportaba mucho, al menos a ellos. Debía esperar hasta que
los mossos sacaran algo en claro.

Supuso que, por la forma de morir y la coincidencia de sus heridas, que


parecían sugerir una venganza, esos dos sujetos debían conocerse entre sí.
Estaba segura.

Era muy probable que, dado el ensañamiento, tuviera que ver con una
agresión sexual. ¿Una asesina?… ¿Un gay que necesitaba vengarse de
algún agravio? —Resopló interiormente—. Necesitaban saber la vida y
milagros de Lucas Martínez Guzmán.

Le diría a Sergio que averiguara lo que pudiera, pero sin inmiscuirse en


el caso de la Policía de la Generalitat. Sergio era increíble en su trabajo, el
mejor analista que había conocido, y estaba segura de que obtendría datos
del sujeto, probablemente más que ellos. Para eso, era un genio.
Laura

Parte de la alegría que tenía, por el buen negocio que acababan de


hacer, se desvaneció como por arte de magia. Ricard le dijo que iban a ir a
comer al Casanova Beach Club, en Castelldefels. Era un lugar que no le
traía buenos recuerdos.

De hecho, no había vuelto desde hacía algo más de dos años, la noche
del 31 de octubre de 2017.

***

Le costó mucho convencer a Águeda. Se negaba a salir y continuaba


recluida allí, en su casa, con sus novelas y la insufrible soledad que
buscaba.

Llevaba un par de semanas intentando convencerla y, poco a poco, fue


venciendo su resistencia. A Águeda no le apetecía nada, pero decidió ceder,
porque, salvo un grosero y radical no que tenía pensado soltar en algún
momento, no se le ocurría una excusa de peso. Pero advirtió de que, en
cuánto se cansara, se iría.

Cuando Laura la pasó a recoger, sobre las diez y media de la noche,


llevaba con ella un vestido. No había visto el aspecto de Águeda, pero, con
muy buen criterio, decidió que también en eso debería ayudarla.

Por un momento pensó que no se dejaría domar, y se mantendría en sus


trece, enfundada en aquel horrible vestido que se había puesto. Pero al final
accedió a probárselo.

Cuando se vio reflejada en el espejo, no le quedó más remedio que


aceptar que, con aquella ropa, estaba muy guapa, más de lo que a ella le
gustaba ir. Hacía demasiado tiempo que no le importaba la opinión de los
demás.
Sin embargo, se negó en redondo a ponerse los zapatos de tacón que su
amiga insistía en que llevara. Solo de pensar en el suplicio que aquello le
acarrearía durante tantas horas de pie, se ponía enferma. Al final, bajo la
supervisión de Laura, decidió llevar unas botas de montar que se había
comprado una semana antes y que estaban sin estrenar.

El vestido, blanco y ajustado a su estilizada anatomía, resaltaba sus


femeninas formas y un pecho que a sus treinta y cinco años se rebelaba
contra las leyes de la gravedad.

Antes de salir hacia su destino, le especificó que lo hacía por ella, para
que se sintiera bien

Fueron hasta Castelldefels en el coche de Laura. Águeda continuaba


incómoda, pero se había comprometido y no había nada que hacer. Estuvo
seria durante el viaje. Apenas había ingerido nada, por los nervios y porque
Laura le dijo que en Casanova Beach Club sacarían canapés y algo de
picoteo.

Nada más llegar, vieron que el local estaba abarrotado de gente. Se


acercaron a la barra y pidieron dos mojitos. Águeda hubiera preferido un
refresco, pero Laura insistió.

No le gustaba dejarse llevar, pero pensó que por una noche podría
aguantar el suplicio.

Tras coger la bebida se fueron a la terraza. Laura estaba exultante, pero


Águeda se sentía inquieta e incómoda, como un pez fuera del agua. Por
pura casualidad, en un rincón, encontraron una mesa que se desalojaba en
aquel momento y pudieron sentarse. Un par de minutos más tarde, dos
chicos y una chica, de su misma edad más o menos, les preguntaron si se
podían sentar en las tres sillas que permanecían libres.

Laura les dijo que sí, y se acomodaron en ellas. Nada más hacerlo, uno
de ellos se puso a hablar con su prima. Águeda se quedó sola, mirando a la
multitud que desatada frente a ella parecía pasarlo muy bien.

La gente bebía y bailaba, bailaba y bebía, y en mitad de aquella


marabunta de gente desmadrada, vio que, sobre la mesa, de la forma más
natural, uno de ellos aspiraba por la nariz a través de un billete enrollado.

Águeda fumaba marihuana, de vez en cuando. La cultivaba ella misma


en una pequeña parcela tras su casa, pero solo para uso personal. Le gustaba
fumar algún que otro porro. El cannabis la relajaba y abría su mente para
perfilar la personalidad de sus crueles personajes. Parecía una
contradicción, pero era así. Sin embargo, no le iban las drogas duras, y así
se lo dijo a uno de aquellos chicos cuando le ofreció el billete para que
aspirara una de las cinco rayas que había preparado en aquella mesa del
rincón.

Laura no le hizo ascos y esnifó una. La de Águeda también se la


adjudicó al ver el gesto del más guapo, incitándola a hacerlo.

Águeda se fijó en él. Era un chico con clase, de su misma edad más o
menos, treinta y cinco. Su engominado pelo negro, peinado hacia atrás, le
confería una cierta imagen aristocrática. Águeda pensó que era el típico
gilipollas engreído lleno de pasta, como su primo Marc, el marido de su
amiga. Le molestó que se vanagloriara de ser español de pura raza, y
madrileño para más señas. «El típico chulapo de Madriz», pensó.

Laura parecía estar en su ambiente. Nadie se asombraba del tono de


voz tan pijo que había cultivado desde niña. Allí era normal. Pero ella era
diferente. Sus raíces no tenían nada que envidiar a las de ella, al contrario,
pero siempre le había desagradado aquella forma de hablar.

Solo se sentía una chica normal, con gustos sencillos y que pretendía
vivir su vida de la forma que le apetecía hacerlo, y aquel no era su
ambiente. Estaría un rato más, por deferencia a Laura, y después se iría, ya
se lo había advertido. Lo que la acabó de decidir, fue cuando aquella
tiparraca drogada le dijo:
—No te preocupes, paleta, sé que estás aburrida. ¿Sabes que eres la
antítesis de tu prima, la pija? —le dijo arrastrando las palabras— Pero te
prometo que cuando ellos acaben contigo esta noche, se te habrá pasado
todo el aburrimiento que demuestras estando con nosotros.

Águeda la miró alucinada. Aquello no venía a cuento. ‘Claro que no


estaba en su ambiente…, ¡porque ella no quería estar allí!

Diez minutos más tarde, aburrida y harta de los tres que se les habían
unido, decidió que era mejor tomar las de Villadiego y salir de allí.

Durante todo aquel rato, desde su comentario, Águeda tuvo la


impresión de que ella la miraba con desprecio, con altivez. Parecía pensar
que no era nadie, que no encajaba allí.

De repente, Laura dijo que se iban las dos al baño, para refrescarse un
poco. La cogió del brazo y se la llevó. Águeda pensó que le iría bien,
porque su estado no era mucho mejor que el de la otra.

Cuando se fueron, ni siquiera miró a los dos tipos. Se levantó y salió de


allí, andando hacia la salida. Pasearía un rato para relajarse, por el mojito y
por tanto desprecio, y llamaría a un taxi.

Laura tardó más de media hora en volver. La mesa estaba ocupada por
otras personas y se quedó un tanto desconcertada. Buscó con la mirada y
vio a uno de ellos, al guapo. Estaba hablando con una chica morena junto a
la entrada. Al girar la cabeza hacia ella la vio. Le dijo algo a la otra y se
acercó hasta donde estaba Laura.

—¿Dónde estabais? —le preguntó él.

—En el baño —respondió Laura con voz afectada—. Tu amiga está


bastante mal, lleva un ciego que no veas, aunque yo no voy mucho mejor.

—Las mujeres no valéis para nada, os quedáis fuera de combate


demasiado rápido —comentó él en un tono despectivo y arrogante.
Laura le clavó su mirada. Entre el ciego que llevaba y las ganas de
fiesta que tenía, decidió provocarlo un poco. Con voz melosa, insinuante, le
dijo:

—¿No me estarás hablando de sexo, guapo? Ahí os machacamos.

—Me parece que no has encontrado a un hombre de verdad, preciosa


—la retó él.

Laura se puso a reír. Él no sabía cómo ella se las gastaba

—Afirmas eso porque no me conoces. Te aseguro que ninguna de las


mujeres con las que has estado está a mi altura.

—Tengo un chalé aquí cerca —dijo él con la voz quebrada. Le guiñó


un ojo y añadió—: Vamos allí y lo comprobamos.

Laura, de repente, cayó en Águeda. ¿Dónde estaba?

—¡No!, he venido con mi prima y no pienso dejarla sola. —lo miró de


arriba abajo y le dijo—, y te aseguro que ella no se iría contigo ni por todo
el oro del mundo.

—¿No le van los tíos guapos?

—No le van los tíos, ¡punto! —respondió, seca.

—Ahora lo entiendo —dijo el guapo—, pero siempre puede cambiar


de idea.

—Te aseguro que no, y menos con alguien como tú.

—Nunca digas nunca —apuntó, soltando una carcajada—. De todas


maneras, se ha ido hace un rato, cuando te has ido al baño con Paola.

En aquel momento llegaba el amigo. El engominado le dijo:

—¡Joder, Lucas!, te daba por perdido.


—Estaba ocupado, con mis cosas, ya sabes. Tengo algo interesante. Me
lo acaba de pasar un conocido. Dice que si te tomas eso te vuelves una
máquina de sexo.

—¿Funciona con mujeres? —preguntó interesado.

Lucas soltó una carcajada. Lo miró, y girando la cabeza, clavó sus ojos
en los de Laura, para decir:

—Dice que las pone como una moto.

—Nos puede servir —comentó el guapo, mirándola también

Esta soltó una carcajada. Aquellos machos ibéricos la veían como una
mercancía.

—¿De verdad te crees que lo necesito?, ¿para bajarle los humos a un


cretino como tú? —le dijo con desprecio.

—Eso no lo sabremos hasta que alguno de los dos lo demuestre. ¿Nos


vamos los cuatro a mi casa? Preparo los mejores mojitos de toda la costa
catalana.

—¡Pío, Pío, Pío! Yo soy la reina del resto de Catalunya.

—Ya tenemos dos competiciones abiertas. ¡Vámonos!

Salió hacia la entrada. Lucas le siguió y recogió a Paola por el camino,


arrastrándola por el brazo y apartándola de un tío con quien se estaba
besando. Laura se los quedó mirando, indecisa. El guapo se giró y al verla
allí parada le hizo un gesto, indicándole que les siguiera.

Laura lo hizo. Fue una de las peores decisiones de su vida.


Sandra de la Rosa

Nada más colgar, tras hablar con Joan y recibir las noticias sobre el
hallazgo del cadáver, Mario, que lo había estado oyendo todo a través del
altavoz, le dijo:

—Sandra: tienes que llamar a Nuria. Esto es más complejo de lo que


parecía.

—Sí. ¿Te has dado cuenta del detalle de los cuerpos?

—¿A qué te refieres?

—El cadáver de aquí, lo encontraron anoche, y el de Barcelona esta


madrugada. ¿Qué hizo el asesino? Transportó un cuerpo congelado hasta un
monte, y después se fue a Catalunya, ¿para abandonar el otro a más de
seiscientos kilómetros?

—Parece muy incongruente —dijo él— ¿Y los móviles? Estaban


cargados a tope. Si se hubiera hecho una geolocalización, habríamos dado
con ellos. Eso significa que los cargó antes de dejarlos en su mano. Quería
que los encontráramos. Es todo muy raro.

—Demasiado. Tenemos que comprobar los horarios exactos del


hallazgo de los cuerpos. Hay cosas que no me cuadran. Voy a llamar a
Nuria para comentarle el tema e intentar acelerar la información.

Al segundo tono, escuchó su voz.

—¿Esta es una llamada de cortesía, cielo? No me puedo creer que


tuvieras tantas ganas de explicarme ese maravilloso viaje a la nieve con el
inspector más guapo de España, que, por cierto, es catalán.

—Te lo explicaré, siempre y cuando no repitas eso, porque está a mi


lado y se le dispara el ego —respondió Sandra con una carcajada—.
Imagino que sabes por qué te llamo, Nuria.

—Te has enterado de lo del cadáver que hemos encontrado —comentó


Nuria, extrañada de que aquello hubiera llegado hasta Madrid tan rápido—.
Es un caso muy raro, Sandra. Esta mañana, a primera hora…

Sandra la interrumpió.

—Nuria: acabo de hablar con Joan Vila, el inspector de homicidios que


lleva el caso.

La sotinspectora se extrañó. Conocía a Joan, habían trabajado juntos y


era un magnífico policía, pero no entendía cómo la información había
llegado a oídos de Sandra tan rápido. Se lo preguntó:

—¿De qué conoces a Joan?

Sandra le explicó la casual amistad entre él y uno de sus compañeros


en Madrid. Le relató su conversación con José Luis, y le explicó las razones
de que aquello, por casualidad, hubiera llegado tan rápido hasta ella.
Entonces le explicó lo que tenían.

—Nosotros también encontramos un cuerpo congelado. Fue anoche, a


sesenta kilómetros de Madrid… —le relató lo que sabían hasta el momento,
pero aquella coincidencia lo cambiaba todo. Le comentó que Joan le
acababa de decir que ya tenían un nombre: Lucas Martínez Guzmán

Nuria había recibido un informe del caso, pero no lo había podido leer.
Había otros asuntos en marcha, en especial la detención de unos proxenetas
rumanos que tenían retenidas en un piso a una decena de chicas. Era una
operación que se iba a ejecutar aquella misma mañana y eso había ocupado
casi todo su tiempo. Le pidió que, en un par de horas, volvieran a hablar.
Ella recabaría toda la información que pudiera y confrontarían datos.

Sandra cortó la llamada y le dijo a Mario:

—Mario, por favor, llama a Eneko y pregúntale cuánto tiempo tardaría


un cuerpo de varón de entre ochenta y noventa kilos en descongelarse, en
un ambiente con una temperatura de unos diez grados.

—Ahora mismo hablo con él.

Salió del despacho y fue hasta su mesa. Sabía que a Sandra le gustaba
pensar en soledad. Se abstraía de todo y aquella mente privilegiada para
aquel trabajo, desplegaba un abanico de opciones frente a ella, e iba
descartando o admitiendo distintas alternativas para poder entender los
casos.

Llamó a Eneko, y le respondió que varias horas.

—Depende de muchos factores, Mario. Por supuesto, influye la


temperatura y la corpulencia del cuerpo. Alguien con mucha masa corporal
tardará más, y un nene delgadito, menos. Tal vez, y como aproximación…
—arqueó los labios, reflexionando, y añadió—: una hora por kilo, más o
menos.

«¿Ochenta horas? —pensó Mario—. Eso son algo más de tres días».

Sandra, en su despacho, estaba pensando que los dos cadáveres se


habían encontrado con apenas unas horas de diferencia, y, por lo que sabían,
el estado de los cuerpos y su grado de congelación era muy parecido. ¿El
asesino los había transportado en un vehículo climatizado durante
seiscientos kilómetros, para dejarlos en sitios diferentes? ¿Por qué uno
estaba en Barcelona y el otro allí?

No podía ser una casualidad. Era algo premeditado, la obra de un


asesino en serie. Su firma, el porqué, era el mismo en ambos casos, tal
como señalaban las amputaciones. Sugería odio o venganza. Sabía que la
firma del asesino reflejaba las necesidades emocionales y psicológicas del
individuo, y sugería su motivación. Y en este caso, parecía muy evidente.

El perfil de las víctimas también coincidía, en edad y sexo, y el modus


operandi era idéntico. La manera en la que se habían cometido aquellos
crímenes era un calco la una de la otra. Sabía que con el tiempo y la
experiencia que iban adquiriendo, los asesinos aprendían, y a veces lo
variaban, mejorando su técnica, aprendiendo de los errores. Pero en aquel
caso, no había diferencias significativas, salvo la demografía. El lugar del
hallazgo era distinto, un bosque, y un camino rural, pero a seiscientos
kilómetros de distancia. No coincidía, y eso era lo único diferente. Aquello
era muy extraño.

Cuando Mario le dijo que un cuerpo podría tardar cerca de tres días en
descongelarse, dudó. Llamó a Eneko, y le preguntó si podía hablar con su
homólogo en Barcelona. Necesitaba saber si el grado de descongelación de
los cuerpos era parecido en el momento del hallazgo del cadáver.

El doctor aceptó, encantado, si le decía quién llevaba el caso. Sandra le


dijo que hablaría con su contacto en los mossos, para saber quién era.

Nada más colgar el teléfono, entró Sergio. Traía una sonrisa de lado a
lado. Nada más verlo supo que tenía buenas noticias.

—Quédate con este nombre, jefa: Luis Osorio Carmona.

—¿Estás seguro?

Al genio de la informática lo que más le molestaba era que


cuestionaran su trabajo. Entrecerró los ojos y los clavó en ella.

—¿Eso lo preguntas porque te he fallado alguna vez? —le preguntó,


molesto.

—No me refería a eso, Sergio, coño. ¡Estás muy susceptible! Deberías


conocerme y saber que nunca cuestiono vuestra información. Solo era una
pregunta retórica.

—Si es así, lo acepto.

Sandra, al ver que no hablaba, protestó:

—¿Me piensas decir cómo lo sabes?


—Por las redes del tal Lucas, el muerto de Barcelona. He mirado su
álbum en Facebook, y en muchas de ellas sale con otro hombre que, con
seguridad, es nuestro cadáver. Gracias a eso he podido llegar hasta su
nombre y, en consecuencia, hasta su perfil en esa red. Trabajaba en un
puesto de bastante responsabilidad en la Delegación del Gobierno, en
Barcelona.

—¡Joder! —exclamó Sandra.

—En teoría estaba de vacaciones, pero desde hace un par de meses no


ha publicado nada nuevo. He mirado en la base de datos del Centro
Nacional de Desaparecidos y se presentó una denuncia de desaparición de
Luis Osorio Carmona el pasado noviembre.

»En teoría, se iba una semana a Cuba, él solo. Todos los años, por esas
fechas, hacía ese viaje. —Puso cara de entenderlo todo—. Ya te puedes
imaginar para qué —añadió moviendo la cabeza—. El caso es que todo el
mundo pensaba que estaba allí, pero nunca volvió a aparecer. En el viaje de
vuelta que tenía programado, no bajó del avión a su llegada al aeropuerto.
Tampoco volvió nunca a su trabajo en la Delegación del Gobierno, donde
debía presentarse el lunes doce —continuó Sergio, satisfecho—. Al no
regresar en el día indicado, y no poder contactar con él, su hermano
presentó una denuncia. Eso fue el día diez de noviembre.

Sandra lo miró muy satisfecha. «Es un crack», pensó.

—Muy bien, Sergio. Ahora ya sabes lo que hay que hacer…

Sergio la miró, y haciendo un gesto con la cabeza, firme, pero pausado,


afirmó:

—Voy a saber más de él, de lo que saben sus padres, sus hermanos o
primos, sus amigos…, o el mismo Dios, Sandra. ¿Te parece bien?

—Yo no hubiera podido expresarlo mejor —dio ella, regalándole


aquella sonrisa que hizo que Sergio se sintiera el rey de la creación.
Laura

Dos años antes…

Halloween. 31 de octubre de 2015

Había bebido demasiado, y las rayas que se habían metido no


ayudaban a que se sintiera mejor, al contrario. Hacía tiempo que no pillaba
un ciego como aquel.

En unos pocos minutos llegaron a la torre de Luis, el guapo. En


Catalunya era la forma de nombrar a los chalés. Estaba muy cerca, en la
urbanización que comenzaba en el mismo Paseo Marítimo, a unos
cuatrocientos metros de allí.

Hubiera preferido ir andando, para que le diera el aire, pero Luis


insistió en ir en su Mercedes.

Al pulsar el mando y abrirse la puerta exterior, dos enormes perros


negros los recibieron, rodeando el coche con alegría y acompañándolos
hasta la casa a través del jardín.

Era una vivienda moderna, lujosa, con una piscina ovalada que estaba
bastante sucia y abandonada.

Bajaron del coche y mientras los animales los olfateaban, Luis se rio,
viendo el pavor que le producían a Laura.

—No te preocupes. Si estoy yo no hay peligro. Son mansos.

—Pero, son enormes. ¿De qué raza son?

—Dogo. Son muy altos, de hecho, el macho puede superar los ochenta
centímetros y pesar sesenta kilogramos.
—Así, tan negros… Dan un poco de miedo…

—Son muy cariñosos, más de lo que imaginas, ya lo verás. Este es


Tom —dijo acariciando la cabeza de uno de ellos—, y este otro es Sam.
Están muy bien adiestrados.

Al decirlo la miró de una forma que estremeció a Laura. Por un


momento no tuvo claro si había hecho bien yendo con ellos a aquella torre.
Sintió la mano de Paola, que cogía la suya. Hasta cierto punto se sintió
reconfortada, y de esa guisa llegaron hasta la puerta de entrada.

Se introdujeron en un gran espacio abierto, de unos ciento cincuenta


metros, donde se situaba el comedor, una cocina Office y el salón. Había
una puerta posterior que daba al jardín que rodeaba la casa, y Luis pidió que
lo acompañaran.

Salieron por detrás, y al fondo se veía otra edificación dentro de la


parcela. Cruzaron por un camino de piedras que estaban incrustadas en el
césped. No era un pasaje idóneo para una chica con tacones, y menos para
dos que iban abrazadas y borrachas. Se cayeron un par de veces, entre risas,
a pesar de que el trayecto era de apenas diez metros. Desde el suelo, esa
segunda vez, Laura se quitó los zapatos, Paola la imitó, y sin más llegaron
hasta allí.

Cuando Luis abrió la puerta y encendió la luz, una docena de luces led
de color rojo alumbraron la estancia dándole un aspecto siniestro. Laura,
entre los efectos del alcohol y las drogas, pensó que aquello parecía el
escenario de una película gore, o de un set de rodaje de pelis porno.

Los perros entraron con ellos y a una señal de Luis, se fueron a uno de
los rincones y se sentaron allí, quietos, como dos soldados custodiando la
entrada a un Centro Oficial.

Cada vez estaba más intranquila. Se fijó en el resto de la estancia.


Estaba presidida por una cama king size. A un lado de esta, pendía del techo
una especie de columpio. La forma que tenía le resultó extraña. Tenía una
especie de abrazaderas y un asiento. Era de nailon negro.
No había que ser muy listo para suponer para qué servía, y cómo se
utilizaba; por allí se debían introducir las piernas y los brazos, y de esa
forma quedar expuesta para lo que tuviera que pasar. De repente, vio que
Paola se lanzaba sobre un enorme sofá de piel negra que estaba adosado a
una de las paredes.

—¡Vamos a pasarlo bien, como las otras veces! —exclamó muy


contenta.

Cuando Laura se iba a acercar a ella, Luis la cogió de la mano y le dijo:

—¿No íbamos a hacer un concurso de mojitos? ¿Tan pronto te rajas,


fantasma? No eres, ni tan buena, ni tan valiente como pregonas.

Laura se molestó. Ella era mejor que él en todo, estaba segura y se lo


iba a demostrar.

—¿Dónde tienes los ingredientes? —le preguntó, acercándose a una


barra de bar que había al fondo, bastante cerca de los perros.

Luis soltó una carcajada y la siguió.

—A ver si va a ser cierto lo que has dicho: que eres mejor que yo en
los mojitos y en el sexo.

—¡No lo dudes!, pero vamos por partes —dijo cogiendo una botella de
ron y sacando unas limas de la nevera.

El de Luis estaba bueno, pero el suyo era mejor, y él lo tuvo que


reconocer. Paola, en estado de semiinconsciencia, apenas había dado un
sorbo al primero. Laura se acercó hasta donde estaba y los retiró de la mesa,
devolviéndolos a la barra. Era mejor que no bebiera más.

Luis se acercó hasta ella, dejó su mojito sobre la barra y la agarró por
la cintura.
—El tuyo está mejor, lo reconozco. Pero, ahora deberíamos comenzar
la segunda competición. Y el premio del beso para la ganadora, será la señal
de salida de la segunda prueba de la noche: el sexo.

Laura, aunque no estaba muy convencida, se dejó ir. Sin embargo, a su


cuerpo le costaba reaccionar. A pesar de su fogosidad, no se sentía cómoda.

Notó las manos de Luis recorriendo su cuerpo, y cómo la hacía caer


sobre la cama, empujándola. Se puso a su lado y comenzó a manosearla.
Cada vez estaba más mareada. Los últimos mojitos habían sido su
perdición.

No sabía el tiempo que había pasado, no estaba segura. Pensó que, tal
vez, le habían puesto algo en la bebida, porque nunca le había ocurrido
aquello. Solo tenía un vago recuerdo de lo sucedido, una especie de
fotogramas desordenados. En ellos veía a Luis y a Lucas, desnudos,
alternándose sobre ella que permanecía con las piernas abiertas.

Sintió un fuerte dolor en el ano. Aquel era el lugar prohibido, el que


nunca entregaría a ningún hombre, pero se dio cuenta de que su deseo había
sido vulnerado y con seguridad había perdido esa virginidad. Aquello la
puso furiosa, la habían utilizado a su antojo. Y lo peor era que, salvo ese
detalle que nunca hubiera aceptado, imaginó que se había entregado sin
pudor a lo que hubiera pasado.

Y ahora estaba allí, en el columpio. Tenía las muñecas sujetas, al igual


que los tobillos, permanecía tumbada sobre su vientre y con el culo en
pompa.

Notó que era Lucas el que la estaba penetrando desde detrás, porque
Luis estaba con los perros. Vio cómo se le acercaba Paola y hablaban,
mirándola a ella. Paola asintió con la cabeza, se acuclilló y comenzó a
acariciar el pene de uno de los dogos.
En aquel momento escucho el rugido de Lucas, vertiéndose en su
interior, y notó que se salía de ella. Intentó desasirse, pero no pudo

—Vale chicos, ya está bien. Reconozco que he perdido. Desatadme,


por favor —les pidió.

—¡Pero ¡qué dices…! Si ahora viene lo mejor… —exclamó Luis, con


una extraña sonrisa.

Laura negó con la cabeza. Aquello no le podía estar pasando a ella.


Miró a los dos hombres. Luis acariciaba la cabeza de aquel enorme animal,
y ambos observaban a Paola, que manoseaba al perro. Aquello creció
mucho y muy rápido. Luis sonrió y dijo:

—Ven, Sam, vamos a conocer a Laura —dijo incitándole a que lo


siguiera, y añadió:—. Mientras tanto, Paola animará a Tom.

Laura comenzó a llorar.


CAPÍTULO 6

Marc

Cuando acabó la reunión con el jefe de contabilidad, este salió de su


despacho tras aclararle unos datos del informe de la semana pasada. Marc
pensó que aún era lunes. Hasta mañana, que tenían la partida de póker, la
semana se presentaba aburrida. Y, encima, aquel fin de semana no había
fútbol. Era una de sus pasiones y, cuando jugaba el Barça, lo
complementaba con la otra, con Úrsula.

Podría llamarla y pasar un rato agradable. Su otra opción era Paloma,


la madrileña. Él odiaba todo lo que tuviera que ver con Madrid, en especial
a las merengues, y Paloma se vanagloriaba de serlo.

Desde que había cortado con Ivana, no le quedaba otra que recurrir a
sus servicios, al menos entre semana, hasta que llegaba el viernes y se abría
la veda.

Lo de Ivana le había jodido. Era una de las muy buenas, y le resultaba


práctico. Tenía diversión entre semana y, además de ser tan fogosa,
aceptaba que hubiera otra mujer. Ivana siempre había sido un magnífico
recurso, pero aquella desafortunada noticia del embarazo lo trastocó todo.

No obstante, cuando la vio en la discoteca la otra noche mientras


estaba con la china, supo que lo del embarazo se había desvanecido, su
cuerpo seguía siendo tan apetecible como lo recordaba. No estaba
embarazada, era obvio.

Supuso que, al recular él de su responsabilidad, ella se había deshecho


del problema. Mejor: no quería historias de esas. Le había dicho que
tomaba pastillas, pero imaginó que solo había sido una argucia para
comprometerlo. Solo era una pobre desgraciada que buscaba un hombre
cómo él, rico y atractivo, para que la sacara de aquel ambiente. Como
tantas.

Pero el recuerdo de alguna de las veladas con ella, en especial la


primera vez que Úrsula se les unió, el inicio de Ivana en el sexo lésbico,
consiguió excitarlo.

Buscó el contacto de la escort y la llamó. Quedaron a las cuatro en el


lugar habitual.
Sandra de la Rosa

Era algo más de la una, cuando Sandra recibió la llamada de Nuria.

—¿Cómo ha ido la desarticulación de ese grupo de hijos de puta?

—Todo bien. Hemos detenido a dos hombres y una mujer, y sacado de


allí a once chicas, todos del este de Europa.

—Me alegro. Supongo que saldrá en las noticias este mediodía.

—Sí, ya sabes que el Departamento de Prensa se encarga de pregonar


muy rápido los éxitos policiales.

—Hablando de éxitos… Tengo un nombre para mi cadáver: Luis


Osorio Carmona. Era un diplomático de carrera, de la Delegación de
Gobierno en Barcelona.

—¡Joder!, trabajáis rápido.

—Tengo ventaja: un analista que a veces es insoportable, pero que es


un genio en lo suyo. Lo ha encontrado a través de las redes de vuestro
cadáver. Por lo visto debían tener mucha amistad y, además, desaparecieron
con unos pocos días de diferencia. Consta una denuncia de desaparición del
10 de noviembre del año pasado.

—Una semana más tarde que el nuestro, que se presentó el día dos —le
recordó Nuria—. Es significativo, pero aún lo es más que aparecieran el
mismo día, en idénticas condiciones, y en dos lugares diferentes del país.

—Eso es exactamente lo que pienso yo. Le he pedido a mi forense que


hable con el vuestro, para encontrar diferencias o coincidencias entre los
cadáveres en las autopsias. Y me interesa en especial el grado de
descongelación que presentaban ambos cuerpos al ser hallados.
—Perfecto. Lo lleva… —miró el expediente que tenían en pantalla y
dijo—: Pep Rius. Es amigo mío. Ahora mismo le llamo, para decirle que tu
forense hablará con él. Te paso el contacto por WhatsApp.

—Gracias, Nuria. Tengo a Sergio Albalá, mi analista, buscando todo lo


que tenga que ver con mi cadáver, y, en consecuencia, sé que encontrará
cosas del vuestro. Si aparece algo significativo, te llamo.

—Molt bé, Sandra —dijo en catalán—. Estamos en contacto. Adéu.

Sandra ya se había acostumbrado a aquella especial manera que tenían


los catalanes de despedirse: Adéu. Todo el mundo lo utilizaba, incluso
cuando hablaban castellano.

Llamó a Eneko y le dijo que ya había hablado con Barcelona y que le


pasaba el contacto del forense.

Laura

Iba en el coche de Ricard, sentada junto a él. Habían quedado en el


Casanova Beach Club, con un distribuidor francés con el que tenían
intereses comunes.

Circulaban por el Paseo Marítimo de Castelldefels. La avenida estaba


bordeada, a un lado, por la playa, y, al otro, por una línea de edificaciones y
chalés de lujo. En uno de ellos había ocurrido todo. En su mente resurgieron
destellos del suplicio de aquella noche.

***

Tras salir de allí, mientras conducía hacia casa, su cabeza iba a mil por
hora. Por supuesto, no iba a hacer nada. Se le pasó por la cabeza
denunciarlo, pero, ¿qué podía alegar? Había ido allí de buen grado, aunque
muy perjudicada por el alcohol y las drogas, se dijo, en su defensa. ¡No!: no
quería que nadie supiera por lo que había tenido que pasar.
Apenas recordaba haber llegado a su casa aquella madrugada. Eran
más de las cuatro cuando pudo salir de allí, cuando todos se saciaron con su
cuerpo. Lo último que recordaba era a Paola, la responsable de la excitación
de los animales, que se masturbaba en el sofá mientras la veía sufrir las
acometidas de los canes. La vio reírse cuando, tras el orgasmo, los animales
se quedaban pegados a ella, debido a la hinchazón en su miembro. ¡Eran
unos degenerados!

Salió del chalé, y andando, como pudo, se acercó hasta su coche que
estaba a unos cientos de metros. Se metió en él, con todo el cuerpo dolorido
y arañada por la brutalidad de los perros. Condujo hasta su casa, medio
drogada y borracha.

El coche de Marc no estaba. Se alegró, no quería que él viera su estado.


Subió a su habitación y se desnudó frente al espejo. Al ver su aspecto
arrancó a llorar.

Iba magullada, tenía moratones en diferentes partes del cuerpo, y


varios profundos arañazos, hechos, sin duda, por las uñas de los perros
mientras la montaban. Nunca podría olvidarlo.

No pudo dejar de llorar durante casi una hora. Todo ese tiempo estuvo
sumergida en aquella bañera que había preparado con el doble de sales de
baño, para intentar quitarse de encima el asco y las náuseas que sentía.

Era mejor correr un tupido velo, o en su caso, una gruesa y opaca


cortina que no dejara ver más allá.

Muchas veces había pensado vengarse por lo que le habían hecho. No


obstante, ninguna de las opciones que aparecían en su mente le parecían
viables.

***

Al llegar al Casanova, Laura parecía dispersa, alterada. Ricard se dio


cuenta.
—Estás bien? —le preguntó cuando estaban aparcando el coche.

—Si, no te preocupes —respondió con un tono de voz nervioso—. Es


este lugar, no me trae buenos recuerdos.

—Si quieres que vayamos a otro…

Laura lo cortó:

—No Ricard, solo ha sido un momento. Ya está olvidado —mintió.

La comida estuvo muy bien, y la compañía mejor. Pero ella no fue la


de siempre. Aunque el único que lo supo ver fue su acompañante.
Sandra de la Rosa

Media hora más tarde, recibía la llamada de Eneko.

—Sandra, soy yo —le dijo con su fuerte acento vasco—. Ya he


hablado con Pep, el forense que está realizando la otra autopsia. Aún no
tiene el informe completo, pero me ha adelantado detalles y hemos estado
contrastando la información.

—¿Y qué has sacado en claro?

—Que ambos casos son idénticos. El grado de descongelación de los


cadáveres es el mismo, algo más en el caso de allí, dado que el cuerpo se ha
encontrado esta madrugada en vez de anoche, pero ambos estamos de
acuerdo en que debieron ser abandonados a una hora parecida.

»Las temperaturas mínimas, tanto allí como aquí, eran muy similares
ayer por la noche, muy próximas a los seis grados. Eso hubiera influido en
la rapidez de la descongelación, pero no hay diferencias significativas y, por
tanto, existe un evidente paralelismo en ambos casos.

—¿Con eso quieres decir que fueron abandonados a una hora muy
cercana?

—Sí, es una conclusión muy plausible. Es raro, pero por alguna razón
es así.

—Eso nos obliga a pensar que lo hicieron dos personas diferentes, ¿no
te parece? Hay seiscientos kilómetros de distancia entre los dos puntos,
unas seis horas de viaje en coche.

—Tienes razón. Creo que, a falta de más datos, que no variarán ese
concepto, deberías pensar que más de una persona ha participado en esto.
No lo puede haber hecho una sola.
—¡Joder! Es lo que pensé desde un principio, no me cuadraban los
tiempos y me lo has confirmado, Eneko. Tenemos a un asesino, o asesina, y
alguien que le ayuda. ¿Qué me puedes decir de las amputaciones?

—Idénticas. Lo sentaron en una silla y le cortaron los órganos


genitales. Murió por exanguinación, igual que el nuestro —comentó Eneko
confirmando la similitud de ambos casos—. He visto las fotos y las heridas
son iguales, pero no es obra de un profesional. Están hechas con cierta
torpeza. Mi impresión es que utilizaron un cúter, y la amputación fue ante
mortem. Ya te lo he dicho, igual que el nuestro.

—Muy cruel —dijo Sandra pensando en voz alta.

—¡Mucho!: es de una crueldad extrema.

—¿Por venganza? —inquirió Sandra, deduciendo.

—Eso lo deberás averiguar tú, querida inspectora, pero tiene toda la


pinta.

Sandra ya sabía lo que tenía que buscar, pero ¿cómo hallarlo? El


informe de Sergio era prioritario. Hasta no tener el máximo de detalles de la
vida del fallecido, no podrían avanzar.

Convocó una reunión en media hora. Mario se acercó hasta allí y


Sandra le explicó lo que ya sabía. Era prioritario conocer el máximo de
datos, pero había un detalle que les marcaba una pauta, algo que Sandra
jamás imaginó encontrar en cualquiera de los casos que se le presentarían
en un futuro: aquellos dedos amputados en la esquina inferior del epitafio.

Sí o sí, había que investigar la vida de Borja desde que estaba en


prisión. Aquello, aún no sabía cómo, tenía relación con él.
Ivana

Tomó el teléfono y buscó a Alex en sus contactos. Su imagen, con el


cabello negro y liso, sus preciosos ojos azules y aquellas gafas elegidas de
forma consciente para dar un aire intelectual, aparecieron en pantalla.

—Parece que todo está saliendo bien, cariño —le dijo cuando
respondió a la llamada.

—Sí. Imagino que hoy encontrarán los cuerpos. Aún no han dicho nada
en las noticias, pero no tardarán en hacerlo.

—Tienes una mente privilegiada para la planificación, cielo. Lo sabes,


¿no?

—¡Es un don que Dios me ha dado! —dijo riendo.

—¡Será eso! —exclamó mientras soltaba una carcajada—. ¿Y ahora


qué?

—A esperar. Los pasos ya están dados, y si tiran del hilo sabrán cómo
eran esos hijos de puta y la engreída de Paola, ¡que era igual que ellos! Una
mujer que se presta a eso… ¡es basura!

—¿Crees que los vincularán con él?

—La policía sabe hacer su trabajo, no te preocupes. Todo está


controlado: llegarán hasta él.
Sandra de la Rosa

Levantó la vista de la pantalla. Los vio entrar y acomodarse en sus


sillas habituales, dejando la que estaba a la izquierda de Sergio para ella.
Hacía diez minutos que había convocado la reunión para que cada uno de
ellos comentara los datos que había obtenido, aunque sabía que solo Sergio
podría aportar cosas interesantes.

Se levantó y se sentó en su lugar. Al instante, Sergio pulsó en el


teclado de su portátil y la televisión que hacía las veces de monitor se
iluminó mostrando el rostro de un hombre de algo menos de cuarenta años.
Era atractivo y su engominado pelo, peinado hacia atrás, le daba un cierto
aire aristocrático.

—Os presento a Luis Osorio Carmona, de treinta y ocho años recién


cumplidos. Nació en Madrid, y como podéis ver es el fallecido. Imagino
que habéis visto la autopsia, al igual que yo, que estoy pendiente de todo.

Los miró y apartó la mirada. No vio nada bueno en las suyas.


Continuó:

—Trabajaba en la Delegación de Gobierno, en Barcelona,


concretamente en el Ministerio de Política Territorial. Tenía un cargo de
relevancia en la Oficina de Extranjería.

»Nació en el seno de una familia de clase social alta. Su padre es juez,


y su madre abogada penalista. Tenía un hermano que también se licenció en
derecho y trabaja en el bufete de su madre. Él estudió la carrera de
económicas, con notas bastante malas, por cierto, y gracias a los contactos
de su familia encontró un trabajo lejos de casa. El delegado de Gobierno es
compañero de carrera de su padre.

—¿Con eso quieres decir que estaba enchufado? —preguntó Rubén.


—¡Sin duda! He visto expedientes de compañeros suyos y son bastante
mejores que el de él. Mi impresión es que no se merecía, ni el cargo, ni la
responsabilidad que asumía.

Sandra tomó un momento la palabra para matizar:

—Sabemos que desapareció antes del diez de noviembre del año


pasado. Ese fue el día que se presentó la denuncia tras un viaje del que no
volvió, e imagino que la deducción más obvia es porque nunca tomó ese
vuelo. Si lo hubiera hecho se podría pensar que tal vez se habría quedado en
Cuba, pero jamás subió a ese avión. Y esas vacaciones empezaron el día…
—miro a Sergio y este respondió por ella.

—El uno de noviembre —dijo, satisfecho de tener el dato—. Y tal


como dices, te puedo confirmar que no se presentó en el embarque el día de
salida. Eso fue el día tres, lo he comprobado.

—Entonces tenemos la seguridad de que desapareció esa semana. ¿Has


mirado en sus redes durante esos días, para ver su actividad?

—Sí. Todo parece acabar el día dos.

—Ese es el día que se presentó la denuncia de desaparición de Lucas,


el cadáver de Barcelona —dijo Mario.

Sandra se quedó pensando un instante.

—Cuando ya tenía a Lucas, el asesino, o asesina, y tiendo más por esa


segunda posibilidad, fue a por Luis. Ambos desaparecieron hace un par de
meses, en el plazo de una semana…, ¿y el mismo día se encuentran sus
cadáveres en dos lugares tan dispares y alejados entre sí? —Hizo una pausa,
buscando una respuesta—. Hoy es lunes, siete de enero. Es el primer día
tras la llegada de los Reyes Magos. ¿Tiene eso alguna significación para
vosotros, o es una simple casualidad?

—Yo no consideraría los cadáveres como regalos del asesino, Sandra


—dijo Guillermo.
Sandra hizo un gesto de duda.

—Tal vez no lo son para nosotros, pero puede ser simbólico, algo
relacionado con él…, o ella —respondió manteniendo sus dudas.

Miró a Sergio y le preguntó:

—¿Qué más puedes decirnos? ¿De qué se conocían los dos hombres?

—Eso aún no lo tengo claro. Venían de mundos distintos. Lucas era


catalán, de familia de clase media baja, y el nuestro era todo lo contrario:
madrileño y de clase alta. Imagino que se conocieron al llegar Luis a
Barcelona.

»Vivía allí desde hace seis años. Bueno, allí no. Su residencia oficial
era un chalé en la playa de Castelldefels, una población a unos veinticinco
kilómetros de Barcelona. Media hora en coche.

Pulsó en el teclado. La pantalla, desde que había empezado la reunión,


había estado reproduciendo fotos de Luis y de Lucas en diferentes lugares y
ambientes. Cerca de cien fotografías. Sergio lo cambió y apareció una vista
aérea del chalé del que hablaba.

Estaba muy cerca de la playa y se veía perfectamente que constaba de


dos edificaciones y una piscina. Una de ellas era más pequeña y estaba al
fondo de la parcela, que era bastante grande.

—Tal vez los mossos sepan de qué se conocían. Ahora, cuando


acabemos, llamaré a Nuria Miralles, una buena amiga de Mario y mía que
es subinspectora en la Unidad de Investigación. Si hay algo, ella lo sabrá.
Nuria

El rostro de Sandra apareció en pantalla cuando en su móvil sonó la


música de Coldplay que tenía programada.

—¿Cómo vais por Madrid?, ¿tan liados como nosotros? —le preguntó
Nuria al responder a la llamada.

—Estamos intentando averiguar cómo se conocieron los dos sujetos, el


tuyo y el mío. No sabemos cómo comenzó esa relación. Nuestro cadáver
vivía en Barcelona desde hace seis años, en Castelldefels en concreto, pero
no encontramos la raíz de esa amistad.

—Tal vez en eso te pueda dar una pista —dijo ella, pensando—. He
estado revisando el expediente de Lucas y ha aparecido una denuncia por
agresión, pero se retiró a las pocas horas. Eso ocurrió hace dos años, el
veintiuno de octubre de 2017.

—Eso es interesante, continua.

—Ahora viene lo más curioso, y creo que puede tener relación con lo
que me acabas de decir: la chica se llama Soraya Suárez, y es ecuatoriana.
—Su tono de voz cambió cuando añadió—: Lo curioso del caso es que el
mismo día que retiró la denuncia le dieron el permiso de residencia. —Hizo
una pausa y matizó—. Su expediente estaba paralizado, pero, de forma
milagrosa, se activó y resolvió en veinticuatro horas.

Sandra abrió los ojos como platos. «Luis trabajaba en extranjería»,


pensó.

—¡Joder!, ya sabemos lo que eso significa, Nuria.

—Sin duda, tu muerto trabajaba en extranjería y… —dijo la catalana,


dejando la frase en el aire.
—Eso es justo lo que estaba pensando. Sabemos quién influyó para
resolver el caso de Soraya, la que interpuso una denuncia contra Lucas —
comentó Sandra, entendiéndolo todo—. ¡De eso se conocían! Tal vez tenían
montado un negocio con las tramitaciones.

»Sabemos que Luis tenía acceso a las autorizaciones de residencia, de


trabajo, de las prórrogas de estancia, de la tarjeta de identidad de
extranjeros…

—Eso es muy factible, Sandra. Es más: estoy segura —dijo Nuria—.

—Debemos interrogar a la tal Soraya, para que nos lo confirme. Si la


agredieron, tal vez los dos —dijo pensando en la forma en que se
aprovecharían de las chicas—, tenía razones suficientes para desearles todo
el mal del mundo. Eso podría considerarse un móvil.

—Voy a localizarla, y hablaré con ella. Ya te digo algo.

—Vale, Nuria. Espero tus noticias. Yo seguiré ahondando en la vida de


ellos a través de las redes. Es lo que, de momento, puedo hacer desde aquí.
No sé la razón, todavía, pero todo parece indicar que el caso surge en
Catalunya. No entiendo por qué mi cadáver ha aparecido aquí, en Madrid.

—Yo tampoco, son ganas de complicarse la vida. Pero al final saldrá,


ya lo sabes.

—Sí, pero me siento atada de pies y manos.

—Yo seré las tuyas, desde mi maravillosa Catalunya —dijo con voz
melancólica.

Sandra se picó. Aunque le gustaba mucho Catalunya, y más siendo el


amor de su vida catalán, ella era de Madrid. Se consideraba, un poco,
ciudadana del mundo, porque había vivido en demasiados países, pero solo
aquí se encontraba en casa.

—Madrid es muy bonito… —dijo con un cierto aire de reproche,


aunque la entendía perfectamente.
—Y no te lo niego, Sandra, no quería decir eso. Albert y yo, en cuanto
podamos, iremos a pasar unos días con vosotros tal como siempre me has
sugerido. —Y riendo le dijo—: Estoy deseando comerme un bocadillo de
calamares y unas porras.

Sandra la acompañó con una carcajada y le recordó:

—Mi casa es tu casa, ya lo sabes.

—Y la mía, la tuya. Un beso.

—Otro para ti.

Al colgar se quedó pensando: «¿Por qué te han traído hasta aquí para
abandonarte en un bosque?»

Le hizo un gesto a Conrado que la miraba en aquel momento, y le pidió


que viniera. Al entrar le dijo:

—Avísalos, por favor: reunión en cinco minutos.


Águeda

«¡Que bien se está en casa!: como en ningún sitio», pensó. Estaba


convencida de que nadie que se fuera de viaje, al volver, no agradeciera
recuperar esa incuestionable comodidad de sentarte en tu propio sillón, o
tumbarte en el mullido sofá que acaricia tu cuerpo mientras disfrutas de un
buen libro.

Le encantaba estar allí, volver a su refugio, aunque solo hubiera faltado


unas pocas horas.

«Hoy es siete de enero», recordó, se abren los regalos. Su madre


siempre le decía que, cada año, los traían los Reyes Magos de Oriente.
Sonrió al pensar que era una de las fechas más significativas para ella, en
especial la de hacía veintidós años, cuando sufrió el aborto.

Eso la libró del cruel regalo que iba a recibir: la herencia genética de su
progenitor para dar a luz a un ser que, todos los días de su vida, la obligaría
a recordarlo.

Águeda apartó aquellos pensamientos de su cabeza. ¿Su «hermana, su


hija»…? Aquello era el mudo detonante de sus peores recuerdos. Tal vez
uno de los motivos que la habían impulsado a escribir aquellas sórdidas
historias de novela negra.

Escribía por placer, le gustaba hacerlo. Y el poco dinero que generaban


sus libros le importaba bien poco. Su cuenta corriente estaba más que
saneada, y los beneficios que le correspondían de la sociedad que
gestionaba la bodega, aunque hubiera querido vivir entre lujos,
representaban mucho más dinero del que necesitaría para vivir.

Solo era una afición que adquirió unos años atrás, tal vez para
enseñarle al mundo lo cruel que podía ser aquella sociedad en la que vivían.
Aunque la mayoría de gente parecía no enterarse de la realidad.
Pero ella lo sabía bien, sus padres se lo habían demostrado: él con su
crueldad, y ella con su indiferencia.
Sandra de la Rosa

—Vale chicos, se ha producido un avance muy importante en el caso.


Ya sabemos la relación entre los dos fallecidos. He estado hablando con
Nuria, nuestra amiga de Barcelona, y me ha dicho que hace un par de años,
el veintiuno de octubre de 2017, se presentó una denuncia contra Lucas por
agresión, pero que a las pocas horas fue retirada. La denunciante es una
chica ecuatoriana, Soraya Suárez…

Les explicó el vínculo que creían que podía existir entre ellos. Lucas
captaba a los inmigrantes que necesitaban papeles, y Luis, dado su cargo,
agilizaba los trámites de los expedientes, tal como habían hecho con
Soraya.

El pago de los servicios prestados por la tramitación, dada la denuncia


interpuesta, sugería la posibilidad de que, dependiendo del caso, se hiciera a
cambio de sexo o de dinero.

—Necesitamos saber cuántas tramitaciones se hicieron a chicas


jóvenes y atractivas. Fijaos, en especial, en aquellas cuyo expediente se
tramitó de forma urgente. Habrá que interrogarlas.

»Ese podría ser un claro motivo de venganza, y, en consecuencia, un


claro móvil. Tal vez alguna de ellas, o más de una, dado lo singular de los
hallazgos en tiempo y distancia, sea nuestra asesina. También podría ser un
hombre que, al enterarse del asunto, se tomara la justicia por su mano, o, tal
vez, solo actuara como un colaborador necesario. Es cierto que aún hay
demasiados puntos oscuros en esta historia, pero un rayo de luz comienza a
aparecer. Aprovechémoslo.

Hizo una pausa y cambió de tema:

—Eso, por una parte —dijo concluyendo—. Y, por otra, debemos


investigar el otro punto de máximo interés que es la lápida con el epitafio.
Para ello, debemos ir a hablar con Borja Expósito, el asesino de los
números romanos. Preparadlo para esta tarde, sin falta.

Sandra tenía ciertas dudas, pero, al final, decidió enviar a Conrado y a


Mario para hablar con él. El catalán era muy bueno en los interrogatorios y
sabía sacar de quicio a los demás, incluida a ella.

No quería que el asesino de los números romanos se encontrara


cómodo y, además, Borja no sabía quién era él. Ver a Conrado con un
policía desconocido lo desconcertaría. Tal vez supondría que sería ella la
que se acercara a hablar con él, pero Sandra no se sentía con fuerzas. Era
mejor mantenerse al margen.

—Sergio: ¿sabemos dónde está?

—Dame un minuto.

Se puso a teclear, y apenas unos segundos más tarde dijo:

—En el Centro Penitenciario Sevilla II, en Morón de la Frontera. Está


considerada la más peligrosa de España.

—¿Sevilla…? Necesitamos dos billetes para el AVE, el primero que


salga.

—El primero sale a las… 14:00 —dijo Sergio al momento.

—Perfecto —comentó Sandra mirando el reloj—. Os dará tiempo a


llegar. Y también necesitaremos dos viajes de vuelta, para última hora.

Mientras veía cómo Sergio asentía y sacaba los billetes, les dijo:

—Quiero que vayas tú, Conrado. Y opino que sería bueno que te
acompañara Mario. No lo conoce e imagino que tendrá curiosidad. No
quiero que se sienta demasiado cómodo en la entrevista. Intentaremos
descolocarle un poco e intentar averiguar que sabe de estos nuevos
crímenes.
»Llamad al alcaide de la prisión y explicadle porqué lo relacionamos
con este nuevo caso, el motivo por el que necesitamos hablar con Borja
Expósito esta misma tarde.

—¿Y si no quiere hablar con nosotros?

Sandra se quedó pensando un instante y descartó la idea. Borja, al igual


que la mayoría de los psicópatas, era un narcisista. No dejaría pasar la
oportunidad de hablar con la policía, y, además, despertaría su curiosidad.
Querría saber el motivo por el que iban a hablar con él.

—No te preocupes, os recibirá —dijo Sandra con seguridad—. Salid ya


hacia Atocha, y poned la sirena si es necesario. Acompáñalos, Guillermo,
por favor.
CAPÍTULO 7

Nuria

Sandra estaba acabándose una pizza en el restaurante italiano al que


Mario y ella acostumbraban a ir. Mientras llamaba al camarero para que le
trajera un café americano, su móvil sonó y la imagen de Nuria pareció en
pantalla.

—Buenas tardes, cielo. Ahora mismo he acabado de comer.

—Yo voy a hacerlo ahora. He estado un tanto liada localizando a


Soraya, la chica que presentó la denuncia. La he podido encontrar y acabo
de hablar con ella.

—¿Qué has averiguado?

—Nuestras peores suposiciones eran ciertas. Al principio no quería


decir nada y lo negaba todo, pero cuando le he dicho que si me veía
obligada la citaría en comisaría, se ha asustado. Lo último que quiere son
problemas.

Le he dicho que no debe temer, que no haríamos nada que la pudiera


perjudicar, pero que necesitábamos la verdad de lo que ocurrió. Me lo ha
contado todo y me ha confirmado que cooperará en todo lo que sea
necesario.

—Perfecto —comentó Sandra, ansiosa por recabar los detalles.

Nuria, aunque era una curtida policía, tomó aire, como si lo que fuera a
decir le resultara difícil de expresar.
—Me ha reconocido los hechos —comentó la catalana—. Consiguió la
tramitación gracias a favores sexuales. Según su versión, fueron dos
hombres y una mujer, una chica. La llevaron a un chalé, no sabe dónde, y
allí, en una edificación que había al fondo del jardín, la sometieron a todo
tipo de abusos.

Sandra escuchaba con atención. Pensó que, sin duda, era el de Luis.
Acababan de ver la vista aérea que había localizado Sergio y coincidía
como un guante. «¡Malditos hijos de puta!», pensó. Nuria continuó:

—La sometieron a múltiples vejaciones, le debieron dar algo, porque


durante buena parte del tiempo apenas recuerda nada —comentó Nuria,
afectada—, y… lo que te voy a decir te va a parecer muy fuerte, Sandra.
Cuando pensaba que ya todo había acabado, dos perros negros de gran
tamaño la montaron, después de que la chica que estaba con ellos
masturbara a los animales, para excitarlos, y… Te puedes imaginar…

»Ya de madrugada, la llevaron a su barrio y la dejaron tirada allí, en


una calle junto a su casa. Al día siguiente presentó la denuncia, y al cabo de
un par de horas la llamaron para pedirle que la retirara. Le aseguraron que,
a cambio de hacerlo, en veinticuatro horas tendría sus papeles en regla.
También se comprometieron a entregarle cinco mil euros por su silencio. Le
hicieron el pago del dinero una hora después, y al día siguiente le llegó un
sobre con la documentación en regla. Esa es grosso modo la historia.

—¿Te ha dicho si conoce a más víctimas?

—Sí. Conoce a dos chicas más que pasaron por lo mismo, y me ha


dado… —de repente dejó de hablar y le dijo—: Espera: me están diciendo
que cuelgue. Debe ser importante, ahora te llamo.

Sandra se estaba poniendo enferma. Estar tan lejos de la investigación


la tenía maniatada. Le entró una cruel sensación de frustración e
impotencia.
Habían pasado diez minutos y parecía una enamorada esperando que
sonara el teléfono para hablar con el hombre de sus sueños, pero seguía en
silencio. Miró el reloj y pensó que en dos horas, Mario y Conrado ya
estarían hablando con Borja, en Morón.

En ese instante ocurrió el milagro. Apareció el rostro de Nuria en su


móvil. Lo cogió con ansia y le preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Algo impensable, Sandra. Acabo de hablar con el director de un


periódico catalán por internet, y me ha dicho que hace media hora ha
recibido un sobre dirigido a su nombre. La dirección está escrita con letras
de imprenta.

Al abrirlo se ha encontrado con seis fotos y una nota de papel impresa.


Las tres primeras imágenes eran de dos rostros masculinos, ya supones de
quién, y uno de mujer. De las otras tres, dos son de la imagen que aparece
en el fondo de pantalla de los móviles que hemos encontrado en los
cuerpos, con la lápida y los dedos cortados. La tercera es igual, y con el
mismo epitafio, pero, en este caso, los dedos son tres.

—¡¡Hay otro cadáver!! ¿Y es de una mujer?

—Con seguridad. Detrás de cada foto hay unas iniciales: LO, LM, y
PSM.

—Los dos primeros son las iniciales de nuestros cadáveres, Luis


Osorio y Lucas Martínez, pero PSM…, la chica…

—Puede haber mil combinaciones con ese nombre y dos apellidos.

—Creo que más bien debe ser un nombre doble o un apellido


compuesto. Piensa que, de los dos que conocemos, solo nos ha dado el
nombre y el primer apellido.

—Supongo que tienes razón, pero eso no nos proporciona muchas


pistas, es demasiado ambiguo.
—¿Y la nota?…

—Son unas coordenadas geográficas. —Sandra oyó cómo Nuria le


daba las gracias a alguien al otro lado de la línea—. Lo estaban
comprobando y me acaban de pasar una nota, se corresponden con un
paraje boscoso, cerca de Castelldefels.

—Ya sabes lo que vais a encontrar allí, ¿no?

—Y tú también, Sandra —respondió con convicción—: a PSM.


Cuando sepa algo te llamo. El problema es que no podré evitar que se
propague la noticia —movió la cabeza de lado a lado y añadió—: Una
exclusiva como esa no aparece todos los días. En una hora, todos los
canales lo estarán transmitiendo, ya sabes cómo funciona eso.

—Sí. A veces, la globalización de la información es una mierda.

Catorce minutos después, encontraban el cadáver de Paola. Las


coordenadas los llevaron hasta el lugar. Era una zona de acampada, con
mesas y bancos de madera.

El cuerpo estaba congelado, la postura era igual a la de los dos


cadáveres anteriores, y en su mano tenía un móvil, con casi toda la carga y
con el mismo fondo de pantalla: la lápida y el epitafio, pero los dedos
cortados eran tres.

El cuerpo había sido colocado junto a los cubos de basura.


Centro Penitenciario Sevilla II, Morón de la Frontera

Mario y Conrado, a través de una llamada de Sandra, se enteraron en el


Ave de las nuevas noticias que habían aparecido: el hallazgo del tercer
cadáver, el de una mujer, y el sobre que había recibido el director de un
periódico online de Barcelona. Contenía las fotos de los rostros de los
fallecidos, los tres epitafios, y unas coordenadas geográficas que habían
llevado hasta el tercer cuerpo.

Al llegar al Centro Penitenciario, tras pasar las medidas de seguridad e


identificarse como policías, los llevaron hasta el despacho del director, que
había avisado de que los estaba esperando. Le explicaron la situación y el
vínculo que parecía existir entre estos asesinatos y el asesino de los
números romanos.

Este les comentó que Borja Expósito estaba en una zona de especial
aislamiento, en el "Módulo Gremlin". Era donde recluían a los internos más
peligrosos y de esa forma mantenerlos alejados de los demás. Todos eran
presos de primer grado, los más violentos. Algunos habían violado, o
incluso matado, a sus propios familiares.

—Pero Borja se maneja bien ahí dentro —les comentó—. He visto en


su expediente que su vida no fue un camino de rosas, se tuvo que curtir por
necesidad, y allí todos lo respetan. Son más de cincuenta violadores y
asesinos.

—¿Cuándo podremos hablar con él? —preguntó Mario.

—Ahora mismo lo están llevando a una de las salas —respondió el


director. Se levantó y dijo—: Vamos hacia allí, si les parece bien.

—Por supuesto, le seguimos.


Recorrieron un par de pasillos y, tras pasar por varias puertas de
seguridad, accedieron a una sala en la que había varios departamentos. Cada
uno de ellos disponía de una puerta de seguridad y una ventana blindada,
para observar desde el exterior.

Los dos funcionarios de prisiones que habían llevado a Borja hasta allí,
esperaban junto a una de ellas. El director los saludó, por sus apellidos, y a
su señal, abrieron la que tenía el número cuatro.

Nada más entrar vieron al preso. Estaba sentado tras la mesa y unas
esposas lo mantenían sujeto a esta. Mario se dirigió al director y le dijo:

—Quítenle las esposas, por favor.

Este hizo una señal, y el joven funcionario lo soltó. Borja se frotó las
muñecas, en un gesto inconsciente. Dijo, saludando a Conrado:

—Encantado de verle, subinspector García —miró a Mario con interés,


y afirmó—: Usted, sin duda, es el inspector de Vargas. Tengo entendido
que, a diferencia de la inspectora De la Rosa —dijo remarcando el primer
matiz de su apellido—, usted no es de clase alta como ella. Ha llegado a mis
oídos que se quita ese «de», para parecer menos aristocrático —le guiñó un
ojo y añadió—: No sé si estoy bien informado, inspector.

—¿Quién le ha dicho semejante cosa? —preguntó Mario, intentando


no mostrar sorpresa.

—Me consta que es usted un hombre listo, y sabe que no se lo voy a


decir —le respondió Borja, mostrando una gran sonrisa.

Era la que mostraba cuando le interesaba, tal como le había


recomendado Eva, su jefa en el Pub Elvis.

—Tal vez ha sido uno de sus compañeros de módulo. ¿Lo he encerrado


yo?

—¡Claro, es eso! Ya sabía yo que era un hombre inteligente, inspector


—dijo Borja, de forma seca.
Mario se dio cuenta, al igual que Conrado, que aquello no era cierto.
Aunque alguno de ellos lo conociera, ese no era un tema del que hablar
entre aquellas paredes.

Pensó que, sin duda, la noticia venía del exterior. Alguien que los
conocía bien había estado informando a Borja, dándole detalles que él no
debería conocer, pero…: ¿quién era el informador, y hasta dónde sabía
aquel asesino?

—Es curioso como el destino condiciona la vida de las personas —


continuó Borja, de forma enigmática—. Usted nacido en el seno de una
familia humilde, y la inspectora De la Rosa tuvo la gran suerte de vivir
entre algodones durante toda su vida, cuidada y mimada por unos padres
que le dieron más de lo que nunca necesitó.

»Yo, como usted sabe, solo fui un niño de la inclusa, alguien sin valor
para la sociedad, sin ninguna oportunidad que pudieran ofrecerme esos
padres que no existieron —Sus ojos parecían de fuego mientras los miraba,
en especial a Mario—. La vida es así de cruel e injusta: unos tanto, y otros
tan poco.

Mario supo que hablaba de ellos, de su dispar historia. En ese


momento entendió que Borja lo sabía. No sabía cómo, pero sin duda era
partícipe de aquel secreto tan guardado que solo ocho o nueve personas
conocían.

Pensó que el único contacto que tenían los presos con el exterior era a
través del teléfono, del correo, o de los vis-a-vis. Debían revisar todo aquel
cúmulo de información que tuviera que ver con Borja para intentar
averiguar quién era su fuente.

—Imagino que el motivo que los trae hasta aquí son esos dedos
cortados formando números romanos —afirmó Borja—, los que han
aparecido en la imagen de las lápidas, ¿no es cierto?

—Veo que está bien informado —le respondió Mario. Sabía que
aquella información, a pesar de ser una de las noticias de apertura de los
noticiarios, apenas hacia un par de horas que se había divulgado.

Borja alzó los brazos en cruz, en una postura religiosa, clavando sus
fríos ojos en Mario. A Conrado apenas lo había mirado, todo su interés
parecía centrarse en el inspector. Soltó una carcajada y exclamó con énfasis:

—¡Me declaro inocente!

Mario pensó que el hecho de que la noticia de los asesinatos se hubiera


difundido tan rápido les perjudicaba. No podían saber si le había llegado
por los medios de comunicación, a través de algún preso que se había
enterado por un familiar, o había sido por su contacto con esa persona del
exterior. Y, si ese era el origen, era obvio que estaba relacionada con el
asesino, o lo que parecería más normal, él, o ella, era quien había cometido
aquellos crímenes.

—No sabía que le gustara ver la televisión, Borja —comentó Mario,


con sarcasmo, intentando saber si aquella era su fuente.

—Y no lo hago. Me gusta leer. Estoy apuntado a un club de lectura,


¿sabe? Me está ayudando a aprender muchas cosas, para cuando salga de
aquí.

—Tiene muchos años para aprender, se va a convertir en un sabio —le


dijo el inspector con ironía.

—Nunca se sabe. Dependerá del tiempo que permanezca encerrado,


pero tal vez no soy tan listo como piensa.

—Creo que es más listo de lo que pretende demostrar, Borja.

Borja soltó una carcajada. Parecía estar pasándolo bien.

—No hace falta que sigamos hablando, inspector. No sé nada que les
pueda ayudar, porque para eso han venido. Pero, si lo supiera, tampoco se lo
iba a decir.
Los miró con furia contenida. Mario se fijó en la frialdad de aquellos
ojos, y a pesar de haberse enfrentado a auténticos locos psicópatas, un
ligero escalofrío recorrió su columna. Borja, mientras se levantaba dando
por acabada la reunión, dijo, mirándolo a él:

—Dígale a la inspectora que tenemos algo pendiente y que yo siempre


cumplo mis promesas.

—¿A qué se refiere?

—No se haga el tonto, inspector, sé que no lo es. Y, también, que está


muy unido a su jefa. Estoy seguro de que ella le ha hablado de mí.

Conrado y Mario, que también se habían levantado mientras el


funcionario le ponía las esposas para trasladarlo a su módulo, le escucharon
decir:

—Alguien me citó hace poco una frase de un escritor francés, Jean


Cocteau. Dice lo siguiente: «Un vaso medio vacío de vino es también uno
medio lleno, pero una mentira a medias, de ningún modo, es una media
verdad». Dígasela a la inspectora De la Rosa, ella lo entenderá, sabe a qué
me refiero. Y estoy seguro de que usted también. Buenas tardes, señores.

Dio media vuelta y salió de la sala, acompañado por los dos


funcionarios.

Cuando se quedaron solos, Conrado le dijo a Mario:

—Esto es una puta locura, Mario. ¿Cómo puede estar tan bien
informado de todo?

—Tiene que ser alguien de fuera, cercano a nosotros y con mucha


información de los que componemos la brigada, en especial, de Sandra y de
mí.
—Sí, es la única explicación —confirmó Conrado—. Aunque no he
entendido la mitad de lo que ha dicho, estaba muy filosófico y ambiguo.
Debemos hablar con Sandra.

Mario cogió el móvil y marcó su número.


Sandra de la Rosa

Ya había podido hablar con Nuria sobre el hallazgo del cadáver. La


sotinspectora le explicó que todo lo que sabían de los dos casos anteriores
se repetía con precisión matemática en aquel último asesinato.

Solo variaba el grado de congelación, que era superior al de los otros


cuerpos, llevaba menos tiempo abandonado. Según el forense, apenas hacía
seis o siete horas que lo habían sacado del lugar donde había permanecido.
Habían llevado el cadáver de la chica al depósito, y sumergido en una
solución salina a treinta y siete grados de temperatura, para acelerar la
descongelación.

—A través de sus huellas dactilares, hemos llegado hasta una


identidad: Paola San Millán López. Tuvo un par de detenciones por hurto,
unos años atrás, y consta en la base de datos —le dijo Nuria—. Tenía treinta
y seis años, se casó con el dueño de una agencia de viajes hace once meses,
y no tiene hijos. Él está en Santo Domingo y lo estamos intentando localizar
para darle la noticia.

—Ya sé que es muy pronto, pero ¿habéis encontrado algo que los
vincule a los tres? —preguntó Sandra.

—No hemos encontrado relación entre ellos, de momento, aunque


acabamos de empezar. No parece tener ningún vínculo con la trama de las
tramitaciones de extranjería —pareció dudar y añadió—: Aunque, siendo
una mujer joven, podría actuar como captadora, pero no tenemos nada que
lo demuestre.

—Le diré a mi analista de datos que lo mire. Ha estado investigando a


los dos hombres cuya identidad ya conocemos, y no te puedes imaginar la
cantidad de información que ha recopilado. Te aseguro que, si hay algo, lo
encontrará.
—Si es tan bueno como dices, nos puede ayudar.

—Te enviaré lo que ha encontrado. Es un genio, ya lo verás —afirmó


Sandra, orgullosa del equipo que tenía.

Nuria, con una voz que denotaba preocupación, le dijo:

—Es el caso más raro con el que me he topado, Sandra, y va muy


rápido. Cualquier ayuda que me puedas prestar será bien recibida. No me
gustaría encontrarme con otro cadáver en las próximas horas.

—Todo es posible, Nuria. Yo no sé si es el caso más extraño que


conozco. He tenido algunos que… Pero, sí, es cierto: tiene una enorme
complejidad. Y me da rabia, porque desde aquí estoy atada de manos y me
gustaría poder hacer algo más.

—¿Por qué no hablas con tu comisario? Al fin y al cabo, uno de los


fallecidos pertenece al Gobierno Civil en Barcelona: es funcionario del
Estado. Si no tienes algo gordo y urgente entre las manos, tal vez…

—¿Me estás sugiriendo que vaya a Barcelona, a trabajar contigo?

—Me encantaría, y me consta que aquí no me pondrán pegas, ya sabes


que Los Mossos y La Policía Nacional están presentes en Catalunya, y más
de una vez hemos colaborado.

Sandra vio la luz. Nada le gustaría más y prefería no sugerirlo ella.


Nuria, aunque era una buena amiga, podría interpretarlo como una
intromisión en sus competencias. Le dijo, bastante excitada:

—Si a ti no te importa, ahora mismo voy a hablar con mi superior.


Estoy segura de que no me pondrá ninguna pega, al contrario —comentó
Sandra, ilusionada por poder participar de forma más activa en aquel
especial reto que tenían enfrente—. ¿Quién es tu jefe, para que hable con
él?

—El Comissari Aleix Ribó. Te paso su número de teléfono para que


puedan hablar entre ellos. Y para que lo tengas tú.
—Perfecto, cielo. Te digo algo en cuanto lo sepa. Ahora mismo le pido
a Sergio que te envíe la información.

Llamó al informático y le dio los datos de la fallecida. Le pidió que


compartiese, con su homólogo en la Policía de la Generalitat, todo lo que
tuviera de los dos fallecidos.

También le comentó que, si todo iba bien, se iría a Barcelona para


colaborar en la investigación desde allí, pero que debía consultarlo antes
con el comisario Álvarez.

Veinte minutos después, Sandra regresaba con la autorización de su


superior. El comisario llamó a Barcelona y habló con Aleix Ribó. Este no
puso ninguna pega en establecer aquella colaboración. Le dijo que había
oído hablar de la inspectora De la Rosa, y que estaba deseando conocerla.

Nada más llegar a su despacho, recibió la llamada que esperaba. La


imagen de Mario apareció en pantalla.
Mario

Apenas un segundo más tarde del primer tono, escuchó la voz de


Sandra, preguntando:

—Mario: ¿cómo ha ido todo?

Su ansiosa voz lo decía todo. Mario sabía que debía mesurar su


explicación. El trasfondo de la conversación con Borja tenía matices que
debían hablar a solas.

—Es obvio que sabe algo, pero no hemos podido averiguar qué. La
conversación ha durado siete u ocho minutos, hasta que se ha cansado.
Parecía tener ganas de hablar, ha soltado todo lo que le apetecía decir. Al
acabar, ha comentado que no sabía nada y que daba por zanjada la
conversación. Está informado del hallazgo de los cuerpos y, como sabemos,
hace apenas un par de horas que ha salido en los medios.

—Eso ha corrido muy rápido. Es posible que la noticia haya llegado a


alguno de los presos y lo habrán comentado entre ellos; o lo ha podido ver
en televisión.

——No. Le he preguntado sobre esa última opción y me ha asegurado


que no ve la tele. Que se ha apuntado a un club de lectura y que está
aprendiendo muchas cosas, para cuando salga —hizo una pequeña pausa y
apuntó—: No sé, Sandra… Mi impresión es que tiene, o ha tenido, contacto
con alguien relacionado con los crímenes.

»Ha dicho muchas ambigüedades, pero Conrado y yo estamos


convencidos de que tiene mucha información sobre nosotros. Y solo puede
venir del exterior, de alguien que conoce a los miembros de la brigada, y a ti
y a mí, en especial.

—¿Por qué piensas eso?


—Detalles en la conversación. Sabe, por ejemplo, que yo soy de
Vargas, pero que lo abrevio. También ha hecho un comentario bastante
despectivo sobre tus orígenes. Ha recalcado que yo, a diferencia de ti, no
soy de alcurnia. Y que él, en cambio, era un niño de la inclusa…

Sandra se quedó sin aliento. Aquello le pareció muy significativo. ¿Por


qué, Borja, remarcaba aquella diferencia social a las primeras de cambio?
¿Sabía algo de…? No tuvo ninguna duda, pero la verdad solo la sabían sus
padres, sus tíos, Carlos, el comisario y Mario, además de ella, por supuesto.

De repente cayó en que había alguien más que sabía la verdad. En su


última conversación había hecho alguna referencia a sus orígenes. Y esa
persona no era otra que Claire Morel, la Dama Francesa.

Aquella mujer era, con seguridad, la persona más inteligente que había
conocido en su vida, y, sin duda, era la fuente de la que Mario hablaba, al
menos en cuanto al conocimiento que tenía sobre ellos. Necesitaba saber
dónde estaba y de qué forma se relacionaba con él.

—Luego ha hecho un comentario sobre una frase de Jean Cocteau —


continuó Mario—, algo sobre unos vasos de vino. No recuerdo la frase
exacta, búscala en internet. Algo de que una mentira a medias no es media
verdad, o algo así. Dijo que tú la entenderías y que yo también.

Sandra tecleó en el ordenador y apareció la frase: «Un vaso medio


vacío de vino es también uno medio lleno, pero una mentira a medias, de
ningún modo, es una media verdad». «¡Claro que lo entiendo, Borja!»,
pensó. Les dijo:

—Antes de volver, hablad otra vez con el director del centro. Sin duda,
Borja estará clasificado en el fichero FIES, el de los Internos de Especial
Seguimiento. Llevan un registro de las cartas recibidas, así como de sus
remitentes. También de sus llamadas telefónicas, de sus visitas y de los vis-
a-vis, si los ha tenido, que supongo que sí.

»Ese tipo de presos provocan una enfermiza atracción en algunas


personas del exterior, que poco menos que los idealizan. Necesitamos que
nos den toda la información que se haya recabado, en su expediente
carcelario, de cualquier contacto que haya habido con el exterior.

—Ahora mismo entramos a hablar con el director, para pedirle la


información —dijo Mario—. Te veo en unas tres horas.

—Hay algo más, Mario: mañana, tú y yo, volamos a Barcelona —le


comentó sorpresivamente Sandra—. He hablado con Nuria, y me lo ha
sugerido. Me ha dicho que estaría encantada de trabajar con nosotros. Se lo
he comentado al comisario y este se ha puesto en contacto con su superior.
Nos vamos a integrar en el caso con Los Mossos. Salimos a primera hora.
Laura

La velada en Casanova Beach Club, había sido un fastidio. En ningún


momento, Laura estuvo natural, y Ricard lo notó. Aunque él no sabía la
causa de su incomodidad, imaginó que algo desagradable había pasado allí,
y que, ella, no podía evitar recordar.

Tras la comida, volvieron a la empresa y mantuvieron una reunión con


los encargados de todas las áreas que estaban vinculadas a la operación con
el distribuidor francés. Laura pudo olvidarse del tema y coordinaron los
pasos a seguir a partir de aquel momento.

Llegó a casa a última hora de la tarde. Se preparó un baño, lo llenó de


sales y se sumergió en sus recuerdos. Todos los pensamientos que la
asaltaban tenían relación con aquella fatídica noche. A pesar de su habitual
fogosidad, no se relajó a sí misma como siempre hacía, no se sintió con
fuerzas.

Bajó a la cocina y le pidió a Isabel que le preparara una ensalada de


endivias, con queso azul y nueces. No tenía demasiada hambre. Se recostó
en el sofá y puso la televisión. Le gustaba ver las noticias mientras cenaba.

Apenas llevaba unos minutos haciendo zapping cuando sus hijas, desde
la puerta, le dieron las buenas noches. Eran las nueve, la hora a la que se
acostaban. Les deseó lo mismo y cuando ellas subían la escalera, apareció
Isabel con su cena. Se la dejó en la mesita que tenía enfrente. Ella se
incorporó un poco y se sentó en el sofá. La música del informativo de TV3
comenzó a sonar.

Lo primero que oyó fue impactante, aunque ella no lo apreció hasta


treinta segundos después, cuando acabaron de dar los titulares del
noticiario.
Buenas noches, noticia de última hora:
Iniciamos el informativo con una noticia que acabamos de recibir, un suceso
que ha conmocionado a la opinión pública.

Según el periódico digital NovaCatalunya, en el plazo de tres días se han


hallado dos cadáveres, en distintos lugares de Catalunya, y también un tercero en la
Comunidad de Madrid. Corresponden a dos hombres y a una mujer.

El Conseller de…

Miraba la televisión mientras cenaba, distraída, sin demasiado interés,


hasta que aparecieron en pantalla tres rostros que conocía muy bien. Un
gran titular acompañaba a las imágenes. HALLAZGO DE TRES
CADÁVERES.

Se quedó a medio camino, entre su tenedor y su abierta boca. Lo dejó


de nuevo en el plato y subió el volumen del televisor. La presentadora
decía:
El periódico digital NovaCatalunya, hace apenas unas horas, ha publicado la
noticia del hallazgo de tres cadáveres en el plazo de tres días, según la información
que se ha podido recabar. Dos de los cuerpos se han encontrado en distintos lugares
de la provincia de Barcelona, y un tercero en San Lorenzo del Escorial, en la
Comunidad de Madrid. Corresponden a dos hombres y a una mujer…

Laura se quedó mirando las imágenes, sonriendo. Luis, Lucas, Paola…


Su deseo se había cumplido.

Según comentaban en el telediario, un periódico catalán online había


publicado la noticia, y había corrido cómo la pólvora. La información había
llegado en un sobre que se había recibido de forma anónima y por correo.

Conocía demasiado bien aquellas caras, las veía en sus pesadillas:


¿cómo iba a olvidarlas? Su sonrisa de oreja a oreja, lo dijo todo. Ya habían
recibido lo que tanto les había deseado.

La información era bastante amplia y, siempre haciendo referencia al


periódico digital, mostraban, también, las fotos de una lápida con un
epitafio que le pareció muy significativo, y con el que estuvo totalmente de
acuerdo: «vivir mi vida así, me ha llevado a mi muerte».
No cabía duda: alguien se había tomado la justicia por su mano.

Qué maravillosa casualidad. Aquel día, en el que se había visto forzada


a recordar aquella terrorífica noche, recibía, tal vez, la mejor noticia que
pudiera recordar.
Mario

Llegó a casa de Sandra pasadas las diez de la noche. Ella había


comprado comida preparada. Era un genio en lo que hacía, pero la cocina
no era una de las mejores virtudes de la inspectora, tal vez la peor. En
realidad, no sabía, ni le interesaba, hacer una tortilla francesa. Esa era una
de las competencias que había asumido Mario, experto, según él, en todo lo
que tuviera que ver con los fogones. Y, muy en especial, con la tortilla de
patatas y el estofado de ternera, que decía que era el mejor de Madrid.

Sin embargo, cuando estuvieron con los padres de ella, en Washington


DC, Sandra instó a su madre a cocinar el guiso que había aprendido de su
abuela. Necesitaba bajarle los humos al inspector.

Mario tuvo que aceptar que era mejor que el suyo y le pidió la receta.
El último día, bajo la supervisión de su suegra, lo hizo Mario. El estofado
quedó exquisito.

Se acostaron tarde y no fue la fogosidad, como casi siempre, el motivo


de que se durmieran pasadas las doce de la noche. El culpable fue Borja.

Mario le estuvo explicando la conversación con el preso. Intentó ser


minucioso, incluso en los detalles, en los gestos o en el tono de voz que
utilizó Borja al hablar.

—Lo sabe, Sandra. No sé cómo, pero… sus palabras, los matices de las
frases… No hay que ser muy listo para entenderlo, siempre y cuando
conozcas el tema, por supuesto. El pobre Conrado estaba bastante
descolocado

—¿No le habrás dicho…?


Mario la miró sin responder, haciendo un gesto de incredulidad y de
reproche. ¡¿Cómo podía siquiera imaginar, que él…!?

***

Sandra se arrepintió de preguntar. Sabía que no diría nada. Pero dudaba


entre dar una explicación a los chicos o no hacerlo. Al fin y al cabo, era su
vida: ¡su vida personal!, ajena a su trabajo como inspectora del
Departamento de Homicidios y Desaparecidos de la Jefatura Superior de la
Policía Nacional.

Pero, ellos, su equipo, eran parte de su familia, y se lo habían


demostrado en multitud de ocasiones: en las distendidas cenas que hacían
cada vez que cerraban un caso importante, en los domingos de barbacoa en
alguna de sus casas o en las cervezas que se tomaban, los martes y los
jueves, tras entrenar en el gimnasio.

Se dio cuenta de que esa parte, tan importante en su vida, merecían


saberla. Su obsesión, desde el primer momento, había sido guardarla para
sí, esconderla, solo confiada a sus personas más cercanas, y enterrada en lo
más hondo de su mente. Sandra sabía que los quería de verdad, que
Conrado, Rubén, Guillermo y el indescriptible Sergio ya eran una parte de
su familia.

De repente un hondo pensamiento de tristeza la embargó. Las personas


que de verdad quería en su vida, eran, de alguna manera, ajenos a su origen:
Mario, el amor de su vida, Carlos, su antiguo amante y profesor, los
compañeros de la brigada, incluso sus padres…

Y, sin embargo, la única persona en el mundo que lo podría haber sido


todo, nunca había existido, al menos en su conciencia. Ninguno de ellos dos
lo supo, ni ella ni Borja. Cuando todo acabo, Carlos se lo reveló al ver la
coincidencia en los resultados del ADN.

Pero… ¡él no debería saber nada! Solo una persona, ajena a su círculo,
le había dejado entrever que conocía aquella singular circunstancia: Claire
Morel. Sandra no sabía cómo, porque la mente de aquella mujer era pura
magia, pero imaginó que la hizo investigar y que, de alguna manera, lo
dedujo.

En ese momento tuvo claro que ella era una de las fuentes de
información de Borja. Lo que no podía saber era si estaban relacionados
con aquellos asesinatos que acababan de descubrir.

***

Salió de su ensimismamiento al oír la voz de Mario preguntando:

—¿Me estás escuchando? —Cuando fijó sus preciosos ojos verdes en


él, repitió—: ¿Has encontrado la frase de Jean Cocteau?

—«Un vaso medio vacío de vino es también uno medio lleno, pero una
mentira a medias, de ningún modo, es una media verdad» —recitó Sandra
—. Es muy significativa, Mario.

Él la miró, afirmando con su silencio.

—Nuestras vidas han estado llenas de mentiras —dijo ella—, aunque


el resultado de ambas haya sido tan diferente. A eso se refiere: dos polos
opuestos, él y yo.

—¿Y lo de la promesa? —preguntó él.

—Lo recuerdo con claridad. La última frase que me dijo tras el


interrogatorio fue: «¡Cuando salga, dentro de un tiempo, vigila tu espalda!
Al igual que ellas, tú también tendrás lo tuyo: ¡primero te violaré y después
te mataré!»

Mario sintió un escalofrío. Ella también.


Ivana

Faltaban unos minutos para las doce de la noche cuando miró su móvil.
A aquella hora, la discoteca estaba tranquila. Aún tardaría algo más de
media hora en comenzar a aparecer gente suficiente para mantenerla
ocupada.

Escuchó el sonido de su móvil, avisando. Abrió el WhatsApp y vio la


foto de perfil, morena, ojos azules, gafas…: Alex. El mensaje que acababa
de entrar era de ella.
¿Has podido ver las noticias, cielo?

Sonrió. ¡Claro que las había visto!


Todo impecable. Tal como lo planeaste. ¡Se ha montado una buena! Jajajá

Al momento recibió la respuesta:


¿Nos vemos mañana?

Sonrió antes de responder:


En el mismo sitio, a la misma hora. —Adjuntó un corazón palpitante.

Recibió otro igual.

Tuvo el tiempo justo de dejar el móvil bajo el mostrador antes de que


dos parejas se acercaran y le pidieran dos daiquiris y dos San Francisco. Se
sorprendió cuando fueron ellos los que se bebieron el combinado sin
alcohol.

Pensó que el mundo estaba cambiando, para bien.

Y lo que ellas acababan de hacer, lo había convertido en un lugar


mejor. Algunas personas no deberían existir.
CAPÍTULO 8
Martes, 8 de enero de 2019

Aeropuerto de Josep Tarradellas Barcelona-El Prat.

Sandra de la Rosa

Habían tomado el avión a las siete de la mañana. Sandra quería estar en


la comisaría de Nuria a primera hora. Sergio les había reservado una
habitación en el Hotel NH Barcelona Stadium, y Nuria les había comentado
que iría a recogerlos al aeropuerto.

Faltaban veinte minutos para aterrizar. Sandra, desde su portátil, estaba


revisando el informe que Sergio había colgado en el programa de la
brigada, el del director del Centro Penitenciario Sevilla II.

Según los datos que constaban, el preso había recibido más de un


centenar de cartas. Al estar incluido en los ficheros de especial seguimiento,
FIES, todas las cartas habían podido ser revisadas. Estaban escaneadas y
documentadas en el expediente.

Borja se carteaba de forma habitual con diecisiete mujeres. Constaban


los nombres de todas ellas. Le diría a Sergio que las investigara.

Once de ellas le habían visitado más de una vez, en los locutorios. Sus
llamadas telefónicas también estaban registradas y contactaba con un total
de cinco números diferentes.

El director les aclaraba, en el informe que les había remitido, que en


los vis-a-vis entre un preso y una persona del exterior, la norma actual
indicaba que, para tener un encuentro de ese tipo, era necesario acreditar
una relación de seis meses. Comentaba que se estaban dando pasos para que
ese criterio cambiara, pero era la que regía en aquel momento.

Sandra leyó que el recluso había aportado una escritura pública de


constitución de unión de hecho, firmada por él, Borja Expósito, y Candela
Ruiz Muñoz, ante un notario.

Mandó un mensaje al informático:


Sergio: investiga a cualquier persona que haya tenido contacto con Borja
Expósito: a través de correspondencia, por teléfono, en los locutorios, y muy en
especial a Candela Ruiz Muñoz. El informe de la prisión contiene los nombres.
¡Necesito saberlo todo, de todos!

Al momento recibió su respuesta:


¡¡¡Buf!!!

Mientras cerraba la tapa del portátil, sonrió por el resoplido de su


compañero y pensó: Sergio va a tener mucho trabajo.

Nada más salir por la puerta de llegadas, vieron a Nuria que ya les
estaba esperando. Tras los saludos de rigor salieron de la terminal y se
subieron al coche de la policía.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó la sotinspectora de Los Mossos.

—Bien como siempre. ¿Qué tal por aquí?

—Vamos avanzando. Ya sabemos desde dónde se envió el sobre que


recibió el director del periódico. Fue en una sucursal de correos de un
pequeño pueblo de Girona —comentó Nuria—. Dos compañeros están
yendo hacia allí ahora mismo para interrogar al funcionario que hizo el
envío. En cuanto sepan algo me llamarán.

—Nosotros estamos investigando el vínculo que puede existir entre


Borja Expósito, el asesino de los números romanos, y el autor, o autora, de
todo esto —comentó Sandra.

—Tiene que ser una mujer —opinó Nuria, mientras conducía—. Todo
parece indicar que es una venganza, al menos en cuanto a los cadáveres de
los hombres. El hecho de amputarles el aparato genital es claramente
significativo.

—Estoy totalmente de acuerdo, algo sexual. Posiblemente, esté


relacionado con algún tipo de agresión, imagino que violación; y en cuanto
a la mujer… es probable que colaborara y la asesina no ha querido dejarla
al margen. Eso lo sabremos cuando encontremos la relación entre ellos.

Nuria asintió con la cabeza. De repente se oyó la voz de Mario que aún
no había abierto la boca. Desde el asiento de atrás, dijo:

—¿Te he dicho que cada día estás más guapa, Nuria?

Esta soltó una carcajada. A Sandra no le quedó más remedio que


sonreír.

—Y me lo dices ahora…, cuando tu novia lo puede oír —le dijo Nuria,


coqueta e insinuante—. Las cosas que hablamos en privado, no hay que
airearlas, cariño.

Sandra, que lo conocía, al igual que Nuria, sabía que todo era broma,
una parte de su incontrolable carácter.

—Déjalo, Nuria, es solo un crío engreído y malcriado —comentó


Sandra en tono de reproche—. Nosotras hablando en serio de un tema tan
grave como dos asesinatos, y él… —alzó los hombros y añadió—: En fin,
es como es, y a pesar de lo mucho que nos incomoda, debemos aceptarlo
así.

—¿Qué yo te incomodo? Eso no me lo dice cuando…

—¡¡Mario!! —exclamó Sandra— Hemos venido a trabajar, no a jugar.


Pareces un adolescente abarrotado de hormonas.

—Mis hormonas están bien, gracias.

—¡Pues a veces no lo demuestras, guapo!


—¿Te refieres a cuando…? —vio que Sandra se giraba hacia él, y
decidió no acabar la frase.

Nuria sonreía mientras entraban en el aparcamiento del cuartel de Los


Mossos.

Los acompañó hasta una gran sala en la que había colocado dos
ordenadores. Dejaron allí sus maletas y comentó que les habían asignado un
coche para ellos, sin distintivos. Les dijo que Aleix Ribó, su superior, los
estaba esperando para conocerlos. Tras llamarlo y confirmar que estaba
libre, Nuria los acompañó hasta su despacho.

Aleix Ribó tenía cuarenta y siete años. Era alto, medianamente


atractivo y llevaba una perilla negra, como su pelo. Su mirada intensa,
emitida desde unos ojos marrones perfilados por unas gafas de color gris, se
fijaron en ambos, denotando curiosidad.

Se levantó de la silla y salió a recibirlos, tendiendo su mano mientras


se fijaba en ellos.

Sandra era alta para ser mujer. Por su expediente sabía que tenía treinta
y dos años y que, a pesar de su aspecto, que hasta cierto punto parecía
frágil, era experta en varias artes marciales. Llevaba una cola de caballo,
con la que recogía su pelo de color castaño y liso, y tenía unos preciosos
ojos verdes. Era guapa, sin ser una belleza, y transmitía mucha seguridad,
tanto en su porte como en su mirada.

Mario era muy alto, más de un metro noventa. Muy corpulento y


musculoso, sin parecer un culturista. Daba todo el aspecto de ser una
persona peligrosa si te enfrentabas a él. El pelo era muy similar al de ella,
casi hasta los hombros y también muy liso, aunque lo llevaba suelto. Sus
ojos marrones estaban clavados en los suyos.

—Buenos días, inspectores, encantado de que colaboren con nosotros


en este caso —dijo con un fuerte acento catalán.
—Buenos días, señor Comissari —respondió Sandra, estrechando su
mano, al igual que hizo Mario.

—Nuria me ha hablado muy bien de ustedes, y tengo entendido que


usted es catalán, inspector De Vargas.

Sandra sonrió por lo bajini. «De Vargas». Algo diría Mario, sin duda.

—Sí, señor Comissari, pero es Vargas a secas, el «de» me lo quito


por… —dejó la explicación en el aire y miró a Sandra que le sonreía—. No
tiene importancia.

—He podido leer sus expedientes. Me los ha enviado su superior, el


comisario Álvarez, y tengo que reconocer que son excepcionales.

—Gracias, señor —dijo Sandra.

—El porcentaje de éxito en la resolución de los casos que han


conseguido es inhabitual, y más teniendo en cuenta la complejidad de
algunos de ellos.

—El mérito es de todo mi equipo, señor. Ellos son extraordinarios —


respondió Sandra con sinceridad.

—Y, por lo que sé, perfectamente dirigidos por usted.

—Gracias, señor —admitió Sandra, con orgullo, pero denotando


humildad.

—Y el inspector… Vargas —dijo sonriendo, obviando el «de»—, ha


destacado en todos sus destinos. Es una suerte que se encontraran.

—¡No lo sabe usted bien! —comentó ella recordando los primeros


días.

—Al principio me odiaba, señor —dijo Mario—, pero acabó


reconociendo mi valía —añadió, regalándole una sonrisa a su pareja.
Sandra temió que soltara alguno de aquellos comentarios que la ponían
enferma, pero fue comedido y todo quedó allí.

—Nuria los habrá llevado a la sala que hemos acondicionado para


ustedes, si les parece bien el lugar asignado. He pensado que, si había que
hacer alguna reunión con el colectivo de agentes que trabajan en el caso,
sería un buen espacio.

—Será perfecto, señor. Me gustaría conocer y saludar al inspector Joan


Vila. Ya hemos hablado por teléfono. Es muy amigo de un compañero de
Madrid, el inspector Navarro, que es quien dirige la otra brigada de
homicidios.

—Por supuesto. Nuria le avisará de que están ustedes aquí, para que
puedan saludarse. Joan es un gran policía.

—Si le parece bien nos gustaría empezar cuanto antes, señor


Comissari.

—Me parece perfecto, inspectora. Nuria le dará las claves para que
puedan acceder a todas nuestras bases de datos. Si necesitan algo,
háganmelo saber.

Se puso en pie, les estrechó la mano y salieron de su despacho.

Al llegar a la sala que les habían asignado, mientras Nuria les daba las
claves, esta recibió una llamada.

La respondió en catalán, tras poner el altavoz. Sandra pudo entender


buena parte de la conversación. Habló durante un par de minutos y al
acabar, cuando iba a traducir lo que acababa de decir su compañero de
Girona, le dijo a Sandra:

—Disculpa, pero he tenido que hablar…

Sandra la cortó.
—No te preocupes, Nuria. Sería absurdo que cada vez que esté delante
tengáis que hablar castellano. Y, por otro lado, he oído a menudo a hablar a
Mario con sus padres; entiendo bastante de lo que se dice. En esta ocasión,
estar con este catalán me ha beneficiado.

Mario saltó como un león enjaulado.

—¿¡En esta ocasión!?… —hizo un gesto con los hombros, denotando


indiferencia, y añadió—: Sé que estás loca por mí, guapa.

—¡Tú me vuelves loca! Vamos a trabajar —miró a Nuria y le preguntó


—: ¿Qué te han dicho?

Nuria intentó disimular la sonrisa de su rostro. Le explicó a Sandra lo


que habían comunicado sus compañeros, ya que Mario había oído toda la
conversación.

El envío se había hecho desde una pequeña oficina postal, en un pueblo


de Catalunya: Llambilles. Era un municipio de la comarca del Gironés, en
la provincia de Girona, situado al sureste de la comarca y en el límite con la
del Bajo Ampurdán.

—Si lo hubiera enviado alguien de allí, lo que parece un absurdo, sería


fácil saber quién, ya que, según el censo del año pasado, solo tiene 623
habitantes.

»La carta se envió el lunes, sin remite. El empleado de la oficina postal


dice que el envío lo hizo una mujer morena, de pelo negro y liso, joven y
con gafas de sol. No la conocía. Iba vestida con un chándal bastante ancho
que disimulaba sus formas, pero parecía delgada y era atractiva. Le han
preguntado por el coche que llevaba, pero dice que llegó andando y que se
fue de la misma forma. Debió aparcar lejos, o la llevó alguien.

—Una mujer… —dijo Sandra— Todo nos lleva a una asesina:


podemos darlo por hecho.

Mario dijo:
—Y era una forastera, en esos pueblos se conocen todos.

—Sí. ¿Hay Policía local? —preguntó Sandra.

—No: dependen de los pueblos vecinos, es demasiado pequeño.

—Hay que hablar con el Ayuntamiento, necesitamos saber si hay


cámaras municipales, aunque no lo creo —dijo Sandra—. De todas
maneras, los mismos vecinos sabrán si alguna casa del pueblo las tiene
instaladas.

—Me extrañaría mucho, pero lo averiguaré. Es un pueblo pequeño y


tranquilo para vivir. Solo tenemos la descripción de la mujer, pero sería
bueno conseguir alguna imagen suya, y de un vehículo con el que la
pudiéramos relacionar.

Sandra se quedó un momento pensando y dijo:

—Debemos buscar alojamientos rurales y hoteles cerca de ese pueblo.


Allí no ha estado, si no los vecinos se habrían fijado en ella, o en ellos, pero
debe haber estado cerca. Hay que buscar ese tipo de alojamientos en un
radio de 50 kilómetros.

Nuria asintió. Era muy factible lo que Sandra decía, pero: «¿qué
tenemos que buscar?», se preguntó.

—¿Una chica sola, una pareja, dos chicas…?

—Todas las opciones —afirmó Sandra con rotundidad—. Me decanto


más por la posibilidad de que fueran dos personas, tal vez por intuición,
pero… todo es posible —dijo, dudando—. Si estamos en lo cierto, pasó, o
pasaron, el fin de semana allí, desde el viernes o el sábado. Incluso pudo ser
desde el domingo, pero, eso sí, dejaron la casa, o la habitación, el lunes. Eso
cerrará algo el círculo para buscar.

»No debería ser complicado, la gran mayoría de gente que pasa un par
de días fuera, se va el domingo por la mañana. Pero, si estuvo en la zona,
debió quedarse a dormir allí para poder enviar la carta el lunes por la
mañana; También podría ser que subiera expresamente a hacerlo, cosa que
me parece muy extraña. ¿Tienes a un buen analista?

Nuria afirmó con la cabeza.

—Sí. Una chica. No sé si es tan buena como tu Sergio, pero es muy


capaz.

—Nadie es tan bueno como «mi Sergio» —comentó riendo Sandra—


¡Ya lo conocerás! Si te parece bien, pídele a esa analista tuya que
compruebe lo de las reservas. A Sergio lo tengo liado con lo de Borja
Expósito.

—Por supuesto. Voy a decírselo.

Entonces Mario dijo algo que aún los despistó más.

—Podría ser que sólo se quedara una de las personas, la mujer de la


estafeta, y que la otra, si la había, volviera antes. Tal vez por trabajo o por
compromisos familiares.

—¡Coño, es otra posibilidad! Parece un tanto extraña, pero tienes


razón, y debemos contemplarlas todas —admitió Sandra—. Bien pensado,
Mario.
Sergio

Tecleaba como un loco buscando respuestas a las preguntas de Sandra.


Se había empapado del informe del director del Centro Penitenciario y
había hecho una lista con todas las personas, mujeres en su mayoría, que
habían tenido contacto con el preso.

Según la normativa que publicaba el Ministerio del Interior, en las


comunicaciones escritas no había limitación. El preso podía mandar tantas
cartas como quisiera, pero asumiendo el coste. Debía hacer constar su
nombre y apellidos en cada uno de los sobres y se registraban en un libro.
En la actualidad se carteaba con diecisiete mujeres.

La correspondencia que recibía, también se anotaba en el libro de


registro. Se abrían en presencia del interno, para comprobar que no
contenían ningún objeto prohibido. Si un preso deseaba comunicarse con un
recluso de otro centro, había la posibilidad de mandarlas de una prisión a
otra. Nunca lo había hecho.

Según el expediente que les había hecho llegar el director del Centro
Penitenciario, Borja había recibido más de un centenar de cartas. Conrado,
Rubén y Guillermo se estaban encargando de leerlas para comprobar si
había algo extraño en alguna de ellas.

Respecto a las visitas externas que se realizaban en los locutorios,


podían ser con familiares y debían ser autorizadas por el propio interno.
Borja no había tenido ninguna, dado que su familia era inexistente.

No obstante, si quien quería visitar al preso no era un familiar, sino un


amigo del interno, el régimen era diferente. El preso tenía que solicitar la
comunicación con esa persona en un escrito, dirigido al director de la
prisión y señalando el nombre y el DNI del amigo, o amiga, con quien
deseaba hablar. El director tenía la potestad de autorizarlo o no.
Todas las visitas que Borja había tenido durante ese tiempo, provenían
de las cartas que había recibido. Once mujeres lo visitaban con cierta
asiduidad. Tres de ellas eran muy constantes; Vania, Ágata y Rebeca.

En cuanto a las comunicaciones telefónicas: el preso podía realizar


llamadas, pero no recibirlas. Los teléfonos de las personas a quiénes quería
llamar, tenían que ser autorizados. El recluso debía dar al centro una lista de
números, con el nombre de la persona a quien correspondía, y el director
podía autorizarlo, o no.

Podía mantener ese contacto con un máximo de diez sujetos. Las


llamadas se realizaban desde unas cabinas situadas en las zonas comunes.
Cada interno tenía derecho a un máximo de diez contactos telefónicos a la
semana, de cinco minutos cada una.

En el registro de personas autorizadas por el director, aparecían ocho


mujeres: Candela, Clara, Ivana, Ágata, Lourdes, Laura, Rocío y Rebeca.
Dos de los teléfonos eran de prepago.

Los vis-a-vis, o comunicaciones íntimas, solo eran para los internos


que no tenían permiso ordinario de salida. Tenían lugar una o dos veces al
mes, dependiendo de la autorización pertinente, y con una duración de entre
una y tres horas. Se realizaban en habitaciones adecuadas que garantizaban
la intimidad de la pareja.

Lo que más le extrañó a Sergio al investigar a Borja, fue que la persona


con la que los mantenía, Candela Ruiz Muñoz, era abogada. ¿Cómo podía
ser que una letrada, defensora de la justicia, tuviera relación con un
psicópata cómo él? Se habían estado carteando durante unos meses, y ella,
desde el principio, fue muy sincera con su profesión. Habían tenido varias
entrevistas en el locutorio, hasta que ella le propuso firmar los papeles para
poder mantener los vis-a-vis, y Borja aceptó de inmediato.

Candela, según había podido averiguar, tenía treinta y cinco años,


estaba divorciada y era bastante atractiva, aunque le sobraban cuatro o
cinco kilos para tener un cuerpo perfecto según muchos cánones actuales de
belleza. Era rubia, con los ojos marrones y una cara bastante común, no
destacaba por su belleza, pero cuando iba a los encuentros con él, resaltaba
sus encantos. Se arreglaba y maquillaba con esmero, para una cita muy
especial, que es lo que era en realidad.

Los encuentros duraban entre una y tres horas, pero ellos siempre
apuraban el tiempo, y cuando Candela salía del recinto privado en el que
yacían, estaba agotada, exhausta.

Se veían una vez al mes. Borja, que era quién debía solicitarlo, pedía
dos, pero solo le concedían uno. Ella, que se había erigido en su letrada,
estaba trabajando para que eso cambiara, pero dada la singularidad del
preso, aún no lo habían aceptado.

Cuando tuvo todos los datos de las personas que se habían relacionado
con Borja, lo reflejó en el programa de la brigada para que Sandra y Mario,
desde Barcelona, tuvieran acceso a la información.

Ahora era prioritario saber cuál de ellas, porque todo eran mujeres, se
había convertido en su fuente de información.

Debía desmenuzar sus vidas, hasta llegar a un nombre.


Nuria

Nuria les pidió que la acompañaran, para presentarles a la chica que


actuaba como analista de datos de Los Mossos. Al llegar a su despacho,
Sandra, de forma inmediata, se acordó de Sergio. Las tres pantallas de
ordenador que utilizaba estaban llenas de expedientes y fotos.

Pamela Bertrán era, más o menos, de la misma edad que su querido


analista que tenía treinta y uno. Según les comentó Nuria, era muy buena en
su trabajo. Llevaba el pelo teñido de pelirrojo, con una cresta y varios
piercings en las orejas. Utilizaba unas enormes gafas de concha de color
blanco. Tras las presentaciones, Sandra le dijo, en castellano:

—Debemos estudiar las rutinas de Paola, su entorno laboral, social,


familiar, sus necesidades, sus estados anímicos… —la miró con respeto y
añadió—: Todo lo que tenga relación con ella desde un par de años atrás.

Ella contestó una retahíla de palabras, pero en un tono seco, en un


catalán muy cerrado, tanto que a Sandra le costó entenderla. Mario, que se
dio cuenta, y se apresuró a traducirla.

—Dice que eso ya lo ha hecho y que ha encontrado cosas interesantes


—le dijo, y con una sonrisa, agregó—: Y ha añadido: ¡collons!

—¡Eso es lo único que he entendido! —exclamó Sandra, molesta por


lo que le pareció una falta de respeto.

Nuria tuvo que sonreír. Sabía que Pamela era bastante especial, al igual
que, según palabras de Sandra, lo era Sergio, el informático que ella tenía
en la brigada.

La inspectora, al oír su respuesta, pensó que si los dos analistas tenían


que hablar entre ellos era fácil que no se llevaran bien. Nuria acudió en su
ayuda, entró en la conversación y, en castellano, le pidió a Pamela.
—Habla en español, por favor —le dijo Nuria con una mirada de
reproche—. La inspectora De la Rosa no entiende bien el catalán, y menos
el tuyo.

Pamela entrecerró un poco los ojos, con disgusto, clavó sus ojos en
ella, pero cumplió las órdenes. No obstante, incluso hablando en castellano,
Sandra tuvo que estar muy atenta para entender lo que Pamela les
explicaba.

—En la actualidad, Paola San Millán López ya no se relacionaba con


ellos. No aparece en las fotos recientes —relató, con aquel extremo acento
catalán que enturbiaba el castellano—. Hace trece meses, se casó con el
dueño de una agencia de viajes. No tenían hijos y él siempre está fuera. Por
lo que he podido intuir a través de sus redes, no estaba enamorada de su
esposo. Apenas hay fotos suyas, y, por supuesto, le era infiel.

»Su relación no debía ser buena. Cuando nos pusimos en contacto con
él ni siquiera sabía que su esposa había desaparecido. Por lo visto las
llamadas entre ellos, incluso durante sus viajes, eran inexistentes. Según me
ha comentado un compañero, cuando le llamaron para darle la noticia se
quedó muy sorprendido y aseguró que tomaría un vuelo para regresar a
España.

»En sus redes, me he podido remontar a un año atrás. Todos los


perfiles los abrió hace algo más de un año. Estaba registrada en Instagram y
Facebook, además de en Tinder. Aparecen multitud de fotos, era una
auténtica adicta. La mayoría son en el Bing Bing, una discoteca; también
hay bastantes en el rooftop, de Sercotel Rosellón.

»Son las típicas fotografías estando de fiesta, algunas de ellas sola, a


veces con otras chicas. Aparece algún hombre, pero, en ningún caso,
ninguno de los dos fallecidos. La última imagen que subió fue la semana
pasada, en concreto el viernes por la noche. Hemos comprobado que fue
hecha con su propio móvil.

—Eso es lo último que se sabe de ella, por lo tanto, es fundamental


saber con quién estaba —dijo Nuria— Es de suponer que fue esa persona
quién hizo esa foto.

—Todavía tendrán las filmaciones de la cámara de seguridad, hace


menos de una semana —dijo Sandra.

—Mandaré a dos mossos para que les pidan la copia de ese día. Es
muy probable que, lo que le pasó, ocurriera esa noche.

—Sin duda —confirmó Sandra.

Media hora después, Nuria ponía a dos de sus agentes a revisar las
grabaciones. En poco más de quince minutos pudieron localizarla. Se la
veía hablando con una chica con el pelo negro y con los ojos claros,
posiblemente azules, de unos treinta y tantos años. No se veía el rostro con
absoluta claridad, pero debía ser la persona que buscaban, o, al menos, la
última con quién se la veía con vida.

Además, su imagen coincidía con la persona que, según la declaración


del empleado de la oficina postal, había enviado el sobre al periódico
electrónico.

Nuria llamó a Pamela y le dijo que buscara alguna chica de esas


características entre las fichas de extranjería, en especial en los expedientes
solucionados de forma rápida.

También, en las redes de Paola, especialmente en Tinder. Era factible


que lo del viernes pasado fuera una cita entre las dos chicas. Ambas
llevaban una rosa roja y resultaba muy significativo. Sin duda era una señal.
Sandra de la Rosa

Se habían reunido en la sala que les habían asignado en las


dependencias policiales. Estaban ellos tres, Joan Vila, Toni, el compañero
de este, y Pamela, que se había traído su portátil. El mosso se alegró de
conocer a Sandra. Le dijo que José Luis, hablaba maravillas de ella. Sandra
le respondió que su amigo era un excelente policía y que sus brigadas
habían colaborado en varios casos.

Habían convocado la reunión para contrastar lo que se había


encontrado en todos los escenarios y cadáveres, tanto en el informe de
Madrid, como en el que ellos tenían.

—Vamos a repasar lo que sabemos de los tres crímenes —dijo Sandra


—. Ya tenemos, de cada uno de los casos, los informes de las autopsias y
los de la policía científica. ¿Hemos encontrado coincidencias?

Nuria fue la que respondió:

—Si os parece lo aglutino todo y luego lo matizamos —comentó—.


Aquí, en Barcelona, tenemos varias fibras idénticas de color negro en
ambos cadáveres, a diferencia de las de Madrid que, según he visto en el
informe, son de un color gris oscuro.

»En los tres cuerpos hay restos de aceite corporal. También se han
encontrado cabellos y vello, con diferentes largos y. todos de color rubio.
Según el informe del laboratorio, vistos al microscopio, se aprecia que son
de dos personas diferentes. En las autopsias se especifica que ninguno de
los cuerpos presenta restos biológicos bajo las uñas.

—Vamos por partes —dijo Mario—. Las fibras de los crímenes de


Barcelona son iguales, con seguridad de la tapicería del mismo vehículo,
pero las de Madrid son distintas, más grises, a diferencia del negror de las
de aquí. Por tanto, podemos deducir que los cadáveres no se han
transportado en el mismo coche.

Sandra se quedó un instante pensando y añadió:

—Dado el volumen de los cuerpos, no podrían caber en un maletero


normal, eso significa que no es un turismo. Los vehículos son más grandes.
Apuesto por un SUV, un todoterreno o una furgoneta.

Todos estuvieron de acuerdo, parecía muy obvio, nadie lo cuestionó.


Continuó:

—En cuanto a lo del pelo: se han encontrado un total de catorce


cabellos, es decir, de la cabeza, y nueve pelos de vello corporal. Tal como
ha dicho Nuria, son de color rubio y están presentes en todos los cuerpos —
comentó la inspectora mientras miraba la pantalla, ordenando sus ideas con
los informes—. Según consta en el informe, la mayoría no tenían raíz,
excepto tres, pero de ellos se han podido extraer dos muestras de ADN
diferentes. El resultado determina que pertenecen a un hombre y a una
mujer

Levantó la vista y añadió:

—Por la autopsia sabemos que había semen sobre el pubis y en la


vagina de Paola. Eso confirma que actuaron dos personas: dos asesinos, o
un asesino y un colaborador, y a tenor de los datos, son un hombre y una
mujer. ¿Hay algo que queráis destacar? —preguntó.

Nuria fue la que habló:

—Hay algo muy significativo: bajo las uñas de los fallecidos no hay
restos de materia orgánica, eso significa que no hubo forcejeo. Para
reafirmar esa hipótesis, nos podríamos basar en que todos los cuerpos
presentan restos de aceite corporal. Y ya sabéis lo que eso sugiere…

De repente se escuchó una voz muy ronca que decía:


—¿Después de un buen masaje… los mataron? ¿Así, sin más? —
preguntó alucinado Toni, el compañero de Joan.

—Eso parece, pero según la autopsia, tienen marcas de ligaduras en las


muñecas y los tobillos —respondió Mario—. Nadie se deja castrar sin
oponer resistencia. Debieron darles algo para vencerla… ¿Un anestésico?,
¿escopolamina?, ¿el mal llamado éxtasis líquido, GHB?…

Sandra afirmó con la cabeza, compartiendo esa idea.

—Parece obvio: debió ser alguna sustancia que anulara la voluntad —


opinó mientras afirmaba con la cabeza—. Es muy posible —miró a Nuria y
le preguntó—. ¿En la analítica no sale nada?

—Nada significativo —respondió.

—El GHB, que me parece lo más probable, se metaboliza muy rápido.


Es un líquido incoloro e inodoro, hidrosoluble, y se consume por vía oral.
No deja apenas rastro y es muy eficaz. Como su absorción es casi
inmediata, no se detecta en los análisis toxicológicos de orina o sangre. Se
puede mezclar en cualquier bebida, no te das cuenta. Mario y yo hemos
tenido algún caso en que se ha utilizado.

Nuria intervino en aquel momento:

—Según las autopsias, en el estómago de los tres cuerpos, además de


diferentes tipos de alimentos que no coinciden en todos los casos, aparecían
restos asociados a la ingesta de alguna bebida alcohólica: lima, ron,
hierbabuena, azúcar…

Joan, que era buen bebedor y fiestero, un seductor nato, concretó:

—Si lo he entendido bien: los sedujo, les dio a beber mojitos con GHB
y les dio un masaje… —Se paró un segundo, abrió los ojos y preguntó,
alucinado—: ¿Y después los castró?, ¿hasta qué murieron?…

—Los hemos encontrado congelados, y a ella no le amputó nada —


comentó Sandra, encogiéndose de hombros, denotando obviedad —. Tal
vez los castró mientras se congelaban. Dada la postura del cuerpo es posible
que los mantuviera atados a una silla de pies y manos.

—Lo que sí podemos saber, por la autopsia, es que la chica murió por
congelación —dijo Nuria—. No tiene marcas visibles, y según el informe
presenta las llamadas manchas de Wischnewski que, sin ser específico de la
muerte por congelación, es orientativo sobre la misma.

—Si a ella la drogó y la metió en el congelador para que muriera


congelada, lo más seguro es que con ellos hiciera lo mismo —comentó
Sandra—. La diferencia es que a ellos les cortó los genitales y debido a las
heridas murieron antes por desangramiento.

—Pero para eso debe tener un lugar específico. No lo puedes hacer en


tu casa y meterlos en un congelador —argumentó Joan.

—Hay congeladores de arcón lo suficientemente grandes como para


guardar un cuerpo, y más en esa posición, ladeados —respondió Mario.

—Pero necesitaría tres, uno para cada cuerpo —insistió el mosso—. Y


está lo de las ataduras… La idea de Sandra me parece más lógica.

—Creo que tiene que ser eso, uno muy grande de tipo industrial —
intervino Nuria—. Es la opción más viable.

—Esa es una de las cosas que debemos investigar —recalcó Sandra


mirando a Pamela que no había abierto la boca—, aunque va a resultar
complicado.

Mario comentó:

—Pudo hacer que instalaran uno en su vivienda. También podría ser en


una nave industrial, o en algún restaurante que disponga de él, una
carnicería… Hay demasiadas opciones.

Sandra pensó que se iban perfilando los datos y cierta claridad


comenzaba a iluminar el caso, pero estaban muy lejos de tener respuestas.
Los resultados de ADN y los cabellos confirmaban que habían participado
un hombre y una mujer, y el modus operandi sugería una venganza.

Pero, aunque a efectos judiciales el grado de responsabilidad era


diferente: ¿quién de los dos era el asesino? No tenían nada que los
aproximara a un nombre concreto, pero los indicios eran muy
esperanzadores.

Sin embargo, todo se aceleró cuando llegó un mensaje al móvil de


Nuria. Lo miró y al instante alzó la mano, reclamando la atención de todos.

—El laboratorio me acaba de avisar que ha aparecido una coincidencia


con el perfil de ADN que hemos extraído del semen del sujeto. Voy a llamar
a la doctora que me lo acaba de notificar.

El grupo la miraba sabiendo lo que aquello significaba, era un enorme


salto cualitativo en la investigación. En unos instantes iban a saber quién
era el hombre que buscaban.

—Inma, soy Nuria —le dijo en castellano—. Estoy con unos


inspectores que han venido de Madrid, y te agradecería que habláramos en
español, para que te entiendan. Tengo puesto el altavoz.

—Sin problema, lo hablo muy bien, no como otra que tú sabes —le
dijo con sarcasmo, refiriéndose a Pamela, de la cual era muy amiga—. Ya
sabes que mi madre es malagueña.

Sandra, al entender que se refería a ella, la miró. Vio su gesto de


reproche, y que presionaba los labios. «No me interesa el español», pensaba
la aludida en aquel instante. Y, curiosamente, eso sí lo supo traducir la
inspectora.

—¿Qué nos puedes decir? —le preguntó Nuria ansiosa—. ¿Tienes un


nombre?

—Apunta: Marc Font Rius. Teníamos su ADN registrado por una


demanda de paternidad que interpusieron contra él. El juez le obligó a
entregar una muestra, pero al hacer la comparación resultó negativa y lo
exculparon. Te envío el número de expediente por WhatsApp.

—Gracias: buen trabajo —dijo Nuria, y añadió—: Imagino que de la


mujer no hay nada.

—No: ella no coincide con ningún registro.

—Gracias, cariño. Si encuentras algo llámame, si us plau —finalizó en


catalán.

Se giró hacia los demás y les dijo:

—Ya tenemos un nombre, lo habéis oído: Marc Font Rius.

El grupo estaba exultante con la noticia, pero ahora faltaba vincularlo


con los asesinatos. Quedaba mucho trabajo por hacer.

Tras cortar la llamada, Nuria le dijo a Pamela que la prioridad absoluta


era investigar el entorno de Marc: familia, amigos, relaciones de trabajo,
redes sociales, pago de sus tarjetas… Debían comprobar sus movimientos
los días de las desapariciones, y vincularlo con los sitios que frecuentaban
los fallecidos.

—Todos sabemos que, cuanto más tiempo pasa desde el homicidio,


más difícil es encontrar pruebas —comentó Sandra—. Y no tenemos ni puta
idea de cuándo murieron, pero sí el día que desaparecieron, y daremos esas
fechas por buenas.

En ese momento sonó el móvil de Mario. Era el director de la prisión


Sevilla II. No tenía relación con lo que estaban hablando y se levantó, para
salir de la sala y atender la llamada. Sandra decía:

—Buscad en las cámaras de seguridad de los sitios que frecuentaban


los fallecidos y…
—Buenos días —respondió nada más salir.

Escuchó la voz, nerviosa y alterada, del responsable de Centro


Penitenciario.

—Inspector Vargas, soy el Alcaide de Sevilla II. Ha pasado algo


imprevisible: ¡Borja Expósito se ha fugado!

La conmoción de Mario con la noticia fue instantánea. Dijo:

—Un momento, director, acabo de salir de una reunión para hablar con
usted, pero mis compañeros deben oír lo que me acaba de decir, un
segundo, por favor. Voy a poner el altavoz.
CAPÍTULO 9

Mario entró en el despacho y levantó la mano, reclamando la atención


de todos. Se produjo el silencio. Dijo:

—Es el alcaide de Sevilla II. Escuchad lo que me acaba de decir.

Puso su móvil junto a sus labios.

—Estoy reunido con el equipo de policías que investiga los asesinatos.


Todos le escuchan. ¡Repita lo que me ha dicho, por favor!

El grupo miraba en dirección al inspector, como si aquello ayudara a


escuchar mejor lo que se iba a decir. Una voz de hombre, fuerte, pero muy
nerviosa, repitió:

—Borja Expósito se ha fugado. Ha sido esta mañana durante un


traslado penitenciario al hospital.

Se escuchó un murmullo generalizado. Mario fue el único que percibió


la impresión que produjo en Sandra escuchar aquella noticia. El director
seguía hablando:

—Anoche se encontraba mal del estómago, vomitó varias veces en su


celda y lo llevaron a la enfermería. Tenemos un grave problema allí. Nos
faltan doctores, enfermeros y auxiliares, y no había ningún médico de
guardia. —argumentó, intentando justificarse.

Sandra abrió los ojos con aquella exposición. Iba a lanzar un


improperio cuando Mario, tranquilizador y más sereno, dijo:

—Explíquenos qué ha pasado, por favor.


—Cuando la situación es grave no puedes hacer esperar al recluso, de
modo que se derivan al Hospital. Siempre que un preso necesita ir a la
consulta de un especialista, o a urgencias, acude custodiado por la Policía y
se le da prioridad sobre el resto de los pacientes.

—¿Y tan grave era lo de él?, ¿para obligar al traslado a un hospital?

—Según el informe médico, era necesario. Las urgencias que no se


pueden tratar en la enfermería de la prisión son, casi siempre, por temas de
sobredosis o por problemas estomacales graves.

Pareció tomar aire, intentando ser lo más elocuente posible.

—El enfermero que estaba de guardia llamó al facultativo y le comentó


que había vomitado varias veces. En el vómito había una importante
presencia de sangre roja, brillante. Hematemesis, así se llama. Ya hemos
tenido algún caso, y puede indicar la presencia de una hemorragia
gastrointestinal grave. Según el informe médico, suele aparecer como
consecuencia de una lesión o compresión de algún vaso en esófago o
estómago.

—Pero… ¿el doctor no acudió a la enfermería? —preguntó Mario


sorprendido—¿No exploró al paciente?

—Mire, inspector: por el número de internos, unos dos mil, debería


haber 12 médicos para atender la prisión, pero el centro solo cuenta con
siete plazas. Cinco de ellos están de baja laboral, y contamos con dos
titulares. En los turnos de tarde, de noche, y los fines de semana, el
panorama es desolador: solo hay un enfermero de guardia.

—¿Y qué pasó?, ¿cómo pudo fugarse?

—El protocolo obliga a emplear a dos agentes por cada preso que se
encuentra hospitalizado. Una vez diagnosticada la gravedad, o lo devuelven
a la prisión o se queda ingresado. En ese caso, los agentes permanecen de
guardia, en la puerta de su habitación.
—Pero, entonces, ¿cómo se pudo escapar, si estaba custodiado? —
preguntó el inspector.

—No llegó a ingresar: fue en el momento de llegar al hospital. Según


han contado los policías que lo custodiaban, una pareja, un hombre y una
mujer que no despertaron sospechas porque iban con un cochecito de bebé,
abordaron a los policías por detrás, les apuntaron con dos armas y se
llevaron al preso en un vehículo en el que estaba otra persona al volante.
Todo ocurrió de forma muy rápida y profesional.

»Se metieron en un sedán de color blanco. La policía ha comprobado la


matrícula y era falsa. El coche lo han encontrado en el interior de una nave
abandonada, a dos kilómetros del hospital. Debieron de cambiar de
vehículo, pero aún no saben nada, allí no hay cámaras de seguridad. Las
únicas imágenes que tiene la policía son las del exterior del Centro Médico,
que registraron la huida.
Pamela

Mientras ellos hablaban, Pamela los escuchaba, pero aprovechaba el


tiempo investigando la vida y las redes de Paola en su portátil.

Hacía unos diez minutos, mientras aquella pija policía madrileña


exponía todos los datos que ella ya sabía, había descubierto que la noche de
Halloween de 2017, dos hombres llevaron a Paola a urgencias del hospital.
Tras hacerle una exploración y una analítica, dio positivo en media decena
de sustancias estupefacientes. «Se puso hasta el culo de drogas», pensó.

Tres testigos, que entraban en el hospital en aquel momento,


comentaron a las enfermeras que dos hombres que iban en un coche negro
la dejaron tirada en el suelo, en la puerta.

Se puso a investigar en sus redes, buscando fotos de los dos fallecidos


durante la noche de Halloween de 2017: Había encontrado varias en las que
aparecían los tres, junto a otras dos chicas. Las imágenes se habían tomado
en el Casanova Beach Club, en Castelldefels.

Una de ellas era muy rubia, con los ojos verdes. A la otra chica no se le
veía la cara en ninguna de ellas. Por su postura daba la impresión de que,
además de no gustarle las fotos, estaba incómoda allí con ellos. Parecía
ausente del grupo. Era morena, pero no tenía el pelo negro.

Todo lo que encontró en las redes de los dos hombres a partir de


Halloween de 2017, era sin Paola. Antes de esa fecha siempre estaban
juntos, como un equipo. «No le gustó que la dejaran tirada allí», pensó.

A Pamela le gustaba ser muy precisa en la información, y en el parte


médico de aquella noche, en urgencias, vio que también se había atendido a
dos chicas que habían sido violadas. La primera, por un conocido de su
novio. Acompañada por este, presentó una denuncia contra él.
La segunda chica no quiso hacerlo, apenas dio explicaciones,
solamente que habían sido dos hombres. En el parte del hospital constaba
un nombre: Susana Roca Juglar. Estaba medio abstraída con aquellos
pensamientos cuando escuchó la voz de Nuria, diciéndole:

—Pamela, estás muy callada. ¿Te has enterado de lo que hemos dicho?

—¿Vols que…? —se dio cuenta de que la madrileña no iba a entender


nada y corrigió— ¿Quieres que te lo repita? —preguntó de forma seca en
castellano.

—No hará falta. ¿Hay algo que quieras compartir con nosotros?

Nuria conocía mucho a Pamela y sabía que cuando entraba en aquella


especie de trance era porque había encontrado algo que despertaba sus
neuronas. Algo que era importante.

—¡Pues sí! Por lo que he podido descubrir, la fallecida tuvo que ser
ingresada por una sobredosis la noche de Halloween de 2017. Dos hombres
la dejaron tirada en la puerta de un hospital, y, como sois buenos policías,
ya os podéis imaginar quienes fueron.

Los miró sin añadir nada, todos lo habían entendido.

Explicó los datos que había descubierto, las fotos de la noche de


Halloween en las que aparecían los tres y que demostraban el nexo entre los
fallecidos, y la ausencia de fotos de Paola, a partir de ese día, en las redes
de los dos hombres. Pamela continuó diciendo:

—Estuvo unos meses apartada de las redes. Hace poco más de un año
abrió los perfiles que ya conocemos.

—¿Qué pudo pasar aquella noche? —preguntó Nuria— ¿El motivo de


cesar el contacto fue ese abandono?

—Tiene bastante sentido. Que tengas una sobredosis y te dejen tirada


en la puerta de un hospital… —dijo Joan.
—¿Qué más has averiguado de aquella fiesta? —le preguntó Nuria.

Pamela tecleó en su portátil y comenzó a pasar las fotos del Casanova


Beach Club. En algunas de ellas estaban bailando, en dos, aparecían
acompañados de dos chicas. Una de ellas, muy guapa, miraba fijamente a la
cámara, pero la otra parecía esconderse.

—Muy buen trabajo, Pamela —dijo Sandra, admirada, sorprendiendo a


Pamela con su comentario—. Has encontrado el nexo que nos faltaba. No
sabemos de qué se conocían, pero es obvio que iban de fiesta juntos —no
tuvo que pensar mucho para añadir—: Podría ser que ella fuera la mujer que
participaba en las orgías con las extranjeras, las que se prestaban a
conseguir sus papeles a cambio de sexo.

—Eso parece confirmar que el motivo de esta venganza surge de lo


que ocurría en esas bacanales —comentó Nuria—. Alguna chica, vinculada
al fraude de las tramitaciones de extranjería, es la responsable de los
asesinatos. Y los ha perpetrado junto a un hombre, que, por lo que ya
sabemos, es Marc.

»Debemos buscar en su círculo más cercano. Esa forma de actuar,


matar a tres personas o ayudar a hacerlo, no se hace por un extraño, tiene
que ser alguien muy próximo. Alguien que haya sido una de las víctimas
durante esas noches de chantaje y lujuria.

Mientras Nuria hablaba, Pamela, agradecida del halago que le había


dedicado aquella madrileña, ya estaba buscando datos sobre Marc Font.
Apenas llevaba un minuto haciéndolo, cuando encontró algo que daba
sentido a casi todo.

Pamela levantó la mano, para llamar la atención.

—¡No sabéis lo que acabo de descubrir! —dijo, mostrando una


satisfecha sonrisa.
Laura

Aquella noticia había vapuleado sus recuerdos. Fue a trabajar por la


mañana, como cada día, pero a las doce dijo que no se encontraba bien y se
fue a casa. Necesitaba hablar con alguien, y quién mejor que Águeda. Era
una mujer inteligente e instruida en la que podía confiar.

Unos cientos de metros antes de llegar a la mansión en la que vivía,


entró por el camino que llevaba hasta la casita de verano. Águeda estaba en
el porche, tumbada en su sofá favorito, leyendo, como siempre.

Apenas levantó la cabeza cuando Laura se bajó del coche. «¿Qué


quiere ahora?», se preguntó.

—¿Te has enterado de lo de los cadáveres congelados? Son aquellos


hijos de puta que conocimos en Halloween —le dijo Laura nada más llegar,
sin siquiera saludarla.

Estaba claro que venía muy alterada. No era normal, con lo pija y
educada que era, que actuara de esa manera… pero se extrañó por la frase
que acababa de soltar. «¿Hijos de puta?»: a Águeda le sonó raro el
calificativo. Laura jamás había hablado de aquella noche, cuando ella se fue
y se quedó con ellos.

—No me acuerdo de sus caras, hace demasiado tiempo —dijo quitando


hierro al asunto—. ¿Estás segura, Laura?

—Jamás podré olvidar lo que pasó —dijo en un tono de pesar.

—¿Tan bien te fue? —preguntó Águeda, con cinismo.

Laura bajó los ojos y comenzó a llorar. Aquello descolocó un poco a la


escritora. No dijo nada, no preguntó, pero Laura comenzó a hablar:
—Aquella noche pasó algo… Algo de lo que nunca he hablado, ni
contigo, ni con nadie, pero ahora, que sé que han muerto, es como si me
sintiera liberada —dijo entre lágrimas—. ¡Porque son ellos tres, Águeda!:
Luis, Lucas y Paola. Ellos son los cadáveres que se han encontrado: he visto
sus fotos.

Entre sollozos le explicó la situación tras irse ella, el hecho de que se


fue con ellos a un chalé de Lucas. Que perdió el conocimiento y que solo
tenía un vago recuerdo de lo que le estaban haciendo. Recordaba, entre
tinieblas, a los dos hombres poseyéndola de forma alternativa, y a Paola
masturbándose en un sofá mientras los veía practicar sexo… Águeda la
miraba sin decir nada.

Nunca habían hablado entre ellas de aquella noche. Un par de días


después de la fiesta, cuando se vieron, Laura le preguntó por qué se había
ido. Le contestó que estaba cansada y aburrida. Pero, mientras hablaban, se
dio cuenta de que Laura tenía unos arañazos muy visibles y el labio partido.

Cuando le preguntó por sus heridas, le respondió que había discutido


con la novia de un tío con el que estaba coqueteando. Este le metió mano y
la novia lo vio. En vez de decirle nada a él, se acercó y le dio una bofetada
que le partió el labio. Se enzarzaron como dos leonas.

A Águeda siempre le había parecido muy extraña aquella explicación,


pero no le gustaba inmiscuirse en la vida de nadie, al igual que no toleraba
que los demás lo hicieran con la suya. Pero, por lo que estaba escuchando,
estaba a punto de enterarse de la verdad.

—No obstante, hay algo que nunca podré olvidar, Águeda… Cuando
pensaba que ya todo se había acabado, la hija de puta de Paola se acercó a
uno de los perros y…

Entre lloros le relató el final de la noche. Al salir de allí, casi


amaneciendo, pudo llegar hasta su coche y conducir, a duras penas, hasta su
casa para refugiarse en ella.
—Esta noticia de hoy, sus muertes, hace que me sienta liberada —
comentó entre ligeros sollozos—. Ha sido la Justicia Divina. Se ha vengado
de ellos en mi nombre, pero eso ha removido todos mis recuerdos.

—¿La justicia Divina? ¿¡Ese Dios que veneras, Laura!? — sin respetar
el llanto de Laura, Águeda soltó una carcajada—. Esto lo ha hecho alguien,
¡y tiene toda la pinta de ser una venganza! Les han cortado la polla…, y los
huevos… —la miró con desconfianza y le dijo, entrecerrando los ojos—:
¡Joder! ¿No habrás tenido nada que ver?

Laura la miró horrorizada, ¡Cómo podía pensar…!

—¡Por Dios, Águeda! Una cosa es que me alegre de su muerte, y otra


que yo fuera capaz de hacer eso. ¡Claro que no!

Águeda se encogió de hombros. Clavó sus ojos en los suyos, como si


dudara de sus palabras, y apuntó:

—Bueno: si lo que dices es cierto, han tenido lo que se merecían.


Pero…: ¿por qué nunca me lo dijiste?

—Bueno… Te fuiste de allí… No sé… Me sentí muy mal, y muy sola


—dijo Laura entre sollozos—. Menos mal que volviste a casa, cielo, porque
te hubiera pasado lo mismo.

—Sí. Fue una suerte que me fuera —le dijo con ironía.

—Si me hubieras avisado de que… —comenzó a decir Laura, pero


Águeda la cortó.

—¿Qué quería irme?… Si te lo hubiera dicho me habrías respondido


que tú te lo estabas pasando muy bien. ¡Ya te conozco!

Laura bajó sus anegados ojos, sabía que era cierto.

—Es verdad, pero tú no, y me comporté de forma egoísta —tuvo que


reconocer, demostrando pesar—. Cometí un error al insistirte en que
salieras de fiesta esa noche, pero…, Águeda, ¡era Halloween!, pensaba que
nos lo pasaríamos bien, que saldrías un poco de este aislamiento.

—Te recuerdo que me gusta estar sola, Laura. —Se quedó un instante
pensando—. La noche de los muertos…: un curioso presagio.
Pamela

Cuando vio que todos estaban atentos a lo que iba a decir, Pamela, con
una sonrisa de satisfacción, comento:

—Marc Font Rius. Es un bodeguero, el dueño y gerente de una bodega


en Sant Sadurní d´Anoia: “El Celler de can Font”. Está casado con Laura
Caselles Bertrán.

Puso una foto de los dos. Estaban juntos y, dada la vestimenta que
llevaban, había sido tomada en alguna cena de gala.

Ambos eran muy atractivos, en especial ella. Era muy rubia, con los
ojos verdes; según la opinión de Mario, que era un experto, una auténtica
princesa. Joan y Toni opinaron lo mismo. Sandra pensó que aquel rostro lo
había visto, pero… ¿dónde?

—Y ahora viene lo bueno —dijo Pamela—.

Cambió la imagen y volvió a poner en pantalla una de las fotografías


tomadas la noche de Halloween. En ella se veía a los tres asesinados junto a
dos chicas. Una de ellas, muy sonriente, mostraba el rostro a la cámara. Era
una chica rubia que todos identificaron al instante.

—¡Déu meu! —exclamó en catalán Nuria—. ¡Es ella, la esposa de


Marc!

Aquello indicaba que ya lo tenían: un móvil para el asesinato y a los


culpables. Todo apuntaba hacia ellos. Esa noche de Halloween, debió pasar
lo que ya sabían qué ocurría en aquellas fiestas. Soraya, la chica ecuatoriana
con la que Nuria había hablado, se lo había explicado con claridad.

Laura se habría visto envuelta en aquella sórdida bacanal, con los


perros, y eso condujo a una venganza que se acababa de materializar. Y a
pesar de que Paola se había quitado de en medio, los asesinos, quienquiera
que fuera de los dos, no la había querido dejar al margen y obtener una
venganza completa.

—¿No os parece que todo cuadra a la perfección? —preguntó Sandra


—. Por lo visto, no está relacionado con la trama de las tramitaciones, pero
gracias a esa información hemos podido saber lo que ocurría en el chalé de
Luis.

»Hace un momento, a través del análisis de ADN, descubrimos un


nombre, y Pamela, que ha hecho un extraordinario trabajo, ha encontrado la
relación de parentesco entre el principal sospechoso y una más que posible
víctima: su esposa.

Movió la cabeza mostrando cierta empatía. No empañaba la


responsabilidad de los asesinatos, pero tenía que reconocer que era una
venganza bien ejecutada. Dijo:

—Si a Laura la hicieron pasar por lo mismo que tuvo que sufrir
Soraya, o cualquiera de las otras víctimas de esos degenerados, el móvil de
los crímenes está muy claro. Lo único a destacar, es que seguimos sin saber
si fue ella la ejecutora, o lo fue él.

»Debemos averiguar dónde estaba cada uno de ellos el día de la


desaparición de los sujetos. Rastrear sus móviles, comprobar las cámaras de
seguridad de los locales a los que solían acudir, los GPS de sus vehículos, si
los llevan instalados…: cualquier cosa que nos aporte información sobre
esas fechas concretas.

»Cómo ya hemos hablado, a través de la autopsia no tenemos forma de


saber el día de la muerte, pero debemos suponer que no fueron retenidos.
De momento, nada parece indicarlo. Partimos de las fechas de su
desaparición. Si todo empezó con una madrugada para olvidar, les pagaron
con la misma moneda: una noche infernal, pero con un final diferente.
¿Estamos de acuerdo? ¿Algo que añadir?

Todos se mostraron conformes. Fue Nuria la que comentó:


—Parece muy evidente. Lo que no cuadra es lo del pelo, porque la
chica que buscamos lo tiene negro. Los ojos claros, que pensábamos que
eran azules, podrían ser verdes como los suyos —hizo un gesto de duda y
añadió—: También las gafas… Aunque imagino que una buena peluca obra
milagros.

—Ya hemos tenido casos en los que alguien utilizaba eso: pelucas y
lentillas de color —dijo Sandra pensando en Borja Expósito—. Es muy
factible. Comprobemos los datos que encontremos, con las fechas de las
desapariciones, y, si todo concuerda, pediremos una orden de registro, para
poder entrar en su casa.

Se miraron entre ellos y ninguno tenía dudas. El puzle parecía


completo, aunque faltaban pruebas que los relacionaran con los asesinatos,
porque el ADN no era suficiente para implicarlos.

—Vamos a destripar la vida y milagros de esa pareja —dijo Nuria—.


Ponte a ello, Pamela, y vosotros, por vuestra cuenta, averiguad en que
ambientes se movían. Pamela os orientará. ¿De acuerdo?

Todos asintieron y, junto con Nuria, salieron de allí, dejando a. Mario y


a Sandra solos. Ella le dijo que iba a llamar a Conrado, para saber qué
habían averiguado y para explicarle la fuga de Borja. Imaginó que no
debían saberlo, la habrían llamado al momento.
Conrado

Llevaban toda la mañana revisando las cartas que Borja había recibido
en la cárcel. Conrado pensó que jamás entendería la insana obsesión que
algunas personas tenían con los asesinos y los psicópatas, en especial con
los más crueles.

Y aún resultaba más extraño pensar que la mayoría de los remitentes


eran mujeres. «¿Les da morbo cartearse con un depredador sexual?», pensó.
Lo comentó con Rubén y Guillermo, que al igual que él estaban revisando
la correspondencia, y estuvieron de acuerdo con su apreciación.

Varias de las cartas, que ni siquiera habían tenido respuesta, eran de


pirados que decían admirar su trabajo. Las clasificaron por montones: las
descartables, las que creaban dudas, y las significativas.

El primer grupo era el más numeroso, ciento sesenta cartas de distintos


remitentes; en el segundo se apilaban unas ochenta, de otros once, y el
tercero constaba de cuarenta y dos. Estas últimas eran de cuatro mujeres
diferentes y resultaban muy significativas.

Pero había una que, por alguna razón, tal vez intuición, destacó sobre
las demás. Fue Rubén el que la leyó. En ella constaba un dato que debían
comentar con Sandra. Cuando se lo estaba diciendo a sus dos compañeros,
que estuvieron de acuerdo, la voz de Sergio resonó en la estancia.

—¿Nosotros somos feos?, ¿o alcohólicos?, ¿o depresivos? —preguntó


de repente— ¿Alguno se ha divorciado y está jodido por una ruptura
destructiva? ¿¡Estamos siempre de mala hostia y cabreados con el mundo!?
—exclamó en un momento dado, sorprendiendo a todos—. ¡Pues no! Todos
somos guapos y atractivos, especialmente mi subinspector favorito —
comentó mientras sonreía, mirando a Rubén que soltó una carcajada.
Los tres se lo quedaron mirando muy sorprendidos. Sergio no
acostumbraba a despegarse de su ordenador ni siquiera para ir al baño, todo
lo contrario. Le molestaba enormemente cuando lo sacaban de su
abstracción.

—¿Se te ha ido la olla, o estás aburrido? —preguntó Guillermo—. ¿A


qué viene eso ahora?

Sergio, que tenía el móvil en la mano, lo agitó en el aire.

—He recibido un mensaje de un amigo preguntándome que me parecía


la novela que me ha recomendado. Estoy enganchadísimo con ella. Es una
novela policíaca que empecé ayer, pero el inspector, que es un cabrón,
reúne todas esas características que os digo:

—¡Siempre es así, Sergio, pareces tonto! —le soltó Guillermo—:


ocurre en las películas, y sobre todo en las novelas.

—¡Pues no estoy de acuerdo! —dijo el informático con convicción—.


Ya sabéis que yo me hice policía por CSI, y allí todos son como nosotros.

—¿Guapos y atractivos?, ¿igual que algún subinspector que está cerca?


—preguntó Guillermo de nuevo, mientras se reía.

—¡Pues sí! —exclamó el analista—. Mira a Sandra: es guapa, con


clase, atlética, superinteligente, preparadísima en todos los sentidos, experta
en artes marciales…

—No puedo estar más de acuerdo, Sergio, pero no hay muchos policías
como ella —dijo Conrado reconociendo los hechos—. Aunque, a veces, la
realidad supera a la ficción. Ella es un claro ejemplo.

—Y, encima, la muy cabrona de la jefa, está con Mario, que es … —


comenzó a decir Sergio.

En ese momento sonó el móvil de Conrado, que levantó la mano


haciéndole callar.
—Hablando del Rey de Roma. Es Sandra —anunció mientras
respondía.

Se hizo el silencio en la sala, para escucharla.

—Buenos días, Sandra. ¿Cómo vais por ahí?

—Buenos días a todos, chicos. Hemos avanzado mucho, pero no solo


os llamo para saber las novedades que tenéis. ¿Os habéis enterado de la
noticia?

—¿Se ha encontrado algún otro cuerpo? —preguntó el subinspector.

—¡No, Conrado!: Borja Expósito se ha escapado de la cárcel de


Morón.

Aquello fue una bomba. Se miraron entre ellos, sorprendidos. Era raro
que un preso se fugara, pero que lo hiciera una celebridad como él, un
referente en el mundillo de los asesinos en serie, era algo excepcional.
Sandra continuó:

—Poneos en contacto con el equipo que lleve la investigación sobre su


búsqueda. Hablad con ellos para que, si no lo han hecho ya, pongan
vigilancia a todas las personas con las que sabemos que se ha relacionado
desde que ingresó en la cárcel. Alguna de ellas puede haberle ayudado y
mantenerlo culto. Sergio tiene todos los datos.

Les explicó las circunstancias de la huida, según la versión que les


había dado el alcaide, y les dijo que estuvieran muy alerta. El hecho de que
Borja conociera tan bien a todos los miembros de la brigada parecía una
velada amenaza.

Les preguntó si ya habían subido algún informe al programa que


utilizaban y le dijeron que lo tenía todo, pero que lo iban actualizando.

—¿Habéis encontrado algo significativo?


—Sí. Te hemos marcado algunas de las cartas que nos han parecido
más relevantes. Hay una, que ha localizado Rubén, en la que deberías fijarte
con más detalle. Es de una tal Clara. Le ha enviado bastantes, pero, en una
de ellas, hace referencia al nacimiento de Borja, el día, la hora, el lugar…
todo.

A Sandra le dio un vuelco el corazón. Aquello solo podía venir de


alguien, y ella sabía de quién: «¿Clara?».

—Pídele a Sergio que, si no lo ha hecho ya, le haga un especial


seguimiento: lugar de envío, remitente, fechas… todos los datos.

—Me está afirmando con la cabeza. Ya lo tienes ahí. La información


de todas las personas con las que el recluso se puede relacionar, tanto
físicamente como a través del teléfono. Pero ella, la tal Clara, no es uno de
los nombres que aparecen en esa lista.

Sandra imaginaba por qué, y mientras hablaba con Conrado localizó la


carta que le decía. La leyó y sintió un escalofrío, el texto era demasiado
significativo: «alguien, a quién ambos conocemos, nació en el mismo
hospital, el mismo día que tú, y con solo seis minutos de diferencia. Según
tengo entendido, Borja, tú eras mellizo… ¿No te da que pensar?»

Mil pensamientos sacudieron la mente de Sandra. Un maremoto de


ideas, de conjeturas, de deducciones se agolparon en décimas de segundo.

Nadie de fuera de su entorno sabía lo de su vínculo con él, ¡excepto


Claire Morel! Pero estaba encerrada en alguna cárcel, aunque no sabía en
cuál. Esa era la causa de que no pudiera tener contacto telefónico ni
personal con él.

Pero, de alguna manera, había conseguido hacerle llegar


correspondencia sin que se supiera que era ella. Imaginó que lo habría
hecho a través de alguien externo a la prisión; la misma persona que
informaba a Borja de todo cuando contactaba con él.
Comenzó a atar cabos. Borja Expósito se había escapado de la cárcel y
sabían que había estado recibiendo información del exterior.

Si había alguien con la inteligencia, el dinero y el poder suficiente


como para conseguir maquinar y consumar la fuga de un preso, sin duda era
ella. En consecuencia, Claire Morel estaba tras la fuga del asesino de los
números romanos.

Pero ese no era el único hilo del que tirar, también suponían que, por el
vínculo de los dedos cortados en el epitafio, Borja, de alguna manera,
también se relacionaba con la asesina, porque cada vez estaba más segura
de que era una mujer. «¿Con Laura?», se preguntó.

Intentó imprimir seguridad en su voz cuando les dijo a sus chicos a


través de la llamada:

—Quiero que sepáis que hay algo importante de lo que hablaremos a


mi vuelta, algo personal —dijo refiriéndose a su relación con Borja—. Pero
ahora quiero que os centréis en dos cosas.

»Estoy segura de que Claire Morel está detrás de la fuga de Borja, esa
es la primera. Necesito que Sergio investigue todo lo que pueda sobre su
estancia en prisión: dónde está, sus relaciones con las internas, con las
funcionarias, con el alcaide, si mantiene algún tipo de correspondencia y
con quién, llamadas… Ya sabéis.

»Quiero que investigue a fondo a todo el personal de la cárcel que


tenga relación con ella. Personal de seguridad, sanitario, burócratas,
administración, empresas externas que suministren material… todo, Sergio.
¡Todo!

»Necesitamos crear una tela de araña en la que aparezca la totalidad de


los funcionarios de la cárcel en la que esté, encontrar alguna relación.
Alguno de ellos puede ser cómplice en la fuga de Borja. Si alguien es capaz
de organizar algo así es Claire Morel.
»La segunda cuestión. Basándonos en la lista que Sergio ha hecho, una
de esas personas con las que Borja tiene relación directa es la asesina de los
crímenes que investigamos. Desde aquí hemos llegado hasta un nombre,
Laura Caselles Bertrán. He visto que hay una Laura en la lista. Comprobad
si es ella.

»Si no hay nada nuevo, hablamos esta tarde.

—Perfecto, Sandra, espera… —dijo Conrado y añadió—: Sergio me


acaba de decir que Claire Morel está en Barcelona, en la cárcel de Wad Ras.

—Buena noticia, podré hablar con ella. En cuanto Sergio tenga la


información que le he pedido sobre Claire, que la meta en el programa. Esta
tarde, si puedo, a última hora iré a visitarla. Sergio tendrá más tiempo para
buscar información.

Conrado sonrió al pensar que, dentro de una hora, Sergio lo sabría todo
de la reclusa: hasta cuándo le había bajado la regla por última vez.

—Perfecto, jefa. Ya te vamos informando. Ahora mismo me entero de


quién dirige la búsqueda de Borja. Imagino que todas las comisarías habrán
sido alertadas, pero supongo que lo llevarán desde Sevilla. Hablaré con el
alcaide de la prisión para que me informe.

Sandra se sintió satisfecha. Sabía que su equipo era el mejor y que


encontrarían lo que les había pedido. Acababa de volver de vacaciones y se
había tenido que ir a Barcelona, sin poder estar con ellos. Les dijo:

—Un saludo, chicos. Tengo ganas de veros y poder volver a trabajar


con vosotros —comentó con sinceridad—. Hoy es martes y me apetecía
vapulearos un poco en el gimnasio, como todas las semanas, pero habrá que
esperar.

Escucho sus risas.

—Y nosotros también, Sandra —dijo Conrado—. Hace un rato, Sergio


te criticaba, pero…
Sandra escuchó el grito del informático que, con su aflautada voz y
desde la distancia, gritaba: «¡¡Serás mentiroso!!».

Se puso a reír y dijo:

—Sé que no es cierto. Él me quiere mucho, al igual que yo a él.

—¡Yo más, jefa! —exclamó Sergio acercándose al micrófono del


móvil.

—Hablamos esta tarde —comentó Sandra entre risas—. Descansad,


chicos, y vigilad. No creo que pase nada, pero no me gusta que Borja esté
suelto.

Mientras Sandra hablaba con Madrid, Mario estaba revisando el


informe de Pamela. Al comprobar el registro de urgencias del hospital
durante la noche de Halloween de 2017, vio que, además del ingreso de
Paola, constaban dos violaciones.

Una de ellas le llamó la atención. En el informe médico se hacía


constar que la víctima presentaba heridas significativas en los pezones, con
toda probabilidad fruto de una agresión muy violenta.

Llevaba la ropa rasgada y tenía tres dedos rotos. Cuando la enfermera


le sugirió la posibilidad de hacerse las pruebas con el kit de evidencia de
asalto sexual, se negó. El médico hacía constar que, por el tipo de heridas
que presentaba la víctima, era posible que hubiera actuado más de un
sujeto.

Cuando el galeno intentó precisar la información, apenas dio


explicaciones, solo que habían sido dos hombres y que había ocurrido en la
zona de Castelldefels.

Recordó que Pamela había dicho que las fotos de aquella noche se
habían tomado en un local de copas de esa población. Aquella coincidencia
le sorprendió. ¿Dos hombres habían violado a una chica, esa noche y en esa
misma zona? Era una coincidencia y él no creía en las casualidades.

En el parte constaba que la chica violada no había querido presentar


denuncia, a pesar de que los mossos hablaron con ella. No era habitual, pero
tampoco infrecuente. En el informe constaba un nombre: Susana Roca
Juglar. ¿Aquello era casual?

Se fijó en la hora de ingreso y había sido tres horas antes del de Paola.
«¿Puede haber alguna relación?», pensó.

Lo comentaría con Sandra.


Sandra de la Rosa

Apenas unos minutos antes de salir de la comisaría para ir a comer,


Mario le había explicado a Sandra lo que había descubierto sobre la chica
violada en Castelldefels. Ella estuvo de acuerdo que podía ser una
casualidad, pero que debían investigarlo. Lo comentarían con Nuria durante
la comida.

Tenían mesa reservada en el restaurante de otro amigo de la


adolescencia de Mario, Ernest, al que visitaba siempre que iba a Barcelona.
Nuria y Albert, su marido, iban un par de veces al mes. Se alegró de volver
a ver a Sandra, a la que ya conocía, de algún viaje anterior.

La conversación fue distendida durante cinco minutos, pero, pasado


ese tiempo, como era previsible, empezaron a hablar de trabajo. Sandra le
pidió a Mario que le explicara a Nuria lo que había descubierto.

Tras oír los argumentos del inspector, estuvo de acuerdo en que podía
ser significativo. Los fallecidos eran depredadores sexuales, y serían muy
capaces de realizar un acto como aquel. Había que investigarlo.

Nada más volver a comisaría, se fueron directamente al despacho de


Pamela. La informática apartó la vista de la pantalla para mirarlos. Nuria le
dijo, en castellano:

—Pamela: ha surgido un nuevo nombre en la investigación.

«¡Otra vez el puto español!», pensó. «¿A ver qué quieren ahora?»
Nuria prosiguió:

—Mario se ha dado cuenta de que la noche del ingreso de Paola en el


hospital, también se atendió a dos víctimas de violación, y una de ellas fue
realizada por dos hombres. Ocurrió unas tres horas antes del ingreso de la
fallecida. Pero lo excepcional del caso es que, según el informe, la violación
ocurrió en la playa de Castelldefels, muy cerca del Casanova Beach Club.
La víctima, en urgencias, se registró como Susana Roca Juglar.

Pamela se dio cuenta de que había fallado. Ella también había visto
aquel dato y lo había pasado por alto. Era muy suya, todos en el
departamento lo sabían, pero no era una hipócrita. Reconoció:

—Si es así, lo siento, he fallado en mi trabajo. También supe ese dato y


no le di importancia —dijo con humildad, mirando a Mario con respeto.

Sandra exclamó con sinceridad:

—¡Pamela, por Dios, no puedes sentirte culpable por eso! Todos


admiramos vuestro trabajo y sabemos la dificultad que entraña: el tuyo y el
de Sergio, nuestro compañero en la brigada. Sois vitales para nuestras
investigaciones. Si tú no hubieras llegado hasta esa noche de Halloween,
estaríamos a medias.

Pamela se la quedó mirando, agradeciendo sus palabras que le


parecieron sinceras. Tal vez aquella madrileña no era tan estúpida como
había pensado.

—Ahora, lo que necesitamos, es saber quién es Susana Roca Juglar —


continuó Sandra—. Tengo a Sergio trabajando en otra línea de
investigación, en la fuga de Borja Expósito. ¿Te puedes ocupar tú?

—Claro, no te preocupes. En menos de media hora acabo con lo de


Marc y Laura. Ya lo tengo muy perfilado. Os paso la información y me
pongo con esa mujer. A lo largo de la tarde te digo algo. ¿Te parece bien?

—Perfecto. Mario y yo nos vamos a Wad Ras, a ver a una presa que
espero que arroje alguna luz sobre la fuga de Borja, y es posible que
también sepa algo de la asesina.

—¡Pues vaya mujer!

—¡No lo sabes tú bien!


CAPÍTULO 10

Marc

Aquella noche, al igual que cada martes, había partida de póker.


Comenzaba a las diez de la noche y hoy tocaba en su casa. Había quedado
para comer con un amigo de la universidad, en Barcelona. Tendría tiempo
más que suficiente para estar en Sant Sadurní d´Anoia mucho antes de esa
hora. Incluso podía llamar a Úrsula y pasar un buen rato.

Pere Comes fue, durante los años de carrera, uno de sus íntimos
amigos. Habían compartido muchos momentos de estudio, pero sobre todo
de juergas. Marc sabía que Pere era un seductor nato, aunque un tanto
agobiante, según sus parejas. Se volvía muy posesivo y todas lo acababan
dejando. Era un enfermizo controlador.

Marc intuía que esa era la razón de haberse divorciado dos veces. Pero,
al igual que él, no tenía demasiados problemas para encontrar compañía. Se
mantenía en forma, y a pesar de no ser demasiado atractivo, su repleta
cartera magnetizaba a determinadas chicas. En especial a las que no le
hacían ascos a vivir una vida de lujos, y que no buscaban una perfecta
herencia genética para transmitir a sus hijos.

Siempre que quedaban para comer iba acompañado, era una fijación. A
Marc nunca le había gustado llevar a cualquiera de sus amantes a aquellas
comidas, incluida la última, Ivana. Ellas estaban para lo que estaban y
aparte de alguna cena íntima, se reservaba para sí el placer de disfrutar de
su compañía, pero a solas. Sabía muy bien cómo.

Sin embargo, Pere era de otra forma de pensar y parecía querer


vanagloriarse de las mujeres que conseguía hacer suyas. Eran tal para cual,
ambos obsesivos con el género femenino, pero muy diferentes en su forma
de expresarlo.

Desde hacía un par de meses, Pere estaba saliendo con Raquel. Marc
solo la había visto una vez, y encajaba a la perfección con su idea del
orgasmo perfecto. Dada su especial intuición y la experiencia que había
adquirido durante todos aquellos años, lo tuvo muy claro: Raquel era de las
muy buenas.

Cuando llegó al restaurante, ellos acababan de llegar. Los vio al fondo,


en uno de los reservados que siempre les asignaba Francesc, el maître del
local. Se levantaron para saludarlo. Pere le estrechó la mano y Raquel,
aquella rotunda y sensual pelirroja de ojos verdes, con aquel pecho perfecto
que desafiaba a la gravedad, lo besó.

Marc se sorprendió, porque lo hizo en la comisura de sus labios. No era


lo normal y lo interpretó como una invitación. Mientras Pere se volvía a
sentar en la mesa, ella, que estaba de espaldas a su pareja, se lo confirmó
con aquella preciosa sonrisa que le regaló mientras le guiñaba un ojo con
picardía.

El bodeguero no necesitaba demasiado tiempo para saber cuándo debía


aprovechar las oportunidades, y aquella sin duda lo era.

Durante los entrantes, mientras Pere hablaba de sus tiendas de


muebles, recreándose en que iba a abrir la sexta en Reus, Marc sintió un
ligero roce en uno de sus tobillos. Miró a Raquel y se encontró con su
sonrisa.

Estaban sentados en un banco circular, alrededor de una mesa redonda,


y la chica se había sentado entre los dos hombres. Al notar una caricia en su
muslo derecho, el consciente de Marc se evadió de las palabras de su
amigo, dejó de oír lo que decía y en su mente aparecieron las ficticias
imágenes de Raquel, tumbada desnuda sobre una cama con sábanas negras
de seda, y, a él, sujetando sus muslos y con su boca incrustada entre sus dos
abiertas piernas.
Los espasmos de su cuerpo mientras se corría, en su imaginación, y la
caricia disimulada de aquella mano cada vez más osada, obraron el milagro
y su cuerpo respondió. Supo que, de ninguna de las maneras, podía
levantarse de su silla en aquel momento si no quería provocar un escándalo.

Pero fue Pere el que lo hizo. Comentó que iba un momento al aseo, y
los dejó solos. Nada más irse, Marc le dijo:

—¿No tienes bastante con lo que te hace Pere?

—No es nada del otro mundo, y ya estoy un poco harta de él. ¿Tú eres
mejor? —le preguntó mientras con descaro sujetaba, por debajo de la mesa,
su miembro erecto que amenazaba con romper el pantalón—. ¡Buf!, ya veo
que sí. Suponiendo que sepas utilizar esto —añadió mientras pulsaba sobre
él, estrujándolo con mimo.

Cuando la mano que Marc había posado en su muslo subió por él,
apoderándose de su entrepierna, Raquel dio un respingo y entrecerró los
ojos. Él sonrió al ver su gesto, denotaba que no estaba equivocado, al igual
que lo demostraba su empapada ropa interior. Raquel era una bomba.

—Raquel: yo todo lo utilizo muy bien. Si quieres esta tarde te lo


demuestro, pero soy muy exigente con las mujeres, No me gustan las que
no son muy fogosas.

—No te defraudaré, pero no hagas que me arrepienta. ¿Lugar y hora?

—Sercotel de Sagrada Familia. Pregunta por el señor Ignacio Vidal. A


las seis. Tengo tres horas libres antes de jugar al póker.

—¿Tanto me vas a durar? —susurró ella mientras sus caderas parecían


ir por libre, algo que intentaba disimular—. Ese nombre… ¿tiene algo que
ver con el actor porno?

—Si yo me hubiera dedicado a eso, él no sería nadie.

—¡Eres un fantasma, amor! —dijo mientras soltaba una carcajada—


¡Nacho Vidal es intocable!
—Reconozco que tal vez me falte algo de calibre, ya lo estás notando,
pero en fogosidad…

—Tu calibre está muy bien. Se adaptará como un guante a lo que ya


sabes —murmuró ella. Quitó su mano apresuradamente del miembro de él,
posándola sobre la mesa y añadió—: Pere acaba de salir del aseo.

Marc actuó de igual forma, pero antes de reposarla, se la acercó a la


boca y sorbió la humedad que impregnaba sus dedos. Ella vio su gesto y un
pálpito en su entrepierna le insinuó que no se había equivocado: Marc era el
hombre que necesitaba.

«¡Cuando menos te lo esperas, salta la liebre!», se dijo Marc a sí


mismo!

A las seis de la tarde, unos nudillos llamaron a la puerta de la


habitación del Sercotel de Sagrada Familia. Marc abrió la puerta y se
encontró a Raquel que, con una sonrisa seductora, una botella de vino
blanco en la mano y el vestido más seductor que recordaba en mucho
tiempo, le decía:

—Vamos a demostrar, tú y yo, que nuestras afirmaciones son ciertas, y


que ninguno de nosotros es un fantasma que solo miente para ligar.
Ivana

Se puso a pensar que hacía tiempo que no veía a Laura por la discoteca
en la que trabajaba. Imaginó que no querría cruzarse con su repudiado
marido mientras ambos estaban con otra persona. Sería violento. Ivana
conocía la clase de mujer que era Laura, muy pija y educada, pero también
muy discreta en sus relaciones, sobre todo cuando estaba en público;
porque, en la intimidad, según palabras del impresentable de su marido, era
una máquina de sexo. La debían haber informado de que Marc continuaba
yendo por allí.

***

Aunque ya se habían visto varias veces en la discoteca, una noche, en


la que Laura parecía un tanto aburrida porque no le gustaba el ambiente que
había, se puso a hablar con ella.

—¡Vaya mierda de noche! —le dijo la esposa de Marc.

—¡Y qué lo digas! —exclamó la recién repudiada amante de su marido


—. El ambiente está raro.

—¿Y qué me recomiendas para subir mi ánimo? —le preguntó.

—¿Hablas solo de cócteles? —respondió, preguntando con una sonrisa


acariciante.

Laura se sorprendió con la respuesta. Si leía entre líneas… Se fijó en


ella con detenimiento. Era una chica muy atractiva, rubia y con ojos verdes,
como ella. En realidad, se parecían bastante, aunque la camarera llevaba el
pelo algo más corto y ondulado, y tenía un pícaro lunar en la mejilla.

Ella era más guapa, por supuesto, pero aquella barman no estaba nada
mal, todo lo contrario. Los vaqueros, muy ajustados, resaltaban sus
femeninas caderas y un culo un tanto respingón. La camiseta blanca se
ajustaba a su torso realzando unos pechos de tamaño medio que parecían
elevarse en el pezón. Le gustó, ¡y mucho!

—¿Cócteles, dices?, en realidad, no —respondió con su mejor sonrisa


—. Estoy abierta a sugerencias.

—Me encantaría sugerirte muchas, pero… ¿sabes quién soy?

—Una camarera preciosa que está consiguiendo que me excite —le


confesó con una sinceridad aplastante—. ¿Hay algo importante que deba
saber de ti?

—Soy la última amante de tu marido. Lo fui hasta hace un mes —le


soltó a la brava.

Aquella confesión conmocionó un poco a Laura. No se la esperaba.

—¡Coño! —exclamó, le salió del alma. La miró con cierto descaro y le


preguntó—: ¿Y crees que eso debería molestarme?

—¡No!: estoy segura de que no, por eso te lo digo, pero quería que lo
supieras.

—¿Por qué?

—Porque tu marido es un hijo de puta.

—¡Coño! —volvió a soltar Laura haciendo un gesto de satisfacción—.


Tú y yo nos vamos a llevar bien. ¿Cómo te llamas?

—Ivana. Y tú eres Laura.

—Pareces conocerme bien.

—Lo sé todo de ti: tu marido es un bocazas.

—Y ¿qué te ha explicado?

—Que te corres como nadie.


—¡Sí que es bocazas!, pero no me importa. Eso solo lo comprueba
quien yo quiero, y la opinión de los demás me importa una mierda.

—Opino lo mismo.

—Un día podríamos enrollarnos —le dijo Laura, insinuante—. Así yo


sabría si tú eres tan fogosa como a él le gustan, y tú comprobarías que mi
marido dice la verdad.

—Me han puesto aquí para cubrir tus deseos. Estoy a tu servicio, para
lo que me necesites.

—Hoy estoy muy aburrida. ¿A qué hora acabas?

—A las tres.

—La hora perfecta.

Eran cerca de las seis cuando, ambas, agotadas y abrazadas, se


quedaron dormidas en la cama de la habitación de Ivana. La misma que
había compartido con su esposo durante dos meses, obligada por las
circunstancias.

Pero aquella noche, Ivana no tuvo que fingir y exagerar sus orgasmos
tal como hacía con él. Laura la contagió con su fogosidad, y ambas se
desbordaron la una en la otra, como pocas veces la camarera había sentido.

Desde luego, Laura sabía lo que se hacía. Marc tenía razón, no en


alabar la maestría de Laura en el sexo, eso era algo que jamás había
revelado ni ensalzado, sino en la extrema fogosidad de su esposa.

Unos diez minutos antes de dormirse, tras casi tres horas de sexo,
mantuvieron una significativa conversación. Laura le preguntó si lo había
hecho allí, con Marc. Ivana se lo confirmó, y pareció satisfecha.
—Algún día, tal vez le diga que tú y yo hemos estado follando aquí, en
esta cama de tu habitación —manifestó contenta—. Le va a joder un
montón.

—Es un puto cabrón —respondió Ivana con desprecio.

—¡Por supuesto que lo es! ¿Te dejó él? —preguntó Laura mientras
daba una calada a un porro. Siempre iba bien surtida e Ivana no le había
hecho ascos, al contrario. Se lo pasó a la otra, que aspiró con fuerza. Con
una extraña sonrisa, tras exhalar el humo, respondió:

—Sí, pero yo le forcé a hacerlo, ya tenía lo que quería. Le dije que


estaba embarazada, aunque no era verdad, y salió corriendo. Me dejó tirada
en un hotel, en Mallorca.

Laura hizo un gesto de desconcierto.

—Y ¿qué es lo que querías de él? —indagó

—No pensarás que por el hecho de haber follado contigo te voy a


revelar todos mis secretos —le respondió Ivana, haciendo un gesto de
extrañeza.

—¡Es cierto!, ni yo a ti los míos —confirmó Laura, riéndose—, pero si


en algo estamos de acuerdo es en que mi marido es… es… —repitió,
afirmando con la cabeza e instándola a acabar la frase.

—¡Un hijo de puta! —soltaron al unísono entre carcajadas.

Laura la miró y le pareció percibir un brillo especial en los verdes ojos


de Ivana. Tal vez porque eran muy parecidos a los suyos: «¿odio?», se
preguntó.

—¿Te gustaría vengarte de él? —afirmó, en forma de pregunta


implícita.

Ivana intentó disimular, pero no pudo. Su gestualidad hablaba más


claro que sus labios.
—No es un hombre que se haga querer, al menos por las mujeres, ¿no
te parece?

—¿Eso es un sí?

Ivana solo sonrió.


Sandra de la Rosa

Tras dejar a Pamela investigando la posible conexión de Susana Roca


con todo aquello, llamó a Madrid. Necesitaba saber cómo iban las cosas por
allí y lo que Sergio había encontrado sobre Claire Morel. Llamó a Conrado,
como siempre.

—Buenas tardes, jefa.

—Hola, Conrado. Voy a ir a ver a Claire Morel, pero antes necesito


saber lo que Sergio ha averiguado.

—Creo que ya lo tienes todo en el programa. Espera que te lo pase y te


lo confirma.

Al momento, mientras lo abría, para revisar la información que le había


enviado, Sandra escuchó su aflautada voz.

—Hola, jefa, soy yo —dijo, cómo si no se notara—. ¿Lo tienes


abierto?

—Sí —respondió Sandra mientras, junto a Mario, revisaba los datos.

—Vamos por partes. La tal Laura Caselles, vuestra investigada, no


tiene ninguna vinculación con esa otra Laura que se cartea con él, y que
también lo ha visitado en alguna ocasión. He visto la imagen de ella en las
grabaciones de la cárcel y he comprobado su identidad. Es una estudiante
universitaria que está haciendo una tesis de fin de carrera basada en él. Por
lo visto, Borja está encantado con la publicidad que eso le va a dar.

«El narcisismo de los psicópatas, uno de sus rasgos distintivos», pensó


Sandra

—También te he enviado lo que he averiguado de las otras chicas que


están autorizadas a mantener visitas o contacto telefónico con el reo. Cómo
ya sabes, Candela, su pareja oficial por llamarlo de alguna manera, es la
única con la que mantiene contacto físico en los vis-a-vis. Además, es su
letrada.

»De las otras chicas no he encontrado nada destacable, salvo una tal
Ivana. Nunca lo ha visitado en persona, pero si ha mantenido mucha
correspondencia con él. Te paso con Guillermo, que es quién se ha
encargado de leerla.

Un instante después oía la voz del magnífico atleta, el agente más


joven de la brigada.

—Te explico, Sandra. La tal Ivana tiene mucha fijación con Borja. Se
muestra muy interesada en saber los motivos que le impulsaron a matar,
sobre todo si fue por venganza. Quería saber qué le habían hecho a él,
cuando era un niño, para que se desquitara de la sociedad matando a todas
aquellas mujeres.

»Según le explica en las cartas, ha tenido episodios muy crueles en su


vida. No le gusta el trato con la gente y confiesa que fue violada cuando era
muy joven. Pero que lo único que la mantiene viva es la satisfacción de la
venganza.

»He verificado los números de teléfono que están autorizados para


hablar con el preso, y el suyo es uno de ellos. Es de prepago, eso me ha
extrañado. Lo curioso es que el contacto telefónico comenzó hace tres
meses. Antes solo mantenían correspondencia.

Sandra, tomando como referencia las fechas de desaparición, pensó:


«Un poco antes de los asesinatos». Pero ya tenían a una asesina. ¿Tenía
Ivana alguna relación con aquello? ¿Se habría equivocado y no había
relación con el asesino de los números romanos? ¿Estaban dando palos de
ciego?

Los dedos incrustados en la imagen de la lápida hablaban por sí solos e


indicaban una dirección muy clara. ¿O solo había sido una forma de desviar
la atención?
Hasta que, además del ADN, encontraran algo que vinculara a Marc y
a Laura con los asesinatos, no podían descartar nada. Aquella era su
segunda opción.

—Muy buen trabajo, Guillermo. No tenemos nada definitivo, pero


hasta que no estemos seguros de tener a los verdaderos culpables, y eso aún
hay que demostrarlo, es nuestra mejor alternativa. Sergio… —dijo
llamando la atención de este

—Dime, Sandra.

—Resúmeme lo que tengas de Claire Morel. Me voy con Mario a Wad


Ras, para hablar con ella. Leeré tu informe al completo mientras vamos
para allí, pero: ¿qué me puedes adelantar?

—Tal como dijiste, es muy posible que se cartee con Borja, y estoy
seguro de que lo hace bajo el seudónimo de Clara. Lo he comprobado y las
cartas son enviadas desde fuera de prisión. Todos los envíos han sido desde
lugares diferentes.

»Rubén ha notado algo raro, al tenerlas en la mano, y las ha enviado al


laboratorio. El informe dice que el papel ha estado enrollado durante un
tiempo, dentro de algún cilindro muy fino.

En ese momento Sandra pensó que aquello sugería una respuesta a la


forma en la que había conseguido sacarlas de la prisión. Alguna de las
reclusas de tercer grado, o alguna carcelera, se introducía en el cuerpo un
tubo de plástico, para no activar los sensores de metales.

En aquel momento, Conrado recibió una llamada. Era del inspector


jefe que estaba coordinando la búsqueda del recluso fugado. Escuchó
atentamente, aunque apenas habló, para no interrumpir la conversación, y
dijo que se lo comunicaría a la inspectora De la Rosa, que la tenían al
teléfono. Nada más colgar habló en voz alta, reclamando la atención de
todos, incluidos Sandra y Mario, que estaban al otro lado de la línea:
—Sandra, me acaban de notificar que no localizan a una funcionaria de
prisiones de Wad Ras, ha desaparecido, al igual que su hermano, que es
médico de la cárcel Sevilla II.

«¡Se hizo la luz!», pensó Sandra,


Claire

El Comissari Aleix Ribó se había encargado de preparar la visita de


Sandra y Mario a la cárcel de Wad Ras. Cuando llegaron la directora del
centro ya los estaba esperando. Le habían ordenado que tuviera a mano el
expediente completo de la reclusa Claire Morel.

Cuando la inspectora De la Rosa, y aquel guapo inspector, entraron en


su despacho, se levantó para saludarlos.

—Buenas tardes, inspectores. Soy Luisa Matéu, la directora.

—Encantada —dijo ella—. Yo soy Sandra de la Rosa, y él es el


inspector Vargas.

—Por lo que he visto en el informe, ustedes fueron quienes detuvieron


a la reclusa —comentó la directora con admiración.

—Sí, somos los responsables de que esté aquí —comentó Sandra


restando importancia—. ¿Qué tal se porta en la prisión?

—Es una reclusa modelo —dijo con orgullo.

Sandra pensó que, en realidad, la directora no sabía con quién estaba


tratando. Era mucho más peligrosa de lo que imaginaba.

—¿Tenía mucha relación con la funcionaria de prisiones que ha


desaparecido?

—Todavía no lo entiendo —comentó en tono de sorpresa —. Era una


persona de la máxima confianza, tal vez le haya pasado algo.

—No ha contestado a mi pregunta —le dijo Sandra de forma seca.

—Disculpe. Aún no nos hemos repuesto de la noticia. Y en respuesta a


ella le diré que sí: Claire se lleva bien con todo el mundo. Tiene un carisma
muy especial.

—¿Sabe usted que es una psicópata? Tal vez no mate a nadie de forma
directa, pero es una manipuladora como no hay otra. Es capaz de conseguir
que todo el mundo coma en su mano.

—No sé… —balbuceó la directora, dubitativa.

—¿Le cae bien?, ¿a usted?

—Tengo que reconocer que sí. Ha hecho mucho aquí dentro, ha


ayudado a muchas chicas. Tiene una cultura desbordante, ha colaborado
dando clases a varias compañeras, incluso ha creado un grupo de lectura y
otro de yoga. La aprecian mucho y siempre recurren a ella. Se hace respetar.

—¿Ha tenido algún conflicto aquí dentro?

—No, ¡qué va! Ya le digo que es muy respetada por todas sus
compañeras.

—¿Tiene algún privilegio especial?

—¡No!, inspectora: esto es un centro penitenciario. Lo único en lo que


hemos cedido es en la lectura. Cómo ella es la que dirige la biblioteca, tiene
libertad para leer todos los libros que quiera

—¿De dónde han salido los libros de esa biblioteca?

—Fueron donados de forma anónima. Se revisaron a conciencia y se


apartaron algunos que nos parecieron inadecuados.

Sandra sabía de su obsesión por la lectura y quién mejor que ella para
hacer esa donación.

—¿La han avisado de que alguien venía a hablar con ella?

—Sí, por supuesto, es obligatorio. Pero, según me ha dicho la


funcionaria, ha parecido alegrarse. De hecho, ha preguntado si era usted.
¿Cómo podía saberlo?

—Es un misterio —dijo Sandra con sarcasmo. Se estaba cansando de


aquella fútil conversación— ¿Podemos verla ya?

—¡Claro! Síganme, por favor.

Se adentraron en la prisión y, en un módulo de visitas, vieron sentada a


aquella preciosa mujer que parecía llevar el uniforme de reclusa con una
dignidad y elegancia fuera de toda duda.

Nada más entrar en la sala, Claire exclamó, mientras permanecía


sentada en su silla:

—¡Cuánto me alegro de verla sana y salva, Sandra!

—No sé si puedo decir lo mismo, y, por supuesto, me refiero a lo de


vernos —la miró con suspicacia y añadió—: ¿Sana y salva? ¿Cree que
corro algún peligro, Claire?

—No se lo deseo, pero ha llegado a mis oídos que se ha escapado uno


de los peores asesinos que usted detuvo: Borja Expósito. Imagino que se
acuerda de él.

—¿Quién podría olvidarlo?

—Usted no, desde luego.

—Y parece que usted tampoco. Mis oídos también perciben cosas y me


han dicho que ha estado usted carteándose con él.

—¿Yo, desde mi celda? Sandra, estoy recluida y tengo que justificar


todo lo que hago —comentó con énfasis dando a entender lo que parecía
obvio—. ¿Cómo podría mantener correspondencia con otro recluso sin que
la dirección penitenciaria lo supiera y lo permitiera?

—Le puedo decir varias formas, y estoy segura de que usted las conoce
todas. Por ejemplo, enrollar las cartas, introducirlas en un cilindro de
plástico y sacarlas en alguno de los orificios del cuerpo… Sin duda, eso lo
haría alguien de la prisión, una persona de su confianza. Esa es una de las
opciones más viables.

—Siempre he sabido que usted es una magnífica policía, la mejor


investigadora de España —dijo con sarcasmo, pero también con respeto.

—Lo curioso del caso es que estoy segura de que, de alguna manera,
ha organizado la fuga del recluso de Sevilla.

—¿De verdad cree que una presa como yo podría tramar algo así? Es
muy complicado concebir un plan para conseguirlo. Sería fácil estando
fuera, pero desde dentro…

—Claire, no nos engañemos. Si alguien es capaz de organizar algo así,


es usted, sin duda. Y tengo entendido que tiene muy buenos contactos aquí
dentro. Reclusas de tercer grado, que entran y salen, funcionarias que
desaparecen…

—Por lo que veo me tiene en alta estima.

—Yo no diría tanto, pero sé de lo que es capaz —comentó Sandra con


sinceridad.

—En realidad, tal vez sea de las pocas personas que lo saben. Es usted
una buena criminóloga y la admiro por ello.

Sandra supo que lo decía de verdad, no era cinismo.

—Alguien ha organizado esto, Claire, y usted tiene todos los números.


¿Tan idiota me considera, para que no lo deduzca?

—Sabe usted que no. Pero para hacer lo que usted dice, esa persona
debería tener los contactos adecuados.

—Me parece recordar que, cuando la conocí, usted iba muy sobrada de
ellos.
Claire se rio. Parecía divertirse con la situación.

—¡Pero eso fue en otra vida! —rebatió con énfasis—: entonces era una
persona libre.

—¿Quiere que me crea que una persona tan inteligente como usted no
es capaz de encontrar a la gente adecuada? Las reclusas quedan en libertad,
y pueden seguir determinadas directrices que se les marquen.

»Tienen hermanos, o maridos, o amigos… Muchos de ellos son parte


de la gente que nos vemos obligados a perseguir, delincuentes que se
dedican a robar, a agredir, a falsificar, incluso a secuestrar a punta de
pistola. Sé que me entiende, Claire, y sabe por dónde voy.

—Tiene razón —dijo, utilizando en este caso un tono de cinismo—


Aquí se conoce a todo tipo de gente. Sin ir más lejos, el marido de una
compañera de prisión, que acaba de salir de la cárcel hace poco, ha sido
detenido varias veces por falsificación.

—¿Lo ve? Tal vez, él, o algún conocido, ha falsificado los documentos
de identidad de una carcelera que usted conoce y de su hermano. Ambos
están desaparecidos y, dicho sea de paso, es médico en la prisión de la que
se ha fugado Borja Expósito.

Claire hizo un gesto de incredulidad. Intentó parecer sorprendida, pero


no lo consiguió.

—Opino que me cree más capaz de lo que soy, Sandra.

—No le pega la modestia, Claire

—No lo soy. Es más, lo detesto. Alguien dijo que es la virtud de los


mediocres.

—Estoy segura de que sabe que fue Paulo Coelho —respondió Sandra,
que conocía y admiraba la obra del escritor brasileño.
Sabía que no iban a sacar nada de Claire Morel, pero la conversación
había sido muy clarificadora. Ella era, sin duda, la mente pensante que
había organizado la fuga. Aun así, la reclusa intentó quitarse el muerto de
encima.

—Algún día tendrá que disculparse por sospechar de mí, cuando


descubra que no he tenido nada que ver.

Sandra sintió una sensación de cansancio. Llevaban un día muy intenso


y aquella conversación había acabado con las pocas fuerzas que le
quedaban. Citando a uno de sus autores favoritos le dijo:

—«El primero en disculparse es el más valiente, el primero en


perdonar es el más fuerte…»

— «Y el primero en olvidar es el más feliz» —la cortó Claire, con


rotundidad, mostrando una gran sonrisa—. Lo dicho: Paulo Coelho, un
genio.

La miró de forma retadora y con la sinuosidad con la que ataca una


víbora le dijo:

—Pero ya sabe que, por mis especiales circunstancias, me resulta


imposible olvidar. Recuerde que tengo memoria fotográfica.
Nuria

Cenaron con Nuria y Albert, su marido, en su casa. Él, que era un buen
cocinero, había preparado solomillo de cerdo ibérico con salsa de almendra,
y parrillada de verduras. Intentaron no hablar del caso durante la cena, por
respeto a él, pero, mientras se dedicaba a acabar de preparar los platos, ellos
se tomaron una cerveza en el salón, y, como no podía ser de otra manera,
estuvieron comentando las novedades.

Sandra le relató la conversación con Claire Morel, y su convicción de


que estaba tras la fuga de Borja.

Nuria dijo que, aunque era precipitado y nada parecía indicar que los
asesinos volvieran a actuar, había puesto una discreta vigilancia al
matrimonio.

Comentó que Pamela ya había completado la investigación. El punto


de partida era la semana anterior al dos de noviembre, cuando se denunció
la desaparición de Lucas. La analista partió de esas mismas premisas en el
caso de Luis, dado que en su caso había desaparecido antes del día tres,
cuando debía tomar un vuelo a Cuba y no se presentó al embarque.
Encontró publicaciones de los dos fallecidos hasta el treinta y uno de
octubre.

Las redes daban mucha información durante los días anteriores a esas
fechas, pero a partir de noviembre ya no había encontrado nada.

Marc no estaba registrado en ninguna, y las únicas que había podido


investigar, las de Laura., la situaban fuera de los lugares de ocio en los que
los muertos se movían. No tenían amigos en común, no había encontrado
ningún nexo entre ellos.

De hecho, hasta la noche de Halloween de 2017, cuando Laura


apareció en las fotos de la fiesta, no había vinculación con ninguno. Ni
antes ni después de esa fecha.

En cuanto a lo más reciente, la desaparición de Paola, tampoco llevaba


a nada. Supieron, a través del Tinder de la fallecida, que había mantenido
contacto con una tal Alex, una chica morena que coincidía con las imágenes
que aparecían en la grabación del cuatro de enero en el rooftop de Sercotel.

Nuria había hecho comparar el rostro de Laura con la foto del perfil de
ella y el resultado era negativo. No había encontrado nada que relacionara a
Laura con Paola.

En cuanto a Marc, por el GPS de su coche y la localización de su


móvil, lo situaban en una discoteca, el Bing Bing, y entre la una y las tres
de la madrugada, en un Hotel de Barcelona.

Seguían igual: excepto el ADN, los cabellos y el vello corporal que


habían encontrado en sus cadáveres, nada los relacionaba.

Sandra escuchaba con atención, pero aquello era más complicado de lo


que parecía unas horas antes. Le dijo:

—Nuria: esto tiene todo el aspecto de ser una especie de trampa, una
forma de implicarlos y desviar nuestra atención. Estoy segura de que
Pamela es muy buena en su trabajo y si hubiera algo lo habría encontrado.

—Creo que tienes razón. Los verdaderos asesinos nos están


vapuleando, nos llevan por donde les da la gana. Está todo muy bien
orquestado.

Mario, que coincidía con la opinión de ellas, preguntó, aunque con


bastantes dudas:

—Entonces… ¿tenemos que volver al principio?, ¿a las chicas de las


tramitaciones de extranjería?

—No lo creo —respondió Sandra, negando con la cabeza—. Opino


que hay algo más que aún no hemos descubierto, y cuando lo hagamos,
todo volverá a encajar, aunque la imagen creada en ese puzle será diferente.
Se quedó un instante pensando y dijo:

—Mañana llamaré a Sergio. Le pediré que profundice en las cartas que


ha recibido Borja, en especial con una de las mujeres con las que se cartea,
Ivana, si no recuerdo mal. Ahí debe de haber algo más, algo que no hemos
sabido encontrar —argumentó con seguridad—. Además, según me
comentó Guillermo, en sus cartas la palabra venganza aparece de forma
repetitiva.

»Creo que estaréis de acuerdo conmigo en que todo esto parece


exactamente eso: una venganza, y muy bien orquestada por lo que estamos
viendo. Pero lo que hemos descubierto me obliga a pensar que no solo es
hacia los fallecidos, también está relacionado con el entorno de Marc y
Laura.

»Si no son culpables, alguien los ha intentado implicar. Necesitamos


averiguar quién tiene razones para hacerlo. Le pediré a Sergio que
profundice en la vida de Ivana. Vamos a ver hasta dónde nos lleva eso.

Mario y Nuria no pusieron ninguna objeción a esa hipótesis. Entonces


se escuchó la voz de Albert:

—¡A cenar!
CAPÍTULO 11
Miércoles 9 de enero

Sandra de la Rosa

La noche anterior había sido intensa, sobre todo al llegar al hotel. El


inspector se esforzó en que Sandra no tuviera tiempo de pensar en aquello
que perjudicaba a su equilibrio personal: la fuga de Borja. Se implicó en
llevarla al delirio varias veces, y lo consiguió, pero el cansancio de ella por
el agotador día de trabajo y el desenfreno de las últimas horas del día, no
fueron suficientes. Volvió a tener aquellas pesadillas en las que aparecía él.

Cuando Mario y ella llegaron a la Comisaría de Los Mossos, faltaban


quince minutos para las nueve.

Tras la reunión con el equipo que conformaban, junto a Nuria, Joan y


Toni, a los que pusieron al corriente de todo, Sandra les dijo que, desde
Madrid, iban a investigar en otra dirección. Les explicó lo de las cartas y
que una de las mujeres con las que las intercambiaba, podría tener alguna
relación con el caso.

Les pidió cinco minutos, para hablar con su analista, y sugirió reunirse
de nuevo en un cuarto de hora. Joan y Toni salieron y cuando Nuria iba a
hacerlo, Sandra llamó su atención:

—¡Nuria!

—Dime, Sandra.

—Voy a llamar a Sergio, para pedirle que investigue a fondo a Ivana.


Quiero que compare su vida con las de Marc y Laura, y ver si en algún
momento han coincidido de alguna manera. También con la de Susana
Roca, la chica violada que ha investigado Pamela. Si encontráramos algo
nos daría muchas respuestas.

—Me parece perfecto.


—Le voy a pedir a Sergio que hable con Pamela, para que no solo
intercambien información, sino también ideas y recursos.

Nuria hizo un gesto con la cabeza y abrió los ojos, denotando


incredulidad.

—En principio no me parece mal, pero… ya sabes cómo es Pamela.

—¡Tú no conoces a Sergio!… —contestó Sandra, soltando una


carcajada.

—¿Crees que es buena idea? —le preguntó mientras sus risas se


contagiaban.

—Eso no lo sabremos hasta que nos lo digan ellos —comentó Sandra


—, pero me gustaría verlo. Si te parece bien, quiero hablar unos minutos a
solas con Pamela, para explicarle el porqué de esa comunicación con él.

—Lo que necesites, ya sabes… —le guiñó un ojo y añadió en broma,


levantando el dedo índice —, son órdenes de arriba.

Dio media vuelta y se fue, riendo.

Marcó el número de la brigada. Fue Guillermo quién respondió.

—Brigada DLR. Agente Ferrán al aparato.

—Buenos días, Guillermo. Os llamo desde el teléfono de la comisaría.


¿Tienes puesto el altavoz?

—Sí, jefa, lo acabo de poner. Te escuchamos.

—Aquí las cosas se están complicando… —no le dio tiempo a acabar


la frase. Se escuchó un grito de Sergio, y preguntó: «¡¿Vuelves ya a
Madrid?!»
Sandra se tuvo que reír. No lo pretendía, porque estaban trabajando y
todos sabían su opinión respecto al comportamiento mientras llevaban un
caso. Pero, desde que estaba con Mario, había acabado aceptando cosas
impensables un par de años antes.

—¿Me quieres dejar hablar, Sergio, por favor? —soltó—. No hemos


acabado aquí, todo lo contrario. El caso se ha complicado y las respuestas
que buscamos están en dos lugares: aquí, en Catalunya, y en Madrid, donde
tenéis toda la información sobre la fuga y relaciones de Borja Expósito.

»Luego os diré lo que vamos a hacer, pero antes os comento que, ayer,
Mario y yo, estuvimos con Claire Morel. Sin ningún género de dudas es la
que lo ha organizado todo.

Les explicó por encima la conversación y dijo:

—La línea más clara de investigación que ahora tenemos está con
vosotros. Necesitamos encontrar alguna relación entre esa tal Ivana, la que
me comentó Guillermo, que en sus cartas mostraba obsesión por la
venganza, y tres nombres que os daremos. Dos son de las personas que
hasta hace unas horas creíamos culpables, y la tercera es alguien que ha
aparecido de repente, pero que nos genera muchas dudas.

Paró un instante para tomar aire. Ahora venía lo difícil: tenía que
hablar con el analista.

—¿Sergio?…

—Yo —respondió este.

—Solo te voy a dar un dato: Pamela. Es el nombre de la analista de Los


Mossos, la que trabaja en este caso —se detuvo un instante intentando
visualizar la cara que debía estar poniendo él en aquel momento—. Te
enviaré sus datos, pero antes necesito hablar con ella. Es una chica muy
preparada —argumentó, y quitando hierro al asunto añadió—: no de tu
nivel, por supuesto, pero creo que puede ser interesante que compartáis, no
solo datos, también impresiones, o ideas.
—¡A mí me gusta trabajar solo! —exclamó Sergio haciendo una
mueca que Sandra no pudo ver.

—Lo sé, Sergio, pero es un caso especial, al igual que lo es ella —dijo
Sandra, con paciencia—. Lo que encontréis al investigar esos cuatro
nombres será crucial para resolver esto lo antes posible y volver a casa, con
vosotros.

—Cuando dices que ella es especial…, ¿te estás refiriendo a mi


homóloga?, aunque no esté a mi nivel.

Sandra sonrió.

—Sí —no sabía muy bien cómo definirla, pero le dijo—: Es muy
catalanista y no soporta el español. E imagino que no solo el idioma…

—¿¡Quieres que trabaje con una independentista radical!? —exclamó,


soltando un pequeño grito.

Al otro lado de la línea se oyó la voz de Sandra, sermoneándole:

—Cuando eras niño, ¿nunca te enseñaron que hay tres temas que es
mejor no tocar? Son: la religión, la política, y el fútbol —le recordó, y
añadió con sarcasmo—: Tú, que eres tan listo… ¿no lo sabías?

—¡A mí no me gusta discutir!: tengo un carácter encantador —dijo


orgulloso, convencido, aunque los demás no estuvieron demasiado de
acuerdo.

—Cuando quieres serlo, lo eres, Sergio, pero a veces… —dejó la frase


en el aire y recalcó—: Tú sé amable; y paciente, pero ya te advierto que ella
es bastante seca.

—¡Joooder, vaya hueso! —exclamó de forma espontánea. Al


momento, movió la cabeza, resignado, y añadió—: ¡Vaaale: me portaré
bien!, pero porque me lo pides tú.
—Perfecto. Espero lo mejor de ti. De todos vosotros, ya lo sabéis, y
siempre me lo dais —dijo con sinceridad. Preguntó, llamando al
subinspector. —. ¿Conrado?…

—Sí, aquí estoy, Sandra.

—¡Vigila a Sergio!

Todos soltaron una carcajada antes de que Sandra colgara la llamada,


tras despedirse.

Nada más colgar, Sandra llamó a la extensión de Pamela y le pidió que


fuera a su despacho porque necesitaba comentar algo con ella.

Un par de minutos después, acompañada de su sempiterno portátil, al


igual que Sergio hacía siempre, entro en la sala y se sentó junto a Sandra, en
la silla que ella le indicó.

Le extrañó porque no era su lugar habitual, pero supuso que tendría sus
razones. Ya tenía preparados todos los datos que le habían pedido sobre
Susana Roca y había descubierto cosas bastante interesantes.

—Bona tarda, Pamela —le dijo Sandra en catalán, sorprendiéndola.

—Bona tarda, inspectora De la Rosa.

—Prefiero que me llames Sandra, si no te importa. Todos mis


compañeros en la brigada, por expresa petición mía, lo hacen así.

—Como quieras, Sandra —comentó con su fuerte acento, pero


agradecida por el esfuerzo que ella había hecho al hablarle en catalán. Con
un acento macarrónico, por supuesto, pero supo valorarlo.

—Pamela: he querido hablar contigo antes de la reunión, porque este


es un caso de una complejidad extrema, y no solo por las circunstancias que
lo rodean. Cómo sabes, y gracias a tu excelente labor, las líneas que has
investigado nos han llevado hasta dos nombres.

Sandra vio cómo Pamela la escuchaba en absoluto silencio, atenta a sus


palabras. Continuó:

—A priori, eran los candidatos idóneos, encajaban en el perfil de


asesino que buscamos. De hecho, los pelos encontrados en los cuerpos y el
semen de él, son pruebas irrefutables. Marc y Laura tenían un móvil muy
definido, la agresión que suponemos que ella sufrió aquella noche de
Halloween, aunque eso no lo sabemos con certeza, y la humillación que
pudo representar para su marido lo que le pasó a su esposa.

»Pero ahora sabemos que, fuera de esa supuesta agresión, no hay


ningún vínculo entre los cadáveres que hemos encontrado y el matrimonio.
Lo único que parece sostener la teoría son esas muestras biológicas.

—Estoy segura de eso. No he encontrado nada.

—Y si no lo has hecho, es que no lo hay. Pero, tal y como ayer


averiguamos, apareció ese tercer nombre que ya conoces: Susana Roca. Lo
que aún no te he comentado es que, en Madrid, ha aparecido un cuarto. Es
de una mujer que se cartea con el asesino de los números romanos, y, desde
hace tres meses, también contacta telefónicamente con él. Su nombre es
Ivana Pou Riera. Los apellidos, como ves, son catalanes, por lo tanto, tiene
relación con esta comunidad que es donde se han cometido los crímenes.

—Si quieres que la investigue…

Sandra la cortó. Ahora tenía que convencer a Pamela.

—Por supuesto, pero dada la dispersión de la investigación, porque


hablamos de Barcelona, Madrid, y ahora Sevilla, con la fuga del preso, le he
pedido a mi analista que se pusiera en contacto contigo.

Pamela frunció el ceño, y la miró con recelo.

—Yo no necesito ayuda, siempre trabajo sola.


«Tal para cual», pensó Sandra.

—Y lo sé, Pamela. Nuria me ha dicho que confía mucho en ti, y estoy


de acuerdo con su opinión. Pero, al igual que tú, Sergio tiene mucha
información que compartir. He hablado con él y está encantado de trabajar
contigo en este caso. Le he dicho lo buena que eres y, aunque él es muy
especial, le gusta trabajar con personas de su nivel.

—¿En qué es especial?

—Sergio es un friki de los ordenadores. Al igual que tú, hubiera sido


un excelente hacker, pero gracias a CSI, ingresó en la policía.

—Yo lo hice por Penélope García, la analista de Mentes criminales —


le dijo, como si fuera lo más normal del mundo.

—Creo que tenéis muchas cosas en común. ¿Te gusta CSI?

—¡Claro!

—¡Pues díselo!, le encantará saberlo. Creo que os parecéis mucho,


aunque él sea español —le dijo Sandra, intentando allanar el camino.

—No me disgustan los españoles, pero algunos no saben respetar otras


ideologías: muchos son homófobos, o xenófobos.

—Tal vez algunos, pero son los menos. Tú eres independentista y tal
vez por ello te sientas excluida y perseguida, pero Sergio es homosexual y
lo ha tenido que sufrir en sus propias carnes. Quizás no seáis tan diferentes
como imaginas. Es muy empático.

Aquello pareció convencer a Pamela.

—¿Crees que me caerá bien?

—¿Y tú a él? —le respondió Sandra, sin responder,

—¡No! —dijo convencida—: soy muy especial.


—También en eso os parecéis, lo comprobarás cuando lo conozcas.

Pamela hizo un gesto de resignación.

—Vale. Que me llame y hablaremos.

—Te va a pedir, tal como le he ordenado, los datos que tienes del
matrimonio. Él te pasará lo que tenga de Ivana Pou Riera, la chica que se
cartea con el preso. Acabo de hablar con él y le he pedido que profundice
en su vida. Quiero que, juntos, busquéis coincidencias, relaciones, puntos
de contacto, lo que sea: entre ellos tres y Susana Roca. Con un poco de
suerte nos daréis la clave del caso.

La miró y continuaba callada. Pamela era una chica seria, muy alejada
de la personalidad que, en la serie, tenía la analista del equipo de Mentes
criminales. Le preguntó:

—¿Tienes ya preparada la información, para la reunión?

—Sí, claro. La tengo aquí —dijo agitando el portátil.

—Perfecto. Cuando Sergio te llame, solo pido que seas empática con
él. Por su condición lo pasó muy mal —vio que afirmaba con la cabeza y
añadió—: Voy a llamar a Nuria y empezamos la reunión.

Pamela lo entendió, aunque nunca supo que no era cierto, solo una
forma de acercarlos. Sergio siempre había hecho alarde de su
homosexualidad. Era muy suyo en eso.
Pamela

Cuando todos entraron en la sala, Pamela se acercó al panel de metal


que tenían en un lateral en el que constaban todos los datos del caso, cogió
uno de los imanes y colocó una fotografía. Fue a su lugar habitual, al final
de la mesa, y se sentó en su silla.

La miraron mientras lo hacía y reconocieron un rostro que conocían


bien: una chica de pelo negro, gafas sin montura y con el pelo liso. Tenía
unos preciosos ojos azules.

Se miraron entre ellos y Nuria dijo:

—¡Coño, Pamela!… Quiero pensar que esta mujer es Susana Roca.

—Premio para la señora.

—Sin duda es la chica que aparece en las imágenes —comentó la


sotinspectora—. ¿Qué sabes de ella?

—Es autónoma desde hace dos años y paga sus cuotas desde una
cuenta bancaria. La abrió al darse de alta. Pero algo que parecería normal,
se ha puesto interesante al averiguar que, anterior a esa fecha, no hay datos
fiscales, laborales… nada de nada.

—¿Entonces…? —preguntó Nuria alzando los hombros

—Es una identidad falsa, sin duda. Por internet se pueden comprar
documentos de todo tipo. De mejor o peor calidad, pero no es demasiado
difícil.

»He investigado por encima y he encontrado, por ejemplo, lo que


llaman un “pack de identidad nueva”. Consiste en un pasaporte, DNI, carné
de conducir…, incluso una tarjeta SIM, todo por 4.000 euros. También se
incluyen certificados de nacimiento nuevos, tarjetas de la seguridad social,
diplomas… Lo que necesites.

—Y ¿eso lo podemos rastrear?

—No, es imposible —admitió con rotundidad.

—Si todos los datos son falsos será complicado llegar hasta ella —
supuso Nuria.

—Yo no he dicho eso. Los datos de la documentación son falsos, por


supuesto: nombre, dirección… todo. Pero he encontrado dos cosas que os
van a ayudar: un domicilio en Vallirana, que está comprado a su nombre, y
la factura de un coche de alquiler. Lo contrató el domingo pasado y lo
devolvió el lunes.

Nuria abrió los ojos como platos y dijo:

—Ese es el coche con el que trasladó el cuerpo a Madrid, encaja con lo


que sabemos.

—Seguro —confirmó Sandra—. Luego hablaremos con la empresa de


alquiler. ¿Tienes algo más? ¿Aparece en algunas redes?

—Solo en Facebook. El nombre es de ella, pero la foto de perfil es de


una chica regordeta, de unos cuarenta años. Nada que ver con la persona
que atendieron en el hospital, ni con la supuesta asesina.

»Una vez al mes publica alguna foto de lugares en los que dice haber
estado, pero ella nunca aparece en la imagen. Solo rompe esa norma
mensual de fotos de viajes, para publicar frases sobre la venganza y el odio.
Es un perfil falso.

—Todo este caso está lleno de trampas —dijo Sandra intentando


aclarar todos los datos—. Ahora sabemos que Alex, la chica que estaba con
Paola la última vez que se la vio con vida, es Susana Roca. Ella es la
asesina, de eso no hay duda.
»Alquiló un coche, para desplazarse a Madrid y tirar el cuerpo de Luis
Osorio. Cuando comprobemos el kilometraje lo podremos confirmar.

Pamela dijo:

—Hay algo más. tal como me pedisteis he investigado en los hoteles y


casa rurales cerca de Llambilles, el pueblo desde el que se envió el sobre. El
fin de semana pasado, desde el sábado hasta el lunes, Susana Roca alquiló
una casa rural, una enorme masía de seis dormitorios en Cassá de la Selva,
a cinco minutos en coche de ese pueblo. No os costará mucho saber su
aspecto, si la casa no tiene una entrega de llaves automática. El teléfono que
se utilizó para hacer la reserva es de prepago. No se puede geolocalizar, ya
lo he comprobado.

—Todo encaja, pero… ¿quién es en realidad Susana Roca? —Nuria los


miró como si no entendiera nada—. ¿Alex…: qué más? ¡¿Cuál es su
verdadero nombre, joder?!

Sandra sabía que lo que tenían ya hubiera sido suficiente en la mayoría


de los casos que conocía, pero aquello era especial. Todo los llevaba a
callejones sin salida: los falsos culpables, la identidad falsificada, la chica
morena que había quedado con Paola…

Debían de interrogar a Marc, a Laura y a Ivana, pero con los datos en


la mano de lo que hubiera averiguado Sergio. . Alguno de ellos tenía la
llave del caso.

Tenían indicios para poner nervioso a cualquiera de los tres. Y, aunque


sabía que los dos primeros no eran culpables, podían aportar información
relevante.

Pero antes debía hablar con su analista.


Sergio

La llamada que esperaba llegó a su móvil.

—Hola, jefa. Ya lo tengo casi todo.

—Me lo imaginaba, por eso te he llamado. Pero lo primero es lo


primero: te envío los datos de Pamela. Pórtate bien, me lo has prometido.

—Tranquila, soy una balsa de aceite.

Sandra puso los ojos en blanco al oír aquello.

—Confío en ti. ¿Qué has averiguado?

—Ivana nació en Viella, un pueblo del Pirineo Catalán, hace treinta y


tres años. Tiene un hijo de trece que vive allí con sus abuelos. Ella tiene un
piso de su propiedad en Barcelona y, desde hace ocho años, reside en él.

»Trabaja en una discoteca, el Bing Bing, haciendo cócteles en una de


las barras del local. Hay algo curioso: no tiene redes, y es muy raro en una
chica de su edad. Te he enviado su documentación, en la que sale una
fotografía, pero hay pocas imágenes de ella en internet. He encontrado
algunas, en las que está en la discoteca, pero aparece en segundo plano,
aunque se la ve bastante bien.

»Su economía está más que saneada. Su familia regenta un pequeño


establecimiento hotelero en Viella y tienen una docena de casas rurales. Ella
es la propietaria de cuatro, y recibe las rentas correspondientes. Te puedo
asegurar que no tiene problemas de dinero.

»Alargándome en el tiempo, he encontrado una denuncia por violación


en la que consta su nombre. Es del año 2004. Su hijo nació en el 2005. Ella
tenía diecinueve. Imagino que ese dato, y el desinterés que parece mostrar
por su hijo al que dejó viviendo con los abuelos, da mucho que pensar. En
el programa tienes todos sus datos.

—¿Qué me puedes decir de las cartas que le envió a Borja?

—Las hemos enviado a un corrector profesional y nos ha confirmado


que están muy bien redactadas. O es un escritor, o alguien vinculado a la
ortografía: un profesor, un filólogo…

Aquello le pareció muy significativo. La mayoría de gente comete


errores simples al escribir. Es muy difícil encontrar un texto bien redactado.

—¿Ivana se ha dedicado alguna vez a la escritura?

—No. Sus notas en el instituto no eran malas, pero tampoco ninguna


maravilla. No destacaba en sus estudios.

—Vale, Sergio: buen trabajo. Ahora quiero que te pongas en contacto


con Pamela, para que confrontéis los datos que tenemos aquí y allí. Pero,
antes…: ¿Conrado?…

—Buenos días, Sandra, te escucho.

—¿Se sabe algo de Borja Expósito?

—Parece habérselo tragado la tierra. Hay una docena de agentes


siguiendo diferentes pistas, pero nada, de momento.

—Ya habrá salido de Sevilla. Tal vez haya vuelto a Madrid. Id con
mucho cuidado: no me fío de él.

—No te preocupes, extremaremos las precauciones.

—Perfecto. Voy a interrogar a los tres implicados en el caso: a los dos


que han intentado hacer aparecer como culpables, y a Ivana. Espero que eso
nos arroje alguna luz.
Sandra de la Rosa

Al acabar de hablar con Sergio, se acercó al despacho de Nuria. Mario


y ella estaban revisando las notas de Pamela. Al entrar, Nuria le dijo:

—Le he pedido a Joan que investigue lo del coche de alquiler.

—Perfecto. Yo acabo de hablar con mi equipo.

Les explicó lo que habían descubierto sobre Ivana y lo de la


persecución del fugado, que seguía sin resultados. Todas las comisarías de
España habían recibido el aviso de búsqueda. Cuando acabó, les dijo:

—Si os parece bien, creo que es hora de interrogar al matrimonio y a


Ivana.

—Vale, voy a llamar a Sant Sadurní, para que envíen a dos patrullas a
buscar a Marc y Laura, y que los traigan por separado.

—Es mejor que no hablen entre sí, pero imagino que todo esto va a
representar una sorpresa para ellos —comentó Sandra,

—Estoy de acuerdo. —Cuando cogía el teléfono para hacer la llamada,


entró Joan.

—Tengo buenas noticias —dijo nada más aparecer—. He llamado a la


empresa de alquiler de coches y me han dado los datos que necesitábamos.
Me han confirmado que alquilaron el vehículo y que se reservó a nombre de
Susana Roca. Una chica morena, con gafas, el empleado la recuerda muy
bien —sonrió y añadió—: dice que estaba muy buena.

»Tienen copia del permiso de conducir. El coche lo devolvió el lunes al


mediodía. Un BMW X3, de color negro. La tapicería del maletero es de
color gris oscuro. El kilometraje que presentaba era de mil quinientos
ochenta y seis kilómetros.
»He estado haciendo cálculos y la distancia de Barcelona a San
Lorenzo de El Escorial, donde se encontró el primer cuerpo, es de
seiscientos ochenta. Eso son mil trescientos sesenta, ida y vuelta.

»Desde aquí hasta Cassá de la selva hay noventa y siete, lo cual se


traduce en unos doscientos, entre ir y volver. Si los sumamos a los del
primer trayecto, hacen un total de mil quinientos sesenta, casi idénticos a
los que presentaba el kilometraje del coche de Susana Roca, que como os
he dicho fueron mil quinientos ochenta y seis.

—Genial, esa es una de las últimas piezas del puzle —dijo Sandra—,
pero seguimos sin llegar hasta un nombre real que podamos confirmar.
Hemos estado hablando con Nuria y vamos a interrogar a los implicados.

Miró a Nuria y esta dijo:

—Voy a llamar a Sant Sadurní, para que traigan a Marc y a Laura aquí.
Toni y tú, id a buscar a Ivana. Si trabaja de noche, estará en su casa,
imagino.

En ese momento Sandra preguntó:

—¿Cuánto tardaremos en tener al matrimonio aquí, Nuria?

—Tres cuartos de hora —respondió tras pensar un instante. Había


estado varias veces allí, en casa de unos amigos—. Un poco más, si la van a
buscar a su trabajo.

—La primera que llegará es Ivana, pero es la última que debemos


interrogar. Cuando la traigáis, Joan, dejadla en una de las salas de
interrogatorio. Ofrécele un café y muéstrate amable. No quiero que
sospeche nada.

—Perfecto. Voy a decirle a Toni que nos vamos —miró el reloj y dijo
—: Son las diez y cuarto. Si está en su casa, en media hora estamos aquí.
Cuatro horas antes…

Madrid. Polígono industrial Los Huertecillos. Ciempozuelos.

El camión Iveco, cargado con el contenedor marítimo de color negro,


retrocedía para entrar por la puerta de la nave industrial. La poca luz, a
aquella hora de la madrugada, no favorecía la maniobra, pero la pericia del
conductor hizo el resto. Dos hombres, con un toro mecánico, bajaron la
carga y el vehículo volvió a Sevilla.

Abrieron las puertas exteriores y en su interior se hallaba un Mercedes-


Benz Clase GLA 220 de color negro. Tenía las lunas tintadas. Desde su
interior, el conductor hizo marcha atrás y sacó el coche. Lo dejó a unos
metros de distancia, apagó el motor y, abriendo la puerta, se bajó de él.
Marc

Marc no entendía nada mientras iba sentado en la parte posterior del


vehículo policial. Una patrulla de los mossos se había presentado en sus
oficinas de la bodega, y le habían dicho que habían recibido orden de
llevarlo a Barcelona para declarar en un caso que se desarrollaba allí. Marc
conocía mucho a uno de ellos y, al preguntarle, le contestó que no sabían las
razones, solo lo que debían hacer. Que allí se lo explicarían.

No entendía el porqué de todo aquello. Lo único que podía ser


reprochable, desde el punto de vista social, aunque él opinaba lo contrario,
era su uso abusivo de los servicios de chicas de compañía. Jamás había
evadido ningún impuesto, no se había metido en problemas.

De repente recordó lo que había pasado con Águeda hacía casi veinte
años. Pensó que no era posible, aquello no podía tener nada que ver. Lo de
ella fue especial. Jamás le había vuelto a ocurrir con otras chicas.

Era cierto que, al ser quién era, rico y atractivo, nunca había tenido
problemas para ligar, al contario. Pero entonces solo tenía veinte años, y era
un adolescente mimado y caprichoso. No obstante, había salido
escarmentado. Cuando vio su cara al sujetar la hoz, aquella mirada de loca,
se le quitaron las ganas de repetir nada parecido.

Y eso era lo único reprobable, pero… ¿habría prescrito? ¿Por qué lo


llevaban a Barcelona?
Laura

Cuando vio a la pareja de mossos frente a la puerta de su despacho,


acompañados por Marta, su ayudante ejecutiva, pensó que su visita tenía
que ver con los crímenes de aquellos hijos de puta. No sabía cómo, pero la
habían relacionado con ellos. No obstante, la única vez que los había visto
había sido aquella fatídica noche.

Ella utilizaba una aplicación de citas, pero por eso no se interrogaba a


nadie. ¡No!: sin ningún género de dudas, la presencia policial estaba
relacionada con los asesinatos.

Lo que no podían saber era lo que le había pasado aquella noche,


porque ese era un motivo de peso para matarlos. Muchas veces había
pensado en ello, en vengarse del dolor y la humillación que le hicieron
pasar. Pero… ¿hasta el extremo de amputar su aparato genital y matarlos?

Sabía que ella no lo había hecho, pero: ¿alguien podía creer que ella
había sido la única? Estaba convencida de que había más chicas que habrían
pasado por lo mismo, era obvio sabiendo lo enfermos que estaban los tres.

Cuando entraban en Barcelona, pensó: «¡Bravo por ella!»


Sandra de la Rosa

Ivana ya estaba allí desde hacía diez minutos, y, mientras esperaban la


llegada del matrimonio, Mario, Nuria y ella se habían reunido en la sala que
les habían asignado. Estaban preparando toda la información que tenían de
cada uno de ellos y archivándola en carpetas.

A Sandra le gustaba llevar pruebas gráficas a los interrogatorios.


Quería que los implicados entendieran la razón por la que estaban allí. A
través de estas, podía refutar cualquier negación, y más de uno se había
desmoronado al ver la información.

—Creo que es mejor comenzar con Marc —comentó la inspectora—.


Laura, al fin y al cabo, si tal como imaginamos fue una víctima de ellos, es
posible que suponga que tenemos razones para vincularla con los muertos,
aunque no sabrá cómo.

»Ivana puede deducir que hemos descubierto sus contactos con Borja,
y que queremos interrogarla para averiguar si sabe algo de su fuga. Estará
sobre aviso, aunque no creo que sepa la verdadera razón por la que está
aquí. Pero ¿Marc? —hizo un gesto abriendo los brazos y añadió—: Ahora
mismo, tiene que estar totalmente desconcertado. Quiero ver cómo
reacciona al saber que hemos llegado hasta su ADN. Y que el motivo es que
coincide con el semen encontrado en el cuerpo de Paola.

—Va a alucinar en colores —dijo Mario.

En aquel momento entró Joan.

—Acaban de llegar.

—Ya sabes lo que tienes que hacer: cada uno en una sala y que no se
vean entre ellos —dijo Nuria.
—No te preocupes. Marc ya está en la dos, y Laura está entrando ahora
mismo en comisaría. Están separados, tal y como queríais. Hemos puesto a
Ivana en la uno. He estado un rato con ella y está muy interesada en saber
las razones por las que está aquí, pero le he dicho que solo era para hacer
una declaración, nada importante.

—Perfecto. Esperamos cinco minutos para que Laura también esté


aposentada y se ponga algo nerviosa, y vamos a hablar con Marc.
Borja Expósito

Sacha e Iván, los dos hombres que, junto con Natalia, le habían librado
de la custodia policial en el hospital, habían llegado antes que él. La chica
se había quedado en Sevilla, aunque imaginó que debía haber volado ya a
Rusia, y ellos habían hecho el trayecto en coche hasta Madrid. Borja,
durmiendo en el interior del Mercedes-Benz que viajaba en el camión,
había tenido tiempo para descansar.

Lo habían aprovisionado de comida y agua, en realidad, pizza y


hamburguesas, además de ese café que se calentaba solo. Como se habían
movido de noche, el viaje no se le había hecho largo. Se sentía cansado por
la tensión de los últimos días, en especial con la visita de los dos policías,
aunque ya se la esperaba. Se habían enterado de los crímenes y sabía que,
por los dedos en el epitafio, lo relacionarían con él.

No le convenía lo que había pasado, no era el mejor momento para que


aparecieran los cadáveres, ya que la fuga estaba a punto de ocurrir, pero no
le quedó otra que disimular. Y, ahora, ya todo solucionado, tenía trabajo por
delante. Toda la información que necesitaba, se la había entregado Sacha en
un sobre, aunque se parecía más al expediente de una oficina por la
cantidad de información que contenía.

Se sentó en un despacho que estaba habilitado allí, en la nave, y


comenzó a estudiar la documentación: Conrado García, subinspector;
Rubén Martín, subinspector; Guillermo Ferrán, agente, y Sergio Albalá,
analista de datos. Dejó a un lado el de Mario de Vargas y el de Sandra de la
Rosa. Ellos tendrían un trato especial.
CAPÍTULO 12

Interrogatorio a Marc Font Ríus

Cuando Sandra y Nuria entraron en la sala de interrogatorios, Marc


parecía un león enjaulado. Se movía de lado a lado, como si eso le ayudara
a comprender los motivos por los que estaba allí. No le cuadraba nada de lo
que estaba pasando.

—Buenas tardes, señor Font. Soy la inspectora Sandra de la Rosa y mi


compañera es la sotinspectora Nuria Miralles.

—¡¿Buenos días?! Lo será para ustedes. No tengo ni idea de lo que


hago aquí —dijo cabreado.

—¿No sabe por qué le hemos hecho venir?

—¡Por supuesto que no! ¿Me lo va a explicar? —dijo en un tono de


voz molesto, prepotente.

—No le quepa duda, pero empecemos por el principio. Tengo


entendido que hace unos años se sometió a una demanda de paternidad.

Marc la miró con desconfianza. ¿A qué venía aquel dato? ¿Por eso
estaba allí? Todo había quedado en nada y se había demostrado.

—¿Y eso me hace culpable de algo? Mantener sexo con una mujer y
que luego quiera cargarme un hijo que no es mío: ¿Eso es un delito?

—Por supuesto que no —dijo Sandra, conciliadora.

—En todo caso sería ella la que lo hubiera cometido, por falso
testimonio —comentó, haciendo un gesto de lo obvio que era todo aquello
—. Estoy más limpio que el culo de un bebé.

—De momento no le hemos acusado de nada, señor Font. Pero


sabemos que, para demostrar su inocencia, tuvo que dar una muestra de su
ADN.

Abrió la carpeta y sacó un papel con los resultados de la comparación


del ADN. Él lo miró con desgana y dijo:

—Y, eso, ¿me inculpa en algo? —preguntó, muy seguro de sí mismo.

—Tal vez en un asesinato, o, mejor dicho, en tres —Sandra quería


presionarlo, asustarlo, para tenerlo donde quería.

—¿¡En tres asesinatos!? Deberían intentar hacer mejor su trabajo,


inspectora. No sé de qué me está hablando.

—El problema que tenemos es que se ha encontrado su ADN en los


cadáveres que se han hallado estos días pasados.

Su cara de incredulidad lo dijo todo. Se quedó mudo y empezó a negar


con la cabeza.

—¡Eso es imposible! Si me habla de tres asesinatos, imagino que se


refiere a lo que han emitido en los informativos. He visto sus fotos en las
noticias, tanto en Internet como en televisión, y le puedo asegurar que
jamás he tenido ninguna relación con ellos.

Sandra sacó las tres fotos de los fallecidos. Las puso frente a él, en
paralelo, y señalando la de Paola le preguntó:

—Y ¿cómo explica que hayamos encontrado su semen en el cuerpo de


esta chica?

Su sorpresa aún fue mayor. Las miró con cara de no entender nada.

—¿De esa chica? —preguntó, negando ostensiblemente con la cabeza


— No la he visto en mi vida, inspectora: no sé quién es.
—Eso es difícil de explicar. El semen de un hombre no aparece por
arte de magia en el cuerpo de una mujer.

—¡Pues alguien lo habrá puesto, coño! ¿Están sugiriendo que yo tengo


algo que ver con sus muertes?

Estaba perdiendo los nervios, lo que Sandra quería.

—¿Lo tiene? —le preguntó.

—¡Por supuesto que no! —exclamó, entrecerrando los ojos.

—De momento le voy a creer, señor Font, pero debo hacerle una
pregunta.

—Pregunte lo que quiera —dijo con aire prepotente—, estoy muy


seguro de lo que le digo

—¿Alguien podría tener interés en querer implicarle en los asesinatos?


¿Hay alguien que le desee lo peor?

—No tengo enemigos, si se refiere a eso, y menos tan crueles.

—Alguna mujer con quien se haya portado mal, ¿quizás?

Bajó un poco la cabeza, denotando culpabilidad.

—Bueno, reconozco que, con alguna de ellas, el final de la relación no


ha sido demasiado amable. Pero de eso a… No, inspectora: no se me ocurre
nadie.

—Entonces… si lo he entendido bien… ¿no respeta la fidelidad


conyugal?

—¡Ni mi mujer tampoco! —exclamó alzando los hombros—¿Eso me


hace culpable de algo? Ya somos mayorcitos y hace años que llegamos a un
acuerdo tácito: no meternos en la vida del otro.
—Entonces, ¿ella va con quien quiere y usted también?

—Sí: eso es —comentó, afirmando con la cabeza—. Lo ha expresado


muy bien.

Sandra y Nuria se miraron entre ellas. Era algo que ya tenían claro,
aunque no era demasiado habitual, pero lo había dicho con una naturalidad
insultante. Debía cambiar la línea del interrogatorio.

—¿Sabe si ella conocía a alguno de los fallecidos, señor Font?

—¡No tengo ni idea! Eso deberían preguntárselo a ella, pero les puedo
asegurar que yo no sé nada. No conozco a ninguno de los tres.

Estaba claro que era cierto, pero Sandra sabía que alguna persona
relacionada con ellos estaba tras aquello.

—¿Hay alguien de su entorno que sea escritor, o que tenga relación


con el mundo editorial, o de la enseñanza…?, ¿alguien próximo?

—Tengo un amigo escritor: Albert Navas. Escribe novela policíaca.

Sandra lo conocía y sus novelas no eran nada del otro mundo, pero
parecían gustar a los lectores de novela negra.

—¿Se lleva bien con él?

—No es uno de mis mejores amigos, pero nos soportamos.

—¿De qué lo conoce?

—De jugar al póker. Cuatro amigos nos reunimos todos los martes por
la noche. Cada semana en una casa diferente.

Miró a Nuria y ella le hizo un gesto explícito. Parecía obvio que Marc
no sabía nada. Pero a Sandra aún le quedaba una carta por jugar.
Abrió la carpeta y sacó una foto de Ivana, en la que estaba de frente, y
otra de Alex, tomada del perfil de Tinder. Aparecía un poco ladeada y
miraba de forma insinuante a la cámara, escondida tras aquel largo
flequillo. Retiró las otras tres y se las puso delante.

La sorpresa de Marc fue evidente al ver las fotos, en especial una de


ellas. La mujer de pelo negro y liso, de ojos azules y gafas, no le dijo nada,
pero la rubia… Su lunar bajo el ojo izquierdo era inconfundible.

—¡Un momento: a esta sí que la conozco! Es Ivana. También quería


encasquetarme un hijo que seguro que no era mío.

A Sandra le dio un vuelco el corazón. Aquel era el hilo conductor de la


historia. Marc se lo estaba confirmando. Lo que acababa de decir
demostraba que era una de esas relaciones que no había acabado bien, tal
como había comentado al hablar de sus contactos con mujeres.

—Explíqueme eso, por favor.

—Mantuvimos un lío durante unos dos meses. Todo iba bien, era muy
buena en… —Iba a hablar de sus explosivos orgasmos, pero se reprimió—.
Bueno, ya se lo imaginan. Pero un día me dijo que estaba embarazada…, y
yo ya había pasado por eso.

—¿Cortó la relación de forma brusca?

—Sí, lo podríamos definir así —dijo, orgulloso de haber tomado


aquella decisión—. No sé lo que pretendía, pero la mandé a la mierda.

Sandra pensó que ya tenían un móvil para vincular a Ivana con la


implicación de Marc en los asesinatos. Si estaba embarazada y él se
desentendió de ella, con aquel carácter engreído que él desplegaba, con
seguridad podía considerarla como una mujer despechada. Pero ¿era eso un
motivo suficiente?

Estaban hablando de crímenes y de intentos de implicación. En


definitiva, jugando al despiste, tal como imaginaban. Pero no le pareció una
razón suficiente para matar a alguien, al menos sobre el papel. Tenía ganas
de conocer a Ivana, pero antes debía hablar con Laura.

Le dio las gracias a Marc, por su declaración, y le dijo que una patrulla
lo llevaría de vuelta a casa. Si tenían alguna duda más, se pondrían en
contacto con él.

—Espero que cojan a ese asesino y me dejen en paz —comentó con


prepotencia—. Creo que están dando palos de ciego y no saben hacia donde
van, inspectora.

—No se crea todo lo que su ceguera no le deja ver, señor Font. Gracias
por su declaración. Buenos días.

—¡Serán para usted! —exclamó mientras se levantaba de la silla.


Sandra de la Rosa

Cuando Marc salió de la sala, Nuria dijo:

—Es un gilipollas engreído, pero no sabe nada.

—Sí, estoy de acuerdo. Pero conoce a Ivana y eso es muy clarificador.

En aquel momento Mario entraba en la sala de interrogatorios. Miró al


inspector y le dijo:

—Quiero probar algo que me ronda la mente. Mario: necesito que


hagas una cosa.

—¿Qué quieres que haga?

—Vas a ir a la sala en la que está Ivana. Dile que su declaración tiene


que ver con sus contactos con Borja y que estamos interrogando a varias
personas. Que tardaremos en hablar con ella y que facilitaría las cosas si
redactara una declaración sobre las razones por las que entabló contacto con
él. Que lo haga de puño y letra. Llévale un par de hojas de papel y un
bolígrafo. Gánatela y, si le apetece, le llevas un café, o lo que quiera.

Mario lo entendió al momento.

—Ya te veo venir, inspectora: quieres saber si sabe redactar un texto en


condiciones —le dijo, guiñando un ojo, con complicidad.

—Premio para el caballero —confirmó ella, devolviéndole el guiño.

—¡Joder! —comentó Nuria—. De esa forma sabremos si fue ella quién


redactó las cartas.

—Esa es la idea —admitió Sandra. Miró a Mario y le dijo—. Gánatela,


cielo, tú sabes cómo.
—Pero luego no te pongas celosa, que te conozco —le dijo él,
mirándola, como si aquello fuera habitual.

—A estas alturas no creo que quieras cambiarme por una más que
posible asesina, cielo.

—Por nadie que exista: ya lo sabes.

Sandra se derritió. ¿Cómo podía querer tanto a aquel insensato?

En aquel momento, recibió un mensaje de texto de Sergio.


Hemos comparado el teléfono de la reserva de la casa rural y coincide con el de
Ivana, el que consta en Sevilla II como una de las personas autorizadas.

Firmado: Pamela y Sergio, los mejores.

Sandra pensó si era recochineo, o, contra todo pronóstico, Pamela y


Sergio se habían caído bien.
Interrogatorio a Laura Caselles Bertrán

Cuando Nuria y ella entraron en la sala de interrogatorios, Laura


estaba, al igual que su marido, muy nerviosa. Tenía la convicción de que el
hecho de estar allí estaba relacionado con los asesinatos, aunque no tuviera
nada que ver. Pero no sabía cómo habían llegado hasta ella.

Tras presentarse, Sandra le preguntó:

—¿Sabe la razón por la que está aquí, señora Caselles?

—No —dijo con un hilo de voz.

—¿Ve usted las noticias?

—Sí, claro, por supuesto.

—¿Y no se ha enterado de los cadáveres que se han encontrado estos


últimos días?

Sandra vio humedad en sus ojos, el presagio del llanto. Supo que se
derrumbaría pronto. A diferencia de Marc, su marido, ella sí sabía las
razones por las que la habían traído a Barcelona. No quiso perder el tiempo.

Sacó de la carpeta las fotos de los tres fallecidos y las colocó sobre la
mesa, frente a ella.

Laura, al verlas, ya no pudo aguantar más y se puso a llorar. Aquello


era una señal inequívoca de que las suposiciones de Sandra eran ciertas.
Había pasado por el mismo calvario que algunas de las chicas inmigrantes
que necesitaban los papeles de extranjería.

— Laura: ¿qué pasó la noche de Halloween de 2017?

Al oír aquello arreció en su llanto. Bajó la cabeza y la reposó sobre las


palmas de sus manos, refugiándose en ellas. Un tropel de aterradores
recuerdos la asaltaron. Jamás podría olvidarlo, pero aquel remoto recuerdo
apareció con fuerza inusitada. Sandra la dejó llorar. Al cabo de un par de
minutos, cuando vio que comenzaba a calmarse, le dijo:

—Creemos saber lo que pasó, Laura —le dijo, llamándola por su


nombre.

Laura levantó la vista, y sus ojos, anegados de lágrimas, la miraron,


denotando un dolor que quebraba su razón.

—Ustedes no lo entienden… Aquello fue lo peor que me pasará en la


vida.

—Me gustaría tranquilizarla —declaró Sandra, con suavidad,


intentando transmitir confianza—. Sabemos que usted no ha tenido nada
que ver con sus muertes.

—Por supuesto que no —respondió con firmeza, aunque mantenía


quebrada su voz.

—Pero creemos que tiene información que nos puede llevar hasta los
asesinos.

Al oír el plural, al que la inspectora hacía referencia, preguntó:

—¿Han sido dos?, ¿dos chicas?

—¿Por qué piensa que han sido dos chicas?

—No lo sé. Solo sé lo que me hicieron a mí. Supongo que no fui la


primera, e imagino que tampoco la última.

—Está usted en lo cierto. ¿Sabe de alguien más que pasara por eso?

—¡No, por Dios! Es algo que nunca he hablado con nadie. —Pareció
reparar en algo y añadió—: Bueno, hasta ayer. Cuando vi lo que había
pasado, al ver las fotos de los muertos, se lo expliqué a una amiga.
—Hay algo que nos tiene intrigados, Laura. En las fotos que hemos
encontrado de aquella noche, Halloween de 2017, aparece usted con ellos
tres en el Casanova Beach Club. Pero hemos visto que hay una quinta
persona con ustedes, aunque no se le ve la cara. ¿Quién más estaba allí?

—Águeda, la prima de mi esposo. Ella es la amiga con la que hablé


ayer.

Sabiendo lo que aquellos depravados hacían con las chicas, a Sandra


no le extrañó que nunca le hubiera contado aquello a nadie.

—Usted está aquí porque la hemos localizado entre las fotos de esa
noche, en el Casanova Beach Club, pero hay algo importante que debe
conocer: ¿sabe que se ha encontrado pelo en los cadáveres? Creemos que es
suyo.

Aquello fue una conmoción para Laura. La miró con cara de


incredulidad.

—Pero…, ¡eso es absurdo! Yo nunca los he vuelto a ver, jamás. No he


tenido ningún contacto con ellos: le puedo asegurar que se me quitaron las
ganas.

Sandra no quiso ahondar su herida preguntando lo que había pasado


aquella noche. Soraya había hecho un relato claro y conciso de la forma de
actuar de aquellos tres degenerados. Y estaban seguros de que todo aquello
era un montaje para implicarla. Lo que no sabían era el motivo.

—La prima de su esposo, Águeda, ¿también estuvo allí, en el chalé,


donde…?

—¡No, por Dios! —exclamó aliviada— Por suerte ella se fue a mitad
de noche. Es una persona solitaria y se relaciona muy poco con los demás.
En realidad, fue a Casanova porque yo le insistí, para que saliera un poco de
casa y conociera gente. Lo hice con la mejor intención, inspectora, se lo
aseguro, pero no salió bien. Águeda estaba incómoda allí, con ellos, y se
fue.
»Fui al baño con esa chica — dijo señalando la foto de Paola— Yo
estaba colocada, pero ella iba muy mal, bastante peor que yo. Tardamos un
buen rato en salir, una media hora, y, cuando lo hicimos, este —comentó,
señalando la foto de Luis—, nos dijo que ya se había ido hacía un rato.

Sandra estaba confirmando todo lo que ya sabían, pero faltaba realizar


la prueba de las fotos, la misma por la que había pasado Marc. Retiró las
imágenes de los tres fallecidos y sacó las de Ivana y Alex.

Laura puso cara de sorpresa al verlas. Al igual que Marc, ignoró la de


la chica morena.

—Esta es Ivana —dijo al momento Laura—. Pero ¿qué tiene que ver
ella con todo esto?

—¿De qué la conoce? —le preguntó la inspectora.

—Fue amante de mi marido. Él y yo tenemos una relación un tanto


especial…

—Conocemos ese dato —le aclaró—, pero ¿solo la conoce por eso?

—Bueno…, esto es un interrogatorio y sé que debo ser sincera. La


verdad es que una noche nos enrollamos. Fue el día que ella me confesó que
había estado liada con él.

—¿Se lo dijo ella?

—Sí, fue muy sincera. Sabía que él y yo pasamos el uno del otro y
pensó que no me importaría. Me cayó bien y me apetecía joderlo, por
gilipollas. Pensé que le molestaría que me liara con su amante. La verdad es
que me lo pasé muy bien con ella, no me arrepiento.

Sandra pensó que era fácil que esa noche Ivana hubiera guardado vello
o cabello de Laura, para dejarlo en los cuerpos.

Todo estaba bastante claro. Pero aún no sabían el motivo del asesinato
de aquellos hijos de puta. Quedaba una última pregunta:
—¿Alguien de su entorno escribe bien, es escritor?

—¿De mi entorno…? —Hizo un gesto con los hombros, frunciendo la


boca, extrañada por aquella pregunta—. Mi marido tiene un amigo que lo
es: Albert Navas.

La misma respuesta que había dado Marc, pero aquello no aportaba


nada, hasta que Laura añadió:

—Águeda también escribe —dijo, casi sin darle importancia —. No


creo que gane mucho dinero con eso, pero tampoco lo necesita. Autopublica
en Amazon, pero con un seudónimo.

Todos los sentidos de Sandra se activaron en aquel instante.

—¿Sabe cuál es?

—Lucas… no sé qué…, creo. No recuerdo el nombre.

—¿Qué tipo de libros escribe?

—Nunca me he interesado mucho por eso, pero, sé que es novela


negra, ella me lo dijo.

—¿Novela negra?, ¿de asesinatos?

—¿No pensará que Águeda haya podido tener algo que ver…? ¡Por
Dios! Es muy rara, y seca con la gente, lo reconozco, pero no sería capaz de
hacer algo así.

—¿Y de planearlo? Si escribe novela negra entenderá algo de


asesinatos.

Allí pareció dudar.

—Supongo que sí, pero… —dejó la frase en el aire, mientras negaba


con la cabeza.
—De momento nada más, Laura. Si necesitamos volver a hablar con
usted, la llamaremos. Por supuesto le pido que no hable de todo esto con
nadie.

—No se preocupe, no me apetece hacerlo. Es una puta pesadilla, y,


aunque suene raro y más para ustedes, para mí ha sido un final feliz.

Sandra entendió sus razones, aunque no pudiera compartirlas, pero


empatizó con ella.

—No puedo darle la razón en eso, Laura, pero quiero que sepa que
lamentamos lo que le pasó —dijo, de corazón, mientras Nuria asentía a su
lado.

—Lo único bueno es que ya se ha acabado. Sus sepelios ayudarán a


enterrar mis recuerdos.

—No creo que le resulte fácil, se lo aseguro, pero debe intentarlo.—


dijo Sandra, con conocimiento de causa. Le tendió la mano y añadió—:
Puede irse. Los compañeros la llevarán a su casa, o a dónde usted quiera.

—Mi casa estará bien. Necesito estar sola.

Tras salir Laura, Mario entró. Llevaba la declaración manuscrita de


Ivana.

Nada más verla, supieron que ese no era un texto de alguien


profesional o muy versado en la escritura. Pero ahora ya sabían quién era la
persona, del entorno de Marc y Laura, que las había redactado. Envió un
mensaje a Pamela y a Sergio.
Ha aparecido un nombre nuevo: Águeda Font Romeu. Es prima de Marc, y
escritora. Necesitamos saber todo lo que podáis descubrir sobre ella. Publica en
Amazon y su seudónimo es Lucas…, y algo más. No tenemos ese dato. Novela
negra.
—Bueno, parece que todo está cada vez más claro, aunque no sabemos
de qué se conocen Ivana y Águeda, porque, sin duda, ellas son las
responsables de las muertes. —Se quedó pensando un instante y añadió—:
Un brazo ejecutor y una cabeza pensante. Águeda tiene todos los números
para ser esta, e Ivana…: ¿es la ejecutora?

Se quedó mirando las fotos de Ivana, de Alex y la documentación de


Susana Roca. Le dijo a Nuria:

—¿Puedes hacer pasar estas fotos por reconocimiento facial? Que


incluyan una de Águeda. Necesitamos compararlas. De esa forma sabremos
cuál de ellas dos es Alex, la que se fue con Paola. Toda esta trama está
basada en trampas y en pluralidad de personalidades. La verdad es que
parece urdida por un escritor de novela negra.

—Ahora mismo —comentó la sotinspectora—. Se lo envío a Pamela.

En aquel momento entró un mensaje de Sergio que Sandra leyó en voz


alta:
Lucas Alcázar. Ese es el seudónimo que utiliza la tal Águeda. Su última novela
se titula “Sepulcro de hielo”, ¿sabéis cómo se llama la asesina?: Susana Roca.

Nuria miró a la pareja y les dijo:

—Ya tenemos todas las piezas. Voy a llamar a Sant Sadurní para que la
traigan aquí.

—Otra cosa: en cuanto traigan a Águeda, que Pamela acceda a los


móviles de ellas dos, que investigue los contactos y las llamadas de los dos
terminales. También, las que se cruzaron entre ellas y los mensajes de
WhatsApp.

—Perfecto. Voy a hacer una llamada.


Cinco minutos después, mientras preparaba la información que tenían
sobre Ivana, Sandra recibía un informe preliminar de Sergio y Pamela.
Según la información recopilada por la «Penélope García catalana» y yo, el
máximo exponente de la perfección analítica, Águeda Font Romeu, bajo el
seudónimo de Lucas Alcázar, ha publicado tres novelas en Amazon. Con muy poco
éxito, por cierto.

El protagonista de la saga es un policía alcohólico, divorciado y amargado,


como la mayoría de los personajes que salen en los libros. La asesina de su última
novela se llama Susana roca. La trama surge de la violación que sufre por parte de
tres hombres. Se venga de ellos, matándolos, pero, aunque el detective la descubre,
la deja ir. Está escrita hace algo menos de dos años, en febrero de 2018.

—Pide una orden de registro, para la casa de Vallirana, la que está a


nombre de Susana Roca —le dijo a Nuria—. Hay que enviar a la científica.
Estoy segura de que ese es el lugar donde se han cometido los crímenes.

—Eso significa que la publicó tres meses después de la fatídica noche


de 2017 —dijo Mario.

—Pero, según la versión de Laura, Águeda se fue bastante antes de que


pasara nada —comentó Nuria—. Cuando los cuatro se marcharon al chalé,
ella ya no estaba con ellos.

Sandra pensó que ambos tenían razón, pero había un matiz que podía
cambiarlo todo.

—Recordad que Laura ha comentado que, por el ciego que ambas


llevaban, Paola y ella estuvieron una media hora en el cuarto de baño.
¿Pudo haber pasado algo durante ese tiempo?, ¿algo de lo que Laura no
sabe nada?

»Si analizamos la situación sabemos que una chica, que se identificó


como Susana Roca, acudió al hospital por haber sufrido una violación por
parte de dos hombres. La agresión ocurrió en la playa de Castelldefels, muy
cerca del bar de copas en el que los tres fallecidos estaban de fiesta, y unas
horas antes de la llegada de Paola al hospital.
»Debemos atar cabos: sabemos que los fallecidos estaban junto a Laura
y Águeda, su prima, que es escritora. A unos cientos de metros de ese lugar,
disponían de un chalé donde consumaban los delitos. —Se quedó un
instante pensando y añadió—: Estoy segura de que aquella noche se
perpetraron dos agresiones diferentes: la de Águeda, en primer lugar,
cuando se fue del bar, y después la de Laura, en el chalé.

Nuria y Mario estuvieron de acuerdo con aquella hipótesis. Todo


cuadraba.
Interrogatorio a Ivana Pou Riera

Cuando Sandra y Nuria entraron en la sala, Ivana no sabía que Águeda,


en aquel momento, estaba siendo custodiada hacia allí en un vehículo
policial.

Sandra llevaba en la carpeta una de las cartas de Borja y la declaración


manuscrita de Ivana. Lo primero que le dijo fue:

—Vamos a filmar este interrogatorio para dejar constancia de todo lo


que se haga o se diga durante el mismo, para que cualquier detalle quede
reflejado en la grabación. Es una forma de asegurar la realidad de la
conversación, descartar que pueda haber ningún tipo de coacción con la
persona interrogada, y, por supuesto, certificar la total ausencia de maltrato
físico durante el mismo.

»Es algo que la ley nos aconseja hacer en beneficio de las dos partes;
por tanto, si nuestro comportamiento no fuera el correcto en el trato con
usted, quedaría una prueba gráfica del mismo. ¿Lo entiende, Ivana?

—Sí.

—Me ha dado la impresión de que usted no redacta demasiado bien. A


bote pronto, he encontrado tres faltas de ortografía —le dijo a modo de
saludo.

—No sabía que además de policía fuera usted lingüista —respondió


Ivana, con cinismo.

—No lo soy, pero creo que escribo mejor que usted. Tengo entendido
que sus notas en el instituto no fueron brillantes.

—¿Y eso tiene relevancia con la correspondencia que he mantenido


con Borja?
—Nos demuestra que las cartas que intercambió con él, no las escribió
usted.

—¿Quién si no?

—Ya hablaremos de eso

Ivana comenzó a ponerse nerviosa. Aquello era diferente a lo que había


esperado.

—Tengo entendido que, a los diecinueve años, sufrió usted una


violación. Presentó una denuncia el once de agosto de 2004, ¿es cierto?

—Si ya lo sabe, ¿por qué me pregunta?

—Eso es algo muy traumático —dijo Sandra, mostrando empatía.

—No lo sabe usted bien —respondió, mientras la mirada le cambiaba.

—¿Qué edad tiene su hijo? —le preguntó Sandra.

Ivana manifestó su enfado por la pregunta. La miró con furia y le


preguntó:

—¿Se va a recrear en el hecho de que en esa agresión me quedara


embarazada? ¿Eso le parece divertido?

—¿Me está viendo reír Ivana?

Ella se mantuvo callada.

—Imagino que, a lo traumático de la violación, se unió el hecho de


tener un bebé no deseado.

—Cada vez que lo veo, me recuerda lo que pasó—respondió con pesar.

—Por eso no lo tiene con usted —manifestó Sandra, sin preguntar—


Tengo entendido que vive con sus abuelos.
—Allí está mejor que conmigo.

—Fue violada a los diecinueve años. Regresó a Viella, para dar a luz, y
tengo entendido que hace ocho años volvió a Barcelona.

—Me gusta vivir aquí.

—¿Le gusta el trabajo que realiza?

—La verdad es que sí. Siempre me ha gustado vivir la noche. Soy muy
noctámbula.

—Imagino que, en su trabajo, conocerá a gente interesante.

—Menos de la que se cree, hay de todo. Algunos clientes son


agradables, y otros prepotentes y engreídos. Esos me gustan menos. Pero en
ese ambiente, es lo que hay.

—Entonces…, ¿por qué se hizo amante de Marc Font? He tenido la


oportunidad de conocerle y me ha parecido que se aproximaba mucho a ese
perfil. ¿Él es una excepción, entre los componentes del grupo de
prepotentes y engreídos?

—¿Cómo sabe usted eso?

—Le contestaría que no le importa, pero se lo voy a decir: me lo ha


dicho él.

Ivana perdió el norte. Aquello tomaba un cariz diferente del que habían
pensado. Marc los había llevado hasta ella.

—También me lo ha confirmado Laura, su esposa. Nos ha revelado que


se acostó con ella, tal vez para vengarse de él por dejarla tirada en Mallorca
cuando le dijo que estaba embarazada.

—Yo no he estado embarazada de Marc.


—¿No? Según palabras de su esposa, ya tenía lo que quería de él, y
supongo que solo fue una argucia para quitárselo de encima. ¿Qué es lo que
quería de él, Ivana? ¿Tal vez muestras de semen y de pelo?

Ivana no contestó. Movió la cabeza de lado a lado y cerró los ojos,


como si aquello fuera una tontería.

—Le consolará saber que Laura nos ha confesado que no tuvo reparos
en estar con usted, aunque fuera para poder restregárselo algún día a su
marido, pero dice que se lo pasó muy bien.

—Yo no necesito consuelo. Hago lo que quiero y me acuesto con quien


quiero.

—¿Con Paola, por ejemplo?

—No sé quién es Paola.

—La chica que han encontrado muerta.

—Ya le he dicho que no la conozco, inspectora. ¿Quiere implicarme en


eso? ¿Qué razones tendría para matarla?

—Aún no lo sé, pero le aseguro que lo descubriré. Usted, hasta donde


sabemos, es la única persona que puede haber tomado muestras de pelo y de
semen de Marc y de Laura. Porque ya sabe que hemos encontrado ADN de
ellos dos en el cuerpo de los fallecidos, pero, por razones que no vienen al
caso, sabemos que ellos no pudieron hacerlo.

—Y, por esa regla de tres, ¿creen que yo soy la culpable?, ¿por
haberme acostado con ambos?

—Usted tuvo la oportunidad de recoger esas muestras.

—¿De semen y de pelo?… —dijo, de forma cansada—. Le puedo


asegurar que, cuando mantengo relaciones sexuales con alguien, no me
dedico a recoger sus restos biológicos.
—A menos que tenga una razón.

—Y ¿cuál se supone que es?

—Para implicarlos. En el caso de Marc el despecho es un buen motivo.

—Marc es un prepotente y un engreído. Un egocéntrico.

—Tengo entendido que la relación entre ustedes no acabó bien.

—No, en eso tiene razón —reconoció—. Pero, el hecho de que me


dejara, ¿es suficiente para hacer lo que usted dice?

—Sé por qué lo hizo.

—¿Y me lo va a decir?

—Usted ya lo sabe. No se haga la tonta.

Ivana no sabía cómo salir de aquel lío. De repente, una pregunta que
tampoco esperaba, sonó en la boca de Sandra:

—¿Conoce el Casanova Beach Club?

No podía negarlo, pero no le gustó la forma de preguntárselo. Aquello


la desconcertó.

—Sí, he estado un par de veces, pero hace tiempo.

—¿Tal vez hace dos años, en Halloween de 2017?

—No lo recuerdo.

—¿No recuerda haber ido al hospital?

—Ya le he dicho que no lo recuerdo.

En aquel momento, en el móvil de Nuria, entró un mensaje de Pamela:


Lo leyó y se lo enseñó a Sandra.
Me he metido en el móvil de cada una de las sospechosas, Ivana y Águeda, y
ambas tienen un contacto con el mismo nombre: Alex. Lo destacable es que la foto
de perfil es la que ya conocemos, pelo negro y gafas, pero lo más curioso es que los
números del contacto son los respectivos. He hecho una llamada a Alex, desde el
terminal de Ivana, y ha sonado el de Águeda.

—¿Conoce a una chica llamada Alex?

—¿Alex? No me suena.

—Tal vez el nombre de Susana Roca le sea más familiar —le comentó
Sandra.

—No lo sé. ¿Alguna clienta de la discoteca?

—Tiene usted muy mala memoria, para lo que le interesa —le dijo
Sandra, entendiendo sus mentiras, pero un poco harta de ellas—. La van a
llevar a una celda. Tal vez más tarde tengamos que volver a hablar con
usted.

—¿Eso quiere decir que me van a detener?

—De forma preventiva, de momento. Pero, sí, se va a quedar retenida.

Nuria se acercó a la puerta y llamó a un compañero. Le pidió que la


llevara a un calabozo de la comisaría.

Ivana, desconcertada, se levantó de la silla y salió acompañada del


agente. Aquello no era lo que estaba previsto. El plan se había vuelto en su
contra y al intentar implicar a Marc y a Laura habían llegado hasta ella

Pensó que, a esas alturas, y por los datos que iban exponiendo, ya
debían conocer su relación con Águeda.
CAPÍTULO 13

Interrogatorio a Águeda Font Romeu

Sandra entró a saco. No iba a actuar como la poli buena en aquel


interrogatorio. Nuria se acercó a la cámara de grabación y pulsó el botón de
encendido. Aunque se presentó como policía, ni siquiera saludó.

—Vamos a filmar este interrogatorio para dejar constancia de todo lo


que se haga o se diga durante el mismo, para que cualquier detalle quede
reflejado en la grabación. Es una forma de asegurar la realidad de la
conversación, descartar que pueda haber ningún tipo de coacción con el
detenido y, por supuesto, certificar la total ausencia de maltrato físico
durante el mismo.

»Es algo que la ley nos aconseja hacer en beneficio de las dos partes;
por tanto, si nuestro comportamiento no fuera el correcto en el trato con
usted, quedaría una prueba gráfica del mismo. ¿Lo entiende, Águeda?

—Sí.

—Soy la inspectora Sandra de la Rosa y mi compañera es la


sotinspectora Nuria Miralles —se identificó—. ¿Quién es Susana Roca? —
le espetó, de golpe.

Aquello desconcertó a Águeda. No esperaba un inicio como aquel. Se


repuso al momento.

—Pensaba que una profesional cómo usted leería mis novelas. Susana
Roca es la protagonista de mi último libro.

—Tenía entendido que el protagonista es un inspector, alcohólico y


pendenciero que odia al mundo. Esa otra protagonista de la que usted me
habla, ¿también es así?

—¡Vaya, parece que le gusta la novela negra, inspectora!

—Es cierto, aunque no conocía su saga —confesó Sandra. Clavó sus


verdes ojos en los de Águeda y comentó—. Si escribe ese tipo de lectura,
debe ser muy buena encajando las piezas de lo que es la representación de
un asesinato. Imagino que el hecho de que la historia sea coherente, ayuda a
que el lector entienda el desarrollo de la trama. Hay que ser muy precisa y
meticulosa en eso, ¿no le parece?

—Sí. Imagino que tengo cierto talento —respondió con una forzada
sonrisa—. También me documento mucho, no se crea.

Ese era uno de los temas que Sandra quería tocar, y le vino como anillo
al dedo. Le expuso:

—En algunas novelas, los asesinos tienen una doble personalidad. He


leído que consiguen documentación falsa. No sabía cómo lo hacían, pero
una compañera del departamento, que se dedica a rastrear en la red, me ha
dicho que no es difícil de conseguir. Hay páginas web que la venden, o, en
su defecto, en la Dark Web. ¿Lo sabía?

Águeda la miró con desconfianza. Respondió:

—¡Claro! Ya le he dicho que me documento bien para mis novelas.

—¿Alguna vez ha adquirido algún tipo de documentación falsa? Eso la


ayudaría a conocer la calidad del producto que ofrecen, se podría
documentar mejor.

Aquello la acabó de desconcertar. Empezaba a pensar que sabían


demasiado, y eso no entraba en sus planes. La investigación debía dirigirse
en otra dirección, bajo las directrices que ella había perfilado. Antes de que
intentara encontrar una respuesta coherente, Sandra volvió a la carga, y
cambió de tema de forma radical. Le preguntó:
—¿Se ha enterado de los asesinatos? Ha salido en todos los
informativos: se han encontrado tres cadáveres congelados.

—Es imposible no saberlo: son muy pesados con eso. Es parte de la


información sensacionalista a la que estamos acostumbrados —dijo con
cierta prepotencia—. Pero lo he oído: no acostumbro a ver la televisión,
prefiero escuchar la radio. La música me relaja mientras leo, y, de vez en
cuando, ponen noticias.

—Entonces, ¿no lo ha buscado en su portátil? Si tuviéramos que


revisarlo, con una orden judicial, por supuesto, ¿no encontraríamos ninguna
búsqueda?

Águeda sabía que darían con ello si hacían lo que decía.

—Reconozco que lo busqué por Internet.

—Me lo imaginaba, ya que es usted una escritora de novela negra. ¿Lo


hizo para documentarse?

Águeda mantuvo su mirada y apretó los labios. Cruzó los brazos, bajo
su pecho, y dijo:

—Es una escena del crimen muy extraña.

—¿Escena del crimen?… ¿Piensa que los mataron allí?

—No parece lo más probable. Si estaban congelados… —respondió


mientras negaba con la cabeza y alzaba los hombros.

—Eso pensé yo. Los mataron en otro lugar, y luego, tras congelarlos,
los llevaron hasta el lugar donde se encontraron. Lo curioso es que uno de
los cuerpos apareció en Madrid, y los otros dos aquí, en Catalunya. Es
curioso, ¿no?

—La policía es usted —respondió—. Imagino que el asesino tendrá sus


razones.
Sandra volvió a cambiar de tema.

—¿Le caen bien los españoles? —le preguntó—. ¿Los madrileños?

—¡No los soporto! —concretó, en tono despectivo—. ¿Usted, de


dónde es?

—Nacida en Madrid. Aunque he vivido en varios lugares.

—¡Yo no! Apenas he salido de Sant Sadurní, me gusta mucho estar en


casa.

—Es cierto. El hogar de uno es dónde mejor se está. Pero salir de vez
en cuando… —le comentó, esperando su respuesta.

—¡No!: yo no necesito salir.

—¿Cuándo fue la última vez que lo hizo?, y me refiero a lo de irse de


fiesta.

—No lo recuerdo, ya le he dicho que soy muy casera.

—Me parece raro que no se acuerde. Tengo entendido que la noche de


Halloween de 2017, dos hombres la violaron al salir del Casanova Beach
Club, en Castelldefels.

Plantó las fotos de los dos hombres en la mesa, frente a ella.

Águeda se quedó de piedra. ¿Cómo podían saber ese dato? Ella se


acababa de enterar de lo que aquellos hijos de puta le habían hecho a Laura
aquella noche, pero solo Ivana sabía la verdad de lo que había ocurrido.

***

Playa de Castelldefels. Halloween de 2017

Mientras caminaba por el Paseo Marítimo, maldecía a Laura por


convencerla de que saliera aquella noche. Ella no estaba hecha para aquello.
¿Es que no podía entender que le gustaba estar sola?

No le gustaba el contacto con la gente. Se puso a pensar, y al cabo del


año se relacionaba con diez o doce personas: el chico de la gasolinera, el
matrimonio que regentaba el supermercado, la chica que le llevaba la
comida que pedía por internet, y poco más. Solo Laura se acercaba a su
casa.

Ella era la única persona que soportaba, demasiado pija para su gusto y
muy estirada, pero no le caía mal, al menos no tanto como el descerebrado
de su primo Marc. Se alegró al recordar que, desde el día que la violó, no
había vuelto a visitarla. Su amenaza, que estaba segura de cumplir si
aquello se repetía, había surtido efecto. «¡Un auténtico hijo de puta!»,
pensó.

De pronto escuchó una voz tras ella. Al girarse vio que eran aquellos
dos cabrones de la discoteca: el madrileño y el vicioso.

—¿Ya te vas, preciosa? No queremos que te pierdas la fiesta de esta


noche.

—¿Fiesta?: yo no pienso ir a ninguna fiesta. Dejadme tranquila —les


dijo mientras seguía caminando por la acera del paseo, alejándose de allí.

A aquellas horas no se veía a nadie por los alrededores, y la animación


se centraba en las luces de Casanova que se veían a un par de cientos de
metros de distancia.

De repente, Águeda notó que uno de ellos la abrazaba por detrás,


inmovilizándola, y el otro tapaba su boca con la mano. La bajaron a la playa
por unas escaleras que se abrían hacia ella, y, al llegar abajo, la tiraron al
suelo.

Escuchó cómo Luis le decía Lucas:

—¡Paola se lo va a perder! —exclamó mientras soltaba una carcajada


—. ¡Mira que le gusta vernos cuando nos las follamos! Se pone muy
cachonda, la hija de puta.

—Sí, es más viciosa de lo que parece. Luego, cuando pillemos a la


rubia nos lo demostrará. Esa Laura no pondrá tantas pegas como esta, que
es una leona —comentó Lucas sujetando a Águeda, que, tirada en la arena,
intentaba zafarse de él.

Luis escupió en su mano y se untó el miembro. Mientras Lucas le


sujetaba los brazos por encima de la cabeza, le abrió las piernas, se tumbó
sobre ella y la penetró.

—¡Me gusta domarlas! —exclamó, riéndose—. ¡Buf!, esta guarra tiene


el coño muy estrecho.

Águeda, entre arcadas, recibió sus acometidas. Apenas un minuto


después, Luis se corrió en su interior.

Cuando se levantó, resoplando como un cerdo, ella lanzó una patada y


le golpeó junto a su bajo vientre. Lucas, que sujetaba sus manos, retorció
sus dedos y le rompió tres de una tacada. Águeda soltó un grito de dolor.
Vio a Luis pasando por su lado. Sintió cómo le sujetaba las muñecas, y
Lucas y él intercambiaron su lugar. Este abrió sus piernas, de nuevo, y la
violó.

Mientras lo hacía, rasgó su vestido, dejando a la vista aquel pecho del


que tan orgullosa estaba, y Águeda volvió a gritar, pero esta vez de odio.

Cuando acabó dentro de ella, y Águeda pensó que ya todo había


finalizado, sintió un dolor intenso. Aquel hijo de puta retorció sus pezones
con extrema fuerza y la amenazó con arrancárselos si continuaba
resistiéndose. Luis la volvió a violar, esta vez analmente, y Lucas la obligó
a hacerle una felación. Entre gemidos, derramó el semen sobre su cara.

Cuando todo acabó, la dejaron tirada en la arena de la playa, medio


desnuda y junto al muro que cerraba el paseo marítimo. Se encogió sobre sí
misma y comenzó a llorar. No supo cuánto tiempo había pasado, cuando
una chica que paseaba por allí escuchó sus lloros.
—¿Estás bien, cielo? —la escuchó preguntar.

Levantó la vista y, entre lágrimas, vio una melena rubia que desde lo
alto del murete caía hacia ella. Al momento desapareció, y Águeda escuchó
su apresurado taconeo bajando por la escalera que llevaba hasta la arena.

Se acercó y, viendo su aspecto tan desaliñado, con el vestido roto y


encogida sobre sí misma, le dijo.

—¡Madre mía!: ¿qué te ha pasado? Han abusado de ti, ¿no?

Águeda no contestó. Solo podía llorar. La chica vio que se sujetaba una
mano, con la otra, y le susurró:

—Déjame ver. —Con cariño cogió su mano y le acarició los tres dedos
retorcidos—. Te han hecho daño, cielo. Tienes varios dedos rotos: debemos
ir a un hospital.

—No, no quiero —respondió Águeda, negándose en redondo.

—Si no solucionas esto, no podrás volver a utilizar bien esa mano:


debe verte un médico.

Eso hizo reflexionar a Águeda.

—Iré al hospital — admitió en tono de derrota. Se hizo un silencio, y


Águeda preguntó—: ¿Vas a venir conmigo?

—Por supuesto, cielo. Te llevo en mi coche, y me quedaré contigo


hasta que te hayan curado. Ponte mi chaqueta por encima, llevas el vestido
roto.

—¡Malditos hijos de puta!…

—¿¡Vamos…!? —iba a pronunciar su nombre, pero se dio cuenta de


que no lo sabía. Musitó— No sé cómo te llamas. Yo soy Ivana.

Águeda levantó sus anegados ojos y, con la voz temblorosa, declaró:


—Susana.

—No te preocupes, Susana. Todo irá bien.

Ivana era la única que lo sabía, pero estaba segura, de que, si la habían
interrogado, ella no había dicho nada.

***

La sacó de su ensimismamiento la voz de Sandra.

—Además, aunque dice que es muy casera, hemos localizado su


reserva, Águeda. Fue una estancia de dos días, desde el sábado pasado hasta
el lunes, en una casa rural en Cassá de la Selva. Según un vecino que las vio
llegar —mintió—, eran dos chicas jóvenes.

»Imagino que está enterada de que, desde una población muy cercana,
Llambilles, se envió un sobre al director de un periódico digital. Contenía
información sobre los asesinatos.

Mientras Águeda retorcía su mente, para encontrar respuestas que no


existían, escuchó de nuevo la voz de la inspectora. Cambió de tema de
forma radical.

—Siendo escritora de misterio, sabrá que es muy difícil precisar la


fecha de la muerte en un cadáver que ha estado congelado.

—No conocía ese dato —dijo, pero ya con un hilo de voz, sabiendo
que había perdido.

Sandra la miró con suspicacia. Comenzaban las mentiras desesperadas.

—Águeda, le quiero decir algo. No sé si lo sabe, pero Laura la aprecia


de verdad. Tengo entendido que ayer le explicó lo que le pasó aquella
noche. Usted fue una víctima, pero le aseguro que ella, sin dudarlo,
cambiaría su agresión por la suya.

—¿Y eso la exime de responsabilidad? Fue ella la que me llevó allí.


—¿Por eso la intentó inculpar en los asesinatos?

En ese momento entró Mario. Llevaba dos notas de papel y se las


entregó a Nuria. Esta las miró y se las dio a Sandra.

La primera de ellas era el informe del reconocimiento facial. Habían


comparado las cuatro fotografías, y el programa confirmaba que los rasgos
de Águeda coincidían con los de Susana Roca. Los de Ivana se
correspondían con los de la imagen de Alex, tanto del perfil de Tinder como
en las imágenes del rooftop.

Pensó que ambas utilizaban la misma apariencia, pero con dos nombres
diferentes. La peluca negra y las gafas cambiaban su aspecto de forma
radical, convirtiéndolas en otra. En el caso de Ivana, cuando aparecía Alex,
necesitaba unas lentillas azules y suficiente maquillaje para esconder el
lunar de su mejilla.

Sandra ya lo tenía todo.

La segunda nota era una orden de registro. Le dijo:

—Acaba de llegar una orden judicial autorizando el registro de la casa


de Vallirana, la que tiene allí la protagonista de su novela. ¿Sabe usted lo
que vamos a encontrar?

Águeda no respondió, la que lo hizo fue Sandra.

—Estoy segura de que habrá un congelador industrial instalado en


algún lugar: en un sótano, en el garaje… Pronto lo sabremos. Estoy
convencida de que aún habrá manchas de sangre.

Ese fue el momento en que Águeda supo que todo se había acabado.
Ya no merecía la pena seguir fingiendo. Miró a Sandra a los ojos y le dijo:

—¡Eran unos cerdos!, merecían lo que les ha pasado.

Aunque Sandra estaba de acuerdo, se tuvo que callar. Pero había algo
que aún no entendía, aunque imaginaba el motivo.
—¿Por qué llevó el cadáver de Lucas a Madrid?

—Quería crear una distracción —le respondió Águeda, mirándola con


desdén—. Me pareció una buena idea.

Sandra confirmó que su sospecha era correcta: una trampa más en


aquella enrevesada historia.

—Pero ¿qué tiene que ver el asesino de los números romanos con todo
esto?

—Borja odia a la sociedad, igual que yo —dijo con rabia,


entrecerrando los ojos y agrediendo con su mirada a aquella puta madrileña
—. Abusaron de él desde niño, igual que mi padre lo hizo conmigo desde
que tenía once años.

—Su firma era cortar los dedos, y usted no lo ha hecho, aunque


aparecen en la imagen de las lápidas.

—Los dedos son un homenaje a su trabajo y al respeto que le tengo.

—¡¿Trabajo?! ¿Eso le parece un trabajo?

—Así me lo he tomado, como un trabajo. ¿Recuerda el epitafio? «Vivir


mi vida así, me ha llevado a mi muerte» —remarcó, con una cruel sonrisa
—. Era su forma de vivir, y eliminar a las alimañas lo es.

—¿Sabe a qué tipo de personas mató Borja Expósito, Águeda?: ¡a


mujeres indefensas!

—Lo hizo para vengarse de la sociedad, de lo injusta que fue con él.
No pudo llevar una vida normal como la de ellas

—Usted tampoco tiene una vida normal, pero porque es una enferma,
Águeda —dijo Sandra, sin poder entender que aquella loca justificara sus
actos a través de él—. Tiene todo lo que muchos querrían para sí: hace lo
que le gusta, que es escribir; tiene dinero para vivir varias vidas sin
preocuparse de nada…
—¿De nada? ¿Le parece poco? ¡Señora policía!: le hablo de los
violadores que hay en la sociedad, escondidos en cualquier esquina.

—¿Quiere decir violadores y asesinos cómo Borja Expósito…? —La


miró con incredulidad—. Él no tuvo sus oportunidades, es cierto, pero ¿cree
que, por esa razón, actuó como lo hizo?

Águeda no contestó. Se quedó pensando un instante y le preguntó:

—¿Sabe que mi padre me dejó embarazada con catorce años? No sé


qué día fue, porque, desde que tenía once, me violaba tres veces por
semana. Quizás la última vez que lo hizo, cuando le dejé morir de un infarto
en aquella puta cabaña de madera. —Fijó sus ojos en Sandra y en Nuria. Su
mirada estaba llena de odio—. No hice nada para salvarle —dijo con
rotundidad, negando con la cabeza—. Era la única forma de quedar libre de
él.

»Mi madre, que lo sabía y nunca hizo nada para remediarlo, al


enterarse de mi estado, me llevó a una casa que la familia tiene en la playa.
Ocultarlo era la única forma de que no se formara un escándalo. Allí pasé
mi embarazo. Por suerte, aborté tres meses antes de parir a mi hermana.
Ocurrió un siete de enero: ese fue el regalo que me trajeron los Reyes
Magos.

Aquella revelación cayó como una losa en la sala. «El día que se
encontraron los primeros cadáveres», pensó Sandra. Águeda continuó:

—¿Creen que toda esa violencia sexual se acabó ese día? —negó con
la cabeza y añadió—: Años después, al cumplir los dieciocho, me fui a vivir
sola a la que hoy es mi casa. Decidí dejar la mansión harta de las miradas de
Marc. Sin embargo, unos días después de irme allí, se acercó y también me
violó.

Cerró los ojos, interiorizando todo aquel dolor.

—Tras consumar la agresión, lo amenacé con una hoz. Le dije que le


cortaría los huevos si volvía a acercarse por allí, y se dio cuenta de que era
mejor dejarme tranquila. —Las miró con furia contenida—. Solo utilizando
la violencia pude quitármelo de encima. ¿Lo entiende? Y, aunque no
conseguí olvidarlo, pude vivir tranquila durante unos años, hasta que pasó
lo de Halloween con esos tres cerdos.

—¿Qué pasó esa noche Águeda?

—Que me siguieron al salir de allí. Estaba harta de aquel ambiente y


de ellos en especial. Eran unos gilipollas engreídos. No me gustaron desde
el principio, pero Laura estaba encantada.

—¿Ellos la agredieron?

—Agredir es una palabra muy poco concisa, inspectora —le dijo de


mal talante. Clavó sus ojos en ella—. Me violaron varias veces, incluso
analmente, me rompieron tres dedos de la mano y me obligaron a hacerles
una felación. Esos cerdos se corrieron en mi cara.

Sus ojos, con aquella mirada desvariada, impresionaron a las dos


policías. En aquel momento parecía una loca.

—Me humillaron, tanto como jamás lo había hecho nadie, inspectora.

—No obstante, Paola no estaba allí, estaba con Laura, en el baño —


comentó Sandra—. Eso no lo entiendo. ¿Ella también era culpable?

—Es cierto, no estaba. Pero cuando me iban a violar, uno de ellos dijo
que era una lástima que no estuviera, que era la más viciosa de los tres. Le
encantaba ver cómo violaban a las chicas. ¿Se imagina a una mujer
alentando la violación de otra? — preguntó sin esperar respuesta—. Ella,
sin estar presente, estaba incluida en mi lista. Eran unas putas alimañas que
extinguir.

»Ivana fue la que me encontró aquella noche, con el alma destrozada y


el cuerpo violentado y roto. Ella me acompañó al hospital y me reconfortó
en mi dolor, aún lo sigue haciendo. Ella, una víctima como yo, es la única
persona que ha estado siempre a mi lado. Por eso nos acabamos
enamorando.

—El brazo ejecutor —dijo Sandra.

—Y el de los abrazos, el de la paz, el del cariño sincero, el de la


empatía, el del amor…

Ya estaba todo dicho. De lo demás, se podía ocupar Nuria, con su


equipo. Sandra le hizo un gesto, para que hiciera entrar a algún compañero
que la llevara a uno de los calabozos.

Vio cómo se la llevaban y por primera vez en su vida como


criminalista, sintió un conato de lástima por un asesino. Se puso como
excusa que, en aquel caso, los fallecidos eran depredadores de la sociedad,
el tipo de sujeto que ella se encargaba de apartar y encerrar.

Sandra reconoció que, Águeda, tal como afirmaba, había sido una
víctima de la crueldad de ciertos individuos que estaban entre ellos, los
mismos que ella perseguía. Sabía que, en sí misma, la sociedad no
representaba un peligro, todo lo contrario: ofrecía oportunidades y riquezas,
pero la violencia que Águeda había tenido que sufrir no era motivo para
tomarse la justicia por su mano.

No obstante, lo había hecho, incluso sin planteárselo. Primero, con su


padre, a quien dejó morir en soledad; en segundo lugar, amenazando a su
primo Marc, que supo que ella cumpliría su promesa, y, por último, con
aquellos tres degenerados que se había asegurado de matar.

El drama que representaba su vida no lo podía utilizar como excusa, no


había justificación a sus actos. La solución la tuvo aquella noche, cuando
los mossos acudieron al hospital. Pero, tal vez por la indefensión que
siempre había sentido con las agresiones de los hombres de su entorno, se
negó a denunciarlos.

Sandra pensó que una casualidad, el hecho de que se desprendiera de


uno de los cadáveres en su jurisdicción, por ser Luis un puto madrileño, y
para jugar al despiste, la había llevado a inmiscuirse en aquel caso tan
extraño que no les pertenecía, pero se alegró. Le había dado la oportunidad
de trabajar con los mossos, los compañeros catalanes, y en especial con
Nuria y con Joan.

Cuando cerró la carpeta que tenía delante, sintió esa singular


satisfacción que la invadía cuando solucionaban un caso. Y aquel había sido
complicado, forjado en una mente perversa, entrenada para tramar
asesinatos, aunque hasta entonces hubieran sido de ficción. Pero había
cruzado la línea roja.
Tres horas antes…

Borja Expósito

Estaba en la cama de la habitación, acostado, planificando los


próximos pasos a seguir. Un cuarto de baño y un salón comedor, con cocina
office, acababan de conformar la vivienda de cuarenta metros cuadrados en
la que permanecía escondido. Estaba al final de la nave, oculta tras un taller
de herramientas. Era el lugar perfecto para desaparecer una temporada.

La cocina estaba surtida de comida y bebida suficiente para estar allí


un mes, el tiempo que le había dicho que permaneciera allí.

Según le habían dicho Sacha e Iván, los dos sicarios que le habían
librado de la custodia policial cuando lo llevaban a urgencias, tenían la
orden de permanecer con él durante ese tiempo. No debían hacer nada, solo
permanecer cerca, en una vivienda que habían alquilado en el pueblo. Borja
los avisaría cuando los necesitara.

Aquello no le convencía. Decidió hablar con ellos antes de que le


dejaran solo y se fueran a la casa. Salió de la habitación y estaban jugando
una partida de cartas, en la mesa del salón.

Se sentó con ellos y les dijo que debían desaparecer de España durante
tres o cuatro meses, pero de forma inmediata. Sacha, que era quien llevaba
la voz cantante, le insistió en que sus órdenes eran las de estar con él hasta
que acabara el trabajo, pero se negó en redondo.

—Siempre he trabajado solo y lo seguiré haciendo. Son asuntos míos y


quiero solucionarlos yo.

—No le va a gustar…
—¡Eso es cosa mía! Dile que os he obligado a iros a Rusia durante un
tiempo.

—Vale, tú decides, pero eso es exactamente lo que le vamos a decir: no


quiero problemas.

—Los tendrás, si no te vas de aquí. ¡Largaos ya!

Sacha miró a Iván y este hizo un gesto de conformidad. Si no los


quería allí, no podían obligarlo.

—¡Tú sabrás lo que haces! —Sacha le preguntó—: ¿Necesitas algo,


antes de que nos vayamos?

—¿La bolsa negra…? —preguntó Borja.

—En el armario de la habitación. No te preocupes, todo lo que dijo que


necesitarías está en su lugar. Las llaves del otro coche están en la solapa de
la bolsa, y ya sabes dónde está aparcado.

—¿El localizador…?

—Colocado en el coche de él. Si sigues el plan, no tendrás problemas,


pero podemos quedarnos y…

—¡Joder, Sacha: quiero que os vayáis! Gracias por vuestra ayuda.

Sacha hizo un gesto de conformidad. Sobre el papel, todo se había


acabado.

—Ha sido un trabajo fácil y está bien pagado, eso te lo aseguro. ¡Que
tengas suerte!

—No la necesito.

Lo tenía todo planificado, había tenido años para hacerlo. Sabía que se
le daba bien, y además había contado con una ayuda valiosa e inesperada.
Miró el reloj. Faltaban tres horas y diez minutos para estar en el lugar
fijado. Si actuaba con precisión, todo saldría bien.
Sandra de la Rosa

Cuando estaban llegando al coche de Nuria, para ir a comer juntos a un


restaurante chino al que habían ido alguna vez, vieron que estaba con el
móvil. Asentía con la cabeza y hablaba en catalán. Medio minuto después,
mientras ellos esperaban a que acabara, se despidió y se acercó a ellos que
iban en su dirección.

—Acabo de hablar con el Inspector jefe de la Científica. Me ha dicho


que en la casa de Vallirana han encontrado un congelador industrial en el
garaje de la vivienda. Al abrirlo, han visto tres sillas, colocadas en el
interior. Dos de ellas presentan un orificio de evacuación en el asiento, y
están manchadas de sangre. Bajo ese desagüe improvisado hay dos cubos
de cinco litros, llenos hasta arriba.

»También me ha dicho que, anexo al garaje, hay una sala con una
camilla de masaje y toda la parafernalia de aceites y sándalo que te puedas
imaginar. También ha encontrado una grúa para levantar enfermos, e
imagina que la utilizaron para transportar los cuerpos.

»Han encontrado inhibidores de frecuencia, tanto en el coche que está


aparcado allí, como en el interior de la vivienda. Eso evitaba que se pudiera
rastrear la localización de sus móviles.

»Solo con eso tenemos razones más que suficientes para detenerlas,
además de lo que sabemos.

—Eso lo ratifica todo. Ahora ya es trabajo tuyo.

—Me ocupo yo. Has hecho una labor de investigación increíble. Me ha


encantado colaborar contigo, y aprender de ti. Es cierto que eres muy
buena, Sandra: te mereces la fama que tienes.

—¡Calla, Nuria!… Vas a hacer que me ponga roja —dijo con


humildad.
Mario no podía quedarse al margen. Comentó:

—Es muy buena en todo lo que hace —miró a Nuria y le guiñó un ojo,
recalcando—: ¡en todo!

Sandra le dio un cariñoso puñetazo en el brazo.

—¡Eres tonto, Mario!

—Si es tan buena en eso como en el trabajo, alucinarás en colores cada


vez que…

—Vale ya, los dos, ¡joder! —exclamó riendo la inspectora.

Mario, con voz melosa, dijo:

—¿Sabes una cosa, Nuria? Yo soy mejor en eso que en el trabajo, así
compensamos —sonrió, como solo él sabía hacerlo, y mirando a Sandra
dijo—. Como bien dices, yo alucino en colores, pero pregúntale por el
arcoíris ella que ve cuando…

El puñetazo fue más fuerte. Mario lo notó y Nuria, que también se dio
cuenta, se puso a reír, contagiando a ambos.

—Cambiando de tema: ¿cuándo os vais? —preguntó la sotinspectora.

Fue Sandra la que contestó:

—Nos han reservado un vuelo que sale mañana a las 10:35 —se acercó
a Mario, mimosa, puso la boca en su oído y le susurró—. Tenemos libre
hasta mañana, cielo: tarde y noche.

Nuria volvió a reírse. En ese momento, cuando la camarera les


entregaba las cartas para que eligieran, sonó el teléfono de Sandra.

—Es Rubén —dijo, algo extrañada, porque siempre hablaban a través


del teléfono de Conrado.
—Hola, Rubén. Aquí ya hemos acabado y mañana…

No le dio tiempo a seguir hablando. Con una voz rota, que Sandra
jamás le había oído, Rubén dijo:

—Sandra: acaban de asesinar a Conrado.


CAPÍTULO 14

Borja Expósito

Llegó a la nave en el coche, un Mercedes-Benz Clase GLA 220 de


color negro, con las lunas tintadas. Pulsó el mando a distancia y nada más
abrirse la puerta entró por ella y la cerró tras de sí.

A aquella hora, un poco antes de las tres, el polígono industrial estaba


prácticamente vacío. Solo en la mitad de las naves había cierto movimiento,
y eso aseguraba el aislamiento que buscaba. El lugar era perfecto, como
todo lo que, hasta el momento, había preparado.

Se acercó a la nevera y sacó un botellín de cerveza. Según su


costumbre, la bebió directamente del gollete, sin vaso. Se recostó en el sofá
y puso la televisión. En ese momento, en el informativo presentaban los
titulares. El primero le hizo sonreír:
Hace apenas una hora, en el centro de Madrid, ha habido un tiroteo y un
subinspector de policía que…

Le quitó el volumen. No le interesaba la opinión pública, pero las


imágenes eran significativas. El primer paso ya estaba dado.

***

Sabía su hora de salida de la comisaría, el tiempo que tardaba en hacer


el trayecto hasta su casa, y cuál era la cochera en la que aparcaba su coche,
a unos sesenta metros de esta.

Esperó pacientemente, resguardado en el vehículo con las lunas


tintadas, y por el retrovisor lo vio llegar. Pasó por su lado y giró a la
izquierda en el cruce.
Borja bajó del coche, se acercó a la esquina y vio que, en mitad de la
calzada, Conrado, sentado dentro del vehículo, esperaba a que se abriera la
puerta automática. Cuando vio que lo metía dentro, se acercó hasta allí por
la acera de aquel lado. Se paró junto a la entrada, arrimado a la pared, y
escuchó que la puerta del vehículo se cerraba.

Dio un par de pasos y se quedó frente a él, apuntándole con la pistola.

Borja disfrutó con su cara de sorpresa. Cuando se cruzaron sus ojos, le


descerrajó la cabeza, con tres disparos. Cayó a plomo. En segundos, la
acera se llenó de un charco de color rojo.

Borja dio media vuelta y se alejó, con paso tranquilo, y unos segundos
después, nada más girar la esquina y llegar a su coche, escuchó un grito de
mujer.

***

Sabía que había roto el esquema trazado al enviar a Sacha y a Iván a


Rusia antes de tiempo, pero le importunaba su presencia. En vez de ellos
dos, podía haber enviado a Natalia, la rusa que hacía el papel de madre
arrastrando el cochecito de bebés.

Ella sí que hubiera sido una buena compañera, y más con el hambre de
mujeres que tenía después del tiempo que llevaba recluido. Se consoló
pensando que la próxima mujer que lo recibiría entre sus piernas, y más de
una vez, iba a ser la pija de su hermana. Solo de pensarlo tuvo una erección
descomunal.

Entre esa fantasía, y el placer de haber cumplido el primer paso del


plan, estaba muy excitado. Se levantó, se acercó al equipo de video y
rebuscó entre los discos que había. Encontró una docena de películas porno,
de todos los géneros.

Sonrió al pensar que había pensado en todos los detalles. Debió


imaginar que necesitaría desahogo durante el mes de reclusión, y esa era la
mejor alternativa a la falta de compañía femenina.
Mientras elegía cuál reproducir, una le llamó la atención: en la portada
aparecía un policía que llevaba detenida a una ladrona con unas tetas
enormes.

Se desnudó de cintura para abajo, se recostó en el sofá y le dio al play.


Mientras aparecían las letras, pensó: «Ni de coña voy a estar aquí un mes
haciéndome pajas. Necesito follar, y ya sé a quién».
Sandra de la Rosa

Eran casi las seis de la tarde, cuando Sandra y Mario se abrazaban a


Guillermo que los había ido a recoger al aeropuerto. Lloraron los tres.
Rubén les había explicado lo que había pasado: Borja le estaba esperando
junto a su garaje, y le había disparado en la cabeza tres veces.

Guillermo había llegado junto a otro coche patulla que le acompañaba.


Les dijo que el comisario les había puesto escolta a todos. La suya esperaba
en la comisaría.

Mientras se dirigían hacia allí, donde Mario había dejado el coche, les
comentó que, como era normal, Mari estaba destrozada, al igual que las dos
hijas de ambos. Rubén y él estaban fatal, pero Sergio no podía dejar de
llorar.

Nada más salir del ascensor, una avalancha de compañeros se acercó a


ellos para darles las condolencias por la muerte de Conrado.

Sandra lo agradeció, con los ojos bañados en lágrimas, pero lo único


que quería era refugiarse en su despacho. Poder llorar en silencio en aquel
lugar donde tantas veces el bueno de Conrado y ella habían departido sobe
los casos que llevaban.

Era inconcebible que Borja Expósito, el asesino de los números


romanos, el que les había dado fama en el Cuerpo Nacional de Policía,
fuera el causante del dolor que todos sentían en aquel trágico momento. Ella
y sus hombres: la brigada DLR.

Apenas habían pasado unos minutos, cuando, a través de las paredes de


cristal, vio la figura del comisario acercándose. Lo vio entrar, cruzar la sala
y adentrase en su despacho.
Nada más hacerlo, se abrazó a él y se puso a llorar en su hombro.
Álvarez la dejó desahogarse. Los demás, desde fuera, miraban la escena y
no pudieron evitar el llanto que hacía tiempo que retenían.

Cuando Sandra se calmó un poco, la soltó. Ella dijo:

—Conrado era…

—Lo sé, inspectora. Era un hombre como pocos y un magnífico


policía.

—¡El mejor! —dijo Sandra mientras asentía con la cabeza—. ¡Me


ayudó tanto…! Tenía miedo de que no me aceptaran cuando llegué aquí, tan
joven. Pero él, desde el primer momento, me arropó con su sabiduría y con
su experiencia. Gracias a él, todos somos mejores de lo que éramos.

—No puedo estar más de acuerdo con usted, inspectora. Lo echaremos


mucho de menos. Ahora me voy. Debo hacer los preparativos para el
funeral de mañana —dijo con aquella serena voz que tenía—. ¿Irá al
tanatorio?

—Por supuesto, por nada del mundo dejaría de ir. Quiero abrazar a
Mari y a sus hijas, decirles lo mucho que significaba para mí y el vacío que
nos queda sin él.

—Nos vemos allí, Sandra.

Ella, con los ojos anegados de lágrimas, asintió con la cabeza.


Borja Expósito

El localizador estaba activado. Si Mario movía el coche, él lo sabría.


Tenía claro que la muerte de Conrado obligaría a su «querida hermana» a
visitar el tanatorio.

Aquel era el lugar perfecto. Dadas las circunstancias, habría mucha


presencia policial, no solo por la visita de los compañeros del departamento,
sino por la seguridad de las personas que iban a asistir.

Y eso era lo que debía aprovechar, esa iba a ser su ventaja. Mientras se
preparaba, pendiente del localizador, pensó en algo que llevaba mucho
tiempo meditando. «¿Qué es lo que más le dolerá a Sandra?: ¿su violación,
su muerte…? No: ver la muerte de Mario».

Quería hacerle daño, tanto como pudiera. A ella la mataría de una


forma lenta, alargando su agonía mientras la violaba; apretando y aflojando
las manos alrededor de su cuello para convertir aquel acto en eterno.

Un pitido le alertó de que había movimiento. Se acercó al móvil y allí


estaba. El plano de Madrid y un punto rojo que se empezaba a mover. Miró
el reloj y eran las siete de la tarde, ya había oscurecido y aquello le
beneficiaba.

Se acabó de ajustar la barba postiza, las gafas de pasta con montura


negra y se puso la gorra. Le costó reconocerse. Cuando había jugado con la
dualidad de personalidades entre Héctor y él, ya se dio cuenta de lo fácil
que era cambiar de aspecto.

Se colocó el chaleco antibalas sobre el uniforme, y esperó a comprobar


el destino del vehículo de Mario. Sonrió al confirmar que el plan continuaba
su cauce. La decisión de matar a Conrado en primer lugar, había trastornado
la mente de la inspectora, y, además, la había llevado al lugar que él quería.
Imaginó que estaría un buen rato en el interior del edificio, dando el
pésame y consolando a la familia del subinspector, por tanto, tenía tiempo
suficiente, pero también tenía que encontrar el momento adecuado para
ejecutar su plan.

Se sentó al volante de su coche y lo dejó aparcado a unos trescientos


metros del tanatorio. Fue andando hasta allí y cruzó por delante de algunos
policías que establecían una discreta vigilancia policial, pero pasó
desapercibido.

Se acercó al parking, y entre los coches aparcados localizó el de Mario.


Cuando lo abrió, en apenas unos segundos, supo que no había perdido la
práctica. Comprobó que nadie lo veía y se tumbó en el suelo del asiento
posterior. Sacó una tela negra de debajo de su chaleco y se cubrió con ella.

Tocaba esperar.

Sandra de la Rosa

Aquello había sido lo peor que recordaba. El dolor y la rabia por aquel
cruel suceso tenía a todo el mundo conmocionado. Grupos de compañeros
desperdigados por la sala, hablaban en un tono de voz baja, para no
perturbar el sobrecogedor ambiente que reinaba allí.

Mari y sus hijas, con la hermana de esta, estaban en una sala en la que
se encontraba el cuerpo expuesto, para quien quisiera darle su último adiós.

Sandra estuvo con ellas buena parte del tiempo, pero no quiso ver el
cadáver de Conrado. Hacerlo no menguaría su dolor y prefería recordarlo
tal como era, tan serio y colaborativo en su trabajo. Un policía como pocos,
muy especial.

A sus cincuenta y un años, en la flor de la vida, había sido asesinado


por aquel cruel psicópata que, sin pretenderlo, tan unido estaba a ella. Se lo
había robado antes de tiempo. Juró vengarse, encontrarlo y… Se dio miedo
a sí misma, porque la primera idea que pasó por su cabeza fue una que
jamás debería haberse planteado.

¡No!: no se podía tomar la justicia por su mano tal como había hecho
Águeda en aquel caso que acababan de resolver, pero en ese momento
empatizó con ella, aunque no se lo podía permitir.

Pero si algo tenía claro es que se dejaría el alma en encontrarlo, de eso


estaba segura. Lo devolvería al lugar en el que debía estar, y del que ya
nunca volvería a salir.

Eran casi las diez de la noche y la mayor parte de los compañeros ya se


había ido. El tanatorio estaba abierto las 24 horas, pero Mario y ella
decidieron irse a casa. Aún no habían pasado por allí, tras volver de
Barcelona, y estaban cansados. Sabía que allí estarían seguros. Había
enviado a los policías que el comisario les había puesto como escoltas, para
que la vigilaran.

Se despidieron de la familia de Conrado, que quiso permanecer un rato


más allí, y quedaron en verse al día siguiente en el acto que tendría lugar a
las cuatro de la tarde: la ceremonia fúnebre y el entierro.

Cuando salieron, en el aparcamiento apenas quedaba media docena de


vehículos.

—Debemos localizar a Borja como sea, Sandra. Todos estamos en


peligro, en especial tú.

—No hay que buscarlo, Mario: Borja vendrá a por mí.

Se acercaron al coche de Mario, él se sentó al volante y Sandra lo hizo


en el lugar del acompañante.

El inspector puso el coche en marcha y salieron de allí, despacio,


saludando a una pareja de patrulleros que mantenían la vigilancia.
Aún no había recorrido cien metros cuando ambos se sobresaltaron.
Apareció una figura, que apenas pudieron reconocer en la oscuridad del
habitáculo, que estaba escondida en el asiento trasero.

Mario sintió el frío cañón de una pistola apuntando en la parte trasera


de su cabeza, mientras aquella voz les decía.

—Te puedo volar los sesos ahora mismo, igual que a Conrado, salvo
que os portéis bien.

Sandra se giró al momento y su primer impulso fue el de coger su


arma.

—Ni se te ocurra, Sandra. Si la sacas, Mario está muerto —le dijo.


Mientras ella obedecía y lo miraba con odio, le ordeno a Mario—: Aparca a
un lado.

Cuando vio que permanecían quietos, se dirigió a ella de nuevo:

—Saca tu arma, con dos dedos, y tírala al asiento trasero.

Ella lo hizo, obediente, y él volvió a ordenar:

—Ahora haz lo mismo con la de Mario, con mucho cuidado, de la


misma forma. Si haces el más mínimo movimiento que no me guste,
apretaré el gatillo.

Sandra, apretando la mandíbula, con rabia contenida, hizo lo que le


ordenaba. Sabía que no vacilaría en cumplir su amenaza.

—Coloca tus manos en el salpicadero, donde pueda verlas, y tú no


dejes de agarrar el volante salvo para cambiar de marchas —exigió con
aquella fría voz que ya conocían—. Ya sabéis de lo que soy capaz, no me
pongáis a prueba. Al menor problema, disparo.

Unos doscientos metros más allá. Les hizo parar a la derecha. Le dijo a
Sandra:
—Saca tu móvil, muy despacio, y tíralo al suelo, bajo el asiento.

Cuando lo hizo, repitió la jugada con Mario que actuó de igual manera.
Borja pulsó el mando de su coche y las luces se encendieron, indicando el
lugar en el que estaba, a apenas unos metros. Borja dijo:

—Tu primero, Sandra. Súbete a ese Mercedes negro. Hazlo por la


puerta del acompañante y quédate quieta allí. Cuando lo hagas, iremos
Mario y yo —vio que dudaba y añadió—: ¡Haz lo que te digo!

Sandra obedeció. Por un momento pensó que Borja podía disparar a


Mario y matarle, dejándolo allí, pero en ese caso le hubiera pedido que se
pusiera ella al volante.

Salió del coche y se sentó dentro, donde le había dicho. Unos segundos
después, se abrió la puerta y Mario, encañonado en todo momento por
Borja, entró en el vehículo al mismo tiempo que él, que se colocó en el
asiento posterior, tras el conductor.

Sandra temblaba. La pistola continuaba apoyada en la nuca de Mario.


Al menor intento le volaría la cabeza.

—Conduce —ordenó.

Mario puso el coche en marcha y salieron de allí.

Llevaban más de media hora circulando por la A-4 y después tomaron


la M-404, en Valdemoro. Diez minutos después, Sandra vio el letrero de la
población: Ciempozuelos. Al llegar a un polígono industrial, Borja les hizo
girar por una de las calles y entrar en un almacén que se acababa de abrir de
forma automática.

Mientras la puerta se cerraba tras ellos, le dijo que parara el coche.

—Ahora viene lo complicado, lo más peligroso para vosotros, porque


al mínimo acto de rebeldía te quedarás viuda. ¿Lo entiendes? —dijo
mientras el cañón de la pistola presionaba la nuca del inspector.

—¿Qué quieres, cabrón?

—Ya lo sabrás. Lo primero que salgas del coche. Acércate a esa pared
y apoya tu espalda en ella —ordenó, señalando con la cabeza hacía allí.

Sandra lo miró con odio. Tenía que poder acercarse a él o no podrían


hacer nada. En todo momento había tenido el control.

Cuando vio que ella se situaba en el lugar marcado, le indicó a Mario


que bajara y que hiciera lo mismo, de forma muy lenta. El inspector
obedeció y se colocó junto a ella. Sandra pensó que aquello parecía un
paredón de fusilamiento, que en cualquier momento les podía disparar, pero
sabía la promesa que le había hecho.

Borja era un psicópata, frío y calculador, con nula empatía y quería


cumplirla. Aquello no acababa allí.

Los apuntaba desde tres metros de distancia, los suficientes para


quedar fuera de su campo de acción. Le vio sonreír, con aquella falsa
sonrisa que se había acostumbrado a mostrar.

—Ahora vamos a entrar en la vivienda. Está tras el taller. Cogeos de la


mano y andad frente a mí. Os estoy vigilando y no dudaré en disparar.

Mario notó el temblor en la mano de ella y se la apretó intentando


transmitirle confianza. Obedecieron. Atravesaron el almacén, cruzaron el
taller, y entraron en una vivienda que parecía fuera de lugar en aquella sucia
nave industrial. Cruzaron el salón y entraron en un dormitorio.

En todo momento se mantuvo a una prudente distancia de seguridad.


Sabía que ambos eran expertos en artes marciales y no podía arriesgarse.
Las pautas que le había marcado ella las tenía muy claras, y si todo había
salido bien según el plan trazado, debía continuar cumpliéndolas, no había
motivo para cambiar.
—Mario: siéntate en el suelo, con las piernas extendidas y apoyado en
los brazos.

Vio que se hacía el remolón y disparó al techo. El taponazo que se oyó,


del disparo con la pistola provista de silenciador, apenas resonó en la
estancia, pero fue suficiente para obligar al inspector a hacer lo que decía.

Borja se colocó tras él, sacó un puñado de bridas del bolsillo y se las
tiró a Sandra.

—Quiero que te tumbes en la cama y que te pongas esas bridas. Átalas


a los barrotes. Primero los tobillos y después en una de las muñecas.

—¡Ni de coña! —gritó Sandra— ¿Estás loco?

—¿Prefieres ver morir a tu chico? —le dijo apoyando el cañón en su


sien derecha.

Mario intentó un movimiento, pero Borja le golpeó con el arma en la


cabeza y volvió a disparar. Sandra miró a Mario y vio decisión en los ojos
del amor de su vida. No podía perderlo, pero aquello se había complicado
demasiado. Analizó la situación y no vio salida. Y lo que era peor, cuando
estuviera atada todo se habría acabado, a menos que Mario supiera cómo
salir de aquello.

—¡Hazlo! —le gritó Borja.

Tenía ganas de llorar, pero no quería que él la viera hacerlo. Ella era
fuerte, más que él, lo había sido siempre y lo habría sido en cualquier otra
circunstancia que la vida les hubiera deparado.

Se ajustó la primera brida en uno de los tobillos y la segunda en el otro.


Ya estaba indefensa, al menos en la mitad de su cuerpo. Sabía que no debía
atarse la muñeca, pero… ¿qué podía hacer?

Mario, en aquel momento, se revolvió sobre sí mismo rodando por el


suelo, intentando alejarse de él y levantarse, pero Borja no dio tiempo a
nada. Le apuntó y le pegó tres tiros en el vientre.
El grito de desesperación de Sandra fue desgarrador. Vio a Mario, que
se encogía sobre sí mismo, sintiendo un dolor insoportable.

Mientras Sandra escuchaba los gemidos del inspector, que se acabaron


bruscamente, Borja se abalanzó sobre ella y sujetó una de sus manos para
fijar la brida, aunque a duras penas pudo hacerlo.

Con su mano libre, Sandra aplicó una luxación en una de las muñecas
de Borja, eso le debilitó, pero no lo suficiente. Mientras recibía golpes en
un lateral de su torso, Borja consiguió cerrar la tercera y dejarla indefensa,
atada por tres puntos de su cuerpo.

Miró a Mario, que permanecía en el suelo, mudo, tirado sobre un


charco de sangre que se iba formando bajo él. Volvió su mirada hacia
Sandra, con odio. A pesar del dolor en la muñeca, le resultó fácil ajustar la
última brida.

Ya la tenía donde quería, lo que siempre había soñado. Le había


causado verdadero dolor al acabar con su novio. Era la venganza casi
perfecta, pero ahora debía consumar la promesa que le había hecho. Eso
completaría el círculo.

—Tú lo has tenido todo, ¿y sabes por qué?: ¡solo porque eras hembra!
—exclamó en un tono de incredulidad—. Si hubiera sido al revés, si el bebé
de tus padres adoptivos hubiera sido un niño, tú habrías vivido mi vida y yo
la tuya. Hasta en eso el destino fue cruel conmigo.

—Yo jamás hubiera sido como tú. Eres un enfermo. Se ha demostrado


que en muchos casos la psicopatía es genética. Tú la has heredado, yo no.

Soltó una carcajada.

—¡Habla la criminóloga! ¿De verdad te crees eso? ¿Sabes lo que es el


maltrato infantil?, ¿las violaciones sistemáticas en tu adolescencia?, ¿lo que
es vivir en un ambiente de crueldad, odio y temor todos los días de tu vida?
Negó con la cabeza de forma ostensible. Clavó aquellos ojos negros y
fríos en el verdor de los de Sandra y le dijo:

—Tú naciste como yo, de los mismos genes, Sandra, somos hermanos.
La diferencia es que a ti te brindaron una vida entre algodones, te cuidaron
y mimaron hasta la saciedad, puta pija, y yo tuve que aprender a
defenderme desde que nací, sumido en la más cruel de las miserias.

Sandra, maniatada e indefensa, miraba a su hermano y descubría el


más profundo odio en el fondo de aquellos ojos negros, tan oscuros como
una noche sin luna. Eran opuestos, a pesar de tener el mismo origen.
Parecía un capricho, ya no del destino, sino de la naturaleza. Tan iguales en
la raíz de su herencia, pero tan diferentes el uno del otro. Le escuchó decir:

—Recuerda que te prometí que primero te violaría y después te


mataría, inspectora Sandra de la Rosa». Te follaré, hasta que me canse, y te
aseguro que llevo hambre atrasada, y después te estrangularé como a las
otras. Serás mi mejor trofeo —soltó una carcajada que provocó un
escalofrío en Sandra—. ¿Sabes que ya tengo preparados los alicates?:
quiero dejar mi firma. Serás mi obra maestra.

Se quitó el pantalón, mostrando su erección. Se acercó al cajón de una


de las mesitas de noche y sacó unas tijeras, que mantuvo en su mano, y
unos alicates, que dejó sobre el mueble.

Tomó la camisa de Sandra y la cortó de arriba abajo. Hizo lo mismo


con el sujetador.

—Vaya mierda de pecho que tienes, me gustan más grandes —le dijo
de forma grosera, y cada vez más excitado.

Abrió el botón de su pantalón y, con pericia, hizo lo mismo que con la


camisa, dejándola solo con las bragas, que le arrancó.

Sandra, llena de odio hacia aquel ser inmundo con quién había tenido
la desgracia de compartir nacimiento, supo que ya no se podía hacer nada.
Estaba indefensa, a su merced, y Mario muerto, tirado en el suelo de aquella
puta habitación. Su coche, que podrían localizar sus compañeros cuando se
dieran cuenta de su desaparición, estaba en Madrid, y sus teléfonos, que
podría geolocalizar Sergio, estaban dentro.

Nadie sabía que estaban allí, y, cuando los encontraran, tal vez en
muchos días, todo se habría acabado.

En ese momento vio que Borja cortaba una de las bridas de sus tobillos
mientras decía:

—Te voy a dejar libre una pierna —dijo mientras se reía— . Te quiero
bien abierta para mí.

Sandra ni se lo pensó: lanzó una patada circular, con todas sus fuerzas,
intentando impactar en su entrepierna, pero le alcanzó en la cadera. Del
fuerte golpe, Borja salió despedido de la cama y cayó al otro lado de esta.
Se repuso y le dijo:

—Eres una auténtica leona, hermanita: me encantará domarte.

Tras sujetar el tobillo de la pierna libre, para dominarla, se la abrió del


todo y volvió a subir al lecho. Sandra se debatía como podía, una línea de
sangre se marcó en sus muñecas de la fuerza que hacía para intentar librase
de la atadura, pero no había nada que hacer.

Borja se colocó entre sus piernas y, tras escupirse en la mano y lubricar


su miembro con su saliva, le dijo:

—Ahora sabrás de lo que es capaz tu hermano, pija.

Cuando Sandra esperaba sentir la brutal penetración, vio una figura,


encogida sobre sí mismo, que aparecía por detrás de Borja en los pies de la
cama. Tenía una mano, presionando su vientre, intentando contener la
hemorragia de los tres disparos que había recibido, y en la otra llevaba un
puñal de cuatro centímetros de largo que ella sabía que Mario escondía en
uno de sus cinturones.
Se abalanzó por detrás y, sin que Borja se diera cuenta, salvo cuando
ya fue demasiado tarde, lo acuchilló en el cuello cinco veces.

Soltando chorros de sangre, al ser degollado como el cerdo que era, su


cuerpo cayó como un fardo sobre ella, llenándolo todo. Mario cayó al suelo,
a un lado de la cama, gimiendo de dolor. Con sus últimas fuerzas se
incorporó unos centímetros, los suficientes para cortar la brida de una de las
muñecas de Sandra y, desfallecido, soltó el puñal en la cama, junto a su
mano, antes de desmayarse.

Ella apartó con rabia el cadáver de Borja, que cayó al otro lado, liberó
su mano aún sujeta y cortó las bridas que sujetaban sus piernas.

Se abalanzó sobre el cuerpo de Mario y lo abrazó, con mimo, mientras


le tomaba el pulso. Se oía, aunque muy débil. Necesitaba ayuda urgente.
Salió de la habitación, corriendo como una loca para buscar una solución.
Fue hasta un despacho que había anexo a aquella jodida vivienda habilitada
en la nave.

Vio un teléfono en la mesa y levantó el auricular, rezando como no lo


había hecho en su vida de atea. Al escuchar el pitido que indicaba que tenía
línea, vio una luz resplandeciente entre toda aquella oscuridad.

Llamó a emergencias. Les dijo que había un muerto y un policía herido


de gravedad. Estaban en el polígono de Ciempozuelos, dentro de una nave
industrial. Les pidió que avisaran al comisario Álvarez y que él se
encargaría de todo, pero lo más urgente era recibir atención médica.

Le dijeron que en Valdemoro había un hospital, y que enviaban dos


ambulancias, además de avisar a la Policía Local. Cinco minutos después,
escuchó las sirenas policiales. Sandra, aún desnuda, mantenía presionada
las heridas de Mario, pero estaba perdiendo mucha sangre. Cuando vio el
fulgor de las luces entrando en la nave, se cubrió con el chaquetón que
Mario llevaba al llegar allí.

—¡¡Policía Local!! —exclamó una fuerte voz.


—¡Aquí, al final de la nave! —gritó Sandra.

Todo fue muy rápido. Unos minutos más tarde llegaron las
ambulancias. De los vehículos se bajaron dos equipos médicos, y entraron a
la carrera. Todos se centraron en el inspector. Borja solo recibió la mirada
de uno de los enfermeros que se acercó hasta él, para confirmar que estaba
muerto.

Sandra no se movió del cuerpo hasta que ellos la hicieron apartarse


para atender a Mario. Vio como dos de los facultativos se miraban y hacían
un gesto muy preocupado con la cabeza. Uno de ellos le dijo al otro:

—Ha perdido mucha sangre. Esto no tiene buena pinta

Taponaron la herida y le pusieron una vía intravenosa, lo subieron a


una camilla y se lo llevaron al hospital.

Sandra les pidió a los policías que la acompañaran hasta allí.

Cuando llegaron y se identificó, uno de los cirujanos se acercó a ella y


le dijo que iba a operar a Mario.

—¿Saldrá de esta, doctor? Es alguien muy importante para mí.

—De eso estoy seguro, viéndola a usted, inspectora, pero de momento


no puedo decirle nada. Está en una situación crítica, pero vamos a intentar
lo imposible. Voy al quirófano. Cuando sepa algo se lo digo.

Se marchó y dejó a Sandra con los dos policías locales que


permanecían allí.

Por primera vez en su vida, sintió una soledad absoluta. Su maravillosa


vida podía desmoronarse en cuestión de minutos, de horas… Se puso a
llorar sentada en un asiento de aquella sala de espera.

Un cuarto de hora más tarde, el comisario Álvarez, al frente del resto


de los componentes de su brigada, Rubén, Guillermo y Sergio, que lloraba
desconsoladamente, se acercaban por el pasillo.
Sandra, que los vio, salió de la sala y fue hasta ellos. Se abrazaron en
una piña y lloraron juntos.

El comisario preguntó:

—¿Sabe algo, Sandra?

—No, señor, le han metido en el quirófano hace una media hora. El


médico me ha dicho que ha perdido mucha sangre. Le disparó tres veces, en
el vientre.

Sandra, al ver tan afectado a Sergio, puso una mano sobre su hombro.
Este se abrazó a ella, llorando. Acarició su cabeza y, mirándolos, les dijo:

—Me salvó la vida. Yo estaba atada a una cama, Mario en el suelo,


rodeado de sangre, inmóvil. Después de los tres disparos, ya había dejado
de quejarse y pensé que había muerto.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras continuaba.

—Cuando Borja iba a violarme, Mario, no sé cómo, apareció de la


nada, por detrás de él y… acabó con todo —se pasó la mano por la mejilla,
para quitárselas, y añadió—: Con sus últimas fuerzas, pudo dejar el cuchillo
junto a mi mano, en la cama, y me desaté. Gracias a Dios, había un teléfono
en la oficina y pude llamar a emergencias.

Soltó una carcajada nerviosa y dijo:

—Él siempre se empeñaba en utilizar ese cinturón. Tiene tres, todos


muy parecidos, desde su época militar. En la hebilla hay un pequeño puñal.
Yo le decía que no era elegante, pero… todos sabemos cómo es —dijo
levantando los hombros, sonriendo, resignada, y a la vez agradecida por su
cabezonería.

—¿Has avisado a sus padres?

—Sí, he hablado con ellos hace media hora. Vienen hacia aquí.
—Pues nos toca esperar —dijo Rubén—. Voy a buscar cafés, ¿Quién
quiere uno?

El cirujano tardó algo más de una hora en aparecer.

—Todo lo que se podía hacer ya está hecho, ahora depende de las


próximas horas. Ha entrado en parada cardíaca durante la operación y
hemos tenido que reanimarle. Le hemos extraído dos balas, una alojada
junto a uno de los riñones, y la otra en el hígado. La tercera apenas le rozó.

»Ha sufrido una hemorragia muy intensa, va a necesitar mucha sangre,


pero lo hemos podido estabilizar. Lo hemos sedado y sometido a un coma
inducido.

—¿Coma inducido? —preguntó Sergio, aquello sonaba muy mal.

—De forma farmacológica: es una medida preventiva. Es para proteger


al cerebro, que en ese estado necesita menos aporte de sangre, oxígeno y
glucosa —aclaró el médico— Si todo va bien, va a necesitar reposo
absoluto durante mucho tiempo. En casos como este, sedamos al paciente
para reducir su consumo de energía y oxígeno.

—¿Saldrá de esta, doctor?

—Es un hombre fuerte —dijo, sin responder a la pregunta como a


Sandra le hubiera gustado.

—Muy fuerte —confirmó ella con una sonrisa.

—Va a estar unos días en la UCI. Debería irse a descansar, inspectora:


lo necesita. La tensión por la que ha tenido que pasar es excepcional y debe
recuperarse. Aquí no puede hacer nada. Pero, no se preocupe: está en
buenas manos.

Sandra sabía que tenía razón. Había sufrido mucha más tensión de la
que él imaginaba.
Salieron del hospital y Rubén se ofreció a llevarla a casa.

—Gracias, Rubén, pero llévame a la de Mario —le dijo—. Voy a


llamar a sus padres para decirles que estaré allí.

Cuando llegaron los padres de él, se encontraron a Sandra recostada en


el sofá, frente a una taza vacía de café americano. Tras besarles, los miró,
con los ojos anegados en lágrimas, y les explicó, sin entrar en detalles sobre
su intento de agresión, lo que había pasado y que Mario le había salvado la
vida.

Su suegra insistió en que se acostara, pero le resultó imposible


conciliar el sueño. A las siete de la mañana, cansada de aquella noche para
olvidar, se levantó para preparar el desayuno.

Casi nunca dormían allí, pero a Mario le gustaba tener la vivienda bien
aprovisionada. No había productos frescos, pero el congelador estaba lleno.

Cayó en que siempre lo hacía Mario, no sabía por dónde empezar. Sacó
un pan de molde, y una baguette que había en el congelador.

En la nevera encontró el jamón serrano, precintado y en perfecto


estado de conservación. Eso era lo que a él le gustaba: el pa amb tomàquet.
Había un bote de tomate en conserva, natural, hecho por su madre, por si un
día se despertaban allí.

También encontró el queso azul. Él sabía que a Sandra le encantaba


untarlo en las tostadas. Al recordarlo, de nuevo se puso a llorar. No entendía
cómo aún le quedaban lágrimas. Se dio cuenta de lo mucho que necesitaba
a su chico. Todo lo que había a su alrededor, allí o en su casa, que ya era la
de ambos, le recordaba a él. Su vida era él.

A las ocho de la mañana, tras hacer su suegra el desayuno al verla tan


desbordada, salían hacia el hospital. Llegaron un poco antes de las nueve.
Sandra se identificó y solicitó hablar con el responsable de la UCI. Las
chicas sabían lo que había pasado la noche anterior y la miraron con
lástima. Unos minutos después, el facultativo se acercaba a ellos.

Les comentó que Mario había pasado la noche bien, y que


evolucionaba favorablemente, aunque aún era demasiado pronto.

—¡Deseamos tanto que se recupere! —exclamó Sandra desolada.

—Lo peor ya ha pasado. Esta noche era crítica, y la ha superado muy


bien. Poco a poco irá avanzando en su recuperación, aunque de forma muy
lenta. Pero deben tener paciencia —les dijo

—Y esperanza —añadió Sandra—. Todo irá bien

—Todo irá bien, no se preocupe —repitió con su mejor sonrisa,


insinuando una promesa que aún no sabía si podría cumplir—. Cuidaremos
de él, inspectora.

—Gracias, doctor —le dijo, mientras se anegaban sus ojos y repitió,


intentando convencerse de ello—: Todo irá bien,

El paraguas apenas era capaz de contener la frenética lluvia y las


embestidas de aquel helado viento. Sandra, resguardada debajo y arropada
por su gabardina, se despidió de ellos y se alejó del grupo. «Necesito estar
sola», les dijo.

Los observó mientras caminaban hacia los coches. A pesar de la dureza


de aquel tiempo infernal, lo hacían de forma pausada, abatidos por lo que
acababan de hacer. Nadie quiere enterrar a su mejor amigo, y Conrado era
el de todos.

Sandra sabía que, durante aquellos siete años juntos, desde que en 2012
se creara la brigada DLR, Conrado había sido el primero en respetar a la
nueva inspectora y así se lo ordenó a sus compañeros.
El día que el comisario se la presentó, le pareció demasiado joven, él se
lo había confesado, pero se entregó en cuerpo y alma a confiar en ella y en
seguir sus directrices. Y cuando supo comprender el porqué del férreo y, a
la vez, cálido trato que desde el principio les dispensó, Conrado le entregó
su alma.

Jamás había cuestionado una orden, la había apoyado en todo, y


aportado la experiencia que ella buscaba cuando lo reclutó. En multitud de
ocasiones, durante aquellos años, se habían demostrado el mutuo respeto
que se tenían.

Arrastró las lágrimas por sus mejillas con el dorso de su mano y fijó su
mirada en un lugar lejano, a unos doscientos metros de allí. Era donde había
decidido que Borja debía reposar, bajo el precioso roble que presidía aquel
rincón. Era un retiro que transmitía paz, la que nunca tuvo.

Solo su familia más cercana, y otras tres personas, sabían que, por una
extraña casualidad del destino, Borja era su hermano mellizo. Y, Mario, por
supuesto, era uno de ellos.

Pero ahora sabía que los miembros de su brigada debían ser partícipes
de esa información, porque eran su otra familia. Su llanto arreció al pensar
que Conrado, su mano derecha, ya no podría saber lo mucho que los quería
tras revelarles su más oculto secreto.

Había acordado con Mario hacerlo juntos, y, Sandra, solo esperaba que
ocurriera el milagro y poder sincerarse con ellos junto a él.

No obstante, el daño sufrido había sido devastador, toda su vida estaba


resquebrajada sin siquiera imaginarlo. Lo que hacía cuarenta y ocho horas
era perfecto, se había fracturado.

Cuando vio que los chicos subían a los vehículos y se iban del
cementerio, decidió acercarse hasta el lugar elegido para su reposo. Para
darle su único adiós, aunque aún no descansara allí.
FIN
Querido lector, o lectora:

Sin poder conocer tu opinión al leer mi novela, mi trabajo quedará algo


incompleto: no sabré dónde he podido fallar, o si he acertado al escribirla
para ti.

La experiencia es una de las cosas que más nos hacen mejorar, y recibir
tu consejo, cuando hayas leído esta historia, me ayudará a aprender, a
entender qué debería cambiar para intentar escribir algo mejor.

Si dispones de un par de minutos, por favor, ponme un comentario en


Amazon. Me ayudará a saber si te ha gustado la novela y también me
ayudarás a darle visibilidad, para que a otros lectores sepan tu opinión y
puedan tomar la suya.

Gracias por tu colaboración.

Un saludo,

Carlos

PD: si tienes curiosidad por saber más cosas sobre mí y mi obra literaria,
visita mi página web:

www.carlosletterer.es

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