Antología Poética
Antología Poética
Antología Poética
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La lectura (comprensión y disfrute) de obras literarias de tradición oral (relatos,
nap cuentos, leyendas, coplas, entre otras) y de obras literarias de autor (cuentos, poesías,
canciones, obras de teatro, etc.) para descubrir y explorar –con la colaboración del docente–
el vínculo entre el mundo creado y los recursos del discurso literario, realizar interpretaciones
personales teniendo en cuenta los indicios que da el texto y las características del género
al que pertenece, compartir significados con otros lectores (sus pares, el docente, otros
alumnos), formarse como lector de literatura.
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Antología | Misiones 21
Antología
Esta antología se presenta como un conjunto inacabado
(porque resulta imposible, pero –a la vez– imprescindible poner
corte en la selección) de textos literarios que nos proponen nuevos
caminos para descubrir ese universo –a veces maravilloso y a veces
desafiante– que nos rodea.
Se reúnen aquí una serie de poesías y coplas que recuperan
las sonoridades de nuestra naturaleza y los ritmos propios del
habla misionera. Creativas construcciones de lenguaje que ponen
en cuestión los usos cotidianos de las palabras para jugar con otros
sentidos, con esos sentidos que se esconden entre las hojas, las
pitangas y los gurises.
Las mismas inquietudes provocan las leyendas incluidas;
versiones escritas de las historias que todos –en algún momento–
escuchamos y que circulan renovadas en cada paraje, pueblo o
ciudad de la provincia. Así aparecen las historias que hablan de
“aparecidos” y de seres sobrenaturales como el Yacy-yateré o
el Pombero, contadas durante las noches de tormenta con voz
misteriosa.
Se suman también, un conjunto de cuentos donde
reconocemos como propios los escenarios (la selva, el yerbal,
los caminos) y una serie de personajes rescatados de la cultura
popular. Por último, una obrita de teatro para títeres que resume la
preocupación por la conservación de los ambientes naturales y que,
como lo pensó la autora, seguramente será recreada de manera
particular en cada nueva lectura.
Decíamos al principio que esta antología es un conjunto
inacabado porque son textos que nos invitan:
- a compartir lecturas y conversas sobre ellas;
- a buscar indicios y rastrear los sentidos escondidos en los
juegos que encierran las palabras;
- a rescatar del olvido esos relatos que vienen de antes, del
pasado, esas historias contadas por las tías y las abuelas;
- a agudizar las maneras de percibir los ritmos y las formas,
los colores, los olores y los sabores propios de nuestro
mundo;
- a conectar estas lecturas con otras y... a seguir leyendo.
Los camalotes
Antología | Misiones 21
Tamara Szychowski
En Poemas La hoja
(Fragmento)
Milagro verde
que aplaude con el viento
y con la brisa canta
la canción más antigua de la tierra
[…]
Alberto Szretter
En Panfletos de la Noche y Antología Final
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Guirnaldas
Antología | Misiones 21
tu cariño sacaba de la manga
volanderas delicadezas que…
picoteaban mis mejillas
convertidas en pitangas…
Ana Camblong
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Barrancas de
Antología | Misiones 21
chocolate
El río, mi niño bueno, ¡Qué bueno que conocieras!
en sus barrancas de barro, y si pudieran mis manos,
tiene olor a chocolate, te llevarían fragancias,
tibio y azucarado. de río chocolatado.
Antología | Misiones 21
en Posadas
(Fragmentos)
Comparaciones
Aquí las cosas tienen
una medida imaginada.
Por ejemplo: una lluvia vale un
diluvio y una
siesta puede pesar más de una
tonelada.
Jacarandá
Cuando el Jacarandá está en flor, existe Lluvia
como un temor o un desconsuelo. Cuando llueve en Misiones
Basta un segundo (y no es cuestión de rima)
para pisar el cielo. el Atlántico entero y el Pacífico
se nos vienen encima.
Calor y eternidad
Si un posadeño –más o menos ducho-
se va al infierno
no ha de sentirlo mucho.
La copla
Antología | Misiones 21
“María Pacurí,
abatí pororó,
opama la fiesta
eguatá terejó.”
Pilincho Piernera
Antología | Misiones 21
Yo soy Pilincho Piernera (Fragmento)
y qué le vamos a hacer,
habré nacido pa´ pobre
eso quisiera saber.
Yo soy el despojador…
(Música) Recitado
Mi canasto naranjero, mi piernera bien baqueana
chaleco de cotonina y escalera de tacuara.
Piernera soy de apellido porque amanezco con ella
y hasta me sirve de almohada.
Pilincho a mí me llaman porque tengo el cuero duro
requemado por el sol y la tierra colorada.
Canto
Pero el fruto se convierte en árbol
y el pájaro del corazón
picando un cielo de naranja
para cosechar el sol.
Pilincho Piernera
mis manos de tierra,
naranja, tacuara
y un grito del alma.
Yo soy Pilincho Piernera …
Recitado
Yo no tengo guaina fija, mi vida es un aleteo
como el pájaro en la fruta, la que alcanzo picoteo.
Yo soy hijo de un arroyo y mi mama alguna estrella
la tierra fue tibia cuna y mi poncho una piernera.
Y aunque no soy entonao yo canto cada mañana.
“Todos comen naranja y el pobre naranjo nada”.
Canto
En el tiempo de “cochesa”
cuando pinta el naranjal
por el zumo de mis venas
un grito me pide ¡ya!
La tarja va a comenzar.
Yo soy Pilincho Piernera
y qué le vamos a hacer,
habré nacido pa´ pobre
eso quisiera saber.
Yo soy el despojador …
(...) Juan Carlos Martínez Alva
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Caá. La leyenda de
Antología | Misiones 21
la Yerba Mate
I - La comunidad indígena
Cuando las tribus guaraníes se detenían en sus correrías por la selva, aprovechaban los
refugios que les ofrecía el accidentado suelo misionero, iniciando desde allí las exploraciones por
las tierras circundantes, con el fin de procurarse los medios indispensables de subsistencia.
Estas tribus guaraníes que continuamente recorrían la región, se hallaban constituidas
generalmente por reducido número de miembros, y respondían a la autoridad de los caciques
o jefes de familia, formándose -cuando se registraban acontecimientos extraordinarios, como lo
eran por ejemplo, las invasiones de tribus extrañas- el Consejo de Ancianos, cuya función era
exclusivamente deliberativa.
Si bien la jerarquía del cacique era respetada y apreciada, su autoridad, ordinariamente no
se dejaba sentir, y los integrantes de la tribu gozaban de la más amplia libertad.
Las festividades los reunía, y la guerra los juntaba. Era entonces cuando su condición de
hermanos aparecía nítidamente reflejada.
Pero el más destacado aspecto que se diseña a través del estudio y observación de la vida
de los guaraníes, que habitaron el suelo misionero, es seguramente el que se refiere al principio
de comunidad, presente en los principales acontecimientos de su vida diaria.
Desde la siembra que se verificaba en los “rozados”, y de cuya cosecha cada familia tomaba
lo indispensable, hasta las partidas de caza y de pesca, cuyos resultados beneficiaban a todos por
igual, el ritmo de la vida guaranítica se desarrollaba sobre el principio de una comunidad integral
perfecta.
Su organización era naturalmente rudimentaria, pero el sistema se aplicaba en condiciones
favorables entre los naturales de Misiones, pudiendo estos, sin limitaciones, gozar de amplia
libertad y diseñar claramente su personalidad de guerrero o de cazador, cuando sus méritos era
suficientes para destacarlo del conjunto.
Antología | Misiones 21
un enviado de Tupa, recompensar a los generosos moradores de la vivienda, proporcionándoles
el medio para que pudieran siempre ofrecer generoso agasajo a sus huéspedes, y para aliviar
también sus largas horas de soledad en el escondido refugio situado en la cabecera del hermoso
arroyo.
E hizo brotar una nueva planta en la selva, nombrando a Yarii, Diosa protectora, y a su padre,
custodia de la misma, enseñándoles a “sapecar” sus ramas al fuego, y a preparar la amarga y
exquisita infusión, que constituiría la delicia de todos los visitantes de los hogares misioneros.
Y bajo la tierna protección de la joven, que fue desde entonces la Caá-Yarii, y bajo la severa
vigilancia del viejo indio, que fue el Caá-Yara, crece lozana y hermosa la nueva planta, con cuyas
hojas y tallos se prepara el mate, que es hoy la más genuina expresión de la hospitalidad criolla.
integran las reuniones de la peonada formadas alrededor de los fogones para saborear el exquisito
“amargo”, hace sentir el Caá-Yara su terrible venganza.
Un grito estridente que lleva el terror al alma de los habitantes de la región, y que quiebra
súbitamente el silencio de las tinieblas, va a clavarse en el corazón del infiel... Es el trágico anuncio
de lo irreparable.
Enloquecido, corre por la selva el predestinado, sin que los auxilios humanos sean capaces
de evitar su desgracia...
Después... sus despojos encontrados en las honduras de la fronda, carne muchas veces de las
fieras, acusan el cumplimiento del inexorable fallo del severo señor del yerbal.
Muchas veces se ha sentido en las noches del nordeste, el infausto presagio del Caá-Yara,
sentenciando también a los hombres que, con sus “cortes” despiadados, exterminan los extensos
manchones naturales de la noble planta, impulsados por despreciables miras individualistas, y
aprovechando la circunstancia de obrar fuera del alcance de las autoridades encargadas de proteger
tan ponderable riqueza.
Caá-Yarí
Antología | Misiones 21
(Poema)
Cien ponchadas
en cifra angosta de tarefa
crecerán en ganancia
si pisa la balanza
la seductora reina
para el mensú exclusivo
segregado
loco de amor por toda su alma
a la divina
Olga Zamboni
En Mitos y Leyendas. Un viaje por la región guaraní
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Antología | Misiones 21
Novia vegetal
por el río va
en altar de espuma
sobre la creciente
al abrazo fuerte del Paraná.
Irupé...
Luna verde que va...
Por el río Paraná...
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El Pombero (*)
Antología | Misiones 21
Allí va: moreno, velludo, de rostro barbudo, pies peludos,
tocado con su gran sombreo y completamente desnudo… Va
buscando miel y tabaco… alguna moza perdida en la selva o tal
vez algún caminante que engaña con su silbido o piar de pollo…
Es el Pombero, el mítico Pombero que merodea en las noches de
Misiones. Es su nombre el que obliga a que los niños dejen de
hacer ruido y cierren los ojos para no verlo y tapen sus oídos para
no sentir cuando roba de la cocina familiar el tarro de miel o un
trenzado de trabajo…
Sus hechos son terribles. Aunque a veces toma simpatía a
un viajero y puede inclusive salvarlo de un peligro. Pero también
sabe hacer que se pierdan o lleguen a morir de terror ante su
presencia.
Cuidado “cuida” a alguien lo sigue con su piar de pollo en
medio de la noche y lo salva de cualquier peligro o acechanza. Si
se despierta su maldad, es capaz inclusive de robar una esposa o
dañar un animal doméstico.
En ocasiones dejó encintas a mozas solteras, naciendo de
tal unión –por lo común- un niño deforme. Hechos de esta clase
se cuentan en todos lo poblados rurales.
Con su andar silencioso –tiene los pies cubiertos de pelos-
recorre los caminos rojos de Misiones, buscando sus presas
entre los colonos y los hacheros y muchas veces llega a ser tan
grande su osadía que hasta logra seducir a una niña de
los barrios de extramuros de cualquier ciudad…
tal es el Pombero, uno de los mitos populares de
Misiones.
Muchos lo han sentido, pocos, muy pocos, lo han
visto. Pero lo cierto es que desde hace casi trescientos años
habita en Misiones.
El Yasy-Yateré
Antología | Misiones 21
Antología | Misiones 21
guayaquís por allí, pronto se dieron cuenta de que había sido
uno de esos indios el autor del secuestro.
La costumbre de los indios de robar criaturas
y mujeres es, hasta cierto punto, general en todas
las tribus y razas, que han considerado siempre a
ambos como el mejor botín de guerra.
Además he sabido que, no hace mucho, un
cacique cainguá pidió, queriéndoselo llevar, a un
muchacho en un rancho, para enseñarlo a ser
cacique, dando sin querer con esto una prueba
instintiva e inconsciente de selección de raza como
elemento de superioridad.
Estos hechos demuestran, hasta cierto
punto, que la leyenda del Yasy-Yateré debe tener su
origen en ellos ampliada y modificada, naturalmente, de
un modo fantástico, por pueblos en que la naturaleza
ayuda, en gran parte, a sobreexcitar sus cerebros
ignorantes.
El Yasí-Yateré
Antología | Misiones 21
I VII
“Campeando” por los yerbales Quiero que sepan cuidar
tomando un buen tereré la tierra de que son dueños,
me fui a cumplir una cita mientras yo, dele silbar,
con el YasíYateré. he de velar por sus sueños.
II VIII
Tibio duende montaraz Cuando de hablar terminó
de una mística quimera, se fue parando el viejito
dueño errante de los campos y poco a poco tomó
y la selva misionera. la forma de un pajarito.
III IX
Tendido en un pajonal Surcó volando los cielos
y con el rostro marchito, y la selva retumbaba,
dele silbar y silbar, su silbo se confundió
me encontré con un viejito. con torrentes y cascadas.
IV X
Yo soy aquel que buscas, Todo niño misionero
me dijo, entre dos silbidos, que se aventura en el monte
soy pájaro y soy señor, siente de siesta un silbar
toda la selva es mi nido. que a veces le causa miedo...
mas no se debe asustar,
V debe seguir su sendero,
Soy el dueño de la siesta, seguro lo ha de guiar
soy el duende misionero, nuestro duende misionero.
hago del canto una fiesta,
cuido el monte con esmero.
VI
Quiero que duerman la siesta,
quiero que sean muy buenos,
los chicos de esta región,
amiguitos misioneros.
Antología | Misiones 21
El isondú es un insecto del grupo de los coleópteros, semejante a una
pequeña larva o gusanito. La cabeza es como un rubí, de una luminosidad
maravillosa, y el resto del cuerpo forma a ambos lados una cadenilla de once
puntos igualmente luminosos, o sea en total veintidós lucecillas que emiten un
resplandor ininterrumpido. Isondú, en guaraní significa “gusano de luz”, y como lo
describe el gran Holmberg: “su cabeza no ofrece nada de particular, es de un color
amarillento -testáceo- que apenas difiere del resto del cuerpo, como sucede con las
partes de los otros segmentos que emiten luz fosfórica“. Tal ese insecto magnífico
que, en grupos, semejan en la noche una fantástica procesión aérea de perlas
luminosas...
Deslumbrada por su belleza nocturna, la gente nativa necesitó una
explicación de esa maravilla, y la frondosa fantasía guaraní la concibió así:
El isondú era el joven más apuesto de toda una inmensa región desde el
Paraná al Uruguay, y del arroyo Yabebirí al Cuñapirú.
Además de apuesto, era afable y bondadoso. Todas las “cuñá” andaban
locas por él, olvidándose de los demás hombres. Eso trajo la envidia de todos
los “caria-í” (mozos) que decidieron buscar una oportunidad para matarlo. Llegó
el momento propicio una noche de luna, y así lo hicieron. Pero cuál no sería su
sorpresa al notar que con el último suspiro el muerto se convertía en un insecto
maravilloso con veintidós luces; una por cada cuchillada que había recibido, y la
otra en la cabeza que era el corazón.
Los asesinos contemplaron atónitos la maravilla. ¡El isondú!... ¡El isondú!...
El gusano de luz... Y sintieron más envidia impotente para exterminarlo. Y desde
aquel entonces el isondú anda por los bosques con su luz inmortal, para castigar
a los envidiosos...
(Mainumbí)
Hay un policromo pajarillo que surca el aire entre el susurro de sus alas diminutas ambulando de
flor en flor con un vuelo tan sutil como gracioso.
Más de una vez, quien lo sigue en su itinerario por lo azul, se pregunta qué oculto designio lo
lleva, incansable, de corola en corola. Y no falta entonces el anciano de cabello blanco y mirada antigua
que recuerda la vieja leyenda guaraní. La leyenda según la cual el alma de todos los indios que mueren
va a ocultarse, liberada de su envoltura carnal, en el seno de una flor.
Sucedió, en efecto, que cierto día, poco después del Yporú, el dios supremo se hallaba en el
Ibag, contemplando las almas escondidas en las flores, y dio en pensar que no era justo que las buenas
estuviesen tan lejos de él.
Era su deseo reunir en torno suyo a aquellos fieles, pero... ¿Cómo encontrar el medio de congregar
a tantos espíritus dispersos por las vastas regiones que constituían su dominio? Se imponía hallar un
mensajero digno del dios que lo enviaba y de la honrosa tarea que le había de ser encomendada.
Tupá pasó revista entonces a sus servidores más allegados, pero no juzgó a ninguno a propósito
para la empresa. Debía ser alguien liviano como el viento y veloz como el rayo, porque eran muchas las
almas que aguardaban en sus refugios distantes. Y, al mismo tiempo, debía estar investido de toda la
belleza y de toda la gracia propias del mensajero de un
dios tan poderoso...
Al cabo de muchas lunas de reflexión, Tupá creó así
al Mainimbii, ese pajarillo de colores irisados y vuelo raudo que suscita,
irresistiblemente, la admiración de quien lo ve.
En cumplimiento de su misión, el Mainimbii recorre desde entonces
las flores, y cada vez que encuentra un alma buena entre sus pétalos la
lleva al Ibag, donde Tupá la retiene a su lado para siempre.
Los indios jamás lo tocan, limitándose a admirar reverentes sus
plumas de cambiantes colores, que centellean extrañamente a los rayos
del sol.
Muchas lunas han transcurrido desde que fuera creado, pero el
Mainimbii prosigue incansable su recorrida por las flores. Y todo indio que
alcanza a divisarlo, como una flor más suspendida en el cielo, eleva íntimamente
una plegaria a su dios: la de que su alma atraviese también alguna vez lo azul,
transportada por el alado mensajero de Tupá...
Antología | Misiones 21
Bajando por la líquida espesura del Gran Río, frente a los históricos fundos de San Ignacio
Miní, el partenón jesuítico, el navegante, al virar el rostro a su izquierda divisa necesariamente los
imponentes paredones que, como un alto muro de viejos castillos, emerge entre la vegetación de
la costa, brillando al sol.
Estamos en Teyú Cuaré (Cueva del Teyú o Iguana), asiento de la vieja leyenda que la
imaginación indígena pobló de mitológicos contornos. Allí, la gran cueva que da al Río, enseña su
entrada, de difícil acceso desde el río por el corte a pico, con anfractuosidades y riscos de imaginable
peligro. Las plantas espinosas como garras se adhieren a la piedra queriendo guardar en el abrazo
la tétrica resonancia de la Leyenda.
Cuenta esta que muchos siglos ha, cuando las tribus de indios, señores de estas comarcas,
poblaban ambas márgenes del Río, hizo su nido un monstruoso lagarto de terrible aspecto,
escamoso cuerpo verdoso con ojos llameantes. Y el espantoso animal asomaba diariamente sus
abiertas fauces por el socavón, atisbando el paso de las canoas indias. Y cuando estas pasaban
frente a los paredones, el saurio gigante se deslizaba de su refugio a las correntosas aguas, atacando
enseguida a los viajeros, a los que devoraba invariablemente.
Es de imaginar cuánto terror debía producir ese constante peligro, debiendo los indios
aguzar las precauciones, para no ser vistos por el dragón comarcano.
Hasta que un día, Tupa (Dios), compadecido de la amarga suerte de los pueblos indios, en
pleno día envió un terrible rayo que cayó sobre la copa de un inmenso lapacho, el que incendiado por
el fuego celeste propagó las llamas a la hojarasca y las vegetaciones aledañas a los paredones.
Una inmensa hoguera cubría entonces los contornos, y el Teyú sanguinario, imposibilitado
de retroceder desde su cueva, enfurecido, desde la altura del acantilado se arrojó a las aguas del
Río, que traspuso nadando rápidamente y cubriendo con el oleaje tremendo las orillas de ambas
costas.
Y es fama que al llegar a la otra margen, el monstruo, arrastrando su larga y serrada cola,
dejó como estela un arroyuelo, que aún puede verse en costa paraguaya.
Desde entonces el gran Teyú desapareció para siempre, y los indios pudieron volver a su
tranquila navegación por el vasto estuario que allí forman las aguas.
Tal la Leyenda, que tiene algunos notables contactos con otras de origen anglosajón y
relatos galos.
Hoy, los paredones siguen imponiéndose al viajero con su monumentalidad de siglos. No lejos
de allí, un magnífico creador de las letras de América, Horacio Quiroga, en su casa solariega, dejó en el
ámbito de ese sitio de fábula, el halo prodigioso de su propia leyenda.
I-guazú
Antología | Misiones 21
Antología | Misiones 21
espesura esos inesperados enemigos, pudo proseguir su marcha por la senda que le
señalaron sus Dioses protectores.
Desde lo alto de un cerro, divisó el herido cacique a la princesa del norte que
buscábale ya con impaciencia, y cuando húbose esta acercado, le expresó en el dulce
decir de los de su raza: “Tupá y Yací, nos ofrecen esta unión, para que con el amor
sellemos la paz de nuestros pueblos”.
Bajó la mirada la bella india y le contestó cuítamente: “Ta upeicha que ná”.
Y la noble concertación de la paz quedó concluida cuando la joven princesa y el
apuesto jefe guaraní se estrecharon en la cima del cerro... Pero como si ese solo afán
lo hubiere sostenido hasta entonces, desprendióse este del tierno abrazo que los unía,
y cayó sin vida sobre el mismo borde del despeñadero, quedando malograda así la
felicidad que también debían conseguir...
Es esta una leyenda que, por sus fundamentos históricos -los que se refieren a
las luchas indígenas-, por su relación con los maravillosos motivos naturales de la
región -las famosas cataratas, sus montes, sus sierras y sus ríos- y por la fantasía
tan sabiamente tejida, eclipsa a los más renombrados episodios que nos ofrece la
mitología oriental.
î: Agua.
Guazú: Grande.
Ta upeicha que ná: Que así sea.
La “Garganta del Diablo” es la más grande cascada del Iguazú.
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La leyenda
Antología | Misiones 21
Antología | Misiones 21
habíale vaticinado al nacer triste muerte cuando el amor golpeara en su corazón.
Y aquí comienza la historia de estos amores trágicos que dieron vida a la leyenda del
Salto Encantado de Misiones.
Cazaba un día Cavure’í cuando sintió en la selva un grito de espanto de una mujer y
el rugido de un yaguareté. Corrió presuroso hacia el lugar y un cuadro de horror se presentó
ante su vista. Un enorme yaguareté destrozaba entre sus garras a una india, mientras a poca
distancia yacía muerta de espanto una joven de prodigiosa belleza.
Una horqueta recibió al tigre cuando saltó abalanzándose sobre la india. Una dura
lanza se clavó rauda en su corazón cayendo muerto a los pies de Cavure’í y un grito, el
sapucai salvaje y triunfante, estremeció la selva. Luego, volviéndose contempló a aquella que
mirábale con ojos de admiración, en donde no se encontraba ausente una luz de temor.
—¡No temas, mujer!... —díjole Cavure’í— ¿Cómo te llamas?...
—Soy Yete’í, la hija del cacique Aguará —contestóle orgullosamente la joven—. Mi padre
sabrá pagarte con creces el haberme salvado la vida.
Estremecióse Cavure’í. Había salvado la vida de la hija del peor de los enemigos de
su padre.
La ley de la selva lo autorizaba a raptarla. Pero una extraña y desconocida sensación
turbó su joven y virgen corazón. A su lado se encontraba la doncella más ma-ravillosa que
sus ojos habían contemplado. Su cuerpo, cimbreante tacuapí, de armoniosas formas, estaba
semicubierto por un cabello renegrido que cual cascada de ébano caía desde su cabeza
hasta su cintura, formando marco a sus deliciosos y redondeados hombros, y a su cara donde
dos ojos munidos de arqueadas pestañas que prestaban al rostro una expresión candorosa a
la par de interrogante, mirábanlo con indecible ternura y miedo. Esa extraña sensación que
oprimía su corazón, era el amor que nacía pujante y ardoroso ante la visión de la virgen india.
¡ Amaba!... Amaba por primera vez y ese sentimiento invadió hasta las últimas fibras de su
alma provocándole a la par de gozo, un dolor desconocido.
—Ven, —le dijo—. Te llevaré hasta la proximidad de tu tribu. Alzándola en sus poderosos
brazos, caminó rápido en dirección al norte mientras Yete’i reclinaba su cabecita sobre su
pecho, sintiendo que su espíritu cual una llamarada se inflamaba de cariño y amor por el
bellísimo indio. Llegados al límite de la selva, Cavure’í depositó sobre el césped su preciosa
carga, diciendo:
—No puedo ir más adelante. Tu padre me mataría Yete’i pues soy Cavure’í, hijo del poderoso
cacique Jurumí. Nada me debes, aunque tus ojos y tu belleza hayan herido mi corazón,
mucho más que la lanza de un enemigo. Sé que te amo y te quiero por esposa y compañera.
Pediré a mi padre que cesen los odios y las guerras que hasta el presente han separado a
nuestras tribus y se establezca la paz, iniciándose una nueva era de concordia, sobre la unión
de nuestras vidas. Si tú lo quieres, mañana un mensajero pedirá en mi nombre el honor de
tenerte para siempre a mi lado.
Los brazos que rodearon su cuello respondieron mejor que las palabras al juntar su
rostro al suyo, la aceptación de la joven india. Un beso selló su pacto de amor y al mismo
tiempo, un trueno retumbó en el firmamento, cual si Tupá, indignado, se opusiera a ese
amor naciente.
Triste y doloroso fue el despertar de Yete’i. Sus ilusiones destruidas por la oposición
de su padre ante lo que consideraba un sacrilegio, puso en la oscuridad de la choza donde fue
encerrada la angustia de su amor imposible. Pocas horas más tarde fue obligada a presenciar
el sacrificio del mensajero que, en cumplimiento de su promesa, enviara Cavure’í. A solas
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Antología | Misiones 21
lloró su dolor clamando a Tupa en busca de protección. Solo misteriosos y sordos truenos
subterráneos respondieron a su súplica.
Los gritos de venganza estremecieron la selva al descubrir los abá de Jurumí el
cadáver mutilado del mensajero de paz. Se había violado la ley de la selva. Los preparativos
guerreros se iniciaron de inmediato. Las güemí encendieron las hogueras y prepararon el
veneno destinado a las flechas. Las mozas jóvenes y los mitaí febrilmente trabajaban en
la preparación de estas. Los abá afilaban las puntas de sus lanzas y sus cuchillos y hachas
guerreras de piedra. Nuevas cuerdas fabricadas con las raíces del güembepí sustituyeron a
las ya gastadas de los potentes arcos de guayuvira. La noche sorprendió a la tribu de Jurumí
en frenética danza alrededor de la hoguera, pintados sus rostros y cuerpos con los colores de
guerra.
Mientras tanto, Aguará preparaba a sus guerreros, sabedor de los combates que
contra la tribu rival se librarían. Silenciosos espías cruzaban la selva a fin de conocer los
propósitos de sus enemigos.
Varias veces retumbó el trueno, un trueno lejano y lúgubre en la atmósfera, a pesar
de que el sol primaveral brillaba en todo su esplendor. La cólera de Tupá se hacía sentir en
mil formas distintas.
—¡Tupá no aprueba la guerra!... —decían los hechiceros—, pero ambos adversarios, ciegos
de odio,, hacían oídos sordos a los presagios funestos. El día en que ambos ejércitos iniciaron
la marcha en busca de sus enemigos, tembló la tierra y un trueno subterráneo de horrible
fragor hizo caer de rodillas a los miles de indios de uno y otro bando. El sol se oscureció
y la noche en pleno día cubrió el verdor de la selva con un negro y siniestro manto. El
pánico cundió entre los indios y muchos de ellos huyeron despavoridos. Pero Añá, siempre
en pugna con los designios de Tupá, cegó la mente de ambos caciques, acrecentó el odio
en sus corazones y los incitó a la lucha. La batalla se desarrolló en una vasta planicie sobre la
sierra. Frente a frente ambas tribus comenzaron a disparar sus flechas. Vuelan éstas raudas
en procura de los pechos enemigos llevando en la aguijonada punta envenenada, la muerte
negra. Los sapucai hienden la placidez de la tarde en su salvaje grito y poco a poco comienzan
los guerreros a acercarse en busca de la sangrienta lucha cuerpo a cuerpo, donde las lanzas,
hachas y cuchillos de filosa piedra abrirán sangrienta brecha en ambas tribus.
Cavure’í es el más audaz y su ira terrible causa estragos a través de las flechas que
con rapidez dispara a indios próximos al cacique Aguará. Ha jurado venganza ante el cadáver
del mensajero sacrificado por este y lo busca en el combate ansioso de vengar a su tribu, y
muerto el cacique, conquistar por la fuerza a la mujer que había elegido por compañera.
Yete’í llora desesperada en su choza. El fragor de la batalla llega en alas del viento
conjuntamente con los sapucai de los indios. Puede en un descuido de sus carceleros huir y
se interna en la selva, llorando amargamente en dirección al lugar donde los ayer de dolor,
los gritos de triunfo y el fragor del combate se extienden por doquier. A medida que sus
lágrimas caen en la roja tierra, Tupá transforma a estas en ojos de agua que van uniéndose
tras la sacerdotisa del dios, en un fino arrójatelo.
Cansada, sollozante y semidesnuda aparece sobre una roca en todo el esplendor de
su belleza a la vera de la selva, en medio de los combatientes. En ese instante ve cuando
Cavure’í arroja su hacha en dirección a su padre. La filosa piedra parte en dos la cabeza del
cacique y junto al salvaje grito de victoria de las huestes de Jurumí, uno de dolor y angustia
brotado de los labios de Yete’í, se escucha en el campo de batalla. Cae ésta arrodillada sobre
la roca, cubriéndose la cara. Cavure’í corre hacia ella. Cien arcos se tienden y cien flechas
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Antología | Misiones 21
parten raudas acribillando al joven abá quien queda herido de muerte. Loco de dolor, Jurumí
levanta su cadáver y acercándose a Yete’í deposita su fúnebre carga a sus pies. Esta se abraza
al cuerpo de su amado. Jurumí levanta su cuchillo y lo hunde tres veces en el cuerpo de la
sacerdotisa de Tupá.
Un fragoroso trueno retumbó en la selva. La tierra tembló. Las rocas oscilaron; cayeron
los árboles gigantescos entre los gritos de angustia de los miles de indios impedidos de huir
por una extraña y poderosa fuerza que los pegaba a la tierra. Con un horripilante retumbar
de mil carros despeñados, abrióse esta y un profundo abismo recibió en su seno a los miles
de combatientes.
Desde el lugar donde cayera muerta Yete’í, caía al abismo un arroyuelo formado por
las lágrimas de dolor vertidas por esta.
Cuentan que Tupá confirió a esta agua el don de poderoso payé de amor. Las mujeres
que toman sus claras aguas aseguran su casamiento y mantienen el amor de sus esposos o
prometidos.
En cambio, no recibió en su seno a los indios y los condenó a vagar en el abismo que
fuera su tumba combatiendo e hiriéndose una y mil veces por toda la eternidad.
Tal es la leyenda del Salto Encantado ubicado en Aristóbulo del Valle en Misiones.
Si maravillosas son las Cataratas del Iguazú, no menos bello a la par que terrible e
impresionante es el Salto Encantado. Cae este desde una altura de más de setenta metros a
un abismo cortado a pique y en cuya sima las aguas se pierden misteriosamente apareciendo
unos noventa metros más adelante.
La selva virgen cubre a ambos lados las paredes del abismo y la sierra pareciera se
precipitara sobre este cubierta del verdor de sus árboles seculares.
Esta extraña leyenda tiene visos de realidad en los comentarios de los pobladores
que viven a escasa distancia del Salto Encantado.
Cuentan que en las noches claras o cuando se aproxima una tormenta, el Salto
Encantado vive una nueva batalla. Gritos de dolor, truenos como si mil carros se despeñaran
al abismo, sapucai y el llanto amargo de una mujer se escuchan estremeciendo la noche y
el corazón de los pobladores a dos leguas a la redonda.
En primavera muchas indias acuden a beber en el Salto Encantado, pues creen,
como dijera anteriormente, que sus aguas, poderoso payé de amor, las ayuda a conservar el
cariño de sus amantes o esposos.
Antología | Misiones 21
—¡Dios me libre! Hasta llegar no abrimos. ¡Mirá si nos ataca el tigre!...
—¡Que tigre ni ocho cuartos!
—Vos debieras ser más prudente y subir la tuya. ¡Si el tigre te salta de golpe,
seguro que te arranca el brazo!
—¡No quiero ni pensarlo!- terciaba la cuñada
Es sofocón fue tan grande que produjo desvanecimiento en las señoras,
mareos en el chico y un furibundo incordio en el buen señor que conducía el
auto y que aguantaba, por añadidura, la estulticia de una fábula de índole tan
peregrina. Hubo que detener el vehículo, por unos minutos. Accedieron las mujeres
a entreabrir las ventanillas. El hombre descendió sin titubeos. A respirar un poco
y estirar las piernas. Ellas recabáronle prudencia, vigilante apresto. Sin decir agua
va, abrió el chico la portezuela y saltó al exterior.
—¡No¡ ¡Vos no!— gritó la madre, alarmada.
—¡Ay, Dios mío!— gimió la tía.
—La culpa es tuya. Tu mal ejemplo…
Negro exabrupto del marido, llevó el entredicho al paroxismo.
No fue paseo.
Cuando, ya de vuelta, detuviéronse en la misma estación de servicio, a la
entrada de Puerto Rico, el hombre recriminó con actitud al gentil empleado, “por
lo del tigre”.
—¡Pero no, señor!— se defendió el dependiente—. Yo no le dije por ese animal,
sino por la empresa EL TIGRE… ¡Hay que ver cómo andan esos ómnibus por la ruta!
¡Un peligro…!
Hugo W. Amable
En Paisaje de luz, tierra de ensueño
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El polaco Cyepaska tiene junto a la ventana de su oficina del aserradero un yaguareté embalsamado al
que durante mucho tiempo mantuvo oculto. Él mismo lo cazó en un monte cercano al arroyo Paraíso donde su
gente andaba apeando madera.
Tenerlo allí le da la posibilidad de contar cómo lo capturó cada vez que llega algún comprador de otro
lado, algún viajante o, simplemente, a cualquiera que esté dispuesto a oírlo. La historia de la cacería, que los
familiares y empleados conocen de memoria, siempre encierra alguna novedad para quien no la ha escuchado,
y el polaco, al referirla, aunque no le introduzca variantes y lo haga siempre con las mismas palabras, siente
todavía un residuo de la emoción que lo poseyera el día que mató al animal.
Las alternativas de esa jornada no tuvieron mucho de particular. Los peones habían avistado rastros
frescos durante la semana, cuando entraron a un rincón especialmente agreste a voltear unos cedros y de vuelta
le pasaron el aviso al patrón.
Cuando llegó el domingo el polaco cargó en la camioneta los perros, la mujer y las hijas y se fue al
paraje. Se adentró en el monte y a poco los animales ventearon al tigre. Un rato después, al pie de un barranco
lo arrinconaron aturdiéndolo con los ladridos y Cyepaska tuvo tiempo de regocijarse con la escena. En su relato
este episodio aparece cargado con profusión de zarpazos, gruñidos y perros muertos. Luego, imaginándose
cómo luciría aquella piel moteada en su oficina, apuntó cuidadosamente y lo dejó tendido.
Emergió triunfante de la espesura, cargándolo en los hombros, seguido de su séquito de perros, y a
juicio de su mujer arruinándose la camisa de la que nunca pudo quitar bien las manchas de sangre. Apoyó el
rifle contra la puerta de la camioneta, se secó el sudor y las niñas se entretuvieron examinando las garras y
colmillos del animal y jugando a cambiar de forma las manchas de su piel al acariciarlo a pelo y contrapelo.
Regresó al pueblo de noche, trayéndolo atravesado sobre el capó de la camioneta y fue a mostrarlo
a la casa de cada uno de sus amigos. Después lo hizo embalsamar en una actitud de ataque sobre un grueso
tronco barnizado, tal como puede verlo cualquiera que entra a su oficina: la zarpa adelantada y los gruesos
colmillos relucientes. Pero eso es ahora, porque durante mucho tiempo, pese a las ganas de exhibirlo, el polaco
lo mantuvo oculto. No podía hallar los ojos de vidrio adecuados y el animal, con las cuencas vacías, parecía
enfermo e inofensivo y Cyepaska no lo exhibía por miedo a que le dijeran que había podido cazarlo porque era
un tigre ciego.
Por fin alguien que fue al Brasil le trajo los ojos que esperaba y pudo lucirlo en el lugar donde atiende a
la gente.
La mayor parte del día el polaco anda afuera, vigila los envíos, hace trámites bancarios, viaja, y en todo
ese tiempo el yaguareté embal¬samado queda solo junto al ventanal; se cubre de un fino polvillo y sus ojos
inertes parecen cobrar movimiento sólo cuando reflejan el fuego y el humo de la madera que se quema en la
playa del aserradero.
Noble Bravura
Antología | Misiones 21
Mi canoa se había puesto a la par de la manchita que cruzaba el ancho arroyo, en el norte misionero. La quietud
del atardecer planchaba la superficie líquida, y la soledad y el silencio reinante otorgaban un aire de eternidad y señorío
al ambiente. No esperaba descubrir que un pequeño yaguareté había decidido emprender el cruce del caudaloso
Urugua-í, cercano a la desembocadura con el Paraná. Sin lugar a dudas, a su madre la habían matado animales de otra
especie.
Hundiendo de vez en cuando las palas de los remos para corregir mi rumbo, me mantuve a unos veinte
metros de él. Ya me había dedicado una mirada de rigor, como en un descuido, para comunicarme que me había
tomado en cuenta. Por ahora no precisaba mucho más. Solo despertar la sombra que sus antepasados felinos habían
dejado, durante miles de años, en nuestro inconsciente.
Sus pequeñas orejas echadas hacia atrás se pegaron aún más sobre su cabecita mojada. Algunos de sus
bigotes rozaban la superficie y la respiración denotaba el verdadero esfuerzo que estaba realizando. Desde su hocico,
respetuosamente el arroyo apartaba sus aguas en leves ondas.
Así permanecimos los tres. El arroyo, respetando a ese incipiente y bravío cachorro. El yaguareté, evaluando
cuándo manifestar su condicionada bravura, y yo, admirado por el espíritu de ese animalito que aún, al ser interceptado
en su máxima debilidad, disfrazaba con el más terrorífico resoplido que sus cansados pulmones podían dar, su total
indefensión. Imbuido de respeto por tamaña actitud, suprimí la incipiente sonrisa que en mi rostro afloraba.
La canoa rozó una piedra sumergida con áspero sonido, indicándome la proximidad de la costa. Dejé que
los remos permanecieran hundidos hasta la mitad y lentamente me detuve, permitiendo que la cría me aventajase.
Irguiendo por unos segundos sus orejas, oteó la costa cercana. Su aguda vista eligió, en un santiamén, el mejor lugar para
su desembarco, y con renovado ímpetu corrigió su rumbo. En breve tiempo, sus patitas tocaron fondo y, chapaleando
entre las piedras, exhausto, se dirigió hacia la amplia y verde espesura de nuestra querida selva, no sin antes, con una
leve torsión de cabeza, dirigirme una última mirada, mostrándome sus blancos colmillos, para recomponer su señorío.
Ahora sí, chorreando agua, satisfecho y triunfante, se internó en el monte.
Gané el centro del arroyo y levanté las palas de los remos, apoyándolos en los costados de mi embarcación
que se deslizaba lentamente, desgarrando el verde velo vegetal que, al aire todo, proyectaban los majestuosos árboles
de las orillas que encajonaban con desparejos barrancos y piedras cubiertas de musgos, al arroyo.
Por unos instantes, ganó mi mente el irrefrenable deseo de esconderme entre las tablas de mi canoa para
acechar al paisaje. Pero era tarde... y solo atiné a llenar profundamente mis pulmones con el olor a selva y arroyo verde,
en un vano intento de perpetuar esa fugaz y ya perdida simbiosis.
Seré tu pan
Antología | Misiones 21
La mayoría se había acostumbrado a su presencia y la ignoraba, pero algunos veían en ella una criatura maldita que debía ser expulsada
y muchas veces para eso empleaban gritos y pedradas. Entonces se retiraba a buscar refugio al monte y se dormía entre las raíces de un
incienso gigantesco, soñando que corría con los otros niños. A veces también se veía entrando a la aldea con sus brazos cargados de frutas
y era recibida por todos con alegría.
Pero cuando oscurecía volvía en silencio a la choza, donde tenía el rincón más alejado del fuego. La madre siempre la recibía con algún
resto de comida, que tomaba con sus grandes manos encallecidas y cubiertas de durezas, de tanto arrastrar su cuerpo con las piernas
muertas siguiéndola a todas partes.
Comió la cola de pescado con un deseo tan intenso que se preguntó por qué su cuerpo se empeñaba en seguir manteniéndose vivo a
pesar de su condición. Después se acurrucó callada sobre el suelo apenas cubierto por los restos de unas pieles y no consiguió dormirse
mirando en su interior ese mundo de limitaciones que la hacía diferente a los demás, hasta que escuchó llegar a su padre, que estaba
reunido con el consejo de la tribu.
—Me están reclamando por ella, dicen que escasean los animales y el invierno no trae frutos para nuestra gente. Tenemos que guardar
las pocas que tenemos para nuestros otros hijos.
—Yo pido todos los días a Tupá para que le dé vida a sus piernas y espero que él escuche mis ruegos.
—Espero que sea pronto, porque cada vez va a ser más difícil mantenerla y ningún guerrero va a querer llevársela para que sea su
mujer
—Tupá conoce toda la bondad que hay en su corazón y lo que ella desea poder ayudar a la familia y la va a curar.
Los dos miraron al rincón en la penumbra donde yacía Mandí hecha un ovillo, escuchando inmóvil la conversación.
Cuando todo estuvo en silencio ella pidió tan alto a su dios, que temió despertar a alguno de los miembros de la familia que dormían
a su alrededor. Después se durmió también y soñó que se formaba una tormenta sobre la aldea y el agua caía bañando la noche. Se
estremeció con el bramido del trueno haciendo temblar el suelo y luego vio el claro en el bosque que había dejado el rayo al caer. Hasta
que por fin oyó la voz que respondía a todos sus ruegos.
Al amanecer pidió a su familia que fuera con ella hasta el monte, sentía en sus manos el barro pegajoso por la lluvia de sus sueños, pero
seguía con determinación, dejando su huella lineal en las picadas. De pronto se encontró en un lugar que ya conocía, pero no estando
despierta, porque los árboles caídos eran muy recientes.
—En este lugar deben cavar un pozo — les indicó cuando llegó al centro del nuevo claro.
Le obedecieron hasta que ella les dijo que era suficiente, entonces se acercó y con esfuerzo introdujo sus extremidades insensibles en la
reciente excavación. Acarició durante un momento la piel reseca y estriada con trozos de barro colorado adheridos a esos miembros que
la habían condenado.
—Ahora deben cubrir con tierra mis piernas y dejarme sola.
—Pero no podemos dejarte sola en el monte hija.
—Así debe ser madre, Tupá me ha dicho en mis sueños que cuando vuelvan mañana a buscarme yo también seré capaz de dar
alimentos a nuestra aldea.
El padre de Mandí se despidió de su hija con mucha circunspección, mientras trataba de consolar a la madre que no dejaba de sollozar al
alejarse, viendo las manos deformadas saludándolos.
Ella fue la que despertó a todos antes de la salida del sol, para emprender el recorrido hasta donde había pasado la noche su hija. Al llegar
la buscaron por todos lados, la llamaron a los gritos, pero sólo el silencio del monte les respondió. Fue su madre también la que creyó
ver en las hojas de una planta que no conocía, las grandes manos que solía acariciar y curar, caminó hasta allí y se dio cuenta de que era
exactamente el lugar donde habían enterrado a su hija.
—Acá está, caven para desenterrar la planta.
Con cuidado el padre y los hermanos comenzaron a retirar la tierra removida para dejar al descubierto unas gruesas raíces carnosas
cubiertas de una piel rugosa, como la de las piernas de Mandí, arrancaron un trozo y con sorpresa vieron la pulpa blanca y fibrosa, que
era una invitación a probarla. En la aldea lo cocinaron en cacharros de barro hasta ablandarlas y se deleitaron con su sabor y dejaron secar
unos trozos para molerlos en los morteros y utilizar la harina.
—Esto es Mandí so’o que nos ha enviado Tupá para que alimente a la raza guaraní, a los que habían rechazado su imperfección y a los
que le dieron un lugar junto a sus fuegos y han compartido la comida con ella, porque en su corazón nunca hubo lugar para el odio o el
rencor.
Luego de que la madre hablara, enterraron trozos de las ramas, que crecieron y produjeron más plantas. Ellos se encargaron de difundir
la Mandi’o por todas las comarcas, asegurando el alimento para las tribus guaraníes.
La leyenda de la mandioca.
La leyenda que relata el origen de la planta de mandioca (Manihot esculenta) tiene formas diferentes
de acuerdo a cada región. La versión del cuento es una de las más populares, pero casi todas ellas están
referidas a una joven que por un llamado de Tupá decide enterrar sus piernas y que éstas se convirtieron
en las suculentas raíces que sirven de alimento a los habitantes de la tierra colorada. Jorge Luis Lavalle
Mandi so’o: literalmente carne de Mandí. En Releyendo Mitos
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Siesta en la
Antología | Misiones 21
cocina
A la hora de la siesta el cielo estaba medio nublado y Alexia no quería
dormir. Agarró a Manuela y a Manuelo, su tortuga y su tortugo, y salió con ellos
al patio del frente. Juntó algunas hojas y unas flores coloradas para que ellas
comieran y se sentó para dárselas. A Manuelo se le pusieron amarillos los labios
por el polen que tiene las flores y Manuela la miraba y se reía en silencio. Alexia fue
hasta atrás a buscar una escoba y ellos quedaron solos en el pastito.
—Limpíate la boca que parecés un payaso- dijo Manuela.
—¿Otra vez? Siempre me pasa lo mismo, esas flores son muy ricas.- dijo él
frotándose los labios con la pata.
—Si a mí también me gustan mucho.
Tuvieron que callarse porque Ale se puso a barrer la veredita, para sacar las
hojas secas y las flores amarillas, que ya empezaban a caer al acompañando al otoño.
En silencio se hacían señas, porque los animales pueden comunicarse sin hacer ruido
y seguían comiendo tranquilas mientras ella barría.
Entonces la mamá salió a la puerta y dijo:
—Ale vení a cambiarte que tenemos que salir.
—Ya voy, má- Dijo y se puso a cargar las hojas en la palita para llevarlas a tirar.
Guardó las cosas y se llevó a las tortugas a su cuarto para cambiarse y antes
de salir les recomendó que se portaran bien. Apenas escucharon el ruido de la puerta
al cerrarse salieron apuradas pero la puerta del patio estaba cerrada, entonces fueron
hasta la cocina. En la ventana de la cocina estaban Pedrito y Pablito gorrión preparados
para entrar a comerse las miguitas de la mesa y al ver entrar a las tortugas volaron a
saludarlas.
—Hola chicos ¿Salieron todos?
—Parece que sí, pero no van a tardar en volver- dijo Manuela.
—Voy a buscar a Juancho para que venga acá, porque ustedes no pueden salir
con las puertas cerradas- Dijo Pablito y salió volando para el patio.
Cuando llegaron Juancho y Pablito, Pedrito estaba parado en el borde
de la azucarera destapada tratando de atrapar a una hormiguita, con tanta
mala suerte que se cayó y volcó todo el azúcar.
Juancho subió a la mesa y con la cola cargó casi todo lo que se había caído.
Volvió a colocar el azucarero en el lugar, pero había todavía un poco desparramado
alrededor.
—¿Qué hacemos para arreglar este desastre? Preguntó Juancho a los hermanos
gorrión que lo miraban.
—Ya sé que podemos hacer –dijo Pedrito y con su pico hizo una línea
de azúcar hasta las hormigas que estaban allí.
Las hormigas empezaron a llevar el azúcar al nido y
avisaron a las demás del festín que iban a hacer.
Entonces vinieron más y más hormigas y se llevaron
todo el azúcar que había quedado.
Cuando Alexia y la mamá llegaron se sentaron a
la mesa a tomar el té y ninguna de las dos se dio cuenta
de lo que había pasado.
saltamontes
(Obrita para Títeres)
T —¡Uff! ¡Uff!... ya no doy más. —¡Qué cansada estoy! Mejor paro, mejor duermo... ssshhh...
M —(Se asoma el mamboretá, que parece estar muy asustado. Mira, huye, aparece, se esconde,
salta nervioso; no ve a la tortuga. Desaparece).
T —(Asoma la cabeza y observa a su alrededor) —¿En dónde estaré? ¿En qué lugar, en qué país, en
qué planeta, en... ¡¿QUEEE?! (Ve al mamboretá que acaba de pegar un salto) ¡Un monstruo! ¡Yo me
meto en mi casa! (Esconde su cabecita y cierra su caparazón).
M —(Aparece saltando, pero cansado también) —¡Ay! ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mis hermanos!
¡Pobrecitos mis amigos, mis parientes, mis abuelitos! ¡Se acabó! ¡Se acabó el monte! ¡El monte se
a-ca-bó !... No hay más monte. Y yo estoy muy fatigado de tanto andar y saltar. Descansaré sobre
esta piedra. (Se acuesta sobre la tortuga y se duerme profundamente).
T —(Saca la cabeza, no mira hacia arriba) —¡Uy! ¡cómo me pesa mi caparazón! Debo de estar muy
débil, tengo que alimentarme, buscaré algo para comer... (Se mueve con el mamboretá encima).
M —(Se despierta asustado) —¡Ayyy! ¡Esta piedra camina! Socorro! ¡Bájenme de aquí! (Se aferra a
los bordes) Estoy soñando... esto es una pesadilla... ¡Me hicieron mal los mosquitos que me tragué!
¡aayyy!
T —¿Quién habla? ¿Quién grita por ahí? ¿Dónde está que no lo veo?
M —A-a-quí...
T —¿Aquí dónde?
M —A-a-rri-ba.
T —¿Arriba de qué?
M —De - de una piedra que - que se mueve
T —La que se mueve soy yo. Y no soy ninguna piedra, insolente, qué se ha creído.
M —Creí que era una pi-piedra, ¡pe-perdón!
T —¿Y usted..., quién es?
M —Un mamboretá. Un saltamontes que le dicen; un chapulín, pero no colorado sino verde, un...
T —(Molesta) —¿Y cuándo se piensa bajar de mi lomo? ¿Es que soy un transporte público acaso?
M —(Da un salto y se baja; la tortuga pega un grito y se esconde).
T —¡El monstruo!
M —¿Dónde? (Mira con temor, busca detrás de los troncos) ¿Un monstruo? No tenga miedo doña
tortuga, ¡yo la defenderé! ¡Con mis verdes sables lo venceré!
T —(Asoma, lo mira, grita y se esconde. El juego se repite).
M —Salga, doña tortuga, que si había un monstruo ya se fue, lo asusté, je, je! Salga nomás, doña...
T —¡Que doña ni que ocho cuartos! Señorita, señorita tortuga. Y el monstruo es usted.
M —¿Yooo?
T —Sí
M —¿Por qué?
T —Porque... porque... La verdad, nunca vi un bicho tan... tan... con tantas... y tantos.. Y así... y asá...
M —Pues para que usted sepa señorita tortuga, pertenezco a la familia de los ortópteros y... (Se
oyen ruidos intensos)... ¿Y eso? ¿Usted escuchó?
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T —Sí, sí... ¿qué será? ¡escondámonos! (Aparecen varios animalitos del monte, huyendo, se queda
Antología | Misiones 21
un conejo -puede ser otro animal).
C —¡Mamboretá! ¡Tortuga! ¡Disparen! Vienen los hombres con motosierras. ¡Nos van a echar el monte!
T —¿Nos van a dejar sin monte?
—¡Sí! ¡Cortan los árboles, sacan los troncos y luego prenden fuego! ¡Apúrense!
T y M —¿Y no podemos hacer nada?
C —¡Nada podemos hacer!
M y T —¿Y si pedimos ayuda?
C —¿A quién?
M —(Mirando a los chicos) ¡A los chicos, que nos están viendo!
C —¿Y qué les decimos?
M —Que el monte es nuestra casa. Que necesitamos el monte para vivir.
T —Y sin montes, se secarán los arroyos. Y las tortugas, que vivimos en el agua, también desapareceremos.
M —Y sin agua tampoco podremos sobrevivir.
C —El monte es la gran casa de muchos animales.
Todos: —¡Por eso hay que cuidar el monte!
M —Ahora nos tenemos que ir. Pero transmitan nuestro mensaje a los hombres.
T —Sin monte no habrá animales ni arroyos donde bañarse, ni tortugas, ni conejos, ni zorritos, ¡nada de eso!
M —¡Sin montes no hay saltamontes!
¡Lo deben saber los hombres!
LOS HOMBRES...
LOS HOMBRES.... (se alejan las voces)
FIN
Nota: Para el cierre, puede aparecer una serie de hombres -títeres planos
de varillas- con hachas, machetes, motosierras, marchando. A su paso, cae la
escenografía por partes.
Pero ES IMPORTANTE que luego aparezca el anunciador y dialogue con los chicos
sobre el tema:
¿Qué se puede hacer? ¿Por qué los hombres derriban los montes? ¿Cómo
solucionar el problema de la fauna silvestre? Hablar de los parques nacionales.
Llegar a las siguientes propuestas:
—Por cada árbol derribado, plantar dos.
—Respetar las reservas nacionales y los parques provinciales.