Trabajo Integrador Literatura 5° Eestn1

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EESTN°1

LITERATURA
TRABAJO GLOBALIZADOR PARA 5°

SE RECUERDA A LOS ESTUDIANTES QUE DEBERÁN REALIZAR UNA DEFENSA ORAL DE


LOS TRABAJOS EN LA CUAL LA PROFESORA PODRÁ PREGUNTAR SOBRE CUALQUIERA
DE LOS CONTENIDOS TRATADOS EN EL MISMO.

1-Investiga y escribe las características del movimiento Realista.


2-Lee el siguiente cuento.

«La fiesta ajena» de Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera
gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un cumpleaños?, le había dicho;
¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el
mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos.
—Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
—Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta cagar más
arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era
una de las mejores alumnas de su grado.
—Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se
acabó.
—Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa.
—Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos?
Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
—Callate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga!
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su
madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le
gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
—Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un
mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
—¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las pavadas que te
dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué? Si un día llegaba a
vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste.
Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
—Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta
descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después de que
le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante.
Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio
lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
—Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con
paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora;
acercó su boca a la oreja de Rosaura.
—Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula.
Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a
escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la
señora Inés se lo había dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen
algo”. Rosaura en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada,
cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una
gota. Eso que la señora Inés le había dicho: ”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan
grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del
moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
—¿Y vos quién sos?
—Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura.
—No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a
todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
—Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos
los deberes juntas.
—¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita.
—Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
—Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella?
—No.
—¿Y entonces de dónde la conocés? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
—Soy hija de la empleada —dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la
empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura
pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
—¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda?
—No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas.
—Y entonces, ¿cómo es empleada? —Dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la
podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
—Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su
corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la
mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al
delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció
que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la
señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo
porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de
una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos.
Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les
dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad.
Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna
parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono le llamaba
socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en
horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el
mago lo iba a hacer desaparecer.
—¿Al chico? —gritaron todos.
—¡Al mono! —gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo
levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
—No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito.
—¿Qué es timorato? —dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había espías.
—Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
—A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al
final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura. Dijo las palabras
mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos
aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
—Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le
contó.
—Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su
madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”.
Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
—Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había
dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura.
—Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus
madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado
observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le daba una pulsera.
Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía
chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís
el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba
vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
—Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y una rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se
fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la
bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre.
Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a
la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
—Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el yo-yo.
Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de
adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó
algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
—Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre
se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más.
Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como
si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

2.B. Justifiquen la pertenencia de este cuento al género realista teniendo en cuenta dichas
características estudiadas.

Buscar y escribir las características de la Picaresca o también llamado género picaresco.


4. Investiga qué son los relatos de No Ficción. Orígenes y características.
5. Se tienen que poner en la piel de un periodista en el año 2050, quien tiene que contarle a
personas más jóvenes lo que vivió en el año 2020 con la pandemia de Covid 19. Deberán escribir
una narración en donde cuenten los diferentes aspectos vividos en época de pandemia
(aislamiento, cuarentena, tapabocas, horarios para salir, formas de contagio, etc.), también
pueden expresar situaciones particulares que les hayan sucedido a ustedes, puntos de vista,
emociones y percepciones personales. (Mínimo 30 líneas).

6. Investiga las características del Realismo Mágico.


7. Lee el siguiente cuento:

EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO


Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se
hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y
pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de
sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo
entonces descubrieron que era un ahogado.

         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los
vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más
próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se
dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los
huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres,
pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la
muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer
que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas
veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico.
La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los
niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar
era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el
ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba
alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con
tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros
de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y
de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos
de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de
los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero
solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se
quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto
jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

 No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida
para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales
de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su
hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y
una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían
sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había
sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que
esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido
en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el
bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la
más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo
llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar
manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo
compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una
vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus
corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos
de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado
con menos pasión que compasión, suspiró:

         —Tiene cara de llamarse Esteban.


Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro
nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la
ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión
vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las
fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se
adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las
últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le
habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando
tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió
haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron
condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a
permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar,
mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí
Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy
bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas,
no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin
haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café,
eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto
hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le
taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan
indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón.
Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los
suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se
les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la
tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la
noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre
las lágrimas.
         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados
de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del
intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas
con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso
del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para
que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren
de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido
con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para
perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas
estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá
para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no
estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las
suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero,
si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas
seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en
suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo
acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las
mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los
hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter
Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el
hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí
estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que
sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que
estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera
sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me
hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere
la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes
dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había
tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las
minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los
ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado
expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que
no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y
más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió
devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le
hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser
parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se
supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se
disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y
mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la
estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para
que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que
demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para
darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo
sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos,
los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los
travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió
el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de
Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los
acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos
despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con
su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el
promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es
ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben
hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.
8. ¿Qué características de las investigadas en el punto 6 encontrás en el relato?
Ejemplifica con un fragmento del mismo.

9. ¿A qué se llamó Boom latinoamericano?

10. ¿Cuáles son las principales características de la Literatura Fantástica?

11. A. Lee el siguiente cuento de Julio Cortázar:

“Continuidad de los parques”

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a
abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de
los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los
robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde
y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse
desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente
en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la
sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el
cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir
de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se
interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante
para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta
distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar,
y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y
entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto
respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

FIN

11. B. A final del cuento se descubre lo que sucede con el relato ¿entendiste el final? ¿qué
sucede?
11. C. ¿Qué características del cuento fantástico aparecen en este relato?
11.D. Explica el título del cuento, es decir ¿qué relación tiene con lo leído en el mismo?
12. Escribe un micro relato fantástico (10 renglones como máximo).

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