El Arte de Ser Dios Alan Watts
El Arte de Ser Dios Alan Watts
El Arte de Ser Dios Alan Watts
ePub r1.0
Titivillus 15.10.2021
Título original: Beyond Theology: The Art of Godmanship
Alan Watts, 1964
Traducción: David González Raga & Fernando Mora
Imágen de portada: Miniatura medieval: Vishvarupa Krishna muestra a Arjuna su forma
cósmica
Cubierta
El arte de ser Dios
Agradecimientos
PREFACIO
1. LAS CAJAS CHINAS
2 ¿ES SERIO TODO ESTO?
3. ¿QUIÉN ES RESPONSABLE?
4. ¿CÓMO DEBEMOS TENER FE?
5. ¿QUIÉN ES QUIÉN?
6. ESTE ES MI CUERPO
7. EL TABÚ SAGRADO
8. ¿ES ESTO CIERTO?
BIBLIOGRAFÍA
Sobre el autor
Notas
A mi padre
Lawrence Wilson Watts
Agradecimientos
ALAN WATTS
Sausalito, California
Primavera de 1964
1. LAS CAJAS CHINAS
Sin embargo, aunque yo esté dispuesto a sufrir por los seres que amo,
no deseo que ellos sufran; de hecho, si estoy dispuesto a sufrir por ellos es,
precisamente, porque no quiero que sufran. Un universo en el que las
personas que amo deben sufrir para que yo pueda despertar mi amor hacia
ellos —o incluso el amor de Dios—, resulta ciertamente cuestionable.
Desde nuestro limitado punto de vista, un universo en el que el sufrimiento
es producto del error o el fruto de la maldad de un ser invisible representa
un verdadero callejón sin salida. Desde una perspectiva ideal, nos gustaría
ser los únicos responsables de nuestro sufrimiento, incluido el dolor que nos
provoca el sufrimiento ajeno, y también quisiéramos que todo el mundo
disfrutara del mismo privilegio. Pero resulta evidente que esto es algo que
escapa a nuestra responsabilidad personal. ¿Qué explicación, si no,
podríamos dar al caso de los niños que nacen enfermos de sífilis o
aquejados de cualquier otra enfermedad incurable?
La explicación que nos ofrecen el hinduismo y el budismo popular de
este tipo de calamidades suele apelar a la noción del karma individual
heredado de una vida pasada, en cuyo caso, el recién nacido estaría
simplemente pagando una deuda kármica contraída por algún acto negativo
cometido en una encarnación anterior. Pero hay que decir que esta respuesta
no es tanto una explicación como una manera de postergar indefinidamente
la explicación porque, en tal caso, también deberíamos preguntamos ¿qué
es lo que indujo a la primera encarnación a obrar mal? A tenor, pues, de lo
poco que sabemos, no es posible atribuir al individuo la responsabilidad
exclusiva de su propio sufrimiento porque, en ese nivel, el individuo —ya
sea niño o adulto— parece más la víctima que el agente de su adversidad.
Podríamos representar nuestra individualidad como una esfera (el ego,
la individualidad superficial que se considera el artífice activo de su vida o
un juguete en manos del destino) en cuyo interior se halla inscrita otra
(nuestra verdadera identidad, desconocida para el ego consciente). Desde
esta perspectiva, el ego no sería más que un mero disfraz, un sueño del Yo
verdadero que no sólo no tiene miedo alguno a sumergirse en la ilusión del
sufrimiento más profundo sino que, además, experimenta ese proceso como
un puro gozo y un eterno juego del escondite.
El objetivo final de esta supuesta religión exigiría la fusión de ambas
esferas, es decir, el despertar al reconocimiento de nuestro Yo más profundo
y la consiguiente transformación del ego superficial. Quizá sea por ello que,
en ocasiones, tenemos la extraña y placentera sensación de haber olvidado
algo muy importante hace ya mucho tiempo. Hay veces en que tenemos un
recuerdo fugaz que evoca en nosotros la nostalgia de un paraíso olvidado, la
imagen luminosa de un paisaje con colinas y arroyos que, si bien nos resulta
extrañamente familiar, somos incapaces de identificar. Y lo mismo ocurre
cuando algún paisaje del mundo «real» nos evoca esa sensación y nos lleva
a pensar: «Esto es lo que siempre he buscado. Aquí me siento como en
casa». Hay veces en que el recuerdo va mucho más allá y parece
retrotraemos a una dimensión mucho más profunda anterior al tiempo y al
espacio. Pero, por más real que parezca, se trata, en cualquier caso, de una
sensación difusa y desesperadamente efímera. Es como si todos ellos fueran
atisbos de algo que debemos recordar, algo que se refiere a una dimensión
de nuestra existencia que permanece oculta a nuestros ojos, tal vez desde el
momento mismo de nuestro nacimiento. Porque, al igual que la conciencia
o la atención consciente se centra en la forma e ignora el fondo, sólo
percibimos nuestro pequeño ego y nos olvidamos del trasfondo que lo
sustenta y en el que destaca.
Sigamos suponiendo, pues, que nuestra vida manifiesta en tanto que
individuos no es más que el sueño de un Yo oculto que, en realidad,
constituye nuestra verdadera identidad, una identidad a la que, en algún
momento (aunque sea en el momento de la muerte) despertaremos y
entonces cobraremos conciencia del gozo infinito que se expresa en todos y
cada uno de los movimientos de la eterna danza de las luces y las sombras.
Pero la tarea de tratar de construir una religión ideal no debe limitarse a
definir la esencia de nuestro Yo más profundo como «gozo infinito», sino
que deberemos esmeramos en describir lo más detalladamente posible qué
es lo que entendemos por gozo trascendental.
No deberíamos dejar de señalar que la imaginería cristiana se muestra
muy sucinta en este sentido, al tiempo que es sumamente prolija en su
descripción de los tormentos del infierno. Así, por ejemplo, el cielo se
representa con imágenes invariablemente recatadas y aburridas, mientras
que el infierno suele representarse sumido en la orgía y el desenfreno[11].
Tal vez los vitrales de Sainte Chapelle, los manuscritos iluminados de
Lindisfame, el abigarrado ritual de la liturgia oriental y el canto gregoriano
de los benedictinos de Solesmes, por ejemplo, nos transmitan una idea muy
desvaída de lo que puede ser el cielo porque no son más que atisbos
difusamente percibidos a través de una ventana abierta durante un breve
instante. Convendrá, pues, aventurarse más decididamente en la dinámica
del gozo para averiguar qué es lo que realmente esperamos que sea el
cielo[12].
Nuestra imaginaria religión da por sentado el hecho de que el Yo
profundo es eterno e indestructible por la sencilla razón de que es lo único
que realmente existe. La totalidad del espacio constituye el campo de su
conciencia, una noción que concuerda con las ideas astrofísicas actuales
acerca del espacio en tanto que continuo tetradimensional que se curva
sobre sí mismo y carece de exterior. Quizás la exploración del espacio
externo no suponga, en este sentido, más que un reflejo de la exploración y
expansión de nuestra propia conciencia, el redescubrimiento del trasfondo
ignorado sobre el que destaca nuestro ego individual.
Pero ¿cuáles serían —hablando en términos más concretos— las
posibles preocupaciones de esa conciencia? El trabajo es lo que debemos
hacer para poder seguir viviendo, mientras que el rasgo más distintivo del
Yo profundo es el juego ya que, como afirmaba William Blake, la realidad
es lo que existe sin realizar esfuerzo alguno, la energía del gozo eterno. Ya
he señalado anteriormente que el juego favorito del Yo profundo es el de
ocultarse y mostrarse, perderse y encontrarse, porque la misma esencia de la
existencia es la vibración, la alternancia rítmica del sí y el no, de lo sólido y
lo vacío, del aquí y el ahí, de lo positivo y lo negativo, del ir y del venir, del
adentro y del afuera que suele representarse en el movimiento ascendente y
descendente de la ola. La esencia del juego, pues, es el ritmo y es por ello
que las formas primordiales que adopta el placer son tan rítmicas como el
canto de las aves, el cricri de los grillos, el latido del corazón, la risa, la
pérdida extática del yo que tiene lugar danzando al son del tambor o las
vibraciones sonoras producidas por las voces, los instrumentos de cuerda,
las campanas. Uno puede absorberse en el ritmo hasta quedar extenuado y,
cuando examinamos las diferentes culturas del planeta, parece que no hay
nada más gozoso que pasar la noche sumidos en el ritmo. Tal vez sea por
ello que los ángeles del cristianismo cantan eternamente el «¡Aleluya!» ante
la visión beatífica de Dios y su contrapartida budista no deja de entonar:
Tutte, tutte
Vutte, vutte,
Patte, patte,
Katte, katte[13].
Si, como Dante sugiere, los himnos de los ángeles que glorifican a la
Santísima Trinidad son la risa del universo, ¿cuál es la broma que la
provoca?
3. ¿QUIÉN ES RESPONSABLE?
Cuando era niño, me gustaba jugar con los sonidos y, cierto día,
descubrí lo fascinante que resultaba la palabra «blast», una palabra que
acabó descomponiéndose en algo así como «¡bulllahst!». Entonces corrí
alborozado a mostrarle ese descubrimiento a mi madre, pero nunca olvidaré
la expresión de espanto que ese día vi en sus ojos. «¡Jamás repitas esa
palabra! —exclamó—. Va contra Dios.» Ésa fue la primera ocasión en que
descubrí que las palabras pueden ser más poderosas que los actos y más
reales que las cosas.
«En el principio era el Verbo […]. Y Dios dijo: ¡Hágase la luz! […] Por
la palabra del Señor fueron hechos los cielos y todos sus habitantes gracias
a su aliento […]. La hierba se seca y la flor se marchita, pero la palabra del
Señor, nuestro Dios, perdurará siempre.» El Logos, la Palabra, es el Hijo de
Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, el modelo arquetípico del
universo, la Ley de Dios, el Agente creador «por el que todas las cosas
fueron hechas».
La tradición judeocristiana establece la misma relación entre el mundo
sobrenatural y el mundo natural que entre las palabras y los objetos y
acontecimientos a que se refieren. El sentido común nos dice que el dinero
es un símbolo de riqueza y, del mismo modo, los objetos y eventos son
anteriores a las palabras utilizadas para describirlos y representarlos. Pero la
filosofía bíblica, por su parte, sostiene que la palabra antecede a la realidad
y que es el Verbo divino el que trae las cosas a la existencia, una visión
heredada, paradójicamente, por el racionalismo occidental cuando afirma
que los hechos naturales obedecen a un orden preestablecido y se atienen a
ciertas leyes preexistentes que constituyen los cimientos sobre los que se
asienta el mundo y el cauce por el que discurren los acontecimientos.
Pero la ciencia del siglo XX no comparte esta visión de las cosas, porque
hoy hablamos de las leyes de la naturaleza en un sentido figurado, no ya
como mandatos que los eventos deben obedecer sino como las formas a
través de las que el ser humano descubre y cuantifica ciertas regularidades
en la conducta del universo físico. Y resulta innecesario y redundante
atribuir esta regularidad a algo ajeno a los acontecimientos en cuestión,
porque no hay nada que los obligue a ser ordenados, simplemente son
ordenados, del mismo modo que los cuadrúpedos tienen cuatro patas ya
que, en caso contrario, no les llamaríamos así. El modo más sencillo de
descubrir el sentido de las cosas y de determinar el lugar que ocupamos en
el mundo consiste en identificar las regularidades que presenta el mundo
físico. Si, por ejemplo, sabemos que entre nuestra casa y el río hay cien
pasos y suponemos que ambos seguirán permaneciendo en el sitio en que
están, podremos volver a casa incluso a ciegas. En cualquiera de los casos,
no obstante, el hecho de contar los pasos que existen entre nuestra casa y el
río es posterior a la casa, al río y al espacio que los separa.
La descripción y la medición del mundo físico nos proporcionan un
aparente control sobre éste, de modo que no resulta extraño concluir que el
poder de la palabra es una expresión de la Inteligencia Suprema y supera
incluso a los poderes de la naturaleza. Desde cierto punto de vista,
podríamos decir que las palabras se refieren a objetos o eventos no verbales
pero, desde otra perspectiva, las palabras son precisamente las que dan
significado al mundo. Hablando en un sentido amplio, el lenguaje —es
decir, las palabras, los números, los signos y, en suma, todo tipo de
símbolos— nos permite ser conscientes de lo que sabemos y constituye el
rasgo más distintivo de los seres humanos. Es como si el lenguaje cumpliera
con una función semejante a la de la cúpula de una catedral que dota a las
voces del coro de una magnificencia ultramundana, proporcionándonos un
eco simbólico que amplifica la resonancia de nuestras experiencias.
Desde el punto de vista del cristianismo occidental, los símbolos
constituyen el agente civilizador por excelencia. Puedo amar con todo mi
corazón, pero hasta que no acierte a expresarlo verbalmente, ese amor será
como si no existiese. En este sentido, las personas cultivadas pueden
contemplar a sus semejantes, las construcciones y los paisajes a través del
prisma de las palabras de los poetas y los filósofos que descansan en el
trasfondo de su mente. Y, al igual que las palabras nos ayudan a ver el
mundo de un modo diferente, el simbolismo visual de los pintores nos
enseña a contemplar ciertos paisajes naturales como si fueran «escenas
pictóricas». Desde esta perspectiva, la naturaleza nos interesa en la medida
en que nos recuerda a las obras de arte. Es por ello que bien podría decirse
que sería una persona completamente insensible si, al contemplar el
firmamento, no resonara en el fondo de mi mente algo así como:
Y el juego del escondite —el arte del drama— consiste en hacer creer
que la luz puede vencer a la oscuridad (y vivieron felices y comieron
perdices) o que la oscuridad puede vencer a la luz (mas líbranos del mal.
Amén): Así, cuando Dios y el demonio irrumpen en escena y adoptan sus
respectivos papeles ceremoniales o dramáticos, se presentan como
enemigos irreductibles, pero ¿acaso no se les ha ocurrido nunca la vaga
sospecha —lo que en alemán se denomina hintergedanke— de pensar que,
antes de que se iniciase el espectáculo de la Creación, se llegó a una especie
de pacto primordial?
¿No les resulta curioso que la Biblia afirme que Dios Hijo está sentado a
la diestra del Padre, pero no mencione explícitamente quién está sentado a
su izquierda? ¿No les parece evidente que se trata de Lucifer, Satán o
Sammael que, en los libros más antiguos, aparece simplemente como el
agente de la cólera de Dios, como su mano izquierda, como la mano
siniestra e infausta que se encarga de llevar a cabo los trabajos más sucios?
No es extraño, pues, concluir que, antes de salir a escena, Dios Padre
repartió los papeles a todos los presentes, explicando que Él aparecería del
lado del Hijo para transmitir al público, de ese modo, la seguridad de que la
luz acabará prevaleciendo sobre la oscuridad aunque, en el fondo, una no
pueda existir sin la otra. Les dijo, en suma, que, durante ese episodio
concreto de la Creación, debían representar un thriller tan emocionante que
el público —que, a estas alturas, ya saben ustedes de quién se trata— se
estremeciera en sus asientos de modo que, al caer el telón, todos acabaran
convencidos de haber asistido al mayor espectáculo del mundo.
Y no les parece que, para poder conseguir ese clímax, Dios no escatime
recurso alguno para conseguir que el personaje que desempeña el papel de
su mano izquierda asuma el aspecto más siniestro posible, apareciendo
primero en forma de serpiente y se convierta luego en un ser oscuro con
patas de cabra y alas de murciélago. Se trata del mismo personaje que, en
un determinado momento, aparece como el enemigo implacable del Señor y
de su creación —como el tentador, el creador del mal y el maestro de la
mentira— y, en otro, se nos presenta como el verdugo de todos los que han
caído en sus redes, sometiéndoles eternamente a los más repulsivos y
obscenos castigos. Es como si el director de la obra hubiera permitido que
el villano —el príncipe de este mundo— interpretase tan convincentemente
su papel que el público acabara olvidando que está asistiendo a un
espectáculo y acabase creyendo que está en peligro de condenación eterna.
La noción de pacto original arroja una curiosa luz sobre las diferentes
versiones existentes en torno al origen del mal, particularmente en lo que
atañe a la singular vaguedad con que se refieren al pecado original. La
mayor parte de los teólogos coinciden en que Lucifer pecó de orgullo y,
dicho de un modo más concreto, de la especie de orgullo más nociva, la
soberbia espiritual. Hay relatos que aseguran que la causa de la caída de
Lucifer se asentó en su negativa a que el espíritu se viera «contaminado»
por la carne en el momento de crear la humanidad. Desde esta perspectiva,
Lucifer se rebeló contra un acto de Dios que le parecía ignominioso para el
espíritu y que le acarreó la expulsión del cielo, momento a partir del cual se
convirtió en el enemigo secular de la especie humana. La versión islámica
de este tema afirma que el amor de Lucifer hacia Dios era mayor que el de
todos los ángeles juntos y que, por ese motivo, no pudo soportar la
perspectiva de que el espíritu divino morase en el cuerpo peludo de los
humanos y, en consecuencia, se vio arrojado al infierno, un lugar en el que
sólo halla consuelo en el recuerdo de la expresión de la mirada de Dios y en
el sonido de su voz cuando pronunció la terrible sentencia: «¡Vete!».
Otros motivos aducidos para explicar la caída de Adán son el orgullo
espiritual y la desobediencia. Orgullo espiritual porque Adán aspiraba a ser
como Dios, «el único conocedor del bien y del mal», y desobediencia por
haber transgredido el mandato que le prohibía comer de la fruta del árbol
del conocimiento. La Biblia sostiene que Adán sólo «conoció» a su esposa
Eva después de haber sido expulsados del paraíso y, por esa razón, los
teólogos no suelen sustentar la difundida idea de que el pecado original
consista en el despertar del deseo sexual, una interpretación según la cual la
serpiente sería el falo; el fruto, el placer sexual; y la vergüenza ante la
desnudez la correspondiente sensación de culpabilidad. Pero quizás Lucifer
no sea —como Shiva en ciertos relatos puránicos— sino el archiasceta que
no podía soportar el «inmenso amor» que Dios muestra hacia el mundo,
hacia maya, ni la sensualidad del matrimonio entre el Cielo (el macho) y la
Tierra (la hembra). En este sentido, Lucifer sería la fuerza que se opone a la
creación, el agente que pugna por la muerte de todo aquello que no sea
espíritu puro.
Parecería como si los sutiles teólogos nos advirtieran que, a fin de
cuentas, el diablo es un ángel del rango más elevado, un ser que ha
penetrado en el mismo corazón de Dios y conoce, por tanto, secretos de los
que nosotros no tenemos ni la más remota idea. Es por ello que el «misterio
del mal» trasciende, al igual que la gloria de Dios, toda posible descripción
y comprensión humana. Asimismo, términos tales como «orgullo
espiritual» y «maldad» se refieren a crueldades y depravaciones tan
profundas y sutiles que no podríamos reconocerlas aunque las viéramos con
nuestros propios ojos, ni comprenderlas por más que nos las explicaran. Tal
vez lo que más se parezca a esa condición sean ciertos estados psicóticos en
los que todo asume una apariencia indescriptiblemente extraña y las
formas, las emociones, los ritmos, las actitudes y los gestos no guardan
ninguna semejanza con el mundo con el que estamos familiarizados.
Tratemos, por ejemplo, de imaginar un sabor que no es dulce, ni amargo, ni
agrio, ni rancio, algo que resulta imposible de calificar, un sabor —como el
queso de Limburgo— que impregna nuestro paladar y del que no podemos
despojamos. Esta, en opinión de los teólogos más sutiles, es la amenaza que
porta consigo la figura del diablo y es por ello —siguen diciendo— que
debemos alejamos de él e implorar de continuo la gracia divina.
Los grimorios y los libros de demonología señalan que la auténtica
preocupación del diablo no es la de destruir, sino la de ofender y humillar el
orden establecido subvirtiendo las leyes de la naturaleza. En este sentido, el
aquelarre de las brujas era una orgía en la que los iniciados en los misterios
infernales adquirían el poder de metamorfosear parcialmente su cuerpo y
transformarse en perros, murciélagos, peces, lombrices o arañas y, en
general, de convertir a la carne en el receptáculo de los más perversos
caprichos del mal. Pero no conviene olvidar que, cuanto más tratamos de
concretar los supuestos misterios inefables de esas «orgías infernales», más
parecen asemejarse a un grupo de niños que jugaran a ver quién pone la
cara más fea.
Así pues, el principal motivo de la inefabilidad de las auténticas
intenciones del diablo y de su pecado primordial es que la sensación de
culpa siempre resultará mucho más amenazadora si no se le comunica al
acusado cuál ha sido su delito… «No entraremos en detalles con respecto a
las acusaciones que pesan contra usted… Después de todo, nos hallamos en
un tribunal público y hay cosas que, debido a su obscenidad y depravación,
nunca deben mencionarse, porque no sólo constituyen una amenaza a las
normas más elementales de la decencia, sino que representan un ultraje al
mismo orden de la naturaleza… Usted, el acusado, puede negar lo que crea
conveniente pero sabe perfectamente de qué estamos hablando. Y no
olvidemos que las circunstancias de su ignominioso crimen representan la
evidencia más palpable de que fue planeado de manera fría y deliberada,
con pleno conocimiento de que lo que hacía iba claramente en contra tanto
de las leyes de Dios como del hombre…»[22].
Resulta evidente que la mayor parte del enorme peso de la culpa
existencial original se deriva de la oscura y corrosiva sensación de estamos
haciendo algo malo sin saber exactamente de qué se trata. Hay ocasiones en
que el Estado fomenta esta sensación sancionando un conjunto de leyes tan
complejo que cualquiera puede ser acusado de haber cometido un delito, lo
cual posibilita que se le pueda acusar en el momento que resulte más
conveniente. En este sentido, la religión va todavía mucho más lejos ya que,
en ocasiones, nos transmite la idea de que hasta el hecho de existir
constituye un desafío y una ofensa a Dios. «Oh, Dios, puesto que sin ti no
podemos hacer nada que te plazca…» «Si decimos que estamos libres de
pecado nos engañamos y la verdad no habita en nosotros.» «No juzgues a tu
esclavo, oh Señor, porque ante tu vista ningún hombre vivo puede
justificarse.» «Fue en el pecado y en el vicio donde mi madre me concibió.»
Poco importa, no obstante, si el pecado en que hemos sido concebidos
es un error de Dios, de Lucifer o de Adán cometido en un remotísimo
pasado porque, en cualquiera de los casos, el efecto del pecado original es
la sensación de que nuestra existencia natural es un error del que, de algún
modo, somos responsables.
Pero lo peor de todo —lo que nunca debe mencionarse— es el hecho de
que Dios mismo creó esta ilusión original, este juego del escondite en el
que el Creador parece devenir la criatura. Se trata de algo que, en otro nivel,
implica la contracción de la atención para engendrar la conciencia del ego y
la consiguiente pérdida de fe en nuestros impulsos espontáneos. Y el hecho
es que la interpretación de ese juego del escondite en tanto que un acto de
maldad del que nos sentimos profundamente culpables no es sino un truco
para asegurarse de que el juego no concluirá prematuramente, al tiempo que
sirve también para confirmar nuestra sensación de individualidad separada
y responsable. Es como una espada flamígera que gira en todas direcciones
y no sólo nos cierra el camino de regreso al Paraíso, sino que también nos
impide reconocer —so riesgo de incurrir en una grave blasfemia— que cada
uno de nosotros es ese mismo Deus absconditus. Antes de acopiar el valor
necesario para afrontar ese reconocimiento, debemos emprender el difícil
camino de la conciencia y la disciplina de la palabra hasta que el sentido del
humor cósmico —muy ajeno, por cierto, al masoquismo— termine
desbancando al ego. Sin este sentido del humor, el ego podría tomarse
demasiado en serio la tarea de ser Dios.
4. ¿CÓMO DEBEMOS TENER FE?
Así fue como, a través de la Ley y de los profetas, Dios introdujo en los
espíritus sensibles una sensación de pecado rayana en la desesperación, un
upaya, una «santa argucia», mediante la cual Dios proclama los
mandamientos sin esperar que los obedezcamos, al tiempo que nos toma
conscientes del motivo por el cual no podemos obedecerlos.
La solución a este dilema, según el cristianismo, se asienta en el
misterio de la encarnación y la redención hecha posible por el nacimiento,
crucifixión, resurrección y ascensión de Cristo. La Ley y los profetas sólo
habían conseguido promover la desesperación y un cierto grado de
autoconciencia que allanaron el camino para un tipo de revelación
completamente diferente, una revelación que no asumiría la forma de la
palabra, sino de un acontecimiento capaz de transformar radicalmente la
naturaleza humana. Estamos hablando, claro está, del dogma fundamental
de la doctrina cristiana, la encarnación de Dios —modelo arquetípico del
universo— en tanto que ser humano en la figura histórica de Jesús de
Nazaret, una figura infinitamente superior a la de los profetas y los
moralistas, un segundo Adán cuya pasión, muerte y resurrección había de
redimir a la humanidad del pecado en el que la había sumido la «caída» del
primer Adán y unificarla con la naturaleza divina. Como dijera san
Atanasio: «Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera tomarse Dios».
Los teólogos han elaborado una doctrina sumamente compleja para
tratar de explicar el modo en que el «verdadero Dios» pudo tomarse
«verdadero hombre» y el modo en que tal cosa propiciaría la
transformación de toda la humanidad. Después de todo, ¿cómo podría Dios,
en su omnipotencia y omnisciencia, hacerse verdaderamente humano —es
decir ser capaz de sufrir, dudar, temer y entristecerse— sin dejar de ser
Dios? Como dijo san Pablo:
¿No se venden dos gorriones por un as? Sin embargo, ni uno solo
de ellos cae en tierra sin la voluntad de vuestro Padre. En cuanto a
vosotros, aun los cabellos todos de vuestra cabeza están contados. No
temáis, pues valéis más que muchos pajarillos.
(Mateo, 10, 29-31)
La paradoja más fascinante del cristianismo es que su maravillosa y
original visión del valor supremo de la individualidad comporta también el
colapso no sólo del individuo sino del conjunto de la sociedad. Pero por ello
no hay que descartar la noción cristiana de la personalidad como algo
completamente absurdo y tratar de reemplazarlo por algún epíteto grupal
como «obrero», «ciudadano» o «consumidor». A fin de cuentas, el pleno
desarrollo de la noción cristiana de individualidad termina abocando a algo
mucho mejor.
Entretanto, sin embargo, los terribles desajustes que debemos soportar
—y que no son sino la consecuencia de una tecnología que desatiende los
problemas ecológicos— nos obligan a plantearnos ciertas cuestiones.
¿Merece realmente la pena, a largo plazo, tratar de controlar la naturaleza?
¿Resultan verdaderamente útiles para la supervivencia el lenguaje y la
comunicación? ¿Nos veremos obligados a abandonar tarde o temprano la
práctica de la medicina? ¿Acaso no son, en el fondo, los gobiernos más que
sofisticados sistemas de frustración? ¿Acaso el ego y el poder de la razón
consciente no son, comparados con la sabiduría intrínseca de nuestro
organismo, más que ruidosos payasos? ¿No serán, las epidemias y plagas,
nuestros aliados al permitirnos mantener un equilibrio óptimo de la
población? ¿No es posible que la sensación de individualidad sea una
ilusión o el resultado de alguna extraña desintegración y fijación de una
conciencia grupal o incluso universal? ¿No se verán obligados en algún
momento, quienes detentan el poder, a esterilizar o exterminar a colectivos
enteros? ¿Debemos tratar de poner coto a esta confusión creciente o
simplemente relajamos y dejar que las cosas sigan su curso? Y, por último,
¿seremos capaces de dejar que las cosas discurran por sí mismas, aun
cuando sepamos a ciencia cierta que eso es lo mejor que podemos hacer?
Y, aunque no sea la primera vez que el ser humano ha debido
enfrentarse a todas estas cuestiones, nunca antes se ha visto obligado a
hacerlo con la urgencia a la que hoy en día nos obligan los acontecimientos.
¿Pero de qué modo el ser humano, único responsable, a fin de cuentas, de
esta situación, podría llegar a resolverla? Es muy probable que, enfrentada
abiertamente a la crisis, la personalidad egocéntrica se comportase de un
modo brutal y luchase sin ambages por la supervivencia de una pequeña
élite. Lo que se requerirá, no obstante, para superar esa situación será una
adecuada e inteligente combinación de no intervención e interferencia que
sólo puede provenir de una nueva sensación de identidad que podría ser
proporcionada por el cristianismo, siempre y cuando los cristianos lleguen a
comprender que su religión es un upaya, un formidable y sistemático
egocentrismo destinado a desembocar en un teocentrismo que nos lleve a
actualizar nuestra identidad esencial con Dios. Jesucristo lo expresó en un
lenguaje mucho más sencillo:
Ruego para que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo
en Ti; para que también ellos sean en Nosotros y el mundo crea que tú
me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, a fin de que
sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que
sean perfectamente unos.
(Juan, 17, 21-23)
Las expresiones «sean uno como Tú» o «como nosotros» no dejan lugar
a dudas con respecto a que Jesucristo consideraba que los seres humanos
llegaríamos a ser uno con Dios, del mismo modo y en el mismo grado en
que Él lo era.
¿Pero es, acaso, el cristianismo un sistema coherente con su
egocentrismo? Porque el caso es que siempre ha asumido precisamente lo
contrario y afirma oponerse a la gratificación de los propios apetitos sin
tener en cuenta a nuestro prójimo, una gratificación que, en sus
manifestaciones más extremas, puede transformarse en una parodia o una
inversión del amor que profesa el santo hacia Dios que termina convirtiendo
en deidad al sexo, el alcohol o el pastel de chocolate. El verdadero
egocentrismo sólo puede ser producto del esfuerzo y la disciplina y tiende a
hacer que el individuo se sienta como un ser separado, independiente y
responsable, ejerciendo un creciente grado de control sobre su entorno, su
organismo físico y su propia alma. San Pablo, que tanto habló de la gracia
divina y de la obsolescencia de la ley mosaica, llegó, sin embargo, a
escribir: «Pero yo mortifico mi cuerpo y le obligo a someterse».
No obstante, el énfasis cristiano en la gracia no se manifiesta tanto en la
práctica como en la teoría. No en vano se ha dicho «Reza como si todo
dependiera de Dios, pero obra como si todo dependiera de ti» o, dicho en
otras palabras, cree que ya has sido salvado pero esfuérzate como si todavía
tuvieras que alcanzar la salvación. Las instituciones cristianas
—monasterios, conventos, seminarios— han sido siempre ejemplos de
rigurosa disciplina que cuentan con numerosas y detalladas reglas acerca
del modo de hablar, de la conducta física y moral, de las obligaciones
rituales e incluso de los pensamientos más íntimos. Y, durante cientos y
cientos de años, ha sido práctica generalizada invocar con el cilicio la gracia
consoladora del Espíritu Santo. Cuando leemos los textos de los antiguos
padres de la Iglesia, las reglas de mortificación medievales, los
voluminosos textos de teología ascética y dirección espiritual de los siglos
XVI y xvii, comprobamos, más allá de toda duda razonable, el modo tan
estricto en que el cristianismo ha fiscalizado la formación del carácter
personal, forzando al individuo a someterse de pensamiento, palabra y obra
—de buen o de mal grado— al ideal de Cristo[27].
Al margen de la disciplina ordinaria (es decir, regular), de la «vía
purgativa», son muy pocas las almas que parecen comprender que el
acatamiento de la disciplina no basta y puede llegar incluso, en ocasiones, a
provocar una espantosa caída. Porque, aunque sea capaz de controlar mis
pasiones y apetitos ¿con qué espíritu los controlo? ¿No estaría, en tal caso,
regodeándome en mi entereza moral en lugar de centrarme en el amor hacia
Dios o en la entrega al prójimo? Porque, si esto es así, resulta evidente que
deberemos cambiar el espíritu con el que emprendemos nuestra disciplina.
Debemos hacerlo todo por puro amor a Dios, aunque carezcamos del poder
suficiente para evocar ese amor por mediación de nuestra propia voluntad.
¿Qué podemos, entonces, hacer? Porque, bien mirado, hasta el mismo
hecho de pedir la gracia de amar con pureza constituye una especie de
manipulación, un truco, una estrategia psíquica, una artimaña espiritual para
forzar la gracia de Dios. Pero ¿cómo podríamos no querer algo así?
Esta es, a fin de cuentas, la cúspide del egocentrismo de la que
hablábamos anteriormente, el último logro en el campo del control de la
espontaneidad, el intento de decidir «cuándo» convertimos en perfecto
instrumento del Espíritu y, al mismo tiempo, ser nosotros quienes lo
logremos, ser capaces de invocar a voluntad la unión con Dios y, sobre
todo, utilizar la artimaña de desear no desear porque eso es, en el fondo, lo
que ocurre cuando decimos: «¡Hágase tu voluntad!» (ver a este respecto los
consejos de Dom John Chapman citados anteriormente).
No es extraño que, a tenor de lo anterior, uno comience a considerar que
los borrachos, los drogadictos, los vagabundos, los homosexuales, los
chulos y las prostitutas son mejores porque, al menos, son espontáneos y
carecen de toda pretensión moral. No olvidemos que el mismo Jesús
prefirió la compañía de ese tipo de personas antes que la de los aspirantes a
la perfección. (Recordemos que los fariseos eran la «gente de bien» de
aquellos días, las personas decentes y respetuosas con la ley, las «damas y
caballeros» de aquel entonces.) En este punto es en donde sentimos como si
estuviéramos tratando de elevamos tirando de nuestros propios cabellos.
Porque el hecho es que no puedo apartarme un ápice de mi propio camino
porque, en el caso de que lo consiguiera, ése no dejaría también de ser mi
propio camino. La paradójica situación, en suma, es que mi yo debe negarse
a sí mismo algo que, como ustedes comprenderán, resulta bastante
imposible de llevar a cabo.
Éste es el punto culminante de la disciplina de la autoconciencia y del
desarrollo del ego cristiano, que también se refleja en la situación que
actualmente vive la civilización occidental que, por una parte, se ve
obligada a dejar que el equilibrio de la naturaleza se mantenga por sí solo
mientras que, por la otra, hemos llegado a depender tanto de nuestra
tecnología que probablemente ya no podamos abandonarla.
En este punto, la pregunta adecuada no es tanto «¿Qué es lo que
debemos hacer?» —porque es evidente que tal cosa resulta imposible—
como: «¿Cuál es el significado de la crisis en que nos hallamos inmersos?
¿Qué es lo que nos revela con respecto al modo en que hemos estado
actuando y quién o qué hemos creído ser?»
5. ¿QUIÉN ES QUIÉN?
Pero también habría que señalar que los comentarios de Dom John y de
Herbert trasuntan la sensación de que el masoquismo espiritual es capaz de
conducirnos a una comprensión aún mayor, como si todo ese sufrimiento
nos viniera muy bien, como si el sufrimiento fuera, precisamente, el
indicador de que las cosas van bien.
«Yo y el Padre somos una sola cosa.» De nuevo los judíos trajeron
piedras para apedrearle. Jesús les respondió: «Muchas obras os he
mostrado de parte de mi Padre. ¿Por cuál de ellas me apedreáis?»
Respondiéronle los judíos: «Por ninguna obra buena te apedreamos,
sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios». Jesús
les replicó: «¿No está escrito en vuestra Ley “Yo digo: dioses sois?” Si
llama dioses a aquéllos a quienes fue dirigida la palabra de Dios, y la
escritura no puede ser quebrantada, ¿de Aquél a quien el Padre
santificó y envió al mundo decís vosotros: «Blasfemas, porque dije:
“Soy Hijo de Dios”»?
(Juan, 10, 30-36)[39]
Pero esta manera de ver las cosas, esta locura divina, esta muerte a la
vieja identidad, no es ninguna temeridad —lo realmente necio consiste en
seguir aferrándonos a nuestro ego independiente—, porque dimana
naturalmente del hecho de comprender que, en el fondo, no tenemos otra
alternativa… Aquí estoy con Isaías en el templo contemplando «al Señor
sentado en su elevado trono» rodeado de las resplandecientes alas
broncíneas de los serafines que se despliegan abarcando un espacio
inmenso y, súbitamente, cobro conciencia de que no soy más que una
pequeña mota de polvo pegada al suelo mientras la voz del Altísimo
resuena como «el fragor de las aguas», diciendo: «Al igual que los cielos
son más altos que la tierra, mis caminos y mis pensamientos son más
elevados que los tuyos». ¿Qué puedo hacer yo ante alguien capaz de montar
semejante espectáculo? Lo único que me resta por decir es: «¡Sí, Señor! ¡Sí,
Señor! ¡Lo que Tú digas, Señor!, ¡Sí, Señor! Eres mi Padre, mi apoyo y mi
creador y no tengo nada que no provenga de ti».
Entonces es cuando escucho, junto a la voz del Señor, las voces de los
patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de los papas, de
los arzobispos, de los confesores y de los doctores de la iglesia, investidas
de una autoridad y una sabiduría milenaria, insistiéndome en que no existe
nada en común entre Dios y yo, en que Él es el ser por antonomasia y yo no
soy nada, en que Él es todo amor y que toda justicia proviene de Él y que
no soy más que un miserable gusano que por carecer, carece hasta del
privilegio de sufrir eternamente en el infierno. Y ahora es cuando más deseo
ver esos Ojos. Ojalá pudiera ser como aquéllos que cantan:
Eso que no es visto por el ojo, pero que le permite ver; eso,
correctamente entendido, es Brahmán y no lo que el mundo adora[47].
Porque hay que decir que uno de los rasgos distintivos más
característicos de estas grandes aperturas de conciencia es la fulgurante
iluminación de la que van acompañadas.
Es posible, por tanto, imaginar una iglesia y una cristiandad que asimile
plenamente la encarnación, actualice la divinidad del hombre y en la que el
mundo cotidiano resplandezca, más allá de la parusía, con la gloria de la
divinidad. Esa iglesia no tiene nada que ver con el proselitismo, ni levanta
amenazadoramente el dedo acusador, ni impone la Biblia a puñetazos, ni se
golpea el pecho para expiar sus culpas; esa iglesia es la iglesia de todos
aquéllos que ríen a carcajadas por haber descubierto, al igual que los
ángeles de Dante, la descomunal broma que Dios se ha gastado a sí mismo
pretendiendo ser nosotros y ocultándose detrás de la máscara de un ego
solitario atormentado por sus pecados y, en última instancia, por la muerte y
el infierno. Ríen hasta saltárseles las lágrimas porque, hasta ese momento,
habían entendido las cosas completamente al revés y porque su estrecha
perspectiva les impedía descubrir la oculta relación que une a la totalidad
del universo. Porque sólo entonces cobran verdadero sentido, belleza y
hasta existencia, las cosas. Ex divina pulchritudine esse omnium derivatur
(«Todas las cosas dimanan de la belleza de lo divino»).
Tal vez llegue un momento en el que las iglesias, en tanto que edificios
y organizaciones, queden obsoletas, pero ello sólo podrá ocurrir, en mi
opinión, cuando abandonen la arrogancia de ser absolutamente necesarias y
dejen de considerarse como una panacea, A fin de cuentas, todo ritual es un
tipo de manifestación artística semejante a la música, la poesía, la danza, la
escultura o la pintura. En este sentido, los protestantes y los ateos están tan
necesitados de ritos como los vendedores lo están de poesía. Todas esas
cosas son necesarias, pero únicamente cuando se practican como algo
gratuito porque, en el mismo momento en que se convierte en una
obligación, todo juego deja de serlo.
Cuando ejercía como capellán de una facultad universitaria solía
aconsejar a los alumnos que, si para ellos constituía una obligación, no
debían ir a la iglesia porque, en tal caso, se convertían en meros convidados
de piedra. La adoración, les decía, es una «exclamación jubilosa» y, si no
sentían necesidad de participar en ella, era mejor que permanecieran en la
cama o fueran a la piscina. Y debo decir que con ello no les estaba hablando
de entonar himnos bíblicos e intercambiar saludos en la puerta de la iglesia,
sino del gozo implícito que acompaña a la misa solemne gregoriana.
No cabe la menor duda de que el ritual de la misa permanecerá. Durante
muchos siglos nos ha transmitido el sabor de las ceremonias cortesanas, ya
que muchos de sus ritos concretos se derivan de las costumbres de las cortes
de Bizancio y Roma, no olvidemos que hasta la planta de las antiguas
iglesias se denomina basilical (un término que, etimológicamente, significa
«real»). Y todo eso era adecuado para una concepción del mundo en la que
nosotros estamos aquí abajo y Dios está allí arriba. En ese estadio, la
cosmología y la adoración del cristianismo posee un carácter
manifiestamente político, en el sentido de ser un artefacto cultural que
proyecta en el cosmos una visión jerárquica del mundo.
¿No les parece que la imaginería que nos invita a formar parte del
cuerpo de Cristo —como se expresa en la frase «Yo soy la viña y vosotros
los sarmientos», por ejemplo—, sugiere un orden más orgánico que
político?[49] Mientras que el orden político se impone por la fuerza desde
arriba, el orgánico, por su parte, emerge de la relación entre las fuerzas que
se hallan ubicadas dentro del mismo campo. Los ejércitos y las máquinas
están organizados políticamente, mientras que los cuerpos humanos, los
bosques, las comunidades, las regiones botánicas, las biosferas planetarias
y, muy probablemente, las galaxias, se articulan de manera orgánica.
En la misa basilical, el altar es el trono y Cristo está ubicado de espaldas
a la pared, como un monarca que temiera un ataque por la espalda y tuviera
que ser protegido por sus guardias. En la misa del cuerpo y del vino, por su
parte, el altar se halla en el centro y la acción no se centra en ninguna
dirección particular, no mira al este o algún otro punto lejano, elevado y
remoto en el tiempo, sino que es radial porque, en tal caso, el reino ya no
está arriba y en el futuro sino en el presente y dentro de cada uno de los
asistentes. En este caso, la iglesia ya no se asemeja a una corte principesca
(aunque hay que advertir, en este sentido, que la iglesia protestante no se
ajusta tanto al modelo de la corte real como de los tribunales de justicia), ya
no es el lugar donde se congregan los fieles para postrarse y escuchar un
catálogo de deberes y obligaciones sino para expresar ritualmente el
esplendor de la unidad entre el cielo y la tierra y celebrar simbólicamente la
unión gozosa con Cristo.
Ésta es la actitud que tratan de revivir hoy en día ciertas iglesias
católicas que se hallan bajo el influjo del llamado movimiento litúrgico, un
movimiento que trata de recuperar el significado original de la liturgia, el
acto de adoración, el leitos ourgos («la obra del pueblo»), un rito que suele
celebrarse en lengua vernácula y en forma de un diálogo entre el sacerdote
y todos los presentes que, de ese modo, dejan de ser meros testigos y se
convierten en verdaderos partícipes. Resulta lamentable, no obstante, que
esta actitud aliente con tanta frecuencia la racionalización, la secularización
y la vulgarización de la liturgia bajo el argumento de que, en caso contrario,
la misa pueda resultar ininteligible.
Pero, a diferencia de lo que ocurre con las iglesias anglicanas o la
iglesia ortodoxa griega, hasta hace relativamente poco la católica romana
nunca ha celebrado la misa en lengua vernácula y las traducciones
utilizadas no están hechas por poetas sino por moralistas, lo que les
proporciona un aspecto de oraciones que, si bien despiden un aroma de
misterio cuando se murmuran en latín, se asemejan, no obstante, a simples
transacciones bursátiles cuando se las pronuncia en voz alta en inglés. Es
como si el latín cubriese con un velo de misterio la tan mercantilizada
pobreza de la liturgia romana.
La Iglesia no puede celebrar una auténtica misa radial sin que el cambio
de ritual no vaya acompañado de una transformación semejante de la
experiencia espiritual. Trasladar el altar al centro de la iglesia sin esforzarse
en subrayar simultáneamente que Dios se halla en el centro de todo ser
humano constituye un gesto vacío de contenido porque, en tal caso, el altar
ubicado en el centro sigue siendo considerado como el altar que se hallaba
colocado en el este y Dios sigue siendo percibido como un poder externo y
despótico, una autoridad ajena que juzga y nos obliga a ir más allá y más
arriba. La misa radial representa un orden creativo completamente
diferente, la jerarquía de la viña y las ramas, en donde los términos de
«arriba», «altísimo» y «todopoderoso» se ven sustituidos por «lo que se
halla en lo más profundo de uno mismo», la «Esencia» y la «Realidad
Última», en cuyo caso, el hombre y el universo dejan de ser excéntricos con
respecto a Dios y se tornan concéntricos[50].
No estoy tratando, con todo esto, de elaborar un manual litúrgico y por
ello no me extenderé más sobre la forma ideal en que debería celebrarse la
misa radial. Las liturgias tradicionales han procurado eludir la faceta
dramática de la ceremonia religiosa, como las oraciones recitadas con
mucho «sentimiento», y se han inclinado, por el contrario, hacia un estilo
más impersonal. Toda la teoría de la liturgia se basa en el supuesto de que la
auténtica adoración no consiste tanto en que el hombre hable a Dios, como
en el hecho de que Dios hable a través del hombre. La adoración es el acto
por medio del cual el hombre se ve atrapado en el torbellino del amor que
fluye eternamente entre las distintas personas de la Trinidad. En la misa, la
congregación de fieles se convierte en el Hijo de Dios hablando al Padre
con las palabras del Espíritu Santo y, por tanto, las palabras que se
pronuncian y se cantan deben estar libres de toda idiosincrasia personal. Es
por ello que el canto gregoriano constituye el vehículo más perfecto de la
liturgia occidental, puesto que está libre de todo boato militar y de toda
sensiblería personalizada hasta el punto de haberse convertido en la música
de la contemplación y de una serenidad majestuosa que no requiere de
ornamento alguno. Pero hay que decir que, aun en sus modalidades más
expresivas, resulta profunda y maravillosamente triste, porque es la música
de Dios en el exilio que transmite al ego humano un anhelo tan profundo
como indefinido. Las estructuras recurrentes del tejido cerebral del ser
humano portan consigo recuerdos de hace miles de millones de años. El
canto gregoriano está siempre aquejado de la nostalgia metafísica tan bien
expresada en el Salve Regina:
Me he sacrificado por Ti
y mi espíritu y mi corazón están rotos y contritos.
¡Oh Dios!, no los desprecies.
Con el espíritu roto, el niño acaba por besar la mano que le golpea
aunque, en lo más profundo de su ser, hierva de rabia ante esa vileza y esa
afrenta a la naturaleza. ¿No fue acaso madame Acarie una santa célebre que
vivió en París en el siglo XVII y solía obligar a su hija a arrodillarse y rezar
el Padrenuestro mientras ella se hacía azotar recostada sobre la niña?
¿Quién se atrevería a negar, desde esta perspectiva, la escrupulosa
compasión de los torturadores de la Inquisición? ¿Acaso no estaba
justificado hacer todo lo que fuera necesario con tal de salvar un alma del
fuego eterno? Después de todo, el fuego del infierno era, para los teólogos
de aquella época, algo tan serio como lo es hoy el cáncer, hasta el punto de
no poder dormir por la noche y temblar aterrados pensando en los castigos
eternos que aguardaban al hereje que no se hubiera arrepentido a tiempo de
sus pecados[53]. Pero lo que resulta inadmisible es que la bruja que se
retorcía de dolor en la hoguera, que el hereje que agonizaba en el potro o
incluso que el niño al que se azotaba, pudieran experimentar algún tipo de
gratificación sexual sustitutoria. La única alternativa a la sexualidad abierta
y amorosa es la sexualidad clandestina y soez y, mientras el amor sexual no
sea algo natural en nuestras pantallas, deberemos contentamos con ver actos
violentos.
Resulta imposible sustraerse a la presencia de la sexualidad. La iglesia
apesta a sexualidad porque es la única faceta que ha sido intencionalmente
oculta y, por ello mismo, parece la más importante. No hay nada que llame
más la atención sobre el sexo de una estatua que la inverosímil presencia de
una hoja de parra a la altura del pubis. A fin de cuentas, las distintas
religiones del planeta adoran o reprimen la sexualidad, pero no hay ninguna
que no proclame su importancia. Y, para comprender un misterio, es
necesario sacar a la luz lo que anteriormente se hallaba oculto.
Y cuando hablamos de sacralización del sexo no estamos hablando,
claro está, de considerar al sexo como una mera actividad fisiológica, como
la relación de dos órganos que culmina en una placentera convulsión
detumescente. Hemos definido, clasificado y contextualizado la relación
sexual de tal modo que todas nuestras asociaciones al respecto resultan un
tanto confusas. La consideramos como algo grotesco e indigno, como un
espasmo más animal que humano que no cuadra con la imagen que tenemos
de nosotros mismos en tanto que señoras y caballeros y, a pesar de ello,
sigue resultándonos irresistible. Pero lo grotesco no está tanto en el sexo
como en nuestra mente, en el conjunto de referentes simbólicos y
artificiales que asociamos a la dignidad y a la decencia. La actitud de
rechazo hacia las cuestiones sexuales sostenida por nuestros padres,
maestros y mayores, en general, acaba por interiorizarse en nuestro sistema
nervioso hasta el punto de terminar considerándola —en una especie de
fascinación hipnótica que termina por hacemos creer que la miel huele a
huevos podridos— como la cosa más natural del mundo.
Resulta curiosa, en este sentido, la actitud diametralmente opuesta que
mantenemos con respecto a las flores, el más explícito de los órganos
sexuales, que parece evocar en nosotros un mundo de inocencia, luz,
transparencia y alegría. Las flores pueden adornar el altar, presentarse como
modelos de fe («¡Mirad los lirios del campo…!»), simbolizar a la virgen
María («Yo soy la rosa de Jerusalén») —que, según se dice, cultiva un rosal
en el paraíso— e incluso ser una imagen del cosmos transfigurado del día
en el que florecerá plenamente el esplendor ilimitado del Creador.
¿Pero es que acaso sirve de consuelo saber que realmente hay Algo que
se ocupa de todo? ¿Es ésa la alternativa a la pesadilla que Chesterton refiere
en su poema «El espejo del loco»?
Bien podríamos gritar, si el rostro que ocupara el trono no fuera más que
la máscara de nuestra propia personalidad y si el conocimiento que oculta
sólo se limitara al contenido de nuestro ego consciente: «¡Lánzame un rayo
que acabe conmigo!».
Pero yo siempre he creído que el origen de la insistencia cristiana en la
otredad absoluta de Dios se asienta en su confusión con respecto a lo que es
el Yo. Cuanto más acostumbrados estemos a circunscribir nuestra identidad
a las facultades y el contenido de la atención consciente, más creeremos en
la existencia de regiones enteras que se encuentran más allá del yo, puesto
que el ego consciente no comprende ni controla —y mucho menos
produce— los procesos psicofísicos de los que depende. Es así como todos
esos procesos acaban presentándose como algo ajeno, como la obra de otro
y, como canta el salmista: «Te doy las gracias, porque he sido hecho de
miedo y asombro». Pero si la definición del yo incluyera dimensiones
distintas a la conciencia normal y a su control, no sería necesario llegar a la
conclusión de que los temibles y asombrosos procesos que ocurren en mi
ser más íntimo son obra de algo intrínsecamente ajeno.
Siglos antes de que la psicología occidental concibiera la noción de
inconsciente, los filósofos indios y chinos llevaban ya a cabo experiencias
de ampliación y profundización de su conciencia hasta llegar a incluir
regiones de la conciencia completamente ignoradas (o «percibidas
vagamente»). Es cierto que los místicos judíos, musulmanes y cristianos
disponen de ejercicios espirituales propios que les han permitido adentrarse
en regiones inexploradas de la conciencia, pero no lo es menos que no se
han ocupado de «cartografiar» esas dimensiones interiores con la
minuciosidad y cuidado de sus homólogos hindúes y budistas, hasta el
punto de que bien podríamos afirmar que la teología occidental se muestra
especialmente lacónica en sus explicaciones en torno a la naturaleza del
alma y el espíritu del ser humano.
Fue precisamente esa exploración, a la que se resistió violentamente el
mundo judeo-cristiano-islámico —excesivamente ligado a la revelación—,
la que permitió que hindúes y chinos llegaran a comprender la unidad y
continuidad existente entre las profundidades del hombre (atman) y las
profundidades del universo (brahmán[58]). Resulta curioso, en este sentido,
que algunos de los teólogos protestantes más liberales de hoy en día sigan
todavía insistiendo nostálgicamente en equiparar la verdad a lo que dice la
Biblia, como si, en la época en que se escribió, los hombres hubieran
gozado de un contacto más directo con lo divino que en otras épocas y en
otros lugares. Pero la visión bíblica del mundo parece basarse en una
analogía entre el orden de la naturaleza y la estructura jerárquica propia de
las monarquías absolutas, sin advertir que la visión del mundo más
plausible de hoy en día es aquélla basada en el abordaje experimental.
Hay que decir, en este sentido, que son muchos los intelectuales
cristianos que se escudan en la fe, en la Biblia o en la Iglesia, como si ello
les eximiera de la responsabilidad de justificar adecuadamente las premisas
sobre las que se asienta su visión del mundo. Recuerdo a este respecto a un
sacerdote especialmente inteligente y devoto que no parecía tener empacho
alguno en afirmar la inutilidad de cualquier debate en torno al cristianismo,
puesto que para ello habría que admitir «la posibilidad de que no fuera
cierto» o a aquel culto pastor luterano que estaba absolutamente convencido
de que la Biblia recogía literalmente la palabra de Dios. Pero ¿qué
diferencia existe entre tales creencias y la idea de que la versión autorizada
de la Biblia (conocida como la versión del rey Jacobo) fue traída —con
anotaciones incluidas—, en 1611, por un ángel que bajó directamente del
cielo? Yo tenía un tío que era tan fundamentalista que no sólo tomaba las
notas a pie de página como acotaciones del mismo Jehová, sino que acabó
rechazando la Biblia el día en que descubrió en ella un par de comentarios
escatológicos (Isaías, 36, 12).
Pero todos esos insultos a la inteligencia resultarían, no obstante,
racionalmente comprensibles si la visión fundamentalista fuera más lúdica y
menos dogmática. Porque, en el fondo, uno puede ser anabaptista o
mormón al igual que puede ser jugador profesional de golf o de bridge ya
que, a fin de cuentas, todo juego tiene sus reglas, como la vida, el lenguaje,
el derecho, el calendario o el sistema métrico, pongamos por caso. A nadie
se le ocurriría, en este sentido, afirmar que los centímetros son más
verdaderos que las pulgadas. Lo que sí es posible es cuestionar su mayor o
menor adecuación o conveniencia y también hay que tener en cuenta que
existen juegos que consisten en sacar el mejor provecho posible de reglas
tan complicadas como, por ejemplo, atenerse a la métrica de un soneto o
tallar una escultura con un cortaplumas. Pero la idea de adecuación o
conveniencia resulta un tanto engañosa, puesto que lo conveniens se refiere
etimológicamente a aquello que se presenta conjuntamente para el logro de
un determinado fin. Es por ello que no podemos equiparar ingenuamente lo
conveniente con lo meramente utilitario, con el consenso acerca de lo que
resulta más o menos favorable para nuestra supervivencia porque no sólo
queremos sobrevivir para ser finalmente atormentados en el infierno por
toda la eternidad, sino que aspiramos a vivir con toda la intensidad y gracia
que sea posible.
Bien pudiéramos decir, desde este punto de vista, que todas las
cuestiones éticas y religiosas giran en torno al conocimiento de las reglas
óptimas del juego de la vida. Y lo mismo podríamos decir con respecto a las
diferentes formas y especies constitutivas de la vida comparando las
ventajas relativas del juego del dinosaurio, del juego de las abejas y del
juego del ser humano, por ejemplo. Y todos estos diferentes subjuegos
forman parte, a su vez, del gran juego que se atiene a la regla de que «la
variedad es la sal de la vida». Trate de considerar, si esto le resulta extraño,
que los peces voladores, los helechos, las jirafas, las arañas, los radiolarios,
las mariposas, los limones y los renacuajos danzan diferentes bailes (bailes
como el vals, el minué, el charlestón, la rumba o el twist) y participan
juntos en un gran juego como el bridge, el ajedrez, el backgammon, el
solitario, los crucigramas e incluso la ruleta rusa. «¿Has visto a esa persona
que acaba de llegar?» Es por ello que los budistas denominan tathagata («el
así venido») al hombre auténticamente iluminado, «el que recorre el camino
de la talidad».
Pero ¿por qué la idea de Dios en tanto que «profundidad» resulta más
plausible y aceptable para la mentalidad moderna que la idea de Dios en
tanto que el Altísimo? A fin de cuentas, hoy en día estamos más
acostumbrados a referirnos a las ideas ingeniosas e interesantes como
«profundas» que como «con más peso» o «más elevadas».
Por una parte, Tillich asocia la profundidad con el peso y la gravedad
cuando piensa en Dios como en «lo que tomas en serio sin ninguna
reserva». En este sentido, el dominio de lo divino es el dominio de las
«preocupaciones últimas», pues la dimensión de la profundidad a la que nos
referimos es la de las cosas realmente importantes, las cosas con las que
«no se bromea» y nos obligan a enfrentarnos (aunque ése no parece ser el
mejor modo de acercarse a lo profundo) al mysterium tremendum, a esa
extrañeza interior que nos hace temblar y maravillamos.
Pero mucho me temo que el Dios de Tillich no sea más que la
transposición del antiguo Jehová «fuera de aquí» de las Biblias protestantes
que, al carecer de todo sentido del humor, adolece también de auténtica
profundidad. ¿Es que hay alguien que pueda querer realmente que el
objetivo y fundamento último de todas las cosas sea completamente serio?
¿Ningún guiño? ¿Ninguna broma? ¿Alguien rígido y abrumadoramente
real? Tal vez esa seriedad pueda darse en la puerta de acceso, pero lo cierto
es que no tiene nada que ver con lo que ocurre en las moradas interiores de
lo divino.
Por otra parte, la insistencia de Tillich en la profundidad procede de la
idea de que Dios es el eje del universo. La imagen de las criaturas
irradiando de Dios resulta más bella y orgánica que la que las concibe como
un rebaño que se halla a su cuidado. Es por ello que la imagen hindú del
universo en tanto que emanación o manifestación de lo divino constituye un
tipo de juego muy sencillo y plausible, especialmente porque incluye todas
las nobles y maravillosas posibilidades que nos brinda la tragedia, la
limitación y la diferenciación sin eclipsar, por ello, la unidad básica y
última. De ese modo, podemos tomamos la vida dramáticamente en serio
hasta el último microsegundo en que la bala penetra en nuestra sien o hasta
el momento en que el tridente al rojo vivo de cualquier demonio pincha las
partes más delicadas del cuerpo de cualquier hipócrita; hasta que, en el
momento en que el mal parece llegar a ser absoluto, puede escucharse, más
allá de los gritos de dolor, la voz sonora que proclama: «¡Yo soy el alfa y
omega, el principio y el fin!».
En el fondo, la imagen teísta de las criaturas que advienen a la
existencia y entran en relación con el mundo procedentes de ninguna parte
es una monstruosidad sin precedentes. Aunque pueda decirse que dos
personas o cosas constituyen polos opuestos, la polaridad siempre implica
una relación original y fundamental. La naturaleza siempre es una unidad
diferenciada y no una serie de diferencias unificadas. El universo no tiene
nada que ver con una inmensa colección de pecios arrastrados por la deriva.
Esa idea no sólo es una ofensa a la razón sino que contradice todos los
procesos físicos conocidos. El teísmo considera al mundo como un inmenso
orfanato en el que sólo somos hijos «por adopción y gracia» si es que
tenemos esa fortuna. Las ideas y las imágenes no pueden expresar
cabalmente lo que muchos teólogos están intentando decir: que sólo
existimos gracias a la voluntad divina y que, no obstante, somos algo
absolutamente ajeno a esa voluntad, una idea que, pensándolo bien, expresa
una profunda paradoja, una visión esquizofrénica aunque poco plausible del
cosmos y no muy valiente, por cierto, porque son muy pocos los cristianos
que no suscriban, en el último instante, la póliza que, en su opinión, les
garantiza el seguro de vida eterno: «¡Dios mío, ten piedad de mí, un pobre
pecador!».
Las personas que piensan en términos de formas biológicas, relaciones
organismo-entorno, campos electromagnéticos y estructuras espaciales
tienden a forjarse imágenes unitarias, interrelacionales o transaccionales del
cosmos. Las visiones basadas en el modelo proporcionado por la alfarería o
la carpintería, por el contrario, llevan a concebir el mundo como una masa
de materia inerte que requiere de una inteligencia externa que la moldee y le
dé vida. Recordemos el tat tvam asi cristiano, «polvo eres y en polvo te
convertirás». La teología ha tratado de concebir un mundo en el que Dios
no fuera responsable del pecado, pero no ha hecho más que reemplazarlo
por el todavía más intrincado de crear un mundo a partir de la nada y un
Dios ajeno al pecado que no se responsabiliza de los centros de conciencia
individual que él mismo ha creado. Pero este abordaje trata
desesperadamente de afirmar la libertad y el valor del individuo subrayando
la irreductible diferencia existente entre el alma y Dios, como si no pudiera
haber música verdadera y plena de sentido a menos que todas las notas de la
melodía fueran tocadas al mismo tiempo. El modelo del universo en el que
se basa la teología cristiana, en suma, adopta la forma de un juego
fascinante y espectacular que sólo puede ser justificado mediante las más
tortuosas distorsiones de la razón, como evidencia la argumentación
habitual de cualquiera de sus apologistas (Maritain, Gilson, C. S. Lewis,
Ferré, Barth, Niebuhr).
Convendría, por tanto, reconocer que, en la actualidad, resultan más
plausibles los modelos unitarios, relaciónales y «emanacionistas» del
cosmos que aquellos otros que lo consideran como un artefacto. Pero ¿qué
ocurre entonces con el Dios o la divinidad que se halla en el origen de todas
las cosas? ¿Qué pasa con la personalidad supracósmica de los teístas o con
el ser-conciencia-felicidad (sat cit ananda) impersonal del hinduismo? Ya
no tiene mucho sentido oponerse a cualquier imagen antropomórfica de
Dios, porque todas las imágenes del universo son representaciones del
mundo en términos de la mente humana y, por ello, son esencialmente
antropomórficas. Del mismo modo que decimos que los árboles que dan
manzanas son manzanos, los universos que producen seres humanos son
universos intrínsecamente humanos. Sostener, por tanto, que la creación del
hombre se debe al mero azar sería lo mismo que afirmar que los higos
crecen en los cardos o las uvas en los espinos. No habría, por tanto, que
desdeñar el viejo argumento teísta, según el cual resultan absurdas las
afirmaciones del ateísmo materialista y mecanicista de que la inteligencia
humana no es más que una manifestación de su ausencia de inteligencia. Es
así como las observaciones gratuitas sobre el universo se convierten en una
especie de arma de doble filo para aquéllos que las emiten.
Concebir a Dios a imagen y semejanza del hombre sólo resulta
objetable en la medida en que tenemos una pobre imagen de nosotros
mismos, por ejemplo, la de ser meros egos encapsulados en la piel. Pero
cuando empezamos a ver al hombre como un campo unificado
inmensamente complejo que abarca la totalidad del universo desaparecen
todas las objeciones. Profundizar en uno mismo supone también adentrarse
en el universo hasta arribar a un dominio en el que, como bien saben los
físicos, dejan de ser válidas las imágenes tridimensionales y sensoriales. Al
igual que las notas musicales son distintas del instrumento que las emite,
que las ideas no son lo mismo que el cerebro del que emanan y que el
concierto radiado es diferente del aparato que lo difunde, el mundo
tridimensional parece brotar de una matriz completamente ajena a él. Los
programas emitidos por el televisor no nos permiten conocer su
funcionamiento interno, no hay una cámara 2 que televise lo que está
ocurriendo en la cámara 1.
La idea de un fundamento invisible e intangible que subyace al tiempo
que produce los fenómenos que percibimos directamente se asemeja, por
tanto, a la relación existente entre la visión y la retina y el nervio óptico.
Cualquier ser humano inteligente del siglo XX no tiene problema alguno en
concebir que toda su experiencia del mundo, junto con el propio mundo, se
perpetúa en una especie de continuum unificado e inteligente (pensemos si
no en la inmensa variedad de sonidos —voz, cuerdas, madera, metales,
percusión, etcétera— que puede reproducir la membrana de un altavoz).
Uno de los problemas a los que se enfrenta la teología contemporánea
es la imposibilidad de seguir asimilando ese fundamento al modelo
monárquico y patriarcal propio del Dios de la Biblia. Y, frente a él, existe la
dificultad, mucho más seria, de liberarse de la insidiosa verosimilitud de la
mitología cientificista decimonónica de un universo estúpido en el que la
mente humana es una fantasía química condenada a la frustración. Tal vez
habría que reconsiderar más detenidamente la idea de que esta visión no sea
más que una rebelión contra Dios por parte de quienes antes se
consideraban sus esclavos. Porque tal vez esta visión reduccionista y
«nadamasquista» [de nada más que…] del universo, con todas sus
pretensiones de realismo y su deseo de ocuparse exclusivamente de los
puros datos sensoriales, sea el fruto de un resentimiento proletario y servil
contra la cualidad, el genio, la imaginación, la poesía, la fantasía, la
creatividad y la alegría[60]. Tal vez, dentro de veinte o treinta años, esta
noción nos parezca tan supersticiosa como la antigua creencia de que la
tierra era plana.
De hecho, la noción de que el ser humano es un mero azar sensible e
inteligente en el seno de un mundo estúpido sólo puede emerger de las
ruinas del teísmo. ¿Qué sucederá cuando Dios muera en el caso de que uno
haya considerado al mundo, no como forma de Dios, sino como un objeto
esencialmente no divino, como un mecanismo fabricado por Dios? Lo
cierto es que, en tal caso, el mundo es percibido como una máquina sin
dirección y que el hombre, que anteriormente se definió como una criatura
esencialmente ajena a Dios, empieza a verse como algo diferente a la
realidad, como una irregularidad inmersa en un sistema implacable en el
que el pez grande se come al chico que bien podría haber sido inventado
por el mismo demonio, si es que tal cosa existiera. En esas condiciones, el
ser humano no tiene más que dos posibles alternativas, someter al universo
o destruirlo.
Pero una religión superior va más allá de la teología, una religión
interior va hacia el centro y explora las más íntimas profundidades del
hombre, pues es ahí donde establecemos el contacto más directo con la
existencia, o mejor dicho, donde nos identificamos con la existencia.
Entonces es cuando la dependencia de ideas y símbolos teológicos se ve
reemplazada por el contacto directo y no conceptual con un plano del ser
que es, simultáneamente, el propio y el de todos los demás; porque más allá
de mí es donde soy más yo mismo, como la raíz en la que se unifican todas
las ramas del árbol. Pero ese nivel de la existencia no puede ser
aprehendido, categorizado, investigado, analizado o convertido en objeto de
conocimiento, y no porque sea algo tabú o sacrosanto, sino porque es el
punto desde el que todo se irradia, la luz que no se encuentra delante de los
ojos sino dentro de ellos.
¿Pero es que acaso esta postura es equiparable al panteísmo que tanto
parece espantar a los teólogos? Nadie está equiparando aquí a la «atención
consciente» con la «omnisciencia», ni a la «deidad» con el ego. Lo único
que estamos haciendo es recordar la intuición perenne de los místicos de
todos los rincones del mundo, que el hombre no ha llegado al ser
procedente de ningún lugar, sino que su sensación de identidad es un pálido
reflejo de Eso que eternamente es. Hace falta cierto valor, después de tantos
siglos de absolutismo teológico y del reciente y persuasivo nihilismo de
algunos científicos, para aceptar una visión tan atrevida de las cosas. Pero
no estamos hablando ahora de la mera aceptación de una nueva creencia. Lo
único que he tratado de sugerir a lo largo de todo este libro es que uno debe
seguir resueltamente el camino cristiano hasta sus últimas consecuencias
hasta llegar a cobrar conciencia del absurdo que suponen sus creencias
básicas en torno a la identidad y la responsabilidad personal.
Pero también he señalado ya que el modo en que interpretamos la
experiencia mística debe ser plausible, es decir, que esa interpretación debe
coincidir y/o arrojar luz sobre la naturaleza de la vida y del universo.
Cuanto más nos adentramos en la segunda mitad del siglo XX, más claro
resulta que el pensamiento científico sigue tres tendencias fundamentales
que expresan tres vertientes diferentes de la misma idea y que también
representan, al mismo tiempo, tres maneras diferentes de describir la
identidad de las cosas y los acontecimientos tal como los experimenta el
místico.
La primera de ellas se refiere al creciente reconocimiento de que los
fenómenos causalmente relacionados no son hechos separados, sino
aspectos diferentes del mismo evento. Describir una relación causal es una
manera un tanto difusa de decir que la causa A y el efecto B se presentan
simultáneamente del mismo modo que la cabeza y la cola de un gato. Esto
implica que, de algún modo, los acontecimientos pasados pueden depender
de acontecimientos futuros, como el impulso eléctrico que no parte del polo
positivo hasta que se ha establecido el polo negativo o como el significado
de una palabra puede depender de las palabras que le siguen. Comparemos,
por ejemplo, el significado de la frase «el tomate de un calcetín» con el
significado de la frase «el tomate de la ensalada». Es como si la frase fuera
un evento que determinase la función y el significado de cada una de las
palabras «aisladas» que la componen. Quizá el mejor modo de ilustrar esta
forma de entender la causalidad sea el arco iris, que se produce debido a la
presencia simultánea del sol, un cierto grado de humedad atmosférica y un
observador ubicado en una determinada situación… y que desaparece en
ausencia de cualquiera de esos elementos. ¿Dónde está realmente el arco
iris si tenemos en cuenta que su localización depende de la ubicación de los
distintos observadores? Y bastará con una breve reflexión para evidenciar
que esto mismo resulta también aplicable a todas las experiencias, no sólo a
las ilusiones ópticas, sino también a cosas tan aparentemente sólidas como
las montañas, por ejemplo.
La segunda tendencia fundamental a la que antes aludíamos es la que
nos lleva a concebir las cosas y los objetos como fruto de la interacción de
campos espaciales, gravitatorios, magnéticos o sociales. La razón de esto es
que cualquier descripción cuidadosa y detallada de la conducta o del
movimiento de un cuerpo debe incluir también la descripción de la
conducta de su entorno o del espacio que le rodea. ¿Dónde comienza —y
dónde termina, en consecuencia— una determinada conducta? ¿En el
interior del cuerpo o fuera de él, en el espacio que lo rodea? La respuesta es
que en ambos lugares y en ninguno de ellos, porque lo más adecuado sería
abandonar las nociones de cuerpo y de espacio en favor de una nueva
unidad descriptiva, el cuerpo-espacio, el organismo-entorno o la figura-
fondo. Resulta muy importante subrayar la diferencia existente entre este
modo de concebir las cosas y la modalidad propia del obsoleto
determinismo «medioambiental» que describe el movimiento del organismo
en tanto que reacción frente al entorno más que como una danza entre
ambos.
La tercera perspectiva —muy familiar, por cierto, entre los biólogos—
es la teoría de sistemas formulada por Ludwig von Bertalannffy y que viene
a decir que el análisis y la descripción de las unidades «constitutivas» de un
sistema no dan debida cuenta de su estructura y de su comportamiento,
puesto que toda conducta depende del lugar que ocupe en la totalidad y de
la relación que mantiene con el resto del sistema. No es lo mismo, por
ejemplo, la sangre contenida en un tubo de ensayo que la sangre que circula
por las venas. A diferencia de lo que ocurre con los mecanismos, los
organismos no están compuestos de la mera adición de piezas diversas
(como ocurre con las lámparas, los cables, las bobinas y los condensadores
que constituyen un receptor de radio), sino que dependen
fundamentalmente de la relación existente entre ellas.
Éstos son, pues, tres abordajes científicos habituales del mundo en tanto
que sistema unitario y relacional que, no obstante, resultan un tanto
extraños al sentido común. Hay que decir que éste se deriva de modelos
políticos, constructivistas y mecánicos de la naturaleza que, a su vez,
refuerzan extraordinariamente nuestra sensación de ser individuos aislados
del mundo exterior. Pero los modelos científicos unitarios, relacionales y
«de campo» señalados anteriormente proporcionan un fundamento a las
visiones metafísica no-dualistas o panteístas (para ser más exacto,
«panteístas») y a las teorías del yo afines al «multisolipsismo» de la
doctrina hindú del atman-es-Brahman.
Si, por ejemplo, consideramos detenidamente todas las implicaciones
del ejemplo anterior del arco iris y nos damos cuenta de que éste también es
el modo en que percibimos las nubes, el sol, la tierra y las estrellas,
advertiremos que estamos extrañamente cerca del «idealismo» propio del
budismo mahayana, de Berkeley y Bradley, con la gran ventaja de poder
describir la situación en términos físicos y neurológicos, sin tener que
recurrir a la jerga metafísica y a palabras tales como «espíritu» o «alma»
que pudieran ofender a las mentalidades más estrictas o (¿tengo que
decirlo?) más estrechas. Para tales personas, las experiencias subjetivas de
los místicos siempre resultan sospechosas ya que, en su opinión, podría
tratarse simplemente de distorsiones de la conciencia debidas al estrés
emocional, la autohipnosis, el ayuno, la hiperoxigenación o las drogas, por
ejemplo. Existe, por tanto, un fundamento estructural y objetivo para dar el
salto de fe que permitiría al ser humano dejar de sentirse un extraño en el
universo, un chispazo solitario y trágico de conciencia en la inmensa y
abrumadora oscuridad del cosmos. No resultaría descabellado, a la luz de
los conocimientos físicos actuales, afirmar que, en el centro más profundo
de cada uno de nosotros, mora Eso «que fue desde antes del comienzo de
los tiempos, que es y que será incluso más allá del final de los tiempos».
Pero ésta puede no ser más que una creencia o una expectativa. Por ello
Krishnamurti tiene razón cuando nos invita a cuestionarlo todo con la
pregunta: «¿Por qué quieres creer esto? ¿Acaso temes morir? ¿No es, la
supuesta identificación con la identidad cósmica, el último y más
desesperado resorte del ego para proseguir con su juego?». Y lo cierto es
que, si esa Identidad Suprema es, para mí, una creencia a la que me aferro,
me encuentro en una situación completamente contradictoria porque, en tal
caso, no sólo carece de sentido aferrarse a lo que uno ya es sino que ese
mismo acto evidencia nuestra ignorancia esencial. A fin de cuentas, tal
creencia no es más que una duda disfrazada. El significado final de la
teología negativa, del conocimiento de Dios a través del no-conocimiento,
de la renuncia a ídolos tanto sensibles como conceptuales es que, en última
instancia, la fe no requiere de ningún tipo de apoyo y consiste en un
completo desapego. Estamos hablando de algo que trasciende toda teología
y se encuentra más allá del ateísmo y del nihilismo; estamos hablando de un
tipo de desapego que resulta imposible de alcanzar, adquirir o desarrollar a
través de la perseverancia y el ejercicio… aunque tales intentos puedan
servir de demostraciones palpables de la imposibilidad de conseguirlo. Lo
único que puede conducirnos a ese desapego es la desesperación, cuando
uno sabe por experiencia propia que no puede hacer ni dejar de hacer nada,
cuando uno se ve obligado a renunciar a todos los trucos y artificios para
conseguirlo, incluido ese acto de «abandono» que tenemos previsto
practicar, digamos, que esta noche a las diez. No hay modo alguno de llegar
a donde uno ya está. ¡Eso es! Ese formidable abandono de sí es el que
permite el formidable nacimiento de las estrellas.
BIBLIOGRAFÍA