Cap 05

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LA ÍNCLITA ORDEN

DE SAN JUAN DE JERUSALÉN

Carlos NIETO SÁNCHEZ


Asesor histórico de la Asamblea Española
de la Soberana Orden de Malta.
Doctor en Historia, profesor de la UCM

Introducción

Quiero que mis primeras palabras sean un sentido agradecimiento. Agra-


dezco a todos los que están esta tarde aquí y todas las personas que nos escu-
chan a través del canal de YouTube de la Armada española en España y en
otros lugares del mundo. Igualmente agradezco esta presentación, y muy espe-
cialmente quiero mencionar al duque de Tetuán, que ha querido contar conmi-
go en estas jornadas cuya pervivencia y organización se deben a su empeño y
tesón. Gracias, querido Hugo.
Quiero también mostrar mi gratitud a las personalidades que están esta
tarde aquí: al embajador de la Orden ante el Reino de España, señor Jean
Marie Musy; al presidente de la Asamblea Española de la Orden, el conde de
Santa Olalla, y al vicealmirante don Marcial Gamboa, que tan generosamente
nos acoge. Muchas gracias.
Antes de comenzar a hablar de la Ínclita Orden de San Juan de Jerusalén,
es necesario hacer una breve contextualización histórica. Cuando, en 1789, se
produjo la Revolución francesa, se dio inicio a un proceso que acabó con el
Antiguo Régimen en Europa e hizo triunfar, en mayor o menor medida, con
relativamente pocas o muchas dificultades, el sistema liberal. Este cambio
supuso una mutación de todo orden, no solo en las fronteras o en los sistemas
de gobierno, sino en el imaginario y en las formas de vida de los hombres y
mujeres que vivieron el paso de la modernidad a la contemporaneidad. La
sociedad fue sin duda el ámbito donde más se dejó sentir este proceso, ya que
pasó de ser estamental, es decir, dividida en unos grupos sociales claramente
definidos desde tiempos inmemoriales, a ser una sociedad igualitaria en la que
la libertad y la equidad se convirtieron en banderas incontestables, al menos
de forma teórica.
Ahora bien, este proceso de cambio no fue instantáneo: hacía décadas que
los ilustrados europeos, especialmente los franceses, habían comenzado a
minar las bases de la sociedad estamental y habían escrito y hablado de la
necesidad de crear una nueva humanidad en la que un concepto innovador, el

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de ciudadano, desplazase al súbdito –noble o plebeyo–, valorando en él única-
mente una coordenada: el mérito personal. Con este ambiente como telón de
fondo, no es difícil imaginar que la Orden de Malta, una orden católica
paneuropea con grandes privilegios y cuyos miembros pertenecían a la aristo-
cracia, fuera un blanco fácil en aquella Europa de la Revolución.
En el caso de España, el paso del Antiguo Régimen al Estado liberal estu-
vo marcado por una serie de particularidades que hicieron que este tránsito
fuera más complejo que en otros países. Pero quizá esta dificultad fue, en
cambio, beneficiosa para que una institución como la Orden de Malta, clara-
mente ligada al sistema anterior, pudiera subsistir durante más de ochenta
años, si bien transformada y con grandes modificaciones. Pero el hecho es
claro: bajo la protección de los monarcas o como condecoración de Estado, la
conciencia de la existencia de una orden con un pasado eminente en la Penín-
sula logró conservarse.

La Orden de Malta en la Península. La caída de la isla y la actuación del


representante español. La orden bajo la protección del rey Carlos IV

Durante los siglos XII y XIII, los caballeros de la recién creada Orden de
San Juan de Jerusalén tuvieron una acogida excelente en el territorio peninsu-
lar, convirtiéndose así en una de las órdenes más importantes de la Península,
con una fuerte presencia antes, incluso, de la creación de las órdenes militares
hispanas.
El inicio de la edad moderna trajo pocos cambios en la religión hospitala-
ria en la Península. Los Reyes Católicos consiguieron la incorporación a la
Corona de los maestrazgos de tres de las cuatro órdenes militares, pero no de
los de la de San Juan, que gracias a su condición paneuropea mantuvo su
independencia, y los monarcas, pese a la tendencia unificadora, ratificaron los
privilegios sanjuanistas otorgados por los diferentes reyes, sus predecesores.
En el siglo XVIII comenzó una nueva etapa en las relaciones entre la Orden
y la Corona. Gracias a un acuerdo entre el gran maestrazgo maltés y la corona
de España, y con la anuencia de la Santa Sede, al frente del gran priorato de
Castilla y León se puso a un infante miembro de la real familia. En 1765,
Carlos III dispuso que el Gran Priorato fuera ocupado por su hijo el infante
don Gabriel, norma que se completó con otro breve de 1784 por el que Pío VI
otorgó un indulto a dicho infante y a sus descendientes varones legítimos para
poder gozar de la administración perpetua del Gran Priorato, a la vez que les
eximía de los requisitos de edad, profesión religiosa y otros exigidos por los
estatutos y reglas de la Orden para ostentar esa dignidad (1).

(1) Novísima recopilación de las leyes de España, libro VI, t. III, título III, ley XIII, Madrid,
1805, p. 25. Sobre este particular y todo lo relacionado con el infante don Gabriel y la Orden de
Malta, véase MUT CALAFEL, Antonio: Inventario del archivo del infante don Gabriel de
Borbón, Ministerio de Cultura, Madrid, 1985, introducción.

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Paralelamente, en estos mismos
años se había producido otro hecho
trascendental: en 1762, los reyes de
España iniciaron una relación diplo-
mática estable ante el Gran Maestraz-
go, establecido en la isla de Malta (2).
En 1797 se hizo cargo de la represen-
tación diplomática el caballero
sanjuanista Felipe de Amat, que trazó
las líneas maestras de la política espa-
ñola respecto a la Orden en aquellos
momentos (3). La situación de sumi-
sión de España respecto a Francia,
arrastrada desde la firma de la paz de
Basilea y de los tratados de San Ilde-
fonso, fue aún más evidente cuando
Amat disuadió a los integrantes de las
lenguas peninsulares de participar en
la defensa de la isla, sitiada por las
tropas napoleónicas, aprovechando el
descontento de los españoles, que se
consideraban perjudicados por los El zar de Rusia luciendo los distintivos san-
socorros y atenciones prestadas a sus juanistas
correligionarios procedentes de las
filas de la emigración francesa (4).
Durante la firma del tratado de capitulación, y ante las grandes tensiones
en el seno del Consejo, el gran maestre se vio obligado a pedir la mediación
extranjera para rendir la isla de una manera digna, y acudió precisamente al
representante español, considerado el único diplomático capaz de favorecer el
entendimiento entre los contendientes. La intervención de Amat, claramente
favorable a los intereses de Francia, incrementó las sospechas de que España
conocía de antemano el propósito del Directorio para ocupar Malta, colabo-
rando, además, en su ejecución.
La caída de la isla de Malta supuso un revés muy importante para la
Orden, que a partir de ese momento se encontró en una situación verdadera-
mente precaria: sin territorio, con un gran maestre acusado de traición, y en
unos momentos históricos totalmente contrarios al ideario y al espíritu sanjua-
nista. El gran maestre, Ferdinand von Hompesch, en su retirada, abdicó en el

(2) OZANAM, Didier: Les diplomates espagnols du XVIIIe siècle, Casa de Velázquez-
Maison des Pays Ibériques, Madrid, 1998, p. 488.
(3) QUIRÓS ROSADO, Roberto: «Estratégicos anacronismos. Malta, la Orden de San Juan y
la Corona española a finales del Antiguo Régimen (1795-1802)», Cuadernos de Historia
Moderna, vol. 34, 2009, p. 141.
(4) S ÁNCHEZ F ERNÁNDEZ , Jorge: «La diplomacia española y la rendición de Malta
(1788)», Investigaciones Históricas. Época Moderna y Contemporánea, núm. 19, 1999, p. 45.

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emperador Pablo I de Rusia, y casi al mismo tiempo, reunidos los bailíos,
comendadores y caballeros del gran priorato de Rusia con otros miembros de
la Orden en San Petersburgo, formalizaron en su nombre y en el de otras
lenguas y prioratos la elección del zar, confirmada por el romano pontífice y
aceptada por Pablo I, que se proclamó gran maestre el 13 de noviembre de
1798, estableciendo en la capital de su imperio la sede de la Orden (5).
El rey Carlos IV, tras conocer que el zar había tomado la Orden bajo su
mando intitulándose gran maestre, no reconoció su soberanía. Y lo hacía no
solo por ser Pablo I un monarca de religión no católica, sino sobre todo
porque no podía permitir que las rentas de los prioratos peninsulares salieran
de España. Lo que Carlos IV hizo fue declarar las lenguas españolas de la
Orden, sus grandes prioratos y asambleas y a sus encomiendas y caballeros
bajo la protección de la corona española, permaneciendo sometidas a su
soberanía y con independencia absoluta de cualquier rey extranjero, como
ocurría con las cuatro órdenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava y
Montesa (6).
Así, el Consejo de Castilla, en su pleno extraordinario celebrado el 13 de
abril de 1802, procedió a hacer pública la real orden respecto a las lenguas
melitenses. El documento regio se limita a decir que la situación de las poten-
cias europeas y la ausencia de guerras contra los berberiscos hacían poco útil
la Orden, lo que había hecho pensar a los príncipes que tenían en sus territo-
rios rentas de encomiendas sanjuanistas la necesidad de que fueran provecho-
sas a los pueblos que las producían. Esas habían sido las metas del elector de
Baviera, y esas mismas eran las que habían movido la voluntad del monarca
«para que no se rindiese en adelante tributo a Potencia ni Corporación extran-
jera», pudiéndose utilizar estas rentas en la creación de colegios, hospitales,
hospicios y otros establecimientos piadosos. Por esa utilidad pública, el rey

(5) Sobre el «golpe de Estado ruso» y la toma de la Orden bajo el mando del zar Pablo,
véase MADRID Y MEDINA, Ángela, y MARÍN MADRID, M.ª Teresa: «Proyección de las Órdenes
Militares. Una concordia entre la Orden de Malta y el zar de Rusia», Anuario Jurídico y Econó-
mico Escurialense, núm. 22, 1990. De especial interés para conocer estos sucesos es la obra de
BLONDY, Alain: L’Ordre de Malte au XVIIIe siècle. Des dernières splendeurs à la ruine, Éditions
Bouchène, París, 2002.
(6) Archivo Histórico Nacional (AHN), Estado, leg. 7166, Mariano Luis de Urquijo a
Pedro Gómez Labrador, Madrid, 15 de enero de 1801. El príncipe de la Paz dice en sus
memorias que fue él mismo quien aconsejó al rey que incorporase a la Corona las lenguas de
la Orden, afirmando que «al interés político de obrar de este modo, se añadía el económico». La
Orden de Malta –continúa Godoy– carecía en aquel tiempo de los ricos modos de subsistencia
de los que disfrutaba antes: las lenguas francesas ya no existían, las de Italia se encontraban
menguadas, en Baviera habían incorporado al Estado las lenguas y en Rusia se preveía algo
parecido. Y «en tal estado de estrechez y de pobreza verdadera en que se hallaba ya aquel cuer-
po medio muerto, y en verdad también profundamente decaído en su objeto y sus pasadas
glorias», la única solución para el valido era agregar las lenguas a la Corona, evitando así la
salida al extranjero de un capital necesario. RÚSPOLI, Enrique (ed. y est. preliminar): Memorias
de Godoy. Primera edición abreviada de «Memorias críticas y apologéticas para la historia
del reinado del Sr. D. Carlos IV de Borbón», La Esfera de los Libros, Madrid, 2008 (reimpre-
sión), pp. 160-164.

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declaraba incorporadas a perpetuidad a la Corona las encomiendas, bailiazgos
y prioratos de Castilla y León, Navarra y Aragón y Cataluña (gran castellanía
de Amposta), unidas a la de las órdenes militares de Santiago, Alcántara,
Calatrava y Montesa (7), y se proclamó a sí mismo gran maestre de la religión
sanjuanista, «para vigilar sobre su buen Gobierno y dirección» (8).

La Cruz de Gracia de San Juan de Jerusalén, primera condecoración


española de mérito

Cuando, en 1802, Carlos IV tomó la Orden bajo su protección, se produjo


un hecho verdaderamente insólito: en 1804, y hasta 1808, fueron nombrados
por la corona de España, motu proprio, veinte caballeros de gracia de la
Orden de San Juan. A partir de aquel momento, y hasta 1847, los reyes
nombraron a más de 200 caballeros, que lucían las insignias sanjuanistas y
nada tenían que ver, como ahora explicaré, con los sanjuanistas de justicia
que habían pasado a formar parte de la Orden antes de la caída de la isla en
manos francesas.
En este punto es necesario realizar una aclaración para poder entender el
fondo de mi exposición. Los honores premiales en el Antiguo Régimen esta-
ban reservados a la élite rectora de aquella sociedad: la nobleza. Así, en
primer lugar, en el sistema premial anterior a la invasión napoleónica se situa-
ba la grandeza de España y los títulos del reino. Inmediatamente por debajo se
encontraban los collares de la Orden del Toisón de Oro y los innumerables
hábitos de las órdenes militares con que los reyes premiaban los méritos y
servicios de sus súbditos nobles con carácter de verdadera condecoración.
Cierta novedad presentó la creación en 1771 de la Real y Distinguida Orden
de Carlos III: se trataba de una corporación que exigía pruebas de nobleza y
en la que ingresaron miembros de la más alta alcurnia, pero que tenía, a su
vez, un carácter más abierto a la emergente burguesía de carácter provincial y
a los comerciantes, pertenecientes, sin embargo, a la nobleza rural y de
provincias.
La peculiaridad de estos caballeros es que fueron nombrados sin presentar
pruebas de nobleza y, por tanto, fueron los primeros españoles distinguidos
con una auténtica orden de mérito antes de la creación de la Orden Real de
España por el gobierno intruso de José I, considerada hasta el momento la
primera orden española de mérito (9). Una minuta anónima de la primera
Secretaría de Estado, hallada en el Archivo Histórico Nacional de Madrid,

(7) Novísima recopilación, libro VI, t. III, tít. III, ley XIV, pp. 26-27.
(8) AHN, Estado, leg. 7166, minuta anónima, Madrid, 19 de junio de 1816.
(9) Así lo ha considerado tradicionalmente la doctrina premial. Sobre esta condecoración,
véase CEBALLOS-ESCALERA Y GILA, Alfonso de, y ARTEAGA Y DEL ALCÁZAR, Almudena de: La
Orden Real de España (1808-1813), Ediciones Montalvo, Madrid, 1997, o el artículo homóni-
mo del conde de Vallellano en la Revista de Historia y Genealogía Española, núm. 8, marzo-
abril 1928.

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confirma que la llamada Cruz de Gracia de la Orden de San Juan era una
verdadera orden de mérito abierta a todos los ciudadanos, sin distinción nobi-
liaria, que veían así premiada su valía. El anónimo informante dice así:

«A la verdad estas Cruces de grazia, sin pruebas ninguna, no son otra cosa que
el premio de llevar al pecho aquella insignia, pero si se vulgarizan, si no se consi-
deran como recompensa honorífica de servicios hechos al Rey y a la Patria, todos
la pedirán, al principio por el afán de condecorarse, y sucesivamente caerá en
desprecio, pues las distinciones en tanto se aprecian en quanto son más difíciles de
obtener» (10).

Por tanto, este es el único dato cierto que se conoce de esta Cruz de
Gracia: se trataba de una insignia para recompensar a beneméritos ciudadanos
los desvelos hechos en favor del rey y de la nación, otorgada sin los requisitos
tradicionales para su obtención, es decir, la presentación de pruebas de noble-
za. Y, en este punto, hay que preguntarse: ¿por qué esta orden de mérito no se
conoce? La respuesta, evidente, se encuentra en la creación en 1811 y 1814 de
dos importantes órdenes abiertas al mérito: San Fernando e Isabel la Católica.
Para ser caballero de estas no era necesario presentar prueba de nobleza algu-
na; es más, los recompensados con la de Isabel la Católica conseguían, al ser
agraciados, nobleza personal si no gozaban de ella (11). Por tanto, la aparición
de estas dos órdenes y la rapidez con que se popularizaron hicieron poco
atractivo solicitar la Cruz de Gracia sanjuanista. A esto hay que sumarle que la
tradición de otorgar estas cruces estuvo a punto de desparecer durante el
reinado de Fernando VII, quien concedió muy pocas y durante un lapso de
diez años no dispensó ninguna. Además, estas cruces no estaban reguladas por
una norma clara; no se publicaron unos estatutos, como ocurría con las citadas
órdenes. Los reyes, simplemente, se arrogaron el derecho a la concesión de la
Cruz en virtud del decreto de unificación de 1802.
Por otro lado, y puede ser este otro motivo del desconocimiento de la exis-
tencia de estas cruces, nada hay que haga pensar que durante los reinados de
Carlos IV y Fernando VII estos caballeros tuvieran vida corporativa, se
reunieran en capítulo o hicieran algún tipo de ceremonia, de carácter eclesiás-
tico o civil. Del mismo modo, no se conocen cuáles eran las insignias que
lucían, ni asuntos menores de organización o jerarquización. Únicamente se
sabe con certeza que la Cruz era concedida al aspirante por solicitud suya o de
algún familiar al rey; que los agraciados tenían que pagar la suma de 20.000
reales en metálico a la inclusa y hospicio de la Corte; que, en casi todos los
casos (al menos hasta la declaración de la mayoría de edad de Isabel II), la
Veneranda Asamblea, que sobrevivía y conservaba cierta actividad, era infor-
mada de la concesión de estas cruces de gracia, y que los caballeros condeco-

(10) AHN, Estado, leg. 7216, denegación de la Cruz de Gracia de la Orden de San Juan a
José Mayans y Mesa, s.l., 20 de junio de 1807.
(11) Constituciones de la Real Orden Americana de Isabel la Católica, Imprenta Real,
Madrid, 1836, pp. 14 y 15.

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rados no podían usar el uniforme
sanjuanista, reservado a los caballeros
de justicia (12).
Pero ¿a qué personas concretamen-
te se otorgó la Cruz? No hay duda de
que los solicitantes de la Cruz de
Gracia sanjuanista eran los miembros
de los estamentos superiores de la
sociedad. Entre los recompensados con
ella se encuentran militares, nobles,
funcionarios, algún clérigo, pero desta-
ca un perfil concreto: familiares de
caballeros de justicia de la Orden de
Malta. Un importante número de los
caballeros agraciados entre 1802 y
1847 consiguieron su cruz alegando ser
descendientes o familiares de caballe-
ros de justicia de la Orden que habían
La reina niña Isabel II
sido recibidos como tales antes de la
caída de la isla en 1798 (13).
En lo que respecta al número de
condecorados, los datos son claros. En el reinado de Carlos IV fueron conce-
didas un total de veinte cruces (14). Mucho menores fueron las concesiones
durante la Junta de Gobierno y bajo el mandato de la Junta Central Suprema y
Gubernativa del Reino, periodo en que su número se redujo a cuatro.
Tras la guerra, hay que esperar más de una década para que Fernando VII
vuelva a dispensar cruces sanjuanistas. En 1824 fueron concedidas algunas. En
total, durante el reinado fernandino fueron concedidas doce a una serie de
personajes principales, siguiendo la tónica del reinado de su padre (15).

(12) AHN, Estado, leg. 7219, Joaquín Caamaño a la reina María Cristina, Madrid, 29 de
marzo de 1840.
(13) Todos los expedientes de concesión de estas cruces, de 1804 a 1847, en AHN, Esta-
do, legs. 7212-7222.
(14) Concretamente se trata del marqués de Casa Desbrull, Anastasio Enríquez-Calderón,
el conde de Nieulant, los hermanos Miguel y Estaban M.ª de Ovando, Antonio Ballesteros, el
conde de Sotoameno, el marqués de Arneva, Baltasar de Suelves, Pedro Mariano de Goyeneche
y su hermano el arzobispo José Sebastián de Goyeneche, Antonio Domingo Porlier, el conde de
la Valenciana, Joaquín González Nieto, José Marín-Blázquez, Esteban Raimundo Murquín,
José M.ª Bermúdez de Castro, Camilo Gutiérrez de los Ríos, Pascual Vallejo y Pedro de Maca-
naz. Sobre estas concesiones, véase NIETO SÁNCHEZ, Carlos, y SALAZAR ACHA, Jaime de:
«Caballeros de gracia españoles en la Orden de Malta (1802-1808)», Hidalguía. La Revista de
Genealogía, Nobleza y Armas, núm. 358-359, mayo-agosto 2013, 391-427.
(15) Eran don Rodrigo Riquelme, Pedro M.ª Garrido, José y Manuel de Guzmán, Joaquín
Muñoz, Juan Pablo de Priego, el marqués de Heredia, Mariano Salamanca, Cristóbal de Govan-
tes, Vicente Álvarez de Eulate y los hermanos Juan Nepomuceno y José M.ª Domínguez
Sangrán. AHN, Estado. legs. 7213-7219.

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Una nueva época se abrió para la Cruz de Gracia sanjuanista con el inicio
del reinado de Isabel II. Durante la regencia de su madre se retomaron con
cierta fuerza las solicitudes y concesiones de cruces de gracia, pero se acen-
tuó, curiosamente, el valor de la opinión de la Veneranda Asamblea. Desde
ese momento, y hasta la proclamación de la mayoría de edad de la reina, todas
las solicitudes tuvieron el visto bueno de la Asamblea, y aquellas que fueron
informadas negativamente no fueron concedidas. Pero ¿siguió la reina regente
los mismos criterios que sus predecesores a la hora de conceder la Cruz de
Gracia? Un testimonio del bailío Joaquín Muñoz, dirigido a la reina goberna-
dora, es clave para comprender a qué personas exactamente estaba dirigida
esta condecoración en aquellos años: «Esta [cruz] solo se concede a Paysanos
y militares q.e acreditan ser Caballeros Nobles, con servicios hechos a la
Orden y recividos en ella alguna de sus familias» (16).
No es absolutamente veraz la frase del anciano bailío, ya que no todos los
caballeros nombrados durante la minoría de edad de Isabel II –un total de
cuarenta y siete (17)– tenían relación directa con la Orden o con los caballeros
de justicia, y no todos pertenecían al estamento de hidalgos, que por otra parte
había sido herido de muerte desde el inicio del proceso de confusión de esta-
dos en 1836.
Desde el mes de noviembre de 1843, cuando se proclama la mayoría de
edad de la reina, y hasta que se produce el decreto de reorganización de las
órdenes civiles en 1847, la soberana otorgó un total de 190 cruces de gracia,
casi el triple de las que se habían concedido entre 1804 y 1843. Y si hasta
ahora esta cruz era concedida de forma muy minoritaria, desde este momento
fue otorgada comúnmente. La lista de caballeros de gracia de la Orden de San
Juan en el tiempo comprendido entre noviembre de 1843 y julio de 1847
contiene a lo más granado de la sociedad de la época: grandes de España, títu-
los del reino, ministros, militares, diplomáticos, altos funcionarios, diputados
y senadores, junto con miembros de la emergente burguesía, banqueros o lite-
ratos. En pocas palabras, la Cruz de Gracia sanjuanista fue otorgada en esos
escasos cuatro años a las élites del reinado isabelino, pertenecientes en parte a
la antigua nobleza y al entorno de la Corte, así como a la nueva clase burgue-
sa, que irrumpe con fuerza en el entramado social decimonónico (18).
A partir del mes de marzo de 1846, y hasta el 26 de julio de 1847, la Cruz
de Gracia comenzó a otorgarse de forma masiva: 73 caballeros fueron
nombrados por la reina en 1846, y 93 de enero de 1847 al 26 de julio de 1847.
¿Cómo pueden interpretarse estas cifras? La respuesta es evidente: el decreto

(16) Ibídem, leg. 7215, Joaquín Muñoz a la reina María Cristina, Madrid, 7 de enero
de 1840.
(17) Entre estos caballeros pueden destacarse: el marqués de Casa-Hermosa, el conde de
Fontáo, Evaristo Pérez de Castro y Brito, el marqués de Santa Cruz, el conde de Triviana, José
de la Pezuela, el marqués de Hoyos, Alejandro del Cantillo o José de Villalonga. Los expedien-
tes relativos a la concesión se encuentran en los legajos de la sección de Estado del Archivo
Histórico Nacional citados con anterioridad.
(18) Los expedientes de concesión de estas cruces, en AHN, Estado, legs. 7220 y 7221.

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de julio de 1847 simplemente dio forma y reglamentación jurídica a lo que de
facto estaba ocurriendo desde hacía dos años, es decir, la Cruz de Gracia de
San Juan se otorgaba como una condecoración de Estado antes de la publica-
ción del decreto de reforma de las órdenes civiles españolas. Y el porqué de
este cambio, de este aumento considerable de los caballeros de San Juan, es
obvio: no era necesario hacer pruebas de nobleza, como ocurría aún con la
Orden de Carlos III, cuyo otorgamiento era ya una reliquia en un Estado en el
que no se reconocía la distinción de estados. La Cruz de Gracia sanjuanista se
había convertido en una condecoración de mérito, en una recompensa abierta
a todos los ciudadanos.

La creación de la Ínclita Orden de San Juan de Jerusalén

En la situación ya descrita, un real decreto de 26 de julio de 1847 reorgani-


zó todas las órdenes civiles existentes en aquel momento: las órdenes del
Toisón de Oro, San Juan de Jerusalén, Carlos III e Isabel la Católica, exclu-
yendo la Orden de Damas Nobles de María Luisa (19).
Al hablar de la Orden de San Juan, el ministro encargado de la reforma, el
jurista y literato Joaquín Francisco Pacheco, la calificaba como «recuerdo y
tradición de glorias muy altas», que por un lado no debía extinguirse, «mien-
tras que por otro es imposible que no reciba modificaciones». En la exposi-
ción de motivos de la reforma, el ministro hace un breve y certero repaso a la
historia de la Orden, que no era «un establecimiento particular de la Monar-
quía Española, sino que, creada por decirlo así fuera de los Estados políticos,
pertenecía en globo a la Cristiandad, y tenía como esta su existencia indepen-
diente». Pero, despojada de sus bienes y privilegios, no era sino una «sombra»
de tiempos pretéritos y no podía aspirar en aquellos momentos a otra cosa que
a ser «un monumento vivo que reproduzca a la vista de todos la heroicidad
cristiana y caballeresca de nuestros antepasados».
Siguiendo ese espíritu de su tiempo, apenas transcurridos dos lustros desde
que se había comenzado a tomar medidas conducentes a la confusión de esta-
dos, era imposible conservar el espíritu nobiliario de la Orden y la solicitud de
pruebas de nobleza. Pacheco hablaba en términos claros sobre este asunto:

«Aquí se presentaba al que suscribe una gran dificultad que ha procurado


resolver en el sentido del espíritu de nuestro tiempo. La Orden de San Juan, como
todas las de caballería de la Edad Media, exigía la justificación de nobleza en los
que en ella entraban. Ahora bien, esa justificación es, no solo fatal en las nuevas
ideas y repugnante a las modernas instituciones, sino que a cada momento se va
haciendo más dificultosa, y llegará pronto un instante en que de hecho no se pueda
practicar. Las leyes actuales no reconocen como distinción la hidalguía, no dan
más derecho a los hidalgos que a la generalidad de los Españoles, no pueden

(19) Gazeta de Madrid, 2 de agosto de 1847, pp. 1 y 2.

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sancionar, en fin, que haya dos clases
separadas por carta en la Nación. Era,
pues, imposible conservar en este arreglo
la condición de la antigua Nobleza. Y sin
embargo, la Orden de San Juan no debía
darse a todos; y ya que queremos su
conservación como un recuerdo aristocrá-
tico, era natural, era debido, era justo,
que no se concediese sino a personas que
pudieran legítimamente llamarse aristo-
cracia; no aristocracia exclusivamente de
nacimiento, sino aristocracia de mérito,
de servicios, de posición, de estima y de
opinión pública».

Difícilmente podía exponerse con


más claridad el pensamiento liberal:
no había lugar para la existencia de
una condecoración que exigiera
nobleza al aspirante a ella en una
sociedad que no reconocía la hidal-
Anónimo militar decimonónico que luce en su
guía ni la distinción de hecho entre
pasador, en primer lugar, la insignia de la sus ciudadanos. Y no podía hacerlo
Ínclita Orden de San Juan por ser contrario a los principios más
básicos en que se asentaba el Estado
y por la imposibilidad de realizar
estas pruebas y genealogías. Por ello, y «en recuerdo de glorias muy altas»,
se crea una nueva condecoración de Estado que quería recordar, al menos en
su nombre, a la Orden de Malta, si bien esta condecoración civil nada tenía
que ver con ella. De igual modo, poco tenía que ver la condecoración civil
que se iba a crear ni siquiera con las cruces de gracia que los reyes habían
otorgado desde 1804 y que durante años tuvieron el visto bueno de la Vene-
randa Asamblea: era simplemente la denominación lo que recordaba a aque-
lla otra orden.
El real decreto de creación de la Ínclita Orden de San Juan situó en segun-
do lugar en importancia a la nueva orden, precedida por el Toisón de Oro y
por delante de la Real y Distinguida de Carlos III. El artículo 3 de este decreto
dice literalmente que «se conservará como un recuerdo histórico, tradición de
las glorias nacionales, la de San Juan de Jerusalén», compuesta solo por caba-
lleros que no superarían a los 200 individuos. Para ser nombrado caballero era
necesario ser o haber sido senador, diputado o hijo de ellos; ser título del reino
o hijo de título; ostentar alguna dignidad eclesiástica o ser canónigo de alguna
catedral; ser o haber sido dos veces diputado provincial o consejero provin-
cial; ser o haber sido alcalde de poblaciones con más de 30.000 habitantes;
estar en posesión, al menos, del grado de coronel de los ejércitos; ser ministro
encargado de negocios, jefe político, intendente, fiscal o ministro togado; ser

100
Los caballeros de la Ínclita Orden de San Juan de Jerusalén José María Bover y José Guardia
luciendo el uniforme y las insignias de la Ínclita

o haber sido oficial en las secretarías de despacho o pertenecer las academias


nacionales.
En estas categorías se contenía la «aristocracia de mérito, de servicios, de
posición, de estima y de opinión pública», de la que hablaba Pacheco en la
exposición de motivos del real decreto. La «Ínclita» quedaba abierta al mérito
de los eclesiásticos, civiles y militares, y se constituía como una orden de
mérito para la nueva «aristocracia»: aquella que estaba emergiendo en el
recién estrenado Estado liberal español, formada por burgueses, militares,
políticos y los hijos de estos, académicos o jueces (20).
Muy pocos son los datos que se conocen sobre las actividades de estos
caballeros de la Ínclita, y únicamente puede deducirse que en algunas ciuda-
des, como Granada o Sevilla, tuvieron alguna vida corporativa al estar consti-
tuidos en forma de asociación (21). Asimismo se sabe que en 1857 un grupo
de caballeros comenzó a convocar anualmente una función religiosa para cele-

(20) Dos disposiciones más afectaron en los años sucesivos a la Ínclita Orden de San
Juan: una real orden de 20 de enero de 1848 por la que se prohibía el uso de la cruz de paño
blanca sobre el costado izquierdo, que quedaba reservado para los caballeros de justicia y
profesos, y otra de 28 de octubre de 1851 que equiparaba la Cruz a la Encomienda de Carlos III
e Isabel la Católica.
(21) Esta conclusión se obtiene al cotejar las listas de caballeros que muchos años
después, en 1886, enviaron su nombre para pasar a formar parte de la recién creada Asamblea
Española. El timbre del papel en que hacen figurar tal nombre refleja la denominación y los
emblemas de estas asociaciones locales de caballeros de la Ínclita.

101
brar el dogma de la Inmaculada, proclamado por Pío IX en 1854. En aquella
primera ceremonia estuvieron presentes el rey consorte y el infante don Fran-
cisco de Paula, gran castellán de Amposta y bailío de Lora, asistiendo más de
200 caballeros a la iglesia de Santo Tomás, del convento de Frailes Predicado-
res de Madrid (22). Algunos de esos caballeros fueron los mismos que, unos
años después, aparecen reflejados en un opúsculo titulado Ínclita Orden Mili-
tar de San Juan de Jerusalén. Catálogo de caballeros que se han asociado
para sostener las funciones religiosas, el cual permite saber que existía una
comisión permanente de fiestas, nombrada por los infantes don Sebastián
Gabriel y don Francisco de Paula, que contaba incluso con dos maestros de
ceremonias (23). La confusión, como se ve, reinaba de forma clara en los
caballeros de Malta españoles, participando miembros de justicia en los actos
de los caballeros de la Ínclita e interviniendo unos y otros en la vida melitense
hispana.
Por tanto, y en conclusión, en aquellos momentos y en adelante subsistie-
ron en España cuatro tipos de «caballeros de Malta», por llamar de algún
modo, de forma sencilla, a esta realidad. En primer lugar, los supervivientes
–cada vez menos– que habían sido recibidos como caballeros de justicia antes
de la caída de Malta en 1798; en segundo, los caballeros de gracia sanjuanis-
tas nombrados por Carlos IV, Fernando VII y durante el reinado de Isabel II
(hasta julio de 1847), que recibían esta gracia en virtud del gran maestrazgo
que los reyes se habían arrogado en 1802, sin que ningún decreto o norma
regulara esas concesiones; en tercero, aquellos españoles que en el periodo
comprendido entre 1802 y 1847 habían recibido la cruz sanjuanista de los
lugartenientes del Gran Maestrazgo de la Orden, llamados «caballeros de
devoción» (24) y, por último, los caballeros de la Ínclita Orden de San Juan de
Jerusalén. En algunos casos, un mismo caballero podía ser caballero de justi-
cia y caballero de gracia sanjuanista, e incluso alguno de los caballeros de
justicia fue recompensado con la Ínclita.

(22) Véase la Memoria presentada por la Ínclita Orden Militar de San Juan de Jerusalén
por los caballeros don Luis Pérez Rico, don Joaquín de Aspiazu y Cuenca y don Fernando
Martínez de Vallejo, individuos que han compuesto la Comisión nombrada por la Asamblea
para disponer y preparar todo lo concerniente a la función solemne celebrada el 27 de Abril en
la Real Iglesia de Santo Tomás, con motivo de la declaración dogmática del Misterio de la Fe
de la Inmaculada Concepción de María Santísima, Madrid, 1857. Cit. en CEBALLOS-ESCALERA
Y GILA, A.; SÁNCHEZ DE LEÓN Y COTONER, A., y PALMERO PÉREZ, D.: La Orden de Malta en
España, Palafox y Pezuela, Madrid, 2002, p. 54.
(23) Publicada en Madrid por Aguado, impresor de cámara de Su Majestad, en 1864.
(24) Concretamente se tiene noticia cierta de un caballero de devoción nombrado por la
lugartenencia de la Orden en el tiempo transcurrido desde que Carlos IV la puso bajo la protec-
ción de la Corona y la creación de la Ínclita. Se trata del mallorquín Jorge Ballester de Oleza,
recibido en el grado de caballero de justicia, in gremio religionis, el 10 de enero de 1837
gracias a un breve pontificio que lo exoneraba de las preceptivas pruebas de nobleza. Este caba-
llero, tras contraer matrimonio con Ana Rafaela Cabrera y Aquilán, solicitó y obtuvo el pase a
la categoría de caballero de devoción, hecho que se produjo el 23 de febrero de 1837. Archivo
de la Soberana Orden de Malta, fondo Processi, PR 3876.

102
La vuelta a la obediencia de Roma y la creación de la Asamblea Española

Ante esta situación, y dada la


diversidad de caballeros hispanos, la
Santa Sede decidió consultar al
gobierno de España sobre la reorga-
nización de las lenguas y la delega-
ción de la jurisdicción eclesiástica,
para poner algún orden en la difícil
situación de los sanjuanistas españo-
les. En una pro memoria entregada
al representante de la reina en Roma
el 5 de agosto de 1861, la Sede
Apostólica manifestó que, existien-
do en Roma una lugartenencia del
gran maestre, jefe supremo de la
Orden, reconocido como único y
legítimo jefe por las diferentes
lenguas y por la misma Santa Sede,
no se podía admitir la existencia de
otro gran maestrazgo en España.
Añadía esta memoria que no eran
conformes con los primitivos estatu-
tos de la Orden las modificaciones
introducidas en la «Sección Españo- El marqués de Molins
la», que se había convertido en una
institución distinta de la antigua, «de
la cual –puntualizaba– no tenía de común más que el nombre». Cuatro años
más tarde, a petición del ministerio, la Sección de Estado y Gracia y Justi-
cia del Consejo de Estado fue consultada sobre el punto concreto de la
jurisdicción eclesiástica y manifestó que, después de los reales decretos de
26 de julio de 1847 y 28 de octubre de 1851, y de lo dispuesto por el artícu-
lo 11 del concordato, que disponía el cese de sus temporalidades, la Orden
estaba suprimida (25). Así, aunque subsistía de hecho el ejercicio de la
jurisdicción privilegiada mientras viviesen los poseedores de algunas de
sus dignidades, la Orden estaba abolida de derecho (26). Todo ello llevó a
la reina Isabel II a no dispensar nuevas cruces de la Ínclita Orden de San

(25) Dice así: «Cesarán también todas las jurisdicciones privilegiadas y exentas, cuales-
quiera que sea su clase y denominación, inclusa la de San Juan de Jerusalén». Cit. en PIÑUELA,
E.: El concordato de 1851, Editorial Reus, Madrid, 1921, p. 43.
(26) AHN, Estado, leg. 7229, exposición de motivos hecha al rey Alfonso XII para la
firma del decreto de reforma de la Orden de San Juan. En 1873, la Sede Apostólica suprimió
definitivamente la jurisdicción exenta de la Orden, cuyas iglesias y monasterios pasaron a
depender desde ese momento, desde el punto de vista canónico, de los ordinarios diocesanos.

103
Juan de Jerusalén, siendo la última concesión la realizada a don Antonio
Amil y España, el 13 de abril de 1861 (27).
Mientras tanto, el papa, por breve pontificio de 28 de mayo de 1879, resta-
bleció la dignidad de gran maestre en la persona de Juan Bautista Ceschi di
Santa Croce (28), habiendo sido reconocido por casi todos los países de Euro-
pa. Desde ese momento, todas las dignidades y los hábitos de la Orden se
comenzaron a conferir por el Gran Maestre, y sus uniformes volvieron a ser
admitidos en todas las cortes.
La Santa Sede, y muy especialmente el secretario de Estado, Ludovico
Jacobini, cardenal muy afecto a la Orden, pretendieron desde ese momento
el relanzamiento y la restauración de la Orden de Malta y la vuelta a la
obediencia romana de las lenguas españolas. Así, Jacobini, que además era
gran prior sanjuanista, llamó la atención del embajador de España ante el
papa León XIII, el marqués de Molins, para que excitase al gobierno español
a seguir el camino emprendido por otras cortes europeas y pusiera fin a la
separación de las lenguas hispanas, volviendo a la obediencia de Roma (29).
Molins se entrevistó igualmente con el gran maestre, quien hizo dos peticio-
nes al representante español: que el rey siguiera sin dispensar la Ínclita como
lo había hecho hasta ese momento, y que «permitiese que sus súbditos espa-
ñoles pudieran obtener del Gran Maestre (…) la de justicia, previo beneplácito
y las pruebas de nobleza de antiguo exigidas» (30).
Y muy pronto debieron de surtir efecto las intimaciones del gran maestre,
ya que el ministro de Estado llamó la atención del rey explicando que no sería
regular que, existiendo la Orden de San Juan, dejaran de formar parte de sus
ramificaciones las lenguas de Castilla y de Aragón, que tanto contribuyeran al
esplendor sanjuanista, siendo necesaria la derogación de todas las disposicio-
nes relativas a la Orden durante ese siglo y el reconocimiento de la autoridad
del gran maestrazgo de Roma, que en adelante otorgaría los hábitos sin inter-
vención alguna de la corona de España (31).
De acuerdo con las razones del ministro, y tras la consulta al Consejo de
Ministros, el rey decretó que las concesiones de hábitos de la Orden de San
Juan serían en adelante hechas por el gran maestre nombrado por el Papa, con
arreglo a las condiciones exigidas por la Orden y en vista del informe de una
Asamblea Española de futura creación. Esta sería el fruto de la unión de las
dos Asambleas, la de Castilla y la de Aragón, y el Gobierno, de acuerdo con el
Gran Maestre, determinaría sus atribuciones. La obediencia a Roma no supon-

(27) Su expediente de concesión, en AHN, Estado, leg. 7229.


(28) Una copia original de la bula de nombramiento de gran maestre a favor de Ceschi di
Santa Croce, en AHN, Estado, leg. 7229.
(29) Ibídem, minuta sin lugar ni fecha del cardenal Jacobini al marqués de Molins.
(30) Ib., sin lugar ni fecha, El marqués de Molins al marqués del Pazo de la Merced. No
se conserva esta exposición en el Archivo Histórico Nacional, ni puede asegurarse con certeza
que fuera enviada desde el Gran Maestrazgo, en cuyo archivo tampoco se conserva copia.
(31) Ib., Informe del Ministerio de Estado sobre la Orden de Malta, San Ildefonso, 4 de
septiembre de 1885.

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dría cambios en los caballeros españoles, ya todos ellos pertenecientes a la
Ínclita Orden de San Juan; y, tal y como dice el artículo 3 del decreto de unifi-
cación: «Los actuales caballeros conservarán en la nueva organización sus
insignias y uniformes así como los privilegios que les concediese el gran
magisterio en nombre de Su Santidad» (32), no pudiendo usarse en España las
insignias de la Orden sin previa autorización del Ministerio de Estado (33).
Por último, en virtud de esta disposición soberana, quedaron derogados todos
los decretos relativos a la Orden que habían sido promulgados en el siglo XIX:
el de unión de lenguas a la Corona de 1802, y los tres relativos a Ínclita Orden
de San Juan de Jerusalén de 1847 y 1851 (34).
En 1886, el Gran Maestrazgo elevó al gobierno de España una propuesta
para la constitución de la nueva Asamblea Española de la Orden (35). Las
disposiciones propuestas por el gran maestre fueron aprobadas por la reina
regente el 27 de diciembre de 1886 (36). Desde ese momento se inició un
proceso importante: la confección de la lista de caballeros pertenecientes a
la Ínclita Orden de San Juan que se conserva en el Archivo Histórico Nacio-
nal (37). La lista, que se inicia con Evaristo Pérez de Castro (38) y termina
con Telesforo Asensio García, condecorado en enero de 1861, recoge los
caballeros que fueron nombrados desde los inicios del reinado de Isabel II
hasta que dejó de concederse la Ínclita Orden de San Juan de Jerusalén (39).
Estos listados, según la documentación encontrada en el Archivo Histórico
Nacional, estaban concluidos el 5 de octubre de 1887 (40), siendo enviados
poco después al Gran Maestrazgo; y, pese a que habían sido formados «con la

(32) En esta frase se encuentra el privilegio por el cual los caballeros de honor y devoción
españoles han mantenido desde el siglo XIX la cruz octogonal blanca plena, la misma que es
usada por los caballeros profesos, si bien el texto literal cita únicamente a los «actuales» caba-
lleros españoles, es decir a los que estaban vivos en aquel momento, pertenecientes a la Ínclita
Orden de San Juan de Jerusalén.
(33) El decreto se encuentra reproducido en AHN, Estado, leg. 7229, y en AHN, Asuntos
Exteriores, leg. 341.
(34) AHN, Estado, leg. 7229, decreto relativo a la Orden de San Juan, San Ildefonso,
Segovia, 4 de septiembre de 1885.
(35) Ibídem, informe redactado por José Gutiérrez Guerra, oficial de la Subsecretaría del
Ministerio de Estado, sin lugar ni fecha.
(36) Ib., minuta de Segismundo Moret al marqués de Molins, Madrid, 27 de septiembre
de 1886.
(37) En la Gaceta de Madrid fue publicado un anuncio que dice así: «Debiendo proceder-
se á la reorganización de la Asamblea de la Orden de San Juan, todos los caballeros de dicha
Orden se servirán enviar al ministerio de Estado en el término de un mes, á contar desde el día
de la publicación de este aviso, una nota en que consten sus nombres y apellidos, residencias y
fecha del decreto de concesión; en la inteligencia que de no verificarlo en el plazo marcado, no
figurarán en la lista de los individuos de la Orden mencionada. Palacio 15 de Enero de 1887. El
Subsecretario José Gutiérrez Agüero». Gaceta Madrid núm. 16, de 16 de enero de 1887, p. 147.
(38) En puridad, según este dato, no solo pertenecían a la Ínclita estos caballeros, sino
también el grupo de caballeros de gracia nombrados por la Corona antes del decreto de 1847.
(39) La lista, en AHN, Estado, leg. 7229.
(40) Ibídem, minuta de Segismundo Moret al marqués de Molins, Madrid, de 5 octubre
de 1887.

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mayor escrupulosidad posible, el gobierno español desea reservarse, sin
embargo, la facultad de enviar el nombre de los caballeros que por justa
causa no hayan reclamado hasta ahora su admisión en las referidas listas y
que tengan derecho á figurar en ellas» (41). En este punto se encuentra uno
de los asuntos más controvertidos de la historia de la Orden en España en el
siglo XIX. Hasta ese momento, los caballeros españoles eran caballeros de
gracia nombrados por la Corona, pero gracias al real decreto magistral 5810
se aprobó el pase a honor y devoción de 316 caballeros que habían obtenido el
visto bueno de la Asamblea Española. Pero ¿realizaron las preceptivas prue-
bas de nobleza para pasar a formar parte de la tercera clase de la Orden como
caballeros de honor y devoción? Todo hace pensar que no y todo indica que
aquellos que lo solicitaron pasaron de ser caballeros de gracia nombrados por
la corona española a ser caballeros de honor y devoción (42).
El último asunto pendiente, con el que se concluyó la deseada vuelta a la
obediencia de Roma de lo que allí conocían como «Sección Española», fue
la composición de la primera junta de gobierno de la Asamblea Española,
presidida por el marqués de Molins y con el duque de Nájera como vicepre-
sidente (43). Con el nombramiento de presidente realizado en Roma por el
gran maestre Cesci el 7 de diciembre de 1889, se concluyó el proceso de
unificación de las dos lenguas españolas que habían sido tomadas bajo la
protección de la Corona hacía más de ochenta años (44).

Conclusión

No hay duda de que la historia de la Orden de Malta en el siglo XIX en


España es compleja, como complejo fue ese siglo en el que quedó diseñado,
no sin esfuerzo, el entramado liberal y el sistema político español.

(41) Ib., minuta de la secretaría, s.l., de 20 de julio de 1888, al nuncio apostólico, Angelo
di Pietro.
(42) No es fácil dirimir este asunto. En primer lugar, no se conserva en el Archivo Histó-
rico Nacional ni un solo expediente de pruebas de esos caballeros, cuando, en cambio, la docu-
mentación relativa a la vuelta a la obediencia de Roma es completísima. Tampoco se conserva
el archivo de la Asamblea Española de la Orden de Malta, que al parecer ardió en la Guerra
Civil. Pero lo que apoya la teoría aquí sostenida es la ausencia total de documentación en los
archivos magistrales de la Orden, donde debería conservarse, si no esas pruebas completas, sí al
menos una mención de ellas. Sin embargo, ni un solo documento relativo a este particular se
conserva en el archivo de la Orden en Roma. Por último, es más que evidente que algunos de
los caballeros que pasaron a honor y devoción no pertenecían a familias de la nobleza titulada,
ni eran poseedores de hidalguía por línea paterna y materna, mientras que otros –quizá el caso
más significativo es el del rey consorte, Francisco de Asís– no pidieron su admisión como caba-
lleros de honor y devoción. El elenco de estos caballeros que fueron miembros de la Ínclita y
pasaron a ser caballeros de honor y devoción fue publicado bajo el título Lista de los caballeros
de la Soberana Orden Militar de San Juan de Jerusalén. Lengua de España (Castilla y
Aragón), Imprenta de don Luis Aguado, Madrid, 1890.
(43) AHN, Estado, leg. 7229, minuta sin lugar ni fecha.
(44) Una copia manuscrita por el duque de Nájera se conserva en AHN, Estado, leg. 7229.

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A través de esta conferencia he querido mostrar cómo la Orden tenía una
importancia capital para la corona española, que ya antes de la caída de Malta
en manos de los franceses se había convertido en uno de sus grandes apoyos.
Solo gracias a esta importancia y a la necesidad del Erario puede entenderse
que Carlos IV tomara las lenguas de la Orden bajo la protección de la Corona;
que él y sus sucesores comenzaran a distribuir una cruz de gracia, primera
orden española de mérito antes de la creación de la Orden Real de España y
de las de Isabel la Católica y San Fernando, y que años más tarde, con la revo-
lución liberal triunfante, se creara una orden civil llamada «Ínclita Orden de
San Juan de Jerusalén». Pero, frente a esto, tampoco cabe duda de que todas
estas realidades constituyeron algo muy diferente de lo que en realidad era la
Orden de Malta: la Cruz de Gracia sanjuanista y la Ínclita Orden de San Juan
solo recordaban en su nombre a aquella otra orden que en tiempos había sido
un baluarte contra el islam en el Mediterráneo y en la propia Península.
Tampoco puede olvidarse que la unión de lenguas fue hecha sin autoriza-
ción de la Santa Sede, que no emitió una bula a favor del monarca y que se
limitó a no oponerse a la medida ni a lo que ella representaba. Pese a ello, la
Corona fue la encargada de mantener vivo el legado sanjuanista y, tras un
lapso de ochenta años, ese legado –ya histórico, sin patrimonio alguno al
haber sido desamortizado– volvió al Gran Maestrazgo. Por tanto, estas trans-
formaciones fueron positivas ya que, a la larga, hicieron que se conservara
una importante noción de la existencia de una orden que había dejado una
gran impronta en la Península. La Orden de Malta sobrevivió en mayor o
menor medida gracias al recuerdo que supuso la existencia de una condecora-
ción de mérito y puramente de Estado años después. Además, esta medida
tuvo una importancia capital: creó unos nexos muy estrechos entre los monar-
cas españoles y la Orden de Malta, y el hecho de que, desde Carlos IV, todos
los soberanos hayan sido bailíos grandes cruces de ella es un ejemplo más que
significativo.
Y fue la misma corona de España la que comprendió rápidamente que era
absurdo mantener una situación como la española con tres tipos de caballeros
de San Juan: los caballeros de gracia nombrados antes de 1847, los caballeros
de la Ínclita y aquellos que había sido recibidos como caballeros de devoción
en el extranjero. Por ello, no tardó en aceptar el consejo de la Santa Sede y
declarar nulos los decretos por los que la Orden dependía de la Corona,
iniciándose así un proceso de vuelta a la obediencia a Roma que se coronará
con la creación de la Asamblea Española.

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