Informe de Lectura 2

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INFORME DE LECTURA N°2: DEBATES HISTORIOGRÁFICOS

Jorge Benítez Saavedra

Joan Wallach Scott, Género e historia, FCE, 2011: Cap. IV.


Laura Lee Downs, “From women’s history to gender history”, en Writing History. Theory
and practice, Holder Arnold, Londres, 2003, pp. 261-281.

El presente informe se propone sistematizar una discusión en torno a la categoría de género


y sus posibilidades de uso tanto para la historiografía en general como para la historia del
mundo del trabajo y los procesos de formación de clase en particular. Para eso se analizarán
dos textos que han marcado posiciones contrapuestas en el debate sobre la relación entre
género e historia, así como entre género y clase social: por un lado, el artículo de Laura Lee
Downs titulado ( )“De la Historia de las Mujeres a la Historia de Género”; y en segundo
lugar, el texto de Joan Scott ( )titulado “Las mujeres en la formación de la clase obrera en
Inglaterra”, que forma parte del capítulo IV del libro “Género e Historia”. En base a la
revisión crítica de ambos planteamientos intentaré esbozar algunos insumos de análisis en
mis líneas de interés, como son las relaciones de clase, las culturales laborales y el mundo
del trabajo.

El artículo de Downs se centra en la evolución de la escritura histórica sobre las mujeres


desde mediados de la década de los 80, problematizando la manera en que las historiadoras
feministas han desplegado el concepto de género para abrir nuevos dominios de
investigación. Para ello reconstruye los principales hitos de la historiografía sobre las
mujeres y el género, deteniéndose en el análisis de dos obras específicas: El trabajo de
Leonore Davidoff y Catherine Hall, que se puede traducir como “Fortunas familiares.
Hombres y mujeres de clase media inglesa, 1780-1850”; y el trabajo de Lynda Roper
titulado “Edipo y el Diablo. Brujería, Sexualidad y Religión en los inicios de la Europa
Moderna”.

En términos generales, Lee Downs plantea que la incorporación de la categoría de género al


campo de la historiografía, apuntalada en el giro posestructuralista, ha marcado una
reconfiguración de los métodos de investigación y objetos de estudio que habían
predominado en la producción feminista de los años setenta, lo que se ha traducido en un
distanciamiento de la historiográfica respecto a una serie de puntos interconectados: 1) un
distanciamiento respecto a la experiencia de la mujer en el ámbito del trabajo (los trabajos
de los 70 se habían interesado por visibilizar la participación de la muer en el mundo del
trabajo) 2) un distanciamiento respecto a la problemática de clase y de la conexión entre
capitalismo y patriarcado (nociones como “sistema dual” “doble explotación”, “modos de
producción doméstica” “división sexual del trabajo” 3) un distanciamiento respecto a la
historia de las propias mujeres como sujeto.

La reconstrucción que hace Lee Downs permite advertir entonces una suerte de
desplazamiento de las categorías de análisis propias de la nueva historia social, en especial
de la noción de experiencia, siendo sustituida por los planteos posestructuralistas sobre el
discurso, vehiculizando así toda una maniobra epistemológica orientada a sacar de escena a
las mujeres, a su experiencia concreta y la manera en que la opresión es vivida a través de
sus cuerpos, volviendo a relegarlas a la invisibilidad que habían mantenido en la
historiografía patriarcal tradicional. Como nos muestra Lee Downs, en lugar de incorporar
la categoría de género como herramienta que permita inscribir las experiencias de las
mujeres en un contexto más amplio de relaciones sociales, que permita comprender las
vivencias de opresión en base a los significados socialmente construidos sobre la diferencia
sexual, que era una tarea que ya se habían propuesto las feministas de los años 70, la
entrada del giro posestructuralista en la historiografía y el abandono de la categoría de
experiencia ha significado la pérdida de la subjetividad, de la importancia de la agencia y
del carácter relacional y conflictivo de la vida social de las mujeres.

Es en ese sentido que resulta pertinente un análisis crítico del texto de Joan Scott, en cuanto
nos permite comprender en mayor profundidad el giro antifeminista que supone el abordaje
del género desde las perspectivas posestructuralistas. En dicho capítulo, la autora discute
las propuestas de Thompson en torno al proceso de formación de la clase obrera en
Inglaterra, sosteniendo que su obra - la que se convertiría en la mirada canónica de la nueva
historia social - no solo estaría apoyada en un uso todavía “esencialista” de la categoría de
clase, sino que además y a consecuencia de ello, invisibilizaría el papel que la categoría de
género, en tanto discurso sobre la diferencia sexual, jugó en la construcción de la categoría
de clase. Dicho cuestionamiento se podría esquematizar en tres movimientos
argumentativos:

1_ Según Scott, a pesar de los esfuerzos de Thompson por ofrecer una reformulación del
concepto de clase que la divorcie del determinismo económico, su propuesta no logra
desprenderse de la idea de conciencia de clase como inmanente a las relaciones de
producción. Esto queda de manifiesto en la narrativa histórica de la obra, en la cual operan
supuestos implícitos que vinculan la identidad de clase al espacio productivo. Para
Thompson, según el relato de Scott, la clase en el fondo no es totalmente construida como
ella esperaría –porque justamente Scott asocia “lo construido” con “lo discursivo”- sino que
necesita de algo externo a los sujetos, la “experiencia” de la explotación, sin darse cuenta
de que dicha experiencia está determinada por las categorías utilizadas por los actores para
organizar las percepciones del mundo. En este sentido, para la autora, Thompson caería en
el mismo error de Stedman Jones al no reconocer que la clase es, en sí misma, de manera
necesaria y suficiente, una construcción discursiva.

2_ Esta restricción, según Scott, hace que Thompson mantenga una noción de identidad de
clase como una especie conciencia unificada, análoga a la conciencia individual; y tal como
Stedman Jones no pudo visualizar la multiplicidad de sentidos en la construcción de la
identidad de clase debido a una comprensión literal del lenguaje, Thompson estaría
guiándose por una construcción teleológica universalizada que excluye otras posibles
contribuciones al proceso de formación de la clase obrera. En ese sentido, para Scott,
Thompson estaría excluyendo el papel de lo femenino en la construcción de la clase obrera
al no darle un valor a la domesticidad y a la expresividad y concebir la clase solo a partir
del núcleo de experiencia determinado por la “explotación”.

3_ Pareciera que lo que Scott está criticando entonces es la invisibilización del papel de la
mujer en la formación de la clase obrera, pero esto es sólo en apariencia, pues de hecho
reconoce que en la narrativa de Thompson sí aparece la mujer, pero para ella el problema
de fondo estaría en que éstas solo son incluidas en el relato en la medida que su rol se ajusta
a los criterios masculinizados con que se ha construido el concepto de clase en la obra de
Thompson. Para Scott las construcciones de género no corresponden necesariamente al
papel desempeñado por hombres y mujeres, sino a los elementos que simbolizan la
diferencia sexual en términos de “femenino” o “masculino”; debido precisamente a que el
género es, antes que un conjunto de relaciones sociales concretas, una trama discursiva. De
esta manera, lo que Scott le cuestiona a Thompson, no es tanto la exclusión de la mujer,
sino la falta de reconocimiento del lugar simbólico de la “feminidad” como supuesto
reducto de resistencia frente a la modernidad.

La revisión crítica que hace Scott de la obra de Thompson en base al esquema Lenguaje-
Género-Clase, se puede resumir entonces en dos prerrogativas simples: a) tanto la clase y el
género son ante todo construcciones discursivas y b) El discurso del género participa de
manera determinante en la construcción de la identidad de clase y viceversa,
constituyéndose la una a la otra. En esos términos, para Scott la historia no sería
protagonizada por los sujetos históricos reales y las relaciones de conflicto y cooperación
que establecen a través del tiempo, sino por categorías lingüísticas que se determinan entre
sí, apelando a un abstracto y fantasmagórico “sujeto del discurso”.

Una cosa es asumir que la categoría de género es una construcción social, y otra cosa es ir
más allá y decir que el género es una realidad meramente discursiva, es decir, reducir la
complejidad de lo social y su dialéctica al puro nominalismo del lenguaje. Todo ello
incluso ha redundado en un problema más grave, y es que a partir de esta lectura
posestructuralista no se pueda explicar el cambio histórico - que es el problema central de
la historiografía – pues los significados asociados al género ni siquiera encontrarían su
génesis y su posibilidad de modificación en las prácticas sociales concretas sino en la
determinación recíproca que ejercerían otras categorías lingüísticas, dejando a la
historiografía sin la posibilidad de responder a la pregunta del por qué y hacia dónde se
producen los cambios en los significados asociados a la diferencia sexual.

Lo más paradójico es que esta nueva “mística de la feminidad”, como la definió Betty
Friedan (1963), no solo pierde de vista a la mujer, sino que además vuelve a naturalizar
aquellos rasgos que han sido asignados por el patriarcado, porque precisamente lo que
busca cuestionar, en última instancia, no es el patriarcado en sí mismo, sino el sistema de
valores de la modernidad, y en especial el papel que juega la razón como articulador de la
acción política de la clase obrera. Mientras las mujeres concretas defienden la aspiración
histórica de ser consideradas en el espacio público como sujetos políticos y racionales; este
feminismo abstracto de la diferencia rema en sentido contrario, desaprobando estas
aspiraciones –por ser masculinizantes, a modo de “falsa conciencia femenina”- e
imponiéndole a la política los valores posmodernos de la “expresividad”, la “multiplicidad”
y la “poesía”. Lo que resulta de lo anterior es que el género pierda sustantividad para el
mundo social y político, siendo utilizado como excusa para abrirle las puertas al
posmodernismo y no para articular un sujeto que permita sostener materialmente la lucha
contra las formas de opresión y explotación femeninas.

En el fondo, para el posestructuralismo el patriarcado es una realidad discursiva, pero sin


rostro, sin sustancia, sin sujeto histórico que lo encarne. Por eso su horizonte no es la lucha
contra la opresión de la mujer sino la deconstrucción del género y los binarismos; un acto
“performativo” dirán, pero un acto que tiene un carácter nominalista, pues sostiene la
creencia de que modificando la manera de nombrar el mundo se está cambiando el mundo
propiamente tal. Por un lado, el feminismo requiere un posicionamiento político que asuma
la lucha contra el patriarcado sobre la base de apropiarse del ser mujer desde la experiencia
de las propias mujeres, es decir, afirmándose desde la identidad para reivindicar intereses
específicos que no siempre responden a los intereses de la clase obrera como conjunto;
mientras que el giro posestructuralista, por el contrario, lo que plantea es subvertir
cualquier forma de identidad, liberarse de la opresión de las categorías más que de la
opresión que ejercen determinados seres humanos sobre otros.

¿Es la categoría de género la que ha desdibujado la presencia de las mujeres en la historia?


¿Habrá que volver a una historia social de las mujeres frente a las distorsiones culturalistas
que plantea el problema de los discursos de género? Reconociendo que ambos campos
tienen alcances diferentes, creo que éstos tienen cierta interdependencia y que tanto una
historia social de las mujeres como una historia del género resultan necesarias y deben
remitirse la una a la otra, ya sea con el interés de reafirmar el horizonte político de la lucha
feminista, o con el objetivo de abrir nuevas dimensiones de análisis en la comprensión de
los procesos históricos implicados en las transformaciones del mundo del trabajo, las
relaciones de clase y el despliegue del capital.

Para ello es necesario asumir que la determinación específica de la clase obrera no depende
de ninguna conformación cultural, sino que está dado por el tipo de vínculo social que se
sostiene en el ámbito de la producción. Dicha determinación específica de la clase obrera le
confiere una potencia como sujeto histórico y ciertas tendencias que resultan necesarias
para su realización, lo que no implica que no tenga otras determinaciones que le son
inespecíficas. El género en cambio, es una categoría que se sustenta sobre la diferencia
sexual y que por lo tanto se encarna sobre los cuerpos sexuados; no obstante, en sí misma
no está determinada por dicha condición anatómica y sus contenidos no guardan una
relación de necesidad con ese sustrato biológico sino de tipo simbólico. En otras palabras,
la categoría de género es, en efecto, una construcción socio-cultural (aunque no meramente
lingüística) que se reproduce en el discurso y actúa sobre las prácticas sociales,
movilizando los significados asignados a la diferencia sexual para justificar ciertas
relaciones de opresión y dominación.

El desafío que se abre a partir de la lectura de Lee Downs consiste en recuperar la


experiencia de las mujeres y todo lo que se perdió con el desplazamiento de la historia
social y al mismo tiempo responder a los dilemas que quedaron planteados tras la irrupción
del giro lingüístico ¿Cómo abordar, por ejemplo, la noción de género en tanto construcción
social, de manera que no naturalice la noción de mujer o de hombre pero que al mismo
tiempo permita articular identidades colectivas desde las cuales encarar la lucha política, es
decir, construir una política de las identidades? El estudio de la categoría de género como
producción discursiva resulta pertinente para ilustrar las continuidades y discontinuidades
que han experimentado las formas de representar, imaginar y significar socialmente la
diferencia entre los sexos en diferentes ámbitos de producción discursiva, como la
medicina, la justifica, el Estado; pero sin desatender la manera en que estos discursos son
reproducidos, actualizados, modificados y apropiados por los sujetos en contextos
interaccionales concretos, así como la forma en que se acoplan con las formas de
organización social promovidas por el capitalismo.

Como señala Lee Downs, la historia de las mujeres, al alero de la historia social, contribuyó
a la visibilización de la mujer obrera y su presencia en el espacio de trabajo y en el ámbito
sindical, facilitando por tanto su reconocimiento como actor histórico y su contribución a la
construcción de las identidades de clase. No obstante, la categoría de género permitiría dar
cuenta de otras formas de opresión que se entrelazan con su situación de clase en diferentes
ámbitos de experiencia (trabajo, familia, vida comunitaria, sexualidad, cuerpo),
imprimiendo además una mirada más relacional. Una pregunta pertinente en esta línea sería
explorar, por ejemplo, los discursos sindicales en torno a la participación laboral femenina
y si ésta ejerció alguna influencia en las reivindicaciones, repertorios de acción o en la
política sindical. Del mismo modo, se vuelve pertinente explorar el papel de la mujer así
como de los discursos de género que formaron parte de la cultura política de diferentes
fuerzas sindicales y partidarias.

Una segunda línea de análisis sobre la relación entre género y clase ha consistido en
explorar la manera en que la división social del trabajo ha estado permeada por la
diferencia sexual, tanto en la diferenciación entre labores y oficios considerados como
femeninos y masculinos, como en la diferenciación entre espacio productivo y espacio
doméstico. Esta última línea resulta paradigmática en cuanto a las posibilidades de
aplicación de la teoría de género al campo de los estudios del trabajo y la clase obrera, en
tanto permite comprender la forma en que los procesos de proletarización, urbanización e
industrialización fueron acompañados por políticas sustentadas en la diferencia sexual, y a
su vez, la manera en que los significados e imaginarios culturales en torno a la noción de lo
femenino y masculino operaron como el fundamento ideológico de estas políticas, siendo
reproducidos tanto a nivel de los discursos del Estado como de actores obreros.

A esta línea también pertenece el trabajo de Davidoff y Hall sobre la clase media francesa,
y que es citado por Lee Downs para mostrar el intento de la autora por restituir la
experiencia de las mujeres en las problematizaciones sobre el género, relacionando las
dinámicas de formación de clases con la división sexual del trabajo y la separación público-
privado como fórmula de reproducción del capital y como construcción social de la
diferencia sexual. En el caso chileno, por ejemplo, esta línea de investigación ha sido
representada por los trabajos de Thomas Klubock (1998), Karin Rosemblatt ( ) y Elizabeth
Hutchinson (2015). Y es que el siglo XX latinoamericano ofrece una inmejorable
oportunidad de explorar diversos cruces entre la relaciones de género y el proceso de
formación de clase, a propósito de las políticas llevadas a cabo tanto por el Estado como
por el empresariado para asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo y que tuvieron
como foco principal la promoción del modelo de familia burguesa basado en la
domesticidad femenina. De hecho, el campo de investigación sobre la historia de las
emociones, la sexualidad y el género también pueden inscribirse en este marco, analizando
los efectos que tuvieron las políticas de proletarización e industrialización en el
disciplinamiento del cuerpo y las relaciones afectivas entre los géneros, así como también
la manera en que las formas paternalistas de autoridad patronal se apoyaron sobre
determinadas sensibilidades y significaciones asociadas a la masculinidad.

Por último, es necesario adelantar el desafío de pensar las nuevas formas de acoplamiento
entre género y clase en el escenario del capitalismo tardío, pues las políticas de
reproducción social resultan más selectivas, diferenciadas y limitadas que en el período
desarrollista. En ese sentido, aun cuando el discurso de la domesticidad femenina ha ido en
retirada en algunos segmentos de la clase obrera, la ausencia de políticas estatales de
reproducción y protección social ha conllevado a que las mujeres todavía sigan cumpliendo
un papel importante en el ejercicio de los cuidados. Por otra parte, aun cuando existen
mayores posibilidades de autonomía femenina y mayor acceso al mercado de trabajo, los
altos niveles de precarización en vastos segmentos de la población obrera siguen
presionando hacia la mantención de las relaciones conyugales como estrategia de
reproducción, constituyendo un factor inercial en cuanto a las formas tradicionales de
concebir la relación entre los géneros.

REFERENCIAS

Betty Friedan (1963). “La mística de la feminidad”.


Hutchinson, E. (2015). Labores propias de su sexo. Género, Políticas y Trabajo en chile
urbano 1900-1930. Santiago: LOM.
Klubock, T. (1998). Contested Communities. Class, Gender, and Politics in Chile’s. El
Teniente Copper Mine, 1904- 1951. Durham, Carolina del Norte: Duke Univertsity Press.
Lee Downs, L. (2003). “From women’s history to gender history”, en Writing History.
Theory and practice, Holder Arnold, Londres. pp. 261-281.
Por un hogar bien constituido: el Estado y su política familiar en los Frentes Populares. En:
Rosemblatt, K. (1995). Godoy, L et al. “Disciplina y desacato: construcción de identidad en
Chile. Siglos XIX y XX”. Santiago: SUR: CEDEM.
Scott, J. (2011). Género e Historia. México: FCE. Cap. IV.

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