Trabajo A Distancia Moral I 2023
Trabajo A Distancia Moral I 2023
Trabajo A Distancia Moral I 2023
Cabellos P. (2014)
1. Introducción
La referencia a la conciencia es algo habitual en el hombre. Y puede ser que si nos preguntan:
¿qué entiendes por conciencia?, la respuesta sea que la conciencia es aquel hábito que
determina la bondad o la malicia de los actos. ¿Eso es así? ¿Es la conciencia la única norma
moral? La conciencia, ¿crea la bondad o la malicia de nuestras acciones o, por el contrario, se
adecua a una norma objetiva? Vamos a intentar resolver estos interrogantes tan fundamentales
para la vida del hombre, pues de ellos depende, en gran parte, su salvación eterna.
Sin embargo, no podemos pensar que vamos a abordar el tema en toda su profundidad pues
para ello haría falta tratar de la existencia de Dios y de su Providencia, de la existencia de una
realidad y de un orden objetivo; de la verdad y de la divinidad de la religión católica; de la
filosofía de la educación, etcétera.
No obstante, abordaremos dos temas: la formación y la conciencia, para posteriormente
estudiar la formación de la conciencia y de ahí sacar unas consecuencias prácticas para dicha
formación.
2. Formación
a) Formación y verdad
b) Verdad y libertad
Nuestra posibilidad de ser libres es fruto de nuestra capacidad de conocer la verdad. Porque «la
libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el Bien, en el cual
solamente reside la felicidad. De este modo el Bien es su objetivo. Por consiguiente el hombre
se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto --prescindiendo de otras
fuerzas-- guía su voluntad»(1). Por eso, «la madurez y responsabilidad de estos juicios --y, en
definitiva, del hombre, que es su sujeto-- se demuestran no con la liberación de la conciencia
de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al
contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar»(2).
Si nuestro conocimiento sobre lo que debemos hacer es falso, si nos hemos equivocado, es
indudable que nuestro obrar no es libre («La verdad os hará libres»: Jn 8, 32). Decidir en el
error es degradarse, actuar coaccionado por unos datos falsos que nos llevarán a tomar una
decisión forzada.
En cambio, la verdadera formación no aliena, no priva de libertad, sino que es dadora de
libertad. Por eso promoverá el amor a la verdad, a la libertad, a la responsabilidad, al
conocimiento claro y profundo de los hechos.
c) Derecho a la verdad
Decimos que el hombre puede alcanzar la verdad, pero a veces falla en el intento; pues para
alcanzar la verdad, a veces el itinerario es largo, laborioso, con dificultades, con
apasionamientos..., y es posible el error. Esa es una limitación radical del hombre que no puede
ser ignorada. Por eso, decimos que el hombre es sociable, es decir, necesita de los demás para
llegar a ser lo que puede ser, tanto en el plano biológico, como científico y religioso. Y como
es una necesidad, es un derecho que tiene todo hombre a recibir ayuda de los otros. Y eso no
es cosa distinta de la formación: ayudar a los demás a encontrar la verdad.
La formación en el terreno religioso será el soporte seguro para que conociendo la Verdad y
viviendo la Libertad, lleguemos al Amor. Por eso, ha dicho un reciente documento de la Iglesia
que «la apertura a la plenitud de la verdad se impone a la conciencia moral del hombre, el cual
debe buscarla y estar dispuesto a acogerla cuando se le presente»(3).
Para esta tarea exhorta el Concilio Vaticano II «a todos, pero especialmente a los que se cuidan
de la educación de otros, a que se esmeren en formar hombres que, acatando el orden moral,
obedezcan a la autoridad legítima y sean amantes de la genuina libertad; hombres que juzguen
las cosas con criterio propio a la luz de la verdad, que ordenen sus actividades con sentido de
responsabilidad y que se esfuercen por secundar todo lo verdadero y lo justo, asociándose
gustosamente con los demás»(4).
a) Conciencia moral
La conciencia moral ordena a la persona, «en el momento oportuno, practicar el bien y evitar
el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las
que son malas (Cfr Rom 1,32»(5); es decir, la posibilidad de ver nuestros propios actos en
relación con los planes de Dios.
Al hablar de algo bueno o malo lo hacemos siempre por referencia a un «patrón». Pero ¿es la
misma conciencia? o ¿es algo objetivo? Lo veremos a continuación, pero podemos adelantar
que la norma suprema de conducta es la ley divina. La conciencia sólo descubre si sus acciones
encajan con lo que Dios quiere. En consecuencia la conciencia es norma próxima (subjetiva,
personal, inmediata) de moralidad, pero la norma suprema (objetiva) es la ley de Dios.
El cogito, ergo sum de Descartes ha influido en la mente del hombre moderno más de lo que
normalmente se supone. Desde Descartes existe la tentación de dar por real lo que la evidencia
interior asegura: existo porque pienso, y no es así. La verdad es: «pienso, porque existo». La
mesa existe no porque la piense yo, sino porque tiene una realidad extramental. La postura
cartesiana pasada al terreno de la ética se explicitaría del siguiente modo: «pienso que está
bien, luego se puede hacer», «no lo veo claro, pues entonces no lo hago».
Y evidentemente eso no es así. El entender sigue al ser, no le precede. En moral, el hombre
tiene la posibilidad de conocerse y conocer sus actos, como consecuencia de que existe y tiene
un fin, una ley por la cual conducir sus actos. Por eso, «la conciencia no es la única voz que
puede guiar la actividad humana. Y su voz se hace tanto más clara y poderosa cuando a ella se
une la voz de la ley de la autoridad legítima. La voz de la conciencia no es siempre infalible,
ni objetivamente es lo supremo. Y esto es verdad particularmente en el campo de la acción
sobrenatural, en donde la razón no puede interpretar por sí misma el camino del bien, sino que
tiene que valerse de la fe para dictar al hombre la norma de justicia querida por Dios, mediante
la revelación: el hombre justo --dice San Pablo-- vive de la fe»(6). Porque Dios nos ha elevado
al plano sobrenatural nos ha hecho partícipes de su misma naturaleza divina. Por eso, por
encima de la conciencia está la ley de Dios. «La norma suprema de la vida humana es la propia
ley divina, eterna, objetiva y universal»(7).
La libertad humana es una cualidad del hombre que le permite querer o no querer lo que la
inteligencia le muestra. Sólo interviene para facilitar o impedir la Ley, pero no interviene como
si fuera una facultad de crear normas. Las normas están ahí y el hombre las ve o renuncia a
verlas, pero no puede crearlas, porque tratar de convertir la propia conciencia en norma última
de moralidad es tanto como querer colocarla en lugar de Dios y su ley. Con la imagen de lo
que se dice en el Génesis --«De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la
ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio»
(Gen 2, 16-17)--, «la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no
pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento que
puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia,
porque puede comer 'de cualquier árbol del jardín'. Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre
debe detenerse ante el 'árbol de la ciencia del bien y del mal', por estar llamado a aceptar la ley
moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena
realización en esta aceptación. Dios, que sólo Él es Bueno, conoce perfectamente lo que es
bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos» (VS,
35). Por eso, hemos de concluir que «la conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y
exclusiva para decidir lo bueno y lo malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un
principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de
sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano,
como se entrevé ya en la citada página del libro del Génesis (2, 9-17). Precisamente, en este
sentido la conciencia es el sagrario íntimo donde resuena la voz de Dios. Es la voz de Dios,
aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del que
humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente
la conciencia encuentra en esta referencia su fundamento y su justificación»(8).
En consecuencia, no hay una autonomía del hombre frente a Dios. Por eso, dice Juan Pablo II
que: «En efecto, la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que ésta
se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente
a los oídos de su corazón advirtiéndole... haz esto, evita aquello. Tal capacidad de mandar el
bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave
del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, en lo más profundo de su conciencia descubre el
hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer
(Gaudium et spes), n. 16»(9).
4. Clases de conciencia
Por razón de su concordancia con la ley de Dios, la conciencia puede ser recta o verdadera y
errónea, según si sus dictados se adecuan o no a esa ley. La errónea puede ser vencible (si no
se ponen todos los medios para salir del error) e invencible (si puestos todos los medios no se
puede salir del error). Se debe seguir la conciencia recta y verdadera y también la
invenciblemente errónea.
Por razón del asentimiento que prestamos a lo que la conciencia nos dicta ésta se divide en
cierta, probable y dudosa, según el grado de seguridad que se tenga. Se debe seguir la
conciencia cierta; en algunos casos la probable, pero nunca la dudosa; hay que salir antes de la
duda.
No es lo mismo estar seguro de algo que dar en el clavo. La primera es la conciencia cierta, la
segunda es la conciencia verdadera. Una es la seguridad subjetiva y la otra la objetiva. Pues
bien, no basta con «estar seguro» (conciencia cierta), además hay que actuar con la ley
(conciencia verdadera).
Limitarse a una seguridad personal es ponerse en lugar de Dios, que es el único que no se
equivoca. Por ese camino se acaba confundiendo lo espontáneo con lo objetivamente bueno.
En cambio, «fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien y al
mal»(10).
Por la limitación humana puede ocurrir que un hombre esté cierto de algo que no sea verdadero.
Por eso mismo, no es el ideal tener meramente una conciencia moral cierta: hay que tender a
tener, además, una conciencia recta o verdadera. La conciencia, «para ser norma válida del
actuar humano tiene que ser recta, es decir, verdadera y segura de sí misma, y no dudosa ni
culpablemente errónea»(11). Una persona que actúe contra su conciencia, peca; pero también
peca por no ajustar deliberadamente sus dictámenes a la ley de Dios que es la norma suprema
de actuación. «El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos
de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la
conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y
caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral» (CEC, 1792).
Por eso, apelar a la conciencia para eludir la norma, que quizá por falta de formación --o incluso
por mala fe-- se desconoce, es absolutamente equivocado.
Es cierto que hemos de decidir con nuestra propia conciencia, y también que nadie nos puede
forzar a actuar contra ella, pero no es menos cierto que tenemos el grave deber de que los
dictados de esa conciencia se ajusten a lo que Dios quiera, que es tanto como decir que esté
bien formada, que sea recta o verdadera.
5. Formación de la conciencia
Por lo que llevamos dicho podemos concluir que es necesaria la formación y especialmente
acuciante para un hombre de fe que quiere conocer mejor a Dios, y se da cuenta de que «la
religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se
conforma --que no se aquieta-- si no trata y conoce al Creador»; por eso verá que «el estudio
de la religión es una necesidad fundamental» y que «un hombre que carezca de formación
religiosa no está completamente formado»(12). Por eso recalca el Catecismo que «hay que
formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz.
Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del
Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a
influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las
enseñanzas autorizadas» (CEC, 1783).
En cualquier materia intentamos alcanzar el mayor número de conocimientos para ser doctos
en aquel saber. Y si no los alcanzamos, evitamos hablar del tema por indoctos. Pero, ¿sucede
lo mismo con los temas relativos a la fe ya la moral? Muchas veces se pontifica sobre lo que
se ignora. Por todo ello, «la conciencia tiene necesidad de formación. Una educación de la
conciencia es necesaria, como es necesario para todo hombre ir creciendo interiormente, puesto
que su vida se realiza en un marco exterior demasiado complejo y exigente»(13). Añade el
Catecismo que «la educación de la conciencia es tarea de toda la vida (...) garantiza la libertad
y engendra la paz del corazón» (CEC, 1784).
Por ello, la formación de la conciencia seguirá reglas parecidas a las de toda formación. Sin
embargo, a la hora de aplicarlas, no podemos olvidar un dato importantísimo: lo que
pretendemos al formar la conciencia no es simplemente alcanzar una habilidad o desarrollar
una facultad, sino conseguir nuestro destino eterno. Esto nos lleva a ver unos cuantos
presupuestos básicos de la formación de la conciencia.
Los hombres, para conocer nuestro destino sobrenatural y los medios para alcanzarlo,
necesitamos de la Revelación. En este sentido, no somos «espontánea y naturalmente
cristianos». La palabra de Dios no sólo asegura que una cosa conduce al hombre a su fin natural,
sino que informa también su meta sobrenatural y todo lo que le acerca a ella. Lo objetivamente
revelado confirma y corrobora, además, las disposiciones sembradas por el Espíritu Santo en
el alma que está en gracia.
Pues bien, como decía Pío XII, la moral cristiana hay que buscarla «en la ley del Creador
impresa en el corazón de cada uno y en la Revelación, es decir, en el conjunto de las verdades
y de los preceptos enseñados por el Divino Maestro. Todo esto --así la ley escrita en el corazón,
o la ley natural, como las verdades y preceptos de la revelación sobrenatural-- lo ha dejado
Jesús Redentor como tesoro moral a la humanidad, en manos de su Iglesia, de suerte que ésta
lo predique a todas las criaturas, lo explique y lo transmita, de generación en generación, intacto
y libre de toda contaminación y error»(14).
La Iglesia, pues, a través de su Magisterio ordinario y extraordinario es la depositaria y maestra
de la verdad revelada. De ahí que «los cristianos, en la formación de su conciencia, deben
prestar diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia»(15). Difícilmente podría
hablarse de rectitud moral de una persona que desoiga o desprecie el Magisterio eclesiástico:
«el que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia; y el que
me desprecia, desprecia al que me envió» (Lc 10,16). Por tanto, para un cristiano, sí no hay
unión con la Jerarquía --con el Papa y con el Colegio Episcopal en comunión con el Papa--, no
hay posibilidad de unión con Cristo. Ésta es la fe cristiana, y cualquier otra posibilidad queda
al margen de la fe. Y no sólo cuando es Magisterio extraordinario, o bien ordinario y universal,
sino también cuando es auténtico: «la mayor parte de las veces lo que se propone e inculca en
las Encíclicas pertenece por otras razones al patrimonio de la doctrina católica. Y si los Sumos
Pontífices pronuncian de propósito una sentencia en materia disputada, es evidente que según
la intención de los mismos Pontífices, esa cuestión no puede considerarse ya como de libre
discusión entre los teólogos»(16).
Será, pues, el Magisterio eclesiástico la fuente fundamental para la formación de la conciencia.
Como recordaba Juan Pablo II: «Entre los medios que el amor redentor de Cristo ha dispuesto
para evitar este peligro de error [hace referencia a la conciencia venciblemente errónea], se
encuentra el Magisterio de la Iglesia: en su nombre, posee una verdadera y propia autoridad de
enseñanza. Por tanto, no se puede decir que un fiel ha realizado una diligente búsqueda de la
verdad, si no tiene en cuenta lo que el Magisterio enseña; si, equiparándolo a cualquier otra
fuente de conocimiento, él se constituye en su juez; si, en la duda, sigue más bien su propia
opinión o la de los teólogos, prefiriéndola a la enseñanza cierta del Magisterio»(17). Pero ¿cómo
encaja esta afirmación con la libertad religiosa proclamada por el Concilio Vaticano II? Vamos
a verlo.
La libertad religiosa proclamada por el Concilio Vaticano II tiene un sentido preciso: «La
libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto
a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil» (18). Lo que especifica es que
no puede haber ninguna autoridad civil que pueda imponerse en el tema religioso. Pero en
ningún momento habla de la libertad de conciencia, acuñada por la doctrina laicista, porque
esta doctrina hace de la conciencia el sumo principio y criterio de verdad, negando la ley de
Dios, de la que se declara independiente.
Por eso decimos: no a la libertad de conciencia (conciencia autónoma frente a Dios), y sí a la
libertad de las conciencias (no se puede impedir desde fuera que cada uno siga su conciencia
en materia religiosa). Por lo tanto, podemos decir con la Gaudium et spes: «...sean conscientes
que no deben proceder a su arbitrio, sino que deben regirse por la conciencia, la cual ha de
ajustarse a la ley divina, dóciles al Magisterio de la Iglesia que interpreta auténticamente esa
ley, a la luz del evangelio».
Hemos llegado al punto en que podemos explicitar las normas y medios para la formación de
una conciencia recta o verdadera. Sin embargo, esas normas o medios no los podemos ver
como una concesión de nuestra parte «porque no queda más remedio». No es la formación un
meterse entre carriles que nos llevan a donde no queremos ir, sino medios que nos llevan a la
Verdad y al Amor.
Si no actuamos así es que no tenemos deseos de formarnos. Y la queja de Cristo tiene que ser
un revulsivo para nosotros, pues como Él mismo dice se debe a la libre negativa del hombre:
«¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis sufrir mi doctrina» (Jn 8, 43).
También hay que tener en cuenta que puede costar no pocos sacrificios seguir una conciencia
rectamente formada, pues no olvidemos que una vida cristiana, llevada hasta sus últimas
consecuencias, no puede excluir la cruz: «el que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo
y tome su cruz y sígame» (Mt 16,24.).
Por último, al formar la conciencia, no se puede caer en el encasillamiento interior, pero
tampoco en la ignorancia o desprecio de las normas de la Iglesia. Una buena educación estará
tan lejos del escrúpulo como de la «manga ancha». Es preciso tener las ideas muy claras y que
luego las aplique cada uno a su manera con libertad y responsabilidad personales.
Una buena formación de la conciencia tendrá que partir de una base de seria búsqueda de ese
Dios-Hombre, que ha descendido hasta nosotros haciéndose tan cercano. Una búsqueda que
debe ya estar marcada en su inicio con la honradez de pechar con todas las consecuencias del
encuentro, porque Cristo nos llama no para que le admiremos como un ser excepcional; nos
llama para que le sigamos hasta identificarnos con Él. Por eso, otra actitud revelaría miedo a
Dios, miedo al encuentro. Por lo tanto, en primer término, será preciso leer el Evangelio. «Al
regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: 'Que busques a Cristo: Que
encuentres a Cristo: Que ames a Cristo'.
»--Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?»(19).
I. LA NOCIÓN DE CONCIENCIA Esa especie de definición cuenta con una larga historia. En
la filosofía moral tradicional solía decirse que, si la norma objetiva constituye la regla última
y remota de las acciones, la conciencia constituye su regla próxima. De ahí surgiría la
obligación de seguir los dictados de la conciencia, aunque estuviera equivocada. Los manuales
de Teología Moral gustaban de describir la conciencia como la conclusión de un silogismo. A
partir de la premisa mayor, que estaría constituida por los primeros principios morales —
aunque algunos la identificaban peligrosamente con la ley— y en confrontación con la
situación concreta, encerrada en la premisa menor, se deducía un juicio práctico sobre la
moralidad de las acciones concretas, ya realizadas o sólo proyectadas. Esta descripción parecía
razonable. Sin embargo, dejaba todavía un amplio espacio al relativismo. Por una parte,
aquellos primeros principios eran percibidos por una especie de intuición, que solían llamar la
«sindéresis» —palabra curiosamente surgida de un error de los copistas—, que significaba la
capacidad de discernimiento moral. Por otra parte, tal confrontación de la acción concreta —o
de la omisión— con los primeros principios había de llevarse necesariamente a cabo mediante
el ejercicio de la virtud de la prudencia. Naturalmente, los manuales suponían en la persona
una mínima voluntad de buscar el bien y realizarlo. Y, por otro lado, suponían también una
sintonía social —y hasta política— entre los valores morales y su normatividad. Es verdad que
los manuales de Teología Moral preveían también algunas situaciones en las que pudiera no
funcionar correctamente ese delicado mecanismo. O bien porque fallase la intuición sobre los
primeros principios, es decir, sobre los valores éticos fundamentales, o bien porque el ejercicio
de la virtud de la prudencia se hubiese falseado. Tal deterioro podría suceder a causa de la
educación recibida, la presión ambiental o el tirón de los propios intereses. De ahí que, siglo
tras siglo, los maestros de la moral cristiana reflexionaran sobre las posibilidades y los riesgos
tanto de la conciencia antecedente como de la consecuente. Diseccionaron la noción de
«conciencia» en sus elementos intelectuales y volitivos. Analizaron sus grados de verdad
objetiva y de certeza subjetiva. Establecieron unos criterios operativos para orientar el
comportamiento responsable en esas situaciones delicadas en que el dictamen de la conciencia
personal puede entrar en conflicto con las opiniones de la comunidad, con las normas
establecidas y aun con otros valores que también parecen ser vinculantes en conciencia. Es ésa
una larga historia que no debería ser evocada sin admiración y respeto. Esa historia ha ido
cargando la noción de «conciencia» de una riqueza casi inabarcable de connotaciones, como
ya sugiere uno de sus estudiosos más insignes: «La palabra conciencia evoca en nuestros
espíritus la idea múltiple de un testigo permanente en nuestra vida psíquica; de un juez del bien
y del mal moral, cuyo sugerimiento o cuyo refuerzo se ofrece a nosotros; de un responsable
ante este juez de todo lo que emana de nuestro querer; eventualmente, de un vengador, en este
responsable, de las violaciones del orden sancionado por este juez. Y estas diversas funciones
(...) las evoca la palabra conciencia como otros tantos comportamientos o estados, como otros
tantos atributos de un mismo yo, que, gracias a su poder de reflexión, puede asistir a lo que
sucede en él, hacerse la ley, comparecer ante su propio tribunal, sufrir, en fin, del desacuerdo
o gozarse de la armonía que contrasta entre lo que cree deber hacerse y lo que hace». En
términos menos evocadores, la encíclica Veritatis splendor nos ofrece una especie de definición
de la conciencia al presentarla como «acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el
conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la
conducta recta que hay que elegir aquí y ahora». Tras esta breve evocación de la noción de
conciencia, conviene ahora recordar la diversa terminología utilizada al referirse a ella, así
como a las cuestiones de la relación de la conciencia con la presión grupal o de los pasos que
habitualmente sigue su educación.
1. Terminología relativa a la conciencia
Los manuales de Teología Moral solían hacer una distinción, que no parece desacertada, entre
la conciencia habitual y la conciencia actual.
a) La conciencia habitual era presentada como la potencia psicológica de la que proceden los
juicios morales concretos. Una fuerza, una disposición anímica preparada para formar y emitir
tales juicios. Solían decir, desde otro punto de vista, que la conciencia habitual es en realidad
la misma facultad de juzgar moralmente, la misma capacidad para articular una jerarquización
de los valores éticos. Es una especie de estimativa ética que configura la silueta moral de la
personal. Surge hoy inevitable la pregunta por los elementos culturales que pueden modificar
esa capacidad estimativa en un período de crisis. Según la calidad objetiva de los juicios que
formula, y mejor aún, según su objetiva sintonía con los valores éticos, la conciencia habitual
suele subdividirse todavía en conciencia recta y defectuosa
— Conciencia recta. Su juicio coincide, de ordinario, con los valores morales fundamentales y
dirige efectivamente la acción en ese sentido. En última instancia, tal conciencia estaría
iluminada por la verdad misma del ser humano, como ya se ha sugerido en esta obra. Tal
coincidencia objetiva no es fácil de describir y de realizar. Hoy estamos lejos de recaer en la
«falacia naturalista» y, por otra parte, hemos descubierto la historicidad e itinerancia del ser
humano y de sus decisiones. Como afirma el citado Ph. Delhaye, «La conciencia no es un dato
adquirido de una vez para siempre; es un fondo que hay que explotar». Su misma itinerancia y
gradualidad mantiene la conciencia abierta a una continua perfectibilidad. Puede, de hecho,
perfeccionarse en dos direcciones: en la apropiación e internalización subjetiva de los valores
y del «precepto» de Dios, y en la identificación cada vez más clara y objetiva con ese mismo
«precepto». El proceso de educación de una conciencia recta requiere evidentemente un
esfuerzo de lucidez, de sinceridad y de generosidad. — Conciencia defectuosa. La
inadecuación a los valores objetivos, que constituye el «defecto», puede manifestarse en dos
formas contrapuestas. O bien porque la conciencia tiende a minimizar en un caso concreto las
exigencias morales, y en consecuencia a suprimir el sentimiento de toda inadecuación y
culpabilidad. O bien porque tiende a vivir en el miedo y la continua inseguridad —
frecuentemente enfermiza— la atención a las exigencias morales de los valores. En el primer
caso estamos ante una conciencia ancha o laxa, y a veces farisaica, cauterizada por la hipocresía
(cf. 1 Tim 4,2) o deformada por la educación y la costumbre de admitir como válido cualquier
comportamiento. En el segundo caso nos encontramos ante una conciencia escrupulosa, a veces
generada por causas psicopatológicas y con frecuencia reforzadas por factores exteriores. En
otros tiempos era frecuente contraponer la tipología global de la persona escrupulosa a la de la
persona más bien laxa. Cada día nos convencemos más de que las cosas no son tan simples.
No sólo se da una diferencia diacrónica en una misma persona, que va evolucionando en sus
valoraciones morales, sino que, con frecuencia, la misma persona es más escrupulosa respecto
a unos valores éticos, mientras se muestra excesivamente despreocupada frente a otros, bien
por intereses personales o por educación y presión social. b) La conciencia actual sería un juicio
práctico que determina, ya en la situación concreta, que debe realizarse tal acción por ser buena,
o que debe omitirse por ser mala. Naturalmente, los manuales de Teología Moral no dejaban
de advertir que tal juicio podía versar también sobre acciones u omisiones del pasado. La
reflexión ulterior, como luego se verá, ha visto ese juicio de conciencia como un
acto de discernimiento sobre la preferibilidad de una determinada decisión en medio de esa
encrucijada de bienes y valores en que se decide toda acción humana. La Teología reciente ha
vuelto a descubrir la importancia que, en este contexto, ya Santo Tomás de Aquino atribuía al
ejercicio de la virtud de la prudencia. De todas formas, la Moral tradicional también en este
caso extremaba sus divisiones y matizaciones:
— Si se atiende a la naturaleza del acto responsable, se habla de conciencia antecedente cuando
el juicio valorativo precede al acta para ordenarlo, permitirlo o prohibirlo. Se habla, en cambio,
de conciencia consiguiente cuando se trata de una reflexión sobre el acta realizado, para
aprobarlo o condenarlo. No se trata solamente de una situación temporal ante el acto concreto.
El acto es inseparable del agente. Así que el juicio de conciencia es, en el fondo, una asunción
del yo ideal y un retorno reflejo al yo real. Una reflexión interdisciplinar, de la mano de la
moderna psicología, ayudaría a ver esta antigua división desde un punto de vista existencial y
más integrador del dinamismo personal.
— Según su conformidad con el valor objetivo, se habla de conciencia recta o verdadera, o
bien de conciencia errónea o falsa. En el tratamiento tradicional, tal distinción se aplicaba con
excesiva frecuencia a la adecuación o disconformidad con una ley positiva, sin cuestionar la
propia adecuación de esa ley con los valores éticos objetivos, con la verdad última del ser
humano y/o con el bien común de la sociedad. En un contexto más antropocéntrico, se prefiere
hoy ver la rectitud de la conciencia en la clave de la atención a la verdad del bien moral, que,
percibida por la razón, constituye la dignidad de la persona humana.
— Según la certeza subjetiva del que juzga y actúa, se considera cierta la conciencia cuando,
sin temor a errar, juzga que un acto debe realizarse porque es bueno o debe evitarse por ser
malo. La conciencia es considerada dudosa cuando parece quedar en suspenso, sin atreverse a
pronunciar un juicio firme sobre el valor moral de un acto u omisión. La conciencia es probable
cuando el juicio que formula en un sentido no excluye el temor de equivocarse, puesto que la
opinión contraria goza también de una aceptable plausibilidad. «La persona humana debe
obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia» (CEC 1790). Más abajo se evocan algunos
criterios ya clásicos para facilitar el discernimiento en esos casos en que la conciencia no logra
aclarar los motivos y valores implicados para conseguir una mínima certeza necesaria. Criterios
semejantes ayudaron muchas veces a educar la conciencia de las personas y de los grupos. Hoy
han perdido actualidad las antiguas cuestiones sobre los sistemas morales —tuciorismo,
probabilismo, equiprobabilismo— que trataban de asegurar una conciencia subjetivamente
cierta. Aunque las discusiones fueran apasionadas, y a veces poco elegantes, la larga disputa
no puede ser tomada a la ligera. En el fondo, más que el prestigio de un sistema u otro,
interesaba buscar y proteger la paz de las conciencias en un momento de crisis moral. Hay que
ver aquellas discusiones en el marco de las hondas transformaciones históricas y culturales que
estaban teniendo lugar.
*El artículo completo está en el capítulo IX del libro Teología Moral fundamental de José
Flecha.
https://www.mercaba.org/mediafire/flecha,%20jose%20roman%20-
%20teologia%20moral%20fundamental.pdf
Ensayo sobre la conciencia moral.
5
2. Procesa adecuadamente la información.
3
3. Hay relación entre citas y referencias
bibliográficas.
2
4. No hay errores ortográficos.
3
5. El trabajo es original.
2
6. Puntualidad en la entrega del trabajo