1979 - José Sbarra - Aleana
1979 - José Sbarra - Aleana
1979 - José Sbarra - Aleana
A Marcel Zeballos
y Adán Danilo Casán
Índice
Prólogo XI
Nota preliminar 1
Aleana, la madre del mundo 7
Pequeños discursos 21
“Te reivindican” 31
“… para humillarte mejor” 41
Los tres marginados 53
Andrés y Cecilia. Doña Etelvina 75
La soledad, Doña Paloma, la soledad 97
Una mujer normal 105
Prólogo
Syria Poletti
NOTA PRELIMINAR
Cuando llegaron a mis manos eran escritos incoherentes, embarullados, pero contenían una
insólita, despiadada sinceridad. Mi tarea fue la peligrosa tarea de un traductor: hacerlos
inteligibles sin traicionar su naturaleza. Espero haberlo conseguido. Obviamente, los nombres
fueron cambiados.
“El sapo se negó objetando que si le permitía subirse, éste podría clavarle su aguijón y
matarlo. El escorpión le explicó que era grande su necesidad de cruzar el río y que no
intentaría atacarlo, puesto que si lo mataba, también él moriría irremediablemente a causa de
no saber nadar. El sapo accedió por fin a llevarlo hasta la otra orilla. Pero justo en la mitad del
río, el escorpión levantó su cola y clavó el aguijón envenenado sobre el lomo del crédulo
animal. El sapo moribundo le preguntó por qué lo había hecho. El escorpión respondió: “No lo
pude evitar”, y también murió.
Viajaba casi recostada sobre el último asiento del colectivo. Llevaba puesta una pollera que
yo misma había diseñado con una pollera que yo misma había diseñado con unas cortinas del
caserón, de modo que estaba elegante, aunque las bolsas con la comida para mis gatos me
desaliñaban un poco. Además me había atado a la cabeza el sombrero de señora fina que
encontrara en el parque de las barrancas esa misma semana.
El joven se acercó hacia mí en cuanto terminé de comentarles a los pasajeros, que eran
bastante indiferentes, mi opinión sobre los últimos crímenes políticos.
Mis antenas de aislada habían captado algo de la conversación que el joven mantenía con
otro pasajero mientras yo discurseaba.
El pasajero más viejo le había avisado:
- No se dé vuelta, no la mire, porque si lo hace no se callará más y hasta puede armar un
escándalo.
- ¿Usted cree?
- Sí, joven, yo conozco a esta clase de locas –respondió el viejo, orgulloso de su
sabiduría de chiquero.
- ¿Y cómo sabe que está loca? –preguntó el muchacho.
Pero el viejo cerdo se apoyó en lo evidente, en lo más superficial: la realidad. Y exclamó:
- ¡Vamos!, no me haga reír, ¿no ve que está hablando sola?
Entonces el joven respondió pausadamente:
- EL hecho de que hable sola, demuestra únicamente que está sola, y no que esté loca.
Después, sin hacer caso de las advertencias del otro pasajero, giró la cabeza y me sonrió.
Fue justo cuando yo finalizaba mi discurso acerca de los crímenes políticos.
El Joven se acercó a la parte trasera del colectivo, donde me hallaba medio recostada sobre
el asiento, con las bolsas de la comida para mis gatos. Creí que iba a hablarme, pero tocó el
timbre para descender. Eso sí, antes de bajar, me miró y volvió a sonreírme. De improviso le
dije:
-¿Y qué va a hacer?, si una no habla es como si no existiera.
El muchacho, si bien no dejó de sonreír, se encogió de hombros sin entenderme. Luego
descendió del colectivo.
Intenté recordar de dónde lo conocía, de cuándo. Pero fue en vano. De una sola cosa no me
cabían dudas: ese joven era hijo mío.
Aleana, la madre del mundo
Yo nací sola.
He sido hija y madre al mismo tiempo. Me parí yo misma. Y tenía un hermano-hijo cuando
a los doce años tomaba el tren que me llevaba a la Capital y rescataba a Felipe de las garras de
las tías ricas y lo traía nuevamente al rancho.
Y alimentaba a mis padres-hijo cuando iba con la olla grande hasta el cuartel cercano a
pedirles comida a los militares.
Y era madre de mi padre, cuando él rompía lo que tenía a mano, peleando con mamá hasta
que llegaba yo. Mi aparición lo petrificaba y lo demolía. Me respetaba cuando le clavaba mis
ojos añeros en sus ojos de hombre fracasado, porque yo era su madre y él, de alguna oscura
manera, entendía el misterio. Lo aceptaba como a su destino, como al alcohol.
Y era madre de mi madre cuando la consolaba en las tardes tristes que la pobreza nos
prodigaba con irónica generosidad.
Y era mujer cuando escupía la cara de los soldados seductores y repugnantes que exigían
un pago especial a cambio de la olla de comida.
He sido la madre de toda esa familia entrañable cuando me trepaba por el techo
acumulando laterío y maderas para evitar que se filtrara tanta agua y cuando arreglaba la mesa
y las sillas después que pasaba la furia de mi padre-hijo.
Y he sido la madre del pueblo el día que no pude defenderme y el grupo de los bravos del
barrio Podestá me atrapó una tarde siniestra e imborrable. La tarde en que conocí el sexo y el
amor apretados al odio, rodeados por el odio. El amor embarrado de odio, de asombro y de
espanto. Y he sido la madre del pueblo cuando al caer la noche, a escondidas, arrancaba pasto
para limpiarme la sangre que se me pegoteaba por las piernas. Y he sido la madre de todos
esos muchachos ansiosos que se agitaron sobre mí esa tarde feroz detrás del cementerio.
Y he sido la madre del universo al nacer entre la miseria y la muerte.
Y no tenía ningún secreto la vida para una niña que se agachaba a cagar sobre los muertos,
sobre los esqueletos del abuelo y de la abuela.
Y he sido también la madre de los muertos.
Por eso, después de tanto parir no me cabían dudas de que me había parido también a mí
misma.
Ahora la vida me queda chica. La vida es poca cosa, hoy, ya tan lejos en tiempo y distancia
de aquella niñez que no me parece mía, que no me pertenece, que en realidad no es mía. Eso
no fue niñez, fue un vientre oscuro, más oscuro que el de una madre. Un vientre cargado de
terror y de sangre, en donde la sabiduría del mundo me llegaba por el cordón y me penetraba
implacablemente.
No he tenido tiempo para ser niña. Me gesté como un monstruo y nací vieja, de vuelta ya
de las cosas de la vida. Por eso puedo sobrevivir a cualquier catástrofe, estoy hecha para vivir
milenios.
Estoy segura de que si quisiera podría vivir eternamente; pero no lo deseo, solamente una
mujer imbécil podría anhelar la prolongación de su existencia. Lo que una desea es modificar
la inauguración, el debut, la obertura de la vida. Otra infancia, una juventud más digna, más
feliz. O si no, una amnesia tan cierta que borrara también las cicatrices, las marcas a fuego.
No, yo no quiero vivir más. Pero tampoco deseo morir, porque sé, verdaderamente sé, que no
moriré en paz, que no tendré una muerte serena.
Eso me lo dijo doña Paloma: “Lo que empieza mal, termina mal y no hay remedio”.
Entonces hoy, pese a todo, tengo miedo como siempre porque la inteligencia nunca me ha
liberado del terror.
He pronosticado siempre los desastres, pero nunca he podido evitarlos. Me fue concedida
la clarividencia, pero me fue negado el valerme de ella para esquivar las desgracias.
Voy a escribir. Voy a contarlo todo sin lastimarme. Y si ese editor amigo de Felipe piensa
pagarme unos pesos por contar mi asquerosa vida, ¿por qué no habría de hacerlo? Si al final
de cuentas, soy mujer y si bien ya no sueño con el matrimonio y estoy bastante achacada,
igualmente me gusta pintarme los labios y teñirme de pelirroja y para eso hacen falta muchos
pesos, aunque me muero de ganas de tener una peluca. Probablemente sea eso lo que haga con
el dinero, si ese amigo de mi hermano-hijo me paga lo suficiente. El vestido a lunares esperará
hasta el próximo milagro.
Estoy dispuesta a escribir lo que me pidan, aunque escribir no es tan agradable como decir
discursos, porque cuando una escribe se da más cuenta de que está sola, pero igualmente
escribiré lo que me pidan. A esta altura, puedo recordar lo más repugnante sin llorar, como si
se tratara de la vida de otra. Aunque aún sigo llorando, pero lo hago por el futuro: por lo que
ya pasó no he vuelto a llorar. A veces cuando me miro las marcas… no… no me acuerdo de lo
que pasó. Me acuerdo, pero como si fuera de otra mujer. Puedo hablar de lo más tremendo sin
conmoverme. Y si me pagaran muchísima plata, contaría cosas que ni siquiera mi familia-hija
llegó a conocer, pero que allá, en aquel pueblo, hasta posmuertos se sacudían al enterarse. Las
cosas que me sucedían yo se las contaba nada más que a los muertos y a Doña Paloma, y ella
era más garantía de discreción que los mismos muertos. Por las tardes, nos sentábamos sobre
las tumbas a tomar mate, yo le contaba toda agitada las cosas que me sucedían y las cosas que
veía y ella me hablaba cosas que yo entendía, pero que no sabía cómo decírselas a los otros y
me daba rabia porque se trataba precisamente de lo más importante, era la sabiduría de la vida.
No pude evitar que Felipe se criara entre las tías porque a la media hora de que yo lo había
traído de regreso al pueblo, caían ellas con su Ford, lo metían dentro y se lo volvían a llevar.
Otras veces llegaban al rancho antes de que nosotros dos bajásemos del tren, veíamos el Ford
estacionado, pero igualmente descendíamos y avanzábamos hacia él, arrastrados por la
profunda convicción de lo infranqueable o de puro changos educados para el sometimiento a
los dueños del dinero. Había días en los que la parte de mi sangre no contaminada por ese
espíritu de sumisión al que obliga la indigencia, se resistía a bajar en esa parada. Eran días en
que me daban ganas de seguir con el tren hasta lo más lejano, hasta algún lugar donde pudiera
iniciar una vida nueva junto a mi hermano-hijo. Imaginaba la vida en paisajes donde la
chatura del cementerio y los ranchos cedía paso a montañas y bosques altísimos, y la laguna
de aguas estancadas daba sitio a la purísima inmensidad azul de un océano.
Pero siempre acababa descendiendo, entregando a Felipe y hundiendo más aún mis raíces
frente al cementerio. La causa última que me impulsaba a no concretar esos viajes promisorios
y a ceder en la lucha contra las ladronas de hermanos, no era mi debilidad de niña, sino mi
conciencia de madre.
No podía abandonar a mis dos padres-hijos. ¿En quién se apoyaría papá-hijo para volver
del club de bomberos de Podestá hasta el rancho, medio borracho y con la amargura de haber
perdido sus escasos fondos en la timba? ¿Quién lograría frenarlo en el punto justo para que
cuando le pegaba a la vieja no terminara matándola? ¿Y quién arreglaría la cž5ÏÒA”þˆºR•ì?
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HϤH‹¯OÎŒpç `6M0O[ßÈ0ßô3ªëår-ÉãåiC13%³£|.–~Íj¨Ú[ˆ$‚ÅÒRêãue fuera una casa, un
padre que fuera un padre, una madre que fuera una madre, un hijo que fuera hijo y una hija
que fuera nada más que una hija. Éramos un río abierto en cuatro brazos que se unían o
separaban según los accidentes del terreno. Así como los rateros se asocian o se distancian
siguiendo la ley de supervivencia de los perseguidos.
Parece extraño que alguien haya puesto tanto empeño en mantener unida una familia como
ésa. Pero era la única familia mía, mi mundo íntimo, entrañable, mi familia-hija. Estaba,
además, acostumbrada a oír aquello de que cada casa es un infierno, y entre las casuchas que
nos rodeaban aquello era cierto como el fuego y el agua, aunque el agua allá no era muy
cierta, a no ser la de la laguna de atrás del cementerio, estancada y podrida.
Felipe salió fino, como lo quisieron ellas, pero también salió bueno, porque la sangre no
pudieron cambiársela. Quisieron hacerlo usurero igual que ellas, pero fallaron. Mi hermano-
hijo es bueno, me dio esta casa para vivir hasta que quiera, y justamente es la misma casa de
donde lo arrebaté tantas veces en mis vanos intentos de tener una familia completa.
Él me deja vivir aquí, aunque su mujer, a quien yo no he parido, insiste en internarme en
una clínica, como si yo estuviese enferma, para poder alquilar este caserón y llenarse más de
dinero. Pero él me deja vivir aquí, aunque mis sobrinos, a quienes tampoco parí yo, opinen
igual que su madre, sólo que ellos pretenden este caserón para sus orgías, si bien hablan de
“taller” o “lugar de estudio”. ¡Cerdos!
Pero mi hermano no va a aflojar, y menos ahora que le prometí escribir toda mi vida.
“Especialmente las partes más crudas –me dijo-, ésas son las que le interesan a la gente”.
Hasta hace unos años, a él le gustaba oírme, se preocupaba por saber cómo había sido mi
vida y la de sus padres allá, frente al cementerio. Yo pensaba que ese interés obedecía a otra
cosa, creía que era su manera de expiar la culpa que le producía haber crecido entre puntillas,
mientras yo pudría mis raíces en una tierra desolada, ignorante de los progresos de la
civilización. Pero, en fin, yo lo comprendo, yo comprendo todo lo que salió mágicamente de
mi ser. Él pertenece al mundo que evoluciona, está en ese mundo, en cambio yo solamente lo
siento girar, girar y sacudirse como una vez, sobre mí, se sacudieron sus héroes.
Felipe salió bueno, pese a todo, salió bueno.
Yo soy una mujer moderna, si se entiende por ello el hecho de que nada me espanta.
Si mis sobrinos descendieran de su estúpida soberbia y se acercaran a conversar conmigo
se sorprenderían, a no ser que ellos sean de los que por el aspecto exterior se una mujer, la
cataloguen enseguida de vieja delirante.
Si supieran qué lejos estoy de la demencia; si me escucharan unas horas, un rato, un
instante apenas… Si pudieran ponerse en mi lugar, echar una ojeada al mundo desde este
infecundo y aislado pedestal en que me colocó la vida…
Estos tontos deseos tienen su porqué, un porqué tan obvio que me avergüenza; pero sucede
que yo, que acuñé al mundo, que le di de mamar, que limpié su primer sexo, que soporté su
más antigua furia; yo que me parí vieja, yo, pese a estar de vuelta de tantas cosas, todavía,
necesito un poco de ternura.
Pero Felipe salió bueno y quizás lo que ha querido con esto de pedirme que escribiera sea
mantenerme ocupada y más tiempo dentro de la casona. Él se asusta cuando salgo a pasear y
no vuelvo por dos o tres días, inmediatamente piensa que me extravié, y no es así. ¿Cómo voy
a extraviarme yo que a los doce años viajaba casi cien kilómetros en tren y colectivo, guiada
nada más que por el instinto y por la sangre, para rescatarlo a él de las tías? Pero lo consiguió:
ya no salgo tanto.
Cuando… cuando me sofoca ese desconcierto, mezcla de aburrimiento, de falta de vida
alrededor, de inacabable ausencia de hombre y quién sabe de cuántas cosas más que me llegan
de zonas desconocidas u olvidadas de mi interior, en vez de lanzarme a la calle, me pongo a
escribir. Aunque, no en todas las ocasiones me convenzo de quedarme. A veces armo
espinosas discusiones conmigo misma en las que suelo ganar la calle. Y salgo.
Elijo un vestido del placard de las tías, una cartera y un par de zapatos, me miro en el
espejo y me encuentro pobre, desnuda; pienso que en la calle habrá gente que me verá una
única vez, entonces me pongo, atado a la cintura, un mantel de hilo y fabrico un sombrero con
algún pedazo de tela que encuentro por ahí. Coloco en la bolsa de harina que me regaló el
panadero la comida para los gatos del Jardín Botánico. Y salgo.
La gente me mira como si yo fuera una mujer importante, de mucho dinero. Es fascinante
saber que la gente nos admira y andar como si no nos diéramos cuenta. Cuando noto que
causo mucha impresión, trato de no ponerme vanidosa, todo lo contrario, camino
humildemente y le sonrío a todo el mundo. Cada tanto, voy al baño de alguna confitería
lujosa. La gente gira sus cabezas para mirarme entrar y salir, y creen que soy una señora
importante, de mucho dinero. A mí, en realidad, no me interesa tanto que crean eso, lo hago
como un juego, nada más que para distraer mi mente de las cosas desagradables que cacarean
en ella con obsesiva insistencia.
Se me está haciendo tarde, abandono la calle de las vidrieras y camino hacía el Botánico,
mis gatos estarán extrañándome; no puedo olvidarlos. Si yo no les diera de comer, ¿quién
alimentaría a esos pobres animalitos?
Mónica, Yoli y Bibi, otra vez embarazadas. Los machos las acorralan durante la noche y
ellas ceden de puro flojas o de puro sabias. Dudy, Role, Adolfo, Gualberto, Natán y Julián
escuchan atentos mis historias. Octavio y Osvaldo sólo piensan en la comida, después, cuando
yo les hablo, duermen o ronronean. Robbie juega a aparecer y desaparecer. Isabela huyó el
mes pasado y aún no regresó.
¿Quién los cuidaría si yo no me ocupara de ellos? ¿Y quién me quiere más que ellos?
¿Quién me escucha cuando estoy triste y no me importan los problemas del mundo?
Ya no está Doña Paloma, ahora los únicos que escuchan mis confesiones son ellos.
Ya no están las tumbas con inscripciones como: “Tus hijos te recordamos eternamente”,
ahora los a mi lado una chapa que dice: “Alóboro, persicaria americana ranunculácea”.
-“Cambian los paisajes, cambian los nombres de las cosas, cambian los años; pero por
dentro todo continúa igual. El dolor no se distrae; lo que ya vivimos no se puede modificar, y
somos lo que hemos vivido, pues lo que podríamos vivir es siempre una ilusión que nunca se
alcanza.
-Pero, ¿usted no cree en nada, Doña Paloma?
-Creo en mí, ¿en qué otra cosa podría creer?
-¿Y las velas para qué las enciende?
-Sin las velas la gente no vendría a consultarme, y yo no tendría de qué vivir.”
Están por cerrar el Botánico.
-Ya me voy, ya me voy, déjeme juntar las latas.
Me despedí de mis gatos y salí del jardín.
Ésta es la peor hora. Las luces de las calles y de los negocios están encendidas, pero aún el
cielo mantiene su propia luz. En la ciudad la gente viaja apurada hacia la noche y declaran
noche aunque el cielo esté claro. Es la peor hora. Siento una mezcla de hambre y de tristeza.
No es hambre ni tristeza lo que siento. Miro fijo a los ojos de los muchachos hermosos y
les sonrío, a veces ellos también; pero nunca me invitan a sus departamentos modernos, ni a
tomar whisky en esos bares llenos de risas, de humo y de música. Y cómo me gustaría
sentirme llevada del brazo o de la cintura por uno de esos jóvenes atléticos, graciosos y
elegantes. Cuánta felicidad sentiría caminando con uno de ellos a mi lado. Podría perdonarle a
la vida una buena parte del daño que me ha hecho. O quizás, todo.
Pero siempre regreso a casa sola. Es el instante más cruel: mirar la casa oscura, deshabitada
y sentir a mis espaldas la vida llenando los teatros, los cines, las confiterías, los restaurantes,
las avenidas, las casas donde convive mucha gente… Sí, ése es el instante verdaderamente
más insoportable. Es el momento en que siento que, como siempre, la libertad de elegir me
sigue estando negada. Tengo una sola opción (que es lo mismo que decir ninguna): sacar la
llave y abrir esa puerta que me protege de posibles ladrones, de posibles asesinos, pero que me
condena a la soledad.
Las mañanas tampoco son gratas, es excepcional el día en que me despierto sin ningún
dolor. Y, achaques aparte, hay días en los que pienso que no tiene sentido levantarme; que, en
rigor, estar de pie o acostada da lo mismo: nada nuevo me sucede ni me sucederá.
Se me viene encima el hastío de vivir desde temprano, y si no fuera porque hacia el
mediodía empiezo a sentir hambre, me pasaría en la cama semanas enteras hasta mi muerte.
Felipe jamás me invita a almorzar o cenar en su casa, ni siquiera a tomar el té; pero es a
causa de su mujer y de sus hijos. Para Nochebuena y fin de año me envía comidas frías por
alguna muchacha; para mis cumpleaños me obsequia pañuelos, medias, pulóveres o, una vez,
un chal español. En los cinco primeros días de cada mes, trae personalmente el dinero para
todos los gastos, que no es ni mucho ni poco, lo justo; por eso digo que Felipe Salió bueno.
Últimamente ha andado por aquí con mayor frecuencia para pedirme que escriba: “No lo que
vos pansas, sino más bien las cosas que viviste, las historias de la gente de allá, las
costumbres. Hoy los editores se desesperan por publicar todo lo que sea típicamente
americano, indígena, campero; no interesan las historias de la ciudad –me dijo-. Si hay
errores, en la editorial los van a corregir, vos no te preocupes”.
-Lo que me pasa ahora, ¿también lo cuento?
“No, las cosas del pueblo, nada más. Vos contalas como cuando hablas –me contestó-, no
agregues lo que pansas, eso a la gente no le interesa tanto.”
Le dije a todo que sí, porque él se lo merece todo y mucho más; pero igualmente voy a
poner lo que pienso, y lo que me pasa ahora, porque se me mezcla con lo otro y porque… no
lo puedo impedir.
Le pedí a Felipe el libro de lo que quieren decir las palabras, un diccionario; prometió
traérmelos para el mes que viene.
Pequeños discursos
-… ¡Carajo!
Me habían salido malas palabras, sólo malas palabras. Del discurso que había preparado
con sumo cuidado, tratando más que nunca de ser coherente, de no irme por las ramas, no
quedó nada.
Empezaron a escapárseme todas las obscenidades que conozco y creo que hasta he
inventado algunas. No sé por qué me suceden cosas así… Yo pienso en lo que quiero decir,
busco buenas palabras, me propongo hablar pausadamente para que se me escuche bien…
Pero la avalancha de lo que no quiero decir, de lo que no debo decir para no espantar a la
gente, se me viene encima. Me sale por la boca todo lo que había decidido callar; y la rabia, en
lugar de servirme para dar énfasis a las frases importantes, me hace sólo vomitar malas
palabras.
Me avergüenzo tanto después de que me sucede algo así, que quedo convencida de que no
volverá a ocurrirme. Pero luego me vuelve a suceder.
-… ¡Carajo!
Y mientras pensaba, de mis labios continuaban saliendo estupideces y palabrotas.
En ese instante, muerta de vergüenza, me trasladé, de la plaza en que me hallaba, al eterno
paisaje de mi primera vejez. Los edificios desaparecieron para lugar a los ranchitos bajos y
aislados, la fuente dio paso a la laguna de aguas estancadas y los automóviles estacionados se
convirtieron en tumbas. Paseando entre las cruces blancas y negras, Doñas Paloma y yo,
juntando los yuyos buenos, que ella ubica y reconoce como si la noche anterior los hubiera
estado regando. Me habla lentamente, tragando aire o inspiración entre palabra y palabra:
“Conocer cuál es tu mal, no te servirá para solucionarlo. Lo llevarás a cuestas siempre. La
diferencia con las otras gentes está en que vos sabés cuál es tu mal, pero ellos mueren
ignorándolo, creyendo que le han sucedido muchas cosas, cuando en realidad sólo nos sucede
una misma cosa repetidas veces.”
-… ¡Carajo!, doña Paloma, ¡carajo!
El paisaje volvió a transformarse y me encontré nuevamente en la plaza, pronunciando
palabrotas en lugar de continuar con el discurso. Una señora me dijo que me fuera, que había
niños.
Pensé: “Yo quiero a los niños. No sé por qué me desboco. Yo no soy ésta que existe. Yo
estoy adentro atascada, los demás no pueden verme como soy porque no sé cómo hacer para
mostrarme como soy y que no me lastimen.”
La señora continuaba gritando y un señor se había levantado de un banco y venía furioso
hacia mí.
Seguí pensando: “¡No me ven! ¡No me ven cómo soy en realidad! No, no se dan cuenta de
que soy una mujer delicada y buena. ¡¿Por qué no puedo mostrarme como soy?!”
Escupí a los pies de la señora y me fui.
-¡Carajo!
-Nando, mi chico menos, te vio en una plaza del centro dando un espectáculo bochornoso.
(Me descubrió uno de los cerditos infames.)
-Estaba conversando con la gente.
-Aleana, no me mientas, estabas gritando incoherencias, llevabas un trapo sucio en la
cabeza y un cubrecama puesto como pollera.
(Es un talento el pequeño cerdo para las descripciones realistas.)
Felipe continuó con su tono de seriedad monacal que contrastaba con sus rasgos de niño
consentido:
-Aquí tenías más vestidos que cualquier señora de este barrio, no entiendo por qué tenés
que disfrazarte.
-No era un cubrecama.
-Aleana…
-Buenos, lo era, pero yo lo adapté para vestido. Es una tela hermosa… Además, ¿quién
mira mis cubrecamas? ¿Quién entra a mi habitación? Era un vestido… un poco extraño, pero
era un vestido.
-En adelante, no te permitiré…
Se detuvo. Quizá porque notó que en mis ojos surgía la mirada que usaba para conducir el
mundo que yo había parido. Se hizo un silencio molesto, pero necesario. Por mi mente pasó la
misma película de siempre: el rancho, la calle de arcilla, la laguna de aguas estancadas, el
cementerio, la covacha de doña Paloma. Yo gobernándolo todo hasta la tarde de la rebelión,
yo sujetada y aplastada por siete fieras. Después el llanto, la lentísima carrera entre las
tumbas, la noche, la indiferencia del cielo y la insultante belleza de las estrellas
inconmovibles.
Terminada la tregua del silencio, Felipe continuó:
-Está bien, dejemos lo de la ropa, pero ¿a qué viene eso de andar vociferando por las
calles?
-No estaba vociferando, decía un pequeño discurso, y eso viene a que el mundo anda mal y
alguien tiene que hacer algo.
-¿Y qué te hace pensar que vos sos ese alguien? ¿No sabés que existe un gobierno y la
policía y el ejército para arreglar las cosas que andan mal en cada país?
-Sí, lo sé. Pero las cosas igualmente andan mal, y quizá a causa de ellos.
-Aleana, no te metás en ese tema. Eso es política y un comentario o un “pequeño discurso”
de esa clase puede costarte muy caro… Aleana, vos os una mujer inteligente, yo te conozco.
-Gracias. Es la primera vez que me hacés un elogio. Pero ése puede ser que sea mi mal: no
ser tonta. No ser absolutamente boba.
-Y si no lo sos, ¿por qué cometes tantas locuras?
-Porque estoy sola.
-Bueno, Alea, sabés que yo no puedo hacer más de lo que hago. Y si estás sola es porque
vos querés, porque no te hacés amiga de tus vecinas. Este barrio está lleno de mujeres de edad,
deberías relacionarte con ellas. También podés…
Y dio más y más ideas. Todas inútiles. Estoy en un mundo ajeno, que no lleva mi sangre, ni
habla mi idioma, aunque use las mismas palabras. Estoy en un mundo lleno de cosas que
despiertan mi entusiasmo, pero hay enormes puertas de cristal delante de cada maravilla. Y mi
hermano-hijo cuando cree ayudarme, lo que hace en realidad es empujarme contra esos
cristales impenetrables, verdaderamente impenetrables.
Felipe me compró el libro de lo que quieren decir las palabras, ese que le pedí tantas veces.
Tengo en mis manos un diccionario: el libro más inteligente que hay en el mundo. Y también
el más aburrido. Debo reconocer que me sirvió.
Descubrí que no ignoraba nada, que mi sangre supo siempre lo que los hombres para
saberlo oc[áxâë÷iVnºâjÛºØmpÜÇÆEûoIê¤yÚÓ˜X8²]©ìÒ-<6
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_’üµò5þý}äZPݧ7$×öÃi£úÅS‡õŠ Û³e̘0Õ¾m7ÌÎaÑžu¶(‘•Á°÷K1', que su oficio
para predecir males y desdichas personales, que su sabiduría hecha de la miseria, de tormentas
sobre las tumbas y de su vida de lechuza sonámbula, se puede reducir a esta palabra: agorera.
Pero ¿quién podría imaginar el cuerpecito escuálido y su pose de vigía atento a las señales
del cielo abierto sobre el cementerio y la laguna? ¿Quién podría imaginar sus manos nerviosas
adiestradas para acariciarme la cabeza y ahuyentar el mal de ojos y todos los daños que causan
las envidias? ¿Quién podría imaginar que esas manos estaban también provistas de garras para
aferrarse a su tapera cuando la policía intentaba arrestarla? Garras de hembra solitaria que
asomaban solamente para la defensa cuando aparecían las viudas resentidas o las madres que
perdían sus hijos. Hijos enfermos de males que no tenían cura, ni con la medicina, ni con los
oficios de ella.
¿Quién podría imaginar su sabiduría de caminatas juntando yuyos que crecían junto a las
tumbas.
“…Porque m´hijita, hay males contra los que no se puede hacer nada, se los arrastra toda la
vida como una condena, porque nunca se curan. Las gentes que los padecen desearían
volverse como las plantas o las piedras, porque se dan cuenta de que la única felicidad que
podrían sentir, sería la de no sentir. Saben que son como la tierra, toda la humanidad camina
sobre la tierra. Ella no siente que la pisotean, en cambio, las gentes sí, por eso quisieran no
sentir. Pero no pueden, están condenados a sentir hasta la muerte. Y muchos que descubren
esto se matan; se matan para dejar de sufrir y para protestar, porque la única manera de
rebelarse contra la condena injusta es matándose antes de lo dispuesto por el verdugo.”
Ahora sé que sus mensajes tenían algo de esta palabra: metafísica.
Pero ¿qué quedaría de doña Paloma si yo contara que solamente era una vieja escatológica,
agorera y metafísica?
No tengo mucho para aprender. Sólo palabras. Y algunas sirven para explicar mejor las
cosas, pero otras, las más espectaculares, únicamente sirven para reducir la vida a términos
desprovistos de magia, lo que equivale a vaciar de sangre a una persona. Es convertir la vida
en letras muertas.
Cuando Felipe me trajo a vivir aquí yo aún no había cumplido los cuarenta, mi padre-hijo
se había fugado del rancho, quizás porque, en un momento de coraje, sintió que podía encarar
la vergüenza de morir lentamente ante nuestras miradas piadosas. Unos días después, mamá-
hija cruzaba a la vereda de enfrente, al cementerio; o bien no resistió la ausencia del hombre,
de sus palizas, de los vómitos en la cama, de su sexo mugriento, o bien, ella había muerto
hacía mucho tiempo y al sentirse abandonada por su único espectador fiel, asumió la realidad
de su estado, entonces, con la discreción de una doña Paloma, fue a reunirse con el bando
mayoritario del pueblo: los muertos.
Han transcurrido varios años y cien kilómetros, poco a poco me he convertido en una mujer
fina, leí muchas revistas, un diccionario, vi televisión, se podría decir que sé todo lo que
sucede en el mundo: el arte, la psicología, la política. Nadie que me llegara a conocer bien o
que oyera con atención mis pequeños discursos podría afirmar que soy una mujer bruta; hay
que agregarle a todo eso, además, mi elegancia particular. Quien me ve por la calle puede
creer que soy una actriz de cine, estoy segura; pero eso no me importa, en realidad es una
trampa insignificante que me hago a mí misma para no sentirme triste. Porque la tristeza me
hace mucho daño, más que nada al fin de la tarde, cuando se encienden todas las luces y aún
no es de noche. La tristeza me persigue a cualquier parte que vaya; cuando estaba allá, frente
al cementerio; pero ahora que estoy aquí, en este caserón de un barrio fino, también está aquí.
Yo nunca seré feliz. Si me convenciera de una vez por todas de esta infalibilidad y no esperase
milagros que nunca sucederán, sería mejor para mis nervios. Estoy hecha para perder, y no lo
digo de puro malhumorada, lo digo porque los años pasan y pasan, mientras yo sigo sin lograr
vivir algo que en un futuro próximo merezca la pena de ser recordado.
Mis recuerdos dulces no son más que mentiras que he inventado para mi uso íntimo, para
preservar mi salud mental.
Así, termino por extrañar con tristísima nostalgia a lo que no fui, a la niña que no recuerdo
haber sido, a la adolescente que no amó ningún muchacho de ojos tiernos.
¿Cómo soñar con recuperar lo perdido?
¿Cómo soñar con recuperar lo que nunca tuve?
Más vale no acordarse de la verdadera infancia.
Más vale no acordarse de lo que fue desproporcionadamente cruel.
Vuelve a mi mente, como siempre, la imagen de esa mujer con manos que servían para
acariciar a los desdichados, para arrancar plantas espinosas y también para atenuar la
tremenda gravedad de sus palabras.
“Hay gentes que inventan sus recuerdos. Crean sucesos fantásticos que jamás les
ocurrieron y con el tiempo acaban por convencerse de que son ciertos. Allá ellas.
Hay otras gentes que fingen amor para no quedarse solas. Pero vos, m´hijta, no lo hagás
nunca: porque al principio es fácil fingir cariño, pero a la larga, la adhesión a un hombre al
que no se ama termina por ser más insoportable que la soledad”.
“Te reivindican…”
¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz!
Era el casamiento del mayor de mis sobrinos y yo estaba INVITADA A LA FIESTA.
Sentía una alegría que no entraba en mi cuerpo, tan desmesurada que me dolía. Sí, creo que
me sentía verdaderamente feliz.
La sorpresa fue demasiado grande considerando que el casamiento se celebraba la noche
del mismo día en que recibí la tarjeta. Supuse que el correo había demorado la carta que
contenía la invitación.
Me probé todos los vestidos de las tías, pero ninguno era lo suficientemente elegante. Opté
por dedicarme a fabricar uno yo misma, debía ser un traje largo porque la fiesta se llevaría a
cabo en un salón del lujosísimo Alvear Palace Hotel.
Trabajé toda la tarde, pero el resultado fue satisfactorio, no habiendo encontrado ninguna
tela de vestido que fuera linda, llamativa y liviana, puesto que estábamos en pleno verano y
hacía un día sofocante, escogí una enagua de satén rosado de las tías, le agregué al ruedo el
recorte de un cortinado de brocado y lo rematé con la puntilla de un viejo tapete.
Necesitaba también un sombrero, como los que había en el caserón eran demasiado serios
debí tomar un y engalanarlo con una hilera de caireles. Conseguí éstos de la araña de mi
dormitorio, de la cual obtuve también las piedrecitas de cristal suficientes para una
deslumbrante gargantilla que combinaba divinamente con mi largo collar de perlas. (¿Hace
falta aclarar que efectué estas tareas derramando lágrimas de alegría?, ¿hace falta contar que
me temblaban las manos de la emoción?)
Después de vestirme me miré en el largo espejo del living… me vi bellísima. ¡Bellísima,
Dios mío!
No podía evitar reírme y llorar al mismo tiempo como una estúpida. De tanto lagrimeo, a
cada instante, debía retocarme el colorete y repintar con el lápiz negro la línea inferior de los
ojos.
Daba dos pasos y regresaba al espejo para verificar la solidez de mi vestido o asegurarme
de que no se me desarmara el sombrero.
Me estiré la línea de los párpados casi hasta el nacimiento del pelo y descubrí que me
parecía a Cleopatra.
Me acerqué bien al espejo y me di un beso en la boca, después me dije: “Es usted
encantadora”, “encantadora”, ¡qué hermoso elogio!
Me retoqué los labios. Pensé que era horrible eso de tener que mezclar dos clases de rouges
para que no se me gastase tanto el más brillante; que los cosméticos deberían ser gratis; que el
Gobierno tendría que repartirlos para que las mujeres de la Argentina se vieran más lindas, eso
constituiría una excelente propaganda para el país. ¡Ay! –Pensé- qué me importa hoy la
política, ya no habrá más discursos; a partir de esta noche mi vida cambiará, comenzaré a ser
la mujer normal que siempre hubiera sido si se hubiesen acordado a tiempo de mí.
Ya era bastante tarde, pero me pareció bien retrasarme, no es fino llegar temprano a las
fiestas elegantes. Me pareció también que debería fumar.
Sí, creo que me sentía verdaderamente feliz. Y no cabía ninguna duda de que me parecía a
Cleopatra, la Reina del Nilo.
Un solo detalle me había quedado sin resolver, no me había alcanzado el tiempo para
bañarme, pero lo solucioné echándome perfume por las partes más indiscretas del cuerpo.
Salí a la calle, caminaba insegura por los nervios y porque no quería que se me viesen los
zapatos que estaban muy arruinados.
Caminando de ese modo me parecía más a Cleopatra.
Dios-cerdo, a vos tampoco te parí yo, sino no serías tan cretino. No serías tan despiadado si
fueras hijo mío –me dije.
¡Qué noche! –me dije.
Empecé a reírme sola. Me reía sola.
Hablaba conmigo misma. Hablaba sola. Caminaba sola. Estaba sola.
¡Qué noche! – me dije.
Me arranqué el sombrero con caireles y lo tiré a la calle. Seguía hablando en voz alta
conmigo misma o con la otra que también soy. Me decía: cualquier mujer, hasta la más zonza,
se da cuenta de antemano de las cosas que vos necesitas ver acabadas para entenderlas. Es
como si hubiera otra más dentro de ti que te disfrazara la realidad y te hiciera meter la pata.
¿O sos vos misma que estás demasiado atontada y no podés ver las cosas como las ven los
demás? No. ¡No!, eso no. Son ellos, ¡carajo!, ¡los demás! (Empecé a gritar en la noche llena
de fieras; me daba cuenta, pero no podía impedirlo.) ¡No puede ser que se la pasen cagándote
la vida y vos siempre llegués a la conclusión de que la culpa es tuya! ¡Los demás!, ¡los demás!
¡Que se vayan a la mierda los demás!
No voy a decir nada más. Antes, escribir era un desahogo, ahora es todo lo contrario, me
hunde más en mi antiguo dolor. Cuanto más pienso, más me convenzo de que la vida se
desenvuelve caprichosamente, ignorando mis esperanzas, mis deseos, mis insignificantes
ilusiones.
“Reí m´hijta, reí como si fueras feliz. Reí que las otras gentes hacen lo mismo, ¿o creías
que ellas eran felices? Tenés que aprender a engañarte. Ése es el único secreto de la vida.”
No, doña Paloma, no sé fingir, no quiero, o no puedo. Yo quiero una felicidad que sea
cierta o nada.
Si bien siempre tuve conciencia de que nací con mala luna, jamás pensé que llegaría a este
estado de cosas: vagabundeando por la calle, disfrazándome, permaneciendo semanas y
semanas sin higienizarme, abandonada por todos como si padeciera una enfermedad
contagiosa.
Y quién sabe hasta dónde llegaré, hasta dónde piensa empujarme la vida todavía.
Tengo sueño. Ya puedo irme a dormir.
-¡Esta bien!, ¡está bien!, ¡me voy! ¿Para qué ponen música si no dejan escucharla? ¡Está
bien!, ya me voy… Algún día mi hermano-hijo Felipe me comprará un tocadiscos y todos los
discos del mundo.
Desde ese día no saldré más a la calle, porque la música es mejor que lo que una puede
encontrar en la calle, porque aunque yo no tenga fe, cuando oigo una música siento como una
promesa celestial.
Y la música puede más que las palabras.
Juntos.
Con ellos me siento bien.
Valerio no se cansa de decirme que soy una mujer extraordinaria, que le hubiera gustado
que yo hubiese sido su madre. Le respondo que en verdad soy su madre, pero él cree que se
trata de una broma y sigue repitiendo que soy extraordinaria.
Sí, con ellos me siento bien. Me llaman Aleana, nada de señora, ni de usted, ni de señorita.
Aleana.
Aleana. Y eso basta para conmoverme.
Gracias a Valerio y a Patricio mi vida se está organizando; ahora me dan ganas de
despertarme temprano por las mañanas, de limpiar el caserón y de ponerme elegante para
esperarlos por las tardes.
Mi hermanita-hijo llegó al mediodía.
-Bueno, ¿quién te entiende, Felipe? Querías que tuviera ordenada la casa y ahora me
reprochas que te diga que este mes no he tenido tiempo para escribir.
Se quedó mirándome extrañado. Me debe de ver más fina –pensé- y eso le sorprende; o
quizás sea por el cigarrillo, porque ellos me enseñaron a fumar y en ese instante acababa de
encender uno y con la mayor naturalidad le ofrecía otro a él.
-¿Qué te pasa a vos?
-Nada-. Pensé en comentarle lo de mis nuevos amigos, pero supuse que no iba a entenderlo
o, lo que era más probable todavía, que no le importara.
-Estás medio rara; pero está bien, no interesa. Lo que yo te quise decir es que no te vayas
para el otro extremo, limpia la casa, pero no por eso dejes de hacerme los escritos que te pedí.
Felipe se parece cada vez más a las finadas tías. Ellas eran concisas, iban enseguida al
grano, a lo que les interesaba. Por eso cuando bajaban del Ford, le entregaban un fajo de
billetes a papá y lo metían a él en el auto, después intentaban sobornarme con sonrisas de
dientes de oro; en otra ocasiones, me dejaban algún regalo que yo arrojaba a la laguna sin
abrir en cuanto se alejaban. Felipe se está pareciendo a ellas.
-Te prometo que este mes haré las dos cosas. Confía en mi palabra.
-Veremos que sea así. Bueno, me voy porque está Dora esperándome en el coche.
-¿Y por qué no entró? ¿Cree que muerdo?
-No seas tonta, ya sabés cómo es ella.
-Sí, lo sé. En este momento debe de estar mirando el caserón y calculando cuánto podría
pedir por el alquiler, después me maldecirá, deseará mí…
-Basta, Aleana, estás hablando de mi mujer, de la madre de mis hijos.
-Es cierto, es la madre de tus hijos, perdóname.
-Bien, el mes que viene te vuelvo a ver.
-Felipe.
-¿Qué pasa?
-¿Me encontrás mejor?
-Ya te dije que te noté distinta.
-Es verdad, ya lo dijiste, no me acordaba. Perdóname.
-Chau, hasta el mes que viene.
-Chau, Felipe.
-Oí el ruido del auto y me pareció un fabuloso cachorro de león desprendiéndose
brutalmente del amor de su familia, un amor del mismo polo, para lanzarse en busca del calor
de las sangres diferentes.
Le seguí hablando, desde mi isla, desde el margen: Saludos a la madre de tus hijos, Felipe.
Ya sos del otro mundo, Felipe, de ese mundo que yo no parí. ¿Te acordarás alguna vez de mi
mundo? ¿En algún momento volverás la vista hacia ese espectáculo que presenciabas desde
que bajábamos del tren hasta que ellas te subían al Ford? ¿O ellas te lavaron el cerebro en este
caserón y sólo conoces las historias que yo te conté? ¿No recordarás nunca las semanas que
pasábamos a mate cocido y a pan de ejército? Yo iba a buscar ese pan y si supieras… No
sabés nada, Felipe, no sabés nada de mi mundo.
La casa está toda revuelta; hay copas por todas partes, platos, comida, olor a tabaco,
soledad. Puse el long-play de Edith Piaf en el tocadiscos y empecé a ordenar para distraerme.
Mientras pasaba la aspiradora recordé que frente al cementerio sólo había un cuarto y la
cocina; bastaba con pasar la escoba sobre los ladrillos y ya estaba limpio, o no; pero allá no se
concebían otros artefactos de limpieza, que por otra parte, habrían resultado importantes.
Inoperantes como aquí, porque estos aparatos no sirven para barrer la tristeza.
Qué lejos esto ya de la que era ahí, formulándome mis primeros porqués ante la parsimonia
de las tumbas secas y resquebrajadas. Sin entrever más futuro que el que me auguraba ese
paisaje. Sin saber de qué galaxia vendrían esas tías, las flacas y arrugadas señoritas que
robaban a mi único hermano.
Preguntándome por qué unos eran hombres y otros mujeres y hallando la respuesta
súbitamente cuando siete muchachotes se sacudieron sobre mí.
Mirando a papá-hijo borracho, sin tener muy claro si mi deber era ayudarlo a levantarse
para que volviera a caer, o matarlo para que no se cayera más.
Soñando con las caricias de una madre que jamás me había acariciado, que quién sabe pro
qué no se había animado a tocarme; soñando con una madre fuerte que reemplazara a esa
criatura primitiva y enfermiza que era mi madre-hija.
Qué lejos ya de la que fui.
¿Alguna vez estaré cerca de mí misma?, ¿alguna vez creeré que soy de un modo y será
verdad? ¿O siempre estaré convencida de ser de una manera y los ojos de los demás me verán
diferente?
Creí parecer una señora elegante paseando por este nuevo mundo y he sido una mujer
ridícula, una vieja loca, una linyera. Y lo sigo siendo.
Vivo un tiempo irreal, lo sé, pero no puedo salir de él.
Distingo un mundo diferente fuera de mí, un mundo que marcha con otro fin, lo distingo,
pero no puedo huir del mío. ¿Qué quedaría de mí si yo desertara de lo único que
legítimamente me pertenece? Estoy amarrada a mi mundo interior por la sangre y por el
pasado. Cuando intento andar en el mundo real me tropiezo, piso en falso; y es natural, la
realidad lleva su ritmo y yo llevo el mío propio, madurado en esperas siempre defraudadas.
Por eso me disfrazo y hago macanas. Por eso. Porque no puedo impedirlo.
Había retomado mi aburrido modo de vivir, me levantaba a las doce del mediodía para
almorzar algún producto enlatado o una sopa si hacía mucho frío. Amontonaba platos, ollas y
tazas sucias; había mal olor y basura por todas partes: el desorden y la mugre se instalaron
nuevamente en la casa y en mí.
Una mañana, alguien llamaba tan insistentemente a la puerta que tuve que levantarme para
atenderlo: era Patricio.
-Hola, Aleana. Vengo a buscar el tocadiscos, yo te lo dejaría, pero es de mi hermano y me
lo reclamó.
-¿Cuándo saliste?
-El lunes siguiente a la reunión.
-¿Y Valerio por qué no vino con vos?
-Valerio…
-¿Qué pasó con Valerio?, ¿no lo dejaron en libertad?
-Libertad –murmuró Patricio-. Hay palabras que no deberían pronunciarse hasta tanto no
existan verdaderamente.
-Pero respóndeme, ¿lo soltaron?, ¿está bien?
-Valerio… está muerto.
-No puede ser, la gente hermosa no se muere antes de gozar la vida.
-Aleana, perdóname, pero hoy no me resultan simpáticos tus disparates. A veces hay que
bajar a la realidad, porque si no ella te baja de un golpe. Y ahora es una de esas veces. Valerio
está muerto.
-Muerto…
-El padre le disparó un balazo. El viejo está detenido, seguramente lo soltarán; pero Valerio
murió.
-¿Y por qué hizo eso ese hombre?
-Porque se enteró de lo de Valerio. La policía no es nada delicada para informar acerca de
estas cosas, todo lo contrario. Cuando lo vino a buscar no parecía tan irritado por el asunto,
pero después en la casa…
-No llorés, Patricio, por favor, no llores. ¿Querés que tomemos un té juntos?
-No, no, no puedo, gracias. Debo irme rápidamente. Si me ven pasar por esta calle, me
enviarán a Devoto. Me lo advirtieron.
-Entonces, ¿no volveremos a vernos?
Patricio colocaba cada disco en su funda tragándose las lágrimas.
-No creo que podamos encontrarnos otra vez, ni mucho menos tratar de componer ese
mundo fantástico que vivimos los tres juntos en esta casa. No, Aleana, no me dejarían. Somos
marginados, ¿te acordás que habíamos charlado sobre eso?, y como si no fuera suficiente
castigo vivir al costado del mundo, también nos condenan a la soledad. Nos permiten
sobrevivir a cambio de que nos convirtamos en vagabundos aislados, no sé si es porque temen
que intentemos corromperlos o porque les fastidia que podamos ser felices sin renunciar a
nuestros defectos capitales. Bueno, no tiene sentido seguir hablando de esto, voy a buscar un
taxi y vuelvo para cargar este aparato.
Me quedé pensando en que el color de las palabras de Patricio se parecía demasiado al de
las sentencias de doña Paloma. Ella tenía su casa, su madriguera, pegada al cementerio, como
una tumba más. Ahora Patricio empezaba a construir la suya, también al lado de una tumba.
El hijo de doña paloma se llevó el tocadiscos y no lo he vuelto a ver.
Lo dije en la calle, en la calle Florida, donde la gente entraba a los comercios, salía con
grandes bolsas de colores y pasaba ante mí, sin mirarme, sin detenerse, como si yo no
existiera. Peor lo dije igualmente, gritando:
Dejé de escribir y de mirar pasivamente la escena. Encendí las luces, abrí la puerta y le hice
señas al muchacho para que entrasen a la casa. Me comprendió rápidamente y atravesó el
jardín con su compañera en brazos.
La acostamos en mi habitación. Ella recobró el conocimiento, pero continuaba muy
dolorida, o muy cansada. La dejamos sola y pasamos al living.
-Gracias –el muchacho quería irse pronto, pero parecía entender que ella no podía dar un
solo paso, al menos hasta ese momento.
-¿No quiere que busquemos a un médico? –le propuse.
-No, está bien, gracias –me respondió algo asustado.
-No piense que intento entrometerme, pero me da la impresión de que su compañera no
está bien, se queja demasiado.
-Ya se le va a pasar, no se haga problemas, enseguida nos iremos.
-Yo soy una mujer comprensiva, no tenga miedo de confiar en mí –insistí.
-Se lo agradezco mucho, pero…
-Dígame, ¿tomaron drogas?
-No, no, ¡qué ocurrencia! Cecilia no aceptaría ni siquiera un cigarrillo de marihuana. No,
no es eso.
Le repito que puede confiar en mí. Hace algún tiempo yo tenía unos amigos muy buenos
que eran homosexuales, y sin embargo conmigo no había ningún problema.
-Bueno, es obvio que en este caso tampoco se trata de eso.
La lluvia había cesado y el cielo se abría celeste. Empezaba a amanecer.
-Les voy a preparar un desayuno. Eso les vendrá bien.
-No, por favor, no se moleste. Cecilia ya debe de sentirse mejor. Tenemos que irnos.
De pronto apareció la muchacha, estaba pálida, no sabía si de dolor o de miedo. Me pidió
que le indicara dónde se hallaba el baño. La acompañé yo misma porque se tambaleaba. Ahí
lo supe todo.
Al salir ya se sentía mejor; la dejé en el living sentada junto a su compañero y fui a la
cocina para preparar el desayuno.
Cuando regresaba con la bandeja, alcancé a oír:
-¿Y qué hacemos si esta vieja nos quiere denunciar?
Mientras les servía las tazas, lo miré al joven y le dije:
-No sé si se referirá a mí. Pero por mi parte pueden quedarse tranquilos.
-No, no hablábamos de usted, se han enterado los vecinos del… del médico que nos
atendió y tenemos un poco de miedo –se apresuró a mentir ella.
-Debería estar admitido por la ley ¿no? –agregó él.
-¿Qué cosa? –pregunté ofreciéndole azúcar.
-Bueno… esto –titubeó el muchacho.
-¿El aborto?
-Sí…
-¿Por qué le asusta más la palabra que el acto? –dije con un poco de rencor todavía por lo
que había oído cuando regresaba de la cocina.
El muchacho respondió con un tono más seguro:
-No me asusta la palabra, temía que la irritara a usted.
-A mí lo único que me irrita es la hipocresía –respondí con su mismo tono. Y con algo de
sarcasmo o de hastío.
-Usted es una mujer sorprendente –exclamó la muchacha casi con ternura-. Se muestra
agresiva, pero no creo que lo sea. Nunca conocí a alguien como usted.
Y yo aflojé. Recordé que estaba buscando amigos y pensé que bien podrían llegar a ser
estos jovencitos, a quienes el azar había hecho entrar a mi casa, quienes me liberasen un poco
de tanto aburrimiento de vivir.
Oí como a la distancia que la muchacha repetía la frase: “Usted es una mujer
sorprendente”. Y me quedé pensando en mí, como de costumbre, como la nostalgia de lo que
no fui, de lo que no era, de lo que nunca llegaría a ser: una mujer normal.
-¿En qué piensa? –indagó él mientras con una mano jugaba con el pelo de ella y con la otra
sostenía la taza de té con leche.
-“¿En qué piensa?”. Habría respondido: en mi vida, en el rancho frente al cementerio, en la
laguna, en doña Paloma, en la noche, en mi incapacidad para hablar y moverme y vestirme
como una señora fina, en este no poder impedir que los demás me vean como una vieja
callejera y ridícula, en un hombre, en el amor. Habría respondido: en que nadie jugó con mi
pelo, ni me abrazó con ternura cuando me sentía mal y llovía sobre adoquines azules.
-¿En qué piensa? –escuché que repitió él.
Antes, cuando alguien me preguntaba ¿en qué piensa? Creía que debía contar una a una las
cosas que pasaban por mi mente. Con el tiempo aprendí que cuando alguien pregunta ¿en qué
piensa?, lo que menos le importa es conocer nuestros pensamientos. Sólo le interesa bajarnos
de esas nubes que son inaccesibles para los otros. Por eso respondí lo que se suele responder
cuando nos formulan esa pregunta:
-En nada.
Al final de cuentas nos hicimos amigos. Cecilia y Andrés prometieron venir a visitarme
una tarde de éstas.
Hice otra amiga más, doña Etelvina. Aprendí a causa de ella, que los pobre también están
al margen, como los locos, como los… como yo. Y me acordé de Patricio, a quien jamás volví
a ver, y de Valerio. Y también de doña Paloma.
Esa tarde, doña Etelvina, mi nueva amiga, la mujer enorme, me acompañó hasta el Jardín
Botánico para llevarles la comida a mis gatos. Me contó las cosas que le pasaban y me di
cuenta de que era una mujer buena aunque demasiado chillona. Ella no tenía un hermano
como Felipe, ella dormía en la calle todas las noches, con excepción de las que pasaba en
hospitales y en comisarías. Me explicó que era la fundadora de una asociación de mujeres
abandonadas y que cuando pedía dinero, lo hacía en nombre de esa sospechosa Asociación de
Mujeres Abandonadas y que con las donaciones que obtenía compraba vino para ella que, por
otra parte, era la única integrante de la fundación.
La invité a tomar el té, porque en casa no había vino ni nada que se le pareciera. Desde el
día de la fiesta que finalizó en la comisaría, mi hermano-hijo me había prohibido que
comprase bebidas alcohólicas.
Me contó que tenía diferentes técnicas para pedir, según la clase de gente, según la edad,
según el lugar en que se encontrara. Pero confesó también que todas sus estrategias se iban al
demonio cuando se sentía desesperada, que por lo general terminaba a los gritos y a las
patadas con el mundo entero y que en esos casos le resultaba imposible contenerse o prever
las consecuencias.
Sin ninguna duda, era de las mías.
Tengo una asombrosa habilidad para intuir las catástrofes, pero también una incapacidad
total para evitarlas.
Tomaba el té con mi flamante amiga cuando aparecieron Cecilia y Andrés.
Hice las presentaciones de rigor como lo hacen las señoras finas, como me había enseñado
Valerio, y les ofrecí dos tazas que mi intuición había colocado al alcance de la mano.
Inmediatamente después, empezó el desastre.
Doña Etelvina arremetió contra los recién llegados:
-¿No les molesta si les formulo un pedido?
-No, hágalo –respondió Andrés.
-¿Si no es molestia? –insistió la enorme doña Etelvina.
-No, ya le respondimos que no es molestia,
-Bien, jovencitos, como ustedes saben, ustedes más que nadie porque son gente informada,
que vive al día, la Iglesia Católica por medio de Monseñor Iturburu, ha declarado de interés
ecuménico a la colecta anual de la Asociación de Mujeres Abandonadas. Ustedes habrán visto
los carteles colocados por toda la ciudad anunciando la apertura de tan solidaria colecta. Pues
bien, la Asociación de Mujeres Abandonadas, entidad que tengo el honor de presidir, procura
preservar la fe y la esperanza de las mujeres sin familia. No solicitamos ninguna cantidad en
especial, así es que ustedes pueden colaborar con lo que deseen –la ingenua y astuta doá
Etelvina sacó una carpeta de su bolso para darle más realismo a su perorata. Abrió la carpeta
que contenía papeles sucios y continuó hablando ceremoniosamente-. Bien, como les decía
recién, voy a leerles el estatuto que… pero aquí no se ve nada; jovencito, ¿quiere hacerme el
favor de encender una luz más?
Por momentos me divertía la charla de la mujer enorme, por momentos me daba pena y por
momentos, vergüenza. Me daba vergüenza no sólo por ella, también por mí misma, por las
partes que nos asemejaban. Al fin de cuentas, estaba sólo un poco más loca que yo. Pero a
Andrés y Cecilia no les parecía en absoluto entretenida la charla de esa infantil, gigantesca y
sucia mujer. Fue Andrés el que intentó ponerle frenos.
-Señora, no hace falta que nos lea nada; lo sentimos mucho, pero no podemos colaborar.
-No se apresure, jovencito, a decir que no puede colaborar. Cuando los vi entrar, supe
enseguida que no eran precisamente hijos del gerente del Banco Central. Hay muchas maneras
de colaborar. Nos hacen falta alimentos, vino… Hay muchas maneras de colaborar. No se
apresuren…
De pronto, doña Etelvina se detuvo, lo observó detenidamente al muchacho y exclamó:
-¡¿Usted no estaba ayer en la manifestación de Plaza de Mayo?!
-No.
-¿Cómo que no estaba?, ¿no piensa que va a engañarme a mí, no?
-No, le aseguro que la política no me interesa.
-Y entonces, ¿por qué usa barba?
-Porque no me agrada afeitarme. Además, Cristo también usaba barba.
-Eran otros tiempos, no intente enredarme a mí, quiere. A ver, dígame: ¿qué pretenden
esos?, ¿convertir el mundo en un caos? ¿Qué mundo van a construir si no tienen fe? ¿Por qué
no buscan trabajo, una buena mujer y forman una familia como Dios manda, en lugar de andar
en patotas a los gritos?
Intervine tratando de evitar que doña Etelvina continuase con su desvarío.
-Le dijo que él no estaba en la manifestación. Eran otros.
-Vos no te metas, querida, a vos es natural que te engañen, como te engañaron tus sobrinos.
Pero conmigo no pueden.
Andrés también quiso detener la situación, que ya empezaba a resultar insostenible.
-Bueno, usted ya propuso lo de la colecta y le contestamos que además de no tener dinero,
no estamos dispuestos a colaborar. De manera que con usted no tenemos nada más que hablar.
Nosotros vinimos a visitar a la señora Aleana…
-¡Ah!, esto ya es el colmo, me está echando de la casa de mi querida amiga, de mi vieja
amiga. Mire, jovencito: este barrio lo fundaron mis bisabuelos, que en paz descansen; mi
abuelo y mi padre nacieron aquí y por iniciativa de la finada de mi tía abuela, que era hermana
de caridad en Florencia, se construyó la parroquia, lugar donde no recuerdo haberlos visto…
-Efectivamente, nosotros no vamos a la iglesia.
-¡Sabía que me iba a contestar de esa manera! –la enorme Etelvina estaba excitadísima,
después de cada palabra que decía me codeaba buscando mi complicidad.
Cecilia trató de suavizar las cosas aclarando:
-Señora, nosotros no podemos colaborar porque no tenemos dinero, aunque también es
cierto que no nos interesa apoyar campañas en las que esté metida la iglesia.
-Sí, jovencita, y usted es mejor que se calle, porque ustedes tienen la culpa de todo, las
jovencitas como usted que se creen dueñas del mundo y pretenden llevarse a la gente por
delante…
-No, señora –explicaba dulcemente cecilia-, yo no pretendo llevarme nada por delante, sólo
quisiera vivir mi libertad sin fastidiar a nadie.
-¡Ve!, ¡vea qué mal educada que es usted!, ya sé, ya sé, ustedes son todos iguales,
jovencitos, ¿o se cree que yo no me doy cuenta? Ustedes se burlan de los mayores. Son unos
mocositos y se creen tan inteligentes que pueden solucionar los problemas del mundo, ¡como
si fuera tan fácil!, armando manifestaciones donde mueren los inocentes…
-No, ellos no son los de la manifestación –intervine.
-¡Ay, querida!, ¿y vos les creíste? A nosotras siempre nos van a decir que no. Pero seguro
que estaban, ¿no ves que usan túnicas y él se deja la barba? –volvió a dirigirse a ellos-. Nos
quieren pasar, pero no van a poder, jovencitos, escúchenme lo que les digo, no van a poder,
porque el mundo ya estaba hecho cuando ustedes nacieron y todavía les falta mucho para tener
derecho a protestar, ¿sabe, jovencito?
-Nosotros no protestamos.
Doña Etelvina volvió a codearme:
-¿Ves?, ¿ves? Siempre quieren tener razón. Sí, y no ponga cara de ingenua. No, no, si yo
los conozco muy bien a ustedes; yo sé que se burlan de mí. Sí, porque para ustedes todo es
sencillo, se ríen de todo el mundo –volvió a codearme-. ¡Mirá qué facha! ¿Qué quieren
inventar, eh? ¿Saben cuándo se vestían así los hombres?: en la prehistoria. ¿No se dan cuenta
de que parecen locos?... ¿Y esa imagen qué significa?
-Es el buda.
-Sí, ya sé, no crea que soy tan burra. ¿Pero por qué no se cuelgan un crucifijo de cristianos
en lugar de buscar cosas extrañas? ¡Ah!, claro, porque Cristo está pasado de moda, como
dicen ustedes.
-Nosotros no decimos eso, pero no descartamos que el Oriente pueda mostrarnos caminos
de pureza.
-¡Sí, claro, puede enseñarnos, por ejemplo, a bañarnos en un río infecto al que arrojan niños
muertos, ¿no? Pero háganme el favor, ¿no se dan cuenta de que son unos tontos que todavía
creen que la vaca es un animal sagrado?, ¿cómo podría ser sagrado un animal tan feo?
-¿Usted quería realmente pedirnos dinero o evangelizarnos?
-Mire, jovencito, si sus padres no se preocupan por ustedes, allá ellos, pero a las integrantes
de la Asociación de Mujeres Abandonadas nos inte…
-Yo no tengo padres –aclaró Andrés.
-Pues debería tenerlos.
-Digo que mis padres murieron.
-Ah, si murieron, ya es otra cosa, que en paz descansen, bueno, pero usted es bastante
grandecito. Y usted, jovencita, ¿sí tendrá padres?
-Sí, y ellos ya tuvieron su turno.
-Mire, jovencita, mientras los padres viven, hay que respetarlos y obedecerlos en todo…
-¿Aunque están equivocados? –preguntó Cecilia, pero doña Etelvina continuó sin hacerse
eco de ello.
-… Porque los padres son los padres y si… -reaccionó de pronto- ¿cómo dijo?
-Dije si hay que obedecerlos aunque estén equivocados.
-¡Ah!, claro, ¿ve? Éstos son los nuevos sabelotodo, claro, porque ellos miran películas
extrañas, leen libros extraños, hacen cosas extrañas, se ponen ropas extrañas, se cuelgan
imágenes del Buda en lugar de crucifijos, los jóvenes modernos…
-¿Terminó? –Andrés estaba dispuesto a marcharse con Cecilia, y lo habrían hecho de no
haber mediado más ruegos y un cierto apaciguamiento momentáneo de doña Etelvina.
Después de volver a sentarnos, ella continuó con su monólogo como si no hubiese sucedido
nada, pero más calmada o más dolorida.
-No, no terminé, ¿Ve?, eso es lo que sucede, ustedes quieren vivir apurados, quieren
saberlo todo lo antes posible. ¡Miren qué pedantería! ¿No se dan cuenta de que aunque
piensen o analicen, eso no les servirá de nada? Miren, apurándose pierden más tiempo todavía
que yendo despacio y se aburren de la vida antes de conocerla realmente… No me miren así,
como si yo fuese una loca o una ignorante, porque no soy ni lo uno ni lo otro. Mejor harían
escuchando con seriedad a los mayores y dejando correr a la vida por su cauce correcto. ¿Y
saben algo más, jovencitos?, ustedes podrán tragar mucha cultura, pero cuando pase el tiempo
se van a dar cuenta de que sólo conocen aquello que les tocó vivir, aquello que les tocó sufrir
en carne propia… A mi hijo, yo tuve un hijo, a él le gustaba vivir, iba a la escuela secundaria,
jugaba al fútbol en la tercera división y era uno de los mejore. Los amigos y las muchachas,
¡tenía tres novias!, debía ingeniármelas para que no lo descubrieran, yo lo tapaba porque sabía
que estaba bien que viviese de esa manera, hasta que tuviera más edad y se enamorase… ¡A él
le entusiasmaba vivir!... Amaba realmente a la vida… Y mi esposo era un buen hombre, se
entendía con su hijo… Después fueron a la manifestación… no fueron, se los llevaron y
después los disparos, el barullo… Ahora, mi hijo estaría casado con una buena mujer y mi
marido y yo tendríamos cuatro o cinco nietos –doña Etelvina se había internado en la
hondonada de sus recuerdos; pero luego de un silencio transitorio volvió al tono imperativo
del comienzo- ¡¿Qué buscan ustedes viviendo así?!, ¿qué es lo que quieren modificar con sus
protestas?, ¿qué pretenden?, ¿vaciarnos el mundo de recuerdos? Miren, jovencitos, les voy a
decir una última cosa: ustedes no van a poder cambiar el mundo. Y mejor así, porque el
mundo está muy bien como está y no hay por qué modificarlo, basta con que no lo empeoren.
Así es que mejor harían trabajando y formando un hogar como Dios manda, en lugar de… -la
enorme Etelvina tomó su bolso, se puso de pie, fue hasta la puerta y desde allí completó su
discurso-. A ustedes, jovencitos, hay que enseñarles que no son los únicos que sufren, ni
mucho menos, los que sufren el mayor dolor-. Dio un portazo y se fue como quien está
dispuesta a cometer cualquier locura.
Pensé que no podía permitir que se fuera en ese estado, por eso, me excusé ante Andrés y
cecilia y corrí tras ella.
-¡Doña Etelvina! ¡Etelvina!
-¿Qué pasa, querida Aleana? –Se detuvo, pero ya era otra.
-No quiero que se vaya así, además quiero pedirle que, en vez de dormir en las escaleras de
la iglesia, venga a mi casa esta noche.
-Aleana, estoy apurada porque ya sale la gente de la misa de la tarde, es la última
oportunidad de ganarme unos pesos para mi vinito. Te aseguro que si tuviese tiempo me
quedaba con ustedes, esos muchachitos me resultaron encantadores. Es una pena que deba
irme, pero no puedo hacer otra cosa.
-Está bien, pero la espero en mi casa esta noche, no ande dando vueltas por ahí, recuerde
que la espero.
-No sé si podré, si no me necesita el obispo, iré a tu casa, querida Aleana; pero no quiero
prometerte nada. Chau, chau.
Y se fue a la iglesia, o quién sabe a dónde, con su enorme estatura, con su resentimiento y
su fantasía más enormes que su estatura.
Esto, lo que voy a escribir ahora, sucedió antes de las cosas que he relatado de la ciudad, y
sucede todavía, pero menos.
A la hora en que se encendían las luces de las calles porque el sol moría prematuramente
detrás de los rascacielos y, como si Buenos Aires lo ordenara, se hacía la noche, se me abrían
las posibilidades de otro mundo prohibido.
A esa hora, mi naturaleza de mujer que pasaba inadvertida a los ojos del amor, mi cuerpo
de hembra solitaria, pero de hembra al fin, se aferraba a la brújula incontrolable del deseo. Y
cuando la noche echaba su manto de tolerancia, de anonimato, de complicidad con los que
gimen desde el margen, no quedaba de mí nada más que la gata salvaje que se había gestado a
fuerza de opresiones. Como en una transformación inexorable se me borraba la ternura, la
poca esperanza, la pacífica resignación a lo cotidiano y me sentía vacía, hueca, agujereada; lo
único que podía devolverme la sensación de ser compacta era el abrazo de un hombre, o de
una mujer. El abrazo era más urgente, más importante que su procedencia.
En la búsqueda de ese abrazo se me iba la vida, era como si la estructura bien apuntalada
que durante el día me ayudaba a sobrevivir pese a la soledad, al llegar la noche me derrumbara
sordamente.
Hubo en esas noches hombres y mujeres que no fueron el amor ni la ternura, que no fueron
la amistad, ni siquiera la pena compartida. Fue violencia, suciedad, manoseo, miedo; fueron
dolores sin compartir. No se llenó la soledad ni el vacío.
Cada uno de esos hombres y mujeres innombrables constituyeron pequeñas historias
fugaces que yo justificaba como sucedáneos de ese amor que la vida encarnecidamente me ha
mezquinado. No me atrevo a relatar los pormenores, no le encuentro otro sentido que el de
satisfacer la morbosidad de quienes lean estos papeles alguna vez. Se trata de una serie de
sucesos desagradables, carentes de originalidad, que tuve que vivir, quizá para reafirmar un
destino que me fue legado y del cual no me puedo desentender.
Me he abrazado, también, desesperadamente, a los árboles. Sé que ahora suena ridículo,
pero en esas noches desiertas en las que debía ingresar al caserón del hastío, sola, sola, sola,
sola, no era ridículo, porque contenía la fuerza incuestionable de una realidad. Me he abrazado
a los árboles de la vereda, hice el amor con ellos como con dos amantes indiferentes. Alcancé
instantes de incendios besando esas cortezas rugosas a las que mi desesperación otorgaba
formas humanas.
Apreté mi cuerpo a esos troncos inertes como me hubiera apretado a la muerte de haber
tenido un poco más de coraje. Me avergüenza admitirlo, pero cuando sobrevienen esas noches
tremendas vuelvo a hacerlo sin sentir ninguna clase de pesares, porque cuando la soledad me
sobrepasa todo se torna posible, y presiento que la injusticia de este confinamiento me
absuelve de cualquier culpa.
De lo que atesora mi memoria, los instantes más logrados de placer, se los debo a esos
árboles. El único recuerdo del amor que llevaré a mi tumba será la silueta nochera,
fantasmagórica, de los árboles de mi vereda.
El amor…
Hace una semana que no hablo con nadie. Nadie me ha dicho, por ejemplo, “adiós”, “hola”,
“buen día”, ni pensar en un “¿cómo estás?”.
Extraño a Felipe. Extraño su voz, sus visitas fugaces, su imagen de arlequín consentido; me
hace falta verlo llegar, verlo partir dejándome con el adiós en la boca, dejándome con el adiós
en la boca, dejándome con su beso cibernético. Felipe es el único eslabón que me une a este
mundo ajeno y difícil. Quiero verlo, necesito que exista media hora cada tanto cerca de mí.
Fui a la plaza de las barrancas. Dije mi discurso acerca de que el Papa declama: “La paz es
posible”, “Defendamos la vida” y otras frases que sólo sirven para hacer affiches y
calcomanías para los vidrios de los automóviles. Frases que a fuerza de ir contra la realidad y
de continuar repitiéndolas con el mismo sonsonete, terminaron por vaciarse de sentido.
Indiqué que el Papa debería de asomarse a su ventana, echar una ojeada a la inmundicia y
ponerse a llorar de vergüenza.
Después hablé de esas cosas mías, dije: la soledad.
La soledad, otra vez la soledad, doña Paloma. Siempre el mismo tema. El aburrimiento, la
indiferencia de los hombres, la hostilidad de toda la gente para conmigo, el hastío de vivir en
este caserón, son lo mismo: la soledad, doña Paloma, la soledad.
Allá tenía mis dudas acerca de la existencia de Dios; aquí, en la ciudad, se disiparon. Dios
no existe. Usted lo sabía, doña Paloma, usted lo sabía. Ponía las imágenes y las veía sólo para
atraer a los clientes, usted me lo dijo.
Este mundo será todo lo real que quieran, pero está sostenido por mentiras, engaños
individuales y una impune hipocresía aprobada por el consentimiento de todos; este mundo es
el que me margina y al que paradójicamente yo hubiera deseado pertenecer.
Mi mundo, que ha sido forjado a golpes de verdades descarnadas, que fue fecundado por
este afán de amar contra todo, es considerado un mundo irreal y, por ende, yo estoy loca y, por
ende, me condenan al margen, y, por ende, me muero de aburrimiento y de inutilidad y, por
ende, se pueden ir todos al infierno.
Desaté mi rabia, se me escaparon las obscenidades de costumbre y con la bolsa de comida
para los gatos al hombro, tuve que huir para que no me molieran a golpes los civilizados
moradores del parque.
Fui al Botánico.
Le di de comer a mis gatos, acaricié el pelaje suave y algodonado de Jerry y de Mónica,
jugué a las escondidas con Octavio y le di la bienvenida a Susana que regresó, embarazada.
Les mostré la postal que me había enviado Felipe desde Roma, leí el texto en voz alta: “Desde
este hermoso lugar, mis cordiales saludos. Felipe Sosa Moreno”. Mis gatos se emocionaron
hasta las lágrimas, hasta los maullidos y hasta los desmayos ante semejante expresión de
ternura vía aérea.
No se trataba de una postal ni de un saludo sincero; me había enviado una carta imbécil;
pero que extrañamente despertó en mí un encendido interés.
No salí de la casa ninguno de los días que siguieron, esperé a ese doctor como quien espera
la revelación del secreto de la vida.
Diariamente ordené el caserón, me bañé y me vestí como una señora normal con los trajes
sobrios y anticuados de las tías sin agregarles ningún adorno.
Hasta que una tarde, por fin, llegó el misterioso garcía Ferrantes, quien resultó ser el ex
abogado de las señoritas Wesley.
Lo recibí.
Fingiendo entender con la mente lo que sólo me llegaba por la capacidad de mi sangre de
comprenderlo todo, hasta lo más insólito, supe por primera vez qué función cumplía yo en este
mundo nuevo al que había sido trasplantada.
Supe, simulando haberlo sabido siempre, que las señoritas Wesley habían determinado que
la niña Aleana Sosa quedara en posesión de la casona, del piso que hoy ocupaba mi hermano y
de una cuenta bancaria a la cual periódicamente ingresaban las ganancias de letras, títulos,
acciones y otras yerbas.
Supe, simulando haberlo sabido siempre, que los papeles que todos los meses traía Felipe
para que firmara, no eran impuestos sino poderes, conformidades y otros documentos
desconocidos para mí.
Supe que las señoritas inglesas, no pudiendo sacarme de la tutela de un padre “disoluto” y
de una madre “oligofrénica”, habían determinado otorgarle a Felipe formación moral y los
estudios necesarios para su evolución y a mí, el beneficio de una vida adulta plena de
comodidades.
-… Las señoritas Wesley se conformaron con la idea de favorecerla a usted de ese modo.
-¿Favorecerme…? –no pude contener una carcajada.
-No comprendo por qué le causa gracia.
-Para entenderlo, usted debería haber vivido por lo menos cien años junto a mí.
-Sigo sin entenderla; pero no importa, quisiera comentarle, ya que su hermano no regresó
de Europa en el término previsto, cuál es la situación financiera en este momento y que
convengamos lo que corresponda hacer.
-Sí, claro, eso es lo importante.
-Los generosos obsequios con que usted premió la licenciatura de su sobrino Fernando y el
casamiento de Juan Manuel…
-¿Los obsequios?
-Sí, el Citroën por la graduación y el viaje de bodas y la fiesta en el Alvear Palace…
-La fiesta… -me recorrió el cuerpo un súbito escalofrío. Subí hasta una nube inaccesible
para el doctor. Me hundí en el enrarecido humor de la impotencia.
Entonces… no eras mi hermano-hijo. No sirvo para gata; no reconozco a mis hijos. O estoy
demasiado loca o demasiado vieja.
¿Cómo no me di cuenta?, ¿cómo pude ser tan estúpida? Yo creía que la sangre y la familia
eran importantes como un puesto de guardia al que se debe defender hasta con nuestra propia
vida.
¿Para qué desperdicié en el rancho mis mejores años? ¿Para qué aguanté la soledad de este
caserón? Yo creí que me querías a tu modo, pero que me querías. Te hubiera dejado este
caserón. Y todo el dinero del mundo si hubiera sido mío, te lo hubiera dejado a vos y a tus
chanchitos. Al final de cuentas era eso lo que te interesaba: la casa, el apartamento, la cuenta
bancaria. Me quedaba aquí porque vos, mi hermano, me trajiste, porque supuse que era mi
deber. A mí me daba lo mismo un puente, un hospital, una vidriera, una comisaría, en todos
esos sitios me hubiera sentido más acompañada. Una voz o un grito, una mano o un golpe:
cualquier cosa me hubiera hecho menos daño que tanta soledad.
No sólo ha sido desmesurado lo que me ha tocado sufrir, sino también inútil. “Lo que
empieza mal, termina mal”, qué sentencia tan simple e irracional, Paloma, y no obstante, qué
cierta.
“Es mentira que el hecho de conocer cuál es el problema que te aflige, ayuda a
solucionarlo. Únicamente sirve para sentirte menos tonta, pero siempre lo llevarás a cuestas”.
¡Basta, doña Paloma! Basta de premoniciones terribles que siempre se cumplen.
Estoy harta de mi condena. Estoy harta de ver claramente esa astilla clavada en mi carne,
de conocer cuál es el orificio por el que me desangro, de saber el cauce por el que corren mis
lágrimas y no poder hacer nada por impedir ese torrente, por arrancarme esa astilla.
-¿En qué piensa? –la voz del doctor García Ferrante me volvió a la realidad.
-En nada –sonreí.
Antes de retirarse, el abogado me dejó su tarjeta:
-Conversaremos más tranquilos en mi despacho, ¿le parece?
No sé si capto mi dolor o si estaba apurado; con la gente fina nunca se sabe.
Las revelaciones me habían dejado pasmada.
Ese día no tenía pintados ni los labios ni los ojos, tenía el pelo limpio recogido con una
peineta; me había puesto un traje gris oscuro y un par de anticuados zapatos de las señoritas
Wesley.
Me vestí y me comporté como una mujer normal. Y como a una mujer normal, un abogado
normal me habló con naturalidad. Pero esas palabras naturales fueron poniendo en descubierto
una verdad insospechada: Felipe, mi hermano-hijo, la única persona en quien creía y a quien
amaba, había resultado un traidor.
Felipe jamás perteneció a mi mundo. Y lo peor es que quizá lo supe siempre.
Los días que siguieron continué bañándome regularmente y vistiéndome como una mujer
normal. Abandoné a mis gatos, dejé de preparar discursos para el parque de las barrancas, no
salí por las noches, ni perdí el tiempo sentada inmóvil frente a la ventana como solía hacerlo
por aquellos días.
Me dediqué a corregir, con el diccionario en la mano, todas las cosas que había escrito
desde mi llegada a Buenos Aires. Seleccioné lo que me pareció que podría interesarle a… ¡no
sabía a quién! Todo se había distorsionado, y ya no sabía qué dirección podían tomar mis
pasos, ni veía motivo alguno para avanzar hacía ninguna parte.
No podía tomar decisiones.
Extrañamente, haber descubierto el fraude de Felipe, no me importaba. Lo que me
preocupaba era lo estúpido, lo inútilmente cruel del caso en sí mismo. Si él hubiese planteado
sus intereses con franqueza, todo se habría resuelto sin necesidad de tanto sufrimiento
absurdo.
Mi desorientación se debía más que nada a causa de ver cómo en mi vida todo acontecía
sin mi consentimiento, con absoluta independencia de mi voluntad o de mis deseos.
Caminé toda la mañana con la historia de mi vida plasmada en esas páginas que escribía
presionada por Felipe, pero también como un modo de apaciguar el incesante cacareo en mi
cerebro.
Pensé que mi vida, ni aún adornándola de aventuras espectaculares, resultaría interesante
para nadie.
Los únicos seres que podrían comprenderla, son precisamente los que jamás abrirían el
libro. Son los que nacen entre lagunas, potreros y cementerios. Son las mujeres que espían el
deslumbrante mundo de Buenos Aires como habrán espiado los esclavos las bacanales de los
palacios.
También mis gatas, si pudieran leer, me comprenderían. Abrirían juntas el libro pasearían
sobre sus letras de molde, delicadas y coquetas, pero con las uñas alertas para la defensa. Al
finalizarlo se mirarían unas a otras, y con una coincidencia sabia de hembras que entienden la
razón primordial de sus vidas, se lanzarían a buscar a los machos para amarlos dolorosamente
toda la noche.
También a mis gatos les interesaría mi libro, ellos no hallarían misterios ni claves extrañas
porque ya me conocen. Somos de la misma categoría; porque yo siempre he tenido más
afinidad con los machos que con ellas.
Pero como las mujeres que nacen frente a cementerios desolados, las gatas sabias y los
gatos plenos de virilidad no leen libros, no vale la pena continuar esta absurda tarea.
Estas hojas las dejaré en el despacho del doctor García Ferrantes y seguiré mi camino.
Nada de lo que suceda en adelante me sorprenderá. He descubierto mi naturaleza y, aunque
no pueda decir que entiendo este mundo, sé quién soy. Y eso basta.
Dr, César García Ferrantes
Soy Aleana, Aleana Sosa, supongo que le sorprenderá recibir estos papeles, pero cuando
los lea va a comprender. Me he vuelto una mujer triste, nunca fui alegre, pero ahora es
distinto: estoy en una tristeza sin salida. Y en estas hojas está el porqué. No quiero tirarlas.
Que alguien se entere de mí. Mal, pero he vivido. No puedo llevarlas conmigo; andar con
estas páginas debajo del brazo o dentro de la bolsa, sería como caminar desnuda: me llenan
de vergüenza. Yo no sé cómo es usted. No sé a qué bando pertenece. Ya no tiene importancia
saber quién es quién. Sé quien soy yo, y sé también que nadie puede ser lo que no es, sólo se
puede fingir, pero yo no tengo ganas o no tengo fuerzas. Estoy hecha de paja y cualquier
chispa me incendia; las hogueras me tientan. Soy puro harapos y chamuscos. Qué simple es
todo, qué claro: he pasado todos estos años, los he perdido, esforzándome por ser una mujer
normal; hubiera sido tanto menos doloroso de haberme aceptado tal como soy desde el
principio, en fin.
“M´hijita, aprendiendo a vivir se nos va la vida”, basta, doña Paloma, basta, no cacaree
más en mi cabeza. Perdóneme, Doctor Ferrantes, es mejor que deje de escribir aquí.
“El sapo se negó objetando que si le permitía subirse, éste podría clavarle su aguijón y
matarlo. El escorpión le explicó que era grande su necesidad de cruzar el río y que no
intentaría atacarlo, puesto que si lo mataba, también él moriría irremediablemente a causa de
no saber nadar. El sapo accedió por fin a llevarlo hasta la otra orilla. Pero justo en la mitad
del río, el escorpión levantó su cola y clavó el aguijón envenenado sobre el lomo del crédulo
animal. El sapo moribundo le preguntó por qué lo había hecho. El escorpión respondió: “No lo
pude evitar”, y también murió.
Este libro se terminó de imprimir
en IMPRESUR S.A.,
Aguilar 2274, Remedios de Escalada,
En el mes de febrero de 1979.
Y se terminó de digitalizar
El 10 de septiembre del 2011
Facebook: José Sbarra
Blog: esmiercoles