Los Nueve Libros de La Historia - Herodoto de Halicarnaso
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Heródoto de Halicarnaso
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Título original: Histoire
Heródoto de Halicarnaso, c. -445
Traducción: Bartolomé Pou
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PRÓLOGO DEL TRADUCTOR
Nació Herodoto de una familia noble en el año primero de la Olimpiada 74, o sea en
el de 3462 del mundo, en Halicarnaso, colonia Dórica fundada por los Argivos en la
Caria. Llamábase Liche su padre, y su madre Drio, y ambos sin duda confiaron su
educación a maestros hábiles, si hemos de juzgar por los efectos. Desde su primera
juventud, abandonando Herodoto su patria por no verla oprimida por el tirano
Ligdamis, pasó a vivir a Samos, donde pensó perfeccionarse en el dialecto jónico con
la mira acaso de publicar en aquel idioma una historia. A este designio debiólo de
animar el buen gusto e ilustración que reinaban en la Grecia asiática o Asia. He
creído que lo mejor que podía hacer era tomar esta noticia de la que publicó el
infatigable Pedro Wesselingio al menor, mucho más adelantada entonces en las artes
que la Grecia de Europa, no menos que el ejemplo de otros historiadores así griegos
como bárbaros: Helanico el Milesio y Caronte de Lámpsaco habían publicado ya sus
historias Pérsicas, Xanto la de Lidia, y Hecateo Milesio la del Asia.
Nuestro Herodoto, primero viajante que historiador, quiso ver por sus mismos
ojos los lugares que habían sido teatro de las acciones que él pensaba publicar.
Recorrió en el Asia la Siria y la Palestina, y algunas expresiones suyas dan a entender
que llegó a Babilonia: en África atravesó todo el Egipto hasta la misma Cirene,
ignorándose si llegó a Cartago; pero donde más provincias recorrió fue en Europa,
viajando por la Grecia, por el Epiro, por la Macedonia, por la Tracia, y por la Escitia,
y finalmente fue a Italia o Magna Grecia, formando parte de la colonia que entonces
enviaron a Turio los Atenienses. En esta nueva población parece que acabó el curso
de sus viajes y de sus días; si bien hay quien cree que murió en Pella de Macedonia y
cuál en Atenas, pues no constan claramente ni el lugar ni el año de su nacimiento.
Acerca del tiempo y lugar en que compuso la historia que publicó por sí mismo,
parece lo más verosímil que después de algunos viajes, restituido a Samos, empezó
allí a poner en orden sus noticias, bien que no las publicó por entonces. De Samos dio
la vuelta a su patria, donde contribuyó a que de ella fuese expelido el tirano
Ligdamis; pero viéndola después sumida en la anarquía y entregada al furor de las
facciones, regresó a Grecia. Allí por primera vez, en el concurso solemne de los
juegos olímpicos de la Olimpiada 81, recitó sus escritos que había traído compuestos
de la Caria. La lectura de las Musas de Herodoto, a que asistía Tucidides, muy mozo
todavía, al lado de su padre Oloro, hizo tanta impresión en aquel joven codicioso de
gloria, que se le saltaron las lágrimas; lo que advirtiendo Herodoto, dijo a Oloro: «El
genio de tu hijo, nacido para las letras, exige que en ellas le instruyas».
Segunda vez leyó su historia en Atenas en presencia de un numeroso pueblo
reunido para las fiestas Panatheneas, corriendo ya el tercer año de la Olimpiada 83.
Refiere Dion Crisóstomo que la leyó por tercera vez en Corinto, que no habiendo
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obtenido la recompensa que esperaba de Adimanto y demás Corintios, borró de su
obra los elogios que de ellos hacía; mas nada hay que pruebe que esto sea sino un
chisme malicioso.
Sin duda Herodoto limó posteriormente sus escritos, y añadió nuevas noticias,
pues refiere sucesos posteriores a su última retirada a Turio, cuales son la invasión de
los Thebanos contra los de Plateas, la embajada de los Espartanos vendidos por
Sitalces, y la retirada de Zopiro a Atenas al fin del libro VII. Algunos suponen que
esta historia no ha llegado a nosotros entera, mas ninguna prueba hay que haga
suponer en ella vacío alguno: lo único, que se sabe es que escribió al parecer por
separado un libro de los Hechos Líbicos, y de los Asirios, a los cuales frecuentemente
se refiere, y que existían todavía en tiempo de Aristóteles, que impugnó en parte estos
últimos. Otros le atribuyen obras que no son suyas, y entre ellas la vida de Homero,
engañados acaso por la semejanza del nombre de los autores, como Herodoro,
Herodiano.
Pasando al juicio de esta obra, las prendas, en nuestro concepto, superan en
mucho los defectos, resaltando entre aquellas: l.°, un estudio diligente en averiguar
los hechos, y esto en un tiempo de ignorancia, tan escaso en monumentos, sin
ninguno de los recursos que hoy tenemos tan a mano: 2.°, un juicio exacto y
filosófico en dar clara y distintamente los motivos de los sucesos que va refiriendo y
una crítica continua en separar lo que aprueba por verdadero de lo que refiere sólo
por haberlo oído, y no pocas veces desecha por falso: 3.°, una prudente parsimonia en
no amontonar máximas y reflexiones morales, dejando su curso a los hechos; 4.°, un
estilo fluido, claro, vario y ameno, sin afectar las exquisitas figuras con que rizaban
ya sus discursos los oradores, ni lo áspero, pesado y sentencioso de los filósofos. Los
razonamientos que pone en boca de sus personajes son tan dramáticos, variados y
propios de la situación, que nadie a mi ver se atreverá a tacharlos de difusos.
A tres se reducen los defectos de que es tachado Herodoto: 1.°, alguna sobrada
malignidad, de la cual habla de propósito Plutarco, a veces con razón, a veces
incurriendo en el vicio mismo que reprende: 2.°, mucha superstición, culpa de que no
es posible excusarle sino por la naturaleza de los tiempos en que vivió, y por el deseo
de captarse el aplauso público halagando las creencias populares, y sin embargo se
muestra en algunos pasajes bastante atrevido para arrostrarlas: 3.°, falta de ritmo y
armonía en su estilo, vicio de que le acusa Ciceron (Orat. c. LV), y de que le vindican
Dionisio de Halicarnaso, Quintiliano y Luciano. Yo por mi parte opino con el
primero, y me ofende no poco aquella recapitulación que nos hace de cada suceso,
por más breve que sea.
Añadiré una reseña de los códices manuscritos de que se han servido los editores
de Herodoto, especialmente Wesselingio. Los venecianos, de los que se valió Aldo
Manucio para la primera edición griega publicada en Venecia año 1502. Los ingleses,
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uno del arzobispado de Cantorberi, y otro del colegio de Etona. El de Médicis. Tres
parisienses de la Biblioteca Real. Los de la Biblioteca de Viena, los de Oxford, y el
del cardenal Passionei.
Las ediciones de Herodoto llegadas a mi noticia son las siguientes: la versión
latina de Valla en Venecia, año 1474. La latina de Pedro Fenix, Paris 1510. La latina
de Conrado Heresbachio en 1537, en la cual se suplió lo que faltaba en la primera de
Valla. La griega de Manucio, Venecia 1502. La griega de Hervasio, Basilea 1541, y
otra en 1557. La greco-latina de Henrique Stefano 1570, y otra del mismo en 1592
corrigiendo la de Valla. La greco-latina de Jungerman, Francfort 1608, reimpresión
aumentada de la anterior. La greco-latina de Tomás Galo, Londres 1689. La greco-
latina de Gronovio, Leiden 1715. La greco-latina de Glascua, 1716, hermosa en
extremo. La greco-latina de Pedro Wesselingio, Amsterdam 1763, con muchas
variantes y notas, por cuyo texto me he regido en esta traducción.
Las versiones en romance de que tengo conocimiento son la italiana del Boyardo
en Venecia en 1553, otra italiana del Becelli en Verona en 1733, y una francesa de
Pedro Du-Ryer, todas a decir verdad de muy corto mérito. Veremos si será más
afortunado M. L’archer en la nueva traducción francesa de Herodoto, que según
noticias está trabajando.
Mi ánimo al principio era dar un Herodoto greco-hispano en la imprenta de
Bodini en Parma, pero la prohibición de introducir en Espada libros españoles
impresos fuera de ella, y el consejo de D. Nicolás de Azara, agente en Roma por S.
M. C., me retrajeron de mi determinación. Mucho sería de desear que algún
aficionado a Herodoto reimprimiera el texto griego, libre de tanto comentario,
variantes y notas con que han ido sobrecargándole gramáticos y expositores, pues
lejos de darle nueva belleza y claridad, no producen sino confusión.
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NOTICIA SOBRE EL TRADUCTOR
Uno de los hombres más eruditos que España tuvo en el pasado siglo fue el P.
Bartolomé Pou, nacido a 21 de Junio de 1727 en Algaida, pueblo de Mallorca, de una
familia de labradores acomodados. Fue dedicado, sin embargo, por sus padres en los
primeros años al cultivo del campo, y en tal estado vióle un día D. Antonio Sequí,
canónigo de la catedral de aquella diócesis, gobernando con una mano es arado y
sosteniendo con la otra la gramática latina de Semperio: conoció que aquel joven
había nacido para las letras, y le condujo a Palma, donde le mantuvo en su casa y
cuidó de su primera educación, que fue encomendada a los jesuitas de Palma, en su
colegio titulado de Monte-Sion. A 25 de Junio de 1746, a los 19 años de su edad,
vistió Pou la sotana en el noviciado de Tarragona, donde repitió las lecciones de
retórica y filosofía, y empezó a dedicarse con ardor a las ciencias sagradas y lenguas
sabias. Tenaz en el trabajo y dotado de gran memoria, poseía profundamente la
historia eclesiástica y civil, y con suma facilidad recitaba trozos de las obras de los
Padres de la Iglesia. En Zaragoza enseñó idiomas, promoviendo, con especialidad en
toda la provincia de Aragón, el estudio de la lengua griega y el gusto por las bellezas
de su literatura; y defendió conclusiones en extremo aplaudidas por los inteligentes.
Su erudición y buen gusto en las bellas letras movieron a sus superiores a encargarle
la reforma de los estudios de latinidad en los colegios de Aragón; y sucesivamente
enseñó retórica en Tarragoda, filosofía en Calatayud, y griego en la universidad de
Cervera. En Calatayud fue donde principalmente su dio a conocer con sus famosas
Theses Bilbilitanae, en las cuales con vasta erudición y muy castizo latín vertió las
doctrinas de la antigüedad, y se puso al nivel de cuanto se sabía entonces de más
escogido y profundo en los estudios históricos de filosofía. Sobresalió
particularmente en los idiomas griego y latino, para lo cual basta decir que descolló
entre los hombres más célebres que tuvo la Compañía en el siglo pasado: su
reputación de helenista fue sostenida siempre en las capitales más cultas de Europa
por la rara inteligencia con que explicaba los pasajes más oscuros de los cómicos y
trágicos griegos, y de la cual es el más sólido y glorioso monumento la importante
obra que damos a luz.
Expulsados de España los Jesuitas en 1767, continuó Pou durante algún tiempo
en el asilo que lo dio Italia sus lecciones de griego y latín para los jóvenes alumnos de
la Compañía, y enseñó después la lengua griega con aprobación de la corte de España
en el colegio mayor do San Clemente de Bolonia. Más adelante, a instancia del
cardenal mallorquin D. Antonio Despuig, entonces auditor de la Rota, pasó a Roma,
donde por sus conocimientos en antigüedades era consultado frecuentemente para
descifrar inscripciones y medallas, y donde le honraron con su amistad y
compadecieron su desgracia los sabios nacionales y extranjeros.
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Cuando en 1797 el Sr. D. Carlos IV dio permiso a los Jesuitas españoles para
volver a su patria, Pou regresó a Mallorca, viviendo en la capital, donde disfrutó
desde 1799 de una doble pensión anual concedida por el Rey; hasta que, excitada de
nuevo la atención del Gobierno contra los restos de la Compañía por causas
ignoradas, fue a retirarse en Algaida, pueblo de su nacimiento, y allí murió
cristianamente el Sábado Santo 17 de Abril de 1802. D. Antonio Roig, cura párroco
de Felanitx, su apasionado amigo y discípulo, le puso este epitafio:
HEIC SITUS EST
BARTHOLOMÆUS POU ALGAYDENSIS
É S. J. QUONDAM SACERDOS
GRÆCE LATINE QUE DOCTISSIMUS
RHETOR, POETA, CRITICUS, HISTORIGUS,
PHILOSOPHUS, THEOLOGUS,
AB ACÉRRIMO INGENIO MULTIPLICI
ERUDITIONE
LIBRIS IN VULGUS EDITIS
FAMA VEL APUD EXTEROS MAGNUS
MORUM INTEGRITATE, CATOLICÆ
DOCTRINÆ VINDICANDÆ ARDORE,
SOLIDARUM VIRTUTUM EXEMPLIS
LONGE MAJOR.
VIXIT AN. LXXIV. MENS. IX. DIES XXV
OBIIT XV CAL. MAJ. AN. Á C. N. MDCCCII
AMICI MOERENTES POSUERE.
Nada de exageración ni de pompa en este elogio: el padre Pou fue de natural tan
candoroso y de tan arregladas costumbres, como de talento perspicacia y de vastísima
instrucción. Dispuesto siempre a coadyuvar y fomentar los estudios de otros, corrigió,
mudó, añadió, ordenó muchísimos escritos, y dio como un nuevo ser a las tareas de
otros escritores antes de publicarlas. No es el menor de sus elogios el mérito de los
numerosos alumnos que para las letras adquirió con sus lecciones, y los testimonios
con que honraron su ciencia algunos sabios contemporáneos, entre otros el ilustre
benedictino D. Fray Benito Moxó, uno de sus discípulos, y el erudito jurisconsulto
Finestres, en su obra de las Inscripciones Romanas, en la cual le auxilió no poco
nuestro Jesuita con nuevos datos e interpretaciones.
Publicó el P. Pou diversas obras, de las cuales unas llevan su nombre y otras son
anónimas o con nombre supuesto. Además de las citadas Theses Bilbilitanae, que en
1763 imprimió en latín en Calatayud con el título de Institutionum historiae
philosophiae libri duodecim, obra en que por la excelente disposición y por la
elegancia del estilo se puso al nivel de la importancia de la materia, había publicado
en Cervera en 1756 sus Entretenimientos retóricos y poéticos en la Academia de
Cervera, que comprenden tres discursos, dos latinos, el otro latino y griego, y una
tragedia también latina titulada Hispania capta. Escribió posteriormente a la
extinción, la Vida del venerable Berchmaus, y más tarde en Roma la de su
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compatricia la beata Catalina Tomás, modelo de bueno pero difícil latín, de la cual
hizo él mismo una traducción castellana que ha quedado manuscrita. El
restablecimiento de los Jesuitas en la Rusia Blanca, hecho por la emperatriz Catalina
y consentido aun después de la extinción por el Papa Clemente XIV, y la tacha de
cismáticos con que algunos los acriminaban, movieron al P. Pou a escribir en latín,
con el nombre de Ignacio Filareto, cuatro libros apologéticos de la Compañía de
Jesús conservada en la Rusia Blanca, que suena impresa en Amsterdam, aunque no
haya podido averiguarse el verdadero lugar de la impresión. Publicó también en latín
y griego dos libros a la memoria de Laura Bassia, de la Academia de filosofía de
Bolonia. Todas las citadas obras fueron impresas: manuscritas, a más de la presente
que damos a luz, quedaron a causa de su modestia la traducción española de
Demetrio Falerco, y la del retórico Longino, de la que no tenemos otra noticia que la
que él mismo nos da en una nota al libro II de Herodoto. Quedaron también
manuscritos el Specimen latino de las interpretaciones españolas sacadas de autores
griegos y latinos, sagrados y profanos; la oración latina en el nacimiento de los dos
gemelos hijos de Carlos IV, oración elegantísima, cuya recitación impidió con
artificio un enemigo de la Compañía, y por último dos opúsculos en castellano, Alivio
de Párrocos, y un Compendio de Lógica, que si no son enteramente suyos, fueron por
él al menos corregidos; sin contar la numerosa correspondencia en diversos idiomas
que fieles amigos o curiosos eruditos religiosamente conservan.
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LIBRO PRIMERO
Clío
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objeto principal de su viaje, robaron al rey de Colcos una hija, llamada Medea. Su
padre, por medio de un heraldo que envió a Grecia, pidió, juntamente con la
satisfacción del rapto, que le fuese restituida su hija; pero los griegos contestaron, que
ya que los asiáticos no se la dieran antes por el robo de Io, tampoco la darían ellos por
el de Medea.
III. Refieren, además, que en la segunda edad que siguió a estos agravios, fue
cometido otro igual por Alejandro, uno de los hijos de Príamo. La fama de los raptos
anteriores, que habían quedado impunes, inspiró a aquel joven el capricho de poseer
también alguna mujer ilustre robada de la Grecia, creyendo sin duda que no tendría
que dar por esta injuria la menor satisfacción. En efecto, robó a Helena, y los griegos
acordaron enviar luego embajadores a pedir su restitución y que se les pagase la pena
del rapto. Los embajadores declararon la comisión que traían, y se les dio por
respuesta, echándoles en cara el robo de Medea, que era muy extraño que no
habiendo los griegos por su parte satisfecho la injuria anterior, ni restituido la presa,
se atreviesen a pretender de nadie la debida satisfacción para sí mismos.
IV. Hasta aquí, pues, según dicen los persas, no hubo más hostilidades que las de
estos raptos mutuos, siendo los griegos los que tuvieron la culpa de que en lo
sucesivo se encendiese la discordia, por haber empezado sus expediciones contra el
Asia primero que pensasen los persas en hacerlas contra la Europa. En su opinión,
esto de robar las mujeres es a la verdad una cosa que repugna a las reglas de la
justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización el tomar con tanto
empeño la venganza por ellas, y por el contrario, el no hacer ningún caso de las
arrebatadas, es propio de gente cuerda y política, porque bien claro está que si ellas
no lo quisiesen de veras nunca hubieran sido robadas. Por esta razón, añaden los
persas, los pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos
mujeriles, muy al revés de los griegos, quienes por una hembra lacedemonia juntaron
un ejército numerosísimo, y pasando al Asia destruyeron el reino de Príamo; época
fatal del odio con que miraron ellos después por enemigo perpetuo al nombre griego.
Lo que no tiene duda es que al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, las
miran los persas como cosa propia suya, reputando a toda la Europa, y con mucha
particularidad a la Grecia, como una región separada de su dominio.
V. Así pasaron las cosas, según refieren los persas, los cuales están persuadidos
de que el origen del odio y enemistad para con los griegos les vino de la toma de
Troya. Mas, por lo que hace al robo de Io, no van con ellos acordes los fenicios,
porque éstos niegan haberla conducido al Egipto por vía de rapto, y antes bien,
pretenden que la joven griega, de resultas de un trato nimiamente familiar con el
patrón de la nave; como se viese con el tiempo próxima a ser madre, por el rubor que
tuvo de revelará sus padres su debilidad, prefirió voluntariamente partirse con los
fenicios, a da de evitar de este modo su pública deshonra. Sea de esto lo que se
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quiera, así nos lo cuentan al menos los persas y fenicios, y no me meteré yo a decidir
entre ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o del otro modo. Lo que sí haré, puesto
que según noticias he indicado ya quién fue el primero que injurió a los griegos, será
llevar adelante mi historia, y discurrir del mismo modo por los sucesos de los estados
grandes y pequeños, visto que muchos, que antiguamente fueron grandes, han venido
después a ser bien pequeños, y que, al contrario, fueron antes pequeños los que se han
elevado en nuestros días a la mayor grandeza. Persuadido, pues, de la instabilidad del
poder humano, y de que las cosas de los hombres nunca permanecen constantes en el
mismo ser, próspero ni adverso, hará, como digo, mención igualmente de unos
estados y de otros, grandes y pequeños.
VI. Creso, de nación lydio e hijo de Aliates, fue señor o tirano de aquellas gentes
que habitan de esta parte del Halis, que es un río, el cual corriendo de Mediodía a
Norte y pasando por entre los, Sirios y Paflagonios, va a desembocar en el ponto que
llaman Euxino. Este Creso fue, a lo que yo alcanzo, el primero entre los bárbaros que
conquistó algunos pueblos de los griegos, haciéndolos sus tributarios, y el primero
también que se ganó a otros de la misma nación y los tuvo por amigos. Conquistó a
los jonios, a los eolios y a los dorios, pueblos todos del Asia menor, y ganóse por
amigos a los lacedemonios. Antes de su reinado los griegos eran todos unos pueblos
libres o independientes, puesto que la invasión que los Cimmerios hicieron
anteriormente en la Jonia fue tan solo una correría de puro pillaje, sin que se llegasen
a apoderar de los puntos fortificados, ni a enseñorearse del país.
VII. El imperio que antes era de los Heráclidas, pasó a la familia de Creso,
descendiente de los Mérmnadas, del modo que voy a decir. Candaules, hijo de Myrso,
a quien por eso dan los griegos el nombre de Myrsilo, fue el último soberano de la
familia de los Heráclidas que reinó en Sardes, habiendo sido el primero Argon, hijo
de Nino, nieto de Belo y biznieto de Alceo el hijo de Hércules. Los que reinaban en el
país antes de Argon, eran descendientes de Lydo, el hijo de Atis; y por esta causa
todo aquel pueblo, que primero se llamaba Meon, vino después a llamarse lidio. El
que los Heráclidas descendientes de Hércules y de una esclava de Yardano se
quedasen con el mando que hablan recibido en depósito de mano del último sucesor
de los descendientes de Lydo, no fue sino en virtud y por orden de un oráculo. Los
Heráclidas reinaron en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco años, con la
sucesión de veintidós generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona de
padres a hijos, hasta que por último se ciñeron con ella las sienes de Candaules.
VIII. Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho singular.
Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del
mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias
un privado de toda su confianza llamado Giges, hijo de Dáscylo, con quien solía
comunicar los negocios más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a
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encarecerle y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó
mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el
cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en estos términos: —«Veo, amigo, que
por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer,
y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues
bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal como
Dios la hizo». Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: —«¿Qué discurso, señor,
es este, tan poco cuerdo y tan desacertado?, ¿me mandaréis por ventura que ponga los
ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido,
se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que
introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que
prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo
fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo;
y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón».
IX. Con tales expresiones se resistía Giges, horrorizado de las consecuencias que
el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle así: —«Anímate, amigo, y de nadie
tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena
correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque
yo lo dispondré todo de manera que ni aun sospeche haber sido vista por ti. Yo
mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará
abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay
inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto
lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde
su asiento volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte
silenciosamente y sin que te vea salir».
X. Viendo, pues, Giges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a
obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a
Giges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la reina. Giges, al tiempo que ella
entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira,
hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no
tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido,
reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ello; pero se
resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente
entre los lidios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que
un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer.
XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y
sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados, que sabía eran
los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Giges, el cual vino
inmediatamente sin la menor sospecha de que la reina hubiese descubierto nada de
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cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo
llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: —«No hay
remedio, Giges; es preciso que escojas, en los dos partidos que voy a proponerte, el
que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del
imperio de los lidios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo
mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a
contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que
muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los
ojos estando desnuda». Atónito Giges, estuvo largo rato sin responder, y luego la
suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno
de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba
realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de
recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de
nuevo: —«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la
muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle? —¿Cómo? le responde ella,
en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas
dormido».
XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Giges, a quien durante el
día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro,
obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras de la reina, que le
conduce a su aposento, le pone la daga en la mano, y le oculta detrás de la misma
puerta. Saliendo de allí Giges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se
apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Arquíloco pario, poeta
contemporáneo, hizo mención en sus yambos trímetros.
XIII. Apoderado así Giges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo
de Delfos. Porque como los lydios, haciendo grandísimo duelo del suceso trágico de
Candaules, tomasen las armas para su venganza, juntáronse con ellos en un congreso
los partidarios de Giges, y quedó convenido que si el oráculo declaraba que Giges
fuese rey de los lidios, reinase en hora buena, pera si no, que se restituyese el mando
a los Heráclidas. El oráculo otorgó a Giges el reino, en el cual se consolidó
pacíficamente, si bien no dejó la Pitia de añadir, que se reservaba a los Heráclidas su
satisfacción y venganza, la cual alcanzaría al quinto descendiente de Giges; vaticinio
de que ni los lidios ni los mismos reyes después hicieron caso alguno, hasta que con
el tiempo se viera realizado.
XIV. De esta manera, vuelvo a decir, tuvieron los Mermnadas el cetro que
quitaron a los Heráclidas. El nuevo soberano se mostró generoso en los regalos que
envió a Delfos; pues fueron muchísimas ofrendas de plata, que consagró en aquel
templo con otras de oro, entre las cuales merecen particular atención y memoria seis
pilas o tazas grandes de oro macizo del peso de treinta talentos, que se conservan
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todavía en el tesoro de los corintios; bien que, hablando con rigor, no es este tesoro de
la comunidad de los corintios, sino de Cipselo el hijo de Eetion. De todos los
bárbaros, al lo menos que yo sepa, fue Giges el primero que después de Midas, rey de
la Frigia e hijo de Gordias, dedicó sus ofrendas en el templo de Delfos, habiendo
Midas ofrecido antes allí mismo su trono real (pieza verdaderamente bella y digna de
ser vista), donde sentado juzgaba en público las causas de sus vasallos, el cual se
muestra todavía en el mismo lugar en que las grandes tazas de Giges. Todo este oro y
plata que ofreció el rey de Lidia es conocido bajo el nombre de las ofrendas gygadas,
aludiendo al de quien las regaló. Apoderado del mando este monarca, hizo una
expedición contra Mileto, otra contra Esmirna, y otra contra Colofon, cuya última
plaza tomó a viva fuerza. Pero ya que en el largo espacio de treinta y ocho años que
duró su reinado ninguna otra hazaña hizo de valor, contentos nosotros con lo que
llevamos referido, lo dejaremos aquí.
XV. Su hijo y sucesor Ardys rindió con las armas a Prinea, y pasó con sus tropas
contra Mileto. Durante su reinado, los Cimmerios, viéndose arrojar de sus casas y
asientos por los escitas nómades, pasaron al Asia menor, y rindieron con las armas a
la ciudad de Sardes, si bien no llegaron a tomar la ciudadela.
XVI. Después de haber reinado Ardys cuarenta y nueve años, tomó el mando su
hijo Sadyates, que lo disfrutó doce, y lo dejó a Aliates. Este hizo la guerra a Ciaxares,
uno de los descendientes de Dejoces, y al mismo tiempo a los medos: echó del Asia
menor a los Cimmerios, tomó a Esmirna, colonia que era de Colofon, y llevó sus
armas contra la ciudad de Clazómenas; expedición de que no salió como quisiera,
pues tuvo que retirarse con mucha pérdida y descalabro.
XVII. Sin embargo, nos dejó en su reinado otras hazañas bien dignas de memoria;
porque llevando adelante la guerra que su padre emprendiera contra los de Mileto,
tuvo sitiada la ciudad de un modo nuevo particular. Esperaba que estuviesen ya
adelantados los frutos en los campos, y entonces hacía marchar su ejército al son de
trompetas y flautas que tocaban hombres y mujeres. Llegando al territorio de Mileto,
no derribaba los caseríos, ni los quemaba, ni tampoco mandaba quitar las puertas y
ventanas. Sus hostilidades únicamente consistían en talar los árboles y las mieses,
hecho lo cual se retiraba, porque veía claramente que siendo los Milesios dueños del
mar, sería tiempo perdido el que emplease en bloquearlos por tierra con sus tropas. Su
objeto en perdonar a los caseríos no era otro sino hacer que los Milesios, conservando
en ellos donde guarecerse, no dejasen de cultivar los campos, y con esto pudiese él
talar nuevamente sus frutos.
XVIII. Once años habían durado las hostilidades contra Mileto; seis en tiempo de
Sadyates, motor de la guerra, y cinco en el reinado de Aliates, que llevó adelante la
empresa con mucho tesón y empeño. Dos veces fueron derrotados los Milesios, una
en la batalla de Limenio, lugar de su distrito, y otra en las llanuras del Meandro.
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Durante la guerra no recibieron auxilios de ninguna otra de las ciudades de la Jonia,
sino de los de Quío, que fueron los únicos que, agradecidos al socorro que habían
recibido antes de los Milesios en la guerra que tuvieron contra los Erythréos, salieron
ahora en su ayuda y defensa.
XIX. Venido el año duodécimo y ardiendo las mieses encendidas por el enemigo,
se levantó de repente un recio viento que llevó la llama al templo de Minerva
Assesia, el cual quedó en breve reducido a cenizas. Nadie hizo caso por de pronto de
este suceso; pero vueltas las tropas a Sardes, cayó enfermo Aliates, y retardándose
mucho su curación, resolvió despachar sus diputados a Delfos, para consultar al
oráculo sobre su enfermedad, ora fuese que aluno se lo aconsejase, ora que él mismo
creyese conveniente consultar al Dios acerca de su mal. Llegados los embajadores a
Delfos, les intimó la Pitia que no tenían que esperar respuesta del oráculo, si primero
no reedificaban el templo de Minerva, que dejaron abrasar en Asseso, comarca de
Mileto.
XX. Yo sé que pasó de este modo la cosa, por haberla oído de boca de los delfios.
Añaden los de Mileto, que Periandro, hijo de Cipselo, huésped y amigo íntimo de
Trasíbulo, que a la sazón era señor de Mileto, tuvo noticia de la respuesta que
acababa de dar la sacerdotisa de Apolo, y por medio de un enviado dio parte de ella a
Trasíbulo, para que informado, y valiéndose de la ocasión, viese de tomar algún
expediente oportuno.
XXI. Luego que Aliates tuvo noticia de lo acaecido en Delfos, despachó un rey de
armas a Mileto, convidando a Trasíbulo y a los Milesios con un armisticio por todo el
tiempo que él emplease en levantar el templo abrasado. Entretanto, Trasíbulo,
prevenido ya de antemano y asegurado de la resolución que quería tomar Aliates,
mandó que recogido cuanto trigo había en la ciudad, así el público como el de los
particulares, se llevase todo al mercado, y al mismo tiempo ordenó por un bando a los
Milesios, que cuando él les diese la señal, al punto todos ellos, vestidos de gala,
celebrasen sus festines y convites con mucho regocijo y algazara.
XXII. Todo esto lo hacía Trasíbulo con la mira de que el mensajero lidio, viendo
por tina parte los montones de trigo, y por otra la alegría del pueblo en sus fiestas y
banquetes, diese cuenta de todo a Aliates cuando volviese a Sardes después de
cumplida su comisión. Así sucedió efectivamente; y Aliates, que se imaginaba en
Mileto la mayor y a los habitantes sumergidos en la última miseria, oyendo de boca
de su mensajero todo lo contrario de lo que esperaba, tuvo por acertado concluir la
paz con la sola condición de que fuesen las dos naciones amigas y aliadas. Aliates,
por un templo quemado, edificó dos en Asseso a la diosa Minerva, y convaleció de su
enfermedad. Este fue el curso y el éxito de la guerra que Aliates hizo a Trasíbulo y a
los ciudadanos de Mileto.
XXIII. A Periandro, de quien acabo de hacer mención, por haber dado a Trasíbulo
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el aviso acerca del oráculo, dicen los corintios, y en lo mismo convienen los de
Lesbos, que siendo señor de Corinto, le sucedió la más rara y maravillosa aventura:
quiero decir la de Arión, natural de Metimna, cuando fue llevado a Ténaro sobre las
espaldas de un delfín. Este Arión era uno de los más famosos músicos citaristas de su
tiempo, y el primer poeta dityrámbico de que se tenga noticia; pues él fue quien
inventó el dityrambo, y dándole este nombre lo enseñó en Corinto.
XXIV. La cosa suele contarse así: Arión, habiendo vivido mucho tiempo en la
corte al servicio de Periandro, quiso hacer un viaje a Italia y a Sicilia, como
efectivamente lo ejecutó por mar; y después de haber juntado allí grandes riquezas,
determinó volverse a Corinto. Debiendo embarcarse en Tarento, fletó un barco
corintio, porque de nadie se fiaba tanto como de los hombres de aquella nación. Pero
los marineros, estando en alta mar, formaron el designio de echarle al agua, con el fin
de apoderarse de sus tesoros. Arión entiende la trama, y les pide que se contenten con
su fortuna, la cual les cederá muy gustosa con tal de que no le quiten la vida. Los
marineros, sordos a sus ruegos, solamente le dieron a escoger entre matarse con sus
propias manos, y así lograría ser sepultado después en tierra, o arrojarse
inmediatamente al mar. Viéndose Arión reducido a tan estrecho apuro, pidióles por
favor le permitieran ataviarse con sus mejores vestidos, y entonar antes de morir una
canción sobre la cubierta de la nave, dándoles palabra de matarse por su misma mano
luego de haberla concluido. Convinieron en ello los corintios, deseosos de disfrutar
un buen rato oyendo cantar al músico más afamado de su tiempo; y con este fin
dejaron todos la popa y se vinieron a oirle en medio del barco. Entonces el astuto
Arión, adornado maravillosamente y puesto el pie sobre la cubierta con la cítara en la
mano, cantó una composición melodiosa, llamada el Nomo orthio, y habiéndola
concluido, se arrojó de repente al mar. Los marineros, dueños de sus despojos
continuaron su navegación a Corinto, mientras un delfín (según nos cuentan) tomó
sobre sus espaldas al célebre cantor y lo condujo salvo a Ténaro. Apenas puso Arión
en tierra los pies, se fue en derechura a Corinto vestido con el mismo traje, y refirió lo
que acababa de suceder. Periandro, que no daba entero crédito al cuento de Arión,
aseguró su persona y le tuvo custodiado hasta la llegada de los marineros. Luego que
ésta se verificó, los hizo comparecer delante de sí, y les preguntó si sabrían darle
alguna noticia de Arión. Ellos respondieron que se hallaba perfectamente en Italia, y
que lo habían dejado sano y bueno en Tarento. Al decir esto, de repente comparece a
su vista Arión, con los mismos adornos con que se había precipitado en el mar; de lo
que, aturdidos ellos, no acertaron a negar el hecho y quedó demostrada su maldad.
Esto es lo que refieren los corintios y lesbios; y en Ténaro se ve una estatua de
bronce, no muy grande, en la cual es representado Arión bajo la figura de un hombre
montado en un delfín.
XXV. Volviendo a la historia, dirá que Aliates dio fin con su muerte a un reinado
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de cincuenta y siete años, y que fue el segundo de su familia que contribuyó a
enriquecer el templo de Delfos; pues en acción de gracias por haber salido de su
enfermedad, consagró un gran vaso de plata con su basera de hierro colado, obra de
Glauco, natural de Quío (el primero que inventó la soldadura de hierro), y la ofrenda
más vistosa de cuantas hay en Delfos.
XXVI. Por muerte de Aliates entró a reinar su hijo Creso a la edad de treinta y un
años, y tornando las armas, acometió a los de Éfeso, y sucesivamente a los demás
griegos. Entonces fue criando los Efesios, viéndose por él sitiados, consagraron su
ciudad a Diana, atando desde su templo una soga que llegase hasta la muralla, siendo
la distancia no menos que de siete estadios, pues a la sazón la ciudad vieja, que fue la
sitiada, distaba tanto del templo. El monarca lydio hizo después la guerra por su turno
a los jonios y a los eolios, valiéndose de diferentes pretextos, algunos bien frívolos, y
aprovechando todas las ocasiones de engrandecerse.
XXVII. Conquistados ya los griegos del continente del Asia y obligados a pagarle
tributo, formó de nuevo el proyecto de construir una escuadra y atacar a los isleños,
sus vecinos. Tenía ya todos los materiales a punto para dar principio a la
construcción, cuando llegó a Sardes Biante el de Priena, según dicen algunos, o según
dicen otros, Pitaco el de Mitilene. Preguntado por Creso si en la Grecia había algo de
nuevo, respondió que los isleños reclutaban hasta diez mil caballos, resueltos a
emprender una expedición contra Sardes. Creyendo Creso que se le decía la verdad
sin disfraz alguno: —«¡Ojalá, exclamó, que los dioses inspirasen a los isleños el
pensamiento de hacer una correría contra mis Lidyos, superiores por su genio y
destreza a cuantos manejan caballos! —Bien se echa de ver, señor, replicó el sabio, el
vivo deseo que os anima de pelear a caballo contra los isleños en tierra firme, y en
eso tenéis mucha razón. Pues ¿qué otra cosa pensáis vos que desean los isleños,
oyendo que vais a construir esas naves, sino poder atrapar a los lidios en alta mar, y
vengar así los agravios que estáis haciendo a los griegos del continente, tratándolos
cuino vasallos y aun como esclavos?». Dicen que el apólogo de aquel sabio pareció a
Creso muy ingenioso y cayéndole mucho en gracia la ficción, tomó el consejo de
suspender la fábrica de sus naves y de concluir con los jonios de las islas un tratado
de amistad.
XXVIII. Todas las naciones que moran más acá del río Halis, fueron conquistadas
por Creso y sometidas a su gobierno, a excepción de los Cílices y de los licios. Su
imperio se componía por consiguiente de los de los lidios, frigios, misios,
mariandinos, calibes, paflagonios, tracios, tinos y bitinios; como también de los
carios, jonios, eolios y panfilios.
XXIX. Como la corte de Sardes se hallase después de tantas conquistas en la
mayor opulencia y esplendor, todos los varones sabios que a la sazón vivían en
Grecia emprendían sus viajes para visitarla en el tiempo que más convenía a cada
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uno. Entre todos ellos, el más célebre fue el ateniense Solón; el cual, después de
haber compuesto un código de leyes por orden de sus ciudadanos, so color de navegar
y recorrer diversos países, se ausentó de su patria por diez años; pero en realidad fue
por no tener que abrogar ninguna ley de las que dejaba establecidas, puesto que los
atenienses, obligados con los más solemnes juramentos a la observancia de todas las
que les había dado Solón, no se consideraban en estado de poder revocar ninguna por
sí mismos.
XXX. Estos motivos y el deseo de contemplar y ver mundo, hicieron que Solón
se partiese de su patria y fuese a visitar al rey Amasis en Egipto, y al rey Creso en
Sardes. Este último le hospedó en su palacio, y al tercer o cuarto día de su llegada dio
orden a los cortesanos para que mostrasen al nuevo huésped todas las riquezas y
preciosidades que se encontraban en su tesoro. Luego que todas las hubo visto y
observado prolijamente por el tiempo que quiso, le dirigió Creso este discurso:
—«ateniense, a quien de veras aprecio, y cuyo nombre ilustre tengo bien conocido
por la fama de la sabiduría y ciencia política, y por lo mucho que has visto y
observado con la mayor diligencia, respóndeme, caro Solón, a la pregunta que voy a
dirigirte. Entre tantos hombres, ¿has visto alguno hasta de ahora completamente
dichoso?». Creso hacía esta pregunta porque se creía el más afortunado del mundo.
Pero Solón, enemigo de la lisonja, y que solamente conocía el lenguaje de la verdad,
le respondió: —«Sí, señor, he visto a un hombre feliz en Tello el ateniense».
Admirado el rey, insta de nuevo. —«¿Y por qué motivo juzgas a Tello el más
venturoso de todos? —Por dos razones, señor, le responde Solón; la una, porque
floreciendo su patria, vio prosperar a sus hijos, todos hombres de bien, y crecer a sus
nietos en medio de la más risueña perspectiva; y la otra, porque gozando en el mundo
de una dicha envidiable, le cupo la muerte más gloriosa, cuando en la batalla de
Eleusina, que dieron los atenienses contra los fronterizos, ayudando a los suyos y
poniendo en fuga a los enemigos, murió en el lecho del honor con las armas
victoriosas en la mano, mereciendo que la patria le distinguiese con una sepultura
pública en el mismo sitio en que había muerto».
XXXI. Excitada la curiosidad de Creso por este discurso de Solón, le preguntó
nuevamente a quién consideraba después de Tello el segundo entre los felices, no
dudando que al menos este lugar le sería adjudicado. Pero Solón le respondió: —«A
dos argivos, llamados Cleobis y Biton. Ambos gozaban en su patria una decente
medianía, y eran además hombres robustos y valientes, que habían obtenido coronas
en los juegos y fiestas públicas de los atletas». También se refiere de ellos, que como
en una fiesta que los argivos hacían a Juno fuese ceremonia legítima el que su madre
hubiese de ser llevada al templo en un carro tirado de bueyes, y éstos no hubiesen
llegado del campo a la hora precisa, los dos mancebos, no pudiendo esperar más,
pusieron bajo del yugo sus mismos cuellos, y arrastraron el carro en que su madre
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venía sentada, por el espacio de cuarenta y cinco estadios, hasta que llegaron al
templo con ella. «Habiendo dado al pueblo que a la fiesta concurría este tierno
espectáculo, les sobrevino el término de su carrera del modo más apetecible y más
digno de envidia; queriendo mostrar en ellos el cielo que a los hombres a veces les
conviene más morir que vivir. Porque como los ciudadanos de Argos, rodeando a los
dos jóvenes celebrasen encarecidamente su resolución, y las ciudadanas llamasen
dichosa la madre que les había dado el ser, ella muy complacida por aquel ejemplo de
piedad filial, y muy ufana con los aplausos, pidió a la diosa Juno delante de su estatua
que se dignase conceder a sus hijos Cleobis y Biton, en premio de haberla honrado
tanto, la mayor gracia que ningún mortal hubiese jamás recibido. Hecha esta súplica,
asistieron los dos al sacrificio y al espléndido banquete, y después se fueron a dormir
en el mismo lugar sagrado, donde les cogió un sueño tan profundo que nunca más
despertaron de él. Los argivos honraron su memoria y dedicaron sus retratos en
Delfos considerándolos como a unos varones esclarecidos».
XXXII. A estos daba Solón el segundo lugar entre los felices; oyendo lo cual
Creso, exclamó conmovido: —«¿Conque apreciáis en tan poco, amigo ateniense, la
prosperidad que disfruto, que ni siquiera me contáis por feliz al lado de esos hombres
vulgares?». —«¿Y a mí, replicó Solón, me hacéis esa pregunta, a mí, que sé muy bien
cuán envidiosa es la fortuna, y cuán amiga es de trastornar los hombres? Al cabo de
largo tiempo puede suceder fácilmente que uno vea lo que no quisiera, y sufra lo que
no temía. Supongamos setenta años el término de la vida humana. La suma de sus
días será de veinticinco mil y doscientos, sin entrar en ella ningún mes intercalar.
Pero si uno quiere añadir un mes cada dos años, con la mira de que las estaciones
vengan a su debido tiempo, resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos
mil y cincuenta días más. Pues en todos estos días de que constan los setenta años, y
que ascienden al número de veintiséis mil doscientos y cincuenta, no se hallará uno
solo que por la identidad de sucesos sea enteramente parecido a otro. La vida del
hombre ¡oh Creso! es una serie de calamidades. En el día sois un monarca poderoso y
rico, a quien obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros aún ese nombre
que ambicionáis, hasta que no sepa cómo habéis terminado el curso de vuestra vida.
Un hombre por ser muy rico no es más feliz que otro que sólo cuenta con la
subsistencia diaria, si la fortuna no le concede disfrutar hasta el fin de su primera
dicha. ¿Y cuántos infelices vemos entre los hombres opulentos, al paso que muchos
con un moderado patrimonio gozan de la felicidad? El que siendo muy rico es infeliz,
en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero no rico. Puede, en primer lugar,
satisfacer todos sus antojos; y en segundo, tiene recursos para hacer frente a los
contratiempos. Pero el otro le aventaja en muchas cosas; pues además de que su
fortuna le preserva de aquellos males, disfruta de buena salud, no sabe qué son
trabajos, tiene hijos honrados en quienes se goza, y se halla dotado de una hermosa
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presencia. Si a esto se añade que termine bien su carrera, ved aquí el hombre feliz que
buscáis; pero antes que uno llegue al fin, conviene suspender el juicio y no llamarle
feliz. Désele, entretanto, si se quiere, el nombre de afortunado. Pero es imposible que
ningún mortal reúna todos estos bienes; porque así como ningún país produce cuanto
necesita, abundando de unas cosas y careciendo de otras, y teniéndose por mejor
aquel que da más de su cosecha, del mismo modo no hay hombre alguno que de todo
lo bueno se halla provisto; y cualquiera que constantemente hubiese reunido mayor
parte de aquellos bienes, si después lograre una muerte plácida y agradable, éste,
señor, es para mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En suma, es
menester contar siempre con el fin; pues hemos visto frecuentemente desmoronarse la
fortuna da los hombres a quienes Dios había ensalzado más».
XXXIII. Este discurso, sin mezcla de adulación ni de cortesanos miramientos,
desagradó a Creso, el cual despidió a Solón, teniéndolo por un ignorante que, sin
hacer caso de los bienes presentes, fijaba la felicidad en el término de las cosas.
XXXIV. Después de la partida de Solón, la venganza del cielo se dejó sentir sobre
Creso, en castigo, a lo que parece, de su orgullo por haberse creído el más dichoso de
los mortales. Durmiendo una noche le asaltó un sueño en que se lo presentaron las
desgracias que amenazaban a su hijo. De dos que tenía, el uno era sordo y lisiado; y
el otro, llamado Atis, el más sobresaliente de los jóvenes de su edad. Este perecería
traspasado con una punta de hierro si el sueño se verificaba. Cuando Creso despertó
se puso lleno de horror a meditar sobre él, y desde luego hizo casar a su hijo y no
volvió a encargarle el mando de sus tropas, a pesar de que antes era el que solía
conducir los lidios al combate; ordenando además que los dardos, lanzas y cuantas
armas sirven para la guerra, se retirasen de las habitaciones destinadas a los hombres,
y se llevasen a los cuartos de las mujeres, no fuese que permaneciendo allí colgadas
pudiese alguna caer sobre su hijo.
XXXV. Mientras Creso disponía las bodas, llegó a Sardes un frigio de sangre real,
que había tenido la desgracia de ensangrentar sus manos con un homicidio
involuntario. Puesto en la presencia del rey, le pidió se dignase purificarle de aquella
mancha, lo que ejecutó Creso según los ritos del país, que en esta clase de
expansiones son muy parecidos a los de la Grecia. Concluida la ceremonia, y deseoso
de saber quién era y de donde venía, le habló así: —«¿Quién eres, desgraciado?, ¿de
qué parte de Frigia vienes?, ¿y a qué hombre o mujer has quitado la vida? —Soy,
respondió el extranjero, hijo de Midas, y nieto de Gordió: me llamo Adrasto; maté sin
querer a un hermano mío, y arrojado de la casi paterna, falto de todo auxilio, vengo a
refugiarme a la vuestra. —Bien venido seas, le dijo Creso, pues eres de una familia
amiga, y aquí nada te faltará. Sufre la calamidad con buen ánimo, y te será más
llevadera». Adrasto se quedó hospedado en el palacio de Creso.
XXXVI. Por el mismo tiempo un jabalí enorme del monte Olimpo devastaba los
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campos de los Mysios; los cuales, tratando de perseguirlo en vez de causarle daño, lo
recibían de él nuevamente. Por último, enviaron sus diputados a Creso, rogándolo que
los diese al príncipe su hijo con algunos mozos escogidos y perros de caza para matar
aquella fiera. Creso, renovando la memoria del sueño, les respondió: —«Con mi hijo
no contéis, porque es novio y no quiero distraerle de los cuidados que ahora lo
ocupan; os daré, sí, todos mis cazadores con sus perros, encargándoles hagan con
vosotros los mayores esfuerzos para ahuyentar de vuestro país el formidable jabalí».
XXXVII. Poco satisfechos quedaran los Mysios con esta respuesta, cuándo llegó
el hijo de Creso, e informado de todo, habló a su padre en estos términos: —«En otro
tiempo, padre mío, la guerra y la caza me presentaban honrosas y brillantes ocasiones
donde acreditar mi valor; pero ahora me tenéis separado de ambas ejercicios, sin
haber dado yo muestras de flojedad ni de cobardía. ¿Con qué cara me dejaré ver en la
corte de aquí en adelante al ir y volver del foro y de las concurrencias públicas? ¿En
qué concepto me tendrán los ciudadanos? ¿Qué pensará de mí la esposa con quien
acabo de unir mi destino? Permitidme pues, que asista a la caza proyectada, o
decidme por qué razón no me conviene ir a ella».
XXXVIII. —«Yo, hijo mío, respondió Creso, no he tomado estas medidas por
haber visto en ti cobardía, ni otra cosa que pudiese desagradarme. Un sueño me
anuncia que morirás en breve traspasado por una punta de hierro. Por esto aceleré tus
bodas, y no te permito ahora ir a la caza por ver si logro, mientras viva, libertarte de
aquel funesto presagio. No tengo más hijo que tú, pues el otro, sordo y estropeado, es
como si no le tuviera».
XXIX. —«Es justo, replicó el joven, que se os disimule vuestro temor y la
custodia en que me habéis tenido después de un sueño tan aciago; mas, permitidme,
señor, que os interprete la visión, ya que parece no la habéis comprendido. Si me
amenaza una punta de hierro, ¿qué puedo temer de los dientes y garras de un jabalí?
Y puesto que no vamos a lidiar con hombres, no pongáis obstáculo a mi macha».
XL. —«Veo, dijo Creso, que me aventajas en la inteligencia de los sueños.
Convencido de tus razones, mudo de dictamen y te doy permiso para que vayas a
caza».
XLI. En seguida llamó a Adrasto, y le dijo: —«No pretendo, amigo mío, echarte
en cara tu desventura: bien sé que no eres ingrato. Recuérdote solamente que me
debes tu expiación, y que hospedado en mi palacio te proveo de cuanto necesitas.
Ahora en cambio exijo de ti que te encargues de la custodia de mi hijo en esta
cacería, no sea que en el camino salgan ladrones a dañaros. A ti, además, te conviene
una expedición en que podrás acreditar el valor heredado de tus mayores y la fuerza
de tu brazo».
XLII. —«Nunca, señor, respondió Adrasto, entraría de buen grado en esta que
pudiendo llamarse partida de diversión desdice del miserable estado en que me veo, y
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por eso heme abstenido hasta de frecuentar la sociedad de los jóvenes afortunados;
pero agradecido a vuestros beneficios, y debiendo corresponder a ellos, estoy pronto
a ejecutar lo que me mandáis, y quedad seguro que desempeñaré con todo esmero la
custodia de vuestro hijo, para que torne sano y salvo a vuestra casa».
XLIII. Dichas estas palabras, parten los jóvenes, acompañados de una tropa
escogida y provistos de perros de caza. Llegados a las sierras del Olimpo, buscan la
fiera, la levantan y rodean, y disparan contra ella una lluvia de dardos. En medio de la
confusión, quiere la fortuna ciega que el huésped purificado por Creso de su
homicidio, el desgraciado Adrasto, disparando un dardo contra el jabalí, en vez de dar
en la fiera, dé en el hijo mismo de su bienhechor, en el príncipe infeliz que,
traspasado con aquella punta, cumple muriendo la predicción del sueño de su padre.
Al momento despachan un correo para Creso con la nueva de lo acaecido, el cual,
llegado a Sardes, dale cuenta del choque y de la infausta muerte de su hijo.
XLIV. Túrbase Creso al oír la noticia, y se lamenta particularmente de que haya
sido el matador de su hijo aquel cuyo homicidio había él expiado. En el arrebato de
su dolor invoca al dios de la expiación, al dios de la hospitalidad, al dios que preside
a las íntimas amistades, nombrando con estos títulos a Júpiter, y poniéndole por
testigo de la paga atroz que recibe de aquel cuyas manos ensangrentadas ha
purificado, a quien ha recibido como huésped bajo su mismo techo, y que escogido
para compañero y custodio de su hijo, se había mostrado su mayor enemigo.
XLV. Después de estos lamentos llegan los lidios con el cadáver, y detrás el
matador, el cual, puesto delante de Creso, lo insta con las manos extendidas para que
lo sacrifique sobre el cuerpo de su hijo, renovando la memoria de su primera
desventura, y diciendo que ya no debe vivir, después de haber dado la muerte a su
mismo expiador. Pero Creso, a pesar del sentimiento y luto doméstico que le aflige,
se compadece de Adrasto y le habla en estos términos: —«Ya tengo, amigo, toda la
venganza y desagravio que pudiera desear, en el hecho de ofrecerte a morir tú mismo.
Pero ¡ah! no es tuya la culpa, sino del destino, y quizá de la deidad misma que me
pronosticó en el sueño lo que había de suceder». Creso hizo los funerales de su hijo
con la pompa correspondiente; y el infeliz hijo de Midas y nieto de Gordio, el
homicida involuntario de su hermano y del hijo de su expiador, el fugitivo Adrasto,
cuando vio quieto y solitario el lugar del sepulcro, condenándose a sí mismo por el
más desdichado de los hombres, se degolló sobre el túmulo con sus propias manos.
XLVI. Creso, privado de su hijo, cubrióse de luto por dos años, al cabo de los
cuales, reflexionando que el imperio de Astiages, hijo de Ciaxares, había sido
destruido por Ciro, hijo de Cambises, y que el poder de los persas iba creciendo de
día en día, suspendió su llanto y se puso a meditar sobre los medios de abatir la
dominación persiana, antes que llegara a la mayor grandeza. Con esta idea quiso
hacer prueba de la verdad de los oráculos, tanto de la Grecia como de la Libia, y
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despachó diferentes comisionados a Delfos, a Abas, lugar de los Focéos, y a Dodona,
como también a los oráculos de Anfiarao y de Trofonio, y al que hay en Branchidas,
en el territorio de Mileto. Estos fueron los oráculos que consultó en la Grecia, y
asimismo envió sus diputados al templo de Ammon en la Libia. Su objeto era
explorar lo que cada oráculo respondía, y si los hallaba conformes, consultarles
después si emprendería la guerra contra los persas.
XLVII. Antes de marchar, dio a sus comisionados estas instrucciones: que
llevasen bien la cuenta de los días, empezando desde el primero que saliesen de
Sardes; que al centésimo consultasen el oráculo en estos términos: «¿En qué cosa se
está ocupando en este momento el rey de los lidios, Creso, hijo de Aliates?» y que
tomándolas por escrito, le trajesen la respuesta de cada oráculo. Nadie refiere lo que
los demás oráculos respondieron; pero en Delfos, luego que los lidios entraron en el
templo ó hicieron la pregunta que se les había mandado, respondió la Pitia con estos
versos:
XLVIII. Los lidios, tomando estos versos de la boca profética de la Pitia, los pusieron
por escrito, y volviéronse con ellos a Sardes. Llegaban entretanto las respuestas de los
otros oráculos, ninguna de las cuales satisfizo a Creso. Pero cuando halló la de
Delfos, la recibió con veneración, persuadido de que allí solo residía un verdadero
numen, pues ningún otro sino él había dado con la verdad. El caso era, que llegado el
día prescrito a los comisionados para la consulta de los dioses, discurrió Creso una
ocupación que fuese difícil de adivinar, y partiendo en varios pedazos una tortuga y
un cordero, se puso a cocerlos en una vasija de bronce, tapándola con una cobertera
del mismo metal.
XLIX. Esta ocupación era conforme a la respuesta de Delfos. La que dio el
oráculo de Anfiarao a los lidios que la consultaron sin faltar a ninguna de las
ceremonias usadas en aquel templo, no puedo decir cuál fuera; y solo se refiere que
por ella quedó persuadido Creso de que también aquel oráculo gozaba del don de
profecía.
L. Después de esto procuró Creso ganarse el favor de la deidad que reside en
Delfos, a fuerza de grandes sacrificios, pues por una parte subieron hasta el número
de tres mil las víctimas escogidas que allí ofreció, y por otra mandó levantar una
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grande pira de lechos dorados y plateados, de tazas de oro, de vestidos y túnicas de
púrpura, y después la pegó fuego; ordenando también a todos los lidios que cada uno
se esmerase en sus sacrificios cuanto les fuera posible. Hecho esto, mandó derretir
una gran cantidad de oro y fundir con ella unos como medios ladrillos, de los cuales
los más largos eran de seis palmos, y los más cortos de tres, teniendo de grueso un
palmo. Todos componían el número de ciento diecisiete. Entre ellos habla cuatro de
oro acrisolado, que pesaba cada uno dos talentos y medio; los demás ladrillos de oro
blanquecino eran del peso de dos talentos. Labró también de oro refinado la efigie de
un león, del peso de diez talentos. Este león, que al principio se hallaba erigido sobre
los medios ladrillos, cayó de su base cuando se quemó el templo de Delfos, y al
presente se halla en el tesoro de los corintios, pero con solo el peso de seis talentos y
medio, habiendo mermado tres y medio que el incendio consumió.
LI. Fabricados estos dones, envió Creso juntamente con ellos otros regalos, que
consistían en dos grandes tazas, la una de oro, y la otra de plata. La de oro estaba a
mano derecha, al entrar en el templo, y la de plata a la izquierda; si bien ambas,
después de abrasado el templo, mudaron también de lugar; pues la de oro, que pesa
ocho talentos y medio y doce minas más, se guarda en el tesoro de los clazomenios; y
la de plata en un ángulo del portal al entrar del templo; la cual tiene de cabida
seiscientos cántaros, y en ella ameran los de Delfos el vino en la fiesta de la
Theofania. Dicen ser obra de Teodoro samio, y lo creo así; pues no me parece por su
mérito pieza de artífice común. Envió asimismo cuatro tinajas de plata, depositadas
actualmente en el tesoro de los de Corinto; y consagró también dos aguamaniles, uno
de oro y otro de plata. En el último se ve grabada esta inscripción: Don de los
lacedemonios; los cuales dicen ser suya la dádiva; pero lo dicen sin razón, siendo una
de las ofrendas de Creso. La verdad es que cierto sujeto de Delfos, cuyo nombre
conozco, aunque no le manifestaré, le puso aquella inscripción, queriéndose
congraciar con los lacedemonios. El niño por cuya mano sale el agua, sí que es don
de los lacedemonios, no siéndolo ninguno de los dos aguamaniles. Muchas otras
dádivas envió Creso que nada tenían de particular, entre ellas ciertos globos de plata
fundida, y una estatua de oro de una mujer, alta tres codos, que dicen los Delfos ser la
panadera de Creso. Ofreció también el collar de oro y los cinturones de su mujer.
LII. Informado Creso del valor de Anfiarao y de su desastrado fin, le ofreció un
escudo, todo él de oro puro, y juntamente una lanza de oro macizo, con el asta del
mismo metal. Entrambas ofrendas se conservan hoy en Tebas, guardadas en el templo
de Apolo Ismenio.
LIII. Los lidios encargados de llevar a los templos estos dones, recibieron orden
de Creso para hacer a los oráculos la siguiente pregunta: «Creso, monarca de los
lidios y de otras naciones, bien seguro de que son solos vuestros oráculos los que hay
en el mundo verídicos, os ofrece estas dádivas, debidas a vuestra divinidad y numen
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profético, y os pregunta de nuevo, si será bien emprender la guerra contra los persas,
y juntar para ella algún ejército confederado». Ambos oráculos convinieron en una
misma respuesta, que fue la de pronosticar a Creso, que si movía sus tropas contra los
persas acabarla con un grande imperio; y le aconsejaron, que informado primero de
cuál pueblo entre los griegos fuese el más poderoso, hiciese con él un tratado de
alianza.
LIV. Sobremanera contento Creso con la respuesta, y envanecido con la esperanza
de arruinar el imperio de Ciro, envió nuevos diputados a la ciudad de Delfos, y
averiguado el número de sus moradores, regaló a cada uno dos monedas o estateres
de oro. En retorno los delfios dieron a Creso y a los lidios la prerrogativa en las
consultas, la presidencia de las juntas, la inmunidad en las aduanas y el derecho
perpetuo de filiación a cualquier lidio que quisiere ser su conciudadano.
LV. Tercera vez consultó Creso al oráculo, por hallarse bien persuadido de su
veracidad. La pregunta estaba reducida a saber si sería largo su reinado, a la cual
respondió la Pithia de este modo: # Cuando el rey de los medos fuere un mulo, Huye
entonces al Hernio pedregoso, Oh lidio delicado; y no te quedes A mostrarte cobarde
y sin vergüenza.
LVI. Cuando estos versos llegaron a noticia de Creso, holgóse más con ellos que
con los otros, persuadido de que nunca por un hombre reinaría entre los medos un
mulo, y que por lo mismo ni él ni sus descendientes dejarían jamás de mantenerse en
el trono. Pasa después a averiguar con mucho esmero quiénes de entre los griegos
fuesen los mas poderosos, a fin de hacerlos sus amigos, y por los informes halló que
sobresalían particularmente los lacedemonios y los atenienses, aquellos entre los
dorios, y estos entre los jonios. Aquí debo prevenir quo antiguamente dos eran las
naciones más distinguidas en aquella región, la Pelásgica y la Helénica; de las cuales
la una jamás salió de su tierra, y la otra mudó de asiento muy a menudo. En tiempo
de su rey Deucalion habitaba en la Pthiotida, y en tiempo de Doro el hijo de Helleno,
ocupaba la región Istieotida, que está al pie de los montes Ossa y Olimpo. Arrojados
después por los Cadmeos de la Istieotida, establecieron su morada en Pindo, y se
llamó con el nombre de Macedno. Desde allí pasó a la Dryopida, y viniendo por fin al
Peloponeso, se llamó la gente Dórica.
LVII. Cuál fuese la lengua que hablaban los pelasgos, no puedo decir de positivo.
Con todo, nos podemos regir por ciertas conjeturas tomadas de los pelasgos, que
todavía existen: primero, de los que habitan la ciudad de Crestona, situada sobre los
Tyrrenos (los cuales en lo antiguo fueron vecinos de los que ahora llamamos
Dorienses, y moraban entonces en la región que al presente se llama la Tessaliotida);
segundo, de los pelasgos, que en el Helesponto fundaron a Placia y a Seylace (los
cuales fueron antes vecinos de los atenienses); tercero, de los que se hallan en muchas
ciudades pequeñas, bien que hayan mudado su antiguo nombre de pelasgos. Por las
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conjeturas que nos dan todos estos pueblos, podremos decir que los pelasgos debían
hablar algún lenguaje bárbaro, y que la gente Ática, siendo Pelasga, al incorporarse
con los Helenos, debió de aprender la lengua de éstos, abandonando la suya propia.
Lo cierto es que ni los de Crestona, ni los de Placia (ciudades que hablan entre sí una
misma lengua), la tienen común con ninguno de aquellos pueblos que son ahora sus
vecinos, de donde se infiere que conservan el carácter mismo de la lengua que
consigo trajeron cuando se fugaron en aquellas regiones.
LVIII. Por el contrario, la nación Helénica, a mi parecer, habla siempre desde su
origen el mismo idioma. Débil y separada de la Pelásgica, empezó a crecer de
pequeños principios, y vino a formar un grande cuerpo, compuesto de muchas gentes,
mayormente cuando se le fueron allegando y uniendo en gran número otras bárbaras
naciones, y de aquí dimanó, según yo imagino, que la nación de los pelasgos, que era
una de las bárbaras, nunca pudiese hacer grandes progresos.
LIX. De estas dos naciones oía decir Creso que el Ática se hallaba oprimida por
Pisístrato, que a la sazón era señor o tirano do los atenienses. A su padre Hipócrates,
asistiendo a los juegos Olímpicos, le sucedió un gran prodigio, y fue que las calderas
que tenía ya prevenidas para un sacrificio, llenas de agua y de carne, sin que las
tocase el fuego, se pusieron a hervir de repente hasta derramarse. El lacedemonio
Quilón, que presenció aquel portento, previno dos cosas a Hipócrates: la primera, que
nunca se casase con mujer que pudiese darle sucesión; y la segunda, que si estaba
casado, se divorciase luego y desconociese por hijo al que ya hubiese tenido. Por no
haber seguido estos consejos le nació después Pisístrato, el cual, aspirando a la tiranía
y viendo que los atenienses litorales, capitaneados por Megacles, hijo de Alcmeon, se
habían levantado contra los habitantes de los campos, conducidos por Licurgo, el hijo
de Arisitoclaides, formó un tercer partido, bajo el pretexto de defender a los
atenienses de las montañas, y para salir con su intento urdió la trama de este modo.
Hízose herir a sí mismo y a los mulos de su carroza, y se fue hacia la plaza como
quien huía de sus enemigos, fingiendo que le habían querido matar en el camino de
su casa de campo. Llegado a la plaza, pidió al pueblo que pues él antes se había
distinguido mucho en su defensa, ya cuando general contra los megarenses, ya en la
toma de Nicea, y con otras grandes empresas y servicios, tuviesen a bien concederle
alguna guardia para la seguridad de su persona. Engañado el pueblo con tal artificio,
dióle ciertos hombres escogidos que lo escoltasen y siguiesen, los cuales estaban
armados, no de lanzas, sino de clavas. Auxiliado por estos, se apoderó Pisístrato de la
ciudadela de Atenas, y por este medio llegó a hacerse dueño de los atenienses; pero
sin alterar el orden de los magistrados ni mudar las leyes, contribuyó mucho y bien al
adorno de la ciudad, gobernando bajo el plan antiguo.
LX. Poco tiempo después, unidos entre sí los partidarios de Megacles y los de
Licurgo, lograron quitar el mando a Pisístrato y echarlo de Atenas. No bien los dos
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partidos acabaron de expelerle, cuando volvieron de nuevo a la discordia y sedición
entro sí mismos. Megacles, que se vio sitiado por sus enemigos, despachó un
mensajero a Pisístrato, ofreciéndolo que si tomaba a su hija por mujer, le daría en
dote el mando de la república. Admitida la proposición y otorgadas las condiciones,
discurrieron para la vuelta de Pisístrato el artificio más grosero que en mi opinión
pudiera imaginarse, mayormente si se observa que los griegos eran tenidos ya de muy
antiguo por más astutos que los bárbaros y menos expuestos a dejarse deslumbrar de
tales necedades y que se trataba de engañar a los atenienses, reputados por los más
sabios y perspicaces de todos los griegos. En el partido Pecinense había una mujer
hermosa llamada Phya, con la estatura de cuatro codos menos tres dedos. Armada
completamente, y vestida con un traje que la hiciese parecer mucho más bella y
majestuosa, la colocaron en una carroza y la condujeron a la ciudad, enviando delante
sus emisarios y pregoneros, los cuales cumplieron bien con su encargo, y hablaron al
pueblo en esta forma: —«Recibid, oh atenienses, de buena voluntad a Pisístrato, a
quien la misma diosa Minerva restituye a su alcázar, haciendo con él una
demostración nunca usada con otro mortal». Esto iban gritando por todas partes, de
suerte que muy en breve se extendió la fama del hecho por la ciudad y la comarca; y
los que se hallaban en la ciudadela, creyendo ver en aquella mujer a la diosa misma,
la dirigieron sus votos y recibieron a Pisístrato.
LXI. Recobrada de este modo la tiranía, y cumpliendo con lo pactado, tomó
Pisístrato por mujer a la hija de Megacles. Ya entonces tenía hijos crecidos, y no
queriendo aumentar su número, con motivo de la creencia según la cual Lodos los
Alcmeónidas eran considerados como una raza impía, nunca conoció a su nueva
esposa en la forma debida y regular. Si bien ella al principio tuvo la cosa oculta,
después la descubrió a su madre y ésta a su marido. Megacles lo llevó muy a mal,
viendo que así le deshonraba Pisístrato, y por resentimiento se reconcilió de nuevo
con los amotinados. Entretanto Pisístrato, instruido de todo, abandonó el país y se fue
a Eretria, donde, consultando con su hijo, le pareció bien el dictamen de Hipias sobre
recuperar el mando, y al efecto trataron de recoger donativos de las ciudades que les
eran más adictas, entre las cuales sobresalió la de los tebanos por su liberalidad.
Pasado algún tiempo, quedó todo preparado para el éxito de la empresa, así porque
los argivos, gente asalariada para la guerra, habían ya concurrido del Peloponeso,
como porque un cierto Ligdamis, natural de Naxos, habiéndoseles reunido
voluntariamente con hombres y dinero, los animaba sobremanera a la expedición.
LXII. Partiendo por fin de Eretria, volvieron al Ática once años después de su
salida, y se apoderaron primeramente de Maratón. Atrincherados en aquel punto, se
les iban reuniendo, no solamente los partidarios que tenían en la ciudad, sino también
otros de diferentes distritos, a quienes acomodaba más el dominio de un señor que la
libertad del pueblo. Su ejército se aumentaba con la gente que acudía; pero los
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atenienses que moraban en la misma Atenas miraron la cosa con indiferencia todo el
tiempo que gastó Pisístrato en recoger dinero, y cuando después ocupó a Maratón,
hasta que sabiendo qué marchaba contra la ciudad, salieron por fin a resistirle. Los
dos ejércitos caminaban a encontrarse, y llegando al templo de Minerva la Pallenida,
hicieron alto uno enfrente del otro. Entonces fue cuando Anfilyto, el célebre adivino
de Acarnania arrebatado de su estro, se presentó a Pisístrato y le vaticinó de este
modo:
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Esparciatas, a quien, cuando fue a Delfos para consultar al oráculo, al punto mismo
de entrar en el templo le dijo la Pitia:
También afirman algunos que la Pitia le enseñó los buenos reglamentos de que ahora
usan los Esparciatas, aunque los lacedemonios dicen que siendo tutor de su sobrino
Leobotas, rey de los espartanos, los trajo de Creta. En efecto, apenas se encargó de la
inicia, cuando mudó enteramente la legislación, y tomó las precauciones necesarias
para su observancia. Después ordenó la disciplina militar, estableciendo las enotias,
triécadas y sissitias y últimamente instituyó los éforos y los senadores.
LXVI. De este modo lograron los lacedemonios el mejor orden en sus leyes y
gobierno, y lo debieron a Licurgo, a quien tienen en la mayor veneración, habiéndole
consagrado un templo después de sus días. Establecidos en un país excelente y
contando con una población numerosa, hicieron muy en breve grandes progresos, con
lo cual, no pudiendo ya gozar en paz de su misma prosperidad y teniéndose por
mejores y más valientes que los arcades, consultaron en Delfos acerca de la conquista
de toda la Arcadia, cuya consulta respondió así la Pitia:
Después que los lacedemonios oyeron la respuesta, sin meterse con los demás
arcades, emprendieron su expedición contra los de Tegea, y engañados con aquel
oráculo doble, y ambiguo, se apercibieron de grillos y sogas, como si en efecto
hubiesen de cautivar a sus contrarios. Pero sucedióles al revés; porque perdida la
batalla, los que de ellos quedaron cautivos, atados con las mismas prisiones de que
venían provistos, fueron destinados a labrar los campos del enemigo. Los grillos que
sirvieron entonces para los lacedemonios se conservan aun en Tegea, colgados
alrededor del templo de Minerva.
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LXVII. Al principio de la guerra los lacedemonios pelearon siempre con
desgracia; pero en tiempo de Creso, y siendo reyes de Esparta Anaxandridas y
Ariston, adquirieron la superioridad del modo siguiente: Aburridos de su mala suerte,
enviaron diputados a Delfos para saber a qué dios debían aplacar, con el fin de
hacerse superiores a sus enemigos los de Tegea. El oráculo respondió, que lo
lograrían con tal que recobrasen los huesos de Orestes, el hijo de Agamemnon. Mas
como no pudiesen encontrar la urna en que estaban depositados, acudieron de nuevo
al templo, pidiendo se les manifestase el lugar donde el héroe yacía. La Pitia
respondió a los enviados en estos términos:
Oída esta respuesta, continuaron los lacedemonios en sus pesquisas, sin poder hacer
el descubrimiento que deseaban, hasta tanto que Liches, uno de aquellos Esparciatas
a quienes llaman beneméritos, dio casualmente con la urna. Llámanse beneméritos
aquellos cinco soldados que, siendo los más veteranos entre los de a caballo,
cumplido su tiempo salen del servicio; si bien el primer año de su salida, para que no
se entorpezcan con la ociosidad, se les envía de un lugar a otro, unos acá y otros allá.
LXVIII. Liches, pues, siendo uno de los beneméritos, favorecido de la fortuna y
de su buen discurso, descubrió lo que se deseaba. Como los dos pueblos estuviesen
en comunicación con motivo de las treguas, se hallaba Liches en una fragua del
territorio de Tegea, viendo lleno de admiración la maniobra de machacar a golpe el
hierro. Al mirarle tan pasmado, suspendió el herrero su trabajo, y le dijo: —«A fe
mía, Lacon amigo, que si hubieses visto lo que yo, otra fuera tu admiración a la que
ahora muestras al vernos trabajar en el hierro; porque has de saber que, cavando en el
corral con el objeto de abrir un pozo, tropecé con un ataúd de siete codos de largo; y
como nunca había creído que los hombres antiguamente fuesen mayores de lo que
somos ahora, tuve la curiosidad de abrirla, y encontré un cadáver tan grande como
ella misma. Medíle y le volví a cubrir». Oyendo Liches esta relación, se puso a
pensar que tal vez podía ser aquel muerto el Orestes de quien hablaba el oráculo,
conjeturando que los dos fuelles del herrero serían quizá los dos vientos; el yunque y
el martillo el golpe y el contragolpe; y en la maniobra de batir el hierro se figuraba
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descubrir el mutuo choque de los cuerpos duros. Revolviendo estas ideas en su mente
se volvió a Esparta, y dio cuenta de todo a sus conciudadanos, los cuales, concertada
contra él una calumnia, le acusaron y condenaron a destierro. Refugiándose a Tegea
el desterrado voluntario, y dando razón al herrero de su desventura, la quiso tornar en
arriendo aquel corral, y si bien él se le dificultaba, al cabo se lo supo persuadir, y
estableció allí su casa. Con esta ocasión descubrió cavando el sepulcro, recogió los
huesos, y fuese con ellos a Esparta. Desde aquel tiempo, siempre que vinieron a las
manos las dos ciudades, quedaron victoriosos los lacedemonios, por quienes ya había
sido conquistada una gran parte del Peloponeso.
LXIX. Informado Creso de todas estas cosas, envió a Esparta sus embajadores,
llenos de regalos y bien instruidos de cuanto debían decir para negociar una alianza.
Llegados que fueron, se explicaron en estos términos: —«Creso, rey de los lidios y de
otras naciones, prevenido por el Dios que habita en Delfos de cuánto le importa
contraer amistad con el pueblo griego, y bien informado de que vosotros, ¡oh
lacedemonios! sois los primeros y principales de toda la Grecia, acude a vosotros,
queriendo en conformidad del oráculo ser vuestro amigo y aliado, de buena fe y sin
dolo alguno». Esta fue la propuesta de Creso por medio de sus enviados. Los
lacedemonios, que ya tenían noticia de la respuesta del oráculo, muy complacidos
con la venida de los lidios, formaron con solemne juramento, el tratado de paz y
alianza con Creso, a quien ya estaban obligados por algunos beneficios que de él
antes habían recibido. Porque habiendo enviado a Sardes a comprar el oro que
necesitaban para fabricar la estatua de Apolo, que hoy está colocada en Tornax de la
Laconia, Creso no quiso tomarles dinero alguno, y les dio el oro de regalo.
LXX. Por este motivo, y por la distinción que con ellos usaba Creso,
anteponiéndolos a los demás griegos, vinieron gustosos los lacedemonios en la
alianza propuesta; y queriendo mostrarse agradecidos, mandaron trabajar con el
objeto de regalársela a Creso, una pila de bronce que podía contener trescientos
cántaros; estaba adornada por defuera hasta el borde con la escultura de una porción
de animalitos. Esta pila no llegó a Sardes, refiriéndose de dos maneras el extravío que
padeció en el camino. Los lacedemonios dicen que, habiendo llegado cerca de Samos,
noticiosos del presente aquellos isleños, salieron con sus naves y la robaron. Pero los
samios cuentan que navegando muy despacio los lacedemonios encargados de
conducirla, oyendo en el viaje que Sardes, juntamente con Creso, habían caído en
poder del enemigo, la vendieron ellos mismos en Samos a unos particulares, quienes
la dedicaron en el templo de Juno; y que tal vez los lacedemonios a su vuelta dirían
que los samios se la habían quitado violentamente.
LXXI. Entretanto, Creso, deslumbrado con el oráculo y creyendo acabar en breve
con Ciro y con el imperio de los persas, preparaba una expedición contra Capadocia.
Al mismo tiempo cierto lidio llamado Sándamis, respetado ya por su sabiduría y
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circunspección, y célebre después entre los lidios por el consejo que dio a Creso, le
habló de esta manera: —«Veo, señor, que preparáis una expedición contra unos
hombres que tienen de pieles todo su vestido; que criados en una región áspera, no
comen lo que quieren, sino lo que pueden adquirir; y que no beben vino, ni saben el
gusto que tienen los higos, ni manjar alguno delicado. Si los venciereis, ¿qué podréis
quitar a los que nada poseen? Pero si sois vencido, reflexionad lo mucho que tenéis
que perder. Yo temo que si llegan una vez a gustar de nuestras delicias, les tomarán
tal afición, que no podremos después ahuyentarlos. Por mi parte, doy gracias a los
dioses de que no hayan inspirado a los persas el pensamiento de venir contra los
lidios». Este discurso no hizo impresión alguna en el ánimo de Creso, a pesar de la
exactitud con que pintaba el estado de los persas, los cuales antes de la conquista de
los lidios ignoraban toda especie de comodidad y regalo.
LXXII. Los Capadocios, a quienes los griegos llaman Syrios, habían sido
súbditos de los medos antes que dominasen los persas, y en la actualidad obedecían a
Ciro. Porque los límites que dividían el imperio de los medos del de los lidios estaban
en el río Halis; el cual, bajando del monte Armenio, corre por la Cilicia, y desde allí
va dejando a los Matienos a la derecha y a los frigios a la izquierda. Después se
encamina hacia el viento bóreas, y pasa por entre los Syro-capadocios y los
Paflagonios, tocando a estos por la izquierda y a aquellos por la derecha. De este
modo el río Halis atraviesa y separa casi todas las provincias del Asia inferior, desde
el mar que está enfrente de Chipre hasta el ponto Euxino pudiendo considerarse este
tramo de tierra como la cerviz de toda aquella región. Su longitud puede regularse en
cinco días de camino para un hombre sobremanera diligente.
LXXIII. Marchó Creso contra la Capadocia deseoso de añadir a sus dominios
aquel feraz terreno, y más todavía de vengarse de Ciro, confiado en las promesas del
oráculo. Su resentimiento dimanaba de que Ciro tenía prisionero a Astiages, pariente
de Creso, después de haberlo vencido en batalla campal. Este parentesco de Creso
con Astiages fue contraído del modo siguiente: Una partida de escitas pastores, con
motivo de una sedición doméstica, se refugió al territorio de los bledos en tiempo que
reinaba Ciaxares, hijo de Fraortes y nieto de Déjoces. Este monarca los recibió al
principio benignamente y como a unos infelices que se acogían a su protección; y en
prueba del aprecio que de ellos hacía, les confió ciertos mancebos para que
aprendiesen su lengua y el manejo del arco. Pasado algún tiempo, como ellos fuesen
a menudo a cazar, y siempre volviesen con alguna presa, un día quiso la mala suerte
que no trajesen nada. Vueltos así con las manos vacías, Ciaxares, que no sabía
reportarse en los ímpetus de la ira, los recibió ásperamente y los llenó de insultos.
Ellos, que no creían haber merecido semejante ultraje, determinaron vengarse de él,
haciendo pedazos a uno de los jóvenes sus discípulos; al cual, guisado del mismo
modo que solían guisar la caza, se lo dieron a comer a Ciaxares y a sus convidados, y
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al punto huyeron con toda diligencia a Sardes, ofreciéndose al servicio de Aliates.
LXXIV. De este principio, no queriendo después Aliates entregar los escitas a
pesar de las reclamaciones de Ciaxares, se originó entro lidios y bledos una guerra
que duró cinco años, en cuyo tiempo la victoria se declaró alternativamente por unos
y otros. En las diferentes batallas que se dieron, hubo una nocturna en el año sexto de
la guerra que ambas naciones proseguían con igual suceso, porque en medio de la
batalla misma se les convirtió el día repentinamente en noche; mutación que Thales
Milesio había predicho a los jonios, fijando el término de ella en aquel año mismo en
que sucedió. Entonces lidios y medos, viendo el día convertido en noche, no solo
dejaron la batalla comenzada, sino que tanto los unos como los otros se apresuraron a
poner fin a sus discordias con un tratado de paz. Los intérpretes y medianeros de esta
pacificación fueron Syémnesis el Cilice, y Labyneto el Babilonio; los cuales, no solo
les negociaron la reconciliación mutua, sino que aseguraron la paz, uniéndolos con el
vínculo del matrimonio; pues ajustaron que Aliates diese su hija Aryénis por mujer a
Astiages, hijo de Ciaxares. Entre estas naciones las ceremonias solemnes de la
confederación vienen a ser las mismas que entre los griegos, y solo tienen de
particular que, haciéndose en los brazos una ligera incisión, se lamen mutuamente la
sangre.
LXXV. Astiages, como he dicho, fue a quien Ciro venció, y por más que era su
abuelo materno, le tuvo prisionero por los motivos que significaré después a su
tiempo y lugar. Irritado Creso contra el proceder de Ciro, envió primero a sabor de los
oráculos si sería bien emprender la guerra contra los persas; y persuadido de que la
respuesta capciosa que le dieron era favorable a sus intentos, emprendió después
aquella expedición contra una provincia persiana. Luego que llegó Creso al río Halis,
pasó su ejército por los puentes que, según mi opinión, allí mismo había, a pesar de
que los griegos refieren que fue Thales Milesio quien le facilitó el modo de pasarlo,
porque dicen que no sabiendo Creso cómo haría para que pasasen sus tropas a la otra
parte del río, por no existir entonces los puentes que hay ahora, Thales, que se hallaba
en el campo, le dio un expediente para que el río que corría a la siniestra del ejército
corriese también a la derecha. Dicen que por más arriba de los reales hizo abrir un
cauce profundo, que en forma de semicírculo cogiese al ejército por las espaldas, y
que así extrajo una parte del agua, y volvió a introducirla en el río por más abajo del
campo, con lo cual, formándose dos corrientes, quedaron ambas igualmente
vadeables; y aun quieren algunos que la madre antigua quedase del todo seca, con lo
que yo no me conformo, porque entonces ¿cómo hubieran podido repasar el río
cuando estuviesen de vuelta?
LXXVI. Habiendo Creso pasado el Halis con sus tropas, llegó a una comarca de
Capadocia llamada Pteria, que es la parte más fuerte y segura de todo el país, cerca de
Sinope, ciudad situada casi en la costa del ponto Euxino. Establecido allí su ejército,
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taló los campos de los Syrios, tomó la ciudad de los Pterianos, a quiénes hizo
esclavos, y asimismo otras de su contorno, quitando la libertad y los bienes a los
Syrios, que en nada le habían agraviado. Entretanto, Ciro, habiendo reunido sus
fuerzas y tomado después todas las tropas de las provincias intermedias, venía
marchando contra Creso; y antes de emprender género alguno de ofensa, envió sus
heraldos a los jonios para ver si los podría separar de la obediencia del monarca
lydio; en lo cual no quisieron ellos consentir. Marchó entonces contra el enemigo, y
provocándose mutuamente luego que llegaron a verse, envistiéronse en Pteria los dos
ejércitos y se trabó una acción general en la que cayeron muchos de una y otra parte,
hasta que por último los separó la noche sin declararse por ninguno la victoria. Tanto
fue el valor con que entrambos pelearon.
LXXVII. Creso, poco satisfecho del suyo, por ser el número de sus tropas inferior
a las de Ciro viendo que este dejaba de acometerle al día siguiente, determinó volver
a Sardes con el designio de llamar a los egipcios, en conformidad del tratado de
alianza que había concluido con Amasis, rey de aquel país, aun primero que lo
hiciese con los lacedemonios. Se proponía también hacer venir a los babilonios, de
quienes entonces era soberano Labyneto, y con los cuales estaba igualmente
confederado, y asimismo pensaba requerirá los lacedemonios, para que estuviesen
prontos el día que se les señalase. Reunidas todas estas tropas con las suyas, estaba
resuelto a descansar el invierno y marchar de nuevo contra el enemigo al principio de
la primavera. Con este objeto partió para Sardes y despachó sus aliados unos
mensajeros que les previniesen que de allí a cinco meses juntasen sus tropas en
aquella ciudad. El desde luego licenció el ejército con el cual acababa de pelear
contra los persas, siendo de tropas mercenarias: bien lejos de imaginar que Ciro, dada
una batalla tan sin ventaja ninguna, se propusiere dirigir su ejército hacia la capital de
la Lidia.
LXXVIII. En tanto que Creso tomaba estas medidas, sucedió que todos los
arrabales de Sardes se llenaron de sierpes, que los caballos, dejando su pasto, se iban
comiendo según aquellas se mostraban. Admirado Creso de este raro portento, envió
inmediatamente unos diputados a consultar con los adivinos de Telmeso. En efecto,
llegaron allá; pero instruidos por los Telmesenses de lo que quería decir aquel
prodigio, no tuvieron tiempo de participárselo al rey, pues antes que pudiesen volver
de su consulta, ya Creso había sido hecho prisionero. Lo que respondieron los
adivinos fue que no tardaría mucho en venir un ejército extranjero contra la tierra de
Creso, el cual en llegando sujetaría a los naturales; dando por razón de su dicho que
la sierpe era un reptil propio del país, siendo el caballo animal guerrero y advenedizo.
Esta fue la interpretación que dieron a Creso, a la sazón ya prisionero, si bien nada
sabían ellos entonces de cuanto pasaba en Sardes y con el mismo Creso.
LXXIX. Cuando Ciro vio, después de la batalla de Pteria, que Creso levantaba su
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campo, y tuvo noticia del ánimo en que se hallaba de despedir las tropas luego que
llegase a su capital, tomó acuerdo sobre la situación de las cosas, y halló que lo más
útil y acertado sería marchar cuanto antes con todas sus fuerzas a Sardes, primero que
se pudiesen juntar otra vez las tropas lydias. No bien adoptó este partido, cuando lo
puso en ejecución, caminando con tanta diligencia, que él mismo fue el primer correo
que dio el aviso a Creso de su llegada. Este quedó confuso y en el mayor apuro,
viendo que la cosa le había salido enteramente al revés de lo que presumía; mas no
por eso dejó de presentarse en el campo con sus lidios. En aquel tiempo no había en
toda el Asia nación alguna más varonil ni esforzada que la Lidia; y peleando a caballo
con grandes lanzas, se distinguía en los combates por su destreza singular.
LXXX. Hay delante de Sardes una llanura espaciosa y elevada donde
concurrieron los dos ejércitos. Por ella corren muchos ríos, entre ellos el Hyllo, y
todos van a dar en otro mayor llamado Hermo, el cual, bajando de un monte dedicado
a la madre de los dioses Dindymene, va a desaguar en el mar cerca de la ciudad de
Focea. En esta llanura, viendo Ciro a los lidios formados en orden de batalla, y
temiendo mucho a la caballería enemiga, se valió de cierto ardid que el medo
Harpago le sugirió. Mandó reunir cuantos camellos seguían al ejército cargad los de
víveres y bagajes, y quitándoles las cargas, hizo montar en ellos unos hombres
vestidos con el mismo traje que suelen llevar los soldados de a caballo. Dio orden
para que estos camellos así prevenidos se pusiesen en las primeras filas delante de la
caballería de Creso; que su infantería siguiese después, y que detrás de esta se
formase toda su caballería. Mandó circular por sus tropas la orden de que no diesen
cuartel a ninguno de los lidios, y que matasen a todos los que se les pusiesen a tiro;
pero que no quitasen la vida a Creso, aun cuando se defendiese con las armas en la
mano. La razón que tuvo para poner los caballos enfrente de la caballería enemiga,
fue saber que el caballo teme tanto al camello, que no puede contenerse cuando ve su
figura o percibe su olor. Por eso se valió de aquel ardid con la mira de inutilizar la
caballería de Creso, que fundaba en ella su mayor confianza. En efecto, lo mismo fue
comenzar la pelea y oler los caballos el tufo, y ver la figura de los camellos, que
retroceder al momento y dar en tierra con todas las esperanzas de Creso. Mas no por
esto se acobardaron los lidios, ni dejaron de continuar la acción, porque conociendo
lo que era, saltaron de sus caballos y se batieron a pie con los persas. Duró por algún
tiempo el choque, en que muchos de una y otra parte cayeron, hasta que los lidios,
vueltas las espaldas, se vieron precisados a encerrarse dentro de los muros y sufrir el
sitio que luego los persas pusieron a la plaza.
LXXXI. Persuadido Creso de que el sitio duraría mucho, envió desde las murallas
nuevos mensajeros a sus aliados, no ya como antes para que viniesen dentro de cinco
meses, sino rogándoles se apresurasen todo lo posible a socorrerle, por hallarse
sitiado; y habiéndose dirigido a todos ellos, lo hizo con particularidad a los
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lacedemonios por medio de sus enviados.
LXXXII. En aquella sazón había sobrevenido a los mismos lacedemonios una
nueva contienda acerca del territorio llamado de Thyrea, que sin embargo de ser una
parte de la Argólida, habiéndole separado de ella le usurpaban y retenía como cosa
propia. Porque toda aquella comarca en tierra firme que mira a poniente hasta Málea,
pertenece a los argivos, como también la isla de Cythéres y las demás vecinas.
Habiendo, pues, salido a campaña los argivos con el objeto de recobrar aquel terreno,
cuando llegaron a él tuvieron con sus contrarios un coloquio, y en él se convino que
saliesen a pelear trescientos de cada parte, con la condición de que el país quedase
por los vencedores, cualesquiera que lo fuesen; pero que entretanto el grueso de uno y
otro ejército se retirase a sus límites respectivos, y no quedasen a la vista de los
campeones; no fuese que presentes los dos ejércitos, y testigo el uno de ellos de la
pérdida de los suyos, les quisiese socorrer. Hecho este convenio, se retiraron los
ejércitos, y los soldados escogidos de una y otra parte trabaron la pelea, en la cual,
como las fuerzas y sucesos fuesen iguales, de seiscientos hombres quedaron
solamente tres; dos argivos, Alcenor y Chromio, y un lacedemonio, Othryades; y aun
estos quedaron vivos por haber sobrevenido la noche. Los dos argivos, como si en
efecto hubiesen ya vencido, se fueron corriendo a Argos. Pero Othryades, el único de
los lacedemonios, habiendo despojado a los argivos muertos, y llevado los despojos y
las armas al campo de los suyos, se quedó allí mismo guardando su puesto. Al otro
día, sabida la cosa, se presentaron ambas naciones, pretendiendo cada cual haber sido
la vencedora; diciendo la una que de los suyos eran más los vivos, y la otra que
aquellos habían huido y que el único suyo había guardado su puesto y despojado a los
enemigos muertos. Por último, vinieron a las manos, y después de haber perecido
muchos de una y otra parte, se declaró la victoria por los lacedemonios. Entonces fue
cuando los argivos, que antes por necesidad se dejaban crecer el pelo, se lo cortaron,
y establecieron una ley llena de imprecaciones para que ningún hombre lo dejase
crecer en lo sucesivo, y ninguna mujer se adornase con oro hasta que hubiesen
recobrado a Thyrea. Los lacedemonios en despique publicaron otra para dejarse
crecer el cabello, que antes llevaban corto. De Othryades se dice que, avergonzado de
volver a Esparta quedando muertos todos sus compañeros, se quitó la vida allí mismo
en Thyrea.
LXXXIII. De este modo se hallaban las cosas de los Esparciatas, cuando llegó el
mensajero lydio, suplicándoles socorriesen a Creso, ya sitiado. Ellos al punto
resolvieron hacerlo; pero cuando se estaban disponiendo para la partida y tenían ya
las naves prontas, recibieron la noticia de que, tomada la plaza de Sardes, había caído
Creso vivo en manos de los persas, con lo cual, llenos de consternación, suspendieron
sus preparativos.
LXXXIV. La toma de Sardes sucedió de esta manera: A los catorce días de sitio
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mandó Ciro publicar en todo el ejército, por medio de unos soldados de caballería,
que el que escalase las murallas sería largamente premiado. Saliendo inútiles las
tentativas hechas por algunos, desistieron los demás de la empresa; y solamente un
Mardo de nación, llamado Hyréades, se animó a subir por cierta parte de la ciudadela,
que se hallaba sin guardia, en atención a que, siendo muy escarpado aquel sitio, se
consideraba como inexpugnable. Por esta razón Meles, antiguo rey de Sardes, no
había hecho pasar por aquella parte al monstruo, hijo Leon, que tuvo de una
concubina, por más que los adivinos de Telmesa le hubiesen vaticinado que con tal
que Leon girase por los muros, nunca Sardes sería tomada. Meles en erecto le
condujo por toda la muralla, menos por aquella parte que mira al monte Tmolo, y que
se creía inatacable. Pero durante el asedio, viendo Hyréades que un soldado lydio
bajaba por aquel paraje a recoger un morrión que se le había caído y volvía a subir,
reflexionó sobre esta ocurrencia, y se atrevió el día siguiente a dar por allí el asalto,
siendo el primero que subió a la muralla. Después de él hicieron otros persas lo
mismo, de manera que habiendo subido gran número de ellos fue tomada la plaza, y
entregada la ciudad al saqueo.
LXXXV. Por lo que mira a la persona de Creso, sucedió lo siguiente: Tenía, como
he dicho ya, un hijo que era mudo, pero hábil para todo lo restante. Con el objeto de
curarle había practicado cuantas diligencias estaban a su alcance, y habiendo enviado
además a consultar el caso con el oráculo de Delfos, respondió la Pitia: # Oh Creso,
rey de Lidia y muchos pueblos, No con ardor pretendas en tu casa, Necio, escuchar la
voz del hijo amado. Mejor sin ella está; porque si hablare, Comenzarán entonces tus
desdichas. Cuando fue tomada la plaza, uno de los persas iba en seguimiento de
Creso, a quien no conocía, con intención de matarle; oprimido el rey con el peso de
su desventura, no procuraba evitar su destino, importándole poco morir al filo del
alfanje. Pero su hijo, viendo al persa en ademán de descargar el golpe, lleno de
agitación hace un esfuerzo para hablar, y exclama: —«Hombre, no mates a Creso».
Esta fue la primera vez que el mudo habló, y después conservó la voz todo el tiempo
de su vida.
LXXXVI. Los persas, dueños de Sardes, se apoderaron también de la persona de
Creso, que habiendo reinado catorce años y sufrido catorce días de sitio, acabó
puntualmente, según el doble sentido del oráculo, con un grande imperio, pero acabó
con el suyo. Ciro, luego que se le presentaron, hizo levantar una grande pira, y mandó
que le pusiesen encima de ella cargado de prisiones, y a su lado catorce mancebos
lydios, ya fuese con ánimo de sacrificarlo a alguno de los dioses como primicias de
su botín, ya para concluir algún voto ofrecido, o quizá habiendo oído decir que Creso
era muy religioso, quería probar si alguna deidad le libertaba de ser quemado vivo: de
Creso cuentan que, viéndose sobre la pira, todo el horror de su situación no pudo
impedir que le viniese a la memoria el dicho de Solón, que parecía ser para él un
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aviso del cielo, de que nadie de los mortales en vida era feliz. Lo mismo fue asaltarle
este pensamiento, que como si volviera de un largo desmayo exclamó por tres veces:
—«¡Oh Solón!» con un profundo suspiro. Oyéndolo el rey de Persia, mandó a los
intérpretes le preguntasen quién era aquel a quien invocaba. Pero él no desplegó sus
labios, hasta que forzado a responder, dijo: —«Es aquel que yo deseara tratasen todos
los soberanos de la tierra, más bien que poseer inmensos tesoros». Y como con estas
expresiones vagas no satisficiera a los intérpretes, le volvieron a preguntar, y él,
viéndose apretado por las voces y alboroto de los circunstantes, les dijo: que un
tiempo el ateniense Solón había venido a Sardes, y después de haber contemplado
toda su opulencia, sin hacer caso de ella le manifestó cuanto le estaba pasando, y le
dijo cosas que no sólo interesaban a él sino a todo el género humano, y muy
particularmente a aquellos que se consideran felices. Entretanto la pira, prendida la
llama en sus extremidades, comenzaba a arder; pero Ciro luego que oyó a los
intérpretes el discurso de Creso, al punto mudó de resolución, reflexionando ser
hombre mortal, y no deber por lo mismo entregar a las llamas a otro hombre, poco
antes igual suyo en grandeza y prosperidad. Temió también la venganza divina y la
facilidad con que las cosas humanas se mudan y trastornan. Poseído de estas ideas,
manda inmediatamente apagar el fuego y bajar a Creso de la hoguera y a los que con
él estaban; pero todo en vano, pues por más que lo procuraban, no podían vencer la
furia de las llamas.
LXXXVII. Entonces Creso, según refieren los lidios, viendo mudado en su favor
el ánimo de Ciro, y a todos los presentes haciendo inútiles esfuerzos para extinguir el
incendio, invocó en alta voz al dios Apolo, pidiéndole que si alguna de sus ofrendas
le había sido agradable, le socorriese en aquel apuro y le libertase del desastrado fin
que le amenazaba. Apenas hizo llorando esta súplica, cuando a pesar de hallarse el
cielo sereno y claro, se aglomeraron de repente nubes, y despidieron una lluvia
copiosísima que dejó apagada la hoguera. Persuadido Ciro por este prodigio de cuán
amigo de los dioses era Creso, y cuán bueno su carácter, hizo que le bajasen de la
pira, y luego le preguntó: —«Dime, Creso, ¿quién te indujo a emprender una
expedición contra mis estados, convirtiéndote de amigo en contrario mío? —Esto lo
hice, señor, respondió Creso, impelido de la fortuna, que se te muestra favorable y a
mí adversa. De todo tiene la culpa el dios de los griegos, que me alucinó con
esperanzas halagüeñas; porque, ¿quién hay tan necio que prefiera sin motivo la guerra
a las dulzuras de la paz? En esta los hijos dan sepultura a sus padres, y en aquella son
los padres quienes la dan a sus hijos. Pero todo debe haber sucedido porque algún
numen así lo quiso».
LXXXVIII. Libre Creso de prisiones, le mandó Ciro sentar a su lado, y le dio
muestras del aprecio que hacía de su persona, mirándole él mismo y los de su
comitiva con pasmo y admiración. En tanto Creso meditaba dentro de sí mismo sin
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hablar palabra, hasta que vueltos los ojos a la ciudad de los lidios, y viendo que la
estaban saqueando los persas, —«Señor, dijo, quisiera saber si me es permitido hablar
todo lo que siento, o si es tu voluntad que calle por ahora». Ciro le animó para que
dijese con libertad cuanto lo ocurría, y entonces Creso le preguntó: —«¿En qué se
ocupa con tanta diligencia esa muchedumbre de gente?». «Esos, respondió Ciro,
están saqueando tu ciudad y repartiéndose tus riquezas.» —«¡Ah no, replicó Creso, ni
la ciudad es mía, ni tampoco los tesoros que se malbaratan en ella! Todo te pertenece
ya, y a ti es propiamente a quien se despoja con esas rapiñas».
LXXXIX. Este discurso hizo mella en el ánimo de Ciro, el cual mandó retirar a
los presentes, y consultó después a Creso lo que le parecía deber hacer en semejante
caso. «Puesto que los dioses, dijo Creso, me han hecho prisionero y siervo tuyo,
considero justo proponerte lo que se me alcanza. Los persas son insolentes por
carácter, y pobres además. Si los dejas enriquecer con los despojos de la ciudad
saqueada, es muy natural que alguno de ellos, viéndose demasiado rico, se rebele
contra ti. Si te parece bien, coloca guardias en todas las puertas de la ciudad con
orden de quitar la presa a los saqueadores, dándoles por razón ser absolutamente
necesario ofrecerá Júpiter el diezmo de todos esos bienes. De este modo no incurrirás
en el odio de los soldados, los cuales, viendo que obras con rectitud, obedecerán
gustosos tu determinación».
XC. Alegróse Ciro de oír tales razones, que le parecieron muy oportunas, las
encareció sobremanera, y mandó a sus guardias ejecutasen puntualmente lo que
Creso le había indicado. Vuelto después a Creso, le dijo: —«Tus acciones y tus
palabras se muestran dignas de un ánimo real; pídeme, pues, la gracia que quisieres,
seguro de obtenerla al momento. —Yo, señor, respondió, te quedaré muy agradecido
si me das tú permiso para que, regalando estos grillos al dios de los griegos, le pueda
preguntar si le parece justo engañar a los que lo sirven, y burlarse de los que dedican
ofrendas en su templo». Ciro entonces quiso saber cuál era el motivo de sus quejas, y
Creso le dio razón de sus designios, de la respuesta de los oráculos, y especialmente
de sus magníficos regalos, y de que había hecho la guerra contra los persas inducido
por predicciones lisonjeras; y volviendo a pedirle licencia para dar en rostro con sus
desgracias al dios que las había causado, le dijo Ciro sonriéndose: —«Haz, Creso, lo
que gustes, pues yo nada pienso negarte». Con este permiso envió luego a Delfos
algunos lidios, encargándoles pusiesen sus grillos en el umbral mismo del templo, y
preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberle inducido con sus oráculos a la
guerra contra los persas, dándole a entender que con ella daría fin al imperio de Ciro;
y que presentando después sus grillos como primicias de la guerra, le preguntasen
también si los dioses griegos tenían por ley el ser desagradecidos.
XCI. Los lidios, luego que llegaron a Delfos, hicieron lo que se los había
mandado, y se dice que recibieron esta respuesta de la Pitia: —«Lo dispuesto por el
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hado no pueden evitarlo los dioses mismos. Creso paga el delito que cometió su
quinto abuelo, el cual, siendo guardia de los Heráclidas, y dejándose llevar de la
perfidia de una mujer, quitó la vida a su monarca y se apoderó de un imperio que no
le pertenecía. El dios de Delfos ha procurado con ahínco que la ruina fatal de Sardes
no se verificase en daño de Creso, sino de alguno de sus hijos; pero no le ha sido
posible trastornar el curso de los hados. Sin embargo, sus esfuerzos le han permitido
retardar por tres años la conquista de Sardes; y sepa Creso que ha sido hecho
prisionero tres años después del tiempo decretado por el destino. ¿Y a quién debe
también el socorro que recibió cuando iba a perecer en medio de las llamas? Por lo
que hace al oráculo, no tiene Creso razón de quejarse. Apolo lo predijo que si hacía la
guerra a los persas, arruinaría un grande imperio; y cualquiera en su caso hubiera
vuelto a preguntar de cuál de los dos imperios se trataba, si del suyo o del de Ciro. Si
no comprendió la respuesta, si no quiso consultar segunda vez, échese la culpa a sí
mismo. Tampoco entendió ni trató de exterminar lo que en el postrer oráculo se le
dijo acerca del mulo, pues este mulo cabalmente era Ciro; el cual nació de unos
padres diferentes en raza y condición, siendo su madre Meda, hija del rey de los
medos Astiages, y superior en linaje a su padre, que fue un persa, vasallo del rey de
Media, y un hombre que desde la más ínfima clase tuvo la dicha de subir al tálamo de
su misma señora». Esta respuesta llevaron los lidios a Creso; el cual, informado de
ella, confesó que toda la culpa era suya, y no del dios Apolo. Esto fue lo que sucedió
acerca del imperio de Creso y de la primera conquista de la Jonia.
XCII. Volviendo a los donativos de Creso, no solamente fueron ofrendas suyas las
que dejo referidas, sino otras muchas que hay en Grecia. En Thebas de Beocia
consagró un trípode de oro al dios Apolo Ismenio, y en Éfeso las vacas de oro y la
mayor parte de las columnas. En el vestíbulo del templo de Delfos se ve un grande
escudo de oro. Muchos de estos donativos se conservan en nuestros días, si bien
algunos pocos han perecido ya. Según he oído decir, los dones que ofreció Creso en
Branchidas, del territorio de Mileto, son semejantes y del mismo peso que los que
dedicó en Delfos. Sin embargo, las ofrendas hechas en Delfos y en el templo de
Anfiarao, fueron de sus propios bienes, y como primicias de la herencia paterna; pero
los otros dones pertenecieron a los bienes confiscados a un enemigo suyo, que antes
de subir Creso al trono había formado contra él un partido con el objeto de que la
corona recayese en Pantaleon, hijo también de Aliates, pero no hermano uterino de
Creso, pues éste había nacido de una madre natural de la Caria, y aquél de otra
natural de la Jonia. Cuando Creso se vio en posesión del imperio, hizo morir al
hombre que tanto lo había resistido, despedazándole con los peines de hierro de un
cardador, y consagró del modo dicho los bienes ofrecidos de antemano a los dioses.
XCIII. La Lidia es una tierra que no ofrece a la historia maravillas semejantes a
las que ofrecen otros países, a no ser las arenillas de oro provenientes del monte
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Tmolo; pero sí nos presenta un monumento, obra la mayor de cuantas hay, después de
las maravillas del mundo, egipcias y babilonias. En ella existe el túmulo de Aliates,
padre de Creso, el cual tiene en la base unas grandes piedras, y lo demás es un
montón de tierra. La obra se hizo a costa de los vendedores de la plaza y de los
artesanos, ayudándoles también las muchachas. En este túmulo se ven todavía cinco
términos o cuerpos, en los cuales hay inscripciones que indican la parte hecha por
cada uno de aquellos gremios, y según las medidas aparece ser mayor que las demás
la parte ejecutada por las mozas. Lo que no es de extrañar, porque ya se sabe que
todas las hijas de los lidios venden su honor ganándose su dote con la prostitución
voluntaria, hasta tanto que se casan con un determinado marido, que cada cual por sí
misma se busca. El ámbito del túmulo es de seis estadios y dos pletros o yugadas, y la
anchura de trece yugadas. Cerca de este sepulcro hay un gran lago que llaman de
Giges, y dicen los lidios que es de agua perenne.
XCIV. Los lidios se gobiernan por unas leyes muy parecidas a las de los griegos,
a excepción de la costumbre que hemos referido hablando de sus hijas. Ellos fueron,
al menos que sepamos, los primeros que acuñaron para el uso público la moneda de
oro y plata, los primeros que tuvieron tabernas de vino y comestibles, y según ellos
dicen, los inventores de los juegos que se usan también en la Grecia, cuyo
descubrimiento nos cuentan haber hecho en aquel tiempo en que enviaron sus
colonias a Tirsenia; y lo refieren de este modo. En el reinado de Atis el hijo de
Manes, se experimentó en toda la Lidia una gran carestía en víveres, que toleraron
algún tiempo con mucho trabajo; pero después, viendo que no cesaba la calamidad,
buscaron remedios contra ella, y discurrieron varios entretenimientos. Entonces se
inventaron los dados, las tabas, la pelota y todos los otros juegos menos el ajedrez,
pues la invención de este último no se lo apropian los lidios: como estos juegos los
inventaron para divertir el hambre, pasaban un día entero jugando, a fin de no pensar
en comer, y al día siguiente cuidaban de alimentarse, y con esta alternativa vivieron
hasta dieciocho años. Pero no cediendo el mal, antes bien agravándose cada vez más,
determinó el rey dividir en dos partes toda la nación, y echar suertes para saber cuál
de ellas se quedaría en el país y cuál saldría fuera. Él se puso al frente de aquellos a
quienes la suerte hiciese quedar en su patria, y nombró por jefe de los que debían
emigrar, a su mismo hijo, que llevaba el nombre de Tyrseno. Estos últimos bajaron a
Esmirna, construyeron allí sus naves, y embarcando en ellas sus alhajas y muebles
transportables, navegaron en busca de sustento y morada, hasta que pisando por
varios pueblos llegaron a los umbros, donde fundaron sus ciudades, en las cuales
habitaron después. Allí los lidios dejaron su nombre antiguo y tomaron otro derivado
del que tenía el hijo del rey que los condujo, llamándose por lo mismo Tyrsenos. En
suma, los lidios fueron reducidos a servidumbre por los persas.
XCV. Ahora exige la historia que digamos quién fue aquel Ciro que arruinó el
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imperio de Creso; y también de qué manera los persas vinieron a hacerse dueños del
Asia. Sobre este punto voy a referirlas cosas, no siguiendo a los persas, que quieren
hacer alarde de las hazañas de su héroe, sino a aquellos que las cuentan como real y
verdaderamente pasaron; porque sé muy bien que la historia de Ciro suele referirse de
tres maneras más. Reinando ya los asirios en el Asia superior por el espacio de
quinientos y veinte años, los medos empezaron los primeros a sublevarse contra ellos,
y como peleaban por su libertad, se mostraron valerosos, y no pararon hasta que,
sacudido el yugo de la servidumbre, se hicieron independientes, cuyo ejemplo
siguieron después otras naciones.
XCVI. Libres, pues, todas las naciones del continente del Asia, y gobernadas por
sus propias leyes, volvieron otra vez a caer bajo un dominio extraño. Hubo entre los
medos un sabio político llamado Dejoces, hijo de Fraortes, el cual aspirando al poder
absoluto, empleó este medio para conseguir sus deseos. Habitando a la sazón los
medos en diversos pueblos, Dejoces, conocido ya en el suyo por una persona
respetable, puso el mayor esmero en ostentar sentimientos de equidad y justicia, y
esto lo hacía en un tiempo en que la sinrazón y la licencia dominaban en toda la
Media. Sus paisanos, viendo su modo de proceder, le nombraron por juez de sus
disputas, en cuya decisión se manifestó recto y justo, siempre con la idea de
apoderarse del mando. Granjeóse de esta manera una grande opinión, y
extendiéndose por los otros pueblos la fama de que solamente Dejoces administraba
bien la justicia, acudían a él gustosos a decidir sus pleitos todos los que habían
experimentado a su costa la iniquidad de los otros jueces, hasta que por fin a ningún
otro se confiaron ya los negocios.
XCVII. Pero creciendo cada día más el número de los concurrentes, porque todos
oían decir que allí se juzgaba con rectitud, y viendo Dejoces que ya todo pendía de su
arbitrio, no quiso sentarse más en el lugar donde daba audiencia, y se negó
absolutamente a ejercer el oficio de juez, diciendo que no le convenía desatender a
sus propios negocios por ocuparse todo el día en el arreglo de los ajenos. Volviendo a
crecer más que anteriormente los hurtos y la injusticia, se juntaron los medos en un
congreso para deliberar sobre el estado presente de las cosas. Según a mí me parece,
los amigos de Dejoces hablaron en estos bellos términos: —«Si continuamos así, es
imposible habitar en este país. Nombremos, pues, un rey para que le administre con
buenas leyes y podamos nosotros ocuparnos en nuestros negocios sin miedo de ser
oprimidos por la injusticia». Persuadidos por este discurso, se sometieron los medos a
un rey.
XCVIII. Al punto mismo trataron de la persona que elegirían por monarca, y no
oyéndose otro nombre que el de Dejoces, a quien todos proponían y elogiaban, quedó
nombrado rey por aclamación del congreso. Entonces mandó se le edificase un
palacio digno de la majestad del imperio, y se le diesen guardias para la custodia de
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su persona. Así lo hicieron los medos, fabricando un palacio grande y fortificado en
el sitio que él señaló, y dejando a su arbitrio la elección de los guardias entre todos
sus nuevos vasallos. Después que se vio con el mando los precisó a que fabricasen
una ciudad, y que fortificándola y adornándola bien, se pasasen a vivir en ella,
cuidando menos de los otros pueblos: obedeciéndole también en esto, construyeron
los medos unas murallas espaciosas y fuertes, que ahora se llaman Ecbatana, tiradas
todas circularmente y de manera que comprenden un cerco dentro de otro. Toda la
plaza está ideada de suerte que un cerco no se levanta más que el otro, sino lo que
sobresalen las almenas. A la perfección de esta fabrica contribuyó no solo la
naturaleza del sitio, que viene a ser una colina redonda, sino más todavía el arte con
que está dispuesta, porque siendo siete los cercos, en el recinto del último se halla
colocado el palacio y el tesoro. La muralla exterior, que por consiguiente es la más
grande, viene a tener el mismo circuito que los muros de Atenas. Las almenas del
primer cerco son blancas, las del segundo negras, las del tercero rojas, las del cuarto
azules y las del quinto amarillas, de suerte que todas ellas se ven resplandecer con
estos diferentes colores; pero los dos últimos cercos muestran sus almenas el uno
plateadas y el otro doradas.
XCIX. Luego que Dejoces hubo hecho construir estas obras y establecido su
palacio, mandó que lo restante del pueblo habitase alrededor de la muralla. Introdujo
el primero el ceremonial de la corte, mandando que nadie pudiese entrar donde está el
rey, ni éste fuese visto de persona alguna, sino que se tratase por medio de
internuncios establecidos al efecto. Si alguno por precisión se encontraba en su
presencia, no le era permitido escupir ni reírse, como cosas indecentes. Todo esto se
hacía con el objeto de precaver que muchos medos de su misma edad, criados con él
y en nada inferiores por su valor y demás prendas, no mirasen con envidia su
grandeza, y quizá le pusiesen asechanzas. No viéndole era más fácil considerarle
como un hombre de naturaleza privilegiada.
C. Después que ordenó el aparato exterior de la majestad y se afirmó en el mando
supremo, se mostró recto y severo en la administración de justicia. Los que tenían
algún litigio o pretensión, lo ponían por escrito y se lo remitían adentro por medio de
los internuncios, que volvían después a sacarlo con la sentencia o decisión
correspondiente. En lo demás del gobierno lo tenía todo bien arreglado; de suerte que
si llegaba a su noticia que alguno se desmandaba con alguna injusticia o insolencia, le
hacía llamar para castigarle según lo merecía la gravedad del delito, a cuyo fin tenía
distribuidos por todo el imperio exploradores vigilantes que la diesen cuenta de lo
que viesen y escuchasen.
CI. Así que Dejoces fue quien unió en un cuerpo la sola nación meda, cuyo
gobierno obtuvo. La Media se componía de diferentes pueblos o tribus, que son los
busas, paretacenos, estrujates, arizantos, budios y magos.
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CII. El reinado de Dejoces duró cincuenta y tres años, y después de su muerte le
sucedió su hijo Frarotes, el cual, no contentándose con la posesión de la Media, hizo
una expedición contra los persas, que fueron los primeros a quienes agregó a su
Imperio. Viéndose dueño de dos naciones, ambas fuertes y valerosas, fue
conquistando una después de otra todas las demás del Asia, hasta que llegó en una de
sus expediciones a los asirios, que habitaban en Nino. Estos, habiendo sido un tiempo
los príncipes de toda la Asiria, se veían a la sazón desamparados de sus aliados, mas
no por eso dejaban de tener un estado floreciente. Fraortes, con una gran parte de su
ejército, pereció en la guerra que les hizo, después de haber reinado veintidós años.
CIII. A Fraortes sucedió en el imperio Ciaxares, su hijo, y nieto de Dejoces; de
quien se dice que fue un príncipe mucho más valiente que sus progenitores. Él fue el
primero que dividió a los asiáticos en provincias, y el primero que introdujo el orden
y la separación en su milicia, disponiendo que se formasen cuerpos de caballería, de
lanceros y de los que pelean con saetas, pues antes todos ellos iban al combate
mezclados y en confusión. Él fue también el que dio contra los lidios aquella batalla
memorable en que se convirtió el día en noche durante la acción, y el que unió a sus
dominios toda la parte de Asia que está más allá del río Halis. Queriendo vengar la
muerte de su padre, y arruinar la ciudad de Nino, reunió todas las tropas de su
Imperio y marchó contra los asirios, a quienes venció en batalla campal; pero cuando
se hallaba sitiando la ciudad vino sobre él un grande ejército de escitas, mandados por
su rey, Madyes, hijo de Protóthiso, los cuales habiendo echado de Europa a los
Cimmerios y persiguiéndolos en su fuga, se entraron por el Asia y vinieron a dar en la
región de los medos.
CIV. Desde la laguna Meótide hasta el río Fasis y el país de colcos habrá treinta
días de camino, suponiendo que se trata de un viajero expedito; pero desde la
Cólquide hasta la Media no hay mucho que andar, porque solamente se tiene que
atravesar la nación de los Sapires. Los escitas no vinieron por este camino, sino por
otro más arriba y más largo, dejando a su derecha el monte Cáucaso. Luego que
dieron con los medos, los derrotaron completamente y se hicieron señores de toda el
Asia.
CV. Desde allí se encaminaron al Egipto, y habiendo llegado a la Siria Palestina,
les salió a recibir Psamético, rey de Egipto, el cual con súplicas y regalos logró de
ellos que no pasasen adelante. A la vuelta, cuando llegaron a Ascalona, ciudad de
Siria, si bien la mayor parte de los escitas pasó sin hacer daño alguno, con todo no
faltaron unos pocos rezagados que saquearon el templo de Venus Urania. Este
templo, según mis noticias, es el más antiguo de cuantos tiene aquella diosa, pues los
mismos naturales de Chipre confiesan haber sido hecho a su imitación el que ellos
tienen; y por otra parte los fenicios, pueblo originario de la Siria, fabricaron el de
Citeres. La diosa se vengó de los profanadores de su templo enviándoles a ellos y a
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sus descendientes cierta enfermedad mujeril. Así lo reconocen los escitas mismos; y
todos los que van a la Escitia ven por sus ojos el mal que padecen aquellos a quienes
los naturales llaman Enareas.
CVI. Los escitas dominaron en el Asia por espacio de veintiocho años, en cuyo
tiempo se destruyó todo, parte por la violencia y parte por el descuido; porque
además de los tributos ordinarios, exigían los impuestos que les acomodaba, y
robaban en sus correrías cuanto poseían los particulares. Pero la mayor parte de los
escitas acabaron a manos de Ciaxares y de sus medos, los cuales en un convite que
les dieron, viéndolos embriagados, los pasaron al filo de la espada. De esta manera
recobraron los medos el Imperio, y volvieron a tener bajo su dominio las mismas
naciones que antes. Tomando después la ciudad de Nino, del modo que referiré en
otra obra, sujetaron también a los asirios, a excepción de la provincia de Babilonia.
Murió, por último, Ciaxares, habiendo reinado cuarenta años, inclusos aquellos en
que mandaron los escitas.
CVII. Sucedióle en el trono su hijo Astiages, que tuvo una hija llamada Mandane.
A este monarca le pareció ver en sueño que su hija despedía tanta orina, que no
solamente llenaba con ella la ciudad, sino que inundaba toda el Asia. Dio cuenta de la
visión a los magos, intérpretes de los sueños, e instruido de lo que el suyo significaba,
concibió tales sospechas que, cuando Mandane llegó a una edad proporcionada para
el matrimonio, no quiso darla por esposa a ninguno de los Medes dignos de
emparentar con él, sino que la casó con un cierto persa llamado Cambises, a quien
consideraba hombre de buena familia y de carácter pacífico, pero muy inferior a
cualquiera medo de mediana condición.
CVIII. Viviendo ya Mandane en compañía de Cambises, su marido, volvió
Astiages en aquel primer año a tener otra visión, en la cual le pareció que del centro
del cuerpo de su hija salía una parra que cubría con su sombra toda el Asia. Habiendo
participado este nuevo sueño a los mismos adivinos, hizo venir de Persia a su hija,
que estaba ya en los últimos días de su embarazo, y le puso guardias con el objeto de
matar a la prole que diese a luz, por haberle manifestado los intérpretes que aquella
criatura estaba destinada a reinar en su lugar. Queriendo Astiages impedir que la
predicción se realizase, luego que nació Ciro, llamó a Hárpago, uno de sus familiares,
el más fiel de los medos, y el ministro encargado de todos sus negocios, y cuando le
tuvo en su presencia le habló de esta manera: «Mira, no descuides, Hárpago, el asunto
que te encomiendo. Ejecútalo puntualmente, no sea que por consideración a otros, me
faltes a mí y vaya por último a descargar el golpe sobre tu cabeza. Toma el niño que
Mandane ha dado a luz, llévale a tu casa y mátale, sepultándole después como mejor
te parezca». «Nunca, señor, respondió Hárpago, habréis observado en vuestro siervo
nada que pueda disgustarlos; en lo sucesivo yo me guardaré bien de faltar a lo que os
debo. Si vuestra voluntad es que la cosa se haga, a nadie conviene tanto como a mí el
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ejecutarla puntualmente».
CIX. Hárpago dio esta respuesta, y cuando le entregaron el niño, ricamente
vestido, para llevarle a la muerte, se fue llorando a su casa y comunicó a su mujer lo
que con Astiages le había pasado. «Y ¿qué piensas hacer?» le dijo ella. «¿Qué pienso
hacer? respondió el marido. Aunque Astiages se ponga más furioso de lo que ya está,
nunca le obedeceré en una cosa tan horrible como dar la muerte a su nieto. Tengo
para obrar así muchos motivos. Además de ser este niño mi pariente, Astiages es ya
viejo, no tiene sucesión varonil, y la corona debe pasar después de su muerto a
Mandane, cuyo hijo me ordena sacrificar a sus ambiciosos recelos. ¿Qué me restan
sino peligros por todas partes? Mi seguridad exige ciertamente que este niño perezca;
pero conviene que sea el matador alguno de la familia de Astiages y no de la mía».
CX. Dicho esto, envió sin dilación un propio a uno de los pastores del ganado
vacuno de Astiages, de quien sabía que apacentaba sus rebaños en abundantísimos
pastos, dentro de unas montañas pobladas de fieras. Este vaquero, cuyo nombre era
Mitradates, cohabitaba con una mujer, consierva suya, que en lengua de la Media se
llamaba Espaco y en la de la Grecia debería llamarse Cino, pues los medos a la perra
la llaman espaca. Las faldas de los montes donde aquel mayoral tenía sus praderas,
vienen a caer al Norte de Ecbatana por la parte que mira al ponto Euxino, y confina
con los Sapires. Este país es sobremanera montuoso, muy elevado y lleno de bosques,
siendo lo restante de la Media una continuada llanura. Vino el pastor con la mayor
presteza y diligencia, y Hárpago le habló de esto modo: —«Astiages te manda tomar
este niño y abandonarlo en el paraje más desierto de tus montañas, para que perezca
lo más pronto posible. Tengo orden para decirte de su parte, que si dejares de matarle,
o por cualquiera vía escapare el niño de la muerte, serás tú quien la sufra en el más
horrible suplicio; y yo mismo estoy encargado de ver por mis ojos la exposición del
infante».
CXI. Recibida esta comisión, tomó Mitradates el niño, y por el mismo camino
que trajo volvióse a su cabaña. Cuando partió para la ciudad, se hallaba su mujer todo
el día con dolores da parto, y quiso la buena suerte que diese a luz un niño. Durante la
ausencia estaban los dos llenos de zozobra el uno por el otro; el marido solícito por el
parto de su mujer, y ésta recelosa porque, fuera de toda costumbre, Hárpago había
llamado a su marido. Así, pues, que le vio comparecer ya de vuelta, y no esperándole
tan pronto, le preguntó el motivo de haber sido llamado con tanta prisa por Hárpago.
—«¡Ah mujer mía! respondió el pastor; cuando llegué a la ciudad vi y oí cosas que
pluguiese al cielo jamás hubiese visto ni oído, y que nunca ellas pudiesen suceder a
nuestros amos. La casa de Hárpago estaba sumergida en llanto; entro asustado en ella,
y me veo en medio a un niño recién nacido, que con vestidos de oro y de varios
colores palpitaba y lloraba. Luego que Hárpago me ve, al punto me ordena que,
tomando aquel niño, me vaya con él y le exponga en aquella parte de los montes
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donde más abunden las fieras; diciéndome que Astiages era quien lo mandaba, y
dirigiéndome las mayores amenazas si no lo cumplía. Tomo el niño, y me vengo con
él, imaginando sería de alguno de sus domésticos, y sin sospechar su verdadero
linaje. Sin embargo, me pasmaba de verle ataviado con oro y preciosos vestidos, y de
que por él hubiese tanto lloro en la casa. Pero bien presto supe en el camino de boca
de un criado, que conduciéndome fuera de la ciudad puso en mis brazos el niño, que
éste era hijo de la princesa Mandane y de Cambises. Tal es, mujer, toda la historia, y
aquí tienes el niño».
CXII. Diciendo esto, le descubre y enseña a su mujer, la cual, viéndole tan
robusto y hermoso, se echa a los pies de su marido, abraza sus rodillas, y anegada en
lágrimas, le ruega encarecidamente que por ningún motivo piense en exponerle. Su
marido responde que no puede menos de hacerlo así, porque vendrían espías de parte
de Hárpago para verle, y él mismo perecería desastradamente si no lo ejecutaba. La
mujer, entonces, no pudiendo vencer a su marido, le dice de nuevo: —«Ya que es
indispensable que le vean expuesto, haz por lo menos lo que voy a decirte. Sabe que
yo también he parido, y que fue un niño muerto. A éste le puedes exponer, y nosotros
criaremos el de la hija de Astiages como si fuese nuestro. Así no corres el peligro de
ser castigado por desobediente al rey, ni tendremos después que arrepentirnos de
nuestra mala resolución. El muerto además logrará de este modo una sepultura regia,
y este otro que existe conservará su vida».
CXIII. Parecióle al pastor que, según las circunstancias presentes, hablaba muy
bien su mujer, y sin esperar más hizo lo que ella le proponía. Le entregó, pues, el niño
que tenía condenado a muerte, tomó el suyo difunto y lo metió en la misma canasta
en que acababa de venir el otro, adornándole con todas sus galas; y después se fue
con él y le dejó expuesto en lo más solitario del monte. Al tercer día se marchó el
vaquero a la ciudad, habiendo dejado en su lugar por centinela a uno de sus zagales, y
llegando a casa de Hárpago le dijo que estaba pronto a enseñarle el cadáver de
aquella criatura. Hárpago envió al monte algunos de sus guardias, los que entre todos
tenía por más fieles, y cerciorado del hecho dio sepultura al hijo del pastor. El otro
niño, a quien con el tiempo se dio el nombre de Ciro, luego que le hubo tomado la
pastora fue criado por ella, poniéndole un nombre cualquiera, pero no el de Ciro.
CXIV. Cuando llegó a los diez años, una casualidad hizo que se descubriese quién
era. En aquella aldea donde estaban los rebaños, sucedió que Ciro se pusiese a jugar
en la calle con otros muchachos de su edad. Estos en el juego escogieron por rey al
hijo del pastor de vacas. En virtud de su nueva dignidad, mandó a unos que le
fabricasen su palacio real, eligió a otros para que le sirviesen de guardias, nombró a
éste inspector, ministro (o como se decía entonces ojo del rey), hizo al otro su
gentilhombre para que le entrase los recados, y, por fin, a cada uno distribuyó su
empleo. Jugaba con los otros muchachos uno que era hijo de Artémbares, hombre
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principal entre los medos, y como este niño no obedeciese a lo que Ciro le mandaba,
dio orden a los otros para que le prendiesen, obedecieron ellos y le mandó Ciro
azotar, no de burlas, sino ásperamente. El muchacho, llevado muy a mal aquel
tratamiento, que consideraba indigno de su persona, luego que se vio suelto se fue a
la ciudad, y se quejó amargamente a su padre de lo que con él había ejecutado Ciro,
no llamándole Ciro (que no era todavía este su nombre), sino aquel muchacho, hijo
del vaquero de Astiages. Enfurecido Artémbares, fuese a ver al rey, llevando consigo
a su hijo, y lamentándose del atroz insulto que se les había hecho. —«Mirad, señor,
decía, cómo nos ha tratado el hijo del vaquero, vuestro esclavo;» y al decir esto,
descubría las espaldas lastimadas de su hijo.
CXV. Astiages, que tal oía y veía, queriendo vengar la insolencia usada con aquel
niño y volver por el honor ultrajado de su padre, hizo comparecer en su presencia al
vaquero, juntamente con su hijo. Luego que ambos se presentaron, vueltos los ojos a
Ciro, le dice Astiages: —«¿Cómo tú, siendo hijo de quien eres, has tenido la osadía
de tratar con tanta insolencia y crueldad a este mancebo, que sabías ser hijo de una
persona de las primeras de mi corte? —Yo, señor, le responde Ciro, tuve razón en lo
que hice; porque habéis de saber que los muchachos de la aldea, siendo ese uno de
ellos, se concertaron jugando en que yo fuese su rey, pareciéndoles que era yo el que
más merecía serlo por mis prendas. Todos lo otros niños obedecían puntualmente mis
órdenes; solo éste era el que sin hacerme caso, no quería obedecer, hasta que por
último recibió la pena merecida. Si por ello soy yo también digno de castigo, aquí me
tenéis dispuesto a todo».
CXVI. Mientras Ciro hablaba de esta suerte, quiso reconocerle Astiages,
pareciéndole que las facciones de su rostro eran semejantes a las suyas, que se
descubría en sus ademanes cierto aire de nobleza, y que el tiempo en que le mandó
exponer convenía perfectamente con la edad de aquel muchacho. Embebido en estas
ideas, estuvo largo rato sin hablar palabra, hasta que, vuelto en sí, trató de despedir a
Artémbares, con la mira de coger a solas al pastor y obligarle a confesar la verdad. Al
efecto lo dijo: —«Artémbares, queda a mi cuidado hacer cuanto convenga para que tu
hijo no tenga motivo de quejarse por el insulto que se le hizo». Y luego los despidió,
y al mismo tiempo los criados, por orden suya, se llevaron adentro a Ciro. Solo con el
vaquero, lo preguntó de dónde había recibido aquel muchacho, y quién se lo había
entregado. Contestando el otro que era hijo suyo, y que la mujer de quien lo había
tenido habitaba con él en la misma cabaña, volvió a decirle Astiages que mirase por
si y no se quisiese exponer a los rigores del tormento; y haciendo a los guardias una
seña para que se echasen sobre él, tuvo miedo el pastor y descubrió toda la verdad del
hecho desde su principio, acogiéndose por último a las súplicas y pidiéndole
humildemente que le perdonase.
CXVII. Astiages, después de esta declaración, se mostró menos irritado con el
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vaquero, dirigiendo toda su cólera contra Hárpago, a quien hizo llamar
inmediatamente por medio de sus guardias. Luego que vino le habló así: —«Dime,
Hárpago, ¿con qué género de muerte hiciste perecer al niño de mi hija, que puse en
tus manos?». Como Hárpago viese que estaba allí el pastor, temiendo ser cogido si
caminaba por la senda de la mentira, dijo sin rodeos: «Luego, señor, que recibí el
niño, me puse a pensar cómo podría ejecutar vuestras órdenes sin incurrir en vuestra
indignación, y sin ser yo mismo el matador del hijo de la Princesa. ¿Qué hice, pues?
Llamé a este vaquero, y entregándole la criatura, le dijo que vos mandabais que la
hiciese morir; y en esto seguramente dije la verdad. Dile orden para que la expusiese
en lo más solitario del monte, y que no la perdiese de vista en tanto que respirase,
amenazándole con los mayores suplicios si no lo ejecutaba puntualmente. Cuando me
dio noticia de la muerte del niño, envié los eunucos de más confianza para quedar
seguro del hecho y para que le diesen sepultura. Ved aquí, señor, la verdad y el modo
cómo pereció el niño».
CXVIII. Disimulando Astiages el enojo de que se hallaba poseído, le refirió
primeramente lo que el vaquero le había contado, y concluyó diciendo, que puesto
que el niño vivía lo daba todo por bien hecho; «porque a la verdad, añadió, me pesaba
en extremo lo que había mandado ejecutar con aquella criatura inocente, y no podía
sufrir la idea de la ofensa cometida contra mi hija. Pero ya que la fortuna se ha
convertido de mala en buena, quiero que envíes a tu hijo para que haga compañía al
recién llegado, y que tú mismo vengas hoy a comer conmigo; porque tengo resuelto
hacer un sacrificio a los dioses, a quienes debemos honrar y dar gracias por el
beneficio de haber conservado a mi nieto».
CXIX. Hárpago, después de hacer al rey una profunda reverencia, se marchó a su
casa lleno de gozo por haber salido con tanta dicha de aquel apuro y por el grande
honor de ser convidado a celebrar con el Monarca el feliz hallazgo. Lo primero que
hizo fue enviar a palacio al hijo único que tenía, de edad de trece años, encargándole
hiciese todo lo que Astiages le ordenase; y no pudiendo contener su alegría, dio parte
a su esposa de toda aquella aventura. Astiages, luego que llegó el niño le mandó
degollar, y dispuso que, hecho pedazos, se asase una parte de su carne, y otra se
hirviese, y que todo estuviese pronto y bien condimentado. Llegada ya la hora de
comer y reunidos los convidados, se pusieron para el rey y los demás sus respectivas
mesas llenas de platos de carnero; y a Hárpago se le puso también la suya, pero con la
carne de su mismo hijo, sin faltar de ella más que la cabeza y las extremidades de los
pies y manos, que quedaban encubiertas en un canasto. Comió Hárpago, y cuando ya
daba muestras de estar satisfecho, le preguntó Astiages si le había gustado el convite;
y como él respondiese que había comido con mucho placer, ciertos criados, de
antemano prevenidos, le presentaron cubierta la canasta donde estaba la cabeza de su
hijo con las manos y pies, y le dijeron que la descubriese y tomase de ella lo que más
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le gustase. Obedeció Hárpago, descubrió la canasta y vio los restos de su hijo, pero
todo sin consternarse, permaneciendo dueño de sí mismo y conservando serenidad.
Astiages le preguntó si conocía de qué especie de caza era la carne que había comido:
él respondió que sí, y que daba por bien hecho cuanto disponía su Soberano; y
recogiendo los despojos de su hijo, los llevó a su casa, con el objeto, a mi parecer, de
darles sepultura.
CXX. Deliberando el rey sobre el partido que le convenía adoptar relativamente a
Ciro, llamó a los magos que le interpretaron el sueño, y pidióles otra vez su opinión.
Ellos respondieron que si el nido vivía, era indispensable que reinase. —«Pues el
niño vive, replicó Astiages, y habiéndole nombrado rey en sus juegos los otros
muchachos de la aldea, ha desempeñado las funciones de tal, eligiendo sus guardias,
porteros, mayordomos y demás empleados. ¿Qué pensáis ahora de lo sucedido? —
Señor, dijeron los magos, si el niño vive y ha reinado ya, no habiendo esto sido hecho
con estudio, podéis quedar tranquilo y tener buen ánimo, pues ya no hay peligro de
que reine segunda vez. Además de que algunas de nuestras predicciones suelen tener
resultados de poco momento, y las cosas pertenecientes a los sueños a veces nada
significan. —A lo mismo me inclino yo, respondió Astiages, y creo que mi visión se
ha verificado ya en el juego de los niños. Sin embargo, aunque me parece que nada
debo temer de parte de mi nieto, os encargo que lo miréis bien, y me aconsejéis lo
más útil y seguro para mi casa y para vosotros mismos. —A nosotros nos importa
infinito, respondieron los magos, que la suprema autoridad permanezca firme en
vuestra persona; porque pasando el imperio a ese niño, persa de nación, seriamos
tratados los medos come siervos, y para nada se contaría con nosotros. Pero reinando
vos, que sois nuestro compatriota, tenemos parte en el mando y disfrutamos en
vuestra corte los primeros honores. Ved, pues, señor, cuánto nos interesa mirar por la
seguridad de vuestra persona y la continuación de vuestro reinado. Al menor peligro
que viésemos, os lo manifestaríamos con toda fidelidad; mas ya que el sueño se ha
convertido en una friolera, quedamos por nuestra parte llenos de confianza y os
exhortamos a que la tengáis también, y a que, separando de vuestra vista a ese niño,
le enviéis a Persia a casa de sus padres».
CXXI. Alegróse mucho el rey con tales razones, y llamando a Ciro, le dijo:
—«Quiero que sepas, hijo mío, que inducido por la visión poco sincera de un sueño,
traté de hacerte una sinrazón; pero tu buena fortuna te ha salvado. Vete, pues, a
Persia, para donde te daré buenos conductores, y allí encontrarás otros padres bien
diferentes de Mitradates y de su mujer la vaquera».
CXXII. En seguida despachó Astiages a Ciro, el cual llegado a casa de Cambises,
fue recibido por sus padres, que no se saciaban de abrazarle, como quienes estaban en
la persuasión de que había muerto poco después de nacer. Preguntáronle de qué modo
había conservado la vida, y él les dijo que al principio nada sabía de su infortunio, y
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había vivido en el engaño; pero que en el camino lo había sabido todo por las
personas que le acompañaban, porque antes se creía hijo del vaquero de Astiages, por
cuya mujer había sido criado. Y como en todas ocasiones, no cesando de alabar a esta
buena mujer, tuviese su nombre en los labios, oyéronle sus padres, y determinaron
esparcir la voz de que su hijo había sido criado por una perra, con el objeto de que su
aventura pareciese a los persas más prodigiosa, de donde vino sin duda la fama que se
divulgó sobre este punto.
CXXIII. Cuando Ciro hubo llegado a la mayor edad, y por sus prendas varoniles
y amable carácter descollaba entre todos sus iguales, Hárpago, enviándole regalos, le
iba solicitando contra Astiages, de quien deseaba vengarse; porque viendo que como
persona particular no le sería fácil asestar sus tiros contra el monarca, procuraba
ganarse un compañero tan útil para sus planos, supuesto que las dos gracias de aquél
habían sido muy semejantes a las suyas. Ya de antemano iba disponiendo las cosas y
sacando partido de la conducta de Astiages, que se mostraba duro y áspero con los
medos, se insinuaba poco a poco en el ánimo de los sujetos principales,
aconsejándoles con maña que convenía deponer a Astiages del trono y colocar en su
lugar a Ciro. Dados estos primeros pasos, y viendo el asunto en buen estado,
determinó manifestar sus intenciones a Ciro, que vivía en Persia; pero no teniendo
para ello un medio conveniente, por estar guardados los caminos, se valió de esta
traza. Tomó una liebre, y abriéndola con mucho cuidado, metió dentro de ella una
carta, en la cual iba escrito lo que le pareció, y después la cosió de modo que no se
conociese la operación hecha. Llamó en seguida al criado de su mayor confianza, y
dándole unas redes como si fuera un cazador, lo hizo pasar a la Persia, con el encargo
de entregar la liebre a Ciro y de decirle que debía abrirla por sus propias manos, sin
permitir que nadie se hallase presente.
CXXIV. Esta traza se puso por obra sin ningún tropiezo y con felicidad. Ciro
abrió la liebre y encontró la carta escondida, en la cual leyó estas palabras: —«Ilustre
hijo de Cambises, el cielo os mira con ojos propicios, pues os ha concedido tanta
fortuna. Ya es tiempo de que penséis tomar satisfacción de vuestro verdugo Astiages,
a quien llamo así porque hizo cuanto pudo para quitaros la vida que los dioses os
conservaron por mi medio. No dudo que hace tiempo estaréis enterado de cuanto se
hizo con vuestra persona y de cuanto he sufrido yo mismo de mano de Astiages, sin
otra causa que el no haberos dado la muerte, cuando preferí entregaros a su vaquero.
Si escucháis mis consejos, pronto reinaréis en lugar suyo. Haced que se armen
vuestros persas, y venid con ellos contra la Media. Tanto si me nombra por general
para resistiros, como si elige otro de los principales medos, estad seguro del buen
éxito de vuestra expedición, porque todos ellos, abandonando a Astiages y pasándose
a vuestro partido, procurarán derribarlo del trono. Todo lo tenemos dispuesto; haced
lo que os digo, y hacedlo cuanto antes».
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CXXV. Noticioso Ciro del proyecto de Hárpago, se puso a reflexionar cuál sería
el medio más acertado para inducir a los persas a la rebelión; y después de meditado
el asunto, creyó haber hallado uno muy oportuno. Escribió una carta según sus ideas,
y habiendo reunido a los persas en una junta, la abrió en ella y leyó su contenido, por
el que le nombraba Astiages general de los persas: —«Es preciso, por consiguiente,
les dijo, que cada uno de vosotros se arme con su hoz». Los persas son una nación
compuesta de varias castas o pueblos, parte de los cuales juntó Ciro con el objeto de
insurreccionarlos contra los medos. Estos persas, de quienes dependían todos los
demás, eran los Arteatas, los persas propiamente dichos, los Pasagardas, los Merafios
y los Masios. De todos ellos, los Pasagardas eran los mejores y más valientes, y entre
estos se cuentan los Achemenides, que es aquella familia de donde vienen los reyes
persianos. Los otros pueblos son los Panthialeos, los Derusieos y los Germanios, que
se dedican a labrar los campos, y los Daros, los Mardos, los Drópicos y los Sagartios,
que viven como pastores.
CXXVI. Luego que todos los persas se presentaron con sus hoces, mandóles Ciro
que desmontasen en un día toda una selva llena de espinas y malezas, la cual en la
Persia tendría el espacio de dieciocho a veinte estadios. Acabada esta operación, les
mandó segunda vez que al día siguiente compareciesen limpios y aseados. Entretanto,
hizo juntar en un mismo paraje todos los rebaños de cabras, ovejas y bueyes que tenía
su padre, y entregándolos al cuchillo, preparó una espléndida comida, cual convenía
para dar va convite al ejército de los persas, proporcionando además el vino necesario
y los manjares más escogidos. Concurrieron al día siguiente los persas, a quienes Ciro
mandó que reclinados en un prado comiesen a su satisfacción. Después del banquete
les preguntó en cuál de los dos días les había ido mejor, y si preferían la fatiga del
primero a las delicias del actual. Ellos le respondieron que había mucha diferencia
entre los dos días, pues en el anterior había sido todo afán y trabajo, y por el
contrario, en el presente todo descanso y recreo. Entonces Ciro, tomando ocasión de
sus palabras, les descubrió todo el proyecto, diciéndoles. —«Tenéis razón, valerosos
persas; y si queréis obedecerme, no tardaréis en lograr estos bienes y otros infinitos,
sin ninguna fatiga de las que proporciona la servidumbre. Pero si rehusáis mis
consejos, no esperéis otra cosa sino miseria y afanes innumerables, como los de ayer.
Animo, pues, amigos míos, y siguiendo mis órdenes, recobrad vuestra libertad. Yo
pienso que he nacido con el feliz destino de poner en vuestras manos todos estos
bienes, porque en nada os considero inferiores a los medos, y mucho menos en los
negocios de la guerra. Siendo esto así, levantaos contra Astiages in perder momento».
CXXVII. Los persas, que ya mucho tiempo antes sufrían con disgusto la
dominación de los medos, así que se vieron con tal jefe, se declararon de buena
voluntad por la independencia. Luego que supo Astiages lo que Ciro iba maquinando,
le envió a llamar por medio de un mensajero, al cual mandó Ciro dijese de su parte a
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Astiages, que estaba muy bien, y que le haría una visita más presto de lo que él
mismo quisiera. Apenas Astiages recibió esta respuesta, cuando armó a todos los
medos, y como hombre a quien el mismo cielo cegaba, quitándole el acierto, les dio
por general a Hárpago, olvidando las crueldades que con él había ejecutado. Cuando
los medos llegaron a las manos con los persas, lo que sucedió fue que algunos pocos
a quienes no se había dado parte del designio, combatían de veras; los instruidos en él
se pasaban a los persas, y la mayor parte de propósito peleaban mal y se entregaban a
la fuga.
CXXVIII. Al saber Astiages la derrota vergonzosa de su ejército, dijo con tono de
amenaza: —«No pienses, Ciro, que por esto haya de durar mucho tu gozo». Después
hizo espirar en un patíbulo a los magos, intérpretes de los sueños, que le habían
aconsejado dejase ir libre a Ciro, y por último, mandó que todos los medos jóvenes y
viejos que habían quedado en la ciudad, tomasen las armas, con los cuales, habiendo
salido a campaña y entrado en acción con los persas, no solo fue vencido, sino que él
mismo quedó hecho prisionero juntamente con todas las tropas que había llevado.
CXXIX. Cautivo Astiages, se le presentó Hárpago muy alegre, insultándole con
burlas y denuestos que pudieran afligirle, y zahiriéndole particularmente con la
inhumanidad de aquel convite en que lo dio a comer las carnes de su mismo hijo.
También le preguntaba qué le parecía de su actual esclavitud comparada con el sólio
de donde acababa de caer. Astiages, fijando en él los ojos, le preguntó a su vez, si
reconocía por suya aquella acción de Ciro. —«Si, la reconozco, dijo Hárpago, pues
habiéndole yo convidado por escrito, puedo gloriarme con razón de tener parte en la
hazaña». Entonces respondió Astiages que le miraba como al hombre más necio y
más injusto del mundo; el más necio, porque habiendo tenido en su mano hacerse rey,
sí era verdad que él hubiese sido el autor de lo que pasaba, había procurado para otro
la autoridad suprema; y el más injusto, porque en despique de una cena había
reducido a los medos a la servidumbre, cuando si era preciso que otras sienes y no las
suyas se ciñesen con la corona, la razón pedía que fuesen las de otro medo, y no las
de un persa; pues ahora los medos, sin tener culpa alguna, de señores pasaban a ser
siervos, y los persas, antes siervos, venían a ser sus señores.
CXXX. De este modo, pues, Astiages, habiendo reinado treinta y cinco años, fue
depuesto del trono; por cuya dureza y crueldad los medos cayeron bajo el dominio de
los persas, después de haber tenido el imperio del Asia superior más allá del río Halis
por espacio de ciento veintiocho años, exceptuado el tiempo en que mandaron los
escitas. Así que los persas en el reinado de Astiages, teniendo a su frente a Ciro,
sacudieron el yugo de los medos y empezaron a mandar en el Asia. Ciro desde
entonces mantuvo cerca de sí a Astiages todo el tiempo que le quedó de vida, sin
tomar de él ninguna otra venganza. Más adelante, según llevo ya referido, venció a
Creso, que había sido el primero en romper las hostilidades, y habiéndose apoderado
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de su persona, vino por este tiempo a ser señor de toda el Asia.
CXXXI. Las leyes y usos de los persas he averiguado que son estas. No
acostumbran erigir estatuas, ni templos, ni aras, y tienen por insensatos a los que lo
hacen; lo cual, a mi juicio, dimana de que no piensan como los griegos que los dioses
hayan nacido de los hombres. Suelen hacer sacrificios a Júpiter, llamando así a todo
el ámbito del cielo, y para ello se suben a los montes más elevados. Sacrifican
también al sol, a la luna, a la tierra, al agua, y a los vientos; siendo estas las únicas
deidades que reconocen desde la más remota antigüedad, si bien después aprendieron
de los asirios y árabes a sacrificar a Venus. Urania; porque a Venus los asirios la
llaman Milita, los árabes Alita, y los persas Mitra.
CXXXII. En los sacrificios que los persas hacen a sus dioses no levantan aras, no
encienden fuego, no derraman licores, no usan de flautas, ni de tortas ni de farro
molido. Lo que hacen es presentar la víctima en un lugar puro, y llevando la tiara
ceñida las más veces con mirto, invocar al Dios a quien sacrifican; pero en esta
invocación no debe pedirse bien alguno para sí en particular, sino para todos los
persas y para su rey, porque en el número de los persas se considera comprendido el
que sacrifica. Después se divide la víctima en pequeñas porciones, y hervida la carne,
se pone sobre un lecho de la hierba más suave, y regularmente sobre trébol. Allí un
mago de pie entona sobre la víctima la Theogonia, canción para los persas la más
eficaz y maravillosa. La presencia de un mago es indispensable en todo sacrificio.
Concluido éste, se lleva el sacrificante la carne, y hace de ella lo que le agrada.
CXXXIII. El aniversario de su nacimiento es de todos los días el que celebran con
preferencia, debiendo dar en él un convite, en el cual la gente más rica y principal
suele sacar a la mesa bueyes enteros, caballos, camellos y asnos, asados en el horno,
y los pobres se contentan con sacar reses menores. En sus comidas usan de pocos
manjares de sustancia, pero sí de muchos postres, y no muy buenos. Por eso suelen
decir los persas, que los griegos se levantan de la mesa con hambre, dando por razón
que después del cubierto principal liada se sirve que merezca la pena, pues si algo se
presentase de gusto, no dejarían de comer hasta que estuviesen satisfechos. Los
persas son muy aficionados al vino. Tienen por mala crianza vomitar y orinar delante
de otro. Después de bien bebidos, suelen deliberar acerca de los negocios de mayor
importancia. Lo que entonces resuelven, lo propone otra vez el amo de la casa en que
deliberaron, un día después; y si lo acordado les parece bien en ayunas, lo ponen en
ejecución, y si no, lo revocan. También suelen volver a examinar cuando han bebido
bien aquello mismo sobre lo cual han deliberado en estado de sobriedad.
CXXXIV. Cuando se encuentran dos en la calle, se conoce luego si son o no de
una misma clase, porque si lo son, en lugar de saludarse de palabra, se dan un beso en
la boca: si el uno de ellos fuese de condición algo inferior, se besan en la mejilla; pero
si el uno fuese mucho menos noble, postrándose, reverencia al otro. Dan el primer
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lugar en su aprecio a los que habitan más cerca, el segundo a los que siguen a éstos, y
así sucesivamente tienen en bajísimo concepto a los que viven más distantes de ellos,
lisonjeándose de ser los persas con mucha ventaja los hombres más excelentes del
mundo. En tiempo de los medos, unas naciones de aquel imperio mandaban a las
otras; si bien los medos, además de mandar a sus vecinos inmediatos, tenían el
dominio supremo sobre todas ellas; las otras mandaban cada una a la que tenían más
vecina. Este mismo orden observan los persas, de suerte que cada nación depende de
una y manda a otra.
CXXXV. Ninguna gente adopta las costumbres y modas extranjeras con más
facilidad que los persas. Persuadidos de que el traje de los medos es más gracioso y
elegante que el suyo, visten a la Meda; se arman para la guerra con el peto de los
egipcios; procuran lograr todos los deleites que llegan a su noticia; y esto en tanto
grado, que por el mal ejemplo de los griegos, abusan de su familiaridad con los niños.
Cada particular, suele tomar muchas doncellas por esposas, y con todo son muchas
las amigas que mantienen en su casa.
CXXXVI. Después del valor y esfuerzo militar, el mayor mérito de un persa
consiste en tener muchos hijos; y todos los años el rey envía regalos al que prueba ser
padre de la familia más numerosa, porque el mayor número es para ellos la mayor
excelencia. En la educación de los hijos, que dura desde los cinco hasta los veinte
años, solamente les enseñan tres cosas: montar a caballo, disparar el arco y decir la
verdad. Ningún hijo se presenta a la vista de su padre hasta después de haber
cumplido los cinco años, pues antes vive y se cría entre las mujeres de la casa; y esto
se hace con la mira de que si el niño muriese en los primeros años de su crianza,
ningún disgusto reciba por ello su padre.
CXXXVII. Me parece bien esta costumbre, como también la siguiente: Nunca el
rey impone la pena de muerte, ni otro alguno de los persas castiga a sus familiares
con pena grave por un solo delito, sino que primero se examina con mucha
escrupulosidad si los delitos o faltas son más y mayores que no los servicios y buenas
obras, y solamente en el caso de que lo sean, se suelta la rienda al enojo y se procede
al castigo. Dicen que nadie hubo hasta ahora que diese la muerte a sus padres, y que
cuantas veces se ha dicho haberse cometido tan horrendo crimen, si se hiciesen las
informaciones necesarias, resultaría que los tales habían sido supuestos o nacidos de
adulterio; porque no creen verosímil que un padre verdadero muera nunca a manos de
su propio hijo.
CXXXVIII. Lo que entre ellos no es lícito hacer, tampoco es lícito decirlo. Tienen
por la primera de todas las infamias el mentir, y por la segunda contraer deudas;
diciendo, entre otras muchas razones, que necesariamente ha de ser mentiroso el que
sea deudor. A cualquier ciudadano que tuviese lepra o albarazos, no le es permitido,
ni acercarse a la ciudad, ni tener comunicación con los otros persas; porque están en
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la creencia de que aquella enfermedad es castigo de haber pecado contra el sol. A
todo extranjero que la padece, los más de ellos le echan del país, y también a las
palomas blancas, alegando el mismo motivo. Veneran en tanto grado a los ríos, que ni
orinan, ni escupen, ni se lavan las manos en ellos, como tampoco permiten que
ningún otro lo haga.
CXXXIX. Una cosa he notado en la lengua persiana, en que parece no han
reparado los naturales, y es que todos los nombres que dan a los cuerpos y a las cosas
grandes y excelentes terminan con una misma letra, que es la que los Dorienses
llaman San, y los jonios Sigma. El que quiera hacer esta observación, hallará que no
algunos nombres de los persas, sino todos, acaban absolutamente de la misma
manera.
CXL. Lo que he dicho hasta aquí sobre los usos de los persas es una cosa cierta y
de que estoy bien informado. Pero es más oscuro y dudoso lo que suele decirse de
que a ningún cadáver dan sepultura sin que antes haya sido arrastrado por una ave de
rapiña o por un perro. Los magos acostumbran hacerlo así públicamente. Yo creo que
los persas cubren primero de cera el cadáver, y después le entierran. Por lo que mira a
los magos, no solamente se diferencian en sus prácticas del común de los hombres,
sino también de los sacerdotes del Egipto. Estos ponen su perfección en no matar
animal alguno, fuera de las víctimas que sacrifican: los magos con sus propias manos
los matan todos, perdonando solamente al perro y al hombre, y se hacen un mérito de
matar no menos a las hormigas que a las sierpes, como también a los demás vivientes,
tanto los reptiles como los que vagan por el aire. Pero basta de tales usos; volvamos a
tomar el hilo de la historia.
CXLI. Al punto que los lidios fueron conquistados por los persas con tanta
velocidad, los jonios y los eolios enviaron a Sardes sus embajadores, solicitando de
Ciro que los admitiese por vasallos con las mismas condiciones que lo eran antes de
Creso. Oyó Ciro la pretensión, y respondió con este apólogo: —«Un flautista, viendo
muchos peces en el mar, se puso a tocar su instrumento, con el objeto de que atraídos
por la melodía saltasen a tierra. No consiguiendo nada, tomó la red barredera, y
echándola al mar, cogió con ella una muchedumbre de peces, los cuales, cuando
estuvieron sobre la playa, empezaron a saltar según su costumbre. Entonces el
flautista volvióse a ellos, y les dijo: —“Basta ya de tanto baile, supuesto que no
quisisteis bailar cuando yo tocaba la flauta”». El motivo que tuvo Ciro para responder
de esta manera a los jonios y a los eolios fue porque cuando él les pidió por sus
mensajeros que se rebelasen contra Creso, no le dieron oídos, y ahora, viendo el
pleito tan mal parado, se mostraban prontos a obedecerle. Enojado, pues, contra ellos,
los despachó con esta respuesta; y los jonios se volvieron a sus ciudades, fortificaron
sus murallas y reunieron un congreso en Panionio, al que todos asistieron menos los
Milesios, porque con estos solos había Ciro concluido un tratado, admitiéndolos por
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vasallos con las mismas condiciones que a los lidios. Los demás jonios determinaron
en el congreso enviar embajadores a Esparta, solicitando auxilios en nombre de
todos.
CXLII. Estos jonios, a quien pertenece el templo de Panionio, han tenido la buena
suerte de fundar sus ciudades bajo un cielo y en un clima que es el mejor de cuantos
habitan los hombres, a lo menos los que nosotros conocemos. Porque ni la región
superior, ni la inferior, ni la que está situada al Occidente, ninguna logra iguales
ventajas, sufriendo unas los rigores del frío y de la humedad, y experimentando otras
el excesivo calor y la sequía. No hablan todos los jonios una misma lengua, y puede
decirse que tienen cuatro dialectos diferentes. Mileto, la primera de sus ciudades, cae
hacia el Mediodía, y después siguen Miunte y Priena. Las tres están situadas en la
Caria y usan de la misma lengua. En la Lidia están Éfeso, Colofon, Lébedos, Teos,
Clazómenas y Focéa; todas las cuales hablan una lengua misma, diversa de la que
usan las tres ciudades arriba mencionadas. Hay todavía tres ciudades de Jonia más,
dos de ellas en las islas de Sumos y Quío, y la otra, que es Erithrea, fundada en el
continente. Los quíos y los eritreos tienen el mismo dialecto; pero los samios usan
otro particular suyo.
CXLIII. De estos pueblos jonios los Milesios se hallaban a cubierto del peligro y
del miedo por su trato con Ciro, y los Isleños nada tenían que temer de los persas,
porque todavía no eran súbditos suyos los fenicios, y ellos mismos no eran gente a
propósito para la marina. La causa porque los Milesios se habían separado de los
demás griegos, no era otra sino la poca fuerza que tenía todo el cuerpo de los griegos,
y en especial los jonios, sobremanera desvalidos y casi de ninguna consideración.
Fuera de la ciudad de Atenas, ninguna otra había respetable. De aquí nacía que los
otros jonios, y los mismos atenienses, se desdeñaban de su nombre, no queriendo
llamarse jonios; y aun ahora me parece que muchos de ellos se avergüenzan de
semejante dictado. Pero aquellas doce ciudades no sólo se preciaban de llevarle, sino
que habiendo levantado un templo, le quisieron llamar de su mismo nombre
Panjonio, o común a los jonios, y aun tomaron la resolución de no admitir en él a
ningún otro que los pueblos jonios, si bien debe añadirse que nadie pretendió
semejante unión a no ser los de Esmirna.
CXLIV. Una cosa igual hacen los Dorienses de Pentápolis, estado que ahora se
compone de cinco ciudades, y antes se componía de seis, llamándose Exápolis. Estos
se guardan de admitir a ninguno de los otros Dorienses en su templo Triópico, y esto
lo observan con tal rigor, que excluyeron de su comunión a algunos de sus
ciudadanos que habían violado sus leyes y ceremonias. El caso fue este: en los juegos
que celebraban en honor de Apolo Triopio, solían antiguamente adjudicar por premio
a los vencedores unos trípodes de bronce, pero con la precisa condición de no
habérselos de llevar, sino de ofrecerlos al dios en su mismo templo. Sucedió, pues,
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que un tal Agasicles de Halicarnaso, declarado vencedor, no quiso observar esta ley, y
llevándose el trípode, le colgó en su misma casa. Por esta transgresión aquellas cinco
ciudades, que eran Lindo, Yalisso, Camiro, Coo y Cnido, privaron de su comunión a
Halicarnaso, que era la sexta. Tal y tan severo fue el castigo con que la multaron.
CXLV. Yo pienso que los jonios se repartieron en doce ciudades, sin querer
admitir otras más en su confederación, porque cuando moraban en el Peloponeso,
estaban distribuidos en doce partidos; así como los Acheos que fueron los que los
echaron del país, forman también ahora doce distritos. El primero es Pellena,
inmediata a Sycion; después siguen Egira y Egas, donde se halla el Cratis, río que
siempre lleva agua, y del cual tomó su nombre el otro río Cratis de la Italia; en
seguida vienen Bura, Helice, a donde los jonios se retiraron vencidos en batalla por
los Acheos, Egon y Rypcs; después los Patrenses, los Farenses y Oleno, donde esta el
gran río Piro; y por último, Dyma y los Triteenses, que es entre todas estas ciudades
el único pueblo de tierra adentro.
CXLVI. Estas son ahora las doce comunidades de los Acheos, y lo eran antes de
los jonios, motivo por el cual éstos se distribuyeron en doce ciudades. Porque suponer
que los unos son más jonios que los otros, o que tuvieron más noble origen, es
ciertamente un desvarío; pues no sólo los Abantes originarios de la Eubea, los cuales
nada tienen, ni aun el nombre de la Jonia, hacen una parte, y no la menor, de los tales
jonios, sino que además se hallan mezclados con ellos los focenses, separados de los
otros sus paisanos, los Melosos, los arcades pelasgos, los Dorienses epidaurios y
otras muchas naciones, que con los jonios se confundieron. En cuanto a los jonios,
que por haber partido del Pritaneo de los atenienses, quieren ser tenidos por los más
puros y acendrados de todos, se sabe de ellos que, no habiendo conducido mujeres
para su colonia, se casaron con las Carianas, a cuyos padres habían quitado la vida;
por cuya razón estas mujeres, juramentadas entre sí, se impusieron una ley, que
trasmitieron a sus hijas, de no comer jamás con sus maridos, ni llamarles con este
nombre, en atención a que, habiendo muerto a sus padres, maridos e hijos, después de
tales insultos se habían juntado con ellas, todo lo cual sucedió en Mileto.
CXLVII. Estos colonos atenienses nombraron por reyes, unos a los licios, familia
oriunda de Glauco, el hijo de Hipóloco; otros a los Caucones Pylios, descendientes de
Codro, hijo de Melantho; y algunos los tomaban ya de una, ya de otra de aquellas dos
casas. Todos ellos ambicionan con preferencia a los demás el nombre de jonios, y
ciertamente lo son de origen verdadero; bien que de este nombre participan cuantos,
procediendo de Atenas, celebran la fiesta llamada Apaturia, la cual es común a todos
los jonios asiáticos, fuera de los Efesios y Colofonios, los únicos que en pena de
cierto homicidio no la celebran.
CLXVIII. El Panionio es un templo que hay en Micale, hacia el Norte, dedicado
en nombre común de los jonios a Neptuno el Heliconio. Micale es un promontorio de
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tierra firme, que mira hacia el viento Zéfiro, y pertenece a Samos. En este
promontorio, los jonios de todas las ciudades solían celebrar una fiesta, a que dieron
el nombre de Panjonia. Y es de notar que todas las fiestas, no sólo de los jonios, sino
de todos los griegos, tienen la misma propiedad que dijimos de los nombres persas, la
de acabar en una misma letra.
CXLIX. He dicho cuales son las ciudades jonias; ahora referiré las eolias. Cima,
por sobrenombre Fricónida, Larisas, Muronuevo, Tenos, Cilla, Notion, Egidoxa,
Pitana, Egeas, Mirina, Grinia. Estas son las once ciudades antiguas de los eolios, pues
aunque también eran doce, todas en el continente, Esmirna, una de aquel número, fue
separada de las otras por los jonios. Los eolios establecieron sus colonias en un
terreno mejor que el de los jonios, pero el clima no es tan bueno.
CL. Los eolios perdieron a Esmirna de este modo: ciertos Colofonios, vencidos
en una sedición doméstica y arrojados de su patria, hallaron en Esmirna un asilo.
Estos fugitivos, un día en que los de Esmirna celebraban fuera de la ciudad una fiesta
solemne a Baco, les cerraron las puertas y se apoderaron de la plaza. Concurrieron
todos los eolios al socorro de los suyos, pero se terminó la contienda por medio de
una transacción, en la que se convino que los jonios, quedándose con la ciudad,
restituyesen los bienes muebles a los de Esmirna. Estos, conformándose con lo
pactado, fueron repartidos en las otras once ciudades eolias, que los admitieron por
ciudadanos suyos.
CLI. En el número de las ciudades eolias de la tierra firme, no se incluyen los que
habitan en el monte Ida, porque no forman un cuerpo con ellas. Otras hay también
situadas en las islas. En la de Lesbos existen cinco, porque la sexta, que era Arisba, la
redujeron bajo su dominación los de Metimna, siendo de la misma sangre. En
Ténedos hay una, y otra en las que llaman las cien islas. Todas estas ciudades
insulares, lo mismo que los jonios de las islas, nada tenían que temer de Ciro; pero a
los demás eolios les pareció conveniente confederarse con los otros jonios y seguirlos
a donde quiera que los condujesen.
CLII. Luego que llegaron a Esparta los enviados de los jonios y eolios, habiendo
hecho el viaje con toda velocidad, escogieron para que en nombre de todos llevase la
voz a un cierto focense, llamado Pitermo; el cual, vestido de púrpura, con la mira de
que muchos espartanos concurriesen atraídos de la novedad, se presentó en su
congreso, y con una larga arenga les pidió socorros. Los lacedemonios, bien lejos de
dejarse persuadir del orador, resolvieron no salir a la defensa de los jonios; con lo
cual se volvieron los enviados. Sin embargo, despacharon algunos hombres en una
galera de cincuenta remos, con el objeto, a mi parecer, de explorar el estado de las
cosas de Ciro y de la Jonia. Luego que estos llegaron a Focéa, enviaron a Sardes al
que entre todos era tenido por hombre de mayor suposición, llamado Lacrines, con
orden de intimar a Ciro que se abstuviese de inquietar a ninguna ciudad de los
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griegos, cuyas injurias no podrían mirar con indiferencia.
CLIII. Dícese que Ciro, después que el enviado acabó su propuesta, preguntó a
los griegos que cerca de sí tenía, qué especie de hombres eran los lacedemonios, y
cuántos, en número, para atreverse a hacerle semejante declaración, y que informado
de lo que preguntaba, respondió al orador: —«Nunca temí a unos hombres que tienen
en medio de sus ciudades un lugar espacioso, donde se reúnen para engañar a otros
con sus juramentos; y desde ahora les aseguro que si los dioses me conservaron la
vida, yo haré que se lamenten, no de las desgracias de los jonios, sino de las suyas
propias». Este discurso iba dirigido contra todos los griegos, que tienen en sus
ciudades una plaza destinada para la compra y venta de sus cosas, costumbre
desconocida entre los persas, que no tienen plazas en las suyas. Después de esto,
dejando al persa Tábalo por gobernador de Sardes, y dando al lidio Páctyas la
comisión de recaudar los tesoros de Creso y de los otros lidios, partióse con sus
tropas para Ecbátana, llevando consigo a Creso, y teniendo por negocio de poca
importancia el acometer sobre la marcha a los jonios. Bien es verdad que para esto le
servían de embarazo Babilonia y la nación Bactriana, los sacas y los egipcios, contra
los cuales él mismo en persona quería conducir su ejército, enviando contra los jonios
a cualquiera otro general. Apenas Ciro había salido de Sardes, cuando Páctyas
insurreccionó a los lidios, y habiendo bajado a la costa del mar, como tenía a su
disposición todo el oro de Sardes, le fue fácil reclutar tropas mercenarias, y persuadir
a la gente de la marina que le siguiese en su expedición. Dirigióse, pues, hacia
Sardes, puso a la ciudad sitio y obligó al gobernador Tábalo a encerrarse en la
ciudadela.
CLV. Ciro en el camino tuvo noticia de lo que pasaba, y hablando de ello con
Creso, le dijo: —«¿Cuándo tendrán fin, oh Creso, estas cosas que me suceden? Ya
está visto que esos lidios nunca vivirán en paz, ni me dejarán a mí tranquilo. Pienso
que lo mejor fuera reducirlos a la condición de esclavos. Ahora veo que lo que acabo
de hacer con ellos es parecido a lo que hace un hombre que, habiendo dado muerte al
padre, perdona a los hijos. Así, yo, habiéndome apoderado de tu persona, que eras
más que padre de los lidios, tuve la inadvertencia de dejar en sus manos la ciudad; y
ahora me maravillo de que se me rebelen». De este modo hablaba Ciro lo que sentía,
y Creso, temeroso de la total ruina de Sardes, —«Tienes mucha razón, le responde;
pero me atrevo, señor, a suplicarte que no te dejes dominar del enojo, ni destruyas
una ciudad antigua que está inocente de lo pasado y de lo que ahora sucede. Antes fui
yo el autor d e la injuria, y pago la pena merecida; ahora Páctyas, a quien confiaste la
ciudad de Sardes, es el amotinador que debe satisfacer a tu justa venganza. Pero a los
lidios perdónales, y a fin de que no se levanten otra vez, ni vuelvan a darte más
cuidados, envíales orden para que no tengan armas de las que sirven en la guerra, y
mándales también que lleven una túnica talar debajo de su vestido, que calcen
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coturnos, que aprendan a tocar la cítara y a cantar, y que enseñen a sus hijos el
ejercicio de la mercancía. Con estas providencias los verás en breve convertidos de
hombres en mujeres, y cesará todo peligro de que se rebelen otra vez».
CLVI. Tal fue el expediente que sugirió Creso, teniéndole por más ventajoso para
los lidios que no el ser vendidos por esclavos; porque bien sabía que a no proponer al
rey un medio tan eficaz, no le haría mudar de resolución, y por otra parte recelaba en
extremo que si los lidios escapaban del peligro actual volverían a sublevarse en otra
ocasión, y perecerían por rebeldes a manos de los persas. Ciro, muy satisfecho con el
consejo, y desistiendo de su primer enojo, dijo a Creso que se conformaba con él; y
llamando al efecto al medo Mázares, le mandó que intimase a los lidios cuanto le
había sugerido Creso; que fuesen tratados como esclavos todos los demás que habían
servido en la expedición contra Sardes, y que de todos modos le presentasen vivo
delante de sí al mismo Páctyas.
CLVII. Dadas estas providencias, continuó Ciro su viaje a lo interior de la Persia.
Entretanto, Páctyas, informado de que estaba ya cerca el ejército que venia contra él,
se llenó de pavor, y se fue huyendo a Cyma. Mázares, que al frente de una pequeña
división del ejército de Ciro marchaba contra Sardes, cuando vio que no encontraba
allí las tropas de Páctyas, lo primero que hizo fue obligar a los lidios a ejecutar las
órdenes de Ciro, que mudaron enteramente sus costumbres y método de vida.
Después envió, unos mensajeros a Cyma, pidiendo le entregasen a Páctyas. Los
Cymanos acordaron antes de todo consultar el caso con el dios que se veneraba en
Branchidas, donde había un oráculo antiquísimo, que acostumbraban consultar todos
los pueblos de la Eolia y de la Jonia. Este oráculo estaba situado en el territorio de
Mileto sobre el puerto Panormo.
CLVIII. Los Cymanos, pues, enviaron sus diputados a Branchidas, con el objeto
de consultar lo que deberían hacer de Páctyas, para dar gusto a los dioses. El oráculo
respondió que fuese entregado a los persas. Ya se disponían a ejecutarlo, por hallarse
una parte del pueblo inclinada a ello, cuando Aristódico, hijo de Heraclides, sujeto
que gozaba entre sus conciudadanos de la mayor consideración, desconfiando de la
realidad del oráculo y de la verdad de los consultantes, detuvo a los Cymanos para
que no lo ejecutasen hasta tanto que fuesen al templo otros diputados, en cuyo
número se comprendió al mismo Aristódico.
CLIX. Luego que llegaron a Branchidas, hizo Aristódico la consulta en nombre
de todos: —«¡Oh numen sagrado! Refugióse a nuestra ciudad el lidio Páctyas,
huyendo de una muerte violenta. Los persas le reclaman ahora, y mandan a los
Cymanos que se le entreguen. Nosotros, por más que temernos el poder de los persas,
no nos hemos atrevido a poner en sus manos a un hombre que se acogió a nuestro
amparo, hasta que sepamos de vos claramente cuál es el partido que debemos seguir».
El oráculo, del mismo modo que la primera vez, respondió que Páctyas fuese
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entregado a los persas. Entonces Aristódico imaginó este ardid: Se puso a dar vueltas
por el templo, y a echar de sus nidos a todos los gorriones y demás pájaros que
encontraba. Dícese que fue interrumpido en esta operación por una voz que, saliendo
del santuario mismo, le dijo: —«¿Cómo te atreves, hombre malvado y sacrílego, a
sacar de mi templo a los que han buscado en él un asilo? —¿Y será justo, respondió
Aristódico sin turbarse, que vos, sagrado numen, miréis con tal esmero por vuestros
refugiados, y mandéis que los Cymanos abandonemos al nuestro y lo entreguemos a
los persas? —Sí, lo mando, replicó la voz, para que por esa impiedad perezcáis
cuanto antes, y no volváis otra vez a solicitar mis oráculos sobre la entrega de los que
se han acogido a vuestra protección».
CLX. Los Cymanos, oída la respuesta que llevaron sus diputados, no queriendo
exponerse a perecer si le entregaban, ni a verse sitiados si le retenían en la ciudad, le
enviaron a Mytilene, a donde no tardó Mázares en despachar nuevos mensajeros,
pidiendo la entrega de Páctyas. Los Mytileneos estaban ya a punto de entregársele
por cierta suma de dinero, pero la cosa no llegó a efectuarse, porque los Cymanos,
llegando a saber lo que se trataba, en una nave que destinaron a Lésbos embarcaron a
Páctyas y le trasladaron a Quío. Allí fue sacado violentamente del templo de
Milierva, patrona de la ciudad, y entregado al fin por los naturales de Quío, los cuales
le vendieron a cuenta de Atárneo, que es un territorio de la Mysia, situado enfrente de
Lésbos. Los persas, apoderados así de Páctyas, le tuvieron en prisión para
presentársela vivo a Ciro. Durante mucho tiempo ninguno de Quío enharinaba las
víctimas ofrecidas a los dioses con la cebada cogida en Atárneo, ni del grano nacido
allí se hacían tortas para los sacrificios; y, en una palabra, nada de cuanto se criaba en
aquella comarca era recibido por legítima ofrenda en ninguno de los templos.
CLXI. Mázares, después que lo fue entregado Páctyas por los de Quío, emprendió
la guerra contra las ciudades que hablan concurrido a sitiar a Tábalo. Vencidos en ella
los de Priena, los vendió por esclavos, y haciendo sus correrías por las llanuras del
Meandro, lo saqueó todo, y dio el botín a sus tropas. Lo mismo hizo en Magnesia;
pero luego después enfermó y murió.
CLXII. En su lugar vino a tomar el mando del ejército Hárpago, también medo de
nación, el mismo a quien Astiages dio aquel impío convite, y que tanto sirvió después
a Ciro en la conquista del imperio. Luego que llegó a la Jonia, fue tomando las
plazas, valiéndose de trincheras y terraplenes; porque obligados los enemigos a
retirarse dentro de las murallas, le fue preciso levantar obras de esta clase para
apoderarse de ellas. La primera ciudad que combatió fue la de Focea en la Jonia.
CLXIII. Para decir algo de Focea, conviene saber que los primeros griegos que
hicieron largos viajes por mar fueron estos focenses, los cuales descubrieron el mar
Adriático, la Tirsenia, la Iberia y Tarteso, no valiéndose de naves redondas, sino sólo
de sus penteconteros o naves de cincuenta remos. Habiendo aportado a Tarteso,
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supieron ganarse toda la confianza y amistad del rey de los tartesios, Arganthonio, el
cual ochenta años había que era señor de Tarteso, y vivió hasta la edad de ciento
veinte; y era tanto lo que este príncipe los amaba, que cuando la primera vez
desampararon la Jonia, les convidó con sus dominios, instándoles para que
escogiesen en ellos la morada que más les acomodase. Pero viendo que no les podía
persuadir, y sabiendo de su boca el aumento que cada día tomaba el poder de los
medos, tuvo la generosidad de darles dinero para la fortificación de su ciudad, y lo
hizo con tal abundancia, que siendo el circuito de las murallas de no pocos estadios,
bastó para fabricarlas todas de grandes y labradas piedras.
CLXIV. Así tenían los de Focea fortificada su ciudad, cuando Hárpago, haciendo
avanzar su ejército, les puso sitio; si bien antes les hizo la propuesta de que se daría
por tal de que los focenses, demoliendo una sola de las obras de defensa que tenía la
muralla, reservasen para el rey una habitación. Los sitiados, que no podían llevar con
paciencia la dominación extranjera, pidieron un solo día para deliberar, con la
condición de que entretanto se retirasen las tropas. Hárpago les respondió, que sin
embargo de que conocía sus intenciones, consentía en darles tiempo para que
deliberasen. Mientras las tropas se mantuvieron separadas de las murallas, los
focenses, sin perder momento, aprontaron sus naves y embarcaron en ellas a sus hijos
y mujeres con todos sus muebles y alhajas, como también las estatuas y demás
adornos que tenían en sus templos, menos los que eran de bronce o de mármol, o
consistían en pinturas. Puesto a bordo todo lo que podían llevarse consigo, se hicieron
a la vela, y se trasladaron Quío. Los persas ocuparon después la ciudad desierta de
habitantes.
CLXV. No quisieron los naturales de Quío vender a los focenses las islas
llamadas Enusas, recelosos de que en manos de sus huéspedes viniesen a ser un
grande emporio, y quedasen ellos excluidos de las ventajas del comercio. Viendo esto
los focenses, determinaron navegar a Córcega, por dos motivos: el uno porque veinte
años antes, en virtud de un oráculo, habían fundado allí una colonia, en una ciudad
llamada Alalia; y el otro por haber ya muerto su bienhechor Arganthonio.
Embarcados para Córcega, lo primero que hicieron fue dirigirse a Focea, donde
pasaron a cuchillo la guarnición de los persas, a la cual Hárpago había confiado la
defensa de la ciudad. Dado este golpe de mano, se ligaron mutuamente con el
solemne voto de no Abandonarse en el viaje, pronunciando mil imprecaciones contra
el que faltase a él, y echando después al mar una gran masa de hierro, hicieron un
juramento de no volver otra vez a Focea si primero aquella misma masa no aparecía
nadando sobre el agua. Sin embargo, al emprender la navegación, más de la mitad de
ellos no pudieron resistir al deseo de su ciudad y a la ternura y compasión que les
inspiraba la memoria de los sitios y costumbres de la patria, y faltando a lo prometido
y jurado, volvieron las proas hacia Vocea. Pero los otros, fieles a su juramento,
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salieron de las islas Enusas y navegaron para Córcega.
CLXVI. Después de su llegada vivieron cinco años en compañía de los antiguos
colonos, y edificaron allí sus templos. Pero como no dejasen en paz a sus vecinos, a
quienes despojaban de lo que tenían, unidos de común acuerdo los Tyrrenos y los
cartagineses, les hicieron la guerra, armando cada una de las dos naciones sesenta
naves. Los focenses, habiendo tripulado y armado también sus bajeles hasta el
número de sesenta, les salieron al encuentro en el mar de Cerdeña. Dióse un combate
naval, y se declaró la victoria a favor de los focenses; pero fue una victoria, como
dicen, Cadmea, por haber perdido cuarenta naves, y quedado inútiles las otras veinte,
cuyos espolones se torcieron con el choque. Después del combate volvieron a Alalia,
y tomando a sus hijos y mujeres, con todos los muebles que las naves podían llevar,
dejaron la Córcega, y navegaron hacia Regio.
CLXVII. Los prisioneros focenses que los cartagineses, y más todavía los
Tyrrenos, hicieron en las naves destruidas, fueron sacados a tierra y muertos a
pedradas. De resultas, los Agyllenses sufrieron una gran calamidad; pues todos los
ganados de cualquiera clase, y hasta los hombres mismos que pasaban por el campo
donde los focenses fueron apedreados, quedaban mancos, tullidos o apopléticos. Para
expiar aquella culpa, enviaron a consultar a Delfos, y la Pitia los mandó que
celebrasen, como todavía lo practican, unas magníficas exequias en honor de los
muertos, con juegos gímnicos y carreras de caballos. Los otros focenses que se
refugiaron en Regio, saliendo después de esta ciudad, fundaron en el territorio do
Cnotria una colonia que ahora llaman Hyela; y esto lo hicieron por haber oído a un
hombre, natural de Posidonia, que la Pitia les había dicho en su oráculo que fundasen
a Cyrno, que es el nombre de un héroe, y no debía equivocarse con el de la isla.
CLXVIII. Una suerte muy parecida a la de los focenses tuvieron los Teianos, pues
estrechando Hárpago su plaza con las obras que levantaba, se embarcaron en sus
naves y se fueron a Tracia, donde habitaron en Abdera, ciudad que antes había
edificado Tymesio el clazomenio, puesto que no la había podido disfrutar por haberle
arrojado de ella los tracios; pero al presente los Teianos de Abdera le honran como a
un héroe.
CLXIX. De todos los jonios estos fueron los únicos que, no pudiendo tolerar el
yugo de los persas, abandonaron su patria; pero los otros (dejando aparte a los de
Mileto) hicieron frente al enemigo; y mostrándose hombres de valor, combatieron en
defensa de sus hogares, hasta que vencidos al cabo y hechos prisioneros, se quedaron
cada uno en su país bajo la obediencia del vencedor. Los Milesios, según ya dije
antes, como habían hecho alianza con Ciro, se estuvieron quietos y sosegados. En
conclusión, este fue el modo como la Jonia fue avasallada por segunda vez. Los
jonios que moraban en las islas, cuando vieron que Hárpago había sujetado ya a los
del continente, temerosos de que no les acaeciese otro tanto, se entregaron
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voluntariamente a Ciro.
CLXX. Oigo decir que a los jonios, celebrando en medio de sus apuros un
congreso en Panionio, les dio el sabio Biantes, natural de Priena, un consejo
provechoso que si le hubiesen seguido hubieran podido ser los más felices de la
Grecia. Los exhortó a que, formando todos una sola escuadra, se fuesen a Cerdeña y
fundaran allí un solo estado, compuesto de todas las ciudades jonias; con lo cual,
libres de la servidumbre, vivirían dichosos, poseyendo la mayor isla de todas, y
teniendo el mando en otras; porque si querían permanecer en la Jonia, no les quedaba,
en su opinión, esperanza alguna de mantenerse libres e independientes. También era
muy acertado el consejo que antes de llegar a su ruina les había dado el célebre
Thales, natural de Mileto, pero de una familia venida antiguamente de Fenicia. Este
les proponía que se estableciese para todos los jonios una junta suprema en Theos,
por hallarse esta ciudad situada en medio de la Jonia, sin perjuicio de que las otras
tuviesen lo mismo que antes sus leyes particulares, como si fuese cada una un pueblo
o distrito separado.
CLXXI. Hárpago, después que hubo conquistado la Jonia, volvió sus fuerzas
contra los Carianos, los Caunios y los licios, llevando ya consigo las tropas jonias y
eolias. Estos Carianos son una nación que dejando las islas se pasó al continente; y
según yo he podido conjeturar, informándome de lo que se dice acerca de las edades
más remotas, siendo ellos antiguamente súbditos de Minos, con el nombre de
Leleges, moraban en las islas del Asia, y no pagaban ningún tributo sino cuando lo
pedía Minos, le tripulaban y armaban sus navíos; y como este monarca, siempre feliz
en sus expediciones, hiciese muchas conquistas, se distinguió en ellas la nación
Cariana, mostrándose la más valerosa y apreciable de todas. A la misma nación se
debe el descubrimiento de tres cosas de que usan los griegos; pues ella fue la que
enseñó a poner crestas o penachos en los morriones, a pintar armas y empresas en los
escudos, y a pegar en los mismos unas correas a manera de asas, siendo así que hasta
entonces todos los que usaban de escudo le llevaban sin aquellas asas, y sólo se
servían para manejarla de unas bandas de cuero que colgadas del cuello y del hombro
izquierdo se unían al mismo escudo. Los carios, después de haber habitado mucho
tiempo en las islas, fueron arrojados de ellas por los jonios y dorios, y se pasaron al
continente. Esto es lo que dicen los Cretenses; pero los Carianos pretenden ser
originarios de la tierra firme, y haber tenido siempre el mismo nombre que ahora; y
en prueba de ello muestran en Mylassa un antiguo templo de Júpiter cario, el cual es
común a los Mysios, como hermanos que son de los Carianos, puesto que Lydo y
Myso, como ellos dicen, fueron hermanos de Car. Los pueblos que tienen otro origen,
aunque hablen la lengua de los carios, no participan de la comunión de aquel templo.
CLXXII. Los Caunios, a mi entender, son originarios del país, por más que digan
ellos mismos que proceden de Creta. Es difícil determinar si fueron ellos los que
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adoptaron la lengua Caria o los Carianos la suya; lo cierto es que tienen unas
costumbres muy diferentes de los demás hombres y de los Carianos mismos. En sus
convites parece muy bien que se reúnan confusamente los hombres, las mujeres y los
niños, según la edad y grados de amistad que median entre ellos. Al principio
adoptaron el culto extranjero; pero arrepintiéndose después, y no queriendo tener más
dioses que los suyos propios, tomaron todos ellos las armas, y golpeando con sus
lanzas el aire, caminaron de este modo hasta llegar a los confines Calyndicos,
diciendo entretanto que con aquella operación echaban de su país a los dioses
extraños.
CLXXIII. Los licios traen su origen de la isla de Creta, que antiguamente estuvo
toda habitada de bárbaros. Cuando los hijos de Europa, Sarpedon y Minos, disputaron
en ella el Imperio, quedó Minos vencedor en la contienda y echó fuera de Creta a
Sarpedon con todos sus partidarios. Estos se refugiaron en Myliada, comarca del Asia
menor, y la misma que al presente ocupan los licios. Sus habitadores se llamaban
entonces los Solymos. Sarpedon tenía el mando de los licios, que a la sazón se
llamaban los Térmilas, nombre que habían traído consigo y con el que todavía son
llamados de sus vecinos. Pero después que Lyco, el hijo de Pandion, fue arrojado de
Atenas por su hermano Egeo, y refugiándose a la protección de Sarpedon, se pasó a
los Térmilas, estos vinieron con el tiempo a mudar de nombre, y tomando el de Lyco,
se llamaron licios. Sus leyes en parte son cretenses, y en parte carias; pero tienen
cierto uso muy particular en el que no se parecen al resto de los hombres, y es el de
tomar el apellido de las madres y no de los padres; de suerte que si a uno se le
pregunta quién es y de qué familia procede, responde repitiendo el nombre de su
madre y el sus abuelas maternas. Por la misma razón, si una mujer libre se casa con
un esclavo, los hijos son tenidos por libres o ingenuos; y si al contrario un hombre
libre, aunque sea de los primeros ciudadanos, toma una mujer extranjera o vive con
una concubina, los hijos que nacen de semejante unión son mirados como bastardos e
infames.
CLXXIV. Los carios en aquella época, sin dar prueba alguna de valor, se dejaron
conquistar por Hárpago; y lo mismo sucedió a los griegos que habitaban en aquella
región. En ella moran los Cnidios, colonos de los lacedemonios, cuyo país está en la
costa del mar y se llama Triopio. La Cnidia, empezando en la península Bybassia, es
un terreno rodeado casi todo por el mar, pues solo está unido con el continente por un
paso de cinco estadios de ancho. Le baña por el Norte el golfo Ceramico, y por el Sur
el mar de Syma y de Rodas. Los Cnidios, queriendo hacer que toda la tierra fuese una
isla perfecta, mientras Hárpago se ocupaba en sujetar a la Jonia, trataron de cortar el
istmo que los une con la tierra firme. Empleando mucha gente en la excavación,
notaron que los trabajadores padecían muchísimo en sus cuerpos, y particularmente
en los ojos de resultas de las piedras que rompían, y atribuyéndolo a prodigio o
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castigo divino, enviaron sus mensajeros a Delfos para consultar cuál fuese la causa de
la dificultad y resistencia que encontraban. La Pitia, según cuentan los Cnidios, les
respondió así: Al istmo no toquéis de ningún modo. Isla fuera, si Jove lo quisiese.
Recibida esta respuesta, suspendieron los Cnidios las excavaciones, y sin hacer la
menor resistencia, se entregaron a Hárpago, que con su ejército venía marchando
contra ellos.
CLXXV. Más arriba de Halicarnaso moraban tierra adentro los Pedaseos. Siempre
que a estos o a sus vecinos les amenaza algún desastre, sucede que a la sacerdotisa de
Minerva le crece una gran barba, cosa que entonces le aconteció por tres veces. Los
Pedaseos fueron los únicos en toda la Caria que por algún tiempo hicieron frente a
Hárpago, y le dieron mucho en que entender, fortificando el monte que llaman Lida;
mas por último quedaron vencidos y arruinados.
CLXXVI. Cuando Hárpago conducía sus tropas al territorio de Janto, los licios de
aquella ciudad le salieron al encuentro, y peleando pocos contra muchos, hicieron
prodigios de valor; pero vencidos al cabo y obligados a encerrarse dentro de la
ciudad, reunieron en la fortaleza a sus mujeres, hijos, dinero y esclavos, y pegándola
fuego, la redujeron a cenizas; después de lo cual, conjurados entre sí con las más
horribles imprecaciones, salieron con disimulo de la plaza, y pelearon de modo que
todos ellos murieron con las armas en la mano. Por este motivo muchos que dicen
ahora ser licios de Janto, son advenedizos, menos ochenta familias, que hallándose a
la sazón fuera de su patria, sobrevivieron a la ruina común. De este modo se apoderó
Hárpago de la ciudad de Janto, y de un modo semejante de la de Cauno, habiendo los
Caunios imitado casi en todo a los licios.
CLXXVII. Mientras Hárpago destruía el Asia baja, Ciro en persona sujetaba las
naciones del Asia superior, sin perdonar a ninguna. Nosotros pasaremos en silencio la
mayor parte, tratando únicamente de aquellas que con su resistencia le dieron más
que hacer y que son más dignas de memoria. Ciro, pues, cuando tuvo bajo su
obediencia todo aquel continente, pensó en hacer la guerra a los asirios.
CLXXVIII. La Asiria tiene muchas y grandes ciudades, pero de todas ellas la más
famosa y fuerte era Babilonia, donde existía la corte y los palacios reales después que
Nino fue destruida. Situada en una gran llanura, viene a formar un cuadro, cuyos
lados tienen cada uno de frente ciento veinte estadios, de suerte que el ámbito de toda
ella es de cuatrocientos ochenta. Sus obras de fortificación y ornato son las más
perfectas de cuantas ciudades conocemos. Primeramente la rodea un foso profundo,
ancho y lleno de agua. Después la ciñen unas murallas que tienen de ancho cincuenta
codos reales, y de alto hasta doscientos, siendo el codo real tres dedos mayor del codo
común y ordinario.
CLXXIX. Conviene decir en qué se empleó la tierra sacada del foso, y cómo se
hizo la muralla. La tierra que sacaban del foso la empleaban en formar ladrillos, y
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luego que estos tenían la consistencia necesaria los llevaban a cocer a los hornos.
Después, valiéndose en vez de argamasa de cierto betún caliente, iban ligando la
pared de treinta en treinta filas de ladrillos con unos cestones hechos de caña,
edificando primero de este modo los labios o bordes del foso, y luego la muralla
misma. En lo alto de esta fabricaron por una y otra parte unas casillas de un solo piso,
las unas enfrente de las otras, dejando en medio el espacio suficiente para que pudiese
dar vueltas una carroza. En el recinto de los muros hay cien puertas de bronce, con
sus quicios y umbrales del mismo metal. A ocho jornadas de Babilonia se halla una
ciudad que se llama Is, en la cual hay un río no muy grande que tiene el mismo
nombre y va a desembocar al Eufrates. El río Is lleva mezclados con su corriente
algunos grumos de asfalto o betún, de donde fue conducido a Babilonia el que sirvió
para sus murallas.
CLXXX. La ciudad esta dividida en dos partes por el río Eufrates, que pasa por
medio de ella. Este río, grande, profundo y rápido, baja de las Armenias y va a
desembocar en el mar Eritreo. La muralla, por entrambas partes, haciendo un recodo
llega a dar con el río, y desde allí empieza una pared hecha de ladrillos cocidas, la
cual va siguiendo por la ciudad adentro las orillas del río. La ciudad, llena de casas de
tres y cuatro pisos, está cortada con unas calles rectas, así las que corren a lo largo,
como las trasversales que cruzan por ellas y van a parar al río. Cada una de estas
últimas tiene una puerta de bronce en la cerca que se extiende por las márgenes del
Eufrates; de manera que son tantas las puertas que van a dar al río, cuantos son los
barrios entre calle y calle.
CLXXXI. El muro por la parte exterior es como la lóriga de la ciudad, y en la
parte interior hay otro muro que también la ciñe, el cual es más estrecho que el otro,
pero no mucho más débil. En medio de cada uno de los dos grandes cuarteles en que
la ciudad se divide, hay levantados dos alcázares. En el uno está el palacio real,
rodeado con un muro grande y de resistencia, y en el otro un templo de Júpiter Belo
con sus puertas de bronce. Este templo, que todavía duraba en mis días, es cuadrado y
cada uno de sus lados tiene dos estadios. En medio de él se va fabricada una torre
maciza que tiene un estadio de altura y otro de espesor. Sobre esta se levanta otra
segunda, después otra tercera, y así sucesivamente hasta llegar al número de ocho
torres. Alrededor de todas ellas hay una escalera por la parte exterior, y en la mitad de
las escaleras un rellano con asientos, donde pueden descansar los que suben. En la
última torre se encuentra una capilla, y dentro de ella una gran cama magníficamente
dispuesta, y a su lado una mesa de oro. No se ve allí estatua ninguna, y nadie puede
quedarse de noche, fuera de una sola mujer, hija del país, a quien entre todas escoge
el Dios, según refieren los Caldeos, que son sus sacerdotes.
CLXXXII. Dicen también los Caldeos (aunque yo no les doy crédito) que viene
por la noche el Dios y la pasa durmiendo en aquella cama, del mismo modo que
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sucede en Tébas del Egipto, como nos cuentan los egipcios, en donde duerme una
mujer en el templo de Júpiter tebano. En ambas partes aseguran que aquellas mujeres
no tienen allí comunicación con hombre alguno. También sucede lo mismo en Pátara
de la Licia, donde la sacerdotisa, todo el tiempo que reside allí el oráculo, queda por
la noche encerrada en el templo.
CLXXXIII. En el mismo templo de Babilonia hay en el piso interior otra capilla,
en la cual se halla una grande estatua de Júpiter sentado, que es de oro: junto a ella
una grande mesa también de oro, siendo del mismo metal la silla y la tarima. Estas
piezas, según dicen los Caldeos, no se hicieron can menos de ochocientos talentos de
oro. Fuera de la capilla hay un altar de oro, y además otro grande para las reses ya
crecidas, pues en el de oro sólo es permitido sacrificar víctimas tiernas y de leche.
Todos los años, el día en que los Caldeos celebran la fiesta de su Dios, queman en la
mayor de estas dos aras mil talentos de incienso. En el mismo templo había
anteriormente una estatua de doce codos, toda ella de oro macizo, la que yo no he
visto, y solamente refiero lo que dicen los Caldeos. Darío, el hijo de Histaspes, formó
el proyecto de apropiársela cautelosamente, pero no se atrevió a quitarla. Su hijo
Jerjes la quitó por fuerza, dando muerte al sacerdote que se oponía a que se la
removiese de su sitio. Tal es el adorno y la riqueza de este templo, sin contar otros
muchos donativos que los particulares le habían hecho.
CLXXXIV. Entre les muchos reyes de la gran Babilonia que se esmeraron en la
fábrica y adorno de las murallas y templos, de quienes haré mención tratando de los
Asirlos, hubo dos mujeres. La primera, llamada Semíramis, que reinó cinco
generaciones o edades antes de la segunda, fue la que levantó en aquellas llanuras
unos diques y terraplenes dignos de admiración, con el objeto de que el río no
inundase, como anteriormente, los campos.
CLXXXV. La segunda, que se llamó Nitocris, siendo más política y sagaz que la
otra, además de haber dejado muchos monumentos que mencionaré después, procuró
tomar cuantas medidas pudo contra el imperio de los medos, el cual, ya grande y
poderoso, lejos de contenerse pacífico dentro de sus limites, había ido conquistando
muchas ciudades, y entre ellas la célebre Nino. Primeramente, viendo que el Eufrates
que corro por medio de la ciudad llevaba hasta ella un curso recto, abrió muchas
acequias en la parte superior del país, y llevando el agua por ellas, hizo dar tantas
vueltas al río, que por tres veces viniese a tocar en una misma aldea de la Asiria
llamada Ardérica; de suerte que los que ahora, saliendo do las costas del mar, quieren
pasar a Babilonia, navegando por el Eufrates por tres veces y en tres días diferentes
pasan por aquella aldea. En las dos orillas del río amontonó tanta tierra e hizo con ella
tales márgenes, que asombra la grandeza y elevación de estos diques. Además de
esto, en un lugar que cae en la parte superior, y está muy lejos de Babilonia, mandó
hacer una grande excavación con el objeto de formar una laguna artificial, poco
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distante del mismo río. Se cayó la tierra hasta encontrar con el agua viva, y el circuito
de la grande hoya que se formó tenía cuatrocientos y veinte estadios. La tierra que
salió de aquella concavidad, sirvió para construir los parapetos en las orillas del río; y
alrededor de la misma laguna se fabricó un margen con las piedras que al efecto se
habían allí conducido. Entrambas cosas, la tortuosidad del río y la excavación para la
laguna, se hicieron con la mira de que la corriente del río, cortada con varias vueltas,
fuese menos rápida, y la navegación para Babilonia más larga; y de que además
obligase la laguna a dar un rodeo a los que caminasen por tierra. Por esta razón
mandó Nitocris hacer aquellas obras en la parte del país donde estaba el paso desde la
Media y el atajo para su reino, queriendo que los medos no pudiesen comunicar
fácilmente con sus vasallos ni enterarse de sus cosas.
CLXXXVI. Estos resguardos procuró al estado con sus excavaciones, y de ellas
sacó todavía otra ventaja. Estando Babilonia dividida por el río en dos grandes
cuarteles, cuando uno en tiempo de los reyes anteriores quería pasar de un cuartel al
otro, le era forzoso hacerlo en barca; cosa que según yo me imagino, debería de ser
molesta y enredosa. A fin de remediar este inconveniente, después de haber abierto el
grande estanque, se sirvió de él para la fábrica de otro monumento utilísimo. Hizo
cortar y labrar unas piedras de extraordinaria magnitud, y cuando estuvieron ya
dispuestas y hecha la excavación, torció y encaminó toda la corriente del río al lugar
destinado para la laguna. Mientras éste se iba llenando, secábase la madre antigua del
río. En el tiempo que duró esta operación, mandó hacer dos cosas: la una edificar en
las orillas que corren por dentro de la ciudad, y a las cuales se baja por las puertas que
a cada calle tienen, un margen de ladrillos cocidos, semejante a las obras de las
murallas; la otra construir un puente, en medio poco más o menos de la ciudad, con
las piedras labradas de antemano, uniéndolas entre sí con hierro y plomo. Sobre las
pilastras de esta fábrica se tendía un puente hecho de unos maderos cuadrados, por
donde se daba paso a los babilonios durante el día; pero se retiraban los maderos por
la noche, para impedir mutuos robos, que se pudiesen cometer con la facilidad de
pasar de una parte a otra. Después que con la avenida del río se llenó la laguna y
estuvo concluido el puente, restituyó el Eufrates a su antiguo cauce; con lo cual,
además de proporcionar la conveniencia del vecindario, logró que se creyese muy
acertada la excavación del pantano.
CLXXXVII. Esta misma reina quiso urdir un artificio para engañar a los
venideros. Encima de una de las puertas más frecuentadas de la ciudad, y en el lugar
más visible de ella, hizo construir su sepulcro, en cuyo frente mandó grabar esta
inscripción: —«Si alguno de los reyes de Babilonia que vengan después de mi
escaseare de dinero, abra este sepulcro y tome lo que quiera; pero si no escaseare de
él, de ningún modo lo abra, porque no le vendrá bien». Este sepulcro permaneció
intacto hasta que la corona recayó en Darío, el cual, incomodado de no usar de
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aquella puerta y de no aprovecharse de aquel dinero, particularmente cuando el
mismo tesoro le estaba convidando, determinó abrir el sepulcro. Darío no usaba de la
puerta, por no tener al pasar por ella un muerto sobre su cabeza. Abierto el sepulcro,
no se encontró dinero alguno, sino solo el cadáver y un escrito con estas palabras.
—«Si no fueses insaciable de dinero, y no te valieses para adquirirle de medios
ruines, no hubieras escudriñado las arcas de tus muertos».
CLXXXVIII. Ciro salió a campaña contra un hijo de esta reina, que se llamaba
Labyneto lo mismo que su padre, y que reinaba entonces en la Asiria. Cuando el gran
rey (pues este es el dictado que se da al de Babilonia) se pone al frente de sus tropas y
marcha contra el enemigo, lleva dispuestas de antemano las provisiones necesarias, y
basta el agua del río Choaspes que pasa por Susa, porque no bebe de otra alguna. Con
este objeto le siguen siempre a donde quiera que viaja muchos carros de cuatro
ruedas, tirados por mulas; los cuales conducen unas vasijas de plata en que va cocida
el agua de Choaspes.
CLXXXIX. Cuando Ciro, caminando hacia Babilonia, estuvo cerca del Gyndes
(río que tiene sus fuentes en las montañas Matienas, y corriendo después por las
Darneas, va a entrar en el Tigris, otro río que pasando por la ciudad de Opis desagua
en el mar Eritreo), trató de pasar aquel río, lo cual no puede hacerse sino con barcas.
Entretanto, uno de los caballos sagrados y blancos que tenía, saltando con brío al
agua, quiso salir a la otra parte; pero sumergido entre los remolinos, lo arrebató la
corriente. Irritado Ciro contra la insolencia del río, le amenazó con dejarle tan pobre y
desvalido, que hasta las mujeres pudiesen atravesarlo, sin que les llegase el agua a las
rodillas. Después de esta amenaza, difiriendo la expedición contra Babilonia, dividió
su ejército en dos partes, y en cada una de las orillas del Gyndes señaló con unos
cordeles ciento ochenta acequias, todas ellas dirigidas de varias maneras; ordenó
después que su ejército las abriese; y como era tanta la muchedumbre de trabajadores,
llevó a cabo la empresa, pero no tan pronto que no empleasen sus tropas en ella todo
aquel verano.
CXC. Después que Ciro hubo castigado al río Gyndes desangrándole en
trescientos sesenta canales, esperó que volviese la primavera, y se puso en camino
con su ejército para Babilonia. Los babilonios, armados, lo estaban aguardando en el
campo, y luego que llegó cerca de la ciudad le presentaron la batalla, en la cual
quedando vencidos se encerraron dentro de la plaza. Instruidos del carácter turbulento
de Ciro, pues le habían visto acometer igualmente a todas las naciones, cuidaron de
tener abastecida la ciudad de víveres para muchos años, de suerte que por entonces
ningún cuidado les daba el sitio. Al contrario, Ciro, viendo que el tiempo corría sin
adelantar cosa alguna, estaba perplejo, y no sabia qué partido tomar.
CXCI. En medio de su apuro, ya fuese que alguno se lo aconsejase, o que él
mismo lo discurriese, tomó esta resolución. Dividiendo sus tropas, formó las unas
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cerca del río en la parte por donde entra en la ciudad, y las otras en la parte opuesta,
dándoles orden de que luego que viesen disminuirse la corriente en términos de
permitir el paso, entrasen por el río en la ciudad. Después de estas disposiciones, se
marchó con la gente menos útil de su ejército a la famosa laguna, y en ella hizo con el
río lo mismo que había hecho la reina Nitocris. Abrió una acequia o introdujo por ella
el agua en la laguna, que a la sazón estaba convertida en un pantano, logrando de este
modo desviar la corriente del río y hacer vadeable la madre. Cuando los persas,
apostados a las orillas del Eufrates, le vieron menguado de manera que el agua no les
llegaba más que a la mitad del muslo, se fueron entrando por él en Babilonia. Si en
aquella ocasión los babilonios hubiesen presentido lo que Ciro iba a practicar o no
hubiesen estado nimiamente confiados de que los persas no podrían entrar en la
ciudad, hubieran acabado malamente con ellos. Porque sólo con cerrar todas las
puertas que miran al río, y subirse sobre las cercas que corren por sus márgenes, los
hubieran podido coger como a los peces en la nasa. Pero entonces fueron
sorprendidos por los persas; y según dicen los habitantes de aquella ciudad, estaban
ya prisioneros los que moraban en los extremos de ella, y los que vivían en el centro
ignoraban absolutamente lo que pasaba, con motivo de la gran extensión del pueblo,
y porque siendo además un día de fiesta, se hallaban bailando y divirtiendo en sus
convites y festines, en los cuales continuaron hasta que del todo se vieron en poder
del enemigo. De este modo fue tomada Babilonia la primera vez.
CXCII. Para dar una idea de cuánto fuese el poder y la grandeza de los
babilonios, entre las muchas pruebas que pudieran alegarse referirá lo siguiente:
Todas las provincias del gran rey están repartidas de modo que, además del tributo
ordinario, deben suministrar por su turno los alimentos para el soberano y su ejército.
De los doce meses del año, cuatro están a cargo de la sola provincia de Babilonia, y
en los otros contribuye a la manutención lo restante del Asia. Por donde se ve que en
aquel país de la Asiria está reputado por la tercera parte del Imperio, y su gobierno,
que los persas llaman Satrapia, es con mucho exceso el mejor y más principal de
todos, en tanto grado, que el hijo de Artabazo, llamado Tritantechmas, a quien dio el
mando de aquella provincia, percibía diariamente una ártaba llena de plata, siendo la
ártaba una medida persiana que tiene un medimno y tres chenices áticos. Este mismo,
sin contar los caballos destinados a la guerra, tenía para la casta ochocientos caballos
padres y dieciséis mil yeguas, cubriendo cada caballo padre veinte de sus yeguas. Y
era tanta la abundancia de persas indianos que al mismo tiempo criaba, que para
darles de comer había destinado cuatro grandes aldeas de aquella comarca, exentas de
las demás contribuciones.
CXCIII. En la campiña de los asirios llueve poco, y únicamente lo que basta para
que el trigo nazca y se arraigue. Las tierras se riegan con el agua del río, pero no con
inundaciones periódicas como en Egipto, sino a fuerza de brazos y de norias. Porque
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toda la región de Babilonia, del mismo modo que la del Egipto, está cortada con
varias acequias, siendo navegable la mayor; la cual se dirige hacia el Solsticio de
invierno, y tomada del Eufrates, llega al río Tigris, en cuyas orillas está Nino. Esta es
la mejor tierra del mundo que nosotros conocemos para la producción de granos; bien
es verdad que no puede disputar la preferencia en cuanto a los árboles, como la
higuera, la vid y el olivo. Pero en los frutos de Céres es tan abundante y feraz, que da
siempre doscientos por uno; y en las cosechas extraordinarias suele llegar a
trescientos. Allí las hojas de trigo y de la cebada tienen de ancho, sin disputa alguna,
hasta cuatro dedos; y aunque tengo bien averiguado lo que pudiera decir sobre la
altura del maíz y de la alegría, que se parece a la de los árboles, me abstendré hablar
de ello, pues estoy persuadido de que parecerá increíble a los que no hayan visitado la
comarca de Babilonia cuanto dijere tocante a los frutos de aquel país. No hacen uso
alguno del aceite del olivo, sirviéndose del que sacan de las alegrías. Están llenos los
campos de palmas, que en todas partes nacen, y con el fruto que las más de ellas
producen se proporcionan pan, vino y miel. El modo de cultivarlas es el que se usa
con las higueras; porque tomando el fruto de las palmas que los griegos llaman
machos, lo atan a las hembras, que son las que dan los dátiles, con la mira de que
cierto gusanillo se meta dentro de los dátiles, el cual les ayude a madurar y haga que
no se caiga el fruto de la palma, pues que la palma macho cría en su fruto un
gusanillo semejante al del cabrahigo.
CXCIV. Voy a referir una cosa que, prescindiendo de la ciudad misma, es para mí
la mayor de todas las maravillas de aquella tierra. Los barcos en que navegan río
abajo hacia Babilonia, son de figura redonda, y están hechos de cuero. Los habitantes
de Armenia, pueblo situado arriba de los asirios, fabrican las costillas del barco con
varas de sauce, y por la parte exterior las cubren extendiendo sobre ellas unas pieles,
que sirven de suelo, sin distinguir la popa ni estrechar la proa, y haciendo que el
barco venga a ser redondo como un escudo. Llenan después todo el buque de heno, y
sobrecargan en él varios géneros, y en especial ciertas tinajas llenas de vino de palma;
le echan al agua, y dejan que se vaya río abajo. Gobiernan el barco dos hombres en
pie por medio de dos remos a manera de gala, el uno boga hacia adentro y el otro
hacia afuera. De estos barcos se construyen unos muy grandes, y otros no tanto; los
mayores suelen llevar una carga de cinco mil talentos. En cada uno va dentro por lo
menos un jumento vivo, y en los mayores van muchos. Luego que han llegado a
Babilonia y despachado la carga, pregonan para la venta las costillas y armazón del
barco, juntamente con todo el heno que vino dentro. Cargan después en sus jumentos
los cueros, y parten con ellos para la Armenia, porque es del todo imposible volver
navegando río arriba a causa de la rapidez de su corriente. Y también es esta la razón
por que no fabrican los barcos de tablas, sino de cueros, que pueden ser vueltos con
más facilidad a su país. Concluido el viaje, tornan a construir sus embarcaciones de la
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misma manera.
CXCV. Su modo de vestir es el siguiente: llevan debajo una túnica de lino que les
llega hasta los pies, y sobre esta otra de lana, y encima de todo una especie de
capotillo blanco. Usan de cierto calzado propio de su país, que viene a ser muy
parecido a los zapatos de Beocia. Se dejan crecer el cabello, y le atan y cubren con
sus mitras o turbantes, ungiéndose todo el cuerpo con ungüentos preciosos. Cada uno
lleva un anillo con su sello, y también un bastón bien labrado, en cuyo puño se ve
formada una manzana, una rosa, un lirio, un águila, u otra cosa semejante, pues no les
permite la moda llevar el bastón sin alguna insignia.
CXCVI. Entre sus leyes hay una a mi parecer muy sabia, de la que, según oigo
decir, usan también los Enetos, pueblos de la Iliria. Consiste en una función muy
particular que se celebra una vez al año en todas las poblaciones. Luego que las
doncellas tienen edad para casarse, las reúnen todas y las conducen a un sitio, en
torno del cual hay una multitud de hombres en pie. Allí el pregonero las hace levantar
de una en una y las va vendiendo, empezando por la más hermosa de todas. Después
que ha despachado a la primera por un precio muy subido, pregona a la que sigue en
hermosura, y así las va vendiendo, no por esclavas, sino para que sean esposas de los
compradores. De este modo sucedía que los babilonios más ricos y que se hallaban en
estado de casarse, tratando a porfía de superarse unos a otros en la generosidad de las
ofertas, adquirían las mujeres más lindas y agraciadas. Pero los plebeyos que
deseaban tomar mujer, no pretendiendo ninguna de aquellas bellezas, recibían con un
buen dote alguna de las doncellas más feas. Porque así como el pregonero acababa de
dar salida a las más bellas, hacía poner en pie la más fea del concurso, o la
contrahecha, si alguna había, e iba pregonando quién quería casarse con ella
recibiendo menos dinero, hasta entregarla por último al que con menos dote la
aceptaba. El dinero para estas dotes se sacaba del precio dado por las hermosas, y con
esto las bellas dotaban a las feas y a las contrahechas. A nadie le era permitido
colocar a su hija con quien mejor le parecía, como tampoco podía ninguno llevarse
consigo a la doncella que hubiese comprado, sin dar primero fianzas por las que se
obligase a cohabitar con ella, y cuando no quedaba la cosa arreglada en estos
términos, les mandaba la ley desembolsar la dote. También era permitido comprar
mujer a los que de otros pueblos concurrían con este objeto. Tal era la hermosísima
ley que tenían, y que ya no subsiste. Recientemente han inventado otro uso, a fin de
que no sufran perjuicio las doncellas, ni sean llevadas a otro pueblo. Como después
de la toma de la ciudad muchas familias han experimentado menoscabos en sus
intereses, los particulares faltos de medios prostituyen a sus hijas, y con las ganancias
que de aquí los resultan, proveen a su colocación.
CXCVII. Otra ley tienen que me parece también muy discreta. Cuando uno está
enfermo, le sacan a la plaza, donde consulta sobre su enfermedad con todos los
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concurrentes, porque entre ellos no hay médicos. Si alguno de los presentes padeció
la misma dolencia o sabe que otro la haya padecido, manifiesta al enfermo los
remedios que se emplearon en la curación, y le exhorta a ponerlos en práctica. No se
permite a nadie que pase de largo sin preguntar al enfermo el mal que lo aflige.
CXCVIII. Entierran sus cadáveres cubiertos de miel; y sus lamentaciones
fúnebres son muy parecidas a las que se usan en Egipto. Siempre que un marido
babilonio tiene comunicación con su mujer, se purifica con un sahumerio, y lo mismo
hace la mujer sentada en otro sitio. Los dos al amanecer se lavan en el baño y se
abstienen de tocar alhaja alguna antes de lavarse. Esto mismo hacen cabalmente los
árabes.
CXCIX. La costumbre más infame que hay entre los babilonios, es la de que toda
mujer natural del país se prostituya una vez en la vida con algún forastero, estando
sentada en el templo de Venus. Es verdad que muchas mujeres principales, orgullosas
por su opulencia, se desdeñan de mezclarse en la turba con las demás, y lo que hacen
es ir en un carruaje cubierto y quedarse cerca del templo, siguiéndolas una gran
comitiva de criados. Pero las otras, conformándose con el uso, se sientan en el
templo, adornada la cabeza de cintas y cordoncillos, y al paso que las unas vienen, las
otras se van. Entre las filas de las mujeres quedan abiertas de una parte a otra unas
como calles, tiradas a cordel, por las cuales van pasando los forasteros y escogen la
que les agrada. Después que una mujer se ha sentado allí, no vuelve a su casa hasta
tanto que alguno la eche dinero en el regazo, y sacándola del templo satisfaga el
objeto de su venida. Al echar el dinero debe decirle: «Invoco en favor tuyo a la diosa
Milita,» que este es el nombre que dan a Venus los asirios: no es lícito rehusar el
dinero, sea mucho o poco, porque se le considera como una ofrenda sagrada. Ninguna
mujer puede desechar al que la escoge, siendo indispensable que le siga, y después de
cumplir con lo que debe a la diosa, se retira a su casa. Desde entonces no es posible
conquistarlas otra vez a fuerza de dones. Las que sobresalen por su hermosura, bien
presto quedan desobligadas; pero las que no son bien parecidas, suelen tardar mucho
tiempo en satisfacer a la ley, y no pocas permanecen allí por el espacio de tres y
cuatro años. Una ley semejante está en uso en cierta parte de Chipre.
CC. Hay entre los Asirlos tres castas o tribus que solo viven de pescado, y tienen
un modo particular de prepararlo. Primero lo secan al sol, después lo machacan en un
mortero, y por último, exprimiéndolo con un lienzo, hacen de él una masa; y algunos
hay que lo cuecen como si fuera pan.
CCI. Después que Ciro hubo conquistado a los babilonios, quiso reducir a su
obediencia a los masagetas, nación que tiene fama de ser numerosa y valiente. Está
situada hacia la aurora y por donde sale el sol, de la otra parte del río Araxes, y
enfrente de los Issedones. No falta quien pretende que los masagetas son una nación
de escitas.
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CCII. El Araxes dicen algunos que es mayor y otros menor que el Danubio, y que
forma muchas islas tan grandes como la de Lesbos. Los habitantes de estas islas
viven en el verano de las raíces, que de todas especies encuentran cavando, y en el
invierno se alimentan con las frutas de los árboles que se hallaron maduras en el
verano y conservaron en depósito para su sustento. De ellos se dice que han
descubierto ciertos árboles que producen una fruta que acostumbran echar en el fuego
cuando se sientan a bandadas alrededor de sus hogueras. Percibiendo ahí el olor que
despide de sí la fruta, a medida que se va quemando, se embriagan con él del mismo
modo que los griegos con el vino, y cuanta más fruta echan al fuego, tanto más crece
la embriaguez, hasta que levantándose del suelo se ponen a bailar y cantar. El río
Araxes tiene su origen en los Metienos donde sale también el Gyndes, al cual repartió
Ciro en trescientos sesenta canales y desagua por cuarenta bocas, que todas ellas
menos una van a ciertas lagunas y pantanos, donde se dice haber unos hombres que
se alimentan de pescado crudo y se visten con pieles de focas o becerros marinos.
Pero aquella boca del Araxes que tiene limpia su corriente, va a desaguar en el río
Caspio, que es un mar aparte y no se mezcla con ningún otro; siendo así que el mar
en que navegan los griegos y el que está más allá de las columnas de Hércules y
llaman Atlántico, como también el Eritreo, vienen todos a ser un mismo mar.
CCIII. La longitud del mar Caspio es de quince días de navegación en un barco al
remo, y su latitud es de ocho días en la mayor anchura. Por sus orillas en la parte que
mira al Occidente corre el monte Cáucaso, que en su extensión es el mayor y en su
elevación el más alto de todos. Encierra dentro de sí muchas y muy varias naciones,
la mayor parte de las cuales viven del fruto de los árboles silvestres. Entre estos
árboles hay algunos cuyas hojas son de tal naturaleza, que con ellas machacadas y
disueltas en agua, pintan en sus vestidos aquellos habitantes ciertos animales que
nunca se borran por más que se laven, y duran tanto como la lana misma, con la cual
parece fueron desde el principio entretejidos. También se dice de estos naturales, que
usan en público de sus mujeres a manera de brutos.
CCIV. En las riberas del mar Caspio que miran al Oriente hay una inmensa
llanura cuyos límites no puede alcanzar la vista. Una parte, y no la menor de ella, la
ocupan aquellos masagetas contra quienes formó Ciro el designio de hacer la guerra,
excitado por varios motivos que le llenaban de orgullo. El primero de todos era lo
extraño de su nacimiento, por el que se figuraba ser algo más que hombre; y el
segundo la fortuna que lo acompañaba en todas sus expediciones, pues donde quiera
que entraban sus armas, parecía imposible que ningún pueblo dejase de ser
conquistado.
CCV. En aquella sazón era reina de los masagetas una mujer llamada Tomiris,
cuyo marido había muerto ya. A esta, pues, envió Ciro una embajada, con el pretexto
de pedirla por esposa. Pero Tomiris, que conocía muy bien no ser ella, sino su reino,
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lo que Ciro pretendía, le negó la entrada en su territorio. Viendo Ciro el mal éxito de
su artificiosa tentativa, hizo marchar su ejército hacia el Araxes, y no se recató ya en
publicar su expedición contra los masagetas, construyendo puentes en el río, y
levantando torres encima de las naves en que debía verificarse el paso de las tropas.
CCVI. Mientras Ciro se ocupaba en estas obras, le envió Tomiris un mensajero
con orden de decirle: —«Bien puedes, rey de los medos, excusar esa fatiga que tomas
con tanto calor: ¿quién sabe si tu empresa será tan feliz como deseas? Más vale que
gobiernes tu reino pacíficamente, y nos dejes a nosotros en la tranquila posesión de
los términos que habitamos. ¿Despreciarás por ventura mis consejos, y querrás más
exponerlo todo que vivir quieto y sosegado? Pero si tanto deseas hacer una prueba del
valor de los masagetas, pronto podrás conseguirlo. No te tomes tanto trabajo para
juntar las dos orillas del río. Nuestras tropas se retirarán tres jornadas, y allí te
esperaremos; o si prefieres que nosotros pasemos a tu país, retírate a igual distancia, y
no tardaremos en buscarte». Oído el mensaje, convocó Ciro a los persas principales, y
exponiéndoles el asunto, les pidió su parecer sobre cuál de los dos partidos sería
mejor admitir. Todos unánimemente convinieron en que se debía esperar a Tomiris y
a su ejército en el territorio persiano.
CCVII. Creso, que se hallaba presente a la deliberación, desaprobó el dictamen de
los persas, y manifestó su opinión contraria en estos términos: —«Ya te he dicho,
señor, otras veces, que puesto que el cielo me ha hecho siervo tuyo, procuraré con
todas mis fuerzas estorbar cualquier desacierto que trate de cometerse en tu casa. Mis
desgracias me proporcionan, en medio de su amargura, algunos documentos
provechosos. Si te consideras inmortal, y que también lo es tu ejército, ninguna
necesidad tengo de manifestarte mi opinión; pero si tienes presente que eres hombre y
que mandas a otros hombres, debes advertir, antes de todo, que la fortuna es una
rueda, cuyo continuo movimiento a nadie deja gozar largo tiempo de la felicidad. En
el caso propuesto, soy de parecer contrario al que han manifestado mis consejeros, y
encuentro peligroso que esperes al enemigo en tu propio país; pues en caso de ser
vencido, te expones a perder todo el imperio, siendo claro que, vencedores los
masagetas, no volverán atrás huyendo, sino que avanzarán a lo interior de tus
dominios. Por el contrario, si los vences, nunca cogerás tanto fruto de la victoria
como si, ganando la batalla en su mismo país, persigues a los masagetas fugitivos y
derrotados. Debe pensarse por lo mismo en vencer al enemigo, y caminar después en
derechura a sojuzgar el reino de Tomiris; además de que sería ignominioso para el
hijo de Cambises ceder el campo a una mujer, y volver atrás un solo paso. Soy, por
consiguiente, de dictamen que pasemos el río, y avanzando lo que ellos se retiren,
procuremos conseguir la victoria. Esos masagetas, según he oído, no tienen
experiencia de las comodidades que en Persia se disfrutan, ni han gustado jamás
nuestras delicias. A tales hombres convendría prevenirles, en nuestro mismo campo
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un copioso banquete, matando un gran número de carneros, y dejándolos bien
preparados, con abundancia de vino puro y todo género de manjares. Hecho esto,
confiando la custodia de los reales a los soldados más débiles, nos retiraríamos hacia
el río. Cuando ellos viesen a su alcance tantas cosas buenas, no dado que se
abalanzarían a gozarlas y nos suministrarían la mejor ocasión de sorprenderlos
ocupados, y de hacer en ellos una matanza horrible».
CCVIII. Estos fueron los pareceres que se dieron a Ciro; el cual, desechando el
primero y conformándose con el de Creso, envió a decir a Tomiris que se retirase,
porque él mismo determinaba pasar el río y marchar contra ella. Retiróse en efecto la
reina, como antes lo tenía ofrecido. Entonces fue cuando Ciro puso a Creso en manos
de su hijo Cambises, a quien declaraba por sucesor suyo, encargándolo con las
mayores veras que cuidase mucho de honrarlo y hacerle bien en todo, si a él por
casualidad no le saliese felizmente la empresa que acometía. Después de esto,
envíalos a Persia juntos; y él poniéndose al frente de sus tropas, pasa con ellas el río.
CCIX. Estando ya de la otra parte del Araxes, venida la noche y durmiendo en la
tierra de los masagetas, tuvo Ciro una visión entre sueños que le representaba al hijo
mayor de Hystaspes con alas en los hombros, una de las cuales cubría con su sombra
el Asia y la otra la Europa. Este Hystaspes era hijo de Arsaces, de la familia de los
Acheménidas, y su hijo mayor, Darío, joven de veinte años, se había quedado en
Persia, por no tener la edad necesaria para la milicia. Luego que despertó Ciro, se
puso a reflexionar acerca del sueño, y como le pareciese grande y misterioso, hizo
llamar a Hystaspes, y quedándose con él a solas, le dijo: —«He descubierto,
Hystaspes, que tu hijo maquina contra mi persona y contra mi soberanía. Voy a
decirte el modo seguro como lo he sabido. Los dioses, teniendo de mí un especial
cuidado, me revelan cuanto me debe suceder; y ahora mismo he visto la noche pasada
entre sueños que el mayor de tus hijos tenía en sus hombros dos alas, y que con la
una llenaba de sombra el Asia, y con la otra la Europa. Esta visión no puede menos
de ser indicio de las asechanzas que trama contra mí. Vete, pues, desde luego a Persia
y dispón las cosas de modo que cuando yo esté de vuelta, conquistado ya este país,
me presentes a tu hijo para hacerle los cargos correspondientes».
CCX. Esto dijo Ciro, imaginando que Darío le ponía asechanzas; pero lo que el
cielo le pronosticaba era la muerte que debía sobrevenirle, y la traslación de su
corona a las sienes de Darío. Entonces le respondió Hystaspes: —«No permita Dios
que ningún persa de nacimiento maquine jamás contra vuestra persona, y perezca mil
veces el traidor que lo intentase. Vos fuisteis, oh rey, quien de esclavos hizo libres a
los persas, y de súbditos de otros, señores de todos. Contad enteramente conmigo,
porque prontísimo a entregaros a mi hijo, para que de él hagáis lo que quisiereis, si
alguna visión os le mostró amigo de novedades en perjuicio de vuestra soberanía».
Así respondió Hystaspes; en seguida repasó el río y se puso en camino para Persia,
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con objeto de asegurar a Darío y presentarle a Ciro cuando volviese.
CCXI. Partiendo del Araxes, se adelantó Ciro una jornada, y puso por obra el
consejo que le había sugerido Creso; conforme al cual se volvió después hacia el río
con la parte más escogida y brillante de sus tropas, dejando allí la más débil y flaca.
Sobre estos últimos cargó en seguida la tercera parte del ejército de Tomiris, y por
más que se defendieron, los pasó a todos al filo de la espada. Pero viendo los
Misagetas, después de la muerte de sus contrarios, las mesas que estaban preparadas,
sentáronse a ellas, y de tal modo se hartaron de comida y de vino, que por último se
quedaron dormidos. Entonces los persas volvieron al campo, y acometiéndoles de
firme, mataron a muchos y cogieron vivos a muchos más, siendo de este número su
general, el hijo de la reina Tomiris, cuyo nombre era Spargapises.
CCXII. Informada Tomiris de lo sucedido en su ejército y en la persona de su
hijo, envió un mensajero a Ciro, diciéndole: —«No te ensoberbezcas, Ciro, hombre
insaciable de sangre, por la grande hazaña que acabas de ejecutar. Bien sabes que no
has vencido a mi hijo con el valor de tu brazo, sino engañándolo con esa pérfida
bebida, con el fruto de la vid, del cual sabéis vosotros henchir vuestros cuerpos, y
perdido después el juicio, deciros todo género de insolencias. Toma el saludable
consejo que voy a darte. Vuelve a mi hijo y sal luego de mi territorio, contento con no
haber pagado la pena que debías por la injuria que hiciste a la tercera parte de mis
tropas. Y si no lo practicas así, te juro por el sol, supremo señor de los masagetas, que
por sediento que te halles de sangre, yo te saciaré de ella».
CCXIII. Ciro no hizo caso de este mensaje. Entretanto, Spargapises, así que el
vino le dejó libre la razón y con ella vio su desgracia, suplicó a Ciro le quitase las
prisiones; y habiéndolo conseguido, dueño de sus manos, las volvió contra sí mismo
y acabó con su vida. Este fue el trágico fin del joven prisionero.
CCXIV. Viendo Tomiris que Ciro no daba oídos a sus palabras, reunió todas sus
fuerzas y trabó con él la batalla más reñida que en mi concepto se ha dado jamás
entre las naciones bárbaras. Según mis noticias, los dos ejércitos empezaron a pelear
con sus arcos a cierta distancia; pero consumidas las flechas, vinieron luego a las
manos y se acometieron vigorosamente con sus lanzas y espadas. La carnicería duró
largo tiempo, sin querer ceder el puesto ni los unos ni los otros, hasta que al cabo
quedaron vencedores los Masegetas. Las tropas persianas sufrieron una pérdida
espantosa, y el mismo Ciro perdió la vida, después de haber reinado veintinueve
años. Entonces fue cuando Tomiris, habiendo hecho llenar un odre de sangre humana,
mandó buscar entre los muertos el cadáver de Ciro; y luego que fue hallado, le cortó
la cabeza y la metió dentro del odre, insultándolo con estas palabras: —«Perdiste a mi
hijo cogiéndole con engaño a pesar de que yo vivía y de que yo soy tu vencedora.
Pero yo te saciaré de sangre cumpliendo mi palabra». Este fue el término que tuvo
Ciro, sobre cuya muerte sé muy bien las varias historias que se cuentan; pero yo la he
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referido del modo que me parece más creíble.
CCXV. Los masagetas en su vestido y modo de vivir se parecen mucho a los
escitas, y son a un mismo tiempo soldados de a caballo y de a pie. En sus combates
usan de flechas y de lanzas, y llevan también cierta especie de segures, que llaman
ságares. Para todo se sirven del oro y del bronce: del bronce para las lanzas, saetas y
segures; y del oro para el adorno de las cabezas, los ceñidores y las bandas que
cruzan debajo de los brazos. Ponen a los caballos un peto de bronce, y emplean el oro
para el freno, las riendas y domas jaez. No hacen uso alguno de la plata y del hierro,
porque el país no produce estos metales, siendo en él muy abundantes el oro y el
bronce.
CCXVI. Los masagetas tienen algunas costumbres particulares. Cada uno se casa
con su mujer; pero el uso de las casadas es común para todos, pues lo que los griegos
cuentan de los escitas en este punto, no son los escitas, sino los masagetas los que lo
hacen, entre los cuales no se conoce el pudor; y cualquier hombre, colgando del carro
su aljaba, puede juntarse sin reparo con la mujer que le acomoda. No tiene término
fijo para dejar de existir; pero si uno llega a ser ya decrépito, reuniéndose todos los
parientes le matan con una porción de reses, y cociendo su carne, celebran con ella un
gran banquete. Este modo de salir de la vida se mira entre ellos como la felicidad
suprema, y si alguno muere de enfermedad, no se hace convite con su carne, sino que
se lo entierra con grandísima pesadumbre de que no haya llegado al punto de ser
inmolado. No siembran cosa alguna, y viven solamente de la carne de sus rebaños y
de la pesca que el Araxes les suministra en abundancia. Su bebida es la leche. No
veneran otro dios que el sol, a quien sacrifican caballos; y dan por razón de su culto,
que al más veloz de los dioses no puede ofrecerse víctima más grata que el más ligero
de los animales.
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LIBRO SEGUNDO
Euterpe
I. Después de la muerte de Ciro, tomó el mando del imperio su hijo Cambises, habido
en Casandana, hija de Farnaspes, por cuyo fallecimiento, mucho antes acaecido,
había llevado Ciro y ordenado en todos sus dominios el luto más riguroso. Cambises,
pues, heredero de su padre, contando entre sus vasallos a los jonios y a los Eólios,
llevó estos griegos, de quienes era señor, en compañía de sus demás súbditos, a la
expedición que contra el Egipto dirigía.
II. Los egipcios vivieron en la presunción de haber sido los primeros habitantes
del mundo, hasta el reinado de Psamético. Desde entonces, cediendo este honor a los
frigios, se quedaron ellos en su concepto con el de segundos. Porque queriendo aquel
rey averiguar cuál de las naciones había sido realmente la más antigua, y no hallando
medio ni camino para la investigación de tal secreto, echó mano finalmente de
original invención. Tomó dos niños recién nacidos de padres humildes y vulgares, y
los entregó a un pastor para que allá entre sus apriscos los fuese criando de un modo
desusado, mandándole que los pusiera en una solitaria cabaña, sin que nadie delante
de ellos pronunciara palabra alguna, y que a las horas convenientes les llevase unas
cabras con cuya leche se alimentaran y nutrieran, dejándolos en lo demás a su
cuidado y discreción. Estas órdenes y precauciones las encaminaba Psamético al
objeto de poder notar y observar la primera palabra en que los dos niños al cabo
prorrumpiesen, al cesar en su llanto e inarticulados gemidos. En efecto, correspondió
el éxito a lo que se esperaba. Transcurridos ya dos años en expectación de que se
declarase la experiencia, un día, al abrir la puerta, apenas el pastor había entrado en la
choza, se dejaron caer sobre él los dos niños, y alargándole sus manos, pronunciaron
la palabra becos. Poco o ningún caso hizo por la primera vez el pastor de aquel
vocablo; mas observando que repetidas veces, al irlos a ver y cuidar, otra voz que
becos no se les oía, resolvió dar aviso de lo que pasaba a su amo y señor, por cuya
orden, juntamente con los niños, pareció a su presencia. El mismo Psamético, que
aquella palabra les oyó, quiso indagar a qué idioma perteneciera y cuál fuese su
significado, y halló por fin que con este vocablo se designaba el pan entre los frigios.
En fuerza de tal experiencia cedieron los egipcios de su pretensión de anteponerse a
los frigios en punto de antigüedad.
III. Que pasase en estos términos el acontecimiento, yo mismo allá en Menfis lo
oía de boca de los sacerdotes de Vulcano, si bien los griegos, entre otras muchas
fábulas y vaciedades, añaden que Psamético, mandando cortar la lengua a ciertas
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mujeres, ordenó después que a cuenta de ellas corriese la educación de las dos
criaturas; mas lo que llevo arriba referido es cuanto sobre el punto se me decía. Otras
noticias no leves ni escasas recogí en Menfis conferenciando con los sacerdotes de
Vulcano; pero no satisfecho con ellas, hice mis viajes a Tebas y a Heliópolis con la
mira de ser mejor informado y ver si iban acordes las tradiciones de aquellos lugares
con las de los sacerdotes de Menfis, mayormente siendo tenidos los de Heliópolis,
como en efecto lo son, por los más eruditos y letrados del Egipto. Mas respecto a los
arcanos religiosos, cuales allí los oía, protesto desde ahora no ser mi ánimo dar de
ellos una historia, sino sólo publicar sus nombres, tanto más, cuanto imagino que
acerca de ellos todos nos sabemos lo mismo. Añado, que cuanto en este punto voy a
indicar, lo haré únicamente a más no poder, forzado por el hilo mismo de la
narración.
IV. Explicábanse, pues, con mucha uniformidad aquellos sacerdotes, por lo que
toca a las cosas públicas y civiles. Decían haber sido los egipcios los primeros en la
tierra que inventaron la descripción del año, cuyas estaciones dividieron en doce
partes o espacios de tiempo, gobernándose en esta economía por las estrellas. Y en mi
concepto, ellos aciertan en esto mejor que los griegos, pues los últimos, por razón de
las estaciones, acostumbran intercalar el sobrante de los días al principio de cada
tercer año; al paso que los egipcios, ordenando doce meses por año, y treinta días por
mes, añaden a este cómputo cinco días cada año, logrando así un perfecto círculo
anual con las mismas estaciones que vuelven siempre constantes y uniformes. Decían
asimismo que su nación introdujo la primera los nombres de los doce dioses que de
ellos tomaron los griegos; la primera en repartir a las divinidades sus aras, sus
estatuas y sus templos; la primera en esculpir sobre el mármol los animales,
mostrando allí muchos monumentos en prueba de cuanto iban diciendo. Añadían que
Menes fue el primer hombre que reinó en Egipto; aunque el Egipto todo fuera del
Nomo tebano, era por aquellos tiempos un puro cenagal, de suerte que nada parecía
entonces de cuanto terreno al presente se descubre más abajo del lago Meris, distante
del mar siete días de navegación, subiendo el río.
V. En verdad que acerca de este país discurrían ellos muy bien, en mi concepto;
siendo así que salta a los ojos de cualquier atento observador, aunque jamás lo haya
oído de antemano, que el Egipto es una especie de terreno postizo, y como un regalo
del río mismo, no solo en aquella playa a donde arriban las naves griegas, sino aun en
toda aquella región que en tres días de navegación se recorre más arriba de la laguna
Meris; aunque es verdad que acerca del último terreno nada me dijeron los
sacerdotes. Otra prueba hay de lo que voy diciendo, tomada de la condición misma
del terreno de Egipto, pues si navegando uno hacia él echare la sonda a un día de
distancia de sus riberas, la sacará llena de lodo de un fondo de once orgias. Tan claro
se deja ver que hasta allí llega el poso que el río va depositando.
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VI. La extensión del Egipto a lo largo de sus costas, según nosotros lo medimos,
desde el golfo Plintinetes hasta la laguna Sorbónida, por cuyas cercanías se dilata el
monte Casio, no es menor de 60 schenos. Uso aquí de esta especie de medida por
cuanto veo que los pueblos de corto terreno suelen medirlo por orgias; los que lo
tienen más considerable, por estadíos, los de grande extensión, por parasangas, y los
que lo poseen excesivamente dilatado, por schenos. El valor de estas medidas es el
siguiente: la parasanga comprende treinta estadios, y el scheno, medida propiamente
egipcia, comprende hasta sesenta. Así que lo largo del Egipto por la costa del mar es
de 3600 estadios.
VII. Desde las costas penetrando en la tierra hasta que se llega a Heliópolis, es el
Egipto un país bajo, llano y extendido, falto de agua, y de suyo cenagoso. Para subir
desde el mar hacia la dicha Heliópolis, hay un camino que viene a ser tan largo como
el que desde Atenas, comenzando en el Ara de los doce Dioses, va a terminar en Pisa
en el templo de Júpiter Olímpico, pues si se cotejasen uno y otro camino, se hallaría
ser bien corta la diferencia entre los dos, como solo de 45 estadios, teniendo el que va
desde el mar a Heliópolis 1500 cabales, faltando 15 para este número al que una a
Pisa con Atenas.
VIII. De Heliópolis arriba es el Egipto un angosto valle. Por un lado tiene la sierra
de los montes de Arabia, que se extiende desde Norte al Mediodía y al viento Noto,
avanzando siempre hasta el mar Eritrheo; en ella están las canteras que se abrieron
para las pirámides de Menfis. Después de romperse en aquel mar, tuerce otra vez la
cordillera hacia la referida Heliópolis, y allí, según mis informaciones, en su mayor
longitud de Levante a Poniente viene a tener un camino de dos meses, siendo su
extremidad oriental muy feraz en incienso. He aquí cuanto de este monte puedo decir.
Al otro lado del Egipto, confinante con la Libia, se dilata otro monte pedregoso,
donde están las pirámides, monte encubierto y envuelto en arena, tendiendo hacia
Mediodía en la misma dirección que los opuestos montes de la Arabia. Así, pues,
desde Heliópolis arriba, lejos de ensancharse la campiña, va alargándose como un
angosto valle por cuatro días enteros de navegación, en tanto grado, que la llanura
encerrada entre las dos sierras, la Líbica y la Arábica, no tendrá a mi parecer más allá
de 200 estadios en su mayor estrechura, desde la cual continúa otra vez
ensanchándose el Egipto.
IX. Esta viene a ser la situación natural de aquella región. Desde Heliópolis hasta
Tebas se cuentan nueve días de navegación, viaje que será de 4860 estadios,
correspondientes a 81 schenos: sumando, pues, los estadios que tiene el Egipto, son:
3600 a lo largo de la costa, como dejo referido; desde el mar hasta Tebas tierra
adentro 61209, y 1800, finalmente, de Tebas a Elefantina.
X. La mayor parte de dicho país, según decían los sacerdotes, y según también me
parecía, es una tierra recogida y añadida lentamente al antiguo Egipto. Al contemplar
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aquel valle estrecho entre los dos montes que dominan la ciudad de Menfis, se me
figuraba que habría sido en algún tiempo un seno de mar, como lo fue la comarca de
Ilión, la de Teutrania, la de Éfeso y la llanura del Meandro, si no desdice la
comparación de tan pequeños efectos con aquel tan admirable y gigantesco. Porque
ninguno de los ríos que con su poso llegaron a cegar los referidos contornos es tal y
tan grande, que se pueda igualar con una sola boca de las cinco por las que el Nilo se
derrama. Verdad es que no faltan algunos que sin tener la cuantía y opulencia del
Nilo, han obrado, no obstante, en este género grandiosos efectos, muchos de los
cuales pudiera aquí nombrar, sin conceder el último lugar al río Aqueloó, que
corriendo por Acarnia y desaguando en sus costas, ha llegado ya a convertir en tierra
firme la mitad de las islas Equinadas.
XI. En la región de Arabia, no lejos de Egipto, existe un golfo larguísimo y
estrecho, el cual se mete tierra adentro desde el mar del Sud, o Eritreo; golfo tan largo
que, saliendo de su fondo y navegándole a remo, no se llegará a lo dilatado del
Océano hasta cuarenta días de navegación y tan estrecho, por otra parte, que hay
paraje en que se le atraviesa en medio día de una a otra orilla; y siendo tal, no por eso
falta en él cada día su flujo y reflujo concertado. Un golfo semejante a éste imagino
debió ser el Egipto que desde el mar Mediterráneo se internara hacia la Etiopía, como
penetra desde el mar del Sud hacia la Siria aquel golfo arábigo de que volveremos a
hablar. Poco faltó, en efecto, para que estos dos senos llegasen a abrirse paso en sus
extremos, mediando apenas entre ellos una lengua de tierra harto pequeña que los
separa. Y si el Nilo quería torcer su curso hacia el golfo Arábigo, ¿quién impidiera,
pregunto, que dentro del término de veinte mil años a lo menos, no quedase cegado el
golfo con sus avenidas? Mi idea por cierto es que en los últimos diez mil años que
precedieron a mi venida al mundo, con el poso de algún río debió quedar cubierta y
cegada una parte del mar. ¿Y dudaremos que aquel golfo, aunque fuera mucho mayor,
quedase lleno y terraplenado con la avenida de un río tan opulento y caudaloso como
el Nilo?
XII. En conclusión, yo tengo por cierta esta lenta y extraña formación del Egipto,
no sólo por el dicho de sus sacerdotes, sino porque vi y observé que este país se
avanza en el mar más que los otros con que confina, que sobre sus montes se dejan
ver conchas y mariscos, que el salitre revienta de tal modo sobre la superficie de la
tierra, que hasta las pirámides va consumiendo, y que el monte que domina a Menfis
es el único en Egipto que se vea cubierto de arena. Añádase a lo dicho que no es
aquel terreno parecido ni al de la Arabia comarcana, ni al de la Libia, ni al de los
Sirios, que son los que ocupan las costas del mar Arábigo; pues no se ve en él sino
una tierra negruzca y hendida en grietas, como que no es más que un cenagal y mero
poso que, traído de la Etiopía, ha ido el río depositando, al paso que la tierra de Libia
es algo roja y arenisca, y la de la Arabia y la de Siria es harto gredosa y bastante
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petrificada.
XIII. Otra noticia me referían los sacerdotes, que es para mí gran conjetura en
favor de lo que voy diciendo. Contaban que en el reinado de Meris, con tal que
creciese el río a la altura de ocho codos, bastaba ya para regar y cubrir aquella
porción de Egipto que está más abajo de Menfis; siendo notable que entonces no
habían transcurrido todavía novecientos años desde la muerte de Meris. Pero al
presente ya no se inunda aquella comarca cuando no sube el río a la altura de
dieciséis codos, o de quince por lo menos. Ahora bien; si va subiendo el terreno a
proporción de lo pasado y creciendo más y más de cada día, los egipcios que viven
más abajo de la laguna Meris, y los que moran en su llamado Delta, si el Nilo no
inundase sus campos, en lo futuro, están a pique de experimentar en su país para
siempre los efectos a que ellos decían, por burla, que los griegos estarían expuestos
alguna vez. Sucedió, pues, que oyendo mis buenos egipcios en cierta ocasión que el
país de los griegos se baña con agua del cielo, y que por ningún río como el suyo es
inundado, respondieron el disparate, «que si tal vez les salía mal la cuenta, mucho
apetito tendrían los griegos y poco que comer». Y con esta burla significaban, que si
Dios no concedía lluvias a estos pueblos en algún año de sequedad que les enviara,
perecerían de hambre sin remedio, no pudiendo obtener agua para el riego sino de la
lluvia que el cielo les dispensara.
XIV. Bien está: razón tienen los egipcios para hablar así de los griegos; pero
atiendan un instante a lo que pudiera a ellos mismos sucederles. Si llegara, pues, el
caso en que el país de que hablaba, situado más debajo de Menfis, fuese creciendo y
levantándose gradualmente como hasta aquí se levantó, ¿qué les quedará ya a los
egipcios de aquella comarca sino afinar bien los dientes sin tener dónde hincarlos? Y
con tanta mayor razón, por cuanto ni la lluvia cae en su país, ni su río pudiera
entonces salir de madre para el rico de los campos. Mas por ahora no existe gente, no
ya entre los extranjeros, sino entro los egipcios mismos, que recoja con menor fatiga
su anual cosecha que los de aquel distrito. No tienen ellos el trabajo de abrir y surcar
la tierra con el arado, ni de escardar sus sembrados, ni de prestar ninguna labor de las
que suelen los demás labradores en el cultivo de sus cosechas, sino que, saliendo el
río de madre sin obra humana y retirado otra vez de los campos después de regarlos,
se reduce el trabajo a arrojar cada cual su sementera, y meter en las tierras rebaños
para que cubran la semilla con sus pisadas. Concluido lo cual, aguardan
descansadamente el tiempo de la siega, y trillada su parva por las mismas bestias,
recogen y concluyen su cosecha.
XV. Si quisiera yo adoptar la opinión de los jonios acerca del Egipto, probaría aún
que ni un palmo de tierra poseían los egipcios en la antigüedad. Reducen los jonios el
Egipto propiamente dicho, al país de Delta, es decir, al país que se extiende a lo largo
del mar por el espacio de cuarenta schenos, desde la atalaya llamada de Perseo hasta
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el lugar de las Taricheas Pelusianas y que penetra tierra adentro hasta la ciudad de
Cercasoro, donde el Nilo se divide en dos brazos que corren divergentes hacia
Pelusio y hacia Canopo; el resto de aquel reino pertenece, según ellas, parte a la
Libia, parte a la Arabia. Y siendo la Delta, en su concepto como en el mío, un terreno
nuevo y adquirido, que salió ayer de las aguas por decirlo así, ni aun lugar tendrían
los primitivos egipcios para morir y vivir. Y entonces, ¿a qué el blasón o hidalguía
que pretenden de habitantes del mundo más antiguos? ¿A qué la experiencia
verificada en sus dos niños para observar el idioma en que por sí mismos
prorrumpiesen? Mas no soy en verdad de opinión que al brotar de las olas aquella
comarca llamada Delta por los jonios, levantasen al mismo tiempo los egipcios su
cabeza. Egipcios hubo desde que hombres hay, quedándose unos en sus antiguas
mansiones, avanzando otros con el nuevo terreno para poblarlo y poseerlo.
XVI. Al Egipto pertenecía ya desde la antigüedad la ciudad de Tebas, cuyo
ámbito es de 6120 estadios. Yerran, pues, completamente los jonios, si mi juicio es
verdadero. Ni ellos ni los griegos, añadiré, aprendieron a contar, si por cierta tienen
su opinión. Tres son las partes del mundo, según confiesan: la Europa, el Asia y la
Libia; mas a estas debieran añadir por cuarta la Delta del Egipto, pues que ni al Asia
ni a la Libia pertenece, por cuanto el Nilo, único que pudiera deslindar estas regiones,
va a romperse en dos corrientes en el ángulo agudo de la Delta, quedando de tal
suerte aislado este país entre las dos partes del mundo con quienes confina.
XVII. Pero dejemos a los jonios con sus cavilaciones, que para mí todo el país
habitado por egipcios, Egipto es realmente, por tal debe ser reputado, así como de los
Cilicios trae su nombre la Cilicia, y la Asiria de los asirios, ni reconozco otro límite
verdadero del Asia y de la Libia que el determinado por aquella nación. Mas si
quisiéramos seguir el uso de los griegos, diremos que el Egipto, empezando desde las
cataratas y ciudad de Elefantina, se divide en dos partes que lleva cada una el nombre
del Asia o de la Libia que la estrecha. Empieza el Nilo desde las cataratas a partir por
medio el reino, corriendo al mar por un solo cauce hasta la ciudad de Cercaroso; y
desde allí se divide en tres corrientes o bocas diversas hacia Levante la Pelusia, la
Canobica hacia Poniente, y la tercera que siguiendo su curso rectamente va a
romperse en el ángulo de la Delta y cortándola por medio se dirige al mar, no poco
abundante en agua y no poco célebre con el nombre de Sebenítica: otras dos
corrientes se desprenden de esta última, llamadas la Saitica y la Mendesia; las dos
restantes, Bucolica y Bolbitina, más que cauces nativos del Nilo, son dos canales
artificialmente excavados.
XVIII. La extensión del Egipto que en mi discurso voy declarando, queda
atestiguada por un oráculo del dios Amon que vino a confirmar mi juicio
anteriormente abrazado. Los vecinos de Apis y de Marea, ciudades situadas en las
fronteras confinantes con la Libia, se contaban por Libios y no por egipcios, y mal
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avenidos al mismo tiempo con el ritual supersticioso del Egipto acerca de los
sacrificios, y con la prohibición de la carne vacuna, enviaron diputados a Amon, para
que, exponiendo que nada tenían ellos con los egipcios, viviendo fuera de la Delta y
hablando diverso idioma, impetrasen la facultad de usar de toda comida sin escrúpulo
ni excepción. Mas no por eso quiso Amon concederles el indulto que pedían,
respondiéndoles el oráculo que cuanto riega el Nilo en sus inundaciones pertenece al
Egipto, y que egipcios son todos cuantos beben de aquel río, morando más abajo de
Elefantina.
XIX. No es sólo la Delta la que en sus avenidas inunda el Nilo, pues que de él nos
toca hablar, sino también el país que reparten algunos entre la Libia y la Arabia ora
más, ora menos, por el espacio de dos jornadas. De la naturaleza y propiedad de aquel
río nada pude averiguar, ni de los sacerdotes, ni de nacido alguno, por más que me
deshacía en preguntarles: ¿por qué el Nilo sale de madre en el solsticio del verano?,
¿por qué dura cien días en su inundación?, ¿por qué menguado otra vez se retira al
antiguo cauce, y mantiene bajo su corriente por todo el invierno, hasta el solsticio del
estío venidero? En vano procuré, pues, indagar por medio de los naturales la causa de
propiedad tan admirable que tanto distingue a su Nilo de los demás ríos. Ni menos
hubiera deseado también el descubrimiento de la razón por qué es el único aquel río
que ningún soplo o vientecillo despide.
XX. No ignoro que algunos griegos, echándola de físicos insignes, discurrieron
tres explicaciones de los fenómenos del Nilo; dos de las cuales creo más dignas de
apuntarse que de ser explanadas y discutidas. El primero de estos sistemas atribuye la
plenitud e inundaciones del río a los vientos Etésias, que cierran el paso a sus
corrientes para que no desagüen en el mar. Falso es este supuesto, pues que el Nilo
cumple muchas veces con su oficio sin aguardar a que soplen los Etésias. El mismo
fenómeno debiera además suceder con otros ríos, cuyas aguas corren en oposición
con el soplo de aquellos vientos, y en mayor grado aun, por ser más lánguidas sus
corrientes como menores que las del Nilo. Muchos hay de estos ríos en la Siria;
muchos en la Libia, y en ninguno sucede lo que en aquel.
XXI. La otra opinión, aunque más ridícula y extraña que la primera, presenta en sí
un no sé qué de grande y maravilloso, pues supone que el Nilo procede del Océano,
como razón de sus prodigios, y que el Océano gira fluyendo alrededor de la tierra.
XXII. La tercera, finalmente, a primera vista la más probable, es de todas las más
desatinada; pues atribuir las avenidas del Nilo a la nieve derretida, son palabras que
nada dicen. El río nace en la Libia, atraviesa el país de los etíopes, y va a difundirse
por el Egipto; ¿cómo cabo, pues, que desde climas ardorosos, pasando a otros más
templados, pueda nacer jamás de la nieve deshecha y liquidada? Un hombre hábil y
capaz de observación profunda hallará motivos en abundancia que lo presenten como
improbable el origen que se supone al río en la nieve derretida. El testimonio
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principal será el ardor mismo de los vientos al soplar desde aquellas regiones;
segunda, falta de lluvias o de nevadas, a las cuales siguen siempre aquellas con cinco
días de intervalo; por fin, el observar que los naturales son de color negro de puro
tostados, que no faltan de allí en todo el año los milanos y las golondrinas, y que las
grullas arrojadas de la Escitia por el rigor de la estación acuden a aquel clima para
tomar cuarteles de invierno. Nada en verdad de todo esto sucediera, por poco que
nevase en aquel país de donde sale y se origina, el Nilo, como convence con
evidencia la razón.
XXIII. El que haga proceder aquel río del Océano, no puede por otra parte ser
convencido de falsedad cubierto con la sombra de la mitología. Protesto a lo menos
que ningún río conozco con el nombre de Océano. Creo, si, que habiendo dado con
esta idea el buen Homero o alguno de los poetas anteriores, se la apropiaron para el
adorno de su poesía.
XXIV. Mas si, desaprobando yo tales opiniones, se me preguntare al fin lo que
siento en materia tan oscura, sin hacerme rogar daré la razón por la que entiendo que
en verano baja lleno el Nilo hasta rebosar. Obligado en invierno el sol a fuerza de las
tempestades y huracanes a salir de su antiguo giro y ruta, va retirándose encima de la
Libia a lo más alto del cielo. Así todo lacónicamente se ha dicho, pues sabido es que
cualquier región hacia la cual se acerque girando este dios de fuego, deberá hallarse
en breve muy sedienta, agotados y secos los manantiales que en ella anteriormente
brotaban.
XXV. Lo explicaremos más clara y difusamente. Al girar el sol sobre la Libia,
cuyo cielo se ve en todo tiempo sereno y despejado, y cuyo clima sin soplo de viento
refrigerante es siempre caluroso, obra en ella los mismos efectos que en verano,
cuando camina por en medio del cielo. Entonces atrae el agua para sí; y atraída, la
suspende en la región del aire superior, y suspensa la toman los vientos, y luego la
disipan y esparcen; y prueba es el que de allá soplen los vientos entre todos más
lluviosos, el Noto y el Sudoeste. No pretendo por esto que el sol, sin reservar porción
de agua para sí vaya echando y despidiendo cuanta chupa del Nilo en todo el año.
Mas declinando en la primavera el rigor del invierno, y vuelto otra vez el sol al medio
del cielo, atrae entonces igualmente para sí el agua de todos los ríos de la tierra.
Crecidos en aquella estación con el agua de las copiosas lluvias que recogen,
empapada ya la tierra hecha casi un torrente, corren entonces en todo su caudal; mas
a la llegada del verano, no alimentados ya por las lluvias, chupados en parte por el
sol, se arrastran lánguidos y menoscabados. Y como las lluvias no alimentan al Nilo,
y siendo el único entre los ríos a quien el sol chupe y atraiga en invierno, natural es
que corra entonces más bajo y menguado que en verano, en la época en que, al par de
los demás, contribuye con su agua a la fuerza del sol, mientras en invierno es el único
objeto de su atracción. El sol, en una palabra, es en mi concepto el autor de tales
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fenómenos.
XXVI. Al mismo sol igualmente atribuyo el árido clima y cielo de la Libia,
abrasando en su giro a toda la atmósfera, y el que reine en toda la Libia un perpetuo
verano. Pues si trastornándose el cielo se trastornara el orden anual de las estaciones;
si donde el Bóreas y el invierno moran se asentaran el Noto y el Mediodía; o si el
Bóreas arrojase al Noto de su morada con tal trastorno, en mi sentir, echado el sol en
medio del cielo por la violencia de los aquilones subiría al cenit de la Europa, como
actualmente se pasea encima de la Libia, y girando, asiduamente por toda ella, haría,
en mi concepto, con el Istro lo que con el Nilo está al presente sucediendo.
XXVII. Respecto a la causa de no exhalarse del Nilo viento alguno, natural me
parece que falte éste en países calurosos, observando que procede de alguna cosa fría
en general. Pero, sea como fuere, no presumo descifrar el secreto que sobre este
punto hasta el presente se mantuvo.
XXVIII. Ninguno de cuantos hasta ahora traté, egipcio, Libio o griego, pudo
darme conocimiento alguno de las fuentes del Nilo. Hallándome en Egipto, en la
ciudad de Sais, di con un tesorero de las rentas de Minerva, el cual, jactándose de
conocer tales fuentes, creí querría divertirse un rato y burlarse de mi curiosidad.
Decíame que entre la ciudad de Elefantina y la de Syena, en la Tebaida, se hallan dos
montes, llamado Crophi el uno y Mophi el otro, cuyas cimas terminan en dos
picachos, y que manan en medio de ellos las fuentes del Nilo, abismos sin fondo en
su profundidad, de cuyas aguas la mitad corre al Egipto contraria al Bóreas, y la otra,
opuesta al Noto, hacia la Etiopía. Y contaba, en confirmación de la profundidad de
aquellas fuentes, que reinando Psamético en Egipto, para nacer la experiencia mandó
formar una soga de millares y millares de orgias y sondear con ella, sin que se
pudiese hallar fondo en el abismo. Esto decía el depositario de Minerva; ignoro si en
lo último había verdad. Discurro en todo lance que debe existir un hervidero de agua
que con sus borbotones y remolinos impida bajar hasta el suelo la sonda echada,
impeliéndola contra los montes.
XXIX. Nada más pude indagar sobre el asunto; pero informándome cuan
detenidamente fue posible, he aquí lo que averiguó como testigo ocular hasta la
ciudad de Elefantina, y lo que supe de oídas sobre el país que más adentro se dilata.
Siguiendo, pues, desde Elefantina arriba, darás con un recuesto tan arduo, que es
preciso para superarlo atar tu barco por entrambos lados como un buey sujeto por las
astas, pues si se rompiere por desgracia la cuerda, iríase río abajo la embarcación
arrebatada por la fuerza de la corriente. Cuatro días de navegación contarás en este
viaje, durante el cual no es el Nilo menos tortuoso que el Meandro. El tránsito que
tales precauciones requiere no es menor de doce schenos. Encuentras después una
llanura donde el río forma y circuye una isla que lleva el nombre de Tacompso,
habitada la mitad por los egipcios y la mitad por los etíopes, que empiezan a poblar el
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país desde la misma Elefantina. Con la isla confina una gran laguna, alrededor de la
cual moran los etíopes llamados nómadas. Pasada esta laguna, en la que el Nilo
desemboca, se vuelve a entrar en la madre del río: allí es preciso desembarcar y
seguir cuarenta jornadas el camino por las orillas, siendo imposible navegar el río en
aquel espacio por los escollos y agudas peñas que de él sobresalen. Concluido por
tierra este viaje y entrando en otro barco, en doce días de navegación llegas a Méroe,
que este es el nombre de aquella gran ciudad capital, según dice, de otra casta de
etíopes que solo a dos dioses prestan culto, a Júpiter y a Dioniso, bien que mucho se
esmeran en honrarlos: tienen un oráculo de Júpiter allí mismo, según cuyas divinas
respuestas se deciden a la guerra, haciéndola cómo y cuándo, y en dónde aquel su
dios lo ordenare.
XXX. Siguiendo por el río desde la última ciudad, en el mismo tiempo empleado
en el viaje desde Elefantina, llegas a los Automolos, que en idioma del país llaman
Asmach, y que en el griego equivale a los que asisten a la izquierda del rey. Fueron
en lo antiguo veinticuatro miríadas de soldados que desertaron a los etíopes con la
ocasión que referiré. En el reinado de Psamético estaban en tres puntos repartidas las
fuerzas del imperio; en Elefantina contra los etíopes, en Dafnes de Pelusio contra los
árabes y Sirios, y en Márea contra la Libia, los primeros de los cuales conservan los
persas fortificados en mis días, del mismo modo que en aquel tiempo. Sucedió que
las tropas egipcias, apostadas en Elefantina, viendo que nadie venía a relevarlas
después de tres años de guarnición, y deliberando sobre su estado, determinaron de
común acuerdo desertar de su patria pasando a la Etiopía. Informado Psamético, corre
luego en su seguimiento, y alcanzándolos, les ruega y suplica encarecidamente por
los dioses patrios, por sus hijos, por sus esposas, que tan queridas prendas no
consientan en abandonarlas. Es fama que uno entonces de los desertores, con un
ademán obsceno le respondió, «que ellos, según eran, donde quiera hallarían medios
en sí mismos de tener hijos y mujeres». Llegados a Etiopía, y puestos a la obediencia
de aquel soberano, fueron por él acogidos y aun premiados, pues les mandó en
recompensa que, arrojando a ciertos etíopes malcontentos y amotinados, ocupasen
sus campos y posesiones. Resultó de esta nueva vecindad y acogida que fueron
humanizándose los etíopes con los usos y cultura de la colonia egipcia, que
aprendieron con el ejemplo.
XXXI. Bien conocido es el Nilo todavía, más allá del Egipto que baña, en el largo
trecho que, ya por tierra, ya por agua se recorre en un viaje de cuatro meses; que tal
resulta si se suman los días que se emplean en pasar desde Elefantina hasta los
Automolos. En todo el espacio referido corre el río desde Poniente, pero más allá no
hay quien diga nada cierto ni positivo, siendo el país un puro yermo abrasado por los
rayos del sol.
XXXII. No obstante, oí de boca de algunos Cireneos que yendo en romería al
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oráculo de Amon, habían entrado en un largo discurso con Etearco, rey de los
Amonios, y que viniendo por fin a recaer la conversación sobre el Nilo, y sobre lo
oculto y desconocido de sus fuentes, les contó entonces aquel rey la visita que había
recibido de los Nasanones, pueblos que ocupan un corto espacio en la Sirte y sus
contornos por la parte de Levante. Preguntados estos por Etearco acerca de los
desiertos de la Libia, le refirieron que hubo en su tierra ciertos jóvenes audaces e
insolentes, de familias las más ilustres, que habían acordado, entre otras travesuras de
sus mocedades, sortear a cinco de entre ellos para hacer nuevos descubrimientos en
aquellos desiertos y reconocer sitios hasta entonces no penetrados. El rigor del clima
los invitaría a ello seguramente, pues aunque empezando desde el Egipto, y siguiendo
la costa del mar que mira al Norte, hasta el cabo Soloente, su último término, está la
Libia poblada de varias tribus de naturales, además del terreno que ocupan algunos
griegos y fenicios; con todo, la parte interior más allá de la costa y de los pueblos de
que está sembrada, es madre y región de fieras propiamente, a la cual sigue un arenal
del todo árido, sin agua y sin viviente que lo habite. Emprendieron, pues, sus viajes
los mancebos, de acuerdo con sus camaradas, provistos de víveres y de agua; pasaron
la tierra poblada, atravesaron después la región de las fieras, y dirigiendo su rumbo
hacia Occidente por el desierto, y cruzando muchos días unos vastos arenales,
descubrieron árboles por fin en una llanura, y aproximándose empezaron a echar
mano de su fruta. Mientras estaban gustando de ella, no sé qué hombrecillos, menores
que los que vemos entre nosotros de mediana estatura, se fueron llegando a los
Nasamones, y asiéndoles de las manos, por más que no se entendiesen en su idioma
mutuamente, los condujeron por dilatados pantanos, y al fin de ellos a una ciudad
cuyos habitantes, negros de color, eran todos del tamaño de los conductores, y en la
que vieron un gran río que la atravesaba de Poniente a Levante, y en el cual aparecían
cocodrilos.
XXXIII. Temo que parezca ya harto larga la fábula de Etearco el Amonio; diré
solo que añadía, según el testimonio de los Cireneos, que los descubridores
Nasamones, de vuelta de sus viajes, dieron por hechiceros a los habitantes de la
ciudad en que penetraron, y que conjeturaba que el río que la atraviesa podía ser el
mismo Nilo. No fuera difícil, en efecto, pues que este río no solo viene de la Libia,
sino que la divide por medio; y deduciendo lo oculto por lo conocido, conjeturo que
no es el Nilo inferior al Istro en lo dilatado del espacio que recorre. Empieza el Istro
en la ciudad de Pireno desde los Celtas, los que están más allá de las columnas de
Hércules, confinantes con los Cinesios, último pueblo de la Europa, situado hacia el
Ocaso, y después de atravesar toda aquella parte del mundo, desagua en el ponto
Euxino, junto a los Istrienos, colonos de los Milesios.
XXXIV. Mas al paso que corriendo el Istro por Tierra culta y poblada es de
muchos bien conocido, nadie ha sabido manifestarnos las fuentes del Nilo, que
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camina por el país desierto y despoblado de la Libia. Referido llevo cuanto he podido
saber sobre su curso, al cual fui siguiendo con mis investigaciones cuan lejos me fue
posible. El Nilo va a parar al Egipto, país que cae enfrente de Cilicia la montuosa,
desde donde un correo a todo aliento llegará en cinco días por camino recto a Sinope,
situada en las orillas del ponto Euxino, enfrente de la cual desagua el Istro en el mar.
De aquí opino que igual espacio que el último recorrerá el Nilo atravesando la Libia.
Mas bastante y harto se ha tratado ya de aquel río.
XXXV. Difusamente vamos a hablar del Egipto, pues de ello es digno aquel país,
por ser entre todos maravilloso, y por presentar mayor número de monumentos que
otro alguno, superiores al más alto encarecimiento. Tanto por razón de su clima, tan
diferente de los demás, como por su río, cuyas propiedades tanto lo distinguen de
cualquier otro, distan los egipcios enteramente de los demás pueblos en leyes, usos y
costumbres. Allí son las mujeres las que venden, compran y negocian públicamente,
y los hombres hilan, cosen y tejen, impeliendo la trama hacia la parte inferior de la
urdimbre; cuando los demás la dirigen comúnmente a la superior. Allí los hombres
llevan la carga sobre la cabeza, y las mujeres sobre los hombros. Las mujeres orinan
en pie; los hombres se sientan para ello. Para sus necesidades se retiran a sus casas, y
salen de ellas comiendo por las calles, dando por razón que lo indecoroso, por
necesario que sea, debe hacerse a escondidas, y que puede hacerse a las claras
cualquier cosa indiferente. Ninguna mujer se consagra allí por sacerdotisa a dios o
diosa alguna: los hombres son allí los únicos sacerdotes. Los varones no pueden ser
obligados a alimentar a sus padres contra su voluntad; tan solo las hijas están
forzosamente sujetas a esta obligación.
XXXVI. En otras naciones dejan crecer su cabello los sacerdotes de los dioses;
los de Egipto lo rapan a navaja. Señal de luto es entre los pueblos cortarse el cabello
los más allegados al difunto, y entre los egipcios, ordinariamente rapados, y lo es el
cabello y barba crecida en el fallecimiento de los suyos. Los demás hombres no
acostumbran comer con los brutos, los egipcios tienen con ellos plato y mesa común.
Los demás se alimentan de pan de trigo y de cebada; los egipcios tuvieran el comer
de él por la mayor afrenta, no usando ellos de otro pan que del de escancia o candeal.
Cogen el lodo y aun el estiércol con sus manos, y amasan la harina con los pies. Los
demás hombres dejan sus partes naturales en su propia disposición, excepto los que
aprendieron de los egipcios a circuncidarse. En Egipto usan los hombres vestidura
doble, y sencilla las mujeres. Los egipcios en las velas de sus naves cosen los anillos
y cuerdas por la parte interior, en contraposición con la práctica de los demás, que los
cosen por fuera. Los griegos escriben y mueven los cálculos en sus cuentas de la
siniestra a la derecha, los egipcios, al contrario, de la derecha a la siniestra, diciendo
por esto que los griegos hacen a zurdas lo que ellos derechamente.
XXXVII. Dos géneros de letras están allí en uso, unas sacras y las otras
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populares. Supersticiosos por exceso, mucho más que otros hombres cualesquiera,
usan de toda especie de ceremonias, beben en vasos de bronce y los limpian y friegan
cada día, costumbre a todos ellos común y de ninguno particular. Sus vestidos son de
lino y siempre recién lavados, pues que la limpieza les merece un cuidado particular,
siendo también ella la que les impulsa a circuncidarse, prefiriendo ser más bien
aseados que gallardos y cabales. Los sacerdotes, con la mira de que ningún piojo u
otra sabandija repugnante se encuentre sobre ellos al tiempo de sus ejercicios o de sus
funciones religiosas, se rapan a navaja cada tres días de pies a cabeza. También visten
de lino, y calzan zapatos de biblo, pues que otra ropa ni calzado no les es permitido;
se lavan con agua fría diariamente, dos veces por el día y otras dos por la noche, y
usan, en una palabra, ceremonias a miles en su culto religioso. Disfrutan en cambio
aquellos sacerdotes de no pocas conveniencias, pues nada ponen de su casa ni
consumen de su hacienda; comen de la carne ya cocida en los sacrificios, tocándoles
diariamente a cada uno una crecida ración de la de ganso y de buey, no menos que su
buen vino de uvas; mas el pescado es vedado para ellos. Ignoro qué prevención tienen
los egipcios contra las habas, pues ni las siembran en sus campos en gran castidad, ni
las comen crudas, ni menos cocidas, y ni aun verlas pueden sus sacerdotes, como
reputándolas por impura legumbre. Ni se contentan consagrando sacerdotes a los
dioses, sino que consagran muchos a cada dios, nombrando a uno de ellos sumo
sacerdote y perpetuando sus empleos en los hijos a su fallecimiento.
XXXVIII. Viven los egipcios en la opinión de que los bueyes son la única víctima
propia de su Epafo, para lo cual hacen ellos la prueba, pues encontrándose en el
animal un solo pelo negro, ya no pasa por puro y legítimo. Uno de los sacerdotes es el
encargado y nombrado particularmente para este registro, el cual hace revista del
animal, ya en pie, ya tendido boca arriba; observa en su lengua sacándola hacia fuera
las señas que se recibieren en una víctima pura, de las que hablaré más adelante; mira
y vuelve a mirar los pelos de su cola, para notar si están o no en su estado natural. En
caso de asistir al buey todas las cualidades que de puro y bueno le califican, márcanlo
por tal enroscándole en las astas el biblo, y pegándole cierta greda a manera de lacre,
en la que imprimen en su sello. Así marcado, lo conducen al sacrificio, y ¡ay del que
sacrificara una víctima no marcada! otra cosa que la vida no la costaría. Estas son, en
suma, las pruebas y los reconocimientos de aquellos animales.
XXXIX. Síguese la ceremonia del sacrificio. Conducen la bestia ya marcada al
altar destinado al holocausto; pegan fuego a la pira, derraman vino sobre la víctima al
pie mismo del ara, e invocan su dios al tiempo de degollarla, cortándole luego la
cabeza y desollándole el cuerpo. Cargan de maldiciones a la cabeza ya dividida, y la
sacan a la plaza, vendiéndola a los negociantes griegos, si los hay allí domiciliados y
si hay mercado en la ciudad; de otro modo, la echan al río como maldita. La fórmula
de aquellas maldiciones expresa sólo que si algún mal amenaza al Egipto en común, o
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a los sacrificadores en particular, descargue todo sobre aquella cabeza. Esta
ceremonia usan los egipcios igualmente sobre las cabezas de las víctimas y en la
libación del vino, y se valen de ella generalmente en sus sacrificios, naciendo de aquí
que nunca un egipcio coma de la cabeza de ningún viviente.
XL. No es una misma la manera de escoger y consumir las víctimas en los
sacrificios, sino muy varia en cada una de ellos. Hablaré del de la diosa de su mayor
veneración y a la cual se consagra la fiesta más solemne, de la diosa Isis. En su
reverencia hacen un ayuno, le presentan después sus oraciones y súplicas, y, por
último, le sacrifican un buey. Desollada la víctima, le limpian las tripas, dejando las
entrañas pegadas al cuerpo con toda su gordura; separan luego las piernas, y cortan la
extremidad del lomo con el cuello y las espaldas. Entonces embuten y atestan lo
restante del cuerpo de panales purísimos de miel, de uvas o higos pasos, de incienso,
mirra y otros aromas, y derramando después sobre él aceite en gran abundancia,
entregando a las llamas. Al sacrificio precede el ayuno, y mientras está abrasándose
la víctima, se hieren el pecho los asistentes, se maltratan y lloran y plañen,
desquitándose después en espléndido convite con las partes que de la víctima
separaron.
XLI. A cualquiera es permitido allí el sacrificio de bueyes y terneros puros y
legales, mas a ninguno es lícito el de vacas o terneras, por ser dedicadas a Isis, cuyo
ídolo representa una mujer con astas de buey, del modo con que los griegos pintan a
Io; por lo cual es la vaca, con notable preferencia sobre los demás brutos, mirada por
los egipcios con veneración particular. Así que no se hallará en el país hombre ni
mujer alguna que quiera besar a un griego, ni servirse de cuchillo, asador o caldero de
alguno de esta nación, ni aun comer carne de buey, aunque puro por otra parte,
mientras sea trinchada por un cuchillo griego. Para los bueyes difuntos tienen aparte
sepultura; las hembras son arrojadas al río, pero los machos enterrados en el arrabal
da cada pueblo, dejándose por señas una o entrambas de sus astas salidas sobre la
tierra. Podrida ya la carne y llegado el tiempo designado, va recorriendo las ciudades
una barca que sale de la isla Prosopitis, situada dentro de la Delta, de nueve eschenos
de circunferencia. En esta isla hay una ciudad, entre otras muchas, llamada
Atarbechia donde hay un templo dedicado a Venus, y de la que acostumbran salir las
barcas destinadas a recorrer los huesos de los bueyes. Muchas salen de allí para
diferentes ciudades; desentierran aquellos huesos, y reunidos en un lugar, les dan a
todos sepultura; práctica que observan igualmente con las demás bestias,
enterrándolas cuando mueren, pues a ello les obligan las leyes y a respetar sus vidas
en cualquier ocasión.
XLII. Los pueblos del distrito de Júpiter Tebeo, o mas bien el Nomo Tebeo,
matan sin escrúpulo las cabras, sin tocar a las ovejas, lo que no es de extrañar, por no
adorar los egipcios a unos mismos dioses, excepto dos universalmente venerados, Isis
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y Osiris, el cual pretenden sea el mismo que Dioniso. Los pueblos, al contrario, del
distrito de Mendes o del Nomo Mendesio, respetando las cabras, matan libremente
las ovejas. Los primeros, y los que como ellos no se atreven a las ovejas, dan la
siguiente razón de la ley que se impusieron: Hércules quería ver a Júpiter de todos
modos, y Júpiter no quería absolutamente ser visto de Hércules. Grande era el
empeño de aquél, hasta que, después de larga porfía, torna Júpiter un efugio: mata un
carnero, la quita la piel, córtale la cabeza y se presenta a Hércules disfrazado con
todos estos despojos. Y en atención a este disfraz formaron los egipcios el ídolo de
Júpiter Caricarnero, figura que tomaron de ellos los Amonios, colonos en parte
egipcios y en parte etíopes, que hablan un dialecto mezcla de entrambos idiomas
etiópico y egipcio. Y estos colonos, a mi entender, no se llaman Amonios por otra
razón que por ser Amon el nombre de Júpiter en lengua egipcia. He aquí, pues, la
razón por qué no matan los Tebeos a los carneros, mirándolos como bestia sagrada.
Verdad es que en cada año hay un día señalado, o de la fiesta de Júpiter, en que matan
a golpes un carnero, y con la piel que le quitan visten el ídolo del dios con el traje
mismo que arriba mencioné, presentándole luego otro ídolo de Hércules. Durante la
representación de tal acto lamentan los presentes y plañen con muestras de
sentimiento la muerte del carnero, al cual entierran después en lugar sagrado.
XLIII. Este Hércules oía yo a los egipcios contarlo por uno de sus doce dioses,
pero no pude adquirir noticia alguna en el país de aquel otro Hércules que conocen
los griegos. Entre varias pruebas que me conducen a creer que no deben los egipcios
a los griegos el nombre de aquel dios, sino que los griegos lo tomaron de los egipcios,
en especial los que designan con él al hijo de Anfitrión, no es la menor, el que
Anfitrión y Alcmena, padres del Hércules griego, traían su origen del Egipto, y el que
confiesen los egipcios que ni aun oyeron los nombres de Posideon o de Dioscuros;
tan lejos están de colocarlos en el catálogo de sus dioses. Y si algún Dios hubieran
tomado los egipcios de los griegos, fueran ciertamente los que he nombrado, de
quienes con mayor razón se conservara la memoria; porque en aquella época
traficaban ya los griegos por el mar, y algunos habría, según creo sin duda, patrones y
dueños de sus navíos; y muy natural parece que de su boca oyeran antes los egipcios
el nombre de sus dioses náuticos que el de Hércules, campeón protector de la tierra.
Declárese, pues, la verdad, y sea Hércules tenido, como lo es, por dios antiquísimo
del Egipto; pues si hemos de oír a aquellos naturales, desde la época en que los ocho
dioses engendraron a los otros doce, entre los cuales cuentan a Hércules, hasta el
reinado de Amasis, han transcurrido no menos de 17.000 años.
XLIV. Queriendo yo cerciorarme de esta materia donde quiera me fuese dable, y
habiendo oído que en Tiro de Fenicia había un templo a Hércules dedicado, emprendí
viaje para aquel punto. Lo vi, pues, ricamente adornado de copiosos donativos, y
entre ellos dos vistosas columnas, una de oro acendrado en copela, otra de esmeralda,
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que de noche en gran manera resplandecía. Entré en plática con los sacerdotes de
aquel dios, y preguntándoles desde cuando fue su templo erigido, hallé que tampoco
iban acordes con los griegos acerca de Hércules, pues decían que aquel templo había
sido fundado al mismo tiempo que la ciudad, y no contaban menos de 2300 años
desde la fundación primera de Tiro. Allí mismo vi adorar a Hércules en otro edificio
con el sobrenombre de Tasio, lo que me incitó a pasar a Taso, donde igualmente
encontré un templo de aquel dios, fundado por los fenicios, que navegando en busca
de Europa edificaron la ciudad de Taso, suceso anterior en cinco generaciones al
nacimiento en Grecia de Hércules, hijo de Anfitrión. Todas estas averiguaciones
prueban con evidencia que es Hércules uno de los dioses antiguos, y que aciertan
aquellos griegos que conservan dos especies de heraclios o templos de Hércules, en
uno de los cuales sacrifican a Hércules el Olímpico como dios inmortal, y en el otro
celebran sus honores aniversarios como los del héroe o semidios.
XLV. Entre las historias que nos refieren los griegos a modo de conseja, puedo
contar aquella fábula simple y, desatinada que en estos términos nos encajan: que los
egipcios, apoderados de Hércules que por allí transitaba, le coronaron cual víctima
sagrada, y le llevaban con grande pompa y solemnidad para que fuese a Júpiter
inmolado, mientras él permanecía quieto y sosegado como un cordero, hasta que al ir
a recibir el último golpe junto al altar, usando el valiente de todo su brío y denuedo,
pasó a cuchillo toda aquella cohorte de extranjeros. Los que así se expresan, a mi
entender, ignoran en verdad de todo punto lo que son los egipcios, y desconocen sus
leyes y sus costumbres. Díganme, pues: ¿cómo los egipcios intentarían sacrificar una
víctima humana cuando ni matar a los brutos mismos les permite su religión,
exceptuando a los cerdos, gansos, bueyes o novillos, y aun éstos con prueba que debe
preceder y seguridad de su pureza? ¿Y cabe además que Hércules solo, Hércules
todavía mortal, que por mortal lo dan los griegos en aquella ocasión, pudiera con la
fuerza de su brazo acabar con tanta muchedumbre de egipcios? Pero silencio ya: y lo
dicho, según deseo, sea dicho con perdón y benevolencia así de los dioses como de
los héroes.
XLVI. Ahora dará la causa por qué otros egipcios, como ya dije, no matan cabras
o machos de cabrío. Los Mendesios cuentan al dios Pan por uno de los ochos dioses
que existieron, a su creencia, antes de aquellos doce de segunda clase: y los pintores,
y estatuarios egipcios esculpen y pintan a Pan con el mismo traje que los griegos,
rostro de cabra y pies de cabrón, sin que crean por esto que sean tal como lo figuran,
sino como cualquiera de sus dioses de primer orden, bien sé el motivo de presentarlo
en aquella forma, pero guardaréme de expresarlo. Por esto los Medesios honran con
particularidad a los cabreros, y adoran sus ganados, siendo aun menos devotos de las
cabras que de los machos de cabrío. Uno es, sin embargo, entre todos el privilegiado
y de tanta veneración, que su muerte se honra en todo el Nomo Mendesio con el luto
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más riguroso. En Egipto se da el nombre de Mendes así al dios Pan como al cabrón.
En aquel Nomo sucedió en mis días la monstruosidad de juntarse en público un
cabrón con una mujer: bestialidad sabida de todos y aplaudida.
XLVII. Los egipcios miran al puerco como animal abominable, dando origen esta
superstición a que el que roce al pasar por desgracia con algún puerco, se arroje al río
con sus vestidos para purificarse, y a que los porquerizos, por más que sean naturales
del país, sean excluidos de la entrada y de la comunicación en los templos, entredicho
que se usa con ellos solamente, excediéndose tanto en esta prevención, que a ninguno
de ellos dieran en matrimonio ninguna hija, ni tomaran alguna de ellas por mujer,
viéndose obligada aquella clase a casarse entre sí mutuamente. Mas aunque no sea
lícito generalmente a los egipcios inmolar un puerco a sus dioses, lo sacrifican, sin
embargo, a la luna y a Dioniso, y a estos únicamente en un tiempo mismo, a saber, el
de plenilunio, día en que comen aquella especie de carne. La razón que dan para
sacrificar en la fiesta del plenilunio al puerco que abominan en los demás días, no
seré yo quien la refiera, porque no lo considero conveniente; diré tan sólo el rito del
sacrificio con que se ofrece a la luna aquel animal. Muerta la víctima, juntan la punta
de la cola, el bazo y el redaño, y cubriéndolo todo con la gordura que viste los
intestinos, lo arrojan a las llamas envuelto de este modo. Lo restante del tocino se
come en el día del plenilunio destinado al sacrificio, único día en que se atreven a
gustar de la carne referida. En aquella fiesta, los pobres que faltos de medios no
alcanzan a presentar su tocino, remedan otro de pasta, y lo sacrifican, después de
cocido, con las mismas ceremonias.
XLVIII. En la solemne cena que se hace en la fiesta de Dioniso acostumbra cada
cual matar su cerdo en la puerta misma de su casa, y entregarlo después al mismo
porquerizo a quien lo compró para que lo quite de allí y se lo lleve. Exceptuada esta
particularidad, celebran los egipcios lo restante de la fiesta con el mismo aparato que
los griegos. En vez de los Phalos usados entre los últimos, han inventado aquellos
unos muñecos de un codo de altura, y movibles por medio de resortes, que llevan por
las calles las mujeres moviendo y agitando obscenamente un miembro casi tan grande
como lo restante del cuerpo. La flauta guía la comitiva, y sigue el coro mujeril
cantando himnos en loor de Baco o Dioniso. El movimiento obsceno del ídolo y la
desproporción de aquel miembro no dejan de ser para los egipcios un misterio que
cuentan entre los demás de su religión.
XLIX. Paréceme averiguado que Melampo, el hijo de Amiteon, no ignoraría, sino
que conocería muy bien, esta especie de sacrificio, pues no sólo fue el propagador del
nombre de Dioniso entre los griegos, sino quien introdujo entre ellos asimismo el rito
y la pompa del Phalo, aunque no dio entera explicación de este misterio, que
declararon, más cumplidamente los sabios que lo sucedieron. Melampo fue, en una
palabra, quien dio a los griegos razón del Phalo que se lleva en la procesión de
Talía
I. Contra el rey Amasis, pues, dirigió Cambises, hijo y sucesor de Ciro, una
expedición en la cual llevaba consigo, entre otros vasallos suyos, a los griegos de la
Jonia y Eolia; el motivo de ella fue el siguiente: Cambises, por medio de un
embajador enviado al rey Amasis, le pidió una hija por esposa, a cuya demanda le
había inducido el consejo y solicitación de cierto egipcio que, al lado del persa, urdía
en esto una trama, altamente resentido contra Amasis, porque tiempos atrás, cuando
Ciro le pidió por medio de mensajeros que le enviara el mejor oculista de Egipto, le
había escogido entre todos los médicos del país y enviado allá arrancándole del seno
de su mujer y de la compañía de sus hijos muy amados. Este egipcio, enojado contra
Amasis, no cesaba de exhortar a Cambises a que pidiera una hija al rey de Egipto con
la intención doble y maligna de dar a éste que sentir si la concedía, o de enemistarle
cruelmente con Cambises si la negaba. El gran poder del persa, a quien Amasis no
odiaba menos que temía, no le permitía rehusarlo su hija, ni podía dársela por otra
parte, comprendiendo que no la quería Cambises por esposa de primer orden, sino por
amiga y concubina: en tal apuro acudió a un expediente. Vivía entonces en Egipto
una princesa llamada Nietetis, de gentil talle y de belleza y donaire singular, hija del
último rey Apríes, que había quedado sola y huérfana en su palacio. Ataviada de
galas, y adornada con joyas de oro, y haciéndola pasar por hija suya, envióla Amasis
a Persia por mujer de Cambises, el cual, saludándola algún tiempo después con el
nombre de hija de Amasis, la joven princesa le respondió: —«Señor, vos sin duda,
burlado por Amasis, ignoráis quién sea yo. Disfrazada con este aparato real me envió
como si en mi persona os diera una hija, dándoos la que lo es del infeliz Apries, a
quien dio muerte Amasis, hecho jefe de los egipcios rebeldes, ensangrentando sus
manos en su propio monarca».
II. Con esta confesión de Nictetis y esta ocasión de disgusto, Cambises, hijo de
Ciro, vino muy irritado sobre el Egipto. Así es como lo refieren los persas; aunque los
egipcios, con la ambición de apropiarse a Cambises, dicen que fue hijo de la princesa
Nictetis, hija de su rey Apríes, a quien antes la pidió Ciro, según ellos, negando la
embajada de Cambises a Amasis en demanda de una hija. Pero yerran en esto, pues
primeramente no pueden olvidar que en Persia, cuyas leyes y costumbres no hay
quien las sepa quizá mejor que los egipcios, no puede suceder a la corona un hijo
natural existiendo otro legítimo; y en segundo lugar, siendo sin duda Cambises hijo
de Casandana y nieto de Farnaspes, uno de los Aquemenidas, no podía ser hijo de una
Melpómene
A este oráculo repitió el consultante: —«Mi amo y señor, acá vine para pediros
remedio de mi voz trabada y defectuosa, y vos me dais oráculos diferentes para mí
imposibles, ordenándome que funde ciudades en la Libia. ¿Qué medios y qué poder
tengo yo para ello?». Por más que así representó, no pudo lograr otra respuesta del
oráculo; y viendo Bato que se le inculcaba siempre lo mismo que antes, dejando sus
cosas en tal estado, regresó a Tera.
CLVI. Mas como en adelante no sólo a él sino también a los otros vecinos de Tera
todo continuase en salirles mal, no pudiendo dar estos con la causa de tanta desgracia,
enviaron a Delfos a saber cuál fuese la ocasión de semejante calamidad. La respuesta
de la Pitia fue, que como fueran con Bato a fundar una colonia en Cirene de la Libia,
todo les iría mejor. Por esta respuesta resolvieron los Tereos enviar allá a Bato con
dos galeras de 50 remos. Estos colonos aventureros, como no pudiesen dejar de partir,
se hicieron a la vela como para ir en busca de la Libia; pero vueltos atrás se
Terpsícore
I. Los primeros a quienes avasallaron a la fuerza las tropas persianas dejadas por
Darío en Europa al mando de su general Megabazo, fueron los perintios, que
rehusaban ser súbditos del persa y que antes habían ya tenido mucho que sufrir de los
peones, habiendo sido por éstos completamente vencidos con la siguiente ocasión.
Como hubiesen los peones, situados más allá del río Estrimón, recibido un Oráculo
de no sé qué dios, en que se les provenía que hicieran una expedición contra los de
Perinto y que en ella les acometieran en caso de que éstos, acampados, les desafiaran
a voz en grito, pero que no les embistieran mientras los enemigos no les insultasen
gritando, ejecutaron puntualmente lo prevenido; pues atrincherados los perintios en
los arrabales de su ciudad, teniendo enfrente el campo de los peones, hiciéronse entre
ellos y sus enemigos tres desafíos retados de hombre con hombre, de caballo con
caballo, y de perro con perro. Salieron vencedores los perintios en los dos primeros, y
al tiempo mismo que alegres y ufanos cantaban victoria con su himno Pean,
ofrecióseles a los peones que aquella debía ser la voz de triunfo del oráculo, y
diciéndose unos a otros: «el oráculo se nos cumple, esta es ocasión, acometámosles,»
embistieron con los enemigos en el acto mismo de cantar el Pean, y salieron tan
superiores de la refriega, que pocos perintios pudieron escapárseles con vida.
II. Y aunque tal destrozo hubiesen experimentado ya de parte de los peones, no
por eso dejaron de mostrarse después celosos y bravos defensores de su
independencia contra el persa, quien al cabo los oprimió con la muchedumbre de su
tropa. Una vez que Magabazo hubo ya domado a Perinto, iba al frente de sus tropas
corriendo la Tracia, domeñando las gentes y ciudades todas que en ella había y
haciéndolas dóciles al yugo del persa en cumplimiento de las órdenes de Darío, que le
había encargado su conquista.
III. Los tracios de que voy a hablar son la nación más grande y numerosa de
cuantas hay en el orbe, excepto solamente la de los indios, de suerte que si toda ella
fuese gobernada por uno, o procediese unida en sus resoluciones, sobre ser
invencible, sería capaz de vencer por la superioridad de sus fuerzas a todas las demás
naciones; ahora por cuanto, esta unión de sus fuerzas les es, no difícil, sino del todo
imposible, viene a ser un pueblo débil y desvalido. Por más que cada uno de los
pueblos de que la nación se compone tenga sus propios nombres en sus respectivos
distritos, tienen sin embargo todos unas mismas leyes y costumbres, salvo los Getas,
los Trausos y los que moran más allá de los Crestoneos.
Ignoro cómo llegó este oráculo dado a Eecion a oídos de los príncipes Baquíadas, a
quienes antes se había dado acerca de las costas de Corinto otro oráculo oscuro, pero
dirigido al mismo punto que el de Eecion, en estos términos: «Águila grávida sobre
altos peñascos dará a luz un valiente león que corte las rodillas: atiende a ello,
corintio, vecino de la linda Pirene, que moras en torno de la encumbrada Corinto». Y
si bien este oráculo era antes para los Baquíadas, a quienes se había proferido, un
misterio impenetrable, apenas oyeron el otro dado entonces a Eecion, cayeron de
pronto en la cuenta, y dieron de lleno en el sentido del primero, que concordaba
mucho y se enlazaba con el del último. Entendiendo, pues, que se les pronosticaba su
ruina, con la mira de conjurada dando la muerte al hijo de Eecion que estaba ya para
nacer, llevaban su intriga con sumo secreto. En efecto, luego que parió dicha mujer
destinan al pueblo en que vivía Eecion diez de su mismo gremio o clase, con orden de
quitar la vida al niño recién nacido. Llegados a Petra, entran en el patio de la casa de
Eecion y preguntan por el chiquillo. Labda la coja, que estaba lejos de imaginar que
vinieran con ánimo dañado, antes se lisonjeaba de que aquella visita de los magnates
se le hacía en atención a su padre, para congratularse con ella por su feliz
alumbramiento, se lo presenta y lo pone en brazos de uno de los diez, y si bien ellos
al venir hablan entre sí concertado que el primero que al niño cogiera le estrellara
luego contra el suelo, quiso con todo la buena suerte, cuando Labda dejó a su hijo en
brazos de aquél, que se sonriese el niño, mirando blandamente al que iba a recibirle,
sonrisa que atentamente observada movió a ternura al primero que le había recibido;
y le hizo tal impresión, que en vez de dar con el niño en el suelo, lo entregó al
segundo y éste al tercero, de suerte que fue pasando de mano en mano por los diez
infanticidas, sin que ninguno se atreviera a ensangrentar las suyas en aquella víctima
de la ambición. Vuelto, pues, el hijo a la madre y salidos del atrio, se pararon ante la
puerta misma de la casa, y empezaron a culparse unos a otros, pero sobre todo al
Érato
I. Tal fue el fin que tuvo Aristágoras, el que había sublevado la Jonia. Durante estos
sucesos había ya vuelto a Sardes, conseguida licencia de Darío, Histieo, señor de
Mileto, a quien apenas acabado de llegar de Susa preguntó Artafernes, virrey de
Sardes, qué le parecía aquella rebelión y cuál habría sido el motivo de ella. Fingiendo
Histieo que nada sabía, y maravillándose del estado presente de las cosas, respondióle
que todo le cogía de nuevo. Pero bien enterado Artafernes del principio y trama del
levantamiento, y viendo la malicia y disimulo con que respondía aquel: —«Histieo, le
replicó, esos zapatos que se calzó Aristágoras, se los cortó y cosió Histieo,» —
aludiendo en esto y zahiriendo al primer móvil de aquella revolución.
II. Histieo, pues, no asegurándose de Artafernes como de quien estaba ya sabedor
de la verdad, venida apenas la noche se fue huyendo hacia el mar y dejó burlado al
rey Darío; porque bien lejos de conquistará la corona la isla de Cerdeña, la mayor de
cuantas hay en el mar, según lo tenía prometido, marchó a ponerse al frente de los
jonios, como generalísimo en la guerra contra el persa. Con todo, los de Quío, a
donde pasó luego, teniéndole por espía doble de Darío, enviado con la oculta mira de
intentar contra ellos alguna novedad, lo pusieron preso; aunque poco después,
informados mejor de la verdad, y sabiendo cuán grande enemigo era del rey, le
dejaron otra vez libre y suelto.
III. Reconvenido entonces Histieo por los jonios por qué con tantas veras había
mandado decir a Aristágoras que se levantase contra el rey, sublevación que tanto
estrago y desventura había acarreado a la Jonia, se guardó muy bien de descubrirles el
motivo verdadero que en aquello había tenido, sino que con un engaño procuró
alarmarles de nuevo, diciéndoles que lo habla hecho por haber sabido que el rey
Darío estaba resuelto a que los fenicios pasasen a ocupar la Jonia, y los jonios fuesen
trasplantados a la Fenicia, y que ésta había sido la causa de habérselo así mandado.
Al rey no le había pasado tal cosa por la cabeza; más con aquel terror imaginario
turbaba Histieo a la Jonia.
IV. Poco después de esto envió Histieo a Sardes un mensajero de nación atarnaita,
llamado Hermipo, con cartas dirigidas a ciertos persas con quienes tenía de antemano
tramada una sublevación. Hermipo, en vez de entregar las cartas a aquellos a quienes
iban destinadas, se presentó en derechura a Artafernes y se las puso en las manos.
Cerciorado éste de la oculta conjuración, manda a Hermipo que, tomando otra vez sus
cartas, las entregue a quien van de parte de Histieo, pero que recogidas las respuestas
Polimnia
Urania
I. De este modo, pues, dicen que pasaron los acontecimientos; por lo que mira a la
armada de los griegos, iban en ella los siguientes: los atenienses suministraban 127
naves, a cuyo armamento concurrían con ellos los de Platea, quienes, bien que rudos
e ignorantes en la náutica, por su valor y brío se mostraban prontos a embarcarse. Los
corintios daban 40 naves; los megarenses 20, y los de Cálcide armaban otras 20, que
los atenienses les habían prestado; contribuían con 48 los eginetas; con 12 los
sicionios; con 10 los lacedemonios; con ocho los epidaurios; los de Eretria con siete;
con dos los de Estira, y los de Ceo con dos naves y dos penteconteros; los Locros
Opuncios habían venido con otros siete penteconteros o galeotas de socorro.
II. Estos eran los que militaban en la armada que se hallaba en Artemisio. Dije ya
con cuántas naves habla allí concurrido cada una de las ciudades en particular; añado
ahora que el número total de galeras recogidas en Artemisio, sin contar las galeotas,
subía a 271. El almirante general, a quien todos obedecían, era Euribiades, hijo de
Euriclides, nombrado por los espartanos; y la causa de nombrarle había sido porque
los confederados habían protestado que si un Lacon no les mandaba, antes que militar
a las órdenes de los generales atenienses, se desharía la armada que estaba a punto de
reunirse.
III. Nació dicha protesta del rumor que corría ya al principio, aun antes de que
pasasen a Sicilia los embajadores encargados de atraerla a la común alianza, de que
sería menester confiar el mando de la marina a los atenienses. Viendo éstos la
oposición declarada de los confederados, cedieron de su pretensión, por el gran deseo
que tenían de que quedase salva la Grecia, persuadidos de que iba sin duda a perecer
si se dividía en bandos sobre el mando: justa reflexión, siendo una sedición doméstica
tanto peor que una guerra concorde, cuanto es peor la guerra que la paz. Gobernados,
pues, por este principio, no quisieron porfiar por el mando, antes prefirieron cederlo
por sí mismos hasta tanto que viesen que los aliados necesitaban mucho de sus
fuerzas; designio de que dieron buenas muestras más adelante, porque echado y
rebatido el persa, cuando se trataba ya de volverle la guerra allá en su misma casa,
valiéndose de las violentas insolencias, de Pausanias como de pretexto, despojaron
del imperio a los lacedemonios, cosa que Pasó después de las que aquí referimos.
IV. Sucedió entonces a los griegos de la armada que se habían apostado en
Artemisio, que como viesen tantas naves juntas en Afetas, y que todo hervía en
tropas, cosa que les sorprendió por parecerles que las fuerzas de los bárbaros subían
Calíope
I. Recibida, pues, dicha respuesta, dieron la vuelta hacia Esparta los enviados; pero
Mardonio, luego que vuelto de su embajada Alejandro le dio razón de lo que traía de
parte de los atenienses, saliendo al punto de Tesalia dábase mucha prisa en conducir
sus tropas contra Atenas, haciendo al mismo tiempo que se le agregasen con sus
respectivas milicias los pueblos por donde iba pasando. Los príncipes de la Tesalia,
bien lejos de arrepentirse de su pasada conducta, entonces con mayor empeño y
diligencia servían al persa de guías y adalides: de suerte que Tórax el lariseo, que
escoltó a Jerjes en la huida, iba entonces abiertamente introduciendo en la Grecia al
general Mardonio.
II. Apenas el ejército, siguiendo sus marchas, entró en los confines de la Beocia,
salieron con presteza los tebanos a recibir y detener a Mardonio. Representáronle
desde luego que no había de hallar paraje más a propósito para sentar sus reales que
aquel mismo donde actualmente se encontraba; aconsejábanle, pues, con mucho
ahínco, sin dejarle pasar de allí, que atrincherado en aquel campo tomara sus medidas
para sujetar a la Grecia toda sin disparar un solo dardo, pues harto había visto ya por
experiencia cuán arduo era rendir por fuerza a los griegos unidos, aunque todo el
mundo les acometiera de consuno. —«Pero si vos, iban continuando, queréis seguir
nuestro consejo, uno os daremos tan acertado, que sin el menor riesgo daréis al suelo
con todas sus máquinas y prevenciones. No habéis de hacer para esto sino echar
mano del dinero, y con tal que lo derraméis, sobornaréis fácilmente a los sujetos
principales que en sus respectivas ciudades tengan mucho influjo y poderío. Por este
medio lograréis introducir en la Grecia tanta discordia y división, que os sea bien
fácil, ayudado de vuestros asalariados, sujetar a cuantos no sigan vuestro partido».
III. Tal era el consejo que a Mardonio sugerían los tebanos: el daño estuvo en que
no le dio entrada, por habérsele metido muy dentro del corazón el deseo de tomar otra
vez a Atenas, parte por mero capricho y antojo, parte por jactancia, queriendo hacer
alarde con su soberano, quien se hallaba a la sazón en Sardes, de que era ya dueño
otra vez de Atenas, y pensando darle el aviso por medio de los fuegos que de isla en
isla pasaran como correos. Llegado en efecto a Atenas, tomó a su salvo la plaza,
donde no encontró ya a los atenienses, de los cuales parte supo haber pasado a
Salamina, parte hallarse en sus galeras. Sucedió esta segunda toma de Mardonio diez
meses después de la de Jerjes.
IV. Al verse Mardonio en Atenas, llama a un tal Muriquides, natural de las riberas