No Puedo Respirar - Mayra Santos-Febres

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2/3/2021 No puedo respirar | Mayra Santos-Febres

 
Revista de la Universidad de México
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No puedo respirar
Especial: Diario de la pandemia / DOSSIER / Junio de 2020

Mayra Santos-Febres

A l principio pensé ue lo ue tenía de peculiar esta


pandemia era, precisamente, ue atacaba a todos
por igual. Aun ue los primeros en morir eran los
viejos, el Covid infectaba a todo el mundo. No era como la
pandemia en la ue me crié —la del sida— ue por décadas
insistió en azotar poblaciones especí cas. Al principio se le
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conoció como “el cáncer de los homosexuales”. Luego diezmó


generaciones completas en países africanos y, acá en el
Caribe, se ensañó de manera particularmente devastadora
contra usuarios de drogas y, en su desarrollo temprano,
contra receptores de transfusiones de sangre. Sexo, la
pandemia del sida atacaba por el sexo, su medio de
propagación era penetrar membranas sexualizadas,
membranas sangrantes ue ardían en placer y en dolor por
la punzada de las hambres ue no se podían nombrar. Me
recordé veinteañera enterrando amigos infectados de VIH,
hermosos amigos gays ue se suicidaban cuando recibían el
diagnóstico; hermosas amigas enamoradas de hombres con
problemas de adicción. La sentencia de muerte segura (en
a uellos distantes años ochenta) más el estigma de maricón
sidoso, o de puta amoral, usuaria de drogas, era demasiado
ué afrontar. Después, en los años noventa, el rostro del sida
cambió a ser el de niños, mujeres y hombres negros. Pero ya
sabemos ue cuando africanos o negros mueren a nadie le
importa. No son vidas ue cuentan, vidas valiosas. La
pandemia del sida ha cobrado 35 millones de vidas desde ue
apareció. Yo crecí y me hice mujer en medio de ella. Mi
relación con mi cuerpo, con los cuerpos/cuerpas “otrxs”, con
mi afrodescendencia y con mi deseo estuvo y está matizada
por esa pandemia en especí co.

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Nunca me imaginé ue viviría esta otra.

De Wuhan a Italia y de ahí al mundo entero, el Covid-19


desplegó la naturaleza de una muerte por contagio
particular y avasalladora. La membrana “penetrable” eran los
pulmones, los pulmones de mujeres, de hombres; blancos,
negros, indígenas, chinos, vietnamitas o turcos. “Esta es una
pandemia ue sigue al capital”, pensé, “se mueve como se
mueve el dinero, en aviones para llegar a reuniones de
agencias multinacionales o como partícipes del lujo del
turismo. Todos somos globales. Esta es una pandemia global
y primermundista.” Los números altísimos de muertes en
China, esa cifra de 83 mil cadáveres ue se empeñaba en no
bajar, fueron desplazándose hacia Europa y Estados Unidos.
En países “pobres”, “extraperiféricos”, fuera de las rutas del
capital y del turismo más tenaz, los casos de contagio y
muerte permanecían bajitos. Luego, ese per l pandémico
fue cambiando.
El 13 de marzo de 2020 el gobierno de mi país impuso
cuarentena estricta. Cerraron universidades y escuelas,
o cinas de gobierno, o cinas de empresa privada, tiendas,
plazas comerciales, restaurantes, par ues y playas. La policía
patrullaba las calles citando por autoparlantes las reglas a
seguir. Arresto seguro si dejabas tu casa por cual uier otra
razón ue no fuera ir por provisiones o a la sala de
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emergencias.
La isla se volvió un espectro sudoroso. Hacía un calor de
los mil demonios. Sin embargo, el in erno estaba
deshabitado. No se oían las sirenas de ambulancias, ni un
solo bocinazo. De vez en cuando alguien paseaba un perro
por la cuadra. O caminaba de regreso a su casa con dos
bolsas de comida. O bajaba a botar la basura.
De 40 casos, el número de infectados subió a 62, a 130, a
uinientos casos. Las noticias de todo lo ue se tenía ue
hacer para evitar morir as xiado eran constantes y me
tenían nerviosa. Demasiada regla contradictoria a seguir. El
país permanecía cerrado, el mundo estaba cerrado, pero los
casos seguían subiendo.
Cuando la cifra llegó a los 130 mil muertos en el mundo,
decidí desconectarme de las noticias y ponerme a estudiar.
Leí acerca de la gripe española, el cólera y la peste bubónica.
Revisé la novela de Camus de 1947. Sí, ahí estaba: el per l de
la peste. Como ya andábamos encerrados, comencé un grupo
de estudios y re exión por internet. Era, en inicio, para mis
alumnos. Pero entonces mucha gente me fue encontrando,
antiguos estudiantes, talleristas, colegas escritores, gente del
mundo. ueríamos “entender” la peste, la pandemia,
encontrarle “algo” además de su terror incierto. Así,
virtualmente, nos fuimos acompañando. Supuestamente
también fuimos entendiendo ue todas las pestes anteriores,
pre modernas, las había resuelto la misma Modernidad (así,
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en mayúscula) con vacunas, protocolos de salubridad, agua


potable, control de ratas, perros rabiosos y mangostas, y
cotejos médicos. La civilización había imperado contra la
peste. Sólo en los “bolsillos” de pobreza y/o de desviación
“humana” causados por la pobreza o la vejez brotaban las
epidemias. Ésta ue ahora nos diezmaba también menguaría,
sería derrotada por la ciencia y la civilización. Era cuestión
de tiempo.

Y el tiempo pasó…

mientras cuidaba a mi hija y a mi hijo


mientras repartía enlaces virtuales para clases a distancia
mientras iba con guantes y mascarilla a los mercados
limpiaba las super cies con alcohol
daba clases virtuales
participaba en decenas de conferencias virtuales
coordinaba largas teleconferencias con familiares
cancelaba planes de viajes

el tiempo pasó

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mientras intentaba encontrar foco para escribir


olía el mar, el mar, a dos cuadras de distancia de mi casa; me
levantaba de madrugada para burlar la vigilancia policial y
darme un chapuzón en el mar,
sacaba a mi hija y a mi hijo a caminar a sus orillas para
limitar su uso de internet,
ue fueran personas de nuevo; me escapaba con mi marido
al mar, a tirar polvos en la arena. En la casa todo olía a
desinfectante.

El tiempo pasó mientras vigilaba los números montantes en


Francia, España, Italia; mientras escribía emails y mensajes
para averiguar uién de los míos estaba enfermo. Los míos
están regados por todas partes. Soy negra, puertorri ueña,
de un país colonizado por Estados Unidos, una isla
“extraperiférica”, pero, no sé cómo, había conseguido
convertirme en ciudadana “global”. Mis amigos todos éramos
globales como la pandemia; primermundistas no, pero
extrañamente globales. No importa si residíamos en Bogotá,
en Lisboa, en Madrid o en Nueva York. Me enteré de la
muerte de Luis Sepúlveda, el escritor chileno ue vivía en
España. Luego supe de la muerte de René Rodríguez
Soriano, el poeta dominicano emigrado a Houston. A todos
nos podía infectar el Covid-19. El virus ataca membranas
ue todos y todas tenemos y nos ataca por igual. A los más
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viejos, antes. Los más jóvenes tenían más probabilidades de


recuperarse. Ésa era la información disponible, entendible.
Se acababa el mundo pero para todos y todas por igual. O
eso pensé yo en un principio.
Pero Trump decidió no cerrar Estados Unidos, no cerrar
el aeropuerto FK, no cerrar Miami. No cerrar a tiempo. Y
empezó a pasar otra cosa; esta cosa psicótica ue comencé a
observar con un terror aún mayor ue el ue me provocaba
el Covid-19.

8 MINUTOS 46 SEGUNDOS

El video me llegó por Messenger.


Ahmaud Arbery tenía 25 años. Fue asesinado mientras
jo eaba en su vecindario de Brunswick, Georgia. Tres
hombres blancos fueron arrestados 74 días después del
asesinato de Ahmaud y sólo luego de ue el video se hiciera
viral.

Ahmaud Mar uez Arbery.

Con este crimen de odio la pandemia ad uiría un nuevo


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per l mientras cruzaba el Atlántico y atacaba a los Estados


Unidos. En Puerto Rico los infectados con rmados no
subían de 1 mil 500 personas. Los muertos, hoy por hoy, son
152. Pero esas cifras sólo dan fe de la población ue aún
reside en la isla. Hay otro Puerto Rico, un Puerto Rico
global como es global México o Guatemala u Honduras o
Chile; ese Caribe y esa Latinoamérica ue habitan en los
Estados Unidos. La mitad de la familia, la mitad de los
amigos —¿o son más de la mitad?— viven en otro lugar.
Algunos se fueron a estudiar y se uedaron
otros se fueron para escapar de la violencia transpolítica
y se uedaron
otros más para huir de la homofobia
la violencia de género
la incertidumbre política
la precariedad.

Pero de eso mismo andaba huyendo la gente ue pobló las


Américas, ¿no es cierto? Las ue se arrebataron a los
nativoamericanos. Los irlandeses escaparon de la hambruna,
los puritanos de la persecución religiosa, los españoles de la
In uisición, la pobreza más abyecta y de las cárceles.

Nosotros los negros y negras llegamos esclavizados.


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Sin embargo, cuando el coronavirus cruzó el Atlántico, otra


sombra acompañó al contagio en su trabajo de
exterminación.
Allá arriba en el Norte, afros y latinos morían el doble de
rápido ue la población blanca. El virus volvía a escoger a su
presa, esta vez no por la naturaleza de su contagio sino por
la historia sostenida de disparidad social, económica y racial.
Uno de cada tres hombres negros infectados moría de
Covid. Uno de cada tres latinos. No tenían ue tener más de
60 años. Morían de 36, de 45, de 17, de 25 años. A los ue no
morían de Covid, los mataban los supremacistas blancos.

Otro video me llegó por Messenger. Duraba 8 minutos con


46 segundos.

En el video, el o cial de la policía Derek Chauvin mantuvo


su rodilla contra el cuello de George Floyd, ex guardia de
seguridad negro de Minneapolis. Mientras George pedía
auxilio y explicaba ue no podía respirar, otros tres o ciales
montaban guardia y no permitieron ue una multitud de
gente interviniera, ni socorriera, ni evitara la muerte de este
hombre.
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“No puedo respirar”. George Floyd murió exactamente


como si estuviera infectado de Covid-19, pero peor, mucho
peor. El espectáculo virtual de su muerte desmintió la falacia
de ue el virus atacaba a todos por igual. De ue atacaba
más a los viejos y precisamente por ue eran viejos, por ue ya
estaban, como uien dice, a las puertas del otro lao, por ue
ya les tocaba morirse de algo. No era cierto. El Covid-19
reveló ue existen poblaciones cuyo color de piel atrae y
compacta marginaciones de tal forma ue el aire ue llega a
sus pulmones revela su conteo. Siempre fue aire nito, con
menos oxígeno y más toxinas ue el de los demás. Acá en Las
Américas, el virus reveló la sionomía exacta de los
devaluados de estas costas; o, como postula el lósofo
africano Achille Mbembe en su desgarrador ensayo
“Necropolítica”, uienes éramos los constituyentes de
poblaciones desechables, los cuerpos sin valor sobre los
cuales el Estado ejerce su sempiterno derecho a matar, o a
dejar morir, o a dejar linchar.

Miré el video.
Mentira.
Intenté ver el video.
Al segundo minuto comencé a temblar.
Apagué el celular. Apagué la computadora, apagué las
luces del cuarto, de la sala. Por primera vez desde el decreto
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de cuarentena y el imparable azote del Covid-19, no uise


contestar correos, ni hacer “lives”, ni recorridos virtuales. No
miré Pinterest, ni bus ué recetas de cocina en Google, ni
cotejé cifras de mortandad. Seguí temblando.
La muerte por as xia tenía un rostro al n; uno donde se
encontraba la fatalidad con la histeria, con el
desgarramiento de un tejido de realidad. El Covid atacaba el
cuerpo social y también lo as xiaba. Allí escogía su presa
más suculenta. Una rodilla contra el cuello, un rostro contra
el asfalto gasping for air: “No puedo respirar”. Era un rostro
negro, de una piel tan negra como la mía. De la garganta de
Floyd salían palabras tan inaudibles, apagadas, tan
desgarradoras ue hacían preguntarme si alguna vez alguien
oirá de verdad las palabras ue algún negro o negra diga,
pidiendo aire.

“No puedo respirar” —repetí en las penumbras de mi sala—.

Por primera vez desde la pandemia, lloré.

Hoy

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Hoy es incierto. En Puerto Rico se discute cómo comenzar


la Fase 2 de reapertura. Han levantado el to ue de ueda.
Abrieron las playas y los par ues. Algunos restaurantes
comenzaron a operar con distanciamiento social,
mascarillas, cascos transparentes ue parecen de o ciales de
fuerza de cho ue y toma de temperatura a la entrada de
cada establecimiento. San Juan recibe seis mil turistas al día.
Se pide ue todos usen mascarilla y lleguen con prueba de
Covid-19 hecha. Pero las autoridades no pueden violar los
derechos de los turistas ue vienen del Norte a reactivar la
economía.

Hoy fui a la farmacia.

Pude reponer mi receta de hipotiroidismo. Compré


vitaminas, más alcohol para desinfectar. Me di permiso de
además llevarme un lápiz de labios y un pintauñas color
violeta. Me miré al espejo mientras hacía la para pagar,
parada a 6 pies de distancia de otro cliente. Me vi unas
cuantas canas. Desde marzo no me tiño el pelo, no tiene
sentido, como tampoco lo tienen ya tantas cosas. Decidí ue
no perdería mi turno en la la para comprar tinte de
cabello.
Fui caminando a la Plaza del Mercado para comprar
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frutas y carnes frescas. Durante la pandemia me dio por


hacer jugos de frutas naturales y por comprarle a don
Carlos, el carnicero de la plaza; pollo, cerdo, chivo, conejo.
Al principio de la pandemia lo hice para evitar las
larguísimas las del contagio. Fue en los supermercados,
además de en hospitales, donde más se contagió la gente.
Sobre todo se contagiaba el personal de servicio.
Ya no uise ir al supermercado de la es uina, empecé a
caminar unas cuantas cuadras más hasta la olvidada Plaza
del Mercado, ue operaba al aire libre. La Plaza donde
compraban los pobres, los dominicanos inmigrantes, los
viejos ue se habían uedado en otra era del consumo —los
ue ya no entrarían en la globalización—. Después de 120
días no creo ue volveré a pisar un supermercado. No me
hace falta. Ya mi paladar se ha desacostumbrado a los
preservativos. No puedo tomar jugos concentrados. No me
interesa. Hay muchas cosas ue ya no me interesan. Sólo me
interesa respirar. Hoy respiro. Eso es importante.
Es extraño. No le tengo miedo a la pandemia ya. Es la
nueva normalidad. Ahora a lo ue le tengo miedo, más
miedo ue nunca, es a los supremacistas blancos. Le tengo
miedo al racismo institucionalizado, a lo poco ue vale la
vida de los míos, a los ue se ven igual ue yo. Ya no estoy
tan segura de ue los méritos de una educación, libros
publicados, premios ganados, me salven, de ese odio ue
arrasa parejo, y de la selectiva or uestación de variables ue
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hace ue epidemias ata uen con más severidad a unos ue a


otros. A los de mi color de piel, por ejemplo.

Acá por estos lares del contagio sólo el dinero compra la


salud, pero sólo si eres del color correcto.
O al menos así se siente.
O uizás ande deprimida.
No lo sé.
Nunca antes me había deprimido.

Lee otros textos del Diario de la Pandemia, número especial en línea.

Imagen de portada: Black Lives Matter. Fotogra ía de Lorie Shaull, 2020.


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