Purgatorio - Alberto Val Calvo
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Alberto Val Calvo
Purgatorio
ePub r1.0
Titivillus 27-04-2023
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Título original: Purgatorio
Alberto Val Calvo, 2019
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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¿?
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—Vaya panorama. Por cierto, yo me llamo Phoenix Carrack.
—Yo soy Frederik Spahl. Me gustaría decir que es un placer conocerte,
pero no son las mejores circunstancias.
Los dos echan un vistazo a la sala. Además de la alfombra situada en el
centro, en la cual se encuentran las diez personas, la estancia tiene más
mobiliario. El propio sofá domina una de las alas de la alfombra. Enfrente hay
una pantalla enorme apagada. En uno de los laterales de la habitación hay una
puerta cerrada, al otro una simple pared negra. Ambos se fijan en cuatro
cámaras situadas en el techo y en cada una de las esquinas. Están quietas,
pero con una luz roja en todas.
—Nos están grabando —dice Phoenix mientras se coloca junto a una de
las cámaras.
Frederik se acerca a su compañero para observar de cerca el aparato
tecnológico.
—¿Y esa cojera? —Phoenix se percata de que arrastra levemente la pierna
derecha.
—De pequeño tuve la polio y me dejó esta bonita secuela —responde
Frederik a la par que se levanta la pernera del pantalón. En su extremidad hay
varias marcas fruto de operaciones quirúrgicas—. Así nunca olvido todo lo
que he sufrido en mi vida.
—No eres el único que está marcado —Phoenix sonríe y se señala la cara.
Su lado derecho presenta una señal cuyo rastro se pierde tras el cuello—. Mis
padres murieron en un accidente de tráfico cuando apenas tenía un año. Yo
salí despedido y atravesé la luna delantera. Me salvé, pero esta cicatriz me
recuerda constantemente lo que es crecer sin una familia.
En ese momento oyen gemidos procedentes de la alfombra. Otras dos
personas están levantándose, precisamente los dos cuerpos que estaban a los
lados de Phoenix y Frederik en la alfombra. Uno de ellos, alto y de pelo corto
rubio, cae al suelo tras intentar erguirse. El otro, moreno aunque con
pronunciadas entradas en su cuero cabelludo, sí logra mantenerse en pie pero
totalmente desorientado. Su primera reacción es alejarse de Phoenix y
Frederik, huyendo hacia la puerta, aunque a pesar de su agresividad para
abrirla no lo consigue. Frederik se acerca con las manos levantadas, hablando
de forma sosegada y tranquila con la intención de calmarlo, pero el tipo
moreno responde con un puñetazo que Frederik logra esquivar con dificultad.
—¡Tranquilo! ¡Todos estamos encerrados en esta habitación! ¡Al igual
que tú! —le grita Frederik—. No sabemos dónde estamos ni cómo llegamos
aquí.
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—¿Quiénes sois? ¿Qué pretendéis? —responde muy asustado el recién
incorporado. Mueve sus ojos en todas direcciones para intentar comprender el
extraño entorno en el que ha despertado.
—Mi nombre es Frederik —este baja los brazos y da un paso adelante—.
Quien está detrás de mí se llama Phoenix, y sobre ese tipo que intenta
levantarse no sabemos nada. Como tampoco de las otras seis personas que
siguen tumbadas.
El tipo moreno mira la alfombra roja. Se da cuenta de que hay más
individuos en la sala y empieza a rebajar su agresividad.
—¿Cómo hemos llegado aquí? —pregunta.
—Creemos que nos han drogado —Phoenix avanza hasta colocarse a la
altura de Frederik y se une a la conversación—. Ninguno de nosotros
recordamos nada. Hemos sido los primeros en despertar, aunque no hemos
logrado descifrar por qué estamos encerrados en esta habitación.
—Yo tampoco recuerdo nada —contesta—. Lo último que me viene a la
cabeza es estar solo en mi celda.
—¿Cómo has dicho? —Frederik se muestra sorprendido—. ¿Estabas
preso?
—Sí, llevo más de diez años en la cárcel.
—Yo también estaba en prisión —dice Frederik.
—Y yo —afirma Phoenix.
Los tres se miran extrañados. ¿Y si todas las personas que están en la sala
son presidiarios? ¿Puede que los estén utilizando para alguna clase de
experimento? Rompe el silencio el tipo rubio, ya incorporado sobre la
alfombra.
—Tú eres Mike Bradbury, ¿verdad? —señala al hombre moreno—. Te
habían condenado a muerte por haber asesinado a tres niños en Cleveland.
—¡Eso no fue así! —Mike vocea con todas sus fuerzas—. Ni siquiera
estaba allí cuando murieron esos chiquillos.
Frederik y Phoenix observan a ese joven alto y fornido. Les suena su cara,
pero no adivinan por qué.
—Yo también decía eso mismo, pero ambos sabemos que hemos mentido
—responde el chico rubio mientras se acerca a la esquina en la que se
encuentran Mike, Frederik y Phoenix—. Por cierto, soy Nicholas White,
seguro que también me conocéis.
Al oír su nombre todos saben quién es. Nicholas se hizo popular en los
programas deportivos de la televisión y radio, puesto que era una de las más
firmes promesas del baloncesto americano. La Mamba Rubia, tal y como le
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apodaron, jugaba de escolta y su nombre se situaba en cabeza para ser el
siguiente número uno en el draft de la NBA, pero su carrera profesional se
truncó debido a un truculento suceso en Austin. El joven regresaba de fiesta
junto a una chica que había conocido esa noche en la discoteca. Ambos se
dirigían andando a casa del baloncestista, aunque ella nunca llegó. La joven
apareció a la mañana siguiente con el cuello rajado y signos de haber sido
violada. La última persona que estuvo con ella fue Nicholas, por lo que le
condenaron a ser ejecutado por inyección letal. Él siempre mantuvo su
inocencia ante el tribunal, así que sus continuos recursos han evitado que le
hayan suministrado una dosis mortal, al menos de momento.
—¿Y vosotros? —Nicholas se dirige a Frederik y Phoenix con una sonrisa
en la boca—. ¿También estáis en el corredor de la muerte?
Ambos asienten. Los cuatro empiezan a entender quiénes están en la sala.
Todos ellos presos, todos ellos condenados a la pena capital. Lo que no
entienden es por qué están ahí.
Durante los siguientes minutos, se unen al grupo de forma escalonada el
resto de personas. Primero un tipo de raza negra llamado Boone Morris; le
sigue otro individuo fuerte y musculado que dice ser Abraham Lawless; a
continuación se incorpora una persona entrada en años con la espalda
levemente encorvada que habla de forma sosegada y que responde al nombre
de George Sorrow; posteriormente abre los ojos Hugo García, quien luce una
prominente barriga y tiene un marcado acento hispano; a la par se despierta
un gigante de más de dos metros que se llama Orson Woodward, cuyo
aspecto contrasta con el de la última persona en abrir los ojos: Wyatt Miller,
el más joven de todos y también el de menor altura. En todos los casos siguen
un proceso similar al de Frederik, Phoenix, Mike o Nicholas. Primero,
desconcierto al no saber dónde están. Después, miedo por desconocer qué
hacen allí. Por último, resignación al comprender por qué. Diez hombres con
una condena en firme: la muerte.
Cuando todos se incorporan a la escena, la televisión se enciende dejando
una imagen inquietante: un gran ojo humano cuyo iris luce totalmente rojo,
mientras que en su pupila hay una silueta de la muerte. Debajo de este logo
reza el eslogan «Atrévete a impartir justicia». Los diez presos se acercan a la
pantalla para ver de cerca la imagen.
—¿Qué significa esto? —Hugo García pregunta extrañado. Su extraña
voz causa burla en alguno de los presentes.
—No tengo ni idea, pero resulta siniestro —George Sorrow da su
interpretación del logo—. Parece el emblema de alguna secta satánica.
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Tras unos segundos escudriñando la imagen, esta cambia y aparece una
persona.
—Todos vosotros habéis cometido actos deleznables en el pasado.
Proclamáis vuestra inocencia, pero no sois capaces de demostrarla en el lugar
donde debe hacerse: ¡ante un tribunal!
Quien habla es el reputado presentador de televisión Philip Julius Spencer,
cara visible de la controvertida cadena de pago PTD («Pay To Decide», en
castellano «Paga Por Decidir»). Este medio de comunicación es conocido por
su apuesta por los concursos de convivencia, los cuales pueblan todos los
contenidos de su parrilla televisiva. Precisamente, buena parte de su éxito se
debe a su presentador. A Philip Julius Spencer no le importa en absoluto
desnudarse, bailar, cantar, insultar o criticar en pleno directo. Su trabajo es
enganchar a los espectadores. También sabe que para lograrlo necesita
generar contenidos.
—Ahora tendréis vuestra oportunidad ante otro tribunal tan duro, pero
también igual de justo: ¡la audiencia!
El plano televisivo se aleja del presentador y alumbra las gradas del plató.
El barrido de la cámara permite ver a un público entregado y que llena
completamente todos los asientos del aforo. Tras dar la vuelta entera a las
gradas, el realizador decide enfocar a los presos desde una de las cuatro
cámaras que están en la habitación. Los diez reclusos están desconcertados y
en sus rostros se vislumbran signos de extrañeza. Vuelve a la pantalla el
presentador.
—Desde este momento, competís por el mayor premio de la televisión: ¡la
libertad!
Philip Julius Spencer no pierde oportunidad para mostrar su teatralidad.
De pelo corto y canoso, barba de tres días cuidadosamente recortada y rostro
juvenil esculpido a base de bisturí a pesar de superar los cincuenta años, el
presentador concluye todas sus intervenciones con una frase exclamativa.
Busca el aplauso fácil, pero también pretende mantener en un continuo vaivén
de emociones a aquellos que siguen sus programas.
Esta última alocución ha generado runrún entre los presos. No obstante,
anhelan desde hace años la recompensa que ahora les ofrecen. ¿Será verdad lo
que les ha dicho Philip Julius Spencer? ¿Por fin van a poder obtener lo que
tanto tiempo llevan buscando? Desde luego, el sentimiento de incredulidad es
general.
Cuando el presentador anuncia el premio, rápidamente el plano televisivo
se traslada a la sala, enfocando de izquierda a derecha las caras de los diez
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inquilinos de la habitación. Todos ellos abren la boca en gesto de sorpresa al
escuchar que en juego está su libertad.
—Pero no será fácil conseguirla. Solo uno de vosotros la alcanzará,
siempre y cuando sepáis convencer a la audiencia de que os la merecéis.
Ahora, la puerta de la habitación se abrirá y comenzará el concurso.
Philip Julius Spencer para su discurso, extiende los brazos y grita con
fuerza:
—¡Bienvenidos a Purgatorio!
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Lawless no oculta su cabreo y lo paga con Mike Bradbury, al que mira con
desprecio. Este fortachón, en apenas unas horas, ya ha generado un tremendo
rechazo hacia aquellas personas que abrieron los ojos antes que él, lo que
incluye al propio Mike, además de Frederik, Phoenix y Nicholas. No obstante,
Abraham sospecha que todos ellos han obtenido alguna clase de ventaja o
información por despertarse previamente. No es para menos esa desconfianza,
puesto que imagínense cómo se sentirían si despiertan en una casa llena de
desconocidos y que todos ellos lo han hecho antes.
—Ni te atrevas a calificarme de semejante manera —bravucón, Mike
Bradbury se levanta ipso facto en cuanto Abraham se dirige a él.
George Sorrow, Hugo García y Frederik Spahl se interponen entre ambos
para evitar una pelea, mientras el resto de inquilinos observan indiferentes la
escena. La fama de Mike es notoria y su presencia no parece bien recibida por
parte de los demás, por lo que ni mucho menos cuenta con el apoyo de sus
compañeros.
—¿De verdad todo esto es un concurso? —pregunta incrédulo Hugo, toda
vez que regresa la tranquilidad.
—¿Tienes alguna explicación mejor, chicano? —Orson Woodward
responde despectivamente y con cierto tono chulesco.
En sus primeros compases de convivencia ya se empieza a vislumbrar la
personalidad de cada uno. La noticia de participar en un reality show la han
recibido de distinta manera. Algunos como Orson o Abraham, curiosamente
los más fornidos, prefieren atacar al resto de personas. Otros como George,
Frederik o Hugo se decantan por buscar el consenso y la buena sintonía entre
todos.
—Si esto es un concurso, habrá unas reglas, ¿no? —George habla
dubitativo.
—¿Pero te has creído al charlatán ese? —Abraham sigue empeñado en
enfrentarse al resto—. A pesar de ser el más viejo eres el más ingenuo.
George suspira en su sitio y declina responder para evitar una batalla
verbal.
—Vosotros obsesionaos con la libertad —Nicholas White interrumpe la
conversación. Está sentado en el sofá ligeramente recostado con las piernas
cruzadas—. Cuando os queráis dar cuenta, os la habrán arrebatado para
siempre.
—¿Por qué dices eso? ¿Es que sabes algo? —Wyatt Miller le observa con
interés.
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—Sé lo mismo que todos vosotros, aunque creo que soy lo
suficientemente inteligente para darme cuenta de que están jugando con
nosotros —sentencia Nicholas.
El exjugador de baloncesto tampoco ha levantado simpatías. Junto a
Mike, es el único recluso con una cara conocida. Además, ambos tienen una
historia detrás que en el código penitenciario se paga caro. Matar niños y
violar mujeres está en el más repudiado escalón del mundo carcelario.
—Lo tenías todo y lo echaste a perder —Frederik mira a Nicholas y le
habla con tono paternalista.
—¡Es un maldito psicópata! —Abraham se altera al darse cuenta quién es
Nicholas y por qué le condenaron— ¿Cómo os explicáis entonces que un tipo
que iba para estrella mundial fuera capaz de cometer semejante atrocidad?
¡Era el futuro del baloncesto! ¡La jodida «Mamba Rubia»!
Nicholas White carraspea al escuchar su apodo deportivo. Con ese gesto
parece pedir turno de palabra, lo cual aceptan los demás, que en cuanto le
oyen dejan de murmurar.
—Tienes razón, soy un psicópata —Nicholas no se inmuta y mantiene el
mismo semblante—. Pero ninguno de vosotros es consciente de lo duro que es
llegar a ser profesional. Tampoco sabéis la presión a la que me sometieron
mis padres año tras año, sin importarles qué quería yo ni cómo me sentía. No
tuve infancia, tampoco amigos. Todo en mi vida era por y para el baloncesto.
A pesar de abrir su corazón no cambia en ningún momento el tono ni la
intensidad de su mensaje.
—¿Y si realmente no soy capaz de demostrar lo que esperan de mí?
—Nicholas prosigue— ¿Qué se siente al llevar una vida en el anonimato?
¿Merece la pena tanto sacrificio? Estas preguntas me las hice antes de lo que
ocurrió. Y creo que toda esa presión interna acabó saltando por los aires.
Nicholas se sienta de manera normal en el sofá, apoya sus codos sobre sus
piernas y se mira detenidamente las palmas de sus manos.
—Aquel día no era yo. Había bebido mucho e incluso creo que también
me había esnifado un par de rayas —Nicholas asiente con los hombros. Le
parece una conducta habitual entre los jóvenes de su entorno—. Creo que la
bebida y las drogas hicieron que saliera mi otra cara, la que rechazaba la fama
y ansiaba la tranquilidad. Quizá por eso maté a esa pobre chica, para evitar el
duro camino que me habían predicho.
»Si os digo la verdad —reflexiona con total naturalidad—, prácticamente
no recuerdo nada de aquella noche, pero me temo que me convertí en un
asesino. Como todos vosotros.
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Esa última frase la pronuncia señalando al resto de inquilinos de la casa.
Algunos como Mike, Boone, Wyatt, Orson o George se la toman como una
ofensa y muestran con la cabeza su rechazo a esas palabras. Frederik, Phoenix
y Abraham asumen con entereza el veredicto de Nicholas. El único que es
incapaz de irse a uno u otro extremo es Hugo, aunque está prestando atención
plena a la conversación.
—Maté a mi socio —tras un incómodo silencio, habla Frederik—. Perdí
mi familia, mi vida y mi futuro por ello. ¿Me arrepiento? Está claro que sí,
pero no se puede cambiar el pasado.
Los demás le observan con cautela. ¿A qué se debe esta repentina
confesión? Después de unos segundos en los que Frederik traga saliva,
continúa hablando.
—Ya sabemos qué hicieron Mike y Nicholas, ahora también conocéis mi
pasado. Y es que creo que es conveniente que todos sepamos quiénes somos y
por qué estamos aquí —Frederik alterna su mirada entre el resto de
inquilinos—. No se me ocurre mejor forma que confesar nuestros delitos.
Algunos recelan ante lo que propone Frederik, aunque encuentra apoyo en
otros compañeros.
—Yo me encontré a mi mujer con otro… —Phoenix entremezcla la pena
y la rabia, como si se hubiera visto obligado a hacerlo.
Su revelación provoca un rechazo general, hasta que Hugo se acerca y le
toca en el hombro.
—Yo también me obsesioné con una mujer nada más llegar a este país
—con ojos vidriosos, Hugo es incapaz de levantar la vista del suelo.
En ese momento, Abraham se levanta del sofá como si hubieran activado
un resorte justo en medio de su trasero.
—¿Quién cojones te crees, puto cojo? ¿Piensas que eres nuestro líder?
—Abraham apunta con el dedo a Frederik.
Orson, Wyatt y Boone se interponen entre ambos para evitar que el
comportamiento de Abraham llegue a más, aunque este sigue muy alterado.
—¿Acaso eres un psicóloco de esos? —Abraham pronuncia mal adrede la
palabra psicólogo. Está claro que no ha tenido buenas experiencias con
ellos— Ni se te ocurra jugar con mi mente, porque como lo hagas tendrás que
vértelas con estos.
El fortachón enseña sus brazos y saca músculo luciendo una tremenda
bola en ambos bíceps.
—¿Y el caracortada y el espalda mojada? ¿Os creéis que esto es la casa de
la pradera? —Abraham acusa a Phoenix y Hugo, quienes permanecen de pie
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junto a Frederik.
A cada palabra que pronuncia, o más bien grita, su cabreo aumenta. No
entiende qué pinta él en esa casa ni tampoco la tranquilidad con la que hablan
los demás.
—Manda huevos la chusma que hay aquí metida —Abraham empieza a
mirar a su alrededor y va calificando a sus compañeros—. Tenemos al
cornudo Phoenix, al pervertido Hugo, también el psicópata Nicholas, el
mataniños Mike, el viejo sabelonada George y el traicionero Frederik. Me
han encerrado con un montón de tarados.
—Ten cuidado con lo que dices, desgraciado —Phoenix no puede evitar
responderle—. Si estás aquí está claro que eres otro tarado más.
—Yo también maté a una persona, pero él se lo merecía —Abraham
interpela con fiereza. Como un perro rabioso, enseña sus dientes mientras
habla—. ¿Puedes decir lo mismo? ¿Acaso es culpa de tu mujer que seas un
impotente incapaz de darle lo que se merecía?
Al oír cómo le insulta, Phoenix pierde los nervios y se abalanza sobre el
fortachón, aunque no llega a golpearle porque Frederik y Hugo logran
retenerlo. Ambos tienen que esforzarse a fondo para detener a un tipo que, a
pesar de no ser tan grande como Abraham, también es corpulento y que
además está invadido por la ira. La sonrisa de Abraham tampoco ayuda a
calmar el ambiente, aunque pasados unos segundos regresa la tranquilidad.
—Entiendo tu frustración —Frederik da un paso hacia Abraham—, pero
no somos tus enemigos. Nadie de los aquí presentes quiere estar en este
maldito lugar. Como tú, estamos encerrados contra nuestra voluntad.
—En eso te equivocas —Abraham palpa el sofá y se sienta para intentar
relajarse—. Si lo que ha dicho el payaso del presentador es cierto, ahora
mismo todos sois mis enemigos.
—Mantengamos la calma —Hugo agita sus brazos para llamar la
atención— Todavía no sabemos qué tenemos que hacer aquí.
—¿Acaso no lo veis claro? —Nicholas se levanta del sofá con sosiego. Ha
permanecido callado durante la disputa verbal entre Abraham y Phoenix,
aunque muy atento a lo que hablaban— Nuestro papel es enfrentarnos entre
nosotros. Lo que quieren es que les demos espectáculo a todos esos —señala
las cámaras que habitan en el salón.
Tras concluir Nicholas su intervención, el silencio se apodera de la
estancia. Las palabras del que fuera promesa del baloncesto han dejado
tocados a todos. Puede que la casa esté llena de presos condenados a muerte,
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pero unos y otros consideran que tuvieron sus motivos para tocar fondo de
semejante manera.
Optan por retirarse a las habitaciones, las cuales se distribuyen sin ningún
tipo de preferencia. Abraham, Wyatt, Orson, Hugo y Boone se marchan a la
marcada con el número uno, y el resto se acomodan en la señalada con el dos.
Tumbados en la cama, es cuestión de tiempo que el cansancio se apodere de
ellos y les acabe entrando el sueño.
—Salté la valla en busca de un futuro mejor —Hugo García busca
conversación—, pero perdí el norte. Mis padres ni siquiera saben que estoy en
prisión. Lo que daría por reunirme con ellos…
—No eres el único que desea ver a sus personas especiales —Boone
Morris recoge el guante—. Yo estoy casado y tengo una hija. En la cárcel
venían a visitarme cada vez que podían.
—Yo no tengo a nadie esperándome —Wyatt Miller se une a la charla de
sus compañeros de habitación—, pero prefiero estar en la tranquilidad de mi
celda que en esta jaula de locos.
Orson Woodward se remueve en su sitio y suelta una especie de bufido.
Está incómodo por el tono nostálgico de la conversación.
—Un chicano, un negrito y un canijo a punto de llorar. Parecéis un chiste
—responde de manera borde—. Espero por vuestro bien que no seáis tan
nenazas como me estáis demostrando ahora mismo.
Inquieto, Orson está tocando todas las paredes de la habitación. Espera
encontrar algún resquicio, algún hueco por el que poder escapar. No termina
de creerse el lugar en el que se encuentra.
—No pagues con nosotros tus inseguridades —le espeta Wyatt.
—Grandullón, si quieres demostrar que eres el más machote de todos,
adelante —Abraham Lawless completa el mensaje de Wyatt—, pero entiende
que estemos algo nerviosos por lo que estamos viviendo.
Orson se detiene y aloja su mirada en ambos. Da un paso hacia su cama
con cierta chulería y en cuanto se encuentra a un metro se ríe con fuerza.
—Me gusta cómo sois —dice sonriente Orson—. Tenéis huevos para
decir las cosas, no como esos dos —extiende su dedo índice hacia Hugo y
Boone.
En la habitación dos también hablan antes de dormirse, aunque el tono
entre ellos es muy diferente.
—Cuando despertasteis, ¿qué visteis? —George Sorrow pregunta al resto.
No obstante, sus cuatro compañeros fueron los primeros en abrir los ojos.
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—Yo fui el primero en levantarme —Frederik Spahl toma la palabra—.
Me pasó como a vosotros, no sabía dónde estaba. Cuando vi a todos tumbados
en la alfombra, pensé que no era real.
—Pero aquí estamos —replica Mike Bradbury mientras arquea los
hombros.
—Supongo que las sorpresas no han hecho más que comenzar —Nicholas
White aporta su punto de vista—. Si estamos aquí querrán disfrutar de nuestra
presencia.
—Que no me toquen los cojones, porque como sea así pienso actuar
—Phoenix Carrack se pone bravo—. No estoy dispuesto a ser un juguete ni
para el presentador ni para nadie de los que estáis en esta casa.
Irritado, Phoenix se mete en su lecho y se tapa hasta arriba. Su
intervención sirve para dar por concluida la charla entre sus compañeros de
habitación. Los otros cuatro imitan a Phoenix y también se introducen en sus
respectivas camas.
—¿Cómo se decidirá el ganador? —Frederik pregunta antes de dormir.
—Seguro que pronto lo sabremos —Nicholas responde rotundo.
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—A ver si te la vas a comer tú toda, gordito —Abraham Lawless le toca
la oronda barriga a Hugo.
—Lo que quiero decir es que tiene pinta de que nuestra presencia en esta
casa va para largo —Hugo hace caso omiso del insulto y aparta de un golpe la
mano de Abraham.
Minutos después de sentarse en la cocina, nuevamente se oye la misma
voz. Ahora comunica a los presos que deben acudir a la sala en la que
despertaron un día antes. En orden y sin rechistar, los diez reclusos desfilan
hacia esa habitación, aunque antes de pasar todos se fijan en el inquietante
cartel que cuelga en la puerta. El mismo reza «Juicio Final».
—¡Qué graciosos! Por fin tenemos nombre para esta puta sala de los
cojones —Phoenix Carrack se ha levantado de la misma forma que se acostó,
de mal humor.
—No me gusta nada lo que sugiere ese cartel —inquieto, Boone Morris da
un paso atrás al ver el cartel.
—No seas cobarde —le espeta Orson Woodward—. Pasa, al igual que
estamos haciendo todos. ¿O es que tienes algo mejor que hacer?
Nada ha cambiado respecto al día anterior. La sala llama la atención por
su poca iluminación, lo que obliga a los reclusos a entornar los ojos para
ajustar su vista. Solo la pantalla de la televisión se encuentra encendida, con
el logo que ya han visto unas horas atrás. Según llegan a la sala, se van
sentando en el largo sofá.
—Buenos días, concursantes, ¿cómo está yendo vuestro segundo día en
Purgatorio? ¿Os habéis hecho amiguitos?
Philip Julius Spencer surge en la pantalla de manera espontánea, esta vez
travestido. Con una peluca de pelo largo moreno y recogido con una cola de
caballo, viste un traje ejecutivo azul marino. Incluso afemina su voz y ya no
hay rastro de la barba recortada que lució en su primera aparición ante los
presos.
—Os hemos hecho venir a la sala para que recojáis unas petacas. Es
obligatorio que las llevéis siempre puestas, porque si no… —el presentador
realiza un pequeño silencio—. ¡Algo malo os ocurrirá!
Los concursantes, como les llama Philip Julius Spencer, se acercan al
televisor y van recogiendo las petacas.
—Buenos chicos, os estáis portando muy bien —el showman suelta una
sonora carcajada—. Esas petacas sirven para que siempre os podamos
escuchar, pero también para que podáis hablar con nosotros. ¿No os parece
guay?
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A pesar de la teatralidad del presentador, nadie es capaz de contestarle.
Absortos en la pantalla, no se atreven a hablar y simplemente se quedan
quietos delante del televisor.
—Seguro que os estaréis preguntando cómo ganar el ansiado premio. En
todo concurso, hay unas reglas. Y en Purgatorio también las hay. ¡No vale
hacer trampas!
Philip Julius Spencer mueve a un lado y otro su dedo índice de la mano
derecha mientras chista con la boca. Sin duda, se le ve cómodo delante de las
cámaras.
—Queridos concursantes. Cada dos días uno de vosotros abandonará el
juego. ¿Cómo? ¡Por decisión de la audiencia!
El plano televisivo deja a un lado al presentador para enfocar al público.
—Pero vosotros también sois importantes, porque elegiréis qué dos
personas se enfrentarán al juicio final de la audiencia. ¿No os parece
divertido?
Los inquilinos de la casa se miran entre ellos con gestos fruncidos. Si en
algún momento han dudado sobre si era cierto lo que están viviendo, las
palabras de Philip Julius Spencer les devuelven a la realidad. No son
compañeros de viaje, sino rivales para obtener la libertad.
—La dinámica es sencilla. Esa voz que escucháis de vez en cuando es el
Letrado. Cuando os lo indique, vendréis a esta sala y diréis qué dos personas
queréis que abandonen el juego. Los dos más votados se someterán al juicio
de la audiencia. ¡Y uno de ellos quedará eliminado para siempre!
Una macabra sonrisa reluce en el rostro de Philip Julius Spencer. Su
última frase pierde el tono afeminado y se transforma en una voz más
siniestra. Boone Morris se sobresalta al escucharle, por lo que se levanta del
sofá para dirigirse corriendo a la puerta de la habitación.
—¡Dejadme salir! ¡Yo no quiero concursar!
Boone Morris está tremendamente agitado. George y Frederik intentan
cogerle para tranquilizarlo, pero Boone suelta sendos manotazos para
apartarse de ellos. Al llegar a la puerta gira la manilla con fuerza, aunque esta
no se abre a pesar de sus intentos. Nervioso, Boone tira la petaca contra la
televisión.
—Tienes cinco segundos para ponerte la petaca —Philip Julius Spencer
juega con sus manos—. ¡O algo malo os ocurrirá!
—¡Estás loco! ¡Loco! Yo no formo parte de esta farsa —Boone Morris
dirige sus palabras al presentador de televisión, aunque se le nota
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tremendamente asustado. Tiembla en exceso, le caen gotas de sudor de la
frente y la voz le sale entrecortada.
—Tú lo has querido Boone —Philip Julius Spencer se mete la mano en
uno de sus bolsillos y saca un objeto cuadrado. Lo muestra a cámara y todos
observan un mando repleto de botones. Justo empieza a cantar.
Pito pito gorgorito,
dónde vas tú tan bonito,
a la era verdadera,
pim, pam, pum, fuera.
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la bebida en casa de su hermana un día antes de la celebración, a la cual no
acudió. La fiesta duró poco, puesto que tres amigos de su sobrino probaron la
bebida y cayeron fulminados. A pesar de la pronta aparición de los sanitarios,
el envenenamiento había sido eficaz. Desde el inicio de la investigación, Mike
fue el principal sospechoso, pero él declaró que fue Caroline la que manipuló
la bebida, con el claro propósito de enjaular a su hermano. A pesar de que
Mike siempre sostuvo su inocencia, una factura con la compra del matarratas
una semana antes del cumpleaños fue decisiva para que el tribunal popular le
declarará culpable de la muerte de los tres menores, por lo que fue condenado
a pena capital. Llevaba en el corredor de la muerte una década, pero fue
retrasando su castigo a base de recursos. Boone Morris ha acabado siendo su
verdugo.
En shock, los concursantes abandonan Juicio Final tras finalizar el
reportaje en la pantalla de Mike Bradbury. Sin hablar, cabizbajos, con
desgana. Todos ellos abstraídos acerca de cómo afrontar un concurso en el
que están en manos de otros. Se dirigen al cuarto de estar. En ese momento,
Orson Woodward se pone delante de todos sus compañeros.
—Os juro que como alguno de vosotros me la líe, me quito la petaca y me
siento a ver cómo vais muriendo uno a uno.
—Como hagas eso reza porque yo sea el siguiente en morir. Porque como
no lo sea, te reventaré la cabeza a puñetazos —Phoenix Carrack se encara a
Orson, juntando su frente contra la de él.
—Tengamos la fiesta en paz, por favor —George Sorrow trata de mediar
en la pelea dialéctica—. Si nos enfrentamos entre nosotros no conseguiremos
nada.
—Podemos matarnos entre nosotros o esperar que lo haga la audiencia
—sentado en una de las sillas de la cocina, Nicholas White interviene con
cierto aire ausente—. Pero haceos a la idea, lo normal es que no salgamos de
aquí.
El silencio se apodera del ambiente. La sentencia de Nicholas cala hondo
y perturba a los demás. Abraham, Orson, Hugo y Wyatt se van a la habitación
para tumbarse cada uno en su cama. Phoenix, Frederik y George se quedan
juntos en el salón, si bien son incapaces de levantar la mirada del suelo.
Boone está de pie, moviéndose de un lado a otro y maldiciendo en voz alta,
aunque es consciente de que su negativa a seguir la dinámica del programa
solo le va a acortar días de vida, ya sea por los compañeros o por la audiencia.
Nicholas es el único que parece sentirse relativamente cómodo, quizá
resignado por la situación. Permanece solo, sentado en una de las sillas de la
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cocina mientras toma un vaso de zumo de naranja. Como si tuviera asumido
que va a morir en esa casa, es el único de los inquilinos que no se muestra
preocupado.
—Menudo hijo de puta está hecho Orson —Phoenix rompe el silencio—.
El gigante ese está deseando ver cómo morimos todos.
—Cierto, pero de momento ha sido el negrito el único que ha matado a
alguien —con cautela, Frederik repite las palabras de Philip Julius Spencer al
referirse a Boone. A su lado, George Sorrow asiente.
—Otro desgraciado que solo parece que va a darnos problemas —resuelve
Phoenix—. Este lugar está llena de malnacidos, me parece a mí.
—¿Y no es así? —a George le resulta obvio—. Han juntado a diez
condenados a muerte en una casa para que pasen cosas como esta.
—Ni se te ocurra compararme con estos cabrones —Phoenix levanta el
dedo índice de su mano derecha con gesto amenazador hacia George—. Yo
no soy como ninguno de esos.
—¿Acaso no eres un asesino como todos los que estamos aquí? —George
pregunta sin ningún tipo de pudor fruto de su avanzada edad, si bien pone un
poco más de distancia entre él y Phoenix. Teme que este pueda golpearle.
—Ni sé, ni me importa, qué has hecho tú para estar en esta casa —el tono
de voz de Phoenix sigue siendo muy agresivo—, pero no te cruces en mi
camino porque no tendré ningún reparo en darte matarile. Tienes pinta de ser
una jodida mosquita muerta.
Frederik chista para llamar la atención y evitar que el cruce de palabras
entre George y Phoenix vaya a más. Les pide calma y consigue que ambos
dejen la conversación a un lado. Sin embargo, vuelve a sacar un tema a
colación.
—¿No os parece que están experimentando con nosotros? —Frederik
habla mientras observa las cámaras—. ¿Querrán saber cómo reaccionamos en
una situación tan extrema?
—Pues que nos hubieran grabado en un día normal en las duchas o en el
patio de mi cárcel —Phoenix no levanta su mirada—. Esto tiene que ser una
broma, no me jodas.
—Broma, concurso o experimento… —George interpela con voz
apenada—. Llamadlo como queráis, pero lo único cierto es que aquí estamos.
Justo en ese momento, se oye un mensaje por toda la casa.
—Concursantes, ha llegado el turno de nominar —la voz del Letrado
irrumpe por toda la casa.
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Al ser la primera vez, el Letrado explica cuál es el funcionamiento de esta
dinámica. Philip Julius Spencer ya les adelantó que cada vez que les llamaran
debían nombrar las dos personas que deseaban que abandonara el concurso,
pero el Letrado les especifica que repartan cinco puntos como ellos
consideren entre dos personas. Nunca pueden dar directamente cinco puntos a
un concursante, pero sí pueden utilizar dos combinaciones: cuatro puntos para
una persona y un punto para otro, o bien repartir tres y dos puntos a dos
concursantes. Además, las nominaciones serán privadas, lo que significa que
no se desvelarán a qué personas ha votado cada uno de los concursantes. Otra
de las reglas señala que, durante todo este proceso, está terminantemente
prohibido comunicar los votos realizados, pero nada impide llegar a acuerdos
con los compañeros antes de que se inicie el turno de nominaciones. Por
último, el Letrado les indica que comunicará en el salón de la casa quiénes
son los dos concursantes que salen elegidos, toda vez hayan pasado por Juicio
Final los nueve inquilinos.
Hugo abre las votaciones, seguido de Abraham, George, Orson, Boone,
Wyatt, Nicholas, Phoenix y, por último, Frederik. Ninguno de ellos habla con
otro compañero, siguiendo las reglas que minutos antes les ha explicado el
Letrado. Según nominan, cada uno de ellos se va sentando en el sofá del
salón.
—Ya hemos contabilizado los votos de todos los concursantes. Los
nominados son… —el Letrado frena su intervención para dar emoción a su
discurso. Una emoción que los concursantes interpretan va dirigida a los
telespectadores, puesto que ellos mismos están cerca de sufrir una
taquicardia—. Boone Morris y Orson Woodward.
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Día 3
Orson Woodward no ha pegado ojo desde que oyó su nombre como uno de
los dos nominados. Precisamente, cuando escuchó el veredicto se encaró con
todos sus compañeros.
—Sois una panda de hijos de puta —soltó con odio hacia los otros
concursantes—. No tengo nada que perder aquí, salvo mi vida. Pero no voy a
tener problemas en llevarme a unos cuantos conmigo al otro barrio.
Desde entonces, sus pensamientos están en plena ebullición. Cada vez que
se acuerda de la situación en la que le han puesto le invade la ira. A veces le
viene a la cabeza el liarse a puñetazos con la primera persona con la que se
cruce en la casa, aunque rápidamente se le va la idea ante el poco beneficio
que le puede aportar, al margen de soltar parte de su furia interior. Piensa en
quitarse la petaca, aunque termina reflexionando: «me enfrento a un tipo por
cuya culpa ha fallecido otro», cavila.
Con esa idea en la mente, se tranquiliza. Si de verdad están inmersos en
un concurso, la audiencia no verá con buenos ojos la falta de compañerismo
de Boone Morris, tanto por no acatar las normas impuestas por el programa,
como por su negativa a interactuar con los demás. Orson trata de posicionarse
como si fuera un telespectador y calcula qué haría él en caso de estar sentado
frente a su televisor viendo lo que ha ocurrido en la casa. Desde este punto de
vista, Orson considera que le bastará con no liarla durante este día.
Sí la lio en su adolescencia. Se ganó fama de niño conflictivo en un barrio
problemático de Columbus, capital y ciudad más poblada del estado de Ohio.
Su padre falleció cuando tan solo tenía tres meses y su madre politoxicómana
apenas podía mantenerlo. Incluso Orson lucía un cierto aspecto desnutrido,
aunque los servicios sociales nunca se pasaron por su casa para buscarle un
hogar mejor.
Las circunstancias de la vida le hicieron adaptarse siempre al entorno. En
un vecindario sin empresas ni, especialmente, futuro, se buscó las habichuelas
con pequeños hurtos. Se especializó en robar escasas cantidades de fruta,
hortalizas y verduras en la tienda de comestibles, que luego vendía a los
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padres de sus amigos. Así se sacaba un sueldo que le permitía comprar otros
alimentos más caros, que en ocasiones eran para consumo propio y en otras
los utilizaba para trapichear a cambio de sustancias poco beneficiosas para la
salud.
Su habilidad para ganar dinero llamó la atención del camello del barrio,
quien ofreció a Orson que repartiera la droga entre sus amigos y respectivos
padres, la cual podría ocultar en las mismas frutas, verduras y hortalizas que
robaba. De esta forma, siendo apenas un chaval, se metió en el mundo del
narcotráfico a pequeña escala. Su ambición le llevó a dominar su barrio,
aunque incumplió la primera norma de los camellos: no probar tu propia
mercancía. Adicto a la heroína, la agresividad fue en aumento cada vez que le
entraba el mono. Los hurtos le habían llevado a ser conocido por las
autoridades, que poco podían hacer al ser un menor. Pero traspasó la frontera
el mismo año en que alcanzó la mayoría de edad y los dos metros de altura.
Tres días sin colocarse pueden parecer pocos para una persona que
consume drogas de forma esporádica, pero para un adicto es prácticamente
una vida entera. Precisamente, ese era el número exacto de días en los que no
había sido capaz de tomar siquiera un gramo de heroína. La necesidad de
inyectarse le hizo asaltar una casa del barrio, aunque en pleno robo
aparecieron los dueños de la casa, una adorable pareja de octogenarios. Orson
se puso nervioso al pensar que podían descubrirlo, aunque sus nervios se
transformaron en violencia, rabia e ira. Cogió un bastón que había en la casa y
se fue directo a por los dos abuelos. Sin ningún tipo de miramiento, aplastó en
primer lugar la cabeza del marido, quien no opuso resistencia al ser
sorprendido por detrás. El primer golpe que le atizó Orson le dejó
inconsciente, pero los otros tres bastonazos en la cabeza le remataron. El
bastón, ya pintado con un rojo intenso, se agrietó parcialmente, pero terminó
de romperse cuando Orson fue a por la mujer. En cuanto la madera impactó
con ella, el bastón se rompió en dos. Con la anciana en el suelo y sin arma que
utilizar, fueron los enormes puños de Orson los que terminaron el trabajo. La
desgraciada mujer acabó con la cara desfigurada por los golpes, desvelando
su posterior autopsia múltiples fracturas en el rostro. Esa agresividad y falta
de compasión fueron alicientes suficientes para que el tribunal lo condenara a
la pena capital.
Cuando fue detenido, Orson afirmó que no tenía nada que ver, pero con el
paso de los días se vino abajo y reconoció los hechos. Desde entonces, Orson
nunca negó su vinculación con esos crímenes e incluso pidió perdón por los
mismos. Sí reclamó que le conmutaran la pena de muerte por la cadena
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perpetua, alegando locura transitoria a causa del mono generado por la falta
de heroína en su cuerpo, pero sus diferentes recursos fueron desestimados.
Desde entonces, se mantiene limpio en cuanto al consumo de drogas e
incluso con el paso de los años ha aborrecido la ingesta de estupefacientes. La
madurez le ha hecho ver la maldad de sus actos y entiende por qué está
condenado. La cárcel le supuso un baño de realidad y le hizo replantearse su
rumbo. Cierto que la prisión ha sido su hogar desde que cumplió la mayoría
de edad, pero lejos de sucumbir, ha aprovechado el tiempo para estudiar
Finanzas en caso de que algún día su pena capital se conmute y tenga la
posibilidad de salir a la calle. Su sueño pasa por ayudar a los jóvenes de su
barrio a encontrar un futuro mejor que introducirse en el mundo de las drogas,
como le sucedió a él. Su presencia en Purgatorio convierte ese sueño en una
realidad plausible y está dispuesto a realizar lo que sea necesario para
conseguir el premio del concurso.
Ahora se considera una persona totalmente distinta a aquel joven
imprudente que pensaba iba a comerse el mundo gracias a traficar con drogas.
Sin embargo, todavía mantiene una cosa de aquella época: la agresividad.
Quizá por eso le han votado sus compañeros en las nominaciones.
La música de AC/DC vuelve a despertar a los concursantes. El Letrado
saluda a todos ellos y les pide que entren en Juicio Final tras desayunar.
Cuando terminan de comer, los nueve reclusos se dirigen a la sala indicada y
abren la puerta. Una sorpresa les aguarda en la estancia. Un joven con un
llamativo colgante y que aparenta unos veinticinco años espera sentado, con
cara de susto, en el sofá de la habitación.
—Ayer perdimos a uno de vosotros por una negligencia de Boone Morris
—la voz del Letrado rompe el silencio—. Desde la organización
consideramos que sería injusto que la audiencia perdiera días de concurso por
esa inoportuna acción. Os presento a vuestro nuevo compañero: Daniel
Mitchell.
El concursante está agazapado tras el sofá, como una gacela que intenta
no llamar la atención a posibles depredadores. Aparentemente desconcertado
y con el miedo grabado en la cara, se va alejando hacia una esquina según
pasan los otros participantes.
—Si vuelve a suceder algo parecido —prosigue el Letrado—, que
esperamos que no, tened en cuenta que os podríamos sancionar. Saltarse las
normas siempre tiene consecuencias, por nuestra parte o de la audiencia.
Daniel Mitchell tuerce el gesto al escuchar la palabra «audiencia». George
Sorrow, quien por edad podría pasar perfectamente por su padre o incluso su
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abuelo, se da cuenta y da un paso al frente para explicarle a qué se refiere el
Letrado. Cuando George le comunica que todos forman parte de un concurso,
Daniel suelta una tremenda carcajada.
—Os estáis quedando conmigo, ¿verdad? —El nuevo concursante relaja
su semblante—. Es imposible que estemos protagonizando un reality show, y
todavía menos que uno de nosotros obtenga la libertad.
La pantalla se enciende sin previo aviso. Una periodista rubia habla
directamente a cámara, como si de un informativo se tratase.
—El Gobierno y PTD han llegado a un histórico acuerdo. La propuesta de
esta cadena de televisión ha sido aceptada por parte del Ejecutivo, por lo que
en los próximos meses será posible la creación del concurso de convivencia
Purgatorio.
Las imágenes enseñan a un directivo de la cadena televisiva y al
presidente del Gobierno, ambos sentados frente a una mesa de caoba. Los dos
firman unos papeles, para después levantarse y, con enorme alegría reflejada
en sus rostros, estrecharse la mano. Los flashes de las cámaras rebotan en sus
caras sonrientes.
—Estamos muy satisfechos de la decisión que acabamos de rubricar —en
la pantalla se ve un primer plano del presidente—. La saturación de nuestras
cárceles, unido a la lentitud del sistema judicial, nos obligan a tomar medidas.
Y este reality show nos permitirá corregir esos problemas.
El presidente agacha la cabeza y coge los papeles que ha firmado
previamente. Los agita ante las cámaras y prosigue su alocución.
—En el acuerdo que hemos firmado solo hay dos condiciones: la primera,
que no haya duda alguna acerca de la culpabilidad de los participantes en el
programa; la segunda, que la duración del concurso sea breve.
El plano televisivo se corta y vuelve a escena la periodista rubia que ha
hablado con anterioridad.
—El nuevo concurso de supervivencia de PTD reunirá a diez presos
condenados a muerte, cuyo premio para el ganador será la libertad. Todavía
no hay fecha para su inicio, aunque ya se está trabajando para conocer
quiénes serán los participantes.
La pantalla vuelve a quedarse en negro. Esta noticia despeja por completo
las dudas acerca de la existencia del concurso.
—El que gane tendrá la libertad —Hugo García toma la palabra. Mira
hacia el techo de la sala, dirigiéndose al Letrado—. ¿Pero qué le sucede al
resto?
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—¿No es obvio? —no obtiene respuesta del Letrado, pero sí de Nicholas
White—. Los que no ganen morirán.
—Es imposible que nos ejecuten en público —se alarma George
Sorrow—. No somos cobayas con las que experimentar, somos personas.
—Desde luego, contigo el dicho de «más sabe el diablo por viejo que por
diablo» no se aplica —Abraham Lawless escupe sus palabras—. Ya has visto
lo que han hecho con Mike, no les va a temblar el pulso para matarnos cuando
ellos consideren.
—Philip Julius Spencer dijo que el nominado que pierda el duelo quedará
eliminado para siempre —sin hacer caso al comentario anterior, Wyatt Miller
recuerda la frase del presentador en el segundo día—. Creo que lo que plantea
Nicholas, aunque nos resulte rocambolesco, es cierto.
Un rumor se apodera de Juicio Final. Los diez concursantes digieren su
destino. Ahora sí que se encuentran en el corredor de la muerte y no habrá
recurso que retrase la ejecución. Su única salvación pasa por conquistar a la
audiencia.
Tras la aparición del nuevo concursante, regresan a la casa. Sin mucho
que hacer, Orson trata de evadirse de la realidad y se marcha al gimnasio.
Quizá se trate de su último día con vida, pero nada más puede hacer. La casa
no tiene fisuras por las que escapar, no hay muros que escalar ni forma de
romper las paredes. No ha averiguado cómo han podido sacar el cadáver de
Mike sin que ninguno de ellos se haya percatado, pero sospecha que solo se
puede acceder a la casa desde fuera. Debido a que no encuentra la manera de
fugarse, solo le queda esperar y confiar en que la audiencia tenga en cuenta la
insurrección de Boone Morris para salvarse de la eliminación.
El gigantón se sube a una banca para ejercitar sus músculos. Siempre le ha
gustado realizar deporte, aunque en esta ocasión es más una necesidad. Dadas
las circunstancias, hacer ejercicio le mantiene distraído. Mientras hace una
serie de levantamiento de pesas, le aborda Wyatt Miller:
—No me parece justo que estés nominado. Creo que otros han hecho más
méritos que tú para jugarse hoy la vida.
—¿Qué cojones quieres, renacuajo? No estoy de humor, así que déjame
en paz —Orson mira con desdén a Wyatt y le resalta la notoria diferencia de
altura entre ambos.
—No me voy a andar por las ramas. ¿Estarías dispuesto a hacer un pacto
conmigo?
—¿Un pacto? —Orson coloca la pesa en su sitio y se incorpora sobre la
banca. Queda a la misma altura que su compañero de charla—. ¿A qué te
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refieres con eso?
—Yo no te nomino nunca a ti, tú haces lo mismo conmigo —Wyatt le
mira directamente a los ojos—. Y también podemos elegir qué persona
queremos que salga a la palestra.
Orson observa a ese muchacho joven, bajo y enclenque. Lo cierto es que
le ha sido de su agrado desde el principio por ser directo y atreverse a decir
las cosas claras. En cualquier caso, debe andarse con pies de plomo. Frunce el
ceño, en clara señal de sospecha, lo que hace que Wyatt trate de convencerle.
—Estoy convencido de que tú y yo cometimos un error que nos llevó a la
cárcel. El mío fue juntarme con malas compañías —Wyatt hace una pequeña
pausa e invita a Orson a que intervenga, pero este no muestra ninguna
intención de hablar—. Por desgracia, seguramente, ese error lo pagaré con mi
vida, pero todos estos merecen morir antes que tú y yo.
Wyatt mueve su mano en dirección al salón, lugar en el que se encuentran
los demás concursantes.
—Sé que no les caemos bien —prosigue—. A ti ya te han querido
eliminar en la primera nominación. Y yo no tardaré en ser elegido. Por eso
creo que deberíamos ir juntos y que uno de nosotros sea el que consiga la
libertad.
El discurso parece convencer a Orson. Realmente, lleva razón, puesto que
en la primera ocasión para nominar él ha sido uno de los dos más votados. Y
eso significa que si se salva seguramente vuelva a ser elegido por sus
compañeros. No tiene nada que perder por aceptar el trato que le propone
Wyatt, porque al menos puede contar con un apoyo para intentar condicionar
las votaciones.
—Lo haré con una condición —Orson se levanta para poner de manifiesto
su enorme altura en comparación con Wyatt—. Si me salvo hoy, quiero que
en la siguiente nominación vayamos a por el Caracortada —es la segunda
persona que se refiere a Phoenix de esta forma tan despectiva—. Ese Phoenix
no sabe con quién se mete. Te aseguro que ninguna persona me amenaza y
sale impune.
Wyatt le contempla sin pestañear. No le hace falta responder.
Simplemente, extiende su mano hacia Orson y este devuelve el gesto. Acaban
de sellar su pacto.
Ajeno a esta conversación, Phoenix prepara su comida junto a Frederik.
Ambos han hecho buenas migas después de ser los dos primeros concursantes
en abrir los ojos.
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—¿De verdad crees que estarán grabándonos las veinticuatro horas del
día? —pregunta Phoenix.
—Tiene pinta de que es así. Cada vez que nos movemos en cualquier
dirección alguna de las cámaras nos sigue —Frederik hace una demostración.
Se aleja de Phoenix rumbo al salón. Una cámara monitoriza su movimiento.
—Somos un entretenimiento para la audiencia —cabizbajo, Phoenix
suspira.
—Estábamos condenados de todas formas. Pero gracias a este maldito
concurso han encontrado la manera de matarnos y, además, ganar dinero
—Frederik imita el movimiento de una palanca de una máquina tragaperras.
Con el paso de los días, ambos se tienen estima. Si bien están en una
situación límite, los dos tienen la sensación de que habrían congeniado de
inmediato si se hubieran conocido en otro lugar.
—¿Qué hiciste exactamente para estar aquí? ¿Cuál es tu delito? —con
franqueza, Phoenix se dirige a su compañero de concurso.
—Ya lo dije. Maté a mi socio —Frederik se encoge de hombros. Le
resulta evidente la respuesta.
Phoenix le observa fijamente y espera que continúe su relato. A Frederik
se le empiezan a humedecer los ojos. Habla con voz agrietada.
—Regentaba un restaurante de comida tradicional con otra persona. Me
estafó más de veinte mil dólares, así que un día decidí acudír a su casa con un
puñal para asustarle, pero se me fue de las manos. Supongo que soy incapaz
de controlar mis instintos más primarios…
»Mi socio se puso bravo, se rio en mi cara por engañarme y me insultó.
Entonces me calenté. Una fuerza que nunca había sentido salió de mi interior.
Ya no recuerdo cuántas puñaladas le asesté, pero lo que sí recuerdo es que
disfruté cada segundo.
Frederik rompe a llorar. Se avergüenza más por esta confesión que por el
asesinato. Aparta un cazo de agua hirviendo en el que iba a echar arroz,
agacha la cabeza y se sienta en una silla junto a la encimera. Recordar en voz
alta el crimen que cometió le ha afectado más de lo que esperaba.
—Quisiera cambiar lo que pasó, pero no puedo. Él me robó todos mis
ahorros, pero yo le robé la vida. No hay condena que compense ese daño.
Merezco morir —Frederik toma aire—. Merecemos morir.
Phoenix le toca en la espalda cariñosamente. Frederik está derrumbado,
sus lloriqueos no cesan. El gesto de su compañero parece tranquilizarlo, pero
no puede frenar sus lágrimas.
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—¿Sabes una cosa? —Phoenix levanta la cabeza de su amigo—. Todos
merecemos morir, pero al menos uno de nosotros puede salvarse. Debemos
luchar para que seamos tú o yo, porque ambos estamos arrepentidos de
nuestros actos.
—Poco podemos hacer —pesimista, Frederik recobra fuerza en su voz—.
Nos han metido en esta casa para matarnos.
—Nos debemos una oportunidad, Freddie. Tú y yo tenemos que hacer lo
que sea por el premio de este concurso.
El apelativo cariñoso que le dirige Phoenix hace mella en Frederik y le
sirve para recomponerse un poco. Posteriormente, le pregunta por qué debe
ser uno de los dos el ganador.
—Escucho tu historia y me veo reflejado, Freddie. Creo que eres una muy
buena persona y tu socio se aprovechó de esa circunstancia. A mí me pasó lo
mismo —Phoenix se quita la camiseta y enseña toda su cicatriz. Además del
rostro y el cuerpo, también le ocupa el esternón entero—. Esta marca que
ahora ves al completo me ha hecho desconfiado por naturaleza, porque esa
cicatriz es lo primero que ven de mi persona. Y todo el mundo lo aprovecha
para reírse de mí.
»Me pasó en el colegio, me pasó en la universidad y me pasó con mi
pareja. Íbamos a casarnos, ¿sabes? Y me la pegó con un compañero de
trabajo… —eleva el tono de voz— ¡Ella se rio de mí! ¡Los dos se rieron de
mí!
Phoenix se toca la piel rugosa y recorre toda la cicatriz.
—Cuando intuí que estaba con otro, me volví loco. Y cuando les vi juntos
en mi propia cama, me acordé de todas las ofensas que he sufrido a lo largo
de mi vida por mi aspecto. Era la gota que colmaba el vaso y colapsé. Por eso
les maté, pero yo no soy así; es la sociedad la que me ha hecho así.
A pesar de la rabia con la que habla y de reconocer de forma tan sincera el
doble asesinato, Phoenix mantiene el mismo semblante serio. Ninguna
lágrima se asoma por sus ojos.
—Como tú, soy una buena persona. Pero los que están en esta casa no son
así. Sería injusto que otros obtengan una libertad inmerecida.
Frederik le sigue con atención. La historia que está escuchando se asemeja
a la suya. Ambos iban a casarse cuando cometieron sus delitos; ambos tenían
planes que se vieron truncados por terceras personas; ambos han sufrido a
causa de su físico.
—Si salgo libre, tengo muy claro qué voy a hacer. Me iré a una isla
perdida que esté lo más lejos posible de esta podrida sociedad. Allí no podrán
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verme para reírse de mi físico y disfrutaré de mi soledad. Entonces seré feliz.
Tras toquetear nuevamente su cicatriz, vuelve a ponerse la camiseta.
—Unámonos para votar. Que la victoria recaiga en nosotros.
Phoenix esboza una sonrisa mientras le solicita el trato. Frederik mira
extrañado en primera instancia, pero enseguida alegra su cara. El discurso de
su compañero le ha convencido, por lo que asiente con la cabeza ante la
propuesta de Phoenix. Los dos irán juntos hasta donde les permita el
concurso.
—El gigantón —Phoenix pronuncia de forma tajante el nombre—. Es el
más cabrón de todos los que hay en la casa. Hay que ir a por Abraham
Lawless.
—Abraham Lawless —repite pensativo Frederik—. Me gusta.
Nominémosle a él.
Horas después, el Letrado vuelve a hablar.
—Boone Morris y Orson Woodward, marchad a Juicio Final. Ha llegado
el momento de decidir quién continúa en el concurso.
La frialdad con la que habla, unido a su sonido robótico, provoca
escalofríos en los participantes. George Sorrow y Hugo García son los únicos
capaces de desearles suerte, mientras que Wyatt Miller fija su vista en Orson
Woodward. Al darse cuenta, este asiente. «Cumpliré mi pacto», piensa para
sus adentros.
Al entrar en Juicio Final retumba un sonido metálico y la puerta queda
bloqueada. Además, la sala se encuentra ligeramente cambiada. En esencia, el
mobiliario es el mismo pero lo que cambia es la iluminación, puesto que la
habitación está totalmente oscura a excepción de dos círculos luminosos sobre
el sofá. Philip Julius Spencer indica a los concursantes que deben posarse
sobre ellos. Esta vez, el presentador viste de traje, con el pelo negro
claramente teñido, además de lucir unas gafas sin montura que le dan un aire
serio.
—Hoy es día de eliminación. ¿Estáis preparados? —el presentador danza
sobre el plató. A pesar del aspecto formal que transmite su vestimenta, saca su
vena cómica para gozo del público—. Vuestros compañeros os han votado
para que la audiencia decida quién merece continuar en el concurso. ¡Y ya
tenemos veredicto!
El presentador está radiante de felicidad. Le encanta dominar el escenario
y el tempo del programa. Pide que le acerquen los resultados de la votación.
Recibe un sobre, lo abre cuidadosamente y murmura tras ver su contenido.
—Yo ya lo sé, queridos Boone y Orson. ¡Qué emoción!
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Sentados en el sofá, ambos están inquietos. Aunque se lo imaginan, no
saben qué va a ocurrir cuando digan el nombre de uno u otro.
—¿Será el gigante agresivo o el negrito cobarde? —Philip Julius Spencer
se lleva un dedo a la mano y pregunta de forma dubitativa. Tras unos
segundos, pone los brazos en jarra— ¿Sabéis? ¿Por qué no vemos antes los
méritos que os han traído a Purgatorio? ¡Dentro vídeo!
Oprimidos por los nervios, la agitación y la excitación por conocer qué va
a suceder, a los nominados no les queda otra que ver los reportajes que han
preparado sobre ellos. Orson da un respingo cuando muestran las imágenes de
la vivienda de los dos ancianos que asaltó, las salpicaduras de sangre que dejó
por toda la casa y el estado en el que quedó el bastón que utilizó. Las lágrimas
inundan su rostro. Minutos después, la pantalla se ceba con los delitos de
Boone, quien es incapaz de mirar el televisor. Se trata de un depredador
sexual, acusado de más de una veintena de violaciones a niños y niñas de
entre cinco y ocho años. Según el reportaje, se probaron como ciertas quince
de esas acusaciones, mientras que el resto fueron archivadas por falta de
pruebas. Su procedimiento era sencillo, pero efectivo. Esperaba a la salida de
un colegio, engatusaba a un menor con la excusa de que sus padres le dejaban
a él como responsable para recogerle, y posteriormente lo llevaba a un
descampado en el que les hacía toda clase de pillerías. A base de golpes los
dejaba mudos para que no gritaran. A base de golpes los dejaba quietos para
facilitarle la tarea. A base de golpes mató a un chico de seis años, aunque no
le impidió culminar la violación, seguramente sin saber que le acababa de
quitar la vida. A pesar de que actuaba a plena luz del día, se mostró
escurridizo durante los meses en los que actuó, al no tener un domicilio fijo y
cambiar constantemente de coche e identidad. También le ayudó el hecho de
haber cometido los crímenes en diversos estados, por lo que las distintas
violaciones fueron consideradas, en principio, como actos de diferentes
criminales. Una vez se cribaron los datos entre los diversos cuerpos policiales,
su detención fue cuestión de tiempo. Su retrato robot figuraba en todas y cada
una de las comisarías. Boone nunca paró sus ganas de violar más niños, por lo
que en su último intento fue reconocido por un policía. En el juicio, él se
declaró culpable, aunque esgrimió una enfermedad mental para tratar de
impedir que lo condenaran a muerte. No le funcionó.
—No lo alarguemos más —Philip Julius Spencer se mueve sin cesar una
vez han terminado los vídeos. Está nervioso, al igual que un niño cuando
recibe un regalo y se muere de ganas por abrirlo—. La audiencia ha decidido
que el eliminado sea…
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Tanto Boone como Orson se agarran con fuerza al sofá. La pausa
dramática del presentador se les hace interminable.
—¡Boone Morris!
Al instante, un chispazo le noquea. Ha sonado más fuerte que el que
recibió Mike Bradbury, pero las consecuencias son las mismas. Boone fallece
en el acto. La fuerza de la descarga eléctrica le ha desplazado del sofá y cae
como un saco de patatas a la alfombra ante el estupor de Orson, quien
reacciona tras unos segundos. Se acerca a su cuerpo, lo palpa en busca de
señales vitales y no las encuentra. Empieza a gritar desesperado al imaginarse
que ese cadáver que tiene a su lado podría haber sido el suyo.
Mientras Orson llora agitado en Juicio Final, Philip Julius Spencer está
sonriendo a la par que da vueltas por el escenario. Incluso choca las palmas
con los asistentes al plató, como si todos estuvieran celebrando la muerte del
concursante de raza negra.
Orson se vuelve a sentar en el sofá con las manos tapando su rostro.
Piensa que, más que en el Purgatorio, se encuentra en el infierno. Y que tiene
que hacer todo lo posible para evitar salir nominado, no quiere volver a pasar
por este trago. Si en esta ocasión le ha sido realmente duro, ¿cómo será la
próxima vez si sabe que al perdedor lo matan al instante?
Con la respiración acelerada y sin levantar la cabeza, el presentador llama
su atención voceando su nombre. Cuando este reacciona y posa su mirada en
la televisión, Philip Julius Spencer le habla directamente:
—Felicidades gigantón, puedes volver a la casa. ¡Ya solo quedáis nueve!
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Día 4
Tras dos días escuchando a AC/DC al abrir los ojos, esta vez son los
miembros de Queen los encargados de dar los buenos días a los concursantes.
Hay una cosa en común entre ambas canciones, su proclama por la libertad.
No todos se levantan para desayunar. Orson se queda traumatizado en su
cama, con unas enormes ojeras que indican que su sueño se ha visto
interrumpido en varias ocasiones. Wyatt se queda con él. Inquieto, pregunta a
Orson qué ha pasado en Juicio Final.
—Murió —responde secamente—. Estaba sentado a mi lado. El
presentador dijo su nombre y un segundo después ya estaba muerto.
Ambos entienden su dramática situación. Cuando estaban en la cárcel,
tenían una fecha en la que ejecutarían su condena, la cual podían posponer
acudiendo a la justicia. Hasta el momento, han podido evadirla. Pero ahora es
distinto, no tienen día exacto para su ejecución, tampoco tribunal que lo
retrase, pero sí sentencia que van a cumplir de forma ineludible. Se han
convertido en un entretenimiento para una audiencia morbosa que, desde la
lejanía, decide quién va a morir y quién prolonga su agonía. Porque los
fallecimientos de Mike Bradbury y, sobre todo, Boone Morris, ponen de
manifiesto que no hay salvación, excepto para el ganador.
—Nos han arrebatado la dignidad —apoyado en la puerta de entrada al
dormitorio, Abraham Lawless ha escuchado hablar a Orson—. El Gobierno
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nos ha vendido cuales ratas pestilentes. Somos mercancía estropeada.
Wyatt y Orson miran con recelo la intervención de Abraham. Inmersos en
su conversación, no se han fijado en que su compañero de habitación estaba
atento a lo que ellos dos hablaban.
—Pero nosotros no somos mercancía estropeada, ¿verdad? —Abraham
pronuncia la frase mientras se acerca a la cama de Orson—. O por lo menos,
vamos a demostrarles que tenemos muchas cosas que enseñar todavía.
—Estamos condenados a morir en esta casa —esgrime un apesadumbrado
Orson—. Llevamos apenas cuatro días y ya hemos visto cómo han fallecido
dos personas.
—Y seguramente habrá más muertes —Abraham habla con firmeza. No le
tiembla la voz ni tampoco muestra dudas en su expresión corporal—. Pero
podemos complicarles la vida y elegir nosotros quiénes mueren y cuándo lo
hacen.
Wyatt y Orson tuercen el gesto y miran a Abraham con cierto recelo.
¿Está hablando de realizar un pacto entre los tres? ¿O su intervención
aventura ir un paso más allá? En cualquier caso, les basta con mirar el rostro
del fortachón para darse cuenta de que tiene un plan en mente y que, en
ningún caso, se trata de una broma.
—¿Qué quieres decir con «cuándo lo hacen»? —Wyatt se interesa por lo
que menciona Abraham.
—No puedo ser más claro —responde mientras lanza un par de puñetazos
al aire, como si de un boxeador se tratase—. Estoy hablando de matar al resto
de concursantes.
Orson se sobresalta en cuanto oye la sentencia de Abraham. Él lamenta la
muerte de los dos ancianos y, a pesar de que es un asesino, no se considera
como tal. Su dura infancia y la droga le llevaron a un camino que ahora
repudia. Pero ese era otro Orson, aquel que se descarrió. El actual tiene una
idea en mente y hará todo lo posible para llevarla a cabo. Pero ¿es necesario
matar para conseguirlo? Durante toda la noche le ha dado vueltas a lo vivido
en Juicio Final y todavía no ha sido capaz de quitarse de la cabeza el sonido
de la descarga eléctrica que sufrió Boone Morris. Tampoco el posterior olor a
quemado que dejó su cadáver y que tuvo que aguantar durante unos minutos,
hasta que pudo regresar a la casa.
Sin embargo, Wyatt acoge de mejor manera la propuesta. No en vano, la
muerte ha estado sobrevolando continuamente su vida. A pesar del perfil bajo,
y no solo por su altura, que está mostrando en Purgatorio, antes de entrar en
el concurso y en la cárcel tenía un carácter altivo. Nació en una familia
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adinerada de Brooklyn que le podría haber dado todos los caprichos que él
hubiera querido, pero salió rebelde sin causa. Quizá su falta de centímetros la
suplió con exceso de adrenalina. En su adolescencia era el matón de su
escuela. Le bastaba con interpretar mal una mirada, con entender mal un
comentario, para emprenderla a golpes con el que tuviera delante. No es que
fuera corpulento, pero su rabia compensaba su baja estatura y sus flojos
músculos. Pronto conoció a John Caruso, un aspirante a mafioso que
necesitaba jóvenes que cumplieran sus encargos y le evitaran inmiscuirse
directamente. Como si del ejército se tratara, Wyatt se presentó voluntario a la
causa de Caruso y enseguida se mostró como un soldado efectivo y audaz.
Empezó entregando droga y llevando dinero del punto A al punto B para,
según iba adquiriendo experiencia, dar sustos a algunos deudores. Un labio
roto por aquí, una fractura de nariz por allá, la violencia se fue normalizando
en Wyatt. Dar puñetazos le parecía demasiado sencillo, así que empezó a
utilizar un martillo. Un día se envalentonó de más y en vez de golpear en la
rodilla a su víctima lo hizo en la cabeza. ¿El resultado? Muerte instantánea.
Arrebatarle la vida a una persona le dio una sensación de poder que nunca
antes había sentido. En los círculos bajos de su ciudad ya le conocían como el
Pequeño Diablo y a Wyatt le encantaba esa notoriedad. Le gustaba la fama.
Lo cierto es que todos temblaban en cuanto le veían aparecer: temían su
presencia. Incluso Caruso, quien sospechaba que Wyatt se encariñaría de su
puesto. Así fue. Aquel martillo acabó incrustándose en el cráneo del jefe
después de que Wyatt discutiera con él por un pago que consideraba
excesivamente corto. Desde luego, su ascensión en la cúpula criminal de
Caruso no pasaba inadvertida para la Policía, aunque todavía no había sido
capaz de echarle el guante.
Sí lo hizo cuando Wyatt, desatado tras su propia promoción laboral, se
emborrachó y acabó en estado etílico en medio de una calle. En el hospital le
encontraron aquel martillo ensangrentado y los sanitarios dieron parte a las
autoridades. En su juicio le imputaron la muerte de Caruso y otras tres
personas más, aunque la prensa llegó a culparlo de hasta seis asesinatos que
siguieron el mismo modus operandi. Wyatt se pasó todo el proceso judicial
sin pronunciar palabra y solo cambió su serio semblante cuando recibió la
condena, momento en que una sonrisa se abrió paso en su rostro. A su
manera, pero alcanzó el estrellato que tanto ansiaba.
En el salón de la casa se encuentran el resto de concursantes, sin enterarse
de la conversación entre Wyatt, Abraham y Orson. Nadie sabe qué ha
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ocurrido en Juicio Final, puesto que no han podido cruzar ninguna palabra
con Orson tras regresar de la estancia.
—¿Qué creéis que pasó? —George Sorrow rompe el silencio con voz
temblorosa.
—¿Y qué te importa, abuelo? —Phoenix Carrack escupe sus palabras—.
¿Qué más nos da lo que pasara ayer? Lo único cierto es que estamos aquí
encerrados y esperando que nos maten, sea la organización o sea la audiencia.
Al menos el negrito ya ha terminado su tortura.
Nadie se atreve a replicar las agresivas palabras de Phoenix, que de
inmediato abandona el salón para dirigirse hacia el gimnasio. Su marcha
provoca algunos suspiros de alivio de sus compañeros.
—Por más que nos duela, él lleva razón —Frederik Spahl ha esperado a
que Phoenix saliera de su alcance visual—. Da igual lo que le pasara a Boone,
porque lo que le haya sucedido a él nos ocurrirá a los demás tarde o temprano.
—¿Hace falta ser tan desagradable? —Hugo García señala hacia el
gimnasio, en alusión a Phoenix. No esconde su malestar ante la respuesta
anterior.
—Puede que le falte tacto —Frederik sale en su defensa—. Pero hay que
ser conscientes de dónde y, sobre todo, por qué estamos aquí. No es fácil para
nadie socializar en esta situación, ¿no creéis?
—No sé por qué te pones de su parte, Frederik —Hugo lamenta la amistad
de este con Phoenix—. Pero el tiempo que me quede aquí no pienso pasarlo
junto a un tipo tan maleducado y agresivo. Si tiene complejo por su cicatriz
no es problema nuestro. La verdad es que tiene pinta de ser capaz de hacer
cualquier cosa con tal de salvar su culo.
—Es muy sencillo. Podemos morir enfrentándonos y dando carnaza a esa
supuesta audiencia o podemos mostrar dignidad y no perder los papeles
—Frederik habla sin apartar la vista de Hugo.
En ese momento, la voz robótica del Letrado inunda la casa.
—Que todos los concursantes acudan a Juicio Final inmediatamente
—ordena.
Algunos participantes arquean las cejas al no entender por qué, pero a
pesar de su extrañeza van desplazándose todos hacia la estancia. Cuando los
nueve ya están dentro, la televisión se enciende y enseña el vídeo de la noche
anterior, en el que Orson Woodward y Boone Morris se enfrentan al veredicto
de la audiencia. Cuando Philip Julius Spencer grita el nombre de Boone, la
secuencia del vídeo cambia directamente a un primer plano del eliminado. Un
tremendo chispazo le arrebata la vida.
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—Ahí tienes respuesta a tu pregunta, abuelo —Phoenix se dirige a George
con cierto desdén.
Tras ver cómo Boone Morris moría ante los ojos de todos, Philip Julius
Spencer aparece en escena. Esta vez no luce mayores artificios, aunque se
lleva continuamente a la boca un chupachups que saborea de una forma
obscena.
—¡Buenos días, concursantes! ¿Estáis preparados para jugar?
Ninguna mención a la muerte que acaban de presenciar ni tampoco una
preocupación hacia los que siguen con vida. El presentador solo quiere que el
guion del reality show se siga al pie de la letra. Ante la apatía de los
participantes, Philip Julius Spencer interviene.
—¿Creéis que vais a estar 24 horas encerrados y sin dar un palo al agua?
¡No estáis en un hotel! —el presentador para su discurso y se pone a dar
vueltas sobre sí mismo de manera alocada. Tras unos segundos en los que
simula estar mareado, continúa—. En cuanto salgáis por esa puerta, tendréis
una misión. En algún lugar de la casa hay escondida una bola negra. Quien la
encuentre obtendrá un suculento premio: ¡quedará libre de la siguiente
nominación!
Los nueve concursantes no dan crédito a lo que escuchan. Hace unos
minutos veían cómo un compañero fallecía ante sus ojos y descubrían, a
excepción de Orson y sus acólitos Wyatt y Abraham, que el precio de la
eliminación es la vida. La muerte les espera en los próximos días o incluso
horas, pero el presentador les está pidiendo con total normalidad que jueguen.
—¡Sois unos impresentables! No pienso mover ni un dedo para daros el
gustazo a ti y tu asqueroso público —Phoenix vocifera contra la pantalla.
—No tienes opción, querido —Philip Julius Spencer no se altera lo más
mínimo ante la agresividad del concursante—. O participas o… ¡Atente a las
consecuencias!
Tras unos segundos de tensión, vuelve a hablar Philip Julius Spencer.
—En cuanto termine la cuenta atrás podéis salir en su búsqueda. ¡Tres!
¡Dos! ¡Uno! ¡A por la bola negra!
Desafiante, Phoenix se limita a morderse el labio y quedarse inmóvil de
pie, mientras Frederik le alienta con la mirada a que recapacite su postura. Sin
embargo, Phoenix no está dispuesto a seguir las normas del concurso.
Los demás concursantes ya han salido rápidamente a por la bola negra.
Daniel y George se dirigen hacia su habitación, mientras que Orson, Abraham
y Wyatt acuden al otro dormitorio. Hugo mira entre los utensilios de la cocina
y Nicholas realiza su búsqueda en el gimnasio. Frederik, incapaz de hacer
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reaccionar a su compañero, también se une a esta particular búsqueda del
tesoro, aunque debido a su cojera no puede seguir el ritmo del resto del grupo.
En unos minutos, la casa está totalmente desordenada. Las camas de uno y
otro dormitorio se quedan totalmente desechas, los armarios de la cocina
abiertos de par en par y con sus enseres esparcidos por el suelo, mientras que
por el baño parece que ha pasado un huracán. De repente, se oye un grito.
—¡La tengo! ¡Ya la he encontrado!
Nicholas es el afortunado. Después de revisar en las diferentes máquinas,
ha acabado desenrollando una a una las esterillas hasta que en el interior de
una ha aparecido aquella bola negra con el símbolo del programa plasmado en
ella.
—Todos a Juicio Final —exclama el Letrado.
Los concursantes van desfilando desde las diferentes habitaciones y se
dirigen a la sala indicada. En cuanto todos entran en la misma, Philip Julius
Spencer grita:
—Enhorabuena, Nicholas, has sido el más listo de todos. ¡Estás exento en
esta nominación!
A pesar de su victoria en este particular juego, no recibe la felicitación por
parte de nadie. Tampoco la esperaba, consciente de que sus compañeros le
tienen cierta animadversión por su pasado. De todas formas, poco le importa
qué piensen de él los demás. Es un alma libre.
—No puedo decir lo mismo del fracasado Phoenix —Philip Julius
Spencer no esconde su desilusión ante el concursante—. Tú eres un mal
jugador y no mereces continuar en Purgatorio.
Tras pronunciar esas palabras, Phoenix cambia el semblante y cierra los
ojos a la espera de una descarga. Sus compañeros también dan un paso
alejándose de él y dejando un pequeño espacio vacío a su alrededor.
—¡Estás nominado! —Philip Julius Spencer se desgañita.
Phoenix suspira al evitar la muerte, si bien no se inmuta ante la proclama
del conductor del reality show. Pero sí Frederik, que se lleva la mano a la
boca y ladea posteriormente su cabeza en clara señal de desacuerdo con la
actitud de su compañero. Mejor se lo toman Abraham, Wyatt y Orson,
quienes esta vez tienen una opción inmejorable para elegir qué concursante
acompañará a Phoenix en la nominación. De hecho, habían acordado darle los
cuatro puntos que podían repartir como máximo, pero ahora se les abre un
nuevo panorama al estar ya nominado.
Después de que el presentador se despida y les mande de nuevo al interior
de la casa, el trío se reúne en su habitación para valorar la nueva situación.
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—Con Phoenix nominado y Nicholas salvado, ¿qué os parece si votamos
por Frederik? —propone Orson.
—Quizá sería mejor elegir otra persona para asegurarnos la marcha de
Phoenix —Abraham pronuncia con cierta ironía la palabra «marcha».
—Tengo un nombre mejor —Wyatt tiene claro su objetivo—. Hasta la
fecha no ha dado ningún quebradero ni se ha saltado ninguna norma. Un
bienqueda de manual. Es el mejor oponente para asegurarnos de que se vaya
Phoenix, porque seguro que no ha generado antipatías en la audiencia.
Cuando Wyatt dice el nombre de la persona en la que está pensando, sus
dos compañeros sonríen y aceptan el plan.
Por su parte, Phoenix se encierra en el gimnasio mientras que los demás
se marchan a su habitación. Está muy enfadado con la actitud de sus
compañeros, sumisos a las órdenes del presentador. No entiende por qué
siguen el rollo a un programa en el que les están tratando como simples
juguetes. A excepción de su amigo Freddie, quien intentó que cambiara su
actitud, ve a los demás como enemigos, aunque tampoco le ha gustado que
este acabara participando en el juego propuesto. En su fuero interno sabe que
el resto de concursantes están deseando que se marche. Su cabreo va en
aumento. Y en esas circunstancias, está dispuesto a lo que sea con tal de
seguir con vida.
Conociendo el temperamento y la agresividad de su amigo, Frederik no
quiere acercarse a Phoenix para darle su espacio. Esperaba que se diera cuenta
de que su actitud derrotista y pesimista no le serviría de nada, aunque con la
nominación pesando sobre su cabeza quizá ya sea tarde para mejorar su
conducta. En cualquier caso, Frederik se muestra extrañado respecto a los
otros inquilinos de la casa. Cuando el presentador propuso el juego, todos
salieron rápidamente a por esa bola negra. Esperaba esa reacción de Wyatt,
Orson y Abraham, quienes no se han separado en todo el día y de los que cree
tienen alguna especie de acuerdo. Pero no se explica que Hugo y George
participaran de forma tan activa. Aún menos lógico le parece el ímpetu que
puso Nicholas en este juego. «Aquí no hay compañeros», piensa. Algunos de
ellos se han mostrado escépticos o ausentes con el programa, pero no han
tenido mayores problemas en competir en cuanto han tenido ocasión.
Instantes después, el Letrado pide a los concursantes que vayan pasando
por Juicio Final para comunicar sus votos. Todos, excepto el propio Phoenix
Carrack, cuya negativa a participar en el juego también provoca que se quede
sin elegir qué concursantes quiere que salgan a la palestra. Con toda la tropa
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congregada en el sofá del salón, el Letrado pasa a comunicar los nombres que
se jugarán su vida al día siguiente.
—Como sabéis, Nicholas White queda libre de una nominación que tenía
ya garantizada Phoenix Carrack. El otro nominado será… —nuevamente, el
Letrado se toma su tiempo para comunicar esta decisión— ¡George Sorrow!
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Día 5
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redimirnos por el mal que hemos causado, aunque sea para irnos en paz. ¿O
acaso tú no estás atormentado por lo que te llevó a la cárcel?
—No hay día que no me arrepienta de ello —algunas lágrimas brotan de
sus ojos mientras se aferra con fuerza al colgante de su cuello.
Frederik ha conseguido, en parte, su objetivo: ablandar a Daniel. Pero
aunque espera que se abra ante él, Daniel prefiere marcharse hacia el baño de
su habitación. Al menos se conforma con haber intercambiado unas palabras
con él, puesto que hasta entonces Daniel no ha hablado con nadie. «Parece un
corderillo a las puertas del matadero», se dice a sí mismo Frederik, e
inmediatamente después suelta una carcajada al darse cuenta de lo irónico de
su pensamiento. ¿No es precisamente esa la situación de todos ellos? ¿La de
estar a las puertas o, más bien, en el interior, del matadero?
En el salón se reencuentran Orson, Abraham y Wyatt. Los tres están
tranquilos ante lo que vaya a suceder en unas horas. Si el elegido es Phoenix,
se habrán quitado de en medio a un tipo fuerte, temperamental y con la
capacidad de estallar en cualquier momento. Si por el contrario se marcha
George, dejarán de ver a una persona que vendería su alma al diablo con tal
de quedar bien y cuyo senil aspecto genera compasión. En cualquier caso, la
idea que propuso un día antes el fortachón del grupo va más allá de la
eliminación de esta noche.
—En esta ocasión nos ha salido a la perfección al estar nominadas las dos
personas que queríamos —Abraham habla en voz baja en un pequeño corrillo
con sus compañeros de fechorías—. Pero no debemos relajarnos. Lo que os
decía va totalmente en serio.
—¿De verdad serías capaz de matar a alguien aquí dentro? —Orson
pregunta con inocencia. Después de observar la seguridad que transmite
Abraham al hablar, sabe cuál será la respuesta a esa pregunta.
—No pienso sentarme con los brazos cruzados y esperar acontecimientos
—con voz firme, Abraham Lawless comparte con ambos compañeros sus
inquietudes—. La pregunta no es si somos capaces de matar aquí, porque si
estamos en esta casa es debido a que en el pasado ya fuimos capaces de matar
a alguien. Lo que de verdad debemos cuestionarnos es cuándo acabar con la
vida de otro concursante.
Abraham se aleja del corrillo, se pone de pie y desde su posición mira
alternativamente a sus dos compañeros.
—Y para esa pregunta tengo la respuesta adecuada.
En su dormitorio, Phoenix se levanta de la cama y se marcha al gimnasio
para despejarse. Se sienta sobre el banco de pesas aunque no ejercita sus
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músculos. Está ausente y su rostro refleja la incertidumbre que sobrevuela sus
pensamientos. Este podría ser su último día con vida. Tumbado en la cama y
sin poder pegar ojo se ha dado cuenta de que su rebeldía ha incrementado las
opciones de quedar eliminado del concurso. La tristeza le consume.
Unos años antes iba a comerse el mundo. Empresario de éxito, manejaba
los designios de una fábrica de armas en Mountain Grew, Utah. Su catálogo
era de lo más variado: escopetas, rifles deportivos, pistolas, fusiles e incluso
cuchillos de caza. Él se encargaba de viajar por todo el continente americano
para cerrar jugosos contratos, de los cuales se llevaba una importante
comisión. Puede que eligiera esta profesión para despuntar y demostrarse que
su físico no le iba a cerrar ninguna puerta. No obstante, su fiereza y verborrea
le ayudaban a conseguir su objetivo. Sin embargo, según iba creciendo
profesionalmente se alejaba de su mujer, la cual buscó cariño en uno de los
subalternos de su marido. Phoenix sospechaba que su esposa le era infiel a
causa de su reciente interés por la moda, la bisutería y, sobre todo, la lencería
de encaje que nunca había usado con él. Cuando por accidente descubrió en
uno de los cajones un liguero, un tanga y un picardías de los que nunca había
tenido constancia, supo al instante que su mujer tenía una aventura. Colocó
una cámara en un jarrón de su habitación y planeó un viaje que no era tal. A
través de la aplicación del móvil comprobó que sus hipótesis eran ciertas, por
lo que quiso tomar cartas en el asunto. Regresó a su casa con una escopeta de
repetición de un solo cañón para asustar a su mujer y su amante, aunque
nunca se le dio bien controlar su rabia interior. En cuanto entró a su casa y
descubrió en pleno acto a la pareja, abrió fuego sin pestañear. Le bastaron dos
cartuchos para culminar la carnicería. Alegó ira transitoria, pero colocar con
antelación la cámara y planear un supuesto viaje para pillar in fraganti a los
dos amantes fueron atenuantes suficientes para el jurado popular que le juzgó.
Esa furia incontrolable que se apoderó de él cuando descubrió la aventura
de su mujer regresa a su cuerpo. No quiere resignarse ante el destino que le
espera. También tiene claro que no desea hablar con nadie, a pesar de que
sabe que de esta forma le está fallando a Frederik. Pero ¿por qué debe
preocuparse por una persona que acaba de conocer hace unos días? Seguro
que en cuanto tenga la oportunidad, Freddie también le decepcionará. En
definitiva, llegó solo a esta casa y se convence de que se marchará también en
solitario. La única persona de la que puede fiarse es de él mismo.
Apura las horas anteriores a la decisión final con la intención de hallar
algún recoveco en las paredes de la casa, pero no encuentra absolutamente
nada. Es consciente de que algún espacio debe comunicar con el exterior,
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puesto que la organización ha sido capaz de entrar para depositar a Daniel
Mitchell tras la muerte de Mike Bradbury, así como para dejar la bola negra
que posteriormente encontró Nicholas White. También para llevarse los
cadáveres del propio Mike y de Boone Morris. Pero la búsqueda de Phoenix
resulta totalmente infructuosa a pesar de los golpes que propina por todos los
muros de la casa. Es más, en ningún lugar suena a hueco.
La tristeza da paso a la desesperación por encontrar la manera de seguir
vivo. Incapaz de encontrar una salida física, traza una idea en su mente.
Cuando llegue el momento actuará para evitar su muerte. No sabe si
funcionará, pero no tiene nada que perder.
Quien se muestra resignado es George Sorrow. Se había hecho a la idea
de que moriría sin salir de la cárcel, por lo que unido a su avanzada edad, no
tiene ningún plan en caso de ganar el premio que promete el concurso.
Además, en ningún momento se ha imaginado como vencedor del programa,
si bien sí ha soñado con obtener la libertad que ahora le ofrecen al ganador.
Para ello, ha intentado no meterse en follones, pasar desapercibido y llevarse
bien con los compañeros para evitar la nominación, pero cuando oyó su
nombre como nominado se vino abajo, sabedor de que si salía tan pronto a la
palestra, aunque se salvara, volvería a estar en ese listado más veces. A
diferencia de Phoenix, quien se ha aislado en sí mismo a la par que
incrementa su agresividad corporal, George se ha ido empequeñeciendo hasta
el punto de desear que el presentador diga su nombre y le ponga fin a esta
pesadilla.
A pesar de que está rodeado de presos con su misma condición, él se
siente completamente diferente. Bajo su prisma, el resto de concursantes
eligieron matar ya sea por vicio, venganza o sentimiento de poder. En su caso,
lo hizo por necesidad. Trabajaba como enfermero en un geriátrico de Dallas,
en el que estuvo más de dos décadas. Le gustaba compartir tiempo con
personas mayores que sabían todo sobre la vida: se sentía más inteligente.
Pero también le daba lástima cómo se apagaban esos ancianos. El proceso
siempre era el mismo: una familia ingresaba a uno de sus miembros en el
centro, este llegaba con alegría y se mostraba incluso dicharachero, pero a los
pocos meses se daba cuenta de que no estaba en esa residencia para
sobrevivir, sino para morir. Cuando el anciano era consciente de esa realidad,
su auténtico yo se iba desvaneciendo hasta quedar una sombra de lo que fue
aquel hombre. De ahí a la muerte ya solo faltaba un paso.
George Sorrow sufría en cada uno de los casos. De trato afable y cariñoso
con todos ellos, nunca se acostumbró a ver en primera persona este proceso
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degenerativo. Tardó años en decidirse, pero se convenció de la buena causa
que abanderaba. Así, antes de que el anciano se apagara por completo, él se
encargaba de ahorrarle sufrimiento. Aprovechaba las visitas nocturnas a las
personas mayores para inyectarles por vía intravenosa una pequeña dosis sin
diluir de potasio cloruro. Al día siguiente ya no despertaban y fallecían a lo
largo de la noche a causa de una parada cardiaca. Los familiares de las
víctimas jamás pedían una autopsia, sabedores de que se trataba de una
muerte lógica y sencilla de explicar en personas que, por lo general, pasaban
las ocho décadas de vida.
Sin embargo, el geriátrico se alarmó cuando el número de fallecidos de
esta forma les pareció muy elevado. Sin previo aviso a sus trabajadores, la
dirección colocó pequeñas cámaras de vigilancia para revisar que los
procedimientos fueran los adecuados. Solo tres días después de su instalación,
murió otro anciano en similares condiciones. Al comprobar el vídeo, se
descubrió el pastel. George Sorrow pasó a ser conocido como el Ángel
Exterminador y se le acusó de haber acabado con la vida de treinta y cuatro
ancianos durante el tiempo que él estuvo trabajando en el geriátrico.
Reconoció la autoría de todos ellos. Ante el tribunal señaló que lo hacía por
compasión y se declaró culpable, con la esperanza de librarse de la pena
capital. No soportaba ver que esas personas tan cariñosas tuvieran un triste
final en el que ni ellos mismos se reconocieran. El juez también le condenó a
pena de muerte por compasión, aunque en su caso argumentó que esa
compasión estaba dirigida hacia los futuros ancianos que se colocaran bajo su
supervisión y le calificó como un individuo adicto al placer de matar.
En la casa, George Sorrow está viviendo en sus carnes la evolución que
sufrían los ancianos que él mató en el pasado. Sabe que esta particular cárcel
va a ser la última estación de su vida. Ahora siente compasión por sí mismo
aunque también teme llegar al final. No quiere morir, no quiere que le maten.
Estos pensamientos le inundan en las últimas horas y por fin se da cuenta de
la crueldad de sus actos. Si vive o muere no está al alcance de sus manos, sino
de la decisión de una audiencia incontrolable por su parte. Precisamente, él
ejerció de audiencia desalmada ante unos ancianos impotentes. En el fondo,
sabe que tiene merecido este final y es por eso que se muestra resignado.
Cuando el Letrado llama a George y Phoenix les pilla a ambos en sus
respectivas camas. Solo Frederik se acerca para, quién sabe si por última vez,
despedirse de Phoenix, aunque este rehúye el contacto con su compañero. El
resto de concursantes ni siquiera se dignan a acompañarles a Juicio Final,
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menos todavía a despedirse de ellos. Cuando los dos nominados pasan a la
sala les espera la televisión encendida.
—¡Buenas noches! ¡Cuánto os he echado de menos!
En cuanto les ve aparecer por la puerta, Philip Julius Spencer les recibe
con efusividad y una voz dulce. Esta vez su vestimenta es menos lujosa que la
de días anteriores. Mejor dicho, es más escasa, puesto que solo luce un
calzoncillo negro y una corbata. Por lo demás, está totalmente desnudo.
Aunque les deja unos segundos esperando respuesta, el presentador no
recibe ninguna. Sí se fija en que, tanto George como Phoenix, siguen de pie y
no se han posado en el sofá que comanda la sala.
—Queridos concursantes. Esa cosa grande que está encima de la alfombra
se llama sofá y sirve para sentarse. Así que os pediría que le deis uso para que
no os caigáis del susto… —Philip Julius Spencer toma aire de forma
exagerada— ¡cuando sepáis la decisión de la audiencia!
De nada le vale su ironía, puesto que ambos siguen de pie al otro lado del
sofá. Phoenix mueve los pies casi de forma incontrolable, parece nervioso.
George está quieto en su sitio, aunque su respiración y el vaivén de sus ojos
muestran la agitación que siente en su interior.
—Me estáis tocando los cataplines —el presentador suspira—. Os lo he
pedido por las buenas, no me obliguéis a hacerlo por las malas. ¡Sentaos de
una vez!
La voz de Philip Julius Spencer ha ido ganando en decibelios según
intervenía. Su rostro también se endurece y coquetea con el nudo de la
corbata. A pesar de que los dos concursantes no siguen sus directrices, él
sigue demostrando quién manda en estos momentos.
—¡Tú sí que me estás tocando los cojones! —Phoenix sale de su letargo y
se encara con el presentador—. ¡A tomar por culo tu mierda de concurso!
En ese momento, el nominado se arranca la petaca y la lanza contra la
televisión.
—¿Ahora qué vais a hacer? ¿Cómo pensáis matarme? —Phoenix grita
fuera de sí.
George se lleva las manos a la cabeza temiendo que el presentador pulse
un botón y le «elimine» a él. Aunque unos segundos después opta por seguir
el camino de Phoenix y se deshace de su petaca. Ahora ninguno de los dos
puede recibir una descarga.
Philip Julius Spencer agacha la cabeza y la menea a un lado y otro
negando los hechos. Sin embargo, eleva la cabeza rápidamente y una loca
sonrisa irrumpe en su cara.
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—¡Bieeeeeen! ¡Por fin algo divertido! —El presentador habla a la par que
da palmadas—. Al fin va a arrancar el programa de verdad.
Fuera de Juicio Final, los concursantes se congregan en el salón
americano. Es el otro lugar de la casa en el que también hay una televisión.
Por primera vez, la misma se ha encendido, aunque no para enseñar qué está
sucediendo a escasos metros de ellos.
—El programa de PTD, el reality show Purgatorio, ha batido el récord de
audiencia. Más de trece millones de personas estuvieron pegados a la pantalla
y en redes sociales fue trending topic mundial.
Una rubia con el pelo largo recita estas palabras. Según se abre el primer
plano, se ve una mesa en forma de uve en cuyo punto central se sitúa la
presentadora, acompañada por cuatro personas, repartidas equitativamente por
la mesa.
—La expectación por el devenir de Purgatorio también ha generado que
se contabilizaran casi veinte millones de votos en la primera expulsión. ¿No
os parece una barbaridad?
La presentadora lanza la pregunta a ambos lados de la mesa mientras agita
sus manos por las grandes cifras que ha comunicado. Uno de sus tertulianos
toma la palabra.
—Lo bueno de este programa es que estamos asistiendo a un juicio de
verdad —asevera—. El mejor jurado siempre es la audiencia. Y puestos a ser
pragmáticos, también sale más barato que tomar el camino de la justicia.
—No solo nos ahorramos dinero —le contesta otra tertuliana—, sino que
encima nos estamos divirtiendo al ver sufrir a estas personas tan desalmadas.
Los siete concursantes que quedan en el salón americano no salen de su
asombro. La organización les está mostrando un vídeo en el que están
debatiendo sobre su situación. Y lo enseñan sin ninguna clase de pudor,
reconociendo que están haciendo caja a su costa, además de disfrutar con la
angustia y el sufrimiento que padecen. Daniel Mitchell se tambalea sobre sus
posaderas mientras que Frederik agacha la cabeza para no observar la
pantalla. Abraham, Orson y Wyatt miran ensimismados, quizá expectantes
ante lo que dicen los tertulianos.
—Puede que seamos unos asesinos y que la cárcel sea el mejor lugar para
nosotros —Hugo piensa en voz alta—. Pero ¿nos merecemos este trato?
¿Nadie es capaz de darse cuenta de que nos arrepentimos de lo que hicimos?
¿Que ya no somos esas mismas personas?
Las preguntas que lanza al aire obtienen gestos de aprobación por parte de
Frederik y Daniel. Precisamente, los dos se sienten de esta manera y
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consideran que este concurso está hecho para que ellos sufran para disfrute
del espectador. Puro morbo.
Esta situación devuelve a Hugo García a su pasado. Fue, precisamente, el
morbo que le producía espiar a su vecina el que le ha llevado a ser
concursante de Purgatorio. Ahora, la situación se ha tornado y es a él a quien
observan continuamente.
Recién llegado a su vecindario tras cruzar de forma ilegal la frontera
mexicana, Hugo se enamoró de su vecina de enfrente desde el primer día que
la vio. El inmigrante la vio llegar cuando cargaba unas cuantas cajas para
instalarse en su hogar. Morena de piernas largas, busto realzado y un rostro
angelical. Cayó prendado. No sabe cómo, pero se fue obsesionando con ella.
Hugo empezó a controlar sus horarios y sabía perfectamente qué hacía cada
día de la semana, si iba al gimnasio o cuándo regresaba de trabajar. Él la
observaba siempre desde la ventana de su salón, aunque no tenía el valor de
abrir la puerta, salir a la calle y hablar con ella. «Mañana sin falta», se decía.
Pero ese mañana nunca llegaba.
Incluso Hugo adaptó sus horarios para ajustarlos con los de su vecina.
Todo con tal de verla, aunque fuera desde detrás de un cristal. Anotaba
cualquier detalle, por nimio que pareciera, por lo que llegó a conocer su
vestuario, sus rutinas y a sus familiares. Ni siquiera se habían saludado ni
cruzado por el vecindario, pero Hugo la sentía suya.
Su corazón dio un vuelco cuando una noche vio a su vecina entrar en su
casa con un joven alto y apuesto. Les vio besarse apasionadamente. Y ese fue
el detonante que disparó su obsesión. Se sintió traicionado y ultrajado. ¿Cómo
era posible que le hiciera eso? A él, que la conocía mejor de lo que cualquiera
podría. A él, que la quería más que nadie jamás lo haría. A él, que la
necesitaba siempre cerca.
Esa noche no pudo dormir. Lloraba igual que un niño pequeño al que le
quitan su juguete preferido. Necesitaba vengarse.
Rabioso, furioso y violento, descubrió su nuevo yo y se mentalizó para
hacerle pagar la afrenta. A la mañana siguiente se armó de valor, más bien
con un cuchillo, y llamó a la puerta de su vecina, pero quien abrió fue ese
chico tan guapo, sin camisa, con el pelo despeinado y portando solamente un
pantalón. Lo que le faltaba.
Sin mediar palabra, Hugo sacó su cuchillo y se lo clavó en el pecho. El
factor sorpresa dejó sin defensa al joven, que no pudo en ningún momento
contrarrestar el furibundo ataque de un hombre orondo. Hugo le asestó otras
cuatro puñaladas más en el torso y terminó con la vida del chico sin el más
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mínimo ápice de arrepentimiento. Los gritos alertaron a su vecina que salió a
ver qué ocurría, aunque lo que encontró fue la muerte. Hugo se abalanzó
sobre ella y replicó la misma furia que había empleado con el joven. Sin
embargo, se ensañó más con su vecina, a la que rajó la cara en un estéril
intento de borrar su rostro para siempre.
Cuando oyó las sirenas de la policía se dio cuenta de la magnitud de sus
actos. Él mismo salió al encuentro de los agentes y se entregó confesando los
dos asesinatos, aunque lamentaba tener que haber llegado a ese punto. «No sé
qué me ha pasado. Yo no quería este final», les decía. Su arrepentimiento le
valió de poco ante el tribunal, que decidió mandarle a la silla eléctrica.
Hugo sale de su ensimismamiento y vuelve a prestar atención a la
televisión.
—¿Qué haríais vosotros si estuvieras en Purgatorio? —la presentadora
vuelve a lanzar una nueva cuestión.
—Si yo estuviera ahí dentro —habla una tercera colaboradora—, me
limitaría a pedir perdón. El arrepentimiento queda muy bien de cara a la
audiencia.
—En mi caso —interviene el cuarto tertuliano que todavía no ha
hablado—, creo que me liaría a puñetazos con todos hasta que quedara yo
solo. Es otra opción de ganar y la única que dependería de mí sin esperar que
la audiencia me vote como ganador.
Los concursantes se remueven por dentro. Presentadora y tertulianos
hablan de ellos siempre en clave de participantes de un reality show. En
ningún caso valoran que son presos condenados a la pena capital y que su
eliminación en este concurso supone la muerte.
—Hay que mirar siempre el lado bueno de las cosas. Al menos nos
estamos haciendo famosos —suelta Wyatt Miller, quien no esconde su gusto
por la notoriedad—. El que salga de aquí no tendrá problemas en rentabilizar
su paso por la casa una vez obtenga la libertad.
—Pero a qué precio… —le espeta Hugo García.
—Siempre y cuando sea verdad que alguno de nosotros sale con vida
—sospecha Nicholas.
—¿Qué quieres decir con eso, psicópata? —mosqueado, Abraham
responde rápidamente.
—Lo que has oído —Nicholas sube su tono de voz al escuchar el
comentario despectivo del fortachón—. Que no tienes pruebas de que vayas a
salir de aquí si ganas el concurso. ¿Acaso has firmado algún contrato que diga
eso?
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En Juicio Final Philip Julius Spencer exige a los concursantes que recojan
sus petacas o se verá obligado a tomar medidas. Ni George ni Phoenix le
hacen caso y se mantienen detrás del sofá sin moverse.
—Vosotros lo habéis querido. No hace falta ni veredicto de la audiencia ni
que llevéis vuestras petacas —el presentador habla de forma tajante—. Tenéis
diez minutos para que uno de vosotros salga con vida de la habitación. Si no,
inundaremos la sala de un poderoso agente neurotóxico que acabará con
vuestras vidas en menos de un minuto. ¿Queréis probarlo?
La amenaza de Philip Julius Spencer no surte ningún efecto en Phoenix,
pero sí en George.
—¿Cómo dices? ¿Diez minutos para que uno de nosotros salga con vida
de la habitación? —le tiembla la voz.
—Querido George, es muy sencillo —el excéntrico presentador responde
con tono fraternal—. De Juicio Final solo uno de los nominados sale con vida
y, generalmente, es la audiencia la que lo decide. Pero hoy vamos a hacer una
excepción por las irregularidades que habéis cometido. Como ambos estáis
sin petaca, seréis vosotros dos los que decidan quién sale. ¿Veis qué
entretenido es?
—No lo entiendo —George se aprieta los lagrimales con dos dedos de su
mano intentando comprender a qué se refiere.
—¡Ayyyy! ¡Qué tontos os ponéis! —A Philip Julius Spencer le disgusta la
ignorancia de George. Se gira hacia el público obviando la presencia de los
concursantes—. A esta gente mayor hay que explicarles las cosas muy
detenidamente. ¡Qué paciencia!
El showman vuelve a posar su vista frente a la cámara y se dirige a
George y Phoenix.
—Tenéis diez minutos para mataros el uno al otro. Quien sobreviva,
¡continuará en el concurso!
El estupor de George es palpable. No quiere creerse lo que está diciendo
el presentador.
—Mientras tanto, nosotros nos tomamos un respiro —continúa hablando
Philip Julius Spencer—, así que la respuesta sobre qué ocurre con vuestra
eliminación la sabremos… ¡A la vuelta de publicidad!
En cuanto acaba su intervención, la televisión se apaga y solo quedan dos
haces de luz sobre el sofá. George intenta abrir la puerta por la que han
entrado de forma desesperada pero le resulta imposible. Al girarse observa a
Phoenix, quien le mira fijamente.
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—No estarás pensando en que de verdad luchemos a vida o muerte entre
tú y yo —George quiere tranquilizar la situación.
—Yo he elegido vivir —responde de forma autómata Phoenix—. Eso
significa que la muerte es para ti.
Phoenix se abalanza con furia sobre su compañero y le suelta una ristra de
puñetazos. Algunos de ellos impactan en la cara de George, otros logra
esquivarlos. Este intenta protegerse como puede, pero la diferencia de edad
hace que no encuentre la manera de deshacerse de un adversario mucho más
joven y corpulento que él. Encogido al máximo, apoya la espalda sobre la
pared y poco a poco va deslizándose hacia abajo tratando de contener la
agresividad de Phoenix. Aprovecha un pequeño parón en sus golpes para
empujarle con las piernas y logra apartarse un par de metros. Los dos se
quedan de pie y empiezan a dar vueltas vigilándose mutuamente.
—¿Por qué mereces tú salir por esa puerta? —A Phoenix le tiembla la
voz. Está visiblemente cansado por su ataque inicial—. Yo tengo un objetivo,
sé lo que voy a hacer cuando salga. ¿Pero tú? ¿Cuántos años de vida te
quedan? ¡Seamos realistas! ¿Qué posibilidades tienes tú de ganar esta
porquería de concurso?
—¿Ayer no querías jugar y hoy estás dispuesto a matarme? ¿Qué coño te
pasa? —George no entiende su cambio de actitud.
—¡Joder, no quiero morir! —Phoenix grita desconsolado. La rabia y la
tensión que acumula provocan que se deslicen algunas lágrimas por sus
mejillas—. Y pienso hacer cualquier cosa para conseguirlo, aunque eso
suponga acabar uno a uno con todos vosotros.
George da un paso atrás y tropieza con la alfombra, por lo que se tambalea
un momento. Este desliz lo aprovecha Phoenix, que se lanza rápidamente
sobre él. Ambos caen al suelo y forcejean, aunque la corpulencia de Phoenix
es notoria respecto a su rival. Finalmente, consigue controlar los aspavientos
de George y, a la par que sujeta sus brazos, se posa con las rodillas sobre su
pecho. Aprieta con fuerza y observa cómo George empieza a jadear. Dada la
postura, solo tiene una forma de noquearle: a base de cabezazos.
Aturdido, George es incapaz de repeler los golpes y paulatinamente relaja
su cuerpo, quizá consciente de que ha llegado al final. Pero Phoenix no lleva
intención de detenerse, sobre todo cuando consigue que su rival pierda el
conocimiento. Totalmente a su merced, pasa a lanzar coléricos puñetazos al
rostro de George hasta que su cara luce completamente desfigurada.
Cansado, Phoenix suelta a su presa y se sienta en el sofá. Se mira los
nudillos de sus manos, algo descarnados, y contempla el líquido rojo que
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cubre sus puños. Después de haber descargado toda la adrenalina, se tumba en
la alfombra y se coloca en posición fetal. «Esto es una pesadilla», piensa. En
un momento dado, la televisión se vuelve a encender y escucha a Philip Julius
Spencer.
—Estamos de regreso en Purgatorio —el presentador se menea
alocadamente por todo el plató—. No sabemos qué ha ocurrido en Juicio
Final, pero si todavía no ha habido un veredicto, ¡mataremos a los dos!
El excéntrico showman pide a la dirección del programa que conecten con
Juicio Final. Cuando le ponen imágenes en directo, no llega a ver a ninguno
de los concursantes sobre el sofá, por lo que se acerca a una pantalla gigante
que hay en el fondo del escenario. La escudriña con cuidado hasta que logra
ver el contorno de una persona cerca de los haces de luz que alumbran el sofá.
La poca iluminación le impide reconocer cuál de los dos concursantes es.
—¿Hola? ¿Quién está ahí? —Philip Julius Spencer hace el gesto de
saludar directamente a la cámara—. No tengas miedo y asómate. ¡Sal de tu
escondite!
Sin pronunciar palabra, Phoenix se gira sobre la alfombra y se incorpora
lentamente. Da la espalda a la televisión que habita en Juicio Final hasta que
se levanta por completo. En cuanto logra erguirse, se gira. Su camiseta está
llena de salpicaduras rojas, mientras que por toda su cabeza también hay
sangre, tanto suya como de George, fruto de los golpes que le ha propinado
con la testa. Sin duda, tiene un aspecto diabólico con el líquido rojo
recorriendo su cicatriz.
Philip Julius Spencer le observa con cierta cautela, aunque cuando
advierte la cantidad de sangre que hay en el cuerpo de Phoenix aplaude
efusivamente.
—¡Qué aspecto tan tétrico tienes! ¡Y qué bien le sienta ese color rojizo a
tu bonita cicatriz!
Phoenix se limita a tocarse la cara con su mano para limpiar un poco la
zona. Observa los dedos que ha pasado previamente por su rostro y ve cómo
estos se encuentran impregnados de sangre.
—¡Felicidades Phoenix! Yo siempre confié en ti —el presentador está
realmente emocionado—. Recoge tu petaca y márchate porque… ¡Ya puedes
regresar a la casa!
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Día 6
Los concursantes van abriendo los ojos mientras retumba por toda la casa
el sonido de Blue Oyster Cult, pero no comprenden por qué las anteriores
canciones versaban sobre la libertad y en esta ocasión sobre no temer a la
muerte. Excepto Phoenix. Él es el único que sabe lo que ocurrió en Juicio
Final y es el único de los participantes que siguen en la casa que tiene las
manos manchadas de sangre. Él empieza a entender a su manera este
concurso. No se trata de un reality show de popularidad ni convivencia, es un
programa de supervivencia. Durante toda la noche, y van dos seguidas,
apenas ha pegado ojo. Ha analizado lo sucedido en los días anteriores y ha
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llegado a una conclusión. «Estamos en esta casa para matarnos entre nosotros.
Eso es lo que quieren», recapacita. Se acuerda de cómo Boone Morris mató a
Mike Bradbury tras quitarse la petaca. El propio Phoenix repitió ese gesto con
la esperanza de que la organización eliminara a George o a otro concursante,
pero la consecuencia fue provocar una pelea a muerte. Simplemente están
jugando con ellos. La petaca solo sirve para tenerles controlados y
acojonados, además de ser la herramienta perfecta para matarlos, si llegara el
caso.
Frederik se alegró cuando vio a Phoenix sobre su cama. Estaba
convencido de que la audiencia optaría por eliminar a su amigo. Todavía no
ha podido cruzar palabra con él, aunque espera hacerlo durante el desayuno.
Es el primero en levantarse al sonar la canción, lo que aprovecha para lavarse
la cara, miccionar y dirigirse posteriormente a la cocina para esperar a los
compañeros. Minutos después, llega Daniel Mitchell.
—Buenos días, Daniel —Frederik le recibe con una sonrisa, un café y una
tostada. Todo oportunamente preparado por si la primera cara que veía era la
de Phoenix, aunque tampoco le disgusta cruzarse con Daniel—. Si quieres
acompañarme en el desayuno…
—No tengo ningún inconveniente —Daniel coge una silla para acercarse
a Frederik—. Quería darme un baño pero no hay manguera de ducha, así que
he pensado en venir a desayunar.
Frederik vierte café en una de las tazas y se la entrega a Daniel.
—¿Qué te parece la nueva sintonía para despertarnos? —Frederik intenta
mantener una conversación fluida.
—Me encanta la canción, pero me desanima su mensaje —Daniel todavía
está desperezándose—. No quiero saber nada sobre la muerte, aunque es muy
difícil olvidarse de ella. Está continuamente sobrevolando nuestras almas.
Frederik se acuerda de que intentó que el día anterior se abriera ante él.
Pero esta vez opta por ser más directo, esperando una reacción diferente.
—Maté a mi socio —suelta bruscamente, agachando la cabeza como clara
señal de vergüenza—. Me engañó y no pude evitar tomarme mi particular
venganza. Por eso estoy aquí.
Esta confesión le pilla por sorpresa a Daniel, quien apenas reacciona. Deja
el café a un lado y abre la boca para hablar, pero no le salen las palabras.
—Lo peor de todo es… que volvería a hacerlo —Frederik sigue mirando
al suelo, con desánimo.
—No te atormentes por ello. Todos tenemos nuestro pasado —Daniel
intenta calmarlo.
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—¿Tú por qué estás aquí? ¿Cuál fue tu mala decisión? —Frederik por fin
mira a los ojos a su compañero.
Silencio. Daniel tuerce el gesto, le da un mordisco a la tostada preparada
por Frederik y traga exageradamente. Abre la boca y hace un amago de
hablar, pero se arrepiente. Baja la cabeza, da la espalda a su compañero y
empieza a andar. Tras cuatro pasos, se gira hacia Frederik.
—Defender a un amigo, esa fue mi mala decisión —se muerde el labio y
se pone tenso—. Él tenía una tienda de comestibles de las que abren hasta
altas horas de la madrugada. Una noche le visité y, tras unos minutos
hablando, me marché hacia mi coche. Cuando estaba abriendo la puerta,
escuché gritos que procedían de su establecimiento. Nada más oírlos me
asomé y vi a dos ladrones dentro de la tienda. Uno de ellos le apuntaba con
una pistola, mientras que el otro intentaba abrir la caja registradora. Entré en
pánico y regresé al coche para coger una escopeta. Bendita segunda enmienda
de la Constitución de los Estados Unidos…
En ese momento, Daniel se muestra más tranquilo. Ya sentado al lado de
Frederik, cuenta todos los detalles de aquella fatídica noche.
—Recé para que no le ocurriera nada a mi amigo —prosigue su relato— y
esperé en la esquina a que salieran por la puerta. No sé el tiempo que
estuvieron dentro pero me pareció una eternidad. Cuando lo hicieron, les
disparé a bocajarro. Primero, al que llevaba la pistola; después, al que cargaba
el botín.
—Entonces les mataste por venganza —interrumpe Frederik.
—Los maté por miedo —Daniel se aclara la garganta, empieza a sentirse
desbordado por la emoción—. Tenía miedo de que otro día pudieran volver a
la tienda y mataran a mi amigo. Sentía pavor ante la imagen de que regresaran
al día siguiente. Por eso disparé, para que desaparecieran para siempre.
Frederik le mira compasivo. Lleva poco tiempo conviviendo con Daniel,
pero desde luego le parece una persona muy insegura. De las que son
incapaces de enfrentarse a los demás. Menos todavía de apretar un gatillo a
sangre fría. Pero lo hizo.
—Cuando disparé sentí paz y alivio. Pero ¿sabes una cosa? —Daniel le
toca en el brazo a Frederik y llama su atención. Se toma un par de segundos
para esperar que este le mire fijamente—. Como tú, volvería a hacerlo.
El silencio se apodera de ambos, pensativos.
—Este colgante me recuerda aquella historia —Daniel coge con mimo el
adorno—. Es mi tótem particular. Este objeto me indica que tenía una vida
antes de entrar en la cárcel.
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Daniel descuelga el objeto y se lo deja a Frederik para que lo vea de cerca.
Se le enrojecen los ojos fruto de la emoción.
—Pertenecía a mi amigo. Enfermó de cáncer poco después de ese suceso.
Antes de morir vino a verme a prisión y me lo regaló. Me pidió que cuidara
de su mujer e hijo, pero desde la cárcel me era imposible. Ahora tengo una
oportunidad para honrar su memoria.
Frederik observa detenidamente la joya. Es un corazón con dos partes
bien diferenciadas y los nombres de Stella y Jimmy grabados en cada una de
ellas. No le hace falta preguntar, sabe que son los nombres de la mujer y el
hijo de su amigo.
—Yo también tengo mi propio tótem —devuelve el colgante a Daniel y se
quita la camiseta—. Este es el nombre de mi hija.
Un tatuaje en su corazón dibuja el nombre Jessica. Frederik toca con
mimo una a una las letras que componen el grabado.
—Aunque no esté conmigo, ella es la que me da fuerzas para no rendirme
—Frederik habla con nostalgia—. Si no fuera por mi hija, probablemente ya
me hubiera suicidado.
Uno y otro se encuentran derrotados psicológicamente. Recordar su vida
más allá de los barrotes de su celda les rompe emocionalmente, aunque ambos
tienen una poderosa razón por la que luchar hasta el final.
—¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿En qué momento dejamos de
ser personas y nos convertimos en un espectáculo?
Frederik pregunta en voz alta. A pesar de esa sensación permanente de
déjà vu que tiene, lo último que recuerda antes de levantarse en esta particular
casa es estar encerrado en su prisión. Allí veía pasar los días sin más
entretenimiento que los libros; ahora, él se ha convertido en el
entretenimiento de los demás.
—La culpa es mía —señala Daniel de manera firme, lo que provoca un
sobresalto en su compañero de charla.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —Frederik no entiende por qué afirma tan
rotundamente.
—Mía y de la sociedad —prosigue Daniel—. Antes de matar a esos
ladrones, una de mis mayores aficiones era seguir cualquier tipo de reality
show. Me encantaba ver a unos cuantos desgraciados colocados en aprietos y
que les obligaran a hacer tonterías para entretenernos. Era adicto a los
programas de telerrealidad.
Daniel deja su taza en la encimera y se levanta de la silla. Se apoya cerca
de Frederik y le mira intensamente.
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—Por culpa de gente como yo existen esta clase de programas. El morbo,
eso es lo que mueve a la gente —Frederik ve rabia en los ojos de Daniel—.
Lo malo es que el morbo se normaliza y siempre se necesitan cosas nuevas. Y
por eso estamos aquí. Puede que uno se salve, pero lo que importa es ver
cómo mueren los demás.
Si bien se considera una persona reflexiva, Frederik no se había planteado
este concurso desde esa perspectiva. Pero en cuanto Daniel ha terminado su
interpretación de Purgatorio, no puede dejar de pensar en ello. Son cobayas.
Y no habrá ningún impedimento en matarles llegado el caso.
Mientras Frederik y Daniel apuran su desayuno, el resto de concursantes
ya se han levantado a excepción de Phoenix, quien permanece pesaroso en la
cama. Nicholas y Hugo acuden a la cocina para tomar un vaso de leche y una
taza de café, respectivamente, mientras que Orson, Wyatt y Abraham se
juntan en el gimnasio. Los dos primeros se mueven inquietos por la sala y
Abraham ejercita de manera enérgica sus brazos con un par de mancuernas.
El trío es consciente de que su idea no se desarrolló tal y como esperaban,
puesto que Phoenix sigue vivo.
—Si el Caracortada se salvó ayer significa que gusta a la audiencia
—cavila Orson—. Quizá no sea buena opción votarle para que salga
nominado.
Los tres callan. Wyatt mira cabizbajo al suelo mientras que el propio
Orson se queda pensativo observando el horizonte. El primero en reaccionar
es Abraham, que termina su serie de ejercicios y se incorpora sin soltar las
mancuernas.
—No pienso votar hoy —espeta el fortachón—. Lo que voy a hacer es
ejercer mi plan.
—¿Y cuál es? Porque todavía no nos has contado absolutamente nada
—Wyatt le corta.
Abraham se toma su tiempo. Mira fijamente las dos mancuernas que
sujeta y después opta por responder a Wyatt.
—Hoy vamos a decidir quién se marcha —suelta con decisión.
Abraham Lawless lleva varios días dándole vueltas a su situación en la
casa. Se acuerda del inicio de este fatídico concurso, cuando Philip Julius
Spencer lanzó su inesperada proclama: «competís por el mayor premio de la
televisión: ¡la libertad!». Desde entonces retumba en su interior la posibilidad
de alcanzarla, lo que le devolvería a su vida antes de cometer el delito que le
llevó al corredor de la muerte. Sabe que nadie se lo pondrá fácil, pero él
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intentará conseguir la recompensa del reality show aunque tenga que tomar un
camino difícil.
Años atrás ya fue capaz de salir de una espinosa situación cuando se
quedó en bancarrota a causa de los bancos. Más bien, cuando su padre
terminó arruinado por culpa de un banquero. Viudo y sin mayor
entretenimiento que invertir su dinero para jugar con él, el padre de Abraham
se embarcó en la cruzada inmobiliaria. Quiso subirse a la cresta de la ola e
intentó comprar la casa de sus sueños hipotecando todos sus ahorros. Su
loable intención era que su hijo terminara heredando la lujosa casa, pero lo
que recibió fue su exagerada hipoteca.
Un banquero experto en embaucar incautos se cruzó en el camino de su
progenitor. A base de palabrería, se cameló a la víctima y lo convenció para
firmar una preferente con su banco. Un tipo de interés muy bajo que le
permitiría acceder a la vivienda cuanto antes. Pero lo que realmente firmaba
era su sentencia, puesto que la letra pequeña señalaba que la hipoteca unía sus
destinos por 75 años. En otras palabras: el pobre hombre jamás pagaría su
piso antes de morir. Un dato, por cierto, que hábilmente ocultó el banquero.
Como tampoco mencionó la cantidad que hipotecaba con el banco,
incluyendo intereses, o los años en los que debía pagarla.
Abraham alertó a su padre, pero este prefirió no oír consejos. Más bien,
quiso arriesgar su dinero, aunque él creía que estaba invirtiendo en un chollo
y que con los años escucharía los agradecimientos de su hijo. Cuando saltó la
crisis y la pensión ya no le llegaba para los gastos, el padre de Abraham se dio
cuenta del marrón en el que se había metido. Tuvo que renunciar al piso,
aunque paradójicamente era más complicado salir que entrar. El dinero que
recibía por su venta era muy inferior al supuesto valor que le habían indicado,
por lo que estaba arruinado tanto si vendía como si se lo quedaba. Pero
encontró una manera de ahorrar. Dada su situación de desesperación, el
progenitor de Abraham optó por acortar su vida.
Sin embargo, solo trasladó el problema de padre a hijo. Abraham se quedó
sin ahorros y sin piso porque decidió venderlo y recuperar lo poco que
pudiera para hacer frente a la deuda adquirida con el banco. En cualquier
caso, lo que más le dolió fue otra cosa: se quedó sin padre. Y encontró un
culpable.
Ya había valorado la posibilidad de «hablar» con el banquero, pero
cuando su progenitor se suicidó, Abraham se convenció de que el asunto
había llegado demasiado lejos. Era una cuestión de venganza. Y maquinó
durante un tiempo cómo hacerlo. Adquirir en Estados Unidos una pistola es
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muy sencillo, pero el sufrimiento del maldito banquero merecía más que una
simple bala atravesando su cabeza. Utilizar un cuchillo le daría más disfrute al
propio Abraham, pero si la policía llegaba pronto al lugar podría reducirlo de
forma violenta y, sin duda, los agentes tendrían justificado el uso de su arma
reglamentaria.
No quería correr ese riesgo, por lo que eligió otro recurso: sus manos.
Pensó en ahogarlo cuando tuviera la oportunidad, aunque desconfiaba sobre
sus posibilidades de éxito. Así que prefirió un camino más largo, pero mucho
más efectivo. Acudió por un tiempo a un gimnasio para moldear su cuerpo,
especialmente sus brazos. Y, cuando vio que tenía torneados sus músculos, se
sintió preparado para culminar su plan.
Acechó al banquero a la salida del trabajo. Daba igual que fuera de día,
puesto que el objetivo de Abraham era claro: acabar con su vida. En cuanto
asomó por la puerta quedó sentenciado. El banquero no vio venir el primer
golpe, directo a su cabeza. La sorpresa le hizo caer de espaldas contra la
acera, pero a pesar del rápido charco que se formó alrededor de su testa,
Abraham no se amilanó. Uno tras otro le fue lanzando puñetazos a su cara,
hasta que el rostro se convirtió en una masa enorme de moratones y heridas.
Estaba irreconocible pero, sobre todo, estaba muerto.
La autopsia posterior reveló que el banquero había sufrido más de treinta
fracturas en la cara, además de perder quince piezas dentales. Pero el mismo
estudio sacó a la luz otro dato: el banquero falleció en el acto cuando cayó de
espaldas. Murió desnucado. Pero eso no fue eximente en el juicio contra
Abraham.
Sus virulentos golpes, incluso con el hombre ya fallecido, así como la
preparación previa del ataque, fueron determinantes para condenarlo a la pena
capital. Abraham recibió con entereza la noticia, como si hubiera cumplido su
papel. Al fin y al cabo, había conseguido su objetivo: vengar a su padre. Lo
demás eran daños colaterales.
Desde entonces pelea por conmutar su pena. No lo ha conseguido en los
tribunales, pero la participación en Purgatorio le abre las puertas de la
libertad. Solo hay una oportunidad, pero piensa luchar por ella hasta las
últimas consecuencias.
Este concurso le ha generado un efecto muy positivo en su conducta: le ha
devuelto la ilusión por volver a su vida antes del asesinato del banquero.
Aquella en la que su mayor preocupación pasaba por elegir qué camiseta
ponerse o la discoteca a la que acudir. Aquella en la que disfrutaba de la
música, el baile y el alcohol hasta altas horas de la madrugada y regresaba a
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casa con una mujer distinta cada día. Aquella en la que, en definitiva, era
libre.
Horas después, la voz del Letrado irrumpe con fuerza y pide a todos los
concursantes que se reúnan en el salón. Todos hacen caso salvo Phoenix,
quien rehúye todo tipo de contacto con el resto de habitantes de la casa desde
que volvió un día antes de la sala de Juicio Final. Como es lógico, esta actitud
no pasa inadvertida.
—¿Por qué está Phoenix así de taciturno? —como si esperara
contestación, Frederik dirige su pregunta hacia la televisión.
Su interrogativa no obtiene respuesta. Los concursantes saben que ha
regresado a la casa porque George ha muerto, aunque todos creen que ha sido
porque la audiencia ha preferido que siguiera Phoenix. Ni siquiera imaginan
que él sea, en realidad, el verdugo de George.
En la pantalla, aparece Philip Julius Spencer. El presentador luce un
aspecto tenebroso: maquillaje en el que entremezcla el blanco y el negro,
aderezado con una vestimenta similar a la de la parca y en su mano, una
guadaña para completar su disfraz.
—¡Moribundos días, concursantes! —Philip Julius Spencer les habla con
voz grave. Está metido en el papel—. ¿Sabéis de qué vengo hoy? Os doy una
pista para los que estéis más adormilados. Hoy luzco como aquello que más
teméis…
El presentador hace un pequeño parón y se acomoda sus ropas.
—¡La muerte!
La excentricidad del showman está plenamente aceptada en el grupo de
concursantes, que apenas se sorprenden ante sus continuas pausas dramáticas.
Pero sí cala su mensaje, puesto que acierta de pleno en sus temores. Sí, todos
anhelan la libertad, aunque lo que más ansían es salvarse de la pena de muerte
que pesa sobre la cabeza de todos ellos. Al fin y al cabo, acostumbrarse a la
cárcel es cuestión de tiempo, pero entrar en el cementerio es irreversible.
—Estoy contando y no veo ocho personas. ¿Quién falta?
Nadie responde al presentador ni tampoco muestran mucho interés en sus
preguntas. Sin embargo, Philip Julius Spencer no necesita respuestas y
rápidamente se da cuenta de quién es el ausente.
—Veo que el señor de la cicatriz sigue empeñado en no seguir las normas
—el presentador golpea con fuerza la guadaña contra el suelo—. ¡No le
auguro un buen final a Phoenix Carrack!
Philip Julius Spencer da una vuelta completa sobre sí mismo y voltea con
sutileza su capa. La cámara se aleja por un momento para poder captar un
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plano más amplio de su movimiento. Tras girar los 360 grados, nuevamente le
enfocan al rostro.
—No importa que no esté —el showman recupera la compostura—. He
venido con una misión y así será. Ahora vais a nominar, ¡pero lo haréis a la
cara!
Esta vez sí logra sorprender a los concursantes, abstraídos hasta el
momento. Philip Julius Spencer consigue un golpe de efecto. Nominar de esta
forma supone que todos sepan los votos. Y esto implica una cosa: que surja el
conflicto entre ellos. Porque hasta la fecha han tenido al menos la intimidad
de Juicio Final para otorgar sus votos, aunque al hacerlo así desvelan sus
estrategias y también sus enemigos. Lo que está claro es que servirá para
enrarecer el ambiente en la casa.
—¿Para qué cojones queréis que lo hagamos así? —Orson no se contiene
y responde con ira a Philip Julius Spencer.
—Porque así haremos que este juego… ¡sea mucho más divertido!
La respuesta del presentador vuelve a generar controversia.
—Así que nuestra muerte es pura diversión —Abraham interviene—. Lo
importante no es quién se salva, sino quiénes mueren.
—Lo importante es… —Philip Julius Spencer habla en voz baja mientras
se lleva ambas manos a la cara y acerca su rostro a la cámara de televisión—,
¡que deis juego!
Tras esta respuesta, Abraham se marcha irritado hacia el gimnasio sin
mirar atrás. Orson y Wyatt intentan disuadirlo, pero solamente le oyen
murmurar las palabras «juego» y «diversión».
—Vaya, parece que tenemos otra baja —el presentador suelta este
comentario con cierto retintín—. ¡A este paso no habrá nominaciones!
Apenas termina de pronunciar esta frase cuando Abraham vuelve al salón.
Lo hace con una mancuerna en cada mano, aunque sigue con el mismo brillo
en sus ojos. De pie, se coloca detrás del sofá y se dirige hacia la televisión.
—¿Queréis juego? ¿Os va el espectáculo? Pues, querida audiencia
—Abraham imita el tono de voz del presentador—, ¡no cambiéis de canal!
El presentador arruga su gesto. No entiende qué quiere decir ese tipo
fuerte ni por qué lleva unas mancuernas en sus musculados brazos, aunque no
le gusta cómo habla ni tampoco que trate de quitarle protagonismo. Le pide
que se siente, pero este no hace caso. Abraham mira a las cuatro cámaras de la
habitación y vuelve a centrar su mirada en la pantalla central.
—¿Queréis muertes? ¡Pues las vais a tener!
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En cuanto concluye esta frase, Abraham alza una mancuerna con su mano
izquierda y golpea violentamente la cabeza de uno de los concursantes, lo que
provoca que los demás se alejen apresuradamente y dejen espacio en el lugar
en el que se ha producido el ataque. Inmediatamente, Abraham repite la
acción con la otra mancuerna. El orondo cuerpo de Hugo García cae al suelo
y sobre él salta su agresor, que sigue golpeándolo una y otra vez.
La camiseta de Abraham se tiñe de rojo, aunque él no para hasta que
observa cómo está el rostro de Hugo, el cual está completamente
irreconocible. Las mancuernas gotean sangre, mientras que el sofá y la
alfombra tienen grandes manchas de un rojizo más intenso que su color
original.
Cansado por la brutalidad del ataque, Abraham se aparta de Hugo, le mira
unos segundos con furia y eleva su cabeza con desdén. La enseña hacia la
televisión.
—Esto es lo que queréis, ¿verdad? —Abraham chilla—. Pues poneos
cómodos porque… —calca los típicos parones de Philip Julius Spencer—
¡esto solo acaba de empezar!
Los demás inquilinos de la casa, alejados de la escena, se arremolinan en
el pasillo. En la televisión se ve al presentador totalmente petrificado ante la
violencia de Abraham Lawless. Tiene la boca abierta en claro gesto de
sorpresa. Sin embargo, unos segundos después dibuja una amplia sonrisa y
comienza a aplaudir.
—¡Bravo! ¡Ya solo quedáis siete! —acierta a decir.
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Día 7
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—Os dije que estaba dispuesto a matar —replica Abraham—. Quería
lanzar un mensaje al programa y a la audiencia.
—¿Matando al gordo? —Orson se muestra sorprendido.
—Si hubiera estado el Caracortada en la sala os juro que hubiera ido a por
él —Abraham cierra el puño mientras pronuncia esta frase—. Pero entre los
que quedaban, elegí al gordito de la casa. El chicano era un bienqueda que
nos iba a generar problemas próximamente.
El aspecto de Abraham reluce a pesar de las salpicaduras de sangre que
tiene por su rostro, cuello y hombros. También presenta un color rojizo en
algunas zonas de su camiseta ajustada. Dada su conducta, parece mentira que
acabe de matar a un hombre y menos todavía de la forma en que lo ha hecho.
El fortachón tenía dudas sobre la reacción de la organización y del
presentador, pero sigue vivo e incluso la sonrisa con la que terminó Philip
Julius Spencer le permite tranquilizarse en ese aspecto. Se siente intocable.
—No entiendo por qué lo has hecho —Wyatt sigue sin comprender qué le
ha llevado a matar a Hugo.
—Es muy sencillo —explica Abraham—. Ya que estamos para disfrute de
la audiencia, quería enseñarles algo que pensaba que podría removerles las
tripas. Os dije que era más importante cuándo matar que el acto de hacerlo.
—¿Por eso lo has hecho con el presentador en pantalla? —Orson se
acerca a Abraham como si quisiera meterse dentro de su cabeza.
—Por eso mismo —Abraham responde de manera altiva—. ¿Quieren
espectáculo? Ahí lo tienen. Puede que de esta forma les dé por cancelar este
asqueroso concurso y así los morbosos espectadores aprendan una lección.
Que sepan que no pueden jugar con nosotros. O si lo hacen, que sepan que
vamos a defendernos hasta las últimas consecuencias.
Orson y Wyatt se miran, intentando adivinar qué piensa cada uno sobre lo
que cuenta Abraham. ¿Matar a una persona para dar una lección a la
audiencia? Suena raro, pero no ha habido ninguna consecuencia, salvo para el
propio Hugo, cuyo paso por el concurso ha terminado de manera abrupta.
Incluso no han nominado, cuando se supone que el presentador les había
reunido precisamente para eso. Además, en cuanto Abraham finalizó su
ataque contra Hugo, el presentador dio por concluida la conexión.
—Entonces tu plan era matar en directo —Wyatt trata de entender
definitivamente la idea de Abraham—. Pero, ahora que lo has hecho, ¿qué
esperas que ocurra?
—Espero que nos dejen en paz y reculen —Abraham habla con rabia
mientras observa las cuatro cámaras que hay en su habitación—. Que nos
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dejen libres. La otra opción es que, quizá, muramos aquí dentro, pero si eso
sucede no lo haremos con sus reglas, sino con las nuestras.
La sonrisa de Abraham contrasta con los gestos de extrañeza de Orson y
Wyatt. Sin embargo, el fortachón se acerca a ambos y les toca en sus
espaldas, en señal de compañerismo.
Nicholas, Frederik y Daniel se han encerrado en la otra habitación, sin
saber nada de la conversación que mantienen los tres inquilinos del otro
dormitorio. Impresionados por lo vivido, no se dan cuenta de que entre esas
paredes también se encuentra Phoenix.
Los tres concursantes tienen una expresión de pánico, con el rostro
desencajado y una respiración entrecortada que se va normalizando con el
paso de los minutos. Han presenciado todo el ataque, incluso cuando
Abraham elevó la cabeza de Hugo hacia la pantalla de televisión. Más que el
asesinato, lo que más pavor les ha despertado ha sido la frialdad con la que lo
ha ejecutado. También el desconcierto, puesto que ha sido Hugo el que ha
fallecido, pero cualquiera de ellos podría haber sido la víctima.
—¿Qué mierdas ha ocurrido? —Daniel tiene el miedo en el cuerpo—.
¿Cómo se ha atrevido?
—Este concurso nos está volviendo locos —Nicholas intenta argumentar
por qué Abraham ha matado a Hugo—. Está sacando lo peor de todos
nosotros. Era cuestión de tiempo que alguno explotara de esta manera.
—Estoy de acuerdo —Frederik asiente—. Tenemos una espada de
Damocles encima y nuestra vida pende de un simple hilo. Dependemos de
que unos cuantos espectadores desde su casa decidan qué hacer con nuestra
vida. ¿Cómo quieren que reaccionemos con esta tensión continua?
Frederik no ha tenido impulsos asesinos, pero sí ha visto cómo Phoenix ha
cambiado desde su nominación con Boone. Sabe que ver una muerte en
directo es traumático. Por eso, intenta acercarse a su amigo cuando se percata
de que está en la habitación.
—Hugo acaba de morir. Abraham le ha asesinado con unas mancuernas
que ha cogido del gimnasio —Frederik le informa.
Phoenix observa con cierta desgana a Frederik y no se inmuta por la
noticia. Amaga con hablar, aunque prefiere continuar el voto de silencio que
él mismo se ha impuesto.
—Phoenix, hay un asesino entre nosotros —Daniel busca una reacción en
él—. Todos estamos aquí por haber matado a alguna persona, pero lo que
Frederik trata de explicarte es que Abraham ha matado a una persona hace
escasos minutos. Está dispuesto a acabar con todos nosotros.
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Esta vez sí ha conseguido que Phoenix se remueva en su sitio. No cambia
un ápice el gesto sombrío de su cara, pero al menos ha logrado que se coloque
en el borde de la cama.
—¿Qué cojones te pasa? —Nicholas se altera—. ¿Es que no te importa
morir aquí? ¿Acaso te da igual que haya un asesino entre nosotros?
Phoenix entorna una leve sonrisa al oír las preguntas. Se levanta despacio
y se acerca a Nicholas, Daniel y Frederik. De manera desafiante, sujeta con
ambas manos una manguera de ducha.
—Abraham no es el único que ha matado a alguien en esta casa
—Phoenix mantiene una mirada tenebrosa y habla con enorme calma.
Esta confesión provoca un respingo en los otros tres concursantes, que se
asustan ante lo que sugiere Phoenix. Todos ellos comprenden en el acto lo
que está diciendo: que él mató a George. «Ahora entiendo por qué está así»,
piensa Frederik.
—Y yo también pienso ir lo más lejos posible —Phoenix juguetea con
una manguera de ducha—. No os preocupéis por Abraham, yo me encargaré
de él. Como también pienso hacerlo de ese malnacido de Orson.
La sentencia de Phoenix deja descolocados a sus tres compañeros de
habitación. ¿Acaba de amenazar de muerte a Abraham y Orson? ¿Pretende
acabar con la vida de ellos y todos los inquilinos de la casa? Desde luego,
Phoenix no es la misma persona que despertó en esta casa unos días antes. De
aquel hombre que no se despegaba de Frederik al que se ha quedado en
solitario hay un abismo. Frederik lo achacaba a la conmoción de ver morir a
George Sorrow en la sala de Juicio Final. Pero ahora encuentra otra
explicación.
—¿Qué pasó en la sala de Juicio Final con el abuelo? ¿No fue la audiencia
la que eligió quién se marchaba del concurso? —Frederik se interesa por lo
que sucedió en aquella nominación. Se imagina la respuesta, pero espera oírla
por parte de su compañero.
Phoenix lo mira, agacha la cabeza y la mueve a un lado y otro en claro
signo de negación. No ha parado de pensar en lo que sucedió. Pero ocultar sus
sentimientos le puede traer consecuencias con sus compañeros. Piensa en si le
conviene responder a Frederik y si Daniel y Nicholas son de fiar. Es
consciente de que su paso por el concurso debe realizarlo en solitario, pero
tener la ayuda de otras personas podría ser beneficioso si sabe manejarlas.
Además, tener en contra a tus propios compañeros de habitación supone que
cada vez que se vaya a dormir pueda convertirse en la última vez. Decide
responder.
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—Era él o yo. O le mataba o me mataba —pronuncia esta frase mientras
le brota alguna lágrima—. El presentador nos obligó a pelear hasta la muerte
de uno de nosotros.
A Phoenix le ha costado un esfuerzo tremendo contar los hechos. Sin
embargo, ha omitido de manera consciente cómo terminó con la vida de
Boone. Tampoco menciona que se quitó la petaca. Prefiere no darles ninguna
idea.
—Os lo dije el segundo día —Nicholas se retuerce en su sitio—. ¡Están
jugando con nosotros! ¡Quieren que nos matemos aquí!
El tono agitado que utiliza Nicholas altera a sus compañeros. El posterior
silencio indica que están sacando sus propias conclusiones.
Para Frederik esta tensa situación ha sido provocada por un programa que
les lleva al límite. Desde que Mike Bradbury muriera delante de todos, los
inquilinos de la casa se dieron cuenta de que las palabras de Philip Julius
Spencer eran ciertas: uno de ellos obtendría la libertad. Lo que omitió aquel
entonces fue el destino del resto: la muerte. Y aunque Frederik acabara con la
vida de su socio, ni mucho menos cree que tenga instinto asesino, por lo que
considera que sus opciones de salvación son escasas.
Nicholas fue el primero en advertir esta posibilidad. No hay otro camino
para la salvación que ser el último en quedarse con vida. En su caso tiene
asumido que tendrá difícil conseguir el premio, pero la tranquilidad y
resignación que transmitió los primeros días se ha transformado en
nerviosismo al entender que cada minuto que pasa está más cerca de morir. A
pesar de aceptar desde el primer momento lo que suponía este concurso, ahora
está en una fase de negación y espera que todo sea una broma. Pero los
hechos le trasladan a una realidad en la que hay una mínima posibilidad de
sobrevivir… a costa de ver morir al resto.
Daniel fue el último en entrar en la casa, pero sus dudas iniciales están
derivando en rabia y resentimiento. Salvo Frederik, el único que ha sido capaz
de hablar con él y preocuparse por lo que vivió, el resto se han puesto una
coraza y han optado por tomar su propio camino. Eso le provoca rechazo
hacia todos los compañeros de esta vivencia.
En cualquier caso, la confesión de Phoenix ha puesto de manifiesto que el
premio que ofrece Purgatorio tiene un precio muy caro.
—Resulta sorprendente que estemos aquí por matar a algunas personas y
que para obtener la libertad nos obliguen a hacer lo mismo. ¿No os parece
irónico? —reflexiona Daniel.
Todos se quedan pensativos encima de sus respectivas camas.
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La música de Blue Oyster Cult vuelve a despertar a los concursantes. Pero
aunque abran los ojos, ninguno sale de la cama para dirigirse a la cocina, el
gimnasio o asearse. No hay lugar seguro para ellos, a excepción de su propia
habitación.
A priori, ya hay dos grupos claramente diferenciados. Por un lado,
Abraham, Orson y Wyatt asentaron una alianza que culminó con el asesinato
de Hugo por parte de Abraham. Por otro, Frederik, Nicholas, Daniel y
Phoenix comparten habitación y sobre todo miedos respecto al otro bando.
La voz del Letrado retumba por toda la casa.
—Concursantes, todos al salón. No hay riesgo para ninguno de vosotros.
A pesar de su mensaje, nadie se atreve a salir de su dormitorio. El Letrado
insiste en varias ocasiones, hasta que Phoenix y Wyatt asoman desde sus
respectivas habitaciones. Se miran fijamente, alzan los brazos y enseñan sus
manos vacías. Tras este gesto, los demás les siguen hasta el salón.
—Quiero que prestéis atención al siguiente vídeo —el Letrado espera a
que todos se sienten en el sofá. Ninguno de los concursantes lo hace en el
sitio en el que estaba Hugo horas antes.
La pantalla se ilumina y aparece un cerro. En un timelapse muy elaborado
van apareciendo diferentes máquinas para aplanar el terreno. Cuando ya
queda una llanura, surgen otros artefactos que van colocando los cimientos de
lo que parece un edificio enorme. Poco a poco, la estructura va cobrando
forma y deja entrever una casa grande con algunas habitaciones en su interior.
—Es esta casa, ¿verdad? —pregunta Daniel hacia el cielo. Espera
respuesta del Letrado, aunque este no interviene.
Cuando las columnas se alzan y el tejado queda conformado, se aprecia la
distribución de las diferentes estancias. En un extremo se ve la sala de Juicio
Final; al otro lado, el salón americano y el gimnasio. Entre medias se ubican
los dos dormitorios y sus respectivos baños. Si hay salidas al exterior no han
enseñado dónde se ubican.
Tras dejar la casa con las habitaciones definidas, los operarios que
aparecen en el vídeo cargan multitud de cables que van colocando en cada
una de ellas. Los concursantes miran atónitos la enorme cantidad de material
que están introduciendo. Posteriormente, colocan diferentes paneles por
encima, dejando el aspecto actual del suelo de la casa. En ese momento, el
vídeo se para.
—Acabáis de ver cómo fue la construcción de vuestro hogar —ahora sí
habla el Letrado—. Supongo que tendréis algunas dudas al respecto.
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Los concursantes intentan recordar mentalmente lo que han visto, aunque
ninguno de ellos ha sido capaz de reconocer el terreno en el que se sitúa la
casa. Tampoco han logrado ver algún resquicio o salida que les permite
escapar.
—¿Dónde cojones está la salida hacia el exterior? ¿Cómo habéis sacado
los cadáveres? —Orson pregunta notablemente nervioso—. ¿Cómo queréis
que creamos que uno saldrá con vida si no hay ninguna puerta?
—Sí hay salidas, pero no están a vuestro alcance. Solo se puede acceder a
vuestra casa desde el exterior de la misma —responde de forma monótona el
Letrado.
—¿Y todos esos cables? ¿Para qué son? —Nicholas se levanta de su sitio
y se acerca a uno de los paneles del suelo. Busca alguna forma de levantarlo.
—Es nuestro plan alternativo —responde el Letrado.
Todos los concursantes ponen cara de asombro ante esta respuesta.
Abraham se levanta y pregunta enfadado a qué se refiere con plan alternativo.
—Tened un poco de paciencia y el presentador os contará absolutamente
todo en apenas unos minutos —el Letrado se despide y les deja dubitativos en
el salón.
Frederik aprovecha que están todos juntos y en aparente calma para
acercar posturas entre ambos grupos. También por la intervención de
Abraham, cuyo comportamiento parece exactamente el mismo que antes de
atacar a Hugo.
—¿Qué hiciste ayer? ¿Por qué mataste a Hugo? —Frederik es directo. Se
ha puesto de pie para estar a su altura.
—Ya tenía que hablar el cojo que se cree el líder de la casa —desafiante,
Abraham no está dispuesto a compartir su plan con los demás—. Da gracias
de que no fuiste tú.
—¡Estás loco! ¡Eres un puto psicópata! —Nicholas eleva el tono de la
conversación, aunque se aleja de Abraham mientras pronuncia estas palabras.
Daniel pide calma mientras Orson y Wyatt se incorporan y frenan a
Abraham, quien quiere ir con bruscas intenciones a por Nicholas por llamarle
psicópata. El ambiente vuelve a enrarecerse. Es la primera vez que coinciden
todos en la misma sala tras el asesinato de Hugo.
Abraham respira pausadamente y trata de tranquilizarse, pero Nicholas no
se lo pone fácil, puesto que sigue nervioso por compartir espacio con él y es
incapaz de dejar de insultarle. Las voces de unos y otros se entremezclan
hasta que un silbido les acalla.
—¿Me habéis echado de menos?
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Philip Julius Spencer aparece en la pantalla. Luce un macabro maquillaje
con la cara pintada de blanco y unos labios exageramente marcados de rojo,
llegando incluso hasta ambos mofletes. Con el pelo de color verde, lleva un
traje de colores estrafalarios.
—La gente cuando está a punto de morir se muestra tal y como es —el
presentador habla con voz grave. Pausa su discurso por unos segundos y
rompe en una sonora carcajada.
Los concursantes están paralizados. El aspecto y la voz de Philip Julius
Spencer les han abstraído de la discusión que estaban manteniendo. Ahora
mismo están expectantes ante la presencia del showman.
—¿Adivináis de quién voy esta vez? —Philip Julius Spencer abre los
brazos y da una vuelta sobre sí mismo—. ¡Soy el Joker!
Coincide el presentador con este villano en el gusto por la puesta en
escena. También en cometer locuras para generar impacto en los demás.
—He creído apropiado venir de esta guisa para que entendáis todo lo que
va a suceder —el presentador continúa hablando ante las bocas cerradas de
los concursantes—. ¡Porque va a haber muchos cambios en Purgatorio!
Abraham mira con una sonrisa pícara a Orson y Wyatt. Su plan de
cambiar las cosas matando a una persona enfrente del presentador y la
audiencia empieza a ser una realidad. Ahora se siente poderoso, puesto que
con su acción ha conseguido lo que pretendía. Cree estar un paso por delante
del resto de concursantes.
Diferente estado tienen Daniel, Frederik y Nicholas, incapaces de mover
un solo músculo de su cara. Están absortos ante lo que dice Philip Julius
Spencer y analizan detenidamente cualquier gesto que pone y cualquier
palabra que pronuncia.
En cuanto a Phoenix, sigue quieto observando la escena, como si estuviera
encerrado en una cápsula a años luz de la casa. Ya sabe cómo se las gasta el
presentador y no le importa lo más mínimo lo que tenga que decir.
—Pero antes de continuar, dejadme que os cuente una historia —el
presentador se pone serio y se tapa la cara con ambas manos. De repente las
aparta para lucir nuevamente una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Es la historia de
mi vida!
A través de un vídeo, los concursantes conocen quién es Philip Julius
Spencer. Nació en una familia que vivía por y para el circo. Tuvo una infancia
rodeada de acróbatas, domadores de animales, magos, lanzadores de
cuchillos… y payasos. Desde pequeño tuvo claro que quería dedicarse al
mundo artístico y se codeó con todas las personas que trabajaban junto a su
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familia. Aprendió a maquillarse, hacer figuras con los globos, soltar bromas y
chascarrillos, ventriloquía y, sobre todo, a desenvolverse con soltura en un
escenario. Fue tan buen aprendiz que pronto dio el paso para participar en las
funciones. Y enseguida eclipsó al resto de artistas, hasta el punto de que sus
actuaciones eran el plato fuerte del cartel circense.
Dada su creciente fama, un productor televisivo se acercó hasta una de sus
funciones. Buscaba un nuevo rostro para su canal. Y lo encontró. En aquella
actuación, Philip Julius Spencer se dejó el alma. Bailó de manera alocada,
gastó bromas pesadas al público y abrumó con su charlatanería.
La oferta económica era insultantemente mayor a la paga que recibía en el
circo, por lo que sus ansias de progresar le llevaron a abandonar ese mundo
para adentrarse en la televisión. Empezó su idilio con la pequeña pantalla en
un par de programas satíricos de poca enjundia, en la que su mayor cometido
era sacar de sus casillas a los famosos y dejarles en vergüenza. Fue tal el éxito
cosechado que el canal de televisión le firmó un contrato blindado para
trabajar durante los siguientes años en su cadena. Pero le cambiaron el
registro y dejó a un lado los famosos para colocarse de jurado en un programa
de habilidades.
El pasado circense de Philip Julius Spencer le convertía en una persona
ideal para dar su veredicto ante los cómicos, bailarines y cantantes que se
presentaban al concurso. Su crudeza en las valoraciones hizo llorar a más de
un participante, lo que generaba más audiencia. Y más telespectadores
significaba más anuncios, y más publicidad significaba más dinero.
Todavía le pidieron a Philip Julius Spencer ser más duro. Los
participantes debían tenerle miedo, porque esto provocaba más fallos y por
tanto más protagonismo en la cuota televisiva. Pero la sorpresa inicial en el
estreno del programa se convirtió en rutina en su segunda temporada. Había
que recolocarlo.
Así es como llegó al canal PTD, una filial de su cadena que le venía como
anillo al dedo. Su programación basada íntegramente en programas de
telerrealidad necesitaba una figura que llenara la pantalla cada vez que
apareciera. Y esa es una cualidad innata en Philip Julius Spencer. Empezó con
un concurso en el que seis parejas realizaban diferentes pruebas durante un
viaje para después tomar las riendas de otro reality show que encerraba a los
concursantes en un autobús. Poco importaba la temática del programa, puesto
que Philip Julius Spencer era capaz de conseguir una audiencia enorme. Pero
el público televisivo se cansa de estos programas con el paso de las ediciones,
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por lo que se le ocurrió una idea que consideraba innovadora y rompedora. Se
trataba de Purgatorio.
La junta directiva de la cadena se mostró reticente en primera instancia
por las duras consecuencias que proponía este concurso. Nada más y nada
menos que matar presos. Pero después de valorar detenidamente el impacto
mediático que podría tener un reality show de esas características decidieron
apostar por el formato. Más cuando convencieron al Gobierno para que
apoyara su emisión.
Tras unos diez minutos, el vídeo termina.
—¿Os ha gustado? —Philip Julius Spencer aparece nuevamente en la
televisión—. ¿No os parezco un tío de lo más guay?
Frederik continúa dándole vueltas al vídeo. Interpreta que ese impacto
mediático que genera Purgatorio realmente significa entrada masiva de
dinero, sea por votaciones, audiencia o publicidad, o por todas a la vez. ¿A
quién le importa matar a unos asesinos condenados a la pena capital? Y el
beneficio que puede dejar es enorme. Al final, todo se traduce a dinero. Se da
cuenta de que son solo unas cifras, ya sea en cuanto al número de
telespectadores que les ven cada día, a la cifra de votaciones y mensajes que
recibe la organización o por la, cree, enorme cantidad de anunciantes que se
han interesado en estar en el programa.
—Ahora ya sabéis quién soy —el presentador continúa su relato—.
Durante toda mi vida he sido un payaso. ¡Por eso hoy vengo como el payaso
más famoso de todos!
Nadie interpela al showman, cuyo número está siendo muy teatral.
Gesticula cada palabra, se mueve a un lado y otro de la pantalla y se cuela por
todos los recovecos de su plató dando grandes zancadas.
—Pero a pesar de mi cómico aspecto, quiero que sepáis que estoy muy
enfadado con vosotros —otra vez pone voz seria y entrecierra sus ojos—.
¡Sois incapaces de cumplir unas normas básicas!
Frunce el ceño, muestra sus colmillos con rabia y lanza varios gruñidos.
—Pero esto va a cambiar. Si no estáis dispuestos a seguir nuestras
normas, pondremos las vuestras…
Deja la frase en el aire para ver cómo reaccionan los concursantes, si bien
ninguno pretende charlar con él.
—¡Ya no habrá más nominaciones! —dice Philip Julius Spencer.
En ese momento, Abraham yergue su cabeza de manera triunfal.
—Yo soy un payaso y hago payasadas —interrumpe su mensaje durante
unos segundos—. ¿Y vosotros? ¿Qué sois?
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Su pregunta queda en el aire. Nadie responde.
—¡Asesinos! Eso es lo que sois —habla de manera enérgica—. Por tanto,
¿qué vais a hacer? ¡Yo os lo digo! ¡Os vais a matar los unos a los otros!
Ahora sí que ha conseguido que varios de los concursantes reaccionen.
Abraham ya no posa de manera tan chulesca, Nicholas directamente suelta un
no desgarrador, Daniel y Frederik niegan con la cabeza, mientras que Orson y
Wyatt miran recelosos a sus compañeros. El único que permanece impasible
es Phoenix, quien ya asumió que los demás inquilinos de la casa eran sus
enemigos.
—¡Abraham! ¡Muchas gracias por darnos la idea! —el presentador
extiende su pulgar derecho hacia arriba—. Has conseguido hacer más
interesante el concurso. ¡Eres un genio!
Si el asesinato de Hugo le había convertido en el enemigo número uno de
la casa, esta vuelta de tuerca le transforma en el auténtico villano.
—Pero hay unas normas —Philip Julius Spencer recibe una carta de
manos de una azafata y la desenrolla—. Está terminantemente prohibido
matar más de una persona al día y solo se podrá hacer durante el intervalo de
una hora. ¿No os parece fantástico?
—¿Cómo cojones vais a controlar todo eso? —Orson se enciende ante las
palabras del presentador.
—Creemos que de esta manera estaréis más cómodos en vuestro papel
—responde—. ¡Sois asesinos, comportaos como tal!
Philip Julius Spencer empieza a saludar a las cámaras y parece preparar el
final de su alocución con los concursantes.
—Cada día, el Letrado os indicará cuándo empieza la Hora Decisiva para
que matéis a uno de vosotros. Una vez tengamos un cadáver, ¡podréis
descansar hasta el siguiente día!
—¿Y qué ocurre si no muere nadie en esa hora? —Daniel se cuela en la
conversación.
—Si eso ocurre —el showman se acerca a la cámara y saca de detrás de
ella el mando de diez botones que utilizó en el segundo día—, ¡pulsaré al azar
uno de estos botoncitos!
—Entonces bastaría con que todos nos quitásemos las petacas —Daniel
insiste. Busca cualquier alternativa para evitar una confrontación mortal
diaria.
—Lo tenemos controlado y siempre tenemos un plan alternativo —Philip
Julius Spencer extiende sus dedos índices hacia el suelo—. Ya hubo un
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concursante que intentó esa estrategia y no salió como él esperaba, ¿verdad
Phoenix?
Las miradas del grupo se centran en él. Es la primera vez que Phoenix
reacciona ante lo que sucede en la pantalla. Sabe que Philip Julius Spencer
solo intenta meter más cizaña, aunque no por ello puede evitar que crezca la
furia en su interior. Esa revelación le coloca en una complicada situación,
especialmente ante sus compañeros de habitación al no decirles
absolutamente nada. Si creía tener su confianza, puede que ahora la haya
perdido.
En ese momento, suena la música de Blue Oyster Cult para darle un aire
más siniestro a la despedida de Philip Julius Spencer. El presentador se toca la
cara de forma agresiva y se descorre el maquillaje, dándole todavía un aspecto
más pintoresco. Expande sus brazos y grita con fuerza:
—¡Que comience la nueva etapa de Purgatorio! ¡Buenas muertes a todos!
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Día 8
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toda la casa. La única que ha sido capaz de dar el salto y matar a otro desde
que despertaron en este lúgubre hogar.
Esto le convierte en el primer objetivo y es consciente de que todos irán a
por él en cuanto el Letrado dé la orden. A pesar de su fuerza, necesita aliarse
con alguno de sus compañeros, aunque sea para tener alguien que salga en su
defensa. Ya tendrá tiempo después para averiguar cómo lo mata.
Piensa en Orson y Wyatt. Ellos le cuestionaron cuando mató a Hugo, por
lo que no parece que pueda contar con su apoyo cuando llegue el momento.
En la otra habitación también se ha ganado a pulso la enemistad de sus
compañeros, puesto que nunca ha hecho buenas migas con ellos. No ha
compartido una sola palabra con Daniel, ha llamado psicópata a Nicholas y ha
desafiado a Frederik unas horas antes. Solo le queda Phoenix.
Valora esa posibilidad. Abraham se acuerda de cómo reaccionó el
Caracortada cuando Philip Julius Spencer lo mentó en su última aparición.
También recuerda las caras de sorpresa que pusieron los compañeros de
habitación del propio Phoenix. Entiende que este les ocultó algo, por lo que
de ser así, tampoco goza de la confianza de Frederik, Daniel y Nicholas. De
esta manera, buscar una alianza con él puede ser la mejor opción para
Abraham si quiere mantenerse con vida. Pero debe tener cuidado, puesto que
tampoco puede hablar con él delante de los demás. Si el gigante y el
renacuajo le ven hablar con el Caracortada sospecharán de inmediato.
Tampoco puede abordarlo delante de Frederik, Daniel y Nicholas, por lo que
tendrá que esperar el momento oportuno para poder charlar a solas con
Phoenix.
I'm on the highway to hell
On the highway to hell
Highway to hell
I'm on the highway to hell.
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ellos parece el mismo.
—Camino al infierno… —murmura Daniel—. ¿Y si el objetivo de este
concurso es redimirse? Quizá por eso se llama Purgatorio.
—Que el objetivo sea redimirse… —Frederik repite las palabras de
Daniel—. Puede que lleves razón, pero es muy difícil redimirse en un lugar en
el que te obligan a matar a otras personas.
Ambos callan por unos segundos y repasan mentalmente la situación en la
que se encuentran y lo mucho que ha cambiado desde que se conocieron.
Aunque apenas ha pasado una semana, da la sensación de que se conocen
desde hace mucho tiempo.
—Es curioso —sonríe Daniel mientras se mete el colgante por dentro de
la camiseta—. Cuando veía cualquier reality show siempre me reía cuando
sus concursantes decían que las cosas se magnificaban. Ahora lo entiendo a la
perfección. Aquí estamos haciendo reflexiones metafísicas y pensando en
redenciones, cuando seguramente todo tenga una explicación mucho más
sencilla.
—¿Y cuál es? —Frederik cuestiona de forma risueña. La sonrisa de
Daniel le ha subido el ánimo.
—Simplemente, que nos matemos entre nosotros —Daniel arquea los
hombros. Le resulta obvia la respuesta—. Ahí fuera hay una audiencia
enganchada, la cual espera que hagamos lo que nos piden. Asesinarnos hasta
que solo quede uno.
A pesar de lo sombría que es su alocución, Frederik no puede evitar soltar
una carcajada. Le parece tremendamente irreal que esté ahora mismo en la
parrilla televisiva protagonizando un programa que versa sobre matar a otros
concursantes.
—A veces nos empeñamos en considerar a los telespectadores como
personas muy inteligentes —Daniel prosigue—. Y la realidad es que siempre
sucumben a los instintos animales más básicos. Sexo y violencia.
—¿Estás proponiendo que nos acostemos? —bromea Frederik.
—¡Ni mucho menos! No me gustan los cojos —Daniel le guiña un ojo, se
echa hacia atrás en su asiento y ríe efusivamente.
Por primera vez, ambos están algo relajados e incluso se permiten
bromear entre ellos. Incapaces de olvidar el lugar en el que están, al menos
están teniendo unos minutos para evadirse de la cruda realidad.
—Iba a casarme —Frederik abre su corazón a su compañero—. Cuando
maté a mi socio estaba preparando mi boda. Queríamos hacerlo antes de que
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naciera nuestra hija. Como ves, tenía muchos planes de futuro, pero él me los
truncó.
—Ahora entiendo por qué fuiste tan violento… —Daniel intenta
mostrarse empático.
—Hay una cosa que todavía no sabes —Frederik habla con pena y
nostalgia—. Mi socio era mi cuñado. Asesiné al hermano de mi novia…
Daniel no puede evitar abrir la boca a modo de sorpresa. Ahora
comprende la rabia y frustración de su compañero de concurso. Trata de
ponerse en su piel y cree que él hubiera actuado también de una forma
desmedida.
—Cuando fui a pedirle explicaciones, simplemente me dijo que dónde iba
su hermana con un cojo de mierda… Que ella merecía estar con alguien mejor
que yo —Frederik sigue hablando, pero no cambia ni el tono ni la intensidad
de su voz—. Me volví loco por lo que me había hecho y por lo que me decía.
Por eso le maté y por eso lo disfruté. No solo me dejó sin blanca, sino que
también me dejó sin mi prometida, sin mi hija y sin mi futuro. Me dejó sin
vida.
—Seguro que los que estamos aquí también teníamos nuestros motivos
para matar —Daniel quiere impedir que Frederik se venga abajo.
—Lo que quiero decir es que soy una persona normal a la que le llevaron
al límite en su día —Frederik adquiere una nueva postura. Alza su cabeza y
parece más autoritario—. Eso es precisamente lo que nos están haciendo en
esta casa. Y cuando te encuentras sin salida, nunca sabes cómo puedes
reaccionar.
Esta vez, la expresión de Frederik ha sido más tenebrosa que nunca.
Nicholas sale de la habitación y observa desde la distancia el buen rollo
que tienen Daniel y Frederik. Sabe que ambos mantienen una muy buena
relación, por lo que sospecha que ambos han acordado llegar juntos hasta el
final. Seguramente tengan algún plan para acabar con el resto de los
inquilinos de la casa, lo que le incluye a él. Quizá no sea el enemigo principal
para ellos, pero sí que su nombre se encuadra en el grupo de objetivos que
manejan.
No sabe cuándo ni cómo, pero se olvidó de su premisa inicial. Llegó solo
a este concurso y se irá solo, ya sea vivo o muerto. Los últimos
acontecimientos le han apartado de su perspectiva inicial e incluso se ha visto
integrado en el grupo formado por sus compañeros de habitación. Pero ver
cómo Daniel y Frederik hablan animosamente entre ellos le sirve de
escarmiento. No puede confiar en ninguna de las personas que habitan la casa.
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Si quiere seguir con vida solo puede contar con él mismo. No le apetece matar
a otras personas, pero no le queda más remedio. Nicholas ha visto cómo
Phoenix y Frederik son amigos desde el primer día, y a ellos ahora se les une
Daniel. En la otra habitación, Orson, Abraham y Wyatt también han hecho
buenas migas.
Se da cuenta de que hay dos grupos abocados a enfrentarse, pero solo hay
una persona que no forma parte de ninguno de ellos. Él mismo. Esto le lleva a
pensar que, en cuanto se abra la veda para matar a una persona, la presa más
fácil será él.
Se cabrea consigo mismo por no haberlo visto antes, aunque todavía
puede ponerle remedio. Cuando era jugador de baloncesto, su entrenador
siempre le decía a él y sus compañeros que «no hay mejor defensa que un
buen ataque». Le da vueltas a esa frase y ahora la entiende mejor que nunca.
Si logra asesinar a una persona antes de que los demás hagan lo propio con él
podrá seguir un día más con vida. Debe atacar para defenderse. Matar para
vivir.
Tras recordar la frase de su entrenador se da cuenta de una cosa: echa de
menos el baloncesto. No necesita la fama, pero sí enfrentarse a una canasta,
coger un rebote por encima de sus rivales o lanzar un triple con un adversario
encima. Se acuerda de cómo la adrenalina invadía su cuerpo cada vez que
tenía que tomar una decisión para sortear a un rival. Y recuerda esa sensación
de poder cuando anotaba y el público enloquecía. Ahora por fin entiende que
no odiaba lo que sucedía sobre el parqué, lo que odiaba era toda la
parafernalia que lo rodeaba. No soportaba a los agentes, ni a los periodistas,
ni a las chicas guapas, ni los repentinos amigos. Todos ellos buscaban su
dinero y le convirtieron en una persona desconfiada, incapaz de adaptarse al
entorno que le tocó vivir, simplemente por saber jugar muy bien. Pero ¿para
jugar al baloncesto tiene que llegar a lo más alto? Ni mucho menos, le basta
con jugar en cualquier pista callejera para quitarse el mono y con la única
presión que él mismo se imponga. Acaba de encontrar su leitmotiv en el
concurso: debe ganar para reconciliarse con el baloncesto.
Si bien es una persona fibrada y que podría desenvolverse bien en una
pelea, no posee la corpulencia de Abraham ni la de Phoenix, ni tampoco la
altura de Orson. Así que necesita hacerse con algún arma para tener garantías
de supervivencia. Observa nuevamente a Frederik y Daniel mientras
desayunan su menú habitual compuesto de café y tostada. Entonces encuentra
la solución.
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Abraham está aún desperezándose en la cama. Wyatt le ve bostezando y
busca con la mirada a Orson. Con un leve gesto, le señala el baño de la
habitación. Ambos se reúnen en el aseo, aunque no cierran la puerta para no
levantar sospechas.
—¿Qué podemos hacer con el fortachón? ¿Cómo nos deshacemos de él?
—Wyatt empieza la conversación a la par que abre el grifo. No quiere que
Abraham pueda oírles.
—Sigamos con nuestro pacto inicial —Orson se fía de Wyatt. No le ha
dado motivos para lo contrario—. Y andémonos con cuidado con este, que ya
ha demostrado ser capaz de matar al que se le ponga por delante.
—Quizá tendríamos que encargarnos nosotros mismos de él —Wyatt está
incómodo compartiendo habitación con Abraham.
—¿Y cómo lo hacemos? —Orson pregunta algo despreocupado, si bien la
idea que propone su compañero no le disgusta.
—Mejor todavía —Wyatt ilumina su rostro. Ha tenido una idea—.
Dejemos que lo hagan otros.
—Lo veo muy difícil. Él siempre está con nosotros —Orson espera que su
compañero tenga la solución—. ¿Cómo lo vamos a hacer? ¿Cómo logramos
que los demás decidan matarle a él y no a nosotros?
—Muy fácil. Bastará con que le dejemos solo cuando el Letrado nos diga
que comienza la hora. Y este asunto ya será cosa de los demás.
Wyatt cierra el grifo, guiña un ojo a Orson y da por concluida la
conversación. Al salir del aseo, ya no ven a Abraham en el dormitorio.
A pesar de que parecía adormilado sobre la cama, Abraham se ha fijado
en que sus compañeros de habitación se reunían en el baño. No sabe qué han
hablado, pero sí está seguro de que tiene que ver con él. ¿Estarán maquinando
a sus espaldas? ¿Pretenden jugársela?
No quiere parecer paranoico, pero las circunstancias le llevan a ello.
Puede ser su último día en la casa si no toma medidas. Se acuerda de sus
cábalas antes de acostarse y piensa en acelerar sus intenciones. Ninguno
conoce cuándo el Letrado dará la orden que permita que se maten entre ellos,
por lo que se apresura en encontrarse con Phoenix.
Se levanta despacio de la cama y se asoma al pasillo. La fortuna le sonríe,
puesto que ve en la cocina cómo desayunan Frederik, Daniel y Nicholas. Eso
significa que el caracortada tiene que estar solo en alguna sala. Mira primero
en su habitación y le encuentra vistiéndose.
—¿Qué cojones quieres? —Phoenix tira la ropa al suelo y se endereza en
cuanto ve aparecer por la puerta al fortachón. Este se lleva un dedo a la boca y
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le pide silencio.
—Vengo en son de paz —Abraham da un paso al frente y cierra la puerta
detrás de él. Extiende los brazos en señal de paz.
Phoenix entorna sus ojos y le mira con cierto recelo, si bien entiende que
no le podrá hacer nada. Aparentemente, no tiene armas y en una lucha cuerpo
a cuerpo ambos estarían muy igualados. Además, todavía no hay orden del
Letrado, por lo que en caso de que le ataque recibirá consecuencias. Decide
escucharle. Le hace un gesto con la cabeza para que explique el por qué se
adentra en su cuarto.
—A ti también te han dejado solo, ¿verdad? —Abraham otea la
habitación.
A pesar de su aparente cordialidad, no consigue rebajar la tensión de
Phoenix, quien le persigue con la mirada.
—Voy a ser claro —Abraham carraspea y se aclara la garganta—.
Estamos solos. Mis compañeros de habitación y los tuyos recelan de nosotros.
Phoenix le sigue con atención y cierta sospecha, aunque no hace ademán
de interrumpir su alocución.
—No les podemos culpar. Solo tú y yo hemos matado a alguien desde que
estamos aquí dentro —una sonrisa se dibuja en el rostro de Abraham—.
¡Como si ellos no hubieran asesinado a nadie en su vida!
El fortachón eleva la voz para remarcar la fuerza de su discurso. Phoenix
da un pequeño respingo, pero se mantiene callado.
—Siempre nos miran como si ellos fueran mejores personas que nosotros.
Y eso me está consumiendo.
Abraham sigue acercándose paulatinamente hacia Phoenix.
—Lo único que quiero es poder salir a la calle, visitar la tumba de mi
padre, andar tranquilamente por mi barrio… —Abraham disminuye
progresivamente su tono de voz. Habla de forma nostálgica—. ¡Joder, solo
quiero vivir!
Ya está a tan solo un metro de Phoenix, quien ha ablandado su gesto y se
siente identificado con la sensación que le transmite Abraham. Él también
ansía estar fuera de la cárcel para evadirse en cualquier isla desierta,
abandonar esta sociedad y sentirse, por fin, una persona normal y corriente sin
importar su físico.
—Lo que esos nos obligan a hacer es inhumano —Abraham señala de
manera alterna las dos cámaras que se encuentran a la espalda de Phoenix—.
Yo no quiero matar a nadie, pero ellos nos han llevado a esto. ¿Me entiendes,
verdad?
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Phoenix asiente con la cabeza de manera tímida. Es como si el fortachón
se hubiera metido en su cabeza y estuviera verbalizando sus sentimientos.
—Cuando maté al gordo chicano esperaba que nos dejaran irnos. Que se
escandalizaran por presenciar un asesinato en directo —Abraham está
negando con la cabeza, quizá recordando lo mal que le salió aquel plan en el
que acabó con la vida de Hugo—. No quería llegar a esta situación.
—¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Qué es lo que quieres? —Phoenix por
fin se atreve a intervenir.
—Creo que nos necesitamos —le dice Abraham en voz baja.
La pantalla del salón se enciende y su sonido inunda toda la casa. El
volumen está al máximo, con la clara intención de llamar la atención de todos
los habitantes. De forma paulatina, los siete inquilinos se van acercando y se
colocan en el sofá.
—El giro de guion que ha protagonizado Purgatorio se ha visto
recompensado —habla la misma presentadora rubia de pelo largo que han
visto con anterioridad—. PTD ha dominado todas las franjas horarias desde
que anunciaron que los concursantes tendrán que matar a uno de ellos cada
día. Es tal el éxito para la cadena televisiva que han decidido abrir un canal
exclusivo para seguir las 24 horas de la casa. Incluso el propio Gobierno ha
emitido un comunicado para felicitar a Philip Julius Spencer y su equipo por
los datos de audiencia que está recogiendo Purgatorio.
Los siete concursantes miran las diferentes cámaras de la sala. Reciben
atónitos la información. Saben que sus movimientos están continuamente
monitorizados, aunque cada vez que se lo recuerdan es cuando notan encima
el peso de las cámaras. La presentadora sigue hablando.
—Pero el concurso ha trascendido más allá de la propia cadena que lo
emite. En todas las redes sociales es el tema del momento y todos sus usuarios
están expresando sus opiniones. Para que se hagan una idea, solo en la última
hora se han publicado una media de cien mil comentarios por minuto. Las
casas de apuestas también se han unido al seguimiento del programa y
permiten que sus jugadores apuesten su dinero acerca de qué concursante
morirá hoy o quién será el ganador final. ¿Quieren saber cómo están las
cuotas? Pues no cambien de canal porque les contamos estos detalles y mucho
más a la vuelta de publicidad.
En ese momento, la televisión se apaga.
Una rara sensación domina a los siete participantes. Todos ellos están
preocupados por su vida y recelan de los demás compañeros. Pero, por otro
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lado, se están haciendo famosos por causas ajenas a sus crímenes, lo cual
agrada especialmente a Wyatt.
Otro aspecto positivo es que cada vez que les ponen imágenes de alguno
de los programas que están haciendo seguimiento exhaustivo de Purgatorio,
se dirigen a ellos como concursantes y jamás como criminales. Y es que están
participando en un concurso.
—¿Quién creéis que es el favorito? —Frederik pregunta de forma
inocente, quizá embriagado por la repentina fama y consciente de que habrá
alguien que les esté siguiendo en directo a través de ese canal de 24 horas.
—Sin duda, creo que será Abraham —Daniel le responde rápidamente,
aunque solo mira a Frederik, como si fueran los únicos presentes en el salón.
—¡Qué hijo de puta eres! ¡Te voy a meter tu colgante por el culo!
—Abraham se levanta muy enfadado y señala a Daniel.
—¿Qué coño te pasa? No te he criticado ni insultado —Daniel también se
pone de pie y esta vez sí le mira.
—Diciendo eso estás tratando de condicionar a los demás —Abraham
eleva la voz a cada palabra que pronuncia—. Así te aseguras de que cuando
llegue el turno de matarnos vayan todos a por mí.
Daniel ha respondido a la pregunta de Frederik sin maldad ninguna. No
obstante, Abraham ha sido el único en matar en esa misma sala a una persona,
así que le resulta lógico pensar en que él sea el candidato a ganar. Aunque se
da cuenta de que ha metido la pata y que el fortachón tiene motivos
suficientes para cabrearse, Daniel ya no puede recular.
—Pues si eso sucede me alegraré, musculitos —Daniel habla desafiante e
incluso se toma la licencia de calificarlo de forma despectiva—. Tú mataste a
Hugo y provocaste todo esto. Así que espero que hoy sea tu último día con
vida.
Abraham se muerde el labio con fuerza, aunque se sienta en el sofá y se
calla para evitar que el enfrentamiento vaya a más. Al fin y al cabo, acaba de
comprobar cómo desean que se convierta en el siguiente eliminado. Y eso es
una buena noticia, puesto que las cábalas que ha estado haciendo en las
últimas horas han sido las correctas. Ha sido previsor y ha hecho los
movimientos necesarios para garantizar su seguridad.
Daniel también se sienta y relaja su actitud. Acaba de desvelar a qué
concursante llevaba idea de atacar, además de una forma muy torpe. Pero está
tranquilo, porque nadie ha salido en defensa de Abraham, ni siquiera Orson y
Wyatt, lo que le lleva a pensar que todos están de acuerdo en matarle. Y le
parece justo, porque es culpa suya que el reality show haya cobrado esta
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dimensión y merece pagar por ello. Daniel ya tendrá tiempo para lamentarse
por el error de cálculo que ha cometido, pero al menos tiene claro que
Abraham es el objetivo para todos.
El resto de participantes permanecen cabizbajos. Con el paso de los días,
y después de todo lo que están viviendo, comprenden que no merece la pena
meterse en guerras ajenas ni buscarse enemistades innecesarias. Cualquier
gesto puede ser interpretado como un apoyo o una oposición, así que es mejor
estarse quieto.
De repente, todos se mueven nerviosos y se separan unos de otros. La
explicación es clara.
—Concursantes, ha llegado el momento —habla el Letrado—. Comienza
la Hora Decisiva.
La iluminación de la casa baja ostensiblemente. Los concursantes apenas
pueden ver a escasos metros delante de ellos y prácticamente se guían por los
ruidos que producen en sus huidas.
Daniel se marcha hacia su dormitorio y con él arrastra a Frederik para
evitar que su cojera le deje atrás. En cuanto llegan al umbral de la habitación,
pasan al interior y blocan la entrada, sin importarles dónde se encuentran
Nicholas y Phoenix. Por su parte, Orson y Wyatt corren apresuradamente para
ponerse a salvo en su dormitorio y de paso cerrarla antes de que entre
Abraham. Este intenta meterse, pero solo logra pasar una mano por el
resquicio de la puerta y la aparta rápidamente para que no se le quede
atrapada. Se ha quedado solo en el pasillo.
Asustado, busca refugio. Apenas logra ver. Toca torpemente las paredes
para desplazarse y orientarse. Con tremenda dificultad avanza por el pasillo
hasta que llega a la cocina. Al pasar la mano por la encimera tira un vaso y el
ruido delata su posición. Maldice hacia sus adentros, porque uno de los
cristales le salta a la pierna y le produce una herida. Intenta recomponerse y
avanzar hacia el gimnasio, única sala en la que considera que puede
resguardarse y estar de manera segura.
Cuando da unos pocos pasos, le pasan un brazo sobre el cuello y le
aprietan con fuerza. El ataque le ha pillado por sorpresa y ha perdido el
equilibrio. Abraham balbucea y empieza a patalear desde el suelo. Sus
movimientos bruscos le permiten deshacerse de la sujeción. Empieza a gatear
para huir de su enemigo, aunque se clava los cristales del vaso roto. Recoge
uno de los pedazos y tumbado sobre el suelo lo empuña de forma
amenazadora. Sigue sin ver quién ha podido atacarle, pero él no suelta el
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cristal. Lo agarra con tanta fuerza que incluso brotan pequeñas gotas de
sangre de su mano.
A unos metros de él oye unas pisadas. Se pone de pie, se gira y se coloca
en dirección hacia donde cree que se origina el ruido. Un golpe inesperado
sobre su mano le hace soltar el cristal. Está indefenso.
—Debí suponerlo. Sabía desde el principio que eras un puto psicópata
—Abraham por fin le pone cara a su atacante—. Lo que no sabía es que
también eras un cobarde.
Nicholas está muy cerca de él y sostiene un cuchillo de grandes
dimensiones. Se lo pasa de una mano a otra y luce una sonrisa macabra.
—Por fin te tengo a mi merced —Nicholas tiene arrinconada a su presa—.
Te aseguro que me lo voy a pasar muy bien contigo.
—¿También me piensas violar como a aquella muchacha? —Abraham
está soltando puñetazos al aire para evitar que se acerque más de la cuenta—.
¿A ella también la atacaste por la espalda?
Nicholas suelta un bufido y lanza una primera cuchillada que frena
Abraham con el brazo. Este grita de dolor al notar cómo le atraviesa la piel.
—¡Suelta ese cuchillo y enfréntate cara a cara! ¡Sé un hombre! —le reta
intentando ganar tiempo. Pero Nicholas no obedece.
Abraham intenta deslizarse por la pared, pero no tiene escapatoria.
Nicholas trata de alcanzarlo con el cuchillo, aunque dada la oscuridad y los
continuos movimientos de su rival todavía no ha sido capaz de pincharle en
un lugar vital.
—¡Hijo de puta, déjame salir! —Abraham mantiene sus manos levantadas
y desbarata los ataques con ellas. Es la única protección con la que cuenta.
De repente, Nicholas cambia de estrategia. Suelta una patada al pie de
Abraham y consigue barrerle. Cae y su cabeza choca contra el suelo de
manera violenta. Queda semiinconsciente.
—Ya no me volverás a llamar psicópata, puto enfermo —Nicholas lanza
la frase mientras hace fuerza con su pie derecho sobre el rostro de Abraham.
El exjugador de baloncesto embiste con su cuchillo hacia su pecho, pero
Abraham repele el ataque en un acto reflejo y el arma de Nicholas se queda
clavada en su brazo izquierdo. El dolor es intenso.
Nicholas forcejea para sacarla. Tira del cuchillo mientras Abraham se
mueve lateralmente por el suelo. A los pocos segundos consigue sacar el arma
de su brazo y cuando lo logra nota cómo un líquido caliente le salpica los
dedos.
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Abraham suplica en el suelo, tocándose el brazo dolorido. Es consciente
de que su final está cerca. Con los ojos entrecerrados, el fortachón alcanza a
ver cómo ese tipo rubio y fornido está encima de él con el cuchillo preparado.
Malherido y sin ninguna escapatoria posible, esta vez ya no tiene fuerzas
para seguir luchando y se deja llevar. Espera con agonía el momento en el que
su atacante le clave el cuchillo. De repente, Nicholas desaparece de su vista.
Un tirón inesperado le hace irse hacia atrás.
Abraham oye gritos angustiosos. Pasan los segundos y la voz se va
apagando. Cuando esta se calla, la luz vuelve a iluminar el salón y entonces se
da cuenta de qué ha ocurrido.
—Llevabas razón —Phoenix tiende su mano sobre Abraham para que este
se incorpore—. Ahora me debes una.
Al incorporarse, ve el cuerpo inerte de Nicholas tendido en el suelo. Tiene
una marca morada en el cuello y su rostro ya está azulado. A su lado, Phoenix
sostiene una manguera de ducha.
—Concursantes, ya pueden salir de sus escondrijos —Philip Julius
Spencer aparece en la televisión vestido de juez—. ¡Ya tenemos veredicto!
Philip, Orson, Frederik y Daniel salen de sus respectivas habitaciones y se
dirigen al salón. Observan el cadáver de Nicholas en el suelo y las múltiples
heridas de Abraham en su cuerpo. Ha debido ser una lucha encarnizada de la
que finalmente ha salido vencedor este último.
—Vaya momento nos habéis dado —Philip Julius Spencer está llevándose
de forma impulsiva las manos a la frente y después las agita ostensiblemente.
Está exaltado—. ¡Ha sido sencillamente brutal!
Abraham está encorvado mientras se sujeta su brazo izquierdo, del que
sigue brotando la sangre. Luce un aspecto espantoso, con la camiseta
desgarrada por el roce de los cristales y pequeñas grietas en su cuerpo. Cerca
está Phoenix, quien ha guardado la manguera en cuanto la luz de la casa ha
ido cobrando intensidad.
—Os habéis ganado el derecho a seguir otro día con vida —el presentador
levanta sus pulgares hacia los concursantes—. Hoy nos despedimos del
jugador de baloncesto, así que ya solo quedáis seis participantes. Pero no
olvidéis que… —Philip Julius Spencer se toma su tiempo— ¡mañana
despediremos a otro de vosotros!
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Día 9
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—Ese hijo de perra es un tipo duro —le dice Orson a su compañero.
Ambos están merodeando la sala de Juicio Final para alejarse del resto de
participantes. Desde esa posición pueden observar cualquier movimiento que
se produzca en el pasillo y saber si alguien sale de su habitación. Los dos han
tenido problemas para conciliar el sueño, aunque por lo menos han gozado de
unas horas, o eso calculan, de relajación, debido a que Abraham prefirió
quedarse en el sofá ubicado en el salón.
—Debió pillar por sorpresa a Nicholas y este se defendió —Wyatt hace
sus cábalas sobre qué ocurrió el día anterior—. ¿Viste las magulladuras que
lleva por todo el cuerpo? Seguro que el fortachón le sujetó por el cuello para
asfixiarlo y Nicholas le clavaba el cuchillo para que le soltara.
—Una de sus heridas tenía una pinta especialmente fea —Orson se toca
su propio brazo para señalar el lugar concreto—. Y a pesar de ese corte
consiguió ahogarlo.
Inquieto, Wyatt da vueltas sobre sí mismo con la cabeza agachada. Su
deseo era que Abraham muriera, pero este sigue vivo y, peor aún, el fortachón
ya sabe que Orson y el propio Wyatt no están de su lado. Si tiene fuerzas,
Abraham irá a por ellos en cuanto tenga oportunidad.
—¿Crees que aguantará? ¿Será capaz de pelear la próxima ocasión?
—Orson no espera una respuesta cualquiera, sino más bien ansía que su
compañero le tranquilice y le diga que Abraham está incapacitado.
—Sospecho que sí —Wyatt niega con la cabeza. Teme que ese fortachón,
por muy malherido que esté, decida acudir a por él aprovechando la diferencia
de estatura entre ambos—. Ni siquiera le hemos oído quejarse desde que mató
a Nicholas. Seguro que ya está pensando en qué va a hacer hoy.
—¿Y nosotros? ¿Qué haremos? —Orson no esconde su nerviosismo. Está
de pie dando vueltas a un lado y otro.
—Creo que es la solución más evidente —Wyatt se acerca, posa ambas
manos sobre los brazos de Orson y mira hacia arriba para fijar su vista en los
ojos de su compañero—. Debemos acabar el trabajo que no pudo hacer
Nicholas.
Phoenix ha cambiado sus prioridades dadas las circunstancias y sabe que
Frederik y Daniel no se fían de él. Como prueba, recuerda que ambos se
encerraron rápidamente en el dormitorio y le dejaron en la estacada en cuanto
el Letrado anunció que llegaba la Hora Decisiva. En ese momento es cuando
se dio cuenta de que debía aunar fuerzas con Abraham para, al menos,
sobrevivir el máximo número de días posibles. Juega con ventaja, puesto que
su nuevo aliado está muy malherido y encima es el objetivo prioritario de
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todos. ¿Sabrán los demás que fue él quién mató a Nicholas realmente? En su
cabeza, cree que la respuesta es un no rotundo y sabe que debe aprovecharse
de esa situación. Es consciente de que, tras eliminar a Abraham, se fijarán en
él como siguiente víctima, por lo que tiene claro que debe apoyar al
fortachón, si bien debe evitar que les vean juntos. Por eso durmió en la
habitación junto a Frederik y Daniel, aunque no les dirigió la palabra, tal y
como ha hecho los últimos días.
Hoy repetirá la acción del día anterior. Esperará a ver quién ataca a
Abraham y aparecerá por detrás para acabar con ese agresor. Y si logra que
las dos últimas personas con vida en la casa sean el fortachón y él, lo tendrá
muy fácil. Siempre y cuando las heridas de Abraham no empeoren o incluso
muera a causa de alguna infección.
Por su parte, Frederik y Daniel han sido incapaces de cerrar los ojos. La
presencia de Phoenix en su dormitorio les incomoda. Su actitud sombría les
escama, puesto que creen que este tiene elaborado un plan para acabar con
todos. Phoenix les engañó al contarles lo que ocurrió con George, lo que hace
imposible fiarse de él.
Esta vez, ambos prefieren quedarse en la habitación debido a la presencia
de Abraham en el salón, por lo que no han desayunado juntos como los días
anteriores. Aprovechan que Phoenix sale de la estancia para hablar entre ellos.
—No podemos seguir así con Phoenix —Daniel toma la iniciativa—. A
veces creo que tenemos al enemigo en nuestros morros.
—Está claro que debemos tomar una determinación —Frederik asiente
con la cabeza—. Él ya no está de nuestra parte y creo que también sabe que
nosotros no estamos de la suya.
—Hay que tener cuidado con él, porque no dudará en matarnos —Daniel
se lleva un dedo a su cuello y hace el gesto de cortarlo—. Ya tiene manchadas
las manos de sangre y sabemos que está dispuesto a llegar lo más lejos
posible.
—No podemos culparle por ello —Frederik agacha la cabeza mientras
pronuncia esta frase—. Los responsables del programa nos han llevado a esta
situación.
Ambos se miran e inmediatamente después observan las cámaras de la
habitación. La intensidad de lo que están viviendo dentro de la casa les hace
olvidarse en ocasiones de que se encuentran en un concurso, pero cuando eso
ocurre, las cámaras les devuelven a la realidad.
—¿Sabes? A veces tengo la sensación de que esto ya lo he vivido
—Frederik se sincera ante Daniel—. Me siento como si estuviera dentro de un
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sueño del que ya he despertado en otras ocasiones.
—¿Y cómo termina ese sueño? —Daniel sonríe y se muestra preocupado
ante la pregunta.
—Pues… —Frederik se levanta, sacude su camiseta y se alisa el pelo de
forma socarrona— Siempre me quedo el último con vida.
Daniel amaga con reír aunque se contiene las ganas. El ambiente entre
ambos es muy distendido, estén en la cocina o en el dormitorio.
—No me importaría que eso ocurriera —responde tras unos segundos—.
El premio debe ser para uno de nosotros.
—Ojalá —Frederik menea la cabeza afirmativamente—. Pero queda
mucho camino por hacer. Abraham, Phoenix, Orson, Wyatt… ¿Cómo lo
hacemos para deshacernos de ellos?
Es la primera vez que Frederik habla de esta forma. Él mismo se remueve
por dentro al mencionar a los otros compañeros junto a la frase «deshacerse
de ellos». Puede que ya haya interiorizado en qué consiste el concurso y que a
base de inmovilismo no mantendrá la vida. Hay que actuar para llegar hasta el
final. Debe seguir las normas del concurso si quiere reencontrarse con su hija.
—¿Te acuerdas de por qué ingresé en prisión y me condenaron a muerte?
—Daniel sigue sentado en la cama mientras juguetea con su colgante.
—Esas cosas no se olvidan —Frederik le da la mano a su compañero para
que se levante—. Esperaste a que salieran esos ladrones para matarlos. Tenías
miedo de que regresaran.
—Así es —Daniel da la razón a su compañero—. Pero ataqué primero al
que llevaba la pistola para asegurarme de que acababa con los dos.
Frederik observa cómo el gesto de Daniel ha cambiado. Lejos de parecer
taciturno y alterado, como cuando le contó días atrás esa historia, en esta
ocasión está más risueño y despierto que nunca. Parece un tipo calculador.
—¿Adónde quieres llegar?
—Nosotros somos dos, mientras que Abraham y Phoenix van a su aire
—Daniel desgrana su idea—. Pero hay otro dúo inseparable en esta casa.
—Orson y Wyatt —Frederik está analizando lo que dice su compañero.
Empieza a entender a qué se refiere.
—El alto y el bajo —Daniel gesticula con las manos para indicar la
diferente altura de ambos—. Todos somos conscientes de que Abraham y
Phoenix son una amenaza, pero para nosotros, el verdadero peligro está en
ellos dos. Son los únicos que nos igualan en número.
—Entonces lo que pretendes es que vayamos a por ellos —Frederik se
muestra conforme con el plan—. Pero ¿a cuál de los dos elegimos?
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—Como hice yo al elegir primero al ladrón de la pistola, en esta ocasión
debemos ir a por el más agresivo y peligroso de los dos —Daniel le invita a
que diga el nombre.
—Estás hablando de Orson —Frederik habla con lucidez, al comprender
completamente el proyecto de su compañero.
—¡Bingo! —responde Daniel con alegría.
Ambos cruzan una mirada cómplice que representa su conformidad. No
hace falta sellar con un apretón de manos cuál va a ser su siguiente paso,
aunque sí queda un fleco por resolver.
—¿Cómo lo hacemos? ¿A base de golpes? —Frederik verbaliza sus
dudas—. Podríamos coger un cuchillo, aunque seguro que, tras haber
utilizado uno Nicholas, todos tendrán controlado si falta alguno más.
Daniel se tumba sobre la cama, se sujeta la cabeza con los brazos sobre la
almohada y sonríe ante su compañero.
—La solución la tenemos aquí mismo —dice mientras palpa su lecho.
En el salón, Abraham sigue dolorido. Desde que Phoenix le salvara ante
Nicholas ha sido incapaz de descansar. El paso del tiempo no le alivia y cada
vez se siente peor. Incluso ha llegado a vomitar en dos ocasiones, aquejado
por la jaqueca y los dolores que le producen las heridas que tiene por todo su
cuerpo. Le preocupa sobre todo la herida en su antebrazo. Además de ser la
más profunda, es la que peor pinta tiene. La zona luce enrojecida, su borde
está inflamado e incluso hay algo de pus. Por si fuera poco, en cuanto toca
alrededor del corte nota un dolor tremendo. La cabeza le arde y cree que tiene
fiebre. Ha intentado limpiarse la herida con el agua que mana del grifo de la
cocina, pero solo siente un alivio momentáneo. «Se me está infectando»,
piensa.
Le quedan pocas fuerzas tras la pelea con el jugador de baloncesto y las
consecuencias de la misma, pero no puede rendirse. Ahora sabe que es el rival
más débil, al que es más fácil eliminar en cuanto el Letrado dé la orden. Sabe
que Orson y Wyatt van a ir a por él, sobre todo después de que ambos le
abandonaran el día anterior. Ni que decir sobre Frederik y Daniel, quienes
todavía no se han mostrado violentos, aunque cada día que pasa y dada la
reducción del número de participantes es cuestión de tiempo que se sumen a
utilizar la violencia. Cuenta con Phoenix para que le ayude, aunque le debe un
favor y sabe que este se lo va a cobrar con su vida. En definitiva, sigue solo.
Ya manejó una situación similar con el banquero que estafó a su padre.
Entonces tuvo la suficiente paciencia para elaborar un plan y matarlo, pero
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ahora necesita actuar con urgencia si quiere salir indemne de esta casa y
recuperar su vida anterior.
Cuando le aparecen dudas, le basta con mirar la herida de su antebrazo
para darse cuenta de que, si no es otro de los concursantes, será la infección la
que acabe con él. Requiere un médico lo antes posible y quizá no pueda
esperar cinco días para ir matando uno a uno a los demás. ¿Y si repite lo que
hizo con Hugo? ¿Por qué esperar a que el Letrado dé la indicación? Además,
en cuanto entren en la Hora Decisiva todos estarán alerta, pero, si actúa antes,
podrá contar con el factor sorpresa. Solo necesita elegir el orden de las
víctimas. Y tiene claro quién será el primero. Irá a por la persona que le puso
en el punto de mira cuando cambiaron las reglas de Purgatorio. Así, si la cosa
se tuerce, al menos conseguirá que esa persona no llegue al final.
Pero tendrá que ser sigiloso y certero, puesto que si se mete en una pelea
duradera lo normal es que sea él quien termine perdiendo. Sin embargo,
confía en su instinto para conseguir su propósito. Y, por primera vez desde
que ha sufrido las heridas, ve una salida a su complicada situación.
La televisión del salón se enciende. Solo Abraham está en dicha estancia,
aunque en cuanto oye la voz de la presentadora rubia se marcha hacia el
gimnasio para evitar el contacto con los otros concursantes. De camino a esa
sala se cruza con Phoenix, quien al oír el sonido de la televisión hace el
camino inverso y acude rápidamente hacia el salón para ver qué emiten.
También salen de sus respectivas habitaciones Orson, Wyatt, Frederik y
Daniel.
Los cinco se aglutinan en el sofá, ávidos de entretenimiento.
—Purgatorio sigue avanzando y alcanza el ecuador de su emisión con tan
solo seis personas en el interior de la casa. Los telespectadores ya tienen sus
preferencias y se han encariñado de unos concursantes que lo están dando
todo.
Por primera vez muestran el nombre de la presentadora: Brooke
Linkmorbid. Su programa acaba de empezar, aunque no hay ninguna señal
horaria que les permita saber en qué momento del día están. En cualquier
caso, tampoco son capaces de averiguar si están viendo la televisión en
directo o en diferido.
—La muerte de Nicholas White ya es un hito de la televisión, tanto por el
contenido como por el número de telespectadores que siguieron en directo el
desarrollo de la Hora Decisiva.
Brooke Linkmorbid remarca la frase final mientras mira a ambos lados de
su mesa.
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—Su muerte se convirtió en el minuto de oro del día. Pero no solo fue lo
más seguido ayer, sino que también es el minuto de oro más visto de toda la
historia televisiva.
La presentadora aumenta su tono de voz. Está radiante. Brooke
Linkmorbid aprovecha para saludar a los contertulios que la acompañan en
esta ocasión, aunque tras las presentaciones da paso a una llamada telefónica.
—Buena parte de culpa del funcionamiento de este reality show la tiene
su presentador. ¡Ya está al otro lado de la línea el genial Philip Julius
Spencer!
—Querida Brooke, gracias por dejarme participar en tu programa.
Los concursantes se quedan extrañados. Philip Julius Spencer habla como
una persona normal, algo a lo que ellos no están acostumbrados. No perciben
un ápice de su excentricidad en el saludo a la presentadora e incluso su tono
de voz se aleja mucho del que utiliza cada vez que habla con ellos.
—El placer siempre es nuestro, Philip —la presentadora se levanta de su
silla, hace una pequeña reverencia y vuelve a sentarse—. Estábamos
comentando los fantásticos datos de audiencia que está cosechando el
programa. Muy por encima de las expectativas que tendríais marcadas, ¿no?
—Cada día se supera. Sin ir más lejos, la expectación por saber qué
ocurrirá hoy es máxima —Philip Julius Spencer responde emocionado. Por su
tono de voz se percibe la alegría personal que le supone batir récords de
audiencia—. Brooke, fíjate hasta dónde llega el seguimiento de Purgatorio.
Hay varios canales de televisión que han solicitado a PTD los derechos de
emisión en sus respectivos países. De esta forma, este concurso se convierte
en el primer reality show que se emite de forma simultánea en los cinco
continentes.
Aplausos en el plató. Durante unos segundos nadie es capaz de hablar.
Contrasta con el salón de la casa, en la que impera el silencio.
—Pero no todo son buenas noticias. Y es que cuando algo triunfa siempre
salen envidiosos dispuestos a dar la nota —Brooke Linkmorbid gesticula de
mala manera al decir «envidiosos»—. A pesar de los estratosféricos números
de audiencia que está cosechando Purgatorio, hay colectivos que se muestran
en contra de su emisión.
—No quiero darle más bombo del necesario, Brooke —Philip Julius
Spencer se pone serio—. Ahora mismo hay enfrentamientos en la sede del
Gobierno por un grupo de desalmados que están en contra del desarrollo de
Purgatorio. No me sorprende en absoluto porque es algo que siempre ha
sucedido cuando ha surgido un programa rompedor, pero uno se acostumbra a
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ello. Siempre hay sectores de la audiencia muy conservadores que son
incapaces de entender que esta evoluciona.
Brooke Linkmorbid asiente continuamente ante la intervención de Philip
Julius Spencer. Mientras habla el presentador, el plano televisivo ofrece
imágenes de una numerosa manifestación que aporrea las puertas de la sede
del Gobierno. Portan carteles con consignas lapidarias y con mensajes
totalmente en contra de la permisión del Ejecutivo y de la emisión de
Purgatorio.
—¿Sabes, Brooke? Creo que en el futuro se nos recordará como unos
visionarios —Philip Julius Spencer se toma un par de segundos antes de
continuar hablando. Quiere darle más fuerza a su mensaje—. No solo cuando
se hable de la televisión, sino también me refiero a nuestro papel en la
sociedad actual. Los responsables de Purgatorio somos valientes por ofrecer
este formato, por haber seleccionado un problema como el exceso de presos y
buscar una solución al respecto, así como por saber adaptarnos al carácter
extremo de los concursantes.
Por la cabeza de los cinco participantes presentes en el salón pasa el
cambio de reglas tras el asesinato de Hugo. Todos ellos están totalmente
inmersos en la televisión y ninguno se percata de que Abraham ha regresado
al salón. Con calma y tranquilidad se va situando detrás del sofá. Hace todo lo
posible para evitar cualquier ruido innecesario e incluso se ha descalzado para
evitar el roce de sus zapatillas con el parqué. En su mano derecha porta la
barra metálica en la que se colocan las pesas.
En la televisión, la presentadora sigue hablando con Philip Julius Spencer.
—¿Qué sorpresas nos esperan en un futuro? ¿Imaginas qué puede ocurrir?
—Brooke Linkmorbid pregunta sin tapujos.
—Eso es lo increíble de Purgatorio —Philip Julius Spencer está
realmente excitado al hablar de su programa—. A diferencia de otros
concursos, en este cada día es una aventura distinta puesto que no sabes qué te
vas a encontrar o qué va a suceder. Mi equipo y yo trabajamos diariamente en
la elaboración del guion, pero siempre me toca improvisar ante los
concursantes. Eso es maravilloso.
La presentadora asiente ante cada palabra que pronuncia Philip Julius
Spencer. Se nota que le tiene admiración.
—Además, este es el primer reality show en el que hay consecuencias de
verdad —Philip Julius Spencer habla de manera entusiasta—. Es decir,
cuando se elimina a un concursante ya no cabe la posibilidad de que este
regrese en un futuro. Y todo esto nos lleva a que es imposible vaticinar los
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movimientos que tomarán los participantes. Lo único seguro es que hoy habrá
una nueva eliminación.
—¡Que así sea!
Una voz irrumpe desde dentro de la casa. Frederik, Daniel, Phoenix,
Orson y Wyatt están tan atentos a la conversación entre Philip Julius Spencer
y Brooke Linkmorbid que se han evadido por completo. No entienden de
dónde procede esa voz que les ha sobresaltado. Hasta que en el cuello de uno
de ellos aparece una barra metálica.
—Como bien dice, ¡hoy habrá una nueva eliminación! ¡Te presento tu
nuevo colgante!
Abraham sujeta con firmeza el artilugio y tira con todo su cuerpo hacia
atrás. Tanto que su espalda prácticamente toca la alfombra mientras mantiene
la barra en el cuello de Daniel, quien está emitiendo sonidos guturales ante la
sorpresa del ataque y la imposibilidad de introducir aire en sus pulmones.
Agita desesperado sus brazos para tratar de quitarse la barra, pero cada
esfuerzo le resta segundos para respirar, por lo que va perdiendo fuelle con
rapidez. A su lado, Frederik tarda unos instantes en reaccionar e intenta
golpear de forma violenta en la cabeza de Abraham, pero este se tambalea a
un lado y otro sin soltar la barra.
—¡Suéltale! ¿Qué haces? ¿Estás loco? —Frederik le grita con los ojos
desorbitados, aunque no obtiene respuesta.
Apenas han pasado unos treinta segundos cuando el cuerpo de Daniel deja
de agitarse. Sus ojos se nublan y su pulso se detiene, aunque todavía Abraham
mantiene la presión en su cuello durante unos segundos más. En cuanto le
suelta, Frederik coge el cuerpo de Daniel y lo tumba en el suelo. Trata de
aplicarle un masaje cardíaco, aunque más por desesperación que por
conocimientos. Realiza varias compresiones torácicas, le abre la boca y le
introduce aire, pero no consigue devolverle la vida. Rabioso, le azota cada vez
más fuerte en el pecho intentando que Daniel vuelva a respirar, pero no hay
manera. Definitivamente, está muerto.
Las lágrimas invaden su cara. Frederik se siente impotente por no haber
podido evitar el ataque de Abraham. Furioso, se dirige hacia él con la
intención de atizarle lo más fuerte que pueda, pero un chillido agudo le
detiene ipso facto.
—¡Quieto, Frederik!
La voz procede de la televisión. Es Philip Julius Spencer quien habla. Con
pelo corto, luce un pequeño bigote, sujeta un pequeño bastón en su mano
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derecha y porta un traje blanco con una cazadora amarilla. Es la viva imagen
de Freddie Mercury.
—Sabéis que hay una Hora Decisiva que os indica el Letrado. Y es en esa
hora en la que debéis actuar, no antes —el enfado del presentador es
visible—. ¡Os estáis cargando el concurso!
Philip Julius Spencer posa sus dedos sobre los ojos y agacha la cabeza.
Respira profundamente antes de continuar su charla.
—Hay una audiencia a la que respetar, hay un canal de televisión y un
Gobierno que han apostado por daros la libertad y hay un presentador que da
la cara por vosotros —Philip Julius Spencer se pone paternal. Pero
rápidamente vuelve a torcer el gesto—. ¡Sois unos desagradecidos!
Dirige su mirada hacia los cinco concursantes que quedan con vida. Hasta
que encuentra a Abraham, quien tras el ataque ha dado varios pasos atrás
hasta llegar al pasillo.
—Me parece que te crees invencible, señor matabanqueros —el
presentador escupe sus palabras—. ¡Es la segunda vez que actúas como te
sale del pito!
En ese momento, Philip Julius Spencer saca el mando con los botones y
empieza a titubear sobre cuál pulsar. Al verlo, Abraham reacciona con rapidez
y se quita su petaca para evitar que le suelten una descarga eléctrica.
—¡Incauto! —el presentador grita sarcásticamente.
Igualmente, el showman eleva un dedo por encima de su cabeza y lo baja
rápidamente sobre el mando. Pulsa un botón y en la casa suena un chasquido
tremendo, diferente al que oyeron cuando murió Mike Bradbury.
La electricidad ha invadido el cuerpo de Abraham, quien se agita de forma
exagerada y sus músculos se contraen fuertemente. Al cabo de unos segundos,
se oye un chispazo y su cuerpo cae inmóvil al suelo.
—Another one bites the dust! ¡Otro que muerde el polvo! —Philip Julius
Spencer anda sobre el plató dando saltitos y mueve el bastón agitadamente.
Imita la voz distorsionada de Freddie Mercury, aunque resulta bastante
cómico. Pero poco le importa hacer el ridículo, es más, se siente como pez en
el agua cantando la canción.
Los demás concursantes están totalmente inmóviles ante la dureza de la
escena que acaban de presenciar. Se taponan la nariz por el insufrible olor a
quemado. Observan desde la lejanía la situación dantesca. Encima de la
alfombra, el cadáver azulado de Daniel Mitchell. En el pasillo, el cuerpo
abrasado de Abraham Lawless.
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—¡Os dijimos que siempre tenemos un plan B! —Philip Julius Spencer
señala a los concursantes— ¿Os acordáis de la cantidad de cables que
pusimos debajo de cada uno de los paneles? Ahora ya sabéis para qué sirven.
A pesar de que en el vídeo que les enseñaron de la construcción de la casa
vieron cómo había una multitud de cables por debajo del suelo, hasta ahora no
le daban importancia a la extraña configuración del mismo. Que estuvieran
separados por unos paneles uniformes les parecía un simple elemento
decorativo, pero ahora entienden que tiene una función clara. No están en una
casa, sino dentro de una silla eléctrica gigante dispuesta a accionarse en
cuanto la organización así lo considere.
—Esto no tenía que haber salido así —Philip Julius Spencer niega con la
cabeza—. Marchaos a Juicio Final y esperad ahí por un tiempo. ¡Debemos
arreglar este desaguisado!
Antes de abandonar el salón y mientras los otros tres compañeros
obedecen la orden del presentador, Frederik se acerca a Daniel para
despedirse de él. Observa el gesto terrorífico de su amigo y le cierra los ojos a
la par que le descuelga su colgante. «Saldré de esta casa por ti», se dice
mientras encierra en su puño la joya. Cuando Frederik pone rumbo hacia
Juicio Final, con sus compañeros unos pasos por delante, oyen un pequeño
grito. Se trata de Philip Julius Spencer, quien vuelve a reclamar la atención de
los concursantes.
—No lo olvidéis. Seguid las reglas o… —el presentador respira
agitadamente— ¡o mañana mismo os mato a todos!
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Día 10
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Phoenix se ha quitado un problema de en medio. O mejor dicho, se lo han
quitado. Al aliarse con Abraham solamente ganaba tiempo, pero seguía
siendo un enemigo al que vigilar. A pesar de que estuviera malherido, era la
persona más impredecible de todas las que estaban en esa casa. Y si no que se
lo digan a Hugo y Daniel. Con la muerte de Abraham, ahora respira tranquilo.
Pero no puede bajar la guardia porque todavía quedan tres personas que
eliminar y todas ellas le ven como el rival más complicado. Puede que
ninguno de ellos sepa que el asesino de Nicholas fue él, pero sí conocen que
ha matado a George. Y esa muerte se produjo antes de que el concurso
cambiara las reglas, lo que le convierte en un sujeto peligroso, al menos a ojos
de Orson, Wyatt y Frederik. Aunque no le importa que le vean así, porque
nota que su presencia tensiona a los demás. Y cuando una persona está
tensionada es más propensa a cometer errores. Y un error en esta casa se paga
con la vida, lo que significa más posibilidades de ganar y, por ende, de
obtener la libertad.
En cualquier caso, debe actuar con precaución. Si se abalanza sobre Orson
o Wyatt, puede encontrarse con la defensa de ambos y que pase de ser el
cazador a convertirse en la presa. Más fácil lo tendría con Frederik, pero debe
actuar en perspectiva. Si decide ir a por el cojo barbudo y le mata, se quedará
solo contra Orson y Wyatt. Así que tiene claro que su supervivencia pasa por
separar los caminos del dúo. Lo ideal sería abordar a uno de ellos por sorpresa
y enseñarle su particular manera de usar la manguera de la ducha, pero ve
difícil pillarlos por separado.
Después de darle vueltas a su situación, le sobreviene una idea. Es
probable que sea imposible sorprender a Orson o Wyatt de manera individual,
pero sí puede obligarlos a que se separen. Solo es cuestión de forzarlo.
Orson se toca su cabeza y mira alrededor de su habitación. Parece mentira
que hace unos días estuvieran ocupadas las cinco camas y ahora solo haya dos
personas en esa estancia. Las camas de Hugo, Abraham y Boone siguen
deshechas, por lo que nota una cierta sensación tenebrosa, como si en
cualquier momento pudieran entrar por la puerta y tumbarse en sus
respectivos lechos. Y eso que ha visto con sus propios ojos cómo la audiencia
decidía que debía morir Boone, que Abraham asesinaba delante de todos a
Hugo y que el programa optara por matar al propio fortachón por saltarse las
reglas. En todas esas circunstancias, Orson ha estado a escasos metros, así que
parece que la muerte persigue a los que le rodean.
Su actitud ha cambiado sustancialmente desde que fue nominado. Aunque
en primera instancia pensó en rendirse, rápidamente optó por sobrevivir, sin
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importar el precio y con su mente fija en el objetivo de conseguir la libertad
para ayudar a los jóvenes de su barrio. Su alianza con Wyatt le ha ayudado a
salvarse de los ataques impredecibles de Abraham, pero le puede perjudicar
en esta recta final.
Tan solo necesita eliminar a los otros tres concursantes y la libertad será
suya, pero es precisamente Wyatt su mayor escollo. ¿Se puede fiar realmente
de ese canijo? Orson se para a pensar cómo ha sido la relación con su
compañero. Fue Wyatt el que rompió el hielo en el gimnasio para proponerle
un pacto. Fue Wyatt quien propuso dejar solo a Abraham cuando el Letrado
diera la orden. Y cuando Abraham se salvó, fue Wyatt quien señaló que
debían ser ellos mismos quienes le mataran. Siempre Wyatt ha sido quien ha
dirigido los planes de los dos. O mejor dicho, sus planes, porque Orson ha
sido un simple títere a su merced.
Orson está muy mosqueado y siente cómo la agresividad va creciendo en
su interior. Con ese renacuajo por utilizarle, consigo mismo por dejarse
utilizar. Ya tiene claro a por quién debe ir.
Wyatt está tumbado sobre su cama. Está recordando lo que ocurrió con
Abraham y Daniel. Es tal su estado de concentración que en ningún momento
le dirige la palabra a Orson a pesar de que se encuentra en la cama al lado de
él. Quizá la cercanía del final le lleva a evadirse y a valorar qué debe hacer
para ser él la única persona en salir de esta maldita casa y abrazar los cantos
de gloria de la fama.
Se acuerda de su ascenso criminal y cómo llegó a ser el mandamás de la
organización mafiosa después de empezar robando verduras, frutas y
hortalizas. Por dentro sonríe al acordarse de cómo engatusó a su jefe para
matarlo cuando llegó el momento oportuno. Y es que siempre se le ha dado
bien escalar a costa de los demás. Puede que sea por su aspecto poco
musculado y casi escuálido por lo que los demás le dejan hacer, pero pocos
conocen su rabia. Más que nada porque cuando la ha tenido que sacar a
relucir ha sido para acabar un trabajo.
No ha fortalecido su cuerpo, pero sí su mente. Wyatt sabe qué quiere en
cada momento y qué debe hacer para conseguirlo. Ansía ganar este concurso
para ser libre, lo cual le permitirá codearse con las estrellas y alcanzar un
nuevo estatus social que le haga disfrutar de una vida nueva repleta de lujos.
Solo de pensarlo se le pone la carne de gallina por la emoción.
Desde que conoció la mecánica de Purgatorio ha hecho todo lo posible
para aprovecharse de las circunstancias. Se ha arrimado a Orson cuando todo
el mundo se alejaba de un tipo agresivo. No le importó juntarse con Abraham
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a pesar de que sus estados de ánimo eran erráticos. Lo hacía porque de esa
forma podía protegerse mientras otros daban la cara. No obstante, él siempre
se ha mantenido a la sombra de ambos, pero nadie se ha dado cuenta de que él
movía los hilos.
Quizá haya llegado el momento de dar un paso al frente. Sin el fortachón
en la casa y con Phoenix y Frederik a su aire, su único parapeto es Orson,
pero este no tardará en ir a por él. Por lo que Wyatt ya sabe qué debe hacer.
Como siempre ha hecho en su vida, tendrá que escalar a costa de otro.
—Concursantes, dejen todo lo que estén haciendo y acudan ahora mismo
a la sala de Juicio Final. Les tenemos preparada una sorpresa.
El Letrado saca de sus pensamientos a los cuatro inquilinos de la casa,
quienes, cuanto más se acercan al premio del concurso, más se alejan de sus
compañeros de viaje.
Ordenadamente y a paso lento, los concursantes hacen caso y se dirigen a
Juicio Final. Orson abre la puerta y le sorprende la falta de iluminación de la
sala. Se queda en el umbral y detrás de él se posicionan Phoenix, Frederik y
Wyatt, aunque el Letrado insiste en que pasen. En cuanto acceden, la puerta
queda bloqueada pero la oscuridad persiste. Ningún resquicio de luz, ninguna
señal que les permita identificar los recovecos de la sala. Están en la más
absoluta negrura.
El pulso se les acelera a los cuatro, temerosos ante lo que pueda ocurrir.
Tal es su miedo que, por puro instinto, se alejan los unos de los otros, quizá
pensando en que alguno pudiera utilizar la ausencia de luz para acabar con la
vida de otro.
—¿Os lo pasáis bien jugando a las tinieblas?
La voz de Philip Julius Spencer suena de repente, aunque por ningún lado
aparece su imagen. Otra vez su tono resulta juguetón y se muestra
aparentemente socarrón. En cualquier caso, sirve para que los cuatro se
queden quietos inmediatamente.
—¿Por qué estáis tan separados? ¿Es que ya no os lleváis bien? —el
presentador simula el sonido de unos lloros—. ¡Juntaos para que os vea
mejor!
Los concursantes siguen petrificados en su lugar cuando la sala se ilumina
por completo. Al principio les molesta la luz, pero se acostumbran en unos
segundos. En cuanto acomodan la vista, se dan cuenta de que la sala de Juicio
Final ha cambiado su decoración. Lo primero que les llama la atención es la
desaparición del sofá en el centro de la sala, cuyo lugar está ocupado ahora
por una ancha mesa sin ningún objeto sobre ella. Además, en cada una de las
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paredes laterales cuelgan dos pósteres para hacer un total de cuatro. Estas
ilustraciones muestran la fotografía realizada al concursante en cuestión
cuando ingresó en prisión, mientras que debajo de la instantánea figura un
número de teléfono.
—¿Qué os parecen vuestras imágenes promocionales? —El presentador
pregunta entusiasmado— Os veo tremendamente guapos, ¿verdad?
Frederik se acerca a su imagen y la toca con mimo. Orson y Wyatt
también se colocan cerca de su correspondiente cartel mientras que Phoenix
permanece en el centro de la sala. En cuanto pasan unos segundos, da unos
pasos hacia su fotografía y la arranca con rabia.
—¿Por qué siempre tienes que dar la nota, Phoenix? —Philip Julius
Spencer le reprende su actitud— Eres incapaz de portarte como una persona
normal y me haces quedar siempre como el malo… ¡cuando tú eres un
impresentable!
Phoenix continúa haciendo añicos el póster. No le ha gustado ver esa
imagen que le trae tan malos recuerdos. Cuando le hicieron esa fotografía fue
consciente de que iba a ser la última que se haría. Entraba a un lugar del que
nunca iba a salir. Aquella foto representa la muerte del antiguo Phoenix. O el
nacimiento de su actual yo, el del criminal que merece la muerte antes que
compartir vida con otros seres humanos. Y nunca le gusta recordar ese
pensamiento. No obstante, si algo positivo está teniendo Purgatorio en su
conducta es que por fin tiene un objetivo por el que luchar: refugiarse en su
más absoluta soledad lejos de cualquier otro individuo.
—Te juro que no vas a tener más oportunidades —el cabreo del
presentador va en aumento—. Es la última vez que te permito que quebrantes
las normas. A la próxima, ¡le voy a dar tantas veces a tu botón que el forense
no va a poder distinguir si eres un hombre o una mujer!
La amenaza cae en saco roto. Phoenix está pisoteando los restos de la
fotografía como si con ese gesto pudiera destruir por completo su pasado.
—Venía con buenas noticias para todos vosotros, pero tú no vas a poder
disfrutarlas —Philip Julius Spencer sigue hablando muy alto, casi al borde de
los gritos—. ¡Sal ahora mismo de Juicio Final, Phoenix!
Un pequeño clic retumba desde la puerta. Esta vez sí le hace caso al
presentador y Phoenix se marcha con paso raudo de Juicio Final. En cuanto
abandona la habitación, la televisión se enciende y aparece en escena Philip
Julius Spencer. Luce una gorra con rayas blancas y rojas, una bata larga con
amplios bolsillos y una chapa con su nombre en la solapa. Esta vez no parece
encontrarse en un plató televisivo, sino en el interior de un establecimiento. Y
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él se sitúa justo detrás de la barra. El plano se aleja y permite ver un cartel que
pone «La tienda de Purgatorio».
—Vengo con regalos para todos —el showman olvida su enfado con
Phoenix y extiende los brazos todo lo que su fisionomía le permite—. ¿Estáis
contentos por esta maravillosa sorpresa?
Wyatt, Orson y Frederik miran por los rincones de la habitación pero no
localizan ningún objeto que puedan llevarse.
—Pero debéis tener paciencia, porque os entregaré a cada uno… —Philip
Julius Spencer realiza una de sus habituales pausas— ¡lo que la audiencia
decida!
La imagen de la televisión cambia y el presentador se queda en un
pequeño recuadro en la parte inferior derecha de la pantalla. La imagen
principal va turnando rápidamente imágenes de objetos.
—En total hay cuatro regalos por entregar, aunque uno de vosotros
recibirá el que iba destinado para Phoenix —Philip Julius Spencer vuelve a
copar la pantalla—. ¿Sabéis cómo?
De manera tímida, Wyatt, Orson y Frederik niegan con la cabeza.
—¡Muy fácil! La audiencia puede votar qué regalo os pertenece llamando
o mandando un mensaje a vuestro número de teléfono —el presentador señala
hacia abajo. Justo en ese momento salen sobreimpresionados en la televisión
los nombres y números de teléfono correspondientes a cada uno de ellos—.
¿Queréis saber qué os podéis llevar?
Esta vez, los tres hacen el gesto contrario y asienten ansiosos ante lo que
les puedan regalar. Cualquier objeto puede ser útil para ayudarles en la
supervivencia.
—Este es el primer obsequio —los concursantes ven las imágenes de una
azafata con un machete enorme. Enseña a cámara su filo—. ¡Con esta arma
no habrá nadie que quiera acercarse!
Philip Julius Spencer espera a que la azafata se marche y da paso al
segundo regalo. Él mismo es quién lo muestra.
—Estas gafas de visión nocturna os permitirán luchar en la oscuridad —el
presentador se las coloca y se las deja puestas—. Hacedme caso, ¡os van a
hacer falta!
Para el tercer presente, vuelve a aparecer la misma azafata. Ahora es otro
objeto el que lleva entre sus manos.
—Esta pistola puede ser muy efectiva —Philip Julius Spencer le arrebata
el arma a la azafata y simula que dispara—. Pero utilizadla con cautela, ¡solo
dispondréis de una bala!
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El presentador es el encargado nuevamente de enseñar el cuarto y último
regalo. Se mete la mano en el bolsillo derecho de su bata y saca velozmente
una linterna.
—Por último, este utensilio os puede servir, tanto para orientaros, como
para atacar a un rival —Philip Julius Spencer la enciende y juguetea con
ella—. ¿Os valdrá para iluminar vuestro camino?
Wyatt, Orson y Frederik se quedan pensativos ante los objetos que pueden
obtener. Fantasean con los posibles usos que podrían darle a cada uno de
ellos.
—El Letrado os llamará de manera individual para daros el regalo que la
audiencia haya elegido para cada uno de vosotros —el showman sale de la
tienda y da varios pasos hasta llegar al plató habitual de Purgatorio—. ¡Rezad
para que nuestros telespectadores os den lo que queréis!
El presentador da la espalda a la cámara y parece dirigirse a una salida.
Aunque cuando está a punto de desaparecer de la escena, vuelve corriendo
hacia el centro del plató.
—¡Qué cabeza tengo! Me estaba dejando una cosita que quizá os resulta
importante —Philip Julius Spencer se seca el sudor de la frente— Como ayer
hubo dos muertes, hoy os daremos descanso. ¡No habrá ninguna muerte!
En cuanto el presentador acaba su frase la televisión se apaga y deja en
silencio a los tres concursantes, quienes se quedan paralizados ante la
revelación. «Hoy no habrá ninguna muerte», repiten mentalmente. Esto les da
una tregua que pueden utilizar para afinar sus correspondientes estrategias, lo
cual aprovecha enseguida Frederik para poner en marcha su plan. La rabieta
de Phoenix le ha venido de perlas para quedarse a solas con Orson y Wyatt.
—¿Ya habéis decidido quién de vosotros será el que mate al otro?
—Frederik no se anda con tonterías y pregunta de forma directa.
—¿Cómo dices? —Orson mira a Wyatt antes de responder.
—Pues eso, ya que estáis todo el día juntos imagino que tendréis un plan
—Frederik no aparta su mirada de los ojos de Orson. Sabe que es el más
impulsivo de los dos y quiere ponerle nervioso—. Supongo que en algún
momento habréis hablado de quién será el que gane. Lo que implica que
deberá matar al otro.
Orson se muerde el labio y aprieta el puño. Frederik ha conseguido
alterarlo aunque el gigantón reprime sus ganas de golpearle. Wyatt tampoco
recibe de buen grado la pregunta, si bien opta por callar para no mostrar sus
cartas.
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—Yo lo tenía hablado con Daniel —Frederik miente a conciencia—. Si
los dos nos quedábamos aquí los últimos, él sería el que saldría. Pero ese
cabrón de Abraham acabó con nuestros planes.
Frederik habla con naturalidad y desparpajo. Quiere sembrar la duda entre
sus dos adversarios. Y nota que lo está consiguiendo al ver que ninguno de
ellos responde para defenderse, además de estar mirándose el uno al otro con
cierto recelo.
—Incluso Phoenix me propuso unirme a él para llegar juntos hasta el final
y después sería él quien se quitaría de en medio —Frederik no da un respiro y
prosigue su intervención—. Pero supongo que aquí no te puedes fiar de nadie,
¿verdad?
Esta última frase cala hondo, especialmente en Orson, quien se muestra
más agitado. Ya había sacado unas conclusiones parecidas respecto a Wyatt
con anterioridad, aunque ahora escucha cómo otro inquilino de la casa se las
suelta a la cara. En su fuero interno crece la llama del odio hacia su aliado,
puesto que se siente utilizado por él.
Por su parte, Wyatt lamenta que haya salido este asunto. Las
elucubraciones de Frederik le ponen sobre aviso a Orson, por lo que tendrá
que vigilarlo en todo momento. Ya no puede actuar por sorpresa como
pretendía. Y en una pelea cuerpo a cuerpo lo normal es que tenga las de
perder ante la corpulencia de Orson y la tremenda diferencia de estatura. Por
primera vez, se encomienda a la suerte más que a su mente. Así, espera que el
reparto de regalos le sea benévolo. Si obtiene la pistola, no dudará en
incrustar su única bala en la cabeza de Orson.
—En fin, estoy seguro de que vosotros tenéis todo atado y bien atado
—Frederik sigue hurgando en la desconfianza mutua entre Orson y Wyatt—.
Sin embargo, ahí fuera hay un perturbado dispuesto a masacrarnos en cuanto
tenga la oportunidad. Si fuera uno de vosotros, primero le mataría a él y
después iría a por el otro.
—Y de esa forma dejamos el camino libre para el cojo y desdichado
Frederik, ¿no? —Orson no puede contenerse e interviene de malos modos.
—Por mí no debéis preocuparos —Frederik responde sin pestañear—. No
tengo intención de matar a nadie más en lo que me resta de vida.
Frederik abandona Juicio Final y da por concluida la conversación. Ya ha
logrado germinar la semilla de la incertidumbre en ambos y tiene claro que en
la próxima ocasión, Orson y Wyatt se atacarán entre ellos. O, por lo menos, se
van a hacer un marcaje especial. Ahora mismo ha conseguido situarse como
el adversario más débil, el que será más fácil eliminar dada su condición
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física y el que menos oposición pondrá. De esta forma, quizá se haya
garantizado llegar con vida al último día. Y ahí tendrá que volver a jugar su
baza para salir indemne.
A los minutos, celebra su éxito cuando ve que Orson y Wyatt se encierran
en su habitación sin haberse dirigido la palabra desde que salieron de Juicio
Final. Sí, siguen juntos, aunque sabe que ahora mismo están dándole vueltas a
las palabras que ha soltado. Por su parte, Frederik opta por tumbarse en el
sofá y esperar a que el Letrado le dé acceso a Juicio Final. Tranquilo y
relajado, cierra los ojos con la intención de dormirse hasta que le avisen.
En cuanto a Phoenix, se ha marchado al gimnasio para relajar su nivel de
estrés. Siempre le ha venido bien hacer deporte para focalizar su atención. Y
ahora lo necesita, puesto que ver su fotografía de ingreso en la cárcel le ha
tensionado. No sabe qué sorpresa se ha perdido, pero no le importa. Solo
necesita estar concentrado al máximo para evitar que los demás le pillen por
sorpresa. Sin embargo, decide instalarse en el gimnasio, puesto que ahí es más
difícil que le den alcance. Desde ese lugar puede vigilar los movimientos de
Orson, Wyatt y Frederik, por lo que, si en algún momento deciden acercarse a
él, estará preparado con su manguera de ducha o, si fuera necesario, con
alguna de las pesas.
Horas después, la voz del Letrado cobra protagonismo y pide a Orson que
acuda a Juicio Final. Este sale de su habitación sin mirar a Wyatt.
Cuando llega a la sala, otra vez reina la oscuridad a excepción de un
reducido foco de luz que ilumina una pequeña caja sobre la mesa. El Letrado
le indica que dentro de esa caja está el regalo que le han otorgado y que solo
puede abrirla cuando llegue el momento de la Hora Decisiva. Posteriormente,
se repite el proceso con Wyatt, quien se lleva otra caja; y Frederik, el
afortunado al que le corresponden los dos regalos.
A todos ellos, el Letrado les da la misma advertencia: solo pueden utilizar
los regalos que les han dado. En ningún caso pueden robar o utilizar el
presente que ha recibido otro concursante, ni tampoco quedarse con ese
objeto una vez eliminen a su dueño.
—Cumplid las reglas, porque en caso contrario, seréis sancionados
—señala el Letrado.
Una vez todos los concursantes han recogido sus respectivos obsequios, el
Letrado les pide que acudan al salón, a excepción de Phoenix. A este no le
molesta esa prohibición, puesto que tampoco lleva idea de abandonar su
particular trinchera en el gimnasio.
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Orson, Wyatt y Frederik se sientan, por este orden, en el sofá dejando una
amplia distancia entre ellos. Una vez están acomodados, se enciende la
televisión.
—Antes de que descanséis y cojáis fuerzas para lo que se avecina, me
gustaría enseñaros unas imágenes.
Philip Julius Spencer no se ha quitado la anterior indumentaria, si bien no
se encuentra en el plató televisivo. Sentado en una silla, más bien parece que
se encuentra en el interior de un despacho ejecutivo. En esta ocasión, se dirige
a los concursantes sin ninguna teatralidad.
Los tres concursantes apoyan los codos sobre sus rodillas y se incorporan
hacia la televisión, para verla más de cerca y no perder detalle de lo que el
presentador quiere enseñarles.
Todos ellos ven cómo Abraham pelea con Nicholas. El jugador de
baloncesto acorrala al fortachón y lo tiene a su merced. Sin embargo, aparece
Phoenix por detrás del jugador de baloncesto y le asfixia con la manguera de
la ducha.
—Os he dicho que es un perturbado —Frederik se dirige a Orson y Wyatt.
Pronuncia la frase con una leve sonrisa en su rostro—. Él es vuestro
verdadero problema, no yo.
Philip Julius Spencer levanta su mano derecha y pide la palabra.
—No me gusta interferir en el desarrollo del programa, pero a mí nadie
me discute —el presentador se quita la bata y deja ver una camisa blanca y
unos tirantes negros. Va muy arreglado—. Y Phoenix lo hace continuamente.
Los tres se quedan pensando en las palabras del showman y tratan de
interpretar qué pretende.
—¿Por qué nos enseñas esto? —Orson pregunta sin mayor dilación.
—Es muy sencillo. Porque Phoenix es un concursante maravilloso con un
problema grave: que sigue sus propias normas —Philip Julius Spencer se
levanta de su silla, apoya las palmas de sus manos en la mesa y acerca su
rostro hacia la cámara—. Espero que vosotros sepáis darle un escarmiento,
porque… ¡no merece ganar este concurso!
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Día 11
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La música vuelve a retumbar. Los sonidos eléctricos y alegres de U2
levantan de su asiento a cualquiera, aunque los cuatro concursantes no tienen
ánimos para bailar. Pero que suene otra vez una canción indica que el
concurso sigue adelante.
«Es un bonito día, no dejes que se escape», Wyatt repite en su cabeza la
letra. Le parece que la canción es muy apropiada para el momento actual,
porque es consciente de que debe actuar. Sin nadie que manipular ni tras el
que esconderse, ahora es turno para que el Pequeño Diablo resurja. Ese apodo
le permitió escalar entre mafiosos, por lo que ahora tiene que servirle para
ganar el premio de este particular concurso de asesinos. Desea que no se le
haya olvidado cómo atacar a otro individuo, aunque cuando normalizas la
violencia llega un punto en que matar a otro ser humano se convierte en una
rutina tan habitual como montar en bicicleta. Una vez aprendes, no lo olvidas
jamás.
Se encuentra solo en su habitación, puesto que Orson ha preferido
acomodarse en el salón. Sabe que ese gigantón, que ha sido su compañero de
fatigas durante el concurso, tiene dudas respecto a él. Wyatt sospecha que ese
tipo de más de dos metros y aspecto bobalicón ya no ve con tan buenos ojos
la falsa amistad que le propuso.
Sin embargo, Wyatt se nota tranquilo. Ha llegado el momento de repetir
lo que mejor ha hecho durante su vida: agredir, atacar y matar. Reconoce que
le ha gustado manipular a un coloso estúpido como Orson, pero hasta el más
tonto es capaz de estropear un plan. Así que ya es hora de que tome las
riendas y sea él quien realice el trabajo sucio.
Acaricia la caja que le entregaron en Juicio Final, aunque es incapaz de
adivinar lo que hay dentro. Sea lo que sea, le será útil.
Orson tampoco se separa de su regalo, el cual agita una y otra vez para
intentar adivinar su contenido, pero no oye ruidos ni movimientos. Por
momentos tiene que reprimir las ganas de abrirlo. Hasta en un par de
ocasiones ha deshecho el lazo que rodea la tapa, pero inmediatamente después
ha vuelto a colocarlo, temeroso de que pudieran darle una descarga eléctrica
por incumplir las normas.
A excepción de las gafas de visión nocturna, que no comprende por qué
están en el lote de obsequios, el resto de objetos le resultan válidos para matar
a alguien. El machete puede aniquilar a una persona en un periquete, aunque
requiere cierta pericia para su manejo. La pistola es efectiva y tampoco ve un
impedimento que solo disponga de una bala. Esa cifra es suficiente para matar
a una persona, mientras que la culata es un instrumento adecuado para acabar
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con las otras dos. Y la linterna, si bien no es igual que el bate que utilizó para
matar a aquellos dos ancianos, sí le vale para darle un uso similar.
En su cabeza empieza a trazar un plan. Y el mismo empieza con un
nombre: Wyatt. En cuanto el Letrado dé permiso, irá a por ese renacuajo.
Aunque primero intentará adivinar qué es lo que le ha tocado a su adversario
en la particular ruleta de la fortuna de Purgatorio, puesto que si Wyatt tiene la
pistola considera una temeridad acercarse a él. Pero en el mejor de los casos,
si esa arma cae en sus manos o en las de Frederik, ya puede prepararse ese
enclenque de Wyatt.
Le gustaría ejercitarse en el gimnasio, pero no quiere cruzarse con
Phoenix. Ese asesino reincidente con la cara destrozada desconoce que el
programa les ha dado regalos, por lo que será el último al que mandará al otro
barrio, puesto que, tras encargarse de Wyatt, posteriormente hará lo mismo
con Frederik. A ambos les quitará los objetos recibidos y, a ser posible,
intentará llegar con la pistola cargada al último día. Y con ella despedirá a
Phoenix. Un plan infalible.
Frederik ha sido el afortunado en llevarse dos cajas, por lo que, a priori,
parte con una mayor ventaja que sus adversarios. Además, ha sabido moverse
y ha conseguido alterar el estado habitual de la casa. Orson y Wyatt están
separados, lo que permite ir a por ellos de una manera más fácil. Frederik
considera que ambos tienen que vigilarse mutuamente, pero además deben
cubrirse las espaldas respecto a Phoenix. Una situación que le libera y le
permite jugar a su antojo. Puede intervenir y matar al que crea conveniente, o
quizá sea mejor estarse quieto y esperar que la próxima víctima la decidan
otros.
El panorama se le complica posteriormente, aunque no tanto como
pudiera parecer. Con tres personas en la casa, nuevamente él es el rival más
débil. Si consigue escabullirse y que sean los otros dos quienes se enfrenten,
podrá llegar sin rasguños ni cansancio alguno al último día.
Sin embargo, le atormenta tener que matar a alguien. Lleva muchos
muchos días dándole vueltas en su cabeza a esa situación, pero es que ahora
está más cerca que nunca. Es consciente de que tiene posibilidades de llegar
vivo cuando solamente queden dos personas, y ahí no puede esperar que sean
otros los hagan el trabajo. Tendrá que matar a alguien. ¿Será capaz?
La única vez que terminó con una vida ajena fue sin intención de hacerlo.
Y no hay día en que no se arrepienta de ello. Si finalmente es el ganador y
consigue la libertad, ¿podrá vivir con la carga de haber matado una segunda
persona? A pesar de las ganas que tiene de reencontrarse con su hija, así como
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sus loables intenciones de cumplir con los deseos de Daniel, las dudas
vuelven una y otra vez. Sospecha que él mismo se está boicoteando, que en el
fondo le gustaría que Orson, Wyatt o Phoenix le mataran para no tener que
pasar por ese mal trago de asesinar a una persona.
Cuanto más cerca tiene el premio, más lejos se ve de conseguirlo.
La sensación de calma tensa se apodera de todos los rincones. Todos los
concursantes se encuentran en una sala distinta y han hecho de ellas su propio
fortín. Reina la tranquilidad, como también el silencio, puesto que cada uno
solo es capaz de mantener una conversación con su yo interior.
Según se ha ido vaciando la casa y diferentes personas han sido
asesinadas entre sus cuatro paredes, los inquilinos de la casa se han alejado
unos de otros. El paso de los días solo ha servido para acrecentar sus miedos,
inseguridades y dudas. Al principio todo parecía irreal e incluso imaginario,
pero la muerte de Boone Morris ya les puso en cuarentena. Los siguientes
acontecimientos los han insensibilizado hasta el punto de que, a estas alturas,
ya piensan como concursantes y se olvidan de las consecuencias del
programa. Ahora todos tienen sus propias estrategias para salir indemnes de
este lugar. En realidad, no tienen otra cosa en la que pensar.
A pesar de que la televisión se enciende y Brooke Linkmorbid está
comentando el reality show, nadie se acerca para verla. Ni siquiera le presta
atención Orson, quien está tumbado en el sofá con la mirada fija en el techo y
sin escuchar a la presentadora. Los demás pasan de salir de sus respectivos
escondites y prefieren acomodarse en su estancia.
—Concursantes, ya pueden abrir sus cajas. En breve les daremos nuevas
indicaciones.
El Letrado interrumpe el silencio y da una orden específica. Se acabó la
calma, en breve empieza la cacería.
El primero en comprobar el contenido de su regalo es Orson. Y no puede
quedar más satisfecho. Al deshacer el lazo y retirar la tapa encuentra un
machete cuidadosamente guardado. Lo saca y lo toca con la yema de un dedo
para comprobar el filo. Una gota de sangre le demuestra que basta un simple
roce para destrozar la carne humana. Sin duda, le ha tocado el premio gordo,
puesto que este machete es tremendamente útil para deshacerse de todos los
adversarios. Solo ha de tener cuidado con quién tiene la pistola, por lo que
debe esperar a que su dueño malgaste la bala o que la pierda en un descuido.
Orson se levanta del sofá del salón y se dirige hacia la cocina. Allí prueba
a empuñar el machete e intenta manejarse con él. Nota que la empuñadura es
muy cómoda, que la hoja es liviana y que el arma apenas pesa. Pero se da
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cuenta de que necesita imprimirle cierta fuerza para poder moverla con
rapidez. En cualquier caso, en un combate cuerpo a cuerpo se ve invencible.
Desde el gimnasio le observa Phoenix. «¿De dónde cojones ha sacado
eso?», piensa. Esto dificulta sus opciones, puesto que un machete es un arma
letal en comparación con una pesa. También es más manejable y un solo
golpe basta para acabar con cualquier persona. Phoenix mira su manguera de
ducha, la cual ahora solo le vale para utilizarla por la espalda. ¿Cómo va a
usarla si su intención es no salir del gimnasio?
Poco a poco se desvanece su sentimiento de victoria. Aunque esto le
convierte en una persona desesperada y, cuando uno llega a esa situación, es
capaz de hacer cualquier cosa. Ya no tiene tan claro quedarse en su espacio,
por lo que, si ve la oportunidad, saldrá para acabar con quien se ponga por
delante. Al fin y al cabo, así fue cómo mató a su mujer y su amante. Lleva la
violencia adherida en su ADN, es momento de sacarla a relucir.
La pistola le toca a Wyatt. Está relativamente satisfecho, aunque intentará
no utilizarla salvo que sea imprescindible. Es consciente de que solo tiene una
bala, pero su mayor poder no reside en su carga, sino en el miedo que
transmite. Le basta empuñarla para asustar a los otros tres concursantes.
Se pone de pie y se acerca al baño de su dormitorio. Se coloca frente al
espejo y posa con el arma en su mano derecha. No tiene el tacto de aquel
martillo que utilizaba en su ascensión por el mundo del crimen, pero también
se siente preparado para utilizarla. Parece sencillo: basta con sujetarla con las
dos manos, apuntar a un sitio vital (preferiblemente la cabeza) y apretar el
gatillo. Un segundo después, la persona que esté delante de él dejará de
respirar.
Frederik no tiene la fortuna de disponer de un arma. Tras abrir sus dos
cajas se encuentra unas gafas de visión nocturna y una linterna. Dos objetos
que, en teoría, sirven para lo mismo. Es decir, ver cuando la luz natural es
insuficiente. Pero ¿cómo puede aprovechar esa circunstancia?
Poca defensa puede realizar con ambos objetos frente a un machete y una
pistola, por lo que, si ya pensaba que los demás le ven como el rival más
débil, tras el reparto de regalos esa idea cobra más fuerza. No le queda otro
remedio que sobrevivir como pueda e intentar conseguir algún objeto
adecuado para protegerse o, más bien, atacar.
—¿Estáis contentos con los regalos?
Philip Julius Spencer entra en escena. Si bien Orson le ve desde la
televisión del salón, la voz del presentador también llega al resto de
habitaciones. Luce un aspecto totalmente reconocible. Barba blanca, gafas y
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vestido de rojo con un fajín blanco. Aparentemente, lleva una barriga falsa. Es
la viva imagen de Papá Noel.
—A mí siempre me gustó la Navidad —el showman está manoseándose la
barriga con ambas manos—. Me encantaba ir al árbol y ver los obsequios que
me habían dejado. ¡Los abría enseguida!
La presencia de Philip Julius Spencer pone en alerta a los cuatro
concursantes. Saben que siempre que aparece por televisión, inmediatamente
después algo va a ocurrir. Frederik, Wyatt y Orson intuyen que falta poco
para que arranque la Hora Decisiva, mientras que Phoenix está algo más
desubicado al perderse el día anterior la charla con el presentador. Aun así, su
instinto le dice que el turno para matar a uno de ellos está cerca.
Estas intuiciones hacen que los cuatro concursantes se parapeten todavía
más en sus respectivos fuertes. Wyatt se mete en su baño y aguarda frente a la
puerta con la pistola en la mano. No está apuntando, pero presta atención a su
alrededor por si oye cualquier ruido sospechoso. Frederik busca espacios en
los que esconderse, pero le resultan muy evidentes. Debe elegir entre
ocultarse en la bañera, debajo de la cama o uno de los armarios. Finalmente,
opta por entrar en uno de ellos y cierra la puerta. Se coloca las gafas de visión
nocturna y comprueba que tiene un pequeño dispositivo infrarrojo para
mejorar la visibilidad. Aunque dentro del armario no hay luz, él puede
moverse sin temor a chocar con ninguna pared. Phoenix se coloca la
manguera de ducha en su pantalón, como si de un cinturón se tratara, y coge
dos mancuernas con la intención de emular al fallecido Abraham si se
presenta la ocasión. Está expuesto a los demás inquilinos, puesto que pueden
verle desde fuera, así que se coloca en una pose agresiva para ahuyentar
visitas indeseables. Por su parte, Orson es el que más ganas tiene de que
comuniquen que empieza la Hora Decisiva. Quiere sentir cómo su machete
desgarra la carne de Wyatt, aunque no por ello pierde la compostura y, por si
acaso, se coloca delante de la puerta del dormitorio de este último blandiendo
el arma.
—Cada vez que abría un regalo —prosigue Philip Julius Spencer—, daba
gracias a Papá Noel por entregármelo. Nunca desprecié ninguno. ¿Vosotros lo
haréis?
El presentador se toca el pinganillo que lleva en la oreja y recibe
información.
—Me dicen que todos habéis abierto las cajas y ya estáis con su contenido
en vuestras manos. ¡Buenos chicos!
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Orson aprovecha esta intervención para levantar su machete. Muestra su
alegría por el regalo recibido. Pero más contento estará, piensa, cuando ese
machete esté manchado con la sangre de Wyatt.
—Aunque no siempre me había portado bien y en ocasiones me quedaba
sin regalos —Philip Julius Spencer habla con tristeza—. ¡Y eso es lo que le ha
pasado al desagradecido de Phoenix!
Phoenix entiende que su mente no le jugó ninguna mala pasada. Sus
contrincantes recibieron una caja y él es el único que se quedó sin ella.
Maldice su enfrentamiento ante Philip Julius Spencer, el cual le puede costar
caro. Pero mientras esté en su espacio y con sus mancuernas, todo saldrá bien.
Está totalmente mentalizado para ser el último que quede en pie.
—En cualquier caso, la Navidad es una fecha mágica. Siempre nos da por
portarnos mejor con los que nos rodean. ¿A qué sí?
El presentador respira hondo.
—Ahora, portaos bien con la audiencia y el programa. Dadnos ese regalo
porque… —silencio sepulcral durante tres segundos eternos—. ¡Arranca la
Hora Decisiva!
La luz se desvanece casi por completo en toda la casa. Es tal la oscuridad
que Orson no sería capaz de averiguar con la vista si se abre la puerta de
algún dormitorio, Wyatt no vería si entran en el baño y Phoenix tampoco
sabría si alguna persona se acerca al gimnasio. Solo Frederik desconoce que
hay poca luz, escondido dentro del armario como está.
—Sabéis en qué consiste. Sesenta minutos para que uno de vosotros
muera —Philip Julius Spencer recuerda la única regla—. ¡Queremos
espectáculo!
Las gotas de sudor caen por la frente de Orson. Sigue en guardia frente a
la puerta e incluso en ocasiones blande el machete para tantear el horizonte.
No ha escuchado ningún ruido que se asemeje a la apertura de una puerta, por
lo que cree que Wyatt sigue escondido dentro, mientras que Frederik sigue en
su dormitorio y no podría sorprenderle por la espalda.
Duda si acercarse más todavía y meterse en la habitación de Wyatt, esa
que también era suya y de la que ha renegado por completo, para no mirar a la
cara de esa sucia rata traidora. Pero prefiere esperar el tiempo que sea
necesario, intentando que sean otros los que hagan el primer movimiento.
Trata de controlar su odio interior para no precipitarse. Para ello su mejor
arma en estos momentos es el oído y este todavía no le ha mandado ninguna
señal de alerta.
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Frederik sale temeroso del armario y se quita las gafas. Pierde por
completo la visión después de haber adaptado su ojo al uso del visor
nocturno, aunque tras unos segundos interpreta que su ceguera se debe a que
tampoco hay luz natural. Ya entiende por qué el visor de gafas nocturnas
estaba en el lote de regalos. Ahora mismo, él es el único que puede ver en la
oscuridad.
Quizá sea el momento de atacar. Ha sembrado la duda entre Orson y
Wyatt e intuye que ambos vigilándose mutuamente, circunstancia que puede
aprovechar Frederik para obtener ventaja. Sin embargo, no tiene ningún arma
ni objeto que le sirva para deshacerse de ellos.
Mira su habitación para ver qué podría utilizar. Y entonces se acuerda de
Daniel. «La solución la tenemos aquí mismo», le dijo en su último día con
vida. «Me ayuda incluso muerto», piensa Frederik.
Wyatt decide salir del baño, porque en ese lugar se encuentra a merced de
Orson, puesto que si abren la puerta de forma sigilosa no podrá escucharle
entrar. Así que prefiere acudir al dormitorio. Avanza muy despacio, moviendo
lentamente su mano izquierda a un lado y otro para palpar las paredes. En la
otra sujeta la pistola, siempre apuntando al frente por si tuviera que apretar el
gatillo de forma repentina.
En cuanto toca el marco de la puerta del baño se para. No quiere
acelerarse. Agudiza el oído por si alguien hubiera entrado al dormitorio,
aunque pasados unos segundos interpreta que está solo. Su pulso aumenta
considerablemente, mientras que la tensión empieza a dominar todo su
cuerpo. A veces nota tirones en algunos de sus músculos, principalmente en
las piernas, que le hacen tambalearse un poco cada vez que da un paso. Pero
no puede esperar a que otros le solucionen la papeleta, él tendrá que
protegerse ante el predecible ataque de Orson.
Cuando deja atrás la puerta del baño, intenta visualizar en su mente cómo
es la habitación. Quiere evitar choques innecesarios. Sitúa mentalmente las
camas y también calcula la distancia que hay entre ellas, así como el espacio
sin utilizar del centro del dormitorio. Dibuja en su cabeza dónde se encuentra
la puerta que da acceso al pasillo y, cuando ya tiene claro su lugar, decide
avanzar hacia ella. Wyatt da un paso, luego otro, hasta que al final llega a
tocar la madera de la puerta. Pero en vez de buscar la manija, lo que hace es
colocar su oreja para escuchar cualquier ruido cerca de su habitación.
—¡Os queda media hora!
El Letrado grita y pilla desprevenidos a todos los concursantes, que dan
un respingo en sus respectivos sitios. Phoenix empieza a ponerse nervioso. Ha
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pasado mucho tiempo y ni siquiera ha oído gritos o enfrentamientos verbales.
¿Puede que los demás sepan algo que él desconoce? Además de las cajas que
les entregó, ¿quizá el presentador les dijo que, en caso de no morir nadie,
Phoenix sería el elegido por la organización para ser eliminado?
Las dudas le corroen. No puede estarse quieto y esperar. No lo hizo con
George ni tampoco con Nicholas, y en ambas ocasiones le funcionó su
beligerancia. Así que deja una mancuerna en el suelo mientras sujeta con
firmeza la otra y se prepara para salir del gimnasio. Tiene muchísimo cuidado
al abrir la puerta y avanza metros de forma pausada, aunque sin pararse en
ningún momento.
El plano que dibuja en su cabeza de la casa le lleva directo al pasillo,
dejando sin mayores problemas la cocina y el salón. Ya supo moverse en la
oscuridad por esa zona cuando mató a Nicholas, por lo que no le resulta muy
complicado.
Un pequeño jadeo le frena en seco en el pasillo. Hay alguien ahí. Se
pregunta si le ha oído acercarse y también quién puede ser. Valora si seguir
avanzando o esperar a que la otra persona se dirija hacia él. Pero cuando está
desgranando qué opción le resulta más válida, vuelve a sonar la voz del
Letrado.
—¡Os faltan diez minutos!
Wyatt empieza a desesperarse. Anclado con la oreja en la puerta, no
escucha ningún ruido. Pero el temor a encontrarse con alguien, seguramente
Orson, en cuanto salga de la habitación le tiene atenazado. La pistola que
porta es de gran utilidad si sabes dónde está la persona a la que quieres
disparar, pero en la oscuridad su valor disminuye considerablemente. Si
tuviera más balas al menos podría realizar algún tiro para orientarse según los
movimientos que escuchara, pero no dispone de esa posibilidad.
Frederik se arma de valor y prepara su propia estrategia. Estar en la recta
final de la Hora Decisiva le obliga a tomar decisiones, por lo que piensa con
rapidez. Adaptará la idea de Daniel y rezará para que los demás actúen.
Aprovecha la visión de la que dispone para acercarse a la puerta de su
dormitorio. Desliza suavemente la manija y deja un resquicio. Desde allí
observa cómo Orson sujeta un machete frente a la puerta del otro dormitorio,
mientras que a su derecha también ve parado en el pasillo a Phoenix, con una
mancuerna en su poder. No localiza a Wyatt, del que cree estará encerrado en
su cuarto.
De forma sigilosa, abre más la puerta mientras controla los movimientos
de Orson y Phoenix. ¿Sabrán ambos que están a escasos metros de distancia?
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Frederik sospecha que no y, por eso, todavía no se han enfrentado. Porque a
estas alturas, ya no piensan en matar a alguien en concreto, sino en matar al
primero que se cruce en el camino.
Cuando tiene el espacio suficiente para sortear la puerta sin chocar con
ningún elemento, Frederik se para. Trata de visualizar cómo podría llevar a
cabo su idea. «¿Me dará tiempo? ¿O alguno de ellos se abalanzará sobre
mí?», se pregunta.
—¡Solo restan cinco minutos!
El Letrado grita con efusividad. El tiempo se agota y los movimientos de
los concursantes han sido escasos, si bien ahora mismo están todos situados
en apenas unos metros.
De repente, se escuchan unos jadeos procedentes del pasillo. Frederik se
ha acercado por la espalda a Orson y le ha colocado las sábanas de su cama en
la cabeza. Trata de desorientarlo, de que no le llegue el oxígeno con fluidez y,
con ello, pierda el sentido.
En un primer momento, Orson se lleva la mano a la cara para intentar
quitarse lo que sea que le está oprimiendo las vías respiratorias. Cuando se ve
incapaz de apartar ese objeto de su rostro trata de atizar con su machete a
quien le sujeta por detrás. Pero los nervios y la tensión le hacen autolesionarse
en un costado, por lo que suelta un chillido por el dolor causado.
Pasan unos segundos más y Orson empieza a perder el conocimiento,
fruto del dolor y la falta de aire. En cuanto se tambalea un poco, Frederik le
suelta y Orson cae al suelo desubicado y gimoteando. Inmediatamente, Wyatt
abre la puerta para ver qué puede hacer mientras que Phoenix da varios pasos
hacia adelante para culminar el enfrentamiento.
A pesar de su cojera, Frederik se aleja relativamente rápido de la escena y
se coloca en el lado opuesto del pasillo. Desde ahí tiene controlados a los
otros tres concursantes. Con Orson tumbado y sin apenas moverse, solo le
falta que Wyatt o Phoenix se decidan a terminar con él. Al fin y al cabo, los
lamentos de Orson les sirven de referencia a ambos para alcanzarlo.
—¡Último minuto! ¡Daos prisa!
El Letrado contribuye a aumentar el nerviosismo.
Desesperado, Phoenix corre hacia los lamentos y tropieza con los pies de
una persona, de tal forma que cae al suelo. Toca el cuerpo y sin levantarse
utiliza su mancuerna, aunque no sabe hacia dónde golpe, si bien lo hace con
vehemencia y saña. Acierta primero por el cuerpo y después, cuando ya
controla la ubicación del individuo, por la cara. Escucha crujir los huesos de
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ese adversario. Ya no grita, pero Phoenix sigue golpeando una y otra vez para
asegurarse.
En ese momento, se encienden las luces y Phoenix comprueba que el
cuerpo que ha destrozado es el de Orson, ante la atenta mirada de Wyatt y de
Frederik, este algo más alejado. Phoenix todavía le da un golpe de gracia a
Orson en pleno rostro, para garantizar que su muerte es un hecho.
—¡Qué tensión y qué final! —Philip Julius Spencer vocea satisfecho.
Desde el umbral de su puerta, Wyatt observa a Phoenix y le apunta con la
pistola sin que este se dé cuenta. Valora dispararle, pero finalmente descarta
la idea en cuanto el presentador interviene:
—Os ha costado, pero habéis hecho que merezca la pena. No es quien me
hubiera gustado, pero… ¡por fin tenemos un cadáver!
Se oyen aplausos que Wyatt, Frederik y Phoenix interpretan que proceden
del público.
—En ocasiones, la muerte es un castigo o un favor, pero para nosotros…
—Philip Julius Spencer utiliza su fórmula habitual para prolongar el
momento. Respira hondo y deja unos segundos de margen—. ¡La muerte de
Orson es un regalo!
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Día 12
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Pero a la hora de la verdad se queda petrificado. ¿Habrá perdido su instinto
asesino?
Le preocupa no ser capaz de matar a Phoenix y Frederik. Y eso que antes
de ser detenido jamás dudaba ni un solo instante cuando tenía que agredir a
alguna persona e, incluso, disfrutaba con ello. Entonces se limitaba a cumplir
órdenes y asesinaba a las personas que su superior le indicaba. Ahora, ese
superior se llama Purgatorio. Pero ¿por qué está paralizado?
Cree tener la respuesta. Al fin y al cabo, él atacaba a drogadictos que no
pagaban sus deudas y que temían la sola presencia del Pequeño Diablo.
Incluso su jefe Caruso le tenía pavor. Sin embargo, en esta casa es uno más.
Hay otras dos personas con sus mismas aspiraciones que saben que tienen que
matarse entre ellas y que, además, conocen lo que es asesinar. Se siente
inseguro.
Cada vez que le viene esa percepción se abraza a su pistola. Ahora mismo,
es su mejor baza para conseguir la libertad. En caso de urgencia, sabe con
quién debe utilizar su única bala. Porque si Orson tenía el machete, eso
significa que Frederik recibió unas gafas de visión nocturna y una linterna.
Por lo tanto, Phoenix es el único de sus adversarios que tiene armas en su
poder. Así que, si las cosas se ponen mal, el proyectil tiene marcado su
nombre.
¿Y si espera a que el cojo y el Caracortada se enfrenten? Le bastará con
esconderse y acabar después con el superviviente gracias a su pistola. Acaba
de idear su plan para ganar. Ya se siente seguro.
Phoenix se acurruca en el gimnasio y da vueltas acerca de cómo se
encuentra la casa. Le apena haber llegado hasta aquí con Frederik vivo,
puesto que, a pesar de que ya hace días que se ha enfriado su relación, todavía
se acuerda de la buena sintonía que tuvieron cuando ambos se encontraron en
la casa. Pero eso no debe suponer un impedimento para acabar con su vida.
En Purgatorio no hay tiempo para lamentaciones. Es cierto que le gustaría
que ya estuviera muerto y no tener que hacerlo él, aunque las circunstancias le
han llevado a ello.
Por otro lado está Wyatt, y este dispone de una pistola. Así lo corroboró
Phoenix después de que se encendieran las luces tras matar a Orson. Allí
estaba ese renacuajo, en la puerta de su dormitorio, con el arma en su mano.
El por qué no disparó se le escapa, pero que puede utilizarla contra él es un
hecho bastante probable. Por tanto, su plan de acción es el siguiente: primero
debe matar al canijo y después se encargará del cojo.
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Si bien su plan es sencillo y hasta cierto punto obvio, todo se complica por
un hecho evidente: nadie sale de su habitación. No es ningún secreto saber
dónde estará Wyatt cuando llegue la Hora Decisiva, así que debe intentar
colarse en su dormitorio sin ser visto. Ahora la pregunta que le viene a la
cabeza es la siguiente: «¿Cómo lo hago?».
—Concursantes, es necesario que acudan un momento a Juicio Final.
Debemos limpiar la casa.
Horas después del ataque a Orson, el Letrado utiliza un eufemismo para
señalar que tienen retirar el cadáver del gigantón. Sin embargo, su
intervención le acaba de dar la solución a Phoenix.
Ya sabe qué debe hacer.
El primero en llegar a la sala es Frederik, mientras que unos segundos
después entra Phoenix y, por último, Wyatt. El interior de la sala es
exactamente el mismo que el día anterior, con la excepción de que, en esta
ocasión, sí está iluminada de forma tenue. En cualquier caso, su presencia en
la sala parece tener un propósito: el que la organización tenga tiempo
suficiente para llevarse el cuerpo sin vida de Orson.
Cuando los tres se encuentran dentro de Juicio Final, reina el silencio. No
son las mismas personas que abrieron los ojos en ese mismo espacio. Por
aquel entonces eran presos condenados a muerte y ahora son concursantes que
pelean por la vida. En aquel tiempo estaban en un callejón sin salida y en
estos momentos tienen una puerta hacia la libertad. Si las consecuencias de la
eliminación no fueran tan funestas, quizá podrían tenerse cierto cariño o, por
lo menos, respeto, pero teniendo en cuenta que la parca espera a aquellos que
no ganen el concurso, es la desconfianza el sentimiento que predomina entre
ellos.
—¿Por qué no os dirigís la palabra? ¿Podéis dejar a un lado vuestras
diferencias y comportaros como personas normales?
Aunque los concursantes escuchan perfectamente la voz de Philip Julius
Spencer, no logran verlo en la pantalla encendida de la sala. En la imagen de
la televisión solo aparece el centro de su plató. No hay rastro del presentador.
—Está bien, seguid en silencio. Pero seguro que la sorpresa que os traigo
sí os hará hablar —una plataforma comienza a bajar hacia el centro del
escenario—. Porque, ¡vamos a ver qué os espera si ganáis!
El conductor del programa da un pequeño brinco desde la plataforma y se
posa sobre el suelo del plató, hincando la rodilla y con la cabeza agachada.
Aguanta la postura un par de segundos y se pone de pie.
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—¿Sabéis que tenéis vuestros propios fans? ¿Y que arden las redes
sociales con mensajes de apoyo a los tres? —Philip Julius Spencer saca de su
bolsillo un teléfono móvil y pulsa sus botones de forma exagerada— ¡Tenéis
toda una legión detrás de vosotros! ¿Queréis verla?
Wyatt y Frederik están desconcertados. No quitan la vista de la pantalla,
aunque se lo toman como si estuvieran sentados en el cine mientras ven una
película. Por su parte, Phoenix ni siquiera posa la mirada en el televisor y se
muestra totalmente ausente.
—Gracias por responder, siempre es un placer escucharos —el
presentador continúa hablando con su habitual sorna—. Vayamos con Wyatt.
¡Dentro vídeo!
En la televisión salen decenas de personas gritando alborotadamente y con
unas pancartas que llevan mensajes del estilo «Wyatt, ganador», «Todos con
Wyatt» o «Te queremos, Wyatt». Posteriormente, una chica joven habla
mientras un rótulo indica que es la presidenta del club de fans de Wyatt.
Guapo, dulce, sensible… le dedica toda clase de lindezas. Una voz en off
pregunta a la chica qué opina del pasado de Wyatt, y ella solo acierta a decir
que «no puedo juzgarle por cosas que no conozco. Solo puedo decir que me
encanta cómo se está portando en la casa». El vídeo termina con un plano
cenital en el que salen los fans del principio gritando al unísono «¡Te
esperamos fuera, Wyatt!».
Los aplausos del plató se prolongan por unos segundos hasta que Philip
Julius Spencer levanta las palmas y pide calma. Es su turno de palabra.
—Puedes comprobar, Wyatt, que tienes por lo que luchar. Ya has visto
que te quieren muchas personas. La fama te espera. ¿Serás capaz de
alcanzarla? —Philip Julius Spencer guiña un ojo de forma coqueta.
Un contrapicado por parte de la realización del programa vuelve a fijar la
pantalla en el presentador. Esta vez anuncia que llega el turno para el vídeo de
Frederik. Nuevamente, una multitud inunda la pantalla con diferentes
consignas en sus carteles, de un corte similar a las que vio Wyatt en su vídeo.
Sin embargo, la persona que posteriormente habla no pertenece a ningún club
de fans. Es una niña pequeña: su hija.
—Papá, te estoy viendo todos los días. Sigue así porque lo estás haciendo
muy bien. Solo te voy a pedir una cosa: haz lo que tengas que hacer, ¡pero
tienes que ganar!
Frederik es incapaz de reprimir las lágrimas. Ver cómo ella suplica por su
victoria le derrumba emocionalmente, aunque consigue reforzarle
anímicamente. Ella es lo único que le une a un mundo del que se bajó cuando
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mató a su cuñado. Cada vez que ha tenido pensamientos suicidas, la imagen
de su pequeña le ha venido a la cabeza para reprimir las ganas de ahorcarse o
cortarse las venas.
Jessica estaba en el vientre de la madre en el momento en que Frederik
acabó con la vida de su cuñado. Por este motivo, él no ha podido dar una
infancia normal a su hija, aunque para ella la palabra normal significa ver a su
padre encerrado entre cuatro paredes. De hecho, solo han coincidido en las
visitas de Jessica al penal. Por tanto, Purgatorio le está dando la oportunidad
de ver a su padre en otras circunstancias ajenas a la cárcel, a pesar de que
también sea un prisionero en la casa del concurso.
El vídeo de Frederik termina tras las palabras de la niña.
—¡Qué emocionante! —Philip Julius Spencer mete la mano en su bolsillo,
saca un pañuelo de seda y simula el llanto— ¿Os volveréis a ver? Pues,
Frederik, quiero que sepas que… ¡en tu mano está!
Cuando termina de hablar dirigiéndose a Frederik, el presentador da paso
a un bloque de anuncios publicitarios. En Juicio Final, Frederik está
arrodillado en el centro de la sala, con la cara desencajada y el cuerpo
descompuesto después de ver a su hija.
—No pude estar en el nacimiento de Jessica. Sigo sin perdonármelo
—Frederik se desahoga. Tiene la mirada perdida y parece soltar todos los
sentimientos que tiene acumulados—. Matar a mi cuñado me hizo alejarme de
ella. Soy un mal padre.
Frederik no recibe consuelo por parte de Wyatt ni Phoenix. Ni lo espera,
ni tampoco lo desea. Simplemente necesita sacar de sus adentros todo lo que
le supone ver otra vez la cara de su pequeña.
—No puedo devolverle la vida a mi cuñado, ni tampoco cambiar el
pasado —su voz suena menos rota. Frederik va retomando la compostura—.
Pero sí puedo cambiar el futuro de Jessica. Sí puedo darle un padre.
Lentamente, se pone de pie y se sacude las lágrimas. A pesar del
hinchazón de sus ojos, su rostro brilla con luz propia. Ya está recuperado del
shock emocional que le ha supuesto presenciar en la pantalla a su hija.
—Voy a hacerle caso, voy a ganar este concurso —se dice en voz baja.
Frederik se gira y mira a Wyatt y Phoenix indistintamente. Ambos están
un metro detrás de él.
—No es nada personal, pero… —Frederik esboza una sonrisa—. Os voy a
matar a los dos. Por mi hija.
Termina la publicidad y el presentador vuelve a la pantalla. Al regresar,
pide que retransmitan lo que ha sucedido en la casa mientras el programa
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estaba emitiendo anuncios. Cuando concluye la repetición, el showman
aplaude efusivamente a Frederik.
—¡Bravo, bravo! ¡Esa es la actitud! —Philip Julius Spencer no oculta su
alegría— Si os estamos poniendo estos vídeos es, precisamente, para que
cojáis fuerzas de cara al tramo final de Purgatorio. ¡Qué gran concursante
eres, Frederik!
Después de los elogios, Philip Julius Spencer cambia su semblante y se
pone serio.
—Ahora vamos contigo, Caracortada. A pesar de que nunca has seguido
las normas, nosotros vamos a tratarte como uno más —el presentador siente
animadversión hacia Phoenix y ni siquiera intenta disimularlo. Incluso le
nombra por el mote que le pusieron Orson y Abraham de forma despectiva—.
Esto es lo que te espera.
Phoenix da la espalda a la pantalla y grita un no rotundo cuando el
presentador indica que es el turno de su vídeo. No quiere verlo. Apenas unos
segundos después de iniciarse, y tras verse en sus primeros compases a un
grupo de fans vitoreando a Phoenix, se corta el vídeo. Philip Julius Spencer le
afea su actitud.
—No esperaba otra cosa de ti. Eres un desagradecido —el presentador
frunce el ceño y remarca silábicamente la palabra «desagradecido»—. Ojalá
te eliminen pronto, porque no mereces ganar este concurso. ¡Tú eres un
auténtico desalmado!
El presentador exige a Phoenix que abandone Juicio Final para que no vea
el siguiente mensaje. Sin rechistar, Phoenix cumple la orden. Se acerca a la
puerta, espera a escuchar el clic de apertura y se marcha.
—Tened cuidado con él. A pesar de que está dando mucho espectáculo, su
negatividad y falta de cooperación con el programa es preocupante.
Philip Julius Spencer advierte a Wyatt y Frederik. No lo dice
abiertamente, pero prácticamente está insinuando que se alíen para ir a por
Phoenix. Para el presentador, es toda una afrenta que un concursante se
niegue a seguir sus pautas. No está acostumbrado a que le lleven la contraria.
—Es cierto que los tres habéis utilizado una estrategia que os ha llevado
hasta la recta final del concurso, pero solo vosotros dos lo habéis hecho sin
saltaros las reglas. Y recordad lo importante que es para nosotros que sigáis
las normas que os marcamos.
El presentador saca el conocido mando y lo muestra a cámara de forma
juguetona. Con este gesto, avisa a Wyatt y Frederik de las consecuencias de
desobedecer a la organización.
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—Ahora que estamos cómodos y en confianza, os voy a poner otro vídeo.
Es de una persona muy especial. ¡Escuchad su mensaje de ánimo!
La pantalla deja en un pequeño recuadro a Philip Julius Spencer y sale en
el centro de la imagen un hombre de unos 40 años. Apuesto, a pesar de
algunas canas en sus sienes, va bien vestido con un traje y corbata.
—Queridos concursantes de Purgatorio, soy el presidente Max Campbell
—Wyatt y Frederik se extrañan ante su presencia, por lo que su atención en la
pantalla aumenta—. Os felicito por el excelente concurso que estáis
protagonizando y por el interés que despertáis en todos los ciudadanos.
¡Enhorabuena!
Otra persona más que se dirige a ellos en tono de concursantes. Está claro
que, fuera de la casa, solo son un mero entretenimiento para la audiencia y
que nadie se para a pensar en las consecuencias de la eliminación. Frederik se
acuerda de las palabras de Daniel, del morbo necesario de los televidentes y
que cada vez necesitan más y más dosis de telerrealidad. Los hechos le dan la
razón. Al final, les están midiendo en base a los resultados de audiencia que
cosechan. Como se han encargado de recordarles a lo largo de su estancia en
Purgatorio, esos datos están siendo muy buenos. De ahí que les feliciten, sea
el presentador del concurso, la periodista del magacín o hasta el mismísimo
presidente del Gobierno.
—Solo puedo desearos mucha suerte en esta recta final y que sigáis el
mismo camino que os ha llevado hasta aquí. Luchad de forma limpia y nunca
os rindáis. ¡Que gane el mejor!
El presidente levanta ambos pulgares y coloca una sonrisa enorme en su
cara. Entonces vuelve el presentador a escena visiblemente contento. Aplaude
a rabiar y da vueltas por el plató alentando al público a que imite sus
palmadas.
—¡Hasta el propio presidente es fan de Purgatorio! —Philip Julius
Spencer aletea las dos manos— ¡Es fan vuestro! ¿Cómo os quedáis?
Nadie responde, aunque Wyatt sí sonríe de forma tímida. Que en un
intervalo de minutos haya visto a un grupo de fans animándole y que el
presidente del Gobierno también le mande un mensaje de apoyo sirven para
engordar su ego. Él siempre ha querido ascender en su vida social. Por eso se
metió en el mundo de la droga, por eso mató a su jefe y por eso abandonará el
estatus de preso condenado a muerte para convertirse en estrella mundial de la
televisión. Ahí tiene su motivación para luchar hasta el final por el premio.
Wyatt ansía la fama y para ello debe salir victorioso, así que seguirá a
rajatabla su plan.
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—Yo también me quedaría callado —continúa en tono burlón el
presentador ante la falta de respuesta de los concursantes—. Pero, ya habéis
oído al presidente: luchad de forma limpia, respetad las reglas y… ¡que sigan
las muertes!
Philip Julius Spencer lanza un objeto al suelo y aparece una nube de
humo. Cuando se esfuma, ya no está el presentador y, entonces, la pantalla se
apaga. En Juicio Final, Wyatt y Frederik esperan órdenes del Letrado para
regresar a la casa. Cuando por fin reciben la indicación, deciden marcharse a
sus respectivas habitaciones. Sin dirigirse la palabra, ambos salen reforzados.
Por su parte, Frederik ha recibido el apoyo de su hija, la única persona por
la que es capaz de hacer cualquier cosa. Sabe que le falló en el pasado, pero
quiere remediarlo. Y para ello necesita que sus dos adversarios acaben
muertos antes que él.
Respecto a Wyatt, ha visto que le espera una exitosa carrera, al menos
televisivamente hablando, por lo que su deseo de lograr la fama está al
alcance de su mano. Solo necesita salir con vida de Purgatorio.
Mientras se dirigen a sus dormitorios, uno y otro reparan en lo pulcro que
se encuentra el pasillo. No está el cuerpo de Orson ni tampoco señal alguna de
la sangre que brotó de su cuerpo y que alcanzó una de las paredes y el suelo
tras la brutal paliza de Phoenix. Desde luego, se han empleado a fondo para
eliminar cualquier partícula que hiciera ver que, horas antes, a la entrada de la
habitación de Wyatt, se había producido un crimen violento. Tampoco les
sorprende la extremada limpieza, puesto que en todas las ocasiones el guion
ha sido el mismo. Llega la muerte de uno de ellos (incluso de dos), los
supervivientes son llamados a Juicio Final, y un tiempo después regresan a
una casa totalmente impoluta.
Another hero, another mindless crime
Behind the curtain in the pantomime
Hold the line… does anybody want to take it anymore?
The show must go on
The show must go on.
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Como es habitual, la iluminación de la casa se queda a oscuras.
Enseguida, Frederik opta por colocarse las gafas de visión nocturna y empuña
la linterna como si se tratase de un arma. Ahora ya entiende la siguiente frase:
«Por mi hija mato». Si quiere volver a verla, tendrá que cumplir esa premisa.
No hay sitio para las dudas.
Wyatt está tan relajado como la situación le permite. Lógicamente, está
pendiente de cualquier ruido a su alrededor y sujeta la pistola con firmeza
para amedrentar a cualquiera que ose acercarse. Esperará a que sus rivales se
enfrenten y de esta forma reservará su única bala para el vencedor de ese
duelo. El cambio de actitud de Frederik tras ver a su hija le hace pensar que la
batalla entre él y Phoenix se producirá, pero en cualquier caso debe estar
atento.
Se levanta de la cama con la intención de repetir lo que hizo un día antes:
pegarse a la puerta para escuchar cualquier sonido que provenga del pasillo.
Sin embargo, en cuanto se pone de pie, algo lo agarra del tobillo y le tira al
suelo.
Asustado y agitado, Wyatt patalea en todas direcciones. No hace intento
por recuperar la verticalidad, sino que intenta alejarse del lugar. No sabe qué
le ha tirado ni tampoco dónde está aquello que le ha hecho caerse.
Frederik oye el ruido de su caída. Ya equipado con su visor, abre la puerta
de su habitación y observa a uno y otro lado del pasillo. No ve nada ni a
nadie. Sigue escuchando jaleo en el dormitorio de Wyatt, por lo que abre
cautelosamente la puerta para averiguar qué ocurre. No olvida que Wyatt
lleva una pistola, así que solo deja un pequeño resquicio para evitar un susto
innecesario. Apenas dos segundos después de posar su mirada en el interior
de la habitación, cierra la puerta y se queda sujetándola con todo el cuerpo
para evitar que alguien salga del dormitorio.
Wyatt continúa conmocionado. No por el golpe de la caída, sino por
desconocer qué está pasando. A cada movimiento suyo siente cómo le tocan
las piernas. Y entiende que solo puede ser una cosa, o, más bien, una persona:
Phoenix.
«¡Qué ingenuo he sido!», se recrimina Wyatt. Cuando salió de Juicio
Final y entró en su habitación dio por hecho que Phoenix estaría en el
gimnasio, por lo que no ha revisado la sala. Phoenix ha debido aprovechar
que salió antes para recluirse en su dormitorio. Su obsesión por ganar el
concurso le ha hecho relajarse, y esa relajación le ha llevado a ser poco
cauteloso.
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—¡Te pienso disparar, Caracortada! —Wyatt grita sin dejar de moverse en
todas direcciones— En cuanto sepa dónde estás, te voy a incrustar una bala en
tu cabeza.
Después de su amenaza, Wyatt toca con su espalda en una pared. Palpa el
muro con su mano libre e intenta ponerse de pie, pero otra vez, algo le sujeta
sus pies y le arrastra al piso. Pierde el equilibrio y, al golpear en el suelo,
también suelta sin querer la pistola.
La respiración de Wyatt empieza a ser más alterada. Desarmado, los
nervios empiezan a dominarle y la seguridad que le otorgaba la pistola se
transforma en miedo. No sabe dónde está Phoenix, tampoco su arma. Es
momento de huir.
Desorientado y desesperado, toca con las manos de forma insistente por
toda la pared mientras patalea sin cesar. Su empeño tiene recompensa y por
fin logra tocar el marco de la puerta. Eleva sus manos y roza la manilla,
aunque necesita levantarse para poder girarla en condiciones. Con mucha
dificultad, se pone de pie y tira de ella, pero esta no cede. Lo intenta una y
otra vez, aunque algo está bloqueando la puerta desde afuera.
—¡Dejadme salir! ¡Abrid la maldita puerta!
El tono de su voz desprende el temor que siente. Wyatt sigue esforzándose
en salir de la habitación, sin saber que Frederik está al otro lado haciendo
fuerza para que no lo consiga.
No hay mayor miedo que enfrentarse a lo desconocido. En esas
circunstancias, siempre hay dos clases de reacciones. Los hay valientes:
aquellos que son capaces de plantar cara y buscar directamente el peligro para
combatirlo. Aunque la reacción más común es justo la contraria: huir. Wyatt
pertenece a este último grupo.
Cansado de tirar sin resultados de la manilla, Wyatt decide ir en otra
dirección: hacia el baño. Para ello debe cruzar la habitación, con el riesgo que
supone. Repasa mentalmente el plano de la habitación para orientarse y
visualiza el recorrido que debe hacer desde la puerta para llegar a su destino.
Aun así, la nula visibilidad le hace caminar en zigzag.
Después de tres pasos siente un tremendo golpe en el rostro y cae al suelo
de forma brusca. De la fuerza del impacto contra su cara nota cómo saltan dos
dientes de la boca, aunque no llega a perder el conocimiento.
Grogui y tumbado boca arriba, intenta recomponerse en el suelo cuando
Phoenix se acurruca a su lado derecho. Wyatt saca fuerzas y le empuja, y,
aunque apenas logra moverle del sitio, le sirve para escabullirse por el lado
contrario. En la huida, Wyatt palpa en el suelo un objeto: la pistola.
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Phoenix trata de golpear otra vez con la mancuerna al renacuajo, si bien la
oscuridad le impide acertar de pleno con él. Suelta una patada para averiguar
dónde se encuentra y esta vez sí le da. Wyatt emite un leve quejido.
—No huyas, canijo. Sé un hombre y acepta tu final —Phoenix vuelve a
patear hacia el mismo lugar para cerciorarse de que allí se encuentra el
menudo cuerpo de su adversario.
Se agacha para imprimir un nuevo golpe con la mancuerna hacia el lugar
en el que cree se sitúa el rostro de esa sabandija. Pero antes de poder armar el
brazo, cae desplomado al suelo.
La iluminación vuelve a la casa. Wyatt se aproxima a Phoenix y observa
que el disparo le ha dado de lleno en el pecho, lugar en el que reluce un
agujero del que brota un hilillo de sangre. Le busca signos vitales, aunque
para su alivio comprueba que ya no tiene.
—¡Gracias! —suena la voz de Philip Julius Spencer— ¡Muchas gracias
por encargarte de Phoenix!
En cuanto habla el presentador, Frederik se quita las gafas de visión
nocturna y abre la puerta para comprobar qué ha pasado. Ha oído el disparo y
sabe quién ha muerto, pero necesita verlo en primera persona. Cuando sus
ojos se acostumbran a la luz, ve en el centro de la habitación el cadáver de
Phoenix. A su lado, tumbado en el suelo y con los brazos extendidos, se
encuentra Wyatt. Visiblemente agotado por la pelea, chorrea sangre por la
boca. A primera vista, luce peor aspecto que Phoenix si no fuera porque este
tiene perforado el pecho, pero la oscilación del vientre de Wyatt indica que
todavía vive.
Frederik aprovecha el cansancio de su rival para quitarle la pistola y
guardarla en el pantalón. Así se garantiza que su adversario no tenga ningún
arma. A pesar de que ha disparado la única bala, no quiere que Wyatt le pueda
sorprender con un culatazo.
—¡Ha sido brutal! —Philip Julius Spencer exhibe su asombro— ¡Y
todavía nos queda la gran final! ¡Qué emocionante!
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Día 13
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Intenta recomponerse y busca a su alrededor cualquier otro objeto que
pueda utilizar. Solo visualiza una mancuerna, aunque no se ve con muchas
fuerzas para impulsarla con la destreza y potencia necesaria para aturdir a una
persona. Sin embargo, mira el cadáver de Phoenix y observa algo metálico a
modo de cinturón. Es la manguera de la ducha. A Wyatt le viene a la cabeza
cómo el propio Phoenix la utilizó para acabar con Nicholas. ¿Podrá hacer lo
mismo con Frederik? Para ello le basta con pillarle por sorpresa por la
espalda, enroscarle sobre su cuello la manguera y agarrar hasta dejarle sin
aire. No es tarea fácil, aunque debido a la cojera de su rival puede ser una
buena opción. Quizá no sea la mejor, pero al menos ya tiene una forma para
acabar con él.
Frederik está visiblemente nervioso. Su actitud es otra y sabe que en el
momento de la verdad será capaz de actuar. Lo hará por su hija,
principalmente, aunque también por el deseo de Daniel. Si bien tiene una
motivación para actuar, no le satisface tener que acabar con una vida ajena.
Hasta el momento lo ha evitado, aunque ahora ya solo quedan dos personas.
O gana Wyatt o lo hace él. O muere Wyatt o fallece él.
El dilema que venía arrastrando durante todo el programa va
desapareciendo a medida que se aproxima la resolución de Purgatorio. Se da
cuenta de que no hay premio sin sacrificio ni recompensa sin esfuerzo. Su
penitencia para redimirse pasa por matar. En esta ocasión, convertirse en un
asesino está justificado. Sabe que, una vez mate a Wyatt, no podrá tener la
conciencia tranquila, aunque es consciente de que ese es el camino para
regresar con Jessica. Es el mayor premio que puede obtener, mucho más
importante que la libertad prometida en caso de ganar el concurso.
Esa inquietud le acompaña en todo momento. Es consciente de que el
desenlace está próximo, tanto para bien como para mal. Ahora reina la calma,
pero cada vez falta menos para que llegue la tempestad. En cuanto escuche
una canción, al Letrado o a Philip Julius Spencer, sabe que arrancará su
último enfrentamiento en esta casa.
Frederik ha cambiado sustancialmente desde que despertó en Juicio Final.
Aquella gacela desvalida se ha convertido en un león salvaje. Cierto que no
ha matado a nadie, pero ha sido cooperador necesario en las muertes de Orson
y Phoenix. En el primer caso fue él quien le redujo, en el segundo, le dejó
encerrado junto a su verdugo.
Aun así, un sentimiento le sigue rondando en su cabeza. Angustia. La
sintió tras despertarse en aquella sala sin saber cómo, por qué y con quién,
aunque con la percepción de ser una experiencia que ya había vivido.
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También cuando le explicaron dónde estaba y en qué consistía el concurso. Y
el mismo sentimiento le invadió después de que el formato del reality show se
transformara en una batalla campal de la que solo saldrá un ganador. Llegados
a ese escenario, otra vez siente angustia por resolver la situación entre Wyatt
y él.
A Frederik le alivia acordarse de su rival por las heridas que este,
principalmente en el rostro. Se relaja todavía más cuando palpa la parte de
atrás de su pantalón. Ahí guarda la pistola de Wyatt. Su contrincante está
desarmado.
—Concursantes, acudid a Juicio Final por última vez.
Parco en palabras, el Letrado es capaz de situar a Wyatt y Frederik. Por si
tenían dudas, están llegando a la meta de esta pesadilla. Frederik sale de su
habitación y se dirige lo más rápido que su cojera le permite a la sala,
mientras que a Wyatt le cuesta incorporarse a causa de los dolores. Tarda
unos minutos en recorrer el camino desde su dormitorio hasta Juicio Final,
todavía conmocionado por la dura pugna que tuvo con Phoenix.
Cuando los dos se reencuentran, no se dirigen la palabra. Frederik se fija
en el mal aspecto de Wyatt, a quien le cuesta respirar con normalidad. Le
sorprende el hinchazón de su boca, puesto que lejos de rebajarse ha ido en
aumento. La mirada de Wyatt indica su desasosiego, como si estuviera ya
derrotado. Frederik lo percibe, aunque no se fía de su rival.
—Cuando yo dé la orden, acudiréis al sofá del salón. Estamos en el último
día de nuestro espectáculo, pero vosotros dos todavía tenéis que dar la traca
final.
El Letrado vuelve a hablar a los dos concursantes, a los que obliga a
permanecer por un buen rato en una sala que luce exactamente igual que el
primer día. Después de una larga espera, por fin les permite regresar a la casa.
En cuanto abren la puerta, se sorprenden al ver cómo ha cambiado el
mobiliario. Hay guirnaldas por las paredes, globos por el suelo, pancartas que
caen desde el techo con diferentes mensajes de ánimo para cada uno de ellos.
Frederik da el primer paso para salir de Juicio Final, momento en el que la
música empieza a sonar mientras la luz se evapora hasta dejar un pequeño
túnel por el que guiarse.
This is the end
Beautiful friend
This is the end
My only friend, the end.
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Los tranquilos acordes de la canción de The Doors acompañan a los dos
concursantes en su camino desde Juicio Final al salón. Cuando están a punto
de entrar, la música se corta de forma abrupta y la luz desaparece. La tensión
entre ambos es máxima. De forma instintiva optan por protegerse. Pero la
oscuridad apenas dura unos segundos. Un fogonazo les deja prácticamente
ciegos mientras oyen una sintonía.
—¡Qué alegría veros en persona! ¡Cuánto nos habéis hecho disfrutar!
Philip Julius Spencer está en el centro del salón, situado sobre una especie
de atril. Porta una sotana blanca y una amplia túnica del mismo color sobre
los hombros. En su cabeza lleva puesta una mitra mientras que en la mano
derecha sujeta un báculo. No hay lugar a dudas, va caracterizado del Papa.
—Ya falta menos para saber quién de vosotros abandona Purgatorio…
—el presentador se santigua— ¡para alcanzar el cielo!
A cada intervención del showman se produce un redoble de tambores
acompañado por un juego de luces. Detrás de Philip Julius Spencer, la
pantalla está encendida enfocando al abarrotado plató, en el que se han
colocado gradas supletorias. No se percibe ningún asiento vacío. La
expectación por conocer el desenlace es máxima.
—Antes de comenzar con la ronda final, me gustaría dedicaros unas
palabras —Philip Julius Spencer carraspea para aclarar su voz.
—Wyatt, comenzaste como una simple larva y con el paso de los días te
has transformado en una brillante libélula. ¡El futuro es tuyo!
Philip Julius Spencer alza el báculo y golpea con fuerza en el suelo a la
par que retumba un sonido atronador.
—Frederik, iniciaste el concurso con miedo y lo terminas mandando. Has
pasado de ser un triste gusano a convertirte en una dulce mariposa. ¡Tú
escribes tu destino!
El presentador repite la acción anterior. Tras chocar su báculo contra el
suelo, una densa nube de humo tapa el atril en el que se sitúa. Instantes
después, la humareda desaparece, aunque no hay rastro del presentador.
«Debe haber una especie de trampilla en el atril», piensa Frederik.
Ambos se quedan expectantes sin saber qué hacer, aunque rehúyen cruzar
sus miradas. Entre ambos hay una separación en torno a los tres metros y la
misma se va haciendo más grande según pasan los segundos. Se nota la
desconfianza que se tienen ambos, sabedores de que el espectáculo que
acaban de presenciar solo tiene un significado: el final del concurso está
próximo.
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A pesar de que ya no ven al presentador ni reciben órdenes del Letrado,
ambos permanecen en el salón, como si tuvieran miedo de moverse a otras
estancias de la casa, lástima supusiera un quebranto de las leyes. Wyatt otea la
estancia y observa de refilón a Frederik, al que realiza un marcaje visual para
controlar cómo de rápido puede mover esa pierna coja y así impedir que se
acerque más de la cuenta. Este tampoco pierde de vista a Wyatt, aunque
prefiere tenerlo a una distancia cercana para evitar sustos.
A Frederik le sudan las manos y tiene un ligero temblor en su cuerpo. La
Hora Decisiva se aproxima.
Wyatt también está visiblemente nervioso, si bien no lo exterioriza tanto.
En su caso, no separa sus manos de la cintura en una posición claramente
defensiva. Sabe que en el cuerpo a cuerpo puede tener opciones ante un rival
menos fornido que Phoenix, Orson o Abraham, pero sus heridas juegan en su
contra en un enfrentamiento físico, por lo que necesita estar atento a cualquier
gesto o movimiento.
—Tenéis permiso para ir a cualquier lugar de la casa. En breve arrancará
la Hora Decisiva.
La impersonal voz del Letrado sacude el ambiente. Sin dilación, Wyatt es
el primero en abandonar el pasillo y se dirige a su habitación. Con el paso de
los minutos ha recobrado fuerzas y, aunque sigue con molestias, su dolor se
focaliza principalmente en su rostro. Por su parte, Frederik permanece
inmóvil en el salón, aunque ha seguido con la vista hacia donde se dirigía
Wyatt.
En cuanto sale de su alcance visual, Frederik suspira. «Ha llegado la
hora», se dice. «Tú puedes, eres capaz. ¡Hazlo por tu hija y hazlo por
Daniel!», se infunde ánimos. Se mueve hacia la cocina y apoya los brazos
sobre la encimera. Arquea la espalda y estira todo lo que puede su cuerpo.
Busca desprenderse del estrés, la ansiedad y la angustia. Sabe que esos tres
elementos solo pueden perjudicarle cuando el Letrado indique el comienzo de
la Hora Decisiva.
Pasea por la cocina mientras se toca los bolsillos. En uno de ellos se ha
colocado la linterna que le entregaron, del otro le cuelgan las gafas de visión
nocturna. Ambos objetos son sus aliados de cara a localizar a Wyatt. Imagina
que está escondido en su habitación, por lo que, cuando vaya en su búsqueda,
tendrá que extremar las precauciones.
Lo que no sabe es cómo matarlo. Supone que tendrá que inmovilizarlo de
alguna forma e intentar ahogarlo, o más bien ensañarse a golpes. No le agrada
ninguna de las dos fórmulas. Si le estrangula, sentirá su respiración hasta que
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esta se pierda camino del más allá. Una manera muy íntima de matarlo. Sin
embargo, si opta por apalearlo, tendrá que romper muchos huesos para
mandarlo al otro barrio. Mucho más violenta, mucho más impersonal.
Después de analizar estas dos perspectivas, ya ha tomado una decisión: le
ahogará.
Frederik activa el grifo, coloca las manos sobre el agua y bebe del charco
que se forma en ellas. Después abre el frigorífico y la despensa para
comprobar los alimentos que restan. Se da cuenta de que la predicción, ahora
tan lejana, de Hugo era incierta. Seguramente, cuando dijo que había
alimentos para un par de semanas no tuvo en cuenta que la organización les
obligaría a eliminar un comensal cada día. Ni que los últimos días
desaparecerían también las ganas de comer.
Deja la cocina a un lado y se asoma al gimnasio. Lleva tiempo sin entrar,
aunque ahora que no está Phoenix ya se siente con derecho a pasar. Hay un
ligero desorden al no estar colocadas las pesas en sus respectivos sitios.
Tampoco están enrolladas un par de esterillas. Pero no hay ningún indicio que
señale que en esa sala ha habido algún enfrentamiento. Junto al dormitorio de
Frederik, es la única habitación de la que no han tenido que levantar cadáver
alguno.
El paseo por todas las habitaciones de Frederik rezuma cierta nostalgia. A
su manera, está despidiéndose de la casa para no volver jamás. Camina de
forma pausada, observando los detalles de cada una de las salas. En todas
ellas mira fijamente esas cámaras que le han acompañado durante estos días.
Si gana, ¿será capaz de hacer vida normal sin tener tantas cámaras a su
alrededor? Para esa pregunta tiene una respuesta clara: sí. Pero ¿podrá hacer
vida normal después de matar a otra persona? En este caso, la solución es un
no rotundo.
—Concursantes, mucha suerte a ambos —el Letrado hace una pequeña
pausa—. Comienza la Hora Decisiva.
Las luces se apagan por completo. El inicio de la Hora Decisiva pilla a
Frederik en el gimnasio. Se coloca las gafas de visión nocturna y recapitula el
plan en su cabeza. Acudirá a la habitación de Wyatt, lo atontará con la
linterna y, para terminar, le apretará el cuello lo más fuerte que pueda para
obstruirle la respiración. Calcula que en unos tres o cuatro minutos podrá
llevar a cabo su idea. Cinco minutos a lo sumo. Ese es el tiempo que le separa
de la libertad. Ese es el tiempo que le separa de reencontrarse con su hija. Ese
es el tiempo que le separa de honrar a Daniel.
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Pero ahora que ya debe trasladar su idea a la realidad, no le parece tan
sencillo. Entre ambos no hay mucha diferencia física, aunque Frederik es
mucho más lento a causa de su cojera. Además, también duda del plan, quizá
porque no confía en sí mismo. «A la hora de la verdad, ¿seré capaz de
hacerlo?», se pregunta directamente. Tampoco está seguro de que Wyatt vaya
a ser una presa fácil por muy malherido que esté.
Así que toda esa tensión que ha ido eliminando en su paseo ha vuelto
multiplicada. Se toca las manos y estas vibran de forma notoria. Se palpa las
sienes y estas desprenden grandes gotas de sudor. Nota cómo la bilis empieza
a subirle por el esófago y la tráquea hasta sentir el vómito en su boca. No se
encuentra bien.
Frederik da un paso al frente en dirección a la salida del gimnasio, pero
inmediatamente retrocede otros dos. Se está mareando por la angustia que le
genera tener que matar a otra persona. Se tambalea un poco y busca apoyo en
el banco de pesas, aunque simplemente lo roza y cae al suelo, con la mala
fortuna de golpearse la cabeza. Queda atontado y en su intento por levantarse,
nota un fuerte vértigo que le impide ponerse en pie. Se tumba sobre el suelo,
aunque finalmente pierde el conocimiento.
—Concursantes, os queda media hora para que uno salga victorioso.
Frederik recupera la consciencia gracias a la voz del Letrado. Ha estado a
merced de su rival durante unos treinta minutos, pero la fortuna le sonríe,
puesto que Wyatt no se ha acercado a él. O por lo menos no lo ha encontrado.
Trata de recomponerse. Levanta la espalda y coloca su cabeza entre las
piernas, para no realizar movimientos demasiado bruscos que le produzcan
nuevos mareos. Respira hondo durante unos segundos y entonces se apoya
con cuidado en el banco de pesas para ayudarse a la hora de ponerse de pie.
Cuando lo consigue, mantiene la postura unos instantes para después soltarse
y comprobar que puede mantener el equilibrio.
Decide salir del gimnasio y pone rumbo hacia el dormitorio de Wyatt.
Intenta no hacer ningún ruido; anda con sumo cuidado para evitar que sus
pisadas delaten el lugar en el que se encuentra, aunque le supone un esfuerzo
añadido controlar la agitada respiración.
Sigue avanzando y llega al pasillo. Ahí se detiene un momento para
observar si Wyatt puede estar al fondo, pero no ve nada. Así que sigue
moviéndose hasta alcanzar el punto central del corredor. A su izquierda tiene
su habitación, a la derecha la de Wyatt. Enfila en dirección a esta última y se
prepara para entrar.
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Posa su mano lentamente sobre la manilla y se queda pensativo unos
segundos. Repasa otra vez la idea: «Abro la puerta, encuentro el lugar en el
que se esconde Frederik, le golpeo con la linterna y le ahogo con mis manos»,
rememora. Cuatro pasos que, si sigue a rajatabla, le permitirán ponerle el
punto y final a esta pesadilla.
Sin embargo, un objeto metálico le aprisiona el cuello.
Wyatt sujeta con firmeza la manguera de ducha. Lleva escondido tras la
puerta del dormitorio de Frederik desde que se marchó del salón, consciente
de que su rival iría a buscarle a su habitación. Así que ha esperado de forma
paciente, hasta que la respiración de Frederik le ha puesto sobre aviso.
Cuando Wyatt ha visto que el cojo daba la espalda a la habitación en la que se
encuentra y que se preparaba para entrar en la otra, ve la oportunidad.
Con el susto, Frederik pierde la linterna que sujetaba en una de sus manos.
Pero quedarse sin su arma es el menor de los problemas, ahora tiene que
deshacerse de ese objeto metálico que le empieza a desgarrar la piel del
cuello. Trata de agarrarlo con sus propias manos, pero estas se resbalan y no
encuentra espacio por el que aferrarse. Frederik balbucea mientras siente
cómo cada vez le cuesta más respirar. Cierra el puño de su mano izquierda e
intenta golpear a Wyatt, aunque este resiste los golpes. Así que, finalmente,
Frederik hace fuerza con su pierna buena con el objetivo de golpear a Wyatt
contra la pared, pero por el impulso pierde el equilibrio y se mueve
bruscamente hacia atrás sin llegar a desplomarse.
Logra rebajar un poco la presión del objeto metálico, aunque no se
desprende de él. Sigue moviéndose y obliga a Wyatt a introducirse en el
dormitorio de Frederik, aunque mantiene sobre su cuello la manguera de
ducha. Cuando ya la respiración es más entrecortada, Frederik cabecea a un
lado y otro hasta que su testa choca con la de Wyatt, lo que le otorga unos
segundos preciosos.
Aun así, la presión sobre su cuello continúa y ambos se mueven en un
extraño baile por la habitación. Los múltiples puñetazos que suelta Frederik
no hacen mella en Wyatt, que parece un tiburón cuando huele la sangre de su
presa.
—Concursantes, os quedan quince minutos.
El Letrado parece ajeno a la escena y vuelve a señalar el tiempo que resta.
Frederik empieza a perder el control de su cuerpo. Sus músculos están
relajándose poco a poco y apenas puede mantenerse en pie, por lo que cae al
suelo arrastrando a Wyatt. En su caída, nota un bulto entre la espalda y el
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trasero. Entonces se acuerda de que no solo iba armado con una linterna, sino
que también llevaba la pistola de Wyatt.
Hace un último esfuerzo y con una mano coge el arma. Extiende todo lo
que puede su brazo y atiza con la culata a Wyatt. La dureza de la pistola hace
mella en él, por lo que, por un instante, suelta la manguera de la ducha por un
extremo. Lo aprovecha Frederik para tomar una bocanada de aire y se da la
vuelta para ver dónde está su adversario.
Frederik parte con la ventaja de que sí puede ver, así que en cuanto lo
localiza se abalanza sobre él. Con algo más de fuerza en su cuerpo, Frederik
sigue los pasos que había maquinado. Cierto que no abrió la puerta de la
habitación de Wyatt y que le ha costado encontrarle, pero ya lo tiene.
Simplemente cambia la linterna por la pistola, aunque es una modificación del
plan en la que sale ganando.
Frederik aporrea el rostro de Wyatt con el arma. Cuando oye el crujir de
los huesos de la nariz decide empezar la maniobra de asfixia. Ido, Wyatt es
incapaz de separarse de las garras de Frederik, quien ya ha tirado la pistola al
suelo para hincar sus dedos sin compasión en el cuello de Wyatt.
Este gimotea en varias ocasiones, pero su cuerpo va inmovilizándose poco
a poco hasta que finalmente deja de respirar. Wyatt ha muerto.
—¡Enhorabuena, Frederik! ¡Eres el ganador de Purgatorio! ¡Ya puedes
entrar en el cielo!
Las luces regresan a la casa y el presentador entra de manera sorpresiva
por la puerta de la habitación. Le siguen varias cámaras de televisión mientras
suena de fondo la canción que han escuchado previamente,
Knock-knock-knockin’ on Heaven’s door.
—¡Estoy sudando de la emoción! ¡Vaya pelea habéis protagonizado!
Philip Julius Spencer está gozoso. Ha disfrutado del enfrentamiento y se
lo hace saber en cuanto puede a Frederik.
—¿Cuáles son tus primeras palabras como ganador del concurso?
El presentador acerca un micrófono a la cara de Frederik. Este titubea,
aunque finalmente decide hablar.
—Estáis enfermos —Frederik mira directamente a las cámaras, como si
dirigiera su mensaje a toda la audiencia.
Philip Julius Spencer pone gesto extrañado e interpreta las palabras de
Frederik.
—¿Acabas de insultarme a mí, a mi público y a mi programa? ¿Eso es lo
que me ha parecido que acabas de hacer?
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El tono alegre y juguetón cambia a otro más agresivo y mordaz. Frederik
asiente con la cabeza.
—Otra vez haces lo mismo. Te crees moralmente superior a todos
nosotros —interpela el presentador.
Ahora, el extrañado es Frederik. ¿Acaba de decir que «otra vez hace lo
mismo»? ¿A qué se refiere?
—Eres un concursante brutal, pero nunca estás contento. Esta es la
segunda vez que logras imponerte, pero nuevamente tienes que cabrearnos.
Frederik no entiende nada. ¿La segunda vez que gana? Eso no es posible.
—En esta ocasión iba a pasarlo por alto. Son muchas experiencias las que
llevas acumuladas. Pero nadie sale indemne tras insultar a mi programa y a mi
audiencia.
Frederik se lleva la mano a la petaca y la tira rápidamente.
—Las reglas son las reglas, Frederik. Y tú te las has saltado. No podemos
permitirlo.
—¿Que me he saltado las reglas? ¡Te lo estás inventando! —Frederik
habla con rabia ante lo que siente como una injusticia.
—La pistola, Frederik. Has utilizado la pistola de Wyatt. Y ya os dijimos
que los regalos solo podían utilizarlos sus beneficiarios.
Philip Julius Spencer retrocede y abandona la habitación. Instantes
después, ya no se escucha ningún ruido en la casa. El presentador ha
abandonado el lugar.
—Lo siento, Frederik. Tú nos has obligado a esto. Esta vez seremos más
benévolos y rebajaremos la dosis para que sepas desde el principio dónde
estás. Esa será la ventaja que te permitimos.
La voz del Letrado antecede al sonido de una esclusa. De repente, el
dormitorio se inunda de vapor. Frederik intenta escapar, pero pierde el
conocimiento.
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Epílogo
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seguir con la vista los dedos.
El jugo gástrico se le acumula en la boca a Frederik y tiene la imperiosa
necesidad de vomitar. Las tres personas que le ayudan para que permanezca
en pie siguen sujetándole, aunque se apartan un poco para evitar que Frederik
les salpique. Tras devolver, siente alivio.
—No sabemos qué pasa. Pero estamos aquí encerrados —habla la misma
persona que le tendió la mano anteriormente—. Allí hay una puerta, aunque
no se puede abrir.
Frederik lo mira con desconcierto. Menea sus brazos y pide gestualmente
a las personas que le sujetan que lo suelten, porque ya se ve capacitado para
estar de pie de manera autónoma. Le hacen caso, aunque se sitúan a su
alrededor para evitar que se tambalee y dé con sus huesos en el suelo.
—Lo que te está pasando nos ha ocurrido a los otros nueve anteriormente.
En breve estarás mejor —escucha desde el grupo.
—¿Cómo dices? —Frederik empieza a espabilar.
—Que en breve estarás mejor —responde la misma voz.
—No, lo otro que has dicho —Frederik habla con mayor firmeza.
—Que lo que te está pasando también nos ha ocurrido a los otros nueve
anteriormente.
«¡Mierda!», piensa Frederik. Está empezando a recordar. Observa la
habitación y ve cámaras por las esquinas, un alargado sofá rojo y una
alfombra del mismo color en el centro, así como una televisión. En ese
momento, la pantalla se enciende y aparece un logo, aunque no le presta
demasiada atención. Está todavía preocupado por la situación y trata de
comprender en qué lugar está, por qué está tan dolorido y quiénes son las
otras nueve personas que le acompañan en esa sala.
De repente, escucha una voz que le resulta familiar. Tarda unos segundos
en entender qué dice.
—… no sois capaces de demostrarla en el lugar donde debe hacerse: ¡ante
un tribunal!
«¡No puede ser!», se asusta Frederik. Ve que la voz procede de la
pantalla, en la que se encuentra una persona de pelo corto y canoso, que luce
una barba perfectamente cuidada y que habla a la par que realiza diversos
aspavientos con sus brazos.
A Frederik, ese rostro le trae recuerdos. Está seguro de que lo ha visto con
anterioridad, aunque no logra averiguar dónde se ha cruzado con esa cara ni
por qué tiene la sensación de saber quién es esa persona.
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—Ahora tendréis vuestra oportunidad ante otro tribunal igual de duro,
pero también igual de justo: ¡la audiencia!
«¡Esto no está pasando! ¡Esto no es real!». La angustia crece en el interior
de Frederik. Sus ojos empiezan a enrojecer y le tiemblan de manera notoria
las manos.
—Desde este momento, competís por el mayor premio de la televisión: ¡la
libertad!
«¡Despierta! ¡Despierta de una puta vez!». Frederik se grita mentalmente.
La persona de la pantalla sigue hablando mientras él intenta centrarse. Sin
embargo, una última frase le devuelve a la realidad:
—¡Bienvenidos a Purgatorio!
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Agradecimientos
Cuando terminé mi primera novela ni siquiera tenía intención de
publicarla, aunque algunos amigos y conocidos que se atrevieron a leerla me
animaron a que lo hiciera. Jamás pensé que iba a tener la más mínima
repercusión, pero la buena acogida que tuvo me hizo proseguir en este
apasionante mundo de la escritura.
No ha pasado mucho tiempo desde que «El efecto Werther» vio la luz,
aunque desde entonces he seguido pensando en nuevas historias que contar.
Fruto de ello nace «Purgatorio», una especie de crítica social hacia los
programas de telerrealidad en los que prima el espectáculo sin importar los
valores que transmiten.
En cualquier caso, la intención en esta novela por mi parte, como en todo
lo que escribo, no es otra que entretener a quien la lea e intentar que pase un
rato agradable con el libro, siempre desde el más absoluto respeto a la
escritura. Si consigo ese objetivo, soy el tipo más feliz del mundo.
Gracias a todas las personas que leyeron El efecto Werther, que han creído
en mí y en mi forma de escribir. Porque sin esas ganas que me transmiten,
seguramente, ya habría abandonado. Gracias a esa novela he podido conocer
muchas personas que han agigantado mis ansias por seguir en el mundo de la
pluma, que además me han permitido conocer otros escritores consagrados,
noveles y autopublicados. Todos ellos son espejos en los que fijarme y me
sirven de guías a la hora de escribir.
Gracias a Marisa Mestre, por su indudable capacidad para convencer a
través de una sonrisa. Sus correcciones precisas han mejorado notablemente
esta obra, aunque buena parte de su trabajo ha sido ejercer de psicóloga para
responder mis dudas e inseguridades. Buena parte de culpa de que esta novela
haya visto la luz ha sido gracias a sus consejos y, sobre todo, su confianza.
Gracias a Sergio Vera y toda la gente del club de lectura «Las Casas
Ahorcadas». Al Capo, por su sinceridad y sus conocimientos, pero sobre todo
por su forma de ser, todo un torbellino del que es imposible escapar en cuanto
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lo conoces. Al grupo, por vuestra pasión por devorar libros sin importar quién
los escriba y por hacer que hasta el autor más invisible sea uno más.
Gracias a Cristina Redondo, Juan Ignacio Cantero, Daniel Viana y Carlos
Ruiz Massó por ejercer de lectores cero y sacarle todas las pegas habidas y
por haber. Vuestra opinión ha sido fundamental para saber hacia dónde girar
la historia y cómo transformarla.
Gracias a Marta Gallego y Carlos Alberto Pérez, cuyas felicitaciones tras
leer mi primera obra fueron la clave para que me atreviera a intentarlo. Sin
vuestros mensajes, seguramente no habría sido capaz de continuar escribiendo
ni promocionando mis libros. Esta novela os debe mucho más de lo que
podáis pensar.
Gracias a ese grupo de amigos y compañeros de trabajo que estáis siempre
a mi lado cuando más os necesito. Por demostrar con hechos que puedo
confiar en todos vosotros.
Gracias a mi suegro, quien siempre está dispuesto a leer cualquier cosa
que salga de mi cabeza y cuestionarla para que mejore. Sus impresiones las
tengo muy en cuenta para armar el libro.
Gracias a mi madre, por motivarme a que continuara la historia incluso
cuando más atascado me encontraba. Terminó contagiándome esas ganas que
tenía por leer cada nuevo capítulo, por lo que consiguió que no dejara en el
olvido esta obra. También las gracias a mi padre, por leer la novela en cuanto
cae en tus manos y por ser un crítico implacable con el único afán de que
mejore.
Gracias a ti, que acabas de terminar esta novela y estás leyendo los
agradecimientos. Espero de todo corazón que hayas disfrutado con la lectura
de este libro, que hayas pasado un buen rato y que sigas ayudando a que un
servidor continúe escribiendo.
Por último, y lo más importante para mí, quiero dar las gracias a mi novia.
Por ser como eres, por tu infinita capacidad de sacrificio y entendimiento, por
soportar las horas intempestivas a las que suelo escribir, por ayudarme a que
no decaiga, por estar conmigo incluso cuando no estamos juntos, por echarme
una mano cuando más lo necesito, por estar siempre ahí… Simplemente, por
ser tú.
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