Jose Maria Arguedas El Sueño Del Pongo 1965

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JOSÉ MARÍA ARGUEDAS (1911-1969) —¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres!

—mandaba el señor al cansado


hombrecito—. Siéntate en dos patas; empalma las manos.
El Sueño Del Pongo (1965) Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna
vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando
Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a
permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
cumplir el turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre
miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas, viejas.
el piso de ladrillo del corredor.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo
—Recemos el padrenuestro —decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.
saludó en el corredor de la residencia.
El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le
—¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que
correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.
estaban de servicio.
En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la
Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de
hacienda.
pie.
—¡Vete, pancita! —solía ordenar, después, el patrón al pongo.
—¡A ver! —dijo el patrón—, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la
escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! —
ordenó al mandón de la hacienda. Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales,
mandón hasta la cocina. los colonos1.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un Pero…, una tarde, a la hora del avemaría, cuando el corredor estaba colmado de toda
hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco de la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos
espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. ojos, ése, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía como un poco
«Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el espantado.
corazón pura tristeza», había dicho la mestiza cocinera, viéndolo. —Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte —dijo.
El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto El patrón no oyó lo que oía.
le ordenaban, cumplía. «Sí, papacito; sí, mamacita», era cuanto solía decir. —¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? —preguntó.
Quizás a causa de tener una cierta expresión de espanto, por su ropa tan haraposa y —Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte —repitió el
acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el pongo.
hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el avemaría, en el —Habla… si puedes —contestó el hacendado.
corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo —Padre mío, señor mío, corazón mío —empezó a hablar el hombrecito—.
delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo. Soñé anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba —¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio —le dijo el gran patrón.
hincado, le daba golpes suaves en la cara. —Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos juntos;
—Creo que eres perro. ¡Ladra! —le decía. desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.
El hombrecito no podía ladrar. —¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
—Ponte en cuatro patas —le ordenaba entonces. —Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies. examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí
—Trota de costado, como perro —seguía ordenándole el hacendado. nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna. somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía el cuerpo. —¿Y tú?
—¡Regresa! —le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran —No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
corredor. —Bueno. Sigue contando.
El pongo volvía, de costadito. Llegaba fatigado.
Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el avemaría, despacio,
como viento interior en el corazón. 1 Colono: indígena que pertenece a la hacienda.

1
—Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: «De todos los ángeles, el más
hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que
sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa
de oro llena de miel de chancaca más transparente».
—¿Y entonces? —preguntó el patrón.
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta, pero temerosos. —
Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel,
brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando
despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el
resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
—¿Y entonces? —repitió el patrón.
—«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus
manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre», diciendo,
ordenó nuestro gran Padre. Y así el ángel excelso, levantando la miel con sus manos,
enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste,
solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho
de oro, transparente. —Así tenía que ser —dijo el patrón, y luego preguntó—: ¿Y a ti?
—Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar:
«Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese
ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano». —¿Y entonces?
—Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las
fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien
cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. «Oye, viejo
—ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel—, embadurna el cuerpo de este
hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de
cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!». Entonces, con sus manos nudosas,
el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así
como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí
avergonzado, en la luz del cielo, apestando…
—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón—. ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
—No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos
vimos juntos, los dos, ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos,
también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no
sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la
memoria. Y luego dijo: «Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está
hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo». El viejo ángel
rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza.
Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.

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