Jose Maria Arguedas El Sueño Del Pongo 1965
Jose Maria Arguedas El Sueño Del Pongo 1965
Jose Maria Arguedas El Sueño Del Pongo 1965
1
—Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: «De todos los ángeles, el más
hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que
sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa
de oro llena de miel de chancaca más transparente».
—¿Y entonces? —preguntó el patrón.
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta, pero temerosos. —
Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel,
brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando
despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el
resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
—¿Y entonces? —repitió el patrón.
—«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus
manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre», diciendo,
ordenó nuestro gran Padre. Y así el ángel excelso, levantando la miel con sus manos,
enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste,
solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho
de oro, transparente. —Así tenía que ser —dijo el patrón, y luego preguntó—: ¿Y a ti?
—Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar:
«Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese
ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano». —¿Y entonces?
—Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las
fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien
cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. «Oye, viejo
—ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel—, embadurna el cuerpo de este
hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de
cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!». Entonces, con sus manos nudosas,
el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así
como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí
avergonzado, en la luz del cielo, apestando…
—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón—. ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
—No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos
vimos juntos, los dos, ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos,
también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no
sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la
memoria. Y luego dijo: «Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está
hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo». El viejo ángel
rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza.
Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.