Como Pudo Ser Posible en Nuestra Argent

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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

13/01/2023

“¿Cómo pudo ser posible en nuestra Argentina


del Nunca Más?”
Por Marina Franco

Ilustración Roberto Jacoby y Syd Krochmalny

¿Que tan originales de esta época son los llamados discursos de odio
en Argentina? ¿Qué tanto nos sirve pensar en ellos para describir el
paso a la acción directa que vivimos tan dramáticamente hace pocos
meses? Marina Franco se pregunta si la apelación al Nunca Más, hija
de un contexto histórico muy preciso, sigue siendo eficaz para
contener nuevas formas de conflictividad política con nuevos actores
involucrados en ella.

El atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner le dio nuevo


impulso en la esfera pública argentina a un tópico que viene creciendo en el debate
público mundial, los llamados “discursos del odio” como formas públicas ofensivas
de estigmatización, discriminación y prejuicio que amenazan la vida en común. Estos
discursos se han hecho especialmente visibles en cuestiones como género, raza,
pueblos indígenas, antisemitismo, pobreza y, en América Latina, las diferencias
políticas. Las redes sociales han permitido en buena medida su circulación y
expansión, amplificando horizontalmente voces y temas, aunque tampoco son la
causa o vector único de este fenómeno. Los medios de comunicación masivos y la
desinformación cotidiana contribuyen igualmente a ello. Sin duda, conceptualizar
esos discursos como una acción y una práctica social particular y expandida, con
alcances, tópicos y vectores específicos, permite visualizar el problema y pensar
políticas para enfrentarlo. 

Sin embargo, para entender el caso argentino y las formas más recientes de la
violencia política, tal vez sea insuficiente pensar en términos de “discursos del odio”.
Mi impresión es que esa noción no ayuda a entender cabalmente los procesos de los
últimos años y sus formas más virulentas. Pero no solo eso, creo que también nos
expone a algunos riesgos. Por un lado, nos induce a creer que estamos ante una
novedad, “los discursos del odio”, como si estas formas del conflicto político extremo
–o el racismo o la xenofobia, por ejemplo- fueran rayos en un cielo hasta ahora
diáfano. Por otro lado, la insistencia en su carácter discursivo dificulta entender
cuánto de violencia política concreta, real y efectiva hay en ellos y, por tanto, generan
sorpresa e incomprensión radical cuando se producen los pasajes al acto. Por último,
para el escenario argentino, nos pone frente a la ilusión de una fractura total con el
pasado y de una irrupción de algo nuevo que vendría a quebrar el consenso potente y
fundador de la Argentina contemporánea que sería el “pacto del Nunca Más”.

Detalle de Los diarios del Odio. Obra de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, octubre 2014. Foto: Gentileza

Roberto Jacoby
Creo que todas estas cuestiones quedaron en evidencia cuando se produjo el intento
de magnicidio de Cristina Fernández de Kirchner. El episodio es imposible de
minimizar en su gravedad para entender la nueva escena contemporánea argentina:
allí se cruzaron el crecimiento de las derechas en su amplia diversidad y en su faceta
más virulenta junto con una polarización agonística de la escena política que viene
aumentando en los últimos diez o quince años y cuya expansión no puede limitarse a
la responsabilidad unilateral de las derechas más recalcitrantes. Desde luego
podríamos entender a los sujetos que gatillaron el arma como productos de los
discursos del odio y de un lento socavamiento de la esfera pública democrática que
se habría venido produciendo sin pausa y a gran velocidad.  Sin embargo, y para la
dimensión política al menos, prefiero seguir pensando que se trata de formas de
violencia política, abiertas y explícitas, que mantienen un continuo lábil entre la
palabra y el acto, o más claramente, donde las palabras son también actos. Recluirlos
en el espacio de lo discursivo es engañoso y no ayuda a entender la posibilidad
efectiva de apretar un gatillo ni la gravedad de los climas que generan estas prácticas
discursivas. En definitiva, y por citar un ejemplo nodal para el paradigma de los
“discursos del odio”, lo que sucede en las redes sociales no es un mundo virtual ni
encerrado en los límites de la palabra, es la escena real de la política para quienes
participan allí. Desde luego, esto no significa disolver la distinción entre la violencia
discursiva y la violencia física, que es crucial porque las formas de enfrentarlas
también son completamente distintas y solo la segunda debería ser penalizada.

Frente a la noción de “discursos del odio” y al menos para este caso, creo preferible
hablar de violencia política, un concepto más viejo, más sabido, más nuestro, y sobre
todo más potente para dar cuenta de un conflicto que propende a la exclusión del
otro del juego político. Desde luego, la eclosión actual de esa violencia no puede
entenderse por separado de otro conglomerado de prácticas y discursos más
específicos vinculados al género (la denuncia de las “feminazis”, por citar un ejemplo),
la cuestión indígena (el “terrorismo mapuche”) o el revisionismo sobre la dictadura
(la justicia de lesa humanidad como “revancha”). En todo caso, todas son formas del
conflicto y la violencia política y no meras descalificaciones de tinte emocional.

El conflicto político, y su posibilidad de deriva violenta, son parte de la vida


democrática –con mayores o menores intensidades, nos guste o no-, pero no son
cuerpos extraños o ajenos a la escena política. Esto es así porque, como insiste el
filósofo Claude Lefort, el sistema democrático se define por su carácter abierto,
indeterminado e incierto. Por tanto, el conflicto y la violencia no son anomalías,
quistes o tumores, están allí como posibilidades del juego político que se despliegan
en determinadas relaciones de fuerzas y condiciones. Esto no significa que la
violencia política sea bienvenida, en absoluto, sino que es parte de la vida política
democrática y no su contrario o su cancelación. 

Nuestras posibilidades de entender y enfrentar estas formas actuales de la violencia


política son mayores si entendemos cuánto hay en ellas de nuevo, cuánto hay de
formas de la conflictividad política histórica argentina y cuánto hay de una sorpresa
que sólo es resultado de leer el presente desde una escena imaginaria previa. 

Desde luego hoy hay datos históricos nuevos, disruptivos, y por demás inquietantes
en nuestra escena contemporánea. Seguramente el primero de ellos es la
transformación profunda de las derechas en América Latina y el mundo. No estamos
ante un fenómeno local ni una particularidad argentina. En nuestro país esas
derechas han aprendido el juego político democrático y lo disputan con un
despliegue de recursos hábil e inteligente. Como ha mostrado Sergio Morresi y otros
observadores, las derechas organizadas han pasado de ser fuerzas minoritarias a
fuerzas populares, con capacidad de movilización y convocatoria, y con capacidad de
dar respuestas a la movilización pluriclasista que fue en su búsqueda desde 2008. En
ese escenario, la aparición de otras derechas radicalizadas o extremas derechas,
cuestionadoras de la democracia liberal o a la que consideran mera caja de reglas
procedimentales, ha sido un dato notable de los últimos años. A eso se suman
sectores juveniles nuevos y con nueva visibilidad, muy heterogéneos, muchos
socialmente desafiliados y radicalizados, que emergen gracias a un espacio político
muy polarizado y un sistema incapaz de satisfacer anhelos y demandas.

Sin embargo, esa novedad se inscribe en una larga tradición de violencia y


conflictividad política extrema que ha surcado buena parte de la vida política
argentina. Esto no significa que 2022 sea igual a 1955 o a 1976, o que nada haya
cambiado después de 1983. Significa más bien que la virulencia y la polarización en
torno al kirchnerismo -y el universo de sentidos que se le adjudican- tiene una larga
historia en el conflicto brutal y extremo en torno al peronismo y el antiperonismo.
La polarización política actual -o de los últimos quince años- tiene más de
reminiscencia de 1952 o 1955 en adelante, que de 1976.
Esa tradición de violencia política sobre y contra el peronismo tiene sus argumentos
y autojustificaciones, pero tiene por sobre todo una histórica dimensión de clase y de
disputa social, económica y cultural entre modelos de sociedad. Esa disputa y esos
prejuicios que se ponen nuevamente en escena cuando una gobernadora puede
preguntarse “¿Es de equidad que durante años hayamos poblado la provincia de
Buenos Aires de universidades públicas, cuando todos los que estamos acá sabemos
que nadie que nace en la pobreza llega a la Universidad?”. 

Pero esos mismos prejuicios y modelos clasistas tampoco se remiten solamente a


1945 y la escena inaugurada por el peronismo. Más largamente, también fueron
explícitos en 1912 o en 1930 cuando la democracia fue considerada una práctica
demagógica y peligrosa incapaz de controlar las amenazas al orden social. Esa disputa
política -y la parte de ella que es también una disputa de clase- no son novedades,
sino reactualizaciones de conflictos estructurales de la vida política argentina. Y han
tenido manifestaciones violentas que podríamos rastrear a lo largo de todo el siglo
XX, mucho antes que 1955. Son parte de esa larga historia las protestas sociales y
obreras que han jalonado todo el siglo pasado y que han sido respondidas con la
violencia del Estado y la participación activa de las clases dominantes para ello. La
“Semana Trágica” de Buenos Aires en 1919 -contra trabajadores, inmigrantes y judíos-
la matanza indígena de Napalpí en 1924, pasando por un sinnúmero de episodios en
toda la geografía nacional, dan cuenta de ello. 

Pero no es mi objetivo hacer un continuo lineal y homogéneo de las violencias o las


tensiones de clase de los últimos cien años. Se trata de entender que esos llamados
“discursos del odio” no son novedades que perturban nuestra democracia, sino que
se asientan sobre conflictos socio-políticos de larga data y con innumerables capas de
sedimentación histórica. Todo ello sigue presente hoy y, a la vez, es reinventado bajo
las extremas condiciones de los procesos actuales de desafiliación social y pobreza de
grandes conglomerados de la población, por un lado, y, por el otro, de una derecha
capaz de encarnar y movilizar grandes sentires populares, incluso de “pobres contra
pobres” (el “odio” contra los planes y las políticas sociales del Estado son parte
fundamental de ello). 

Entonces la pregunta asombrada para entender la escena actual no debiera ser “¿y
qué pasó con nuestro pacto del ‘Nunca Más’?”. La cuestión es, más bien ¿por qué el
pacto del “Nunca Más” debería protegernos? ¿de qué debería protegernos? La
investigación de la CONADEP y el enjuiciamiento de las cúpulas militares entre 1984
y 1985 fue una política de Estado que estableció, ante todo, una rotunda condena a las
violaciones sistemáticas de los derechos humanos por parte de ese Estado, más allá
de su condena a la violencia revolucionaria. En efecto, podríamos considerar que ello
fue la base de consenso sobre la cual se reconstruyó la vida democrática argentina
desde entonces. Pero eso operó así por una serie de circunstancias históricas, y
funciona en esos términos para nosotros porque decidimos creer en ese momento
fundante y adjudicarle ese peso. 

Mirado por arriba, el “pacto del Nunca Más” –o todas las políticas que se tejieron en
torno a eso que llamamos así– fue el resultado de consensos políticos y en un
momento histórico preciso de absoluta derrota de las fuerzas militares (y civiles)
prodictatoriales. Fue un acuerdo de gobernabilidad para establecer reglas del juego
político y reglas institucionales y procedimentales de la vida democrática. A nivel de
la sociedad, fue también el resultado de un intenso clima social antimilitar y de una
movilización humanitaria con creciente capacidad de convocatoria y escucha. Todo
ello no fue poca cosa, fue mucho en 1983, y garantizó la estabilidad del juego
democrático y el rechazo de la violencia y el autoritarismo como formas de
regulación sistemática de la vida política. Sin embargo, eso no nos eximió de otras
violencias ni podía hacerlo. Tampoco nos protegió de la incertidumbre de la vida
democrática o del conflicto político, como no nos protegió de la crisis del 2001 o de
otras muchas formas de la violencia cotidiana o de la pobreza estructural que asola a
nuestro país.

En definitiva, eso que llamamos “pacto del Nunca Más” fue un momento histórico,
como todo momento histórico, es situado, contingente y único. Habla de la
Argentina de los años ochenta y de otras formas de la violencia que, efectivamente, se
fueron disolviendo desde entonces. Es nuestro mito fundacional contemporáneo,
pero no le pidamos que sea nuestro amuleto de protección capaz de ser invocado en
cualquier contexto. Porque, entre otras muchas razones, para las nuevas generaciones
ya no funciona o dice muy poco, habla de otra historia, de otros escenarios y otras
contingencias. Es el mito fundacional de otras incertidumbres, que no son, hoy
ahora, las nuestras. (Tal vez el éxito de la película Argentina 1985 tenga que ver con
eso, es la recreación de una escena fundacional y mítica, pero justamente por eso, ya
pasada.)
Sin amuletos, entender lo que hay de viejo y lo que hay de nuevo en las formas
contemporáneas del odio y la violencia me parece, hoy, ahora, la tarea más urgente
para poder enfrentarlas.

Marina Franco

Magister en Historia por la Universidad de Paris 7, Denis Diderot, Francia


(2003) y doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires y de París
7 (2006).

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