Obras Completas

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 273

Obras completas de Gustavo

Adolfo Bécquer
Gustavo Adolfo Bécquer
Al lector(1)
Pronto, el 22 de Diciembre, hará siete años que voló a su Creador el espíritu inmortal de
Gustavo Adolfo Bécquer.

La primera edición, que editó la caridad, agotose hace un año y el que murió oscuro y
pobre es ya gloria de su patria y admiración de otros países, pues apenas hay lengua culta
donde no se hayan traducido sus poesías o su prosa.

No es mi propósito hacer nueva enumeración de las desgracias y méritos del escritor. Las
primeras se compensan con su gloria; los segundos son ya del dominio frío y severo de la
crítica.

Sólo una cosa advertiremos siempre a los lectores de Gustavo: que nada de lo que dejó
escribiolo con intención de que formase un libro; y, como dijimos en la primera edición, sus
grandes imaginaciones, sus alegatos de merecimiento ante la posteridad, bajaron con él al
sepulcro. Calcúlese ahora, por la popularidad y el respeto que su memoria ha alcanzado con
fútiles destellos de su preclara inteligencia, a qué altura se hubiera elevado, si la miseria,
aguijándole y faltándole la vida, no hubieran sido éstos los cauces imprescindibles de aquel
atormentado cerebro.

Dos palabras más sobre Gustavo.

Hay quienes han querido censurarle por su novedad.

Hay muchos que han intentado imitarle.

Ni unos ni otros le han comprendido bien.

Las Rimas de Bécquer no son la total expresión de un poeta, sino lo que de un poeta se
conoce. Por consecuencia, el tamaño, carácter y estilo de sus composiciones no tienen más
forma que aquella en que estuvieron concebidas y calcadas, y éste es su principal mérito.

Defenderse con el Diccionario, arrebatar el oído con el fraseo de ricas variaciones sobre un
mismo concepto, disolver una idea en un mar de palabras castizas y brillantes, cosa es digna de
admiración y de elogio; pero confiarse en la admirable desnudez de la forma intrínsica, servir a
la inteligencia de los demás la esencia del pensamiento y herir el corazón de todos con el
laconismo del sentir, sacrificando sin piedad palabras sonoras, lujoso atavío de amontonadas
galas y maravillas de multiplicados reflejos, a la sinceridad de lo exacto y a la condensación de
la idea, y obtener únicamente con esto aplauso y popularidad entre las multitudes, es
verdaderamente maravilloso, sobre todo en España, cuya lengua ha sido y será venero
inagotable de palabras, frases, giros, conceptos y cadencias.

2
No menos digno de llamar la atención es que el poeta haya conseguido tan rápida
celebridad sin tocar en sus fantasías ni en sus realidades nada que directamente excite el interés
o las pasiones colectivas de sus contemporáneos.

Como en las de los grandes maestros, en su paleta no figuran más colores que los
primordiales del iris, descompuestos en el prisma de la imaginación y del sentimiento;
universales, sencillos y espontáneos, sin encenderse al contacto de pasiones políticas o de
problemas sociales y religiosos.

Tienen en sí el germen de todo lo ideal; pero sin acomodamiento de época ni dudas,


indignaciones o esperanzas de impíos o fanáticos.

No podrá nunca, pues, ser juzgado en tal terreno, y, como esos astros ingentes que parecen
chicos porque desde abajo se les mira en un planeta menor, jamás podrá alternar entre el
agitado vaivén de los que le examinen, cegados por el polvo de la tierra, o envueltos por la
atmósfera de una época dada y los pasajeros brillos de fugaces meteoros.

Esto a los que no han sabido censurarle, lo cual no prueba que le creamos exento de
censura.

A los que le imitan, por más que esto honre al poeta tenemos que decir algunas palabras que
expresarán conceptos a largo tiempo arraigados en nuestra conciencia.

No creemos en el progreso indefinido de una escuela. Si la historia del arte no lo probara


definitivamente con la muerte irreemplazable de sus grandes hombres, lo haría ver la reflexión
del buen sentido.

De ningún modo aconsejamos que se dejen de consultar los grandes maestros de la forma,
estudiándolos con fe e imitándolos con trabajo en secreto, sin perder nunca de vista la
naturaleza para el arte y la moral absoluta para las ideas. Pero de esto a encastillarse en la
forma del que primero fue original en ella, hay un gran abismo.

Si alguien es difícil y comprendido para imitado en poesía, es Bécquer.

Como galanura de forma, pureza de dicción y corrección de estilo hay muchos que le
aventajen, y éstos son los que deben de imitarse siempre.

Pero lo imposible de imitar en Bécquer es su propio espíritu, su manera de ver, como dicen
los pintores, su idiosincrasia, como lo llaman los naturalistas.

En ser Bécquer o no serlo está todo el quid de la dificultad, y creer que se ha conseguido tal
propósito encerrándose en su forma y contando el número de sus versos, es no haber realizado
nada, si antes no se cuenta con el original tesoro de ideas prácticas y reales que en sus
composiciones existe.

3
Repárese bien que ni al principiar Bécquer una composición ni al terminarla en crescendo,
deja de pensar o de sentir algo de general y profundo. De cada cuatro versos suyos puede
hacerse una larga poesía descriptiva; pero herir las cuerdas de la idea o del sentimiento en
menos palabras, es casi imposible. La idea, pues, sin más adorno que el necesario, como él
decía, para poderse presentar decente en el mundo, tiene una importancia real y sólida en
sus composiciones. Hacer, por tanto, versos como los suyos, sin hallarse provisto de algo
importante, práctico y hondo en el terreno del sentir o del pensar, es querer construir
perdurable estatua solamente con la gasa que la envuelve, y lo que consigue entonces quien
imita, es quedar indefenso ante el público, resultando valadí, vulgar, pretencioso o vano en el
mismo metro y con las mismas líneas que Bécquer, por haber querido narrar lo imposible, es
decir, la nada, porque nada había brotado del cerebro del imitante.

De esto resulta una serie de vulgaridades concisas, que por lo mismo son más vulgares aún,
o una porción de nebulosidades y misterios, capaces de tener pensando todo un siglo a quien
trate de descifrar el enigma.

En una palabra, y aunque se ha repetido mucho Shakespeare lo ha dicho mejor que nadie.

Los imitadores olvidan el ser o no ser del trágico eminente, y al hacerlo caen en ese abismo
sin fondo de que nos habla el creador de Hamlet: ¡Palabras, palabras, palabras!

Nos hemos extendido más de lo que queríamos, pero sentíamos comezón de libertar la
memoria de nuestro pobre amigo del ataque de los que no le han comprendido y de
complicidad con algunos de sus imitadores.

Cumplida nuestra tarea, sólo nos resta dar en nombre del arte, del público, que lo pedía con
ansia y de nuestro pobre amigo, al editor, por esta magnífica edición, ilustrada con el verdadero
retrato del autor, no acabado de expirar, como figura en la edición primera, sino lleno de vida y
esperanzas, tal como se agitó en el mundo.

Va aumentada esta edición con otros trabajos de Bécquer, que añadirán nuevos quilates a
su justa fama, tales cuales Las Cartas a una Mujer, y otros artículos eminentemente literarios,
como el prólogo a Los Cantares de su íntimo amigo el Sr. Ferrán.

RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA

4
Gustavo Adolfo Bécquer
Prólogo de la primera edición

Confieso que he echado sobre mis hombros una tarea superior a mis fuerzas. En vano he
retardado el momento. La edición está ya terminada; todo el mundo ha cumplido con el deber
que impuso una admiración unánime, y las páginas que siguen, donde se contiene todo lo que
precipitadamente trabajó en su dolorosa vida mi pobre amigo, sólo aguardan estos oscuros
renglones míos para convertirse en una obra que edita la caridad y que el genio de su autor hará
vivir eternamente. ¡Póstuma y única recompensa que él puede dar al generoso desprendimiento
de sus contemporáneos y amigos! ¡Salga, pues, de mi pluma, humedecido con el tributo de mis
lágrimas, antes que el relato de la vida y el juicio de las obras del malogrado escritor, un
testimonio de justicia hacia esta generación entre la cual me agito, generación que a riesgo de su
vida ahuyenta la muerte de los infectos campos de batalla y da su oro para el libro de un poeta!

Majestades de la tierra, artistas, ingenieros, empleados, políticos, habitantes de la ciudad, de


las aldeas escondidas, todos los que en esa larga lista que ante mí tengo, habéis depositado,
desde la cantidad inesperada, por lo magnífica, hasta el óbolo modesto, recibid por mi
conducto un voto de gracias, a que hacen coro los temblorosos labios de hijos sin padres y de
madres sin esposos; pues no sólo habéis salvado del olvido las obras de Bécquer, sino que al
borde de su tumba habéis allegado el pan cotidiano que libertará de la miseria a seres
desvalidos.

Los encargados de llevar a cabo tal empresa, hubieran tenido un gran placer en poner al
frente de la edición los nombres de los que a ella han contribuido; pero la caridad acreciolos
tanto, que su inserción hubiera aumentado el gasto notablemente. El distinguido pintor Sr.
Casado, a cuya iniciativa, actividad y arreglo se debe casi todo el éxito de la recaudación,
publicará en tiempo oportuno, y en unión con los demás amigos que han llevado a término esta
obra, las cantidades recibidas y las que se han invertido, para justa satisfacción de todos. No
menos alabanza merece el Sr. D. Augusto Ferrán, inseparable amigo del malogrado Bécquer,
que no se ha dado punto de reposo en el asiduo trabajo de allegar materiales dispersos,
coleccionarlos, vigilar la impresión y demás tareas propias de estos difíciles y dolorosos casos,
ayudado del Sr. Campillo, tan insigne poeta como bueno y leal amigo. Hasta aquí, lo que sus
admiradores han hecho para perpetuar la memoria del que se llamó en el mundo Gustavo
Adolfo Bécquer.

Hablemos de él.

Toda mi vida de poeta, todos los delirios, esperanzas, propósitos y realidades de mi


juventud han quedado sin diálogo con su último suspiro. Al extender la muerte su fría mano
sobre aquella cabeza juvenil, inteligente y soñadora, mató un mundo de magníficas creaciones,
de gigantescos planes, cuyo pálido reflejo son las obras que contiene este libro. Todo su afán
era conseguir un año de descanso en la continuada carrera de sus desgracias. Pobre de fortuna
y pobre de vida, ni la suerte le brindó nunca un momento de tranquilo bienestar, ni su propia

5
materia la vigorosa energía de la salud. Cada escrito suyo representa o una necesidad material
o el pago de una receta. Las estrecheces del vivir y la vecindad de la muerte fueron el círculo
de hierro en que aquel alma fecunda y elevada tuvo que estar aprisionada toda su vida. Antes
de morir, sospechó que a la tumba bajaría con él y como él, inerte y sin vida, el magnífico
legado de sus imaginaciones y fantasías, y entonces se propuso reunirlo en un libro. La muerte
anduvo más deprisa, y sólo pudo escribir la introducción con que van encabezados sus escritos,
las rimas y el fragmento titulado La Mujer de Piedra, que, además de revelar su poderosa
inventiva, lleva el sello de su idoneidad y no común saber en las artes plásticas.

Nació Bécquer en Sevilla el 17 de Febrero de 1836, siendo su padre el célebre pintor e


inspirado intérprete de las costumbres sevillanas. A los cinco años de edad quedó huérfano de
éste, empezando sus estudios de primeras letras en el colegio de San Antonio Abad, donde
permaneció hasta los nueve años, en que entró en el colegio de San Telmo para estudiar la
carrera de náutica. A los nueve años y medio viose huérfano de madre, y a los diez salió de
dicho colegio por haberse suprimido. A tal edad encargose de Gustavo su madrina de
bautismo, persona regularmente acomodada, sin hijos ni parientes, por cuya razón le hubiera
dejado sus bienes, a no haber él renunciado a todo por venir a Madrid a los diez y siete años y
medio, con el objeto de conquistar gloria y fortuna. ¡Como si en el campo de las letras se
hubiera nunca conquistado en España ambas cosas! Quería su madrina hacer de él un honrado
comerciante; pero aquel niño, que había aprendido a dibujar al mismo tiempo que a escribir,
cuya desmedida afición a la lectura le hacía encontrar horizontes más anchos que el de la
teneduría de libros, y que jamás pudo sumar de memoria, sólo encontraba aplausos para sus
primeras poesías, lo cual le decidió a vivir de su trabajo, armonizándolo con la independencia
de su carácter, y a venir a Madrid, como lo verificó el año 54, sin más elementos que lo
necesario para el viaje. Corría el año 56, y entonces llegué también a buscar lo mismo que
Gustavo, con quien en los primeros pasos me encontré en el terreno de las letras. Mi carácter
alegre y mi salud robusta fueron acogidos con simpatía por el soñador enfermizo, y casi niños,
se unieron nuestras dos almas y nuestras dos vidas. Prolijo sería enumerar las peripecias de la
suya, monótona en desdichas. El año 57 se vio acometido de una horrible enfermedad, y para
atender a ella y rebuscando entre sus papeles, hallé El Caudillo de las manos rojas, tradición
india, que se publicó en La Crónica, siendo reproducida, con la singularidad de creerse que el
título de tradición era una errata de imprenta; pues todos los que la insertaron en España o
copiaron en el Extranjero, la bautizaron con el nombre de traducción india. ¡Tan
concienzudamente había sido hecho el trabajo!

Compadecido un amigo de sus escaseces, buscole un empleo modesto, y juntos entramos a


servir al Estado en la Dirección de Bienes Nacionales, con tres mil reales de sueldo y con la
categoría de escribientes fuera de plantilla. Cito este detalle, porque la cesantía de Gustavo en
aquel destino forma un rasgo descriptivo de su carácter soñador y distraído.

Tratose de hacer un arreglo en la oficina, y el Director quiso por sí mismo averiguar la


idoneidad y el número de los empleados, visitando para ello todos los departamentos.

6
Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba, o bien leía alguna escena de Shakespeare, o
bien la dibujaba con la pluma, y, en el momento en que el Director entró en su negociado,
hallábase él entregado a sus lucubraciones. Como sus dibujos eran admirables, ya se habían
hecho casos de atención para todos, que se disputaban el poseerlos, aguardando a que los
concluyera, mientras seguían con la vista aquella mano segura y firme, que sabía con cuatro
rasgos de pluma hacer figuras tan bien acabadas. El Director se unió al grupo, y después de
observar atentamente aquel tan raro expediente en una oficina de Bienes Nacionales, preguntó
a Gustavo, que seguía dibujando:

-Y ¿qué es eso?

Gustavo, sin volverse y señalando sus muñecos, respondió:

-¡Psch!... ¡Ésta es Ofelia, que va deshojando su corona! Este tío es un sepulturero... Más
allá...

En esto observó Gustavo que todo el mundo se había puesto de pie y que el silencio era
general. Volvió lentamente el rostro, y...

-¡Aquí tiene usted uno que sobra! -exclamó el Director.

Efectivamente Gustavo fue declarado cesante en el mismo día.

Excuso decir que él se puso muy alegre; pues aquel alma delicada, a pesar de la repugnancia
que le inspiraba el destino, lo aceptó por no hacer un desaire al amigo que se lo había
proporcionado.

Habíase propuesto Gustavo no mezclarse en política y vivir sólo de sus artículos literarios,
cosa imposible en España, por lo escaso de la retribución y lo raro de la demanda; así es que
tuvo que alternar los escritos con otros trabajos. De este género son las pinturas al fresco que
deben de existir en el palacio de los señores maqueses de Remisa, cosa que ignorará el
propietario, pues encargó la obra a un pintor de adorno, que, no sabiendo pintar las figuras, dio
un jornal por ellas a Gustavo.

Fundose después El Contemporáneo, y al brindarme con una plaza en su redacción el


fundador y mi amigo D. José Luis Albareda, conseguí que también entrase a formar parte de
ella el autor de este libro. Entonces escribió la mayor parte de sus leyendas y las Cartas desde
mi celda, que causaron admiración grande en los círculos literarios de España.

Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera de su alma en medio del arte, no existía la
política de menudeo, tan del gusto de los modernos españoles. Su corazón de artista,
amamantado en la insigne escuela literaria de Sevilla, y desarrollado entre catedrales góticas,
calados ajimeces y vidrios de colores, vivía a sus anchas en el campo de la tradición; y
encontrándose a gusto en una civilización completa, como lo fue la de la Edad Media, sus ideas
artístico-políticas y su miedo al vulgo ignorante le hacían mirar con predilección marcada todo
lo aristocrático e histórico, sin que por esto se negara su clara inteligencia a reconocer lo

7
prodigioso de la época en que vivía. Indolente, además, para las cosas pequeñas, y siendo los
partidos de su país una de estas cosas, figuró en aquél donde tenía más amigos y en que más le
hablaban de cuadros, de poesías, de catedrales, de reyes y de nobles. Incapaz de odios, no
puso sus envidiables condiciones de escritor a servicio de la ira, que, a haberlo hecho más
positivas hubieran sido sus ventajas y más doradas las cintas de su ataúd. No estando
destinado, por lo dulce de su temperamento, a causar el terror de nadie, ni apto su carácter
noble para la adulación o la asiduidad del servilismo, condiciones que sustituyen con ventaja y
provecho propio a la acometividad y energía. Gustavo no podía hacer gran papel entre las
revueltas, distingos, escándalos, exhibiciones y favoritismos de los que, salvando rarísimos
ejemplos, forman la mayoría de los afortunados en política, con relación a los bienes materiales;
y hecho fiscal de novelas, desempeñó su destino lo mejor que pudo, haciendo dimisión tan
luego como cayó del poder la persona que había firmado su nombramiento, el excelentísimo Sr.
D. Luis González Bravo, artista como pocos y apreciador sincero y leal del mérito de Gustavo.

El año 62, su hermano Valeriano, célebre ya en Sevilla por sus producciones pictóricas,
vino a reunirse y a vivir con él, como en los años de su niñez trabajosa. Después de graves
disgustos domésticos que ambos experimentaron, cesante el poeta, el pintor sin la pensión, que
devolvía en magníficos cuadros de costumbres al Ministerio de Fomento, la muerte comenzó a
prepararles un recibimiento tan ingrato y oscuro como el que tuvieron en los primeros pasos de
su vida. Volvieron los ímprobos trabajos de los primeros días, el malestar de la hora presente,
la cruel incertidumbre de lo cercano; pero la desdicha tenía que habérselas con veteranos de
sus rigores. Ambos hermanos unieron sus esfuerzos, y mientras el uno dibujaba admirablemente
maderas para Gaspar y Roig o La Ilustración de Madrid, el otro traducía novelas insulsas o
escribía artículos originales, como el de Las hojas secas, contentos con vivir juntos llevar pan a
sus tiernos hijos, hablando el pintor de sus futuros cuadros, para cuando tuviera lienzos, y el
poeta de sus grandiosas concepciones, para verlas realizadas cuando la perentoria necesidad
del día no fuese precipitado final de sus ensueños.

Una de las formas que más complacen a la Desgracia, entre el sinnúmero de sus horribles
disfraces, es la de la Felicidad. Como el tigre con su presa, parece jugar con sus víctimas; y
cuando el golpear de sus fatales hábitos ha embotado las sensaciones, semeja abandonar a los
que atormenta, y siempre acechando, deja que se olviden de ella, permite que el bienestar se
introduzca temeroso aún en su morada, que los sueños color de rosa acaricien tímidas
fantasías; y cuando ya el mortal, objeto de sus odios, creese libre de sus ultrajes, tiende de
pronto su garra certera y pone fin con un tormento inesperado e irremediable a todas las
agonías, helando en los labios la sonrisa de aquellos que ya empezaban a regocijarse con su
huida.

Esto aconteció en la morada de los hermanos Bécquer. Cuando ya habían conseguido


unificando esfuerzos, organizar modesta manera de vivir; cuando un porvenir artístico e
independiente les sonreía; cuando el trabajo comenzaba a ser en aquella casa de sosiego del
precavido y no la precipitación del destajista; cuando ya se podía retratar a un amigo por
obsequio y escribir una oda por entusiasmo, la muerte de Valeriano tiñó de luto el alma de sus

8
amigos y contaminó con su frío el corazón de Gustavo, siéndole tanto más sensible el golpe,
cuanto más refractario era aquel espíritu ideal a la seca verdad del no ser.

Herida sin cura aquel alma fuerte, pronto había de destruirse la débil materia que, a duras
penas la había contenido. El 23 de Septiembre del año 70 dejó de existir Valeriano. El 22 de
Diciembre del mismo año exhaló Gustavo su último suspiro.

¡Extraña enfermedad y extraña manera de morir fue aquélla! Sin ningún síntoma preciso, lo
que se diagnosticó pulmonía, convirtiose en hepatitis, tornándose a juicio de otros en
pericarditis; y entre tanto el enfermo, con su cabeza siempre firme y con su ingénita bondad,
seguía prestándose a todas las experiencias, aceptando todos los medicamentos y muriéndose
poco a poco.

Llegó por fin el fatal instante, y pronunciando claramente sus labios trémulos las palabras
¡TODO MORTAL!... voló a su Creador aquel alma buena y pura, dotada de tan no comunes
facultades artísticas, que yo, pudiendo apreciar por el continuado trato las mayores
capacidades literarias de mi época, no vacilo en asegurar que ninguna he visto dotada a un
tiempo de tantas condiciones creadoras, unidas a un gusto tan exquisito y elevado.

Aunque, como se verá después en el rápido examen que de sus obras haga, deja impreso en
ellas lo bastante el carácter del genio para que se le señale un puesto entre nuestros escritores y
poetas, los que le conocíamos admirábamos a Gustavo, más por lo que esperábamos de él que
por lo que había hecho. Puede decirse que todo lo que concibió está escrito al volar de la
pluma, sin recogimiento previo de las facultades intelectuales, y entre la algazara de redacciones
de periódicos o bajo el influjo de premiosos instantes. Esto mismo, que ve la luz pública tal cual
lo hemos hallado, no pensaba él publicarlo sin corregirlo antes cuidadosamente, porque lo había
escrito deprisa y como para que no se le olvidasen asuntos e ideas que no le parecían malos.

En cada punto de España que había visitado durante su vida artística, había levantado su
fantasía poderosa, unida a su nada común saber, un mundo de tradiciones y de historia, sólo
con ver brillar el bordado manto de santa imagen, o leyendo apenas una inscripción borrosa en
oscuro rincón de arruinada abadía. Esto explica su estancia en el monasterio de Veruela, sus
correrías por las provincias de Ávila y de Soria, y las idas y venidas a Toledo, donde vivió un
año, y en donde estuvo tres días veinte antes de morir. Para él Toledo era sitio adorado de su
inspiración; y la primera vez que con su hermano fue a visitarle, ocurrioles un suceso por demás
extraño.

Una magnífica noche de luna decidieron ambos artistas contemplar su querida ciudad,
bañada por la fantástica luz del tibio astro. Armado el pintor de lápices y el poeta-arquitecto de
recuerdos, abandonaron la vetusta corte, y sobre arruinado muro entregáronse horas enteras a
su charla artística, que puede el lector apreciar cuán interesante e instructiva sería leyendo los
artículos sobre el Arte árabe en Toledo, La basílica de Santa Leocadia y La historia de San
Juan de los Reyes, hecha por Gustavo en la magnífica obra que con el título de Historia de los
Templos de España, comenzó a publicarse en Madrid por los años 57 y 58, bajo su dirección

9
y propiedad; obra grandiosa, imaginada por él, y que, a haberse continuado, sería la mejor y
más a propósito para hacer la crónica filosófica, artística y política de nuestra patria.

Hallábanse departiendo los hermanos, cuando acercose una pareja de Guardias civiles, que
por aquellos días, sin duda, andaban a caza de malhechores vecinos. Algo oyeron de ábsides,
de pechinas, de ojivas y otros términos a la cual más sospechosos y enrevesados, unido a
disertaciones sobre el género plateresco de Berruguete y Juan Gúas, sobre el artificio de
Juanelo, etc., y examinando el desaliño de los que tal hablaban, sus barbas luengas, sus
exaltados modales, lo entrado de la hora, la soledad de aquellos lugares, y obedeciendo, sobre
todo, a esa axiomática seguridad que tiene la policía de España para engañarse, dieron airados
sobre aquellos pajarracos nocturnos, y a pesar de protestas y de no escuchadas explicaciones,
fueron éstos a continuar sus escarceos artísticos a la dudosa y horripilante luz de un calabozo
de la cárcel de Toledo. También el gobernador debía aguardar por aquellas cercanías la visita
de temidos conspiradores, cuando, al amanecer, los delincuentes honrados continuaban en su
mazmorra.

Supimos todo esto en la redacción de El Contemporáneo, al recibir una carta explicatoria


de Gustavo; toda llena de dibujos representando los detalles de la pasión y muerte probable de
ambos justos. La redacción en masa escribió a los equivocados carceleros, y, por fin, vimos
entrar sanos y salvos los presos parodiando ante nosotros con palabras y lápices las famosas
prisiones de Silvio Pellico. ¿Quién en aquellos ojos brillantes, risas estripitosas y sorprendentes
facilidades para todo lo que era expresión de cualquier arte, hubiera podido predecir estéril e
inoportuna muerte?

Tal fue la vida de Gustavo. Diré algo sobre sus costumbres y carácter antes de hablar del
escritor, porque esto que llamaré prólogo va haciéndose pesado, aunque los lectores buenos
me lo dispensarán. Paréceme al escribirlo que estoy hablando con algo suyo; que al estampar
cada frase en su alabanza, su infantil modestia se subleva, y que a cada error de estilo o
grosería de lenguaje míos, sus nervios artísticos se crispan y su voz cariñosa me riñe, como
otras veces, por mis innumerables descuidos y mi prisa en entregarme a la pereza.

Gustavo era un ángel. Hay dos escritores a quienes en la vida he oído hablar mal de nadie.
El uno era Bécquer, el otro es Miguel de los Santos Álvarez. Si a alguien se satirizaba
injustamente, él lo defendía con poderosos argumentos; si la crítica era justa, un aluvión de
lenitivos, un apurado golpe de candoroso ingenio o una frase compasiva y dulce cubría con un
manto de espontánea caridad al destrozado ausente. Alguna vez escribió críticas. No hemos
querido insertarlas; pues, cuando cumpliendo alguna misión las hacía de encargo, a cada línea
protestaba de lo que censurando iba, y era de ver su apuro, colocado entre el sacerdocio de la
verdad y del arte, y la mansedumbre de su buen corazón. Si desde el cielo, en que de seguro
habita, pues no es dado hallar infierno en otra vida al que en la tierra le tuvo, tiende los ojos
sobre este libro, sólo hallará en él lo que escribió sin remordimientos de su bondad.

La fecundidad e inventiva de Gustavo eran prodigiosas, y puede decirse que esto perjudicó
a la importancia de sus escritos. Su manera de concebir no era embrionaria, sino clara,

10
metódica y precisa, tanto, que a sus imaginaciones sólo faltaba un taquígrafo; pero encariñado
con ellas y no queriéndolas escribir con la precipitación del oficio, sino con el reposo del artista,
íbalas dejando para cuando pudiera conseguirlo.

A fin de poseer el sustento, escribió mucho y en géneros diferentes, como zarzuelas,


traducciones, artículos políticos y de crítica, un tomo sobre Los Templos de España, y tenía
meditadas y bosquejadas, a la manera que antes he dicho, multitud de obras, cuyos títulos sólo
revelan facultades extraordinarias.

Para el teatro tenía concebidas, sin que faltara el más pequeño detalle, las obras siguientes:
El cuarto poder, comedia. -Los hermanos del dolor, drama. -El duelo, comedia. -El
ridículo, drama. -Marta, poema dramático; -¡Humo!, ídem.

Entre las novelas encuentro en sus apuntes los títulos que siguen: Vivir o no vivir. -El
último valiente y El último cantador, de costumbres andaluzas. -Herrera. -Crepúsculos. -La
conquista de Sevilla.

En fantasías y caprichos, los que siguen: El rapto de Ganimedes, bufonada. -La vida de
los muertos, leyenda fantástica. -La Diana india, estudio de la América. -La amante del sol,
estudio griego. -La Bayadera, estudio indio. -Luz y nieve, estudio de las regiones polares.

Tenía perfectamente ideadas las siguientes leyendas toledanas: El Cristo de la Vega,


pintando un judío. -La fe salva. -La fundadora de conventos. -El hombre de palo, estudio
sobre Juanelo. -La casa de Padilla, ocurrido sobre el solar abandonado. -La salve. -Los
ángeles músicos. -La locura del genio, estudio sobre el Greco. -La lepra de la infancia,
estudio sobre el Condestable de Borbón.

Lo primero que pensaba escribir a conciencia, según decía, era un poema en cuatro cantos,
titulado Las estaciones.

Además tenía proyectadas y hasta versos hechos, de las siguientes poesías, que cada una
había de formar un libro, a saber: La oración de los reyes. -Los mártires del genio, poemas
sobre los dolores de los hombres famosos. -Las tumbas, obra artística y poética; meditaciones
sobre las sepulturas célebres. -Un mundo, poema sobre el descubrimiento de las Américas; y
otros títulos y otros planes que la muerte ha encerrado con él en la tumba y cuya historia se
haya escrita brevemente en el magnífico prólogo, original suyo, que a éste mío sigue, donde se
hallan indicados la sospecha de su muerte y el martirio que tantas creaciones, a las que sólo
faltaba un poco de actividad sosegada para ser reales, causaban en aquel cerebro tan potente y
seguro.

Todas las obras que contienen estos tomos han sido escritas, como ya he dicho, sin tomarse
más tiempo para idearlas, que aquel que tardaba en dibujar con la pluma lo que había de
describir o ser objeto de su inspiración; y era de ver los primores de sus cuartillas, festoneadas
de torreones ruinosos, mujeres ideales, guerreros, tumbas, paisajes, esqueletos, arcos,

11
guirnaldas y flores. Rara era la carta que salía de su mano sin ir llena de copias de lo que veía o
caricaturas admirables sobre lo que narraba.

Ni de su triste vida, ni de sus dolores físicos, quejábase nunca ni maldecía jamás. Mudo
cuando era desgraciado, sólo tenía voz para expresar un momento de alegría. Cuando refería
contrarios sucesos de su vida, lo hacía entre burlas o poetizando alegre y simpáticamente la
desgracia. Así es que cuando leí sus Rimas me afectaron profundamente. La única vez que
exhalaba quejas lo hacía en verso, y era que en aquella naturaleza artística, hasta el grito del
dolor había de escucharse sin vulgaridad, y semejante a los gladiadores antiguos que dejaban
caer con gracia el moribundo cuerpo, él no dejaba ver su lacerado espíritu, sino envuelto entre
las elegantes formas del plasticismo sevillano, pura y rígida escuela a que sólo ha faltado ser
más subjetiva y franca para ser perfecta.

Tal era el hombre. Ocupémonos por fin del escritor y del poeta.

Llegado a este punto, preciso es que abandone el alto criterio que las deslumbradoras
facultades de Gustavo y la especialidad de su trato habían engendrado en mis juicios, para
examinar el conjunto de obras que nos lega; las cuales, a pesar de no ser aquellas en que yo
fundaba mi segura confianza, forman, sin embargo, un conjunto que basta a dar idea fija de su
importancia en el terreno de nuestra literatura.

Sin entrar todavía en el campo de las relaciones, basta abrir esta obra por cualquiera de sus
páginas para sentir en el mismo instante el ánimo agradablemente sorprendido, encontrándole
fuera de esa atmósfera de lo vulgar, que tantos se afanan por romper, domeñando, sobre todo
en España, la dificultad del lenguaje para expresar lo ideal y analítico del sentir moderno.
Aunque Gustavo, cuando escribía en reposo, jamás olvidaba que su cuna literaria se había
mecido en la patria de Herrera, Rioja, Mármol y Lista, como quiera que es un escritor
eminentemente subjetivo, jamás deben desligarse en el análisis para su crítica la forma y la idea,
dueña casi siempre ésta de aquélla, la una dictando, obedeciendo la otra. En el fondo de sus
escritos hay lo que podría llamarse realismo ideal, único realismo posible en artes, si no han de
ser mera imitación de la naturaleza o anacronismo literario y han de llevar el sello de algo,
creado por el artista. Sorprende a veces su semejanza con ciertos autores alemanes, a quienes
no había leído hasta hace muy poco, y a los que se parece, porque sus producciones están
pensadas y escritas con la razón y la imaginación, que son en aquéllos inseparables y como dos
buenas hermanas entre las que no hay secretos ni odios, reinando siempre armonía inalterable,
producto del largo uso de la libertad de conciencia. Vese en Gustavo dominar siempre la idea a
la forma, por más que ésta sea brillante y riquísima y oculte en apariencia a aquélla
primorosamente; pues artista verdadero, es decir, hombre de sentimiento que atisba y oye
repetirse dentro de su ser en mil ecos cualquier sensación externa, sabe permanecer siempre
dentro del arte, o sease de lo bello, de lo bueno, de lo simpático, de lo sublime que casi todos
fantaseamos aunque necesitemos las más de las veces que alguien, el genio, nos lo enseñe y
explique para comprenderlo y precisarlo. Como todos los autores de estima, es Gustavo
revolucionario, es decir, innovador y creador, amante de la verdad. En sus escritos tiende más a
conmover que a enseñar; porque el tiempo y la razón a él y a aquéllos han demostrado que

12
despertar los sentimientos que duermen en el fondo del alma es dar a los hombres la mejor
enseñanza, llevándolos por el camino de lo bello (en cualquier sentimiento fingido no hay
belleza), a cuyo término está la única moral, la moral subjetiva, por decirlo así, la que se
desprende de todas las sensaciones que han agitado una vida. Todo hombre que siente, esto es,
que puede conmoverse profundamente, está en vías de perfeccionarse y de llegar a la
verdadera moral; la moral, que a mi juicio es la vida de la idea, la Oda del cuerpo y del alma
que viven en paz y armonía.

Sí: Gustavo es revolucionario; porque, como los pocos que en las letras se distinguen por su
originalidad y verdadero mérito, antes que escritor es artista, y por eso siente lo que dice mucho
más de lo que expresa, sabiendo hacerlo sentir a los demás. Es revolucionario, como los
alemanes, pero no por imitación, sino dentro de la espontaneidad y del arte cuyos límites, por
muy dilatados que sean, no se pueden traspasar impunemente, aunque sí ensancharlos, siempre
que la imaginación y la razón, la idea y la forma vayan unidas, sin separarse un ápice una de
otra. He aquí por qué se parece a los alemanes, porque llega a esos límites, y sabe y tiene
poder para agrandarlos, lo cual consiguen muy pocos. Sus leyendas, que pueden competir con
los cuentos ds Hoffmann y de Grimm, y con las baladas de Rückert y de Uhland, por muy
fantásticas que sean, por muy imaginarias que parezcan, entrañan siempre un fondo tal de
verdad, una idea tan real, que en medio de su forma y contextura extraordinarias, aparece
espontáneamente un hecho que ha sucedido o puede suceder sin dificultad alguna, a poco que
se analicen la situación de los personajes, el tiempo en que se agitan o las circunstancias que les
rodean. No son una idea filosófica que oculta tal o cual cosa y que quiere decir esto o lo otro;
no: contienen una realidad que, para grabarse más profundamente en el corazón, hiere primero
la fantasía con deslumbradoras apariencias, y, disipadas éstas, queda espontánea, fuerte y
erguida. De la verdad ha de brotar la filosofía, y no de ésta ha de resultar aquélla. Tal sucede en
las leyendas, en los artículos y, sobre todo, en sus magníficas Cartas, modelos de buen decir,
verdaderas obras maestras de fecundia y de lenguaje. El rayo de luna, Los ojos verdes, ¿qué
son sino cuadros fantásticos en que tal vez la locura de un hombre hace brillar una idea para
todos real y visible? Aquel contorno de mujer que dibuja la luna, al atravesar las inquietas ramas
de los árboles; aquel hada de ojos verdes que habita en el fondo del lago ¿qué representan sino
la mujer ideal, pura, que inspira el amor de los amores, el amor que todo corazón noble desea y
siente, amor interno, duradero, que jamás se encuentra en la tierra? ¿Qué significa aquel
Miserere magnífico de las montañas, que va a escuchar un músico extraño, y al que pone notas
tan extrañas como él, sino ese anhelar del artista, ese luchar sin reposo con la forma, esa
desesperación eterna por hallar digno ropaje, línea precisa, color verdadero, palabra oportuna
y nota adecuada al mundo increado de su alma, a los hijos brillantes de su fantasía? ¿Qué nos
enseña aquel viejo Órgano de Maese Pérez, que nadie puede hacer sonar delante de Dios y
del mundo, a no ser su propio espíritu, sino la imposibilidad de las escuelas, ese arte de las
serviles imitaciones, en que no deben suceder falsos Rafaeles, Ticianos y Velázquez a los que
así se llamaron en la tierra, a menos que Dios no haga el milagro de permitir bajar del cielo el
ánima que le entregaron con el último estertor de la agonía?

13
Y si, teniendo presente que se publican sus obras después de muerto el autor y sin la menor
enmienda, examinamos el estilo, la propiedad, el profundo conocimiento de épocas lejanas y de
costumbres ya idas, no podremos menos de admirar consorcio tan sorprendente entre la
espontaneidad y el estudio, entre lo fantástico y lo real.

Otra de las particularidades de Gustavo, la más esencial a mi juicio, la que más claramente
revela su genio noble y elevado, es que personalmente siente y manifiesta sus particulares
sensaciones, resultando, y así debe de ser, que aquéllas son comprensibles para todos, porque
las experimenta ni más ni menos que como cualquier otro, si bien revela la manera de percibirlas
bajo una forma poética, a fin de despertar esos mismos sentimientos en los demás. Sus
pasiones, sus alegrías, sus aspiraciones, sus dolores, sus esperanzas sus desengaños, son
espontáneos, e ingenuos, y semejantes a los que lleva en sí todo corazón, por insensible que
sea. Esta particularidad se revela en sus poesías con más fuerza que en sus otros escritos. No
finge nunca, dándole proporciones estéticas que al pronto la hacen parecer grande, una pasión
exagerada; atento siempre a la verdad dentro del arte, habla según siente, y teniendo el don de
sentir lo que impresiona a la colectividad, don tan sólo concedido al genio, apodérase de todos
los corazones, que admíranse de ver a otro sorprender sus secretos y decir cuanto les
conmueve, impresión que cada cual creía exclusivamente suya.

¿Por qué esta poesía subjetiva ha brillado tan poco en España, y cuando tal ha sucedido se
ha verificado dentro de una excepción del sentimiento humano?

No creo tanto en la influencia de las razas como en la de las religiones, que, generando las
costumbres, preparan una política, una literatura, un arte general dados, los cuales llegan a ser
medios en que se desarrollan fatalmente las inteligencias.

Asombra contemplar lo que pudo ser la nación española inmediatamente después de la


conquista de Granada y al advenimiento de Carlos V. Era tanto el empuje de la anterior
civilización, nacida entre la fe y la guerra, entre el amor y el odio, que puede afirmarse la
imposibilidad de encontrar, en igual período de tiempo y circunstancias, pueblo que hubiese
adelantado más terreno en ciencias y en artes.

Aparece primero la poesía anónima y heroica; inmediatamente la mística y didáctica, de


Berceo y Alonso el Sabio, con la cual la prosa castellana, abandonando su hermosa cuna del
Lacio, declárase libre de la anterior tutela, hermoseada y rejuvenecida por la literatura
provenzal y arábiga. El pueblo que antes que ningún otro de Europa adquiría derechos y
municipios, creó una forma exclusivamente suya, cantando la gloria de sus héroes, la religión
que le animaba y el amor que le enardecía, en un metro que no tiene semejante en otro idioma.

El príncipe Juan Manuel burlábase de las pretensiones de los frailes y de la alquimia de su


tío Alonso el Sabio; el arcipreste de Hita dejábase inspirar, ya por Epicuro, ya por Cristo; la
Danza de la Muerte rivalizaba con todas las composiciones de su género en tétrica fantasía, y
Pedro López de Ayala llevaba a la poesía la política.

14
El arte subjetivo, aunque materialista, de la literatura árabe, encontraba eco en Jorge
Manrique; los libros de caballerías no agotaban riquísimas imaginaciones, y las crónicas y los
crepúsculos del teatro, y la arquitectura y las ciencias, y el ingenio humano en todas sus
manifestaciones, con un carácter eminentemente nacional, recibían, entre la tolerancia de cultos
y las libertades de los pueblos, el influjo de todo lo bello, de todo lo grande y de todo lo útil.

La poesía subjetiva no había brotado aún, porque no era tiempo, pues ocupados los poetas
en ensalzar a sus héroes, en adorar a sus santos, aliados fieles en guerras contra agarenos, y en
reconquistar para la religión y la patria antiguas el terreno arrebatado, no habían abandonado
todavía el campo de batalla, la plática en la asediada tienda de combate, ni el rezo a favor de la
victoria entre las arcadas del templo, para sustituir el mundo exterior, que les embargaba, con la
contemplación de sí mismos, al contacto de una sociedad tranquila y adecuada a la reflexión y
al examen.

Llegó por fin el momento de reposo; y como si la Providencia, que vela por el equilibrio de
las leyes materiales, temiese que tanta fuerza moral acumulada desnivelase el mundo, abrió las
playas apartadas, con objeto de librar a Europa de la peligrosa energía de los españoles, y
sentó en su trono un rey, emperador de lejanos países, precediéndole en el gobierno un monje
de carácter tan elevado y firme, como hábil y fanático.

Al mismo tiempo que las Américas se descubrían, la Inquisición, oponiéndose a la reforma y


consiguiendo brillantemente alejarla de España, comenzó a pesar sobre todas las inteligencias, y
sin su permiso, ni podía la fantasía crear, ni inquirir el alma humana.

Sintiose el hombre posesor de un espíritu peligroso, y apartando la vista de este enemigo


interno, que podía rodear su cuerpo de las horribles llamas del Santo Oficio, suprimió su
personalidad en todas las concepciones de su inteligencia, y semejante a tímidas aves que
vuelan rastreando o se pierden tras las nubes, la hipocresía de la forma ocultó los sentimientos,
o el misticismo fue el espacio a que se remontó sereno el espíritu, sin que por ello lograra
escapar a persecuciones inesperadas:

Todos los escritores y poetas subjetivos castellanos, Santa Teresa, Fr. Luis de León, San
Juan de la Cruz, Juan de Ávila, Fr. Luis de Granada, a pesar de haber sido después
canonizados, tuvieron que humillar sus puras frentes y anublar sus radiantes inteligencias ante las
negras sotanas de los inquisidores.

Si esto pasaba a los que eran poeta-santos, ¿qué suplicio no hubiera encontrado el simple
poeta terrenal, exponiendo su alma desnuda a la zarpa de la Inquisición o al anatema de los
conventos?

Derruida, por otra parte, la estructura nacional política en los campos de Villalar, la forma
tradicional poética y artística perturbose también con influencias extrañas; pero era tal el
empuje recibido y tan peculiar y genérico nuestro carácter propio, que no bastaron a destruirle
tan instantáneos y rápidos contratiempos.

15
Desapareció el análisis de la verdad, es cierto, en todo el territorio de España; pero no la
fantasía ni la riquísima vena de los españoles.

Perseguido el pensamiento, no murió entre las manos que le apretaban, sino que,
amoldándose, como cuerpo fluido e impalpable, a la forma de la materia que le oprimía, se
escapaba ufano por todas las aberturas.

El poeta que amaba hacía responsables de sus delirios a pastores y héroes de la Mitología,
y los grandes alientos, las dudas del alma, los placeres de la tierra encontraron hombres sin
existencia real, mundo ficticio en que desarrollarse, dentro de nuestro inmortal teatro, donde
parece que sus grandes genios se vengaron de la tiranía social que les oprimía, encerrando
todos los preceptos bajo llave y creando con la anarquía dramática el moderno romanticismo,
que no es más que la libertad de pensamiento en artes.

Pero, entretanto, la poesía lírica, esencialmente subjetiva, desarrollábase dentro de los


estrechos límites de la forma, acortando su vuelo a medida que se perfeccionaba, y
manteniendo su existencia, bien invadiendo el teatro, bien ensalzando a las veces triunfos
compatibles con la religión y la patria.

Sólo Rioja, ese gran genio de la escuela sevillana, abre su alma a la verdad, y en aquella
magnífica turquesa de su estilo funde sus cantares, ya anonadando cortesanos aduladores, ya
vertiendo lágrimas ante los estragos del tiempo, ya cantando las flores hermosas, tan puras
como su alma, que se transparenta siempre a través de sus poesías.

Pero no todos tenían la rigidez de su espíritu, y ya la forma había dado de sí cuanto pudiera.
Los retruécanos, la mitología, los diferentes metros, los idiomas afines al castellano, todo se
había agotado. No había más remedio que lanzarse en el terreno de la idea y de la verdad,
cuya puerta vigilaba la Inquisición, o introducir la anarquía del despecho en el campo de las
formas.

Góngora, Luzbel de nuestra literatura, lanzando por la tradición del cielo de la libertad y
queriendo progresar dentro de lo limitado y finito, introdujo el estilo culterano.

La Inquisición mató la espontaneidad y el análisis. El orgullo quebró el cincelado vaso de


obligados pensamientos.

Quedó únicamente la sátira, revoloteando ya alegre y licenciosa, ya altiva y soberbia, sobre


la frente del profundo Quevedo, a quien no valió su astucia para pensar libremente en una
mazmorra.

Imperó la teocracia, y un idiota fue su última víctima y su ejemplar producto. No llegó a


España la libertad del pensamiento; pero sí, con el nieto de Luis XIV, el principio de autoridad
literario, y Moratín reglamentó de nuevo el arte, severamente conservado por la escuela
sevillana.

16
Tras la revolución francesa operose la revolución del mundo, y Quintana levantó su
poderoso astro entre himnos a la libertad y severas justicias de los tiranos. Con la invasión
volvió España a pelear para verse independiente, y una vez triunfante, no quiso volver a dormir
el narcótico sueño de tres siglos. Las artes resucitaron, el teatro volvió a levantarse, y la poesía
lírica, tan perfecta en la forma como en otros días, tuvo por sacerdotes de su culto hombres
libres.

Mientras Zorrilla nos refiere imperecederas tradiciones, Espronceda nos habla de sí mismo y
del alma humana, y con él esa poesía subjetiva, producto de la libertad del pensamiento, toma
carácter de naturaleza entre nosotros, demasiado apegados aún a la admiración de tiempos que
pasaron, hasta el punto de que hombres casi demagogos son perfectos reaccionarios en cuanto
hablan en verso.

No quiero por esto decir que la poesía lírica ha de ser política. ¡Líbreme Dios de verla por
este camino! Pero cuando lo sea, debe representar su tiempo, como las obras que forman el
glorioso catálogo de nuestro Parnaso.

Creo haber probado lo bastante que, lejos de ser la poesía esencialmente subjetiva imitación
de extranjeros líricos, es resultado natural de la moderna civilización, por lo cual comienza hoy
a nacer en España, más atrasada en todo que otros países.

A consecuencia de lo apuntado, y volviendo a ocuparme de las poesías de Bécquer, diré


que, aunque hay un gran poeta alemán, Enrique Heine, a quien puede creerse ha imitado
Gustavo, esto no es cierto, si bien entre ambos existe mucha semejanza.

Heine, más independiente, es, sin embargo, menos artista que Gustavo, y el deseo de ser
original lo arrastra a veces más allá de lo verdadero, siendo excéntrico y escéptico, no porque
él realmente lo sea, sino porque cree singularizarse de este modo, sin notar que abandonando la
verdad, huye del arte, que es la unidad, de la que nadie se separa impunemente. En su poema
Germania, en su libro de Lázaro, hay pruebas de lo que digo, si bien, por fortuna, están
escondidas entre multitud de bellezas de primer orden. Otro autor a quien Gustavo se asemeja
es Alfred de Musset. Nada tiene de extraño, pues como él educose en el clasicismo. Sin
embargo, es menos mundano y ardiente que el inspirado poeta de las Cuatro noches.

Las rimas de Gustavo, en que a propósito parece huir de la ilusión del consonante y del
metro, para no herir el ánimo del lector más que con la importancia de la idea, son, a mi ver, de
un valor inapreciable en nuestra literatura.

Generalmente las poesías son cortas, no por método o por imitación, sino porque para
expresar cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan muchas palabras. Una reflexión,
un dolor, una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente; pero se han de expresar con
rapidez, si se quiere herir en los demás la fibra que responde al mismo efecto. De aquí la
explicación de esas composiciones cortas, que han nacido modernamente en Alemania donde
todos los grandes poetas las han cultivado, Gœthe, Schiller, Heine y otros han escrito multitud de
lieder (lied, canción), que constituyen la actual poesía lírica alemana.

17
En España, aunque inculto, existe hace tiempo ese género, como lo prueban la infinidad de
nuestros cantares populares, en que no se sabe qué admirar más, si lo profundo de los
sentimientos y reflexiones, o la concisión y naturalidad del estilo.

Todas las rimas de Gustavo forman, como el Intermezzo de Heine, un poema, más ancho y
completo que aquél, en que se encierra la vida de un poeta. Son, primero las aspiraciones de un
corazón ardiente, que busca en el arte la realización de sus deseos, dudando de su destino,
como cuando exclama:
Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
sin adivinarse dónde
temblando se clavará;

gigante ola que el viento


riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa y se ignora
qué playa buscando va.

Siéntese poeta, y dice:

Espíritu sin nombre,


indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.

Yo ondulo con los átomos


del humo que se eleva,
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.
Yo, en los dorados hilos
que los insectos cuelgan,
me mezco entre los árboles
en la ardorosa siesta.

Yo, en fin, soy ese espíritu,


desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.

No encontrando realizada su ilusión en la gloria, vuélvese espontáneamente hacia el amor,


realismo del arte, y se entrega a él y goza un momento, y sufre y llora, y desespera largos días,

18
porque es condición humana, indiscutible como un hecho consumado, que el goce menor se
paga aquí con los sufrimientos más atroces. Anúnciase esta nueva fase en la vida del poeta con
la magnífica composición que, no sé por qué, me recuerda la atrevida manera de decir del
Dante:
Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman...

mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?


-¡Es el amor que pasa!
Sigue luego desenvolviéndose el tema de una pasión profunda, tan sencilla como
espontánea.

Una mujer hermosa, tan naturalmente hermosa que


Ella tiene la luz, tiene él perfume,
el color y la línea,
la forma, engendradora de deseos,
la expresión, fuente eterna de poesía,
conmueve y fija el corazón del poeta que se abre al amor, olvidándose de cuanto le rodea. La
pasión es desde su principio inmensa, avasalladora y con razón, puesto que se ve
correspondida, o al menos, parece satisfecha del objeto que la inspira: una mujer hermosa,
aunque sin otra buena cualidad, porque es ingrata y estúpida. ¡Tarde lo conoce, cuando ya se
siente engañado y descubre, dentro de un pecho tan fino y suave, un corazón nido de sierpes,
en el cual no hay una fibra que al amor responda! Aquí, en medio de sus dolores, llega el
poeta a la desesperación; pero cuando ésta le lleva ya al punto en que se pierde toda
esperanza, él se detiene espontáneamente, medita en silencio, y aceptando por último su parte
de dolor en el dolor común, prosigue su camino, triste, profundamente herido, pero resignado;
con el corazón hecho pedazos, pero con los ojos fijos en algo que se le revela como
reminiscencia del arte, a cuyo impulso brotaron sus sentimientos.

Piensa antes en lo solos que se quedan los muertos, y siente dentro de la religión de su
infancia un nuevo amor, que únicamente pueden sentir los que sufren mucho y jamás se curan;
un amor ideal, puro, que no puede morir ni aun con la muerte, que más bien la desea, porque es
tranquilo como ella, ¡como ella callado y eterno! Se enamora de la estatua de un sepulcro, es
decir, del arte, de la belleza ideal, que es el póstumo amor, para siempre duradero, por lo
mismo que nunca se ve por completo correspondido. En mi incompetencia, declaro que esta
composición última me parece una de las más perfectas en castellano, no sólo por su vaguedad,
misterio y dificultad de precisar claramente, sino por lo correcto y acabado de la forma.

Tal fue Gustavo A. Bécquer, como hombre y como poeta, en lo que puede apreciar el
público.

Todo lo que atesoraba en su imaginación está dicho en el siguiente prólogo suyo.

19
Leedlo pronto y olvidad el mío, escrito nada más que por acompañarle siempre. Él sólo,
desde la otra vida, podrá apreciarlo.

¡Ojalá seas eterno, libro que compendias la vida de mi pobre amigo!

RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA.

20
Introducción
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los
extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para
poderse presentar decentes en la escena del mundo.

Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que engendran más
hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la
cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que
me restan de vida serían suficientes a dar forma.

Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los


siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de
gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la
tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse al beso del sol en
flores y frutos.

Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que
deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones,
y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en formidable,
aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir a la luz de entre las tinieblas en que
viven. Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede
salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos,
sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. ¡Tal
caen inertes en los surcos de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el
remolino!

Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas
son la causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque
mal, vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa
tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y a éstas
hay que ponerles punto.

El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus


creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su
fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra
estéril. Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique,
diariamente aumentadas por un manantial vivo.

¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo
suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no
avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa
estofa tejida de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un manto

21
de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela el vaso
de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es imposible.

No obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo por
cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro,
insuficiente a contener tantos absurdos.

Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un
desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que aventa por el
aire la muerte, antes que su creador haya podido pronunciar el flat lux que separa la claridad
de las sombras.

No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en
extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la
realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al
romperse este arpa vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas
notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez
vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común,
que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las gentes de diversos campos se
mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido.
Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria
clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado, con los
días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la
cabeza de una vez para siempre.

Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi
pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido. Id, pues, al
mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron, en
un alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.

Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora a otra puede
desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando
esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanco, el tesoro de
oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.

Junio de 1868.

22
Leyendas

La creación
Poema indio

Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y
sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo, que derraman sobre las
flores un rocío de perlas.

Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su
víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos
del viajero.

En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al
cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.

El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el


hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una larga
cadena con eslabones de hierro y de oro.

II

El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus habitantes.

No busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni


en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras galas de la poesía, se acumulan
disparates sobre disparates acerca de su origen.

Oíd la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso brahmín, después de pasar
tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación de sí mismo, y con los índices levantados
hacia el firmamento.

III

Brahma es el punto de la circunferencia; de él parte y a él converge todo. No tuvo principio


ni tendrá fin.

Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su alrededor como una


niebla confusa, pues absorto en la contemplación de sí mismo, aún no la había fecundado con
sus deseos.

23
Como todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos de una de sus
cuatro caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a verse, porque él
lo ocupaba todo, y todo era él.

La mujer hermosa, cuando pule el acero y contempla su imagen, se deleita en sí misma; pero
al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si no los encuentra, se aburre.

Brahma no es vano como la mujer, porque es perfecto. Figuraos si se aburriría de hallarse


solo, solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de ojos para verse.

IV

Brahma deseó por primera vez, y su deseo, fecundando la creadora Maya que lo envolvía,
hizo brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos microscópicos y
encendidos que nadan en el rayo de sol que penetra por entre la copa de los árboles.

Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres destinados a
entonar himnos de gloria a su criador.

Los gandharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores,
sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella
brotó el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las tortugas y los elefantes que los sostienen, y su
santuario en la cúspide.

Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e incorregibles, comienzan por
hacer gracia, una hora después aturden, y concluyen por fastidiar. Una cosa muy parecida
debió de acontecerle a Brahma, cuando apeándose del gigantesco cisne, que como un corcel
de nieve lo paseaba por el ciclo, dejó aquella turbamulta de gandharvas en los círculos
inferiores, y se retiró al fondo de su santuario.

Allí, donde no llega ni un eco perdido, ni se percibe el rumor más leve, donde reina el
augusto silencio de la soledad, y su profunda calma convida a las meditaciones, Brahma,
buscando una distracción con que matar su eterno fastidio, después de cerrar la puerta con dos
vueltas de llave, entregose a la alquimia.

VI

Los sabios de la tierra qué pasan su vida encorvados sobre antiguos pergaminos, que se
rodean de mil objetos misteriosos y conocen las extrañas propiedades de las piedras preciosas,
los metales y las palabras cabalísticas, hacen por medio de esta ciencia transformaciones
increíbles. El carbón lo convierten en diamante, la arcilla en oro, descomponen el agua y el aire,
analizan la llama, y arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.

24
Si todo esto consigue un mortal miserable con el reflejo de su saber, figuraos por un instante
lo que haría Brahma, que es el principio de toda ciencia.

VII

De un golpe creó los cuatro elementos, y creó también a sus guardianes. Agni, que es el
espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en el huracán; Varuna, que se levuelve en los
abismos del Océano; y Prithivi, que conoce todas las cavernas subterráneas de los mundos, y
vive en el seno de la creación.

Después encerró en redomas transparentes y de una materia nunca vista gérmenes de cosas
inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades, virtudes, principios de dolor y de gozo
de muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió en especies, y lo clasificó con
diligencia exquisita poniéndole un rótulo escrito a cada una de las redomas.

VIII

La turba de rapaces que ensordecía en tanto con sus voces y sus ruidosos juegos los
círculos inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su señor. -¿Dónde estará? -exclamaban
los unos-. ¿Qué hará? -decían entre sí los otros-; y no eran parte a disminuir el afán de los
curiosos las columnas de negro humo que veían salir en espirales inmensas del laboratorio de
Brahma, ni los globos de fuego que desde el mismo punto se lanzaba volteando al vacío, y allí
giraban como en una ronda luminosa y magnífica.

IX

La imaginación de los muchachos es un corcel, y la curiosidad la espuela que lo aguijonea y


lo arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por ella los microscópicos
cantores, comenzaron a trepar por las piernas de los elefantes que sustentan los círculos del
ciclo, y de uno en otro se encaramaron hasta el misterioso recinto, dónde Brahma permanecía
aún, absorto en sus especulaciones científicas.

Una vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la puerta, y uno por el
ojo de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de los mal unidos tableros, penetraron con
la mirada en el inmenso laboratorio, objeto de su curiosidad.

El espectáculo que se ofreció a sus ojos, no pudo menos de sorprenderles.

Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas
hechuras y colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas yacían
confundidos con hombres a medio modelar, proyectos de animales monstruosos sin concluir,
pergaminos oscuros, libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes estaban llenas de
figuras geométricas, signos cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento, en una
gigantesca marmita colocada sobre una lumbre inextinguible, hervían, con un ruido sordo, mil y

25
mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia combinación habían de resultar las creaciones
perfectas.

XI

Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho brazos y sus diez y seis manos para tapar y
destapar vasijas agitar líquidos y remover mixturas, tomaba algunas veces un gran canuto, a
manera de cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas de jabón valiéndose de las cañas
del trigo seco, lo sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los abismos del cielo, y
soplaba en la una punta, apareciendo en la otra un globo candente que al lanzarse comenzaba a
girar sobre sí mismo y al compás de los otros que ya flotaban en el espacio.

XII

Inclinado sobre el abismo sin fondo, el creador los seguía con una mirada satisfecha, y
aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados de seres felices y hermosísimos sobre toda
ponderación, que son esos astros que, semejantes a los soles, vemos aún en las noches
serenas, entonaban un himno de alegría a su Dios, girando sobre sus ejes de diamante y oro
con una cadencia majestuosa y solemne.

Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse ni aun a respirar, se miraban espantados entre
sí, llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo grandioso.

XIII

Cansose Brahma de hacer experimentos, y abandonando el laboratorio, no sin haberle


echado, al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a montar sobre su cisne con el objeto
de tomar aire. Pero ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que todo lo ve y todo lo sabe, no
advirtió que, abstraído en sus ideas, había echado la llave en falso! No le pasó lo mismo a la
inquieta turba de rapaces, que, notando el descuido, le siguieron a larga distancia con la vista, y
cuando se creyeron solos, uno empuja poquito a poco la puerta, éste asoma la cabeza, aquél
adelanta un pie, e invaden todos, por fin, el laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en
él como en su casa.

XIV

Pintar la escena que entonces se verificó en aquel recinto sería imposible.

Primeramente examinaron todos los objetos con el mayor asombro, luego se atrevieron a
tocarlos, y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza. Echaron pergaminos en la lumbre
para que sirvieran de pasto a las llamas: destaparon las redomas, no sin quebrar algunas;
removieron las vasijas, derramando su contenido, y después de oler, probar y revolverlo todo,
los unos se colgaban de los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes de las bóvedas
para secarse; los otros se subían por las osamentas de los gigantescos animales, cuyas formas
no habían agradado al Señor. Y arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras de papel, y

26
se coloraron los compases entre las piernas, a guisa de caballo, y rompieron las varas de
virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.

Por último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como lo habían visto
hacer.

XV

Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y las carcajadas. La marmita estaba candente.
Llegó el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una columna de humo. Luego vino otro,
arrojó sobre aquél un elixir misterioso que contenía una redoma, con la que llegó casi sin aliento
hasta el borde del receptáculo; tan grande era la vasija y tan rapazuelo su conductor. A cada
nuevo ingrediente que arrojaban en la marmita, se elevaban en su fondo llamaradas azules y
rojas, que saludaba la alegre muchedumbre con gritos de júbilo y risotadas interminables.

XVI

Allí mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, el dolor y la alegría, la
fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo, los gérmenes del hielo destinados a mundos
hechos de maner a que el frío causase una fruición deleitosa en sus habitadores, y los del calor
compuestos para globos cuyos seres se habían de gozar en las llamas; y revolvieron los
principios de la divinidad, el espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango, confundiendo
en un mismo brebaje la impotencia y los deseos, la grandeza y la pequeñez, la vida y la muerte.

Aquellos elementos tan contrarios rabiaban al verse juntos en el fondo de la marmita.

XVII

Hecha la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, le cortó las barbas con
los dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a inclinarse sobre el abismo sin fondo, y
sopló, y apareció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro, aplastado por los polos,
que volteaba de medio ganchete, con montañas de nieve y arenales encendidos, con fuego en
las entrañas y océanos en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa, con
aspiraciones de Dios y flaquezas de barro. El principio de muerte, destruyendo cuanto existe, y
el principio de vida con conatos de eternidad, reconstruyéndolo con sus mismos despojos; un
mundo disparatado, absurdo, inconcebible; nuestro mundo, en fin.

Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan grotesco,
lo saludaron con una inmensa carcajada, que resonó en los ocho círculos del Edén.

XVIII

Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo. La
indignación llameó en sus pupilas; su airado acento atronó el cielo y amedrantó a la turba de
muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés; y ya tenía levantada la mano sobre
aquella deforme creación para destruirla; ya el solo amago había producido en ella esa gran

27
catástrofe que aún recordamos con el nombre del diluvio, ruando uno de los gandharvas, el
más travieso, pero el más mono, se arrojó a sus plantas diciendo entre sollozos: -¡Señor,
Señor, no nos rompas nuestro juguete!

XIX

Brahma es grave, porque es Dios, y, sin embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo al oír
estas palabras para no dejar reventar la risa que le retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose,
exclamó: -Id, turba desalmada e incorregible, marchaos donde no os vea más, con vuestra
deforme criatura. Ese mundo no debe, no puede existir, porque en él hasta los átomos pelean
con los átomos; pero marchad, os respeto; mi esperanza es que en poder vuestro no durará
mucho.

Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose descompasadamente y


arrojando gritos descomunales, se lanzaron en pos de nuestro globo, y éste le da por aquí, el
otro le hurga por allá... Desde entonces ruedan con él por el ciclo, para asombro de los otros
mundos y desesperación de sus habitantes.

Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá, así. Nada hay más delicado ni más temible
que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete no puede durar mucho.

Maese Pérez el Organista


En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del
Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.

Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia,
ansioso de asistir a un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que
los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.

Al salir de la Misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:

-¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?

-¡Toma! -me contestó la vieja-, en que ese no es el suyo.

-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?

-Se cayó a pedazos de puro viejo, hace una porción de años.

28
-¿Y el alma del organista?

-No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora les sustituye.

Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer esta
historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

-¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su
justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera para
dar la mano a esa otra señora que, después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida
de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el Marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda
de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en
matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura
que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma.
¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa oscura,
y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.

¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su


pecho?

A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras...
Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda.

Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. El sólo tiene más ducados de oro en sus arcas
que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus galeones podría formar una
escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco...

Mirad, mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola,
hola! También está el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores
de la cruz verde, merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste, no viene a la iglesia
más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como
puños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas
de Pero Botero... ¡Ay vecina! Malo... malo... presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio
en la iglesia; pues por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los
Paternóster. -Mirad, Mirad; las gentes del duque de Alcalá doblan. la esquina de la Plaza de
San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las del de
Medinasidonia. ¿No os lo dije?

Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se
disuelven... los ministriles, a quienes en- estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se
retiran... hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... y luego dicen que
hay justicia.

Para los pobres...

29
Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder
nos asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!, aquí... antes que cierren las puertas.
Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan. ¿Qué resplandor es
aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.

La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae
en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga
las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos
morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida
para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los
duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado para
besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién
diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle
oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado
de sí, peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la
verdad, que si se buscaran... y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían,
poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten
el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.

Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se ponga de bote en bote... que algunas
noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga
tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como
ahora?... De las otras comunidades, puedo decir que le han hecho a Maese Pérez
proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le
ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida
que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva
en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más
parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia
de la una: y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada, él
se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como le conoce de tal
modo, que a tientas... porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de
nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría
por ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas. -¿Esperanzas
de ver? -Sí, y muy pronto -añade sonriéndose como un ángel-; ya cuento setenta y seis años;
por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios...

¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar
de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede
dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó los dientes en
el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre,
que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles.
Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, a la muerte de su padre
heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a la
calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre, pero en

30
semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de
la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es
cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces de
ángeles...

En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo
demás florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para
escucharle: y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa
conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas
encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las
sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como
muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan no
se siente una mosca... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un
suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras
dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la
Misa, vamos adentro...

Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.

Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina, atravesó el atrio
del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo,
perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.

II

La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se
desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las damas
que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de
oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja
del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de
oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano
el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o
acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo
mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus
esposas del contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor
parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada
del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual,
después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus familiares,
echó por tres veces la bendición al pueblo.

Era la hora de que comenzase la Misa.

Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud
comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas

31
palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por
qué no comenzaba la ceremonia.

-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la
Misa de media noche.

Ésta fue la respuesta del familiar.

La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que


causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en
el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio,
confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.

En aquel momento, un hombre mal trazado, seco huesudo y bisojo por añadidura, se
adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.

-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el
órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el primer organista del mundo, ni a su muerte
dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.

El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que
conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés,
comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el
atrio un ruido espantoso.

-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...

A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.

Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón,


que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.

Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle
en el lecho.

-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi
órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la
iglesia.

Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna, y


comenzó la Misa.

En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote,


después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y
comienza a elevarla.

32
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las
campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre
las teclas del órgano.

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que
se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.

A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió
otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de
atronadora armonía.

Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios, llegaba al mundo.

Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de
serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no
más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de
misteriosos ecos, como un jirón de niebla sobre las olas del mar.

Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya


no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada,
sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima
de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la
Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se
abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos
zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos
ajimeces.

De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y
unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las
brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su
idioma un himno al nacimiento del Salvador.

La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos
los espíritus un profundo recogimiento.

El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas,
Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber
visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.

El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que
se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la
tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.

El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.

33
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis
religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.

-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y todos
se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba a subir de punto,
amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.

-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que precedido de los ministriles,
fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se
dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de
aquel desorden.

-¿Qué hay?

-Que maese Pérez acaba de morir.

En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la
tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que
aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre
suspiros y sollozos.

III

-Buenas noches, mi señora doña Baltasara, ¿también usarced viene esta noche a la Misa del
Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que sucede...
¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió
maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés...
¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una
reliquia, y lo merece..., pues, en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en
ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos
y a idos, no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... ya me entiende usarced. ¡Qué!
¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita
a la iglesia, y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir...;
sólo que yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme
siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades.... Pues, sí, señor; parece cosa hecha
que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros
organistas; perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa,
va a tocar esta Noche-Buena en lugar de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha
sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo.
Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de
novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de
parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la
comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto a su memoria,
permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre,
diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que

34
la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así va el mundo... y
digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año a
otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma
animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se
volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es
verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando
llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas,
panderos y zambombas que no hay más que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe
de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje!
Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va a comenzar la Misa...; vamos, que
me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días.

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus ex abruptos de
locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre un camino entre la multitud a
fuerza de empellones y codazos.

Ya se había dado principio a la ceremonia.

El templo estaba tan brillante como el año anterior.

El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves
para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los
registros del órgano, con una gravedad tan afectada como ridícula.

Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y
confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en
dejarse sentir.

-Es un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos.

-Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una
carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían los otros.

Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su


pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo
alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso
y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad
del difunto maese Pérez.

Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de


inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas
repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de
incienso, y sonó el órgano.

Una estruendoso algarabía llegó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer
acorde.

35
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus
discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos
a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.

El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de
metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que
percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que
suenan a intervalos traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles
con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre
las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los
rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo que
sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor
como una tromba de luz y de sonidos... todo lo expresaban las cien voces del órgano, con más
pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.

Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue


tanta y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente, temiendo, no sin razón, que le
ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran
abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.

-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia; vengo desde mi palacio aquí
sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje,
tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?

-El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la
tierra no volvería a tocar este órgano.

-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.

-Porque... -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la


palidez de su rostro- porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores
fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se
disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía a
cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de
persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su
camino, internándose en el callejón de las Dueñas.

-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial.
Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del
todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil
veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por

36
malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarle al
rostro, que según dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo
estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como
ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué
sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... no que éste ha
bajado las escaleras a trompicones, como sí le ladrase un perro en la meseta, y con un color de
difunto y unas... Vamos mi señora doña Baltasara, creame usarced, y creame con todas
veras... yo sospecho que aquí hay busilis...

Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y
desaparecían.

Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.

IV

Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese
Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón
llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el
atrio, silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un
puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban
tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.

-Ya lo veis -decía la superiora-, vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el
templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin
desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que
cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

-Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

-¡Miedo! ¿De qué?

-No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais
empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus
registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola... abrí la puerta
que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora... no sé
cuál... Pero las campanas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando todo el
tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella
perdida en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de la lámpara que arde en el altar
mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo
horror de las sombras, vi... le vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en silencio y vuelto de
espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras
tocaba con la otra sus registros... y el órgano sonaba; pero sonaba de una manera

37
indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que
vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible,
pero justo.

Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo


las teclas. Yo oía hasta su respiración.

El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial y en
mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y
me había mirado.., digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!

¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las
imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría al arcángel San Miguel, jefe de
las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un
escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad,
marchad a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia
los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar
a su hija en esta ceremonía solemne, para el objeto de tan especial devoción.

La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la Comunidad. La hija de maese


Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del
órgano, y comenzó la Misa.

Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la
consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de
la hija de maese Pérez.

La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.

¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde
se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la
tribuna.

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el
órgano seguía sonando... sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de
místico alborozo.

-¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay
busilis! Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que
pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho y con razón una
furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... y ¿para
qué?, para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso
organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa... -Si lo decía yo. Eso no puede
haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese
Pérez.

38
Los ojos verdes
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera


cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en
sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran:
luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los
árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de
mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que
pintaré algún día.

-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas
del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor
comienza por donde otros acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe...
Pero. ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los
perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de
hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la salva antes de
morir podemos darle por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la
jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel
de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses
de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas jadeante y
cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como una saeta, las había salvado de un
solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que había de
marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando


la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el


primogénito de Almenar.

39
-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en
sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está
herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para
que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para
festines de lobos?

-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.

-¡Imposible! ¿Y por qué?

-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de
los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga
caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer
sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo,
pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima
en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi
venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a
intervalos desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa
brida o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y
si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!, ¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!,
si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán.

Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en
derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al final:

-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por
detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el
montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo
siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida,
diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas


despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la
ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y
cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera
los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

40
Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su
escaño de ébano con el cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la
pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera
escuchado una sola de sus palabras:

Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en
sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una
vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder
guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi
semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a
esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede
darme razón de ella.

El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de
su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus
ideas prosiguió así:

-Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la fuente de los Álamos, y
atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó
mi alma del deseo de la soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae
resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al
borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan
como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido
semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y
forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre
sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un
lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo
no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril sobre el peñasco, a
cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya
inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares
y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los
huecos de las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la
Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

41
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca
para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente,
a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi
Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de
una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores
que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver
una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo,
irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.

En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; la he hablado
ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, y
vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa
sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de
luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí; porque los
ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de un color
imposible; unos ojos...

-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en


su asiento.

Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le
preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

-¿La conoces?

-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme
llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que
habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la
tierra, a no volver a la fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y
expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.

-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.

-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la
que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer.

-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi
padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las
mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo
dejar de buscarlos!

42
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados
de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: -¡Cúmplase
la voluntad del cielo!

III

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu
busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu litera.
Rompe una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche, profunda. Yo te
amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su
falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la
superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las
aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los
pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía
sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que atraviesa
las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas
sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas
palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda
que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé


crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo
quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...

-O un demonio... ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al
fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente
casi, exclamó en un arrebató de amor:

-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta
más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-: yo te amo más
aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una
mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás
hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente,
hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente

43
donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del
vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura,


atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La
mujer de los ojos verdes prosiguió así:

-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se
agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una
felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede
ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...
las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus
himnos de amor; ven... ven...

La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la
niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los
fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven... ven... Estas palabras
zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al
borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...

Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y flexibles que se
liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y
perdió pie, y calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata
fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

La ajorca de oro
I

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa
hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin embargo, es
sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos
sus instrumentos en la tierra.

Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese amor
en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se asemeja a la felicidad, y
que, no obstante, parece infundir el cielo para la expiación de una culpa.

Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.

44
Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.

Ella se llamaba María Antúnez.

Él, Pedro Alfonso de Orellana.

Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada
más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para
caracterizarlos mejor.

II

Él la encontró un día llorando y le preguntó:

-¿Porqué lloras?

Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe
desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó a decirle: -¿Por qué lloras?

El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad
imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa
azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.

María exclamó: -No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré
contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que
los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose
formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre
no puede ni aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase,
acaso te arrancaría una carcajada.

Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.

La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y
entrecortada:

-Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo
deseas.

Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar


mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano
temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes
entonaban el Salve, Regina.

45
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la
cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde luego en la imagen;
digo mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que hasta entonces no había visto, un objeto
que, sin poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era
la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino
Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al
mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se
reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y
amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una
vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud...

Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté
para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se
cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo
una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer,
sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer
como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme,
mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una
noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras
mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico,
tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como
ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo
Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que
en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:

-¿Qué Virgen tiene esa presea?

-¡La del Sagrario! -murmuró María.

-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-: ¡la del Sagrario de la Catedral!...
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada en una idea.

¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-; ¿por
qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se
la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario,
a nuestra Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!

-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!

Y siguió llorando.

46
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y pasaba
sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador entre las rocas sobre que se
asienta la ciudad imperial.

III

¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que al


entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con
la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las
tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde lucha y se pierde con la
oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como
sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese
eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han
derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.

En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un santo horror que
defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.

La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el ateísmo debe
curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se
penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en
los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se
cubren de oro y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares de tapices.

Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando
flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las
campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más
altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda
majestad de Dios que vive en él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su
omnipotencia.

El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en la
catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.

La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había
dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar
mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse
detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de
la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre

47
que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad de una
lámpara permitía distinguir sus facciones.

Era Pedro.

¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por obra una
idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él
estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el
temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su
pensamiento.

La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.

No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos


de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye
y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a
sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de
telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.

Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera grada de
la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de
piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario,
a cuya sombra descansan todos por una eternidad.

-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían
clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo de la
capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.

Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con una
fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las naves como
estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los
sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus
machones de sillería.

¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por
ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas
y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina
de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila,
bondadosa y serena en medio de tanto horror.

Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó por
infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.

Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un
movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la
ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.

48
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza
sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro
tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las
cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes
a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de
rumores temerosos y extraños.

Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.

La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes,
habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus
ojos sin pupila.

Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se


rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los
reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces
inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por
los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los
gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos,
deformes, horrorosos.

Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de
sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y
cayó desvanecido sobre el ara.

Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la
ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente carcajada:

-¡Suya, suya!

El infeliz estaba loco.

El caudillo de las manos rojas


Tradición india

Canto primero

49
Ha desaparecido el sol tras las cimas del Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve con
un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orsira, a la gentil Kattak, que duerme a sus
pies, entre los bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un
nido de flores.

II

El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la azulada niebla del
crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles, robando el color y las formas a los objetos,
que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.

III

Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los melancólicos suspiros
de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos misteriosos, que
como un himno a la Divinidad levanta la Creación, al nacer y al morir el astro que la vivifica, se
unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto
dulce, vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera.

IV

La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak, para rivalizar con él,
se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese caudillo que aparece al pie de sus muros, al
mismo tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes, a cuyos pies
corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?

Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates y a la muerte,
tras el estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede adornar sus cabellos con la roja cola
del ave de los dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango
de ágata del amarillo chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka, rayo de las batallas y
hermano de Tippot-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra de Dios e hijo
de los astros luminosos?

VI

Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya el melancólico fulgor del lucero del alba, ya el
siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el resplandor de una
noche serena, o el aspecto terrible de una tempestad en las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es
él; pero ¿qué aguarda?

VII

¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los
extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca túnica? ¿Percibís la fragancia que la

50
precede como la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la
solitaria viajera de la noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso
Tippot-Dheli, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a la
sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando éste salió de sus manos; sonrisa celeste,
primera aurora de los orbes.

VIII

Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la cumbre que toca el
primer rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que no ha palpitado en el fuego de la
pelea, ni en la presencia del tigre, late violentamente bajo la mano que se llega a él, temiendo se
desborde la felicidad que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! -exclaman al verse, y caen
el uno en los brazos del otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas del céfiro,
huye a morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo al Océano. Todo huye: con
las aguas, las horas; con las horas, la felicidad; con la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en
la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia es
la nada.

IX

Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una ilusión que se disipa, y
los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en grupos fantásticos. Los dos amantes
permanecen aún bajo el verde abanico de una palmera, mudo testigo de su amor y sus
juramentos, cuando se eleva un sordo ruido a sus espaldas.

Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo y ligero como el del chacal, y retrocede diez
pies de un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la hoja de su agudo puñal damasquino.

¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan en
la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey
de las selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que arrojan llamas pertenecen a un hombre, y
aquel hombre es su hermano.

Su hermano, a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien estaba desterrado de
Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a Kattak, poniendo la mano sobre el ara de
su Dios.

XI

Siannah le ve también, siente helarse la sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la
mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello. Los dos rivales se contemplan un instante de
pies a cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan el uno
sobre el otro como dos leopardos que se disputan una presa... Corramos un velo sobre los

51
crímenes de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de luto y horror de que
fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del Grande Espíritu.

XII

El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio
de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de diamantes, dejando en pos de sí,
como la estela de un buque, el polvo de oro que levantan sus corceles en el pavimento de los
cielos. Las aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos tienen una sola voz, y esta voz
entona el himno del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de júbilo a los ecos de este solemne
cántico?

XIII

Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una mirada estúpida en la
sangre que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su inmovilidad y embargado de un frenesí
terrible, corre a lavárselas. en las orillas del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las manchas
desaparecen; mas apenas retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a teñirlas. Y
torna a las ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con un acento de
terrible desesperación: -¡Siannah! ¡Siannah! La maldición del cielo ha caído sobre nuestras
cabezas.

¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies hay un cadaver y cuyas rodillas abraza una
mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de señores, sombra de Dios e hijo de los
astros luminosos, por la muerte de su hermano y antecesor...

Canto segundo

-¿De qué me sirven el poder y la riqueza si una víbora enroscada en el fondo de mi corazón
lo devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida? Ser rey, señor de señores; ver cruzar
ante los ojos, como las visiones de un sueño, las perlas, el oro, los placeres y la alegría; verlos
cruzar al alcance de la mano, y al tenderla para asirlos, ¡encontrar cuanto toca manchado de
sangre!.., ¡Oh! ¡Esto es espantoso!

II

Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la púrpura de su lecho y torciéndose las manos a
impulsos de su terrible desesperación. En balde el humo de los pebeteros embalsama la
opulenta cámara; en balde la seda de brillantes colores se ha extendido sobre diez pieles de

52
tigre para que descansen sus miembros; en balde han invocado los brahmines por siete veces al
espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar... El Remordimiento, sentado a la
cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito lúgubre y prolongado, grito que resuena incesante
en el oído de Pulo: que golpea su frente con dolor al escucharlo.

III

Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de záfiro y entre nubes
de ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del mar, cabellos de ébano y cinturas
esbeltas como los juncos de los lagos; los cantares de los espíritus invisibles que refrescan con
sus alas los cansados párpados de los justos, no pasan como una tromba de luz y de colores en
el sueño del criminal.

Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa que se estrellan bramando sobre las oscuras
peñas de un precipicio terrible, imágenes espantosas y confusas de desolación y terror; éstos
son los fantasmas que engendra su mente durante las horas del reposo.

IV

Por eso el magnífico señor de Osira puede gustar la copa del beleño con que los dioses
brindan a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre las puertas al día, se lanza del lecho, se
desnuda de sus vestidos que abrillantan las perlas y el oro, y depositando un beso sobre la
frente de su amada, sale de palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose hacia la parte de
la ciudad que domina la cumbre del Jabwi.

Como a la mediación de esta montaña, nace un torrente que se derrumba en sábanas de


plata hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu, se desliza silencioso entre las guijas
y las flores para ir a confundir sus rizadas ondas con las ondas del Jawkior. Una gruta natural,
formada de enormes peñascos que parecen próximos a desplomarse, sirve de taza a estas olas
en su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir sin que las turbe
otro rumor que el monótono ruido del manantial que las alimenta, el suspiro de la brisa que
viene a humedecer sus alas en la linfa, o el salvaje grito d e los cóndores que se lanzan a las
nubes como una flecha disparada.

VI

Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirarse a los que le siguen, y emprende
solo y sumido en hondas meditaciones el camino que, serpenteando entre las rocas y las
cortaduras, se dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya salpica su rostro con el polvo de
sus aguas. ¿Dónde va el señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de su recamada túnica, del
amarillo chal, emblema misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su vestidura por el tosco
traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las fieras en su guarida? ¿Viene

53
ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las penas que el resto de los hombres no
comprende?

VII

No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar en sus dominios
al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil fatigan el eco de los bosques; cien
ágiles esclavos le preceden arrancando las malezas de los senderos y alfombrando el lugar en
que ha de poner sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de lino y oro, y veinte rajás
siguen su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de ópalo.

¿Viene a buscar la soledad? Imposible.

La soledad es el imperio de la conciencia.

VIII

El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el torrente; sobre su
cabeza está la gruta en que duerme el manantial que lo alimenta, manantial sagrado que brotó
de las hendiduras de una roca para templar la sed del dios Vichenú, cuando desterrado de los
cielos venía a cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de aquella época remota,
un brahmín vela constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo sus oraciones al dios para
que conserve las maravillosas virtudes en que, según una venerable tradición, abundan las
sagradas linfas.

IX

El último de estos sacerdotes, que encendidos en amor por la divinidad han consagrado sus
días a venerarla en contemplación de sus obras, es un anciano, cuyo origen envuelve un misterio
profundo: nadie sabe la época en que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta de Vichenú.
Rajás venerables; sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil soles, aseguran que en su
juventud el brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y la frente inclinada. El pueblo le
mira con temor y respeto cuando por casualidad baja a la llanura. Dicen que las serpientes
danzan a su voz, que los cóndores le traen su alimento, y que el genio de aquellas aguas, a quien
debe la inmortalidad, le revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él mismo no es otra cosa
que el espíritu bajo las formas de un brahmín.

¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora, pero los que se sienten con el valor
necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a ella para pedirle un remedio contra
los males desesperados; una revelación para conocer el término de las empresas arriesgadas;
una penitencia suficiente a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de éstos es Pulo,
porque a la gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que los
aduladores brahmines de Kattak le impusieran no bastaban a desterrar sus remordimientos,

54
sube a consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito, para que la pompa real no turbe el
espíritu y selle los labios del profeta.

XI

Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes del torrente, hasta la
entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre, suspendida de las ramas de una palmera,
para que el viajero apague su sed. El caudillo toca por tres veces con el mango de su yatagán, y
el cobre restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso, que se pierde vibrando con el
rumor de las olas. Un momento transcurre; y el solitario aparece. -Elegido del Grande Espíritu -
exclama al verle el caudillo, inclinando la frente-, que el enojo de Schiven no se amontone sobre
tu cabeza, como las brumas en las cimas de los montes. -Hijo de mortales -replica el anciano
sin responder a la salutación-, ¿qué me quieres?

XII

-Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un crimen, un crimen horroroso, cuyo recuerdo


abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a los adivinos de Brahma; las
penitencias que me impusieron han sido inútiles; el remordimiento vive aún en mi corazón; el
fantasma de la víctima me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de mi cuerpo, el rumor
de mis pasos. Tú, a quien los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los astros y en
las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este crimen? -
Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me ocultas, haya desaparecido -
exclama el terrible brahmín lanzando una mirada de indignación al príncipe, que permanece
aterrado ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.

XIII

¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor. -No te conozco, pero sé
quién eres, -¿Quién soy? -El matador de Tippot-Dheli.

El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y el brahmín prosigue
de este modo: -En la pasada noche, cuando el sueño había descendido sobre los párpados de
los mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada, rumor
confuso como el hervidero de cien legiones de abejas; una manga de aire frío y silencioso vino
de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus húmedas alas mi frente. A su
contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel soplo era el aliento de
Vichenú. Poco después sentí su diestra tan pesada como un mundo descansar sobre mi
hombro en tanto que me contaba al oído tu historia.

XIV

-Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la manera de expiarlo y hacer que desaparezcan
de mis manos estas terribles manchas.

55
El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi sangre toda no podrá
borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy corta tu vida para expiar este delito, y Schiven está
airado, porque has hecho uso de tus facultades para la destrucción, obra que a él sólo está
encomendada. -Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me protegerá contra su
hermano. Penetremos en la gruta sagrada. -¿Has ayunado las tres lunas? -Sí. -¿Has huido del
lecho nupcial por siete noches? -Sí. -¿Has dejado de cazar durante nueve días? -También. -
Entonces, sígueme.

Algunos momentos después de este corto diálogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo
de la misteriosa gruta.

XV

Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La tradición guarda una idea confusa, y el príncipe,
por quien esto se supo, habla vagamente de sierpes monstruosas y aladas que se precipitaron
en las ondas del torrente, para aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y
fantásticos; de conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el sol y los montes se
estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la sangre se helaba al
escucharlos.

XVI

Las palabras del dios se guardan y son éstas: -Asesino marcado por Schiven con un sello de
eterna infamia, sólo existe una penitencia con que puedes expiar tu crimen: sube por las orillas
del Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes.
El remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del Himalaya, es
el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el más escondido de los
manantiales, y a la hora en que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el discurso de tu
peregrinación no conoces a tu esposa Siannah, que deberá acompañarte, la sangre
desaparecerá de tus manos.

XVII

¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado de abedul y que en la sola
compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada, sale por una de las puertas de
Kattak al mismo tiempo que la luna se desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él: Pulo-
Dheli, magnífico rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos.

Canto tercero

56
Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado a sus espaldas las fértiles e
inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares, célebre por sus alcázares, cuyos cimientos
besa el sagrado río que divide al Indostán del imperio de los Birmanes. Como las creaciones de
una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus templos, sus mujeres y sus
tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo para el santuario de los dioses con las trenzas de
ébano de sus vírgenes; Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros detienen a las nubes
en su vuelo.

II

También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de Dheli, concha que
guarda a la perla de los reyes, presentando una ofrenda de miel y flores al genio protector de
Allahabad, ciudad que debe su nombre a las caravanas de peregrinos que de todos los puntos
de la India acuden a sus templos, más numerosos que las hojas de los bosques y las arenas del
Océano.

III

Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá
enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han prestado su sombra, los ríos que
han apagado su sed? El Kiangar, conocido por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa
corriente arrastra oro bastante a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads, bosques
sombrios donde el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los guerreros;
Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y cien y cien otros países, ciudades,
bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras del Himalaya, extienden
sobre las inmensas llanuras de la India.

IV

Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más terrible de las pruebas,
atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto por los árboles que
produce, de los que se extrae este licor, como por las amarguras que padecen los infelices que
se ven en la necesidad de atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan, llevando a
Siannah sobre sus espaldas.

El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros, fatigados de su trabajosa
jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se aproximan. Un boabad corpulento y
magnífico les presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de guerreros; entre las brumas del
lejano horizonte se lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus cumbres el Davalaguiri,
que pasea sus miradas sobre medio mundo.

VI

57
Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los juncos de la ribera, y
enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las rarnas de un penachudo talipot, entona un
canto melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz que reverberan las arenas cruzan
diáfanos como el ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de
crespón y esmeraldas.

VII

Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus labios con algunas de
las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las cristalinas ondas que corren, produciendo
al besar las orillas un ruido manso y melancólico, semejante al arrullo de una tórtola. Al
agradable son de las aguas y de las hojas que se agitan como abanicos de esmeraldas sobre sus
cabezas, recuerdan en dulces coloquios y con esa especie de satisfacción con que se menciona
el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación, los países
que han recorrido, las maravillas que como un panorama magnífico se han desplegado a sus
ojos. Forman proyectos sobre el porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan
cumplido la expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un fuego y de
un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su diálogo: diríase que hablan una
cosa y piensan otra; por último, algunas frases vagas e incoherentes preceden al silencio, que
con un dedo sobre el labio se sienta a la par de los amantes sin ser sentido.

VIII

El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa sobre las rodillas de
su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los países tropicales, el mediodía es la
noche de la Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda el grito breve y agudo del
bengalí, el zumbido monótono y tenaz de los insectos que voltean en el aire, brillando a la luz
del sol como un torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah,
respiración sonora y encendida como la del que sueña embriagado con opio. Los peregrinos
permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?

IX

Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya no basta a
contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren nuestros ojos, y con ellos
flota la imaginación. El espíritu se desata de la materia y huye, huye a través del vacío a
sumergirse en las ondas de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.

La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin límites ni fondo, océano
de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus alas para remontarse a las regiones en
donde habita el amor.

Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color que se ciernen en el
cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos
brindan amor y se desvanecen entre nuestros brazos.

58
X

Pulo es el primero que interrumpe el silencio.

-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento que se escapa de
unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas de ambrosía que vienen a expirar
sobre una playa de rubíes!

¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah, explicarte lo que el murmullo de tu respiración me


dice! Suena en mi oído como una voz insólita que murmura palabras desconocidas en un idioma
extraño y celeste; me recuerda los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que precedían
a mis sueños de niño, aquellas horas en que los genios, volando alrededor de mi cuna, me
narraban consejas maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba la base de mis delirios
de oro. ¿No es cierto, no es cierto, hermosa mía, que hasta el aroma que precede al objeto de
nuestro amor, el tenue y débil crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no
comprenden?

XI

Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros ardientes, y en su
pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso semejante al reflejo de una estrella en
un lago. -Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese alejado por algunos
instantes de la tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra causa la muerte? -Es cierto -
responde el príncipe-; el dios Schiven lo creó para destruir a los mortales, y su hermano
Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo dio a conocer a Brahma, su elegido. Siannah
vuelve a su muda agitación; su esposo, en tanto la contempla con un sentimiento de ternura
indescriptible.

XII

-Pulo -exclama a los pocos instantes la hermosa- ¿es verdad que existe un árbol cuya
sombra agita la sangre en las venas y enciende el amor? -Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun
cuando ignoro su nombre. Mas... ¿por qué me haces esta pregunta tan extraña?No sé... la
sombra de este bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada. -¡Proseguir cuando el sol
abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y la luz comience a
palidecer. -Esperemos -murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus ojos de los míos,
vuélvelos al cielo o duerme, mas no me los claves en el alma.

XIII

-Bien dices; mis ojos en los tuyos beben amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces,
ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea... Siannah, voy a dormir, cántame algún
himno de nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya que no como una esposa.

La beldad de las trenzas de ébano canta:

59
I

«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas se templa con
sangre.»

«Un torrente de fuego desciende del Jabwi; esas centellas que brillan entre la nube de polvo
que levantan, son los hierros de nuestros enemigos.»

«Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo, y rodead a mi casco el chal
amarillo, para que no me desconozcan en la confusión de la pelea.»

«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed; y la sed de las espadas se templa con
sangre.»

II

«Allá van semejantes en...»

Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto. -¿Por qué -exclama el
príncipe- no escucho ahora las canciones de mi patria con el placer de otras veces? ¿Será que
ya no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no se han
hecho para que los recite una hermosa?

XIV

-Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los címbalos alzan las
vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las aras. -Pulo... -Canta, no temas; yo
dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la brisa y la música de las aguas.

Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se eleva acompasadamente como una ola que se
hincha coronada de espuma.

LA VUELTA DEL COMBATE

«El combate ha terminado con el día, y el caudillo está ya en presencia de su adorada.»

LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero beber en ella el sudor
y el polvo de la gloria.»

EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero beber en ellos la muerte
en una copa de rubí.»

60
II

LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!, ¡amor,
divino amor!, desciende en brazos del misterio y de la noche a coronar con tu aureola a los que
arden en tu llama.»

EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa! ¡esperanza del guerrero!,
¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de los dioses, para poner una guirnalda
de rosas sobre la corona de laurel del caudillo.»

III

LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán; tu mano, que busca la
mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende
mis mejillas; un velo de sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se confunde ante mis
ojos, que no ven más que el fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué espíritu invisible llena el
aire de melodiosos acordes y me estremece a su contacto?»

EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que pasa.»

XV

El canto de Siannah expira, y con él, suave y armonioso, el rumor de un beso.

¿Qué son los vanos castillos que eleva la voluntad del hombre para combatir las funestas
armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena que, como los de la gran llanura de Nepol,
asombran al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.

Canto cuarto

-Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la tierra y sé el mensajero de mis iras.

El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y agita
sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene una copa llena hasta los bordes de un licor
soporífero. -¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser para que
sirviera de eslabón invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de los hombres y el de las
almas, sirviendo para bajar las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta que se toquen
en el vacío, que es el lugar de mi soberanía?

II

61
Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen: -Hace algunos momentos pensaba
en llevar a cabo la destrucción del príncipe que usurpó un día el cetro de la muerte; mas en
vano buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso antagonista, le
defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a mis ojos, cuando éstos se
encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y matan. De repente oí un zumbido a mi
alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo, un joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando
su círculo en el vacío, fascinado e inocente como el ave atraída por el boa.

III

De su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío, dilatándose en él como los
círculos en un lago donde se arroja una piedra. Envuelto en un fluido ardiente y luminoso,
rodando entre mares de colores y sonidos, su alegría y su gloria parecían insultar mi terrible
poder. Levanté la mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte.
Incorpórate y tiende los ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a Vichenú que corre en
pos de él para arrancarle a la inmensa tumba de los astros, volviéndole a la vida.

IV

He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su promesa, y ahora


está abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su ardorosa frente con tus alas, y aguarda la
ocasión propicia para derramar sobre sus párpados un sueño precursor del sepulcro, un sueño
de agonía y ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus manos de acero y pesan sobre el
corazón como una montaña de plomo.

El Sueño tiende las alas de tul, y abandona la selva donde vive, en un alcázar de ébano
escondido entre la flotante sombra de los áloes.

El silencio le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y


confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios, embriones de
confusas ideas, semejantes a las que produce en mitad de la fiebre una imaginación débil y
sobreexcitada.

VI

La silenciosa caravana llega a las orillas del Ganges y al lugar en que el príncipe descansa;
éste experimenta primero una languidez voluptuosa, después un entorpecimiento general, y por
último, sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus pupilas, como una losa fúnebre
sobre un sepulcro. El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor que contiene su misterioso
vaso de ópalo.

VII

62
Cuando la materia duerme, el espíritu vela. En tanto que el cuerpo del caudillo permanece
inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma se reviste de una forma imaginaria, y huye
de los lazos que la aprisionan para lanzarse al éter: allí le esperan las creaciones del sueño, que
le fingen un mundo poblado de seres animados con la vida de la idea: visión magnífica, profética
y real en su fondo, vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la conserva, la visión del
caudillo.

VIII

La noche es oscura; el viento muge y silba sacudiendo las gigantescas ramas del boabad de
las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de fuego sobre las nubes, en que se les ve
pasar cabalgando; el trueno retumba dilatándose de eco en eco en los abismos de las
cordilleras; la lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose con los sordos mugidos
de la tormenta, el prolongado lamento del vendaval y el temeroso murmullo de las hojas del
bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano, ronco y estridente, que parece formarse en
la cavidad de un pecho de bronce.

IX

Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal hora aquella selva, no hubiera podido menos de
dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo parecía acercarse, equivocando aquellos
quejidos de la Naturaleza con las profecías de los blancos fantasmas de sus antepasados, que
rompían el secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la muerte.

De cuantos guerreros se rodean el chal amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente en el


combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor necesario para arriesgarse en sus agrestes y
enmarañados senderos con una noche tan terrible.

XI

Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los dientes. Siannah le
sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso temeroso. -¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa
voz que resuena en la espesura? -Es el viento que azota los palmares -responde el caudillo,
lanzando, a pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de los añosísimos troncos de áloes
que bordan las lindes del sendero.

XII

Los esposos prosiguen caminando y la tempestad haciéndose cada vez más terrible. -¿Oyes
ese rumor que se eleva por grados a nuestra espalda? -interrumpe de nuevo la hermosa.- Es la
lluvia que agita las lianas -añade el príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con su
cuerpo. -¿Oyes? -vuelve ésta a interrumpir; alguien respira alrededor nuestro. -Échate en tierra
-grita Pulo de repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.

63
XIII

Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.

La flecha del príncipe parte.

A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el
arco, se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla, esconde el rostro, y lo espera con el
puñal en la diestra. Siannah está desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos pies
yace.

XIV

La lucha se traba.

Pulo hunde una y cien veces su puñal en el pecho y en el vientre del tigre, que en su agonía
pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste, cubierto con el escudo, ha podido evitar su
ataque, merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de los hombres avezados a los peligros y
a la muerte. Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco estertor, revolcándose entre el
polvo y la sangre que brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta los ojos al cielo
sorprendido por un extraño fenómeno.

XV

La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno han enmudecido: al brillante y súbito resplandor


de los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una luz indecisa semejante al primer
albor de un día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían guarecido de la tempestad bajo los
pabellones de verdura de la selva, llenas de gozo a su vista, quieren alzar el vuelo y entonar su
canto; pero la voz se ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de muerte por una mano
invisible. Los gigantescos árboles se agitan, y retorciéndose como a impulsos de una horrorosa
convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las pálidas hojas que se desprenden de sus
ramas, como se desprenden los cabellos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas que se
mecieran al soplo del viento suspendidas en el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden
el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores como un pergamino que se acerca al fuego.
Diríase, al contemplar este asombroso espectáculo, que un tósigo mortal circulando en el aire, o
levantándose en imperceptibles efluvios de las entrañas de la tierra, había envenenado la
atmósfera y con ella el mundo.

XVI

El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno suyo la mirada; por todas partes le persiguen
aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro le causa es ver el sangriento cadáver
del tigre estremecerse, y poco a poco, perdiendo sus primitivas formas, ir tomando, merced a
una inconcebible transformación, las de una serpiente.

64
-Ya no me queda ningún género de duda -exclama- Schiven desea mi muerte; reconozco en
ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo un dios para luchar con los dioses!...
Mas no importa; mortal miserable como soy, venderé cara mi vida.

XVII

El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya treinta veces mayor que
la del boa secular que se despierta de dos en dos lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos
redondos, fijos y fascinadores, están clavados en los del caudillo: éste, presa de un vértigo, y
con ese arrojo sin límites que presta la desesperación en sus momentos supremos, arroja lejos
de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y desnuda por segunda vez su puñal.

XVIII

La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma, lanzando un silbo áspero y


agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa, se arroja a su cuello, tan grueso como el de
una palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas escamas
que la cubren y defienden son impenetrables como la concha de las tortugas del Jawkior.

Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos de bronce, lo estrecha y comienza a ahogarle;


ya el puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas, y el velo de la muerte se extiende ante
sus ojos, cuando una flecha disparada de las nubes baja silbando y traspasa los de la serpiente.

XIX

Un furor terrible se apodera de ésta, que, desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de
Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.

La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la muerte.

El caudillo, recobrado de su estupor, puede entonces contemplar, no sin sentirse


sobrecogido de una emoción profunda de gratitud y respeto, al que es deudor de la vida.

Vichenú, cubiertas las espaldas con un manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj de
las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su lado de pie; la frente del dios toca a las
nubes, y su sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya sobre las llanuras al ocultarse el
sol en los confines del Océano.

XX

-Caudillo -exclama el antagonista de Schiven con acento airado,- ¿para qué subiste a la
sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias aguas de su manantial, si las
revelaciones celestes han sido inútiles, si al cabo habías de romper tu juramento, como se
rompe la flecha sobre la rodilla, en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el rubor
de su falta colora sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este modo:

65
-Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo: he aquí por qué me he
apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las fuentes del Ganges; cada grano de arena
que cae en la medida de la culpa, debe añadirse a la del castigo; el que te impuso el solitario del
Jabwi es ya insuficiente para lavar tu alma.

XXI

-Si un solo momento de olvido desvaneció como el humo cuanto había logrado merecer con
mi arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? -exclama el príncipe.

-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco, descálzate las sandalias, y abandonando las
orillas del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a Kattak. Entre las arenas de sus costas
duerme en el seno del olvido un templo que en mi honor levantara un día tu glorioso antecesor,
cuando protegido por mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles. Sobre los peñascos en
que se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle el lugar en que
el templo se oculta: éste lo conocerás por los fuegos que durante la noche voltean sobre sus
ruinas, y aquél por su cabeza blanca.

XXII

Vichenú desaparece: los árboles recobran su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su voz,
y a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el tranquilo y suave esplendor de una noche
estrellada y llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.

El príncipe se incorpora y corre al lugar en que Siannah permanece desmayada y oculta


bajo los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste, y de sus labios se escapa un grito de
sorpresa y ansiedad.

Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.

XXIII

En aquel punto el sueño tiende las alas y abandona al príncipe; éste, convulso y pálido aún,
despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en cuyo seno se había dormido, y no la encuentra.

El sol, recostado en un lecho de púrpura y de oro como un rajá en su alfombra de colores,


lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos ojos. La Naturaleza comienza a despertarse
de su sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas en murmullos y perfumes,
juguetean con el cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las aguas del Ganges, copiando
en sus linfas transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan un himno melancólico, al
que se unen las aladas y suaves notas de los pájaros que despiden al día con un dulcísimo y
triste adiós.

XXIV

66
-Siannah -dice el caudillo con voz ahogada por el llanto. -Siannah, esposa mía, ¿dónde
estás que no me oyes? Siannah, inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te
arrancó de mi lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh!, vuelve,
vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin lágrimas.

XXV

Sólo el eco responde al enamorado Pulo, que presa de un loco frenesí, corre de nuevo a las
orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su esposa, y vuelve a llamarla por su nombre
cien y cien veces: todo es inútil. La noche borra del cielo los colores; y las nubes, las estrellas,
mudos testigos de los pesares y la felicidad de los amantes, aparecen unas tras otras rodeadas
de un ligero cendal de bruma, y Siannah no parece.

XXVI

-Insensato -dice una voz que resuena en el viento, sin que se vea la boca de donde parte:-
¿que vas a hacer?

El caudillo, que ha desnudado el puñal para asestarlo contra su pecho, se detiene


sobrecogido y escucha estas palabras:

-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples cuanto te he dicho, la
mancha de sangre de tus manos desaparecerá para siempre, y encontrarás de nuevo a tu
esposa.

Los sueños son el espíritu de la realidad con las formas de la mentira; los dioses descienden
en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas del porvenir o recuerdos del pasado.

La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que se le había aparecido en sueños.

Canto quinto

El príncipe después de un año de peregrinación, llega al fin al término señalado por el genio.
Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su protegido, ha velado día y noche por su vida
hasta dejarle en Kattak.

II

La aurora rasga el velo de la noche; de sus trenzas de oro se desprenden el rocío en una
lluvia de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes del mar se encienden y las crestas

67
de sus olas brillan como las escamas de la armadura de un guerrero en un día de combate; de
las flores, húmedas aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al cielo una columna de
aromas en emanaciones; perfumadas emanaciones que los genios, cruzando sobre las nubes
celestes y ambarinas, recogen con las matinales plegarias de los brahmines, para depositarlas a
los pies de Bermach, autor de la maravillosa máquina de los mundos.

III

Pulo se ha sentado sobre una de las rocas que erizan en aquella parte del reino de Kattak
las extensas playas del Océano. Su pensamiento está dividido entre su esposa y su conciencia.

-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón; unos esfuerzos más, y me hallo en presencia del
ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete de sus designios. Dios, que conservas
cuanto existe, apartando las tempestades y la muerte de la cabeza de los hombres, no
interpongas tu poder entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre mi vida y las garras del
tigre, o los anillos del boa gigante; pero defiéndeme contra mí mismo, arráncame el amor y la
conciencia, cuyos golpes matan sin que se vea la mano que los dirige.

IV

El sol se va levantando pausadamente del seno del mar y remontándose por la cumbre del
firmamento. El caudillo, después de lavarse por siete veces las manos y los sangrientos pies,
recitando algunas oraciones misteriosas, emprende una difícil ascensión para llegar a la cima de
las colosales rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades, cuyas plantas
besan o azotan las hirvientes olas del Océano.

Después de trepar por espacio de una hora, asiéndose a los arbustos y malezas que crecen
en las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al fin encontrarse en la cumbre del
promontorio.

En una de las rocas de granito que coronan su cúspide hay una hendidura, y en el fondo de
ésta le parece distinguir las formas confusas de un ave, que fija en los suyos dos ojos que brillan
en la oscuridad con una luz fantástica.

VI

-Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo de rodillas ante el aéreo nido del cuervo de la
cabeza blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió por espacio de tres siglos el
poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar la muerte que el dios de la destrucción le
aprestaba; heme aquí esperando tus palabras, como los tulipanes agostados por el fuego del
día esperan las gotas del rocío de la noche.

VII

68
El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas rocas, y, después
de agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo, que lo escucha en silencio y con la frente
humillada en el polvo:

-Señor de Osira, poderoso descendiente de los Dheli, conquistadores de la India y


protegidos de Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es inútil que me lo refieras. El
templo que buscas se halla lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré el sitio en que se
empezarán las excavaciones.

VIII

El cuervo de la cabeza blanca se remonta en los aires, dejándose caer al pie del
promontorio, donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste toca al término de su
descensión, el ave misteriosa emprende la marcha caminando a saltos pequeños y sin
abandonar las costas en que viene a romperse el oleaje de crestas de oro.

Prosiguen durante todo el día sin abandonar la ribera blanqueada por la espuma, y cuando
ya el sol desciende al seno de las ondas rodeado de espesos y rojos celajes, el alado guía se
aparta de las playas, internándose tierra adentro, a través de un pantano cenagoso y cubierto de
juncos verdes y altísimos.

IX

Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol en un sudario de


brumas, antes que descienda a su sepulcro.

La noche se adelanta, una noche sin astros y sin transparencia; la brisa murmura la oración
de los muertos, sollozando melancólica entre los espesos juncos; el perfume de las flores que se
abren en la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el silbo de las aves nocturnas
resuenan confundiéndose con esos rumores siniestros y misteriosos que nacen, tiemblan y se
dilatan en el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los produce.

-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose en su camino,- he aquí que la noche se ha


apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte, pues la sombra te ha robado a mi vista.

El grito del chacal se oye cada vez más próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy sin
armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de sus traidores ataques.

Volvamos atrás y esperemos al día para proseguir nuestra jornada. Temerario valor juzgo el
de aquel que arriesga su vida contra enemigos que no puede exterminar o vencer; si al menos la
luna brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de este pantano, donde a cada paso que doy
temo encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e inmóviles.

69
-No temas -responde el cuervo;- el dios que nos envía cuidará de nosotros desde su
elevación. He aquí la manera de salir con bien de este peligro: las llanuras que vamos a
atravesar presenciaron la derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que éste rendía en el
templo a que nos dirigimos al genio que te protege, reunió en su daño a los guerreros de Kattak
y de Lahore, que ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se juntaron entre las
sombras de la noche para afilar las espadas que habían de herir a los predilectos de Vichenú.

XI

Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se extienden al pie de la
colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una nube de polvo blanca e inmensa, que
elevándose de la parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo su curiosidad.

¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se aproxima al templo de mi


dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás portadores de su escudo y su aljaba.

XII

Éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió al victorioso rey con
la sonrisa en los labios:

-¿Quién sabe cuál será el remoto país que envía este enjambre de peregrinos? La fama del
asombroso templo de Kattak corre de boca en boca hasta los más remotos confines del
mundo.

Tu padre, después de fijar nuevamente las miradas en aquella nube de polvo que se
aproxima, y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con voz terrible:

XIII

-¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del sol como las
armaduras de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del viento llega confuso el eco de la
terrible y bárbara armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el enemigo
que hallé a mis pies se endereza como la víbora para morderme en ellos. No importa; veremos
si los caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de acostumbrarse
a huir.

XIV

-Valientes -prosigue dirigiéndose a los que le acompañan- dadme el arco y el escudo,


desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de plata convoquen a mis huestes con sus
bramidos.

Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes, por toda respuesta le hunde en el pecho su
misma espada, de que era portador, y blandiéndola después en los aires en ademán de triunfo
prorrumpe a voces:

70
-¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo, domeñados ejércitos de Kattak y Lahore,
desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán el humo! ¡Ánimo; nuestro país es
libre!

XV

En tanto, el infelice rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano llamar en su socorro; la


voz se ahoga en su garganta; hace una postrer tentativa para incorporarse, y cae a tierra muerto
y con los puños crispados y tendidos hacia las bárbaras huestes, que se adelantan al bélico y
rudo compás de sus instrumentos de bronce.

XVI

Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de la sorpresa, y subiendo a las altas torres de la


Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles bramidos del caracol sagrado, al que
responden en la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de tu padre.

XVII

-¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre como el león al combate? ¿Por qué no vuela en
la primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo que ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman
los valientes conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir dónde se encuentra el señor de
Osira, que no responde al rumor de la batalla con el grito de guerra.

XVIII

Los enemigos se adelantan, la llanura gime bajo el peso de sus carros y elefantes de guerra,
y el eco de los lejanos montes repite sus salvajes alaridos. Suena la señal del combate y de la
muerte. Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero; el templo de dios es
presa de las llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones levantó el rey de Osira
en honor del benéfico genio de Allah-abad.

XIX

Cuando llegó la noche, la expirante llama del incendio, arrojando sus temblorosos círculos
de luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el casco de los valientes que habían
sucumbido a los golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.

Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha, silencio que sólo
interrumpía el imponente estruendo de los muros al desplomarse abrasados por las silbadoras
llamas, o el ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego, rugía en
su cueva, temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.

Los vencedores abandonaron con el día la llanura donde desde esa época nadie osa poner
la planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso tener en aquellos lugares un templo de
ruinas, habitado por la soledad del espanto.

71
XX

Pulo escucha sobrecogido de un religioso pavor, la historia del sangriento combate en que
su padre perdió la vida; historia que en su país cantan las bayaderas al son de los címbalos,
pero cuya terrible sencillez nunca había arrancado una lágrima tan ardiente a sus ojos, cual la
que entonces rodó abrasadora sobre su mejilla.

XXI

El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los espesos cañaverales, encenderse una llama
ligera y cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las fétidas aguas del pantano? Más lejos, al
pie de la colina, donde a la sombra de un bosque sombrío se levanta un grosero sepulcro
formado de piedras toscas e irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el brillante fluido, y vuela
sobre la tumba, y se detiene junto a los troncos de los árboles, y se multiplica subdividiéndoles
en mil otras llamas fantásticas, ligeras y de un azulado resplandor?

XXII

Esos son los espíritus de los valientes que en defensa del genio que te protege sucumbieron
al golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la
tumba para guiarnos, a través de la noche, del pantano y de las sombras de los valientes, al sitio
en que cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas altas y silenciosas hallaremos los
restos mortales, única reliquia del ara de Vichenú.

XXIII

Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del bosque se levanta una llama roja, que lanzándose
al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.

El cuervo sigue a la llama y el príncipe al cuervo.

De repente aquélla se detiene sobre la cumbre de la colina, en cuya falda duerme el viento
de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.

El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo, y cerniéndose en los aires sobre las ruinas de
la Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado y absorto, sube la suave pendiente
que conduce al término de su peregrinación.

Canto sexto

72
-Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y trae en tu compañía los artífices más celebrados
que en él encuentres. A la luz del sol durante el día, a la de las antorchas durante la noche, que
no se dé un minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco de estos solitarios lugares con el
alegre y bullicioso clamor de los trabajadores, a los rudos y sonoros golpes del martillo.

II

Seis años tienes de término para reedificar la Pagoda, que llenará el mundo de admiración, y
alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las nubes y estallaran las tempestades, como
en las crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira, oro en Siam, cedros en Katay,
elefantes en Lahore y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países, y con sus ofrendas y
tus adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los astros, flotantes moradas
de los genios.

Entonces se traba en el alma de Pulo una lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que
concluye con el triunfo de aquélla.

Un genio de mal guía sus pasos a través de la noche; y éstos se dirigen impulsados por una
fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el peregrino.

III

Presta de nuevo atención; nada se escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un
arcano!

Diciendo así, el caudillo de las manos rojas separa las colgaduras de seda y oro que cubren
la puerta de la habitación que ocupa el misterioso viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies
no le asombraría tanto como la escena que se presenta a sus ojos.

IV

El peregrino ha desaparecido.

En mitad del aposento, y al débil resplandor de una lámpara de alabastro, se ve el informe


busto de un horroroso ídolo.

La locura en sus fantásticas creaciones, el sueño en sus angustiosas pesadillas, el insomnio


en su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen tan repugnante y terrible.

No es su rostro el del genio benéfico que protege al príncipe; ese rostro en cuyas facciones
se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos atrevidos la noble fiereza, la salvaje y varonil
hermosura del dios de la selva, no; la fisonomía de aquella tosca escultura, que sin concluir aún
se presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de infernal y medroso; de sus redondas
pupilas parece pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca está contraída por una
sonrisa feroz; todo en él revela un genio del mal.

73
Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú.

La impaciencia ha perdido para siempre al desgraciado caudillo.

VI

Éste, presa de un vértigo y saliendo de su inmovilidad: -Brahmines -exclama en alta voz,-


despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que aún me restaba se ha desvanecido
como el perfume de un lirio que besa el simún. Schiven venció en el combate; levantad el ídolo
que lo representa; llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los himnos del luto y el
clamor de las plañideras y los címbalos; suyo será el templo de su hermano, y con él mi vida.

VII

Los brahmines y los servidores del príncipe que han acudido a su llamamiento, se apresuran
a ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas vuelven a despedir torrentes de luz; los
guerreros hieren sus escudos con el pomo de la espada; las roncas bocinas de marfil ahuyentan
el tranquilo sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente comitiva que conduce al
dios de la muerte y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del seno de la cual se escuchan
levantarse, crecer y morir temblando en el vacío; medrosos lamentos y horribles carcajadas.
Son los genios de la destrucción que solemnizan su victoria.

VIII

El día comienza a despuntar; la luna se desvanece, y el mar se colora con la primera luz del
alba. El templo resplandece iluminado en su interior por cien y cien magníficas lámparas de
bronce y oro; las blancas nubes que se elevan de los altares, difunden la esencia de la mirra y
del áloe por los extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido la frente con el amarillo
chal, emblema del poder soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras está de rodillas ante
el ara.

Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los genios, han dado
posesión al de la muerte del templo de Jaganata han concluido.

IX

-¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe al fin el señor de Osira,- la cólera de los dioses
está suspendida sobre mi cabeza, como una espada pendiente de un cabello; mis manos, que
desde la terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha visto desnudas, están manchadas de
sangre. Vedlas; esta sangre es la de mi antecesor, la de mi hermano, a quien arranque la vida
con la corona. Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación, me exige ojo por ojo,
corona por corona, vida por vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes, caudillos, siervos: rogad
por el último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer de la tierra.

74
La multitud, sobrecogida y llena de terror, permanece en silencio; Pulo, volviéndose hacia el
altar en que está colocado el dios, prosigue de este modo, dirigiéndose al informe ídolo, que
parece que contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa.

-Schiven, enemigo y extirpador de mi raza: si la sangre puede borrar mis culpas apartando tu
cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi última ofrenda; pero concédeme al menos que,
antes de partir del mundo, la contemple un instante por la postrera vez; que su boca reciba el
frío y apagado aliento de la mía; que sus besos cierren mis párpados a la eterna noche de la
tumba.

XI

La muchedumbre que ocupa las naves del templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y arroja
un grito de horror.

Pulo se ha atravesado con su espada, y el caliente borbotón de sangre que brotó de su


herida saltó humeando al rostro del genio.

En aquel instante, una mujer atraviesa el atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el recinto en
que se eleva el ara de Schiven.

-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola: -Siannah, al fin te veo antes de morir. -Y


expira.

XII

Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de Osira, el símbolo de la hermosura y del amor, la


que formó Bermach en un delirio de placer, combinando la gentileza de las palmas de Nepol, la
flexibilidad de los juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva, la luz de un
diamante de Golconda, la armonía de una noche de verano y la esencia de un lirio salvaje del
Himalaya; Siannah, la hermosa entre las hermosas siguió a Pulo a través de su peregrinación en
esas regiones desconocidas de las que ningún viajero vuelve.

Siannah fue la primera viuda indiana que se arrojó al fuego con el cadáver de su esposo.

El rayo de luna

75
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que
puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré
uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta
leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa
de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del
oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo,


donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los
soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.

-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio de la
Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la
conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por
debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las
estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan
como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté
todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera
deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.

Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un


mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de
poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus
pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.

Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que
corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa
ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un
escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.

Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores
del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y
suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio
intentando traducirlo.

76
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba
percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras
ininteligibles que no podía comprender.

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un
instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se
cimbreaba al andar como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la
luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos
como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio,
exclamaba: -Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos
puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes
habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo
no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su
amor?...

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo
suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.

II

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de
Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas
posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.

En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus
históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus
muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los
macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las
que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.

En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas
de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor
de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían
encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas
copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y
las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos
a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las
campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles
tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y
con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.

77
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente,
desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el
fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las
desiertas ruinas de los Templarios.

La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente,
estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde
el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla
extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un
momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había
cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de
quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo
busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

III

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer
misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los
cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.

-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en
su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos
en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie
de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó
entonces.- Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el
suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. -
Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha
hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja,
me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado...
¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento,
unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales
había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios
pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un
aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre
aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya
deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y
desesperada.

78
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río,
llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio. -Tal vez, desde esta
altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó
trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del
Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las
corvas márgenes que lo encarcelan.

Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y
fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.

La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se
dirigía a todo remo a la orilla opuesta.

En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la
mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas
esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya
redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de
terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.

Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura!
Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado
el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en
aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

IV

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de
San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía
albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio
de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.

Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un
silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un
perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía
sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.

Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los
pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras,
voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a
su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.

Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse


brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas
ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que,

79
pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y
grieteado paredón de la casa de enfrente.

-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un
punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el
postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la
media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas
excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas


imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la
luz ni él separó la vista un momento.

Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya
clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con
un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves
en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar
envidia a un cocodrilo.

Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.

-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a
Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -Ésta fue la salutación que, sacudiéndole
el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio
de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:

En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de
nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad
reponiéndose de sus fatigas.

-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o


lo que sea?

-No tiene ninguna mujer consigo.

-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he
visto arder una luz?

-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su
lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le
causaron estas palabras.

80
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de
conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus
pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que
vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis
ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí
dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles
palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin
saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca.
Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y
noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en
hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja,
arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la
Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo
que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la
he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.

¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche;
me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay
duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos
para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...
no me engaño, no; eran negros.

¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta,
flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de
las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso
crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!

¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los
álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.

Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que
piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu
humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al
encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de
mi vida, con todas las facultades de mi alma?

Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si,
caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se
complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos


desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un
castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había
buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma,
merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atrevesar absorto en estas

81
ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las
intrincadas sendas de sus jardines.

VI

La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del
cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas
columnas de sus arcadas... Estaba desierto.

Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no
había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de
la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se
detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor
nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los
síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora,
estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado
a sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda
de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica
de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas
prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.

-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad?
¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?

-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.

-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro
de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la
guerra: en la guerra se encuentra la gloria.

-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador
provenzal?

82
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial;- no quiero nada... es
decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad...
mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro
antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de
luna.

Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se
me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.

La cruz del diablo


Que lo crea o no, me importa bien poco.
Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar el rato.
I

El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas
del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.

Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se
ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas
crestas de los Pirineos.

Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana de
verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed
en las aguas de la ribera.

Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún
remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y
el más importante de sus feudos.

A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del
río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz.

El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la
escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.

83
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la
piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben
enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve de dosel.

Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi escuálida


cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión de las creencias y
la piedad de otros siglos.

Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin forma
determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda soledad de aquellos
lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de mi espíritu.

Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente pie a


tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una de aquellas oraciones
que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones, que cuando más tarde se escapan
involuntarias de nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido, y semejantes a las
lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas formas para evaporarse.

Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con


violencia por los hombros.

Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.

Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una indescriptible expresión de terror
pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún
tenía en mis manos.

Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una interrogación


enérgica, aunque muda.

El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio, contestó a ella con estas
palabras, que entonces no pude comprender, pero en las que había un acento de verdad que
me sobrecogió: -¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo,
señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz! ¡Tan desesperado
está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del demonio!

Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco; pero él
prosiguió con igual vehemencia:

-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le preste
ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta las estrellas
invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda nuestra vida.

Yo no puedo menos de sonreírme.

84
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del porche de nuestra
iglesia?...

-¿Quién lo duda?

-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios, está
maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso le llaman La cruz del diablo.

-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo del
involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y que me rechazaba como una
fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca ha herido mi imaginación una
amalgama más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!... ¡Una cruz... y del
diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será que en llegando a la población me expliques este
monstruoso absurdo.

Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se
nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de suceder;
monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban lentamente a la
oración, cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los paradores de Bellver.

II

Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso tronco de
encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban temblando sobre los
ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas, según la hoguera
despedía resplandores más o menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de
agua, como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en derredor del círculo que
formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La cruz del
diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de consumir se nos había
prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al coleto un último trago de vino,
limpiose con el revés de la mano la boca, y comenzó de este modo:

Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la
mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas y aldeas pertenecían en
feudo a ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a otros más poderosos, cuando
acaeció lo que voy a referir a ustedes.

Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó silencio durante
algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:

-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban parte del
patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantó por muchos siglos sobre la
cresta de un peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.

Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas de jaramago y
musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que conduce a este pueblo.

85
No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien por su crueldad
detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía en su corte, ni sus vecinos
en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y sus ballesteros en lo alto de la roca en
que sus antepasados colgaron su nido de piedra.

Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su carácter, lo
cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo estaba, de mover guerra a sus
vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.

En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea feliz.

Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos en
una formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro Señor
Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su seguimiento.

Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas, derramando su
sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un punto donde sus malas mañas no se
conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que, con gran contentamiento de grandes y
chicos, de vasallos y de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus pueblos del señorío,
mediante una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya más que el peñón del
Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres, desapareció de la noche a la
mañana.

La comarca entera respiró en libertad durante algún tiempo, como si despertara de una
pesadilla.

Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del
pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del camino, ni
los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y ocultas, temblando
encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy amado señor.

Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este
nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que en las
eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los asombrados chicos;
las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que viene el
señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o abortado
de los profundos, el temido señor apareció efectivamente, y como suele decirse, en carne y
hueso, en mitad de sus antiguos vasallos.

Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar


mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos, que si
malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la guerra; ya no
podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una media docena de
aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe.

86
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían
redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses.

Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los
condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una encina.

Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo


entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor llamó a
sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.

Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios y a todas
horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en el día y durante la noche.

Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear.

Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan ustedes cómo.

Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un solo
astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se repartían el
botín, y ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la loca y estruendosa orgía, entonaban
sacrílegos cantares en loor de su infernal patrono.

Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de las blasfemias, que
palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan las almas de los
condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos.

Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa que reposaba
silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados en el grueso tronco de sus
lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y protegidos por la sombra,
comenzaron a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya cima tocaron a punto de la media
noche.

Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas
salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego, aplicado con
teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del relámpago a los muros; y
los escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las llamas, dieron fin con
los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.

Todos perecieron.

Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban aún
los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través de sus anchas brechas,
chispeando al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares de la sala del festín, era fácil
divisar la armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y polvo, yacía entre los
desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros compañeros.

87
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios, la hiedra a
enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse colgadas de las mismas
almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los
reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez en cuando el silencio de
muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos moradores blanqueaban
el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas del señor del Segre, colgado del negro
pilar de la sala del festín.

Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa incesante de
hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el día, herido por la luz del sol, o
creían percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que chocaban entre
sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.

A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y que en voz
baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos, y el
único más positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más que
regular, que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como decirse
suele, de tripas corazón.

Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el diablo, que a lo que
parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el permiso de Dios y a fin de hacer
purgar a la comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto.

Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago y
sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en día más
probables.

En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido observar un extraño
fenómeno.

Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñón del Segre, ya
vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer en los aires, se veían correr,
cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas direcciones, unas luces
misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.

Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los confusos
aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos conciliábulos, que ciertamente no se hizo
aguardar mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas, varias reses desaparecidas y los
cadáveres de algunos caminantes despeñados en los precipicios, pusieron en alarma a todo el
territorio en diez leguas a la redonda.

Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos del
castillo.

88
Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en determinados puntos
del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera, concluyeron por ocupar casi todos
los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los caminos, saquear los valles y descender
como un torrente a la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con
cabeza.

Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran arrancados
de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en diabólicos festines, en
que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de las profanadas iglesias servían
de copas.

El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones nadie
se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los bandidos del
peñón.

Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su misterioso
jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía resolver hasta entonces,
aunque se observase desde luego que la armadura del señor feudal había desaparecido del sitio
que antes ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen afirmado que el capitán de
aquella desalmada gavilla marchaba a su frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le
asemejaba en un todo.

Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta y
completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño.

¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se distinguían,
ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor del Segre?

Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces,
prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo de los
más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión fue éste:

Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas
prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis deudos y
la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin recursos de
ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir algunos jóvenes que se
encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales seducidos con la promesa de un
porvenir de disipación, libertad y abundancia, no vacilaron un instante en suscribir a mis
designios.

Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados y poco
temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente del producto de su valor
y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos conforme a su
voluntad, según hoy a mi me sucede.

89
Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras expediciones futuras, y
escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el abandonado castillo del
Segre, lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por hallarse defendido
contra el vulgo por las supersticiones y el miedo.

Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que iluminaba
con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa sobre cual de
nosotros había de ser elegido jefe.

Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban entre sí con
ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas por la embriaguez, habían
puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de repente oímos
un extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes, que de cada vez se
hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una inquieta mirada de desconfianza:
nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros, determinados a vender caras las vidas; pero
no pudimos por menos de permanecer inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un
hombre de elevada estatura completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con
la visera del casco, el cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían apenas
manejar, y poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamó
con voz hueca y profunda, semejante al rumor de una caída de aguas subterráneas:

-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en el castillo del Segre,
que tome esa espada, signo del poder.

Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de estupor, le


proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la cual
rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir a través de
las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos.

No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los juramentos, y a la


siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro misterioso jefe marchaba
siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni las lágrimas le
conmueven. Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en nuestras manos,
como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas; cuando las mujeres huyen
espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen a
nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz alegría a los gemidos, a las imprecaciones
y a los lamentos.

Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria, ni


participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se hunden entre las piezas
de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego enrojece su
espaldar y su cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando nuevas víctimas;
desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.

90
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un resto de
pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido de que es el mismo diablo en
persona.

El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse
de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas épocas al suplicio; pero el temible
jefe a quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no cesaba en sus desastrosas empresas.

Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y desesperados, no


acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de un todo con aquel
orden de cosas, cada día más insoportable y triste.

Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una
pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre de costumbres piadosas y
ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced a sus saludables
consejos y acertadas predicciones.

Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron los vecinos
de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la misericordia divina por
medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran, conoce al diablo muy de cerca y en
más de una ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se emboscasen durante la noche al
pie del pedregoso camino que sube serpenteando por la roca; en cuya cima se encontraba el
castillo, encargándoles al mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras armas para
aprehenderlo que de una maravillosa oración que les hizo aprender de memoria, y con la cual
aseguraban las crónicas que San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.

Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas esperanzas se habían


concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de Bellver, cuando sus
habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban unos a otros, con aire de
misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una poderosa
mula, había entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del Segre.

De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término, ni nadie
se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que gracias a la
oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como se refería.

Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa, la multitud se


lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a las puertas de la prisión. La
campana de la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más respetables se juntaron en
capítulo, y todos aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante sus
improvisados jueces.

Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para administrarse por sí
mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron un momento, pasado
el cual, mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle su sentencia.

91
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero debía
atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente multitud hervía
como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la cárcel, la conmoción
popular tomaba cada vez mayores proporciones; ya los animados diálogos, los sordos
murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en cuidado a sus guardas, cuando
afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.

Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente vestido de


todas armas y cubierto el rostro por la visera, un sordo y prolongado murmullo de admiración y
de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del pueblo, que se abrían con dificultad
para dejarle paso.

Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella armadura,
objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida de los arruinados muros
de la fortaleza maldita.

Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro penacho
de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos le habían visto
agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra del calcinado pilar en que
quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido personaje
que entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos así se creía. Los sucesos dirán cómo
esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras muchas, y por qué de este solemne acto de
justicia, del que debía aguardarse el completo esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y
más inexplicables confusiones.

El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo sucedió a
los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar bajo las altas bóvedas de
aquel recinto el metático son de sus acicates de oro. Uno de los que componían el tribunal, con
voz lenta e insegura, le preguntó su nombre, y todos prestaron el oído con ansiedad para no
perder una sola palabra de su respuesta; pero el guerrero se limitó a encoger sus hombros
ligeramente, con un aire de desprecio e insulto que no pudo menos de irritar a sus jueces, los
que se miraron entre sí sorprendidos.

Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o parecida
contestación.

-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzaron a gritar los
vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! Veremos si se atreve entonces a
insultarnos con su desdén, como ahora lo hace protegido por el incógnito!

-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.

El guerrero permaneció impasible.

-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.

92
La misma contestación.

-En el de los condes soberanos.

Ni por esas.

La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose sobre el
reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia a un santo, le abrió violentamente
la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que permaneció por un instante
herido de un inconcebible estupor.

La cosa no era para menos.

El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída sobre
la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío.

Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se estremeció


ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido sordo y extraño.

La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio, abandonaron


tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.

La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba
impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la vocería, que ya a nadie cupo
duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es, que el diablo, a la muerte del señor del
Segre, había heredado los feudos de Bellver.

Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la maravillosa armadura.

Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la atribulada villa


hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los que no tardaron muchos días en
tornar con la resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse, era breve y
compendillosa.

-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el diablo la ocupa,
fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.

Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en
concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud ocupaba sus
avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura, en corporación y con toda la solemnidad
que la importancia del caso requería.

Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio, un hombre
pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos circunstantes,
exclamando con lágrimas en los ojos:

-¡Perdón, señores, perdón!

93
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita dentro de la armadura
del señor del Segre?

-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de las
prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.

Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el


pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se encontraban
Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado guardián no les hubiera hecho
agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.

-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en


contra mía.

Todos guardaron silencio y él prosiguió así:

-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las armas vacías me
pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, a quien tal vez altas
razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir ni castigar.

En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme la


inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron a la cárcel traídas del
concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si misterio en ellas había,
me levantaba poco a poco y aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada puerta de su
calabozo; ni un rumor se percibía.

En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido en el muro;


arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros rincones, permanecían un día y
otro descompuestas e inmóviles.

Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando convencerme por mí
mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé a las
prisiones, levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en que todo no
pasaba de un cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo. Nunca lo hubiera
hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí sola, y mis dientes
comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el profundo silencio que me rodeaba,
había oído como un ruido de hierros que se removían y chocaban al unirse entre las sombras.

Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus hojas,
sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que después de
sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la mañana siguiente, que
me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando sólo que, después de mi caída,
había creído percibir confusamente como unas pisadas sonoras, al compás de las cuales
resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue alejando hasta perderse.

94
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal
concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.

Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la novedad, pedía a
grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia.

Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva persecución.


Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.

Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus perseguidores.


Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era ya muy difícil.

Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una horca;
en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de quitarle toda ocasión de
escaparse por esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían dos dedos de luz, se
encajaban, y pian pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones por
montes y llanos, que era una bendición del cielo.

Aquello era el cuento de nunca acabar.

En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas de la armadura, que
acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y rogaron al piadoso eremita, que un
día los iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse de ella.

El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres días en el fondo
de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen las diabólicas
armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se levantase una cruz.

La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios llenasen
de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.

En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos y profundos
gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos saltaban como si
estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas rojas, verdes y azules
danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo como si una legión
de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a su señor de aquel tormento.

Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdía su forma para
tomar la de una cruz.

Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que veinte
trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir
los golpes.

Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba a formarse la


cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como en una convulsión

95
espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que pugnaban por desasirse de sus
brazos de muerte, se enroscaba en anillas como una culebra o se contraía en zigzag como un
relámpago.

El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último, vencer al
espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.

Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta su
nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo ramilletes de lirios, ni los pastores
se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las severas
amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.

Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el invierno los
lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse sobre las reses; los
bandidos esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a su pie después que los
asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos tuercen su camino para liarse, silbando, al
asta de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.

Tres fechas
En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas
de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.

Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta cierto punto
insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de
insomnio una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba
más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.

Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios hubiera podido


escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes de que se cierren del
todo mis párpados, esas historias, cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso en ese punto
que separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y
acaso interesante.

No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así,
impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin
que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.

Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a
los capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente

96
por medio de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago
mil y mil variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.

Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las
cien generaciones que en ella han habitado; que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista,
y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con
la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus
entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:

«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que
estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano
demoledora y prosaica.»

Da entrada a esta calle por uno de sus extremos un arco macizo, achatado y oscuro, que
sostiene un pasadizo cubierto.

En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, el en cual crece
la hiedra, que agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de
pluma.

Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e


imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y
sus votos de cera.

Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y
tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y
extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras
toscas y desiguales, sin más adornos que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la
portada; otras son de ladrillos, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos o tres
ajimeces abiertos a capricho en un paredón grieteado, y un mirador que termina en una alta
veleta. Las hay con traza que no pertenece a ningún orden de arquitectura, y que tienen, sin
embargo, un remiendo de todas que son un modelo acabado de un género especial y conocido,
o una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte.

Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica
recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores, la de más allá unos pintorreados azulejos
en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez
procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.

El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada


por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento levantado
sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y
pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas

97
compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se encuentra en
esta calle: calle construida en muchos siglos; calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de
revueltas, donde cada cual al levantar su habitación tomaba un saliente, dejaba un rincón o
hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica
en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con
tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.

Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San
Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento
desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.

Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin
que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las
celosías de un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese, ni aun por
casualidad, el arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una
muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta,
abandonada por sus habitantes desde una época remota.

Una tarde sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos
paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni
concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival, rodeado de un
festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente
construido y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera,
una pequeña ventana con un marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules,
cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus
cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y transparente.

Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más
poderosamente contribuyó a que me fijase en ella, fue al notar que cuando volví la cabeza para
mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos
la persona que sin duda me miraba en aquel instante.

Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana, o mejor dicho, de la cortinilla, o más
claro todavía, de la mujer que la había levantado, porque, indudablemente, a aquella ventana
tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando
digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.

Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa
calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la
ventana, y la cortinilla se volvió a levantar.

La verdad es que realmente detrás de ella no vi nada; pero con la imaginación me pareció
descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.

98
Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba,
la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis
pasos, y yo desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.

Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel
claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una
columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al
rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y
abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella
ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de
sus ojos.

La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos
con su presencia como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un
jardín con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos,
que debía de haber allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger
flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba pensando
en... ¿quién sabe? Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños,
cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras permanecí en
Toledo!...

Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y


cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras, y
tomé un asiento en el coche para Madrid.

Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la
cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.

Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina
que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté, una fecha. Es la primera de
las tres, a la que yo llamo la fecha de la ventana.

II

Al cabo de algunos meses volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o
cuatro días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y provisto de una
mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no
estuviese concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso,
los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.

Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me
llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.

Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor
parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un

99
verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles
estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.

Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de
estas largas excursiones a través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles
llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la
población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.

La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se habían identificado,


por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso
de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones, crecían
a su sabor malvas de unas proporciones colosales, cerros de gigantescas ortigas, matas
rastreras de campanillas blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda, fina y de un verde
oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas
las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los
yermos y las ruinas.

Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los
otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y arrojadas en
diferentes épocas a aquel lugar: donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil
seguir un curso de geología histórica.

Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe,


pedazos de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo,
astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de
cuero, y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían a primera vista a
la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una mirada de chispas de
luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel, y que,
examinados de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros,
platos y vasijas, que, reflejando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas
microscópicas, y deslumbrantes.

Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de
varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor
parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e
inculto.

Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y digno de
estudio.

Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados
dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las
esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con
tiestos de flores, y su farol rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados vidrios
de las pedradas de los muchachos.

100
Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde
algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de
musgo: un paredón altísimo formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y
balcones tapiados con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo
con él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas
rojas, verdes o amarillentas, y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían
algunos tallos de enredaderas.

Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar
en la plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante
algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono
general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más
bello en su artístico desorden que todos los que se levantaban a su alrededor.

-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco,


colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me apercibí a trazar,
aunque ligeramente sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su
recuerdo.

Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de
aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis
lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.

Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo
estos renglones, puedan formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la
totalidad de su conjunto.

Figuraos un palacio árabe, con sus puertas enforma de herradura; sus muros engalanados
con lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de
azulejos brillanles: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas
columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una
atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas; y su
aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un
gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes, que al
descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores
altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y
las marañas de su interior; todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.

El opulento árabe que poseía ese edificio lo abandona al fin; la acción de los años comienza
a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca
castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto
rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los
cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo
torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá
construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte trozos de

101
alicatado reluciente, por otra artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura
ligero y puro, que da entrada a un salón gótico severo e imponente.

Pero llega el día en que el monarca abandona también aquél recinto, cediéndole a una
comunidad de religiosas, y éstas a su vez fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya
extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías: entre dos arcos
árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían
tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando unos restos y
levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden
concebirse.

Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso


en que los bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a
cuyos pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se
mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las saeteras del
murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los grandes huecos con
tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a una tabla de ajedrez; colocan cruces
sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas,
que tañen melancólicamente noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al
impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de
involuntaria tristeza.

Después pasan los años y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el
edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.

Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos en el ala de los tejados;
las golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la lechuza escogen para su guarida los
altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los
atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y
agudos.

Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales, hubieran podido únicamente
dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contraste, de poesía y de recuerdos,
como el que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir
con palabras.

Yo lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más
altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente, cuando
absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos
restos de otras edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura
prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que
tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué
pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía claramente sucederse las épocas, derrumbarse unos
muros y levantarse otros. Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar
a otras, y las primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas,

102
llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que
engendró pasiones y fue manantial de placeres: luego... qué sé yo... todo confuso, veía muchas
cosas revueltas, y tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores;
celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro
abierto, y sobre el libro una calavera; salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices y
adornados con trofeo de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a cruzar ante mis
ojos; monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos
muy negros; damas de perfil puro, de confinente altivo y andar majestuoso.

Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas, no pueden
recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la
palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento y pasándome la mano por los ojos para
convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte
nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede
caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que saliendo por uno de los
huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado
varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí; no era
posible que me equivocase... Estaba solo, completamente solo en la plaza.

En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador;
inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en
que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis
delirios del día. No la volví a ver más...

Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí, como una carga inútil
y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné aguardar
los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la
segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré un momento la anterior,
la de la ventana, y no pude menos de sonreirme de mi locura.

III

Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví a Toledo,
transcurrió cerca de año, durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su
recuerdo, al principio, a todas horas y con todos sus detalles; después con menos frecuencia, y
por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido
juguete de una ilusión, o de un sueño.

No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma
española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado a recorrer las calles,
sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.

El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente. El
cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más
extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en

103
sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor
de campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el alma
con su soplo glacial.

Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil
confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio, sin
que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de
orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas
en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente ideas de
arte y recuerdos históricos.

El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido, y
había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante,
cuando sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al
que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis
pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.

Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido, como
si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.

Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste.
Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mi espíritu era la causa de
esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos
lugares por la vez primera, hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que
existe desde la melancolía a la amargura.

Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que
nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana,
una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba,
formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de pronto con
una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como acometido de un vértigo.

Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la
de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por
medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando
con sollozos ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes, semejantes a la risa de
una mujer loca.

A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir


también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.

Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté a
uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:

-¿Qué hay aquí?

104
-Una toma de hábito -me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre
dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que
puse en su mano al dirigirle mi pregunta.

Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia
del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.

La iglesia era alta y oscura: formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas
delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica
coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba
colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de angelones con
escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones
dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se veía una multitud de
capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas
perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de una arquitectura árabe, gótica o
churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con humildes barandales
de madera; éstas, sumidas en las tinieblas, con una antigua tumba de mármol delante del altar;
aquéllas, profusamente alumbradas, con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos
de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.

Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica en su


confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la
iluminaba. De las lámparas de plata y cobre, pendientes de las bóvedas; de las velas de los
altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro, partían rayosde luz de mil colores
diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula;
rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien
matices diferentes, los que se abrían paso a través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos
estos reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían
como que luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían
destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las
capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La
ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los
sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en aquel momento las gradas, cubiertas de
alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para
dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.

Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que
lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de
quien sólo había visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la
pupila, como queriendo prestarle mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán
inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos fantasmas
blancos y negros que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso
resplandor de algunos cirios encendidos; una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos,
coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas

105
formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo, alumbrado por cuatro
velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los
lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto pude distinguir desde el
lugar que ocupaba.

Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos
acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los
incensarios perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus
manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.

Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la
virgen que iba a consagrarse al Señor.

¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de
las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda cima de una
montaña, un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y, alternativamente, ya parece una
mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la
cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos
amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas angulosas? Pues una
alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose
del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.

El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que
alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su
cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.

Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la
ceremonia.

La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los
sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que las ceñía
y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer,
hermana de las flores como todas las mujeres.

Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro
sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida
comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido
metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente
que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire
perfumado habría besado tantas veces...

La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes la repitieron, y todo
quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como
unos quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las
almenas y los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de color de las ojivas.

106
Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un
claustro gótico.

Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por
último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus
broches con mano trémula de emoción y cariño.

El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda
la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del
santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las
religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo, puñados de flores, entonando una
salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes con sus voces
profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que
parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que
pronuncian.

¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desde el fondo del coro con voces
plañideras y dolientes.

¡Dies irœ, dies, illa!, le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en
tanto las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se oía
vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.

Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural,
sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que a mi alrededor se formaba el
vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y
sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre,
que no se puede pintar; y que sólo pueden concebir los que lo han sentido...

Aún estaba clavado en aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí,
cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa le vistió el hábito, las monjas
tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas hileras, la condujeron como en
procesión hacia el fondo del coro.

Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz: era la puerta claustral que se había abierto.
Al poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor
de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro. Al mirarlo, tuve que ahogar un
grito. Yo conocía a aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla
contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro
mundo mejor, del que, al descender a éste, algunos no pierden del todo la memoria.

Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió como un vértigo,
pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas,
los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó

107
un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre
comenzaron a repicar; volteando con una furia espantosa.

Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor
buscando a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.

-Tal vez era sola en el mundo -dije; y no pude contener una lágrima.

-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo


tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.

-¿La conoce usted? -le pregunté.

-¿Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.

-¿Y por qué profesa?

-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron, en el mismo día, del
cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor Deán le dio el dote
para que profesase; y ya veis... ¿que había de hacer?

-¿Y quién era ella?

-Hija del administrador del conde de C.... al cual serví yo hasta su muerte.

-¿Dónde vivía?

Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.

Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea que brilla en la oscuridad
y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo
maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo...

Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal: la llevo escrita en
un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de donde no se borrará nunca.

Algunas veces, recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he


preguntado:

-Algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de
primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros,
llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un
claustro gótico; la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá
exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?

¡Quién sabe!

¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?

108
El Cristo de la calavera
I

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la
religión había apellidado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las
silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los
clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la del Cambrón, o en la embocadura del
antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas,
anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de
jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.

El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las
huestes reales, discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta
que, llegada al fin la víspera del día señalado de antemano por S. A. para la salida del ejército,
se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.

La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos
patios, alrededor de inmensas hogueras, y diseminados sin orden ni concierto, se veía una
abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, quienes, éstos aderezando
sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o
blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los
otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra, que entonaba un juglar
acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas
tocadas en el Sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o
ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o
refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente
acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto imposible de pintar con palabras.

Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los
yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas,
risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y
discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la
música del sarao.

Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía a
su vez un cuadro, si no tan fantástico, y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.

Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos formando un intrincado laberinto de
pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos

109
de tapices, donde la seda y el oro habían representado, con mil colores diversas escenas de
amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales
vertían un mar de chispeante luz un sin número de lámparas y candelabros de bronce, plata y
oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los
muros; por todas partes adonde se volvían los ojos, se veía oscilar y agitarse en distintas
direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas
aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso
cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban
sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y
calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con
pomo de filigrana y estoques de corte bruñidos, delgados y ligeros.

Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con
una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real,
llamaba la atención, por su belleza incomparable, una mujer aclamada reina de la hermosura en
todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por
emblema los caballeros más valientes; cuyos encantos eran asunto de las copias de los
trovadores más versados en la ciencia del gay saber; a la que se volvían con asombro todas las
miradas; por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían
agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de
la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.

Los que asistían de contínuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de
Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y
desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste, animado con una sonrisa que
había creído adivinar en sus labios; aquél, con una mirada benévola que juzgaba haber
sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa
remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había
dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos que al parecer,
si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de
su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un
mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo el uno, y el otro
Lope de Sandoval.

Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo
día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente
amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo
comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales en existencia en sus acciones y discursos.

En los torneos del Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había
presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, la habían aprovechado con
afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche,
impelidos sin duda por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los
brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado

110
una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas o
epigramas embozados y agudos.

Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno
de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa, objeto de aquel torneo
de palabras, aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de
intención que, ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que
halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el
punto más vulnerable del contrario: su amor propio.

Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más


crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien
las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros
relámpagos de los ojos, imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en
el seno de ambos rivales.

La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se


disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso
comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso
por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos
botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse
de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda, y cayó en la alfombra. Al verle
caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a
recogerle, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su
galantería.

Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una imperceptible
sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de
hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas
y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que
se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera.
En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies, ambos se habían
inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse cada cual le tenía asido por un
extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada, y decididos ambos a no
abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e
involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una
escena borrascosa, que en el alcázar y en presencia del rey podría calificarse de un horrible
desacato.

No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de
la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero
temblor nervioso, que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina
fiebre.

111
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse
en torno de los actores de la escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla,
daba vueltas de un lado a otro, como buscando donde refugiarse y evitar las miradas de la
gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes
habían ya cambiado, algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban
el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de
oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los
espectadores, y apareció el rey.

Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.

Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que
pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los
caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron sin dificultad al sentir el contacto de
la del monarca, y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una
dueña, parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado,
firme:

-Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer en otra ocasión donde al devolvérsele, os lo


devuelva manchado en sangre.

Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a
impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los
que la rodeaban.

Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya
pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la
sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.

Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, a un


desafío a muerte.

II

Al llegar la media noche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos
de la plebe que aguardaban con impaciencia este momento, formando grupos y corrillos en las
avenidas del palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los miradores y el
Zocodover.

Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una
animación y un movimiento indescriptible. Por todas partes se veían cruzar escuderos
caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas
de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de
armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas,
y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas de ricos paños,

112
llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la
multitud, que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados miraba desfilar con
asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un
esplendor fabulosos.

Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas
ojivas del palacio dejaron de brillar; atravesó por entre los apiñados grupos la última cabalgata;
la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre
las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba
el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de
los pasos de algún curioso que se retiraba el último, o el ruido que producían las aldabas de
algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del
palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos lados como
buscando a alguien que debía esperarle, descendió lentamente hasta la cuesta del alcázar, por la
que se dirigió hacia el Zocodover.

Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su


alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se
veía una sola luz; no obstante, allá a lo leios, y en la misma dirección en que comenzó a
percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el busto de
un hombre: era, sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.

El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse al Zocodover era Alonso
Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había
tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que saliendo de entre las
sombras de los arcos que rodean la plaza vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos
caballeros se hubieron reunido, cambiaron algunas frases en voz baja.

-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.

-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.

-Y ¿adónde iremos?

-A cualquiera parte en que se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un
rayo de claridad que nos alumbre.

Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas
calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas
de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla
y se confunden en seno de las sombras.

Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a
propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el

113
duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el
alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.

Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones


estrechos y tenebrosos, hasta que por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y
moribunda, en torno de la cual, la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.

Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía
ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su
nombre.

Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y apresurando el paso en su


dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.

Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor
enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendían de
la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda que lo iluminaba débilmente,
vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos
festones de hiedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie
de pabellón de verdura.

Los caballeros, después de saludar respetuosamente la imagen de Cristo, quitándose los


birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada,
echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal
con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los
aceros y antes que ninguno de los combatientes hubiesen podido dar un solo paso o intentar un
golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como
guiados de un mismo pensamiento y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos
combatientes dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas de sus espadas y levantaron los
ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en
que hicieron ademán de suspender la pelea.

-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo volviendo a
ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.

Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se
tocaron otra vez; mas al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así
mientras no se separaron los estoques.

-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope mirando al farolillo, que espontáneamente
había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y
extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.

-¡Bah! -dijo Alonso-. Será que la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los
devotos y escasea el aceite, por lo cual la luz, próxima a morir, luce y se oscurece a intervalos

114
en señal de agonía. Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de
defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez, no tan sólo volvió a rodearlos una sombra
espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz
misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval que parece que se queja y articula
palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.

Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla, ambos
jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus
manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por
sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.

La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se
disiparon.

¡Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo,
asombrado como él, como él pálido e inmóvil-; Dios no quiere permitir este combate, porque
es una lucha fratricida; porque un combate entre nosotros ofende al cielo, ante el cual nos
hemos jurado cien veces una amistad eterna.

Y esto diciendo se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una
fuerza y una efusión indecibles.

III

Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de
muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la
escena que acabamos de referir, exclamó dirigiéndose a su amigo:

-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un
duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos.
Vamos en su busca; que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz.
Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores mañana saldrá con el
rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.

-Pues tú lo quieres, sea -contestó Lope.

Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en
cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de
Tordesillas.

Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos
entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras
horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.

Animados con esta esperanza llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al
llegar a aquel punto, un ruido particular llamó su atención y deteniéndose en uno de los ángulos,

115
ocultos entre las sombras de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande
asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó
hasta el suelo con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés sin duda,
que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su
misterioso galán.

El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero
deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de
encontrar con una cara de asombro tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa
carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda
la plaza y llegó hasta el palacio.

Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas que se
cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.

Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que
marchaban a la guerra de moros teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo.
Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos
los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión que la de costumbre.
Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.

Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las
ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los
ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer
entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de
fuego de sus brillantes armaduras, y envueltos en una nube de polvo, los pendones reunidos de
las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que al saludar a la reina le
dirigieron los dos antiguos rivales que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la
vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.

La corza blanca
I

En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado
en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a
su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la
caza, de las rudas fatigas de los combates.

116
Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su
hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de
Azucena, que como se les entrase a más andar el día engolfados en perseguir a una res en el
monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, a una cañada por donde
corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar,
recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con
sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o
menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la
más empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de
los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante a la
del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las
apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos
cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para
libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un
palo, apareció el zagal que los conducía.

-A propósito de aventuras extraordinarias -exclamó al verle uno de los monteros de don


Dionís, dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el zagal, que de algún tiempo a esta parte
anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros
pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.

-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? -exclamó don Dionís con aire de curiosidad
picada.

-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba-: es el caso que, sin haber nacido en
Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo que
se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde,
dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de
quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.

-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?

-Se refiere -prosiguió el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más
sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para dejarle
en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorprendido
concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a
término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.

Mientras esto decía el montero, Constanza, que -así se llamaba la hermosa hija de don
Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por
conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio en donde el

117
zagal daba de beber a su ganado, y le condujo a presencia de su señor, que, para disipar la
turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre,
acompañando al saludo con una bondadosa sonrisa.

Era Esteban un muchacho de diez y nueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y
hundida entre los hombros; los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de
los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca,
pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de
la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes a los crines de un rocín colorado.

Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto a su moral, podía
asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le
conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen
rústico.

Una vez el zagal respuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con
el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del
suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a la que Esteban
comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el
asunto.

Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de
Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas
aventuras, decidiose éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor una mirada de
desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y
de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar su
discurso, que al fin comenzó de esta manera.

-Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho
para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas
oraciones a San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar: que Dios,
que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.

Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por
nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y a fe, a fe que después de todo, si el
diablo me lo toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos
Evangelios llevo cosidos a la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será
inútil el garrote.

-Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que
amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y ve derecho al asunto.

-A él voy -contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada de
un silbido para que se agruparan los corderos que no perdía de vista y comenzaban a
desparramarse por el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:

118
-Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores
furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas al contorno,
habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un
venado en ellos ni por un ojo de la cara.

Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de


acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de
Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:

-Pues, hombre, no sé el qué consista en que tú no los topes, pues de nosotros podemos
asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres o
cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por las huellas debía componerse de más
de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.

-¿Y hacia qué sitio segura el rastro? -pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba con
la tropa.

-Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.

No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los
chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el
bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse el
ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude
distinguirla ninguno.

No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla de este río,
como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos,
donde ni a la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos,
algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el rastro
de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano
sin ponderación alguna.

Al decir esto, el mozo instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación,


dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado de un
precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos don
Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró a esconderlo,
exclamando con el tono más natural del mundo:

-¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este tamaño sólo se
encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.

-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal cuando Constanza hubo concluido-, no que
otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar
los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un poco el sueño,
aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se

119
movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado, y
poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las
ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que
hablaban entre sí, con un ruido y algarabía semejante al de las muchachas del lugar, cuando
riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la
cabeza.

Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que
crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un
pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, enteramente a mis
espaldas, tan cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y
vibrante, que dijo... creedlo, señores, esto es tan seguro como me he de morir... dijo... claro y
distintamente estas propias palabras:
¡Por aquí, por aquí, compañeras,
que está ahí el bruto de Esteban!
Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por
más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba en los ojos, y dando rienda a su buen
humor, prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír y de
los últimos en dejarlo, fueron don Dionís, que a pesar de su fingida circunspección no pudo
menos de tomar parte en el general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba a
Esteban todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una loca hasta el punto de saltarle las
lágrimas a los ojos.

El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración había producido,
parecía todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él
tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir
algo a través de los cruzados troncos de los árboles.

-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le preguntó unos de los monteros notando la
creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija risueña de
don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.

-Me sucede una cosa muy extraña -exclamó Esteban-. Cuando, después de escuchar las
palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las
había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en donde
yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por cima de los carrascales y los lentiscos, se
alejó seguida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas como la blanca que las iba
guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría
que aún me está sonando en los oídos en este momento.

-¡Bah!... ¡bah!... Esteban -exclamó don Dionís con aire burlón-, sigue los consejos del
preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea que
haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya estás provisto de los
Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que empiezan a

120
desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio:
Pater noster y garrotazo.

El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de


jabalí y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de los
palafreneros, despidiose de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos, comenzó a
voltear la honda para reunir a pedradas los corderos.

Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor eran ya
pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los
campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen las caballerías que andaban paciendo
sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo seña a los unos para que
soltasen las traíllas, y a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la
chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.

II

Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de
la familia, y por tanto el más querido de sus señores.

Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño hablase
acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y satisfacer el más leve de sus
antojos.

Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de
marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la
caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de
Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.

Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la
exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una
especie de general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con
que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y
rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron
sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.

Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la
incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de roca y un corazón
de hielo para permanecer impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular por su
belleza y sus raros atractivos.

La Azucena del Moncayo, llamábanla en veinte leguas a la redonda, y bien merecía este
sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que, como a las azucenas, parecía
que Dios la había hecho de nieve y oro.

121
Y, sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa castellana de
Veratón no era tan limpia de sangre como bella y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de
alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber en estas
murmuraciones nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida
bastante azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta del
monarca aragonés, del cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchose a
Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último a encerrarse en su
castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos países remotos. El único
que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a
don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había ya muerto hacía
bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio hijo, que varias veces
y con muestras de grande interés se lo había preguntado.

El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la


extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta
la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como la noche, siendo blanca y rubia como
el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aún el mismo
Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su señora era algo
especial y no se parecía a las demás mujeres.

Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único que
oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo
menos de sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que abandonó
el soto en que habían sesteado comenzó a revolver en su mente las más absurdas
imaginaciones.

-No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura aprensión de Esteban, que es un
completo mentecato -decía entre sí el joven montero mientras que, jinete en un poderoso
alazán, seguía paso a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto
distraída y silenciosa, y retirada del tropel de los cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta-.
Pero ¿quién dice que en lo que refiere ese simple no existirá algo de verdad? -prosiguió
pensando el mancebo-. Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien
puede haberla, puesto que si se ha de dar crédito a las cantigas del país, San Huberto, patrón
de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese coger viva una corza blanca para ofrecérsela a
mi señora!

Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a


esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente para
tornar al castillo, separose sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más
espeso e intrincado del monte.

La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de su
castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentose con su hija a la mesa.

122
-Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba
allí para servirla como tenía de costumbre.

-No sabemos -se apresuraron a contestar los otros servidores-; desapareció de entre
nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos visto.

En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara
más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.

-Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose a Constanza-, perdonadme si he faltado un


momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi caballo, como aquí,
sólo me ocupaba el serviros.

-¿En servirme? -repitió Constanza-: no comprendo lo que quieres decir.

-Sí, señora, en serviros -repitió el joven-, pues he averiguado que es verdad que la corza
blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla
visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón San Huberto
que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al castillo.

-¡Bah!... ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire de zumba, mientras hacían coro a sus
palabras las risas más o menos disimuladas de los circunstantes-; déjate de cacerías nocturnas y
de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples, y si te empeñas
en andarle a los talones, va a dar que reír contigo cómo con el pobre Esteban.

-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo posible la cólera que
le producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo no me he visto nunca con el diablo, y,
por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer
menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.

Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero
deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a decir en el mismo tono:

-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en
la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes
de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?

-¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de
ballesta, aunque me hiciese más momos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance,
sino en latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.

En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desesperante gravedad a través de la
que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asendereado mozo los
consejos más originales del mundo, para el caso de que se encontrase de manos a boca con el
demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba

123
sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto que los otros
servidores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.

Mientras duró la colación prolongose esta escena, en que la credulidad del joven montero,
fue por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron
los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo
se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a
pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en su propósito o desistiría completamente
de la empresa.

-¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba:- mayor
mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por el contrario, es verdad lo que nos ha
contado Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi triunfo!

Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de
la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna del castillo para tomar la vereda del
monte.

Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban,
debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba a remontarse con lentitud por
detrás de los cercanos montes.

A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para
colocarse al acecho de las reses, anduvo un buen rato de acá para allá examinando las trochas
y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río
y la profundidad de sus aguas.

Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se
encontraba, agazapose en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo
pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echado en tierra.

El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía siguiendo las
sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una vertiente, deslizándose desde allí
bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo
entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de
escondrijo al montero.

Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces que
inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y
los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las
campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.

El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno de su


flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un
relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.

124
Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto
en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran
espacio de tiempo.

Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.

Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad,
comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de las
flores silvestres y las caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor en que
parecía estar impregnada la Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había
estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir
que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves e
indecisas.

Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia y el sueño,
entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente
dormido.

Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando
a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los
ojos sobresaltado, e incorporándose a medias lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí
de improviso después de un sueño profundo.

En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un
extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o cantaban
cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y confusa
como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.

Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.

-Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal -exclamó Garcés restregándose
los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído oír no era más
que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el
oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y
dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba a reclinar de nuevo la
cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces que,
acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas cantaban así:

CORO

«El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.

Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.

El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el
amanecer.

125
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.

Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.

Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.

Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»

Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo
inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y
no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas, que en tropel y salvando los
matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a escuchar otras jugueteando
entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del
monte con dirección al remanso del río.

Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando,
corriendo, parándose y tornando a correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies,
iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro
fondo de los árboles.

Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y


maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó
un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni
en sus movimientos ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que
no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones
nocturnas.

A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así, y


riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en
averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.

Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra por
detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que
antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite esperó el tiempo suficiente
para que las corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas
empezó a escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate a golpes o se agita
con violencia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones,
apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una de las rodillas.

Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada, dio un paso hacia
adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la
ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto
que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario grito de asombro.

126
La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y
como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la
intranquila superficie del río, y hacía ver los objetos como a través de una gasa azul.

Las corzas habían desaparecido.

En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de
las cuales unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de
las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas.

En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas,


sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza a transparentarse a través de las
blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con
los colores de la fantasía una escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del
atónico Garcés.

Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo
suspendidos de los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra del césped, las
muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían
en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una
menuda lluvia de rocío.

Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las
verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor a medio abrir, cuyo
flexible tallo más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de
las ondas.

Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase suspendida de la rama de un
sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al
pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún al borde del
agua con los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y
estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa
ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso
abandono, e hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.

Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada los
infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con
alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne y
rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde
permanecían largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que
nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.

La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin saber donde fijarse,
hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel, y rodeado de un
grupo de mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas

127
vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la
incomparable Constanza.

Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al


testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.

No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del
desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se
convencía de que aquella mujer era Constanza.

No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas
pestañas, que apenas bastaban a mortiguar la luz de sus pupilas; suyas aquella rubia y
abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus
redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso, que sostenía su
lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío,
y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a
manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve
que el sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.

En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los
ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron
nuevamente a cantar estas palabras con una melodia dulcísima.

CORO

«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla
plateada.

Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, venid en vuestros carros de nácar, a
los que vuelan uncidas las mariposas.

Larvas de las fuentes, abandonad el techo de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia
de perlas.

Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!

Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de


insectos de luz y de oro.

Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.

Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.

Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»

Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de
los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un impulso más poderoso que su voluntad,

128
deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y
convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto
se rompió, desvaneciose todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vio ni oyó
más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus
nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando
de un salto los matorrales, cuál ganando a todo correr la trocha del monte.

-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo -
exclamó entonces el montero- pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe dejándome
entre las manos la mejor presa.

Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre
el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por
desasirse. Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se
volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:

-Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó caer al suelo
el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su amante. Una sonora y estridente
carcajada vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos
instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla
hecha al montero.

-¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta
con una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi
alcance; y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fue a perderse en la
oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después
unos gemidos sofocados.

-¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si será
verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que pasaba, corrió en la
dirección en que había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó
al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta,
y tuvo que agarrarge al tronco de un árbol para no caer a tierra.

Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su propia sangre,
entre las agudas zarzas del monte.

La rosa de pasión

129
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una
muchacha muy buena y muy bonita.

Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos que
iba arrancando uno a uno de la flor que da a su nombre esta leyenda.

Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca, os
conmovería como a mí me conmovió la historia de la infeliz Sara.

Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante.

En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi
escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia muzárabe y los sombríos y
blasonados muros de una casa solariega, tenía hace muchos años su habitación raquítica,
tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.

Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más que ninguno
engañador e hipócrita.

Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el
día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de
metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes del
Zocodover las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.

Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó
junto a un caballero principal o un canónigo de la primada sin quitarse una y hasta diez veces el
mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de
sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes salutaciones acompañadas de
aduladoras sonrisas.

La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre


a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía
límites.

Inútilmente los muchachos, para desesperarte, tiraban piedras a su tugurio; en vano los
pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los
nombres más injuriosos o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el dintel
de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una
sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su
nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños,
verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida
cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil
baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se componía su tráfico.

130
Sobre la puerta de la casucha del judío y dentro de un marco de azulejos de vivos colores,
se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos.
Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo
partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas
trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los
edificios ruinosos.

En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez,
único abierto en el musgoso y grieteado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta
de Daniel.

Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por
casualidad a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y a Daniel acurrucado junto a su
yunque, exclamaban en alta voz admirados de las perfecciones de la hebrea: -¡Parece mentira
que tan ruin tronco haya dado de sí tan hermoso vástago!

Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un
sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila,
como una estrella en el ciclo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían
recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de una hada. Su tez
blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas
diez y seis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias
precoces y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago
despertar del deseo.

Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la habían


solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a los homenajes de sus adoradores y a los
consejos de su padre, que la instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el
mundo, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña
conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin un día, cansado de sufrir los desdenes de
Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún
secreto importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y le dijo:

-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?

El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo martilleo y, sin
mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:

-¿Y qué dicen de ella?

-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... qué sé yo... muchas cosas... Entre otras, que tu
hija está enamorada de un cristiano...-Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se
detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.

131
Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente sin decir palabra, y bajando otra
vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:

-¿Y quien dice que eso no es una calumnia?

-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al
oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven hebreo admirado de que sus sospechas
primero y después sus afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.

Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar
a un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de metal de una guarnición con una
pequeña lima, comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuese
repitiendo su labio las ideas que cruzaban por su mente.

-¡Je! ¡je! ¡je! -decía riéndose de una manera extraña y diabólica-. ¿Conque a mi Sara, al
orgullo de la tribu, el báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro
cristiano?... ¿Y vosotros creéis que lo hará? ¡Je! ¡je! -continuaba siempre hablando para sí y
siempre riéndose, mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el metal con
sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere
ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los
codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡je! ¡je! ¿Crees tú por ventura que Daniel
duerme? ¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante... que bien puede ser, y ese
amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con
ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees
tú que Daniel se dejará así arrebatar su tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?

-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-, ¿sabéis acaso?...

-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda-, sé más que tú, que
nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo... Adiós; avisa a
nuestros hermanos para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo
estaré con ellos. ¡Adiós!

Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la calle, recogió sus
trabajos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la
tiendecilla.

El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobre sus premiosos goznes, impidió al
que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez que en aquel punto cayeron de golpe,
como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.

II

Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las
tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, o referían al amor de la
lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos, dejó un

132
rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guarda,
en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús. Reinaba en
la ciudad un silencio profundo: interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los
guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos
del viento que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las
calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los
molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo y sobre las que se
asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos
senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien al parecer
aguardaba con impaciencia.

-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que esta noche anda
revuelta toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con
Satanás, qué todos acuden a mi barca teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada
bueno, cuando así evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San
Servando...; pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su palma, que
yo en nada entro ni salgo.

Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los remos, y cuando Sara,
que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al
barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla
opuesta.

-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado
de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.

-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-; ¡un enjambre! Parece que esta noche
será la última que se reúnen.

-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?

-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar esta noche... Yo no sé
para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.

Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo
silencio y como tratando de coordinar sus ideas. -No hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha
sorprendido nuestro amor y prepara alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa adónde
van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderle.

Cuando Sara se puso un instante de pie, y como para alejar las horribles dudas que la
preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial,
la barca tocaba a la orilla opuesta.

133
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea arrojando algunas monedas a su conductor y
señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas-, ¿es ese
el camino que siguen?

-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro desaparecen por la izquierda. Después el
diablo y ellos sabrán adónde se dirigen -respondió el barquero.

Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se le vio
aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y
cortadas a pico: después, y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su
negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por último desapareció entre
las sombras de la noche.

III

Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y
como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del
Moro, existían, aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la
conquista de los árabes.

En el atrio que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y
hierbas parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el destrozado capitel de una columna,
ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles y grotescos, e
informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos
rotos y cubiertos de hiedra.

Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había
señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que debía seguir;
pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.

En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía. Daniel, que no era ya
el viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo cólera de sus pequeños y redondos
ojos, parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de
saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse
dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una
horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que había
estado meditando días y días mientras golpeaba impasible el yunque en su covacha de Toledo.

Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que
hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada. Al
rojizo resplandor de una fogata que proyectaba la forma de aquel círculo infernal en los muros
del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz,
mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o aplastaban sobre una piedra las
puntas de los enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente; recordó que a
los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente

134
la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera
calumnia, inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos.

Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles
instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban la víctima.

Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe
inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse a la
vista de aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentose de
improviso en el dintel del templo.

Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; y Daniel, dando un paso hacia
su hija en ademán amenazante, le preguntó con voz ronca: -¿Qué buscas aquí, desdichada?

-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y resuelta- todo el baldón
de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si
ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque el cristiano a quien aguardáis
no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.

-¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-, Sara, eso no es verdad; tú no puedes


habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos; y si es verdad que
los has revelado, tú no eres mi hija...

-No; ya no lo soy: he encontrado otro padre, un padre todo amor para los suyos, un padre
a quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y que murió en ella por redimirnos,
abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy
cristiana y me avergüenzo de mi origen.

Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo pone el cielo en
boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea, y derribándola
en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró como poseído de un espíritu infernal hasta el
pie de la Cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse
a los que les rodeaban:

-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su
religión y a sus hermanos.

IV

Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los aires tocando a gloria, y
los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los judas de paja, ni más ni
menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de
su tenducho, como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar
a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las
celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa
hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores.

135
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces
nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador; flor
extraña y misteriosa que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la
derruida iglesia.

Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella maravilla, añaden que se
hallo el esqueleto de una mujer, y enterrados con ella otros tantos atributos divinos como la flor
tenía.

El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años con
veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante
común, se llama Rosa de Pasión.

FIN DEL TOMO PRIMERO

136
Obras completas de Gustavo Adolfo
Bécquer
TOMO SEGUNDO

Creed en Dios
Cantiga provenzal
«Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,
barón de Fortcastell. Noble o villano,
señor o pechero, tú, cualquiera que seas,
que te detienes un instante al borde de mi sepultura,
cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por mí.»
I

Nobles aventureros que, puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre
un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y
vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas: si al atravesar el
quebrado valle de Montagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis
encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oídme.

II

Pastores que seguís con lento paso a vuestras ovejas, que pacen derramadas por las colinas
y las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por
entre los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del verano y en una siesta de fuego habéis
encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos
musgosos pilares besan las ondas, oídme.

III

Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra
humildad: si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut a
coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el
sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto

137
para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y
los jacintos más azules, oídme.

IV

Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por
los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes a
lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la
componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda la piedra.
En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón de
Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina historia.

Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un


ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo
realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa
que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba, ora replegándose
sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin entre unas zarzas.

-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando a sus
servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.

Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil y presa de
un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las
breñas y se remontó a las nubes.

La serpiente había desaparecido.

II

Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su padre pereció algunos años
después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.

Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse a un
huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre.
Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a
los monjes, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no
maldijese.

III

Un día que salió de caza y que, como era su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la lluvia
a toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos,
con perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable
sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter impetuoso,

138
le conjuró, en nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada en sus manos, a que
abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al Papa la absolución
de sus culpas.

-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo al oírle-; déjeme en paz; o, ya que no he
encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como a un jabalí para
distraerme.

IV

Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó a
contestarle: -Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona, y
que si muero a tus manos, borrará mis culpas del libro de su indignación, para escribir tu
nombre y hacerte expiar tu crimen.

-¡Un Dios que castiga y perdona! -prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada-. Yo
no creo en Dios, y para darte una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido; porque,
aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro!
Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos a darle caza
a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus altares.

Ya, después de dudar un instante y a una nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a
desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su
ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote murmurando una plegaria,
elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado
recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de -¡Al
jabalí! -¡Por las breñas! -¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a
las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores los
caballos y los lebreles.

VI

-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón subiendo a su corcel, sin apoyarse en el estribo
ni desarmar la ballesta. -Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas -le respondieron.
Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del
caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.

Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al
aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la
cabeza a los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre
el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.

VII

139
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado que los de sus
servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o tres veces, dejándole la brida sobre el cuello
al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos y echándose al hombro la ballesta para
herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los espesos matorrales, tornaba a
desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma.

Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, e
internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los
ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad
maravillosa.

VIII

Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el brazo y voló la saeta que fue a
clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso bufido. -
¡Muerto está! -exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo a hundir por la centésima
vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en balde huye. El rastro de la
sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la bocina la señal del
triunfo para que la oyesen sus servidores.

En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus
contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado arrojando por la hinchada nariz cubierta de
espuma un caño de sangre.

Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba a
acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.

IX Pintar la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus
blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío. Llamó a grandes voces a sus servidores,
y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se
mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación. -Le seguiré a la carrera, aun
cuando haya de reventarme -exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose a
seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a sus espaldas, se entreabrieron las ramas de
la espesura y se presentó a sus ojos un paje que traía del diestro un corcel negro como la
noche.

-El cielo me lo envía -dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El
paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera
extraña al presentarle la brida.

El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque; dio un bote increíble, un
bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire comenzó a zumbar en los oídos del
jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero a un

140
escape tan rápido que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por el vértigo,
tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines.

Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría,
corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él, sin saber por dónde, sintiendo
que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el
viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe.

XI

Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una
mirada inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos lugares para él
completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y
aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su
vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles
angostos, herizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado
de la cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas
de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de
un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los
gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos
fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y mil y mil
otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en
una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la
tierra.

Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que escucháis mi relato: si os


maravilla lo que os cuento, no creáis que es un fábula tejida a mi antojo para sorprender vuestra
credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición y la leyenda del sepulcro que
aún subsiste en el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis
palabras.

Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan cierto como
lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesía el
desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero nunca me apartaré un punto de la
verdad a sabiendas.

II

Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío,
no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que
los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el
vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin salir del término de su
señorío. Ya no le quedaba duda de que era juguete de un poder sobrenatural, que le

141
arrastraba, sin que supiese adonde, a través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de
formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor de
un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas a desprenderse.

El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos y


encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse unas tras otras ante los
espantados ojos de su jinete.

III

Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al
huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas que relampagueaban arrojando
chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera del Señor, cruzar como un
formidable ejército sobre las alas de la tempestad.

Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las tormentosas nubes semejantes a un mar de
lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima
le contempla el atónito peregrino.

IV

Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo
dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel de plata sobre la superficie de un
lago azul.

Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego,
y en su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes entre las llamas, y desde su ardiente
seno entonan al Criador himnos de alegría.

Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas, y vio el arco iris,
echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al primer cielo del segundo.

Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra: vio bajar muchas y subir pocas.
Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le cubría
con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban en silencio y con lágrimas en los
ojos; los que no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas de Abril.

Después, las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio como cortinas de gasa
transparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros templos el velo de los
altares; y el paraíso de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.

VI

Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas
de piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus

142
sueños el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con sus largas y
flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin,
coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre
toda ponderación, Nuestra Señora de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles, el
amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.

VII

Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde se sienta la Virgen María. El ánimo
de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna
soledad; el eterno silencio viven en aquellas regiones; que conducen al misterioso santuario del
Señor. De cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un
puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos, ráfagas
semejantes a las que anunciaban a los profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó a
un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de
un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño, revolotean en derredor de las últimas
flores.

VIII

Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que
decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos
que creemos que nadie oye.

Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes,
los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los
limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los
himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces, que palpitaban aún en el éter
luminoso, la voz de su santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la suya.

IX

Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos y roncos,
blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la
desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos de la impiedad.

Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en una
tarde de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose a las
otras voces en medio de aquel concierto infernal.

-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decían aún su acento agitándose en aquel océano
de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.

143
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni
él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó al cabo al último círculo de la espiral de
los cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples alas y
prosternados a sus pies.

Él quiso mirarlo.

Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante
retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que
arroja un volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como
cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.

La noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas
frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre
el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor
una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su
corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones
desconocidas y misteriosas.

Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano


bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco de una campana distante
que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.

-Habré soñado dijo el barón; y emprendió su camino a través del bosque, y salió al fin a la
llanura.

II

En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo
sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la noche. -Mi castillo está lejos y estoy
cansado -murmuró-; esperaré el día en un lugar cercano -y se dirigió al lugar. Llamó a una
puerta. -¿Quién sois? -le preguntaron. -El barón de Fortcastell -respondió, y se le rieron en sus
barbas. Llamó a otra. -¿Quién sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. -Vuestro señor -
insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen-; Teobaldo de Montagut. -¡Teobaldo
de Montagut! -dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja-; ¡Teobaldo de Montagut el
del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes
honradas para decirles chanzonetas insulsas.

III

Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó
cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado, con los sillares de las derruidas almenas;
el puente levadizo, inútil ya se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de
orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al

144
arco principal de la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no
se veía un solo soldado; y, confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un
murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnífico.

-¡Y éste es mi castillo, no hay duda! -decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un
punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-. ¡Aquél es mi escudo, grabado aún
sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que domino, el señorío de
Fortcastell...

En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su
dintel un religioso.

IV

-¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó Teobaldo al monje.

-Yo soy -contestó éste- un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio del Montagut.

-Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no es un señorío?

-Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho tiempo... A su último señor, según cuentan, se lo
llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese en el feudo, los condes soberanos
hicieron donación de estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá
cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?

-Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio-; yo soy... un


miserable pecador que arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a vuestro abad, y a pedirle
que lo admita en el seno de su religión.

La promesa
I

Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas
corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la
tierra hacia la que había doblado su frente.

Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla,
y viéndola llorar tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.

Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban;
el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del
soto.

145
Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz
que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el
fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores
estrellas.

Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y
como si hablase consigo mismo:

-¡Es imposible... imposible!

Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con
acento más cariñoso y suave:

-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay
algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara
parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando, que va a sacar a
Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y
sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo
su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono,
mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán
maravillados de no verme: -¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara? Y mi
señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa: -El escudero del
conde no es más que un galán de justes, un lidiador de cortesía.

Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su
amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.

Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:

-No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a
alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre
oscuro...

El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos
en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces volveré en tu busca y nos iremos
juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y
más azul que el de Castilla.

Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse
en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.

-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme-.
Ve, ve a mantener tu honra; -y al pronunciar estas palabras, se arrojó por última vez en brazos
de su amante. Después añadió con acento más sordo y conmovido:- Ve a mantener tu honra
pero vuelve..., vuelve a traerme la mía.

146
Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles
del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.

Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la
noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde la aguardaban sus
hermanos.

-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara
con todos los vecinos del pueblo para ver al conde que se marcha a Andalucía.

-A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver -respondió
Margarita con un suspiro.

-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros y has de venir compuesta
y alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que tus amores
se van a la guerra.

II

Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó a oírse por todo el campo
de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en
numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la
torre más alta de la fortaleza.

Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos
vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá formando
un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el
espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el
toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se
levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las
pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.

La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las
brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la
comarca por su esplendidez y sus riquezas.

Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz
alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros, y
requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.

A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos
bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.

Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un
potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de rico-hombre con sus motes y sus calderas,
y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.

147
Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la
tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.

Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería, comenzó a


oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de
largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los
aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de
escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.

Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando
chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo formados en
gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.

Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y
penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y seguido de los
escuderos de su casa, apareció el conde.

Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa vocería se
ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un rayo
en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita que
había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara,
uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla.

III

El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas
hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira,
donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los
infieles.

El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido,


terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio,
con esa vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a
su alrededor.

A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en
aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la
explosión de su cólera. -¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste
vais al combate y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros
duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado; y si corro a vuestro lecho, os
miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se
desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo
de mi memoria como en un sepulcro.

148
El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si
las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia,
salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz
grave y reposada:

-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he
callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede.

Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno


deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.

¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de
Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más
reñido del combate, mi caballo herido y ciego de furor se precipitó hacia el grueso de la hueste
mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el
fogoso animal corría llevándome a una muerte segura.

Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas
para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos: el caballo estaba a algunos
pies de distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos, cuando..., créeme, no fue una
ilusión, vi una mano que agarrándole de la brida lo detuvo con una fuerza sobrenatural, y
volviéndole en dirección a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.

En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía, nadie le había visto.

-Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me dijeron-, ibais solo,


completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no
obedecía al jinete.

-Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación


el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho, torné a ver la misma mano, una
mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después de
descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa
que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de
Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los
banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en
mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el
combate, de día, de noche.... ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis
hombros.

Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como
fuera de sí y embargado de un terror profundo.

149
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no
insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente
conmovida:

-Venid..., salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras


sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo.

IV

El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la
margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso
horizonte, se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por
encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y
entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes
de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas
por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían
cuatro llamas.

La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había
traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península, no
faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también; llamados por la fama, a
unir sus esfuerzos a los del santo rey.

Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y


colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos
partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras o
símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles
de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados que
hablando dialectos diversos, y vestidos cada cual al uso de su país y cada cual armado a su
guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.

Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de
alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el
vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y
componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más
expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza;
y el rumor de los atambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes
ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían a
sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban
las ordenanzas de los maestres de campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes,
prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposibles de
pintar con palabras.

El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados
grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista

150
ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo,
cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus
acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.

Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda
que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas de las baratijas que
anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero,
mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una
bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner
colorado a un ballestero con oraciones devotas, historias de amores picarescos con leyendas
de santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y
confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con
palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el
templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos
maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de
brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de
todos los lugares de España: joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas
de alquimia de vidrio y de plomo.

Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores,
comenzaba éste a templar una especie de bandolín o guzla árabe con que se acompaña en la
relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con
mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados
de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa y con un aire
monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo.

El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el
título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su
ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance
de la mano muerta.

Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio, pero el
conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta cantiga:

I
La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

151
II
El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que le ha conocido,
con gran aflicción gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
III
Su hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
-Nos has deshonrado, dice.
-Me juró que tornaría.
-No te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
IV
Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que la echaban,
la mano no se cubría:
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos,
que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se encontraba el romero, y
cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:

-¿De qué tierra eres?

-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.

-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? -volvió
a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.

152
-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable-,
esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara y se refiere a una
desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al
enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al
hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.

En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara,
he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del
casamiento del conde.

Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de
Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el
prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.

Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado, que al llegar la
primavera se cubre espontáneamente de flores.

La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.

El beso
I

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica
Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas
diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más
grandes y mejores edificios de la ciudad.

Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de la casa de


Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de las
comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias
consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo
lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en
sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen
desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los
cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta
unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con
admiración nuestras abuelas.

153
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta
pasos de su gente hablando a media voz con otro, también militar a lo que podía colegirse por
su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo,
parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.

-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento que se nos prepara es
tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una
plaza.

-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que efectivamente era un sargento
aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan
de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. El
convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos
cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias
que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.

-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el extraño
alojamiento que la casualidad le deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De todas
maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y algo es
algo.

Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía, siguieron en
silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra
silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus
tejados de crestas desiguales y oscuras.

-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán,


que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de
manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.

Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados
que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que
inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer
hogueras con que calentarse por las noches.

Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en
el interior del templo.

A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves
y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento
aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por una
todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pie a tierra a
su gente, y, hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.

154
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada, en el altar mayor
pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo con que lo habían cubierto los
religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos
adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz
los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios
puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas
inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a la largo del
crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles
fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus
tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.

A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía una jornada de
catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más
natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en
toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se
quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban
sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban
impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares,
formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se
reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.

Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida
de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie
de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la
cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José
en su palacio de Madrid.

Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco
fue apagándose el murmullo de sus voces.

A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas
vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían
sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos
del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote a lo largo del pórtico.

II

En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria,
lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus
muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e
insufrible.

Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron
en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o

155
arqueólogos, no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de
los Césares.

En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona
quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que
la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del movimiento estratégico
de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera
a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de
comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de base a nuevas
quejas, críticas y suposiciones.

Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron al día
siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que
la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y
descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba
alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del
recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado
para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro
capitán despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con
penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble
con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe
seco y agudo de sus espuelas de oro.

Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi
todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la
curiosidad y la gana de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su
carácter original y extraño.

Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y


preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades
que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes
rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar al tema obligado, esto es, las
penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los
alojamientos.

Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal talante
con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le
dijo con aire de zumba:

-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?

-Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que no he dormido
gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer
bonita no es seguramente el peor de los males.

156
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recién
venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.

-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más
soportable el ostracismo -añadió otro de los del grupo.

-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la
conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que
se llama una verdadera aventura.

-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como
éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él
comenzó la historia en estos términos:

-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de
camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e
incorporarme sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un
instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón
me cantase a la oreja.

Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa
endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han
colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de
reposo.

Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una vez
apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño,
cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la
dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla
mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.

Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán sin
atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:

-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba
confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de
colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro
fondo de las catedrales.

Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración,
sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las
purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco flotante,
me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes
imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!

157
Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba
respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.

Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un
espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la
luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba
verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto
lóbrego y misterioso.

-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a


broma la historia, había concluido interesándose con su relato -¿cómo estaba allí aquella mujer?
¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?

-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni


verme, ni oírme.

-¿Era sorda?

-¿Era ciega?

-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.

-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa-, porque
era... de mármol.

Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro


prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina
historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:

-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un


verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra
disposición, ya que, a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.

-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus
compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama
castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro,
sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que lo cubre, inmóvil, con
las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.

-De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de
Galatea.

-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo a
comprender la pasión del escultor griego.

-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en
presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres

158
te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos
hasta celoso.

-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin
embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de
mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues
bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido que me
tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.

Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del
estrambótico enamorado de la dama de piedra.

-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.

-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.

-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los
demás.

-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven capitán,
recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos-. A
propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne,
verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como
sabéis, es algo pariente.

-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres


exclamaciones.

-¡Se beberá vino del país!

-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!

-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.

-Conque... ¡hasta la noche!

¡Hasta la noche!

III

Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y
cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral
anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último
toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido
reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en
que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las prometidas botellas,
que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.

159
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color
de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la
moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las veletas de
hierro de las torres.

Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su
nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar
algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la
escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.

-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-, que el
local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.

-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha
dificultad se ven los dedos de la mano.

-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia -añadió un
tercero arrebujándose en el capote.

-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh,
muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y
enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.

El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la


sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue apilando al pie
de las gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos
fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una
columnilla salomónica; por allá, la imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme
cabeza de un grifo asomado entre hojarascas.

A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el ámbito de
la iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.

El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera
hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los convidados:

Si gustáis, pasaremos al buffet.

Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico


saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la
escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la
tumba, les dijo con la finura más exquisita.

-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis


conmigo en que no he exagerado su belleza.

160
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de
asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.

En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un


reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de
una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo
pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.

-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.

-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.

-No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este
calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.

-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al
capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.

-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a duras penas, descifrar
la inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y, a lo que he podido colegir, pertenece a
un título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo
he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de Castañeda, y por mi fe
que, si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.

Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista el principal
objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de
la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.

A medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso
Champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de
los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados a los pilares los
cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones báquicas y
escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal
de aplauso o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.

El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de
doña Elvira.

Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del confuso velo que la
embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se
transformaba a veces en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando
una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con
más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y
repugnante espectáculo.

161
Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en
que se encontraba sumergido y, presentándole una copa, exclamaron en coro:

-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!

El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la
estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:

-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos
podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor
de Ceriñola!

Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose,
dio algunos pasos hacia el sepulcro.

-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida
propia de la embriaguez-, no creas que te tengo rencor alguno porque veo en ti un rival...; al
contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi
vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado..., no se ha de decir que
te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!

Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que
contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo
caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.

-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba- cuidado con
lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos
de lo que aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de Poblet... Los guerreros del
claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y dieron que hacer a los
que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.

Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer
caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:

-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que le cayese
en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de
mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el artista,
que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva,
pero que le infunde una vida incomprensible y extraña; vida que yo no me explico bien, pero
que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.

-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.

El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación
creciente:

162
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y
transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de
alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más
realidad?...

-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne
y hueso.

-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en una


orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirviente
como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver
visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro
candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces,
como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar
nieve... nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer
blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica
hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios
y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el
ardor que me consume.

-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera
de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y
dejad en paz a los muertos!

El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la
tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el
templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara
deshecha al pie del sepulcro.

Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.

En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira,
habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su
guantelete de piedra.

El Monte de las Ánimas


La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido
monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

163
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que
se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como
en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza


con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la
noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos
la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de
las Ánimas.

-¡Tan pronto!

-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del
Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la
oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la
capilla del monte.

-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que
has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras
dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel
montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que
precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves
allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria
a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del
puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido
defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por
algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde
reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los
segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas
prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.

164
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los
otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron
de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por
sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de
cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último,
intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró
abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se
enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana
de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como
en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados,
los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la
nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el
Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del
puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual,
después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de
Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los
condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y
caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los
emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz
seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba
el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los
espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de
Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-;
pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres
toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar
varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella
desdeñosa contracción de sus delgados labios.

165
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a
añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos,
quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a
Dios por haberte devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la
pluma de mi gorra cautivó tu atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura
cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y
ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete
una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un
deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que
después de serenarse dijo con tristeza:

-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de
ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir
una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las
viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de
las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el
mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una
mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento
diabólico.

-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar
alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con
una infantil expresión de sentimiento, añadió:

-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de
su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

-Sí.

-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una


indescriptible expresión de temor y esperanza.

-No sé.... en el monte acaso.

166
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el
Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el
rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis
ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud,
todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que
he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas
de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el
peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una
fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las
campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte
comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus
fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus
cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que
arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que
cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar,
donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una
noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos
de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la
mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón,
y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar
entreteniéndose en revolver el fuego:

-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.

-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó
querer detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa,
con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a
aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en
los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

167
Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se
retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo
hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a


su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia
consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se
durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la
campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas
pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía
en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su
corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido
sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su
habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un
lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de
la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces
confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se
arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos
involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no
obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un


momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada,
silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían
en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras
impenetrables.

-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul
del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo
una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma.
Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las
colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban
sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado,

168
y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y
se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y
arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor
eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las
campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas
de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz.
Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz.
Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día!
Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados,
cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez
mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda
azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogánito de


Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte
de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas
de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los
miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de
difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar
lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos
templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la
oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a
una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos,
y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

La cueva de la mora
I

Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos
pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en
los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas,

169
así por parte de los que le defendieron, como los que valerosamente clavaron sobre sus
almenas el estandarte de la cruz.

De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han
caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen
zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ven más que
arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras
nace la hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los postes de
argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.

Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio que, según me decían, era
conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba
entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me
pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando
golpes en los muros para observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y
metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos
subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.

Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.

Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto
de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a las orillas
del río que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la ribera, vi una especie de
boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No
sin mi poquito de temor separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció
cueva formada por la Naturaleza y que después que anduve algunos pasos vi era un
subterráneo abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las
sombras, me limité a observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso, que
me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en
que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé entonces haber
visto una poterna cegada. Sin duda había descubierto uno de esos caminos secretos tan
comunes en las obras militares de aquella época, el cual debió de servir para hacer salidas
falsas o coger durante el sitio, el agua del río que corre allí inmediato.

Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones, después que salí de la
cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba
podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre
para encender un cigarrillo.

Hablamos de varias cosas indiferentes; de las propiedades medicinales de las aguas de


Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las viñas;
hablamos, en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la cueva, objeto
de mi curiosidad.

170
Cuando, por último, la conversación recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien
que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.

-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me dijo como asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quién
había de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas las noches u n á nima?

-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El ánima de quién?

-El ánima de la hija de un alcaide moro que anda todavía penando por estos lugares, y se la
ve todas las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica de agua.

Por la explicación de aquel buen hombre vine en conocimiento de que acerca del castillo
árabe y del subterráneo que yo suponía en comunicación con él, había alguna historieta; y como
yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de la gente del
pueblo; le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos que
yo a mi vez se la voy a referir a mis lectores.

II

Cuando el castillo del que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se tenía aún por los
reyes moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo
alto de la roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río Alhama,
ocurrió junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó herido y prisionero de los
árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su
valentía.

Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el
fondo de un calabozo luchando entre la vida y la muerte hasta que, curado casi milagrosamente
de sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.

Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser.
Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo la llegada
de emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una profunda
melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a disipar su extraña
melancolía.

Durante su cautiverio logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias
por la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan superior a la
idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus encantos, y se
enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.

Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos más atrevidos y absurdos: ora
imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer; ora hacía los
mayores esfuerzos para olvidarla; ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario de otra
absolutamente opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos y compañeros de armas,
mandó llamar a sus hombres de guerra, y después de hacer con el mayor sigilo todos los

171
aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura, objeto
de su insensato amor.

Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse
de cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de
tomada la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella arrojada empresa, en
que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al logro de una pasión indigna.

El caballero, embriagado en el amor que al fin logró encender en el pecho de la hermosísima


mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y
las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros,
sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de
la sorpresa.

Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó gentes de los lugares comarcanos; y una mañana
el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados amantes
que por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía bajar tal nublado de
guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la morisma entera.

La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero pidió sus armas a
grandes voces, y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto
de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos; se levantó el
puente colgante, y se coronaron de ballesteros las almenas.

Algunas horas después comenzó el asalto.

Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron
de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una, dos y hasta diez
embestidas.

Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para
hacer capitular a sus defensores por hambre.

El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero
sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza
de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta,
juraron perecer en su defensa.

Los moros, impacientes: resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida
fue rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la
frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado subir con ayuda
de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un golpe mortal en la brecha de la
barbacana, en donde unos y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.

Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su
amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que

172
hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas. Allí
tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse como movida de un
impulso sobrenatural, desapareció con su preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al
fondo del subterráneo.

III

Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: -
¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio, precursor de la muerte, de sus labios
secos, por los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se oían salir estas

palabras angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!

La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por donde corre el río. El valle
y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que una vez rendida la
fortaleza buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para saciar en ellos su
sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el casco del moribundo, se
deslizó como una sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó a la
orilla del río.

Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante,
cuando silbó una saeta y resonó un grito.

Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza habían disparado sus arcos en la
dirección en que oyeron moverse las ramas.

La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y
penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y
próxima a morir, volvió en su corazón; y conociendo la enormidad del pecado que tan
duramente expiaban; volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante le ofrecía, y sin
acercársela a los labios, preguntó a la mora: -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi
religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora, que había caído al suelo desvanecida con la
falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, sobre la cual derramó el
caballero el agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.

Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y
siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún
vienen por las noches a vagar por estos contornos.

El gnomo

173
I

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían
cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre
algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor
de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío


Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la
boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado;
después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le
faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie
contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a
cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando
estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que
entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol
poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo
largo de la llanura.

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida
la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose a su
alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó a hablarles de
esta manera:

-No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen a
cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para
escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré
en su lugar un consejo.

-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor-. ¡Bah!, no es para
oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor
cura.

-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona- que el señor
cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el tío
Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que
cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.

Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no faltando
algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo,
acompañando su acción con un gesto significativo.

174
-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las
amigas y vecinas?... -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los mozos
salen al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la
entrada del pueblo?

-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus
compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a loquear y
entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de
allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el
sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la
noche.

El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las
muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla
tornaron a insistir:

-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan
temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán
acaso los lobos?

-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en
rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo
en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los
huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y
ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus
vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en
roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que
aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve
que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan cuanto encuentran a su paso; ellos
los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia y corren como llamas
azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras
por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles
de las montañas, los hay de diferente naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se revisten de
formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el
corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los
gnomos viven en las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos
guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales
y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo
la cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro y gigantesco
sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de
nieve?, pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es
horroroso y magnífico a la vez.

175
Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca de
una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno.
Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los
gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero
antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había
encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso
y fantástico, producido, por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí a grandes pedazos
de cristal cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de
aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más
ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se
veían como incrustadas multitud de piedras preciosas de todos los colores y tamaños. Allí
había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras
muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que
sus ojos se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la
fantástica caverna; sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que
discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía
comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.

El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar la
salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído.
Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma,
que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse
resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca
vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras.
Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte
hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora
parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas
fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas
direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos,
encaramándose en las paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con
apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos
lugares, cantando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros
esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los
moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se
extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran
y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por
debajo de la tierra y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón
toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y
gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes;
copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o
descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede
concebirlos. Y todo brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos,

176
que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió
que así le había parecido.

Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oír la
relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio,
esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la
curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin
poderse contener, entusiasmada al oír la descripción de las fabulosas riquezas que se habían
ofrecido a la vista del pastor:

-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?

-Nada -contestó el tío Gregorio.

-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.

-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el anciano-, pues en aquel momento en que la
avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar su miedo, y alucinado a la vista de
aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a apoderarse
de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en aquellas
profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego
subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó, digo, como si
estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita
de Nuestra Señora del Moncayo.

Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando a la Madre
de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos
lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran
estupor, como si hubiera salido de un sueño.

Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus
aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se
oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su
nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y
tesoros que han de ser su condenación.

Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche había entrado y la
campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron
devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío
Gregorio, que les tornó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su
cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del
sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde habían
de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:

-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?

177
-¡Yo no! -dijo una.

-¡Yo tampoco! -exclamó otra.

-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un
momento.

El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la
plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a desembocar a
aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar
con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación,
parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia de las personas
distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.

De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba
Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.

El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron
a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo a
Magdalena: -¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?... -Yo -
contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? -¡Oh, no! se apresuró a
interrumpir Marta; -yo también creo en todo, en todo lo que deseo creer.

II

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían
miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y
que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su
beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos
almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento,
y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda emulación, una secreta antipatía
que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus
tipos.

Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de
sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por
el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la
vez como los niños.

Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a
intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.

La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de
sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos. Marta,
enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos
crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de

178
terciopelo: formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en
su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al
nimbo dorado de la cabeza de un ángel.

A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían
vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz
y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la
desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y altivo silencio: y
Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba a solas cuando las lágrimas se
agolpaban involuntariamente a sus ojos.

Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares, y
sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del corazón, se lo
habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa.
Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo hombre.

La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso; en la


otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que necesitando
un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas guardaban el
secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera hecho mofa de un
cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y
miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del objeto de su pasión,
alimentaban una esperanza remota de poseerle.

Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo
abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de
maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con
sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo a perder el
trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y después de revelarle la
existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen
sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y
plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército, y marchando por
debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los
desbarató, asegurando la corona en su cabeza.

Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey a la pastorcita: -
Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al
instante.

-Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño -respondió la pastorcita.- No


cuidarás sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya, y le mandó
edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la pastora,
casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas
fortalezas y muchos feudos.

179
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto
estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas
hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita
de la conseja: tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de
amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.

La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del
lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que los había referido. Marta
y Magdalena guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día que
amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las
conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.

Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana: -


¿Vamos a la fuente? -Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle: -¿Vamos a la fuente?
Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la vuelta. -Marta exclamó al fin con
un acento breve y áspero: -Yo no quiero ir hoy. -Ni yo tampoco -añadió Magdalena después
de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana,
como si quisiera adivinar en ellos la causa da su resolución.

III

Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La
última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de
cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por
diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba
escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que
se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se escuchaba el lejano eco de la
voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del
arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las
esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las
reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese
doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves
que lo hacen aún más perceptibles.

Marta y Magdalena deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y, protegidas por la
oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran
firmes y seguros. Magdalena temblaba con sólo el ruido que producían sus pies al hollar las
hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el
viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos
desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.

Marta y Magdalena se prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como
un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar
y crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del
aire y del agua empezó a producirse una extraña exaltación, una especie de vértigo, que,

180
turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo. Entonces, a la
manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre
aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados como los de un niño que quiere y no puede
llamar a su madre; luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después
frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por último... por último comenzaron a
hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.

Y hablaban así:

EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme..., óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus
pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el foqdo sombrío de mis ondas ¡Mujer!..., óyeme,
que mis murmullos son palabras.

EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto
que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y murmuraré al oído
frases cariñosas.

MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi inteligencia flota en un vértigo,
como flotan tus palabras indecisas!

Habla misteriosa corriente.

MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refrescan mi frente que
arde! Dime algo que me infunda valor porque mi espíritu vacila.

EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su


maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras
creaciones.

Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que lo comprendes.

EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar el
espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura, y
traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las
flores, mis suspiros son un bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.

MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en


balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía
comprender al cabo.

MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais dormida


cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me figuraban
las palabras de una madre que arrulla a su hija.

181
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre
peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas movidas. Así
pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:

EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina inagotable;
después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sin número de
zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso
consorcio a un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los
metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la
fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.

EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la colmena con
su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niños, palabras de casto
amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que
perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la
vaga felicidad de sueños venturosos.

Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para
oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el
manantial.

Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.

Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura: -Esos son los nimbos de luz
de los ángeles invisibles que nos custodian.

En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: -Esas
son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.

El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron a
hablar; y dijeron:

EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa
traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de
los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo
de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de
nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud,
que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su seno,
como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré
tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu
espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la
fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias
subterráneas.

182
EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y
vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba
como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende a
las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura para encontrar amor y
sentimiento!

Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de
otra flor hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu
alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a las regiones
de la luz en una nube roja.

Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.

El gnomo era, como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz, semejante a
un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y mareaba con
su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo
como una joya de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los pies y las manos, y
sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en prodigio.

Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes
evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del
Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de
atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.

-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso a paso
y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba
suspirando por la llanura.

Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua
siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.

IV

Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la
noche.

Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la
fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse. Desde
entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el Sol. Algunas
me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo
espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la historia,
porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar para oírlo en la
alameda después del toque del Ave-María.

183
El miserere
Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver
algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres
cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los
ratones.

Era un Miserere.

Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces
la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los
grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies
de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el
provecho.

Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue
qué, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la
verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el
décimo versículo.

Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco
en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que
ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos
renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para
advertir cosas tan difíciles de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas
han de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal
atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la
Humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del
último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos
y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.

-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio


traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.

El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta
abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que

184
satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz
del sol su camino.

Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo
esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su
cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.

-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé
un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y
encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las
facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.

Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano
lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus
preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:

-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a
Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento,
cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una
de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que
comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único
pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el
grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo
que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un
Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos: tal y tan
desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos
de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.

El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando
un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la
abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del
hogar, le escuchaban en un profundo silencio.

-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país
clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni
uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.

-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído
aún el Miserere de la Montaña?

-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere
es ése?

-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese
Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por

185
entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera
como al parecer increíble.

Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el horizonte
del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡que digo muchos
años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, a lo que parece, edificó a sus
expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en
pena de sus maldades.

Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más
adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de
que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había transformado en
iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que
emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los
monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían
comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero, a
aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.

Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no
se sabe, a los profundos tal vez.

Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas
sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de peña en
peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.

-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?

-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho lo cual,
siguió así su historia:

-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a
nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su
memoria, es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a
través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos
cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire.

Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el
tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia
cantando el Miserere.

Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que
parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la
había referido:

-¿Y decís que ese portento se repite aún?

186
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de
jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.

-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?

-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta?
¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su
escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.

-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el
Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el
pecado.

Y esto, diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos
pastores.

El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por
arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de
cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde
ellas se descubría.

Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:

-¡Está loco!

-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor
del hogar.

II

Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la
abadía remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al
punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.

La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se
deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones
y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada
sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una
noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que
había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran
familiares.

Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las
losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que
graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro;
el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes

187
cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales
que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el
pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad
y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada estatua
de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.

Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían
sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.

-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un
ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de
sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita
sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada...,
dos..., tres..., hasta once.

En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.

Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se


escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las
esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos
del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el
pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se
viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.

Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que
brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.

Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte
contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del
cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos
rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar
en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas,
los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose
caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.

Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse
con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir
del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.

El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo
por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se
inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un
trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.

188
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las
cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras
cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados
desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con
los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar
el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el
primer versículo del salmo de David:

¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!

Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y
penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne
prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces:
aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba
murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono
ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del
búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no
puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano que
acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y
acordes tan gigantes como sus palabras terribles.

Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del
mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas
extrañas y fenomenales.

Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades
de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima, sus dientes chocaron,
agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetrar hasta la médula de los
huesos.

Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:

In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.

Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó
un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la
conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio,
de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto
monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.

Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la
nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de
júbilo, hasta que merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz
celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en

189
derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano
de lumbre abierto a la mirada de los justos.

Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de
gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como
una gigantesca espiral de sonoro incienso:

Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa humiliata.

En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con
violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.

III

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego
había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido
y como fuera de sí, al desconocido romero.

-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a
hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.

-Sí -respondió el músico.

-¿Y qué tal os ha parecido?

-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo
y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis
culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.

Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por
compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el
monasterio, comenzó su obra.

Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía
como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el
asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y proseguía escribiendo notas con
una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser
vistos.

Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar al
último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.

Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a
aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se
apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que,
como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo
de la abadía.

190
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez
los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de
las mesas.

In peccatis concepit me mater mea

Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí
con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.

Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.

¿Quién sabe sí no serán una locura?

La arquitectura árabe en Toledo


Llevando en una mano el Corán y en la otra la espada, los hijos de Ismael habían ya
recorrido una gran parte del mundo. Merced a la sangrienta persecución de estos guerreros
apóstoles de falso profeta, el Oriente comenzaba a constituirse en un gran pueblo, y el Asia y el
África se unían por medio del lazo de las creencias, santificado con el sello de las victorias,
cuando la traición abrió nuestra Península a las huestes de Tarif y la monarquía gótica cayó
derrocada en las orillas del Guadalete con su último rey.

Acostumbrados a vencer, los árabes no tardaron mucho en posesionarse de casi todo el


reino. Como es indudable que a sus conquistas presidía un gran pensamiento, el exterminio no
siguió de cerca a sus victorias; las ventajosas condiciones con que aceptaron la rendición de un
gran número de ciudades, los privilegios en el goce de los cuales dejaron a los cristianos,
prueban claramente que antes trataban de consolidar que de destruir, y que al emprender sus
aventuradas expediciones, no les impulsaba sólo una sed de combates sin fruto y de triunfos
efímeros. La historia de los grandes conquistadores de todas las épocas ofrece muy raros
ejemplos de estas elevadas máximas de sabiduría, puestas en acción por los árabes en la larga
carrera de sus victorias.

Dueños, pues, de casi toda la Península ibérica y calmada la sed de luchas y de dominio que
agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes, salidas de entre las abrasadoras arenas del
Desierto, las diversas ideas de civilización y de adelanto, rico botín de la inteligencia que habían
recogido en su marcha triunfal a través de las antiguas naciones, comenzaron a fundirse en su
imaginación en un solo pensamiento regenerador.

Hasta entonces el árabe, fiel a las tradiciones de vida nómada, no había encontrado un
momento de reposo. Primeramente pone su movible tienda, ya al pie de una palmera del

191
Desierto, ya en la falda de una colina; después se hace conquistador, y derramándose por el
mundo, hoy sestea en el Cairo, a la tarde duerme en el África, y al amanecer levanta su
campamento y le sorprende el sol con el nuevo día en Europa.

Pero el momento de recoger el fruto de sus conquistas, la hora de recibir el precio de su


sangre, tan prodigiosamente derramada, había llegado. Sus leyes, y con ellas sus costumbres,
comenzaron a dulcificarse y a tomar una índole propia; el círculo de sus aspiraciones y sus
necesidades se hizo mayor, y la sociedad que comenzaba a constituir puso el pie en la senda del
progreso a la que llamaban su grandeza y su poder.

Como es de presumir, el arte no existía aún entre los sectarios de Mahoma; pero el
desarrollo de la nueva religión lo comenzaba a hacer una necesidad. Y decimos una necesidad,
porque es digna de ser observada la influencia que las creencias religiosas ejercen sobre la
imaginación de los pueblos que crean un nuevo estilo. Recórrase, siquiera ligeramente, la
historia moral, por decirlo así, de todos los países, y no se podrá por menos de conceder a
esta influencia la gloria de haber dado, a cada una de las naciones que civilizó, unas costumbres
en perfecta afinidad con sus necesidades, y una arquitectura original en maravillosa armonía con
su culto.

Los adoradores de Isis, los sacerdotes de sus terribles misterios, después de poblar sus
altares de locas e incomprensibles concepciones, crearon el arte egipcio con sus esfinges
monstruosas, sus gigantescas pirámides y oscuros jeroglíficos. El pensamiento de un mundo viril
y grande se halla grabado con sus caracteres indelebles en los colosos del Desierto.

La India, con su atmósfera de fuego, su vegetación poderosa y sus imaginaciones ardientes,


alimentadas por una religión todo maravillas y mitos emblemáticos, ahuecó los montes para
tallar en su seno las subterráneas pagodas de sus dioses. La extraña y salvaje poesía de los
Vedas parece que toma formas y vive cuando a la moribunda luz que se abre paso a través de
las grutas sagradas se ven desfilar, confundiéndose entre las sombras de sus muros, las
silenciosas procesiones de monstruosos elefantes, guiados por esos deformes genios que
despliegan sus triples miembros en semicírculo, como las plumas de un quitasol.

La Grecia coronó de flores sus divinidades, les prestó el ideal de la belleza humana y las
colocó sobre altares risueños, levantados a la sombra de edificios que respiraban sencillez y
majestad. Basta examinar sus templos, ricos de armonía y de luz; basta hacerse cargo de la
matemática euritmia de sus construcciones, para comprender a aquella sociedad que sujetó la
idea a la forma, que tiranizó la libre imaginación por medio de los preceptos del arte.

La arquitectura árabe parece la hija del sueño de un creyente dormido después de una
batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión que con tan brillantes colores pinta las
huríes del paraíso y sus embriagadoras delicias pudo reunir las confusas ideas de mil diferentes
estilos y entretejerlos en la forma de un encaje. Sus gentiles creaciones no son más que una
hermosa página del libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y estuco en las paredes
de una mezquita o en las tarbeas de una aljama.

192
La Religión del Crucificado tradujo el Apocalipsis y las fantásticas visiones de los eremitas.
La luz y las sombras, la sencilla parábola y el oscuro misterio se dan la mano en ese poema
místico del sacerdote, interpretado por el arte, al que la Edad Media prestó sus severas y
melancólicas tintas.

Ni Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura absolutamente original y completa; sus obras
fueron modificaciones, no creaciones, porque, como dejamos dicho, sólo una nueva religión
puede crear una nueva sociedad, y sólo en ésta hay poder de imaginación suficiente a concebir
un nuevo arte. Roma no fue más que el espíritu de Grecia encarnado en un gran pueblo, y
Bizancio el cadáver galvanizado del Imperio, eslabón que en la cadena de los siglos unió por
algunos instantes el mundo que desaparecía con el que se levantaba.

He aquí por qué dijimos que, derrocada en nuestra Península la raza del Norte por la del
Oriente, el desarrollo de la religión había hecho del desarrollo del arte una necesidad. El secreto
impulso que lo empujaba a su destino existía, pues, en la conciencia del genio ismaelita; pero
aún se encontraba muy distante del término de su carrera, por lo que en los primeros pasos se
limitó a satisfacer sus necesidades por medio de la imitación.

En este punto, como fácilmente se comprende, comenzó la primera época de las tres
principales en que puede dividirse la historia de la arquitectura muslímica toledana, época que a
su vez puede dividirse en dos períodos, uno de imitación, y otro de lucha entre la idea original y
la influencia extraña de los diferentes géneros arquitectónicos que se amalgamaron entre sí para
crear el nuevo estilo, y que duró en Toledo casi tanto tiempo cuanto permaneció aquella ciudad
en poder de los infieles.

Pocas son las muestras que nos quedan hoy de ambos períodos, pues habiendo
desaparecido la grande aljama o alcázar de los reyes moros, como asimismo la mezquita
mayor, sobre los cimientos de la cual Fernando el Santo levantó la iglesia primada, sus obras de
mayor importancia, y, por lo tanto, las más dignas de estudio, se hallan fuera del alcance de
nuestra crítica. Sin embargo, basta examinar la antigua mezquita que es hoy capilla del Cristo
de la Luz, la iglesia de Santa María la Blanca, la de San Román, y algunos otros restos de la
arquitectura de los árabes toledanos, para poder señalar, hasta cierto punto con exactitud, los
caracteres que la distinguen.

Obsérvanse en ella restos de las construcciones góticas como capiteles y fustes de columnas
empleados en las fábricas, que, para atender a sus primeras necesidades erigieron los sectarios
de Mahoma después de conquistada la ciudad.(2) La forma de los templos guarda, por lo
regular, bastante analogía con la de las basílicas cristianas, hallándose compartidas en naves
como éstas, y comenzando en la cabecera algunas veces con ábside. Los arcos que soportan
las techumbres de las naves son redondos o de herradura, observándose asimismo, hasta en las
construcciones más primitivas, el empleo de los arcos dúplices en la ornamentación de los
muros.

Los fustes de las columnas que sostienen las arquerías de estos edificios, son unas veces de
mármol y otras de ladrillo y argamasa; pero siempre gruesos y pesados. La forma octógona,

193
que en algunos de ellos se observa, es uno de los caracteres distintivos de este período. Los
arabescos o adornos del gusto árabe con que embellecían sus obras son escasos, toscos y casi
siempre imitación o copia adulterada de los adornos propios de las órdenes de arquitectura que
habían visto al pasar, triunfadores de los pueblos que amarraron a su yugo. En los capiteles
imitan las formas griegas, aunque modificándolas más o menos, según el capricho de sus
autores; en la ornamentación, el bizantino es uno de los géneros que presta con más abundancia
sus caprichosos adornos al arte de los muslimes.

El segundo período de esta grande época de nacimiento y desarrollo de las ideas originales
y propias del pueblo ismaelita, se desenvolvió en Toledo cuando a principios del siglo XI Abu
Mohammad Ismael ben Dz'en-non fundó la dinastía de los Beni Dz'en-non, erigiendo a esta
ciudad en capital del reino nuevamente constituido. A este tiempo perteneció, sin duda, la
ornamentación de la mezquita mayor y la grande aljama, edificios de los que, como de otros
muchos de la misma edad sólo nos quedan vagas y confusas tradiciones, unidas a alguno que
otro fragmento.

Obsérvase, sin embargo, que, en esta segunda mitad de la creación de su arte, los alarifes
mahometanos, en la lucha empeñada entre su inspiración y la influencia de otros estilos, llevan
una considerable ventaja.

Las alharacas o adornos de follaje con que cubren los capiteles de sus columnas, la
archivolta de sus arcos o los entrepaños de sus muros, las adarajas o lacerías de sus orlas, y el
menudo almocárabe que sirve de fondo a su ornamentación, comienzan ya a determinarse y a
tomar un carácter propio. Nótase este adelanto muy particularmente en los edificios árabes de
este tiempo que aún existen en varios puntos de España. En Toledo, como ya dejamos dicho,
son pocos los ejemplares que de estos dos períodos, y especialmente del último, se conservan.

La segunda época, la época de virilidad y esplendor de este género maravilloso y delicado,


comenzó a florecer en la ciudad imperial después que Don Alfonso la reconquistó del poder de
los musulmanes. Los alarifes andaluces que habían estudiado en la Alhambra y en el alcázar de
Sevilla, magníficos edificios en que el genio oriental desplegó todo el lujo de su imaginación
inagotable, se desparramaron en este tiempo por la Península, y llevaron las nuevas ideas al
seno de las ciudades reconquistadas, en las que, así los árabes que aún permanecían en ellas,
como los cristianos y los judíos que en gran número se encontraban en las grandes poblaciones,
usaron casi exclusivamente por espacio de dos o tres siglos de esta arquitectura, ya para sus
palacios, ya para sus templos y fábricas de utilidad común.

Imposible sería describir con palabras la brillante metamorfosis que en esta edad
experimentó el arte que hemos visto en los siglos anteriores seguir tímidamente el sendero de la
imitación, ensayando con pobreza y miedo alguna que otra idea original. Sus formas groseras y
pesadas han adquirido una esbeltez y una gallardía admirables; sus arcos, compuestos de mil y
mil líneas atrevidas y nuevas, se sostienen sobre columnas tan frágiles, que no se concibe que
pudieran soportar los muros, si éstos a su vez no fuesen calados y ligeros como el rostrillo de
encaje de una castellana; las geométricas combinaciones de sus lacerías se complican y enredan

194
entre sí de un modo inconcebible, y cada capitel, cada faja, cada detalle, en fin, de estas
magníficas creaciones, son a su vez una obra artística maravillosa en las que otros detalles
secundarios aparecen a los ojos del observador y lo asombran por su delicadeza, su novedad y
su número.

La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la ornamentación de Santa María la Blanca, los
restos del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y otros muchos edificios, ya religiosos,
ya profanos, representan dignamente en la capital de Castilla la Nueva este período de
esplendor y grandeza de la arquitectura arábiga, cuyos rasgos más característicos son los que a
continuación expresamos.

El empleo de ojivas túmido conopiales, ya simples, ya incluidas en arcos de herradura o


estalactíticos; el uso, cada vez más frecuente, de dobles ajimeces, sostenidos por parteluces
esbeltísimos y cuajados de ornamentación y figuras geométricas; arcos de diversas formas, en
los que se combinan de mil maneras extrañas porciones de círculo, que dibujan las archivoltas y
perfilan los vanos; arcos trazados por líneas rectas combinadas con porciones de círculo;
pechinas de dobles y triples hileras de bovedillas apiñadas, las que también se usaron en
algunos edificios del género ojival, construidos en épocas posteriores, como en San Juan de los
Reyes; sustitución en las leyendas que adornan los muros de los caracteres cúficos, usados en
la primera época, por los neskhi, de forma más ligera y gallarda; adornos en la ornamentación
completamente originales y propios del arte arábigo, los que, aun cuando guardan alguna
remota idea de los bizantinos, ya se han hecho más ricos y elegantes; artesonados cuajados de
lujosos detalles; lacerías combinadas de cierto modo, que les da alguna semejanza con las
tracerías del estilo ojival; uso casi general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes de
infinitos colores y formas, adornando las zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución en
algunas cenefas de las hojas agudas y entrelargas, propias de la ornamentación de otros estilos,
con la parra, roble y otras de parecido dibujo, las que, revelándose sobre fondos de ataurique y
combinándose entre sí, forman a veces dobles postas. He aquí los principales caracteres que,
unidos a la delicadeza y perfección con que están ejecutados todos los detalles, dan a conocer
este período a primera vista.

La tercera época, la época de la decadencia, no tiene, por decirlo así, una fisonomía propia.
Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en sus obras, por el abandono de aquella
prodigalidad de ornamentación que caracterizó a esta arquitectura en su período de gloria, y
por la adulteración de algunas de las partes de que se compone.

El estilo ojival, que cada día adelantaba un paso más en la senda de la perfección, comenzó
a oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el cual, no obstante, prolongó su existencia;
aunque trabajosamente, hasta mediados del siglo XVI, en el que el Renacimiento destronó a un
tiempo a los dos géneros, representantes genuinos, el uno de la religión cristiana y el otro de la
islamita.

195
¡Es raro!
Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía, y se hablaba de esos dramas sociales
que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos protagonistas hemos conocido, si es que no
hemos hecho un papel en algunas de sus escenas.

Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia, blanca y
esbelta, que a tener una corona de flores en lugar del legañoso perrillo, que gruñía medio oculto
entre los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado, sin exagerar, con la Ofelia de
Shakespeare.

Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.

De pie, apoyada una mano en la causeuse de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia, y
acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena de oro, hablaba con ella un joven, en
cuya afectada pronunciación se notaba un leve acento extranjero, a pesar de que su aire y su
tipo eran tan españoles como los del Cid o Bernardo del Carpio.

Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que parecía
seriamente preocupado en la operación de dulcificar a punto su taza de té, completaba el grupo
de las personas más próximas a la chimenea, al calor de la cual me senté para contar esta
historia. Esta historia parece un cuento, pero no lo es: de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he
hecho, algunas veces en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para
el que haya de comprenderla todavía sobrarán algunas.

Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos hombres en cuya
alma rebosan el sentimiento que no han gastado nunca, y el cariño que no pueden depositar en
nadie.

Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro los detalles de su niñez;
sólo puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se oscurecía su frente y exclamaba con un
suspiro: -¡Ya pasó aquello!

Todos decimos lo mismo, recordando con tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta la
explicación de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho que no.

Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por esto se crea que yo trato de calumniarle, la verdad
es que el mundo para los pobres, y para cierta clase de pobres sobre todo, no es un paraíso ni
mucho menos. Andrés era, como suele decirse, de los que se levantan la mayor parte de los
días con veinticuatro horas más; juzguen, pues, mis lectores cuál sería el estado de un alma toda
idealismo, toda amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de buscarse el pan nuestro
cotidiano.

196
No obstante, algunas veces, sentándose a la orilla de su solitario lecho, con los codos sobre
las rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:

-¡Si yo tuviese alguien a quien querer con toda mi alma! ¡Una mujer, un caballo, un perro
siquiera!

Como no tenía un cuarto, no le era posible tener nada, ningún objeto en que satisfacer su
hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto de que en sus crisis llegó a cobrarle cariño al
cuchitril donde habitaba, a los mezquinos muebles que le servían hasta a la patrona, que era su
genio del mal.

No hay que extrañarlo; Josefo refiere que durante el sitio de Jerusalén fue tal el hambre, que
las madres se comieron a sus hijos.

Un día pudo proporcionarse un escasísimo sueldo para vivir. La noche de aquel día, cuando
se retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha, oyó una especie de lamentos, como lloros
de una criatura recién nacida. No bien hubo dado algunos pasos más después de oír aquellos
gemidos, cuando exclamó deteniéndose:

-Diantre, ¿qué es esto?

Y tocó con la punta del pie una cosa blanda que se movía y tornó a chillar y a quejarse. Era
uno de esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.

-La Providencia lo ha puesto en mi camino -dijo para sí Andrés, recogiéndole y abrigándole


con el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.

-¡Cómo es eso! -refunfuñó la patrona al verle entrar con el perrillo.- No nos faltaba más que
ese nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted donde lo encontró, o mañana busca
donde acomodarse con él.

Al otro día salió Andrés de la casa, y en el discurso de dos o tres meses salió de otras
doscientas por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos, y otros mil que es imposible
detallar, los compensaban con usura la inteligencia y el cariño del perro; con el cual se distraía
como con una persona en sus eternas horas de soledad y fastidio. Juntos comían, juntos
descansaban y juntos daban la vuelta a la Ronda, o se marchaban a lo largo del camino de los
Carabancheles.

Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde no se permitían o estorbaban los perros,
estaban vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas veces con toda la efusión de su
alma y como correspondiendo a las caricias del suyo:

-¡Animalito! no le falta más que hablar.

II

197
Sería enfadoso explicar cómo, pero es el caso que Andrés mejoró algo de posición, y
viéndose con algún dinero, dijo:

-¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener una mujer es preciso mucho; los hombres como
yo, antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle, y hacer un paraíso de Madrid cuesta
un ojo de la cara... Si pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo! No hay animal más noble ni
más hermoso. ¡Cómo lo había de querer mi perro, cómo se divertirían el uno con el otro y yo
con los dos!

Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función dirigiose maquinalmente al corral,
donde esperaban ensillados los que habían de salir a la lidia.

No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí puedo


asegurarles que, sin creerme tan sensible como el protagonista de esta historia, he tenido
algunas veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la lástima que me ha dado de ellos.

Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al encontrarse en aquel


sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los huesos y la crin sucia y descompuesta,
aguardaban inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa muerte que había de poner
término, dentro de breves horas, a la miserable vida que arrastraban; otros, medio ciegos,
buscaban olfateando el pesebre y comían, o, hiriendo el suelo con el casco y dando fuertes
resoplidos, pugnaban por desasirse y huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos
aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos. ¡Cuántas manos aristócratas habrían
acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado en su carrera, y ahora
todo era juramentos por acá, palos por acullá, y por último, la muerte, la muerte con una agonía
horrible, acompañada de chanzonetas y silbidos!

-Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su confusa
inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y expiran con una contracción
espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre es algunas veces inconcebible.

De estas reflexiones vino a sacarle la aguardentosa voz de uno de los picadores, que juraba
y maldecía mientras probaba las piernas de uno de los caballos, dando con el cuento de la
garrocha en la pared. El caballo no parecía del todo despreciable; por lo visto, debía de ser
loco o tener alguna enfermedad de muerte.

Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería de costar mucho; pero ¿y mantenerlo? El


picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a salir; nuestro joven vaciló un instante y le
detuvo. Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto de hora convenció al jinete para
que lo dejase, buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con él.

Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros.

Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar loco.

-Mucha leña en él -le dijo un inteligente.

198
-Poco de comer -le aconsejó un mariscal.

El caballo seguía en sus trece. -¡Bah! -exclamó al fin su dueño-: démosle de comer lo que
quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El caballo no era viejo, y comenzó a engordar y
a ser más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y que nadie podía montarlo más que Andrés;
pero decía éste: -Así no me lo pedirán prestado, y en cuanto a rarezas, ya nos iremos
acostumbrando mutuamente a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de tal modo, que
Andrés sabía cuando el caballo tenía ganas de hacer una cosa y cuando no, y a éste le bastaba
una voz de su dueño para saltar, detenerse o partir al escape, rápido como un huracán.

Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse de tal modo con su nuevo camarada, que
ni a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto, cuando se perdía al escape entre una
nube de polvo por el camino de los Carabancheles, y su perro le acompañaba, saltando y se
adelantaba para tornar a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle. Andrés se creía el
más feliz de los hombres.

III

Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico o casi rico.

Un día, después de haber corrido mucho, se apeó fatigado junto a un árbol y se recostó a
su sombra.

Era un día de primavera, luminoso y azul, de esos en que se respira con voluptuosidad una
atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se oyen en las ráfagas del aire como armonías
lejanas, en que los limpios horizontes se dibujan con líneas de oro y flotan ante nuestros ojos
átomos brillantes de no se qué, átomos que semejan formas transparentes que nos siguen, nos
rodean y nos embriagan a un tiempo de tristeza y de felicidad.

-Yo quiero mucho a estos dos seres -exclamó Andrés después de sentarse, mientras
acariciaba a su perro con una mano y con la otra le daba a su caballo un puñado de yerbas-,
mucho; pero todavía hay un hueco en mi corazón que no se ha llenado nunca; todavía me
queda por emplear un cariño más grande, más santo, más puro. Decididamente necesito una
mujer.

En aquel momento pasaba por el camino una muchacha con un cántaro en la cabeza.

Andrés no tenía sed, y sin embargo, le pidió agua. La muchacha se detuvo para ofrecérsela,
y lo hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven comprendió perfectamente uno de los más
patriarcales episodios de la Biblia.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó así que hubo bebido.

-Plácida.

-¿Y en qué te ocupas?

199
-Soy hija de un comerciante que murió arruinado y perseguido por sus opiniones políticas.
Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos a una aldea, donde lo pasamos bien mal,
con una pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre está enferma y yo tengo que hacerlo
todo.

-¿Y cómo no te has casado?

-No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para trabajar, que soy muy delicada, muy señorita.

La muchacha se alejó después de despedirse.

Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio; cuando la perdió de vista, dijo
con la satisfacción del que resuelve un problema:

-Esa mujer me conviene.

Montó en su caballo, y seguido de su perro se dirigió a la aldea. Pronto hizo conocimiento


con la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente de la hija. Cuando al cabo de algunos
meses ésta se quedó huérfana, se casó enamorado de su mujer, que es una de las mayores
felicidades de este mundo.

Casarse y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más pintorescos de su país,
fue obra de algunos días.

Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su perro y su caballo, tuvo que restregarse los
ojos: creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz era el pobre Andrés.

IV

Así vivió por espacio de algunos años, dichoso si Dios tenía qué, cuando una noche creyó
observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde sorprendió a un hombre moldeando el ojo
de la cerradura de una puerta del jardín.

-Ladrones tenemos -dijo. Y determinó avisar al pueblo más cercano, donde había una
pareja de guardias civiles.

-¿Adónde vas? -le preguntó su mujer.

-Al pueblo.

-¿A qué?

-A dar aviso a los civiles, porque sospecho que alguien nos ronda la quinta.

Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente. Él, dándole un beso, prosiguió:

-Me marcho a pie, porque el camino es corto. ¡Adiós!, hasta la tarde.

200
Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta, entró un momento en la cuadra, vio a su
caballo, y acariciándolo le dijo:

-¡Adiós, pobrecito, adiós!: hoy descansarás, que ayer te di un mate como para ti solo.

El caballo, que acostumbraba a salir todos los días con su dueño, relinchó tristemente al
sentirle alejarse.

Cuando Andrés se disponía a abandonar la quinta, su perro comenzó a hacerle fiestas.

-No, no vienes conmigo -exclamó hablándole como si lo entendiese-: cuando vas al pueblo,
ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el mejor día del año te van a dar tal golpe, que
no te quedan ánimos de volver por otro... No abrirle hasta que yo me marche -prosiguió
dirigiéndose a un criado, y cerró la puerta para que no le siguiese.

Ya había dado la vuelta al camino, cuando todavía escuchaba los largos aullidos del perro.

Fue al pueblo, despachó su diligencia, se entretuvo un poco con el alcalde charlando de


diversas cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a las inmediaciones, extrañó bastante que
no saliese el perro a recibirle, el perro que otras veces, como si lo supiera, salía hasta la mitad
del camino... Silba..., ¡nada! Entra en la posesión; ¡ni un criado! -¡Qué diantres será esto! -
exclama con inquietud, y se dirige al caserío.

Llega a él, entra en el patio; lo primero que se ofrece a su vista es el perro tendido en un
charco de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de ropa diseminados por el suelo,
algunas hilachas pendientes aún de sus fauces, cubiertas de una rojiza espuma, atestiguan que se
ha defendido y que al defenderse recibió las heridas que lo cubren.

Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo entreabre los ojos, hace un inútil
esfuerzo para levantarse, menea débilmente la cola, lame la mano que lo acaricia y muere.

-Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? -exclama entonces con voz sorda y ahogada por la
emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda que lo sujetaba a él.

Sale de allí como un loco: llama a su mujer, nadie responde; a sus criados, tampoco; recorre
toda la casa fuera de sí..., sola, abandonada. Sale de nuevo al camino, ve las señales del casco
de su caballo, del suyo, no le cabe duda, porque él conoce o cree conocer hasta las huellas de
su animal favorito.

-Todo lo comprendo -dice como iluminado por una idea repentina-; los ladrones se han
aprovechado de mi ausencia para hacer su negocio, y se llevan a mi mujer para exigirme por su
rescate una gran suma de dinero. ¡Dinero!, mi sangre, la salvación daría por ella. ¡Pobre perro
mío! -exclama volviéndolo a mirar, y parte a correr como un desesperado, siguiendo la
dirección de las pisadas.

Y corrió, corrió sin descansar un instante en pos de aquellas señales, una hora, dos, tres.

201
-¿Habéis visto -preguntaba a todo el mundo- a un hombre a caballo con una mujer a la
grupa?

-Sí -le respondían.

-¿Por dónde van?

-Por allí.

Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía corriendo.

La noche comenzaba a caer. A la misma pregunta siempre encontraba la misma respuesta; y


corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y junto a la entrada, al pie de una cruz que
señalaba el punto en que se dividía en dos el camino, vio un grupo de gente, gañanes, viejos,
muchachos, que contemplaban con curiosidad una cosa que él no podía distinguir.

Llega, hace la misma pregunta de siempre, y le dice uno de los del grupo:

-Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por más señas, el caballo que la conducía, que cayó
aquí reventado de correr.

Andrés vuelve los ojos en la dirección que le señalaban, y ve en efecto su caballo, su


querido caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían a desollar para aprevecharse de
la piel. No pudo apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose enseguida, volvió a asaltarle la
idea de su esposa.

-Y decidme -exclamó precipitadamente-, ¿cómo no prestasteis ayuda a aquella mujer


desgraciada?

-Vaya si se la prestamos -dijo otro de los del corro -; como que yo les he vendido otra
caballería para que prosiguiesen su camino con toda la prisa que al parecer les importa.

-Pero -interrumpió Andrés- esa mujer va robada; ese hombre es un bandido que, sin hacer
caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no se adónde.

Los maliciosos patanes cambiaron entre sí una mirada, sonriéndose, de compasión.

-¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted contando? -prosiguió con sorna su interlocutor-.
¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco: «Pronto, pronto, huyamos de estos
lugares; no me veré tranquila hasta que los pierda de vista para siempre».

Andrés lo comprendió todo; una nube de sangre pasó por delante de sus ojos, de los que
no brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado como un cadáver.

Estaba loco; a los pocos días, muerto.

Le hicieron la autopsia; no le encontraron lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera hacerse la


disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a ésta se explicarían!

202
-¿Y efectivamente murió de eso? -exclamó el joven, que proseguía jugando con los dijes de
su reloj, al concluir mi historia.

Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted poco? Él prosiguió con cierto aire de
profundidad: -¡Es raro! Yo sé lo qué es sufrir; cuando en las últimas carreras, tropezó mi
Herminia, mató al jochey y se quebró una pierna; la desgracia de aquel animal me causó un
disgusto horrible; pero, francamente, no tanto..., no tanto.

Aún proseguía mirándole con asombro, cuando hirió mi oído una voz armoniosa y
ligeramente velada, la voz de la niña de los ojos azules.

-¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a mi Medoro -dijo dándole un beso en el hocico


al enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente-: pero si se muriese o me lo mataran, no
creo que me volvería loca ni cosa que lo valga.

Mi asombro rayaba en estupor; aquellas gentes no me habían comprendido o no querían


comprenderme.

Al cabo me dirigí al señor que tomaba té, que en razón a sus años debía de ser algo más
razonable.

-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.

-Le diré a usted -me respondió-: yo soy casado, quise a mi mujer, la aprecio todavía, me
parece; tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico, que por su publicidad exigía una
reparación por mi parte, sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir a mi adversario, un chico
excelente, decidor y chistoso si los hay, con quien suelo tomar café algunas noches en la Iberia.
Desde entonces dejé de hacer vida común con mi esposa, y me dediqué a viajar... Cuando
estoy en Madrid, vivo con ella, pero como dos amigos; y todo esto sin violentarme, sin grandes
emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después de este ligero bosquejo de mi carácter y
de mi vida. ¡qué le he de decir a usted de esas explosiones fenomenales del sentimiento, sino
que todo eso me parece raro, muy raro!

Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la niña rubia y el joven que le hacía el amor
repasaban juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los pocos momentos, él mismo servía
con una fruición deliciosa la tercera taza de té.

Al pensar que oyendo el desenlace de mi historia habían dicho «¡es raro!» exclamé yo para
mí mismo..., «¡es natural!»

Las hojas secas

203
El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a
amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño
arremolinaba las hojas secas a mis pies.

Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que
van.

No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a


punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de
levantar el vuelo.

Hay momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le
rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la
vida interna del hombre.

Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los
elementos de la Naturaleza, se relaciona con su modo de ser y traduce su incomprensible
lenguaje.

Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta


llanura oí hablar cerca de mí.

Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más o menos, su extraño diálogo:

-¿De dónde vienes, hermana?

-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las hojas secas
nuestras compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?

-Yo he se guido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre
el légamo y los juncos de la orilla.

-¿Y adónde vas?

-No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?

-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por la tierra,
nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?

-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana en que,
roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del sol
como un abanico de esmeraldas?

-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos
los poros el aire y la luz!

204
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso
tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul
del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!

-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas
en la temblorosa corriente!

-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!

-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa a nuestro alrededor.

-Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños círculos, se
paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los secretos de ese misterioso
amor que dura un instante y les consume la vida.

-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.

-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.

-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te
acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?

-Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos
de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.

-Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del
ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.

-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oírle, nos
amanecía llorando.

-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que
resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!

-Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque con la
alborozada y confusa algarabía de sus cantos.

-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.

-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en
las tempestades de verano.

-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.

-Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría
despertar.

205
-Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente
encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban
efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie del
tronco que nos sostenía.

-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria. Ella era joven, casi una niña, hermosa y
pálida. Él le decía con ternura: -¿Por qué lloras? -Perdona este involuntario sentimiento de
egoísmo -le respondió ella enjugándose una lágrima-; lloro por mí. Lloro la vida que me huye:
cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento
trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la
vida es buena! -¿Y por qué no has de vivir? -insistió él estrechándole las manos conmovido. -
Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre nuestras
cabezas, yo moriré también, y el viento llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe adónde?

Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos


morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos
aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!

-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.

-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el
nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna vacía de un niño muerto.

Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos
oscuros que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.

-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la


noche!

-Perdimos el color y la frescura.

-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos,
como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco,
desagradable y triste.

-¡Y al fin volamos desprendidas!

-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el
polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco
de un camino.

-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación
vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada distraída las aguas que pasaban y
las hojas secas que marcaban su movimiento, a uno de los dos amantes cuyas palabras nos
hicieron presentir la muerte.

206
-¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que
yo me detuve un momento!

-¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje?...

-¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya me siento
estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!

-¡Adiós!...

Silbó el aire, que había permanecido un momento callado, y las hojas se levantaron en
confuso remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas de la noche.

Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no


encontraría palabras para decirlo.

La mujer de piedra
(Fragmento)

Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que puede vulgarizar el contacto o el
juicio de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los pintaría sin figuras. Me gustan las ideas
peregrinas que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de los hombres positivistas, como
una gota de agua sobre un tablero de mármol. En las ciudades que visito, busco las calles
estrechas y solitarias; en los edificios que recorro, los rincones oscuros y los ángulos de los
patios interiores, donde crece la yerba y la humedad enriquece con sus manchas de color
verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que me causan impresión, algo de misterioso
que creo traslucir confusamente en el fondo de sus pupilas, como el resplandor incierto de una
lámpara que arde ignorada en el santuario de su corazón, sin que nadie sospeche su existencia;
hasta en las flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de más pudoroso y excitante en la
que se esconde entre las hojas, y allí, oculta, llena de perfume el aire sin que la profanen las
miradas. Encuentro en todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y de las cosas.

Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia, y sólo teniéndola en cuenta


podrá comprenderse la historia que voy a referir.

Vagando al acaso por el laberinto de calles estrechas y tortuosas de cierta antigua población
castellana, acerté a pasar cerca de un templo en cuya fachada el arte ojival y el bizantino,
amalgamados por la mano de dos centurias, habían escrito una de las páginas más originales de

207
la arquitectura española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas de cardo desenvueltas,
contenía la redonda clave del arco de la iglesia, en la que el tosco picapedrero del siglo XII
dejó esculpidas, en interminables hileras de figuras enanas y características de aquel siglo, las
más extrañas fantasías de su cerebro, rico en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el
frente de la fachada se veían interpolados con un desorden, del cual, no obstante, resultaba
cierta inexplicable armonía, fragmentos de arcadas románticas incluidas en lienzos de muros,
cuyos entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los pilares acodillados, con sus basas
angulosas y sus capiteles de espárrago, propios del género gótico; trozos de molduras
compuestas de adornos circulares combinados geométricamente, que se interrumpían a veces
para dejar espacio a la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de arco
apuntado, enriquecida de figuritas más airosas y altas y adornada de vidrios de colores. A
donde quiera que se fijaban los ojos, podían observarse detalles delicados de los dos géneros a
que pertenecía el edificio, y muestras de la feliz alianza con que la generación posterior supo,
imprimiéndole su sello especial, conservar algo de la fisonomía y espíritu severo y sencillo en su
tosquedad, del primitivo monumento.

Siguiendo una invariable costumbre mía, después de haber contemplado atentamente la


fachada del templo, de haber abarcado el conjunto del pórtico, con la cuadrada torre bizantina
y las puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban, flanqueándola, la cúpula de la nave
central, comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando sus muros que, ora se
presentaban en lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían tras algunas miserables
casuquillas adosadas a los sillares, para asomar más a lo lejos sus dentelladas crestas por cima
de los humildes tejados. A poco de comenzada esta minuciosa inspección de la parte exterior
del templo, y habiendo cruzado por debajo de un pasadizo cubierto, que a manera de puerta
unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella, me encontré en una pequeña plaza de forma
irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima portada de un palacio en ruinas,
y por otro las altas y descarnadas tapias del jardín de un convento; ocupando el resto y
cerrando el mal trazado semicírculo de aquella plazoleta sin salida, parte de la vetusta muralla
romana de la población y el ábside del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de
color y de formas, y en el cual, satisfecho sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo
y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles artífices de aquella época,
en que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza con que se teje un encaje.

Por grande que sea la impresión que me causa un objeto expuesto de continuo a la mirada
del vulgo, parece como que la debilita la idea de que tengo que compartirla con otros muchos.
Por el contrario, cuando descubro un detalle o un accidente que creo ha pasado hasta entonces
inadvertido, encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarlo a solas, en creer que
únicamente para mí existe guardado, a fin de que yo lo aspire y goce su delicado perfume de
virginidad y misterio. Al encontrar en el ángulo de aquella plaza, cuyo piso cubierto de menuda
yerba indicaba bien a las claras su soledad continua, el cubo de piedra flanqueado de
arbotantes terminados en agudos pináculos de granito, que constituían el ábside o parte
posterior del magnífico templo, experimenté una sensación profunda, semejante a la del avaro
que, removiendo la tierra, encuentra inopinadamente un tesoro.

208
Y en efecto, para un entusiasta por el arte, aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y
airosas, aquella profusión de ojivas rasgadas y llenas de delicadas tracerías, por entre cuyos
huecos se dibujaban confusamente los vidrios de color enriquecidos de imágenes, hojas
revueltas y blasones heráldicos, junto con las grandes masas de sombras y luz que ofrecían los
pilares al presentarse iluminados de una claridad dorada, mientras bañaban los muros con sus
anchos batientes azulados y ligeros, constituían una verdadera maravilla.

Largo rato estuve contemplando otra obra tan magnífica; recorriendo con los ojos todos sus
delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar el sentido simbólico de las figurillas
monstruosas y los animales fantásticos, que se ocultaban o parecían alternativamente entre los
calados festones de las molduras. Una por una admiré las extrañas creaciones con que el
artífice había coronado el muro para dar salida a las aguas por las fauces de un grifo, de una
sierpe, de un león alado o de un demonio horrible con cabeza de murciélago y garra de águila;
una por una estudié asimismo las severas y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño
natural que, envueltas en grandes paños, simétricamente plegados; custodiaban inmóviles el
santuario, como centinelas de granito, desde lo alto de las caladas repisas que formaban, al
unirse y retorcerse entre sí, las hojas y los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas
pertenecían a la mejor época del arte ojival, ofreciendo en sus contornos generales, en la
expresión de sus rostros y en la profusión y acentuada plegadura de sus ropas, el modelo
perfecto del misterioso amor establecido por los ignorados escultores, que siguiendo una
tradición que arranca de las logias germanas, poblaron de un mundo de piedra las catedrales de
toda Europa. Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con triples alas, evangelistas, patriarcas
y apóstoles llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas formas, por sus cualidades de
ejecución o de gallardía, la atención y el estudio del que los contemplaban; pero entre todas
estas figuras una fue la que logró conmoverme con una impresión parecida a la que al
descubrirlo me produjo el ábside de la iglesia, una figura que al pronto reconcentraba todo el
interés de aquella máquina maravillosa, para la cual parecía levantada la mejor y más bella parte
del monumento; como pedestal de una estatua o marco de una pintura, del que podía decirse
era la pudorosa flor que escondida entre las hojas, perfumaba de misterio y poesía aquella selva
petrificada y apocalíptica en cuyo seno y por entre las guirnaldas de acanto, los tréboles y los
cardos puntiagudos, pululaban millares de criaturas deformes; sierpes, trasgos y dragones
reptiles, con alas monstruosas e inmensas.

Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen de piedra, del rincón solitario, del color y de
las formas que armoniosamente combinados formaban un conjunto inexplicable; pero no creo
posible dar con la palabra una idea de ella, ni mucho menos reducir a términos comprensibles la
impresión que me produjo.

Sobre una repisa volada, compuesta de un blasón entrelazados de hojas y sostenido por la
deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir con espantosas contorsiones bajo el peso
del sillar, se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El dosel de granito que cobijaba su
cabeza, trasunto en miniatura de una de esas torres agudas y en forma de linterna que
sobresalen majestuosas sobre la mole de las catedrales, bañaba en sombra su frente; una toca
plegada recogía sus cabellos, de los cuales se escapaban dos trenzas, que bajaban ondulando

209
desde el hombro hasta la cintura, después de encerrar como en un marco el perfecto óvalo de
su cara. En sus ojos, modestamente entornados, parecía arder una luz que se transparentaba al
través del granito; su ligera sonrisa animaba todas las facciones del rostro de un encanto suave,
que penetraba hasta el fondo del alma del que la veía, agitando allí sentimientos dormidos,
mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de deseos indefinibles.

El sol, que doraba las agudas flechas de los arbotantes, arrojaba sobre el templo el
dentellado batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz el ennegrecido y roto blasón de la
casa solariega, que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó poco a poco a ocultarse
detrás de una masa de edificios cercanos; las sombras tendidas antes por el suelo y que
insensiblemente se habían ido alargado hasta llegar al pie del ábside, por cuyo lienzo subían
como una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta azulada y ligera; la silueta
oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba a
su espalda limpio y transparente, como esos fondos luminosos que dejan ver por un hueco las
tablas de los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la arquitectura comenzaban a
confundirse; los ángulos perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel; las figuras de los pilares
se dibujaban indecisas, como fantasmas sin consistencias, envueltas en la oscuridad que
arrojaban sobre ellas los monumentales doseles.

Inmóvil, absortó en una contemplación muda, permanecía yo aún con los ojos fijos en la
figura de aquella mujer, cuya especial belleza había herido mi imaginación de un modo tan
extraordinario. Parecíame a veces que su contorno se destacaba entre la oscuridad; que notaba
en toda ella como una imperceptible oscilación; que de un momento a otro iba a moverse y
adelantar el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su vestido, al borde de la
repisa.

Y así estuve hasta que la noche cerró por completo. Una noche sin luna, sin más que una
confusa claridad de las estrellas, que apenas bastaba a destacar unas de otras las grandes
masas de construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo creía, no obstante, distinguir aún
la imagen de la mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que veía de una manera muy
confusa era el reflejo de aquella visión, conservada por la fantasía, porque cuando me separé
de allí aún creía percibirla flotando delante de mí entre las espesas sombras de las torcidas
calles que conducían a mi alojamiento.

II

Por qué durante los catorce o quince días que llevaba de residencia en aquella población,
aunque continuamente estuve dando vueltas sin rumbo fijo por sus calles, nunca tropecé con
aquella iglesia y aquella plaza, y desde la tarde en que las descubrí, todos los días, cualquiera
que fuese el camino que emprendiera, siempre iba a dar aquel sitio, es lo que yo no podré
explicar nunca, como nunca pude darme razón, cuando muchacho, del por qué para ir a
cualquier punto de la ciudad donde nací era preciso pasar antes por la casa de mi novia. Pero
ello era que unas veces de propósito hecho, otras por casualidad, ya porque a las mañanas se
tomaba bien el sol contra la tapia del convento, ya porque al caer la tarde de un día nebuloso y

210
frío se sentía allí menos el embate del aire, iba allí a todas horas, y me encontraba frente al
ábside de la iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas al pie del arco de la antigua casa
solariega, y con los ojos clavados en aquella figura que parecía atraerme con una fuerza
irresistible.

Más de una vez, deseando llevar conmigo un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas como
lo intenté, rompí en pedazos el lápiz y maldije de la torpeza de mi mano, inhábil para fijar el
esbelto contorno de aquella figura. Acostumbrado a reproducir el correcto perfil de las estatuas
griegas, irreprochables de forma, pero debajo de cuya modelada superficie, cuando más se ve
palpitar la carne y plegarse o dilatarse el músculo, no podía hallar la fórmula de aquella estatua,
a la vez incorrecta y hermosa, que, sin tener la idealidad de formas del antiguo, antes por el
contrario, rebosando vida real en ciertos detalles, tenía sin embargo, en el más alto grado el
ideal del sentimiento y la expresión. Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de anchos
pliegues el tronco para detenerse, quebrando las líneas, al tocar el pedestal, los ojos
entornados, las manos cruzadas sobre un libro de oraciones; y el largo brial perdido entre las
ondulaciones de la falda, podía asegurarse, y al menos este efecto producía, que debajo de
aquel granito circulaba como un fluido sutil un espíritu que le prestaba aquella vida
incomprensible, vida extraña, que no he podido traslucir jamás en esas otras figuras humanas
cuyas ropas agita el aire al pasar, cuyas facciones se contraen o dilatan con una determinada
expresión y que, a pesar de todo, son únicamente, al tocar la meta de su perfección posible,
mármol que se mueve como un maravilloso autómata, sin sentir ni pensar.

Indudablemente la fisonomía de aquella escultura reflejaba la de una persona que había


existido. Podían observarse en ella ciertos detalles característicos que sólo se reproducen
delante del natural o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la imaginación tienen
siempre algún punto de contacto con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme hacia la que
así en lo bueno como en lo malo, se nota cierta tendencia en el arte. El placer y el dolor, la risa
y el llanto tienen expresiones especiales consignadas por las reglas. La cabeza de aquella mujer
rompía con todas las tradiciones: era hermosa sin ser perfecta; ofrecía rasgos tan propios como
los que se observan en un retrato de la mano de un maestro, el cual tiene tanta personalidad,
por decirlo así, que, aun sin conocer el tipo a que se refiere, se siente la verdad de la
semejanza. Cada mujer tiene su sonrisa propia, y esa suave dilatación de los labios toma formas
infinitas, perceptibles apenas, pero que les sirve de sello. La hermosa mujer de piedra que
contemplaba extasiado, tenía asimismo una sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión,
que enamorarse de aquel gesto especial era enamorarse de aquella escultura, pues no sería
posible hallar otra perfectamente semejante. Con los ojos entornados y los labios
ligerísimamente entreabiertos, parecía que pensaba algo agradable y que la luz de su pura e
interior alegría se revelaba por medio de reflejos imperceptibles, como se acusa por la
transparencia la luz que arde dentro de un vaso de alabastro. Pero ¿quién era aquella mujer?
¿Por qué capricho el escultor, interrumpiendo la larga fila de graves personajes que rodeaban el
ábside, había colocado en el sitio más escondido, es verdad, aunque seguramente el más
misterioso de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura que tenía algo de ángel, pero que
carecía de alas, que descubría en su rostro la dulzura y la bondad de los bienaventurados, pero

211
que no ostentaba sobre su cabeza el nimbo celeste de los Santos y Apóstoles? ¿Sería acaso
recuerdo de una protectora del templo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la oscura
losa sepulcral, que cubría los restos del fundador, prelado valeroso que contribuyó con un rey
leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la capilla mayor, a la sombra de un lucillo realzado
de gótica crestería, había tenido igualmente ocasión de examinar las tumbas con las estatuas
yacentes de los ilustres magnates que en época posterior restauraron la iglesia, imprimiéndole el
carácter ojival. En ninguno de estos monumentos funerarios encontré un blasón que tuviese
siquiera un cuartel del que se veía en la repisa de la estatua del ábside. ¿Quién podría ser
entonces?

Es muy común encontrar en las portadas de las catedrales, en los capiteles de los claustros y
en las entreojivas de la urna de los sepulcros góticos multitud de figuras extrañas, y que no
obstante se refieren sin duda a personajes reales; indescifrable simbolismo de los escultores de
aquella época, con el cual escribían a la manera que los egipcios en sus obeliscos, sátiras,
tradiciones, páginas personales, caricaturas o fórmulas cabalísticas de alquimia o adivinación.
Cuando la inteligencia se ha acostumbrado a deletrear esos libros de piedra, poco a poco se va
haciendo la luz en el caos de líneas y accidentes que ofrecen a la mirada del profano, el cual
necesita mucho tiempo y mucha tenacidad para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y
sorprender una a una de las letras de su escritura jeroglífica. A fuerza de contemplación y
meditaciones, yo había llegado por aquella época a deletrear algo del oscuro germanismo de
los monumentos de la Edad Media; sabía buscar en el recodo más sombrío de los pilares
acodillados del sillar que contenía la marca masónica de los constructores; calculaba con
acierto el machón o la parte del muro que gravitaba sobre el arca de plomo, o la piedra
redonda en que se grababan con el nombre de secta del maestro, su escuadra, el martillo y la
simbólica estrella de cinco puntas, o la cabeza de pájaro que recuerda el ibis de los Faraones.
Una parábola, aun abajo en el segundo velo, una alusión histórica o un rasgo de las costumbres,
aunque ataviadas con el disfraz místico, no podían pasar inadvertidos a mis ojos si los hacía
objeto de inspección minuciosa. No obstante, por más que buscaba la cifra del misterio,
sumando y restando la entidad de aquella figura con las que la rodeaban; por más que trataba
de encontrar una relación entre ella y las creaciones de los capiteles y franjas, algunas de efecto
microscópico, y combinaba el todo con la idea del diablo que abrazaba el escudo, gimiendo
bajo el peso de la repisa, nunca veía claro, nunca me era posible explicarme el verdadero
objeto, el sentido oculto, la idea particular que movió al autor de la imagen para modelarla con
tanto amor e imprimirle tan extraordinario sello de realismo. Cierto que algunas veces creía ver
flotar ante mi vista el hilo de luz que había de conducirme seguro a través del dédalo de
confusas ideas de mi fantasía, y por un momento se me figuraba encontrar y ver palpable la
escondida relación de los versos sueltos de aquel maravilloso poema de piedra, en el cual se
presentaba en primer término y rodeada de ángeles y monstruos, de santos y de hijos de las
tinieblas, la imagen de la desconocida dama, como Beatriz en la divina y terrible trilogía del
genio florentino; pero también es verdad que, después de vislumbrar todo un mundo de
misterios como iluminado por la breve luz de un relámpago, volvía a sumergirme en nuevas
dudas y más profunda oscuridad. Entregado a estas ideas, pasaba días enteros.

212
213
Desde mi celda
Cartas literarias

Carta primera
Monasterio de Veruela, 1864.

Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de


Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para
tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlar un poco y
recordar las agradables, aunque inquietas horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad
por otra, particularmente hoy, que todos los grandes centros de población se parecen, apenas
se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos, al ver la identidad de los
edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a
que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbre de
ver y hallar de continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona
profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge a la vez; diríase, por el contrario, que
los montes que lo cierran como un valladar inaccesible me separan por completo del mundo.
¡Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a mis ojos; tan vagos y perdidos quedan al
confundirse entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más
recientes!

Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el teatro Real, en La


Iberia; hoy, sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente la última
palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor de cien
conversaciones distintas, sentado a la lumbre de un campestre hogar donde arde un tronco de
carrasca que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café, único
exceso que en estas soledades me permito sin que turbe la honda calma que me rodea otro
ruido que el del viento que gime a lo largo de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos
muros del monasterio o corre subterránea atravesando sus claustros sombríos y medrosos. Una
muchacha con su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada,
sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas
con un listón negro, que sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y
viene cantando a media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los
pucheros donde se condimenta la futura cena, y dispone el agua hirviente, negra y amarga que
me mira beber con asombro. A estas alturas, y mientras dura el frío, la cocina es el estrado, el
gabinete y el estudio.

Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda,
corro a buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro, que se
enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro

214
con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, ¡cuántas
veces he interrumpido la lectura de una escena de La Tempestad, de Shakespeare, o del Caín,
de Byron, para oír el ruido del agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y
levantando con sus penachos de vapor. azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes
de la vajilla! Un mes hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo que antes de
marcharme. El temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que me pertenece, no puede
menos de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos
de cuarto de mis patronas de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las
mismas señales y colocados en el orden que yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles.
Más allá cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera
inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y
no he matado casi nada. Después de apurar mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas
violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una
gasa azul, he pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El Contemporáneo, ya que
me he comprometido a contribuir con una gota de agua, a fin de llenar ese océano sin fondo,
ese abismo de cuartillas que se llama periódico, especie de tonel que, como al de las Danaidas,
siempre se le está echando original y siempre está vacío. Las únicas ideas que me han quedado
como flotando en la memoria y sueltas de la masa general que ha oscurecido y embotado el
cansancio del viaje, se refieren a los detalles de éste, que carecen en sí de interés, que en otras
mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi
imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario y patente.

Los diversos medios de locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta aquí,
me han recordado épocas y escenas tan distintas, que algunos ligeros rasgos de lo que de ellas
recuerdo, trazados por pluma más avezada que la mía a esta clase de estudios bastarían a
bosquejar un curioso cuadro de costumbres.

Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño saco de noche, después de
haberme despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el tren.
Previo un ligero saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que de antemano se
encontraban en el coche y que habían de ser mis compañeros de viaje, me acomodé en un
rincón, esperando el momento de partir, que no debía de tardar mucho, a juzgar por la
precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear de las
portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un caballo de raza
impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en
cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último
sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de delante atrás y de atrás adelante, y
aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de
los raíles y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio
de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es siempre
insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor
de ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado
al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese

215
mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene
todo lo grande; pero como quiera que aunque mezclado con algo que place, hay mucho que
incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las
impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por
completo.

Apenas hubimos andado algunos kilómetros, y cuando pude enterarme de lo que había a mi
alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que
hacían algo por el estilo, pues con más o menos disimulo todos comenzamos a mirarnos unos a
otros de los pies a la cabeza.

Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que
hacia frente al que yo me había colocado, y sentada de modo que los pliegues de su amplia y
elegante falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven como de diez y seis a diez y siete
años, la cual, a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué aristocrático que se
siente y no puede explicarse, debía de pertenecer a una clase elevada. Acompañábala un aya,
pues tal me pareció una señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento inmediato, y que
de cuando en cuando le dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué
necesitaba, o advertirle de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el
interés que se tomaba por la joven, pudieran hacer creer que era su madre; pero, a pesar de
todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y mercenario, que fue el dato de que desde
luego tuve en cuenta para clasificarla.

Haciendo vis-à-vis con el aya francesa y medio enterrado entre los almohadones de un
rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi
todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y
completo que su traje de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos
blancos y relucientes; aquí la manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero; allá el paraguas
y el bastón con su funda de vaqueta, terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de
Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora
corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde,
dilatada y redonda, se hubo empapado bien en los objetos, entornó nuevamente los párpados,
de modo que, heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas y rubias se me
antojaban a veces dos hilos de oro que sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra
cosa podía compararse su nariz. Formando contraste con este seco y estirado gentleman, que,
una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una
esfinge de granito, en el extremo opuesto del coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose
para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento, o recostándose alternativamente de un
lado y de otro, como el que siente un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía
sin cesar un señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, a lo
que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde
nunca había salido sino a la capital de su provincia, hasta que, con ocasión de ciertos negocios
propios del Ayuntamiento de que formaba parte, había estado últimamente en la corte como
cosa de un mes.

216
Todo esto y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno
del hombre era de lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal afán por
enredar conversación sobre cualquier cosa, que no perdonaba coyuntura.

Primero suplicó al inglés le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa
del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin
contestar una sola palabra a las expresivas frases con que le agradeciera el obsequio. De
seguida se dirigió a la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba era su mamá. La
joven le contestó que no con una desdeñosa sobriedad de palabras. Después se encaró
conmigo, deseando saber si seguiría hasta Pamplona: satisfice esta pregunta, y él, tomando pie
de mi contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y a propósito de esto, habló de mil cosas
diferentes y todas a cual de menos importancia, sobre todo para los que le escuchábamos.
Cansado de su desesperante monólogo o agotados los recursos de su imaginación, nuestro
buen hombre, que por lo visto se fastidiaba a más no poder dentro de aquella atmósfera glacial
y afectada, tan de buen tono entre personas que no se conocen, comenzó a poco, sin duda
para distraer su aburrimiento, una serie de maniobras a cual más inconvenientes y originales.
Primero cantó un rato a media voz alguna de las habaneras que había oído en Madrid a la
criada de la casa de pupilos; después comenzó a atravesar el coche de un extremo a otro,
dando aquí al inglés con el codo o pisando allí el extremo del traje de las señoras para
asomarse a las ventanillas de ambos lados; por último, y ésta fue la broma más pesada, dio en
la flor de bajar los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del
pueblo, pedir agua o preguntar los minutos que se detendría el tren. En unas y otras, ya nos
encontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche se había entrado fría, anubarrada y
desagradable; de modo que cada vez que se abría una de las portezuelas, se estaba en peligro
inminente de coger un catarro. El inglés, que hubo de comprenderlo así, se envolvió
silenciosamente en su magnífica manta escocesa; la joven, por consejo del aya, que se lo dijo
en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí
cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro hombre sin embargo, prosiguió impertérrito
practicando la misma peligrosa operación tantas veces cuantas paraba el tren, hasta que al
cabo, no sé si cansado de este ejercicio o advertido de la escena muda de arropamiento
general que se repetía tantas veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con aire de visible mal
humor los cristales, tornando a echarse en su rincón donde a los pocos minutos roncaba como
un bendito, amenazando aplastarme la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos
vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir sobresaltado de su modorra para restregarse
los ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El peso de las altas horas de la noche
comenzaba a dejarse sentir. En el vangón reinaba un silencio profundo, interrumpido sólo por el
eterno y férreo crujir del tren y algún que otro resoplido de nuestro amodorrado compañero,
que alternaba en esta tarea con la máquina.

El inglés se durmió también; pero se durmió grave y dignamente sin mover pie ni mano,
como si a pesar del letargo que le embargaba tuviese la conciencia de su posición. El aya
comenzó a cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en
estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados como las vírgenes prudentes de la parábola, tan

217
sólo la joven y yo. A decir verdad, yo también me hubiera rendido al peso del aturdimiento y a
las fatigas de la vigilia si hubiese tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud,
si no tan grave como la del inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca como la del buen
regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra de una cabezada, ora roncando como un
órgano o balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo más chistoso que
imaginarse puede. Para despabilarme un poco resolví dirigir la palabra a la joven; pero por una
parte temía cometer una indiscreción, mientras por otra; y no era esto lo menos para
permanecer callado, no sabía como empezar. Entonces volví los ojos, que había tenido
clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver pasar a través de los cristales, y
sobre una faja de terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de humo y de chispas que
se quedaban al paso de la locomotora rozando la tierra y como suspendidas e inmóviles, ya los
palos del telégrafo, que parecían perseguirse y querer alcanzarse unos a otros lanzados a una
carrera fantástica. No obstante, la aproximación de aquella mujer hermosa que yo sentía aun sin
mirarla, el roce de su falda de seda que tocaba a mis pies y crujía a cada uno de sus
movimientos, el sopor vertiginoso del incesante ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa
embriaguez de las altas horas de la noche, que pesan de una manera tan particular sobre el
espíritu, comenzaron a influir en mi imaginación, ya sobreexcitada extrañamente.

Estaba despierto, pero mis ideas iban poco a poco tomando esa forma extravagante de los
ensueños de la mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se quiebran con un
rayo de enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se corren las cortinas del lecho. La vista
se me fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un mar de asfalto, la línea del
horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas. De cuando en
cuando dejaba caer la cabeza sobre el pecho, rompía el hilo de las historias extraordinarias que
iba fingiendo en la mente y entornaba los ojos; pero apenas los volvía a abrir encontraba
siempre delante de ellos a aquella mujer, y tornaba a mirar por los cristales; y tornaba a soñar
imposibles. Yo he oído decir a muchos, y aun la experiencia me ha enseñado un poco, que hay
horas peligrosas, horas lentas y cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa
pesadez, contra la que es imposible defenderse: en esas horas, como cuando nos turban la
cabeza los vapores del vino, los sonidos se debilitan y parece que se oyen muy distantes, los
objetos se ven como velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia al espíritu, que
recobra para sí todas las fuerzas que pierde la materia. Las horas de la madrugada, esas horas
que deben tener más minutos que las demás, esas horas en que entre el caos de la noche
comienza a forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su última visión y la luz se
anuncia con ráfagas de claridad incierta, son sin duda alguna, las que en más alto grado reúnen
semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que trascurrió mientras a la vez dormía y velaba, ni
tampoco me sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas que cruzaron por mi imaginación,
porque ahora sólo recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas notas sueltas de una
música lejana que trae el viento a intervalos en ráfagas sonoras: lo que sí puedo asegurar es que
gradualmente se fueron embotando mis sentidos, hasta el punto que cuando un gran
estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz del guarda de la vía me anunciaron que
estaba en Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba tan pronto en el término de la
primera parte de mi peregrinación.

218
Era completamente de día, y por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par el
señor gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire fresco de la mañana. Nuestro regidor
aragonés que por lo que podía colegirse no veía la hora de dejar tan poco agradable reunión,
apenas se convenció de que estábamos en Tudela, torciose la capa al hombro, cogió en una
mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y saltó al andén con una agilidad que nadie
hubiera sospechado en sus años y en su gordura. Yo torné asimismo el pequeño saco, que era
todo mi equipaje; dirigí una última mirada a aquella mujer a quien acaso no volvería a ver más y
que había sido la heroína de mi novela de una noche, y después de saludar a mis compañeros,
salí del vagón buscando a un chico que llevase aquel bulto y me condujese a una fonda
cualquiera.

Tudela es un pueblo grande, con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi


guía, una posada con ribetes de fonda. Senteme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue
gran cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a la navarra que se
encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el
campanilleo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba las
mulas, me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto. Acabé deprisa y
corriendo de tomar una taza de café bastante malo y clarito por más señas, y ya se oían los
gritos de ¡al coche, al coche! unidos a las despedidas en alta voz, al ir y venir de los que
colocaban los equipajes en la baca, y las advertencias mezcladas de interjecciones del mayoral,
que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la popa de su buque.

La decoración había cambiado por completo, y nuevos y característicos personajes se


encontraban en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados
en los marmolillos de las esquinas o agrupados en derredor del coche, veíanse hasta quince o
veinte desocupados del lugar para quienes el espectáculo de una diligencia que entra o sale es
todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo algunos muchachos, desarrapados y sucios,
abrían con gran oficiosidad las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior
del ómnibus, pues éste era propiamente el nombre que debiera darse al vehículo que iba a
conducirnos a Tarazona, comenzaban a ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los
primeros en colocarme en mi sitio al lado de las dos mujeres, madre e hija, naturales de un
pueblo cercano, y que venían de Zaragoza, a donde, según me dijeron, habían ido a cumplir no
sé qué voto a la Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se
conservaba todo lo que a los cuarenta y pico de años puede conservarse de una buena moza.
Tras mí entró un estudiante del seminario, a quien no hubo de parecer saco de paja la
muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se
compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al
estudiante otros dos individuos del sexo feo, de los cuales el primero parecía militar en situación
de reemplazo, y el segundo uno de esos pobres empleados de poco sueldo, a quienes a cada
instante trasiega el ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos, y cada uno en su
lugar correspondiente, y dándonos el parabién porque íbamos a estar un poco holgados,
cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la cabeza de un
clérigo entrado en edad, pero guapote, y de buen color, al que acompañaba una ama o dueña,

219
como por aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina de mujer era de lo mejor
conservado y apetitoso a la vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta parte.

Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los
segundos el escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su vecina de
asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen que había de
ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad con que se le ofrecía. Sentose el ama,
acomodose el clérigo, y ya nos disponíamos a partir, cuando, como llovido del cielo o salido de
los profundos, hete aquí que se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril, con su
imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones, las
risas y los murmullos que se oyeron a su llegada, sería asunto imposible, como tampoco es fácil
recordar las maniobras de cada uno de los viajeros para impedir que se acomodase a su lado.
Pero aquél era el elemento de nuestro hombre gordo: allí donde se reía, se empujaba, y unos
manoteando, otros impasibles, todos hablaban a un tiempo, se encontraba el buen regidor
como el pez en el agua o el pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía con chanzas; a las
interjecciones, encogiéndose de hombros, y a los envites de codos, con codazos, de manera
que a los pocos minutos ya estaba sentado y en conversación con todos, como si los conociese
de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese continuo vaivén al compás del trote
de las mulas, las campanillas del caballo delantero, el saltar de los cristales, el revolotear de los
visillos y los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen el fondo de armonía de una
diligencia en marcha. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de una loma bordada de
viñedos y olivares. Nuestro hombre gordo, apenas se vio engolfado camino adelante y en
compañía tan franca, alegre y de su gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda
correspondiente para echar un trago. Dada la señal del combate, el fuego se hizo general en
toda la línea, y unos de la fiambrera de hoja de lata, otros de un canastillo o del número de un
periódico, cada cual sacó su indispansable tortilla de huevos con variedad de tropezones.
Primero la botella, y cuando ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre del seminarista,
comenzaron a andar a la ronda por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban tenazmente,
tuvieron que humedecerse la boca con el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas al
delantero, sentose de medio ganchete en el pescante y formó parte del corro, no siendo de los
más parcos en el beber; yo, aunque con nada había contribuido al festín, también tuve que
empinar el codo más de lo que acostumbro.

A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje; de modo que con el aturdimiento del vinillo,
el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos,
las palabritas a media voz de los de más allá, un poco de sol enfilado a los ojos por las
ventanillas y un bastante de polvo del que levantaban las mulas, las tres horas de camino que
hay desde Tarazona a Tudela pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que me dieran
lugar a desesperarme, ni tan breves que no viera con gusto el término de mi segunda jornada.

En Tarazona nos apeamos del coche entre una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos.
Despedímonos cordialmente los unos de los otros, volví a encargar a un chicuelo de la
conducción de mi equipaje y me encaminé al azar por aquellas calles estrechas, torcidas y
oscuras, perdiendo de vista, tal vez para siempre, a mi famoso regidor, que había empezado

220
por fastidiarme, concluyendo al fin por hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable
charla y su inquietud increíble en una persona de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad
pequeña y antigua; más lejos del movimiento que Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto,
pero tiene un carácter más original y artístico. Cruzando sus calles con arquillos y retablos, con
caserones de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos, con altas rejas de hierro de labor
exquisita y extraña, hay momentos en que se cree uno transportado a Toledo, la ciudad
histórica por excelencia.

Al fin, después de haber discurrido un rato por aquel laberinto de calles, llegamos a la
posada, que posada era con todos los accidentes y el carácter de tal el sitio a que me condujo
mi guía. Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y tostada en cuya clave luce un
escudo con un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos
amarillos, nacida entre las hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que fueron un día
señores de aquella casa solariega, hay un palo, con una tabla en la punta a guisa de banderola,
en que se lee con grandes letras de almagre el título del establecimiento; el nudoso y retorcido
tronco de una parra que comienza a retoñar, cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas,
un ventanuquillo abierto en el fondo de una antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de
colores; a los lados del portal sirven de asiento algunos trozos de columnas, sustentados por
rimeros de ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las yerbas que crecen al pie del muro,
en el cual, entre remiendos y parches de diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, otros
con oscuras manchas de ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera
clavadas en las hendiduras. Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el interior no
parecía menos pintoresco.

A la derecha, y perdiéndose en la media luz que penetraba de la calle, veíase una multitud
de arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus huecos a una larga
fila de pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes, y diseminados por el suelo,
tropezábase aquí con las enjalmas de una caballería, allá con unos cuantos pellejos de vino o
gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban, sentados en corro y con el jarro en primer
lugar, algunos arrieros y trajinantes.

En el fondo, y caracoleando, pegada a los muros o sujeta con puntales, subía a las
habitaciones interiores una escalerilla empinada y estrecha, en cuyo hueco, y revolviendo un haz
de paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la parte de la
izquierda, a la que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un rincón de la cocina
iluminado por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso grupo la
posadera, mujer frescota y de buen temple, aunque entrada en años, una muchacha vivaracha y
despierta como de quince a diez y seis, y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén de
un enorme gato rucio y dos o tres perros que se habían dormido al amor de la lumbre.

Después de dar un vistazo a la posada, hice presente al posadero el objeto que en su busca
me traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en contacto con alguien que me quisiera
ceder una caballería para trasladarme a Veruela, punto al que no se puede llegar de otro modo.

221
Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón
de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí otra vez en marcha y camino del Moncayo,
atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición y del absoluto. Cuando me
vi en mitad del camino, entre aquellas subidas y bajadas tan escabrosas, rodeado de los
caborneros, que marchaban a pie a mi lado cantando una canción monótona y eterna; delante
de mis ojos la senda, que parecía una culebra blancuzca e interminable que se alejaba
enroscándose por entre las rocas, desapareciendo aquí y tornando a aparecer más allá, y a un
lado y otro los horizontes inmóviles y siempre los mismos, figurábaseme que hacía un año me
había despedido de ustedes, que Madrid se había quedado en el otro cabo del mundo, que el
ferrocarril que vuela, dejando atrás las estaciones y los pueblos, salvando los ríos y horadando
las montañas, era un sueño de la imaginación o un presentimiento de lo futuro. Como la verdad
es que yo fácilmente me acomodo a todas las cosas, pronto me encontré bien con mi última
manera de caminar, y dejando ir a la mula a su paso lento y uniforme, eché a volar la fantasía
por los espacios imaginarios, para que se ocupase en la calma y en la frescura sombría de los
sotos de álamos que bordan el camino, en la luminosa serenidad del cielo, o saltase, como salta
el ligero montañés, de peñasco en peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora
envolviéndose como en una gasa de plata en la nube que viene rastrera, ora mirando con
vertiginosa emoción el fondo de los precipicios por donde va el agua, unas veces ligera,
espumosa y brillante, y otras sin ruido, sombría y profunda.

Como quiera que cuando se viaja así, la imaginación desasida de la materia tiene espacio y
lugar para correr volar y juguetear como una loca por donde mejor le parece, el cuerpo,
abandonado del espíritu, que es el que lo percibe todo, sigue impávido su camino hecho un
bruto y atalajado como un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo, ni saber si se cansa o
no. En esta disposición de ánimo anduvimos no sé cuántas horas, porque ya no tenía ni
conciencia del tiempo, cuando un airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me anunció que
habíamos llegado a la más alta de las cumbres que por la parte de Tarazona rodean el valle,
término de mis peregrinaciones. Allí, después de haberme apeado de la caballería para seguir a
pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar como los Cruzados a la vista de la ciudad
santa:

Ecco apparir Gerusalem si vede

En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones
del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas
entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las
vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio, en donde ya instalado en una celda, y
haciendo una vida mitad por mitad literaria y campestre, espera vuestro compañero y amigo
recobrar la salud, si Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la pesada carga del
periódico en cuanto la enfermedad y su natural propensión a la vagancia se lo permitan.

222
Carta segunda
Queridos amigos: Si me vieran ustedes en algunas ocasiones con la pluma en la mano y el
papel delante, buscando un asunto cualquiera para emborronar catorce o quince cuartillas,
tendrían lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea costumbre, de
morderme las uñas es caso de esterilidad, pues hasta tal punto me encuentro apurado e
irresoluto en estos trances, que ya sería cosa de haberme comido la primera falange de los
dedos. Y no es precisamente porque se hayan agotado de tal modo mis ideas, que registrando
en el fondo de la imaginación, en donde andan enmarañadas e indecisas, no pudiese topar con
alguna y traerla, a ser preciso, por la oreja, como dómine de lugar a muchacho travieso. Pero
no basta tener una idea; es necesario despojarla de su extraña manera de ser, vestirla un poco
al uso para que esté presentable, aderezarla y condimentarla, en fin, a propósito, para el
paladar de los lectores de un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo espinoso del
caso, aquí la gran dificultad.

Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que aquí han engendrado la
soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titánica, hasta que, por último, vencidos los
primeros por el número y la intensidad de sus contrarios, han ido a refugiarse no sé dónde,
porque yo los llamo y no me contestan, los busco y no parecen. Ahora bien: lo que se siente y
se piensa aquí en armonía con la profunda calma y el melancólico recogimiento de estos
lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que viven en ese torbellino de intereses opuestos, de
pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas que se llama la Corte?

Yo juzgo de la impresión que pueden hacer ideas que nacen y se desarrollan en la austera
soledad de estos claustros, por la que a su vez me producen las que ahí hierven y de las cuales
diariamente me trae El Contemporáneo como un abrasado soplo. Al periódico que todas las
mañanas encontramos en Madrid sobre la mesa del comedor o en el gabinete de estudio, se le
recibe como a un amigo de confianza que viene a charlar un rato, mientras se hace hora de
almorzar con la ventaja de que si saboreamos un veguero, mientras él nos refiere,
comentándola, la historia del día de ayer, ni siquiera hay necesidad de ofrecerle otro, como al
amigo. Y esa historia de ayer que nos refiere, hasta cierto punto la historia de nuestros cálculos,
de nuestras simpatías o de nuestros intereses; de modo que su lenguaje apasionado, sus frases
palpitantes, suelen hablar a un tiempo a nuestra cabeza, a nuestro corazón y a nuestro bolsillo:
en unas ocasiones repite lo que ya hemos pensado, y nos complace hallarle acorde con nuestro
modo de ver; otras nos dice la última palabra de algo que comenzábamos a adivinar, o nos da
el tema en armonía con las vibraciones de nuestra inteligencia para proseguir pensando. Tan
íntimamente está enlazada su vida intelectual con la nuestra; tan una es la atmósfera en que se
agitan nuestras pasiones y las suyas. Aquí, por el contrario, todo parece conspirar a un fin
diverso. El periódico llega a los muros de este retiro como uno de esos círculos que se abren en
el agua cuando se arroja una piedra, y que poco a poco se van debilitando a medida que se
alejan del punto de donde partieron, hasta que vienen a morir en la orilla con un rumor apenas
perceptible. El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos rodea, hasta los accidentes

223
locales parecen contribuir a que sus palabras suenen de otro modo en el oído. Juzgad si no por
lo que a mí me sucede.

Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por delante de
las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los
periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abadía, se extiende
una larga alameda de chopos tan altos que, cuando agita las ramas el viento de la tarde, sus
copas se unen y forman una inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y
saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles,
corren dos arroyos de agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada
como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas
inquietas y luminosas, está a trechos cubierto de una yerba alta, espesa y finísima, entre la que
nacen tantas margaritas blancas, que semejan a primera vista esa lluvia de flores con que
alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de abril. En los ribazos, y entre los
zarzales y los juncos del arroyo; crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus
rastreras hojas, se anuncian a gran distancia con su intenso perfume; y, por último, también
cerca del agua y formando como un segundo término, déjase ver por entre los huecos que
quedan de tronco a tronco una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas,
compactas y oscuras.

Como a la mitad de esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos dibujan un
círculo pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al tocarse en la altura, la
cúpula de un santuario; sobre una escalinata formada de grandes sillares de granito, por entre
cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos y las flores trepadoras, se levanta gentil,
artística y alta, casi como los árboles, una cruz de mármol, que, merced a su color, es conocida
en estas cercanías por la Cruz negra de Veruela. Nada más hermosamente sombrío que este
lugar. Por un extremo del camino limita la vista el monasterio con sus arcos ojivales, sus torres
puntiagudas y sus muros almenados e imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña ermita
se levantan al pie de una eminencia sembrada de tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie
de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo
olvidado en las gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta cuatro horas aguardando el
periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas figuras aisladas que se
colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces, exaltada la
imaginación, creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, a los monjes
blancos que van y vienen silenciosos alrededor de su abadía, o a una muchacha de la aldea que
pasa por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilla un momento
y deja un lirio azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se confunde con el rumor de las
hojas; después..., ¡qué sé yo!..., escenas sueltas de no sé qué historia que yo he oído o que
inventaré algún día; personajes fantásticos, que, unos tras otros; van pasando ante mi vista, y de
los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: ideas y palabras que más tarde
germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir.

La aproximación del correo viene siempre a interrumpir una de estas maravillosas historias.
En el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su caballo que cada vez

224
se percibe más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin llega a donde estoy, saca el
periódico de la bolsa de cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega, y después de
cambiar algunas palabras o un saludo, desaparece por el extremo opuesto del camino que trajo.

Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundo he vivido con su vida febril y
apasionada, El Contemporáneo no es para mí un papel como otro cualquiera, sino que sus
columnas son ustedes todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas o desengaños, de
reveses o de triunfos, de satisfacciones o de amarguras. La primera impresión que siento, pues,
al recibirle, es siempre una impresión de alegría, como la que se experimenta al romper la
cubierta de una carta en cuyo sobre hemos visto una letra querida, o como cuando en un país
extranjero se estrecha la mano de un compatriota y se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor
particular del papel húmedo y la tinta de imprenta, olor especialísimo que por un momento
viene a sustituir el perfume de las flores que aquí se respira por todas partes, parece que hiere
la memoria del olfato, memoria extraña y viva que indudablemente existe, y me trae un pedazo
de mi antigua vida; de aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella fiebre fecunda del
periodismo. Recuerdo el incesante golpear y crujir de la máquina que multiplicaba por miles las
palabras que acabábamos de escribir y que salían aún palpitando de la pluma; recuerdo el afán
de las últimas horas de redacción, cuando la noche va de vencida y el original escasea;
recuerdo, en fin, las veces que nos ha sorprendido el día corrigiendo un artículo o escribiendo
una noticia última sin hacer más caso de las poéticas bellezas de la alborada que de la carabina
de Ambrosio. En Madrid, y para nosotros en particular, ni sale ni se pone el sol: se apaga o se
enciende la luz, y es por la única cosa que lo advertimos.

Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo a pasar la vista por sus renglones hasta que
gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya ni veo ni oigo nada de lo que se agita a mi
alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de los árboles, el agua sonriendo a mis
pies, y las golondrinas, lanzando chillidos agudos, pasan sobre mi cabeza; pero yo, cada vez
más absorto y embebido con las nuevas ideas que comienzan a despertarse a medida que me
hieren las frases del diario, me juzgo transportado a otros sitios y a otros días. Paréceme asistir
de nuevo a la Cámara, oír los discursos ardientes, atravesar los pasillos del Congreso, donde
entre el animado cuchicheo de los grupos se forman las futuras crisis; y luego veo las secretarias
de los ministerios en donde se hace la política oficial; las redacciones donde hierven las ideas
que han de caer al día siguiente como la piedra en el lago, y los círculos de la opinión pública
que comienzan en el casino, siguen en las mesas de los cafés y acaban en los guardacantones de
las calles. Vuelvo a seguir con interés las polémicas acaloradas, vuelvo a reanudar el roto hilo
de las intrigas, y ciertas fibras embotadas aquí, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta
ambición, el ansia de algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida a los ojos
humanos, tornan a vibrar nuevamente y a encontrar en mi alma un eco profundo. «El Diario
Español, El Pensamiento o La Iberia, hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de más
allá», dice El Contemporáneo; y yo sin saber apenas dónde estoy, tiendo las manos para
cogerlos, creyendo que están allí a mi alcance, como si me encontrara sentado a le mesa de la
redacción.

225
Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, que pasan por mi cabeza como una nube de
tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he acabado de leer las primeras columnas del
periódico, cuando el último reflejo del sol, que dobla lentamente la cumbre del Moncayo,
desaparece de la más alta de las torres del monasterio, en cuya cruz de metal llamea un
momento antes de extinguirse. Las sombras de los montes bajan a la carrera y se extienden por
la llanura; la luna comienza a dibujarse en el Oriente como un círculo de cristal que transparenta
el cielo, y la alameda se envuelve en la indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposible continuar
leyendo. Aún se ven por una parte y entre los huecos de las ramas chispazos rojizos del sol
poniente, y por la otra una claridad violada y fría. Poco a poco comienzo a percibir otra vez,
semejante a una armonía confusa, el ruido de las hojas y el murmullo del agua, fresco, sonoro y
continuado, a cuyo compás vago y suave vuelven a ordenarse las ideas y se van moviendo con
más lentitud en una danza cadenciosa, que languidece al par de la música, hasta que por último
se aguzan unas tras otras como esos puntos de luz apenas perceptibles que de pequeños nos
entreteníamos en ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginación entonces,
ligera y diáfana; se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una madre arrulla a un
niño. La campana del monasterio, la única que ha quedado colgada en su ruinosa torre
bizantina, comienza a tocar la oración, y una cerca, otra lejos, éstas con una vibración metálica
y aguda, aquéllas con un tañido sordo y triste, les responden las otras campanas de los lugares
del Somontano. De estos pequeños lugares, unos están en las puntas de las rocas colgados
como el nido de una águila, y otros medio escondidos en las ondulaciones del monte o en lo
más profundo de los valles. Parece una armonía que a la vez baja del cielo y sube de la tierra, y
se confunde y flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día que muere el primer
suspiro de la noche que nace.

Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las pasiones,
las contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en aquella música divina. Mi alma está ya
tan serena como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más grande, en un destino futuro y
desconocido, más allá de esta vida, la fe de la eternidad, en fin, aspiración absorbente, única e
inmensa, mata esa fe al por menor que pudiéramos llamar personal, la fe en el mañana, especie
de aguijón que espolea los espíritus irresolutos, y que tanto se necesita para luchar y vivir y
alcanzar cualquier cosa en la tierra.

Absorto en estos pensamientos doblo el periódico y me dirijo a mi habitación. Cruzo la


sombría calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio, cuya dantellada silueta se
destaca por oscuro sobre el cielo en un todo semejante a la de un castillo feudal; atravieso el
patio de armas con sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos de saeteras y
coronados de almenas puntiagudas, de las cuales algunas yacen en el foso, medio ocultas entre
los jaramagos y los espinos. Entre dos cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se alza la
torre que da paso al interior; una cruz clavada en la punta indica el carácter religioso de aquel
edificio, cuyas enormes puertas de hierro y muros fortísimos, más parece que deberían guardar
soldados que monjes.

Pero apenas las puertas se abren rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la abadía
aparece con todo su carácter. Una larga fila de olmos, entre los que se elevan algunos cipreses,

226
deja ver en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular llena de extrañas esculturas,
por la derecha se extiende la remendada tapia de un huerto, por encima de la cual asoman las
copas de los árboles, y a la izquierda se descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en
medio de su sencillez. Desde este primer recinto se pasa al inmediato por un arco de medio
punto, después del cual se encuentra el sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento de
los monjes. Un arroyuelo, que luego desaparece y se oye gemir por debajo de tierra, corre al
pie de tres o cuatro árboles viejos y nudosos: a un lado se descubre el molino medio agazapado
entre unas ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva, la portada monumental del
claustro con sus pilastras platerescas llenas de hojarascas, bichos, ángeles, cariátides y
dragones de granito que sostienen emblemas de la Orden, mitras y escudos.

Siempre que atravieso este recinto cuando la noche se aproxima y comienza a influir en la
imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy pisando quedo y poco a poco
las sendas abiertas entre los zarzales y las yerbas parásitas, como temeroso de que al ruido de
mis pasos despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno de los monjes que duermen allí el
sueño de la eternidad. Por último, entro en el claustro; donde ya reina una oscuridad profunda:
la llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el aire, y los círculos de luz
que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto resplandor,
pueden distinguirse las largas series de ojivas, festoneadas de hojas de trébol, por entre las que
asoman, con una mueca muda y horrible, esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la
imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus
basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una columna y saca su deforme cabeza por entre
la hojarasca del capitel; allí un ángel que lucha con un demonio y entre los dos soportan la
recaída de un arco que se apunta al muro; más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del
lucillo que las contiene, las urnas de piedra donde bien con la mano en el montante o revestidas
de la cogulla, se ven las estatuas de los guerreros y abades más ilustres que han patrocinado
este monasterio o lo han enriquecido con sus dones.

Los diferentes y extraordinarios objetos que unos tras otros van hiriendo la imaginación, la
impresionan de una manera tan particular, que cuando, después de haber discurrido por
aquellos patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos claustros imponentes
penetro al fin en mi celda y desdoblo otra vez El Contemporáneo para proseguir su lectura,
paréceme que está escrito en un idioma que no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una
comedía, un libro nuevo, un cantante extraordinario, una comida en la embajada de Rusia, la
compañía de Price, la muerte de un personaje, los clownes, los banquetes políticos, la música,
todo revuelto: una obra de caridad con un crimen, un suicidio con una boda, un entierro con una
función de toros extraordinaria.

A esta distancia y en este lugar me parece mentira que existe aún ese mundo que yo
conocía, el mundo del Congreso y las redacciones, del casino y de los teatros, del Suizo y de la
Fuente Castellana, y que existe tal como yo le dejé, rabiando y divirtiéndose, hoy en una
broma, mañana en un funeral, todos deprisa, todos cosechando esperanzas y decepciones,
todos corriendo detrás de una cosa que no alcanzan nunca, hasta que corriendo den en uno de

227
esos lazos silenciosos que nos va tendiendo la muerte, y desaparezcan como por escotillón con
una gacetilla por epitafio.

Cuando me asaltan estas ideas, en vano hago esfuerzos por templarme como ustedes y
entrar a compás de la danza. No oigo la música que lleva a todos envueltos como en un
torbellino; no veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más que lo que ve el que mira un
baile desde lejos; una pantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces, terrible otras.

Ustedes, sin embargo, quieren que escriba alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía
general, aun a riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva esto de introducción y preludio: quiere
decir que si alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de lo que yo siento ahora, mis
palabras le llevarán el recuerdo de más tranquilos días, como el perfume de un paraíso distante;
y los que no, tendrán en cuenta mi especial posición para tolerar que de cuando en cuando
rompa con una nota desacorde la armonía de un periódico político.

Carta tercera
Queridos amigos: Hace dos o tres días, andando a la casualidad por entre estos montes, y
habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, acerté a descubrir casi
oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino un pueblecillo, cuya situación, por
extremo pintoresca, me agradó tanto que no pude por menos de aproximarme a él para
examinarlo a mis anchas. Ni aun pregunté su nombre; y si mañana o el otro quisiera buscarlo
por su situación en el mapa, creo que no lo encontraría: tan pequeño es y tan olvidado parece
entre las ásperas sinuosidades del Moncayo. Figúrense ustedes, en el declive de una montaña
inmensa y sobre una roca que parece servirle de pedestal, un castillo del que sólo quedan en pie
la torre del homenaje y algunos lienzos de muro carcomidos y musgosos: agrupadas alrededor
de este esqueleto de fortaleza, cual si quisiesen todavía dormir seguras a su sombra como en la
edad de hierro en que debió de alzarse, se ven algunas casas, pequeñas heredades con sus
bardales de heno, sus tejados rojizos, y sus chimeneas desiguales y puntiagudas, por cima de
las que se eleva el campanario de la parroquia con su reloj de sol, su esquiloncillo que llama a la
primera misa, y su gallo de hoja de lata que gira en lo alto de la veleta a merced de los vientos.

Una senda que sigue el curso del arroyo que cruza el valle serpenteando por entre los
cuadros de los trigos, verdes y tirantes como el paño de una mesa de billar, sube dando vueltas
a los amontonados pedruscos sobre que se asienta el pueblo, hasta el punto en que un pilarote
de ladrillos con una cruz en el remate señala la entrada. Sucede con estos pueblecitos tan
pintorescos, cuando se ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas chimeneas arrojando
pilares de humo azul, tantos árboles y peñas y accidentes artísticos, lo que con otras muchas
cosas del mundo, en que todo es cuestión de la distancia a que se miran; y la mayor parte de las
veces, cuando se llega a ellos, la poesía se convierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada, lo

228
que pude descubrir del interior del lugar no me pareció, en efecto, que respondía ni con mucho
a su perspectiva; de modo que, no queriendo arriesgarme por sus estrechas, sucias y
empinadas callejas, comencé a costearlo, y me dirigí a una reducida llanura que se descubre a
su espalda, dominada sólo por la iglesia y el castillo. Allí, en unos campos de trigo, y junto a
dos o tres nogales aislados que comenzaban a cubrirse de hojas, está lo que por su especial
situación y la pobre cruz de palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio.
Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión a los camposantos de las
grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una
tienda de géneros de ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y
enarenadas, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores
sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de
embellecer grotesca y artificialmente la muerte, me trae a la memoria a esos niños de los barrios
bajos, a quienes después de expirar embadurnan la cara con arrebol, de modo que, entre el
cerco violado de los ojos, la intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas,
resulta una mueca horrible.

Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre,
cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica, es
verdad, pero mucho más suave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellos vastos almacenes
de la muerte, siempre hay algo de esa repugnante actividad del tráfico; la tierra, constantemente
removida, deja ver fosas profundas que parecen aguardar su presa con hambre. Aquí nichos
vacíos, a los que no falta más que un letrero: «Esta casa se alquila»; allí huesos que se retrasan
en el pago de su habitación, y son arrojados qué sé yo adónde para dejar lugar a otros; y
lápidas con filetes de relumbrones, y décimas y coronas de flores de trapo, y siemprevivas de
comerciantes de objetos fúnebres. En estos escondidos rincones, último albergue de los
ignorados campesinos, hay una profunda calma: nadie turba su santo recogimiento, y después
de envolverse en su ligera capa de tierra, sin tener siquiera encima el peso de una losa, deben
de dormir mejor y más sosegados.

Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi deshecha
puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y éste se
ofreció a mi vista, no pude menos de confiarme nuevamente en mis ideas. Es imposible ni aun
concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que aquél.
Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios; nada la
recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos.
Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores,
ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra,
en el cual la poderosa vegetación de este país, abandonada a sí misma, despliega sus silvestres
galas con un lujo y una hermosura imponderables. Al pie de las tapias y por entre sus rendijas,
crecen la hiedra y esas campanillas de color de rosa pálido que suben sosteniéndose en las
asperezas del muro hasta trepar a los bardales de heno, por donde se cruzan y se mecen como
una flotante guirnalda de verdura. La espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca con
suave claroscuro todas sus ondulaciones, produce el efecto de un tapiz bordado de esas mil

229
florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y sólo podrían decir las muchachas del
lugar que en las tardes de mayo las cogen en el halda para engalanar el retablo de la Virgen.

Allí, en medio de algunas espigas cuya simiente acaso trajo el aire de las eras cercanas, se
columpian las amapolas con sus cuatro hojas purpúreas y descompuestas; las margaritas
blancas y menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los amantes, semejan copos de nieve que
el calor no ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos corales y esas estrellas de
cinco rayos amarillas e inodoras que llaman de los muertos, las cuales crecen salpicadas en los
camposantos entre las ortigas, las rosas de los espinos, los cardos silvestres y las alcachoferas
puntiagudas y frondosas. Una brisa pura y agradable mueve las flores, que se balancean con
lentitud, y las altas yerbas, que se inclinan y levantan a su empuje como las pequeñas olas de un
mar verde y agitado. El sol resbala suavemente sobre los objetos, los ilumina o los transparenta,
aumentando la intensidad y la brillantez de sus tintas, y parece que los dibuja con un perfil de
oro para que destaquen entre sí con más limpieza. Algunas mariposas revolotean de acá para
allá haciendo en el aire esos giros extraños que fatigan1a vista, que inútilmente se empeña en
seguir su vuelo tortuoso; y mientras las abejas estrechan sus círculos zumbando alrededor de
los cálices llenos de perfumada miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan por el
bardal de la tapia, una lagartija asoma su cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y
vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa a guarecerse en su escondite al menor
movimiento.

Después que hube abarcado con una mirada el conjunto de aquel cuadro, imposible de
reproducir con frases siempre descoloridas y pobres, me senté en un pedrusco, lleno de esa
emoción sin ideas que experimentamos siempre que una cosa cualquiera nos impresiona
profundamente y parece que nos sobrecoge por su novedad o su hermosura. En esos instantes
rapidísimos en que la sensación fecunda la inteligencia, y allá en el fondo del cerebro tiene lugar
la misteriosa concepción de los pensamientos que han de surgir algún día evocados por la
memoria, nada se piensa, nada se razona: los sentidos todos parecen ocupados en recibir y
guardar la impresión que analizarán más tarde.

Sintiendo aún las vibraciones de esta primera sacudida del alma, que la sumerge en un
agradable sopor, estuve, pues, largo tiempo, hasta que gradualmente comenzaron a extinguirse,
y poco a poco fueron levantándose las ideas relativas. Estas ideas, que ya han cruzado otras
veces por la imaginación y duermen olvidadas en alguno de sus rincones, son siempre las
primeras en acudir cuando se toca su resorte misterioso. No sé si a todos les habrá pasado
igualmente: pero a mí me ha sucedido con bastante frecuencia preocuparme en ciertos
momentos con la idea de la muerte; y pensar largo rato y concebir deseos y formular votos
acerca de la destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de mis despojos mortales. En cuanto
al alma, dicho se está siempre he deseado se encaminase al Cielo. Con el destino que darían a
mi cuerpo es con lo que más he batallado, y acerca de lo cual he echado más a menudo a volar
la fantasía. En aquel punto en que todas aquellas viejas locuras de mi imaginación salieron en
tropel de los desvanes de la cabeza donde tengo arrinconados, como trastos inútiles, los
pensamientos extraños, las ambiciones absurdas y las historias imposibles de la adolescencia,
ilusiones rosadas que, como los trajes antiguos, se han ajado ya y se han puesto de color de ala

230
de mosca con los años, fue cuando pude apreciar sonriendo al compararlas entre sí, la
candidez de mis aspiraciones juveniles.

En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir que conduce al convento de San Jerónimo, hay
cerca del agua una especie de remanso que fertiliza un valle en miniatura formado por el corte
natural de la ribera, que en aquel lugar es bien alta y tiene un rápido declive. Dos o tres álamos
blancos, corpulentos y frondosos, entretejiendo sus copas, defienden aquel sitio de los rayos
del Sol, que rara vez logra deslizarse entre las ramas, cuyas hojas producen un ruido manso y
agradable cuando el viento las agita y las hace parecer ya plateadas, ya verdes: según del lado
que las empuja. Un sauce baña sus raíces en la corriente del río, hacia el que se inclina como
agobiado de un peso invisible, y a su alrededor crecen multitud de juncos y de esos lirios
amarillos y grandes que nacen espontáneos al borde de los arroyos y las fuentes.

Cuando yo tenía catorce o quince años, y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre,
de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la
juventud; cuando yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas
fábulas del mundo clásico, y Rioja en sus silvas a las flores, Herrera en sus tiernas elegías y
todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo
del Betis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al Océano
escapándose de un ánfora de cristal, coronado de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto
en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos
me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas
historias imposibles en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas
fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante a
la del pájaro, que nace para cantar y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del
poeta que irradia con suave luz de una en otra generación; soñaba que la ciudad que me vio
nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y
cuando la muerte pusiera un término a mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro
de la inmortalidad a la orilla del Betis, al que yo habría cantado en odas magníficas, y en aquel
mismo punto donde iba tantas veces a oír el suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca
con una cruz y mi nombre, serían todo el monumento.

Los álamos blancos, balanceándose día y noche sobre mi sepultura, parecerían rezar por mi
alma con el susurro de sus hojas plateadas y verdes, entre las que vendrían a refugiarse los
pájaros para cantar al amanecer un himno alegre a la resurrección del espíritu a regiones más
serenas; el sauce, cubriendo aquel lugar de una flotante sombra, le prestaría su vaga tristeza,
inclinándose y derramando en derredor sus ramas desmayadas y flexibles como para proteger y
acariciar mis despojos; y hasta el río, que en las horas de creciente casi vendría a besar el
borde de la losa cercada de juncos, arrullaría mi sueño con una música agradable. Pasado
algún tiempo, y después que la losa comenzara a cubrirse de manchas de musgo, una mata de
campanillas, de esas campanillas azules con un disco de carmín en el fondo que tanto me
gustaban, crecería a su lado enredándose por entre sus grietas y vistiéndola con sus hojas
anchas y transparentes, que no sé por qué misterio tienen la forma de un corazón: los insectos
de oro con alas de luz, cuyo zumbido convida a dormir en la calurosa siesta, vendrían a

231
revolotear en torno de sus cálices; para leer mi nombre, ya borroso por la acción de la
humedad y los años, sería preciso descorrer un cortinaje de verdura. Pero ¿para qué leer mi
nombre? ¿Quién no sabría que yo descansaba allí? Algún desconocido admirador de mis
versos plantaría un laurel que descollando altivo entre los otros árboles, hablase a todos de mi
gloria; y ya una mujer enamorada que halló en mis cantares un rasgo de esos extraños
fenómenos del amor que sólo las mujeres saben sentir y los poetas descifrar, ya un joven que se
sintió inflamado con el sacro fuego que hervía en mi mente, y a quien mis palabras revelaron
nuevos mundos de la inteligencia, hasta entonces para él ignotos, o un extranjero que vino a
Sevilla llamado por la fama de su belleza y los recuerdos que en ella dejaron sus hijos, echaría
una flor sobre mi tumba, contemplándola un instante con tierna emoción, con noble envidia o
respetuosa curiosidad; a la mañana, las gotas del rocío resbalarían como lágrimas sobre su
superficie.

Después de remontado el Sol, sus rayos la dorarían, penetrando tal vez en la tierra y
abrigando con su dulce calor mil huesos. En la tarde y a la hora en que las aguas del
Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los muros romanos de mi
hermosa ciudad, los que siguen la corriente del río en un ligero bote que deja en pos una
inquieta línea de oro, dirían al ver aquel rincón de verdura donde la piedra blanqueada al pie de
los árboles: «allí duerme el poeta». Y cuando él gran Betis dilatarse sus riberas hasta los
montes; cuando sus alteradas ondas cubriendo el pequeño valle, subiese hasta la mitad del
tronco de los álamos, las ninfas que viven ocultas en el fondo de sus palacios, diáfanos y
transparentes, vendrían a agruparse alrededor de mi tumba: yo sentiría la frescura y el rumor del
agua agitada por sus juegos; sorprendería el secreto de sus misteriosos amores; sentiría tal vez
la ligera huella de sus pies de nieve al resbalar sobre el mármol en una danza cadenciosa,
oyendo, en fin, como cuando se duerme ligeramente se oyen las palabras y los sonidos de una
manera confusa, el armonioso coro de sus voces juveniles y las notas de sus liras de cristal.

Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y a tan poco se limitaban entonces mis deseos!
Pasados algunos años, luego que hube salido de mi ciudad querida; después de mis ideas
tomaron poco a poco otro rumbo, y la imaginación, cansada ya de idilios, de ninfas, de poesías
y de flores, comenzó a remontarse a épocas distantes, complaciéndose en vestir con sus galas
las dramáticas escenas de la historia, fingiendo un marco de oro para cada uno de sus cuadros
y haciendo un pedestal para cada uno de sus personajes volví a soñar, y, como en las comedias
de magia, nuevas decoraciones de fantasía sustituyeron a las antiguas y la vara mágica del
deseo hizo posible en la mente nuevos absurdos.

¡Cuántas veces, después de haber discurrido por las anchurosas naves de alguna de
nuestras inmensas catedrales góticas, o de haberme sorprendido la noche en uno de esos
imponentes y severos claustros de nuestras históricas abadías, he vuelto a sentir inflamada mi
alma con la idea de la gloria, pero una gloria más ruidosa y ardiente que la del poeta! Yo
hubiera querido ser un rayo de la guerra, haber influido poderosamente en los destinos de mi
patria, haber dejado en sus leyes y sus costumbres la profunda huella de mi paso; que mi
nombre resonase unido, y como personificándola, a alguna de sus grandes revoluciones, y
luego, satisfecha mi sed de triunfos y de estrépito, caer en un combate, oyendo como el último

232
rumor del mundo el agudo clamor de la trompetería de mis valerosas huestes para ser
conducido sobre el pavés, envuelto en los pliegues de mi destrozada bandera, emblema de cien
victorias, a encontrar la paz del sepulcro en el fondo de uno de esos claustros santos, donde
viven el eterno silencio y al que los siglos prestan su majestad y su color misterioso e indefinible.
Una airosa ojiva, erizada de hojas revueltas y puntiagudas, por entre las cuales se enroscaran,
asomando su deforme cabeza, por aquí un grifo, por allá uno de esos monstruos alados,
engendro de la imaginación del artífice, bañaría en oscura sombra mi sepulcro: a su alrededor, y
debajo de calados doseletes, los santos patriarcas, los bienaventurados y los mártires con sus
miembros de hierro y sus emblemáticos atributos, parecerían santificarle con su presencia. Dos
guerreros inmóviles y vestidos de su fantástica y blanca armadura velarían día y noche de
hinojos a sus costados; y mientras que mi estatua de alabastro riquísimo y transparente, con
arreos de batallar, la espada sobre el pecho y un león a los pies, dormiría majestuosa sobre el
túmulo, los ángeles que envueltos en largas túnicas y con un dedo en los labios, sostuviesen el
cojín sobre que descansaba mi cabeza, parecerían llamar con sus plegarias a las santas visiones
de oro que llenan el desconocido sueño de la muerte de los justos, defendiéndome con sus alas
de los terrores y de las angustias de una pesadilla eterna.

En los huecos de la urna y entre un sinnúmero de arcos con caireles y grumos de hojas de
trébol, rosetas caladas, haces de columnillas y esas largas procesiones de plañideras que,
envueltas en sus mantos de piedra, andan, al parecer, en torno del monumento llorando con
llanto sin gemidos, se verían mis escudos triangulares soportados, por reyes de armas con sus
birretes y sus blasonadas casullas, y en los cuarteles, realzados con vivos colores, merced a un
hábil iluminador, las bandas de oro, las estrellas, los veros y los motes heráldicos cor una larga
inscripción en esa letra gótica, estrecha y puntiaguda, donde el curioso, lleno de hondo respeto,
leería con pena, y casi descifrándolos, mi nombre, mis títulos y mi gloria. Allí, rodeado de esa
atmósfera de majestad que envuelve a todo lo grande, sin que turbara mi reposo más que el
agudo chillido de una de esas aves nocturnas de ojos redondos y fosfóricos que acaso viniera a
anidar entre los huecos del arco, viviría todo lo que vive un recuerdo histórico y glorioso unido
a una magnífica obra de arte; y en la noche, cuando un furtivo rayo de luna dibujase en el
pavimento del claustro los severos perfiles de las ojivas; cuando sólo se oyesen los gemidos del
aire extendiéndose de eco en eco por sus inmensas bóvedas; después de haberse perdido la
última vibración de la campana que toca la queda, mi estatua, en la que habría algo de lo que
yo fui, un poco de ese soplo que anima el barro encadenado por un fenómeno incomprensible
al granito, ¡quién sabe si se levantarla de su lecho de piedra para discurrir por entre aquellas
gigantes arcadas con los otros guerreros que tendrían su sepultura por allí cerca, con los
prelados revestidos de sus capas pluviales y sus mitras, y esas damas de largo brial y
plegagados monjiles que, hermosas aun en la muerte, duermen sobre las urnas de mármol en los
más oscuros ángulos de los templos!...

Desde que, impresionada la imaginación por la vaga melancolía o la imponente hermosura


de un lugar cualquiera, se lanzaba a construir con fantásticos materiales uno de esos poéticos
recintos, último albergue de mis mortales despojos, hasta el punto aquel en que, sentado al pie
de la humilde tapia del cementerio de una aldea oscura, parecía como que se reposaba mi

233
espíritu en su honda calma y se abrían mis ojos a la luz de la realidad de las cosas, ¡qué
revolución tan radical y profunda no se ha hecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestades
silenciosas no han pasado por mi frente; cuántas ilusiones no se han secado en mi alma; a
cuántas historias de poesía no les he hallado una repugnante vulgaridad en el último capítulo!
Mi corazón, a semejanza de nuestro Globo, era como una masa incandescente y líquida, que
poco a poco se va enfriando y endureciendo. Todavía queda algo que arde allá en lo más
profundo, pero rara vez sale a la superficie. Las palabras amor, gloria, poesía no me suenan al
oído como me sonaban antes. ¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque la vida,
tomándola tal como es sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero
vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa
felicidad de la planta que tiene a la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después un poco
de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco
de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna
yerba que me cubra con su manto de raíces, y, por último, un tapial que sirva para que no aren
en aquel sitio ni revuelvan los huesos.

He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser un comparsa en la inmensa comedia de la
Humanidad; y concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni
me aplaudan, sin que nadie se dé cuenta siquiera de mi salida.

No obstante esta profunda indiferencia, se me resiste el pensar que podrían meterme preso
en un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón de azúcar en uno de los huecos de la
estantería de una sacramental, para esperar allí la trompeta del Juicio, como empapelado,
detrás de una lápida con una redondilla elogiando mis virtudes domésticas e indicando
precisamente, el día y la hora de mi nacimiento y de mi muerte. Esta profunda e instintiva
preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi parte, a casi todas las que he ido
abandonando en el curso de los años, pero, al paso que voy, probablemente mañana no
existirá tampoco; y entonces me será tan igual que me coloquen debajo de una pirámide
egipcia, como que me aten una cuerda a los pies y me echen a un barranco como a un perro.

Ello es que cada día voy creyendo más que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de
quedar ni un átomo aquí.

Carta cuarta
Queridos amigos: El tiempo, que hasta aquí se mantenía revuelto y mudable, ha sufrido
últimamente una nueva e inesperada variación, cosa, a la verdad, poco extraña a estas alturas,
donde la proximidad del Moncayo nos tiene de continuo como a los espectadores de una
comedia de magia, embobados y suspensos con el rápido mudar de las decoraciones y de las
escenas. A las alternativas de frío y de calor, de aires y de bochorno de una primavera, que en

234
cuanto a desigual y caprichosa nada tiene que envidiar a la que disfrutan ustedes en la coronada
villa, ha sucedido un tiempo constante, sereno y templapo. Merced a estas circunstancias y a
encontrarme bastante mejor de las dolencias que, cuando no me imposibilitan del todo, me
quitan por lo menos el gusto para las largas expediciones, he podido dar una gran vuelta por
estos contornos y visitar los pintorescos lugares del Somontano. Fuera del camino, ya trepando
de roca en roca, ya siguiendo el curso de alguna huella o las profundidades de una cañada, he
vagado tres o cuatro días de un punto a otro por donde me llamaban el atractivo de la
novedad, un sitio inexplorado, una senda quebrada, una punta al parecer inaccesible.

No pueden ustedes figurarse el botín de ideas e impresiones que, para enriquecer la


imaginación, he recogido en esta vuelta por un país virgen aún y refractario a las innovaciones
civilizadoras. Al volver al monasterio, después de haberme detenido aquí para recoger una
tradición oscura de boca de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos datos sobre el origen
de un lugar o la fundación de un castillo, trazar ligeramente con el lápiz al contorno de una
casuca medio árabe, medio bizantina, un recuerdo de las costumbres o un tipo perfecto de los
habitantes, no he podido menos de recordar el antiguo y manoseado símil de las abejas que
andan revoloteando de flor en flor y vuelven a su colmena cargadas de miel. Los escritores y los
artistas debían hacer con frecuencia algo de esto mismo. Sólo así podríamos recoger la última
palabra de una época que se va, de la que sólo quedan hoy algunos rastros en los más
apartados rincones de nuestras provincias, y de la que apenas restará mañana un recuerdo
confuso.

Yo tengo fe en el porvenir: me complazco en asistir mentalmente a esa inmensa e irresistible


invasión de las nuevas ideas que van transformando poco a poco la faz de la Humanidad, que
merced a sus extraordinarias invenciones fomentan el comercio de la inteligencia, estrechan el
vínculo de los países, fortificando el espíritu de las grandes nacionalidades, y borrando, por
decirlo así, las preocupaciones y las distancias, hacen caer unas tras otras las barreras que
separan a los pueblos. No obstante, sea cuestión de poesía, sea que es inherente a la naturaleza
frágil del hombre simpatizar con lo que parece y volver los ojos con cierta triste complacencia
hacia lo que ya no existe, ello es que en el fondo de mi alma consagro como una especie de
culto, una veneración profunda a todo lo que pertenece al pasado, y las poéticas tradiciones, las
derruidas fortalezas, los antiguos usos de nuestra vieja España, tienen para mí todo ese
indefinible encanto, esa vaguedad misteriosa de la puesta del sol de un día espléndido, cuyas
horas, llenas de emociones, vuelven a pasar por la memoria vestidas de colores y de luz, antes
de sepultarse en las tinieblas en que se han de perder para siempre.

Cuando no se conocen ciertos períodos de la Historia más que por la incompleta y


descarnada relación de los enciclopedistas, o por algunos restos diseminados como los huesos
de un cadáver, no pudiendo apreciar ciertas figuras desasidas del verdadero fondo del cuadro
en que estaban colocadas, suele juzgarse de todo lo que fue con un sentimiento de desdeñosa
lástima o un espíritu de aversión intransigente; pero si se penetra, merced a un estudio
concienzudo, en algunos de sus misterios, si se ven los resortes de aquella gran máquina que
hoy juzgamos absurda al encontrarla rota, si, merced a un supremo esfuerzo de la fantasía
ayudada por la erudición y el conocimiento de la época, se consigue condensar en la mente algo

235
de aquella atmósfera de arte, de entusiasmo, de virilidad y de fe, el ánimo se siente sobrecogido
ante el espectáculo de su múltiple organización, en que las partes relacionadas entre sí
correspondían perfectamente al todo, y en que los usos, las leyes, las ideas y las aspiraciones se
encontraban en una armonía maravillosa. No es esto decir que yo desee para mí ni para nadie
la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no tiene razón de ser nuevamente, y no será.

Lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un poco
de justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos llegado
hasta aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra ingratitud e incuria. La
misma certeza que tengo de que nada de lo que desapareció ha de volver, y que en la lucha de
las ideas, las nuevas han herido de muerte a las antiguas, me hace mirar cuanto con ellas le
relaciona con algo de esa piedad que siente hacia el vencido un vencedor generoso. En este
sentimiento hay también un poco de egoísmo. La vida de una nación, a semejanza de la del
hombre, parece como que se dilata con la memoria de las cosas que fueron y a medida que es
más viva y más completa su imagen, es más real esa segunda existencia del espíritu en lo
pasado, existencia preferible y más positiva tal vez que la del punto presente. Ni de lo que está
siendo ni de lo que será, puede aprovecharse la inteligencia para sus altas especulaciones: ¿qué
nos resta, pues, de nuestro dominio absoluto, sino la sombra de lo que ha sido? Por eso al
contemplar los destrozos causados por la ignorancia, el vandalismo o la envidia durante
nuestras últimas guerras; al ver todo lo que en objetos dignos de estimación, en costumbres
peculiares y primitivos recuerdos de otras épocas, se ha extraviado y puesto en desuso de
sesenta años a esta parte; lo que las exigencias de la nueva manera de ser social trastornan y
desencajan; lo que las necesidades y las aspiraciones crecientes desechan u olvidan, un
sentimiento de profundo dolor se apodera de mi alma, y no puedo menos de culpar el descuido
o el desdén de lo que a fines del siglo pasado pudieron aún recoger para transmitírnoslas
íntegras las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando detenidamente nuestra vieja
España, cuando aún estaban de pie los monumentos testigos de sus glorias, cuando aún en las
costumbres y en la vida interna quedaban huellas perceptibles de su carácter.

Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos a su vez
nos envidiarán a nosotros, doliéndose de nuestra ignorancia o nuestra culpable apatía para
trasmitirles siquiera un trasunto de lo que fue un tiempo su patria? ¿Quién sabe si, cuando con
los años todo haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones que contentarse y satisfacer
su ansia de conocer el pasado con las ideas más o menos aproximadas de algún nuevo Cuvier
de la arqueología, que partiendo de algún mutilado resto o una vaga tradición lo reconstruya
hipotéticamente? Porque no hay duda: el prosaico rasero de la civilización va igualándolo todo.
Un irresistible y misterioso impulso tiende a unificar los pueblos con los pueblos, las provincias
con las provincias, las naciones con las naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A
medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria
se acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización invade nuestro país, van
desapareciendo de él sus rasgos característicos, sus costumbres inmemoriales, sus trajes
pintorescos y sus rancias ideas. A la inflexible línea recta, sueño dorado de todas las
poblaciones de alguna importancia, se sacrifican las caprichosas revueltas de nuestros barrios

236
moriscos, tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra: de un retablo al que vivía
unida una tradición, no queda aquí más que el nombre escrito en el azulejo de una bocacalle; a
un palacio histórico con sus arcos redondos y sus muros blasonados, sustituye más allá una
manzana de casas a la moderna; las ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo perímetro,
rompen el cinturón de fortalezas que las ciñe, y una tras otras vienen al suelo las murallas
fenicias, romanas, godas o árabes.

¿Dónde están los canceles y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los
aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las ojivas con
estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas
medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos? El albañil,
armado de su impacable piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los puntiagudos tejados o
demuele los moriscos miradores, y mientras el brochista roba a los muros el artístico color que
le han dado los siglos, embadurnándolos de cal y almagra, el arquitecto los embellece a su
modo con carteles de yeso y cariátides de escayola, dejándolos más vistosos que una caja de
dulces franceses. No busquéis ya los cosos donde justaban los galanes, las piadosas ermitas
albergue de los peregrinos, o el castillo hospitalario para el que llamaba de paz a sus puertas.
Las almenas caen unas tras otras de lo alto de los muros y van cegando los fosos; de la picota
feudal sólo queda un trozo de granito informe, y el arado abre un profundo surco en el patio de
armas. El traje característico del labriego comienza a parecer un disfraz fuera del rincón de su
provincia: las fiestas peculiares de cada población comienzan a encontrarse, ridículas o del mal
gusto por los más ilustrados, y los antiguos usos caen en olvido, la tradición se rompe y todo lo
que no es nuevo se menosprecia.

Estas innovaciones tienen su razón de ser, y por tanto no seré yo quién las anatematice.
Aunque me entristece el espectáculo de esa progresiva destrucción de cuanto trae a la memoria
épocas que, si en efecto no lo fueron, sólo por no existir ya nos parecen mejores, yo dejaría al
tiempo seguir su curso y completar sus inevitables revoluciones, como dejamos a nuestras
mujeres o a nuestras hijas que arrinconen en un desván los trastos viejos de nuestros padres
para sustituirlos con muebles modernos y de más buen tono; pero ya que ha llegado la hora de
la gran transformación, ya que la sociedad animada de un nuevo espíritu se apresura a
revestirse de una nueva forma, debíamos guardar, merced al esfuerzo de nuestros escritores y
nuestros artistas, la imagen de todo eso que va a desaparecer, como se guarda después que
muere el retrato de una persona querida. Mañana, al verlo todo constituido de una manera
diversa, al saber que nada de lo que existe existía hace algunos siglos, se preguntarán los que
vengan detrás de nosotros de qué modo vivían sus padres, y nadie sabrá responderles; y no
conociendo ciertos pormenores de localidad, ciertas costumbres, el influjo de determinadas
ideas en el espíritu de una generación, que tan perfectamente reflejaran sus adelantos y sus
aspiraciones, leerán la Historia sin saberla explicar; y verán moverse a nuestros héroes
nacionales con la estupefacción con que los muchachos ven moverse a una marioneta sin saber
los resortes a que obedece.

A mí me hace gracia observar cómo se afanan los sabios, qué grandes cuestiones enredan y
con qué exquisita diligencia se procuran los datos acerca de las más insignificantes

237
particularidades de la vida doméstica de los egipcios o los griegos, en tanto que se ignoran los
más curiosos pormenores de nuestras costumbres propias; cómo se remontan y se pierden de
inducción en inducción, por entre el laberinto de las lenguas caldaicas, sajonas o sánscritas, en
busca del origen de las palabras, en tanto que se olvidan de investigar algo más interesante: el
origen de las ideas.

En otros países más adelantados que el nuestro, y donde, por consiguiente, el ansia de las
innovaciones lo ha trastornado todo más profundamente, se deja ya sentir la reacción en sentido
favorable a este género de estudios; y aunque tarde, para que sus trabajos den el fruto que se
debió esperar, la Edad Media y los períodos históricos que más de cerca se encadenan con el
momento actual, comienzan a ser estudiados y comprendidos. Nosotros esperaremos
regularmente a que se haya borrado la última huella para empezar a buscarla. Los esfuerzos
aislados de algún que otro admirador de esas cosas, poco o casi nada pueden hacer. Nuestros
viajeros son en muy corto número, y por lo regular no es su país el campo de sus
observaciones. Aunque así no fuese, una excursión por las capitales, hoy que en su gran
mayoría están ligadas con la gran red de vías férreas, escasamente lograría llenar el objeto de
los que desean hacer un estudio de esta índole. Es preciso salir de los caminos trillados, vagar
al acaso de un lugar en otro, dormir medianamente y no comer mejor; es preciso fe y verdadero
entusiasmo por la idea que se persigue para ir a buscar los tipos originales, las costumbres
primitivas y los puntos verdaderamente artísticos a los rincones donde su oscuridad les sirve de
salvaguardia, y de donde poco a poco los van desalojando la invasora corriente de la novedad
y los adelantos de la civilización. Todos los días vemos a los Gobiernos emplear grandes sumas
en enviar gentes que no sin peligros y dificultades recogen en lejanos países, bichitos, florecitas
y conchas.

Porque yo no sea un sabio, ni mucho menos, no dejo de conocer la verdadera importancia


que tienen las ciencias naturales; pero la ciencia moral, ¿por qué ha de dejarse en un
inexplicable abandono? ¿Por qué al mismo tiempo que se recogen los huesos de un animal
antediluviano no se han de recoger las ideas de otros siglos traducidas en objetos de arte y usos
extraños, diseminados acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho mil pedazos? Este
inmenso botín de impresiones, de pequeños detalles, de joyas extraviadas, de trajes
pintorescos, de costumbres características animadas y revestidas de esa vida que presta a
cuanto toca una pluma inteligente o un lápiz diestro, ¿no creen ustedes, como yo, que sería de
grande utilidad para los estudios particulares y verdaderamente filosóficos de un período
cualquiera de la Historia? Verdad que nuestro fuerte no es la Historia. Si algo hemos de saber
en este punto casi siempre se ha de tomar algún extranjero el trabajo de decírnoslo del modo
que a él mejor le parece. Pero ¿por qué no se ha de abrir este ancho campo a nuestros
escritores, facilitándoles el estudio y despertando y fomentando su afición? Hartos estamos de
ver en obras dramáticas, en novelas que se llaman históricas y cuadros que llenan nuestras
exposiciones, asuntos localizados en este o el otro período de un siglo cualquiera, y que,
cuando más, tienen de ellos un carácter muy dudoso y susceptible de severa crítica, si los
críticos a su vez no supieran en este punto lo mismo o menos que los autores y artistas a
quienes han de juzgar.

238
Las colecciones de trajes y muebles de otros países, los detalles que acerca de costumbres
de remotos tiempos se hallan en las novelas de otras naciones, o lo poco o mucho que nuestros
pensionados aprenden relativo a otros tipos históricos y otras épocas, nunca son idénticos ni
tienen un sello especial; son las únicas fuentes donde bebe su erudición y forma su conciencia
artística la mayoría. Para remediar este mal, muchos medios podrían proponerse más o menos
eficaces, pero que al fin darían algún resultado ventajoso. No es mi ánimo, ni he pensado lo
suficiente sobre la materia, el trazar un plan detallado y minucioso que, como la mayor parte de
los que se trazan, no llegue a realizarse nunca. No obstante, en esta o la otra forma, bien
pensionándolos, bien adquiriendo sus estudios o coadyuvando a que se diesen a luz, el
Gobierno debía fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas a nuestras
provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato,
seguramente recogerían preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se
ayudarían en sus observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese
comercio de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un
verdadero arsenal de datos, ideas y descripciones útiles para todo género de estudios.

Además de la ventaja inmediata que reportaría esta especie de inventario artístico e


histórico de todos los restos de nuestra pasada grandeza, ¿qué inmensos frutos no daría más
tarde esa semilla de impresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada en el alma de la
generación joven, donde iría germinando para desarrollarse tal vez en lo porvenir? Ya que el
impulso de nuestra civilización, de nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra literatura
viene del Extranjero, ¿por qué no se ha de procurar modificarlo poco a poco, haciéndolo más
propio y más característico con esa levadura nacional?...

Como introducción al rápido bosquejo de uno de esos tipos originales de nuestro país, que
he podido estudiar en mis últimas correrías, comencé a apuntar de pasada y a manera de
introducción algunas reflexiones acerca de la utilidad de este género de estudios. Sin saber
cómo ni por dónde, la pluma ha ido corriendo, y me hallo ahora con que para introducción es
esto muy largo, si bien ni por sus dimensiones y su interés parece bastante para formar artículo
de por sí. De todos modos, allá van estas cuartillas, valgan por lo que valieren: que si alguien de
más conocimientos e importancia, una vez apuntada la idea, la desarrolla y prepara la opinión
para que fructifique, no serán perdidas del todo. Yo, entretanto, voy a trazar un tipo bastante
original y que desconfío de poder reproducir. Ya que no de otro modo, y aunque poco valga,
contribuiré al éxito de la predicación con el ejemplo.

Carta quinta
Queridos amigos: Entre los muchos sitios pintorescos y llenos de carácter que se encuentran
en la antigua ciudad de Tarazona, la plaza del Mercado es sin duda alguna el más original y
digno de estudio. Parece que no ha pasado para ella el tiempo que todo lo destruye o altera. Al

239
verse en mitad de aquel espacio de forma irregular y cerrado por lienzos de edificios a cual más
caprichoso y vetusto, nadie diría que nos hallamos en pleno siglo XIX, siglo amante de la
novedad por excelencia, siglo aficionado hasta la exageración a lo flamante, lo limpio y lo
uniforme. Hay cosas que son más para vistas que para trasladadas al lienzo, siquiera el que lo
intente sea un artista consumado, y esta plaza es una de ellas. Adonde no alcanza, pues, ni la
paleta del pintor con sus infinitos recursos, ¿cómo podrá llegar mi pluma sin más medios que la
palabra, tan pobre, tan insuficiente para dar idea de lo que es todo un efecto de líneas, de
claroscuro, de combinación de colores, de detalles que se ofrecen juntos a la vista, de rumores
y sonidos que se perciben a la vez, de grupos que se forman y se deshacen, de movimiento que
no cesa, de luz que hiere, de ruido que aturde, de vida, en fin, con sus múltiples
manifestaciones, imposibles de sorprender con sus infinitos accidentes ni aun merced a la
cámara fotográfica? Cuando se acomete la difícil empresa de descomponer esa extraña
armonía de la forma, el color y el sonido; cuando se intenta dar a conocer sus pormenores,
enumerando unas tras otras las partes del todo; la atención se fatiga, el discurso se embrolla y
se pierde por completo la idea de la íntima relación que estas cosas tienen entre sí, el valor que
mutuamente se prestan al ofrecerse reunidas a la mirada del espectador, para producir el efecto
del conjunto, que es, a no dudarlo, su mayor atractivo.

Renuncio, pues, a describir el panorama del mercado con sus extensos soportales, formados
de arcos macizos y redondos sobre los que gravitan esas construcciones voladas tan propias
del siglo XVI, llenas de tragaluces circulares; de rejas de hierro labradas a martillo, de balcones
imposibles de todas formas y tamaños, de aleros puntiagudos y de canes de madera, ya medio
podrida y cubierta de polvo, que deja ver a trechos el costoso entalle, muestra de su primitivo
esplendor.

Los mil y mil accidentes pintorescos que a la vez cautivan el ánimo y llaman la vista como
reclamando la prioridad de la descripción; las dobles hileras de casuquillas de extraño contorno
y extravagantes proporciones, éstas altas y estrechas como un castillo, aquéllas chatas y
agazapadas entre el ángulo de un templo y los muros de un palacio como una verruga de
argamasa y escombros; los recortados lienzos de edificios con un remiendo moderno, un trozo
de piedra que acusa su antigüedad, un escudo de pizarra que oculta casi el rótulo de una
mercería, un retablillo con una imagen de la Purísima y su farol ahumado y diminuto, o el
retorcido tronco de una vid que sale del interior por un agujero practicado en la pared y sube
hasta sombrear con un toldo de verdura el alféizar de un ajimez árabe, confundidos y
entremezclados en mi memoria con el recuerdo de la monumental fachada de la casa-
ayuntamiento, con sus figuras colosales de granito, sus molduras de hojarasca, sus frisos por
donde se extiende una larga y muda procesión de guerreros de piedra, precedidos de timbales
y clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos y fuertes y sus blasones soportados por ángeles
y grifos rampantes, forman en mi cabeza un caos tan difícil de desembrollar en este momento,
que si ustedes con su imaginación no hacen en él la luz y lo ordenan, y colocan a su gusto todas
estas cosas que yo arrojo a granel sobre las cuartillas, las figuras de mi cuadro se quedarán sin
fondo, los actores de mi comedia se agitarán en un escenario sin decoración ni
acompañamiento.

240
Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos datos y como mejor les plazca, el mercado de
Tarazona: figúrense ustedes que ven por aquí cajones formados de tablas y esteras, tenduchos
levantados de improviso con estacas y lienzos, mesillas cojas y contrahechas, bancos largos y
oscuros, y por allá cestos de frutas que ruedan hasta el arroyo, montones de hortalizas frescas y
verdes, rimeros de panes blancos y rubios, trozos de carne que cuelgan de garfios de hierro,
tenderentes de ollas, pucheros y platos, guirnaldas de telas de colorines, pañuelos de tintas
rabiosas, zapatos de cordobán y alpargatas de cáñamo que engalanan los soportales, sujetos
con cordeles de columna a columna, y figúrense ustedes circulando por medio de ese
pintoresco cúmulo de objetos, producto de la atrasada agricultura y la pobre industria de este
rincón de España, una multitud abigarrada de gentes que van y vienen en todas direcciones,
paisanos con sus mantas de rayas, sus pañuelos rojos unidos a las sienes, su faja morada y su
calzón estrecho, mujeres de los lugares circunvecinos con sayas azules, verdes, encarnadas y
amarillas; por este lado un señor antiguo, de los que ya sólo aquí se encuentran, con su calzón
corto, su media de lana oscura y su sombrero de copa; por aquél un estudiante con sus
manteos y su tricornio, que recuerdan los buenos tiempos de Salamanca, y chiquillos que corren
y vocean, caballerías que cruzan, vendedores que pregonan, una interjección característica por
acá, los desaforados gritos de los que disputan y riñen, todo envuelto y confundido con ese
rumor sin nombre que se escapa de las reuniones populares, donde todos hablan, se mueven y
hacen ruido a la vez, mientras se codean, avanzan, retroceden, empujan o resisten, llevados por
el oleaje de la multitud.

La primera vez que tuve ocasión de presenciar este espectáculo lleno de animación y de
vida, perdido entre los numerosos grupos que llenaban la plaza de un extremo a otro, apenas
pude darme cuenta exacta de lo que sucedía a mi alrededor. La novedad de los tipos, los trajes
y las costumbres; el extraño aspecto de los edificios y las tiendecillas, encajonadas unas entre
dos pilares de mármol, otras bajo un arco severo e imponente, o levantadas al aire libre sobre
tres o cuatro palitroques; hasta el pronunciado y especial acento de los que voceaban
pregonando sus mercancías, nuevo completamente para mí, eran causa más que bastante a
producirme ese aturdimiento que hace imposible la percepción detallada de un objeto
cualquiera. Mis miradas, vagando de un punto a otro sin cesar un momento, no tenían ni
voluntad propia para fijarse en un sitio. Así estuve cerca de una hora cruzando en todos
sentidos la plaza, a la que, por ser día de fiesta y uno de los más clásicos de mercado, había
acudido más gente que de costumbre, cuando en uno de sus extremos y cerca de una fuente
donde unos lavaban las verduras, otros recogían agua en un cacharro o daban de beber a sus
caballerías, distinguí un grupo de muchachas que, en su original y airoso atavío, en sus maneras
y hasta en su particular modo de expresarse, conocí que sería de alguno de los pueblos de las
inmediaciones de Tarazona, donde más puras y primitivas se conservan las antiguas costumbres
y ciertos tipos del Alto Aragón. En efecto, aquellas muchachas, cuya fisonomía especial, cuya
desenvoltura varonil, cuyo lenguaje mezclado de las más enérgicas interjecciones, contrastaba
de un modo notable con la expresión de ingenua sencillez de sus rostros, con su extremada
juventud y con la inocencia que descubren a través del somero barniz de malicia de su alegre
dicharacheo, se distinguían tanto de las otras mujeres de las aldeas y lugares de los contornos
que, como ellas, vienen al mercado de la ciudad, que desde luego se despertó en mí la idea de

241
hacer un estudio más detenido de sus costumbres, enterándome del punto de que procedían y
el género de tráfico en que se ocupaban.

So pretexto de ajustar una carga de leña de las varias que tenían sobre algunos borriquillos
pequeños, huesosos y lanudos, trabé conversación con una de las que me parecieron más
juiciosas y formales, mientras las otras nos aturdían con sus voces, sus risotadas o sus chistes,
pues es tal la fama de alegres y decidoras que tienen entre las gentes de la ciudad, que no hay
seminarista desocupado o zumbón que al pasar no les diga alguna cosa, seguro de que no ha de
faltarles una ocurrencia oportuna y picante para responderles.

Mi conversación, en la que por incidencia toqué dos o tres puntos de los que deseaba
aclarar, fue por lo tanto todo lo insuficiente que, dadas las condiciones del sitio y de mis
interlocutoras, se podía presumir. Supe, no obstante, que eran de Añón, pueblecito que dista
unas tres horas de camino de Tarazona y que, en mis paseos, alrededor de esta abadía, he
tenido ocasión de ver varias veces muy en lontananza y casi oculto por las gigantescas
ondulaciones del Moncayo, en cuya áspera falda tiene su asiento, y que su ocupación diaria
consistía en ir y venir desde su aldea a la ciudad, donde traían un pequeño comercio con la leña
que en gran abundancia les suministran los montes, entre los cuales viven. Estas noticias, aunque
vulgares, escasas y unidas a las que después pude adquirir por el dueño del parador en que
estuve los dos o tres días que permanecí en Tarazona, en aquella ocasión sólo sirvieron para
avivar mi deseo de conocer más a fondo las costumbres de este tipo particular de mujeres, en
las que desde luego llaman la atención sus rasgos de belleza nada comunes y su aire resuelto y
gracioso.

Esto aconteció hará cosa de tres o cuatro meses, en el intervalo de los cuales, todas las
mañanas, antes de salir el sol, y confundiéndose con la algarabía de los pájaros, llegaban hasta
mi celda, sacándome a veces de mi sueño, las voces alegres y sonoras, aunque un tanto
desgarradas, de esas mismas muchachas que, mordiendo un tarugo de pan negro, cantando a
grito herido, e interrumpiendo su canción para arrear el borriquillo en que conducen la carga de
leña, atraviesan impávidas con fríos y calores, con nieves o tormentas, las tres leguas mortales
de precipicios y alturas que hay desde su lugar a Tarazona. Últimamente, como ya dije a
ustedes en mi anterior, el tiempo y mis dolencias, poniéndose de acuerdo para dar un punto de
reposo, el uno en sus continuas variaciones y las otras en sus diarias incomodidades, me han
permitido satisfacer en parte la curiosidad, visitando los lugares del Somontano, entre los que se
encuentra Añón, sin duda alguna el más original por sus costumbres y el más pintoresco por sus
alrededores y posición topográfica. En mi corta visita a este lugar, me expliqué perfectamente
por qué en el aire y en la fisonomía de las añoneras hay algo extraordinario, algo que las
particulariza y distingue de entre todas las mujeres del país. Sus costumbres, su educación
especial y su género de vida, son, en efecto, diversos de los de aquellos pueblos. Añón, que en
otra época perteneció a los caballeros de San Juan, cuya Orden mantiene aún en él un priorato,
está situado sobre una altura en el punto en que comienza el áspero bosque de carrascas que
cubre como una sábana de verdura la base del monte.

242
Cuando lo tenían por sí los caballeros de la Orden hospitalaria, debió de ser lugar fuerte y
cerrado; hoy sólo quedan como testigos de su pasado esplendor las colosales ruinas de un
castillo de inmensas proporciones y algunos lienzos de muro que ya se esconden, ya aparecen
por entre los rojizos tejados de las casas que se agrupan en derredor de estos despojos. Cada
uno de los pueblos de estas cercanías tiene una reducida llanura propia para el cultivo, sólo
Añón, encaramado sobre sus rocas; sin el recurso siquiera del monte, que ya no le pertenece,
sin otras tierras para sembrar que los pequeños remansos que forman una de sus laderas que se
degrada en ásperos escalones, necesita apelar a su genio y a un trabajo rudo y peligroso para
sostenerse. Yo no sabré decir a ustedes si esto proviene de que los hombres se ocupaban de
muy antiguo en el servicio de los caballeros, por lo cual tenían abandonadas sus casas al
dominio de las mujeres, o de otra causa cualquiera que yo no me he podido explicar; ello es
que en este pueblo hay algo de lo que nos refieren las fábulas de las amazonas o de lo que
habrán ustedes tenido ocasión de ver en la Isla de San Balandrán.

No es esto decir que el sexo feo y fuerte deje de serlo tanto cuanto es necesario para
justificar ampliamente estos apelativos; pero la población femenina se agita tan en primer
término, desempeña un papel tan activo en la vida pública, trabaja y va y viene de un punto a
otro con tal resolución y desenfado, que puede asegurarse que ella es la que da el carácter al
lugar y la que lo hace conocido y famoso en veinte leguas a la redonda. En la plaza de
Tarazona, teatro de sus habilidades, en los caminos que atraviesa cantando, en el monte, a
donde va a buscar furtivamente su mercancía, en las fiestas del lugar, en cualquier parte que se
encuentre, si una vez se ha visto a una añonera, es imposible confundirla con las demás
aldeanas.

La escasa comunicación que tienen estos pueblecillos entre sí es el origen de las radicales
diferencias que se notan a primera vista entre los habitantes, aún de los más próximos. Dentro
del tipo aragonés, que es el general a todos ellos, hay infinitos matices que caracterizan a cada
región de la provincia, a cada aldea de por sí. El tipo de las añoneras es uno, con muy leves
alteraciones; su traje, idéntico; sus costumbres y su índole, las mismas siempre.

Más esbeltas que altas, en lo erguido del talle, en el brío con que caminan, en la elasticidad
de sus músculos, en la prontitud de todos sus movimientos, revelan la fuerza de que están
dotadas y la resolución de su ánimo. Sus facciones, curtidas por el viento y el sol, ofrecen
rasgos perfectamente regulares, mezclándose en ellas con extraña armonía la volubilidad y ese
no sé qué imposible de definir que constituye la gracia, con esa leve expresión de la osadía que
dilata imperceptiblemente la nariz y pliega el labio en ademán desdeñoso. Nada más pintoresco
y sencillo a la vez que su traje. Un apretador de colores vivos les ciñe la cintura y deja ver la
camisa, blanca como la nieve, que se pliega en derredor del cuello, sobre el que se levanta
erguida, morena y varonil, la cabeza coronada de cabellos oscuros y abundantes. Una saya
corta, airosa y encarnada o amarilla, les llega justamente hasta el punto de la pierna en que se
atan las abarcas con un listón negro, que sube serpenteando sobre la media azul hasta bastante
más arriba del tobillo.

243
Acostumbradas casi desde que nacen a saltar de roca en roca por entre las quebraduras del
monte, su pie adquiere esa firmeza peculiar de todos los habitantes de las montañas, hasta el
punto de que algunas veces da miedo cuando se las mira atravesar un sendero estrecho que
bordea un barranco, emparejadas con el borriquillo que conduce la leña, y saltando de una
piedra en otra de las que costean el camino. Así andan las leguas, tal vez en ayunas, pero
siempre riendo, siempre cantando, siempre de humor para cambiar una cuchufleta con sus
compañeros de viaje. Y no hay miedo de que su cabeza vacile al atravesar un sitio peligroso, o
su ligero paso se acorte al llegar a lo último de la penosa jornada; su vista tiene algo de la fijeza
e intensidad de la del águila, acaso porque como ella se ha acostumbrado a medir indiferente
los abismos; sus miembros endurecidos con la costumbre del trabajo, soportan las fatigas más
rudas sin que el cansancio los entorpezca un instante.

Sólo de este modo les es posible vivir en medio de la miseria que las agobia. Cuando la
noche es más oscura; cuando la nieve borra hasta las lindes de los senderos, cuando supone
que los guardas de los montes del Estado no se atreverán a aventurarse por aquellas brechas
profundas y aquellos bosques de árboles intrincados y sombríos, entonces la añonera,
desafiando todos los peligros, adivinando las sendas, sufriendo el temporal, escuchando por
uno y otro lado los aullidos de los lobos, sale furtivamente de su lugar. Más bien que baja,
puede decirse que se descuelga de roca en roca hasta el último valle que lo separa del
Moncayo; armada del hacha penetra en el laberinto de carrascas oscuras, a cuyo pie nacen
espinos y zarzas en montón, y descargando rudos golpes con una fuerza y una agilidad
inconcebibles, hace su acopio de leña, que después oculta para conducirla poco a poco,
primero a su casa y más tarde a Tarazona, donde recibe por su trabajo material, por los
peligros que afronta y las fatigas que sufre, seis o siete reales a lo sumo. Francamente hablando,
hay en este mundo desigualdades que asustan.

¿Quién puede sospechar que a la misma hora en que nuestras grandes damas de la corte se
agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en sus calientes y vistosos albornoces, y
esperan el carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones de seda a su palacio,
otras mujeres, hermosas quizás como ellas, como ellas débiles al nacer, sacuden de cuando en
cuando la cabeza de un lado a otro para esparcir la nieve que se les amontona encima, en tanto
que rodeadas de oscuridad profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen resonar el bosque
con el crujido de los troncos que caen derribados a los golpes del hacha?

Grandes, inmensas desigualdades existen, no cabe duda; pero también es cierto que todas
tienen su compensación. Yo he visto levantarse agitado y dejar escapar un comprimido sollozo
a más de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo he visto más de una altiva frente inclinarse
triste y sin color como agobiada bajo el peso de su espléndida diadema de pedrería; en
cambio, hoy como ayer, sigue despertándome el alegre canto de las añoneras que pasan por
delante de las puertas del monasterio para dirigirse a Tarazona; mañana como hoy, si salgo al
camino o voy a buscarlas al mercado, las encontraré riendo y en continua broma, felices con
sus seis reales, satisfechas, porque llevarán un pan negro a su familia, ufanas con la satisfacción
de que a ellas se deben la burda saya que visten y el bocado de pan que comen.

244
Dios, aunque invisible, tiene siempre una mano tendida para levantar por un extremo la carga
que abruma al pobre. Si no, ¿quién subiría la áspera cumbre de la vida con el pesado fardo de
la miseria al hombro?

Carta sexta
Queridos amigos: Hará cosa de dos o tres años, tal vez leerían ustedes en los periódicos de
Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en uno de los pueblecillos de estos contornos.
Tratábase del asesinato de una pobre vieja a quien sus convecinos acusaban de bruja.
Últimamente, y por una coincidencia extraña, he tenido ocasión de conocer los detalles y la
historia circunstanciada de un hecho que se comprende apenas en mitad de un siglo tan
despreocupado como el nuestro.

Ya estaba para acabar el día. El cielo, que desde el amanecer se mantuvo cubierto y
nebuloso, comenzaba a oscurecerse a medida que el Sol, que antes transparentaba su luz a
través de las nieblas, iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver su famoso castillo
como término y remate de mi artística expedición, dejé a Litago para encaminarme a Trasmoz,
pueblo del que me separa una distancia de tres cuartos de hora por el camino más corto. Como
de costumbre, y exponiéndome, a trueque de examinar a mi gusto los parajes más ásperos y
accidentados, a las fatigas y la incomodidad de perder el camino por entre aquellas zarzas y
peñascales, tomé el más difícil, el más dudoso y más largo, y lo perdí en efecto, a pesar de las
minuciosas instrucciones de que me pertreché a la salida del lugar.

Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso del monte, llevando del diestro la caballería por
entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres para descubrir la salida del laberinto, ora
por las honduras con la idea de cortar terreno, anduve vagando al azar un buen espacio de
tarde, hasta que, por último, en el fondo de una cortadura tropecé con un pastor, el cual
abrevaba su ganado en el riachuelo que, después de deslizarse sobre un cauce de piedras de
mil colores, salta y se retuerce allí con un ruido particular que se oye a gran distancia, en medio
del profundo silencio de la Naturaleza que en aquel punto y a aquella hora parece muda o
dormida.

Pregunté al pastor el camino del pueblo, el cual, según mis cuentas, no debía de distar
mucho del sitio en que nos encontrábamos, pues, aunque sin senda fija, yo había procurado
adelantar siempre en la dirección que me habían indicado. Satisfizo el buen hombre mi pregunta
lo mejor que pudo, y ya me disponía a proseguir mi azarosa jornada, subiendo con pies y
manos y tirando de la caballería como Dios me daba a entender, por entre unos pedruscos
erizados de matorrales y puntas, cuando el pastor, que me veía subir desde lejos, me dio una
gran voz advirtiéndome que no tomara la senda de la tía Casca, si quería llegar sano y salvo a
la cumbre. La verdad era que el camino, que equivocadamente había tomado, se hacía cada

245
vez más áspero y difícil, y que por una parte la sombra que ya arrojaban las altísimas rocas,
que parecían suspendidas sobre mi cabeza, y por otra el ruido vertiginoso del agua que corría
profunda a mis pies, y de la que comenzaba a elevarse una niebla inquieta y azul, que se
extendía por la cortadura borrando los objetos y los colores, parecían contribuir a turbar la
vista y conmover el ánimo con una sensación de penoso malestar que vulgarmente podría
llamarse preludio de miedo. Volví pies atrás, bajé de nuevo hasta donde se encontraba el
pastor, y mientras seguíamos juntos por una trocha que se dirigía al pueblo, adonde también iba
a pasar la noche mi improvisado guía, no pude menos de preguntarle con alguna insistencia por
qué, aparte de las dificultades que ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir a la cumbre por la
senda que llamó de la tía Casca.

-Porque antes de terminar la senda -me dijo con el tono más natural del mundo- tendríais
que costear el precipicio a que cayó la maldita bruja que le da su nombre, y en el cual se cuenta
que anda penando el alma que, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo han querido
para suya.

-¡Hola! -exclamé entonces como sorprendido, aunque, a decir verdad, ya me esperaba una
contestación de esta o parecida clase-. Y ¿en qué diantres se entretiene el alma de esa pobre
vieja por estos andurriales?

-En acosar y perseguir a los infelices pastores que se arriesgan por esa parte del monte, ya
haciendo ruido entre las matas, como si fuese un lobo, ya dando quejidos lastimeros como de
criatura, o acurrucándose en las quiebras de las rocas que están en el fondo del precipicio,
desde donde llama con su mano amarilla y seca a los que van por el borde, les clava la mirada
de sus ojos de búho, y cuando el vértigo comienza a desvanecer su cabeza, da un gran salto, se
les agarra a los pies y pugna hasta despeñarlos en la sima... ¡Ah, maldita bruja! -exclamó
después de un momento el pastor tendiendo el puño crispado hacia las rocas, como
amenazándola-; ¡ah, maldita bruja!, muchas hiciste en vida y ni aun muerta hemos logrado que
nos dejes en paz; pero no hay cuidado, que a ti y a tu endiablada raza de hechiceras os hemos
de aplastar una a una, como a víboras.

-Por lo que veo -insistí, después que hubo concluido su extravagante imprecación-, está
usted muy al corriente de las fechorías de esa mujer. Por ventura, ¿alcanzó usted a conocerla?
Porque no me parece de tanta edad como para haber vivido en el tiempo en que las brujas
andaban todavía por el mundo.

Al oír estas palabras el pastor, que caminaba delante de mí para mostrarme la senda, se
detuvo un poco, y fijando en los míos sus asombrados ojos, como para conocer si me burlaba,
exclamó con un acento de buena fe pasmosa: -¡Que no le parezco a usted de edad bastante
para haberla conocido! Pues ¿y si yo le dijera que no hace aún tres años cabales que con estos
mismos ojos, que se ha de comer la tierra, la vi caer por lo alto de ese derrumbadero, dejando
en cada uno de los peñascos y de las zarzas un jirón de vestido o de carne, hasta que llegó al
fondo, donde se quedó aplastada como un sapo que se coge debajo del pie?

246
-Entonces -respondí asombrado a mi vez de la credulidad de aquel pobre hombre- daré
crédito a lo que usted dice, sin objetar palabra; aunque a mí se me había figurado -añadí
recalcando estas últimas frases para ver el efecto que le hacían- que todo eso de las brujas y
los hechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.

-Eso dicen los señores de la ciudad, porque a ellos no les molestan; y, fundados en que
todo es puro cuento, echaron a presidio a algunos infelices que nos hicieron un bien de caridad
a la gente del Somontano, despeñando a esa mala mujer.

-¿Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron rodar que quieras que no? ¡A ver,
a ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe de ser curioso -añadí, mostrando toda la
credulidad y el asombro suficiente, para que el buen hombre no maliciase que sólo quería
distraerme un rato oyendo sus sandeces; pues es de advertir que hasta que no me refirió los
pormenores del suceso no hice memoria de que, en efecto, yo había leído en los periódicos de
provincia una cosa semejante. El pastor, convencido, por las muestras de interés con que me
disponía a escuchar su relato, de que yo no era uno de esos señores de la ciudad, dispuesto a
tratar de majaderías su historia, levantó la mano en dirección a uno de los picachos de la
cumbre, y comenzó así, señalándome una de las rocas que se destacaba oscura e imponente
sobre el fondo gris del cielo, que el Sol, al ponerse tras las nubes, teñía de algunos cambiantes
rojizos.

-¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece cortado a pico y por entre cuyas peñas
crecen las aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió ayer. Yo estaba algunos doscientos
pasos camino atrás de donde nos encontramos en este momento: próximamente sería la misma
hora, cuando creí escuchar unos alaridos distantes, y llantos e imprecaciones que se
entremezclaban con voces varoniles y coléricas, que ya se oían por un lado, ya por otro, como
de pastores que persiguen un lobo por entre los zarzales. El Sol, según digo, estaba al ponerse,
y por detrás de la altura se descubría un jirón del cielo, rojo y encendido como la grana, sobre
el que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante a un esqueleto que se escapa de su fosa,
envuelto aún en los jirones del sudario, a una vieja horrible, en la que conocí a la tía Casca. La
tía Casca era famosa en todos estos contornos, y me bastó distinguir sus greñas blancuzcas
que se enredaban alrededor de su frente como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo
encorvado y sus brazos disformes, que se destacaban angulosos y oscuros sobre el fondo de
fuego del horizonte, para reconocer en ella a la bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al borde del
precipicio, se detuvo un instante sin saber qué partido tomar. Las voces de los que parecían
perseguirla sonaban cada vez más cerca, y de cuando en cuando se la veía hacer una
contorsión, encogerse o dar un brinco para evitar los cantazos que la arrojaban. Sin duda, no
traía el bote de sus endiablados untos, porque, a traerlo, seguro que habría atravesado al vuelo
la cortadura, dejando a sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles que pierden la
pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una vez pagara todas sus maldades!... Llegaron
los mozos que venían en su seguimiento, y la cumbre se coronó de gentes, éstos con piedras en
las manos, aquéllos con garrotes, los de más allá con cuchillos. Entonces comenzó una cosa
horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin huida, se arrojó al suelo, se arrastró por la
tierra besando los pies de los unos, abrazándose a las rodillas de los otros, implorando en su

247
ayuda a la Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en su condenada boca como una
blasfemia. Pero los mozos, así hacían caso de sus lamentos como yo de la lluvia cuando estoy
bajo techado. -Yo soy una pobre vieja que no ha hecho daño a nadie; no tengo hijos ni
parientes que me vengan a amparar: ¡perdonadme, tened compasión de mí! -aullaba la bruja; y
uno de los mozos, que con la una mano la había asido de las greñas, mientras tenía en la otra la
navaja que procuraba abrir con los dientes, le contestaba rugiendo de cólera: ¡Ah, bruja de
Lucifer, ya es tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos! -Tú hiciste un mal a mi mulo,
que desde entonces no quiso probar bocado, y murió de hambre dejándome en la miseria! -
decía uno. -¡Tú has hecho mal de ojo a mi hijo, y lo sacas de la cuna y lo azotas por las
noches! -añadía el otro; y cada cual exclamaba por su lado: -¡Tú has echado una suerte a mi
hermana! ¡Tú has ligado a mi novia! ¡Tú has emponzoñado la yerba! ¡Tú has embrujado al
pueblo entero!

Yo permanecía inmóvil en el mismo punto en que me había sorprendido aquel clamoreo


infernal, y no acertaba a mover pie ni mano, pendiente del resultado de aquella lucha.

La voz de la tía Casca, aguda y estridente, dominaba el tumulto de todas las otras voces
que se reunían para acusarla, dándole en el rostro con sus delitos, y siempre gimiendo, siempre
sollozando, seguía poniendo a Dios y a los santos patronos del lugar por testigos de su
inocencia.

Por último, viendo perdida toda esperanza, pidió como última merced que la dejasen un
instante implorar del Cielo, antes de morir, el perdón de sus culpas, y, de rodillas al borde de la
cortadura como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó las manos y comenzó a murmurar entre
dientes qué sé yo qué imprecaciones ininteligibles: palabras que yo no podía oír por la distancia
que me separaba de ella, pero que ni los mismos que estaban a su lado lograron entender. Unos
aseguraban que hablaba en latín, otros que en una lengua salvaje y desconocida, no faltando
quien pudo comprender que en efecto rezaba, aunque diciendo las oraciones al revés, como es
costumbre de estas malas mujeres.

En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió a su alrededor una mirada, y


prosiguió así:

-¿Siente usted este profundo silencio que reina en todo el monte, que no suena un guijarro,
que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil y pesa sobre los hombros y parece que
aplasta? ¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se deslizan poco a poco a lo largo de la
inmensa pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran a contenerlos? ¿Los ve
usted cómo se adelantan mudos y con lentitud, como una legión aérea que se mueve por un
impulso invisible? El mismo silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto extraño y
temeroso ofrecía la niebla de la tarde, arremolinada en las lejanas cumbres, todo el tiempo que
duró aquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso con toda franqueza: llegué a tener miedo.
¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos instantes para hacer uno de esos terrible
conjuros que sacan a los muertos de sus sepulturas, estremecen el fondo de los abismos y traen
a la superficie de la tierra, obedientes a sus imprecaciones, hasta a los más rebeldes espíritus

248
infernales? La vieja rezaba, rezaba sin parar; los mozos permanecían en tanto inmóviles, cual si
estuviesen encadenados por un sortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzando y
envolviendo las peñas, en derredor de las cuales fingían mil figuras extrañas, como de
monstruos deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales de mujeres envueltas en paños
blancos, y listas largas de vapor que, heridas por la última luz del crepúsculo, semejaban
inmensas serpientes de colores.

Fija la mirada en aquel fantástico ejército de nubes que parecía correr al asalto de la peña
sobre cuyo pico iba a morir la bruja, yo estaba esperando por instantes cuándo se abrían sus
senos para abortar a la diabólica multitud de espíritus malignos, comenzando una lucha horrible
al borde del derrumbadero, entre los que estaban allí para hacer justicia en la bruja y los
demonios que, en pago de sus muchos servicios, vinieran a ayudarla en aquel amargo trance.

-Y, por fin -exclamé interrumpiendo el animado cuento de mi interlocutor e impaciente ya


por conocer el desenlace-, ¿en qué acabó todo ello? ¿Mataron a la vieja? Porque yo creo que,
por muchos conjuros que recitara la bruja y muchas señales que usted viese en las nubes y en
cuanto le rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían quietecitos cada cual en su agujero sin
mezclarse para nada en las cosas de la tierra. ¿No fue así?

-Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación la bruja no acertara con la fórmula o, lo que
yo más creo, por ser viernes, día en que murió Nuestro Señor Jesucristo, y no haber acabado
aún las vísperas; durante las que los malos no tienen poder alguno, ello es que, viendo que no
concluían nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo que acabase, y levantando en
alto el cuchillo, se dispuso a herirla. La vieja entonces, tan humilde, tan hipocritona hasta aquel
punto, se puso de pie con un movimiento tan rápido como el de una culebra enroscada a la que
se pisa y despliega sus anillos irguiéndose llena de cólera. -¡Oh!, no; ¡no quiero morir, no quiero
morir -decía-; dejadme u os morderé las manos con que me sujetáis!... Pero aún no había
pronunciado estas palabras, abalanzándose a sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas
sueltas, los ojos inyectados de sangre y la hedionda boca entre abierta y llena de espuma,
cuando la oí arrojar un alarido espantoso, llevarse, por dos o tres veces las manos al costado
con grande precipitación, mirárselas y volvérselas a mirar maquinalmente, y, por último, dando
tres o cuatro pasos vacilantes como si estuviese borracha, la vi caer al derrumbadero. Uno de
los mozos a quien la bruja hechizó a una hermana, la más hermosa, la más buena del lugar, la
había herido de muerte en el momento en que sintió que le clavaba en el brazo sus dientes
negros y puntiagudos. ¿Pero cree usted que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso; la vieja
de Lucifer tenía siete vidas como los gatos. Cayó por un derrumbadero donde cualquiera otro a
quien se le resbalase un pie no pararía hasta lo más hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el
diablo le quitó el golpe o porque los harapos de las sayas la enredaron en los zarzales, quedó
suspendida de uno de los picos que erizan la cortadura, barajándose y retorciéndose allí como
un reptil colgado por la cola. ¡Dios, cómo blasfemaba! ¡Qué imprecaciones tan horribles salían
de su boca! Se estremecían las carnes y se ponían de punta los cabellos sólo de oírla... Los
mozos seguían desde lo alto todas sus grotescas evoluciones, esperando el instante en que se
desgarraría el último jirón de la saya a que estaba sujeta, y rodaría dando tumbos de pico en
pico hasta el fondo del barranco; pero ella, con el ansia de la muerte y sin cesar de proferir, ora

249
horribles blasfemias, ora palabras santas mezcladas de maldiciones, se enroscaba en derredor
de los matorrales; sus dedos largos, huesosos y sangrientos, se agarraban como tenazas a las
hendiduras de las rocas, de modo que ayudándose de las rodillas, de los dientes, de los pies y
de las manos, quizás hubiese conseguido subir hasta el borde, si algunos de los que la
contemplaban y que llegaron a temerlo así, no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa,
con la que le dieron tal cantazo en el pecho, que piedra y bruja bajaron a la vez saltando de
escalón en escalón por entre aquellas puntas calcáreas, afiladas como cuchillos, hasta dar por
último, en ese arroyo que se ve en lo más profundo del valle... Una vez allí, la bruja permaneció
un largo rato inmóvil, con la cara hundida entre el légamo y el fango del arroyo que corría
enrojecido con la sangre; después, poco a poco, comenzó como a volver en sí y a agitarse
convulsivamente. El agua cenagosa y sangrienta saltaba en derredor batida por sus manos, que
de vez en cuando se levantaban en el aire crispadas y horribles, no sé si implorando piedad o
amenazando aún en las últimas ansias... Así estuvo algún tiempo removiéndose y queriendo
inúltimente sacar la cabeza fuera de la corriente buscando un poco de aire, hasta que al fin se
desplomó muerta; muerta del todo, pues los que la habíamos visto caer y conocíamos de lo que
es capaz una hechicera tan astuta como la tía Casca no apartamos de ella los ojos hasta que,
completamente entrada la noche, la oscuridad nos impidió distinguirla, y en todo ese tiempo no
movió pie ni mano; de modo que si la herida y los golpes no fueron bastantes a acabarla, es
seguro que se ahogó en el riachuelo cuyas aguas tantas veces había embrujado en vida para
hacer morir nuestras reses. -¡Quien en mal anda, en mal acaba! -exclamamos después de mirar
una última vez al fondo oscuro del despeñadero; y santiguándonos santamente y pidiendo a
Dios nos ayudase en todas las ocasiones, como en aquella, contra el diablo y y los suyos,
emprendimos con bastante despacio la vuelta al pueblo, en cuya desvencijada torre las
campanas llamaban a la oración a los vecinos devotos.

Cuando el pastor terminó su relato, llegábamos precisamente a la cumbre más cercana al


pueblo, desde donde se ofreció a mi vista el castillo oscuro e imponente con su alta torre del
homenaje, de la que sólo queda en pie un lienzo de muro con dos saeteras, que transparentaban
la luz y parecían los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene por cimiento la pizarra
negra de que está formado el monte, y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos enormes,
parecen obras de titanes, es fama que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos
conciliábulos.

La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa. La Luna se dejaba ver a intervalos por
entre los jirones de las nubes que volaban en derredor nuestro, rozando casi con la tierra, y las
campanas de Trasmoz dejaban oír lentamente el toque de oraciones, como al final de la horrible
historia que me acababan de referir.

Ahora que estoy en mi celda tranquilo, escribiendo para ustedes la relación de estas
impresiones extrañas, no puedo menos de maravillarme y dolerme de que las viejas
supersticiones tengan todavía tan hondas raíces entre las gentes de las aldeas, que den lugar a
sucesos semejantes; pero, ¿por qué no he de confesarlo, sonándome aún las últimas palabras
de aquella temerosa relación, teniendo junto a mí a aquel hombre que de tan buena fe
imploraba la protección divina para llevar a cabo crímenes espantosos, viendo a mis pies el

250
abismo negro y profundo en donde se revolvía el agua entre las tinieblas, imitando gemidos y
lamentos, y en lontananza el castillo tradicional, coronado de almenas oscuras, que parecían
fantasmas asomadas a los muros, sentí una impresión angustiosa, mis cabellos se erizaron
involuntariamente, y la razón, dominada por la fantasía, a la que todo ayudaba, el sitio, la hora y
el silencio de la noche, vaciló un punto, y casi creí que las absurdas consejas de las brujerías y
los maleficios pudieran ser posibles.

Postdata.- Al terminar esta carta y cuando ya me disponía a escribir el sobre, la muchacha


que me sirve y que ha concluido en este instante de arreglar los trebejos de la cocina y de
apagar la lumbre, armada de un enorme candil de hierro, se ha colocado junto a mi mesa a
esperar, como tiene de costumbre siempre que me ve escribir de noche, que le entregue la carta
que ella a su vez dará mañana al correo, el cual baja de Añón a Tarazona al romper el día.
Sabiendo que es de un lugar inmediato a Trasmoz y que en este último pueblo tiene gran parte
de su familia, me ha ocurrido preguntarle si conoció a la tía Casca y si sabe alguna
particularidad de sus hechizos, famosos en todo el Somontano. No pueden ustedes figurarse la
cara que ha puesto al oír el nombre de la bruja, ni la expresión de medrosa inquietud con que
ha vuelto la vista a su alrededor, procurando iluminar con el candil los rincones oscuros de la
celda, antes de responderme. Después de practicada esta operación, y con voz baja y alterada,
sin contestar a mi interpelación, me ha preguntado a su vez:

-¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?

-No, chica -le respondí-; pero ¿a qué conduce saber el día de la semana?

-Porque si es viernes, no puedo despegar los labios sobre ese asunto. Los viernes, en
memoria de que nuestro Señor Jesucristo murió en semejante día, no pueden las brujas hacer
mal a nadie; pero en cambio oyen desde su casa cuanto se dice de ellas, aunque sea al oído y
en el último rincón del mundo.

-Tranquilízate por ese lado, pues a lo que yo puedo colegir de la proximidad del último
domingo, todo lo más, andaremos por el martes o el miércoles.

-No es esto decir que yo le tenga miedo a la bruja, pues de los míos sólo a mi hermana la
mayor, al pequeñico y a mi padre puede hacerles mal.

-¡Calle!, ¿y en qué consiste el privilegio?

-En que al echarnos el agua no se equivocó el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del
Credo.

-¿Y eso se lo has ido tú a preguntar al cura tal vez?

-¡Quia! No, señor: el cura no se acordaría. Se lo hemos preguntado a un cedazo.

-Que es el que debe saberlo... No me parece mal. ¿Y cómo se entra en conversación con
un cedazo? Porque eso debe de ser curioso.

251
-Verá usted...: después de las doce de la noche, pues las brujas que lo quisieran impedir no
tienen poder sino desde las ocho hasta esa hora, se toma el cedazo, se hacen sobre él tres
cruces con la mano izquierda, y suspendiéndole en el aire, cogido por el aro con las puntas de
unas tijeras, se le pregunta. Si se ha olvidado alguna palabra del Credo, da vueltas por sí sólo, y
si no, se está quietico, quietico, como la hoja en el árbol cuando no se mueve una paja de aire.

-Según eso, ¿tú estás completamente tranquila de que no han de embrujarte?

-Lo que es por mí, completamente; pero sin embargo, mirando por los de la casa, cuido
siempre de hacer antes de dormir una cruz en el hogar con las tenazas para que no entren por la
chimenea, y tampoco se me olvida poner la escoba en la puerta con el palo en el suelo.

-¡Ah!, vamos; ¿conque la escoba que encuentro algunas mañanas a la puerta de mi


habitación con las palmas hacia arriba y que me ha hecho pensar que era uno de tus frecuentes
olvidos, no estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: si ya mataron a la
bruja y, una vez muerta, su alma no puede salir del precipicio donde por permisión divina anda
penando, ¿contra quien tomas esas precauciones?

-¡Toma, toma! Mataron a una; pero como que son una familia entera y verdadera, que
desde hace un siglo o dos vienen heredando el unto de unas en otras, se acabó con una tía
Casca, pero queda su hermana, y cuando acaben con ésta, que acabarán también, le sucederá
su hija, que aún es moza y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.

-Según lo que veo, ¿esa es una dinastía secular de brujas que se vienen sucediendo
regularmente por la línea femenina desde los tiempos más remotos?

-Yo no sé lo que son; pero lo que puedo decirle es que acerca de estas mujeres se cuenta
en el pueblo una historia muy particular, que yo he oído referir algunas veces en las noches de
invierno.

-Pues vaya, deja ese candil en el suelo, acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me
parezco a los niños en mis aficiones.

-Es que esto no es cuento.

-O historia, como tú quieras -añadí por último, para tranquilizarla respecto a la entera fe
con que sería acogida la relación por mi parte.

La muchacha, después de colgar el candil en un clavo, y de pie a una respetuosa distancia


de la mesa, por no querer sentarse, a pesar de mis instancias, me ha referido la historia de las
brujas de Trasmoz, historia original que yo a mi vez contaré a ustedes otro día, pues ahora voy
a acostarme con la cabeza llena de brujas, hechicerías y conjuros, pero tranquilo, porque, al
dirigirme a mi alcoba, he visto el escobón junto a la puerta haciéndome la guardia, más tieso y
formal que un alabardero en día de ceremonia.

252
Carta séptima
Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi última carta referirles, tal como me la contaron, la
maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido,
y va de cuento.

Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe entre las gentes del Somontano que Trasmoz es
la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su castillo, como los
tradicionales campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi, pertenece a la categoría
de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las
amazonas de escobón, los sapos con collareta y toda la abigarrada servidumbre del macho
cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas
torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos, parecen, en efecto digna
escena de tan diabólicos personajes, se refiere una tradición muy antigua. Parece que en
tiempo de los moros, época que para nuestros campesinos corresponde a las edades
mitológicas y fabulosas de la Historia, pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora se
halla Trasmoz; y viendo con maravilla un punto como aquél, donde gracias a la altura, las
rápidas pendientes y los cortes a plomo de la roca, podía el hombre, ayudado de la Naturaleza,
hacer un lugar fuerte e inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse próximo a la raya
fronteriza, exclamó volviéndose a los que iban en su seguimiento, y tendiendo la mano en
dirección de la cumbre:

-De buena gana tendría allí un castillo.

Oyole un pobre viejo, que apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables
alforjillas al hombro pasaba a la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al
encuentro y a riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su
señor y le dijo estas solas palabras:

-Si me lo dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo a llevaros mañana a vuestro palacio


sus llaves de oro.

Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo
que arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, a manera de limosna, contestole el
soberano con aire de zumba:

-Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que
desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz
proseguir nuestro camino.

253
Y, esto diciendo, le apartó suavemente a un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el
acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro,
resonaban y resplandecían al compás del galope, mal ocultas por los blancos y flotantes
alquiceles.

-¿Luego me confirmáis en la alcaidía? -añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para
recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la
nube de polvo que levantaban los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.

-Seguramente -díjole el rey desde lejos y cuando ya iba a doblar una de las vueltas del
monte-; pero con la condición de que esta noche levantarás el castillo y mañana irás a Tarazona
a entregarme las llaves.

Satisfecho el pobrete con la contestación del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo,
besóla con muestras de humildad; y, después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco que le
servía de turbante, se dirigió poco a poco hacia la aldehuela de Trasmoz. Componían entonces
este lugar quince o veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que
llevaban a pacer sus ganados al Moncayo. Pasito a pasito, aquí cae, allí tropieza, como el que
camina agobiado del doble peso de la edad y de una larga jornada, llegó al fin nuestro hombre
al pueblo, y comprando, según se lo había dicho el rey, un mendrugo de pan y tres o cuatro
cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentose a comerlas a la orilla de un arroyo, en el cual los
vecinos tenían costumbre de venir a hacer sus abluciones de la tarde, y en donde, una vez
instalado, comenzó a despachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas
mandíbulas, de las que pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal priesa, que, en
efecto, parecía no haberse desayunado en todo lo que iba de día, que no era poco, pues el Sol
comenzaba a trasmontar las cumbres.

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a la orilla del arroyo dando buena cuenta con
gentil apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los pastores del
lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, y concluida esta operación,
comenzó a lavarse las manos y el rostro murmurando sus rezos de la tarde. Tras éste vinieron
otros cuantos, hasta cinco o seis, y cuando todos hubieron concluido de rezar y remojarse el
cogote, llamólos el viejo y les dijo:

-Veo con gusto que sois buenos musulmanes y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las
fatigas de vuestros ejercicios os distraen de las santas ceremonias que a sus fieles dejó
encomendadas el Profeta. El verdadero creyente tarde o temprano, alcanza el premio: unos lo
recogen en la tierra, otros en el paraíso, no faltando a quienes se les da en ambas partes, y de
estos seréis vosotros.

Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo,
pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje, y peor desayuno, se miraban entre sí, después de
concluido, como no comprendiendo adónde iría a parar aquella introducción si no era a pedir
una limosna; pero, con grande asombro de los circunstantes, prosiguió de este modo su
discurso:

254
-He aquí que yo vengo de una tierra lejana a buscar servidores leales para la guarda y
custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una
taza de pórfido, a la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he
visto uno tras otros venir muchos hombres a hacer las abluciones con sus aguas, éstos por mera
limpieza, aquéllos por hacer lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo de una piedad
de fórmula. Después os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos
sólo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados
por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: -He aquí hombres fieles a su religión;
igualmente lo serán a su palabra. De hoy más no vagaréis por los montes con nieves y fríos para
comer un pedazo de pan negro; en la magnífica fortaleza de que os hablo, tendréis alimento
abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre a las señales de los
corredores del campo, y pronto a encender la hoguera que brilla en las sombras, como el
penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás
vueltas cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana y el muro. A ti te
encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de ése estarán los depósitos de materiales de
guerra, y, por último, aquel otro correrá con los almacenes de víveres.

Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar del
improvisado protector que la casualidad les deparaba; y aunque su aspecto miserable no
convenía del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase entre
dudoso y crédulo:

-¿Dónde está ese castillo? Si no se halla muy lejos de estos lugares entre cuyas peñas
estamos acostumbrados a vivir, y a los que tenemos el amor que todo hombre tiene a la tierra
que le vio nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo que como yo
todos los que se encuentran presentes.

-Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí -respondió el viejo impasible-; cuando el
Sol se esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.

-¿Y cómo puede ser eso -dijo entonces el pastor-, si por aquí no hay castillo ni fortaleza
alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar es la del cabezo del monte en cuya falda
se ha levantado?

-Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras está el
castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano -insistió el extraño personaje, a
quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de
remate.

-¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa? -exclamó, entre las
carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores-. Porque a tal castillo, tal alcaide.

-Yo lo soy -tornó a contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando a sus risueños
oyentes con una sonrisa particular-. ¿No os parezco digno de tan honroso cargo?

255
-¡Nada menos que eso! -se apresuraron a responderle-. Pero el Sol ha doblado las
cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas.
¡Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche a
cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís
quedaros al raso, que Alá os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios y
los arcángeles de la noche velen a vuestro alrededor con sus espadas encendidas!

Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y


humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo, riendo a carcajadas de la
original aventura. Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino que,
después de acabar con mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano algunos
sorbos de agua limpia y transparente del arroyo, limpiose con el revés la boca, sacudió las
migajas de pan de la túnica y, echándose otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su
nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros
sirvientes.

La noche comenzaba, en efecto, a entrarse fría y oscura. De pico a pico de la elevada


cresta del Moncayo se extendían largas bandas de nubes color de plomo, que, arrolladas hasta
a aquel momento por la influencia del Sol, parecían haber esperado a que se ocultase para
comenzar a removerse con lentitud, como esos monstruos deformes que produce el mar y que
se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubría desde
las alturas, iba poco a poco palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras
que por el contrario asomaba la Luna redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar,
y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su luz, por
la del astro de la noche.

Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al
escoger las sendas que más pronto habían de conducirle al término de su peregrinación, dejó a
un lado la aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes peñascos y las
espesas carrascas, que entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del monte, llegó por
último a la cumbre cuando las sombras se habían apoderado por completo de la Tierra, y la
Luna, que se dejaba ver a intervalos por entre las oscuras nubes, se había remontado a la
primera región del cielo. Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledad del sitio, el
profundo silencio de la Naturaleza y el fantástico panorama de las sinuosidades del Moncayo,
cuyas puntas coronadas de nieve parecían las olas de un mar inmóvil y gigantesco, hubiera
temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad del día, apenas osaban
llegar los pastores; pero el héroe de nuestra relación, que, como ya habrán sospechado
ustedes, y si no lo han sospechado lo verán claro más adelante, debía de ser un magicazo de
tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado a la eminencia, se encaramó en la punta de la
más elevada roca, y desde aquél aéreo asiento comenzó a pasear la vista a su alrededor, con la
misma firmeza que el águila, cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo, contempla sin
temor el fondo.

256
Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas
un estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un cabo de vela
verde, corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los
extremos del estuche, que parecía de metal y era a modo de linterna, y a medida que frotaba,
veíase como una lumbre sin claridad, azulada, medrosa e inquieta, hasta que por último brotó
una llama y se hizo luz: con aquella luz encendió el cabo de vela verde, a cuyo escaso
resplandor, y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó a
hojear el libro, que para mayor comodidad había puesto delante de sí sobre una de las peñas.
Según que el nigromante iba pasando las hojas del libro, llenas de caracteres árabes, caldeos y
siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos,
murmuraba entre dientes frases ininteligibles, y, parando de cierto en cierto tiempo la lectura,
repetía un estribillo singular con una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba hiriendo la
tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se
dirigiese a alguna persona.

Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido
llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, a todos los espíritus del aire y de la tierra,
del fuego y de las aguas, comenzó a percibirse en derredor un ruido extraño, un rumor de alas
invisibles que se agitaban a la vez, y murmullos y confusos, como de muchas gentes que se
hablasen al oído. En los días revueltos del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en el
horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo, formando un
oscuro triángulo, con un ruido semejante. Mas lo particular del caso era que allí a nadie se veía,
y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más próximo, y el aire agitado moviera en
derredor las hojas de los árboles, y el rumor de las palabras dichas en voz baja se hiciese
gradualmente más distinto, todo semejaba cosa de ilusión o ensueño. Paseó el mágico la mirada
en todas direcciones para contemplar a los que sólo a sus ojos parecían visibles y, satisfecho
sin duda del resultado de su primera operación, volvió a la interrumpida lectura. Apenas su voz
temblona, cascada y un poco nasal comenzó a dejarse oír pronunciando las enrevesadas
palabras del libro, se hizo en torno un silencio tan profundo, que no parecía sino que la Tierra,
los astros y los genios de la noche estaban pendientes de los labios del nigromante, que ora
hablaba con frases dulces y de suave inflexión, como quien suplica, ora con acento áspero,
enérgico y breve, como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al concluir la última hoja se
produjo un murmullo en el invisible auditorio, semejante al que forman en los templos las
confusas voces de los fieles cuando acabada una oración, todos contestan amén en mil
diapasones distintos. El viejo, que a medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros
había ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con un
gran golpe, dio un soplo a la vela verde y, despojándose de las antiparras redondas, se puso de
pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado y desde donde se dominaban las infinitas
ondulaciones de la falda del Moncayo; con los valles, las rocas y los abismos que la quiebran.
Allí, de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al
Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose a la infinita muchedumbre de seres invisibles y
misteriosos que, encadenados a su palabra por la fuerza de los conjuros, esperaban sumisos sus
órdenes:

257
-¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros que sabéis horadar las rocas y abatir los
troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!

Primero suave, como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte,
como cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyose el ruido de las alas al
plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo, creciendo,
hasta que llegó a hacerse espantoso, como el de un huracán desencadenado. El agua de los
torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando e irguiéndose como una
culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas, levantaba
remolinos de polvo y de hojas secas, y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los
árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita a un punto, mientras la
Luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y las aéreas lejanas cumbres de la
cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor. Las rocas crujían como si sus
grietas se dilatasen, e impulsadas de una fuerza oculta e interior amenazaban volar hechas mil
pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban, próximos a hendirse,
como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese a rajar la endurecida corteza. Al cabo, y
después de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles
se partieron, y árboles y piedras comenzaron a saltar por los aires en furioso torbellino,
cayendo semejantes a una lluvia espesa, en el lugar que de antemano señaló el nigromante a sus
servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que
eran como arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, e iban
formando una cerca altísima a manera de bastión, queel agua de los torrentes, arrastrando
arenas, menudas piedrecillas y cal de su alveolo, se encargaba de completar, llenando las
hendiduras con una argamasa indestructible.

-La obra adelanta. ¡Ánimo!, ¡ánimo! -murmuró el viejo-; aprovechemos los instantes, que la
noche es corta, y pronto cantará el gallo trompeta del día.

Y, esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las
convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose a otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:

-Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus
entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente,
agitaos y cumplid mis órdenes.

Aún no había expirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó a oír un
rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue creciendo,
creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadrón de jinetes que cruza al
galope el puente de una fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco de los caballos,
crujen los maderos, rechinan las cadenas y resuena, metálico y sonoro, el choque de las
armaduras, de las lanzas y los escudos. A medida que el ruido tomaba mayores proporciones,
veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una
fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el fragor de
millares de martillos que caían con un estrépito espantoso sobre los yunques, en donde los

258
gnomos trabajan el hierro de las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería
indispensable para la seguridad y complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto
imposible de describir; un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire
arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía
el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los árboles que se tronchaban y el golpear
incesante de los martillos, que caían alternados sobre los yunques, como llevando el compás en
aquella diabólica sinfonía.

Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora


baraúnda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del
extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos de terror creyeron llegado el instante en
que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte a enseñorearse de su imperio,
envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal como en sus
revelaciones la pinta el Profeta.

Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea
comenzaron a sacudir las plumas y a saludar el día próximo con su canto sonoro y estridente. A
esta sazón, el rey, que se volvía a su corte haciendo pequeñas jornadas, y que accidentalmente
había dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien
porque extrañase la habitación, que todo cabe, en lo posible, saltaba de la cama listo como él
solo, y después de poner en un pie como las grullas a su servidumbre, se dirigía a los jardines
de palacio. Aún no había pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto
de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes todo lo amigablemente que puede
departir un rey, moro por añadidura, con uno de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto
de sudor y de polvo, el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo, previas las
salutaciones de costumbre:

-Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la
cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales,
hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe
ningún otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros
ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero después
ha salido el Sol, la niebla se ha deshecho, y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador y
gigante, dominando los contornos con su altísima atalaya.

Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fue una
cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora e interrogante a los que
estaban a su lado tampoco fue cuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabe sospechaba
que alguno de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle
una broma sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues con acento de mal
disimulado enojo exclamó, jugando con el pomo de su alfanje de una manera particular, como
solía hacerlo cuando estaba a punto de estallar su cólera:

259
-¡Pronto, mi caballo más ligero, y a Trasmoz que juro por mis barbas y las del Profeta que,
si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota
para los que lo han inventado!

Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz seguido de sus
capitanes. Antes de llegar a lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles y alturas
que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el Moncayo,
coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay
viniendo de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta a la vista hasta que se llega a su
cumbre. Tocaba el rey casi a la cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezma, cuando,
con gran asombro suyo y de los que le seguían, vio venir a su encuentro al viejecito de las
alforjas, con la misma túnica raída y remendada del día anterior, el mismo turbante, hecho
jirones y sucio, y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se apoyaba, mientras él, en son de
burla, después de haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda para que comprase
pan y cebollas. Detúvose el rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar
a que le preguntara cosa alguna, sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos
llaves de oro, de labor admirable y exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba a su
soberano:

-Señor, yo he cumplido ya mi palabra; a vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.

-Pero ¿no es fábula lo del castillo? -preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando
alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves que por su materia y su inconcebible
trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecito, a cuyo aspecto miserable se renovaba en
su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.

-Dad algunos pasos más y lo veréis -respondió el alcaide; pues, una vez cumplida su
promesa y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas historias
tiene fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle desde aquel punto. Dio algunos
pasos más el soberano; llegó a lo más alto de la Ciezma, y, en efecto, el castillo de Trasmoz
apareció a sus ojos, no tal como hoy se ofrecería a los de ustedes, si por acaso tuvieran la
humorada de venir a verlo, sino tal como fue en lo antiguo, con sus cinco torres gigantes, su
atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes, su
puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.

Al llegar a este punto de mi carta, advierto que, sin querer, he faltado a la promesa que hice
en la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir a ustedes. Prometí contarles la
historia de la bruja de Trasmoz y sin saber cómo les he relatado en su lugar la del castillo. Con
estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ¿Qué
le hemos de hacer? Conseja por conseja, allá va la primera que se ha enredado en el pico de la
pluma; merced a ella y teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué
las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido a contarles, tienen una marcada
predilección por las ruinas de este castillo y se encuentran en él como en su casa.

260
Carta octava
Queridos amigos: En una de mis cartas anteriores dije a ustedes en qué ocasión y por quién
me fue referida la estupenda historia de las brujas, que a mi vez he prometido repetirles. La
muchacha que se encuentra a mi servicio, tipo perfecto del país, con su apretador verde, su
saya roja y sus medias azules, había colgado el candil en un ángulo de mi habitación, débilmente
alumbrada, aun con este aditamento de luz, por una lamparilla, a cuyo escaso resplandor
escribo. Las diez de la noche acababan de sonar en el antiguo reloj de pared, único resto del
mobiliario de los frailes, y solamente se oían, con breves intervalos de silencio, profundo, esos
ruidos apenas perceptibles y propios de un edificio deshabitado e inmenso, que producen el
aire que gime, los techos que crujen, las puertas que rechinan y los animaluchos de toda calaña
que vagan a su placer por los sótanos, las bóvedas y las galerías del monasterio, cuando
después de contarme la leyenda que corre más válida acerca de la fundación del castillo, y que
ya conocen ustedes, prosiguió su relato, no sin haber hecho antes un momento de pausa para
calcular el efecto que la primera parte de la historia me había producido, y la cantidad de fe con
que podía contar en su oyente para la segunda.

He aquí la historia, poco más o menos, tal como me la refirió mi criada, aunque sin giros
extraños y sin locuciones pintorescas y características del país, que ni yo puedo recordar, ni,
caso que las recordase, ustedes podrían entender.

Ya había pasado el castillo de Trasmoz a poder de los cristianos, y éstos a su vez,


terminadas las continuas guerras de Aragón y Castilla, habían concluido por abandonarle,
cuando es fama que hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento de sus deberes, tan
humilde con sus inferiores y tan lleno de ardiente caridad para con los infelices, que su nombre,
al que iba unido una intachable reputación de virtud, llegó a hacerse conocido y venerado en
todos los pueblos de la comarca.

Muchos y muy señalados beneficios debían los habitantes de Trasmoz a la inagotable


bondad del buen cura, que ni para disfrutar de una canonjía, con que en repetidas ocasiones le
brindó el obispo de Tarazona, quiso abandonarlos; pero el mayor sin duda fue el libertarlos,
merced a sus santas plegarias y poderosos exorcismos, de la incómoda vecindad de las brujas,
que desde los lugares más remotos del reino venían a reunirse ciertas noches del año en las
ruinas del castillo, que, quizás por deber su fundación a un nigromante, miraban como cosa
propia y lugar el más aparente para sus nocturnas zambras y diabólicos conjuros. Como quiera
que, antes de aquella época, muchos otros exorcistas habían intentado desalojar de allí a los
espíritus infernales, y sus rezos y sus aspersiones fueron inútiles, la fama de mosén Gil el
limosnero (que por este nombre era conocido nuestro cura) se hizo tanto más grande cuanto
más difícil e imposible se juzgó hasta entonces dar cima a la empresa que él había acometido y

261
llevado a cabo con feliz éxito, gracias a la poderosa intercesión de sus plegarias y al mérito de
sus buenas obras. Su popularidad y el respeto que los campesinos le profesaban, iban, pues,
creciendo a medida que la edad, cortando, por decirlo así, los últimos lazos que pudieran ligarle
a las cosas terrestres, acendraba sus virtudes y el generoso desprendimiento con que siempre
dio a los pobres hasta lo que él había de menester para sí; de modo que, cuando el venerable
sacerdote, cargado de años y de achaques, salía a dar una vueltecita por el porche de su
humilde iglesia, era de ver como los chicuelos corrían desde lejos para venir a besarle la mano,
los hombres se descubrían respetuosamente y las mujeres llegaban a pedirle su bendición,
considerándose dichosa la que podía alcanzar como reliquia y amuleto contra los maleficios un
jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y satisfecho con su suerte el bueno de mosén Gil; mas
como no hay felicidad completa en el mundo, y el diablo anda de continuo buscando ocasión de
hacer mal a sus enemigos, éste, sin duda, dispuso que por muerte de una hermana menor, viuda
y pobre, viniese a parar a casa del caritativo cura una sobrina que él recibió con los brazos
abiertos, y a la cual consideró desde aquel punto como apoyo providencial deparado por la
bondad divina para consuelo de su vejez.

Dorotea, que así se llamaba la heroína de esta verídica historia, contaba escasamente
dieciocho abriles; parecía educada en un santo temor de Dios, un poco encogida en sus
modales, melosa en el hablar y humilde en presencia de extraños, como todas las sobrinas de
los curas que yo he conocido hasta ahora; pero tanto como la que más, o más que ninguna,
preciada del atractivo de sus ojos negros y traidores, y amiga de emperejilarse y componerse.
Esta afición a los trapos, según nosotros los hombres solemos decir, tan general en las
muchachas de todas las clases y de todos los siglos, y que en Dorotea predominaba
exclusivamente sobre las demás aficiones, era causa continua de domésticos disturbios entre la
sobrina y el tío, que contando con muy pocos recursos en su pobre curato de aldea, y siempre
en la mayor estrechez a causa de su largueza para con los infelices, según él decía con una
ingenuidad admirable, andaba desde que recibió las primeras órdenes procurando hacerse un
manteo nuevo, y aún no había encontrado ocasión oportuna. De vez en cuando las discusiones
a que daban lugar las peticiones de la sobrina solían agriarse, y ésta le echaba en cara las
muchas necesidades a que estaban sujetos, y la desnudez en que ambos se veían por dar a los
pobres no sólo lo superfluo, sino hasta lo necesario. Mosén Gil entonces, echando mano de los
más deslumbradores argumentos de su cristiana oratoria, después de repetir que cuanto a los
pobres se da a Dios se presta, acostumbraba a decirle que ño se apurase por una saya de más
o de menos para los cuatro días que se han de estar en este valle de lágrimas y miserias, pues
mientras más sufrimientos sobrellevase con resignación y más desnuda anduviese por amor
hacia el prójimo, más pronto iría, no ya a la hoguera que se enciende los domingos en la plaza
del lugar, y emperejilada con una mezquina saya de paño rojo, franjada de vellorí, sino a gozar
del Paraíso eterno, danzando en torno de la lumbre inextinguible, y vestida de la gracia divina,
que es el más hermoso de todos los vestidos imaginables. Pero váyale usted con estas
evangélicas filosofías a una muchacha de dieciocho años, amiga de parecer bien, aficionada de
perifollos, con sus ribetes de envidiosa y con unas vecinas en la casa de enfrente que hoy
estrenan un apretador amarillo, mañana un jubón negro y el otro una saya azul turquí con unas

262
franjas rojas que deslumbran la vista y llaman la atención de los mozos a tres cuartos de hora de
distancia.

El bueno de mosén Gil podía considerar perdido su sermón, aunque no predicase en


desierto, pues Dorotea, aunque callada y no convencida, seguía mirando de mal ojo a los
pobres que continuamente asediaban la puerta de su tío, y prefiriendo un buen jubón y unas
agujetas azules de las que miraba suspirando en la calle de Botigas, cuando por casualidad iba
a Tarazona, a todos los adornos y galas que en un futuro, más o menos cercano, pudieran
prometerle en el Paraíso en cambio de su presente resignación y desprendimiento.

En este estado las cosas, una tarde, víspera del día del santo patrono del lugar, y mientras el
cura se ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto para la función que iba a verificarse a la
mañana siguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa a la puerta de su casa. Unas mucho, otras
poco, todas las muchachas del pueblo habían traído algo de Tarazona para lucirse en el Mayo
y en el baile de la hoguera, en particular sus vecinas, que, sin duda con intención de aumentar su
despecho, habían tenido el cuidado de sentarse en el portal a coserse las sayas nuevas y
arreglar los dijes que les habían feriado sus padres. Sólo ella, la más guapa y la más presumida
también, no participaba de esa alegre agitación, esa prisa de costura, ese animado aturdimiento
que preludian entre las jóvenes, así en las aldeas como en las ciudades, la aproximación de una
solemnidad por largo tiempo esperada. Pero, digo mal, también Dorotea tenía aquella noche su
quehacer extraordinario; mosén Gil le había dicho que amasase para el día siguiente veinte
panes más que los de costumbre, a fin de distribuírselos a los pobres, después de concluida la
misa.

Sentada estaba, pues, a la pmerta de su casa la malhumorada sobrina del cura, barajando en
su imaginación mil desagradables pensamientos, cuando acertó a pasar por la calle una vieja
muy llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el peso de la edad, caminaba apoyándose
en un palito.

-Hija mía -exclamó al llegar junto a Dorotea, con un tono compungido y doliente-: ¿me
quieres dar una limosnita, que Dios te lo pagará con usura en su santa gloria?

Estas palabras, tan naturales en los que imploran la caridad pública, que son como una
fórmula consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella ocasión, y pronunciadas por
aquella mujer, cuyos ojillos verdes y pequeños parecían reír con una expresión diabólica,
mientras el labio articulaba su acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el oído de Doretea
como un sarcasmo horrible, trayéndole a la memoria las magníficas promesas para más allá de
la muerte con que mosén Gil solía responder a sus exigencias continuas. Su primer impulso fue
echar enhoramala a la vieja; pero conteniéndose, por respetos a ser su casa la del cura del
lugar, se limitó a volverla la espalda con un gesto de desagrado y mal humor bastante
signifitativo. La vieja, a quien antes parecía complacer que no afligir esta repulsa, aproximose
más a la joven y, procurando dulcificar todo lo posible su voz de carraca destemplada,
prosiguió de este modo, sonriendo siempre con sus ojillos verdosos, como sonreiría la serpiente
que sedujo a Eva en el Paraíso:

263
-Hermosa niña, si no por el amor de Dios, por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo a
un señor que no se limita a recompensar a los que hacen bien a los suyos en la otra vida, sino
que les da en ésta cuanto ambicionan. Primero te pedí por el que tú conoces; ahora torno a
demandarte socorro por el que yo reverencio.

-¡Bah, bah!, dejadme en paz, que no estoy de humor para oír disparates -dijo Dorotea, que
juzgó loca o chocheando a la haraposa vieja que le hablaba de un modo para ella
incomprensible. Y sin volver siquiera el rostro, al despedirla tan bruscamente, hizo ademán de
entrarse en el interior de la casa; pero su interlocutora, que no parecía dispuesta a ceder con
tanta facilidad en su empeño, asiéndola de la saya la detuvo un instante, y tornó a decirle:

-Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te equivocas, porque no sólo sé bien lo que yo hablo,
sino lo que tú piensas, como conozco igualmente la ocasión de tus pesares.

Y cual si su corazón fuese un libro y éste estuviera abierto ante sus ojos, repitió a la sobrina
del cura, que no acertaba a volver en sí de su asombro, cuantas ideas habían pasado por su
mente, al comparar su triste situación con la de las otras muchachas del pueblo.

-Mas no te apures -continuó la astuta arpía después de darle esta prueba de su maravillosa
perspicacia-; no te apures: hay un señor tan poderoso como el de mosén Gil, y en cuyo nombre
me he acercado a hablarte so pretexto de pedir una limosna; un señor que no sólo no exige
sacrificios penosos de los que le sirven, sino que se esmera y complace en secundar todos sus
deseos; alegre como un juglar, rico como todos los judíos de la tierra juntos y sabio hasta el
extremo de conocer los más ignorados secretos de la ciencia, en cuyo estudio se afanan los
hombres. Las que le adoran viven en una continua zambra, tienen cuantas joyas y dijes desean,
y poseen filtros de una virtud tal, que con ellos llevan a cabo cosas sobrenaturales; se hacen
obedecer de los espíritus, del Sol y de la Luna, de los peñascos, de los montes y de las olas del
mar, e infunden el amor o el aborrecimiento en quien mejor les cuadra. Si quieres ser de los
suyos, si quieres gozar de cuanto ambicionas, a muy poca costa puedes conseguirlo. Tú eres
joven, tú eres hermosa, tú eres audaz, tú no has nacido para consumirte al lado de un viejo
achacoso e impertinente, que al fin te dejará sola en el mundo y sumida en la miseria, merced a
su caridad extravagante.

Dorotea, que al principio se prestó de mala voluntad a oír las palabras de la vieja, fue poco
a poco interesándose en aquella halagüeña pintura del brillante porvenir, que podía ofrecerle, y
aunque sin desplegar los labios, con una mirada entre crédula y dudosa, pareció preguntarle en
que consistía lo que debiera hacer para alcanzar aquello que tanto deseaba. La vieja entonces,
sacando una botija verde que traía oculta entre el harapiento delantal, le dijo:

-Mosén Gil tiene a la cabecera de su cama una pila de agua bendita de la que todas las
noches, antes de acostarse, arroja algunas gotas, pronunciando una oración, por la ventana que
da frente al castillo. Si sustituyes aquella agua con ésta, y después de apagado el hogar dejas las
tenazas envueltas en las cenizas, yo vendré a verte por la chimenea al toque de ánimas, y el
señor a quien obedezco, y que en muestra de su generosidad te envía este anillo, te dará cuanto
desees.

264
Esto diciendo, le entregó la botija, no sin haberle puesto antes en el dedo de la misma mano
con que la tomara un anillo de oro, con una piedra hermosa sobre toda ponderación.

La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba hacer a la vieja, permanecía aún irresoluta y
más suspensa que convencida de sus razones; pero tanto le dijo sobre el asunto y con tan vivos
colores supo pintarle el triunfo de su amor propio ajado, cuando al día siguiente, merced a la
obediencia, lograse ir a la hoguera de la plaza vestida con un lujo desconocido, que al fin cedió
a sus sugestiones prometiendo obedecerla en un todo.

Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con ella la oscuridad y las horas aparentes para los
misterios y los conjuros, y ya mosén Gil, sin caer en la cuenta de la sustitución del agua con un
brebaje maldito, había hecho sus inútiles aspersiones y dormía con el sueño reposado de los
ángeles, cuando Dorotea, después de apagar la lumbre del hogar y poner, según fórmula, las
tenazas entre las cenizas, se sentó a esperar a la bruja, pues bruja y no otra cosa podía ser la
vieja miserable que disponía de joyas de tanto valor como el anillo y visitaba a sus amigos a
tales horas y entrando por la chimenea.

Los habitantes de la aldea de Trasmoz dormían asimismo como lirones, excepto algunas
muchachas que velaban, cosiendo sus vestidos para el día siguiente. Las campanas de la iglesia
dieron al fin el toque de ánimas, y sus golpes lentos y acompasados se perdieron dilatándose en
las ráfagas del aire para ir a expirar entre las ruinas del castillo. Dorotea, que hasta aquel
momento, y una vez adoptada su resolución, había conservado la firmeza y sangre fría
suficientes para obedecer las órdenes de la bruja, no pudo menos de turbarse y fijar los ojos
con inquietud en el cañón de la chimenea por donde había de verla aparecer de un modo tan
extraordinario. No se hizo esperar mucho, y apenas se perdió el eco de la última campanada,
cayó de golpe entre la ceniza en forma de gato gris y haciendo un ruido extraño y particular de
estos animalitos, cuando con la cola levantada y el cuerpo hecho un arco, van y vienen de un
lado a otro acariciándose con nuestras piernas. Tras el gato gris cayó otro rubio, y después otro
negro, más otro de los que llaman moriscos, y hasta catorce o quince de diferentes dimensiones
y color, revueltos con una multitud de sapillos verdes y tripudos con un cascabel al cuello, y una
a manera de casaquilla roja. Una vez juntos los gatos, comenzaron a ir y venir por la cocina,
saltando de un lado a otro; éstos por los vasares, entre los pucheros y las fuentes, aquéllos por
el ala de la chimenea, los de más allá revolcándose entre la ceniza y levantando una gran
polvareda, mientras que los sapillos, haciendo sonar su cascabel, se ponían de pie al borde de
las marmitas, daban volteretas en el aire o hacían equilibrios y dislocaciones pasmosas, como
los clownes de nuestros circos ecuestres. Por último, el gato gris, que parecía el jefe de la
banda, en cuyos ojillos verdosos y fosforescentes había creído reconocer la sobrina del cura
los de la vieja que le habló por la tarde, levantándose sobre las patas traseras en la silla en que
se encontraba subido, dirigió la palabra en estos términos.

-Has cumplido lo que prometiste, y aquí nos tienes a tus órdenes. Si quieres vernos en
nuestra primitiva forma y que comencemos a ayudarte a fraguar las galas para las fiestas y a
amasar los panes que te ha encargado tu tío, haz tres veces la señal de la cruz con la mano
izquierda invocando a la trinidad de los infiernos: Belcebú, Astarot y Belial.

265
Dorotea, aunque temblando, hizo punto por punto lo que se le decía, y los gatos se
convirtieron en otras tantas mujeres, de las cuales, unas comenzaron a cortar y otras a coser
telas de mil colores, a cual más vistoso y llamativo, hilvanando y concluyendo sayas y jubones a
toda prisa, en tanto que los sapillos, diseminados por aquí y por allá, con unas herramientas
diminutas y brillantes, fabricaban pendientes de filigrana de oro para las orejas, anillos con
piedras preciosas para los dedos, o armados de su tirapié y su lezna en miniatura, cosían unas
zapatillas de tafilete, tan monas y tan bien acabadas, que merecían calzar el pie de una hada.
Todo era animación y movimiento en derredor de Dorotea; hasta la llama del candil que
alumbraba aquella escena extravagante parecía danzar alegre en su piquera de hierro,
chisporroteando y plegando y volviendo a desplegar su abanico de luz, que se proyectaba en
los muros en círculos movibles, ora oscuros, ora brillantes. Esto se prolongó hasta rayar el día,
en que el bullicioso repique de las campanas de la parroquia echadas a vuelo en honor del santo
patrono del lugar, y el agudo canto de los gallos, anunciaron el alba a los habitantes de la aldea.
Pasó el día entre fiestas y regocijos. Mosén Gil, sin sospechar la parte que las brujas habían
tomado en su elaboración, repartió, terminada la misa, sus panes entre los pobres; las
muchachas bailaron en las eras al son de la gaita y el tamboril, luciendo los dijes y las galas que
habían traído de Tarazona, y ¡cosa particular!, Dorotea, aunque al parecer fatigada de haber
pasado la noche en claro amasando el pan de la limosna, como pequeño asombro de su tío, ni
se quejó de su suerte, ni hizo alto en las bandas de mozas y mozos que pasaban emperejilados
por sus puertas, mientras ella permanecía aburrida y sola en su casa.

Al fin llegó la hoche, que a la sobrina del cura pareció tardar más que otras veces. Mosén
Gil se metió en su cama al toque de oraciones, según tenía de costumbre, y la gente joven del
lugar encendió la hoguera en la plaza donde debía continuar el baile: Dorotea, entonces,
aprovechando el sueño de su tío, se adornó apresuradamente con los hermosos vestidos,
presente de las brujas, púsose los pendientes de filigrana de oro, cuyas piedras blancas y
luminosas semejaban sobre sus frescas mejillas gotas de rocío sobre un melocotón dorado, y,
con sus zapatillas de tafilete y un anillo en cada dedo, se dirigió al punto en que los mozos y las
mozas bailaban al son del tamboril y las vihuelas, al resplandor del fuego; cuyas lenguas rojas,
coronadas de chispas de mil colores, se levantaban por cima de los tejados de las casas,
arrojando a lo lejos las prolongadas sombras de las chimeneas y la torre del lugar. Figúrense
ustedes el efecto que su aparición produciría. Sus rivales en hermosura, que hasta allí la habían
superado en lujo, quedaron oscurecidas y arrinconadas; los hombres se disputaban el honor de
alcanzar una mirada de sus ojos, y las mujeres se mordían los labios de despecho. Como le
habían anunciado las brujas, el triunfo de su vanidad no podía ser más grande.

Pasaron las fiestas del santo, y anque Dorotea tuvo buen cuidado de guardar sus joyas y sus
vestidos en el fondo del arca, durante un mes no se habló en el pueblo de otro asunto.

-¡Vaya! ¡Vaya! -decían sus feligreses a Mosén Gil-: tenéis a vuestra sobrina hecha un
pimpollo de oro. ¡Qué lujo! ¡Quién había de creer que, después de dar lo que dais en limosnas,
aún os quedaba para esos rumbos!

266
Pero mosén Gil, que era la bondad misma y que ni siquiera podía figurarse la verdad de lo
que pasaba, creyendo que querían embromarle, aludiendo a la pobreza y la humildad en el
vestir de Dorotea, impropias de la sobrina de un cura, personaje de primer orden en los
pueblos, se limitaba a contestar sonriendo y como para seguir la broma:

-¿Qué queréis? Donde lo hay, se luce.

Las galas de Dorotea hacían entretanto su efecto.

Desde aquella noche en adelante no faltaron enramadas en sus ventanas, música en sus
puertas y rondadores en las esquinas. Estas rondas, estos cantares y estos ramos tuvieron el fin
que era natural, y a los dos meses la sobrina del cura se casaba con uno de los mozos mejor
acomodados del pueblo; el cual para que nada faltase a su triunfo, hasta la famosa noche en
que se presentó en la hoguera, había sido novio de una de aquellas vecinas que tanto la hicieron
rabiar en otras ocasiones, sentándose a coser sus vestidos en el portal de la calle. Sólo el pobre
mosén Gil perdió desde aquella época para siempre el latín de sus exorcismos y el trabajo de
sus aspersiones. Las brujas, con grande asombro suyo y de sus feligreses, tornaron a
aposentarse en el castillo; sobre los ganados cayeron plagas sin cuento; las jóvenes del lugar se
veían atacadas de enfermedades incomprensibles; los niños eran azotados por las noches en
sus cunas, y los sábados, después que la campana de la iglesia dejaba oír el toque de ánimas,
unas sonando panderos, otras añafiles o castañuelas, y todas a caballo sobre sus escobas, los
habitantes de Trasmoz veían pasar una banda de viejas, espesa como las grullas, que iban a
celebrar sus endiablados ritos a la sombra de los muros y de la ruinosa atalaya que corona la
cumbre del monte.

Después de oír esta historia, he tenido ocasión de conocer a la tía Casca, hermana de la
otra Casca famosa, cuyo trágico fin he referido a ustedes, y vástago de la dinastía de brujas de
Trasmoz que comienza en la sobrina de mosén Gil y acabará no se sabe cuándo ni dónde. Por
más que, al decir de los revolucionarios furibundos, ha llegado la hora final de las dinastías
seculares, ésta, a juzgar por el estado en que se hallan los espíritus en el país, promete
prolongarse aún mucho, pues teniendo en cuenta que la que vive no será para largo en razón a
su avanzada edad, ya comienza a decirse que la hija despunta en el oficio y que una netezuela
tiene indudables disposiciones; tan arraigada está entre estas gentes la creencia de que de una
en otra lo vienen heredando. Verdad es que, como ya creo haber dicho antes de ahora, hay
aquí en cuanto a uno le rodea un no sé qué de agreste, misterioso y grande que impresiona
profundamente el ánimo y lo predispone a creer en lo sobre-natural.

De mí puedo asegurarles que no he podido ver a la actual bruja sin sentir un


estremecimiento involuntario, como si, en efecto, la colérica mirada que me lanzó, observando
la curiosidad impertinente con que espiaba sus acciones, hubiera podido hacerme daño. La vi
hace pocos días, ya muy avanzada la tarde, y por una especie de tragaluz, al que se alcanza
desde un pedrusco enorme de los que sirven de cimiento y apoyo a las casas de Trasmoz. Es
alta, seca, arrugada, y no lo querrán ustedes creer, pero hasta tiene sus barbillas blancuzcas y
su nariz corva, de rigor en las brujas de todas las consejas.

267
Estaba encogida y acurrucada junto al hogar entre un sinnúmero de trastos viejos,
pucherillos, cántaros, marmitas y cacerolas de cobre, en las que la luz de la llama parecía
centuplicarse con sus brillantes y fantásticos reflejos. Al calor de la lumbre hervía yo no sé qué
en un cacharro, que de tiempo en tiempo removía la vieja con una cuchara. Tal vez sería un
guiso de patatas para la cena; pero impresionado a su vista, y presente aún la relación que me
habían hecho de sus antecesoras, no pude menos de recordar, oyendo el continuo hervidero
del guiso, aquel pisto infernal, aquella horrible cosa sin nombre de las brujas del Macbeth de
Shakespeare.

Carta novena
A la señorita doña M. L. A.

Apreciable amiga: Al enviarle una copia exacta, quizás la única que de ella se ha sacado
hasta hoy, prometí a usted referirle la peregrina historia de la imagen, en honor de la cual un
príncipe poderoso levantó el monasterio, desde una de cuyas celdas he escrito mis cartas
anteriores.

Es una historia que, aunque transmitida hasta nosotros por documentos de aquel siglo y
testificada aún por la presencia de un monumento material, prodigio del arte, elevado en su
conmemoración, no quisiera entregarla al frío y severo análisis de la crítica filosófica, piedra de
toque a cuya prueba se someten hoy día todas las verdades.

A esa terrible crítica, que, alentada con algunos ruidosos triunfos, comenzó negando las
tradiciones gloriosas y los héroes nacionales, y ha acabado por negar hasta el carácter divino de
Jesús, ¿qué concepto le podría merecer ésta, que desde luego calificaría de conseja de niños?

Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas líneas en letras de molde, porque la mía es mala,
y sólo así le será posible entenderme; por lo demás, yo las escribo para usted, para usted
exclusivamente, porque sé que las delicadas flores de la tradición sólo puede tocarlas la mano
de la piedad, y sólo a ésta le es dado aspirar su religioso perfume sin marchitar sus hojas.

En el valle de Veruela, y como a una media hora de distancia de su famoso monasterio, hay,
al fin de una larga alameda de chopos que se extiende por la falda del monte, un grueso pilar de
argamasa y ladrillo. En la mitad más alta de este pilar, cubierto ya de musgo, merced a la
continuada acción de las lluvias, y al que los años han prestado su color oscuro e indefinible, se
ve una especie de nicho que en su tiempo debió de contener una imagen, y sobre el cónico
capitel que lo remata, el asta de hierro de una cruz cuyos brazos han desaparecido. Al pie
crecen y exhalan un penetrante y campesino perfume, entre una alfombra de menudas yerbas,
las aliagas espinosas y amarillas, los altos romeros de flores azules, y otra gran porción de

268
plantas olorosas y saludables. Un arroyo de agua cristalina corre allí con un ruido apacible,
medio oculto entre el espeso festón de juncos y lirios blancos que dibuja sus orillas, y, en el
verano, las ramas de los chopos, agitadas por el aire que continuamente sopla de la parte del
Moncayo, dan a la vez música y sombra. Llaman a este sitio La Aparecida, porque en él
aconteció, hará próximamente unos siete siglos, el suceso que dio origen a la fundación del
célebre monasterio de la Orden del Cister, conocido con el nombre de Santa María de
Veruela.

Refiere un antiguo códice, y es tradición constante en el país, que, después, de haber


renunciado a la corona que le ofrecieron los aragoneses, a poco de ocurrida la muerte de Don
Alonso, en la desgraciada empresa de Fraga, Don Pedro Atares, uno de los más poderosos
magnates de aquella época, se retiró al castillo de Borja, del que era señor, y donde en
compañía de algunos de sus leales servidores, y como descanso de las continuas inquietudes,
de las luchas palaciegas y del batallar de los campos, decidió pasar el resto de sus días
entregado al ejercicio de la caza, ocupación favorita de aquellos rudos y valientes caballeros,
que sólo hallaban gusto durante la paz en lo que tan propiamente se ha llamado simulacro e
imagen de la guerra.

El valle en que está situado el monasterio, que dista tres leguas escasas de la ciudad de
Borja, y la falda del Moncayo, que pertenece a Aragón, eran entonces parte de su dilatado
señorío; y como quiera que de los pueblecillos que ahora se ven salpicados aquí y allá por
entre las quiebras del terreno, no existían más que las atalayas y algunas miserables casucas,
abrigo de pastores, que las tierras no se habían roturado, ni las crecientes necesidades de la
población habían hecho caer al golpe del hacha los añosísimos árboles que lo cubrían, el valle
de Veruela, con sus bosques de encinas y carrascas seculares, y sus intrincados laberintos de
vegetación virgen y lozana, ofrecía seguro abrigo a los ciervos y jabalíes, que vagaban por
aquellas soledades en número prodigioso.

Aconteció una vez que, habiendo salido el señor de Borja, rodeado de sus más hábiles
ballesteros, sus pajes y sus ojeadores, a recorrer esta parte de sus dominios, en busca de la
caza en que era tan abundante, sobrevino la tarde sin que, cosa verdaderamente extraordinaria,
dadas las condiciones del sitio, encontrasen una sola pieza que llevar a la vuelta de la jornada
como trofeo de la expedición.

Dábase a todos los diablos Don Pedro Atares, y, a pesar de su natural prudencia, juraba y
perjuraba que había de colgar de una encina a los cazadores furtivos, causa, sin duda, de la
incomprensible escasez de reses que por vez primera notaba en sus cotos; los perros gruñían
cansados de permanecer tantas horas ociosos atados a la traílla; los ojeadores roncos de
vocear en balde, volvían a reunirse a los mohínos ballesteros, y todos se disponían a tomar la
vuelta del castillo para salir de lo más espeso del carrascal antes que la noche cerrase, tan
oscura y tormentosa como lo auguraban las nubes suspendidas sobre la cumbre del vecino
Moncayo, cuando de repente una cierva, que parecía haber estado oyendo la conversación de
los cazadores, oculta por el follaje, salió por entre las matas más cercanas, y, como burlándose
de ellos, desapareció a su vista para ir a perderse entre el laberinto del monte. No era aquélla

269
seguramente la hora más a propósito para darle caza, pues la oscuridad del crepúsculo,
aumentada por la sombra de las nubes que poco a poco iban entoldando el cielo, se hacía cada
vez más densa; pero el señor de Borja, a quien desesperaba la idea de volverse con las manos
vacías de tan larga excursión, sin hacer alto en las observaciones de los más experimentados,
dio apresuradamente la orden de arrancar en su seguimiento, y, mandando a los ojeadores por
un lado y a los ballesteros por otro, salió a brida suelta y seguido de sus pajes, a quienes pronto
dejó rezagados en la furia de su carrera tras la imprudente res que de aquel modo parecía
haber venido a burlársele en sus barbas.

Como era de suponer, la cierva se perdió en lo más intrincado del monte, y a la media hora
de correr en busca suya, cada cual en una dirección diferente, así don Pedro Atares, que se
había quedado completamente solo, como los menos conocedores de terreno de su comitiva,
se encontraron perdidos en la espesura. En este intervalo cerró la noche, y la tormenta, que
durante toda la tarde se estuvo amasando en la cumbre del Moncayo, comenzó a descender
lentamente por la falda y a tronar y a relampaguear, cruzando las llanuras como un majestuoso
paseo. Los que las han presenciado pueden sólo figurarse toda la terrible majestad de las
repentinas tempestades que estallan a aquella altura, donde los truenos, repercutidos por las
concavidades de las peñas, las ardientes exhalaciones, atraídas por la frondosidad de los
árboles, y el espeso turbión de granizo congelado por las corrientes de aire frío e impetuoso,
sobrecogen el ánimo hasta el punto de hacernos creer que los montes se desquician, que la
tierra va a abrirse debajo de los pies, o que el cielo, que cada vez parece estar más bajo y más
pesado, nos oprime como con una capa de plomo. Don Pedro Atares, sólo y perdido en
aquellas inmensas soledades, conoció tarde su imprudencia y en vano se esforzaba para reunir
en torno suyo a su dispersa comitiva; el ruido de la tempestad que cada vez se hacía mayor,
ahogaba sus voces.

Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso, comenzaba a desfallecer ante la perspectiva de


una noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto al furor de los desencadenados
elementos; ya su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa, se negaba a proseguir adelante,
inmóvil y como clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al cielo, dejó escapar
involuntariamante de sus labios una piadosa oración a la Virgen, a quien el cristiano caballero
tenía costumbte de invocar en los más duros trances de la guerra, y que en más de una ocasión
le había dado la victoria.

La Madre de Dios oyó sus palabras y descendió a la tierra para protegerle. Yo quisiera
tener la fuerza de imaginación bastante para poderme figurar cómo fue aquello. Yo he visto
pintadas por nuestros más grandes artistas algunas de esas místicas escenas; yo he visto, y
usted habrá visto también, a la misteriosa luz de la gótica catedral de Sevilla; uno de esos
colosales lienzos en que Murillo, el pintor de las santas visiones, ha intentado fijar para pasmo
de los hombres un rayo de esa diáfana atmósfera en que nadan los ángeles como en un océano
de luminoso vapor; pero allí es necesaria la intensidad de las sombras en un punto del cuadro
para dar mayor realce a aquel en que se entreabren las nubes como una explosión de claridad;
allí, pasada la primera impresión del momento, se ve el arte luchando con sus limitados recursos
para dar idea de lo imposible.

270
Yo me figuro algo más, algo que no se puede decir con palabras ni traducir con sonidos o
con colores. Me figuro un esplendor vivísimo que todo lo rodea; todo lo abrillanta, que, por
decirlo así, se compenetra en todos los objetos y los hace aparecer como de cristal, y en su
foco ardiente lo que pudiéramos llamar la luz dentro de la luz. Me figuro como se iría
descomponiendo el temeroso fragor de la tormenta en notas largas y suavísimas, en acordes
distintos, en rumor de alas, en armonías extrañas de cítaras y salterios; me figuro ramas
inmóviles, el viento suspendido, y la tierra, estremecida de gozo, con un temblor ligerísimo al
sentirse hollada otra vez por la divina planta de la Madre de su Hacedor, absorta, atónita y
muda, sostenerla por un instante sobre sus hombros. Me figuro, en fin, todos los esplendores
del cielo y de la la tierra reunidos en un solo esplendor, todas las armonías en una sola armonía,
y en mitad de aquel foco de luz y de sonidos, la celestial Señora, resplandeciendo como una
llama más viva que las otras resplandece entre las llamas de una hoguera, como dentro de
nuestro sol brillaría otro sol más brillante.

Tal debió de aparecer la Madre de Dios a los ojos del piadoso caballero, que bajando de
su cabalgadura y postrándose hasta tocar el sucio con la frente, no osó levantarlos mientras la
celeste visión le hablaba, ordenándole que en aquel lugar erigiese un templo en honra y gloria
suya.

El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz se comenzó a debilitar como la de un astro que
se eclipsa; la armonía se apagó, temblando sus notas en el aire, como el eco de una música
lejana, y don Pedro Atares lleno de un estupor indecible, corrió a tocar con sus labios el punto
en que había puesto sus pies la Virgen. Pero ¡cuál no sería su asombro al encontrar en él una
milagrosa imagen, testimonio real de aquel prodigio, prenda sagrada que, para eterna memoria
de tan señalado favor, le dejaba al desaparecer la celestial Señora!

A esta sazón, aquellos de sus servidores que habían logrado reunirse y que, después de
haber encendido algunas teas, recorrían el monte en todas direcciones, haciendo señales con
las trompas de ojeo a fin de encontrar a su señor por entre aquellas intrincadas revueltas, donde
era de temer le hubiera acontecido una desgracia, llegaron al sitio en que acababa de tener lugar
la maravillosa aparición. Reunida, pues, la comitiva y conocedores todos del suceso,
improvisáronse unas andas con las ramas de los árboles, y en piadosa procesión, conduciendo
los caballos del diestro e iluminándola con el rojizo resplandor de las teas, llevaron consigo la
milagrosa imagen hasta Borja, en cuyo histórico castillo entraron al mediar la noche.

Como puede presumirse, don Pedro Atares no dejó pasar mucho tiempo sin realizar el
deseo que había manifestado la Virgen. Merced a sus fabulosas riquezas, se allanaron todas las
dificultades que parecían oponerse a su erección, y el suntuoso monasterio con su magnífica
iglesia, semejante a una catedral, sus claustros imponentes y sus almenados muros, levantose
como por encanto en medio de aquellas soledades.

San Bernardo en persona vino a establecer en él la comunidad de su Regla y asistir a la


traslación de la milagrosa imagen desde el castillo de Borja, donde había estado custodiada,
hasta su magnífico templo, de Veruela, a cuya solemne congregación asistieron seis prelados y

271
estuvieron presentes muchos magnates y príncipes poderosos, amigos y deudos de su ilustre
fundador, don Pedro Atares, el cual, para eterna memoria del señalado favor que había
obtenido de la Virgen, mandó colocar una cruz y la copia de su divina imagen en el mismo lugar
en que la había visto descender del cielo. Este lugar es el mismo de que he hablado a usted al
principio de esta carta, y que todavía se conoce con el nombre de La Aparecida.

Yo oí por primera vez referir la historia, que a mi vez he contado, al pie del humilde pilar
que la recuerda, y antes de haber visto el monasterio que ocultaban aún a mis ojos las altas
alamedas de árboles, entre cuyas copas se esconden sus puntiagudas torres.

Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla de curiosidad y veneración traspasaría luego
los umbrales de aquel imponente recinto, maravilla del arte cristiano; que guarda aún en su seno
la misteriosa escultura, objeto de ardiente devoción por tantos siglos, y a la que nuestros
antepasados, de una generación en otra, han tributado sucesivamente las honras más señaladas
y grandes. Allí, día y noche, y hasta hace poco, ardían delante del altar en que se encontraba la
imagen, sobre un escabel de oro, doce lámparas de plata que brillaban, meciéndose lentamente,
entre las sombras del templo, como una constelación de estrellas; allí los piadosos monjes,
vestidos de sus blancos hábitos, entonaban a todas horas sus alabanzas en un canto grave y
solemne, que se confundían con los amplios acordes del órgano; allí los hombres de armas del
monasterio, mitad templo, mitad fortaleza; los pajes del poderoso abad y sus innumerables
servidores la saludaban con ruidosas aclamaciones de júbilo, como a la hermosa castellana de
aquel castillo, cuando en los días clásicos, la sacaban un momento por sus patios, coronados de
almenas, bajo un palio de tisú y pedrería.

Al penetrar en aquel anchuroso recinto, ahora mudo y solitario, al ver las almenas de sus
altas torres caídas por el suelo, la hiedra serpenteando por las hendiduras de sus muros, y las
ortigas y los jaramagos que crecen en montón por todas partes, se apodera del alma una
profunda sensación de involuntaria tristeza. Las enormes puertas de hierro de la torre se abren
rechinando sobre sus enmohecidos goznes con un lamento agudo, siempre que un curioso viene
a turbar aquel alto silencio, y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de cipreses, su
iglesia bizantina en el fondo y el severo palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta del
templo, tan llena de símbolos incomprensibles y de esculturas extrañas, en cuyos sillares han
dejado impresos artífices de la Edad Media los signos misteriosos de su masónica hermandad;
aquella gran puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se abría de par en par en las grandes
solemnidades, no volverá a abrirse; ni volverá a entrar por ella la multitud de los fieles,
convocados al son de las campanas que volteaban alegres y ruidosas en la elevada torre. Para
penetrar hoy en el templo es preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos y tan
tristes como el primero, internarse en el claustro procesional, sombrío y húmedo como un
sótano, y, dejando a un lado las tumbas en que descansan los hijos del fundador, llegar hasta un
pequeño arco que apenas si en mitad del día se distingue entre las sombras eternas de aquellos
medrosos pasadizos, y donde una losa negra, sin inscripción y con una espada groseramente
esculpida, señala el humilde lugar en que el famoso Don Pedro Atares quiso que reposasen sus
huesos.

272
Figúrese usted una iglesia tan grande y tan imponente como la más imponente y más grande
de nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico pedestal labrado de figuras
caprichosas y formando el más extraño contraste, una pequeña jofaina de loza de la más basta
de Valencia hace las veces de pila para el agua bendita; de las robustas bóvedas cuelgan aún
las cadenas de metal que sostuvieron las lámparas, que ya han desaparecido; en los pilares se
ven las estacas y las anillas de hierro de que pendían las colgaduras de terciopelo franjado de
oro, de las que sólo queda la memoria; entre dos arcos existe todavía el hueco que ocupaba el
órgano; no hay vidrios en las ojivas que dan paso a la luz; no hay altares en las capillas, el coro
está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad por todas partes, gime por los ángulos del
templo, y los pasos resuenan de un modo tan particular que parece que se anda por el interior
de una inmensa tumba.

Allí, sobre un mezquino altar, hecho de los despedazados restos de otros altares, recogidos
por alguna mano piadosa, y alumbrado por una lamparilla de cristal con más agua que aceite,
cuya luz chisporrotea próxima a extinguirse, se descubre la santa imagen, objeto de tanta
veneración en otras edades, a la sombra de cuyo altar duermen el sueño de la muerte tantos
próceres ilustres, a la puerta de cuyo monasterio dejó su espada como en señal de vasallaje un
monarca español, que atraído por la fama de sus milagros, vino a rendirle, en época no muy
remota, el tributo de sus oraciones. De tanto esplendor, de tanta grandeza, de tantos días de
exaltación y de gloria, sólo queda ya un recuerdo en las antiguas crónicas del país, y una
piadosa tradición entre los campesinos que de cuando en cuando atraviesan con temor los
medrosos claustros del monasterio para ir a arrodillarse ante Nuestra Señora de Veruelas, que
para ellos, así en la época de su grandeza como en la de su abandono, es la santa protectora de
su escondido valle.

En cuanto a mí, puedo asegurar a usted que en aquel templo, abandonado y desnudo,
rodeado de tumbas silenciosas, donde descansan ilustres próceres, sin descubrir, al pie del ara
que la sostiene, más que las mudas e inmóviles figuras de los abades muertos, esculpidas
groseramente sobre las losas sepulcrales del pavimento de la capilla, la milagrosa imagen, cuya
historia conocía de antemano, me infundió más hondo respeto, me pareció más hermosa, más
rodeada de una atmósfera de solemnidad y grandeza indefinibles que otras muchas que había
visto antes en retablos churriguerescos, muy cargadas de joyas ridículas, muy alumbradas de
luces en forma de pirámides y de estrellas, muy engalanadas con profusión de flores de papel y
de trapo.

A usted y a todo el que sienta en su alma la verdadera poesía de la religión, creo que le
sucedería lo mismo.

FIN DEL TOMO SEGUNDO

273

También podría gustarte