Capitulo XIV Alberdi

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 5

XIV

Acción civilizadora de Europa en las


Repúblicas de Sudamérica.
Las Repúblicas de la América del Sur son producto y testimonio vivo de la acción
de Europa en América. Lo que llamamos América independiente no es más que
Europa establecida en América; y nuestra revolución no es otra cosa que la
desmembración de un poder europeo en dos mitades, que hoy se manejan por sí
mismas.
Todo en la civilización de nuestro suelo es europeo; la América misma es un
descubrimiento europeo. La sacó a luz un navegante genovés, y fomentó el
descubrimiento una soberana de España. Cortés, Pizarro, Mendoza, Valdivia, que
no nacieron en América, la poblaron de la gente que hoy la posee, que ciertamente
no es indígena.
No tenemos una sola ciudad importante que no haya sido fundada por europeos.
Santiago fue fundada por un extranjero llamado Pedro Valdivia y Buenos Aires
por otro extranjero que se llamó Pedro de Mendoza.
Todas nuestras ciudades importantes recibieron nombres europeos de sus
fundadores extranjeros. El nombre mismo de América fue tomado de uno de uno
de esos descubridores extranjeros, Américo Vespucio, de Florencia. Hoy mismo,
bajo la independencia, el indígena no figura ni compone mundo en nuestra
sociedad política y civil.
Nosotros, los que nos llamamos americanos, no somos otra cosa que europeos
nacidos en América. Cráneo, sangre, color, todo es de fuera.
El indígena nos hace justicia; nos llama españoles hasta el día. No conozco
persona distinguida de nuestra sociedad que lleve apellido pehuenche o
araucano. El idioma que hablamos es de Europa. Para humillación de los que
reniegan de su influencia, tienen que maldecirla en lengua extranjera.
El idioma español lleva su nombre consigo.
Nuestra religión cristiana ha sido traída a América por los extranjeros. A no ser
por Europa, hoy América estaría adorando al sol, a los árboles, a las bestias,
quemando hombres en sacrificio y no conocería el matrimonio. La mano de
Europa plantó la cruz de Jesucristo en la América antes gentil. ¡Bendita sea por
esto sólo la mano de Europa!
Nuestras leyes antiguas y vigentes fueron dadas por reyes extranjeros, y a favor
de ellos tenemos hasta hoy códigos civiles, de comercio y criminales. Nuestras
leyes patrias son copias de leyes extranjeras.
Nuestro régimen administrativo en hacienda, impuestos, rentas, etc., es casi hoy
la obra de Europa. ¿Y qué son nuestras constituciones políticas sino adopción de
sistemas europeos de gobierno? ¿Qué es nuestra gran revolución, en cuanto a
ideas, sino una faz de la Revolución de Francia?

1
Entrad en nuestras universidades, y dadme ciencia que no sea europea; en
nuestras bibliotecas, y dadme un libro útil que no sea extranjero. Reparad en el
traje que lleváis, de pies a cabeza, y será raro que la suela de vuestro calzado sea
americana. ¿Qué llamamos buen tono, sino lo que es europeo? ¿Quién lleva la
soberanía de nuestras modas, usos elegantes y cómodos? Cuando decimos
confortable, conveniente, bien, comme il faut, ¿aludimos a cosas de los
araucanos?
¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio neto?
¿Quién casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la Araucania, y no mil
veces con un zapatero inglés?
En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta:
1°, el indígena, es decir, el salvaje; 2°, el europeo, es decir, nosotros, los que hemos
nacido en América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en
Pillán (dios de los indígenas).
No hay otra división del hombre americano. La división en hombre de la ciudad
y hombres de las campañas es falsa, no existe; es reminiscencia de los estudios de
Niebuhr sobre la historia primitiva de Roma. Rosas no ha dominado con ganchos,
sino con la ciudad. Los principales unitarios fueron hombres del campo, tales
como Martín Rodríguez, los Ramos, los Miguens, los Díaz Vélez: por el contrario,
los hombres de Rosas, los Anchorena, los Medrano, los Dorrego, los Arana,
fueron educados en las ciudades. La mazorca no se componía de gauchos.
La única subdivisión que admite el hombre americano español es en hombre del
litoral y hombre de tierra adentro o mediterráneo. Esta división es real y
profunda. El primero es fruto de la acción civilizadora de la Europa de este siglo,
que se ejerce por el comercio y por la inmigración, en los pueblos de la costa. El
otro es obra de la Europa del siglo XVI, de la Europa del tiempo de la conquista,
que se conserva intacto como en un recipiente en los pueblos interiores de nuestro
continente, donde lo colocó España, con el objeto de que se conservase así.
De Chuquisaca a Valparaíso hay tres siglos de distancia: y no es el instituto de
Santiago el que ha creado esta diferencia en favor de esta ciudad. No son nuestros
pobres colegios los que han puesto el litoral de Sudamérica trescientos años más
adelante que las ciudades mediterráneas. Justamente carece de universidades el
litoral. A la acción viva de la Europa actual, ejercida por medio del comercio libre,
por la inmigración y por la industria, en los pueblos de la margen, se debe su
inmenso progreso respecto de los otros.
En Chile no han salido del Instituto los Portales, los Rengifo y los Urmeneta,
hombres de Estado que han ejercido alto influjo. Los dos Egañas, organizadores
ilustres de Chile, se inspiraron en Europa de sus fecundos trabajos. Más de una
vez los jefes y los profesores del Instituto han tomado de Valparaíso sus más
brillantes y útiles inspiraciones de gobierno.
Desde el siglo XVI hasta hoy no ha cesado Europa un sólo día de ser el manantial
y origen de la civilización de este continente. Bajo el antiguo régimen, Europa
desempeñó ese papel por conducto de España. Esta nación nos trajo la última
expresión de la Edad Media, y el principio del renacimiento de la civilización en
Europa.

2
Con la revolución americana acabó la acción de la Europa española en este
continente; pero tomó su lugar la acción de la Europa anglosajona y francesa. Los
americanos de hoy somos europeos que hemos cambiado de maestros: a la
iniciativa española ha sucedido la inglesa y francesa. Pero siempre es Europa la
obrera de nuestra civilización. El medio de acción ha cambiado, pero el producto
es el mismo. A la acción oficial o gubernamental ha sucedido la acción social, de
pueblo, de raza. La Europa de estos días no hace otra cosa en América que
completar la obra de la Europa de la Edad Media, que se mantiene embrionaria,
en la mitad de su formación. Su medio actual de influencia no será la espada, no
será la conquista. Ya América está conquistada, es europea y por lo mismo
inconquistable. La guerra de conquista supone civilizaciones rivales, Estados
opuestos—el salvaje y el europeo, v. g. Este antagonismo no existe; el salvaje está
vencido, en América no tiene dominio ni señorío. Nosotros, europeos de raza y de
civilización, somos los dueños de América.
Es tiempo de reconocer esta ley de nuestro progreso americano, y volver a llamar
en socorro de nuestra cultura incompleta a esa Europa, que hemos combatido y
vencido por las armas en los campos de batalla, pero que estamos lejos de vencer
en los campos del pensamiento y de la industria. Alimentando rencores de
circunstancias, todavía hay quienes se alarman con el solo nombre de Europa;
todavía hay quienes abrigan temores de perdición y esclavitud.
Tales sentimientos constituyen un estado de enfermedad en nuestros espíritus
sudamericanos, sumamente aciago a nuestra prosperidad, y digno por lo mismo
de estudiarse.
Los reyes de España nos enseñaron a odiar bajo el nombre de extranjero a todo
el que no era español. Los libertadores de 1810, a su vez, nos enseñaron a detestar
bajo el nombre de europeo a todo el que no había nacido en América. España
misma fue comprendida en este odio. La cuestión de guerra se estableció en estos
términos: Europa y América, el viejo mundo y el mundo de Colón. Aquel odio se
llamó lealtad y éste patriotismo. En su tiempo esos odios fueron resortes útiles y
oportunos; hoy son preocupaciones aciagas a la prosperidad de estos países.
La prensa, la instrucción, la historia, preparadas para el pueblo, deben trabajar
para destruir las preocupaciones contra el extranjerismo, por ser obstáculo que
lucha de frente con el progreso de este continente. La aversión al extranjero es
barbarie en otras naciones; en las de América del Sur es algo más, es causa de
ruina y de disolución de la sociedad de tipo español. Se debe combatir esa
tendencia ruinosa con las armas de la credulidad misma y de la verdad grosera
que están al alcance de nuestras masas. La prensa de iniciación y propaganda del
verdadero espíritu de progreso debe preguntar a los hombres de nuestro pueblo
si se consideran de raza indígena, si se tienen por indios pampas o pehuenches de
origen, si se creen descendientes de salvajes y gentiles, y no de las razas
extranjeras que trajeron la religión de Jesucristo y la civilización de Europa a este
continente, en otro tiempo patria de gentiles.
Nuestro apostolado de civilización debe poner de bulto y en toda su desnudez
material, a los ojos de nuestros buenos pueblos envenenados de prevención
contra lo que constituye su vida y progreso, los siguientes hechos de evidencia
histórica. Nuestro santo papa Pío IX, actual jefe de la Iglesia Católica, es un
extranjero, un italiano, como han sido extranjeros cuantos papas lo han
precedido, y lo serán cuantos lo sucedan en la santa silla. Extranjeros son los

3
santos que están en nuestros altares y nuestro pueblo creyente se arrodilla todos
los días ante esos beneméritos santos extranjeros, que nunca pisaron el suelo de
América, ni hablaron castellano los más.
San Eduardo, Santo Tomás, San Galo, Santa Ursula, Santa Margarita y muchos
otros santos católicos eran ingleses, eran extranjeros a nuestra nación y a nuestra
lengua. Nuestro pueblo no los entendería si los oyese hablar en inglés, que era su
lengua, y los llamaría gringos, tal vez.
San Ramón Nonato era catalán, San Lorenzo, San Felipe Benicio, San Anselmo y
San Silvestre eran italianos, iguales en origen a esos extranjeros que nuestro
pueblo apellida con desprecio carcamanes, sin recordar que tenemos infinitos
carcamanes en nuestros altares. San Nicolás era suizo y San Casimiro era
húngaro.
Por fin, el Hombre Dios, Nuestro Señor Jesucristo, no nació en América, sino en
Asia, en Belén, ciudad pequeña de Judá, país dos veces más distante y extranjero
de nosotros que Europa. Nuestro pueblo, escuchando su divina palabra, no lo
habría entendido, porque no hablaba castellano; lo habría llamado extranjero,
porque lo era en efecto: pero ese divino extranjero, que ha suprimido las fronteras
y hecho de todos los pueblos de la Tierra una familia de hermanos, ¿no consagra
y ennoblece, por decirlo así, la condición del extranjero, por el hecho de ser la
suya misma?
Recordemos a nuestro pueblo que la patria no es el suelo. Tenemos suelo hace
tres siglos, y sólo tenemos patria desde 1810. La patria es la libertad, es el orden,
la riqueza, la civilización organizados en el suelo nativo, bajo su enseña y en su
nombre. Pues bien; esto se nos ha traído por Europa: es decir, Europa nos ha
traído la noción del orden, la ciencia de la libertad, el arte de la riqueza, los
principios de la civilización cristiana. Europa, pues, nos ha traído la patria, si
agregamos que nos trajo hasta la población, que constituye el personal y el cuerpo
de la patria.
Nuestros patriotas de la primera época no son los que poseen ideas más acertadas
del modo de hacer prosperar esta América que con tanto acierto supieron sustraer
al poder español. Las nociones del patriotismo, el artificio de una causa
puramente americana de que se valieron como medio de guerra conveniente a
aquel tiempo, los dominan y poseen todavía. Así hemos visto a Bolívar hasta 1826
provocar ligas para contener a Europa, que nada pretendía, y al general San
Martín aplaudir en 1844 la resistencia de Rosas a reclamaciones accidentales de
algunos Estados europeos. Después de haber representado una necesidad real y
grande de la América de aquel tiempo, desconocen hoy hasta cierto punto las
nuevas exigencias de este continente. La gloria militar, que absorbió su vida, los
preocupa todavía más que el progreso.
Sin embargo, a la necesidad de gloria ha sucedido la necesidad de provecho y de
comodidad, y el heroísmo guerrero no es ya el órgano competente de las
necesidades prosaicas del comercio y de la industria, que constituyen la vida
actual de estos países.
Enamorados de su obra, los patriotas de la primera época se asustan de todo lo
que creen comprometerla.

4
Pero nosotros, más fijos en la obra de la civilización que en la del patriotismo de
cierta época, vimos venir sin pavor todo cuanto América puede producir en
acontecimientos grandes. Penetrados de que su situación actual es de transición,
de que sus destinos futuros son tan grandes como desconocidos, nada nos asusta
y en todo fundamos sublimes esperanzas de mejora. Ella no está bien; está
desierta, solitaria, pobre. Pide población, prosperidad.
¿De dónde le vendrá esto en lo futuro? Del mismo origen de que vino antes de
ahora: de Europa.

También podría gustarte