Los Escoleros PDF
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Los escoleros
(José María Arguedas)
Un sábado por la tarde, yo y Bankucha nos paramos en una esquina de la plaza para oír el
griterío de los chiwacos [tordo, zorzal] que cantaban en los duraznales del cementerio. No había
casi gente en el pueblo; todos los comuneros estaban en el trabajo y la mayor parte de los
escoleros vivían en los pueblecitos cercanos, en las estancias, y se iban los sábados, tempranito.
La tarde estaba húmeda y nublada.
—Bankucha, de poco ya te voy a ganar en wikullo.
—Eres maula, Juancha.
—Ahora, badulaque, vamos a probar en Wallpamayu.
Ak’ola está entre dos riachuelos: Pukamayu y Wallpamayu; los dos llegan hasta la
explanada del pueblo, dando saltos desde la cumbre de la cordillera y siguen despeñándose hasta
llegar al fondo del río grande, del verdadero río que corre por la base de las montañas.
Wallpamayu, en miles de años de trabajo, ha roto la tierra, y corre encajonado en un barranco
perpendicular y profundo. A la orilla del barranco los ak’olas plantaron espinos, para defender a
los animales y a los muchachos. De trecho en trecho, varias plantas de maguey estiran sus brazos
sobre el barranco. Pero desde años antes, los escoleros hicieron varios huecos en el muro de
espinos, para pasar a la orilla del barranco y tirar los wikullos al río.
El wikullo lo hacíamos de las hojas del maguey; eran unos cuadriláteros con mangos, en
forma de palmeta. Cada wikullero llevaba amarrado al chumpi o al cinturón un cuchillo hecho de
fleje, para cortar el maguey. Bankucha tenía un puñal de verdad con forro de cuero; se lo regaló
don Fermín, un borrachito, amiguero de los muchachos.
—Bankucha, vamos a pelear a iguales. Tú sabes hacer wikullo mejor que yo; si eres legal
haz para los dos.
No me contestó el escolero. Se acercó a un maguey, arrancó una hoja larga y cortó seis
estupendos wikullos.
—Uno para cada —dijo.
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Tomó la delantera y entró, agachándose, por uno de los huecos del cerco de espinos. Detrás
del cerco había un espacio como de tres metros.
El río estaba fangoso, arrastraba ramas de molle y retama, se revolvía entre las grandes
piedras y salpicaba muy alto.
—¡Wallpamayu: ¡algún día te voy a atravesar con mi wikullo, frente a frente! —dijo
Bankucha, y miró la otra orilla del barranco.
—¡Mentira, Wallpamayucha, yo te voy a cruzar antes que el badulaque Banku!
Levanté mi wikullo, me agaché, encorvando el brazo, hice una flexión rápida, me estiré
como un arco, con todas mis fuerzas, y arrojé el wikullo. Recto, de plano, se lanzó silbando, y
fue a caer de filo sobre el barranco del frente, a veinte metros del río.
—¿Kunanri, Kunanri? (¿Y ahora?). ¡Jajayllas!
Salté a la orilla del precipicio, cerrando el puño; me pareció que ya no podía haber querido
en mi vida nada más que eso. ¡Qué alegría! Me daban deseos de patearle al Banku, de pura
alegría.
—¡He tocado el frente, mak’ta! —le grité.
Banku se asustó un poco, me miró receloso, como resentido.
—¡Espera, wiksa (barriga), wiksacha!
Se escupió las manos y levantó su wikullo del suelo. Sabía como nadie; abrió las piernas, se
agachó, levantó un poco la cabeza; en lo hondo de sus ojos había rabia. De repente, saltó, y su
brazo se estiró como un zurriago bien tirado. El wikullo se perdió en el aire, voló recto; pero en
medio del barranco se ladeó, se lanzó oblicuo hacia abajo y se desplazó sobre una piedra.
—¡Malhaya viento!
Probó con otro wikullo. Ya no era tiempo, el viento empezó a soplar fuerte, y se llevó el
wikullo, lejos, en la misma dirección de la quebrada. Por primera vez vi al Banku en apuros.
Cortaba wikullo de cuatro en cuatro, de seis en seis, me amenazaba antes de tirar cada uno.
—¡Ahora sí! ¡Eres huahua [bebé, niño pequeño] para mí, Juancha!
Sudaba, cambiaba de posturas, se daba viada de distintas maneras. ¡Y nada! El viento estaba
contra él; tiraba al suelo todos sus wikullos y los despedazaba. Me dio pena.
—Deja, Banku. Yo por casualidad no más he atravesado el barranco, pero tú eres mak’ta,
mayordomo, capataz de escoleros. Mañana, seguro, cuando el aire esté parado, vas a tirar hasta
la cabeza del barranco. De verdad, Banku.
El mak’ta me agarró del brazo, señaló con la otra mano el sitio donde cayó mi wikullo.
—Juancha, desde tiempo has estado alcanzándome, eres buen mak’ta. Si mañana o pasado
no te igualo, vas a ser primer wikullero en Ak’ola.
—Bueno, Banku. Pero tú eres capataz, siempre.
Oscurecía. Los trigales jugaban con el viento del anochecer; la neblina se había subido muy
arriba y cubría el cielo en todo el horizonte; el mundo parecía envuelto en un paño ceniciento,
terso y monótono. Los grandes cerros dormitaban en la lejanía.
Por todos los caminos, los comuneros empezaron a llegar al pueblo; unos tras de sus burros
cargados de leña, otros arreando una tropita de ovejas; muchos acompañados por sus vecinos de
chacra; sus perros entraban al pueblo a carrera, persiguiéndose, dando saltos de regocijo.
—Juancha, de ocho años más, nosotros también vamos a venir como los comuneros, con
nuestras mujeres por detrás y el chascha [perro pequeño] por delante.
—Claro, Banku, nosotros somos buenos ak’olas.
Salimos al camino grande que baja a la pampa de Tullo, a la pampa madre de los ak’olas,
donde el maíz crece hasta el tamaño de dos hombres.
—Le miraremos un rato más al tayta Ak’chi —dijo Banku.
Empezaba una noche de aguacero cuando nos separamos los tres mak’tillos. Las nubes
bajaban poco a poco hasta colocarse a la verdadera altura, desde donde sueltan el granizo
primero y después la lluvia. El cielo negro, ya casi sin luz, asustaba; en el filo de los cerros
lejanos ya empezaba el aguacero, como un tul blanquizco; el viento silbaba, como siempre, antes
de la lluvia.
Las calles estaban sin gente y sin animales; los verracos mostrencos y los perros estarían en
sus casas y en la cocina de sus dueños. Gran cantidad de hojas verdes, paja y basura, revoloteaba
en el aire; el viento veloz, viento de lluvia, las revolvía y arrastraba hacia el río grande.
Tenía frío y pena.
—Don Ciprián va a matar seguro a la Gringa, su alma de diablo se ha encaprichado. Yo,
Teofacha, Banku; mak’tillos no más somos; como hormiga negra somos para el patrón,
chiquitos, de dos zurriagos ya no hay mak’tillos. Los comuneros son maulas; tantos son, pero le
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tiemblan al principal; yo no le tiemblo; Teofacha y Banku son valientes, pero falta fuerza, falta
tamaño. Don Ciprián es solo no más; en los pueblos grandes sí hay muchos principales, muchos
platudos; don Ciprián en Ak’ola es único principal pero no hay hombre para él; por gusto, por
ser maulas le temen. ¿Acaso no tiene cuello como don Lucas, como don Kokchi? Cuchillo
seguro le entra, wikullo seguro le rompe la cabeza. ¡Juancha, Bankucha; cuesta abajo, desde la
cumbre de Piedra Alta, en el camino al río grande! ¡Como sanki [cactus gigante; aquí se refiere a
su fruto] arrojado sobre una roca se pegaría en los retamales el seso de don Ciprián, sobre los
troncos de molle! ¡Con wikullo de piedra! ¡Jajayllas! ¡Cipriancha, yo no te respeto, yo soy
wikullero, hijo de abogado, misti perdido!
Empezó a llover.
Nunca había estado así, entusiasta, hablador, animoso; como candela había en mi adentro;
quería dar saltos; mi corazón se sofocaba, como de potro cansado.
—¡Espérate!
Levanté una piedra del suelo.
—Éste es wikullo.
Miré la pared de una casa sin techo; hacía muchos años que esa pared nueva esperaba que le
pusieran tejado. A dos metros del suelo, el albañil había hecho poner, por capricho, una piedra
casi redonda; los escoleros le pintaron ojos, nariz y boca; y desde entonces la piedra se llama
uma (cabeza).
—¡Uma de don Ciprián!
Me agaché, como en el barranco de Wallpamayu, agarré la piedra por una punta, encogí mi
brazo, lo templé bien, y tiré después. La piedra se despedazó en un filo de la uma, mordiéndole
el extremo de la frente.
—¿Y ahora, carago?
Estaba rabioso, como nunca; mi cuerpo se había calentado y sudaba, mi brazo wikullero
temblaba un poco.
—¡Juancha es hombre, don Ciprián! Bankucha y Teófanes atraviesan de lado a lado el
barranco de Wallpamayu. ¡Wikulleros ak’olas, como a sanki verde te podemos rajar la cabeza!
Como alocado le hablé a la piedra, a una uma; le amenacé furioso. Pero me cansé al poco
rato, y seguí mi camino andando despacio, desganado. Una tibia ternura creció de repente en mi
corazón, y enseguida sentí deseos de llorar.
—¡Gringacha, no hay cuidado! Yo, Bankucha y Teófanes somos wikulleros; en nuestro
corazón hay hombre grande ya. ¡Confía no más, Gringacha!
Me reí despacito; estaba contento de mí, de Teófanes, de Banku, del wikullo de piedra.
Media cuadra caminé callado, tropezando con las piedras y la bosta fresca. Cuando llegué a
la esquina me paré de golpe.
—¡Ja caraya!
Mi pecho estaba húmedo con mis lágrimas.
—No importa, por la Gringa es; estoy llorando por la Gringa.
El aguacero empezó a bailar sobre la tierra, me golpeaba sobre las orejas y en la espalda.
Cuando llegué a la puerta de la casa de don Ciprián, me pareció que un rato antes había
peleado con alguien, y que estaba triste porque no había sabido patearle como un buen wikullero;
estaba descorazonado y miedoso.
El patio se había llenado de agua, pasé el pozo saltando por las piedras planas que servían de
puente a la cocina. En la sala, don Ciprián comía junto con su mayordomo y su mujer; en el
corredor, varios jornaleros conversaban. Entré a la cocina sacudiendo el agua de mis ojotas.
Facundacha me miró asustada.
—Juancha, don Ciprián está molestoso, dice vas a ir.
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Rodeando el fogón, los concertados de don Ciprián: José Delgado, Tomás y Antonio Quispe,
Juan Wallpa, Francisco Rondón, se calentaban cerca del fuego. Doña Cayetana, la cocinera,
servía arroz en una fuente.
—Juancha —dijo don Tomás—, cuidado no más anda; don Ciprián está con mal de rabia.
Sobre la mesa grande de la sala ardía una cera de iglesia, restos del mayordomaje de don
Ciprián; en la cabecera, el patrón se atracaba con un pedazo de carne; a su lado, doña Josefa
estaba medio dormida, y frente a ella, don Jesús miraba el mantel, como si tuviera vergüenza. La
sala estaba casi oscura; las bancas negras, altas, labradas, puestas en hilera de extremo a extremo,
parecían el luto de la sala.
—¿Dónde has estado desde las cinco?
Los ojos verdes de don Ciprián se pusieron turbios; así era cuando le atacaba la rabia; y
entonces parecían color ceniza. Esta noche su mirar era peor que otras veces; caían de frente
sobre mis ojos, como la luz opaca de los faroles de cuero que usan los indios andamarkas.
—¡Contesta, mocoso!
—Con Teófanes y Bankucha he jugado a la entrada del pueblo.
—¡Juancha! Otra vez te voy a hacer tirar látigo. Ya no hay doctor ahora, si eres ocioso te
haré trabajar a golpes. ¿Sabes? Tu padre me ha hecho perder el pleito con la comunidad de
K’ocha, yo le di treinta libras, tienes que pagar eso con tu trabajo.
—Bueno, don Ciprián.
—No andes con Teofacha, ese cholito dicen me amenaza; mañana, pasado, cualquier día, su
vaca tiene que caer en mis potreros. O si no, convéncele para que me venda la Gringa, hasta un
terno completo te puedo mandar hacer; en vez de tres, cuatro días irás a la escuela.
—¡Qué te va a vender la Gringa, don Ciprián! Como a su madre la quiere el Teofacha.
—Este muchacho está con la viuda, don Ciprián; con un poquito de leche lo compran —dijo
el mayordomo.
—¡Bueno! Nunca más vas a andar con Teofacha; si te veo, te haré latiguear. Puedes irte.
En los ojos de doña Josefa había compasión y cariño para mí.
—Anda, Juancha, no te asustes —dijo.
La oscuridad del patio me golpeó en los ojos; el aguacero estaba ya por terminar: del tejado
goteaba agua a pocos.
—¡No hay más, Banku! ¡Wikullo de piedra en el camino al río grande!
Fuerte hablé en lo negro del patio; me paré un rato para escuchar mi conciencia; seguro
tendría valor para tumbarle a don Ciprián.
Cuando cesó la lluvia empezó el ladrido de los perros. En las esquinas de la plaza los
chaschas ladraban, dos, tres horas, por puro gusto; estiraban sus hociquitos hacia el cielo negro y
gritaban enloquecidos, a veces peleaban por tropas y se mordían. Kaisercha no más, el perro del
patrón, era serio; su cabeza grande, sus ojos chiquitos, su boca de labios caídos, su tamaño —era
casi como un becerro— ponían recelosos a los comuneros. ¿Por qué no ladraba Kaisercha?
Andaba con la cabeza casi gacha, con el rabo caído, sin mirar a nadie, bien serio; a los otros
perritos del pueblo no les hacía caso y de vez en vez no más enamoraba. Los chaschas eran muy
distintos; callejeaban todo el día, con las orejitas paradas, el rabo alto y enroscado, andaban
alegres y jactanciosos en todo el pueblo. A veces, como de milagro, Kaisercha salía al atardecer
hasta la esquina de la plaza, se sentaba junto con ellos; los comuneros se detenían un rato para
oírle. La voz de Kaisercha retumbaba en la plaza, llegaba hasta la quebrada, sonaba bien extraña,
dominando el griterío de los chaschas; el ladrar de Kaisercha era corto, grueso, casi como voz de
toro, y ahí mismo se notaba que era de perro extranjero.
Ya el montón de alfalfa que había cortado era grande cuando en el lomo del Jatun Cruz
apareció el primer resplandor del sol; se extendió casi hasta la mitad del cielo y lo iluminó con su
luz brillante y alegre. La salida del sol en un cielo limpio siempre me hacía saltar de contento.
Dejé mi segadora y me senté sobre la carga de alfalfa para esperar al tayta Inti. Las pocas nubes,
que reposaban en ese lado del cielo, se pusieron muy blancas y risueñas; el cielo claro se
encendió; las cabezas de los cerros lejanos se azularon con un azul de humo; y de repente, sobre
el filo del Jatun Cruz brotó un rayo blanco.
—¡Inti! ¡K’oñi Inticha! (tibio sol).
Doña Cayetana me frotó las manos con unto, mientras sus dulces ojos lloraban.
Así era siempre cuando don Ciprián se iba a las punas; nunca avisaba un día ni dos antes. En
la víspera, el mayordomo ocultaba las carabinas en el camino, y por la mañana ensillaba los
mejores caballos. Antes de montar don Ciprián le decía a su mujer el lugar donde iba, y listo.
Esos días en que el patrón recorría las punas eran los mejores en la casa. Los ojos de los
concertados, de doña Cayetana, de Facundacha, de toda la gente, hasta de doña Josefa, se
aclaraban. Un aire de contento aparecía en la cara de todos; andaban en la casa con más
seguridad, como dueños verdaderos de su alma. Por las noches había fuego, griterío y música,
Todo el día estuve en el corredor, sentado sobre un cuero de llama. El día fue bueno; el sol
brilló hasta muy tarde, y no hizo viento. Ya casi al anochecer se elevaron nubes de todas partes y
taparon el cielo, pero no pudo llover.
—No —decía—. Esto no es para aguaceros; se va a derretir sin lluvia no más.
Y así fue.
Al oscurecer llegaron los concertados y los peones. Cuando supieron que don Ciprián se
había ido a las punas, se reunieron alegremente en el patio y empezaron a conversar como si
estuvieran en su casa.
—Los trigales están bonitos; el año es bueno, don Tomás.
—Seguro. Ya podrás ahora tapar la barriga a tus seis hijos.
—Seguro. Dice le has palabreado a la Emilacha, de don Mayta; a ver si el año bueno te hace
alcanzar para ella más.
—Como alcahuete eres, don Tomás. Oliendo, oliendo no más paras.
Los dos ak’olas se agarraron pico a pico; sin rabiar de veras, tranquilos, se insultaban para
hacer reír a los demás.
—Huahua eres, don Tomás. ¿No han visto ustedes a los pollitos? Tienen el trasero inflado,
como botija igual que don Tomás.
—Espera un ratito, don José. ¿No le han visto la cara al gato cuando está orinando? ¡Ja
caraya! Bien serio, como un cura en oración se pone; pero causa risa el pobrecito. ¿Mírenle la
cara, a ver, don José?
Don Tomás vencía siempre, tenía fama en Ak’ola, era el campeón del insulto. Los
domingos, en los repartos de agua, don Tomás era principal en la tarde. Antes de empezar el
reparto los comuneros le rodeaban. El corredor de la cárcel se llenaba de gente. Uno se atrevía a
desafiarle:
—Ya, don Tomás, si quieres conmigo.
—Pobrecito. No hay para mí en Ak’ola. No le han visto…
Los escoleros nos subíamos a los pilares del corredor para ver la cara que ponía al insultar y
para oír mejor. Dos, tres horas se reían los ak’olas; dos, tres horas, mientras don Ciprián llegaba
y mandaba al reparto.
—Este don Tomás es la alegría de los ak’olas —decían los comuneros.
José Delgado era discípulo de don Tomás. Los dos trabajaban de concertados en la casa de
don Ciprián.
La pelea terminó cuando doña Cayetana hizo llamar a los peones para la cena. Ya en ese
momento José Delgado no hablaba; sentado sobre un tronco de molle que servía de estaca para
amarrar caballos, oía los insultos de don Tomás, con la boca abierta, sin reírse, aprendiendo. Los
otros mak’tas llenaban la casa a carcajadas; algunos hasta pateaban el suelo y sus risas crecían a
cada rato. Para eso estaba lejos el patrón. Nunca se hubieran reído así delante del principal.
En la noche, el cielo se despejó un poco y las estrellas alumbraron alegres el pueblito.
En el cielo de Ak’ola brillaban todavía algunas estrellitas; el cielo estaba casi rosado y las
nubes extendidas sobre los cerros dormían tranquilas. Los zorzales y todos los pajaritos del
pueblo gritoneaban sobre las casas, sobre los árboles; se perseguían aleteando, saltando en los
tejados, en los romazales de las calles.
Los ak’olas amanecían para sufrir. Don Ciprián, su dueño, desde la salida del sol, empezaría
a echar ajos a todos los comuneros. Sólo los pichiuchas eran alegres, cuando el principal estaba
en el pueblo.
Yo empecé ese día en Ak’ola, gritando frente a la puerta de la viuda.
—¡Teofacha, Teofacha! ¡La Gringa creo que está en el corral de don Ciprián!
Al poco rato apareció Teofacha asustado, temblando.
—No he visto bien.
Y me eché a correr, calle abajo; el Teofacha me siguió.
Llegamos junto a la pared del corral. En un extremo, la pared tenía varios huecos hasta la
cumbre, nosotros los hicimos para mirar a los “daños”.
—Primero tú, Juancha.
Saqué la cabeza por encima del muro. La Gringa estaba echadita sobre el barro podrido del
corral. Puse mis brazos sobre el pequeño techo de la pared y la miré largo rato. El Teofacha
gritaba desde abajo.
Salté al suelo.
El mak’tillo escaló la pared como un gato.
—¡Gringacha!
Cayó parado sobre el romazal.
Nos miramos frente a frente, al mismo tiempo. Los ojos del Teofacha se redondearon, en el
centro apareció un puntito negro, filudo, ardiente, después se llenaron de lágrimas.
—¡Ak’ola que llora no sirve!
Me sentía valiente. Mi corazón estaba entero, porque había decidido apedrear a don Ciprián.
—Oye, Teofacha; ahora, temprano, el patrón va a ir a Tullupampa; nosotros le vamos a
esperar en el barranco de Capitana; solo va a ir; don Jesús tiene que llevar peones a
K’onek’pampa, al barbecho. Con wikullo de piedra se puede romper calavera de toro bravo
también. ¿Qué dices?
Como a los indios de Lukanas, don Ciprián recibió a la viuda; parado en el corredor de su
casa, con gesto de fastidio y desprecio.
—Tu vaca ha comido en mi potrero, y por la lisura cobro veinte soles —gritó antes que
hablara la viuda.
—¿En qué potrero, don Ciprián? La Gringa ha estado en mi chacra, y de ahí la has sacado,
anoche, como ladrón de Talavera.
El Teofacha le tapó la boca.
—¡Déjale, mamitay!
Pero la viuda quiso subir las gradas y arañar al principal.
—¡Talacho [de Talavera, donde sus habitantes tenían fama de abigeos], ladrón!
El Teofacha ya había hablado con su alma, y se había juramentado. Su corazón estaba
esperando y estaba frío como el agua negra de Torkok’ocha. Sin hablar nada, sin mirar a nadie,
arrastró a su vieja hasta afuera y siguió con ella, calle arriba. Yo iba a seguirlos.
—¡Juancha!
Me acerqué hasta las gradas. El patrón no tenía ya la mirada firme y altanera con que
asustaba a los lukanas; parecía miedoso ahora, acobardado, su cara se puso más blanca.
—Dile a la viuda que le voy a mandar ochenta soles por la Gringa. De verdad la Gringa no
ha hecho daño en mi potrero, pero como principal quería que doña Gregoria me vendiera su
vaca, porque para mí debe ser la mejor vaca del pueblo. Si no, de hombre arrearé a la Gringa
hasta Puerto Lomas, junto con el ganado. ¡Vas a regresar ahí mismo!
Yo sabía que la viuda no vendería nunca a la Gringa, pero corrí para obedecer a don Ciprián
y por hablar con el Teofacha.
La viuda y el escolero llegaban ya a la puerta de su casa, cuando los alcancé. Las calles
estaban vacías y sólo dos mujeres lloraban siguiendo a la viuda. El Teofacha temblaba, parecía
terciamiento.
—Doña Gregoria: don Ciprián dice que te va a dar ochenta soles por tu vaca. Dice que de
verdad no ha hecho daño y la ha sacado de tu potrero, porque es principal y quiere tener la mejor
vaca del pueblo. Si no le vendes dice va a llevar a la Gringa hasta el extranjero.
—¡Que se lleve, el talacho!
Ese mismo día, don Ciprián nos hizo llevar a látigos hasta la cárcel. Los comuneros más
viejos del pueblo no recordaban haber visto nunca a dos escoleros de doce años tumbados sobre
la paja fría que ponen en la cárcel para la cama de los indios presos.
En un rincón oscuro, acurrucados, Juancha y Teofacha, los mejores escoleros de Ak’ola, los
campeones en wikullo, lloramos hasta que nos venció el sueño.
Don Ciprián fueteó, escupió, hizo llorar y exprimió a los indios, hasta que de puro viejo ya
no pudo ni ver la luz del día. Y cuando murió, lo llevaron en hombros, en una gran caja negra
con medallas de plata. El tayta cura cantó en su tumba, y lloró, porque fue su hermano en la
pillería y en las borracheras. Pero el odio sigue hirviendo con más fuerza en nuestros pechos y
nuestra rabia se ha hecho más grande, más grande…