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Batalla de Bouvines: Clave Medieval

El documento presenta un prólogo escrito por Georges Duby sobre su libro "El Domingo de Bouvines" de 1984. Explica que aceptó escribir sobre la batalla de Bouvines de 1214 a pesar de las reservas de otros historiadores, debido a que le permitía explorar un acontecimiento histórico de una manera más libre. Su objetivo fue realizar un análisis del acontecimiento desde tres perspectivas: como una etnografía de la práctica militar medieval, en relación con conceptos como la paz y la guerra,
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Batalla de Bouvines: Clave Medieval

El documento presenta un prólogo escrito por Georges Duby sobre su libro "El Domingo de Bouvines" de 1984. Explica que aceptó escribir sobre la batalla de Bouvines de 1214 a pesar de las reservas de otros historiadores, debido a que le permitía explorar un acontecimiento histórico de una manera más libre. Su objetivo fue realizar un análisis del acontecimiento desde tres perspectivas: como una etnografía de la práctica militar medieval, en relación con conceptos como la paz y la guerra,
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En

la línea de Guillermo el Mariscal, esta nueva obra —igualmente magistral


— de Georges Duby utiliza un acontecimiento histórico como pretexto para
analizar diversos aspectos trascendentales de la Edad Media, como son la paz,
la guerra, las batallas y las victorias. En esta ocasión el motivo es la batalla de
Bouvines, gracias a la cual se consolidaron definitivamente los fundamentos
de la monarquía francesa: el 27 de julio de 1214 el rey Felipe Augusto derrotó
a una temible coalición compuesta por el emperador Otón, el conde de
Flandes y el conde de Boulogne. El domingo de Bouvines retoma un tema casi
mítico —sobre el cual «se empezó a hablar abundantemente desde la misma
noche de la batalla y no ha dejado de hablarse desde entonces»— como vía
para ilustrar, de manera directa y concreta, los valores, los ideales y las
mentalidades medievales.

Página 2
Georges Duby

El Domingo de Bouvines
24 de julio de 1214

ePub r1.0
Titivillus 13.03.2023

Página 3
Título original: Le dimanche de Bouvines - 27 juillet 1214
Georges Duby, 1984
Traducción: Arturo R. Firpo

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
ÍNDICE

PRÓLOGO

EL ACONTECIMIENTO

PUESTA EN ESCENA
LA JORNADA
LA PAZ
LA GUERRA
LA BATALLA
LA VICTORIA

CRONOLOGÍA

Notas

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PROLOGO

En 1968 se me propuso escribir, para la colección que había fundado


Gerard Walter, Trente journées qui ont fait la France, el libro dedicado a uno
de esos días memorables, el 27 de julio de 1214. Ese domingo, en la llanura
de Bouvines, el rey de Francia, Felipe Augusto, hizo frente, a pesar suyo, a la
temible coalición del emperador Otón, del conde de Flandes, Ferrand, y del
conde de Boulogne, Renaud; gracias a Dios el rey ganó la batalla. El
emperador se había escabullido y los dos condes fueron hechos prisioneros.
Tal y como se ha repetido en numerosas ocasiones, fue una victoria
fundadora: con ella los fundamentos de la monarquía francesa se consolidaron
definitivamente. Una batalla, un acontecimiento puntual y estrepitoso.
Acepté. Mis amigos, los historiadores que como yo se decían discípulos
de Marc Bloch y Luden Febvre, se sorprendieron. La historia que hacían y la
que hasta ese momento yo había hecho, ésa que más tarde se llamaría,
abusivamente, «nueva» (y digo abusivamente porque la mayor parte de los
interrogantes que habíamos planteado, no sin orgullo, ya los habían
formulado nuestros predecesores, antes de que el marco positivista se hiciese
pesado, en el segundo tercio del siglo XIX), marginaba el acontecimiento, se
negaba a narrarlo, dedicándose, por el contrario, a plantear y resolver
problemas; rechazando las agitaciones de la superficie, su propósito era
observar, a medio y largo plazo, la evolución de la economía, de la sociedad,
de la civilización. Tuve que explicar las razones de mi decisión. Seis años
antes, un encargo de Albert Skira me había brindado la oportunidad de
dirigirme a otros que no fueran mis colegas ni mis alumnos, salir del estudio,
tratar cuestiones igualmente arduas y sin ninguna complacencia, pero
utilizando un tono más libre. Me aficioné a esa libertad. Ahora tenía una
nueva ocasión de publicar mis reflexiones, de exponer el resultado de mis
investigaciones sin estar obligado a dar mis referencias en notas eruditas a pie

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de página; podía abandonarme a la satisfacción de escribir a mi antojo, sin
restricciones, ya que la colección a la que se me invitaba era muy abierta. Me
había deleitado con la Pavie de Giono: después de este libro, ¿acaso no podía
permitirme lo que fuera? Esta fue la primera razón de mi decisión: la
seducción del placer.
Haré más hincapié en la-segunda. En ese momento me empezaba a
parecer no solamente posible y útil, sino francamente necesario para llegar
hasta los más oscuros movimientos que lentamente desplazan en el transcurso
de las épocas los cimientos de una cultura, explotar el acontecimiento, sacar
de él el mejor partido posible, dándole un tratamiento especial. Por supuesto
que sigo pensando como Fernand Braudel (entrevista de Le Monde, 14 de
diciembre de 1979) que la simple crónica cotidiana, que no tiene nada de
singular y que se reproduce sin escándalo, «puede ser el indicador de una
realidad perdurable y, a veces, maravillosamente, de una estructura», y que
por eso es necesario considerarla. Pero también pienso, y ya lo pensaba
entonces, que precisamente porque produce escándalo, porque aparece
«abultada por las impresiones de los testigos, por las ilusiones de los
historiadores», porque da mucho que hablar, porque su irrupción suscita un
torrente de discursos, el acontecimiento sensacional adquiere un valor
inestimable. Por todo aquello que, bruscamente, ilumina. Por sus efectos de
resonancia, por todo lo que gracias a su explosión surge a la superficie desde
las, profundidades de lo inexpresado, por las latencias que revela el
historiador. Por el hecho de ser excepcional, el acontecimiento arrastra
consigo y hace surgir, en el fluir dé palabras que libera, huellas que, de otra
manera, hubieran permanecido en tinieblas, sin ser vistas, las huellas de lo
banal, de aquello que casi nunca es tema de conversación de la vida cotidiana
y que jamás se escribe.
Ahora bien, sobre Bouvines se empezó a hablar abundantemente desde la
misma noche de la batalla y no ha dejado de hablarse desde entonces. Los
testimonios en torno al acontecimiento se fueron acumulando. Abundantes,
diversos y hasta ese momento sólo parcialmente postulados. Evidentemente
se había dicho todo sobre las causas y consecuencias de la batalla. Ya desde
hacía cincuenta años, investigadores sagaces, avezados en los métodos de
investigación más refinados, habían desenredado el nudo de intrigas que fue
zanjado el 27 de julio de 1214 y seguido atentamente hasta en sus más lejanos
movimientos las amplias repercusiones políticas del suceso. Este trabajo
precedente me tranquilizaba: podía, sin ningún escrúpulo, remitir al lector a
esos excelentes análisis. El material estaba allí, lo volví a considerar,

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especialmente los relatos que entonces se escribieron sobre el acontecimiento
y, más tarde, a lo largo del tiempo, con el fin de realizar una investigación
orientada de forma distinta y que se desarrolló en tres niveles.
En primer lugar —era la época en que la lectura asidua de los
antropólogos me impulsaba a replantear mis interrogantes, a abordar desde
otros ángulos el estudio de la sociedad feudal— esbocé una especie de
etnografía de la práctica militar a comienzos del siglo XIII: observaba a los
combatientes de Bouvines como a un pueblo exótico, subrayando la
extrañeza, la singularidad de sus gestos, de sus gritos, de sus pasiones, de los
espejismos que los fascinaban. Paralelamente, situar la batalla en relación a la
guerra, a la tregua, a la paz, me pareció la manera de circunscribir más
exactamente el campo de lo que llamamos la política y de percibir mejor
cómo, en esa época, lo sagrado se mezclaba inextricablemente con lo profano.
Por último, intentaba observar cómo un acontecimiento se hace y se deshace,
puesto que, a fin de cuentas, su existencia depende de lo que se dice; ya que,
para hablar con propiedad, el acontecimiento es inventado por aquellos que
divulgan su fama; así pues, esbozaba la historia del recuerdo de Bouvines, de
su deformación progresiva gracias al juego, casi nunca inocente, de la
memoria y del olvido.
Las huellas que perduran de esta vieja historia se mostraron aun más
fecundas de lo que esperaba; porque parecía poder realizarse una magnífica
película sobre la batalla, volví a leer con Serge July —nuevo placer— los
textos de la época. Sorprendido por su frescura, fascinado, descubrí aspectos
que no había percibido hace dieciséis años. Sometí esos documentos a nuevos
interrogantes y me aventuré más lejos, chocando, desgraciadamente, con lo
incomprensible. Fue en parte por esta razón por lo que, intentando saber algo
más acerca de las maneras que tenían los caballeros de derribar a sus
adversarios, de exigir rescate y de derrochar en las fiestas las ventajas de su
valor, he retomado la historia de un hombre, Guillermo[*], mariscal de
Inglaterra, que nunca pudo resignarse a no haber estado presente en Bouvines.

GEORGES DUBY
Noviembre de 1984

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En 1214, el veintisiete de julio caía en domingo. El domingo es el día del
Señor, le pertenece por completo. He conocido campesinos que aún seguían
temblando cuando el mal tiempo les impelía a cosechar en domingo; sentían
que sobre ellos caía la cólera del cielo. Esta, para los parroquianos del
siglo XIII, era mucho más amenazadora. Ese día el cura de la iglesia no sólo
les prohibía el trabajo manual, sino que intentaba convencerles de que
purificaran íntegramente el tiempo dominical, de que lo protegieran de tres
impurezas: la del dinero, la del sexo y la de la sangre derramada. Por eso, en
aquella época, a nadie le gustaba usar dinero el domingo. Por eso los maridos,
el domingo, si eran piadosos, evitaban permanecer demasiado cerca de sus
mujeres, y los guerreros, si eran piadosos, blandir la espada. Sin embargo, el
domingo 27 de julio de 1214, miles de guerreros transgredieron la
prohibición, combatieron con furia cerca del puente de Bouvines, en Flandes.
Dos reyes, el de Alemania y el de Francia, los conducían; elegidos por Dios
para mantener el orden del mundo, uncidos por los obispos, ellos mismos, en
parte, sacerdotes, deberían haber respetado más que ningún otro las
prescripciones de la Iglesia. Pero, a pesar de todo, ese día osaron enfrentarse,
llamar a las armas a sus compañeros, lanzarse al combate. No se trataba de
una simple escaramuza, sino de una verdadera batalla. Además, se trataba de
la primera batalla que libraba un rey de Francia desde hacía más de un siglo.
Finalmente, la victoria que Dios concedió a sus preferidos fue mucho más
esplendorosa que cualquiera que se podía recordar. Un triunfo digno de César
o del emperador Carlos, el de los cantares. Por todas estas razones, los
campos a medio cosechar de Bouvines fueron ese día escenario de un
acontecimiento memorable. Los acontecimientos son la espuma de la historia,
burbujas, grandes o pequeñas, que estallan en la superficie en remolinos que
se propagan a mayor o menor distancia. Este ha dejado huellas muy
duraderas: todavía no se han borrado del todo. Son únicamente estas huellas
las que le permiten existir. Sin ellas, el acontecimiento no es nada; por tanto,
es de ellas de las que pretende tratar este libro.
Existen dos tipos de huellas. Unas, difusas, movedizas, innumerables,
perduran, límpidas o difusas, sólidas o fugaces, en la memoria de los hombres

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de nuestro tiempo. Si el recuerdo de Bouvines no se ha perdido del todo es
porque ha sido meticulosamente conservado. Me viene a la mente una imagen
de mi primer libro de historia. En ella aparecía, debatiéndose en el suelo,
medio aplastado por un caballo caído, una especie de voluminoso escarabajo
con flores de lis pintadas sobre sus élitros, la cabeza encerrada dentro de una
caja de hierro; por todas partes le amenazaban puntas y garfios, se me decía
que se trataba del rey de Francia y que, a pesar de todo, ganaría. Todos los
franceses de mi edad han visto esta imagen cuando tenían ocho o diez años, al
igual que todos los que fueron al colegio en las cuatro primeras décadas del
siglo XX y en el último cuarto del XIX. Antes de esa fecha, la palabra Bouvines
había resonado sin cesar en los cuarteles de la caballería ligera, en los
vivaques del ejército, emblema de escuadrones, santo y seña susurrado por
centinelas, nombre de victoria que se situaba, de generación en generación,
entre Tolbiac y Marignan, a lo largo de una prolongada letanía propiaciatoria,
exaltante, apaciguadora, consoladora. El eco de estas marchas patrióticas aún
no se ha apagado. Este era algo más nítido cuando se programó una colección
en la que figuraba, el único éxito militar junto con Poitiers, el «domingo de
Bouvines». De todos estos vestigios actuales, impalpables, pero que se
integran en la representación de un pasado colectivo, se podría realizar un
inventario para medir, en los diversos niveles de una cultura, el vigor, la
precisión y las resonancias afectivas. Semejante investigación nos conduciría
al apasionante estudio de una consciencia de la historia: pero éste exige
métodos e instrumentos que no me son familiares. Como historiador, son
otras las huellas que me conciernen, las del segundo tipo. Esas que llamamos
documentos.
Estas huellas también están presentes, son actuales. Pero de una
actualidad, de una presencia material y, por ende, tangibles, delimitables,
medibles. Sin embargo, están muertas: son cristalizaciones del recuerdo,
constituyen el fundamento aún sólido, aunque de tanto en tanto se muestre
degradado, mutilado, deteriorado, sobre el que se yerguen los demás
vestigios, aquellos que perduran en el recuerdo. Un repertorio, un recurso, un
depósito; una reserva de documentos limitada y que ya no tiene posibilidades
de acrecentarse. El trabajo de los eruditos ha concluido. Poco a poco, con
paciencia, fueron reconociendo estos vestigios: los recogieron, les quitaron el
polvo, los embalsamaron, los catalogaron, los etiquetaron, les dieron un
orden; para que, transformados en testimonios eternos, fuesen como el
cenotafio del acontecimiento. Todos ellos están gastados, disecados,
agujereados; algunos son de difícil lectura, en otros aún se puede observar la

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marca original, muchos de ellos sólo dejan ver la huella de una primera
huella, hoy desaparecida. Veamos un ejemplo: en 1214 se construyó, en la
muralla de la ciudad de Arras, la puerta de San Nicolás; al menos durante
cuatro siglos, los que franqueaban esta puerta podían descifrar en ella dos
inscripciones. Una, orientada hacia el exterior, simplemente recordaba en
latín la fecha de construcción y el nombre del maestro de obras. La otra estaba
escrita en francés y por eso era accesible a un mayor número de gente. Esta
ofrecía el texto de un poema: cuarenta y dos versos escritos en 1250 evocaban
la memoria de un príncipe Luis, el cual, en la época en que se había
construido la puerta, era señor de Arras y de Artois, y la de su padre, Felipe,
el buen rey. Se especificaba que este último había tenido conflictos con los
hombres de enfrente, los flamencos. Pero como Dios le había glorificado,
logró en menos de un día echar del campo de batalla a Otón, el falso
emperador, y capturar a cinco condes. Ese día más de trescientos caballeros
fueron apresados. Esto había sucedido treinta y seis años antes, entre
Bouvines y Tournai, un domingo de julio, cinco días antes de que comenzara
agosto. Esta proclama pública agregaba —aunque en este caso el recuerdo se
volvía más vago y la cronología confusa— que no lejos de allí otro rey de
Francia ya había vencido a otro emperador también llamado Otón, mucho
antes, a fines del siglo X. Monumento conmemorativo, parte de victoria
semejante a los del Carrousel, la inscripción de Arras estaba a la vista de
todos aquellos que abandonaban la ciudad, camino del norte. En los confines
de las posesiones capetas, frente a Flandes y al Imperio, se erigía como un
trofeo. Pretendía fijar para la posteridad —con el propósito de reavivar en las
sucesivas épocas el sentimiento de una comunidad de intereses y de valor—
el recuerdo, todavía reciente en esos lugares, de una hazaña ya antigua. Pero
aún iba más lejos al incluir deliberadamente el triunfo de Bouvines en una
sucesión de glorias militares, juntando en una misma celebración, saltándose
doscientos cincuenta años, y merced a la homonimia de los dos jefes
enemigos abatidos, dos victorias reales a las que todos, sin excepción, veían
ya como propias de la nación. Grabado en lo más resistente, en lo
imputrescible, como los epitafios, el poema pretendía durar hasta el fin del
mundo: el acontecimiento nunca caería en el olvido. Pero la propia
inscripción era perecedera; hace mucho tiempo que se ha perdido. Aunque la
piedra ha desaparecido, el texto perdura: hubo al menos dos hombres que se
preocuparon por conservarlo. A comienzos del siglo XVII, en la época de
Peiresc y de los primeros anticuarios, en los albores de una historia seria,
erudita y obligada, a partir de entonces, a apoyarse en documentos seguros.

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Así pues, el escrito fue copiado parcialmente por Ferry de Locre, cura de
Saint-Nicholas de Arras, quien reunía los materiales para una crónica de los
belgas, e íntegramente por un abogado y magistrado de Arras, Antoine de
Mol, interesado por el pasado de su ciudad. De este modo, el testimonio
escapó a la destrucción y con él toda la zona de recuerdo, perfectamente
circunscrita, que la inscripción de la puerta había conservado desde hacía más
de tres siglos y medio: el rescate fue decisivo, puesto que las transcripciones
fueron publicadas en dos obras, una impresa en 1611 y la otra en 1616. Se
trata de dos libros inencontrables. Pero la erudición moderna ha hecho más
accesible el documento. En 1856, Vistor Le Clerc editó nuevamente el texto,
esta vez criticándolo según las normas. Hoy en día cualquiera puede leerlo en
el tomo XXIII de la Histoire Littéraire de la France, páginas 433-436. Allí
perdura la huella, entre tantas otras, en numerosas bibliotecas, en algún
estante, al alcance de la mano para el que quiera servirse de ella. Es posible
que aún dure mucho tiempo y, sin duda, mucho más tiempo, que el propio
interés que suscite.
La supervivencia de Bouvines se basa en este tipo de vestigios, múltiples
y complementarios, de origen diverso, de todas las épocas, hasta llegar a ese
obelisco de seis metros de altura erigido en 1863 en las proximidades del
campo de batalla. La lista completa de los documentos ha sido establecida, ya
hace bastante tiempo que la estamos consultando. En las dos últimas décadas
del siglo XIX, fueron especialmente solicitadas por los mejores medievalistas
de Francia, Alemania e Inglaterra, en particular entre 1881 y 1888 y en
1913-1914. La veracidad de estos testimonios fue entonces rigurosamente
probada. Se ha dicho todo lo que podía decirse, y muy bien, acerca de los
avatares del combate y de la red de intrigas que es al mismo tiempo su
culminación y su punto de partida. Lo cual permite no volver a examinar aquí,
con el mismo espíritu, estas fuentes de información, ni continuar la
investigación: nada nuevo saldría de ella. El lector podrá consultar estos
libros, que en su mayoría son antiguos pero instructivos y casi todos de
agradable lectura. Si tiene prisa podrá consultar directamente las páginas
166-202 del tomo III de la gran Histoire de France, dirigida por Lavisse y
publicada en 1901. Para las únicas precisiones que hay que hacer en lo que
respecta a los métodos de combate y a la estimación de los efectivos, podrá
consultarse el estudio de J. F. Verbruggen, De Krijgsjunt in West Europa in
de Middleeuwen (IX tot beguin XIV euw en), publicado en 1954.
Quisiera poder observar de otro modo las huellas del acontecimiento. Para
la historia positivista —esa que acabo de mencionar y que no es nada

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despreciable— la batalla de Bouvines se inscribía expresamente en la
dinámica de una historia del poder. La jornada constituía un nudo, más denso
que otros, en la cadena de decisiones, tentativas, vacilaciones, éxitos y
fracasos, dispuestos en un único vector, el de la evolución de los Estados
europeos. Esta visión asignaba dos objetivos al oficio de historiador. Ante
todo, establecer lo que realmente acaeció en ese sitio el 27 de julio de 1214, y
con este fin, considerar los documentos como lo haría un juez de instrucción,
detectar las mentiras, hacer surgir la verdad, confrontar los testigos, reducir
sus contradicciones y, para reconstituir los eslabones que faltan, compulsar
todas las hipótesis y elegir las más seguras. A continuación situar con
precisión al «hecho verdadero», en su doble posición de causa y
consecuencia, especificar sus pormenores. Por cierto, son dos metas
inaccesibles porque es sabido que aquellos que participan en una batalla, por
muy eminentes que fueran, se comportan como Fabricio: lo único que ven es
el confuso tropel; nunca nadie ha percibido ni percibirá en su verdad total este
torbellino de mil actos entrecruzados que en ese día, entre el mediodía y las
cinco de la tarde, se mezclaron inextricablemente en la llanura de Bouvines.
Y porque, además, las causas y efectos de esta batalla son, en el exacto
sentido del término, innumerables y, en consecuencia, su influencia respectiva
es incomprensible. El esfuerzo por alcanzar estas dos metas imponía la
abstracción, es decir, tratar el acontecimiento de 1214 como si fuese uno
actual. Dominada por una obstinada voluntad de exactitud puntual, esta
historia que se pretendía científica no se preocupaba demasiado por evitar el
sinsentido y el anacronismo. Interesada exclusivamente en la acción política,
en sus motivaciones y consecuencias, inconscientemente prefería ver a Felipe
Augusto tal como, más o menos, Corneille veía a Pompeyo, es decir, como un
deseo, una voluntad, enfrentada a otras voluntades y deseos, en medio de una
«naturaleza humana» inmutable. No prestaba ninguna atención a las sutiles
mutaciones que insensiblemente habían modificado, en el transcurso de veinte
generaciones, el comportamiento de los hombres y el significado de sus actos.
Esas modificaciones que nos impiden confundir, por ejemplo, al coracero de
Reichshoffen con el caballero de Bouvines.
Por esta razón me he permitido observar esta batalla y la memoria que ha
dejado como antropólogo, tratando de percibirlas dentro de un contexto
cultural diferente al que en la actualidad ordena nuestra relación con el
mundo. Este proyecto exige que transitemos por tres caminos concurrentes.
En la medida en que es imposible interpretar con certeza los rasgos del
acontecimiento mientras no se los reintegre previamente en el sistema cultural

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que en su momento recibió su influencia, ante todo necesito referirme a lo que
nos permiten saber otras fuentes de esta cultura, para poder así estar en
condiciones de criticar los testimonios que de esa época conservamos. Pero
puesto que el acontecimiento es en sí mismo extraordinario, estas huellas, que
han perdurado y que son excepcionalmente profundas, también nos revelan
aquello que habitualmente apenas si se menciona: éstas reúnen, en un punto
preciso del tiempo y del espacio, un haz de informaciones sobre las maneras
de pensar y actuar, y más precisamente, puesto que se trata de un combate,
sobre la función militar y los que la asumían en la sociedad de la época.
Bouvines es un campo de observación muy favorable para quien pretenda
esbozar una sociología de la guerra a comienzos del siglo XIII, en el noroeste
de Europa. Por último, estas huellas nos ofrecen otro tipo de información
sobre el medio cultural en cuyo seno nace y sobrevive el acontecimiento; nos
permiten observar cómo la percepción del hecho vivido se propaga en ondas
sucesivas que, poco a poco, en su expansión espacial y temporal, pierden
amplitud y se deforman. También intentaré observar —pero en este caso se
tratará sólo de un esbozo o más bien de una propuesta de investigación— la
influencia que ejercen lo imaginario y el olvido sobre una información, la
insidiosa penetración de lo maravilloso, de lo legendario y, en el suceder de
conmemoraciones, el destino de un recuerdo inmerso en el seno de un
conjunto de representaciones mentales que no cesa de modificarse.

Pienso que, según esta perspectiva, es mejor, en un principio, presentar


crudamente al lector la huella más inmediata del acontecimiento, la más nítida
y definida. Es ésta la que encontramos en la crónica en prosa de Guillermo el
Bretón.
Este texto pertenece a la corte del rey de Francia y nos ofrece el relato
oficial del combate, inscribiéndose de este modo en una tradición
historiográfica que ya cuenta con casi un siglo de existencia. Esta tiene su
origen en la abadía de Saint-Denis; en la cripta de este monasterio, en los
subsuelos de un santuario que, según decían, había sido edificado por el
propio Cristo, cerca dé la sepultura de un santo protector al que muchos
todavía consideraban, a pesar de las críticas de los doctores, el discípulo de
San Pablo, se alineaban los sarcófagos de Ragoberto, Pipino el Breve y el
emperador, de Carlos el Calvo, Hugo Capeto y de casi todos los reyes de
Francia. Esta necrópolis ofrecía la imagen patente de la continuidad
monárquica, en la sucesión de las tres dinastías: merovingia, carolingia y

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capeta. El poder real encontraba su fundamento en estas tumbas y no tanto en
Reims, ciudad del bautizo y la unción. En la abadía era donde se depositaban
los emblemas del poder tras las ceremonias de la consagración, donde el rey
iba a recoger el estandarte del santo patrono, la oriflama, cuando tenía que
conducir los ejércitos en defensa del reino. Cuando Suger, amigo de la
infancia del abuelo de Felipe Augusto, el rey Luis VI, fue investido en Saint-
Denis a comienzos del siglo XII con la dignidad de abad, su primera
preocupación fue la de expresar solemnemente lo que a su juicio era la
función primordial de su monasterio. Para afirmarla estrepitosamente ante el
mundo, se abocó a la tarea de reconstruir suntuosamente la iglesia. En una
síntesis magistral de la que brotó el arte gótico, este arte real, este «arte de
Francia» como se decía en la época, quiso reunir la estética imperial de la
región del Mosa con la de Neustria y con las innovaciones formales que
acababan de ver la luz en el sur de la Galia; de este modo la nueva basílica
expresaba la unión de todo el reino bajo la autoridad de un soberano
proclamado heredero directo de Carlomagno. Por la misma época, cuando los
Capetos decidieron establecer en París, en vez de en Orleans, su residencia
principal, Suger trasladó de Saint-Benoit-sur-Loire a Saint-Denis-en France la
misión de celebrar la gloria de los monarcas mediante la escritura. Redactó
personalmente la biografía de Luis VI; se trataba de un vita que no difería
demasiado de las que se componían en alabanza de santos y reyes, esos
personajes sagrados, elegidos de Dios, poseedores de una virtud sobrenatural
y del poder mágico de curar a los enfermos. Los monjes de Saint-Denis que
vinieron después de él se vieron en la obligación de relatar, para la posteridad
y la edificación de sus descendientes, cómo el hombre cuya corona
conservaban y cuyos restos mortales había recibido para acompañarlos de una
perpetua y redentora plegaria, en su época había asumido plenamente el
magisterio real.
A comienzos del reinado de Felipe Augusto se intensificó esta producción
de escrituras porque la autoridad del rey de Francia se afianzaba cada vez más
y porque todos los príncipes de Occidente comprendían cada vez mejor, en un
momento de rápida expansión de la cultura escrita, que el panegírico era
fuente de prestigio y podía servir de arma eficaz en la rivalidad cada vez más
aguda que enfrentaba a los estados consolidados. Entre 1185 y 1204 se
compiló en Saint-Denis una Histoire des rois des Francs. Podemos pensar
que en ella trabajó un escritor sobrio, riguroso, llamado Rigord. Antes de
ingresar en el monasterio —y quizás ésta haya sido la razón del ingreso—,
Rigord, originario del Mediodía, sin duda había comenzado a escribir el relato

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de los hechos del soberano reinante. Continuó en la abadía hasta 1206. De las
Gestes de Philippe Auguste presentó una primera versión en 1186, y una
segunda cuatro años más tarde. En esa fecha el bretón Guillermo vivía en
estrecha intimidad con el rey, le servía fielmente, partió hacia Roma para
concluir delicadas negociaciones en torno al divorcio de Felipe y sus nuevas
nupcias, y ganó la total confianza de su señor, el cual le confió la educación
de su bastardo, Pedro Charlot. Ascendió en la jerarquía rápidamente.
Guillermo es uno de los muchos advenedizos de la cultura que
proliferaban en la época. Para estos hombres de baja extracción, que deseaban
ascender en la escala social, el camino más apropiado era ingresar en una
escuela y aprender a hablar y escribir bien. A los príncipes les urgía contar
con gente que supiera de estos temas y los recompensaban generosamente. En
realidad las únicas escuelas existentes preparaban para el oficio eclesiástico.
Se habían cerrado las escuelas monásticas y las de catedrales y capítulos
permanecían abiertas sólo para los clérigos. Era de rigor, pues, ingresar en la
Iglesia para poder luego alejarse un tanto de ella y volverse más tarde tenedor
de libros, consejero, médico o animador, como ocurrió con todos aquellos
tránsfugas de los estudios seducidos por las grandes ganancias, a los que los
prelados trataban, en vano, de retener en el exclusivo servicio a Dios. A los
doce años Guillermo había abandonado Bretaña, en la que se aprendía poco y
mal, por el país «francés», donde se daban más enseñanzas. Estudió primero
en Mantes y luego en las mejores escuelas, las de París. Parece que regresó en
busca de fortuna a su país natal, sin éxito alguno. Al fin la suerte le sonrió
entre los treinta y los cuarenta años: logró ingresar en la capilla real, en la que
prosperaban varios condiscípulos suyos. Esta servidumbre de la oración y de
todas las tareas que exigían instrucción, podía alcanzar los puestos más
fructíferos. Para quien se mostrase dócil e ingenioso, el porvenir estaba
asegurado: el capeto controlaba al alto clero y poseía el poder de instalar
ventajosamente a sus protegidos. Todos estaban en condiciones de esperar
una agradable prebenda cuando llegasen a los sesenta; podían incluso
alcanzar la dignidad de obispos, si maniobraban correctamente; esto es lo que
hizo Guillermo. Después de 1200 y de su misión romana, se vuelve
indispensable; el rey le quiere a su lado, en todas partes. Participa del sitio de
Château-Gaillard, como capellán su función esencial es cantar en coro junto a
los demás la continua plegaria que debe circundar la persona del rey e
inscribir cada uno de sus gestos en las modulaciones de un salmo apropiado.
En Bouvines, en plena barahúnda, sigue cantando detrás de Felipe. Y aquí es
donde se revela: es el primero que hace de los hechos del día un

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acontecimiento. En efecto, en el círculo real la victoria adquirió
inmediatamente una importancia tal que, para satisfacer a su señor, Guillermo
redactó sobre la marcha una reseña desmesurada, preocupándose por
entroncar su relato con la tradición de la crónica de Rigord, que otro monje
había continuado sucintamente hasta 1210. Pudo consultar el texto en Saint-
Denis; lo abrevió y llenó el intervalo con el relato de algunos hechos notables
que recordaba y que servían para glorificar a su señor. Compuso la historia
completa de su reinado y así produjo una transferencia que merece una
atención especial: la empresa historiográfica pasa de manos monásticas a las
de un clérigo, y de una abadía a la propia casa real. Mutación significativa de
la consistencia de un poder que intenta distanciarse un tanto de las
celebraciones litúrgicas, como puede observarse por el lugar que ocupan las
armas en el relato. El monje Helgaud, autor de una biografía del rey Roberto
el Piadoso, sólo se había interesado por las plegarias, caridades,
peregrinaciones y milagros, dejando a otros la tarea de contar las guerras. Por
el contrario, para Guillermo el Bretón son casi el único tema. Y lo que
pretende celebrar, ante todo, es Bouvines. Dedica a esta única jornada mucho
más espacio que a los cinco años precedentes. Todo lo demás, a su juicio, no
son más que preliminares de lo que percibe como una culminación. Sin
embargo, decide concluir la primera versión de su obra en 1214, es decir, en
el momento en que el acontecimiento produce su impacto.
Conservamos de él un relato que, por supuesto, ha sido programado y que
permanentemente pone de relieve lo que sirve para realzar la gloria de los
Capetos. Relato honesto, por otra parte, en la medida en que puede serlo un
servidor que piensa en su vejez, circunspecto, preciso y claro, que no se deja
seducir por la retórica ni por el deseo de hacer gala de cultura clásica. En una
palabra, se trata de un testimonio insuperable. El texto está escrito en latín,
lengua de eruditos y de sacerdotes —la residencia del rey, del uncido del
Señor, tan sagrado como los obispos, es, ante todo, una capilla. Fue esta
versión eclesiástica la que los religiosos de Saint-Denis recogieron para
incluir en la gran compilación que estaban realizando de los sucesivos
reinados. Pero en 1274, el abad del monasterio decidió hacerla traducir al
romance, junto con toda la obra historiográfica en la que se incluía el relato de
Guillermo. Signo de otra mutación cultural fue esta nueva voluntad de ofrecer
a un público más numeroso, a los curiosos que no habían pasado por la
escuela, esta historia oficial de la realeza. Es el texto de esta traducción el que
he elegido para este libro; escrito en una prosa admirable, rica y dinámica. Sin

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alterar la fuerza del texto, lo he adaptado ligeramente para que se comprenda
mejor.
Pero para que todos puedan estar en condiciones de comprender el
espectáculo, necesito ante todo presentar a los actores, disponer el decorado,
resumir sucintamente en un prólogo la intriga que el relato no menciona y que
culmina en la jornada de Bouvines.

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EL ACONTECIMIENTO

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PUESTA EN ESCENA

Al igual que en el teatro antiguo, todos los papeles son representados por
hombres. En efecto, puesto que se trata de un espectáculo militar, todos los
personajes son masculinos. Verdaderamente, podríamos esperar encontrarnos,
aunque no sea más que como vago telón de fondo, aquellas bandas de mujeres
de condición diversa que, como es sabido, marchaban en esa época tanto
detrás de los ejércitos de cruzados como de los otros. Pero en nuestro caso
están ausentes. Para Guillermo y para todos aquellos que le escuchan,
Bouvines es, de hecho, un asunto serio, una batalla, una solemnidad, una
ceremonia en cierto sentido sagrada. Su imagen, como la de las más elevadas
liturgias, sólo puede ser viril. Guillermo y los demás escritores que fijan por
primera vez el recuerdo del acontecimiento pertenecen a la Iglesia. Para ellos
la mujer no es más que un adorno de las futilidades mundanas, una pieza
secundaria en un juego, en el entretenimiento de los jóvenes; o puede ser un
señuelo peligroso, una trampa tendida por el demonio, el instrumento de una
tentación, la ocasión de una caída. En consecuencia, no hay ninguna figura
femenina en el bando del bien, el de la victoria, el del rey de Francia. Las
pocas que se perciben pertenecen al otro. El Bretón, en su crónica en prosa,
hace aparecer una sola mujer: la condesa madre de Flandes es como la
matrona del campo enemigo, la anciana del mal linaje. Por su mediación se ha
transmitido la dignidad que honra al principal enemigo de Felipe, el buen rey.
Se la pinta como algo bruja y también como adivina que comercia con los
espíritus y manipula sortilegios por haber nacido en las Españas. Como todas
esas mujeres que proceden de regiones que han sido corrompidas, infectadas,
perturbadas y endiabladas por la presencia de moros y judíos, agrega, a la
perversidad natural de su sexo, la práctica de los encantamientos. Engaña para
terminar siendo ella misma engañada. En la Philippide —que no es otra cosa
que la ampliación rimada de su crónica—, Guillermo vuelve a mencionar en
dos ocasiones a mujeres, aunque siempre de manera furtiva. Una de esas
alusiones está teñida de cortesía —¿qué significa este dato?, ¿se trata de un
elogio, de una complacencia ante las modas aristocráticas que se insinúan

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lentamente en el austero marco de la corte capeta?, ¿o de una manera de
sugerir, al pasar, la liviandad de costumbres del bando enemigo? Poco antes
del combate, el caballero flamenco Juan Buridan proclama, con el fin de
reanimar los corazones de sus camaradas: «Que cada cual piense en su
amiga». En cuanto a la segunda referencia, su intención es evidentemente
peyorativa. Si Guillermo el Bretón da algún detalle sobre la dama que el
traidor de la historia, el conde de Boulogne, lleva en su comitiva, que no es su
esposa sino su concubina y que encima es hermana del más odiado de los
jefes guerreros, el aventurero Hugo de Boves, es precisamente para subrayar
la maldad de los que combaten al rey de Francia. Estos hombres se hunden en
el desenfreno y los placeres.
Por el contrario, los caballos están muy presentes. Ninguno de ellos es
designado por su nombre, pero sí se alaban sus hazañas, se los compadece;
uno de ellos, el caballo de guerra del emperador Otón, tiene un papel
relevante. Su muerte despierta más ecos —aparentemente suscita un duelo
más sentido— que el sufrimiento que padecen la mayoría de los hombres en
el combate. Aparecen también otros personajes que, aunque invisibles, tras las
apariencias se perciben atareadísimos. Los santos están ausentes de la crónica,
pero todo el mundo sabe que están entre los combatientes, que han venido a
socorrer a sus protegidos, en primer lugar, San Dionisio, protector oficial del
reino, también Lambert, patrono de Lieja: éste es el adversario de los
adversarios del Capeto. Si Guillermo hace revolotear a Palas por encima de la
refriega es para mostrar que ha leído a los clásicos: la diosa es un decorado de
ópera. Pero Dios, por supuesto, está presente; al igual que el «Enemigo», el
Diablo.
Los guerreros son, sin embargo, los que ocupan todo el escenario. En el
momento culminante de la acción, todos estarán en armas. Esta multitud
aparece nítidamente separada en dos sectores: los que combaten a pie y los
que lo hacen a caballo; dos partes desiguales. Los primeros son, con mucho,
los más numerosos. Pero la atención está puesta en los segundos. En realidad,
esta separación entre peones y jinetes, que es la más evidente y determinante
en el combate, no concuerda exactamente con la división que, en la mente de
los contemporáneos, distinguía del común, del pueblo, de los «pobres», de los
«villanos», a los caballeros, jinetes por excelencia. División fundamental en
función de la cual se ordena en aquella época, y en Francia por lo menos
desde dos siglos atrás, cualquier visión de la sociedad y que responde a la
teoría de los tres órdenes formulada por primera vez poco después del año
mil, en los círculos cultivados de la alta Iglesia, en concreto por los obispos,

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fervientes defensores del quebrantado prestigio de la magistratura real. Desde
entonces nadie dudaba de que la voluntad divina había separado a los
hombres en tres categorías estrictamente separadas, cada una de ellas a cargo
de una función determinada cuyo pacífico acuerdo, logrado gracias al
intercambio de servicios mutuos, constituye el fundamento del orden social.
Uno de esos grupos, el más numeroso, está condenado a trabajar, a mantener
por medio de sus labores a los hombres de los otros dos «órdenes» en un ocio
y comodidad tales que les permita cumplir a ambos, plenamente, su misión
específica. Entre los privilegiados están, por un lado, los que oran, cuyo rol
esencial es atraer hada el pueblo los favores del cielo, y, por otro, los que se
dedican a la guerra, los caballeros. Predestinados, dotados de una virtud
particular que han heredado, por la sangre, de sus antepasados; hada los
veinte años han sido armados con armas bendecidas por los sacerdotes que
sólo debían usar en causas justas, la defensa de los clérigos y monjes, del
«pueblo inerme», y la propagación de la fe cristiana. Según esta ideología
dominante, según esta visión sagrada del cuerpo social, sólo los caballeros
habrían tenido derecho al equipamiento completo del guerrero, cuya pieza
simbólica seguía siendo la espada, la larga espada de la tradición franca, pero
cuyo elemento fundamental, aquel cuya eficacia decisiva confirman los
progresos del arte militar en el siglo XII, es el caballo de combate. En el
campo de Bouvines, si bien es cierto que la infantería está compuesta por
hombres de baja extracción y que todos los caballeros, en tanto su caballo no
haya sido destripado y puesto fuera de circulación, están efectivamente
montados, podemos encontrar jinetes que no pertenecen al orden caballeresco
y que, sin embargo, reciben, cuando pertenecen al buen bando, el apelativo de
«valiente». Se trata de los «sargentos», auxiliares originarios del pueblo, a los
que los príncipes, para asegurarse un mejor servido, han iniciado en la
equitación. Nadie los confunde con los guerreros nobles, aunque sus atavíos
sean más o menos semejantes. Para el combate han abandonado la armadura
liviana que les permite cabalgar cómodamente sin fatigarse, la que llevan los
exploradores. Para protegerse de los golpes han cubierto sus cuerpos con un
caparazón metálico.
Los vestigios del equipo militar de la época que nos han quedado son muy
escasos. Hacía ya tiempo que había dejado de enterrarse a los muertos con sus
arneses en las tumbas —sitio privilegiado de los descubrimientos
arqueológicos— y ya no se conservaba, arrumbadas en las mansiones
señoriales, las armas envejecidas. Con éstas se forjaban inmediatamente
nuevas, ya que el hierro seguía escaseando. La única información que

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poseemos sobre los instrumentos de combate procede, pues, de las imágenes.
Pero estos testimonios no son muy seguros. Resulta difícil asignar una fecha
precisa a la mayoría de las obras pintadas o esculpidas. Y nunca se puede
afirmar si el artista ha intentado reproducir fielmente lo que veía o si ha
copiado modelos antiguos. No obstante, gracias a lo que dejan ver los
blasones, estampas, algunos bajorrelieves y la orfebrería de los relicarios, es
posible esbozar la silueta de los caballeros de Bouvines. La primera impresión
es la de una extrema disparidad. Cada hombre estaba armado de muy
diferente manera y esta diversidad responde, ante todo, a las muy marcadas
diferencias entre los niveles de fortuna; en efecto, cada cual se equipa según
los medios a su alcance y lo más fuertemente que puede. No olvidemos que
para todos esos hombres, salvo aquellos que pertenecen a la Iglesia como
Guillermo el Bretón y el clérigo que le hace compañía cuando va siguiendo al
rey de Francia, la guerra es la vida misma. Esta es, a la vez que misión
primordial, placer supremo y ocasión principal de ganancias. Los primeros
gastos, la inversión que aparece como más necesaria y beneficiosa, están
destinados a la pompa militar. La mejor manera de utilizar los recursos
disponibles es procurándose los instrumentos necesarios para dominar mejor
al adversario y, sobre todo, protegerse mejor del peligro. Es en ese lugar del
mundo donde se acelera, a principios del siglo XIII, la circulación monetaria,
momento en el que, gracias al juego de las instituciones señoriales y a los
intercambios, el dinero llega cada vez más abundante a manos de los hombres
que se dedican a la guerra, nobles y pobladores de los burgos mercantiles de
los que proceden la mayor parte de los sargentos. Esto acrecienta sin cesar los
gastos de guerra y hace que, durante más de un siglo, semejante afluencia de
recursos monetarios permita desarrollar la cría de buenos caballos y estimular
el crecimiento de la metalurgia del hierro. La armería es, en esa época, como
siempre sucede en la historia humana, uno de los puntales del progreso
técnico. De hecho, el relato de la batalla de Bouvines menciona algunas
innovaciones recientes.
Algunas de estas novedades favorecen el ataque. Al antiguo equipo
ofensivo del jinete, a la lanza y espada largas, útiles sobre todo para
desconcertar al enemigo y aturdirlo bajo el estrépito de las cargas alternadas,
ahora se suman algunos instrumentos ganchudos y puntiagudos más
agresivos. Pero también más pérfidos y por eso tenidos por viles y maléficos.
Guillermo el Bretón los menciona de pasada, como hace con las mujeres.
Todos ellos pertenecen al bando del mal y del diablo. Aparecen en el campo
del enemigo, y casi siempre en manos del guerrero vulgar, del peón, o del

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guerrero condenado, el mercenario. En efecto, las nuevas armas son
peligrosas y eficaces en exceso, no honran a quien las lleva y desvirtúan las
reglas del juego. Los garfios destruyen el orden social al permitir que los
guerreros de baja extracción derriben de sus monturas a los hombres de rango
elevado, mientras los arponean con las puntas de sus corazas. Constituyen la
imagen más acabada y desesperante de la subversión. Y con los cuchillos bien
afilados pueden infiltrarse por los intersticios de la armadura, alcanzar la
frágil carne, atravesarla, en una palabra, matar, cosa que normalmente no se
hace entre caballeros. A pesar de todo, el perfeccionamiento de los
instrumentos de agresión suscitó inmediatos alardes, aunque fue menos
contundente que el de los accesorios defensivos. En efecto, los príncipes que
dirigen las batallas quieren vencer con el menor costo posible. Como todo el
mundo, tienen, ante todo, miedo de morir: su interés primordial es protegerse.
Por tanto, en la época de Bouvines las innovaciones fundamentales llevaron a
reforzar la armadura. Hasta hacía poco tiempo ésta cubría el cráneo, el torso y
los muslos, dejando vulnerables los brazos, las piernas, el bajo vientre, el
rostro y el cuello. Para corregir las deficiencias de la defensa aparecieron
nuevos implementos. A la antigua cota, a la larga camisa hendida entretejida
con eslabones de hierro, ahora se le agregan mangas y calzas metálicas que
cubren los brazos por debajo de la muñeca y las piernas hasta los tobillos,
prolongándose hacia la garganta en la así llamada ventalla, casco protector de
la nuca y el mentón; poco a poco éste tiende a desaparecer bajo el yelmo y a
adoptar la forma de un cilindro completo atravesado sólo por algunos
agujeros que permiten ver y respirar. Así disminuyeron los intersticios por los
que podía penetrar la muerte. Para matar había que apuntar con precisión en
las anteojeras, hendir en el hueco de la ingle, en las juntas que separan las
calzas de la cota de malla, desmenuzar meticulosamente la apretada trabazón;
en realidad se trataba de un trabajo de artista. Gracias a esto la armadura
moderna se vuelve más segura, permite audacias mayores e impulsa a
perseguir la gloria con mayor empeño y no tantos temblores. Un cambio de
moral e insensibles desplazamientos en la jerarquía de las virtudes se originan
en este progreso técnico. En el seno de la caballería se hace posible el lento
desarrollo del valor, esa novedad del siglo XII. Pero había que estar en
condiciones de adquirir estos buenos y cómodos pertrechos y éstas armas que
fabricaban héroes.
El arnés, a medida que se perfecciona, se encarece. Esta es precisamente
la época en la que la mayoría de los caballeros, aunque sigan aumentando sus
ingresos en metálico, tiene dificultades para procurar a su hijo el mejor equipo

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de guerrero cuando culmina su aprendizaje. La reserva monetaria es poco
abundante, las armas guardadas en la casa están pasadas de moda; se podría
seguir utilizándolas, pero entonces el juego se volvería peligroso y la
búsqueda de proezas demasiado osada. ¿Hay que renunciar a la gloria? Si nos
fijamos en el señor del feudo, para quien armar en el momento prescrito a los
hijos de sus vasallos es uno de sus deberes principales y la mejor garantía de
su prestigio, le vemos también controlando sus gastos; debe equipar a sus
propios hijos y desde hace tiempo presta oídos sordos. En el reino de Francia
ya son numerosos los hijos de buena familia que tienen que aguantarse y
envejecen esperando indefinidamente la ocasión de ser armados caballeros.
Deben seguir aguardando en las puertas de la caballería. Su armamento, su
condición, el título otorgado —«escudero», «doncel»—, que enarbolan para
que no se los confunda con la gente del pueblo que habitualmente no llevaba
armas y afirmar su aptitud originaria a volverse un día, por un vuelco de la
fortuna, caballeros —siguen siendo los mismos, hasta hace poco considerados
transitorios, de los adolescentes que iban detrás de los guerreros adultos
llevando sus pertrechos, aprendiendo de ellos el oficio, pasando las pruebas
bajo su vigilancia. Ante todo es el elevado precio de las nuevas armas el que,
en el campo de Bouvines, vuelve más abigarrada la masa de los guerreros. Y
no hablemos de los peones que pertenecen a la clase de los pobres, criados en
su mayoría en las comunas por mandato del príncipe, desgraciados de mal
talante, hijos perdidos, dispuestos siempre a ocultarse los primeros; son
elegidos por los vecinos y van mal equipados; protegen sus cuerpos sólo con
polainas, una casaca de cuero y, excepcionalmente, un sombrero de hierro.
Son ellos los que morirán. En cuanto a los jinetes, sean o no nobles, muchos
siguen llevando el viejo yelmo puntiagudo de amplio nasal de la tapicería de
Bayeux y se resguardan como pueden detrás de sus escudos para proteger de
golpes bajos sus miembros y su vientre. Unicamente los ricos van bien
protegidos. Cuanto más poderosos son, cuanto más rico es su señorío, tanto
más pesados son, menos cómodos están y menos visibles se hacen sus rostros.
Los príncipes, que llegan incluso a acorazar a sus caballos, completamente
cubiertos, se vuelven irreconocibles. De ahí la importancia que adquieren los
signos de reunión, el grito, el pendón enhiesto cerca de cada capitán, las
figuras heráldicas cogidas sobre las almillas, esa especie de sobrepelliz de tela
liviana que flota sobre las armaduras pero que pronto se desgarra en jirones
confundiendo a los que las llevan. Los equívocos son frecuentes. Si un
guerrero pide prestado a otro, en el momento culminante del combate, uno de
estos adornos, cambia de algún modo su identidad; los adversarios no saben

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cuánto temerle y al acercarse descubren sorprendidos que ese hombre era más
valiente, más cobarde o más odiado. Cada cual se ve forzado a gritar su
nombre por los agujeros del yelmo. Todos los combates son un torbellino de
emblemas, un estruendo de voces e invectivas y en la polvareda que se
levanta de los trigales pisoteados, un remolino de signos entremezclados.
Encerrados en sus sonoros caparazones y rodeados de banderas
desflecadas, a primera vista los personajes dan la impresión de aglomerarse
en un tropel confuso, difícilmente discernible. ¿Cuántos son? El relato de
Guillermo ofrece algunos datos numéricos, todos ellos parciales. Escrutando
las demás fuentes los eruditos han pretendido evaluar los efectivos. Estas
estimaciones diversas siguen siendo inciertas. He aquí las establecidas
recientemente por J. F. Verbrungen, que parecen ser las más seguras: Felipe
Augusto habría reunido para el combate un mínimo de mil trescientos
caballeros, un número igual quizá de sargentos montados, y entre cuatro y
seis mil peones; en el otro bando, el número de caballeros sería apenas
superior y, sin lugar a dudas, mayor el número de peones. En total, en el
campo de batalla, se habrían reunido unos cuatro mil jinetes y casi el triple de
peones. En medio de esta multitud, los testimonios más precisos, en particular
los libros de cuentas, las listas de prisioneros que se redactaban muy
meticulosamente, ya que estaba en juego el dinero y las listas de los garantes
de los rescates, permiten reconocer por el nombre a unas trescientas personas.
Salvo en cuatro casos, todos los demás son nombres de caballeros. Como ya
he dicho, la caballería ocupa el primer plano mientras que todos los demás
son figurantes secundarios. No obstante, el cuerpo de la caballería permanece
casi siempre en penumbra. Los trescientos patronímicos que conservamos
apenas si nos sirven para situar a los personajes en un linaje, en un señorío, en
una tierra, en una provincia, pero nada nos dicen sobre el hombre en cuestión.
En realidad, en medio de esa oscuridad se vislumbra tan sólo un puñado de
hombres. Allí están, divididos en dos campos, como en una partida de ajedrez
—juego de los príncipes de la época que era tolerado por ser juego de
inteligencia y no de azar y porque no pretende tentar a Dios. Los blancos y los
negros, que podemos traducir según la óptica del relato, dentro del
simbolismo maniqueo que gobierna las representaciones mentales de la
época, por los guerreros del bien y los del mal.

Felipe está a punto de cumplir cincuenta años; para la época, ha entrado


en la vejez. Treinta y cinco años antes le habían aclamado los grandes del

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reino en la catedral de Reims, y los prelados habían vertido sobre su cuerpo el
óleo de la santa ampolla consagrándole en el más estricto sentido del término
e impregnándole, tal como lo están los obispos, del poder divino y de las
virtudes que éste confiere. En ese momento el rey Luis VII, su padre, aún
seguía con vida. Pero, derrengado como estaba, no se sentía ya en condiciones
de actuar. Sobrevivió algunos meses a la elección y consagración de su
primogénito. Pero éste, desde aquel día, tenía entonces catorce años, se
transformó plenamente en rey. Desde ese momento recayó sobre este joven
despeinado el peso de conducir hacia la salvación al pueblo franco y de
mantenerlo, por medio del cetro y la espada, en paz y en justicia. Desde hace
treinta y cinco años, Felipe, cuando llega la primavera, monta a caballo y
conduce a los suyos al combate, es decir, hacia una serie de escaramuzas que
debían concluir en la época de las cosechas y vendimias, en una asamblea de
arbitraje, en largos discursos gracias a los cuales las discordias, siempre
candentes en el mundo de los príncipes, serían por un instante calmadas en
beneficio del pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia y los pobres. En 1190 se
aventuró mucho más lejos, hasta Tierra Santa, tal como lo había hecho su
padre, con la intención de liberar el Santo Sepulcro recientemente
reconquistado por los infieles. Jerusalén se le resistió, pero cumplió fielmente
su voto durante el sitio de San Juan de Acre, dejando allí su salud. En el otoño
siguiente, abandonó el ejército de cruzados y regresó atravesando Italia por
Roma, Siena, Milán; cruzó los Alpes antes de las grandes nevadas, tuerto,
más colérico que nunca, más ansioso que en el momento de la partida. Tenía
entonces veinticinco años. Lentamente, logró dominar su neurosis. En la
época de Bouvines, los que le admiran y halagan lo describen como «hombre
apuesto, de estatura proporcionada, rostro sonriente, calvo, de tez rubicunda,
amante de la bebida y del buen comer». De este vividor dicen que es
«precavido, obstinado, de juicio fácil y rápido»; servidores de una ideología
de la realeza, ven en el soberano al verdadero amigo del pueblo, lo muestran
«consultando con agrado a los pequeños», es decir, desconfiando de los
grandes y buscando apoyos más sólidos fuera de la alta aristocracia. Se casó
tres veces. Una pasión enfermiza le aleja de su segunda esposa, Ingebourge de
Dinamarca, la misma noche de bodas. Escoge inmediatamente otra esposa
haciendo caso omiso de la Iglesia. Los obispos de Francia se prestaron
dócilmente a esta unión adúltera, pero el Papa la condenó aplicando al rey las
peores sanciones, el cual no cedió. En 1214, hacía trece años que había
muerto aquella que en Roma llamaban su concubina. Desde hace tan sólo
unos meses, Ingebourge ha abandonado el monasterio en el que su marido la

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tenía encerrada. Vive ahora como una reina, en la corte. En el salterio que usa
para sus plegarias anotará —sólo otras dos fechas aparecen inscritas en los
márgenes para recordar una oración especial, funeraria o de acción de gracias;
es una huella más que pone en evidencia la repercusión del acontecimiento—
que el 27 de julio «venció Felipe, rey de Francia, en batalla, al rey Otón y al
conde de Flandes y al conde de Boulogne y a otros varios barones».
Desde Hugo Capeto, todos los reyes de Francia habían podido asociar a su
poder, mientras reinaban, a un hijo que luego les sucedió sin dificultad.
Felipe, el sexto varón de esta descendencia, tiene una buena reserva de hijos.
Aparte del bastardo que tuvo con una joven de la nobleza de Arras y que
llegará a ser obispo de Noyon, tiene dos hijos y una hija. Los dos mayores,
nacidos de un matrimonio adúltero, fueron legitimados por decisión
pontificia. Felipe ha evitado hacer de Luis, su primogénito, un rey, aunque
ahora comienza a sentir el cansancio de las continuas cabalgatas. Pero lo
utiliza, ya que el príncipe Lais, señor de Artois por herencia materna, se ha
mostrado siempre fiel servidor y, cada vez con mayor frecuencia, le
reemplaza en la conducción de los ejércitos cuando hay que batallar lejos de
París. La previa asociación del primogénito a la dignidad real ha dejado de ser
una necesidad. Ya hace tiempo que los hijos de Francia no se rebelan contra
su padre. El linaje Capeto es el que está más sólidamente anudado y en el que
está más afincada la idea de que la corona se transmite regularmente de
padres a hijos siguiendo el orden de la primogenitura. Compuesta hacia 1137,
la canción de gesta Le Couronnement de Louis [La coronación de Luis]
afirmaba ya que la herencia no podía ser cuestionada, aunque el hijo del rey
fuese un imbécil y que la unción no era más que una prueba suplementaria de
la elección divina. Felipe conoce una nueva dicha: un segundo nieto (el otro,
Felipe, morirá en 1218) acaba de nacerle en Poissy, el futuro san Luis. El
porvenir de la dinastía está asegurado.
El rey ha recibido el apodo de Augusto. Se lo ha dado Rigord con el fin de
celebrar a aquel que ha acrecentado el dominio real, triplicando súbitamente
su extensión. Pero este epíteto está cargado de un sentido más profundo. Todo
el mundo sabe que con él se evoca a César y que resuena como una pretensión
al Imperio. «Roma pertenece por derecho al rey de Saint-Denis», afirmaba ya
Le Couronnement de Louis, no hay que abandonársela a los alemanes. El
Capeto que desde hace poco se siente el soberano más poderoso de la
cristiandad, afirma en esa misma época su voluntad de inscribirse en la
filiación de Carlomagno, de no admitir por encima suyo ningún poder
temporal y de pretender la conducción eminente del pueblo cristiano. Suger,

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den años antes, ya había tratado de apropiarse la herencia carolingia cuando
tuvo la idea de reunir en torno de la abadía de Saint-Denis, es decir, de la
monarquía parisiense, todos los emblemas culturales del Imperio franco. El
dinamismo del progreso económico que hada de la Isla de Francia la
provincia más beneficiada, estimulando el auge de París y acrecentando la
fama de la ciudad real, sostenía el edificio forjado en el plano de la ideología
y de los símbolos. La política matrimonial de los soberanos sirvió para
consolidarlo. Estas alianzas pretendían vincular más estrechamente la
descendencia de Hugo Capeto con el tronco carolingio. Este era un demento
fundamental en una época en que se pensaba que los carismas proceden de la
estirpe. De hecho, la sangre de Carlomagno corre más pura por las venas de
Felipe Augusto, cuya madre pertenecía a la casa de Champaña; Isabel de
Hainaut, su primera esposa, también era carolingia, y el príncipe Luis, su hijo,
está mucho más cerca que el propio rey de los antepasados que antaño habían
controlado el Imperio. Es indudable que estas alianzas muestran que, en ese
momento, la sangre real ha logrado establecerse bruscamente en una posición
central dentro del sistema de representaciones que sirve de fundamento a la
imagen de la monarquía. Numerosos indicios dan prueba de ello: el nuevo
interés, que aparece en los tañeres de escritura que trabajan para el soberano,
por redactar genealogías precisas; el hecho de que los primogénitos del
monarca, a partir de Felipe Augusto, aunque no hayan recibido la unción,
pueden ser sepultados en la necrópolis de Saint-Denis, en la que hasta
entonces sólo yacían los restos mortales de reyes y reinas. El Capeto, surgido
indudablemente de muy lejanos antepasados merovingios, que a su vez, según
un conjunto de leyendas ampliamente divulgadas, descienden de los troyanos,
es decir, de los fundadores de Roma, está destinado a dominar el mundo. En
los albores del siglo XIII, los maestros de las escuelas parisienses, a los que
Felipe escucha y protege, proclaman a viva voz que la Providencia ha querido
que se traslade primero de Grecia a Roma, y luego de Roma a París, el sitio
privilegiado del saber. El rey envejecido que, en Bouvines, conduce el
ejército de Dios, está también persuadido de que el movimiento de la historia,
por un desplazamiento análogo, le ha elegido a él antes que a nadie para que
extirpe la herejía y mantenga al conjunto de la cristiandad católica y romana
dentro del orden divino.
La persona de Felipe, lugarteniente de las potencias celestiales, y ese
objeto sagrado, la oriflama que llevan siempre delante suyo como signo de la
presencia a su lado de san Dionisio, protector del reino, constituyen, sobre el
tablero de Bouvines, el centro exclusivo del bando de las blancas. Una

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extensa red de relaciones jerarquizadas hacen de éste un cuerpo sólidamente
constituido. Muy cerca del rey, como si fueran las torres de su defensa, están
los hombres de su linaje. No están presentes ni el primogénito, que en ese
momento conduce en su nombre la guerra en el sur, ni el hijo menor por ser
demasiado joven, pero sí dos primos hermanos suyos, uno apenas mayor que
él, el otro apenas más joven, Roberto, conde de Dreux, y Pedro de Courtenay,
conde de Auxerre (éste, poco tiempo después, recibirá la diadema imperial de
Constantinopla). Está también presente otro Capeto de parentesco más lejano:
Eudes, duque de los borgoñones, señor de uno de los cinco principados
regionales cuyo nombre sigue prolongando, en el corazón del reino, el
recuerdo de las comunidades étnicas de la muy temprana Edad Media;
también él es de la misma edad que el rey.
En el orden de dignidades vienen luego los condes, Raúl, conde de
Soissons, que era cuñado de Roberto de Dreux; Juan, conde de Beaumont;
Gaucher de Chatillon, conde de Saint-Pol, sobrino del conde de Dreux y
primo de Felipe Augusto; el conde de Guiñes, Amoldo, hasta no hace mucho
enemigo del rey de Francia por haber devastado su tierra pero que acaba de
cambiar de bando, pues los flamencos en la misma época le han saqueado e
incendiado sus tierras. Incluyamos aquí, aunque no lleven título condal, a
Matías de Montmorency, cuya esposa, hija del conde de Soissons, es sobrina
de Roberto de Dreux; su pariente el vizconde de Melun, Juan de Nesle,
sobrino del conde de Soissons, cuñado del conde de Saint-Pol y también
castellano de Brujas, por tanto señor de Picardía y Flandes, aunque fiel
simpatizante del partido francés. Todos estos hombres son de la misma
generación que el soberano. En ese nivel de la jerarquía aparece un solo
joven, el conde de Bar, Enrique, llamado precisamente «el joven» por no estar
todavía casado, pero que acaba de suceder a su padre. De los caballeros que
integran la mesnada del rey, este joven es el menos sereno en el combate.
El grupo de jinetes reunido en torno al estandarte de las flores de lis,
cuyas monturas aprietan los flancos del caballo real, está formado por los más
viejos camaradas de Felipe, amigos de siempre, casi todos de su edad, que
beben y ríen con él. Estos cumplen funciones de jefes de servicio en el palacio
o fuera de él y son todos primos, Bartolomé de Roye, Gualterio el joven, Juan
de Rouvray, Guillermo de Garlande, Pedro Mauvoisin, Gerardo La Truie,
loreneses que actúan bajo las órdenes del conde de Bar. Antiguas y nuevas
alianzas han vinculado, en distintos grados, a todos estos hombres con el
linaje Capeto y las familias condales: Garlande es, por ejemplo, por su mujer,
sobrino de Roberto de Dreux, cuñado del conde de Saint-Pol y suegro del

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conde de Beaumont. Guillermo de Barres —el Bárrense como también le
llaman— aparece como el hombre fuerte del equipo, célebre en todas las
cortes desde que en San Juan de Acre y en presencia del ejército de cruzados
luchó contra Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra y flor y nata de la
caballería. Guillermo hacía de senescal. Es el brazo derecho del rey y desde
hace más de treinta años le acompaña en sus cabalgatas.
Casi todos los demás caballeros citados por Guillermo el Bretón, alguno
de los cuales llevan pendón y conducen su propia compañía, poseen sus
señoríos en Picardía, como Tomás de Saint-Valery, Hugo y Gualterio de
Fontaine, Pedro Tristán, Hugo y Juan de Mareuil o, en la región de Soisson,
los hermanos de Condune. Sólo hay dos normandos, Esteban de Longchamp,
el desdichado, y Guillermo de Mortemer, antiguos feudatarios del rey de
Francia.
Entre los combatientes figuran dos prelados de la santa Iglesia, armados
como caballeros. El obispo de Beauvais, Felipe, hermano del conde de Dreux,
para quien el combate representa la irresistible tentación de saciar viejos
rencores; a pesar de su estado eclesiástico, se lanza al combate con
entusiasmo llevando en vez de una espada —le está prohibida pues con ella
puede derramar sangre— una maza; y el fraile Guerin, «electo» de Senlis, es
decir, designado para ocupar esa sede episcopal, pero todavía no consagrado.
Esta dignidad recompensa un muy prolongado servicio en la corte del rey.
Caballero de la Orden de los hospitalarios y por ende experto en el arte
militar, ha ayudado a Felipe, ocho años menor que él, desde su ascensión al
trono con consejos y armas. Es el Néstor de esta Ilíada.
Guillermo el Bretón nombra a un solo sargento, Pedro de la Tournelle —
caso excepcional por no ser hombre de sangre noble pero digno por su arrojo
de la caballería— y a un solo peón, que es, por el contrario, muy
representativo de su condición: su natural inferioridad le empuja a herir
ruinmente con su cuchillo el rostro del conde de Flandes. No obstante, vemos
cómo la infantería se dispone en grandes masas que tienen algo de humanas:
las Comunas. Se trata de asociaciones que en algunos lugares y grupos de
aldeas reúnen gentes de baja condición en torno a determinados privilegios
que imponen ciertos deberes; el rey Felipe ha creado algunos de ellos y
confirmado otros en función del servicio de armas que espera recibir. En caso
de peligro todos los hombres aptos del grupo comunal son movilizados. Para
operaciones militares más alejadas, los comuneros deben pagar a escote,
ofrecer un número determinado de guerreros o su equivalente en metálico
para pagar a los sustitutos. Las listas establecidas en 1204, al comienzo del

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registro más antiguo que se conserva de la administración capeta, delimita
treinta y nueve comunas, diseminadas desde Artois hasta Poitou, desde
Normandía hasta Sens. Diecisiete de ellas participan en Bouvines,
representando a las sedes episcopales, Noyon, Soissons, Amiens y Beauvais;
a los burgos de comerciantes, Arras, Montdidier, Montreuil, Hesdin, Corbie,
Roye, Compiegne; y a las federaciones de las comunidades aldeanas,
Bruyeres, Cerny, Crepy-en Laonnais, Grandelain, Vailly y otra cuyo nombre
falta.
Todos estos actores, grandes y pequeños, célebres o anónimos, están
atrapados en solidaridades múltiples y enmarañadas, eslabones de un sistema
altamente coherente. En primer lugar, los lazos familiares: a pesar de las
prescripciones exogámicas que por entonces la Iglesia, en nombre de una
concepción desmesuradamente extendida del incesto, pretendía hacer
respetar, estos lazos transforman a la caballería, ya sea por filiación o por
alianza, en un único grupo de parentesco. Lazos complementarios del
homenaje vasallático que incitan a respetar la fe jurada, a evitar sobre todo la
felonía y su castigo, la confiscación del feudo. Más determinante aún, la
prolongada amistad forjada desde la infancia, durante los años de aprendizaje
en la corte de un señor común, consagrada un día de Pentecostés en las fiestas
colectivas de la investidura de armas y alimentada durante años con los
placeres de la caza y de la guerra, por el goce de partir juntos al alba, y por
esa connivencia que permite capturar las buenas presas que por la noche se
comparten brindando; amistad interrumpida ciertamente por enemistades,
impaciencias y desafíos, pero que, sin embargo, permite la verdadera
cohesión de las mesnadas en torno a cada pendón. También cuentan los lazos
de vecindario, el sentimiento de pertenecer a la misma región a la que hay que
defender colectivamente y acrecentar su renombre. Gracias a estos vínculos,
caballeros y escuderos se reúnen en tomo al hombre que en la región lleva el
título condal o posee la fortaleza principal y que también se ocupa de
mantener las solidaridades en el interior de las bandas comunales. La hueste
del rey de Francia es una tupida red de lazos anudados por la amistad de sus
jefes, hombres de la misma edad y a menudo de la misma sangre. Los
guerreros que la constituyen proceden, en su mayor parte, de las comarcas
vecinas al lugar de la batalla, Artois, Picardía, Soissonais, Laonnais,
Thiérache. De la Isla de Francia y del Vexin, no fue ninguna comuna pues
París no podía quedar indefensa o con pocos caballeros; muchos de ellos
están en ese momento haciendo la guerra en el Mediodía, conducidos por
Simón de Montfort en la zona albigense y por el príncipe Luis en las fronteras

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de Anjou. La caballería de Borgoña está presente, detrás de su duque y
también la de Champaña, pero no la conduce su conde, que es por entonces
un niño de doce años; Guillermo el Bretón no menciona ningún hombre de
Borgoña y Champaña, los considera extranjeros. Los normandos no son muy
numerosos porque el ducado anexado al dominio real desde hace poco no está
todavía muy seguro y sus guerreros podrían echarse atrás. Ni un caballero ni
un sargento ni un peón originarios del sur del Loira: esta región es un mundo
aparte. El ejército real de Bouvines es, ante todo, el de la antigua Francia, el
ejército franco.

A primera vista, el campo del adversario se nos presenta mucho menos


homogéneo. Corroído por intrigas, las admoniciones de la Iglesia romana
caen sobre él. Ha sido pervertido y cubierto por la sombra del mal. A
diferencia del rey de las blancas, el rey de las negras posee dos rostros, y uno
de ellos sigue enmascarado, el de Juan sin Tierra, rey de Inglaterra. Esta es,
sin embargo, la verdadera: Juan dirige el juego a distancia. Ultimo vástago de
Enrique Plantagenet y por eso privado de patrimonio, como indica su apodo,
es tan sólo dos años más joven que el rey Felipe. Malquerido, no ha cesado de
traicionar y conspirar, primero contra su padre, luego contra su hermano
Ricardo Corazón de León; desde entonces ha entrado en vasallaje del rey de
Francia y éste le azuza riendo para sus adentros. A pesar de todo, Ricardo, en
su lecho de muerte, ha ordenado a los barones de Inglaterra que jurasen
fidelidad a Juan. Finalmente, éste hereda la corona a los treinta y dos años y,
como deseaba fervientemente, los inmensos señoríos que su padre y su madre,
Alienor, poseían en el continente: el condado de Anjou, cuna de la familia, el
ducado de Normandía, inmensa fortuna y temible fuerza que lindaba con el
propio París, y por último, el ducado de Aquitania. Inestable, incapaz de
llevar a cabo ningún proyecto militar —por eso se burlaban de su «floja
espada»—, mucho más cruel y traidor de lo admitido en un príncipe de su
rango, con una sexualidad devastadora —nuevamente la «floja espada»—,
Juan sin Tierra violó permanentemente todas las prohibiciones de la moral
cristiana y de la ética caballeresca. Vástago de Melusina, con sangre diabólica
en sus venas, se creía que estaba podrido en el interior, poseído, enloquecido
por sortilegios y maleficios. Para el inglés Fouques Fitz-Warin, «el rey Juan
fue hombre sin conciencia, malo, contrariado y odiado por toda la gente
buena, y adulador; y no podía oír hablar de ninguna bella dama o doncella,
mujer o hija de conde o de barón o de cualquier otra, que ya quería usarla a su

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gusto y paladar, engañándola con promesa o perdón o raptándola por la
fuerza». Este trágico caprichoso no despierta ninguna indulgencia. Durante
cuatro años permanece excomulgado por haber tratado a las abadías inglesas
como trataba a las esposas de sus vasallos. El interdicto fue lanzado sobre el
reino y se suspendieron todas las celebraciones litúrgicas ante la angustia de
un pueblo trastornado, como medida de presión para que el rey se enmendara.
Un año antes ya lo había hecho reconciliándose con el papa. En julio de 1214,
Juan sin Tierra está lejos de Bouvines, a varias jornadas de correo; combate
en el Loira, en tierras de sus antepasados, en la región que realmente le
pertenece. Pero con sus órdenes promueve la batalla y los cuarenta mil
marcos distribuidos en su nombre.
Hay otro rey que tiene su puesto en el campo de batalla. No podía estar
ausente. Se trata del rey de Germania, Otón de Brunswick. Es sobrino del rey
Juan, hijo de su hermana y del duque de Sajonia, el güelfo Enrique el León.
Un hombre mucho más joven. No se sabe con precisión la fecha de su
nacimiento: unos dicen en 1182 en Normandía, otros hacia 1175 en Alemania.
Recibió, sin lugar a dudas, su educación en casa de Ricardo Corazón de León.
Superbus et sultus, sed fortis, «orgulloso y torpe, pero valiente», así lo
describe la crónica de Ursperg. Porque su hermano se encontraba entonces en
Tierra Santa, porque cincuenta caballos transportando cincuenta mil marcos
de plata llegaban con él desde Normandía, porque el rey Ricardo tenía
amistades en Renania y un gran odio por el que entonces era rey de Alemania,
el Hohenstaufen Enrique de Suabia, en 1198 el arzobispo de Colonia hizo que
algunos príncipes alemanes eligieran a Otón, para, posteriormente, hacerle
coronar en Aquisgrán. Durante diez años el antirrey del partido güelfo
condujo inciertas cabalgadas contra su rival. En 1208 le llegó su oportunidad.
Tras el asesinato de Felipe de Suabia, contrajo matrimonio con su hija, hizo
entrar a su servicio a sus consejeros atiborrándolos de dinero inglés, se hizo
reelegir, en el verano siguiente fue a Italia para solicitar la diadema imperial,
a la que le daba derecho su título de rey de Germania, su sangre y el propio
nombre que llevaba, el de segundo restaurador del Imperio de Occidente.
Embaucó al papa, el cual, imprudentemente, olvidando que él también
pertenecía a la estirpe de Melusina y en consecuencia era a priori traidor, le
coronó. La traición no tardó en llegar. Al arremeter contra la política italiana
de la Santa Sede, fue excomulgado en dos ocasiones, en 1210 y en 1211; el 27
de julio de 1214 sigue estándolo. Por consejo de Felipe Augusto, el papa ha
hecho elegir a otro rey para oponérsele, Federico Staufen, que es coronado en
1213, a los quince años, en la catedral de Maguncia. Cuestionado en su reino,

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perseguido por la venganza divina que el obispo de Roma reclama sobre su
cabeza, el emperador excomulgado y depuesto se encuentra en Bouvines,
atraído una vez más por el dinero del rey de Inglaterra. Pero también ha
venido porque sabe que allí encontrará a su enemigo, el rey de Francia, cuyas
intrigas socavan su poder por todas partes y del que no desconoce la
pretensión a considerarse el heredero legítimo de Carlomagno. Le acompañan
los hombres de su casa y una abundante y valiente infantería reclutada en las
regiones del Rin y el Mosa donde pululan los soldados aventureros.
Procedentes de las regiones del Imperio que odian al gibelino, se le sumaron
algunos grandes señores de la vieja Sajonia, de la baja Lorena, el duque de
Brabante, que es su suegro —y también yerno de Felipe Augusto—, poco
fiable, el conde «velludo» de Holanda, otros cuatro condes sajones y renanos,
los más fieles. Cada uno ha traído consigo sus abundantes pertrechos de
caballero.
Junto a Otón de Brunswick aparecen otros tres príncipes que no
pertenecen al Imperio. Se han aliado con el rey de Alemania sólo
circunstancialmente, y no por parentesco, amistad o fe vasallática. Se le han
sumado porque odian a Felipe Augusto y por los subsidios del rey de
Inglaterra. Hijo natural de Enrique II y medio hermano de Juan sin Tierra, el
conde de Salisbury, Guillermo, el de la Larga Espada, es el fanfarrón de la
familia. Veinte años antes ha tenido la oportunidad de jugar a las proezas en
el reino de Inglaterra cuando, durante un tiempo, Ricardo Corazón de León le
encargó la organización de los torneos. En 1214, este matamoros se encuentra
en el ocaso, mientras que el conde de Flandes, Ferrand, es un hombre joven,
fogoso, de veintiocho años. Hijo del rey de Portugal, controla el condado del
señor de su mujer y no se ha resignado a haber tenido que ceder, dos años
antes, inmediatamente después de su matrimonio, para poder ser recibido en
homenaje del rey de Francia e investido de su feudo, a su nuevo señor, en
calidad de impuesto sucesorio, las castellanías de Aire y Saint-Omer. Desde
entonces ha cumplido mal su servicio de feudatario; un año antes el rey de
Francia ha devastado sus tierras; le odia. El tercer conde es el de Boulogne,
Renaud de Dammartin. Oriundo de un linaje que detentaba uno de los
poderosos castillos de la Isla de Francia, su abuelo había sido oficial mayor de
la casa de los Capetos, donde fue criado. De la misma edad que Felipe
Augusto, había sido compañero de infancia y fue nombrado caballero por él.
En la agitación de la juventud traicionó por primera vez a su amigo, padrino y
señor; naturalmente fue acogido con los brazos abiertos por el rey de
Inglaterra. ¿A qué otro lugar hubiera podido dirigirse? La corte del

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Plantagenet era el recurso de todos los tránsfugas. No obstante, Felipe
reanudó muy pronto la amistad y, con el propósito de retenerle, le unió en
matrimonio con su propia prima, María de Chatillon. Pero en 1190 Renaud
repudió a su esposa: una magnífica presa se perfilaba en el horizonte, una
riquísima heredera, la viuda, ya madura, del conde de Boulogne; todos los
«jóvenes» de alto rango la acechaban y se pavoneaban delante de ella;
Renaud la raptó en las propias barbas de Arnoldo de Guiñes y así se hizo
conde. De este maravilloso rapto nacieron enormes recelos —esos odios entre
linajes frecuentemente alimentados por los sinsabores de la política
matrimonial que gobernaban el comportamiento de los caballeros— que
hicieron alzarse en contra suyo no solamente al conde de Guiñes, sino
también al de Saint-Pol y a toda la familia de Dreux. Esta animosidad explica
en gran parte la actitud del conde de Boulogne ante la casa de Francia: desde
entonces siente que las emboscadas lo acechan por todas partes. Este apuesto
joven, este robusto caballero, señor del puerto más cómodo para llegar a
Inglaterra, criador de los mejores caballos de combate, señor de los mares
fríos y de las grandes pescas de arenques, que en Bouvines enarbola en la
cimera de su yelmo dos barbas de ballena, ha oscilado durante mucho tiempo
entre ambos reinos. Diez años antes todavía servía con energía a Felipe
Augusto en Normandía, le ayudaba a tomar Château-Gaillard; el rey de
Francia le colmaba de favores, casaba a su sobrina con el hermano de Renaud,
desposaba a la hija de este último con su segundogénito que acababa de nacer,
Felipe Hurepe. Boulogne valía la pena. Pero desde hace cinco años, Renaud
de Dammartin, que se ha ganado para siempre la enemistad del Capeto, anda
terciando entre el rey Juan, Otón y todas las víctimas de Felipe que se alían en
su contra.
De toda la caballería que se agrupa detrás de los pendones en ambos
bandos, la de Flandes es la que mejor se percibe: de ella procede la mayoría
de los prisioneros de Bouvines, cuyos rescates minuciosamente contabilizados
nos permiten conocer sus nombres. Surgen así algunas figuras, las de
Gualterio de Ghistelle y Buridán de Furnes, la de Arnoul de Audenarde que
en 1212 se opuso al enlace de Ferrand con la heredera del conde y al que
encontramos frecuentemente en Inglaterra. Detengámonos un instante en
Hugo de Boves. Segundón de una rama lateral de un linaje también picardo,
el de los señores de Marle y Coucy, cuyos jefes, en Bouvines, están del lado
capeto, es un buscador de fortuna; ha matado a uno de los prebostes del rey
Felipe y por esta razón ha debido huir. ¿Hacia dónde? Junto a Juan sin Tierra.

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Es el guardián de los tesoros ingleses, reparte obsequios y soldadas. Todo el
mundo ve en él al rey de los mercenarios.
Estos se perciben con claridad únicamente en el campo del mal, en el
sector maldito. Sosteniendo a la infantería del rey de Germania y a las
poderosas bandas de los municipios flamencos, los Brabanzones, combaten a
pie, en compañía compacta, en falange densa, como saben hacerlo los
profesionales de la guerra en la que se mata. Dios los detesta; se vengará de
ellos. Dos años más tarde golpeará a aquel que les paga, a Hugo de Boves,
ahogándole en el mar. De momento el relato los muestra al servicio particular
de Renaud de Boulogne, espléndido perverso que arrastra «abiertamente»
consigo a sus concubinas. A lo que se agrega, como último signo de su
maldad, el ser el protector de los mercenarios.
Entre los guerreros del mal, las mismas solidaridades múltiples aglutinan
con la misma fuerza que a los guerreros del bien, las caballerías regionales,
las mesnadas de jinetes, los cuerpos de comuneros y las compañías de
mercenarios. Pero entre estos sólidos grumos no existen auténticos vínculos.
Los ha reunido en ese día y en ese lugar únicamente el apetito de ganancias,
los rencores, el ardor por saldar viejas cuentas, la preocupación por evitar
venganzas. Las negras, por las contradicciones de su causa, se muestran
imperfectamente unidas. Las blancas juegan y ganan.

La escena se desenvuelve en Bouvines, cerca del puente. Este puente es


de una importancia capital. Sólo por él y por la ruta que lo prolonga hacia
Tournai y Hainaut por el este y hacia Arras y Picardía por el sur, se podía, en
aquella época, franquear el vallejo de la Marcq, extensa hondonada de aguas
estancadas abierta entre las planicies; un paso difícil, sobre todo si ha llovido
mucho durante el invierno y la primavera, como ocurrió en 1214. En ese
cruce de caminos hay una aldea de origen prehistórico, cuyos señores son los
monjes de Saint-Amand, un bosquecillo de árboles, una capilla —cerca de allí
hay un monasterio de fundación carolingia, Cysoing—. Atravesar el puente y
cortarlo significaba levantar detrás de sí una segura defensa; con tal
protección era posible detenerse, acampar, recuperarse, ver llegar a los otros
—esto era lo que, en ese sitio, había hecho Felipe Augusto dos días antes—.
Por delante del puente, hacia el levante, se extiende una planicie, de una legua
de ancho por cinco de largo, limitada por bosques; en el centro, algunos
campos de buena tierra en los que crece el trigo y cuya cosecha ha comenzado
el 27 de julio, que sirven de escenario a las largas galopadas. Aunque picardo

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por el aspecto del paisaje, este lugar pertenece al condado de Flandes. A
algunos kilómetros hada el este, por d Escalda, pasa la frontera que separa el
reino de Francia del Imperio; un poco más lejos, hacia el oeste, se encuentra
el Artois, dominio del rey Felipe recibido en herencia de su primera esposa y
que, en ese momento, es el señorío de su primogénito. En Bouvines coinciden
las tierras flamencas, imperiales y capetas.
Entre el mediodía y las cinco de la tarde, en Bouvines se zanjarán las
intrigas políticas que desde tiempo atrás se traman en Europa. Rencores y
apetencias de los jefes de bandos, arrebatos personales, asuntos de familia,
repudios, adulterios, enfrentamientos mal digeridos, promesas no cumplidas,
amistades traicionadas, el ansia de apoderarse, de sobrepasar a los demás, de
poner de rodillas a un rival por el solo placer de ordenarle ponerse de pie con
aire bonachón, son los verdaderos motores de estos conflictos. El interés de
un linaje, de una casa, de un patrimonio enfrenta a hombres coléricos, astutos
y ostentosos que desde la infancia, desde que han abandonado el universo de
las mujeres, viven enfrentándose en perpetua rivalidad. Sin duda, Bouvines
es, ante todo, un duelo entre envidiosos que han acudido por el placer de
pelear. Pero en este caso también podemos hablar de política, ya que en
Occidente el lento movimiento de superación del salvajismo y la indigencia
ha terminado por reforzar poco a poco a ciertos poderes señoriales. Son ellos
los que permiten obtener abundantes exacciones en metálico en ferias,
puertos, grandes ciudades y rutas comerciales y los establecimientos
religiosos y los mercaderes que ansían la paz no vacilan en prestarles dinero.
Servidos por clérigos que aprenden a contar y llevar libros y que son dueños
de una formación intelectual que les permite formular ideas más refinadas
acerca de la naturaleza de la soberanía, algunos príncipes, que han heredado
el antiguo poder de juzgar y castigar en su comarca, logran recuperar ciertas
prerrogativas que la así llamada disociación feudal había tornado desde hacía
mucho tiempo vacías. Los desórdenes que todos los años, en primavera,
provocan, desde cada uno de los castillos, enjambres de jinetes destructores al
acecho de cualquier ocasión de rapiña, empiezan a ser parcialmente
controlados por el poder de un conde, duque o rey. A partir de entonces estos
señores poseen los medios para hacer respetar la moral del vasallaje y las
obligaciones del feudo, para consolidar los vínculos con los señores menores,
reunir a la caballería de una región en aras del bien común, imponer sus
arbitrajes, castigar a los traidores, dirigir desde lejos por medio de agentes
asalariados y, porque es más generoso, porque puede pagar a soldados,
hacerse obedecer. El horizonte de este hombre está mucho menos limitado

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que en el pasado. Su comportamiento no difiere en nada del de los
hidalgüelos de su bando. La sed de poder y la envidia dictan casi todas sus
decisiones; pero ahora sus adversarios, señores de principados como el suyo,
están a su altura. Así, sin cambiar de aspecto, la guerra adquiere otra
dimensión.
En la época que nos ocupa, cinco problemas cruciales concentran la
atención de los príncipes. Tres de ellos son comunes a toda la cristiandad; de
tinte fuertemente religioso, desvían las energías hacia la periferia. La aventura
de Tierra Santa es, sin lugar a dudas, el asunto más importante, pues sigue
pendiente, emponzoñándose cada vez más. Ni la cruzada de 1190, ni la Cuarta
de 1204, que culminó con los extraordinarios saqueos de Constantinopla,
pudieron arrebatar Jerusalén a los infieles. El papa desea ante todo resolver
este asunto, es lo único que le interesa. Con este fin, le veremos esforzarse por
reducir las discordias en el seno del pueblo de Dios: es necesario que los
caballeros cesen de pelear entre sí y de complacerse en la propia destrucción y
así poder, todos juntos, vencer a los infieles. Contener en España la presión de
los árabes planteaba un problema semejante, que acaba de zanjarse con la
batalla de las Navas de Tolosa. Lo mismo acaba de suceder con otra batalla,
la de Muret, que pone fin al tercer problema de la cristiandad, el de la herejía,
la «canallada» albigense, infección interna que amenazaba a la fe. En los
otros dos conflictos la religión interviene sólo superficialmente como arma,
pretexto o justificación; en ellos se enfrentan las cuatro potencias más
importantes de la Europa cristiana, el papa, el emperador, el rey de Francia y
el rey de Inglaterra. Se trata de conflictos muy antiguos que, entremezclados
hasta el punto de confundirse, entran, en los años anteriores a Bouvines, como
consecuencia del cambio general, en su fase más aguda.
La concentración de poderes en los principados y en la Iglesia es fruto del
mismo movimiento. Esta última, a comienzos del siglo XIII, llega a adquirir la
figura de una monarquía, la mejor estructurada de todas. Pero de una
monarquía cuyo jefe, sucesor de san Pedro, pretende dominar el mundo, y en
nombre de la superioridad de lo espiritual, guiar, censurar, castigar, deponer
en caso de necesidad a todos los príncipes del mundo. Lotario de Segni que
llegó al papado a los treinta y siete años, en 1198, bajo el nombre de
Inocencio III está más convencido que sus predecesores de la primacía de la
sede romana y posee mejores armas para hacerla efectiva. Sus legados están
en todas partes, mezclados en las intrigas de los príncipes y predicando la paz
en función de la cruzada. Numerosos soberanos han vuelto a recibir de san
Pedro, es decir, del papa, su principado en feudo, en último lugar Juan sin

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Tierra. Pero frente al obispo de Roma se yergue el magisterio, igualmente
universal, del emperador. Aconsejado por hombres que han estudiado el
derecho romano en Bolonia, se dice y se pretende heredero de los Césares.
Investido del poder de hacer y deshacer, el papa crea al emperador y también
puede destituirle. Pero desde Carlomagno y Otón el Grande el emperador
sabe que ha recibido personalmente de Dios la misión de depurar cuando se
torna necesario la curia romana, expulsar eventualmente a un papa indigno,
proteger en todo caso a ese pequeño señor cuestionado que es, en la ciudad y
en su entorno, el soberano pontífice. Los intereses italianos del papado vienen
agudizando desde hace cincuenta años la rivalidad secular que el aumento de
los poderes y la consolidación de ideologías antagónicas habían provocado.
Para oponerse a los descendientes de Federico Barbarroja que reivindican la
corona alemana, la diadema imperial y la dominación de Italia del norte —
uno de ellos, por añadidura, posee en herencia el reino de Sicilia—, Inocencio
III ha apoyado, en Germania, a los güelfos, sus rivales. Ha puesto sus
esperanzas en Otón de Brunswick. Conocemos su desengaño y su cambio de
opinión. Las excomuniones lanzadas en contra de Otón ponen de manifiesto
el despecho de un jugador que comienza otra partida. En 1214, para oponerse
al sobrino de Juan sin Tierra, jugará la engañosa partida de Federico
Hohenstaufen.
En este preciso momento es cuando se conjugan sus intrigas con las de
Felipe Augusto y cuando este primer conflicto se suma al otro. Iniciado siglo
y medio atrás, la tensión aumenta cada día. Perturbadas desde que el duque de
Normandía ha recibido la corona de Inglaterra, las relaciones entre el Capeto
y su más rico vasallo se han vuelto críticas desde que el Plantagenet, conde de
Anjou, extendió su poder sobre el principado anglonormando y luego sobre el
inmenso ducado de Aquitania. Desde ese instante, el rey de París debió poner
todo su empeño en dividir un poder desmesurado que podía eclipsar al suyo.
Desde su coronación Felipe persigue esta última meta y por eso se apresura a
regresar de Tierra Santa, se alía con el Staufen, se agota cada verano
combatiendo a Ricardo Corazón de León que hasta el día de su muerte
conserva la primacía. Pero luego, frente a Juan, «espada floja», el rey de
Francia se siente en mejor posición. Recurre plenamente al derecho feudal. A
la primera ocasión Juan sin Tierra es condenado por felonía por la corte
capeta que decide la confiscación de sus feudos; Felipe ejecuta la sentencia
sin demora, logra apoderarse de Normandía y Anjou, recibiendo por esta
razón el nombre de Augusto. Desheredado, el rey de Inglaterra logra, no
obstante, mantenerse y aglutinar a todos los barones franceses que se han

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apartado de su señor, por miedo, despecho o por la esperanza de poder
chantajearle. También junta la mayor cantidad de dinero posible, que abunda
en Inglaterra y que le permitirá prolongar la guerra. Sin hacer cliso de los
fulminantes anatemas que le envía el papa, se lo sustrae a la Iglesia inglesa.
Sabe, de hecho, cómo atizar los rencores entre Renaud de Boulogne y Ferrand
de Flandes, hace lo que quiere con Otón, gana para su causa a todos los
caballeros necesitados de los Países Bajos con la promesa de una buena paga
y el atractivo del saqueo y termina reuniendo una importante fuerza militar
que amenazará a su rival por el norte. Por su parte, este «cuyo padre es de
Anjou y su madre de Aquitania» atacará por el sur.
En 1213, cada peón ocupa su sido; Felipe se pone de acuerdo con
Inocencio III; para congraciarse con él, llama a Ingebourge a su lado. El papa
declara destituido al rey Juan y ofrece Inglaterra al Capeto; éste se preparará
para atravesar el mar. En ese momento, el conde Ferrand,
desenmascarándose, se echa atrás. Se suspende la travesía del canal de la
Mancha; Juan sin Tierra, en el ultimo momento, se ha rebajado ante los
legados del santo padre. La hueste del rey de Francia se dirige a saquear
Flandes. Incursión de rapiña, como de costumbre, pero que hace ver a Felipe
la tenacidad del adversario: incendia Lille, luego Casset y Douai, pero pierde
su flota y la ciudad de Tournai, mientras que Ferrand y Renaud llegan con sus
caballerías hasta cerca de Arras. En febrero de 1214, llega la noticia de que
Juan acaba de desembarcar en La Rochelle, con muchos hombres y dinero
para recuperar Anjou. Pero Felipe Augusto se le aproxima precipitadamente y
esto basta para hacerle huir a Saintonge; por prudencia, el rey no se lanza en
pos suya. A fines de abril éste deja Chinon en manos de su hijo Luis y la
joven caballería y se dirige hacia el norte para enfrentarse con otro peligro.
Pregona entre sus camaradas de Picardía, Ponthieu y Artois que al verano
siguiente habrá nuevos pillajes en los campos flamencos. A primeros de julio,
Otón abandona Aquisgrán. El 12 se encuentra en Nivelle. El 21 llega de
Inglaterra el dinero de las soldadas. Dos días más tarde, Felipe cabalga de
Péronne a Douai. El 25 su ejército acampa en Bouvines y, al día siguiente,
entra en Tournai. Esa mañana, Otón, el conde de Flandes y el de Boulogne se
encuentran en Montargne, en la confluencia del Scarpe y el Escalda, a tres
leguas hacia el sur. Entonces el rey de Francia descubre dónde están
realmente sus enemigos; reúne a su consejo: sus primos, el duque, los condes,
los caballeros de su mesnada dan cada uno su opinión. Finalmente, triunfa la
de no aventurarse más lejos, por terrenos difíciles, con tan poderosa compañía
a sus espaldas, y retirarse cuando amanezca hacia Francia. El ejército

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atravesará prudentemente el puente de Bouvines. En el camino hacia Lille
hará un alto, lejos de los pantanos, para olfatear el viento.

Este prólogo era necesario. Escuchemos ahora al testigo principal.

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LA JORNADA

«Desde[1] este instante nos ponemos a escribir la gloriosa victoria del


buen rey Felipe lo mejor que podamos».
En el año de la Encarnación de 1214 [en[2] la época en que el rey Juan de
Inglaterra combatía en Poitou, tal como se ha contado, esperando recuperar la
tierra perdida, y había huido junto a su hueste ante la proximidad de nuestro
señor Luis], el emperador Otón, condenado y excomulgado, que había sido
mantenido a sueldo por el rey Juan de Inglaterra en contra del rey Felipe,
reunió su hueste en Hainaut, en el castillo de Valenciennes, en tierras del
conde Ferrand, que se había aliado en contra de su señor. Allí envió el rey
Juan, a sus expensas, nobles combatientes y caballeros de gran proeza,
Renaud, conde de Boulogne, Guillermo el de la Larga Espada, conde de
Chester, el conde de Salisbury, el duque de Limbourg, el duque de Brabante
que se había casado con la hija de Otón, Bernardo de Ostemale, Othe de
Tecklenbourg, el conde Conrado de Dortmund y Gerardo de Randerose, y
muchos otros condes y barones de Alemania, Brabante, Hainaut y Flandes.
Por su parte, el buen rey Felipe reunió a la caballería en el castillo de Péronne,
la que aún le quedaba ya que su hijo Luis guerreaba en la misma época en
Poitou en contra del rey Juan y se había llevado consigo una buena parte de la
caballería de Francia.
Al día siguiente de la Magdalena, el rey abandonó Péronne y con gran
ímpetu entró en tierras de Ferrand; atravesó Flandes quemándolo y dañándolo
todo, a diestra y siniestra, y así llegó hasta la ciudad de Tournai, un año antes
tomada por engaño y severamente dañada por los flamencos. Allí envió el rey
a fray Guerin y al conde de Saint-Pol, quienes la protegieron no muy
convenientemente. Otón abandonó Valenciennes y allegóse a un castillo
llamado Mortagne. Este castillo había sido asaltado por la fuerza y destruido
por la hueste del rey Felipe, tras haber tomado Tournai, que estaba a sólo seis
millas de distancia.
La semana que siguió a las fiestas de san Felipe y Santiago, el rey decidió
atacar a sus enemigos, pero sus barones se lo desaconsejaron porque los

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accesos eran estrechos y difíciles de pasar. Fue así como, por consejo de los
barones, cambió de parecer y ordenó que se diera marcha atrás y que entraran
por un camino más llano en el condado de Hainaut y que lo destruyeran
palmo a palmo. Al día siguiente, que era el día de la sexta calenda de agosto,
el rey dejó Tournai y fuese a descansar junto con su hueste esa misma noche a
un castillo llamado Lille. Pero las cosas sucedieron de otro modo, pues Otón
esa misma mañana abandonó el castillo de Mortagne y tanto cabalgó que muy
cerca del rey estuvo con sus batallas[*] ordenadas. No sabía el rey ni creyó por
un instante que sus enemigos pudiesen estar tan cerca suyo. Sucedió por
ventura o por divina voluntad, que el vizconde de Melun se alejara de la
hueste real, junto con otros caballeros ligeramente armados, y cabalgara hacia
el lado por donde Otón venía. Y también separóse de la hueste fray Guerin, el
electo de Senlis (fray Guerin le llamamos porque era fraile profeso de los
hospitalarios cuyos hábitos siempre usaba) y cabalgó detrás suyo. Este fray
Guerin era hombre sabio, de profundo consejo y maravillosamente precavido
para las cosas futuras. Ambos se separaron de la hueste que cerca de tres mil
hombres tenía y tanto cabalgaron juntos que escalaron una elevada colina
desde la que pudieron distinguir abiertamente las batallas de sus enemigos
que apresuradas estaban por llegar y con orden se preparaban para el combate.
Al ver esto, el electo Guerin volvióse de inmediato donde estaba el rey; por el
contrario, el vizconde de Melun se mantuvo quieto donde estaba con sus
caballeros que muy escasamente pertrechados estaban. El electo Guerin lo
más deprisa que pudo llegóse donde estaban el rey y sus barones y dioles la
noticia de que sus enemigos venían a toda marcha ordenados en batalla y que
había visto los caballos cubiertos, los pendones desplegados, los sargentos y
peones en primera fila, todo lo cual era signo cierto de batalla.
Al oír el rey esto, ordenó que se detuviera la hueste entera, convocó luego
a los barones y les pidió consejo, pero éstos no estaban muy de acuerdo con
dar batalla y aconsejaron que se siguiera cabalgando. Cuando Otón y su gente
llegaron a un riachuelo, lo atravesaron lentamente por ser la travesía muy
difícil. Cuando estaban ya todos del otro lado, simularon dirigirse hacia
Tournai. Pero fray Guerin tenía el sentimiento opuesto y gritaba y afirmaba
convencido de que convenía dar batalla o, en caso contrario, retirarse con
oprobio y perjuicio. Al fin venció a la opinión de uno la de muchos.
Retomaron entonces el camino y cabalgaron hasta un puente que lleva el
nombre de Bouvines [entre el lugar llamado Sanghin y la aldea llamada
Cisoing]. Estaba ya casi toda la hueste reunida del otro lado del puente y el
rey, que se había desarmado, no lo había todavía cruzado, como sus enemigos

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lo creían. La intención de éstos era tal que, si el rey hubiese cruzado el
puente, habríanse arrojado inmediatamente sobre los que estaban a punto de
pasar y habríanles matado y hecho su voluntad.
Cuando el rey se puso a descansar un momento bajo la sombra de un
fresno, pues mucho había trabajado cabalgando y portando las armas (el sitio
estaba muy cerca de una capilla que había sido fundada en honor de nuestro
señor san Pedro), se allegaron hasta la hueste los mensajeros de los hombres
de la última batalla. Daban éstos maravillosos y horribles gritos diciendo que
sus enemigos avanzaban y se pertrechaban duramente para combatir a los que
en el último batallón estaban y que el vizconde de Melun y los que con él iban
mal pertrechados y los ballesteros que dominaban su orgullo y el ataque
reprimían corrían gran peligro y que por mucho tiempo no podrían mantener
ni el arrojo ni la cólera. Entonces la hueste comenzó a inquietarse y el rey
penetró en la capilla antes mencionada e hizo una breve plegaria a Nuestro
Señor. Al salir, se hizo armar deprisa y con alborozo saltó luego sobre su
caballo con un entusiasmo tal que parecía dirigirse a una boda o fiesta. Se
pusieron luego a gritar entre los campos «¡A las armas, barones! A las
armas!». Trompas y bocinas resonaron y las batallas que ya el puente habían
franqueado, emprendían el camino de regreso. Mandaron llamar entonces a la
oriflama san Dionisio que al frente de la batalla estaba, delante de las otras.
Pero como tardaba en llegar, no la esperaron; el rey fue el primero en regresar
azuzando a su caballo y se puso al frente de la primera batalla, sin que nadie
se interpusiese entre él y su enemigo.
Cuando Otón y los suyos vieron que el rey había retornado —no podían
creerlo— quedaron todos boquiabiertos y sorprendidos y tuvieron un miedo
repentino. Desviaron por el camino que estaba a la derecha, aunque siempre
marchando hada occidente, y tanto se extendieron que terminaron ocupando
casi todo el campo. En el septentrión se detuvieron de modo tal que d
resplandor del sol les cayó directamente sobre los ojos y aquél en ese día
estaba más cálido y ardiente que nunca. El rey se puso a ordenar sus batallas y
en medio del campo las dispuso en línea recta frente al enemigo por el
mediodía para que los franceses recibieran el sol por las espaldas. Así se
ordenaron las batallas y se distribuyeron por todas partes. En esta disposición
el rey estaba a la cabeza de su batalla. A su lado se habían sumado Guillermo
de Barres, flor de caballería, Bartolomé de Roye, anciano y sabio, Galterio el
joven, chambelán, hombre sabio y buen caballero de maduro consejo, Pedro
Mauvoisin, Gerardo La Truie, Esteban de Longchamp, Guillermo de
Mortemer, Juan de Rouvray, Guillermo de Garlande, Enrique, conde de Bar,

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hombre joven y viejo de coraje, noble en fuerza y virtud, era primo del rey y
recientemente había recibido el condado tras la muerte de su padre; y muchos
otros buenos caballeros que aquí no se nombran, de virtud maravillosa y en
armas duchos. A todos ellos el rey los puso en su batalla por su destreza y
para proteger su cuerpo, por su gran lealtad y por la opinión que se tenía de su
soberana proeza. Del otro lado estaba Otón en medio de su gente; como
enseña, éste había hecho izar un águila dorada sobre un dragón que estaba
atado a una alta vara.
Antes de que diera comienzo la batalla, el rey reprendió a sus barones y a
su gente, aunque en su corazón y voluntad estuviesen preparados para actuar
correctamente; hízoles un breve sermón en el que dijo estas palabras:
«Señores barones y caballeros, nuestra confianza y nuestra esperanza están
ambas puestas en Dios. Otón y los suyos han sido excomulgados por nuestro
padre el Apóstol, por enemigos y destructores de las cosas de la Santa Iglesia.
Los dineros que administran y que reciben como paga han sido obtenidos con
lágrimas de pobres y con rapiñas a clérigos e iglesias. Pero nosotros somos
cristianos y usamos la costumbre de la Santa Iglesia. Según nuestro poder la
protegemos y defendemos y por eso debemos tener confianza en la
misericordia de Nuestro Señor que nos llevará a superar a nuestros enemigos
(y a los suyos) y vencer». Habiendo el rey perorado de esta manera, barones y
caballeros le pidieron la bendición (y él, con la mano en alto, rogó para que
sobre ellos cayera la bendición del Señor). Hicieron resonar trompas y
bronces y luego tomaron por asalto a sus enemigos con gran y maravillosa
intrepidez.
En esa hora y lugar detrás del rey estaban su capellán, el que esta historia
escribe, y un clérigo, que, tras haber oído el sonido de las trompas, se
pusieron a cantar y a entonar en alta voz el salmo: Benedictus Dominus Deus
meus qui docet manus meas ad proelium, etc., hasta el final y luego, Exurgat
Deus, hasta el final, y Domine, in virtute tua laetabitur Rex, lo mejor que
pudieron, pues las lágrimas y sollozos eran un gran obstáculo. Luego
recordaron ante Dios con devoción pura el honor y franquicia que tienen la
Santa Iglesia estando en poder del rey don Felipe y por otro lado la vergüenza
y los reproches que ha padecido y padece a causa de Otón y del rey de
Inglaterra. Por dones y promesas de éste, todos esos enemigos se habían
movilizado en contra suyo en su propio reino y muchos de ellos combatían en
contra de su señor natural, por cuya salud deberían haber peleado en contra de
cualquier hombre.

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El primer ataque de la batalla no fue en el sitio donde el rey estaba, pues
antes de que se mezclasen en el tumulto los de su batallón y los que estaban
cerca, algunos ya estaban dando batalla en contra de Ferrand y los suyos a la
diestra del campo, por detrás del rey. El primer frente de la batalla de los
franceses estaba dispuesto y ordenado tal como lo hemos dicho y cubría, en el
espacio del campo, mil cuarenta pasos. Fray Guerin, el electo de Senlis, iba
armado en esa batalla no con ánimo de combatir sino para advertir y exhortar
a los barones y a los otros caballeros^ luchar por el honor de Dios, del rey y
del reino y por la defensa de la propia salud. Eudes, duque de Borgoña,
Matías de Montmorency, conde de Beaumont, el vizconde de Melun y los
demás nobles combatientes, y el conde de Saint-Pol del que nadie sospechaba
que se había puesto de acuerdo, en algún momento, con el enemigo. Y como
muy seguro estaba de que nadie sospechaba de él, le dijo a fray Guerin lo que
sigue: que en él tendría el rey, en esa jornada, un buen traidor. Y en la misma
batalla iban ciento ochenta oriundos de Champaña, tal como el electo, Guerin
los había dispuesto: a algunos que por delante estaban púsolos por detrás
porque los sentía cobardes y tibios de corazón y a los que osados y fervientes
de batalla se sentían, aquellos en cuyas proezas confiaba, púsolos en el primer
batallón y les dijo estas palabras: «Señores caballeros, el campo es grande,
desplegad nuestras filas para que el enemigo no os encierre, pues no conviene
que cada uno se haga escudo del otro sino ordenaos de modo tal que podáis
combatir juntos al unísono en un frente unido». Dichas estas palabras, envió
al frente a ciento cincuenta sargentos montados para que dieran comienzo a la
batalla, siguiendo el consejo del conde de Saint-Pol. Hizo esto para que los
nobles combatientes de Francia que hemos mencionado, encontrasen a su
enemigo exaltado y confuso.
Pero los flamencos y alemanes que impacientes estaban por combatir, se
tuvieron en gran menosprecio por ser requeridos primero como sargentos y no
como caballeros. Por eso no se dignaron a moverse de su sitio sino que los
esperaron y recibieron muy ásperamente; una gran parte de sus caballos
fueron muertos o recibieron heridas, pero no hubo que afligirse por ningún
muerto, a excepción de dos solamente. Estos sargentos habían nacido en el
valle de Soissons, eran de gran proeza y osadía y combatían virtuosamente
tanto a caballo como a pie.
Gualterio de Ghistelle y Buridan, caballeros de noble proeza, exhortaban a
los caballeros de su batallón a la batalla, haciéndoles recordar los hechos de
sus amigos y antepasados; el miedo que tenían no daba la impresión de ser
mayor que el que se tiene en un torneo. Tras haber desarmado y derribado a

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algunos de los sargentos mencionados, se fueron para el otro lado del campo a
combatir con caballeros. A éstos se sumaron algunos guerreros de Champaña
y también contra ellos lucharon lo más valientemente que pudieron. Cuando
las lanzas se quebraron, sacaron las espadas y se dieron portentosos golpes
mutuamente. A esta refriega súbitamente llegó Pedro de Remy con su
compañía. Por la fuerza apresaron y se llevaron a este Gualterio de Ghistelle y
a Juan Buridan. Pero un caballero de los suyos llamado Eustaquio de
Malenghin, por gran orgullo, comenzó a dar voces: «¡muerte, muerte a los
franceses!», y los franceses tan bien le acosaron que uno lo detuvo y le
estrechó la cabeza entre el pecho y el codo y luego le arrancó el yelmo
mientras que otro le clavó el cuchillo entre el mentón y la ventalla hasta el
corazón, haciéndole sentir con gran dolor la muerte con la que amenazaba a
los franceses. Cuando a este Eustaquio de Malenghin así le mataron y
Gualterio de Ghistelle y Buridan fueron apresados, se duplicó el arrojo de los
franceses, el miedo disminuyó y, seguros de la victoria, usaron todas sus
fuerzas.
Tras haber enviado el electo a los sargentos montados para dar comienzo
a la batalla, el conde Gualterio de Saint-Pol movióse con los caballeros de su
batallón que eran todos selectos y de noble proeza. Se lanzó entre sus
enemigos tan soberbiamente como d águila hambrienta se lanza sobre la turba
de palomas. Tan pronto como se vio sumergido en el tropel, golpeó a muchos
y muchos le golpearon. En ese momento se mostró la valentía de su corazón y
la proeza de su cuerpo ya que derribaba a todos los que a su alcance estaban y
mataba indiferentemente a hombres y caballos, sin apoderarse de nadie. Tanto
golpeó y masacró a diestra y a siniestra, junto con los suyos, que atravesó el
tumulto de sus enemigos y se volvió a lanzar desde otro punto, cercándolos
como había sucedido en medio de la batalla.
Después del conde de Saint-Pol se puso en acción d conde de Beaumont,
con gran osadía, Matías de Montmorency y los suyos, d duque Eudes de
Borgoña, que en su columna tenía muchos buenos caballeros, se lanzaron
todos al tropel, agitados y ávidos por combatir, ofreciendo a sus enemigos
portentosa batalla. El duque de Borgoña, que era hombre corpulento y de
constitución flemática, cayó al suelo pues dieron muerte al caballo que
montaba. Al verle sus hombres así caído, le rodearon y le hicieron
rápidamente montar sobre otro caballo. Nuevamente en su silla, gran duelo
tuvo de esta caída y dijo que esta vergüenza sin vengar no quedaría; enarboló
la lanza, picó espuelas y luego lanzóse con gran ira contra su enemigo más

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redo. No veía ni a quién ni dónde pegaba; sobre cualquiera vengaba su
desgracia como si cada uno de los enemigos le hubiera asesinado el caballo.
En otro sitio combatía el vizconde de Melun, en cuya columna había
caballeros conocidos y diestros en el manejo de las armas. Tal como había
hecho el conde de Saint-Pol, eligió otro ángulo de ataque, pasó a través de los
enemigos y por otro camino regresó a la batalla. En este tumulto a Miguel de
Harmes le golpearon con una lanza que atravesó el escudo, la cota y la nalga;
le ataron al arzón de la silla y fueron él y su caballo derribados. Hugo de
Malveine y otros muchos cayeron también al suelo por haber sido muertos sus
caballos, pero se irguieron rápidamente con gran virtud y combatieron a pie
tan valientemente como montados.
El conde de Saint-Pol que muy ruda y largamente se había batido y que ya
muy agitado estaba por la cantidad de golpes dados y recibidos, se retiró fuera
del gentío para refrescarse y ventilarse y para recuperar un tanto sus energías,
teniendo enfrente a sus enemigos. Mientras así descansaba, vio a uno de sus
caballeros cercado de tal modo por los enemigos que no alcanzaba a ver la
entrada por donde ir a socorrerle. Aunque el conde no había aún recobrado su
aliento, se ató el yelmo, puso su cabeza junto al cuello del caballo y con
ambos brazos lo abrazó fuertemente, clavó luego las espuelas y atravesó al
gentío de sus enemigos hasta que pudo llegar allí donde su caballero estaba.
Entonces se irguió sobre los estribos, sacó la espada y repartió tan grandes
golpes que terminó dispersando la multitud de sus enemigos por virtud
maravillosa. Una vez liberado el caballero con gran peligro de su cuerpo, con
gran osadía o locura, volvió a su batalla y fue recibido por su gente. Como
desde entonces cuentan lo que esto vieron, estuvo allí en tan gran peligro de
muerte que en un momento dado doce lanzas le golpeaban y, no obstante,
porque socorro le prestó virtud soberana, no pudieron hacer que él y su
caballo tropezaran. Concluida esta maravillosa proeza y habiéndose
refrescado un poco con sus caballeros que durante ese tiempo habían
descansado, ciñóse en su armadura y volvió a la carga contra el más reacio de
sus enemigos.
En esa hora y lugar, tan ferviente y agria era en ambas partes la batalla
que ya tres horas duraba; Palas, la diosa de batallas, daba vueltas en el aire
como si no supiese aún a quién darle la victoria. Al final, el peso todo de la
batalla recayó sobre Ferrand y sus camaradas; derribado de su caballo,
afligido por grandes heridas, fue capturado y atado con varios de sus
caballeros. Tanto había combatido que medio desfallecido estaba; siéndole
imposible prolongar la batalla, fue y rindióse a Hugo de Mareuil y a Juan, su

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hermano. Tan pronto como Ferrand cayó prisionero, los camaradas que en
este sector del campo combatían se dieron a la huida o fueron capturados o
muertos.
Mientras que Ferrand era así derrotado, regresó la oriflama de san
Dionisio y las legiones de las comunas, que habían avanzado casi hasta las
tiendas, dieron marcha atrás, especialmente las comunas de Corbie, Amiens,
Arras, Beauvais y Compigne, y acudieron a la batalla del rey, que estaba allí
donde veían la enseña real con el campo azul y las flores de lis doradas que
un caballero llamado Galón de Montigny llevaba en esa jornada. Este Galón
era muy buen caballero y muy fornido, pero no era un hombre de fortuna. Las
comunas dejaron atrás a las batallas de caballeros y se pusieron delante del
rey, justo enfrente de Otón y su batalla. Pero los caballeros de su batallón que
de gran proeza eran, rápidamente las hicieron retroceder por detrás del rey, las
desordenaron poco a poco y las atravesaron hasta que muy cerca estuvieron
del batallón del rey. Cuando Guillermo de Barres, Guido Mauvoisin, Gerardo
la. Truie, Esteban de Longchamp, Guillermo de Garlande, Juan de Rouvray y
los demás nobles guerreros que en la batalla del rey estaban especialmente
para proteger su cuerpo, vieron que Otón y los teutones de su batalla venían
directamente hacia el rey y que sólo les interesaba su persona, se pusieron por
delante para enfrentar y contener la furia de los teutones. Temiendo por el rey,
le dejaron en la retaguardia. Mientras luchaban contra Otón y los alemanes,
los peones que en primera fila estaban alcanzaron repentinamente al rey y le
derribaron de su caballo con lanzas y garfios de hierro. Si la soberana virtud y
la armadura especial que su cuerpo llevaba no le hubiesen protegido, allí le
habrían matado. Pero unos pocos caballeros que con él habían quedado y
Galón de Montigny que muchas veces hacía ondear la enseña en señal de
ayuda, y Pedro Tristán que se apeó de su caballo por propia voluntad y se
puso en primera fila para proteger de golpes al rey, destruyeron y mataron a
todos esos sargentos de a pie. Irguióse el rey y subióse a su caballo más
ágilmente de lo esperado [cuando el rey se irguió y la infantería que le había
derribado fue destruida y asesinada, la batalla del rey se encontró con el
batallón de Otón]. Se inició entonces el maravilloso tumulto, la muerte y
caída mutuas de hombres y caballos pues todos combatían con virtud
maravillosa. Allí encontró la muerte, justo delante del rey, Esteban de
Longchamp, caballero valiente y leal y de fe íntegra; con un cuchillo le
entraron hasta los sesos por la anteojera del yelmo. Los enemigos del rey
utilizaron en la batalla un tipo de arma que hasta entonces no había sido
nunca vista: llevaban largos y delgados cuchillos que entre la punta y el pomo

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tenía tres cuadrados afilados y los usaban como espadas. Pero por la gracia de
Dios, las espadas de los franceses y su virtud que nunca disminuye, fueron
más fuertes que la crueldad de los enemigos y sus nuevas armas; combatieron
tan firme y largamente que hicieron retroceder y retirarse a la batalla de Otón,
y tanto se le aproximaron que Pedro Mauvoisin, que era más poderoso en
armas que sabio en la sabiduría del mundo, le cogió por el freno y quiso
sacarle del gentío. Pero se dio cuenta de que no podría cumplir su cometido
por la multitud de gente que en su entorno estaba apiñada. Gerardo La Truie,
que muy próximo estaba, le dio un cuchillazo en el pecho [tenía en su mano el
cuchillo desnudo] y cuando comprendió que no podría atravesarle [en razón
del espesor de las armaduras que llevan los guerreros de nuestra época que las
hacen impenetrables], dio un segundo golpe para reparar el fallo del primero.
Creyendo que golpeaba a Otón en el cuerpo, se encontró con la cabeza del
caballo erguida y levantada, le asestó un golpe directamente en el ojo y
arrojando con gran virtud el cuchillo se lo hundió en los sesos. Espantóse el
caballo que semejante golpe recibió y se puso a dar brincos. Dio media vuelta
y Otón dando la espalda a nuestros caballeros huyó de inmediato. Quedaron
en manos de sus enemigos el águila y el pendón y todo lo que al campo
habían traído. Al verle partir de esta manera, el rey dijo a su gente: «Otón está
huyendo, ya no le veremos la cara». No había huido muy lejos cuando su
caballo cayó muerto. Era el segundo prisionero que caía vivo y cuando de pie
le pusieron, se puso a huir lo más deprisa posible ya que no podía soportar la
virtud de los caballeros de Francia. Guillermo de Barres le había atrapado dos
veces por el cuello pero no lo había podido mantener porque fuerte y
movedizo era el caballo y abundante el tropel de su gente.
En el preciso momento en que Otón huía, en ambos bandos la batalla era
asombrosamente cruenta y fervorosa. Los caballeros se batían con tanta
dureza que a Guillermo de Barres, que en primera fila se había puesto, le
derribaron y mataron a su caballo. Entonces Gualterio el joven, Guillermo de
Garlande [con sus lanzas rotas y sus espadas sanguinolentas] y Bartolomé de
Roye que era caballero bueno y sabio [y los demás que con él estaban]
estimaron que era peligroso que el rey quedase solo detrás de ellos sin
resguardo alguno. Por esta razón no quisieron lanzarse en el gentío antes de
que lo hiciese el Bárrense que a pie ya se enfrentaba con sus enemigos
defendiéndose como de costumbre con maravillosa virtud. Pero como un
hombre solo sin caballo no puede durar mucho tiempo peleando con una
multitud, hubieran terminado matándole o apresándole si no fuera que Tomás

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de Saint-Valery llegó con cincuenta caballeros y con dos mil sargentos de a
pie, pudiendo así el Bárrense liberarse de las garras de sus enemigos.
Se enardeció la batalla en ese momento pues mientras Otón huía,
combatían muy fuertemente los nobles caballeros de su batalla, Bernardo de
Osternale, caballero de gran proeza, el conde Othe de Tecklenbourg, el conde
Conrado de Dortmund, Gerardo de Randerode, y otros muchos fuertes y
osados guerreros que Otón había especialmente elegido por su coraje para que
protegiesen de cerca su cuerpo en la batalla. Todos ellos peleaban
maravillosamente y destruían y mataban a los nuestros. No obstante los
franceses los sobrepasaron, cayendo prisioneros los dos condes mencionados
y Bernardo de Ostemale y Gerardo de Randerode. El carro que transportaba el
pendón fue despedazado, el dragón roto y destruido y el águila dorada
ofrecida al rey; ésta tenía sus alas arrancadas y destrozadas. Así se deshizo la
batalla de Otón después de su huida.
El conde Renaud de Boulogne que no se había alejado del gentío ni por un
instante, seguía dando tan dura batalla que nadie podía ni vencerle ni
superarle. Utilizaba éste en la batalla un nuevo arte pues había distribuido un
doble círculo de sargentos de a pie bien armados, compacto y apretado, a la
manera de una rueda: en el interior se dibujaba un cerco con un solo acceso
por el que se entraba cuando se hacía una pausa para recuperar fuerzas o
cuando los enemigos acorralaban demasiado; numerosas veces hizo esto el
conde.
Este conde Renaud, el conde Ferrand y el emperador Otón, como luego se
supo por los prisioneros, habían jurado antes de comenzar la batalla que no se
desviarían ni a diestra ni a siniestra y que no combatirían en contra de ningún
batallón que no fuese aquel en donde el rey estaba. Y al rey debían dar muerte
cuando le apresaran con el propósito de poder, si el rey moría, actuar
libremente en todo el reino y por este juramento sólo querían estar en la
batalla del rey. Ferrand que esto había jurado, empezó a acercarse
directamente al rey, pero la batalla de los de Champaña se lo impidió
enfrentándose con él tan fuertemente que le fue imposible realizar su deseo.
También el conde Renaud esquivó a todas las otras batallas y enfilando hacia
la del rey, se dirigió directamente a su encuentro cuando el tumulto
comenzaba. Pero luego, cuando cerca de él estuvo, sintió horror y miedo
natural de su legítimo señor, tal como algunos lo piensan. Buscó entonces
otro tumulto y se puso a batallar con el conde Roberto de Dreux, que cerca
del rey estaba en esa misma batalla, en una turbamulta muy espesa.

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El conde Perron de Auxerre, que era primo del rey, por él peleaba
virtuosamente y Felipe, su hijo, por ser primo de la mujer de Ferrand por
parte de madre, luchaba en contra de su padre y de la corona de Francia: el
pecado y el Enemigo habían enceguecido tanto el corazón de algunos que
aunque tuviesen padres, hermanos y primos en el partido del rey, no cesaban
de combatir por miedo a Dios y si hubieran podido habrían expulsado con
vergüenza y confusión a su señor natural y a sus amigos carnales a los que
naturalmente debían amar.
El conde Renaud no estaba, al comienzo, muy de acuerdo con dar batalla,
aunque combatía con mayor virtud y más largamente que cualquier otro;
desaconsejó severamente el combate como conocedor que era de la valentía y
proeza de los caballeros de Francia. Por eso Otón y los suyos tenían la
sospecha de que era un traidor; si no hubiese querido dar batalla, le habrían
apresado y maniatado y al respecto dice unas palabras a Hugo de Boves poco
antes de comenzar la batalla: «Aquí tienes, dijo, la batalla que alabas y
aconsejas y que yo denigro y desaconsejo: sucederá que tú huirás como malo
y cobarde y yo lucharé poniendo mi cabeza en peligro. Pero entérate, yo
sobreviviré muerto o preso». Dichas estas palabras, se retiró al sitio destinado
a su batalla y combatió con más fuerza y por más tiempo que cualquiera de
los de su bando.
Mientras tanto, las filas del partido de Otón empezaron a disminuir pues el
duque de Lovaina, el duque de Edinburgo y Hugo de Boves se habían dado a
la fuga y otros también en grupo de cincuenta, cuarenta y otras cantidades de
hombres; el conde Renaud seguía batallando tan crudamente que nadie podía
hacerle salir de la batalla. Junto a él sólo quedaban seis caballeros que no
querían abandonarle y con él muy fuertemente combatían cuando un valiente
y audaz sargento llamado Pedro de la Tournelle que luchaba a pie porque sus
enemigos le habían matado el caballo, se lanzó sobre el conde, levantó la
cobertura de su caballo, dándole tal golpe por debajo que le hundió la espada
en las tripas hasta el pomo. Al ver esto uno de los caballeros que con él
combatía cogió al conde por el freno y le echó fuera del gentío con gran pesar
y contra su voluntad. Se dio a la fuga como pudo y en ese instante Quenon de
Condune y Juan su hermano le persiguieron y tiraron al suelo. El caballo del
conde cayó muerto y éste cayó de tal manera que su pierna derecha quedó
bajo el cuello del caballo. Para hacerle prisionero aparecieron Hugo y
Gualterio de Fontaines y Juan de Rouvray. Mientras se ponían de acuerdo
acerca de quién apresaría al conde, llegó Juan de Nesle. Este Juan era un
hermoso y corpulento caballero, cuya proeza no respondía ni a su hermosura

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ni al tamaño de su cuerpo pues en todo el día no había librado combate
alguno. Por esta causa él y sus caballeros se disputaban con los que tenían al
conde en sus manos: querían adquirir falsamente alguna fama por la captura
de tan alto hombre. Se habrían quedado finalmente con el conde si el electo
Guerin no hubiese aparecido en el lugar. No bien le vio, el conde le entregó su
espada, se le rindió y le rogó que únicamente se le perdonase la vida. Pero
antes de que el electo se acercara, en el momento en que disputaban los
caballeros, un mozo llamado Conmutus arrancó al conde el yelmo de la
cabeza, como si fuese hombre fuerte y de gran virtud, y le hizo una enorme
herida en la cabeza; levantándole luego el faldón de la cota, creyó que le
hundía el cuchillo en el vientre pero éste no pudo entrar por las calzas de
hierro que estaban fuertemente cosidas a la cota. Mientras le obligaban a
ponerse de pie así como estaba, echó una mirada en torno suyo y vio llegar a
Amoldo de Audenarde y a algunos caballeros que a toda prisa venían en su
ayuda. Cuando vio que hacia él se dirigían, dejóse caer al suelo y fingió no
poder permanecer de pie, con la esperanza de que este Amoldo le liberaría.
Pero los de su alrededor le daban grandes golpes y le hicieron montar a un
rocín por la fuerza, y este Amoldo y los que le acompañaban fueron
capturados.
Los caballeros que no fueron muertos ni apresados se dieron a la fuga y la
mesnada de Otón abandonó el campo, mientras seguían combatiendo
setecientos sargentos de a pie, valientes y osados, nacidos en tierras de
Brabante, que habían sido puestos en primera fila a manera de muro y defensa
frente a la fuerza del enemigo. El rey, al darse cuenta de su presencia, envió
en contra de ellos a Tomás de Saint-Valery, noble caballero, digno de
alabanza (y algo letrado). Este Tomás tenía en su compañía cincuenta
caballeros buenos y leales, oriundos de su tierra, y dos mil sargentos de a pie.
Cuando él y los suyos estuvieron bien pertrechados, se lanzaron en medio de
ellos como el lobo hambriento se lanza entre las ovejas. Aunque él y su gente
estaban fatigados de combatir, pues mucha batalla habían dado en ese día,
vencieron y apresaron a todos con proeza suprema. Entonces sucedió algo
digno de admiración: después de haber contado a toda la gente tras la victoria,
descubrieron que sólo había un ausente, se pusieron a buscarle y le hallaron
en medio de los muertos, se lo llevaron a los albergues y le dejaron en manos
de los médicos que al cabo de poco tiempo lo entregaron sano y salvo.
El rey no quiso que sus hombres se lanzasen a la cacería de fugitivos que
eran más de mil por el peligro de los pasos mal conocidos, porque ya caía la
noche y también para que los príncipes y altos hombres que estaban en prisión

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no se atreviesen a huir o fuesen robados a sus guardianes por la fuerza. El rey
temía que pudiera suceder esto. Resonaron entonces trompas y bocinas para
dar la señal de regreso a todos los que aún seguían en la cacería; vueltas todas
las compañías, se retiraron todos a los albergues con gran alegría y regocijo.
[¡Oh admirable clemencia del príncipe! ¡Oh piedad renovada e ignorada
en este siglo!]. Cuando el rey regresó a sus tiendas junto a sus barones,
ordenó esa noche que todos los hombres nobles que habían sido capturados en
la batalla marchasen delante suyo. Eran en número de treinta, cinco de los
cuales eran condes y los otros veinticinco de tan elevada nobleza que cada
uno llevaba su propio pendón en la batalla, sin contar los otros prisioneros
que eran de dignidad inferior. Y cuando todos estuvieron reunidos en su
presencia, les perdonó a todos la vida según la gran bondad y piedad de su
corazón, aunque los que habían conspirado en contra suyo y jurado su muerte,
habiéndose creído con derecho a matarle perteneciendo a su reino y siendo
sus vasallos, fuesen culpables y dignos de perder a su señor según las leyes y
costumbres del país [ora ardía en él un inflexible rigor para con los rebeldes,
ora florecía en él con mayor fuerza la clemencia para con los vencidos. Pues
su suprema intención siempre había sido la de proteger a los vencidos y
destruir a los soberbios]. Encadenados y maniatados fueron cargados en
carretas para ser encarcelados en distintos sitios. Al día siguiente el rey
emprendió el camino de regreso a París.
Cuando llegó a Bapaume le dijeron, sin saber a ciencia cierta si era
verdad, que el conde Renaud había enviado un mensaje a Otón. En él le decía
que volviese a Gantes, que recibiese allí a los fugitivos y que reorganizase sus
fuerzas para continuar la batalla con la ayuda de los de Gantes y de otros
enemigos del rey. Tras haber escuchado estas palabras se puso
maravillosamente receloso del conde y subió entonces a la torre en la que
estaban encerrados Renaud y el conde Ferrand, los dos prisioneros más
encumbrados. Y como la ira y el mal talante le empujaban, se puso a
reprocharles todos los beneficios que les había concedido, hablándoles de esta
manera: «Cuando era su vasallo, caballero nuevo le había hecho, cuando era
pobre, rico le había hecho y él, a cambio de todos estos beneficios, le había
devuelto mal por bien, ya que él y su padre, el conde Aubry de Dammartin, se
habían acercado al rey Enrique de Inglaterra y se habían aliado con él en
perjuicio del rey y del reino. Y después de esta fechoría, cuando él quiso
volver, el rey le perdonó todo y le recibió en gracia y en amor y le reintegró el
condado de Dammartin que por derecho había perdido ya que su padre, el
mencionado conde Aubry, mal uso le había dado y perdido en juicio cuando

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se alió con el enemigo muriendo a su servicio. Y sin embargo el rey también
le entregó el condado de Boulogne; tras todos estos beneficios, Renaud una
vez más le abandonó y se alió con el rey Ricardo de Inglaterra y mientras éste
estuvo en vida continuó sirviéndole en contra suya. Cuando éste feneció,
Renaud regresó a su lado y él lo recibió directamente en amistad, y encima de
los dos condados que ya le había dado, le dio otros tres más, los condados de
Mortain, Aumales y Varennes. Olvidando todos estos favores, Renaud
movilizó en contra suyo a todo el reino de Inglaterra, a Alemania, Flandes,
Hainaut y Brabante y el año anterior le arrebató una parte de sus naves en el
puerto de Damne, y además, contra él había luchado cuerpo a cuerpo en el
campo de batalla porque había jurado solemnemente darle muerte junto con
sus otros enemigos. Y como si esto fuera poco, tras haberle perdonado la vida
el rey y olvidado, gracias a su misericordia, todos los desafueros, había dado
la orden al emperador Otón y a los que con él habían huido que reuniesen a
los fugitivos y recomenzasen la batalla en contra suyo: “he recibido todos
estos males, dijo el rey, a cambio de los beneficios que te he dado; a pesar de
todo esto, no te quitaré la vida, ya que he sido yo el que te la ha dado. Pero te
encerraré tan bien que no podrás fugarte hasta que no hayas expiado todos los
males que me has hecho”».
Después de haberle hablado de este modo, el rey hizo conducir al conde
Renaud a Péronne y allí le guardó en muy segura prisión sujetándolo con
fuertes cadenas de hierro que juntas estaban y entrelazadas con asombrosa
sutileza. La cadena que servía de unión entre una y otra era tan corta que no
se podía dar más de medio paso, y de ésta salía otra de diez pies de largo, que
por medio de otra estaba atada a un grueso tronco que dos hombres podían
mover apenas cada vez que el conde quería hacer sus necesidades naturales.
Este fue trasladado a París y allí le pusieron en una torre muy alta, situada
extramuros, llamada la torre del Louvre.
El mismo día de la batalla, Guillermo el de la Larga Espada, conde de
Salisbury, fue entregado al conde Roberto de Dreux para que lo diese al rey
Juan de Inglaterra, su hermano, a cambio de su hijo que en prisión tenía,
como antes hemos dicho. Pero el rey Juan, que odiaba a los de su propia
sangre —había matado a su sobrino y tenido durante veinte años en prisión a
Alienor, hermana del aquel Arturo—, no quiso intercambiar un extranjero por
su propio hermano [esto hace pensar en el lince de Merlín, el cual, al referirse
a su padre, al que comparaba con un león, éste decía: «nacerá de él un lince
capaz de inmiscuirse en todas partes, agente de la ruina de su propia estirpe.
Por culpa suya Neustria perderá sus dos islas y será despojada de su dignidad

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exterior»]. De los prisioneros que quedaban, algunos fueron puestos en las
torres del gran puente y del pequeño puente, y los demás enviados a las
diversas prisiones del reino.
(¡Cuán precisos, justos e irreprochables son tus juicios, oh Señor, tú que
alteras los proyectos de los príncipes, haces fracasar los planes de los pueblos!
¡Tú que toleras los males para transformarlos en bienes, que difieres la
venganza para dar tiempo de arrepentirse a los malditos, que permites que
sean corregidos, con vara tan digna como meritoria, aquellos que rechazan las
penitencias. Tú que cuando los malos amenazan con exterminar a los buenos,
trastocas sus proyectos!).
Los enemigos del rey capturados en batalla no fueron los únicos en
conspirar en contra suyo; también lo hicieron los propios hombres del rey a él
ligados por promesas y dones, como Hervé, conde de Nevers, y todos los
ricos hombres de allende el Loira, los Manceaux, los Angevinos y los del
Poitou, a excepción de Guillermo de Rauches, senescal de Anjou, y Johel de
Maguncia. El vizconde de Saint-Suzanne y muchos otros ya habían prometido
su favor al rey de Inglaterra, aunque secretamente por miedo al rey Felipe,
hasta el momento en que estuviesen seguros del fin de la batalla. Los
enemigos del rey ya se habían distribuido y dividido entre ellos todo el reino
de Francia, seguros de que triunfarían, y a cada uno el emperador Otón le
había hecho la promesa de una parte: el conde Renaud debía recibir Péronne y
el Vermandois íntegro; Ferrand, París; y el resto, las demás ciudades y
comarcas. Los condes Renaud y Ferrand vieron cumplirse esta promesa, ya
que Ferrand obtuvo París y el conde Renaud, Péronne, no para gloria y honor,
sino para vergüenza y confusión.
Todas estas cosas que hemos dicho y contado acerca de su presunción y
traición fuéronle narradas al rey por los hombres de su bando y portavoces de
su consejo, pero nosotros mientras continúen siendo enemigos del reino nada
diremos acerca de sus hechos que vaya en contra de nuestra conciencia, salvo
aquello que nos parezca ser la pura verdad.
Según cuentan, la anciana condesa de Flandes, tía del conde Ferrand de
España, hija del rey de Portugal, en donde era llamada reina y condesa, quiso
conocer la aventura y el final de la batalla. Tiró las cartas según es costumbre
de los españoles aficionados a este arte, y recibió la respuesta siguiente:
«Habrá combate. El rey será derribado en la batalla y pisoteado y aplastado
por las patas de los caballos y quedará insepulto. Y Ferrand será recibido en
París con gran procesión después de la victoria». Para un buen entendedor,
todas éstas pueden ser verdades: sucedió que la suerte había anunciado un

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doble juicio, según es costumbre del diablo, que al final siempre desengaña a
los que le sirven mitigando con falaz anfibología lo que es una sentencia
dudosa.
¿Quién podría decir y describir por la boca, pensar con emoción, escribir
en tablillas o pergaminos [los aplausos, las congratulaciones, los himnos
triunfales, las innumerables danzas de alegría de los pueblos], la muy gran
fiesta que el pueblo entero hada al rey en d camino de regreso a Francia
después de la victoria? Los clérigos entonaban en las iglesias deliciosos
cánticos en alabanza de nuestro, señor, las campanas sonaban estridentemente
en iglesias y abadías, los monasterios estaban solemnemente adornados por
fuera y por dentro con telas de seda, las calles y las casas de las ciudades
amigas estaban cubiertas y ornadas con cortinas y ricos adornos, los senderos
y caminos jalonados de plantas de albino, árboles verdes y florecillas nuevas;
todo d pueblo, alto y bajo, hombres, mujeres, viejos y jóvenes acudían en
grandes grupos a los pasos y cruces de caminos, los villanos y segadores se
juntaban, con sus rastrillos y hoces sobre d hombro, pues era el tiempo de la
cosecha de trigo, para ver e injuriar a Ferrand amarrado, el que hasta hacía
poco tiempo, armado, les infundía miedo. Los villanos, los viejos y los niños
se mofaban de él y le injuriaban sin vergüenza, encontrando la ocasión de
burlarse del equívoco de su nombre, pues éste equivale tanto a hombre como
a caballo. Sucedió entonces que dos caballos del color que tal nombre pone a
un caballo le transportaban en una litera y por eso gritaban a modo de burla
que dos ferranes llevaban a un tercer Ferrand y que a Ferrand le habían puesto
fierron[*] —éste, adelante, iba dando patadas de cólera—, y que se había
alzado contra su señor por orgulloso. Tanta alegría recibió el rey como
vergüenza Ferrand hasta que llegaron a París. Los burgueses y los estudiantes
de la Universidad (el clero y el pueblo) se dirigieron al encuentro del rey (con
himnos y cánticos) y demostraron la alegría de sus corazones con acciones
exteriores pues hicieron fiestas y solemnidades incomparables; y como no les
alcanzaba el día seguían la fiesta por la noche con grandes antorchas como si
fuese de día. La fiesta se sucedió así durante siete días y siete noches seguidos
(los estudiantes, en particular, no se cansaban de mostrar, con costosos gastos,
su alegría en banquetes, coros, danzas y cantos).
Habían pasado pocos días cuando los de Poitou, que secretamente habían
conspirado en contra del rey, se sintieron maravillosamente impresionados
por la fama de tan gran victoria y procuraron, recurriendo a cualquier medio,
reconciliarse con el rey. Pero el rey que en reiteradas ocasiones había
conocido sus fullerías y deslealtades y sabía que su amor y favor eran estériles

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y que siempre actuaban en daño y perjuicio de su señor, les rehuyó y con ellos
no quiso sellar ningún acuerdo. Reunió luego a su hueste y entró a toda prisa
en Poitou, donde estaba el rey Juan. Cuando la hueste hubo llegado a un
castillo llamado Loudun, rico y muy bien guarnecido, el vizconde de Thouars,
hombre sabio y poderoso, y los más encumbrados hombres de Aquitania
enviaron mensajeros al rey y le suplicaron que se dignase recibirles en gracia
y amor, o que les concediera una tregua. Y el rey, que tenía por costumbre
vencer a sus enemigos por medio de la paz y no con batalla, recibió al
vizconde Thouars en concordia con las súplicas del conde Perron de Bretaña,
primo del rey y esposo de la sobrina del vizconde.
El rey Juan de Inglaterra, que en ese momento estaba a quince millas del
castillo en el que el rey se hospedaba, no sabía qué hacer ni cuál sería su
destino, pues no tenía ni sitio ni guarida a donde poder huir sin peligro, ni
tampoco se atrevía a esperarle para combatir con él. Terminó enviando
finalmente sus mensajeros al rey para que acordasen alguna paz o por lo
menos unas treguas. Envió como mensajero a maese Roberto, legado de la
curia romana, y al conde Renaud de Chester, y a muchos otros hombres. El
legado y los otros mensajeros tanto hicieron que el rey, con la bondad de su
corazón, le concedió una tregua por cinco años, aunque hubiese podido
fácilmente y en poco tiempo apoderarse de Aquitania, del rey de Inglaterra y
de toda su gente, con la hueste que tenía de dos mil caballeros y muchos otros
peones y jinetes.
Tras estos sucesos, el rey regresó a Francia. Se personaron con ánimo de
parlamentar la mujer del conde Ferrand y los flamencos, en la XVI calenda de
noviembre. El rey entonces aceptó devolverles a Ferrand si a cambio le
dejaban como rehén durante cinco años a Godofredo, hijo del duque de
Brabante, y si destruían con sus propios medios los castillos y fortalezas de
Flandes y Hainaut y pagaban rescate por Ferrand y por cada uno de los demás
prisioneros según la monta de sus fechorías. Así fueron liberados de prisión
Ferrand y los demás hombres. Del conde Hervé de Nevers y de sus vasallos,
sospechosos del crimen de conspiración y traición, la única venganza que
quiso tomar fue la de hacerle jurar por los santos que en el futuro serían
buenos y leales con él y con la corona de Francia.
[El XVI de calendas de marzo siguiente hubo un eclipse general de luna
que comenzó con el primer canto del gallo y duró hasta el amanecer del día
siguiente][1].
Mientras el rey Felipe batallaba en Flandes contra Otón y sus enemigos
como lo hemos contado, estaba don Luis su hijo en Anjou, luchando contra el

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rey Juan y los de Poitou. Hizo que el rey Juan y toda su hueste dejaran
vergonzosamente el sitio del castillo de Roche-aux-moines sin necesidad de
llegar hasta allí. Y porque padre e hijo obtuvieron estas dos victorias al
mismo tiempo, gracias a la ayuda de nuestro señor, el rey fundó cerca de la
ciudad de Senlis una abadía que lleva el nombre de Victoria, de la orden de
Saint-Victor de París, en memoria y recuerdo de las tan grandes victorias que
Dios les había concedido.

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LA PAZ

El relato de Guillermo el Bretón no es el único testimonio. Existen otros


que le son coetáneos o apenas posteriores y, aunque independientes de él, lo
completan y permiten corregirlo en algunos aspectos. Más breves, se
diferencian de aquél porque no adoptan el punto de vista de la corte de
Francia. Observan la batalla desde otra óptica. Para poder interpretar como es
debido la huella oficial del acontecimiento conviene estudiar estos relatos que
son también muy directos. Retengamos cuatro textos, tres de los cuales están
escritos en latín. El más fiel es la Relatio Marchianensis de Pugna Bovinis,
compuesta, como su título lo indica, en el vecino monasterio de Marchiennes,
seguramente cuando el acontecimiento empieza a conocerse; Watz lo editó en
la Monumenta Germanica Historica a partir de un manuscrito de la biblioteca
de Douai. Las líneas con las que concluye una primera prolongación hecha a
la crónica de Flandes, llamada Flandria Generosa, de 1165 a 1214, también
nos ofrecen un relato casi inmediato del evento: el autor de esta prolongación
se sintió aparentemente motivado por la repercusión de Bouvines. La batalla
había reactivado en todas partes el gusto por escribir historia; en este caso se
trataba, sin duda, de otro monje, de un cisterciense de la abadía de
Clairmarais, próxima a Saint-Omer, partidario de los franceses. Sabemos
gracias a Aubry des Trois Fontaines que un archidiácono de Lieja, igualmente
conmovido por los ecos de la victoria capeta, se puso a contar lo que sabía
acerca de las curiosidades de su época; este canónigo quizá sea el autor de
una vida de santa Odila, fallecida en 1219; la última parte de esta obra —
única conservada gracias a Gilles que, al pasar de la abadía de Orval a la
diócesis de Treves, la incorporó, hacia 1250, a su historia de los obispos de
Lieja— celebra el triunfo obtenido en Steppes, cerca de Montenaaken, en
1213, por san Lambert que había otorgado la victoria a sus protegidos de
Lieja que peleaban contra el duque de Brabante. Como prolongación de esta
victoria cuenta también la batalla de Bouvines. El cuarto testimonio está
escrito en romance. Se trata de una crónica de los años 1185-1217, redactada
después de 1220 para Roberto de Bethune, por uno de sus parientes que quizá

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no fuese clérigo. Este escritor doméstico, de los que había hasta en el entorno
de los señores menos importantes, ya había escrito una Historia de los duques
de Normandía y de los reyes de Inglaterra, en la que hablaba mucho de Juan
sin Tierra, a cuyo servicio había estado su señor; emprendió luego otra obra
más interesada por los asuntos franceses que dedica un buen espacio a la
jornada de Bouvines.
La convergencia de estos cuatro relatos permite realizar una mejor lectura
del texto de Guillermo el Bretón. Sin embargo, para no cometer errores es
necesario previamente que se precisen las instituciones y convenciones, el
sistema de imágenes mentales y preceptos que constituían, a comienzos del
siglo XIII, en ese lugar del mundo, el marco de cualquier acción militar cuyos
fundamentos se habían establecido hacía más de dos siglos. Quien quiera
comprender lo que sucedió en el campo de Bouvines el 27 de julio de 1214
debe sumergirse en ese remoto pasado.
Desde muy antiguo, durante milenios que se pierden en la noche de la
prehistoria, la guerra —en la época de Bouvines, los escritos de los letrados la
denominan con el término werra, germánico y latinizado— había sido una
buena cosa. Era la ocupación normal de los hombres en condiciones de
hacerla; renacía cada año con el buen tiempo y los dioses la bendecían.
Cumplía una función económica primordial tan importante como el trabajo
productivo: era necesario combatir para proteger los recursos de la
comunidad, grande o pequeña, de la tribu, del clan, del grupo familiar;
asimismo combatir suponía incrementar estos recursos, como cuando se
recolectaba o cazaba, mediante la apropiación en tierras extrañas de todo lo
transportable, joyas, víveres, ganado, mozos y mozas. Así pues, la paz no era
más que una interrupción fortuita, impuesta por las circunstancias, el
agotamiento de las fuerzas, la escasez de presas, el mal tiempo —una pausa
temporal, un intervalo durante el cual las transferencias de riquezas que
normalmente suscitaban las guerras tomaban otro rumbo—, la forma de la
donación y la contradonación, del intercambio matrimonial o del negocio.
Pero hacia el año 1000, en el Occidente cristianizado, bruscamente la
guerra cesó de ser bien vista. Fue ésta una mutación trascendental. En el
pensamiento de los hombres del alto clero apareció una nueva concepción de
la paz que se incorporó en el seno mismo de una imagen global del cosmos, la
sociedad humana y la salvación y de la intención de los obispos y abades de
los más grandes monasterios de entonces de renovar el mundo, trasladando
las estructuras del universo visible a la ejemplaridad de las intenciones
divinas. El milenio de la pasión de Cristo se aproximaba. Era necesario

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concluir una nueva alianza con el cielo. No sólo debían hacer penitencia los
monjes, esos despreciadores del mundo, sino todos los hombres; purificarse
de los pecados carnales, prohibirse la violencia y el derramamiento de sangre
humana, renunciar también al dinero y a los deseos corporales. El espíritu de
agresión y las actividades que de él dependían se vieron desde entonces
condenadas y pasaron a formar parte de la lista de pecados. Lo bueno, lo
justo, lo normal era la paz; la paz era el orden de las cosas; la paz era el
propio Dios. Es difícil evaluar la trascendencia de esta propuesta: un sistema
íntegro de valores fue de este modo radicalmente destruido (y no es por
casualidad que esta mutación se produjera en el preciso momento en que las
relaciones comerciales conocían en Europa un auge decisivo: la rapiña es
sustituida por el comercio que se funda en la paz de los mercados y ferias, en
la difusión de las monedas de plata selladas con la cruz, esa misma cruz con
la que se indicaba, en los cruces de caminos, la entrada en las áreas
salvaguardadas y que, sobre los vestidos de los cruzados, significaba que sus
personas estaban protegidas de cualquier peligre). Pero al mismo tiempo se
introdujo una contradicción en el seno de la ideología de la Iglesia. En efecto,
ésta refrenaba, a la par que el gusto por el pillaje, el de dar gratuitamente, el
sentido de la prodigalidad, el desinterés, virtudes que en la moral de los
guerreros aparecían estrechamente ligadas con la agresividad. Poco a poco la
Iglesia se fue mostrando partidaria de tolerar el lucro, de absorberlo. Aquí se
inicia el largo movimiento que llevará finalmente a los eclesiásticos a pactar
con los hombres de negocios y a santificar el beneficio.
No obstante, había que rendirse ante la evidencia: Dios no reinaba en el
mundo de un modo absoluto. En la tierra su orden se ve perturbado como
cuando los meteoros alteran el curso regular de las estrellas en el cielo. En
aquella época dominaba una visión dualista del universo en todos los
espíritus. En la creación, en la constitución del hombre, se han mezclado dos
naturalezas, la espiritual y la corporal. El espíritu y la carne. Esta, húmeda,
nocturna, pérfida, es la madre de los vicios —en primer término, el orgullo,
que es negación de la luminosidad—; en él se origina el deseo de apropiarse y
maltratar. Precisamente aquí reside la oposición entre la paz y la guerra: la
primera procede del espíritu, la segunda de la carne y de la sangre. Los que
aspiran a alcanzar el Reino deben esforzarse por restringir el espacio de las
armas, tan maldito como el del sexo y el dinero. Pero para lograr esta meta
hay que combatir personalmente y es aquí cuando surge una nueva
contradicción, aún más profunda. Dios no es solamente el Cordero, sino que
también debe ser representado como jefe de los ejércitos —lo que autorizan a

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hacer numerosos pasajes de las Escrituras—, como un rey terrible que blande
la espada; esta imagen logra imponerse fácilmente en tanto coincide con las
de la moral precristiana, con la ética propia del estrato social por entonces
dominante, del que proceden todos los dirigentes de la Iglesia: el grupo de los
conductores de la guerra. Así es como, en esa época, la mentalidad militar
impregna profundamente el sistema imaginario cristiano, ve en el Eterno al
Señor que lanza el rayo y coloca, en las páginas de los Apocalipsis, la espada
entre los dientes de Cristo. En realidad, Dios libra en contra de las fuerzas
adversas que resisten sus decretos un combate cotidiano, ataca, sitia
fortalezas, aplasta a sus enemigos derribados. El buen cristiano debe
colocarse en línea, bajo su estandarte; se le exige que colabore con él en la
lucha y que, por medio de las armas, le ayude a defender a los débiles, vengar
las injurias, rechazar a los incrédulos. Tuitio, ultio, dilatatio, defender, vengar,
extender el territorio de la verdadera fe son las tres facetas de una acción de
tipo militar que también pertenecen al buen Dios. Puesto que el mundo es
imperfecto, la paz no puede establecerse sin la guerra.
Con semejante objetivo la guerra se vuelve justa y combatir deja de ser un
pecado. Ya los Padres de la Iglesia lo habían afirmado. Isidoro de Sevilla, por
ejemplo: «Justa es la guerra cuando se la emprende para recuperar los bienes
y rechazar a los agresores en virtud de un edicto»; Dios ha elegido sus
lugartenientes en la tierra y éstos son los reyes cuyo poder procede de la
coronación. Cualquier hombre puede legítimamente —la glosa del
decreto XXIII lo afirma claramente— luchar en defensa propia y vengarse por
sí mismo, y si es así, la Providencia sostendrá sus derechos. Sin embargo, es
el rey «pacífico» quien debe mantener en orden el ejercicio de estas
venganzas privadas, proponer su arbitraje antes de que los adversarios lleguen
a las manos, presidir asambleas de conciliación, ejecutar sus sentencias
espada en mano y acudir, si se lo pide, en ayuda de las víctimas que por su
debilidad no pueden vengarse solas. Su misión primordial es socorrer a todas
las víctimas de las fuerzas malignas; las fórmulas de bendición del ceremonial
de la unción asignan esta tarea a su espada, a su estandarte, invocando al Dios
de los ejércitos. Las expediciones que dirige con este propósito son
santificadas, bendecidas e incensadas. En 1066, cuando el duque de
Normandía, Guillermo, con su collar de reliquias al cuello, se puso en
campaña contra el rey de los ingleses, el papa en persona «le ordenó tomar
valientemente las armas contra el perjuro y le envió el estandarte de san
Pedro, cuya virtud debía protegerle de cualquier peligro», ya que se presenta
como una réplica a la «ruptura de la paz», de esa fractura del orden universal

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que todos los buenos cristianos deben tratar de reducir, la acción militar de los
jefes legítimos de los pueblos es, para hablar con propiedad, consagrada. Es
una obra de paz, y puesto que la paz es Cristo, obra de fe. «Reforma de la paz
y de la institución de la santa fe», el historiador Raúl Glaber expresa a
mediados del siglo XI con mucha claridad esta alianza indisociable. Al ser una
cuestión de fe, la paz es, en consecuencia, asunto de la Iglesia. Pero para que
el orden del mundo sea respetado, la función de la Iglesia se limita a sostener
por medio de la plegaria la institución sobre la cual, según la voluntad divina,
descansa toda empresa pacífica, es decir, la monarquía.
Puede suceder que los reyes, y esos sucedáneos de reyes que fueron —
desde fines del siglo X en Francia— los señores de los grandes principados
regionales, se muestren incapaces de cumplir su tarea. Entonces los diques se
rompen y las turbulencias lo invaden todo. Los prelados del año 1000, en el
sur de Galia, en las provincias más alejadas de la residencia de los soberanos,
percibieron esta quiebra, el desorden que irrumpió a continuación, la guerra
injusta y el problema suplementario de la herejía. Se vieron entonces
obligados a ocuparse personalmente del tema de la paz, a asumir por sí
mismos lo que tendría que haber seguido siendo misión real; con este fin
reunieron, contando con el apoyo de los príncipes locales, una serie de
concilios. Así nació el movimiento por la «paz de Dios». En las asambleas
que lo impulsaron se fue constituyendo poco a poco esa representación global
de la sociedad humana que he mencionado, que repartía a los hombres en tres
órdenes, cada uno de ellos encargado de una de las tres funciones que hasta
entonces habían sido monopolio de la realeza. Clasificar aparte a los que oran,
los que combaten y los que trabajan, significaba traducir la realidad de las
relaciones sociales. En efecto, al cabo de una evolución secular que había
afectado al mismo tiempo la técnica de combate, las relaciones políticas y las
relaciones de hombre a hombre, el pueblo de los trabajadores campesinos
estaba, en ese momento, totalmente sometido, dentro del marco del señorío, a
la explotación de los señores mientras que el juego militar se había vuelto
monopolio exclusivo de un reducido número de jinetes, los pocos que
contaban con armas eficaces. En el mismo acto en que se fijaba el servicio de
armas que debían proporcionar al príncipe de la región, con motivo del
homenaje y del feudo, los especialistas de la guerra que los dialectos vulgares
llaman caballeros, esta concepción del orden social pretendía proteger por
medio de una paz particular, que ya no era la paz deficiente del rey sino la de
Dios, a todos los cristianos desarmados y por eso vulnerables, es decir, a los
monjes, clérigos y pobres. Por el contrario, la práctica de la guerra quedaba

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reservada a los ricos. La nueva ideología trazaba de este modo un límite entre
el sector de las armas, es decir, del mal, y el resto y delimitaba estrictamente
las fronteras sociales para contener, por medio de un muro protector de
prohibiciones, el desbordamiento de las violencias. Para aquellos que se
atreviesen a violar estos tabúes pedía la venganza del Dios todopoderoso. Así
fue como la caballería se vio constreñida, contenida y, al mismo tiempo,
puesta fuera de la ley, aislada, abandonada a los fermentos de la maldad.
Sin embargo, la Iglesia se dio cuenta muy pronto de que no podía dejar a
merced de las fuerzas satánicas a todos esos hombres violentos y destructores
que eran ciertamente peligrosos pero que habían sido bautizados. Quiso
entonces ayudarles a que salvaran sus almas, intentó domesticarlos. Los
sacerdotes se pusieron a bendecir sus armas, retomando las fórmulas de
consagración de la espada real, armas que sólo ellos tenían derecho a usar y
que eran el emblema de su superioridad. Y esto lo hicieron para convencer al
orden de los guerreros, tal como se comprometían a hacer los reyes del
pasado, de que sólo podían hacer la guerra en defensa de los débiles, para
vengar crímenes impunes y expandir la cristiandad. La Iglesia pretendía que
todos aquellos que por nacimiento, virtud de la sangre y riqueza eran
considerados caballeros, imitasen a los reyes y se transformasen en los
auxiliares de la nueva paz que predicaba, de la paz de Dios, en los
combatientes de la guerra justa, sagrada. En 1095, la Iglesia moviliza a todos
para liberar el sepulcro de Cristo, dando rienda suelta a su agresividad a
condición de que ésta se ejerza fuera de los límites de la comunidad cristiana,
en la aventura lejana y redentora de la cruzada. Hada ya bastante tiempo —
desde la segunda década del siglo XI— que se habían establecido ciertos usos
que, en medio de una gran eclosión de penitencia colectiva en vísperas del
milenio de la Pasión, imponían a los caballeros abstinencias especiales,
análogas y conjugadas con las restricciones alimenticias y sexuales. En
aplicación del concepto de la guerra justa, éstas establecían en la conducta del
combatiente frente a los demás guerreros vocacionales, la separación entre lo
lícito y lo ilícito, entre lo puro y lo impuro, entre blanco y negro. En cada
diócesis, los caballeros fueron invitados a participar en asambleas en las que
se comprometían bajo juramento a respetar ciertas reglas, como la de no
atacar al guerrero que, durante la Cuaresma, para redimirse de sus pecados,
hubiera decidido deponer temporalmente su arnés militar, igualándose
mediante este gesto con los pobres, es decir, poniéndose bajo el patronazgo de
la paz de Dios. En 1027 se formuló por primera vez el principio de no atacar
al enemigo entre la última hora del sábado y la primera del lunes. Paz del

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domingo que muy pronto fue ampliada, en conmemoración de la paz de
Cristo, al jueves, viernes y sábado de cada semana; ésta recibió el nombre de
«tregua de Dios». Los obispos se convirtieron en los jueces de las
infracciones a tales pactos, lanzando el anatema y la excomunión en contra de
los transgresores de la paz. Estos serán separados de la comunidad cristiana y
se pedirá que sobre ellos caiga la cólera del cielo, condenándoles, si no se
arrepienten, a encontrar en el infierno los peores demonios. Al ser una
cuestión de fe la nueva moral de la guerra dependía de la jurisdicción
episcopal.
Muy pronto ésta pasó a depender de la del papa, ya que la Iglesia, al
reformarse durante el siglo XI, se unificó progresivamente bajo la autoridad
del obispo de Roma. Este se erigió como supremo ordenador de la paz. En
1059, un sínodo romano extendió al conjunto de la cristiandad la tregua
domini. En Clermont, en 1095, en el seno de un sistema de prescripciones de
penitencia que pretendía reforzar las abstinencias, el papa Urbano II afirmó
solemnemente las normas de la tregua en el mismo discurso en el que
proclamó la guerra santa, presentando como complementarias la cruzada y la
paz de Dios. En el concilio de Reims —en 1119—, Calixto II formuló una
doctrina de la paz que por ser la del papa debía regir a toda la cristiandad.
Esta es la declaración tal como ha sido reconstituida por el cronista Orderico
Vital: Cristo ha venido para la paz, «en consecuencia esforcémonos en aras de
la paz y de la salvación de sus miembros (es decir, de los pueblos cristianos
redimidos por su sangre), puesto que somos los ministros y los dispensadores
del orden divino»; «las sediciones de los guerreros provocan conflictos y
destrucción de pueblos… impiden la contemplación de las cosas
espirituales… vacían las iglesias… perturban al clero… destruyen la
disciplina regular… exponen de manera deplorable el pudor y la castidad a la
furia del mal»; la paz es «el bien general de cualquier criatura dotada de
razón», de cualquier ser que dé alguna importancia a la parte espiritual; reina
indiscutiblemente en el universo celestial, en la parte no corrupta de la
creación; unidos indisolublemente por su intermedio, los habitantes del cielo
viven en la alegría, mientras que los mortales se niegan permanentemente a
unirse por medio de semejante vínculo. Para que el mundo visible no se
distinga excesivamente del invisible, el papa prescribe la estricta observancia
de la tregua de Dios. Amenaza con el anatema a todos los que no acepten la
invitación «a poner término, según lo proclama la ley divina, al tumulto de
guerras y a gozar de la tranquilidad del reposo en compañía de los pueblos
que están bajo su dependencia».

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En nombre de semejante moral y colocándose por encima de todos, en lo
sucesivo los príncipes de la tierra pretenderán, rationi peccati, rectificar
cualquier decisión política que conduzca a una guerra injusta. Aplicarán a los
jefes del pueblo, cuando sea necesario, sanciones espirituales. A lo largo de
todo el siglo XII, en Letrán en 1123, en Clermont y Reims en 1130-1131,
nuevamente en Letrán en 1139, en Reims en 1148, en Tours en 1163, y por
tercera vez en Letrán en 1179, asambleas reunidas bajo la autoridad pontificia
retomaron, extendieron y precisaron las consignas de paz. Aún en 1212,
Inocencio III organiza procesiones por la paz y la cruzada el octavo día de
Pentecostés. Los legados de la Santa Sede tienen la misión de restablecer en
el interior la concordia y proyectar hacia el exterior el esfuerzo militar de
todos los caballeros de Cristo. Desde que Felipe Augusto sube al trono, cada
vez se les ve más perentorios, ejecutando entre los poderes en pugna una
especie de ballet ininterrumpido, yendo y viniendo de un bando a otro,
exhortando, regateando, amenazando. En la época de Bouvines, la cuestión de
la paz y la fe ha llegado a ser propiedad exclusiva de la Iglesia romana,
monárquica, totalitaria de Inocencio III.

Sin embargo, el impulso renovador que anima desde hace más de dos
siglos a Occidente ha llegado a imponer obstáculos concretos a la ideología
de la paz eclesiástica. Ante todo, porque aquél ha provocado el progresivo
reforzamiento de las grandes formaciones políticas. El movimiento pacífico
iniciado por los prelados se desarrolló en las fracturas del poder de los
príncipes, pero éstos nunca permitieron que les quitaran sus prerrogativas. En
ningún momento renunciaron a la idea de que, por delegación divina, la
organización de la paz y la guerra les pertenecía, y en cuanto pudieron,
pusieron todo su empeño en actuar en consecuencia.
En 1214, en el Mediodía del reino de Francia, esto todavía no se había
logrado. Esta inmensa región que comienza no muy lejos de París, después de
atravesar Tours, Orleans y Chalon-sur-Saone, en la que habían nacido las
nociones de paz y tregua, que conoció las primeras manifestaciones de la así
llamada reforma gregoriana, que había sido recorrida personalmente por los
papas, quienes conservaban allí una influencia más notoria que en otros sitios,
que poseía una manera muy particular de fijar los límites entre lo sagrado y lo
profano —lo que explica que haya sido la cuna del amor cortés y se haya
mostrado tan receptiva al catarismo— hacia mediados del siglo XII estaba,
según el abad de Cluny Pedro el Venerable, «sin rey, sin duque y sin

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príncipe». Así sigue estando en tiempos de Bouvines. No olvidemos que los
señores de los principados —que en esta región son excesivamente extensos y
menos fáciles de concentrar que en el norte— se enfrentan con el poder de
cientos de castellanos independientes y de las ciudades erizadas de torres y
que les resulta difícil encontrar apoyo en el sistema de vínculos que crean los
homenajes y concesiones de feudos, vínculos entre los hombres que los
historiadores aún no han estudiado correctamente y que se presentan como
mucho menos rígidos. En efecto, estas tierras están cubiertas de grandes
alodios, feudos sin servicios que una multitud de señores, entre los que se
dispersan y disuelven los deberes de ayuda y consejo, mantienen indivisos.
Para los caballeros de la Isla de Francia que sueñan con apropiárselos, estas
tierras están plagadas de hombres sin fe, «perdidos», con los que no se puede
contar, pues olvidan el juramento y cambian permanentemente de señor.
Guillermo, mariscal de Inglaterra, aquel héroe de la guerra caballeresca
celebrado en una canción escrita poco después de Bouvines, preguntaba un
día a Felipe Augusto, a propósito de los hombres de Poitou cuyas
infidelidades favorecían los tejemanejes de los Capetos en contra del
Plantagenet, por qué los traidores que antiguamente eran quemados, cortados
en pedazos y arrastrados por cuatro caballos, en Francia, eran ahora dueños y
señores; el rey le respondió: «Este comercio (actividad de comerciantes, y por
tanto despreciable) es como un limpia culo: después de usado, se tira». De
hecho, los caballeros del Mediodía poseen otro sentido del honor,
incomprensible para los franceses del Norte. Pero es este sentido el que
vuelve más laxa la estructura de los poderes principescos, da rienda suelta al
desorden, impide a duques y condes presentarse, tal como hubieran podido
hacerlo, como defensores de la paz. La paz^que florece en estas provincias no
le pertenece, y como sucedió a comienzos del siglo XI ésta es la paz de los
concilios, asambleas a las que concurren periódicamente los caballeros de
cada región para prestar juramento todos juntos. Se trata de la paz de los
obispos y del papa.
En cada diócesis, la «justicia de cristiandad», el derecho de castigar a
aquellos que, violando su juramento, se dedican a saqueos y violencias,
pertenece sólo a los prelados; para éstos el príncipe es un simple adjutor, cuya
presencia es necesaria cuando hay que obligar a los acusados a comparecer o
a ejecutar las sentencias. A partir de la sexta década del siglo XII, desde que se
ha vuelto peligroso aventurarse por los caminos en las regiones meridionales,
desde que el peligro ha vaciado las campiñas de ferias y agotado el comercio,
en el momento en que las bandas armadas comenzaron a proliferar y el brote

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herético a estallar por todas partes, fueron los obispos y no los príncipes,
sospechosos con razón de connivencia con los agitadores, los encargados por
los concilios de organizar la guerra santa en contra de los transgresores de las
prohibiciones que, oponiéndose a Dios, luchaban en el campo del mal. Los
prelados distribuyeron las mismas indulgencias y salvoconductos que a los
peregrinos de Tierra Santa a todos los hombres que «con el ardor de la fe»,
«en justo trabajo», fuesen a combatir en contra de los que llevan armas
pecaminosas y aplicaron la excomunión a los hombres aptos que se negaban a
seguirlos. Desde entonces, en el sur de Francia, región herética y papal, los
obispos comenzaron a reunir en su entorno, tal como lo había intentado hacer
a partir de 1038 el arzobispo de Bourges, no solamente a los caballeros sino a
todo el mundo. En cada parroquia, cada hombre mayor de quince años debió
jurar prestar, ayuda a los artesanos de la paz. Los miembros del tercer orden,
los trabajadores, a quienes las concepciones primitivas de la paz habían
desarmado para siempre, esta vez también fueron llamados bajo el estandarte
de los santos a hacer la guerra. Y si no eran aptos, a entregar una cotización a
la colecta anual por el «común de la paz». Una paz episcopal, diocesana, pero
cada vez más popular; los marcos así constituidos conocieron muy pronto una
agitación que procedía del mundo de los artesanos y revendedores.
Esta agitación irrumpe brusca, inquietantemente, en Puy, en el invierno de
1182. Un carpintero, un trabajador manual, analfabeto, feo, retrasado mental y
encima casado y padre de familia, ha visto aparecer a la Virgen; de ella ha
recibido una señal y la orden de predicar la paz. Inmediatamente una secta se
sumó a su persona. Esta creció en pocos meses y muy pronto obtuvo recursos
ya que sus partidarios no eran miserables sino fabricantes y comerciantes
cuyos negocios se veían perturbados por los desórdenes de la guerra
caballeresca; hombres ahorrativos a pesar de las circunstancias: aquel que en
su casa lograba guardar dinero podía pagar su derecho de ingreso, comprar las
insignias de la cofradía, entregar su cuota. Se los distinguía por la vestimenta,
un capuchón de lana blanca, símbolo de purificación voluntaria. En realidad
eran penitentes que se prohibían jugar a los dados, jurar en vano, vengarse
entre ellos y se prometían ayuda mutua. Partidarios de la caridad y la pureza,
pero armados, se comprometieron, respondiendo a la llamada de la Virgen, a
lanzarse todos juntos en contra de los agentes de la guerra. El obispo, durante
mucho tiempo reticente, en primavera tuvo que dar su brazo a torcer y
bendecir al movimiento; intentó que se le sumaran los príncipes y caballeros y
les encomendó luego la tarea de luchar en contra de los bandidos: victoriosos,
los Encapuchados llegaron una noche a Puy enarbolando la cabeza cortada de

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un jefe de banda. Pero muy pronto, por una rápida desviación, inevitable, la
secta empezó a cuestionar el orden social. En su seno, por las posturas de
penitencia que imponía a sus miembros y por el hábito común que ocultaba
las diferencias de condición, todas las distinciones terrenales se encontraban
abolidas: ¿acaso los hijos de Dios no eran todos libres e iguales entre sí, como
lo eran en los primeros días del mundo, como lo serán en las glorias de la
Parusía? ¿Por qué hay que pagar impuestos a los señores? Estos se dan a
cambio de una protección que, evidentemente, los guerreros ya no están en
condiciones de asegurar. Y puesto que el pueblo está ahora armado y puede
defenderse solo, ¿por qué seguir manteniendo con los censos señoriales el
orden de los caballeros que ha dejado de cumplir su función? Recordando que
el fin del mundo se aproximaba y que era necesario prepararse, el movimiento
de los Encapuchados lanzó la ofensiva en contra de los privilegios
injustificados de guerreros y oradores. Muy pronto la secta mostró a la gente
su verdadero rostro subversivo y burlesco. Para los canónigos y señores, la
asociación por la paz se convirtió en una ralea maldita, demoníaca, cuyas
capas blancas apenas si disfrazaban la perfidia. Y para vencerlos los
sacerdotes pidieron esta vez ayuda a los caballeros y demás señores;
inmediatamente todos ellos, buenos y malos, olvidando sus desavenencias, se
propusieron como única meta mantener el edificio social cuyos cimientos
habían sido perturbados. Sin demora los obispos emprendieron una acción
militar en contra de los falsos y perversos cofrades de la paz; espada en mano
salieron a exterminar esa pestilencia, esa podredumbre de miasmas heréticas.
Pero en 1214 nadie puede asegurar que ésta no resurgirá pronto. En el
Mediodía de Francia el reino sigue estando dividido y enfrentado: el mero
acuerdo entre prelados y pobres no basta para fundar sólidamente la paz;
permitir que estos últimos se armen sin estar formalmente encuadrados por
los especialistas de la guerra, conduciría de inmediato a romper la ordenación
trifuncional que el Creador ha asignado a la sociedad humana. Para mantener
la paz se hace necesaria la presencia de los príncipes. Y el príncipe en estas
regiones sigue estando ausente, a diferencia del norte que ignora estas
contradicciones. Cuando en 1212 se reunieron y alzaron en sus campiñas
bandas de «niños», es decir, gente del pueblo que carecía de hogar, pastores,
segundones famélicos y aventureros, éstos también esgrimieron cartas
procedentes del cielo que presentaron a Felipe Augusto, y éste consultó a los
maestros de las escuelas parisienses. Pero lo que estas hordas de pobres
pretendían era liberar el sepulcro de Cristo. No se les ocurría perseguir a los
espadachines ni abolir, aunque a su paso saqueasen los graneros señoriales,

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los derechos de los señores para establecer la paz interior. Un cierto orden
reinaba en esas provincias en las que desde hacía mucho tiempo y en
conformidad con las intenciones divinas, los príncipes habían recuperado el
control de las instituciones de la paz.

Las ideas de paz, forjadas en el sur del reino, habían penetrado en el norte
de Francia tan pronto como se hizo evidente —y esto sucedió en la segunda
década del siglo XI— que incluso en estas regiones el rey había perdido el
poder de mantener el orden. Sin embargo, aquéllas se incorporaron en ese
momento en las estructuras de algunos principados regionales cuyos señores
no se habían debilitado, como Flandes y Normandía, que eran los más
sólidamente constituidos. En 1042-1043, el concilio de Thérouanne las
recogió aunque parcialmente: en él no aparece ninguna alusión a la paz de
Dios ni a los tabúes con los que se pretendía proteger de las violencias los
lugares sagrados y la persona de clérigos, monjes y pobres; tan sólo se
proclama la tregua. Corresponde al conde, asociado con el obispo, hacer que
la respeten. El príncipe conserva sus prerrogativas: durante los días de
abstinencia de guerra, él es el único que detenta el derecho de conducir
expediciones, por el bien común, cuidando de que los guerreros que le
acompañan no se excedan en los saqueos. Tampoco es el obispo quien juzga
los delitos de fractio pacis, sino la corte condal ante la cual los acusados
concurren para justificarse por medio del juramento, acompañados de doce de
sus pares, o por medio de la ordalía del hierro candente. Por tanto, el poder de
los príncipes se afirma como la única fuente de paz. Lo mismo sucede en
Normandía, donde, siguiendo el modelo de los preceptos de Thérouanne, los
reglamentos de paz sólo fueron adoptados cuando el duque Guillermo, futuro
conquistador de Inglaterra, se sintió seguro de su poder y quiso reforzarlo
buscando apoyo en la alta Iglesia: suya fue la iniciativa. También aquí sólo se
impuso la tregua, suspensión temporal de las venganzas privadas: durante los
períodos sagrados se declaró ilícita cualquier guerra, a excepción de la que
dirigía el duque en persona o el rey de Francia; ningún poder represivo podía
sustituir al del príncipe. A fines del siglo XI, cuando al heredero del
Conquistador se le escapó el poder de las manos y los tumultos estallaron en
las campiñas normandas, los obispos de la región se reunieron en Rúan e
intentaron instaurar un régimen de paz análogo al de las provincias
meridionales: protección especial de iglesias y pobres, pacto, juramento
prestado por todos los hombres mayores de doce años, conjuración, milicia

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reclutada por los prelados. Pero, dice Orderivo Vital, «como los obispos no
fueron secundados por la justicia superior, estas disposiciones sirvieron de
poco. Todo lo dispuesto fue prácticamente inútil. Pero, de hecho, bajo el
nuevo duque Enrique Beauclerc, de nuevo la paz fue la del príncipe».
En cuanto al rey, como no ejercía un severo control de su propio
principado, le llevó mucho tiempo afirmarse como guardián eminente del
orden. En los dominios reales, los castellanos se erigían como poderes
autónomos en las propias puertas de los palacios capetos. La primera tarea del
soberano fue reducir a esos rivales, lo cual, por cierto, no era nada fácil. A
comienzos del siglo XII, Luis VI, el abuelo de Felipe Augusto, cabalgando sin
cesar, puso en ello todo su empeño. Iba acompañado por un reducido grupo
de fieles amigos, camaradas de su infancia que arremetían, cada verano,
antorcha en mano, contra las empalizadas de fortalezas insignificantes en
pequeños tropeles. El rey contaba con recursos reducidos. La pequeña guerra
que dirigía, fortalecida por sus propias virtudes y el designio divino, se oponía
a la del rey de Inglaterra, Guillermo el Rojo, que gracias a sus tesoros (el país
del otro lado del Canal de la Mancha rebosaba de dinero) podía contratar
asalariados. Sin embargo, el Capeto tenía cerca suyo a un mentor, a un
hombre de perspectivas mucho más amplias, que poseía la conciencia
abstracta de los principios: el abad de Saint-Denis. Este estaba obsesionado
por el pasado carolingio y por la idea de grandeza y unidad del reino. Le
guiaba sobre todo el pensamiento del pseudo Dionisio Areopagita al que
consideraba el Dionisio de la cripta, es decir, una teología de la luz propagada
de grado en grado a partir de la exclusiva fuente del amor divino, la
concepción mística de una jerarquía de poderes. Suger hizo suya esta visión
del cosmos, presentó al rey consagrado, única hipóstasis de Dios, por encima
de todos los príncipes del reino y a éstos, a su vez, dominando a los
caballeros; el soberano estaba ligado con los más humildes por medio de los
eslabones de la cadena feudal, por una sucesión de servicios mutuos
jerarquizados. Mientras el rey Luis se agotaba en cabalgadas aparentemente
inútiles, Suger proclamaba: «Es deber de los reyes reprimir con sus poderosas
manos, por el derecho originario de su oficio, la audacia de los tiranos que
con incesantes guerras dividen al Estado, se dedican placenteramente al
pillaje, despojan a los pobres, destruyen las iglesias». Cuando los jefes de
bandas locales, que deberían ser los fieles auxiliares del lugarteniente de Dios
en su acción pacífica, se dejan dominar por los apetitos y el espíritu de rapiña,
el rey tiene la obligación de apoyarse directamente, para someter a los
descarriados a la justicia, en la Iglesia y en los pobres, de los que es protector

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oficial. Este es el pensamiento directriz, la clave de todas las demostraciones
de majestad que pudieron existir en Bouvines en torno a la persona del rey de
Francia. Cuando cuenta la vida de Luis VI, Suger pone de relieve la figura de
ese cura aldeano que, para respaldar a los caballeros de la casa real en el
ataque al castillo de Puiset, arrastró consigo en contra de un mal señor a un
grupo de campesinos, parroquianos suyos.
Esto suponía inmiscuirse en la novedad fundamental: en el principado que
regía el Capeto se organizaron en esa época las comunas, que eran, en
realidad, asociaciones de paz. Estas milicias parroquiales estaban constituidas
por hombres del pueblo y se asemejaban a las que el arzobispo de Bourges
había reclutado en 1038 y a las que más tarde se constituirían en las diócesis
del Mediodía. Sin embargo, había una diferencia fundamental: en este caso,
los comuneros no seguían a los obispos sino al soberano, y su movilización
no era factor de desorden. Si el rey había recibido de Dios la tarea de dirigir a
su pueblo, podía armar a los pobres y lanzarles a la guerra justa sin perturbar
la organización del mundo; la persona del rey era sagrada. La aparición de
estas comunas es descrita por Orderico Vital, quien, acostumbrado a las
realidades normandas, se muestra un tanto estupefacto. Luis VI, dice, carecía
de fuerzas «para reprimir la tiranía de malditos y rebeldes; recurrió entonces a
los obispos y éstos fundaron en Francia la comunidad popular, de modo tal
que los sacerdotes acompañaban al rey en sitios y combates con sus pendones
y parroquianos». Amaury de Montfort llegó a alentar a Luis VI, su señor:
«Que los obispos, condes y demás barones de tu señorío se reúnan en torno
tuyo; que los sacerdotes con sus parroquianos sigan tus órdenes para que un
ejército compuesto por el común del pueblo ejerza una venganza colectiva
contra los enemigos públicos». Y los obispos «obedecieron sin dilación,
acusando de anatema a los sacerdotes y a los parroquianos de sus diócesis, si
en las épocas prescritas tardaban en seguir al rey en sus expediciones». El rey
de Francia es el rey del Juicio Final, el de todo el género humano; en
comunicación directa con el cielo, no sólo tiene el derecho de combatir
durante la tregua por ser el brazo de Dios, sino que también le está permitido
reclutar para su guerra personal, que es la del bien, a hombres que no tienen la
vocación de combatir y colocarles bajo el estandarte sagrado que enarbola.
No es casual si la oriflama, en Bouvines, está custodiada por los habitantes de
las comunas: es la legitimación de su presencia, la garantía de su eficacia.
En todo caso, lo que el Capeto, más astuto que sus antepasados, se
apropió en cuanto se sintió en condiciones, fue precisamente la paz episcopal.
Al principio todas sus campañas recibieron la aprobación de los concilios. Un

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legado papal presidía en 1115 el de Soissons: prorrumpió en amenazas contra
los violadores de la paz divina, invitó solemnemente al rey a actuar contra
uno de ellos, Tomás de Marles, y garantizó a todos los que le siguieran las
inmunidades particulares que se prometían a los caballeros de Cristo cuando
emprendían una guerra santa. Al regreso de esta expedición bendita, el conde
de Nevers, que había colaborado con el rey, fue apresado por Thibaud de
Blois: inmediatamente, Luis VI apeló ante la justicia episcopal y llegó a
quejarse, en el concilio de Reims de 1119, ante el propio papa, que le dio la
razón. Este fue el marco sagrado en el que se inscribió desde entonces
cualquier acción militar de los reyes de Francia. De esta época data la
atención particular que recibe el estandarte de San Dionisio y sin duda
también el uso del grito de guerra: Montjoie-Saint-Denis (éste evocaba a la
vez la protección especial del primer mártir parisiense y el patronato
pontificio, ya que Montjoie es la última etapa del viaje a Roma, allí donde el
peregrino descubre al fin la ciudad). En nombre de Dios, el Capeto estaba
encargado de la tuitio; fue precisamente en Reims, en 1119, cuando Luis VI
puso la propia abadía de Cluny, tan íntimamente ligada a Roma, bajo «su
defensa, guardia y tutela»; en 1124, reuniendo a todos los grandes feudatarios,
se dirigió, pro defensione patriae, contra el emperador Enrique V que
pretendía invadir el reino. También debía ocuparse de ultio: en 1127, tras
recibir el consejo de un concilio, Luis VI condujo su hueste a Flandes para
vengar la muerte del conde Carlos el Bueno y destruir a sus asesinos,
sacrílegos y parricidas —«la más noble acción del reino», escribe Suger, que
dejó a los países flamencos «purificados y nuevamente bautizados por los
castigos y el abundante derramamiento de sangre». El historiador Arieh
Grabois, apoyándose en una carta del obispo Yves de Chartres, supone que el
propio rey Luis habría intentado antes de 1114— quizá siguiendo el ejemplo
del conde Roberto de Flandes que en 1111 confirmaba la paz de Thérouanne
— establecer un reglamento de paz para todo el reino de Francia. Esto
suponía intentar aplicar la idea de que del rey emanaba una justicia superior a
la de los príncipes porque era recibida directamente por delegación divina.
Fue precisamente en estos años cuando comenzó a tomar forma el concepto
de «corona», la noción abstracta de un espectro de derechos imprescriptibles
propios de la dignidad real, independiente de la persona del soberano,
encarnada en un objeto simbólico, el emblema que se transmitía de padres a
hijos y que estaba bajo la custodia de los monjes de Saint-Denis. Entre estas
prerrogativas figura la de ejercer un poder superior sobre todos los castillos
que son la imagen de la paz pública: en el diploma en el que se prometía

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proteger al monasterio de Cluny —situado muy lejos de su señorío pero
dentro de los límites de su reino— Luis VI se reservó el derecho de tener «en
manos de la cotona de Francia las fortalezas, castillos y murallas», con el fin
de abastecer públicamente las necesidades y asegurar la defensa de la corona
de Francia.
Hacia mediados del siglo XII se produce una mutación decisiva en la
acción perseverante de los reyes por volver a controlar la conducción de la
paz y la guerra, unos sesenta años antes de Bouvines, poco tiempo antes del
nacimiento de Felipe Augusto, bajo el reinado de Luis VII. El soberano no fue
el responsable de esta transformación —aunque en verdad el desdichado
esposo de Leonor de Aquitania no merece el descrédito con que
habitualmente lo tratan los historiadores de Francia— que se produjo en ese
momento particularmente favorable en el que aumenta por todas partes la
prosperidad de los dominios reales al mismo tiempo que se inaugura la
construcción de las grandes catedrales y resplandecen las escuelas de París, en
medio de la expansión de todo tipo de tráficos y del auge de los viñedos en la
Isla de Francia. Con esta prosperidad, el Capeto, propietario de los peajes y
beneficiario de las abundantes exacciones sobre las cosechas, se benefició
más que nadie, lo que le permitió tener un mayor margen de maniobra. En
primer lugar, pudo castigar fuera de los límites del propio señorío en el que
los castellanos habían sido poco a poco domesticados, sirviendo ahora al rey
en los oficios de palacio, la felonía de los grandes feudatarios como el conde
de Champaña o el de Anjou; asimismo, pudo cumplir plenamente su función
litúrgica, lanzarse a lejanísimas peregrinaciones como lo había hecho su
antepasado Roberto el Piadoso, pero en esta ocasión con ánimo muy distingo.
No como preparación personal ante la muerte próxima, como última
purificación de penitencia, sino, como dirá Joinville refiriéndose a San Luis,
«metiendo su cuerpo en aventura» por la redención de todo su pueblo, tal
como debía ser. Fue con este fin que Luis VII, franqueando las fronteras del
reino como peregrino de Cristo, visitó la Cartuja, Santiago de Compostela y
siguió hasta Jerusalén. Estos extensos recorridos servían para mostrar la
persona del monarca a señores cuyos padres, desde tiempo inmemorial, jamás
habían visto ni tocado a un rey de Francia, nunca habían conversado, bebido o
comido con él y, sobre todo, permitían que la escolta real gozase, durante el
tiempo que duraba la peregrinación, de todos los privilegios que la Iglesia
romana garantizaba a los que emprendían el santo viaje. Durante los dos años
que duró la cruzada el reino entero recibió la protección de la Iglesia, es decir,
de la paz de Dios. Sin duda, fue por esta razón por la que Luis VII, al

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regresar, se sintió en condiciones de reunir en Soissons, en junio de 1155, a
los arzobispos de Reims y Sens con sus sufragantes, el duque de Borgoña, los
condes de Champaña y Flandes, es decir, a todos los que entonces tenían peso
en esa región del reino de Francia y que posteriormente estarán presentes en
Bouvines. En el concilio, «a petición de los eclesiásticos, siguiendo el consejo
de los barones… para reprimir la furia de los malos y contener la violencia de
los saqueadores», instituyó la paz para todo el reino. Una paz de diez años
que prometía plena seguridad a las iglesias y a los campesinos y mercaderes,
y asimismo a cualquier hombre «sea quien sea, a condición de que acepte
comparecer ante aquel que debía rendirle justicia». Un juramento colectivo la
fundaba y de esta conjura el soberano pretendía ser el primer defensor: «En
pleno concilio y ante todo el mundo hemos afirmado por la palabra real que
mantendríamos inviolada esta paz y que castigaríamos según el poder que
tengamos a todo el que viole esta regla». Aquí es donde la innovación se hace
evidente. La apariencia no ha cambiado, se trata ciertamente de la paz de
Dios, pero ahora el rey se hace cargo de todo el sistema de las instituciones
pacíficas para integrarlo al ordo del reino.
A partir de ese momento, en el norte de Francia —en la Francia de
Bouvines— el juego militar cambió de aspecto. Localmente la agitación
estaba lejos de apaciguarse; en cada fortaleza seguían permanentemente al
acecho pequeñas caballerías impacientes, dispuestas a la venganza o al pillaje.
Pero sus jefes, que iban perdiendo el control de los grandes beneficios, sólo
podían darles a cambio caballos héticos y armas oxidadas. ¿No se mostraba el
rey con un ejército resplandeciente provisto de los más modernos arneses?
Ante la majestad capeta, consagrada por los obispos, todos se sometieron
inmediatamente. Esto fue lo que sucedió en el sur de Borgoña cuando
Luis VII, en dos ocasiones, en 1166 y 1171, y posteriormente Felipe en 1180,
el año de su ascensión al trono, condujeron en nombre de Dios a la hueste
real. ¿Con qué intención? Para defender y vengar a los pobres. Han venido,
dice el preámbulo de sus diplomas, porque «la tierra de Borgoña ha estado
durante mucho tiempo, a causa de la ausencia de reyes, sin la disciplina y el
freno de una dirección justa; los que en esa región gozaban de algún poder
podían atacarse mutuamente, oprimir a los débiles, devastar los bienes de la
Iglesia. En razón de tanta maldad, movidos por el celo de Dios, entramos en
Borgoña con el ejército para dirigir las venganzas y reformar la paz y el país».
No se conserva ni el más mínimo vestigio de resistencia, sólo palabras y en
abundancia. Cada cual llega allí para expresar sus quejas ante el rey y los
barones. Entonces se hace justicia no por medio de la espada, sino del pleito.

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Y son los clérigos los encargados de glorificar al lugarteniente del poder
divino que al llegar vivifica con su sola presencia en toda la comarca los
fermentos de fertilidad: en la minúscula iglesia de Avenas, en la región de
Macón, los escultores del altar muestran a Luis VII después de la expedición
teniendo en su mano protectora el propio santuario del que parece ser nuevo
fundador, mientras que sobre la otra cara aparece la figura de aquél cuyo
representante visible es el soberano, el Cristo dominando en su gloria, gracias
al orden cósmico. A partir de entonces, la antigua ideología de la paz y el
sistema de las instituciones que la sostiene estarán únicamente en manos de
los reyes; éstos los utilizarán sin ninguna mala conciencia para los fines de lo
que podemos llamar su política.
Esta política aumenta progresivamente: los conflictos de Borgoña que
apaciguan los Capetos aparecen ya como la cresta de la ola, localizada en la
frontera del reino, de un conflicto de mayores dimensiones, aquél que
enfrentaba al papa con el emperador Federico Barbarroja. Dos fechas
coincidentes, la del tercer concilio de Letrán y la de la unción de Felipe
Augusto, abren un período en el que se aclara el horizonte: se hace evidente el
desarrollo del gran juego entre los reyes de Alemania, Inglaterra y Francia —
una muy reñida partida que preparaba Bouvines y en la que el papa es sólo un
jugador entre otros. Los agentes de la paz pontificia, los legados presentes,
más que nunca cumplían su papel, aunque a menudo se hacían regañar,
dispensaban palabras inútiles, como el cardenal Pedro, que intentó, en el
invierno de 1189-1199, establecer la paz entre Ricardo Corazón de León y el
rey Felipe. La Canción de Guillermo el Mariscal nos permite observar el
acontecimiento desde la óptica inglesa:

Sutil era el rey de Francia más artificioso que un raposo


Ha poco hizo venir a un maestro suyo

[un clérigo educado en las escuelas]

Y le dio, eso fue el colmo,


la reliquia que en Roma
se necesitaba para obrar.
Pues conviene siempre que se unten
las palmas de las manos en la corte de Roma
Las reliquias de San Rufino

[Retruécano clásico: Rufino es el oro rojo;

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Albino, la plata blanca]

que mucho valen y las de Albino


ambos, buenos mártires de Roma.
Valen lo que una manzana vale
como afirman leyes y legistas…

Sobornado, el papa envía a su cardenal a arengar al rey Ricardo:

El mal y el pecado tanto han aumentado


por haber entre vosotros tan gran contienda
Y por eso perdemos la Tierra Santa.
Si entre vosotros larga tregua
fijaseis no faltarían limosnas…
Y nada se perdería,
Y cada cual conservaría sus haberes.

Ricardo de Inglaterra se enfurece: el papa no ha hecho ningún gesto para


acelerar su liberación cuando, regresando de la cruzada lleno de salvaguardias
eclesiásticas, fue capturado en el Imperio y ahora viene melosamente a
hablarle de paz porque el rey Felipe está en una mala situación. El legado
Pedro es expulsado, pero logra salvar las apariencias: le dejan partir indemne
sin cortarle los genitales no por ser cardenal sino «mensajero»; como tal está
protegido por las reglas de honor de una ética profana de la guerra. No hay
duda, consideran a Roma por aquello en que se ha convertido, una potencia
política. Se recurre a ella cuando es necesario, cuando constituye el
complemento apreciable de una intriga. Además, nadie vacila en enfrentarse
con ella, negándole el derecho a insmiscuirse en los asuntos de los monarcas.
Poco después, Felipe de Francia —al cual el papa Inocencio III le reprochaba,
ratione peccati, haber desheredado a Juan sin Tierra— le replicaba invocando
el derecho feudal, el cual justificaba plenamente su intervención sin necesidad
de recurrir a la Iglesia. No creemos que en los años previos a, Bouvines, el
reforzamiento de la soberanía, en cierto modo, haya desacralizado el
negocium pacis, el negocio de la paz. Lo cierto es que, en el noroeste de
Europa, frente a la pretensiones de aquel otro soberano que es el obispo de
Roma, los reyes acompañados y sostenidos por los obispos igualmente
consagrados, afirman claramente que la paz es una función que les atañe y
que les ha sido confiada por el poder divino. Reivindican de este modo la total
conducción de la acción militar que, desde entonces, tendrá a la corona como
centro y última justificación. Semejante pretensión, semejante

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comportamiento son la culminación de una evolución que ha llevado un siglo
entero. Sus momentos decisivos concuerdan con los de otra historia que se
desarrolla en lo cotidiano, en lo concreto, más allá de teorías y principios, en
el nivel de la producción y los intercambios. El escenario de esta otra historia
son los claros desbrozados y los campos de feria. Se trata de una historia
profunda, determinante, la historia del dinero.

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LA GUERRA

En 1214, ya hacía tiempo que el dinero había invadido todos los


mecanismos de la guerra. El mismo año de la ascensión al trono de Felipe
Augusto —el año del concilio de Letran III—, Ricardo Fitz Neal, tesorero del
rey de Inglaterra, lo escribía claramente en su Dialogue de l’echiquier: «El
dinero es necesario no solamente en épocas de guerra, sino en la paz». En la
paz sirve para la caridad de los príncipes (interesante síntoma del papel
atribuido en esa época a la moneda); «en la guerra se gasta en la fortificación
de castillos, en la paga de soldados, y en muchas otras ocasiones en las que la
defensa del reino depende de la naturaleza de las personas pagadas».
Reflexión ésta de un experto en finanzas de la que habrían podido obtener
argumentos los defensores de la tregua: ésta produce inmediatamente
aumento del flujo de limosnas y, como consecuencia, la lluvia de gracias que
cae del cielo. Treinta años antes, Pedro el Venerable —el primero de los
abades de Cluny que conoció insuperables dificultades presupuestarias—
pensaba más o menos lo mismo. A su predecesor Pons de Melgueil, quien,
tras renunciar, había pretendido recuperar su lugar por la fuerza, le reprochaba
haber dilapidado el tesoro de la casa. ¿De qué manera? Reclutando y pagando
mercenarios, esos soldadotes que para restaurar su autonomía habían
penetrado en el monasterio seguidos, para colmo de males, por sus mujeres.
Refiriéndose a un conflicto que le oponía a un señor de un castillo vecino, «he
encontrado, sigue diciendo el abad Pedro, a todos los vecinos, caballeros,
castellanos, condes y al propio duque de Borgoña, dándose ánimos para hacer
la guerra como atraídos por el olor del dinero». Y este olor era el que
despedía el mirífico tesoro de su conde y el que ya en 1127 andaban
olfateando todos los caballeros de Flandes. Fue este incentivo, más que la
amistad o la fe vasallática, el que los empujó a vengarse del conde asesinado.
¿Acaso la guerra no es siempre el mejor medio de ganar dinero, ese objeto
tan difícil de encontrar en los aposentos de los pequeños señores de las aldeas
y que, sin embargo, se vuelve cada vez más necesario? En la región
anglonormanda, allí donde, sin duda, las monedas de plata circulaban mucho

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más abundantemente que en cualquier otra región de la cristiandad latina, el
uso militar de la moneda se detecta desde las últimas décadas del siglo XI. Un
penitencial establecido en un concilio hacía, desde 1070, la distinción entre
caballeros vasallos, que combatían gratuitamente al servicio de sus feudos, y
los caballeros asalariados. Roberto Courteheuse se negó a seguir por mucho
tiempo siendo el «mercenario» de Guillermo el Conquistador, su padre: «me
gustaría, decía, tener algo mío para poder pagar a los que me siguen». A
comienzos del siglo XII este uso se había) vuelto completamente normal en
esas regiones. Como ya he dicho, Suger se complacía en oponer la figura del
pobre y puro Luis VI de Francia, la del rey de Inglaterra, Guillermo el Rojo,
«maravilloso mercader y comprador de guerreros». Este mercado hacía
tiempo que se abastecía en los Países Bajos. Enrique I Beauclerc adquirió en
1103 bajo cuerda al conde de Flandes, por una pensión anual de ciento veinte
mil dineros, la provisión de un millar de caballeros. Tales hábitos son los que
conceden una importancia estratégica a los tesoros de los príncipes. Esta es
decisiva: cuando Esteban de Blois logró apropiarse del tesoro de Enrique I,
obtuvo la victoria gracias a las bandas flamencas que pudo reclutar
inmediatamente; pero después de 1139, apenas agotada esta reserva, le vemos
quedar a merced de sus asalariados que en vano reclaman sus pagas. El dinero
había llegado a ser el nervio de la guerra y la victoria recaía sobre aquellos
príncipes que eran más duchos para buscarlo allí donde se ocultaba.
Asimismo, en la primera mitad del siglo XII, en las comarcas en que florecía
la economía de intercambios —despertar que, por otra parte, estimulaba muy
vigorosamente los primeros progresos de la fiscalidad de los príncipes—, los
grandes señores comenzaron a paliar las incertidumbres del servicio militar
feudal recurriendo a las soldadas. Algunos vasallos protestaban por tener que
cumplirlo: éstos fueron autorizados a rescatarse por una suma de dinero —a
partir de 1127, en el condado de Flandes, los caballeros podían liberarse
entregando anualmente doscientos cuarenta dineros. Las sumas de tales
colectas eran compartidas por los feudatarios que respondían al llamado y
que, gracias a esta gratificación suplementaria, debían prestar a su señor una
ayuda menos ocasional y más contundente. Las faltas de unos permitían a los
príncipes mostrarse más generosos con los otros y estar, en consecuencia,
mejor servidos. Al comienzo la soldada es considerada una generosidad del
señor, un «beneficio», un don análogo a todos aquellos que, en esa sociedad,
constituían la sólida estructura del poder. Lo que se paga es un servicio
parecido al que engendra la concesión de un feudo; garantiza una lealtad de
esencia vasallática. Por esta razón el empleo de la soldada pudo introducirse

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cómodamente, sin desvirtuarla, en la moral caballeresca. Era normal que el
señor fuese generoso. Por su parte, los caballeros asalariados pretendieron
superar en fidelidad a todos los demás. En el sitio de Shrewbury fueron los
últimos en resistir y durante mucho tiempo se negaron a aceptar las cláusulas
de la rendición. Otro capitán normando se refirió a la misma ética de la acción
bien hecha, de la paga bien ganada: los camaradas de su compañía no deben
temer enfrentarse con un adversario excesivamente numeroso; si no actúan
perderán justamente no sólo las soldadas sino también la gloria y «a mi juicio
—agregaba— no deberíamos de aquí en adelante comer el pan del rey».
Regularmente entregada, la moneda, en los albores del siglo XIII, vuelve más
coherentes y menos dispuestos a la desbandada a los pequeños cuerpos de
combatientes que se reúnen en torno a un pendón. Aquélla los «retiene»,
como se decía entonces. La mayoría de los caballeros de Bouvines, que son
todos héroes, por estar allí han recibido dinero o esperan recibirlo. Cobrarlo
no supone ningún escándalo. El escándalo estalló el día en que los dineros
pagados por los vasallos que se resistían a integrar la hueste, dejó de servir
para recompensar a los caballeros más activos y se desvió hacia el
reclutamiento de guerreros, no nobles, que procedían de las heces del pueblo.
El escándalo surgió con la proliferación de los mercenarios.

La presencia de estos mercenarios se puede detectar desde comienzos del


siglo XII, cuando las monedas de plata empiezan a tintinear en las salas de los
castillos y en el interior de las tiendas que se levantaban con motivo de los
sitios. Orderico Vital ha hablado de un «famoso arquero» que, en tiempos de
Roberto Courteheuse, cuando Normandía estaba completamente alterada por
los desórdenes, había reunido una partida de bandidos y «mozos salvajes»;
con ella se alquilaba a un señor de un castillo y éste, que le tenía aprecio,
cuando le mataron ofreció limosnas por su alma; los campesinos del lugar,
que eran sus protegidos, también le amaban; conducidos por el cura de la
aldea fueron todos al combate para vengar su muerte. Un profesional del
mismo tipo es aquel cuyas hazañas en los tumultos flamencos de 1127 fueron
relatadas por Galbert de Brujas; también es un arquero que aterrorizaba a sus
adversarios con la precisión de su tiro. Estos hombres son temibles, no
obstante se les admira por lo bien que realizan su oficio y se estima la ayuda
que son capaces de prestar. Pero porque son mercaderes de la muerte que han
transgredido las prohibiciones, roto las barreras sociales al mezclarse con los
guerreros sin estar, por su condición, destinados al uso de las armas, y porque

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éstos soldados de fortuna y baja extracción no combaten como los hombres de
los municipios, al servicio de la paz, se cree que están poseídos por el espíritu
del mal. Tan pronto como se les apresa, se les mata. Todos los mercenarios
que mencionan las crónicas terminan de este modo: son percibidos como
gérmenes de corrupción a los que hay que destruir lo antes posible. En
realidad, estos malditos durante mucho tiempo fueron escasos: aparecían tan
sólo en los momentos difíciles. Pero, hacia mediados del siglo XII, cuando el
rey Luis VII pretendió instaurar la paz del reino, todo cambió: la novedad,
aterradora, fue la irrupción de esos mercenarios en densas bandadas. A partir
de entonces pulularon esos «vagabundos e indisciplinados» que, al decir de
Orderico, venían de países lejanos como milanos, pensando sólo en el pillaje.
Ya hemos dicho que en esa fecha concreta la guerra cambia de aspecto.
Para designar a los destajistas del combate, el término que primero
aparece —desde 1127 en Flandes, en el relato de Galbert de Brujas—, y que
será el más comúnmente utilizado, es el de cottereau. Quizá se llamaran así
porque se los asimilaba a los cottiers, a esos miserables terragueros que eran
la mano de obra marginal de los grandes dominios, o, con más certeza, porque
su arma no era la espada noble, sino el cuchillo. Más tarde también aparecen
los términos de routiers, vagabundos; ribaud, ribaldos; paillards, lascivos. Lo
que el vocabulario pretende poner en evidencia es su condición de
extranjeros, de hombres de lenguaje incomprensible. A estos aventureros a
menudo se los llama Brabanzones —como en los relatos de la batalla de
Bouvines—, pero también Aragoneses, Navarros, Vascos, Galos. Hay dos
lugares que parecen vomitar periódicamente esta ralea. Ante todo, los
confines salvajes, las montañas rudas y pobres, regiones de pastores,
cazadores, cortadores de cabezas; llegan en migraciones periódicas tal como
lo hacen los jornaleros que descienden a los llanos para segar el heno, para las
cosechas y vendimias. También se los percibe como originarios de Brabante,
es decir, de los Países Bajos, de esa región que había provisto a los duques de
Normandía y a los reyes de Inglaterra los primeros mercenarios contratados.
Esta era una comarca en la que los segundones abandonaban gustosos los
pequeños señoríos en busca de fortuna. Pero éste era sobre todo un país, y
esto me parece fundamental, de ciudades populosas, con amplios suburbios de
mala reputación, atiborrados de campesinos recientemente desarraigados, que
se mueren de hambre, dispuestos, para sobrevivir, a aceptar cualquier
contrato, incluso el de matar; ciudades violentas en las que los jóvenes de los
municipios practicaban el tiro al arco en los bosques por donde pasaban
caravanas de mercaderes acompañadas por una escolta que esgrimía el

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cuchillo con facilidad. En efecto, los mercenarios no parecen proceder de las
filas de la nobleza, por muy famélica que ésta estuviese: los hijos de los
caballeros pobres esperan ansiosamente las soldadas, pero se empeñan en
combatir con honor. Los mercenarios se reclutan entre el vulgo, entre los
miserables, los descargadores ocasionales, los sirgadores de piraguas, los
dependientes de carnicería, e incluso entre los pequeños clérigos
exclaustrados como un tal Guillermo que vendió sucesivamente a Federico
Barbarroja y a Ricardo Corazón de León los servicios de la compañía que
dirigía.
Son los príncipes más poderosos y más ricos, aquellos que tienen acceso a
los tesoros más cuantiosos, los que los atraen. Cuando esta peste se extendió
como un mal nubarrón por las provincias de Francia, los textos nos muestran
que fueron por primera vez utilizados en 1159 por el rey de Inglaterra
Enrique II, y posteriormente en 1162 por el conde de Champaña. El arzobispo
de Reims lanzó contra éste el anatema, pues los forajidos que pagaba habían
saqueado los señoríos eclesiásticos, masacrado y quemado treinta y seis
aldeanos en una iglesia. Dos años más tarde, el rey de Francia y el emperador,
esos dos pilares de la cristiandad, se encontraron en la frontera de sus Estados
en una de esas entrevistas fraternales cuya tradición se remontaba a la época
carolingia. Juraron que en sus tierras, entre el Rin, los Alpes y París, no
conservarían «ningún Brabanzón o mercenario de a pie o a caballo…; si
alguien utiliza estos bandidos, su arzobispo u obispo deberá excomulgarle y
lanzar el interdicto sobre su tierra hasta que haya indemnizado, después de
haber hecho la estimación de los daños, a los que hubieran sido expoliados
por esos forajidos». Estas hermosas palabras no impidieron que el conde de
Chalon en 1165, es decir, casi inmediatamente, cuando tomó las armas contra
Cluny —es evidente que el emperador era cómplice y que, sin duda,
participaba en los gastos— reuniese, «siguiendo el camino del Diablo que osó
tentar a nuestro Señor»… «una multitud —eran cuatrocientos— de bandidos
llamados vulgarmente Brabanzones, hombres que no amaban a Dios». En ese
momento estas bandas tenían ya cierta fuerza. Diez o quince años más tarde,
las vemos más consistentes, autónomas y virulentas. Se van desplazando
lentamente hacia el sudoeste, hacia las tierras de los Plantagenet. Ricardo los
retribuye cuando desea afirmar su poder en Aquitania. Desde entonces
conocemos a sus jefes, a esos «príncipes de ladrones» cuyos nombres citan las
crónicas a partir del último cuarto del siglo XII. Capitanes de oscura cuna, de
los que se sabe, sin embargo, que frecuentan a los príncipes y hacen fortuna;
algunas veces su señor los casa, los dota, los establece en un señorío que han

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ayudado a conquistar; al llegar a viejos, son lo bastante ricos como para
levantar iglesias y fundar colegiatas. Con los años se vuelven piadosos. Para
el gran señor que tiene trato con ellos, el problema esencial es pagar las
soldadas; el instrumento, que parece eficaz, cuesta extremadamente caro,
hasta el extremo de poner a los forajidos en posición de negociar: mantienen
conversación con varios príncipes enemigos, exacerbando sus rivalidades.
Agreguemos que estos asalariados representan una amenaza, pues son
capaces de servirse a sí mismos. En 1183, Enrique el Joven, hermano de
Ricardo; ya no sabe qué hacer para dar satisfacción a los que ha contratado:
saquea la abadía de Grandmont, obliga a los burgueses de Limoges a que le
presten doscientos cuarenta mil dineros; todo esto no es suficiente, aún es
preciso robar una suma semejante del tesoro del monasterio de Saint-Martial.
La función económica de las compañías de mercenarios es evidente: son los
portentosos agentes maravillosos de la disminución de los tesoros que en la
época alimentan los circuitos monetarios, los hace crecer y de este modo
mantienen el continuo crecimiento de los negocios. Se necesita una suma tan
abundante de metálico para retenerles que, apenas finalizada la campaña, el
empleador los despide sin demora. Sin embargo, no se dispersan; a la espera
de nuevos contratos, viven en la región ubérrimamente. En 1200, una de estas
compañías vendía la paz a los clérigos de la diócesis de Burdeos: con el
cuchillo en la garganta, cada uno debía entregar un subsidio de ciento veinte
dineros; el arzobispo estaba de acuerdo y quizá recibiera su parte. Azote «que
el Enemigo ha lanzado sobre el mundo para servir de instrumento de su
maldad», esas bandas resisten y se incrustan en sociedades parásitas. Eran de
tamaño reducido —unos cien individuos como máximo—, pero
particularmente destructores.
Las compañías constituyen cuerpos que se desplazan en caravanas,
pesadamente, escogiendo los mejores caminos, ya que llevan consigo, en
carros, a sus mujeres y niños. En Dun-le-Roi, en Berry, por donde pasaban
varias de esas rutas y en donde los cofrades de la paz que los cercaron
masacraron, según las fuentes, entre siete y diez mil mercenarios, se hallaron
en el campo de la matanza los cadáveres de «quinientas a novecientas rameras
cuyos atuendos valían sumas excesivas». Por este motivo, todo el oprobio cae
sobre los mercenarios, por el desenfreno sexual en el que viven y el dinero
que ganan en abundancia. También por la deshonesta manera que tienen de
combatir. Combatiendo a pie como corresponde a los hombres del pueblo,
tiran el arco y la ballesta y desde lejos alcanzan al adversario, solapadamente,
de forma vergonzosa, sin enfrentarse cuerpo a cuerpo; utilizan el cuchillo, ese

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puñal que los Encapuchados de Puy prohibían llevar por ser un arma maldita,
matan salvajemente a los caballeros, con golpes bajos, por los intersticios de
las armaduras. A pesar de todo —y esto produce escándalo—, «no son
inferiores a los nobles, dice la Genealogía de los condes de Flandes, en
ciencia y en virtud (sí, en “virtud” estrictamente) de combatir». En efecto, son
los únicos que conocen todas las estratagemas para introducirse en los
castillos y ciudades amuralladas. En una masa compacta, codo a codo —sólo
son vulnerables separados o en su lento deambular—, levantan en el centro de
la batalla una fortaleza viviente, un muro inquebrantable, erizado de picas, un
refugio seguro al que llegan los señores que les pagan para recobrar energías
y del que parten los tiros que desarticulan las cargas adversas matando a los
caballos. La presencia de estos secuaces de Satán introduce el desorden en el
seno mismo de la guerra más justa, perturba su juego regular, leal; se
desvirtúan todas las reglas, pues se vuelve inútil la defensa de armaduras y
murallas y porque son capaces de atacar a la caballería en sus refugios más
seguros. En realidad, los mercenarios contaminan la cristiandad, la corrompen
al igual que los herejes. Contra ambos, el tercer concilio de Letrán, en el
mismo decreto, predica en 1179 la guerra santa. «Puesto que en Gascuña,
Albigois, la región de Tolosa y en otros lugares, la maldita perversidad de los
herejes que algunos llaman Cátaros, otros Patarinos, otros Publicanos, se ha
desarrollado hasta tal punto que ya no ejercen solamente sus fechorías en
secreto, sino que manifiestan públicamente su error convenciendo a los
simples y débiles, decidimos someterlos al anatema, como también a todos
aquellos que los defienden y les dan asilo. Prohibimos a todos bajo pena de
anatema albergarlos en la casa o en las tierras, mantenerlos y tener trato con
ellos… En cuanto a los Brabanzones, Aragoneses, Navarros, Vascos,
Cottereau y Triaverdins… que practican tal infamia sobre los cristianos que
no perdonan ni a las iglesias, ni a los monasterios, ni a las viudas, ni a los
huérfanos, ni a los viejos, ni a los niños, ni a nadie en razón de su edad o
sexo, y que, como los paganos, pierden y lo arruinan todo… establecemos
igualmente que aquellos que los protegen y mantienen en las comarcas en las
que así actúan, sean denunciados públicamente en las iglesias los domingos y
días de fiesta, y que sean sometidos a sentencias y penas semejantes a las que
padecen los herejes, que no se les permita comulgar en la iglesia si no
reniegan de esta compañía pestífera y hereje. Que se sepan privados de toda
fidelidad y homenaje, en tanto persistan en esa impureza. Ordenamos a todos
los fieles, en remisión de los pecados, que se opongan útilmente a esa plaga y

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que en contra de ella defiendan al pueblo cristiano por medio de las
armas…».
Hay tres quejas contra estas bandas de soldados, que en Montpellier
llaman «manadas». La primera es que matan. Según el biógrafo de Luis VII,
entre los burgueses de Cluny, que en 1166 intentaron detener a una de ellas
constituida en milicia parroquial, dentro del marco de la institución de paz
típica de Languedoc, fueron asesinarles quinientos de una vez y cuando el rey
vengador hizo su entrada en la región, lamentables rebaños de viudas y
huérfanos le escoltaban. Cuando son los mercenarios los que hacen la guerra,
ésta adquiere un aspecto atroz que se pretende ignorar. Otra malicia por su
parte: son los asaltantes de los pobres. Rigord lo menciona diciendo que por
esta razón Felipe Augusto no los tomaba a su servicio —lo cual es falso— y
cuenta —lo cual es cierto— que violaban a las campesinas ante la mirada de
los maridos maniatados, que apresaban a los sacerdotes —a los «cantores» tal
como esta soldadesca del Mediodía llamaba a los curas— y los apaleaban
hasta que aceptasen cantar la misa para ellos —estos hombres considerados
herejes y que llevaban una vida disoluta, no podían prescindir de los cánticos
—. No obstante, y ésta es la última gran acusación, la más grave, estos
bandidos son, además, sacrílegos. Los monjes de Cluny se presentaron ante
los Brabanzones, desarmados, llevando sólo la cruz y las reliquias y cantando
de todo corazón; por mucha agua bendita que esparcieron y por mucho
crucifijo que refregaron, los malditos no retrocedieron; al contrario, les
forzaron, les quitaron sus vestiduras sagradas y les hicieron volver
completamente desnudos. Inocencio III les acusa de robar las capas y los
libros sagrados de las sacristías; Rigord de quemar las iglesias, tirar al suelo la
eucaristía, pisotear las hostias —roban los cálices pero no se atreven a tocar
con sus dedos las especies sacramentales—, llevarse los corporales para
confeccionar con ellos velos «para sus zorras y malditas». En Dun-le-Roi, en
su campamento, abundan los vasos sagrados y las novecientas mozas que
primero violaron y luego estrangularon los combatientes de la paz, sin duda lo
merecían pues se pavoneaban envueltas en casullas. Es imposible pensar en
una abominación mayor. Esta chusma que han vomitado los espacios
marginales, los tenebrosos confines del cuerpo social y las fronteras mal
conocidas del reino, se mofa de los tabúes más estrictos. Han llegado al
extremo de engalanar el cuerpo de las mujeres con la lencería de los altares.
Hay que purgar rápidamente el mundo, a hierro y fuego.
De hecho, los Brabanzones que se dejan capturar vivos son
inmediatamente exterminados. Para vengar la Iglesia de Dios, el buen rey

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Luis VII, los hace colgar, rechazando con gesto elegante los importantes
rescates que algunos de ellos le prometen. En 1182, Ricardo Corazón de León
captura un cuerpo de mercenario; masacra a algunos y salva a ochenta pobres
diablos a los que envía a andar por los caminos, sin ojos, a manera de
ejemplo. Al año siguiente, después de la batalla de Dun-le-Roi, por la noche
se quema la pila de cadáveres para purificar la tierra. Pero la infección es
tenaz: la mantiene el olor del dinero, así como la rivalidad de los príncipes
que no escatiman en recurrir a cualquier medio; resurge sin cesar e irrumpe
por las fisuras del mundo ordenado. En Bouvines, los Brabanzones siguen
estando presentes, aunque del mal lado, el de los réprobos y traidores. Los
panegiristas alaban a Felipe, el buen señor, el rey de la paz, a pesar de haberse
servido durante tiempo de ellos, porque desde hace años se niega a usar ese
instrumento repugnante. En el campo de la oriflama no aparecen ni mujeres ni
mercenarios; ninguno de los peones que participan es un asalariado de sangre
y vicio; originarios de los municipios tradicionales, bendecidos por los
obispos, sirven al orden establecido, trabajan para restaurar la paz, la de Dios
y la del rey, que terminan confundiéndose. El vencedor no tiene las manos
sucias.

El siglo XII vio desarrollarse en Francia, en el seno de la acción militar,


una segunda innovación, igualmente escandalosa y contaminada por el afán
de lucro, condenada por la Iglesia. Se trata de un juego, el torneo, cuya
influencia fue determinante en el comportamiento de los hombres que
combatieron en Bouvines. No conocemos bien su historia. El propio vocablo
aparece en la crónica de Saint-Martin de Tours, del 1066: cerca de Angers, se
dio muerte a varios barones y uno de ellos, Geoffroy de Preuilly, es llamado
torneamenta invenit. Es imposible pensar que este hombre haya sido el
inventor; la costumbre de los combates simulados era, sin duda, muy antigua
en una sociedad que deba tanta importancia a la guerra. El historiador Nithard
describe uno de esos ejercicios en medio de los festejos que acompañaron, en
el siglo IX en Estrasburgo, la entrevista de paz entre Carlos el Calvo y Luis el
Germánico. Lo que importa es que en los albores del siglo XII la predilección
por este tipo de diversiones ya está muy arraigada entre el Loira y el Escalda.
Del buen conde Carlos de Flandes, su panegirista cuenta que, hacia 1125,
«por la honra del país y el ejercicio de su caballería, combatió en contra de
algunos condes y príncipes de Normandía y Flandes; a la cabeza de
doscientos caballeros, realizó torneos que acrecentaron su fama y el poderío y

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gloria de su condado»: estos encuentros amistosos en los que se jugaba a
combatir se hicieron a partir de ese momento anuales y rutinarios. Sin
embargo, puede establecerse una fecha como hito esencial en la cronología de
los torneos: 1130. En ese año, en los concilios conjuntos de Reims y
Clermont, la autoridad pontificia creyó necesario vituperar «esas deplorables
reuniones o ferias (retomando el texto de este canon, el concilio de Letrán III
en 1179 agregará la siguiente glosa: “que se llaman vulgarmente torneos”) a
las que acostumbran a concurrir los caballeros». Prohibición, sanciones —
menos graves sin embargo que para las otras transgresiones a los reglamentos
de la paz: «al caballero que en ellos pierda la vida no se le negará ni la
penitencia ni el viático, sino solamente la sepultura en la Iglesia». El motivo:
los torneos son «ocasión de muerte de hombres y de peligro para las almas».
En efecto, es evidente que lo que importa es no matar en vano a los caballeros
de Cristo; tales muertes engendran rencores y el gusto por la venganza; de
este modo prolongan las discordias internas que la paz de Dios intenta
reducir; debilitan, y esto es esencial, al ejército cuyo objetivo sigue estando en
Jerusalén y en la protección del Santo Sepulcro. Por otra parte, esos combates
deportivos —Guillermo de Newburgh los define así: «sin presencia de odio,
por el puro ejercicio y ostentación de las fuerzas corporales»— son
demostraciones de vanidad, juegos de azar como los dados en el que se
solicita sin necesidad el juicio de Dios y que todo buen cristiano debe evitar al
igual que sucede con los juramentos por ser sacrílegos; el orgullo, la
preocupación por la gloria mundana se nutren de estos alardes, por esta razón
considerados perversos.
La prohibición seguirá en pie durante todo el siglo XII. En 1149, en el
momento en que concluía la segunda cruzada, san Bernardo exhortaba a
Suger «a armarse con la espada del espíritu para impedir que renazca un uso
diabólico que nuevamente nos amenaza. Tan pronto como regresó del viaje, el
príncipe Enrique, hijo del conde de Champaña, y Roberto, hermano del rey,
rivales encarnizados, convocan, para después de las festividades de Pascuas,
una de esas ferias execrables y malditas, en las que se proponen llegar a las
manos y combatir hasta la muerte». Salvo en las épocas en que, con
circunspección, como en 1190, se preparaba una gran peregrinación armada al
sepulcro del Señor, interrumpiéndose por breve tiempo todos los juegos, las
amonestaciones de los eclesiásticos quedan sin ningún efecto. Los príncipes
toleraban los torneos, a menudo los organizaban y participaban
personalmente. En todo caso, no ponían ninguna traba a su desarrollo.

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La moda del torneo tuvo razones técnicas. Este servía para el
entrenamiento de la caballería en la práctica, nueva y difícil, del esgrima con
lanza (el bajorrelieve de la fachada de la catedral de Angouleme en el que
aparece representada por primera vez una de estas justas caballerescas es
estrictamente contemporáneo de la primera prohibición de los torneos). Los
héroes, capaces de desarmar alegremente a sus adversarios, a partir de
entonces provendrán de las regiones en las que florecen los torneos —esto
fue, sin duda, lo que motivó a Ricardo Corazón de León para terminar con la
prohibición en Inglaterra—. Pero el éxito de esta moda también debe
relacionarse con la evolución de las estructuras políticas, la consolidación de
los principados y el propio éxito de los grandes señores que ponían todo su
empeño en asegurar una paz más duradera. No es casual si este juego se
desarrolló en las provincias mejor controladas. Consecuencia necesaria,
válvula de escape, campo de exteriorización, el torneo ocupa a los caballeros
que han quedado inactivos por las restricciones impuestas a la verdadera
guerra y, al mismo tiempo, mantiene vivo su arrojo. Carlos el Bueno,
ensalzado por haber establecido sólidamente la paz en Flandes, logró su
propósito haciendo que se desplazara hacia el exterior, en momentos
excepcionales, marginalmente, en las «marcas» de un estado mejor
organizado, la turbulencia de su nobleza. ¿Qué harán los guerreros normandos
cuando los reyes Enrique II y Luis VII finalmente se pongan de acuerdo para
concluir la tregua? «Jugarán por la tierra participando en torneos.». Y si
Amoldo, hijo del conde de Guiñes, impaciente por vivir gloriosamente y
alcanzar la honra del siglo, se abalanza ciegamente a los torneos, es también
para acabar con el ocio en el que está por falta de «delirios belicosos» en un
país dominado por el poderoso puño de su padre. Sin duda, habría sido mejor
partir a la cruzada. Pero estos simulacros de la guerra que son los torneos
quizá tuviesen otra función, en este caso simbólica: ¿no eran especies de
danzas de la paz recuperada y del fin de los antiguos rencores, a las que
estaban ritualmente invitados los jóvenes guerreros? Sea como fuere, los
torneos se exteriorizan en las fronteras del orden establecido, como descarga
gratuita de la agresión, como su necesaria proyección lúdica.
Esta peculiar forma de la sociabilidad caballeresca se puede observar
mejor durante la séptima y octava décadas del siglo XII, en la época del tercer
concilio de Letrán y de la llegada al trono del rey Felipe de Francia, gracias a
dos escritos que testimonian la rápida vulgarización de una literatura
apologética profana, ya que fueron compuestos en honor de dos señores de
mediana alcurnia. El primero es Amoldo de Guiñes, señor de Ardres —el

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futuro combatiente de Bouvines—, que es celebrado por un sacerdote
doméstico de la casa del conde, su padre; el segundo, Guillermo el Mariscal
—que muy a su pesar no estuvo presente en Bouvines—, cuyo panegírico en
verso en lengua vulgar se basa en los recuerdos de su ayudante de armas.
Gracias a estos textos nos damos cuenta de que Francia, en esos tiempos, era,
sin duda, el paraíso de los aficionados al torneo. Para los cronistas ingleses,
los torneos son combates «a la francesa», «a la gala»; el señor del joven
Guillermo le aconsejó abandonar Inglaterra lo antes posible: éste no es un
buen país, decía, para los valvasores y para los que se dedicaban a vagar; los
hombres de valía, los que aprecian los torneos, deben atravesar el canal de la
Mancha. ¿Por dónde deambula desde entonces el futuro mariscal? Por
Normandía, Anjou, Maine, la Isla de Francia, Hainaut; y los que participan en
sus juegos proceden todos de París y Valois, de las regiones de Brie,
Champaña, Flandes, Maine, Anjou, Turena, Normandía, Borgoña y Poitou —
es decir, únicamente de los grandes principados del norte de Francia, a
excepción de Poitou—. Pero los encuentros no se realizan en el centro de
estos estados, sino en sus márgenes, en Brie, en el vado de Luzy, en Borgoña
entre Montbard y Rougemont, en las regiones de Soissons y Chartrain, cerca
de Dreux, en Gournari, Lagny y Joigny, siempre fuera de las grandes ciudades
y castillos; en los confines de los grandes poderes feudales, en el área de los
antiguos bosques galos que en el pasado señalaban la frontera entre los
pueblos y que siguen manteniéndose como zonas neutras en las que,
tradicionalmente, también se celebran las asambleas de paz a las que
concurren los señores más encumbrados a rendir homenaje y en las que
habitualmente se organizan las batallas, como en el caso de Bouvines.
La impresión de marginalidad deliberada se confirma cuando se observa
la persona de los «que participan en los torneos», y su situación en la
sociedad. Estos son, en su mayoría, «jóvenes», lo cual quiere decir que este
juego ocupa normalmente una etapa de la existencia caballeresca que puede
ser considerada también como una «marca», un intervalo más o menos
prolongado entre los años de aprendizaje y la época en que, finalmente, ya
casado y padre de familia, el hombre de sangre noble adquiere la plena
responsabilidad de la gestión señorial, en el interior del marco ordenado que
constituyen la casa, el matrimonio, la dirección del patrimonio y el
parentesco. Desde esta perspectiva, el torneo aparece más claramente como
un dispositivo de rechazo, de proyección fuera de las estructuras de orden, de
control de las turbulencias. Se trata, pues, de un asunto que concierne
exclusivamente a los varones adultos que han sido investidos caballeros, a los

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que los mayores del linaje no quieren o no pueden darles mujer y que, por
tanto, no están aún instalados con los seniores ni disponen de independencia
económica; en la casa paterna no tienen ninguna ocupación, más bien son un
estorbo y se les expulsa de ella. Consideremos a Arnoldo de Guiñes: cuando
éste alcanzó la edad de participar en los juegos que constituyen la educación
del futuro guerrero, abandonó la casa de su padre y éste le confió a su propio
señor, el conde de Flandes. En casa de éste se mostró arrojado, ducho en
armas, dispuesto a servir, generoso, risueño, hermoso, suave, graciosus; a su
señor le hubiese gustado armarle caballero personalmente, pero, por cortesía,
dejó la «gloria» de este gesto a su padre. Este, el día de Pentecostés del año
1181 —única fecha precisa que ofrece la biografía, lo cual dice mucho acerca
del valor que desde entonces se atribuye a esta ceremonia en el mundo de los
príncipes— da a Arnoldo y a otros cuatro jóvenes la bofetada «que no se
devuelve», elevándoles, por medio de los «sacramentos caballerescos», a la
perfección viril. Y esto se hace con placer: están presentes actores y juglares
para cantar los elogios, comen y beben y, al día siguiente, mientras repican las
campanas, el nuevo caballero es recibido por los monjes y clérigos en la
iglesia de Ardres. Pero, inmediatamente, Amoldo vuelve a partir. Su casa
nuevamente lo rechaza, y su padre, durante dos años, le «concede ayuda y
patrocinio»; en otras palabras, le pasa un subsidio y le protege con su poder,
le permite «errar por muchos países», le elige un mentor que le da consejos
«para los torneos y el uso de los dineros»; cerca del joven que está aún
aturdido coloca, como preceptor de armas, a un sobrino suyo de reconocida
destreza por haber sido el acompañante del joven Enrique, hijo del rey de
Inglaterra. Omnes Ghisnensis terre torniatores, todos los aficionados de la
región se aglutinan entonces en torno a Amoldo, que se ha transformado en
una especie de príncipe de la juventud, investido por cierto tiempo, para
gloria del linaje y del condado, de las funciones de proeza y prodigalidad que
los viejos señores ya no podían cumplir con igual desenvoltura. Pasados estos
dos años, parece que Amoldo se dedicó durante bastante tiempo a los placeres
del vagabundeo, esta vez a pesar de su padre y sin subsidio. En 1190 sigue
«dando vueltas», pero por entonces bien provisto de metálico pues su padre,
deseando verle partir a la cruzada, le ha dado los suministros necesarios. Pero
a Amoldo no le tentaban las aventuras en Tierra Santa; no sabía cómo utilizar
todo ese dinero y lo derrochaba en dones y galas: la preparación de la cruzada
había abierto un paréntesis en los torneos. Mientras tanto, se había vuelto
famoso; en muchas comarcas, dice su biógrafo, se canta en él al héroe y la
gloria de Guiñes. Tiene ganas de establecerse y de volverse un senior; debe,

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pues, casarse y ricamente ya que no es probable que su padre muera pronto y
le deje su herencia. Se pone entonces a seducir con sus proezas a todos los
partidos posibles; de este modo logra cazar a la heredera mirífica, la condesa
de Boulogne, finge amarla, despliega todo el ritual de la seducción cortesana
—se percibe al padre siguiendo la maniobra desde lejos—, pero es en esta
ocasión, como hemos visto, que Renaud de Dammartin le roba la presa. Este
ejemplo muestra que el caballero participa en los torneos hasta que se casa; es
lo único que sabe hacer. Lo mismo sucedió poco tiempo antes con el rey
Enrique II de Inglaterra: éste había ofrecido a su primogénito, al cumplir
veinte años, un año y medio de vagabundeo; el príncipe también prolongó
durante siete años esta especie de peregrinaje deportivo que todos los jóvenes
debían realizar. Mientras duró la interminable excursión, Guillermo el
Mariscal dirigía a Enrique el «Joven», intentaba, no sin dificultad, enseñarle a
luchar correctamente y así iba volviéndose «señor y amo de su señor y esto
era legítimo puesto que le enseñaba la proeza». En cuanto a Guillermo,
también él «erró» durante más de veinte años, hasta 1184, momento en que
partió a Tierra Santa; allí permaneció durante tres años y a su regreso sirvió a
Enrique II dos años más; finalmente, en 1190 se casó. Cuando pudo
establecerse tenía más de cuarenta años. En el torneo no ponen en juego la
edad y sobre todo el estado de minoridad económica: los jugadores,
numerosísimos, son aquellos a los que las estructuras patrimoniales y las
estrategias de la política matrimonial de los linajes mantienen al margen,
inestables, frecuentemente durante mucho tiempo.
El ejercicio lúdico aparece normalmente delegado en el hijo. Pero a veces
el señor debe asumirlo personalmente. Esto sucede cuando éste accede al
poder en el esplendor de su fuerza física y si el primogénito no está aún lo
suficientemente preparado para conducir en lugar suyo a los jóvenes de la
región en los torneos. No puede eludirlo, pues en ese caso perdería la estima,
le servirían mal y se le escaparía de las manos el control de los tumultos.
Hemos visto cómo el conde Carlos de Flandes conducía personalmente cada
año su caballería al torneo. Balduino, conde de Hainaut, hace lo mismo. En
1171, cuando recibe su título, lo primero que hace es presidir el día de
Navidad, un banquete, el festejo de invierno, las grandes comilonas de
hombres de buena cuna, en las que la nobleza hace gala de comer mucho.
Pero en cuanto el tiempo mejora un poco, parte con ochenta caballeros;
deambulan por Champaña y Brie, participan en dos encuentros. Regresa para
Cuaresma, hace retiro y como todos los demás se aguanta; finalmente llega
Semana Santa e inmediatamente después, hasta Pentecostés conduce

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nuevamente su tropa —compuesta ahora por cien caballeros— por las
fronteras de Borgoña, hasta Rethel. Tanto para él como para sus iguales, esto
significa, ante todo, gobernar. En todos los torneos que describe la Canción
de Guillermo el Mariscal, están presentes los príncipes, el conde de Flandes,
el duque de Borgoña, los condes de Clermont, Boulogne y Saint-Pol —todos
los futuros jefes de la batalla de Bouvines que eran jóvenes en ese momento,
o en su defecto, sus padres—. No falta ninguno de los príncipes del norte de
Francia, a excepción de los reyes. En 1194, cuando organizaba un circuito de
torneos en Inglaterra, Ricardo Corazón de León, el modelo de los caballeros,
no participa personalmente: se hace representar por su medio hermano, el
conde de Salisbury, ya que se piensa que estas diversiones profanas
despreciadas por los obispos no convienen a la dignidad real, tan
estrechamente ligada con lo sagrado. El Capeto permite a sus hermanos
practicar estos juegos, pero no a su primogénito, que será su sucesor y deberá
mantener pura su espada. En Bouvines, Felipe Augusto es el único que nunca
ha participado en un torneo. Por el contrario, para toda la juventud
aristocrática del norte de Francia es una escapatoria habitual; «cada quince
días aproximadamente se realizaban torneos en sitios distintos». En el
apretado calendario de las competiciones, durante la Cuaresma tiene lugar la
única pausa algo prolongada, además se trata de reducir por todos los medios.
Transcurrido el tiempo de abstinencia, todos se precipitan y consumen doble
ración al acercarse los Carnavales. La contabilidad que Guillermo el Mariscal,
buen administrador, ordenó llevar durante un año de las ganancias que
realizaba en los torneos se extiende desde Pentecostés hasta el martes de
carnaval del año siguiente. La fiesta deportiva nunca se detiene, ni siquiera en
invierno. Desafía las lluvias y los fríos. El torneo es una pasión.
El torneo es un deporte de equipo, como la verdadera guerra, la de los
mercenarios. Los jóvenes que un día pasaron por Clairvaux en donde san
Bernardo trató, sermoneándoles, de que se alejaran del mal, de la insensatez
de combatir inútilmente, constituían una banda, una mesnada, una «manada».
Esto nos lleva a rechazar la imagen de justas individuales que en un terreno
estrictamente delimitado por palenques habrían enfrentado a dos jinetes
armados con lanzas; hasta bien entrado el siglo XIV esta imagen es inexistente.
El torneo de la época que estudio no es un duelo, sino un tropel, en el que
nadie combate cuerpo a cuerpo. En él se dan cita varios equipos con sus
colores y capitanes. Cada uno de ellos pretende dirigir, para su propia gloria y
la de sus antepasados, para que las damas hablen de él, el mejor equipo, el
más poderoso. Cuando comenzó, Balduino de Hainaut iba acompañado tan

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sólo por cuarenta hombres; dos años más tarde le seguía un cortejo mucho
más nutrido de doscientos caballeros y doscientos peones. En cuanto a
Enrique el Joven,

no existía buen caballero


valiente y diestro en armas
que él no quisiese llevar consigo

en el torneo de Lagny, quince adalides combatían en su nombre, cada uno con


su propia compañía; éstos habían sido reclutados en Inglaterra, Normandía y
Anjou, pero la gran mayoría procedía de la Isla de Francia —de una región
naturalmente enemiga que era, no obstante, tierra de campeones—. Las
compañías de torneos son asociaciones de aventureros necesariamente
heterogéneas; se reconocen por ciertos signos comunes: el grito, los
emblemas pintados sobre los escudos —es sobre todo en los torneos y no
tanto en las guerras donde se hacen visibles los rápidos progresos que conoció
en ese tiempo la heráldica. Su cohesión es sobre todo fruto de buenas pagas.
Aquí es donde el dinero hace su primera aparición, ya que los participantes
están, para hablar con propiedad, contratados. Los hombres de la compañía de
Enrique el Joven

tenían por día veinticinco cuartos


ya sea para errar, ya para estancia
desde el día en que dejaban su tierra.

Se puede observar cómo aumentan las cotizaciones en el entorno de los


jugadores más célebres. Por la noche, después de Gournai, los «ricos-
hombres» se disputan al Mariscal; magullado por los golpes recibidos pero
reluciente de gloria; «cada cual le codicia», el conde de Flandes y el duque de
Borgoña llegan incluso a proponerle una pensión anual de doscientos cuarenta
mil denarios. A las estrellas la fortuna les llega súbitamente. La rivalidad
permanente, la búsqueda incesante de gloria hacen que los denarios proliferen
en manos de los más ricos. El torneo que casi no conoce interrupción es, en
mayor medida que la verdadera guerra, el instrumento de una redistribución
del dinero que amasan los príncipes entre la caballería modesta. Y esta
afluencia beneficia a muchos otros. Antes de cada encuentro es necesario, por
supuesto, equiparse, comprar esos frágiles instrumentos que son los caballos.
Entre dos torneos, Guillermo el Mariscal concurre a la feria de invierno de
Lagny para elegir los mejores caballos de combate. Paga muy caro a los

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tratantes, él que, siendo muy joven y estando en preparativos para su primer
torneo, tuvo que dar a cambio de una buena montura el precioso manto que
había recibido en don el día de su investidura. Pero, mientras tanto, el
campeón ha hecho fortuna. De este modo, en torno a cada encuentro
deportivo se despliega un tráfico inmenso; los escritores eclesiásticos fueron
muy precisos cuando, preocupados por expresarse correctamente, antes de
forjar el neologismo torneamentum, utilizaron la palabra nundinae, que
significa ferias. La feria y el torneo tienen rasgos semejantes: la inmunidad
prometida a los participantes, la brusca aparición de tiendas en las que
acampan por algunos días ganaderos, mercachifles, chalanes, herreros,
bufones, mozas, todos aquellos que prestan, cambian, ganan o roban dineros.

De diestra y siniestra tantos vinieron


que hormigueaban por toda la comarca.
Habríais visto caballos de España,
de Lombardía y de Sicilia…

En ambos, el metálico circulaba en abundancia.


Con mucha antelación se fijan el lugar y fecha y la noticia se propaga a
los cuatro vientos, de corte en corte. En las moradas de los adalides, durante
los días previos al juego,

llénase la sala de caballeros


La noche entera pasan los caballeros
apisonando la cota, frotando calzas
y ataviando sus armaduras,
collares y coberturas
sillas y freno, arnés y cinchas.

Las bandas se instalan en la ciudad, en las aldeas cercanas o, más


próximas al campo de juego, en el recinto de pabellones que se ha constituido.
Las visitas son frecuentes de un lugar a otro, beben juntos, juegan a los dados,
hacen acuerdos con los rezagados para compromisos de ultima hora, sellan
alianzas, discuten acerca de la táctica a seguir durante el gran divertimiento.
A veces éste es precedido por una novillada, encuentro de los más jóvenes,
que no es más que una distracción. Al amanecer del día previsto, los guerreros
se arman delante del refugio, empalizada detrás de la cual los cobardes podrán
ocultarse. Luego los equipos se reúnen y se aglutinan en poderosas «batallas»
que se ordenan en dos campos. No existen ni combate singular ni campo
acotado. Cuando, a la hora prevista, se da la señal de partida —algunos

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tramposos ya se han puesto en movimiento para ocupar las mejores
posiciones—, las tropas se despliegan en un área muy amplia, ilimitada,
interrumpida por accidentes de los que hay que sacar partido, para tender
emboscadas o refugiarse: en el torneo de Anet los franceses se guarnecieron
en la antigua colina de un castillo destruido, mientras que quince caballeros
en desbandada encontraban refugio en una finca, el tiempo necesario para
rehacer la compañía. El combate invade incluso las callejuelas de las aldeas.
En una de ellas, Simón de Neaufles bloqueaba el paso con sus hombres;
Guillermo el Mariscal le captura y le arrastra tirando de las riendas del
caballo; cuando se da la vuelta para mirarle, el cautivo ya no está en su silla,
sino suspendido del canalón de un techo por su armadura. Esta es la verdadera
guerra: trampas y sorpresas en abundancia para deleite de todos. Al igual que
en la guerra, los jefes utilizan peones que van provistos de picos y arcos. Pero,
también al igual que en la guerra, los caballeros son los verdaderos jugadores.
A veces, cuando están aturdidos, se aventuran solos, pero si son sensatos
permanecen uno al lado del otro, formando un grupo compacto, inseparable,
de diez, veinte o treinta hombres como máximo que recibe el nombre de
conroi. Esta formación, cerrada como un puño, está tan unida que si se
arrojase un guante al aire, éste, al caer, rozaría necesariamente a un caballo o
a un jinete; «entre sus lanzas no queda sitio para que pase el viento», así lo
expresa, mejor que nadie, la Canción de Aspremont. Lo mismo sucede
durante el vagabundeo del joven caballero: éste únicamente permanece solo
en la ficción de las novelas de Bretaña; nunca se separa de ciertos compañeros
y tampoco combate muy lejos de sus amigos, salvo cuando la cólera, la
envidia o la desmesura le dominan y casi siempre terminan perdiéndole. Las
sociedades guerreras son como grumos y su acción consiste precisamente en
desbaratar los cuerpos rivales. La victoria sonríe a los equipos que saben
esperar, conservar su cohesión y dejar cansarse, embriagarse y desperdigarse
a los otros. En ese momento les sumirán en el desorden y les obligarán a la
desbandada. Y allí, por lo general, culmina el torneo. En 1182, en Guornai, se
sorprendieron de que no fuera así:

La aventura fue tan bella


Que en ningún bando
Hubo desbandada. Se separaron
de común acuerdo…

Habitualmente, tras largas horas de acecho, se produce la súbita derrota y


llega entonces el momento de capturar las buenas presas en la descontrolada

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huida de los batallones que se dispersan.
Tal como sucede en la verdadera guerra, lo que desean los jugadores es
«ganar» gloria, pero, ante todo, dinero. Cobrarse para pagar sus gastos y
regresar más ricos. Las «justas por placer», convencionales y sin apuestas,
son escasas: no atraen a demasiada gente. Los caballeros van al torneo como
se va al garito, a «ganarlo o perderlo todo», a apoderarse de los arneses y
caballos que tanto valen y, sobre todo, a hacer prisioneros. Con este fin se
asocian con otros para atrapar presas apetitosas, obligar a un adversario
particular a que se declare vencido, permitirle continuar el juego si lo desea
—con frecuencia un mismo caballero es capturado varias veces al día. Al caer
la noche, en el campamento, cada cual pregunta por sus parientes y amigos:
¿han ganado?, ¿han perdido? Los caballos conquistados se ofrecen a los
vencedores; liberados, los prisioneros piensan en su rescate y tratan de reunir,
no sin dificultades, la abundante suma de dinero requerida. El juego se
desarrolla, en efecto, sobre la base de una suma en metálico mayor de la que
en realidad poseen todos los caballeros juntos: la sorpresa fue grande cuando
cierta noche vieron a Guillermo el Mariscal sacando de sus bolsas varios
cientos de dineros y pagando su rescate al contado; habitualmente el cautivo
entregaba prendas y entre sus parientes aparecían fiadores que le servían de
garantía. Al igual que en la clausura de una feria, entre vencedores y vencidos
se instaura un procedimiento de compensaciones, contratos, transferencias,
deudas postergadas hasta el siguiente encuentro, promesas éstas cuyo sólido
fundamento es una moral del honor. Un circuito íntegro de palabras
intercambiadas, el empleo de una moneda de palabra, ficticia, a la que obliga,
como en las reuniones mercantiles, la escasez de las piezas de plata. Y como
los mejores beneficios proceden de la captura de hombres, cada cual trata en
lo posible de no maltratar excesivamente al adversario. Los concilios
condenan los torneos porque en ellos se mata. En efecto, este deporte violento
produce tanta víctimas como la guerra y seguramente más. Para convencerse
de ello basta con contar, en las genealogías que se pueden reconstruir, el
número de juvenes que perecieron en estas demostraciones de arrojo. Pero
estas muertes son completamente accidentales y, en el campo de juego,
amargamente deploradas en la medida en que representan para el partido
adverso una enorme pérdida que hay que recuperar.
Así pues, en el torneo debe verse —y en esto también se asemeja a la feria
— el espacio de una actividad muy lucrativa, el único sitio en el que los
caballeros pueden enriquecerse tan velozmente como los comerciantes y en
esa época quizá era la ocasión de las más cuantiosas de transferencias de

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riqueza. La función de los torneos en la economía del siglo XII equivale a la
que tiempo atrás cumplía la donación piadosa, en una población mejor
controlada por los sacerdotes. Razón de más de la Iglesia para condenar estos
juegos, pues rivalizan con la limosna y abren la única fisura por la que puede
colarse, en la mentalidad aristocrática, el espíritu de lucro. Por supuesto que
es posible arruinarse por cobardía, torpeza o mala fortuna. Pero, en resumidas
cuentas, son los príncipes los que soportan todas las pérdidas. Son ellos los
que pagan los platos rotos y el dinero que piden fácilmente en préstamo a los
burgueses sirve para recompensar a los equipos perdedores, reemplazar los
caballos muertos y las cotas rotas, liquidar los rescates y distribuir las
soldadas. El beneficio más importante queda en manos de algunos caballeros,
aquellos cuya habilidad alaba y cuyo rápido ascenso justifica Bertrand de
Born en algunos de sus sirventes. De hecho, los virtuosos de la justa ecuestre
escalan en pocos años los peldaños de la fortuna. Guillermo el Mariscal fue
uno de esos magníficos campeones. Mientras que

comenzaba a crecer el raudal


de su valor y su proeza
merced a la cual ascendía en grandeza

se asoció con un caballero flamenco que pertenecía también a la mesnada de


Enrique el Joven; siendo dos los negocios podían marchar mejor. Entonces
«compañía le solicitó» y la sociedad duró dos años. Tenían su contador, el
clérigo cocinero del joven Enrique, cuya función en el equipo era
precisamente la de contabilizar los gastos y hacer para los dos compadres la
suma de las ganancias. Fueron éstas tan abundantes que no quiso anotar los
precios de los caballos y los equipos; tan sólo confeccionó la lista de los
caballeros rescatados, que en diez meses llegaron a ciento tres. Un
maravilloso cuadro de caza e innumerables puñados de dineros.
No obstante, para la moral caballeresca estos dineros deben ser
despreciados. Esta ética ha sido forjada precisamente en los torneos, en el
propio seno de ese juego de dinero que refuerza el ascenso de los ávidos, de
los comerciantes y mercenarios cada vez más amenazadores y que hace sentir
a la aristocracia el peligro no muy lejano de ver amenazados los fundamentos
materiales de su superioridad. El buen caballero debe ser desinteresado;
proeza sin largueza nada vale. El mundo de estos jugadores les obliga a
buscar no la ganancia, sino «el premio», es decir, la gloria. Guillermo el
Mariscal, que llega solo al torneo de Pleurs, según su panegirista,

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Nunca nada supo de ganancias
y como al bien hacer siempre aspiró
nunca ganancias le faltaron
Obtuvo lo que era más preciado
Pues muy rico se vuelve aquel
que honra y conquista gana.

Un poco más tarde le encontramos en Joigny, distribuyendo la parte de


sus ganancias entre los cruzados

y liberó de prisión
a caballeros que había apresado
y a cambio muy gran premio le dieron.

El supremo valor —otra fuente de beneficios para los que se aproximan a


él: obtener una buena posición en los premios les permite alquilarse más caro
a los capitanes— reside en el premio concedido al mejor; al final del torneo,
por deliberación de los «ricoshombres». Una recompensa simbólica (en
Pleurs es un lucio; una dama se lo ofrece al duque de Borgoña, que lo rechaza
y con él inmediatamente todos los jefes; finalmente dos caballeros y un
escudero se lo llevan solemnemente a Guillermo el Mariscal, al que
encuentran con la cabeza sobre el yunque, y el herrero jadeante tratando con
la tenaza y el martillo de liberarle de su yelmo torcido y hundido hasta el
cuello). No podemos dejar de señalar la significación esencial que adquiere el
«premio» hacia el siglo XIII; sin duda éste confiere al torneo el aspecto de un
concurso, de una contienda por el honor en la que encuentran su fundamento
los imperceptibles movimientos que, en vísperas de Bouvines, van
modificando el comportamiento caballeresco. Por dos razones: ante todo,
porque estamos en el momento de la gran proliferación de mercenarios frente
a los cuales surge la necesidad de estructurar mejor la moral de la guerra
noble. También porque el reparto de los laureles se hace ante la mirada de las
mujeres. Las damas no están ausentes de estas fiestas de la violencia. A veces,
como sucedió en Pleurs, son ellas las que con sus propias manos ofrecen al
vencedor los emblemas del valor. Por la mañana, antes de que comenzase el
torneo de Joigny, los caballeros que se estaban preparando vieron aparecer a
la condesa con su séquito; dejando sus yelmos, corrieron a su encuentro y se
cogieron de las manos para bailar. Uno de ellos preguntó:

… hay aquí algún cortés


que cante?

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Guillermo el Mariscal, sin duda: éste entona un lay que todos repiten. Fue así
cómo en aquella época los torneos se fueron transformando también en
escuelas de cortesía; nadie ignoraba que en ellos podía ganarse el amor de las
damas por medio de conductas aprendidas. Además, en este punto intervenían
otros profesionales, «esos histriones que llamamos heraldos», agentes de
publicidad, empresarios —pero también traficantes de gloria: «cuando en un
ejercido de armas encuentran a alguien que trabaja con fuerza y virilidad»
componen una canción en su honor. Esto fue lo que hizo, la mañana de
Joigny,

…un cantorcillo
que heraldo nuevo era

Astutamente su estribillo rezaba:

Mariscal,
me daréis pues un buen rocín.

Y Guillermo no pudo hacer menos que capturar un caballo en medio del


combate y ofrecérselo.
Lo que importa es que, desde entonces, mediante tales celebraciones, se
exaltó la proeza individual y el torneo se transformó en el espacio de otra
mutación esencial. Para los enfrentamientos era necesario aglutinarse en
equipos fuertemente entrelazados. Pero durante las peripecias del juego
algunas personalidades emergían de la multitud, ascendían por los peldaños
de la «grandeza»: toda la fama recaía sobre estos campeones, cuyas hazañas
difundían relatos y elogios, tal como sucede en las crónicas de Bouvines. Eran
los únicos que sobresalían y sin duda el motor de su ascenso era material:
como eran los ganadores podían pagarse panegiristas. Así el beneficio
aparecía sublimado. Del mismo modo que la caballería, para distinguirse del
burgués enriquecido, exaltó los actos de prodigalidad, frente a mercenarios y
Brabanzones que trabajaban honesta y seriamente pero sin lustre, debió
obligarse a la valentía, a la ostentación del coraje y a los arabescos de la
temeridad. Este coraje era juzgado por las damas que, profundamente
emocionadas, se dejaban conquistar más fácilmente. En él se resumía la
proeza, primera de las virtudes nobles —fue en esa época cuando poco a poco
la cobardía se identificó con villanía—; a partir de entonces aquella fecha fue
la virtud de un solo hombre, cuya acción seguía teniendo evidentemente el
respaldo de la solidaridad de un equipo, pero que consideraba su gloria como

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bien propio, como riqueza que le alejaba de su grupo y que él pretendía hacer
fructificar solo —del mismo modo que la bolsa de monedas era propiedad
exclusiva del mercader que iba en una caravana. En el permanente juego de
equipo y dinero que era el torneo, en este divertimiento que se desarrollaba en
la gratuidad de lo profano, bajo la amenaza de los castigos de la Iglesia, la
proeza fue cimiento de libertad y seguridad: liberó al individuo de la coacción
vivida, necesaria, opresora, a veces asfixiante, del linaje y las amistades y
confirió la ilusión de soledad, de esa soledad gloriosa, exaltante e imaginaria
de los Percevales y Gauwains vagabundos.

El acontecimiento que es Bouvines se ilumina cuando lo situamos en la


larga sucesión de progresos que en el siglo XII habían modificado las formas
de la acción militar; en la serie de perfeccionamientos técnicos que conducían
a reforzar incesantemente la defensa y que habían terminado haciendo de la
justa de jinetes pesados, invulnerables y por ello menos temerosos, la clave de
cualquier combate; en el seno de la lenta consolidación de los marcos
políticos que hacían que la verdadera guerra se viera encuadrada dentro de las
ordenanzas de paz cuyo control poseían los grandes príncipes y que hacían
proliferar los torneos; en la progresiva invasión de un poder, el de la moneda,
que impulsaba a la caballería a preocuparse más por defender sus privilegios,
inquieta ante la rivalidad con los mercenarios y ante la fortuna de los
mercaderes, atenta asimismo a las sordas agitaciones de revuelta que un oído
atento podía percibir en las profundidades del pueblo sometido; finalmente,
en el desarrollo ininterrumpido de un renacer cultural. En 1214, es cada vez
menor el número de caballeros que no saben leer o, al menos, recitar poemas
y cantar. Esto explica, en el ordo de los guerreros, la nueva consistencia de un
sistema ideológico cuya autonomía se afirma frente a otro, el de los hombres
consagrados a la oración. En este sistema de representación, conceptos,
imágenes y emblemas rituales que alcanzan su madurez en la época de
Bouvines, no es posible discernir con precisión sus formas más antiguas y las
prolongadas germinaciones que prepararon su florecimiento. Puesto que
durante mucho tiempo, hasta comienzos del siglo XII, todos los objetos
culturales lo bastante resistentes como para durar hasta nuestros días, todos
los discursos escritos o visuales, eran obra de pintores o monjes, y el
historiador debe adivinar, a través de lo que esos hombres expresaron, lo que
los caballeros tenían entonces en sus mentes. Tarea en sí nada fácil, que se
agrava por el hecho de que, un siglo y medio antes de Bouvines, la actitud de

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la Iglesia frente a la militia seguía siendo, en conjunto, agresiva y
reprobatoria. Al menos esto es lo que nos dejan entrever los testimonios: hasta
ahora los más esclarecedores proceden del monaquismo que seguía
dominando las instituciones eclesiásticas, menospreciaba el mundo carnal y
se pretendía instigador de penitencia. Al caballero se le proponía una única
vía, la «conversión». Que se quitara el cinturón militar, que vistiese el hábito
de San Benito, que ingresase, aunque estuviese moribundo, en el monasterio,
única manera de prepararse para enfrentar la muerte y el juicio. Orderico Vital
cuenta la actividad de uno de estos propagandistas de la renuncia, un clérigo
doméstico, Gerold de Avranches, que fue, a comienzos del siglo XII, capellán
de la casa de Hugo de Chester: «En el caso de varios caballeros señalaba y
reprendía con justa razón la petulancia de la carne. Deploraba la excesiva
negligencia con la que la mayoría trataba el oficio divino. Multiplicaba las
advertencias redentoras a los barones principales, a los simples caballeros y a
los “jóvenes”. Del Nuevo Testamento y de las festividades cristianas extraía
los ejemplos de santos guerreros dignos de admiración». Contaba la vida de
los mártires, de los santos cabañeros Jorge, Teodoro, Sebastián, Demetrio y
también de San Mauricio y San Eustaquio. Pero hablaba igualmente del santo
paladín Guillermo (de Orange), quien, tras largos combates, renunció al
mundo y, bajo la regla monástica, luchó gloriosamente por el Señor. «Los
juglares, agrega Orderico, cantaban normalmente una canción de ese santo».
Sin embargo, es mejor referir lo que dicen los sabios de la Iglesia, y así nos
ofrece una versión de la gesta que ha recibido de un monje de Winchester y
que considera más auténtica. Ante todo, el héroe ha conducido una guerra
justa: «Tuvo que sostener muchas batallas contra los Bárbaros de ultramar y
los Sarracenos de los alrededores; con el auxilio divino salvó con su espada al
pueblo de Dios y extendió el imperio del cristianismo». Pero un día, a pesar
de los llantos y súplicas de toda la nobleza, decidió abandonar el mundo y
partió a ofrecer sus armas a San Julián de Brioude. «A Dios le presentó su
yelmo, luego colocó un muy hermoso escudo sobre la tumba del mártir». En
el interior mismo del santuario, en la cripta, había depositado sus armas
defensivas. Pero las más inquietantes, las agresivas, habían quedado en la
puerta. A pie, cubierto por el cilicio, tomó el camino que le llevaría, como
peregrino y penitente de Cristo, al monasterio que él mismo había fundado en
Gellone. Allí concluyó su vida en la humillación de los trabajos serviles. Así
es cómo habitualmente Gerold relataba los títulos de gloria de los invencibles
guerreros del Señor, unas veces con calma y otras por medio de amenazas,
impulsaba a los que con él vivían y a los guerreros a seguir ese estilo de vida.

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La exhortación fue eficaz: cinco de sus caballeros ingresaron en la abadía de
Saint-Evroul desde donde escribe Orderico.
Por la misma época, San Bernardo de Clairvaux mostraba una actitud
semejante. En el preciso momento en que los concilios de Reims y Clermont
condenaban los torneos, estaba redactando su Libro en alabanza de la nueva
caballería. Militia, malicia: la milicia del mundo sirve al Diablo y no a Dios:
«Recargáis vuestros caballos con fundas de seda, cubrís vuestros yelmos con
infinitos trozos de tela; decoráis con pinturas vuestras hachas, escudos y
sillas; prodigáis la plata, el oro y las piedras preciosas sobre vuestros frenos y
espuelas. ¿Son éstas las insignias del estado militar? ¿Estos ornamentos no
convendrían más bien a las mujeres? Se os ve, cual mujeres, alimentar una
masa de cabellos que os obstruyen la visión, cubriros con largas camisas que
os llegan hasta los pies y enterrar vuestras delicadas manos en mangas tan
anchas como largas…». El orgullo es lo que impulsa a los caballeros y la
desmesura «un acceso de locura que los arroja al combate». Y «tendríais que
tener miedo de matar vuestra alma cuando matáis a vuestro adversario o de
recibir de él al mismo tiempo la muerte en el cuerpo y en el alma». Por la
gracia de Dios, «una nueva caballería ha nacido sobre la tierra», la de las
órdenes religiosas militares de los Templarios y de los Hospitalarios,
recientemente fundadas en Tierra Santa «en el mismo país que vino a visitar
desde lo alto de los cielos el sol naciente. De este modo, en el sitio mismo en
que ha vencido con su poderosa mano al príncipe de las tinieblas, la espada de
esta valiente caballería exterminará pronto a sus satélites, quiero decir, a esos
hijos de la infidelidad. Ella redimirá otra vez al pueblo de Dios y ante nuestra
mirada la veremos arrojar el cuerno del sol en la casa de David, su hijo». Los
Templarios rechazaron el mundo, el lujo, la vanidad —«se cortan los
cabellos, pues consideran, con el Apóstol, que para un hombre es una
vergüenza cuidarse la cabellera»—, la superficialidad, la preocupación por la
gloria profana. Reunidos en cofradías hacen la guerra —como durante mucho
tiempo la ha hecho fray Guerin— con disciplina y prudencia, en «batallas
ordenadas». Doble es el combate que emprenden: por un lado, contra la carne
y la sangre; por otro, contra los espíritus malignos que andan por los aires.
Hay que perseguirlos si uno no siente el valor de renunciar completamente a
los placeres de la guerra. El propio Bernardo de Clairvaux se convirtió cuando
era un joven caballero. Insta a convertirse a todos los demás y sueña con
abadías repletas de guerreros penitentes, puros y pobres.
En la misma época, las estructuras monásticas se habían adaptado para
recibir a los adultos que abandonaban las armas mundanas. Desde muy pronto

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las comunidades benedictinas habían admitido en su seno a los caballeros que
en su lecho de muerte solicitaban vestir el hábito; durante el siglo XII se
abrieron a esos «conversos barbudos», viejos combatientes tullidos y
fatigados de cabalgadas, que buscaban un retiro tranquilo y piadoso, que no
habían aprendido a cantar el oficio y que en los claustros de Cluny no sabían
qué ocupación darles. Fue para los hombres de armas que se crearon y
ampliaron enormemente las hermandades de los Templarios y los
Hospitalarios; en ellas se aceptaban incluso reclutas de simple intención como
Guillermo el Mariscal, que, una vez concluida su «juventud», a los cuarenta
años, ingresó en la orden de los Templarios, sin pertenecer realmente a ella.
Un día recibió la capa, pero ésta sólo le sirvió una vez, cuando con ella
cubrieron sus restos mortales el día de sus funerales. La flexibilidad de tal
apertura, la fácil osmosis entre la vida monacal y el mundo fortalecían poco a
poco la idea de que, sin abandonar el mundo y realizando una función que
Dios había encomendado, la caballería podía aspirar a una especie de
perfección. En la segunda mitad del siglo XII comienza el reflujo del
monaquismo. Desde entonces son los clérigos los que tienen el papel
primordial en la Iglesia. Estos siempre habían estado estrechamente ligados a
la sociedad militar. Los canónigos combatían como héroes contra los
mercenarios, en defensa de los bienes de su catedral y de los obispos. Como
aquel Felipe de Dreux, de Beauvais, que en Bouvines manejaba varias armas
y que quince años antes había sido capturado por un jefe mercenario, no como
prelado según dice la Crónica de Guillermo el Mariscal, «sino como
caballero, armado, con el yelmo puesto». En el norte de Francia —a
diferencia del sur, donde la separación entre lo sagrado y lo profano es más
evidente, y la influencia de la Iglesia sobre la cultura cortesana de trovadores
y sirventes, erótica y política, es menor— cuadrillas de clérigos se codean en
las residencias de los grandes o pequeños príncipes con los jóvenes que
aprenden el ejercicio de las armas y se dedican a entretenerlos. Con un sólido
saber, con una capacidad intelectual que les permite dar forma poética a las
ensoñaciones del entorno, los primeros levantan, para el placer y educación de
los segundos, un edificio cultural sólidamente estructurado y autónomo, que
no refleja en absoluto el espíritu de sermones y homilías que apenas si se
escuchan en las basílicas y a la entrada de los monasterios. Aquél responde
por completo a los gustos de la «juventud», traduce las esperanzas y
frustraciones de los caballeros célibes, de las compañías vagabundas y de los
torneos, de ese grupo tan numeroso cuyo horizonte cultural difiere
sensiblemente del de los seniores, hombres casados.

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La cultura de Baduino, conde de Guiñes, es escrita, como la de los
antiguos reyes cuyo comportamiento fue poco a poco imitado por los
príncipes; no sabe leer pero posee en su residencia libros que son los de las
escuelas y de los sabios, que tratan de cosas sagradas y que transmiten algo
del pensamiento de los Padres de la Iglesia. Pero estos libros han sido
traducidos del latín al vulgar: en efecto, para el conde no se trata de vanos
ornamentos, sino de una reserva de saber de la que pretende extraer, por
intermedio de lectores, el sentido de las Escrituras y la liturgia que
corresponde a un hombre de su rango y edad. Por el contrario, la cultura de su
hijo Amoldo «el joven», amante de torneos, es oral, completamente profana y
se desarrolla en el campo de lo imaginario. Llueve copiosamente; el grupo de
camaradas se ha visto obligado a interrumpir su vagabundeo y permanece
inactivo durante dos días y una noche en la sala del castillo de Guiñes, se
mata el tiempo como se puede contando las aventuras de héroes a los que hay
que igualar. Las aventuras son de tres tipos: aventuras de la cruzada, «de la
tierra de Jerusalén», del sitio de Antioquía, de los árabes, de Babilonia; de
ultramar», cuyas hazañas conoce bien uno de los camaradas de Arnoldo,
Felipe de Montgardin; las de romanos y cantares de gesta: Roberto de
Coutance es quien cuenta «la historia de emperadores romanos, de
Carlomagno, Rolando y Oliveros, del rey Arturo, las gestas y fábulas de
Bretaña, de Gormont e Isembart, de Tristán e Isolda, de Merlín»; por último,
las aventuras de los propios héroes del linaje y en esta ocasión le corresponde
hablar de ellos a un miembro del parentesco, Gualterio de L’Ecluse,
consobrinus del joven Arnoldo. La epopeya de Dios, relatos que oscilan entre
la leyenda y el cuento de hadas, la gloria de los antepasados: todo esto
transmitido por medio de la palabra, de boca en boca, y depositado en la
memoria de los «jóvenes». Estos, sin embargo, también acogen en su grupo a
los ancianos (Amoldo de Guiñes vivía con mozos de su edad, pero «también
mantenía a los ancianos y decrépitos por las antiguas aventuras que sabían
contar») y a los religiosos, como en el caso del sacerdote Lambert de Ardres,
cuyo relato nos cuenta todas estas cosas. Una de las funciones de esos
clérigos, criados desde la infancia en la casa señorial y que seguían con gusto
las proezas, fue precisamente la de fijar por medio de la escritura la materia
fugaz de esa literatura oral, las historias de Tierra Santa, del emperador de la
barba florida y sus doce pares, de los caballeros errantes por los bosques
mágicos y fundamentalmente, quizá, los hechos memorables de los
antepasados. Durante el siglo XII vemos cómo se transforman los escritos
genealógicos en una galería de retratos heroicos que proponen a los

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segundones de los linajes el modelo de una conducta ejemplar; la memoria
familiar se vuelve entonces un tesoro honorífico que se hereda de generación
en generación y que cada cual tiene la obligación de enriquecer o, en todo
caso, de no malgastar. En este marco se realiza la educación del valor.
Como son clérigos los que le dan forma en el norte del reino de Francia,
éste aparece poco contaminado por la ideología eclesiástica, en realidad, de
manera muy discreta y en la dirección del espíritu de cruzada. De hecho, lo
que esta literatura contribuye a afianzar, después de 1150, es una nueva
concepción de la caballería, laica, profana, en estado de tensión con los demás
cuerpos de la sociedad. Superior —«el orden más elevado que Dios haya
podido crear», proclama Parsifal— y fundado en una constelación de
virtudes. El antiguo edificio del honor estaba construido alrededor de un
único pilar: la lealtad, el respeto por la fe jurada, aquella fidelidad a los lazos
de sangre y a los compromisos de amistad que unen a los equipos de
guerreros (lo que impide al vizconde de Beaumont den años antes de
Bouvines romper una alianza, retomar la palabra dada y abandonar a sus pares
para hacer la paz es el miedo de «cubrir de vergüenza y oprobio a todo el
parentesco»). Pero otras tres virtudes se han ido sumando poco a poco a la
primera, la «cortesía», manera «honesta» de comportarse con las damas y,
sobre todo, la proeza y la largueza.
Lo que el lenguaje quiere subrayar cuando juega con la asonancia son dos
cualidades indisociables. El elogio que la Canción de Guillermo el Mariscal
hace del conde de Salisbury, Guillermo el de la Larga Espada, «que de proeza
hace su madre y de largueza su portaestandarte», repite el «y de virtud y
largueza» del Roman de Brut, compuesto setenta y cinco años antes. Por
«virtud» debemos entender directamente el coraje. Este, a comienzos del
siglo XII, no figura entre los valores centrales de la ética caballeresca. Muy
por el contrario. Esto lo podemos observar en las apreciaciones que acerca de
los combatientes hace la Historia anónima de la primera cruzada, relato
construido a partir del testimonio directo de un caballero que conocía bien su
tema. Ya que se trata siempre de grupos y si se habla de un individuo se trata
siempre de un jefe al que jamás se juzga por su persona, sino por la función
que cumple dentro de un cuerpo que está bajo su responsabilidad, este texto
hace el elogio de unidades militares, de grupos (el vocabulario utilizado
apunta a la noción de fuerza física y prudencia, cualidades estáticas). Pero no
se considera el coraje como ausencia de miedo. Por el contrario, lo
condenable es la temeridad que es percibida como una obcecación y asimilada
al orgullo, pecado máximo, capital, porque subleva en contra de Dios. El

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coraje —la fuerza, la sabiduría— aparece entonces como una virtud pasiva,
una posición de espera confiada, convencida, de sumisión a la voluntad
divina, como uno de los aspectos de la esperanza. Si el hombre debe ayudar a
Dios a realizar sus planes, intentar forzar el curso de éstos sería cometer un
acto de insolencia culpable: al guerrero piadoso se le pide que se incline ante
lo conocido. El coraje es, pues, un adorno de la acción, como una joya; es por
eso que para hablar de él sólo se usan adverbios y adjetivos. No es un motor
de la acción, a diferencia del miedo que en el discurso se expresa con
sustantivos y verbos. El miedo obsesivo, siempre presente antes del
reclutamiento, en los momentos previos al encuentro, cuando las fuerzas
adversas se miden y se cuentan, siempre mal, los jinetes y peones del bando
enemigo, exagerando el número a causa de la ansiedad. El miedo que crece
cuando comienza la batalla. Es posible dominarlo con el ardor de los primeros
ataques, pero lo invade todo a partir del momento en que se empieza a
percibir la pérdida de cohesión de los grupos. Y con la derrota se libera
súbitamente. Lo que llama la atención es que este sentimiento encuentra a
menudo más justificación que condena —en tanto es manifestación de
verdadera prudencia, es decir, de verdadero coraje, de humildad necesaria
ante las advertencias del cielo— y que, por lo general, el autor de la Historia
se limita a constatar la presencia, simplemente, sin comentario alguno, de una
constante de la mentalidad militar que en todo caso no pretende desvalorizar.
Cien años más tarde, en la época de Bouvines, todo ha cambiado. A partir de
entonces el coraje es lo que constituye, ante todo, el valor de un caballero, lo
que le impulsa a evitar el uso de cualquier arma indigna, de cualquier
subterfugio que haga pensar en su cobardía. En 1197, Guillermo el Mariscal,
en compañía del conde de Flandes, ya combatía contra Felipe Augusto. Los
barones propusieron refugiarse detrás de los numerosos carros que habían
traído las comunas flamencas; de tanto en tanto emergían de este refugio para
luchar contra los franceses. A Dios no le placen, responde Guillermo, ni
comuna ni amparos: iremos a luchar en pleno campo sin pensar en retiradas.
En el conjunto de las virtudes caballerescas, Temeridad ha destronado a
Prudencia y ha pasado a ocupar el primer puesto. Temeridad y su compañera
obligada, Largueza. En ese preciso momento, en la moral que predica la
Iglesia, por una mutación paralela, el orgullo va cediendo poco a poco a la
avaricia el primer puesto entre los pecados. Del coraje, en efecto, procede la
ganancia. Pero la ganancia en sí es despreciable. Lo único que justifica los
beneficios que se obtienen de la guerra o de sus simulacros es la virtud del
derroche. Recurramos una vez más a Guillermo el Mariscal que

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movíase por muchas tierras
por premio y aventura de guerra
y a menudo rico se volvía.
Pero no era ni avaro ni tacaño
para gastar sus haberes…
Tanto multiplicó su proeza,
su bondad y su largueza
que en gran consideración le tenían
reyes y reinas, duques y condes.

En esta escuela que todos los jinetes de buena cuna de Bouvines han
conocido, durante su errar, en el torneo, en la guerra sólo permitida a medias
y en la guerra justificada, la verdadera, aquella que el rey conduce con el buen
Dios, para establecer mejor la paz, la caballería

tan fuerte cosa es y tan osada


y tan difícil de aprender

—esta palabra ya no hace referencia a un grupo social sino a una cualidad, a


un adorno del alma, al honor que no todos comparten y que encumbra no ya a
grupos sino a personas— la caballería aporta beneficios, aporta dinero, y
mucho. Como todas las cosas de este mundo, contiene en sí algo perverso; se
le conoce un aspecto sombrío, en el que se agazapa un aguijón secreto e
impetuoso, el apetito del botín, el interés. Pero al igual que las capas de seda
que se arrojan sobre las cotas, la ideología aparece para disimular lo que
molesta, para decorarlo todo con tonalidades amables. Y para dar seguridad.
De este modo, la codicia se disfraza de coraje, se oculta detrás de esa ardiente
vehemencia, impávida, sin cálculo, que place a las mujeres y que desde hace
poco se dice que ya no disgusta tanto a Dios.
Entre un torneo y un auténtico combate, la única diferencia estriba en la
intención: la guerra es animada por el «odio», por el deseo de tuitio y ultio, de
defenderse y vengarse. Si es conducida con corrección y se respetan las
prohibiciones, es una operación justa. Por un momento altera el orden pero
para restaurarlo mejor reduciendo las injurias y restaurando en sus derechos a
cada uno. La werra encuentra su legitimidad ya sea porque no hay ninguna
autoridad judicial que sojuzgue a aquel, del que hay que protegerse o esperar
venganza, ya sea porque el culpable se mega a aceptar las decisiones de la
asamblea de árbitros, por tanto la werra es legítima. La guerra es más legítima
que la partida de placer que es el torneo, porque no es, en absoluto,

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«ostentación» y búsqueda de vanagloria, sino uso necesario de la fuerza en
contra de un adversario del bien que se escabulle. La ofensiva es obligatoria y
debe forzar al enemigo a ceder, soltar la presa, aceptar las palabras
pacificadoras, compensar los daños causados. Para intimidarle, reducirle,
hacerle entrar en razones, ¿qué mejor que ir a dañar sus tierras?
Con este pretexto la guerra recupera su más antiguo rostro, el de las
empresas de saqueo a que ininterrumpidamente, todos los años, lanzaban a las
tribus unas contra otras. Todos se entregan con alegría y buena conciencia a
esta recolección de botín y en ella despliegan todo su valor. El mejor
combatiente es el que tiene el «talento de hacer el mayor mal». El jefe quiere
resarcirse de sus penurias, los que le acompañan han venido sólo para pillar y
su presteza está hecha a la medida de su codicia. En 1127, en Flandes, Gelbert
de Brujas muestra a cientos de caballeros y a todos los comuneros de las
ciudades capaces de llevar un arma apresurándose hacia una meta honorable:
vengar al conde asesinado; finalmente hicieron retroceder a los asesinos hasta
la iglesia del castillo de Brujas; y allí se los percibe «llenos de audacia y
ávidos por combatir, teniendo ante sus ojos a los sitiados, recordándoles su
coraje, considerando lo bueno que sería morir por el padre y la patria, la
gloria que recibirían los vencedores y cuán criminales y pérfidos eran los
traidores que habían hecho un refugio del templo de Cristo —ávidos, sobre
todo, del tesoro y del dinero del señor conde, soñaban con el botín que harían
cuando forzasen a los sitiados y —agrega el excelente observador que es
Galbert— bastaba sólo esto para encender su celo». Los guerreros lo
saquearán todo, cada cual por su cuenta o más bien cada grupo por cuenta
propia. Esta guerra es un puerto de arrebatacapas, una arrebatiña, salvo
cuando, de tanto en tanto, aquel que la dirige intenta, sin demasiado éxito,
distribuir equitativamente los despojos. Cualquier acción de envergadura
corre el riesgo de verse interrumpida en cualquier momento por la acción del
pillaje, por la irresistible tentación de no dejar que nadie se apropie de nada.
En Brujas, si los asesinos pudieron refugiarse en la iglesia y hacer una
barricada fue porque sus perseguidores habían cesado de perseguirles en el
instante decisivo, fascinados por las presas que se ofrecían ante sus ojos: «…
todos se dedicaban al botín y al pillaje y lo curioseaban todo, desde la casa del
conde a la del preboste, desde el dormitorio al claustro de los canónigos…
con el propósito de apropiarse del tesoro del conde y de los bienes de las
casas situadas en la muralla del castillo. De la casa del conde sacaron varios
colchones, tapices, telas, copas, calderos, cadenas, barras de hierro, lazos,
cuerdas de tripa, picotas, brazales y todos los objetos de hierro que se usan en

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las prisiones, la puerta de hierro del tesoro del conde, los conductos de plomo
por donde circulaba el agua de los techos. Todo lo robaron, creyendo que no
cometían falta alguna. De la casa del preboste se llevaron camas, cofres,
bancos, vestidos, copas y todo lo transportable. No haré mención de la infinita
cantidad de trigo, carne, vino y cerveza que robaron del granero del conde,
del preboste y de los canónigos. En el dormitorio de los canónigos, repleto de
costosísimas vestiduras, hicieron tan gran botín que desde que entraron al
castillo hasta la noche no cesaron un instante de ir y venir para llevárselo».
Estos robos son menos insignificantes de lo que parecen ya que ese mundo
vivía en estado de carencia, acuciado por el hambre o el miedo del hambre, el
metal y las telas eran objetos escasos y las piezas de metálico se ocultaban
sutilmente. En un universo de penuria se roba todo; la guerra provoca el vacío
haciendo huir a los campesinos hacia los bosques y pantanos o detrás de las
murallas de las ciudades. El lugar más sagrado es el mejor asilo. Las iglesias
sirven para ocultarse. Una de ellas albergó durante varios días a los asesinos
de Carlos el Bueno. Se las ve abarrotadas, cuando el enemigo se acerca, de
serones y bolsas, de todos los instrumentos de los campesinos enloquecidos,
transformadas en los «almacenes del pueblo privado de su justa defensa». En
el momento culminante de la caza grupos de miserables se amontonan en los
cruces de caminos: podrán salvarse si los que los persiguen no son
mercenarios sino guerreros temerosos de Dios. En la guerra como en el torneo
la buena presa sigue siendo el caballero del bando contrario.
A éste hay que capturarle y para ello desarmarle antes de que pueda huir a
su refugio, a los grandes o pequeños castillos. Lo intentan con la lanza, pero
ésta pronto se quiebra. Más eficaces son los garfios de hierro que derriban al
hombre del caballo y que son manipulados por los peones. Sin embargo, éstos
sólo pueden actuar si el adversario está cercado. Se persigue al enemigo como
al ciervo, con una jauría. Pero evitan matarle pues sólo vale caro si está vivo.
En la guerra los caballeros se matan muy poco, menos quizá que en los
insensatos torneos en los que la pasión hace perder el control. También en
este caso la muerte es un accidente funesto. Por más de un motivo, ya que,
ante todo, agudiza los odios entre los dos bandos y agrava la enemistad. Un
día, en Normandía, trece caballeros perseguían a otro, «hacían lo imposible
por cogerle vivo», pero en la precipitación el fugitivo fue alcanzado
malhadadamente por una lanza: «con gran lamento de los que le habían
alcanzado, el bravo caballero pereció ese mismo día; el gran señor que había
ordenado la persecución sintió con razón “que sus hombres habían cometido
un grave exceso y que esa muerte traería pesadas calamidades sobre su

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tierra”»; «apagó los rencores nacientes» concluyendo rápidamente la paz con
los sobrinos de la víctima «por miedo de que nacieran; a causa de una mala
acción, se produjeron muchos trastornos y que éstos, resurgiendo sin cesar de
la pestilencia, hicieran surgir cada día hechos más condenables». Así es la
guerra en el siglo XII. Nadie piensa que la muerte sea más lícita que en
tiempos de paz, ni que sus consecuencias sean menores. Esto explica la
extrema escasez de estas desgracias fortuitas. Tras el asesinato del conde
Carlos en 1127, la guerra asoló durante más de un año todo el condado de
Flandes y en ella se enfrentaron más de un millar de caballeros. Galbert de
Brujas ofrece de estos hechos un relato extremadamente minucioso, una serie
de notas tomadas día a día; estaba inmerso en el acontecimiento, era muy
lúcido y sabía contar. En total, registra siete muertos. Dos de ellos eran
caballeros; a uno le mató una flecha, a otro la caída de la tapa de un cofre que
estaba saqueando. De los cinco combatientes nobles sólo uno fue alcanzado
por el adversario durante una persecución. La muerte de los cuatro restantes
sucedió por accidente: una mala caída del caballo, un falso paso al escalar una
muralla, el hundimiento de un techo, un ardor excesivo al soplar un cuerno
que provocó la apertura de una antigua herida. En el instante más álgido de la
batalla, en el asalto final de la colegiata de Brujas, que Galbert pudo observar
con sus propios ojos, «por una gracia especial de Dios, de la multitud que
entraba nadie pereció». Cuando el autor del relato emplea la palabra
«carnicería» precisa: «no podría describir la multitud de los que fueron
golpeados o heridos»; no muertos. Si se teme el tiro de los arqueros
mercenarios no es porque mate, sino porque hiere gravemente a los peones
que están mal equipados; «en cuanto a los que llevaban armadura, exentos de
heridas aunque no de contusiones, huían aterrorizados». La caballería,
protegida con los mejores arneses, se mantiene prudente y se preserva en el
momento preciso. Regresa de la guerra cubierta de heridas y, sobre todo, de
chichones. Pero regresa.
La guerra es una caza, dirigida por hombres experimentados, dueños de sí
mismos, sólidamente protegidos y que si son buenos cristianos no tienen la
intención de exterminar a su enemigo, sino de capturarlo para pedir rescate.
Una vez más, para ganar. ¿La partida ha sido provechosa? ¿Se han obtenido
presas? A veces a los cautivos se los pone en «mala prisión», para que
busquen sin demora los dineros con los que rescatarán sus cuerpos. Guillermo
de Breteuil permaneció tres meses encerrado, y durante el invierno los
guardias le exponían al viento del norte, cubierto sólo con una camisa
empapada en agua. Pero ésta es una vil y deshonrosa manera de tratar a los

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caballeros. Juan sin Tierra, en Chinon, «tenía tan malamente a sus prisioneros
que aquellos que con él estaban vergüenza sentían». El buen príncipe,
siguiendo el ejemplo del rey Guillermo el Rojo, «les hace retirar las cadenas,
ordena que les den bien de comer, fuera de la prisión, en el patio interior, con
sus gentes, y bajo promesa les deja en libertad después de la cena», tal como
sucede después de un torneo. Y si los suyos le infunden el temor de que se
evadan los cautivos, se irrita y los amonesta: «Me es ajena la idea de que un
buen caballero viole su palabra; si así lo hiciera, sería tan despreciable como
un hombre sin ley». En efecto, la caballería es una buena compañía en la que
se respetan las convenciones, al menos cuando la expedición ha concluido,
cuando cada uno está seguro de sus presas y se han dado todas las garantías.
Nadie quiere perder ningún beneficio.
Esta preocupación abrevia todas las cabalgadas. En bandas, reunidos en
batallones detrás de un pendón, y cuando el jefe que dirige la aventura detenta
cierto poder, en un tumulto de pendones y batallones, los caballeros penetran
en el terreno de caza, invaden la tierra del señor al que hay que obligar, según
les han informado, a hacer la paz. Avanzan sin reparar en obstáculos, armados
livianamente, montados en caballos de paseo, precedidos por exploradores
que detectan las presas y las abaten. Con un conocimiento del terreno mayor
del que se podría pensar, estos cazadores que no permanecen durante mucho
tiempo en sus moradas, saben orientarse y guardar el recuerdo preciso de
huellas y pistas. Conocedores de los mejores itinerarios, eligen los buenos
caminos, las viejas calzadas romanas, mejor o peor conservadas, por las que
podrán regresar los carros repletos con el botín. Cada uno de los pesados
jinetes va acompañado por su caballo de combate sobre el que montará a
horcajadas en el último momento, para atacar, perseguir o huir más deprisa,
por un mozo que le ayudará a ponerse la parte más pesada de la armadura y
por un caballero cargado de equipajes. La infantería va separada, en la
polvareda. Todos avanzan constantemente al acecho. Se lanzan al pillaje y de
paso destruyen las escasas riquezas campesinas. Buscan al enemigo,
siguiéndole la huella; si éste no está en condiciones de hacer frente, escapa y
tiende trampas; lo que se debe hacer es sorprenderle, acorralarle, asaltarle en
tropel y tratar, en la medida de lo posible, de atraparle. El avance se hace más
prudente cuanto más fructuoso se muestra y más pesado y precioso se vuelve
el botín. Nadie arriesga inútilmente lo que ya posee. La guerra no es un
torneo, sino un negocio. No se corre ningún riesgo por la gloria. Cada cual
evita la desmesura y cuando la cosecha ha sido buena hay prisa sobre todo por
regresar. Desde el momento en que las presas comienzan a escasear o a

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hacerse más reacias y peligrosas para los cazadores, éstos, sin ninguna
vergüenza, dan media vuelta y regresan: por el camino más corto, evitando
los obstáculos, por las rutas más seguras, con los carros repletos, con las
hordas de caballos capturados y con los cautivos. Esta fue, en vísperas de
Bouvines, la conducta de Felipe Augusto, idéntica a la de sus antepasados, los
reyes. Una vez más se pone en marcha para devastar «majestuosamente» el
señorío de un vasallo traidor. Sabe que el adversario está en una posición de
fuerza, rodeado de sus aliados, listo para el ataque. Ni él ni sus barones
pretenden correr peligros excesivos. Cuando se sienten en peligro, cual
hombres prudentes, deciden retirarse. El 27 de julio por la mañana, a la hora
del rocío, tras haber vaciado Tournai, la hueste parte a refugiarse detrás de los
pantanos de la Marcq. Antes de que el sol salga y recaliente las armaduras
marchan todos ordenadamente. El ejército del rey de Francia, azuzado durante
mucho tiempo por los hombres de Ricardo Corazón de León, se ha vuelto
muy «sabio», se ha acostumbrado a tales repliegues, en filas compactas, en
«batallas». En primera fila han puesto lo más pesado y precioso, los carros
con la oriflama custodiados por la infantería de las comunes. Para evitar
cualquier sorpresa se ha puesto en la retaguardia un sólido cuerpo y algunos
ágiles observadores vigilan desde lejos los movimientos de las tropas
enemigas.
Estas aprovecharán la ocasión: en el momento de la retirada es cuando las
bandas armadas son más vulnerables. A su vez se lanzan a la caza, para
capturar lo que se pueda, cercar al adversario, seguir pisándole los talones
hasta en tierras capetas, vengarse mediante el saqueo y buscar al mismo
tiempo compensación, para terminar volviendo cargada con los frutos de su
rapiña. Pero, ¿quién sabe? Al emperador y a los condes les cuentan que los
franceses tienen miedo —lo cual es cierto—, que se retiran en desorden —lo
cual es falso—. ¿No ha llegado acaso el momento de concluir, de merecer
verdaderamente el dinero que ha distribuido el rey Juan? La moral del
honesto asalariado para el cual es una deshonra servir mal a aquel que le paga
bien se hace escuchar aquí, por boca de Hugo de Boves, el que ordena los
pagos. Mientras tanto, en el consejo que preside Otón, Renaud de Dammartin
aconseja prudencia; como montero experimentado sabe que los hombres de la
Isla de Francia —él es uno de ellos— ni huyen ni se dispersan en la retirada.
A pesar de sus consejos, la tentación de una ganancia grandiosa, el ardor de
viejos rencores, la agresividad de un país hacia otro, la de los flamencos
contra los de Artois y Picardía, se revelan más poderosos y triunfa la

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temeridad. Ese domingo han tomado la decisión de jugarse el todo por el
todo. El emperador y sus aliados han elegido dar batalla.

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LA BATALLA

La batalla no es la guerra. Incluso me atrevería a afirmar que es todo lo


contrario: la batalla es un procedimiento de paz. La werra era aventura
temporal, empresa de depredación, una especie de recolección regular e
intrépida; conducida a la manera campesina, se desplegaba prudentemente
con cualquier pretexto y se integraba naturalmente en una civilización de la
caza, en el seno de una red de disputas permanentemente renovadas que
enfrentaban sin tregua a los poderes rivales, igualmente ávidos. En ese
conflicto permanente, la guerra era un argumento entre otros; era utilizado del
mismo modo que en otros casos se recurría al intercambio de mujeres entre
linajes en pugna —así, a lo largo del litigio que enfrentó durante tanto tiempo
a Felipe Augusto con Renaud de Dammartin, vemos alternar las puñaladas
con los banquetes de esponsales. Hostigamiento, explosión de cólera, la
guerra era bravata, golpe repentinamente lanzado con la esperanza de debilitar
una resistencia, apropiarse de algo, retener prendas. Era siempre preludio de
otros encuentros violentos, en los que participaban los antagonistas, con las
armas depuestas, rodeados de sus pares y clientelas, para hablar, gritar, jurar,
regatear, someter la causa al arbitraje, consentir esto o aquello, ceder un poco,
conservar lo más importante, hacer reclamos y, finalmente, para abrazarse,
comer y beber juntos, participar de las liturgias y olvidar, por un instante, los
odios que muy pronto volverán a brotar. La guerra surgía de los intersticios de
un circuito de palabras permanentes de las que era siempre preparación o
secuela —lo cual también explica la preocupación por no matar. En realidad,
la guerra nunca soluciona nada; los arreglos se producían gracias a las
palabras y a los juramentos intercambiados después del pleito. Las
expediciones de saqueo no eran otra cosa que empellones que interrumpían
durante cierto tiempo los «parlamentos». Por el contrario, la batalla, el
praelium, se decide en medio de una deliberación pacífica y, bruscamente, lo
cuestiona todo. Es un asunto de ancianos, de seniores, de soberanos, asunto
serio que no se concibe sin una cierta serenidad, es, en el seno de una
asamblea, una ordalía, como las que se organizaban en los tribunales de

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entonces, una prueba, el recurso definitivo al juicios de Dios. Tiene como
función obligar al cielo a manifestar sus designios, a mostrar de una vez por
todas, de manera estridente e incuestionable, de qué lado está la justicia. La
batalla, como el oráculo, forma parte de lo sagrado.
La batalla es un duelo. Habitualmente, las asambleas judiciales utilizaban
este procedimiento cuando no se podía esperar ningún resultado de los
debates y cuando la causa era confusa. En un campo cercado, delimitado por
el círculo de los participantes, ambos adversarios se presentaban armados,
primero a caballo y enseguida a pie; desmontados, luchaban entonces con la
espada, luego cuerpo a cuerpo sin escudo, dándose puñetazos en la cara,
apuntando al bajo vientre, hasta que uno de los dos se declaraba vencido. Este
había sido condenado: Dios había combatido del lado del vencedor, había
dado su veredicto. Esto a veces causaba sorpresa —y a partir de comienzos
del siglo XII, con la progresiva maduración del espíritu lógico, algunos
empezaron a interrogarse acerca del valor de semejantes pruebas—. «No es
por los resultados, sino por los sentimientos del corazón», escribe san
Bernardo, curiosamente de acuerdo con Abelardo en sus esfuerzos por
distinguir la intención del acto, «que un cristiano juzga los peligros que ha
conocido en una guerra y la victoria que ha obtenido, pues si la causa que
defiende es buena, el desenlace de la guerra, cualquiera que fuese éste, no
puede ser malo. Del mismo modo que, a fin de cuentas, la victoria no puede
ser buena si la causa de la guerra no lo es y si la intención de aquellos que la
hacen no es justa». Estas reservas no restringieron, sin embargo, el uso del
combate singular. Los más altos príncipes no vacilaban en proponerlo a los
que cuestionaban su poder, como último recurso para zanjar la dificultad. Así,
vemos al conde de Flandes Guillermo Cliton respondiendo al emisario de su
verdadero rival, la caballería de la región: «Acepto emparejarme contigo y
probar en contra tuya y sin demora, por medio de un combate, que hasta este
momento he dirigido el condado con habilidad y justicia»; y a Hélie, conde de
Maine, cruzado por entonces, ofreciendo a Guillermo el Rojo que trataba de
robarle su herencia, un duelo en nombre de Cristo. Y en el «parlamento» de
Gisors, en 1188, en el que el orgullo impedía a Enrique II y a Felipe Augusto
alcanzar la paz, esta idea de un barón: ¿por qué no elegir cuatro caballeros de
ambos bandos

para defender y probar


si el vencedor lo obtendrá todo?

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Cuando la guerra se prolonga sin que se esboce esperanza alguna de una
solución eficaz, se piensa naturalmente en la prueba del duelo, especialmente
si el problema es de peso, si el objeto de litigio es un conjunto de derechos
soberanos. Pero los príncipes, aunque aceptan este procedimiento, por lo
general vacilan en medirse solos cuerpo a cuerpo; prefieren participar con sus
amigos y con todas sus fuerzas. El duelo, exageradamente ampliado, se
transforma en batalla, pero su naturaleza no cambia. Los reyes aparecen
flanqueados por peones, jinetes, torres, como en el ajedrez, y el desenlace de
la partida depende sin duda de la evolución de todas estas piezas. Sin
embargo, esta evolución tiene una única meta: dar mate a uno de los dos
reyes. Mientras este objetivo no se alcance, continúa. Pero con este último
golpe concluye irremediablemente. Esto es lo que sucede en Bouvines. ¿De
qué lado se encuentra la justicia? ¿Del lado del papa, es decir, de Felipe
Augusto? ¿De aquél que ha lanzado las excomuniones, del que ha
desheredado a Juan sin Tierra? ¿O, por el contrario, del otro? Dios lo dirá. El
fiel de la balanza se inclinará de un solo lado. Elegir la batalla supone correr
el riesgo de verse completamente despojado y encontrar la muerte; presente
en el campo cercado del duelo judicial, la intención de muerte también
aparece en el campo de batalla, pero dirigida contra uno solo de los
combatientes, el jefe enemigo; esto puede observarse en la tapicería de
Bayeux: Haroldo es perseguido obstinadamente por los compañeros del duque
Guillermo y tiene que sucumbir, ya que la cólera divina que hace estallar la
batalla es fulminante; ésta llega hasta las raíces más profundas del conflicto
para arrancarlas; para poner término a la querella podrá llegar a suprimir, si es
necesario, a uno de los competidores. Esto explica los rumores que circulaban
después de Bouvines que agrandaron y recogieron los cronistas. Felipe
Augusto —las habladurías son muchas— habría prometido a Otón Orleáns, su
buena ciudad; los aliados ya se habrían repartido el reino —lo cual no era
imposible; habrían jurado matar al rey, lo cual es muy verosímil. La
diferencia entre la batalla y las prudentes escaramuzas de la guerra se observa
en esta búsqueda de lo absoluto, que permite acceder a otro ámbito, el de la
gravedad y liturgia del destino. En esta provincia nadie se aventura sin
temblar.
Es por eso que las batallas son tan poco numerosas. Foulque le Rechin,
conde de Anjou a fines del siglo XI, contó lo que sabía acerca de sus
antepasados y sus proezas. En cuatro generaciones esos importantes señores
sólo libraron seis batallas. Geoffroy Grisegonelle, muerto en 987, venció en
una de ellas al conde de Poitiers; Foulques Nerra, muerto en 1040, mató en la

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segunda al conde de los bretones y en la tercera derrotó al conde de Blois; el
héroe de las dos siguientes es Geoffroy Martel, quien capturó al conde de
Mans y luego al de Poitiers; el propio Foulque le Rechin venció y apresó a su
hermano «en batalla» gracias a lo cual obtuvo la posesión absoluta del honor
condal. Como podemos ver, estos combates se saldan ya con la muerte del
adversario, ya con su captura, ya con su derrota; enfrentan a hombres del
mismo rango, a pares, a un conde con otro conde, a un rey con otro rey y lo
que en la competencia está en juego es siempre el poder soberano en un
principado. Se habla de las batallas como de empresas dignas de elogio, que
se suman a la gloria de una dinastía, sin la reticencia que se tiene ante la
guerra. Esta, en efecto, puede ser perniciosa; la que Geoffroy Martel condujo
contra su padre engendró «cuantiosos males, de los que luego se arrepintió
duramente»; la batalla nunca Jo es; por el contrario, es como un antídoto que
recibe la guerra cuando se emponzoña, medicina radical que cura
inmediatamente al pueblo: la guerra del propio Geoffroy en contra de Thibaut
de Blois «tanto se agudizó que entraron en batalla», tras lo cual pudo hallarse
una solución. Sólo hubo tres batallas en tierras de Flandes durante un siglo y
medio: en Cassel, en 1071; en Axpoel, en 1128, y, por último, en Bouvines.
En su lecho de muerte, Guillermo el Conquistador se pone a dar consejos
«sobre la observancia de la fe y la justicia, sobre el respeto de la ley de Dios y
la paz». Cuenta su vida. «Desde la niñez, dice, fui criado en el oficio de las
armas, deshonrándome con una enorme efusión de sangre». En Valdes-Dunes
primero y luego en Hastings, libró batalla y venció con la ayuda de Dios. Dos
batallas, no más. También combatió contra los hombres del rey de Francia,
pero éste estaba ausente: no hubo, pues, ni duelo ni batalla. Antes de
Bouvines, los Capetos sólo libraron una, en 1119, en Brémule, contra otro
rey, Enrique de Inglaterra; en ella Luis VI fue vencido y sus sucesores no
quisieron volver a arriesgarse. En consecuencia, sólo nos quedan algunas
fechas en la apretada trama de la incesante guerra feudal, pero de ésas que
cuentan, fechas de acontecimientos decisivos que por ser manifestaciones de
la voluntad divina están imbuidos de un aura sobrenatural.
La batalla, abierta hacia lo sagrado, se ordena como una liturgia. Como la
ordalía y el duelo judicial, también ella exige su «campo». De aquí procede la
expresión específica que la designa: praelium campestre; «batalla campal»,
como traducen los cantares de gesta. En un campus se enfrentan
«campeones», uno de los cuales debe perecer, huir vergonzosamente o
solicitar merced. En este caso no hay ninguna sorpresa o emboscada, sino una
larga preparación ritual como corresponde ante la proximidad de un

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sacramento. Ambos adversarios se presentarán ante el tribunal del Señor.
Ante todo deben orar y proclamar ante la faz del Eterno su recta intención,
prometiendo la remisión de las faltas pasadas. En el campo de Tinchebray en
1106, Enrique, hijo del Conquistador, se prepara; frente a él, su hermano
Roberto Courte-Heusse; el condado de Normandía y el reino de Inglaterra
están en litigio. Enrique pronuncia su oración justificadora y propiciatoria, un
alegato en defensa propia: «Me dirijo a combatir tan sólo para socorrer al
pueblo desesperado; imploro desde el fondo del corazón al creador de todas
las cosas para que, en la batalla de hoy, conceda la victoria al que ha sido
elegido, para proteger y dar reposo a su pueblo»; reafirma luego él
compromiso de reparar la falta más grave cometida en contra de la paz de
Dios, reconstruir una iglesia incendiada durante la guerra que ha culminado
en esa batalla, y de liberar a todos los que en ese santuario fueron capturados.
Purificación, santificación previas, a las que adhieren todos los caballeros que
acompañan al campeón. Durante la mañana del 20 de junio de 1128, en
Axpoel, antes de enfrentarse con Thierry de Alsacia, que le disputa el
condado de Flandes, Guillermo Cliton, decidido a «morir antes que padecer
un oprobio tan grande», acaba de Confesar devotamente sus pecados al abad
de Pudenberg, de recibir la absolución, de prometer solemnemente ser en el
futuro leal protector de las iglesias y los pobres —es decir, de cumplir mejor
su función de príncipe. Se invita entonces a toda la caballería a hacer las
mismas promesas, es decir, a reiterar los juramentos de paz. Luego todos los
caballeros se ponen el hábito de penitentes; cortan sus largos cabellos, que
también han recibido el anatema de los concilios como signos evidentes de
depravación: «se quitan los vestidos ordinarios y se quedan sólo con la camisa
y la cota». Así avanzan ad bellum como en una procesión «humildemente
consagrados a Dios y animados del más enérgico celo», con el mismo aspecto
que los peregrinos de la paz, con costumbres y actitudes de cruzados,
sostenidos desde lejos por los obispos que han excomulgado a los del bando
enemigo. Es evidente que hasta en los gestos que la inauguran la batalla
pretende ser ceremonia de paz.
A estos ritos penitenciales, se agregan las declaraciones de principio, la
arenga de los jefes a su tropa para encender aún más los ánimos. En todas
ellas se desarrolla el mismo tema. La arenga del Conquistador en el campo de
Hastings es como el eco del discurso que pronunció en Lincoln en 1217 no el
rey Enrique III, por entonces niño, sino el jefe qué le sustituía y hablaba en su
nombre, Guillermo el Mariscal. Si morimos, les dijo a los guerreros de la
buena causa a los que se había prometido la victoria, Dios nos llevará a su

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paraíso; si vencemos obtendremos la gloria para nosotros y para nuestro
linaje; los enemigos irán al infierno, el cielo los habrá puesto en nuestras
manos. Iremos a combatir para defendernos, para conquistar elevada honra,
para proteger a la santa Iglesia vilmente atacada por el adversario, para que se
perdonen nuestros pecados (la batalla, en efecto, para aquellos que Dios
corona es como una cruzada y vale como indulgencia), por último, para
vengarnos de aquellos que han venido a despojarnos. Vemos aquí esbozarse
una entonación más profana, una llamada a la gloria, al honor, a los valores
centrales de la ética caballeresca, pero en vibrato ligera, en torno a un tema
que es en sí proclamación de justicia, referencia a la tuitio y ultio, al buen
combate justificado por las impías violencias que proceden del campo
enemigo, el de los excomulgados y violadores de la paz divina.
Así, purificadas y reconfortadas, las tropas se distribuyen en un orden
ritual que es siempre ternario. En ambos bandos, encontramos tres cuerpos,
tres «batallas»; cada uno de los duelistas se establece en el centro de la
formación central. Se hace luego un largo silencio, durante el cual la felicidad
desciende lentamente sobre ambos ejércitos, absueltos, benditos, seguros de sí
mismos, sobre los caballeros mudos, tensos, felices que pronto se
transformarán en san Jorges. Los cuernos anuncian la partida. El juego
comienza; éste consiste en hacer que ambos campeones puedan acercarse,
alcanzarse. Los tumultos de la refriega se ordenan en torno al punto central, al
que circunscriben e intentan definir, el centro mismo del campo del que
emana la luz, en el momento en que los enemigos empiezan a darse
mutuamente golpes. En realidad, cada uno de ellos está inmerso en su propio
batallón; por más violento que sea su odio no pueden fácilmente
desembarazarse de esta protección. Los golpes que reciben no proceden del
otro duelista, sino de los servidores que preparan sus avances o protegen sus
retiradas. Para golpear o capturar al adversario se recurre a manos ajenas, las
de los caballeros de la casa. La pregunta que se formula es si estas manos
auxiliares son sacrílegas cuando se abaten sobre el cuerpo de un rey. En
Brémule, un camarada de Luis VI intentó capturar a Enrique I, «al que odiaba
fuertemente», golpeó su yelmo con la intención de matarle: por poco no lo
destrozaron, ya que «era empresa criminal alzar el brazo para golpear con la
espada una cabeza que había sido uncida con el óleo santo por el ministerio
de un obispo». En realidad, pocas son las batallas en las que ambos
competidores logran verse de cerca y aún más excepcionales aquéllas en que
pueden tocarse. Generalmente uno de ellos huye antes, desde el instante en
que la decisión de Dios se ha hecho evidente. El desenlace normal —como en

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el torneo— es la derrota. La huida de uno de los campeones provoca
inmediatamente la desbandada del cuerpo central, piedra angular de todo el
edificio militar. Así se comportó Luis VI en Brémule. Enrique no logró
apresarle y tuvo que contentarse con el pendón real, del que se había
apropiado un peón; a éste se lo compró por veinte marcos de plata y quiso
conservarlo «como signo de la victoria que Dios le había concedido». Pero a
partir del momento en que el enemigo huye, éste se vuelve inmediatamente
presa a la que hay que capturar con vida. En efecto, la amenaza de muerte
sólo pesa sobre una persona, la del jefe. Como sucede en la guerra, en la
batalla tampoco se busca matar. En Brémule, combatieron novecientos
caballeros: «He descubierto —cuenta Orderico Vital— que tan sólo hubo tres
muertos; los combatientes estaban cubiertos de hierro y se evitaban
recíprocamente, ya por miedo a Dios, ya por fraternidad de las armas; no
mataban a los fugitivos, sino que trataban de apresarlos vivos. Es cierto que,
por ser cristianos, estos caballeros no se excitaban con la sangre de sus
hermanos y se felicitaban cuando Dios les concedía un triunfo leal, por
combatir al servicio de la santa Iglesia y por el reposo de los fieles». La
batalla, reitero, es operación de justicia. Entre cristianos nunca adopta la
forma de una empresa de exterminio. Al igual que en un pleito, no se busca la
destrucción; se trata de un debate que será clausurado con una sentencia.
Como sucede en el caso del pleito, es necesario que esta sentencia sea
aceptada por el competidor que ella condena. En su batido se produce
asombro y decepción ya que él también ha llegado convencido de sus
derechos con todos los suyos. Es precisamente por eso que se ha iniciado la
batalla, pues ninguna convicción se imponía, cada causa parecía tan justa
como la otra y los anatemas procedentes del bando opuesto eran igualmente
ilegítimos. En ambas partes se habían lanzado al cielo las mismas plegarias,
con idéntica confianza. El juicio de Dios sume a los vencidos en el
desasosiego. ¿Qué han hecho para merecer semejante castigo? ¿No es posible
otra salida? ¿Otro intento para obtener la gracia? «Habiéndose enterado que
antes de la batalla de Axpoel el conde Guillermo se había sometido
humildemente a Dios, que había utilizado el remedio de la penitencia, que
junto con los suyos se había cortado los cabellos y despojado de las
vestimentas superfluas», los adversarios derrotados decidieron hacer lo
mismo, pelarse y destruir sus atuendos; por su parte, los sacerdotes predicaron
un ayuno universal, sacaron a pasear la cruz y las ^reliquias e incluso osaron
excomulgar a los vencedores. Estos obstinados estaban equivocados: la
prueba había sido administrada. Continuar el combate de otro modo,

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intercambiando los anatemas que, según Gelbert de Brujas, «lidiaban entre
sí», transferir así la batalla a lo invisible era ridículo y, peor aún, sacrílego.
Semejante tozudez irritaría al cielo, traería nuevas desgracias. Las cruces y
procesiones conducidas por los clérigos de iglesia en iglesia sólo podían
provocar la ira de Dios y no la reconciliación, pues mostraban una obstinación
del alma en el mal, se rebelaban contra el poder que el propio Dios había
manifestado. «El buen cristiano, en efecto, debía inclinarse. Cualquier batalla
es decisiva. Es un rayo de luz que dispersa las tinieblas, abre los ojos, pone
término a cualquier vacilación, es un fallo que cae sin apelación; conduce al
orden y por mucho tiempo señala el fin de una era, la alborada de otra.
Cuando cae la noche sobre los campos todos saben que el próximo amanecer
será el de una nueva primavera del mundo, el de un universo pacificado,
como aquel que llegó después de Tinchebray: “Los dos hermanos
combatieron una única vez uno contra el otro para que en el futuro cesen las
discordias que diariamente embriagan la tierra con sangre. Gracias al
ecuánime juicio del propio Dios, la victoria fue concedida al amigo de la paz
y la justicia y fueron barridos sus adversarios”».
Bouvines es una de esas ceremonias excepcionales cuyos ritos estaban
fijados desde hacía mucho tiempo. En ella todo se desarrolló según las
normas. Por la mañana temprano aún se estaba en plena guerra, en las
peripecias de una partida de caza. El ejército de Otón era el que la conducía.
Los exploradores, el vizconde de Melun —fray Guerin los había descubierto
desde lejos— avanzaban en formación de combate. Si aceptamos lo que dice
el anónimo de Bethune, el cronista de Marchiennes y el autor de la Vida de
Santa Odila, a esta tropa ya se la veía impulsada por la codicia; se precipitaba
«como jauría de perros rabiosos que acosan una presa», y en su prisa, al no
estar bien unida, tendía a desordenarse. ¿Quería ya dar la batalla, esa prueba
decisiva que súbitamente permitiría concluir, «reducir a nada la dignidad
real», tal como los conjurados se lo habían prometido «en su odio
insaciable»? La Retalio Marchianensis así lo sugiere. ¿No dice acaso que los
enemigos de Felipe Augusto ya se habían preparado para la ordalía, que
estaban sacralizados, que habían puesto en la parte delantera y trasera de sus
armeros pequeños signos de la cruz para aparecer como una cohorte de paz
penitente que conduce la venganza divina, para que sobre ellos caiga el favor
de los poderes sobrenaturales? Se habían disfrazado de cruzados. Pero quizás
esto no era más que un signo de reconocimiento o precaución; o quizá sólo
desearan, como en los movimientos alternados de la guerra, beneficiarse con
la retirada del adversario a una zona difícil para robar todo lo que se podía en

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la retaguardia de la caravana real. Prevenido, Felipe se detiene y reúne a su
consejo. Como corresponde: en la época ningún príncipe toma sólo una
decisión importante de la que depende su propio poder, pues aquélla también
concierne a todos sus amigos. Conviene que éstos, uno tras otro, den su
opinión, establezcan juntos los términos de la sentencia que pronunciará
finalmente el jefe y que los comprometerá a todos. Según la Flandria
generosa, Felipe habría propuesto seguir escurriendo el bulto, no arriesgarse
esa mañana: el enemigo parecía superior en número y, sobre todo, era
domingo, día en que los cristianos no deben combatir. Algunos tendrían la
opinión contraria. Felipe de Courtenay, pariente próximo del rey que fue uno
de los primeros en hablar, habría admitido que no era bueno verter sangre
humana en día sagrado, pero se preguntaba si aquél que no toma la iniciativa
de la agresión, que sólo se defiende de un ataque, no cometía un pecado
menos grave y que si no se ofrecía resistencia en el momento adecuado
significaba aceptar la derrota o, por el contrario, actuar tontamente. Por su
parte, el duque de Borgoña habría aconsejado esquivar la apertura solemne
del juego, pues sólo hay batalla si los dos competidores están frente a frente;
que Felipe confíe en sus barones y caballeros para hacer frente a una
intervención que, al no ser un duelo, nunca se mostraría, sea cual fuere, el
desenlace, como una ordalía decisiva. El encuentro sería una fase más de la
guerra. Sin duda perderían algunas plumas, pero no lo perderían todo. Que el
rey se retire y busque protección en el castillo de Lens. Un hecho es seguro: el
consejo del rey decidió continuar la retirada. ¿Por astucia como lo pretende la
Vita Odiliae, para atraer al adversario hacia un terreno convenido? «En honor
del santo día», posponiendo la batalla hasta el día siguiente, como lo explica
el Anónimo de Bethune? ¿Porque, «muy sensatamente», Felipe, como afirma
el relato de Marchiennes, habría visto a su hueste en peligro y «prudente» y
«discreto» habría querido evitar el derramamiento de sangre? Esta última
razón parece haber sido la más determinante: el puente de Bouvines estaba
muy cerca y más allá de él, en un prado, los patanes, conforme al plan
establecido el día anterior, habían comenzado a levantar las tiendas. El
ejército del rey se ha puesto nuevamente en marcha, lo más deprisa posible y
ya casi ha franqueado el río. Fatigado —ya no es joven—, Felipe hace un alto
a la sombra, se desarma, se pone cómodo, falta poco para detenerse; se
recupera mojando trozos de pan en un tazón de vino.
En ese preciso momento llega la noticia de que los enemigos «no quieren
bajo ningún concepto postergar la batalla hasta el día siguiente». Esto es lo
que a toda prisa fray Guerin viene a anunciar. La acción ya ha comenzado con

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una escaramuza de la retaguardia que logra mantenerse con dificultad: el
duque de Borgoña solicita ayuda. La huida ya no es posible: Felipe no podría,
«sin deshonra» continuar retirándose. Necesita «poner su esperanza en el
Señor». Le vemos, pues, meterse en su armadura, y, antes que nada, penetrar
en la iglesia próxima —providencialmente consagrada a san Pedro, patrono
de Roma, por cuyo sucesor, el papa, dicen, en parte, combatir—. Reza una
oración, breve, según el Anónimo; «con el corazón contricto», dice la Relatio
Marchianensis; Flandria generosa agrega «completamente en lágrimas». Ya
no se dará marcha atrás. A Otón, sorprendido al ver a la presa hacer frente a la
jauría que la hostiga, el conde de Boulogne le habría respondido —esto lo
cuenta un cronista flamenco—: «La gente de Francia tiene la costumbre de no
huir jamás y de morir o vencer en batalla». Por cierto, la gente de Francia no
estaba acostumbrada a combatir, pero pasaban por ser los que mejor
combatían en los torneos del mundo. En todo caso, en el instante en que el rey
Felipe da la orden de reunirse, la guerra ha concluido y ha comenzado la
batalla.
A partir de ese momento no se percibe ninguna prisa, agitación o
desorden. Un preludio mesurado, el necesario para la organización de la
ceremonia. Su «campo» está definido: serán las extensas hondonadas de
Cysoing. Frente a frente, a corta distancia para poder percibirse, pero lo
suficientemente lejos como para que las galopadas puedan desarrollarse con
todo su ímpetu, sobre una sola línea de tres mil pasos de largo, ambos equipos
se ordenan según la disposición obligada. Tres «escalones», tres «batallas» en
ambos bandos, «en honor, precisa la Vida de Santa Odila, de la divina
Trinidad». En el centro del dispositivo, ambos capitanes han establecido su
statio, su «hotel», en la casilla fundamental del tablero; les ha llegado el
momento de erigir sus signos, sus emblemas, la oriflama ha quedado lejos,
junto a los pertrechos; se la hace retornar a toda prisa; en el otro campo, en un
carro parecido al que tiempo atrás habían robado los milaneses, se yergue el
águila del Imperio y el dragón que para Guillermo el Bretón es el símbolo
evidente de la maldad del adversario. «Se detuvieron largo rato en ambos
bandos ordenando sus cosas».
En ese momento Felipe Augusto pronuncia la arenga ritual, cuyos
términos han sido relatados por los testigos de manera diferente. Guillermo la
presenta de forma sucinta: el rey simplemente se pone en manos de Dios,
recuerda que la excomunión pesa sobre el campo enemigo, el del dinero, el de
los perseguidores de la santa Iglesia y el de los opresores de los pobres; no
hay en sus palabras, sin embargo, ningún orgullo: «también nosotros somos

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pecadores», pero al menos estamos en comunión con los prelados, cuyas
libertades protegemos y por esta razón la victoria será nuestra. Flandria
generosa cuenta más o menos lo mismo: no podemos acusar al rey de
transgredir los reglamentos de la paz de Dios; es contra su pesar que combate
en domingo, en ese día en que se concentra la prohibición, único residuo de la
tregua de Dios; Otón está excomulgado por el papa, el conde de Boulogne es
un traidor y también está excomulgado, el conde de Flandes es felón y
perjuro. No es preocupante, puesto que todos ellos ya están condenados. Sus
crímenes los llevarán a entregarse al rey de Francia o provocarán su derrota.
Según este relato, el rey habría afirmado su intención de arriesgarlo todo,
incluso su vida, de no huir, de permanecer hasta el final en el campo de
batalla, para vencer o morir, como un Rolando. En la Vita Odiliae, el discurso
refleja menos firmeza: si la retirada no va más allá del arroyo es porque es
imposible, habrá que luchar «por la corona de Francia», que cada cual supere
su miedo, esa ansiedad natural ante un enemigo que parece temible, aunque
seamos débiles, podemos esperar la victoria que Dios cede a los que ama,
invoquemos, para estar más seguros, a san Lambert de Lieja que el año
anterior liberó maravillosamente su diócesis de los bárbaros. Para el cronista
de Marchiennes, Felipe habría hecho «humilde, modestamente y (una vez
más) con lágrimas en los ojos» fundamentalmente una llamada al espíritu del
linaje: que los hombres nobles de la hueste recuerdan a sus antepasados que
nunca se echaron atrás; que resistan para evitar que sus patrimonios familiares
sufran daños irreparables. Tras esta proclama, con la mano derecha en alto, en
posición sacerdotal, en una actitud semejante a la de Cristo en los tímpanos de
las catedrales, el uncido del Señor solicita la bendición del cielo sobre todos
los suyos, exhortándoles, agrega la genealogía flamenca, a llorar lágrimas de
sangre para favorecer la victoria. Todos estos gestos significan la entrada en
el tiempo de lo sagrado; entonces, en el calor del mediodía, se rompe la
gravedad del silencio. A espaldas del rey de Francia, como en la misa, dos
clérigos entonan los salmos. Estos no cesarán durante todo el combate y sólo
serán interrumpidos por los sollozos de la emoción y los fragores de una
plegaria jaculatoria: que Dios no olvide, su Iglesia sólo tiene un protector,
Felipe; ha sido aplastada por Otón y despojada por Juan sin Tierra. La
persona del soberano y esa corona que es la clave de la partida aparecen desde
ese momento contenidas en el hechizo que crece, la antigua llamada de Israel
al Dios de los ejércitos en salmos muy bien elegidos: «Bendito sea Javeh, mi
roca, que instruye mis manos en los combates y mis dedos en la batalla. Tú
que concedes la victoria a los reyes, salva a David, tu servidor» (CXLIV); «que

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Dios se levante, que sus enemigos se dispersen y sus adversarios huyan ante
su rostro; tal como la humareda se disipa, que se disipen ellos. Dispersa a los
grandes que aman la guerra» (LXVIII); «Javeh, tu fuerza place al rey; tu
salvación le inunda de alegría. Tú le has concedido el deseo de su corazón y
en absoluto has rechazado el deseo de sus labios. Han tramado el mal, en
contra tuyo han madurado su plan, pero no tendrán éxito» (XXI). Con estos
cantos de esperanza y en medio de una batahola de injurias y trompetas, el
duelo se inaugura.

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LA VICTORIA

Los autores de los relatos, aunque en su mayoría son eclesiásticos,


observan la batalla desde una óptica particular que se articula según la
ideología de los guerreros. No solamente toda la atención recae sobre los
caballeros, sino que, además, intenta ocultar aquello que en el
comportamiento de estos últimos parecía transgredir las reglas de una ética
edificada en los torneos. Para el Anónimo de Bethune, una vez concluida la
guerra, se instaura un juego noble y leal, admirable, cuya fineza aprecian los
conocedores del «buen combate», juego meritorio, digno de las más altas
recompensas: «Los hombres buenos que allí estuvieron manifestaron que
nunca habían visto tan buen torneo». Efectivamente, de Bouvines se habla
como de un torneo. Las narraciones más detalladas sólo describen
extraordinarios hechos, de armas, hazañas. Todas las huellas escritas del
acontecimiento del 27 de julio de 1214 responden, en realidad, a una literatura
deportiva destinada a un público apasionado de aficionados[*]; éstas encomian
records y estrellas, esforzándose por distinguirlos —en esto consiste el arte
del reportaje— de la confusión en la que los ha sumergido, en el verdadero
combate, el entrecruzamiento de mil gestos accesorios y sin relieve.
Las leyes del género nos permiten comprender la manera en que los textos
hablan de los eclesiásticos que estaban equipados para el juego y que no
permanecieron inactivos. Como sucedió con dos obispos, que no debieron
haberse dejado seducir por la voluptuosidad de combatir, porque, ante todo,
pertenecían al campo de los blancos. No obstante, ambos participaron en una
fase esencial del encuentro marcando un punto decisivo. Cada uno de ellos
capturó un prisionero de gran prestigio: Renaud de Boulogne se rindió a
Guerin de Senlis, Juan de Salisbury a Felipe de Beauvais. Es imposible
silenciar estas proezas. Sin embargo, cuando se habla de estos campeones
aficionados, conviene hacerlo con prudencia, con pudor, respetando las
conveniencias. En cuanto a Guerin no es por el momento más que un
«electo», insiste Guillermo el Bretón: el hecho de no haber recibido la unción
del santo óleo justifica, en parte su presencia, así como el hecho de ser

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Templarios, que son gentes de guerra; pero, además, el texto precisa «que él
no está allí para combatir», que su comportamiento es el que corresponde a un
orador, a un pastor encargado de enseñar al pueblo, a un ministro de la
palabra: si fray Guerin aparece en medio de las cabalgadas es para exhortar a
los caballeros (tal como vemos que hace, en la tapicería de Bayeux, el obispo
de Odón, hermano del Conquistador), para divulgar el contenido de la arenga
real, impulsar a todos a defenderse Eien, sostener virilmente a Dios, la Iglesia
y el pueblo. En cuanto al obispo de Beauvais, Guillermo el Bretón en la
Philippide no olvida decir que estaba allí por casualidad y que, por
casualidad, tenía una maza en la mano.
Si por una parte los cronistas reservan un sitio privilegiado a ciertos
hombres porque poseen las virtudes y las capacidades deportivas de la
caballería, aunque no pertenezcan a la categoría de jugadores profesionales,
por otro nada dicen acerca de la mayoría de los combatientes. Cuando se trata
de los peones este silencio es el del desprecio; estos~son ciertamente
instrumentos útiles, aunque menos preciosos y dignos de cuidados que los
buenos caballos, y además pueden llegar a importunar. En este caso se los
retira y pisotea, al igual que con los trozos de lanzas rotas. Su manera de
manejar las armas no merece ninguna atención por parte de la gente refinada;
es un tanto repugnante, ya que hace derramar sangre. Y si a vedes se presta
atención a una de estas figuras abyectas es porque la imagen puede servir de
contraste para destacar las proezas nobles. Como sucedió con ese mozo, que
muy bien hubiera podido ser carnicero, que intentó hacer daño a Renaud de
Dammartin, derribado de su caballo; con el cuchillo apuntaba al rostro y al
bajo vientre; era como un lobo que se había introducido en la majada, en el
interior de ese cerco, de ese «seto» que un grupo de caballeros había
levantado alrededor del héroe en desgracia, que, aunque enemigo, era
hermano en coraje, para protegerle de la raza innoble de los villanos, de ese
proletario de la guerra. Pero si los relatos, dejan en penumbra a casi todos los
caballeros por igual es porque éstos no son más que comparsas. Un buen
relato de una contienda debe subrayar ante la mirada de los conocedores, los
golpes memorables, aquellos que definen la situación y dan categoría a los
campeones. Exceptuando algunos intrusos, simples jugadores que gracias a
una hazaña excepcional han sido conocidos ese día por el público de
aficionados y que podrán, en el futuro, gradas a esta súbita fama, alquilarse a
un precio mejor, los únicos actores que realmente vemos y de los que
podríamos pensar que han dirigido el evento solos, son «hombres superiores»,
capitanes cuyas hazañas son conocidas por todos y que han dado lustre a sus

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pendones en numerosos combates deportivos. Todas las miradas se
concentran en ellos: ¿estarán en este campo a la altura de su reputación?
En medio de una tórrida polvareda que se levanta oscureciéndolo todo y
dificultando el reconocimiento, el cráneo zumba bajo el yelmo recalentado,
los ojos cegados por el sudor, estos jugadores de primera esperan enfrentarse
sólo con sus pares. Fray Guerin, experto en "la guerra operativa, tal como se
lleva a cabo en Tierra Santa contra los infieles, inicia la batalla lanzando
contra el batallón de los flamencos un cuerpo de doscientos cincuenta
excelentes sargentos montados. Son los primeros que envía a la aventura; en
efecto, valen menos, mala suerte si se estropean un poco; su carga, violento
ataque inicial, desorganizará las filas de los caballeros del bando opuesto.
Esta táctica escandaliza a los paladines flamencos. Se ponen furiosos: no se
puede luchar contra este tipo de gente. Tampoco se los ve desplazarse;
esperan la ocasión para golpear desde lejos, para tratar de matar a los
caballos, aporrear, aturdir. Y cuando llega el momento no escatiman golpes:
los usos permiten, en efecto, matar al adversario si éste no es noble. Pero el
enemigo está bien protegido; durante la carga sólo mueren dos sargentos.
Superior a la cólera que les nace en la boca del estómago y al deseo de
apropiarse de los pertrechos cuyo valor no es nada despreciable, el sentido de
la dignidad ha retenido a los caballeros de ir a afrentarse con hombres cuya
sangre no es tan valiosa como la suya.
En efecto, tal como sucede en dos buenos torneos, vemos a estos
campeones aspirando tan sólo a la gloria, a «hacer tantas armas que la fama
llegue hasta Siria». Los gritos que profieren según los relatos de la batalla
únicamente hacen referencia a valores profanos —recordar a los antepasados,
servir correctamente a las damas—. Cada cual dedica su hazaña al linaje y a
su gloria, a la dama elegida para los pasatiempos amorosos. Y todos se
preocupan de que esto sea bien visible. Su aplicación es llegar a pelear «en
campo abierto», fuera de la turba, en pleno día y en el juego más difícil y a la
vez más noble, la esgrima de caballería, ya que los pasos de armas a los que
nos referiremos luego son aquellos que desarman a un adversario elegido
entre los más celebres y le hace caer al suelo. En cuanto a aquél que habiendo
errado su golpe se deja abatir, la vergüenza recae sobre él. Con semejante
caída, su valor ha descendido, a menos que rápidamente la haga olvidar
brillando en otra justa. Esto explica la furia del duque de Borgoña, fuera de sí,
pidiendo a gritos que le alcancen otro caballo: está impaciente por vengar lo
antes posible su deshonrad Pero además conviene que el juego sea bien
llevado y el ardor contenido para que sean respetadas las reglas, en particular

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aquélla que prohíbe matar al rival noble, a excepción del rey del campo
enemigo mientras dura la batalla y para que el juicio de Dios sea más notorio.
Cuando al comienzo de la acción, Eustaquio de Malenghin se pone a gritar:
«¡Muerte a los franceses!», todos los que le oyen están asqueados e
indignados por semejante incoveniencia. Inmediatamente los caballeros de
Picardía apuñalan al impertinente, le sangran. Este es el único caballero que,
según dicen, encontró la muerte en el campo de Bouvines, junto a Esteban de
Longchamp, quien, accidentalmente recibió una cuchillada por la anteojera
del yelmo. El resto de los cadáveres proceden del vulgo.
En efecto, los actores principales no mueren, sino que juegan bien,
lealmente, incluso los más malvados como el conde de Boulogne. Se cuenta
que éste había jurado sobre las reliquias acercarse al rey para matarle; llegó a
estar muy cerca suyo, pero cuando vio su rostro, el respeto le detuvo y triunfó
sobre su mala voluntad. Recordó a tiempo los héroes de los cantares de gesta,
la deshonra que nunca puede lavar aquel que pone sus manos sobre su señor,
sobre el hombre que otrora ha puesto esas mismas manos entre las suyas,
recibiendo la promesa de no hacer jamás daño alguno a su cuerpo y a sus
miembros. Además, el personaje que tenía delante suyo, al alcance de sus
armas, era sagrado. Esto le da más fuerza para alejarse y descargar su odio en
un viejo enemigo, Roberto de Dreux. Tales signos de reverencia ante la fe
jurada y la moral vasallática provocan el perdón, como hizo Felipe Augusto
cuando deja en libertad a Amoldo de Audenarde. El duque de Borgoña le
increpa por dejar escapar tan bella presa; el rey le responde: «No lo ignoro,
por la lanza de Santiago; pero a él nunca le gustó la guerra (es un hombre de
paz y por ende de Dios), nunca se la aconsejó a su señor, nunca quiso rendir
homenaje al rey de Inglaterra cuando los demás lo hicieron (no es un
“renegado”); si me ha perjudicado por servir lealmente a su señor, no veo en
esto mala intención».
Para el Anónimo de Béthune, la contienda de Bouvines se resume en esos
brillantes alardes sin matanza, en un juego de pases y estocadas al que se
entregan, aislados durante un momento sobre la arena, algunos héroes
deslumbrantes; es una competición cuyo primer premio todos quieren ganar
porque habrán galopado mejor que los otros, atravesando los «escalones»
enemigos, derribando los jinetes durante su carrera, pero sin transgredir las
reglas del juego y sin recibir ayuda alguna. El Anónimo nos ofrece una
especie de historial de este combate, celebrando entre otros al castellano
Arnoldo que, al lanzarse, arrolló a la tropa vulgar de los sargentos, llegó hasta
los caballeros capturando a uno de ellos, le tiró al suelo, siguió adelante

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llevado por el ímpetu de la carga y finalmente regresó «sano y salvo» donde
estaban los suyos, por lo cual fue tenido en mucha estima. Los que han dejado
testimonio de la batalla han admirado más que a los valientes, a los
temerarios, a los audaces de los buenos torneos. Gualterio, conde de Saint-
Pol, sabía lo que se decía de él a sus espaldas, la acusación de doble juego;
quiso defender su honor, demostrar su lealtad y por eso, ante la mirada de
todos, extremó su valentía. Todo el ejército le vio lanzarse primero,
despreciando abiertamente la ventaja, rechazar todas las presas, aventurarse
desconsideradamente, agitarse hasta quedar sin aliento, volver a partir
jadeante y, para salvar a un amigo, afrontar, si no la muerte, al menos la
captura y la ruina. Pero ya no era un «joven» como el conde de Bar, que
también fue dominado por la desmesura, arriesgando su vida en medio de los
mercenarios, esa gente que mata. Para que se cante su valor, el caballero, con
su caballo derribado, continúa luchando a pie, a pesar del peso de la
armadura, y cuando todas sus armas se han quebrado, sigue golpeando las
cotas con el brazo, con los puños, como lo hizo el conde de Ponthieu, tal
como sucede en los duelos judiciales, pero en este caso para alcanzar la
gloria. Para los aficionados, los cronistas de Bouvines sólo cuentan un
encadenamiento de combates singulares. Furioso, el duque de Borgoña, nuevo
Ayax, ha cogido la almilla del jugador más famoso, Guillermo de Barres;
arremete contra otra estrella de los torneos, el señor de Audenarde; éste se
pavonea, el héroe de las grandes competiciones le ha elegido como rival; se
inicia una justa alrededor de la cual, si estos relatos son dignos de fe, el resto
de los combatientes, olvidando sus disputas, se habrían reunido en círculo.
Todos los relatos de la batalla suenan como la Ilíada. En ellos podemos ver a
los grandes de este mundo medirse solos y con honra.
A pesar del fastuoso manto que lanza sobre el combate, la ideología de los
torneos no logra ocultar completamente ciertos aspectos de una realidad no
siempre esplendorosa. Ante todo, las vacilaciones de la fidelidad que debía
fortalecer a todos los corazones. La batalla, esa solemnidad, esa liturgia,
exigía en cada bando una coherencia, una adhesión unánime y sin fisuras,
mucho más necesarias que en la guerra. Se esperaba que cada cuerpo de
guerreros, bendito, absuelto, estuviese purgado de cualquier duplicidad, que
vibrase al unísono, como en el canto llano de los salmos benedictinos. Pero
esto no era así. A pesar de los nuevos y reforzados juramentos, como los que
se prestaron mutuamente los coligados, lo que se observa en ambos bandos,
incluso en el del bien, son lealtades que vacilan, pues en realidad cada partido
está disociado en el interior por los deberes contradictorios que se imponen a

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la mayoría. En efecto, casi todos los guerreros reconocen en el grupo enemigo
los colores de un padre, un suegro, un hermano, un primo o de un hombre que
den otra época ha reconocido como señor de su feudo, gente a la que deberían
servir y amar por derecho natural o, al menos, no golpear. Así, se pueden
distinguir, cada vez que el tumulto se disipa, bruscas retiradas, brazos que
súbitamente caen, conversaciones que se inician; y desconfianzas hasta en el
seno de los propios batallones, la duda que el conde de Saint-Pol adivina entre
los suyos y que quiere a toda costa reducir gritando en presencia de fray
Guerin que él ofrecerá la prueba de su buena fe, arriesgando su propio cuerpo.
Pero no todos son como él; algunos flaquean. Por ejemplo, el duque de
Lovaina, que en pleno combate huye para gran perjuicio de la coalición.
Tampoco existe una perfecta rectitud en el uso de las armas; los golpes
prohibidos proliferan y el cuchillo, ese instrumento de villanos, pérfido, es
utilizado por el excelente caballero Amoldo de Audenarde apuntando a los
intersticios del yelmo cuando ataca a Eudes de Borgoña, al que ha confundido
con Guillermo de Barres. Hay que decir que todos los caballeros no son tan
valientes como se dice; en la batalla, la mayoría se_ muestra tan prudente
como en la guerra y la principal preocupación es la de salir lo mejor parado
posible. También se adivinan los que tiemblan y se ocultan detrás de los otros.
Fray Guerin los conoce bien y, prudentemente, en la selección que realiza
antes de iniciarse el juego, sitúa a los cobardes en segunda fila. En esto
conviene estar atento, no dejarse engañar por las apariencias: Juan de Nesle es
alto, fuerte, guapo como un San Jorge y, sin embargo, tiene miedo. Durante el
encuentro ha evitado los enfrentamientos y, cuando todo ha terminado, le
vemos reaparecer para recoger algunas migajas de gloria, ponerse a disputar,
muy lozano y cual tunante, al conde de Boulogne a los que le han capturado.
Triunfará por ser hombre de más alto rango y reposado. Hay que tener en
cuenta que en ese preciso momento en torno a la presa abatida —son esos
perros de la guerra, peones y sargentos, los que le han forzado y reducido—,
se disputan varios caballeros; será necesariamente él quien se alce con la
presa.
En realidad, en la búsqueda de la gloria, el placer de ganar no se debilita
en la medida en que pretenden hacerlo creer los cronistas. Cada equipo
conduce su propia cacería, sigue las huellas de la presa que ha puesto al
descubierto y su única inquietud es capturarla. La codicia que le anima es
refrenada por la disciplina colectiva, bastante más severa de lo que sin duda
los historiadores han creído, y por la clara conciencia de que lo que está
sucediendo ese día es grave. Pero se percibe la rapacidad dispuesta a liberarse

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si las riendas se aflojan, un poco. En cualquiera de los bandos los caballeros
están allí, como en el torneo, con la intención de regresar más ricos y de
apropiarse de todo lo que puedan. Durante la refriega, se hacen tratos,
regateos entre vencedores y vencidos en torno a los rescates; aquel que
ofrezca buenas prendas puede obtener de su señor, como sucede en los
torneos, la posibilidad de volver a su silla y continuar el juego, libre bajo
palabra, para intentar a su vez capturar a alguien y compensar así su pérdida.
O, en caso contrario, obtener la ayuda monetaria de un amigo. Así fue como
se salvó Roberto de Béthune, al decir del Anónimo, que en este caso está muy
bien informado: había sido apresado y «tanto hizo a un caballero llamado
Flamand de Crépelaine, que éste le liberó y puso a salvo». Un cierto jolgorio,
algo vergonzoso, se disimula tras las apariencias de las proezas. De hecho, la
batalla termina en una arrebatiña. Felipe Augusto para contenerla hace llamar
a las tropas, prohíbe perseguir a los fugitivos más allá de una milla —sin
embargo, el Anónimo de Béthune ha visto proseguir la cacería más allá de
dos leguas de tierra. En efecto, el rey temía que una vez llegada la noche, los
ricos prisioneros que había hecho pudiesen evadirse o que fuesen liberados
por un grupo de sus camaradas, ya que había ganado mucho y ahora,
conocido el veredicto de Dios, sólo pensaba en tener a buen recaudo a sus
presas. Por último —y esto conviene no olvidarlo—, el lugar que ocupan los
combates singulares es, en realidad, muy reducido. J. F. Verbruggen, que ha
escrutado todas las huellas, señala que nunca fueron más que brotes
accidentales, irrupciones de imprudencia y «juventud», rápidamente
sofocadas por la reaparición de la prudencia, esa virtud primordial. En el
relato de Guillermo el Bretón se registran tan sólo cinco frente a quince
proezas en las que los adalides, los jefes de equipo más astutos, habían tenido
mucho cuidado de no aventurarse fuera del batallón que los protegía del
peligro. Los duelos en Bouvines fueron pocos. Ese día sólo hubo uno
verdadero, el que enfrentó a ambos reyes.
Otón, con los condes de Flandes y de Boulogne, había jurado
solemnemente perseguir un único objetivo: rodear a Felipe, apresarle, herirle,
obligarle a luchar cuerpo a cuerpo y, por último, matarle. Sobre el tablero las
dos piezas esenciales se han situado frente a frente, protegida cada una de
ellas por numerosos peones despreciables y, por detrás de esta frágil
avanzada, por un cerco mucho más sólido de jinetes. El juego comienza con
la aproximación de ambos dispositivos, con el avance de los negros: fiel a su
promesa, Otón atacaba. Su infantería, impulsada «por el furor teutónico», sin
duda mejor armada que los comuneros de Picardía y Soissons que tenía

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enfrente, llegó hasta el rey de Francia, le rodeó y le derribó del caballo. En el
suelo, Felipe Augusto estuvo a punto de ser herido por los cuchillos de esos
peones del combate, de perecer a manos de esa gente sin nobleza contratada
por el emperador. Pero la mano de Dios velaba por él al igual que su
armadura, la mejor de todas, puesto que era el más rico. Felipe logró zafarse,
saltar de nuevo en ella y la acción cambió de dirección. Como signo de
nobleza el Capeto no utilizaba hombres de a pie; los que actuaban bajo sus
órdenes eran caballeros, camaradas de su casa, su equipo, esa unidad que era
como su propia persona. El duelo se inició según las normas, no entre dos
individuos, sino entre dos «pendones», dos batallones, entre cuerpos unidos
por un objetivo común. Los colaboradores del rey de Francia se lanzaron
encima de los de Otón. El más temerario de ellos, Pedro Mauvoisin, alcanzó
al emperador cogiendo a su caballo por las riendas. Gerardo La Truie que iba
detrás suyo se dio cuenta de que no podrían llevar con vida a esta presa, la
mejor de todas. Había que matarle. Con su mano —que en realidad era la
mano de Felipe Augusto— clavó su puñal en la coraza, aunque al ser tan
buena como la del Capeto resistió; pero hirió de muerte al caballo. Otón se
liberó y mientras huía fue arrojado al suelo tres veces y tres veces se puso de
pie. Los más ancianos de la mesnada real, los más sabios, Guillermo de
Garlande, Bartolomé de Roye decidieron no perseguirle; hubiera sido una
desmesura. No era intención de Dios que el emperador perdiera la vida y se
irritaría si se viera obligado a ello; podría vengarse con un cambio de rumbo.
Se sabe que Dios castiga a los orgullosos; Otón ha abandonado el campo a
toda prisa y con esto basta: la sentencia ha sido pronunciada; la batalla ha
concluido. La Relatio Marchianensis dice que no duró más de una hora. Más
acorde con la realidad, Guillermo el Bretón dice tres.
Dios lo ha hecho todo, El que es capaz de «mudar los proyectos de los
príncipes». Por un momento ha tolerado el desencadenamiento del mal, que
los malvados amenacen a los buenos. Ha concedido esta postergación a los
malditos para que tengan tiempo de arrepentirse. No la han aprovechado.
Puesto que se obstinan, los aplasta, y compensa el desequilibrio armando con
su fuerza a los brazos más débiles. Sorprendentemente ha elegido a éstos parir
que sean los artífices de su venganza. ¿Pero quién se ha vengado? Sólo El. De
aquellos que le habían desafiado destruyendo vilmente la paz, de los impíos y
sacrílegos que se habían atrevido cual lobos disfrazados de corderos a coser el
signo de la cruz en sus ropas. Estos insensatos habían, violado, las
prohibiciones cuyo respeto El exige. Habían mancillado su guerra, manejando
dineros, pagando mercenarios, esa hez de la tierra, esa peste, esos secuaces

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del diablo a los que la Iglesia ha acusado de anatema. Han osado violar la
tregua del domingo, el tenaz residuo de los islotes de paz que los concilios del
siglo XI habían sembrado profusamente en el transcurso de las estaciones.
Cegados por el orgullo; en realidad, ya se había jugado todo en el consejo que
Otón había reunido en vísperas de la batalla. Los sabios, que en ese momento
recordaron los riesgos que se corrían al despreciar los tabúes, fueron vencidos
por los locos. Por los «jóvenes», esos Rolandos que sólo tienen la hazaña en
la boca y cuyo coraje degenera en desmesura. Vociferaban que no había que
esperar hasta el día siguiente, sino atacar inmediatamente el ejército de los
viejos —la Historia regum Francorum, que se cierra en 1214 y que fue
redactada en Saint-Germain-des-Pres, precisa cuál fue, en el campo enemigo,
la primera incitación para lanzarse a la batalla: «El príncipe Luis llevaba
consigo a toda la juventud de las Galias y el rey Felipe sólo tenía caballeros
inertes y excedidos en edad». Se importunará a esos hombres tranquilos,
curvados, a esos Ganelones. Como le sucede al conde de Saint-Pol, éstos
pierden rápidamente el ímpetu. Pero no hay que confiar demasiado: sus almas
están protegidas por la prudencia y el temor a Dios. En esta ocasión, los
traidores han sido los Rolandos; por desmesura han destruido la paz del Señor
y ésta ha sido la primera razón de su derrota. Todos piensan de esta manera y
sobre todo aquellos que, como el autor de la Canción de Guillermo el
Mariscal, no quieren a los franceses y se enfurecen al verles triunfar. Casi
todas las crónicas insisten en que el 27 de julio de 1214 caía endomingo.
Pero los aliados también, fueron derrotados por ser herejes —por esta
razón Michelet los apreciaba. Reaccionando contra las sanciones que el papa
había lanzado sobre ellos con gran estrépito —anatemas, excomuniones,
interdictos—, Juan sin Tierra y Otón atacaron a la Iglesia romana en su punto
débil —esto les valió el rápido apoyo de una poderosa corriente contestataria,
muy difundida por la cristiandad latina. Los verdaderos cátaros —¿fueron
alguna vez muchos?— no eran cristianos: el dogma al que se adherían
rechazaba las posturas doctrinales fundamentales del cristianismo. Pero si
tantos hombres y mujeres los escucharon fue porque el semblante de la Iglesia
había dejado de gustarles. Y esta repulsa que inspiraban entonces los prelados
demasiado bien instalados en las comodidades mundanas, todos esos obesos
canónigos que iban predicando que había que estar flacos para entrar en el
reino de los cielos, que todos los explotados del señorío debían besar las
manos de sus señores,-pagar sus censos y, mediante alabanzas a Dios, lavar
con su sudor cotidiano el pecado de Adán, los impostores que rezaban a
María Magdalena mientras soñaban con sus atractivos, obsesionados por los

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de las vírgenes locas, proclamando al mismo tiempo con los ojos bajos que la
fiesta caballeresca era culpable, el mundo malo, que los jóvenes no debían
hacer ni el amor ni la guerra, que los ricos estaban obligados a entregar todo
su dinero a los que oran, cantan, engullen, beben, viven disolutamente sin
hacer nada con sus manos —las burlas en contra de los Templarios, que eran
considerados sodomitas y hábiles administradores de los bienes que recibían
en depósito—, esa irritación incluso contra los más puros de la Iglesia, los
monjes cistercienses cuyas maceraciones se ocultaban en medio de los
bosques, a los que se veía tan sólo en las ferias negociando en ellas más
provechosamente que nadie, o en las subastas, repletos de dinero, quitando los
buenos negocios a los demás en sus propias narices —toda esa revuelta,
amarga o irónica, no era específica de la Francia albigense, sino que bullía en
todas partes. Es cierto que ésta se apoyaba en una mejor lectura del Evangelio
y que la exigencia frente a los eclesiásticos revelaba en realidad la madurez
del pueblo laico que por entonces iba emergiendo del salvajismo, dejaba de
prosternarse, empezaba a creer que la salvación se gana por una donación del
corazón y no por una sumisión a los ritos. Aquel que luchaba contra de las
estructuras eclesiásticas, afirmando que había demasiados clérigos y que cada
uno podía salvar su alma sin necesidad de darles tanto dinero, estaba seguro
de ser escuchado. Precisamente era esto lo que decía Otón, lo que antes había
dicho Juan sin Tierra, cuando aún no se le había levantado la excomunión que
pesaba sobre él. Tanto uno como el otro opinaban contra Inocencio III, su
adversario común. El canónigo de Lieja que compuso la Vita Odiliae hace
decir al emperador, la víspera de Bouvines, el siguiente discurso: «¿Por qué
tantos oradores? La mayor parte de ellos no sirve a Dios; enviémosles a
trabajar. No dejemos más que dos en las iglesias pequeñas y cuatro en las
grandes. Con esto basta y sobra. Y que estos pocos vivan como les
corresponde, en la verdadera pobreza. Así podremos repartirnos las riquezas
de la Iglesia». Guillermo el Bretón, en la Philippide, retoma y desarrolla estos
términos, pretendiendo volver más odioso al emperador. «En cuanto a los
clérigos y monjes que Felipe exalta tanto, que quiere, protege y defiende con
todo el ardor de su corazón, tenemos que darles muerte o deportarlos para que
se reduzca su número así como sus recursos, de tal modo que el escaso fruto
de las oblaciones sirva para su mantenimiento. Que los caballeros, aquéllos
que se ocupan de los asuntos públicos y que, ya sea combatiendo o en la paz,
procuran al pueblo y al clero el reposo, posean sus tierras y perciban los
grandes diezmos (esto suponía acercarse a la vanguardia evolucionada del
cristianismo, retomar el argumento de todos los que, como lo habían hecho

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recientemente Domingo y Francisco de Asís, consideraban que la Iglesia no
vencería a la revuelta herética y no atraería a las masas urbanas si no
renunciaba a las riquezas señoriales, volviéndose pura y mendicante, es decir,
siguiendo verdaderamente a Cristo en su humildad —pero el discurso del
emperador aspira a conservar el orden social y no ve las riquezas de la Iglesia
distribuidas entre los pobres, entre los proletarios, sino entre los nobles. El día
en que el Padre de los padres me colocó la diadema imperial, hice promulgar
una ley, hice que quedara por escrito y quise verla aplicada rigurosamente en
el mundo entero. Esta prescribía que las iglesias sólo poseerían los diezmos
menores y el producto de las ofrendas, que dejaría en nuestras manos los
dominios rurales para que asegurásemos la subsistencia del pueblo y las
soldadas de los caballeros. (Demos al César lo que es del César, y a Dios lo
que es de Dios). Puesto que los eclesiásticos no quieren obedecerme y
respetar este decreto, ¿no debe mi mano caer sobre ellos? ¿Acaso no tengo el
derecho de retirarles sus grandes diezmos y señoríos? ¿Acaso no puedo
agregar una ley a la de Carlos Martel que no quiso retirar sus tierras a los
clérigos? ¿Y si él les retiró los diezmos, no puedo yo igualmente quitarles sus
tierras, yo que poseo el imperio del mundo entero? (Desmesura, a juicio de
Guillermo el Bretón, de aquel que le disputa al Capeto la herencia de
Carlomagno y pretende una soberanía superior a la del rey de Francia). ¿No
se me permitirá sujetar al clero mediante una ley por la que deberá
contentarse con lo que le sea dado y con las primicias de las cosechas,
aprendiendo finalmente a ser más humildes y menos soberbios? Cuánto más
útil y eficaz será la Iglesia cuando de este modo le haya restaurado la justicia.
¿No será mejor que el caballero deseoso de servir posea sus campos bien
cultivados, las tierras relucientes de delicias y riquezas, en lugar de esa gente
perezosa, nacida solamente para devorar los granos, que vive en el ocio, que
se consume en la sombra, en lugar de esos hombres inútiles cuya única
ocupación es seguir a Baco y a Venus y a los que la glotonería y el vicio
hinchan cada vez más los miembros, cargándoles el vientre con una enorme
barriga?».
De hecho, en el campo de Bouvines se enfrentaron dos concepciones de la
vida eclesiástica. Es posible pensar que las palabras de Otón y de los suyos
eran de circunstancia, que estaban dictadas por d interés. La arenga, sin
embargo, aparece inflamada por d espíritu de reforma. Era convincente. En el
otro bando también existía el interés que empujaba a Felipe Augusto a
oponerse al emperador y a apoyar al papa. Pero d rey de Francia, con la
misma sinceridad, se presentaba como defensor del orden establecido. Su

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ejército agrupaba a los viejos, a los sabios, a los prudentes; por su perfecta
organización, daba muestras de regularidad, de conservadurismo. Pretendía
ser el protector de la tradición; quería mantener a toda costa una concepción
del mundo, una ordenación de las relaciones sociales de la que el rey, elegido
por Dios y subordinado tan sólo a él, se consideraba a sí mismo d fundamento
inmutable. En efecto, en torno a su persona, se disponían, en su justo sitio,
intercambiando servidos mutuos, los tres «órdenes» jerarquizados, tanto en el
campo de batalla como en la vida: en sus pies, los trabajadores de las milicias
comunales; en su cabeza, los capellanes, distribuidores de liturgias que se
consagran íntegramente a su oficio y que, en consecuencia, para cantar los
salmos como es debido, es justo que vivan holgadamente de los beneficios de
su señorío; por último, los guerreros, que sostienen su brazo vengador. Aquí
se había levantado un armonioso edificio contra la empresa de subversión que
al contradecir las leyes del Creador sólo podía conducir al caos. A éste no le
gustaban los rebeldes. Para defender el orden social se puede contar con su
voluntad. Gracias a ella, Simón de Montfort pudo aplastar a los albigenses,
preparar d terreno a los inquisidores, anticipar la hoguera de Montsegur.
Gradas a ella, Felipe vencerá a Otón, cuya pretendida reforma llevaría a la
ruina a todos los curas. Las hechicerías de la Española, la vieja condesa de
Flandes, nada podrán en contra suyo. Podrá caerse del caballo porque Dios le
levantará victorioso.
Muy rápidamente, pues, en el bochorno de la siesta, la intriga se resuelve.
«A la fama y gloria de la majestad y en honor de la Santa Iglesia». La
majestad del rey de los tres órdenes, el honor de una iglesia acaudalada,
totalitaria y represiva. Y a partir del instante en que comienza la desbandada,
Felipe ha cumplido su tarea de vengar a Dios; su acción purifica. En el
campo, vaciado por la derrota, perdura, sin embargo, un chancro tenaz: el
grupo de setecientos Brabanzones que protegía a Renaud de Dammartin
cuando, entre dos cargas, necesitaba recobrar el aliento. El mundo debe ser
liberado de esta purulencia lo antes posible. El rey de Francia ordena acabar
con ellos a Tomás de Saint-Valery con sus cincuenta jinetes y sus dos mil
peones. Sin piedad, todos los justicieros, menos uno, acuden; piensan que está
muerto, pero se cura: es un milagro. En efecto, habitualmente las falanges
compactas de mercenarios no se dejaban aplastar tan fácilmente. Dios seguía
estando allí. Es él quien sigue inspirando a Felipe la clemencia y la liberalidad
con los caballeros capturados. Tenía derecho a ordenar su muerte: la
concepción monárquica aparecía ya lo suficientemente fortalecida como para
que en 1214 se haya podido invocar —en realidad sin demasiada convicción

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— el delito de lesa majestad. Perdona a todos la vida, incluso a Renaud de
Dammartin, el maldito traidor. El Señor es misericordioso; su lugarteniente, a
imagen y semejanza suya, debe mostrarse terrible con los orgullosos y tratar
con magnanimidad a los que se someten con humildad.
Tan pronto como la parte satánica del ejército vencido parece exterminada
y los guerreros perdidos por el dinero han agachado la cabeza, vemos nacer
una era de serenidad. Tal como sucedió en Flandes, en 1127, tras la ejecución
de los asesinos, «las calamidades de esa época han desaparecido desde
entonces; la gracia divina nos trae junto con los placeres de mayo, los bienes
de la paz y el antiguo estado de la tierra». Inmediatamente, podemos percibir
el efecto de la batalla. Se restablece la armonía del mundo. El rey Felipe
puede concluir su vejez pacíficamente. «Desde entonces nunca más una
guerra le movió y en gran paz vivió junto con la tierra toda por mucho
tiempo». El Anónimo de Bethune no se equivoca. Después del relato de
Bouvines, durante los últimos ocho años del reinado, las Crónicas de Saint-
Denis sólo hablaban de los eclipses por no tener otra cosa para relatar. El
acontecimiento fue como un estallido que abruptamente hizo cesar la
algarabía y restauró el silencio. Feliz, el reino deja de tener historia hasta la
muerte de Felipe el Conquistador, hasta el cortejo de los funerales que
condujo sus restos mortales hasta las tumbas merovingias. Casi sin transición,
al relato de la batalla le sigue la apología del difunto: «En el año de la
Encarnación de 1223 murió Felipe, el buen rey, en el castillo de Mantes, rey
muy sabio, noble en virtud, grande en hechos, preclaro en fama, glorioso en
gobierno, victorioso en batalla; el reino de Francia se agrandó y multiplicó
maravillosamente, sostuvo al señorío y conservó virtuosamente el derecho y
la nobleza de la corona de Francia. Venció y superó a muchos nobles y
poderosos príncipes que en el reino le eran contrarios. Siempre fue escudo de
la Santa Iglesia frente a cualquier adversidad; defendió y protegió la Iglesia
de Saint-Denis más que cualquier otra, como si fuera su propia cámara en
especial privilegio de amor, y en numerosas ocasiones mostró, con obras, el
gran afecto que siempre tuvo a los mártires y a sus iglesias. Fue un celoso
enamorado de la fe cristiana desde su temprana juventud; tomó el signo de la
santa cruz en la que Nuestro Señor fue colgado y lo cosió en sus hombros
para ir a liberar el Sepulcro y sufrir pena y trabajo por el amor de Nuestro;
Señor; con gran hueste se lanzó a ultramar contra los enemigos de la Cruz y
trabajó lealmente y sin descanso hasta que se tomó la ciudad de Acre. Y
cuando se debilitó un poco y envejeció, no eximió a su propio hijo al que
envió en dos ocasiones a la región de Albi con una gran hueste para destruir la

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hez de su gente. En vida y en muerte ofreció una gran suma de haberes para
sostener la fuerza de los buenos hijos de la Santa Iglesia en contra de los
bribones albigenses. Fue un generoso distribuidor de limosnas entre los
pobres, en diversos lugares. Yace en sepultura en la iglesia de Saint-Denis en
Francia, que es sepultura de reyes y corona de emperadores, noble y
honorablemente como corresponde a semejante príncipe».
De hecho, en el mismo momento en que Dios, confirmando la legitimidad
de Felipe Augusto, había provocado la huida de sus enemigos y abandonado
Otón a la vergüenza de la derrota, condenado a errar a partir de entonces
desamparado, de refugio en refugio, antes de morir oscuramente, mientras que
los poderes celestiales permitían que «en el futuro la palabra alemán fuese
despreciada por los extranjeros», el Eterno también había castigado a Juan sin
Tierra, obligándole a salir corriendo ante la hueste conducida por el príncipe
Luis, levantar el sitio de Rocheaux-Moines, retirarse a toda prisa hasta el
océano. Al conocer la victoria de Flandes, los barones de Poitou le enviaron
mensajes al Capeto asegurándole fidelidad. Pero Felipe no confiaba en los
«renegados del Mediodía». Se dirigió hacia ellos con el mismo ejército de
Bouvines, que no se sentía fatigado, mostró su fuerza, convenció a los
aquitanos de que él no se contentaba con palabras. La cabalgada no encontró
obstáculos. Como ya había ocurrido en el Maconnais, fue un paseo,
interrumpido por palabrería. En esas comarcas también había terminado la
guerra, y por mucho tiempo. El séquito del soberano no parecía un ejército,
sino una corte ambulante que se reunía en cada etapa; al pasar deshacía
agravios, recibía homenajes y promesas, retenía rehenes, reordenando todo
según la justicia. Finalmente se recibieron emisarios de Juan sin Tierra, y
entre ellos el inevitable legado pontificio. El rey de Francia hubiera podido —
dice Guillermo el Bretón—, jugarse el todo por el todo una segunda vez,
obligar al duelo a aquel otro rey que cuestionaba su derecho, dar batalla
nuevamente. Tenía consigo dos mil caballeros. Piadosamente no quiso tentar
al Señor, su Dios: aceptó intercambiar palabras. Una tregua —no la paz, sino
solamente una abstinencia de guerra— fue concertada por cinco años.
Durante cinco años las cuentas se saldarían en «audiencia» y los caballeros
sólo abandonarían sus asientos del tribunal para desentumecerse un poco en
los torneos.
Con anterioridad, Felipe Augusto había celebrado su triunfo. Como debía
ser, lo había hecho en París, su ciudad, joya de su corona que acababa —muy
costosamente— de cercar con una muralla protectora. En todos los libros
escolares posteriores a la Gran Guerra, figura el relato de la gloriosa

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procesión que partió de Bouvines, arrastrando en carros a los condes
prisioneros maniatados. Guillermo el Bretón hace de él un idilio entre el
poder y los pobres. Por la noche, tras un día de siega, corona con flores a los
campesinos agotados, quemados por el sol, deshidratados, y los hace bailar de
alegría, a lo largo del camino. En un París iluminado se desarrolla un
espectáculo edificante: el unánime júbilo, que por fin concilia a los tres
«órdenes», hace desaparecer la lucha de clases gracias a la concordia que
agrada al buen Dios. Los caballeros han cumplido magníficamente su función
justiciera; reunidos el clero y el pueblo, los intelectuales de la Universidad y
la gente de los oficios —es decir, la Iglesia y los «pobres»— reciben a los
guerreros cuyo coraje y fidelidad les ha librado del mal; los oradores, los
canónigos, los maestros, los estudiantes entonan cánticos como de costumbre;
los burgueses, a su manera, también cantan. Siete días de vacaciones. Una
liturgia que, comenzada el domingo, se extiende durante toda la semana. Un
hechizo colectivo, un coro, una danza ritual de la paz recuperada. Cada uno
tiene una función en esta ceremonia, su sitio reservado. Ante todo que nadie
lo abandone: Dios y el rey vigilan con atención.
Esta fiesta es la del orden real y la victoria viene a justificarlo. Bouvines
ha legitimado todo: la opulencia y la pereza de una iglesia panzona, la
opresión señorial en beneficio de los espadachines. Pero sobre todo la acción
política de Felipe que necesitaba esa justificación, sus conquistas, sus pillajes,
sus intrigas en contra de Ricardo Corazón de León, el cruzado cautivo, el
desheredamiento de Juan sin Tierra, la expulsión de los judíos. Bouvines es
un haz de signos evidentes. Otón ha huido, ha desaparecido. Los emblemas
del César, desvencijados, han caído del carro que los llevaba hacia el cielo;
nada queda del dragón, símbolo maléfico. Felipe ha ordenado entregar el
águila a aquél que el papa considera el buen emperador, Federico II. Se puede
observar al rey de Francia disponiendo, cual árbitro, de la dignidad imperial.
¿Quién sería capaz de contradecir sus pretensiones a la soberanía absoluta? El
es el heredero de Carlomagno y el conductor de todos los cristianos. Y en el
reino ya nadie se atrevería a levantarse contra él. Todos los traidores están
encerrados. También el valor del botín hace de Bouvines un acontecimiento
nunca visto. Nunca una guerra, de un solo golpe, había hecho tantos cautivos
y de tanta calidad. En Courcelles, el 28 de septiembre de 1198, Ricardo
Corazón de León había podido capturar noventa caballeros franceses,
doscientos caballos, de los cuales ciento cuarenta estaban «herrados», es
decir, cubiertos de armaduras. Semejante éxito le embriaga; está exultante,
comunica a toda la tierra esta prodigiosa captura. La de Bouvines es

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incomparablemente más fastuosa. La inscripción de la puerta de Arras
consigna trescientos prisioneros nobles, y lo mismo dicen varios cronistas. La
estimación más modesta que se encuentra en los diversos relatos de la victoria
es de ciento treinta. Conservamos huellas muy precisas, ya que Felipe hizo
redactar el inventario minucioso del tesoro que trajo y distribuyó en diferentes
cámaras acorazadas. Este era su objetivo. Cuando vio que Otón y los suyos
huían, no tuvo otro pensamiento. No dejó un instante de vigilar sus riquezas
y, para evitar desapariciones, las puso en una red de garantías y prendas. El
«catálogo de los prisioneros», realizado a primeros de agosto, enumera ciento
diez caballeros que las carretas de las comunas habían transportado a París,
otros dieciséis confiados a algunos barones de Francia y otros tres a oficiales
del rey. Pero la lista es muy incompleta, durante el trayecto una buena parte
de la carga había sido abandonada. Este gran, rebaño costaba una fortuna. En
realidad, no todo era negociable, y el rey no esperaba obtener ni mucho
menos un beneficio total. El era tan sólo el administrador de una empresa
colectiva. Ante todo, debía retribuir a sus colaboradores, pagar a aquellos que,
de la cacería, habían traído cada una de las piezas de la lista. Algunos fueron
intercambiados por amigos que el adversario tenía en prisión. Generoso, el
rey distribuyó una parte del botín entre sus parientes y allegados. De lo que le
quedaba no vendió todo. Su interés le exigía no hacer nada que importunase a
los rebeldes más peligrosos. Los traidores empedernidos, los reincidentes,
fueron condenados a prisión perpetua. Como en el caso de Renaude de
Dammartin, del cual el rey se enteró o le hicieron saber, en Bapaume, que
seguía conspirando en su contra. No obstante, los prisioneros eran muy
numerosos, y muchos de gran valor. Once condes, decenas de adalides. Del
menos valioso se podía esperar obtener al menos mil libras, doscientas
cuarenta mil monedas de plata. Del espléndido torneo que había sido
Bouvines el rey regresaba rico, mucho más rico que cualquier otro rey de
Francia y dispuesto a discutir y negociar como lo hizo con la condesa de
Flandes; también a dominar por mucho tiempo los principados más reacios.
Bendito sea Dios: de nada priva a los que le sirven bien. Gracias a la victoria
concedida, la monarquía capeta aparece verdaderamente —démosle a la
palabra su plena significación— consagrada. El jovencísimo Luis, bebé de
tres meses, el nieto, ya tiene su santidad preparada.

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CRONOLOGIA

1163
Comienza la construcción de Nuestra Señora de París.

1165
21 de agosto. Nacimiento de Felipe Augusto.
Canonización de Carlomagno.

Hacia 1167
Nacimiento de Juan sin Tierra.

1178
Misión pontifical en la región de Albi.

1179
1.º de noviembre. Consagración de Felipe Augusto. Tercer concilio de
Letrán.

1180
28 de abril. Boda de Felipe e Isabel de Hainaut.
14 de setiembre. Muerte de Luis V II.
Tratado de Gisors. Fundación en París del primer colegio para
estudiantes.

1181-1190
Chrétien de Troyes compone Parsifal.

1182
Felipe expulsa a los judíos.
Invierno. Formación en Puy de la secta de los Encapuchados.

1185

Página 145
1185
Felipe adquiere Arras y Vermandois.

1186
El padre de Renaud de Dammartin se refugia en la corte del rey de
Inglaterra.

1187
Saladino toma Jerusalem. Adquisición de Tournai.
5 de setiembre. Nacimiento de Luis VIII.

1189
6 de julio. Muerte de Enrique II Plantagenet.
Muerte de Isabel de Hainaut.

1190
4 de julio. Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León abandonan
Vezelay hacia Tierra Santa.
Muerte de Felipe de Alsacia, conde de Flandes.

1191
13 de julio. Toma de San Juan de Acre.
21 de julio. Felipe Augusto en Fontainebleau.
25 de diciembre. Felipe Augusto decide volver a Francia.
Felipe Augusto recibe homenaje de Renaud de Dammartin por el
condado de Boulogne.

1193
Febrero. Juan sin Tierra rinde homenaje a Felipe Augusto por los
feudos Plantagenet.
14 de abril. Felipe Augusto contrae matrimonio con Ingebourge.

1194
La asamblea episcopal de Compiegne anula el matrimonio de Felipe e
Ingebourge.
20 de marzo. Ricardo Corazón de León vuelve a Inglaterra.
Mayo. Ricardo se reconcilia con Juan sin Tierra.
} de julio. Felipe Augusto es vencido en Fréteval.
Comienzan los trabajos de reconstrucción de la catedral de Chartres,
que se había incendiado.
Primer privilegio de los maestros de las escuelas de París.

1196

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Felipe Augusto contrae matrimonio con Inés de Merán.
El papa Celestino III anula la decisión de Compiegne.
El obispo de Beauvais es capturado por Ricardo Corazón de León.
Construcción de Chateau-Gaillard.
Diciembre. Elección de Federico II.

1198
8 de enero. Elección del papa Inocencio III.
20 de septiembre. Derrota del ejército del rey de Francia, cerca de
Gisors.
Se autoriza a los judíos a volver a los territorios reales.

1199
Abril. Ricardo Corazón de León designa a Juan sin Tierra como
sucesor.
24 de junio. Tregua entre Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León.
27 de noviembre. Juan sin Tierra, rey de Inglaterra.
Predicación de la cuarta cruzada.

1200
Enero. Acuerdo entre Felipe y el rey Juan. El príncipe Luis se casa con
Blanca de Castilla, sobrina de Juan, que recibe como dote Evreux.
15 de enero. Inocencio III lanza el interdicto sobre el reino de Francia.
22 de mayo. Paz de Goulet entre Felipe y Juan sin Tierra, que le rinde
homenaje. El papa se pronuncia en favor de Otón de Brunswick.
7 de setiembre. Felipe Augusto reconoce a Ingebourge como esposa.
Privilegio de Felipe Augusto para los estudiantes de París.

1201
Noviembre. Inocencio III legitima a Felipe Hurupel, nacido a
comienzos de año y que está comprometido con la hija de Renaud de
Dammartin.

1202
Abril. Condena de Juan sin Tierra por la corte de Francia.
El conde Baudoin de Flandes se hace cruzado.

1203
3 de abril. Asesinato de Arturo de Bretaña.

1204
Muerte de Alienor de Aquitania.
6 de marzo. Toma de Château-Gaillard. Conquista de Normandía.

Página 147
Abril. Los Latinos toman Constantinopla.
El rey de Aragón vasallo de la Santa Sede.

1205
Etienne Langton, arzobispo de Canterbury.

1206
26 de octubre. Tregua entre Felipe Augusto y Juan sin Tierra.
Predica de Domino en la región de Albi. Francisco de Asia se retira del
mundo.
Comienza la construcción de los portales de la catedral de Chartres.
Rigord concluye las Gesta Philippi Augusti.

1207
1.º de octubre. Excomunión de Raymond de Tolosa.
Nacimiento de Enrique III.
Primera mención de la asociación de maestros y estudiantes de París.

1208
24 de marzo. El papa lanza el interdicto sobre el reino de Inglaterra.
Asesinato de Felipe de Suabia. Reelección de Otón de Brunswick.

1209
12 de enero. Asesinato de Pedro de Castelnau, legado pontificio en
Albi.
Marzo. Otón jura en Spira.
18 de junio. Partida de la cruzada contra los albigenses.
Excomunión de Juan sin Tierra.
27 de setiembre. Coronación imperial de Otón.

1210
Noviembre. Otón es excomulgado y depuesto.
Prohibición de la lectura en las escuelas de París de la Metafísica de
Aristóteles.

1211
Ferrand de Portugal contrae matrimonio de Juana, primogénita del
conde de Flandes, Balduino.
Octubre. Federico II, elegido rey de Germania en Nuremberg.
Renaud de Dammartin fortifica Mortain y entra en relaciones con Juan
sin Tierra.
Comienza la reconstrucción de la catedral de Reims.

Página 148
1212
22 de enero. Ferrand rinde homenaje a Felipe Augusto por el condado
de Flandes.
24 de enero. Aire y Saint-Omer son cedidos por Ferrand.
4 de mayo. Renaud de Dammartin rinde homenaje a Juan sin Tierra y
promete no hacer ni paz ni tregua a Felipe y al príncipe Luis.
Cruzada de los niños.
16 de julio. Las Navas de Tolosa.
19 de noviembre. Entrevista de Beaucouleurs entre Federico II y el
príncipe Luis.
Diciembre. Federico II coronado en Maguncia.
Construcción de la muralla de París.

1213
Enero. El papa destierra a Juan sin Tierra de la cristiandad.
El príncipe Luis se vuelve cruzado.
8 de abril. Asamblea de Soissons. El conde de Flandes se niega a
participar en la expedición a Inglaterra. Felipe Augusto hace volver a
su lado a la reina Ingebourge.
19 de abril. Convocatoria del cuarto concilio de Letrán.
15 de mayo. Juan sin Tierra se somete al Papa.
22 de mayo. En Gravelines, Felipe Augusto, listo para navegar hacia
Inglaterra, se entera de la sumisión del rey Juan y decide saquear
Flandes.
30 de mayo. Felipe Augusto abandona Flandes tras haber incendiado
Damme.
31 de mayo. Ferrand jura ayudar a Juan sin Tierra y de no hacer nunca
la paz con Felipe sin él y sin Renaud de Dammartin.
20 de julio. Se le retira la excomunión a Juan sin Tierra.
13 de setiembre. Batalla de Muret.
13 de octubre. Juan sin Tierra retoma los reinos de Inglaterra e Irlanda
como feudatario del papa.
22 de noviembre. Acuerdo entre Felipe Augusto y la condesa de
Champaña.

1214
16 de febrero. Juan sin Tierra desembarca en La Rochelle.
Abril. Felipe Augusto conduce su hueste hacia el Poitou.
25 de abril. Nacimiento de San Luis.
17 de junio. Juan sin Tierra entra en Angers.
19 de junio. Juan sin Tierra sitia La Roche-aux-Moines.

Página 149
2 de julio. Juan sin Tierra levanta el sitio ante la proximidad del
príncipe Luis.
15 de julio. Llega a La Rochelle.
25 de julio. Felipe Augusto abandona Péronne por Douai.
26 de julio. Felipe Augusto en Tournai.
27 de julio. Bouvines.
18 de setiembre. En Chinon, tregua entre Felipe Augusto y Juan sin
Tierra.
24 de octubre. Convención con Juana de Flandes.
Se termina la fachada de la catedral de Laon.
Felipe Augusto concede un nuevo puerto a la asociación parisiense de
mercaderes de agua.

1215
El príncipe Luis en Albi.
Abril. Estatutos de la Universidad de París por Roberto de Courçon.
15 de junio. En Runnymead, Juan sin Tierra otorga la Carta Magna.
25 de julio. Federico II coronado en Aquisgrán.
Setiembre-octubre. Negociaciones entre Felipe Augusto y los barones
de Inglaterra.
11 de noviembre. Reunión del concilio de Letrán.

1216
21 de mayo. El príncipe Luis desembarca en Inglaterra.
17 de julio. Muerte de Inocencio III.
19 de octubre. Muerte de Juan sin Tierra. Enrique III, rey de
Inglaterra.
Felipe Hurupel se casa con la hija de Renaud de Dammartin.
Constitución de la orden dominicana.
Pedro de Courtenay, emperador de Constantinopla.

1217
20 de mayo. Derrota del ejército capeto en Lincoln.
11 de setiembre. Paz de Lambeth.

1218
Muerte de Simón de Montfort frente a Toulouse.

1219
Segunda expedición del príncipe Luis en Languedoc.
Llegada a París de la primera misión franciscana.

1222

Página 150
Felipe Hurupel, armado caballero, entra en posesión del condado de
Boulogne.

1223
14 de julio. Muerte de Felipe Augusto en Mantés.
6 de agosto. Unción de Luis VIII.

1226
Abril. Tratado de Melun con la condesa de Flandes.
8 de noviembre. Muerte de Luis VIII.

1227.
Junio. Liberación de Ferrand de Flandes.

Página 151
Notas

Página 152
[*] Georges Duby, Guillermo el mariscal, LB 1259. (N. del T.). <<

Página 153
[*] Quizá no sea inútil recordar que la escritura en el siglo XIII contiene una

palabra verdadera y que cualquier texto, incluso los que como éste están en
prosa, ha sido hecho para ser leído en voz alta. El ritmo es, pues, de una
importancia capital. Andrée Duby, a cuyo cargo ha estado la adaptación, se ha
esforzado por conservarlo. En la traducción castellana hemos seguido el
mismo criterio. (N. del T.). <<

Página 154
[2] Los pasajes entre corchetes son los del texto latino que no fueron
traducidos al romance. (N. del T.). <<

Página 155
[*] Cada uno de los trozos en que se dividía antiguamente el ejército. (Nota del

Editor). <<

Página 156
[*] Es imposible traducir este juego de palabras al castellano. (N. del T.). <<

Página 157
[1]
Aquí se interrumpe el texto de Guillermo el Bretón incluido en el
manuscrito latino 5925 de la Biblioteca Nacional de París. Un monje de Saint-
Denis continuó el relato de los acontecimientos del reinado de Felipe
Augusto. <<

Página 158
[*] En castellano en el original. (N. del T.). <<

Página 159

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