4 - Sobre El Racionalismo Aplicado
4 - Sobre El Racionalismo Aplicado
4 - Sobre El Racionalismo Aplicado
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modificarse. Esto presupone, pues, una memoria racional; es decir: ideas
reordenadas y coordinadas en el tiempo lógico. En consecuencia, el soporte de
esta memoria —el algoritmo, la escritura— tiene que ser capaz de llevar so-
bre sí la lógica. La otra memoria, la falible, la que nos permite recordar lo
que no ha ocurrido, la que puede faltar para hacernos soportable un evento
o, incluso, la que revela su fidelidad para hacernos insoportable la vida... esa
memoria funciona en otra dimensión de la existencia. No tiene sentido rei-
vindicarla en cualquier contexto. Cuando estamos jugando ajedrez, no fun-
ciona la técnica de patear con chanfle. La teoría, por su parte, ubica los he-
chos que circunscribe en un sitio preciso, así luego haya que rebautizarlo,
reasignarlo o inscribirlo en otro conjunto de relaciones. Por tanto, para la
ciencia, no hay hechos en bruto, sino hechos de cultura (10). Claro está que
hay otro tipo de hechos, y otras maneras de memorizar, pero estarían en
otros ámbitos.
Y, de otro lado, cuando la teoría anuncia la posibilidad de un nuevo fenó-
meno, la experimentación examina esa perspectiva y busca promoverlo a la
existencia. Es decir, la experimentación nunca es ocasional. El instrumento
viene de la teoría y tiene destino teórico. Allí no hay experiencias “para ver”.
Un instrumento sin teoría, no es un instrumento.
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Y 2.- comprender cuestiones sociales no excluye —por principio— ni la preci-
sión, ni lo cuantitativo.
Y no faltan los atajos: se toman instrumentos precisos, pero obtenidos a pro-
pósito de otros objetos, y se los aplica al de turno. Es como echarle sal al postre,
con el argumento de que resultó buena cuando se la echamos a la ensalada.
La precisión no es ajena al objeto que buscamos comprender. Ejemplo: tomar la es-
tadística para investigar la educación puede ser un error garrafal. ¿Por qué,
para deshierbar, no tomamos el bisturí, si es un instrumento de mayor preci-
sión que el machete? Hay un ejemplo más radical: si necesitamos deshierbar,
entre el reloj de arena y el cronómetro, ¿cuál elegimos? Resulta evidente la ton-
tería, pero no se nos ocurre que algo parecido tiene lugar cuando echamos
mano de la estadística para establecer la idea que se tiene de la profesión docen-
te (típico tema de “investigación educativa”). Lejos estamos de afirmar que el
instrumento estadístico no sirva para investigar en educación; estamos dicien-
do, más bien, que el instrumento no determina la especificidad del objeto a in-
vestigar, sino al contrario: es la especificidad del objeto, comprendida desde la
teoría, la que traza el camino posible de la construcción de un instrumento pre-
ciso para ese caso.
En muchas investigaciones sobre educación no nos damos cuenta de estar
midiendo densidad con un cronómetro, o de estar escogiendo el mejor micros-
copio para estudiar las fases de Venus. Cuando usamos estadísticas, nos obnu-
bilamos, pues efectivamente se producen unas cifras, con lo que nos parece que
hemos ganado precisión para nuestro trabajo, cuando, en realidad, de un lado,
hemos desvirtuado el orden de precisión donde esa herramienta se produjo; y,
de otro lado, nada hemos entendido de nuestro objeto.
Ahora bien, no nos damos cuenta, pues ponemos esas cifras en barras y en
tortas, adornamos nuestro informe y quedamos contentos. Y, lo que es peor:
nos lo aprueban y nos gradúan. Pero cuando sacamos una herramienta de sus
condiciones de aplicación, finiquitamos su precisión y la ponemos al servicio de
otra cosa. De la política, por ejemplo. Hoy, el ámbito político está inundado de
este uso de la estadística que, ni hace avanzar a la matemática (pues los esfuer-
zos en ese sentido podrían contradecir a la política), ni permite conocer lo so-
cial. Si el estadígrafo se pone riguroso, no lo contratan. Pero está claro: no es un
ámbito donde se conozca, sino donde se toman decisiones y, en el camino, apa-
recen elementos con los cuales las personas se representan su relación con las
esferas de la praxis humana, a partir de cierto modo de hacer enunciados y de
cierta información. La precisión queda reducida a un mecanismo de amedrenta-
miento (nada podríamos objetar, pues no estamos a la altura del instrumento),
o a un semblante que se enarbola para obtener ciertos beneficios; el que los
otorga, a su vez, obtiene los suyos, por lo que la complicidad está garantizada.
Creemos, otra vez equivocadamente, que, si hay precisión, lo demás debe estar
bien.
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Así las cosas, ¿se salvan los autodenominados “cualitativistas” porque re-
chazaron las medidas precisas y se dedicaron a mezclar opiniones y a hacer lo
que creen políticamente correcto? ¡Tampoco!: si entendemos juiciosamente la
idea de que la especificidad del objeto determina los instrumentos para aproxi-
marse a él, no podemos obviar el trascendental paso teórico de establecer dicha
especificidad. ¿Estamos ante un objeto determinístico? ¡Entonces no podemos
entenderlo mediante encuestas! ¿Estamos ante un objeto estocástico? ¡Entonces
no podemos evitar el uso de estadísticas! ¿Estamos ante un objeto estructural?
¡Entonces no podemos entenderlo mediante medidas!, etc.
Volvamos a Bachelard, para ver que la precisión no es independiente del
campo. Cuando un instrumento puede aplicarse en varios ámbitos es porque
hay isomorfismo entre los objetos de esos ámbitos. Pero eso no quiere decir mu-
cho. El metro sirve para medir todo aquello que tenga, entre tantas otras pro-
piedades, la de la longitud. Es decir, los objetos que tengan longitud son iso-
mórficos, en relación con ese aspecto, pero pueden ser heteromórficos en todo lo
demás. Por lo tanto, queda claro que es el investigador quien decide la perspecti-
va —siempre parcial— desde la cual va a tomar el objeto. ¿Acaso un isomorfis-
mo siempre es suficiente para comparar dos objetos? ¿Por qué no asumir justa-
mente las otras dimensiones que los hacen desiguales? ¿Acaso en esa dimen-
sión se agotan todos los isomorfismos posibles?
Si clasificamos personas por el rasgo visible del color de la piel, encontrare-
mos, por decir algo simple, dos grupos. Pero si las clasificamos por un rasgo
no-visible, como es el tipo de sangre, no obtendremos los mismos grupos: per-
sonas que antes estaban en grupos distintos por el color de la piel, ahora están
en el mismo por el tipo de sangre. Así, si varios objetos tienen longitud, no esta-
mos obligados a medirlos y a compararlos en función de esa propiedad... a no
ser que haya una razón teórica para ello. Que las cosas se dejen medir no nos
obliga a medirlas. La aplicación del instrumento es una decisión iluminada por
la teoría, no una obligación de cara a ciertas propiedades del objeto (o, peor: de
cara a ciertas exigencias del formato de investigación).
Sostiene Bachelard (9): “Diálogo entre el experimentador provisto de instru-
mentos precisos y el matemático que ambiciona informar rigurosamente la ex-
periencia”. Así dicho, no parece necesaria la dependencia de los dialogantes:
pero sí, pues tales instrumentos son precisos justamente porque esa razón mate-
mática los ha desafiado a afinarse y les ha dado las herramientas que están en
su fuero para hacerlo posible (es decir, los instrumentos también afinan su pre-
cisión en la medida en que mejor incorporan la teoría). Y, a su vez, esa experi-
mentación, como no es “directa”, requiere ser, al decir de la cita, informada de
manera rigurosa. “Si la ciencia fuera descripción de una realidad dada, no se ve
con qué derecho podría ordenar esta descripción” (15).
Si Bachelard diferencia —en broma, me parece— entre intercambiar argu-
mentos (propio del congreso de filosofía) e intercambiar informaciones (propio
del congreso de física), no es para denigrar de los filósofos... o, al menos, no to-
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talmente. Más bien parece hacerlo para señalar momentos distintos. El intercam-
bio de informaciones —en este contexto, no en el del chat—presupone que han
sido discutidos los argumentos que llevan a obtener y a comprender la informa-
ción de la que se habla. Se trata de una postura en la que se acepta, al menos
por el momento, que la comprensión ahora —momento lógico— exige producir
ese real que prevé (esto va a ser muy importante cuando hable de pedagogía).
La otra postura, la del intercambio de argumentos, podría significar que se está
en un momento anterior al de producir el real racional: todavía nos ocuparía el
tiempo de los argumentos. Claro que, humanos como somos, podríamos re-
crearnos en ese momento, no querer salir de ahí.
Bachelard generaliza un poco el ámbito filosófico. Pero, entrados en detalles,
¿no podríamos ver la diferencia que propone justamente entre las filosofías ata-
das a un nombre propio y las filosofías atadas a una metodología?
Más adelante (14), precisará que los ejemplos particulares sensibilizan las
discusiones filosóficas generales. Es decir, la comparación de los tipos de con-
greso (filosofía vs. física) tenía que ver, entre otras, con el tema de lo general y
lo particular, en función del tiempo lógico. Lo particular como efecto del racio-
nalismo, en tanto aplicado, y no como recurso a la “naturalidad del mundo” en
su diferencia supuestamente intrínseca e intocable por la teoría.
En todo caso, Bachelard aboga 1.- por una acción dependiente de la razón
compleja; 2.- por la producción consecuente de instrumentos precisos (en rela-
ción con esa razón, se entiende, no con un criterio de precisión externo al ejerci-
cio mismo de la razón, ni a la especificidad del objeto investigado); y 3.- por un
intercambio de informaciones obtenidas sobre la base de cierto acuerdo que,
por principio, se puede rehacer en cualquier momento, pero no en todo mo-
mento; es decir, que —en su oportunidad— los físicos también intercambian ar-
gumentos.
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no es decisiva a la hora de calcular densidad, pues densidad y temperatura no
son isomórficas. Si lo intentamos, se pierde la ventaja de esa diferencia de preci-
sión entre los instrumentos, pues ninguno de los dos —por preciso que sea—
puede establecer densidad.
¿De qué depende, entonces, la interpretación cuando no cuenta con la teo-
ría? No viene precisamente de algo “personal” —como dijo Bachelard—, tal vez
queriendo señalar que una afirmación que pretende conocer algo está subordi-
nada a un campo; y si no lo está, no puede conocer, aunque se lo proponga
(puede sí, por ejemplo, servir para el ajuste del sujeto en la esfera de la praxis
donde actúa, lo cual es legítimo en ese ámbito, sin que necesite ser conocimien-
to). Así, cuando nuestro filósofo dice que, sin la razón, el experimentador inter-
pretaría “de manera personal”, se refiere a que tal interpretación no estaría ata-
da a un orden argumentativo, que nada tiene de personal —aunque lo sostenga
una persona—, pues 1.- depende de argumentaciones que han hecho otros,
también interesados en el asunto y 2.- se hace delante de otros; es decir, que es
susceptible de ser objetada por quienes comparten los argumentos. Como pue-
de verse, es todo lo contrario del respeto a la opinión, del diálogo de saberes o
del derecho a hablar... eso sólo cuando se pretende entender algo, por supuesto,
pues en otros ámbitos sí funcionan la opinión y el derecho, pero lo hacen de
modo completamente distinto. No en vano, Bachelard busca, ente otras, comba-
tir “el imperialismo del sujeto” (15): mostrar que el racionalismo “no puede for-
marse en una conciencia aislada” (15).
La precisión del instrumento y el hecho de compartir los argumentos obli-
gan a los interesados a interpretar en un escaso margen de variabilidad... y eso
no es falta de libertad o estrechez de miras, sino posibilidad de precisión. En
cambio, cuando usamos un instrumento preciso por fuera del ámbito de los ar-
gumentos, el resultado se interpreta ad libitum, “personalmente”, al decir de Ba-
chelard. Es decir, el margen de variabilidad se hace muy amplio. La impreci-
sión es alta y va en aumento. Curiosamente, cuando se quiere comprender, se
busca restringir el margen de “libertad”: si todo se puede decir de algo, pues da
lo mismo cualquier enunciado. Si sólo ciertas cosas se pueden decir, gracias a la
restricción de la teoría, tenemos más opción de entender y no todo da lo mismo;
y, además, los otros que están en esa misma posición pueden hacernos saber
algo sobre el estado de nuestra comprensión. La libertad, entendida como inde-
terminación, no permite comprender. Pero podemos, libremente, decidir estar a
la altura de una teoría (es decir: estudiar, pues no hay razón constituida antes
del esfuerzo de racionalidad [16]), para que la elección de una interpretación
sea, hasta cierto punto, la implicación necesaria de una cadena argumentativa,
en principio realizable por todo aquel que comparte ese modo de hacer enun-
ciados.
Ahora bien, ¿qué tan “personal” es la interpretación que, aun atada a instru-
mentos precisos, se encuentra desligada del campo de los argumentos? (ejem-
plo: en promedio, a los niños les va mejor en matemáticas que a las niñas). Por
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supuesto que tampoco en ese caso hay libertad. Quien se cree más libre porque
no está atado a un orden argumentativo (recordemos la triste consigna de no
llevar conceptos a la investigación), pues es esclavo de un sistema de atribución
de sentido aún más dictatorial, aunque no lo vea. Somos más esclavos cuando
—pretendiendo saber— creemos que nada determina nuestras ideas. Y, paradó-
jicamente, somos un poco menos alienados cuando aceptamos circunscribir el
uso de la razón a la gramática de una disciplina... con ello, al menos, nos distan-
ciamos un poco de ese dictador llamado doxa.
El sentido común, la opinión que tanto defendemos hoy en día en educación
y que creemos originada en la intimidad, en el fuero interno del sujeto —razón
por la cual pedimos que se la respete—, en realidad proviene de una pragmáti-
ca simple, imposibilitada para comprender más allá de cierto límite, y que he-
mos asimilado pasivamente —si vale la expresión— en nuestra vida cotidiana,
es decir, de manera informal, que es la que le corresponde (a diferencia de la
gramática de una disciplina, a la que corresponde necesariamente una enseñan-
za y un aprendizaje formales).
Ahora bien, la producción de lo real en la experimentación no es, ni mucho
menos, una prueba taxativa de que nuestros argumentos sean correctos. ¿Cuán-
tas determinaciones convergen sobre un objeto y cuántas somos capaces de dis-
criminar?; y de ésas, ¿cuántas somos capaces de neutralizar? Jamás se completa
y nunca es definitiva la eliminación de la contingencia en el saber, dice Bache-
lard (21).
El hecho de que hayamos sido capaces de desarrollar los rayos láser, com-
puestos de partículas cuya existencia sólo “comprobamos” indirectamente, nos
informa de que algo sabemos, pero también de que mucho ignoramos. Cuando
se puso a funcionar la idea de que el proletariado, por ser la clase que produce,
era la clase llamada a hacer la revolución, no sólo se transformó la historia (no
digo que en el sentido previsto), sino que hubo que volver a reconsiderar de mil
modos esa idea, pues las variables que aparecieron en ese “laboratorio” de la
sociedad superaron con creces a las que se habían previsto.
En educación, en cambio, basta con que un guarismo haya sido obtenido, sin
una teoría sobre la educación, para que pasemos a pontificar sobre ella. Es el
caso de las investigaciones hechas a partir de las evaluaciones masivas: se apli-
can pruebas de logro cognitivo y encuestas de factores asociados, y luego se
cruzan estadísticamente para concluir —entre tantos otros disparates— que el
análisis revela unas curiosidades que sólo una investigación detallada podrá es-
clarecer. Es decir, sin una teoría que defina lo que sería pertinente preguntar,
sin una teoría que autorice los cruces que, automáticamente hace el software es-
tadístico, se obtienen resultados absurdos, contrarios a lo buscado, previstos y
curiosos.
De los resultados absurdos no hablan, aunque fueron producidos por la
aplicación de los instrumentos, de manera que si callan en relación con ellos,
tendrían que callar en relación con lo que sí les interesa. Los resultados contra-
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rios a la política educativa que buscan legitimar se esconden o se arrojan al ces-
to del margen de error admitido. De los resultados previstos se habla con orgu-
llo, pues son acordes con la política educativa que los interpoló como variables
a ser encontradas o, mejor, reencontradas. Y para los resultados que denominan
“curiosos” reclaman un campo teórico que los esclarezca. ¡Evidentemente! Pero
si hubieran puesto eso desde el comienzo, tal vez no habrían hecho esa aplica-
ción (o se habría diseñado otra muy distinta y quizá se habría utilizado otra es-
tadística y los resultados se habrían leído de otro modo) y no habría resultados
como el obtenido en 1994 en el marco de la investigación sobre repitencia, se-
gún la cual el factor que más está unido a la calidad de la educación es ir a
misa.
Bachelard no afirma que el pensamiento se especificaría en la razón, mien-
tras que la práctica (o la aplicación) se realizaría en la experimentación. “El
campo de del pensamiento se especifica en matemática y en experiencias” (9),
se anima en esa conjunción. El pasado teórico, la tradición racionalista de la ex-
periencia, se aúna con el presente de la técnica (10). Está diciendo que son dos
campos distintos que, cada vez más, por efecto de la complejización de la razón,
se hacen más interdependientes. Un acelerador de partículas no se le ocurre a
un técnico, a un tecnólogo o a un ingeniero que pone a volar su imaginación. Es
el instrumento de precisión necesario para producir lo real racional: el bosón de
Higgs, por ejemplo. Por lo tanto, producir ese instrumento maravilloso requiere
de la teoría capaz de concebirlo, pero también de la técnica capaz de materiali-
zarlo: no es capaz de elaborarlo un físico matemático a partir de sus algoritmos.
El materialismo técnico no es un realismo; más bien se corresponde con una
realidad transformada, rectificada, que ha recibido la marca humana del racio-
nalismo (15).
Y esta confluencia ha sido indefectible, toda vez que la razón se empeña en
la precisión (11). Si la razón sólo se empeñara en hacer justicia, tal vez estaría-
mos ante la situación de las embarcaciones producidas antes de los algoritmos
matemáticos que explican la relación entre un cuerpo y un líquido en el que se
lo deposita. Y no tendríamos los instrumentos que han dependido de la men-
cionada confluencia. No sería mejor ni peor; sería distinto. Habría que dar ra-
zón de fenómenos más “gruesos”, no habría fenómenos más sutiles que exigie-
ran instrumentos más precisos. Como en las sociedades donde no es necesario
saber la hora del modo como lo indica el reloj, pues hay unas escansiones grue-
sas que permiten ubicarse muy bien en los acontecimientos que una colectivi-
dad así hace existir para sus sujetos a lo largo de un día. El nivel de razón reali-
zado estaría acorde con tal situación. Y no es poco: un arco y una flecha ya son
una realización de la razón lingüística, sin que —por fuera de ella— haya la po-
sibilidad de algo parecido. ¿Qué más prueba, para un nivel de realización como
ése, que el abatimiento del animal cuya carne habrá de consumirse?
Así, hablar de que la investigación puede resolver problemas en la institu-
ción educativa o en nuestra práctica de maestros, dice mucho del nivel de razón
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al que aspiramos. Si dejaran el mundo en nuestras manos, volveríamos a la
edad de piedra. La validez de una organización matemática de la experiencia,
como platea Bachelard (11), necesita otras condiciones para ser probada. Y no
se diga que realidad hay una sola y que la pluralidad es introducida al momen-
to de la interpretación, pues, de un lado, lo real está en relación directa con la
racionalidad, al punto que podemos hablar de un real científico, es decir, imposi-
ble sin la ciencia (“la realidad estudiada por el científico cambia de aspecto, per-
diendo ese carácter de permanencia que fundamenta al realismo” [16]). Y, de
otro lado, la certeza de estar ante la realidad y de poderla diferenciar de las in-
terpretaciones, es ya una interpretación, un efecto de sentido.
La racionalidad en el vacío y el empirismo deshilvanado no hacen ciencia.
“La mente que conoce está determinada por el objeto preciso de su conocimien-
to y determina con mayor precisión su experiencia” (11). Así, habría que hablar
de racionalismo aplicado y de materialismo instruido (11). Racionalismo con-
creto, solidario de experiencias particulares y precisas, donde los argumentos
son momentos de la experiencia; racionalismo abierto a recibir nuevas determi-
naciones de la experiencia informada (11). Aclaración: acá por experiencia no se
entiende los años de ejercicio de la docencia, sino la realización de la teoría, el
experimento diseñado por la razón.
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Materialismo técnico Positivismo Empirismo Realismo
Cada estado es productivo, por supuesto. Por fuera del ordenamiento racio-
nal, no tiene sentido sostener, por ejemplo, que un estado es superior a otro. Es-
tando en cada uno de esos lugares se producen ideas, el sujeto se representa su
relación con la praxis, las cosas funcionan. Por ejemplo, en lo que Bachelard lla-
ma el idealismo, se hacen clasificaciones como la que hacen los desana (Vaupés,
Colombia) de los ambientes: rastrojo, ribereño, lacustre, selva pluvial, selva baja
abierta y selva anegadiza. Con este ejemplo indicamos que no se está valorando
algo como inferior, sino como funcional: según Reichel-Dolmatoff 3, esta clasifi-
cación hace parte de un sistema consistente en esa etnia y que le ha permitido
regir su relación con la naturaleza, en acuerdo con cierta concepción ética de la
vida.
De igual manera, la física necesita —como vimos— cierto ámbito social.
Según Bachelard, no es posible invertir la secuencia descrita: contra toda ilu-
sión de “desarrollo” o de transformación, vía la buena voluntad del docente,
afirma que el idealismo es impotente para reconstituir el racionalismo. Basta
con instalar a los estudiantes ahí, para enraizarlos en un obstáculo epistemoló-
gico.
Ahora veamos el debilitamiento propio del otro elemento de la relación: el
materialismo técnico (13-14):
3
«Algunos conceptos de los indios desana del Vaupés sobre manejo ecológico». En: https://
asc2.wordpress.com/
10
Convertimos el materialismo técnico (solidario de la teoría) en positivismo
cuando se pierden los principios de necesidad y se apartan las aproximacio-
nes sutiles, los detalles, las variedades, que albergan más racionalidad que lo
simple. Entonces, ya no se puede justificar el poder de deducción ni los valo-
res de coherencia de la teoría. El positivismo guarda la jerarquía de las leyes,
pero no puede organizar las necesidades comprendidas por el racionalismo.
Convertimos el positivismo en empirismo cuando buscamos la utilidad y va-
mos hacia el pragmatismo; el saber se vuelve un recetario.
Y convertimos el empirismo en realismo cuando, a nombre de los triunfos,
nos ubicamos como si estuviéramos frente a un montón —aparentemente
valioso— de hechos y de objetos, llamado “realidad”, bajo la idea de que es
un polo de irracionalidad (por su parte, el pensamiento racional “descarga a
toda materia de la irracionalidad de los orígenes” [14]).
Ahora bien, hay un diálogo entre las celdas contiguas de las filas:
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Racionalismo aplicado Solidarios Materialismo técnico
Racionalismo → formalismo: al interpre- Materialismo técnico → positivismo: cuando se
tarlo como formas, como fórmulas para pierden los principios de necesidad y se apartan
informar cualquier experiencia; y al admi- las aproximaciones sutiles. Ya no se pueden jus-
tir sus resultados, pero sin poder efectuar tificar el poder de deducción ni los valores de
el pensamiento que los hace posibles. coherencia de la teoría. Se guarda la jerarquía
de las leyes, pero no se organizan las necesida-
des comprendidas por el racionalismo.
Formalismo Coordinación de leyes positivas Positivismo
Formalismo → convencionalismo: debili- Positivismo → empirismo: buscando la utilidad y
tando el papel de la experiencia; sin “polo yendo hacia el pragmatismo; el saber se vuelve
a tierra”, la ciencia aparece como conjun- un recetario.
to de convenciones, organizadas en len-
guaje matemático.
Convencionalismo Doble escepticismo Empirismo
Convencionalismo → idealismo: some- Empirismo → realismo: ubicándonos, a nombre
tiendo las convenciones a la actividad del de los triunfos, como frente a un montón de he-
sujeto pensante. Se ponen en orden las chos y de objetos aparentemente valioso, lla-
imágenes dadas. Ubicados aquí, no se ne- mado “realidad”, bajo la idea de que es un polo
cesita ir más allá: no tendríamos por qué de irracionalidad.
seguir las convenciones de otros.
Idealismo Dogmatismos a destiempo Realismo
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bra que se puso a circular de una manera que podemos historiar; por ello, no
podríamos desdeñarla, pero tampoco estamos obligados a tomarla por las asas
discursivas que se nos ofrecen. Si queremos entender lo que está aludido cuan-
do se la nombra, habría que darle su lugar en un conjunto de elementos y de re-
laciones, más allá de que terminemos fragmentándola de acuerdo con pertinen-
cias de distinto orden.
Se oye hablar de la metodología como aquello que constituye el asunto mis-
mo de la pedagogía y de la didáctica; y, en tal sentido, se pretende que sería
algo susceptible de ser enseñado deliberadamente (no en vano, tenemos cursos
de “metodología de la investigación”). Pero también podríamos llamar “meto-
dología” a una modalidad de obrar que se produce al llevar a cabo una acción,
toda vez ▪ que algo sabemos, ▪ que estamos en proceso, ▪ que las cosas se resis-
ten, ▪ que las acciones humanas son cambiantes, etc. En el caso de la educación,
la metodología (el que quiera escuchar allí pedagogía, puede hacerlo) sería el
modo de obrar específico que se produce cuando alguien intenta poner algo de
lo que ha apropiado de un saber (no es el momento de relievar su estatuto) a
disposición de otros que no lo requieren, en el marco de cierto arreglo social de
elementos dispuestos para eso (aparato), pero que se redistribuyen imprevisi-
blemente (dispositivo), de acuerdo con la componenda entre condiciones histó-
ricas y agendas personales.
O sea, al contrario de lo que se cree en ámbitos educativos, lo metodológico
—así entendido— no preexiste, no puede preexistir; esa ilusión de que la meto-
dología está antes de la acción (incluso: que ordena esa acción) es producto del
hecho de que solemos leer retroactivamente la contingencia como necesidad.
Por lo que plantea Bachelard, el acto de enseñar actualiza, en momento y lugar,
ante unos otros, la manera como el docente cree saber lo que pretende enseñar.
Y, entonces, forzosamente hará algo en función de la tensión entre su “concien-
cia de saber” —para usar las palabras del filósofo francés— y las dificultades
propias de “hacer saber” a otros que no están dispuestos para ello. Tenemos,
entonces, un tinglado muy complejo, que no se resuelve mediante una metodo-
logía entendida como una serie de pasos previos a la acción que, bien dados,
permiten acercar el buen suceso.
Metodología sería, más bien, el nombre de la emergencia, en manos de al-
guien singular y en contexto dado, de esa complejidad. No aplicamos la meto-
dología que queremos, o la que “nos parece” más adecuada, o la que nos reco-
mendó alguien en quien confiamos o a quien podríamos echarle la culpa si fra-
casamos… más bien la metodología es la forma única e inevitable como cada
uno deviene en esa situación de enseñar, donde se cruzan ▪ el saber, ▪ la relación
con él, ▪ nuestra conciencia epistemológica, ▪ nuestro propósito de que otros se-
pan, ▪ el ambiente que promovemos a la existencia para hacerlo posible, etc.
Además, cada una de estas variables está en mutación, en actualización per-
manente, en muchos sentidos. Así, ▪ en relación con el saber, podríamos estar
en algún lugar del extenso espectro que hay entre la pretensión de traer a cuen-
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to una disciplina teórica, y la pretensión de allegar aquello que sirva a lo que se
cree que son las “necesidades” del educando o del país, o de la época; ▪ en lo
que respecta a la relación con el saber, el espectro va desde un estudio perma-
nente (un deseo de saber)... hasta la convicción de que un título o un aconteci-
miento laboral marcan el punto a partir del cual lo aprendido se deja al albur
del paso del tiempo; ▪ en relación con nuestra conciencia de saber, el espectro
va desde una postura en permanente rectificación —como indica Bachelard—...
hasta una postura que se pretende alcanzada de una vez para siempre; ▪ en re-
lación con nuestro propósito de que otros sepan, el espectro va desde la com-
prensión de por qué nos negamos a entender (tanto nosotros mismos como el
aprendiz) y la consecuente creación de condiciones de posibilidad para objetar
los obstáculos... hasta un propósito situado en la buena voluntad, en la naturali-
dad y la inevitabilidad del aprendizaje.
Podría echarse de menos el contexto en este listado. Tendríamos que aclarar,
entonces, que éste aparece en la medida y en la modalidad a que dé lugar la
oferta educativa específica (que no tiene por qué coincidir con la que aparece en
los objetivos). Así, también tendríamos un amplio espectro de posibilidades que
va, desde un contexto subordinado (en la medida en que el estatuto del saber y,
en consecuencia, el sentido de la oferta educativa, lo trascienden)... hasta otro
considerado como determinante (al cual, en consecuencia, tendrían que subor-
dinarse el saber, el maestro, la institución). En otras palabras, un margen de po-
sibilidades entre dos posturas 1.- querer ofrecer algo, entre otras para modificar el
contexto dado, y a sabiendas de que se opera en él; y 2.- responder a algo, de don-
de resulta la necesidad de plegarse a él. De hecho, mientras la conciencia em-
pírica nos sitúa en relación con un contexto, la conciencia racional de saber nos
ubica en relación con una lógica.
Para Bachelard (19), la objetividad del saber se asegura en la psicología de la
intersubjetividad. Por eso le interesa la cuestión pedagógica: exagerando un
poco, podríamos decir que la consistencia de un saber se juega en la posibilidad
de enseñarlo. Ahora bien, no todo lo que se puede enseñar es un saber (recorde-
mos que en Filosofía del no nuestro autor afirma que lo que es fácil de enseñar es
inexacto), pero si no puedo enseñar un saber habría que preguntarse si efectiva-
mente lo sé. Desde esta perspectiva, el ancho de banda ocupado por los “pro-
blemas de aprendizaje” ahora tiene que ser compartido con los “problemas de
enseñanza”... de los que nadie habla, pues no está en nuestra agenda personal
de maestros ubicar la dificultad del acto de enseñanza en nosotros mismos, ya
que es más fácil —y conveniente— endilgarlo a los estudiantes.
Esta “aplicación de un espíritu sobre otro” (19), como llama Bachelard al ra-
cionalismo enseñante, no es una psicología, es “la incorporación del espíritu críti-
co al espíritu de investigación” (19): sin haber aplicado el racionalismo a las
personas, ¿no resulta absurdo intentar aplicarlo a las cosas? Y, sin embargo, en
la llamada investigación educativa vemos que los formatos señalan con más fre-
cuencia hacia las cosas (problema, pregunta, variables, hipótesis, objetivos, esta-
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do del arte, conclusiones, etc.), que hacia los espíritus. No interrogamos por la
posición del sujeto frente al saber; atención: no estamos diciendo “por lo que el
sujeto sabe”, pues efectivamente, lo mandamos a estudiar, le recomendamos bi-
bliografía, etc. Pero, si tenemos un discípulo, es porque su espíritu no está orde-
nado en relación con la razón; si ya lo estuviera, no sería un discípulo. Oigamos
lo que sostiene Bachelard al respecto: “el Profesor será aquel que hace compren-
der y, en una cultura más avanzada, donde el discípulo ya ha comprendido, se-
rá aquel que hace comprender mejor” (25-26).
De tal manera, dice nuestro filósofo, “la claridad pedagógica del maestro se
manifiesta en la puesta en orden del espíritu del discípulo enseñado” (19). Pero
hoy el encuadre tiende a no hacerse en relación con la razón y, en consecuencia,
ya no habría que pensar en espíritus ordenados o no ordenados, pues todos —
maestros y estudiantes— estarían en el mismo nivel y sería políticamente inco-
rrecto llamar a las diferencias usando el paradigma del orden racional. Por eso,
aparecen ideas como la del “diálogo de saberes”; por eso surge —aunque pa-
rezca una broma— una clasificación geográfica de la epistemología que, ésta sí,
ordena el destino de las consignas: abajo las epistemologías del norte, arriba las
epistemologías del sur.
Dos modos de pensar el sujeto de la racionalidad: 1.- constituido, o en proce-
so de constitución, gracias a una maduración, a un desarrollo, o al hecho de es-
tar siendo sometido a un régimen discursivo y de interacciones que se propone
explícitamente cambiarlo. 2.- Que puede o no emerger de cierto proceso, si éste
tiene determinadas características.
No se ingresa en principios de necesidad racional en virtud de ciertos propó-
sitos, sobre todo cuando se pretende hacer percibir la demostración desde afue-
ra, cuando el sentido de la demostración se encamina a su resultado, cuando la
demostración se decreta, cuando se convierte en un hecho de autoridad. Ingre-
sar en principios de necesidad racional depende de seguir la demostración en
su orden discursivo, de participar de su emergencia (18). ¿Cómo formar en in-
vestigación bajo estas condiciones? La respuesta requiere responder otras pre-
guntas: ¿qué es seguir el orden discursivo de una demostración?, ¿qué es parti-
cipar de su emergencia?
En cualquier caso, el procedimiento no es “psicológico”; se ubica, más bien,
en el campo del no-psicologismo, o sea: en el campo de la filosofía del no. Allí,
se trata de “enseñar lo impersonal” (19), de “transmitir los intereses del pensa-
miento independientemente de los intereses personales” (19-20), de “borrar
toda contingencia cultural” (21). Todas estas afirmaciones son anatema en el
campo educativo. Pero veamos que nada tienen de novedosas. En El porvenir de
nuestras escuelas, ya decía Nietzsche algo parecido: «No hacer intervenir conti-
nuamente, como hace el hombre moderno, su persona y su cultura, casi como
una medida segura y un criterio de todas las cosas. Más que nada, lo que desea-
mos es que [el lector] sea lo suficientemente culto como para valorar bastante
poco su cultura, para poderla despreciar incluso» [p.29].
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En consecuencia, la psicología del maestro o del estudiante se constituyen en
obstáculos (esto no quiere decir que las personas no sean importantes, sino que
su importancia, en tanto personas, es relevante en otros aspectos). Pero hoy, nos
parece que las contingencias personal y cultural son formadoras. Por eso, bus-
camos hacer surgir los rasgos singulares de los sujetos que convergen en el acto
educativo; hacemos lúdica la escena; intentamos erradicar todo aquello que
arranque muecas de inconformidad (como el estudio), etc. También por eso te-
nemos en primer plano la discusión sobre los caracteres sexuales de los estu-
diantes; así, un chico homosexual se puede pasear coqueteando por el salón y,
sin posibilidad de decirle algo, a riesgo de ser acusado de homofóbico. Pero,
¿acaso son relevantes tales rasgos cuando se trata de enseñar lo impersonal y lo
cultural no contingente? Si asuntos como esos se hacen visibles es porque lo
que está ocurriendo ya no es “independiente de los intereses personales”, como
sostiene Bachelard, sino justamente en función de tales intereses. Si acuden a la
escena educativa las características contingentes de la cultura como el asunto
mismo de la institución (y, entonces, en Valledupar, hay que hacer del vallenato
el centro de la actividad educativa; y, en Barranquilla, el carnaval, etc.), es por-
que lo que está ocurriendo ya no trasciende los rasgos contingentes de la cultu-
ra.
¿Cómo hacer hoy en día para que la conciencia de impersonalidad perma-
nezca vigilante, como recomienda Bachelard (20)?, sobre todo cuando, según él,
“olvidar estos matices dialécticos es mutilar la acción del pensamiento científi-
co” (20). Bueno, dirá alguno, al menos no hemos mutilado la acción de otro tipo
de pensamientos. Flaco consuelo, pues no es por casualidad, ni por una libre
elección entre tipos de pensamiento que la escuela se vio nucleada alrededor
del pensamiento científico. No estamos diciendo que ahí circule el pensamiento
científico, no forzosamente, sino más bien que es un punto de referencia muy
importante para las acciones que allí se despliegan. Pero, aún bajo la idea de
que el conocimiento sigue siendo el motivo del encuentro pedagógico, pode-
mos hacer ante los estudiantes demostraciones artificiales, que no pasan de ser
contingencias epistemológicas. La necesidad epistemológica está en función de
un amplio sistema normativo (20). Bachelard opone psicologismo a normativis-
mo (21). “La conducta según norma es, con respecto al sujeto, muy diferente de
la conducta según hechos” (26). Gracias a que las normas no cambian (a dife-
rencia de los hechos) los ingenieros hacen puentes, pues mañana serán iguales
que hoy la resistencia de los materiales, la gravedad y las propiedades geomé-
tricas de las curvas (26).
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