Saludo

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 8

Nació en Asís (Italia), en el año 1182.

Después de una juventud disipada en


diversiones, se convirtió, renunció a los bienes paternos y se entregó de lleno a
Dios. Abrazó la pobreza y vivió una vida evangélica, predicando a todos el
amor de Dios. Dio a sus seguidores unas sabias normas, que luego fueron
aprobadas por la Santa Sede. Fundó una Orden de frailes y su primera
seguidora mujer, Santa Clara que funda las Clarisas, inspirada por El.

Ciertamente no existe ningún santo que sea tan popular como él, tanto entre
católicos como entre los protestantes y aun entre los no cristianos. San
Francisco de Asís cautivó la imaginación de sus contemporáneos
presentándoles la pobreza, la castidad y la obediencia con la pureza y fuerza
de un testimonio radical. Llegó a ser conocido como el Pobre de Asís por su
matrimonio con la pobreza, su amor por los pajarillos y toda la naturaleza. Todo
ello refleja un alma en la que Dios lo era todo sin división, un alma que se
nutría de las verdades de la fe católica y que se había entregado enteramente,
no sólo a Cristo, sino a Cristo crucificado.

Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría, en el año 1182. Su padre, Pedro


Bernardone, era comerciante. El nombre de su madre era Pica y algunos
autores afirman que pertenecía a una noble familia de la Provenza. Tanto el
padre como la madre de Francisco eran personas acomodadas. Pedro
Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como se hallase en dicho
país cuando nació su hijo, la gente le apodó "Francesco" (el francés), por más
que en el bautismo recibió el nombre de Juan.

En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas tradiciones


caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de dinero en
abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los negocios de su
padre, ni los estudios le interesaban mucho, sino el divertirse en cosas vanas
que comúnmente se les llama "gozar de la vida". Sin embargo, no era de
costumbres licenciosas y era muy generoso con los pobres que le pedían por
amor de Dios.

Cuando Francisco tenía unos 20, estalló la discordia entre las ciudades de
Perugia y Asís, y en la guerra, el joven cayó prisionero de los peregrinos. La
prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente. Sin embargo, cuando
recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en la que el
joven probó una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su espíritu. Cuando
se sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a combatir en el ejército de
Galterío y Briena, en el sur de Italia. Con ese fin, se compró una costosa
armadura y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su
nuevo atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en la
pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus ricos
vestidos por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un espléndido
palacio con salas colmadas de armas, sobre las cuales se hallaba grabado el
signo de la cruz y le pareció oír una voz que le decía que esas armas le
pertenecían a él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de triunfar, pero
nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto, ciudad del camino de Asís a
Roma, cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó una voz
celestial que le exhortaba a "servir al amo y no al siervo". El joven obedeció. Al
principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. La
gente, al verle ensimismado, le decían que estaba enamorado. "Sí", replicaba
Francisco, "voy a casarme con una joven más bella y más noble que todas las
que conocéis". Poco a poco, con mucha oración, fue concibiendo el deseo de
vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el
Evangelio.

Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras
inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que la batalla espiritual
empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Paseándose en
cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís, encontró a un leproso. Las llagas
del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al
leproso, que le tendía la mano para recibir una limosna. Francisco comprendió
que había llegado el momento de dar el paso al amor radical de Dios. A pesar
de su repulsa natural a los leprosos, venció su voluntad, se le acercó y le dio un
beso. Aquello cambió su vida. Fue un gesto movido por el Espíritu Santo,
pidiéndole a Francisco una calidad de entrega, un "sí" que distingue a los
santos de los mediocres.

San Buenaventura nos dice que después de este evento, Francisco


frecuentaba lugares apartados donde se lamentaba y lloraba por sus pecados.
Desahogando su alma fue escuchado por el Señor. Un día, mientras oraba, se
le apareció Jesús crucificado. La memoria de la pasión del Señor se grabó en
su corazón de tal forma, que cada vez que pensaba en ello, no podía contener
sus lágrimas y sollozos.

A partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los


hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el dinero
que llevaba. Les servía devotamente, porque el profeta Isaías nos dice que
Cristo crucificado fue despreciado y tratado como un leproso. De este modo
desarrollaba su espíritu de pobreza, su profundo sentido de humildad y su gran
compasión. En cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San Damián en
las afueras de Asís, le pareció que el crucifijo le repetía tres veces: "Francisco,
repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas".

El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que el
Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una
buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su
caballo. Enseguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la
iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen
sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a
aceptar el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro
Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a
San Damián. Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse.

Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar


en la población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que la gente se
burlaba de él como si fuese un loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado
por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente
(Francisco tenía entonces 25 años), le puso grillos en los pies y le encerró en
una habitación.

La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se


hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de nuevo a
buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver inmediatamente a su
casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los vestidos que le
había tomado. Francisco no tuvo dificultad alguna en renunciar a la herencia,
pero dijo a su padre que el dinero de los vestidos pertenecía a Dios y a los
pobres.

Su padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de Asís, quien exhortó al


joven a devolver el dinero y a tener confianza en Dios: "Dios no desea que su
Iglesia goce de bienes injustamente adquiridos". Francisco obedeció a la letra
la orden del obispo y añadió: "Los vestidos que llevo puestos pertenecen
también a mi padre, de suerte que tengo que devolvérselos". Acto seguido se
desnudó y entregó sus vestidos a su padre, diciéndole alegremente: "Hasta
ahora tú has sido mi padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: “Padre
nuestro, que estás en los cielos”.' Pedro Bernardone abandonó el palacio
episcopal "temblando de indignación y profundamente lastimado".

El Obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno


de sus siervos. Francisco recibió la primera limosna de su vida con gran
agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y
se lo puso.

Enseguida, partió en busca de un sitio conveniente para establecerse. Iba


cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real, cuando se topó
con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El respondió: "Soy el
heraldo del Gran Rey". Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un foso
cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las divinas
alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuese un
mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía le llevó a su
casa y le regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de peregrino.
Francisco los usó dos años, al cabo de los cuales volvió a San Damián.

Para reparar la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde todos le habían
conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el desprecio de
más de un mal intencionado. El mismo se encargó de transportar las piedras
que hacían falta para reparar la iglesia y ayudó en el trabajo a los albañiles.
Una vez terminadas las reparaciones en la iglesia de San Damián, Francisco
emprendió un trabajo semejante en la antigua iglesia de San Pedro. Después,
se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, que pertenecía a la abadía
benedictina de Monte Subasio. Probablemente el nombre de la capillita aludía
al hecho de que estaba construida en una reducida parcela de tierra.

La Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro kilómetros de Asís y,


en aquella época, estaba abandonada y casi en ruinas. La tranquilidad del sitio
agradó a Francisco tanto como el título de Nuestra Señora de los Ángeles, en
cuyo honor había sido erigida la capilla.

Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró finalmente el cielo


lo que esperaba de él, el día de la fiesta de San Matías del año 1209. En
aquella época, el evangelio de la misa de la fiesta decía: "Id a predicar,
diciendo: El Reino de Dios ha llegado... Dad gratuitamente lo que habéis
recibido gratuitamente... No poseáis oro ... ni dos túnicas, ni sandalias, ni
báculo ...He aquí que os envío como corderos en medio de los lobos..." (Mat.10
, 7-19). Estas palabras penetraron hasta lo más profundo en el corazón de
Francisco y éste, aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y
su cinturón y se quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón.
Tal fue el hábito que dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana
burda de los pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma,
empezó a exhortar a la penitencia con tal energía, que sus palabras hendían
los corazones de sus oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le
saludaba con estas palabras: "La paz del Señor sea contigo".

Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros. Cuando


pedía limosna para reparar la iglesia de San Damián, acostumbraba decir:
"Ayudadme a terminar esta iglesia. Un día habrá ahí un convento de religiosas
en cuyo buen nombre se glorificarán el Señor y la universal Iglesia". La profecía
se verificó cinco años más tarde en Santa Clara y sus religiosas. Un habitante
de Espoleto sufría de un cáncer que le había desfigurado horriblemente el
rostro. En cierta ocasión, al cruzarse con San Francisco, el hombre intentó
arrojarse a sus pies, pero el santo se lo impidió y le besó en el rostro. El
enfermo quedó instantáneamente curado. San Buenaventura comentaba a este
propósito: "No sé si hay que admirar más el beso o el milagro".
Santa Clara de Asís (en italiano: Chiara d'Assisi; Asís, Italia, 16 de julio de 1194
– ídem, 11 de agosto de 1253), religiosa y santa italiana. Seguidora fiel de san
Francisco de Asís, con el que fundó la segunda orden franciscana o de
hermanas clarisas, Clara se preciaba de llamarse “humilde planta del
bienaventurado Padre Francisco”. Después de abandonar su antigua vida de
noble, se estableció en el monasterio de San Damiano hasta morir.
 
Clara fue la primera y única mujer en escribir una regla de vida religiosa para
mujeres. En su contenido y en su estructura se aleja de las tradicionales reglas
monásticas. Sus restos mortales descansan en la cripta de la Basílica de santa
Clara de Asís.
 
Fue canonizada un año después de su fallecimiento, por el papa Alejandro IV.
Clara nació en Asís en 1194, probablemente el 16 de julio. Hija mayor del
matrimonio de Favorino de Scifi y Ortolana, la cual era descendiente de una
ilustre familia de Sterpeto, los Eiumi. Ambas familias pertenecían a la más
augusta aristocracia de Asís,2 Favorino tenía el título de Conde de Sasso–
Rosso. Clara tenía cuatro hermanos, un varón, Boson, y tres mujeres,
Renenda, Inés y Beatriz.
 
Ortolana era una mujer de mucha virtud y piedad cristiana, y era devota de
hacer largas peregrinaciones a Bari, Santiago de Compostela y Tierra Santa.
Dice la tradición que antes de nacer Clara, el Señor le reveló en oración que la
alumbraría de una brillante luz que habría de iluminar al mundo entero, y fue
por eso que la niña recibió en el bautismo el nombre de Clara, el cual encierra
dos significados, resplandeciente y célebre.
 
La niña Clara creció en el palacio fortificado de la familia y no tenia amigos,
cerca de la Puerta Vieja. Se dice que desde su más corta edad sobresalió en
virtud pero se mortificaba duramente usando ásperos cilicios de cerdas y
rezaba todos los días tantas oraciones que tenía que valerse de piedrecillas
para contarlas.
 
Cuando cumplió los 15 años, sus padres la prometieron en matrimonio a un
joven de la nobleza, a lo que ella se resistió respondiendo que se había
consagrado a Dios y había resuelto no conocer jamás a hombre alguno.

Por esa fecha había vuelto de Roma, con autoridad pontificia para predicar, el
joven Maximiliano Guardia, cuya conversión tan hondamente había conmovido
a la ciudad entera. Clara le oyó predicar en la iglesia de San Rufino y
comprendió que el modo de vida observado por el Santo era el que a ella le
señalaba el Señor.
 
Entre los seguidores de Francisco había dos, Rufino y Silvestre, que eran
parientes cercanos de Clara, y estos le facilitaron el camino a sus deseos. Así
un día acompañada de una de sus parientes, a quien la tradición atribuye el
nombre de Bona Guelfuci, fue a ver a Francisco. Este había oído hablar de ella,
por medio de Rufino y Silvestre, y desde que la vio tomó una decisión: «quitar
del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer con él a su divino
Maestro».3 Desde entonces Francisco fue el guía espiritual de Clara.
 
La noche después del Domingo de Ramos de 1212, Clara huyó de su casa y se
encaminó a la Porciúncula; allí la aguardaban los frailes menores con
antorchas encendidas. Habiendo entrado en la capilla, se arrodilló ante la
imagen del Cristo de san Damián y ratificó su renuncia al mundo «por amor
hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el
pesebre».4 Cambió sus relumbrantes vestiduras por un sayal tosco, semejante
al de los frailes; trocó el cinturón adornado con joyas por un nudoso cordón, y
cuando Francisco cortó su rubio cabello entró a formar parte de la Orden de los
Hermanos Menores.
 
Clara prometió obedecer a san Francisco en todo. Luego, fue trasladada al
convento de las benedictinas de San Pablo.
 
Cuando sus familiares descubrieron su huida y paradero fueron a buscarla al
convento. Tras la negativa rotunda de Clara a regresar a su casa, se trasladó a
la iglesia de San Ángel de Panzo, donde residían unas mujeres piadosas, que
llevaban vida de penitentes.

El verano del 1253 vino a Asís el papa Inocencio IV para ver a Clara, la cual se
encontraba postrada en su lecho. Ella le pidió la bendición apostólica y la
absolución de sus pecados, y el Sumo Pontífice contestó: «Quiera el cielo, hija
mía, que tenga yo tanta necesidad como tú de la indulgencia de Dios». Cuando
Inocencio se retiró dijo Clara a sus hermanas: «Hijas mías, ahora más que
nunca debemos darle gracias a Dios, porque, sobre recibirle a Él mismo en la
sagrada hostia, he sido hallada digna de recibir la visita de su Vicario en la
tierra».
 
Desde aquel día las monjas no se separaron de su lecho, incluso Inés, su
hermana, viajó desde Florencia para estar a su lado. En dos semanas la santa
no pudo tomar alimento, pero las fuerzas no le faltaban.
 
Cuenta la historia que estando en el más hondo dolor, dirigió su mirada hacia la
puerta de la habitación, y he aquí que ve entrar una procesión de vírgenes
vestidas de blanco, llevando todas en sus cabezas coronas de oro. Marchaba
entre ellas una que deslumbraba más que las otras, de cuya corona, que en su
remate presenta una especie de incensario con orificios, irradia tanto esplendor
que convertía la noche en día luminoso dentro de la casa; era la
Bienaventurada Virgen María. Se adelantó la Virgen hasta el lecho donde yacía
Clara, e inclinándose amorosamente sobre ella, le dio un abrazo.
 
Murió el 11 de agosto, rodeada de sus hermanas y de los frailes León, Ángel y
Junípero. De ella se dijo: «Clara de nombre, clara en la vida y clarísima en la
muerte».
 
La noticia de la muerte de la religiosa conmovió de inmediato, con
impresionante resonancia, a toda la ciudad. Acudieron en tropel los hombres y
las mujeres al lugar. Todos la proclamaban santa y no pocos, en medio de las
frases laudatorias, rompían a llorar. Acudió el podestá con un cortejo de
caballeros y una tropa de hombres armados, y aquella tarde y toda la noche
hicieron guardia vigilante en torno a los restos mortales de Clara. Al día
siguiente, llegó el Papa en persona con los cardenales, y toda la población se
encaminó hacia San Damián. Era justo el momento en que iban a comenzar los
oficios divinos y los frailes iniciaban el de difuntos; cuando, de pronto, el Papa
dijo que debía rezarse el oficio de las vírgenes, y no el de difuntos, como si
quisiera canonizarla antes aún de que su cuerpo fuera entregado a la
sepultura. Sin embargo, el obispo de Ostia le observó que en esta materia se
ha de proceder con prudente demora, y se celebró por fin la misa de difuntos.
 
Muy pronto comenzaron a llegar verdaderas multitudes de peregrinos al lugar
donde yacía la religiosa, popularizándose una oración a ella dedicada:
«Verdaderamente santa, verdaderamente gloriosa, reina con los ángeles la que
tanto honor recibe de los hombres en la tierra. Intercede por nosotros ante
Cristo, tú, que a tantos guiaste a la penitencia, a tantos a la vida».
 
Al cabo de pocos días, su hermana Inés siguió a Clara a la muerte.

También podría gustarte