Saludo
Saludo
Saludo
Ciertamente no existe ningún santo que sea tan popular como él, tanto entre
católicos como entre los protestantes y aun entre los no cristianos. San
Francisco de Asís cautivó la imaginación de sus contemporáneos
presentándoles la pobreza, la castidad y la obediencia con la pureza y fuerza
de un testimonio radical. Llegó a ser conocido como el Pobre de Asís por su
matrimonio con la pobreza, su amor por los pajarillos y toda la naturaleza. Todo
ello refleja un alma en la que Dios lo era todo sin división, un alma que se
nutría de las verdades de la fe católica y que se había entregado enteramente,
no sólo a Cristo, sino a Cristo crucificado.
Cuando Francisco tenía unos 20, estalló la discordia entre las ciudades de
Perugia y Asís, y en la guerra, el joven cayó prisionero de los peregrinos. La
prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente. Sin embargo, cuando
recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en la que el
joven probó una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su espíritu. Cuando
se sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a combatir en el ejército de
Galterío y Briena, en el sur de Italia. Con ese fin, se compró una costosa
armadura y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su
nuevo atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en la
pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus ricos
vestidos por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un espléndido
palacio con salas colmadas de armas, sobre las cuales se hallaba grabado el
signo de la cruz y le pareció oír una voz que le decía que esas armas le
pertenecían a él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de triunfar, pero
nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto, ciudad del camino de Asís a
Roma, cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó una voz
celestial que le exhortaba a "servir al amo y no al siervo". El joven obedeció. Al
principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. La
gente, al verle ensimismado, le decían que estaba enamorado. "Sí", replicaba
Francisco, "voy a casarme con una joven más bella y más noble que todas las
que conocéis". Poco a poco, con mucha oración, fue concibiendo el deseo de
vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el
Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras
inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que la batalla espiritual
empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Paseándose en
cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís, encontró a un leproso. Las llagas
del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al
leproso, que le tendía la mano para recibir una limosna. Francisco comprendió
que había llegado el momento de dar el paso al amor radical de Dios. A pesar
de su repulsa natural a los leprosos, venció su voluntad, se le acercó y le dio un
beso. Aquello cambió su vida. Fue un gesto movido por el Espíritu Santo,
pidiéndole a Francisco una calidad de entrega, un "sí" que distingue a los
santos de los mediocres.
El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que el
Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una
buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su
caballo. Enseguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la
iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen
sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a
aceptar el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro
Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a
San Damián. Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse.
Para reparar la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde todos le habían
conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el desprecio de
más de un mal intencionado. El mismo se encargó de transportar las piedras
que hacían falta para reparar la iglesia y ayudó en el trabajo a los albañiles.
Una vez terminadas las reparaciones en la iglesia de San Damián, Francisco
emprendió un trabajo semejante en la antigua iglesia de San Pedro. Después,
se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, que pertenecía a la abadía
benedictina de Monte Subasio. Probablemente el nombre de la capillita aludía
al hecho de que estaba construida en una reducida parcela de tierra.
Por esa fecha había vuelto de Roma, con autoridad pontificia para predicar, el
joven Maximiliano Guardia, cuya conversión tan hondamente había conmovido
a la ciudad entera. Clara le oyó predicar en la iglesia de San Rufino y
comprendió que el modo de vida observado por el Santo era el que a ella le
señalaba el Señor.
Entre los seguidores de Francisco había dos, Rufino y Silvestre, que eran
parientes cercanos de Clara, y estos le facilitaron el camino a sus deseos. Así
un día acompañada de una de sus parientes, a quien la tradición atribuye el
nombre de Bona Guelfuci, fue a ver a Francisco. Este había oído hablar de ella,
por medio de Rufino y Silvestre, y desde que la vio tomó una decisión: «quitar
del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer con él a su divino
Maestro».3 Desde entonces Francisco fue el guía espiritual de Clara.
La noche después del Domingo de Ramos de 1212, Clara huyó de su casa y se
encaminó a la Porciúncula; allí la aguardaban los frailes menores con
antorchas encendidas. Habiendo entrado en la capilla, se arrodilló ante la
imagen del Cristo de san Damián y ratificó su renuncia al mundo «por amor
hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el
pesebre».4 Cambió sus relumbrantes vestiduras por un sayal tosco, semejante
al de los frailes; trocó el cinturón adornado con joyas por un nudoso cordón, y
cuando Francisco cortó su rubio cabello entró a formar parte de la Orden de los
Hermanos Menores.
Clara prometió obedecer a san Francisco en todo. Luego, fue trasladada al
convento de las benedictinas de San Pablo.
Cuando sus familiares descubrieron su huida y paradero fueron a buscarla al
convento. Tras la negativa rotunda de Clara a regresar a su casa, se trasladó a
la iglesia de San Ángel de Panzo, donde residían unas mujeres piadosas, que
llevaban vida de penitentes.
El verano del 1253 vino a Asís el papa Inocencio IV para ver a Clara, la cual se
encontraba postrada en su lecho. Ella le pidió la bendición apostólica y la
absolución de sus pecados, y el Sumo Pontífice contestó: «Quiera el cielo, hija
mía, que tenga yo tanta necesidad como tú de la indulgencia de Dios». Cuando
Inocencio se retiró dijo Clara a sus hermanas: «Hijas mías, ahora más que
nunca debemos darle gracias a Dios, porque, sobre recibirle a Él mismo en la
sagrada hostia, he sido hallada digna de recibir la visita de su Vicario en la
tierra».
Desde aquel día las monjas no se separaron de su lecho, incluso Inés, su
hermana, viajó desde Florencia para estar a su lado. En dos semanas la santa
no pudo tomar alimento, pero las fuerzas no le faltaban.
Cuenta la historia que estando en el más hondo dolor, dirigió su mirada hacia la
puerta de la habitación, y he aquí que ve entrar una procesión de vírgenes
vestidas de blanco, llevando todas en sus cabezas coronas de oro. Marchaba
entre ellas una que deslumbraba más que las otras, de cuya corona, que en su
remate presenta una especie de incensario con orificios, irradia tanto esplendor
que convertía la noche en día luminoso dentro de la casa; era la
Bienaventurada Virgen María. Se adelantó la Virgen hasta el lecho donde yacía
Clara, e inclinándose amorosamente sobre ella, le dio un abrazo.
Murió el 11 de agosto, rodeada de sus hermanas y de los frailes León, Ángel y
Junípero. De ella se dijo: «Clara de nombre, clara en la vida y clarísima en la
muerte».
La noticia de la muerte de la religiosa conmovió de inmediato, con
impresionante resonancia, a toda la ciudad. Acudieron en tropel los hombres y
las mujeres al lugar. Todos la proclamaban santa y no pocos, en medio de las
frases laudatorias, rompían a llorar. Acudió el podestá con un cortejo de
caballeros y una tropa de hombres armados, y aquella tarde y toda la noche
hicieron guardia vigilante en torno a los restos mortales de Clara. Al día
siguiente, llegó el Papa en persona con los cardenales, y toda la población se
encaminó hacia San Damián. Era justo el momento en que iban a comenzar los
oficios divinos y los frailes iniciaban el de difuntos; cuando, de pronto, el Papa
dijo que debía rezarse el oficio de las vírgenes, y no el de difuntos, como si
quisiera canonizarla antes aún de que su cuerpo fuera entregado a la
sepultura. Sin embargo, el obispo de Ostia le observó que en esta materia se
ha de proceder con prudente demora, y se celebró por fin la misa de difuntos.
Muy pronto comenzaron a llegar verdaderas multitudes de peregrinos al lugar
donde yacía la religiosa, popularizándose una oración a ella dedicada:
«Verdaderamente santa, verdaderamente gloriosa, reina con los ángeles la que
tanto honor recibe de los hombres en la tierra. Intercede por nosotros ante
Cristo, tú, que a tantos guiaste a la penitencia, a tantos a la vida».
Al cabo de pocos días, su hermana Inés siguió a Clara a la muerte.