17 Regreso Al Hogar - Ramon Somoza
17 Regreso Al Hogar - Ramon Somoza
17 Regreso Al Hogar - Ramon Somoza
pequeña Tanit se perdió en el espacio, mucho más lejos que cualquier otro
ser humano, pero a pesar de ello ha logrado regresar. Pronto volverá a
reunirse con su madre, o al menos eso espera.
No obstante, pronto descubrirá que su madre ha desaparecido, buscando algo
que cree que será el mayor descubrimiento de la historia. Tanit y su familia
extraterrestre partirán al rescate, pero pronto comprenderán que el planeta que
su padre bautizó como Hogar aún encierra más misterios de los que ellos o
incluso su propia madre se podían imaginar.
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Ramón Somoza
Regreso al hogar
En órbitas extrañas - 17
ePub r1.0
Titivillus 04.04.2020
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Título original: Regreso al hogar
Ramón Somoza, 2019
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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En órbitas extrañas 17:
Regreso al hogar
Tengo que sentarme en mi asiento del puente del Viento Solar, porque me
tiemblan las piernas tanto que ya no me sostienen. Estoy llorando, noto las
lágrimas que corren por mis mejillas.
—¿Agua por pesar? —pregunta el enorme dinosaurio que tengo a mi lado.
—No, Groar —contesta la hembra—. Agua por felicidad. Nuestra
matriarca ha cumplido su sueño. Ha vuelto con su madre.
Yo no puedo contestar, porque soy incapaz de contener mi llanto. Hubo
un terrible accidente que mató a mi padre, que me lanzó a quince mil años luz
del resto de la humanidad. Y a pesar de ello, con solo doce años, he logrado
volver. He hecho lo imposible. He viajado más lejos que ningún ser humano,
y he logrado volver.
—Nadie contesta al protocolo de comunicación —advierte Irina con su
suave voz de contralto—. Tanit se ha equivocado. Este no es el lugar a donde
teníamos que ir.
Me limpio las lágrimas y trago fuerte. Tengo que hacerlo varias veces, tan
afectada estoy. Pero finalmente puedo hablar, aunque sea a trompicones.
—No me he equivocado, computadora sabelotodo —la corrijo—. Es aquí.
Es Gliese 163. Es la enana roja donde está Thuis. El segundo planeta. Lo
encontrarás orbitando a seis nanociclos-luz del sol. Tiene una gravedad que es
un diecinueve por cien superior a la que tenemos en esta nave.
Duda dos segundos, una verdadera eternidad para una inteligencia
artificial. Luego confirma lo que ya sé.
—Hay un planeta en esa órbita. Es habitable, y la gravedad se
corresponde con la que dices, Tanit. Pero nadie responde a mis señales.
Termino de enjugarme las lágrimas, y luego me limpio los mocos con el
dorso de la mano. Sé que a mamá no le gustaría, pero aquí no tengo un
pañuelo. Además, me importa un pepino.
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—Eso es porque aquí no usan el mismo protocolo de comunicaciones que
en el sitio de donde venimos. —Inspiro hondo, intentando serenarme del todo
—. ¿Recuerdas la nave humana que nos encontramos hace unos meses? ¿El
Gloria de Venus?
Juraría que se ha mosqueado, por muy computadora que sea.
—Sabes que tengo una memoria perfecta.
—Entonces usa sus mismos parámetros de llamada.
Tardan exactamente trece minutos y treinta y dos segundos en contestar.
Cosas de la velocidad de la luz, aún estamos muy lejos del planeta, y las
ondas de radio no son instantáneas.
—Repita eso. No le hemos entendido —dice una voz de hombre en
español.
Entonces caigo en que aunque mi nido sí habla español —yo les enseñé—
igual Irina no ha caído en que ese es el idioma que se habla aquí. Ha debido
contactar con Thuis usando el Común. Un idioma inter-especies basado en las
matemáticas del cual no han oído hablar por aquí jamás.
—Mejor déjame a mí. Aquí no hablan Común.
—Como quieras, Art’Ana. Estás en línea.
Inspiro fuerte. He regresado.
—Soy Tanit Martín. La hija de la doctora Laura Marshall. Estoy llegando
a bordo de una nave alienígena y quisiera hablar con mi madre.
Hay un largo silencio en la comunicación, bastante más que los trece
minutos que tardan las ondas de radio en ir y volver. Luego la voz del hombre
carraspea.
—Oiga, gracioso, ¿sabe que esto es una frecuencia oficial de
emergencias? ¡Le puede caer un buen puro por esto!
Groar ladea la cabeza, sorprendido.
—¿Qué es un puro?
Suspiro. Esto no está yendo como esperaba.
—Luego, Groar. Thuis, esto no es una broma. Puede comprobar que
estamos emitiendo desde el espacio. Si tienen satélites en órbita, podrá
identificar que esto no es una nave humana.
Cae otro largo silencio. Quiero decir, aparte del tiempo necesario para que
el mensaje viaje de un lado a otro.
—¿Pero cómo coño quiere que identifiquemos una nave? ¿Acaso le falta
un tornillo? ¡Sabe perfectamente que solo tenemos satélites de
comunicaciones!
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Ups. Pequeño error. Estoy tan acostumbrada a la tecnología alienígena
que ya no me acordaba de las limitaciones de la ciencia humana. Por supuesto
que tienen satélites de comunicaciones. Pero es improbable que esos satélites
sean capaces de hacer nada más. Esto no es el sistema solar, es una colonia
recién fundada.
—¿Tienen telescopios?
Esta vez tenemos la respuesta al cabo de trece minutos.
—Uno. Oiga, si esto es una broma…
—No lo es. Dirijan el telescopio hacia… —Miro hacia mi panel de
control, y Irina me muestra nuestras coordenadas en el sistema solar. Tengo
que hacer la conversión a unidades humanas en mi cabeza—. Usando como
referencia el eje Gliese 163-Thuis, el acimut está a diecisiete coma cuatro
grados, la altura cenital a veintidós coma siete grados por debajo de la
eclíptica. Nos encontrará a unos ciento veintiún millones de kilómetros de
distancia.
Esperamos de nuevo la respuesta, pero el hombre no contesta. Aunque por
el ruido de la transmisión parece que se ha dejado el micrófono abierto y está
hablando consigo mismo.
—¿Ciento veintiún millones de kilómetros? Joder, esto es ridículo…
Como pille yo a ese bromista…
Una nueva voz suena de pronto.
—¿Qué ocurre, Iván?
—Algún gracioso por el canal de emergencias. Dice que es la hija de la
doctora Marshall, y que viene en una nave alienígena.
—¿Estás de coña?
—No. Me ha dado estas coordenadas para que la rastreemos con el
telescopio.
Cae un largo silencio. De pronto se oye un carraspeo.
—Llama al observatorio y pásales las coordenadas. Diles que quiero que
lo comprueben ¡ya mismo!
—Pero Joshua…
—¡Hazlo! La hija de nuestra astrobióloga desapareció a bordo del Sombra
Lunar, junto con su padre. Su madre me dijo que había logrado contactar con
ella, y que estaba con unos alienígenas. Pensé que la pérdida de su hija la
había afectado, pero después de lo que contaron los del Gloria de Venus…
—¡Vamos, Joshua! Esos tipos debieron tener alucinaciones. Estuvieron
treinta y dos años en el espacio, lo suficiente para volverse todos majara.
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—¿Tú crees? Yo leí el informe completo. Y no solo mencionaron que
habían luchado contra alienígenas. También contaron que les había ayudado
una niña humana. Una niña de la edad de la hija de Laura.
—Joder… ¿Tú crees que…?
—Haz esa llamada, ¡ya! ¿Estabas hablando con ella?
—Sí… ¡mierda, estamos emitiendo! Si es un bromista, a estas alturas ya
debe estar revolcándose por el suelo de la risa.
La otra voz bufa.
—Nadie está tan loco aquí como para hacer este tipo de broma. —Hay un
momento de silencio—. Los de ahí fuera, ¿me oyen?
—Sí —contesto. De pronto tengo una súbita inspiración—. ¿Dice que
volvió el Gloria de Venus? ¿Lo lograron? Entonces le diré algo para que vea
que esto no es una broma: El capitán se llamaba Johansson. Tiene un sobrino
llamado Stefan algo mayor que yo que lideraba las alas de ataque que les
protegían de los piratas.
Espero ansiosa los trece minutos que tarda mi voz en llegar a ellos y en
que me llegue la respuesta. Parece que al fin hablamos con alguien que nos
toma en serio. Alguien que conoce a mi madre.
—Dime tu nombre, tu edad y el color de tu pelo. Luego dime el nombre
completo de tu padre y cuál era su afición.
La voz suena fría, pero no puedo culparle. Probablemente aún no esté del
todo convencido de que todo esto no sea una broma pesada por parte de
alguien de la colonia. Es por eso que me está preguntando cosas que a un
bromista le resultaría muy difícil saber.
—Me llamo Tanit, y soy rubia. Tengo doce años. Mi padre era Henk
Martín y hacía maquetas de barcos.
Por lo que tarda en contestar sé que he debido dejarle anonadado. Sabe
que es cierto, que no es una broma.
—¿Dices que vienes en una nave alienígena? ¿Te están trayendo de vuelta
unos extraterrestres?
Me echo a reír. Daría lo que fuera por ver su cara ahora.
—En realidad no. La nave es mía. ¿Me podéis indicar dónde debo
aterrizar? ¿Y podéis avisar a mi madre de que he vuelto?
De nuevo parece que ha dudado algo antes de contestar, puesto que la
respuesta tarda algo más que el tiempo necesario para la transmisión.
—En el continente norte hay una península. Justo en el centro de la
península está nuestro espaciopuerto. Aterriza allí. Y… le haremos saber a tu
madre que has vuelto. Ahora no está disponible.
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—De acuerdo. —Miro mi panel. Vamos a 0,02c, dos centésimas de la
velocidad de la luz. En teoría, si fuésemos en la dirección correcta,
llegaríamos allí en unas once horas, pero tenemos que cambiar el rumbo de
forma radical, amén de decelerar mucho o pasaríamos de largo su planeta en
vez de ponernos en órbita. Echo un pequeño cálculo mental, a estas alturas ya
sé hacer este tipo de cálculos sin necesitar una computadora—. Estaremos allí
en unas quince horas.
—Entendido. Thuis fuera.
Mientras le pido a Irina que corte la comunicación, frunzo el ceño. Tengo
una sensación extraña. Quizás sea por el tono en el que el hombre ha
mencionado a mi madre. Algo va mal, puedo sentirlo. Y yo me fío de mis
presentimientos; me han salvado la vida en más de una ocasión.
Tara parece reconocer mi estado de ánimo, porque se inclina hacia mí.
—¿Qué ocurre, Tanit?
Sacudo la cabeza.
—No lo sé. Pero algo va mal.
Groar gruñe amenazador.
—Bajaremos contigo, Art’Ana. Iremos con armadura de combate y los
escudos de los Tloc. Si es una trampa, quienquiera que sea que nos amenace
lo va a lamentar.
Yo no discuto. Me han intentado ya matar tantas veces que lo que está
diciendo nuestro guerrero es una precaución básica. No nos meteremos como
ovejitas en la boca del lobo. Y si nos metemos, el lobo se va a llevar una
buena indigestión.
Pero las quince horas se me hacen eternas. Paseo por el puente, indecisa,
hasta que Tara me recomienda que mejor me acueste un rato, para estar
descansada. Hago lo que me dice, para luego estar dando vueltas en la cama,
sin lograr conciliar el sueño de la excitación. ¡Voy a volver a ver a mamá!
Pero finalmente, después de mucho tiempo, el cansancio me domina, y me
entrego al sueño. Y sí, sueño con mi madre.
Irina me despierta alrededor de una hora antes de que lleguemos, y me
levanto como un cohete. Eso sí, me meto enseguida en la ducha. Cuando
salgo, voy a echar mano a mi vestido, pero dudo. ¿Y si Groar tiene razón?
Hay algo que me preocupa, y no sé qué es. Finalmente suspiro, y me pongo
mi armadura. Bueno, en realidad es un traje espacial, pero para los Krogan es
exactamente la misma cosa. Mamá no se va a fijar mucho en qué llevo puesto,
y si hay problemas, mi traje me protegerá, y más cuando además me pongo el
escudo de los Tloc.
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Voy al puente. Groar está de guardia. Me informa de que él ha dormido
unas horas mientras Tara vigilaba, y luego han intercambiado los papeles. En
realidad no hace falta que haya nadie en el puente, dado que Irina no duerme
nunca, pero es una costumbre que tenemos desde siempre. Además, así Irina
no está sola.
Observo el planeta en mi consola. Hay mucho azul, por lo que se parece
mucho a la Tierra, pero la forma de los tres continentes es obvio que es muy
diferente. Hay un océano que es casi circular entre dos continentes. Recuerdo
que nos contaron que fue debido al impacto de una luna que cayó sobre el
planeta, hace muchas decenas de miles de años. El impacto debió ser
horroroso, puesto que el océano tiene casi seis mil kilómetros de diámetro. Y
este impacto no fue el único: También hubo una enorme lluvia de meteoritos
que ha dejado cráteres por todo el planeta. Este mundo aún no ha borrado las
huellas de aquel cataclismo. Fue un milagro que la vida sobreviviera.
Los meteoritos no han desaparecido totalmente: hay al menos cien mil en
órbita, desde rocas de unas decenas de metros hasta pequeñas lunas de unos
cuantos kilómetros de diámetro. Las órbitas parecen estables, lo cual no es
una gran sorpresa: Cuando los humanos decidimos colonizar el planeta,
expulsamos al espacio todos los cascotes que pudieran suponer un peligro.
Supongo que en un momento dado el planeta tendrá un anillo, como el
planeta Júpiter del sistema solar, pero las rocas voladoras aún no se han
estabilizado del todo. Es por eso que en Thuis deben tener un telescopio: Para
vigilar el cielo sobre sus cabezas.
Observo el continente norte, que se extiende casi alrededor de todo el
planeta. No me cuesta mucho encontrar la península —es casi tan grande
como la isla de Madagascar en la Tierra. Apenas un minuto después descubro
nuestro destino, flanqueado por dos pequeñas cordilleras.
El espaciopuerto es lo que cabía esperar: Una larga pista preparada para el
despegue y aterrizaje de las lanzaderas que deben llevar la carga y los nuevos
colonizadores a tierra desde la órbita, dado que las naves estelares humanas
no pueden entrar en la atmósfera. Tengo que buscar un poco, hasta que
distingo los edificios en mi pantalla holográfica. Toco uno de ellos, el que
parece ser el edificio principal.
—Irina, aterriza al lado de este edificio. Ten cuidado, puede haber
personas andando por allí.
—Procuraré no aplastar a ninguna.
A pesar de todo, no puedo menos que sonreír. Nuestra
esposa-computadora parece que está desarrollando el sentido del humor.
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Supongo que para un espectador humano debe ser muy impresionante la
aproximación que hace Irina. Se acerca a toda velocidad y de pronto se
detiene en seco, encima del edificio. Lo malo es que un edificio cercano, que
está en construcción, se hunde con la onda de choque que generamos en el
aire. Ups. Eso no estaba previsto. Parece que las paredes son muy debiluchas
por aquí. Espero que no pillase a nadie dentro.
Bajamos lentamente y aterrizamos. Por mi monitor veo que hay mucha
gente. Gente armada. Supongo que tiene sentido: No saben qué va a salir de
una nave alienígena. Los humanos no han contactado jamás con una raza
alienígena. Bueno, debería decir los demás humanos. Yo ya estoy harta de
tratar con tanto ET.
—Abre la rampa —le digo a Irina.
—No parece lógico —objeta ella—. Identifico muchas armas. ¿Quieres
que haga un disparo de advertencia?
Miro al cielo, impaciente. Es lo que me faltaba. Que lleguemos pegando
tiros. Aparte de que eso podría terminar como el rosario de la aurora, mamá
me iba a saludar con unos buenos azotes en el culo por ser tan bruta.
—No. Saldré yo sola. Para que vean que no tienen nada que temer.
—Eso no es una buena idea —gruñe Groar—. Sabes que los guerreros…
Ya. Los guerreros van siempre primero en la sociedad Krogan, con las
hembras dando fuego de cobertura. Bonita manera de conseguir que alguien
se asuste al ver un dinosaurio de tres metros y pico y comience a disparar.
—Soy humana, Groar. Soy un cachorro. —Mierda, ya estoy hablando de
nuevo como un extraterrestre—. Una niña. A mí no me van a disparar.
Esperad unos nanociclos antes de salir. Yo os avisaré por el
intercomunicador.
Refunfuña algo, pero sé que va a obedecer. Yo soy la Art’Ana del nido y
del clan. La matriarca. Un guerrero jamás desobedecerá a su matriarca. No es
honorable.
—De acuerdo. Pero cierra el casco y activa el escudo.
Hago lo que me dice porque tiene razón. Mi armadura-traje espacial es lo
suficientemente resistente como para aguantar el impacto de una bomba. Pero
el escudo energético que conseguimos quitarle a una raza enemiga podría
desviar un meteorito. Necesitarían algo del calibre de un arma nuclear
pequeña para poder hacerme algo.
Irina ha sacado la rampa, y yo me filtro por la esclusa. No puedo evitar
soltar una risita. Debe ser todo un espectáculo que aparezca como un
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fantasma filtrándome por la pared. Los humanos no conocen aún esta
tecnología. Entonces comienzan a dispararme.
—¡Alto el fuego! —brama alguien—. ¡He dicho que alto el fuego! ¿Estáis
locos? ¡Es una niña!
Oigo cómo por encima de mí se activa el armamento de nuestra nave,
apuntando a la gente que está dejando de disparar. Veo en sus caras que se
acaban de dar cuenta de que con un solo disparo de la nave podemos convertir
todo el espaciopuerto —y a ellos— en un cráter humeante.
—¿Disparo, Art’Ana? —me pregunta Irina por el comunicador.
—No. No dispares bajo ningún concepto. Estoy bien. Pero aparenta que
apuntas a cualquiera que se mueva.
Un hombre está corriendo de un lado a otro, obligando a la gente a bajar
sus armas. Parece furioso.
—¿Quién ha sido el imbécil que ha disparado primero? ¡Le voy a poner a
acarrear estiércol durante un año! ¡Dije que no disparaseis sin una orden mía!
Dudo un instante. Bueno, igual se han asustado porque tengo el casco en
modo reflectante. No pueden ver mi rostro. Cambio la polarización, para que
puedan ver mi cara y comprendan que no soy una alienígena. Y funciona. Los
que aún siguen con las armas levantadas las bajan. Entonces el hombre que
parece ser el jefe se acerca corriendo.
—¿Estás herida?
—Eh… no.
Suspira de alivio.
—Menos mal. Mira, lo siento. Por suerte estos idiotas tienen una puntería
de mierda y no te han dado. No sé cómo le habría explicado a Laura que te
habíamos pegado un tiro.
Bueno, en realidad sí me han dado, lo que pasa es que mi escudo ha
desviado todos los proyectiles. Pero el tipo parece simpático.
—¿Te importaría decirles que dejen las armas en el suelo?
Me mira de arriba abajo. Frunce el ceño.
—No van a volver a dispararte.
Bufo.
—Son muy asustadizos. Y no quiero que le disparen a mi nido cuando
salga. No es que les vayan a hacer nada, entiéndelo. Pero mi nido responderá
al fuego antes de que yo pueda impedírselo y esto será una masacre.
El hombre se me queda mirando con cara de tonto.
—¿Tu nido?
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—Mi familia. —Veo que frunce el ceño de nuevo, y se lo aclaro—: Son
alienígenas. Guerreros. Y tienen muy poca paciencia con quienes les atacan.
Aunque sea por error.
Mira un instante a la nave. Luego eleva la mirada hacia los artilugios que
están apuntando a su tropa. Veo que traga fuerte, consciente de que son armas
que les podrían barrer a todos de un solo disparo.
—Son… ¿Son peligrosos?
—Solo si nos atacáis. Entonces serán extremadamente peligrosos.
Totalmente mortales, diría yo.
Vuelve a tragar. Supongo que le impresiona realizar un contacto con
extraterrestres. Y mis palabras no le tranquilizan precisamente.
—Está bien. —Se vuelve hacia sus hombres—. ¡Dejad las armas en el
suelo y retroceded cinco pasos!
—¡Pero Joshua! —protesta uno.
—¡Haz lo que digo o serás tú el que acarree toda la mierda! ¡Con las
manos!
La tropa refunfuña pero obedece, dejando todo su armamento en el suelo
y retrocediendo unos pasos. Se les ve intranquilos.
—Podéis salir —le indico a mi nido—. No disparéis a menos que yo lo
ordene.
Tara y Groar se filtran por la esclusa, con las armas en las garras. La tropa
recula, algunos salen incluso corriendo. No es de extrañar. Son dos enormes
moles, parecidas a los tiranosaurios, de más de dos y tres metros de altura. Y
son alienígenas. Ninguno de estos hombres ha visto jamás un alienígena. Creo
que distingo algunas zonas húmedas en el suelo, al lado de la gente; me
parece que alguno se ha meado encima de la impresión.
Groar se agacha, inspeccionando al hombre que está delante de mí. Es
alto, debe medir como uno noventa, pero al lado del Krogan es un enano. Eso
sí, tengo que admitir que aguanta el tipo. Debe estar asustado, pero procura
que no se le note. Este tipo es muy valiente. También parece simpático. Y es
guapo. De hecho me está empezando a caer bien.
—Soy Joshua Águila Blanca, el jefe de la colonia.
Parpadeo, perpleja.
—¿Águila Blanca?
—Bueno, soy de origen cheroqui. Una antigua tribu norteamericana. —Ve
por la cara que estoy poniendo que no sé de qué me está hablando y suspira
—. Me imagino que en Marte no enseñan geografía terrestre y mucho menos
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historia americana. Está bien. Procedo de una etnia que sentía un profundo
amor por la naturaleza, y los nombres no estaban basados en la familia.
—Entiendo.
En realidad no he entendido nada, pero supongo que alguna explicación
debe tener. Ya le preguntaré a mamá.
—Yo soy Tanit Martín. Ella es Tara. Él es Groar. En la nave está Irina.
Los cuatro formamos el clan y el nido Martín. —Por su cara de póquer me
parece que no ha entendido tampoco nada, así que me apresuro a explicarlo
—: Estamos casados.
Se le cae la mandíbula. Tiene que hacer verdaderos esfuerzos para volver
a cerrar la boca.
—¿Casados?
—Según la raza Krogan, sí. —Miro a mi alrededor, buscando a mamá. Es
extraño, pero no la veo—. Es una larga historia. ¿No ha venido mi madre? —
Por la cara que pone de pronto sé que algo va muy mal. Algo le ha pasado a
mamá—. ¿Está bien?
Joshua inspira profundamente.
—Tanit, será mejor que hablemos a solas.
—No la vamos a dejar sola con nadie —gruñe Groar—. Le habéis
disparado. De no ser por su escudo y su armadura, estaría muerta. ¿Acaso
crees que nos vamos a fiar de ti?
El hombre pega un respingo y levanta la cabeza para mirarle, claramente
sorprendido. Observa por un momento al guerrero: obviamente no se esperaba
que hablase español. Luego se vuelve hacia mí.
—¿Te han dado?
Me encojo de hombros.
—Bueno, sí. Pero se necesita algo mucho más potente que unas balas para
penetrar mi escudo.
Resopla de alivio.
—Menos mal. Mira, tus amigos pueden estar presentes. Pero no quiero
que la gente se entere aún. Estamos haciendo lo que podemos. —Señala hacia
el Viento Solar—. Si quieres hablamos en vuestra nave. Voy desarmado.
Tara me asiente. Ha estado escaneando disimuladamente al hombre, y
sabe que es verdad.
—Entremos.
Joshua le grita a su gente que se esté quieta y nos sigue al interior de la
nave. Se vuelve en cuanto se ha filtrado por la esclusa, palpando la puerta.
Pega un respingo y retira la mano cuando se vuelve a filtrar hacia el exterior.
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—Esto es una tecnología muy sorprendente.
Me río ante su asombro.
—Más sorprendente es que no puedes entrar ni salir si no estás
acompañado por uno de nosotros.
Me mira con recelo.
—¿Quieres decir que soy vuestro prisionero?
Me encojo de hombros.
—No. A menos que hagas algo inamistoso. Pero la tecnología funciona
así. Tú no estás autorizado a entrar o salir de esta nave. Alguien te tiene que
acompañar.
Mira la puerta de nuevo y la toca. Pero esta vez su mano no la atraviesa;
Irina ha bloqueado la esclusa. El hombre se mira la mano.
—Procuraré ser amable.
Decididamente, este tipo cada vez me cae mejor. Pero como no me diga el
qué le ha pasado a mi madre, me voy a poner seria. Y el que no pueda salir de
la nave va a ser la menor de sus preocupaciones.
Vamos a lo que yo llamo el salón. Es una estancia amueblada de forma
parecida a nuestra casa en Marte; la hicimos así como disfraz una vez que nos
infiltramos en un planeta enemigo, y nunca hemos vuelto a dejarla en su
estado original. De hecho, a mí me gusta, me recuerda a mi hogar. Supongo
que es eso por lo que Groar y Tara la han respetado, a pesar de todas las
modificaciones que hemos hecho en la nave.
Nos sentamos, yo en mi sillón preferido, los dos Krogan en unos
reforzados especialmente para aguantar su enorme peso. A Joshua no le queda
más remedio que sentarse en el sofá. Mira con curiosidad a su alrededor;
supongo que no se esperaba algo así en una nave alienígena.
Entonces aparece mi gata, Baguira. El hombre pega un respingo; igual es
que no ha visto nunca una gata. Se queda muy quieto mientras el felino lo
olisquea, suspicaz.
—¿Qué le ha ocurrido a mi madre?
Joshua mira al animal a sus pies con recelo. Pero Baguira maúlla con
desprecio y se marcha por donde ha venido, para obvio alivio del hombre.
—Desapareció. Salió hace tres días para una exploración de rutina, y no
ha vuelto. Es por eso que estaba en la estación de radio. Hemos mandado
vehículos de exploración a buscarla, pero aún no la han encontrado. No
hemos querido decir nada, no vaya a cundir el pánico.
Miro a Groar, luego a Tara.
—¿Pánico?
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El hombre suspira.
—Tanit, seguro que está bien. Tu madre sabe cuidarse, de hecho es la
única que sale sola a explorar, a pesar de mis instrucciones de que nadie debe
ir solo. Pero hemos tenido problemas con unos animales enormes. Han
destrozado nuestras cosechas. Han arrasados edificios enteros. Y si le digo a
la colonia que nuestra exobióloga se ha perdido… todo el mundo pensará en
lo que le ocurrió a Zeta. Hasta ahora Laura ha resuelto todos los problemas
que se han presentado. Sin ella…
Frunzo el ceño cuando él se calla. La primera colonización humana, en un
planeta llamado Zeta, fue un verdadero desastre. Se encontraron con una
fauna y flora tan extrañas que la colonia estuvo a punto de perecer. Es por eso
que ahora las colonias tienen un exobiólogo; de hecho esa es la razón por la
que mamá tuvo que venir, dejándome atrás en Marte hasta que fuera lo
suficientemente mayor como para poder reunirme con ella. Mamá es la
persona más importante de la colonia, probablemente mucho más que este
tipo. Sin ella puede que estén condenados a muerte.
—¿Y la estáis buscando?
—Con todos nuestros exploradores. Pero tenemos que rastrear un
territorio enorme, Tanit. Tardaremos en encontrarla.
—Y una mierda. —Ahora que ya sé qué es lo que ocurre, no voy a esperar
sentada a que encuentren a mi madre—. Irina, despegamos.
—¿Qué? —El hombre parece confuso—. ¡Pero yo no puedo abandonar la
colonia!
Me levanto, agarrándole por el brazo.
—Claro que puedes. Me tienes que decir su ruta. Por dónde iba a explorar.
Todo lo que sepas. Te devolveremos aquí cuando la hayamos encontrado.
Por un instante parece que va a resistirse, y Groar se levanta, gruñendo
amenazador. Pero de pronto el hombre también se levanta.
—¡Que mierda! ¡Tienes razón! Si Laura está en peligro, lo que tengo que
hacer es ir a por ella.
Vamos al puente, e Irina proyecta un mapa del planeta; ha registrado la
superficie mientras descendíamos de la órbita. No es que esperase que
tuviéramos que hacer esto, es que siempre está ávida de conocimientos.
Joshua señala la dirección en la que salió el vehículo explorador de mi
madre. Luego señala sobre el holograma del terreno la zona donde
últimamente investigaba mamá.
—Dijo que la solución al problema de esas bestias estaba por esta zona —
explica—. Estuvo un poco misteriosa al respecto, pero no quiso explicar nada.
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Le miro, extrañada.
—¿Y eso por qué?
Frunce el ceño.
—No lo sé. Últimamente estaba bastante rara… Comentó que si sus
sospechas eran ciertas, sería el mayor descubrimiento en la historia de la
humanidad. Pero que si se equivocaba y lo decía, sería el hazmerreír
universal. No quiso decir nada más.
—Ya hemos llegado a la zona objetivo —anuncia Irina—. Empezado
patrón de búsqueda. Buscando cuerpos metálicos e identificando formas de
vida.
Joshua pega un respingo al oír la voz por el intercomunicador, aunque
obviamente no ha entendido nada porque Irina nos ha hablado en Común.
—¿Tu amiga también es extraterrestre? —pregunta—. ¿Dónde está?
Miro mi panel, donde la computadora está marcando todas las formas
orgánicas, pero rechazándolas en cuando detecta que son demasiado grandes
o demasiado pequeñas. Por lo que veo está quedándose solo con los seres
vivos que tienen un tamaño entre el mío y el de Joshua, con aproximadamente
un veintitantos por cien de margen de error. Eso reduce mucho las señales que
tiene que explorar, a apenas unos centenares por segundo.
—Es un ordenador —explico, sin dejar de mirar la pantalla tridimensional
—. Una inteligencia artificial. Y es consciente. También forma parte de la
familia. También es una larga historia.
Parpadea, sorprendido, pero no persigue el tema. Mira el punto
parpadeante que señala nuestra posición en el holograma que tengo ante mí.
—¿Cómo es que hemos llegado tan pronto a esta zona? ¡Estamos a más de
quinientos kilómetros de la colonia!
Sigo mirando la pantalla. Vamos muy rápido, pero sé que a Irina no se le
va a pasar nada. Está explorando en minutos lo que a un vehículo humano le
llevará horas.
—Porque esto es una nave estelar. Podemos ir muchísimo más rápido que
una nave atmosférica.
—¿Y la fricción del aire? ¡Tenemos que estar ardiendo!
Me encojo de hombros. ¿Y qué importancia tiene eso?
—El casco puede aguantarlo.
Joshua se me queda mirando, atónito. Tengo que recordarme que la raza
humana no tiene aún una tecnología como la de esta nave. Una nave terrestre
probablemente ya se habría derretido en caso de ir a nuestra misma velocidad.
—Señal anómala en el tercer cuadrante —salta de pronto Tara.
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—Detectado —confirma Irina—. Parece una gran cantidad de metal.
Cambiando el rumbo.
Un minuto después estamos parados encima del follaje de una espesa
selva. No se ve nada, pero nuestros sensores indican que hay algo metálico
debajo. Irina lo explora con diferentes frecuencias y nos informa del
resultado.
—Es titanio. También hay aleaciones de aluminio y acero.
Se lo traduzco al hombre, y él capta las implicaciones al instante. Hemos
encontrado el vehículo de mamá, esos metales no existen en la naturaleza.
—Vamos a bajar. Irina, desplázate hasta aquella zona, el follaje es
demasiado espeso por aquí.
—Afirmativo, Tanit.
Estamos ya saliendo cuando Joshua me agarra del brazo.
—¡No pretenderás ir tú!
Le miro, extrañada.
—¿Cómo que no?
—Tanit, eres una niña. Es peligroso. Quédate en la nave, iremos tus
amigos y yo.
Los Krogan ladean la cabeza. Sé que es su manera de mostrar sorpresa.
Yo suspiro.
—Joshua, es mucho más probable que te maten a ti que a mí. Quédate tú.
No me suelta el brazo, y entonces le agarro de la muñeca y se la retuerzo,
obligándole a soltarme. Sus ojos se abren de la sorpresa al descubrir lo fuerte
que soy. ¡Qué narices! Llevo andando con esta gravedad el mismo tiempo que
él, pero además he estado entrenando con un maestro de los maestros Krogan
durante más de un año. Y por si fuera poco, mis músculos están reforzados
para poder andar en entornos de alta gravedad. Seré una niña, pero yo no soy
una flor delicada.
—Es mi madre. Y como me intentes volver a sujetar, te parto el brazo.
¿Queda claro?
Los dos Krogan se ríen, con su característico ké, ké, ké. El hombre, en
cambio, se frota la muñeca dolorida, frunciendo el ceño.
—¡Qué genio! Está bien, parece que sabes cuidar de ti misma. Pero iré
con vosotros. Laura no me lo perdonaría nunca si te pasara algo. ¿No tendréis
un arma para mí? La selva es peligrosa, y eso que no la hemos aún explorado
toda. Hay cosas ahí de las que no tenemos ni idea.
Dudo un instante. ¿Y si se vuelve contra nosotros? El tipo este me cae
bien, pero nunca se sabe. Mejor le damos algo letal, pero que no pueda
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penetrar nuestros escudos.
—De acuerdo. Tara, un rifle Serelen para Joshua.
Ella entra un momento en la armería y vuelve al cabo de un minuto,
lanzándole el arma. El hombre la coge al vuelo, examinándola con interés.
Tengo que explicarle cómo se dispara, es obvio que para él no es nada
evidente.
—¿Y qué es lo que hace?
—Es electromagnético. Dispara proyectiles incendiarios.
Mira el rifle con respeto mientras nos encaminamos a la esclusa.
—Vaya. ¿Dónde vamos a aterrizar?
Groar se ríe.
—No vamos a hacerlo. Saltaremos.
El hombre pega un respingo.
—¿Con paracaídas?
—¿Paracaídas? No sé qué es eso…
Le hago un gesto a Groar, y él agarra a Joshua. Un instante más tarde
saltamos por la esclusa y estamos cayendo. Encendemos los impulsores de
nuestras armaduras y momentos más tarde estamos en el suelo. Nuestro
guerrero suelta su carga, que rueda por el suelo, mientras los tres nos giramos,
inspeccionando nuestro entorno, las armas preparadas.
El hombre se levanta, recogiendo el rifle que se le ha caído. Parece algo
molesto. Seguro que es por haberse llevado un susto de muerte; no debía
esperar bajar así al suelo.
—¿Siempre salís así de la nave?
Groar parece sorprendido. Esto es una técnica de asalto de lo más común
entre los Krogan. Me he entrenado tanto con ella que a mí hasta me parece
normal.
—¿Es que hay otra forma de hacerlo?
Joshua bufa, mientras nosotros observamos el bosque que nos rodea.
Bueno, es un bosque normal, o al menos aparenta serlo. No es que vayamos a
tomarlo por sentado. Pero los árboles parecen árboles, los matorrales —un
poco extraños, eso sí— no tienen nada de especial y las flores que se ven son
muy bonitas. Y huele… maravilloso. Nunca he olido nada tan agradable.
Activo mi visor de amenazas. En un traje espacial humano, los resultados
se proyectarían en el casco. Mi traje, en cambio, los proyecta directamente en
la retina, superponiéndolos a lo que estoy viendo. Y desde luego hay algo que
ver. Algo se está moviendo hacia nuestra izquierda, y es bastante grande. Está
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oculto por el follaje y los árboles, pero los sensores de mi traje no tienen
problemas en identificarlo.
—Blanco en zona pset. Parece un depredador.
Groar ya está apuntando en la dirección que estoy señalando, mientras
examina su propio visor de amenazas.
—Otros dos blancos en zonas that y comath —añade—. Están en modo
tanteo.
—¿Alguien me puede traducir lo que ha dicho? —se queja Joshua.
Hago una mueca. Es un error haberle traído. Será valiente, pero no tiene
ni idea de cómo comportarse en combate. Y no conoce nuestros códigos de
combate. Como no tengamos cuidado, nos va a meter en un lío.
—Hay tres depredadores, uno delante de nosotros, uno a la derecha y otro
a la izquierda —le explico—. Están inspeccionándonos para ver qué somos.
Nuestro olor es tan extraño que quieren cerciorarse de si somos o no
peligrosos. No te muevas. No dispares a menos que se te echen encima.
Nosotros nos ocupamos.
—¿Qué?
—¡Que te estés quieto!
Debo haberlo dicho con mucho énfasis, porque se calla como si le
hubieran tapado la boca. Mejor. Tara está apuntando hacia la derecha,
mientras yo apunto hacia la izquierda, un poco hacia atrás, lo que es la zona
pset. Groar apunta hacia delante, un poco hacia la izquierda, donde está el
mayor de los depredadores. Hemos entrenado tanto juntos que nos repartimos
los blancos hasta sin siquiera pensarlo.
Para mi sorpresa, Joshua se vuelve, apuntando su arma hacia atrás.
Supongo que ha visto que cada uno estamos apuntando hacia un lado, y ha
pensado que nos pueden atacar desde atrás. No es mala idea; de hecho es
bastante lógico si no fuera porque nuestros visores pueden detectar cualquier
ser vivo en kilómetros a la redonda y, por si fuera poco, Irina nos está enviado
los datos de sus sensores a nuestras armaduras.
—Blanco en zona comath recula —informa Tara—. Ha debido oler a los
demás blancos, puesto que su firma espectral es diferente. Debe considerar
que somos demasiados enemigos.
—Blanco en zona pset avanzando —reporto yo.
Mi sensor me dice que ese animal debe tener como cuatro metros de
largo. Debe considerarnos una presa fácil, puesto que es más grande que
nosotros. Lo que no sabe es que nosotros somos mucho más peligrosos que él.
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—Blanco en zona that estacionario —nos informa Groar—. Parece estar a
la espera de lo que haga tu blanco, Tanit. —Duda un segundo—. Nuevo
blanco, zona nils, moviéndose rápidamente hacia nosotros.
—¡Mierda! —se me escapa—. ¡Joshua, cámbiate a donde está Tara!
¡Ahora mismo! Tara, ¡a zona nils!
Por supuesto, el muy imbécil duda, en vez de obedecer, y luego se queda
helado de la impresión cuando un bicho de casi tres metros sale de la
espesura, lanzándose hacia él. Pero yo no puedo ayudarle, mi adversario está
precipitándose hacia mí con un enorme rugido. Y, por el ruido que oigo a mi
lado, a Groar también le están atacando.
A diferencia de Joshua, yo no me quedo helada: Nuestro macho me ha
entrenado tanto que sé perfectamente cómo actuar en una situación así. Paso
mi rifle a modo disparo rápido, y le meto dos tiros criogénicos en plena
mandíbula a la bestia. En un rápido movimiento saco mi pistola del cinto y le
coloco también una bala explosiva en el ojo, girándome al mismo tiempo para
dispararle a la bestia que se precipita contra el hombre. Solo tengo una
fracción de segundo para apuntar, por lo que disparo casi a bulto. Mi proyectil
le da en el pecho, destrozándoselo, mientras que el de Tara le vuela la cabeza.
Cuando me vuelvo, Groar está inspeccionando al animal que me ha
atacado a mí, para asegurarse de que está muerto. Al instante se vuelve, para
verificar que el suyo también lo está, aunque Tara ya lo ha comprobado. Así
es cómo nosotros nos apoyamos los unos a los otros.
Joshua suelta un soplido de alivio. Baja su arma y me mira. Para mi
sorpresa, está colorado como un tomate. Aunque supongo que es lógico: Él
quería protegerme a mí, y por poco ha sido la cena de un carnívoro local.
Miro a los animales que nos querían comer. Son enormes: el pequeño
tiene algo más de tres metros y el mayor, casi cinco. Su piel está manchada,
en un obvio patrón de camuflaje natural que en la jungla debe hacerles casi
invisibles. Y por las garras y recias mandíbulas con enormes colmillos está
claro que son carnívoros. Este planeta será muy bonito, pero está visto que no
hay que confiarse. Que unas bestias que dejan pequeños a los tigres terrestres
cacen en manada no es para tomárselo a broma. De no ser por nuestro
increíble entrenamiento y nuestras poderosas armas, en estos momentos
estaríamos todos siendo masticados.
El hombre carraspea, como dudando sobre qué decir.
—Eeeehh… Yo… Bueno, gracias. Gracias a las dos. Me habéis salvado la
vida. —Baja la mirada, obviamente incapaz de ocultar su embarazo—. Está
visto que sabes cuidarte sola, Tanit.
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—Y tú no —pienso, sin llegar a decirlo en voz alta. Pero no quiero
avergonzarle aún más de lo que ya está—. Joshua, la próxima vez haz
exactamente lo que te ordenemos. Sin pensarlo. Nosotros estamos entrenados
para estas situaciones. Tú no.
Hace una mueca, pero asiente. Al menos es lo suficientemente listo para
saber que tengo razón.
—Estuvo bien lo de apuntar a la zona que teníamos desprotegida para
cubrirnos —digo, intentando devolverle un poco su autoestima—. Pero la
próxima vez intenta disparar, ¿vale?
Asiente de nuevo. Veo que sigue colorado, pero algo menos.
—Vale.
Inspecciono mi visor de amenazas. Nada en dos kilómetros a la redonda.
El depredador que se rajó ha salido corriendo en vista del cacao que se ha
montado.
—Todo despejado —informo.
—Confirmado —gruñe Groar.
—Afirmativo —añade Tara.
—Irina, ¿alguna amenaza? —inquiero por el comunicador.
—Negativo, Tanit —me responde nuestra IA.
Joshua se acerca, mirando suspicaz a su alrededor.
—Y ahora, ¿hacia dónde vamos?
Señalo. Obviamente me he estudiado el mapa antes de bajar, y yo tengo
una memoria prodigiosa, modestia aparte.
—Hacia el sur. Por allí.
Groar abre la marcha. En teoría el hombre debería ir detrás de él, dado
que en la especie Krogan son los machos los que van en la vanguardia, pero
me coloco yo, indicándole a Joshua que me siga. Aún puedo ver cómo Tara
enseña los dientes, en el equivalente a una sonrisa. Ella también se ha dado
cuenta de que nuestro amigo es en estas circunstancias como un niño
pequeño, y por lo tanto debe ir protegido por las hembras.
Avanzamos por la selva. Hay tramos despejados, pero también nos
encontramos zonas donde la maleza es tan espesa que nos sería impenetrable,
salvo por el hecho de que un Krogan adulto es como un vehículo acorazado.
A medida que Groar avanza, las ramas se van rompiendo, abriendo un paso
por el que nosotros podemos pasar. No vamos muy rápidos, puesto que
estamos pendientes de nuestros detectores de amenazas. Ya hemos tenido un
mal encuentro.
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Pero al cabo de apenas cuatro minutos entramos en un minúsculo claro.
Justo en el centro hay un vehículo de transporte humano aparcado. Hemos
encontrado la nave de mamá. Parece abandonada. Miro hacia arriba,
sorprendida de que mi madre haya logrado aterrizar en un sitio tan estrecho.
Entonces observo las ramas rotas, y me doy cuenta de que casi se ha dejado
caer a través de las ramas de los árboles. Mamá siempre fue una magnífica
piloto, pero este aterrizaje es para nota.
Mientras Groar y Tara hacen guardia, Joshua y yo abrimos la puerta y
entramos. Nadie. Joshua enciende el sistema de diagnóstico: Todo operativo.
Suspiro de alivio. Mamá no se ha estrellado, ha aterrizado aquí aposta. Ahora
nos falta encontrarla.
El hombre lanza un juramento y yo le miro, sorprendida.
—¿Qué ocurre?
—Que Laura ha cifrado su localización y no tengo su contraseña. ¡Qué
inconsciente! Así no vamos a poder encontrarla.
—A ver, déjame.
Hago que se aparte, sentándome en el sillón del piloto. Es una nave de
exploración de lo más normal, igual a las que usamos cuando realicé el curso
de colonización en Marte. Por supuesto que sé cómo manejarla: Aprobar ese
curso era un requisito imprescindible para que me dejasen venir con mamá.
Al instante veo que Joshua tiene razón: Mamá ha cifrado su destino y la
señal de su baliza personal. Tiene que haber una razón muy importante para
hacer eso, puesto que ahora nadie la puede seguir. Es obvio que no quería que
nadie la localizase. Algo muy raro está pasando.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta el hombre—. ¿Podríamos detectar su
posición desde tu nave?
—No hace falta —respondo, tecleando algo—. Creo que sé cómo
descifrar esto.
Funciona. Mamá sigue usando su clave privada: Mi nombre, seguido de
tres símbolos especiales y mi fecha de nacimiento. Siento que tengo un nudo
en la garganta. Es obvio que mamá no me ha olvidado.
El panel de control muestra al instante la posición del localizador que
mamá lleva encima. Está a poco más de seis kilómetros hacia el sureste, en
una zona montañosa. Frunzo el ceño. Eso no parece tener mucho sentido.
¿Por qué ha aterrizado aquí, para luego andar tanto trecho a través de la
jungla? Cambio el modo de recepción para recibir los datos fisiológicos, con
el alma en un puño, pero enseguida me tranquilizo. Según el transmisor, el
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corazón de mamá sigue latiendo normalmente, aunque algo rápido. Pero está
viva.
—Vamos.
Salimos, y le reporto a mi nido nuestro descubrimiento. Por un instante
consideramos hacer que Irina aterrice, pero aquí en el bosque es complicado.
Vamos a destrozar casi todo en casi medio kilómetro a la redonda, además de
causar un buen incendio debido a nuestros propulsores. No es buena idea, así
que le indicamos a Irina que nos siga a cierta distancia. Iremos a pie.
La selva es tupida, a veces tanto que Groar tiene que hacer de buldócer
para abrirnos paso, pero por lo demás no nos encontramos con demasiados
problemas. Las plantas son en su mayoría inofensivas, salvo algunas que por
su aspecto ya veo que deben ser urticantes, por lo que nos mantenemos bien
lejos de ellas. Los animales, por su parte, o nos ignoran por completo o huyen
al acercarnos. Supongo que no deben saber el qué son Krogan o los seres
humanos, ni si somos o no peligrosos, pero por si acaso nos evitan. Los
depredadores, en cambio, no aparecen por ningún lado. Igual es que hemos
acabado con todos los que había en esta zona.
Llevamos andando como un cuarto de hora cuando llegamos a un claro en
la selva. Es un alivio poder andar un poco sin tener que estar empujando
ramas hacia los lados, pero mi alegría ante esta perspectiva dura poco al tener
de pronto una sensación extraña.
—Esperad.
Groar se detiene, sorprendido, volviéndose hacia mí. Yo no le hago caso,
sino que me pongo a su lado, inspeccionando el claro. Hay algo muy raro
aquí.
En el centro del claro hay un enorme árbol de una especie que
desconozco. Pero lo que me ha llamado la atención no es eso. Es que en este
claro no hay hierbas, ni arbustos, solo algunas ramas muertas. Teniendo en
cuenta toda la vegetación que nos rodea, esto es muy extraño.
Inspecciono el árbol. ¿Podría ser que este produzca herbicidas que
destruyan todas las plantas a su alrededor, para poder sobrevivir? Podría ser,
existen plantas así. Aunque en ese caso, ese veneno también podría ser
peligroso para nosotros. Pero si fuese un herbicida, entonces lo oleríamos. Un
herbicida debería oler bastante fuerte, algo así como… Frunzo el ceño. No, no
huele a herbicida. En cambio huele a…
¡El olor! Abro mucho los ojos cuando me doy cuenta del perfume que nos
rodea. Es dulzón, atrayente. Y sé de algunas especies de plantas que utilizan
ese tipo de señuelo.
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—¡Todos atrás!
El tonto de Joshua, por supuesto, avanza, y choco con él al retroceder.
—¿Qué ocurre, Tanit?
—¡He dicho que atrás! —le grito, empujándole—. ¡Estamos en peligro!
Retrocedemos precipitadamente. Nada se mueve, lo cual es una suerte. No
nos hemos acercado lo suficiente.
El hombre está con el ceño fruncido, mientras se levanta del suelo. Al
empujarle le he tirado, y ha caído de culo. Con la mayor gravedad de Thuis,
eso ha debido doler.
—¿Se puede saber a qué viene esto?
Por el rabillo del ojo veo el movimiento, y señalo.
—¡Mira!
Un pequeño animal, posiblemente huyendo de algún depredador,
comienza a atravesar la zona despejada. Instantes más tarde, otro animal, del
tamaño de un zorro grande, también irrumpe en el espacio yermo que rodea el
árbol, persiguiendo a su presa. Pero de pronto ambos se detienen, inseguros,
mirando a su alrededor como si presintiesen un peligro.
Pego un respingo cuando de pronto decenas de afiladas ramas surgen del
suelo, empalando a la presa y al depredador. Los dos se retuercen, heridos de
muerte, y algo empieza a moverlos en dirección al árbol.
—¿Qué es todo eso? —inquiere Tara, acercándose también, presa de la
curiosidad.
La retengo antes de que pueda seguir avanzando.
—Es una planta carnívora. Tiene horadado todo el suelo alrededor del
claro, y empala a todos los seres que penetran en él, sea por error o atraídos
por su olor. —Señalo—. ¿Lo veis? Esos dos animales acaban de ser cazados.
—¿Y cómo te has dado cuenta? —pregunta Joshua. Su voz suena muy
impresionada.
—Soy astrobióloga, como mi madre. No tenía ningún sentido que en esta
zona no hubiese ninguna vegetación, a menos, claro, que hubiese algo que la
estuviese matando. —Hago un gesto hacia el árbol en mitad del descampado
—. A esa cosa cualquier material orgánico le vale, sea planta o animal. Para
ella, todo es abono.
Groar gruñe con aprobación.
—Bien hecho, Art’Ana. Ahora prosigamos.
—Espera un momento —objeto, sacando mi analizador.
Grabo unas cuantas imágenes de la planta, amén de capturar todos los
datos que puedo. Luego me aseguro de grabar todo el claro, especialmente a
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los dos animales empalados que están ya cerca del tronco. Si hay cosas así de
peligrosas en este planeta, mejor las documentamos para evitar que alguien se
convierta en abono para plantas.
Rodeamos la zona despejada y seguimos avanzando con precaución.
Aunque el planeta es de lo más hermoso, es obvio que también es bastante
peligroso, tanto como lo fue la Tierra en su día, o quizás incluso más. No
podemos fiarnos.
Tardamos dos horas en atravesar la jungla y cubrir los seis kilómetros que
nos separaban de mi madre. Salimos a campo abierto, e inmediatamente
Groar se tira al suelo. Al instante, Tara y yo hacemos lo mismo. Joshua se
cae, porque al dudar demasiado, Tara ha tirado de sus tobillos. Por la cara que
pone, se ha debido hacer daño. Creo que no está nada contento con cómo le
estamos tratando, pero tendrá que aguantarse. Después de todo, fue él quien
insistió en bajar con nosotros.
—¿Qué ocurre?
—Un campamento —masculla Groar.
—¿Un campamento? —me extraño, arrastrándome hacia delante, hasta
poder asomarme por el borde de la loma sobre la que estamos—. ¿Qué
campa…?
Me quedo con la boca abierta, incapaz de completar la frase cuando veo lo
que Groar ha descubierto. Allí abajo hay como dos docenas de chozas
enormes hechas con ramas y hojas. Unos seres bípedos gigantescos, de entre
cuatro y cinco metros de alto, se pasean entre ellas.
—Pero… —tartamudeo—. ¿Hay seres inteligentes en Thuis?
—¿Qué? —Joshua se arrastra rápidamente hacia delante, para asomarse
también—. ¿Estás de coña?
Hago un gesto hacia el poblado.
—Eso es obvio que no lo han hecho unos animales.
Se vuelve hacia mí, tan asombrado como estoy yo.
—O sea que es eso lo que Laura había descubierto. Que las bestias que
arrasan nuestros campos no son bestias. Son alienígenas. Es el mayor
descubrimiento en la historia de la humanidad. No me extraña de que no
quisiera anunciarlo hasta estar totalmente segura. El ridículo habría sido
enorme en caso de haber estado equivocada.
Asiento, mirando de nuevo hacia el poblado, fijándome en los detalles.
Hay lo que parecen pieles puestas a secar, y algunos animales colgados de
postes, a medio comer. Mientras miro, uno de esos enormes seres arranca una
pierna de uno de los animales colgados, y se va, saboreándola. Por lo visto ni
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siquiera asan la carne sino que se la comen cruda. Pero también deben ser
omnívoros, porque veo lo que deben ser frutas apiladas a la entrada de una de
las chozas. Hay críos —es un decir, puesto que la mayor parte de ellos mide
bastante más que yo— jugando entre las cabañas.
—¿Veis a mi madre?
—Allí —señala Tara. Ella también se ha arrastrado hasta el borde y está
observando junto a nosotros lo que ocurre allí abajo—. En aquel corral.
—¿Corral? —me extraño.
Entonces lo veo: Se trata de un recinto cerrado al lado de lo que debería
ser una especie de plaza, donde corretean unos cuarenta animales de diverso
pelaje. Mi madre está sentada en un lado, echada hacia adelante, los brazos
apoyados en sus rodillas, sin moverse. Parece abatida.
—¿Por qué la han encerrado allí?
—Hay varias posibilidades —responde la Krogan—. Una es que no
tengan otro sitio donde encerrar a un prisionero. La otra es que simplemente
la consideren comida.
—¿Qué? —me escandalizo—. ¿Comida? ¿Qué quieres decir con comida?
—Que igual se la quieren comer. Estos seres no parecen estar lo
suficientemente avanzados como para reconocer a otro ser inteligente. O si lo
están, igual es que no les importa.
Me quedo sin habla por un instante. Es obvio que Tara tiene razón. Menos
mal que hemos llegado a tiempo.
—Tenemos que rescatarla.
Groar ya está pensando en eso, pero no le veo muy animado.
—Imposible hacerlo de forma oculta —nos indica—. El corral está
rodeado por chozas, y hay un solo acceso posible. —Señala—. Por allí. —
Gruñe algo—. Tendremos que atacar de frente.
Mierda. Esto va a ser complicado. Tenemos un armamento muy superior a
lo que puedan tener estos alienígenas, pero es que son enormes. Se parecen
algo a los antiguos gorilas de la Tierra, pero con cuatro brazos. O a los
Arnianos, que también tienen cuatro brazos, aunque los Arnianos son más
guapos. Estos son feos de narices. Lo único que tienen a su favor es que, a
diferencia de los gorilas y los Arnianos, su piel es dorada.
Vuelvo a examinar el poblado. Allí deben vivir al menos cincuenta o
sesenta de estos seres. Como sean muy agresivos y nos ataquen, vamos a
tener problemas, a pesar de todo nuestro armamento.
En fin. Me levanto, sin importarme que me vean desde el poblado, y le
hago un gesto a Tara y Groar para que me acompañen.
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—Vamos a ver si podemos negociar —les indico—. Prefiero no meternos
en una batalla campal si no es necesario. —Veo que Joshua se está poniendo
de rodillas para levantarse y le señalo—. Tú quédate aquí. Si ves que alguna
de esas criaturas entra en el corral e intenta hacerle daño a mi madre,
dispárale.
—Pero… —comienza protestar.
—Oye, que alguien tiene que quedarse a cubrirle las espaldas. De nada
vale que nosotros entremos pegando tiros si mientras tanto alguien haya
intentado comérsela. Así que ya sabes. Ese rifle tiene un alcance de tres
kilómetros, muchísimo más de lo que necesitas. Y los proyectiles incendiarios
que lleva pararán a cualquiera de esos monstruos sin problemas.
Suspira y vuelve a tumbarse, colocándose el rifle delante de él.
—Está bien.
Asiento, satisfecha de que sea razonable. Es verdad que quiero que
alguien vigile a mi madre, pero la principal razón es que quiero quitármelo a
él de encima. Este hombre es valiente, pero es un desastre como guerrero. Si
viene con nosotros, vamos a estar más pendientes de salvarle el culo que de
otra cosa.
—Y vigila tus espaldas. No sabemos qué otros animales puede haber por
aquí. Sería una pena que cuando volvamos te hayan devorado.
Pega un respingo y mira hacia atrás. Es obvio que no se le había ocurrido
que algo le pueda atacar mientras está apuntando al corral.
Nosotros nos vamos, bajando por la ladera sin intentar ocultarnos. De
todas formas nos van a ver venir, así que lo mejor es dejar que se
acostumbren. No creo que les vayamos a dar mucho miedo. El más grande de
nosotros es Groar, y sus tres metros y poco no son nada al lado de la estatura
de estos seres. Él parecerá un enano a su lado. Y ya no te digo yo, que debo
parecerles un enanito de los cuentos, suponiendo que ellos tengan algo así. Lo
que no saben es que, si las cosas van mal, sí deberían tenernos miedo.
—No creo que ese humano sea capaz de proteger a tu madre en caso de
ser necesario —me comenta Groar mientras bajamos de la colina—. De
hecho, creo que es más peligroso que dispare a que no lo haga. Un rifle de
Serelen puede causar muchos daños, pero no es muy preciso.
Me detengo un instante.
—¿Entonces vuelvo?
Enseña los dientes en lo que para su raza es una sonrisa.
—En realidad tenía pensado otra cosa.
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Mientras nos acercamos al poblado me explica lo que pretende, y por un
instante me quedo con la boca abierta. Aunque parezca mentira, yo tengo
poderes psi, en parte gracias a la estrella del destino que los Krogan me
empotraron en la frente. Nuestro guerrero pretende que use mis poderes, pero,
a decir verdad, yo tengo mis dudas.
—¿En serio? Yo solo me he teletransportado unas decenas de metros.
—Salvo cuando bajaste al Planeta Sin Estrella —me recuerda Tara—.
Nosotros estábamos en una órbita extremadamente baja, y descendiste al
planeta solo queriéndolo.
Me encojo de hombros. Es verdad, me teletransporté desde el espacio
hasta la superficie del planeta. Algo más de doscientos kilómetros. Pero no
creo que pudiera repetir esa hazaña.
—Era el planeta de los dioses. Había una energía tremenda allí. De
acuerdo, lo intentaré. Pero incluso si lo consigo, no creo que pueda volver con
mi madre. Nunca he intentado teletransportar algo conmigo.
—Entonces seguiremos con el plan.
Bajamos la colina y nos encaminamos hacia el poblado. Uno de esos seres
nos ve y lanza un grito de aviso. Instantes más tarde, toda la población sale en
tropel, colocándose delante del poblado. Por cómo alargan los cuellos, parece
que están buscando si hay más como nosotros.
Yo me he rezagado hasta estar detrás de Groar y Tara, de forma que sus
enormes cuerpos me oculten de esos alienígenas. Cuando al fin se detienen, a
unos cien metros del poblado, yo ya estoy lista.
—Voy allá —le digo a mi nido, que están pendientes de los indígenas
locales.
—Ten cuidado —me advierte Tara—. Avísanos si tienes problemas.
—De acuerdo.
Cierro los ojos, pero no por ello dejo de ver. Hace poco descubrí que los
humanos tenemos un órgano microscópico en el cerebro, algo que los
alienígenas denominan Krylxan. Lo que ocurre es que el mío no es
microscópico: tiene el tamaño de una nuez. Ha debido crecer gracias al cristal
que tengo empotrado en el cráneo, pues parece alimentarse de él. Y debido a
este extraño órgano tengo un poder psi impresionante, que me permite
moverme por lo que podríamos denominar una cuarta dimensión. No necesito
ojos; puedo ver con la mente.
Y con la mente me adelanto, explorando en cuestión de segundos el
poblado, encontrando el corral donde estaba encerrada mi madre. Una vez un
alienígena que también tenía poderes mentales me dijo que la distancia no
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importaba, y supongo que tiene razón, pues logré hacer que mi nave cruzase
quince mil años-luz gracias a ella. Moverme unos centenares de metros
debiera ser trivial.
Trivial no sé si lo es, pero de pronto estoy en otro lugar, con un animal
lanudo huyendo despavorido cuando me materializo a apenas diez
centímetros de él. Abro los ojos, aunque ya he visto en mi mente dónde estoy.
—Hola, mamá.
Levanta la cabeza despacio, como si pensara que está alucinando, oyendo
voces que no existen. Luego se le descuelga la mandíbula cuando me ve.
—¿Tanit? —logra balbucir.
Corro hacia ella y la abrazo con todas mis fuerzas. Ella, una vez que
comprueba que soy real, me abraza a su vez y me cubre de besos. Está
llorado, pero no es la única: Yo apenas veo entre mis lágrimas.
—Pero… pero… ¿cómo es que estás aquí?
Un enorme rugido en la lejanía hace que recobre la compostura,
recordando que estamos en peligro. Con cuidado me suelto de sus brazos,
pasándome el reverso de la mano por los ojos para enjugar mi propio llanto.
—Ahora no, mamá. Tenemos que salir pitando.
—¿Cómo? —pregunta, enderezándose.
Termino de secarme las lágrimas y agito los brazos, para llamar la
atención de Joshua. Supongo que debe estar alucinando después de verme
aparecer al lado de mi madre. Le tendré que contar un cuento chino sobre
alguna tecnología extraterrestre que me ha permitido hacer esa hazaña; no es
conveniente que nadie sepa de mis poderes.
Veo que me ha visto cuando se endereza. Entonces yo señalo la puerta del
corral, y él asiente, llevándose el fusil Serelen al hombro. Instantes después,
dispara, y la puerta vuela en pedazos, envuelta en fuego. Es madera, por lo
que no es muy sólida y además arde muy bien.
Mi madre está mirando en dirección a la colina, obviamente asombrada al
reconocer al tirador.
—¿Ese es Joshua? —pregunta—. ¿Qué clase de arma es esa?
—Luego, mamá —respondo, tirando de ella con la izquierda mientras
empuño mi rifle de proyectiles criogénicos con la derecha—. No es el
momento de explicaciones. Hay que largarse.
Uno de esos seres aparece de improviso. Por lo visto, el ruido al destrozar
la puerta le ha atraído, así que le disparo, congelándole para las próximas seis
horas. Mi rifle me encanta, dado que es un arma no letal, pero creo que a mis
blancos no les hace ninguna gracia pasar tanto frío.
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Le hago un gesto a mi madre para que guarde silencio y me siga. Con
cuidado avanzo, con mi arma preparada hasta que llegamos al borde del
poblado. Es entonces que oigo la explosión.
Levanto mi arma, pero la bajo al ver lo que ha sucedido. Por lo visto,
varios de estos enormes monstruos se lanzaron al ataque contra mi nido, pero
Tara ha tirado una granada aturdidora entre ellos. Media docena de estos seres
están tumbados, quejándose o simplemente inconscientes. Los demás parecen
estar asustados, por cómo reculan.
El monstruo más grande —una verdadera mole de más de cinco metros de
altura— se adelante, inspeccionando a mi nido. Entonces suelta una especie
de grito, señalando primero a Groar, luego a otro de esos seres. Este último
avanza, parándose a medio camino. Coloca los brazos en lo que en un
humano serían las caderas, levanta primero una y luego la otra pata,
pisoteando con fuerza el suelo, y suelta algo que parece «Uh uh».
—¿Qué ocurre? —susurra mi madre a mi lado.
—Creo que es un desafío —contesto—. Vamos a tener que esperar. Groar
no me lo perdonaría nunca si le estropease un buen combate.
Mamá me mira como si me hubiera vuelto loca, pero yo no le hago caso.
Groar está enseñando los dientes, en lo que en su especie es una amplia
sonrisa. Se cuelga su cañón de plasma a la espalda y avanza, sin siquiera sacar
su daga. Es obvio: Si su contrincante está desarmado, sería poco honorable
utilizar un arma, y los Krogan tienen un concepto del honor que dejaría en
ridículo a los antiguos samuráis. Sacudo la cabeza. Este ser le saca casi dos
metros a nuestro macho, pero me parece que tiene poco que hacer. Groar es el
maestro de los maestros guerreros de su raza, casi un dios de la guerra. Ese
tipo no tiene ni idea de a qué se enfrenta.
Y sí, el alienígena ese se lanza a atacar ferozmente en cuanto el Krogan se
acerca… y termina estrellándose de forma violenta contra el suelo. Nuestro
guerrero ha bailado hacia un lado y le ha puesto la zancadilla. Y entonces, en
el colmo de la humillación, se sube encima de él y pasea por encima de su
espalda hasta el otro lado.
Los alienígenas dorados rugen ferozmente ante el insulto, pero no avanzan
para ayudar a su compañero: Un duelo es un duelo, aquí y en todas partes.
El enorme ser se levanta rugiendo. No debe haberle gustado nada haber
hecho el ridículo delante de su tribu. Groar no solo no se inmuta, sino que
coloca su brazo izquierdo a la espalda, haciéndole a su adversario un gesto
con la garra derecha para que le ataque.
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Los nativos se quedan mudos. Ninguno se esperaba que derribase al
enorme guerrero en apenas un minuto, pero lo que debe parecerles
inconcebible es que el extraño ser esté dispuesto a pelear con un solo brazo,
teniendo ellos cuatro.
Yo aprovecho para indicarle a mi madre que nos escurramos por detrás de
esos monstruos hacia un lado, para llegar a donde está mi nido. Mientras estos
tipos están pendientes de la pelea, nosotras nos podremos escapar.
Entonces el guerrero carga a seis patas, con un feroz rugido. Supongo que
piensa que así nuestro macho no le podrá volver a poner la zancadilla. Lo que
no se esperaba es que a pesar de la mayor gravedad Groar dé una voltereta en
el aire, aterrizando en su espalda. El golpe es brutal debido al peso del
Krogan, tanto que derriba a su adversario. No contento con eso, nuestro
guerrero se baja de la espalda y le pega una tremenda patada en el equivalente
al culo. Tengo que taparme la boca para no reír al verlo. Un murmullo
amenazador recorre al grupo de nativos. No pueden comprender cómo un ser
que mide poco más de la mitad que ellos le esté dando tal paliza a alguien que
debe ser uno de sus mejores combatientes.
El interfecto se debe estar diciendo lo mismo, porque se vuelve a poner en
pie y avanza lentamente, para que Groar no pueda repetir lo de la zancadilla.
Nuestro macho se queda quieto, pero cuando la enorme mole echa los brazos
hacia delante para agarrarle, sujeta uno de los brazos, se vuelve, y lo voltea
por encima de él, haciendo que aterrice de forma brutal en el suelo. Entonces,
deliberadamente, le pega una patada en lo que deben ser los testículos.
Aunque los humanos consideremos eso juego sucio, los Krogan no piensan
igual: Lo único que no es honorable es luchar con algo que te dé ventaja, todo
lo demás está permitido. El gigante ruge y se desmaya del dolor.
Groar mira indiferentemente al cuerpo a su lado, y luego coloca una de
sus enormes patas encima del vencido, en el clásico gesto de victoria. Los
nativos reculan algo, aparentemente asustados. Ninguno parecía esperar que
un ser mucho más pequeño que ellos pudiera ganarle a su campeón.
Pero el que parece ser el jefe no está contento. Vuelve a señalar a Groar, y
se pone a buscar otro contrincante entre sus filas. No puedo evitar una oleada
de indignación. ¡Eso es hacer trampa!
Le hago un gesto a mi madre para que corra en dirección a Tara, y me
escurro entre las moles que están observando el combate, para gran sorpresa
de todos. De hecho, están tan sorprendidos que ninguno hace el menor gesto
para detenerme.
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—¡Eh, osito de peluche! —le grito al jefe. Se vuelve a mirarme. No creo
que me haya entendido, pero es obvio que no le estoy halagando. Entonces yo
le señalo—. Si quieres que haya pelea, ¡lucha tú mismo!
Me contempla, indeciso. Entonces avanzo, plantándome delante de él,
coloco los brazos en las caderas, abro las piernas y levanto primero una, luego
la otra, dejándolas caer pesadamente contra el suelo, todo ello con el «Uh uh»
que oí decir al que luchó contra Groar. Si lo he pillado bien, esto es la manera
de lanzar un desafío en esta especie.
—¡No, Tanit! —oigo gritar a mi madre—. ¡Te va a matar!
El jefe me mira un momento, mientras los demás seres parecen estar
hablando excitados entre ellos. No creo que se atreva a ignorar un desafío: La
mayor parte de las especies echaría a un jefe tan cobarde como para no
hacerlo.
Entonces repite el pisoteado de la tierra, grita a su vez el «Uh uh» avanza
unos pasos y se golpea repetidamente el pecho. Recuerdo que en los gorilas
de la Tierra aquello era a la vez amenaza y desafío.
Bueno, yo no haré tanto ruido como él, ni daré tanto miedo, pero también
golpeo mi pecho. Luego saco mi daga del cinto y tomo la posición de
combate. De acuerdo, es un bicho de cinco metros, pero ya he visto que es
bastante torpe comparado conmigo. Y Groar me ha entrenado bien. El jefe lo
lleva crudo si cree que va a poder derrotarme. Además, yo tengo un as en la
manga. También será hacer trampa, pero… ese ser tiene casi cuatro veces mi
tamaño, y francamente, no he visto que tenga precisamente buenas
intenciones. Si es tan tramposo que quiere obviar el combate de Groar, pues
que luego no se queje si yo también me paso por el forro sus reglas.
Al igual que el otro guerrero, se precipita hacia mí, rugiendo. Mis piernas
no son lo suficientemente sólidas para ponerle la zancadilla, pero tampoco
hace falta: Me tiro al suelo, pegándole con ambos pies una enorme patada en
lo que en un ser humano sería el tobillo, y la mole se derrumba con gran
estrépito mientras yo ruedo hacia un lado, para evitar que me aplaste.
Mientras aún está recuperándose del golpe, me subo a su chepa y realizo un
pequeño baile triunfal, antes de bajarme por detrás y pegarle también una
patada en el culo. Veo que Groar y Tara se están partiendo de la risa, pero mi
madre está con una cara de angustia tremenda. Claro, mamá no sabe a qué
clase de entrenamiento me ha sometido nuestro macho.
El silencio entre los alienígenas es ahora sepulcral. Antes, cuando su
guerrero luchaba contra Groar, parecía un enano a su lado. Yo en cambio por
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tamaño les debo parecer poco menos que un enanito de jardín, y aún así he
derribado a su jefe. Deben estar preguntándose todos qué narices somos.
El jefe se levanta con pesadez. Una mole así, en un planeta con 1,3 ges, no
es precisamente algo que pueda moverse rápido, pero casi me sorprende. A
pesar de cojear por el tobillo dolorido, se abalanza sobre mí, esperando
pillarme.
Mala suerte. Hago una voltereta hacia delante, colándome entre sus patas,
y mientras se agacha para agarrarme yo me levanto y con mi daga pincho para
arriba. El aullido que da cuando se la clavo en sus partes nobles es
verdaderamente aterrador.
Los siguientes cinco minutos se los pasa cojeando, corriendo en círculos
mientras se sujeta lo que tiene entre las piernas, rugiendo de furia y dolor
mientras yo contemplo el espectáculo.
Veo que Joshua ha bajado desde la colina y se ha colocado al lado de Tara
y Groar. Está con la boca abierta, y tiene tal cara de alucinado que me
encantaría sacarle una foto para enseñársela luego. Mi madre también se está
acercando a donde está mi nido, y parece igual de asombrada que el jefe de la
colonia. Los dos Krogan, en cambio, están asintiendo de aprobación por cómo
estoy llevando este duelo.
Pero no me puedo distraer: El monstruo contra el que me estoy batiendo
se ha detenido, y batiendo los cuatro brazos está gritando algo. No sé qué es,
pero no lo comprendo.
¿Y si…? Me concentro en sus palabras y de pronto entiendo lo que está
diciendo. Mis poderes psi me permiten entender idiomas que no domino,
quizás leyéndole la mente al interfecto. Ya lo he hecho en más de una
ocasión.
—¡Lucha como un guerrero! —me está gritando—. ¡No palos! ¡No
pinchos!
Ah. ¿O sea que estos seres no utilizan armas? Me lo pienso un instante y
encogiéndome de hombros envaino mi daga. De todas formas, no quiero
matarle, solo quiero darle una dolorosa lección. Por tramposo.
Inspiro. Nunca he hecho esto, pero si puedo entender su idioma, quizás
también logre que me entiendan ellos a mí. Cierro un momento los ojos,
intentando captar su esquema cerebral. Y entonces lo veo, lo saboreo, lo
entiendo… y hablo, asegurándome de que mis palabras resuenen en su patrón
mental.
—¡Un guerrero desafía solo una vez! —respondo—. ¡Solo un cobarde
desafía dos veces!
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Por cómo se ponen a murmurar los alienígenas, es evidente que todos me
han oído y entendido. El jefe también lo ha pillado, porque da dos pasos hacia
mí.
—¡No palos! —vuelve a gritar—. ¡No pinchos!
Le enseño mis manos desnudas.
—Ven aquí, osito de peluche.
No creo que esta vez me haya entendido, pero sí ha debido pillar el tono
despectivo, porque con un rugido ataca, intentando agarrarme. Yo espero
hasta el último momento, cuando está a punto de pillarme, y salto hacia
delante, de forma que estoy pegada a él. Entonces le empujo, aunque hago
trampa: Le golpeo con las manos, pero al mismo tiempo le golpeo con la
mente. Aunque es mala idea mostrar mis poderes, eso no significa que no
pueda utilizarlos con un poco de disimulo. Parece que le estoy empujando,
pero en realidad le estoy lanzando hacia atrás con mi poder mental.
Y vaya que si le lanzo: El jefe sale volando hacia atrás al menos quince
metros, derribando por completo el árbol contra el que choca, que cae con un
tremendo estrépito.
Los miembros de la tribu gruñen entre ellos, obviamente impresionados.
Debe parecer que soy extremadamente fuerte.
El jefe está gimiendo de dolor, y de pronto me siento un poco culpable.
Será un tramposo, pero tampoco quería hacerle demasiado daño. Me acerco
mientras saco el autodoctor portátil del bolsillo de mi traje espacial y se lo
paso por las partes donde le he herido con la daga y que están sangrando de lo
lindo. En apenas un minuto, ya no sangra por ahí. Entonces le paso el
autodoctor por el cuerpo y puedo ver que deja de dolerle por cómo de pronto
me mira con sorpresa. Supongo que lo que acabo de hacer debe parecerle
magia.
Ignorándole olímpicamente, le doy la espalda y me voy a examinar al
contrincante de Groar, que sigue inconsciente. Repito la misma operación, y
al cabo de unos minutos el guerrero empieza a moverse.
—Cuidado. A tu espalda.
El aviso de Tara me llega por el canal privado y me vuelvo. El jefe se está
acercando, aún cojeando. Levanto la mano y se detiene, inseguro.
—Voy a curar tu pierna —le digo.
Me acerco a la enorme mole, pretendiendo que no me impone lo más
mínimo, y le paso el autodoctor por el tobillo. Medio minuto después la
levanta para comprobar que ya no le duele, la vuelve a colocar en el suelo y se
agacha, hasta que su fea cara está casi a mi altura.
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—¿Eres un dios? —me pregunta.
Bufo. No sé qué pasa últimamente, pero ya hay varios que me han
preguntado eso. Y yo no soy un dios, ni muchísimo menos.
—No —respondo—. Soy de la especie humana. Una hembra joven.
Menea la cabeza en un gesto extraño.
—Eres el nuevo jefe. Krag te obedecerá ahora.
O sea que al haberle derrotado me he convertido en el jefe de la tribu.
Maravilloso. Era justo lo que me faltaba, convertirme en la mandamás de una
horda de nativos alienígenas.
—¿Eres Krag?
—Sí. Krag te obedecerá.
Los demás alienígenas se están acercando, pero no parecen hostiles.
Supongo que, una vez ganado el desafío, ya no hay nada más que discutir. Y
deben pensar que si le he ganado al bruto de su jefe, puedo barrer el suelo con
todos ellos.
Le hago un gesto a mi nido para que se acerquen, y lo hacen, suspicaces,
con mi madre y Joshua a remolque. No sé si pensaban que habría problemas,
pero no los hay en absoluto. Por la actitud de los nativos, parece que es cierto
que me consideran su jefe. Pero a decir verdad no tengo ganas de liderar una
tribu. Y creo que este bruto ya ha aprendido la lección.
—Krag me obedecerá —repito—. Pero los demás obedecerán a Krag.
Se ponen a discutirlo entre ellos, pero parecen llegar a la conclusión de
que he nombrado a Krag mi segundo al mando, porque al final braman todos
que obedecerán a Krag.
Yo dejo de prestarles caso, y me acerco a donde está mi nido, abrazando a
mi madre, mientras Groar y Tara vigilan. Hace muchísimo tiempo que no la
veo, más de cuatro años, desde que vino a este planeta. Y desde entonces han
pasado tantas cosas… La muerte de papá. Yo, que me extravié a quince mil
años-luz de aquí. Mi nido. Tantas, tantas cosas… pero lo único que importa
de verdad es que he vuelto con ella.
Entonces ella sonríe y se separa de mí, sujetándome por los hombros,
mirándome con embeleso.
—Mi pequeña… ¡cómo has crecido! Pero… ¿cómo has logrado regresar?
Aquella vez que hablamos… me dijiste que estabas a quince mil años-luz de
aquí.
Me encojo de hombros, un poco incómoda. Pero no es el momento.
—Y lo estaba. Ya te contaré.
Ella me mira con ojos brillantes. Toda su cara está iluminada de orgullo.
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—Y me has salvado. No puedo creerlo. Siempre has sido muy buena en
artes marciales, pero esto… ¡si estos seres miden cinco metros! Creí que te
iban a matar.
Hago una mueca, sintiendo que me ruborizo. Hago un gesto hacia mi
nido.
—Bueno, Groar me ha enseñado a combatir. Pero Tara es mucho mejor
que yo en un combate.
—Eso no es cierto —contesta mi coesposa en español, sorprendiendo a mi
madre—. Tú eres muy buena, sobre todo en… —Adivino que va a mencionar
mi capacidad psi, y le lanzo una mirada de advertencia. Ella por suerte lo
pilla, y cambia el final de la frase—… en combate cuerpo a cuerpo. Eres
mucho más ágil que yo.
Mi madre la mira. Obviamente Tara es mucho más alta que ella, e
impresiona mucho, especialmente para alguien que hasta ayer solo
sospechaba que los alienígenas existen. Pero mamá es como es: Inspira hondo
y luego, acercándose a ella, la abraza. Mi coesposa me mira, asombrada, y
hago un gesto de abrazar, así que ella cierra también los brazos alrededor de
mi madre.
—Gracias por cuidar de mi pequeña —dice entonces mi madre,
retirándose al final. Ve que Groar nos está mirando, perplejo, y también se
abraza a él. Apenas le llega al pecho—. Gracias por cuidarla.
Nuestro guerrero hace un gesto de perplejidad y también coloca sus
brazos alrededor de mi madre.
—También ella nos ha cuidado a nosotros —contesta, muy diplomático
—. Es nuestra Art’Ana, la líder del nido y del clan. ¿Eres tú también del clan
Maart’ing?
—Sí, claro —responde mamá, sin saber cómo la está liando. Al unirse al
clan, está aceptando obedecerme a mí, en vez de tener yo que obedecerla a
ella.
Intervengo, antes de que diga que también es del nido y tenga que
acostarse con Groar.
—Los clanes y nidos humanos son un poco diferentes, Groar. Ya os lo
explicaré.
Y le explicaré a mamá cómo son las familias Krogan, no vaya a volver a
meter la pata. Ya la metí yo suficiente al casarme con nuestro guerrero sin
saber que lo estaba haciendo. Solo faltaría que mi madre se convierta también
en mi coesposa.
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Pero mamá ya está en otra cosa. Suelta a Groar y se vuelve hacia nuestro
acompañante. Le sonríe, pero no le abraza, aunque por alguna razón tengo la
sensación de que está deseando hacerlo.
—Joshua… gracias por venir a rescatarme.
El hombre se encoje de hombros. Parece algo incómodo.
—Era lo mínimo que podía hacer. Aunque a decir verdad, han sido tu hija
y sus amigos los que te han encontrado y sacado de aquí. Yo he venido casi
de paquete.
Entonces mi madre le sonríe de nuevo, poniendo su mano en el brazo de
él.
—Lo importante es que has venido, Joshua. Te has puesto en peligro por
rescatarme. —Inspira, mira a los gigantes y luego se vuelve hacia mí—.
Tanit, ¿cómo es que hablas con estos seres? —pregunta—. Yo solo oigo
gruñidos.
Veo cómo Joshua está también suspicaz, frunciendo el ceño, y me
apresuro a inventarme una trola como una casa, no vaya a sospechar.
—Es una de las funciones de mi traje espacial. Ya te lo explicaré. Ahora
vamos a ver si podemos negociar con ellos una tregua para que no sigan
molestando a la colonia.
—¿Negociar? —gruñe Groar, mirando con recelo a las enormes moles
que están a unos metros de nosotros—. ¡Si nos han atacado!
—He derrotado al jefe —le tranquilizo—. Ahora ellos se someterán.
Le veo intranquilo, manoseando su arma, pero acepta mi palabra y nos
acercamos hacia los enormes alienígenas, que nos examinan con curiosidad.
En teoría es una imprudencia temeraria acercarse así a unos seres tan
gigantescos, pero puedo sentir que no van a hacernos nada. Hemos ganado, y
ellos lo aceptan. No va a haber más luchas.
Nos sentamos en el suelo y estos seres se sientan alrededor de nosotros,
inspeccionándonos con curiosidad. Incluso sentados son más altos que
nosotros de pie, pero es obvio que no son hostiles, aunque detecto que les
cuesta comprender cómo unas criaturas tan pequeñas han sido capaces de
derrotarles. Pero al poco de hablar con ellos descubro que son tan primitivos
como inocentes.
Ellos se llaman a sí mismo los Urgh. Cuando los interrogo sobre su
origen, me cuentan una leyenda de que antiguamente los dioses vivían en este
mundo, hasta que unos demonios hicieron que cayera el cielo sobre la tierra.
A mí me suena a un eco reminiscente de cuando la luna se estrelló contra este
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planeta, pero no tiene mucho sentido: La bola de fuego resultante debió
exterminar a casi todo ser viviente en el planeta.
Los dioses entonces se refugiaron en una enorme cueva, me explican, tan
profunda que ni siquiera los demonios podían encontrarles. Crearon a los
Urgh, y les encomendaron hacer el mundo bonito y volver a traer el mundo a
la vida. Les dieron semillas, huevos y cachorros de animales, y durante miles
de generaciones ellos estuvieron fecundando el mundo para complacer a los
dioses de la creación.
A medida que me van contando la historia, yo se lo traduzco a mi nido, a
mi madre y a Joshua. Están todos pendientes, incapaces de perderse una sola
palabra.
—¿Unos dioses subterráneos? —pregunta Joshua. Suelta una risita—.
Supongo que las supersticiones existen en todas partes.
—No sé —musita mi madre—. Hay algo extraño aquí. La caída de la luna
se produjo hace unos ochenta mil años. El planeta quedó totalmente arrasado.
Siempre me he preguntado cómo pudo resurgir la vida, incluyendo vida tan
compleja como la que hay en la selva. Es imposible una evolución tan rápida.
—¿De verdad crees que estos Urgh han estado repoblando el planeta?
Mientras Joshua y mi madre hablan, saco mi analizador médico y escaneo
a varios de los alienígenas que nos rodean. Miro los resultados, frunciendo el
ceño. Hay algo raro en estos datos. Pero es Tara, que ha estado mirando por
encima de mi hombro, la que señala la discrepancia.
—Aquí —indica, tocando mi analizador y haciendo que se amplíe la
anomalía.
Pongo un morrito a la que miro la información. Esto sí que es extraño.
—Los Urgh tienen unos sesenta y ocho mil años de historia genética —le
digo a mi madre—. ¡Esto es de locos! Mis instrumentos no son capaces de
identificar residuos genéticos de su evolución. Es casi como si no hubieran
evolucionado en absoluto, o hubieran evolucionado a partir de algo muy
parecido a lo que ya son. Pero ni rastro de genes de posibles ancestros
genéticos.
Mi madre echa un vistazo a mi analizador, pero es obvio que no reconoce
los símbolos alienígenas que está mostrando.
—¿Estás segura?
—Mamá… —me impaciento—. Este trasto está varios miles de años por
delante de la ciencia humana. Es capaz de rastrear la evolución de un ser vivo
a partir de sus genes. Pero no parece funcionar con los Urgh.
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—A menos —dice despacio—, que estos seres no hayan evolucionado
nunca. Que sean iguales o casi iguales a lo que eran cuando los crearon.
Algunos Urgh se están impacientando al no ocurrir nada, y se están
levantando para marcharse. Yo les dejo irse. Lo que está diciendo mi madre
es una idea loca de verdad.
—Mamá, ¿estás diciendo que los Urgh fueron creados? ¿Mediante
manipulación genética?
Mamá está pensativa, lo puedo ver por cómo frunce el ceño.
—Tanit, hace ochenta mil años cayó la luna sobre este planeta. Que todas
las especies que hay ahora sobreviviesen o evolucionasen desde entonces en
pura y sencillamente imposible. Nunca lo hemos podido explicar. Aunque si
son los Urgh los que han estado repoblando el planeta, podría tener sentido.
Pero entonces… ¿de dónde salieron ellos? Porque es imposible que pudieran
sobrevivir.
Echo un pequeño cálculo, ayudándome de la calculadora de mi
analizador. El cráter de impacto de la luna tiene nada menos que seis mil
kilómetros de diámetro. Algo menos que el diámetro de Marte. O la distancia
entre las ciudades terrestres de Nueva York y Barcelona. Teniendo en cuenta
el tamaño del cráter, la luna local debió tener unos dos mil kilómetros de
diámetro. Eso supone…
Silbo de la impresión. Así a ojo, la colisión debió liberar una energía
equivalente a 4×1014 megatones, o sea, miles de veces más que todas las
armas nucleares que la humanidad ha construido en toda su historia juntas. El
terremoto debió superar un nivel 14 de la escala de Richter, es decir, debió ser
decenas de miles de veces superior a cualquier terremoto registrado nunca por
el ser humano. La corteza del planeta debió rasgarse, creando gigantescas
erupciones volcánicas. Y los vientos generados debieron poder llegar hasta
los 50.000 kilómetros por hora, unas velocidades tan increíbles que podrían
hasta haber hecho que la atmósfera escapase hacia el espacio. La cantidad de
material lanzado al aire por el impacto debió de ser enorme. Aquí donde
estamos, a miles de kilómetros de distancia, tuvo que depositarse una capa de
escombros de veinte kilómetros de espesor.
Pero eso no es todo: Una enorme nube de restos debió subir hasta el
espacio. Aquellos que tuvieron una velocidad de escape excesiva, se alejaron
del planeta. Pero el resto debió empezar a orbitar este mundo, cayendo poco a
poco hacia la atmósfera, para luego precipitarse hacia el suelo. Tal y como
demuestran los cráteres de impacto, este mundo tuvo que tener lluvias de
meteoritos durante muchos milenios. Y muchos de esos meteoritos, de
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centenares de metros o incluso kilómetros de diámetro, debieron causar
impactos con una energía similar a los de una bomba de hidrógeno. Debió
haber decenas de miles, quizás centenares de miles de esos eventos, y los
cráteres que tiene este mundo lo demuestran. Mamá tiene razón: Nada ni
nadie pudo sobrevivir en este planeta.
Pero hay un pequeño problema: Este mundo tiene una flora y una fauna
que debió entonces haber desaparecido. Está habitado, y eso es imposible.
Quizás los Urgh tengan razón después de todo. Quizás sus leyendas tengan un
fondo de verdad.
—¿Y los dioses os han estado dando semillas y animales para que hagáis
el planeta bonito? —pregunto.
—Así era hasta el tiempo del padre del padre del padre de mi padre —
explica el jefe—. Entonces los dioses se callaron. Dejaron de enviarnos
semillas. —El Urgh hace un gesto hacia las montañas—. Supusimos que
debíamos cuidar del jardín que habíamos plantado. Entonces un día se oyó un
trueno enorme, y vimos un pájaro gigante que bajó del cielo. Fuimos a ver, y
había polluelos del pájaro que rompían nuestro jardín. Que hacían chozas
extrañas y plantaban semillas que no eran las que los dioses nos habían dado.
Estropeaban el jardín que habíamos plantado para los dioses.
—Llegamos los humanos —le digo a mis compañeros cuando termino de
traducir—. Vieron cómo llegaba nuestra nave colonizadora, y empezamos a
construir casas y plantar cosechas. Pensaron que éramos una plaga. Por eso
han estado destrozando nuestras plantaciones.
—Maravilloso —masculla Joshua—. O sea que nos consideran una
especie de peste porque plantamos cosas que sus dioses no les han dado para
que lo sembrasen ellos.
—Algo así —asiento. Me vuelvo hacia el jefe—. Nosotros somos como
los Urgh —explico—. También queremos hacer el mundo bonito y crear vida.
Pero nuestras plantas son diferentes. No queremos estropear el jardín. Todas
las plantas son buenas. Todas hacen que el jardín crezca.
Noto su duda. Tengo la impresión de que aunque estos Urgh son
inteligentes, aún no han evolucionado tanto como los humanos. Les cuesta
comprender estas cosas. Además, por lo que he visto, son cazadores y
recolectores. No creo que entiendan el concepto de una cosecha.
—Vuestras plantas son extrañas —replica al fin—. No huelen como el
resto.
No puedo menos que sonreír. Es obvio que las plantas de dos mundos
diferentes no huelen igual. Pero de pronto tengo una idea. Existe una manera
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de descifrar el misterio de la existencia de los Urgh.
—Podéis preguntarle a los dioses qué hacer. Creo que os dirán que dejéis
crecer nuestras plantas.
Vuelve a mirar hacia las montañas.
—Los dioses no nos responden. Vamos a la cueva donde siempre se
presentaban, pero ya no aparecen. Algo malo les ha ocurrido. Los Urgh no lo
comprendemos. ¿Cómo vamos a cuidar el jardín si los dioses no nos ayudan a
hacerlo?
—Tenemos que ir a esa cueva —salta mi madre en cuanto lo traduzco.
—Laura… —protesta el hombre—. No me parece que sea una buena idea.
Creo que tenemos que volver a la colonia.
—¡Y una mierda! —salta mi madre—. Joshua, tenemos que ir al fondo de
este asunto. Los Urgh parecen bastante inofensivos ahora que Tanit los ha
pacificado, pero hay algo ahí que les ordena lo que tienen que hacer. Algo
que ha repoblado un mundo destruido y que además ha estado decenas de
miles de años dedicándose a eso. Tenemos que saber el qué es. Podría ser
peligroso.
Asiento. Mi madre tiene razón. Además… hay aquí un misterio, y a mí
me encantan los misterios.
—Si quieres volver, Joshua, Irina te recogerá y llevará de vuelta. Pero
nosotros iremos con mamá.
El hombre suspira, desanimado.
—Está bien. Creo que es un error, pero… En fin, ya he visto que sabes
defenderte, Tanit. —Hace un gesto hacia mi madre—. Has debido salir a
Laura. —Entonces, para mi sorpresa, le guiña un ojo—. Aunque esta vez se
ha dejado coger por unos ositos de peluche de cinco metros.
Mamá se ríe.
—¡Siempre tan halagador, Joshua! Pero estaba menos indefensa de lo que
piensas. Iba a escaparme esta noche.
Para mi sorpresa, empieza a abrir bolsillos en su ropa, y me deja con la
boca abierta. Mamá lleva dos pistolas, varias granadas explosivas y
detonadoras, un cuchillo de monte, amén de todo su material de campo.
Nunca había visto a mi madre llevar armas, pero ahora lleva un verdadero
arsenal encima.
Groar toma una de las pistolas, examinándola, y yo le explico su
funcionamiento. Se la devuelve a mi madre, guardándose su opinión, pero sé
lo que está pensando: Las balas impulsadas por un explosivo son un tremendo
y patético error. Son ruidosas, imprecisas, y no se pueden utilizar en el
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espacio o en atmósferas no respirables, dado que necesitan oxígeno para
funcionar. Ninguna de nuestras armas utiliza una tecnología tan obsoleta.
Pero veo que sí aprecia el hecho de que mi madre mantuviese sus armas
ocultas. Aunque los Urgh no habrían detectado que son armas, es una
precaución básica.
Me vuelvo hacia Krag, y le pregunto si nos puede llevar a la cueva de los
dioses.
—Tenemos que descubrir si les ha ocurrido algo —añado—. Todos
tenemos que cuidar el jardín, y los dioses nos tienen que ayudar.
Arruga la frente, como si estuviera pensando. Aunque sea primitivo,
siento su preocupación. Esos supuestos dioses han regido toda la existencia de
su raza. Les han dado un propósito en la vida. El que de pronto no contesten
es para los Urgh algo… inconcebible.
Entonces hace un gesto que interpreto como asentimiento y con dos de los
brazos señala hacia las montañas.
—La cueva de los dioses está allí, en las tierras altas. Tardaremos cuatro
oscuridades en llegar.
Parpadeo por un instante, confusa, hasta que lo comprendo: Vamos a
tardar cuatro días y cuatro noches locales en llegar. Miro hacia las lejanas
montañas. Así a ojo, debe haber como treinta kilómetros. Si vamos a tardar
tanto, es que el terreno debe ser muy abrupto o la selva muy espesa. Sacudo la
cabeza. Ni loca voy a pegarme esa caminata, y menos sabiendo la clase de
criaturas que pululan por esta selva.
—Irina, ven a recogernos dentro de cinco microciclos —digo por el
intercomunicador—. Aterriza a unos seis tekken al oeste del poblado.
—Entendido.
Yo me vuelvo hacia el jefe. No quiero pegarles a estos inocentes nativos
un susto de muerte.
—Va a venir un pájaro gigante a recogernos, para llevarnos a la cueva de
los dioses —le explico—. Hará mucho ruido, pero no es peligroso. Dile a los
Urgh que no deben tener miedo: No les hará nada.
Me mira, dubitativo, pero al final se pone a hablar con los otros miembros
de su tribu que se han quedado con nosotros. Algunos se levantan y vuelven
al poblado, para avisar a los demás. No parecen muy preocupados. Supongo
que, cuando uno es tan grande como ellos, no suele tenerle mucho miedo a los
animales.
Entonces el Viento Solar aparece, y los Urgh, a pesar de todo, se encogen
de aprensión. No es de extrañar: Seguramente no han visto en su vida volar
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nada tan grande. Si alguno de ellos es lo suficientemente viejo para haber
visto la nave colonizadora antes de que la desmontasen, seguro que ya la vio
en el suelo.
Irina aterriza a lo lejos, en una enorme pradera. Si le he pedido que
aterrizase allí es porque, de haberlo hecho en otro sitio, habría destrozado las
plantas que los Urgh siembran con tanto cariño. En la pradera vuela la tierra,
la hierba y las flores durante el aterrizaje, pero cuando los motores se apagan,
el destrozo ha quedado oculto por la propia nave.
Krag nos sigue cuando caminamos hacia el Viento Solar, entre suspicaz y
maravillado. Pero para mi sorpresa, apenas tengo que insistir cuando le digo
que suba a bordo.
No vamos al puente. Por el comunicador le digo a Irina a dónde nos
dirigimos de acuerdo con las descripciones del jefe, y en apenas tres minutos
volvemos a aterrizar. Krag se muestra asombradísimo cuando desembarcamos
y estamos en un lugar diferente. Pero su asombro se convierte en verdadera
maravilla al descubrir que estamos a apenas unos centenares de metros de la
cueva de sus dioses. Por la manera en la que me mira creo que piensa que
nosotros somos también dioses. Hago una mueca. Vale, no quiero pasar por
diosa, pero mientras no diga nada, tampoco tendré que negarlo.
Inspeccionamos la cueva que según los Urgh es el acceso a la caverna de
los dioses: Es gigantesca, un hueco enorme en la roca de la montaña, casi
cilíndrico, con un diámetro de al menos ciento veinte metros. Una gran
pendiente, casi una lengua de tierra y roca, se extiende hacia donde nosotros
estamos. Si no fuera porque estas rocas no son volcánicas, casi parecería la
salida de un enorme tubo de lava.
—Esa es la cueva de los dioses —nos informa Krag, como si ya no lo
hubiésemos imaginado.
Mamá y Joshua se miran cuando lo traduzco: Noto su escepticismo. Yo
también estoy un poco escéptica. De acuerdo, esa gruta es inmensa, pero de
ahí a considerarla la guarida de los dioses hay un largo trecho. Probablemente
sea su tamaño lo que haya generado la leyenda. Entonces me encojo de
hombros. ¡Qué demonios! Vayamos a mirar. Igual sí hay algo que explique la
existencia de los Urgh. Quizás es que se habían refugiado bajo tierra y
sobrevivieron, o… pero no, eso no explicaría la fauna y la flora que hay en
este mundo.
Nos acercamos lentamente a la gruta, ambos Krogan con las armas en las
garras. Bueno, y yo también llevo mi rifle preparado. Groar me ha entrenado
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tan a conciencia que ni se me ocurriría explorar nada sin ir con mi arma en la
mano. A estas alturas, es casi como un reflejo.
—Hay algo extraño en esta caverna —dice de pronto Groar.
Nos paramos, inspeccionando la entrada que se hunde en las
profundidades de la montaña con un pronunciado ángulo hacia abajo. Siento
una sensación extraña. Es cierto, hay algo raro aquí. ¿Pero qué?
—Es demasiado regular —añade nuestro guerrero.
—¿Regular? —pregunto, extrañada.
Entonces lo veo yo también. Hay grandes trozos de roca que se han caído
a lo largo de los milenios, haciendo que el borde exterior sea irregular. Sin
embargo, el interior parece extrañamente liso.
—Parece como si lo hubiesen excavado —apunta Joshua.
—¿Excavado? —Mi madre frunce el ceño—. ¿Los Urgh? No digas
tonterías, Joshua. Esto es una piedra parecida al granito. Les habría llevado
milenios excavar algo así.
Hago gesto de avanzar, y nos acercamos con cuidado al interior,
parándonos a la entrada de la gigantesca gruta y mirando a nuestro alrededor.
Lo siento por mamá, pero me parece que Groar y Joshua tienen razón:
Aunque las paredes son de la misma roca que la montaña, son demasiado
lisas. No sé cómo lo han hecho los Urgh, pero sí es probable que esto haya
sido excavado.
Tara ha avanzado un poco, acercándose a un lateral de la gruta. De pronto
se detiene, inspeccionando la pared del túnel.
—Tanit —me llama—. Debes ver esto.
Nos aproximamos todos, y ella señala unas ranuras paralelas en la pared.
Durante unos instantes, me quedo mirándolas como una tonta. Luego me doy
cuenta de lo que mi coesposa ha descubierto.
—¡Es cierto! ¡El túnel ha sido excavado!
La Krogan enseña los dientes en lo que en su especie es una sonrisa.
—Sí. Con maquinaria pesada. Han usado un taladro enorme, puede verse
en las estrías.
Miro al bruto que nos acompaña.
—¿Por ellos?
Tara hace un gesto de negación.
—¿Acaso crees que ellos serían capaces de llevar ningún aparato
moderno? No. Hay alguien aquí que sí puede hacerlo, pero no son ellos.
Groar suelta el seguro de su fusil de plasma.
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—Quizás hayamos encontrado a los creadores de los Urgh. Procedamos
con cuidado.
Avanzamos de nuevo, esta vez en el clásico despliegue Krogan: El
guerrero delante, yo en segunda posición, con Tara cerrando la retaguardia.
Joshua y mi madre van detrás de mí, en el puesto donde los Krogan suelen
resguardar a sus cachorros. Para mi sorpresa, no protestan cuando les indico
que me sigan; no deben darse cuenta de que les estamos protegiendo. El
gigantón marcha a mi lado, aunque sus largas zancadas hacen que a veces me
adelante y se coloque al lado de Groar.
—Krag —le llamo una de las veces que avanza más de la cuenta, incluso
adelantando a Groar—. ¿Dónde os dejaban los dioses las semillas y los
animales para fertilizar el mundo?
—Allí —señala con dos brazos, hacia el interior de la cueva—. En la
piedra de la vida.
Avanza, y tenemos que correr para mantener el paso con él. Entonces
vemos aparecer lo que el Urgh ha llamado la piedra de la vida, aunque casi
parece un altar.
Es… antiguo. Muy antiguo, puesto que se ha depositado una capa calcárea
por encima que hace que casi parezca roca. Pero no lo es. Lo que sea eso, es
artificial. Es demasiado regular.
Mamá, Joshua y yo inspeccionamos el altar más de cerca, mientras los
Krogan vigilan. Tiene cinco metros de alto por casi ochenta de ancho y unos
siete u ocho metros de profundidad. Me recuerda un poco los maleteros del
espaciopuerto de Rhea Silvia, la capital marciana, aunque este parece hecho
de algo parecido al hormigón, aunque está claramente desgastado por
milenios de uso.
Krag palmea una de las placas laterales que recubren el inmenso altar, y
esta se abre, dejando abierto un hueco tan grande que podría estar yo dentro
cómodamente de pie. Me asomo, poniéndome de puntillas para llegar hasta el
hueco, y lo inspecciono con la luz de mi traje espacial. Está vacío, pero veo
algo pequeño caído. Lo cojo y lo inspecciono con cuidado.
—Una semilla de Thorpea Orensis —dice mi madre, tomándola de mi
mano. La examina con cuidado—. Está reseca, pero aún puede germinar.
Debe tener no más de doscientos años.
—¿Estás segura? —pregunto.
Mamá se echa a reír.
—Tanit… Que he sido yo misma quien ha clasificado esta planta. Puede
sobrevivir mucho tiempo en un ambiente hostil, incluso siglos. Pero esta
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semilla aún no ha comenzado a degenerar. Sí, estoy segura.
Suspiro. No seré yo quien le lleve la contraria a mamá en astrobiología.
Aparte de ser la exobióloga más prestigiosa del sistema solar, lleva cuatro
años estudiando este mundo. Aunque yo haya estudiado la misma carrera que
ella, aún soy una aficionada a su lado.
—¿Y eso que significa?
—Pues que hasta hace al menos dos siglos había alguien que dejaba aquí
semillas para los Urgh. —Palmea varias de las placas, como ha visto hacer a
nuestro enorme compañero, y se pone a investigar los huecos—. Plumas de
corpitos, Thuissea Corpitos —masculla en la cuarta cavidad—. Aquí salieron
varios de un huevo. Nuestro nuevo amigo tiene razón: Alguien les dejaba
animales y semillas para repoblar el planeta.
Los Krogan y yo nos miramos. Puedo ver que esto no les gusta nada. Pero
a decir verdad, yo estoy más intrigada que preocupada.
—Vamos.
—No podemos ir —protesta el Urgh—. ¡Los dioses no lo permiten!
—Krag —le contesto con amabilidad—. Si les ha ocurrido algo a los
dioses, ¿cómo vamos a ayudarles si no entramos?
Se queda meditando unos instantes y luego su primitiva mente concluye
que tengo razón, porque avanza hacia el interior de la cueva.
De nuevo nos desplegamos, pero no andamos más de cincuenta metros
antes de pararnos de nuevo. Krag no tiene manera de saber de qué se trata,
pero nosotros reconocemos una plataforma sobre raíles en cuanto vemos una.
Inspeccionamos el extraño vehículo, puesto que eso es lo que es. Ocupa
como cien metros de ancho por otros doscientos de largo. Tiene unos patines
enormes que se enganchan a los raíles que se adentran en la oscuridad. Pero
por mucho que miramos, no vemos ningún sistema de control.
—Debe estar en la propia plataforma —supone Groar—. Vayamos a ver.
Con mucho cuidado, nos subimos al enorme vehículo, explorándolo con
cuidado. Nada. Entonces mi madre, que está cerca del borde más cercano al
interior de la cueva, señala el suelo.
—¡Mirad!
Súbitamente, los bordes de la plataforma se iluminan y el enorme vagón
comienza a moverse lentamente.
—¡Todos abajo! —grita Groar, encaminándose hacia el borde. Pero de
pronto se detiene, como si una fuerza desconocida le detuviese y después de
unos segundos se vuelve hacia nosotros—. Dejadlo —rectifica—. No
podemos bajar.
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—¿Cómo que no podemos bajar? —inquiere Joshua, acercándose al
borde. Por un instante también parece paralizarse. Entonces suspira y se da la
vuelta—. Tiene razón: No podemos bajar.
—¿Por qué? —pregunta mi madre—. ¿Estamos atrapados?
—Protegidos sería más correcto —responde nuestro guerrero,
acercándose—. Hay como una especie de campo de retención y he sentido
como una voz que me advertía de que era peligroso intentar bajarse. Es un
sistema de protección para que nadie se caiga durante el trayecto. Mucho me
temo que vamos a tener que ir hasta la estación en el extremo opuesto.
—Maravilloso. —Miro a las paredes iluminadas por la luz azul. Al
principio íbamos muy lentos, pero cada vez vamos más rápidos. No hay
traqueteo de las vías ni rozamiento perceptible, por lo que supongo que esta
plataforma debe moverse por algo parecido a una levitación magnética—.
¿Qué es lo que viste, mamá?
Inspeccionamos el suelo donde mi madre había visto aquello que le había
llamado la atención. Hay extraños símbolos que parecen relucir a través del
suelo, como si fuera un panel de control. Pero a decir verdad, ninguno de
nosotros tiene ni la más remota idea de qué significan, ni cómo se controla
este vehículo, así que al cabo de un rato terminamos por sentarnos, a la espera
de acontecimientos.
Tara echa un pequeño cálculo a partir de lo que parece ser la velocidad del
vehículo y el ángulo de bajada. Ya estamos a kilómetros debajo de la
superficie y estamos hundiéndonos cada vez más en la corteza del planeta.
Teniendo en cuenta la terrible catástrofe que ocurrió hace ochenta mil años,
eso no es nada tranquilizador: el núcleo planetario no se debe haber
recuperado aún de aquel evento, y podemos encontrarnos de un momento a
otro con una falla por la que podemos caer o con una bolsa de lava que nos
achicharre en un instante.
Pero o bien el túnel ha sido construido con un cuidado exquisito o
tenemos muchísima suerte, porque no ocurre nada. Han pasado casi veinte
minutos y ya estamos empezando a dormitar de puro aburrimiento cuando de
pronto salimos a una gruta enorme y la plataforma en la que estamos empieza
a decelerar de forma muy evidente.
Miramos a nuestro alrededor, los Krogan y yo obviamente con las armas
en la mano. Hay luz, aunque no podríamos decir de dónde sale. O mejor
dicho, sí podemos decirlo: Viene del cielo. Porque aunque estemos kilómetros
debajo de la superficie, por encima de nosotros podemos ver el cielo. No sé
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cómo es posible, a menos que lo estén proyectando, pero hay un cielo
anaranjado encima de nosotros.
En cambio, a nuestro alrededor hay una ciudad. Algo muy, pero que muy
viejo, por cómo está casi enterrada en la maleza. En su día debió ser enorme,
y muy hermosa, pero hoy por hoy la mayoría de los edificios están en ruinas.
—¡Allí! —señala Tara.
Nos volvemos a mirar hacia delante. A lo lejos las vías aparentan terminar
en lo que parece un muelle de carga. Pero más allá hay edificios iluminados.
Esta ciudad está habitada. Compruebo mi rifle, y para mi sorpresa mamá saca
una de sus pistolas, quitando el seguro. Los Krogan, por supuesto, ya lo
habían hecho.
Krag está maravillado, lo puedo ver por cómo mira a su alrededor,
contemplando algo que cae por completo fuera de su marco de comprensión.
Apenas se da cuenta de que nuestra plataforma se detiene y los Krogan se
despliegan al instante, buscando cobertura. Las luces de los bordes se han
apagado, y el sistema de seguridad que nos retenía ha dejado de funcionar una
vez que nos hemos parado. Entonces empiezan a dispararnos algo que
parecen flechas.
—¡A cubierto! —le grito a mi madre, agarrando su mano y tirando de ella.
Procuro ponerme delante de ella, aunque ella se resiste. Es solo cuando
los proyectiles que nos están lanzando rebotan en mi escudo deflector que se
da cuenta de que es mejor hacerme caso. Joshua también lo comprende, y se
coloca también detrás de mí, agachándose para no sobresalir de la protección
que ofrece mi escudo.
Groar y Tara ya están disparando, dándonos cobertura. Groar lanza una
salva con su cañón de plasma, y la pared detrás de la cual se están ocultando
nuestros atacantes desaparece, derrumbándose sobre ellos. Yo aprovecho la
ocasión para hacer que mi madre y el jefe de la colonia se oculten detrás de
una pequeña muralla. Luego empuño mi rifle criogénico.
—No hagas eso —dice de pronto una voz en mi mente—. Ellos son
víctimas, controlados por el demonio. No los matéis.
Me vuelvo, asombrada. Detrás de mí hay un alienígena que parece una
copia en pequeño de los Urgh, aunque este es totalmente blanco. Ha
extendido los cuatro brazos, como para mostrar que no lleva armas. Y dado
que va totalmente desnudo, es obvio que no las lleva.
—¡Alto el fuego! —le grito a mi nido, mientras apunto al alienígena con
mi rifle criogénico—. ¡Alto el fuego!
Groar y Tara se vuelven, sorprendidos.
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—¿Qué ocurre?
Y entonces, para mi sorpresa, el extraño nos habla en español:
—No les matéis. Ellos no os están atacando por voluntad propia.
Mi nido me mira, con la cabeza ladeada. Es su manera de expresar
sorpresa.
—¿Cómo es que habla Krogan?
—¿Krogan? —se extraña Joshua, acercándose—. ¡Pero si habla en
español!
Hago una mueca. Creo que lo voy comprendiendo. Yo he estado haciendo
algo parecido con los Urgh.
—Nada de eso. Está hablando en su propio idioma, pero sobreponiendo a
sus palabras nuestros patrones mentales. Por eso le entendemos. Creemos
oírle en nuestro idioma, pero es solo una impresión de nuestras mentes.
—Así es —confirma el alienígena. Me mira, y juraría que parece
impresionado—. Creo que tú también puedes hacer eso. Tienes una mente
prodigiosa.
Me encojo de hombros, incómoda. Maldita la gracia que me hace, pero
Joshua se está enterando ahora de que tengo poderes psíquicos. No me
importa que lo sepa mamá, pero preferiría que este tipo, por bien que me
caiga, hubiera seguido en Babia.
—¿Quién eres? —pregunto, intentando desviar la atención—. ¿Por qué
nos atacáis?
—Yo soy Irl-Youn, Primera Expresión de los Laarneis. He venido porque
detectamos que algo había puesto en marcha nuestro transporte.
Supongo que pongo cara de tonta.
—¿Primera Expresión?
Hace un gesto raro y agita los cuatro brazos.
—Podríamos decir que soy el Laarnei que más responsabilidad ostenta
puesto que hablo en nombre de toda nuestra especie. —Hace un gesto hacia
los edificios—. Tenemos que irnos. Los abducidos vendrán con refuerzos.
Quizás incluso venga el demonio en persona, y entonces estaremos perdidos.
Seguidme.
Dudo un instante. Echo un vistazo hacia la parte derruida de la ciudad,
desde la cual nos han disparado. Creo que este alienígena tiene razón: Es mala
idea seguir aquí. Pero eso no significa que me fíe ni un pelo de este tipo.
—Tara, de avanzadilla. Groar, protege nuestra retaguardia —les indico
a través del enlace que comparte nuestro nido—. Vamos a ver dónde nos
lleva.
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Ambos gruñen su asentimiento y obedecen al instante. Aunque esto es el
inverso al despliegue de batalla normal de los Krogan, en estos momentos el
peligro está detrás de nosotros. Groar es nuestra artillería pesada. Él detendrá
cualquier ataque hasta que podamos ir a apoyarle.
El alienígena se detiene un instante cuando Tara pasa al lado suyo y nos
adelanta unos treinta metros, pero reacciona cuando la Krogan, después de
inspeccionar la zona se para y mira hacia atrás. Avanza, con paso firme.
—No hay peligro —advierte, comprendiendo que estamos enviando a mi
coesposa como exploradora—. Aunque nunca vi seres como vosotros. —Se
detiene un instante, observándonos uno a uno. Después se vuelve hacia mí—.
¿Eres tú la Primera Expresión de este grupo? Aunque pareces ser la más
joven, detecto que ocupas un lugar importante.
Observo que Joshua va a decir algo, pero se lo piensa mejor al ver la
breve sacudida de cabeza de mi madre y el casi imperceptible gesto que hace
en mi dirección. Supongo que eso significa que me deje hacer a mí. Bueno, es
obvio que los Krogan a él no le van a hacer ni puñetero caso.
—Algo así. ¿A dónde vamos?
Señala con los dos brazos izquierdos un edificio en la lejanía, y yo le paso
el aviso a Tara, que sigue explorando lo que podríamos denominar las calles,
aunque no hay ni aceras ni calzadas.
—Allí. —Me mira de lado. Creo que ha comprendido que le estoy dando
instrucciones a Tara con la mente, aunque no creo que sea posible que me
haya escuchado—. No parecéis ser de la misma especie.
—No lo somos —aclaro—. Nosotros tres somos humanos. Los otros dos
son Krogan. —Hago un gesto hacia Krag, que por alguna extraña razón no ha
sido atacado y nos sigue sumisamente—. Y él es un Urgh.
—Conocemos a los Urgh —asiente—. Pero vosotros sois extraños. ¿De
dónde venís? ¿De otra estrella?
Me quedo mirándole. En base a los cálculos de Tara, debemos estar al
menos veinte kilómetros por debajo de la tierra, más o menos por donde debió
estar en su día la superficie del planeta antes de que la luna se estrellase
contra él. No parece que puedan ver muchas estrellas aquí abajo.
—¿Conoces las estrellas?
—Las conocíamos —responde—. Habíamos comenzado a explorarlas
cuando llegaron los demonios.
—¿Los demonios?
—Sí. Los que derribaron la luna sobre nuestro mundo para destruirlo.
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Me quedo a cuadros, parada, con la boca abierta. Miro a mi madre y a
Joshua, y están igual. Jamás he oído nada parecido, y anda que no he oído yo
ya cosas alucinantes.
—¿Me estás diciendo que alguien derribó vuestra luna?
Hace un gesto raro y sigue andando, por lo que nos apresuramos a correr
detrás de él.
—Un día llegaron los demonios del cielo —explica Irl-Youn—.
Arrancaron la luna del cielo y la lanzaron contra nuestro mundo. Una ola de
fuego arrasó todo lo que conocíamos, matando a todos los seres vivientes.
Sobrevivimos unos pocos, refugiados en esta ciudad que habíamos construido
para protegernos de otros pueblos. Cuando los fuegos se apagaron al cabo de
centenares de órbitas alrededor del sol, no quedaba nada, solo una tierra
yerma y desolada. Pero no podíamos salir. Estábamos enterrados, y oíamos
los impactos de los restos de nuestro mundo volver a caer desde los cielos.
Pasaron miles de órbitas hasta que fue seguro regresar a ver el sol.
Sigo con la boca abierta, pero esta historia empieza a cobrar sentido. Hace
tiempo me encontré con una civilización de máquinas inteligentes, los
Bina’ai. Ellos me contaron que se habían sublevado contra los seres orgánicos
para protegerlos contra unos Destructores, y me explicaron que estaban en
este brazo de la galaxia. Con el tiempo me olvidé de lo que en su día creí que
era una leyenda, pero creo que acabo de encontrarme con unas de sus
víctimas.
—¿Cómo eran esos demonios? —logro al fin tartamudear al cabo de un
rato.
—Os lo enseñaré.
Entramos en un edificio, y de nuevo se me abre la boca de asombro
cuando entramos en él a través de una serie de arcos. Es una especie de cono,
pero el interior está hueco, y consta de múltiples terrazas ajardinadas.
Después de fijarme, me doy cuenta de que no son muchas terrazas, sino una
única, que sube en espiral hasta la cima. Hay seres como este, moviéndose
entre jardines, en lo que parece una recolecta de alimentos. Esto no es un
edificio: Es una especie de huerta gigantesca. O quizás sea una combinación
de ambas cosas.
Para sorpresa de todos, comenzamos a elevarnos. Debe haber un ascensor
aquí, pero o es del todo transparente o están utilizando la gravedad de una
forma que yo aún no he experimentado. Con disimulo levanto un pie y lo
vuelvo a colocar en el suelo. Sí, estamos sobre la superficie de algo.
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Intercambio una mirada con Groar y observo por el gesto que me hace que
también se ha dado cuenta.
—Tened preparados los propulsores —nos dice a Tara y a mí a través del
enlace mental de nuestro nido—. Si fuera necesario, yo salvaré al hombre.
Tara, ocúpate de la madre de Tanit.
—¿Y Krag? —pregunto.
—Es demasiado pesado. Nuestros propulsores no podrían con él.
Suspiro. El guerrero tiene razón. Si nos atacan o este lo-que-sea sobre lo
que estamos se precipita al vacío, nuestro nuevo amigo no va a poder
salvarse. Activo el propulsor de mi traje espacial, dejándolo listo para
arrancar.
Mamá y Joshua están sorprendidos, pero no preocupados, puedo verlo. En
fin, si pasa algo, nosotros sí estamos preparados.
Pero no pasa nada. Llegamos a lo que debería ser el final del cono, y el
techo se abre, dejándonos pasar. Luego nos detenemos en lo que parece una
enorme sala circular con un gran ventanal que se asoma a la ciudad.
Hay otros siete Laarneis. Groar y Tara enseguida empuñan sus armas al
verlos; incluso Joshua y mi madre lo hacen. Pero yo no. Siento que estos seres
no tienen intenciones hostiles.
Irl-Youn nos los presenta: Son las Expresiones de su pueblo. No tengo
muy claro de si son los políticos locales, sus sacerdotes, o simplemente unos
funcionarios, pero por si acaso les saludamos educadamente, y luego yo
presento a nuestro grupo. Nuestro anfitrión acompaña mi presentación con un
sonido como el de una máquina gripada. Si eso es cómo suena su idioma
cuando no lo modula con nuestro patrón mental, pues será mejor que no hable
mucho.
Hay un extenso intercambio de chirridos entre el grupo, que suena como
el de una fábrica donde toda la maquinaria está oxidada y no le han aplicado
grasa en los últimos treinta años. Pero antes de que pueda intentar
concentrarme para descubrir lo que están hablando, la Primera Expresión se
vuelve hacia mí.
—Esto es lo que ocurrió.
Un enorme holograma se extiende por toda la sala y contemplamos un
planeta, un planeta que no hemos visto nunca. Tiene cinco continentes
rodeados de océanos, más o menos distribuidos por todo el planeta, con un
sexto continente cubriendo lo que debería ser el polo sur. La parte nocturna
está iluminada por el brillo de enormes ciudades. Una gran luna se asoma por
detrás del planeta.
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La luna empieza a girar alrededor de este precioso mundo y comprendo
que la imagen está siendo acelerada. Entonces lo veo: Primero aparecen unas
pequeñas motas brillantes en el espacio. Después, al acercarse, descubro que
son enormes naves. Hay miles, quizás decenas de miles de ellas.
—Nosotros no teníamos naves de guerra propias —explica el Laarnei—.
Acabábamos de descubrir el viaje interestelar, y apenas teníamos siete naves
estelares, todas desarmadas. Las tres que estaban en órbita fueron destruidas
al instante. Cuatro estaban en la estación lunar. Lo que estás viendo es algo
que grabó una cámara en un satélite que por razones que desconocemos
sobrevivió a la destrucción. Quizás era demasiado pequeño para ser
detectado. Recuperamos la grabación milenios después, cuando estaba a
punto de quemarse en la atmósfera.
La luna se está ahora ocultando detrás del planeta, pero hay una nave
inmensa que se le está acercando. Y entonces una deslumbrante luz verde
envuelve a la luna, haciendo que desaparezca detrás del planeta. Instantes
después, una gigantesca pared de fuego se abalanza contra nosotros, haciendo
que reculemos, por instinto. Pero el fuego se apaga al mismo tiempo que el
holograma. Quizás el satélite sobrevivió, pero la cámara que había grabado
aquello no lo hizo.
Siento un nudo en la garganta. Esto no es simplemente una película. Es un
verdadero genocidio, el asesinato de toda una especie. Es lo más aterrador que
he visto jamás.
—Pero… ¿cómo pudisteis sobrevivir?
—Cuando esto ocurrió, nuestra civilización aún estaba dividida en
múltiples naciones —explica uno de los Laarneis—. Hubo una breve guerra
nuclear, y protegimos a nuestras ciudades con escudos cinéticos que
impedirían su destrucción. Eso nos salvó.
—¿Que os salvó? ¡Deberíais haber muerto todos!
Lo que me están contando es imposible. El cataclismo debió ser
monstruoso, más allá de todo lo imaginable. Desaparecieron hasta la mitad de
los continentes. Es increíble que pudiese sobreviviese alguien, incluso con un
escudo antinuclear protegiendo la ciudad. Todas las bombas atómicas que ha
creado nunca la humanidad serían un vulgar petardo comparado con la
violencia desatada. Ningún escudo podría aguantar eso, por potente que fuese.
Miro hacia arriba. Recuerdo los cálculos que eché cuando estimé la fuerza
del impacto de la luna. Era una aproximación, pero tampoco creo que me
equivocase mucho. Estamos en las profundidades del planeta y debe haber al
menos una capa de casi veinte kilómetros de escombros que se depositaron
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sobre la ciudad. Incluso suponiendo que el escudo hubiese aguantado el
choque de la onda expansiva, es un milagro que su escudo aguantase y esa
enorme masa de residuos no los aplastase. O mejor dicho: es imposible que
aguantase. No es que alguien los hubiese apilado sobre ellos. Les cayeron
encima. La energía cinética de esos escombros debía ser mayor que la un
ataque nuclear a gran escala contra esta ciudad.
Se lo comento a mi interlocutor, y este lanza unos extraños sonidos, que
casi suenan como un suspiro.
—Cuenta la leyenda que un Dios nos protegió. Abrió una puerta en
nuestra ciudad para entrar, y levantó un escudo que cubrió el nuestro cuando
este comenzaba a derrumbarse. Después volvió a entrar por su puerta mágica
y desapareció.
Había estado mirando a mi alrededor, intentando imbuirme de los
misterios de esta estancia, pero estas palabras hacen que me vuelva como una
centella.
—Que os ayudó… ¿quién?
El otro hace un gesto que con mi poder mental interpreto como
incomodidad.
—Un Dios Protector. Eso dice la leyenda. Nuestros ancestros le
levantaron una estatua en el centro de la ciudad. —Señala hacia el ventanal—.
Puedes verla desde aquí. —Repite ese gesto que interpreto como incomodidad
—. Sé que suena increíble, pero muchos ciudadanos lo vieron en su día. Y por
extraño que suene, es la única explicación racional al hecho de que
pudiéramos sobrevivir. Como bien dices, es imposible que nuestro escudo nos
hubiera podido salvar.
De nuevo me quedo a cuadros. Una vez yo estuve en un lugar… distinto.
Un sitio que quizás no debería poder siquiera definirse como lugar. Y hablé
con un ser que estaba tan lejos de nosotros que podría definirse como un dios.
Sé que esos seres existen, y sus poderes son tales que no los podemos ni
imaginar. Yo nunca había creído en dioses, pero tus creencias se pueden
desvanecer como un azucarillo si te encuentras de verdad con uno de esos
seres. No buscan ni necesitan que les adoremos, ni que creamos en ellos. Pero
lo que yo vi y sentí hace que no pueda negar su existencia.
—Nuestro propósito es la vida —me dijo aquel ser que yo conocí.
Si eso es así, ¿quizás uno de esos seres quiso preservar a los Laarneis?
¿Por qué? ¿Con qué propósito? Quizás esos dioses intervengan más en
nuestro universo de lo que nos podamos imaginar. ¿Pero qué clase de poder
se necesita para impedir que una ciudad entera sea arrasada en el mayor
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cataclismo que uno pueda imaginarse? Siento un escalofrío. Prefería mi
ignorancia, cuando aún creía que el universo era más sencillo de lo que es en
realidad.
—¿Un Dios Protector?
La voz de Joshua suena incrédula, y no puedo culparle. Pero a ver cómo
explica que estos seres hayan sobrevivido a esta catástrofe. De todas formas,
mamá le da un golpe en el brazo con el reverso de la mano, incitándole a
callarse, e interviene, distrayendo la atención antes de que los Laarneis se
mosqueen.
—¿Y cómo repoblasteis el planeta, si resultó destruido?
La Primera Expresión abre los cuatro brazos, en un gesto que denota al
mismo tiempo resignación e impotencia.
—Llevó mucho tiempo. Pero habíamos recogido muestras de semillas de
casi todas las plantas que existían en nuestro mundo, y teníamos muestras de
tejido de casi todas las especies animales. Todas las ciudades las teníamos.
Nosotros… no habíamos previsto una hecatombe así. Pero antes de que
ocurriese aquello, nuestro mundo estaba muy contaminado, y las especies
animales y vegetales estaban desapareciendo rápidamente, por lo que
decidimos salvarlas para las generaciones futuras, una vez que lográsemos
reducir la contaminación. Eso nos permitió repoblar nuestro mundo cuando
después de esta tragedia volvió a ser habitable. Pero hemos tardado muchas
decenas de miles de órbitas en volver a convertirlo en lo que era.
Hago un gesto hacia Krag.
—¿Y ellos?
—Nosotros los creamos, en cierto modo. Tomamos una especie no
inteligente y mediante ingeniería genética le dimos suficiente inteligencia
para que pudieran repoblar nuestro mundo sin descubrirnos a nosotros
mismos. Después de todo, no sabíamos si los demonios volverían. —Lanza lo
que hubiese jurado que es un suspiro—. Les hicimos a semejanza nuestra,
pero mucho más grandes, para que pudieran hacer sus labores sin temer a la
naturaleza que estaban restituyendo. —Mira al gigante dorado—. Pero ahora
tenemos un dilema ético: Han evolucionado sin nuestra ayuda, y ahora son lo
suficientemente inteligentes como para ser considerados una especie sapiente.
Primitivos, sí, pero sapientes. No podemos seguir usándolos para repoblar el
planeta sin convertirlos en esclavos, y eso va contra nuestros más profundos
principios.
—Krag no lo entiende —dice el Urgh. Parece preocupado—. ¿Los dioses
no quieren que sigamos haciendo el mundo bonito? ¿No quieren que sigamos
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cuidando el jardín?
Le miro por un instante, y siento un poco de pena por él. Seguramente no
ha comprendido nada de lo que hemos estado hablando. Hasta cierto punto, es
como un niño pequeño. No concibe que de pronto no puedan seguir haciendo
lo que llevan haciendo durante toda su existencia.
—Por supuesto que no, Krag —le tranquilizo—. Los dioses solo quieren
estar seguros de que lo hacéis porque vosotros queréis, no porque ellos lo
pidan.
—Los Urgh seguirán cuidando el jardín —confirma—. No solo es el
jardín de los dioses. También es el jardín de los Urgh. Queremos seguir
haciéndolo bonito. Vivimos allí.
—¿Qué ha dicho? —pregunta mi madre. Obviamente, no le ha entendido.
A diferencia de sus creadores, los Urgh no son capaces de hacer que todos
puedan comprender sus palabras.
—Que quieren seguir repoblando el planeta, aunque me parece que ya no
necesita mucha repoblación.
Mamá sacude la cabeza.
—Bueno, el continente Beta es bastante árido. Creo que entre todos
podríamos mejorarlo mucho.
Me encojo de hombros y miro a nuestros anfitriones.
—Me imagino que os tendremos que pedir permiso a vosotros. Después
de todo, el planeta es vuestro. Nosotros hemos venido a colonizarlo, pero no
sabíamos que estaba habitado.
Joshua hace una mueca. Se le ve molesto por todo este lío.
—Supongo que esto es un problema legal del copón. No podemos
desmantelar la colonia sin más, pero tampoco podemos ocupar un planeta que
no nos pertenece. Mierda, esto en la Tierra va a causar un debate que va a dar
de comer a miles de abogados.
Los Laarneis nos miran con algo que interpreto como confusión. Así que
les explico cómo los seres humanos nos hemos expandido por el espacio,
primero por los planetas de nuestro sistema solar, luego estableciendo la
colonia de Zeta en el sistema Trappist, luego aquí, y les indico que
necesitamos su permiso para seguir en su planeta. Hay de nuevo una orquesta
de maquinaria estropeada que hace que me duelan los oídos, pero esta vez
estoy preparada y sigo la discusión: por lo visto, estos seres no conciben ni
siquiera el concepto de propiedad y mucho menos lo de pedir permiso. Y lo
de legalidad ya no te digo. Vamos, que no han comprendido nada de nada.
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—Vale, vale, lo he entendido —interrumpo la sinfonía de chirridos,
intentando acoplarme a su patrón mental. Por suerte, ya he encontrado
suficientes civilizaciones alienígenas como para entender que ninguna
funciona de la misma manera que la sociedad humana—. Voy a intentar
explicarlo de forma sencilla: Los humanos no somos hostiles. No
pretendemos hacerle daño a los Laarneis, ni pretendemos estropear el jardín
que los Urgh han creado. —Eso último es para nuestro amigo Krag, que está
visto que tampoco ha pillado nada de lo que había dicho—. Queremos vivir
también en este mundo, pero queremos estar seguros de que no os
molestamos.
Empieza de nuevo la cacofonía de chirridos de maquinaria estropeada,
pero Krag se vuelve hacia mí.
—Si nos ayudan a cuidar el jardín, los Urgh estarán contentos con los
pequeños seres blancos. —Señala a los Krogan—. Y también con los seres
medianos verdes. No molestáis.
Terminan las estridencias, y la Primera Expresión se vuelve hacia mí.
—Las Expresiones no están molestas. Los humanos podéis vivir en este
mundo. Pero no podéis salir de nuestra ciudad. El demonio lo impedirá.
Creo que todos le miramos con la misma cara de bobos.
—¿El qué?
—Uno de los demonios que destruyó nuestro mundo sobrevivió. Bloquea
la salida que creamos para salir al mundo exterior. Estamos perforando otra
salida, pero nos llevará centenares de ciclos terminarla. Estáis atrapados.
—¡Pero si hemos entrado sin problemas! —protesta mi madre.
—Sin problemas, no —interviene Groar, acercándose—. Nos dispararon.
Supongo que los que nos atacaron son los que intentarán bloquear la salida.
¿Un demonio, dices? ¿De dónde ha salido ese demonio? ¿Cómo ha
sobrevivido tantísimo tiempo?
Los Laarneis cuchichean entre ellos, causando un nuevo estrépito. Pero
Irl-Youn lanza un chasquido chillón que hace que se callen, dirigiéndose
entonces al Krogan.
—Hace aproximadamente ciento veinte órbitas, mientras supervisábamos
la repoblación, detectamos una señal… anómala, procedente de algo
enterrado a mucha profundidad. Excavamos, y descubrimos una nave
alienígena que se había estrellado en nuestro planeta. Entramos en ella, y
resultó que contenía un ser de una especie extraña, envuelto en un sistema de
hibernación. Era obvio que era uno de los demonios que había destruido
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nuestro mundo, y que el impacto de la luna contra nuestro planeta hizo que
también se estrellase.
Me quedo a cuadros, y por las caras que están poniendo los demás, creo
que a ellos les pasa lo mismo.
—¿Y qué hicisteis?
El Laarnei sacude la cabeza, en un gesto muy humano.
—Fuimos unos inconscientes. Lo despertamos, con la esperanza de poder
así descubrir quiénes nos habían atacado, y por qué. Queríamos un día
encontrarlos para vengarnos. Nunca nos imaginamos que un solo individuo
podría ser un peligro para nosotros.
—¿Un peligro? ¿Por qué?
—Porque nos puede corromper. Puede corromper nuestras mentes,
haciendo que le obedezcamos. No es lo suficientemente fuerte para
dominarnos a todos, pero sí puede controlar a decenas de nosotros.
Nosotros nos miramos, perplejos. ¿Puede ese supuesto demonio controlar
las mentes? Francamente, yo soy un poco bastante escéptica, y no será porque
mi poder mental sea una mierda.
—Vamos a ver —interviene Groar, impaciente—. ¿Cuánta gente queda en
esta ciudad? ¿Decenas? ¿Centenares? ¿Miles?
—No somos muchos —responde el otro—. Nuestros recursos son
limitados y murió muchísima gente a pesar de la protección del Dios. Apenas
quedamos doscientos mil.
—Doscientos mil. —Groar me mira, y en su mirada leo que se está
preguntando si estos Laarneis no son completos idiotas. Francamente, es para
pensárselo—. Pero dices que el demonio apenas puede controlar unas
decenas. ¿Y no se os ha ocurrido nunca ir a buscarle con unos pocos miles de
personas? ¿Qué importaría si controla unas decenas, cuando puedes sujetar
con cincuenta a cada uno de los que controla?
El gobierno de las Expresiones se queda mudo de la impresión. Luego se
miran unos a otros sin decir palabra. Hasta yo puedo ver que ni se les había
pasado por la cabeza.
—Podría funcionar —musita al final uno de ellos.
—Matarían a muchos —advierte otro—. Los abducidos no dudarán en
dispararnos. Y nosotros no podemos matarles a ellos. Son inocentes, no
pueden resistirse a obedecer.
—¡Venga ya! —interviene mi madre—. ¿Y no se os ha ocurrido utilizar
algo que simplemente les aturda?
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Groar gruñe de aprobación. Tengo la impresión de que mi madre le está
gustando cada vez más. Después de todo, casi habla como un guerrero. Yo en
cambio casi no la reconozco. Está visto que este planeta ha cambiado mucho
a mi madre. En Marte no era capaz de matar ni a una mosca. Es un decir,
claro. En mi planeta natal no tenemos moscas.
—¿No tenéis gases paralizantes? ¿Granadas antidisturbios?
Juraría que el gobierno local está poco menos que avergonzado. Está visto
que jamás se les había pasado nada de esto por la cabeza. Deben llevar ciento
veinte años locales atrapados en su ciudad, y ni uno de ellos ha caído en algo
tan sencillo.
—No… no tenemos nada así.
Groar gruñe con desprecio.
—Nosotros sí.
Mamá entonces se ríe.
—Y yo también llevo granadas aturdidoras. Son muy útiles cuando te
ataca una manada de Gatipiernas.
La miro, perpleja. ¿Mamá y granadas? Sin lugar a dudas, mamá ha
cambiado mucho.
—Gati… ¿qué?
—Son parecidos a los jaguares, pero con seis patas, con un tamaño de
entre tres y cinco metros. Tienen una piel que los camufla muy bien en el
bosque. Suelen ir en manadas pequeñas, de alrededor de media docena de
ejemplares.
—Los conocemos —masculla Tara—. Tuvimos un pequeño encuentro
con ellos.
—Suele bastar una granada aturdidora para dispersarlos. El fogonazo y el
ruido asustan a los que no caen inconscientes, y no vuelven en una buena
temporada. —Se encoge de hombros—. Tampoco es tan difícil.
Decididamente, mamá me está dejando con la boca abierta, porque estoy
alucinando: Nosotros estuvimos todos disparando a diestro y siniestro para
deshacernos de esos bichos, y por lo visto mamá ya ha lidiado sola con ellos,
y me parece que más de una vez. ¿Mi madre? Si alguien me lo hubiese
contado, le habría tomado por loco.
—Pero… —objeta la Primera Expresión—. Eso no servirá. En cuanto
alguno de los abducidos caiga, controlará a alguno de los que vayamos.
—Por favor… —Hasta Joshua está perdiendo la paciencia—. ¿Y si vamos
todos agarrados unos a otros? Cualquiera que se intente soltar estará
controlado y podremos retenerle los demás sin hacerle daño.
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Empiezan las Expresiones con sus chirridos y estrépitos cuando se ponen
a discutirlo entre ellos. De verdad, esos ruidos son capaces de estropearte los
tímpanos. Pero por suerte no tardan mucho.
—Es un buen plan. Avisaremos a los nuestros.
Tardan unas cuantas horas en organizar el ataque, y mientras tanto las
Expresiones nos interrogan a fondo. No me extraña su curiosidad: Después de
todo, somos los únicos alienígenas —aparte de los que atacaron su mundo—
que conocen. Y, por lo que puedo sentir, el hecho de que seamos de dos
especies diferentes les tranquiliza mucho. Piensan que si no nos hemos
matado humanos y Krogan, entonces es que somos pacíficos. Bueno, en eso
se equivocan bastante, pero tampoco es que queramos hacerles daño.
Al final avanzamos, como unos dos mil Laarneis con nosotros distribuidos
en diferentes grupos, para que no nos pillen a todos a la vez. Mamá ha
compartido sus granadas con Joshua, y Groar me ha dado algunas de las
suyas. Tara, por supuesto, también lleva un buen cargamento.
Cada uno de nosotros se une a un grupo diferente, para asegurarnos de
pillar al dichoso demonio desde varios ángulos, y nos dispersamos en forma
de medialuna, avanzando hacia el interior de la ciudad derruida. Entonces
oigo un estruendo a mi derecha. Mierda. Ahí es por donde está mamá.
—Krag, ¿me puedes subir a tus hombros? —pregunto al grandullón que
viene con mi grupo. El Urgh decidió que, puesto que yo soy su jefe, tenía que
venir conmigo. Le resultó muy extraño que los demás no lo hicieran.
—Krag te obedece —responde el gigante, agarrándome con sus cuatro
brazos y levantándome del suelo.
A la que me sube miro hacia la derecha, mas el grupo de mamá está
avanzando. Debieron encontrarse con alguna resistencia, pero me parece que
mamá los ha echado a dormir o los ha dejado totalmente aturdidos.
Es en ese momento que veo a los Laarneis que nos están acechando a
unos cien metros de donde estamos.
—¡Alto! —ordeno. Le doy una palmadita al gigante debajo de mí y señalo
hacia delante—. Krag, si te doy una piedra, ¿podrías darle a aquella roca alta?
—Krag puede hacerlo —confirma.
Suelto una de las granadas de implosión de mi cinturón, la activo y se la
doy al grandullón.
—A ver cómo de bien sabes lanzar.
El Urgh toma la granada, y la lanza contra los restos de una pared que se
levantan en lo alto. Él por supuesto que no sabe el qué es una pared, pero su
puntería es perfecta.
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Entonces la granada de implosión se activa, atrayendo todo lo que hay en
un círculo de veinte metros hacia el punto de implosión, incluyendo a los
Laarneis emboscados. Todos se dan un golpazo de aúpa, y quedan
inconscientes o heridos. Hubiese preferido lanzar una granada de gas para no
herirlos, pero había múltiples trozos de pared que habrían evitado que el gas
se dispersase.
Nos precipitamos para delante, y los Laarneis que nos acompañan atan a
los enemigos y se ponen a curar a los heridos. Tengo que decirles que se
queden solo unos pocos a atenderles, que aún tenemos que pillar al demonio
ese. Con cuidado seguimos avanzando.
Nos juntamos con los demás grupos en una especie de plaza, en cuyo
centro hay como una plataforma de piedra. Desde mi postura en lo alto veo
que todos están bien. El plan está funcionando.
Es entonces que noto una presencia. Algo extraño y maligno. Algo que
me da escalofríos.
Y es en ese momento que aparece. Es un Laarnei, pero gigante, de al
menos ocho metros de altura. Mi enorme amigo parece un enano a su lado.
Siento de pronto su miedo, y le palmeo el hombro. Tengo que bajarme, no
vaya a salir corriendo.
—Déjame en el suelo.
Obedece, mientras el monstruo se acerca. Llega al centro de la plataforma
y se detiene, como si nos estuviera evaluando. Entonces, a mi izquierda,
varios de los Laarneis empiezan a atacar a los demás. Por suerte están
desarmados, por lo que simplemente se pegan entre ellos. Supongo que este
ser los está controlando, o al menos intenta hacerlo. Aprovecho la distracción
y le lanzo una granada incendiaria.
Para mi asombro, la granada rebota contra ese ser y explota a un lado,
encendiendo una bonita fogata en el suelo. Ese bicho lleva una especie de
escudo. Nos va a costar acabar con él.
Frunzo el ceño. Ese… lo que sea, no es un demonio. Yo sí he visto a
algunos que podríamos denominar dioses, y este ser no les debe llegar ni a la
suela de los zapatos, suponiendo que los lleven. No sé por qué los Laarneis le
consideran superior, pero para mí es otro alienígena más. Es gigantesco, pero
por lo demás no parece tener nada de especial.
Su mirada se fija en mí y siento… algo. Como una orden para
doblegarme. Pero lo lleva crudo si cree que me puede ordenar nada.
—Vete a freír algas a la parrilla —le respondo en voz alta. No creo que
entienda el qué quiere decir eso, pero es una expresión muy común en Marte
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que denota desprecio. Solo a un verdadero imbécil se le ocurriría hacer una
estupidez así.
Me mira con algo que interpreto como curiosidad. Ha visto que soy
diferente de los Laarneis y detecta que no le tengo miedo. Repite su orden.
Siento de nuevo esa sensación extraña, como si quisiera someterme, pero de
alguna manera me resbala.
Tara, Groar, Joshua y mi madre comienzan a dispararle, pero su escudo
desvía todos los disparos y el monstruo los ignora. Se acerca despacio, muy
despacio, y a mi izquierda los Laarneis dejan de pelearse. Tengo la sensación
de que este demonio de pacotilla ha decidido que la única que merece la pena
machacar soy yo y no quiere distraerse. Por tercera vez tengo esa extraña
sensación de que me está ordenando que me dé por vencida.
Entonces noto el movimiento. No es un movimiento físico sino… en otra
parte. En la cuarta dimensión de la mente. Cierro los ojos y entonces le veo de
verdad.
No es un Laarnei gigantesco. Es… no sabría definirlo, pero me parece
algo como las tripas de una criatura. Algo tan asqueroso, tan repugnante y
sucio como no he visto jamás. Y siento su sensación de superioridad, su
crueldad, su maldad. Este ser disfruta matando y exterminando.
Una vez una raza extraterrestre me explicó que, cuando una especie ha
alcanzado cierta diferencia de nivel tecnológico o mental respecto a las demás
razas, debe separarse de ellas porque la convivencia con otros seres que no
han llegado a su altura se convierte en imposible. Una civilización que llega a
ese nivel entonces debe elegir entre proteger o destruir. Y sé, sin lugar a
dudas, que por primera vez en mi vida estoy viendo a un Destructor.
Siento su sorpresa cuando es consciente de que le estoy contemplando, no
con mis ojos, sino con la mente. Que estoy viendo su verdadera naturaleza.
Entonces parece reír. Reconozco su desprecio por mis capacidades psi, que
parece estar evaluando.
—Patética criatura —me dice sin palabras, aunque las sensaciones que
emite son casi peor que las palabras—. ¿Acaso crees que vas a poder
enfrentarte a mí? Habéis venido a buscar a la muerte. Ninguno de vosotros
debe regresar para informar de lo que habéis visto.
Y entonces ataca. No de forma física, sino con una especie de onda psi
que hace que parezca que me va a explotar la cabeza. Grito, llevándome las
manos a la frente, y de pronto estas se iluminan cuando la extraña piedra que
tengo incrustada en el cráneo acude en mi ayuda, haciendo que rebote el
ataque.
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Es en ese momento que oigo a mi madre chillar. Veo que Tara, Groar y
también los Laarneis se han derrumbado, gritando, sujetándose la cabeza,
presos de un terrible dolor. Sé que esta criatura los va a matar. Y yo exploto.
No puedo calificarlo de otra manera: Durante un instante mi poder psi se
multiplica por cien, por mil, alimentado por mi rabia, por la angustia que
siento por mis seres queridos. Mi campo protector se expande, protegiéndoles
también a ellos, y me preparo para el ataque. Una vez, cuando fui a ver a los
dioses, luché una batalla psíquica, y sé cómo hacerlo. Mi cólera crea una bola
de energía cada vez más grande, más poderosa, y veo que el ser ese me
contempla primero con asombro, luego con aprensión, finalmente con
verdadero miedo.
—Nadie —le digo—. Nadie amenaza a mi familia.
Entonces le lanzo esa bola de energía psíquica, con toda la potencia y
furia de la que soy capaz. Levanta una especie de escudo mental, pero tal es
mi rabia que apenas dura medio segundo antes de colapsarse. Oigo un chillido
horroroso que me impacta como un rayo cuando aniquilo a esa abominación y
caigo de rodillas, exhausta, incapaz de hacer nada más. He usado todo mi
poder y ya no me queda nada, ni siquiera fuerzas para mantenerme en pie.
Durante largos minutos, nada ocurre, mientras yo sigo arrodillada,
jadeando del esfuerzo, temblando mientras intentando recuperarme de la
horrible sensación que he sentido cuando he destruido a esa bestia. Entonces
unos brazos me rodean.
—Tanit —oigo la voz de mi madre—. ¿Estás bien?
Asiento mecánicamente, dirigiendo mi mirada hacia donde estaba el
Destructor. Esperaba haberle matado, pero no hay un cadáver. Por un instante
siento una punzada de angustia, mas entonces me fijo en las cenizas dispersas
que cubren la plataforma y suspiro de alivio. No solo he matado a esa cosa; la
he desintegrado por completo.
Mi madre me está abrazando, llorando de alegría de que esté bien.
—Por un instante pensé que ese ser nos iba a asesinar —está diciendo—.
Y luego… no sé, tuve la impresión de que te interponías entre él y nosotros y
que crecías, hasta convertirte en un gigante enorme. Entonces… lo aplastaste.
Como si fuera una cucaracha.
Joshua está al lado nuestro, mirando a donde estaba nuestro enemigo.
También está jadeando.
—He sentido lo mismo, Laura. —Se vuelve hacia mí, medio
impresionado, medio aprensivo—. ¿Qué eres, Tanit? ¿Cómo has podido hacer
eso?
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—Es ese cristal que tengo en la frente —respondo despacio—. Los
Krogan lo llaman la estrella del destino, y puede protegerme cuando estoy en
peligro. Es una tecnología alienígena muy avanzada.
Por supuesto que no le voy a contar nada sobre el Krylxan que tengo entre
los dos hemisferios cerebrales, y mucho menos que tengo unos poderes psi
extraordinarios. Aunque Joshua y mamá parecen ser buenos amigos, no es
algo que quiera contar a los cuatro vientos, y aún no conozco a ese hombre lo
suficiente para saber si se puede confiar en él.
—Y… ¿cómo es que la llevas incrustada en el cráneo?
Suspiro, y con ayuda de mi madre y Tara me incorporo. Tengo las piernas
que parecen gelatina, pero poco a poco me estoy recuperando.
—Es una especie de condecoración. Por algo que hice. Es una larga
historia.
Los Laarneis se están acercando, temerosos, mirándome con algo que
parece aprensión. Uno se acerca hacia la plataforma, contemplando la ceniza,
volviéndose entonces hacia mí. Creo que es uno de los que hace unos minutos
estaba controlado por esa abominación.
—¿Has matado al demonio? —pregunta, inseguro.
—Sí —contesto, aún intentando recuperar el aliento—. Se acabó.
—Y… —Veo el miedo en sus ojos cuando habla—. ¿Ahora seremos tus
esclavos? ¿Como éramos los suyos?
Me enderezo como puedo, apoyándome en mi madre, y se encoje como si
fuera a atacarle.
—No. Yo no tengo esclavos. Detesto la esclavitud. Sois libres.
—¿Libres?
Susurra la palabra con un tono que es mitad afirmación, mitad pregunta,
como si no pudiese creer lo que le estoy diciendo.
—Sí —contesto—. Libres. Podéis salir a la superficie. Podéis quedaros en
vuestra ciudad. Podéis hacer lo que queráis. Sois libres.
—Libres.
Cae de rodillas, ocultando el rostro en las manos, y emite un tono
profundo tan lúgubre que siento escalofríos. Pero no está amenazando a nadie.
Su mente está emitiendo una verdadera sinfonía de emociones. Tristeza,
alivio, alegría, felicidad. Algunos de sus congéneres también han caído de
rodillas; otros se están abrazando. Cuando les oigo también emitir ese tono,
comprendo que en realidad están sollozando.
—¿Qué les ocurre? —me susurra mi madre.
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La abrazo sin más, antes de que me dé también a mí la llorera. Ella se
sorprende, pero me abraza ella también al instante.
—¿Tanit?
—No es nada —respondo, soltándola. Se me debe haber metido una de
esas cenizas en el ojo porque me escuece. Sí, seguro que ha sido eso—. Creo
que están llorando de alegría.
Joshua mira a los nativos a nuestro alrededor, que siguen emitiendo ese
ulular tan escalofriante.
—¿Alegría? —Hace una mueca—. Cualquiera lo diría.
—Las emociones de cada especie son diferentes —le alecciona Tara—.
Deberás aprenderlo, humano. O terminarás metiéndote en grandes problemas.
Una especie de rechinar parecido a un carraspeo hace que todos nos
volvamos. Hay varios Laarneis esperando a que les hagamos caso, y los otros
que estaban llorando se han callado y están colocándose en fila detrás de los
recién llegados. Reconozco a los que están delante, aunque es difícil de
narices: Son las Expresiones. Solo soy capaz de distinguirlos por sus patrones
mentales, un poco diferentes a los de los demás.
—Has destruido al demonio —susurra la primera Expresión—. Eso es
imposible. Era casi un dios.
Bufo. ¡Menudo dios! De acuerdo, tenía poderes psi, pero yo también los
tengo, y eso no me hace una diosa.
—No lo era.
—¿Y tú si lo eres?
Suspiro. Empiezo a estar harta de que me tomen por una divinidad.
—No. No lo soy. Solo soy una niña humana.
Empieza un concierto de chirridos por lo bajo, hasta que la Primera
Expresión se dirige a mí. De alguna forma, siento como si estuviese
maravillado. Todos parecen estarlo.
—No podrás engañarnos. Debes ser una diosa protectora, al igual que el
dios que salvó a nuestra ciudad. —Señala algo detrás de mí—. Se ha abierto
de nuevo la puerta de los Dioses para ti. Hace ochenta mil órbitas que eso no
ocurría. No desde que se fue nuestro Dios Protector.
Me vuelvo y me quedo a cuadros. En el centro de la plataforma hay…
algo. Un paisaje extraño que oculta los edificios que hay detrás.
Miro la puerta con repelús. Yo he visto esa clase de portal en una ocasión,
en el Planeta Sin Estrella. Y llevaba a un no-lugar, donde pude hablar con un
ser tan inmenso que a todos los efectos podríamos catalogarlo como un dios.
A pesar de que apenas me puedo sostener en pie, siento el impulso de
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avanzar, pero la puerta de repente se oscurece, adquiriendo un aspecto sólido.
Instantes después, es de piedra. Esto es imposible, pero acabo de verlo con
mis propios ojos.
—No puedes pasar, Tanit —oigo de pronto en mi mente—. Aún no.
Llegará el día en que puedas hacerlo, pero ese día no ha llegado.
Retrocedo como si me hubiera quemado. Conozco esa voz mental. Y no
estoy muy segura de querer volver a oírla. Una vez hablé con ese ser que dijo
ser una diosa. Una vez es más que suficiente. Aún así, no puedo resistirme a
preguntar.
—¿Qué es ese ser que he matado?
A decir verdad, no estaba muy segura de que fuera a recibir una respuesta,
pero a pesar de ella la oigo.
—Un Bai R’the. Un antiguo ancestro. Un futuro enemigo. Un creador
cuya creación se volverá contra él. Un destructor de mundos. Una raza cuyo
destino está enhebrado con el vuestro.
—¿Qué?
Pero la voz en mi mente ha desaparecido, quedando solo el silencio.
—¿Qué ocurre, Tanit? —oigo a mi madre.
Echo un último vistazo a la puerta de piedra que no existía hace unos
minutos y siento un escalofrío. Sospecho que esos seres que parecen dioses
tienen algo en mente, pero prefiero no saberlo. Mejor dicho, no quiero
saberlo. Me vuelvo, y me refugio en los brazos de mi madre.
—No es nada, mamá. Volvamos a casa.
Un terrible accidente mató a mi padre y me lanzó lejos, más lejos de lo
que haya ido ningún otro ser humano. Pero he vuelto. Contra todas las
probabilidades, he hecho lo imposible y he vuelto con mi madre. Y ahora
estoy en el planeta donde pienso quedarme para siempre y que mi padre,
cuando lo descubrió, bautizó como Thuis. Un nombre muy apropiado, puesto
que en holandés significa el hogar. Mi nuevo hogar.
<<<<>>>>
Si quiere saber más sobre la historia de los Bai R’the, descubra la serie
Cruzados de las Estrellas de Alan Somoza, que se entrelaza también con esta
serie, aunque su lectura no sea necesaria para seguir las aventuras de Tanit.
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Índice de contenido
Cubierta
Regreso al hogar
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