Mandrioni Introducción
Mandrioni Introducción
Mandrioni Introducción
1964
Introducción
1. Pensamiento y palabra
Existe la filosofía porque existen personas capaces de hacerla. Existe una persona humana cuando en un
sector de la estructura terrestre, una clarificación consciente, una ilimitación esencial, un dinamismo
perenne, se manifiestan a través de una actuación racional y una libre suficiencia y decisión. Un trozo de
universo material se ha convertido en alojamiento del espíritu. La maravilla de un ser sujeto a las
causalidades materiales y, a la vez, capaz de decir la verdad, profiriendo un verbo inteligente, y capaz de
descubrirse en la presencia de otros seres espirituales. La aparición de una persona espiritual significa que,
de pronto, en la serie compleja de las interrelaciones mundanales, aparece un ojo dispuesto a entender el
“sentido” de las cosas, un corazón capaz de experimentar el riesgo y la inseguridad de un destino
irreemplazable y una voluntad en condiciones de autodecidirse y de modelar el ámbito terrestre para
hacerlo cada vez más habitable.
Esta es la naturaleza del hombre: ser sujeto a las vicisitudes corpóreas por el hecho de hundir sus raíces en el
torbellino de las energías materiales y, a la vez, ser capaz de poder dialogar fuera del tiempo y decirse a sí
mismo pensamientos cuyo significado no se deja encerrar en el molde carnal. Merced a la presencia de este
doble principio, el hombre se puede mover en la red de relaciones espacio-temporales y, a la vez, en esta
otra invisible, pero no menos real y objetiva red de relaciones espirituales y de significaciones
metafenomenales, que forman la trama del universo cultural. Deudor de la materia y sujeto, por su cuerpo,
a las fuerzas ctónicas, es, con todo, debido a su inteligencia, el confidente de la verdad. Un ser de este tipo
junta, en la viviente unidad de su persona, la doble exigencia de un ser “para el mundo” y un ser “para lo
absoluto”. Debido al reclamo de la primera exigencia, el hombre tiende a implantarse cada vez más en la
tierra que habita, procurando capturar las fuerzas naturales a fin de colocarlas en la órbita de sus propios
intereses. Pero en virtud de la otra exigencia, el hombre es un “animal metafísico”, un ser que se trasciende
incoerciblemente a sí mismo y a todo organismo y mecanismo; es un ser por cuyo intermedio, el universo
material conoce una abertura por la que irrumpe un impulso personal, inteligente y amante, a lo Absoluto.
De este modo, la persona humana se nos presenta, en virtud de su mismo movimiento teleológico,
activamente enlazada con los dinamismos del universo material, socialmente vinculada con las otras
personas a través de una intersubjetividad fundadora de comunidad, y, por último, interiormente solicitada
por el “fundamento supremo del universo”, que la hace gravitar hacia Él con todo el ímpetu de sus energías,
moviéndola a la manera como el “amante mueve al amado”.
Esta inserción en el tiempo y ésta, a su vez, no menos positiva emergencia fuera del tiempo, ha sido
interpretada de distinta manera por los filósofos. Diversas teorías han pretendido inmolar una dimensión en
holocausto de la otra. Los términos con que se designan ambos extremismos son: idealismo y materialismo.
Para el primero, la historia del mundo con sus cambios ruidosos y la colosal estructura funcional del universo
material, sólo constituyen el ropaje inconsistente y efímero, la figura fugitiva y plástica de la única realidad
estable, el “pensamiento”. Éste es la verdadera fuerza tejedora de todo lo que es y acontece. Para el
segundo, el pensamiento y la verdad son una simple superestructura o excrecencia de la verdadera fuerza
constructora de todo lo real, a saber, las energías materiales. Para el primero, un espíritu absoluto
impersonal, crea y hace la historia mundanal, modelándola incesantemente conforme a su inexorable
dialéctica. Para el segundo, el espíritu y la verdad constituyen el simple epifenómeno de lo mundanal y
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Héctor Délfor Mandrioni. Introducción a la filosofía. Buenos Aires: Kapelusz. 1964
varían en función de los cambios de las configuraciones fenoménicas. Para el materialista, el mundo de la
verdad es un juego de contingencias y de acasos. Para el hegeliano, la verdad es un juego inteligente de
puras alternativas dialécticas.
Se podrán cotejar los dos textos que trascribimos a continuación y ver, cómo en ellos, se expresan los dos
extremismos antes señalados. El primero pertenece a Hegel, representante máximo del idealismo absoluto
alemán. Dice en su Introducción a la Filosofía de la historia:
El segundo texto pertenece a Marx, defensor del materialismo dialéctico, y data de 1872 y se halla en el
segundo prefacio al Capital:
Entendemos que, tanto las determinaciones de los procesos materiales como las motivaciones que dimanan
de la persona libre, inciden realmente en el proceso histórico. Con todo, el poder del espíritu está llamado
por naturaleza a ejercer la rectoría, en la medida que los hombres se apropian de ese poder poniéndolo al
servicio de los valores. La “razón” no es un mero “episodio” del planeta, desbordada en su origen, en su
proceso y en su desenlace por el torbellino caótico de las energías materiales. Es indudable que el logos
muerde más hondo que el impulso; es indudable que el ordo prima sobre el desorden real y que incluso lo
trágico no sería concebible, sin el telón de fondo del eterno e inconmovible principio que rige las cosas. Con
razón habla Kierkegaard de una “conciencia eterna” que señorea en el hombre el conjunto de la realidad:
pues, si en el fondo de todo sólo existiese un “poder salvaje” que produjera todas las cosas en el seno del
torbellino de oscuras pasiones, ¿qué sería la vida, pregunta el pensador danés, sino “desesperación”? La vida
del hombre estaría condenada a la vanidad y desolación, si la humanidad no poseyera un “vínculo sacro” que
religara todas las cosas y los hombres. Pero tampoco se puede hablar de un 2logos impersonal”, y de las
personas humanas concretas, como meros momentos pasajeros de la marcha dialéctica del idea.
Hoy la filosofía, en especial a través de los múltiples movimientos personalistas, ha subrayado el valor de la
persona, única en su individualidad, libre, irreiterable e insustituible. Pero es una persona comprometida en
un mundo y que existe no sólo “con” un cuerpo sino “en” un cuerpo. Pero la infraestructura corpórea debe
ser puesta al servicio de la trascendencia del espíritu que ve y ama.
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Las palabras más quedas son las que desatan la tempestad. Pensamientos que vienen con
suavidad de paloma son los que gobiernan el mundo. (Nietzsche).
Aquí está señalada la tarea del filósofo. En su espíritu se hospedan esas “palabras más quedas” apenas
escuchadas por los hombres debido al tumulto, pero cuya eficacia es capaz de desatar la tempestad. En su
espíritu viven como en su propia casa, pues son su prole, los “pensamientos” que guían al mundo. Las
palabras y los pensamientos son hijos del espíritu. El filósofo es el responsable del pensamiento y la palabra.
Lo silencioso de esas palabras y lo suave de esos pensamientos suelen a veces engañar respecto a la
posibilidad de la “fuerza” que constituye el filosofar. Está muy lejos de la realidad el que afirmó que la
filosofía “es una distracción útil para el espíritu”. ¿Vivirían hoy ochocientos millones de hombres bajo
gobiernos comunistas de no mediar el pensamiento y la palabra de Karl Marx? ¿No contribuyó Kant a formar
el ethos heroicista del pueblo alemán? ¿No es el mundo moderno, en gran parte, hijo del pensamiento
hegeliano como la civilización cristiana de Occidente lo es todavía de San Agustín?
La filosofía considerada en sí misma está por encima de la utilidad. Sin embargo, por esta misma
razón, es lo más necesario a los hombres. Les recuerda la suprema utilidad de aquellas cosas
que no tratan con medios sino con fines. (Jacques Maritain).
Pero no por eso ella deja de ser eficaz. Recuérdese el texto de Nietzsche arriba citado. La filosofía es una
potencia espiritual: “lo inútil es capaz de tener poder, y de hecho lo tiene”; la filosofía es una de las “fuerzas
que contribuyen al movimiento histórico”. Ella se mueve en el ámbito de los fines y maneja el orbe de las
significaciones y el sentido de lo real. De hecho incide sobre lo que, en última instancia, señala el camino del
hombre y de su historia. Y con esto entramos a considerar otra de las tareas de la filosofía.
2. Pensar la época
La meditación del filósofo, de cuyos pensamientos se alimenta la palabra, está ligada a la circunstancia
histórica en que vive el pensador. Hoy se habla del filósofo como de un hombre “comprometido” con su
época. No puede evadirse y emigrar a un mundo irreal. Vive de la trascendencia y de pensamientos que
están por encima del tiempo, pero su misión es –liberado de las ataduras terrestres que solo le otorgarían el
horizonte de un mundo circundante- , poder aportar al tiempo y a los hombres verdades permanentes y
orientadoras. Hegel decía que la “filosofía es una época puesta en ideas”. A través de la tarea filosófica la
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época se vuelve presente a sí misma; se dice inteligentemente su sentido, sus metas, sus problemas y sus
posibles soluciones. También se habla, con razón, de la “exigencia de la hora” como de una categoría ética
fundamental a la que el filósofo debe atenerse y responder. El acto de filosofar implica una especie de
“presencia” o de “presente filosófico”, en cuyo fecundo instante madura prolongándose el pasado espiritual,
replanteándose en una nueva atmósfera y fijando a su vez, los proyectos que tienden a determinar las
posibilidades del futuro.
¿Qué características presenta la actual situación histórica? ¿Cuál es la exigencia de la hora? Abundante es
hoy la documentación acerca de la “crisis”. Incluso existe una especie de saturación en los ánimos, respecto
a todo lo que signifique mero diagnóstico de los males. La tarea en este sentido ya está cumplida en una
serie de obras, muchas de las cuales no se contentaron solo con el simple señalamiento de los males sino
que, a la vez, indicaron el camino de una salida. Podemos nombrar a pensadores como Belloc, Guénon,
Maritain, Valéry, Toynbee, Klages, Daniélou, Pieper, Scheler, Heidegger, Ortega y Gasset, Husserl, Zubiri, etc.
Todos ellos nos han dejado interesantes aclaraciones sobre la singularidad del momento histórico que nos
toca vivir. En esta Introducción a la filosofía quisiéramos indicar una de las características especiales de esta
hora que nos toca vivir y a la que la filosofía debe aportar su “pensamiento y su palabra”.
¿Qué es lo que singulariza ese inmenso oleaje histórico, que se inicia a partir del Renacimiento y se quiebra
en los comienzos del siglo XX? Es el oleaje que empujó con su ímpetu el cuerpo de lo que se denomina
“mundo moderno”. ¿En qué consiste ese algo inédito desde el punto de vista cósmico, que pone un sello
original al esfuerzo occidental de los últimos siglos? Ese suceso nuevo, único, irreiterable y cuyos efectos hoy
nos inundan, podríamos calificarlo así: “el levantamiento de las barreras” o “la apertura de los mundos”. En
el Renacimiento se inicia una era de expansión de colosales dimensiones. El punto de partida es el siguiente:
el hombre occidental prisionero del mundo islámico y del océano atlántico. La situación actual es esta: en el
curso de esa formidable expansión, el hombre se encuentra hoy prisionero de los planetas. Hoy ha
comenzado, como dice Gilson, “la historia planetaria”. Levantadas las grandes barreras terrestres, los
hombres se han encontrado convulsivamente a sí mismos. A partir del Renacimiento, la fuerza vital europea,
preparada y robustecida por la eficacia del orden orgánico y sacro de la alta Edad Media, comienza a quebrar
los distintos horizontes. Es relativamente fácil localizar las diversas dimensiones en que opera ese progresivo
ensanchamiento.
En primer lugar se dilata el horizonte geográfico. Con el descubrimiento del Nuevo Mundo, las exploraciones
siguientes y las posteriores colonizaciones, toda la humanidad se va relacionando entre sí y entrando en una
trama de comunicaciones merced a cuya actuación, cada parte del universo repercute en el globo, y la
totalidad del globo resuena en todos los rincones. Geográficamente el planeta Tierra ha sido “verificado”.
En tercer lugar, el hombre occidental contempla cómo se ensancha su horizonte histórico. La edad de la
Tierra que parecía reducirse a algunos miles de años, necesita ser contada con millones de años.
En cuarto lugar, caen también las barreras en el mundo de lo pequeño y se ensancha el horizonte de lo
microfísico. La prolongación de la mirada humana en el mundo de lo pequeño y la extensión del
conocimiento en este universo, debidas a la aplicación del cálculo matemático, permitió descubrir un
sistema que nada parecería tener que envidiar al sistema macrofísico.
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Además, piénsese en la ampliación del horizonte demográfico, cuando Europa en el apogeo del capitalismo
liberal burgués, conoce un auge de población desconocido hasta la fecha y que, a partir de entonces,
aumenta de un modo creciente.
El horizonte sociológico en cuyo recinto vivían las pequeñas comunidades, las familias, las corporaciones, las
comunidades aldeanas y urbanas, se quiebra dando lugar a las enormes aglomeraciones de las ciudades
cosmopolitas.
El horizonte de la técnica primitiva cede el lugar a los nuevos instrumentos de trabajo. Un gran salto se
produce en este siglo: la máquina ya no sólo potencia el brazo del hombre, sino que, a través de la
“cibernética”, ayuda al cerebro humano resolviéndole problemas de cálculo de enormes complejidades.
El hombre actual es el heredero de un universo ampliado. Este es el gran adelanto, original y positivo, que el
esfuerzo colectivo de estas últimas generaciones ha hecho posible.
Pero la mirada del filósofo auténtico no debe perder de vista la verdadera dimensión de las cosas. La
conmoción que este ensanchamiento colosal del mundo le produce es sólo relativa. El filósofo sabe que esta
ampliación, en el fondo, es la dilatación de la “caverna”: librado a sí mismo, este progreso no es más que una
mayor diferenciación, recuento, balance y utilización de los objetos que pueblan la caverna. Es una dilatación
del ámbito fenoménico. Estos sucesivos saltos operados en el plano material, jamás tendrán la potencia
como para poder hacer dar un paso cualitativo en el mundo del espíritu. Todo este inmenso aparato no es
más que la infraestructura, el inmenso condicionante, el arma de doble filo, que el hombre podrá poner o
no poner al servicio de su auténtica humanización. En el prólogo a una de sus obras dice G. Thibon:
La armonía total y perpetua de las sombras de la caverna no implica la menor ascensión hacia el
mundo de la luz.
El saber técnico está revelando no ser un saber salvífico; más aún, está manifestando ser compatible con un
estado de barbarie cuando no viene integrado y orientado dentro de un saber metafísico-religioso. Con
razón ha podido afirmar Bergson que lo “místico” no informa hoy el gran cuerpo mecánico creado por la
técnica. Parecería que en cierta manera, ahoga el despliegue del espíritu. El gran problema actual queda
planteado con toda evidencia. Si la filosofía tiene como tarea pensar la época, obedeciendo a las exigencias
de la hora, es indudable que el problema del “poder” en todos sus órdenes, técnico, económico, político y
militar, es la cuestión que urgen ser pensada y orientada.
Por eso, el optimismo y la euforia que parecieran resultar de la visión de los éxitos de la ciencia, son
corregidos inmediatamente por la angustia que surge del diagnóstico espiritual del hombre actual. La
pérdida de los valores superiores y las desgracias colectivas de las últimas guerras, han creado un tipo
humano cuya fundamental tarea consiste en perseguir un goce corpóreo, cada vez más epidérmico, mientras
en el fondo de su alma se hace el vacío metafísico. Dice Scheler del hombre de este siglo; del hombre que ve
desplegarse ante su mirada un mundo cada día mayor de objetos agradables y atrayentes:
Cosas muy alegres, contempladas por hombres muy tristes que no saben qué hacer con ellas.
La raíz de esta situación se halla en la inversión de los valores en el alma del hombre: los medios fueron
convertidos en fines. En un alma así configurada, el taedium vitae y lo que Kierkegaard llamaba
“desesperación silenciosa”, se posesionan del corazón humano.
d) Una alternativa
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Ante esta situación crítica la razón filosófica pareciera hallarse ante una alternativa. Por una parte aparece el
progreso de la razón científica y de la técnica actual con una fuerza poderosa de atracción. Es la atracción de
lo positivo y real que está allí ante la vista y demuestra su valor con su simple existencia empírica. Por otra
parte, el análisis de la situación espiritual del hombre, su angustia individual, la presencia del dolor y la
ineficacia de los medios técnicos para establecer una convivencia pacífica, lo impulsan hacia un repudio del
valor de la razón que ha creado este inmenso aparato material, que en último término sirve más para la
opresión que para la redención. Podemos decir que éstas son las fuentes de dos grandes tentaciones para la
filosofía actual. Obedecer ciegamente a la primera, implica someter la “razón filosófica” a la servidumbre de
la “razón científica”, convirtiendo a la filosofía en esclava o simple servidora de la ciencia. Dejarse arrastrar
por la segunda tendencia, equivale a negar e propio valor de la razón, entregándose, o al nihilismo, o en el
mejor de los casos, a una fe irracional y “absurda”.
Ambas actitudes suponen la muerte para el valor que representa la filosofía, y ambas proceden de una falta
de convicción en el valor de la metafísica. Sólo la presencia de esta última podrá impedir la pérdida de la
autonomía filosófica. Mientras la filosofía busque fundamentarse en los métodos propios de una
determinada ciencia, estará condenada a la heteronomía.
a) Actitud metafísica
Consciente de la desarticulación de los valores, la filosofía tiene ante sí la tarea de volver a fundamentar el
edificio de los mismos. La piedra angular de esta construcción será una “metafísica” que se reconoce como
tal, que mide su alcance, que se autojustifica con su propio método y se desarrolla con su propio esfuerzo.
Una actitud metafísica implica una postura intelectual determinada frente al poder del hombre y a las
posibilidades de la ciencia. La convicción metafísica significa pensar que no todo el ámbito de lo real queda
encerrado en el horizonte de las ciencias positivas. Las ciencias sólo abarcan el sector fenoménico de lo real.
“Todo existente, ha dicho un autor, es más que él mismo”. Las estructuras tienden a perder su fuerza y su
alcance cuando sólo se las contempla en sus meras estructuras empíricas. En todo ser existe un “sentido”,
una “significación”, que van más allá del simple “ser-ahí” físico. Quien no ha tenido la experiencia de lo que
significa el hecho de que haya “ser” y no precisamente “nada”, con las proyecciones que ello implica, tendrá
cerrado ante sí el verdadero camino de la metafísica. La exploración de este dominio, la explicitación de la
riqueza del “ser”, es irrealizable si se la quiere llevar a cabo por medio de los métodos de las ciencias
positivas.
Nuestra Introducción a la filosofía pretende ser una introducción edificada sobre estas tres verdades básicas:
una visión espiritualista del hombre, una fundamentación metafísica de todo lo real y una actitud realista
ante las cosas.
Una doctrina espiritualista del hombre admite en el ser humano la presencia de un centro o poder
trascendente, capaz de sobrevolar la circunstancia espacio-temporal y dar, de esta manera acceso a un nivel
donde es posible encontrar objetos necesarios y absolutos. Sólo la existencia de un centro espiritual en el
hombre, lo hace capaz de filosofía y lo hace ser persona humana, distinta, desde el punto de vista del ser y
del valor, de la individualidad del vegetal o de la individualidad de la bestia. Una visión espiritualista del
hombre supone, en su verdadero sentido, la existencia de una entidad espiritual no anónima, impersonal,
neutra, común o universal, sino personal, propia de cada individuo. Más aún, sólo por la presencia de esta
dimensión espiritual, el individuo alcanza su plenitud en el sentido de plena unidad, totalidad y autonomía.
Debido a este sentido trascendente, los actos superiores del hombre son portadores de un contenido cuya
riqueza y variedad sobrepasan la capacidad de los estados corporales que les corresponden, y este señorío
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es tal, que la ruina del organismo no implica necesariamente la ruina del centro espiritual, que siempre se
manifiesta desbordando el cuadro de lo orgánico. La filosofía actual, en parte, nació, a través del movimiento
fenomenológico husserliano, como reacción contra la “naturalización de la conciencia”. Los grandes
problemas que plantea la experiencia no pueden ser resueltos por la simple experiencia, sino a través de una
ciencia que trasciende la experiencia, una ciencia que verse sobre el “ser”, el “sentido” y las “conexiones
esenciales” que sólo se descubren en el acto intencional del espíritu. 1 La irreductibilidad del espíritu al
mundo de la naturaleza material es uno de los mensajes fundamentales de Husserl.
c) Fundamentación metafísica
Una filosofía auténtica exige ser fundamentada sobre una metafísica que gira, conscientemente, alrededor
del fundamento supremo del universo. Sólo una metafísica del ser es capaz de dar respuesta a las exigencias
filosóficas más rigurosas. Una doctrina espiritualista del hombre muestra la legitimidad del planteo
metafísico. La captación de objetos no sensibles, o la posibilidad de alcanzar lo sensible desde un ángulo
metafenomenal, podrá ser un hecho, si la inteligencia humana puede sobrepasar los límites de la estructura
corpórea. Una posición metafísica presupone que el hombre puede elevarse de lo particular a lo universal,
de lo relativo a lo absoluto, de lo contingente a lo necesario, de lo fundamentado a lo fundante, de lo
condicionado a lo incondicionado. Implica también que la inteligencia es capaz de elevarse a una atalaya tal,
que desde ella la totalidad de lo real puede ser abarcada y analizada, respetando la unidad y la multiplicidad
que manifiestan los seres. Sólo el ser es el objeto capaz de satisfacer las exigencias de universalidad,
totalidad, solidez y fecundidad que debe otorgar una metafísica. Desde el “ser” todo puede ser “visto”: es el
englobante supremo, el horizonte de los horizontes. En este sentido es “trascendental”: supera
trascendiéndolas, todas las dimensiones categoriales en que se ramifican, determinan y pluralizan los seres
particulares. En el ser todo se “manifiesta”: es la luz que todo lo baña y en cuya lumbre interior todo luce y
adviene a la presencia del hombre. En la medida en que el hombre deja de tenerlo frente a sí en toda su
pureza, a través del diálogo metafísico, la conciencia decae hacia los simples reflejos de las cosas, se pierde
en la particularidad de las mismas y se dispersa en su intimidad. Dice Louis Lavelle (en su obra La presencia
total. París: Aubier. 1934. P. 25):
Existe una experiencia inicial que se halla implicada en todas las otras y que otorga a cada una
de ellas su gravedad y su profundidad: es la experiencia del ser.
El ser es el presupuesto de todo pensamiento y el fondo de todo lo que existe; en él convergen lo real y lo
ideal, lo sensible y lo espiritual, lo finito y lo infinito. Es el vínculo que todo lo traba, es el orden que todo lo
ordena. Descubrir sus secretas articulaciones, es la tarea de la “ontología”; acompañar con el análisis las
ramificaciones del ser a través de sus distintas determinaciones, es la tarea de la filosofía en general.
d) Actitud realista
En estrecha vinculación con una doctrina antropológica espiritualista y la admisión de una metafísica, se
halla la actitud realista. El realismo implica una afirmación de este tipo: además de nuestra inteligencia
pensante, existen otras inteligencias pensantes y otros seres cuya existencia y esencia no depende ni de
nuestra inteligencia ni de las inteligencias de las otras personas humanas pensantes. Los seres son lo que
son, y significan lo que significan, independientemente de nuestro acto intelectivo. Tarea de la inteligencia
es elevarlos a su presencia en la consciencia; pero el significado que el ser alberga, sólo es interpretado y
promovido a un grado superior de dicción e interioridad, pero de ninguna manera originado, creado o
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En La filosofía como ciencia rigurosa. París: PUF. 1955, Edmund Husserl defiende una filosofía como “ciencia rigurosa”
de las esencias, de los comienzos verdaderos, de los orígenes, de las raíces de todas las cosas. Polemiza contra: a) el
“naturalismo”, que sólo se atiene a los hechos; b) el “psicologismo”, que sólo se atiene a las vivencias. Contra el
primero destaca la existencia de las “ideas” y contra el segundo el aspecto intencional de las significaciones.
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inventado por la mente que lo considera. Pero esto no excluye que, por el acto pensante del hombre, no
advenga, en el mundo, y en el hombre, un original enriquecimiento.
El hombre no es la “luz”, como pretende el racionalismo; es el huésped natural de la luz, es el portador del
lumen naturale, a cuyo resplandor las cosas entregan sus secretos, pero sólo gracias al combustible que ellas
ofrecen, puede la mente iluminar. Adueñarse de esa luz es el error idealista. Negar la residencia del hombre
en la luz que le es connatural, es el error de todos los naturalismos empiristas. El “verbo” del hombre no es
el verbo creador y originario. Su palabra es tardía: el pensamiento humanose alimenta con el producto o
laintención significante de una “palabra” anteriormente pronunciada. El existente humano no es el creador
del ser, sino el “pastor del ser”, como ha dicho Heidegger. El hombre está ahora en condiciones sólo de ver,
no la luz, sino lo “iluminado”.
4. Conclusión
El ensanchamiento material del universo tiende a desmayar y amedrentar al hombre que olvida su
dimensión espiritual. La muerte, entendida como la nada, parecería la vocación natural de esta creatura
olvidadiza, el único fruto que madura dentro de la precaria corteza humana. Esta tentación nihilista
serpentea en algunos cerebros filosóficos actuales. Con todo, a pesar de la mole material que agobia al
hombre, por medio del poder espiritual que reside en él, y por medio de la razón natural fortificada por la fe,
le es posible al filósofo ponerse más allá de los motivos de la desesperación y descubrir que, en el
fundamento del universo no hay un anhelo atormentado, sino que hay júbilo y que la alegría muerde más
hondo que el dolor. El filósofo puede llegar a ver que en el comienzo de todo hay gozo, y que, al final,
también el hombre puede apropiarse el júbilo del fundamento último personal del universo.
Contemplada desde el valor del espíritu, la creatura humana desborda la mole material. “El hombre
sobrepasa infinitamente al hombre”, decía Pascal en sus Pensées. A pesar de que la Tierra aparezca cada vez
más, desde el punto de vista material, como el planeta silencioso, olvidado y perdido en la polvareda de los
mundos, ella sigue manteniendo su prestigio y rectoría. El personaje central del Partage de Midi de Paul
Claudel, Mesa, a punto de morir, dice así en su Miserere final dirigiéndose a las estrellas:
¡Salve, hermanas mías! ¡Ninguna de vosotras, oh brillantes, soporta el espíritu, pero sola en el
centro de todo, la Tierra ha germinado al hombre, y vosotras, como un millón de blancas ovejas,
volvéis la cabeza hacia ella, que es como el Pastor y como el Mesías de los mundos!
La Tierra es como el Mesías y el Pastor de los mundos, porque en ella se aloja el hombre animado por un
soplo espiritual capaz de abarcar y comprender la totalidad. La Tierra, Mesías y Pastor de mundos, porque
en ella está el hombre que es el “pastor del ser”.
Presentamos aquí una Introducción a la filosofía edificada sobre el valor del espíritu, la metafísica y el ser.
Creemos que así evitamos dos posibles peligros que pueden presentarse en toda obra de este tipo. En
primer lugar el peligro de la dispersión histórica y problemática, debido a una falta de criterio orientador. En
segundo lugar, el peligro de volverse einseitig, unilateral, “univisual” debido a la estrechez del punto de vista
elegido.
Una filosofía del “ser” está más allá de toda limitación, desde el momento que el ser es el fondo común de
todo lo que existe y puede existir. Es el horizonte de los horizontes, el englobante supremo y el vínculo
original más original y definitivo. Pero admitir esta singular y privilegiada función del ser, implica
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necesariamente admitir también el valor de la “inteligencia espiritual” que lo pone en descubierto, junto con
el valor de la “metafísica”, en cuyo interior se desenvuelve ese fecundo y trascendental diálogo entre la
inteligencia y el ser.
El filósofo es la sede natural de este diálogo. La dirección y el sentido del mundo dependen, en gran parte,
de la naturaleza de este pensamiento, fruto de aquel silencioso diálogo, y a la vez, de la palabra que lo
manifiesta haciéndolo accesible y comunicable. Introducirse en la filosofía con verdadera vocación para este
tipo de saber, es disponerse a entrar en ese reino invisible donde, según la afirmación de Nietzsche, se
incuban las tempestades y se manipulan los secretos comandos de la conducción del mundo. El hombre
carnal sonríe cuando oye decir que el “pensamiento” o el “espíritu” conducen el mundo, y cree que las
palabras del filósofo son mera palabrería. Pero, ya decía Platón (en el Parménides):
Es hermoso y divino el ímpetu ardiente que te lanza a las razones de las cosas; pero ejercítate y
adiéstrate en estos ejercicios que en apariencia no sirven para nada, y que el vulgo llama
palabrería sutil, mientras eres aún joven; de lo contrario, la verdad se te escapará de entre las
manos.