El Desarrollo Moral Del Niño
El Desarrollo Moral Del Niño
El Desarrollo Moral Del Niño
La palabra moral deriva del vocablo latino mores, que alude a la costumbre o tradiciones.
Cuando observamos los esfuerzos que hace el niño pequeño para adecuarse tempranamente a
las pautas de conducta que se acostumbran en el medio al que pertenece, lo primero que
pensamos es en su deseo de evitar castigos. Sin embargo, no podemos negar la existencia de
otros motivos para actuar como lo hace: cuando toma la escoba para ayudar en la limpieza de la
casa, o le alcanza los zapatos a su papá que se prepara para salir, o... es indudable que hay algo
más moviendo su conducta que la simple evitación de castigo.
Al hablar del desarrollo moral, estamos haciendo referencia a dos elementos de la moralidad que
son indisolubles, inseparables. El primer elemento, la conciencia moral, reúne todas las
prohibiciones: comprende toda conducta que debe ser evitada, aprendizaje que se da
fundamentalmente a través de la experiencia del castigo: una reprimenda, una mirada de
reprobación, una penitencia...
Si toda la moralidad se resolviera en la conciencia moral, el ser buenos equivaldría, simplemente,
a no ser malos. Nuestra conducta, por lo tanto, se orientaría a evitar lo que està prohibido. Pero
¿quèé es lo que nos impulsa a preferir actuar de un determinado modo, juzgándolo como el
mejor? Es necesario un segundo elemento, el ideal del yo, que es el que comprende la imagen
que cada uno tiene de aquel que quiere llegar a ser, imagen que hemos ido fortaleciendo a travès
de la experiencia de ser premiados: cuando nos dieron una mirada de aprobación o una sonrisa,
cuando manifestaron sentirse orgullosos de nosotros o nos felicitaron, cuando fomentaron una
acciòn, cuando nos sentimos orgullosos por la obtención de un logro por el que nos esforzamos...
Esta imagen ideal se convierte en nuestra imagen directriz: toda conducta la tomarà en referencia,
según nos acerque o nos aleje de aquello que sentimos que estamos llamados a ser. Es la zona
moral que se relaciona màs directamente con la autoestima: cuanto mayor sea nuestra
autoestima, mayor serà nuestro ideal del yo... Como se imaginarà, muchos problemas de
conducta se relacionan, màs que con una deficiente conciencia moral, con un pobre ideal del yo.
El interjuego de conductas, màs la internalizaciòn de los castigos y recompensas iràn
configurando el código moral, al que definiremos como el conjunto interiorizado de normas. A
medida que se vayan desarrollando las cogniciones, conductas y emociones asociadas a
situaciones morales, el niño irà formulàndose y replanteàndose esas reglas iniciales, en una
constante construcción.
Las investigaciones de Piaget sobre el desarrollo moral del niño[1] siguen siendo el trabajo màs
sistemático al respecto, y el màs citado.
A Piaget le preocupaba investigar las cogniciones de los niños respecto de los conceptos de lo
correcto y lo incorrecto, y para ello los observò en situaciones de juego. Asì fue como logrò
identificar cuatro fases:
1ª FASE (hasta los 3 años aproximadamente): los niños se concentran en simples actividades
libres, sin preocuparse por la existencia de reglas. Si reconocen algún lìmite, únicamente seràn
los esquemas que han desarrollado hasta el momento, o sea, lo que son capaces de hacer. Para
ellos, no existe el “puedo, pero no debo” sino sòlo el “puedo o no puedo”, entendiendo el puedo
como capacidad para hacer: puedo saltar, pero no con un solo pie; no puedo treparme a la mesa,
y no porque sea incorrecto sino porque no llego... pero sì puedo treparme a la silla... y de allì a la
mesa. ¡Ahora puedo!
2ª FASE (desde los 3 a los 5 años): juegan imitando los modelos de los adultos. Ya reconocen la
existencia de reglas, que caracterizan como lo màs importante, por lo que las consideran fijas e
inalterables. A pesar de esta alta consideración, por su egocentrismo suelen concentrarse en una
de las reglas e ignorar el resto (por supuesto, se concentraràn en la que les conviene), y no es
extraño que a lo largo de un juego vaya cambiando la regla considerada. Supongamos, por
ejemplo, que estàn jugando a los palitos chinos. Saben que si al levantar un palito mueven el
resto, deben dejar el turno, por lo que controlan con sumo cuidado que nadie mueva los palitos al
jugar. Pero, al tener que dejar ellos mismos el lugar a otro jugador por moverlos, insisten en
quedarse con el palito que estaban intentando sacar “porque ya lo agarrè”. Otro ejemplo tìpico
aparece en la escuela cuando se trabaja la noción de clasificaciòn: comienzan agrupando
cuadrados, pero luego de tomar tres cambian repentinamente el criterio y, como el ùltimo
cuadrado elegido es azul, continúan seleccionando figuras azules sin importar cuàles sean...
hasta que vuelven a cambiar el criterio y, como la ùltima figura azul era un cìrculo, siguen con los
círculos. Al final, su colección queda conformada por una hilera compuesta por: un cuadrado
amarillo, un cuadrado rojo, un cuadrado azul, un triàngulo azul, un rectángulo azul, un cìrculo azul,
un cìrculo rojo, un cìrculo amarillo.
En estas dos primeras fases, al evaluar la moralidad de los actos, los niños prestan poca atención
al motivo que subyace a la conducta, a la que juzgan por sus consecuencias y no por sus
intenciones. Para ellos es màs grave romper una pila de platos mientras se ayuda a mamà a
lavarlos, que romper uno sòlo al treparse a la mesa sin permiso para jugar sobre ella. Por eso es
muy importante ser especialmente prudente con niños de estas edades al decidir què castigo
corresponde ante una transgresiòn: ellos juzgaràn la gravedad del hecho en función de la
gravedad del castigo. Si somos arbitrarios o poco reflexivos, (castigando unas veces lo que
pasamos por alto otras, o castigando fuertemente pequeñas faltas mientras somos débiles ante
otras màs graves) quizás estemos reforzando mensajes que no son los que queremos transmitir.
Esta tendencia a considerar el castigo como estrictamente proporcional a la falta cometida, sin
importar otros factores, conlleva un modo particular de entender el significado de la sanción: como
sanción expiatoria. A este cuidado debemos sumarle el hecho de que tienden a considerar
buenas o justas todas las recompensas y castigos que les imponen las personas que tienen
autoridad sobre ellos, justamente por provenir de la autoridad, lo que nos obliga no sòlo a ser
coherentes en nuestras conductas, sino con los otros adultos que obran como referentes.
3ª FASE (hacia los 7/8 años, hasta los 11/12): respetan las reglas pero desconocen su
fundamento. Si se les pregunta el por què de una regla, suelen contestar que “porque asì lo dicen
las reglas”. Son capaces de comprender que pueden establecerse excepciones mediante
acuerdos, pero es difícil que lo logren ya que, puestos a negociar, sòlo aceptaràn cambiarlas
cuando consideren que el cambio les permitirà obtener claras ventajas. A esta edad expresan una
fuerte insistencia en la igualdad para todos respecto de los premios y castigos, a tal punto que les
cuesta considerar las circunstancias. Por ejemplo, no aceptaràn de buenas ganas que la maestra
califique de modo diferente dos trabajos iguales –o con la misma calificación trabajos diferentes-
aunque reconozcan que a su compañero le costò mucho màs esfuerzo que a èl llegar a ese
resultado.
4ª FASE (desde los 11/12 años hasta el fin de la adolescencia): consideran a las reglas como
guìas establecidas de acciòn, que, por lo tanto, pueden ser cambiadas y acordadas. Por ello
podemos afirmar que tienen una actitud relativista respecto del establecimiento de las reglas y el
acuerdo sobre sus cambios, pero una vez que estàn establecidas, observan un riguroso respeto
por ellas. Hacia esta edad moderan su demanda de igualdad ante premios y castigos, ya que son
màs partidarios de la equidad, que implica un igualitarismo relativista al tener en cuenta las
intenciones y las circunstancias.
En estas dos ùltimas fases, comienzan a pensar en el motivo por el cual actúa una persona, y son
capaces de sopesar las circunstancias. Estas dos nuevas variables (intención y circunstancias)
van cobrando mayor importancia cuanto mayor es la edad, pero podemos afirmar que aparecen a
edades màs tempranas que las que fija Piaget (ya podemos encontrar su consideración en niños
de la 2º FASE). Este cambio de criterio en la evaluación de la moralidad de los actos, desde la
consecuencia hacia la consideración de la intencionalidad y las circustancias, es un importante
avance hacia la autonomía moral, y posibilitarà la consideración de que no es necesario ser
vigilado para comportarse adecuadamente, como no es necesario ser descubierto para saber que
se actuò mal. Podemos afirmar, entonces, que se considera la sanción por reciprocidad, èsto es,
se hace hincapié en la justicia y en la necesidad de reparar la falta màs que en la de ser
castigado.
A partir de este análisis, Piaget logrò identificar dos formas básicas de moralidad en la infancia:
MORAL DE OBLIGACIÓN
Estadìo del realismo moral
Comprende 1ª y 2ª fases
NIVEL PRECONVENCIONAL
MORAL DE COOPERACIÓN
Estadìo de la reciprocidad moral
Comprende 3ª y 4ª fases
NIVEL CONVENCIONAL
Selman[2] explica, en un interesante trabajo sobre las características del pensamiento del niño en
situaciones sociales, una de las claves del proceso que permite el pasaje del nivel
preconvencional al convencional. Para este investigador, se trata de un camino con cuatro hitos:
· Al principio, los niños no hacen distinciones entre sus ideas y percepciones y las de los demàs.
· Luego, comienzan a diferenciar entre sus pensamientos y los de los otros, pero no se esfuerzan
por comprenderlos ni tenerlos en cuenta.
· Màs tarde, intentan explicar còmo se sienten los demàs, pero al hacerlo suponen que sus
propios sentimientos pertenecen al otro (creen que existe una semejanza de intereses e
inquietudes ajenos con los de èl).
· Hacia los 6 años, comprenden que los otros tienen ideas y puntos de vista que pueden ser
iguales o diferentes a los propios, con el mismo o distinto fundamento lógico. Esta posibilidad
marca el punto de pasaje del nivel preconvencional al nivel convencional en el desarrollo de la
moral.
Si seguimos esta explicación, como docentes de los primeros años de la escolaridad básica –o
aùn en el nivel inicial- podemos facilitar este pasaje en nuestros alumnos, a travès de la
realización de juegos de roles en los que les posibilitemos experimentar el lugar del otro:
· Jugar a que somos el otro (la mamà, la maestra, el profesor, el policía, mi compañero, un
vecino...)
· Tratar de “adivinar” què harìa el otro –o còmo se sentirìa- en una determinada situación (¿què
harìa mamà si me pidiera que la ayudara a ordenar la casa, y yo me negara? ¿què harìa mi
vecino si accidentalmente rompiera su vidrio con mi pelota? ¿què esperarìa èl que yo hiciera al
respecto? ¿còmo creo que se siente mi compañero cuando lo excluimos del juego porque no es
tan habilidoso?)
· Representar situaciones, intercambiando roles (use aquì su imaginación para promover todas las
dramatizaciones que sean posibles),
· Hipotetizar acerca de las intenciones e intereses de los otros frente a una situación dada (¿por
què creès que en “tal” escuela no permiten correr en el patio durante los recreos? ¿por què mamà
no los deja cruzar la calle solos, o viajar en colectivo, o...? ¿por què “Fulanita” ocultò que habìa
sido ella quien perdiò el lápiz de “Menganito”?)
Etc.[3]
Estos estudios han permitido el desarrollo de innumerables investigaciones acerca del desarrollo
de la sociabilidad y de las nociones morales en los niños. Las principales conclusiones a las que
se ha llegado en los trabajos recientes pueden resumirse en los siguientes puntos:
· El desarrollo de las habilidades necesarias para asumir roles recíprocos y para recordar y contar
historias guarda una relación directa con el desarrollo de los juicios morales convencionales. Así,
los niños que demuestran poca habilidad para recordar y contar historias suelen estar en el nivel
preconvencional del desarrollo moral. En consecuencia, podemos averiguar el nivel del desarrollo
moral de nuestros alumnos mediante una actividad sencilla: individualmente, se les muestra a
cada uno una secuencia de láminas con un orden lógico y se les pide que cuenten la historia que
representa. En un segundo momento, se retiran las láminas que permiten identificar la relación
causa-efecto y se los interroga acerca de qué historia suponen que contaría un compañero al que
se le mostrara la nueva serie. La habilidad para contar una nueva historia, prescindiendo de los
conectores eliminados y poniéndose en el lugar del otro al asumir un nuevo punto de vista, es
indicativo del nivel convencional en el desarrollo moral. Corolario: como ya afirmamos unas líneas
más antes, podemos estimular este desarrollo mediante ejercicios de representación de roles, que
les permitirán dirigir su atención hacia los sentimientos de los otros.
· Todas las investigaciones sobre altruismo (el interés aprendido y no egoísta por el bienestar de
otras personas, aún a expensas de uno mismo) revelan que la conducta de los adultos influye en
gran medida en la generosidad de los niños:
1. los niños tienden a repetir los modelos de generosidad o mezquindad que reciben de los
adultos que los rodean;
2. cuando han recibido modelos de comportamiento mezquino, una felicitación por haber sido
generosos se constituye en un importante estímulo para reforzar esta conducta. Pero cuando han
recibido modelos de comportamiento generoso, la felicitación no parece surtir el mismo efecto (la
influencia predominante es la del modelo positivo);
3. sin embargo, cuando un niño que ha recibido modelos mezquinos recibe una felicitación por su
generosidad por parte de esos adultos-modelo, tiende a inhibir la conducta en lugar de reforzarla,
lo que indica una temprana susceptibilidad ante la hipocresía;
4. estas observaciones se constataron independientemente de la edad de los niños testeados, y
nos permiten concluir que el factor más importante para fomentar conductas morales es la
presencia, justamente, de buenos modelos de conducta moral.
· Existe una alta correlación entre la conducta honesta y la autoestima. Cuanto mayor es la
expectativa que tienen los niños de tener éxito en sus logros futuros, y cuánto más los adjudican a
su propio esfuerzo (y no, por ejemplo, a la suerte o la buena voluntad de los demás para
favorecerlos) menos tendencia tienen a hacer trampas (en el juego, en los exámenes, en la
veracidad de lo que afirman). En consecuencia, para el desarrollo de la conducta honesta es
imprescindible el fomento de una buena imagen de sí mismo. Para ello los docentes podemos
colaborar proponiéndoles tareas de complejidad creciente, que supongan siempre un reto (que no
sean tan fáciles que no conlleven algún esfuerzo), pero que se trate de un reto abordable (que no
sean tan difíciles que los condenen necesariamente al fracaso). Son también útiles las actividades
de autoevaluación, ya que les permite constatar sus propios avances (y así reforzar sus
expectativas de éxito) y relacionarlos con su esfuezo.
· Se advierte una relación directa, e independiente de la edad, entre las emociones negativas
(enfado, tristeza, incomodidad...) y la agresividad manifiesta. El mejor modo de disminuir la
agresividad en nuestras escuelas es crear un ambiente de trabajo agradable y un clima
distendido, ya que las emociones negativas y la agresividad inauguran un círculo vicioso de
gravedad creciente que es difícil de romper.
Cuando analizamos los resultados de estas investigaciones, estamos haciendo foco en una
noción de infancia a la que asumimos con ciertas características que la distinguen,
particularmente la heteronomía moral y la necesidad de cuidado por parte de otros. Ahora bien,
¿se trata de un concepto que hace alusión a una realidad natural? ¿o la infancia es una
construcción social?. ¿Cómo se ha llegado a esta concepción?
Mariano Narodowski, en su “Después de clase”[4], sostiene que la infancia –tal y como la
conocemos y entendemos- es una construcción histórica propia de la modernidad, cuyas
características en el Occidente moderno pueden ser esquemáticamente delineadas a partir de la
heteronomía, la dependencia y la obediencia al adulto a cambio de su protección. Como resultado
de esta concepción, la institución escolar moderna se constituye en el dispositivo que se
construye para encerrar a la niñez y a la adolescencia: un encierro material, corpóreo; pero
también un encierro epistémico, que se hace evidente en la apropiación de este concepto por
parte de la Pedagogía y la Psicología de la Educación, que asimilan el concepto de infancia al de
alumno. Así, quien se coloca en la posición de alumno, cualquiera sea su edad, se sitúa en el
lugar de una infancia heterónoma y obediente, aunque desde el punto de vista etáreo no se trate
necesariamente de niños.
Así, en la institución escolar moderna, el ser alumno equivale a ocupar un lugar heterónomo de
no-saber, contrapuesto a la figura del docente: un adulto autónomo que sabe, y en virtud de este
saber decide qué se enseña, cómo se enseña y para qué se enseña. La escuela de la
modernidad niega la existencia de todo saber previo en los alumnos, a menos que coincidan
exactamente con los que ella transmite.
Ser alumno, en este contexto, no es otra cosa que ser un cuerpo que, en manos de un educador,
debe ser formado, disciplinado, educado. Y por indefenso, ignorante y carente de razón, debe
obediencia a quien lo guiará hacia la autonomía en la que la obediencia ya no sea necesaria.
Ahora bien, ¿hasta dónde es posible sostener, en la actualidad, esta idea de un cuerpo
heterónomo, obediente, dependiente de las decisiones de los adultos? Diversos trabajos
sostienen la idea de que el niño, en el sentido moderno –y por tanto obediente, dependiente,
susceptible de ser amado y cuidado- está en decadencia. Es más, ya ni siquiera podría hablarse
de “una infancia”, sino que el concepto estaría dividiéndose y fugando hacia dos polos.
Uno de estos polos, siguiendo a Narodowski, lo constituye la infancia realizada. Se trata de los
chicos que realizan su infancia con internet, computadoras y una multiplicidad de canales de cable
que les permiten –control remoto en mano- apropiarse de experiencias y saberes que a los
adultos nos costaron décadas procesar; con vídeo y family games... chicos que ya hace mucho
que abandonaron el lugar del no-saber. Se trata de niños que no despiertan en los adultos un
sentimiento particular de protección, sino más bien una cierta admiración, preocupación y hasta
recelo.
Educados en una cultura mediática de la satisfacción inmediata, demandan inmediatez
(¿recuerda a Luca Prodam, el líder de Sumo, pregonando su “no sé lo que quiero pero lo quiero
ya”?). Respecto del saber, manifiestan ante los desafíos tecnológicos una facilidad de la que
carecemos los adultos.
Viven en un mundo en el que la experiencia no parece ser necesaria ni útil, ni es valorada; en una
cultura signada por cambios constantes e imprevisibles que requiere de respuestas que sólo
parecen capaces de dar quienes se han formado en esa misma vertiginosidad. Lejos están de las
culturas en las que los cambios lentos volvían necesario al “Consejo de Ancianos”, pero también
de aquellas en las que la juventud marcaba la ruptura con el orden establecido. En una cultura
donde el cambio es lo único constante, la experiencia se vuelve un valor inservible dado que todo
nuevo desafío impondría una situación original, singular, diferenciada de cualquier otra
precedente. El modelo a mirar ya no es el pasado, sino el aquí y el ahora, configurándose una
lógica de la satisfacción inmediata, en la que toda acumulación tiene sentido en tanto puede ser
aprovechada en lo inmediato.
El otro punto de fuga del concepto de infancia lo constituye el polo de la infancia desrealizada.
Son los chicos que se han vuelto independientes y autónomos porque viven en la calle, o pasan
gran parte de su tiempo en ella, o porque trabajan desde una edad temprana. Son los que
pudieron reconstruir una serie de códigos que les brindan cierta autonomía económica y moral.
Frente a ellos, que encarnan una niñez autónoma que ha construido en la calle sus propias
categorías morales, también es difícil que se nos despierten sentimientos de ternura y protección.
Se trata de una niñez que no está infantilizada, que no es obediente ni dependiente.
Es la infancia que ha sido excluida físicamente de las relaciones de saber, pero también
institucionalmente -van poco a la escuela, inconstantemente, o directamente han dejado de ir-. Y
aún cuando van, suelen ser los que obtienen mínimos o ningún beneficio de su escolaridad.
Quienes aprenden a leer no escapan al “destino” de analfabetismo: se trata de los nuevos
analfabetos, los analfabetos virtuales.
Si bien es cierto que niños pobres, excluidos, autónomos existieron siempre, también es cierto
que desde el siglo XIX para la utopía pansófica[5] la escuela pública se concebía como el ámbito
capaz de absorber a esos niños. Esto es lo que hoy está cuestionado[6], y junto con este
cuestionamiento aparece la noción de “infancia incorregible”: la encarnada por los niños y
adolescentes marginales, sin retorno, para los que se discuten la baja en la edad para la
imputabilidad de los delitos penales y hasta la pena de muerte para los más graves.
Sencillamente, el problema no consiste en que haya aumentado el número de niños y
adolescentes habituados al robo, el asesinato, la prostitución o la comercialización de sustancias
prohibidas; lo que ha cesado es la capacidad de darles respuestas que impliquen su reinserción
en la infancia heterónoma, dependiente y obediente. Junto con este cese, hay una retirada de la
Pedagogía y la Psicología Educativa en la producción de discursos sobre esta infancia, y así
dejan de ser llamados “niños y adolescentes”, para convertirse en “menores”. Su lugar ya no es la
escuela, sino el correccional o la cárcel; y la noción de esta infancia ya no responde a un discurso
pedagogizado, sino judicializado.
La infancia ha cambiado. El niño era un ser indefenso, que necesitaba nuestro amor y cuidados, y
nuestras enseñanzas. Debía obedecernos por la sencilla razón de que su capacidad era
incompleta y sus conocimientos no eran útiles en la sociedad de los adultos. Infancia era igual a
dependencia, obediencia y heteronomía. Y quienes debíamos protegerlos estábamos
convencidos de eran los “únicos privilegiados”.
Pero este principio de siglo pone en un lugar relevante a la experiencia virtual, la capacidad
tecnológica, el saber telemático e informático. Su mundo es tan legítimo como el mundo adulto:
consumen, y si no consumen, emergen con violencia para poder consumir.
Se trata de chicos que portan una cultura que obliga a maestros y padres a adaptarse a ella. Y ya
no es el chico quien se calla frente a la cultura escolar, sino la escuela quien trata de adaptarse a
los nuevos escenarios: escuelas con computadoras y video, libros de texto que parecen
historietas y con personajes calcados de los dibujos animados, docentes que se definen como
“animadores”... y frente a ellos, los nostálgicos: los docentes que castigan con amonestaciones,
que se niegan a toda consideración de los nuevos saberes tecnológicos –y más reactivamente, a
toda actualización en el conocimiento-, que ven en todo niño y adolescente un delincuente en
potencia y por lo tanto dedican toda su energía al disciplinamiento, el orden y la vigilancia.
Los chicos que hoy están en nuestras escuelas son, por un lado, más autónomos en su capacidad
de elección y su independencia tecnológica; mientras que, paradojalmente, se vuelven más
indefensos frente a la influencia de los medios masivos de comunicación y la compulsión al
consumo. Son chicos que cuestionan a la escuela como institución capaz de dar respuestas, y al
hacerlo nos cuestionan como adultos y educadores. Y mientras tanto, nosotros, tratamos de
mirarlos en el espejo de los niños y adolescentes que fuimos... un espejo que ya no existe.
Antes de que nos preguntemos cómo educarlos se impone que miremos hacia delante: hacia
dónde queremos llevarlos.