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Viaje Alrededor Del Mundo

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En

la mejor tradición de los viajeros ilustrados del siglo pasado, Chamisso (1781-
1838) nos descubre en estas memorias de su Viaje alrededor del mundo un mundo
exótico tanto por su remota geografía como por las insólitas vivencias a que da lugar,
revelándonos, al mismo tiempo, su compromiso con la humanidad y, sobre todo, con
el individuo.

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Adelbert von Chamisso

Viaje alrededor del mundo


ePub r1.1
Titivillus 29.04.2023

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Título original: Reise um die Welt in den Jahren 1815-1818
Adelbert von Chamisso, 1836
Traducción: Carlos Sánchez Rodrigo
Retoque de cubierta y de ilustraciones: diego77

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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DEL PRÓLOGO DE CHAMISSO A REISE UM DIE WELT.

Siendo yo un niño Cook levantó el velo que ocultaba un mundo todavía rebosante
de fantasía y de seducción, y yo no podía representarme a aquel hombre
extraordinario sino como rodeado de fulgente aura, cual se presentara Cacciaguida al
Dante en el quinto de los cielos. Yo era por lo menos el primero que emprendía un
viaje semejante desde Berlín. Ahora parece que el dar la vuelta al mundo es uno de
los requisitos de toda educación académica, y que en Inglaterra piensan ya en equipar
un correo que por poco dinero lleva tras las huellas de Cook a los ociosos.
A menudo he tenido ocasión de impartir algún que otro consejo a amigos jóvenes,
consejo que nadie ha seguido jamás. Les decía que si yo regresara de un viaje
científico del que tuviera que rendir un informe decepcionaría en éste a los ilustrados,
pues sólo atendería a hacer presente al lector cuanto se refiriera a tierras y gentes
extrañas o, mejor, a mí mismo en semejantes circunstancias; y según el éxito de la
voluntad y de la imaginación cada uno conjeturaría ensoñado los sucesivos destinos
de dicho viaje. Separadamente, presentaría entonces a los académicos lo que escaso o
significativo hubiera de cada disciplina de la ciencia o felizmente me hubiera sido
dado conseguir.

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Caricatura sobre el viaje de circunnavegación de Chamisso.
Litografía de un dibujo de E.T.A. Hoffmann, Berlín 1816.

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PRÓLOGO

Louis Charles Adelaïde Comte de Camisso (1781-1838) nace francés, de vieja


estirpe noble de la Champagne con ralees que se remontan hasta el siglo XIV, y a los
nueve años de edad debe abandonar su Chateau de Boncourt, sede y solar de la
familia, para cruzar a toda prisa una frontera extraña huyendo de la Revolución. En
Prusia contribuye con sus hermanos mayores al sustento familiar coloreando
miniaturas y medallones. Más tarde será paje de la reina Federica Luisa, gracias a la
cual estudiará sucintamente en el Collège français de los hugonotes de Berlín. La
tolerancia del régimen de Napoleón hace posible el regreso de los suyos a Francia y,
dice él mismo: «… me quedé solo, precisamente en esos años en que el adolescente
madura en hombre; solo y prácticamente desasistido de toda educación». Convivirá,
pues, con alemanes; malvivirá de la mísera soldada de un regimiento de infantería; y
desvivirá en incesante búsqueda de identidad y radicación definitivas. Pasa por
alemán entre los franceses y por francés entre los alemanes. La ruindad de un ejército
mercenario mal casa con las viejas resonancias gálicas de «Grande Armée» y «petit
salon», y al cabo de la denota prusiana viste de nuevo el civil y cuenta con tiempo
sobrado para preguntarse ¿y ahora qué? Entretanto, las largas horas que sus otrora
compañeros de tediosas guardias habían dedicado a los naipes él las había invertido
en un mejor conocimiento de la literatura alemana; en su caso, viático necesario para
aliviar el hastío de los días siempre iguales para el paisano sometido a la sordidez del
cuartel.
Chamisso entra así en el gran movimiento del Romanticismo alemán; pero su
entrada es meramente circunstancial. Su contemporáneo Eichendorff señala: «… el
invisible e íntimo poder de la poesía, que [Chamisso] intuía, no le bastaba; también
deseaba ver sus efectos prácticos: la poesía debía “inflamar”, gustaba él decir
pugnazmente; así, al estilo neofrancés, no pocas veces la llevó hasta lo macabro y
atroz». Pero, es que por lo que a él concernía, así era el cariz del momento. Vinculado
a dos naciones, ninguna de ellas acababa por reconocerle como propio; y como Peter
Schlemihl, el protagonista de su obra más célebre, fiel reflejo del eterno conflicto
entre el ser y el estar, Chamisso exclamará un día amargamente en Ginebra, otra de
las estaciones de su particular vía crucis: «Je suis partout étranger».
La única patria que no reclama servicios ni clase alguna de legitimación es la
Naturaleza. No ha de sorprender, pues, que Chamisso se afiliara a ella con profunda
devoción. El Jura y los Alpes saboyanos serán marco de sus dilatadas excursiones
botánicas y propiciarán su reconciliación con la vida, en desenlace tan poco
romántico como diferentes son el realismo de sus relatos naturalistas y el aura
fantástica de los cuentos característicos de la época, aun cuando en el caso de nuestro

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autor se produzca la feliz convergencia de hallar en la Filosofía lo poético y en la
Poesía lo filosófico.

*
El azar quiso que Chamisso leyera en casa del editor Hitzig un artículo de prensa
donde se anunciaba la inminente partida de una expedición rusa al Polo Norte en
busca de un paso en el piélago de islas de la zona ártica americana. Los buenos
oficios del amigo hicieron el resto, y el 9 de agosto de 1815, en la rada de
Copenhague, ascendía Chamisso la pasarela del «Rurik», un dos palos de sólo ciento
ochenta toneladas, en calidad de científico titular de la expedición, para registrar,
catalogar y dar cuenta de cuantas nuevas especies ofrecieren la fauna y la flora de los
remotos lugares por visitar. En la mejor tradición de los viajeros ilustrados, Chamisso
nos descubrirá un mundo exótico, tanto por su variopinta geografía como por las
insólitas vivencias a que da lugar; pero, a diferencia de aquellos, suma al interés
científico de su clase un talante humano que hace de sus descubrimientos ocasión
propicia al sentir personal y a la introspección. En efecto, la riqueza de matices con
que retrata a los pintorescos personajes que nos presenta en estas memorias de su
viaje de circunnavegación revela su compromiso con la humanidad y, sobre todo, con
el individuo.
Esta particular circunstancia hace del relato que nos ocupa un testimonio que nos
resulta muy próximo. De entrada, Chamisso no es marino, y falto, pues, de esta
peculiar condición, por fuerza ha de reflejar lo que ve y experimenta desde una óptica
del todo común a los más. Víctima del mareo, al que se sobrepone pero no vence,
deja que le cuenten de otros tan desafortunados como él en este sentido, Nelson por
ejemplo, y soporta con paciencia el malestar. Sumido en el horror de la tempestad, en
un mar que, al decir de Conrad «es incierta, arbitraria, impávida y violenta… con
algo de inane en su serenidad y de estúpido en su ira, que es infinita, omnímoda,
persistente y fútil…» pondera el acrecido denuedo con que se bate el oficial de
Marina y dirige la lucha contra los elementos, enorgulleciéndose y enriqueciéndose
con la superación del peligro y con la experiencia de su acto de voluntad y vigor. El
hombre sufre, pero no se rinde; se repliega en sí mismo, pero no se quiebra. Pero no
todo es penar, pues las latitudes meridionales le mueven a ponderar con maravilla
desde el privilegiado clima hasta la exuberancia de la Naturaleza multiforme. Y así,
no regatea sus alabanzas a la altiva palmera de los trópicos ni al colibrí que compite
sin recato con la mariposa. Sin embargo, aun prodigando los mejores adjetivos al
universo en tomo, es nuevamente el individuo el que halla su valedor más resuelto.
«Aprovecho ahora la ocasión para protestar airadamente contra la denominación de
salvajes aplicada a los isleños de los mares del Sur… […] …que bajo este fascinante
cielo sin ayer ni mañana viven para el presente y el placer». Y en otra ocasión:«… en

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pos de huellas humanas seguimos las veredas abiertas y examinamos las abandonadas
cabañas, otrora solícito techo. Podría comparar la sensación que me embargaba con la
que despertaría en nosotros la visita a la vivienda de alguien que, aun siéndonos
personalmente desconocido, supiéramos de suma calidad; así habría entrado yo en la
quinta de Goethe o fisgado en su cuarto de trabajo». En Chamisso es la constante.
No ha de sorprendernos, pues, que trabara amistad con Kadu, natural de Ulea, una
de las islas del archipiélago de las Carolinas, así llamadas en honor del rey Carlos II
de España, aun cuando su descubrimiento por Toribio Alonso de Salazar tuviera lugar
muchos años antes, a principios del siglo XVI, inmediatamente después del viaje de
Magallanes por la Micronesia al servicio de la corona española. ¿Vio Chamisso en
Kadu al hombre bueno por naturaleza cantado por Rousseau? Nos lo describe
generoso en su pobreza y agradecido en su corazón; puede que fuera así, pero estas
virtudes —como tantas otras— suelen adornar precisamente a quien es capaz de
apreciarlas en los demás.
La obra presente, que no recoge sino algunas partes del denso relato de esta gran
experiencia y aventura humana, sin duda habrá de acercar al lector a un hombre,
Adelbert von Chamisso, que desprovisto inicialmente de la inmanente seguridad que
da la pertenencia a un colectivo humano identificable y concreto, hizo de la
Naturaleza su patria, y recorriéndola en todos sus horizontes, se ganó reconocimiento
y calificación plurales. Las especies botánicas y de la fauna clasificadas por él son
cuantiosas; el canal de Kotzebue y la isla de Chamisso en los hielos árticos dan
imperecedero testimonio de la gesta exploradora; el mismo Alexander von Humboldt
propuso y obtuvo el nombramiento de nuestro autor como miembro de la Academia
de Ciencias de Berlín; Robert Schumann creó música para su poesía. Chamisso logró
echar poderosas raíces en Alemania; para entonces ya pertenecía al mundo.

CARLOS M. SÁNCHEZ-RODRIGO
Sant Just Desvern, octubre 1982

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Adelbert von Chamisso
VIAJE ALREDEDOR DEL MUNDO

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DE COPENHAGUE A PLYMOUTH. EL BARCO Y SU
ORDENAMIENTO. MAREO. ADMIRACIÓN POR NAPOLEÓN EN
PLYMOUTH. LA PRIMERA TORMENTA.

He aquí el lugar indicado para dar noticia, bien que provisional, de ese singular
mundo al que un tiempo pertenecí, y del cascarón donde aquél, comprimido y
encerrado, estaba destinado a verse zarandear durante tres años a lo largo y ancho del
océano. El barco es el hogar del marino; y en un viaje de exploración como el que
nos ocupa, dos buenas partes de tres flota como suspendido en total solitud entre los
azures del cielo y de la mar, quedando apenas una tercera parte del tiempo sujeto al
ancla a la vista de la tierra firme.
El objetivo del gran viaje puede que sea alcanzar lugares extraños; y es difícil,
más de lo que uno se imagina. El barco, por pequeño que sea, representa para uno la
vieja Europa de la que en vano intenta huir, donde los viejos rostros se expresan en la
vieja lengua, donde según costumbre sólidamente establecida se toma té y café a unas
horas determinadas, y donde toda la miseria de una vida doméstica, en nada
embellecida, le mantiene a uno bien aherrojado. En tanto, aún en suelo extraño, vea
ondear el pabellón de su nave, las orejeras seguirán manteniéndolo apegado a la
gleba. Y aun así ¡ama a su barco, como el montañés alpino su refugio, donde
voluntariamente permanece buena parte del año enterrado bajo la nieve…!
Los marinos, entre ellos los que voluntariamente se han alistado (y han sido
seleccionados) para esta expedición, constituyen un colectivo digno del mayor
respeto; gentes sólidas sometidas a la más rigurosa de las trías y dotadas de
disciplinada y resuelta disposición, orgullosos de haber sido llamados a esta
circunnavegación del globo.
El Capitán, que en su más temprana juventud dio ya la vuelta al mundo en el
«Nadeshda» de Krusenstern, es el único a bordo que ha traspuesto la línea ecuatorial;
el más antiguo, en años, soy yo.
El «Rurik», al que el Zar ha permitido enarbolar la enseña de la marina de guerra
para este viaje de exploración, es un bergantín muy pequeño, un dos palos de ciento
ochenta toneladas, provisto de ocho cañones en cubierta. Debajo de ésta, la cámara
del Capitán ocupa la popa del navío, separada del alojamiento de la tripulación, al pie
del palo mayor, por la escala de acceso común; una y otra dependencia reciben su luz
por la parte superior. El resto de la nave, incluida la cocina, al pie del palo proel, sirve
para acomodo de la tripulación.

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El «Rurik» zarpó de Kronstadt el 30 de julio de 1815 (dos días antes de lo que se
me había dicho) para dar fondo el 9 de agosto en la rada de Copenhague. Levamos
anclas el día 17 a las cuatro de la mañana, para echarlas de nuevo cuatro horas más
tarde frente en Helsingör. El viento, que alternativamente nos deja francas las puertas
para entrar o salir, no nos fue propicio hasta la mañana del día 19, fecha que a las diez
horas nos vio atravesar el canal junto con más de sesenta buques que, como nosotros,
habían aguardado ansiosos el momento favorable. Saludamos la fortaleza, sin esperar
al bote que a remo se dirigía hacia nosotros desde la nave de bloqueo, y con mejor
caminar que los mercantes que nos rodeaban pronto dimos alcance y superamos al
primero de ellos, dejando al punto atrás a toda la flota. El cuadro que se ofrecía a
nuestros ojos era verdaderamente hermoso y emocionante.
En nuestro crucero por el Mar del Norte tuvimos vientos casi
ininterrumpidamente contrarios, con tiempo húmedo y frío y cielo encapotado. Tras
prolongado y duro barloventear, un barco al que dimos llamada hubo de mostrarnos
el buque-faro de la boca del Támesis, que aún no habíamos logrado divisar. Durante
la noche del 31 de agosto al 1 de setiembre fui llamado a cubierta para contemplar las
luces de la costa francesa de Calais, aunque confieso que la impresión no
correspondió a mis expectativas. Una brisa favorable nos permitió atravesar al día
siguiente el estrecho de Dover. Albión y sus blancos y empinados cantiles quedaba ya
próxima, a nuestra derecha, mientras que a la izquierda, en lontananza, iba
perdiéndose poco a poco Francia entre la niebla; pronto se ocultaría a nuestra mirada
de modo definitivo. Aquel mismo día, a las pocas horas, echaríamos el ancla. Así, el
día 7 de setiembre, al mediodía, dimos fondo en Cathwater, frente a la ciudad de
Plymouth.
Este viaje fue para mí ocasión de duro aprendizaje. De entrada trabé
conocimiento con el mareo, con el que hube de pugnar incesantemente sin conocer
una sola vez la victoria. Es un estado ciertamente miserable el que nos impone esa
condición. Inactivo, el hombre tan sólo desea yacer en su hamaca o sobre cubierta, al
pie del palo mayor, dejándose acariciar por el viento, en el punto próximo al que
representa el centro de todo movimiento y donde éste se deja sentir menos. La
atmósfera cerrada del camarote es insoportable, y el mero olor de la comida provoca
una indecible repugnancia. Aunque la falta de alimentación adecuada, que yo era de
todo punto incapaz de conservar en mí, me debilitó notablemente, mi ánimo no
decreció. Dejé que me contaran de otros que habían sufrido aún más, y de Nelson,
que, aún tras largos días de mar, jamás lograría sustraerse a este mal. Soporté, pues,
con paciencia la prueba en aras del bienintencionado propósito…
Tan pronto como hubimos echado el ancla fui llamado a presencia del Capitán,
con quien me reuní en su cámara. Me habló seria y escuetamente, exhortándome a
reconsiderar mi decisión; nos encontrábamos en el último puerto europeo, donde el
desistir todavía era posible. Me invitó a reflexionar sobre el hecho de que como
pasajero a bordo de un buque de guerra, donde no se acostumbraba contar con tales

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presencias, no me cabía reclamación alguna. Atónito y consternado, repuse que era
decisión mía irrevocable el participar en el viaje, bajo cualesquiera circunstancias
posibles, y que, por consiguiente, a menos que se me apartara de él forzosamente, la
expedición habría de contar conmigo.
Las palabras del Capitán, que he reproducido aquí tal cual las anoté en su día y
resonaron durante muchos en mis oídos, hicieron en mí un impacto en extremo
desconsolador, del que no creía haber dado motivo. Sin embargo, no puedo echarle
nada en cara a aquél por lo que hace a lo expuesto. Parece tan natural que un
intelectual titulado, participe en una empresa de carácter ilustrado, desee ser
considerado una autoridad que, por no incomodar al capitán de la nave procede
prevenirse ante ello. Pues no caben dos autoridades a bordo del mismo barco, de lo
cual da buena prueba la experiencia habida con navíos mercantes donde, las más de
las veces, se producen situaciones desagradables si además del Capitán viaja un
sobrecargo representante del armador. Esta circunstancia es tenida en cuenta donde en
verdad se entienden bien las cosas de la mar. En Francia e Inglaterra, por ejemplo, ha
dejado de ser incorporado semejante intelectual ilustrado a los viajes de
descubrimiento; se busca, más bien, que a todos los que participan en la expedición
les alcance tal calificación; en los buques mercantes americanos, a su vez, el Capitán
es al tiempo quien dirige los asuntos comerciales, y las compañías mercantiles poseen
factorías cuya visita, al igual que eventual comunicación con el país de origen, es
asunto de exclusiva incumbencia del oficial que se encuentra al mando de la nave.
Aunque está en la misma esencia de las cosas, es de lamentar que el intelectual, a
quien a bordo de un barco mercante tan bien se considera, resulte tan constreñido
precisamente donde parece abrírsele un nuevo campo de acción. Acude pletórico de
deseos y de esperanzas, sediento de aventuras y empresas, para descubrir al pronto
que la principal tarea que le cabe consiste en hacerse tan inconspicuo, tan
inapreciable e invisible como le sea posible. Ha soñado exuberantemente en
combates contra los elementos, en peligros y gestas; en cambio, sólo halla el
inveterado tedio y la pequeña moneda fraccionaria de la miseria doméstica, botas sin
lustrar y demás yerbas.

*
No he vuelto a hacer mención de los eventos políticos que me llevaron a este
viaje y que, al punto de recibir mi llamada, quedaron relegados a un último plano.
Plymouth, el amable contacto con el cuerpo de oficiales del 43.º Regimiento, evocan
en mí el recuerdo de aquel Hombre del Destino al que desde aquí, poco antes de
nuestra arribada, había llevado el «Bellerophon» a Santa Helena, para que, después
de haber subyugado y dominado al mundo entero, viviera en miserable y conflictiva
compaña. Era general el entusiasmo concitado en torno al vencido, sentimiento que

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brotaba unánime y resonante de todas las clases sociales, en especial de las gentes de
armas. Todos relataban cuándo y con qué frecuencia lo habían visto y qué cosas
hacía, acordes sin falta en rendir tributo siempre a la cantidad; todos llevaban sus
medallas, le ensalzaban, y denunciaban llenos de rencor la arbitrariedad que lo había
sometido a los tribunales. ¡Cuán diferente del tenor aquí reinante no era la baja
afrenta de los españoles en Chile, que como el animal de la fábula competían por
propinar el último puntapié al león muerto! El «Bellerophon» había permanecido
anclado a buena distancia en el canal, y el Emperador condescendía en hacer acto de
presencia en cubierta entre las cinco y las seis. Para entonces eran incontables las
embarcaciones que rodeaban la nave, y las gentes concentraban ansiosas la mirada en
espera del instante en que les friera dado saludar al héroe y embriagarse en su
contemplación. Más tarde izó velas el «Bellerophon», y dando bordadas en el canal
aguardó la llegada de los pertrechos que aún le faltaban. Se hablaba de una denuncia
interpuesta contra Napoleón por causa de deudas, y de la consiguiente citación
emitida por un magistrado, citación que de haberse producido a bordo de la nave
durante su permanencia al ancla hubiera tenido por consecuencia que el demandado
habría tenido que comparecer ante el juez. Pero, tan pronto como hubiese puesto pie
en tierra, no habría podido ser sustraído a la protección de la Ley.

*
Levamos anclas el día 23 de setiembre, pero hubimos de dar nuevamente fondo
pues el viento arreció mucho poco después. No zarpamos, pues, hasta el día 25 por la
mañana, con terral débil que al hacerse más y más fresco nos obligó a barloventear a
la vista de tierra hasta la noche, cuando se convirtió en una verdadera borrasca.
Sufrimos algunas averías y se dañó un tripulante, de modo que nos consideramos
afortunados cuando con el alba del día 26 alcanzamos de nuevo nuestro antiguo
fondeadero; y no de manera directa, ya que abordamos un mercante inglés al que
ocasionamos daños en la jarcia y cuyo capitán, camisa arremangada y toalla al cuello,
barba aquí enjabonada ahí semirrapada, apareció al punto en cubierta hecho un
basilisco.
El «Rurik» hubo de librar una dura batalla contra la tormenta durante una
tenebrosa noche de otoño, en aguas iluminadas por el faro de Eddystone, frente a las
costas de Inglaterra contra las que peligraba zozobrar, hecho que nos forzó a lascar
todo el trapo. Por vuestros cuentos infantiles de toda la vida conocéis a buen seguro y
sobradamente el faro de Eddystone, esa bella obra de la arquitectura moderna que se
alza altiva y airosa sobre una roca solitaria perdida en medio del canal; me
excusaréis, pues, de más detalles descriptivos. Tampoco escapa a vuestro
conocimiento que en días de temporal el espumante dentado de las olas golpea hasta
la misma linterna, y reparando en que presentes aquí de consuno todas esas

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circunstancias, esperáis de mí una descripción en verdad poética. Amigos míos,
¡vacío de estómago, yacía yo quedo, muy quedo en mi litera, ajeno por completo a las
cosas del mundo y apenas consciente del ruido, mientras la mesa, sillas, botas,
gavetas y objetos del más variopinto carácter danzaban, tris tras, vaivenientes en mi
camarote, al ritmo que en cubierta marcaba el viento en la jarcia y subrayaba la mar
en el pantoque! ¡Qué desvalido animal es el hombre víctima del mareo os lo podéis
imaginar si paráis mientes en que nuestro buen Doctor, siempre solícito y capaz en su
hacer como nadie, llamado al punto y mandado a asistir a los marineros heridos,
quedóse inmóvil y como ausente en su yacija hasta que todo hubo pasado!

Faro de Eddystone. Grabado contemporáneo sobre cobre.

¿Os ha ocurrido, como a mí, que la casa donde vivís se os incendie al pronto una
noche? ¿Acaso habéis dejado de hacer, prudentes y activos, todo cuanto estuviere en
vuestra mano por la salvación de mujer e hijos, bienes y cosas? Así debe antojársele
la tormenta al oficial de marina. Con acrecido denuedo dirige la lucha contra los
elementos y, vencedor o vencido, se enorgullece de sí mismo y sale enriquecido de la
superación del peligro y de la experiencia de su propio acto de voluntad y vigor. Es el
mismo sentimiento de ansia que embarga al soldado después de la batalla. Para el
pasajero, la tormenta es sólo ocasión de indecible tedio. De lo que al respecto ocurrió
durante el viaje informaré brevemente. La orden, que al punto recorre toda la
cubierta, en el camarote se traduce como: «la guerra ha sido declarada». Frenético
suena el martilleo sobre los clavos que aseguran nuestras taquillas y gavetas; febril es

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el acelerado afirmar de las pertenencias muebles; e inmediata es la búsqueda de
medroso acomodo en la litera. Con los primeros embates de la mar, que a menudo
llega hasta la misma cámara a través de escotillas y lumbreras, se ocluyen todas las
aberturas con lonas embreadas y quedamos a oscuras. Por lo común se me pedía
entonces que tratara de extraer aún de la memoria algunas anécdotas nuevas con que
entretener a los circunstantes; pero no tardábamos en callar todos como muertos y, al
poco, uno tras otro nos oíamos bostezar de aburrimiento. Cesaban también las
comidas regulares. Nos alimentábamos de bizcochos y bebíamos aguardiente o un
vaso de vino. Apenas osa el naturalista subir a cubierta por ver, por lo menos un
instante y entendiéndolo en cierto modo parte de su cometido, el discurrir de las olas;
y si una de éstas, rompiendo llegare a calarle, no hay modo de mudarse de ropa ni de
librarse de la humedad. Por lo demás, el lance carece incluso de la emoción del
peligro, que no resulta manifiesto a primera vista y que, como máximo, sólo es
apreciable previa elaboración del conocimiento y tamizado por la razón. La pistola
descargada cuya boca apunto yo mismo contra mi rostro me hace patente el peligro;
nunca lo he experimentado cara a cara en esta casa de tablazón a merced de las olas.
Izamos velas de nuevo el día 30 a primeras horas de la mañana, pero confrontados
y rechazados por la tormenta hubimos de buscar otra vez refugio y dar fondo detrás
del espigón del puerto aquella misma tarde. A nuestro piloto, al que por su
sorprendente semejante con las caricaturas llamábamos John Bull, debimos parecerle
algo así como el siempre de vuelta jorobado de Las mil y una noches.

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DE PLYMOUTH AL BRASIL VÍA TENERIFE. DE LA CONVIVENCIA A
BORDO. EL ENCANTO DEL SUR. LUMINARIAS MARINAS. PECES
VOLADORES. FLORA Y FAUNA DEL BRASIL.

Hay algo del todo peculiar en la vida a bordo. ¿Habéis leído en Jean Paul la
biografía de los hermanos siameses unidos por la espalda? Es algo semejante, no
idéntico. La vida externa es uniforme y huera, como la superficie especular del agua
y el azul del cielo, cual dosel; ninguna historia, ningún evento, ningún periódico;
incluso la misma comida, indefectiblemente igual, que divide en dos el período
diurno, produce más disgusto que placer. No hay manera de incomunicarse, de
evitarse los unos a los otros, de reparar una disonancia. Si en lugar de ¡buenos días!,
salutación a la que el paso del tiempo nos ha acostumbrado, es ¡buen día! la que nos
desea el amigo, captamos sombríamente y en solitario analizamos la novedad,
alimentando el fuego de nuestra desconfianza e inquietud; pues, para extenderse
sobre el particular no brinda el barco espacio ni ocasión propicios. Alternativamente
se rinden unos y otros a la melancolía. También las relaciones con el Capitán son
harto especiales y nada de cuanto es común en tierra firme encuentra parangón aquí.
Dice el proverbio ruso: Dios está en lo alto y el Zar está lejos. Más ilimitado aún que
el del Zar es a bordo el poder de ese hombre, cuya presencia se deja sentir en todo
instante y a cuya sombra uno, en cierto modo, parece incapaz de sustraerse; es un
hombre al que no es posible esquivar ni evitar. El señor von Kotzebue era amable y
digno de estima. Entre las muchas cualidades que cabría loar en él destacaba
primordialmente su escrupuloso sentido de la legalidad. Pero la energía necesaria
para cumplir con su recto cometido tenía que buscarla en su propia cabeza y…
carecía de carácter y con frecuencia era víctima de cambiantes estados de ánimo.
Sufría de molestias abdominales y a bordo todos compartíamos tácitamente el
conocimiento de cómo le funcionaba la digestión. Con referencia a esta minusvalía
física, que se agudizó viaje adelante, señalemos que llegó a sentirse amenazado por
todo aquél que, sin intención alguna, marchara ante él con paso firme.

*
Con vientos flojos y variables navegamos hacia el Mediodía, pero calmas de
signo contrario retrasaron nuestro viaje. La atmósfera cambió con las estrellas de la
noche y, a diferencia de lo que ocurría en nuestras latitudes septentrionales, la
vivencia de nuestro existir dejó de reportarnos dolor físico, pues el respirar se había
convertido en un verdadero placer. Resplandecían en profundos azures la mar y el
cielo, y una luminosidad cada vez más intensa afirmaba de día en día su predominio.
¡Qué bien se recibía aquella temperatura regular y reconfortante! A diferencia de lo

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que sucede en el interior de la nave, donde el estar, aun efímero, se antoja opresiva
reclusión, el calor no es nunca agobiante en la cubierta barrida por la brisa del mar.
Habíamos abandonado la indumenta que, incluso en nuestros hogares, alguna vez, en
los raros días del soleado estío se hacía aún más insoportable que el hostil frío del
invierno. Una chaqueta ligera y pantalones anchos, sombrero de paja en la cabeza,
calzado liviano y abandono total de las medias y de la corbata definen sin dudar el
atuendo con que en todas las zonas cálidas reciben los europeos el benéfico regalo del
cielo. ¡Sólo los ingleses se sustraen a la regla!, pues doquiera se encuentren prevalece
como prima ley natural la usanza de Londres. Durante las horas más inclementes del
mediodía se tendía un toldo en cubierta, y no éramos pocos los que dormíamos a su
amparo por la noche, al raso y bajo la mirada de los astros. Tampoco encuentra
parangón alguno la belleza de esas noches cuando, suavemente mecido y refrescado
por el céfiro, intercambia uno confidencias por entre la jarcia en movimiento con el
estrellado silencio cuajado de incesantes guiños. Más tarde nos seria negado a los
pasajeros este inefable placer cuando a la guardia del timón, le fue prohibido
facilitamos la vieja vela necesaria para instalar nuestro campamento nocturno al
abrigo del relente.
Entre las bellezas de este cielo cuento una que, en las regiones más cálidas donde
se vive más a la intemperie, suele ofrecerse como espectáculo más común y con más
frecuencia observado. Me refiero al hermoso espectáculo de las luminarias del mar.
Nunca pierde este fenómeno su atractivo y, aun tras tres años de viaje observa uno
con asombro como la quilla va abriendo un surco fulgente, que se nos antoja tan
inusitado y prodigioso como el primer día de su contemplación. Dichas luminarias,
como las observáramos Alexander von Humboldt (Viaje, tomo I) y yo, se originan en
un punto fijo del agua, como es sabido, que se hace al pronto luminoso al impulso o
movimiento brusco y que diríase consistente de materias orgánicas inanimadas. La
nave que surca las olas enciende en derredor y bajo su carena ese polvo de luz que
normalmente sólo alumbra las olas cuando éstas rompen produciendo espuma. Pero,
aparte de ese espectáculo, también nos fue dado ser testigos de otro. Es como si
hubiera un destello en el seno de las aguas, destello procedente de alguna fuente
luminosa ignota asentada en el fondo de aquellas cuya acción persistiera no poco
rato. Se nos antojó proveniente de algún animal (medusas) en el que, por tanto, cabe
presumir cierta producción orgánica de luz.
Tenerife ha sido visitada y descrita como ningún otro punto del mundo.
Alexander von Humboldt la ha visitado; Leopold von Buch y Christian Smith, con
quienes lamentamos no haber coincidido, acaban de hacer de las islas Canarias objeto
de sus investigaciones durante una prolongada estancia en ellas. Así, hubimos de
reunir nuestras propias experiencias y de calmar nuestra ávida e inquisitiva mirada
con esas formas tan vitales de la naturaleza tropical.
Diríase que al viajero trasladado directamente desde un entorno nórdico a otro
meridional el drástico contraste habría de producirle un efecto fabuloso de encanto

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sin par. Sin embargo, no es del todo así. La serie de impresiones recibidas en el Norte
queda definitivamente atrás, y otra nueva, absolutamente diferente, viene a ocupar su
lugar sin solución alguna de continuidad y de modo que veta todo posible contraste.
Los eslabones intermedios que de ambos finales formarían una cadena o de dos vistas
parciales una imagen completa faltan por completo. Cuando después de nuestro largo
invierno vemos brotar lentamente los árboles y que éstos producen de repente hojas y
flores al cabo de una cálida lluvia, para ofrecernos la primavera en todo su esplendor,
no cabe sino regocijarse ante este cuento de hadas relatado tan vivamente por la
naturaleza. Cuando en nuestros Alpes nativos ascendemos desde las tierras de cultivo
por entre los bosques de árboles de hoja caduca y luego por la espesura de los de hoja
perenne para culminar las cumbres nevadas y bajar de nuevo, ya del otro lado, hacia
los fértiles valles, las transformaciones que vamos apreciando tienen un atractivo del
que carece el contraste entre dos naturalezas diferentes propiciado por nuestro viaje
en barco. Pero, los cambios en el firmamento y en lo que a las temperaturas se refiere
son parecidos a los que implican los anteriores ejemplos.

*
El día primero de noviembre de 1815 levamos anclas y abandonamos la rada de
Santa Cruz. En el canal entre las islas de Tenerife y Gran Canaria tuvimos calmas y
vientos flojos. El Pico se nos apareció totalmente escoltado de nubes, pero con el alba
desapareció tras un velo de vapor de agua. Fuera ya del canal, el día 3 vino a nuestro
encuentro el alisio del NE, que, constante y desacostumbradamente fresco, nos
permitió hacer camino con una velocidad de 6 a 8 nudos. Procedo a señalar, al paso,
que la velocidad de una nave es un punto respecto al cual las afirmaciones del capitán
de la misma son tan poco fiables como las de la mujer puesta en trance de confesar su
edad. El día 6 de madrugada a eso de las 04,00 cruzamos el arco septentrional de
bordada en compañía de algunos delfines y de los primeros peces voladores.

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Peces voladores. Grabado contemporáneo en cobre.

Estos animales, semejantes por su aspecto a los arenques, presentan unas aletas
pectorales que destinadas al planeo, ya que no a la natación, son tan largas como el
cuerpo. Así, vuelan trazando un arco a notable altura, muy por encima de las olas, a
las que no obstante deben reintegrarse para conservar la flexibilidad de sus
instrumentos de vuelo. Sin embargo, dado que no necesitan poseer la vista de las
aves, de la cual por tanto carecen, y que la Naturaleza no ha interpuesto obstáculo
alguno a su traslación por los aires en estos pagos, ocurre que no saben eludir a los
barcos que se les cruzan, con el resultado de que a menudo acaban a bordo de
aquellos que, como el «Rurik», no se elevan sobre las olas sino justo lo que lo hace el
vuelo del infortunado e involuntario polizón accidental. Es concebible que al hombre

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del Norte, desprovisto de conocimientos pertinentes, el vuelo de estos peces suscite
cierto repeluzno, como algo en cierto modo antinatural. El primer pez volador caído
en manos de nuestros marineros fue descuartizado al punto en medio del más
profundo silencio y cautelosa observación de todos los circunstantes, para ser luego
lanzado al mar en todas direcciones. Con ello se pretendía conjurar la presunta
desgracia aneja al evento, que, por otra parte, pronto perdió para nuestra gente todo
significado maléfico, para ser considerado como hecho si curioso también común,
propio de la pluridimensional Naturaleza. Los peces voladores caían en el Atlántico
con tanta frecuencia y número como en el barco, de modo que no sólo pasaron a
representar un apreciado plato en la mesa de los más ilustrados sino, por lo que se me
alcanza, también en la de algunos de los marineros.

*
Al penetrar en el canal que separa la isla Santa Catalina del continente uno se
diría trasplantado al reino de la naturaleza todavía virgen o a las montañas que con
grave presencia se elevan en una y otra orilla que revestidas aún del bosque ancestral
pertenecen únicamente a aquella, pues apenas es posible percibir a sus pies la obra
del hombre recién instalado. Por el interior, altas cumbres en forma cónica o de
cúpula ocluyen la vista lejana; una cordillera imponente parece cerrar todo paso al
sur.
Los asentamientos humanos se encuentran en su mayoría a la orilla del mar, a la
sombra de naranjos que alcanzan, si no superan, la altura de nuestros manzanos, y
que están rodeados de plantaciones de plátanos, cafetos, algodón, etc., y vallas en
donde algunas de nuestras plantas comestibles, a las que han seguido muchos
parásitos europeos, son cultivadas sin esfuerzo aparente. Papayas y palmeras (Cocos
romanzoffiana M.) pueblan los huertos. Si abandona el hombre la porción de espacio
que ha arrebatado a la Naturaleza para defenderse de ella, al punto invade el lugar
una densa formación arbustiva en la que destacan hermosas especies del género
Melastoma, a las que trepan en estrecho abrazo innumerables bignonias. Y si uno
pretende penetrar desde aquí en excursión lateral hacia el interior de la selva virgen
pronto se verá abandonado de la senda que ha poco ha abierto su precursor, y la
cumbre próxima, al parecer tan accesible, se revelará al punto inalcanzable. Casi
todas las formas arbóreas imaginables se suceden sin interrupción y con infinita
variación en este bosque. Me limitaré a señalar las acacias con sus hojas de
composición múltiple, altos tallos y ramas que se abren en forma de abanico. A sus
pies alfombran el suelo cercando tocones o brotes recientes y hasta una altura
superior a la del hombre gramíneas de toda suerte, dicotiledóneas contumaces,
helechos, helicornios de hoja ancha, etc., entre los que se intercalan palmeras enanas
y extrañas arborescencias. Arranca del suelo bajo y asciende a las cumbres para

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descender de nuevo con igual profusión una enmarañada red de plantas trepadoras.
Innumerables especies de todas las familias y grupos naturales adoptan en este
ambiente la forma característica de las lianas. En lo alto de las ramas se mecen
airosos jardines de orquídeas, helechos y bromeliáceas, mientras la conspicua
Tillandsia usneoides pone en los árboles más añosos seniles guedejas plateadas.
Aroideas de anchurosa hoja pespuntean la desembocadura de los arroyos, y
gigantescos cactus pilariformes componen solitarios y enigmáticos grupos que diríase
petrificados en su rigidez. Helechos y líquenes cubren la paramera arenosa, en tanto
que airosas palmeras asientan en el terreno húmedo, coronada copa en perfecto
pavoneo, y el tupido mangle (Rhizophora) cubre solícito los intransitables cenagales
adonde van a perderse las entradas del mar. La especie geológica subyacente, un
granito de notable particulometría, no rompe en ningún lugar el manto dé la tierra, y
sólo es apreciable en los asentamientos donde aquella ha sido removida y en los
acantilados que altivos delimitan el canal.
Debo señalar que ni en Brasil ni en Luzón ni en Java, en la medida en que podía
apreciarlo en la costa cercana al barco, vi que las palmeras dominaran sobre las otras
formas vegetales ni que sobrepasaran el dosel boscoso ni que confirieran su particular
carácter al paisaje. Sólo podríamos aducir como excepción a la más hermosa de ellas,
la esbelta palmera de cocos que se mece al viento de las islas de los Mares del Sur,
plantada por el hombre y sumisa a sus cuidados. Dominadoras se revelan las
palmeras, en cambio, en los trópicos, en las dilatadas, bajas y a menudo inundadas
llanuras fecundadas por los grandes ríos americanos.

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Cocotero del Brasil. Dibujo y litografía de Louis Choris.

Aunque América no puede oponer nada a las gigantescas formas animales del
Viejo Mundo, desde los elefantes a las boas, en la naturaleza brasileña la exuberancia
y multiplicidad de formas parecen compensar con creces dicha deficiencia. El mundo
animal guarda perfecta concordancia con el vegetal. Las formas de las lianas dan la
réplica a las uñas preseras de las aves y al retorcido rabo de algunos mamíferos,
inclusive los felinos. Reina la vida por doquier. Tropas de cangrejos pueblan junto al
mar los lugares húmedos del terreno ocultándose del paseante en sus caparazones al
tiempo que esgrimen sus tenazas por encima de sus cabezas. Exuberancia y
cromatismo máximos dan la nota entre los insectos, y la mariposa compite sin recato
con el colibrí. Y cuando cae la noche sobre este mundo de verdor, enciende el reino
animal sus luminarias en derredor. El aire, la selva y la tierra se llenan de fulgores
que rielan en la mar. El elatérido traslada en vuelo rectilíneo dos puntos de luz fija,
dos órganos luminosos en su coraza pectoral; inseguro y vacilante prende y extingue
su fulgor abdominal el lampiris esplendente; y en este espectáculo de magia resuena
el vocerío estrepitoso de los anfibios y el tono más agudo de la chicharra.

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POR EL CABO DE HORNOS A CHILE Y KAMCHATKA. DESTROZOS
CAUSADOS POR LA TORMENTA. LA CRUZ DEL SUR. SALA Y
GÓMEZ. LA ISLA DE PASCUA. LA ISLA ROMANZOFF.
PLANIFICACIÓN Y PREPARATIVOS DE LA EXPLORACIÓN. VIAJE A
LA ISLA ST. LORENZ. COMERCIO CON LOS ESQUIMALES.

En diferentes días nos fue dado contemplar ballenas y otros mamíferos marinos,
delfines de vientre blanco (Delphinus peronii). El décimo, el timonel Chramtschenko
creyó ver durante su guardia matutina un bote tripulado en ardua pugna con las olas,
y el mismo día se levantó contra nosotros una tormenta del SO que nos tuvo en
peligroso jaque durante seis días ininterrumpidos entre los grados 46 y 47 de latitud
sur. Aquel día, después de comer y a eso de las cuatro de la tarde vino a dar contra la
popa del barco una gigantesca ola que produjo importantes destrozos y arrojó al
Capitán por la borda; por fortuna, el infortunado quedó atrapado en la jarcia y tras
penosos balanceos y agitados vaivenes logró ser devuelto a cubierta. Fueron
arrancados de cuajo algunos candeleros, desapareció gran parte de la tapa de regala e
incluso la parte más robusta de la borda, junto al pantoque, resultó resquebrajada,
perdiéndose además un cañón. El timón quedó averiado, voló por los aires al mar una
jaula con 40 gallinas y se ahogó casi la totalidad de nuestra fauna aviar de reserva. El
agua irrumpió en la cámara del Capitán a través de un tambucho destrozado, y si bien
el cronómetro y demás instrumentos de navegación se sustrajeron a todo daño, parte
de las provisiones secas guardadas en un cofre debajo de la litera de aquél se mojaron
y echaron a perder irremisiblemente.
La pérdida de las gallinas fue muy sensible. La comida adquiere a bordo una
importancia cuyo grado no acierta a soñar siquiera la gente de tierra firme; constituye
ciertamente el único evento señalado del hacer cotidiano. No ha de extrañar, pues,
que todos nos sintiéramos profundamente afectados por ello. El «Rurik» era
demasiado pequeño para llevar otros animales a bordo que no fueran algunos cerdos
de poca edad, ovejas, cabras y aves. Nuestro bengalí, como decía Mme. de Staël con
menor justicia de su cocinero, era un hombre absolutamente desprovisto de fantasía;
la comida que nos presentó el primer día de nuestro viaje se repitió sin variación
alguna a lo largo de todo el crucero, salvo por el hecho de que las provisiones frescas
embarcadas pronto quedaron reducidas a la mitad y, a la postre, se agotaron por
completo. Si al condenado bribón se le prohibía repetir un plato cuya digestión se
había revelado ardua y accidentada, la inmediata era implorar entre sollozos y
achaques de desventura licencia general para probar con él de nuevo. Los últimos
animales embarcados que quedaban con vida se reservaban por regla general para
situaciones de urgencia; y de no surgir éstas, bien podía ocurrir que se hicieran de tal

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modo a las personas que, cual perros domésticos o animales de compañía, al poco
adquirían carta de naturaleza como huéspedes privilegiados.

*
Al doblar el Cabo de Hornos y en la línea meridiana tuvimos las mismas
tormentas del SO que ya habíamos sufrido; pero esta vez durante varios días y con las
olas más grandes que jamás hubiéramos visto. El mar había renunciado a su
fosforescencia, las últimas ballenas habían desertado y las auroras australes brillaban
por su ausencia.
En el hemisferio austral los viajeros suelen saludar a la Cruz del Sur con los
versos I.22 y siguientes del Purgatorio de Dante, aunque la pertinencia de su empleo
al efecto, dado su sentido más místico que profano, resulte a todas luces cuestionable.
El caso es que por su fulgor y magnificencia, las constelaciones australes parecen
gozar de mayor predicamento y son más ensalzadas que sus homologas boreales. El
haberlas contemplado es ciertamente una ventaja que no alcanza al sedentario. A los
indios osages, a los botocudos, esquimales y chinos se les puede conocer con más
comodidad desde la propia casa que en sus lugares de asiento; todos los animales del
mundo, el rinoceronte y la jirafa, las serpientes boa y de cascabel, son mostrados en
todos los zoos y viveros del mundo, y las ballenas son empujadas curso arriba de los
ríos de algunas grandes ciudades para satisfacción de los curiosos. Pero, la Cruz del
Sur sólo puede apreciarse en toda su magnificencia en las latitudes australes. Es
ciertamente una constelación hermosa, e indicador fiel del horario austral. Sin
embargo, no acierto a convenir con tanta loa desmesurada por el firmamento del Sur
y acepto sin reserva la ventaja presunta del autóctono, pero ¿será que experimento
por la Osa mayor y por Casiopea el mismo cariño que guardan las gentes de los Alpes
por las nevadas cumbres que limitan su propio radio de visión?

*
La isla de Salas y Gómez no es más que un escollo que desnudo y agazapado
acecha entre las olas; se eleva mesetiforme hacia ambos extremos, de forma que a la
luz del día se aprecia que el centro se encuentra sembrado, diríase, de cantos rodados.
No pertenece a los arrecifes de coral, cuya presencia sólo se hace notar más al Oeste.
Más bien evoca una naturaleza y características semejantes a las de las tierras
volcánicas de la vecina isla de Pascua. Tampoco cabe apreciar siquiera atisbo alguno
de vegetación. Tan sólo sirve de apostadero de incontables aves acuáticas, las cuales
parecen preferir semejantes rocas desnudas a las islas, aunque desiertas, llenas de
verdor, puesto que con las plantas se instalan también los insectos y, en particular, las
hormigas que ponen en peligro a la pollada.

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En nuestra modesta opinión, las aves marinas hacen uso de los vientos que baten
las islas, para ir y venir de éstas ora en excursión a la mar en busca de alimento ora de
regreso con él a sus nidos. Así, las vemos alejarse por la mañana contra el viento y
regresar al atardecer dejándose llevar por éste.
Alguien ha creído ver en Salas y Gómez los restos de un barco naufragado; en
vano escudriñamos en su busca. Estremece pensar en la posibilidad de que alguien
pudiera ser arrojado con vida a aquellas orillas, pues los huevos de las aves acuáticas
sólo podrían contribuir a prolongar la agonía de su abandonada existencia en esa roca
solitaria y yerma abrasada por el sol.

*
El 28 de marzo de 1816 fue el día de la alegría, de ¡establecer contacto primero
con individuos de nuestra atractiva especie y ver cumplirse la primera de las bellas
promesas de este viaje! A medida que las cimas de la isla de Pascua fueron surgiendo
de las aguas, cubiertas de verde y progresivamente más claras, las policromas
parcelaciones de sus laderas iban dando testimonio de los cultivos en ellas
practicados, al tiempo que se hacía más conspicuo el humo que serpenteaba cielo
arriba desde las colmas pobladas. Acercándonos a las playas de la bahía de Cook
vimos congregarse a los habitantes; y cuando éstos botaron dos embarcaciones (más
no parecían tener) para salirnos al encuentro, la verdad es que me alegré como un
niño, viejo sólo en la medida en que a la vez que me alegraba era feliz y consciente al
tiempo de poder hacerlo. Extasiados ante la algarabía de aquellos individuos
alborotados como niños, las fugaces impresiones de nuestro desembarco discurrieron
como en un delirio. Yo había regalado más que cambiado todo cuanto había llevado
conmigo: cuchillo, tijeras… sólo, y aún no sé cómo, a trueque de una fina red de
pescador.

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Indígenas de la isla de Pascua. Dibujo y litografía de Louis Choris.

Aprovecho ahora la ocasión para protestar airadamente contra la denominación de


«salvajes» aplicada a los isleños de los mares del Sur. Y lo hago plenamente
consciente del sentido que encierran mis palabras. Un salvaje es para mí un individuo
que sin vivienda estable, agricultura y animales domésticos, no conoce más
posesiones que sus armas, con ayuda de las cuales sobrevive gracias a la caza. Lo que
se atribuye a perversión de costumbres en los isleños de los mares del Sur no me
parece a mí fruto del salvajismo sino más bien de una mayor civilización. Los
diferentes hallazgos, las monedas, la escritura, etc., que parecen indicados para medir
las diferentes escalas de la civilización en que se encuentran los pueblos de nuestro
continente dejan de tener validez en condiciones tan distintas y no proporcionan
patrón alguno adecuado para evaluar a estas remotas familias humanas insulares, que
bajo este fascinante cielo sin ayer ni mañana viven para el presente y el placer.

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La voz de «¡Tierra!» nos conmocionó gratamente el día 16 al mediodía. La
expectación es impaciente, si voluntaria —debo añadir— y no fruto de la urgencia
del marino, cuando rompe el espejo de la mar una forma de tierra que gradualmente
va adquiriendo carácter y configuración ante nuestros ojos. La mirada escudriña
ansiosa en busca de humo, de la enseña ondulante que al hombre buscador revela la
presencia del hombre buscado. Si hay humo el corazón se pone a palpitar de modo
peculiar. Pero estos tristes arrecifes han perdido pronto su interés todo, hasta para la
más nimia de las curiosidades.
Pero fue día de gran fiesta el 20, cuando decidimos tentar el desembarco en la
pequeña y pródiga en palmeras isla Romanzoff. El Capitán ordenó al teniente
Sacharin explorar el lugar, y a mí que le acompañara. Abordé feliz e ilusionado el
bote y al punto nos alejamos. Remamos muy próximos a la isla, apenas separados de
la orilla por la rompiente. Un animoso marinero nadó a tierra provisto de un cabo.
Recorrió la orilla, descubrió huellas humanas, cáscaras de coco, sendas holladas,
espió en la espesura, desgajó algunas ramas verdes y regresó al cabo tendido desde
nuestro bote. Sacharin alzó su mano en dirección a la isla y me dijo: «Adelbert
Loginowitsch, ¿quiere usted ir?». No creo que en toda mi vida pueda experimentar
una sensación tan penosa, lo confieso para mi mortificación. Lo que había hecho el
marinero estaba totalmente fuera de mí alcance. Aquél nadó nuevamente hacia
nosotros y regresamos al barco. En razón de su informe se procedió a construir una
especie de gabarra o pontón con los maderos disponibles a bordo, y el día siguiente
nos dirigimos de nuevo a la isla con dos embarcaciones. Anclamos en buen fondo
junto a la rompiente; el marinero nadó nuevamente a tierra con un cabo, y con ayuda
del pontón de fortuna pudimos, uno por uno, ganar la orilla, no sin que las espumosas
olas nos fueran calando sin excepción. Recorrimos animadamente el bosque litoral y
exploramos el lugar. En pos de huellas humanas seguimos las veredas abiertas y
examinamos las abandonadas cabañas otrora solícito techo. Podría comparar la
sensación que me embargaba con la que despertaría en nosotros la visita a la vivienda
de alguien que, aun siéndonos personalmente desconocido, sabemos de suma calidad;
así habría entrado yo en la quinta de Goethe o fisgado en su cuarto de trabajo.

*
«Investigar la existencia de un paso por el Noreste» son palabras que lleva
impresas como lema el Viaje de descubrimiento de Otto von Kotzebue a los mares del
Sur y al estrecho de Bering. Ahora haremos vela hacia el norte, en dirección a éste;
entiendo, pues, que ya es hora de explicaros a los que hasta el presente me habéis
seguido, sin más, en este viaje, adónde pretendíamos llegar con él y cuál era su objeto
y principal plan en virtud del cual se esperaba coronar con éxito la empresa; en suma,
hora es ya de ofreceros aquellas aclaraciones que, a decir verdad, también a mí

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llegaron de manera esporádica y en pequeñas dosis. La campaña de verano de 1816
debía dedicarse a un reconocimiento, por así decir, general. Había que hallar un
puerto, un lugar seguro de fondeo para el barco, fuera en el canal de Norton o, mejor,
al norte del Estrecho, a partir del cual con baidares y aleutianos, los anfibios de estos
mares, se acometería el verdadero objetivo de la expedición, que quedaba reservado
para la segunda campaña estival. Pronto temamos que hacer nuestra llegada a
Unalaska, donde nuestras provisiones y equipo para el año venidero debían de sernos
suministradas por los funcionarios de la compañía rusoamericana: baidares, remeros,
provisiones de boca para los mismos e intérpretes que entendieran la lengua de los
esquimales más septentrionales. Estos intérpretes tendrían que ser reclutados en
Kodiak, adonde enviar una embajada en baidares de tres ocupantes a lo largo de las
costas de las islas y del continente era tanto más comprometido y arriesgado cuanto
más avanzada la época del año. De ahí que no pudiéramos retrasarnos más. Teníamos
que pasar el invierno boreal en tierras a la sazón estivales, en parte para proporcionar
a la gente la necesaria recuperación, en parte para dedicarnos a otras investigaciones
geográficas, a cuyo fin volveríamos, en la primavera de 1817, a Unalaska para
recoger todos aquellos preparativos ya hechos por terceros para nosotros con miras a
la prosecución de nuestro viaje al Norte, y tan pronto como la mar nórdica se abriese
a la navegación, para llevar al «Rurik» al puerto predeterminado, asegurarlo y
abandonarlo, para penetrar seguidamente con los baidares y aleutianos por agua o por
tierra cuanto más al Norte y Este nos permitiere la suerte, en busca del mencionado
paso del Noreste. Si la avanzada época del año u otras circunstancias pusieren fin a
nuestra empresa, emprenderíamos el regreso a través de la península de Kamchatka
para, en el curso de aquél, explorar el peligroso estrecho de Torres. En verdad que
tenía sentido el hacer uso de los Hijos del Norte y de sus medios de traslación para la
exploración de la mar helada. Sólo que era precario el hacer depender de una sola
tirada, por así decir, el progreso de una campaña, que un año climatológicamente
desfavorable, por ejemplo, podía dar al traste. Pero, con insistencia, y por
conveniencia desde Unalaska, con algunos aleutianos y unos pocos marinos fuertes y
duros que tan sólo supieran realizar las necesarias determinaciones de lugar, sería
posible dar debida respuesta a aquellas últimas incógnitas que todavía ofrecía la
geografía de esas partes de la mar y de la costa.

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Gentes del canal de Kotzebue. Dibujo y litografía de Louis Choris.

La campaña de verano de 1816, cuyo resultado aparece registrado en la carta


establecida por Herr von Kotzebue desde el estrecho que lleva su nombre, ha rendido
más que satisfactoriamente lo que cabía esperar de ella. El canal de Kotzebue,
profundo brazo de mar que al norte del estrecho que queda por debajo del círculo
polar penetra, en la costa americana y cuyo fondo de tierra se encuentra por cierto un
grado más al Norte y en la misma latitud que el del canal Norton, ofrece a los barcos
recogidos a la protección de la isla de Chamisso, el lugar de anclaje más seguro y
puerto preferente…
El día 27 hicimos rumbo a tierra, que se nos aparecía bañada en el más
esplendoroso sol, de modo que en sus proximidades parecimos surgir de repente de
detrás de una cortina de bruma. Fueron preparados dos botes para el desembarco. Al
bogar en dirección a la orilla nos salió al encuentro un baidar con diez indígenas.
Tratamos con ellos, no sin vigilarnos recíprocamente. ¡Tabaco, tabaco! era su ansioso
deseo. Recibieron de nosotros la aromática hierba, siguieron alegremente, en
amistoso son y con sumo cuidado a nuestros botes y nos prestaron valiosa ayuda
cuando desembarcamos no lejos de sus tiendas. Por cierto que éstas, instaladas cerca
de la orilla y construidas con pieles de foca o de morsa parecían viviendas de verano,
mientras que las más sólidas y estables se hallaban por detrás de las estribaciones que
quedaban más al Oeste. De esa dirección vino al poco un segundo baidar. Nuestro
despierto aleutiano, que había vivido largo tiempo en la península americana de
Alaska, halló cierta semejanza con la lengua y costumbres de las gentes del lugar y
vino a servirnos más o menos de intérprete. Mientras el Capitán, que había sido

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invitado a una de las tiendas, era acaparado por aquella untuosa gente, que lo
agobiaba con sus abrazos, caricias y solicitud y a quienes él correspondía con
presentes de tabaco y cuchillos, yo ascendí solo y sin peligro alguno a la pared rocosa
de la orilla y me dediqué a la exploración botánica. Rara vez me ha interesado tanto y
con grado tal de maravilla y satisfacción una vegetación. Era la flora doméstica, la
flora alpina alta de nuestra Suiza inmediata al límite de las nieves, con toda la
riqueza, plenitud y exuberancia de las especies enanas prietas contra el suelo, cuya
armonía y resolución vital ¡tan peculiares! encuentran contado parangón. En las
alturas de la isla, bajo roquedales erosionados que alimentan y renuevan el manto
térreo, hallé una calavera que, envuelta en mi colección de vegetales, llevé conmigo
con todo cuidado. Me ha cabido la fortuna de aportar a la rica colección de cráneos
del Museo Anatómico de Berlín tres ejemplares nada fáciles de obtener: éste, de la
isla St. Laurenz, uno aleutiano de una vieja tumba de Unalaska, y un tercero,
esquimal, de la necrópolis de la rada de la Buena Esperanza en el estrecho de
Kotzebue. Y de los tres, sólo el último estaba algo dañado. Únicamente entre pueblos
guerreros que, como los nukahivos, cuentan como trofeos cráneos humanos podría
ser semejante vestigio objeto de comercio. La mayoría de los hombres, como los
nuestros del Norte, entierran a sus muertos y respetan sus tumbas. Sólo por casual y
afortunada circunstancia puede el viajero y coleccionista entrar en posesión de
cráneos, que, para la historia de las razas humanas, revisten importancia extrema.

Dibujos hechos por los esquimales sobre colmillos de morsa. Dibujo y litografía de Louis Choris.

Hacia las dos de la tarde regresamos al barco donde, envueltos en una capa de
niebla, pasamos aún el día 28 y la mañana del 29 en las proximidades de la isla, para

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hacer finalmente rumbo en dirección al extremo oeste de la misma. Al atardecer del
día 28 se disipó la niebla y se hizo nuevamente visible la costa, momento en que
recibimos la visita de numerosos indígenas apretujados en tres baidares y
comandados por aquél que nuestro Capitán reconoció como su amable anfitrión de
unos días antes. Tras reiterados abrazos y recíproco frotar de narices fueron
intercambiados regalos, iniciándose seguidamente un vivo tráfico de toda suerte de
mercaderías. En poco tiempo quedaron nuestros marinos abundantemente provistos
de kamlaikas, prenda con que esos hombres del Norte se protegen de la lluvia y
rociones de las olas, y que no es otra cosa que una especie de blusón con capucha,
confeccionado con la más fina tripa de diferentes focas y otros animales marinos; las
piezas que lo componen son cosidas de manera impermeable con un hilo de tendones
de animales marinos, y las costuras aparecen ornadas aquí y allá con plumas de ave.
La kamlaika más basta representa ya, sin duda, empresa que ha de llevar varios días
de ardua confección, aun para la costurera más hábil; sin embargo, era trocada sin
más, y hasta con suma alacridad, por unas pocas hojas de tabaco, que no darían a un
fumador normal para más de medio día de consumo.

Montañas de hielo en el canal de Kotzebue. Aguada de P. Skerl según dibujo de Louis Choris.

La singular costumbre de fumar tabaco, de origen todavía oscuro, nos ha llegado


procedente de América; luego, propagada por los europeos se ha convertido en hábito
extendido por todo el mundo y el más generalizado entre los hombres. Frente a cada
dos que se alimentan de pan podríamos contar cinco que deben consuelo o ganas de
vivir a este mágico humo. Todos los pueblos del mundo se han revelado igual de
ansiosos porque les fuera reconocida la paternidad de dicha costumbre: los

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alindongados y limpios lotófagos de los mares del Sur y los sucios ictiófagos de las
aguas heladas. Y quien no se imagine la magia que encierra en aquélla, que vea cómo
llena el esquimal su minúscula cazoleta con esa hierba que previamente ha mezclado
amorosamente con algo de yesca, cómo la prende con sumo cuidado y cómo, con los
ojos semicerrados, aspira larga y lentamente el humo hasta lo más hondo de sus
pulmones, para expulsarlo seguidamente al aire mientras las miradas de los presentes
permanecen fijas en él y la mano de su vecino se extiende ya ansiosa de recibir el
humeante instrumento y obtener a su vez, con igual rito y parsimonia, la satisfacción
que propicia. Entre nosotros principalmente y en algunos países de Europa, el tabaco
es exclusivamente placer del común. Nunca he podido dejar de ver con tristeza que
precisamente la pequeña porción de felicidad en la que aventaja la clase más
necesitada a la más favorecida sea gravada con el impuesto más oneroso, y, así, me
resultó indignante que en Francia, por ejemplo, por el dinero más cruelmente
arrancado fuera suministrada la peor mercancía imaginable.

Puerto de Ililiuk en Unalaska. Dibujo y litografía de Louis Choris.

Seguimos la costa siempre baja en dirección inalterada hasta que el día 1 de


agosto, hacia el mediodía, nos hallamos a la entrada de una amplia bahía. La tierra,
que seguíamos fíeles, se perdía hacia el Este, mientras que un elevado promontorio
despuntaba por el Norte lejano. Nos abandonó el viento y dimos fondo; la corriente se
hacía sentir incluso muy adentrados en la rada. El entorno se nos antojó en extremo
prometedor. Podíamos hallarnos a la entrada de un canal que separara la tierra más al
Norte, cual isla, del continente, ofreciéndonos un paso, bien que dudoso. Con el fin
de ascender por lo menos a una de aquellas elevaciones para tener así mejor y más
fiable observatorio Herr von Kotzebue nos ordenó ir a tierra. Aquí, en el cabo
Espenberg de su carta náutica, fuimos visitados por un gran número de indígenas.
Aparecieron, como cuadra a hombres hechos y derechos, prestos para la guerra, pero

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mejor dispuestos aun para la paz. Creo que fue aquí donde, sin haberlos visto
previamente, hallándome solo en plena exploración botánica y sin armas, topé de
pronto con una tropa de unos veinte hombres. Dado que no cabía razón alguna para
que se protegieran de mí, inerme solitario, nos aproximamos inmediatamente en son
amistoso. Como moneda válida en estos pagos contaba yo con agujas saqueras de tres
cantos, tales como las que se encuentran en Copenhague para el comercio con
Groenlandia, y de todo punto apropiadas para satisfacer las necesidades también de
esa tribu. Valga decir que el agujero es totalmente superfluo; tanto así que para usar la
aguja es eliminado, siendo el hilo sujeto al acero por medio de fibras tendinosas de
animales varios. Eché mano de mi caja de agujas y procedí a repartirlas de dos en dos
entre los presentes, dispuestos en semicírculo, empezando por los que me quedaban
más próximos a la derecha. Era un presente, en verdad, valioso. Observé en silencio
que uno de los primeros, después de haber recibido su regalo se reincorporaba a la
fila algunos pasos más allá, donde los demás le hicieron sitio sin chistar. Al hallarme
de nuevo frente a él y reparar por segunda vez en su mano tendida, en lugar de las
esperadas agujas le propiné inesperada y vigorosamente una sonora palmada. No me
había equivocado; todos rieron conmigo hasta saltárseles las lágrimas; y cuando los
hombres han reído juntos cabe ya progresar hombro con hombro.

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DE UNALASKA A LAS ISLAS SANDWICH Y RATAK. LOS
RATAQUESES. AMISTAD CON KADU.

Zarpados el 14 de diciembre de 1816 del puerto de Hanararu (Honolulú) tuvimos


durante tres días vientos débiles y variables, cuando no calmas. Vimos ballenas
(Physeter) en la distancia, y el día 16 fue capturada a bordo una golondrina de mar
(Sterna stolida).
El viento hizo acto de presencia el 17 y veloces hicimos al pronto camino. Llovió
el 19, y los días 21 y 22 buscamos en vano, por debajo de los 17 grados de latitud
Norte, las islas vistas por el capitán Johnstone en el año 1807; pelícanos y fragatas
nos sobrevolaban en número ingente. Proseguimos nuestra derrota hacia el SO,
corriendo ante el viento con gran velocidad y no poco balanceo, en extremo
incómodo. Las aves marinas seguían dándonos incansable escolta. El horizonte fue
perdiendo su acostumbrada claridad. Del 26 al 28 buscamos, antes de trasponer los 11
grados de latitud Norte, la isla de San Pedro, pero nuestros esfuerzos volvieron a
revelarse infructuosos. Signos de tierra hicieron que decidiéramos correr bordadas
durante la noche. El día 29 vimos delfines, peces voladores y ramas y maderos
flotantes; el número de aves disminuyó. A partir del día 28 hicimos rumbo oeste entre
los grados 9 y 10 de latitud Norte con miras a investigar las islas Mulgraves,
barloventeando casi siempre de noche. Y en la del 30 al 31 se desató una lluvia que
duró prácticamente veinticuatro horas. Un madero sobre el que se había posado una
becada pasó por la mañana junto al barco; la noche anterior habíamos oído ya el
canto de muchas de aquellas aves. El viento se había vuelto mucho más regular, y el
primero de enero de 1817 habíamos emprendido ya un curso franco hacia el Norte
para visitar los grupos de islas vistos en años anteriores; aquella misma tarde
divisamos tierra.
Por entonces, las cucarachas (Blatta germanica) se habían multiplicado en el
«Rurik» de tal manera, que parecía amenazarnos una auténtica plaga de Egipto. Tiene
algo de misterioso, de maravilla, que la Naturaleza permita que un género tan
inferior, cuyos individuos se nos aparecen poco menos que insignificantes, llegue a
convertirse por su ingente número, resultante del aprovechamiento máximo de su
poder multiplicador y de la capacidad de transformar en sustancia propia toda materia
orgánica, en semejante e inesperada potencia. Ocultos al hombre, sustraen a la acción
de éste las circunstancias que condicionan su medro poblacional; así, aparecen y
desaparecen como por ensalmo, y a aquél no le cabe sino contemplar asombrado ese
enigmático juego de la Naturaleza. Cuando en otoño de 1817 hicimos nuevamente
desde Unalaska rumbo al Sur, las cucarachas habían desaparecido prácticamente en
su totalidad y ya no volvieron a hacer acto de presencia.
Otra incomodidad de la vida de mar, compañera nuestra ya desde California, era
el hedor del agua de la sentina. En barcos como el «Rurik», que no hacen agua, y en

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los cuales las bombas funcionan mal por inactividad, aquel inconveniente se hace
sentir más que en aquellos donde el constante embarcar y achicar no permite que el
agua se estanque y se pudra. Nosotros nos vimos obligados a deliberados baldeos
interiores para desembarazarnos del pútrido caudal de las calas.
No he mencionado aún el refrescante placer que nos fue dado gozar en las zonas
cálidas. Me refiero, claro está, a las duchas o rociones de agua de mar que nos
dispensábamos al atardecer en el castillo de proa…
El día 6 cambió el viento ya desde las primeras horas de la mañana y rolando al
Este nos hizo garrear hacia las rompientes. Levamos anclas y largamos todo el trapo,
pero alto ya el sol regresamos al fondeadero. A las diez de la mañana, rodeados de
rompientes por ambas bandas, atravesamos a toda vela, viento y corriente a favor, el
estrecho de Rurik para entrar en las aguas interiores del grupo Otdia del archipiélago
de las Ratak, donde con la bajante y la creciente se crea un flujo que alivia con la
primera y engrasa con la segunda por los bordes irregulares y discontinuos de la
cuenca.

Airik, isla del grupo Kaben de las Ratak. Aguada de P. Skerl según dibujo de Louis Choris.

Enviado con un bote, el teniente Chishmarev dio con un fondo seguro para el
«Rurik» en la isla más occidental.
Las hábiles y resueltas maniobras que Herr von Kotzebue realizó en esta y otras
escolleras despertarían sin duda la admiración e interés hasta de quienes son
totalmente legos en el hacer marinero. Al europeo que lejos del hogar traba
conocimiento con otros pueblos, sobre los que indefectiblemente se tiene por
superior, fácilmente le asalta la tentación de asumir actitudes arrogantes a las que no
debiera ceder con tanta presteza. Aquellos hijos del mar, pensaba yo, se admirarían de

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ver como nuestra nave, con sus alas extendidas cual enorme ave, hacía camino contra
el viento para penetrar en peligrosos parajes guardados por bajíos, y salir de nuevo
arrumbaba al Este. Pero, hete aquí que yo mismo he tenido que maravillarme al
constatar que, al tiempo que nosotros barloventeábamos con dificultad ganando un
mínimo de avante, aquellos mantenían con sus ornados esquifes recto el rumbo que
nosotros apenas guardábamos con arduas bordadas, y que, adelantándonos, tenían que
arriar velas para que llegáramos a su altura.

*
Los habitantes de las Ratak no son de gran estatura ni, a decir verdad, de notable
presencia física. Pero, aunque enjutos están bien conformados y rebosan salud,
alcanzando al parecer edades muy avanzadas, y con perfecta disposición de ánimo y
de vigor. Los niños son amamantados largo tiempo, y así los he visto incluso después
de haber echado a andar y ya sueltos de lengua. Son de color más oscuro que los
hawaianos, de los que con ventaja se distinguen por la mayor limpieza de su piel, que
no merma con el consumo de la kava ni por las afecciones cutáneas endémicas en
aquellas regiones. Los adultos de uno y otro sexo llevan sus largos y negros cabellos
aseadamente recogidos en la nuca, mientras que los niños dejan que floten libremente
al viento. Los hombres se dejan la barba, que si bien larga no es muy cerrada. En
general muestran una dentadura del todo conforme con sus hábitos alimentarios:
estropeada de tanto mascar el fibroso fruto del pandano y mellada con frecuencia en
sus piezas centrales. No es éste caso tan común entre los jefes, pues de costumbre les
es ofrecido el sabroso jugo de aquél una vez extraído mediante vigoroso rascado con
el borde de una concha. Hombres y mujeres adornan sus perforados lóbulos con una
hoja enrollada de pandano, que en los primeros alcanza un diámetro de tres a cuatro
pulgadas, y en las segundas algo menos de la mitad; a veces suman a este adorno una
brillante lámina extraída de un caparazón de tortuga, mientras que algunos ancianos
presentan en el borde superior del cartílago de la oreja orificios en los que gustan
insertar flores.

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Adornos rataqueses. Dibujo y litografía de Louis Choris.

El rico tatuaje ornamental es diferente por sexos y, en todos los individuos,


uniforme: En los hombres forma un triángulo que ocupa hombros y pecho para fijar
su vértice inferior en el ombligo, constituyendo una superficie profusamente surcada
de trazos y arabescos varios. Otras incisiones precisas, pero en sentido horizontal,
cubren el vientre y la espalda. En las mujeres sólo aparecen tatuados los hombros y
brazos. Aparte de este tatuaje regular, que no se practica sino en la edad adulta y que
rara vez está ausente, todos los niños presentan signos y rayas diversas en la región
lumbar y en los brazos. En alguna ocasión he creído descubrir entre aquellos el signo
de la cruz. La cicatriz del tatuaje aparece de color más oscuro que el resto de la piel.

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Muchacha de las islas Sandwich. Dibujo y litografía de Louis Choris.

La vestimenta de los hombres consiste de un cinturón del que penden tiras de


rafia, y que a menudo se acompaña de una especie de delantal rectangular a modo de
faldoncillo; los niños discurren felices en cueros hasta que alcanzan la edad adulta.
Las mujeres llevan dos esterillas largas sujetas a la altura de las caderas por una
especie de cíngulo; las niñas usan, ya de muy jóvenes, una esterilla semejante.
Además de las coronas de flores o conchas con que gustan tocarse ambos sexos, los
hombres suelen llevar también un collar que engarza dientes de delfín y cierra por
delante con pedazos de hueso de este animal o con fragmentos de caparazón de
tortuga. A veces se añaden al conjunto pequeños discos confeccionados con conchas
o corteza de coco, y en una ocasión nos fue dado contemplar asimismo, como
preciado aderezo suplementario, un haz de plumas caudales del ave de los trópicos, la
poderosa fragata, y pulseras de nacaradas valvas.

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Fuera del afán por la subsistencia, sólo ocupaba el hacer de nuestros amigos la
navegación y sus cantos. Sus únicos bienes, y los más queridos, son sus esquifes y
sus tambores, los cuales desempeñan ya un importante papel en los juegos de la
infancia. Es sobre todo al anochecer cuando, reunidos en círculo en torno a un fuego
abierto, se complacen en el regalo mutuo de sus cantos y danzas, que practican en
posición sedente. La alegría más intensa y general reina en estas ocasiones y ninguna
voz deja de mezclarse en el coro. Se asemejan en ello a los indígenas de O-Wahi
(Hawai), pero sus cantos se me antojan más crudos y desgarrados hasta que acaban
por transformarse en un verdadero griterío.

Catamarán rataqués, vistas lateral y frontal. Dibujo y litografía de Louis Choris.

En dicho grupo de las Otdia conocimos, pues, en primer y principal lugar a esos
gráciles habitantes de las Ratak que, venidos al fin a nosotros con los brazos abiertos,
durante no poco tiempo parecieron esquivamos, conscientes acaso de nuestra
presunta superioridad. Los jefes revelaron, no obstante, el mayor valor, la más franca
confianza. Y el conocimiento y la creciente familiarización jamás hicieron de
nuestros amigos carga o agobio alguno para nosotros. La comparación entre nuestra
exuberante riqueza y su escasez jamás propició la mendicación, rarísima vez el hurto,
y nunca hizo que fuera traicionada la confianza que habíamos depositado en ellos.
Recorríamos a diario las islas en solitario, sin armas; dormimos confiados en sus
chozas, dejando sin temor ni recato nuestros tesoros (cuchillo, pistola) a su alcance;
emprendimos largos viajes con sus embarcaciones y nos abandonamos sin reservas a
su rectitud, por la que nos sentíamos tan amparados como, en nuestros hogares, por
nuestras leyes. Por iniciativa suya intercambiamos nuestros nombres. En todos los
lugares que visitamos recibimos al punto la embajada cordial de aquellos hombres,

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venidos siempre a nuestro encuentro para ofrecernos el jugo fresco de los cocos
recién abiertos. No hubo comercio alguno en Otdia: dimos y recibimos. Hubo quienes
parecían sentir tantos deseos de dar como nosotros, y con generosidad sin límites
seguían Cayéndonos presentes cuando ya no cabía esperar reciprocidad. Las mujeres
se comportaban tímida y recatadamente, alejándose tan pronto como hacíamos acto
de presencia y no regresando sino acompañadas de los hombres. Ante nuestros
pequeños regalos, anillos, cuentas de vidrio, que parecían valorar menos que las
aromáticas astillas desgajadas de los lápices ingleses, nos ofrecían con gesto colmado
de gracia sus propios adornos, sus coronas de conchas y flores. Ninguna mujer subió
jamás a bordo de nuestro barco.

Rataqueses delante de una de sus chozas. Dibujo y litografía de Louis Choris.

Doquier se presentó a nuestra mirada la imagen de la paz más arraigada y del


bienestar como sobrentendido. Nuevas plantaciones, una cultura progresista,
numerosos niños en una población relativamente reducida, amoroso cuidado de los
padres por sus pequeños, costumbres encantadoras, igualdad de trato entre jefes y
pueblo llano, ausencia de servilismo ante el poderoso y, aunque más pobres y menos
seguros de sí mismos que los pueblos de las polinesias más orientales, ninguno de los
vicios que plagan a éstos era reconocible entre nuestros amigos.

*
A principios de 1817 habíamos trabado conocimiento y cerrado estrecha amistad,
pues, con esas amables gentes de la parte más oriental del grupo Otdia y Kaben de las

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islas pertenecientes al archipiélago de las Ratak. Proseguimos nuestro viaje por el
grupo Aur de la misma cadena de islas, y con ocasión de recibir como de costumbre
la embajada de gentes nuevas que en botes se aproximaban al «Rurik» y que, tan
pronto como hubimos dado fondo, se apresuraron a abordarnos, del grupo de recién
llegados destacó al punto un hombre que en muchos aspectos se distinguía de sus
acompañantes. No mostraba un tatuaje regular como el de los rataqueses, sin vagas
figuras de peces y aves, aisladas o agrupadas, en torno a sus rodillas, brazos y
hombros, y era de constitución más achaparrada, de color más claro y de cabellos
más crespos que los de aquellos. Se dirigió a nosotros en una lengua asimismo
distinta de la rataquesa y que, por consiguiente, se nos antojó sumamente extraña; no
obstante, probamos de comunicarnos con él por medio del habla variopinta de las
islas Sandwich, especie de lengua franca con inclusiones de variada procedencia. Nos
hizo comprender que estaba dispuesto a quedarse en nuestro barco para
acompañarnos en nuestro largo viaje, deseo que le fue concedido al instante.
Permaneció, pues, con nosotros y al poco se hubo ganado el afecto y la consideración
de todos, marinería y oficiales, hasta que a nuestro regreso a las Ratak con súbita
determinación decidió instalarse allí para cuidar y atender a la distribución de
nuestros regalos entre aquellos tan cumplidos como necesitados anfitriones. Nadie
podría haber estado más impuesto del espíritu humanitario de nuestros envíos.
Kadu, nativo del archipiélago Ulea, al sur de Guaján, no era de origen noble, pero
contaba con toda la confianza de su rey Toua, quien le había encomendado diferentes
gestiones en su nombre por el resto de las islas con que Ulea mantenía contactos
comerciales; nuestro hombre había conocido, así, numerosos lugares, llegando por el
Oeste hasta las islas Peleliu, y por el Este, hasta Setoan. En su último viaje de Ulea a
Fais, con dos de sus paisanos y un jefe de Yap que deseaba regresar a su patria,
habían sido sorprendidos por una tempestad que les obligó a desviarse
considerablemente de su derrota. Si creemos en el cálculo que nos hizo del tiempo,
no muy fiable a decir verdad, los navegantes vagaron sin rumbo durante unas ocho
lunas por el mar abierto. Tres les duraron las magras provisiones de a bordo; cinco
lunas más aguantaron sin agua dulce, alimentándose sólo de los peces que lograban
capturar. Para aplacar la sed, Kadu buceaba a lo hondo para tomar en un cuenco de
coco aguas más frías y, a su decir, menos saladas. El alisio del Noroeste les llevó al
fin al grupo Aur de la cadena insular de las Ratak, donde se imaginaron hallarse al
oeste de Ulea. Por un anciano de Yap tenía Kadu noticias de Ratak y Ralik, pues
navegantes de aquella procedencia habían llegado primero a las Ratak, concretamente
al grupo Aur, desde el cual, por Nugor y Ulea, habían emprendido el viaje de regreso
a Yap. Los nombres de Ratak y Ralik eran conocidos también de un indígena de
Lamotrek que encontramos en Guaján. Es frecuente que embarcaciones de Ulea y de
las islas próximas sean arrastradas, de grado o por fuerza, a las cadenas de islas más
orientales; así, en el grupo meridional de Amo, del archipiélago de las Ratak, viven
todavía cinco nativos de Lamotrek cuyo destino común se forjó de esta manera.

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Los jefes de las Ratak tuvieron que proteger a los foráneos de las aviesas
intenciones de algunos, despertadas por el hierro que aquellos poseían. Lo cierto es
que los instintos más nobles han adornado siempre a todos los jefes que nos ha sido
dado conocer en aquellas distantes y extrañas regiones.
Los habitantes de mea, que viven en condiciones mucho mejores y con contactos
exteriores más amplios, gozan en algunos aspectos de cierta superioridad. Así, en
Ratak cabía a Kadu cierta consideración privilegiada. Había llegado a las islas unos
cuatro años antes que nosotros; tenía dos mujeres en Aur, una de las cuales le había
dado una hija que justo empezaba a hablar.
Nuestra aparición en Aur, donde no tenían aún noticia alguna de nosotros,
despertó temor y confusión. Fue reclamada en seguida la presencia de Kadu, el
experto viajero de aquellos mares, quien a la sazón se encontraba en una de las islas
más remotas y del que se solicitó al punto consejo acerca de cómo proceder con
aquellos poderosos extranjeros, de los que no se sabía si podrían revelarse malvados
devoradores de carne humana.
Kadu había aprendido mucho de los europeos aun sin haber visto nave alguna de
aquella procedencia. Infundió valor a sus amigos, les previno de no caer en la
tentación de hurtar nada y les acompañó al «Rurik» con la resuelta intención de
quedarse con nosotros y la esperanza de alcanzar de nuevo su añorada patria por
nuestra mediación; no ignoraba que en su ausencia había recalado una vez en aquella
una nave europea…
Tuvimos que discurrir con prudencia y decoro el modo de que Kadu supiera y
pudiera sentirse a gusto en nuestro mundo. Las nuevas condiciones en que de golpe
se veía inmerso por fuerza habían de serle difíciles de evaluar y juzgar. Él, un hombre
del pueblo llano, se vio de pronto considerado como uno de sus nobles por gentes
extrañas tan conscientes del poderío y la riqueza, mientras que la clase de marinería
le atendía como a sus propios superiores. No cabe ocultar los desaciertos a que fue
inducido al principio; errores que muy pronto y con toda facilidad corrigió con creces
como si le hubieran valido la más rigurosa de las reprimendas. Comoquiera que al
poco de su llegada a bordo vinieran a vemos algunos jefes de Ratak, se irguió ante
ellos y adoptó ademanes consonantes con la condición de aquellos, lo que le valió la
más desenfadada y rotunda de las mofas. Le estuvo bien empleado, y no hubo de ello
segunda vez. También al principio trató de imitar el porte y las maneras del Capitán,
aunque cuidando siempre de eludirle. No es de extrañar que de buenas a primeras
creyera que los marineros no eran sino una especie de esclavos. Así, en una ocasión
ordenó al de guardia que le llevara un vaso de agua; aquél lo tomó del brazo y le puso
en la mano el cazo con que los demás se servían al efecto. Kadu pareció recluirse en
sí mismo para estudiar las condiciones y significado de nuestras costumbres, a las
cuales muy pronto se adaptó y hasta halló de todo punto adecuadas, hasta el extremo
de asumir un comportamiento sea frente a los eventos cotidianos sea ante la misma
mesa absolutamente comparable al nuestro.

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Kadu no aprendió sino gradualmente el poder de nuestras bebidas espirituosas.
Dicen haber observado que al principio se hacía dar aguardiente por los marineros, y
como fuera el caso que uno de ellos recibiera castigo precisamente por ello, se le hizo
saber que la razón no era otra que el beber a escondidas el agua de fuego (nombre que
él aplicaba al aguardiente). Jamás volvió a probarlo; y el vino, del que ciertamente
gustaba, lo bebió siempre con moderación. La visión de unos borrachos en Unalaska
le hizo autovigilarse en lo sucesivo con sumo cuidado. Ya de buen principio decidió
conjurar para nosotros vientos favorables, conforme a los usos de Yap; nos reímos de
sus esfuerzos, y al poco reía él también con nosotros, no reincidiendo en aquel
complicado ritual sino con ánimo festivo y cuando deseaba brindamos inocente
entretenimiento.
Cualidades probadas de Kadu eran el buen ánimo, la comprensión y el humor; a
medida que fuimos intimando en nuestro conocimiento tanto más afecto le íbamos
tomando. De su amable carácter sólo teníamos que enfrentamos a cierto grado de
indolencia que mal casaba con nuestro espíritu activo. De buen grado y con presteza
sólo deseaba cantar o dormir. Cuando nos afanábamos por obtener detalles de las
islas por él recorridas o de que tenía noticia, se limitaba a responder a las preguntas
que le formulábamos, y no por segunda vez a la misma, ¡lo cual no dejaba de
recordarnos! Y si en el curso de la conversación surgía a la luz algo que le
achacáramos habernos callado previamente, sin falta contestaba: «esto no me lo has
preguntado antes». Pero, la verdad es que de ello no tenía memoria cabal. Los
recuerdos renacían en él progresivamente a medida que los acontecimientos los
reavivaban; al propio tiempo nos pareció observar que la cantidad y diversidad de
objetos que suscitaban su atención iban disolviendo en él impresiones más tempranas.
Las canciones de los pueblos entre los que había vivido, que nos cantaba en
diferentes lenguas, eran a su vez el libro del que extraía la información que nos
suministraba y que le servía para documentar muchos de sus datos.

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El isleño Kadu, de Ulea. Grabado de C.E. Weber en cobre.

Kadu guardaba entre nosotros su propio calendario, conforme a lunas, cuyo


registro llevaba mediante nudos en una cuerda. Sin embargo, ese dietario nos pareció
llevado con cierto desorden, y jamás logramos regirnos con él siquiera con mediana
precisión.

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No era duro de mollera, ni mucho menos desinteresado por el saber, sino que más
bien parecía comprender cuanto le explicábamos acerca de la configuración de la
Tierra al tiempo que nos afanábamos por abrir su razón a algunas de las sutilezas de
nuestro arte de navegar. Sin embargo, carecía de perseverancia, se cansaba del
esfuerzo y volvía sin más a sus canciones. La escritura, cuyo secreto había llegado a
percibir, le movió a empeñarse algo más en el aprendizaje, pero le faltaban aptitudes
para tan dura prueba. Cuanto se le decía con intención de estimularlo más bien
parecía amilanar su ánimo; emprendió e interrumpió sus estudios repetidas veces y, al
fin, optó por abandonarlos del todo.
No obstante, diríase en justicia que cuanto le contábamos acerca del orden social
europeo, de nuestras costumbres y usanzas, así como de nuestros oficios y artes era
rápidamente captado en todo su sentido y con gran alacridad. Pero lo que más
receptivo le hacía era el relato de nuestro pacífico y aventurero viaje, con el que
pronto asoció el propósito de enseñar a los pueblos que fueren descubiertos todo
aquello que pudiere reportarles mayor bienestar y seguridad, entre lo cual incluyó
principalmente todo lo relacionado con la alimentación y la subsistencia, lo cual no le
impidió reconocer que el primordial objeto de nuestra empresa consistía en acrecentar
nuestros conocimientos; y, así, se sintió honrado en contribuir del mejor modo
posible a nuestro afán investigador servido incluso con menos voluntad por algunos
de nuestros propios ilustrados.
Al llegar a Unalaska y ver cuán desprovista de árboles y demás vegetación se
encontraba aquella inhóspita tierra, nos instó premioso a que plantáramos en lugares
elegidos varios de los cocos que teníamos todavía a bordo y a los que él deseaba
sumar incluso algunos de los propios. No cejaba de hablarnos de ello, teniendo
presente la miseria de aquellas gentes y costó mucho persuadirle de lo superfluo de
semejante propósito.
Su atención y curiosidad eran despertadas sobre todo por la Naturaleza. Los
bóvidos de Unalaska, que le hicieron extraer de la memoria el vago y remoto
recuerdo de haber visto algo semejante en las islas Peleliu, le ocuparon de manera
casi permanente y no dejó de acudir ni un sólo día al pasto para observarlos
inquisitivamente. Pero, nada, en todo el viaje, provocó en él más contento y
excitación que la contemplación de las manadas de focas y de morsas de la isla de St.
George.
Al igual que durante el viaje recogía Kadu trozos de hierro abandonados, cascos
de vidrio y todo lo que despreciábamos y él entendía de posible valor para su gente,
así buscaba en Unalaska, entre los cantos rodados de la orilla, preferentemente,
aquellas piedras que podían serle útiles para afilar. Sólo vimos a este hombre afable y
cordial en una ocasión preso de ira contenida, de verdadera cólera. Y fue cuando
buscando en el curso del viaje esas piedras en el lugar del barco donde las había
guardado, las quejas que motivaron su infructuosa búsqueda hallaron escaso eco entre
los circunstantes. Se sintió profundamente afectado en su sentido de la justicia.

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Kadu era generoso en su pobreza y agradecido en su corazón. Trataba de servir y
ser útil a quienes de nosotros le habíamos hecho algún presente, y aprovechó la
ocasión de nuestra estancia en Oahu para, por medio de un capaz y acertado traficar
con las pequeñas mercancías con que le habíamos enriquecido, traer a aquellos
oficiales y marineros de los que había recibido alguna atención, y cuidando siempre
de elegir lo que a su buen juicio más pudiera complacer al homenajeado, algún
presente y la embajada de su sonrisa. No guardaba nada para él, pues su ilusión
primera era enriquecer, agasajar y llenar de alegría a sus paisanos cuando se
produjera el ansiado reencuentro. De ahí que hubiera dejado a sus amigos del Ratak
todas sus pertenencias y que sólo hubiera conservado para sí una pequeña joya, un
collar que le habíamos visto ya repetidas veces en nuestra presencia. En una ocasión
nos confesó, con los ojos humedecidos y una tímida sonrisa en los labios, el secreto
de dicho collar. Había luchado en Tabual (isla del grupo Aur de las Ratak) en los filos
de sus anfitriones contra el enemigo llegado de Majuro y Amo. Le había ganado la
vez a su adversario, y a punto estaba de atravesar al vencido que se hallaba a sus pies
cuando la hija del yacente saltó y le tuvo el brazo, obteniendo de él la vida del padre.
La muchacha le había ofrecido su amor y él, el hombre, cuidó de llevarle a
escondidas generosos presentes; ahora, en memoria de aquélla llevaba la prenda de
cariño que ella le ofreciera en el campo de batalla.
En el carácter de Kadu hemos de subrayar preferentemente dos rasgos: su
hondamente arraigada aversión a la guerra, a la matanza de otros hombres, y la
honestidad y delicado pudor que le adornaban y que-jamás disimuló ante nosotros.
Kadu sentía auténtica repulsión por la sangre vertida, pero no era en modo alguno
un cobarde. En su pecho mostraba las cicatrices de las heridas que había recibido en
la guerra de defensa de las Ratak, y cuando preparándonos en una ocasión para un
desembarco en la isla St. Laurenz hicimos acopio de armas y le explicamos que ello
no significaba que nos dispusiéramos a atacar sino que tan sólo obedecía a la eventual
necesidad de tener que defendemos en caso de dar con gentes cuyo ánimo
desconocíamos y que, pese a nuestro deseo de establecer relaciones mutuamente
ventajosas, podrían revelársenos hostiles, él mismo hizo enseguida por un arma, un
sable con el que en última instancia pudiera defender también nuestro terreno, ya que
en Unalaska no había practicado suficiente para hacer uso de un rifle. Sustentaba
firmemente la opinión, que se había formado en Yap, de que sólo crecen cabellos
grises si se ha contemplado en toda su atrocidad la matanza entre hombres.

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Chukches delante de sus tiendas. Dibujo y litografía de Louis Choris.

Kadu estaba siempre lleno de miramientos para con el sexo opuesto, y se


mantenía respetuosamente alejado de las mujeres ajenas. En todo momento hacía gala
de una medida exacta de lo decoroso y oportuno. Así, se rebeló ante lo visto en Oahu
y no dejó de condenar fervientemente la falta de moralidad reinante en las islas
Peleliu. Hecho al habla libre de los hombres supo proceder, no obstante, de tal modo
que siempre se ciñó a los límites que le habían sido tan sólo insinuados.
Común es hallar el sentido más despierto y el talento máximo para el humor entre
aquellos pueblos que viven más próximos a la Naturaleza, y en especial donde la
suavidad del clima permite gozar de una vida fácil y placentera.
Kadu era particularmente gracioso, pero guardaba siempre las normas de la
corrección, y con gran habilidad sabía cómo poner de su lado nuevamente, mediante
pequeños regalos o servicios, a aquellos que había hecho objeto de sus chanzas.
Nuestro amigo nos aseguró en el curso del viaje que estaba decidido a quedarse
con nosotros hasta la conclusión del mismo y que, incluso si nos fuere dado hallar su
querida patria Ulea, seguiría a nuestro lado hasta llegar a Europa, donde podíamos
garantizarle el regreso a aquella, pues en aras del comercio nuestros barcos tocaban
con regularidad las islas Peleliu, visitadas asimismo con frecuencia por
embarcaciones de compatriotas suyos.

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REGRESO DESDE LAS ISLAS RATAK AL CÍRCULO POLAR.
TENTATIVAS LINGÜÍSTICAS CON KADU. TEMPESTAD EN
UNALASKA. OSOS MARINOS. OBJETO Y LOGROS DE LA
EXPEDICIÓN.

El 13 de marzo de 1817 habíamos visitado Udirik, de las Ratak, y el día 19 vimos


el último arrecife perteneciente a aquella región de Polinesia, dejando seguidamente
aquel mundo de cielos limpios y despejados para encaminarnos ya hacia el lóbrego
Norte. Los días se hicieron más largos, los fríos más notables, y un celaje gris y
brumoso se cernió sobre nuestras cabezas al tiempo que la mar cambiaba sus
tonalidades profundamente azules por un color verdoso sucio. El 18 de abril de 1817
dimos vista a las islas Aleutianas. Nos hallábamos, pues, frente al objeto mismo de
nuestro viaje, y ya nuestros pensamientos se proyectaban, pues, más allá de Unalaska
en busca de los mares helados. Con los sentidos excitados y pictóricos de deseos de
actividad, todos, oficiales y marineros, que habíamos conocido el encanto de la
Naturaleza, nos prometíamos gozar ahora intensamente de nuestro compromiso
personal en este importante capítulo del viaje y aun de nuestra vida.
No carecía de estímulo para mí el presente. El resultado de los relatos de Kadu
sobre su mundo, desde las islas peleliu a las Ratak, queda frente al lector en mis
observaciones y juicios. Pero el llevar a la escritura y transmitir con fidelidad lo
vivido era para mí la tarea más dura en aquellos momentos. En primer lugar era
necesario ampliar, enriquecer y practicar el medio de expresión. Nuestra habla se
componía del dialecto de Polinesia que hablaba Kadu y de algunas pocas palabras y
dichos europeos. Hubo que acostumbrar a Kadu a que comprendiera y se manifestara
espontáneamente. En cuestiones concretas e históricas pudo desenvolverse pronto y
la comunicación procedió sin grandes dificultades, pero ¿qué no quedaba todavía
velado? Kadu tenía que ser siempre preguntado, y su respuesta jamás abundaba sobre
lo inquirido. Los libros de ciencias de la Naturaleza ilustrados contribuyeron no poco
a disipar muchas dudas. La carta del P. Cantova sobre las islas Carolinas en Lettres
édifiantes proporcionó tema de ulteriores preguntas y, valga añadir que el feliz
asombro de Kadu fue enorme cuando pudo conocer tanto, por boca nuestra, acerca de
sus islas de origen. Confirmó entonces e informó con creces, y aquella circunstancia
propició numerosos puntos de partida nuevos; que, al hilo que cada uno de ellos
tendía, la ocasión fue ciertamente explotada…

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Un rataqués. Dibujo y litografía de Louis Choris.

Kadu atendió con gran interés al cambio que iba experimentando la noche
estrellada a medida que nuevas luminarias hacían aparición por el Norte y las más
meridionales se ocultaban bajo el mar. Cada mediodía nos veía tomar la altura del Sol

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y, seguidamente, fijar nuestra derrota por medio del compás; y no pocas veces surgió
la tierra cuando, dónde y cómo habíamos anunciado de antemano. Convencido y
gustoso aprendió así a tener plena confianza en nuestra superior ciencia y arte de
navegar, que, no obstante, seguían siendo para él naturalmente inaprehensibles.
¡Cómo podría él dignificar y comparar sus gestas ante tanta maravilla que trascendía
con mucho el límite de sus facultades! Las explicaciones que le di sobre aerostatismo
no le parecieron más increíbles y fabulosas que las noticias sobre carruajes tirados
por caballos. ¿Pero acaso tenemos nosotros mismos medida para prodigios
semejantes que no sea recurriendo a calificarlos de acostumbrados o insólitos? ¿No
nos parece indigno de atención lo que se ha hecho para nosotros cotidiano y, de igual
modo, inalcanzable lo no logrado? ¿No nos parece de todo de punto natural que un
niño guie la tropa de gansos en el prado, y, en cambio, prodigioso que se hable de
domesticar a las ballenas?
Kadu nos vio observar, investigar y coleccionar en Unalaska y doquier
desembarcamos productos de la Naturaleza, del carácter más variopinto, y
comprendió mucho mejor que los no ilustrados de entre nosotros la relación entre
estas ansias ilimitadas de saber y los conocimientos subyacentes a nuestra
prepotencia.

*
Yo mismo tengo anotado en mi diario con fecha del 15 de abril: «El pasado
viernes, día 11, se inició la mayor tormenta que jamás hayamos conocido; las olas
eran de dimensiones extraordinarias. Durante la noche del sábado (del 11 al 12), una
de ellas destrozó completamente el bauprés. La tormenta prosiguió el domingo, y no
sino hasta el lunes, día 14, cuando pudimos dejar entrar nuevamente la luz en el
interior de nuestros camarotes. Sin embargo, el viento adquirió de nuevo
proporciones tempestuosas al anochecer, y siguió muy duro el día 15, aunque
pudimos gozar por lo menos de la luz del día. Hoy ha caído la primera nieve. Estos
días han sido de verdadera prueba para Kadu, de quien hemos podido conocer mucho
y bueno…».
Después de recibir el tremendo embate de las olas el Capitán hizo medir el agua
de la sentina para averiguar si se había abierto alguna vía por causa de las enormes
sacudidas. La tarea consistía en dejar caer una sonda por el tubo de una de las
bombas. El joven suboficial que recibió la orden al efecto, hombre que entre nuestros
valerosos marineros no destacaba precisamente por su temple, informó pálido como
un cadáver que el barco estaba lleno de agua. El asunto era demasiado importante
para dejarlo sin ulterior investigación: resultó que no había siquiera una gota…
Kadu, nuevo Ulises de vida rica en hechos y aventuras entre los trópicos, llevado
ahora a una zona del mar cuya extensión, valga añadir, es equivalente a la anchura del

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océano Atlántico, y quien jamás había visto helarse el azul del mar ni marchitarse el
exuberante verde de los bosques, nuestro Kadu vio por primera vez cómo el agua se
convertía en sólido y las brumas se hacían nieve. Creo que nunca le había descrito la
atroz imagen de nuestro invierno, por no ser tenido —por lo menos hasta que mis
palabras no recibieran el respaldo de la realidad— por el más craso de los mentirosos.

*
La isla de St. Paul alcanza notoriedad por las focas (Ursus marinus Stelleri) que
en tiempo de cría pueblan por millares sus playas. La piel de los individuos jóvenes
es muy preciada y encuentra en Cantón un mercado seguro a precios muy elevados.
El macho es aproximadamente dos veces más grande que la hembra, la cual se
distingue también por su configuración y color. Los machos y las crías son de color
más oscuro. He recogido cráneos de ambos sexos y comprobado sus diferencias
morfológicas, ya que no tanto de tamaño, considerando el de los respectivos cuerpos.
El cráneo del macho es más abovedado; el de la hembra más bien plano, dado el
pronunciamiento de los arcos superciliares y bordes de la cavidad orbitaria. Esta foca
es más ágil y esbelta que los otáridos de California, por ejemplo, y se mueve en tierra
con más gracia y velocidad que éstos. Los machos vigilan el territorio familiar desde
un altozano y se muestran extremadamente celosos de sus hembras. Los hay que sólo
cuentan con unas pocas, mientras que otros dominan sobre medio centenar. La
hembra pare dos crías, que nacen provistas ya de dientes en ambos maxilares; aquella
no corta el cordón umbilical y no es extraño, pues, ver a los neonatos arrastrar largo
tiempo las secundinas. En una ocasión me acerqué y acaricié a una de aquellas crías;
abrió los ojos y al verme se dispuso a la defensa, para lo cual se irguió sobre sus
cuartos traseros y me mostró una hermosa provisión de dientes. Al propio tiempo fui
descubierto por el cabeza de familia, que sin perder un instante emprendió la marcha
hacia mí:

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Osos marinos de la isla St. Paul (al fondo el «Rurik»). Dibujo y litografía de Louis Choris.

«Et qui vous a chargé du soin de ma famille?» Le aseguré que no abrigaba malas
intenciones, pero me despidió al punto haciéndome retroceder.

*
Por mi parte he tomado con penosa indignación la orden de Herr von Kotzebue y
me he sometido cabalmente a mis instrucciones: «Al pasajero a bordo de un buque de
guerra, donde no se está acostumbrado a semejantes presencias, no le cabe ningún
tipo de reivindicación».
Por otra, he creído percibir en los quedos y abatidos rostros a mi alrededor y bajo
la capa de la subordinación los mismos sentimientos que yo albergaba. Por lo que
hace al dictamen del Dr. Eschscholtz, asumió plenamente la responsabilidad; no se
puede decir más.
Compadecí entonces al enfermo Herr von Kotzebue, pues un procedimiento que
en circunstancias similares creía haber observado en buques de otras naciones no
parecía ser de uso en la marina de guerra rusa y que no hubiera reconocido como
necesario y justificado que la decisión por él tomada hubiera debido de contar con el
respaldo del pertinente consejo de guerra compuesto por quienes al efecto estaban
provistos de voz y voto a bordo conforme a los reglamentos usuales. Durante algún
tiempo esperé que Herr von Kotzebue, superando la-etapa de la enfermedad,

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reflexionara sobre lo ocurrido y revocara la orden. Obrando así habría demostrado
fuerza de carácter y habría hecho de mí el más gustoso y sumiso de sus
colaboradores.
No olvidemos, por lo demás, que aunque el «Rurik» enarbolaba la bandera de la
marina de guerra del Zar, barco, Capitán y tripulación sólo reconocían la autoridad
del conde Romanzov, pues éste había equipado la expedición y sólo a él había, pues,
que rendir cuentas. Herr von Kotzebue lo hizo, pues, al Conde, de quien en definitiva
habían emanado sus instrucciones y órdenes, y valga añadir que con plena
satisfacción de las partes…

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REGRESO. DESPEDIDA DE KADU. MANILA. ENCUENTRO CON UN
COMPATRIOTA. EL MÉDICO EN PAÍSES LEJANOS. EN LAS
BIBLIOTECAS DE MANILA.

Tú has elegido mejor que nadie, amigo Kadu. Te despediste en buen


entendimiento y armonía, y también a nosotros nos cabe cierto derecho a tu afecto,
pues ha sido en todo instante nuestro deseo el hacer bien a tu segunda patria. Has
aprendido el Bien de nosotros y lo has hecho tuyo; te has comprometido a seguir
obrando conforme a nuestros rectos propósitos. ¡Que el Señor que rige los destinos
del hombre bendiga tu hacer y te ampare en tu andadura! ¡Que aleje todavía algún
tiempo a los europeos de vuestros arrecifes y playas! No os traerían otra cosa que la
suciedad de Hawai. Pero ¿qué habrías hecho tú en nuestra vieja Europa? Habríamos
jugado contigo caprichosamente; te habríamos mostrado a duques y nobles que te
habrían colmado de medallas y oropel y, al poco, olvidado. El cariñoso guía del que
habrías necesitado habría estado ausente de tu lado; no habríamos estado juntos y tú
te habrías perdido en un mundo lleno de frialdad. Ninguna ocupación habría sido
adecuada para ti. Y, por fin, te habríamos señalado y abierto de nuevo el camino a tu
patria, pero ¿qué habríamos hecho, antes de ti?
Pasé en todo lugar por ruso: el envoltorio oculta la mercancía. Además, tanto
alemanes como franceses me tuvieron siempre por compatriota. El caso es que tuve la
fortuna de dar con uno, en verdad digno de todo afecto, que no puedo sino mencionar
con gratitud. Don San Yago de Echaparre se había trasladado a España con la
emigración francesa, país donde en el servicio de la mar había proseguido la carrera
iniciada en su patria. Hacía ya mucho que se encontraba en Luzón, y aunque entrado
en años, seguía siendo la imagen viva del gentilhomme françois, y no precisamente
entre gentes y condiciones de vida de su elección. Su corazón seguía en la vieja
patria. Don San Yago poseía y habitaba una finca en la Tierra Alta. Cavite, en la
punta más exterior de un ritmo arenoso de tres millas de largo no es, ciertamente,
lugar adecuado de residencia para un investigador de la Naturaleza; así que me
trasladé a las tierras altas, a un pueblo sito en una de las orillas de la bahía de Manila
donde va a morir el istmo de Cavite, y me quedé allí todo el tiempo que el «Rurik»
permaneció en puerto. Fui huésped de mi compatriota, aunque no me alojé en su
propia casa, y pasé con él todas las horas que no dedicaba a recorrer e investigar
quebradas y campos vecinos. Como en nuestros hogares, eran las cosas más
cotidianas y comunes las que daban ocasión al enfadoso y efímero acaloramiento.
Pepe, el criado, se había olvidado de traer del mercado los rábanos que con tanto
gusto consumía mi anfitrión, y ello propició una reprimenda, tan encendida como
fugaz. Nos sentamos a la mesa y, hete aquí que Pepe había vuelto a poner la silla rota
que el amo ha tiempo desechara. Don San Yago saltó hecho un basilisco y la apartó
violentamente de sí, pero, al punto y risueño tomó otra y procedimos con la cena, que

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discurrió en apacible velada llena de acertadas consideraciones acerca de las islas
Filipinas y de añoranzas en torno a Francia.
Una gran tortuga se había enseñoreado del patio y jardín de Don San Yago de
Echaparre; colibríes (Nectarinia) anidaban en un añoso árbol cuyas ramas casi
llegaban a penetrar por la ventana de la alcoba del buen anciano; y un pequeño
lagarto acudía a nuestra mesa, cada vez que tomábamos café, para lamer el azúcar
que pudiera haberse vertido. Mi anfitrión me ofreció los animales. ¿Cómo habría
podido yo abusar de la hospitalidad y generosidad de ese hombre tan huérfano ya, por
lo demás, de tantas cosas? Para ello habría tenido que ser del todo diferente de como
soy.

*
Como de costumbre, en todo lugar acudieron a mí por docenas quienes buscaban
consuelo o curación para sus males cerca del doctor ruso, y tuve que señalar la
diferencia entre doctor naturalista y doctor facultativo, con lo cual habrían, creía yo,
de conformarse. Pero, que quien sienta la tentación de viajar repare en lo que sigue: el
nombre y fama del médico es el pasaporte y carta de recomendación más seguro,
doquiera esté poblada la tierra; y de necesitarlo, le asegurarán el sustento más puntual
y generoso. Todo hombre, ser vulnerable, que se siente desvalido, cree en la ayuda
ajena y pone toda su confianza en aquél que se la promete. Con la mayor ansia se
acoge el necesitado a lo más lejano y desconocido, y el foráneo despierta en él
aquella confianza que perdió en los que tiene más próximos. En la familia del médico
académico, en cambio, se concede más importancia al consejo secreto de la vieja
lavandera que a las artes curativas de aquél.
Para el cuitado, la Medicina es una ciencia enigmática y casi mágica, cuyo poder
descansa en gran medida en la fe. Los sortilegios y conjuros de todo tipo y nombre
datan y se han extendido tanto como la misma especie humana, y si constituyeron el
primer arte de curar, también serán el último. Se renuevan y rejuvenecen
permanentemente con nuevos nombres y formas más adecuadas al momento; entre
nosotros, con ropaje científico, llamándose mesmerismo y… no deseo herir a nadie,
pero ¿quién pondrá en duda que aún hoy, incluso en una ciudad ilustrada, como
Berlín, más enfermedades son tratadas de palabra o con el concurso de agentes
milagrosos y atractivos, que confiadas al cuidado del médico científico?

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Carta de Chamisso a Uhland, 5 de enero de 1821.

Sólo he querido aconsejar a aquél que pretende ver mundo que, a modo de tocado
más propio y cómodo, se provea de la birreta médica; añadiré que jóvenes amigos

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míos han comprobado ya lo acertado de la sugerencia.

*
Mi principal ocupación en Manila fue visitar bibliotecas y monasterios en busca
de libros y hombres que pudieran suministrarme información acerca de los pueblos y
lenguas de las islas Filipinas y Marianas. Ya he señalado en lugar apropiado cuáles
fueron mis éxitos y mis fracasos en este sentido. En muy breve plazo acumulé una
hermosa biblioteca de tagalistas e historiadores manileños. Poco es lo que se podía
obtener por vía de compra; fue mucho más lo que me fue simplemente obsequiado, lo
cual me brindó la ocasión de reciprocar con algunos de los libros de mi propiedad. En
todo lugar hallé el sentido más solidario, la mejor disposición a serme de provecho y
contribuir a mis progresos, amén de la cortesía más exquisita. Sólo en el monasterio
me fue dado adquirir el Vocabulario de la lengua tagala, el monje que me suministró
mi ejemplar pagado fue la excepción a la regla general, pues me instó a que
abandonara en seguida el recinto y cerró al punto la puerta a mis espaldas. Su
comportamiento molestó a los españoles que tuvieron conocimiento del hecho en
medida mucho mayor de lo que me había incomodado a mí, que no ignoraba que
«monje y mujer no hacen agravio».
Cuando en la noche del 3 al 4 de julio de 1822 se quemó la casa que yo habitaba
en Neuschönesberg, cerca de Berlín, fue esta biblioteca tagala lo que, después de los
míos, me apresuré a salvar a toda prisa. Más tarde decidí unirla a la Real Biblioteca
de Berlín, donde los investigadores de las lenguas de origen malayo hallarán no pocas
cosas de interés, que a buen seguro no son fáciles de encontrar en otra biblioteca.

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EL CABO DE BUENA ESPERANZA. MI AMIGO BERLINÉS.
EXCURSIÓN A LA MONTAÑA DE LA TABLA. ALABANZA DE
LONDRES. POR SAN PETERSBURGO HASTA ALEMANIA.

Herr von Kotzebue no conocía la bahía de la Tabla y carecía de carta o portulano


del lugar. Él mismo ha dicho: «Erróneamente guiado por fogatas encendidas en las
orillas no he hallado el lugar donde por lo común fondean los buques de recalada.
Sólo al romper el día descubrimos que no habíamos dado fondo frente a la ciudad de
El Cabo sino en la parte oriental de la bahía, a tres millas aproximadamente de
aquella». En la playa que se abría delante de nosotros, hacia la que habíamos hecho
bordadas durante la noche y de la que el viento por fortuna nos había separado
mostraba como ominosa advertencia los restos de numerosos naufragios.
Soplaba tempestuosamente del Sur. Un práctico nos sacó del punto en que
habíamos fondeado y nos llevó a un fondeadero mucho más seguro frente a la ciudad,
donde no hacía viento o apenas se dejaba notar una ligera brisa del Norte. El Capitán
fue a tierra y yo hube de permanecer en el «Rurik» aguardando su regreso. Mi
impaciencia rayaba en los límites. La ciudad de El Cabo es, a fin de cuentas, un
arrabal de la patria. Aquí, en un mundo germánico, tenía que redescubrir las huellas
de gentes para mí muy queridas; aquí me aguardaban quizás cartas de mis deudos;
aquí contaba yo con un amigo, Karl Heinrich Bergius, de Berlín, Caballero de la Cruz
de Hierro, naturalista, que antes de mi partida se había trasladado a este confín del
imperio como farmacéutico. Y mientras yo contemplaba la ciudad que en aquella
hermosa mañana había ido perfilándose más y más entre la bruma y que, cercada de
majestuosas montañas, se ofrecía al fin a mi vista, del bosque de mástiles que se
alzaba a sus pies surgió un bote que a remo hizo camino hacia el «Rurik»; Leopold
Mundt, otro botánico amigo, dé Berlín, subió a bordo y me estrechó fuertemente
entre sus brazos.
La primera noticia que me dio fue luctuosa. El bueno de Bergius, tan querido,
honrado y respetado de todos, había muerto el 4 de enero de 1818. Mundt había sido
enviado por el gobierno prusiano a El Cabo en calidad de investigador y coleccionista
de especies exóticas.

*
Maravilla la actividad que uno está dispuesto de pronto a desarrollar tan pronto
pone pie a tierra, despertando así del pesado sopor que parece atenazarle a uno al
discurrir de días y más días a la vela. Escribir una cuartilla, leer unas páginas eran
empresa para la que apenas se encontraba tiempo, y antes de que por lo común se
diera con éste, las macilentas horas del día se habían ido ya en vacío. Ahora los

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minutos se alargaban plácidamente y uno dispone de energías y tiempo para todo: no
parecen contar ni el sueño ni el cansancio. «El cuerpo se ha subordinado al espíritu
hasta olvidar incluso sus necesidades».
Sólo permanecimos ocho días en El Cabo. Durante tres de ellos hizo tales
estragos una tormenta del NE que quedó cortada toda comunicación entre los barcos
y tierra. Pero, careció de efecto sobre mí, que dedicaba las horas del día a sumergirme
en la Naturaleza, y las de la noche las pasaba enfrascado en mis libros y en el examen
de las piezas y muestras recogidas. Mundt, Krebs, farmacéutico y naturalista
respectivamente, y otros, los más amigos del finado Bergius, fueron mis mejores
guías y compañeros.
Hicimos una gran excursión a la llamada montaña de la Tabla, a donde
ascendimos al alba por la parte llamada del león; cerrada ya la noche regresamos por
el paso más conocido de la quebrada que queda a espaldas de la ciudad. Mis
compañeros se acostaron enseguida muertos de fatiga y de sueño, despertándose el
día siguiente a hora ya muy avanzada.
Por mi parte, una vez hube atendido a mis plantas, estudié durante toda la noche
una gramática holandesa-malaya que me proporcionó un primer atisbo en esta última
lengua, cuyo conocimiento me era imprescindible para poder compararla con los
dialectos de las Filipinas y de las islas de los mares del Sur. Las primeras horas de la
mañana me encontraron en la playa buscando algas.
Entre las plantas marinas que me había traído de El Cabo una, o a mi entender
dos, han desempeñado un importante papel en el desarrollo de la ciencia como
testimonio vivo de la transformación de unas especies y géneros en otros. Cierto es
que en el curso de mi vida he escrito muchos cuentos, pero me cuidaré mucho de
aplicar demasiada fantasía a lo visto y comprobado en el terreno científico. No puedo
encontrar reposo espiritual en una naturaleza como la de los metamorfósicos.
Géneros y especies deben ser constantes y permanentes si, en general, puede haber en
absoluto pervivencia. ¿Qué me diferencia a mí, Homo sapiens, de los animales y de
las plantas, superiores e inferiores unos y otras, si cada individuo puede ya por
progresión ya por regresión asumir otro estado?…

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La gigantesca alga Fucus antarcticus. Litografía de Louis Choris sobre un dibujo de Adelbert von
Chamisso.

Para conocer detalladamente el promontorio de Buena Esperanza, la ciudad de El


Cabo y sus alrededores, cabe al interesado elegir entre varios libros de viajes.
Gustoso dejo de repetir, pues, lo que me parece superfluo. No trataré de transmitir
una nueva imagen de este paisaje tan extraordinariamente peculiar sino que me
incluiré sencillamente en la conocida. Ningún otro lugar del mundo puede ofrecer
más atractivo al botánico que la exuberante flora de El Cabo. La Naturaleza extiende
sus dones con plenitud y diversidad inagotables a su mirada, al tiempo que al alcance
de sus manos, y nada le es inaccesible. Los prados y espesuras arbustivas de El Cabo

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parecen haber sido creados a su deseo, como los bosques de Brasil con sus
inexpugnables jardines cumbreños para su desesperación.
En la ciudad y en un trecho del camino que serpentea al pie de las montañas sólo
encuentra uno, con disgusto, pinos europeos, chopos y robles. El hombre lleva
siempre por doquier una porción de su patria chica y tan grande como le sea posible.
Pero si dejamos el camino y descendemos a la montaña, no cabe expresión que
cabalmente describa la rica variedad y multicolor abigarramiento de las plantas. En
dichas montañas de la Tabla encontré con Mundt alguna que otra especie que a él
habían pasado inadvertidas hasta entonces y, aun fugaz viajero, he traído de ese jardín
botánico, visitado donde los haya, más de un ejemplar todavía por describir y
clasificar. ¡Y cada época del año despliega su propia paleta de colores y muestras
peculiares!

Montañas de la Tabla en el cabo de Buena Esperanza. Grabado contemporáneo en cobre.

El macizo de la montaña de la Tabla, separado por vastas llanuras de las


estribaciones del interior y que podríamos considerar como resto de la cordillera de
las tierras del Sur que proyectan sus farallones hasta el mismo mar, se diferencia
notablemente de las elevaciones vecinas por su flora, donde géneros y especies se
mezclan en proporciones del todo características, al tiempo que se dan de manera
exclusiva. Por ejemplo, la Protea argentea, tan común en nuestros jardines botánicos,
sólo se encuentra efectivamente en esa zona de mesetas, y no sería descabellado

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pensar que un lance del azar o la obra del hombre pudieren acaso eliminarla de ese su
solar, tan reducido, de modo que tan sólo perviviera en el futuro en nuestros
invernaderos y plantarios.
Algunos terratenientes del interior acudieron a la ciudad durante mi estancia; al
oír de la llegada de un nuevo «buscador de flores» muchos se ofrecieron a
acompañarme a sus propiedades. Todo naturalista viajero puede contar, pues, con ser
recibido de la manera más hospitalaria y cordial en el seno de la colonia.
Por desconocimiento de la ciudad me apeé en la City, Fleet Street, parando en la
posada de la Belle Sauvage. Pero el mundo en el que buscaba moverme se hallaba en
Westminster, Picadilly. Siete días en Londres representan en vivir y ver más que tres
años a bordo de un barco, en alta mar y a la vista de costas extrañas. Londres, que con
París alterna en hacer y comunicar historia al resto del mundo. No informaré de cada
ave que he visto volar por estos pagos.
En Londres he vivido exclusivamente con académicos, y mi tiempo ha sido
totalmente invertido en la visita a museos, herbarios, bibliotecas, jardines botánicos y
parques zoológicos. Sólo citar a aquellos de quienes me siento deudor y agradecido
me llevaría demasiado lejos. La biblioteca de sir Joseph Banks fue al propio tiempo
mi cuartel general. Sir Robert Brown, al frente de ella, me fue de especial asistencia.
Tuve el honor de ser presentado a Sir Joseph Banks, y entre aquellos que vi en su
compañía destaco al capitán James Burney, compañero de Cook en su tercer viaje y
autor de la Chronological history of the discoveries in the Southsee, obra maestra de
ciencia básica y de rara y saludable crítica. El haberme atrevido a enfrentarme con un
hombre como James Burney sobre la cuestión de «si Asia y América están unidas o
separadas por el mar» y mantener al respecto mi terreno es algo que a mis ojos me
honra.
Me encontraba en una ocasión en un museo, tablilla de escribir presta, tomando
nota de todos aquellos objetos que llamaban mi atención; otro tanto hacía un hombre
premioso y lleno de vitalidad. La casualidad hizo que coincidiéramos en determinado
lugar y que se propiciara la interpelación. Me fue, pues, dirigida la palabra, y mi
interpelante reparó por mi respuesta en que yo no era ciertamente nacido en
Inglaterra; me preguntó luego en francés si sería mejor servirse de esta lengua. Desde
la alegría de mi corazón exclamé en alemán: «¡es mi lengua materna!». Proseguimos
luego en alemán y Sir Hamilton Smith, mí ilustrado y políglota interlocutor, se
convirtió desde aquel momento y en lo sucesivo en mi más atento y sabio guía en los
diferentes museos que acordamos visitar juntos.
También conocí en Londres a Cuvier, y allí di asimismo con el Profesor Otto, de
Breslau, quien me proporcionó muchas noticias de la patria.
El conocido Herr Hunnemann me presentó notabilísima asistencia; fue mi
consejero, guía e intérprete y dedicó a mi servicio no poco de su valioso tiempo. Me
ayudó a reunir a posteriori todo lo que había echado en falta durante el viaje por lo
que hace a instrumentos, libros y mapas, equipándome para el regreso al hogar tal

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como, en rigor, debiera haber salido de él. ¿Lo habría hecho mejor quién ahora se ríe
de ello? Por mi parte, con cada nuevo capítulo de mi vida, mejor o peor vivido,
modestamente me doy cuenta de que la sabiduría que debiera de acompañarme a su
comienzo sólo me es dado obtenerla a su final, y que sólo en mi lecho de muerte
encontraré la que otrora eché en falta…
Yo, que los últimos años he vivido tan próximo a la Naturaleza, sentía un
irrefrenable e inexpresable impulso hacia el arte que plasma en consonancia con las
necesidades del espíritu, y de las pocas horas que me fue dado vivir en Londres
fueron varias las que dediqué a buscar sosiego en la contemplación de los cartones de
Rafael o de los antiguos.

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ÍNDICE ICONOGRÁFICO

Adelbert von Chamisso. Aguafuerte de Franz Kugler, 1828 (colección Dr.


Migge).
Caricatura sobre el viaje de circunnavegación de Chamisso. Litografía de un
dibujo a pluma de E. T. A. Hoffmann, Berlín 1816 (colección Dr. Migge).
Faro de Eddystone. Grabado contemporáneo sobre cobre.
Peces voladores. Grabado en cobre, del «Bildeibuch» de Friedrich Justin Bertuch,
vol. 2, Weimar 1803.
Cocotero del Brasil (Cocos romanzoffiana Cham.). Dibujo y litografía de Louis
Choris (1795-1828), ruso de origen alemán, compañero de Chamisso en su viaje de
circunnavegación. Sus dibujos originaron las litografías que, coloreadas y
comentadas por científicos de la época, fueron publicadas con el título Voyage
pittoresque autor du monde…, par M. Louis Choris, Peintre, París 1822.
Indígenas de la isla de Pascua. Dibujo y litografía de Louis Choris. De Voyage
pittoresque…
Gentes del canal de Kotzebue. Dibujo y litografía de Louis Choris. De Voyage
pittoresque…
Dibujos hechos por los esquimales sobre colmillos de morsa. Dibujo y litografía
de Louis Choris. De Voyage pittoresque…
Montañas de hielo en el canal de Kotzebue y Aguada de P. Skerl, según dibujo de
Louis Choris. De Entdeckungs-Reise in di Süd-See und nach der Bering-Straße zur
Erforschung einer nordöstlichen Durchfahrt. Untemommen in den Jahren 1815,1816,
1817 und 1818, auf Rosten Sr. Erlaucht des Herms Reichs-Kanzlers Grafen
Romanzoff auf dem Schiffe Rurik unter dem Befehle des Lieutenants der Russisch-
Kaiserlichen Marine Otto von Kotzebue. Erster Band. Weimar, verlegt von den
Gebrüdem Hoffmann. 1821.
Puerto de Ililiuk en Unalaska. Dibujo y litografía de Louis Choris. De Voyage
pittoresque…
Muchacha de las islas Sandwich. Dibujo y litografía de Louis Choris. De Voyage
pittoresque…
Airik, isla del grupo Kaben de las Ratak. Aguada de P. Skerl según dibujo de
Louis Choris. De Kotzebue Entdeckungsreise.
Adornos rataqueses. Dibujo y litografía de Louis Choris. De Voyage pittoresque…
Catamarán rataqués, vistas lateral y frontal. Dibujo y litografía de Louis Choris.
De Voyage pittoresque…
Rataqueses delante de sus chozas. Dibujo y litografía de Louis Choris. De Voyage
pittoresque…
El isleño Kadu, de Ulea. Grabado de C. E. Weber en cobre (colección Dr. Migge).

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Chukches delante de sus tiendas. Dibujo y litografía de Louis Choris. De Voyage
pittoresque…
Un rataqués. Dibujo y litografía de Louis Choris. De Voyage pittoresque…
Osos marinos de la isla St. Paul (al fondo el «Rurik»). Dibujo y litografía de
Louis Choris. De Voyage pittoresque…
Carta de Chamisso a Ludwig Uhland, 5 de enero de 1821. El original de esta carta
se encuentra en el Schiller-Nationalmuseum Marbach a. N.
La gigantesca alba Fucus antárctico. Litografía de Louis Choris según dibujo de
Adelbert von Chamisso. De Voyage pittoresque…
Montañas de la Tabla en el cabo de Buena Esperanza. Grabado contemporáneo en
cobre.
Adelbert von Chamisso. Grabado de X. Steifensand en cobre, según dibujo de
Ferdinand Weiss (colección Dr. Migge).

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ADELBERT VON CHAMISSO DE BONCOURT (Louis Charles Adélaïde de
Chamissot) (30 de enero de 1781 - 21 de agosto de 1838). Escritor y naturalista
alemán, nacido en Champagne (Francia), y que fue una de las grandes figuras del
segundo romanticismo alemán.
Huyó con sus padres a Alemania durante la Revolución Francesa. Tras una carrera en
el ejército prusiano, se trasladó a Suiza y se unió al círculo de la escritora francesa
exiliada Germaine de Staël. En 1814 escribió su obra más conocida, La maravillosa
historia de Peter Schlemihl. De 1815 a 1818 estuvo embarcado en el buque ruso
Rurik, dando una vuelta al mundo con carácter científico. Al regreso fue nombrado
conservador del Jardín Botánico de Berlín.
Chamisso también es conocido por sus poesías líricas de inspiración popular; el
compositor alemán Robert Schumann puso música a sus conocidas Lieder del ciclo
Amor y vida de mujer (1830).

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