LafelicidaddeDafne VictoriaBayona
LafelicidaddeDafne VictoriaBayona
LafelicidaddeDafne VictoriaBayona
de Dafne
Victoria Bayona
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Lectu n
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en ac
Presidente
Alberto Fernández
Vicepresidenta
Cristina Fernández de Kirchner
Ministro de Educación
Nicolás Trotta
Secretaria de Educación
Marisa Díaz
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Amaba la tierra que olía cuando la lluvia convertía Cupido las dejó caer de inmediato. Sabía que le per-
los terruños en barro y terminaba por esconder sus tenecían a ese dios irascible, hermoso y joven, y no
piernas bajo una capa oscura y quebradiza. Salían quiso despertar su ira. Lo odiaba. Odiaba ese porte
entonces a la luz los seres de la oscuridad: lombrices, masculino y grácil, su belleza, su inmenso poderío.
larvas, caracoles, un festín para los pájaros. Algunos Lo miró por el rabillo del ojo mientras este toma-
de los invitados terminarían en el fuego, sorprendi- ba el carcaj y se alejaba, pedante, rumbo al banquete,
dos por la filosa puntería de Dafne. sin siquiera mirarlo.
Aquel día el sol se asomaba por entre los nuba- Él, Cupido, era menudo, pero poderoso también.
rrones, después de la tormenta. Ella tenía echado al Parecía que Apolo lo olvidaba. Por el desprecio que le
hombro un par de codornices, el pelo empapado so- había mostrado, juró que sus flechas, aunque peque-
bre la cara. Celebrando que había clareado, exhausta ñas, le acarrearían terribles infortunios.
y feliz, decidió visitar a su padre, el dios-río Peneo. Esperó, observándolo día y noche, a que la oportu-
¡Cómo se alegraba él cada vez que la silueta de su nidad llegara. Lo hizo un día en el que Apolo visitaba
hija aparecía entre las ramas! La admiraba por ale- a Diana.
gre, por fuerte, por sensata, y disfrutaba cuando la —¿Qué tal la caza, hermanita?
risa de Dafne cantaba en sintonía con los borboteos —Podría serme útil un arco extra. Mis ninfas vie-
de la corriente. Aquella muchacha era su debilidad y, ron varios ciervos en las cercanías —lo invitó.
mientras se saciaba con el festín que había dejado la Cupido tensó una flecha especial, una que tenía la
caza, pensó que no habría nada que no estuviera dis- punta de plomo. Quien fuera atravesado por ella no
puesto a hacer por ella. moriría, pues sus flechas no mataban, sino que se-
ría destinado a huir de todo aquel quien le profesara
Mientras tanto, en las galerías de un espléndido amor.
palacio, retumbó la voz de Apolo: Apartó la atención de Apolo, que se preparaba para
—Suelta esas flechas o terminarás atravesado por la cacería con su hermana, y observó detenidamente
una. a las ninfas del bosque. Se interesó por una en espe-
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cial, de cabellos revueltos y rojizos, piernas fuertes y El dios se debatió, apenado. Nunca antes había vis-
torneadas, y una sonrisa franca y deslumbrante. La to así a su hija. Sus lágrimas hacían caminos de agua
flecha zumbó y se clavó, certera, en medio de su co- y sal, al juntarse con la tierra salpicada en sus meji-
razón. llas. Se le contrajo el corazón. Tanto amaba a Dafne
—¡Ay! —soltó Dafne, percibiendo un dolor inexpli- que le era insoportable verla triste. Suspiró, hacien-
cable en el pecho. Se llevó los dedos a la piel tostada, do un gran esfuerzo por poner a un lado sus deseos
donde había sufrido el azote, sin entender qué lo ha- para ella, y le dijo:
bía causado. —Deja ya de llorar, hija mía. Lo entiendo y lo res-
Sintiéndose infinitamente triste, corrió a buscar peto.
consuelo en brazos de su padre. Un poco más tranquila, Dafne se despidió y regresó
—Nunca me casaré —prometió, heladas la voz y la a cazar junto a las ninfas.
postura, sin saber de dónde provenía aquel deseo. Cupido preparó otra flecha. Esta vez, la punta era
—Dafne querida —se extrañó el dios-río—, dices filosa y dorada, hecha de oro. Aquel que fuera atra-
eso porque aún no te has enamorado... vesado por ella se enamoraría perdidamente de la
—No, padre. No es por eso. Es mi libertad lo que primera persona a la que viera. Esa estaba destinada
venero. Es de mi independencia de la que estoy ena- a Apolo.
morada. Nada me complace más que, sin rumbo fijo, Esperó, agazapado, a que el dios estuviera a unos
correr hasta que mis piernas se echan, cansadas, en pocos metros de Dafne. Una vez que se aseguró del
el suelo... ineludible encuentro de sus miradas, disparó. La
—Pero ¿no tendrás marido? flecha se clavó en el corazón de Apolo en el preciso
—Tendré las tardes cálidas bajo los árboles, la san- instante en que sus ojos se encontraban con los de la
gre tibia de la presa cazada... ninfa.
—No sabes lo que dices, hija... —¡Por todos los dioses! ¿Cuál es tu nombre, cria-
—Estoy segura. Y necesito saber que respetas mi tura divina, mujer-cárcel de mi espíritu? No dormiré
juicio, que lo entiendes. mientras respires lejos de mi aliento —suspiró.
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Dafne abrió los ojos con espanto. —¡Padre! —el grito fue desgarrador—. ¡Haz algo!
—Dame tus manos, ilumina mi agonía con tus be- ¡Ayúdame!
sos, necesito que sean míos tus encantos, que esta, El dios-río se conmovió al escuchar el clamor de su
mi devoción, sea también mi condena... hija.
Apolo se acercaba, y ella estaba paralizada por el —¡Me persigue un dios! ¡Deprisa!
miedo. Apolo la alcanzó, embriagado de un amor que lo
Cuando al fin cayó en la cuenta de lo que sucedía, desbordaba. Aquella criatura era la más perfecta que
echó a correr en busca de ayuda. había visto y le entregaría su alma, su corazón, su
El dios corrió también detrás de ella. La ninfa era vida.
veloz y conocía los estrechos pasajes a la perfección. Dafne aulló, creyendo perdida su libertad para
Grande y musculoso, a pesar de sus esfuerzos, él la siempre, hasta que advirtió algo novedoso bajo sus
seguía con destreza, pero un poco rezagado. pies: era su padre, llegando a ella en venas de agua
Dafne saltó piedras y esquivó ramas con el eco de por debajo de la tierra. Apolo ya la rodeaba con sus
los versos de Apolo a sus espaldas, y el terror se apo- brazos, cuando el cuerpo de la ninfa comenzó a
deró, tramo a tramo, de su temple. sentirse extraño. Primero, las plantas de sus pies, la-
—¡No corras, belleza hecha destino! ¡Eres mía! ¡No bradas por la piedra, se aferraron al suelo; luego, sus
hay lugar donde no vaya a buscarte! piernas se secaron y su piel se transformó en corte-
Cupido miraba la escena, complacido. za. Sus brazos se alargaron al cielo y se ramificaron,
—¡No! ¡No! —gritaba ella, las lágrimas empañán- mientras sus cabellos se tornaban hojas, de las que
dole los ojos. cantan sus secretos al viento.
Todo lo que amaba estaba a punto de desvanecerse. Apolo se halló de pronto abrazando un árbol.
Sus animales, los árboles, las plantas. Las tardes si- —¡No! —lloró, con el corazón roto—. Amor mío,
lenciosas que esperaban a la presa, el zumbar de los mi vida…
insectos por las madrugadas. Cupido festejó, silencioso, su venganza.
—¡Mi dueña, calma esta agonía!
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El dios apoyó su mejilla en el tronco, derramó sus
lágrimas y creyó que aún podía escuchar el corazón
de Dafne, latiendo bajo la madera.
Finalmente, no pudo hacer otra cosa, más que ad-
mirar la belleza del laurel, que no había hecho sino
conservar la de su amada. Y le susurró que, desde ese
día, coronaría con sus hojas a los héroes.
Besó la áspera superficie que abrazaba, mientras
Dafne, hecha una con todo lo que amaba, celebró que
había podido cumplir con su deseo: ser parte del te-
jido verde, de la sinfonía exacta de aquel bosque que
sonaría por siempre hasta el final de los días.
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Victoria Bayona
Nació en La Plata. Es escritora, actriz y artista
plástica. Ha publicado las novelas Dalila y los tritau-
ros y La maestra (mención en Premio El Barco de
Vapor), entre otras. Como dramaturga escribió El
Síndrome Kafka y Solo en los balcones (premiada por
la Legislatura Porteña en 2015). Actualmente se
desempeña también como docente.
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