2 - Cromwell

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LA REINA ISABEL II Y EL FANTASMA DE CROMWELL: TRADICIÓN, REVOLUCIÓN Y FICCIÓN

La muerte de Isabel II del Reino Unido y la proclamación de su hijo primogénito –Carlos III– como sucesor,
el pasado 8 de septiembre, han provocado una fiebre monárquica de lo más sensiblera y conservadora que
se pueda imaginar, no solo dentro de Gran Bretaña y los otros países de la Commonwealth, sino a escala
mundial. Tuvimos un anticipo de este indigesto fenómeno cultural de masas con la serie de Netflix The
Crown, que viene arrasando en niveles de audiencia desde que se estrenó su primera temporada en 2016
(ya va por la cuarta y pronto se estrenará la quinta).

¿Qué hay detrás de esta fascinación popular con la realeza británica? ¿Cómo se explica su mística? El
tradicionalismo, el magnetismo de lo antiguo e inmemorial, aporta su cuota parte, sin dudas. Los orígenes
de la monarquía británica se pierden en las brumas «venerables» del Medievo. Están envueltos en un halo
romántico de leyendas: Arturo, rey mítico de los Años Oscuros y canto del cisne de la Britania céltica
posromana; Alfredo el Grande, bretwalda unificador de los reinos anglosajones que resisten a los invasores
vikingos; Ricardo Corazón de León, épico caballero medieval con corona entreverado en las Cruzadas…
Además, la realeza británica se ha visto favorecida por el prestigio del teatro clásico shakesperiano, un
componente troncal de la identidad nacional inglesa: Ricardo II, Eduardo III, etc. Y no podemos olvidarnos
de mencionar a Enrique VIII e Isabel I, quienes, en los albores de la modernidad, renovaron y reforzaron el
patriotismo inglés con la causa sagrada del protestantismo y la rivalidad con la España imperial tridentina;
ni tampoco de Jorge II, primer destinatario de la canción God Save the King. Menos podemos olvidarnos de
Victoria, soberana del mayor imperio de la historia universal en todo su apogeo comercial e industrial,
naval y colonial: la pax britannica, la splendid isolation.

No hay necesidad de hacer un inventario exhaustivo, pero, considerando el enorme impacto público que
han tenido The Crown y las noticias recientes del recambio dinástico, bien podríamos añadir las tres figuras
regias que la serie de Netflix ha llevado a la ficción: Eduardo VIII, el dandi heterodoxo y filonazi que abdicó
prematuramente para poder casarse con una estadounidense divorciada, de la que estaba perdidamente
enamorado; Jorge VI, el padre de familia tartamudos que le tocó reinar durante la emergencia de la
Segunda Guerra Mundial, a la sombra de Churchill (el mismo que ha idealizado y popularizado la película El
discurso del rey, de Tom Hooper); e Isabel II, la protagonista de la tira, quien hasta hace pocos días detentó
el cetro del Reino Unido por la Casa de Windsor, habiendo batido con holgura todos los récords de
longevidad (96) y años de reinado (70).

Suficientes ejemplos. Baste aquí con señalar que, en el imaginario político-cultural de tories y whigs, de
conservadores y liberales, Albión ha estado tradicionalmente asociada a la realeza, a la monarquía; y
también, desde luego, a la Iglesia anglicana, que en los tiempos de la Reforma protestante se escindió de la
Cristiandad católica y osó trocar al papa por el rey. No es, precisamente, una asociación que se caracterice
por el realismo crítico. Es, por el contrario, una asociación con altas dosis de idealización romántica: la vieja
mística del trono y el altar, que hunde sus raíces en el ideologema bíblico del rex et sacerdos.

The Crown ha sabido captar y expresar muy bien –es una serie con excelentes diálogos y actuaciones– las
mistificaciones fundamentales entretejidas alrededor de la realeza británica y la cosmovisión apologética
que le da sustento, sin caer, por lo general, en los excesos burdos del melodrama y el panegírico. Los
personajes de la familia real son a menudo bajados del sacro pedestal, humanizados en carne y hueso. Se
los muestra con sus contradicciones y ambigüedades, luces y sombras, grandezas y miserias. Tienen una
fachada pública de mármol, pero también entresijos íntimos de barro. Sin embargo, como esta
desacralización es parcial, como no llega al hueso en la crítica política de la monarquía como institución, su
efecto en el público espectador no es el de romper el encantamiento con la realeza, sino el de reforzarlo, a
través de sutiles mecanismos de catarsis: identificación, empatía, compasión, indulgencia.

Permítaseme citar algunos diálogos de The Crown que ilustran su astucia retórica al servicio del
monarquismo. “Oleos y juramentos. Orbes y cetros. Símbolos y más símbolos. Una red insondable de
misterio arcano y liturgia, difuminando tantas líneas que ningún clérigo, historiador o abogado podría
desenredar ninguna de ellas”, le dice el Duque de Windsor a un plebeyo en una fiesta, platicando sobre la
realeza británica y su sobrina Isabel, recientemente coronada. Y acota: “¿Quién quiere transparencia
cuando podemos tener magia? ¿Quién quiere prosa cuando podemos tener poesía? Quita el velo y ¿qué te
queda? Una joven ordinaria de habilidad modesta y poca imaginación. Pero envuélvela así, úngela con
aceite, y listo, ¿qué tienes? Una diosa”. En otro capítulo, María de Teck le explica a su nieta Isabel, reina
joven e inexperta, lo que a su juicio es la quintaesencia de la realeza: “La monarquía es la misión de Dios
para unificar y glorificar la Tierra. Para darle a la gente corriente un ideal por el que luchar. Un ejemplo de
nobleza que les haga trascender su miserable vida. La monarquía es una llamada de Dios. Por eso se te
corona en una abadía, no en un edificio del gobierno. Es una unción, no un nombramiento. Es un arzobispo
el que te pone la corona, no un ministro o un funcionario. Lo que significa que debes responder ante Dios
en tu deber, no ante el público. No hacer nada es el trabajo más difícil de todos [alusión a la monarquía
parlamentaria, donde el rey o la reina reinan, pero ya no gobiernan]. Y tomará cada onza de energía que
tienes. Ser imparcial [se refiere al deber de no opinar públicamente sobre las acciones del gobierno ni
intervenir en la política] no es natural, no es humano”. La propia Isabel II, más madura, sentenciará en otra
ocasión: “En un mundo cada vez más complejo, todos necesitamos certidumbre” (léase: fe de carbonero en
la monarquía como institución y tradición). También dirá con irónica jactancia fatalista e implícita
convicción providencialista: “Soy consciente de que estoy rodeada de gente [parentela con sangre real] que
siente que podría hacer mejor el trabajo [de reinar]. Gente fuerte con un carácter poderoso. Pero para bien
o para mal, la corona se ha posado en mi cabeza”.

* * *

¿Hubo alguna vez una Inglaterra no monárquica, republicana? ¿Existió antaño una Inglaterra con
Parlamento, pero sin Corona? Cuesta imaginarlo, pero sí: la Commonwealth del siglo XVII, alumbrada por
una revolución regicida en medio de guerras civiles y mutaciones estructurales. El interregno de la
Mancomunidad duró once años, de 1649 a 1660. Pero el proceso revolucionario venía desplegándose
desde antes, desde 1642, cuando el Parlamento Largo, en nombre del pueblo inglés, se rebeló contra el
absolutismo de la dinastía reinante, los Estuardo, y buscó instaurar una monarquía atemperada, situación
que desencadenó una cruenta y prolongada lucha entre cavaliers (realistas) y roundheads (parlamentarios).

Acotemos algo: todavía faltaba bastante –más de una centuria– para que la Independencia de
Norteamérica y la Revolución Francesa transformaran al Occidente moderno inspirándose en las ideas
ilustradas. Nunca antes en la historia universal, el pueblo insurrecto había reasumido la soberanía
destronando a su rey, juzgándolo por traición a la patria, condenándolo a muerte y decapitándolo en una
ceremonia pública. Volvería a ocurrir en Francia a fines del siglo XVIII, con Luis XVI de Borbón. Pero primero
sucedió con Carlos I de Estuardo, rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda.

La Revolución Inglesa –la primera, la auténtica, la que estalló en 1642– está indisolublemente ligada a un
nombre controvertido, a un prócer maldito: Oliver Cromwell (1599-1658). En un lúcido y bello ensayo
intitulado La revolución del siglo XVII y el cartismo, Trotski lo comparó con Lenin (“un Cromwell proletario
del siglo XX”), y también con Lutero y Robespierre (“La crisis social de Inglaterra en el siglo XVII reunió los
caracteres de la Reforma alemana del siglo XVI con los de la Revolución francesa del XVIII. En Cromwell,
Lutero tiende la mano a Robespierre”). Pero no olvidemos que Marx, en su libro El 18 brumario de Luis
Bonaparte, ya había abonado el terreno: “Cromwell y el pueblo inglés habían ido a buscar en el Antiguo
Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su revolución burguesa. Alcanzada la verdadera
meta, realizada la transformación burguesa de la sociedad inglesa, Locke desplazó a Habacuc” (el profeta
judío, célebre por su intransigente oposición al despotismo «impío» de Babilonia, a la tiranía «sacrílega» del
imperio caldeo).
Cromwell, un hacendado puritano de la gentry o «baja nobleza» del este de Inglaterra al que la Corona le
había impedido emigrar a Norteamérica y sumarse a la utopía de los Pilgrim Fathers, fue elegido diputado
por Cambridgeshire hacia 1640. En un acenso meteórico, se convirtió en uno de los principales líderes del
bando parlamentario, luego en comandante del New Model Army, y finalmente (1653) en Lord Protector
de la Mancomunidad británica, un dictador carismático y vitalicio que –como Julio César y Napoleón– basó
su poder en la lealtad del Ejército y el apoyo de la plebe. Aunque con dos diferencias: no murió asesinado ni
desterrado, sino de muerte natural en su patria; y nunca aceptó el título de monarca, ni la sacralización de
su persona, en tributo a sus convicciones morales y político-religiosas.

Ningún otro personaje de la historia inglesa ha sido tan temido y odiado por quienes defienden la
institución monárquica, los privilegios aristocráticos y el supremacismo anglicano. La anécdota del
ensañamiento revanchista con su cadáver tras la Restauración estuardiana así lo ilustra. En 1661, Carlos II
ordenó que fuera sometido a juicio póstumo –ex professo– el mismo día que su padre había sido procesado
y ejecutado. Tras la condena, el cuerpo de Cromwell fue exhumado, arrastrado por las calles hasta el
patíbulo, ahorcado, decapitado, descuartizado y destripado, como estipulaba la tradición medieval en el
caso de los reos de alta traición. Los miembros y el tronco fueron arrojados a un pozo, cual basura
inmunda. Su cabeza, clavada en una pica de seis metros, permaneció expuesta por más de veinte años,
hasta que una compasiva tormenta la tiró al suelo de noche, y alguien se la llevó en secreto. Fue cambiando
de manos entre coleccionistas durante siglos, suscitando toda clase de leyendas urbanas, teorías
conspirativas y discusiones morbosas sobre su autenticidad o paradero, que se entremezclaron con los
acalorados debates de cada nueva generación en torno al significado y valor de la figura cromwelliana en la
memoria e historia británicas.

Hay una biopic estupenda sobre él: Cromwell (1970), de Ken Hughes, producida por Columbia. Memorable
actuación de Richard Harris en el rol protagónico. Buen guion y excelentes diálogos. Gran reparto: Alec
Guinness, Robert Morley, Frank Finlay, Timothy Dalton, Geoffrey Keen... Sólida reconstrucción de época.
Magnífico vestuario. Un clásico del cine británico.

Como todo drama histórico, Cromwell tiene sus inexactitudes y licencias, sus énfasis y omisiones, su
interpretación del pasado. Lo ubica, por ejemplo, en la crucial batalla de Edgehill, cuando es poco probable
que interviniera en ella. Nada dice de su brutal campaña de pacificación en la Irlanda católica, ni de su
hostilidad burguesa hacia el reparto de tierras y la comunidad de bienes, ni tampoco de su feroz represión
contra los levellers y diggers, el ala izquierda de la Revolución Inglesa. Lo muestra como un demócrata,
cuando en realidad se oponía al sufragio universal (prefería el voto calificado)... Deja al margen,
piadosamente, sus tardías veleidades cuasi-mayestáticas como Lord Protector. No obstante, aunque el film
resulta apologético, al punto de incurrir en varias idealizaciones anacrónicas por acción u omisión, el
cuadro histórico general se sostiene. En todo caso, puede ser complementado con Winstanley (1975), la
película de Kevin Brownlow y Andrew Mollo sobre el portavoz del radicalismo digger; y con Wolfwalkers
(2020), el fantástico largometraje de dibujos animados de Tomm Moore y Ross Stewart ambientado en el
trauma histórico de la conquista inglesa de Irlanda, a mediados del siglo XVII.

La trama de Cromwell no abarca toda la vida de revolucionario inglés, sino el período comprendido entre
1640 y 1653. Vale decir, desde que es electo diputado del Parlamento Largo y comienza a descollar como
orador de los roundheads, hasta que, en la cresta de la ola de su ascendiente político-militar, disuelve por la
fuerza el Parlamento Rabadilla y se convierte en Lord Protector. El largometraje recrea su fervor religioso
de cristiano protestante disidente, su puritanismo y austeridad, su vocación mesiánica y redentora inscripta
en una cosmovisión providencialista, su actuación en la Cámara de los Comunes como tribuno de la plebe,
sus proezas en las guerras civiles como comandante del New Model Army y como creador de los ironsides
(la caballería plebeya del bando parlamentario, arma decisiva en Naseby y otras batallas)… También da
cuenta de su responsabilidad primaria en el regicidio de Carlos I y en la instauración de la Commonwealth
republicana, allá por 1649. Y, por último, dramatiza el golpe de estado que inicia –o formaliza– su
dictadura; escena donde el personaje, luego de rechazar la realeza y quedar solo en el recinto, rompe la
cuarta pared y le anuncia al público espectador, con teatral elocuencia, los propósitos que –según el
director y guionista– guiarán su Protectorado.

Un breve texto remata el film: “En 1658, él murió. Tres años más tarde, Carlos, príncipe de Gales, fue
coronado rey, y un monarca se sentó en el trono de Inglaterra. Pero Inglaterra nunca volverá a ser la
misma”. Es una clara alusión al fracaso –o a las grandes limitaciones, cuanto menos– de la Restauración
estuardiana en el largo plazo, como consecuencia de las irreversibles transformaciones estructurales y
supraestructurales operadas durante el período 1642-1660: la monarquía resucitada sobrevivirá, pero no
ya en su forma absolutista regresiva, sino adaptada a la ideología liberal progresiva de la burguesía en
ascenso. En 1688, la Gloriosa Revolución contra Jacobo II restablecerá para siempre, por medio de la Bill of
Rights o Carta de Derechos (1689), la primacía soberana del Parlamento como órgano representativo del
pueblo, reduciendo la realeza –Guillermo III y sucesores de variadas dinastías– a una función cada vez más
simbólica y protocolar de «jefatura de estado» (el rey reina pero no gobierna, al decir del francés Thiers).

A Trotski le molestaba el destrato de la izquierda laborista inglesa a Cromwell. Le parecía mezquino y


miope, injusto y anacrónico, no perdonarle al revolucionario inglés que no haya sido un demócrata
socialista como su compatriota y coetáneo Winstanley. Trotski juzgó el factor subjetivo cromwelliano en
función de su contexto histórico, sopesando las limitaciones y posibilidades objetivas de una Inglaterra
posfeudal modernizada a medias, donde el naciente capitalismo pugnaba por afianzarse, y donde los frutos
benéficos de la Revolución Industrial (progreso tecnológico, desarrollo económico-social, democratización
de la política, formación de la clase obrera, creación de sindicatos, maduración teórica y práctica del
socialismo, etc.) aún estaban demasiado verdes. Para un hombre de acción como él, con el lomo curtido
por la Revolución Rusa y su guerra civil, la férrea eficacia burguesa de Cromwell como líder de masas, como
jefe del Ejército parlamentario y como estadista de la Revolución Inglesa triunfante, valía más que el
utopismo plebeyo de los niveladores y verdaderos niveladores, un sueño prematuro, ingenuo e impotente,
y, por ende, condenado al fracaso por la historia.

Trotski no es cruel con los levellers y diggers, pero apenas si los menciona con indiferencia. Parece mirarlos
desde esa frialdad retrospectiva –y resultadista– que el historiador Edward Thompson llamaría, con razón,
“condescendencia de la posteridad”, tan distinta a la empatía «genealógica» de Marx con la rebelión fallida
de Espartaco, o de Engels con la herejía anabaptista de Thomas Münzer, no menos numantina. “Auténtico
representante de una clase nueva, Cromwell a este fin necesitaba la fuerza y la pasión de las masas
populares”, explica Trotski. “Bajo su dirección, la revolución adquirió la impetuosidad que le era necesaria”.
Pero “Al rebasar, encarnada en los levellers (niveladores), los límites que le estaban asignados por las
exigencias de la sociedad burguesa en vías de renovación, Cromwell se mostró implacable con esos
‘insensatos’”. Lo único que le merecen estos precursores del socialismo proletario son, pues, las comillas
que los salvan de la descalificación por irracionalidad.

Cuando a mediados del siglo XIX el escocés Thomas Carlyle acometió la titánica empresa intelectual de
biografiar a Cromwell, señaló que su mayor dificultad fue tener que despejar toda esa “montaña de perros
muertos” (toneladas de bulos y calumnias) en que había sido sepultado por la maledicencia de la historia
oficial, rabiosamente monarquista. El mayor mérito de Hughes es haber logrado plasmar ese revisionismo
en el lenguaje estético y ficcional del cine, con toda su potencia expresiva.

En estos tiempos de tanta fiebre monárquica, de tanta fascinación bobalicona con The Crown y los
funerales de estado en loor a Isabel II, de tanta expectativa zonza con la ceremonia de coronación de Carlos
III (a realizarse el año próximo), volver a ver Cromwell es como respirar una bocanada de aire fresco a la
salida de un subterráneo, aunque haya pasado medio siglo desde su estreno, y no se vislumbre todavía
ningún horizonte republicano y socialista en la isla donde otro rebelde decapitado por un rey, Tomás Moro,
otrora se atreviera a escribir su memorable Utopía.

Quienes seguro no comparten esta empalagosa euforia monarquista son los pueblos indígenas del oeste de
Canadá, que el 1° de julio del año pasado aguaron la celebración del Canada Day «vandalizando» y
derribando con sogas las estatuas de bronce de Victoria e Isabel II en la ciudad de Winnipeg, provincia de
Manitoba, en repudio a las políticas genocidas y etnocidas del colonialismo británico durante el siglo XIX y
buena parte del XX; y también en rechazo a la genuflexa deferencia simbólica que la confederación
canadiense mantiene todavía hoy con la Corona inglesa, en pleno siglo XXI y a contramano de la cacareada
«plurinacionalidad» (lo que significa, en concreto, que la jefatura de estado en Canadá sigue formalmente
en manos de una dinastía de blancos anglosajones que viven pomposa y parasitariamente al otro lado del
Atlántico, en Europa). Tales acciones iconoclastas llevadas a cabo por las Naciones Originarias del Canadá
son una luz de esperanza. Nos recuerdan que el monarquismo no es unánime en la Mancomunidad
Británica, aunque la prensa hegemónica –BBC incluida– prefiera invisibilizar esa disidencia con un alud de
relatos de color sensibleros y edificantes sobre las virtudes de la difunta reina, y sobre el venerable y
cariñoso respeto que supo granjearse entre sus leales súbditos, rebaño de ovejitas necesitadas de un buen
pastor que haga las veces de símbolo nacional y provea paternalmente –maternalmente en este caso– el
alivio de la unidad y la estabilidad, la certidumbre del orden y el sentido.

Pero los fantasmas nunca mueren, como ya vimos en el ensayo “La fantasmagoría de Kalewche”, referido al
espectro del comunismo (edición cero, 3 de septiembre de 2022). El fantasma regicida de Cromwell sigue
ahí, merodeando y acechando como una bestia infernal, atormentando la conciencia histórica
biempensante del Reino Unido como una pesadilla. No tiene paz, no pide paz, no trae paz. Es un ánima
maldita y errante, una anomalía «monstruosa» y traumatizante del pasado. Desde el más allá de la utopía,
Cromwell les susurra a las testas coronadas de Albión este memento: remember that Britain was once a
republic.

Federico Mare

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